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Carola

Carola era bella. Como sólo la pasión puede embellecer a una mujer. Y la pasión que
le conocí era la literatura. Querría haber transgredido, con ella, otros límites. Pero ella
sabía del fuego y de cómo evitar que la pradera de nuestros años juveniles se
incendiara. En una frase de Zitarroza, podía enseñarnos a volar pero no a seguirnos
el vuelo.

No era como Ruffineli, cuya clase iniciaba verdaderamente después de salir


de las aulas, en la charla posterior. Ni como Manuel Sol Tlachi, a quien, erudito,
temíamos en Latín. Carola era blanca sin ser rubia, finos los rasgos sin exageración.
Bella en su andar ligero, su falda revoloteaba amplia por entre los pasillos, siempre
apresurada, como si supiese de la brevedad de la vida y la puntualidad implicara un
llegar tarde. Sus clases iniciaban a las diez de la mañana e, invariablemente, llegaba
cargada de libros. Dos compañeros más le acompañaban cargando un modular, las
bocinas, y discos. Hablábamos del impresionismo. Del impresionismo en la literatura.
Para mejor comprenderlo nos hacía escuchar música y ver pintura impresionistas. En
su vehemencia veo ahora las limitaciones de nuestros sistemas escolares. Sus
clases requerirían de medios audiovisuales y no los teníamos. Suplía la ausencia de
éstos a fuerza de ganas, con una fuerte dósis de courage.

Ella nos llevó a García Ponce, a Musil, a Klossowsky. Reparó en Borges y en


El Aleph (“uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”). Leímos el
Aleph entendiendo que Beatriz Elena Viterbo era la misma Beatriz de Dante, la
Beatriz de Juan Vicente Melo en La obediencia nocturna; la Helena, amante de París.
La mujer por la que seríamos capaces de cualquier batalla de antemano perdida. Y el
Aleph —la locura de Carlos Argentino Daneri, el primo hermano de Beatriz Elena—,
la posibilidad de verlo todo, todo simultáneamente, el temeroso asombro de la

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pérdida del asombro. El hombre vive para maravillarse, sin la maravilla, sin el
asombro, la vida se vuelve fútil. Comprendimos, en Borges, con Carola, las
posibilidades del lenguaje, nuestras limitaciones. Esa cadena de sonidos, de
fonemas, que apenas se pronuncian desaparecen para ser apenas un eco en la
memoria del otro, la nada; esa cadena de palabras lineal en el tiempo y que
ajustamos en la página, pretendiendo asir la realidad, de izquierda a derecha.

De áleph (lo supe años después), en fenicio, se deriva, en griego, álfa, y la


primera letra de nuestro alfabeto. Esos veintitantos signos que, combinados entre sí,
dan lugar a las palabras, los enunciados, las ideas, las filosofías, las pasiones, los
intentos de interpretar el mundo y aprehender la realidad; el alfabeto, en sus
posibilidades combinatorias, lo contiene todo. Cada cual tiene al Aleph que merece.
Para encontrar el nuestro Carola nos hacía escribir. Alguna vez nos pidió un poema
que iniciara diciendo “Yo también hablo de la Rosa...”. No entendimos, entonces, lo
que pretendía. La Rosa no era la rosa material, la flor; era el significado, más allá de
lo físico, que pudiéramos atribuirle. La Rosa, medio, objeto de reflexión, como el vaso
de agua de Gorostiza en “La muerte sin fin”.

Otra vez, a propósito de Musil, escribimos una reflexión sobre la realización


del amor. No se refería, por supuesto, a la cama, los sudores, los jadeos. Se trataba
de asir lo inasible, de pronunciar lo inefable, transgredir la muerte que significa el
tiempo y la imposibilidad de mantenerse en la tensión, en la cresta de la ola. Que el
amor alcanzase el misterio de lo sagrado (que no asunto religioso) y fuese, para
nosotros, posibilidad de conocimiento y asombro, deseo hecho, por la palabra,
realidad, tensión sostenida: Literatura.

Cincuenta alumnos hicimos el ejercicio. Los trabajos, nos dijo Carola, habían
sido leídos por Juan García Ponce y éste, para estimular nuestras pretensiones

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literarias, había seleccionado diez y nos había obsequiado con otros tantos
ejemplares de su novela El Libro. Nos sentimos halagados y volvimos a la carga.
Carola devolvió los textos, salvo el mío. Vi, entonces, lo que quería ver.

Discretamente (eso creía), recurriendo a textos de terceros (Rayuela;


Klosowsky en sus obligaciones de hospitalidad), asediaba a Carola. No la quería tan
sólo como docente, aspiraba a meterme bajo sus cobijas, a encontrarla como mujer.
Ella, por supuesto, inteligente, se dio cuenta. Mi asedio, me pareció creerlo, no le
disgustaba. Pero mantuvo la distancia. Me volví su alumno preferido. Y no hay en ello
intento de lucimiento, era tan sólo la pretensión ingenua de ser digno de ella: leía
más, preguntaba más, escribía más. Al final no era más que un hecho simple, llano,
ingenuo y vano, como de escuela primaria: el alumno enamorado de su maestra.
Carola, como decía antes, se dio cuenta de ello. Delicada, me hizo llegar un texto de
Musil que en ese momento era inconseguible: “La realización del amor”. Creí ver en
ello el mensaje deseado sin advertir el abismo que nos separaba, o mejor, el que me
separaba de ella. Ella, siendo la Literatura, estaba más allá del milagro, encuentro y
desencuentro del amor físico. Acaso el deseo, por la posibilidad que significa, se
mantiene más vivo cuando el objeto del deseo casi se alcanza y, al estirarse la mano,
vuelve a alejarse. No hay vuelta de noria. Es el valor de lo inasible.

Borges recuerda al pintor que le prometió un cuadro. Éste murió y Borges


sintió la pérdida del amigo, la pérdida del cuadro. Pero recuerda que también los
hombres pueden prometer porque en la promesa hay algo de inmortal. El cuadro, la
promesa, era ahora todos los cuadros posibles; la pintura no estaba sujeta ahora al
lienzo, a la esclavitud de los colores y la forma. Ella era, para mí, una promesa.

Carola desapareció un día. No quería preguntar por ella por temor a que me
informaran que había dispuesto lo que algún día nos había anunciado: que volvería al

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D.F. Poco antes de irse, a propósito de una discusión sobre la realidad literaria y la
realidad realidad, me había prometido un encuentro fuera de las aulas. Faltó a la cita.
En su lugar me envió un ejemplar de la Revista Mexicana de Literatura. Entre sus
páginas había una nota escrita apresuradamente: “debes elegir para qué realidad vas
a vivir, si para la realidad realidad, tu momento histórico; o la realidad literaria, que es
más real que la realidad realidad”. La nota hacía referencia a un artículo de Juan
García Ponce sobre Lukacs. Nos informaron que Carola había pedido un permiso.
Otro profesor ocupó su puesto. La clase perdió tensión para sumirse en el dictado y
el recurso de los lugares comunes.

Meses después, a altas horas de la noche, mientras revisaba galeras y


anuncios en un periódico (la necesidad me había hecho corrector) me pasaron a mí
—que nunca las corregía— una esquela.

Carola había fallecido.

No fue su corazón, del que padecía, sino de un accidente de carretera (que no


pude sino calificar, en mi impotencia, de miserable). Era una noche, fría, lluviosa, con
la neblina anidada en los rincones, como sólo solían serlos las noches xalapeñas.
Poco después llegó Héctor, entrañable compañero que compartía mi cándido
secreto, a decirme que lo sentía doblemente: por Carola y por lo que ella significaba
para mí. Esa noche apuré el trago amargo de las lágrimas y supe el significado del
nunca más. (José Carlos Blázquez)

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