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Sócrates

(Atenas, 470 a.C. - id., 399 a.C) Filósofo griego.


Pese a que no dejó ninguna obra escrita y son
escasas las ideas que pueden atribuírsele con
seguridad, Sócrates es una figura capital del
pensamiento antiguo, hasta el punto de ser
llamados presocráticos los filósofos
anteriores a él. Rompiendo con las
orientaciones predominantes anteriores, su
reflexión se centró en el ser humano,
particularmente en la ética, y sus ideas
pasaron a los dos grandes pilares sobre los
que se asienta la historia de la filosofía
occidental: Platón, que fue discípulo directo
suyo, y Aristóteles, que lo fue a su vez de
Platón.
Pocas cosas se conocen con certeza de la biografía de Sócrates. Fue hijo de una comadrona, Faenarete, y
de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. En su juventud siguió el oficio de su padre
y recibió una buena instrucción; es posible que fuese discípulo de Anaxágoras, y también que conociera
las doctrinas de los filósofos eleáticos (Jenófanes, Parménides, Zenón) y de la escuela de Pitágoras.
Aunque no participó directamente en la política, cumplió ejemplarmente con sus deberes ciudadanos.
Sirvió como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis
(422), episodios de las guerras del Peloponeso en que dio muestras de resistencia, valentía y serenidad
extraordinarias. Fue maestro y amigo de Alcibíades, militar y político que cobraría protagonismo en la vida
pública ateniense tras la muerte de Pericles; en la batalla de Potidea, Sócrates salvó la vida a Alcibíades,
quien saldó su deuda salvando a Sócrates en la batalla de Delio.

Con los bienes que le dejó su padre al morir pudo vivir modesta y austeramente, sin preocupaciones
económicas que le impidiesen dedicarse al filosofar. Se tiene por cierto que Sócrates se casó, a una edad
algo avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo. Cierta tradición ha perpetuado el tópico de la
esposa despectiva ante la actividad del marido y propensa a comportarse de una manera brutal y soez.
En cuanto a su apariencia, siempre se describe a Sócrates como un hombre rechoncho, con un vientre
prominente, ojos saltones y labios gruesos, del mismo modo que se le atribuye también un aspecto
desaliñado.

La mayor parte de cuanto se sabe sobre Sócrates procede de tres contemporáneos suyos: el historiador
Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. Jenofonte retrató a Sócrates como un sabio
absorbido por la idea de identificar el conocimiento y la virtud, pero con una personalidad en la que no
faltaban algunos rasgos un tanto vulgares. Aristófanes lo hizo objeto de sus sátiras en una comedia, Las
nubes (423), donde es caricaturizado como engañoso artista del discurso y se le identifica con los demás
representantes de la sofística, surgida al calor de la consolidación de la democracia en el siglo de Pericles.
Estos dos testimonios matizan la imagen de Sócrates ofrecida por Platón en sus Diálogos, en los que
aparece como figura principal, una imagen que no deja de ser en ocasiones excesivamente idealizada, aun
cuando se considera que posiblemente sea la más justa.
La mayéutica
Al parecer, y durante buena parte de su vida, Sócrates se habría dedicado a deambular por las plazas,
mercados, palestras y gimnasios de Atenas, donde tomaba a jóvenes aristócratas o a gentes del común
(mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para sostener largas conversaciones, con
frecuencia parecidas a largos interrogatorios. Este comportamiento correspondía, sin embargo, a la
esencia de su sistema de enseñanza, la mayéutica.

El propio Sócrates comparaba tal método con el oficio de comadrona que ejerció su madre: se trataba de
llevar a un interlocutor a alumbrar la verdad, a descubrirla por sí mismo como alojada ya en su alma, por
medio de un diálogo en el que el filósofo proponía una serie de preguntas y oponía sus reparos a las
respuestas recibidas, de modo que al final fuera posible reconocer si las opiniones iniciales de su
interlocutor eran una apariencia engañosa o un verdadero conocimiento.

En sus conversaciones filosóficas, al menos tal y como quedaron reflejadas en los Diálogos de Platón,
Sócrates sigue, en efecto, una serie de pautas precisas que configuran el llamado diálogo socrático. A
menudo comienza la conversación alabando la sabiduría de su interlocutor y presentándose a sí mismo
como un ignorante: tal fingimiento es la llamada ironía socrática, que preside la primera parte del diálogo.
En ella, Sócrates proponía una cuestión (por ejemplo, ¿qué es la virtud?) y elogiaba la respuesta del
interlocutor, pero luego oponía con sucesivas preguntas o contraejemplos sus reparos a las respuestas
recibidas, sumiendo en la confusión a su interlocutor, que acababa reconociendo que no sabía nada sobre
la cuestión.
Tal logro era un punto esencial: no puede enseñarse algo a quien ya cree saberlo. El primer paso para
llegar a la sabiduría es saber que no se sabe nada, o, dicho de otro modo, tomar conciencia de nuestro
desconocimiento. Una vez admitida la propia ignorancia, comenzaba la mayéutica propiamente dicha: por
medio del diálogo, con nuevas preguntas y razonamientos, Sócrates iba conduciendo a sus interlocutores
al descubrimiento (o alumbramiento) de una respuesta precisa a la cuestión planteada, de modo tan sutil
que la verdad parecía surgir de su mismo interior, como un descubrimiento propio.
La filosofía de Sócrates
Al prescindir de las preocupaciones cosmológicas que habían ocupado a sus predecesores desde los
tiempos de Tales de Mileto, Sócrates imprimió un giro fundamental en la historia de la filosofía griega,
inaugurando el llamado periodo antropológico. La cuestión moral del conocimiento del bien estuvo en el
centro de las enseñanzas de Sócrates. Como se ha visto, el primer paso para alcanzar el conocimiento
consistía en la aceptación de la propia ignorancia, y en el terreno de sus reflexiones éticas, el conocimiento
juega un papel fundamental. Sócrates piensa que el hombre no puede hacer el bien si no lo conoce, es
decir, si no posee el concepto del mismo y los criterios que permiten discernirlo.

