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ANDRÉ LACOCQUE

PAUL RICOEUR

PENSAR LA BIBLIA
Estudios exegéticos y hermenéuticos

T radu cción de A n t o n i o MARTÍNEZ RlU

Herder
Versión española de ANTONI M a r t í n e z RlU de la obra de A n d r é L a C o c q u e y P a u l RlCOEUR
ThinkingBiblically, The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U SA .

Diseño d e la cubierta: Cl a u d io B a DO y M ó NICA B a ZÁN

© 1998$ The Universiiy o f Chicago.

© 2001, Empresa EditorialHerder, S.A., Barcelona

Imprenta: LlB ER D üPLE X , S.L.


Depósito legal: B-18.000-2001
Printed in Spain

ISBN: 84-254-2116-0 H erder Código catálogo: REB2116


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A
Sim one Ricoeur,
d e bendita m em oria
6 d e enero d e 1998

«Pondré m i espíritu en vosotros, y reviviréis»


Ezequiel 37, 14
ÍNDICE

P refacio........................................................................................................................ 11

Génesis 2-3 .................................................................................................................... 23


Grietas en el muro. ANDRÉ La C o c q u e ............................................................. 25
Pensar la creación. PAUL RlCOEUR ....................................................................... 51

Éxodo 20,13 .................................................................................................................. 87


No matarás. A n d r é La C o c q u e ........................................................................... 89
«No matarás»: la obediencia amorosa. Pa u l RlCOEUR....................................... 127

Ezequiel 37, 1 -1 4 ........................................................................................................... 153


De muerte a vida. A n d r é La C o c q u e ................................................................ 155
Centinela de la inminencia. Pa u l RlCOEUR ....................................................... 179

Salmos 2 2 .................................... ................................................................................. 197


Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
A n d r é La C o c q u e ........................................................................................... 199
La lamentación como plegaria. Pa u l RlCOEUR.................................................. 221

Cantar de los cantares .................................................................................................... 243


La Sulamita. A n d r é La C o c q u e ........................................................................... 245
La metáfora nupcial. Pa u l RlCOEUR.................................................................... 275

Éxodo 3 ,1 4 .................................................................................................................... 3 13
La revelación de las revelaciones. A n d r é La C o c q u e ....................................... 3 15
De la interpretación a la traducción. PAUL RlCOEUR......................................... 337

Génesis 4 4 ...................................................................................................................... 367


Un relato ancestral: la historia de José. A n d r é La C o cq ue .............................. 369

Zacarías 12, 1 0 ............................................................................................................. 401


«Et aspicient ad me quem confixerunt». A n d r é La C o cque ........................... 403
PREFACIO

El libro que el lector está a punto de leer es resultado de una colabora


ción inusual. Reúne a un exegeta, especialista en la Biblia hebrea, y a un filóso
fo, que se identifica con la denominada escuela hermenéutica. Ambos autores
decidieron leer y comentar los mismos textos tomados de la Biblia hebrea. Pri
mero escribió su aportación el exegeta, y luego el filósofo le daba respuesta. Segui
damente, ambos revisaban sus contribuciones respectivas, de modo que la redac
ción final diera lugar a un libro en el que la obra de cada autor tuviera en cuenta
la del otro. Nuestro campo de trabajo se circunscribe deliberadamente a textos
«fuertes» del Antiguo Testamento, representativos de los diversos géneros litera
rios bíblicos: mítico, narrativo, prescriptivo, oracular, apocalíptico, hím nico, sapien
cial-, y a un texto sui generis, además, tomado de Éxodo 3, sobre el nom bre de
Dios.
Con la mira puesta en tratar de todos los géneros literarios, André LaCoc-
que es autor único de dos ensayos complementarios; uno sobre la historia de José
en el libro de Génesis, y el otro sobre un oráculo profético sumamente contro
vertido de Zacarías 12,10. En esta especie de monólogos, no menos que en las
partes dialógicas de este libro, el lector hallará el mismo tipo de movimiento
de trayectoria que caracteriza el resto de ensayos.
En lo que sigue, en este Prólogo, hablaremos como una sola voz y expli
caremos las bases de nuestra colaboración.
A simple vista, puede parecer que nuestros planteamientos difieran hasta
el punto de estar en oposición mutua. El exegeta recurre al método histórico-
crítico, modificado a la luz de las consideraciones metodológicas, de que luego
tratamos, que han hecho posible nuestra colaboración en este volumen. Con
todo, el método histórico-crítico plantea unas exigencias precisas, que podrían
calificarse de científicas sin que sea abusar de la expresión. Son éstas suficiente
mente conocidas, de modo que no hay necesidad alguna de citarlas aquí. Pre
ferimos más bien hablar de los matices y complementos que hemos añadido para
ir más allá de las mismas.
Por su parte, el filósofo toma en consideración la recepción del texto bíbli
co entre los pensadores inicialmente marcados por la filosofía griega y, luego, por
la moderna. Y no es tanto la diversidad entre estos dos modos de pensar que se
han ocupado de la Biblia lo que es origen de problemas cuanto la introducción,
en el comentario de textos bíblicos, de instrumentos del pensamiento -concep
tos, argumentos, teorías- forjados fuera del ámbito bíblico del pensar, de los grie
gos hasta el presente.
Desde esta oposición inicial, sólo esquemáticamente indicada ahora, podría
concluirse que hay una radical heterogeneidad entre ambos ejercicios de lectu
ra presentados en cada sección de este libro. ¿No pretende ser uno de ellos eru
dito, hasta científico, mientras que el otro sólo busca ser filosófico? ¿No se orien
ta uno hacia lo que está detrás del texto, hacia su arqueología, mientras que el
otro mira hacia lo que viene después, hacia su teleología (como si, en realidad,
todas las lecturas sucesivas estuvieran unidas por un único telos, algo que está
lejos de ser verdad)? Esta aparente antinomia entre retrospección y prospección,
entre producción del texto y recepción del mismo, es lo que deseamos que las
páginas que siguen refuten.
Por un lado, el exegeta no pasa por alto el papel de la lectura en la elabo
ración del sentido del texto, cosa que podría pensarse que sólo concierne al filó
sofo. También toma en consideración el hecho de la lectura en su metodolo
gía, de un modo del que luego hablamos. Por otro lado, el filósofo no ignora el
carácter específico de los textos pertenecientes al corpus bíblico, como tampoco
niega la originalidad de la manera hebrea de pensar y luego de la cristiana. En
realidad, es tan consciente de ello, que el mismo concepto de filosofía cristia
na, o hasta de una «metafísica bíblica», tiempo ha propuesto por Etienne Gil-
son, le parece totalmente inadecuado.
Es en términos de este doble mecanismo, con el que cada uno hemos acep
tado el trabajo del otro, como desearíamos ahora referirnos brevemente, justi
ficándolo, al título Pensar la B iblia, que nos pareció caracterizaba a cada una
de las fases del viaje que emprendimos a través de estos textos.
i

Comenzando por la parte del exegeta, queremos señalar de qué modo, apro
piado a su disciplina, hemos sido capaces de integrar en el método histórico-crí-
tico uno de los planteamientos más interesantes que se han conseguido en los
recientes estudios bíblicos, que podemos denominar correspondientemente la
W irkungsgeschichte o hasta la N achgeschichte de los textos sagrados. En castella
no, podríamos decir su primer plano, o su historial tradicional, en el sentido
de una historia que es ai mismo tiempo tradición, donde la palabra tradición
debe ser entendida en un sentido más dinámico que estático. Gracias a esta aña
didura, el enfoque exegético se abre a la consideración de los modos y maneras
como ha sido recibido un texto, a lo que el filósofo intenta añadir todavía otra
dimensión. ¿Qué consideraciones determinaron esta expansión del método his-
tórico-crítico?
El primer factor que la exégesis toma en consideración guarda relación con
el papel que desempeñó la escritura en la formación del corpus bíblico. La lec
tura es una respuesta a esta escritura, hecha de múltiples maneras de las que lue
go trataremos. Observemos simplemente, por el momento, que el primer efec
to del leer es conferir autonomía y existencia independiente a un texto que,
por lo mismo, queda abierto a ulteriores desarrollos y nuevos enriquecimientos,
todos los cuales afectan a su verdadero sentido. A la luz de esto, nos gustaría
recordar la maravillosa frase de Gregorio Magno, a quien Pier Cesare Bori cita
en su libro significativamente titulado L’I nterpretazione infinita-. «La Escritura
crece en sus lectores».
El primer corolario de esta tesis sobre la autonomía del texto es el aban
dono de la preocupación, tan característica de la hermenéutica romántica y aso
ciada al nombre de Friedrich Schleiermacher, de recuperar las intenciones del
autor y de ponerlas como determinantes de toda interpretación. Sin afirmar que
las investigaciones que tienen que ver con el autor o la fecha y lugar de pro
ducción de un texto no tienen nada que ver con la pretensión de entender un
texto -los estudios que constituyen este volumen confirmarán este punto—, sos
tenemos que el sentido de un texto es, en cada caso, un acontecimiento que nace
en la intersección, por un lado, de las constricciones que el texto se impone a
sí mismo y que, en buena medida, se refieren a su Sitz im Leben, con las distin
tas expectativas, por el otro lado, de una serie de comunidades de lectura e inter
pretación, que los presuntos autores del texto en consideración nunca pueden
haber previsto.
El segundo factor que impulsa al exegeta crítico a considerar la historia sub
siguiente, que antes llamamos primer plano o historia tradicional, es el registro
del texto, contemporáneo a la formación de su primer plano, en términos de una
o varias tradiciones, que a su vez han dejado su estampa en el texto en cues
tión. Esto es especialmente evidente en el plano literario, cuando se trata de seguir
la pista de la formación y acumulación de estas distintas lecturas de la tradi
ción dentro del mismo canon de la Escritura. Lo que entonces se pone de mani
fiesto es que el proceso interpretativo no se limita a restaurar la fuente del tex
to a lo largo de esta secuencia de repetidas actualizaciones, sino que más bien
este proceso re-inventa, re-configura y re-orienta el modelo. Este segundo fenó
meno nos aleja algo más del principio hermenéutico de la autoridad que se vin
cula a la presunta intención del autor. En este sentido, el fenómeno a que alu
dimos bien podría considerarse una «trayectoria» que tiene su origen en el texto
mismo. De hecho, en un momento determinado hasta consideramos la posibi
lidad de usar Trayectorias como título adecuado para este libro.
El tercer factor, el que más ha de tener en cuenta el exegeta, tiene que ver
con la conexión que hay entre el texto y una comunidad viva. Este factor deri
va de otros factores anteriores concernientes a la historia de la tradición o de
las tradiciones incorporadas al corpus bíblico. En este sentido, la orientación ori
ginal hacia el acto de lectura, constitutivo de la primera forma de la recepción
de un texto, puede ser observada, en el plano de la Biblia hebrea, en lo tocante
a su relación con el pueblo de Israel. Aquí, la recepción no es sólo lectura, ni que
sea lectura erudita; es una palabra nueva dicha en relación con el texto y surgi
da del texto mismo.
De hecho, desde esta perspectiva habla la tradición judía tardía de una «Torá
escrita» acompañada de una «Torá oralmente transmitida». No hay separación
alguna entre ambas; la segunda constituye la ampliación de la primera, de su
vitalidad y de su capacidad de llenar el horizonte temporal. A este aspecto, el
principio hermenéutico de los reformadores del siglo XVI —resumido en la frase
sola scriptura—no resulta sostenible en el plano hermenéutico. De hecho, él fue
parcialmente el responsable del divorcio que la exégesis cristiana de la Biblia
hebrea introdujo entre el texto y el pueblo de Israel. Cortados sus vínculos con
una comunidad viva, el texto queda reducido a un cadáver manipulado para la
autopsia. A pesar de sus múltiples méritos, la exégesis moderna se encuentra
en gran parte viciada por esta concepción de un texto fijo, reducido de una vez
por todas a su forma en curso. El reciente criticismo «canónico» contribuye —a
pesar suyo, a decir verdad—a esta errónea concepción de un texto sagrado. Y el
método histórico-crítico en su forma amplia marcha aún más fácilmente en esta
misma dirección. De un modo artificial, considera completo el desarrollo de las
Escrituras con el establecimiento de su redacción final. Es casi como si alguien
pronunciara la oración fúnebre de alguien que todavía está vivo. La oración fúne
bre podría ser cuidadosa y adecuada, pero en todo caso sería «prematura», como
podría haber dicho Mark Twain.
El estadio literario de la redacción de las Escrituras hebreas no fue nunca
concebido como una manera de cortar su curso vital. Por ejemplo, los oráculos
no fueron consignados por escrito por los discípulos de los profetas con la idea de
que, al haber sido pasada ya la página, podía ahora uno ocuparse de otros asun
tos. Totalmente a la inversa. Durante su fase oral, estos oráculos tenían una exis
tencia marcada por la expectativa, ella misma abierta a un horizonte que no tenía
otros límites que su cumplimiento. Una vez escritos, estos oráculos adoptaron
un modo de existir que los transformó, pero que no les puso punto final. La his
toria revistió de carne a la visión profética, gracias a lo cual esta visión fue consi
derada digna de inscribirse en esa memoria colectiva que se asegura por la media
ción del texto escrito. El proyecto de confiar un texto a la escritura, por tanto,
lejos de quedar encasillado en la retrospección, resulta ser primordialmente pros
pectivo. La confirmación histórica hay que considerarla siempre un cumpli
miento meramente parcial. Acontecimientos, cuyo curso fue previsto, se vuelven
paradigmáticos, gracias a su interpretación profética. Apuntan aquéllos hacia
una determinada dirección. Determinan una orientación histórica. En suma,
participan de la naturaleza de la Torá. Por ello la redacción textual no cierra un
capítulo, aun cuando la crítica histórica pueda limitarse a un análisis de la fase
inicialmente oral de la existencia de un texto, desconectado de su desarrollo pos
terior. Ésta es la razón por que la parte exegética de la presente obra ha sido con
cebida como una ampliación del método histórico-crítico, completada con una
exploración del «primer plano» del texto en consideración. Se le trata como un
texto escrito, el texto que la tradición de la lectura puso en marcha, re-hecho y re-
vitalizado. Se toma en consideración el dinamismo del texto; su curso y su tra
yectoria se rastrean partiendo de este supuesto.
Este dinamismo textual se encuentra en casi todos los géneros representa
dos en la literatura bíblica. El mismo carácter anónimo de los textos bíblicos
puede interpretarse desde este punto de vista, al ser conscientes los «autores ori
ginales», desde el comienzo, de la irremediable incompletud de su trabajo, que
busca ser «rememorado»; en otras palabras -teniendo presente la interpretación
bíblica del término «memoria»—, su trabajo pide ser re-modelado, re-actualiza
do por la comunidad, único sujeto agente de estos textos. Estas observaciones
nos dan la oportunidad de añadir otro detalle concerniente a la noción de «tex
to». Hablábamos antes de la autonomía de un texto. Este rasgo se aplica al autor
del texto, no a su audiencia. El texto existe, en última instancia, gracias a la comu
nidad, para uso de la comunidad, con la mirada puesta en dar forma a la comuni
dad. En otras palabras, si tomamos la relación con su autor como trasfondo de
un texto, la relación con el lector o los lectores viene a ser su primer plano. Debe
mos, en consecuencia, afirmar de forma enfática que el primer plano sobrepasa
al trasfondo.
Lo que hemos dicho sobre la relación entre los textos de la Biblia hebrea
y la comunidad del pueblo de Israel ha de repetirse en relación con los textos del
Nuevo Testamento. Fue también por respuesta a las necesidades y expectativas
de una comunidad viva la razón por la cual se redactaron estos textos. Y estas
necesidades y expectativas deben restaurarse, si queremos entender el sentido de
estos textos en los términos de su composición y redacción coetáneas. Por ello,
la trayectoria trazada por los textos del Antiguo Testamento prosigue su curso
más allá de este primer corpus hasta un segundo corpus. Una de las conviccio
nes que compartimos es que se trata de la misma trayectoria, aunque muy rami
ficada, ciertamente, que se despliega de un conjunto textual al otro. El Primer
Testamento no queda abolido por el Segundo, sino reinterpretado y, en este sen
tido, «cumplido». Esta realización o cumplimiento presupone la consistencia de
una tradición con las tradiciones ya constituidas, sin la ayuda de las cuales la
nueva fe no habría sido más que un grito que se desvanece. Puede decirse, al res
pecto, que la reinterpretación de Escrituras ya existentes mediante una nueva
proclamación constituye un modelo hermenéutico -a l que a veces se le pone el
título de «tipología» o «alegoría»—que determina varias de las fases subsiguien
tes de la reapropiación de los textos canónicos en comunidades de interpreta
ción que, a su vez, van más allá de los límites que impusieron las necesidades y
expectativas de la primitiva comunidad cristiana. En este sentido, el ejercicio
práctico de hermenéutica ofrecido por este volumen puede caracterizarse de jude-
ocristiano en la medida en que la lectura cristiana no se considera un sustituti-
vo, sino, más bien una alternativa a la tradicional lectura judía. El exegeta se pro
hibirá a sí mismo decir que la lectura hecha en el Nuevo Testamento es una
«buena» o «mala» lectura de los textos hebreos. Hasta se limitará a destacar el
aspecto básicamente judío más de lo que diversos métodos de interpretación
puedan sugerir. La trayectoria del texto va así, de un polo al otro, o quizás, a
otros, luego que la trayectoria se rompe en dos direcciones, con una rama que
conduce a la «ortodoxia» cristiana y la otra a la «ortopraxis» judía.
Una consideración final vertebra el trabajo del exegeta con el del filósofo.
Tiene que ver con la «polisemia» del texto. También este fenómeno se relacio
na estrechamente con la apertura del texto por parte de sus lectores y, más gene
ralmente, por parte de su posterior recepción. Una hermenéutica que ponga el
acento principal en la intención del autor tiende a proclamar un status unívoco
para el sentido del texto, si es que lo que el autor quiso decir puede de hecho
reducirse a una sola intención. Una hermenéutica atenta a la historia de la recep
ción será respetuosa con la irreductible pluralidad del texto. Este rasgo depen
de de la primera relación de un texto con una pluralidad de comunidades que
se interpretan a sí mismas interpretando el texto. En realidad, es raro que un solo
y mismo texto no engendre a varias comunidades. En este sentido, la pluriva-
lencia del texto y una pluralidad de lecturas son fenómenos relacionados. De
aquí que el texto no sea algo unilineal —algo que podría ser en virtud de la fina
lidad instituida por la supuesta intención del autor-, sino multidimensional, tan
pronto como se toma como algo que no ha de ser leído sólo a un nivel, sino
según diversos planos a la vez por una comunidad histórica marcada por inte
reses heterogéneos. De la misma manera que una obra de arte se presta a varias
interpretaciones, cuyos efectos acumulativos se supone que hacen justicia a la
obra y contribuyen a su vida posterior, las diversas maneras como la comunidad
intérprete propone una lectura y una interpretación históricas contribuyen a la
pluridimensionalidad del texto. Estas forman parte del texto. En este sentido,
no hay más asombrosa indicación de este proceso que el caso de la forma semí
tica de escribir en la que hay sólo consonantes y en la que el lector ha de apor
tar la vocalización adecuada al leerlo.
Estos son los desarrollos que la exégesis añade al método histórico-críti-
co. Son también los mismos que abren el comentario a la consideración de un
enfoque deliberadamente filosófico. Llega el momento de dar la réplica filosó
fica a lo que se ha dicho desde el lado exegético.
II

El filósofo sube por la otra mitad del camino que lleva al encuentro con
el exegeta haciéndose alumno de la escuela exegética, lo cual quiere decir que el
filósofo, que no es un especialista en exégesis, se va convirtiendo en un lector
de exégesis.
Este aprendizaje supone una serie de exigencias. Para ser más precisos, el
filósofo más dispuesto a un diálogo con el exegeta es sin duda aquel que más
fácilmente lee obras de exégesis que tratados teológicos. La teología, a decir ver
dad, es una forma de discurso muy compleja y sumamente especulativa, emi
nentemente respetable cuando está en su sitio. Pero es también una forma mix
ta o compuesta de discurso, en el que la especulación filosófica se ha entreverado
inextricablemente con lo que merece ser llamado «pensamiento bíblico», inclu
so cuando no asume la forma específica de Sabiduría, sino la de narración, ley,
profecía o himno. Nuestra hipótesis de trabajo aquí es que hay otras maneras de
pensar distintas de las que se fundan en la filosofía griega, cartesiana, kantiana,
hegeliana, etc. ¿No es este el caso, por ejemplo, de los grandes textos religiosos
de la India o de las tradiciones metafísicas del budismo? Por ello, la apuesta filo
sófica inicial es aquí que los géneros literarios, de que luego hablaremos, son for
mas de discurso que hacen surgir pensamiento filosófico.
El segundo supuesto que guía al filósofo hermeneuta es que este tipo de
pensamiento va unido a un corpus de textos no reducibles a los que se manejan
cuando se «hace filosofía» en sentido académico y profesional. Leer el Génesis,
el Deuteronomio, Isaías, un salmo, uno de los Evangelios o alguna de las Epís
tolas del Nuevo Testamento es entrar en diálogo con todo un grupo totalmen
te nuevo de textos comparados con, pongamos por caso, un diálogo socrático,
las M editaciones de Descartes o la 'Crítica d e la razón pu ra de Kant. Lo normal
aquí es el tipo de cambio deliberado de escenario, evocado por Norton Frye en
su The Great Code [El gran código]. Este gran crítico literario de Toronto está
en lo cierto cuando dice que, para entrar en contacto con este tipo de discurso,
es necesario remitirse a un discurso que no es científicamente descriptivo o expli
cativo, a un discurso que ni tan sólo es apologético, argumentativo o dogmáti
co; se trata de un universo de discurso en el que el lenguaje metafórico de la poe
sía es el equivalente secular más cercano. Sólo quizás la tragedia griega sea lo que
más se acerca al lenguaje de los dichos de la Sabiduría y a los himnos del sal
mista.
Un tercer supuesto, gracias al cual el trabajo del filósofo hermeneuta se
acerca al del exegeta hermeneuta, tiene que ver con la relación existente entre los
textos del corpus bíblico y los de las comunidades históricas, que podemos lia-
mar aquí comunidades de lectura e interpretación. Hay algo del todo único en
esto en relación con la lectura de textos filosóficos, la cual, incluso en el marco
de escuelas establecidas, no conoce nada comparable a la recepción de un texto
religioso por una comunidad histórica, como la de las comunidades judías y cris
tianas. Se impone aquí un círculo verdaderamente hermenéutico, que perma
nece siempre como fuente de asombro, y hasta de perplejidad, para el filósofo,
sobre todo si el espíritu crítico prevalece sobre la convicción. El círculo se dibu
ja de la siguiente manera. Interpretando la Escritura en cuestión, la comuni
dad en cuestión se interpreta a sí misma. Se presenta una especie de elección
mutua entre los textos considerados fundacionales y la comunidad que delibe
radamente hemos denominado comunidad de lectura e interpretación. Si este
círculo no resulta vicioso a los ojos de los fieles pertenecientes a estas comuni
dades, es porque el papel fundacional adscrito a los textos sagrados y la condi
ción fundada de la comunidad histórica no designan lugares intercambiables. El
texto fundador enseña; y esto es lo que significa la palabra tora. Y la comuni
dad recibe la enseñanza. Incluso si esta relación excede la de autoridad y obe
diencia para convertirse en una relación de amor, la diferencia de altura entre
la palabra que enseña con autoridad y la que responde con reconocimiento no
puede ser abolida. A este respecto, la fe no es otra cosa que la confesión de esta
asimetría entre la palabra del que enseña y la del discípulo, y entre los escritos
en que se registran estas dos clases de palabras.
El hecho de que los mismos textos puedan haber engendrado varias comu
nidades históricas y haber dado origen al fenómeno de la pluralidad de sentidos
anteriormente mencionada no altera la relación circular a que hacemos refe
rencia aquí entre el texto elegido y la comunidad elegida. Menos aún atenúa esta
relación; todavía la hace más compleja. Añadamos, de paso, que estas reflexio
nes sobre la elección mutua entre un corpus de textos y una comunidad históri
ca sugiere que adoptemos la clausura del canon como la causa y el efecto a la vez
de esta afinidad electiva entre textos fundadores y comunidades fundadas. Y es
en este círculo donde el filósofo hermeneuta ha de entrar, si quiere atender a algo
así como pensar bíblicamente. Entrar en este círculo es participar, por lo menos
por vía de la imaginación y de la simpatía, del acto de adhesión por el que la
comunidad histórica se reconoce fundada y, si podemos decirlo así, compren
dida, en todo el sentido del término, en y por este cuerpo particular de textos.
Con todo, necesitamos inmediatamente añadir también: los lectores no tienen
que «creer-con», no tienen que participar en la fe de aquellos miembros de las
comunidades que se consideran fundadas por los textos bíblicos. Es pensando
en estos lectores «de fuera» por que hemos hablado de una participación en la
relación de mutua elección entre textos fundadores y comunidades de lectura e
interpretación fundadas a través de la imaginación y la simpatía, como condi
ción mínima para acceder al sentido de estos textos. Igual requerimiento pue
de ser dirigido a cualquier lector por los miembros de una comunidad histórica
cualquiera que se funde en corpus sagrado determinado.
Bajo el signo de este triple supuesto podremos quizás entender el sentido
del modo mixto de pensamiento que procede de la intersección entre pensa
miento bíblico y otros modos de pensar, nacidos de otras culturas distintas de la
judía y la cristiana. La preeminencia de la filosofía griega en la recepción de la
herencia bíblica es un hecho de la mayor importancia, que merece nuestra aten
ción final. Los autores de este libro comparten la convicción de que este encuen
tro y las intersecciones resultantes no constituyeron una desgracia que deba ser
deplorada ni una perversión que deba ser erradicada. Éste fue el mayor riesgo
asumido por la experiencia de la lectura, que aseguraba el carácter perenne de
los textos bíblicos. El acontecimiento de este encuentro, una vez que tuvo lugar,
se convirtió en el destino constituyente de nuestra cultura. El hecho de que este
destino no haya de ser deplorado ni deconstruido, marca la tarea a que debemos
dedicar nuestras reflexiones con total honestidad y absoluta responsabilidad. Con
todo, es también convicción común nuestra como autores que la trayectoria de
lectura de los textos que hemos seleccionado tiene un alcance mucho más amplio
y que, en realidad, abarca la historia entera de la recepción. Parte del destino sin
gular de los textos bíblicos es que hayan sido aceptados por una asombrosa varie
dad de culturas distintas de las de su Sitz im Wort original. De hecho, también
la filosofía, con Descartes y Locke, Kant y Hegel, Nietzsche y Heidegger, se ha
alejado de los paradigmas conceptuales que presidían las grandes síntesis teoló
gicas de los concilios trinitarios y cristológicos.
Para señalar con unas pocas palabras la senda por la que transcurre nues
tra trayectoria, podemos acabar con las siguientes observaciones. La parte exe-
gética de nuestra empresa abre el camino a nuestra labor interpretativa de dos
modos. En primer lugar, más allá de la reconstrucción del trasfondo de un im
perturbable texto antiguo, deja espacio para una «re-lectura» surgida de una
versión «más joven», hallada en ef Nuevo Testamento o en el Midrás. De esta
forma, sale a la luz la dialéctica entre retrospección y prospección, que actúa en
«ambos Testamentos». En segundo lugar, la exégesis tipológica vinculada al mé
todo histórico-crítico abre la vía a una reflexión filosófica que va más allá de los
límites del canon, y se relaciona con formas contemporáneas de pensamiento,
filosóficas o no.
Para ilustrar esto de un modo breve: las sagas y la novela del libro del Géne
sis plantean el problema de la permanencia de la función del relato respecto
de una autocomprensión individual o colectiva. De modo parecido, la exégesis de
las «Diez Palabras», pasando por la Regla de Oro, encuentra su contrapunto con
ceptual en una reflexión contemporánea sobre la ley y la justicia. De forma para
lela, en un siglo como el nuestro, marcado por tanta crueldad, ¿leeremos un escri
to sapiencial sin plantearnos una vez más el abrumador problema del mal?
Esto nos lleva al canto de amor en ambos Testamentos: ¿no hace surgir acaso una
meditación sobre la dialéctica del amor y la justicia? Y una reflexión agudizada
por textos oraculares dará lugar a una advertencia complementaria ante una her
menéutica del lenguaje religioso demasiado ensimismada en el ciclo narrativo,
incluso cuando este ciclo es puesto en relación con el ciclo prescriptivo. Por últi
mo, el fragmento de Éxodo 3,14, que consideramos el punto álgido, nos lleva
rá al punto en que el hecho audaz de «nombrar a Dios» escapa a la vez de todo
género literario y de toda hybris conceptual.
Génesis 2-3
GRIETAS EN EL MURO

An d r é La C o cq ue

En 1936, Gerhard von Rad publicó un importante estudio sobre la doc


trina de la creación en la Biblia hebrea. Argumentaba en él, contundentemente,
que en Israel este relato era un desarrollo secundario de la afirmación soterio-
lógica primordial centrada en los grandes hechos salvíficos de Yhwh. Este ensa
yo se tradujo al inglés con el título The T heological P roblem o f the O íd Testa-
m en t D octrine ofC rea tion [El problema teológico de la doctrina de la creación
del Antiguo Testamento]'. Vale la pena que nos detengamos a resumir breve
mente su argumentación.
La doctrina de la creación aparece en los Salmos (por ejemplo, Salmos 89 y
136) y en el Déutero-Isaías, como un acto de benevolencia de (hasdey Yhwh). En
Salmos 74, en particular, se llama a la creacióny esu o t(actos de salvación). «La fe
se expresa casi de un modo exclusivo en la idea mitológica de la batalla contra el
dragón del caos» (p. 138). En este aspecto, la tradición Sacerdotal (P) seguía a
Salmos y al Déutero-Isaías. También en P, la creación está condicionada por el
propósito divino de redención; «en la fe genuinamente yahvista, la doctrina de la
creación nunca alcanzó el nivel de una doctrina relevante e independiente. La ve
mos invariablemente relacionada, y en realidad subordinada, a consideraciones
soteriológicas» (p. 142). «La doctrina de la redención tuvo que ser en un primer
momento salvaguardada con miras a que la doctrina de que también la naturale
za es un medio de autorrevelación divina no pudiera cruzarse, distorsionándola,
con la doctrina de la redención, sino que más bien la ampliara y enriqueciera» (p.
143). A partir de ahí la doctrina de la creación fue adoptada por la Sabiduría,
pero a través de un «análisis absolutamente desmitologizado y materialista del
orden creado» (p. 162-163), como ejemplificaron Job 28, Proverbios 8 y
Eclesiástico 24. «Estos pasajes se ocupan de mostrar que las dos manifestaciones
de la divinidad, en la creación y en la historia, son idénticas» (p. 163).

1. Publicado en Gerhard von Rad, The Problem o fth e Hexateuch a n d O ther Essays, trad. por
E. W. Trueman Dicken, McGraw-Hill, Nueva York 1965, p. 131-143.
Este análisis de von Rad ejerció una gran influencia, pese a su evidente ten-
denciosidad (que algunos han atribuido a una postura polémica contra la doc
trina política alemana de la época nazi). Sus conclusiones han sido, no obstan
te, duramente criticadas. Por ejemplo, Richard J. Clifford contradice la tesis de
von Rad en un reciente ensayo, «The Hebrew Scriptures and the Theology of
Creation» [La Escritura hebrea y la teología de la creación]2. El punto central de
Clifford es que hay profundas diferencias al definir la creación entre los puntos
de vista antiguos y modernos, que von Rad no tuvo suficientemente en cuen
ta. Pueden resumirse en relación con los siguientes términos: proceso, emer
gencia, descripción y criterio de verdad.

1. Proceso: la cosmogonía antigua se presenta como un conflicto de volun


tades entre partes en litigio, que concluye con la victoria de una de ellas.
2. Emergencia: lo que emerge es una sociedad humana organizada en un
lugar determinado (cf. Enuma elis\ Salmos 77; 78, 41-45); en otras pala
bras, la creación es un paso «de un estado de desorganización social...
a la estructura y seguridad en la tierra de Yhwh (p. 510).
3. Descripción: en forma de drama, puesto que proceso quiere decir volun
tades en conflicto, y por lo mismo trama.
4. Criterio de verdad: totalmente orientado a la verosimilitud de la his
toria.

Partiendo de esta base, Clifford cuestiona la distinción de von Rad entre


creación y soteriología. La historia de la creación es soteriológica en cuanto se
propone mostrar que la vida organizada emerge del caos desorganizado. Más
aún, ninguna de las Lamentaciones comunitarias (Salmos 77, 74, 89, 44, 78,
135, 136, 19, 104) distingue entre la creación del mundo y la creación de Israel,
o entre la redención de uno y la de otro. En el Déutero-Isaías, la situación es
comparable con la re-creación/redención de Israel. Aquí, no obstante, «la pers
pectiva difiere de la del Génesis, donde la creación del mundo ocurrió de una
vez por todas» (p. 519).
Clifford dirige luego su atención a los relatos clásicos de la creación del
comienzo del libro del Génesis. La primera narración de la creación de Génesis
1-2, 4 es el prefacio de P al conjunto (p. 521). Ahora «la redacción sacerdotal
entiende que Génesis 2, 4 - 11, 26 ... es una sola cosmogonía», de modo que
aquí de nuevo creación e historia son lo mismo. Génesis 1-11 apunta en direc
ción a la llamada de Abraham y a la elección de Israel contra el trasfondo del cui
dado que Dios tiene del mundo entero. Es, por tanto, un error contrastar Géne

2. Richard J. Clifford, «The Hebrew Scriptures and the Theology of Creation», en Theo-
logicalS tudies, 46 (1985) 507-553.
sis 1-3 con Romanos 5, 12-21 y con 1 Corintios 15, 21,28, 45-47, dando como
resultado un esquema de creación-caída-redención (véase p. 520).
Hemos comenzado con los estudios de von Rad y de Clifford, porque ambos
contribuyen, cada uno a su manera, a destacar el punto de mayor importancia,
es decir, que la creación es el comienzo de la historia, su acontecimiento ini
cial. En P, por ejemplo, este concepto se indica con el término tdlddt{2, 4a). De
modo parecido, la narración histórica del Éxodo se construye sobre el modelo
de la victoria de Dios sobre el océano3. La creación es el primer hecho salvífico
de Dios (ver Salmos 74, 12-17). Tal como escribe Jon Levenson acerca de Géne
sis 1, hay que ver este capítulo «como un punto en la trayectoria que va del mito
del combate del antiguo Oriente próximo a la teología de la creación evolucio
nada de la fe de Abraham»4. Hay verdaderamente un desarrollo propio de la his
toria de las tradiciones en lo referente a la doctrina de Israel sobre la creación,
pero que no culmina reuniendo creación y actos divinos en la historia. El pro
ducto final hallado, por ejemplo, en Isaías 40, 27-28; 44, 24-28, está ya presente,
por lo menos in nuce, en la más antigua expresión israelita de fe que implica una
conexión entre Israel y el don de una tierra, o en el desarrollo de una doctrina
hímnica, no didáctica, de la creación como en los Salmos 136 y 148.
De modo que el tema de la creación y el tema de la redención pertenecen
a una misma estructura compuesta. «El milagro de la creación es un milagro
de redención», dice Paul Ricoeur5. Es verdad, pero hay una trayectoria dentro de
la Escritura hebrea, y ésta culmina con el género sapiencial. Von Rad, por ejem
plo, llama la atención sobre el origen no israelita, sino egipcio y no-mitológico
de esta tradición6. En los Salmos sapienciales 19, 150 o en el 8, el cosmos es el
escenario de la sabiduría y del poder divinos; véase también Proverbios 3, 19; 8,
22; 14, 31; 20, 12; Job 28. Pero incluso en este grupo de textos, la íntima cone
xión entre creación e historia muestra que la bondad de la creación no es «nat
ural», esto es, innata e intrínseca a las criaturas. Es una fuerza dinámica que actúa
dentro de la historia. Lo mismo se demuestra ya en P con el uso de la palabra
tób (bueno) para expresar la gran satisfacción del Creador. Como es bien cono
cido, tób no es declaración alguna de belleza estética o de eficacia interna. Expre
sa la capacidad vocacional de la criatura de cumplir las expectativas de su Crea
dor. Por ello la bondad se caracteriza como orden dentro del desorden (o «ausencia
de orden»), un orden causado por Dios que ha de ser operativo, por así decir,

3. Véase, por ejemplo, Jon D. Levenson, Creation a n d the Persistence ofE vil: The Jew ish Dra
m a ofD iv in e O m nipotence, Harper and Row, San Francisco 1988.
4. Ibídem, p. 53.
5. Paul Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», en Exégése et herm éneutique, Seuil,
París 1971, p. 69.
6. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation»,
p. 142.
por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de
acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la
llamada «caída».
Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque
este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo
nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable
cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra
crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has
ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci
dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ
cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio,
con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para
doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados
en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad
del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9.
Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez
ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un
principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia
to -pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut,
Génesis 2, 17-, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el
interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte
siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res
piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin
embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de
Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, lOs; Amos
9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es
fundamentalmente una doctrina escatológica»10.

