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CULTURA Y VERDAD
La reconstrucción del
análisis social
Ediciones
Abya-Yala
2000
CULTURA Y VERDAD
La reconstrucción del análisis social
Renato Rosaldo
Traducido de Inglés. Culture & Truth. The Remaking of Social Analysis, Beacon press 1989.
Impresión Docutech
Quito - Ecuador
ISBN: 9978-04-612-7
donde hay empleos. Han sido educados, toman decisiones sobre el tra-
bajo asalariado según un cálculo económicamente racional. Están más
enraizados en su trabajo que en su territorio. Como los ladinos mexi-
canos, parecen haber entrado en un sistema que “nosotros” entende-
mos porque es “nuestro” propio capitalismo avanzado. Su herencia co-
lonial “nos” los ha hecho transparentes. Evangelizados inicialmente por
los españoles y educados luego por los estadounidenses, su experiencia
colonial los ha disciplinado y los ha hecho como “nosotros”, adaptados
para vivir en una ciudad, trabajar en una fábrica o empresa, cumplir
condena en una cárcel o sufrir confinamiento en un asilo.
Estas jerarquías sociales permanecen estáticas en apariencia, pe-
ro se vinculan a tácitas nociones de movilidad social. Este modelo clá-
sico de estructura social sostiene que, aunque los individuos o los gru-
pos sociales puedan moverse hacia arriba o hacia abajo, los peldaños de
su escalera social siguen siendo inmutables. Según esto, los que están
más abajo y afuera, como los negritos y los ilongotes, parecen no tener
una cultura. La movilidad social desde el “fondo” lleva a la gente a zo-
nas donde florece la cultura, tal como pasa en las regiones de refugio de
México y las áreas de meseta y río arriba de Filipinas. Pero conforme
nos aproximamos a los peldaños finales de la escalera de la movilidad
social, el proceso se revierte. En ese punto, empieza un proceso de
descomposición en el cual las minorías culturales filipinas e indígenas
mexicanas son incorporadas a la nación Estado como campesinos y
empleados. Curiosamente, la movilidad hacia arriba parece estar reñi-
da con una identidad cultural distintiva, pues se alcanza la plena ciu-
dadanía en la nación Estado al convertirse culturalmente en una pági-
na en blanco.
Vistas desde un ángulo de visión distinto aunque relacionado, las
dificultades conceptuales que han creado zonas de relativa visibilidad e
invisibilidad provienen en gran parte de las normas metodológicas tá-
citas que fusionan la noción de cultura con la idea de diferencia. En es-
te sentido, el término de diferencia cultural es tan redundante como el
de orden cultural, que expusimos en el capítulo 4. Consideremos el caso
del investigador de campo, que sigue las normas clásicas y recorre me-
dio camino alrededor del mundo para registrar mundos culturales co-
herentes y modelados en territorios, lenguas y costumbres distintivas.
Cuando están más malhumorados, esos etnógrafos refunfuñan que
ellos no arriesgaron su salud por la disentería y la malaria sólo para des-
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cubrir que la gente de Tahití y Des Moines son muy parecidas en ciertos
aspectos. Desde esta perspectiva, seguir la pista a una cultura es mostrar
cómo ésta tiene sentido, como se dice, en sus propios términos.
El problema de la pureza cultural trae a la mente el caso que un
prestigioso filólogo español contó sobre un colega alemán, que recha-
zaba a muchos de sus informantes lingüísticos gallegos porque no ha-
blaban el dialecto gallego portugués “puro”. Casi como los turistas que
van en busca de lo exótico y lo llaman típicamente gallego, el filólogo
proclamaba que sólo una diminuta minoría de los habitantes de la re-
gión hablaban el auténtico dialecto. Se imaginaba que muchos galle-
gos habían sido lingüísticamente “corrompidos” por el castellano. En
otras palabras, cuanto menos se pareciera a sus vecinos, más puro y
auténtico era el dialecto. Como la cultura, esta comunidad lingüística
se definía tanto por su homogeneidad interna como por su diferencia
con las demás.
La noción de “diferencia” tiene la ventaja de hacer que la cultura
sea particularmente visible para los observadores de fuera, aunque
plantea problemas porque esas diferencias no son absolutas. Son relati-
vas a las prácticas culturales de los etnógrafos y sus lectores. Dichos es-
tudios subrayan formas culturales que difieren de las (tácitamente nor-
mativas) formas profesionales de la clase media alta estadounidense.