El ser humano aspira a la felicidad, y hacia ello encamina sus acciones. Sólo una conducta virtuosa, por
otra parte, proporciona la felicidad. Y de entre todas las virtudes, la más importante es la sabiduría, que
incluye a las restantes. El que posee la sabiduría posee todas las virtudes porque, según Sócrates, nadie
obra mal a sabiendas: si, por ejemplo, alguien engaña al prójimo es porque, en su ignorancia, no se da
cuenta de que el engaño es un mal. El sabio conoce que la honestidad es un bien, porque los beneficios
que le reporta (confianza, reputación, estima, honorabilidad) son muy superiores a los que puede
reportarle el engaño (riquezas, poder, un matrimonio conveniente).

El ignorante no se da cuenta de ello: si lo supiese, cultivaría la honestidad y no el engaño. En consecuencia,


el hombre sabio es necesariamente virtuoso (pues conocer el bien y practicarlo es, para Sócrates, una
misma cosa), y el hombre ignorante es necesariamente vicioso. De esta concepción es preciso destacar
que la virtud no es algo innato que surge espontáneamente en ciertos hombres, mientras que otros
carecen de ella. Todo lo contrario: puesto que la sabiduría contiene las demás virtudes, la virtud puede
aprenderse; mediante el entendimiento podemos alcanzar la sabiduría, y con ella la virtud.

De este modo, la sabiduría, la virtud y la felicidad son inseparables. Conocer el bien nos lleva a observar
una conducta virtuosa, y la conducta virtuosa conduce a la dicha. La felicidad no radica en el placer (la
ética socrática no es hedonista), a no ser que se considere como placer algo mucho más elevado: la íntima
paz y satisfacción que produce la vida virtuosa. En palabras de Sócrates citadas por Jenofonte, ningún
placer supera al de «sentirse transformado en mejor y contribuir al mejoramiento de los amigos». La vida
virtuosa lleva al equilibrio y a la perfección humana, a la libertad interior y a la autonomía respecto a lo
que nos esclaviza, y mediante ella se consigue la paz del alma, el gozo íntimo imperturbable, la satisfacción
interior que nos acerca a lo divino.

Sin embargo, en los Diálogos de Platón resulta difícil distinguir cuál es la parte de lo expuesto que
corresponde al Sócrates histórico y cuál pertenece ya a la filosofía de su discípulo. Sócrates no dejó
doctrina escrita, ni tampoco se ausentó de Atenas (salvo para servir como soldado), contra la costumbre
de no pocos filósofos de la época, y en especial de los sofistas. Si, como parece, las ideas éticas antes
expuestas son del propio Sócrates, su filosofía se sitúa en la antípodas del escepticismo y del relativismo
moral de los sofistas (Protágoras, Gorgias), pese a lo cual, y a causa de su pericia dialéctica, pudo ser
considerado en su tiempo como uno de ellos, tal y como refleja la citada comedia de Aristófanes.
Con su conducta, Sócrates se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba
Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa para
aristócratas como sus discípulos Alcibíades o Critias; oficialmente acusado de impiedad y de corromper a
la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la
inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según relata Platón en la Apologíaque dejó de su
maestro, Sócrates pudo haber eludido la condena, gracias a los amigos que aún conservaba, pero prefirió
acatarla y morir, pues como ciudadano se sentía obligado a cumplir la ley de la ciudad, aunque en algún
caso, como el suyo, fuera injusta; peor habría sido la ausencia de ley. La serenidad y la grandeza de espíritu
que demostró en sus últimos instantes están vivamente narradas en las últimas páginas del Fedón.
Platón
(Atenas, 427 - 347 a. C.) Filósofo griego. Junto con su maestro Sócrates y su discípulo Aristóteles, Platón
es la figura central de los tres grandes pensadores en que se asienta toda la tradición filosófica europea.
Fue el británico Alfred North Whitehead quien subrayó su importancia afirmando que el pensamiento
occidental no es más que una serie de comentarios a pie de página de los diálogos de Platón.

Platón

La circunstancia de que Sócrates no dejase obra escrita, junto al hecho de que Aristóteles construyese un
sistema opuesto en muchos aspectos al de su maestro, explican en parte la rotundidad de una afirmación
que puede parecer exagerada. En cualquier caso, es innegable que la obra de Platón, radicalmente
novedosa en su elaboración lógica y literaria, estableció una serie de constantes y problemas que
marcaron el pensamiento occidental más allá de su influencia inmediata, que se dejaría sentir tanto entre
los paganos (el neoplatonismo de Plotino) como en la teología cristiana, fundamentada en gran medida
por San Agustín sobre la filosofía platónica.