7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como
una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152).
8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración haleway we-yaamod(que [el mun
do] aguante).
9. Phyllis Trible, God and the Rethoric of Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107-
108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo
en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Tora, continuaréis y duraréis; de otro modo haré
que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo
hasta el día de la revelación en el Sinaí, cuando Israel recibió y aceptó laTorá, cumpliendo de esta
suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» ( Sabbat 88a, véase The
Legend o f the Jews, vols. 1, p. 52.
10. «Creation», en Interpreters Dictionary of the Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1,
p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito
del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf.
Hermann Gunkel: From «Gotterkampfmythus» to «Volkerkampfmythus» [Del mito de la guerra
Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por
J e n Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi
nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma
na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo,
«ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien
tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca
do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ).
Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el
Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo
creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de
la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón
y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo
de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11.
El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (/). Es ahora momento de
atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias.
Según Martin Noth, «[_/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo
nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12.
Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene J
del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una
bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui
ción de/del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere
mías (ver 13, 13) y Salmos 51,5. Por otra parte, el propósito de J e s introducir
la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal,
tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada
de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad
entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña
a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri
llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma
nos 5, 20). Ésta es la razón por que J contempla la historia de la humanidad, y
la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque
ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham;
todas las naciones serán en él bendecidas.

entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chdpfung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit.
Eine religions-geschichtliche U ntersuchungüber Genesis I undA p Joh 12, Vandenhoeck & Ruprecht,
Gotinga 1921.
11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg,
Minneápolis 1984.
12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W. Anderson, Pren-
tice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236.
13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por MatthewJ. O’Connell, Cross-
road, Nueva York 1984, p. 74.
por obra del socio humano de Dios. Como pondré de relieve más adelante, de
acuerdo con Génesis 3, se trata de un orden amenazado y hasta destruido por la
llamada «caída».
Ésta es la razón por que no es correcto llamar al universo cosmos, porque
este término traduce una armonía fundada en la razón, mientras que la armo
nía del mundo, según el Génesis, es por decreto, por ley, quedando así estable
cida la igualdad entre armonía y obediencia7. Hasta el producto de la tierra
crece por una orden, por un mandato (Génesis 1, 1 ls,24s). Es esto verdad has
ta tal punto que, según el Levítico, la tierra en un momento dado puede deci
dir tomarse los sabbats que Israel no le dio; la tierra puede rehusarse a produ
cir. El mundo creado por Dios por mandato se mantiene en un incierto equilibrio,
con la esperanza de que adam obedecerá8. Por ello, reflexionando sobre la «para
doja del desamparo y de la responsabilidad creados», amenazados por todos lados
en el Jardín, Phyllis Trible escribe: «Contra estas amenazas, la única seguridad
del hombre y de la mujer es la obediencia a Yhwh Dios»9.
Como muestra la historia a medida que pasa, basta que adam desobedez
ca el mandato para introducir de nuevo en el mundo el caos de donde en un
principio salió. Con todo, si muerte y aniquilación no prevalecen de inmedia
to —pese al anuncio divino de que lo harían en caso de transgresión: m ót tamut,
Génesis 2, 17—, ello se debe a pura gracia divina. La historia comenzó con el
interminable don de la vida, mientras la muerte se mantenía en un horizonte
siempre lejano. Ahora muerte y polvo están delante y a la vista. Vivir es un res
piro, un aplazamiento de la sentencia condenatoria. Durante este tiempo, sin
embargo, aunque el caos envuelva lo creado por todas partes, el «rechazo» de
Dios lo contiene (Salmos 104, 7; cf. Job 9, 13; Salmos 74, 13s; 89, 1Os; Amos
9, 3; Isaías 51, 9-11; 44, 27). Como escribe B. W. Anderson: «La creación es
fundamentalmente una doctrina escatológica»10.

7. Cf. von Rad: «Israel no pensaba en absoluto un mundo a modo de un “cosmos”... como
una estructura independiente ordenada por leyes eternas» (Ibídem, p. 152).
8. Un texto talmúdico sitúa en boca de Dios la oración halew ay w e-ya'am od (que [el mun
do] aguante).
9. Phyllis Trible, God a n d the R ethoric o f Sexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 107-
108. Louis Ginzberg escribe: «La creación entera era condicional. Dios dijo a las cosas que hizo
en los seis primeros días: “Si Israel acepta la Torá, continuaréis y duraréis; de otro modo haré
que todo vuelva de nuevo al caos”. El mundo entero se mantuvo, así, en suspenso y tuvo miedo
hasta el día de la revelación en el Sina!, cuando Israel recibió y aceptó la Torá, cumpliendo de esta
suerte la condición impuesta por Dios en el momento de crear el universo» (Sabbat8&a., véase The
L egend o f the Jew s, vols. 1, p. 52.
10. «Creation», en Interpreter’s D ictionary o fth e Bible, Abingdon, Nueva York 1962, vol. 1,
p. 730. La trayectoria de nuestro texto, tal como se dice anteriormente, comienza con el mito
del combate del antiguo Oriente próximo (cf. el Akitu, festival de Año Nuevo en Babilonia); cf.
Hermann Gunkel: From «G dtterkampfmythus» to «Vdlkerkampfmythus» [Del mito de la guerra
Es, por tanto, un grave malentendido pensar que la historia contada por
/en Génesis 2-3 acaba trazando una línea, llamada la «caída», cerrando así defi
nitivamente un capítulo de prehistoria totalmente abstracto de historia huma
na» sobre la tierra. Lo no existente versus lo existente, lo no vivo versus lo vivo,
«ninguna planta/ningún arbusto» versus adam ahladam son tanto los ingredien
tes de la historia aquí y ahora como de la «preshistoria» allí y entonces. El peca
do actual del hombre devuelve la tierra al caos (Jeremías 4, 23s; Oseas 4, 3 ).
Como Claus Westermann muestra elocuentemente en su m agnum opus sobre el
Génesis, los primeros capítulos de la Escritura arrastran al lector por un flujo
creciente de desorden, que empieza en la «prehistoria» y persiste a lo largo de
la historia humana. Génesis 3 describe la ruptura de relaciones entre el varón
y la mujer; el capítulo 4, entre hermanos; el capítulo 9, 20-27 en el seno mismo
de la familia; el capítulo 11,1-9, entre pueblos11.
El gran narrador de Génesis 2-11 es el yavhista (J). Es ahora momento de
atender más de cerca a la contribución de este inspirado narrador de historias.
Según Martin Noth, «[/] contiene desde el punto de vista teológico el testimo
nio más importante que pueda hallarse en todo el relato del Pentateuco»12.
Esto es así, añade Werner H. Schmidt, por la «radical comprensión que tiene /
del pecado humano (Génesis 6, 5; 8, 21)» y también por «la promesa de una
bendición sobre «todas las familias de la tierra» (12, 3)»13. De hecho, la rara intui
ción de / del mal humano llega a una profundidad que no se alcanzará hasta Jere
mías (ver 13, 13) y Salmos 51, 5. Por otra parte, el propósito de/es introducir
la historia de la redención, que él inmediatamente sitúa en un ámbito universal,
tanto en el «prefacio» de Génesis 2-11 como con la indicación de que la llamada
de Abraham implica no sólo a sus descendientes, sino también a la humanidad
entera (Génesis 12, 3). Cierto, crece el poder del pecado en el mundo y esto daña
a la maravillosa creación de Dios. Pero, como dirá Pablo con una fórmula bri
llante, «donde se multiplicó el pecado, mucho más sobreabundó la gracia» (Roma
nos 5, 20). Esta es la razón por que /contempla la historia de la humanidad, y
la de Israel en particular, como totalmente estructuradas en términos del esque
ma de promesa y cumplimiento. Progenie y tierra le son prometidas a Abraham;
todas las naciones serán en él bendecidas.

entre dioses al mito de la guerra entre naciones], en S chopjung u n d Chaos in Urzeit u n d Endzeit.
Eine religions-geschichtliche U ntersuchung iiber Genesis 1 undA p Joh 12, Vandenhoeck 8c Ruprecht,
Gotinga 1921.
11. Claus Westermann, Genesis 1-11: A C om m entary, trad. por John J. Scullion, Augsburg,
Minneápolis 1984.
12. Martin Noth, A History ofP entateuchal Traditions, trad. por Bernard W Anderson, Pren-
tice Hall, Englewood Cliffs NJ 1972, p. 236.
13. Werner H. Schmidt, Oíd Testament Introduction, trad. por Matthew J. O’Connell, Cross-
road, Nueva York 1984, p. 74.
Escrito hacia 950, el relato /no duda en usar el nombre de «Yhwh» a par
tir del momento de la creación. Tal como deja claro Génesis 4, 26, este atrevido
paso es una afirmación de que el Dios de Israel es el Dios de la humanidad. /
usó materiales, especialmente en lo que se refiere a la historia primordial, cuyo
origen es sobre todo mitológico y cultual, pero estas amarras ahora han sido cor
tadas. Los intereses de J, centrado como está en la historia y en la política, son
casi únicos en la Escritura, a excepción de la T hronnachfolge [sucesión al trono]
de David en 2 Samuel 9 y 1 Reyes 2, compuestos por la misma época que /, esto
es, durante el reinado de Salomón, cuando los tiempos iban distanciándose cada
vez más de las instituciones sagradas. Los éxitos de David proclamaban la jus
tificación espiritual de las antiguas ordenanzas anfictiónicas. De hecho, los acon
tecimientos eran de tal calibre, y la reivindicación real era tan desorbitada en tér
minos de elección y de destino fijado, que era inevitable un conflicto con la esfera
cultual. Para esta última, la orientación divina se encarnaba en la liturgia y se
celebraba como una teofanía; el encuentro con Dios ocurría en un determina
do lugar y de acuerdo con un ritual determinado. Pero ahora, se afirmaba, la his
toria siempre cambiante era ella misma portadora de revelación, ¡una revelación
cuya continuidad se caracterizaba por una versatilidad impredecible! / acepta
ba el desafío de interpretar la historia hasta su época en sentido kerygmático y
enteramente orientada al siglo X a.C. Su supuesto era que no hay mejor vehículo
para la «teología» que la narración. Con /, contar historias sustituye a la litur
gia del culto. De aquí que / tuviera una segunda poderosa razón para que la
humanidad invocara desde sus mismos orígenes a Yhwh. El objetivo era esta
blecer que el Dios de la creación/historia y el Dios del culto son un solo y mis
mo Yhwh. Como dice von Rad, fue cosa de «B> volver y pasar toda la tradi
ción al ámbito del culto14.
Igual como el fresco que pinta P en Génesis 1, / presenta al adam creado
como vértice de la obra de Dios. Pero / es mucho más dramático en su con
cepto de lo humano; su creación combina elementos disparatados: arcilla y alien
to divino (Génesis 3); esto es, podría muy bien decirse, ¡agua y fuego! Esta
concepción, que no ha de confundirse con ninguna concepción dualista del cuer
po en contraposición con el alma, es otra manera que tiene / de preparar al
lector al despliegue de una historia, cuyos ingredientes son la creación divina
para el bien y la inclinación humana hacia el mal. Del mismo modo, se apunta
la advertencia de que lo que resulta visible del adam no agota su ser. Arcilla y
aliento divino sirven como criterios para distinguir entre lo mensurable y lo
imponderable, que tiene un «origen peculiar». Hay aquí un paralelo muy pró
ximo a Génesis 1, 26s (sobre la im ago Dei). Lo que Paul Ricoeur escribe en su

14. Von Rad, «The Theological Problem of the Oíd Testament Doctrine of Creation»,
p. 77.
reflexión sobre Génesis 1-2, 4 se aplica también a la concepción de J: «El hom
bre es creado según la forma de Elohim, es decir, según un modelo celeste que
lo arranca de la esfera de lo visible. De modo que, si Dios es antropomorfo, el
hombre es teomorfo»15.
Nuestro interés en la trayectoria de nuestros textos nos sugiere echar una
mirada a una versión mucho más antigua del mito base del Génesis 2s, esto es,
a Ezequiel 28, 1 ls (sobre el rey de Tiro). Aquí también la figura central es el
hombre primordial (28, 13,15); sorprendentemente, el verbo bara se usa sólo
aquí, en Ezequiel (como en P, pero no en J)'G. Observemos también al respec
to que los querubines ocupan la entrada del paraíso, como en Génesis 3. Si se
comparan ambos textos, Génesis 2-3 y Ezequiel 28, queda claro que la creación
de Adán era originalmente la creación de una figura real (cf. Ezequiel 28, 12-
13). Génesis 2s, sin embargo, procedió a «borrar las características regias»17por
mor de una universalización del acontecimiento. Ezequiel 28 muestra también
que el crimen del rey de Tiro (avaricia, orgullo, prepotencia) es en realidad el cri
men del «hombre primordial... del hombre, pura y simplemente»18.
Sea como fuere, mientras que todas las naciones en la antigüedad inten
taban escapar de la circularidad del tiempo -con la magia o con la reflexión (pseu-
do)filosófica-, /invita a sus lectores a enfrentarse al tiempo, al mundo y a la rea
lidad, tal como son. Este mundo ha sido creado por voluntad divina. Aunque
no es divino, el universo es el producto del fia t divino y adam respira el aliento
divino. Entre Dios y el mundo hay diálogo, en vez de un dualismo ontológico
como sucede en muchas especulaciones religiosas. De hecho, hay creación, por
que Dios ama a otro, o quizás deberíamos decir porque Dios se ama así mismo
en otros. Volveremos luego sobre esto.
De este modo se proclama, desde las primeras páginas de la Biblia, que
amar es crear a alguien desde el interior de uno mismo y, a cambio, ser creado

15. Ricoeur, «Sur l’exégése de Genésis 1, 1-2, 4a», p. 72. Cf. Joseph Blenkinsopp, Eze
kiel, John Knox, Louisville 1990, p. 22s, sobre Ezequiel 1, donde la figura divina emerge en
todo su esplendor: «conforta que el perfil, el bosquejo, sea como el de un ser humano... Aquí Dios
aparece en apariencia de humanidad (dem u t kemar' etiadam ). La humanidad es a imagen de Dios,
Dios es a imagen de la humanidad -misteriosa connaturalidad... [Pablo] habla del cristiano que
refleja la gloria [doxd\ del Señor y que se va transfigurando poco a poco en su imagen (2 Corin
tios 3, 18)».
16. Ezekiel 21, 35 es un añadido secundario; en 23, 47, el verbo está en forma «piel», con
otro significado.
17. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o f the Prophet Ezekiel, Chap-
ters 25-48, trad. por James D. Martin, Fortress, Filadelfia 1983, p. 95.
18. Ibídem, p. 95. Zimmerli añade que éste es e l crimen del hombre según Ezequiel y, pro
bablemente, según / también. El hombre es hom o in curvatus in se. La única contrapartida a esa
arrogancia es lo que describe Filipenses 2, 5-11 (cf. Isaías 5, 15> 21; 10, 13, 33; 13, 1; 2, 12-17;
Jeremías 9, 22s).
por este alguien. Dios es antropomorfo, y la humanidad es teomorfa. Hay un
intercambio de bondades. Dios es bueno y declara buena a su criatura (tób).
La bondad de la criatura está en su capacidad de responder a la bondad del
creador. En Salmos 94, 7-9 se muestra con agudeza que la esencia del ser huma
no es estar en comunicación con otros, estar volcado a d extra. En esto consiste
la responsabilidad humana.
Por esta razón, según Génesis 1, 28, las primeras palabras de Dios a la pare
ja humana son mandamientos, los mandamientos de multiplicarse y de domi
nar el mundo; es decir, relacionarse íntimamente con el otro y con el mundo,
algo que/había ya proclamado antes que P. En este sentido, hay en lo humano
una verdadera encamación divina. El ser humano es im ago Dei, porque se supo
ne que todo, en él o ella, entra en comunicación con el modelo divino, de por
sí totalmente «extravertido». Dios es la referencia última de lo humano que se
extiende hacia el Otro. Por esto la im ago es puesta en relación con la vida sexual
(«macho y hembra los creó»; 1, 27; véase 2, 7,21), esto es, con la comunica
ción por antonomasia. Lo semejante llama a lo semejante. El interlocutor divi
no busca a alguien capaz de hablarle también a él; alguien que se compadezca
de alguien capaz de compasión. Immanuel Kant expresó perfectamente estas
mismas ideas cuando dijo que la analogía fid e i «no significa... una semejanza
imperfecta de dos cosas, sino una semejanza perfecta de relaciones entre dos cosas
totalmente distintas»19.
A propósito hemos ido de/a P, y a la inversa, en lo que precede. De hecho,
es un error oponer las dos «versiones» de la creación en los primeros capítulos
del Génesis. P, al que debemos el Pentateuco tal como realmente nos ha llega
do, la prologó con Génesis 1-2, 4, conociendo perfectamente la versión / de
Génesis 2s. Hemos visto antes cuáles eran las intenciones de P. Se interpreta que
el mito de Génesis 1 relaciona lo narrativo con lo ritual, en paralelo con el
antiguo Enuma elis de Mesopotamia, por ejemplo. En contraposición, Génesis
2-3 no es más que un relato, una historia. Ejerce un papel pedagógico y expli
cativo más que restaurador, como es del mito y el del ritual. Con la etiología
de la creación de /, estamos todavía formalmente cercanos al mito, pero en cuan
to al género la distancia respecto del mito es considerable. Si Jon Levenson está
en lo cierto al decir que Génesis 1 apareció probablemente en «momentos en
que Yhwh y sus promesas al pueblo parecían estar puestos en duda», con el obje
tivo de «servir de contrafuerte a la persistencia de fuerzas oscuras identificadas
con el monstruoso caos»20, estas condiciones no se suponen para Génesis 2-3.
Aquí el ambiente tiene un aire sapiencial. Cierto, el interés de / es igualmente
universal, pero la atmósfera es más idílica que en P, y las ideas políticas son más

19. Immanuel Kant, Prolegóm enos a toda m etafísica fu tu ra , § 58.


20. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEvil-, p. 132.
democráticas. El dibujo que traza /, decíamos, es mucho más dramático. Dios
es creador, incomparablemente poderoso, rey de reyes, pero es vulnerable. Y este
aspecto de su divinidad pone de relieve su antropomorfismo21. De mismo modo,
la vulnerabilidad es también una característica del adam. Las relaciones huma
nas, sobre todo las relaciones sexuales, son problemáticas, como lo son tam
bién con la naturaleza animal. Por último, el problema humano es de índole
sapiencial, de discernimiento entre el «bien» y el «mal».
El carácter sapiencial de Génesis 2-3 ha sido puesto de relieve por Luis
Alonso-Schokel22. Adán es un sabio (cf. Ezequiel 28 y Job 15, 6-7); da nombre
a todos los animales de la creación. La exposición del texto de los cuatro ríos que
bañan la tierra es otro rasgo sapiencial. Con estas abundantes corrientes de
vida que abarcan el mundo entero, el alcance que busca / aparece de nuevo carac
terísticamente universal. Es también significativo que, en el centro, esté la tierra
(como en los libros sapienciales, en general).
Alonso-Schokel habla de una pauta de «ascenso triangular» hacia «el hecho
singular original que afectaba» a una situación concreta, llamada aquí «el hori
zonte». Este triángulo aparece en Génesis 2, I6s, donde hallamos un precepto
apodíctico subrayado con una amenaza. Luego el amor hace acto de presencia
como una segunda fuerza. Y, finalmente, se añade la presencia de la tentación,
la tercera fuerza, en mutua relación con las dos primeras. En Génesis 2-3, «el
ascenso triangular se aplica a los orígenes de la humanidad» (p. 58). / no pro
yecta «un acontecimiento posterior hacia el pasado, ni proyecta hacia atrás como
alegoría la experiencia de todos los hombres. Vuelve en realidad al acontecimiento
original», como hace un historiador. Aplica la pauta histórica de desobediencia
al mandamiento que se transforma en castigo y, luego, en misericordia divina.
Es importante comprobar que «el punto de partida para la reflexión no es la natu
raleza abstracta del hombre, sino la experiencia concreta del hombre en la his
toria de salvación» (p. 59).
Así, sabiduría, historia, narración y mito convergen. Génesis 2-3 posee una
tonalidad casi mítica debido a un movimiento pendular entre experiencia/his
toria y mito/metahistoria, exigido por imperativos en conflicto, pero comple
mentarios. Por otro lado, es también evidente un proceso de desmitologización.
/ha reinterpretado drásticamente el antiguo Oriente próximo en una línea no
mitológica (y hasta cierto punto sapiencial). Pero la inversa es también verda
dera, en cuanto hay aquí, como por lo general en la literatura narrativa israeli

21. El antropomorfismo de Dios en / es muy distinto del antropomorfismo divino «paga


no», en cuanto acentúa, no lo erótico, sino lo «patético» [lo sensible] en Dios.
22. Luis Alonso-Schokel, «Sapiential and Covenant Themes in Genesis 1-3», en M odern
B ib lica l Studies, (1965) 49-61; reimpreso en J. L. Crenshaw (ed.), Studies in A ncient Israelite
Wisdom, KTAV, Nueva York 1976.
ta, una «tendencia a mirologizar episodios históricos para revelar su sentido tras
cendente», observa Frank M. Cross23.
Un claro ejemplo de este «contacto» con la mitología lo proporciona la
intervención de la serpiente en la narración. Buena parte de su carácter extra
ño en la historia de la salvación queda suprimido en /, pero no del todo. Pri
maria y fundamentalmente, se dice aquí que la serpiente ha sido creada por Yhwh
(3, 1), de modo que el acento recae sobre el hecho de haber sido creada, no sobre
el simbolismo mítico que se encuentra en otros textos, como en el Libro de la
Sabiduría 2, 24, o en Apocalipsis 12, 9, donde la serpiente se identifica con el
diablo. La serpiente en Génesis 3 es vista primero en su condición de animal
antes de que su elección la convierta en una especie de monstruo. En este sen
tido, la evolución de la serpiente corre parejas con la caída humana en la des
gracia. Estamos realmente dentro de la corriente desmitologizadora de J. La ser
piente no es más que un reptil, aunque con la característica que la mitología, y
por lo mismo la «ciencia natural» de la época, atribuía a la serpiente, es decir,
la astucia, la malicia24. Estos atributos no son inequívocamente peyorativos. A
veces pertenecen a la panoplia del sabio. La serpiente es «astuta» (lo que puede
significar «perversa... o diplomática», dice Alonso-Schókel). El término se usa
en un sentido sumamente positivo en Proverbios 14, 15, 18; 22, 3 y se repite en
27, 12. Pero quedan también, en el relato, ecos de la asociación de la serpiente
con símbolos fálicos que la vinculan al ámbito global de la sexualidad25. De hecho,
el Hebreo hace en Génesis 2, 25 y 3, 1,7, un juego de palabras con ‘a rum, «astu
ta», y ‘a rom, «desnuda». Volveremos sobre este punto.
En Génesis 3, 6, se suprime la distancia con la naturaleza animal. Es impor
tante observar que la serpiente aparece por primera vez como «el más astuto de
todos los animales» (3,1). Hemos visto ya que el término «astuto» (o cualquier
otro parecido) se usa con una connotación positiva en Proverbios. Pero en el
mito del Génesis, astucia y sutilidad son nada más y nada menos que medios de
incentivar otra alternativa a la relación. Por esto, arum es anfibológico. En Géne
sis 3 se pone de relieve que la serpiente es el animal por excelencia, el líder en
el reino de los animales, su representante. Hablando con la serpiente, Eva habla
con el animal. De modo parecido, la mujer representa aquí más que a sí misma;
como madre de la humanidad, al igual que como lado «tierno» de lo andrógino,

23. Frank M. Cross, C anaanite M yth a n d H ebreui Epic: Essays in the H istory o f R eligión o f
Israel Harvard University Press, Cambridge 1973, p. 144. Compárese de nuevo Génesis 2s con
Ezequiel 28, 12-19 (sobre Tiro). Ambos textos «incorporan ... motivos míticos», dice Alonso-Schó
kel. Podríamos aducir también un texto como Isaías 24-27, que presenta abundantes paralelos cer
canos con la mitología ugarítica.
24. Cf. Mateo 10, 16.
25. Véase Flemming Hvidberg, «The Canaanite Bakground ofGenesis I-III», en Vetus Tes-
tam entum , 10 (1960) 285-294.
representa lo humano. Lo humano se vuelve hacia lo animal. De nuevo, aquí, J
heredó un motivo mitológico crucial: la confrontación humana con el género
animal. En el Enuma elis mesopotámico, el mito describe dramáticamente cómo
el héroe Enkidu, el fiel futuro compañero de Guilgamés, abandona el reino ani
mal, como «requisito previo del desarrollo de la cultura y del dominio de la natu
raleza». Por ello la intervención de la serpiente (tanto en el mito de Guilgamés
como en el del Génesis) aparece como «una venganza del reino animal contra el
pariente que deserta»26. Entre Eva y la serpiente, hay mucho en común; en rea
lidad, tanto que la naturaleza animal está, como el mal, dentro y fuera27.
Edmond Jacob llama la atención sobre esto poniendo el acento en las seme
janzas que hay entre humanidad y naturaleza animal en el Génesis: el animal
es también n efes hayyah [ser viviente] (1, 20). Hay una peligrosa proximidad
entre humanidad y animalidad evidenciada, por ejemplo, en Génesis 2, 19.
Ambas son basar (6, 12,17; 7, 15; 9, 11; Salmos 36, 25. Dios puede retirar el
rú a jde ambas (Salmos 104, 9; Job 34, 14). Sus destinos van entrelazados, como
deja claro el acontecimiento del diluvio (cf. especialmente Génesis 6, 7; 9, 15;
véase Eclesiastés 3, 9; 12, 28). Pero el hombre ha de dominar sobre el animal
(Génesis 1, 28; 9, 2-4). Cae una maldición sobre el crimen sexual de la bestia
lidad (Éxodo 22, 18s; Levítico 18, 23; Deuteronomio 27, 21). Sobre todo, el
hombre puede comer animales; y así se levanta una barrera infranqueable entre
el hombre y el animal28.
La serpiente en el antiguo Israel se asocia con el conocimiento y la bruje
ría (sorprendentemente, puede mudar de piel y renacer de nuevo indefinida
mente). Otro signo de su conocimiento es su capacidad de hablar29. Aunque
parece no haber ningún paralelo en el antiguo Oriente próximo con la serpien
te en cuanto simboliza el punto álgido de la ciencia, hay no obstante, en la Biblia,
una tradición firme que hace de la serpiente un animal mágico, una fuente de
sabiduría oculta: Números 21, 99; 2 Reyes 18, 430. En Mesopotamia, Siria, Pales
26. Cf. Joel Rosenberg, K in ga n d K in , Indiana University Press, Bloomington 1986, p. 52s
(los pasajes citados son de p. 54).
27. Westermann dice que la mujer se enfrenta tanto a su humanidad (desnuda = disponi
bilidad, apertura, ofrecimiento) como a su naturaleza animal (astucia = capacidad de asociar ide
as). Véase Westermann, Genesis 1-11, p. 234ss.
28. Edmond Jacob, Theology o f the O íd Testament, parte 1, trad. por Arthur W. Heathcote y
Philip A. Allock, Hodder & Stoughton, Londres 1948, cap. 3 («Naturaleza y destino del hombre».
Sobre esta confrontación con el animal, véase luego cuanto digo de la serpiente y de la sexualidad.
29. Los antiguos rabinos contrastan esta capacidad natural con el milagro del asno de Balaán,
que habla con el profeta.
30. ¿Sabiduría telúrica? En Creta y en Grecia, la serpiente es «ctónica» y representa la fertili
dad del infierno. Cf. Th. Vriezen, Onderzoek n a a rd ep a ra d ijsvoorstellin gd er ou de S em itische Volken,
Wageningen 1937, p. 177s. Nótese que Hugo Gressmann (Festschrift Harnack, Tubinga 1921, p.
32s) vio la serpiente en la tradición como un dios del submundo. Hvidberg nos recuerda que a Baal
se le representa a menudo como una serpiente («The Canaanite Background of Genesis I-III»).
tina y Egipto, la serpiente representa al dios de la fertilidad y de la fecundidad.
No así en /, que trata el tópico de un modo polémico: Dios no dialoga para nada
con la serpiente. Este ídolo, adorado por algunos, aparece aquí como un animal
humillado (hum us-ligare) que repta sobre su vientre y come porquería31.
En suma, pese a la radical degradación de la serpiente en el Génesis, no
se ha borrado del todo en /parte de su dimensión mitológica. Queda un sím
bolo de sabiduría infernal. De hecho, la serpiente en la versión / de la creación
desempeña el papel del caos en la versión de P, El hecho no ha escapado a la
atención de los simbolistas (y apocalípticos) posteriores. Igualaron la serpiente
con el monstruo del caos, llamado Leviatán (Isaías 27, 1; cf. Job 26, 18). La ser
piente posee la característica de moverse por el suelo, pese a proceder del mar
(bajo la forma de Leviatán). Es a todo los efectos una criatura infernal que aca
ba comiendo polvo, un símbolo de esterilidad e inanidad, aquello a lo que vuel
ve el hombre tras su muerte (Génesis 3, 14). Como el mundo entero está ame
nazado por el caos por todos lados según una larga tradición de Israel (cf. Salmos
74, lOs,18-20; 89, 26; 104, 6-9; Job 38, 8-11; Isaías 51, 9s; 54, 9s), desde un
punto de vista antropológico, Adán, según /, se siente existencialmente insegu
ro en el mundo32. También en el ámbito sexual, esto es, en lo que se refiere a la
vida y a la perpetuación de la especie, Adán se siente amenazado (Génesis 3, 16).
Al principio, la amenaza es sutil y aparentemente insignificante. Tras la
insinuación de que hombre y mujer estaban ambos desnudos, / recurre a un
sostenido travelín y nos acerca a una extraña escena en que la mujer y la ser
piente se hablan. El compañero dialógico normal de la mujer está aquí notoria
mente ausente. También está ausente el socio principal, Dios, que reaparecerá
sólo después de que se haya consumado la conversación con la serpiente y el
resultado de la misma (3, 8s). En cuanto a Adán, los antiguos rabinos daban
por supuesto que había ya «conocido» a su mujer y que estaba durmiendo; una
interesante idea que destaca la separación que sigue a una unión íntima. Está
claro que los rabinos han pensado esto por la connotación sexual que transpira
el texto33, aspecto sobre el que volveremos. Podemos observar, no obstante, que
hay comunicación entre el animal y sólo una parte de lo humano. La ausencia
de la otra parte es en este momento notoria. No se alude a ella para exculpar a
esta otra parte por la «caída» (véase 3, 6); al contrario, destaca la brecha que
existe entre el varón y la mujer.

31. Hermann Gunkel ( Genesis, übersetzt u n d erkldrt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga
1901, p. 15) destaca que la serpiente, en cuanto demonio del mal, queda reducida en Israel al ran
go de un animal.
32. Como dice Rosenberg, en/hay «un solo tema persistente: el desarrollo de la identidad
humana contra un telón de fondo de factores no humanos» (K in g a n d K in , p. 55).
33. Génesis Rabbá 9, 16a.
El empleo del mismo término ‘arom/'arum en los dos versículos consecu
tivos a 2, 25 sobre la pareja humana y en 3, 1 sobre la serpiente lo ha denomi
nado Karl Barth «un trazo genial»34. Claus Westermann recoge esta idea y criti
ca la afirmación de Northrop Frye, que dice que «[el hombre] es el único animal
desnudo del mundo, [un rasgo] que indica una relación alienada única con su
entorno»35. En el Génesis, dice Westermann, hay afinidad entre hombre y ofi
dio, entre la desnudez de ambos y su inteligencia. Incluso la alienación del entor
no se entiende para ambos. Son distintos de lo «natural» y por ello pertenecen a
una categoría distinta que el resto de animales36. Pero hay también un contras
te entre ambos. «Desnudez» no significa lo mismo para ambos. Los humanos
están desnudos, pero no vacíos (no sienten vergüenza, lo cual no es signo de inge
nuidad, sino de santa simplicidad), mientras que la desnudez de la serpiente quie
re decir vaciedad. No tiene compañero de su especie, no posee ninguna «ayuda»
( ezer ke-negdó, Génesis 2, 18), a diferencia de Adán y Eva. Está sola y puede con
siderarse extranjera, «enemiga» ya (Génesis 3, 15) antes de serlo por la maldi
ción. Sintiéndose extraña por creación, rompe los límites impuestos por el
Creador entre las especies; literalmente, transgrede la diferencia y acarrea con
fusión. Se mete con otra especie, sólo para corromperla y arrojarla a su propia
soledad. Es astuta, y su saber, potencialmente, es acerbo; peor aún, es un saber
mortal. La desnudez de la serpiente es una parodia de la desnudez humana.
La desnudez indica no sólo debilidad, sino también disponibilidad, «vir
ginidad». Que tanto la serpiente como el hombre estén desnudos significa que
están abiertos a cualquier posibilidad; es decir, adoptando la manera de hablar
del hebreo, proclives a abarcar todo el espectro de opciones éticas en una sola
expresión, están abiertos al bien [tób] y al mal \ra \ . Entre las posibilidades des
cubiertas por los tres de quienes se dice que están ‘a rom l'arum s hay evidente
mente la del apareamiento. La desnudez de Eva en particular es como una invi
tación (la serpiente, igual que Adán, es un ser fálico). Su desnudez no era
vergonzosa frente a la desnudez de Adán, y a la inversa. Pero cuando hay otra
desnudez que interfiere, entonces toda desnudez se vuelve ocasión de vergüen
za. La tercera parte sostiene, por así decir, un espejo para que cada cual se mire
en él y lo que antes era apertura hacia el otro se convierte ahora en retirada hacia
uno mismo.

