GUERRAS MUNDIALES Y SUS INFLUENCIAS EN LOS MONUMENTOS HISTORICOS
Autor:
William Becerra 18879353
San Cristóbal, Febrero 2019
La Gran Guerra y el nuevo sentido de la valoración del patrimonio cultural
En 1914, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, gran parte de la humanidad se
vería impactada en su cotidianidad por las transformaciones sociales que este hecho generó. En un tiempo relativamente corto, la nueva geografía del mundo y la nueva forma en que se le percibía, transformó los valores culturales y con ello se resignificó buena parte de los objetos artísticos, arqueológicos y arquitectónicos que identificaban a los pueblos. Los cambios no se hicieron esperar, el enfrentamiento llevó a la formación de nuevos nacionalismos que transformaron la forma en la que se había apreciado la cultura. A corto plazo, la guerra significó que cada nación resignificara sus valores culturales a través de la música, la literatura y el arte, dando mayor peso a aquellas piezas que exaltaran la nacionalidad y excluyeran o denigraran al enemigo; en cuanto a la pintura, las obras que anteceden a la guerra, se convirtieron en piezas revitalizadoras del poderío de los imperios, fortaleciendo una imagen heroica y romántica de la guerra. En la arquitectura, las formas tradicionales de construir en cada región exaltaron los valores de la nacionalidad a través del lenguaje arquitectónico y urbano; espacios públicos como las plazas y las estaciones de tren, adquirieron nuevos significados como símbolos de unión y como emblemas de esperanza frente a la confrontación, convirtiéndose en los sitios de comunicación y congregación para la población civil. La Gran Guerra superó el espacio europeo y llevó a la confrontación de colonias en África, en donde las consecuencias y la nueva geografía geopolítica condujeron a la división de territorios culturales definidos por prácticas de usos alejadas de las fronteras trazadas por los estados implicados en la guerra, estas solo fueron demarcadas desde una visión de producción de materia prima, que no tenía en cuenta a la población. Con una duración mayor que la estimada, la Primera Guerra produjo daños en los poblados más cercanos a los campos de batalla, a diferencia de la Segunda Guerra Mundial en donde los bombardeos aéreos destruyeron ciudades enteras, el uso de los cañones de largo alcance arruinó gran parte de la arquitectura menor, en este caso, no fue una destrucción sistemática de los grandes monumentos históricos y artísticos, sino objetivos militares representados en las torres de iglesias y espacios de aprovisionamiento de las fuerzas armadas. Efectos y alteración de la cotidianidad y en el patrimonio cultural Para este momento, la transformación social fue visible a través de las alteraciones de la cotidianidad, los continuos enfrentamientos y la obstrucción de las comunicaciones aisló comunidades enteras; el alistamiento de la población masculina hizo que la mujer pasara a ser un miembro activo en las líneas de producción, y entró a conformar un papel determinante en la sociedad. Estos hechos llevaron a desequilibrar la cotidianidad y a pensar nuevas formas de responder a las demandas de una sociedad bélica, en primera instancia la necesidad armamentista llevó a fortalecer las fábricas de municiones y a emplear mano de obra femenina, pero por otra parte el desabastecimiento de alimentos (los hombres en los campos fueron llevados al frente de batalla y se aisló a las grandes ciudades) llevó a una racionalización de las comidas y, con el paso del tiempo, esto generó una serie de alteraciones en la vida urbana que hicieron repensar la forma de ver el mundo. Este espíritu renovador permitió emprender una reflexión en torno al patrimonio histórico y artístico. Los monumentos históricos, lo pintoresco y romántico, característico del siglo XIX, dieron paso a la valoración de diversas huellas que representaban a la sociedad y no solo a las élites. Después de la Primera Guerra Mundial se reconoció el valor de la arquitectura