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JUEVES, 28 DE MAYO DE 2009

Guillermina Tiramonti: Mutaciones en la articulación Estado- Sociedad.


Algunas consideraciones para la construcción de una nueva agenda
educativa

Después de una década y media de reformas educativas que se pretendían bendecidas por el poder
de la verdad y el conocimiento científico, la educación sigue siendo una cuestión no resuelta y, en los
últimos tiempos, escasamente ventilada en la esfera de la discusión pública. Existe, en general, una
tendencia a pensar sus problemas como la derivación de un funcionamiento deficitario de la propia
institución, de sus agentes o de las comunidades a las que estos atienden. Se pone el acento en una
suma de déficits puntuales, argumentando que, si se atendieran adecuadamente a través de un
mayor presupuesto, un disciplinamiento de los agentes y de la debida preocupación de los padres, la
situación mejoraría sustancialmente.
Sin embargo, la problemática que enfrenta la escuela tiene otra envergadura, y un grado de
complejidad que exige una mirada más amplia y abarcadora de los cambios acaecidos en las
distintas épocas, que se articulan de un modo particular con la institución escolar.
Lo primero que debe decirse es que la escuela es una producción institucional de un momento
histórico diferente y que, por lo tanto, nació asociada a otras circunstancias sociales, políticas y
culturales.
En este artículo, nos proponemos presentar y analizar aquellos ítems que consideramos de peso
para mensurar las asimetrías existentes entre la institución escolar, y el momento histórico y
cultural en el que esta se inserta.
Los cambios en el entramado institucional
La escuela m0derna es una construcción social, surgida en las sociedades europeas entre los siglos
XVII y XVIII, que inicia una inédita relación, denominada pedagógica, entre un maestro (en un
sentido nuevo del término) y un alumno. Esta relación es inédita porque el maestro ya no es un
artesano que transmite un saber hacer a un joven aprendiz, sino que la relación se independiza del
resto de las relaciones sociales y genera un espacio y un tiempo específicos para la transmisión de
los conocimientos (Vincent, Lahire y Thin, 2001).
La escuela organiza las actividades de enseñanza-aprendizaje, distribuyéndolas en el tiempo y el
espacio: la clasificación de los alumnos por edades, para su distribución en aulas; la división del
tiempo, que marca la duración de la jornada diaria; el período del año en el que se desenvuelven las
actividades; y el lapso de la vida que se ocupa en ella.
La hipótesis de Aries (1987) acerca de la construcción de la infancia es una de las principales
referencias de los estudios sociohistóricos en la materia. El autor señala que dicho proceso tuvo
lugar en las sociedades europeas a partir del siglo XVII, cuando comenzaron a delinearse nuevos
sentimientos y afectos respecto de la niñez, que se oponían a ' una mentalidad que los pensaba como
adultos pequeños. La aparición del cuerpo infantil implicó una serie de transformaciones,
relacionadas con un lento proceso de demarcación de la niñez, la percepción del niño en tanto ser
inacabado que necesitaba resguardo, y con su segregación y posterior reinserción en la sociedad. En
este proceso, la escuela fue causa y consecuencia, relacionada principalmente con la necesidad de
alejar al niño de la vida cotidiana del adulto. Asimismo, implicó una proliferación de discursos para
la regulación del cuerpo infantil, provenientes de la Psicología, la Pediatría, la Pedagogía y, pos-
teriormente, el Psicoanálisis.
Toda aparición de una determinada forma social está ligada a otros cambios que se suceden en el
mismo momento histórico, que la constituyen como piezas de un mismo entramado social y le
otorgan un determinado sentido político. La conformación de los Estados nacionales, asociada a los
requerimientos de una población definida como libre, es, sin duda, uno de los referentes cuando se
sitúa el surgimiento de la escuela moderna y se intenta reconstruir el sentido político de esta
creación institucional. Forman parte del mismo paquete histórico los procesos de secularización del
orden social, la conformación de lo que ha dado en llamarse la familia burguesa y, finalmente, el
desarrollo del capitalismo industrial.
Por supuesto, este entramado adquiere diferentes características en los distintos países, ya sea que
hagamos la distinción entre los europeos y los latinoamericanos, o que diferenciemos situaciones
específicas en América Latina. En este sentido, es necesario considerar las distancias existentes
entre los modos de incorporación y articulación social que caracterizan a países como Brasil y la
Argentina. En el caso de Brasil, es una conformación que deja fuera del alcance del Estado una parte
considerable de la población, 10 que genera una sociedad dual que el crecimiento económico y social
no. ha podido neutralizar. En el caso argentino, se trata de un modelo que se propone la integración
y la articulación del conjunto de la sociedad a partir de un proceso de fuerte homogeneización
cultural, realizado por el Estado a través de la educación pública.
De cualquier modo, el modelo societario C01 que se organizaron las sociedades latinoamericanas
desde fines del siglo XIX hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX tuvo al Estado como
protagonista. Formando parte de esta matriz social que Marcelo Cavarozzi (1999) denominó
Estadocéntrica, se constituyó la escuela pública en América Latina. El sistema que se estableció a
fines del siglo XIX y principios del XX reconocía en el Estado nacional su referente material y
simbólico más importante, tanto para la administración, la gestión y el financiamiento de las
instituciones escolares, como para la provisión de un sentido que se pretendía universalista y que
expresaba en clave nacional la cultura civilizada (Tiramonti, 2003).
En este modelo social, el Estado es una figura clave en la construcción de un espacio de sentido para
el conjunto de los individuos y de las instituciones La escuela estuvo doblemente asociada a la
creación de este espacio común: por un lado, como portadora de una propuesta universalista que
expresaba el conjunto de los valores, los principios y las creencias en los que se fundamentaba la
comunidad, a la que debían incorporarse las nuevas generaciones y, por el otro, como dispositivo de
regulación social, y, en consecuencia, como instrumento de gobernabilidad.
Trabajos recientes (Romero, 2004; Carretero, Rosa y González, 2006) muestran cómo, a través de
los textos escolares, se forjaron las representaciones de lo que éramos como nación, del pasado que
compartíamos, de las tradiciones en las que se inscribían el presente y nuestro destino como nación.
La constitución de nuestras representaciones identitarias como sociedad, como comunidad de
pertenencia fue plasmada en el espacio escolar. Por supuesto, buena parte de los sentimientos
xenófobos provienen de esta demarcación de la ciudadanía nacional y de su diferenciación con lo
extranjero. Un croquis de una Argentina que es pura frontera, que se marca con un trazo muy
fuerte, transmite toda una concepción de las distancias entre nosotros y los extranjeros.