34. Karl Barth, C hurch D ogmatics, vol. 3, parte 2, trad. por Harold Knight y otros, T. &.
T. Clark, Edimburgo 1960.
35. Northrop Frye, The G reat C ode, Harcourt, Brace, Jovanovich, Nueva York 1982,
p. 109.
36. Abot d e-R a b í N atán, A 1,10 dice, en el nombre de R. Shimeon ben Mansia, que la
serpiente solía ser «un gran sirviente». Pudo haber sido la mejor ayuda para la humanidad, mucho
más incluso que la que aporta el camello, o el asno, para toto tipo de tareas.
Vergüenza, nos dice Frye, se usa semánticamente en conexión con infecun
didad (Génesis 30, 23; Isaías 4, 1; Lucas 1, 25); con viudedad (Isaías 54, 4); con
mutilación (Jueces 1, 6s; 1 Samuel 11, 2; 2 Samuel 10, 4s); con exhibicionismo
(Levítico 20, 17; Jueces 3, 25; 2 Reyes 2, 17; Ezequiel 36, 30; Lucas 14, 9). En
esta perspectiva, el castigo de la serpiente encaja con su personaje: debe arrastrar
se, lo cual es una explicación etiológica de la mutilación de sus garras. Debe co
mer polvo, esto es, se alimenta de muerte, de nada, de vaciedad; y debe permane
cer sola como si hubiera «enviudado» y fuera estéril. De 'arum mikkdl ayyat
ha-sadeh (v. 1), se convierte en (v. 14) 'arum mikkdl ayyat ha-sadeh (que debería
traducirse como «más maldita que ningún otro animal» -la serpiente es en todo
el representante de la naturaleza animal, como el Behemot en Job, 40).
Naturaleza animal y sexualidad van íntimamente unidas. La sensualidad
hace salir en el hombre al animal, dice el refranero popular. Es así porque la racio
nalidad pronto deja margen para el deseo indómito y descontrolado37. En este
momento, la «astucia» humana canvia de significado y se convierte en la «astu
cia» de la serpiente, un «ardor» animal indigno del control que el hombre posee
sobre los instintos denominados «inferiores»38. El diálogo de la serpiente con Eva
no precisa ser abiertamente sexual. Basta con que la serpiente sea el animal, en
contraposición a Eva, un ser que respira el mismo aliento divino. Por esta razón
las connotaciones sexuales del encuentro apenas podían pasar inadvertidas. Ya
los antiguos rabinos discernían en la interposición de la serpiente entre marido
y mujer un intento del animal por apoderarse del lugar de Adán39.
La seducción es extraordinaria. Adán sólo puede ofrecer lo que él mismo
ha recibido de Otro para ser humano, pero la serpiente convierte el don de Adán
en algo tan minúsculo que pierde todo valor. Más bien, el don de la serpiente
ocupará su lugar a modo de formidable alternativa. Hay algo de excitante magia
envuelta en el hecho de comer la fruta que le ha de hacer semejante a Dios (o a
los dioses) en conocimiento (el término usado aquí es y a d d , un conocimiento
íntimo, existencial, como el que se experimenta en la relación sexual entre hom
bre y mujer, cf. Génesis 4, 1). La serpiente aparece luego en su total desnudez
fálica. No es ya e l animal; es e l pene. La serpiente simboliza el acto sexual sin
amor, el apareamiento entre animales. Hay aquí de nuevo un contraste entre
lo que se ve y lo que no se ve -lo mismo que pasa con el hombre, que no sólo es
forma e imagen, sino también nefeshayyah (2, 7). Pero lo que es ocultación posi
tiva en el ser humano es ocultación negativa en la serpiente. Porque se presenta

37. 4 Macabeos 2, 1-4 pone de relieve el esfuerzo mental de José para resistir con éxito al
deseo sexual en casa de Putifar.
38. Paul Ricoeur escribe: «La serpiente [del Génesis] es... nuestra naturaleza animal», en
The Symbolism ofE vil (trad. por Emerson Buchanan, Harper and Row, Nueva York 1957), p. 257.
39. Véase Abot de-R abí Natán, A 1, 9.
como una fuerza opuesta al mandamiento de ser imagen de Dios. Es la irreve
rencia de la diferencia, la interrupción de la humanización de la creación.
Antes de la «caída», el problema sexual no preocupa a los humanos, pre
cisamente porque no es ningún problema. Pero cuando se pervierte la ciencia
original, la realidad se rompe en dos aspectos irreconciliables. El aspecto de la
diferencia se separa del aspecto de la igualdad. En ningún otro campo que no
sea el sexual se experimenta con mayor claridad este divorcio, porque lo sexual
es paradigma de lo existencial en su totalidad. En éste, mucho más que en cual
quier otro ámbito, se acercan los humanos a la naturaleza animal. Irónicamen
te, aquellos que optaron por la rebelión contra Dios para ser como dioses se vie
ron encerrados en el mundo de lo animal; q ui veu fa ir e l ’a n ge fa i t la béte (quien
quiere jugar a ángel acaba en bestia), dice Pascal.
En otro estudio sobre nuestro texto, sumamente interesante pero también
lleno de extrapolaciones de muy desigual garantía, Mieke Bal ha visto tam
bién en el mandamiento divino de no comer de un determinado árbol la doctri
na de la diferencia40. La autora prosigue con la idea de que el tema de la serpiente
es lúdico. En realidad, el conocimiento sexual le hace a uno morir y no morir
(Dios ha destacado el primer aspecto: 2, 17), dice. De modo que no hay mentira
alguna en la promesa de la serpiente y ¡Dios mismo lo reconoce realmente en
Génesis 3, 22! Sabiduría es aquí aceptación de la condición humana, incluida la
muerte, y la continuidad de la historia. Pero Phyllis Tribler se acerca más a la rea
lidad cuando insiste en que a partir de este momento, de hecho, «se les abren los
ojos a ambos», «irónicamente, conocen lo opuesto de lo que la serpiente les había
prometido. Saben de su desamparo, su inseguridad, su indefensión... El antes y
el después de la desobediencia contrapone el estar desnudos sin percibirlo...
[con] la conciencia de sentirse indefensos»41.
Destaquemos que este conocimiento de una situación anterior a la con
ciencia que tenían de ella, era, antes de que comieran de la fruta prohibida, total
mente innecesario, porque se hallaban bajo la protección del Altísimo. Ahora,
por vez primera, por así decir, están desnudos; se han mostrado su desnudez42.
Una debilidad se convierte en fragilidad sólo cuando se la conoce por expe
riencia o por revelación43. El discurso de la serpiente es engañoso y puede con
siderarse en sí mismo mentira, como dice Juan 8, 44. La serpiente es quien mien
te, no Dios (con la venia de Bal).

40. Mieke Bal, L ethal Love: Fem inist R eadings o f B ib lica l Love Storíes, Indiana University
Press, Bloomington 1987.
41. Trible, G od a n d the R hetoric ofSexuality, p. 114.
42. De nuevo, está claro que, para /, el fenómeno es ocasión, no destino. «Desnudez» es
lo que piensa Adán.
43. Este principio es el fundamento del tema de Pablo sobre la «cruz» de la Ley, que me
revela mi indignidad (Romanos 3, 20).
Es verdad que cuando los humanos comieron del fruto de la ciencia suce
dió algo que se acerca a la verdadera ciencia: sus ojos se abrieron (pqh), un verbo
que se usa para describir la apertura de los ojos de un ciego (Salmos 146, 8; Isaías
35, 5). Pero lo que vieron fue sólo una realidad vergonzosa, exactamente lo con
trario del tób de la proclamación divina de Génesis 1. Así queda claro que la rea
lidad es nuestra interpretación (visión) de la realidad. La visión humana es un
deseo de configurar el mundo; los hombres tienen el sentimiento ilusorio de que
pueden hacerlo mejor que el Creador. Lo que consiguen es una distorsión de lo
dado mediante una interpretación en sí misma confusa. Como la visión de la re
alidad por parte del Creador partía de lo que es tób, sólo le queda al hombre se
parado de Dios compartir la otra visión, la que parte de lo que es ra ‘; tertium non
datur. Habrá que esperar nada menos que la llegada del Ungido para que puedan
abrirse los ojos de los ciegos (Isaías 42, 7; cf. Juan 9, 1-41). Mientras, lejos de do
minar sobre la creación, cosa que los humanos creyeron conseguir, son incapaces
de reconocer aquello que es bueno para ellos; su supuesto «ver con toda claridad»
es miopía (o, a otro nivel, desnudez). La ceguera es alienación de sí mismo a la
vez que del otro, de modo que pueden los humanos incluso mantener la ilusión
de no haber sido vistos por nadie, o de permanecer ocultos (3, 8) a los ojos de
Aquel que los abarca por doquier (Salmos 139, 5). Sí, ahora saben algo que antes
ignoraban: que están desnudos, en sentido propio y figurado. Lo que conocen es
la superficie de las cosas, su mera materialidad, no su interior o su sentido, tam
poco su referencia. Están centrados en sí mismos, incapaces en lo sucesivo de
toda auténtica comunicación. Sus sentidos creados para verterse al exterior
se han vuelto superfluos. Adán y Eva son ahora el «pueblo necio y sin cordura» de
Jeremías 5, 21, «que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye». Han perdido su re
lación de comunión con Dios, que les permitía ver como él ve, compartir su
visión/interpretación (cf. Salmos 7, 10; Job 34, 21). Todo aquello que pierde
su referencia con Dios carece, de hecho, de sentido y es frustrante.
De manera que «comer del fruto prohibido» consiste en rechazar la vida
recibida, por amor de una existencia ganada, merecida, construida «desde cero»
a base de esfuerzo humano. La situación recién conseguida cambia de Génesis
2, 15 (el cultivo del jardín del Edén) a 3, 17 («maldita será la tierra por tu cau
sa»), Pero cada «veneno», de acuerdo con la concepción del mundo de Israel, tie
ne también su antídoto. Los ojos humanos no han de abrirse siempre sólo para
ver la vergüenza. Éxodo 14, 30-31 [J) dice que, tras cruzar el Mar Rojo, Israel
« vio el gran poder que había desplegado el Señor contra Egipto, y el pueblo tem ió
[juego de palabras en hebreo con vio] al Señor...». El resultado de esta visión rege
nerada es que Israel «hereda» una tierra que ha sido curada de su «enfermedad
de muerte». Es una tierra que «mana leche y miel» (Éxodo 3, 8)44, lo que sirve

44. Una muy antigua expresión, de origen cananeo (?).


de trampolín a la aparición de muchos textos escatológicamente orientados, que
nos hablan de la restauración del árbol de vida para los santos. Podemos refe
rirnos aquí a Apocalipsis 2, 7; 22, 2; 4 Esdras 8, 52 («porque tú eras el árbol de
vida plantado y el futuro eón preparado»); Testamento de Leví 18, lOs (el Mesí
as alimentará a los santos con el fruto del árbol de vida); en Salmos de Salo
món 14, 2-3 y lQHod 8, 5, de Qumrán, «árboles de vida» designa a los mismos
santos.
«Comer», en su connotación negativa, significa rechazar la sabiduría reci
bida, la única que garantiza vida, a cuenta de una sabiduría adquirida, el resul
tado de un proceso de ensayo y error, del que surge la conciencia de muerte
(cf. Proverbios 3, 19-22; 4, 13; 9, 6; Eclesiastés, pássim). Luego pasamos de
Génesis 2, 19-23 (la creación entera como compañera del hombre, ayuda in
cluso) a 3, 19 (alienación del universo entero). Para /, el antídoto está en la
elección de Abraham y en la promesa, hecha a él, de una innumerable descen
dencia en una Tierra Prometida, y en la bendición de toda la familia de nacio
nes (Génesis 12, 1-2; 15, 5-7; etc.)45. El deuteronomista, posteriormente, re
sume la opción abrahámica y mosaica exhortando a Israel a elegir el bien y la
vida mediante el cumplimiento de la voluntad divina, como dice Deuterono-
mio 30, 19.
Más aún; «comer» -que ahora es del mismo orden que tomar, agarrar- deja
atrás la inocencia original, que significaba vivir aceptando el mandato y con
fiando en el mandante. Ahora, la inocencia da paso a la artimaña, a la astucia:
a la astucia de la serpiente, y pronto a la astucia de los humanos. Consiste ésta
en vivir de acuerdo con las normas que se da uno mismo, lejos del Otro y de
cualquier otro, es decir, adoptando un criterio de juicio centrado totalmente
en el yo. Se pasa de Génesis 2, 25 (desnudez inocente) a 3, 7 (desnudez ver
gonzosa, vergüenza por la antigua inocencia). El antídoto, evidentemente, es el
amor; un amor puesto otra vez de manifiesto por Abraham, al interceder por
Sodoma en Génesis 18, 22s (J). Amor, en la concepción de Israel, es también,
por paradójico que pueda parecer, mandato. Porque, si es verdad, con Maimó-

45. Cf. Michael Fishbane, Text a n d Texture: Cióse R eadings o fS elected B iblical Texts, Schoc-
ken, Nueva York, p. 112: «La triple promesa de tierra, fertilidad y bendición dada a Abraham reti
ra de forma efectiva las maldiciones de la expulsión y lo establece como un nuevo Adán.» En el
marco de la alianza, debe reanudarse y definirse de nuevo el lenguaje de los orígenes del mundo.
Ante Dios, hay una sabiduría que es hayim (vida), en contraposición a la falsa sabiduría adquiri
da en el Edén (véase Proverbios 4, 13; 3, 19-22; 9, 6; 16, 22; 10, 17, etc.). La «bondad» que
desprende aquélla no es engañosa, y sí lo es la forma de esta última, pues ahora tob (bien) se iden
tifica con hayim (véase Deuteronomio 30, 15-20; 4, 1,4,10; 6, 24; 16, 20; Salmos 34, 13; Eze-
quiel 18). Así, los términos «sabiduría», «bien» y «vida» se vuelven sinónimos, porque la finalidad
de la sabiduría ya no es ser como dioses, sino más bien cumplir la voluntad divina tal como se
revela en la empresa de la creación y en la Torá, el mapa de la alianza.
nides, que «hemos recibido el mandato de ser libres», también lo es que hemos
recibido el mandamiento de amar a Dios y a nuestro prójimo (Deuteronomio
6, 5; Levítico 19, 18).
Pero, mientras, todo el mundo está en guardia, ¡incluso Dios! La segunda
mitad del misterioso texto de Génesis 3, 22 la traduce así la N ew R evised Stan
d a rd Versión (NRSV): «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos
otros, conocedor del bien y el mal; ahora podría alargar su mano y tomar tam
bién del árbol de vida, y comer, y vivir para siempre...». La lectura judía tradicional
de este texto ve en él una ironía e invita al lector a que suponga frases como
«esto se cree el hombre» o «según el tentador». Por consiguiente, decide Dios,
«hagámosle ver cuán equivocado está». Otra interesante interpretación rabíni-
ca lee m im m enó (no «como nosotros», sino «él solo»; el texto masorético [TM]
permanece inalterado), de modo que Adán es descrito como «aquel que cono
ce el bien y el mal por sí solo» (dice Yefé Toar). Rashi lee [el hombre es] «como
el Unico (éh ad) en su género por su capacidad de discriminar entre el bien y el
mal». Y el Targum de Ónqelos mezcla ambas lecturas: «único en el mundo por
sí solo». Según la tradición judía, por consiguiente, Dios no expresa aquí ni
temor ni celos.
Sin embargo, la traducción de hayah en 3, 22 continúa siendo problemá
tica. La NRSV traduce «el hombre se ha hecho...». Esta lectura es casi la admiti
da por todos, pero no es la única posible. Hayah puede significar aquí también:
«[el hombre] era [como uno de nosotros]»; se refiere al estado en que se hallaba
antes de comer del fruto; Dios habría añadido entonces algo así como «no he
mos de permitirle que perpetúe esta confusión eternamente». En este caso, hay
una tremenda ironía en el hecho de que los humanos eran sabios, sus ojos esta
ban en principio abiertos, pero decidieron que existía una manera mágica de
ser todavía más «divinos», de superar a Dios en su divinidad. Esta lectura
de hayah parece estar retrospectivamente confirmada a las claras por la réplica
«pero ahora» (w e-‘a ttah) de la segunda parte del versículo46. La expulsión del
paraíso significa que Adán ya no pertenece a los seres divinos (cf. Ezequiel 28, 2
y pássim).
La ironía continúa con la promesa de la serpiente de no morir si comían
del fruto, puesto que hasta ese momento no había habido alusión alguna a
ninguna intención divina de dejarles morir en principio. Al contrario, la adver
tencia de que comer del árbol prohibido equivaldría a m ót tamut, morir sin reme
dio (2, 17), implica a las claras que la muerte no es una de las posibilidades «nor

46. Cf. «Está escrito que “Dios hizo sencillo al hombre” (Eclesiastés 7, 29). Ahora “el
hombre era sencillo”, tal como está escrito, “he aquí que el hombre era como uno de nosotros”
(3, 22), en el sentido de que era sencillo como uno de los ángeles que sirven» (T anhum ah
Bereséth, par. 7, f. 10a).
males» del Edén. En el paraíso, la muerte no ha lugar y, en caso de necesidad,
hay un árbol cuyos frutos de vida conservan vivos a los humanos para siempre.
Su presencia en el Edén indica que, aunque amenazadora, como el caos del capí
tulo 1, la muerte estaba controlada por el libre don de Dios -quien puede reti
rarlo a voluntad, como muestra el final del episodio, / recibe aquí otra vez la
influencia de los antiguos mitos en los que los dioses mismos se conservan inmor
tales por medios parecidos a un árbol de vida y a una fuente de la juventud47.
Servía a la finalidad dramática de /mostrar que hasta en el paraíso la vida no
debía darse por supuesta. La advertencia divina a los humanos de no comer
del fruto prohibido so pena de m ot tam ut {2, 17) enfatiza la actualización de una
posibilidad disponible desde el principio (cf. Salmos 82, 6-7; 74, 12-17, que ha
de compararse con Isaías 25, 8, donde el Leviatán es sustituido por la muerte).
Jon Levenson escribe: «La verdad es que el judaismo [y aquí hay que incluir tam
bién la religión bíblica] no es optimista, sino redentor, y la creación de la huma
nidad sin su potente, innata y persistente inclinación al mal es parte de su visión
de la redención, no parte de su descripción de la realidad presente»48. A su vez,
Paul Ricoeur dice: «Se requiere un enfoque relacional global... para pensar, simul
táneamente, creación y persistencia del mal... La creación continúa siendo un
drama, en el que la vulnerabilidad inicial del caos nos permite prever la fragili
dad del orden creado»49.
Puede ser que, en las fuentes utilizadas por /, se supusiera que el fruto del
árbol de la ciencia abriría los ojos y revelaría la existencia del árbol de vida. Si
fue así, esta idea no la retuvo /, porque dice explícitamente que se puede comer
libremente de los frutos de todos los árboles, excepto del árbol de la ciencia. Tras
la rebelión contra la voluntad de Dios, es precisamente del fruto de la vida de lo
que se verán ahora privados los humanos; es ciertamente otra forma de decir,
irónicamente, que ahora que creyeron asegurarse vivir como dioses van a morir
igual que animales. Además, todavía parece más irónicamente paradójico todo
el asun to si comprobamos que la condición humana antes de c o m e r del fruto
prohibido no era una situación de ausencia de conocimiento con relación al bien
y al mal, porque entonces carecerían de sentido los mandatos divinos anterior

47. Véase Geo Widengren, The K in g a n d the Tree o f Life in A ncient Eastern Religión-, Otto
Harassowitz, Uppsala 1951.
48. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEvik p. 39 y pássim.
49. Paul Ricoeur, «Fides quaerens intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filo
sofía, 48 (1990) 36-37. Ricoeur ha demostrado, en The Sym bolism ofE vil, que el mal «está ahí»
de manera concomitante y es una elección humana. Ahora bien, con palabras de Michael Fish-
bane, «el mal entra en el mundo a través del hombre y de sus elecciones como criatura libre... Esta
perspectiva constituye una antropología del mal... [Pero desde una] segunda perspectiva, el ori
gen del mal es percibido... como si yaciera en lo profundo de la «naturaleza» de las cosas a des
pecho del «orden» creado... La tentación ya está ahí, desde el comienzo, misteriosamente» ( Text
a n d Texture, p. 22 y 25).
mente impuestos50. Lo que aquí se dirime, por consiguiente, es el paso a otra
comprensión de realidades ya conocidas de antemano, como insistimos en decir
anteriormente, no el descubrimiento nuevo de cosas mantenidas en secreto
por un dios celoso.
La creación procede por separación51, por discriminación entre un térmi
no y otro, en definitiva entre opuestos de un mismo espectro: bien y mal (véa
se Génesis 24, 50; cf. 31, 24-29; 2 Samuel 13, 22; 14, 17; Números 24, 12).
El hombre quiso dominar estos dos términos, porque a fo rtio ri dominaría tam
bién cualquier otro término que estuviera en medio, pues todas las cosas del uni
verso han sido creadas en polaridad. Pero oposición a los ojos humanos es coin
cidencia en el gobierno divino. «Bien y mal», ambos a una pertenecen a Dios,
dice Números 24,13 y así son mantenidos en armonía, en complementariedad
mutua, aunque contrapuesta, como la luz y la oscuridad (véase Génesis 1). En
el momento en que el hombre escoge por sí mismo el criterio de lo «ético»,
esta estructura de polaridad/complementariedad se convierte en una estructura
de adversidad/exclusividad. Lo que es tob (bueno) se recorta por la presencia
de lo que es ra'(m alo), y lo ra se vuelve consciente y responsable por la pre
sencia de lo que es tob. De este modo J se enfrenta a una alienación mutua de
términos recíprocamente alienados que solían ser complementarios y también a
la tensión, introducida por la rebelión humana, entre términos que ahora reci
ben significados opuestos a los que tenían anteriormente. La nueva vida es muer
te y el nuevo conocimiento, oprobio. Comer del fruto del árbol prohibido sig
nifica contrariar el mandamiento de elegir el bien y neutralizar la confianza
fundamental en la que descansaba.
A este respecto, el texto del Génesis muestra de un modo incisivo la increí
ble reducción que la recién descubierta «sabiduría» humana impone a la noción
de lo que es tob. Ahora, compungidamente, el hombre acepta que hay tres ámbi
tos de conocimiento que abarcan toda la realidad (3, 6): «bueno para comer» =
placer sensual (o físico); «agradable de ver» = deleite estético (o psicológico);
«codiciable para conseguir sabiduría» = gratificación intelectual (o espiritual)52.
Como dice 1 Juan 2, 16, «todo lo que hay en el mundo —los deseos de la car

50. Bueno es lo que Dios quiere, mal lo que Dios aborrece. La única base para diferenciar
entre el bien y el mal es el mandamiento divino y la prohibición. No hay una aptitud (represen
tada aquí por el fruto de un árbol) innata o adquirida. Lo que se adquiere comiendo de la fruta
prohibida es la «profunda interconexión que hay entre conocimiento y muerte. El castigo pro
metido de morir... no es sólo la mortalidad, sino también la conciencia humana de la mortalidad»
(Fishbane, Text a n d Texture, p. 21).
51. Cf. Paul Beauchamp, Creation et séparation. Etude ex égétique du chapitre p rem ier d e la
Genése, DDB, París 1969.
52. Debo este planteamiento a von Rad: véase su comentario en Genesis, traducido por John
Marks (Westminster, Filadelfia 1972), ad?>, 6.
ne, los deseos de los ojos y el alarde de la opulencia- no proviene del Padre, sino
que procede del mundo»53.
El ámbito de la sexualidad se contempla de un modo específico en la mal
dición con que se castiga la rebelión humana. Se pone así de relieve que la
decisión humana pervertida posee un efecto instantáneo sobre exactamente los
medios de «conocimiento» por excelencia. Dios castiga el útero de la mujer, que
es, como dice Thierry Maertens, «el órgano que, a todo lo largo de la historia del
pueblo elegido, será el locus privilegiado de las bendiciones divinas» (cf. Deute-
ronomio 28, 2-11; Isaías 49, 21; Génesis 22, 17). Y prosigue: «Dios ha decidi
do que la bendición florezca sólo en el sufrimiento y en la aflicción» (cf. Isaías
26, 16-19; Apocalipsis 21,4; Juan 16, 20-22)54.
Para el lector moderno resulta difícil comprender por qué, según el rela
to, le toca a la mujer la peor parte del castigo. Volveremos sobre este punto. Pero
es importante recordar que, según el mito que constituye la base-de la compo
sición de /, la mujer quedó marcada como el miembro más débil de la pareja
humana. Ella fue la primera en «caer» en la tentación. Como dice Hartmut Gese,
«el Antiguo Testamento adoptó el ser y la conciencia de las culturas primitivas,
aunque las reorientó en sus elementos esenciales». En el mito base del relato del
Génesis, añade el autor citado, la mujer actuó «ignorando el orden de la crea
ción». Dio a comer del fruto prohibido a su marido, quien, en consecuencia,
cobró conciencia. En esto consistió su caída, porque «sólo en relación con la
autoconciencia el hombre experimenta la muerte». Porque en el Génesis la mujer
no es ingenua. Conoce la prohibición, y sucumbe a «una tentación dirigida al
centro de ...[su] ser». La muerte no es aquí ningún «acontecimiento trágico...,
sino una decisión del hombre... para formar parte del mundo de la conciencia
divina...» (cf. Génesis 6). Descubrimos aquí la muerte como culpa55.

53. Es verdad que hay aquí aparentemente una repetición de la descripción, hecha por Yhwh
mismo en 2,9, de los árboles creados «gratos a la vista y de frutos sabrosos». Hay, no obstante, una
diferencia profunda, por cuanto los placeres de los árboles no se combinan con la inteligencia o
el conocimiento; ambos campos permanecen separados, sin confundirse. Además de estos árbo
les, dice 2, 9, hay también el árbol de vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Que se lle
gue a mencionar la estética natural además del placer sensual es una forma de destacar la tras
cendencia humana sobre la naturaleza animal. En Génesis 2, 9, los adjetivos están al servicio de
la idea de la intensidad de dicha que el Cantar de los cantares, por ejemplo, recuerda en su elo
gio del amor. En contraposición, en Génesis 3, 6, la dicha se trueca en la tentación de dejar de
amar, adoptando una actitud de hostilidad y rebelión. En el siglo X a.C., / ya había dejado claro
que nada se acerca tanto a la virtud como el vicio (cf. Las nociones [por lo demás inadecuadas] de
p ríva tio bon i y adm issio boni de san Agustín).
54. Thierry Maertens, La m ort a régn é depuis Adam ( Genesis II, 4b-III, 24), Abbaye de St.
André, Brujas, p. 82, 81.
55. Harmut Gese, Essays in B iblical T heology, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneá-
polis 1981, p. 40s, sobre «La muerte en el Antiguo Testamento».
Por ello, Génesis 2s puentea la distancia que hay entre el mito («entonces»)
y la historia («ahora»). Entre ambos no hay discontinuidad, aunque sí una escan
dalosa disyunción empírica. En otras palabras, Génesis 2s es más prototípico que
arquetípico. Según Paul Ricoeur, «toda mujer y todo hombre son Adán; todo
hombre y toda mujer son Eva; toda mujer peca “en”Adán, todo hombre es sedu
cido “en” Eva... La serpiente... sería la parte de nosotros mismos que no reco
nocemos... nuestra seducción ¡(evada a cabo por nosotros mismos, proyectada
en el objeto seductor. La tentación vendría a ser una especie de seducción desde
fuera; se desarrollaría en connivencia con la aparición que despliega el asedio al
“corazón”; y, finalmente, pecar sería sucumbir» (Santiago 1, 13-14)56. «De forma
parecida, identificó san Pablo la cuasi-exterioridad del deseo con la “carne”, con
la ley del pecado que está en mis miembros. La serpiente, por tanto, representa
este aspecto pasivo de la tentación, manteniéndose en el filo de lo exterior y lo
interior... [Pero] la serpiente no es sólo la proyección del hombre que se seduce
a sí mismo, no es sólo nuestra naturaleza animal... La serpiente es también “exter
na” de un modo más radical y de muy diversas maneras... Todo individuo se topa
con el mal que está y a a h í »57.
Por tanto, no hay mayor razón en condenar sólo a Eva por «comer de la
fruta» que la que puede haber en aplicar a Adán la frase de que él™es tomado
del polvo y al polvo ha de volver (3,19). Con el motivo de la aparente ausencia
de Adán mientras Eva come de la fruta prohibida, el autor de nuestro texto
quiere mostrar la separación y la alienación que hay en la unidad humana. Pero
en lo que concierne a la culpabilidad, ambos son condenables, porque ambos
comen. De modo parecido, cuando se le dice a Adán que es polvo y que volve
rá a ser polvo, es porque de nuevo se acentúa la división de la pareja y se da una
especie de prioridad al proceso de disolución y erradicación que hiere específi
camente a uno de ellos, en cuanto no es «portador de vida», como lo es Eva
(Génesis 3, 20).
La maldición del varón corre a par con la maldición de la mujer. El varón
trabajará con dolor, ‘eseb, la misma palabra empleada para la futura situación de
Eva. Al ’a khal (comer) de la transgresión corresponde el 'akha l c o n dolor del cas
tigo. Tanto al tesukah (deseo) implícito que constituye la base de la tentación hu

56. Ricoeur, The Symbolism ofE vil, p. 255-257.


57. Ibídem. Michel Fishbane, Text a n d Texture, habla más bien de la presencia de la ser
piente como muestra de que el mal yace en lo profundo de la «naturaleza» de las cosas (véase
p. 43). En Génesis 4, en todo caso, hay una interiorización de la serpiente (el pecado acecha como
la serpiente por la puerta, 4, 7). La reflexión de / sobre el pecado del hombre le lleva a la conclu
sión de que el pecado ha estado siem pre ahí, en el espacio y en el tiempo. Pero, como dice Luis
Alonso-Schókel- debemos darnos cuenta de que el autor sitúa este pecado omnipresente y ubicuo
en el marco de la historia de la salvación (cf. p. 61).
58. El texto dice ’a ttah, «tú», en masculino.
mana como al m aíal (dominio) al que es sometido la hembra humana, corres
ponde ahora el tesukah y el m asalde Génesis 3,16. El tesukah inicial aparece pri
meramente bajo términos análogos como tób, ta’a wah, nehmad, que describen la
atracción que ejerce el árbol prohibido. Y el m asal t stá de forma parecida igual
mente implícito en la aceptación de la autoridad, sobre Eva, de alguien que no es
Dios y en la adquisición de dominio sobre sí misma al comer Eva de la fruta («se
réis como dioses»). El paso de un «deseo» al otro, y de un «dominio» al otro des
cribe relaciones anormales y retorcidas. Sólo el eskhaton restaurará las condicio
nes normales que prevalecían antes de la rebelión. Ezequiel 28, un texto que
hemos mencionado repetidamente con anterioridad en paralelo con la versión ]
de la creación, anuncia: «Y para la casa de Israel ya no habrá espina punzante ni
zarza lacerante» (v. 24, véase también el locus classicusde Isaías 11).
La pareja humana se yergue ahora sobre un suelo del que dependen para
subsistir, pero que está maldito. A esta tierra, de la que fueron tomados, deben
también volver. Por lo que se refiere a esos textos de amplio alcance, debemos
recordar que aquí la cuestión no es el paso de una realidad a otra, o, por lo que
aquí importa, de un mundo a otro” . Como dice Paul Beauchamp, «cielos y
tierra» son orientaciones y límites60. La rebelión humana altera ambos a dos, de
modo que el «oriente» se desorienta y el «límite» es transgredido. Esto no impi
de que oriente y límite continúen para siempre siendo normas del mundo cre
ado por Dios. Como pasa con Génesis 3, 22, donde yo he leído el verbo hayah
referido al estado humano anterior a la rebelión, así también 3,16 indica un cam
bio de valor, no de naturaleza. Esto es claro de toda evidencia por lo que con
cierne a la tierra: es la tierra que era antes, pero en vez de cooperar con el esfuer
zo del hombre, ahora se ha vuelto hostil (3,18). Produce como antes plantas
de todas clases, pero ahora estas plantas son «espinas y cardos»; el hombre cul
tiva la tierra como antes y esto pide esfuerzo (2, 15), pero ahora el esfuerzo es
trabajo y sudor y aparece casi como estéril.
Las palabras dirigidas por Dios a la mujer y al varón deben leerse con sumo
cuidado, tal como hace, por ejemplo, Carol Meyers, cuya metodología nos va
a servir aquí de modelo, aunque nuestros resultados sean algo distintos61. Con
Meyers, traduzco las primeras palabras hebreas de 3, 16 por «multiplicaré en
gran manera». La expresión indica el incremento o el empeoramiento de la situa
ción preexistente, no la emergencia de una realidad original (cf. Génesis 16, 10).
«No puede multiplicarse algo a menos que esté ya presente» (Meyers, p. 103; cf.

59. Pese al rabínico ha-‘olam ha-zeh (este mundo) frente a ha-'olam ha-ba‘{e\ mundo futu
ro), donde, además, el vocablo ’olam debe entenderse como «economía», no como «mundo».
60. Beauchamp, Création et séparation.
61. Carole Meyers, Discovering Eve: Ancient Israelite Women in Context, Oxford Univer-
sity Press, Nueva York 1988.
p. 105). Lo que se multiplica es el hérón de la mujer, el período de su preñez (vis
to exclusivamente en términos de parto; cf. Jeremías 20, 14-18). Se trata del
«dolor» (más mental, quizás, que físico -véase Meyers, p. 104—, pero ciertamente
no exclusivamente de esta última clase, aunque sólo sea por su mayor duración)62.
Que no se trata, en este texto del Génesis, del número de preñeces (interfirien
do inadvertidamente con un problema moderno en un texto antiguo, en cuyo
contexto muchos hijos no constituirían de por sí un problema, sino más bien
una bendición) lo demuestra también el uso del singular para el término hérón
en el texto.
El texto prosigue diciendo, b e - ‘e seb téled i banim («darás a luz hijos con
dolor». El argumento de Meyers ahora da un giro. La autora intenta alejar la
intencionalidad del texto de los dolores de parto, y el resultado es una especie
de tour d e forcé. Sin embargo, es más sencillo entender que Dios dice a la mujer
(fuiste creada para tener hijos con facilidad, pero ahora) «parirás a tus hijos
con trabajos». O hasta, habida cuenta del empuje dinámico de la preposición be,
«[ahora] con dolor/trabajo darás a luz a tus hijos»63.
De modo parecido, debe observarse que el «deseo» femenino es «una atrac
ción ya existente» (Meyers, p. 110). Este deseo persistirá en la nueva economía
inaugurada por la rebelión humana, pese al mal resultado que da de preñeces
largas y de trabajos en el parto. Las condiciones socioeconómicas del mundo
antiguo64acentúan todavía más el comprensible temor de la mujer a dar a luz
hijos con ese «dolor» y con un futuro tan incierto. Leído contra este fondo, se
entiende el resto de la frase. Tan graves condiciones impuestas a la «maternidad»
podrían acabar quizás en una paralización de las relaciones sexuales, pero enton
ces dejamos de lado el teíukah femenino (cierto, la mujer no posee la exclusiva
del deseo sexual, pero el teíukah masculino no requiere ser aquí mencionado,
porque el resultado del acto amoroso no es para él comparable con el resultado
que supone para la mujer. El «dolor/trabajo» para el hombre se sitúa en otra par
te, como indica el versículo siguiente. No hay, pues, constricción alguna para
que el varón vaya en esto a medias con la mujer). El teíukah de la mujer preva
lecerá sobre sus temores, dándole así a su compañero varón «poder» sobre ella
en el campo de la sexualidad (cf. Génesis 30,1). En este contexto, hay que recor
dar que el término cardinaly a d a '(conocer, o tener contacto sexual) significa tam-

62. Si contrastamos esta decripción del Génesis con las expectativas escatológicas -como
hicimos anteriormente, cuando tratábamos de la «ceguera» adquirida por la pareja humana- sor
prende que los antiguos sabios vieran la época mesiánica como la que proporcionaría la condición
de dar a luz en el mismo día de la concepción (véase Sabbat 30b, doctrina de rabí Gamaliel).
63. Según la promesa escatológica de Isaías 65, 23, «no tendrán hijos para sobresalto».
64. Meyers (p. 112-113) explica esto magníficamente (y con mayor detalle en «The Roots
of Restríction: Women in Early Israel», en Norman K. Gottwald (ed.), The B ible a n d Liberation:
P olitical a n d S ocial H ermeneutics, Orbis, Maryknoll 1983, p. 189s).
bien «tener poder sobre» alguien. Algo de este sentido hay en el conmovedor tex
to de Amos 3, 2 («sólo a vosotros “conocí” entre todas las familias de la tierra...»).
Más claro es aún en Génesis 19 o Jueces 19 (los sodomitas y los benjaminitas de
Guibeá quieren «conocer» carnalmente, y dominar, a los recién llegados a su
ciudad). Es por ello paradójico que la mujer permita que su compañero varón
ejerza, en el ámbito de la sexualidad, dominio sobre ella por razón de la perpe
tuación de la especie. Es el precio que hay que pagar ahora, tras rechazar la in
mortalidad graciosamente concedida por Dios en el diálogo del Edén. Esta inmor
talidad individual es ahora reemplazada por otra de tipo colectivo a través de la
sucesión de generaciones.
Por ello, Génesis 3, l6d no constituye ninguna aseveración general y solem
ne del dominio masculino (y mucho menos de la «superioridad») sobre la mujer.
Más bien es una aseveración que debe ser leída dentro del contexto inmediato
que le dan las líneas que anteceden. De máxima importancia es que el «domi
nio» del varón lo garantice la mujer misma en la relación sexual. No es que sea
un acto de buena voluntad por parte de la mujer, pues el varón ejerce sobre
ella (igual que ésta sobre el varón, pero con resultados muy distintos) una atrac
ción irresistible, y la mujer es consciente de las posibles y poco gratas conse
cuencias tanto físicas como morales y emocionales que acompañan a la (desea
da) preñez y al parto. No hay tampoco aquí ninguna superioridad «natural»
del varón que pudiera afirmarse chovinísticamente como de derecho divino por
una sociedad patriarcal. El «dominio» en cuestión es aquí descrito como suma
mente paradójico, pero es la única explicación —la única etiología sapiencial—
que puede dar razón del supuesto riesgo asumido por la mujer en la relación
sexual. Debería por tanto entenderse la frase bíblica de la siguiente manera: «pero
él [y los peligros que representa su relación] prevalecerá65sobre ti [y tus temo
res] ».
El relato de la creación presenta un escenario en el que el destinatario
está claramente ausente. Esta extraña situación la vemos también en otros luga
res de la Biblia: «¿Dónde estabas tú?», pregunta Dios a Job (38, 4)66. Esto en sí
mismo es ya una lección de humildad. Ningún lector del texto sagrado puede
alardear de tener un conocimiento inmediato y de primera mano de la historia
primigenia, es decir, del origen, raison d ’é tre y objetivo de todo lo que existe.
Todo cuanto sabe el lector le viene de lo que el autor quiere contar y de la mane
ra como intenta contarlo. Aquí, más que nunca, conocer es confiar en - y acep

65. Cf. Meyers, D iscoveringE ve, p. 117.


66. La pregunta divina, «¿dónde estás?», no es sólo desafío. Jacob Neusner cita a los rabi
nos sobre Génesis 3, 9, quienes dicen que el adverbio interrogativo significa también «¿cómo ha
podido pasarte esto?» Los rabinos parafrasean: «Lloré por él (Adán) diciendo: “¿Cómo...”» (Jacob
Neusner y Andrew M. Greeley, The B ible a n d Us: A P riest a n d a Rabbi R ead S cripture Together,
Warner Books, Nueva York 1990, p. 61).
tar—la autoridad de otro. Pero aquí la situación se complica aquí de un modo
especial por el reconocimiento implícito de la ausencia del autor del escenario
que está describiendo. Cuando Dios creó cielos y tierra, nadie estaba allí para
dar testimonio de ello67. Hay, por parte del autor, y por tanto por parte del
destinatario, confianza en la credibilidad de la tradición y la historia. La dis
tancia frente al mito es enorme, pues el autor / actúa como un sabio que con
templa el universo y como un profeta que «lee» la historia y descubre su pasa
do y su futuro. Le interesa menos lo que ha sido que lo que es y ha de ser68. «Adán
y Eva» son cada hombre y cada mujer, aquí y ahora. Este es el fondo de la cues
tión de la autoridad de J y de su credibilidad. A esto se puede llamar «inspira
ción», o theopneustia (2 Timoteo 3, 16). Si a / le hubiera interesado referir un
mito sobre la felicidad del paraíso, no veríamos «grietas en el muro». Al con
trario, la «historia» que narra/rebosa fuerza porque, a pesar de su supuesta ausen
cia como destinatario, el lector está de hecho presente en el conjunto y en cada
detalle. La lectora se reconoce en Eva; el lector, en Adán. Ambos reconocen que
el caos nunca se ha ido; el enemigo «como león rugiente, ronda buscando a quién
devorar» (1 Pedro 5, 8).
La lucha es particularmente feroz entre la serpiente (que significa esterili
dad y muerte) y la mujer (cuyo nombre es haw w ah, Eva, «la que vive, porque
ella es la madre de todos los vivientes», Génesis 3, 20). En el ámbito relaciona
do de la comida69, Adán encuentra la vida sumamente precaria. El hombre está
rodeado de «espinas y cardos», esto es, de la vegetación del desierto, un resto del
caos primordial. La situación, por ello, es sumamente sombría; pero, confiando
siempre en su proyecto, /da cabida aquí a la esperanza a medida que introduce
una dimensión claramente escatológica. Del mismo modo que, en otras fuentes
de la tradición, el caos está destinado a ser superado de una vez por todas, y el
Leviatán a ser destruido (Isaías 27, 1), así también aquí la cabeza de la serpien
te será aplastada por la descendencia de la mujer (Génesis 3, 15). Hijos de la
«Viviente» serán capaces de triunfar sobre «Aquel que está muerto». La ser
piente antigua, que es el Mal y Satanás, será capturada y aherrojada y no extra
viará más a las naciones (Apocalipsis 20, 2-3).

67. «Sin embargo, el relato es verdaderamente singular cuando el elemento de autoridad


que incorpora alcanza su punto álgido, siendo objeto del relato que nadie pudo haber visto qué
había antes de que el hombre existiera» (Beauchamp, Création e t séparation, p. 381).
68. Análogamente, con la «división» de Adán en dos seres (varón y hembra), la unidad de
hombre y mujer ha d e llegar a ser, ha de realizarse. Es el paso del mito a la historia.
69. En hebreo, como también con frecuencia en otras culturas, «comer» se usa metafóri
camente para la relación sexual (cf. Éxodo 2, 20-22; Proverbios 30, 20; 9, 5; etc.).
PENSAR LA CREACIÓN

Pa ul Ric o eur

En las últimas décadas, un problema ha prevalecido en la exégesis y la teo


logía del Antiguo Testamento: el de qué grado de independencia hay que con
ceder a la doctrina de la creación en relación con la afirmación soteriológica fun
damental que, hay que reconocerlo, atraviesa ambos Testamentos de la Biblia.
Este problema interesa no sólo a los especialistas en el pensamiento del anti
guo Israel, en el marco de las antiguas culturas del Oriente próximo; concierne
también a la teología y a la predicación, que sufren su influencia, hasta el pun
to de que la lectura definitivamente cristocéntrica de ambos Testamentos, bajo
influencia de Karl Barth, se apoya en una exégesis del Antiguo Testamento que
adopta como línea de orientación el tema de la H eilsgeschicbte, la historia de la
salvación. En el seno de la comunidad cristiana, por tanto, es mucho lo que entra
en juego con esta discusión. Espero mostrar que también afecta a todos aquellos
que, ante el enigma de los comienzos o de los orígenes, sienten ansiedad, per
plejidad o simplemente curiosidad y ganas de saber.
André LaCocque nos recuerda, desde la página inicial de su escrito, el papel
que desempeña en esta cuestión el muy conocido ensayo de Gerhard von Rad,
de 1936, El p rob lem a teológico d e la d octrin a d e la crea ción d e l A ntiguo Testa
m ento‘. Este exegeta alemán fue uno de los primeros en sostener que, aunque
la doctrina de la creación sea de hecho inseparable de la de la salvación, sus cate
gorías requieren, no obstante, un tratamiento distinto. André LaCocque adop
ta la tesis —y sobre ella basaré yo también mis comentarios—de que la creación
surge desde una prehistoria, cuyos hechos narrados ponen en movimiento un
dinamismo de amplio alcance, que actúa en el corazón mismo de la historia2.

1. Gerhard von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, trad. por E. W. True-
man Dicken, Oliver & Boyd, Edimburgo-Londres 1966, p. 131-143.
2. André LaCocque muestra las diferentes maneras como se expresa esta solidaridad entre
creación e historia. En primer lugar, el orden instituido por el acto de la creación resulta amena
zado por un desorden que tiene su contrapartida en las tribulaciones que se suceden dentro de la
historia de Israel. En s e g u n d o lugar, la estricta afin idad q u e h a y en ere el o rd en c ó s m ic o y la L ey
tiene su eco en la teología de la alianza. Por último, tanto la creación como la historia tienen idén
tico horizonte escatológico.
Las referencias a la prehistoria y a la historia a lo largo de su presentación del
debate exegético contemporáneo me llevan a pensar que es en el plano de las
relaciones existentes entre prehistoria o protohistoria (o mejor: historia primor
dial) e historia donde debemos plantear esta cuestión. Si lo que se pone en cues
tión es el sentido o el significado de la historia para la tesis soteriológica, en lo
que toca a los textos relativos a la creación de lo que se trata es de los aconteci
mientos mismos que surgen de esta historia primordial. Por consiguiente, pri
mero debemos esclarecer el sentido en que usamos estos dos términos y su rela
ción, tanto en el plano literario como en el de los sentidos capaces de alimentar
una teología bíblica digna de su nombre.
La hipótesis de trabajo que orienta los análisis siguientes puede establecer
se en buena medida como sigue. El vínculo que une la historia primordial con
la historia fechada (o fechable) debe estudiarse detenidamente. Yo lo llamaré rela
ción de precedencia , por prudencia, por razones que voy a explicar sin más di
lación. Lo que es paradójico en esta relación es que debe pensarse en términos
de intersección de dos líneas de interpretación. La primera subraya la caesura que
existe entre el tiempo primordial y el tiempo histórico. Por «caesura» entiendo
algo más que la mea discontinuidad en una sucesión. Incluye también el hecho de
que el tiempo de los acontecimientos primordiales en relación con el tiempo
de los acontecimientos de la historia no puede coordinarse perfectamente en tér
minos de una cierta sucesión temporal, aunque iniciemos estos últimos acon
tecimientos en la época de los ancestros, inaugurada por la llamada dirigida a
Abraham en Génesis 12, y por las insólitas promesas que acompañan la llama
da a abandonar Ur. De un modo más fundamental, estos dos tiempos, que mejor
llamaríamos dos cualidades temporales, no pueden coordinarse en términos de
cronología. De aquí que no tenga sentido preguntarse si la historia de Abraham
sigue a la de Adán y a la de los restantes personajes presentados en Génesis 2, 4-
11,22. Y menos sentido tiene aún preguntarse si la historia de Abraham se sitúa
después de la historia de la creación en siete días, que, como sabemos, pertene
ce a una redacción posterior a la de Génesis 2-11, que pertenece a la secuencia
acerca de la cual tanto André LaCocque como yo estamos interesados en tratar
aquí. Sea lo que fuere lo que puede significar el término «precedencia», no sig
nifica ciertamente anterioridad cronológica.
Este comentario inicial es relevante no sólo para la exégesis del texto bíbli
co, sino que afecta además al uso que se ha hecho y todavía se hace a veces, en
particular por los fundamentalistas, de los relatos de la creación. Así como los
acontecimientos de la historia primordial no pueden coordinarse con lo que
los antiguos hebreos entendían por tiempo histórico —cosa en la que estaban
de acuerdo con las antiguas culturas del Oriente próximo en general—, tampoco
podemos hacerlo nosotros en la actualidad, herederos como somos de la física
de Galileo y de Newton, de la teoría darwinista de la evolución y de la investí-
gación científica sobre los orígenes de la humanidad. Todas estas investigaciones
-d e tipo cosmológico, biológico, antropológico, etc.- proceden en términos
de un tiempo homogéneo, cuyos períodos temporales forman parte de una secuen
cia que remite a un comienzo que más adelante llamaré inalcanzable3. Por esta
razón, la «cesura» entre el tiempo primordial y el tiempo histórico no se impo
ne sólo entre los límites de la exégesis y la teología del Antiguo Testamento, ni
que los ampliemos hasta incluir el horizonte más ancho de las antiguas cultu
ras del Oriente próximo. Afirmar esta misma «cesura» cuando nos referimos a la
investigación científica sobre los comienzos y los orígenes (y ahora no distingo
entre estos dos términos) es una cuestión de honestidad intelectual y, a la vez, si
puedo plantearlo de esta suerte, de pensamiento sólido. Es liberador admitir que
no hay invitación alguna a intentar fechar la creación de Adán en relación con
el pithecanthropus o el hombre de Neanderthal.
Con todo, esta primera postura, que podría llamar disyuntiva, no hace jus
ticia a la otra idea contenida en la idea de precedencia: que los acontecimien
tos que ocurrieron en el tiempo de los orígenes poseen un valor inaugural con
relación a la historia que, en el plano literario de la narración, sigue a los acon
tecimientos primordiales. Al comienzo de este estudio, André LaCocque plan
tea esta relación fundacional desde una perspectiva importante: las historias narra
das en Génesis 2-3 sirven para unlversalizar la descripción hecha allí de la condición
humana. Más allá —o mejor, antes- del pueblo judío, lo que tenemos son seres
humanos independientemente de la cualificación étnica que reviste ya la figura
de Abraham así como la de los restantes protagonistas en la saga de los ances
tros. Y esta relación fundacional asume otras formas que no son sólo las de arque
tipo. Los exegetas fácilmente ponen de relieve la función etiológica de algunos
de estos relatos, que explican que las cosas ocurren del modo que ocurren hoy
día porque esto es lo que sucedió en el origen. Este se aplica de un modo parti
cular al castigo del final del gran relato de Génesis 2-3. Sin embargo, ni la fun
ción universalizadora/arquetípica ni la función causal/etiológica agotan el rol
fundacional de los acontecimientos primordiales, como hemos de ver luego en
el apartado de «La fundación».
Entiéndase como se quiera esta noción de los acontecimientos fundaciona
les, representa una dificultad insuperable combinar dentro de la idea de prece
dencia el carácter incoordinable del tiempo primordial y del tiempo histórico en
términos de cronología y de función fundacional asignada a los acontecimientos
primordiales. Ésta es la razón por que voy a tratar sucesivamente de estas dos di
mensiones de la idea de precedencia que, con todo, tendrá que ser considerada
como algo más que una simple yuxtaposición de estos dos puntos de vista.

3. Cf. J. T. Fraser, The Genesis a n d E volution o fT im e , University of Massachusetts Press,


Amherst 1982.
Se pa r a c ió n

Antes de abordar la cuestión acerca de qué plantean al pensamiento estos


relatos y las demás relaciones que pueden trazarse a partir de la historia pri
mordial, debemos ser más precisos en lo que se refiere a ciertas características
formales de la LJrgeschichte, que socavan las expectativas forjadas durante siglos,
milenios incluso, de uso de la Biblia.
En primer lugar, antes de la era helenística se desconocía la noción de crea
ción ex nihilo. O, mejor, no se había planteado todavía la cuestión a que daba res
puesta esta noción. Esto está claro por lo que se refiere al relato más antiguo de la
creación en el Génesis, esto es Génesis 2, 3, introducido con la notable fórmula:
«cuando... no había aún sobre la tierra ningún arbusto campestre ... entonces el
Señor-Dios formó al hombre del polvo de la tierra» (2, 5-7). Esta fórmula,
«cuando... aún no ...entonces», determina un punto de partida sin precedentes
para el acto creador. (Los elementos que todavía no existían -plantas del campo,
hierbas del campo, lluvia, el hombre que cultivaba la tierra- no están, propia
mente hablando, descritos. Están simplemente nombrados por cuanto no existí
an todavía cuando...). En la medida en que no nos planteamos la cuestión de qué
pudo preceder a la actividad divina, no nos preguntamos de dónde procedía el
polvo del que fue hecho el hombre, ni de qué materia eran los árboles del jardín
o los ríos que lo regaban, ni de dónde provenía la tierra de que formó Dios a los
animales. Crear es formar, dar figura y consistencia. Lo mismo se aplica al relato
de la creación del mundo en Génesis 1: el abismo está ahí, en forma de tinieblas
y de aguas primordiales. La palabra de Dios no crea de la nada, y las separaciones
sucesivas que marcan los seis días de trabajo constituyen el acto creador en sí. La
noción de creación ex nihilo es una respuesta a una especulación posterior que G.
W. Leibniz, mucho tiempo después, denominará «el origen radical de las cosas».
Una segunda expectativa que desmienten nuestros textos tiene que ver con
la idea de una única creación global. Este criterio estricto se aplica sólo a Géne
sis 1. Hablando con propiedad, Génesis 2, 5 - 3, 26 relata la creación del hom
bre, de los animales y de la mujer, y la irrupción del mal con su rosario de cas
tigos. Siguiendo a algunos académicos, podríamos distinguir entre comienzo
«absoluto» y «relativo»4. Pero esta distinción entre lo absoluto y lo relativo es
extraña tanto a la cultura hebrea como al resto de culturas del antiguo Oriente
próximo. Lo que importa es la creación que hace un dios -aquí el Señor Dios,
Yhwh-Dios—de algo importante, cuando todavía no existía el escenario del acto
creador. La noción de comienzos múltiples supuesta aquí desempeñará un papel
importante en nuestra sección titulada «La fundación».

4. Por ejemplo, P. Gibert, Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, Seuil, París 1986, p. 29.
Otra expectativa que desbaratan nuestros textos es la idea mucho más moder
na de un comienzo como acontecimiento puntual. Esta idea depende claramente
de la representación del tiempo como una línea y de los acontecimientos mis
mos como una serie lineal, cuyo comienzo lo constituiría el primer término de
la serie, que sería el punto de partida. Con la refutación de esta expectativa, entra
mos en el corazón mismo de la noción de historia primordial. «Historia» es
justamente la palabra que conviene aquí, siempre y cuando no la asimilemos al
sentido de historia documental, que vemos representada en otros sitios de la
Biblia por aquellos relatos, manifiestamente inspirados por los archivos regios,
que tienen que ver con las peripecias de las monarquías davídicas y salomónicas.
La historia primordial es historia en cuanto pone en orden una multiplicidad de
acontecimientos a los que imprime la unidad de una secuencia inteligible. Claus
Westermann utiliza la expresión, adecuada en este aspecto, de G eschehensbo-
gen : un arco que da unidad a una serie de acontecimientos5. En este sentido, la
forma narrativa resulta particularmente apropiada para esta relación ordenado
ra. Génesis 2, 4b-3, 24 constituye una narración en el mejor sentido del térmi
no. En esta secuencia, de cuya complejidad interna he de tratar más adelante, la
historia primordial y el relato primordial se solapan. La noción de relato de un
acontecimiento podemos aplicarla también a las peripecias, tomadas de una en
una, y a la secuencia entera en cuanto persigue la unidad del llegar a ser, diga
mos, en el caso de Génesis 2-3, de la condición humana con todas sus ambi
güedades. Es ésta la condición que de alguna manera es expuesta como un todo
por un acto cuyos detalles cuenta la narración. Más adelante necesitaremos
esta noción de acontecimiento globalizador para corregir los efectos perversos
que la narración misma introduce desde el momento en que relata de forma suce
siva lo que, de algún modo, se produjo en un estallido único6.
Sin embargo, el relato no es la única manera de relacionarnos con el tiem
po primordial. Génesis 1 no es un relato, sino un poema didáctico. Sólo en sen
tido impropio, por la sucesión de palabras y de procesos de división, podemos
decir que Génesis 1 relata la creación del mundo. En todo caso, a esta cuasi-
narración le falta el carácter dramático de los acontecimientos relatados en Géne
sis 2-3, que constituye desde su comienzo un relato en el sentido fuerte del tér
mino7. Ni tampoco hemos de perder de vista las referencias a la creación en

5. Cf. Claus Westermann, Cenesis. B iblischer K om m entar, Altes Testament, Neukirchener


Verlag, Neukirchen-Vluyn 1966, p. 259-267.
6. La constricciones impuestas por la sucesión narrativa son en buena parte responsables de
la reducción de todas las historias narradas a una misma línea temporal, así como también de las
deplorables confusiones a las que nos hemos referido antes sobre el carácter no coordinable del
tiempo primordial en relación con el tiempo histórico.
7. La iconografía restaurará la dimensión dramática de la representación de la creación.
Recordemos ejemplos como el techo de la Capilla Sixtina pintado por Miguel Angel, la «Crea
Paul Ricoeur

Salmos, donde el coro de alabanza reduce a la forma de una «cláusula narrativa»


las breves secuencias narrativas, cuya forma es «gloria a ti, Señor, que hiciste
[esto]...». Tendremos en cuenta estas proclamaciones con su carácter absoluta
mente hímnico, cuando nos refiramos a la variedad de modelos de creación.
Por último, tenemos que dejar espacio para una confesión de fe con un
carácter tan poco narrativo como la que hallamos en 2 Macabeos 7, 25-29, don
de la influencia helenística es de todo punto evidente8. La observación de Pierre
Gibert, desconcertante al principio, de que ninguna forma literaria privilegia
da agota la creación se sigue de tanta variedad de géneros9. Aun cuando la for
ma narrativa sea la que mejor encaja con las secuencias más dramáticas, como
las de Génesis 2-3, podemos denominar en sentido amplio «narraciones pri
mordiales de la creación» a todas las otras «referencias a la creación», para poder
explicar la sucesión de acontecimientos relatados en ellas10. Este uso amplio de
la expresión «narraciones primordiales» puede justificarse por el carácter de los

ción» de Hayden y el primer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Daremos razón


de esta dramatización más adelante en términos de la persistencia de los temas de lucha que se
conservan hasta en las más libres representaciones de la creación.
8. Mientras es torturado el más joven de los hermanos-el episodio ocurre durante la per
secución de los judíos en el 167 a.C.-, la madre le exhorta con las siguientes palabras: «Te ruego,
hijo mío, que mires al cielo y a la tierra. Y viendo todas las cosas que en ellos hay, sabe que Dios
no las hizo de algo que ya tuviera que ser; y que también la raza humana viene así... acepta la muer
te...». Cf. Gibert, Bible, mythes et récits de commencement, p. 142, y nota 38 más adelante.
9. «En mi opinión, el tema de la creación y, en consecuencia, de un comienzo absoluto no
postula ningún género literario particular... Puede ser retomado en diferentes géneros posibles:
relatos, poemas (cf. Salmos), credos, discursos sapienciales, etc.» Gibert, Bible, mythes et récits de
commencement, p. 246. André LaCocque llega a la misma conclusión: «De esta manera, conver
gen aquí sabiduría, historia, relato y mitos» (supra, p. 11). Tiene razón al colocar la sabiduría al
comienzo de la lista, siguiendo el agudo análisis de Luis Alonso-Schokel, «Motivos sapienciales y
de alianza en Génesis 2-3», en Biblien, 4 (1962) 295-315, traducido como «Sapiential and Cove-
nant Themes in Genesis 2-3», en Modern tiiblical Studies, The Bruce Publishing Company, Mil-
waukee 1967. El conocimiento del bien y del mai, la «astucia» de la serpiente, la sabiduría de Adán
al dar nombre a los animales y a la mujer, y en caer sólo por amor, no por las artimañas, el dis
curso detallado sobre los «cuatro ríos» y, muy claramente, todo el discurso sobre el enigma del mal
son motivos sapienciales. Schokel llama «ascenso triangular» al modo como toda una serie de líne
as horizontales de explicación se transforman para concentrarse en un solo punto de vista (el
origen de la humanidad). Este el marco de la sabiduría.
10. Recurro aquí a la cuidadosa tipología de categorías literarias que por lo general tienen
que ver con el género narrativo propuesto por George W. Coats en su Genesis, with an Introduc-
tion to Narrative Literature (W. B. Eerdmans, Grand Rapids, MI 1983). Distingue ese autor entre
saga, cuento, novela, leyenda, historia, informe, fábula, etiología y mito. Los relatos de la creación
son parte del género saga - «una saga es un relato largo y en prosa de tradiciones»- debido a su
estructura episódica. La saga «primitiva» ha de clasificarse junto cona las formas «familiares» y
«heroicas». Yo pondría aquí el énfasis más en el vocablo «primordial» que en el de saga. Por otra
parte, estoy de acuerdo en eliminar el término mito, tomado de otros ámbitos literarios, sean helé
nicos o de lo indios norteamericanos, que sólo añade confusión.
acontecimientos que se relatan, tanto si se trata de los episodios e incidencias
que constituyen los componentes elementales de estas narraciones, poemas o
himnos, como si tenemos en mente la unidad configuradora a través de la cual
se expresa la unidad múltiple de un acto que postula la «cosa» creada como un
todo significativo: el mundo, la humanidad, incluso el mal (aunque en este caso
se trata de algo parecido a una des-creación, como sucede con el diluvio). Esta
característica de evento global, de la que volveremos a hablar en «Trayectorias:
¿pensar la creación?», es lo que impone la forma literaria de la narración, en sen
tido estricto o en sentido amplio, como la más adecuada para contar lo que suce
dió al comienzo. En este sentido, todo cuanto tiene que ver con lo que puede
ser denominado un acontecimiento puede llamarse narración. Por último, la
expresión «historia primordial» se justifica como la más obvia, por cuanto en
varias lenguas el término «historia» designa tanto los acontecimientos que ocu
rren de hecho como la explicación que se da de los mismos en el plano de las
formas literarias. Hablaré, por tanto, de historias primordiales para referirme a
las explicaciones narrativas o cuasi-narrativas que se hacen sobre acontecimien
tos ocurridos in illo tempore.
Permítaseme añadir una última observación antes de volver a los sentidos
asignados a la noción de historia primordial. La creación admite varios modelos
operativos, si se puede decir así. Claus Westermann propone para ellos una tipo
logía simple: creación por generación, creación mediante lucha, creación por
fabricación, creación por la palabra11. Los Salmos 40 y 79, así como varias refe
rencias a la creación en el libro de Job, remiten al segundo tipo. Nuestra narra
ción de Génesis 2-3 pertenece al tercer tipo. Génesis 1 se incluye en el cuarto
tipo. Sólo el primer tipo está estrictamente excluido de la Biblia hebrea. En una
teoría basada en un concepto de progreso, que la historia de las religiones ape
nas puede evitar, habría una progresión de un tipo a otro, y nuestro texto de
Génesis 2 se encontraría en el punto medio. Podemos, no obstante, plantear el
problema de otra forma, incluso en lo que concierne a la exégesis y —lo que es
más importante—en el plano teológico. Podemos más bien preguntarnos con
Jon D. Levenson12, de cuya obra hablaremos luego, qué huellas ha dejado en
otros modelos el modelo de lucha, común a Israel y a otras culturas del anti
guo Oriente próximo, en la medida en que nunca se plantea cuestión alguna
acerca de la creación ex nihilo, antes de las especulaciones inspiradas por el hele
nismo. Pienso que esta cuestión es de interés tanto teológico como exegético,
por cuanto la Biblia hebrea nunca cesó de confrontar la voluntad buena del Crea
dor y del Redentor con la persistencia del mal. Si éste es el tema de mayor alcan

11. Cf. Westermann, Genesis. B iblischer Kom m entar, p. 36-65.


12. Jon D. Levenson, Creation a n d the Persistence ofEviL The Jeivish Drama o f D ivine O mni-
poten ce, Harper and Row, San Francisco 1985.
Paul Ricoeur

ce de la Biblia hebrea y quizás también de los escritos del Nuevo Testamento, ¿la
hipótesis de mayor alcance no es, entonces, que la creación es un drama, sea cual
fuere el modo como se haya relatado o referido?
En la línea de esta discusión de los aspectos formales que, en el plano
literario, hacen de la historia primordial una historia «separada», consideremos
los acontecimientos mismos, tal como son referidos o relatados, y pregunté
monos si el aspecto formal de separación no se refleja, en el plano de estos con
tenidos, en una estructura de separación, sustancialmente vinculada a la mis
ma noción de comienzo. Al establecer esta hipótesis para nuestra lectura, vuelvo
a mis primeras observaciones sobre dos aspectos de la idea de precedencia, que a
mi entender constituyen lo que, en última instancia, está en juego en las rela
ciones entre historia primordial e historia fechada o fechable. Por una parte, el
comienzo no pertenece a la secuencia de cosas contadas; pero por otra parte,
inaugura y funda esta misma secuencia. La hipótesis que ahora debemos con
trastar es si debemos sacar más consecuencias del aspecto de separación que sus
cita la idea de comienzo, si queremos, en última instancia, dar su pleno senti
do a la noción de acontecimientos fundacionales.
Me centraré en la secuencia de Génesis 2, 4b-3, 24, que nos presenta dos
historias narradas, la de la creación de la humanidad y la que Claus Westermann
coloca bajo el título de «Crimen y castigo». Propongo leer estas dos historias
como relatos de una separación progresiva, en la que el contenido narrado es el
homólogo de su forma literaria.
Cuando hablo de separación, no me refiero a abandono o a alienación.
«Separación» es fundamentalmente lo que distingue al Creador de la criatura
y, por lo mismo, simultáneamente indica el «retraimiento» de Dios y la consis
tencia que pertenece a la criatura. Los aspectos propiamente humanos de esta
separación son ciertamente la pérdida de la proximidad con Dios, simbolizada
por la expulsión del jardín, pero, también, como intentaré demostrar, el acceso
a la responsabilidad para con uno mismo y para con los demás. Culpable y
castigada, la humanidad no está maldecida13.