Nacido en el seno de una familia aristocrática, Platón abandonó su inicial vocación política y sus aficiones
literarias por la filosofía, atraído por Sócrates. Fue su discípulo durante veinte años y se enfrentó
abiertamente a los sofistas (Protágoras, Gorgias). Tras la condena a muerte de Sócrates (399 a. C.), huyó
de Atenas y se apartó completamente de la vida pública; no obstante, los temas políticos ocuparon
siempre un lugar central en su pensamiento, y llegó a concebir un modelo ideal de Estado.
Viajó por Oriente y el sur de Italia, donde entró en
contacto con los discípulos de Pitágoras; tras una
negativa experiencia en Siracusa como asesor en la
corte del rey Dionisio I el Viejo, pasó algún tiempo
prisionero de unos piratas, hasta que fue rescatado
y pudo regresar a Atenas. Allí fundó en el año 387
una escuela de filosofía, situada en las afueras de la
ciudad, junto al jardín dedicado al héroe Academo,
de donde procede el nombre de Academia. La
Academia de Platón, una especie de secta de sabios
organizada con sus reglamentos, contaba con una
residencia de estudiantes, biblioteca, aulas y
seminarios especializados, y fue el precedente y
modelo de las modernas instituciones universitarias.
En ella se estudiaba y se investigaba sobre todo tipo
de asuntos, dado que la filosofía englobaba la
totalidad del saber, hasta que paulatinamente
fueron apareciendo (en la propia Academia) las
disciplinas especializadas que darían lugar a ramas diferenciadas del saber, como la lógica, la ética o la
física. Pervivió más de novecientos años (hasta que Justiniano la mandó cerrar en el 529 d. C.), y en ella
se educaron personajes de importancia tan fundamental como su discípulo Aristóteles.
Obras de Platón

A diferencia de Sócrates, que no dejó obra escrita, los trabajos de Platón se han conservado casi
completos. La mayor parte están escritos en forma dialogada; de hecho, Platón fue el primer autor que
utilizó el diálogo para exponer un pensamiento filosófico, y tal forma constituía ya por sí misma un
elemento cultural nuevo: la contraposición de distintos puntos de vista y la caracterización psicológica de
los interlocutores fueron indicadores de una nueva cultura en la que ya no tenía cabida la expresión
poética u oracular, sino el debate para establecer un conocimiento cuya legitimación residía en el libre
intercambio de puntos de vista y no en la simple enunciación.

Platón y Aristóteles en La escuela de Atenas (1511), de Rafael


Los veintiséis diálogos platónicos probadamente auténticos (de los cuarenta y dos transmitidos por la
Antigüedad) pueden clasificarse en tres grupos. Los diálogos del llamado período socrático (396-388),
entre los que se incluyen la Apología, Critón, Eutifrón, Laques, Cármides, Ión, el Hipias menor y tal
vez Lisis (que quizá sea posterior), revelan claramente la influencia de los métodos de Sócrates y se
distinguen por el predominio del elemento mímico-dramático: comienzan abruptamente, sin preámbulos
preparatorios. Todas estas obras son anteriores al primer viaje de Platón a Sicilia, y en ella dominan los
diálogos investigadores a la manera socrática.
Dentro de los diálogos del siguiente período, llamado constructivo o sistemático, pertenecen a una fase
de transición Protágoras, Menón (que anunció la doctrina de las
Ideas), Gorgias, Menéxenes, Crátilo y Eutidemo. Los grandes diálogos de esta etapa son el Fedón, cuyo
tema es la inmortalidad del alma; El banquete, en el que seis oradores debaten sobre el amor; La
República, el texto platónico más sistemático, fruto de largos años de trabajo, que presenta tres líneas
principales de argumentación (ético-política, estético-mística y metafísica) combinadas en un todo; y
el Fedro, que mediante la forma de diálogo dramático debate aspectos relativos a la belleza y el amor, y
contiene momentos de honda poesía. Estos diálogos, en los que se muestra en su apogeo la fuerza
expresiva de Platón, no son ensayos filosóficos propiamente dichos, sino obras literarias que tratan temas
filosóficos, y por ello no se limitan a un solo tema o asunto.
Los diálogos del período tardío o revisionista, por último, fueron escritos a partir del momento de la
fundación de la Academia. Si bien carecen de los méritos dramáticos y literarios que caracterizaron a los
diálogos precedentes, presentan en cambio una mayor sutileza y madurez de juicio, ya que en ellos se
expresa más el pensador decidido a presentar la definitiva exposición de su pensamiento filosófico que el
artista. En el Parménides, Platón revisa la doctrina de las Ideas; en el Teetetocombate el escepticismo de
Protágoras acerca del conocimiento, al tiempo que exalta la vida contemplativa del filósofo; en
el Timeo expone el mito de la creación del mundo por obra del Demiurgo; en el Filebo trata las relaciones
entre el Bien y el placer, y en Las leyes intenta adaptar más a la realidad su doctrina del Estado ideal,
tomando como referencia las constituciones y legislaciones de varias ciudades griegas.
Una característica del estilo platónico que revela una admirable conjunción entre pensamiento y
expresión es su empleo del mito para hacer más evidente el pensamiento filosófico. Sin duda el más
célebre de ellos es el mito de la caverna utilizado en La República; pero también son conocidos el del juicio
de ultratumba, que aparece en Gorgias, y el de Epimeteo, en Protágoras.
La filosofía de Platón

El conjunto de la obra de Platón, cuya producción abarcó más de cincuenta años, ha permitido formular
un juicio bastante seguro sobre la evolución de su pensamiento. De las obras de juventud consagradas a
las investigaciones morales (siguiendo el método socrático) o a la defensa de la memoria de Sócrates,
pasó Platón a desarrollar sus ideas filosóficas y políticas en los diálogos constructivos o sistemáticos, y
luego a revisar y completar sus propias teorías en las difíciles obras de su etapa final.

El contenido de estos escritos es una especulación metafísica, pero con evidente orientación práctica. Dos
son los temas permanentes que prevalecen sobre los demás. Por un lado, el conocimiento, esto es, el
estudio de la naturaleza del conocimiento y de las condiciones que lo posibilitan. Y por otro, la moral, de
fundamental importancia en la vida práctica y en la realización de la aspiración humana a la felicidad en
una doble vertiente individual y colectiva, ética y política. Todo ello se resuelve en un verdadero sistema
filosófico de gran alcance ético basado en la teoría de las Ideas.
La teoría de las Ideas

La doctrina de las Ideas se fundamenta en la asunción de que más allá del mundo de los objetos físicos
existe lo que Platón llama el mundo inteligible (cósmos noetós). Tal mundo es un reino espiritual
constituido por una pluralidad de ideas, como la idea de Belleza o la de Justicia. Las ideas son perfectas,
eternas e inmutables; son también inmateriales, simples e indivisibles.

El mundo de las Ideas posee un orden jerárquico; la idea que se encuentra en el nivel más alto es la del
Bien, que ilumina a todas las demás, comunicándoles su perfección y realidad. Le siguen en esta jerarquía
(aunque Platón vacila a veces en su descripción) las ideas de Justicia, de Belleza, de Ser y de Uno. A
continuación, las que expresan elementos polares, como Idéntico-Diverso o Movimiento-Reposo; luego
las ideas de los Números o matemáticas, y finalmente las de los seres que integran el mundo material.

El mundo de las Ideas, aprehensible sólo por la mente, es eterno e inmutable. Cada idea del mundo
inteligible es el modelo de una categoría particular de cosas del mundo sensible (cósmos aiszetós), es
decir, del universo o mundo material en que vivimos, constituido por una pluralidad de seres cuyas
propiedades son opuestas a las de las Ideas: son cambiantes, imperfectas, perecederas. En el mundo
inteligible residen las ideas de Piedra, Árbol, Color, Belleza o Justicia; y las cosas del mundo sensible son
sólo imitación (mímesis) o participación (mézexis) de tales ideas, es decir, copias imperfectas de estas
ideas perfectas.
En su obra La República, Platón ilustró esta concepción con el célebre mito de la caverna. Imaginemos,
dice Platón, una serie de hombres que desde su nacimiento se hallan encadenados en una cueva, y que
desde pequeños nunca han visto nada más que las sombras, proyectadas por un fuego en una pared, de
las estatuas y de los distintos objetos que llevan unos porteadores que pasan a sus espaldas. Para esos
hombres encadenados, las sombras (los seres del mundo sensible) son la única realidad; pero, si los
liberásemos, se darían cuenta de que lo que creían real eran meras sombras de las cosas verdaderas (las
Ideas del mundo inteligible).
Sólo el mundo inteligible es el verdadero ser, la verdadera realidad; el mundo sensible es mera apariencia
de ser. Dado que el mundo físico, que se percibe mediante los sentidos, está sometido a continuo cambio
y degeneración, el conocimiento derivado de él es restringido e inconstante; es un mundo de apariencias
que solamente puede engendrar opinión (doxa) mejor o peor fundamentada, pero siempre carente de
valor. El verdadero conocimiento (epistéme) es el conocimiento de las Ideas. En este punto es patente la
influencia de su admirado Parménides.
En el Timeo, Platón explicó el origen del mundo sensible a través de la figura de un poderoso hacedor, el
Demiurgo, una divinidad superior que, feliz en la perenne contemplación de las Ideas, quiso, por su misma
bondad, difundir en lo posible el bien en la materia. El Demiurgo, disponiendo del espacio vacío y
partiendo de la materia caótica y eterna, modeló poliedros regulares de los cuatros elementos (la tierra,
el fuego, el aire y el agua, conforme a la formulación de Empédocles), y, combinándolos, formó los
distintos seres del mundo sensible tomando las Ideas como modelos; tales seres, obviamente, no podían
ser perfectos por las mismas limitaciones de la naturaleza de la materia. Hay que subrayar que el
Demiurgo, partiendo de la materia, formó cosas materiales; el alma humana, que es inmaterial, no es obra
suya.
El alma

Existe pues un mundo inteligible, el de las Ideas, que posibilita el conocimiento, y un mundo sensible, el
nuestro. Esa misma dualidad se da en el ser humano. El hombre es un compuesto de dos realidades
distintas unidas accidentalmente: el cuerpo mortal (relacionado con el mundo sensible) y el alma inmortal
(perteneciente al mundo de las Ideas, que contempló antes de unirse al cuerpo). El cuerpo, formado con
materia, es imperfecto y mutable; es, en definitiva, igual de despreciable que todo lo material. De hecho,
la abismal diferencia entre el nulo valor del cuerpo y el altísimo del alma lleva a Platón a afirmar (en
el Alcibíades) que "el hombre es su alma".
Frente a la tosca materialidad del cuerpo, el alma es espiritual, simple e indivisible. Por ello mismo es
eterna e inmortal, ya que la destrucción o la muerte de algo consiste en la separación de sus componentes.
Las diversas funciones del alma confluyen en sus tres aspectos: el alma racional (lógos) se sitúa en el
cerebro y dota al hombre de sus facultades intelectuales; del alma pasional o irascible (zimós), ubicada en
el pecho, dependen las pasiones y sentimientos; y de la concupiscible(epizimía), en el vientre, proceden
los bajos instintos y los deseos puramente animales.
El mundo de las Ideas, aprehensible sólo por la mente, es eterno e inmutable. Cada idea del mundo
inteligible es el modelo de una categoría particular de cosas del mundo sensible (cósmos aiszetós), es
decir, del universo o mundo material en que vivimos, constituido por una pluralidad de seres cuyas
propiedades son opuestas a las de las Ideas: son cambiantes, imperfectas, perecederas. En el mundo
inteligible residen las ideas de Piedra, Árbol, Color, Belleza o Justicia; y las cosas del mundo sensible son
sólo imitación (mímesis) o participación (mézexis) de tales ideas, es decir, copias imperfectas de estas
ideas perfectas.