Al decir de Antonio Bolívar (2004), la institución escolar, que en su origen desplegó un ejercicio
consistente en subordinar las identidades históricas y culturales particulares al proyecto de creación
de una identidad nacional, está hoy involucrada en responder a la multiculturalidad.
La formación de la nacionalidad se correspondió con la conformación de la sociedad industrial y con
el entramado institucional propio de esta etapa del desarrollo capitalista: la fábrica, la familia, la
escuela, la clase social y las instituciones de representación política y sectorial constituyeron marcos
institucionales que regulaban y contenían la existencia de los individuos hasta avanzado el siglo xx.
Se trata de un complejo institucional cuya eficacia resultaba de la complementariedad de su acción y
de su común referencia al Estado nacional.
El proceso de globalización rompe esta matriz social y deshace el entramado institucional en el que
se sostenía y, con ello, el campo común en el que se integran y articulan individuos e instituciones.
El Estado, y, por ende, la acción política y los criterios que esta definía para la organización del
campo nacional pierde centralidad, en favor de una presencia fuerte del mercado y de la
competencia en la definición del orden social.
El nuevo tipo societario está acompañado por una serie de cambios en las instituciones que
estructuraban la sociedad industrial y enmarcaban la existencia de los sujetos. Para Beck (1997),
asistimos a una descomposición de la sociedad industrial como entramado de experiencias. Según
esta postura, las personas han quedado libres de las seguridades y de las formas de vida
estandarizadas. Así como la constitución de la sociedad industrial do implicó el desencaje (Giddens,
1994) de las relaciones sociales COI' respecto al contexto local de interacción y- las incorporó a un
nuevo entramado relacional en el que el sexo, la familia y la clase definían un modo de vida y, por lo
tanto, las condiciones de existencia, la sociedad pos industrial provocó la descomposición de ese
entramado de experiencias, al des regular la existencia de los individuos que están condenados a ser
ellos mismos (Sennett, 1978). Se trata de la pérdida del sistema de referencias que proporcionaba la
sociedad industrial, por un lado, y, por otro, de la constitución de un sujeto autorreferencial.
Los cambios en este sentido son tan importantes que algunos autores hablan de la «declinación de
la idea de sociedad» o de la «muerte de lo social» (Dubet y Martuccelli, 1998). Según este
razonamiento, las instituciones habrían perdido la capacidad de marcar las subjetividades y
asistimos al pasaje de una sociedad que integraba mediante un proceso de supersocialización de los
agentes a través de diferentes agencias socializadoras --entre las cuales se destacan la familia, la
escuela y la iglesia--, a una sociedad de individuos subsocializados y anómicos. Se trataría de un
proceso de desinstitucionalización, que acompañaría la crisis de la sociedad como concepto y como
realidad (Tenti Fanfani, 2002).
En el campo de la educación, estos posicionamientos señalan la pérdida de la potencialidad de la
escuela para instituir identidades; asimismo, asocian esa caída con la muerte del Estado-Nación y
de la ley como instancia fundadora de la ciudadanía. La escuela cayó, según estos discursos, como
ilusión forjadora de un sujeto universal y no dispone de ninguna narrativa en la que anclar la
constitución de lo social (Duschatzky,2001).
Sin adscribir a posicionamientos tan radicales, es evidente que la red institucional que caracterizó a
la sociedad moderna se está modificando, y que esto cambia los marcos estructurantes de la acción y
el terreno en que se mueven las instituciones escolares. Los datos de nuestra investigación! arrojan
evidencia de que existen procesos de este orden que afectan de modo diferenciado a los distintos
sectores y subsectores sociales. También se constata la permanencia y la consiguiente combinación
con procesos anteriores y, en definitiva, la desorganización de los antiguos marcos estructurantes de
la acción, por un lado, y, por otro, la dificultad para identificar las orientaciones y características del
nuevo tipo societario.
Es evidente que el modelo social integrado por la acción política de un Estado con capacidad de
articular e incluir material y, simbólicamente, al conjunto de la población -y de construir, de este
modo, un lazo comunicante entre todos los miembros de la sociedad, y un campo común en el que
se inscribían desigualdades y diferencias- está roto. Es claro, también, que el conjunto de las
instituciones que caracterizaron a la sociedad industrial está atravesando profundas modificaciones;
esto, a su vez, da cuenta de una sociedad que está reconfigurando sus dispositivos de control y de
reproducción social. La pregunta es: ¿cuánto y de qué modo esto se hace presente en los agentes y
en las instituciones escolares?
En este nuevo orden social, la familia ha cambiado. Ha dejado de ser una estructura jerárquica
organizada alrededor de los mandatos de reproducción de la especie, de la producción material y de
las exigencias del mandato patriarcal. En la actualidad, el eje organizador de la unidad familiar es la
comunidad emocional, el cultivo de la intimidad y el reconocimiento de las individualidades.
Giddens (2000) habla de una relación pura para nombrar las relaciones basadas en la comunicación
emocional, en las que las recompensas derivadas de esta última constituyen la base primordial para
su continuidad.
Este tipo familiar resulta de una larga lucha por la emancipación de la mujer, en la que jugó un
papel central la separación entre sexualidad y reproducción. Esta separación, a su vez, resultó del
desarrollo de los dispositivos de anticoncepción; de la valorización del espacio íntimo como fuente
de gratificación; de la penetración del discurso psí y, también, de la perplejidad de los adultos frente
a las nuevas configuraciones culturales. Esta nueva familia es, sin duda, más débil en la transmisión
de mandatos, no porque la composición heterogénea que ahora reviste impida este mandato, o
porque las relaciones emocionales y la democratización de la intimidad obliguen a una
horizontalidad reñida con la transmisión cultural, o porque el discurso psí no incluya mecanismos
de regulación, sino simplemente porque las familias viven la experiencia del cambio cultural y de
una sociedad de riesgo, que exige lecturas particularizadas de la realidad y una construcción indivi-
dualizada del futuro. Algunas de estas familias se han adaptado a esta sociedad de riesgo, y apuestan
a la creatividad de sus hijos para el despliegue de estrategias y trayectorias innovadoras con el fin de
abordar un futuro siempre cambiante.
Los datos de nuestra investigación muestran, justamente, las diferencias familiares en las
estrategias de transmisión cultural. Sólo las familias provenientes de los sectores_ más tradicionales
de la población encauzan a sus hijos en la preservación de una tradición que, hasta el momento, los
ha mantenido en una posición social de privilegio. Las elites más modernas apuestan a la
construcción de individuos competitivos, y las clases medias ilustradas construyen una estrategia
que combina los recursos culturales con un reforzamiento de la creatividad individual. El resto de
las familias están sumidas en la perplejidad que les genera la comprobación de la «inoportunidad»
de la transferencia a sus hijos de las antiguas estrategias a través de las cuales ellos lograron
ascender socialmente. La vulnerabilidad de sus actuales posicionamientos, o el descenso social al
que han sido sometidos en los últimos años, les indican que las nuevas generaciones deberán
innovar para afrontar con éxito el futuro.
Numerosos autores han tratado este fenómeno de ruptura generacional que se produce en una
sociedad proyectada hacia el futuro. En la década de 1970, Bell (1977) sostenía que el problema
sociológico de la realidad de nuestro tiempo -en términos de ubicación social y de identidad- se
plantea porque los individuos han soltado viejas amarras y ya no siguen pautas heredadas. De aquí
el paso de la familia, o de la clase, a la generación como fuente estructurante de la acción. Del
mismo modo, Giddens (1997) acuñó el concepto de «modernidad reflexiva» para designar una
sociedad donde la tradición se repliega y los individuos se ven forzados a vivir de una manera más
abierta y reflexiva.
Sin embargo, la retracción de la tradición y las rupturas en la transmisión gene racional de
estrategias concretas para la acción, que, por supuesto, traen incluida una definición ética, no
implican que se haya interrumpido la transmisión de capitales culturales y sociales a los hijos, a
partir de los cuales estos rearman sus trayectorias, a la luz de las oportunidades y restricciones que
generan las nuevas condiciones de existencia. No hay repetición, pero sí, transferencia de capitales
que, como señala Kessler (2000;, no siempre pueden ser actualizados en las nuevas condiciones
sociales.
Los cambios en la familias han sido leídos en clave conservadora, o con un dejo de nostalgia, por la
pérdida del orden patriarcal (Tedesco, 2003). Según estos autores, ras familias han dejado de
cumplir con su función de socialización primaria: ya no trasmiten a sus hijos una determinada
visión del mundo, sino que los han abandonado a sus propias elecciones. A partir de ello, se hace un
reclamo a las familias para que reasuman su función de autoridad y de socialización primaria, de
modo de restituir la capacidad familiar de regular los comportamientos de sus hijos.
En este caso, como en el de la queja por la acción de los medios de comunicación, que veremos en el
próximo punto, no se trata de la muerte de la familia ni de la pérdida de todo mecanismo de
regulación, sino de una nueva configuración donde las responsabilidades individuales tienen otra
centralidad y donde la normalización está más aso ciada a los flujos y redes en que se inscribe la
vida cotidiana. De cualquier modo, resulta reconciliar la antigua estructura patriarcal de la familia
con las nuevas reivindicaciones de libertad individual y de realización personal de hombres y de
mujeres.
Según Beck lo que se vive como crisis o catástrofe consiste en que tenemos que entender y reconocer
más libertades de las que «habían sido previstas en el libro ilustrado de la mentada y prometida,
pero nunca vivida, democracia':- (1999). Vivimos, según este autor, en las condiciones de una
democracia internalizada, para la cual muchos de los conceptos y recetas de la primera modernidad
se han vuelto insuficientes.
Esta libertad internalizada de la que habla Beck genera una diversidad que es considerada peligrosa
en la medida en que no puede ser procesada por la red de instituciones sociales y políticas
existentes. Pareciera que el camino para conciliar las instituciones con mayores grados de
diversidad requiere abandonar la satanización de los individuos y de sus familias ..
Más allá de los temores que pueden ocasionar los procesos de individualización y las prácticas no
estandarizadas que estos procesos generan, es importante señalar que numerosas investigaciones
dan cuenta de una ruptura en la trasmisión cultural intergeneracional. El cambio
cultural dificulta la comunicación entre las generaciones. La generación electrónica es portadora de
códigos, de valores y de comportamientos que resultan extraños a la generación que les precede.
Esta brecha generacional se ve agravada por la incertidumbre que despierta el futuro de una
sociedad en permanente cambio.
Esta dificultad para la transmisión también está presente en las escuelas. Hay una puesta en
segundo plano de la tarea de enseñar, que podría resultar de la confluencia de varios factores: la
importancia otorgada a las funciones asistenciales, que recortan el tiempo dedicado a las tareas
específicas; la difusión de las teorías constructivistas y de la cultura psi (Varela, 1991), que
desplazan al adulto/docente de la posición de transmisor para ocupar el lugar de facilitador o de
guía de los aprendizajes espontáneos de los niños; o la brecha cultural entre adultos y jóvenes, a la
que nos referimos en los párrafos precedentes, que imposibilita la función de transmisión. El
primero de estos factores -la importancia otorgada a las funciones asistenciales- exige una acción
.por fuera de la escuela, que reponga una situación de mayor equidad social y despeje a la
institución de esta tarea asistencial; el segundo la difusión de las teorías constructivistas y de la
cultura psi- propone una reposición pedagógica de la función de transmisión cultural a través de la
legitimación de esta acción; el último -la brecha cultural entre adultos y jóvenes- pone a la
institución en posición de cuestionar su patrón cultural, de modo de transformado mediante la
incorporación crítica de los nuevos formatos culturales y, desde este lugar, retomar su función de
transmisora cultural.
Como veremos en el apartado siguiente, la escuela pareciera hallar se en un lugar de resistencia
cultural y no de apertura e intercambio con la cultura contemporánea.
De la Galaxia Gutenberg a la sociedad mediática
Además de las mutaciones en el entramado institucional, en la segunda mitad del siglo xx, se
acumularon una serie de cambios que transformaron significativamente el orden social, político,
económico y cultural, a la vez que modificaron la vida cotidiana de la gente e impactaron
significativamente en la constitución de las subjetividades y en la conformación de identidades.
En el campo de la cultura, el fenómeno más significativo es, sin duda, la revolución de las
comunicaciones, tanto por el desarrollo de los medios de comunicación de masas como por el de las
tecnologías electrónicas para la transmisión y almacenamiento de datos. Ciertamente, los medios de
comunicación se han constituido en un ecosistema o ambiente donde se desenvuelve nuestra vida y
donde se recrean y producen lenguajes, conocimientos, valores y orientaciones sociales (Quevedo,
2003).