13. Frank Crüsemann, en «Die Eigenstandigkeit der Urgeschichte: Ein Beitrag zur
Diskussion um den “Jahwisten”, en Die Botschafi und die Boten: Fetschriftfiir Hans Walter Wolff
(Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1981), protesta contra la tendencia dominante entre los
exegetas del Antiguo Testamento para ver en Génesis 2-11 una imagen sistemáticamente « negativa»
de la condición humana, destinada a servir de contraste a la bendición que acompaña la vocación de
Abraham en Génesis 12. Tenemos que dejar de leer Génesis 2-11 a la luz de Génesis 12, 1-3, sostie
ne. Liberados de este inconveniente, la descripción de la condición humana en Génesis 2-11 mues
tra rasgos «ambiguos» de la condición humana, más que «negativos». Crüsemann concluye, si
guiendo un cuidadoso análisis del vocabulario usado aquí y las referencias antropológicas sobre que
Génesis 2-11 no fue escrito por la misma mano que Génesis 12s. Esta contribución suya al desman-
telamiento habitual del llamado redactoryahvista no nos interesa aquí tanto como su reconocimien
to de la especificidad temática de Génesis 2-11.
Lo que propongo, por tanto, es una lectura de segundo nivel de la narra
ción de Génesis 2, basada en la exégesis que de este material hacen André LaCoc
que y otros expertos (especialmente Claus Westermann y Paul Beauchamp), guia
da por la idea de una progresión en la separación, que culmina en el «retraimiento»
de Dios y en la expulsión del hombre del jardín edénico.
No voy a hablar aquí de Génesis 1. Sin embargo, es imposible, supuesta
una perspectiva teológica basada en una exégesis canónica, no introducir de algu
na manera nuestro relato de cara a recobrar la trayectoria entera del tema de la
separación. Si algo significa la creación del mundo, es, por lo menos en senti
do negativo, que la criatura no es el Creador. Al exteriorizarse a sí mismo, tal
como dice Franz Rosenzweig, utilizando un lenguaje que recuerda al último
Schelling, Dios establece en la exterioridad una naturaleza que, de ahora en ade
lante, existe, si no por sí misma, sí por lo menos en sí misma. El primer signi
ficado que la criatura debe al hecho de haber sido creada es existir a cierta dis
tancia de Dios, como obra distinta. Recordamos, a este respecto, cuánta fuerza
y amplitud ha dado el pensamiento judío a este tema en el que el Creador se dis
tancia de aquellos a los que él aleja de s í14. Del mismo modo que los estadios
«sucesivos» —que juntos constituyen el acontecimiento único de la creación como
un todo completo- se distinguen entre sí según otras tantas separaciones15, así
también la creación globalmente entendida se sitúa bajo el signo de la separa
ción, que podemos llamar «originaria», por la cual el mundo existe como reali
dad múltiple, jerárquicamente organizada y cerrada en sí misma. Es verdad
que se desconoce y se piensa poco en esta separación, debido a la falta absoluta
de un testigo que pueda interiorizarla o que capte su sentido. Sin embargo, «cuan
do Dios creó los cielos y la tierra», esta multiplicidad comenzó a existir «en sí»,
sin ser no obstante «para sí».
El «para sí» de la separación ocurre con la creación de la humanidad, tal
como se narra en Génesis 2, 4b - 3, 2416. Esta secuencia, claramente delimitada
desde un punto de vista literario, cuenta «sucesivamente» dos historias, que pre
sentan una cierta unidad narrativa, pero que se solapan. Podemos, por tanto,
leerlas juntas cosiendo una a la otra. Con ello se logra un efecto de superposi
ción que de algún modo anula la ilusión de sucesión, de la que dije anterior

14. Pierre Gisel, «Reposes du théme de la création», en La Création, Labor et Fides, Gine
bra 1987, p. 79-91. Cf. J. Eisenberg y A. Abecassis, A B ible ouverte, Albín Michel, París 1978;
E tD ieu créa Eve, Albin Michel, París 1979.
15. Paul Beauchamp, Création et séparation. Étude exégétique du ch a p itrep rem ier d e la Gene-
se, Aubier/Cerf, París 1969.
16. El cosmos no se pierde de vista, en el sentido de que, cuando «Yhwh-Dios hizo la tie
rra y los cielos», no había sobre la tierra ningún arbusto cam pestre ni hierba d el campo, no había
llovido aún sobre la tierra ni existía «el hombre que cultivara el suelo». La tríada - mundo-vida-
hombre- está implícitamente supuesta a lo largo de la creación de la humanidad.
mente que procede de las imposiciones del género narrativo. El relato de la
creación de la humanidad se extiende de Génesis 2, 7 a Génesis 2, 25, incluido
un incidente relacionado con el ciclo de las «enumeraciones» que tienen que ver
con los «cuatro ríos» del jardín17. El segundo relato se une con el precedente
mediante el tema del «jardín» y de los «dos árboles» (2, 9). Además, lo anticipa
la imposición de la prohibición en 2, 16-17. Transcurre sin interrupciones des
de la tentación hasta la expulsión del jardín. Propiamente hablando, el segundo
relato no cuenta tanto la creación como una brecha en la creación (lo que jus
tifica el título de André LaCocque: «Grietas en el muro»). En todo caso, como
relato de los comienzos del mal, proviene de la historia primordial.
Si releemos cada una de estas dos mitades del relato, primero por separa
do, luego superpuestas, guiados por la idea de la separación, nos sorprende el
intenso sentido que este tema otorga a ciertos detalles de cada una de las mita
des de la narración, esclarecimiento que aumenta todavía más por el efecto de
imbricación que resulta de su superposición.
En primer lugar, un único «hombre» es creado, pero en dos tiempos, o más
bien en dos actos. Hay primero la formación del hombre hecho del polvo de la
tierra y luego la insuflación en sus narices de un aliento de vida. No es todavía
el hombre un ser vivo, y ya es dependiente. Su tarea de cultivar y supervisar el
jardín (2, 15) empieza a hacerlo responsable de algo frágil que le ha sido enco
mendado. Mayor separación indica la insistencia en un mandato que consiste
en un permiso general (comer de cualquier árbol) y en una prohibición estricta
(comer de todos menos de uno). «Con anterioridad» a toda culpa, el manda
miento es una estructura del orden creado para el hombre. La Ley supone un
límite, y el límite constituye al hombre en su finitud, distinto del divino Infi
nito. Yhwh figura así como lo que está más allá del límite, lo inaccesible, al mis
mo tiempo que es presentado como el autor de un mandamiento, no motiva
do por su contenido (no comer del árbol), sino más bien fundado en la autoridad
de quien pone el límite. En este sentido, no es que se prohíba esto o aquello,
sino que, si puede decirse así, existe originariamente un límite. Alguien puede
objetar que sólo bajo el dominio del pecado llega a percibirse la Ley en cuanto
traumática y mutiladora. Así es cómo Pablo entendió la relación entre Ley y peca
do. La Ley, nacida por el pecado, produce muerte. Pero, aparte del pecado, el
límite habría sido sólo un límite y no una mutilación de lo humano, hostil a la
vida, tal como por ejemplo lo entendió Nietzsche, apoyándose en esto en Pablo
y no en Génesis 2. Entre la Ley y la Vida, la relación es la que se establece en el

17. Claus Westermann distingue en su Introducción general entre textos «enumerativos»


(Aujziiblende) y «narrativos» (Erziihlende) (p. 24). Véase también su tratamiento de los versícu
los 2, 10-14 (p. 292-298). Las Toledoth, «genealogías», pertenecen al primer tipo, igual que Géne
sis l-2,4a.
Deuteronomio: elige el bien y vivirás. En este sentido, el límite primordial, en
el marco de una creación inocente, es constitutivo de una distancia que, lejos de
excluir la proximidad, la constituye. Como se habrá observado, el anuncio del
límite es inmediato; es decir, independiente de cualquier mediación institucio
nal, independiente incluso de las tablas de la Ley. Dios todavía habla directa
mente al hombre. Este intimidad en términos de distancia define la «proximi
dad», una relación desconocida entre Dios y el resto de la creación.
Continuando por la misma línea, orientándonos por el tema de la sepa
ración, ¿no atestigua acaso el hecho de dar nombre a los animales, el más impor
tante acto de división y clasificación, una iniciativa hasta cierto punto emanci
pada? ¿Y no lleva la búsqueda de una «ayuda», desorientada hasta cierto punto
por la creación de los animales, a la creación de una compañía que no es Dios,
sino la mujer? ¿No celebra el hombre a la mujer, con su grito de júbilo, sin nom
brar a Dios? De este modo, la humanidad, doble pero una, surge como un even
to acabado que indica la llegada de una humanidad separada, que vive con todo
en la cercanía de Dios.
La segunda mitad del relato puede también leerse desde la perspectiva de
una separación progresiva en términos de un cambio cualitativo, que afecta al
sentido mismo de la separación. Desde el punto de vista de la composición na
rrativa, este medio relato incluye tres episodios: la tentación, la transgresión de la
prohibición y el juicio (que a su vez se divide en tres secuencias: ocultación, des
cubrimiento y publicación de las sentencias). Finalmente llega la expulsión del
paraíso. Hemos de prestar mucha atención a la composición de la configuración
del relato, si queremos mostrar acertadamente qué es lo que cuenta como histo
ria primordial. Constituiría un error y una equivocación grave en la compren
sión teológica de toda esta secuencia considerar la transgresión como un aconte
cimiento que separa dos «estados» sucesivos, un estado de inocencia, el único
que sería primordial, y un estado de caída, que formaría en lo sucesivo parte de la
historia. La ruptura entre lo primordial y lo histórico no se produce en medio del
relato, más bien separa el G eschehensbogen [el arco de los acontecimientos] como
un todo18, incluyendo la prohibición, la tentación, la transgresión y el juicio de
todas las historias de desobediencia atribuidas a Israel o a las naciones. Esta con
figuración a gran escala apunta hacia un acontecimiento complejo e integral, a
saber, el supuesto general de la condición humana originaria. Pero, aunque no
hay dos «estados» sucesivos, uno de los cuales, el estado de inocencia, sería pri
mordial, el relato sugiere la idea de una progresión en la separación, en el ámbito

18. En cuanto a la inseparable unidad del G eschehenablauf[A curso de los acontecimien


tos], que excluye una brecha entre los dos «estados» separados por la caída, véase Westermann,
Genesis. B iblischer K om m entar, p. 374-380. «El objetivo de Génesis 2-3», observa, «no es referir la
sustitución de un “estado” por otro, sino contar la expulsión del jardín y la separación de Dios que
ello supone» (ibídem, p. 377).
de una sola historia primordial; una separación que culmina con la condición
empobrecida representada por el episodio de la expulsión del paraíso.
Visto desde esta perspectiva, el episodio de la tentación asume un significa
do digno de ser tenido en cuenta. Proviene del cuestionamiento de la prohibi
ción en cuanto componente estructurador del orden creado. ¿Lo dijo Dios?
Suponer esta pregunta acaba con la confianza no cuestionada en esta prohibi
ción, como una de las condiciones de vida, que la había hecho parecer tan evi
dente como las plantas del jardín. La era de la sospecha ha empezado15, se ha in
troducido una falsa actitud en la condición más fundamental del lenguaje, a
saber, la relación de verdad, lo que los lingüistas llaman la cláusula de sinceridad.
En este sentido, la serpiente no debe ser considerada sólo desde la perspectiva de
su rol narrativo, cualesquiera sean los rasgos míticos que estén detrás20. Estos ras
gos están de hecho desmitologizados por la reducción narrativa de este tentador,
que llega quién sabe de dónde21. En cuanto único otro a quien dirige la palabra la
mujer, la serpiente representa la inescrutable dramatización de un mal que está
ya ahí. Sea quién -o lo que- fuere la serpiente, lo importante en el desarrollo del
relato global es el repentino cambio del deseo humano: «Vio la mujer que el ár
bol tenía frutos sabrosos y que era seductor a la vista [nada condenable hay en ese
«sabor» y en ese deleite «seductor»] y codiciable para conseguir sabiduría...» (3,
6). He aquí el momento exacto de la tentación: el deseo de infinito, que implica
la transgresión de todos los límites. Podemos admirar en este momento cómo en
esta composición el narrador ha unido sospecha, en el plano del lenguaje, y sub
versión en el plano del deseo. Cuando el límite es sospechoso como estructura, el
deseo por lo ilimitado fluye a través de la brecha que él mismo ha abierto.

19. Cf. Paul Beauchamp, «Le serpent herméneute», en L’Uti et L'Autre Testamenta vol.2:
A ccom plir les Ecritures, Seuil, París 1990, p. 137-158.
20. Estoy completamente de acuerdo con lo que dice André LaCocque sobre la desmito-
logización/remitologización del motivo de la serpiente y sobre la dialéctica entre humanidad/ani-
malidad que funciona aquí. De hecho, incluso si decimos, con Claus Westermann, que la ser
piente está desmitologizada debido a la reducción narrativa que acompaña su papel en esta historia,
sean cuales fueren sus antecedentes míticos, su papel es tal que no puede ser desmitologizado del
todo. Es necesario, si puedo decirlo así, que exista un cierto residuo mítico para transmitir el inson
dable aspecto del poder que pervierte el lenguaje y el deseo y nos «inclina», con ello, al mal. Esta
remitologización parcial de la serpiente como lo otro del hombre plantea la cuestión de los lími
tes entre humanidad y animalidad establecidos en el episodio en que Adán da nombre a los ani
males. Se requería un personaje fabuloso, un animal que habla, como base del relato de un dra
ma humano, demasiado humano.
21. «La sumamente importante afirmación, para /, sobre que no hay etiología alguna d el ori
g en d el m a l sería destruida por una interpretación en términos de mito, en la que se estableció
un origen preciso» (Westermann, Genesis. B iblisch er K om m entar, p. 324). Westermann está de
acuerdo con Zimmerli sobre que «la seducción se produce súbitamente como algo absolutamen
te inexplicable dentro de la creación buena de Dios. Queda como un enigma» (Walther Zimmerli,
D ie U rgeschichte M ose 1-11, Zwingli Verlag, Zúrich-Stuttgart 1967, p. 163).
Pese a todo cuanto pueda decirse sobre el enigma del tentador, el relato no
orienta al pensamiento en busca de sentido hacia la idea de una implicación nece
saria entre tentación y violación de la prohibición. Más bien el relato presenta
esta violación como un acto bien diferenciado e inexplicable (3, 6b). La fuerza
de la conexión narrativa en su especificidad es irreductible a una conexión lógi
ca o física. Ésta es la razón de que sucediera «una vez». El acontecimiento se redu
jo por lo mismo a su dimensión puntual a modo de clímax de todo el arco de
cuanto ha de venir.
Para nuestra reflexión, centrada en el tema de la separación, podemos con
siderar la expulsión del Edén como la auténtica y suficiente conclusión de este
relato22. Las tres sentencias de castigo son ciertamente significativas en la medi
da en que tienden a dar un sentido punitivo a los aspectos arduos, vulnerables y
mortales de la condición humana, tal como un campesino de Palestina podía
experimentarlos23. Pero la expulsión del Edén es la verdadera conclusión del con
junto del relato. Señala el final de esa proximidad en la separación, que es la
característica de la condición de criatura.
¿Hay que decir, pues, que Génesis 2-3 pinta la condición humana funda
mental en términos enteramente negativos? Podría uno sentir la tentación de
decir que así es. Especialmente si leemos toda la secuencia comenzando por su
conclusión, la expulsión del Edén. Es de todo punto verdad que esta peripecia
marca un giro en la condición inicial descrita en 2, 8, la de una humanidad que
vive en la proximidad de Dios en un jardín plantado por Dios. A partir de
ahora, la historia primordial se desplegará «fuera del Edén». Quizás debería
mos interpretar también las narraciones que transcurren entre los relatos de la
creación de Génesis 2 y los de Génesis 11 en términos del escenario que esta
blece la condición de ser arrojados del Edén. Con todo, por muy lejos que poda
mos llevar nuestra interpretación en esta dirección, hay un límite que no po
demos traspasar: la expulsión del Edén no supone la maldición del hombre24.

22. Coincido aquí con Westermann en cuanto a que la conclusión de toda la historia es la
expulsión del jardín. Los castigos tienen un carácter tan etiológicamente pronunciado, que es difí
cil ver en ellos la intención de describir una humanidad primordial. Sin embargo, tendremos que
volver sobre estos castigos cuando planteemos la cuestión sobre si Génesis 2-3 aporta un juicio
exclusivamente negativo sobre la condición humana.
23. Los comentarios de André LaCocque sobre las tres frases interpoladas entre el juicio y
la expulsión del paraíso son dignos de ser tenidos en cuenta, porque toman en consideración los
análisis y elaboraciones que sobre ellas ha propuesto la teología feminista.
24. Estableciendo un paralelo entre Génesis 2 y Génesis 12, 1-3 se introduce una falsa opo
sición entre maldición y bendición. Sobre esto, vale la pena recordar la advertencia de Frank Crü-
semann, referida en la nota 13: «Los dones originales de Dios vinculados a la creación no están
totalmente abolidos. En cada vida, se combinan con las enfermedades que van unidas a la caída y
juntos constituyen la ambigüedad propia de la condición humana» (p. 23). También vale la
pena recordar que el término «pecado» sólo se usa referido a Caín en Génesis 4, 7.
Para comprender la distancia que hay entre separación y condenación, bas
ta superponer el episodio de la creación del hombre con el de su abandono, y
leer cada uno de ellos en los términos del otro. Puede entonces verse que los
hombres no dejan de ser criaturas y, como tales, criaturas buenas. Permanecen
las mismas capacidades fundamentales que constituyen la humanidad del ser
humano, pese a quedar, no obstante, afectadas por un signo negativo. A este res
pecto, se alude expresamente a dos características de la condición humana: la
desnudez y la muerte. En el ámbito de la creación buena, la desnudez está exen
ta de vergüenza (2, 25); la vergüenza de verse desnudos sólo surge en el domi
nio de la caída25. Pero la vergüenza queda lejos de ser una maldición. Este sen
timiento, estudiado por antropólogos y analizado con agudeza por Max Scheler26,
constituye una adquisición cultural considerable. ¿No se comparte el gozo de la
desnudez en el abrazo amoroso que celebra el Cantar de los cantares? En cuan
to a la muerte, las dudas que surgen en el relato son instructivas. Por un lado, la
amenaza de muerte de Génesis 2 no es llevada a la práctica. (El narrador dice
que Adán murió fuera del Edén, sin ningún tipo de comentario, en Génesis
5). Por otro lado, la vuelta al polvo mencionada en las sentencias finales indica
el fin del sufrimiento más que un nuevo castigo: Con el sudor de tu rostro /
comerás el pan /, hasta que vuelvas a la tierra /, pues de ella fuiste tomado /, ya
que polvo eres / y al polvo volverás (3, 19). Debemos decir, pues, de la muerte
lo que dijimos de la desnudez: que la caída no crea una nueva experiencia, que
sería la de la mortalidad, sino que invierte el sentido de este signo fundamental
de la finitud. Morir, que debía haber sido visto como un morir «fácil», se ha con
vertido en una fuente de angustia y de terror; lo que el apóstol Pablo llamará el
«salario del pecado». Además, ¿es la muerte desesperanza, si san Francisco de Asís
recibió el don de saludarla como hermana junto con el hermano sol?
¿Y qué decir del conocimiento del bien y del mal? ¿No resume este cono
cer todas las ambigüedades de la condición humana? Sí, este conocimiento se
consiguió por medio de una caída, pero designa en lo sucesivo la dimensión irre
vocable de la condición humana. No ha de sorprender que, en la tradición de la
Ilustración, y aun más allá de la misma, este conocimiento fuera saludado como
una «feliz culpa». Esta especie de desafío a lo divino fue necesario para que la
humanidad consiguiera su estado propio, incluso al precio de los tormentos que
han ido unidos a este discernimiento, y deplorado por tantos sabios. Siento ten
taciones de decirlo a mi manera: ¡las cosas son como son! En lo sucesivo al ser
humano no le queda más remedio que comprender su condición infeliz. En este

25. Sobre la relación entre desnudez y vergüenza, véanse los comentarios de André LaCoc
que en p. 37.
26. Max Scheler, Ressentiment, trad. por W illiam W. Holdheim, The Free Press of Glencoe,
Nueva York 1961.
relato de los orígenes, incluso Dios desempeñó su papel: «Dijo entonces el Señor
Dios: He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros, por haber cono
cido el bien y el mal» (3, 22).
Las cosas se vuelven más oscuras, y la ambigüedad aumenta, si pasamos de
esta conquista a las anteriores insinuaciones de la serpiente y a la hermenéutica
de la sospecha que empezó con ella27. Diferenciar el bien del mal, como conse
cuencia, se vinculará en lo sucesivo a la anterior subversión de la confianza en
que se funda la institución del lenguaje. En un sentido, la serpiente dice verdad:
«se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»
(3, 5)28. Las sombras se hacen aún más densas si, siguiendo la pendiente del tex
to, llegamos al tema que se refiere al hecho de ser apartados del árbol de vida (3,
22 y 24). Es verdad que la mayoría de exegetas tiende a ver en el episodio del
árbol de vida (preparado por la alusión a los dos árboles que hay en el jardín
en 2, 9) un tema discordante, procedente de otra tradición, la de Dios que sien
te celos de los seres humanos. Con todo, este episodio pertenece a la redacción
final y una lectura canónica debe tenerlo en cuenta29.¿No podríamos atrever
nos a decir que, para coronar una reflexión sobre la condición humana en cuan
to separada, fue quizás necesario abrir la posibilidad, proyectada hasta Dios mis
mo, de un sentimiento de celos en lo que atañe a los logros humanos? A los seres
humanos reflexivos les resulta quizás difícil distinguir correctamente entre la

27. Véanse las observaciones de Paul Beauchamp sobre la «serpiente hermenéutica» aludi
da en la nota 19. Beauchamp se refiere a la interpretación de Hans Robert Jauss en Question a n d
Ansiver: Forms o fD ia logic Understanding, trad. por Michael Hayes (University of Minnesota Press,
Minneápolis 1989), p. 51-94. El objetivo de Dios era conducir a la primera pareja humana por
los caminos de la historia, a través del rodeo de la «caída original», de la que el hombre no tendría
que avergonzarse a los ojos de sus descendientes (p. 151, n. 31).
28. Es preciso recordar un rasgo que ya ha llamado nuestra atención: el árbol no era sólo
«sabroso» y «seductor a la vista», sino también «codiciable para conseguir sabiduría» (3. 6). La bús
queda de conocimiento surge de las profundidades del deseo, seducido, embrujado y arrastrado
por la «mala finitud».
29. La difícil cuestión planteada por el papel del «árbol de vida» en todo este relato ha dado
origen a una inmensa bibliografía, que lo relaciona con otros textos del antiguo Oriente próximo.
Cf. Claus Westermann, Genesis. B iblischer K om m entar, p. 288s. Está claro que sólo el árbol de la
ciencia del bien y del mal desempeña un papel en el drama de la tentación y de la caída, de modo
que es plausible que la referencia final al árbol de vida en Génesis 3, 22 proceda de otra tradición.
Parece, no obstante, igualmente legítimo que deba tener cierto sentido teológico en un lectura ca
nónica. André LaCocque alude a la interpretación judía tradicional, según la cual el texto connota
irónicamente algo que no queda dicho, como «eso se creía el hombre» o «según el tentador». La in
terpretación que yo propongo no está tan lejos de esta tradición como podría parecer en principio.
Parte de la confrontación entre el hombre y Dios está en que aquél atribuiría celos a este último, tal
como atestigua, entre muy diversos mitos del antiguo Oriente, el mito griego de Prometeo. Puede
constituir otra paradoja irónica el hecho de que, desde el mismo momento en que el hombre pien
sa que puede vivir como un dios, tenga que morir como un animal. Este juego del deseo cargado de
fantasía se relaciona con la hermenéutica de la sospecha articulada por la serpiente.
mera condenación del deseo de no estar sometidos a límites y la sugerencia de
que los dioses no quisieron que los hombres fueran como ellos. Una vez que
los seres humanos nos hemos sentido responsables de nosotros mismos y de los
demás, la imagen del Dios que somos tiene que aparecer como lugar posible
de una rivalidad con lo divino. Esta rivalidad es quizás meramente una fantasía,
pero la fantasía es real. Es la culminación de la ambigüedad de la condición
humana en el ámbito de la separación.

L a FUNDACIÓN

Al privilegiar el tema de la separación -separación entre el Creador y la cria


tura, separación del ser humano dentro del ámbito de lo creado, separación del
hombre perverso de su hondura buena como criatura—, hemos esclarecido sólo
un aspecto de la idea de precedencia. Debemos considerar aún en qué sentido
los acontecimientos constitutivos de la historia primordial inauguran la historia
misma, primero en cuanto historia legendaria de los antepasados y luego como
historia tradicional de Israel en medio de las naciones30.
Esta segunda línea de interpretación la impone la Biblia tal como se nos pre
senta en su redacción final. Surge la cuestión de qué intención pudo haber presi
dido esta obstinada imposición de continuidad que la mayoría de exegetas atribu
ye al redactor yahvista, y que continúa levantando problemas para una lectura ca
nónica de la Biblia en lo que concierne a cualquier hipótesis histórico-crítica.
Disponemos de una transición entre el enfoque discontinuo, impuesto por
el status literario de los relatos sobre el comienzo, que los sitúa aparte de los rela
tos históricos, incluso de los legendarios, y el enfoque continuo impuesto por el
orden canónico del libro del Génesis, que constituye estos relatos en la prehis
toria de la historia, con dos características que surgen del primer planteamien
to. En primer lugar, se ha observado que, en lo que concierne al aspecto redac-
cional de Génesis 3, se mencionan tres comienzos, que podemos representar
gráficamente con tres círculos concéntricos: creación del mundo, creación del
hombre y creación/des-creación del mal. Son tres comienzos en el sentido de
que, en cada caso, se cuenta como algo que llega a ser desde una nada prece
dente. Alguien puede replicar que estos tres comienzos pertenecen todos ellos
a lo que ordinariamente llamamos creación, pero, ¿qué diremos entonces acer

30. En esto me adhiero a la afirmación central de André LaCocque según la cual el yah
vista, al situar la historia primordial en un plano de universalidad, hizo de su relato un verdade
ro «prefacio» de la historia particular de Israel. Esta tesis es correcta, aunque Génesis 2-11 proce
da de otra mano distinta de la de Génesis 12 o aunque el redactor de estos capítulos no tenga
presente más que la oposición entre maldición y bendición. La creación sigue siendo el comien
zo de la historia, una fuerza dinámica que opera dentro de la historia.
ca de todos esos otros comienzos relatados de Génesis 4 a Génesis 11, que,
pese al vínculo generacional que abarca las rupturas, se refieren a la aparición de
realidades, situaciones, relaciones y hasta instituciones desconocidas hasta ese
momento? Como ya hemos observado, la ruptura producida por la expulsión
del «jardín» no impide a la primera pareja proseguir su existencia en otra parte.
(El relato no anuncia la muerte de Adán hasta Génesis 5, 4-5). Y la exclamación
de Eva en Génesis 4, 1 -«he logrado un varón con la ayuda de Yhwh»- hace del
primer nacimiento un acontecimiento comparable a la aparición de la primera
mujer, recibido con un grito de júbilo parecido. Los relatos que siguen cuen
tan otros comienzos. Por ejemplo, la muerte de Abel cuenta ciertamente como
«el primer crimen entre hermanos», que complementa a su manera las expe
riencias iniciales de la humanidad. Bajo el signo de los cinco antepasados, las
genealogías que siguen hacen aparecer inventos no previstos en el Edén: la ciu
dad, la vida pastoril, los instrumentos musicales, la forja y hasta el culto. Se dice
de Enós, hijo de Set, que «fue el primero en invocar el nombre de Yhwh» (Géne
sis 4, 26)31. No hay necesidad alguna de pasar lista a todas las novedades rela
cionadas con el relato del diluvio o con el de la torre de Babel. Sí, se trata de
relatos de variado origen, que expresan intenciones distintas. Pero, desde el punto
de vista que estamos intentando adoptar aquí, todos tienden a constituir, por lo
menos en el plano de la redacción final, una cadena de comienzos que toma
dos juntos configuran la imagen de la humanidad en sus orígenes.
Esta cadena de comienzos prosigue, más allá del círculo ampliado de los
tiempos primordiales, hasta el mismo núcleo de los tiempos que podemos lla
mar, en sentido lato, tiempo histórico, en contraposición a estos tiempos pri
mordiales. Pierre Gibert habla de «comienzos relativos», con el fin de caracteri
zar dos grandes categorías de cosas que han de llegar a ser y que siguen a las ahora
mencionadas. La primera de estas categorías tiene que ver con los relatos que
se refieren al nacimiento de Israel como pueblo; la segunda tiene que ver con los
relatos vocacionales relativos a individuos, que Gibert vincula con los relatos de
anunciación. Observemos que los relativos referentes a lo que ha de advenir a
Israel se distribuyen en varios relatos de los orígenes: la llamada individual y
colectiva de Abraham, el paso por el Mar Rojo durante la huida de Egipto, el
paso del Jordán en el umbral de la tierra prometida. También los relatos voca
cionales son muy diversos, por propia naturaleza.
Pese a su multiplicidad, estos acontecimientos relatados deberían ser con
siderados primordiales. No tienen precedente alguno, en el sentido fuerte de este
término, entre todo cuanto los ha precedido. Y lo que es más, dibujan un encuen
tro cara a cara entre Dios y un socio humano: Abraham o Moisés, sin tercera

31. Tal como dice André La Cocque en su ensayo «Grietas en el muro» (véase antes), Yhwh
es llamado «el Dios de la humanidad».
Paul Ricoeur

parte implicada, y por tanto ¡sin testigos de ninguna clase! -se afirma que el acon
tecimiento ha ocurrido precisamente de esta manera y no de otra, sin ofrecer
ninguna justificación que pueda ser discutida. Por último, estos relatos sobre
comienzos relativos recurren al simbolismo del comienzo absoluto, como ates
tiguan dos relatos en particular, dos narraciones simétricas: el paso por el Mar
Rojo y la travesía del Jordán. Las aguas del Mar Rojo se presentan amenazado
ras igual que las aguas primordiales, pero son separadas tal como lo fueron las
aguas superiores e inferiores en el momento de la creación. Para los egipcios, el
desastre equivale a la «des-creación» del diluvio.
De este modo, se establece una relación entre lo que podemos llamar la
intersignificación entre comienzos relativos y absolutos32. Se trata incluso de una
relación circular entre comienzos, que tiende a eliminar la distinción entre comien
zo absoluto y relativo, una distinción que era extraña, como ya hemos observa
do, a la cultura del antiguo Oriente próximo. Todo comienzo es ab-soluto, en el
sentido más básico de no depender de lo que le precede. Por ello, los comienzos
de Israel y los de las llamadas proféticas parecen otros tantos desgarros del cur
so de la historia y de su continuidad. Esta relación circular asegura la transfe
rencia de los rasgos propios de la primera creación a cada nuevo acontecimien
to fundador y los eleva todos al status de acontecimientos de creación.
Esta paradoja de una multiplicidad de acontecimientos fundadores confir
ma mi comentario inicial sobre los prejuicios admitidos en los relatos de la crea
ción bíblica. Nunca se trata de la creación ex nihilo, el comienzo no es único por
definición y un acontecimiento primero no puede representarse por un punto
sobre una línea. Estos acontecimientos poseen una densidad temporal que exige
el despliegue de un relato33. En suma, la misma idea de creación surge enriqueci
da de esta especie de proliferación de acontecimientos originarios. Por esta razón
puede darse un sentido inicial a la noción de acontecimiento fundador, a saber,
la de que en él se expresa lo que podemos llamar la energía del comienzo. Lo que
circula entre todos los comienzos, gracias a la relación de intersignificación, y
gracias a la relación circular producida por los acontecimientos iniciales, es el po
der iniciador, inaugural y fundador de un comienzo. La continuidad que esta re
lación circular asegura a los acontecimientos fundadores puede compararse a la
de una línea que hace fluir por la cumbre de las montañas, de pico en pico la
energía del comienzo que circula por esta cadena de puntos elevados.
La idea de un acontecimiento fundador no se agota con esta representa
ción de una cadena de acontecimientos, cada uno de ellos fundador a su mane

32. Pierre Gibert habla aquí de «un complejo juego mutuo de fusión e intercambios» ( Bible,
mythes et récits de commencement, p. 36).
33. Si Westermann habla de Geschehensbogen (Genesis. Biblischer Kommentar, p. 259-267),
Gibert habla de «persistencia del comienzo» (Bible, mythes et récits de commencement, p. 103-113).
ra. Hay que añadir la idea de continuación, de algo que sigue, que nos permite
decir que el acontecimiento fundador comienza una historia. Esto es lo que está
en juego desde el comienzo de la exégesis propuesta por André LaCocque. Aun
siendo verdad que el acontecimiento fundador se distingue de la historia que
inaugura mediante una palabra específica, el comienzo no es comienzo a menos
que difunda lo que he llamado precisamente la energía del comienzo, no sólo
hacia otros comienzos homólogos, sino hacia la historia que inauguran estos
acontecimientos fundadores.
Aquí es donde es preciso reflexionar sobre el par de conceptos «empezar»
y «continuar». Esta reflexión es aquí tanto más oportuna cuanto que, en la Biblia,
comienzo es siempre hasta cierto punto promesa34o, por lo menos, exigencia de
continuación: la promesa de un mundo ordenado, o de una humanidad res
ponsable, de una gran descendencia, de una identidad común, o de una tierra
en donde habitar; una exigencia en forma de misión, de relato de llamada, la lla
mada que inaugura las pruebas de un destino las más de las veces abrumador.
Esta promesa y esta exigencia de una continuación se ven incrementadas con
la garantía de que lo que Dios ha comenzado lo continuará su gracia. Lo que la
Biblia llama fidelidad de Dios constituye el verdadero principio de continuidad
de la historia inaugurada por los acontecimientos fundadores.
De hecho, la conexión existente entre comienzo y continuación -por fami
liar que pueda habérsenos hecho en el transcurso de nuestra experiencia indi
vidual o colectiva—es bastante más sutil de lo que pueda parecer a primera vis
ta; en realidad, está llena de paradojas y enigmas.
La paradoja la presenta, en los términos que siguen, Pierre Gibert en la obra
que ya he mencionado. Pero para un sujeto reflexivo situado en la vida, en la his
toria de su pueblo, al final de la cadena de los seres vivos, «el comienzo es el lugar
que no puede ser comprendido, un lugar que es imposible percibir o experi
mentar como tal comienzo» (p. 8). El origen no pertenece siquiera a la memoria
que sondea en las profundidades pasadas de la experiencia. En ese sentido, es in
memorial. ¿Cómo alcanzar, pues, el origen empezando por en medio de la expe
riencia histórica, si no es reconociendo con p osteriorid a d a los hechos la fuerza
inaugural del origen en lo que continúa y perpetúa su energía inicial? En este sen
tido, la continuación atestigua el comienzo, pero sólo tras los hechos, en la au
sencia de cualquier testigo del comienzo. Si adoptamos el punto de vista de la
conciencia actual, la paradoja de «lo posterior» queda cautiva en la aporía de un
comienzo ilocalizable. Este comienzo se entrevé en el horizonte de un movi
miento regresivo que resigue a la inversa el tiempo y se pierde en un flujo de
comienzos relativos que, a su vez, retrotraen a un primer comienzo, que es, como

34. Jon Levenson ( Creation a n d the Persistence ofE vil, p. 17) da gran importancia a la pro
mesa que Dios hace a Noé, en Génesis 8, 21, de no maldecir ya más la tierra por causa del hombre.
ya queda dicho, inalcanzable. Esta manera de plantear el problema, partiendo
de la experiencia vivida, que es tanto psicológica como filosófica, es legítima a
condición de que la completemos con una consideración dirigida en sentido
opuesto. Corresponde aquélla al planteamiento del científico, ya sea del psico
analista que se vuelve hacia el origen de la vida psíquica (y de éste viene, por cier
to, la noción de «posterioridad», que utilizo aquí) o del historiador que inquie
re en el origen de este o de aquel pueblo, del antropólogo que busca los comienzos
de la humanidad, del biólogo que se pregunta por los comienzos de la vida, o
del cosmólogo que se atreve a hablar, en términos de la imagen de un b ig bang,
de la explosión que se supone ocurrió al «comienzo»35. No es irrazonable atribuir
al narrador de los relatos de la creación un tipo de conducta comparable a la
de estos científicos que buscan volver a un origen, partiendo de experiencias que
pertenecen a su propia esfera de observación36. Este modo de leer hacia atrás la
historia de los comienzos es plausible por lo menos en dos sentidos. En primer
lugar, da sentido a la afinidad, nada negligible, que relaciona el punto de vista
supuestamente «mítico» con el científico37. En segundo lugar, y para nuestra
investigación quizás sea esto más importante que lo anterior, esta vuelta a los orí
genes partiendo de la experiencia del presente clarifica hasta cierto punto la dia
léctica entre comienzo y continuación, a la que estamos intentando dar aquí sen
tido. No hablamos del comienzo más que tras el hecho que continúa. La función
inaugural del comienzo se reconoce en esta condición de «posterioridad».
Sin embargo, no podemos detenernos simplemente en este paralelo tra
zado entre la intencionalidad bíblica de los orígenes y la vuelta a los orígenes
de la perspectiva psicoanalítica, histórica, antropológica, biológica o cosmoló
gica. Este paralelo entre lo que pretende el narrador bíblico y lo que busca el
científico cobra sentido sólo si atribuimos al narrador bíblico una operación
de «proyección de los orígenes» desde la experiencia que comparte con sus
contemporáneos. Sin embargo, ¿cómo iba a configurar la auténtica idea de un
origen, si no le fuera ya familiar por los mitos, los himnos, los escritos sapien
ciales que, para él, están ya ahí y que le hablan de una condición humana y de
una situación cósmica presentes ya ahí antes de que fueran objeto de un relato?
La idea de este doble «ya ahí» dice más que la de «posterioridad», lo cual con
firma la primacía de un preguntar arraigado en el presente. Esto requiere un des-

35. Gibert (Bible, m ythes e t récits d e com m en cem en t, p. 58) remite a S. Weinberg, The First
Three M inutes: A M odern View o ft h e O rigin o ft h e Universe, Basic Books, Nueva York 1977.
36. Por esta razón Gibert ve un significativo paralelo entre la historia de Adán y Eva y la del
rapto de Tamar por Amnón, un relato que procede de la historiografía de la época de los reyes,
una experiencia contemporánea, por tanto, del narrador.
37. Gibert critica duramente el uso y el abuso del término mito en la historia comparada
de las religiones {Bible, m ythes et récits d e com m en cem en t, p. 92s). Cf. el rechazo de este término
en Jean-Paul Vernant, Le Temps d e la reflexión, Gallimard, París 1980, p. 21 s.
centramiento radical del sujeto. Mientras que el pensador actual vuelve al ori
gen partiendo de su experiencia, los relatos sobre los orígenes ejercen su función
inaugural y fundacional sólo determinando acontecimientos, «tras los cuales»
hay una historia que sigue. Consiguen esto, claro está, explotando recursos, de
por sí inmemoriales, de representaciones transmitidas que, por así decir, esque
matizan la ida de un origen. Gracias a esta preparación, que podemos llamar
«mítica», en un sentido amplio yen muchos aspectos impropio del término, los
relatos de los orígenes hablan del comienzo como aquello «a partir de lo cual»
hay una historia posterior.
Nos vemos enfrentados así a una paradoja con dos versiones de este «a par
tir de lo cual»: a partir de la experiencia presente y a partir de nuestro hablar
sobre el origen. Esta doble paradoja es inevitable. Por un lado, si dejamos de
hablar sobre el origen, no habría sentido alguno en hablar de una experiencia
presente de «proyección de los orígenes», individual o colectiva, psicológica, his
tórica, antropológica, biológica o cosmológica. Porque el origen ha sido siem
pre contado ya, por esto podemos, tras el hecho, formar el plan de volver hacia
él. Pero es verdad que esta conjunción de dos versiones del «a partir de lo cual»
hace surgir un conflicto interno, que explica el carácter tumultuoso de los acon
tecimientos fundadores. Hablar del origen, como hemos visto, supone recurrir
al uso de representaciones antropomórficas (engendrar, luchar, hacer, mandar),
heredadas de tradiciones insondables. Y lo que es más importante aún, hablar
sobre un origen sin testigos de ningún género sólo se justifica por sí mismo. Se
postula a sí mismo postulando el comienzo que narra. Este carácter de autorre-
ferencia indica el insuperable aspecto kerygmático de este discurso. Por esto,
hablar sobre el origen ejerce una función iniciática, inaugural y fundadora.
Por otro lado, la vuelta a los orígenes a partir de la experiencia presente,
incluso cuando en su búsqueda nos guiamos por el testimonio de un origen que
la precede, ha de ejercer una función crítica respecto de todas las representa
ciones que esquematizan cualquier discurso sobre el origen, y ha de ejercerla
en la medida en que la experiencia del narrador ofrece modelos cada vez más
refinados capaces de guiar la «proyección de los orígenes» y de llevar a la conje
tura de «cómo» ocurrieron.
Esto da fundamento a la respuesta de Pierre Gibert a la pregunta de por
qué hay distintos relatos sobre un mismo origen, cuestión que debe diferenciarse
de aquella otra que tuvimos en cuenta anteriormente sobre la multiplicidad de
los comienzos. Formando una secuencia con Génesis 2-3, Génesis 1 y 2 Maca-
beos 7, 25-2938, ve este autor un proceso de desmitologización creciente, que

38. «Como el joven no le prestara ninguna atención, el rey [Antíoco] llamó a la madre y
la exhortaba a que se convirtiera en consejera del joven, con el fin de salvarlo. Ante sus muchas
exhortaciones, aceptó ella el persuadir a su hijo. Se inclinó hacia él, y burlándose del cruel tira
atañe primero a los mitos cananeos que están en el horizonte de Génesis 2-3,
luego al conocimiento protocientífico de los babilonios del horizonte de Géne
sis 1, y luego a la completa erosión de toda representación del origen, bajo la
presión de la cultura helenística, en el horizonte de 2 Macabeos. La proyección
de los orígenes a partir de la experiencia contemporánea del narrador sería res
ponsable entonces de la purga progresiva de los relatos del origen en dirección a
un punto de fuga, donde el reconocimiento de la creación de todo por Dios
no podría apoyarse en ninguna representación y quedaría reducido a una con
dición de pura confesión de fe.
Creo que en esto necesitamos seguir a Pierre Gibert. Pero su reflexión crí
tica sólo asume un significado completo, si situamos el relato del origen en cada
caso en el cruzamiento de dos postulados: el de un origen del que hay que hablar
como aquello «a partir de lo cual» hay una historia posterior y el de la experiencia
de un narrador «a partir de lo cual» este narrador intenta representar el comien
zo en términos de un modelo que le resulta conocido39. Lo importante para todo
pensamiento o discurso relativo a los comienzos, al origen, es el conflicto entre
estos dos movimientos que surgen en este punto de cruce. Uno habla del origen
de un modo categórico, perentorio, kerygmático; el otro lo busca y, a la postre,
llega a la conclusión de que el origen es inalcanzable. Este último movimiento
parte de una conciencia actual, autocentrada, que busca su propio origen; el pri
mero parte del comienzo mismo, que descentra la conciencia y se impone como
estando ya ahí antes de que la conciencia vaya en su busca40. El supuesto reli
gioso aquí es que el origen mismo habla haciendo que se hable de él. El origen

no, díjole así en su lengua nativa: Hijo mío, ten piedad de mí, que te llevé en mi seno por nueve
meses, que te amamanté por tres años, que te crié, te eduqué y te alimenté hasta la edad que tie
nes. Te ruego, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra. Y viendo todas las cosas que en ellos hay,
sabe que Dios no las hizo de algo que ya tuviera ser; y que también la raza humana viene así. No
temas a este verdugo; sino que, haciéndote digno de tus hermanos, acepta la muerte, para que
en el día de su misericordia te vuelva y a encontrar con tus hermanos» (2 Macabeos 7, 25-29).
El resto de este capitulo cuenta cómo el hijo y su madre murieron sufriendo «tormentos que sobre
pasan toda medida» (véase Gibert, Bible, mythes e t récits d e com m encem ent, p. 142).
39. Podríamos preguntarnos si la intersección de estos dos «puntos a partir de los cuales»
no puede verse también, de un modo atenuado, en las formas científicas contemporáneas de la
búsqueda del origen. Nuestra ansiedad concerniente a nuestro origen, subrayada por el psicoa
nálisis, presupone, por lo menos, la certeza de que yo he nacido y, una vez nacido, que descien
do de mis padres, de mis antepasados; en pocas palabras, que tuve mi propio origen y que, en la
medida en que ocurrió, este origen es anterior a toda conciencia que pueda tener de él. Pregun
tamos de igual manera por los orígenes de la humanidad, de la vida, del mundo.
40. El fenómeno de ir tras los hechos (posterioridad), del que habla Gibert, se sitúa en la
intersección de los dos «principios a partir de los cuales». De otro forma Gibert no podría hablar
del «fondo último del acontecimiento», usando una expresión tomada del psicoanálisis, que hay
que contrastar con la «escena originaria». Cf. Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, D icciona
rio d e psicoanálisis, Paidós, Barcelona 1996, p. 123-124.
de las cosas y el del discurso coinciden en este punto. Esta coincidencia debe
entenderse como un don: el don del ser y de hablar del ser41. Partiendo de este
don, todo retorno al origen es posible, y está permitido y exigido, aun cuando
todo retorno tenga que acabar en lo insondable42.

T r a y e c t o r i a s .-
¿PENSAR LA CREACIÓN?

En esta sección, parte de cuyo título corresponde al de este ensayo, quisie


ra explorar varios caminos que me lleven a la empresa de pensar qué pueden
haber significado las diversas representaciones por cuyo medio Génesis y otros
textos de la Biblia hebrea hablan de la creación. No hay en realidad una ruptu
ra entre esta nueva investigación y las dos precedentes, mucho más cercanas a la
exégesis, por cuanto los relatos de la creación, incluso los más manifiestamente
arcaicos, llevan todos la señal de la reflexión de los sabios del antiguo Oriente
próximo, una de cuyas partes integrantes era Israel. Aunque estos sabios pien
san de un modo distinto a como lo hacen los griegos, muestran la misma curio
sidad, el mismo asombro, idéntica admiración, la misma voluntad de comprender
que los griegos, de los presocráticos a Plotino.
Nuestra investigación puede tomar dos direcciones43. Podemos preguntar
nos primero sobre el status de la realidad -cósmica o bien humana- en cuanto
criatura. En segundo lugar, partiendo de la criatura como hecho concreto que se

41. Está también la capacidad de los lectores de reconocer que fueron creados con una incli
nación hacia el mal. Esto es, como dice André LaCocque, la clave de la autoridad y credibilidad
de J. Siguiendo a 2 Timoteo 3, 16, podríamos llamarlo «inspiración» o theopneustia. También
LaCocque, con toda razón, junta la ausencia de audiencia de las palabras inquisitivas, el «¿dónde
estás?» de Génesis 3, 9, con la situación del lector de los relatos de la creación. «Todo cuanto
sabe el lector le viene de lo que el autor se preocupa de decir y de la manera como intenta decir
lo». Es verdad que compensa esta declaración con el siguiente comentario: « la «historia» que narra
/rebosa fuerza, porque, a pesar de su supuesta ausencia como destinatario, el lector está de hecho
presente en el conjunto y en el detalle. La lectora se reconoce en Eva; el lector, en Adán.» Este reco
nocimiento es la réplica requerida a los relatos de aquellos acontecimientos, a cuyo respecto Beau
champ y Gibert destacan que carecen de testigos en cuanto nos preceden.
42. Será útil concluir esta explicación con una nota sobre la discusión que Gibert inicia acer
ca de cómo se relacionan la teología y la ciencia en lo referente a la cuestión de los orígenes. Aunque
el narrador bíblico se acerca al científico en su búsqueda por el origen partiendo de su conocimien
to de la realidad presente, está solo en la intersección que forman lo ya dicho sobre el origen y la
búsqueda orientada hacia un origen en última instancia inabordable. El discurso que de ahí resulta
soporta el status paradójico de un discurso roto, ya pronunciado, pero siempre inadecuado.
43. La bifurcación de mi meditación es casi paralela a la propuesta por Pierre Gibert en
su obra La C réation. Por un lado, está el problema de un comienzo; por el otro lado, el de la
consistencia de lo real. Uso este término de «precedencia» como una manera de hablar de estas
dos caras del gran enigma de la creación.
corresponde con el acto creador, podemos plantear de nuevo la cuestión del sen
tido de la idea de precedencia que ha presidido nuestras dos secciones anteriores.
Según la primera línea de pensamiento, nuestra distancia de los textos anti
guos será especulativa y crítica. En cambio, según la otra manera de pensar
tendremos en cuenta los cambios importantes que el Nuevo Testamento y el
período patrístico introdujo en la idea de un comienzo y/o en la de origen.
Nuestro primer ciclo de reflexiones tiene como punto de partida la pre
gunta puesta al comienzo de este ensayo: si una teología de la creación puede ser
autónoma, pese a los estrechos vínculos que ha de mantener con una teología
de la salvación. Recientemente, esta cuestión ha recibido una respuesta global
mente afirmativa por parte del teólogo y exegeta alemán Hans Heinrich Schmid,
a quien debemos también una profunda investigación sobre la cuestión de la
contribución del yahvista en la composición del Pentateuco. Sin embargo, no
voy a tener en cuenta su D er Sogennante Jah w ist [El llamado yahvista], sino más
bien su libro, de 1974, El m undo d e l antiguo O riente en la teología d e l A ntiguo
T estam en té. Su tesis, en esta obra, es exegética y teológica a la vez. En el plano
exegético, Schmid subraya la solidaridad del pensamiento hebreo con su mar
co cultural en el antiguo Oriente próximo. En el plano teológico, afirma que el
tema teológico de la creación no es más que la expresión de una «manera cós
mica de pensar», que ha de ser aceptada como el Gesamthorizont, el horizonte
global, de la teología bíblica45. De aquí el subtítulo de su libro: Schdpfug, Recht,
Heil, creación, ley, salvación. Pensar la creación como una obra que ha sido hecha
y recibida es pensar en considerar detenidamente la profunda unidad que liga
tres órdenes u ordenaciones (O rdnungen), en el plano cósmico, político y jurí
dico, con la mirada puesta en la salvación como retorno al orden en cada uno
de estos diferentes registros.
Me vuelvo hacia esta obra en este estadio de mi investigación, porque Schmid
piensa que nuestras aspiracionesvcontemporáneas de justicia provienen del
mismo tipo de pensamiento sobre el orden que, pese a su arcaísmo, ha de poder
encontrar una aplicación habitual precisamente por la vía de estas aspiraciones46.

44. Hans-Heinrich Schmid, A ltorientalische Welt in d er alttestam entlichen T heologie, Theo-


logische Verlag, Zúrich 1974.
45. Schmid llega hasta decir que el tema paulino de la «justicia de Dios» pertenece al mis
mo «horizonte general» que nos permite denominar «nueva creación» al nuevo orden cósmico e
histórico inaugurado por la resurrección.
46. Al no haber un exacto encaje entre la «justicia de Dios» y la del mundo, sólo el primer
término «nos autoriza a hablar coram deo de la justicia del mundo» (Schmid, A ltorientalische Welt,
p. 29). «Todo el pensamiento humano... tiene que ver con la cuestión de la correcta comprensión
del mundo y de sus órdenes y, por lo mismo, con la cuestión del derecho y la justicia en el senti
do más amplio de estos términos» (ibídem). En un nota, admite Schmid que es verdad que esta
O rdnungsthematik es un «segundo grado de abstracción del intérprete» (n. 45).
Pero, ¿puede concebirse una posible teología de la creación sólo con la idea
de orden, aun cuando esta idea se entienda como ordenación? Quisiera propo
ner tres correcciones a esta idea de creación en cuanto realidad ordenada.
En primer lugar, necesitamos hablar de la contingencia del orden47. Para
decirlo brevemente, pensar lo real como un todo -en cuanto comprende huma
nidad y mundo—en cualidad de criatura es concebirlo como un obra, como algo
hecho. Esto implica una paradoja. Por un lado, tenemos que destacar el aspec
to ya instituido de la creación como un todo, y esto va contra dos tendencias
características de la modernidad (tal como Pierre Gisel destaca en su La Créa
tion}. La primera de ellas, que apareció en tiempos de Galileo y Descartes con la
matematización de la realidad física, lleva a eliminar cualquier opacidad de lo
real y a reducirlo a un modelo matemático, homogéneo con ciertas operacio
nes del pensamiento características de la mente humana; la segunda tendencia
característica lleva a constituir al sujeto pensante en centro del universo de sig
nificado48. Pensar en los términos del orden del mundo, volviendo a Schmid,
es un llamamiento, en el plano cósmico, a la irreductibilidad de lo real a las repre
sentaciones que la mente humana pretenda atribuirle y, en el plano antropoló
gico, a una pasividad y receptividad que nieguen la hybris del sujeto soberano,
poniéndolo de nuevo en su sitio, el que ocupa un ser humano situado dentro de
una creación que le precede. Este doble llamamiento ha encontrado una favo
rable aceptación en muchos críticos contemporáneos de la modernidad49.
Sin embargo, no debemos perder de vista el otro lado de esta paradoja refe
rente a la creación, si no queremos convertir este pensar sobre el orden en un
verdadero ídolo. Pensar en términos de la idea de la creación no es lo mismo que
pensar en términos de la idea de orden. Es, de un modo más fundamental, pen
sar la creación como una génesis; esto es, concebir el orden mismo como un
acontecim iento. Tanto en el lenguaje del antiguo Oriente próximo como en el de
la Biblia hebrea, la idea de una irrupción súbita sin precedente alguno del orden
cósmico y humano se comunica a través de representaciones tan diversas como

47. Me remito de nuevo a la tesis central de Pierre Gisel en La création. Hablando de los
textos bíblicos y de cómo se aceptaban durante la patrística y la época medieval, este autor decla
ra: «Hemos descubierto que lo que allí sucede, en todo caso, es la interacción entre una génesis y
algo positivo, y debemos tener muy en cuenta la mutua irreductibilidad de estos dos términos
y la recíproca necesidad que se muestran el uno al otro» (p. 241).
48. Este doble llamamiento halla amplio eco en el conjunto de críticas contemporáneas de
la modernidad -en Husserl, Heidegger y Gadamer, por ejemplo- que buscan redescubrir los valo
res concretos de una experiencia del mundo, que se resistiría a la total matematización de la natu
raleza.
49. Pierre Gisel halla una aproximación teológica y filosófica del significado pretendido por
la doctrina bíblica de la creación en el concepto tomista de «acto de ser» y en la primacía que este
concepto implica de estar por encima de la esencia (cf. La Création, p. 148-167). Volveré sobre
este problema más adelante en mis observaciones sobre Éxodo 3,1 4: «Yo soy el que soy.»
la lucha contra el caos, como una fabricación casi artesanal, o como la eficacia
de una palabra que llama, ordena y hace existir. El significado que transcurre por
estas representaciones es siempre el mismo: hay un hacer, un acto en el origen
de lo que hay. Esta idea le resulta difícil a la razón aceptarla y mantenerla. Requie
re entretejer las ideas de contingencia y necesidad y decir, casi de un modo míti
co, que la necesidad es obra de un acto contingente, y por lo mismo no nece
sario, un acto sin razón o precedente. Si, no obstante, unimos las ideas de necesidad
y contingencia bajo la de «ordenación», podemos preguntarnos si la idea de orden
de por sí no asume un sentido más dinámico que estático, en particular cuan
do pasamos del plano cósmico al humano del derecho y de la justicia. Incluso
si, siguiendo a Schmid, mantenemos correctamente que, no obstante, la idea de
orden demanda justicia, tampoco este orden designa una obra acabada, sino más
bien una obra todavía en proceso; un proceso enfrentado a la injusticia del mundo.
Aquí hace acto de presencia un segundo ciclo de problemas y dificultades.
En un artículo sobre la teología de la creación, Schmid se refiere a la dis
cordancia (Diskrepanz) entre el orden de la creación y la experiencia histórica del
mal. Esta discordancia asume la forma de un conflicto abierto si, dentro del cam
po de una supuesta teología de la creación, extendemos la idea de orden del pla
no cósmico al plano ético-jurídico, y si, por lo mismo, incluimos la idea de
justicia en la de orden. Se abre entonces un hiato entre la «justicia» o la «recti
tud de Dios» y la injusticia del mundo. Entonces podemos preguntarnos si, por
el simple hecho de añadir la noción de justicia a la de creación en el sentido cós
mico restringido del término, no introducimos, en el mismo núcleo de la idea
de orden, un aspecto de fragilidad, un aspecto que altera el carácter inicial
mente tranquilizador de la idea de orden, y que lo hace en mayor medida que la
mera idea de contingencia del orden, en la que sólo parece ponerse en cuestión
el origen de este orden. Aquí, en cambio, se cuestiona la misma ocurrencia del
orden, su eficacia, como si en el «considerar detenidamente el orden cósmico»,
de Schmid, estuviera originariamente implicado un cierto elemento de amenaza.
Aún más; mientras que la idea de discordancia parece implicar un desafío
que viene de fuera, la idea de fragilidad sugiere una vulnerabilidad intrínseca al
orden mismo.
Varios rasgos con los que la Biblia describe la creación sugieren esto últi
mo. En primer lugar, los redactores finales del Pentateuco conservaron Génesis
2-3 y situaron esta narración inmediatamente detrás de Génesis 1, cuyo tono
tranquilizador, por no decir triunfalista, pone discretamente en entredicho. Géne
sis 2-3 sólo narra la creación del hombre con la finalidad de preparar el escena
rio para un relato ejemplar, al que Claus Westermann da el título de «crimen y
castigo». En segundo lugar, tal como una serie de comentaristas han señalado,
la sombra de Génesis 3 se proyecta retrospectivamente en Génesis 2. Por ejem
plo, la prohibición, presentada inicialmente como una estructura del orden ere-
ado, y que proporciona a Schmid una razón para juntar «creación, justicia y sal
vación», aparece retrospectivamente, desde la perspectiva de Génesis 3, como la
ocasión de la caída. Y el relato pasa gradualmente, por medio de la astucia asig
nada a la serpiente, de la obediencia a la tentación y de ésta a la caída. Bien pue
de decir Schmid que la retribución surge, con todo, de pensar un orden que, tras
ser alterado, es restaurado, aunque queda la posibilidad de que el mal parezca
como inscrito en la estructura ética de la creación. ¿Pues qué sentido tiene una
prohibición que no suponga una alternativa entre obediencia y desobediencia?
¿Y no es el árbol de la ciencia el árbol de esta alternativa, comoquiera traduzca
mos el conocimiento del bien y del mal?50
Esta vulnerabilidad del orden en su forma ética nos invita a su vez a pre
guntarnos si, entre todos los modelos de creación que puede diferenciar una tipo
logía cuidadosa, no es precisamente el de la creación, concebida como una lucha
entre fuerzas contrarias, el que mantiene mayores afinidades con el tipo de fra
gilidad que la falta originaria transforma en delitos actuales. Hay aquí, a primera
vista, una paradoja turbadora: ¡Qué! ¿Habían de ser las representaciones más
«arcaicas», las más «típicas» y las más «bárbaras» las que mejor dieran razón de
la solidaridad extraña y subterránea que parece haber entre el aspecto del mal
que ya está ahí y el aspecto dramático de la creación?
Esto es lo que, a mi entender, da tanta fuerza al libro de Jon Levenson, Cre-
ation a n d the Persistence ofE vil, [La creación y la persistencia del mal], que adop
ta el tema del «dominio» más que el del orden, y hasta más que el del orden como
ordenación, como tema central. La resistencia al orden no se reduce entonces
desde buen comienzo a una idea de una rebelión secundaria y extrínseca, redu-
cible en última instancia al mal humano, al pecado. Esta resistencia, expresada
con la frase «la persistencia del mal», aparece por el contrario como inherente a
la creación, en esencia vulnerable y frágil.
La base exegética de esta concepción profundamente dialéctica de creación
se desarrolla de la siguiente manera. En vez de distinguir los modelos de crea
ción como hace Westermann, esto es, creación por generación, por lucha, por
fabricación artesanal y por la palabra, Levenson los distribuye en términos de
una escala de grados y modalidades de resistencia de las fuerzas que son hosti
les a una creación bien ordenada y benéfica para los seres humanos. El primer
resultado de esta investigación es que las diversas teologías de la Biblia pueden
alinearse entre aquellas concepciones en que las fuerzas del caos permanecen
incólumes y siempre amenazadoras —incluso tras la victoria sobre el caos, como

50. Cf. el planteamiento introducido por Claus Westermann sobre el sentido bíblico de
la expresión «conocimiento del bien y del mal» ( Genesis. B iblischer K om m entar, p. 328-338). ¿Es
una cuestión de discernimiento moral en el sentido preciso del Deuteronomio o, más bien, de
sabiduría práctica basada en una frase evasiva sobre lo que se discute? Mi tesis es que ambas inter
pretaciones reflejan la fragilidad del orden.
vemos en Salmos 104, 6-9, Job 38, 8-11, Salmos 74, 12-17—y la concepción de
una victoria sin resistencia, como en Génesis 1, y que incluso aquí las huellas del
mito de un combate con el caos no se han borrado del todo51.
La segunda lección de Levenson es que en períodos de aflicción se evoca la
omnipotencia de Dios, como testifican los salmos de lamentación. Los tiem
pos de infelicidad se sienten como aquellos en los que Dios duerme, como tiempos
de latencia, del retraimiento de Dios como podríamos decir hoy día. A veces el
salmista implora, recordando «otros tiempos», que Dios se despierte. En oca
siones se proyecta la victoria de Dios hasta tiempos escatológicos. Como dice
Levenson, no hallamos una «fe absoluta en la bondad últim a de Dios, sino más
bien una fe cualificada en su bondad próxim a» ( Creation a n d the P ersistence o f
Evil, p. 45).
Un tercer tema es la seguridad de que la bondad originaria y final de la cre
ación descansa en la confianza en la fidelidad de Dios; es decir, en el juramen
to divino, que halla su modelo en el juramento que Dios hizo, tras el diluvio, de
no destruir nunca jamás su creación52.
La última lección es que la creación sin resistencia, la que ejemplifica Géne
sis 1, encuentra su sentido en un contexto esencialmente litúrgico, como atesti
gua la referencia al Sabbat, que parece realmente ser el polo organizador de
este texto inaugural. El conflicto, con todo, no queda resuelto. Ahora se insinúa
entre nuestra confianza litúrgica en la omnipotencia de Dios y nuestra expe
riencia diaria de la persistencia del mal.
Debemos observar un último punto, no por último menos importante. Si
la fidelidad de Dios a la alianza es la única garantía de que Dios finalmente pre
valecerá contra las fuerzas del mal, la contribución de los seres humanos a esta
victoria final es la m itzvah -la acción buena y justa. Toda la ética judía se halla
así movilizada como una especie de mediación entre la fragilidad de la crea
ción y la persistencia del mal.
Debemos ahora considerar la afinidad que, por eso mismo, se sugiere entre
las fuerzas hostiles inherentes al proceso de creación y el mal humano. La lec
ción de Génesis 2-3 no es ciertamente que tengamos que confundir fragilidad y
acción mala, finitud y culpa. El origen del mal se presenta aquí más bien como
algo distinto y, en definitiva, enigmático. Esta es la razón por que hemos habla
do acerca de un tercer ciclo de acontecimientos fundadores, distinto de los que

51. No parece que el vacío informe de Génesis 1, 2 haya sido creado, como tampoco las
aguas que están aparte ni, de un modo especial, las tinieblas comprendidas en la luz. Pero nin
guna de estas teologías se refieren a la creación ex nibilo.
52. El juramento y la fidelidad que comporta indica la suma cercanía de la teología de la
creación y la de la alianza, que se refuerzan mutuamente. Según la primera, Dios vence el caos;
según la última, la fidelidad de Dios es la única seguridad de que el caos será finalmente venci
do, como lo fue en el origen, y de que el tiempo de la aflicción es transitorio.
se refieren a la creación de la humanidad y de los que tienen que ver con la cre
ación del mundo.
Pero, entonces, si el origen del mal no es el mismo que el de la fragilidad
constitutiva de la creación, nos asalta otra perplejidad referente a la semejanza
que Schmid propone entre creación y orden. Tiene que ver con la consistencia
de la misma secuencia que su exégesis propone como creación, justicia, salvación.
Una teología de la creación que quiera reunir en un solo pensamiento, la
idea del orden cósmico, los tres términos de creación, justicia y salvación se ve
superada por las fuerzas que llevan a disociar la creación, en cuanto aquello
que adviene al mundo, de la justicia que requiere el ser humano y de la salva
ción proyectada en el horizonte escatológico de la historia. En este sentido, la
creación puede ser el «horizonte circundante» del campo teológico, pero no pue
de serlo en el sentido de englobar sus diversos temas. ¿Por qué no? Porque el cam
po teológico no puede totalizarse. Nuestras experiencias más básicas en los tres
dominios que Schmid quisiera unificar -e l de la física, el de la ley y la ética y el
de la esperanza de salvación- llevan de hecho a romper con cualquier intento de
forjar un concepto totalizador.
El punto crítico es el siguiente. Ya no sabemos cómo podemos pensar la
«justicia de Dios», sea como estructura de la creación del mundo sea como exi
gencia de organización el campo práctico, esto es, el campo de la acción humana.
De entre todos los conceptos a que se refiere Schmid, y con los que termina su
ensayo, es ciertamente el de «justicia de Dios» el que se nos ha vuelto más enig
mático. Si la justicia de Dios pertenece al mismo tipo de pensamiento que la
creación y la salvación, tendremos que decir que hemos abandonado el terreno
en donde esta conexión es todavía concebible. Pero, ¿somos los únicos en haber
nos convertido en extraños a este tipo de pensamiento totalizador? ¿Acaso el anti
guo Oriente próximo y la sabiduría judía no lanzaron los primeros ataques con
tra esta especie de pensamiento totalizador? ¿Y no se lanzaron estos primeros
ataques en el terreno exacto en que el orden cósmico revelaba su fragilidad, la
experiencia y el enigma del mal? La irreductibilidad de la lección de Génesis 2
a las ambiciones totalizadoras de Génesis 1 ya atestigua esto. Sí, la idea de un
orden cósmico debe mantener su intención glo bal izado ra. Pero esto sólo lo con
sigue situando la problemática del mal bajo el signo de la retribución, en la
que todo sufrimiento debe purgar por algún pecado. Ésta es, ciertamente, la con
cepción que los profetas de Israel intentaron inculcar al pueblo judío. De hecho,
la doctrina de la retribución es esa concepción que gobierna usque a d nauseara
en la historiografía deuteronómica, donde los gobernantes de Israel son siempre
juzgados y condenados por una sola infracción, la del primer mandamiento. Pero
si hay que hablar de esta teología totalizadora, ¿qué sentido podemos dar a los
salmos de lamentación o a la protesta de Job? Y aunque Job finalmente se incli
na ante Dios, resignado a un orden que le sobrepasa, queda su pregunta, mucho
más fuerte que su repuesta final. Esta pregunta es indicio de la constitución de
la idea de orden como aglutinadora de las ideas de creación, justicia y salvación.
La injusticia del mundo constituye un hecho tan masivo que el presunto víncu
lo entre la idea de justicia y la de creación pierde casi toda su pertinencia. La
creación continúa quizás siendo el horizonte circundante, pero cesa de ser la idea
abarcante que pudiera identificarse con la idea de orden.
En el análisis final, hablamos de creación, justicia y salvación en términos
que suponen distintos modos de pensar. Esta grieta entre pensamiento cosmo
lógico, pensamiento ético-político y pensamiento escatológico es quizás uno
de aquellos rasgos por cuyo medio la experiencia histórica de Israel se destaca
contra el trasfondo de «ideas sobre el orden cósmico», que siguió compartiendo
con sus vecinos del antiguo Oriente próximo.
Quiero ahora señalar dos importantes puntos del largo camino que lleva
a los argumentos de la filosofía clásica y moderna sobre las ideas de un comien
zo o de un origen. Hablo de comienzo u origen para poder tomar en conside
ración una discusión que jugará un considerable papel en filosofía, que tiene que
ver con la distinción entre la idea de un comienzo, tomada en el sentido res
tringido de un comienzo temporal (esto es, el primer término de una serie suce
siva de acontecimientos, estados o sistemas) y la de un origen, tomada en el sen
tido de una fundación, en un sentido atemporal del término. Como puede verse,
esta discusión prolonga la bifurcación que hemos tenido en cuenta en el plano
exegético entre el aspecto separado de la historia originaria y la función funda
dora de los acontecimientos que la comprenden.
Recordemos la fórmula de Génesis 2, 4b: «Cuando Dios hizo la tierra y los
cielos, no había aún...». Nada se decide aquí en cuanto al sentido temporal o
atemporal del acontecimiento en cuestión. Y lo mismo parece aplicarse a la
fórmula de Génesis 1,1: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra», que los
principales intérpretes judíos, como Rashi, Buber y Rosenzweig leen en térmi
nos de Génesis 2, 4b como «[Cuando] al principio Dios creó los cielos y la tie
rra, la tierra estaba vacía y no tenía forma». El lexicón griego aportó un concepto,
el de arkhé, que tendía a subordinar la noción de comienzo en sentido tempo
ral a la de origen en el sentido atemporal de fundación. A su vez, el griego arkhé
pasó a ser en latín prin cipiu m , como puede verse en la primera traducción de
la Biblia al latín y en la Vulgata de Jerónimo: in prin cipio Deus... ¿Qué hay que
entender por en arkhé, o por in p rin cip io? El sentido de Génesis 1 de lo que va
primero, bere’sit, lo que es principal o primordial, «excelente». El sentido de la
preposición es dinámico: «en vista de/por la excelencia, creó Dios...»
Aquí es donde interviene la más importante decisión teológica, la decisión
de asimilar este «principio» a la Palabra. El prólogo de Juan viene naturalmen
te a la mente, como réplica explícita del Génesis: «Al principio ya existía la Pala
bra / y la Palabra estaba junto a Dios /y la Palabra era Dios. / Ella estaba al prin
cipio junto a Dios. /Todo llegó a ser por medio de ella / y sin ella nada se hizo
de cuanto fue hecho»53. Esta asimilación entre comienzo y Palabra tiene evi
dentemente antecedentes hebreos en los escritos sapienciales, donde la casi
personificada sabiduría se asocia a una mediadora en la obra de la creación54, y
la idea de un comienzo se combina con la de un origen gracias a las obras asig
nadas a la sabiduría, elevada de esta forma al rango de un co-creador. El texto de
la carta a los Colosenses es especialmente digno de ser tenido en cuenta al res
pecto: «Primogénito de toda criatura [indicación temporal del comienzo] porque
en él fueron creadas todas las cosas [indicación temporal del origen]» (1, 15). La
duda o, si prefiere el lector, la sobredeterminación que hace posible escribir
«comienzo y/u origen» estaba ya presente quizás en la beth de be reíit de Géne
sis 1,1. Sin embargo, sea cual fuere el trasfondo de esta polisemia latente de «al
principio», la decisión de asimilar ambas expresiones «al principio» y «en Cris
to» (o «por» Cristo) resultó crucial para el futuro de la teología cristiana. El sen
tido temporal de comienzo no quedaba excluido del todo, pero se subordinaba
virtualmente al sentido atemporal de origen entendido como fundación.
Con todo, la concurrencia entre el sentido temporal de «comienzo» y el
sentido atemporal de «origen» iba a ser subrayada una vez más, durante el perí
odo patrístico, con ocasión de la disputa con los filósofos griegos, tenaces defen
sores de la eternidad del mundo. La tesis de la eternidad del mundo parecía
incompatible con la doctrina de la creación en la medida en que aparentemen
te suponía también la autosuficiencia del mundo. En estas circunstancias, los
apologistas cristianos y los fundadores de la teología patrística tendían a unir la
idea de creación con la de comienzo temporal, a modo de contrapunto, por así
decir, de la idea de una fundación/origen. Al afirmar que el mundo no había
existido siempre, estos pensadores cristianos confirmaban que había sido crea
do en un momento determinado del tiempo, un día determinado. Pero, ¿qué
decir del tiempo anterior a este acontecimiento inicial? Sus oponentes se mofa
ban preguntando: «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Holgazaneaba,
ese Dios omnipotente? ¿Y por qué ese Dios omnisciente decide crear el mundo
en un momento dado y no en otro? ¿De qué podía carecer ese Dios, que nada
necesita?» Éste es el debate que heredó Agustín cuando se dispuso a comentar
los primeros versículos de Génesis en los libros X y XI de las Confesiones.
Es importante notar que su primera observación fue la identificación ya
señalada entre comienzo y prin cipio. «Oiga yo y entienda que al principio [in

