PAUL RICOEUR
PENSAR LA BIBLIA
Estudios exegéticos y hermenéuticos
Herder
Versión española de ANTONI M a r t í n e z RlU de la obra de A n d r é L a C o c q u e y P a u l RlCOEUR
ThinkingBiblically, The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U SA .
P refacio........................................................................................................................ 11
Éxodo 3 ,1 4 .................................................................................................................... 3 13
La revelación de las revelaciones. A n d r é La C o c q u e ....................................... 3 15
De la interpretación a la traducción. PAUL RlCOEUR......................................... 337
Comenzando por la parte del exegeta, queremos señalar de qué modo, apro
piado a su disciplina, hemos sido capaces de integrar en el método histórico-crí-
tico uno de los planteamientos más interesantes que se han conseguido en los
recientes estudios bíblicos, que podemos denominar correspondientemente la
W irkungsgeschichte o hasta la N achgeschichte de los textos sagrados. En castella
no, podríamos decir su primer plano, o su historial tradicional, en el sentido
de una historia que es ai mismo tiempo tradición, donde la palabra tradición
debe ser entendida en un sentido más dinámico que estático. Gracias a esta aña
didura, el enfoque exegético se abre a la consideración de los modos y maneras
como ha sido recibido un texto, a lo que el filósofo intenta añadir todavía otra
dimensión. ¿Qué consideraciones determinaron esta expansión del método his-
tórico-crítico?
El primer factor que la exégesis toma en consideración guarda relación con
el papel que desempeñó la escritura en la formación del corpus bíblico. La lec
tura es una respuesta a esta escritura, hecha de múltiples maneras de las que lue
go trataremos. Observemos simplemente, por el momento, que el primer efec
to del leer es conferir autonomía y existencia independiente a un texto que,
por lo mismo, queda abierto a ulteriores desarrollos y nuevos enriquecimientos,
todos los cuales afectan a su verdadero sentido. A la luz de esto, nos gustaría
recordar la maravillosa frase de Gregorio Magno, a quien Pier Cesare Bori cita
en su libro significativamente titulado L’I nterpretazione infinita-. «La Escritura
crece en sus lectores».
El primer corolario de esta tesis sobre la autonomía del texto es el aban
dono de la preocupación, tan característica de la hermenéutica romántica y aso
ciada al nombre de Friedrich Schleiermacher, de recuperar las intenciones del
autor y de ponerlas como determinantes de toda interpretación. Sin afirmar que
las investigaciones que tienen que ver con el autor o la fecha y lugar de pro
ducción de un texto no tienen nada que ver con la pretensión de entender un
texto -los estudios que constituyen este volumen confirmarán este punto—, sos
tenemos que el sentido de un texto es, en cada caso, un acontecimiento que nace
en la intersección, por un lado, de las constricciones que el texto se impone a
sí mismo y que, en buena medida, se refieren a su Sitz im Leben, con las distin
tas expectativas, por el otro lado, de una serie de comunidades de lectura e inter
pretación, que los presuntos autores del texto en consideración nunca pueden
haber previsto.
El segundo factor que impulsa al exegeta crítico a considerar la historia sub
siguiente, que antes llamamos primer plano o historia tradicional, es el registro
del texto, contemporáneo a la formación de su primer plano, en términos de una
o varias tradiciones, que a su vez han dejado su estampa en el texto en cues
tión. Esto es especialmente evidente en el plano literario, cuando se trata de seguir
la pista de la formación y acumulación de estas distintas lecturas de la tradi
ción dentro del mismo canon de la Escritura. Lo que entonces se pone de mani
fiesto es que el proceso interpretativo no se limita a restaurar la fuente del tex
to a lo largo de esta secuencia de repetidas actualizaciones, sino que más bien
este proceso re-inventa, re-configura y re-orienta el modelo. Este segundo fenó
meno nos aleja algo más del principio hermenéutico de la autoridad que se vin
cula a la presunta intención del autor. En este sentido, el fenómeno a que alu
dimos bien podría considerarse una «trayectoria» que tiene su origen en el texto
mismo. De hecho, en un momento determinado hasta consideramos la posibi
lidad de usar Trayectorias como título adecuado para este libro.
El tercer factor, el que más ha de tener en cuenta el exegeta, tiene que ver
con la conexión que hay entre el texto y una comunidad viva. Este factor deri
va de otros factores anteriores concernientes a la historia de la tradición o de
las tradiciones incorporadas al corpus bíblico. En este sentido, la orientación ori
ginal hacia el acto de lectura, constitutivo de la primera forma de la recepción
de un texto, puede ser observada, en el plano de la Biblia hebrea, en lo tocante
a su relación con el pueblo de Israel. Aquí, la recepción no es sólo lectura, ni que
sea lectura erudita; es una palabra nueva dicha en relación con el texto y surgi
da del texto mismo.
De hecho, desde esta perspectiva habla la tradición judía tardía de una «Torá
escrita» acompañada de una «Torá oralmente transmitida». No hay separación
alguna entre ambas; la segunda constituye la ampliación de la primera, de su
vitalidad y de su capacidad de llenar el horizonte temporal. A este aspecto, el
principio hermenéutico de los reformadores del siglo XVI —resumido en la frase
sola scriptura—no resulta sostenible en el plano hermenéutico. De hecho, él fue
parcialmente el responsable del divorcio que la exégesis cristiana de la Biblia
hebrea introdujo entre el texto y el pueblo de Israel. Cortados sus vínculos con
una comunidad viva, el texto queda reducido a un cadáver manipulado para la
autopsia. A pesar de sus múltiples méritos, la exégesis moderna se encuentra
en gran parte viciada por esta concepción de un texto fijo, reducido de una vez
por todas a su forma en curso. El reciente criticismo «canónico» contribuye —a
pesar suyo, a decir verdad—a esta errónea concepción de un texto sagrado. Y el
método histórico-crítico en su forma amplia marcha aún más fácilmente en esta
misma dirección. De un modo artificial, considera completo el desarrollo de las
Escrituras con el establecimiento de su redacción final. Es casi como si alguien
pronunciara la oración fúnebre de alguien que todavía está vivo. La oración fúne
bre podría ser cuidadosa y adecuada, pero en todo caso sería «prematura», como
podría haber dicho Mark Twain.
El estadio literario de la redacción de las Escrituras hebreas no fue nunca
concebido como una manera de cortar su curso vital. Por ejemplo, los oráculos
no fueron consignados por escrito por los discípulos de los profetas con la idea de
que, al haber sido pasada ya la página, podía ahora uno ocuparse de otros asun
tos. Totalmente a la inversa. Durante su fase oral, estos oráculos tenían una exis
tencia marcada por la expectativa, ella misma abierta a un horizonte que no tenía
otros límites que su cumplimiento. Una vez escritos, estos oráculos adoptaron
un modo de existir que los transformó, pero que no les puso punto final. La his
toria revistió de carne a la visión profética, gracias a lo cual esta visión fue consi
derada digna de inscribirse en esa memoria colectiva que se asegura por la media
ción del texto escrito. El proyecto de confiar un texto a la escritura, por tanto,
lejos de quedar encasillado en la retrospección, resulta ser primordialmente pros
pectivo. La confirmación histórica hay que considerarla siempre un cumpli
miento meramente parcial. Acontecimientos, cuyo curso fue previsto, se vuelven
paradigmáticos, gracias a su interpretación profética. Apuntan aquéllos hacia
una determinada dirección. Determinan una orientación histórica. En suma,
participan de la naturaleza de la Torá. Por ello la redacción textual no cierra un
capítulo, aun cuando la crítica histórica pueda limitarse a un análisis de la fase
inicialmente oral de la existencia de un texto, desconectado de su desarrollo pos
terior. Ésta es la razón por que la parte exegética de la presente obra ha sido con
cebida como una ampliación del método histórico-crítico, completada con una
exploración del «primer plano» del texto en consideración. Se le trata como un
texto escrito, el texto que la tradición de la lectura puso en marcha, re-hecho y re-
vitalizado. Se toma en consideración el dinamismo del texto; su curso y su tra
yectoria se rastrean partiendo de este supuesto.
Este dinamismo textual se encuentra en casi todos los géneros representa
dos en la literatura bíblica. El mismo carácter anónimo de los textos bíblicos
puede interpretarse desde este punto de vista, al ser conscientes los «autores ori
ginales», desde el comienzo, de la irremediable incompletud de su trabajo, que
busca ser «rememorado»; en otras palabras -teniendo presente la interpretación
bíblica del término «memoria»—, su trabajo pide ser re-modelado, re-actualiza
do por la comunidad, único sujeto agente de estos textos. Estas observaciones
nos dan la oportunidad de añadir otro detalle concerniente a la noción de «tex
to». Hablábamos antes de la autonomía de un texto. Este rasgo se aplica al autor
del texto, no a su audiencia. El texto existe, en última instancia, gracias a la comu
nidad, para uso de la comunidad, con la mirada puesta en dar forma a la comuni
dad. En otras palabras, si tomamos la relación con su autor como trasfondo de
un texto, la relación con el lector o los lectores viene a ser su primer plano. Debe
mos, en consecuencia, afirmar de forma enfática que el primer plano sobrepasa
al trasfondo.
Lo que hemos dicho sobre la relación entre los textos de la Biblia hebrea
y la comunidad del pueblo de Israel ha de repetirse en relación con los textos del
Nuevo Testamento. Fue también por respuesta a las necesidades y expectativas
de una comunidad viva la razón por la cual se redactaron estos textos. Y estas
necesidades y expectativas deben restaurarse, si queremos entender el sentido de
estos textos en los términos de su composición y redacción coetáneas. Por ello,
la trayectoria trazada por los textos del Antiguo Testamento prosigue su curso
más allá de este primer corpus hasta un segundo corpus. Una de las conviccio
nes que compartimos es que se trata de la misma trayectoria, aunque muy rami
ficada, ciertamente, que se despliega de un conjunto textual al otro. El Primer
Testamento no queda abolido por el Segundo, sino reinterpretado y, en este sen
tido, «cumplido». Esta realización o cumplimiento presupone la consistencia de
una tradición con las tradiciones ya constituidas, sin la ayuda de las cuales la
nueva fe no habría sido más que un grito que se desvanece. Puede decirse, al res
pecto, que la reinterpretación de Escrituras ya existentes mediante una nueva
proclamación constituye un modelo hermenéutico -a l que a veces se le pone el
título de «tipología» o «alegoría»—que determina varias de las fases subsiguien
tes de la reapropiación de los textos canónicos en comunidades de interpreta
ción que, a su vez, van más allá de los límites que impusieron las necesidades y
expectativas de la primitiva comunidad cristiana. En este sentido, el ejercicio
práctico de hermenéutica ofrecido por este volumen puede caracterizarse de jude-
ocristiano en la medida en que la lectura cristiana no se considera un sustituti-
vo, sino, más bien una alternativa a la tradicional lectura judía. El exegeta se pro
hibirá a sí mismo decir que la lectura hecha en el Nuevo Testamento es una
«buena» o «mala» lectura de los textos hebreos. Hasta se limitará a destacar el
aspecto básicamente judío más de lo que diversos métodos de interpretación
puedan sugerir. La trayectoria del texto va así, de un polo al otro, o quizás, a
otros, luego que la trayectoria se rompe en dos direcciones, con una rama que
conduce a la «ortodoxia» cristiana y la otra a la «ortopraxis» judía.
Una consideración final vertebra el trabajo del exegeta con el del filósofo.
Tiene que ver con la «polisemia» del texto. También este fenómeno se relacio
na estrechamente con la apertura del texto por parte de sus lectores y, más gene
ralmente, por parte de su posterior recepción. Una hermenéutica que ponga el
acento principal en la intención del autor tiende a proclamar un status unívoco
para el sentido del texto, si es que lo que el autor quiso decir puede de hecho
reducirse a una sola intención. Una hermenéutica atenta a la historia de la recep
ción será respetuosa con la irreductible pluralidad del texto. Este rasgo depen
de de la primera relación de un texto con una pluralidad de comunidades que
se interpretan a sí mismas interpretando el texto. En realidad, es raro que un solo
y mismo texto no engendre a varias comunidades. En este sentido, la pluriva-
lencia del texto y una pluralidad de lecturas son fenómenos relacionados. De
aquí que el texto no sea algo unilineal —algo que podría ser en virtud de la fina
lidad instituida por la supuesta intención del autor-, sino multidimensional, tan
pronto como se toma como algo que no ha de ser leído sólo a un nivel, sino
según diversos planos a la vez por una comunidad histórica marcada por inte
reses heterogéneos. De la misma manera que una obra de arte se presta a varias
interpretaciones, cuyos efectos acumulativos se supone que hacen justicia a la
obra y contribuyen a su vida posterior, las diversas maneras como la comunidad
intérprete propone una lectura y una interpretación históricas contribuyen a la
pluridimensionalidad del texto. Estas forman parte del texto. En este sentido,
no hay más asombrosa indicación de este proceso que el caso de la forma semí
tica de escribir en la que hay sólo consonantes y en la que el lector ha de apor
tar la vocalización adecuada al leerlo.
Estos son los desarrollos que la exégesis añade al método histórico-críti-
co. Son también los mismos que abren el comentario a la consideración de un
enfoque deliberadamente filosófico. Llega el momento de dar la réplica filosó
fica a lo que se ha dicho desde el lado exegético.
II
El filósofo sube por la otra mitad del camino que lleva al encuentro con
el exegeta haciéndose alumno de la escuela exegética, lo cual quiere decir que el
filósofo, que no es un especialista en exégesis, se va convirtiendo en un lector
de exégesis.
Este aprendizaje supone una serie de exigencias. Para ser más precisos, el
filósofo más dispuesto a un diálogo con el exegeta es sin duda aquel que más
fácilmente lee obras de exégesis que tratados teológicos. La teología, a decir ver
dad, es una forma de discurso muy compleja y sumamente especulativa, emi
nentemente respetable cuando está en su sitio. Pero es también una forma mix
ta o compuesta de discurso, en el que la especulación filosófica se ha entreverado
inextricablemente con lo que merece ser llamado «pensamiento bíblico», inclu
so cuando no asume la forma específica de Sabiduría, sino la de narración, ley,
profecía o himno. Nuestra hipótesis de trabajo aquí es que hay otras maneras de
pensar distintas de las que se fundan en la filosofía griega, cartesiana, kantiana,
hegeliana, etc. ¿No es este el caso, por ejemplo, de los grandes textos religiosos
de la India o de las tradiciones metafísicas del budismo? Por ello, la apuesta filo
sófica inicial es aquí que los géneros literarios, de que luego hablaremos, son for
mas de discurso que hacen surgir pensamiento filosófico.
El segundo supuesto que guía al filósofo hermeneuta es que este tipo de
pensamiento va unido a un corpus de textos no reducibles a los que se manejan
cuando se «hace filosofía» en sentido académico y profesional. Leer el Génesis,
el Deuteronomio, Isaías, un salmo, uno de los Evangelios o alguna de las Epís
tolas del Nuevo Testamento es entrar en diálogo con todo un grupo totalmen
te nuevo de textos comparados con, pongamos por caso, un diálogo socrático,
las M editaciones de Descartes o la 'Crítica d e la razón pu ra de Kant. Lo normal
aquí es el tipo de cambio deliberado de escenario, evocado por Norton Frye en
su The Great Code [El gran código]. Este gran crítico literario de Toronto está
en lo cierto cuando dice que, para entrar en contacto con este tipo de discurso,
es necesario remitirse a un discurso que no es científicamente descriptivo o expli
cativo, a un discurso que ni tan sólo es apologético, argumentativo o dogmáti
co; se trata de un universo de discurso en el que el lenguaje metafórico de la poe
sía es el equivalente secular más cercano. Sólo quizás la tragedia griega sea lo que
más se acerca al lenguaje de los dichos de la Sabiduría y a los himnos del sal
mista.
Un tercer supuesto, gracias al cual el trabajo del filósofo hermeneuta se
acerca al del exegeta hermeneuta, tiene que ver con la relación existente entre los
textos del corpus bíblico y los de las comunidades históricas, que podemos lia-
mar aquí comunidades de lectura e interpretación. Hay algo del todo único en
esto en relación con la lectura de textos filosóficos, la cual, incluso en el marco
de escuelas establecidas, no conoce nada comparable a la recepción de un texto
religioso por una comunidad histórica, como la de las comunidades judías y cris
tianas. Se impone aquí un círculo verdaderamente hermenéutico, que perma
nece siempre como fuente de asombro, y hasta de perplejidad, para el filósofo,
sobre todo si el espíritu crítico prevalece sobre la convicción. El círculo se dibu
ja de la siguiente manera. Interpretando la Escritura en cuestión, la comuni
dad en cuestión se interpreta a sí misma. Se presenta una especie de elección
mutua entre los textos considerados fundacionales y la comunidad que delibe
radamente hemos denominado comunidad de lectura e interpretación. Si este
círculo no resulta vicioso a los ojos de los fieles pertenecientes a estas comuni
dades, es porque el papel fundacional adscrito a los textos sagrados y la condi
ción fundada de la comunidad histórica no designan lugares intercambiables. El
texto fundador enseña; y esto es lo que significa la palabra tora. Y la comuni
dad recibe la enseñanza. Incluso si esta relación excede la de autoridad y obe
diencia para convertirse en una relación de amor, la diferencia de altura entre
la palabra que enseña con autoridad y la que responde con reconocimiento no
puede ser abolida. A este respecto, la fe no es otra cosa que la confesión de esta
asimetría entre la palabra del que enseña y la del discípulo, y entre los escritos
en que se registran estas dos clases de palabras.
El hecho de que los mismos textos puedan haber engendrado varias comu
nidades históricas y haber dado origen al fenómeno de la pluralidad de sentidos
anteriormente mencionada no altera la relación circular a que hacemos refe
rencia aquí entre el texto elegido y la comunidad elegida. Menos aún atenúa esta
relación; todavía la hace más compleja. Añadamos, de paso, que estas reflexio
nes sobre la elección mutua entre un corpus de textos y una comunidad históri
ca sugiere que adoptemos la clausura del canon como la causa y el efecto a la vez
de esta afinidad electiva entre textos fundadores y comunidades fundadas. Y es
en este círculo donde el filósofo hermeneuta ha de entrar, si quiere atender a algo
así como pensar bíblicamente. Entrar en este círculo es participar, por lo menos
por vía de la imaginación y de la simpatía, del acto de adhesión por el que la
comunidad histórica se reconoce fundada y, si podemos decirlo así, compren
dida, en todo el sentido del término, en y por este cuerpo particular de textos.
Con todo, necesitamos inmediatamente añadir también: los lectores no tienen
que «creer-con», no tienen que participar en la fe de aquellos miembros de las
comunidades que se consideran fundadas por los textos bíblicos. Es pensando
en estos lectores «de fuera» por que hemos hablado de una participación en la
relación de mutua elección entre textos fundadores y comunidades de lectura e
interpretación fundadas a través de la imaginación y la simpatía, como condi
ción mínima para acceder al sentido de estos textos. Igual requerimiento pue
de ser dirigido a cualquier lector por los miembros de una comunidad histórica
cualquiera que se funde en corpus sagrado determinado.
Bajo el signo de este triple supuesto podremos quizás entender el sentido
del modo mixto de pensamiento que procede de la intersección entre pensa
miento bíblico y otros modos de pensar, nacidos de otras culturas distintas de la
judía y la cristiana. La preeminencia de la filosofía griega en la recepción de la
herencia bíblica es un hecho de la mayor importancia, que merece nuestra aten
ción final. Los autores de este libro comparten la convicción de que este encuen
tro y las intersecciones resultantes no constituyeron una desgracia que deba ser
deplorada ni una perversión que deba ser erradicada. Éste fue el mayor riesgo
asumido por la experiencia de la lectura, que aseguraba el carácter perenne de
los textos bíblicos. El acontecimiento de este encuentro, una vez que tuvo lugar,
se convirtió en el destino constituyente de nuestra cultura. El hecho de que este
destino no haya de ser deplorado ni deconstruido, marca la tarea a que debemos
dedicar nuestras reflexiones con total honestidad y absoluta responsabilidad. Con
todo, es también convicción común nuestra como autores que la trayectoria de
lectura de los textos que hemos seleccionado tiene un alcance mucho más amplio
y que, en realidad, abarca la historia entera de la recepción. Parte del destino sin
gular de los textos bíblicos es que hayan sido aceptados por una asombrosa varie
dad de culturas distintas de las de su Sitz im Wort original. De hecho, también
la filosofía, con Descartes y Locke, Kant y Hegel, Nietzsche y Heidegger, se ha
alejado de los paradigmas conceptuales que presidían las grandes síntesis teoló
gicas de los concilios trinitarios y cristológicos.
Para señalar con unas pocas palabras la senda por la que transcurre nues
tra trayectoria, podemos acabar con las siguientes observaciones. La parte exe-
gética de nuestra empresa abre el camino a nuestra labor interpretativa de dos
modos. En primer lugar, más allá de la reconstrucción del trasfondo de un im
perturbable texto antiguo, deja espacio para una «re-lectura» surgida de una
versión «más joven», hallada en ef Nuevo Testamento o en el Midrás. De esta
forma, sale a la luz la dialéctica entre retrospección y prospección, que actúa en
«ambos Testamentos». En segundo lugar, la exégesis tipológica vinculada al mé
todo histórico-crítico abre la vía a una reflexión filosófica que va más allá de los
límites del canon, y se relaciona con formas contemporáneas de pensamiento,
filosóficas o no.
Para ilustrar esto de un modo breve: las sagas y la novela del libro del Géne
sis plantean el problema de la permanencia de la función del relato respecto
de una autocomprensión individual o colectiva. De modo parecido, la exégesis de
las «Diez Palabras», pasando por la Regla de Oro, encuentra su contrapunto con
ceptual en una reflexión contemporánea sobre la ley y la justicia. De forma para
lela, en un siglo como el nuestro, marcado por tanta crueldad, ¿leeremos un escri
to sapiencial sin plantearnos una vez más el abrumador problema del mal?
Esto nos lleva al canto de amor en ambos Testamentos: ¿no hace surgir acaso una
meditación sobre la dialéctica del amor y la justicia? Y una reflexión agudizada
por textos oraculares dará lugar a una advertencia complementaria ante una her
menéutica del lenguaje religioso demasiado ensimismada en el ciclo narrativo,
incluso cuando este ciclo es puesto en relación con el ciclo prescriptivo. Por últi
mo, el fragmento de Éxodo 3,14, que consideramos el punto álgido, nos lleva
rá al punto en que el hecho audaz de «nombrar a Dios» escapa a la vez de todo
género literario y de toda hybris conceptual.
Génesis 2-3
GRIETAS EN EL MURO
An d r é La C o cq ue
1. Publicado en Gerhard von Rad, The Problem o fth e Hexateuch a n d O ther Essays, trad. por
E. W. Trueman Dicken, McGraw-Hill, Nueva York 1965, p. 131-143.
Este análisis de von Rad ejerció una gran influencia, pese a su evidente ten-
denciosidad (que algunos han atribuido a una postura polémica contra la doc
trina política alemana de la época nazi). Sus conclusiones han sido, no obstan
te, duramente criticadas. Por ejemplo, Richard J. Clifford contradice la tesis de
von Rad en un reciente ensayo, «The Hebrew Scriptures and the Theology of
Creation» [La Escritura hebrea y la teología de la creación]2. El punto central de
Clifford es que hay profundas diferencias al definir la creación entre los puntos
de vista antiguos y modernos, que von Rad no tuvo suficientemente en cuen
ta. Pueden resumirse en relación con los siguientes términos: proceso, emer
gencia, descripción y criterio de verdad.
2. Richard J. Clifford, «The Hebrew Scriptures and the Theology of Creation», en Theo-
logicalS tudies, 46 (1985) 507-553.
sis 1-3 con Romanos 5, 12-21 y con 1 Corintios 15, 21,28, 45-47, dando como
resultado un esquema de creación-caída-redención (véase p. 520).
Hemos comenzado con los estudios de von Rad y de Clifford, porque ambos
contribuyen, cada uno a su manera, a destacar el punto de mayor importancia,
es decir, que la creación es el comienzo de la historia, su acontecimiento ini
cial. En P, por ejemplo, este concepto se indica con el término tdlddt{2, 4a). De
modo parecido, la narración histórica del Éxodo se construye sobre el modelo
de la victoria de Dios sobre el océano3. La creación es el primer hecho salvífico
de Dios (ver Salmos 74, 12-17). Tal como escribe Jon Levenson acerca de Géne
sis 1, hay que ver este capítulo «como un punto en la trayectoria que va del mito
del combate del antiguo Oriente próximo a la teología de la creación evolucio
nada de la fe de Abraham»4. Hay verdaderamente un desarrollo propio de la his
toria de las tradiciones en lo referente a la doctrina de Israel sobre la creación,
pero que no culmina reuniendo creación y actos divinos en la historia. El pro
ducto final hallado, por ejemplo, en Isaías 40, 27-28; 44, 24-28, está ya presente,
por lo menos in nuce, en la más antigua expresión israelita de fe que implica una
conexión entre Israel y el don de una tierra, o en el desarrollo de una doctrina
hímnica, no didáctica, de la creación como en los Salmos 136 y 148.
De modo que el tema de la creación y el tema de la redención pertenecen
a una misma estructura compuesta. «El milagro de la creación es un milagro
de redención», dice Paul Ricoeur5. Es verdad, pero hay una trayectoria dentro de
la Escritura hebrea, y ésta culmina con el género sapiencial. Von Rad, por ejem
plo, llama la atención sobre el origen no israelita, sino egipcio y no-mitológico
de esta tradición6. En los Salmos sapienciales 19, 150 o en el 8, el cosmos es el
escenario de la sabiduría y del poder divinos; véase también Proverbios 3, 19; 8,
22; 14, 31; 20, 12; Job 28. Pero incluso en este grupo de textos, la íntima cone
xión entre creación e historia muestra que la bondad de la creación no es «nat
ural», esto es, innata e intrínseca a las criaturas. Es una fuerza dinámica que actúa
dentro de la historia. Lo mismo se demuestra ya en P con el uso de la palabra
tób (bueno) para expresar la gran satisfacción del Creador. Como es bien cono
cido, tób no es declaración alguna de belleza estética o de eficacia interna. Expre
sa la capacidad vocacional de la criatura de cumplir las expectativas de su Crea
dor. Por ello la bondad se caracteriza como orden dentro del desorden (o «ausencia
de orden»), un orden causado por Dios que ha de ser operativo, por así decir,
3. Véase, por ejemplo, Jon D. Levenson, Creation a n d the Persistence ofE vil: The Jew ish Dra
m a ofD iv in e O m nipotence, Harper and Row, San Francisco 1988.
4. Ibídem, p. 53.
5. Paul Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», en Exégése et herm éneutique, Seuil,
París 1971, p. 69.
6. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation»,
p. 142.
por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de
acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la
llamada «caída».
Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque
este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo
nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable
cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra
crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has
ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci
dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ
cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio,
con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para
doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados
en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad
del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9.
Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez
ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un
principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia
to -pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut,
Génesis 2, 17-, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el
interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte
siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res
piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin
embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de
Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, lOs; Amos
9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es
fundamentalmente una doctrina escatológica»10.
7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como
una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152).
8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración haleway we-yaamod(que [el mun
do] aguante).
9. Phyllis Trible, God and the Rethoric of Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107-
108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo
en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Tora, continuaréis y duraréis; de otro modo haré
que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo
hasta el día de la revelación en el Sinaí, cuando Israel recibió y aceptó laTorá, cumpliendo de esta
suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» ( Sabbat 88a, véase The
Legend o f the Jews, vols. 1, p. 52.
10. «Creation», en Interpreters Dictionary of the Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1,
p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito
del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf.
Hermann Gunkel: From «Gotterkampfmythus» to «Volkerkampfmythus» [Del mito de la guerra
Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por
J e n Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi
nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma
na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo,
«ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien
tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca
do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ).
Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el
Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo
creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de
la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón
y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo
de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11.
El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (/). Es ahora momento de
atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias.
Según Martin Noth, «[_/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo
nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12.
Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene J
del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una
bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui
ción de/del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere
mías (ver 13, 13) y Salmos 51,5. Por otra parte, el propósito de J e s introducir
la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal,
tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada
de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad
entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña
a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri
llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma
nos 5, 20). Ésta es la razón por que J contempla la historia de la humanidad, y
la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque
ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham;
todas las naciones serán en él bendecidas.
entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chdpfung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit.
Eine religions-geschichtliche U ntersuchungüber Genesis I undA p Joh 12, Vandenhoeck & Ruprecht,
Gotinga 1921.
11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg,
Minneápolis 1984.
12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W. Anderson, Pren-
tice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236.
13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por MatthewJ. O’Connell, Cross-
road, Nueva York 1984, p. 74.
por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de
acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la
llamada «caída».
Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque
este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo
nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable
cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra
crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has
ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci
dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ
cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio,
con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para
doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados
en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad
del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9.
Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez
ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un
principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia
to —pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut,
Génesis 2, 17—, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el
interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte
siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res
piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin
embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de
Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, 1Os; Amos
9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es
fundamentalmente una doctrina escatológica»10.
7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como
una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152).
8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración halew ay w e-ya'am od (que [el mun
do] aguante).
9. Phyllis Trible, God a n d the R ethoric o f Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107-
108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo
en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Torá, continuaréis y duraréis; de otro modo haré
que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo
hasta el día de la revelación en el Sina!, cuando Israel recibió y aceptó la Torá, cumpliendo de esta
suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» (Sabbat8&a., véase The
L egend o f the Jew s, vols. 1, p. 52.
10. «Creation», en Interpreter’s D ictionary o fth e Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1,
p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito
del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf.
Hermann Gunkel: From «G dtterkampfmythus» to «Vdlkerkampfmythus» [Del mito de la guerra
Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por
/en Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi
nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma
na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo,
«ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien
tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca
do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ).
Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el
Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo
creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de
la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón
y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo
de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11.
El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (J). Es ahora momento de
atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias.
Según Martin Noth, «[/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo
nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12.
Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene /
del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una
bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui
ción de / del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere
mías (ver 13, 13) y Salmos 51, 5. Por otra parte, el propósito de/es introducir
la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal,
tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada
de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad
entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña
a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri
llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma
nos 5, 20). Esta es la razón por que /contempla la historia de la humanidad, y
la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque
ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham;
todas las naciones serán en él bendecidas.
entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chopjung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit.
Eine religions-geschichtliche U ntersuchung iiber Genesis 1 undA p Joh 12, Vandenhoeck 8c Ruprecht,
Gotinga 1921.
11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg,
Minneápolis 1984.
12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W Anderson, Pren-
tice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236.
13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por Matthew J. O’Connell, Cross-
road, Nueva York 1984, p. 74.
Escrito hacia 950, el relato /no duda en usar el nombre de «Yhwh» a par
tir del momento de la creación. Tal como deja claro Génesis 4, 26, este atrevido
paso es una afirmación de que el Dios de Israel es el Dios de la humanidad. /
usó materiales, especialmente en lo que se refiere a la historia primordial, cuyo
origen es sobre todo mitológico y cultual, pero estas amarras ahora han sido cor
tadas. Los intereses de J, centrado como está en la historia y en la política, son
casi únicos en la Escritura, a excepción de la T hronnachfolge [sucesión al trono]
de David en 2 Samuel 9 y 1 Reyes 2, compuestos por la misma época que /, esto
es, durante el reinado de Salomón, cuando los tiempos iban distanciándose cada
vez más de las instituciones sagradas. Los éxitos de David proclamaban la jus
tificación espiritual de las antiguas ordenanzas anfictiónicas. De hecho, los acon
tecimientos eran de tal calibre, y la reivindicación real era tan desorbitada en tér
minos de elección y de destino fijado, que era inevitable un conflicto con la esfera
cultual. Para esta última, la orientación divina se encarnaba en la liturgia y se
celebraba como una teofanía; el encuentro con Dios ocurría en un determina
do lugar y de acuerdo con un ritual determinado. Pero ahora, se afirmaba, la his
toria siempre cambiante era ella misma portadora de revelación, ¡una revelación
cuya continuidad se caracterizaba por una versatilidad impredecible! / acepta
ba el desafío de interpretar la historia hasta su época en sentido kerygmático y
enteramente orientada al siglo X a.C. Su supuesto era que no hay mejor vehículo
para la «teología» que la narración. Con /, contar historias sustituye a la litur
gia del culto. De aquí que / tuviera una segunda poderosa razón para que la
humanidad invocara desde sus mismos orígenes a Yhwh. El objetivo era esta
blecer que el Dios de la creación/historia y el Dios del culto son un solo y mis
mo Yhwh. Como dice von Rad, fue cosa de «B> volver y pasar toda la tradi
ción al ámbito del culto14.
Igual como el fresco que pinta P en Génesis 1, / presenta al adam creado
como vértice de la obra de Dios. Pero / es mucho más dramático en su con
cepto de lo humano; su creación combina elementos disparatados: arcilla y alien
to divino (Génesis 3); esto es, podría muy bien decirse, ¡agua y fuego! Esta
concepción, que no ha de confundirse con ninguna concepción dualista del cuer
po en contraposición con el alma, es otra manera que tiene / de preparar al
lector al despliegue de una historia, cuyos ingredientes son la creación divina
para el bien y la inclinación humana hacia el mal. Del mismo modo, se apunta
la advertencia de que lo que resulta visible del adam no agota su ser. Arcilla y
aliento divino sirven como criterios para distinguir entre lo mensurable y lo
imponderable, que tiene un «origen peculiar». Hay aquí un paralelo muy pró
ximo a Génesis 1, 26s (sobre la im ago Dei). Lo que Paul Ricoeur escribe en su
14. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation»,
p. 77.
reflexión sobre Génesis 1-2, 4 se aplica también a la concepción de J: «El hom
bre es creado según la forma de Elohim, es decir, según un modelo celeste que
lo arranca de la esfera de lo visible. De modo que, si Dios es antropomorfo, el
hombre es teomorfo»15.
Nuestro interés en la trayectoria de nuestros textos nos sugiere echar una
mirada a una versión mucho más antigua del mito base del Génesis 2s, esto es,
a Ezequiel 28, 1 ls (sobre el rey de Tiro). Aquí también la figura central es el
hombre primordial (28, 13,15); sorprendentemente, el verbo bara se usa sólo
aquí, en Ezequiel (como en P, pero no en J)'G. Observemos también al respec
to que los querubines ocupan la entrada del paraíso, como en Génesis 3. Si se
comparan ambos textos, Génesis 2-3 y Ezequiel 28, queda claro que la creación
de Adán era originalmente la creación de una figura real (cf. Ezequiel 28, 12-
13). Génesis 2s, sin embargo, procedió a «borrar las características regias»17por
mor de una universalización del acontecimiento. Ezequiel 28 muestra también
que el crimen del rey de Tiro (avaricia, orgullo, prepotencia) es en realidad el cri
men del «hombre primordial... del hombre, pura y simplemente»18.
Sea como fuere, mientras que todas las naciones en la antigüedad inten
taban escapar de la circularidad del tiempo -con la magia o con la reflexión (pseu-
do)filosófica-, /invita a sus lectores a enfrentarse al tiempo, al mundo y a la rea
lidad, tal como son. Este mundo ha sido creado por voluntad divina. Aunque
no es divino, el universo es el producto del fia t divino y adam respira el aliento
divino. Entre Dios y el mundo hay diálogo, en vez de un dualismo ontológico
como sucede en muchas especulaciones religiosas. De hecho, hay creación, por
que Dios ama a otro, o quizás deberíamos decir porque Dios se ama así mismo
en otros. Volveremos luego sobre esto.
De este modo se proclama, desde las primeras páginas de la Biblia, que
amar es crear a alguien desde el interior de uno mismo y, a cambio, ser creado
15. Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», p. 72. Cf. Joseph Blenkinsopp, Eze
kiel, John Knox, Louisville 1990, p. 22s, sobre Ezequiel 1, donde la figura divina emerge en
todo su esplendor: «conforta que el perfil, el bosquejo, sea como el de un ser humano... Aquí Dios
aparece en apariencia de humanidad (dem u t kemar' etiadam ). La humanidad es a imagen de Dios,
Dios es a imagen de la humanidad -misteriosa connaturalidad... [Pablo] habla del cristiano que
refleja la gloria [doxd\ del Señor y que se va transfigurando poco a poco en su imagen (2 Corin
tios 3, 18)».
16. Ezekiel 21, 35 es un añadido secundario; en 23, 47, el verbo está en forma «piel», con
otro significado.
17. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o f the Prophet Ezekiel, Chap-
ters 25-48, trad. por James D. Martin, Fortress, Filadelfia 1983, p. 95.
18. Ibídem, p. 95. Zimmerli añade que éste es e l crimen del hombre según Ezequiel y, pro
bablemente, según / también. El hombre es hom o in curvatus in se. La única contrapartida a esa
arrogancia es lo que describe Filipenses 2, 5-11 (cf. Isaías 5, 15> 21; 10, 13, 33; 13, 1; 2, 12-17;
Jeremías 9, 22s).
por este alguien. Dios es antropomorfo, y la humanidad es teomorfa. Hay un
intercambio de bondades. Dios es bueno y declara buena a su criatura (tób).
La bondad de la criatura está en su capacidad de responder a la bondad del
creador. En Salmos 94, 7-9 se muestra con agudeza que la esencia del ser huma
no es estar en comunicación con otros, estar volcado a d extra. En esto consiste
la responsabilidad humana.
Por esta razón, según Génesis 1, 28, las primeras palabras de Dios a la pare
ja humana son mandamientos, los mandamientos de multiplicarse y de domi
nar el mundo; es decir, relacionarse íntimamente con el otro y con el mundo,
algo que/había ya proclamado antes que P. En este sentido, hay en lo humano
una verdadera encamación divina. El ser humano es im ago Dei, porque se supo
ne que todo, en él o ella, entra en comunicación con el modelo divino, de por
sí totalmente «extravertido». Dios es la referencia última de lo humano que se
extiende hacia el Otro. Por esto la im ago es puesta en relación con la vida sexual
(«macho y hembra los creó»; 1, 27; véase 2, 7,21), esto es, con la comunica
ción por antonomasia. Lo semejante llama a lo semejante. El interlocutor divi
no busca a alguien capaz de hablarle también a él; alguien que se compadezca
de alguien capaz de compasión. Immanuel Kant expresó perfectamente estas
mismas ideas cuando dijo que la analogía fid e i «no significa... una semejanza
imperfecta de dos cosas, sino una semejanza perfecta de relaciones entre dos cosas
totalmente distintas»19.
A propósito hemos ido de/a P, y a la inversa, en lo que precede. De hecho,
es un error oponer las dos «versiones» de la creación en los primeros capítulos
del Génesis. P, al que debemos el Pentateuco tal como realmente nos ha llega
do, la prologó con Génesis 1-2, 4, conociendo perfectamente la versión / de
Génesis 2s. Hemos visto antes cuáles eran las intenciones de P. Se interpreta que
el mito de Génesis 1 relaciona lo narrativo con lo ritual, en paralelo con el
antiguo Enuma elis de Mesopotamia, por ejemplo. En contraposición, Génesis
2-3 no es más que un relato, una historia. Ejerce un papel pedagógico y expli
cativo más que restaurador, como es del mito y el del ritual. Con la etiología
de la creación de /, estamos todavía formalmente cercanos al mito, pero en cuan
to al género la distancia respecto del mito es considerable. Si Jon Levenson está
en lo cierto al decir que Génesis 1 apareció probablemente en «momentos en
que Yhwh y sus promesas al pueblo parecían estar puestos en duda», con el obje
tivo de «servir de contrafuerte a la persistencia de fuerzas oscuras identificadas
con el monstruoso caos»20, estas condiciones no se suponen para Génesis 2-3.
Aquí el ambiente tiene un aire sapiencial. Cierto, el interés de / es igualmente
universal, pero la atmósfera es más idílica que en P, y las ideas políticas son más
23. Frank M. Cross, C anaanite M yth a n d H ebreui Epic: Essays in the H istory o f R eligión o f
Israel Harvard University Press, Cambridge 1973, p. 144. Compárese de nuevo Génesis 2s con
Ezequiel 28, 12-19 (sobre Tiro). Ambos textos «incorporan ... motivos míticos», dice Alonso-Schó
kel. Podríamos aducir también un texto como Isaías 24-27, que presenta abundantes paralelos cer
canos con la mitología ugarítica.
24. Cf. Mateo 10, 16.
25. Véase Flemming Hvidberg, «The Canaanite Bakground ofGenesis I-III», en Vetus Tes-
tam entum , 10 (1960) 285-294.
representa lo humano. Lo humano se vuelve hacia lo animal. De nuevo, aquí, J
heredó un motivo mitológico crucial: la confrontación humana con el género
animal. En el Enuma elis mesopotámico, el mito describe dramáticamente cómo
el héroe Enkidu, el fiel futuro compañero de Guilgamés, abandona el reino ani
mal, como «requisito previo del desarrollo de la cultura y del dominio de la natu
raleza». Por ello la intervención de la serpiente (tanto en el mito de Guilgamés
como en el del Génesis) aparece como «una venganza del reino animal contra el
pariente que deserta»26. Entre Eva y la serpiente, hay mucho en común; en rea
lidad, tanto que la naturaleza animal está, como el mal, dentro y fuera27.
Edmond Jacob llama la atención sobre esto poniendo el acento en las seme
janzas que hay entre humanidad y naturaleza animal en el Génesis: el animal
es también n efes hayyah [ser viviente] (1, 20). Hay una peligrosa proximidad
entre humanidad y animalidad evidenciada, por ejemplo, en Génesis 2, 19.
Ambas son basar (6, 12,17; 7, 15; 9, 11; Salmos 36, 25. Dios puede retirar el
rú a jde ambas (Salmos 104, 9; Job 34, 14). Sus destinos van entrelazados, como
deja claro el acontecimiento del diluvio (cf. especialmente Génesis 6, 7; 9, 15;
véase Eclesiastés 3, 9; 12, 28). Pero el hombre ha de dominar sobre el animal
(Génesis 1, 28; 9, 2-4). Cae una maldición sobre el crimen sexual de la bestia
lidad (Éxodo 22, 18s; Levítico 18, 23; Deuteronomio 27, 21). Sobre todo, el
hombre puede comer animales; y así se levanta una barrera infranqueable entre
el hombre y el animal28.
La serpiente en el antiguo Israel se asocia con el conocimiento y la bruje
ría (sorprendentemente, puede mudar de piel y renacer de nuevo indefinida
mente). Otro signo de su conocimiento es su capacidad de hablar29. Aunque
parece no haber ningún paralelo en el antiguo Oriente próximo con la serpien
te en cuanto simboliza el punto álgido de la ciencia, hay no obstante, en la Biblia,
una tradición firme que hace de la serpiente un animal mágico, una fuente de
sabiduría oculta: Números 21, 99; 2 Reyes 18, 430. En Mesopotamia, Siria, Pales
26. Cf. Joel Rosenberg, K in ga n d K in , Indiana University Press, Bloomington 1986, p. 52s
(los pasajes citados son de p. 54).
27. Westermann dice que la mujer se enfrenta tanto a su humanidad (desnuda = disponi
bilidad, apertura, ofrecimiento) como a su naturaleza animal (astucia = capacidad de asociar ide
as). Véase Westermann, Genesis 1-11, p. 234ss.
28. Edmond Jacob, Theology o f the O íd Testament, parte 1, trad. por Arthur W. Heathcote y
Philip A. Allock, Hodder & Stoughton, Londres 1948, cap. 3 («Naturaleza y destino del hombre».
Sobre esta confrontación con el animal, véase luego cuanto digo de la serpiente y de la sexualidad.
29. Los antiguos rabinos contrastan esta capacidad natural con el milagro del asno de Balaán,
que habla con el profeta.
30. ¿Sabiduría telúrica? En Creta y en Grecia, la serpiente es «ctónica» y representa la fertili
dad del infierno. Cf. Th. Vriezen, Onderzoek n a a rd ep a ra d ijsvoorstellin gd er ou de S em itische Volken,
Wageningen 1937, p. 177s. Nótese que Hugo Gressmann (Festschrift Harnack, Tubinga 1921, p.
32s) vio la serpiente en la tradición como un dios del submundo. Hvidberg nos recuerda que a Baal
se le representa a menudo como una serpiente («The Canaanite Background of Genesis I-III»).
tina y Egipto, la serpiente representa al dios de la fertilidad y de la fecundidad.
No así en /, que trata el tópico de un modo polémico: Dios no dialoga para nada
con la serpiente. Este ídolo, adorado por algunos, aparece aquí como un animal
humillado (hum us-ligare) que repta sobre su vientre y come porquería31.
En suma, pese a la radical degradación de la serpiente en el Génesis, no
se ha borrado del todo en /parte de su dimensión mitológica. Queda un sím
bolo de sabiduría infernal. De hecho, la serpiente en la versión / de la creación
desempeña el papel del caos en la versión de P, El hecho no ha escapado a la
atención de los simbolistas (y apocalípticos) posteriores. Igualaron la serpiente
con el monstruo del caos, llamado Leviatán (Isaías 27, 1; cf. Job 26, 18). La ser
piente posee la característica de moverse por el suelo, pese a proceder del mar
(bajo la forma de Leviatán). Es a todo los efectos una criatura infernal que aca
ba comiendo polvo, un símbolo de esterilidad e inanidad, aquello a lo que vuel
ve el hombre tras su muerte (Génesis 3, 14). Como el mundo entero está ame
nazado por el caos por todos lados según una larga tradición de Israel (cf. Salmos
74, lOs,18-20; 89, 26; 104, 6-9; Job 38, 8-11; Isaías 51, 9s; 54, 9s), desde un
punto de vista antropológico, Adán, según /, se siente existencialmente insegu
ro en el mundo32. También en el ámbito sexual, esto es, en lo que se refiere a la
vida y a la perpetuación de la especie, Adán se siente amenazado (Génesis 3, 16).
Al principio, la amenaza es sutil y aparentemente insignificante. Tras la
insinuación de que hombre y mujer estaban ambos desnudos, / recurre a un
sostenido travelín y nos acerca a una extraña escena en que la mujer y la ser
piente se hablan. El compañero dialógico normal de la mujer está aquí notoria
mente ausente. También está ausente el socio principal, Dios, que reaparecerá
sólo después de que se haya consumado la conversación con la serpiente y el
resultado de la misma (3, 8s). En cuanto a Adán, los antiguos rabinos daban
por supuesto que había ya «conocido» a su mujer y que estaba durmiendo; una
interesante idea que destaca la separación que sigue a una unión íntima. Está
claro que los rabinos han pensado esto por la connotación sexual que transpira
el texto33, aspecto sobre el que volveremos. Podemos observar, no obstante, que
hay comunicación entre el animal y sólo una parte de lo humano. La ausencia
de la otra parte es en este momento notoria. No se alude a ella para exculpar a
esta otra parte por la «caída» (véase 3, 6); al contrario, destaca la brecha que
existe entre el varón y la mujer.
31. Hermann Gunkel ( Genesis, übersetzt u n d erkldrt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga
1901, p. 15) destaca que la serpiente, en cuanto demonio del mal, queda reducida en Israel al ran
go de un animal.
32. Como dice Rosenberg, en/hay «un solo tema persistente: el desarrollo de la identidad
humana contra un telón de fondo de factores no humanos» (K in g a n d K in , p. 55).
33. Génesis Rabbá 9, 16a.
El empleo del mismo término ‘arom/'arum en los dos versículos consecu
tivos a 2, 25 sobre la pareja humana y en 3, 1 sobre la serpiente lo ha denomi
nado Karl Barth «un trazo genial»34. Claus Westermann recoge esta idea y criti
ca la afirmación de Northrop Frye, que dice que «[el hombre] es el único animal
desnudo del mundo, [un rasgo] que indica una relación alienada única con su
entorno»35. En el Génesis, dice Westermann, hay afinidad entre hombre y ofi
dio, entre la desnudez de ambos y su inteligencia. Incluso la alienación del entor
no se entiende para ambos. Son distintos de lo «natural» y por ello pertenecen a
una categoría distinta que el resto de animales36. Pero hay también un contras
te entre ambos. «Desnudez» no significa lo mismo para ambos. Los humanos
están desnudos, pero no vacíos (no sienten vergüenza, lo cual no es signo de inge
nuidad, sino de santa simplicidad), mientras que la desnudez de la serpiente quie
re decir vaciedad. No tiene compañero de su especie, no posee ninguna «ayuda»
( ezer ke-negdó, Génesis 2, 18), a diferencia de Adán y Eva. Está sola y puede con
siderarse extranjera, «enemiga» ya (Génesis 3, 15) antes de serlo por la maldi
ción. Sintiéndose extraña por creación, rompe los límites impuestos por el
Creador entre las especies; literalmente, transgrede la diferencia y acarrea con
fusión. Se mete con otra especie, sólo para corromperla y arrojarla a su propia
soledad. Es astuta, y su saber, potencialmente, es acerbo; peor aún, es un saber
mortal. La desnudez de la serpiente es una parodia de la desnudez humana.
La desnudez indica no sólo debilidad, sino también disponibilidad, «vir
ginidad». Que tanto la serpiente como el hombre estén desnudos significa que
están abiertos a cualquier posibilidad; es decir, adoptando la manera de hablar
del hebreo, proclives a abarcar todo el espectro de opciones éticas en una sola
expresión, están abiertos al bien [tób] y al mal \ra \ . Entre las posibilidades des
cubiertas por los tres de quienes se dice que están ‘a rom l'arum s hay evidente
mente la del apareamiento. La desnudez de Eva en particular es como una invi
tación (la serpiente, igual que Adán, es un ser fálico). Su desnudez no era
vergonzosa frente a la desnudez de Adán, y a la inversa. Pero cuando hay otra
desnudez que interfiere, entonces toda desnudez se vuelve ocasión de vergüen
za. La tercera parte sostiene, por así decir, un espejo para que cada cual se mire
en él y lo que antes era apertura hacia el otro se convierte ahora en retirada hacia
uno mismo.
34. Karl Barth, C hurch D ogmatics, vol. 3, parte 2, trad. por Harold Knight y otros, T. &.
T. Clark, Edimburgo 1960.
35. Northrop Frye, The G reat C ode, Harcourt, Brace, Jovanovich, Nueva York 1982,
p. 109.
36. Abot d e-R a b í N atán, A 1,10 dice, en el nombre de R. Shimeon ben Mansia, que la
serpiente solía ser «un gran sirviente». Pudo haber sido la mejor ayuda para la humanidad, mucho
más incluso que la que aporta el camello, o el asno, para toto tipo de tareas.
Vergüenza, nos dice Frye, se usa semánticamente en conexión con infecun
didad (Génesis 30, 23; Isaías 4, 1; Lucas 1, 25); con viudedad (Isaías 54, 4); con
mutilación (Jueces 1, 6s; 1 Samuel 11, 2; 2 Samuel 10, 4s); con exhibicionismo
(Levítico 20, 17; Jueces 3, 25; 2 Reyes 2, 17; Ezequiel 36, 30; Lucas 14, 9). En
esta perspectiva, el castigo de la serpiente encaja con su personaje: debe arrastrar
se, lo cual es una explicación etiológica de la mutilación de sus garras. Debe co
mer polvo, esto es, se alimenta de muerte, de nada, de vaciedad; y debe permane
cer sola como si hubiera «enviudado» y fuera estéril. De 'arum mikkdl ayyat
ha-sadeh (v. 1), se convierte en (v. 14) 'arum mikkdl ayyat ha-sadeh (que debería
traducirse como «más maldita que ningún otro animal» -la serpiente es en todo
el representante de la naturaleza animal, como el Behemot en Job, 40).
Naturaleza animal y sexualidad van íntimamente unidas. La sensualidad
hace salir en el hombre al animal, dice el refranero popular. Es así porque la racio
nalidad pronto deja margen para el deseo indómito y descontrolado37. En este
momento, la «astucia» humana canvia de significado y se convierte en la «astu
cia» de la serpiente, un «ardor» animal indigno del control que el hombre posee
sobre los instintos denominados «inferiores»38. El diálogo de la serpiente con Eva
no precisa ser abiertamente sexual. Basta con que la serpiente sea el animal, en
contraposición a Eva, un ser que respira el mismo aliento divino. Por esta razón
las connotaciones sexuales del encuentro apenas podían pasar inadvertidas. Ya
los antiguos rabinos discernían en la interposición de la serpiente entre marido
y mujer un intento del animal por apoderarse del lugar de Adán39.
La seducción es extraordinaria. Adán sólo puede ofrecer lo que él mismo
ha recibido de Otro para ser humano, pero la serpiente convierte el don de Adán
en algo tan minúsculo que pierde todo valor. Más bien, el don de la serpiente
ocupará su lugar a modo de formidable alternativa. Hay algo de excitante magia
envuelta en el hecho de comer la fruta que le ha de hacer semejante a Dios (o a
los dioses) en conocimiento (el término usado aquí es y a d d , un conocimiento
íntimo, existencial, como el que se experimenta en la relación sexual entre hom
bre y mujer, cf. Génesis 4, 1). La serpiente aparece luego en su total desnudez
fálica. No es ya e l animal; es e l pene. La serpiente simboliza el acto sexual sin
amor, el apareamiento entre animales. Hay aquí de nuevo un contraste entre
lo que se ve y lo que no se ve -lo mismo que pasa con el hombre, que no sólo es
forma e imagen, sino también nefeshayyah (2, 7). Pero lo que es ocultación posi
tiva en el ser humano es ocultación negativa en la serpiente. Porque se presenta
37. 4 Macabeos 2, 1-4 pone de relieve el esfuerzo mental de José para resistir con éxito al
deseo sexual en casa de Putifar.
38. Paul Ricoeur escribe: «La serpiente [del Génesis] es... nuestra naturaleza animal», en
The Symbolism ofE vil (trad. por Emerson Buchanan, Harper and Row, Nueva York 1957), p. 257.