El mito de la caverna

En su obra La República, Platón ilustró esta concepción con el célebre mito de la caverna. Imaginemos,
dice Platón, una serie de hombres que desde su nacimiento se hallan encadenados en una cueva, y que
desde pequeños nunca han visto nada más que las sombras, proyectadas por un fuego en una pared, de
las estatuas y de los distintos objetos que llevan unos porteadores que pasan a sus espaldas. Para esos
hombres encadenados, las sombras (los seres del mundo sensible) son la única realidad; pero, si los
liberásemos, se darían cuenta de que lo que creían real eran meras sombras de las cosas verdaderas (las
Ideas del mundo inteligible).
Sólo el mundo inteligible es el verdadero ser, la verdadera realidad; el mundo sensible es mera apariencia
de ser. Dado que el mundo físico, que se percibe mediante los sentidos, está sometido a continuo cambio
y degeneración, el conocimiento derivado de él es restringido e inconstante; es un mundo de apariencias
que solamente puede engendrar opinión (doxa) mejor o peor fundamentada, pero siempre carente de
valor. El verdadero conocimiento (epistéme) es el conocimiento de las Ideas. En este punto es patente la
influencia de su admirado Parménides.
En el Timeo, Platón explicó el origen del mundo sensible a través de la figura de un poderoso hacedor, el
Demiurgo, una divinidad superior que, feliz en la perenne contemplación de las Ideas, quiso, por su misma
bondad, difundir en lo posible el bien en la materia. El Demiurgo, disponiendo del espacio vacío y
partiendo de la materia caótica y eterna, modeló poliedros regulares de los cuatros elementos (la tierra,
el fuego, el aire y el agua, conforme a la formulación de Empédocles), y, combinándolos, formó los
distintos seres del mundo sensible tomando las Ideas como modelos; tales seres, obviamente, no podían
ser perfectos por las mismas limitaciones de la naturaleza de la materia. Hay que subrayar que el
Demiurgo, partiendo de la materia, formó cosas materiales; el alma humana, que es inmaterial, no es obra
suya.

El alma

Existe pues un mundo inteligible, el de las Ideas, que posibilita el conocimiento, y un mundo sensible, el
nuestro. Esa misma dualidad se da en el ser humano. El hombre es un compuesto de dos realidades
distintas unidas accidentalmente: el cuerpo mortal (relacionado con el mundo sensible) y el alma inmortal
(perteneciente al mundo de las Ideas, que contempló antes de unirse al cuerpo). El cuerpo, formado con
materia, es imperfecto y mutable; es, en definitiva, igual de despreciable que todo lo material. De hecho,
la abismal diferencia entre el nulo valor del cuerpo y el altísimo del alma lleva a Platón a afirmar (en
el Alcibíades) que "el hombre es su alma".
Frente a la tosca materialidad del cuerpo, el alma es espiritual, simple e indivisible. Por ello mismo es
eterna e inmortal, ya que la destrucción o la muerte de algo consiste en la separación de sus componentes.
Las diversas funciones del alma confluyen en sus tres aspectos: el alma racional (lógos) se sitúa en el
cerebro y dota al hombre de sus facultades intelectuales; del alma pasional o irascible (zimós), ubicada en
el pecho, dependen las pasiones y sentimientos; y de la concupiscible(epizimía), en el vientre, proceden
los bajos instintos y los deseos puramente animales.

Platón explicó el origen del alma mediante el mito del carro alado, que se encuentra en el Fedro. Las almas
residen desde la eternidad en un lugar celeste, donde son felices contemplando las Ideas; marchan en
procesión, cada una de ellas sobre un carro conducido por un auriga y tirado por dos caballos alados, uno
blanco y otro negro. En un momento dado el caballo negro se desboca, el carro se sale del camino y el
alma cae al mundo sensible. Es decir, las almas se encarnaron en cuerpos del mundo sensible por una
falta de su aspecto concupiscible (el caballo negro; el blanco representa el pasional o irascible), que la
razón (el auriga) no pudo evitar.

El alma, pues, se halla encarnada en el cuerpo por una falta cometida; de ahí que el cuerpo sea como la
cárcel del alma. La unión de alma y cuerpo es accidental (el lugar natural del alma es el mundo de las
Ideas) e incómoda. El alma se ve obligada a regir el cuerpo como el jinete al caballo, o como el piloto a la
nave. Sin embargo, su aspiración es liberarse del cuerpo, y para ello deberá aplicar sus esfuerzos a
purificarse. Las almas que logren tal purificación regresarán al mundo de las Ideas tras la muerte del
cuerpo; las que no, irán a la región infernal del Hades, donde, tras un período de tormentos (específicos
para cada alma según las faltas cometidas), se les permitirá elegir un nuevo cuerpo en el que reencarnarse.