Este hecho desafía a la institución escolar, tanto en su función de transmisora de conocimientos y de
saberes, como en su carácter de socializadora de niños y de jóvenes. En el apartado anterior, hemos
presentado la existencia de un proceso de desinstitucionalización, entendido como la pérdida de
eficacia reguladora de las instituciones generadas por la sociedad industrial, entre las que se
destacan el Estado, la escuela y la familia.
La otra cara de la moneda la constituye la capacidad de los medios de comunicación de masas para
definir los modos de vida, los gustos, y para conformar un arco valorativo que reordena y desmonta
las anteriores formas de intermediación y autoridad que configuraban, hasta: no. hace mucho, el
estatuto del poder social (Barbero, 2002).
Las visiones o perspectivas más negativas (Sartori, 1997) depositan en los medios masivos de
comunicación, fundamentalmente en la televisión, el origen o la causa de todos los males que
aquejan a la sociedad. De allí que se piense la televisión como un dispositivo que está en la base del
aumento de la violencia, de la pérdida de la autoridad en todos los ámbitos y de la decadencia de la
capacidad lectora de las nuevas generaciones. En todos estos casos, la televisión es representada
como un aparato poderoso que contrasta con la pasividad con que los niños y los jóvenes reciben los
mensajes.
A partir de esta apreciación sobre el efecto de los medios, se ha construido un discurso acerca de la
muerte de la infancia. Desde este punto de vista, se considera que los .medios han eliminado las
fronteras entre la infancia y la madurez y, por lo tanto, han debilitado la autoridad de los adultos. A
quienes así argumentan les preocupan las consecuencias de este pasar de fronteras. Plantean que la
salud de los niños exige que para un análisis crítico de esta postura, véase Buckil1gham, 2002,nos
transformemos en vigilantes de la línea de separación entre niños y adultos, tanto en la casa como
en la escuela, o en el ámbito general de la cultura. Esta separación implica una exclusión de los
niños del mundo de los adultos. La amenaza de los medios electrónicos radica, justamente, en que
constituyen una de las fuentes principales de conocimiento de la vida adulta. Desde esta
perspectiva, el dilema fundamental son el acceso y el control.
Podría decirse que la infancia se ha definido de diferentes modos a través de la historia, y que estas
definiciones han ido cambiando el estatus social de la niñez y las relaciones de esta con los adultos.
La modernidad es la que establece esta separación tajante entre el mundo de los adultos y el de la
niñez. El formato de la escuela moderna rompe con los anteriores modos de transmisión cultural,
que se basaban en un aprender a hacer a través de la incorporación de los aprendices a la pro-
ducción familiar. La escuela instaura un lugar específico, donde sucede la relación pedagógica, que
es autónomo respecto del resto de la vida social y productiva (Vincent, Lahire y Thin, óp. cit.). La
extensión de los años de estudio y de la jornada escolar estableció nítidas fronteras entre la vida de
los niños y de los adultos; pero los medios las han desdibujado.
Sucede que los medios representan un papel cada vez más importante en la definición de las
experiencias culturales de los niños de hoy. El desafío para las familias y la escuela no es protegerlos
de los medios, vedándoles el acceso, sino, por el contrario, preparados para abordar la experiencia
mediática.
Dentro de este paquete de calamidades que se le atribuye a la influencia de los medios, está el
declinar de la lectura o la muerte del libro. Según esta postura, la seducción que ejercen los medios
audiovisuales sobre los niños y los jóvenes explicaría su alejamiento de la lectura.
Sin embargo, la actual crisis de la lectura pareciera estar más relacionada con la profunda
reorganización que atraviesa el mundo de la escritura y de los relatos, y la consiguiente
transformación de los modos de leer, es decir, con el desconcierto que entre los más jóvenes
produce la obstinación de seguir pensando la lectura únicamente como forma de relación con el
libro, y con la pluralidad y heterogeneidad de textos y escrituras que hoy circulan. No se trata,
entonces, de la muerte de la lectura, sino de la pérdida de su lugar central y hegemónico en el espa-
cio cultural. En el siglo XXI, aprender a leer los textos audiovisuales y los hipertextos es condición
indispensable para la incorporación de las nuevas generaciones a un intercambio cultural que
permita la constitución activa de la ciudadanía.
Hubo un tiempo en que el acceso al saber pasaba casi exclusivamente por la lectura fonética. En la
actualidad, sin embargo, hay una heterogeneidad de textos a través de los cuales es posible acceder
al conocimiento. La escuela fue constituida dentro del universo que Marshall McLuhan bautizó
como la Galaxia Gutenberg, es decir, un mundo dominado por la lógica del libro, cuya base es la
estructura de la linealidad y el orden secuencial (Quevedo, óp. cit.). La heterogeneización de los
textos rompe esta linealidad y modifica los modos de acceder al saber que tienen las nuevas
generaciones.
Según Barbero (óp. cit.), la actual ruptura generacional remite a una experiencia que no cabe en la
linealidad de la palabra impresa, pues, nacidos antes de la revolución electrónica, la mayoría de
nosotros no entiende lo que esto significa. Este no entender pareciera ser lo que está sucediendo en
las escuelas.
La inmersión de esta generación en un ambiente cultural tan diferente al de los mayores es, en
parte, una de las causales de la existencia de una brecha generacional que se piensa como ruptura,
en el sentido de pérdida de los intercambios y de la transmisión cultural de una generación a otra.
Esta ruptura también está en la base de las dificultades de la escuela para constituirse en
transmisora cultural.
Para algunos autores, la escuela se ha transformado en un lugar de enfrentamiento entre la cultura
letrada y la audiovisual. Sin embargo, no parece que esa lucha efectivamente se esté librando. Nos
encontramos ante instituciones escolares en las que la transmisión cultural es poco significativa o
muy débil, de modo que no puede considerarse que desde allí se apunte a contrarrestar el sustrato
cultural que proponen los medios de comunicación de masas, o a competir con él. Esta falencia de la
función básica de la escuela resulta de su incapacidad, tanto de reconocer los nuevos códigos cul-
turales como de poner en juego los instrumentos que proporciona la cultura letrada para interactuar
inteligentemente con los medios audiovisuales y electrónicos.
Sólo si la escuela reconoce a los medios como dimensión estratégica de la cultura, podrá interactuar
con los nuevos campos de experiencia surgidos de la reorganización de los saberes, de los flujos de
información, de las redes de intercambios creativos y con la hibridación de las ciencias y las artes
(Barbero, óp. cit.).
Al mismo tiempo, la mediatización de lo público exige una escuela capaz de proporcionar a las
nuevas generaciones las habilidades cognitivas necesarias para leer e interpretar los mensajes
mediáticos que los interpelan como ciudadanos. El ejercicio actual de la ciudadanía exige
decodificar crítica mente estos mensajes para establecer las relaciones de sentido entre ellos, los
intereses que están en juego, los propósitos subyacentes y los objetivos declarados. "La escuela
debería proporcionar a los niños y los jóvenes un filtro cognitivo, que los desplace del lugar de
espectador pasivo y los transforme en lectores inteligentes de los mensajes que se les dirigen, ya sea
como consumidores a través de las propagandas, o como receptores culturales.
Consiste en un cambio radical del proyecto cultural de la escuela.
En primer lugar, se trata de reconocer las nuevas tecnologías de comunicación como tecnologías de
intelectuales; esto es, como estrategias de, conocimiento y no como meros auxiliares de la tarea
escolar. En segundo lugar, consiste en incorporar los medios audiovisuales como objeto de estudio
de la cultura cotidiana de los chicos, de la sociedad en que vivimos, de los acontecimientos que
jalonan nuestra historia y de los múltiples modos de contamos esa historia. El análisis de una
telenovela puede decimos mucho de la cultura en la región, de los valores que lo articulan, de los
modos en que se procesa el conflicto en nuestras sociedades, del lugar de la mujer, de las relaciones
familiares, de las relaciones entre los diferentes grupos sociales, de los modos de concebir la
pobreza y la riqueza, y así al infinito.
De la selección meritocrática a la inclusión fragmentada
La constitución de un orden social basado en la regulación de hombres libres -propuesta por la
modernidad- fue acompañada de la creación de una red de instituciones, destinadas a generar suje-
tos autocontrolados por efecto de dos factores: la internalización de un sistema de mandatos, y la
acción del entorno institucional sobre las conductas, las aspiraciones y las expectativas individuales
(Durkheim, 1997).
La institución que tuvo a su cargo la generación de esta disciplina fue, sin duda, la escuela moderna.
El auge de las escuelas elementales a cargo del Estado se explica por la exigencia, que pesa sobre
esta institución, de constituirse en garante de un orden social que, a su vez, se sostiene en el
reconocimiento de la libertad individual, la cual debe ser regulada a través de una acción sobre la
conciencia de los individuos. Para ello la escuela adoptó la tecnología pastoral con que la Iglesia
católica constituía a los fieles.
Como indicamos al principio de este trabajo, la escuela moderna separó lo que hasta ese momento
corría junto, por lo que emergió un espacio diferenciado del hacer cotidiano. De este modo,
transformó a los aprendices en alumnos, recortó un conjunto de saberes legitimados socialmente y
los transformó en contenidos disciplinares, que debían ser transmitidos en su seno a través de la
acción de profesionales formados especialmente para ese fin. Este proceso generó efectos contra-
dictorios. Por un lado, al separar el enseñar del hacer, la escuela hizo posible que una parte de la
población se independizara de sus anclajes de origen y, por lo tanto, materializó para ellos la
promesa emancipadora de la modernidad. Por otro lado, en la medida en que los saberes escolares
se distanciaron de la vida cotidiana y de los conocimientos que por ella circulaban, aquellos saberes
se hicieron extraños para otros grupos poblacionales más asociados a los conocimientos prácticos.
Estos grupos fueron seleccionados negativamente, hecho que generó los fenómenos de repitencia o
de deserción que no son patologías, sino resultado necesario de esta forma particular de transmitir
el saber.
Emancipar y seleccionar fueron dos procesos relacionados, que se suponen mutuamente, y que
permitieron procesar exitosamente la tensión -que la modernidad hizo pesar sobre el ámbito
escolar- entre igualación y selección.
La sociedad del mérito funcionó sobre la base de la selección que generaba el mundo de los
negocios, el éxito artístico o intelectual, y la credencial académica o profesional que proporcionaba
el circuito educativo en todos sus niveles. La selección es el principio sobre el que se fundó la
sociedad del mérito, y los niveles medios y altos de los sistemas educativos estuvieron al servicio de
esta selección.
La masificación de los niveles medios de la educación tiende a neutralizar su función
seleccionadora. La exigencia de inclusión que pesa sobre el sistema educativo resulta de la
confluencia de varios factores: la creencia generalizada de la población en el valor del mérito
personal para ascender socialmente; el achicamiento de los mercados laborales que, al producir un
aumento de las exigencias educativas para la selección del personal (con autonomía de la
calificación que exija el puesto de trabajo), genera el alargamiento de las trayectorias educativas de
aquellos que se proponen competir en el mercado laboral; la construcción de cuasi mercados
educativos que tienen una dinámica de expansión propia; la legitimidad que otorga la educación en
la acción política y, finalmente, la demanda por el derecho a la educación que ejercen los sectores
sociales emergentes.
En diferentes contextos, las sociedades han desarrollado distintas estrategias orientadas a procesar
estas tendencias a la masif1cación, conservando cierta capacidad de selección para los sistemas
educativos. Los países europeos generaron sistemas binarios que seleccionaban tempranamente a la
población, para ingresar en circuitos diferenciados que los depositaban en diferentes niveles del
sistema. Otros países, entre los cuales está el nuestro, mantuvieron un circuito único para el
conjunto de la población; este circuito primero se segmentó en relación con el origen social de sus
alumnos y, posteriormente, se fragmentó, construyendo posibilidades muy diferentes para quienes
se incorporan a la educación.
La fragmentación es un modo particular de configuración del sistema: procesa la desigualdad
educativa, generando espacios más o menos cerrados, que procuran una socialización de las nuevas
generaciones entre pares social y culturalmente homogéneos. El fragmento se organiza alrededor de
un conjunto de valores y criterios. pedagógicos que se construyen en diálogo con la comunidad, Sus
alumnos son atendidos y preparados para transitar por mundos propios. Sus referencias al contexto
social o la construcción de la otredad se realizan sin la percepción de la existencia de un terreno
común y, por lo tanto, sin el reconocimiento de las responsabilidades compartidas en una
construcción colectiva. En un artículo reciente, Ziegler (en prensa) argumenta que los proyectos
solidarios desarrollados por las escuelas que atienden a los sectores medios y altos de la población
permiten aquietar las conciencias, sin poner en cuestión las condiciones estructurales que generan
las asimetrías sociales. Esta configuración fragmentada no es privativa de la educación, sino que se
ha transformado en un modo de habitar el espacio social.
En otro trabajo (Tiramonti, en prensa), hemos mostrado cómo nuestro país procesó la ampliación
de las matrículas del nivel medio mediante la construcción de fragmentos diferenciados para la
incorporación de los sectores emergentes. Durante los años cincuenta, se generó el circuito técnico
para la incorporación de los hijos de los trabajadores manuales; en los sesenta, las clases medias
altas optaron por la educación privada, frente a las tendencias de masificación del sector público; en
los setenta, cuando el Estado nacional dejó de crear escuelas nacionales en los territorios
provinciales, surgieron las escuelas provinciales, que incorporaron a los sectores emergentes que
pujaban por obtener educación media para sus hijos; y recientemente, se crearon las escuelas de
reingreso en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con el propósito de acoger a quienes son
expulsados de la red escolar tradicional. A excepción de la red de educación técnica, construida
sobre' la base de una definición pedagógica que le era propia, en los otros casos, los nuevos circuitos
propusieron una misma definición pedagógica y modificaron las expectativas de logro de los
alumnos, generando una permanente degradación de la propuesta original.
En los últimos veinte años, el aumento de la competencia en el mercado de trabajo, el desarrollo de
estrategias defensivas ante las tendencias de expulsión social que resultan de los nuevos modos de
organización económica y social, la primacía de lo particular sobre lo universal y los temores que
genera la incorporación al mundo globalizado, variaron las formas de habitar el espacio social en
general, y el educativo en particular, en favor de la construcción de un mundo fragmentado donde
las distancias sociales son de una cualidad diferente. No se trata de mundos comparables en
términos de mayor o menor calidad (aunque se pueda hacer esa medición y demostrar la injusta
distribución en las condiciones de vida), sino de espacios en los que imperan códigos culturales,
sociales y normativos que difieren totalmente entre sí.
De este modo, lo que hasta ayer nombrábamos como sistema educativo hoy no es otra cosa que un
agregado institucional fragmentado, donde es difícil reconocer sentidos compartidos. Se registra
una explosión de sentidos, cada uno de los cuales se construye en diálogo con las expectativas, las
estrategias y los capitales familiares, por un lado, y los recursos institucionales, por otro.
Ya hemos dado cuenta anteriormente (Tiramonti, 2004) de que esta fragmentación traduce un
fenómeno semejante en el campo normativo.
Del mismo modo, de acuerdo con las últimas investigaciones (Poliak, 2004), también afecta al
cuerpo de docentes: Las diferencias de criterios que las escuelas ponen en juego, tanto para
seleccionar como para definir el perfil del profesor deseado, evidencian las brechas y las
discontinuidades que configuran al cuerpo docente. Ser hombre o ser mujer, perfeccionarse en
universidades extranjeras, ser joven, saber manejar a los adolescentes, soportar las condiciones de
trabajo, adecuarse a la disciplina establecida, tener sentido de pertenencia institucional o,
simplemente, contar con antigüedad son algunos de los elementos disímiles que dan cuenta de la
pertenencia a instituciones también diferentes.
Los limites de la función inclusiva de la escuela
La legitimidad del sistema educativo se ha sostenido históricamente en su capacidad para
proporcionar a las nuevas generaciones los instrumentos para su posterior incorporación en la
sociedad. El futuro se construía asociado con los estudios superiores, la inserción en el
, mundo laboral y con la preparación para el ejercicio ciudadano.
Todas estas referencias han sufrido cambios que ponen en cuestión las tradicionales relaciones
entre la escuela y el trabajo, y la escuela y la ciudadanía. Por una parte, el mercado de trabajo ya no
es una promesa abierta a todos los sectores sociales, sino que, por el contrario, mantiene su fuerza
expulsiva, dejando a un porcentaje alto de la población en condiciones de marginalidad. La relación
entre educación y empleo no es de ninguna manera unívoca. Si bien los más educados tienen
mayores protecciones frente al desempleo, la investigación muestra que el 20% de los jóvenes que
terminan la escuela secundaria no son incorporados al mercado de trabajo (Filmus, Miranda y
Otero, 2004). La promesa de la escuela como pasaporte a la integración laboral es incumplida para
un sector de la población. Parafraseando a Duschatzky (1999), para un grupo de chicos, la escuela
ha dejado de otorgar un pasaporte para el ingreso al intercambio social mediante su incorporación
al mercado laboral, y se ha transformado en un espacio de frontera, más allá del cual no se puede
avanzar.
La relación educación-ciudadanía también ha sido - claramente jaqueada por los cambios culturales
de la segunda mitad del siglo xx. La ciudadanía tradicional fue pensada para realizarse en un
determinado espacio, el de! Estado-Nación, y en función de su relación con e! Estado y con la norma
que transformaba a los individuos en sujetos de derecho. A la luz de la globalización, se discuten
cuáles son los espacios para la constitución de la pertenencia. La disyuntiva de patriotas o cos-
mopolitas (Nussbaum y otros, 1995) da cuenta de uno de los clivajes que la globalización genera en
la ciudadanía; pero no es e! único, ya que los comunitaristas han planteado la pertenencia con
alcances circunscriptos a las sociedades locales, donde la relación es aún cara a cara.
A diferencia de la ciudadanía moderna, que se definió con relación a la constitución de un sujeto de
derecho, la actual sociedad de consumo realiza una asociación de ciudadanía con capacidad de
consumo. Desde este parámetro, la democracia puede ser pensada como sinónimo de acceso a un
gran número de productos, entre los que se encuentra la educación. Sin embargo, se perciben
claramente las limitaciones de esta articulación de ciudadanía y consumo, si pretendemos que esta
última esté basada en un principio de justicia, tanto en su dimensión distributiva como de
reconocimiento.
La exclusión no sólo implica falta de acceso a bienes de consumo, sino también expulsión de!
entramado social y de las redes del intercambio social. A lo que se está haciendo referencia
desafiliación tal como lo denomina Castel (1997), es a una situación en la que los individuos dejan
de estar socialmente anclados. La Antropología y la Sociología contemporáneas (Reguillo, 2005;
Kessler, 2002) dan cuenta de la construcción de redes alternativas que articulan, contienen y
proporcionan sentido de pertenencia a grupos sociales excluidos de! intercambio social. La
existencia de las maras en Centroamérica o de los narcos en Brasil no se explica sólo por su
capacidad de proporcionar e! acceso al consumo a aquellas poblaciones que están excluidas de esta
posibilidad, sino también por la necesidad de construir pertenencias sociales e identidades desde las
cuales interactuar con una sociedad que les es ajena.
En un trabajo reciente, Duschatzky (2007) identifica y analiza e! papel de los líderes en la
construcción de lazos en el interior de los barrios populares; y el efecto de protección que aquellos
generan en una población de jóvenes escolarizados.
Por otra parte, también resulta claro que las exigencias de justicia y de reconocimiento abarcan,
asimismo, una multiplicidad de identidades que la modernidad subsumió a la concepción de una
ciudadanía abstracta. La expresión iguales, pero difirentes, que acuñó Inés Dussel para denominar
un programa de investigación y de producción de materiales audiovisuales sobre la discriminación
escolar, da cuenta de la tensión entre e! reconocimiento de las diferencias y las exigencias de
justicia.
Más allá de las limitaciones que presenta la concepción moderna de ciudadanía, contenía una
exigencia de inclusión social y de igualdad de acceso a los bienes materiales y simbólicos de la
sociedad que fueron el motor de la dimensión emancipadora de la modernidad (Wallerstein, 1995).
Esta exigencia debería ser considerada en una redefinición de la ciudadanía, que permitiera
contemplar, por un lado, las particularidades culturales y, por otro, la universalidad del derecho al
acceso a los bienes materiales y culturales producidos por la sociedad. En este sentido, la escuela,
como espacio de confluencia de las diferencias y de incorporación universal al diálogo cultural,
resulta una mediación estratégica. Creemos que la escuela debe recuperar la centralidad que ha ido
perdiendo debido a su incapacidad de constituirse en una operadora de la heterogeneidad de
lenguajes, instrumentos y soportes de la actual configuración cultural. .
El lugar del Estado
Ya hemos señalado el impacto que sobre el Estado nacional tiene la globalización. En términos muy
generales, podemos decir que hemos abandonado una configuración Estadocentrica. (Cavarozzi,
1999) -que depositaba en el estado nacional la organización y el control del orden social-, para dar
lugar. a una sociedad donde el mercado ha adquirido un fuerte protagonismo en la organización de
las diferentes dimensiones de la sociedad.
Son numerosos los trabajos que muestran la constitución de cuasi mercados educativos y la
introducción de criterios de competencia para la organización de este campo (VareIa, 1991;
Narodowski, 1999). Esta penetración de las lógicas y los criterios del mercado en campos que, hasta
ahora, tenían como referente central al Estado ha obligado a este último a reposicionarse en
búsqueda de reconstruir su lugar en la sociedad que no sólo garantice su permanencia,. sino que sea
compatible con esta presencia fuerte del mercado.
Weiler (1996) ha planteado que e! Estado, en el ejercicio de su poder, tiene un doble interés:
mantener el control, asegurando su efectividad, y mejorar y sustentar la base que lo legitima. Los
modos y los instrumentos mediante los cuales el Estado procura dar satisfacción a estas exigencias
del poder están en pleno proceso de cambio. En términos generales, podríamos decir que el estado
social basó su legitimidad en la capacidad de proporcionar bienestar y de generar una promesa de
creciente satisfacción con respecto a las expectativas de la población al mismo tiempo, sostuvo su
capacidad de regulación mediante una serie de dispositivos: una red de instituciones
disciplinadoras, una burocracia capaz de actuar sobre población, y un aparato represivo al cual
recurrir cuando las técnicas de autocontrol no son efectivas.
Wei1er (óp. cit.) sostiene que, en muchas ocasiones, las exigencias de legitimidad y de regulación
conducen a acciones contradictorias y, por lo tanto, la consecución de una de ellas va en detrimento
de la efectivización de la otra. Sin embargo, en el ejemplo que antes hemos dado, está claro que las
posibilidades de regulación se asocian a la promesa de un futuro mejor, que fue, a su vez, la base
legitimadora de la acción política del Estado y de su intervención económica. En este nuevo
equilibrio entre Estado y mercado, el primero ha perdido protagonismo portador de las
posibilidades de bienestar para la población; y se ha recortado su intervención en favor de disminuir
los efectos perversos de la competencia del mercado, por un lado, y por otro, con el fin de oficiar un
rol de garante de la seguridad para quienes participan de los beneficios del intercambio social
(Wacquant, 2000).
En el campo educativo a partir de los años noventa, el Estado sacrificó su pretensión universalista
en favor de la atención particularizada de aquellos sectores que perdían su lucha por insertarse en el
IT).e¡;cado. ~a centralización de la acción del Estado en políticas asistenciales da cuenta de este
reposicionamient03, que apela a una legitimidad basada en la asistencia a los más necesitados, por
un lado, y en el control del riesgo generado por una población excluida que amenaza con el ejercicio
de la violencia sobre quienes están dentro del cerco de los incluidos, por otro.
A pesar de ello, se mantiene la acci6n del Esrado en el sosrenimiento de algunas escuelas públicas
de elite; además, hay estrategias escolares destinadas a conservar la atenci6n de los sectores de la
clase media y, por lo tanto, a discriminar y a expulsar a los secrores marginales que ponen al Estado
en conrac[Q con una poblaci6n escolar más heterogénea. Pero estos casos parecieran ser vestigios
de un sistema anterior, antes que propuestas organizadoras dd futuro.
Esta pretensión de control sobre quienes están fuera del mercado, o que son su desecho, encierra
una contradicción que marca el límite a las pretensiones de legitimación y de regulación del Estado.
Por una parte, la marginalidad genera una subjetividad difícil de convocar desde las tradicionales
instituciones y estrategias de regulación estatal; entre otras cosas, porque no están atadas a ninguna
promesa de inclusión futura. Por otra parte, la posibilidad de control de estas poblaciones se ha
constituido en un elemento importantísimo para la construcción de la legitimidad estatal.
Algunos autores han planteado que estamos pasando de sociedades
Disciplinarias a sociedades de control. En las primeras, la regulación está a cargo de una red de
instituciones que encierran y disciplinan en términos foucaultianos; en las segundas, son los flujos y
la influencia sobre las mentes las que garantizan el control de la población. Como señala Lazzaratto
(2006), estamos pasando por una sociedad donde coexisten ambos mecanismos o técnicas de poder.