Por ejemplo, los cientistas sociales hablan comúnmente como si “noso-
tros” tuviéramos una sicología y “ellos” una cultura. Los argumentos vi-
gentes sobre las razones culturales que otras culturas “somatizan” (ex-
perimentan “sus” aflicciones en formas corporales) debe entenderse en
relación a la norma no declarada de que los seres humanos deberían
“sicologizar” (como lo hacen presumiblemente los angloamericanos o,
en cualquier caso, sus terapistas). La tentación de revestir el propio “co-
nocimiento local” con un variedad folclórica o profesional de un ropa-
je a la vez “universal” y “culturalmente invisible” a sí mismo parece ser
irresistible.
En la práctica, el énfasis en la diferencia acaba en una relación
peculiar: como el “otro” se vuelve más visible culturalmente, el “Yo” lo
hace correspondientemente menos visible. Por ejemplo, los cientistas
sociales afirman a menudo que los grupos subordinados tienen una au-
téntica cultura y, simultánemaente, se mofan de su propia cultura pro-
fesional de la clase media alta. Según ellos, los grupos subordinados ha-
blan en formas vibrantes y fluidas, pero la gente de las clases medias al-
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tas habla como académicos anémicos. Con todo, los cientistas rara vez
permiten que la relación de clase y cultura incluya el poder. Así que di-
simulan el lado más oscuro de la relación: cuanto más poder se tenga,
menos cultura se disfruta; y cuanto más cultura se tenga, menos poder
se ejerce. Si bien “ellos” tienen un monopolio explícito sobre la autén-
tica cultura, “nosotros” tenemos uno no dicho sobre el poder institu-
cional. Este lado oscuro de la relación subestima la urgencia de repen-
sar el análisis social, de forma tal que a la vez considere la interacción
de la cultura y el poder y “a nosotros mismos” nos haga más cultural-
mente visibles.
La invisibilidad cultural dentro de la cual los estadounidenses de
la clase media alta se esconden de sí mismos ha sido descrita vívida-
mente por el periodista Frances FitzGerald3. Su reciente libro sobre las
comunidades muestra cómo cuatro grupos muy diferentes han inten-
tado hacer que sus vidas se ajusten a una visión particular del “sueño
americano”. Estas comunidades comparten las utópicas fantasías sobre
volver a empezar y vivir en un mundo sin precedentes. Por ejemplo, la
localidad de retiro de Sun City parece extraordinaria, sobre todo por la
homogeneidad pasada y actual de sus residentes, y no tanto porque ha-
ya tenido éxito tal como su propia mitología lo vería, en borrar la di-
versidad cultural. FitzGerald escribe que “los habitantes de Sun City
son un grupo notablemente homogéneo; especialmente los que viven
en la misma Sun City, ocupan una banda mucho más estrecha del es-
pectro de la sociedad estadounidense de lo que los economistas decre-
tarían ... Por lo general los hombres son profesionales jubilados ... Mu-
chas mujeres eran amas de casa ... Muchos son protestantes ... Política-
mente, son conservadores y votan a los republicanos”4. Pero las fuen-
tes de esta uniformidad siguen siendo ampliamente invisibles para los
habitantes de Sun City. Para ellos mismos, ellos parecen ser nómadas
desarraigados e hijos de sus propias obras, de orígenes sociales muy di-
versos. Para ellos, sus circunstancias actuales han producido su trans-
parencia cultural.
Una pareja de Sun City recalcó afablemente cómo viven sus re-
sidentes en la actualidad los cuales parecen haber borrado sus pasados:
“Aquí a nadie le interesa lo que hiciste o de dónde viniste”, dijo la seño-
ra Smith. “Lo que importa es lo que eres ahora”. Después, en un con-
texto diferente, su marido dijo casi lo mismo, y añadió que los corone-
les no querían que los llamaran “Coronel”5. Al recalcar la irrelevancia
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Conocimiento relacional
bándoles su cultura a los ilongotes después de todo? ¿Qué era tan cul-
tural sobre un brutal y demasiado familiar proceso, en apariencia
transparente, de arrebatarles las tierras, explotarlos e “incorporarlos” a
la nación Estado? Sabíamos que los procesos de “choque cultural” que
sufrían los ilongotes, en principio, deberían poder describirse como pa-
rentesco, subsitencia o ritual, pero no podemos pensar qué decir sobre
ellos, más allá de los hechos “brutos” del asunto.