Ética y política

El hombre sólo puede conseguir la felicidad mediante un ejercicio continuado de la virtud para
perfeccionar y purificar el alma. "Purificarse -escribió en el Fedón- es separar al máximo el alma del
cuerpo." Dominando las pasiones que la atan al cuerpo y al mundo sensible, el alma va desligándose de
lo terrenal y acercándose al conocimiento racional, hasta que, inflamada en el amor a las Ideas, logra su
completa purificación. Este amor a las Ideas es el sentido original del amor platónico, muy distinto del que
le daría la tradición literaria posterior y del que tiene la expresión en nuestros días.
Practicar la virtud significa, ante todo, practicar la virtud de la justicia (dikaiosíne), compendio armónico
de las tres virtudes particulares que corresponden a los tres componentes del alma: la sabiduría (sofía) es
la virtud propia de la razón; la fortaleza (andreía) de la voluntad ha de modular el alma pasional o irascible
hacia los afectos nobles; y la templanza (sofrosíne) ha de imponerse sobre los apetitos del alma
concupiscible. El hombre sabio será, para Platón, aquel que consiga vincularse a las ideas a través del
conocimiento, acto intelectual (y no de los sentidos) por el cual el alma recuerda el mundo de las Ideas
del cual procede.

Sin embargo, la completa realización de este ideal humano sólo puede darse en la vida social de la
comunidad política, donde el Estado da armonía y consistencia a las virtudes individuales. El Estado ideal
de Platón sería una República formada por tres clases de ciudadanos (el pueblo, los guerreros y los
filósofos), cada una con su misión específica y sus virtudes características, en correspondencia con los
aspectos del alma humana: los filósofos serían los llamados a gobernar la comunidad, por poseer la virtud
de la sabiduría; los guerreros velarían por el orden y la defensa, apoyándose en la virtud de la fortaleza; y
el pueblo trabajaría en actividades productivas, cultivando la templanza. De este forma la virtud suprema,
la justicia, podría llegar a caracterizar al conjunto de la sociedad.

Las dos clases superiores vivirían en un régimen comunitario donde todo (bienes, hijos y mujeres)
pertenecería al Estado, dejando para el pueblo llano instituciones como la familia y la propiedad privada;
al carecer de ellas las clases dirigentes, se evitaría su corrupción, ya que no podrían ni necesitarían obtener
riquezas, ni tendrían familiares a los que favorecer; tal esquema (y otros aspectos de sus concepciones)
fue revisado en Las leyes, obra de vejez en la que desaparecen estas restricciones. El Estado se encargaría
de la educación y de la selección de los individuos (en función de su capacidad y sus virtudes) para
destinarlos a cada clase. La justicia se lograría colectivamente cuando cada individuo se integrase
plenamente en su papel, subordinando sus intereses a los del Estado.
Teorizó también sobre las distintas formas de gobierno, que según Platón se suceden en un orden cíclico
en el que cada sistema es peor que el anterior. La monarquía o la aristocracia (gobierno de un solo
hombre excepcionalmente dotado o de una minoría sabia y virtuosa, que aspira solamente al bien común)
es para el filósofo la mejor forma de gobierno. De la monarquía se pasa a la timocracia cuando el
estamento militar, en lugar de proteger a la sociedad, usa la fuerza para obtener el poder. En la oligarquía,
una minoría de ricos gobierna a un pueblo empobrecido. El descontento lleva a la democracia o gobierno
del pueblo, de la que tiene Platón un pésimo concepto: se elige como gobernantes a los más ineptos y
reina la anarquía. Finalmente, la tiranía, encabezada por un demagogo que suprime toda libertad,
restaura el orden; es la peor de las formas de gobierno.

Platón intentó plasmar en la práctica sus ideas filosóficas, aceptando acompañar a su discípulo Dión como
preceptor y asesor del joven rey Dionisio II de Siracusa, hijo de aquel Dionisio I el Viejo al que ya había
aconsejado en vano antes de fundar la Academia; con el hijo, el choque entre el pensamiento idealista del
filósofo y la cruda realidad de la política hizo fracasar de nuevo el experimento por dos veces (367 y 361
a. C.).

Su influencia

Sin embargo, las ideas de Platón siguieron influyendo (por sí mismas o a través de su discípulo Aristóteles)
sobre toda la historia posterior del mundo occidental: su concepción dualista del mundo y del ser humano
(materia-espíritu, cuerpo-alma), la superioridad del conocimiento racional sobre el sensible o la división
de la sociedad en tres órdenes funcionales serían ideas recurrentes del pensamiento europeo durante
siglos.

Al final de la Antigüedad, el platonismo se enriqueció con la obra de Plotino y la escuela neoplatónica


(siglo III d. C.). El cristianismo, empezando por Agustín de Hipona (siglo IV), encontró en Platón muchos
puntos afines (el desprecio del mundo terrenal, la primacía del alma) en que sustentar sus concepciones
religiosas, y la teología cristiana fue básicamente agustiniana hasta que una profunda reelaboración
de Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) incorporó el pensamiento aristotélico. En los siglos XV y XVI, la
admiración hacia la filosofía antigua que caracterizó al Renacimiento europeo llevó a un último resurgir
del platonismo.
Platón explicó el origen del alma mediante el mito del carro alado, que se encuentra en el Fedro. Las almas
residen desde la eternidad en un lugar celeste, donde son felices contemplando las Ideas; marchan en
procesión, cada una de ellas sobre un carro conducido por un auriga y tirado por dos caballos alados, uno
blanco y otro negro. En un momento dado el caballo negro se desboca, el carro se sale del camino y el
alma cae al mundo sensible. Es decir, las almas se encarnaron en cuerpos del mundo sensible por una
falta de su aspecto concupiscible (el caballo negro; el blanco representa el pasional o irascible), que la
razón (el auriga) no pudo evitar.
El alma, pues, se halla encarnada en el cuerpo por una falta cometida; de ahí que el cuerpo sea como la
cárcel del alma. La unión de alma y cuerpo es accidental (el lugar natural del alma es el mundo de las
Ideas) e incómoda. El alma se ve obligada a regir el cuerpo como el jinete al caballo, o como el piloto a la
nave. Sin embargo, su aspiración es liberarse del cuerpo, y para ello deberá aplicar sus esfuerzos a
purificarse. Las almas que logren tal purificación regresarán al mundo de las Ideas tras la muerte del
cuerpo; las que no, irán a la región infernal del Hades, donde, tras un período de tormentos (específicos
para cada alma según las faltas cometidas), se les permitirá elegir un nuevo cuerpo en el que reencarnarse.
La filosofía occidental se asienta en la obra de los tres grandes filósofos griegos de la Antigüedad: Sócrates,
Platón y Aristóteles. Pese a la singular relación que los unió (Sócrates fue maestro de Platón, quien lo fue
a su vez de Aristóteles), la orientación de su pensamiento tomó distintos caminos, y correspondería a
Aristóteles culminar los esfuerzos de sus maestros y ejercer la influencia más perdurable, no sólo en el
terreno de la filosofía y la teología, sino prácticamente en todas las disciplinas científicas y humanísticas.
De hecho, por el rigor de su metodología y por la amplitud de los campos que abarcó y sistematizó,
Aristóteles puede ser considerado el primer investigador científico en el sentido moderno de la palabra