39. Véase Abot de-R abí Natán, A 1, 9.
como una fuerza opuesta al mandamiento de ser imagen de Dios. Es la irreve
rencia de la diferencia, la interrupción de la humanización de la creación.
Antes de la «caída», el problema sexual no preocupa a los humanos, pre
cisamente porque no es ningún problema. Pero cuando se pervierte la ciencia
original, la realidad se rompe en dos aspectos irreconciliables. El aspecto de la
diferencia se separa del aspecto de la igualdad. En ningún otro campo que no
sea el sexual se experimenta con mayor claridad este divorcio, porque lo sexual
es paradigma de lo existencial en su totalidad. En éste, mucho más que en cual
quier otro ámbito, se acercan los humanos a la naturaleza animal. Irónicamen
te, aquellos que optaron por la rebelión contra Dios para ser como dioses se vie
ron encerrados en el mundo de lo animal; q ui veu fa ir e l ’a n ge fa i t la béte (quien
quiere jugar a ángel acaba en bestia), dice Pascal.
En otro estudio sobre nuestro texto, sumamente interesante pero también
lleno de extrapolaciones de muy desigual garantía, Mieke Bal ha visto tam
bién en el mandamiento divino de no comer de un determinado árbol la doctri
na de la diferencia40. La autora prosigue con la idea de que el tema de la serpiente
es lúdico. En realidad, el conocimiento sexual le hace a uno morir y no morir
(Dios ha destacado el primer aspecto: 2, 17), dice. De modo que no hay mentira
alguna en la promesa de la serpiente y ¡Dios mismo lo reconoce realmente en
Génesis 3, 22! Sabiduría es aquí aceptación de la condición humana, incluida la
muerte, y la continuidad de la historia. Pero Phyllis Tribler se acerca más a la rea
lidad cuando insiste en que a partir de este momento, de hecho, «se les abren los
ojos a ambos», «irónicamente, conocen lo opuesto de lo que la serpiente les había
prometido. Saben de su desamparo, su inseguridad, su indefensión... El antes y
el después de la desobediencia contrapone el estar desnudos sin percibirlo...
[con] la conciencia de sentirse indefensos»41.
Destaquemos que este conocimiento de una situación anterior a la con
ciencia que tenían de ella, era, antes de que comieran de la fruta prohibida, total
mente innecesario, porque se hallaban bajo la protección del Altísimo. Ahora,
por vez primera, por así decir, están desnudos; se han mostrado su desnudez42.
Una debilidad se convierte en fragilidad sólo cuando se la conoce por expe
riencia o por revelación43. El discurso de la serpiente es engañoso y puede con
siderarse en sí mismo mentira, como dice Juan 8, 44. La serpiente es quien mien
te, no Dios (con la venia de Bal).
40. Mieke Bal, L ethal Love: Fem inist R eadings o f B ib lica l Love Storíes, Indiana University
Press, Bloomington 1987.
41. Trible, G od a n d the R hetoric ofSexuality, p. 114.
42. De nuevo, está claro que, para /, el fenómeno es ocasión, no destino. «Desnudez» es
lo que piensa Adán.
43. Este principio es el fundamento del tema de Pablo sobre la «cruz» de la Ley, que me
revela mi indignidad (Romanos 3, 20).
Es verdad que cuando los humanos comieron del fruto de la ciencia suce
dió algo que se acerca a la verdadera ciencia: sus ojos se abrieron (pqh), un verbo
que se usa para describir la apertura de los ojos de un ciego (Salmos 146, 8; Isaías
35, 5). Pero lo que vieron fue sólo una realidad vergonzosa, exactamente lo con
trario del tób de la proclamación divina de Génesis 1. Así queda claro que la rea
lidad es nuestra interpretación (visión) de la realidad. La visión humana es un
deseo de configurar el mundo; los hombres tienen el sentimiento ilusorio de que
pueden hacerlo mejor que el Creador. Lo que consiguen es una distorsión de lo
dado mediante una interpretación en sí misma confusa. Como la visión de la re
alidad por parte del Creador partía de lo que es tób, sólo le queda al hombre se
parado de Dios compartir la otra visión, la que parte de lo que es ra ‘; tertium non
datur. Habrá que esperar nada menos que la llegada del Ungido para que puedan
abrirse los ojos de los ciegos (Isaías 42, 7; cf. Juan 9, 1-41). Mientras, lejos de do
minar sobre la creación, cosa que los humanos creyeron conseguir, son incapaces
de reconocer aquello que es bueno para ellos; su supuesto «ver con toda claridad»
es miopía (o, a otro nivel, desnudez). La ceguera es alienación de sí mismo a la
vez que del otro, de modo que pueden los humanos incluso mantener la ilusión
de no haber sido vistos por nadie, o de permanecer ocultos (3, 8) a los ojos de
Aquel que los abarca por doquier (Salmos 139, 5). Sí, ahora saben algo que antes
ignoraban: que están desnudos, en sentido propio y figurado. Lo que conocen es
la superficie de las cosas, su mera materialidad, no su interior o su sentido, tam
poco su referencia. Están centrados en sí mismos, incapaces en lo sucesivo de
toda auténtica comunicación. Sus sentidos creados para verterse al exterior
se han vuelto superfluos. Adán y Eva son ahora el «pueblo necio y sin cordura» de
Jeremías 5, 21, «que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye». Han perdido su re
lación de comunión con Dios, que les permitía ver como él ve, compartir su
visión/interpretación (cf. Salmos 7, 10; Job 34, 21). Todo aquello que pierde
su referencia con Dios carece, de hecho, de sentido y es frustrante.
De manera que «comer del fruto prohibido» consiste en rechazar la vida
recibida, por amor de una existencia ganada, merecida, construida «desde cero»
a base de esfuerzo humano. La situación recién conseguida cambia de Génesis
2, 15 (el cultivo del jardín del Edén) a 3, 17 («maldita será la tierra por tu cau
sa»), Pero cada «veneno», de acuerdo con la concepción del mundo de Israel, tie
ne también su antídoto. Los ojos humanos no han de abrirse siempre sólo para
ver la vergüenza. Éxodo 14, 30-31 [J) dice que, tras cruzar el Mar Rojo, Israel
« vio el gran poder que había desplegado el Señor contra Egipto, y el pueblo tem ió
[juego de palabras en hebreo con vio] al Señor...». El resultado de esta visión rege
nerada es que Israel «hereda» una tierra que ha sido curada de su «enfermedad
de muerte». Es una tierra que «mana leche y miel» (Éxodo 3, 8)44, lo que sirve
45. Cf. Michael Fishbane, Text a n d Texture: Cióse R eadings o fS elected B iblical Texts, Schoc-
ken, Nueva York, p. 112: «La triple promesa de tierra, fertilidad y bendición dada a Abraham reti
ra de forma efectiva las maldiciones de la expulsión y lo establece como un nuevo Adán.» En el
marco de la alianza, debe reanudarse y definirse de nuevo el lenguaje de los orígenes del mundo.
Ante Dios, hay una sabiduría que es hayim (vida), en contraposición a la falsa sabiduría adquiri
da en el Edén (véase Proverbios 4, 13; 3, 19-22; 9, 6; 16, 22; 10, 17, etc.). La «bondad» que
desprende aquélla no es engañosa, y sí lo es la forma de esta última, pues ahora tob (bien) se iden
tifica con hayim (véase Deuteronomio 30, 15-20; 4, 1,4,10; 6, 24; 16, 20; Salmos 34, 13; Eze-
quiel 18). Así, los términos «sabiduría», «bien» y «vida» se vuelven sinónimos, porque la finalidad
de la sabiduría ya no es ser como dioses, sino más bien cumplir la voluntad divina tal como se
revela en la empresa de la creación y en la Torá, el mapa de la alianza.
nides, que «hemos recibido el mandato de ser libres», también lo es que hemos
recibido el mandamiento de amar a Dios y a nuestro prójimo (Deuteronomio
6, 5; Levítico 19, 18).
Pero, mientras, todo el mundo está en guardia, ¡incluso Dios! La segunda
mitad del misterioso texto de Génesis 3, 22 la traduce así la N ew R evised Stan
d a rd Versión (NRSV): «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos
otros, conocedor del bien y el mal; ahora podría alargar su mano y tomar tam
bién del árbol de vida, y comer, y vivir para siempre...». La lectura judía tradicional
de este texto ve en él una ironía e invita al lector a que suponga frases como
«esto se cree el hombre» o «según el tentador». Por consiguiente, decide Dios,
«hagámosle ver cuán equivocado está». Otra interesante interpretación rabíni-
ca lee m im m enó (no «como nosotros», sino «él solo»; el texto masorético [TM]
permanece inalterado), de modo que Adán es descrito como «aquel que cono
ce el bien y el mal por sí solo» (dice Yefé Toar). Rashi lee [el hombre es] «como
el Unico (éh ad) en su género por su capacidad de discriminar entre el bien y el
mal». Y el Targum de Ónqelos mezcla ambas lecturas: «único en el mundo por
sí solo». Según la tradición judía, por consiguiente, Dios no expresa aquí ni
temor ni celos.
Sin embargo, la traducción de hayah en 3, 22 continúa siendo problemá
tica. La NRSV traduce «el hombre se ha hecho...». Esta lectura es casi la admiti
da por todos, pero no es la única posible. Hayah puede significar aquí también:
«[el hombre] era [como uno de nosotros]»; se refiere al estado en que se hallaba
antes de comer del fruto; Dios habría añadido entonces algo así como «no he
mos de permitirle que perpetúe esta confusión eternamente». En este caso, hay
una tremenda ironía en el hecho de que los humanos eran sabios, sus ojos esta
ban en principio abiertos, pero decidieron que existía una manera mágica de
ser todavía más «divinos», de superar a Dios en su divinidad. Esta lectura
de hayah parece estar retrospectivamente confirmada a las claras por la réplica
«pero ahora» (w e-‘a ttah) de la segunda parte del versículo46. La expulsión del
paraíso significa que Adán ya no pertenece a los seres divinos (cf. Ezequiel 28, 2
y pássim).
La ironía continúa con la promesa de la serpiente de no morir si comían
del fruto, puesto que hasta ese momento no había habido alusión alguna a
ninguna intención divina de dejarles morir en principio. Al contrario, la adver
tencia de que comer del árbol prohibido equivaldría a m ót tamut, morir sin reme
dio (2, 17), implica a las claras que la muerte no es una de las posibilidades «nor
46. Cf. «Está escrito que “Dios hizo sencillo al hombre” (Eclesiastés 7, 29). Ahora “el
hombre era sencillo”, tal como está escrito, “he aquí que el hombre era como uno de nosotros”
(3, 22), en el sentido de que era sencillo como uno de los ángeles que sirven» (T anhum ah
Bereséth, par. 7, f. 10a).
males» del Edén. En el paraíso, la muerte no ha lugar y, en caso de necesidad,
hay un árbol cuyos frutos de vida conservan vivos a los humanos para siempre.
Su presencia en el Edén indica que, aunque amenazadora, como el caos del capí
tulo 1, la muerte estaba controlada por el libre don de Dios -quien puede reti
rarlo a voluntad, como muestra el final del episodio, / recibe aquí otra vez la
influencia de los antiguos mitos en los que los dioses mismos se conservan inmor
tales por medios parecidos a un árbol de vida y a una fuente de la juventud47.
Servía a la finalidad dramática de /mostrar que hasta en el paraíso la vida no
debía darse por supuesta. La advertencia divina a los humanos de no comer
del fruto prohibido so pena de m ot tam ut {2, 17) enfatiza la actualización de una
posibilidad disponible desde el principio (cf. Salmos 82, 6-7; 74, 12-17, que ha
de compararse con Isaías 25, 8, donde el Leviatán es sustituido por la muerte).
Jon Levenson escribe: «La verdad es que el judaismo [y aquí hay que incluir tam
bién la religión bíblica] no es optimista, sino redentor, y la creación de la huma
nidad sin su potente, innata y persistente inclinación al mal es parte de su visión
de la redención, no parte de su descripción de la realidad presente»48. A su vez,
Paul Ricoeur dice: «Se requiere un enfoque relacional global... para pensar, simul
táneamente, creación y persistencia del mal... La creación continúa siendo un
drama, en el que la vulnerabilidad inicial del caos nos permite prever la fragili
dad del orden creado»49.
Puede ser que, en las fuentes utilizadas por /, se supusiera que el fruto del
árbol de la ciencia abriría los ojos y revelaría la existencia del árbol de vida. Si
fue así, esta idea no la retuvo /, porque dice explícitamente que se puede comer
libremente de los frutos de todos los árboles, excepto del árbol de la ciencia. Tras
la rebelión contra la voluntad de Dios, es precisamente del fruto de la vida de lo
que se verán ahora privados los humanos; es ciertamente otra forma de decir,
irónicamente, que ahora que creyeron asegurarse vivir como dioses van a morir
igual que animales. Además, todavía parece más irónicamente paradójico todo
el asun to si comprobamos que la condición humana antes de c o m e r del fruto
prohibido no era una situación de ausencia de conocimiento con relación al bien
y al mal, porque entonces carecerían de sentido los mandatos divinos anterior
47. Véase Geo Widengren, The K in g a n d the Tree o f Life in A ncient Eastern Religión-, Otto
Harassowitz, Uppsala 1951.
48. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEvik p. 39 y pássim.
49. Paul Ricoeur, «Fides quaerens intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filo
sofía, 48 (1990) 36-37. Ricoeur ha demostrado, en The Sym bolism ofE vil, que el mal «está ahí»
de manera concomitante y es una elección humana. Ahora bien, con palabras de Michael Fish-
bane, «el mal entra en el mundo a través del hombre y de sus elecciones como criatura libre... Esta
perspectiva constituye una antropología del mal... [Pero desde una] segunda perspectiva, el ori
gen del mal es percibido... como si yaciera en lo profundo de la «naturaleza» de las cosas a des
pecho del «orden» creado... La tentación ya está ahí, desde el comienzo, misteriosamente» ( Text
a n d Texture, p. 22 y 25).
mente impuestos50. Lo que aquí se dirime, por consiguiente, es el paso a otra
comprensión de realidades ya conocidas de antemano, como insistimos en decir
anteriormente, no el descubrimiento nuevo de cosas mantenidas en secreto
por un dios celoso.
La creación procede por separación51, por discriminación entre un térmi
no y otro, en definitiva entre opuestos de un mismo espectro: bien y mal (véa
se Génesis 24, 50; cf. 31, 24-29; 2 Samuel 13, 22; 14, 17; Números 24, 12).
El hombre quiso dominar estos dos términos, porque a fo rtio ri dominaría tam
bién cualquier otro término que estuviera en medio, pues todas las cosas del uni
verso han sido creadas en polaridad. Pero oposición a los ojos humanos es coin
cidencia en el gobierno divino. «Bien y mal», ambos a una pertenecen a Dios,
dice Números 24,13 y así son mantenidos en armonía, en complementariedad
mutua, aunque contrapuesta, como la luz y la oscuridad (véase Génesis 1). En
el momento en que el hombre escoge por sí mismo el criterio de lo «ético»,
esta estructura de polaridad/complementariedad se convierte en una estructura
de adversidad/exclusividad. Lo que es tob (bueno) se recorta por la presencia
de lo que es ra'(m alo), y lo ra se vuelve consciente y responsable por la pre
sencia de lo que es tob. De este modo J se enfrenta a una alienación mutua de
términos recíprocamente alienados que solían ser complementarios y también a
la tensión, introducida por la rebelión humana, entre términos que ahora reci
ben significados opuestos a los que tenían anteriormente. La nueva vida es muer
te y el nuevo conocimiento, oprobio. Comer del fruto del árbol prohibido sig
nifica contrariar el mandamiento de elegir el bien y neutralizar la confianza
fundamental en la que descansaba.
A este respecto, el texto del Génesis muestra de un modo incisivo la increí
ble reducción que la recién descubierta «sabiduría» humana impone a la noción
de lo que es tob. Ahora, compungidamente, el hombre acepta que hay tres ámbi
tos de conocimiento que abarcan toda la realidad (3, 6): «bueno para comer» =
placer sensual (o físico); «agradable de ver» = deleite estético (o psicológico);
«codiciable para conseguir sabiduría» = gratificación intelectual (o espiritual)52.
Como dice 1 Juan 2, 16, «todo lo que hay en el mundo —los deseos de la car
50. Bueno es lo que Dios quiere, mal lo que Dios aborrece. La única base para diferenciar
entre el bien y el mal es el mandamiento divino y la prohibición. No hay una aptitud (represen
tada aquí por el fruto de un árbol) innata o adquirida. Lo que se adquiere comiendo de la fruta
prohibida es la «profunda interconexión que hay entre conocimiento y muerte. El castigo pro
metido de morir... no es sólo la mortalidad, sino también la conciencia humana de la mortalidad»
(Fishbane, Text a n d Texture, p. 21).
51. Cf. Paul Beauchamp, Creation et séparation. Etude ex égétique du chapitre p rem ier d e la
Genése, DDB, París 1969.
52. Debo este planteamiento a von Rad: véase su comentario en Genesis, traducido por John
Marks (Westminster, Filadelfia 1972), ad?>, 6.
ne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia- no proviene del Padre, sino
que procede del mundo»53.
El ámbito de la sexualidad se contempla de un modo específico en la mal
dición con que se castiga la rebelión humana. Se pone así de relieve que la
decisión humana pervertida posee un efecto instantáneo sobre exactamente los
medios de «conocimiento» por excelencia. Dios castiga el útero de la mujer, que
es, como dice Thierry Maertens, «el órgano que, a todo lo largo de la historia del
pueblo elegido, será el locus privilegiado de las bendiciones divinas» (cf. Deute-
ronomio 28, 2-11; Isaías 49, 21; Génesis 22, 17). Y prosigue: «Dios ha decidi
do que la bendición florezca sólo en el sufrimiento y en la aflicción» (cf. Isaías
26, 16-19; Apocalipsis 21,4; Juan 16, 20-22)54.
Para el lector moderno resulta difícil comprender por qué, según el rela
to, le toca a la mujer la peor parte del castigo. Volveremos sobre este punto. Pero
es importante recordar que, según el mito que constituye la base-de la compo
sición de /, la mujer quedó marcada como el miembro más débil de la pareja
humana. Ella fue la primera en «caer» en la tentación. Como dice Hartmut Gese,
«el Antiguo Testamento adoptó el ser y la conciencia de las culturas primitivas,
aunque las reorientó en sus elementos esenciales». En el mito base del relato del
Génesis, añade el autor citado, la mujer actuó «ignorando el orden de la crea
ción». Dio a comer del fruto prohibido a su marido, quien, en consecuencia,
cobró conciencia. En esto consistió su caída, porque «sólo en relación con la
autoconciencia el hombre experimenta la muerte». Porque en el Génesis la mujer
no es ingenua. Conoce la prohibición, y sucumbe a «una tentación dirigida al
centro de ...[su] ser». La muerte no es aquí ningún «acontecimiento trágico...,
sino una decisión del hombre... para formar parte del mundo de la conciencia
divina...» (cf. Génesis 6). Descubrimos aquí la muerte como culpa55.
53. Es verdad que hay aquí aparentemente una repetición de la descripción, hecha por Yhwh
mismo en 2,9, de los árboles creados «gratos a la vista y de frutos sabrosos». Hay, no obstante, una
diferencia profunda, por cuanto los placeres de los árboles no se combinan con la inteligencia o
el conocimiento; ambos campos permanecen separados, sin confundirse. Además de estos árbo
les, dice 2, 9, hay también el árbol de vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Que se lle
gue a mencionar la estética natural además del placer sensual es una forma de destacar la tras
cendencia humana sobre la naturaleza animal. En Génesis 2, 9, los adjetivos están al servicio de
la idea de la intensidad de dicha que el Cantar de los cantares, por ejemplo, recuerda en su elo
gio del amor. En contraposición, en Génesis 3, 6, la dicha se trueca en la tentación de dejar de
amar, adoptando una actitud de hostilidad y rebelión. En el siglo X a.C., / ya había dejado claro
que nada se acerca tanto a la virtud como el vicio (cf. Las nociones [por lo demás inadecuadas] de
p ríva tio bon i y adm issio boni de san Agustín).
54. Thierry Maertens, La m ort a régn é depuis Adam ( Genesis II, 4b-III, 24), Abbaye de St.
André, Brujas, p. 82, 81.
55. Harmut Gese, Essays in B iblical T heology, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneá-
polis 1981, p. 40s, sobre «La muerte en el Antiguo Testamento».
Por ello, Génesis 2s puentea la distancia que hay entre el mito («entonces»)
y la historia («ahora»). Entre ambos no hay discontinuidad, aunque sí una escan
dalosa disyunción empírica. En otras palabras, Génesis 2s es más prototípico que
arquetípico. Según Paul Ricoeur, «toda mujer y todo hombre son Adán; todo
hombre y toda mujer son Eva; toda mujer peca “en”Adán, todo hombre es sedu
cido “en” Eva... La serpiente... sería la parte de nosotros mismos que no reco
nocemos... nuestra seducción ¡(evada a cabo por nosotros mismos, proyectada
en el objeto seductor. La tentación vendría a ser una especie de seducción desde
fuera; se desarrollaría en connivencia con la aparición que despliega el asedio al
“corazón”; y, finalmente, pecar sería sucumbir» (Santiago 1, 13-14)56. «De forma
parecida, identificó san Pablo la cuasi-exterioridad del deseo con la “carne”, con
la ley del pecado que está en mis miembros. La serpiente, por tanto, representa
este aspecto pasivo de la tentación, manteniéndose en el filo de lo exterior y lo
interior... [Pero] la serpiente no es sólo la proyección del hombre que se seduce
a sí mismo, no es sólo nuestra naturaleza animal... La serpiente es también “exter
na” de un modo más radical y de muy diversas maneras... Todo individuo se topa
con el mal que está y a a h í »57.
Por tanto, no hay mayor razón en condenar sólo a Eva por «comer de la
fruta» que la que puede haber en aplicar a Adán la frase de que él™es tomado
del polvo y al polvo ha de volver (3,19). Con el motivo de la aparente ausencia
de Adán mientras Eva come de la fruta prohibida, el autor de nuestro texto
quiere mostrar la separación y la alienación que hay en la unidad humana. Pero
en lo que concierne a la culpabilidad, ambos son condenables, porque ambos
comen. De modo parecido, cuando se le dice a Adán que es polvo y que volve
rá a ser polvo, es porque de nuevo se acentúa la división de la pareja y se da una
especie de prioridad al proceso de disolución y erradicación que hiere específi
camente a uno de ellos, en cuanto no es «portador de vida», como lo es Eva
(Génesis 3, 20).
La maldición del varón corre a par con la maldición de la mujer. El varón
trabajará con dolor, ‘eseb, la misma palabra empleada para la futura situación de
Eva. Al ’a khal (comer) de la transgresión corresponde el 'akha l c o n dolor del cas
tigo. Tanto al tesukah (deseo) implícito que constituye la base de la tentación hu
59. Pese al rabínico ha-‘olam ha-zeh (este mundo) frente a ha-'olam ha-ba‘{e\ mundo futu
ro), donde, además, el vocablo ’olam debe entenderse como «economía», no como «mundo».
60. Beauchamp, Création et séparation.
61. Carole Meyers, Discovering Eve: Ancient Israelite Women in Context, Oxford Univer-
sity Press, Nueva York 1988.
p. 105). Lo que se multiplica es el hérón de la mujer, el período de su preñez (vis
to exclusivamente en términos de parto; cf. Jeremías 20, 14-18). Se trata del
«dolor» (más mental, quizás, que físico -véase Meyers, p. 104—, pero ciertamente
no exclusivamente de esta última clase, aunque sólo sea por su mayor duración)62.
Que no se trata, en este texto del Génesis, del número de preñeces (interfirien
do inadvertidamente con un problema moderno en un texto antiguo, en cuyo
contexto muchos hijos no constituirían de por sí un problema, sino más bien
una bendición) lo demuestra también el uso del singular para el término hérón
en el texto.
El texto prosigue diciendo, b e - ‘e seb téled i banim («darás a luz hijos con
dolor». El argumento de Meyers ahora da un giro. La autora intenta alejar la
intencionalidad del texto de los dolores de parto, y el resultado es una especie
de tour d e forcé. Sin embargo, es más sencillo entender que Dios dice a la mujer
(fuiste creada para tener hijos con facilidad, pero ahora) «parirás a tus hijos
con trabajos». O hasta, habida cuenta del empuje dinámico de la preposición be,
«[ahora] con dolor/trabajo darás a luz a tus hijos»63.
De modo parecido, debe observarse que el «deseo» femenino es «una atrac
ción ya existente» (Meyers, p. 110). Este deseo persistirá en la nueva economía
inaugurada por la rebelión humana, pese al mal resultado que da de preñeces
largas y de trabajos en el parto. Las condiciones socioeconómicas del mundo
antiguo64acentúan todavía más el comprensible temor de la mujer a dar a luz
hijos con ese «dolor» y con un futuro tan incierto. Leído contra este fondo, se
entiende el resto de la frase. Tan graves condiciones impuestas a la «maternidad»
podrían acabar quizás en una paralización de las relaciones sexuales, pero enton
ces dejamos de lado el teíukah femenino (cierto, la mujer no posee la exclusiva
del deseo sexual, pero el teíukah masculino no requiere ser aquí mencionado,
porque el resultado del acto amoroso no es para él comparable con el resultado
que supone para la mujer. El «dolor/trabajo» para el hombre se sitúa en otra par
te, como indica el versículo siguiente. No hay, pues, constricción alguna para
que el varón vaya en esto a medias con la mujer). El teíukah de la mujer preva
lecerá sobre sus temores, dándole así a su compañero varón «poder» sobre ella
en el campo de la sexualidad (cf. Génesis 30,1). En este contexto, hay que recor
dar que el término cardinaly a d a '(conocer, o tener contacto sexual) significa tam-
62. Si contrastamos esta decripción del Génesis con las expectativas escatológicas -como
hicimos anteriormente, cuando tratábamos de la «ceguera» adquirida por la pareja humana- sor
prende que los antiguos sabios vieran la época mesiánica como la que proporcionaría la condición
de dar a luz en el mismo día de la concepción (véase Sabbat 30b, doctrina de rabí Gamaliel).
63. Según la promesa escatológica de Isaías 65, 23, «no tendrán hijos para sobresalto».
64. Meyers (p. 112-113) explica esto magníficamente (y con mayor detalle en «The Roots
of Restríction: Women in Early Israel», en Norman K. Gottwald (ed.), The B ible a n d Liberation:
P olitical a n d S ocial H ermeneutics, Orbis, Maryknoll 1983, p. 189s).
bien «tener poder sobre» alguien. Algo de este sentido hay en el conmovedor tex
to de Amos 3, 2 («sólo a vosotros “conocí” entre todas las familias de la tierra...»).
Más claro es aún en Génesis 19 o Jueces 19 (los sodomitas y los benjaminitas de
Guibeá quieren «conocer» carnalmente, y dominar, a los recién llegados a su
ciudad). Es por ello paradójico que la mujer permita que su compañero varón
ejerza, en el ámbito de la sexualidad, dominio sobre ella por razón de la perpe
tuación de la especie. Es el precio que hay que pagar ahora, tras rechazar la in
mortalidad graciosamente concedida por Dios en el diálogo del Edén. Esta inmor
talidad individual es ahora reemplazada por otra de tipo colectivo a través de la
sucesión de generaciones.
Por ello, Génesis 3, l6d no constituye ninguna aseveración general y solem
ne del dominio masculino (y mucho menos de la «superioridad») sobre la mujer.
Más bien es una aseveración que debe ser leída dentro del contexto inmediato
que le dan las líneas que anteceden. De máxima importancia es que el «domi
nio» del varón lo garantice la mujer misma en la relación sexual. No es que sea
un acto de buena voluntad por parte de la mujer, pues el varón ejerce sobre
ella (igual que ésta sobre el varón, pero con resultados muy distintos) una atrac
ción irresistible, y la mujer es consciente de las posibles y poco gratas conse
cuencias tanto físicas como morales y emocionales que acompañan a la (desea
da) preñez y al parto. No hay tampoco aquí ninguna superioridad «natural»
del varón que pudiera afirmarse chovinísticamente como de derecho divino por
una sociedad patriarcal. El «dominio» en cuestión es aquí descrito como suma
mente paradójico, pero es la única explicación —la única etiología sapiencial—
que puede dar razón del supuesto riesgo asumido por la mujer en la relación
sexual. Debería por tanto entenderse la frase bíblica de la siguiente manera: «pero
él [y los peligros que representa su relación] prevalecerá65sobre ti [y tus temo
res] ».
El relato de la creación presenta un escenario en el que el destinatario
está claramente ausente. Esta extraña situación la vemos también en otros luga
res de la Biblia: «¿Dónde estabas tú?», pregunta Dios a Job (38, 4)66. Esto en sí
mismo es ya una lección de humildad. Ningún lector del texto sagrado puede
alardear de tener un conocimiento inmediato y de primera mano de la historia
primigenia, es decir, del origen, raison d ’é tre y objetivo de todo lo que existe.
Todo cuanto sabe el lector le viene de lo que el autor quiere contar y de la mane
ra como intenta contarlo. Aquí, más que nunca, conocer es confiar en - y acep
Pa ul Ric o eur
1. Gerhard von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, trad. por E. W. True-
man Dicken, Oliver & Boyd, Edimburgo-Londres 1966, p. 131-143.
2. André LaCocque muestra las diferentes maneras como se expresa esta solidaridad entre
creación e historia. En primer lugar, el orden instituido por el acto de la creación resulta amena
zado por un desorden que tiene su contrapartida en las tribulaciones que se suceden dentro de la
historia de Israel. En s e g u n d o lugar, la estricta afin idad q u e h a y en ere el o rd en c ó s m ic o y la L ey
tiene su eco en la teología de la alianza. Por último, tanto la creación como la historia tienen idén
tico horizonte escatológico.
Las referencias a la prehistoria y a la historia a lo largo de su presentación del
debate exegético contemporáneo me llevan a pensar que es en el plano de las
relaciones existentes entre prehistoria o protohistoria (o mejor: historia primor
dial) e historia donde debemos plantear esta cuestión. Si lo que se pone en cues
tión es el sentido o el significado de la historia para la tesis soteriológica, en lo
que toca a los textos relativos a la creación de lo que se trata es de los aconteci
mientos mismos que surgen de esta historia primordial. Por consiguiente, pri
mero debemos esclarecer el sentido en que usamos estos dos términos y su rela
ción, tanto en el plano literario como en el de los sentidos capaces de alimentar
una teología bíblica digna de su nombre.
La hipótesis de trabajo que orienta los análisis siguientes puede establecer
se en buena medida como sigue. El vínculo que une la historia primordial con
la historia fechada (o fechable) debe estudiarse detenidamente. Yo lo llamaré rela
ción de precedencia , por prudencia, por razones que voy a explicar sin más di
lación. Lo que es paradójico en esta relación es que debe pensarse en términos
de intersección de dos líneas de interpretación. La primera subraya la caesura que
existe entre el tiempo primordial y el tiempo histórico. Por «caesura» entiendo
algo más que la mea discontinuidad en una sucesión. Incluye también el hecho de
que el tiempo de los acontecimientos primordiales en relación con el tiempo
de los acontecimientos de la historia no puede coordinarse perfectamente en tér
minos de una cierta sucesión temporal, aunque iniciemos estos últimos acon
tecimientos en la época de los ancestros, inaugurada por la llamada dirigida a
Abraham en Génesis 12, y por las insólitas promesas que acompañan la llama
da a abandonar Ur. De un modo más fundamental, estos dos tiempos, que mejor
llamaríamos dos cualidades temporales, no pueden coordinarse en términos de
cronología. De aquí que no tenga sentido preguntarse si la historia de Abraham
sigue a la de Adán y a la de los restantes personajes presentados en Génesis 2, 4-
11,22. Y menos sentido tiene aún preguntarse si la historia de Abraham se sitúa
después de la historia de la creación en siete días, que, como sabemos, pertene
ce a una redacción posterior a la de Génesis 2-11, que pertenece a la secuencia
acerca de la cual tanto André LaCocque como yo estamos interesados en tratar
aquí. Sea lo que fuere lo que puede significar el término «precedencia», no sig
nifica ciertamente anterioridad cronológica.
Este comentario inicial es relevante no sólo para la exégesis del texto bíbli
co, sino que afecta además al uso que se ha hecho y todavía se hace a veces, en
particular por los fundamentalistas, de los relatos de la creación. Así como los
acontecimientos de la historia primordial no pueden coordinarse con lo que
los antiguos hebreos entendían por tiempo histórico —cosa en la que estaban
de acuerdo con las antiguas culturas del Oriente próximo en general—, tampoco
podemos hacerlo nosotros en la actualidad, herederos como somos de la física
de Galileo y de Newton, de la teoría darwinista de la evolución y de la investí-
gación científica sobre los orígenes de la humanidad. Todas estas investigaciones
-d e tipo cosmológico, biológico, antropológico, etc.- proceden en términos
de un tiempo homogéneo, cuyos períodos temporales forman parte de una secuen
cia que remite a un comienzo que más adelante llamaré inalcanzable3. Por esta
razón, la «cesura» entre el tiempo primordial y el tiempo histórico no se impo
ne sólo entre los límites de la exégesis y la teología del Antiguo Testamento, ni
que los ampliemos hasta incluir el horizonte más ancho de las antiguas cultu
ras del Oriente próximo. Afirmar esta misma «cesura» cuando nos referimos a la
investigación científica sobre los comienzos y los orígenes (y ahora no distingo
entre estos dos términos) es una cuestión de honestidad intelectual y, a la vez, si
puedo plantearlo de esta suerte, de pensamiento sólido. Es liberador admitir que
no hay invitación alguna a intentar fechar la creación de Adán en relación con
el pithecanthropus o el hombre de Neanderthal.
Con todo, esta primera postura, que podría llamar disyuntiva, no hace jus
ticia a la otra idea contenida en la idea de precedencia: que los acontecimien
tos que ocurrieron en el tiempo de los orígenes poseen un valor inaugural con
relación a la historia que, en el plano literario de la narración, sigue a los acon
tecimientos primordiales. Al comienzo de este estudio, André LaCocque plan
tea esta relación fundacional desde una perspectiva importante: las historias narra
das en Génesis 2-3 sirven para unlversalizar la descripción hecha allí de la condición
humana. Más allá —o mejor, antes- del pueblo judío, lo que tenemos son seres
humanos independientemente de la cualificación étnica que reviste ya la figura
de Abraham así como la de los restantes protagonistas en la saga de los ances
tros. Y esta relación fundacional asume otras formas que no son sólo las de arque
tipo. Los exegetas fácilmente ponen de relieve la función etiológica de algunos
de estos relatos, que explican que las cosas ocurren del modo que ocurren hoy
día porque esto es lo que sucedió en el origen. Este se aplica de un modo parti
cular al castigo del final del gran relato de Génesis 2-3. Sin embargo, ni la fun
ción universalizadora/arquetípica ni la función causal/etiológica agotan el rol
fundacional de los acontecimientos primordiales, como hemos de ver luego en
el apartado de «La fundación».
Entiéndase como se quiera esta noción de los acontecimientos fundaciona
les, representa una dificultad insuperable combinar dentro de la idea de prece
dencia el carácter incoordinable del tiempo primordial y del tiempo histórico en
términos de cronología y de función fundacional asignada a los acontecimientos
primordiales. Ésta es la razón por que voy a tratar sucesivamente de estas dos di
mensiones de la idea de precedencia que, con todo, tendrá que ser considerada
como algo más que una simple yuxtaposición de estos dos puntos de vista.
4. Por ejemplo, P. Gibert, Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, Seuil, París 1986, p. 29.
Otra expectativa que desbaratan nuestros textos es la idea mucho más moder
na de un comienzo como acontecimiento puntual. Esta idea depende claramente
de la representación del tiempo como una línea y de los acontecimientos mis
mos como una serie lineal, cuyo comienzo lo constituiría el primer término de
la serie, que sería el punto de partida. Con la refutación de esta expectativa, entra
mos en el corazón mismo de la noción de historia primordial. «Historia» es
justamente la palabra que conviene aquí, siempre y cuando no la asimilemos al
sentido de historia documental, que vemos representada en otros sitios de la
Biblia por aquellos relatos, manifiestamente inspirados por los archivos regios,
que tienen que ver con las peripecias de las monarquías davídicas y salomónicas.
La historia primordial es historia en cuanto pone en orden una multiplicidad de
acontecimientos a los que imprime la unidad de una secuencia inteligible. Claus
Westermann utiliza la expresión, adecuada en este aspecto, de G eschehensbo-
gen : un arco que da unidad a una serie de acontecimientos5. En este sentido, la
forma narrativa resulta particularmente apropiada para esta relación ordenado
ra. Génesis 2, 4b-3, 24 constituye una narración en el mejor sentido del térmi
no. En esta secuencia, de cuya complejidad interna he de tratar más adelante, la
historia primordial y el relato primordial se solapan. La noción de relato de un
acontecimiento podemos aplicarla también a las peripecias, tomadas de una en
una, y a la secuencia entera en cuanto persigue la unidad del llegar a ser, diga
mos, en el caso de Génesis 2-3, de la condición humana con todas sus ambi
güedades. Es ésta la condición que de alguna manera es expuesta como un todo
por un acto cuyos detalles cuenta la narración. Más adelante necesitaremos
esta noción de acontecimiento globalizador para corregir los efectos perversos
que la narración misma introduce desde el momento en que relata de forma suce
siva lo que, de algún modo, se produjo en un estallido único6.
Sin embargo, el relato no es la única manera de relacionarnos con el tiem
po primordial. Génesis 1 no es un relato, sino un poema didáctico. Sólo en sen
tido impropio, por la sucesión de palabras y de procesos de división, podemos
decir que Génesis 1 relata la creación del mundo. En todo caso, a esta cuasi-
narración le falta el carácter dramático de los acontecimientos relatados en Géne
sis 2-3, que constituye desde su comienzo un relato en el sentido fuerte del tér
mino7. Ni tampoco hemos de perder de vista las referencias a la creación en
ce de la Biblia hebrea y quizás también de los escritos del Nuevo Testamento, ¿la
hipótesis de mayor alcance no es, entonces, que la creación es un drama, sea cual
fuere el modo como se haya relatado o referido?
En la línea de esta discusión de los aspectos formales que, en el plano
literario, hacen de la historia primordial una historia «separada», consideremos
los acontecimientos mismos, tal como son referidos o relatados, y pregunté
monos si el aspecto formal de separación no se refleja, en el plano de estos con
tenidos, en una estructura de separación, sustancialmente vinculada a la mis
ma noción de comienzo. Al establecer esta hipótesis para nuestra lectura, vuelvo
a mis primeras observaciones sobre dos aspectos de la idea de precedencia, que a
mi entender constituyen lo que, en última instancia, está en juego en las rela
ciones entre historia primordial e historia fechada o fechable. Por una parte, el
comienzo no pertenece a la secuencia de cosas contadas; pero por otra parte,
inaugura y funda esta misma secuencia. La hipótesis que ahora debemos con
trastar es si debemos sacar más consecuencias del aspecto de separación que sus
cita la idea de comienzo, si queremos, en última instancia, dar su pleno senti
do a la noción de acontecimientos fundacionales.
Me centraré en la secuencia de Génesis 2, 4b-3, 24, que nos presenta dos
historias narradas, la de la creación de la humanidad y la que Claus Westermann
coloca bajo el título de «Crimen y castigo». Propongo leer estas dos historias
como relatos de una separación progresiva, en la que el contenido narrado es el
homólogo de su forma literaria.
Cuando hablo de separación, no me refiero a abandono o a alienación.
«Separación» es fundamentalmente lo que distingue al Creador de la criatura
y, por lo mismo, simultáneamente indica el «retraimiento» de Dios y la consis
tencia que pertenece a la criatura. Los aspectos propiamente humanos de esta
separación son ciertamente la pérdida de la proximidad con Dios, simbolizada
por la expulsión del jardín, pero, también, como intentaré demostrar, el acceso
a la responsabilidad para con uno mismo y para con los demás. Culpable y
castigada, la humanidad no está maldecida13.
13. Frank Crüsemann, en «Die Eigenstandigkeit der Urgeschichte: Ein Beitrag zur
Diskussion um den “Jahwisten”, en Die Botschafi und die Boten: Fetschriftfiir Hans Walter Wolff
(Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1981), protesta contra la tendencia dominante entre los
exegetas del Antiguo Testamento para ver en Génesis 2-11 una imagen sistemáticamente « negativa»
de la condición humana, destinada a servir de contraste a la bendición que acompaña la vocación de
Abraham en Génesis 12. Tenemos que dejar de leer Génesis 2-11 a la luz de Génesis 12, 1-3, sostie
ne. Liberados de este inconveniente, la descripción de la condición humana en Génesis 2-11 mues
tra rasgos «ambiguos» de la condición humana, más que «negativos». Crüsemann concluye, si
guiendo un cuidadoso análisis del vocabulario usado aquí y las referencias antropológicas sobre que
Génesis 2-11 no fue escrito por la misma mano que Génesis 12s. Esta contribución suya al desman-
telamiento habitual del llamado redactoryahvista no nos interesa aquí tanto como su reconocimien
to de la especificidad temática de Génesis 2-11.
Lo que propongo, por tanto, es una lectura de segundo nivel de la narra
ción de Génesis 2, basada en la exégesis que de este material hacen André LaCoc
que y otros expertos (especialmente Claus Westermann y Paul Beauchamp), guia
da por la idea de una progresión en la separación, que culmina en el «retraimiento»
de Dios y en la expulsión del hombre del jardín edénico.
No voy a hablar aquí de Génesis 1. Sin embargo, es imposible, supuesta
una perspectiva teológica basada en una exégesis canónica, no introducir de algu
na manera nuestro relato de cara a recobrar la trayectoria entera del tema de la
separación. Si algo significa la creación del mundo, es, por lo menos en senti
do negativo, que la criatura no es el Creador. Al exteriorizarse a sí mismo, tal
como dice Franz Rosenzweig, utilizando un lenguaje que recuerda al último
Schelling, Dios establece en la exterioridad una naturaleza que, de ahora en ade
lante, existe, si no por sí misma, sí por lo menos en sí misma. El primer signi
ficado que la criatura debe al hecho de haber sido creada es existir a cierta dis
tancia de Dios, como obra distinta. Recordamos, a este respecto, cuánta fuerza
y amplitud ha dado el pensamiento judío a este tema en el que el Creador se dis
tancia de aquellos a los que él aleja de s í14. Del mismo modo que los estadios
«sucesivos» —que juntos constituyen el acontecimiento único de la creación como
un todo completo- se distinguen entre sí según otras tantas separaciones15, así
también la creación globalmente entendida se sitúa bajo el signo de la separa
ción, que podemos llamar «originaria», por la cual el mundo existe como reali
dad múltiple, jerárquicamente organizada y cerrada en sí misma. Es verdad
que se desconoce y se piensa poco en esta separación, debido a la falta absoluta
de un testigo que pueda interiorizarla o que capte su sentido. Sin embargo, «cuan
do Dios creó los cielos y la tierra», esta multiplicidad comenzó a existir «en sí»,
sin ser no obstante «para sí».
El «para sí» de la separación ocurre con la creación de la humanidad, tal
como se narra en Génesis 2, 4b - 3, 2416. Esta secuencia, claramente delimitada
desde un punto de vista literario, cuenta «sucesivamente» dos historias, que pre
sentan una cierta unidad narrativa, pero que se solapan. Podemos, por tanto,
leerlas juntas cosiendo una a la otra. Con ello se logra un efecto de superposi
ción que de algún modo anula la ilusión de sucesión, de la que dije anterior
14. Pierre Gisel, «Reposes du théme de la création», en La Création, Labor et Fides, Gine
bra 1987, p. 79-91. Cf. J. Eisenberg y A. Abecassis, A B ible ouverte, Albín Michel, París 1978;
E tD ieu créa Eve, Albin Michel, París 1979.
15. Paul Beauchamp, Création et séparation. Étude exégétique du ch a p itrep rem ier d e la Gene-
se, Aubier/Cerf, París 1969.
16. El cosmos no se pierde de vista, en el sentido de que, cuando «Yhwh-Dios hizo la tie
rra y los cielos», no había sobre la tierra ningún arbusto cam pestre ni hierba d el campo, no había
llovido aún sobre la tierra ni existía «el hombre que cultivara el suelo». La tríada - mundo-vida-
hombre- está implícitamente supuesta a lo largo de la creación de la humanidad.
mente que procede de las imposiciones del género narrativo. El relato de la
creación de la humanidad se extiende de Génesis 2, 7 a Génesis 2, 25, incluido
un incidente relacionado con el ciclo de las «enumeraciones» que tienen que ver
con los «cuatro ríos» del jardín17. El segundo relato se une con el precedente
mediante el tema del «jardín» y de los «dos árboles» (2, 9). Además, lo anticipa
la imposición de la prohibición en 2, 16-17. Transcurre sin interrupciones des
de la tentación hasta la expulsión del jardín. Propiamente hablando, el segundo
relato no cuenta tanto la creación como una brecha en la creación (lo que jus
tifica el título de André LaCocque: «Grietas en el muro»). En todo caso, como
relato de los comienzos del mal, proviene de la historia primordial.
Si releemos cada una de estas dos mitades del relato, primero por separa
do, luego superpuestas, guiados por la idea de la separación, nos sorprende el
intenso sentido que este tema otorga a ciertos detalles de cada una de las mita
des de la narración, esclarecimiento que aumenta todavía más por el efecto de
imbricación que resulta de su superposición.
En primer lugar, un único «hombre» es creado, pero en dos tiempos, o más
bien en dos actos. Hay primero la formación del hombre hecho del polvo de la
tierra y luego la insuflación en sus narices de un aliento de vida. No es todavía
el hombre un ser vivo, y ya es dependiente. Su tarea de cultivar y supervisar el
jardín (2, 15) empieza a hacerlo responsable de algo frágil que le ha sido enco
mendado. Mayor separación indica la insistencia en un mandato que consiste
en un permiso general (comer de cualquier árbol) y en una prohibición estricta
(comer de todos menos de uno). «Con anterioridad» a toda culpa, el manda
miento es una estructura del orden creado para el hombre. La Ley supone un
límite, y el límite constituye al hombre en su finitud, distinto del divino Infi
nito. Yhwh figura así como lo que está más allá del límite, lo inaccesible, al mis
mo tiempo que es presentado como el autor de un mandamiento, no motiva
do por su contenido (no comer del árbol), sino más bien fundado en la autoridad
de quien pone el límite. En este sentido, no es que se prohíba esto o aquello,
sino que, si puede decirse así, existe originariamente un límite. Alguien puede
objetar que sólo bajo el dominio del pecado llega a percibirse la Ley en cuanto
traumática y mutiladora. Así es cómo Pablo entendió la relación entre Ley y peca
do. La Ley, nacida por el pecado, produce muerte. Pero, aparte del pecado, el
límite habría sido sólo un límite y no una mutilación de lo humano, hostil a la
vida, tal como por ejemplo lo entendió Nietzsche, apoyándose en esto en Pablo
y no en Génesis 2. Entre la Ley y la Vida, la relación es la que se establece en el
19. Cf. Paul Beauchamp, «Le serpent herméneute», en L’Uti et L'Autre Testamenta vol.2:
A ccom plir les Ecritures, Seuil, París 1990, p. 137-158.
20. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice André LaCocque sobre la desmito-
logización/remitologización del motivo de la serpiente y sobre la dialéctica entre humanidad/ani-
malidad que funciona aquí. De hecho, incluso si decimos, con Claus Westermann, que la ser
piente está desmitologizada debido a la reducción narrativa que acompaña su papel en esta historia,
sean cuales fueren sus antecedentes míticos, su papel es tal que no puede ser desmitologizado del
todo. Es necesario, si puedo decirlo así, que exista un cierto residuo mítico para transmitir el inson
dable aspecto del poder que pervierte el lenguaje y el deseo y nos «inclina», con ello, al mal. Esta
remitologización parcial de la serpiente como lo otro del hombre plantea la cuestión de los lími
tes entre humanidad y animalidad establecidos en el episodio en que Adán da nombre a los ani
males. Se requería un personaje fabuloso, un animal que habla, como base del relato de un dra
ma humano, demasiado humano.
21. «La sumamente importante afirmación, para /, sobre que no hay etiología alguna d el ori
g en d el m a l sería destruida por una interpretación en términos de mito, en la que se estableció
un origen preciso» (Westermann, Genesis. B iblisch er K om m entar, p. 324). Westermann está de
acuerdo con Zimmerli sobre que «la seducción se produce súbitamente como algo absolutamen
te inexplicable dentro de la creación buena de Dios. Queda como un enigma» (Walther Zimmerli,
D ie U rgeschichte M ose 1-11, Zwingli Verlag, Zúrich-Stuttgart 1967, p. 163).
Pese a todo cuanto pueda decirse sobre el enigma del tentador, el relato no
orienta al pensamiento en busca de sentido hacia la idea de una implicación nece
saria entre tentación y violación de la prohibición. Más bien el relato presenta
esta violación como un acto bien diferenciado e inexplicable (3, 6b). La fuerza
de la conexión narrativa en su especificidad es irreductible a una conexión lógi
ca o física. Ésta es la razón de que sucediera «una vez». El acontecimiento se redu
jo por lo mismo a su dimensión puntual a modo de clímax de todo el arco de
cuanto ha de venir.
Para nuestra reflexión, centrada en el tema de la separación, podemos con
siderar la expulsión del Edén como la auténtica y suficiente conclusión de este
relato22. Las tres sentencias de castigo son ciertamente significativas en la medi
da en que tienden a dar un sentido punitivo a los aspectos arduos, vulnerables y
mortales de la condición humana, tal como un campesino de Palestina podía
experimentarlos23. Pero la expulsión del Edén es la verdadera conclusión del con
junto del relato. Señala el final de esa proximidad en la separación, que es la
característica de la condición de criatura.
¿Hay que decir, pues, que Génesis 2-3 pinta la condición humana funda
mental en términos enteramente negativos? Podría uno sentir la tentación de
decir que así es. Especialmente si leemos toda la secuencia comenzando por su
conclusión, la expulsión del Edén. Es de todo punto verdad que esta peripecia
marca un giro en la condición inicial descrita en 2, 8, la de una humanidad que
vive en la proximidad de Dios en un jardín plantado por Dios. A partir de
ahora, la historia primordial se desplegará «fuera del Edén». Quizás debería
mos interpretar también las narraciones que transcurren entre los relatos de la
creación de Génesis 2 y los de Génesis 11 en términos del escenario que esta
blece la condición de ser arrojados del Edén. Con todo, por muy lejos que poda
mos llevar nuestra interpretación en esta dirección, hay un límite que no po
demos traspasar: la expulsión del Edén no supone la maldición del hombre24.
22. Coincido aquí con Westermann en cuanto a que la conclusión de toda la historia es la
expulsión del jardín. Los castigos tienen un carácter tan etiológicamente pronunciado, que es difí
cil ver en ellos la intención de describir una humanidad primordial. Sin embargo, tendremos que
volver sobre estos castigos cuando planteemos la cuestión sobre si Génesis 2-3 aporta un juicio
exclusivamente negativo sobre la condición humana.
23. Los comentarios de André LaCocque sobre las tres frases interpoladas entre el juicio y
la expulsión del paraíso son dignos de ser tenidos en cuenta, porque toman en consideración los
análisis y elaboraciones que sobre ellas ha propuesto la teología feminista.
24. Estableciendo un paralelo entre Génesis 2 y Génesis 12, 1-3 se introduce una falsa opo
sición entre maldición y bendición. Sobre esto, vale la pena recordar la advertencia de Frank Crü-
semann, referida en la nota 13: «Los dones originales de Dios vinculados a la creación no están
totalmente abolidos. En cada vida, se combinan con las enfermedades que van unidas a la caída y
juntos constituyen la ambigüedad propia de la condición humana» (p. 23). También vale la
pena recordar que el término «pecado» sólo se usa referido a Caín en Génesis 4, 7.
Para comprender la distancia que hay entre separación y condenación, bas
ta superponer el episodio de la creación del hombre con el de su abandono, y
leer cada uno de ellos en los términos del otro. Puede entonces verse que los
hombres no dejan de ser criaturas y, como tales, criaturas buenas. Permanecen
las mismas capacidades fundamentales que constituyen la humanidad del ser
humano, pese a quedar, no obstante, afectadas por un signo negativo. A este res
pecto, se alude expresamente a dos características de la condición humana: la
desnudez y la muerte. En el ámbito de la creación buena, la desnudez está exen
ta de vergüenza (2, 25); la vergüenza de verse desnudos sólo surge en el domi
nio de la caída25. Pero la vergüenza queda lejos de ser una maldición. Este sen
timiento, estudiado por antropólogos y analizado con agudeza por Max Scheler26,
constituye una adquisición cultural considerable. ¿No se comparte el gozo de la
desnudez en el abrazo amoroso que celebra el Cantar de los cantares? En cuan
to a la muerte, las dudas que surgen en el relato son instructivas. Por un lado, la
amenaza de muerte de Génesis 2 no es llevada a la práctica. (El narrador dice
que Adán murió fuera del Edén, sin ningún tipo de comentario, en Génesis
5). Por otro lado, la vuelta al polvo mencionada en las sentencias finales indica
el fin del sufrimiento más que un nuevo castigo: Con el sudor de tu rostro /
comerás el pan /, hasta que vuelvas a la tierra /, pues de ella fuiste tomado /, ya
que polvo eres / y al polvo volverás (3, 19). Debemos decir, pues, de la muerte
lo que dijimos de la desnudez: que la caída no crea una nueva experiencia, que
sería la de la mortalidad, sino que invierte el sentido de este signo fundamental
de la finitud. Morir, que debía haber sido visto como un morir «fácil», se ha con
vertido en una fuente de angustia y de terror; lo que el apóstol Pablo llamará el
«salario del pecado». Además, ¿es la muerte desesperanza, si san Francisco de Asís
recibió el don de saludarla como hermana junto con el hermano sol?
