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El México virtual
La modernidad, esa palabra. La modernidad permea nuestros días y nuestras vidas.
Apenas sí hay algún intersticio de nuestra cotidianidad que no tenga que ver con ella.
Robótica, microeléctrónica, bioquímica, cerámicas, chips, CD-ROM, internet,
cibernautas y computadoras personales forman parte de la nueva realidad que
acompaña a los habitantes de las urbes. La revolución de las comunicaciones, las
capacidades del equipo, lo poderoso de los programas, la velocidad con la cual se
puede accesar el internet, son elementos del nuevo paradigma que acompaña a la
aparición de la "aldea global". La aldea global supone un rompimiento del tiempo y la
distancia. Se accesa lo mismo, desde la comodidad del cuarto de trabajo, una
universidad de Zurich, que a la UNAM; otra del Canadá o del Brasil. El correo
electrónico sustituye, de alguna manera, el lento, tortuoso e incierto camino del correo
tradicional pero nunca la personalísima letra o la textura de las hojas que elegimos
para hacer llegar nuestro mensaje.
Ser mujer en San Juan, campesina, y pobre por añadidura, es traer, literalmente, el
destino escrito en el cuerpo. Es sufrir, desde la más temprana edad, la violencia en sus
más variadas formas: de la apropiación del producto de su trabajo -en el campo, en el
azadón, la limpia del surco o el corte del café-, por parte de su padre, al abuso sexual
del padrastro; del pago menor a trabajo igual a la negación de la educación por el
hecho de ser mujer.
Se mujer, en San Juan, es enfrentar el hecho de ser hija de uno de los varios hombres
con los que la madre ha compartido parte de su vida; es ser novia robada en busca de
un destino que, invariablemente, obliga al regreso por el perdón de la casa paterna
para encontrarse que el destino no será otro sino el mismo: madre de sus hijos, mujer
desilusionada por lo que esperó inútilmente de su hombre y éste, irresponsable,
mujeriego pese a su pobreza y borracho para más, se negó a darle.
Ser mujer en San Juan, campesina y pobre por añadidura, es hilar un rosario cuyas
cuentas incluirán la esperanza de una vida distinta a la vivida con sus padres, es decir,
sin pobreza; pero es ser tan pobre que se amanece sin nada y se encuentra que la
felicidad puede ser un puñado de frijoles, cebollas, chiles, azúcar y café, es decir, la
comida del día; es saber, también, que esa forma de la felicidad no dura, o dura lo que
dura el bocado; es la realidad de una sexualidad ignorada y exigida en el irremediable
momento de los hechos; los golpes cuando el atole de maíz está caliente a juicio del
marido o se ha enfriado demasiado; es la violencia del nacimiento de los hijos, la
infidelidad del marido, más hijos e hijas, el abandono.
Se mujer, en San Juan, es saberse el sostén del hogar porque el dinero que da el
marido -cuando lo da y no se lo tira en borracheras de fin de semana-, no alcanza para
dar de comer a los "negos", es decir, a los hijos. Es saber que cuando llega el
desamparo y lo que se vende en las calles del pueblo: pañuelos bordados, chiles
rellenos, no es suficiente se pueden y se establecen relaciones en las que se fincará el
"tú me quieres, yo te ayudo". Relaciones en las que el cuerpo se comparte para que la
ayuda llegue, para que la comida del día salga; para que el cariño y el agradecimiento
florezcan. Y florecen. Porque si dan las doce y en la casa no hay qué comer pues la
mujer verá cómo y de qué manera proveerá, pero proveerá: "porque no soy la
primera, habemos varias". Es la aceptación del marido, resignada e impotente, de la
presencia de uno o más "queridos" cuyo dinero contribuirá a levantar a los hijos.
Y con más razón si "ese amor ya se acabó" o si "a la chingada se fue su cariño". Qué
remedio. Los hijos son los hijos y uno los tiene que mantener. Porque en San Juan las
mujeres no pueden "botarse" a los hijos, sacárselos. Y la que lo hace se convierte en
llorona y cuando le llega la hora de su muerte y no se muere hay que atarle las
herraduras de la mula porque la mula es incapaz de parir. Y si pese a ello la agonía no
termina, ha que atarle la silla de la mula para que se muera, porque sólo así se muere y
está lista para llorarle a los hijos, para asustar a los hombres, para prevenir a las
mujeres. Para ser llorona, pues.
Ser mujer en San Juan, mujer campesina y pobre por añadidura, es enfrentar, sin
estoicismos, una vida cuya heroicidad acaso se encuentre en el hecho de que, pese a a
saber que no hay remedio, que la vida es así, no hay tiempo para la resignación. No
hay tiempo para la resignación. Hay que cabalgar en los hombres si es necesario para
vivir y jalar las riendas cuando se pueda... y vaya que se puede. Es tener alma en el
cuerpo, sentir y rendirse ante el deseo, hacerlo también por gusto porque "Dios me lo
dio para eso" y porque "al cuerpo hay que darle lo que pida". Es defender la vida como
gato panza arriba y empeñarse en que la vida, otra vez la vida, sea o pueda ser
diferente para los hijos, aunque la realidad se empeñe en devolver desencantos a
cambio de ilusiones. No importa. Estas mujeres, estas Amazonas apasionadas, buscan,
buscan y algo habrán de encontrar. Entre el desencanto y la amargura algún cariño
habrá que haga de la vida un milagro fugaz e inaprensible pero no por ello menos real.
Amazonas apasionadas cumple el ciclo que Patricia Ponce iniciara hace más de dos
décadas con Gabriel: un rasgo de la realidad campesina en la región de Coatepec; que
continuaría con Palabra viva del Soconusco y con La montaña chiclera, Campeche: vida
cotidiana y trabajo.