Algunos ejemplos pueden dar idea de hasta qué punto Aristóteles estableció las bases que configurarían
el pensamiento europeo: las teologías cristiana y musulmana del Medioevo asumieron su metafísica; la
física y la astronomía aristotélicas se mantuvieron vigentes hasta el siglo XVII; sus estudios zoológicos,
hasta el XIX; la lógica, hasta el siglo XX; sus apenas cincuenta páginas sobre estética se siguen debatiendo
en nuestros días.

Su incuestionada autoridad, reforzada desde la Baja Edad Media por el aristotelismo eclesiástico, llegó
incluso a frenar el desarrollo de la ciencia. De tomarse este hecho como una acusación, habría que dirigirla
no al filósofo sino a sus dogmáticos seguidores; pero más razonable es tomarlo como ilustración de la
sobrehumana magnitud de su impronta y del abismal adelanto que representó su obra.

En la Academia de Platón
Aristóteles nació en el año 384 a.C. en Estagira, una pequeña localidad macedonia cercana al monte Athos;
de su población natal procede una designación habitual para referirse al filósofo: el Estagirita. Su padre,
Nicómaco, era médico de la corte de Amintas III, padre de Filipo II de Macedonia y, por tanto, abuelo de
Alejandro Magno. Nicómaco pertenecía a la familia de los Asclepíades, que se reclamaba descendiente
del dios fundador de la medicina y cuyo saber se transmitía de generación en generación. Ello invita a
pensar que Aristóteles fue iniciado de niño en los secretos de la medicina, y que de ahí le vino su afición
a la investigación experimental y a la ciencia positiva. Huérfano de padre y madre en plena adolescencia,
fue adoptado por Proxeno, al cual podría mostrar años después su gratitud adoptando a un hijo suyo
llamado Nicanor.
En el año 367, es decir, cuando contaba diecisiete años de edad, fue enviado a Atenas para estudiar en la
Academia de Platón. No se sabe qué clase de relación personal se estableció entre ambos filósofos, pero,
a juzgar por las escasas referencias que hacen el uno del otro en sus escritos, no cabe hablar de una
amistad imperecedera. Lo cual, por otra parte, resulta lógico si se tiene en cuenta que la filosofía de
Aristóteles iba a fundarse en una profunda crítica al sistema filosófico platónico.

Ambos partían de Sócrates y de su concepto de eidos, pero las dificultades de Platónpara insertar en el
mundo real su mundo eidético, el mundo de las Ideas, obligaron a Aristóteles a ir perfilando términos
como «sustancia», «materia» y «forma», que le alejarían definitivamente de la Academia. En cambio es
absolutamente falsa la leyenda según la cual Aristóteles se marchó de Atenas despechado porque Platón,
a su muerte, designase a su sobrino Espeusipo para hacerse cargo de la Academia: por su condición de
macedonio, Aristóteles no era legalmente elegible para ese puesto.
Preceptor de Alejandro Magno
A la muerte de Platón, acaecida en el 348, Aristóteles contaba treinta y seis años de edad, había pasado
veinte de ellos simultaneando la enseñanza con el estudio y se encontraba en Atenas, como suele decirse,
sin oficio ni beneficio. Así que no debió de pensárselo mucho cuando supo que Hermias de Atarneo, un
soldado de fortuna griego (por más detalles, eunuco) que se habla apoderado del sector noroeste de Asia
Menor, estaba reuniendo en la ciudad de Axos a cuantos discípulos de la Academia quisieran colaborar
con él en la helenización de sus dominios. Aristóteles se instaló en Axos en compañía de Jenócrates de
Calcedonia, un colega académico, y de Teofrasto, discípulo y futuro heredero del legado aristotélico.
El Estagirita pasaría allí tres años apacibles y fructíferos, dedicándose a la enseñanza, a la escritura (gran
parte de su Política la redactó allí) y a la vida doméstica. Primero se casó con una sobrina de Hermias
llamada Pitias, con la que tuvo una hija. Pitias debió de morir muy poco después y Aristóteles se unió a
otra estagirita, de nombre Erpilis, que le dio un hijo, Nicómaco, al que dedicaría su Ética. Dado que el
propio Aristóteles dejó escrito que el varón debe casarse a los treinta y siete años y la mujer a los
dieciocho, resulta fácil deducir qué edades debían de tener una y otra cuando se unió a ellas.