En esta situación, pareciera que la insistencia en la inclusión educativa está claramente ,relacionada
con la búsqueda de la regulación,,? través del encierro, de una parte de la población, que carece de
otro arraigo social y que es percibida como un otro amenazante.
Desde esta perspectiva, la continua apelación a los beneficios de la
inclusión educativa se inscribe en una estrategia de poder del Estado destinada a fortalecer su
legitimidad social. Más allá de las alusiones a la calidad y a la equidad educativa, el paquete de
proyectos educativos está fuertemente orientado a aumentar la capacidad de contención social de
las instituciones educativas. La insistencia sobre el riesgo que representan los jóvenes que no
estudian ni trabajan, por un lado, y la necesidad de contrarrestar este fenómeno mediante becas o
propuestas institucionales específicas, por otro, dan cuenta de este nuevo mandato social sobre las
escuelas.
Hacia la construcción de una nueva agenda
Dadas estas condiciones, debe pensarse cuáles son los temas que deberán ser incluidos para su
discusión y procesamiento en la esfera pública. En este apartado, ofrecemos algunas ideas para
alimentar el intercambio en esa esfera.

1. Redefinir la escuela y el modelo pedagógico y organizacional con el que se fundó, a fin de dar
cuenta de los cambios acaecidos en la segunda mitad del siglo xx. Son múltiples los elementos,
mencionados en ras páginas precedentes, que ponen en cuestión la permanencia de la propuesta
pedagógica moderna. Es necesario construir una institución capaz de incluir la heterogeneidad
sociocultural que exige la universalización del conjunto de los niveles educativos; una institución
capaz de generar vínculos y referencias fuertes entre la escuela y la nueva cultura, de modo de
transformar a la escuela en una operadora de ese campo. Se impone, entonces, repensar la
propuesta pedagógica, a la luz de las transformaciones en los modos de aprender que generó la
sociedad mediática e informatizada, y ampliar los marcos de referencia de la escuela hacia el vasto
espectro de la cultura, a fin de superar las limitaciones que hoy le impone su articulación con el
mundo del trabajo y la ciudadanía política.
2. Reconstruir el lugar del Estado nacional. Ya hemos planteado el impacto que sobre la
fragmentación del sistema educativo tiene la dilución de la presencia del Estado. Se trata de
procurar una redefinición de su acción en lugar de una recuperación de sus funciones anteriores. No
planteamos una recentralización del sistema, ni una recuperación de sus funciones
homogeneizadoras, sino que abogamos por una reconfiguración del lugar del Estado, que permita la
expresión de la diferencia, a la vez que neutralice las tendencias desigualadoras. La estrategia de
gobierno del Estado moderno estuvo basada en el control de la población a partir de su
identificación, cuantificación, caracterización y clasificación; para, finalmente, tutelarla a partir de
un cuerpo burocrático especializado y someterla a un conjunto de reglas y de procedimientos, a
partir de los cuales se regulaban los comportamientos y se proveían los servicios requeridos. Se
trataba, como señala Lazzaratto (óp. cit.), de una técnica que excluye el afuera y el devenir, y que
tiene escasa o nula flexibilidad para procesar la producción de lo nuevo. Del mismo modo, estas
prácticas tienen un solo horizonte: la idea de que no hay más que un mundo posible y que, por lo
tanto, vivir juntos exige homologar los mundos a aquel definido como deseable. Los cambios
sucedidos en la segunda mitad del siglo XX muestran que, en el nuevo orden cultural y social,
impera la heterogeneidad y, al decir Mutaciones en la articulación Estado-sociedad 37 de Lazzaratto
(ibidem: 89), «la jaula de hierro weberiana ha sido quebrada, las manadas huyeron del mundo
disciplinario inventando mundos incomponibles que se actualizan en el mismo mundo».
Reconstruir el lugar del Estado significa modificar sus intervenciones sociales, de modo de
transformarlas en aportes al desarrollo de esta diversidad de propuestas que se construyen desde la
sociedad, si la acción política pretende seguir articulando las subjetividades al orden social. Hasta el
momento, las dificultades del Estado, y de su acción política para regular y controlar a una
población que se escapa de la jaula, han estado orientadas a optimizar el cerco estatal ya reforzar su
acción disciplinadora, ya sea a través de la represión o del asistencialismo. Inventar un nuevo modo
de intervención que ponga en contacto a los sujetos con una instancia capaz de proveer recursos
materiales y simbólicos, a fin de articularlos al diálogo social, es una tarea que los elencos
gubernamentales ni siquiera se están planteando. 3. Recuperar la dimensión integral y orientadora
de la política. La capacidad de la política para integrar y coordinar los sectores de actividad, los
diferentes estratos y sustratos sociales, está relacionada con la definición de marcos de referencia
comunes y con el establecimiento de metas, sobre las cuales se diseñan acciones y se orienta la
actividad social. Reducir la política a una suma de proyectos puntuales, que atienden problemas
específicos y recortes predeterminados de población, transforma a la política en una actividad
técnica, y la expropia de su función productora de referencias y de orientaciones comunes para el
conjunto de la población (Mouf(e, 1999). 4. Rediscutir el marco de referencia valorativo alrededor
del cual se definirá la ciudadanía. El documento de CEPAL/UNESCO (1992), Educación y
conocimiento: eje de la transformación productiva con equidad, que aportó buena parte del discurso
educativo de los años noventa, planteó en clave instrumental los alcances de la nueva ciudadanía.
Según este documento, la condición ciudadana se alcanza a través de la incorporación de los códigos
que requiere una ciudadanía cosmopolita (idiomas) y usuaria de la nueva tecnología. Más
recientemente, Delors (1996) ha planteado que uno de los desafíos para las nuevas generacionales
es aprender a vivir juntos. Sin duda, se puede vivir juntos de modos 38 Pensar en lo público muy
diversos. La escuela argentina está redefiniendo los valores en los que se funda la ética ciudadana.
Para ello, está desplazando la igualdad,, en tanto valor que funcionaba como eje -el cual establecía
límites y condenaba la desigualdad-, a favor de la solidaridad" que se acomoda funcionalmente a
una sociedad de desiguales. La solidaridad entendida en clave de caridad religiosa redefine la ética
ciudadana, adaptándola a una sociedad que se organiza sobre la base de la asimetría de derechos de
sus miembros. Recuperar algún principio de justicia como criterio de valoración política y de
definición de la condición ciudadana es una tarea que debe ser abordada y que, hasta ahora, se ha
saldado a través de una acción asistencial que está lejos de conformar cualquier principio de justicia
social.

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