menor y con ello se identificó un patrimonio en las ciudades y aldeas. Para el inicio de la Guerra el ambiente cultural europeo se debatía entre corrientes progresistas asociadas a la producción industrializada y corrientes culturalistas como reacción a la producción en masa. En la arquitectura esta condición se vio reflejada en dos aproximaciones, por un lado los movimientos derivados de los arts and crafs1 impulsarían el Art Nouveau o Jugendstil, que retoman el diseño tanto del espacio arquitectónico como de los objetos que lo enriquecen y, por otro, el desarrollo de la arquitectura con materiales industrializados que suponían el uso de nuevas tecnologías para la construcción de tipologías edificatorias con las posibilidades que daban materiales como el acero y el hierro. En el período posterior a la guerra, se desarrolló un lenguaje racionalista a partir de las formas geométricas básicas, alejada del lenguaje formal propio del siglo XIX e inicios del xx, caracterizado por el uso de las formas orgánicas y clásicas para su ornamentación. En cuanto a la ciudad, los espacios vacíos empiezan a ser usados como granjas urbanas ante la escasez de alimentos, barrios enteros son transformados y adaptados para las necesidades de la población. Las reconstrucciones y el patrimonio arquitectónico y urbano El período posterior a la Primera Guerra Mundial se vio enmarcado por nuevas ideologías que pusieron en riesgo las democracias y monarquías, por un lado, la aparición del fascismo como un Estado totalitario y de los movimientos obreros que suponían los dos extremos de ideologías y que llevaron a un acrecentado temor de las clases medias, que sin tomar partido se veían amenazadas. En la década de los veinte, se empezaba a vislumbrar un auge económico impulsado principalmente por la economía norteamericana, acelerada por la industrialización del petróleo, el acero y la electricidad. Esta bonanza, permitió a Europa la puesta en marcha de planes de reconstrucción e impulsó el crecimiento de las ciudades europeas y de sus colonias. La transformación en el territorio no se hizo esperar. Las nuevas fuentes de energía, las nuevas formas de organización del trabajo (Taylor y Ford) y la concentración de capitales condujeron a nuevos planteamientos en la organización del territorio, y a la función que tendría cada uno de sus componentes para el funcionamiento de un sistema productivo. De esta forma, se re-evaluaría la forma tradicional en que se habían estructurado los valores culturales, la forma en que se habían determinado las categorías y objetos o edificios que hacían parte del patrimonio arquitectónico y artístico de los pueblos; así como las formas en que deberían ser intervenidos para su conservación. A su vez, las fuertes migraciones que caracterizan este período, trajeron consigo sentimientos de arraigo y una actitud conservadora de los grupos tradicionales que llevaban a segregar a la nueva población de inmigrantes, haciendo más difícil su reconocimiento y la conservación de sus prácticas culturales. En cuanto a la protección del patrimonio artístico y arquitectónico, la guerra dejó un alto grado de destrucción y de abandono de ciudades y aldeas, fue notoria la destrucción física de torres de iglesias, de la arquitectura menor. Por su parte, la fundición de objetos para la fabricación de armamento también supuso una pérdida de valiosas piezas y de colecciones de arte, que para ese momento no gozaban de protección. Una vez finalizadas las acciones bélicas y haciendo un balance de lo acontecido, se complementaron las acciones de reconstrucción a partir de teorías provenientes del período que antecede a la Guerra. Por primera vez disciplinas como la arquitectura, la ingeniería y la arqueología permitieron una mayor comprensión de este tipo de patrimonio, figuras como Camillo Sitte, Camillo Boito, Gustavo Giovannoni y Alöis Riegl, hablaron de la importancia de las huellas del pasado y el reconocimiento de los centros urbanos como contenedores de la historia de las