La regla práctica general según las normas clásicas que Michelle
Rosaldo y yo aún suscribíamos ambivalentemente parece haber sido
que si algo cambia, no es cultural. Al enfatizar las jerarquías sociales y
las culturas encerradas sobre sí mismas, la etnografía estimulaba a sus
discípulos a estudiar los modelos cristalinos de toda una cultura, y no
las zonas borrosas de la mitad. Los cientistas sociales se sentaban en la
cima “postcultural” de un mundo estratificado y miraban hacia abajo,
a los peldaños “culturales” que llevaban al fondo “precultural”. Igual-
mente, se dotaba a las fronteras entre las naciones, las clases y las cul-
turas de un curioso tipo de híbrida invisibilidad. Parecían ser un poco
de esto y de aquello, y no mucho de lo uno ni de lo otro. Los movi-
mientos entre entidades aparentemente estáticas, tales como las nacio-
nes o las clases sociales, se relegaban al analítico basurero de la invisi-
bilidad cultural. Los inmigrantes y los individuos socialmente móviles
parecían culturalmente invisibles porque ya no eran lo que fueron al-
guna vez, ni aún lo que podrían ser después.
Las nociones estadounidenses del melting pot* (el “crisol de cul-
turas” en el sentido de amalgamiento racial y asimilación social y cultu-
ral. N de la T.) hacen que la inmigración sea un espacio de descomposi-
ción cultural. Desde la perspectiva de la sociedad dominante, el proce-
so de inmigración deshoja a los individuos de sus anteriores culturas, y
les capacita para convertirse en ciudadanos estadounidenses, transpa-
rentes, justo como tú y yo, “gente sin una cultura”. Este proceso, a me-
nudo llamado aculturación (aunque deculturación parece más apropia-
do), produce los ciudadanos postculturales de la nación Estado. La mo-
vilidad social y la pérdida cultural se enfrentan, pues ser de la clase me-
dia en Estados Unidos significa volverse parte de la corriente cultural-
mente invisible. Los inmigrantes, o en cualquier caso, sus hijos o nietos,
fueron aparentemente absorbidos por la cultura nacional que borra su
pasado significativo (su autobiografía, historia, herencia, lengua y todo
lo demás del llamado bagaje cultural). Donde alguna vez estuvieron Jo-
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te a los televidentes que tengan cuidado, y los urge para estar al tanto
de la integración del Tercer Mundo en el Primer Mundo.
Similarmente a como en nuestros días la derecha radical a me-
nudo se enmascara como izquierda, Miami Vice se disfraza como la ac-
ción afirmativa del cielo, con negros, latinos y blancos jugando a poli-
cías y ladrones, todos juntos en un vibrante patrullaje y tráfico de dro-
gas. Pero la serie enseña (o refuerza) las formas de prejuicios que las au-
diencias televisivas estadounidenses encontrarán cada vez más útiles en
las próximas décadas (si podemos creer a las corrientes proyecciones
demográficas). En cada episodio, uno tras otro, abundan las figuras la-
tinas esterotípicas, que en grados y combinaciones diversas aparecen
como rimbombantes, impulsivos, rastreros, perezosos y cobardes. Lite-
ral y figurativamente, Miaimi Vice intenta arrestar y confinar la diver-
sidad, más que promover su valor.
Los “chicos buenos” del programa son dos miembros de un es-
cuadrón contra el vicio llamados Crockett y Tubbs. Son compañeros,
pero bastante desiguales. Su relación conlleva un juego de dominación
y subordinación racial, más sutil pero no menos degradante que la que
había entre el Lone Ranger y Tonto. Durante las series de 1884 a 1986 el
policía negro Tubbs actuaba concientemente dejándose llevar demasia-
do por sus emociones; parecía irracional, y por eso, inferior. Su compa-
ñero blanco, Crockett, se controlaba consistentemente, y lo dirigía; pa-
recía racional, es decir, superior. Durante la serie 86-87, la irracionali-
dad se desplazó de Tubbs a Crockett. Pero entonces, cuando el policía
blanco enloquecía, su compañero negro lo alimentaba. El minidrama
era una versión, en otro espacio y tiempo, de la relación entre una ni-
ñera (Tubbs) y el hijo de su patrón (Crockkett). A pesar de que la irra-
cionalidad había cambiado de un policía a otro, las líneas de domina-
ción y subordinación entre los dos compañeros permanecían constan-
tes. El policía blanco seguía siendo “superior” a su compañero negro.
Las instancias de contención que se extienden por todo Miami
Vice salieron a la superficie inesperadamente en el relato de un perió-
dico local donde la “vida real” parece imitar los antecedentes televisi-
vos. El relato presenta un juego de estereotipos a la vez espaciales y ra-
ciales, en los que el Sur invade al Norte. Los Angeles infiltra la Bahía de
San Francisco, y los traficantes de cocaína infestan los vecindarios de
clase media.
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Notas: