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El poema sin la palabra amor

Gilberto Owen escribió un “Poema en que se usa mucho la palabra amor” y la palabra
amor no aparece en ninguno de sus versos. Es el noveno de Línea, el libro publicado en
1930, y que, acaso por estar escrito en verso libre en un tiempo en que el soneto era
venerado, convocó su dosis de desconfianza hacia quienes habían hecho primero la
revista Ulises y posteriormente Contemporáneos. Owen tenía 26 años y dos antes (en el
Teatro de Ulises, financiado por Antonieta Rivas Mercado) había conocido a una joven,
casi adolescente, de la que quedaría profundamente enamorado.
Owen se definía entonces a sí mismo como “un bailarín flaco, modesto y
disciplinado”. Esa disciplina le habría de llevar a escribir algunos de los versos más
memorables de la poesía mexicana y, paradójicamente, hoy poco recordados.
Si el “Poema en que se usa mucho la palabra amor” no recurre a la palabra amor
no puede sino conjeturarse la intención de no verla, pero sí sentir su significado. García
Terrés sostiene que Owen fue fiel al apotegma de Mallarmé: “nombrar un objeto equivale
a suprimir las tres cuartas partes del gozo del poema, que está hecho del placer de
adivinar poco a poco: sugerirlo, he ahí el ideal”. Nombrar la palabra amor, decirla,
equivaldría a suprimir gran parte del gozo que provoca, de allí que al no decirla, al
bordearla, se sugiera.
El “Poema en que se usa mucho la palabra amor” fue escrito en abril de 1928. Lo
recoge la segunda edición de las Obras de Owen en la colección Letras Mexicanas del
Fondo de Cultura Económica de 1979. La edición es de Josefina Procopio —a quien
Owen escribiera doce cartas entre julio de 1948 y julio de 1951—y fue publicada por vez
primera en 1953; los textos fueron recopilados por la propia Josefina, Miguel Capistran,
Luis Mario Schneider e Inés Arredondo.
Vale el trascribirlo:

Poema en que se usa mucho la palabra amor

Comienza aquí una palabra vestida de sueño más música


llevas puñados de árboles en el viento pausado de Orfeo
en los ojos menos grandes que el sol pero mucho más vírgenes
mañanas eternas y que llegan hasta París y hasta China

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ese otro ojo azul de párpados de oro en el dedo
no sabrías sin él Niágaras a tu espalda de espuma
tampoco el sueño duro en que ya nada cabe como nada en el
huevo
iba el sabio bajo la fábula y volvió la cabeza
nadie sino él mismo recogía las hierbas desdeñadas
así me lloro vacío y lleno de mi pobreza como de sombra

O acabo de inventar la línea recta


todo el horizonte fracasa después de sus mil siglos de ensayos
el mar no te lo perdonará nunca mi Dionysos
recuerda aquella postura en que yo era tu tío y que ha
eternizado
otra fotografía desenfocada por un temblor de tierra en la luna.

La composición tipográfica impide reconocer lo que es en realidad un acróstico y a


su destinataria. Los lectores de la Obras, de 1979, no podían inferirlo; quienes leyeron De
la poesía a la prosa en el mismo viaje, la edición de 1990 de los escritos de Owen en la
tercera serie de Lecturas Mexicanas, pero esta vez seleccionados y presentados por Juan
Coronado, tampoco lo podrían saber.
De abril a diciembre de 1928 Gilberto Owen escribió (ya en México, San Antonio
Texas, o Nueva York) 27 cartas febriles en las que el deseo, la esperanza y el desencanto
se mezclan en una prosa que alcanza imágenes poéticas. La casi adolescente y causante
de ese desvelo nunca respondería a las pretensiones de Owen. No obstante, muchos
años más tarde, en 1982, habría de escribir: “Amaba su poesía, amaba al poeta, más no
al hombre y, sin embargo, mas tarde, empecé a necesitar sus cartas, las esperaba con
ansiedad, acaso con cierta ilusión. Mas no estaba segura de que fuera ¿amor?, ¿amor?
‘Por siempre jamás. La adora G.O.’: fueron sus últimas palabras en su última carta. Se fue
y no llegué a su vida. ¿Se fue huyendo de mi desamor? No lo supe: sólo sé que en su
última carta se sentía culpable, tal vez por haber encontrado otros amores, o por haber
perdido la esperanza de esperarme.”
Cartas a Clementina Otero, publicado por Bellas Artes en 1982, inicia con el
“Poema en que se usa mucho la palabra amor”. El acróstico, que ella hace visible,
desvela su misterio: las iniciales de cada verso corresponden al nombre de la adolescente

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con quien Owen actuara, el 22 y 23 de marzo de 1928, en El Peregrino, de Charles
Vildrac. La edición de Bellas Artes nos recuerda, al conmovernos, que el diálogo se puede
dar más allá de la vida misma.
Clementina Otero responde a los dos últimos versos del poema objeto de esta
reflexión: “recuerda aquella postura en que yo era tu tío y que ha eternizado / otra
fotografía desenfocada por un temblor de tierra en la luna”. Sí, ella tenía presente aquella
postura: la mano izquierda de Gilberto tomando su mano; la derecha acariciándole, con
tanta ternura como contiene la mirada, el cabello. La fotografía — que el libro incluye—
está, en efecto, desenfocada, como ese sentimiento que ambos, a destiempo, se tuvieron.
(JCB)

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