sociedades urbanas, se habló de restauraciones estéticas, científicas, históricas, reconstrucciones de los grandes monumentos y categorías o niveles de intervención. Se piensa en los tiempos de respuesta y la re-significación de los elementos destruidos a través de ideas que incluyen la recuperación del patrimonio urbano, la restauración, la sustitución y la renovación; dada la urgencia en acometer estas acciones fue el período en el cual se aportaron mayores estrategias para la intervención de la arquitectura y la ciudad. Esta situación, hizo urgente la elaboración de inventarios que permitieron la catalogación y el nivel de urgencia en la intervención; catalogaciones de lo que representaba la nacionalidad y lo familiar, con un interés inicial de volver a dotar a la población de sentimientos de arraigo. A diferencia de la Segunda Guerra Mundial, en donde el nivel de destrucción física fue mayor por los continuos bombardeos o ataques aéreos, la Primera Guerra supuso una destrucción más focalizada, en donde los sitios altos o torres que servían para los francotiradores, eran destruidos sistemáticamente junto con las edificaciones que podían servir de aprovisionamiento. Las prácticas de la reconstrucción del período posbélico llevaron a intervenciones puntuales, en las cuales la restauración debía realizarse en idénticas condiciones de la original3 a través de procedimientos como la anastilosis.4 Esta condición era muy propicia porque afianzaban de nuevo a la población con la imagen de antes de la guerra. Corrientes de pensadores como Gustavo Giovannoni, empezaron a plantear que los asentamientos urbanos contenían, al igual que la arquitectura, valores de uso y museales lo cual llevó a incluir el concepto de patrimonio urbano para la protección de los centros históricos y su reconstrucción Este tipo de intervenciones propició la creación de espacios idealizados que intentaban reconstruir el alma de los lugares, la reconstrucción inventiva, y que apostaba por la puesta en escena de las ciudades.5 Este proceso trajo consigo corrientes detractoras que buscaban la renovación de las ciudades como en el caso del Plan Voisin (1925) de Le Corbusier, que buscaba una nueva imagen, moderna y funcional, de la ciudad acorde con el papel innovador de las nuevas técnicas del transporte y la comunicación. Para este momento de reconstrucción, y después de analizadas las principales transformaciones en la cotidianidad y la vulnerabilidad del funcionamiento de las ciudades por su dependencia con el campo (en la guerra fue fácil lograr la ruptura de estas relaciones con el territorio), la visión frente a la protección hizo reconocer como valores culturales y patrimoniales una gran cantidad de objetos y prácticas culturales que fortalecieron la relación entre el campo y la ciudad, incluso se comenzó a dar mayor valor a la arquitectura menor frente a los grandes palacios característicos del siglo XIX. En la arquitectura esta nueva visión del mundo impulsó la creación de nuevos lenguajes arquitectónicos mucho más racionalistas, de acceso a todos y con mayores posibilidades para la creación de unidades de vivienda sin antecedentes en la historia urbana. En este marco de posguerra un grupo de intelectuales y pensadores promueve la elaboración de la Carta de Atenas de 1931, en la que se involucraron todos los estados defensores de la civilización para velar por la protección del patrimonio artístico y arqueológico de la humanidad, adicionalmente recomienda reconocer en las edificaciones toda huella de su historia, respetando los diferentes momentos a los cuales se ha ido adaptando la edificación. Con estos hechos es notoria la mundialización de los valores culturales que ya no eran un tema aislado sino de competencia de todos los estados. Los descubrimientos hechos desde la arqueología y el perfeccionamiento de la historia, amplió el campo cronológico en el que se inscribe el patrimonio cultural y con ello se promovió la democratización del saber desde el reconocimiento de la diversidad.