¿Y qué decir del conocimiento del bien y del mal? ¿No resume este cono
cer todas las ambigüedades de la condición humana? Sí, este conocimiento se
consiguió por medio de una caída, pero designa en lo sucesivo la dimensión irre
vocable de la condición humana. No ha de sorprender que, en la tradición de la
Ilustración, y aun más allá de la misma, este conocimiento fuera saludado como
una «feliz culpa». Esta especie de desafío a lo divino fue necesario para que la
humanidad consiguiera su estado propio, incluso al precio de los tormentos que
han ido unidos a este discernimiento, y deplorado por tantos sabios. Siento ten
taciones de decirlo a mi manera: ¡las cosas son como son! En lo sucesivo al ser
humano no le queda más remedio que comprender su condición infeliz. En este
25. Sobre la relación entre desnudez y vergüenza, véanse los comentarios de André LaCoc
que en p. 37.
26. Max Scheler, Ressentiment, trad. por W illiam W. Holdheim, The Free Press of Glencoe,
Nueva York 1961.
relato de los orígenes, incluso Dios desempeñó su papel: «Dijo entonces el Señor
Dios: He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros, por haber cono
cido el bien y el mal» (3, 22).
Las cosas se vuelven más oscuras, y la ambigüedad aumenta, si pasamos de
esta conquista a las anteriores insinuaciones de la serpiente y a la hermenéutica
de la sospecha que empezó con ella27. Diferenciar el bien del mal, como conse
cuencia, se vinculará en lo sucesivo a la anterior subversión de la confianza en
que se funda la institución del lenguaje. En un sentido, la serpiente dice verdad:
«se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»
(3, 5)28. Las sombras se hacen aún más densas si, siguiendo la pendiente del tex
to, llegamos al tema que se refiere al hecho de ser apartados del árbol de vida (3,
22 y 24). Es verdad que la mayoría de exegetas tiende a ver en el episodio del
árbol de vida (preparado por la alusión a los dos árboles que hay en el jardín
en 2, 9) un tema discordante, procedente de otra tradición, la de Dios que sien
te celos de los seres humanos. Con todo, este episodio pertenece a la redacción
final y una lectura canónica debe tenerlo en cuenta29.¿No podríamos atrever
nos a decir que, para coronar una reflexión sobre la condición humana en cuan
to separada, fue quizás necesario abrir la posibilidad, proyectada hasta Dios mis
mo, de un sentimiento de celos en lo que atañe a los logros humanos? A los seres
humanos reflexivos les resulta quizás difícil distinguir correctamente entre la
27. Véanse las observaciones de Paul Beauchamp sobre la «serpiente hermenéutica» aludi
da en la nota 19. Beauchamp se refiere a la interpretación de Hans Robert Jauss en Question a n d
Ansiver: Forms o fD ia logic Understanding, trad. por Michael Hayes (University of Minnesota Press,
Minneápolis 1989), p. 51-94. El objetivo de Dios era conducir a la primera pareja humana por
los caminos de la historia, a través del rodeo de la «caída original», de la que el hombre no tendría
que avergonzarse a los ojos de sus descendientes (p. 151, n. 31).
28. Es preciso recordar un rasgo que ya ha llamado nuestra atención: el árbol no era sólo
«sabroso» y «seductor a la vista», sino también «codiciable para conseguir sabiduría» (3. 6). La bús
queda de conocimiento surge de las profundidades del deseo, seducido, embrujado y arrastrado
por la «mala finitud».
29. La difícil cuestión planteada por el papel del «árbol de vida» en todo este relato ha dado
origen a una inmensa bibliografía, que lo relaciona con otros textos del antiguo Oriente próximo.
Cf. Claus Westermann, Genesis. B iblischer K om m entar, p. 288s. Está claro que sólo el árbol de la
ciencia del bien y del mal desempeña un papel en el drama de la tentación y de la caída, de modo
que es plausible que la referencia final al árbol de vida en Génesis 3, 22 proceda de otra tradición.
Parece, no obstante, igualmente legítimo que deba tener cierto sentido teológico en un lectura ca
nónica. André LaCocque alude a la interpretación judía tradicional, según la cual el texto connota
irónicamente algo que no queda dicho, como «eso se creía el hombre» o «según el tentador». La in
terpretación que yo propongo no está tan lejos de esta tradición como podría parecer en principio.
Parte de la confrontación entre el hombre y Dios está en que aquél atribuiría celos a este último, tal
como atestigua, entre muy diversos mitos del antiguo Oriente, el mito griego de Prometeo. Puede
constituir otra paradoja irónica el hecho de que, desde el mismo momento en que el hombre pien
sa que puede vivir como un dios, tenga que morir como un animal. Este juego del deseo cargado de
fantasía se relaciona con la hermenéutica de la sospecha articulada por la serpiente.
mera condenación del deseo de no estar sometidos a límites y la sugerencia de
que los dioses no quisieron que los hombres fueran como ellos. Una vez que
los seres humanos nos hemos sentido responsables de nosotros mismos y de los
demás, la imagen del Dios que somos tiene que aparecer como lugar posible
de una rivalidad con lo divino. Esta rivalidad es quizás meramente una fantasía,
pero la fantasía es real. Es la culminación de la ambigüedad de la condición
humana en el ámbito de la separación.
L a FUNDACIÓN
30. En esto me adhiero a la afirmación central de André LaCocque según la cual el yah
vista, al situar la historia primordial en un plano de universalidad, hizo de su relato un verdade
ro «prefacio» de la historia particular de Israel. Esta tesis es correcta, aunque Génesis 2-11 proce
da de otra mano distinta de la de Génesis 12 o aunque el redactor de estos capítulos no tenga
presente más que la oposición entre maldición y bendición. La creación sigue siendo el comien
zo de la historia, una fuerza dinámica que opera dentro de la historia.
ca de todos esos otros comienzos relatados de Génesis 4 a Génesis 11, que,
pese al vínculo generacional que abarca las rupturas, se refieren a la aparición de
realidades, situaciones, relaciones y hasta instituciones desconocidas hasta ese
momento? Como ya hemos observado, la ruptura producida por la expulsión
del «jardín» no impide a la primera pareja proseguir su existencia en otra parte.
(El relato no anuncia la muerte de Adán hasta Génesis 5, 4-5). Y la exclamación
de Eva en Génesis 4, 1 -«he logrado un varón con la ayuda de Yhwh»- hace del
primer nacimiento un acontecimiento comparable a la aparición de la primera
mujer, recibido con un grito de júbilo parecido. Los relatos que siguen cuen
tan otros comienzos. Por ejemplo, la muerte de Abel cuenta ciertamente como
«el primer crimen entre hermanos», que complementa a su manera las expe
riencias iniciales de la humanidad. Bajo el signo de los cinco antepasados, las
genealogías que siguen hacen aparecer inventos no previstos en el Edén: la ciu
dad, la vida pastoril, los instrumentos musicales, la forja y hasta el culto. Se dice
de Enós, hijo de Set, que «fue el primero en invocar el nombre de Yhwh» (Géne
sis 4, 26)31. No hay necesidad alguna de pasar lista a todas las novedades rela
cionadas con el relato del diluvio o con el de la torre de Babel. Sí, se trata de
relatos de variado origen, que expresan intenciones distintas. Pero, desde el punto
de vista que estamos intentando adoptar aquí, todos tienden a constituir, por lo
menos en el plano de la redacción final, una cadena de comienzos que toma
dos juntos configuran la imagen de la humanidad en sus orígenes.
Esta cadena de comienzos prosigue, más allá del círculo ampliado de los
tiempos primordiales, hasta el mismo núcleo de los tiempos que podemos lla
mar, en sentido lato, tiempo histórico, en contraposición a estos tiempos pri
mordiales. Pierre Gibert habla de «comienzos relativos», con el fin de caracteri
zar dos grandes categorías de cosas que han de llegar a ser y que siguen a las ahora
mencionadas. La primera de estas categorías tiene que ver con los relatos que
se refieren al nacimiento de Israel como pueblo; la segunda tiene que ver con los
relatos vocacionales relativos a individuos, que Gibert vincula con los relatos de
anunciación. Observemos que los relativos referentes a lo que ha de advenir a
Israel se distribuyen en varios relatos de los orígenes: la llamada individual y
colectiva de Abraham, el paso por el Mar Rojo durante la huida de Egipto, el
paso del Jordán en el umbral de la tierra prometida. También los relatos voca
cionales son muy diversos, por propia naturaleza.
Pese a su multiplicidad, estos acontecimientos relatados deberían ser con
siderados primordiales. No tienen precedente alguno, en el sentido fuerte de este
término, entre todo cuanto los ha precedido. Y lo que es más, dibujan un encuen
tro cara a cara entre Dios y un socio humano: Abraham o Moisés, sin tercera
31. Tal como dice André La Cocque en su ensayo «Grietas en el muro» (véase antes), Yhwh
es llamado «el Dios de la humanidad».
Paul Ricoeur
parte implicada, y por tanto ¡sin testigos de ninguna clase! -se afirma que el acon
tecimiento ha ocurrido precisamente de esta manera y no de otra, sin ofrecer
ninguna justificación que pueda ser discutida. Por último, estos relatos sobre
comienzos relativos recurren al simbolismo del comienzo absoluto, como ates
tiguan dos relatos en particular, dos narraciones simétricas: el paso por el Mar
Rojo y la travesía del Jordán. Las aguas del Mar Rojo se presentan amenazado
ras igual que las aguas primordiales, pero son separadas tal como lo fueron las
aguas superiores e inferiores en el momento de la creación. Para los egipcios, el
desastre equivale a la «des-creación» del diluvio.
De este modo, se establece una relación entre lo que podemos llamar la
intersignificación entre comienzos relativos y absolutos32. Se trata incluso de una
relación circular entre comienzos, que tiende a eliminar la distinción entre comien
zo absoluto y relativo, una distinción que era extraña, como ya hemos observa
do, a la cultura del antiguo Oriente próximo. Todo comienzo es ab-soluto, en el
sentido más básico de no depender de lo que le precede. Por ello, los comienzos
de Israel y los de las llamadas proféticas parecen otros tantos desgarros del cur
so de la historia y de su continuidad. Esta relación circular asegura la transfe
rencia de los rasgos propios de la primera creación a cada nuevo acontecimien
to fundador y los eleva todos al status de acontecimientos de creación.
Esta paradoja de una multiplicidad de acontecimientos fundadores confir
ma mi comentario inicial sobre los prejuicios admitidos en los relatos de la crea
ción bíblica. Nunca se trata de la creación ex nihilo, el comienzo no es único por
definición y un acontecimiento primero no puede representarse por un punto
sobre una línea. Estos acontecimientos poseen una densidad temporal que exige
el despliegue de un relato33. En suma, la misma idea de creación surge enriqueci
da de esta especie de proliferación de acontecimientos originarios. Por esta razón
puede darse un sentido inicial a la noción de acontecimiento fundador, a saber,
la de que en él se expresa lo que podemos llamar la energía del comienzo. Lo que
circula entre todos los comienzos, gracias a la relación de intersignificación, y
gracias a la relación circular producida por los acontecimientos iniciales, es el po
der iniciador, inaugural y fundador de un comienzo. La continuidad que esta re
lación circular asegura a los acontecimientos fundadores puede compararse a la
de una línea que hace fluir por la cumbre de las montañas, de pico en pico la
energía del comienzo que circula por esta cadena de puntos elevados.
La idea de un acontecimiento fundador no se agota con esta representa
ción de una cadena de acontecimientos, cada uno de ellos fundador a su mane
32. Pierre Gibert habla aquí de «un complejo juego mutuo de fusión e intercambios» ( Bible,
mythes et récits de commencement, p. 36).
33. Si Westermann habla de Geschehensbogen (Genesis. Biblischer Kommentar, p. 259-267),
Gibert habla de «persistencia del comienzo» (Bible, mythes et récits de commencement, p. 103-113).
ra. Hay que añadir la idea de continuación, de algo que sigue, que nos permite
decir que el acontecimiento fundador comienza una historia. Esto es lo que está
en juego desde el comienzo de la exégesis propuesta por André LaCocque. Aun
siendo verdad que el acontecimiento fundador se distingue de la historia que
inaugura mediante una palabra específica, el comienzo no es comienzo a menos
que difunda lo que he llamado precisamente la energía del comienzo, no sólo
hacia otros comienzos homólogos, sino hacia la historia que inauguran estos
acontecimientos fundadores.
Aquí es donde es preciso reflexionar sobre el par de conceptos «empezar»
y «continuar». Esta reflexión es aquí tanto más oportuna cuanto que, en la Biblia,
comienzo es siempre hasta cierto punto promesa34o, por lo menos, exigencia de
continuación: la promesa de un mundo ordenado, o de una humanidad res
ponsable, de una gran descendencia, de una identidad común, o de una tierra
en donde habitar; una exigencia en forma de misión, de relato de llamada, la lla
mada que inaugura las pruebas de un destino las más de las veces abrumador.
Esta promesa y esta exigencia de una continuación se ven incrementadas con
la garantía de que lo que Dios ha comenzado lo continuará su gracia. Lo que la
Biblia llama fidelidad de Dios constituye el verdadero principio de continuidad
de la historia inaugurada por los acontecimientos fundadores.
De hecho, la conexión existente entre comienzo y continuación -por fami
liar que pueda habérsenos hecho en el transcurso de nuestra experiencia indi
vidual o colectiva—es bastante más sutil de lo que pueda parecer a primera vis
ta; en realidad, está llena de paradojas y enigmas.
La paradoja la presenta, en los términos que siguen, Pierre Gibert en la obra
que ya he mencionado. Pero para un sujeto reflexivo situado en la vida, en la his
toria de su pueblo, al final de la cadena de los seres vivos, «el comienzo es el lugar
que no puede ser comprendido, un lugar que es imposible percibir o experi
mentar como tal comienzo» (p. 8). El origen no pertenece siquiera a la memoria
que sondea en las profundidades pasadas de la experiencia. En ese sentido, es in
memorial. ¿Cómo alcanzar, pues, el origen empezando por en medio de la expe
riencia histórica, si no es reconociendo con p osteriorid a d a los hechos la fuerza
inaugural del origen en lo que continúa y perpetúa su energía inicial? En este sen
tido, la continuación atestigua el comienzo, pero sólo tras los hechos, en la au
sencia de cualquier testigo del comienzo. Si adoptamos el punto de vista de la
conciencia actual, la paradoja de «lo posterior» queda cautiva en la aporía de un
comienzo ilocalizable. Este comienzo se entrevé en el horizonte de un movi
miento regresivo que resigue a la inversa el tiempo y se pierde en un flujo de
comienzos relativos que, a su vez, retrotraen a un primer comienzo, que es, como
34. Jon Levenson ( Creation a n d the Persistence ofE vil, p. 17) da gran importancia a la pro
mesa que Dios hace a Noé, en Génesis 8, 21, de no maldecir ya más la tierra por causa del hombre.
ya queda dicho, inalcanzable. Esta manera de plantear el problema, partiendo
de la experiencia vivida, que es tanto psicológica como filosófica, es legítima a
condición de que la completemos con una consideración dirigida en sentido
opuesto. Corresponde aquélla al planteamiento del científico, ya sea del psico
analista que se vuelve hacia el origen de la vida psíquica (y de éste viene, por cier
to, la noción de «posterioridad», que utilizo aquí) o del historiador que inquie
re en el origen de este o de aquel pueblo, del antropólogo que busca los comienzos
de la humanidad, del biólogo que se pregunta por los comienzos de la vida, o
del cosmólogo que se atreve a hablar, en términos de la imagen de un b ig bang,
de la explosión que se supone ocurrió al «comienzo»35. No es irrazonable atribuir
al narrador de los relatos de la creación un tipo de conducta comparable a la
de estos científicos que buscan volver a un origen, partiendo de experiencias que
pertenecen a su propia esfera de observación36. Este modo de leer hacia atrás la
historia de los comienzos es plausible por lo menos en dos sentidos. En primer
lugar, da sentido a la afinidad, nada negligible, que relaciona el punto de vista
supuestamente «mítico» con el científico37. En segundo lugar, y para nuestra
investigación quizás sea esto más importante que lo anterior, esta vuelta a los orí
genes partiendo de la experiencia del presente clarifica hasta cierto punto la dia
léctica entre comienzo y continuación, a la que estamos intentando dar aquí sen
tido. No hablamos del comienzo más que tras el hecho que continúa. La función
inaugural del comienzo se reconoce en esta condición de «posterioridad».
Sin embargo, no podemos detenernos simplemente en este paralelo tra
zado entre la intencionalidad bíblica de los orígenes y la vuelta a los orígenes
de la perspectiva psicoanalítica, histórica, antropológica, biológica o cosmoló
gica. Este paralelo entre lo que pretende el narrador bíblico y lo que busca el
científico cobra sentido sólo si atribuimos al narrador bíblico una operación
de «proyección de los orígenes» desde la experiencia que comparte con sus
contemporáneos. Sin embargo, ¿cómo iba a configurar la auténtica idea de un
origen, si no le fuera ya familiar por los mitos, los himnos, los escritos sapien
ciales que, para él, están ya ahí y que le hablan de una condición humana y de
una situación cósmica presentes ya ahí antes de que fueran objeto de un relato?
La idea de este doble «ya ahí» dice más que la de «posterioridad», lo cual con
firma la primacía de un preguntar arraigado en el presente. Esto requiere un des-
35. Gibert (Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, p. 58) remite a S. Weinberg, The First
Three M inutes: A M odern View o ft h e O rigin o ft h e Universe, Basic Books, Nueva York 1977.
36. Por esta razón Gibert ve un significativo paralelo entre la historia de Adán y Eva y la del
rapto de Tamar por Amnón, un relato que procede de la historiografía de la época de los reyes,
una experiencia contemporánea, por tanto, del narrador.
37. Gibert critica duramente el uso y el abuso del término mito en la historia comparada
de las religiones {Bible, m ythes et récits d e com m en cem en t, p. 92s). Cf. el rechazo de este término
en Jean-Paul Vernant, Le Temps d e la reflexión, Gallimard, París 1980, p. 21 s.
centramiento radical del sujeto. Mientras que el pensador actual vuelve al ori
gen partiendo de su experiencia, los relatos sobre los orígenes ejercen su función
inaugural y fundacional sólo determinando acontecimientos, «tras los cuales»
hay una historia que sigue. Consiguen esto, claro está, explotando recursos, de
por sí inmemoriales, de representaciones transmitidas que, por así decir, esque
matizan la ida de un origen. Gracias a esta preparación, que podemos llamar
«mítica», en un sentido amplio yen muchos aspectos impropio del término, los
relatos de los orígenes hablan del comienzo como aquello «a partir de lo cual»
hay una historia posterior.
Nos vemos enfrentados así a una paradoja con dos versiones de este «a par
tir de lo cual»: a partir de la experiencia presente y a partir de nuestro hablar
sobre el origen. Esta doble paradoja es inevitable. Por un lado, si dejamos de
hablar sobre el origen, no habría sentido alguno en hablar de una experiencia
presente de «proyección de los orígenes», individual o colectiva, psicológica, his
tórica, antropológica, biológica o cosmológica. Porque el origen ha sido siem
pre contado ya, por esto podemos, tras el hecho, formar el plan de volver hacia
él. Pero es verdad que esta conjunción de dos versiones del «a partir de lo cual»
hace surgir un conflicto interno, que explica el carácter tumultuoso de los acon
tecimientos fundadores. Hablar del origen, como hemos visto, supone recurrir
al uso de representaciones antropomórficas (engendrar, luchar, hacer, mandar),
heredadas de tradiciones insondables. Y lo que es más importante aún, hablar
sobre un origen sin testigos de ningún género sólo se justifica por sí mismo. Se
postula a sí mismo postulando el comienzo que narra. Este carácter de autorre-
ferencia indica el insuperable aspecto kerygmático de este discurso. Por esto,
hablar sobre el origen ejerce una función iniciática, inaugural y fundadora.
Por otro lado, la vuelta a los orígenes a partir de la experiencia presente,
incluso cuando en su búsqueda nos guiamos por el testimonio de un origen que
la precede, ha de ejercer una función crítica respecto de todas las representa
ciones que esquematizan cualquier discurso sobre el origen, y ha de ejercerla
en la medida en que la experiencia del narrador ofrece modelos cada vez más
refinados capaces de guiar la «proyección de los orígenes» y de llevar a la conje
tura de «cómo» ocurrieron.
Esto da fundamento a la respuesta de Pierre Gibert a la pregunta de por
qué hay distintos relatos sobre un mismo origen, cuestión que debe diferenciarse
de aquella otra que tuvimos en cuenta anteriormente sobre la multiplicidad de
los comienzos. Formando una secuencia con Génesis 2-3, Génesis 1 y 2 Maca-
beos 7, 25-2938, ve este autor un proceso de desmitologización creciente, que
38. «Como el joven no le prestara ninguna atención, el rey [Antíoco] llamó a la madre y
la exhortaba a que se convirtiera en consejera del joven, con el fin de salvarlo. Ante sus muchas
exhortaciones, aceptó ella el persuadir a su hijo. Se inclinó hacia él, y burlándose del cruel tira
atañe primero a los mitos cananeos que están en el horizonte de Génesis 2-3,
luego al conocimiento protocientífico de los babilonios del horizonte de Géne
sis 1, y luego a la completa erosión de toda representación del origen, bajo la
presión de la cultura helenística, en el horizonte de 2 Macabeos. La proyección
de los orígenes a partir de la experiencia contemporánea del narrador sería res
ponsable entonces de la purga progresiva de los relatos del origen en dirección a
un punto de fuga, donde el reconocimiento de la creación de todo por Dios
no podría apoyarse en ninguna representación y quedaría reducido a una con
dición de pura confesión de fe.
Creo que en esto necesitamos seguir a Pierre Gibert. Pero su reflexión crí
tica sólo asume un significado completo, si situamos el relato del origen en cada
caso en el cruzamiento de dos postulados: el de un origen del que hay que hablar
como aquello «a partir de lo cual» hay una historia posterior y el de la experiencia
de un narrador «a partir de lo cual» este narrador intenta representar el comien
zo en términos de un modelo que le resulta conocido39. Lo importante para todo
pensamiento o discurso relativo a los comienzos, al origen, es el conflicto entre
estos dos movimientos que surgen en este punto de cruce. Uno habla del origen
de un modo categórico, perentorio, kerygmático; el otro lo busca y, a la postre,
llega a la conclusión de que el origen es inalcanzable. Este último movimiento
parte de una conciencia actual, autocentrada, que busca su propio origen; el pri
mero parte del comienzo mismo, que descentra la conciencia y se impone como
estando ya ahí antes de que la conciencia vaya en su busca40. El supuesto reli
gioso aquí es que el origen mismo habla haciendo que se hable de él. El origen
no, díjole así en su lengua nativa: Hijo mío, ten piedad de mí, que te llevé en mi seno por nueve
meses, que te amamanté por tres años, que te crié, te eduqué y te alimenté hasta la edad que tie
nes. Te ruego, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra. Y viendo todas las cosas que en ellos hay,
sabe que Dios no las hizo de algo que ya tuviera ser; y que también la raza humana viene así. No
temas a este verdugo; sino que, haciéndote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que
en el día de su misericordia te vuelva y a encontrar con tus hermanos» (2 Macabeos 7, 25-29).
El resto de este capitulo cuenta cómo el hijo y su madre murieron sufriendo «tormentos que sobre
pasan toda medida» (véase Gibert, Bible, mythes e t récits d e com m encem ent, p. 142).
39. Podríamos preguntarnos si la intersección de estos dos «puntos a partir de los cuales»
no puede verse también, de un modo atenuado, en las formas científicas contemporáneas de la
búsqueda del origen. Nuestra ansiedad concerniente a nuestro origen, subrayada por el psicoa
nálisis, presupone, por lo menos, la certeza de que yo he nacido y, una vez nacido, que descien
do de mis padres, de mis antepasados; en pocas palabras, que tuve mi propio origen y que, en la
medida en que ocurrió, este origen es anterior a toda conciencia que pueda tener de él. Pregun
tamos de igual manera por los orígenes de la humanidad, de la vida, del mundo.
40. El fenómeno de ir tras los hechos (posterioridad), del que habla Gibert, se sitúa en la
intersección de los dos «principios a partir de los cuales». De otro forma Gibert no podría hablar
del «fondo último del acontecimiento», usando una expresión tomada del psicoanálisis, que hay
que contrastar con la «escena originaria». Cf. Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, D icciona
rio d e psicoanálisis, Paidós, Barcelona 1996, p. 123-124.
de las cosas y el del discurso coinciden en este punto. Esta coincidencia debe
entenderse como un don: el don del ser y de hablar del ser41. Partiendo de este
don, todo retorno al origen es posible, y está permitido y exigido, aun cuando
todo retorno tenga que acabar en lo insondable42.
T r a y e c t o r i a s .-
¿PENSAR LA CREACIÓN?
41. Está también la capacidad de los lectores de reconocer que fueron creados con una incli
nación hacia el mal. Esto es, como dice André LaCocque, la clave de la autoridad y credibilidad
de J. Siguiendo a 2 Timoteo 3, 16, podríamos llamarlo «inspiración» o theopneustia. También
LaCocque, con toda razón, junta la ausencia de audiencia de las palabras inquisitivas, el «¿dónde
estás?» de Génesis 3, 9, con la situación del lector de los relatos de la creación. «Todo cuanto
sabe el lector le viene de lo que el autor se preocupa de decir y de la manera como intenta decir
lo». Es verdad que compensa esta declaración con el siguiente comentario: « la «historia» que narra
/rebosa fuerza, porque, a pesar de su supuesta ausencia como destinatario, el lector está de hecho
presente en el conjunto y en el detalle. La lectora se reconoce en Eva; el lector, en Adán.» Este reco
nocimiento es la réplica requerida a los relatos de aquellos acontecimientos, a cuyo respecto Beau
champ y Gibert destacan que carecen de testigos en cuanto nos preceden.
42. Será útil concluir esta explicación con una nota sobre la discusión que Gibert inicia acer
ca de cómo se relacionan la teología y la ciencia en lo referente a la cuestión de los orígenes. Aunque
el narrador bíblico se acerca al científico en su búsqueda por el origen partiendo de su conocimien
to de la realidad presente, está solo en la intersección que forman lo ya dicho sobre el origen y la
búsqueda orientada hacia un origen en última instancia inabordable. El discurso que de ahí resulta
soporta el status paradójico de un discurso roto, ya pronunciado, pero siempre inadecuado.
43. La bifurcación de mi meditación es casi paralela a la propuesta por Pierre Gibert en
su obra La C réation. Por un lado, está el problema de un comienzo; por el otro lado, el de la
consistencia de lo real. Uso este término de «precedencia» como una manera de hablar de estas
dos caras del gran enigma de la creación.
corresponde con el acto creador, podemos plantear de nuevo la cuestión del sen
tido de la idea de precedencia que ha presidido nuestras dos secciones anteriores.
Según la primera línea de pensamiento, nuestra distancia de los textos anti
guos será especulativa y crítica. En cambio, según la otra manera de pensar
tendremos en cuenta los cambios importantes que el Nuevo Testamento y el
período patrístico introdujo en la idea de un comienzo y/o en la de origen.
Nuestro primer ciclo de reflexiones tiene como punto de partida la pre
gunta puesta al comienzo de este ensayo: si una teología de la creación puede ser
autónoma, pese a los estrechos vínculos que ha de mantener con una teología
de la salvación. Recientemente, esta cuestión ha recibido una respuesta global
mente afirmativa por parte del teólogo y exegeta alemán Hans Heinrich Schmid,
a quien debemos también una profunda investigación sobre la cuestión de la
contribución del yahvista en la composición del Pentateuco. Sin embargo, no
voy a tener en cuenta su D er Sogennante Jah w ist [El llamado yahvista], sino más
bien su libro, de 1974, El m undo d e l antiguo O riente en la teología d e l A ntiguo
T estam en té. Su tesis, en esta obra, es exegética y teológica a la vez. En el plano
exegético, Schmid subraya la solidaridad del pensamiento hebreo con su mar
co cultural en el antiguo Oriente próximo. En el plano teológico, afirma que el
tema teológico de la creación no es más que la expresión de una «manera cós
mica de pensar», que ha de ser aceptada como el Gesamthorizont, el horizonte
global, de la teología bíblica45. De aquí el subtítulo de su libro: Schdpfug, Recht,
Heil, creación, ley, salvación. Pensar la creación como una obra que ha sido hecha
y recibida es pensar en considerar detenidamente la profunda unidad que liga
tres órdenes u ordenaciones (O rdnungen), en el plano cósmico, político y jurí
dico, con la mirada puesta en la salvación como retorno al orden en cada uno
de estos diferentes registros.
Me vuelvo hacia esta obra en este estadio de mi investigación, porque Schmid
piensa que nuestras aspiracionesvcontemporáneas de justicia provienen del
mismo tipo de pensamiento sobre el orden que, pese a su arcaísmo, ha de poder
encontrar una aplicación habitual precisamente por la vía de estas aspiraciones46.
47. Me remito de nuevo a la tesis central de Pierre Gisel en La création. Hablando de los
textos bíblicos y de cómo se aceptaban durante la patrística y la época medieval, este autor decla
ra: «Hemos descubierto que lo que allí sucede, en todo caso, es la interacción entre una génesis y
algo positivo, y debemos tener muy en cuenta la mutua irreductibilidad de estos dos términos
y la recíproca necesidad que se muestran el uno al otro» (p. 241).
48. Este doble llamamiento halla amplio eco en el conjunto de críticas contemporáneas de
la modernidad -en Husserl, Heidegger y Gadamer, por ejemplo- que buscan redescubrir los valo
res concretos de una experiencia del mundo, que se resistiría a la total matematización de la natu
raleza.
49. Pierre Gisel halla una aproximación teológica y filosófica del significado pretendido por
la doctrina bíblica de la creación en el concepto tomista de «acto de ser» y en la primacía que este
concepto implica de estar por encima de la esencia (cf. La Création, p. 148-167). Volveré sobre
este problema más adelante en mis observaciones sobre Éxodo 3,1 4: «Yo soy el que soy.»
la lucha contra el caos, como una fabricación casi artesanal, o como la eficacia
de una palabra que llama, ordena y hace existir. El significado que transcurre por
estas representaciones es siempre el mismo: hay un hacer, un acto en el origen
de lo que hay. Esta idea le resulta difícil a la razón aceptarla y mantenerla. Requie
re entretejer las ideas de contingencia y necesidad y decir, casi de un modo míti
co, que la necesidad es obra de un acto contingente, y por lo mismo no nece
sario, un acto sin razón o precedente. Si, no obstante, unimos las ideas de necesidad
y contingencia bajo la de «ordenación», podemos preguntarnos si la idea de orden
de por sí no asume un sentido más dinámico que estático, en particular cuan
do pasamos del plano cósmico al humano del derecho y de la justicia. Incluso
si, siguiendo a Schmid, mantenemos correctamente que, no obstante, la idea de
orden demanda justicia, tampoco este orden designa una obra acabada, sino más
bien una obra todavía en proceso; un proceso enfrentado a la injusticia del mundo.
Aquí hace acto de presencia un segundo ciclo de problemas y dificultades.
En un artículo sobre la teología de la creación, Schmid se refiere a la dis
cordancia (Diskrepanz) entre el orden de la creación y la experiencia histórica del
mal. Esta discordancia asume la forma de un conflicto abierto si, dentro del cam
po de una supuesta teología de la creación, extendemos la idea de orden del pla
no cósmico al plano ético-jurídico, y si, por lo mismo, incluimos la idea de
justicia en la de orden. Se abre entonces un hiato entre la «justicia» o la «recti
tud de Dios» y la injusticia del mundo. Entonces podemos preguntarnos si, por
el simple hecho de añadir la noción de justicia a la de creación en el sentido cós
mico restringido del término, no introducimos, en el mismo núcleo de la idea
de orden, un aspecto de fragilidad, un aspecto que altera el carácter inicial
mente tranquilizador de la idea de orden, y que lo hace en mayor medida que la
mera idea de contingencia del orden, en la que sólo parece ponerse en cuestión
el origen de este orden. Aquí, en cambio, se cuestiona la misma ocurrencia del
orden, su eficacia, como si en el «considerar detenidamente el orden cósmico»,
de Schmid, estuviera originariamente implicado un cierto elemento de amenaza.
Aún más; mientras que la idea de discordancia parece implicar un desafío
que viene de fuera, la idea de fragilidad sugiere una vulnerabilidad intrínseca al
orden mismo.
Varios rasgos con los que la Biblia describe la creación sugieren esto últi
mo. En primer lugar, los redactores finales del Pentateuco conservaron Génesis
2-3 y situaron esta narración inmediatamente detrás de Génesis 1, cuyo tono
tranquilizador, por no decir triunfalista, pone discretamente en entredicho. Géne
sis 2-3 sólo narra la creación del hombre con la finalidad de preparar el escena
rio para un relato ejemplar, al que Claus Westermann da el título de «crimen y
castigo». En segundo lugar, tal como una serie de comentaristas han señalado,
la sombra de Génesis 3 se proyecta retrospectivamente en Génesis 2. Por ejem
plo, la prohibición, presentada inicialmente como una estructura del orden ere-
ado, y que proporciona a Schmid una razón para juntar «creación, justicia y sal
vación», aparece retrospectivamente, desde la perspectiva de Génesis 3, como la
ocasión de la caída. Y el relato pasa gradualmente, por medio de la astucia asig
nada a la serpiente, de la obediencia a la tentación y de ésta a la caída. Bien pue
de decir Schmid que la retribución surge, con todo, de pensar un orden que, tras
ser alterado, es restaurado, aunque queda la posibilidad de que el mal parezca
como inscrito en la estructura ética de la creación. ¿Pues qué sentido tiene una
prohibición que no suponga una alternativa entre obediencia y desobediencia?
¿Y no es el árbol de la ciencia el árbol de esta alternativa, comoquiera traduzca
mos el conocimiento del bien y del mal?50
Esta vulnerabilidad del orden en su forma ética nos invita a su vez a pre
guntarnos si, entre todos los modelos de creación que puede diferenciar una tipo
logía cuidadosa, no es precisamente el de la creación, concebida como una lucha
entre fuerzas contrarias, el que mantiene mayores afinidades con el tipo de fra
gilidad que la falta originaria transforma en delitos actuales. Hay aquí, a primera
vista, una paradoja turbadora: ¡Qué! ¿Habían de ser las representaciones más
«arcaicas», las más «típicas» y las más «bárbaras» las que mejor dieran razón de
la solidaridad extraña y subterránea que parece haber entre el aspecto del mal
que ya está ahí y el aspecto dramático de la creación?
Esto es lo que, a mi entender, da tanta fuerza al libro de Jon Levenson, Cre-
ation a n d the Persistence ofE vil, [La creación y la persistencia del mal], que adop
ta el tema del «dominio» más que el del orden, y hasta más que el del orden como
ordenación, como tema central. La resistencia al orden no se reduce entonces
desde buen comienzo a una idea de una rebelión secundaria y extrínseca, redu-
cible en última instancia al mal humano, al pecado. Esta resistencia, expresada
con la frase «la persistencia del mal», aparece por el contrario como inherente a
la creación, en esencia vulnerable y frágil.
La base exegética de esta concepción profundamente dialéctica de creación
se desarrolla de la siguiente manera. En vez de distinguir los modelos de crea
ción como hace Westermann, esto es, creación por generación, por lucha, por
fabricación artesanal y por la palabra, Levenson los distribuye en términos de
una escala de grados y modalidades de resistencia de las fuerzas que son hosti
les a una creación bien ordenada y benéfica para los seres humanos. El primer
resultado de esta investigación es que las diversas teologías de la Biblia pueden
alinearse entre aquellas concepciones en que las fuerzas del caos permanecen
incólumes y siempre amenazadoras —incluso tras la victoria sobre el caos, como
50. Cf. el planteamiento introducido por Claus Westermann sobre el sentido bíblico de
la expresión «conocimiento del bien y del mal» ( Genesis. B iblischer K om m entar, p. 328-338). ¿Es
una cuestión de discernimiento moral en el sentido preciso del Deuteronomio o, más bien, de
sabiduría práctica basada en una frase evasiva sobre lo que se discute? Mi tesis es que ambas inter
pretaciones reflejan la fragilidad del orden.
vemos en Salmos 104, 6-9, Job 38, 8-11, Salmos 74, 12-17—y la concepción de
una victoria sin resistencia, como en Génesis 1, y que incluso aquí las huellas del
mito de un combate con el caos no se han borrado del todo51.
La segunda lección de Levenson es que en períodos de aflicción se evoca la
omnipotencia de Dios, como testifican los salmos de lamentación. Los tiem
pos de infelicidad se sienten como aquellos en los que Dios duerme, como tiempos
de latencia, del retraimiento de Dios como podríamos decir hoy día. A veces el
salmista implora, recordando «otros tiempos», que Dios se despierte. En oca
siones se proyecta la victoria de Dios hasta tiempos escatológicos. Como dice
Levenson, no hallamos una «fe absoluta en la bondad últim a de Dios, sino más
bien una fe cualificada en su bondad próxim a» ( Creation a n d the P ersistence o f
Evil, p. 45).
Un tercer tema es la seguridad de que la bondad originaria y final de la cre
ación descansa en la confianza en la fidelidad de Dios; es decir, en el juramen
to divino, que halla su modelo en el juramento que Dios hizo, tras el diluvio, de
no destruir nunca jamás su creación52.
La última lección es que la creación sin resistencia, la que ejemplifica Géne
sis 1, encuentra su sentido en un contexto esencialmente litúrgico, como atesti
gua la referencia al Sabbat, que parece realmente ser el polo organizador de
este texto inaugural. El conflicto, con todo, no queda resuelto. Ahora se insinúa
entre nuestra confianza litúrgica en la omnipotencia de Dios y nuestra expe
riencia diaria de la persistencia del mal.
Debemos observar un último punto, no por último menos importante. Si
la fidelidad de Dios a la alianza es la única garantía de que Dios finalmente pre
valecerá contra las fuerzas del mal, la contribución de los seres humanos a esta
victoria final es la m itzvah -la acción buena y justa. Toda la ética judía se halla
así movilizada como una especie de mediación entre la fragilidad de la crea
ción y la persistencia del mal.
Debemos ahora considerar la afinidad que, por eso mismo, se sugiere entre
las fuerzas hostiles inherentes al proceso de creación y el mal humano. La lec
ción de Génesis 2-3 no es ciertamente que tengamos que confundir fragilidad y
acción mala, finitud y culpa. El origen del mal se presenta aquí más bien como
algo distinto y, en definitiva, enigmático. Esta es la razón por que hemos habla
do acerca de un tercer ciclo de acontecimientos fundadores, distinto de los que
51. No parece que el vacío informe de Génesis 1, 2 haya sido creado, como tampoco las
aguas que están aparte ni, de un modo especial, las tinieblas comprendidas en la luz. Pero nin
guna de estas teologías se refieren a la creación ex nibilo.
52. El juramento y la fidelidad que comporta indica la suma cercanía de la teología de la
creación y la de la alianza, que se refuerzan mutuamente. Según la primera, Dios vence el caos;
según la última, la fidelidad de Dios es la única seguridad de que el caos será finalmente venci
do, como lo fue en el origen, y de que el tiempo de la aflicción es transitorio.
se refieren a la creación de la humanidad y de los que tienen que ver con la cre
ación del mundo.
Pero, entonces, si el origen del mal no es el mismo que el de la fragilidad
constitutiva de la creación, nos asalta otra perplejidad referente a la semejanza
que Schmid propone entre creación y orden. Tiene que ver con la consistencia
de la misma secuencia que su exégesis propone como creación, justicia, salvación.
Una teología de la creación que quiera reunir en un solo pensamiento, la
idea del orden cósmico, los tres términos de creación, justicia y salvación se ve
superada por las fuerzas que llevan a disociar la creación, en cuanto aquello
que adviene al mundo, de la justicia que requiere el ser humano y de la salva
ción proyectada en el horizonte escatológico de la historia. En este sentido, la
creación puede ser el «horizonte circundante» del campo teológico, pero no pue
de serlo en el sentido de englobar sus diversos temas. ¿Por qué no? Porque el cam
po teológico no puede totalizarse. Nuestras experiencias más básicas en los tres
dominios que Schmid quisiera unificar -e l de la física, el de la ley y la ética y el
de la esperanza de salvación- llevan de hecho a romper con cualquier intento de
forjar un concepto totalizador.
El punto crítico es el siguiente. Ya no sabemos cómo podemos pensar la
«justicia de Dios», sea como estructura de la creación del mundo sea como exi
gencia de organización el campo práctico, esto es, el campo de la acción humana.
De entre todos los conceptos a que se refiere Schmid, y con los que termina su
ensayo, es ciertamente el de «justicia de Dios» el que se nos ha vuelto más enig
mático. Si la justicia de Dios pertenece al mismo tipo de pensamiento que la
creación y la salvación, tendremos que decir que hemos abandonado el terreno
en donde esta conexión es todavía concebible. Pero, ¿somos los únicos en haber
nos convertido en extraños a este tipo de pensamiento totalizador? ¿Acaso el anti
guo Oriente próximo y la sabiduría judía no lanzaron los primeros ataques con
tra esta especie de pensamiento totalizador? ¿Y no se lanzaron estos primeros
ataques en el terreno exacto en que el orden cósmico revelaba su fragilidad, la
experiencia y el enigma del mal? La irreductibilidad de la lección de Génesis 2
a las ambiciones totalizadoras de Génesis 1 ya atestigua esto. Sí, la idea de un
orden cósmico debe mantener su intención glo bal izado ra. Pero esto sólo lo con
sigue situando la problemática del mal bajo el signo de la retribución, en la
que todo sufrimiento debe purgar por algún pecado. Ésta es, ciertamente, la con
cepción que los profetas de Israel intentaron inculcar al pueblo judío. De hecho,
la doctrina de la retribución es esa concepción que gobierna usque a d nauseara
en la historiografía deuteronómica, donde los gobernantes de Israel son siempre
juzgados y condenados por una sola infracción, la del primer mandamiento. Pero
si hay que hablar de esta teología totalizadora, ¿qué sentido podemos dar a los
salmos de lamentación o a la protesta de Job? Y aunque Job finalmente se incli
na ante Dios, resignado a un orden que le sobrepasa, queda su pregunta, mucho
más fuerte que su repuesta final. Esta pregunta es indicio de la constitución de
la idea de orden como aglutinadora de las ideas de creación, justicia y salvación.
La injusticia del mundo constituye un hecho tan masivo que el presunto víncu
lo entre la idea de justicia y la de creación pierde casi toda su pertinencia. La
creación continúa quizás siendo el horizonte circundante, pero cesa de ser la idea
abarcante que pudiera identificarse con la idea de orden.
En el análisis final, hablamos de creación, justicia y salvación en términos
que suponen distintos modos de pensar. Esta grieta entre pensamiento cosmo
lógico, pensamiento ético-político y pensamiento escatológico es quizás uno
de aquellos rasgos por cuyo medio la experiencia histórica de Israel se destaca
contra el trasfondo de «ideas sobre el orden cósmico», que siguió compartiendo
con sus vecinos del antiguo Oriente próximo.
Quiero ahora señalar dos importantes puntos del largo camino que lleva
a los argumentos de la filosofía clásica y moderna sobre las ideas de un comien
zo o de un origen. Hablo de comienzo u origen para poder tomar en conside
ración una discusión que jugará un considerable papel en filosofía, que tiene que
ver con la distinción entre la idea de un comienzo, tomada en el sentido res
tringido de un comienzo temporal (esto es, el primer término de una serie suce
siva de acontecimientos, estados o sistemas) y la de un origen, tomada en el sen
tido de una fundación, en un sentido atemporal del término. Como puede verse,
esta discusión prolonga la bifurcación que hemos tenido en cuenta en el plano
exegético entre el aspecto separado de la historia originaria y la función funda
dora de los acontecimientos que la comprenden.
Recordemos la fórmula de Génesis 2, 4b: «Cuando Dios hizo la tierra y los
cielos, no había aún...». Nada se decide aquí en cuanto al sentido temporal o
atemporal del acontecimiento en cuestión. Y lo mismo parece aplicarse a la
fórmula de Génesis 1,1: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra», que los
principales intérpretes judíos, como Rashi, Buber y Rosenzweig leen en térmi
nos de Génesis 2, 4b como «[Cuando] al principio Dios creó los cielos y la tie
rra, la tierra estaba vacía y no tenía forma». El lexicón griego aportó un concepto,
el de arkhé, que tendía a subordinar la noción de comienzo en sentido tempo
ral a la de origen en el sentido atemporal de fundación. A su vez, el griego arkhé
pasó a ser en latín prin cipiu m , como puede verse en la primera traducción de
la Biblia al latín y en la Vulgata de Jerónimo: in prin cipio Deus... ¿Qué hay que
entender por en arkhé, o por in p rin cip io? El sentido de Génesis 1 de lo que va
primero, bere’sit, lo que es principal o primordial, «excelente». El sentido de la
preposición es dinámico: «en vista de/por la excelencia, creó Dios...»
Aquí es donde interviene la más importante decisión teológica, la decisión
de asimilar este «principio» a la Palabra. El prólogo de Juan viene naturalmen
te a la mente, como réplica explícita del Génesis: «Al principio ya existía la Pala
bra / y la Palabra estaba junto a Dios /y la Palabra era Dios. / Ella estaba al prin
cipio junto a Dios. /Todo llegó a ser por medio de ella / y sin ella nada se hizo
de cuanto fue hecho»53. Esta asimilación entre comienzo y Palabra tiene evi
dentemente antecedentes hebreos en los escritos sapienciales, donde la casi
personificada sabiduría se asocia a una mediadora en la obra de la creación54, y
la idea de un comienzo se combina con la de un origen gracias a las obras asig
nadas a la sabiduría, elevada de esta forma al rango de un co-creador. El texto de
la carta a los Colosenses es especialmente digno de ser tenido en cuenta al res
pecto: «Primogénito de toda criatura [indicación temporal del comienzo] porque
en él fueron creadas todas las cosas [indicación temporal del origen]» (1, 15). La
duda o, si prefiere el lector, la sobredeterminación que hace posible escribir
«comienzo y/u origen» estaba ya presente quizás en la beth de be reíit de Géne
sis 1,1. Sin embargo, sea cual fuere el trasfondo de esta polisemia latente de «al
principio», la decisión de asimilar ambas expresiones «al principio» y «en Cris
to» (o «por» Cristo) resultó crucial para el futuro de la teología cristiana. El sen
tido temporal de comienzo no quedaba excluido del todo, pero se subordinaba
virtualmente al sentido atemporal de origen entendido como fundación.
Con todo, la concurrencia entre el sentido temporal de «comienzo» y el
sentido atemporal de «origen» iba a ser subrayada una vez más, durante el perí
odo patrístico, con ocasión de la disputa con los filósofos griegos, tenaces defen
sores de la eternidad del mundo. La tesis de la eternidad del mundo parecía
incompatible con la doctrina de la creación en la medida en que aparentemen
te suponía también la autosuficiencia del mundo. En estas circunstancias, los
apologistas cristianos y los fundadores de la teología patrística tendían a unir la
idea de creación con la de comienzo temporal, a modo de contrapunto, por así
decir, de la idea de una fundación/origen. Al afirmar que el mundo no había
existido siempre, estos pensadores cristianos confirmaban que había sido crea
do en un momento determinado del tiempo, un día determinado. Pero, ¿qué
decir del tiempo anterior a este acontecimiento inicial? Sus oponentes se mofa
ban preguntando: «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Holgazaneaba,
ese Dios omnipotente? ¿Y por qué ese Dios omnisciente decide crear el mundo
en un momento dado y no en otro? ¿De qué podía carecer ese Dios, que nada
necesita?» Éste es el debate que heredó Agustín cuando se dispuso a comentar
los primeros versículos de Génesis en los libros X y XI de las Confesiones.
Es importante notar que su primera observación fue la identificación ya
señalada entre comienzo y prin cipio. «Oiga yo y entienda que al principio [in
53. No debemos perder de vista la proclamación que acompaña a este himno en la carta a
los Colosenses: «El es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fue
ron creadas todas las cosas» (1, 15).
54. «Yhwh me creó al comienzo de su acción,/ antes que sus obras más antiguas./ Desde
la eternidad fui yo formada, / desde el comienzo, antes que la tierra...» (Proverbios 8, 22s).
Paul Ricoeur
prin cipio] hiciste \fecistí\ cielos y tierra» (XI, iii [5]). Hablar del comienzo es
hablar de la «palabra»: «Por tanto, hablaste tú y fueron hechas las cosas. Con
tu palabra las hiciste» (XI, v[7])55. Así desde el principio, tenemos fuertemente
relacionada la idea inicial de un comienzo temporal con la de fundación/origen.
La primera oposición que entonces se impone está entre las cosas que pasan,
incluidas nuestras propias palabras, y la Palabra eterna. Esto no quiere decir que
se deja de lado la cuestión de un comienzo temporal, sino más bien que en lo
sucesivo se abre a una solución inteligible: la primera respuesta que ha de darse
al adversario que quiere saber qué estaba haciendo Dios al crear cielos y tierra,
dirigida a los maniqueos y a quien se ampare en el plano formal de la contra
dicción, es: «no hacía nada» (XI, x ii[l4 ]). En efecto, si hubiera estado hacien
do algo, significaría que estaba creando algo. La segunda respuesta de Agustín,
dirigida más bien a los neoplatónicos, toca el corazón de nuestro problema, por
que es la misma noción del «antes» la que es puesta en cuestión, en cuanto el
tiempo como un todo fue creado junto con el resto de cosas creadas. «Tú hicis
te todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos. Por consiguiente, no hubo
un tiempo en que no había tiempo... No había “entonces” [tune], donde no exis
tía el tiempo» (XI, xiii[15]).
De este modo, la noción de precedencia adquiere un significado definido
que pone en marcha nuestra investigación. Pero ya no es la prioridad de una his
toria primordial, sino la precedencia de la eternidad, la eternidad de Dios y de
su Palabra, con relación al tiempo. «Aunque tú eras antes del tiempo, no le
precedes [praecedis] en el tiempo... Precedes a todos los tiempos pasados con la
excelencia de tu eternidad siempre presente» (XI, xiii[16]). El sello de sucesión
temporal, que las constricciones del relato imponían todavía a la noción bíbli
ca y del antiguo Oriente próximo de historia primordial, ha desaparecido. El
vocabulario de anterioridad puede mantenerse —«Tú hiciste todos los tiempos y
eres antes de todos los tiempos» (ibídem)-, pero la anterioridad significa ante
cedencia, esto es, trascendencia de la eternidad con relación al tiempo. Con más
precisión, la trascendencia del tiempo sobre la eternidad recibe de Agustín la sig
nificación exacta de una oposición entre un presente que subsiste -esto es, un
presente sin pasado ni futuro—y un presente humano, que, como muestra la con
tinuación del Libro XI, 14-29, padece la «distensión» entre un presente del pasa
do, que es memoria, y un presente del futuro, que es esperanza, y el presente del
presente, que es intuición o atención.
Con todo, está la necesidad de dar cabida a un comienzo temporal del mun
do. Agustín no tuvo más remedio que hacerlo ante aquellos que defendían la
55. Agustín, C onfessions, trad. por Henry Chadwick, Oxford University Press, Nueva
York 1992, p. 223 y 225 [trad. cast.: Confesiones, trad. de Pedro Rodríguez de Santidrián, Alian
za Editorial, Madrid 1999; las citas en el texto se toman de esta edición. Nota d e l traductor\.
eternidad del mundo. Por esta razón, tras diversas interpretaciones de la expre
sión «al principio Dios creó cielos y tierra» de las que se ocupa san Agustín, aca
ba diciendo «otro, finalmente, entiende las palabras “en el principio Dios creó
el cielo y la tierra” como que Dios -en el principio mismo [in ipso exordio] de su
hacer y obrar—hizo...» (XII, xx[29]). Podemos comprender por qué habla Agus
tín de este modo. Si las cosas creadas son cambiantes y mutables, son finitas,
como lo es el tiempo total de su curso. Por consiguiente, el mundo tiene un
comienzo, pero un comienzo dentro del tiempo creado. Este comienzo, por tan
to, no ha de producir ya perplejidad, puesto que es idéntico al comienzo d el tiem
po, el cual, tomado como un todo, es una dimensión de la creación, y por lo
mismo también criatura. La cuestión del comienzo no queda, por tanto, aboli
da; sólo simplemente exorcizada. Y es exorcizada, porque el p rin cipio es origen
en el sentido de una fundación para las cosas temporales, derivadas de las cosas
eternas, es decir, de Dios y de su Palabra.
Debemos a este debate uno de los más vigorosos y perspicaces intentos de
poner en orden los varios sentidos aceptados de «antecedencia»: prioridad en la
eternidad (como en el caso de Dios con relación a las cosas); en el tiempo (como
en el caso de la flor respecto del fruto); en la preferencia (como en el caso del fru
to en relación con la flor); por origen (como en el caso del sonido respecto del
canto) (XII, xxix[40]). Como admite Agustín, con inmenso candor, el primero y
el cuarto de estos cuatro órdenes de prioridad son los más difíciles de entender.
¿Por qué el primero? Porque es necesario precisar bien la paradoja de un Dios in
mutable que crea cosas mutables. ¿Y por qué el cuarto? Porque la idea de un ori
gen expresa una prioridad meramente lógica, en tanto que nuestras palabras, las
de la enarm tio de las Confesiones, se despliegan en sucesión. De aquí que, para
concluir, diga Agustín: «Que en esta diversidad de opiniones —todas ellas ciertas-
la misma verdad haga nacer la concordia. Que nuestro Dios se apiade de nos
otros “y usemos de su ley como ella misma pide”, pues se ordena al servicio de la
caridad pura, que es su fin» (XII, xxx[4l]). ¡Una admirable lección de generosi
dad hermenéutica!56
56. Cf. Confesiones, XII, xxiii(32) y xxvi(36) sobre la pluralidad de las interpretaciones en
curso. Queriendo interpretar la intención de Moisés, a quien se le atribuyó la Torá entera, Agus
tín concede que «Cuando escribió “Al principio”, podía estar pensando en el comienzo inicial del
proceso del hacer [in ipso exordio]» (XII, xxiv[33]). Éste es el lugar en que recuerda que la verdad
es inseparable de la caridad.
Para concluir estas consideraciones exegéticas, teológicas y filosóficas, qui
siera apelar al testimonio de un pensador judío actual, Franz Rosenzweig, en
su The Star o f R edem ption [La estrella de la redención]57. Esta obra es pertinen
te en dos aspectos. En primer lugar, comienza con una crítica absoluta a toda
idea de totalidad, de todo sistema en el que Dios, mundo y humanidad —los tres
«objetos» propios de la metafísica clásica—sean sus distintos elementos. A este
respecto, Hegel es el paradigma de ese tipo de pensamiento totalizador. No quie
ro decir que en Hegel se trata del mismo tipo de totalidad que la que atribuye
H. H. Schmid al pensamiento del antiguo Oriente próximo y, de aquí, al anti
guo Israel. Sin embargo, en la medida en que este pensamiento arcaico es recons
truido por exegetas y teólogos de nuestro siglo, deben éstos «repensar» la idea de
orden cósmico de los babilonios y de los hebreos con la ayuda de la conceptua-
lidad disponible en su propia época. Aquí es donde el pensamiento hegeliano de
totalidad se convierte en un paso obligado para quien intente restaurar un con
cepto, incluso un concepto arcaico, de totalidad. Y aquí es donde la demolición
llevada a cabo por Rosenzweig de este pensamiento se muestra ejemplar. Tras
este esfuerzo, el pensador se queda con los miembros desarticulados de una tota
lidad rota: un Dios desconocido, un mundo que se explica sí mismo y una huma
nidad absolutamente entregada a la tragedia del mal y de la muerte. Y sobre estas
ruinas Rosenzweig reconstruye, no un sistema, sino una red, uno de cuyos nudos
se llama creación, revelación y redención. Por la creación, Dios se exterioriza en
un mundo, pero se habla de él sólo en tercera persona y en discurso narrativo.
Por la revelación, Dios se dirige a un alma individual y le dice «¡ámame!». El diá
logo nace cuando alguien es interpelado así. Por la redención, una esperanza se
nos abre: una comunidad histórica.
¿Es éste un sistema nuevo, construido sobre una cierta oscura totalidad?
No, porque la segunda idea importante de Rosenzweig, en la que quisiera con
centrar las reflexiones finales de este ensayo, se formula de la siguiente manera.
Años antes de la publicación de El ser y e l tiempo, de Heidegger, Rosenzweig ha
entendido que el vínculo entre creación, revelación y redención no se debía a un
modo lógico de pensamiento, sino a una temporalidad profunda, irreductible
a una cronología o a una representación lineal. Si se tratase de un tiempo en suce
sión, tendríamos que decir que creación, revelación y redención no se suceden
una a otra a lo largo de una misma línea. Se trata más bien de un secuencia de
estratos. La redención -la utopía, si se prefiere- constituye el nivel más elevado;
la revelación, el nivel medio, mientras que la creación corresponde al nivel infe
57. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por William W. Hallo, Holt, Rinehart
and Winston, Nueva York 1970.
rior. La nueva «manera de pensar» a que apela Rosenzweig tiene algo del encan
to de una arqueología de los tiempos bíblicos. Esta temporalidad profunda hace
justicia a las discontinuidades que marcan el paso de una temática a la siguien
te. Entre el comienzo, que es el tema tanto de la exteriorización de Dios como
de las palabras que éste pronuncia, y la llamada continuada con la que Dios enta
bla diálogo con el alma rebelde y obediente y, de nuevo, entre el diálogo con el
individuo humano concreto y la llegada de los acontecimientos históricos que
indican el crecimiento del reino, no hay ninguna totalidad.
El vínculo temporal no destruye esas fracturas; las incorpora a una verdad
que no puede expresarse más que a través de las tres figuras de la creación, la re
velación y la redención. Hay un tiempo de creación, el tiempo del pasado in
memorial; un tiempo de revelación, el del coloquio entre el amante y el amado;
y un tiempo del reino, ese tiempo que siempre está viniendo. Rosenzweig recu
rre cuidadosamente a subtítulos que indican esto: «La creación o la perpetua
fundación de las cosas». La creación, en este sentido, está siempre detrás nues
tro. El comienzo no es un pasado anterior, sino un comienzo incesantemente
continuado. En cuanto al presente de la revelación, el hoy del gozo del amante
y del amado, no es un presente que pasa, sino simplemente una transición en
tre el futuro de la esperanza y el pasado de la memoria. Como indica el subtítu
lo de Rosenzweig: La revelación o «el incesante renacer del alma». Este «ince
sante renacer» prolonga la «perpetua» fundación de las cosas. Y en lo que toca
al futuro del reino, el subtítulo dice de nuevo «La redención o el futuro eterno
del reino».
De este modo, Rosenzweig puede ayudarnos a pensar tanto la fractura
del orden, tal como fue pensada quizás por los sabios del antiguo Oriente pró
ximo y, tras ellos, por los sabios de Israel, como la recomposición de lo que ya
no merece ser denominado orden, ni siquiera «ordenación», sino más bien algo
parecido a una unidad rítmica, mas accesible a una mediación existencial que a
un especulación filosófico-teológica. El lugar de la creación en esta unidad rít
mica es el de lo que «siempre está ya ahí». Con este título podemos hacer justi
cia a la interpretación antagónica que hemos estado considerando: separación
del origen en aquellos relatos que tienen que ver con un tiempo no coordina-
ble con el tiempo de historia alguna; la irrupción de múltiples comienzos que
inauguran una historia o unas historias, que dan continuidad y sentido a estos
comienzos fundadores. Pero, además, la idea de un pasado inmemorial nos ayu
da a entender nuestras dos maneras de plantear el «origen»: una que parte del
origen en el nombre de una palabra que carece de testimonios, y la otra que par
te de la experiencia y procede para atrás, tras el hecho, en dirección a un comien
zo inabordable.
Por último, para unir el final con el punto de partida, que fue también el
de André LaCocque, podemos afirmar que la teología de la creación no consti
Paul Ricoeur
ANDRÉ LACOCQUE
2. Walter Beyerlin, Origins a n d H istory o ft h e O ldest S inaitic Traditions, trad. por S. Rud-
man, Basil Blackwell, Oxford 1965.
3. Walther Zimmerli, The Law a n d the Prophets: A Study on the M eaning o ft h e O íd Testa-
ment, trad. por R.E. Clements, Harper and Row, Nueva York 1965.
tradiciones de familia y escuela, no sólo los imperativos sagrados. D. J. McCarthy
reacciona igualmente contra el aspecto implícito de los elementos sugerido por
Beyerlin, pues estas cosas no están nunca implícitas en los tratados que han lle
gado hasta nosotros4.
Por su parte, Jon D. Levenson se deja también impresionar por los para
lelos bíblicos que ofrece el tipo «hitita» de tratado5. Dice:
La teología del Pentateuco está profundamente imbuida del idioma
del tratado de vasallaje del Oriente próximo: Yhwh... obtiene de Israel un
compromiso jurado de observar las estipulaciones que él impone... Casi
igual norma puede detectarse en la literatura mitológica, del Enuma elis,
por ejemplo... los dioses aceptan de buen grado y con buen talante la rea
leza de su heroico salvador.
Además, añade, hay una «curiosa dialéctica de autonomía y heterono-
mía» (p. 143), según el modelo del tratado de vasallaje que el vasallo pacta libre
mente. No aceptarlo, es nada menos que un suicidio. No hay alternativa real.
No obstante, el soberano debe granjearse a su vasallo (p. 144). Pero precisamente
«el elemento de cortejo media entre autonomía y heteronomía» (p. 144). En
resumen, «aquellos que están sometidos a la obligación de la alianza por natu
raleza y necesidad son continuamente llamados a adoptar esta relación por libre
decisión» (p. 148). La Biblia subraya la «necesidad de una renuncia continua a
la autonomía». Pero «nadie puede alcanzar la heteronomía de la voluntad por
sólo un acto de voluntad; la voluntad no puede conseguir su propia extinción».
Por otro lado, como dice Michael Wyschogrod, «un esclavo totalmente esclavi
zado es un objeto inanimado»6.
4. D. J. McCarthy, Treaty and Covenant: A Study in Form in the Ancient Oriental Documents
and the Oíd Testament, Analecta Biblica, Roma 1963.
5. Jon D. Levenson, Crearían and the Persistence ofEvil: The Jewish Drama of Divine Omni-
potence, Harper and Row, San Fracisco 1988, cap.l 1: «La dialéctica de la teonomía de la alianza».
6. Cf. Shir ha-shirim R. 8, 2 (obediencia, pero no esclavitud); Misnd AbotG, 2, sobre Éxo
do 32, 16: R. Yehoshua b. Levi dice no leáis harut (grabado), sino hérut(libertad). Cf. David Banon:
«La loi gravée est chemin de liberté», en La lecture infinie (Seuil, París 1987), p. 33, n. 2. Michael
Wyschogrod: comunicación personal; véase también The Body o f Faith, God in the People Israel,
Harper and Row, San Francisco 1989.
Le y y sa bid u r ía t r iba l
10. Por ejemplo, la advertencia de que el uso impropio del Nombre pone en peligro a la
comunidad entera.
11. James B. Pritchard (ed.), A ncient N ear Eastern Texts R elatin gto the O íd Testament, Prin-
ceton University Press, Princeton 1969, p. 34s. Citado de ahora en adelante como ANET.
12. Ibídem.
13. Pierre Buis y Jacques Leclercq, Le D eutéronom e, Gabalda Salutis, París 1963, p. 65.
Quizás debamos dar la última palabra a Moshe Weinfeld, para quien el uso
en el Deuteronomio del tratado de vasallaje procede de sofisticados círculos ofi
ciales, esto es, de escribas del entorno de Ezequías y Yosías, un ambiente didác-
tico-sapiencial. «Ellos liberaron la fe israelita de su carácter mítico, el culto
religioso de su acento ritual y las leyes de la Torá de su carácter estrictamente
legalista»14.
Le y y a l ia n z a
Pero debemos ir más allá. Todo cuanto precede concierne sólo a los oríge
nes remotos de la Ley en Israel. No hemos arrojado luz alguna sobre la sorpren
dente originalidad del Decálogo en el marco de la relación de alianza entre Dios
e Israel. En primer lugar, la forma negativa de la mayoría de las Diez Palabras no
las convierte en una «confesión negativa». La comparación que suele hacerse en
tre el supuesto modelo egipcio y el Decálogo suena a veces como la que se hace
entre manzanas y naranjas. Gerstenberger, por ejemplo, cita Isaías 33 y se remite
a este texto, desde el versículo 13s, en apoyo de su teoría sobre la sabiduría, pero
el versículo 8 habla específicamente de la alianza y sus estipulaciones. De forma
parecida, no se refiere a Salmos 50, pese al evidente interés del salmo con relación
a la «correcta» comprensión de la Ley y del sacrificio contra un trasfondo cul
tual15. Es verdad que, de acuerdo con Harmut Gese, por ejemplo, Salmos 50 data
del siglo IV a.C.'6, pero incluso como ejemplo tardío del cambio de lo sapiencial
a lo cultual, la evolución en los marcos legales es importante. En el marco textual
actual (Sitz im Wort), la relación entre Ley y alianza es inconfundible. Hay, por
ejemplo, una asombrosa relación en los textos entre promesa y mandamiento. El
mejor ejemplo lo ofrece la tierra prometida que requiere ser conquistada. En esta
cuestión, incluso la sexualidad, de acuerdo con P, es cumplimiento de un man
damiento divino que es a la vez promesa a la humanidad.
Por esta razón Walther Zimmerli insiste en el «íntimo encuentro —dialéc
tico- con “el Dios de Israel”, que es absolutamente único. Pero la solidaridad...
14. Moshe Weinfeld, «Deuteronomy: The Present State of Inquiry», en Jou rn a l o fB ib lica l
Literature, 86 (1967) 262.
15. Gerhard von Rad, The Problem o f the H exateuch, p. 22-25, llama la atención sobre el
claro paralelo que existe entre Salmos 50, 7 y Éxodo 20, 2 (cf. Salmos 50, 17: disciplina del
socio en la alianza); Salmos 50, 17-20 y todo el Decálogo (v. 18 // Éxodo 20, 15, v. 18b // Éxo
do 20, 14; v. 20 // Éxodo 20, 16). Véase también Salmos 81 (v. 8-9 // Éxodo 20, 3-4; v. 10 //
Éxodo 20, 2).
16. Hartmut Gese, «Psalm 50 und das Altestestamentliche Gesetzesverstandnis», en Johan-
nes Friedrich, Wolfgang Póhlmann y Peter Stuhlmacher (eds.), Rechtfertigung. Festschrift fu r Emst
Kaseman, J.C.B. Mohr, Tubinga 1976, p. 52-77.
se basa en una llamada inequívoca a la obediencia concreta a los mandamientos
de Yhwh»17. Zimmerli remite a Éxodo 34, 27s, donde se nos dice de un modo
específico que el concepto de alianza se funda en las «[Diez] Palabras»; y tam
bién a Josué 24, que muestra una clara asociación entre alianza y Ley. Zimmer
li, por tanto, concluye que debe rechazarse la perspectiva de que «alianza y ley
son fundamentalmente conceptos distintos (Gerstenberger)» (p. 55). «Josué les
impuso hóq u-mispat, estatutos y normas (Josué 24, 25; cf. Éxodo 15, 25) al cul
minar la conquista. Ahora bien, «todo don implica siempre un elemento de obli
gación»18. La relación dialéctica de estos dos términos se confirma por el hecho
de que la libertad es vista en el ámbito de una «alianza», berít, palabra que pue
de significar también mandamiento, especialmente en los libros deuteronómi-
cos (véase luego). «En una fase tardía de la redacción, el Decálogo de Éxodo 20,
2-17 fue deliberadamente puesto a la cabeza de los mandamientos», para que
toda «responsabilidad» en Israel fuera una «respuesta» a Dios (p. 110).
Como contraste, pero dentro de la misma perspectiva, «el Deuteronomio
desplaza toda la proclamación de la ley del comienzo del período del desierto a
su final», asociando de este modo la Ley con el don de la tierra. La Ley se hace
así a las claras parte de las grandes bendiciones con que concluyen los tratados
en el antiguo Oriente próximo. Un mandamiento supone promesas para el futu
ro. La obra del deuteronomista ejemplifica este principio. Es una alternancia
entre lo que Dios promete y cómo se cumple la promesa, combinando la gra
cia de Dios con la obediencia de Israel19. Los modos verbales del Decálogo des
tacan este punto. Están menos en imperativo que en indicativo, en la con
fluencia de una promesa condicional y otra incondicional. La fidelidad de Israel
a la alianza corresponde a la gracia de Dios. Cuando aparece esta correspon
dencia, no se arruina, por así decir, el designio de la gracia divina y alcanza su
objetivo. Por ello, «Tú no...» [dejarás de cumplir] es la garantía de que verda
deramente «nosotros no...» [dejaremos de cumplir], siempre y cuando —como
dice D—nosotros desempeñemos nuestra parte en la relación yo-tú que esta
blece la alianza entre ambas partes. Desde esta perspectiva, el telos histórico es
alcanzado no sólo por obra de Dios (la gracia) o la del hombre (cumplimiento),
sino por la conjunción de ambas; pero esto es también manifestación de la gra
cia divina.
De aquí que el planteamiento de von Rad sea por lo menos en parte correc
to. Dice: «A partir de este fundamento legal, [se desarrolló] una relación en cues-
17. Walther Zimmerli, O íd T estam ent T h eology in O utline, trad. por David E. Green,
John Knox Press, Atlanta 1978, p. 53s.
18. Como dice Dietrich Bonhoffer: «Gabe ist Aufgabe» [el don es un deber],
19. Véase Robert Polzin, Moses a n d the D euteronomist, The Seabury Press, Nueva York 1980,
pássim.
dones que atañen a su vida común»20. De este modo, alianza y Ley se relacionan
tan íntimamente que, en el Deuteronomio y en el deuteronomista, «alianza»,
como dijimos antes, significa también mandamientos (von Rad, O íd Testament
Theology, vol. 1, p. 147). Pero ahora es preciso especificar las «cuestiones que
atañen a la vida común», y podemos ya discernir una estrecha relación entre Ley
y relato en la conciencia de Israel. Lo cual dicta a Calum Carmichael el título de
su libro21. Nos advierte este autor de que «las leyes tanto en el Deuteronomio
como en el Decálogo surgen, no como una respuesta directa y práctica a las con
diciones de vida y culto en el pasado de Israel, como casi universalmente se
sostiene, sino de un escrutinio de los documentos históricos acerca de estas con
diciones. El vínculo está entre ley y relato literario, no entre ley y vida real» (p.
17). Este vínculo, prosigue, no ha de sorprendernos. El Decálogo se incrusta en
un relato, lo mismo que las leyes dadas a Noé (p. 18). El episodio de Jacob luchan
do con el ángel termina con una norma dietética en Génesis 32, 32. La escuela
deuteronómica responsable de las leyes deuteronómicas es también el redactor
de la historia deuteronómica; y así sucesivamente.
La importancia de la tesis de Carmichael reside en su énfasis puesto en el
carácter literario de la relación entre dos géneros literarios, el narrativo y el pres-
criptivo. Así se respeta el Sitz im Wort. Y así también se respeta la intertextuali-
dad entre decir y mandar (cf. Génesis 1, 3,28; 2, 16, etc.). Quisiera sólo insis
tir en el carácter mutuo de esta relación. No hay sólo un movimiento
unidireccional del género narrativo al prescriptivo. El relato no aporta sólo una
trasfondo histórico (arqueológico), que muestra las aplicaciones de la Ley como
praxis histórica; apunta también a una teleología, por cuanto la Ley está rodea
da por todos lados por el proceso orientado de la relación entre Dios y el hom
bre. Este punto será decisivo en la última parte de este estudio. Esto significa
que, aunque universalmente la ley es por definición atemporal, aquí paradóji
camente deja atrás su atemporalidad y se vuelve opción histórica. El relato remi
te a los lectores a lo prescriptivo y lo prescriptivo los envía de nuevo a lo narra
tivo. En esta especie de juego de pimpón, el relato ejemplifica la norma y la
norma eleva el precepto al nivel de paradigma. No sólo hay en los textos canó
nicos de la Biblia una proximidad física entre ambos géneros, sino que la críti
ca literaria atribuye a las mismas fuentes literarias, J, E, D, P, tanto los docu
mentos legales como los relatos.
20. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper
and Row, Nueva York 1962, p. 130. «Todo lo que no puede remitirse a una relación interhuma
na representa, no la forma superior, sino la perennemente primitiva de la religión»: Emmanuel
Lévinas, Totalité et Infini, Martinus Nijhoff, La Haya 1968, p. 52.
21. Calum Carmichael, Law a n d N arrative in the B ible: The E vidence o ft h e D euteronom ic
Laws a n d the D ecalogue, Cornell University Press, Ithaca 1985.
Pero debe quedar dicho, con Carmichael, que primero es el relato. La éti
ca precede a la Ley; primero es el mandamiento, luego la ley. Esta última no care
ce nunca de fundación histórico-existencial. Tórdh quiere decir orientación, esti
lo de vida, educación, «pedagogía» (cf. el uso que Pablo hace del término en
Gálatas 3, 24s). Como tal, la ley es interpretación y es susceptible de cambiar
por interpretación. Como dice Mieke Bal, «la ley ...[es una] institución paradó
jica ... sujeta a interpretación por sujetos q u e están sujetos a ella... Representa los
actos performativos de interdicción (de la transgresión) y de promesa (de inter-
subjetividad social), orientados al futuro; representa también el acto constata-
tivo de con sign ar (la transgresión en el pasado)»22. Podemos también suscribir
la opinión de Moses Mendelssohn acerca de que el Estado instituye leyes, mien
tras que la religión expresa mandamientos, por cuanto le interesa la interioridad
y el pensamiento. Pero nadie ha expresado con mayor claridad la diferencia entre
mandamiento y ley que Franz Rosenzweig, cuando dice: «El judaismo no es ley;
crea ley, pero no se identifica con ella; el judaismo consiste en ser judío»23. Por
ello, dice Rosenzweig, «la ley tiene que vérselas con el tiempo, con un futuro,
con la duración. El mandamiento sólo sabe de momentos»24. Y en otra parte pro
sigue diciendo: «Dios no es dador de leyes; sino de mandamientos. Sólo por la
manera como los observa, cambia el hombre en su inercia los mandamientos en
Ley, en un sistema legal con parágrafos»25. El proyecto esencial de la fe judía no
es el cumplimiento de los 613 mandamientos que los rabinos computaron en
toda la Escritura. «Por tanto, sea mucho o poco o quizás nada lo hecho, poco
importa ante un único precepto inevitable, el de que todo lo que se haga vendrá
de este poder interno [de lo divino]. Así como el conocimiento de todo lo cono
cible no es todavía sabiduría, tampoco hacer todo lo factible es aún acción. La
acción surge en el límite de lo meramente factible, donde la voz del mandamiento
hace que salte la chispa del “debo” al “puedo hacerlo”»26. Ronald Miller lo dice
22. Mieke Bal, L ethal Love: F em inist Literary R eadings o fB ib lica l Love Stories, Indiana
University Press, Bloomington 1987, p. 79. La autora prosigue diciendo que, en la ley, «no hay
presente, el sujeto está solo». Contrastaremos esto con lo que sigue con relación a Franz Rosenz
weig.
23. Franz Rosenzweig, B riefe u n d Tagebiicher, ed. por Edith Rosenzweig y Ernst Simón,
Schocken, Berlín 1935, vol. 1, p. 762.
24. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por W. W. Hallo, Beacon Press, Bos
ton 1972, p. 177.
25. Franz Rosenzweig, On Jew ish L earning, ed. por Nathan Glatzer, Schocken, Nueva
York 1965, p. 166.
26. Ibídem, p. 86. Ronald H. Miller, D ialogue a n d D isagreement. Franz R osenzweigs Rele-
vance to C ontem porary Jew ish-C hristian Understanding, University Press of America, Lanham, MD
1989, p. 17, dice juiciosamente: «Pero, con todo, así como la información almacenada puede abrir
la puerta de la sabiduría, así también la profusión de la observancia judía puede ser el comienzo
de una vida de fe».
de esta manera. «El enunciado legal que se interpreta en tercera persona (“se le
prohíbe a...”) puede transformarse en la realidad dialógica del mandamiento
(“has de...”)27-
Le y y c ó d ig o s
30. Volvemos así al planteamiento de Rolf Knierim, con el que comencé este ensayo.
31. Sarna, Exploring Exodus, p. 141, 142, 175.
32. Cuestión que se demostrará crucial en ulteriores desarrollos de este ensayo.
período de su formación33. Esto quiere decir que los códigos no son «prescrip
ciones con fuerza legal, sino declaraciones de la voluntad justa y recta de Dios».
Su intención es «inculcar los valores, principios, conceptos y procedimientos de
la tradición legal de Israel, no decretar normas específicas para casos concretos»34.
De esto se trata en el razonamiento legal de las hijas de Selofjad en Números 27,
o en el modo como se asegura el perdón Absalón en 2 Samuel 14 (el rey decre
ta una norma que va contra todas las leyes sobre homicidios en el Antiguo Tes
tamento; cf. Números 35, 31,33). De modo parecido, la promesa hecha a Rajab
en Josué 2 es contraria a las normas de la guerra santa de Deuteronomio 20, 15-
18 (cf. 7, 1-5). El mismo juicio se aplica al expolio de Ay en Josué 8, 2. Josué
recurre a la epieikeia, a la interpretación moderada e indulgente, y se refrena para
no aplicar la ley en todo su vigor -como observa R. Polzin35. Por encima de la
letra de la Ley36, hay un h esed w e’-em et en las palabras de los espías a Rajab
(que representa a las naciones) en Josué 2, 14. Esta «continua reinterpretación
de la ley de Moisés» es la manera como el deuteronomista se «apropia de la ley»37.
El D e c á l o g o
38. Albrecht Alt, D ie Ursprünge des israelitischen Rechts (1934), reimpreso en K leine Schrif-
ten zur G eschichte des Volkes Israel, vol. 1, C. H. Beck, Munich 1953, p. 278-332. Leyes casuísti
cas las hay en Éxodo 20, 22 - 23, 19; Levítico 17-26. Las leyes apodícticas (cf. Exodo 20, 2-7;
Deuteronomio 5, 27) tienen sus amarres en la fiesta de Sucot y en la renovación de la alianza. Los
levitas las proclaman en voz alta y el pueblo responde «amén». Otros textos apodícticos son Éxo
do 21, 12, 15-17; 22, 18-19; 31, 14s (más sentencias desparramadas en el Levítico; cf. Levítico
18, 7-18, donde se usa la segunda persona del singular. Lo mismo en Exodo 22, 17,21,27; 23,
1-3,6-9; cf. Levítico 19, 15s). El mismo Sitz im Leben de la fiesta de Sucot vale para el Decálogo
(su introducción hímnica corresponde a una fiesta). Sucot se celebró primero en Sikem (cf.
Deuteronomio 27; Josué 24). Más tarde, Sucot se convirtió en la celebración de año nuevo, sir
viendo así de puente entre el pasado y la nueva realidad. Leyendo en voz alta las leyes apodícticas,
«la comunidad vuelve a su existencia original e ideal» (Alt, G eschichte des Volkes Israel, 1, p. 328).
Véase Salmos 81.
39. Cf. George E. Mendenhall, «Ancient Oriental and Biblical Law», en B iblical A rcheo-
logist, 17 (1954) 26-46, 49-76; Law a n d C ovenant in Israel a n d the A ncient N ear East, The Bibli
cal Colloquium, Pittsburgh 1955.
la forma apodíctica de leyes se encuentra en otras partes del antiguo Oriente pró
ximo, probablemente es preferible centrar nuestra atención en su contenido y
ver cómo éste delinea la identidad del Decálogo. Su insistencia en la exclusivi
dad de la relación entre Dios y el pueblo es manifiesta. En esto estriba, dice
Rudolph Kilian, la verdadera originalidad del código israelita, que no tiene para
lelo alguno en ninguna otra parte del antiguo Oriente próximo40. Esto, podría
argiiirse, no es ajeno a la celebración cultual de la intimidad que existe entre
Yhwh e Israel (con exclusión de otros grupos y naciones). Pero esto representa
probablemente sólo una fase en la trayectoria del Decálogo: es posible que
haya habido más cambios evolutivos. Ya Alt tuvo que hacer una distinción entre
el marco original del Decálogo (que a su entender era cultual) y su reelabora
ción, que en última instancia dejó de lado la estructura métrica original y le
dio una nueva forma, no cultual41. Según Alt, la partícula simple negativa aña
dida a un predicado se diseñó para darle al Decálogo el alcance y aplicación lo
más amplios posible y la más absoluta fuerza moral42.
Alcance, sin embargo, no es lo mismo que comprensión. Von Rad insiste
acertadamente en la orientación general del Decálogo. Se dirige al pueblo en
general y señala una dirección para sus vidas43. No es una ley (un ancho campo
de acción queda sin regular), y nunca recibe este nombre (son las «Diez Pala
bras» en Éxodo 34, 28; Deuteronomio 4, 13; 10,4). Es efectivo sólo en las situa
ciones marginales más extremas (muerte, idolatría, adulterio). Se contenta con
establecer «postes indicadores a los lados de una amplia esfera de la vida que ha
de tener en cuenta quien pertenezca a Yhwh»44. No es condición para la alianza,
pero llega después de establecida la alianza45.
Desde este punto de vista, se entiende que el mandamiento sea prom esa4Ú.
Es así porque no hay en absoluto arbitrariedad en quien manda y en lo man
dado. El mandamiento es una expresión de amor, por cuanto anuncia compasi
vamente cuanto constituye un obstáculo para el cumplimiento de la alianza, y
de ahí su forma negativa. Por esto cuando Josué circuncidó «por segunda vez»
40. Rudolph Kilian, Literaturkritische u n d form gesch itlich e U ntersuchung des H eiligkeitsge-
setzes, Peter Hanstein, Bonn 1963.
41. Albrecht Alt, Essays on Oíd Testament History a n d Religión, trad. por R. A. Wilson, Dou-
bleday, Garden City 1967, p. 151-153.
42. Ibídem, p. 157.
43. G. von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, p. 193-195.
44. Ibídem, p. 194.
45. G. von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, p. 24.
46. Como dice Klaus Koch, «en hebreo, la construcción [de la partícula que precede
siempre a un verbo en imperfecto] equivale a una proposición en futuro indicativo: “No harás esto
o aquello”» ( The Grou>th o fth e B ihlical Tradition: The Form-C riticalM ethod, trad. por S. M. Lupitt,
Charles Scribner’s Sons, Nueva York 1969, p. 9).
a Israel, Dios declaró: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué
5, 9b; cf. Deuteronomio 9, 28: la gracia de Dios). Toda la historia del deutero-
nomista se construye sobre la estructura anticipación-confirmación. El cum
plimiento descrito es de los «enunciados prescriptivos, predictivos o prefigura-
tivos del texto»47.
A este respecto, es de suma importancia enfatizar de nuevo el marco con-
textual del Decálogo. Así como la revelación del Nombre en Éxodo 3 debe leer
se dentro del marco de la Botenspruch [misión] de Moisés48, también aquí el Decá
logo es puesto deliberadamente por la tradición en un contexto de
automanifestación/revelación divina. Lo que Dios es y su misma voluntad son
la misma cosa sin distinción alguna. El prólogo de la autorrevelación divina
del Decálogo es «recapitulación y sumario de... la revelación en Éxodo 6, 2 (cf.
3, 14) del nombre de Dios a Moisés»49. Brevard Childs traza la trayectoria del
texto del modo siguiente:
[El prólogo] remite a esta historia de redención, pero apunta también
a un nuevo estadio en la relación entre Dios y su pueblo... En el acto de
crear un pueblo para sí, historia y ley no son aspectos antagónicos, sino
diferentes de un solo y mismo acto de automanisfestación divina50.
Historia y ley establecen un derecho divino sobre Israel: «Yo soy el Señor
tu Dios, porque te saqué de Egipto». Entendiéndolo así, la traducción francesa
(Traduction O ecum énique d e la Bible) aporta el mérito añadido (en nota al pie
de página) de acentuar el vínculo entre Éxodo 3, 14 y 20, 2. En esta perspecti
va, se entiende mejor por qué el Decálogo no está en modo imperativo, «haz
... no hagas..». Hay aquí un invitación a recordar cuán bueno ha sido Dios y es
para con su pueblo. Luego, coherentemente con tanta benevolencia histórica de
su parte, se describe, a la manera de un «por tanto» y con las «Diez Palabras»,
el modo como ve Dios a un Israel que cumple. A los ojos de Dios, el suyo e s e 1
pueblo que no tiene otro Dios que él, que honra el Sabbat, no roba, no codi
cia, etc. Porque el tiempo verbal fundamental en el Decálogo es el presente indi
cativo, y la negación -que precede las más de las veces las Diez Palabras—no
introduce una prohibición Cal), sino un enunciado ordinario en indicativo (lo).
A Israel se le impone una tarea de honor, no una enorme orden que cumplir.
Noblesse oblige. La comprobación de que Dios ve a su pueblo puro y sin man
cha, carga sobre éste el pesado fardo de responder a las expectativas divinas y
de acomodarse a la imagen que Dios amoroso se ha hecho de él. Como dice Wer-
57. «El hombre del Antiguo Testamento es llamado a ser libre por los Diez Mandamientos,
a dar forma a su vida y a corresponder a Dios». Véase Josef Schreiner, D ie zehn G ebote im Leben
des Gottesvolkes, Kósel, Munich 1966, p. 44.
58. Harmut Gese, hablando de la ley en el libro de Ezequiel, dice: «El culto corresponde
a una realidad trascendental. Así como el Sabbate.s el Sabbat de Dios... así también todo el culto
refleja las imágenes primevas trascendentales (tabnit, Exodo 25, 9,40; 26, 30 P). La ley misma «es
la fiindamentación trascendental de la vida en acciones simbólicas. La realidad trascendental pue
de proyectarse en la realidad humana» (Essays in B iblical T heology, p. 73).
59. Marcos 2, 9 y paralelos.
60. Jacob Neusner escribe: «Cuando pensamos en Moisés que rompió las tablas de los
diez mandamientos, cuando pensamos en Cristo crucificado, usted y yo nos damos cuenta de la
única manera como la revelación -la Torá- puede llegar hasta nosotros: como un desafío a lo
que somos». En Andew M. Greely y Jacob Neusner, The B ible a n d Us, Warner Books , Nueva
York 1990, p. 47-48.
61. Patrick Miller, D euteronomy, John Knox, Atlanta 1990, p. 75. Cf. W. Keszler, «Die lite-
rarische, historische und theologische Problematik des Dekalogs», en Vetus Testamentum, 7 (1959)
1-16. «Dios considera la vida de Israel como un todo y exige total obediencia en el culto, los ritos
y el ethos» (ibídem, p. 14).
diato de la invitación, porque «la falta de reconocimiento es lo mismo que des
obediencia»62. El modo indicativo en la fórmula de invitación al reconocimien
to («sabréis») acentúa la soberana intención divina. Pero, añade Zimmerli, el indi
cativo aquí y en cualquier parte incluye también una pizca de imperativo. La
fórmula de reconocimiento en el Decálogo es un caso que deja esto claro; en
D, la fórmula de reconocimiento «incluye guardar los mandamientos» (cf. 4,
39s). La fórmula «ellos sabrán que yo soy Yhwh» implica que están obligados;
es tanto un imperativo como un reconocimiento de la libertad humana. «En un
sentido fundamental, claro está, ambos elementos están siempre contenidos en
un pronunciamiento profético»63.
«N O MATARÁS»
62. Walther Zimmerli, «Knowledge of God according to the Book of Ezekiel», en IA m Yah-
weh, trad. por Douglas W. Stott, John Knox, Atlanta 1982, p. 71.
63. Ibídem, p. 52 y 37.
64. Patrick, O íd Testament Law, p. 53.
ce con relativa escasa frecuencia, unas cuarenta y seis veces, en especial en el con
texto de un enemigo personal. Se usa sólo una vez para la pena capital (Núme
ros 35, 30). Como por lo general abarca también la muerte accidental, los docu
mentos deuteronómicos y sacerdotales mencionan lugares de refugio para alguien
culpable de razah, (Deuteronomio 4, 41-43; 19, 1-13; Números 35; Josué 20-
21)65. Parece, por tanto, que deberíamos seguir la corriente de los expertos moder
nos, como Ludwig Kóhler, y ver con ellos en el mandamiento una condena de
un uso abusivo de la ley que implique la muerte de la parte culpable66. En un
ámbito más amplio, J. J. Stamm sugiere que razah se. usa «cuando se trata de la
muerte o del asesinato de un adversario personal»67. De aquí que sea un acto anti
social (en contraste con h a ra gy hém ith, otros términos frecuentes también que
se traducen como «matar»). Como, por otro lado, la gran mayoría de casos se
refieren a la venganza de la sangre, Henning Graf Reventlow cree que la prohi
bición contempla tanto la muerte inicial como la represalia68. La ley pondría un
límite a la vendetta. Pero, siguiendo a Childs, parece que deberíamos ampliar
la definición hasta abarcar el hecho de matar «por enemistad, engaño u odio» (=
asesinato). Más tarde, entre los profetas y los sabios, el verbo describe la vio
lencia intencional y malévola (Isaías 1,21; Oseas 6, 9; Job 24, 14; Proverbios
22, 13, Salmos 94, 6). Es ésta la perspectiva que contempla el Decálogo en su
forma actual69.
Aunque la división del Decálogo en dos tablas sea problemática (Childs
dice que esto no ocurrió en Éxodo 20, sino en Éxodo 34 y Deuteronomio 5; vé
ase su Exodus, p. 395), este sexto mandamiento —primero en la serie de la «segun
65. Cf. Johann J. Stamm, «Sprachliche Erwagungen zum Gebot: Du sollst nicht tóten», en
Theologische Zeitung, (1945) 81-90. Las ciudades de refugio constituyen «el único tratamiento
legal del asesinato en la ley deuteronómica» (Patrick, Oíd Testament Law, p. 123). Estas ciudades
se nombran en varios textos: Números 35, 9-28 (Números 35, 16-23 describe casos de asesinato
intencional y no intencional); Deuteronomio 4, 41-43; Josué 20, 1-6,9. O bien los jueces de la
ciudad de asilo celebraban un juicio para mantener al culpable en la ciudad o devolverlo para que
fuera ejecutado, o bien los jueces de la ciudad en la que ocurrió el crimen juzgaban de nuevo al
criminal. La condena requería dos o más testigos, «las pruebas jugaban un papel mucho más secun
dario» (cf. Patrick, Oíd Testament Law, p. 125). Las maquinaciones se neutralizan posiblemente
con testigos cualificados (quizás Éxodo 23, 1-3; Amos 5, 10; cf. la historia de Susana. De este
modo, el testigo culpable de falso testimonio carga con el castigo con que se amenazaba al acu
sado; Deuteronomio 19, 19).
66. Ludwig Kohler, «Der Dekalog», en Theologische Rundschau, 1 (1929) 161-184; cf.
p. 182.
67. Stamm, «Sprachliche Erwagungen» («cuando se trata de la muerte o del asesinato de
un adversario personal»),
68. Henning Graf Reventlow, Das Heiligskeitsgesetz formgeschichtich untersucht, Neukir-
chener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1971. También W. Keszler, «Die literarische, historiche und
theologische Problematik des Dekalogs».
69. Childs, Exodus, p. 421.
da tabla» que contempla las relaciones con otros seres humanos- se corresponde
con el primero de la «primera tabla». Honrar debidamente a Yhwh y no tomar
una vida humana son puestos a la par70. La razón está ciertamente en la santidad
reconocida de la vida humana, como van Rad y Schreiner han puesto de relieve71.
Este principio básico se repite una y otra vez, de una forma explícita o implícita,
de modo que el mandamiento de no matar se convierte en un escenario del creci
miento y desarrollo en sentido y fuerza del Decálogo dentro de las Escrituras y
más allá de las mismas. Y esto se irá haciendo cada vez más claro con el continua
do ensanchamiento de la definición de razah, hasta la mayor extensión de su sig
nificado hecha por Jesús en Mateo 5, 21-26 (amor hasta del enemigo)72. Antes, y
dentro de la trayectoria bíblica del texto, la versión elohísta (E) del texto de Exo
do 20, 13 contempla una sorprendente ampliación de su significado en el texto
yahvista (J) de Génesis 4, donde Caín se convierte en tipo. Quien mata a un ser
humano, mata a su hermano73. La evolución continúa con el texto sacerdotal (P)
de Génesis 9, 6 y la formulación de la «Ley de santidad» (H) de Levítico 19, 17s.
Como dice Dale Patrick, Levítico 19, 17-18 «puede interpretarse como una ex
pansión del mandamiento de no matar [por cuanto el mandamiento querría]
desaconsejar todo tipo de acción que pudiera terminar en muerte... No odia
rás..., sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”»74. Sobre este último texto,
no puedo resistirme a la necesidad de recordar que, para Franz Rosenzweig,
70. Véase también Harrelson, The Ten Commandments, p. 112. Ya el Midrás judío saca con
clusiones del primero y del sexto mandamientos encarando uno al otro en las dos tablas. Mekilta
Bah.odesh 8 dice que los mandamientos fueron escritos cinco en una tabla y cinco en la otra.
«En una fue escrito “Yo soy el Señor tu Dios” y en la opuesta “No matarás”. La Escritura mues
tra de este modo que quien derrama sangre es visto por laTorá como si hubiera disminuido la
imagen del rey divino». Luego el texto recuerda el concepto de imago Dei.
71. J. Schreiner, Die zehn Gebote, G. von Rad en Theologisches Worterbuch zum Neuen
Testament, W. Kohlhammer Verla, Stuttgart, vol. II, véase la voz « zad», p. 844. Por eso, de acuerdo
con la ley rabínica, el judío bajo coacción puede transgredir prescripciones menores, pero bajo nin
guna circunstancia puede cometer idolatría, fornicación o asesinato; véase Roger Brooks, The Spirit
ofTen Commandments: Shattering the Myth ofRabbinic Legalism, Harper and Row, San Francis
co 1990, p. 142-143. En Job 24, 14-15, el asesinato va acompañado de otros dos pecados funda
mentales; robo y adulterio. En Oseas 4, 2, son cinco; perjurio, mentira, asesinato, robo y adulterio.
72. Sarna llama la atención sobre la preocupación de la ley por el infortunado de la socie
dad, incluido el enemigo. Cf. Exodo 23, 3-4 (ayuda que se da al enemigo en caso de un animal
perdido o caído bajo su carga). «Esta conducta civilizada ha de desarmar inevitablemente la mutua
hostilidad» (Exploring Exodus, p. 173). Cf. David Flusser, «A New Sensitivity in Judaism and
the Christian Message», en Harvard Theological Review, 61 (1968) 126: «Está claro que el plan
teamiento moral que hace Jesús del hombre y de Dios ... es único e incomparable. Según las ense
ñanzas de Jesús, tienes que amar al pecador, mientras que según el judaismo no tienes que odiar
al malvado, ... [pero] amar al enemigo no está mandado»
73. Génesis 4, 9 // 3, 9; 4, 11 // 3, 17. Sobre esto, véase W. Schmidt, Oíd Testament Intro-
duction, p. 80.
74. Patrick, Oíd Testament Law, p. 254s.
«como a ti mismo» significa la respuesta universal al amor incondicional de Dios
para con todas sus criaturas; todo hombre, cada hombre es «como tú», un alter
ego. El hombre me revela a Dios en una de sus manifestaciones. De acuerdo con
Emmanuel Levinas, el rostro del otro es el inmediato portador del mensaje del
Sinaí, que me dice: «¡no [me] matarás!». Resulta bastante interesante la traduc
ción de Zimmerli de Levítico 19, 34 como «le amarás en cuanto hombre que es
igual que tú»75.
Aún más; es probable que Exodo 20, 13 tuviera originariamente un fraseo
más expansivo y que el término «prójimo» apareciera en la formulación. En la
reconstrucción que hace Eduard Nielsen, por ejemplo, de una forma más anti
gua de las «Diez Palabras», acerca el sexto mandamiento a Jeremías 7, 6 y 22, 3
(que, en efecto, alude al Decálogo)76. Se muestra también muy sensible a la recu
rrencia de la expresión «tu prójimo» en el séptimo, noveno y décimo manda
miento. A partir de ahí, piensa que debió de estar presente también en el sexto:
«No derramarás la sangre de tu prójimo» (saphakh dam), lo que indica una pro
hibición del homicidio «cometido en privado», afirma.
Paradójicamente, el carácter sagrado de la vida humana y el «amor al pró
jimo» exigían que el castigo por la transgresión de la ley fuera la pena capital. La
literatura rabínica cita de manera intencionada el sexto mandamiento por orden
tras Levítico 24, 17 (pena capital por homicidio, cf. Talmud d e Jerusalén, Tra
tado Baba Qamma 4, 6). Jacob J. Finkelstein, en su influyente ensayo, «The
Goring Ox»77 [El buey acorneador], ha mostrado que, en el ejemplo en cuestión,
se impone la pena de muerte al propietario del buey por la aversión del legisla
dor a una compensación monetaria por la vida humana (cf. Exodo 21,
12,l6,20,22s,29; 22, 2s; en el mismo sentido, N. Sarna llama la atención sobre
Números 35, 31-33)78. En cambio, «ninguna ley reguladora de la propiedad
75. Zimmerli, O íd Testament T heology in O utline, p. 137. Cf. Deuteronomio 10, 19; Gála-
tas 6, 10.
76. Eduard Nielsen, The Ten C om m andm ents in N ew Perspective: A Traditio-Historial Appro-
ach , trad. por David J. Bourke, Alee R. Allenson, Inc., Naperville 1968, p. 85, 90-91. Véase tam
bién Génesis 9, 6 (P). Cf. Kalheinz Rabast, Das apodiktische Recht in D euteronom ium u n d im Hei-
ligkeitsgesetz, Heimatdiensverlag, Berlín-Hermdorf 1948.
77. Jacob J. Finkelstein, «The Goring Ox: Some Historical Perspecdves on Deodans, For-
feitures, Wrongful Death, and the Western Notion of Sovereignty», en Temple Law Q uarterly,
46 (1973) 169-290.
78. Que lo ético no es sino otro aspecto de lo teológico, aunque independiente de él, tal
como insistiremos en decir más adelante, explica por qué, por ejemplo, el mandamiento de no
matar tiene un límite en Génesis 9, 6: la sangre no ha de ser derramada, «a menos que deba ser
lo por expreso mandato de Dios mismo», como dice W. Harrelson {The The C om m andm ents ,
p. 113), un mandato que toma la forma de garantía plena dada a la comunidad para ejercer la
pena de muerte. La prohibición de tomar una vida no se debe a una supuesta naturaleza sacro
santa de la vida, sino a que la vida pertenece a Dios, quien tiene un exclusivo derecho sobre ella.
(excepto la de los esclavos) supone castigos que impliquen la ejecución o el
castigo físico del culpable. La norma es la restitución con compensación» (Fin-
kesltein, «The Goring Ox», p. 256). En palabras de Dale Patrick, «el sistema
legal de la Biblia elevó al mundo humano por encima de la naturaleza y otorgó
al ser humano un valor infinito. En contraposición, la ley mesopotámica some
tió la sociedad humana a la naturaleza y al individuo a la sociedad»79.
La prohibición de matar es, según la tradición judía unánime, uno de los
mandamientos fundamentales, que había de ser obedecido siempre y en cual
quier circunstancia80. Cuando Génesis 3-11 reflexiona sobre la invasión del mal
en el mundo, comienza mostrando el asesinato como el acto pecaminoso pri
mordial, a la vez que denomina típicamente a este acto fratricidio. Estos capí
tulos prosiguen con la descripción de una violencia cada vez mayor sobre la
tierra. En Génesis 9, una de las siete leyes fundamentales de Noé prohíbe en tér
minos incuestionables el derramamiento de sangre humana (versículo 6; véase
también Éxodo 21, 12-14; Levítico 24, 17, 21b; Números 35, 21,25,28; Deu
teronomio 21, 1-9; 27, 24, etc.). El mismo texto invoca la cualidad divinamente
otorgada al hombre de ser im ago Dei. Pero el a lca n ce de la prohibición ha de
ser investigado algo más.
En palabras de Paul Ricoeur, «el proceso de la justicia pasa por la reduc
ción conceptual; el proceso del amor, por la amplificación poética»81. Abraham
Heschel no habría rechazado esta opinión. Dice: «Toda observancia es apren
dizaje en el arte de amar»82. La «amplificación poética» ha sido llevada a sus últi
mas consecuencias por Jesús, quien fue evidentemente más poeta que legislador.
Sin embargo, observa E. P. Sanders, cuando en opinión de los demás hay trans
gresión de la Ley, Jesús ofrece una defensa legal, manifestando así su respecto por
aquélla. En el Sermón de la montaña, por ejemplo, no hay oposición alguna a
la Ley por parte de Jesús. Pero, como se muestra ya en los primeros términos
antitéticos del Sermón -que precisamente se refieren a la prohibición de matar-
todo es cuestión de interpretación. El «pero yo os digo», en boca de Jesús, sue
83. E. P. Sanders, Jew ish Law fro m Jesús to the M ishnah, Trinity Press International, Fila-
delfia 1990, p. 95.
84. Levítico 19 es la versión Pde los Diez Mandamientos.
85. Sanders, Jew ish Law, p. 70.
86. Patrick, O íd Testament Law, p. 53.
87. «El Decálogo es la contraparte negativa del mandamiento de amar a Dios y al próji
mo... Supuesta esta estructura para evitar la desobediencia, uno es libre para amar a Dios o al pró
jim o de otras maneras» (W. Harrelson, The Ten C om m andm ents, p. 186).
88. Hemos visto antes que ésta no es la opinión de Childs y de otros.
acuerdo con las restantes «Palabras» del Decálogo, la nueva formulación es un
paso hacia una interpretación más amplia de entrega personal a Dios. En el man
damiento de honrar padre y madre, en particular, hay más bien una evolución
dramática hacia el amor, tal como lo espera el mismo legislador, que la simple
evitación de la falta de respeto (como es el caso de los textos paralelos, Éxodo
21, 15,17; Deuteronomio 27, 16). Esta tendencia a ampliar «dentro de lo posi
ble» el alcance de la Ley, a través del mandamiento del amor, es propiamente
teológica.
En correspondencia con la definición ampliada de los verbos de acción
en la Ley, también se ve afectada la definición del objeto del amor. En Jueces 17,
10, al maestro de sabiduría, en este caso un sacerdote, se le llama «padre», igual
como sucede con el profeta en 2 Reyes 2, 1289. Se les honra y venera como a tales.
El cambio a la forma positiva, dice Nielsen, corresponde al paso de una con
cepción de la Torá a otra, por la influencia de la Sabiduría sobre la Ley (cf. Sal
mos 19). Primero, la función de la ley es «marcar los límites trazados por los tér
minos de la alianza y definir la esfera dentro de la cual puede transcurrir
normalmente la vida de los israelitas, pero luego la Ley se convierte en «un
estímulo positivo para emprender ciertos rumbos de acción»90. Se restablece así
la insistencia de Gerstenberger en el papel de la Sabiduría sobre el Decálogo,
pero yo preferiría ver ese papel, con Nielsen, al final del proceso, no a sus comien
zos. Con la Sabiduría, llegamos hasta el poste del camino que nos anuncia al telos
de la ley, pero no todavía al final del proceso. La sexta «Palabra» recibe su más
plena interpretación en el mandamiento del amor al enemigo, esto es, cuando
la definición de prójimo se convierte en totalmente inclusiva, abarcando inclu
so a su antónimo.
Cierto, el amor al enemigo exige más de lo que uno puede cumplir. Pero
este «más de lo que» es precisamente el alcance del mandamiento. Toda deli
mitación, toda descripción de la prohibición en términos de parámetros estric
tos nunca va lo bastante lejos, por lt>que participa del mismo acto criminal aquí
prohibido. El lector reconocerá en esto, pienso yo, la argumentación de Pablo
cuando habla de la «letra», es decir, en última instancia de la interpretación de
la ley91. A este respecto, el primitivo sumario suministrado por Deuteronomio
6 dice ya: «Éste es el mandamiento... Amarás...».
89. Cf. Erhard Gerstenberger, Wesen u n d H erkunfi des «apodiktischen Rechts», Neukirche-
nerVerlag, Neukirchen-Vluyn 1965, p. 95s.
90. Nielsen, The Ten Com mandments, p. 117.
91. La «letra», igual que el «dicho» («pero yo os digo», véase antes), es interpretativa.
La cuestión que quisiera explorar, llegados a este punto, es interna a la Escri
tura hebrea. ¿Indica ésta la manera como entiende la naturaleza de la Ley? ¿Refle
xiona la Ley sobre su propia esencia?
La importancia del marco histórico de la Ley en el Antiguo Testamento no
puede exagerarse. Es una valiosa indicación decir que la ley debe ser pensada
en un contexto intercontextual. La ley nos remite a la historia de la relación entre
Dios y el pueblo, y la historia proporciona la razón del mandamiento de Dios al
pueblo.
Pero entonces, es evidente que Éxodo 20, 13 entra fácilmente en conflic
to con la historia (o el relato a modo de historia) del intento de asesinato de Isaac
en Génesis 22. Aunque la distancia cronológica existente entre ambos pasajes
supone al parecer 430 años -un a distancia que Pablo en el Nuevo Testamento
usa para su argumento de que la justificación por la fe tiene precedencia sobre
la justificación por obediencia a la Ley (cf. Gálatas 3, 17)-, no es sólo justo, sino
también necesario, que pongamos ambos textos uno junto al otro, porque ambos
pertenecen a la Torá. Puede incluso hasta decirse que Génesis 22 pierde todo su
sentido92, si no se le pone dentro del contexto de la prohibición de Éxodo 20,
13. Se supone que Abraham conocía la Ley. Ésta es la opinión unánime de la
literatura judía que, por encima de fronteras sectarias, afirma que la Torá fue
conocida por los antepasados antes de recibir definitivamente forma de colec
ción en tiempos de Moisés. Además, leyes contra el asesinato se encuentran
por todo el antiguo Oriente próximo y preceden con mucho cualquier período
que queramos asignar a Abraham (si un ejercicio de este tipo tuviera algún
sentido). Como ya mencionamos antes, la prohibición del asesinato se encuen
tra ya en el Libro d e los m uertos A 14-15; B5; y en Surpu 49, donde es un acto
llevado a cabo por un individuo, no por una colectividad93. Por último, y de
un modo definitivo, está claro que Génesis 22 (atribuido a / ya/*) fue escrito
siglos después de la codificación del Decálogo por tradicionalistas que compar
tían iguales puntos de vista no cronológicos.
Las historias de los patriarcas son historias paradigmáticas. La mayor in
justicia que podemos hacerles es verlas como episódicas y entender que su ense
92. De hecho, un «plus de significado», como dice Paul Ricoeur. W illiam J. Peck, «Mur-
der, Timing, and the Ram in the Sacrifice of Isaac», en Anglican T heological Review, 58 (1976) 25,
habla de «saturación con un plus de significado».
93. Véase Buis y Leclerq, Le D eutéronom e, p. 71. Abraham «conocía» la ley; cf. Eclesiásti
co 44, 19-21; 2 Baruc 57, 1-2; Jubíleos 16, 20-23; 1 Macabeos 2, 52; D ocum ento d e D amasco 3,
1-3; Josefo, A ntigüedades judias, 1, 225, y toda la literatura rabínica. En mi ensayo sobre Génesis
37s, vemos el mismo conocimiento atribuido a José.
