Días extraños Alejandro Meneses Universidad Autónoma de Puebla, 1987. Colección Asteriscos
El sueño, a diferencia de la vida consciente, sigue sus propias leyes. Si la conciencia se
expresa en un logos que implica una gramática para su comprensión, lo sueños lo hacen en un discurso constelado; imágenes que van y vienen —acaso obsesivamente— expresando una verdad más íntima y no menos real que aquella a la que Occidente rinde culto: la razón. Los sueños, la invención, la fantasía, los mitos, son realidad desvalorizada de un fin de siglo que camina afanosamente hacia su propia ruina. Son, sin embargo, el artificio sobre el que puede fincarse otra manera de ver y reflexionar nuestra realidad. La provocación que nos hace Alejandro Meneses —y no otra cosa son sus Días extraños— es, en la invención, una realidad múltiple que se confunde con la recreación, también múltiple, de los sueños. Una tercera invención, o mejor realidad, en la que escritor, al tiempo que convoca a sus demonios, es inventado por sus criaturas. Un acto creativo, obsesivo, solitario, en el que los lindes de la realidad literaria y la realidad real se confunden para decirnos, con una prosa limpia y singular, que los días extraños no esperan a la catástrofe para iniciarse; por el contrario, están aquí, sin faltar a la cita, gestándose para aproximarnos, lenta pero seguramente, al borde del abismo, a la gran desolación, al culto, en el no tiempo, de los Santos Patronos de la Intemperie. Días extraños es el sueño que se sueña a sí mismo, allí en “Cuando sueñe, sueñe usted con eso”, texto al que, de alguna manera podemos rastrear en sus orígenes en “Continuidad de los parques”, de Cortázar. Pero si esta historia se cierra sobre sí misma, sin que ello signifique el abandono de la intensidad de su trama, “El barco de cristal” nos remite, en el ocre del tiempo, a la sorpresa de que no hay abandono impune; todo está decidido de antemano, lo estaba desde mucho tiempo atrás y las olas de un mar gris que parecía llevarse los recuerdos a otra orilla es capaz, con la impunidad que le otorga su persistencia, de devolvernos la memoria de un odio recién incubado y mitigado, pero sólo eso, por la ausencia. Si la ausencia mitiga el dolor de la memoria, en “El hombre de la puerta de atrás”, la crónica terrible de un tiempo nuevo, aquel que sigue al tiempo de la Gran desolación, el recuerdo convocado acude, puntual, a la reinvención; luego del Apocalipsis la lengua ha sido despojada de sus significados, las palabras se han perdido, han quedado vacías, huecas, deshabitadas. Es el momento primigenio, la oportunidad de reinventarlo todo y para nombrarlo, ingrata labor para una deidad amarga, sólo se puede entrar por la puerta de atrás, por la historia, por la recreación ingrata de una absurda apuesta a la nada; allí las palabras, perras inmundas, acechan a su creador, toman cuerpo y se animan; en el asedio el horror renace para perpetuarse en la conciencia del error que significa una especie que a su vez renace del polvo para, luego de su inútil viaje que es la vida, volver al polvo arrasado por el viento. Si en “El hombre de la puerta de atrás” las palabras se muestran acechantes, en “El fin de la noche” cobran vida y arman, sobre una historia que en principio se muestra sencilla, un discurso que corrige, contradice inclusive, la historia primera. En ésta, la noche del tiempo detenido, la criaturas convocadas en un sueño febril sueñan también al autor; un discurso onírico único y múltiple, el mismo sueño soñado simultáneamente que admite no sólo la posibilidad de la interpretación individual de quienes en ella participan sino, inclusive, la validez y verdad de una crónica suspendida, como la catástrofe misma, sobre las miradas atónitas de quienes asisten, con la certeza del final, a un siglo que apuesta su suerte al final de la noche, cerrada, atemporal, e infinita. Vigesémicos al fin no podemos evitar, al soñar, soñar con eso…