Una resolución histórica
La intensificación de los conflictos armados desde el decenio de 1980, primero en el Asia Central (Afganistán), luego en el Oriente Medio (Iraq y Siria) y más tarde en el Sahel (Malí), ha traído consigo un aumento de las destrucciones de sitios históricos por parte de grupos terroristas y una explosión del tráfico de bienes culturales. La comunidad internacional ha reaccionado enérgicamente contra la demencia destructora del autodenominado Estado Islámico de Iraq y el Levante (EIIL), dotándose con más instrumentos para proteger la memoria cultural de la humanidad. En 2017 ha expresado al unísono su voluntad de proteger el patrimonio cultural mundial, aprobando por unanimidad en el Consejo de Seguridad de la ONU la Resolución 2347, que reconoce oficialmente que la defensa de ese patrimonio es un imperativo de la seguridad. Se ha necesitado mucho tiempo para que la idea primigenia de declarar inatacables los bienes culturales en tiempos de guerra se plasme en esta decisión histórica que atestigua la existencia de una nueva conciencia mundial del papel de la cultura en la seguridad. Todo empezó a finales del siglo XIX. El 27 de julio de 1874, 15 Estados europeos se reunieron en Bruselas (Bélgica) para examinar un proyecto de acuerdo internacional sobre las leyes y costumbres de la guerra. Un mes más tarde adoptaron una Declaración cuyo Artículo 8, establecía que, en tiempos de guerra, “toda aprehensión, destrucción o degradación intencional de monumentos históricos o de obras del arte y de la ciencia, deberá ser perseguida y castigada por las Autoridades competentes”. Veinticinco años más tarde, en 1899, se convocó por iniciativa del zar Nicolás II de Rusia una Conferencia Internacional de Paz en los Países Bajos para revisar la nunca ratificada Declaración de Bruselas de 1874 y adoptar una Convención y un Reglamento relativos a las leyes y costumbres de la guerra. Este texto hará evolucionar considerablemente el derecho nacional y sentará el principio de inmunidad de los bienes culturales. En efecto, el Artículo 27 de su Reglamento precisa: “En los sitios y bombardeos se tomarán todas las medidas necesarias para favorecer, en cuanto sea posible, los edificios destinados al culto, a las artes, a las ciencias, a condición de que no se destinen para fines militares. Los sitiados están en la obligación de señalar esos edificios o lugares de asilo con signos visibles”. Tres decenios después, en 1935, en el Preámbulo del Pacto Roerich, un convenio panamericano sobre protección de monumentos históricos e instituciones artísticas y científicas, se formuló la idea de que los bienes culturales se deben “preservar en cualquier época de peligro” porque “forman el tesoro cultural de los pueblos”.
Convenciones y juicios históricos
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se dio un paso adelante decisivo. En 1948, los Países Bajos presentaron a la UNESCO un anteproyecto de nueva convención internacional para proteger los bienes culturales en los conflictos armados. La Organización inició de inmediato los trámites para redactar un nuevo tratado, que se adoptó en 1954 en la ciudad neerlandesa de La Haya. “Salvaguardia” y “respeto” son las palabras clave de la Convención de 1954 para la Protección de Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado y su Protocolo. En ella se dice que “los daños ocasionados a los bienes culturales pertenecientes a cualquier pueblo constituyen un menoscabo al patrimonio cultural de toda la humanidad, puesto que cada pueblo aporta su contribución a la cultura mundial”. El texto también prevé que “podrán colocarse bajo protección especial un número restringido de refugios destinados a preservar los bienes culturales mueble en caso de conflicto armado, de centros monumentales y otros bienes culturales inmuebles de importancia muy grande”, y añade que los Estados Partes en la Convención “se comprometen a garantizar la inmunidad de los bienes culturales bajo dicha protección especial”. Ese mismo año, 1954, Egipto decidió construir la Gran Presa de Asuán, lo que suponía anegar el valle alto del Nilo y numerosos monumentos de Nubia con 3.000 años de antigüedad. A petición de este país y del Sudán, la UNESCO llevó a cabo entre 1960 y 1980 una de las campañas de salvaguardia más espectaculares de la Historia para proteger esos monumentos. La Campaña de Nubia fue el germen de la Convención del