ñanza sólo vale para un tiempo ya pasado94. Sea cual fuere el kerygma de Géne
sis 22, es ciertamente ejemplar y su lección es imperativa para generaciones fu
turas. En otros términos, hay un propósito común en lo narrativo y en lo pres-
criptivo en Israel. Como dijo una vez Abraham Heschel, «lo Halakhah sin lo
Agadah es inerte; lo Agadah sin lo Halakhah es extraño»95. La narrativo (Aga-
dah) introduce, por ejemplo, la costumbre/mandamiento de la circuncisión
(Génesis 17, 23), mientras que lo prescriptivo (Halakhah) hace que esta cos
tumbre sea un mandato (Levítico 12, 3, cf. Génesis 17, lOs). El relato propor
ciona el motivo para no comer el nervio ciático de la articulación del muslo
(Génesis 32, 32), y su prescripción, aunque no esté presente en el textus receptus
se sobreentiende claramente. De modo similar, en una primera aproximación,
el relato establece, en Génesis 22, en términos totalmente claros, que el hijo
primogénito (o, a efectos prácticos, aquel que tenga el derecho de primogenitu-
ra) pertenece a Dios, que lo posee como propiedad privada suya; lo prescripti
vo constituye repetidamente esta propiedad divina en un privilegio legal y en
consecuencia prescribe los medios con que los padres naturales deben redimir a
su hijo primogénito de una muerte segura, que es el modo como reclama Dios
lo que es suyo. El primogénito es misteriosamente hijo de la muerte (cf. Job 18,
13) y, si vive, es un superviviente, un resucitado (Éxodo 13, 12,13,15; 22, 29;
Números 3, 13; 18, 15; véase Lucas 2, 13). En otras palabras, al «no matarás»,
tanto en lo narrativo como en lo prescriptivo, se le opone como contraorden la
exigencia divina sobre el hijo primogénito, a quien el padre (en este caso Abra
ham) debe por Ley ofrecer en sacrificio a Dios. ¡Deberíamos llegar así a un lí
mite adicional del sexto mandamiento, amén de la pena capital y los actos de
guerra! Pero el texto de Génesis 22, así como los textos ya citados, muestran
que éste no es el caso.
El primogénito es el r ’ésit, el primero, el más excelente, en el sentido en que
la cabeza es también el cuerpo entero (cf. Salmos 78, 51; 105, 36). El primero
pertenece a Dios como signo de que todo le pertenece. En Isaac están inclui
dos todos los hijos existentes o potenciales de Abraham. Éste toma a su «hijo, el
unigénito, al que tanto ama, a Isaac», igual como, a fo rtio ri, tomaría a su otro
hijo, a un hijo común, no tan amado, Ismael, por ejemplo96. Si Isaac, luego tam
bién cualquier otro. Si Isaac, también todos los demás. Si el mandato divino es
L a «s u s p e n sió n t e l e o l ó g ic a d e l o é t ic o »
97. Véase la respuesta de Jacob Halevi, en «Kierkegaard and the Midrash», en Judaism, 4
(1955) 13-28, al artículo de Marvin Fox, «Kierkegaard and Rabbinic Judaism», en Judaism, 1
(1953) 160-169.
98. Soren Kierkegaard, Fear and Trembling and the Sickness unto Death, trad, por Walter
Lowrie, Princeton University Press, Princeton 1969, p. 90 [trad. cast.: Temory temblor, Losada,
Antes de referirnos a otras y más poderosas reflexiones midrásicas sobre la
Aqedah, observemos en este punto que los estudios judíos modernos, cuando
intentan prolongar la línea tradicional de interpretación, no resultan más con
vincentes que sus antiguos modelos. Si, por ejemplo, tuviéramos que seguir a
rabí J. H. Gumbiner, Génesis 22 es la demostración de que Dios no exige el sacri
ficio de un hijo". Pero esta demostración ab absurdo implicaría, a mi entender,
que otras historias nos muestran a un Dios que manda perpetrar idolatría o adul
terio para poner a prueba. En suma, se cae entonces en una especie de «saba-
tianismo».
Trato aparte otras lecturas midrásicas porque no eluden lo insólito del tex
to (absurdum, también se podría hablar de riesgo, recordando la frase de Kier-
kegaard que dice «sin riesgo no hay fe»). La «absurdidad» de la exigencia de Dios
a Abraham está muy presente, como velada por sólo una hoja de parra, cuando
el Midrás imagina un debate entre Dios y Satanás, como en el prólogo de Job.
Y es por instigación de Satanás que Dios «tentó a Abraham» (Sanedrín 89 b). De
modo parecido, la absurdidad de la exigencia de Dios no se amortigua en modo
alguno cuando Tanhumah Vayera 46 aduce como razón de Dios, para tentar a
Abraham, «hacer que las naciones del mundo sepan que Yo no te escogí a ti [Abra
ham] arbitrariamente». ¿Sólo podía mostrarse dicha elección reclamando la vida
de Isaac? Y si una posible respuesta es que una orden así no es un absurdo, vinien
do de un Dios que lo exige todo, ¿qué decir de un Abraham que deja que por su
medio se cometa un infanticidio? A esto se refería exactamente Kierkegaard. J.
Halevi comenta que «no es que Abraham no tuviera razón alguna [para come
terlo], sino que su razón es comprensible a Dios y a los ángeles, y no es posible
entenderla en los términos de la sociedad actual, de la familia de Abraham... [esto
es], no resulta inteligible a lo universal» («Kierkegaard and the Midrash», p. 18).
Pero el Midrás va más al fondo. Hay una profunda reciprocidad de efectos
de la Aqedah sobre el hombre y sobre Dios. La prueba de Abraham, como la de
Job, es la prueba de Dios: «Te he probado con muchas pruebas y las has supe
rado todas satisfactoriamente. Ahora te pido que, por mi amor, resistas también
ésta, de modo que el pueblo no pueda decir que todas las anteriores fueron en
vano» (Sanedrín 89 b). Pero entonces nos ponemos en una perspectiva muy kier-
kegaardiana. Entre Dios y Abraham hay un intercambio de lo absurdo. Es ver
daderamente absurdo por parte de Dios exigir el supremo sacrificio de Abraham
sólo para ganar la aprobación del «pueblo»100.
102. Brooks, The Spirit o ft h e Ten C om m andm ents, nos apela a «actuar por encima y más
allá de la llamada de la ley» (p. 143). Y Heschel afirma que «el objetivo es vivir por encima del dic
tado de la ley» ( The Wisdom o f Heschel, p. 255).
escandaloso trío de la genealogía de Jesús (véase Mateo 1). A Moisés nunca se le
reprocha haber dado muerte al egipcio y haber ocultado su cuerpo en la arena
(Exodo 2, 12)'03. Jacob roba la primogenitura a su hermano, y engaña desver
gonzadamente a su padre Isaac, aprovechándose de su ceguera, cosa específica
mente prohibida por la ley (Levítico 19, 14; Deuteronomio 27, 18). Toda su
vida es, en realidad, una «suspensión de lo ético».
Manfred Vogel, sin embargo, se muestra ofendido por el principio kier-
kegaardiano104, y dirige nuestra mirada más bien hacia «el planteamiento pro-
fético clásico» (p. 42). Sostiene que «el planteamiento profético clásico» man
tiene como axiomático que Dios «nunca dejará en suspenso lo ético». Pero,
podríamos preguntar, ¿es esto verdad, por ejemplo, de Isaías 53? ¿de Zacacarías
12, 10? ¿de la vida profética de Jeremías (véase, por ejemplo, capítulo 12, o 16,
1-13: el celibato impuesto a Jeremías; etc.)? ¿de la obligada recuperación por
Oseas de una «fulana»? ¿No recibe Ezequiel (Ezequiel 4-5) diferentes órdenes
que van contra la propiedad (sacerdotal)? Debe rasurarse el pelo de la cabeza y
de la barba (a pesar de Levítico 2 1 ,5 ; véase Ezequiel 44, 20), comer pan coci
do con excrementos humanos (como última concesión, con excrementos de ani
males), pese a lo que diga Deuteronomio 23, 14. ¿Y qué dice laTorá en Géne
sis 12, 1Os, 16, y 21, 12? ¿y en Génesis 27 o Génesis 38, o también en Exodo
2 , 12 ?
Aunque, en la serie de los de asesinatos bíblicos «santos», el modo como se
deshace David de Urías no ha de ser puesto ciertamente a la misma altura que
los hechos que se atribuyen a Abraham o a Moisés, sucede que ¡la dinastía de
David se perpetúa a través de su unión impura con la mujer de Urías («David
engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón», dice Mateo 1, 6)! La cóle
ra homicida de Elias contra los «profetas de Baal» se justifica quizás por su celo
por Dios, pero ¿qué decir de 2 Reyes 1, 9s?
Sobre esto, incluso entre los sabios (y conservadores) talmúdicos, la «sus
pensión de lo ético» no es desconocida. Se dice que la discrepancia entre ’e hyeh
aser ’e hyeh en la primera parte de Éxodo 3, 14 y ’e hyeh en la segunda parte del
versículo se explica como sigue: ’e hyeh significa «yo estaré con vosotros durante
la esclavitud en Egipto», mientras que ’e hyeh aser ’e hyeh significa esto mismo y,
adem ás, que Dios estará con Israel en las esclavitudes que han de venir. Por
ello, para salvar a los hebreos en Egipto, Moisés recibió la orden de hablar en
nombre de ’e hyeh sólo y de callar respecto de las restantes esclavitudes del futu
103. Esta acción de Moisés está considerada constantemente por la tradición como una
excepción de la regla contra el asesinato (cf. Exodo Rabba acerca de 2, 11, 12; Actos 7, 24).
104. Manfred Vogel, «Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethical: Some Reflec-
tions from a Jewish Perspective», en The G eorgetown Symposium on Ethics, Univesity Press of Ame
rica, Lanham 1984, p. 19-48.
ro. (Así Jacob b. Abina en el nombre de rabí Huna de Séforis; Exodo Rabba 3, 6;
cf. Rashi sobre Éxodo 3, 14)105.
Es, por tanto, muy sorprendente que Kierkegaard irrite tanto a ciertos
comentaristas judíos modernos. Martin Buber no hizo demasiados esfuerzos para
entenderle en sus obras ¿Qué es el hom bre?y (1947) y Eclipse de Dios (1952). Rabí
Milton Steinberg ha afirmado que, «desde el punto de vista judío —y en esto con
siste uno de sus mayores méritos- lo ético nunca está en suspenso, no lo está
bajo ninguna circunstancia no lo está para nadie, ni siquiera para Dios. ¡En espe
cial no lo está para Dios!»106. Esta apasionada, aunque errónea, aseveración resul
ta verdaderamente sorprendente. Otro judío «rabínico», Jacob Halevi, como
vimos, es capaz de mostrar la sorprendente afinidad existente entre la «suspen
sión» de Kierkegaard y el Midrás. Pero podríamos decir, siguiendo a Steinberg,
que en la medida en que en el judaismo «normativo» lo Agadah queda sustitui
do por lo Halakhah, la «suspensión de lo ético» que se encuentra en lo primero
pertenece más al folclor que al paradigma. Se cita, por lo general, un texto «halá-
quico» con toda la seriedad, por muy irrelevante que pueda ser para los tiempos
actuales, mientras que nos referimos a lo «agádico» con una sonrisa, con un gui
ño que viene a decir «esos antiguos rabinos eran deliciosamente intrépidos, pero,
¿quién puede tomarlos en serio cuando nos cuentan historias?».
En este sentido, Steinberg está en lo cierto. Es evidente que el judaismo
«haláquico» no conoce ninguna «suspensión» como tal. Es también evidente que
lo subversivo en la Biblia o en la literatura rabínica estará ausente de géneros
que son refractarios a tal absurdidad: el género legal (por definición) y el sapien
cial o parenético. Es, por consiguiente, una verdadera revolución o un auténtico
escándalo que el Nazareno consiga hacer entrar el espíritu «agádico» (cómodo
en lo narrativo) en lo «haláquico». La penetración de lo «agádico» en lo «halá
quico» no es una novedad, sin embargo. La Biblia hebrea presenta numerosos
ejemplos del fenómeno, en especial en los profetas, pero no exclusivamente en
ellos. El relato transforma lo prescriptivo en el libro de Rut, por ejemplo, don
de el matrimonio por levirato se reinterpreta de un modo conveniente para aco
modarlo a una situación sumamente inusual, de hecho, una situación prohibi
da por la ley: la integración de una moabita en la comunidad. Otro ejemplo nos
lo da 1 Samuel 21: David y sus hombres comen panes de la proposición en el
santuario de Nob. Este episodio particular de «suspensión» de lo legal y cultual
lo trae a colación Jesús (Mateo 12; Marcos 2, Lucas 6).
105. Este tratamiento compasivo del pueblo cuenta como una kierkegaardiana «suspensión
teleológica de la ética», dice Jacob L. Halevi («Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethi-
cal. Is It Jewish?», en Judaism , 8 (1959) 291-302; véase p. 297s).
106. Milton Steinberg, «Kierkegaard and Judaism», en M enorah Journal, 37, 2 (1949) 176.
En su artículo de 1984 sobre Kierkegaard, Vogel contrasta el judaismo con
el luteranismo del danés. Para el judaismo (= «tipo I»), dice, religión y ética están
inxetricablemente entretejidas y son inseparables; mientras que para el lutera
nismo (= «tipo II»), la religión y la ética están separadas, a la vez que existe una
clara superioridad de la primera sobre la segunda. Kierkegaard, en Temor y
tem blor, atribuye «supremacía a lo religioso, incluso cuando lo ético está con
tramandado en su sentido más fundamental» (p. 21). Lo ético, incluso para
el tipo II «no requiere ser visto con demasiada seriedad» (p. 22). Pero, para el
tipo I, hay en esto una imposibilidad. Aquí, en vez de ser una afirmación, la sus
pensión de lo ético se convierte en un problema.
Una respuesta al artículo de Vogel puede, según creo, clarificar la cues
tión que constituye el núcleo de la presente discusión. Su contrastante plantea
miento nos lleva hasta la línea divisoria entre las dos concepciones de la Ley,
características del judaismo y del cristianismo (no sólo del luteranismo).
En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la tipología que llena su ar
tículo, esto es, la división que el autor hace entre religiones de «tipo I» y de «tipo
II» es deficiente, o sumamente cuestionable. Es, con toda certeza, de lo más des
afortunado presentar la suspensión de lo ético en Kierkegaard como algo que no
requiere ser visto «con demasiada seriedad» (p. 22). Presentar toda la tragedia
existencial de la vida de Kierkegaard como fácilmente soportable en razón de su
confesión religiosa es no tomar en serio a Kierkegaard.
En segundo lugar, hay una contradicción en el hecho de presentar la reli
gión y la ética como entretejidas y de un valor perfectamente equiparable, por
un lado, y luego denominar a la ética expresión de lo religioso, por el otro lado
(cf. p. 31, 32, 36). Con la última afirmación estoy de acuerdo; con la primera,
no. Porque si lo religioso es el mensaje y lo ético la expresión, es posible trazar
paralelos de todo tipo que puedan explicar la relación que hay entre ambos.
Podría decirse, por ejemplo que la fidelidad es una expresión de amor, y no a la
inversa; la fidelidad depende claramente del amor y podemos concebir que
este último exija un día un tipo de fidelidad no normativa, como cuando santa
María Egipcíaca se prostituyó en Marsella para pagarse el viaje a Tierra Santa,
o cuando, en tiempos de crisis, una mujer se ofrece a un tirano sin escrúpulos
para conseguir la liberación de su marido prisionero.
Además, Vogel mismo menciona la acerada crítica de Buber al hecho de
equiparar una expresión de la voluntad de Dios con la voluntad en sí misma107.
Cuando se equipara lo teológico con lo ético, Dios se convierte inevitablemen
107. Vogel, «Kierkegaard’s Theleological Suspensión of the Ethicai», p. 28. Como es bien
conocido, para Buber ningún código escrito puede ser una declaración autoritativa de la voluntad
de Dios, aunque la respuesta humana a Dios puede llevar a la producción de un código legal. Si el
profeta formula un código o una prescripción, se trata de la reflexión del profeta sobre Dios. Por
ello, el deber del lector es ir más allá de la formulación y llegarse a la experiencia que la inspiró, más
te en garante de la moralidad. Y si algo les pasa a los garantes de la moralidad en
tiempo de Isaías, rey, profetas, sacerdotes y sabios, es que son objeto de su crí
tica mordaz. Lo que el hijo de Amos ve en el templo es un Dios cuya principal
característica es la santidad. Ahora bien, santidad no es «irreprochabilidad moral,
o la más elevada forma de moralidad... lo santo es a la vez fascinosum y trem en-
dum [en palabras de R. Otto]», dice K. Koch108. Desde esta perspectiva, es evi
dente que, aun cuando Israel fuera la más ética de todas las comunidades huma
nas de la tierra, continuaría siendo «un pueblo de labios impuros». Predicar a un
pueblo así puede endurecer a sabiendas su corazón (Isaías 6, 10), ¡un motivo
divino no muy ético (con la venia de M. Steinberg)!
El objetivo principal, el único objetivo de la Torá es que Israel descubra
quién es Yhwh, o simplemente que El es Yhwh (véase Ezequiel 20, 26). Por eso
Ezequiel puede describir leyes dadas a Israel por Yhwh ¡como «no buenas» (20,
25-26)! Entre ellas, precisamente la exigencia de Yhwh de tomar la vida de los pri
mogénitos (véase Miqueas 6, 7; cf. Jueces 11, 30-40). Sin embargo, estos sacrifi
cios ocurrían durante los reinados de Ajaz (2 Reyes 16, 3) y de Manasés (2 Reyes
21, 6). Y la situación que prevaleció en alguno textos de la Torá no es tan clara.
Según Éxodo 13, 11-13 y 34, 19-20 (cf. Números 3, 11-13,40-45; 8, 17s; 18,
15s), el primogénito tenía que ser redimido, pero esta provisión más bien parece
un añadido posterior sobre la base de Éxodo 22, 28b-29. En todo caso, Ezequiel
no argumenta contra Dios porque éste mande entregarle su propio hijo; sólo dice
que esta ley particular llevó muerte, no vida (20, 25). Ve coherencia en que Dios
lleve al pecador a cada vez mayores infracciones para poder castigarle con mayor
severidad (Ezequiel 14,9; cf. Isaías 63,13) -lo cual a su vez tampoco es muy ético.
Idéntico juicio aplica al hecho de que Dios haga que los profetas desobedezcan
(Ezequiel 14, 19)yque eljusto corra hacia el desastre (3, 20).
De hecho, «la Torá nos enseña que todo ha de juzgarse desde el punto de
vista de lo más elevado, lo más «inaccesible, referencia, desde el nivel de lo in fin i
to, de lo absoluto. Sólo la esfera religiosa es capaz de trascender lo aterrador y lo
absurdo, esto es, de elevar lo absurdo al plano de lo sublime»109. A este respecto, el
paralelo es perfecto entre el acontecimiento de Génesis 22 y el de la crucifi
xión110. Si aquí hay «tipología», se trata de una tipología de acontecimiento, no
allá del mandamiento hasta Aquel que ordena. «Un conocimiento yo-tú, fácilmente captado, pre
servado y fácticamente transmitido, no existe en la realidad»: «Reply to my Critics», en Paul
Schlipp (ed.), The Philosophy o f M artin Buber, Open Court, LaSalle, IL 1967, p. 692.
108. Klaus Koch, The Prophets, vol. 1, trad. por Margaret Kohl, Fortress Press, Filadel-
fia 1983, p. 110.
109. Michel LaCocque, comunicación personal.
110. Uno sospecha que la reacción de Buber y Vogel a la «suspensión de lo ético» en Kier
kegaard está «remotamente controlada» por su rechazo del cristianismo, convenientemente cate-
gorizado como religión de un tipo distinto al judaismo.
de figura. Abraham se representa a sí mismo, e Isaac se representa a sí mismo.
Pero lo que sucede entre ellos, esto es, la «teleológica suspensión de lo ético», no
es ninguna «estrella errante», es una «estrella guía». Cierto, el acontecimiento de
Abraham/Cristo debe ser emulado, no imitado (pese a la poco inspirada noción
de la im itatio Dei/Christi). Como dice Kierkegaard, «no por el asesinato, sino
únicamente por la fe puede uno asemejarse a Abraham... si todo el mundo trata
ra de rehacer el terrible acto que el amor santificó como una proeza inmortal, en
tonces todo está perdido, incluidos el hecho sublime y su extraviado imita
dor»111. Con todo, Kierkegaard renuncia a casarse con Regina Olsen y, por único
que pueda ser el sacrificio de la propia vida le-sém ha-sam ayim (por amor a los
cielos), Jesús dice a sus discípulos: «Quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no
es digno de mí. El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido
su vida por mi causa, la encontrará» (Mateo 10, 38s; véase 16, 24).
Por último, lo universal no aguanta la oposición de lo particular. Porque
lo particular demuestra la opresión de lo que se considera «universal» (una
conclusión que ciertamente puede sacarse de las juiciosas afirmaciones de Man-
fred Vogel, en la página 28 de su artículo). Sólo Dios puede ser lo Absoluto y lo
Universal en cuanto viviente, pero cuando algo, incluida la voluntad expresa de
Dios, se hace absoluto, entonces lo absoluto se convierte en un Ello y se vuelve
opresivo. Así lo demuestra una historia, por la que no siente demasiada atrac
ción el judaismo rabínico, a saber, la historia del libro de Job112. Aquí se mues
tra con la más nítida claridad que hay una brecha entre lo ético y lo religioso.
Job es éticamente irreprochable. No obstante, mantiene un tipo de relación con
Dios que por fuerza oscila entre la desorientación y la reorientación. Cierto, en
el discurso de Yhwh a Job (38s), no hay denuncia de algún pecado específico,
pero es sin embargo evidente que la inocencia de Job no es lo decisivo. De hecho,
algunos textos del Nuevo Testamento van incluso más allá y proclaman que la
inocencia puede ser a veces un obstáculo en el camino para encontrase con Dios,
como cuando Jesús dice al joven rico, respetuoso con la ley: «Todavía te queda
una cosa: vende todo cuanto tienes, ... y sígueme» (Lucas 18, 18s).
Cuando no elegimos lo insólito, caemos en las categorías que ridiculiza
Kierkegaard: marido frente a amante, o lo general frente al héroe. Sin lo insóli
to, por parte del danés, de la renuncia a Regina Olsen, no hubiera existido Kier
kegaard, igual como no hubiera habido ningún Abraham sin lo insólito de Géne
sis 22, y ningún Jonás sin su ida a Nínive. Como nos recuerda Paul Ricoeur,
mientras que la Regla de Oro, propuesta por Jesús y por rabí Hillel, pertenece
117. El empleo, en las leyes apodícticas en general, de la segunda persona del singular es
una señal de que, aun no quedando excluida en modo alguno la comunidad como un todo, se
acentúa, no obstante, la intimidad de Dios con el individuo. «Cada israelita ha de comprome
terse con los vínculos de los mandamientos, pero los mandamientos caen sobre la comunidad de
la alianza y, por lo mismo, sobre todos sus miembros» (Harrelson, The Ten Com mandments, p. 51).
De hecho, la segunda persona del singular enfatiza que se alude a todos los israelitas de cual
quier época y hasta a «todos los individuos y grupos de todo tiempo y lugar» (ibídem, p. 52).
«NO MATARÁS»:
UNA OBEDIENCIA AMOROSA
PAUL RICOEUR
2. Véase Paul Ricoeur, «Naming God», en U nion T h eologica l S em inary Q uarterly Re-
view , 34 (1979) 215-227, reimpreso en F igu rin g th e Sacred: R eligión, N arrative, a n d Im agin a
rían, Fortress Press, Minneápolis 1995, p. 217-235.
nes o, tal como James M. Gustafson las denomina, «afecciones» [a ffection s),
mediante las cuales se refiere a una manera de ser concernido por uno u otro
de los nombres con que es nombrado Dios3. No quiero con esto dar a enten
der que desaparece el «salto» que exige la fe bíblica, sino que se distancia ésta de
una obediencia excesivamente estrecha, que pudiera identificarse demasiado fácil
mente con una heteronomía, que a su vez se enfrentaría a lo que se entiende
modernamente por autonomía. Si debemos proponer un solo nombre para carac
terizar el conjunto de afecciones constitutivas de la repuesta humana a los nom
bres de Dios, yo propondría el de «dependencia», cuyas diferentes modalida
des voy a desarrollar luego como función de las muy distintas maneras en que
se expresa la correlación existente entre el amor de Dios y el amor al prójimo.
Podemos, no obstante, dar de inmediato a este sentimiento de dependencia su
alcance pleno si vemos en él el correlato humano del retraimiento divino, sig
nificado por el «Yo soy el que soy», de Exodo 3, 14, texto del que tratamos en
otro ensayo de este volumen. Aunque Dios es nombrado de varias maneras, según
las formas literarias en que ocurre esta denominación, no sólo hay una conver
gencia entre todos estos modos de nombrar, sino también, desde el punto de vis
ta retórico, un exceso indicado por la redundancia del ’e yeh («Yo soy») hebreo,
como si los nombres de Dios no se limitaran a circular entre los distintos géne
ros, sino que huyeran de todos ellos y apuntaran hacia Dios como hacia un pun
to de fuga de un horizonte común a todos ellos. De este modo, se dibuja la mayor
de las distancias entre un Dios des-conocido e in-efable y el ser humano atra
pado por el abismo de la pregunta «¿quién soy yo?» Toda relación entre estos dos
extremos no puede ser sino un intervalo que se ha cruzado, precisamente median
te las otras formas de nombrar que, en cierto modo, acercan a Dios y al hom
bre. Con todo, esta proximidad ha de ser la de una distancia superada, basada
en la distancia, tal como expresa el término alemán Entfernung, que etimológi
camente sugiere algo así como un «des-distanciamiento».
La segunda consideración preliminar para nuestra reconstrucción proyec
tada es comprender el término «amor» en la expresión «amor de Dios». Además
del pleno alcance de la elección de nombre que ha de ser relacionada con este
término, la atribución de amor a Dios lleva a una interpretación de la que he
hablado ampliamente en otra parte4. Esta interpretación consiste en poner,
una junto a la otra, la afirmación de Deuteronomio 6 («Escucha Israel, Yhwh es
nuestro Dios, Yhwh es único») y la afirmación del Nuevo Testamento, en 1 Juan
4, que «Dios es amor». A la segunda fórmula, apliqué los recursos de una teo
5. Véase mi The Rule ofM eta p h or: M ulti-D isciplinary Studies o f the C reation ofM ea n in g,
trad. por Robert Czerny y otros, University ofToronto Press, Toronto 1977.
6. Tomo la expresión «amor obediente» de Paul Ramsey, Basic Christian Ethics, University
of Chicago Press, Chicago 1950, p. 34, aunque invierto los términos.
weig, a quien ya hemos mencionado, intentó responder proponiendo distinguir
entre mandamiento y ley7. La fórmula del mandamiento no es otra que «¡áma
me!». La de la ley es «haz esto, no hagas lo otro».
Si queremos comprender esta sorprendente proposición de un pensador
judío contemporáneo, debemos situarla dentro del marco, y particularmente
dentro del movimiento, del The Star o f R edem ptioif. Ante codo, c o n relación al
verdadero proyecto de esta obra, que podemos clasificar como filosófico-teológi-
ca, es necesario observar que se construye sobre las ruinas del conocimiento ab
soluto, conocimiento que incluiría a Dios, a la humanidad y al mundo en un
único sistema al estilo hegeliano. Se consigue esto mediante una triple estructura
dividida en partes, que incluye creación, revelación y redención, una tríada que
se estructura de acuerdo con una temporalidad no cronológica que despliega una
«vía». La creación ocupa el lugar de un pasado inmemorial y se corresponde con
«la base perenne de las cosas»9. ¡La creación siempre ha ocurrido ya y continúa
ocurriendo! La creación es el poder de Dios que se exterioriza. La revelación, que
se ocupa del «nacimiento perennemente renovado del alma»10, ocupa el plano de
lo presente, igual como la redención ocupa el del futuro bajo el signo del «futuro
eterno del reino»". Así es cómo, en la mitad de esta obra, en una posición que re
cuerda el instante kierkegaardiano, surge el mandamiento del amor, el «ámame»
que precede y funda el «amor del prójimo», resumen de la ley.
Rosenzweig no oculta el cuestionable aspecto de algo que parece incues
tionable.
Todos los mandamientos que derivan de este primero «¡ámame!» se
sumergen en última instancia en el «amor del prójimo», que todo lo abar
ca. Ahora bien, si este último es también un mandamiento de amar, ¿ cóm o
puede conciliarse esto con el hecho de que aquel «¡ámame!» manda el úni
co tipo de amor que puede ser mandado? La respuesta a esta objeción podría
fácilmente anticiparse con una breve palabra. Pero es mejor que le dedi
quemos toda la parte final de este libro. Porque esta respuesta, simple como
es, contiene en sí todo cuanto los dos libros anteriores tuvieron que dejar
sin resolver12.
7. Franz Rosenzweig, The Star ofRedemption, trad. por W illiam W. Hallo, Holt, Rinehart
and Winston, Nueva York 1971.
8. Cf. Stéphane Mosés, System and Revelation: The Philosophy of Franz Rosenzweig, trad. por
Caterine Tihanyi, Wayne State University Press, Detroit 1922; Paul Ricoeur, «The Figure in “The
Star of Redemption”», en Figuring the Sacred, p. 93-107.
9. Es el título de la Parte II, del Libro primero de The Star o f Redemption', véase ibídem,
p. 112.
10. Ibídem, p. 156: título de la Parte II, Libro segundo.
11. Ibídem, p. 205: título de la Parte II, Libro tercero.
12. Ibídem.
Su respuesta completa sólo la dará en la sección sobre la redención y en tér
minos de la dimensión de futuridad. El amor de Dios permanece «oculto» o, en
la terminología de Rosenzweig, «sin figura», a diferencia del héroe visible de la
tragedia. El alma asume figura sólo al pasar de la revelación a la redención. Y en
la juntura de estas dos secciones de la Vía, lo oculto se exterioriza, igual como
Dios se exterioriza en la creación. «Desde lo profundo de su alma, estalla siem
pre de nuevo hacia lo exterior. La voluntad no lo determina, pero lo hace nacer»13.
La fuerza expansiva que se extiende más allá del abandono exigido del alma
en el mandamiento de amor de Dios, es el amor al prójimo.
El amor al prójimo es lo que supera esta mera entrega en todo momen
to, mientras que al mismo tiempo la presupone siempre... Podemos expre
sarnos en el acto de amor sólo si antes Dios ha despertado nuestra alma.
Sólo siendo amada por Dios puede el alma convertir su acto de amor en
algo más que en un mero acto, esto es, puede convertirlo en la plenitud de
un... mandamiento del amor14.
En pocas palabras, «al amor no puede ser mandado por nadie más que por
quien ama... El amor de Dios se expresa en el amor al prójimo»15.
Podemos ahora decir algo sobre esta distinción entre mandamiento y ley.
En su origen, al amor es mandado por quien ama. Luego viene «la exterioriza-
ción en el amor al prójimo». Un amor interhumano mandado separado de su
origen sería escandaloso. Sí, el amor que el amor exige es sorprendente, pero no
escandaloso. Quizás entendamos esto mejor si pensamos en una situación apa
rentemente muy alejada de la idea de una legislación suprema procedente de una
nube. Se trata del nacimiento de un bebé. Por el mero hecho de que el bebé está
ahí, su fragilidad nos obliga a estar a su disposición16. Quizás el nacimiento de
un niño, pero también el de todo aquello que está sujeto a la condición de tener
que nacer, crecer y morir es la ocasión por excelencia en que nosotros los huma
nos podemos oír algo así como «¡ámame!». Idéntica experiencia se repite , o
más bien se recrea, en la madurez de un amor erótico como el del Cantar de
los cantares, que a su manera es también un nacimiento, tan amenazado como
pueda estarlo el infante recién nacido e igualmente exigente en cuanto a lo que
puede ayudarlo a crecer. Amame, ayúdame.
Volvamos a Rosenzweig. Cuando distingue entre mandamiento y ley, se
sitúa de inmediato en oposición a aquello a que la época moderna ha reducido
la ley, a saber, un imperativo formal, vacío de todo contenido, enraizado en la
24. El ensayo de Kant, «¿Qué es la Ilustración?», puede servir de guía para todo el plante
amiento de la Ilustración.
25. Véase por ejemplo Karl-Otto Apel, Transformation d er Philosophie, Suhrkamp, Franc
fort 1973 [trad. cast.: La transformación d e la filosofía, 2 vols.,Taurus, Madrid 1985]; Jürgen Haber-
mas, M oral Consciousness a n d C om m uncative Action, trad. por Christian Lehardt y Shierry Weber
Nicholson, MIT Press, Cambridge 1990. Véase también Apel, E r la u te r u n g zur Diskursethik, Suhr
kamp, Francfort 1991.
26. Dietrich Bonhoffer, Letters a n d Papers fr o m Prison, trad. por R. H. Fuller, Macmillan,
Nueva York 1962, p. 217-220.
27. John Rawls, A Theory ofju stice, Harvard University Press, Cambridge 1971, p. 45 [trad.
cast.: Teoría de la ju sticia, Fondo de Cultura Económica, México 1993, p. 66],
28. Paul Ricoeur, «The Logic of Jesús» y «Love and Justice», en F igu rin g th e Sacred,
p. 279-282 y 315-329.
29. Immanuel Kant, La m etafísica d e las costum bres, trad. y notas de Adela Cortina Orts y
Jesús Conills Sancho, Tecnos, Madrid 1994, p. 55-219.
la justicia «co-existen» pese a los obstáculos que él mismo sitúa bajo el título de
«insociable sociabilidad» de los seres humanos30. De modo parecido, la justicia
distributiva tiende a introducir el más elevado grado de igualdad compatible con
la productividad y, en general, con la eficacia de la sociedad en la distribución
desigual de puestos, status y roles. Luego está la justicia correctiva, que se expre
sa directamente en el plano de la ley penal, e indirectamente en el plano de la
ley social en términos de diversas formas de redistribución, orientadas todas a
compensar los fallos de justicia distributiva, en particular cuando esta última
condena a grupos enteros a la exclusión de los bienes sociales.
El exceso de la lógica de la superabundancia en relación con la lógica de
la equivalencia se expresa ante todo mediante una desproporción que abre un
espacio entre ambos polos para mediaciones prácticas capaces de afirmar el más
básico proyecto moral de justicia.
Esta desproporción se anuncia primero a través del lenguaje. Pues el amor
habla, pero con un lenguaje distinto del que usa la justicia. El discurso del amor
es ante todo un discurso de alabanza. En la alabanza, los hombres gozan a la vis
ta de su objeto, el cual prevalece por encima de cualquier otro objeto de su inte
rés. Por ello el juego del lenguaje que mejor encaja con la alabanza es el him
no, la aclamación «feliz aquel que...». Situando esta observación sobre el lenguaje
del amor después de lo que dije antes sobre el extraño carácter del mandamien
to del amor, me referiré a un uso poético del imperativo, que va desde la invi
tación amorosa a la ira del amor traicionado, pasando por la súplica. Más aún,
es bajo el patrocinio de la poética del himno, ampliado para incluir el del man
damiento, donde podemos situar el poder de metaforizar que se incluye en las
expresiones de amor. Por esto el amor engendra una espiral ascendente y des
cendente que abarca los efectos que los términos eros, p h ilía y a ga p é distin
guen. De este modo, se ha «inventado» una analogía, descubierta y creada a la
vez, entre estos efectos que a mi entender es erróneo oponer entre sí, como hace
Anders Nygren en su conocido libro, Agape a n d Eros5'.
Comparada con este amor que no argumenta, sino que más bien se mues
tra, como vemos en 1 Corintios 13, la justicia puede reconocerse en principio
interna a la actividad comunicativa por la confrontación entre afirmaciones y
argumentos en situaciones de conflicto típico y de demanda y, luego, por esa
decisión que cierra el debate y resuelve el conflicto. La racionalidad de este
proceso se asegura con las actitudes procesales que controlan cada una de sus
fases. Estos procedimientos, a su vez, están regidos por un formalismo que, lejos
30. Immanuel Kant, «Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita»,
en Filosofía d e la historia, Editorial Nova, Buenos Aires 1964, p. 43.
31. Anders Nygren, A gape a n d Eros, trad. por Philip S. Watson, Westminster, Filadel-
fia 1953.
de significar una carencia, es el sello de la fuerza de la justicia, uniendo la espa
da que se abre camino por entre la argumentación con la balanza que sopesa los
asuntos con equilibrio. Es este formalismo, dentro de la dialéctica de amor y jus
ticia, lo que constituye la lógica de la equivalencia, cuya expresión primaria es la
equidad antes de que la ley prevalezca. La ley de la justicia, tal como se aplica en
el ámbito judicial, es tratar los casos semejantes de un modo semejante. La jus
ticia distributiva y la conmutativa están también regidas por normas procesales,
tan formales como las que presiden en principio el orden judicial32.
Es a este nivel de formalismo donde el amor puede desempeñar su papel,
en el corazón mismo de estas instituciones que dan a la justicia el contorno visi
ble de la ley positiva, bajo la cual viven los ciudadanos y a la que están llama
dos a obedecer.
La sugerencia que hago aquí es que el sentido de justicia subyacente en estos
formalismos no posee ese carácter unívoco que prevalece en las leyes, caracte
rística de la ley positiva. Este sentido, que podemos llamar una emoción razo
nable, oscila entre dos niveles que atestiguan su equivocidad. En el nivel infe
rior, el que se aplica a la concepción contractualista que subyace en el origen del
concepto de ley, tal como la entienden Hobbes, Rousseau y Kant, hasta Rawls,
entendida en este caso desde una situación hipotética anterior a ese contrato,
es un sentimiento de desinterés mutuo, en el sentido fuerte de un «interés» no
marcado por ningún sentido de envidia, que cada uno de los que entran en el
contrato procura promover. En el nivel superior, el ideal que marca nuestro sen
tido de justicia y que revela nuestra indignación a la vista de las injusticias del
mundo que nos interpelan, se expresa por un deseo de dependencia mutua, inclu
so por lo que podemos llamar deuda mutua. La cooperación social, por ejem
plo, tal como los principios de justicia de Rawls pretenden reforzarla, ilustra esta
oscilación entre la competitividad y la solidaridad, en la medida en que los
cálculos que llevan al contrato ponen la base para un sentimiento más elevado
de desinterés mutuo, pero que es, no obstante, menos profundo que el senti
miento de deuda mutua33.
¿No es, pues, función del amor conseguir que este sentido de justicia alcan
ce el nivel de un verdadero reconocimiento mutuo por el que todos y cada uno
nos sintamos en deuda con los demás? Si así es, ha de construirse un puente ente
un amor que se ensalza simplemente por sí mismo, por su elevación y su belle
za moral, y un sentido de justicia, que sospecha con razón de todo recurso a la
caridad que pretenda sustituir a la justicia, y que puede incluso pretender libe
rar a los hombres y mujeres de buena voluntad de esa pretensión sobre ellos.
32. Véase Paul Ricoeur y M ichale Rocard, «Justice and the M arket», en D is-
sent, (1991) 505-510.
33. Véase Paul Ricoeur, «Le cercle de la démonstration», en Esprit, 2 (febrero 1988) 78-79.
Entre la confusión y la oposición, necesitamos explorar un camino difícil en el
que la tensión entre las exigencias del amor y de la justicia, distintas y a veces
opuestas, se convierta en ocasión de una acción razonable. Lo que dije antes sobre
la obligación que el amor engendra puede marcarnos la dirección de este tipo de
conducta. Si, efectivamente, el amor obliga, es ante todo a la justicia a lo que
nos obliga, pero a una justicia educada en la economía del don. Es como si la
economía del don buscara infiltrarse en la economía de la equivalencia.
Es sobre todo en el ejercicio del juicio moral en situaciones reales34, donde
debemos tomar partido en los conflictos entre deberes, o en los conflictos entre
el respeto por la norma y la solicitud por los individuos implicados, o en aque
llos casos difíciles en que la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre
lo peor y lo menos malo, cuando el amor entra en liza, en nombre de la com
pasión y de la generosidad, a favor de una justicia, que situaría abiertamente el
sentido de deuda mutua por encima del de la confrontación de intereses desin
teresados. Pero es también en el nivel de las instituciones donde esta compasión
y generosidad han de expresarse. La ley penal reconoce circunstancias atenuan
tes, exenciones del castigo, amnistías. Frente a la exclusión social, la justicia correc
tiva representa algo así como la vía del amor en el plano de la justicia distributi
va. Incluso la política internacional puede quedar tocada por el amor en la forma
de actos inesperados de perdón, como ejemplificó el canciller alemán, W illy
Brandt, cayendo de rodillas ante el monumento al «Holocausto» en Varsovia,
o el rey Juan Carlos pidiendo perdón a los judíos por su expulsión de España a
finales del siglo X V 35.
Otra manera de convertir el amor a la justicia en su ideal más elevado es
cuando contribuye a la universalización efectiva de las normas morales median
te la fuerza ejemplar de la excepción. Esta sugerencia prolonga el estilo kierke-
gaardiano de interpretar que André LaCocque propone acerca del sacrificio de
Isaac, en Génesis 22. La «suspensión» de lo ético, como dice él, marca el límite
de la ley. M i propuesta es algo diferente, aunque complementaria. ¿No podría
ser que la excepción revelara otro tipo de lím ite distinto de aquel al que lo
categórico p e r se tiene que someterse? Me refiero ahora a aquellos límites fácti-
cos impuestos a lo categórico por la experiencia histórica.
La sugerencia que estoy haciendo remite directamente al debate que divi
de a los éticos contemporáneos, que se reparten entre un universalismo formal
(por ejemplo, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas) y un contextualismo concreto
34. Véase el estudio 9 de mi O n eselfas Another, trad. por Kathleen Blamey, University of
Chicago Press, Chicago 1994 [trad. cast.: Sí m ism o com o otro, Siglo XXI, Madrid 1996].
35. Véase mi «Welches neue Ethos für Europa», en P. Koslowski (ed.), Europa im aginieren,
Springer, Berlín 1992, p. 108-120. En esta colaboración considero tres «modelos» para imaginar
a una Europa, que no sería meramente la de los negocios: traducción, intercambio de recuerdos
y perdón.
(por ejemplo, Michael Sandel, Michael Walzer, Charles Taylor y Alasdair Maclnty-
re)36. Los primeros están más próximos a la concepción procesal de ley, los últi
mos ponen el acento en las limitaciones culturales que afectan las prácticas jurí
dicas y políticas de comunidades, cuyo consenso interno descansa en ciertas
concepciones de lo que es bueno y obligatorio, siempre limitadas. Ante esta apa
rentemente insuperable antinomia, ¿no podemos decir que el universalismo, que
Kant expresa con la idea de una obligación que no admite excepciones y Apel
y Habermas con la de una comunidad comunicativa ideal sin límites ni trabas,
no se realiza nunca en la práctica real, excepto en forma de un -aunque sea sim
plemente supuesto- universalismo «incoativo», que busca ser reconocido por
otras culturas? Si así es, los abogados de este universalismo deben aprender a
escuchar a estas otras culturas, que también reclaman la genuina universalidad
de sus valores, pero que son igualmente cautivas de una práctica real, que lleva
el sello de limitaciones culturales simétricas a las nuestras37.
¿No debería, entonces, ser función del amor contribuir a reducir esta dis
tancia existente entre un universalismo ideal sin restricciones y el contextualis-
mo en el que prevalecen las diferencias culturales? El mundo bíblico, judío en
primera instancia, luego cristiano, ofrece ejemplos que se han vuelto paradigmá
ticos de esta extensión de esferas culturalmente limitadas hacia un reconoci
miento universal efectivo. La repetida llamada al antiguo Israel a abrir las puertas
«a la viuda, al huérfano y al extranjero» -en otras palabras, al otro, como benefi
ciario de la hospitalidad- es una ilustración inicialmente ejemplar de la presión
ejercida por el amor sobre la justicia, de forma que puede considerarse un ataque
frontal a las prácticas de exclusión que son quizás la contrapartida de todo víncu
lo social fuerte38. El mandamiento del amor a nuestros enemigos, tal como lo ha
llamos en el Sermón de la montaña, constituye el ejemplo más señalado de esto.
La forma imperativa dada al «nuevo mandamiento» lo inscribe en la esfera de lo
ético. Pero su afinidad con el mandamiento del «¡ámame!», que Rosenzweig dis
tingue de la ley, le da la categoría de supraético, en la medida en que procede de
una economía del don tan pronto como renuncia a toda exigencia de reciproci
dad39. Además, Jesús asocia el mandamiento del amor a nuestros enemigos a
40. Cari Schmitt, D er B egrijfd es Politischen, Duncker und Humblot, Berlín 1987, original
publicado en 1932 [trad. cast.: El con cepto d e lo p olítico: texto d e 1932 con un prólogo y tres corola
rios, Alianza, Madrid 1998].
41. Sigmund Freud, Civilization a n d Its D iscontents, trad. por James Strachey, W. W. Nor
ton, Nueva York 1961 [trad. cast.: El m alestar en la cultura, en Obras com pletas, vol. XXI, Amo-
rrortu editores, Buenos Aires 1998].
bíblico, que puede abrir una era de actualización más prometedora. No es posi
ble no recordar las palabras del Apóstol: en Cristo ya no hay ni judío ni griego,
ni varón ni mujer, ni libre ni esclavo. Hay algo más que una afinidad secreta
entre esta declaración, hecha esta vez en términos del indicativo de una escato-
logía «realizada» y el mandamiento del amor a los enemigos, por cuanto la enu
meración paulina se basa en la ignorancia mutua, el odio y hasta la guerra. En
particular, se han necesitado casi dos mil años para acabar con la esclavitud, por
lo menos la legal, esto es, con el derecho de posesión y, por tanto, de comercio
aplicado a las personas humanas. En realidad, siempre hemos sabido que las per
sonas humanas no son cosas. Pero siempre ha habido seres humanos que no han
contado como personas. El amor presiona a la justicia para ampliar el círculo del
reconocimiento mutuo. Y es a menudo mediante la transgresión del orden esta
blecido, mediante el caso de excepciones ejemplares, cómo el amor prosigue su
obra de conversión en el plano mismo del sentido de justicia42.
Otro efecto manifiesto de esta presión que el amor ejerce sobre la justicia
tiene que ver con la singularidad y el carácter de insustituibles de las personas.
El amor no actúa solamente en términos de extensión, sino también de inten
sidad. Aquí debemos evocar sin duda alguna al «Dios único» de la proclamación
monoteísta de la Biblia hebrea. Antes, he intentado señalar que la fórmula joá-
nica, «Dios es amor», no deroga esta proclamación, sino que más bien la des
arrolla de un modo metafórico. Por ello, entre el primer mandamiento y el
sexto hay una especie de relación especular. De hecho, Rosenzweig piensa que
el mandamiento del «¡ámame!» se dirige al alma individual, reservando así el paso
a la pluralidad del prójimo a lo que él llama redención. ¿No podríamos, enton
ces, decir que la profesión de fe israelita y joánica refuerza el reconocimiento
de las personas como algo siempre único?
¿Por qué es deseable este tipo de asistencia? Una razón es que parece que
no hay en esto una razón moral absolutamente constrictiva por la que la dife
rencia entre personas deba ser, como tal, objeto de obligación. Sí, está la prác
tica de cambio de roles en la conversación, la diferencia de posición de los
actores sociales en toda transacción, la irreductible diferencia entre la memoria
individual y la colectiva y, por último, la búsqueda de la responsabilidad indi
vidual en caso de que los daños deban ser compensados o deba infligirse un cas
tigo, pero todas estas situaciones sociales parecen convertir la diferencia entre
personas en un componente irreductible de la hum ana conditio. Sin embargo,
42. Uno piensa aquí, claro está, en Gandhi, Martin Luther King, Jr. Y otros. El pensamiento
jurídico ha tratado este problema en términos del derecho al regicidio, en este caso del tiranici
dio, y de un modo más general en términos de la relación entre justitica y desobediencia civil. Ade
más de Teoría d e la ju sticia , de Rawls, véase Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Harvard
University Press, Cambridge 1978.
todas estas consideraciones parecen serlo d e fa cto, no d e iure. Podemos entrever
en el horizonte del trabajo más reciente sobre manipulación genética la posibi
lidad, que por el momento sólo es una fantasía, de fabricar un número ilimita
do de copias de un ser humano mediante la clonación. Y , ¿por qué ha de estar
esto prohibido? ¿Es porque en la ética comunitaria la diferencia está vinculada a
la «otredad» y ésta es necesaria para el reconocimiento mutuo? Sin lugar a dudas.
Pero, ¿qué impide hacer una excepción en esta convicción? ¿Y de dónde saca
su fuerza esta convicción?
Esta necesidad de refuerzo puede sentirse también de otro modo. La justi
cia difiere de la amistad y, en general, de todas las relaciones interpersonales basa
das en una relación cara a cara y, por ello, de la imposición forzosa que emana
de la presencia directa, de todo rostro que me diga, de acuerdo con la vigorosa
expresión de Emmanuel Levinas, «¡no [me] matarás!»43. El vis-ci-vis de la justicia
son los demás sin rostro, es decir, cualquier persona con la que me sienta obli
gado por ley en multitud de instituciones44. El «que está enfrente» ya no eres tú,
sino todos y cada uno. Pero, ¿-cómo se impide que todos y cada uno pasen a ser
«alguien», o «ellos»? Todos y cada uno son, con todo, distributivos. A cada cual
lo que se le deba, a cada cual la parte que le corresponda, aun cuando la apor
tación no sea la misma. El «alguien» es anónimo, coagula en una masa indife-
renciada. Pero, ¿no toca, entonces, a la imaginación y a la mirada singulariza-
dora del amor extender el privilegio de la relación cara a cara hasta incluir todas
estas otras relaciones con los otros (anónimos)? Se aplica aquí lo mismo que en
el caso del amor a nuestros enemigos, que se niega la diferencia política entre
amigos y enemigos. Al atender a la problemática de todos y cada uno, el amor
quiere superar la distancia que hay entre el tú y la tercera persona. Así es cómo
contribuye a preservar el carácter de insustituibles que tienen las personas en
todo intercambio de roles.
Otra razón para esperar que el amor proteja la justicia de deslices y desvia
ciones tiene que ver con el debate contemporáneo concerniente a los fundamen
tos de la justicia. Antes me referí al debate entre universalización y contextualis-
mo. Hay otro debate abierto por la objeción que le han dirigido a Kant discípulos
rebeldes —Habermas y Apel, entre otros-, en nombre de una ética de la comuni
cación. La prueba de universalización a la que cualquier sujeto debe someter la
máxima de su acción lleva a un monólogo del sujeto moral consigo mismo45. Esta
43. Emmanuel Levinas, Totality a n d Infinity: An Essay on Exterioriry, trad. por Alphonso
Lingus, Duquesne University Press, Pittsburgh 196.
44. Véase mi O neselfas Another, p. 194-202.
45. Esta objeción se discute en O. Hoffe, K ategoriscbe Rechtsprinzipien. Ein K ontrapunkt
d er M oderne, Suhrkamp, Fráncfort 1990, caps. 12-14. Hay también una evaluación equilibrada
de los términos de este debate en J. M. Ferry, L espuissances d e l ’e xpérience. Essai su r 1‘i d en tité con -
tem poraine, vol. 2, Les ordres d e la reconnaissance, Cerf, París 1991.
objeción está probablemente mal fundada por lo que concierne a Kant mismo. Su
D octrina d el derecho presupone diversas situaciones típicas, en las que la coexis
tencia de esferas de acción libre se ve amenazada por la animosidad y las adversi
dades a que está expuesto el vínculo social. Pero sea lo que fuere de Kant, la cues
tión es si una ética de la comunicación realmente consigue que su vocación dialó-
gica esté a salvo de caer en la soledad de un monólogo. Si los sujetos invitados a
discutir entre ellos deben despojarse de todo cuanto los éticos contemplan como
meras convenciones, ¿qué queda de singularidad y alteridad en los socios que de
baten? Si sus convicciones son sólo convenciones, ¿qué distingue a unos partici
pantes de otros, sino sus propios intereses? Sólo un vivo sentido de la alteridad de
las personas puede preservar la dimensión dialógica frente a toda reducción a un
monólogo, llevado a cabo por un sujeto indiferenciado. Singularidad, alteridad y
mutualidad son los presupuestos fundamentales de la estructura dialógica de la
argumentación. ¿Hay garantía mejor, para estas tres cosas, que el amor?
En las secciones precedentes, se ha puesto el acento en las diversas formas
con que el amor puede asistir a la justicia ayudándola a surgir y a mantenerse
en el nivel más elevado de exigencia moral. Ahora me gustaría sugerir la idea
de que el amor puede también poner en guardia a la justicia contra ambiciones
excesivas. El exceso aquí no está ya del lado del amor, en forma de excepción,
sino del de la justicia, en forma de hybris. En este caso, la dialéctica de amor y
justicia adopta una forma decididamente más polémica.
Quisiera volver ahora al sentido de dependencia con el que he caracteri
zado el sentimiento religioso. Dejado a su aire, este sentido de dependencia lle
va a un ámbito teonómico, que parece oponerse diametralmente a la autonomía
moral. Sin embargo, lo dicho hace poco sobre la identidad metafórica entre el
Dios único del Exodo y el Dios del amor del Apóstol, y luego sobre la prioridad
del mandamiento del amor en relación con toda ley, nos permite completar este
sentimiento de dependencia con el de antecedencia. Esto implica, debo recono
cerlo, cierta pasividad fundacional: «Porque has sido amado, ama a tu vez». No
deberíamos dudar en extender este sentimiento de antecedencia a las mismas
leyes llamadas apodícticas. Podemos decir que vienen de Dios, no al modo míti
co que cuentan los relatos del Sinaí ni mediante la entrega a Moisés de tablas de
la ley, sino en virtud de su afinidad con el mandamiento del amor, que proce
de del amor que es Dios. Esto, a mi entender, es el único sentido aceptable de la
noción de teonomía. Amor obliga; obliga a una obediencia amorosa.
Es esta última noción la que ahora debemos fijar frente a la autonomía del
imperativo kantiano y frente a la forma de la teoría comunicativa de esta auto
nomía.
Por un lado, quiero destacar que la obediencia amorosa hace nacer la res
ponsabilidad por los intereses de los demás, en el sentido en que Emmanuel
Levinas habla de ella en términos del rostro, cuyo requerimiento me llama al
cuidado de los demás, hasta el punto de convertirme en rehén suyo sabiendo
ponerme en su sitio46. En este sentido, la teonomía, entendida como el sum
mum de obediencia amorosa, engendra autonomía, entendida como el summum
de responsabilidad. Aquí tocamos un punto delicado en el que cierta pasividad
constitutiva se une a una aceptación de responsabilidad activa, que no tiene
otro terreno donde ejercitarse que la comunicación, la búsqueda de reconoci
miento y, en última instancia, el compromiso en el consenso y el esfuerzo por
hallarlo. Esta conexión entre antecedencia de la ley y espontaneidad responsa
ble resuena en lo profundo de la conciencia. Bajo la figura de «voz de la con
ciencia», la Ley da testimonio de su carácter estructurador, no simplemente
opresor y represivo. Sí, no encontraremos ninguna ley particular concreta que
no haya sido constituida por seres humanos a lo largo de la historia. A la teoría
de la ley positiva no le falta en absoluto sentido. Pero la legalidad de la ley es
tanto instituyente como instituida. En cierto sentido, siempre ha estado ya ahí,
igual que todo el orden simbólico sobre el que descansa toda educación y, qui
zás toda forma de psicoterapia47.
Por otro lado, quiero tomar precauciones contra una excesiva elevación de
la autonomía moral. Considerada en términos de su núcleo racional, incluye
numerosas proposiciones que cobran sentido sólo si se desarrollan en términos
de una ética de espontaneidad responsable. ¿Qué proposiciones?48Ante todo, en
el plano de una semántica de la obligación, está la afirmación de que la ley es
la ratio cogn oscen di de la libertad y que la libertad es la ratio existendi de la ley.
En otras palabras, sólo hay ley para los seres libres, y no hay libertad sin sumi
sión a una obligación. Si esta obligación se lleva a efecto en el plano humano de
lo imperativo, se debe al hecho del carácter recalcitrante de las inclinaciones emo
cionales. Y si el imperativo es categórico, lo es en el sentido de que la obligación
carece de toda restricción. Pero, ¿cómo reconocemos el carácter categórico de un
imperativo? Por la capacidad que muestran determinadas máximas de nuestra
acción de superar con éxito la prueba de la universalización. Dicho esto, pode
mos situar con mayor precisión los puntos en que la autonomía moral parece
revelarse como incompatible con la teonomía, incluso cuando ésta es entendida
como obediencia amorosa. La confrontación entre ambas ocurre en dos pun
tos específicos. En primer lugar, al nivel de la conexión entre libertad y ley, y lue
go al nivel de la regla de universalización. En mi opinión, esta última no debe
llevar al conflicto, en la medida en que sólo constituye un criterio, una prueba,
46. Véase Emmanuel Levinas, O therwise than B eing, or B eyond Essence, trad. por Alphon-
so Lingus, Kluwer, Boston 1991 [trad. cast.: D e otro m odo q ue ser, o más allá d e la esencia, Sígue
me, Salamanca 1987].
47. Marie Balmary, Le sacrifice interdit. F reud et la Bible, Grasset, París 1986.
48. Véase O. Hóffe, L ntroduction a la p h ilo so p h ie p ra tiq u e d e K ant, Castelfa, Albeur,
Suiza 1985, cap. 4.
una piedra de toque para reconocer la moralidad de una intención y distin
guirla de un simple interés disfrazado. La responsabilidad a que nos convoca una
obediencia amorosa no sólo no es incompatible con este criterio, sino que lo exi
ge, si ha de ser racional y no simplemente emocional.
Queda todavía el punto crítico de la definición de autonomía como auto
suficiencia. Podemos dudar razonablemente de si Kant consiguió fundar este
principio sobre sí mismo. ¿No caracterizó la conciencia que tenemos del juicio
sintético a priori que hace a la ley y a la libertad solidarias entre sí como un «hecho
de razón», que se reduce a aceptar la moralidad como algo dado?45Ciertamente,
este «dato» es la razón práctica misma, en otras palabras, la capacidad práctica
de la razón. No obstante, más allá de la oscuridad de la noción de «hecho de
razón», podemos inquirir si la libertad humana no está acaso abierta a algo
más allá de sí misma, a un otro, cuando investiga esta misma capacidad en el
plano de las conciencias individuales. El ser humano puede ciertamente defi
nirse como un «sujeto capaz de» -u n sujeto capaz de hablar, de actuar, de narrar,
de aceptar la responsabilidad por las acciones que le son atribuidas. Pero, ¿está
esa capacidad en sí realmente a nuestro alcance? ¿No consiste el mal en una inca
pacidad radical? Esto es lo que el mismo Kant dice en La religión dentro de los
lím ites d e la sim ple razón’0. En esta obra, la reflexión sobre la religión nace con
una meditación sobre el mal radical y prosigue con un examen acerca de las con
diciones de regeneración de un sujeto moral. ¿Llega ésta por las propias fuerzas
del sujeto o necesita de ayuda proveniente de otra parte? Aquí es donde la anti
nomia, expulsada de la filosofía moral, reaparece en la filosofía de la religión51.
La escasa ch a n ce que concede Kant a la idea de una ayuda gratuita basta para
impedir que la filosofía práctica prohíba toda apertura a la verdaderamente úni
ca dialéctica entre autonomía y lo que se ha denominado, estrictamente en el
plano de la moralidad, heteronomía. Evidentemente, filosofía de la religión no
es lo mismo que filosofía moral. Pero, ¿podemos mantener una división tajan
te entre una ética, que distingue el principio de la obligación de cualquier con
sideración de la capacidad de un ser humano a obedecer la ley, y la religión, que
no tiene otro objeto, según Kant, que la regeneración del sujeto moral; en otras
palabras, la restauración o, mejor aún, la fundación de un sujeto capaz de actuar
como sujeto moral?
La cuestión ahora será considerar si una ética de la comunicación tiene más
éxito en fundar autónomamente la obligación por el discurso y la argumenta-
cicio de la justicia, ¿no podrá el amor de un san Francisco por los pájaros con
tribuir, a su vez, a que amemos a nuestro prójimo, añadiendo a este amor reve
rencia y admiración por la creación? ¿No hablaba Jesús de los lirios del campo
como de un modelo de despreocupación supraética?
Estas divagaciones parecen alejarnos bastante del rigor de la Ley. Pero, ¿es
así en realidad?
Ezequiel 37, 1-14
DE MUERTE A VIDA
ANDRÉ LACOCQUE
5. De las noventa y nueve ocurrencias del verbo y d ' e n Ezequiel, cincuenta van acompa
ñadas de la E rkenntnisform el. Para las tradiciones posteriores a Ezequiel, cf. Isaías 43, 10; 45,
3,6; 49, 23.
6. Walther Zimmerli, IA m Yahweh, trad. por Douglas W. Scott, John Knox, Atlanta 1982,
p. 31. Véase Ezequiel 14, 23.
7. Ibídem, p. 36s. La fórmula de reconocimiento en Ezequiel («Y sabréis que yo soy YHWH»
aparece unas setenta y dos veces) se encuentra primero en un contexto profano; véase Géne
sis 42, 34, «entonces sabré que no sois espías», Benjamín es la prueba-signo, Génesis 42, 33, be-
z’ot éda'. Nos hallamos en la «esfera del examen legal», como dice Zimmerli (ibídem, p. 37). Lo
mismo vale para la fórmula de reconocimiento usada por el profeta mismo, no por Dios, en 2, 5
y 33, 33: «sabrán que hubo un profeta entre ellos».
comienzo. En otras palabras, Ezequiel 37, 1-14 debe ser leído «ideológica
mente», y releído «arqueológicamente». Sólo se ilumina la segunda lectura con
la comprobación crucial de que la «resurrección de los muertos» halla su cul
minación y justificación en el reconocimiento de Israel de que el Dios vivo es el
Señor. Llegados aquí, ya podemos desechar la idea de que la «resurrección»
tendría su propia raison d ’é tre en, o sería una concesión a, la aspiración huma
na de no volver a la nada tras la propia muerte. El texto comienza y acaba con
la idea de que el nombre de Dios sea glorificado por el reconocimiento formal
y existencial de que, en verdad, «yo , el Señor, he hablado y actuaré». Ezequiel
37 es teocéntrico, no antropocéntrico.
Otra dimensión de Ezequiel 37 es su carácter escatológico. Al comienzo
del capítulo 33, Ezequiel ha cambiado el tono. Antes de este p u n to fin a l, per
manecía inflexible sobre la destrucción total de un pueblo y una tierra que no
respetaron los términos de la alianza. Ocurrida esta destrucción (cf. 33, 21s), sin
embargo, el profeta comenzó a predicar con una radicalidad comparable el adve
nimiento de una nueva alianza de salvación. En el corazón de este nuevo men
saje, Ezequiel 36, 16-38 se corresponde claramente con el oráculo escatológico
de Jeremías 31, 31-33. Ezequiel introduce entonces una tipología -e l término
resulta aquí algo impropio, como veremos luego—basada en la pauta del éxo
do. Así como al primer éxodo de Egipto siguió inmediatamente un tiempo de
peregrinación por el desierto, así también ha de ser en el caso del segundo éxo
do. Éste, no obstante, va bastante más allá de una mera especie de repetición. La
necesidad de un segundo éxodo se debe al fracaso del primero. No va a repetir
se la historia con sólo un cambio de escenario de Egipto a Babilonia. Ezequiel
no comparte la idea de un «eterno retorno» del tiempo. De acuerdo con esta
cadencia cíclica, la edad dorada evoluciona inevitablemente hacia la edad de hie
rro, antes de volver de nuevo a otra edad dorada con idéntica perspectiva poste
rior de una degradación progresiva. Pero Ezequiel no promueve esta concepción
propia de Hesíodo. En su opinión,4’ya la primera generación de israelitas que
recibieron los mandamientos los transgredió rápidamente; la segunda genera
ción (20, 18-26) oyó a Yhwh jurar que enviaría al pueblo al exilio incluso antes
de entrar en la tierra. Repetidas veces, en los capítulos 16, 20 y 23, describe el
profeta el pecado de Israel que empieza ya en Egipto8y, desde entonces, se trans
mite, por así decir, de generación en generación. De hecho, toda la historia de
Israel es una serie creciente de períodos de pecado (20, 4,18,24,27,30,36,42):
esta pauta de recaídas de Israel anuncia la «periodización» apocalíptica de la his
toria universal, tal como vemos en Daniel y en otros lugares. Israel mismo se
caracteriza como «una raza rebelde» (2, 5) y Jerusalén como «la ciudad sangui
naria» (24, 9). Como nación, es globalmente culpable (16; 22, 23s; etc.), de
9. Ralph W. Klein, Ezekiel: The Prophet a n d His Message, University of South Carolina Press,
Columbia 1988, p. 77.
10. La metáfora de los huesos secos se usa en poesía; cf. Isaías 66, 14; Job 21, 24. Resuena
de nuevo en la predicación de Jeremías (8, 1-2).
(Isaías 62, 4). Este último término, igual que el primero, es «nada», «vanidad»,
un soplo ligero de una mañana helada. Cierto, el exilio supone visión; el exilio
(galut) supone revelación (galah, véase Ezequiel 13, 14; cf. Daniel 2, 12, y en
especial Lamentaciones 4, 22), la visión y la revelación de una existencia que lle
va a la muerte.
Por esta razón «los israelitas deben iniciar de nuevo todo el proceso», como
dice Joseph Blenkinsopp11. Serán sacados del país del exilio y llevados «por un
páramo de pueblos» hasta la Tierra. En esta nueva experiencia del desierto, Eze
quiel 40s parece como si describiera en prospectiva un nuevo Sinaí, superado un
nuevo éxodo.
Ezequiel nos propone una nueva formación de Israel, no una reasunción
del pasado. La imaginería del capítulo 37 ha de tomarse con toda seriedad cuan
do describe la nación como muerta hace tiempo, de hecho tanto que los hue
sos están secos y a punto de volverse polvo, esto es, de volver a la forma origi
naria, como si el largo pasado no hubiera servido de nada12. Tras la primera parte
de su libro (caps. 1-32), Ezequiel empieza el capítulo 37 sin ningún tipo de bue
nas noticias. La muerte de la nación en Babilonia no es un simple castigo; el exi
lio no es un eclipse, ni un período parentético, ni la noche que ha de pasar antes
de que llegue la mañana, y mucho menos la muerte fingida de un iniciado. El
exilio no es un sueño; es muerte, muerte sin mañana. Por esto los «profetas» del
siglo VI que proclamaban «paz» eran falsos profetas; eran culpables de reduc-
cionismo: a sus ojos, el exilio en Babilonia era un mero episodio, un contra
tiempo histórico quizás, o, recurriendo a un tropo lingüístico, un rito de ini
ciación (cf. el término galah, que admite esa interpretación tan optimista). Así
se niega el trágico aspecto de la existencia. La religión misma se usa como ver
gonzante velo que tapa la obscena desnudez de la vida (cf. 13, 21-23). «¡El tem
plo de Yhwh, el templo de Yhwh, el templo de Yhwh es éste!», gritan (cf. Jere
mías 7, 4). La falsa profecía con frecuencia es pura demagogia y autoengaño, una
«negación de la muerte» que, paradójicamente, lleva a la muerte.
En Ezequiel 37, el profeta invierte la frase. Si la negación de la muerte es
la mejor forma de garantizar su pleno triunfo, ¿qué se obtiene por reconocerla
como finalidad de la existencia y de la historia? Nada, excepto quizás un cierto
margen de esperanza. Si se niega la muerte, no hay lugar para una esperanza que
supere el sinsentido. Pero cuando se acepta la muerte cara a cara, se abre la posi
bilidad de que la absolutidad del caos pueda trascenderse por la palabra crea
13. Este punto hay que destacarlo debidamente. Ezequiel 37, y su concepción del mundo
en general, constituye el semillero de la apocalíptica posterior. Pero Ezequiel permanece, no
obstante, dentro del registro histórico: la vuelta al «caos» no es mitológica, como llegará a serlo
en el apocalipsis judío. La distinción formal entre estas dos vueltas al caos, una histórica y otra
mitológica, confirma la aserción de J. Lindblom, en D ie Jesaja-Apokalypse, Jes. 2 4-27 (Gleerup,
Lund 1938), p. 103, según la cual «lo escatológico tiene que ver con el contenido conceptual,
no con la forma ni con el lugar de procedencia». A veces, ambas concepciones van juntas; así en
Isaías 27, 1 y contexto; o con la «transferencia de un tema mitológico en el campo de lo históri
co», en Isaías 25, 6-10a, como dice Wallace March, «A Study of Two Prophetic Comopositions
in Isaiah 24, 1-27, 1» (tesis de doctorado, Union theological Seminary, 1955), p. 110, citado
por W illiam R. M illar, Isaiah 2 4 -2 7 a n d th e O rigin o f A pocalyptic, Scholar Press, Missoula,
M T 1976, p. 14.
plifícada en los «colegas» de Ezequiel, es a menudo el resultado de un rechazo
temeroso de lo dialéctico.
Por ello, la visión del Profeta contempla la creación, no el final de un perí
odo de prueba. «¿Podrán revivir estos huesos» no es una pregunta retórica; y la
respuesta de Ezequiel, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes» no es estilo cortés per-
functorio. No hay manera de que revivan estos huesos. En realidad, sobre todo
nunca han estado vivos. Además, la pregunta que hace Dios no plantea necesa
riamente el problema de la factibilidad; «¿pueden vivir estos huesos?», es la tra
ducción usual, pero el texto simplemente pregunta si aquellos huesos vivirán. Y
el verbo principal en 37, 3 puede traducirse por «estar vivos», más que por «ser
revividos», por cuanto no se menciona para nada su existencia anterior. En todo
caso, la pregunta que plantea Dios espera verdaderamente una respuesta, aun
que sea negativa: «No, Señor, estos huesos han de volver al polvo de donde
han salido. Son un ejemplo del oráculo fundamental: “polvo eres y al polvo
has de volver”». Ezequiel, no obstante, se alza hasta el nivel de la fe y la confianza,
y su respuesta es un signo definitivo de deferencia, pensando que, en realidad,
algo debía reservarse Dios si él mismo evoca la imposible posibilidad de que la
misma señal de la muerte se convierta en promesa de vida14. Lo que pregunta
Dios vale lo mismo que preguntar, antes de la creación del universo, si es posi
ble en principio que vaya a existir un universo. Es sumamente improbable,
está más allá de toda imaginación, es imposible. Hasta que la creación hace de
lo imposible una realidad y, a posteriori, hace que sea inimaginable la ausencia
del universo. La pregunta divina al «mortal» («al hijo del hombre») Ezequiel, le
interpela por el nexo mismo de esta doble imposibilidad: si esos huesos secos van
a vivir de nuevo; si esos huesos secos van a quedarse para siempre sin vida. Eze
quiel responde, prudentemente, sólo tú, Señor, puedes desatar el nudo gordia
no, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes».
El resto de la visión mostrará que estos huesos, por secos que puedan estar,
pueden de hecho vivir. Pero, antes de que volvamos a esta fase del relato, hay que
subrayar debidamente que sólo muriendo puede otro pueblo, un pueblo esca-
tológico, nacer a la vida. A su cabeza irá un príncipe de la paz, que, como David,
convertirá en inofensivas todas las fuerzas que amenazan la vida, incluidas las
bestias salvajes (34, 24s). Pero, una vez más, la expresión «como David», aun
que correcta, ha de ser tomada con cautela. No se habla de una repetición de
acontecimientos anteriores, de un d é j a vu. Cierto, la misión que contempla Eze
quiel está en el cumplimiento continuado de la promesa a David, y el término
que emplea Ezequiel, n asi’, designa la cabeza davídica del Estado (7, 27; 12,
10,12; 19, 1; 21, 30; 34, 24; quizás también 21, 17 y 22, 6). Pero ahora el nasi’,
14. Cf. el comentario en el M etsudot, en M ikraoth Gedoloth, vol. 2, Varsovia 1862, y Eze
quiel 37, 3: «Sólo tú sabes si es voluntad tuya que tengan que vivir.»
el príncipe, que Ezequiel prefiere a melek, rey, es -en palabras de Jon Levenson-
la «designación de un individuo mesiánico, liberado de las tentaciones estruc
turales de cometer abusos... [Un título] separado de su matriz político-mitoló-
gica»15. El «David» de Ezequiel es más David mesiánico que nunca lo fuera el
David histórico. No es sólo D avid redivivus, sino que es, podemos aventurarnos
a decirlo, un David que vive a partir de los huesos secos que en realidad era.
David-los-huesos-secos, no porque muriera unos cuatrocientos años antes, sino
porque históricamente nunca fue más allá del estadio de mero «esqueleto» de
aquél que con el tiempo estaba llamado a ser.
El espacio de que dispongo no permite extenderme más en este punto cru
cial de la teología de Ezequiel. Pero debe ponerse de relieve que lo que el pro
feta anuncia no es una restauración, sino finalmente el comienzo definitivo de
la H eilsgeschichte. A juicio del profeta, hasta ese momento sólo había habido
intentos de cumplir la promesa divina. Pero todos esos intentos habían queda
do en nada con el exilio en Babilonia. Ahora es tiempo de una nueva creación,
una nueva alianza, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo, una nue
va liturgia. Hasta la Torá debe ser reemplazada por una nueva Torá. Ezequiel está
definitivamente más cerca de lo apocalíptico de lo que a menudo se ha pensa
do. La radicalidad de la novedad del tiempo lo testifica. Si, pese a todo, el libro
de Ezequiel no puede catalogarse como apocalíptico con todas las de la ley, es
porque el profeta espera que la historia comience con buen pie a la vuelta del exi
lio. Cuando la esperanza de Ezequiel en un cambio de relación entre Dios e Israel
y/o entre Dios y la humanidad se vio ampliamente incumplida, la profecía se
convirtió en apocalipsis.
Este punto merece una mayor atención, pero observemos antes que Eze
quiel 37 es una de las cuatro visiones más importantes del libro (las otras tres son:
capítulos 1-3 = vocación; capítulos 8-11= visión del juicio; capítulos 40-48 = la
nueva Jerusalén). Las cuatro visiones son introducidas mediante la frase «la mano
de Yhwh pesaba sobre mí» (1, 3; 3, 14,22; 8, 1; 37, 1; 40, 1, un total de seis veces
en el libro), que pertenece a la «fórmula palabra-acontecimiento», como dice
Zimmerli (cf. «la palabra de Yhwh me fue dirigida», 1, 3: 3, 16; 6, 1; 7, 1; etc.)16.
La mano de Dios empuja a Ezequiel, por así decir, de un lugar a otro'7, esto es,
al mismo lugar que en la primera visión (3, 22-27). Allí, la b iq a h (valle) signi
ficaba ausencia de inspiración profética y hacía entrever la muerte. De modo
parecido, la segunda visión en el valle (8, 1,4) pregonaba la destrucción del tem
plo. La tercera ocasión, en Ezequiel 37, a pesar de que no lamenta la ausencia de
18. Ya Redaq identifica el valle en Ezequiel 37 con el de 3, 22. Ernst Haag piensa en un
contraste entre la llanura de Mesopotamia y los montes de Israel. Simbólicamente, el valle es el
lugar del exilio global (cf. Ezequiel 3, 22). Véase Ernst Haag, «Ezekiel 37 und der Glaube an die
Auferstehung derToten», en Trierer T heologische Z eitschrift, 82 (1973) 78-92; véase p. 80.
19. Sobre esto, véase Blenkinsopp, Ezekiel, p. 155s.
20. Según Julián Morgenstern, el valle se localiza al pie del monte de los Olivos, donde tra
dicionalmente tiene lugar la resurrección; cf. Zacarías 14, 4s y los frescos de Dura Europos;
«The King-God among the Western Semites and the Meaning of Epiphanes», en Vetus Testa-
m entum , 10 (1960) 181.
21. Claus Westermann, Theologie des Alten Testaments, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotin-
ga 1978, parte IV, B «The Divine Compassion».
37 se inserta paradójicamente entre el anuncio de la nueva alianza con Dios y su
gracioso don de un nuevo corazón, por un lado (36, 26s), y la resurrección del
Israel muerto, por el otro lado. Pues tanta es la compasión de Dios que no reque
ría condición previa alguna. Su fundamento no es ciertamente la actitud positi
va que puedan mostrar los receptores.
Anteriormente, se ha destacado que la visión de los huesos secos es antes
que nada un juicio radical sobre un pueblo que está muerto, muerto del todo.
No hay esperanza alguna de que pueda revivir, ni siquiera por un movimiento
de reforma, una enmienda de sus costumbres o un arrepentimiento. De aquí
que, decía, el profeta ve en una visión el nacimiento de un nuevo pueblo. La
muerte florece como vida; la señal de la muerte se convierte en señal de la vida.
Es ahora momento de destacar el otro aspecto de la compleja realidad sacada a
la luz por Ezequiel 37. El pueblo nuevo con un corazón nuevo, a punto de
volver a una nueva tierra a la que se concede un nuevo templo, es Israel. El vie
jo Israel ha muerto en el exilio, pero el nuevo Israel no es otro que el pueblo que
Dios ha elegido desde el comienzo, el pueblo objeto de la promesa hecha a los
antepasados de la antigüedad. No hay aquí indicio alguno de «sustitución». Nin
guna otra comunidad ocupa el lugar reservado por Dios a los hijos de Abraham.
Como dice Ernst Haag, la pregunta dirigida al profeta en el versículo 3 se refie
re menos a la capacidad divina de revivir los huesos secos que a la cuestión de
si Dios, que se comprometió con su pueblo eligiéndolo, está a punto de aban
donar a su pueblo o si va a darle de nuevo vida22. Unicamente para los israeli
tas muertos y sepultados en el exilio cambia la llamada del Espíritu, hecha por
el profeta, el signo menos puesto ante la muerte en el signo contrario. «¿Podrán
vivir estos huesos?», no es ante todo una pregunta acerca del poder divino, es
más bien una cuestión de justicia. ¿Pasará el sentido de la muerte de ser resul
tado del pecado a ser una adámáh para un nuevo 'adam (una tierra fértil para un
terrestre nuevo)? ¿Pueden interpretarse los huesos secos de otra forma que no sea
la condenación definitiva del culpable? ¿Pueden ser signo de un sufrimiento injus
to? La identidad de los muertos marca aquí la diferencia; pero también y sobre
todo la identidad de Aquél que pronuncia la pregunta. Dejando al elegido pos
trado en su tumba, el nombre de Dios se expone a ser profanado. Ya no habrá
más testigos de la gloria de Dios en el mundo. El mundo será privado de la pre
sencia divina, ¡convirtiéndose en una creación sin Creador! Con la derrota
de Israel, es Dios el gran perdedor. Podríamos incluso decir que el hueso seco de
Israel ha arrastrado a Dios a la tumba consigo. Por esto, reflexionando sobre la
muerte de Cristo, el apóstol Pedro exclama: «Dios lo resucitó rompiendo las ata
duras de la muerte, dado que no era posible (ouk en dynatori) que ella lo retu-
23. Como dice san Pablo, «ni la vida ni la muerte pueden separarnos del amor de Dios...»
24. El reverso de Ezequiel 7, 2-3.
25. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o ft h e P rophet Ezekiel, Chap-
ters 25-48, Fortress Press, Filadelfia 1979, p. 261. Esta concepción, observa Haag («Ezekiel 37
und der Glaube», p. 82), remite al espíritu divino que llena la creación, dándole así vida y sos
tén; muerte es que Dios retire de ella su espíritu. Está «íntimamente relacionado con el aliento de
Dios de Génesis 2, 7». (Nótese la presencia aquí del verbo hebreo nps). Christohper R. Seitz escri
be: «La realidad biológica es inherentemente una realidad teológica» («Ezekiel 37, 1-14», en Inter
pretarían, 42 [1922] 53).
Resulta también bastante sorprendente, desde una perspectiva terrena uni
versal, que debamos examinar el tema acentuado en el versículo 12, que dice: «y
os llevaré a la tierra de Israel». Este motivo se enfatiza notablemente en el ver
sículo 14, donde el profeta traza un paralelo entre ser reanimado, «pondré mi espí
ritu en vosotros, y reviviréis», y ser restablecido en la tierra, «os estableceré
en vuestra tierra». Es un pueblo «nuevo», que comienza una «nueva» historia en
relación con Dios, marcada por una relación vivificante con la tierra. Ontoló-
gicamente, cada término del enunciado sigue siendo el que siempre ha sido (espí
ritu, tierra, suelo, historia), pero existencialmente todos los términos han cam
biado. Pocos libros de la Biblia insisten tanto, como lo hace el de Ezequiel, en la
importancia central de la tierra. Dios habita en la tierra (7, 7; cf. 45, 1; Isaías
8, 18), que es su posesión, que da a quien le place (11, 5; 20, 15), esto es, a los
antepasados de Israel (36, 28; 47, 14). Este don no supone superfluidad alguna.
Desde el comienzo, como queda demostrado en las sagas patriarcales, la tierra
salva al pueblo de la extinción, de la no-existencia. En otras palabras, la tierra es
la conditio sin e qua non para la creación de Israel26. Ya aquí, como lo desarrolla
rá luego el Déutero-Isaías, el vínculo entre historia y geografía es obvio, como
lo es también el vínculo entre salvación y creación.
El motivo de los huesos secos nos llevó a las antípodas de la 'eres), la Tie
rra. Pues la tierra es simbólicamente el locus de la vida y de la «humedad» (cf.
Génesis 2, 5-7), mientras que lo que está más allá de los confines de la 'eres) es
lugar de caos, sequedad y muerte. Ezequiel insiste en la sequedad de los hue
sos, porque, de acuerdo con la mentalidad del antiguo Oriente próximo, en la
medida en que está todavía «húmedo», lo que parece muerto todavía puede cons
tituir un semillero de vida, siendo la tierra en esto como el útero que posee toda
vía su líquido amniótico. El hombre arcaico veía el vientre materno como un
lugar de oscuridad y caos y también como fuente de «abundancia absolutamente
profusa». En el otro extremo, en el mundo de los infiernos, el mito habla de
las aguas que pueden revivir la muerte. Pero Ezequiel no deja ambigüedad algu
na en lo tocante a la situación del pueblo en el exilio: está seco como polvo27. No
es posible que emane vida de su seno. Si hay alguna reminiscencia de la mito
logía cananea en Ezequiel 37, es sobre todo el contraste entre Moth (como en
Isaías 25, 8) y Yamm.
Esto, por cierto, puede tener importancia si reflexionamos sobre la cons
picua ausencia en Ezequiel 37 de la noción de impureza por contacto con lo
muerto. El sacerdote-profeta es «puesto en medio de una llanura que estaba
llena de huesos» (37, 1) y se le hace pasar «alrededor de todos ellos» (v. 2), pero
26. Por cuanto tierra/suelo es también necesario para la creación de la humanidad, según
Génesis 2, 5,7.
27. Haag dice, das grosse Sterben [la gran muerte].
ni siquiera menciona su impureza contaminante para gran sorpresa de quienes
estudian el capítulo. La tradición exegética judía, consciente evidentemente
del problema, insiste en la expresión «alrededor de todos ellos» del versículo 2:
Dios condujo al profeta alrededor, no por la llanura y por entre los huesos,
dice Rashi28. Los lectores modernos coincidirán con Redac cuando argumenta
éste que Ezequiel 37 es una visión profética, no un hecho acontecido. Como
dice Christopher R. Seitz, el capítulo difumina «la distinción entre metáfora y
realidad... [pero es] en realidad una metáfora. Habla Israel [muerto]», etc.29
Pero volvamos a la relación entre tierra y vida, tal como la encontramos
una vez más destacada en Ezequiel 37, 12,14. Este vínculo no se debe a una cua
lidad intrínseca de la tierra o de Israel. Pues, cuando se la considera desde el pun
to de vista de su naturaleza, la tierra solía pertenecer a los cananeos y a otros pue
blos impuros e indignos (Ezequiel 16). Si ’ eres) y is r a é l [La Tierra de Israel]
llega a ser «el más espléndido de todos los países» (Ezequiel 20, 6,15; cf. 26, 20),
si puede ser descrita como situada «en el ombligo de la tierra» en 38, 12 (cf. Jue
ces 9, 37), con Jerusalén puesto «en medio de las naciones» (5, 5), se debe a la
presencia divina en ella, simbolizada por el templo en Sión y manifestada por
la presencia de Israel en la tierra. Ahora, en Ezequiel, la promesa a un pueblo
nuevo restablecido en la tierra se expresa en 37, 25s. En una sorprendente con
catenación, «en él vivirán para siempre», ...; «haré con ellos un alianza de paz»...;
«mi morada estará entre ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»... «mi san
tuario estará en medio de ellos para siempre».
«La Tierra Santa» es una realidad dialéctica. Para siempre, la Tierra pasa a
ser la Tierra Prometida. Porque es el acontecimiento del encuentro lo que hace
que la tierra sea santa. A imagen del lugar sobre el que se hallaba Moisés en
Madián y que no tenía cualidad propia alguna antes de que Dios empezara a
28. La traducción que hace la NRSV de 37, 2 «alrededor de ellos» cuadra con esta idea,
pero no el texto francés de la TOB, que dice p a rm i eux en tous sens.
29. Seitz, «Ezekiel 37, 1-14», p. 54. Este autor añade: «Lo que queda, queda sólo para dar
testimonio de todo cuanto se ha perdido» (p. 55). Además, la distinción tardía judía entre lo
que es impuro y lo que es puro no se corresponde necesariamente al detalle con la situación que
prevalece en tiempos de Ezequiel. A este respecto, puede sugerirse que lo que vuelve impuro en la
Biblia es el estado limítrofe entre lo “positivo” y lo “negativo”, por así decir. Cuando la lepra ha
contaminado todo el cuerpo, por ejemplo, la persona es de nuevo pura (Levítico 13, 13); y lo mis
mo cabe decir, claro está, de aquel que se ha curado de una enfermedad de piel (Levítico 14, esp.
v. 20; Mateo 11,5). Los “huesos secos” pertenecen inequívocamente a sólo un estado. Puede ver
se otra analogía en el consumo de alimentos secos, que son kaser. La ausencia de humedad ha can
celado cualquier ambigüedad en el producto, si la había. Por la misma razón, un cadáver podría
haber sido considerado causa de impureza (véase Levítico 5, 2; 11,39; Números 19, lis ; 31, 19),
pero no unos huesos secos. En este sentido, las cenizas de la «vaca roja» sacrificada (Números
19) no sólo no vuelven impuro, sino que purifican a todo aquel que haya tocado un cuerpo muer
to (Números 19, 1 ls; véase N úm eros Rabba, Hukkat, 19, 8).) Todo lo dicho es, evidentemente,
pura especulación por mi parte.
hablar, diciendo a Moisés: «Quítate de los pies las sandalias; pues el lugar don
de estás, [ahora] tierra santa es» (Éxodo 3, 5); sobre este modelo, ’ eres y is r a é l
«es» santa por decisión divina y «se convierte» en santa por la acción sinérgica de
Dios y el pueblo. Sión se convierte en el centro del mundo p o r los acontecimientos
que allí ocurren30. Por esto Ezequiel dedica una quinta parte de sus escritos a la
restauración de la Tierra tras el exilio (caps. 40-48). La amplia descripción de
la Jerusalén futura nos lleva obviamente más allá de una simple «restauración».
La visión del profeta es propiamente escatológica. La Tierra se transforma,
pero «igual como la eternidad se transforma ella sola», diría Mallarmé. Pues la
Tierra ha sido siempre actualización del eskhaton. La primera entrada a la Tierra
fue para el pueblo m enuhah, reposo (Deuteronomio 12, 9; 25, 19; 28, 65), y
el retorno final a la Tierra inaugura el m enuhah definitivo (Ezequiel 44, 30),
«para que la bendición descienda sobre vuestras casas»: cf. Isaías 11,2: «Repo
sará sobre él el espíritu de Yhwh...»).
Con la excepción de Jerónimo, los primitivos comentaristas cristianos y los
rabínicos por igual hallaron en Ezequiel 37 una garantía de la creencia en la resu
rrección de los muertos. Lo mismo hicieron los artistas que pintaron las paredes
de la sinagoga de Dura Europos (entre 245 y 256 d.C.)31. Pero, ¿conocían ya el
profeta y sus contemporáneos la resurrección individual? Debemos destacar pri
mero que Ezequiel (como tampoco Job 14, 14) no sabe nada de una resurrec
ción escatológica universal de los muertos. Como observa Walther Zimmerli, en
nuestro texto nos ocupamos de un acontecimiento singular que concierne al pue
blo de Israel en el exilio. Pero, por el otro lado, la noción misma de resurrección
difícilmente era desconocida en Israel, aunque fuera en términos de renova
ción estacional de las divinidades entre las naciones vecinas de Israel32. Más allá
del posible recurso a la influencia foránea, los relatos de revivificación personal
30. Evidentemente, muchos otros lugares del mundo han sido proclamados importantes
por diferentes tradiciones religiosas. Incluso inmensas extensiones de tierras se han autoprocla-
mado «Reino Medio». Lo que distingue a la proclamación que Israel hace de Jerusalén es que no
hay aquí ninguna llamada a una cualidad intrínseca o dada por la naturaleza en una tierra que,
además, solía pertenecer a siete o más naciones cananeas, sino a la cualidad central y fundacio
nal de la historia del encuentro entre Dios y su pueblo acontecida allí.
31. Harald Riesenfeld llama la atención sobre la tradición judía según la cual la visión del
profeta Ezequiel ocurrió en la llanura de Dura; cf. Pirke d e Rabin Eliezer (=PRE), xxxii (G. Frie-
dlander, p. 249); Targum Éxodo 13, 17. Nótese el añadido en determinados manuscritos de la
mención «YHWH reveló a Ezequiel... que él estaba destinado a resucitar a los muertos». H. Rie
senfeld, The R esurrection in Ezequiel xxxvii a n d in the Dura Europos Paintings, A.-R. Lundequis-
tska Bokhandel, Upssala 1948. «La llanura de Dura» se menciona también en Daniel 3, 1, pero
no se trata de Dura, en el Éufrates.
32. Uno piensa en un texto como Oseas 6, 2, que se usa, de forma bastante sorprendente,
en tradiciones cristianas de última hora, desde el tiempo de Tertuliano, como testimonio profé-
tico de la resurrección de Cristo.
narrados por los profetas Elias y Eliseo demuestran que la noción en textos bíbli
cos anteriores no precisaba ser considerada «cananea».
Debemos hacer una distinción más sutil que la hecha en el pasado entre
revivificación y resurrección (final). La renovaciones están presentes en la Escri
tura hebrea y este concepto nunca desapareció por completo. No sólo hay retor
nos de este tipo a la vida en el Nuevo Testamento, al igual que en las hagiogra
fías judías y cristianas, sino que el asunto continúa fascinando a nuestros
contemporáneos, como puede testimoniar un simposio recientemente celebra
do (1991) en la Universidad de Chicago. La resurrección (final) ofrece seme
janzas con la revivificación, pero el parecido entre ambas es más externo que sus
tancial. En el último caso, se trata de un indulto divino concedido a un individuo
(que lo merece). Además de los casos ya mencionados en la época de Elias y Eli
seo, hay que hacer una referencia al rey Ezequías (Isaías 38, 5; 2 Reyes 20, 6).
En cambio, la idea de una resurrección final es un desarrollo tardío en Israel. Es
muy probable que se originara por influencia irania tras la vuelta del exilio, cuan
do Judea se encontraba bajo soberanía persa33.
Con Ezequiel 37, llegamos a un punto de transición, no sólo cronológica
sino también ideológica. La visión de los huesos secos es una de las fases más
interesantes de la doctrina de la resurrección, porque une las nociones de pasa
do y futuro. Por un lado, la resurrección contemplada por el profeta es tempo
ral34. El escenario del capitulo 37, como dije anteriormente, no es apocalíptico.
No describe el final de la historia, sino su renovación, o bien su «comienzo»:
35. Como m a sa lque es, Ezequiel 37 es una parábola de la redención definitiva, aunque
hable de una resurrección temporal, como se ha visto antes. Por razón de la característica dual
de esta profecía, Justino, por ejemplo, que dio a su D iálogo una interpretación milenarista de Eze
quiel 37 (véase nota 34), ve no obstante en IA pología el mismo texto que anuncia la resurrec
ción final (Iii, 3-5; véase también con igual interpretación Cipriano, Didasc. v. 7, 5.
36. Sobre todo porque la visión de Ezequiel se relata en primera persona del singular.
Clemente de Roma (50, 3-4), por ejemplo, combina los textos de Ezequiel 37 con Isaías 26, 20.
Ezequiel 37 figura entre los primeros Testimonia (y también en Mateo 27, 52yApocalispsis 11, 11;
Isaías 26, 19 puede entenderse en modo imperativo y, por consiguiente, como
una petición en medio de una lamentación comunitaria («¡Haz que tus muer
tos vivan!»), a menos que se trate de un oráculo de salvación (Heilsoraket) en res
puesta a la lamentación37. En todo caso, la proclamación dicha en el tono que
sea aporta razón para la esperanza y la alabanza. Debe observarse que es dicha
dentro de un himno, por lo que la evocación de la resurrección no puede tener
el mismo peso que en Ezequiel 37 oracular. Probablemente por esto Yehezkel
Kaufmann hace una lectura minimalista de Isaías 27, 1 y de otros textos análo
gos. La base cananea de esta mitología, dice, prueba, por un lado, que el texto
de Isaías puede ser antiguo y, por el otro lado, que la «resurrección» de que se
habla no es nada más que una revivificación-curación del enfermo de alma o
cuerpo (cf. Salmos 88, 4s). Kaufmann se equivoca, sin embargo, cuando traza
un paralelo con Ezequiel 37. Cierto, en Ezequiel 37 «resurrección» significa tam
bién liberación, no resurrección final en el juicio final, pero es algo más que la
curación de que tratan los Salmos o, según la tesis de Kaufmann, también Isaías38.
Siguiendo por la línea de pensamiento de este experto israelita, no hay razón
alguna para dar una fecha tardía a Isaías 25, 8. «(Dios) destruirá la muerte para
siempre» es la conclusión de la conocida antigua estructura del himno del Dios
guerrero (amenaza/guerra/victoria/fiesta), presente en Isaías 25, 6-8. Pero el con
servadurismo de Kaufmann lo lleva demasiado lejos. Más bien concluiría yo con
W illiam R. M illar que «fecharlo en el siglo VI no deja de ser razonable»39. En
otras palabras, ambos textos, Isaías 24-27 y Ezequiel 37, son probablemente com
posiciones contemporáneas, que no obstante contemplan la «resurrección» des
de perspectivas ligeramente distintas.
Por ello, es sumamente significativo que la imagen de la revivificación de
los huesos secos fuera usada por Ezequiel. Como dice Riesenfeld, «si Ezequiel es
un testimonio de que la idea de la resurrección de los muertos no es del todo aje
na a la fe religiosa de los judíos del siglo V I antes de Cristo, este pasaje no va
del todo solo. Isaías 26, 19 nos lle\% aproximadamente al mismo período»40.
Ezequiel decidió poner un énfasis especial a su valoración pesimista de la
situación en que se hallaba el pueblo. Israel está, de hecho, muerto y el punto de
véase también Odas de Salomón 22, 8-11) como texto-prueba de la resurrección. Véase Jean
Daniélou, Études d ’e xégese ju d éo-ch rétien n e (Les Testimonia), Beauchesne, París 1966, p. 111-121.
37. Joachim Begrich ha defendido la existencia de este H eiborakel a mitad de la lamenta
ción, antes de convertirse ésta en alabanza. Véase su «Das Priesterliche Heilsorakel», en Z eitschrift
fu r alttestam entliche Wissenschaft, 52 (1934) 81-92.
38. Yehezkel Kaufmann, The Religión o f Israel, University of Chicago Press, Chicago 1960,
p. 385. Edward Kissane, The Book o f Isaiah, Browne and Nolin, Dublín 1941; en relación con
estos textos, habla también de una renovación política, como en Ezequiel 37.
39. Millar, Isaiah 24-27, p. 115.
40. Riesenfeld, The Resurrection in Ezekiel xxxvii a n d in the Dura-Europos Paintings, p. 3-4.
vista del profeta es ex postfacto. No es que la nación se muera; es que está muer
ta. De aquí que lo que se describe en Ezequiel 37 sea fa lta d e vida, el estado del
que está muerto. Como dije anteriormente, nos hallamos exactamente en el mis
mo punto de Génesis 1, 2, que habla del tdhü wd-bohü. Siguiendo el modelo del
cambio de Génesis 1,2 a Génesis 1, 3, también hay aquí una (nueva) creación41.
Pero, se produce un non se quitar en el texto profético, y en el versículo 12 la ima
gen pasa del campo de batalla a las tumbas por separado, poniendo así el esce
nario para una interpretación de la resurrección individual. La imagen proféti
ca se ha convertido en la imagen de unos cadáveres enterrados. Esto puede ser
un comentario posterior del profeta mismo o de uno de sus discípulos42; ade
más, como el profeta está hablando de muerte y desolación, debe reconocerse la
lógica de la mención de las tumbas. Lo que quiere evocarse, sin embargo, es algo
más que apenas la idea de un cementerio. Más allá está la relación interna de la
tumba con el hades. Como dice Johannes Pedersen, «todas las tumbas poseen
ciertas características comunes que constituyen la naturaleza de una tumba, que
no es otra que el S eol La “tumba primigenia”, que podríamos llamar Seol..., se
manifiesta en cada una de las tumbas, singulares, al igual que lo m o’a b se mani
fiesta en cada moabita singular»43.
Todo esto no quita que Ezequiel 37 trate menos de la doctrina de la resu
rrección de los muertos que del poder divino de re-crear, de la creación de nue
vos comienzos. Creación que, por otro lado, se vincula con la noción de pu eblo
y sólo resulta comprensible en el marco de la alianza con Israel. Ezequiel e Isaí
as 24-27 no sólo preceden cronológicamente Daniel 12, sino que suministran
el origen genuino de la noción de resurrección en Israel, antes de que la aten
ción se centrara en la resurrección milagrosa de los muertos44. Al llegar a este
punto, sin embargo, la resurrección se separa de sus amarraderos originales, a
4 1 . 2 Corintios 5 , 17 dice, con el mismo espíritu, «si alguno está en Cristo, nueva criatu
ra es», kaine ktisis.
42. Véase Martin-Achard, De la m ort, p. 82. Por otro lado, la forma adoptada aquí es
típicamente la de la controversia ezequieliana (v. 11: lamentación del pueblo; v. 12-14: respuesta
de Dios). Además, los huesos secos esparcidos por un campo de batalla son una metáfora sensible
a las variaciones.
43. Johannes Pedersen, Israel: Its Life a n d Culture, vol. 1, Oxford University Press, Lon
dres 1926, p. 462.
44. En la mente de los cristianos primitivos, la resurrección de Cristo combina lo teocén
trico con lo antropocéntrico. El resucitado es único desde todos los puntos de vista. Un indivi
duo, él, es sin embargo el «primogénito» de una nueva humanidad (véase Gálatas 4). Su resu
rrección es promesa y garantía de la resurrección universal. Hombre «fracasado», su suerte dispensa
un consuelo universal: la mansedumbre, la pobreza, el hambre y el sufrimiento humanos serán
reivindicados y compensados nada menos que con la vida eterna. Presencia divina en el mundo,
él es también, sobre todo para el cristianismo primitivo, la reivindicación de Dios mismo. Ambos
actos de reivindicación están interrelacionados.
saber, de la inauguración de la historia de salvación y se convierte, paradójica
mente, en el fin de esta misma historia y en el comienzo de otro mundo, sin his
toria, tal como la conocemos45. Éste no es el caso de Ezequiel. Como se dijo ante
riormente, la H eilsgeschichte comienza con la vuelta del exilio, ya que la historia
del preexilio fue sólo fracaso. Resurrección aquí está por redención, uno de cuyos
aspectos constituye. Si morir quiere decir separarse de Dios, recobrar la vida sig
nifica reconciliación, renovación. La escatología profética presentada en Ezequiel
37 habla de un nuevo comienzo. En otras palabras, omega es una nueva alfa que
tiende a otra nueva omega. A cada repunte de la historia, puede decirse que la
nueva era ha sido ya anunciada por la anterior. Un buen ejemplo de ello es David,
que sigue siendo una figu ra hasta el final y, en última instancia, se convierte en
la cabeza del reino mesiánico. Volveré sobre esto más tarde.
La nueva y feliz era que contempla Ezequiel comienza con su propia pro
fecía, en realidad con su inspiración en el sentido pleno del término. Como Pla
tón, que concibió una república ideal en la que gobernaba el rey filósofo, tam
bién Ezequiel ve una nueva y feliz era en la que triunfa la profecía. Como ha
dicho Robert Martin-Achard, «Ezequiel no es sólo el testigo de la resurrección,
es también su instrumento»46. De este modo, como prim us Ínter pares, el profe
ta Ezequiel provoca la participación de su pueblo en la actividad divina (cf. 1,
ls; 8-11; 40s). Ésta es su misión, que él introduce con la fórmula del mensaje
ro, esto es, con la fórmula que identifica al embajador con aquel que lo envía47.
45. También en Isaías 25, 6-8, el enemigo que es vencido no es el Leviatán o algún otro
monstruo marino del mismo estilo, sino la muerte (m aw et). Pero estamos todavía, no obstante,
en el plano de lo mitopoético. Lo mismo debe decirse d e algunos paralelos intertestamentarios.
Más o menos contemporáneo de Daniel 12, Jubileos 23, 22, en un contexto de promesa de ben
dición futura, dice: «Sus huesos descansarán en la tierra, y sus espíritus gozarán en gran medi
da», avalando aparentemente la ¡dea de una división entre carne y espíritu al morir con una inmor
talidad potencial para los espíritus justos. Documentos posteriores son más explícitos sobre la
resurrección de los muertos justos. En el Ttstamento d e Ju d á 25, se lee: «Tras esto, Abraham, Isaac
y Jacob resucitarán para vivir de nuevo... Y quienes murieron en el dolor resucitarán de nuevo
en el gozo... Y los que han padecido muerte por el Señor despertarán a la vida» (versículos 1
y 4). El Testamento d e M oisés 10, escrito en las primeras décadas del siglo I de nuestra era, no men
ciona de un modo específico la resurrección de los muertos, pero George Nickelsburg especula
acerca de que la exaltación de Israel en el versículo 9 presupone una resurrección del justo o, por
lo menos, su inmediata asunción a los cielos (R esurrection, Im m ortality a n d E ternal Life in Inter-
testam en talJu daism , Harvard Universtiy Press, Cambridge 1972, p. 31). Johannes Tromp hace
una lectura hasta cierto punto minimizadora del mismo texto a partir de la asunción de Moisés.
Menciona numerosos paralelos tanto de la Biblia como de los pseudoepígrafos, incluidos ya Isa
ías 14, 13; Jeremías 51 (28), 9; (LXX) Deuteronomio 26, 15 y Salmos 33 (32), 13-14. Véase su
The Assumption ofM oses, Brill, Leiden 1993, p. 237.
46. Martin-Achard, D e la mort, p. 80-81. Cf. Agustín: «Sin Dios, no podemos, sin nosotros
Dios no quiere».
47. Cf. Rolf Rendtorff, «Botenformel und Botenspruch», en Z eitsch ñ ftflir alttestam entli-
ch e Wissenschafi, 74 (1962) 165-177.
La sinergia entre Dios y el pueblo, con el efecto de convertir una tierra ya san
ta por elección divina en realmente santa en el ámbito de la historia y de la geo
grafía, comienza en la persona del heraldo. En el capítulo 37, Ezequiel se sitúa,
o más bien es situado por el mandato divino, entre el punto de «medianoche»
entre la muerte y la vida. Ningún otro texto de la Biblia hebrea muestra con
mayor dramatismo el rótulo de discurso profético. Ezequiel 37 no sólo trans
mite este tipo de discurso, sino que, en el fondo, aporta una reflexión sobre su
naturaleza.
En definitiva, la pregunta divina, «¿podrán revivir estos huesos?», estaba
en las antípodas de una pregunta retórica. Fue una manera de movilizar a Eze
quiel de cara a su tarea de vivificar a los muertos. Él es quien convoca al Espí
ritu desde las cuatro esquinas del universo. Él es quien profetiza sobre aquellos
huesos, como si éstos fueran capaces de oír el oráculo: «Escuchad, huesos se
cos, la palabra de Yhwh» (v. 4), tras lo cual les dice qué va a pasar con ellos (v.
5-6).
Este papel activo de Ezequiel en la revivificación de los huesos lo ha reco
gido la literatura rabínica. Junto con Elias y Eliseo, a Ezequiel se le atribuye el
poder de despertar a los muertos. Pertenece, por ello, al tiempo del Mesías y
tomará parte activa en la resurrección de los muertos48.
El papel central de la profecía en la inauguración de los nuevos tiempos
es tanto más sorprendente cuanto que ocupa el lugar antiguamente ocupado por
la mística del guerrero divino. Este paralelismo contrastante está igualmente jus
tificado por un tema común a ambos elementos: la proclamación de la creación
como victoria sobre el caos. Una de las principales funciones del himno del gue
rrero divino en el culto de Jerusalén era celebrar la protección que Dios ejercía
sobre su pueblo contra los estragos del caos (cf. Salmos 118, 15-18; 98, 1-3; 144,
9). En una forma mitopoética, el himno describe el rechazo por Dios de los pode
res cósmicos hostiles (cf. Éxodo 15; Salmos 48 [entre otros]; Job 9, 13; 36, 12;
40, 25). El paso de Ezequiel a la profecía es sumamente inusual. El Déutero-Isa-
ías (al igual que Isaías 24-27), por ejemplo, vuelve decididamente a la mitopo
ética en varios de sus oráculos (y lo mismo hace elTrito-Isaías); véase 42, 10-13;
43, I6s; 51, 9-1l 49. Sólo en Ezequiel hallamos la evocación del ru a jque llega de
los cuatro costados del mundo puesto a la par con el «despertar» cultual del bra
zo divino, con Yhwh que despierta para luchar contra sus enemigos (cf. Isaías
51,9). Por esto está claro que lo que sucede en Ezequiel 37 es complejo. Por un
48. Cf. Sanedrín 92b; 98b; PRE 32 (G. Fridlander, p. 249); etc. H. Riesenfeld, The Resu-
rrection, p. 38, cita este hermoso texto de Q ohelet Rabba 3, 15, par. 1: «Rabí Aha dijo en nom
bre de Rabí Halaft: “Todo cuanto el Santo... hará o renovará en su mundo en el futuro mesiám-
co lo ha hecho ya en parte por medio de un profeta en este mundo».
49. El Déutero-Isaías es conocido por repetir pautas e imágenes míticas. Véase Paul Han-
son, The D awn o f Apocalyptic, Fortress Press, Filadelfia 1975, p. 300 en especial.
André LaCocque
50. Sobre todo esto, véase T heology o f the Program, p. 94, en especial p. 121 s.
derán a la pureza de la vida. Más tarde, Daniel 12 también habla de una resu
rrección para sólo los maskilim, para los mártires51.
Ciertamente, la revivificación de los huesos no es presentada aquí como
una compensación por el mal padecido, una recompensa por el sufrimiento
del exilio. Pero la garantía gratuita que los huesos reciben de la mano de Dios va
precedida de una confesión: «Mira lo que dicen: “Se han secado nuestros hue
sos, se acabó nuestra esperanza, estamos perdidos”. Profetiza, pues, [dice Dios
a Ezequiel] y diles: “Mira, voy a abrir vuestras tumbas, os sacaré de vuestras tum
bas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel”» (versículos 11-12). Confesar
que no tienen vida es lo que les hace partícipes de su propia resurrección.
Sorprendentemente, la palabra de vida es pronunciada en una tierra extran
jera, incluso en un valle de la muerte, a saber, Babilonia. Este paso no lo die
ron los colegas de Ezequiel en el sacerdocio; más bien enseñaron que Dios reve
ló su nombre sólo después de que hubieran partido de Egipto, ese país impuro
(Éxodo 6, 2s). Pero el atrevimiento de Ezequiel es congruente con su visión de
la divina presencia que se ha exiliado junto con su pueblo y que ahora vuelve
«del este» a Jerusalén por la época de la restauración (cf. 43, 2; etc.). En esta pers
pectiva, podría decirse que el nuevo comienzo surge de la tumba, la vida que vie
ne de la muerte, la espiga de la simiente podrida. Encontramos en Ezequiel el
sentimiento de que la semilla ha de morir (Juan 12, 24)52. Para Ezequiel, la
historia de infidelidad del pasado debe cerrarse para que así pueda comenzar una
nueva economía, igual como hace la espiga del grano muerto, igual como lo hace
el resucitado de una tumba. La nueva economía tiene poco que ver con la ante
rior, tan poco como poco tiene que ver lo vivo con lo muerto, o como una «gran
multitud» con un montón de huesos secos. Pues, a diferencia de la infidelidad
pasada, ahora ellos saben que Dios es el Señor (37, 6) y que la ciudad donde por
fin vivirán se llama «Yhwh está allí».
51. Con el tiempo, el concepto de resurrección evolucionó y se hizo cada vez más inclusi
vo hasta hacerse general. Paul Volz ordena adecuadamente las diferentes fases de la evolución: a)
algunos personajes importantes de la antigua historia (Moisés, Elias, David, Ezequías, Daniel...
Cf. Daniel 12, 13); b) mártires de un pasado más reciente (Daniel 12, 1; 2 Macabeos 7-9; 1 Henoc
90, 33); c ) e 1justo en general (Salmos de Salomón 3, lOs; 1 Henoc 91-92; etc.); d) la humanidad
entera (1 Henoc 22; especialmente 51, 1). Véase su D ie E schatologie d er jü d isch en G em einde im
N eutestam entlichen Zeitalter, Tubinga 1934, p. 231-232.
52. En la resurrección de Cristo, dice Walther Zimmerli, la comunidad del Nuevo Testa
mento «experimentó la validez de la promesa de vida hecha por Dios a su pueblo... han visto cómo
cobraba expresión lo prometido por el profeta a su pueblo y... se hacía universalmente válido» (Eze
k iel II, p. 265). Y añade (en I a m YHWH, p. 97): El acontecimiento no sólo va acompañado de
su emisario en Cristo, sino que se convierte «plenamente en palabra de proclamación. Y la
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 14).» El acontecimiento del reconocimiento
va unido al acontecimiento de Cristo en 1 Corintios 12, 3; cf. Juan 4, 2s.
CENTINELA DE LA INMINENCIA
PAUL RICOEUR
3. Véase Paul Ricoeur, Time andN arrative, vol. 2, trad. por Kathleen McLaughlin y David
Pellauer, University of Chicago Press, Chicago 1985, p. 88-99 [trad. cast.: T iem po y n arra
ción II, Cristiandad, Madrid 1987; vol. 2., Siglo XXI, Madrid 1985].
ha transmitido. La repetición del «así dice Yhwh», aparte de su función pura
mente retórica y más allá de su estilo estereotipado, recuerda que cada llamada
del profeta expresada por un «ve y diles» es un acontecimiento nuevo. André
LaCocque destaca con fuerza que el profeta se implica en su mensaje. Aun más,
el profeta mismo produce el acontecimiento de la reanimación. Es paradójica
mente la repetición de la novedad de tal acontecimiento lo que la escritura posi
bilita.
Por lo que se refiere al mensajero mismo, lo que está realmente en juego es
el anuncio (Verkündigung) de juicio o de salvación4. En este sencido, Claus Wes-
termann ha llevado a cabo un análisis discursivo trascendental del mensaje
profético. Distingue del anuncio, propiamente dicho, los enunciados que a menu
do lo preceden: una evocación de actos salvíficos anteriores, un sumario de trans
gresiones presentado a modo de acusación, o hasta una simple referencia al honor
de Yhwh. Estas diversas declaraciones sirven como «pruebas», «justificaciones»,
«acreditaciones». Westermann habla a este respecto de un Erweiswort, una Selbs-
terw eis divina (volveré sobre esto en los términos del marco más apropiado del
«reconocimiento de Dios»). El anuncio, propiamente hablando, se une a menu
do a estas «pruebas» mediante un explícito «porque».
El anuncio en sí constituye el corazón vivo y palpitante de la profecía. Eze
quiel, de un modo más llano que cualquier otro profeta escritor, conoce sólo dos
tipos de anuncios, el del juicio -esto es, el anuncio en última instancia de con
denación, desgracia, destrucción—y el de salvación o restauración. Vemos ya sur
gir el simbolismo de muerte y vida, en que ha de centrarse nuestra atención.
¿Qué significa aquí anunciar? No es prever, en el sentido de ver en el futu
ro. Más bien es decir por adelantado lo que va a suceder. El anuncio, en este sen
tido, se refiere a un futuro apodíctico, a medio camino de lo indicativo y lo impe
rativo. Este tipo único de vínculo con el futuro guarda en reserva los enigmas
que van a ocuparnos. Pero podemos destacar ya lo extraño de un futuro priva
do de ese aspecto de contingencia dé que hablaban los «lógicos» griegos. A este
respecto, otros actos de discurso hallados en el Antiguo Testamento presentan la
misma relación con el futuro. Sean una promesa, una bendición, o una maldi
ción, se trata de actos con algo así como un efecto retardado. Un segundo aspec
to nos ayuda a aclarar este primero. El futuro anunciado en nombre de Dios será
quehacer de Dios. Es Dios quien destruirá, Dios quien liberará. La certeza de que
esta acción va a venir de Dios da fuerza de convicción a la voz del profeta, jun
to con la certeza de saberse enviado para hacer este anuncio. Pero estas dos cer
tidumbres van en realidad juntas como si fueran una sola. El profeta es un men-
4. Westermann distingue, incluso en los libros históricos, entre los anuncios de juicio los
dirigidos contra individuos, los que se dirigen contra Israel y los que van contra los enemigos de
Israel.
sajero seguro de sentirse enviado por Dios para decir lo que, con toda certeza,
va a hacer Dios.
Dicho esto, no parece haber fuente alguna de indeterminación en el anun
cio profético, en cuanto los dos acontecimientos discutidos hasta ahora -e l del
mensaje presente y el de la catástrofe o liberación futuras—son ciertos. Lo que
hay que considerar todavía es el tenor del acontecimiento anunciado, el q u id de.
lo que se anuncia. Aquí es donde se desliza la indeterminación, una indetermi
nación que se amplificará en el caso de las visiones que hasta ahora hemos con
siderado como una expresión, entre muchas, de anuncio profético.
Para poder medir de alguna manera este margen de indeterminación, debe
mos considerar por un momento la relación que existe entre el profeta y la his
toria. Se impone aquí un doble contraste, con la historia tradicional y con el apo
calipsis. Mientras que los grandes narradores se relacionan con una historia no
sólo pasada, sino también tranquilizadora, el profeta se enfrenta a una historia
real, fundamentalmente peligrosa y desestabilizadora. La teología narrativa, de
la que hablaba tan hábilmente von Rad, es una teología que da la garantía de
acontecimientos fundadores para que el pueblo se identifique, acontecimien
tos que dan certeza a la experiencia vivida de una existencia comunitaria. La teo
logía profética, por el contrario, procede de una confrontación con una historia
que produce ansiedad, en la medida en que incluye la terrible alternativa de una
destrucción o una salvación. No podemos exagerar esta oposición entre la his
toria mítica y legendaria de la teología de las tradiciones y la historia auténtica
mente real a la que se enfrenta el profeta. Cuando Ezequiel retumba contra Egip
to, que había ayudado al pueblo a protegerse contra la opresión mesopotámica,
lo que él tiene a la vista es un Egipto actual y no el Egipto legendario del Éxo
do. Podemos ver en esta oposición la que existe entre una historia tradicional
que da seguridad y una historia inminente, traumática. Esta absolutamente sin
gular relación con una historia que está en proceso domina en la relación del
oráculo profético con el tiempo. Visto desde este punto de vista, el anuncio, el nú
cleo del mensaje profético, es ante todo una relación de inminencia. La posición
del profeta mismo en lo que se refiere a esta inminencia se define, por el escri
tor mismo, como la de un «centinela», un centinela de la inminencia, podría
mos decir, para caracterizar así con una breve frase la relación del todo particu
lar que el profeta mantiene con la historia.
Déjeseme añadir dos puntos como corolarios a esta definición. En pri
mer lugar, por muy «loco» que pueda parecer el profeta, o, para decirlo de un
modo más moderado, por muy «extático» o bien «entusiasta» que sea, esta locu
ra, que no excluye la vigilancia del centinela, se sitúa dentro de una historia que
está sucediendo ahora. En segundo lugar, esta relación con la inminencia puede
verse en todas las expresiones del mensaje profético, no sólo en el discurso,
sino también en las acciones simbólicas y en las visiones. Tendremos que recor
dar esto cuando lleguemos a la visión de Ezequiel 37. Todas estas formas de expre
sión son ejercicios de vigilancia confiados al centinela de la inminencia.
El segundo contraste importante tiene que ver con la diferencia funda
mental entre profecía y escatología en lo que concierne a sus respectivas rela
ciones con el tiempo. Por muy verdadero que pueda ser que la escatología es la
heredera de la profecía, una vez que esta última perdió su chispa, en las cir
cunstancias que más adelante consideraré, es también importante oponer la rela
ción del oráculo de la inminencia a la relación del discurso escatológico con el
«final de los tiempos». Hay otras diferencias, además, entre estos dos tipos de
discurso, como el hermetismo de los que son considerados textos secretos y el
papel de una figura intermediaria que rompe los sellos. Pero la sola relación con
el tiempo ya establece grandes diferencias entre ellos. La inminencia a la que hace
frente el profeta es decididamente intrahistórica. Esto no impide que la profe
cía de Ezequiel vaya por el camino de la escatología, como indican esas señales
que André LaCocque destaca: la novedad absoluta del tiempo de la re-creación
del pueblo, un nuevo Éxodo, un nuevo Sinaí, un nuevo David, nuevas relacio
nes con la tierra y, sobre todo, la afirmación de que la historia pasada está ago
tada, tal como expresan los huesos «secos» de la visión. La nueva historia no será
una restauración, sino una auténtica inauguración. Anterior a ésta hay só
lo una no-historia de un no-pueblo, como en Oseas 1, 6. Y en este sentido, pode
mos realmente hablar de la profecía de Ezequiel como de una «escatología pro-
fética».
Sin embargo, es en términos de toda la amplitud de la historia como se
plantea esta renovación. De aquí que no se cruce el umbral de lo apocalíptico,
como confirma la comparación que instituye André La Cocque con Daniel.
De modo que la profecía, considerada en términos de su relación con el
tiempo, se opone tanto a la historia tradicional, mítica y legendaria, básicamente
segura y confortable, como a la no-historia de los «tiempos finales», que es lo
que escudriña el apocalipsis, en una postura que no es la del centinela, sino la
de la persona que descifra enigmas y resuelve misterios.
Habiendo clarificado esta relación única de la profecía con el tiempo his
tórico, podemos volver a la cuestión que hemos dejado en suspenso, a saber, ¿qué
margen de indeterminación se incluye en esta relación con la historia inm i
nente? A primera vista, ninguna, porque ha de tenerse en cuenta que los acon
tecimientos anunciados -destrucción o salvación—son obra irrevocable de Dios.
Aunque incierto para los seres humanos, el futuro es cierto para Dios. Y esto es
ciertamente lo que empuja al profeta. Con todo...
Con todo hay que notar, como confirma el análisis literario, que al anun
cio, constitutivo del mensaje profético, no le sigue ningún desarrollo de carác
ter narrativo, donde se relatara el cumplimiento de la profecía. Pertenece al géne
ro de la profecía ser un anuncio privado del relato de su cumplimiento. Es verdad
que los exegetas han intentado legítimamente establecer una correlación entre
esta o aquella profecía y el curso real de los acontecimientos. Y tienden tanto
más a proseguir estas investigaciones cuanto que el profeta-redactor tuvo cui
dado de datar un buen número de sus invectivas. Ese ejercicio tiene éxito, como
cabría esperar, en el caso de profecías p o st eventum , interpoladas por la escuela
de Ezequiel en el texto atribuible con mayor o menor seguridad al profeta mis
mo. Pero estas correlaciones son el resultado precisamente de una investiga
ción de historiador. No forman parte del sentido de la profecía como «anuncio».
Todo se desarrolla como si la inminencia siguiera siendo inminente, por perte
necer el cumplimiento final del oráculo a otros géneros literarios, principalmente
narrativos, pero también al de lamentación, que, ciertamente no está ausente del
libro de Ezequiel. Pero una lamentación es otro género distinto del de la profe
cía, en la medida en que puede distinguirse del anuncio.
Dos factores de indeterminación proceden de este carácter digno de ser
tenido en cuenta de la profecía. En primer lugar, desde un punto de vista tem
poral, el anuncio incluye un elemento de indeterminación referente a la demo
ra en la ejecución, pues la inminencia consiste en una relación variable entre pro
ximidad y lejanía. Ésta es la razón de que, incluso si se pone fecha a una profecía
- y requiere una fecha, como supone Paul Beauchamp5- su cumplimiento no
la tiene. El oráculo no es una historia del futuro o una historia que ocurre en el
futuro. En segundo lugar, por preciso que pueda ser el anuncio, deja un impor
tante margen de incertidumbre en cuanto a la naturaleza exacta de las catástro
fes anticipadas y, aún más, de las libertades anunciadas. Igual como el oráculo
no es una historia del futuro, tampoco es un relato, comparable a una narración,
de acontecimientos inminentes. A este respecto, las alegorías, las metáforas y las
parábolas con que se refuerzan las profecías producen un efecto similar al pro
ducido por la poesía de los Salmos y el Cantar de los cantares. Una vez más, estas
figuras de estilo no representan más que una cuestión de variaciones del habla.
¿Qué significan las acciones simbólicas y las visiones que vamos a considerar?
No es por causalidad que, en Oseas, Isaías, Jeremías y Ezequiel, estas formas
no verbales de figuración se hayan entretejido cada vez con mayor frecuencia
con figuras verbales. Quizás forme incluso parte del género literario de la pro
fecía anticipar los acontecimientos anunciados de un modo no descriptivo aun
que figurativo, si incluimos bajo esta expresión figuras verbales (alegorías, metá
foras, parábolas) y figuras no verbales (acciones simbólicas y visiones). El oráculo
profético satisface a su manera lo que Heráclito dijo de las palabras de un dios:
«ni afirman ni niegan, pero tienen sentido (semainei)». O, desplazándonos de un
5. «Aun cuando la ley bíblica permita que el tiempo y la fecha queden en el olvido por una
relación constante con un período arquetípico, la profecía supone un momento preciso de su pro
ducción.»; cf. Paul Beauchamp, L’u n et l ’a utre Testament, Essai de lecture, Seuil, París 1976, p. 75.
extremo a otro de la historia de las ideas, ¿no podríamos decir, usando términos
de Frege, que la profecía tiene significado, aunque no tenga referencia ni deno
tación? Lo que tenemos es toda la distancia que hay entre anunciar y mostrar,
hacer ver. Un significante con un referente flotante; en esto podría consistir el
status «lógico» de lo que se anuncia en la profecía.
Esta extraña condición de un acontecimiento inminente es particularmente
apropiado para el anuncio de salvación de donde procede la visión de Ezequiel
37. El profeta consigue perfectamente, a través de estas imágenes figurativas,
hacernos casi ver las catástrofes anunciadas y crear la ilusión de su presencia,
siguiendo el procedimiento que Roland Barthes describió como un «efecto de
realidad». Los acontecimientos de bendición y salvación son, en esencia, infi
nitamente más difíciles de representar mediante figuras y, por lo mismo, más
difíciles de ser vistos. La multiplicación de figuraciones puede, por tanto, ser vis
ta como una manera de llenar esta laguna. Se acude a la tradición para tomar de
ella modelos que se proyectan de nuevo hacia el futuro. De aquí que se hable
de un nuevo éxodo, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo (Eze
quiel 40-48). Y otras figuras se añaden a estas verbales: las acciones simbólicas y
las visiones. Lo importante aquí es que la felicidad es más difícil de pintar y visua
lizar que la infelicidad, y que la distancia es aquí mayor entre significar y mos
trar. Las figuraciones de la vida restaurada no consiguen superar o eliminar
esta distancia.
No quiero terminar estas consideraciones generales sobre el género profé
tico -por lo menos en términos de la forma privilegiada que encontramos en
Ezequiel—, sin considerar también la fórmula de conclusión («Y sabréis que yo
soy Yhwh»), igual como hice con la fórmula introductoria («Así dice el Señor
Yhwh»). Este conocimiento -o , mejor dicho, este reconocimiento- proporcio
na efectivamente una nueva ocasión de reflexionar sobre la indeterminación del
mensaje profético en cuanto al suceder de los acontecimientos anunciados,
que este «reconocimiento» parece a primera vista excluir.
En un estudio dedicado por Walther Zimmerli a lo que él llama la «fór
mula de reconocimiento», se plantean dos cuestiones distintas, cada una de las
cuales abre un nuevo espacio de variaciones para la proyección del futuro inmi
nente6. En primer lugar, ¿en qué sentido cuenta este reconocimiento como con
clusión del anuncio? Mi pregunta se vincula a uno de los comentarios de André
La Cocque. Como dice él, la fórmula de reconocimiento invita a una «relectu
ra» retrospectiva del texto. La insistencia obstinada del redactor por resaltar
por igual tanto el anuncio de salvación como el de destrucción, las visiones como
las acciones simbólicas y el discurso, es sorprendente. Conocer, reconocer a Dios
7. Véase Walther Zimmerli, «Das Wort des góttlichen Selbsterweises (Erweiswort), eine
prophetische Gattune», en M élan ees b ib liq u es réd ivés en V honneur d ’A ndré R obert, Bloud et
Gay 1957, p. 154-164.
hay de común a ambos usos es la distancia entre significar y mostrar. Esta dis
tancia es la razón de que sean posibles múltiples y opuestas interpretaciones.
Esta sugerencia se apoya en la exégesis de la segunda parte de la fórmula de
reconocimiento: «Reconoceréis que yo soy Yhwh». Es digno de observarse que
el profeta o su escuela incorporaría posiblemente a la fórmula de reconocimiento
otra fórmula que, como tal, puede hallarse en muchos otros contextos distin
tos de los escritos proféticos, a saber, la denominada fórmula de la autopresen-
tación con que se presenta Dios8. ¿Qué sentido teológico debió de darse a esta
conjunción? Dios, dijimos anteriormente, quiere ser reconocido por sus obras.
Pero este reconocimiento es un acto humano, aunque aplicado a un acto divi
no. Peligro hay de que el sujeto de este conocimiento quiera adelantarse hasta el
proscenio. Es una posibilidad excluida por la fórmula «yo soy Yhwh», en la medi
da en que lo que debe reconocerse no es q u é sino quién. El «quién» de alguien
que dice de sí mismo: yo soy. De este modo, se establece un límite a la tentación
de convertir este saber en conocimiento de una cosa. Zimmerli lo expresa muy
bien: la repetición de «yo soy Yhwh», en la fórmula de reconocimiento, impide
que el hecho de conocer sitúe al que conoce en la posición de sujeto9. No ocu
paba ya esta posición dominante en la fórmula del mensajero, ni lo ocupará en
el anuncio de juicio o de salvación. No es un lugar que le esté permitido ocupar
al descifrar los signos. Dios, el sujeto del acto, sigue siendo el sujeto que da tes
timonio de sí mismo en el corazón mismo del conocimiento/reconocimiento.
Incluso cuando el conocimiento/reconocimiento deviene acontecimiento, no es
que el sujeto humano de este acto se afirme a sí mismo, sino que el sujeto divi
no se presenta a sí mismo sin «hacerse cautivo de este conocimiento humano».
«El conocimiento de Dios sólo puede llevar hasta el umbral donde claramente
se indica que allí Dios dice “yo soy Yhwh”». Ésta es la razón de que no encon
tremos aquí la fórmula opuesta, que podríamos haber esperado hallar: «Ahora
sé que Dios es Yhwh». Esto sólo pueble decirlo Dios mismo: «Reconoceréis que
yo soy Yhwh». Igual como la fórmula de reconocimiento concluye el mensaje
11. André LaCocque incluye la visión del capítulo 37 entre las cuatro grandes visiones que
pueden hallarse en el libro de Ezequiel.
miento en el simbolismo, y concluye con la fórmula del reconocimiento, sin que
el profeta cuente el cumplimiento de lo significado en el marco del nuevo sim
bolismo. Comencemos por el final: «Y sabréis que yo, Yhwh, lo he dicho y lo he
hecho -oráculo de Yhwh» (v. 14). Esta conclusión determina el significado teo
lógico de la profecía: la reanimación de los huesos secos no es resultado de una
cierta capacidad natural de aquellos que los poetas griegos llaman «mortales».
Ezequiel mismo es llamado «hijo de hombre», esto es, mortal. El milagro es obra
de Dios, y esta obra equivale a una nueva creación.
El cambio de simbolismo, la apertura de las tumbas y el resurgir de dentro
de las tumbas no parece que introduzcan otra cosa, en relación con el espectácu
lo de los huesos secos, que una simple variación en el plano figurativo. Nótese,
sin embargo, que esta variación ayuda al lector a liberar el significado común a
ambas escenas, a saber, el paso de muerte a vida. Es éste precisamente el sentido
con que juega la frase declarativa, en la que podemos ver la clave hermenéutica
de toda la secuencia: «Después me dijo: “Hijo de hombre, estos huesos son toda
la casa de Israel”» (v. 1 la). ¿No equivale esta declaración a una interpretación?
Y, ¿no se orienta totalmente hacia una interpretación «histórica», a saber, al anun
cio de la vuelta de la «casa de Israel» a su país? De hecho, es a éstos, a los de la
«casa de Israel» a quienes se confía la segunda disputatio. Ellos son, esta vez, quie
nes respiran desesperación: «Se han secado nuestros huesos, se acabó nuestra
esperanza, estamos perdidos» (v. 11b). ¿No figuran acaso las tumbas de donde
se levantan, en el marco de una alegoría del todo verbal, sustituida subrepticia
mente por la visión de los huesos secos, la condición de estos muertos vivien
tes condenados al exilio? Y, ¿no es la vuelta a Palestina lo que se significa en los
siguientes términos: «Mira, yo abro tus tumbas y te hago resucitar de ellas, pue
blo mío, y yo te guiaré hasta la tierra de Israel?» André LaCocque describe con
gran detalle el vínculo que hay entre Vida y Tierra en Ezequiel. Es esta prome
sa de una vuelta a la tierra de Israel lo que él ve como coronación de los capítu
los 40 a 48, añadiéndose así a los agudos análisis de Jon Levenson de esta larga
secuencia que ocupa nada menos que una quinta parte del libro de Ezequiel12.
En suma, ¿no es a ellos, y sólo a ellos, a quienes se dirige el anuncio de salvación?
Llegados a este punto, parece como si el texto mismo nos obligara a admi
tir sólo una interpretación sobre los huesos secos llamados de nuevo a la vida por
el Señor: se trata únicamente de la vuelta de los muertos vivientes del exilio babi
lónico. Además de la clara declaración de Ezequiel 37, l i a , apoyan esta inter
pretación la actitud predominante de la profecía en lo referente a la historia,
antes puesta de relieve, y el papel que asume Ezequiel mismo como centinela de
lo inminente.
12. Jon Levenson, T heology o f the Program ofR estoration ofE zek iel 40-48, Scholars Press,
Missoula, M T 1976.
Pero quisiera hacer, no obstante, un alegato a favor de la tesis de que la
visión, como visión que es, ofrece otros recursos que pueden traspasarse al dis
curso. Podemos comenzar observando que la interpretación dada en Ezequiel
37, l i a impone un cierto límite al libre juego de la imaginación, en cuanto úni
camente responde a una pregunta: ¿qué son estos huesos secos? «Estos huesos
son toda la casa de Israel». Pero, al plantear esta pregunta, «¿qué son?», la pará
bola se ha reducido también a una alegoría, más cercana al discurso que a la
visión, incluso a un oxímoron: los muertos vivientes.
¿Constituye esta observación un alegato a favor de la interpretación, habi
tual en el judaismo primitivo y en el primitivo cristianismo, según la cual Eze
quiel 37, 1-14 anuncia, de una manera desmañada, la resurrección escatológi-
ca? Nada impide que lo afirmemos, en especial si tenemos en cuenta las
condiciones en que se produce esta interpretación.
En primer lugar, atestigua la substitución de la profecía propiamente dicha
por la escatología. Antes me he referido a la considerable distancia que separa
una de otra en su relación con la historia. La idea de una resurrección al final de
los tiempos presupone que esta distancia se ha superado, luego que desaparece
la profecía. En segundo lugar, esta interpretación infravalora el papel desempe
ñado por las nuevas creencias en la relectura de textos como éste de Ezequiel.
Estos textos incluyen una preocupación cada vez mayor por el destino del indi
viduo en el marco del helenismo, las influencias iranias y las controversias con
los filósofos griegos sobre la inmortalidad. Dentro del marco cristiano, es del
todo evidente que el kerygma de la resurrección de Cristo fue el factor decisivo.
Basándose en ella argumenta Pablo en 1 Corintios 15. Como se ha dicho en otra
parte, una interpretación innovadora nace las más de las veces por la irrupción
de un acontecimiento nuevo en el sistema de creencias. Este acontecimiento nue
vo hace posible una «relectura» de los textos antiguos, que desplaza, ensancha
y aumenta su sentido.
Añadamos que se ha introducido una cierta continuidad d e fa d o entre Eze
quiel y las interpretaciones judías primitivas y la concepción cristiana de una
resurrección final, por la costumbre de situar los textos del Antiguo Testamen
to relativos a la vida y a la muerte en serie, y de tomar la creencia explícita en
la resurrección de los muertos como punto de referencia, poniéndola por tanto
como el telos de todo el desarrollo13. Sería probablemente más conforme al talan
te de la Biblia hebrea, tal como he dicho en otra parte, respetar la diversidad
de caminos abiertos a la interpretación por estos venerables textos. El apocalip
sis de Isaías 24-27 es totalmente distinto de Ezequiel 37, incluso si Isaías 25, 8
nos hace pensar en Ezequiel 37. Pero la rehabilitación del «siervo de Yhwh» en
14. Ibídem,
15. Véase Walther Zimmerli, «“Leben” und “Tod” im Buche des Propheten Ezechiel», en
Theologisches Z eitschrift, 13 (1957) 494-508.
por todo su ensayo. La resurrección anunciada, observa, no es el resultado de
cierta capacidad humana, ni es el don de una aspiración. Su sentido es teológi
co, no antropológico. El adjetivo «secos» pone de relieve el carácter radical de la
muerte, que excluye que la vuelta a la vida se inscriba en el ciclo de un gran
círculo. En este sentido, la visión actúa primero como un juicio de condenación
sobre un pueblo muerto. Incluso a Dios alcanza la tumba. Israel, paralítico de
nacimiento, muere en Babilonia. La muerte es así la senda olvidada de la vida
como nueva creación. Esta nueva creación no encuentra garantía alguna en la
existencia anterior, como está dicho en Juan 12, 24: «El grano de trigo tiene que
morir para que pueda renacer».
Aquí es, quizás, donde la visión va más allá del discurso profético, que osci
la entre el anuncio del juicio y el de la salvación. La visión de los huesos secos
llamados a vivir «figura» el paso de muerte a vida y, en este sentido, nos hace
«ver» el salto de un anuncio al otro.
Pero la confesión de la ausencia de vida es una parte integral del anuncio
de la resurrección, tal como André LaCocque lo ha señalado. El final de la his
toria es la senda que lleva a la nueva historia. Esta radicalidad dialéctica, que
ignora la compensación de los discursos de condenación por los de salvación,
confiere toda su gravedad a la pregunta de 37, 3: «Hijo de hombre, ¿podrán revi
vir estos huesos?», junto con la desconsolada respuesta del profeta: «Señor Yhwh,
tú lo sabes». Esta forma de interrogar la visión es quizás la que hace más justi
cia a la visión como tal, esto es, en cuanto irreductible al discurso. A fin de cuen
tas, ¿no difiere la visión de las palabras de salvación en que mantiene un poten
cial simbólico que ni siquiera la prosa poética de estos discursos alcanza a
transmitir? Un relato de una visión puede, en este sentido, considerarse como
un equivalente en prosa de una composición poética.
Para explorar los recursos del símbolo «muerte y resurrección», podemos
quedarnos dentro de los límites de las Escrituras canónicas, judías y cristianas,
pero también podemos prestar atención a cuanto el simbolismo bíblico com
parte con el simbolismo de otras culturas y otras literaturas.
En Ezequiel mismo, la conexión es fuerte entre vida y justicia, y entre muer
te e injusticia en 33, 10-20. Por ello, podríamos hablar de una conversión de la
injusticia en justicia al igual que de un paso de muerte a vida. Este modelo del
«retorno» va acompañado de una promesa que el Señor compara a un arrepen
timiento en Ezequiel 18, 1-3. De este modo, se atestigua que Dios es vida, Dios
viviente: «Buscadme y viviréis», leemos en Amos 5, 4. Apartarse del mal es pasar
de muerte a vida. Evidentemente, podemos colegir también en estos textos
una indicación del simbolismo de vida y muerte, opuesta a la que reduce el anun
cio de resurrección a un oráculo de vida tras la muerte. Las alusiones a la «ley de
Yhwh» alejan al símbolo del aspecto ético-jurídico, incluso del control cultural
de esta ley por los sacerdotes del templo. En este sentido, el Nuevo Testamento
reabre todo una panoplia de significaciones, aun permaneciendo dentro del hori
zonte de una m etánoia espiritual. Pablo puede escribir, a la manera de Oseas y
Ezequiel: «Estabais muertos por vuestros pecados, pero ahora estáis vivos». La
fuerza del símbolo se evoca incluso más claramente en el rito del bautismo, don
de el sentido espiritual de conversión recibe el refuerzo de la revivificación de los
antiguos mitos de la inundación y del estar cubierto por las aguas. Después de
haber sido «engullida», la persona bautizada es «salvada de las aguas». Su bau
tismo significa un renacer. El Evangelio de Juan confiere una muy conocida fuer
za y esplendor a ese símbolo de un segundo nacimiento.
Por esto, la conexión entre el simbolismo de la resurrección y el de la crea
ción originaria se reconstituye periódicamente. Sin duda alguna esta conexión
es realmente antigua. Y no debemos dejar de lado, a este respecto, la sugeren
cia que unos exegetas hacen acerca de que el simbolismo hebreo de la resurrec
ción podría tener una de sus fuentes en el ritual de Adonis y de Osiris y también
en las mitologías de la naturaleza del antiguo Oriente próximo, que han llega
do hasta nosotros provenientes de Ugarit y de las religiones cananeas16. Como
dijimos anteriormente, la reanimación por dos veces de los huesos secos evoca
un profundo parentesco entre la visión de Ezequiel 37 y los relatos de la crea
ción de Génesis 2. Este arraigo en los mitos de la creación presta su energía al
simbolismo de la vida resucitada más allá de las limitaciones que, en sentido con
trario, le aplican la concepción física de vida tras la muerte y el concepto moral
de conversión. Que el Dios que dijo «yo soy» es un Dios vivo es una confesión
que constituye el punto de fuga hacia donde convergen, y de donde proceden,
los componentes del gran símbolo de la Vida que emerge de la Muerte. En su
ANDRÉ LACOCQUE
6. Hans-J. Kraus, T heology o f th e Psalms, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneápo-
lis !9 8 6 , p. 39.
El salmo 22 no es una pieza sapiencial, pero tampoco es un texto místico.
No hay en él sufrimiento místico. Como nos recuerda Patrick Miller, el salmo
«nos dice que Dios persigue fines opuestos con el sufrimiento; está plenamente
presente en él y actúa para superarlo. El carácter cruciforme de la vida es por
doquier aparente. La acción resucitadora de Dios es más difícil de ver»7.
El lugar de la lamentación en la teología del Antiguo Testamento ha de ver
se en el contexto de la liberación, también ella modelada según el arquetipo de
la salvación de Egipto (véase Exodo 1-15: cf. Deuteronomio 25, 5-11). En ambos
textos, la estructura es la siguiente: prehistoria, agonía, llamada de socorro, acep
tación, salida, conducción, respuesta. Porque, como dice Westermann, la lamenta
ción tiene historia en Israel. Está relacionada con los actos salvíficos de Dios. La
lamentación es «un acontecimiento entre el hombre y Dios» (p. 261). De hecho,
es el último recurso del hombre, que apela al tribunal de Dios, después de que
han fallado todas las instancias humanas y terrenas. De acuerdo con esto, aun
que quien habla en las LI es un individuo, la lamentación presenta una estruc
tura dialógica. Al igual que en el marco de la historia del pueblo, los tres ele
mentos, narrador, Dios y enemigo, están también presentes en las LI en la forma
de una estructura más personalizada de un yo, un tú y los enemigos, como vimos
antes. Los que dialogan son el que suplica y Dios; los enemigos están en el
trasfondo y de ellos se habla. La petición del que se siente atacado es ante todo
que Dios sea Dios, tal como ha sido siempre para los antepasados. (En este aspec
to, muchos otros salmos repiten ecos de Salmos 22). La urgencia de la lamen
tación tiene dos fuentes: el sufrimiento evidente de quien suplica y la compro
bación de que en realidad no hay nadie más ante quien acudir excepto Yhwh. Si
es displicente en su respuesta, reacio a actuar, si se muestra «durmiendo» o, ¡no
lo quiera Dios!, incapaz de responder, ya no habrá nadie más. Él es el Dios de
Israel, el único que tiene Israel.
Está claro que hay una batalla de sentimientos conflictivos en el interior de
la persona que expresa la lamentación. Por un lado, Dios es Dios; no hay duda
de que es capaz de salvar a su pueblo. Por el otro lado, el mismo abandono del
individuo fiel, o de la nación fiel en una lamentación del pueblo (LP), muestra
una extraña impotencia o hasta mala voluntad por parte de este mismo Dios.
Hay que implorarle; ¡hay que recordarle su alianza y su poder! El que suplica
recuerda las actos pasados de justicia y salvación de Yhwh, pero también ha de
recordárselos a Yhwh. La confianza en Yhwh se funda en la memoria. Entre
el ayer y el hoy se tiende el puente de los recuerdos. Por esto Dios es también el
Dios de la historia.
La lamentación echa propiamente raíces en la historia, en la historia de sal
vación. Pero pertenece también a la liturgia, es decir, tanto a esta historia redu
7. Patrick D. Miller, In terpretin g the Psalms, Fortres Press, Filadelfia 1986, p. 110.
cida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasado, su Vergegenwarti-
gung, su re-presentación, como a su prolepsis, su «anticipación» del futuro. En
las LI, el pasado vive, asiento del presente, histórico trono de Yhwh (Salmos 22,
4); y el futuro está h ic et nunc, tanto que el salmista pasa repentinamente de la
súplica a la alabanza. Por esta razón la lamentación individual expresa su fe en
el cumplimiento de la petición. Fe y certeza, la convicción de cosas no vistas.
Pues Dios está con quienes sufren (Salmos 16, 8; 23, 4; 91, 15), él mismo es un
«Dios doliente», según el provocativo título del libro deTerence Fretheim8.
Dios sufre, pero dialécticamente él es también soberano. Por esto la lamen
tación es, hasta cierto punto, una queja contra Dios. El abandono viene de él;
de él procede el rechazo de ayuda; suya es la culpa por su sordera ante los gri
tos de quien suplica. «Me has arrojado en el profundo de la fosa, en las tinieblas
abismales;... Alejaste de mí mis familiares... Tus furores me atropellan; estoy des
esperado. Tu furia me arrastra, tus asaltos me destruyen» (Salmos 88, 6s). Esta
mos cerca de una auténtica acusación, de nuevo reminiscencia de procedimien
tos judiciales. Estos acentos recuerdan los estallidos de ira y desesperación que
vemos en las exposiciones narrativas. Rebeca levanta quejas así (Génesis 25,
22; 27, 46); lo mismo hace Sansón (Jueces 15, 18). Más en particular, el pro
feta Jeremías descarga dudas existenciales sobre el sentido de la vida ante un Dios
incomprensible e insondable (cf. 20, 18). Por boca del mismo profeta, sin embar
go, la respuesta de Dios a la queja descarga firmemente el peso colectivamente
sobre el pueblo: «¿Por qué discutís conmigo? Todos vosotros os habéis rebelado
contra mí -oráculo de Yhwh. En vano castigué a vuestros hijos, no aceptaron la
lección... Pues mi pueblo me ha olvidado días sin número» (Jeremías 2, 29s)9.
Pero nadie va más lejos que Job en dureza y elocuencia. Con él la lamen
tación alcanza su clímax y «los más extremos límites de su función como súpli
ca», según Westermann. Job «se agarra a Dios para luchar con Dios... La duda
acerca de Dios, hasta en forma de desesperación que ya no entiende a Dios, reci
be en la lamentación un discurso que lo une a Dios, incluso cuando lo acusa»10.
Por último, y con toda consecuencia desde una perspectiva bíblica, Dios
mismo responde con su propia lamentación a la lamentación del que sufre. Alcan
zamos una cierta idea de ello en lo que antecede, particularmente con Jeremí
as. Dios responde a la pregunta «¿por qué» con otro «¿por qué» de su parte. En
8. Terence Fretheim, The S uffering God: An O íd Testament Perspective, Fortress Press, Fila-
delfia 1984.
9. Sobre la afinidad entre Salmos 22 y Jeremías, podemos seguir a Carroll Stuhlmueller, que
destaca los siguientes, y sorprendentes, paralelos: Salmos 22, 6b y Jeremías 49, 15; Sal
mos 22, 7a y Jeremías 20, 7b; Salmos 22, 7b y Jeremías 18, 16 (cf. Lamentaciones 2, 15);
Salmos 22, 9-10 y Jeremías 1, 5; 15,10; 20,14 y 17s (cf. Isaías 49, 1). Véase su Psalms 1: A Bibli-
cal-T h eologica lC om m en tary, Michael Glazier, Wilmington, DE 1983, p. 147.
10. Westermann, Praise a n d L am ent in the Psalms, p. 273.
Jeremías 8, 5, leemos: «¿Por qué este pueblo sigue apostatando?» Aquí la ira de
Dios se yuxtapone a la aflicción de Dios (12, 7-13; 15, 5-9; 18, 13-17). Pode
mos pensar también en el libro de Oseas, cuyo estilo, dice Hans-Walter Wolff,
«oscila entre la lamentación compasiva y la acusación amarga... Es testigo del
hecho de que Dios lucha consigo mismo»11. El espectro bíblico de la lamenta
ción es sorprendentemente amplio. Es una «historia que finalmente alcanza el
punto en donde Dios, en cuanto Dios que juzga, sufre por su pueblo»12.
En los textos escriturarios citados antes, hay un énfasis muy definido pues
to sobre la comunidad. La ira o la lamentación de Dios están justificadas por
que su pueblo «sigue apostatando». La teología deuteronómica, por un lado,
concuerda con este juicio de alcance general. Pero surgirá con toda claridad una
tensión cuando el problema del mal y del sufrimiento se individualiza y la pre
gunta existencial «¿por qué» sea pronunciada por alguien en concreto, no nece
sariamente por todos. Esta tensión se siente nada más comenzar Salmos 22, cuan
do se opone la fidelidad de Dios y la salvación dada a los antepasados (v. 5) y a
todo Israel (v. 4), por un lado, a la situación difícil del salmista, por el otro lado,
olvidado como está de Dios. Por ello, cabe esperar que ciertos críticos vacilen
ante esto y lean el «yo» de los salmos como un «yo colectivo». Rudolph Smend,
para citar sólo un ejemplo, fue un defensor de la teoría colectivista basándose en
los targumes y en la exégesis tradicional judía de la Edad M edia (igual que
Calvino y, más tarde, de Wette). Las expresiones de confianza en los salmos de
lamentaciones no podían provenir, a su entender, de individuos13. Pero Hermann
Gunkel mostró que hay LI (lamentaciones individuales) lo mismo que LP (lamen
taciones del pueblo) , junto con PI (alabanza narrativa) y también himnos (ala
banza colectiva litúrgica). Esta conclusión supone un distinto Sitz im Leben para
cada forma, y el problema de definirlas con precisión resulta oneroso.
Gunkel creyó que las LI tenían un origen cultual, pero que evoluciona
ron desde el marco litúrgico y que pudieron ser cantadas lejos de los santuarios14.
Sigmund Mowinckel reaccionó enérgicamente contra esta teoría de la «espiri
tualización». Las LI hacen juego con los ritos religiosos oficiales de penitencia
y purificación15. Hans-J. Kraus cree también que el Sitz im Leben es cultual. Pero
el mismo año que Kraus publicaba su comentario sobre los salmos en Alemania,
Rainer Albertz, discípulo de Westermann, replicaba que en la mayoría de las
16. Rainer Albertz, P ersonliche Frdm m igkeit u n d offiz ielle Religión, Calwer Verlag, Stutt-
gart 1978.
17. Erhard S. Gerstenberger, «Der klagende Mervsch», en Problem e biblischer T heologie„ Fes-
tch r ift f u r G erbard von Rad, ed. por Hans-Waiter Woiff, C. Kaiser, M unich 1971, p. 64-72-
Véase ahora también Gerstenberger, Psalms, Part I, w ith an In troduction to C ultic Poetry, Eerd-
mans, Grand Rapids, MI 1988.
18. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 147.
19. Claus Westerman, The L iving Psalms, trad. por J. R. Porter, W. B. Eerdmans, Grand
Rapids, MI 1989, p. 90.
sapiencial). Tampoco en estos contextos hay mística de la pobreza. Buenas nue
vas se anuncian a los ‘ anáwim , no porque sean infelices, sino porque su infeli
cidad está llamada a desaparecer. Esperan en una era de justicia definitiva, y los
profetas les prometen el cumplimiento de su esperanza (cf. Sofonías 2, 3). Pues
Yhwh tiene una causa común con ellos (cf. Amos). La situación en los Salmos
es similar.
Ahora se ha comprobado que esta idea de un compromiso de Dios con la
desdicha del pobre, que implica la concepción de la súplica y de la alabanza
como dos caras de una misma realidad, por un lado, y la llamada de los que se
lamentan ja síd im (los piadosos), sadikim (los justos), yesarim (los virtuosos),
por el otro lado, va contra la teología oficial del templo en Jerusalén. Cabe du
dar, por tanto, de que Kraus tenga razón cuando cree que los nombres dados a
los lamentadores (pobres, desdichados, piadosos, justos, honrados, etc.) desig
nan a la masa de peregrinos que se acercan al templo en las tres fiestas anuales,
y no a una parte del pueblo, como creyó Anthonin Causse, siguiendo a Alfred
Rahlfs20. Además, debe observarse que Kraus habla de ellos en cuanto gente que
tiene problemas legales (persecución, acusación) y que carece de estatuto legal
o poder (Salmos 82, 3s), «desfavorecidos», marginados, foráneos. Podríamos
decir, por ello, pese a la protesta de Kraus, que constituyen una clase social.
¿Podemos ser más específicos? Quizás deberíamos buscar algo entre ambos ex
tremos. Quienes se lamentan usan un lenguaje formulístico, que parece perte
necer al repertorio del personal del templo (con la venia de Westermann). Pero
hay que suponer, de acuerdo con la opinión de Gerstenberger y Albertz, ante
riormente citada, que quienes hablan en las LI son tanto laicos piadosos como
hombres del clero reclutados entre los estratos jerárquicos inferiores. Además,
probablemente sea razonable imaginar un hiato bastante profundo entre la ide
ología oficial del clero alto y las voces discordantes, marginales, pero vigorosa
mente «sectarias». En todo caso, «Dios es el Dios del desamparado» es algo po
lémico. Si no fuera así, y fuera simplemente un principio de la religión oficial,
no habría enemigos entre las filas del establishment. El enunciado «Dios es el
Dios del desamparado» contrasta, dije antes, con el Deuteronomio y la teología
deuteronomista. Contrasta igualmente con la teología de Sión, con su insisten
cia en el dominio de Dios sobre toda la tierra y en el reflejo de la gloria divina
en el rey de la nación. Hay aquí poco margen para una lamentación que no sea
comunitaria, cuando las circunstancias inducen al pueblo a implorar al Señor
que intervenga en el ámbito político.
Parece como si hubiera, por lo que se refiere al pobre, una reinterpretación
de la teología de Sión, en el sentido de que Aquel que está en el trono de Sión,
20. Anthonin Causse, Du gro u p e etn iq u e a la com m u n a u té religieuse, Alean, París 1927;
Alfred Rahlfs, 'Ani u n d Anaw in den Psalmen, Gotinga 1892.
El Elyon, no es otro que el «Dios de los desamparados» (Salmos 9, 19; 10, 17;
18, 27; 25, 9; 37, 11; 69, 32; 147, 6; 149, 4). Salmos 22, 28-29 es la expre
sión de este clamor. El lector se sorprende allí de encontrar en medio de una ple
garia personal la proclamación del reino universal de Dios: «Recordarán y vol
verán hacia el Señor todos los confines de la tierra: ante él se postrarán las familias
todas de las gentes. El reino es del Señor y él es el que domina en las naciones».
Gran parte de esta postura, cierto, es puesta a prueba en la interpretación
del versículo 27. «Los pobres comerán hasta saciarse» es a menudo entendido
como si indicara que los pobres, incluyendo al que suplica, comparten litúrgi
camente la comida sacrificial, mostrando así que no hay sectarismo en este sal
mo. Artur Weiser, por ejemplo, piensa que el salmista promete solemnemente
ofrecer a Dios un sacrificio dentro del círculo de los piadosos e invitar al pobre
a comer21. De modo parecido, A. A. Anderson recuerda que las viudas, los huér
fanos y los forasteros participan en los diezmos (Deuteronomio 14, 29; 26,
12) y en las ofrendas en las fiestas anuales (Deuteronomio 16, 1Os, 14). Se es gen
til con ellos, de acuerdo con el principio de «comparte, porque tu ya has reci
bido» (cf. Salmos 142, 7)22. En el trasfondo está la idea de que el oferente, el
sacerdote y el altar participaron en la consumación del sacrificio. Sangre y gra
sa para el altar, el pecho y la pierna derecha para el sacerdote, el resto para que
el oferente lo coma fuera del recinto del templo (Levítico 7, 12-36).
Pero la hostilidad desplegada antes en el salmo por los enemigos apunta
hacia otra dirección. El pobre no sería admitido a la comida litúrgica. «Al enfer
mo no se le permitía acudir al templo mientras no estuviera curado», recuerda
Kraus. «No podemos separar la pobreza socioeconómica de la espiritual», aña
de23. Pero ahora la voluntad de Dios es más fuerte que las prohibiciones de los
hombres. El salmista exclama que «nada» en verdad «puede apartar» al pobre
«del amor de Dios». Los pobres serán alimentados, y no sólo con las migajas que
caen de la mesa, porque ellos quedarán saciados. En otras palabras, los enemi
gos serán confundidos y tendrán que admitir al afligido a la mesa prohibida.
Serán como Hamán, obligado a glorificar a Mardoqueo en el libro de Ester.
Por esta razón, Salmos 22, 27 («Los pobres comerán...»), que inicia una
conclusión probablemente añadida al salmo (v. 27-31), debe leerse, como hace
Stuhlmueller, como si dijera que «otros “afligidos” proscritos son ahora invita
dos a participar en la liturgia: forasteros, enfermos y afligidos, y hasta los que
han de nacer»24. Todos se acercarán a la «mesa» y serán alimentados. Pero, ¿dón
21. Artur Weiser, D ie Psalm en übertsetz u n d erklürt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotin-
ga 1959, p. 158.
22. A. A. Anderson, The N ew C entury Bible C om m entary: Psalms 1-72, B. Eerdmans, Grand
Rapids, MI 1972, p. 193.
23. Kraus, T heology o ft h e Psalms, p. 53 y 95. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150.
24. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150.
de está esa «mesa»? Cierto, podría ser el altar dentro del recinto del templo, pero
el salmista puede tener también en mente una mesa que esté fuera de este recin
to y que, sin embargo, constituya el acceso al terreno sagrado defendido antes
por «burgueses» como por «mastines» (v. 17). En el último caso, de nuevo nos
alineamos junto con Gerstenberger y Albertz.
Es raro que la oposición presente en las LI, y en Salmos 22 en particular,
deba entenderse entre los pobres y sus enemigos y no entre los pobres y los ricos.
Este hecho ha intrigado a los críticos. Mowinckel, por ejemplo, iguala a los pobres
con las víctimas de la magia, mientras que otros ven en ellos a un partido polí
tico. Sea como fuere, está claro que en el trasfondo hay una noción prevaleciente
de justicia distributiva según la cual el justo es automáticamente feliz, porque
Dios lo ha bendecido. De aquí que al enfermo se le vea como un rechazado,
como un castigado. La noción es simplista, pero consistente con el realismo israe
lita. Antes de que la bendición y la maldición sean conceptos espirituales, des
criben situaciones de hecho. Aún más, la palabra en el antiguo Israel es mucho
más performativa de lo que pueda ser en nuestros lenguajes conceptuales. Ben
decir y maldecir, en particular, poseen un poder real de por sí. La enfermedad
puede ser el resultado de una «palabra maligna». Además, los salmos nos dan a
conocer una sociedad profundamente dividida en la que los sentimientos se
expresan con gran intensidad. Los «enemigos» no están inactivos, maldicen,
urden «asechanzas y celadas», paran trampas (Salmos 69, 23-29; 109, 6-20). Sin
vergüenza alguna rechazan la pobreza del otro, con miras a proteger su propia
riqueza como legítima. La pobreza ha de ser un mal merecido, para que los ricos
puedan ser también una bendición merecida. Por eso vemos con frecuencia que
al enemigo se le identifica con el rico, con el acaudalado. Éstos evitan tener mala
conciencia rechazando toda responsabilidad por el sufrimiento ajeno y por la
desdicha de los que sufren (cf. Lucas 7, 36-50). Kraus, siguiendo a Mowinc
kel, dice que los enemigos son más que humanos, son algo mítico25.
Podemos reconocer en el pumo de vista de Mowinckel y Kraus su con
vicción fundamental con relación al marco cultural de Salmos. Las maldicio
nes son también míticas y litúrgicas. W illy Schottroff, sin embargo, concluye de
sus análisis de las maldiciones en el antiguo Israel que las maldiciones no están
en modo alguno vinculadas al culto. Se las usa como medios de excluir del
clan o de la tribu a los transgresores. Posteriormente, sin embargo, la conexión
cultual se vuelve mucho más pronunciada26.
Para entender esto, sólo necesitamos recordar qué transpiran las LP. Los
enemigos de la nación están de nuevo en guerra contra Dios (por ejemplo, Sal
37. En Salmos 107, 32, por ejemplo, b iq eh al ‘a m ubem oshab zekenim designa a la comu
nidad cultual. Cf. Salmos 35, 18; Éxodo 16, 3; Levítico 4, 13s,21; Números 10, 7; 15, 15; 17,
12; 20, 6; etc. Probablemente, en el mismo sentido, Salmos 22 habla de «mis hermanos». La expre
sión es inusual, pero no decisiva; aparece de nuevo en plural en 69, 9 (en paralelo con «hijos de
mi madre»); 122, 8 (uso general); 133, 1 («¡Cómo es bueno y delicioso el estar de los hermanos
en unión!»). Para Hans-J. Kraus, los «hermanos» son simplemente compañeros de culto.
38. Weiser, D ie Psalmen übersetz u n d erklart, p. 63.
situación frecuentemente recurrente del pueblo humillado por las naciones veci
nas, que necesita la ayuda de Dios. La extensión de este vocabulario a la esfera
social dentro del mismo pueblo es por ello consecuente. Surge de la certeza de
que quienes más necesitados están de ayuda han de gozar de una especial pro
tección divina.
Sin embargo, el abismo existente entre «ricos» y «pobres» no dio origen a la
constitución de dos comunidades, una situación que habría sido posible si hu
biera prevalecido el individualismo como tal. No hay en Salmos 22 ninguna pro
testa de inocencia, pero tampoco vemos expresado ahí ningún punto de vista po
lítico. Ni siquiera por la época de la composición del salmo observamos este tipo
de oposición entre dos partidos. Sin embargo, el enemigo es un fermento que
contribuye a la disolución de la comunidad. Como dice Kraus, «el sujeto no es el
“individuo hebreo” (L. Kóhler), sino “el individuo en Israel”». Esto explica por
qué el salmista usa un cuerpo de fórmulas en stock y acentúa así su «participación
en la tradición del lenguaje de la plegaria en Israel» (Salmos 22, 3-5)39.
Es posible, pues, que Rahlfs, Causse y otros que los siguen, se equivo
quen exagerando demasiado. Sólo tras el exilio y en las circunstancias que esto
supone, los hasidim/ebionim se convirtieron en un partido. No todos los salmos
han de leerse como si los hubiera compuesto esta clase de gente, incluso cuan
do emplean el término «hasidim» o cualquier otro término emparentado (con
tra Causse). Antes de ser un partido, los hasidim fueron una clase. La definición
de Kraus es inicialmente correcta: «los “pobres” son ... aquellos que gritan a Yhwh
misericordia y ayuda para conseguir justicia (Salmos 9, 18; 10, 2,8-11; 18, 27;
35, 10; 74, 19)»40. Clase religiosa y económica o partido religioso y político, fue
ron siempre la gente sin privilegios, que pedía justicia frente al establishment.