Alejandro Magno y Aristóteles

Tras el asesinato de Hermias, en el 345, Aristóteles se instaló en Mitilene (isla de Lesbos), dedicándose,
en compañía de Teofrasto, al estudio de la biología. Dos años más tarde, en el 343, fue contratado
por Filipo II de Macedonia para que se hiciese cargo de la educación de su hijo Alejandro, a la sazón de
trece años de edad. Tampoco se sabe mucho de la relación entre ambos, ya que las leyendas y las
falsificaciones han borrado todo rastro de verdad. De ser cierto el carácter que sus contemporáneos
atribuyen a Alejandro (al que tachan unánimemente de arrogante, bebedor, cruel, vengativo e ignorante),
no se advierte rasgo alguno de la influencia que Aristóteles pudo ejercer sobre él. Como tampoco se
advierte la influencia de Alejandro Magno sobre su maestro en el terreno político: años después, mientras
Aristóteles seguía predicando la superioridad de la ciudad-estado, su presunto discípulo establecía las
bases de un imperio universal sin el que, al decir de los historiadores, la civilización helénica hubiera
sucumbido mucho antes.
El Liceo de Atenas
Poco después de la muerte de Filipo (336 a.C.), Alejandro hizo ejecutar a un sobrino de
Aristóteles, Calístenes de Olinto, a quien acusaba de traidor. Conociendo el carácter vengativo de su
discípulo, Aristóteles se refugió un año en sus propiedades de Estagira, trasladándose en el 334 a Atenas
para fundar, siempre en compañía de Teofrasto, el Liceo, una institución pedagógica que durante años
habría de competir con la Academia platónica, dirigida en ese momento por su viejo camarada Jenócrates
de Calcedonia.
Los once años que median entre su regreso a Atenas y la muerte de Alejandro, en el 323, fueron
aprovechados por Aristóteles para llevar a cabo una profunda revisión de una obra que, al decir de Hegel,
constituye el fundamento de todas las ciencias. Para decirlo de la forma más sucinta posible, Aristóteles
fue un prodigioso sintetizador del saber, tan atento a las generalizaciones que constituyen la ciencia como
a las diferencias que no sólo distinguen a los individuos entre sí, sino que impiden la reducción de los
grandes géneros de fenómenos y las ciencias que los estudian. Los seres, afirma Aristóteles, pueden ser
móviles e inmóviles, y al mismo tiempo separados (de la materia) o no separados. La ciencia que estudia
los seres móviles y no separados es la física; la de los seres inmóviles y no separados es la matemática, y
la de los seres inmóviles y separados, la teología.
La amplitud y la profundidad de su pensamiento son tales que fue preciso esperar dos mil años para que
surgiese alguien de talla parecida. Después de que, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino integrase sus
doctrinas en la teología cristiana, la autoridad del Estagirita llegó a quedar tan establecida e incuestionada
como la que ejercía la Iglesia, y tanto en la ciencia como en la filosofía todo intento de avance intelectual
tendría que empezar con un ataque a cualquiera de los principios filosóficos aristotélicos. Sin embargo, el
camino seguido por el pensamiento de Aristóteles hasta alcanzar su posterior preeminencia es tan
asombroso que, aun descontando lo que la leyenda haya podido añadir, parece un argumento de novela
de aventuras.
La aventura de los manuscritos
Con la muerte de Alejandro en el 323, se extendió en Atenas una oleada de nacionalismo (antimacedonio)
desencadenado por Demóstenes, hecho que le supuso a Aristóteles enfrentarse a una acusación de
impiedad. No estando en su ánimo repetir la aventura de Sócrates, Aristóteles se exilió a la isla de Chalcis,
donde murió en el 322. Según la tradición, Aristóteles cedió sus obras a Teofrasto, el cual las cedió a su
vez a Neleo, quien las envió a casa de sus padres en Esquepsis sólidamente embaladas en cajas y con la
orden de que las escondiesen en una cueva para evitar que fuesen requisadas con destino a la biblioteca
de Pérgamo.
Muchos años después, los herederos de Neleo las vendieron a Apelicón de Teos, un filósofo que se las
llevó consigo a Atenas. En el 86 a.C., en plena ocupación romana, Lucio Cornelio Sila se enteró de la
existencia de esas cajas y las requisó para enviarlas a Roma, donde fueron compradas por Tiranión el
Gramático. De mano en mano, las obras fueron sufriendo sucesivos deterioros hasta que, en el año 60
a.C., fueron adquiridas por Andrónico de Rodas, el último responsable del Liceo, quien procedió a su
edición definitiva.
A Andrónico se debe, por ejemplo, la introducción del término «metafísica». En su ordenación de la obra
aristotélica, Andrónico situó, a continuación de los libros sobre la física, una serie de tratados que agrupó
bajo el título de Metafísica, rótulo anodino que significaba literalmente "después de la física" y que pasaría
posteriormente a designar esta rama fundamental de la filosofía. Aristóteles nunca empleó ese término;
los tratados así titulados versaban sobre lo que el Estagirita llamaba «filosofía primera».
Con la caída del Imperio romano, las obras de Aristóteles, como las del resto de la cultura grecorromana,
desaparecieron hasta que, bien entrado el siglo XII, fueron recuperadas por el árabe Averroes, quien las
conoció a través de las versiones sirias, árabes y judías. Del total de 170 obras que los catálogos antiguos
recogían, sólo se han salvado 30, que vienen a ocupar unas dos mil páginas impresas. La mayoría de ellas
proceden de los llamados escritos «acroamáticos», concebidos para ser utilizados como tratados en el
Liceo y no para ser publicados. En cambio, se ha perdido la mayor parte de las obras publicadas en vida
del propio Aristóteles, escritas (a menudo en forma diálogos) para el público general.

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