Patrimonio Mundial (1972) por la que se establecieron la Lista del Patrimonio Mundial y la Lista del Patrimonio Mundial en Peligro. En esta última se pueden inscribir bienes culturales y naturales en situaciones de peligro grave, como conflictos armados que han estallado o corren riesgo de estallar. Gracias a esos instrumentos jurídicos y a la cooperación con la UNESCO, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) pudo condenar en 2004 a siete años de cárcel a Miodrag Jokić, comandante de la Marina yugoslava. Fue la primera sentencia judicial por destrucción deliberada del patrimonio cultural. Entre primeros de octubre y finales de diciembre de 1991, este militar ordenó lanzar centenares de obuses sobre la Ciudad Vieja de Dubrovnik, que se inscribió ese mismo año en la Lista del Patrimonio Mundial en Peligro. Debido a ese tipo de conflictos, la UNESCO y varios Estados Partes en la Convención de 1954 revisaron su texto y elaboraron un Segundo Protocolo, adoptado en 1999. Este protocolo estableció un nuevo sistema de protección reforzada, según el cual el patrimonio cultural de mayor importancia se debe proteger también con una legislación nacional adecuada que reprima con penas proporcionadas las violaciones graves de la Convención, esto es, ataques, robos, saqueos y actos de vandalismo, especialmente los perpetrados contra los bienes culturales más protegidos. Más recientemente, en 2016, la Corte Penal Internacional (CPI), declaró culpable de crimen de guerra al yihadista maliense Ahmad Al Faqi Al Mahdi, condenándole a nueve años de cárcel por haber destruido en 2012 diez lugares de culto en Tombuctú, cuando esta ciudad se hallaba en poder del Ansar Dine, un grupo vinculado a Al Qaeda. Se trata de un veredicto histórico porque antes nunca se había considerado que la destrucción del patrimonio cultural fuera un crimen de guerra.
El cambio profundo de 2015
En 2015, la actitud de la comunidad internacional respecto al patrimonio cultural cambió profundamente. Alentados por la UNESCO, unos 50 países del Consejo de Seguridad adoptaron en febrero la Resolución 2199 para impedir el comercio de bienes culturales procedentes de Iraq y Siria. “Esa Resolución reconoce que el patrimonio cultural se halla en primera línea de los conflictos actuales y desempeña un papel de primer plano en la restauración de la seguridad y en la construcción de una respuesta política a la crisis”, declaró en aquel momento la Directora General de la UNESCO. Un mes más tarde, convencida de la eficacia de la “fuerza tranquila” de la UNESCO, Irina Bokova inauguró en Bagdad (Iraq) la campaña “#UnidosXElPatrimonio” con vistas a agrupar a los jóvenes del mundo para defender los valores del patrimonio cultural y protegerlo. El 1º de septiembre de 2015, el Instituto de las Naciones Unidas para Formación Profesional e Investigaciones (UNITAR) publicó fotos por satélite que mostraban cómo los yihadistas del EIIL habían dinamitado en Palmira (Siria) el templo de Baal, borrando así del mapa el santuario principal de este sitio del patrimonio mundial. Enseguida Italia sugirió a la Asamblea General de las Naciones Unidas que se constituyeran unidades de “Cascos azules de la cultura”, y en febrero de 2016 firmó un acuerdo con la UNESCO para crear la primera unidad especial del mundo encargada de proteger el patrimonio cultural en situación de emergencia. Esa unidad está integrada por expertos civiles y carabineros italianos especializados en la lucha contra el tráfico ilícito de bienes culturales. Diez meses después, en diciembre de 2016, los Emiratos Árabes Unidos y Francia organizaron en Abu Dabi, bajo los auspicios de la UNESCO, una Conferencia Internacional sobre la Protección del Patrimonio Cultural en Zonas de Conflicto, a la que acudieron más de 40 países. Los asistentes reiteraron su “voluntad común de salvaguardar el patrimonio cultural en peligro de todos los pueblos, contra su destrucción y su tráfico ilícito”, y recordaron que las sucesivas convenciones adoptadas desde 1899 “imponen proteger las vidas humanas y los bienes culturales”. El 24 de marzo de 2017 el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó por unanimidad la Resolución 2347, centrada exclusivamente en el patrimonio cultural. Nació así una nueva conciencia de la importancia que se debe otorgar al patrimonio cultural en el ámbito de la seguridad. Hizo falta siglo y medio para que la idea cristalizara.