Por tanto, estoy de acuerdo con Carroll Stuhlmueller, que ve en Salmos 22
un estilo de piedad emparentado con las manifestaciones no litúrgicas del sen
timiento religioso en la primitiva historia de Israel; lo que Roland de Vaux lla
maba el período prerreligioso de la historia israelita. Stuhlmueller supone que
las lamentaciones comenzaron a recogerse «fuera de los servicios religiosos duran
te el exilio, sin templo ni lugar sagrado»41.
La sola presencia del partido verdaderamente culpable, de los arrogantes
descreídos, basta para hacer de los hasidim víctimas inocentes. En resumen, no
había necesidad alguna de decir con todas las palabras cuán malvados eran los
adversarios o cuán inocentes eran los hasidim. «Esta concepción del pobre con
42. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper
& Row, Nueva York 1962, p. 400.
43. Vemos el mismo punto en Kraus: «Este grito pertenece al recuerdo imborrable de lo
que ha ocurrido» ( Theology o ft h e Psalms, p. 188).
sufrimiento. El rescate de Jesús de la muerte llevado a efecto por Dios hace lle
gar el reino de Dios. La cena del Señor trata de la todah del Resucitado»44.
De forma parecida, Hebreos 2, 10-17 se refiere a Salmos 22, 23 como si
fuera el texto prueba de la k enosisy la glorificación del Hijo de Dios. Pero aquí
hay un elemento totalmente nuevo: Cristo dice que él vino para doxazein (glo
rificar) a Dios y no hay duda alguna de que quiere decir que lo hizo a través de
su sacrificio. Salmos 22, 23, «yo hablaré de tu nombre...» se interpreta ahora
de un modo más radical como si hubiera sido dicho en la cruz. Juan 17, 1 y 26
son inequívocos al respecto; el versículo 26 dice: «Y les he revelado tu nombre...».
De modo similar, Juan 21, 19: «Esto lo dijo para dar a entender de qué muerte
había de glorificar a Dios». Por ello, mientras que Salmos 22 mostraba el cam
bio de la lamentación en alabanza por la eliminación del mal y del sufrimien
to, ahora se llega a la alabanza por medio de la muerte, en la muerte (Juan 2;
7; 12; 13; 17; y en especial Filipenses 2, 8).
La Iglesia primitiva vio en el sufrimiento y la muerte de Cristo otro aspec
to que queda esclarecido, por ejemplo, en Mateo 8, 17. Tras mostrar que Jesús
curaba a todos los que estaban enfermos, el texto añade: «De modo que así se
cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él mismo tomó nuestras flaque
zas, y cargó con nuestras enfermedades”». Afirmar con el Nuevo Testamento que
Jesús tomó sobre sí todo el sufrimiento que padecían el pueblo y los indivi
duos en Israel significa que Cristo se identificó con todo el sufrimiento de su
pueblo, soportándolo de forma vicaria. Ambos aspectos de esta interpretación
deben ser tenidos en cuenta cuando los discípulos testifican que habían oído a
Jesús recitar «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al citar Sal
mos 22 en la circunstancia única de la cruz, Jesús, de acuerdo con la herme
néutica de la Iglesia, no sólo enseñó la profunda interpretación del texto hebreo,
sino que proporcionó al salmo un sentido único, decisivo y último. Es éste un
ejemplo hermenéutico privilegiado de un significado añadido al texto desde el
momento de su composición. Cierto, a partir de este momento inicial, el sen
tido total del texto se encerraba ya en sus palabras, como en un joyero que habría
de ser abierto tiempo después. El sujeto de la lamentación original tenía razón,
a todas luces, de quejarse a Dios por sentirse abandonado. Su experiencia fue
completa en sí misma porque había alcanzado el fondo del abismo. Pero el sal
mista quiso compartir esta terrible experiencia con la comunidad entera y fue
por ello también capaz de unir a toda la congregación en una sucesiva alabanza
a Dios. En otros términos, la experiencia del o de la suplicante se elevó al nivel
de una experiencia común universal y, por tanto, a una experiencia susceptible
de ser elevada a su ultima expresión y cumplimiento. Como dice Westermann,
44. Harmut Gese, «Psalm 22 and the New Testament», en Z eitsch ríftfiir T h elogie u n d
Kirche, 54 (1968) 22.
«sólo porque [el salmista] había tenido experiencia de la lejanía de Dios y del
silencio de Dios pudo también experimentar su vuelta; y porque había tenido
experiencia de esta vuelta, tuvo que contarla. Lo que tuvo que contar tuvo que
potenciarlo aún más, pues Dios ha actuado»45.
El paso gigante que universaliza la lamentación se da cuando Jesús adop
ta las palabras de Salmos 22 para describir el acontecimiento del Calvario. Con
Jesús crucificado, está kerygmáticamente claro que, desde el comienzo de su his
toria, Israel ha sido un pueblo crucificado y que las palabras del que se lamenta
reflejaban realmente la identidad profunda de toda la comunidad.
Además, se aclara también que este sufrimiento posterior no ha sido en bal
de, que no ha quedado «marginado» como una simple dimensión del ser de Israel,
vuelto relativo por otras dimensiones más «aceptables». El sufrimiento vicario
de Israel no ha sido en vano. En el sufrimiento de Cristo, el sufrimiento de Israel
recibe su marca registrada, marca que a lo largo del tiempo esperó con con
fianza y seguridad. Como dice la carta a los Hebreos: «De aquí que [Jesús] tuvie
ra que ser asemejado en todo a sus hermanos, para llegar a ser sumo sacerdote
misericordioso y fiel en las relaciones con Dios, a fin de expiar los pecados del
mundo. Porque en la medida en que él mismo ha sufrido la prueba, puede
ayudar a los que ahora son probados» (2, 17-18).
Así es cómo el sufrimiento de Israel se convierte en paradigma del sufri
miento humano46. Salmos 22 mismo amplía la perspectiva individual y nacio
nal en universal al añadir los versículos 27-31: «Ante él se postrarán las fami
lias todas de las gentes... Sólo a él han de adorar los que duermen en la tierra
... los que bajan al polvo... Del Señor se hablará a futuras generaciones, y se pro
clamará su liberación a un pueblo aún no nacido, diciendo lo que ha hecho por
él» (NRSV). La invitación a los muertos a alabar a Dios se relaciona claramente
con la penosa situación inicial del salmista, que éste ha descrito como no mejor
en absoluto que la muerte misma. De modo parecido, la segunda parte del enun
ciado, la que incluye a aquellos que todavía no han nacido, alude a la evocación
anterior que el salmista hace de su nacimiento, incluso de su estado embriona
rio, cuando Dios era ya su Dios (v. 11)47. La inclusión de los muertos en el
coro de los que alaban a Dios no es necesariamente una metáfora, pues la «com
paración» del enfermo con el muerto es más que una comparación (más que una
«exageración oriental»). En la literatura del antiguo Oriente próximo, es sim
plemente realismo.
Pero no hay consenso sobre la interpretación de la declaración del salmis
ta. Para W. O. R. Oesterley, los muertos celebrarán a Dios en el Seol4í, mien
tras que, para E. J. Kissane, los muertos lo celebran en la persona de sus des
cendientes49. A. A. Anderson piensa en aquellos que estaban cerca de la muerte,
como en Salmos 30, 3, de modo que el versículo significaría aquí «hasta aque
llos que están a punto de dormirse en el S eolle. rendirán homenaje, y todos
aquellos que están a punto de convertirse en polvo (del mundo subterráneo)
inclinarán su rodilla ante él»50. Sea como fuere, Weiser está en lo cierto cuando
habla aquí del «cumplimiento escatológico del reino de Dios»51. Gerstenberger
incluso va más allá: «La última parte (v. 28-32) es de naturaleza escatológica, si
no incluso apocalítptica». Estos versículos, añade, «presuponen ... la vida y la
teología del posexilio tardío»52.
La ausencia de rencor pertenece a la escatologización del salmista. En
contraste con los salmos 2, 3, 5, 6, 7, 9, 10 y muchos otros, no hay aquí exi
gencia alguna de venganza. Al contrario, Weiser llama la atención sobre el ca
rácter inclusivo de una expresión usada por el salmo en la parte de acción de
gracias, como es el caso de «linaje de Israel» (v. 24). En él se incluye también a
los «enemigos»53. Es la primera vez que el enemigo se incluye en la súplica del
mediador (cf. Isaías 53, 12). «Ésta es», dice Westermann, «la más clara cone
xión que podemos ver entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los relatos
evangélicos del sufrimiento y muerte de Jesús siguen punto por punto los Can
tos del Siervo. En unos y otros el sufrimiento es vicario; en todos ellos quien
sufre es confirmado por Dios en y a través de la muerte; en ellos él intercede
por los enemigos; y, en todos ellos, hay una comunidad que cree que sufri
miento y muerte fueron por ella»54.
55. El término [extravagance] lo usa en este contexto E D. Miller, In terpretin g the Psalms,
p. 107.
56. Westermann dice que el v. 38 es «una clara reminiscencia de salmos que celebran el
gobierno real de Dios, Salmos 93; 95-99 ( The L iving Psalms, p. 90). Siguiendo idéntica pauta,
Bentzen y Eaton han argumentando que Salmos 22 es un salmo real con una humillación y res
tauración simbólicas del rey. Véase Aage Bentzen, K ingandM essiah, Allenson, Naperville, IL 1955;
John H. Eaton, K ingship a n d the Psalms, SCM Press, Londres 1976.
57. Cf. de Ugarit: «Sí, a aquel ante quien se inclinan todos los que duermen en la tierra».
André LaCocque
redentor que es y mostró ser en el pasado (Salmos 22, 5-6). «¡Me has respondi
do!» (v. 22c) es una verdad profunda y decisiva, pero sólo para quien cree. Es un
acto de fe, un voto de confianza en Dios, por así decir, un presente de indicati
vo proléptico. Antes de que ocurra de hecho y en la historia, ya es litúrgica y
espiritualmente verdadero58. Ya; pero todavía no: toda la fe «cristiana» está ple
namente presente en Salmos 22. Debido a la ausencia de hiato entre ambos polos,
el salmo lo recita Cristo en la cruz como si fuera verdaderamente la primera vez.
58. «No podemos exagerar, por tanto, la yuxtaposición no mediada, en la Biblia hebrea, de
la afirmación litúrgica e hímnica de la omnipotencia de Dios con la confesión de la persistencia
del mal, una confesión también ella elevada al plano lírico de la lamentación. Situar la total sobe
ranía de Dios al final de los tiempos no hace sino subrayar la disonancia existente entre la pro
clamación de la omnipotencia y la confesión del «terror de la historia»; Paul Ricoeur, «Fides Quae-
rens Intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filosofía, 68 (1990) 38.
LA LAMENTACIÓN COMO PLEGARIA
PAUL RICOEUR
Pocos textos hay cuya trayectoria posterior haya tenido tanto efecto sobre
su sentido original como es el caso del Salmo 22. El uso de este versículo por el
Crucificado, según narran los evangelistas Marcos y Lucas, y la incorporación
de todo el salterio en las liturgias de la sinagoga y de los templos cristianos de
diferentes confesiones -para no hablar de su uso en el ámbito de la piedad domés
tica o personal—testifica el sorprendente poder de reactualización de estos poe
mas que proceden de la piedad hebrea.
El estilo absolutamente particular de esta actualización no hace sino llamar
nuestra atención por el aspecto de la estructura lingüística que permitió a los sal
mos en general, y al salmo que hemos escogido en particular, perpetuarse con
un extraordinario vigor. Por lo que se refiere al «gran grito» de Jesús en la cruz,
es digno de ser notado que no se reduce a la «cita» de un solo versículo, como
sucede en muchos otros casos en que el Nuevo Testamento toma textos de la
Biblia hebrea, en especial para mostrar que las antiguas Escrituras se «cumplie
ron» en el acontecimiento de Cristo. No se trata de una conexión hecha por el
narrador, sino más bien de una nueva actualización de las mismas palabras, hecha
por el personaje central de los relatos de la Pasión. Jesús agonizante envuelve
su sufrimiento con las palabras del salmo, que él reviste, por así decir, desde den
tro. El uso litúrgico del Salterio a lo largo de milenios no elude las reglas de la
«citación». Descansa sobre la repetición del mismo tipo de actos lenguaje en una
práctica análoga al culto comunitario o privado, que encuentra su expresión ori
ginal en las plegarias de los salmos.
Por consiguiente, es el modo del todo original de esta perpetuación actua-
lizadora lo que nos invita a buscar en la composición poética del salmo una de
las condiciones de su reactualización en plegaria posterior.
Los salmos son ante todo poemas que elevan al rango de habla y de escri
tura y, finalmente, de texto momentos fundamentales de la experiencia religio
sa. Debemos partir, por tanto, del vínculo original que une experiencia y len
guaje. Podemos, ciertamente, hablar de experiencia religiosa para caracterizar
actitudes ante lo divino tan distintas como son un sentimiento de dependencia
absoluta, la experiencia de una confianza sin límites, la preocupación por el
destino último y la conciencia de pertenecer a una economía del don que pre
cede a todo movimiento humano de caridad. Con todo, estos sentimientos se
rían informes si no se articularan mediante el lenguaje. Y en este sentido, la ple
garia es el más primitivo y original acto de lenguaje que da forma a la
experiencia religiosa. Si, con William James, distinguimos entre diversas «varie
dades de la experiencia religiosa», diremos que son las distintas formas de ple
garia lo que, en cada caso, las reviste de la carne de las palabras. La plegaria de
la lamentación será, me atrevo a decir, una forma privilegiada de plegaria. Has
ta podemos correr el riego de decir que, si hay una manera de expresar la expe
riencia religiosa más allá de toda teología y de toda especulación, ésta es me
diante la plegaria.
Es verdad que la Biblia reconoce otras maneras de «nombrar a Dios». Las
Escrituras hebreas se dividen en la Torá, los profetas y otros escritos. Si, dentro
de la Torá, distinguimos entre relatos y leyes, ninguno de estos escritos, como
tal, consiste en dirigirse a Dios, que es lo que la plegaria hace. Dios es el gran
«actante», cuyas proezas cuenta el relato. Dios es también el legislador que hace
saber a los seres humanos en primera persona lo que la ley aplica a la segunda
persona: «No matarás». Los profetas hablan en primera persona en el nombre
de otro que, por boca de ellos, habla también en primera persona y el cual se
dirige a los seres humanos interpelados en segunda persona, como hace la ley. Y
por lo que se refiere a los escritos sapienciales, el núcleo de lo que constituye el
grupo de los «otros escritos», hablan más bien de Dios que a Dios, aun cuando
a veces dan a la sabiduría la autoridad de la palabra de Dios o a las preguntas
del sabio la forma de una oración dirigida a Dios. En este aspecto, veremos lue
go que el ¿por qué? de los salmos de lamentación es contiguo al ¿por qué? que la
sabiduría dirige a Dios. Pero veremos también la frontera que separa un porqué
lanzado entre los límites de la plegaria de un porqué que se libera de este marco
y entra en el campo de gravitación de la especulación que gira en torno a Dios.
En la medida en que la pregunta permanece incluida dentro de los límites de
una súplica a Dios, mantiene un aspecto más «existencial» que especulativo o,
podríamos decir, continúa surgiendo de la práctica del culto, sea éste público o
privado.
Por tanto, si queremos distinguir la plegaria de otras formas en que se «nom
bra» a Dios en la Biblia, diremos que aquélla se lleva a cabo a través de un acto
de habla, que consiste en un sujeto que ora que dice «yo», dirigiendo la palabra
a Dios en cuanto supremo «tú». En este sentido, aunque la plegaria sola no
distingue el monoteísmo del politeísmo, sí que ocurre únicamente en una reli
gión en la que el Dios, a quien va dirigida, es reconocido, si no en cuanto per
sona, por lo menos como no menor que una persona. En la Biblia hebrea, y lue
go para los escritores del Nuevo Testamento, la plegaria va dirigida a quien,
incluso antes de que el creyente se le dirija, ha declarado al creyente: «Oye, Israel,
el Señor nuestro Dios es sólo Yhwh».
Es momento de situar el género de la plegaria de la lamentación dentro de
una tipología general de la plegaria hebrea. Igual que André LaCocque, adop
taré también yo, sin preocuparme demasiado por sus límites, la clasificación de
los salmos establecida por Hermann Gunkel, y asumida y depurada por Claus
Westermann y Hans-Joachim Kraus1. Se fundamenta, como es sabido, en la opo
sición polar entre lamentación y alabanza y continúa con la distinción entre
lamentación individual y lamentación del pueblo (lamentación colectiva). De
este modo, Salmos 22 encuentra su sitio entre los salmos de lamentación. Esta
clasificación constituye una guía útil para orientarnos dentro de la tipología de
las formas (G attungen) de los salmos. Sin embargo, lo que a mi entender es
más importante no está en la clasificación, sino en el carácter perturbador, para
dójico y casi escandaloso de la plegaria de lamentación. O, para decirlo mejor,
de la «lamentación como plegaria», asumiendo el adecuado título de un libro de
Ottmar Fuchs, D ie K lage ais G ebet1. Si queremos respetar el llamativo carácter
Es t r u c t u r a y se n t id o
3. André LaCocque resume la discusión abierta por Gunkel sobre la localización de los sal
mos de lamentación individual en el ámbito del culto y se refiere también a la cuestión de su fecha.
Aborda, además, los problemas de identificación de los protagonistas al preguntarse quiénes
eran los «enemigos» y los «pobres».
ción y de su marco canónico, ha podido llegar hasta nosotros en la condición de
poder ser insertado, también hoy, en nuestra práctica de la oración. Este rasgo
general de textualización poética conlleva un sentido especial en el caso de obras
literarias, como los salmos, que expresan sentimientos, sobre todo si esos senti
mientos hacen referencia al sufrimiento, a la angustia y al desamparo, como es
el caso de los salmos de lamentación. En primer lugar, el lenguaje tuvo que dar
expresión articulada a lo que podría haber sido sólo gritos, lágrimas y suspiros.
Luego, la escritura —la escritura compuesta según los cánones de la poética hebrea-
tuvo que elevar este discurso al rango de un texto que fuera capaz de ser memo-
rizado, recitado y cantado4. En este sentido, no caen lejanos los tiempos en que,
por razones de gusto romántico, se ensalzó la expresión espontánea de un alma
religiosa en los salmos. Lo sorprendente, sin embargo, es que la composición
poética hubiera intentado fijar y preservar esa espontaneidad emocional, y que
lo hiciera ejemplarmente y de un modo comunicable, «fuera de su propio con
texto».
Necesitamos conocer los procedimientos responsables de esta poetización
de la lamentación a fin de hacerlos más explícitos. El primero de ellos se presenta
en el plano del léxico, en la elección de términos empleados para hablar de sufri
miento. Consiste en una eliminación concertada de las marcas individualizado-
ras del sufrimiento que se expresa. Es difícil ser preciso si el que padece está enfer
mo, se encuentra cercano a la muerte, o ignora quién es exactamente el que le
persigue. Es proeza del lenguaje poético conservar suficientes indicaciones
concretas para mantener la lamentación en el horizonte de una experiencia indi
vidual y, gracias a una calculada indeterminación, elevar la expresión de sufri
miento al rango de paradigma. Este efecto estilístico corrobora la opinión de
muchos exegetas para quienes los poemas que leemos sirven como formularios
disponibles en un ámbito cultual para expresar lamentaciones individuales de
distinto tipo. Esta interacción entre singularización y generalización afecta a la
personalidad de quien hace la plegaria tanto como su sufrimiento. Palabras como
«yo», «mi», «tú» y «tuyos» pierden su función deíctica, consistente en designar a
un individuo particular. En este sentido, uno de los efectos más extremos del
estilo poético es transformar el «yo» en un lugar vacío, susceptible de ser ocu
pado en cada caso distinto por un lector o un oyente distinto que, siguiendo al
5. Pese a que Kraus recalca el Scharfe Profile de la persona que sufre en Salmos 22, pone el
acento en el aspecto «arquetípico» de la aflicción que él llama Urleiden {Psalmen 1-50, p. 324).
6. No es generalidad, dice Kraus, sino radicalidad del sufrimiento lo que significa el tema
del «desamparado de Dios». Incluso pone su comentario sobre el Salmo 22 bajo el título de: «Aus
der Gottesverlassenheit erretet» [salvado del abandono de Dios] (Psalmen 1-50, p. 320). Fuchs,
por su parte, propone la expresión «Urleiden der Gottesverlassenheit» [el sufrimiento primordial
del abandono de Dios],
7. LaCocque habla largo y tendido del estudio que Hans-J. Kraus dedica a la identificación
de los enemigos del individuo en cuestión y propone su propia solución al problema.
El segundo procedimiento poético tiene que ver con la composición del
poema. Tiene que ver, más que el anterior, con la textualización del salmo. La
exégesis crítica ha destacado a menudo que el salmo propone en su redacción
final —y quizás en sus formas literarias más antiguas—el enigma de un aparen
temente súbito e injustificado cambio de la lamentación que pasa a ser alaban
za. Es ésta justamente la transformación que debemos trasponer aún más del pla
no estructural al espiritual, esto es, al teológico. El momento exacto del cambio
lo sitúan de forma muy distintas los diversos autores. André LaCocque apunta
a su anticipación en la «cláusula adversativa» (el «pero» del versículo 3), que se
reitera en el versículo 20. Quienes traducen el versículo 23b como «has escu
chado mi lamentación» lo localizan precisamente a este nivel8. Algunos lo ven
en la marca de un «oráculo de salvación», eventualmente pronunciado por un
sacerdote o un personaje profético en la forma: «No temas...Yo estoy contigo»9.
La discusión que surge de esta explicación encuentra perfecto acomodo en una
investigación de tipo histórico-crítico. Pero pierde su importancia en un análi
sis literario que sólo tiene en cuenta aquellos rasgos que pueden localizarse en el
texto mismo y que, por tanto, ignoran el acontecimiento extratextual, incluso
aquel que puede haber ocurrido por una palabra oracular pronunciada en algún
escenario cultual. Con todo, ambos planteamientos concuerdan una vez más, si
tomamos la ausencia de una sentencia oracular de este tipo como rasgo de la tex-
tualidad. Esta ausencia puede luego incluirse entre los procedimientos que «des-
ingularizan» la expresión del sufrimiento descrita anteriormente. Igual como el
«yo» poético está abierto a cualquiera que se diga «yo», el cambio intratextual se
ofrece a cualquier suplicante invitado a transitar por la senda que va de la lamen
tación a la alabanza. De este modo, el cambio poético indicado también se vuel
ve paradigmático. De aquí que la tarea del análisis literario sea mostrar por medio
de qué artificios ha llegado a construirse en y a través del texto. Si hacemos esto,
vemos que toda la dinámica del texto ha de ser vista desde un punto de vista más
o menos dramatúrgico.
Como todo exegeta ha observado10, este cambio radical está de alguna mane
ra anticipado en la formulación paradójica de la lamentación. Por un lado, la
8. Para el versículo 21b, Kraus adopta la traducción: «Tú me has oído» y no «mi [pobre]
alma» (como en la Biblia de Jerusalén). O. Fuchs ve también en el versículo 22b, que traduce como
Du has m ir erhort [tú me has oído], el núcleo del drama ejemplar que estructura Salmos 22. El clí
max de la lamentación y el sello calificativo indicativo de una confianza nuevamente ganada coin
ciden en este punto.
9. Véase Joachim Berich, «Das priesterlische Heilsorakel», en Z eitsch riftfü r alttestam entli-
ch e Wissenschaft, 52 6(1934) 81-92.
10. Hans-J. Kraus insiste de un modo especial en la paradoja de una lamentación que es
también una invocación. Debido precisamente a esta paradoja puede el Crucificado, dice, «reves
tirse con las palabras de los Salmos».
lamentación se acerca mucho a una acusación; por el otro lado, se mantiene den
tro de los límites de la invocación y de la plegaria, en la medida en que se diri
ge Dios. La paradoja se agudiza por lo que podemos llamar la «actitud de pre
guntar». Preguntando «¿por qué?» el Urleiden de sentirse «desamparado de Dios»
se dirige a Dios.
Luego viene el papel desempeñado, en el plano de la construcción poéti
ca, por los dos episodios de conmemoración. En primer lugar, hay el recuerdo
de los actos de salvación que procede de la tradición (v. 4-6), luego viene la evo
cación nostálgica de la solicitud materna, cuando tiempo ha el suplicante se sen
tía «en los brazos de Dios» (v. 10-12). Hay, en otras palabras, una doble asimi
lación de la salvación personal y de la histórica a la idea de un acto de creación:
¡la creación de un pueblo, la creación del individuo abatido! Esta doble con
memoración produce dos efectos contrarios. Por un lado, por un efecto de contras
te, el sufrimiento actual parece ser aún más intolerable. Éste es el efecto predo
minante. Pero, por otro lado, no ha de ser en vano que deba evocarse un pasado
tan distante, tiempo en que todavía no se había conseguido confiar en Dios. Por
que de este modo sugiere que una confianza ganada de nuevo debe en última
instancia anclarse en el recuerdo de lo inmemorial. Sin duda alguna, por esto
observa André LaCocque que «la lamentación pertenece a la liturgia, es decir,
tanto a esta historia reducida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasa
do, ... como a su prolepsis, su anticipación del futuro».
Tenemos que tomar en cuenta también el punto de unión que la súplica
(Bitte, petición) propiamente hablando desempeña entre la lamentación y la ala
banza11. Westermann enfatiza con fuerza la estructura triádica: lamentación-
súplica-alabanza. Según este autor, esta triple estructura padece una profunda
alteración en los últimos salmos, hasta el punto de que la lamentación, consi
derada como fuera de lugar en una teología en la que se pone el acento en
la penitencia, tiende a quedar reabsorbida en la súplica. El papel mediador de la
súplica descansa por ello en el hecho de que, bajo la forma de «súplica negativa»
(«no te alejes de mí»), prolonga todavía la lamentación, mientras que la fuerza
de la invocación, subyacente en la súplica, la mantiene en la perspectiva de refun-
dar la confianza en Dios.
Por último, ¿debemos dar importancia a las sutilezas léxicas y gramaticales
con las que el poeta expresa la alabanza en la última parte del salmo? El momen
to de la alabanza se introduce como una «promesa de alabanza» (Lobegelübde).
11. Cf. antes, nota 1 sobre el énfasis puesto por W estermann en esta distinción. Este
autor destaca también, como contrapunto, la prolongación de la lamentación en la «súplica nega
tiva»: «Pero tú, o YHWH, no te alejes de mí». Fuchs intenta con sumo cuidado preservar la dife
rencia de significado entre lamentación y súplica y asume como establecida la tesis de Wester
mann, según el cual la reabsorción de la lamentación en súplica es una característica de los últimos
salmos, en los que se repudia la audacia de la lamentación/acusación.
Además, el poeta se aprovecha de la conexión instituida entre el futuro de la
intención y el presente imperativo dirigido hacia sí mismo y hacia la comuni
dad refundada.
En suma, podemos afirmar que, mediante su arte de componer, el poeta
ha conseguido tanto salvaguardar la sorpresa del cambio de la lamentación en
alabanza como en construir esta última como un efecto de la progresión gene
ral del poema. Por último, no debemos hablar tanto de una tensión entre lamen
tación y alabanza como de una mutua imbricación. La alabanza ya se anuncia
en la invocación inicial, y la lamentación se mantiene, sin quedar suprimida, en
la alabanza final. En este sentido, podemos decir, con André LaCocque, que la
transmutación en alabanza permanece dentro de los límites de la lamentación.
«Aquí», añade, «está el límite de la división propuesta por Westermann entre
lamentación y alabanza. La alabanza sigue siendo lamentación hasta el final»12.
Sin embargo, falta todavía algo importante en nuestro análisis de la estruc
tura literaria del poema, a saber, tomar en consideración la misma polaridad
sobre la que se construye el poema y el dinamismo que esta polaridad impone
en su composición. Esta polaridad conlleva un cierto carácter de violencia, pro
cedente del contraste extremo que el poema establece entre las expresiones de
emociones igualmente extremas. «La vida», observa André LaCocque, «es vivi
da entre los dos polos de la lamentación y la alabanza». «Está claro -añade—que
el suplicante se ve envuelto en una lucha interna entre estos dos sentimientos
conflictivos». Lo que hemos caracterizado como el U rleiden de sentirse «des
amparado de Dios» es, en verdad, extremo. Es extremo en relación con cada una
de las aflicciones destacadas por el poema. El procedimiento literario que utili
za el poema para comunicar estas expresiones extremas procede de la hipérbole.
A esta hipérbole pueden vincularse los procedimientos antes mencionados:
atenuación de las descripciones singularizadoras, metaforización de las figuras
de la ficción, radicalización de las expresiones de un dolor puesto a las puertas de
la muerte. Todas estas características llevan hacia la hipérbole, la figura esti
lística más apropiada para la expresión de extremos. Entre esta hipérbole y el
Urleiden de sentirse «desamparado de Dios», hay una congruencia perfecta. Si
el Urleiden no consiste en una aflicción particular, en una aflicción suplemen
taria, si no es más que el sentimiento religioso que el poema asigna a todo sufri
miento excesivo, las expresiones de por sí excesivas son las que resultan más ade
cuadas para expresarlo. Con todo, la alabanza en que se convierte la lamentación
12. O. Fuchs subraya el carácter dramático del cambio producido por el salmo. Es dra
mático en el sentido de que este cambio radical afecta a los tres protagonistas que distingue
Westermann: Dios (tú), el que hace la plegaria (yo) y el otro (el enemigo-amigo). Dicho con mayor
precisión, lo que se dramatiza son los vínculos entre ellos. Lo que Fuchs llama, partiendo de ahí,
la dramaturgia del salmo constituye la «estructura textual profunda», que el autor pretende libe
rar antes de proyectarla en la historia de la recepción.
consiste nada menos que en una extrema manifestación de sentimiento. Del abis
mo a la cumbre, podríamos decir. De aquí que, una vez más, podamos situar
la expresión de alabanza -o de la promesa de alabanza-, en Salmos 22, bajo el
signo de la figura estilística de la hipérbole. Así, los «enemigos» denunciados por
la lamentación se convierten, bajo la figura de los «pobres», en los amigos de la
comunidad redescubierta. El exceso de satisfacción («los pobres comerán hasta
saciarse», v. 27) se corresponde con el exceso de la queja13.
Interpretados a la luz de esta retórica de la hipérbole, dos aspectos de nues
tro salmo, que se hallan en los versículos 28-32, reciben sentido en los términos
del marco de la composición literaria del salmo en su redacción final. Los exe-
getas, sin duda con toda razón, ven en ellos los efectos de un ajuste tardío ins
pirado por las tendencias escatológicas del período en cuestión. Con todo, si
estas adiciones pudieron ser hechas sin causar violencia a la orientación general
del salmo, ¿no fue porque concordaban con el giro hiperbólico de la alabanza
que ya debía encontrarse allí? André LaCocque habla, a este respecto y siguien
do a P. D. Miller, de un doble carácter insólito. Pone también de relieve la fun
ción universalizadora de estos versos en relación con la perspectiva individual y
nacional del salmo. Además, la ausencia de todo espíritu de venganza en estos
versos finales confirma la escatologización del salmo. Todos los pueblos, se
dice en él, se unirán en la alabanza y ni siquiera los muertos quedarán excluidos
de un júbilo que, para ser universal, ha de ser total y eterno. Tampoco parece
necesario buscar aquí una doctrina dogmática sobre el destino de los muertos
—enseñanza que apenas concuerda con las creencias generales de los hebreos- en
este reclutamiento de los muertos en una alabanza extendida hasta los límites de
la geografía y de la historia de todo pueblo. Pues, ¿qué otros júbilos que no
fueran el que incluye a todas las naciones y que reúne al vivo con el muerto podí
an ser tan profundos como profundo es el abismo en que se siente arrojado el
suplicante «abandonado de Dios»?
Con todo, es preciso que interpretemos este Urleiden como un theologou-
m enon, en la medida en que es un tema que puede recibir no sólo un sentido
antropológico, sino también un sentido teológico.
13. Mis comentarios sobre el carácter hiperbólico del salmo van a la par de los de Ellen F.
Davis, «Exploding the Limits: Form and Function in Psalm 22», en Jo u rn a lfo r the Study o fth e Oíd
Testament, 53 (1992) 93-105. La autora subraya el carácter esencialmente sorprendente o «sub
versivo» del lenguaje poético en general. Su exégesis de Salmos 22 esclarece los rasgos irónicos
(como: la evocación del Altísimo «confortable aunque precariamente basada en antiguas alaban
zas se vuelve tan ligera y frágil como el polvo, incluso cuando los labios de los piadosos salmistas
gritan ayuda» [p. 97]. En resumen, el salmo reúne dos rarezas, la de la lamentación y la de la ala
banza. Para concluir, Davis ve el salmo en su conjunto como atravesado por un proceso de «resim
bolización», gracias al cual el tema del salmo como un todo consiste en la «posibilidad de la efi
cacia y la necesidad de orar a Dios in extremis (p. 96).
¿H a c ia q u é t e o l o g ía ?
15. Véase Hans Wildberger, «Die Neuinterpretation des Ezwahlungsglaubens Israels in der
Kreise der Exilzeit», en Wort-Gebot-Glaube, ed. por Hans-Joachim Stoebe, Johann Stamm y Ernst
Jenni, Zwingli Verlag, Zúrich 1970, p. 307-324.
La más radical expresión de esta visión punitiva de la historia se encuentra, como
es sabido, en las crónicas de la escuela deuteronómica, cuya preocupación era
exonerar a Dios al precio de acusar a su pueblo. Paradójicamente, el tema de la
inescrutabilidad de Dios se debilita en esta teoría de la retribución, en la medi
da en que la supuestamente insondable justicia de Dios es de ahora en adelan
te vista en una historia entendida en términos de castigo.
Sin embargo, si esta teología de la retribución hubiese conseguido agotar
y disipar el misterio de la inescrutabilidad divina, la expresión de la lamentación
del pueblo y, todavía más, la del individuo hubiera quedado barrida, expurga
da de la literatura hebrea. Salmos 22, junto con otros salmos, da testimonio de
que esto no fue precisamente lo que sucedió.
Quisiera ahora proponer varios comentarios críticos sobre la base de esta
resistencia de la plegaria como lamentación a la supresión que podrían haberle
infligido discípulos, excesivamente celosos, de los grandes fiscales bíblicos.
En primer lugar, por lo que se refiere a la teología de la historia contra cuyo
trasfondo surge la lamentación, los defensores de una historia punitiva no han
dicho en realidad la última palabra. Para un Isaías, un Jeremías y hasta un Eze
quiel, el retraimiento de Dios sigue siendo el marco de una batalla contra la ocul
tación. Esta batalla es lo que está realmente en juego en sus sufrimientos. El pro
feta amonesta a su pueblo sólo para evocar, al mismo tiempo, a un pueblo «vuelto
a Dios» y a un Dios que, «una vez más, vuelve hacia él su rostro misericordio
so». La predicación de un Dios escondido no es sino una lucha para que se mani
fieste. Después de Isaías, dice Lothar Perlitt, el retraimiento de Dios se percibe
como un sufrimiento y se lucha contra de él. Si no hubiera sido así, el mensaje
del Déutero-Isaías no habría sido escuchado: «Consolad, consolad a mi pue
blo...» (40, 1), grita el nuevo profeta. Lo más sorprendente, en este aspecto, no
es que a una profecía de esperanza siga otra de condenación, sino que la mis
ma acusación que se hizo para justificar el retraimiento de Dios se mantenga
dentro del anuncio del final de la tribulación. Sólo en lo profundo del rechazo
puede esperarse la salvación (40, 27-31). Yhwh ofrece, me atrevería a añadir, una
vez más el pecho lacerado de su propio sufrimiento para salvación de su pue
blo (50, 1-3). Perlitt propone aquí la siguiente formulación, que viene a ser un
resumen de todo su ensayo: «El Dios que se oculta a sí mismo él es el salva
dor». Y también: «No hay salvación fuera del Dios que se ha ocultado él mis
mo»16. Aquí la teología de la paradoja, que von Rad comparte con Karl Barth,
asume el tema de la Verborgenheit Gottes'7.
16. Lothar Perlitt, «Die Verborgenheit Gottes», en P roblem e biblischer T heologie, ed. por
Hans Walter Wolff, Kaiser Verlag, Múnich 1971, p. 382.
17. Véase Gerhard von Rad, Oíd Testament Theology, vol. 2: The T heology o flsra el’s Prophetic
Traditions, trad. por D. M. G. Stalker, Harper & Row, Nueva York 1965, p. 374-378. Karl Barth,
En segundo lugar, esta teología de la paradoja, que llama a la esperanza des
as mismas profundidades de la aflicción, no es la única réplica que el Anti-
i Testamento propone a la teología punitiva de los «profetas de la desgra-
. Los poemas del Siervo doliente, vinculados al tema del «Siervo de Yhwh»,
ieren una teología de la historia que no se circunscribe a proclamar que, en
is, hasta la ira se cambia en compasión, como si el cambio de la lamenta-
í en alabanza, por parte del creyente, se fundara en una cambio incom-
isible e injustificable en el ámbito de los planes inescrutables de Dios. Estos
pU>.mas anuncian también que el Siervo de Yhwh -figura sobre la que no pode
mos decir si apunta a un individuo, a una secta, o al pueblo entero—elevará su
propio sufrimiento al rango de «sufrimiento vicario». Al añadir una dimensión
activa al sufrimiento p e r se, el Siervo de Yhwh abre una cuestión absolutamen
te nueva acerca del Urleiden que supone haber sido abandonado de Dios. «Sufri
miento vicario», el sufrimiento por otro es lo que Emmanuel Levinas llamará
«sustitución»18.
Por ello parece razonable dejar en cierto estado disperso las diversas mane
ras de vivir, declarar y soportar el Urleiden del estar desamparado de Dios, que
propone el Antiguo Testamento. No todas ellas concuerdan con la proclamación
de que Dios ha abandonado a su pueblo porque este pueblo primero abando
nó a su Dios, hasta el punto de quedar absorbidas por esta proclamación. El plu
ralismo que parece imponerse en nuestra interpretación del theologoum enon «des
amparado de Dios» a mi entender encaja mejor con el objetivo de preservar la
cuestión de la divina inescrutabilidad.
En tercer lugar, hay que añadir a este argumento sacado de las variaciones
de la teología de la historia del Antiguo Testamento el a mi parecer considerable
argumento de subrayar el simple hecho de que los Salmos de lamentación man
tuvieron su identidad personal junto con los Salmos penitenciales, tan valora
dos por la piedad cristiana, en especial la protestante, dadas la bases de la teo
logía que san Pablo construyó sobre los temas del pecado, la justicia de Dios y
la salvación por la fe. Los Salmos de lamentación ocupan un lugar propio en el
Salterio. No muestran huella alguna de una confesión de culpabilidad ni de una
reivindicación de la propia inocencia. En ellos oímos el grito del sufrimiento
puro.
Lo que preservan los Salmos de lamentación es, en primer lugar, el carác
ter específico del sufrimiento individual, que ninguna teología de la historia pare
ce capaz de explicar. La distinción entre lamentación individual y lamentación
C hurch D ogm atics, trad. por T. H. L. Parker y otros, T. & T. Clark, Edimburgo 1957, vol. 2,
parte 1, 27, p. 200-204.
18. Emmanuel Levinas, O therwise than B ein g or BeyondE ssence, trad. por Alphonso Lingis,
Kluwer, Boston 1991.
del pueblo encuentra aquí una nueva legitimación, pese a las superposiciones de
ambos géneros, ya anteriormente mencionadas. El mismo Salmo 22, observa
André LaCocque, permite que se muestre la tensión que existe entre la fe en el
Dios de los antepasados y el abandono personal en que se encuentra el salmista.
Lo último se inscribe fuera de la historia y fuera de la teología de la historia. Los
Salmos de lamentación están para recordar que el individuo es frágil, está expues
to a enfermedades y muerte y es vulnerable a los ataques de los demás. En el aná
lisis final, incluyendo en él los desastres de la historia, quien sufre es el indivi
duo. El sufrimiento exige tener en cuenta a la primera persona, cosa que el
anonimato de la historia no puede garantizar. Sin duda alguna ésta es la razón
de que la piedad atestiguada por el Salmo 22 incluya rasgos no litúrgicos (cf. los
comentarios de André LaCocque, p. 204-205). La única convergencia que sub
sistiría a este nivel sería la que hay entre los Salmos de lamentación y los Cantos
del Siervo doliente. La cuestión de la prioridad de uno respecto del otro, tanto
en el plano histórico como en el teológico, permanece abierta. Pero cualquiera
que sea el modo como se solucione el problema de esta prioridad, el lector
puede interpretar la singularidad de los Salmos de lamentación como una señal
de una resistencia discreta a la teología acusadora de los profetas. Al preservar el
«¿por qué?», impuesto por el sufrimiento, de toda reducción a una teología puni
tiva, estos salmos mantienen la dualidad de las figuras del mal: el mal del sufri
miento, el mal de la culpa. Al hacerlo, orientan nuestra meditación sobre la ines
crutabilidad de Dios en otra dirección que no es la de la profecía de la
condenación, esto es, en dirección sapiencial. Ya he dicho que el salmo, en cuan
to forma de oración, no se da a la especulación. Y es dentro de la plegaria don
de ocurre el cambio enigmático de la lamentación en alabanza. Nada más pode
mos deducir de esta observación. Pero podemos añadirle ahora una medida
suplementaria de interpretación, una vez hemos pasado ya por los textos de Isa
ías y de Ezequiel. Habiendo oído(de boca de los profetas que Dios, de hecho y
de forma deliberada, había abandonado a su pueblo, es razonable volver al «¿por
qué» del salmo y oírlo como una pregunta que la respuesta de los profetas no
satisface debidamente, y escucharlo como una pregunta obstinadamente rea
bierta tras cada nueva explicación que, de algún modo, no deja intacta la ines
crutabilidad divina.
Es entonces cuando el lector de la Biblia, que tiene la libertad de moverse
por el espacio abierto por la misma estrechez del canon, toma el camino que
va del Salterio a los escritos sapienciales. Sólo seguramente a través de un acto
de lectura, que es también un acto de interpretación, puede este lector pasar de
Salmos 22 al libro de Job. Con todo, la unidad canónica de la Biblia permite jus
tamente esta ecuación, esta sincronización, que pone uno junto al otro dos
textos que proceden de escenarios sumamente diferentes y de épocas totalmen
te distantes, y que reflejan géneros literarios muy alejados entre sí. De este modo
nos vemos inducidos, al final de un largo periplo, a leer de nuevo los Salmos
de lamentación a la luz de las controversias del libro de Job. El «¿por qué?» de
Salmos 22 se extrae entonces, por el shock que nos produce este encuentro, del
contexto de la confianza salvaguardada por el «¡Dios mío, Dios mío!» de la invo
cación. Al ser sacado así de su marco inicial, el «¿por qué?» de Salmos 22 pasa a
ser una pregunta que espera otra respuesta, distinta de la impuesta por los pro
fetas, una pregunta que queda pendiente de repuesta. Sería tarea de otro estudio
investigar si la resignación final de Job conserva algún rasgo en común con la
promesa de alabanza en que se cambia el salmo de lamentación, o si el silencio
en que se envuelve esta resignación no deja acaso en suspenso, junto con la
teología de la retribución, también esta promesa de alabanza. El libro de Job,
observa André LaCocque, presenta «una sorprendente ausencia de alabanza. Pero
Job no es, recordémoslo, israelita. No se dirige a un Dios al que pueda llamar Eli
(Salmos 22, 2), Elohay (22, 3), o Yhwh (22, 20,24,27,28,29)». Lo que queda
es que depende sólo de la sabiduría discernir, dentro del mismo exceso del Urlei
den, la réplica, desde la perspectiva humana, de la inescrutabilidad divina.
U n a h e r e n c ia m il e n a r ia
19. Hartmut Gese, «Psalm 22 und das neueTestament», en Vom Sinai zum Z ion, B eitrage
z ur evan gelisch en Theologie, Chr. Kaiser Verlag, Munich 1974, p. 180-201.
28,33; 38, 22; 71, 8,12,18; 94, 14; 116, 8), el «ropaje» de que se reviste el gri
to de Jesús crucificado consiste, a la vez, en una expresión típica y en un cam
bio sumamente estructurado. Por consiguiente, lo que aquí se actualiza es el
movimiento global del salmo. Gese hasta cree que puede discernir en esta acti
tud la marca de la teología apocalíptica, según la cual sería dentro de un acto de
liberación, que afectaría a un individuo amenazado de muerte, donde se haría
presente el Basileia tou theou, el reino de Dios mentado por la conversión de las
naciones y la resurrección de los muertos. En otras palabras, sería precisamente
la piedad individual lo que asumiría una estructura apocalíptica: «en la salva
ción del hombre piadoso arrancado de la muerte se revela el dominio escatoló-
gico de Dios» (p. 192). Por tanto, el evangelista Marcos no toma sólo un verso
«citado» de Salmos 22, sino el tema entero de la aparición de reino de Dios,
gracias a la liberación de la muerte. De aquí que no deba sorprender que el re
lato de la crucifixión incluya tantas otras referencias (Marcos 15, 24,29) de de
talles particulares de Salmos 22, en especial el versículo concerniente a los «ene
migos». Los portentos y las señales cósmicas que acompañan el evento de la
muerte (el velo del templo que se rasga, el temblor de tierra, la resurrección de
los muertos) proceden todos de la misma espiritualidad apocalíptica. Y es a la
luz de esta pendiente apocalíptica como podemos nosotros comprender que el
centurión, «al ver de qué manera había expirado» pudo confesar: «realmente,
este hombre era Hijo de Dios». De este modo, el centurión da «cumplimiento»
a Salmos 22, 28 y 30.
Esta lectura del relato de Marcos ha de interesar al lector por cuanto, por
un lado, descansa en una interpretación profundamente novedosa del salmo y,
por el otro lado, la reinterpretación que da al salmo es tal que libera reservas de
significado todavía no percibidas hasta este momento. En esto me uno a André
LaCocque cuando dice que «es éste un ejemplo hermenéutico privilegiado de
un sentido añadido al texto desde el momento de su composición. Cierto, a par
tir de este momento inicial, el sentido total del texto se encerraba ya en sus pala
bras, como en un joyero que habría de ser abierto tiempo después. El sujeto de
la lamentación original tenía razón, a todas luces, de quejarse a Dios por sen
tirse abandonado. Su experiencia fue completa en sí misma porque había alcan
zado el fondo del abismo» (p. 216).
Al mismo tiempo, nuestra insistencia en considerar los Salmos de lamen
tación aparte de la teología de la historia recibida de los profetas también se jus
tifica. Aún más, la lamentación misma se justifica como una plegaria que com
place a Dios.
Dicho esto, no se nos prohíbe retener, en el mismo corazón de la pers
pectiva escatológica, aquellas primeras interpretaciones que ya habían roto con
la teología del castigo: el anuncio de la gran liberación por el Déutero-Isaías, los
temas mesiánicos y, en especial, los Cantos del Siervo doliente. La escatología de
Salmos 22 añade una nueva dimensión a estos importantes temas. En este sen
tido, podemos hasta decir que Jesús, asumiendo el rito del suplicante de Salmos
22, testifica y decide el parentesco entre todas estas interpretaciones del Urlei
den de ser abandonado por Dios.
Al final de esta meditación, surge la cuestión del sentido contemporáneo
de una «lamentación como plegaria» para una edad como la nuestra marcada
por la secularización y la proclamación nietzscheana de la «muerte de Dios».
¿Puede la persona de hoy día que sufre dar todavía forma de invocación a su
lamentación? ¿Acaso el Urleiden actual no consiste en la sensación de que no hay
nadie a quien dirigir nuestra lamentación? ¿No ha dejado ya de ser un theolo-
gou m en on la expresión «desamparado de Dios», después de que pasara a signi
ficar no el distanciamiento, el retraimiento, la inescrutabilidad de Dios, sino
su inexistencia? ¿Tienen los creyentes alguna repuesta que proponer a este des
afío extremo? ¿Cómo pueden zafarse de la alternativa: o construir (o reconstruir)
pruebas increíbles o profesar un fideísmo incomunicable?
Sólo queda un camino estrecho transitable entre ambos precipicios. Sería
pedir a los creyentes, una vez más hoy día, que dejaran que la «lamentación como
plegaria» hablara, con una fuerza comparable a su energía inicial. Ésta es la con
fesión formulada por Ottmar Fuchs en su libro que tan a menudo me ha servi
do de inspiración. «La lamentación», dice en el Prólogo de su libro, «es un tipo
de plegaria que ha caído en el olvido». Rehabilitémosla, concluye, en el ámbito de
la espiritualidad cristiana contemporánea. Si lo conseguimos, existirá la posibi
lidad de que la lamentación como plegaria sea de nuevo oída y pronunciada des
pués de Auschwitz...
Varias condiciones se imponen a esta rehabilitación que se interpreta como
una reactualización. La primera es que la radicalidad hiperbólica de una lamen
tación que se atreve a dar un nombre al Urleiden «desamparado de Dios» ha de
preservarse frente al sinsentido vacío de una plegaria de súplica, de la que se ha
expurgado cualquier huella de acusación dirigida contra Dios. La práctica exe-
gética que cumple con esta condición reclamará todavía una mayor atención al
policentrismo del texto bíblico, incluyendo las figuras de lo divino y los modos
de relación entre lo humano y lo divino. Contra la tendencia a acentuar de un
modo unilateral el conocido esquema de la H eilsgeschichte, que entreteje peca
do, justicia de Dios, penitencia y castigo o satisfacción, los Salmos de lamenta
ción son el testigo privilegiado de un resistirse a toda concepción unilateral de
la teología bíblica. Liberados de la preocupación de justificar a Dios y renun
ciando a toda teodicea con la que los seres humanos pretendan probar la ino
cencia de Dios, la plegaria de la lamentación que pregunta no espera nada más
que la compasión de un Dios, a cuyo respecto el que ora ignora cómo puede ser
a un mismo tiempo justo y compasivo. Por esto no tiene más remedio que gri
tar: «¿por qué?».
Una segunda condición acompaña a esta primera referente al telos de la
interpretación, una condición vinculada a la práctica exegética misma. Se sigue
de nuestro intento de análisis estructural que la energía «histórica» capaz de ser
desplegada por el poema bíblico procede de la überzeitlich o «suprahistórica»
cualidad que la textualización confiere a la expresión de aflicción, elevada así al
rango de paradigma del sufrimiento. Si la lamentación como plegaria es todavía
susceptible de ser actualizada, lo es en la medida en que la ejemplaridad que debe
a la forma poética es una fuente permanente de transposición y nueva histori-
zación en condiciones culturales previamente desconocidas. No podemos pres
tar demasiada atención, por ejemplo, a la historia de la recepción de la plegaria
bíblica, dentro o fuera de la liturgia del culto. En este sentido, no debemos espe
rar ninguna transposición automática al presente de un modelo vuelto tan atem
poral o transhistórico como desearíamos mediante un análisis literario. Sin la
mediación de una cadena de relecturas que consista en otras tantas innovacio
nes, la antigua plegaria no se convertirá en una plegaria contemporánea. Se requie
re siempre una tradición viva entre las estructuras invariables, puestas de mani
fiesto por una exégesis adecuada, y la reactualización a la que apela la teología
práctica. (Digo esto en parte como correctivo de los análisis de Ottmar Fuchs,
que parecen puestos al servicio de una expectativa excesivamente optimista refe
rente a la capacidad directa de historización y actualización contenida en la estruc
tura atemporal del poema).
La reasunción del Salmo 22 por el Crucificado atestigua, ante todo, el aspec
to de innovación que compete a toda nueva actualización del poema hebreo. A
esto debemos añadir que la repetición de la lamentación bíblica por el «gran gri
to» de Cristo sobre la cruz puede convertirse a su vez en modelo de plegaria, sólo
si da origen a una innovación continuada, en la plegaria de lamentación, de
expresiones verbales que pueden estar tan alejadas como se quiera de la forma
literaria del salmo original.
Otra condición para la rehabilitafción de la plegaria de lamentación sería lo
que podemos llamar su carácter agonístico, que debe también mantenerse.
Visto desde la perspectiva de su final, el cambio de la lamentación en alabanza
parece desarrollarse dentro de un «estar-con-Dios» individualmente. Vista des
de su inicio, la plegaria es un movimiento que empieza por el silencio de Dios y
nunca pierde su aspecto de ser una lucha por una confianza renovada. En este
sentido, el punto de partida continúa contenido en el punto final, pese al cam
bio de una confianza renovada. En otras palabras, la Vergborgenheit Gottes per
manece como condición existencial y teológica común tanto de la lamentación
como de la alabanza. La paradoja de la transformación de una en otra es inse
parable de esta lucha, cuyo resultado nunca está garantizado. La inescrutabili-
dad divina no se reduce por la conversión del Urleiden en júbilo. Podríamos has
ta decir que se ha vuelto tanto más impenetrable tan pronto como ya no significa
lo que parecía implicar espontáneamente, a saber, un acceso redescubierto a la
presencia divina sin una dialéctica de la ausencia.
Una última condición que debería satisfacer el suplicante o la suplicante
de hoy podría ser quizás que descubriera una afinidad secreta con lo que podrí
amos atrevernos a llamar el sufrimiento de Dios, como sugiere André LaCocque
al referirse a un Dios que también se lamenta. Con esto va también una llama
da a la práctica de la compasión personal y colectiva con relación a hermanas y
hermanos nuestros, que a menudo tienen menos culpas que sufrimientos.
Cantar de bs cantares
LA SULAMITA
ANDRÉ LACOCQUE
[Hay] varios métodos ...d e volver inocuo un libro indeseable. [1] [Puede hacerse
que] los pasajes ofensivos ... sean inteligibles ... El siguiente copista producirá un
texto... que tendrá huecos. [2] Otra manera sería ... proceder a desvirtuar el texto.
[3] Lo mejor de todo, eliminar el pasaje entero y poner en su lugar otro nuevo que
diga exactamente lo contrario.
Si GM U N D F r eu d '