53. No debemos perder de vista la proclamación que acompaña a este himno en la carta a
los Colosenses: «El es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fue
ron creadas todas las cosas» (1, 15).
54. «Yhwh me creó al comienzo de su acción,/ antes que sus obras más antiguas./ Desde
la eternidad fui yo formada, / desde el comienzo, antes que la tierra...» (Proverbios 8, 22s).
Paul Ricoeur

prin cipio] hiciste \fecistí\ cielos y tierra» (XI, iii [5]). Hablar del comienzo es
hablar de la «palabra»: «Por tanto, hablaste tú y fueron hechas las cosas. Con
tu palabra las hiciste» (XI, v[7])55. Así desde el principio, tenemos fuertemente
relacionada la idea inicial de un comienzo temporal con la de fundación/origen.
La primera oposición que entonces se impone está entre las cosas que pasan,
incluidas nuestras propias palabras, y la Palabra eterna. Esto no quiere decir que
se deja de lado la cuestión de un comienzo temporal, sino más bien que en lo
sucesivo se abre a una solución inteligible: la primera respuesta que ha de darse
al adversario que quiere saber qué estaba haciendo Dios al crear cielos y tierra,
dirigida a los maniqueos y a quien se ampare en el plano formal de la contra
dicción, es: «no hacía nada» (XI, x ii[l4 ]). En efecto, si hubiera estado hacien
do algo, significaría que estaba creando algo. La segunda respuesta de Agustín,
dirigida más bien a los neoplatónicos, toca el corazón de nuestro problema, por
que es la misma noción del «antes» la que es puesta en cuestión, en cuanto el
tiempo como un todo fue creado junto con el resto de cosas creadas. «Tú hicis
te todos los tiempos y eres antes de todos los tiempos. Por consiguiente, no hubo
un tiempo en que no había tiempo... No había “entonces” [tune], donde no exis
tía el tiempo» (XI, xiii[15]).
De este modo, la noción de precedencia adquiere un significado definido
que pone en marcha nuestra investigación. Pero ya no es la prioridad de una his
toria primordial, sino la precedencia de la eternidad, la eternidad de Dios y de
su Palabra, con relación al tiempo. «Aunque tú eras antes del tiempo, no le
precedes [praecedis] en el tiempo... Precedes a todos los tiempos pasados con la
excelencia de tu eternidad siempre presente» (XI, xiii[16]). El sello de sucesión
temporal, que las constricciones del relato imponían todavía a la noción bíbli
ca y del antiguo Oriente próximo de historia primordial, ha desaparecido. El
vocabulario de anterioridad puede mantenerse —«Tú hiciste todos los tiempos y
eres antes de todos los tiempos» (ibídem)-, pero la anterioridad significa ante
cedencia, esto es, trascendencia de la eternidad con relación al tiempo. Con más
precisión, la trascendencia del tiempo sobre la eternidad recibe de Agustín la sig
nificación exacta de una oposición entre un presente que subsiste -esto es, un
presente sin pasado ni futuro—y un presente humano, que, como muestra la con
tinuación del Libro XI, 14-29, padece la «distensión» entre un presente del pasa
do, que es memoria, y un presente del futuro, que es esperanza, y el presente del
presente, que es intuición o atención.
Con todo, está la necesidad de dar cabida a un comienzo temporal del mun
do. Agustín no tuvo más remedio que hacerlo ante aquellos que defendían la

55. Agustín, C onfessions, trad. por Henry Chadwick, Oxford University Press, Nueva
York 1992, p. 223 y 225 [trad. cast.: Confesiones, trad. de Pedro Rodríguez de Santidrián, Alian
za Editorial, Madrid 1999; las citas en el texto se toman de esta edición. Nota d e l traductor\.
eternidad del mundo. Por esta razón, tras diversas interpretaciones de la expre
sión «al principio Dios creó cielos y tierra» de las que se ocupa san Agustín, aca
ba diciendo «otro, finalmente, entiende las palabras “en el principio Dios creó
el cielo y la tierra” como que Dios -en el principio mismo [in ipso exordio] de su
hacer y obrar—hizo...» (XII, xx[29]). Podemos comprender por qué habla Agus
tín de este modo. Si las cosas creadas son cambiantes y mutables, son finitas,
como lo es el tiempo total de su curso. Por consiguiente, el mundo tiene un
comienzo, pero un comienzo dentro del tiempo creado. Este comienzo, por tan
to, no ha de producir ya perplejidad, puesto que es idéntico al comienzo d el tiem
po, el cual, tomado como un todo, es una dimensión de la creación, y por lo
mismo también criatura. La cuestión del comienzo no queda, por tanto, aboli
da; sólo simplemente exorcizada. Y es exorcizada, porque el p rin cipio es origen
en el sentido de una fundación para las cosas temporales, derivadas de las cosas
eternas, es decir, de Dios y de su Palabra.
Debemos a este debate uno de los más vigorosos y perspicaces intentos de
poner en orden los varios sentidos aceptados de «antecedencia»: prioridad en la
eternidad (como en el caso de Dios con relación a las cosas); en el tiempo (como
en el caso de la flor respecto del fruto); en la preferencia (como en el caso del fru
to en relación con la flor); por origen (como en el caso del sonido respecto del
canto) (XII, xxix[40]). Como admite Agustín, con inmenso candor, el primero y
el cuarto de estos cuatro órdenes de prioridad son los más difíciles de entender.
¿Por qué el primero? Porque es necesario precisar bien la paradoja de un Dios in
mutable que crea cosas mutables. ¿Y por qué el cuarto? Porque la idea de un ori
gen expresa una prioridad meramente lógica, en tanto que nuestras palabras, las
de la enarm tio de las Confesiones, se despliegan en sucesión. De aquí que, para
concluir, diga Agustín: «Que en esta diversidad de opiniones —todas ellas ciertas-
la misma verdad haga nacer la concordia. Que nuestro Dios se apiade de nos
otros “y usemos de su ley como ella misma pide”, pues se ordena al servicio de la
caridad pura, que es su fin» (XII, xxx[4l]). ¡Una admirable lección de generosi
dad hermenéutica!56

56. Cf. Confesiones, XII, xxiii(32) y xxvi(36) sobre la pluralidad de las interpretaciones en
curso. Queriendo interpretar la intención de Moisés, a quien se le atribuyó la Torá entera, Agus
tín concede que «Cuando escribió “Al principio”, podía estar pensando en el comienzo inicial del
proceso del hacer [in ipso exordio]» (XII, xxiv[33]). Éste es el lugar en que recuerda que la verdad
es inseparable de la caridad.
Para concluir estas consideraciones exegéticas, teológicas y filosóficas, qui
siera apelar al testimonio de un pensador judío actual, Franz Rosenzweig, en
su The Star o f R edem ption [La estrella de la redención]57. Esta obra es pertinen
te en dos aspectos. En primer lugar, comienza con una crítica absoluta a toda
idea de totalidad, de todo sistema en el que Dios, mundo y humanidad —los tres
«objetos» propios de la metafísica clásica—sean sus distintos elementos. A este
respecto, Hegel es el paradigma de ese tipo de pensamiento totalizador. No quie
ro decir que en Hegel se trata del mismo tipo de totalidad que la que atribuye
H. H. Schmid al pensamiento del antiguo Oriente próximo y, de aquí, al anti
guo Israel. Sin embargo, en la medida en que este pensamiento arcaico es recons
truido por exegetas y teólogos de nuestro siglo, deben éstos «repensar» la idea de
orden cósmico de los babilonios y de los hebreos con la ayuda de la conceptua-
lidad disponible en su propia época. Aquí es donde el pensamiento hegeliano de
totalidad se convierte en un paso obligado para quien intente restaurar un con
cepto, incluso un concepto arcaico, de totalidad. Y aquí es donde la demolición
llevada a cabo por Rosenzweig de este pensamiento se muestra ejemplar. Tras
este esfuerzo, el pensador se queda con los miembros desarticulados de una tota
lidad rota: un Dios desconocido, un mundo que se explica sí mismo y una huma
nidad absolutamente entregada a la tragedia del mal y de la muerte. Y sobre estas
ruinas Rosenzweig reconstruye, no un sistema, sino una red, uno de cuyos nudos
se llama creación, revelación y redención. Por la creación, Dios se exterioriza en
un mundo, pero se habla de él sólo en tercera persona y en discurso narrativo.
Por la revelación, Dios se dirige a un alma individual y le dice «¡ámame!». El diá
logo nace cuando alguien es interpelado así. Por la redención, una esperanza se
nos abre: una comunidad histórica.
¿Es éste un sistema nuevo, construido sobre una cierta oscura totalidad?
No, porque la segunda idea importante de Rosenzweig, en la que quisiera con
centrar las reflexiones finales de este ensayo, se formula de la siguiente manera.
Años antes de la publicación de El ser y e l tiempo, de Heidegger, Rosenzweig ha
entendido que el vínculo entre creación, revelación y redención no se debía a un
modo lógico de pensamiento, sino a una temporalidad profunda, irreductible
a una cronología o a una representación lineal. Si se tratase de un tiempo en suce
sión, tendríamos que decir que creación, revelación y redención no se suceden
una a otra a lo largo de una misma línea. Se trata más bien de un secuencia de
estratos. La redención -la utopía, si se prefiere- constituye el nivel más elevado;
la revelación, el nivel medio, mientras que la creación corresponde al nivel infe

57. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por William W. Hallo, Holt, Rinehart
and Winston, Nueva York 1970.
rior. La nueva «manera de pensar» a que apela Rosenzweig tiene algo del encan
to de una arqueología de los tiempos bíblicos. Esta temporalidad profunda hace
justicia a las discontinuidades que marcan el paso de una temática a la siguien
te. Entre el comienzo, que es el tema tanto de la exteriorización de Dios como
de las palabras que éste pronuncia, y la llamada continuada con la que Dios enta
bla diálogo con el alma rebelde y obediente y, de nuevo, entre el diálogo con el
individuo humano concreto y la llegada de los acontecimientos históricos que
indican el crecimiento del reino, no hay ninguna totalidad.
El vínculo temporal no destruye esas fracturas; las incorpora a una verdad
que no puede expresarse más que a través de las tres figuras de la creación, la re
velación y la redención. Hay un tiempo de creación, el tiempo del pasado in
memorial; un tiempo de revelación, el del coloquio entre el amante y el amado;
y un tiempo del reino, ese tiempo que siempre está viniendo. Rosenzweig recu
rre cuidadosamente a subtítulos que indican esto: «La creación o la perpetua
fundación de las cosas». La creación, en este sentido, está siempre detrás nues
tro. El comienzo no es un pasado anterior, sino un comienzo incesantemente
continuado. En cuanto al presente de la revelación, el hoy del gozo del amante
y del amado, no es un presente que pasa, sino simplemente una transición en
tre el futuro de la esperanza y el pasado de la memoria. Como indica el subtítu
lo de Rosenzweig: La revelación o «el incesante renacer del alma». Este «ince
sante renacer» prolonga la «perpetua» fundación de las cosas. Y en lo que toca
al futuro del reino, el subtítulo dice de nuevo «La redención o el futuro eterno
del reino».
De este modo, Rosenzweig puede ayudarnos a pensar tanto la fractura
del orden, tal como fue pensada quizás por los sabios del antiguo Oriente pró
ximo y, tras ellos, por los sabios de Israel, como la recomposición de lo que ya
no merece ser denominado orden, ni siquiera «ordenación», sino más bien algo
parecido a una unidad rítmica, mas accesible a una mediación existencial que a
un especulación filosófico-teológica. El lugar de la creación en esta unidad rít
mica es el de lo que «siempre está ya ahí». Con este título podemos hacer justi
cia a la interpretación antagónica que hemos estado considerando: separación
del origen en aquellos relatos que tienen que ver con un tiempo no coordina-
ble con el tiempo de historia alguna; la irrupción de múltiples comienzos que
inauguran una historia o unas historias, que dan continuidad y sentido a estos
comienzos fundadores. Pero, además, la idea de un pasado inmemorial nos ayu
da a entender nuestras dos maneras de plantear el «origen»: una que parte del
origen en el nombre de una palabra que carece de testimonios, y la otra que par
te de la experiencia y procede para atrás, tras el hecho, en dirección a un comien
zo inabordable.
Por último, para unir el final con el punto de partida, que fue también el
de André LaCocque, podemos afirmar que la teología de la creación no consti
Paul Ricoeur

tuye ni un apéndice a la teología de la redención ni tampoco un tema inde


pendiente. El siempre-ya-ahí de la creación no puede entenderse independien
temente de la futuridad perpetua de la redención. Entre ambas se intercala el
eterno ahora del «¡ámame!». Quizás sea en este ahora eterno donde surge la pro
clamación del «yo soy el que soy», objeto futuro de otra de nuestras empresas
conjuntas.
Éxodo 20, 13
NO MATARÁS

ANDRÉ LACOCQUE

UN ESTUDIO SOBRE LA LEY APODÍCTICA DE ISRAEL,


SU ALCANCE Y SUS LÍMITES A LA LUZ DE GÉNESIS 22

El origen de la ley en Israel es una cuestión muy debatida. Hay claramen


te una prehistoria previa a los inicios de su desarrollo, tal como lo describe
Rolf Knierim:
Ai formular las leyes y coleccionarlas en corpora escritos, la comunidad
por consenso parece... consentir en una leyb&st futura para los tribuna
les, y no ya en la sucesiva transmisión de decisiones tomadas por los tri
bunales... Se convierte así en una comunidad constitutiva de legalidad, una
comunidad basada en la ley en lugar de, y/o además de, ser una comuni
dad basada sólo en fallos consuetudinarios1.
En principio, la comunidad goza de una autoridad absoluta. Decide por
sí misma sobre la autoridad absoluta o relativa de una decisión, pudiendo ser
esta última, según los casos, arbitrada o adjudicada. De modo que, desde el
comienzo, debe quedar claro que las leyes llamadas por Albrecht Alt y Martin
Noth «casuísticas» no son por naturaleza relativas, en contraste con otras leyes
llamadas apodícticas o absolutas; es más bien que se centran en un caso, dife
renciándolo de otros.
Al parecer hay dos caminos para llegar hasta los orígenes de la ley en Israel.
Uno de ellos se ha convertido en la vía regia por su insistencia en los conceptos
de alianza y tratado. En oposición a esta vía, Erhard Gerstenberger ha sugerido
con gran figor otra: la ley habría tenido su marco constitutivo original en la sabi
duría de tribu. Vale la pena revisar una tras otra, aunque sea de un modo bre
ve, ambas propuestas.

1. Rolf Knierim, «Thinking Biblical Law», en Semeia, 45 (1989) 17.


L e y Y TRATADOS

La forma original de tratado procede probablemente de Mesopotamia, pues


los hititas no semitas —los otros candidatos a creadores del modelo de tratado-
utilizan términos semíticos como riksu, alianza, y mamitu, juramento. El primer
tratado que nos ha llegado se encuentra en la «Estela de los buitres» (antes de
2500), en Sumer. El segundo es el tratado de Naram-Sin (ca. 2280) en Acad.
Estos antiguos tratados muestran dos formas y pertenecen a dos tipos. El trata
do puede hacerse entre socios en plano de igualdad; se trata entonces de un «tra
tado en paridad» -por ejemplo, el famoso tratado cerrado entre Hattusil III y
Ramsés II {ca. 1280). Pero el acuerdo más generalizado es que se realiza entre un
soberano y un vasallo.
La estructura del tratado «sumerio» o «hitita» puede reconocerse en los tex
tos bíblicos, las más de las veces de un modo fragmentario. En el Decálogo, por
ejemplo, sólo hay tres de las seis partes usuales. Las otras tres pueden verse en
otros pasajes (lo que hay que poner en el arca en Éxodo 25, 16; la lectura a inter
valos regulares en Deuteronomio 31, 10-13; cf. Éxodo 24, 7; la invocación de
testigos en Deuteronomio 4, 26; 30, 19; 32, 1; las maldiciones y las bendicio
nes de Levítico 26 y Deuteronomio 28). Podemos encontrar, claro está, una
explicación convincente de la ausencia de uno o más elementos del tratado con
siderándolos implícitos en un determinado documento israelita. Así, para Wal-
ter Beyerlin, la forma apodíctica del Decálogo implica maldiciones y bendicio
nes2. Este planteamiento es de mucho alcance. Establece directamente que el Sitz
im Leben del Decálogo es el complejo del Sinaí. De este modo, pese al escepti
cismo de los eruditos alemanes anteriores (en especial de Gerhard von Rad) en
cuanto a una supuesta ausencia de unidad entre Éxodo y tradiciones sinaíticas,
Beyerlin insiste en que, fundándose en la estructura de tratado, así como en las
pruebas de una designación común de Yhwh como el Dios del Éxodo, Sinaí y
Éxodo no pueden separarse. El Éxodo es el relato narrado, mientras que el com
plejo del Sinaí aporta lo que hay de expresión aliancista en el acontecimiento.
Podemos comparar esta opinión con la de Walther Zimmerli, para quien la
Ley deriva de la alianza, cuya proclamación es, encarnada en la celebración litúr
gica3. De aquí que los profetas predicaran partiendo de esta base. En cambio,
Dennis McCarthy cree que la interpretación de Zimmerli es demasiado unila
teral. Piensa, con Gerstenberger (véase luego), que actuaban también aquí las

2. Walter Beyerlin, Origins a n d H istory o ft h e O ldest S inaitic Traditions, trad. por S. Rud-
man, Basil Blackwell, Oxford 1965.
3. Walther Zimmerli, The Law a n d the Prophets: A Study on the M eaning o ft h e O íd Testa-
ment, trad. por R.E. Clements, Harper and Row, Nueva York 1965.
tradiciones de familia y escuela, no sólo los imperativos sagrados. D. J. McCarthy
reacciona igualmente contra el aspecto implícito de los elementos sugerido por
Beyerlin, pues estas cosas no están nunca implícitas en los tratados que han lle
gado hasta nosotros4.
Por su parte, Jon D. Levenson se deja también impresionar por los para
lelos bíblicos que ofrece el tipo «hitita» de tratado5. Dice:
La teología del Pentateuco está profundamente imbuida del idioma
del tratado de vasallaje del Oriente próximo: Yhwh... obtiene de Israel un
compromiso jurado de observar las estipulaciones que él impone... Casi
igual norma puede detectarse en la literatura mitológica, del Enuma elis,
por ejemplo... los dioses aceptan de buen grado y con buen talante la rea
leza de su heroico salvador.
Además, añade, hay una «curiosa dialéctica de autonomía y heterono-
mía» (p. 143), según el modelo del tratado de vasallaje que el vasallo pacta libre
mente. No aceptarlo, es nada menos que un suicidio. No hay alternativa real.
No obstante, el soberano debe granjearse a su vasallo (p. 144). Pero precisamente
«el elemento de cortejo media entre autonomía y heteronomía» (p. 144). En
resumen, «aquellos que están sometidos a la obligación de la alianza por natu
raleza y necesidad son continuamente llamados a adoptar esta relación por libre
decisión» (p. 148). La Biblia subraya la «necesidad de una renuncia continua a
la autonomía». Pero «nadie puede alcanzar la heteronomía de la voluntad por
sólo un acto de voluntad; la voluntad no puede conseguir su propia extinción».
Por otro lado, como dice Michael Wyschogrod, «un esclavo totalmente esclavi
zado es un objeto inanimado»6.

4. D. J. McCarthy, Treaty and Covenant: A Study in Form in the Ancient Oriental Documents
and the Oíd Testament, Analecta Biblica, Roma 1963.
5. Jon D. Levenson, Crearían and the Persistence ofEvil: The Jewish Drama of Divine Omni-
potence, Harper and Row, San Fracisco 1988, cap.l 1: «La dialéctica de la teonomía de la alianza».
6. Cf. Shir ha-shirim R. 8, 2 (obediencia, pero no esclavitud); Misnd AbotG, 2, sobre Éxo
do 32, 16: R. Yehoshua b. Levi dice no leáis harut (grabado), sino hérut(libertad). Cf. David Banon:
«La loi gravée est chemin de liberté», en La lecture infinie (Seuil, París 1987), p. 33, n. 2. Michael
Wyschogrod: comunicación personal; véase también The Body o f Faith, God in the People Israel,
Harper and Row, San Francisco 1989.
Le y y sa bid u r ía t r iba l

En mi opinión, el planteamiento dialéctico de Levenson enfoca la cuestión


correctamente. Dígase lo que sea sobre los orígenes de la ley en Israel, el con
cepto de «alianza» es central y tiene un carácter único en el próximo Oriente
antiguo. Gerstenberger, como ya hemos observado, toma no obstante sus dis
tancias con relación al paradigma del tratado hitita7. Recuerda que todo docu
mento de tratado no es más que el resultado del acuerdo entre las partes, y que
todo documento de este tipo lo redacta sólo una de las partes. Por consiguien
te, no debemos considerar estos documentos aisladamente. El tratado expresa la
dependencia y la obligación mutuas entre los socios, que se llaman a sí mismos
«hermanos», incluso cuando la situación social de cada uno de ellos es distinta.
Esa fraternidad se dirige contra un enemigo común: «Mi enemigo (amigo) es tu
enemigo (amigo), y tu enemigo (amigo) es mi enemigo (amigo).» Las estipu
laciones del tratado parecen establecerse por mor de «exigencias, deseos y obli
gaciones particularizadoras dentro de la amistad establecida» (p. 42). Las frases
condicionales superan notoriamente en número cualquier otra forma de expre
sión (de rara ocurrencia). Apuntan a casos de emergencia y aportan soluciones
para este tipo de posibilidades futuras. Deben, con todo, distinguirse de la ley
casuística, que contemplaría retrospectivamente un crimen potencialmente come
tido. Dicho de otra forma y para destacar lo más importante, las estipulaciones
se imponen para proteger la alianza, que siempre va antes. No son «nada por
derecho propio... llenan el vacío que hay entre el comienzo y el final de una alian
za» (p. 46).
En contraposición a este modelo, los enunciados apodícticos del Decálo
go no son estipulaciones de la alianza8. En las estipulaciones de los tratados, no
hay terceras personas u otros grupos (como el prójimo en el Decálogo). Los man
damientos, por el contrario, están para corregir la conducta social. Se concen
tran en la Biblia hebrea en unas pocas colecciones: Exodo 20, 7-17; 22, 17- 23,
9; Levítico 18-19; Deuteronomio 22, 1-12; 23, 1,16-26; 24, 8-22; 25, 13-159.

7. Erhard Gerstenberger, «Covenant and Commandment», en Jou rn a l o fB ib lica l Literatu-


re, (1965) 38-51.
8. Cf. D. J. McCarthy, Treaty a n d Covenant, p. 32s y 158s. Además, en Oíd Testament Cove
nant: A Survey ofC u rren t O pinions (John Knox, Richmond), p. 57, escribe: «los orígenes de la ley
apodíctica y, por lo mismo, del Decálogo deben buscarse en otra parte, no en los tratados».
9. Walter Harrelson se queja (en The Ten C om m andm ents a n d Human Rights, Fortress Press,
Filadelfia 1980, p. 21) de que «Gestenberger ha subestimado el significado de los diez manda
mientos como colección». Se trata, dice, de una lista única de diez mandamientos sin paralelo
alguno en al antiguo Oriente próximo. Su crítica se dirige a la tesis principal de Gerstenberger
según la cual el marco original de la ley israelita debe verse en la Sabiduría.
No tienen carácter cultual. Incluso en el caso de las exhortaciones centradas en
el culto10, como por ejemplo Exodo 20, 2-6, el uso de la primera persona del sin
gular para designar a Dios es secundario; tampoco son cultuales, sino que «refle
jan la vida de los cuerpos civiles» (p. 48), cf. Éxodo 20, 7s; Levítico 19.
Gerstenberger continúa negando que la ley apodíctica deba tener un esti
lo unificado. Lo que es común a las leyes apodícticas es su estilo «prohibitivo»,
pero esto no es exclusivo de Israel y, además, no resulta adecuado para una cere
monia cultual y de la alianza. Procede este autor a llenar el vacío que él mismo
ha creado y argumenta a favor de una «ética tribal» (Sippenethos). «Los manda
mientos apuntan a un orden dado al hombre, no creado por contrato... Los man
damientos presuponen un orden social anterior a todo comienzo histórico y, por
tanto, no es un tema de reflexión... [Con los mandamientos, el hombre] acep
ta las reglas heredadas para su sociedad... universales e intemporales» (p. 49).
En otras palabras, el marco original de la ley está en la sabiduría familiar
y se refleja en la literatura sapiencial. Las exhortaciones éticas de Proverbios 3,
27-30 («No rehúses... No maquines... No litigues...») no son «leyes apodícticas»,
pero son, según el modelo común a todo el antiguo Oriente próximo, pres
cripciones morales para proteger a la sociedad (cf. las enseñanzas de Amene-
mope y Ani, o las de Merikaré)11. «No sacerdotes ni profetas, sino padres, cabe
zas de tribu, hombres sabios» las decretaron (p. 50). Algunas de estas prescripciones
y prohibiciones recibieron un marco cultual secundario y fueron adoptadas como
normas de la conducta social buena, exigida por las liturgias de iniciación.
Pero esto no llegó a ser una condición general. «Sólo una muestra representati
va de los mandamientos alcanzó esta condición» (p. 51). Por esta razón (pese a
la opinión de Beyerlin reseñada anteriormente) no se observan bajo juramento
o maldición. Los mandamientos se dan al hombre. Los juramentos, de hecho,
contemplan una posible ruptura de la fidelidad, y por esto van acompañados de
maldiciones. Gerstenberger escribe: «Los términos que expresan maldición o
juramento pueden representar toda la relación de la alianza» (p. 45).
En concordancia con Gerstenberger, Jacques Leclerq y Pierre Buis insisten
en el paralelo existente con confesiones negativas de Mesopotamia y Egipto
(cf. la segunda Tablilla Surpu y el Libro d e los m uertos 12512: «El Decálogo recu
rre a toda la sabiduría oriental, en especial a la de Egipto, así como a las tradi
ciones de los nómadas»)13.

10. Por ejemplo, la advertencia de que el uso impropio del Nombre pone en peligro a la
comunidad entera.
11. James B. Pritchard (ed.), A ncient N ear Eastern Texts R elatin gto the O íd Testament, Prin-
ceton University Press, Princeton 1969, p. 34s. Citado de ahora en adelante como ANET.
12. Ibídem.
13. Pierre Buis y Jacques Leclercq, Le D eutéronom e, Gabalda Salutis, París 1963, p. 65.
Quizás debamos dar la última palabra a Moshe Weinfeld, para quien el uso
en el Deuteronomio del tratado de vasallaje procede de sofisticados círculos ofi
ciales, esto es, de escribas del entorno de Ezequías y Yosías, un ambiente didác-
tico-sapiencial. «Ellos liberaron la fe israelita de su carácter mítico, el culto
religioso de su acento ritual y las leyes de la Torá de su carácter estrictamente
legalista»14.

Le y y a l ia n z a

Pero debemos ir más allá. Todo cuanto precede concierne sólo a los oríge
nes remotos de la Ley en Israel. No hemos arrojado luz alguna sobre la sorpren
dente originalidad del Decálogo en el marco de la relación de alianza entre Dios
e Israel. En primer lugar, la forma negativa de la mayoría de las Diez Palabras no
las convierte en una «confesión negativa». La comparación que suele hacerse en
tre el supuesto modelo egipcio y el Decálogo suena a veces como la que se hace
entre manzanas y naranjas. Gerstenberger, por ejemplo, cita Isaías 33 y se remite
a este texto, desde el versículo 13s, en apoyo de su teoría sobre la sabiduría, pero
el versículo 8 habla específicamente de la alianza y sus estipulaciones. De forma
parecida, no se refiere a Salmos 50, pese al evidente interés del salmo con relación
a la «correcta» comprensión de la Ley y del sacrificio contra un trasfondo cul
tual15. Es verdad que, de acuerdo con Harmut Gese, por ejemplo, Salmos 50 data
del siglo IV a.C.'6, pero incluso como ejemplo tardío del cambio de lo sapiencial
a lo cultual, la evolución en los marcos legales es importante. En el marco textual
actual (Sitz im Wort), la relación entre Ley y alianza es inconfundible. Hay, por
ejemplo, una asombrosa relación en los textos entre promesa y mandamiento. El
mejor ejemplo lo ofrece la tierra prometida que requiere ser conquistada. En esta
cuestión, incluso la sexualidad, de acuerdo con P, es cumplimiento de un man
damiento divino que es a la vez promesa a la humanidad.
Por esta razón Walther Zimmerli insiste en el «íntimo encuentro —dialéc
tico- con “el Dios de Israel”, que es absolutamente único. Pero la solidaridad...

14. Moshe Weinfeld, «Deuteronomy: The Present State of Inquiry», en Jou rn a l o fB ib lica l
Literature, 86 (1967) 262.
15. Gerhard von Rad, The Problem o f the H exateuch, p. 22-25, llama la atención sobre el
claro paralelo que existe entre Salmos 50, 7 y Éxodo 20, 2 (cf. Salmos 50, 17: disciplina del
socio en la alianza); Salmos 50, 17-20 y todo el Decálogo (v. 18 // Éxodo 20, 15, v. 18b // Éxo
do 20, 14; v. 20 // Éxodo 20, 16). Véase también Salmos 81 (v. 8-9 // Éxodo 20, 3-4; v. 10 //
Éxodo 20, 2).
16. Hartmut Gese, «Psalm 50 und das Altestestamentliche Gesetzesverstandnis», en Johan-
nes Friedrich, Wolfgang Póhlmann y Peter Stuhlmacher (eds.), Rechtfertigung. Festschrift fu r Emst
Kaseman, J.C.B. Mohr, Tubinga 1976, p. 52-77.
se basa en una llamada inequívoca a la obediencia concreta a los mandamientos
de Yhwh»17. Zimmerli remite a Éxodo 34, 27s, donde se nos dice de un modo
específico que el concepto de alianza se funda en las «[Diez] Palabras»; y tam
bién a Josué 24, que muestra una clara asociación entre alianza y Ley. Zimmer
li, por tanto, concluye que debe rechazarse la perspectiva de que «alianza y ley
son fundamentalmente conceptos distintos (Gerstenberger)» (p. 55). «Josué les
impuso hóq u-mispat, estatutos y normas (Josué 24, 25; cf. Éxodo 15, 25) al cul
minar la conquista. Ahora bien, «todo don implica siempre un elemento de obli
gación»18. La relación dialéctica de estos dos términos se confirma por el hecho
de que la libertad es vista en el ámbito de una «alianza», berít, palabra que pue
de significar también mandamiento, especialmente en los libros deuteronómi-
cos (véase luego). «En una fase tardía de la redacción, el Decálogo de Éxodo 20,
2-17 fue deliberadamente puesto a la cabeza de los mandamientos», para que
toda «responsabilidad» en Israel fuera una «respuesta» a Dios (p. 110).
Como contraste, pero dentro de la misma perspectiva, «el Deuteronomio
desplaza toda la proclamación de la ley del comienzo del período del desierto a
su final», asociando de este modo la Ley con el don de la tierra. La Ley se hace
así a las claras parte de las grandes bendiciones con que concluyen los tratados
en el antiguo Oriente próximo. Un mandamiento supone promesas para el futu
ro. La obra del deuteronomista ejemplifica este principio. Es una alternancia
entre lo que Dios promete y cómo se cumple la promesa, combinando la gra
cia de Dios con la obediencia de Israel19. Los modos verbales del Decálogo des
tacan este punto. Están menos en imperativo que en indicativo, en la con
fluencia de una promesa condicional y otra incondicional. La fidelidad de Israel
a la alianza corresponde a la gracia de Dios. Cuando aparece esta correspon
dencia, no se arruina, por así decir, el designio de la gracia divina y alcanza su
objetivo. Por ello, «Tú no...» [dejarás de cumplir] es la garantía de que verda
deramente «nosotros no...» [dejaremos de cumplir], siempre y cuando —como
dice D—nosotros desempeñemos nuestra parte en la relación yo-tú que esta
blece la alianza entre ambas partes. Desde esta perspectiva, el telos histórico es
alcanzado no sólo por obra de Dios (la gracia) o la del hombre (cumplimiento),
sino por la conjunción de ambas; pero esto es también manifestación de la gra
cia divina.
De aquí que el planteamiento de von Rad sea por lo menos en parte correc
to. Dice: «A partir de este fundamento legal, [se desarrolló] una relación en cues-

17. Walther Zimmerli, O íd T estam ent T h eology in O utline, trad. por David E. Green,
John Knox Press, Atlanta 1978, p. 53s.
18. Como dice Dietrich Bonhoffer: «Gabe ist Aufgabe» [el don es un deber],
19. Véase Robert Polzin, Moses a n d the D euteronomist, The Seabury Press, Nueva York 1980,
pássim.
dones que atañen a su vida común»20. De este modo, alianza y Ley se relacionan
tan íntimamente que, en el Deuteronomio y en el deuteronomista, «alianza»,
como dijimos antes, significa también mandamientos (von Rad, O íd Testament
Theology, vol. 1, p. 147). Pero ahora es preciso especificar las «cuestiones que
atañen a la vida común», y podemos ya discernir una estrecha relación entre Ley
y relato en la conciencia de Israel. Lo cual dicta a Calum Carmichael el título de
su libro21. Nos advierte este autor de que «las leyes tanto en el Deuteronomio
como en el Decálogo surgen, no como una respuesta directa y práctica a las con
diciones de vida y culto en el pasado de Israel, como casi universalmente se
sostiene, sino de un escrutinio de los documentos históricos acerca de estas con
diciones. El vínculo está entre ley y relato literario, no entre ley y vida real» (p.
17). Este vínculo, prosigue, no ha de sorprendernos. El Decálogo se incrusta en
un relato, lo mismo que las leyes dadas a Noé (p. 18). El episodio de Jacob luchan
do con el ángel termina con una norma dietética en Génesis 32, 32. La escuela
deuteronómica responsable de las leyes deuteronómicas es también el redactor
de la historia deuteronómica; y así sucesivamente.
La importancia de la tesis de Carmichael reside en su énfasis puesto en el
carácter literario de la relación entre dos géneros literarios, el narrativo y el pres-
criptivo. Así se respeta el Sitz im Wort. Y así también se respeta la intertextuali-
dad entre decir y mandar (cf. Génesis 1, 3,28; 2, 16, etc.). Quisiera sólo insis
tir en el carácter mutuo de esta relación. No hay sólo un movimiento
unidireccional del género narrativo al prescriptivo. El relato no aporta sólo una
trasfondo histórico (arqueológico), que muestra las aplicaciones de la Ley como
praxis histórica; apunta también a una teleología, por cuanto la Ley está rodea
da por todos lados por el proceso orientado de la relación entre Dios y el hom
bre. Este punto será decisivo en la última parte de este estudio. Esto significa
que, aunque universalmente la ley es por definición atemporal, aquí paradóji
camente deja atrás su atemporalidad y se vuelve opción histórica. El relato remi
te a los lectores a lo prescriptivo y lo prescriptivo los envía de nuevo a lo narra
tivo. En esta especie de juego de pimpón, el relato ejemplifica la norma y la
norma eleva el precepto al nivel de paradigma. No sólo hay en los textos canó
nicos de la Biblia una proximidad física entre ambos géneros, sino que la críti
ca literaria atribuye a las mismas fuentes literarias, J, E, D, P, tanto los docu
mentos legales como los relatos.

20. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper
and Row, Nueva York 1962, p. 130. «Todo lo que no puede remitirse a una relación interhuma
na representa, no la forma superior, sino la perennemente primitiva de la religión»: Emmanuel
Lévinas, Totalité et Infini, Martinus Nijhoff, La Haya 1968, p. 52.
21. Calum Carmichael, Law a n d N arrative in the B ible: The E vidence o ft h e D euteronom ic
Laws a n d the D ecalogue, Cornell University Press, Ithaca 1985.
Pero debe quedar dicho, con Carmichael, que primero es el relato. La éti
ca precede a la Ley; primero es el mandamiento, luego la ley. Esta última no care
ce nunca de fundación histórico-existencial. Tórdh quiere decir orientación, esti
lo de vida, educación, «pedagogía» (cf. el uso que Pablo hace del término en
Gálatas 3, 24s). Como tal, la ley es interpretación y es susceptible de cambiar
por interpretación. Como dice Mieke Bal, «la ley ...[es una] institución paradó
jica ... sujeta a interpretación por sujetos q u e están sujetos a ella... Representa los
actos performativos de interdicción (de la transgresión) y de promesa (de inter-
subjetividad social), orientados al futuro; representa también el acto constata-
tivo de con sign ar (la transgresión en el pasado)»22. Podemos también suscribir
la opinión de Moses Mendelssohn acerca de que el Estado instituye leyes, mien
tras que la religión expresa mandamientos, por cuanto le interesa la interioridad
y el pensamiento. Pero nadie ha expresado con mayor claridad la diferencia entre
mandamiento y ley que Franz Rosenzweig, cuando dice: «El judaismo no es ley;
crea ley, pero no se identifica con ella; el judaismo consiste en ser judío»23. Por
ello, dice Rosenzweig, «la ley tiene que vérselas con el tiempo, con un futuro,
con la duración. El mandamiento sólo sabe de momentos»24. Y en otra parte pro
sigue diciendo: «Dios no es dador de leyes; sino de mandamientos. Sólo por la
manera como los observa, cambia el hombre en su inercia los mandamientos en
Ley, en un sistema legal con parágrafos»25. El proyecto esencial de la fe judía no
es el cumplimiento de los 613 mandamientos que los rabinos computaron en
toda la Escritura. «Por tanto, sea mucho o poco o quizás nada lo hecho, poco
importa ante un único precepto inevitable, el de que todo lo que se haga vendrá
de este poder interno [de lo divino]. Así como el conocimiento de todo lo cono
cible no es todavía sabiduría, tampoco hacer todo lo factible es aún acción. La
acción surge en el límite de lo meramente factible, donde la voz del mandamiento
hace que salte la chispa del “debo” al “puedo hacerlo”»26. Ronald Miller lo dice

22. Mieke Bal, L ethal Love: F em inist Literary R eadings o fB ib lica l Love Stories, Indiana
University Press, Bloomington 1987, p. 79. La autora prosigue diciendo que, en la ley, «no hay
presente, el sujeto está solo». Contrastaremos esto con lo que sigue con relación a Franz Rosenz
weig.
23. Franz Rosenzweig, B riefe u n d Tagebiicher, ed. por Edith Rosenzweig y Ernst Simón,
Schocken, Berlín 1935, vol. 1, p. 762.
24. Franz Rosenzweig, The Star o f Redem ption, trad. por W. W. Hallo, Beacon Press, Bos
ton 1972, p. 177.
25. Franz Rosenzweig, On Jew ish L earning, ed. por Nathan Glatzer, Schocken, Nueva
York 1965, p. 166.
26. Ibídem, p. 86. Ronald H. Miller, D ialogue a n d D isagreement. Franz R osenzweigs Rele-
vance to C ontem porary Jew ish-C hristian Understanding, University Press of America, Lanham, MD
1989, p. 17, dice juiciosamente: «Pero, con todo, así como la información almacenada puede abrir
la puerta de la sabiduría, así también la profusión de la observancia judía puede ser el comienzo
de una vida de fe».
de esta manera. «El enunciado legal que se interpreta en tercera persona (“se le
prohíbe a...”) puede transformarse en la realidad dialógica del mandamiento
(“has de...”)27-

Le y y c ó d ig o s

Contra este trasfondo, una comparación con los sumamente desarrollados


sistemas legales de las naciones vecinas -tan breve como pueda ser esta compa
ración en este estudio parcial- deja bien claro que la ley bíblica no es un códi
go legal, si este término implica generalidad y sistematización. Especialmente
intensa fue la influencia legal de Mesopotamia sobre el conjunto del antiguo
Oriente próximo; se prolongó durante unos dos mil años, por lo que es com
parable con la influencia que tuvo el derecho romano en el mundo occidental.
Existen paralelos entre los tipos de legislación mesopotámica e israelita, pero la
diferencia de espíritu es aún más sorprendente. En el famoso código de Hamu-
rabi, por ejemplo, la aplicación de la ley varía con las clases sociales. Pero es espe
cialmente en el ámbito del castigo donde se aprecia una enorme distancia entre
ambas concepciones de la justicia. Según las provisiones penales de los asirios,
la muerte de un hijo se castiga con la muerte del hijo del homicida, práctica que
contrasta con su expresa prohibición entre los israelitas (cf. Deuteronomio 24,
16). Debe subrayarse también a este respecto, en Mesopotamia, la mutilación
del cuerpo, la falta de interés por el menos favorecido en la sociedad o la pena
capital por violación del derecho de propiedad. «La vida humana es barata, pero
la propiedad vale mucho», dice Nahum Sarna28. En cambio, laTorá nunca impo
ne la muerte por este tipo de crímenes. Para ella, es de máxima importancia el
carácter sagrado de la vida humana.
Esto llevó a Sarna a una caracterización de lo que enfáticamente denomi
na innovaciones israelitas29. Primero, no hay, fuera de Israel, alianza alguna entre
Dios y un pueblo entero. Segundo, la alianza se encarna en un relato que le da
sentido y es inseparable de ella. Tercero, la aplicabilidad del Decálogo es uni
versal, para nada condicionada a consideraciones temporales. Cuarto, y quizás
sea esto lo más importante, «este panorama contrasta fuertemente con la situa
ción del mundo antiguo, donde los legisladores son reyes, príncipes y sabios.
El rey y el Estado son el origen de la ley, su sanción y la autoridad que le da
respaldo.» A esto hay que añadir que, aunque los dioses quieren que la huma

27. Ibídem, p. 67.


28. En estas explicaciones me siento en deuda con Nahum M. Sarna, ExploringExodus: The
H eritage o fB ib lica l Israel Schocken, Nueva York 1986.
29. Ibídem, p. 140s.
nidad tenga buenas leyes, «no se les concibe exigiendo comportarse de acuerdo
con las leyes morales» (p. 141).
En Israel, por el contrario, hay la convicción fundamental de que la Ley es
voluntad de Dios y norma de Dios, no de cara a una justicia humana, sino a una
divina. La Ley es un reflejo del ser de Dios. Por esta razón los preceptos del Decá
logo son incondicionados y apodícticos. «La motivación para observar la ley
no es el miedo al castigo, sino el deseo de conformarse a la voluntad de Dios. El
Decálogo se convierte así en un código que se autoimpone... no en una ame
naza de castigo que se impone por el poder coercitivo del Estado... Esto expli
ca la total ausencia, en los Diez Mandamientos, de castigos específicos para la
violación de los mandatos y prohibiciones particulares». En consecuencia, sur
ge la necesidad del «asentimiento unánime y popular» antes de que la ley pueda
ponerse por escrito; luego, el documento es leído otra vez al pueblo30. «El texto
escrito se convierte en lo sucesivo en la encarnación permanente de la alianza y
de sus estipulaciones para generaciones futuras»31.
Finalmente, el carácter específico de la Torá está en su misma esencia, pues
en ella se entretejen lo «religioso» y lo «social», formando ambos una entidad que
excluye cualquier dicotomía y rechaza el planteamiento atomístico de la vida
propio del antiguo Oriente próximo. En los alrededores de Israel, es caracterís
tico asignar responsabilidades humanas a ámbitos diversos regulados por nor
mas discretas. Así, las obligaciones civiles pertenecen al dominio de la ley —un
cuerpo de prescripciones estrictamente secular; los preceptos morales pertene
cen al dominio de la sabiduría, y las responsabilidades cultuales al dominio de
los manuales sacerdotales. Israel, por el contrario, entiende la existencia huma
na como un todo, en el que no hay división de compartimentos. El amor de
Dios se refleja en el amor al prójimo (Levítico 19, 18,32,34). «Religión» y «éti
ca» se implican mutuamente, aunque la primera es anterior a la segunda, al igual
como el hombre primero se siente responsable ante Dios y luego se siente res
ponsable ante los demás seres humanos y el resto de criaturas32.
Por esto la Ley israelita no pretende agotar todos los aspectos legales de la
vida. Ninguna colección de la Biblia proclama ser un «código legal». Se echa
en falta un procedimiento legal para muchas esferas vitales. Además, aunque hay
un gran número de verdaderos juicios, no se corresponden éstos a menudo
con lo que los «códigos» prescriben. «Lo más decisivo es el hecho de que ni un
solo registro judicial, que haya llegado hasta nosotros, cita nunca o remite a la
colección regia por su nombre de algún modo o manera», dice Dale Patrick,
quien insiste, en consecuencia, en el carácter «no escrito» de la Torá, durante el

30. Volvemos así al planteamiento de Rolf Knierim, con el que comencé este ensayo.
31. Sarna, Exploring Exodus, p. 141, 142, 175.
32. Cuestión que se demostrará crucial en ulteriores desarrollos de este ensayo.
período de su formación33. Esto quiere decir que los códigos no son «prescrip
ciones con fuerza legal, sino declaraciones de la voluntad justa y recta de Dios».
Su intención es «inculcar los valores, principios, conceptos y procedimientos de
la tradición legal de Israel, no decretar normas específicas para casos concretos»34.
De esto se trata en el razonamiento legal de las hijas de Selofjad en Números 27,
o en el modo como se asegura el perdón Absalón en 2 Samuel 14 (el rey decre
ta una norma que va contra todas las leyes sobre homicidios en el Antiguo Tes
tamento; cf. Números 35, 31,33). De modo parecido, la promesa hecha a Rajab
en Josué 2 es contraria a las normas de la guerra santa de Deuteronomio 20, 15-
18 (cf. 7, 1-5). El mismo juicio se aplica al expolio de Ay en Josué 8, 2. Josué
recurre a la epieikeia, a la interpretación moderada e indulgente, y se refrena para
no aplicar la ley en todo su vigor -como observa R. Polzin35. Por encima de la
letra de la Ley36, hay un h esed w e’-em et en las palabras de los espías a Rajab
(que representa a las naciones) en Josué 2, 14. Esta «continua reinterpretación
de la ley de Moisés» es la manera como el deuteronomista se «apropia de la ley»37.

El D e c á l o g o

La m ise au p o in t q u e precede es particularmente importante para com


prender por qué los profetas del siglo v i i i censuran a Israel tomando como
base la Ley no escrita (véase, por ejemplo, Miqueas 6, 8). Amos, otro de los pro
fetas del siglo VI I I , critica duramente a las naciones que rodean a Israel por el
mismo motivo.
Esta noción de ley, sin embargo, se aplica mejor a uno de sus tipos, a saber
a la apodíctica. Me refiero a la clásica división de las leyes israelitas, según Albrecht

33. Dale Patrick, O íd Testamenta Jolyi Knox, Atlanta 1985, p. 69.


34. Ibídem, p. 190. Continúa: «Los libros legales buscaban no la aplicación judicial, sino
la instrucción en valores, principios, conceptos y procedimientos de la ley divina no escrita...
[son] homilías morales a modo de discursos persuasivos». Son «ejercicios de pensamiento legal»
(p. 198, 200).
35. Robert Polzin, M oses a n d the D euteronom ist, véase p. 83 (donde, dicho sea de paso, la
palabra epieikeia está mal escrita).
36. Luego mencionaré la noción talmúdica de liphnim m i-surat ha-din, que, hasta cierto
punto, puede entenderse como «más allá de la letra de la ley».
37. Polzin, M oses a n d the D euteronomist, p. 208. Harrelson añade: «Según Deuteronomio
4, Dios dio los mandamientos oralmente a Moisés, de modo que son “esencialmente orales, habla
dos... Eran palabras que mantenían todavía, en ellas y en lo que las envolvía, el calor del aliento
divino» {The Ten C om m andm ents, p. 159-160). Werner Schmidt llama a los mandamientos nor
mas para el ejercicio de la justicia ( Oíd Testament Introduction, trad. por Matthew J. O’Connell,
Crossroad, Nueva York 1990, p. 114). N. M. Sarna corrobora también la existencia de leyes no
escritas, oralmente transmitidas; de forma que las colecciones jurídicas en la Torá son «registros
de enmiendas, suplementos o anulaciones» (Exploring Exodus, p. 171).
Alt, en casuísticas y apodícticas. Las leyes casuísticas se caracterizan por su esti
lo impersonal (como indica el empleo que hacen de la tercera persona); no mues
tran ninguna preocupación por lo que es moralmente justo o malo. Su estruc
tura es típica; consiste en unaprótasis («si...», o «en el supuesto de que...») seguida
de una apódosis (consecuencias legales). El Sitz im Leben de estas leyes jurispru
denciales debe buscarse en Canaán y en el antiguo Oriente próximo en general.
Las leyes apodícticas son incondicionales y axiomáticas; su aplicación no requie
re ninguna consignación previa de una condición. «No matarás», nunca y en
ninguna circunstancia. Su Sitz im Leben lo encuentra Alt fundado en la asam
blea periódica de las tribus para renovar la alianza38. Pero los orígenes cultuales,
que Alt acuerda a las prescripciones apodícticas, no dejaron de ser puestos en
cuestión, como se muestra en nuestra discusión sobre la postura de Gersten
berger. También la opinión de Alt acerca de que las leyes apodícticas israelitas
tenían un carácter único y original en el antiguo Oriente próximo y eran, por
ello, independientes del entorno de Israel se ha mostrado incorrecta. George
E. Mendenhall, por ejemplo, ha mostrado paralelos hititas con la estructura y el
carácter del Decálogo. Tanto en el Decálogo (de Éxodo 20 y Deuteronomio 5)
como en los códigos hititas, sostiene, el rey/dios pronuncia su nombre y sus títu
los y prosigue con todos o con parte de los tratados clásicos de alianza en seis
partes del antiguo Oriente próximo. Esto, por cierto, permite a Mendenhall ante
datar el origen del Decálogo. Mientras que Alt y Martin Noth rehusaron darle
una autoría mosaica, Mendenhall afirma que sus principios hay que remontar
los hasta Moisés. La forma de tratado hitita, tanto en la variante de vasallaje como
en la paritaria, apareció por primera vez en el siglo XVIII antes de nuestra era,
mucho antes de la época de Moisés39.
Podemos, sin embargo, preguntarnos si la estructura es fundamento sufi
ciente para emitir un juicio sobre la época y la naturaleza del Decálogo. Como

38. Albrecht Alt, D ie Ursprünge des israelitischen Rechts (1934), reimpreso en K leine Schrif-
ten zur G eschichte des Volkes Israel, vol. 1, C. H. Beck, Munich 1953, p. 278-332. Leyes casuísti
cas las hay en Éxodo 20, 22 - 23, 19; Levítico 17-26. Las leyes apodícticas (cf. Exodo 20, 2-7;
Deuteronomio 5, 27) tienen sus amarres en la fiesta de Sucot y en la renovación de la alianza. Los
levitas las proclaman en voz alta y el pueblo responde «amén». Otros textos apodícticos son Éxo
do 21, 12, 15-17; 22, 18-19; 31, 14s (más sentencias desparramadas en el Levítico; cf. Levítico
18, 7-18, donde se usa la segunda persona del singular. Lo mismo en Exodo 22, 17,21,27; 23,
1-3,6-9; cf. Levítico 19, 15s). El mismo Sitz im Leben de la fiesta de Sucot vale para el Decálogo
(su introducción hímnica corresponde a una fiesta). Sucot se celebró primero en Sikem (cf.
Deuteronomio 27; Josué 24). Más tarde, Sucot se convirtió en la celebración de año nuevo, sir
viendo así de puente entre el pasado y la nueva realidad. Leyendo en voz alta las leyes apodícticas,
«la comunidad vuelve a su existencia original e ideal» (Alt, G eschichte des Volkes Israel, 1, p. 328).
Véase Salmos 81.
39. Cf. George E. Mendenhall, «Ancient Oriental and Biblical Law», en B iblical A rcheo-
logist, 17 (1954) 26-46, 49-76; Law a n d C ovenant in Israel a n d the A ncient N ear East, The Bibli
cal Colloquium, Pittsburgh 1955.
la forma apodíctica de leyes se encuentra en otras partes del antiguo Oriente pró
ximo, probablemente es preferible centrar nuestra atención en su contenido y
ver cómo éste delinea la identidad del Decálogo. Su insistencia en la exclusivi
dad de la relación entre Dios y el pueblo es manifiesta. En esto estriba, dice
Rudolph Kilian, la verdadera originalidad del código israelita, que no tiene para
lelo alguno en ninguna otra parte del antiguo Oriente próximo40. Esto, podría
argiiirse, no es ajeno a la celebración cultual de la intimidad que existe entre
Yhwh e Israel (con exclusión de otros grupos y naciones). Pero esto representa
probablemente sólo una fase en la trayectoria del Decálogo: es posible que
haya habido más cambios evolutivos. Ya Alt tuvo que hacer una distinción entre
el marco original del Decálogo (que a su entender era cultual) y su reelabora
ción, que en última instancia dejó de lado la estructura métrica original y le
dio una nueva forma, no cultual41. Según Alt, la partícula simple negativa aña
dida a un predicado se diseñó para darle al Decálogo el alcance y aplicación lo
más amplios posible y la más absoluta fuerza moral42.
Alcance, sin embargo, no es lo mismo que comprensión. Von Rad insiste
acertadamente en la orientación general del Decálogo. Se dirige al pueblo en
general y señala una dirección para sus vidas43. No es una ley (un ancho campo
de acción queda sin regular), y nunca recibe este nombre (son las «Diez Pala
bras» en Éxodo 34, 28; Deuteronomio 4, 13; 10,4). Es efectivo sólo en las situa
ciones marginales más extremas (muerte, idolatría, adulterio). Se contenta con
establecer «postes indicadores a los lados de una amplia esfera de la vida que ha
de tener en cuenta quien pertenezca a Yhwh»44. No es condición para la alianza,
pero llega después de establecida la alianza45.
Desde este punto de vista, se entiende que el mandamiento sea prom esa4Ú.
Es así porque no hay en absoluto arbitrariedad en quien manda y en lo man
dado. El mandamiento es una expresión de amor, por cuanto anuncia compasi
vamente cuanto constituye un obstáculo para el cumplimiento de la alianza, y
de ahí su forma negativa. Por esto cuando Josué circuncidó «por segunda vez»

40. Rudolph Kilian, Literaturkritische u n d form gesch itlich e U ntersuchung des H eiligkeitsge-
setzes, Peter Hanstein, Bonn 1963.
41. Albrecht Alt, Essays on Oíd Testament History a n d Religión, trad. por R. A. Wilson, Dou-
bleday, Garden City 1967, p. 151-153.
42. Ibídem, p. 157.
43. G. von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, p. 193-195.
44. Ibídem, p. 194.
45. G. von Rad, The Problem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, p. 24.
46. Como dice Klaus Koch, «en hebreo, la construcción [de la partícula que precede
siempre a un verbo en imperfecto] equivale a una proposición en futuro indicativo: “No harás esto
o aquello”» ( The Grou>th o fth e B ihlical Tradition: The Form-C riticalM ethod, trad. por S. M. Lupitt,
Charles Scribner’s Sons, Nueva York 1969, p. 9).
a Israel, Dios declaró: «Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto» (Josué
5, 9b; cf. Deuteronomio 9, 28: la gracia de Dios). Toda la historia del deutero-
nomista se construye sobre la estructura anticipación-confirmación. El cum
plimiento descrito es de los «enunciados prescriptivos, predictivos o prefigura-
tivos del texto»47.
A este respecto, es de suma importancia enfatizar de nuevo el marco con-
textual del Decálogo. Así como la revelación del Nombre en Éxodo 3 debe leer
se dentro del marco de la Botenspruch [misión] de Moisés48, también aquí el Decá
logo es puesto deliberadamente por la tradición en un contexto de
automanifestación/revelación divina. Lo que Dios es y su misma voluntad son
la misma cosa sin distinción alguna. El prólogo de la autorrevelación divina
del Decálogo es «recapitulación y sumario de... la revelación en Éxodo 6, 2 (cf.
3, 14) del nombre de Dios a Moisés»49. Brevard Childs traza la trayectoria del
texto del modo siguiente:
[El prólogo] remite a esta historia de redención, pero apunta también
a un nuevo estadio en la relación entre Dios y su pueblo... En el acto de
crear un pueblo para sí, historia y ley no son aspectos antagónicos, sino
diferentes de un solo y mismo acto de automanisfestación divina50.
Historia y ley establecen un derecho divino sobre Israel: «Yo soy el Señor
tu Dios, porque te saqué de Egipto». Entendiéndolo así, la traducción francesa
(Traduction O ecum énique d e la Bible) aporta el mérito añadido (en nota al pie
de página) de acentuar el vínculo entre Éxodo 3, 14 y 20, 2. En esta perspecti
va, se entiende mejor por qué el Decálogo no está en modo imperativo, «haz
... no hagas..». Hay aquí un invitación a recordar cuán bueno ha sido Dios y es
para con su pueblo. Luego, coherentemente con tanta benevolencia histórica de
su parte, se describe, a la manera de un «por tanto» y con las «Diez Palabras»,
el modo como ve Dios a un Israel que cumple. A los ojos de Dios, el suyo e s e 1
pueblo que no tiene otro Dios que él, que honra el Sabbat, no roba, no codi
cia, etc. Porque el tiempo verbal fundamental en el Decálogo es el presente indi
cativo, y la negación -que precede las más de las veces las Diez Palabras—no
introduce una prohibición Cal), sino un enunciado ordinario en indicativo (lo).
A Israel se le impone una tarea de honor, no una enorme orden que cumplir.
Noblesse oblige. La comprobación de que Dios ve a su pueblo puro y sin man
cha, carga sobre éste el pesado fardo de responder a las expectativas divinas y
de acomodarse a la imagen que Dios amoroso se ha hecho de él. Como dice Wer-

47. Polzin, M oses a n d the D euteronomist, p. 105.


48. Véase mi ensayo «La revelación de las revelaciones», en este mismo volumen.
49. Brevard S. Childs, The Book ofExodus, Westminster, Filadelfia 1974, p. 401.
50. Ibídem, p. 401, 402.
ner Schmidt, «al estar en su mayor parte formulados en forma negativa [los man
damientos], ni siquiera pueden describir la relación de la humanidad con Dios,
sólo afirmar los límites cuya transgresión supondría romper esta relación»51. Frank
Michaéli, añade: «Podríamos casi traducir por fórmulas del tipo de «no podéis
ya [tener otro dioses delante de mí]...» 52.
Se dice a menudo que el Decálogo original estaba íntegramente redacta
do en forma negativa. Pero Childs observa que «la yuxtaposición de leyes posi
tivas y negativas en una serie es un rasgo característico de todas las leyes del Anti
guo Testamento (cf. Éxodo 34, l4s; Levítico 19, l4s; Deuteronomio 14, 1 ls)...
[Ni siquiera hay pruebas de] la prioridad histórica de la negativa»53. Lo mismo
dice del cambio de persona (en el Decálogo, de la primera persona a la tercera,
a partir del versículo 7. Cf. Éxodo 34, 19,23; 22, 26,27; Levítico 19, 5,8,12,19).
El destinatario está siempre en segunda persona del singular (en contraste con
la mayoría de series que presentan una alternancia de singular y plural [véase
Éxodo 34; Levítico 19]). Por ello, Childs reacciona contra la afirmación de
von Rad (y de W. Schmidt), según la cual el Decálogo «traza los límites exter
nos de la alianza». El Decálogo aporta también «contenido positivo para la
vida en el seno de la alianza» (p. 398)54. Comulgo con esta postura de Childs
sólo en la medida en que, efectivamente, el objetivo del Decálogo no es la cre
ación por parte de Dios de un «socio humano “estático”, cuya esperada respuesta
fuera abstenerse de hacer esto o aquello. La negatividad de los mandamientos
no es predicativa, sino diferencial, en oposición a otros valores o significados55.
La negación que precede a la expresión de la voluntad divina deja un margen de
imprecisión de sentido o de alcance, que justamente deja en pie la libertad huma
na56. Antes de que se le diga a Israel qué ha de hacer, se le dice qué ha de ser, o
incluso aquello que de hecho es: un pueblo libre. «Ha sido sacado de la tierra de
Egipto, de la casa de los esclavos». Algunos críticos han sido particularmente sen
sibles a este punto crucial; Josef Schreiner, por ejemplo, dice que «la humanidad
del Antiguo Testamento recibe la llamada a la libertad y a la vida ordenada, a

51. Schmidt, O íd Testament Introduction, p. 115.


52. Frank Michaéli, Le livre d e l ’Exode, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1984, p. 223.
53. Childs, Exodus, p. 394.
54. De modo parecido, Ezequiel 18, 5-8 elenca doce buenas acciones, siete en forma nega
tiva y cinco en positiva.
55. Los lingüistas verán aquí un paralelo estricto con los conceptos tal como los entiende
Ferdinand de Saussure. Dice éste: «Su más exacta característica es ser lo que los otros no son» ( Cur
so d e lingüística general, Losada, Buenos Aires 1945, cap. IV, § 2, p. 199).
56. Véase el desarrollo verdaderamente interesante de Pablo en 1 Corintios 15, donde cons
tantemente usa formas como «no se parece a...» para decribir un estado de resurrección que en
realidad no puede ser descrito por otro tipo de precisión, sino sólo contrapuesto a lo que sabemos
a través de nuestra experiencia limitada de la realidad.
la responsabilidad ante Dios»57. Ya he citado anteriormente la expresión de Bon-
hóffer, Gabe istA ufgabe [un don es un deber]. No es que esa responsabilidad fue
ra un precio a pagar por el don de Dios (dejaría de ser un don), sino que aquí
libertad no es permiso, es mandamiento. Como dijo en una ocasión Maimóni-
des: «Se nos ha mandado ser libres». Se trata de un mandamiento porque la liber
tad no consiste en seguir nuestros deseos naturales, sino en trascenderlos58. La
libertad no es estática, sino fruto del esfuerzo, resultado de un trabajo. A mis
estudiantes les digo con frecuencia que no hay mejor manera de comprender
el don de la ley dado por Dios a su pueblo que lo que el Evangelio dice de Jesús
cuando cura al paralítico: El don de la curación está enteramente en la orden
«¡Levántate, toma tu camilla y anda!»59. La libertad humana, por tanto, debe dise
ñarla Dios, que es quien entrega las «Diez Palabras» en presente de indicativo,
en futuro y en imperativo. Por esto las Escrituras son poco tolerantes ante aque
llos que rechazan ver lo obvio. Todo aquel que hace caso omiso del programa de
libertad de la Torá escoge la muerte (Deuteronomio 30, 15,19)60. Patrick Miller
tiene, por ello, razón cuando advierte del peligro de una cierta comprensión ano-
mística, que a veces prevalece en el movimiento llamado «teología de la libera
ción». Una vez que Israel ha sido liberado, ha de obedecer a la ley61.
El orden de las proposiciones es importante. Primero está la libertad, lue
go la respuesta obediente a la liberación. Como pasa con el acontecimiento del
reconocimiento, del que habla Zimmerli con elocuencia, que no puede sino
seguir al acto de Yhwh, tampoco el mandamiento (de reconocer) es nunca lo pri
mero. Hay aquí un interesante paralelo con la parénesis deuteronómica. Sólo a
partir de la intervención de Yhwh, es invitado el pueblo a confesar que él es Dios
y a vivir de acuerdo con esta realidad. El imperativo es un componente inme

57. «El hombre del Antiguo Testamento es llamado a ser libre por los Diez Mandamientos,
a dar forma a su vida y a corresponder a Dios». Véase Josef Schreiner, D ie zehn G ebote im Leben
des Gottesvolkes, Kósel, Munich 1966, p. 44.
58. Harmut Gese, hablando de la ley en el libro de Ezequiel, dice: «El culto corresponde
a una realidad trascendental. Así como el Sabbate.s el Sabbat de Dios... así también todo el culto
refleja las imágenes primevas trascendentales (tabnit, Exodo 25, 9,40; 26, 30 P). La ley misma «es
la fiindamentación trascendental de la vida en acciones simbólicas. La realidad trascendental pue
de proyectarse en la realidad humana» (Essays in B iblical T heology, p. 73).
59. Marcos 2, 9 y paralelos.
60. Jacob Neusner escribe: «Cuando pensamos en Moisés que rompió las tablas de los
diez mandamientos, cuando pensamos en Cristo crucificado, usted y yo nos damos cuenta de la
única manera como la revelación -la Torá- puede llegar hasta nosotros: como un desafío a lo
que somos». En Andew M. Greely y Jacob Neusner, The B ible a n d Us, Warner Books , Nueva
York 1990, p. 47-48.
61. Patrick Miller, D euteronomy, John Knox, Atlanta 1990, p. 75. Cf. W. Keszler, «Die lite-
rarische, historische und theologische Problematik des Dekalogs», en Vetus Testamentum, 7 (1959)
1-16. «Dios considera la vida de Israel como un todo y exige total obediencia en el culto, los ritos
y el ethos» (ibídem, p. 14).
diato de la invitación, porque «la falta de reconocimiento es lo mismo que des
obediencia»62. El modo indicativo en la fórmula de invitación al reconocimien
to («sabréis») acentúa la soberana intención divina. Pero, añade Zimmerli, el indi
cativo aquí y en cualquier parte incluye también una pizca de imperativo. La
fórmula de reconocimiento en el Decálogo es un caso que deja esto claro; en
D, la fórmula de reconocimiento «incluye guardar los mandamientos» (cf. 4,
39s). La fórmula «ellos sabrán que yo soy Yhwh» implica que están obligados;
es tanto un imperativo como un reconocimiento de la libertad humana. «En un
sentido fundamental, claro está, ambos elementos están siempre contenidos en
un pronunciamiento profético»63.

«N O MATARÁS»

Llegados a este punto, quisiera volver a un ejemplo tomado de las «Diez


Palabras», a saber, el mandamiento de no matar. Esta selección es deliberada.
Corresponde a un grave problema que surge inmediatamente luego que se ha
expresado la prohibición. Como apodíctica que es, parecería que esta prohibi
ción vale y obliga en todo tiempo y bajo cualquier circunstancia. Como hemos
visto antes al considerar la forma apodíctica del Decálogo, esta forma de ley indi
ca incondicionalidad y absolutidad. Pero es obvio que el Israel histórico no se
sintió vinculado a esta formulación en este mismo sentido. Israel emprendió gue
rras; también parece que practicó la pena capital (cf. Éxodo 21, 15,17; 22, 18s;
Levítico 20; 24, 17; etc.). Por estos dos aspectos por lo menos, la prohibición no
fue ciertamente entendida en el sentido llano y radical que supone «no mata
rás». Además, una de las más sorprendentes tradiciones de relatos de Israel nos
habla de la decisión de Abraham, «el padre de los creyentes», de sacrificar a su
hijo sobre el altar por habérselo pedido Dios. Este último texto nos servirá en lo
que sigue como prueba de fuego de la extensión y significado de la Torá en el
antiguo Israel. Pero, antes de atender a este texto, hay que decir algo más acer
ca del alcance filológico de Éxodo 20, 13 (= Deuteronomio 5, 17).
El verbo usado en la prohibición es razah, que en la forma «piel» (inten
siva) significa «asesinar». Aquí, sin embargo, el verbo está en forma «qal» (sim
ple), por lo que incluiría también el homicidio no intencionado y accidental (cf.
Números 35; Deuteronomio 4, 41-43; Josué 20, 3; etc.), si no fuera porque,
como dice Dale Patrick, «no tiene sentido prohibir accidentes»64. Razah, apare

62. Walther Zimmerli, «Knowledge of God according to the Book of Ezekiel», en IA m Yah-
weh, trad. por Douglas W. Stott, John Knox, Atlanta 1982, p. 71.
63. Ibídem, p. 52 y 37.
64. Patrick, O íd Testament Law, p. 53.
ce con relativa escasa frecuencia, unas cuarenta y seis veces, en especial en el con
texto de un enemigo personal. Se usa sólo una vez para la pena capital (Núme
ros 35, 30). Como por lo general abarca también la muerte accidental, los docu
mentos deuteronómicos y sacerdotales mencionan lugares de refugio para alguien
culpable de razah, (Deuteronomio 4, 41-43; 19, 1-13; Números 35; Josué 20-
21)65. Parece, por tanto, que deberíamos seguir la corriente de los expertos moder
nos, como Ludwig Kóhler, y ver con ellos en el mandamiento una condena de
un uso abusivo de la ley que implique la muerte de la parte culpable66. En un
ámbito más amplio, J. J. Stamm sugiere que razah se. usa «cuando se trata de la
muerte o del asesinato de un adversario personal»67. De aquí que sea un acto anti
social (en contraste con h a ra gy hém ith, otros términos frecuentes también que
se traducen como «matar»). Como, por otro lado, la gran mayoría de casos se
refieren a la venganza de la sangre, Henning Graf Reventlow cree que la prohi
bición contempla tanto la muerte inicial como la represalia68. La ley pondría un
límite a la vendetta. Pero, siguiendo a Childs, parece que deberíamos ampliar
la definición hasta abarcar el hecho de matar «por enemistad, engaño u odio» (=
asesinato). Más tarde, entre los profetas y los sabios, el verbo describe la vio
lencia intencional y malévola (Isaías 1,21; Oseas 6, 9; Job 24, 14; Proverbios
22, 13, Salmos 94, 6). Es ésta la perspectiva que contempla el Decálogo en su
forma actual69.
Aunque la división del Decálogo en dos tablas sea problemática (Childs
dice que esto no ocurrió en Éxodo 20, sino en Éxodo 34 y Deuteronomio 5; vé
ase su Exodus, p. 395), este sexto mandamiento —primero en la serie de la «segun

65. Cf. Johann J. Stamm, «Sprachliche Erwagungen zum Gebot: Du sollst nicht tóten», en
Theologische Zeitung, (1945) 81-90. Las ciudades de refugio constituyen «el único tratamiento
legal del asesinato en la ley deuteronómica» (Patrick, Oíd Testament Law, p. 123). Estas ciudades
se nombran en varios textos: Números 35, 9-28 (Números 35, 16-23 describe casos de asesinato
intencional y no intencional); Deuteronomio 4, 41-43; Josué 20, 1-6,9. O bien los jueces de la
ciudad de asilo celebraban un juicio para mantener al culpable en la ciudad o devolverlo para que
fuera ejecutado, o bien los jueces de la ciudad en la que ocurrió el crimen juzgaban de nuevo al
criminal. La condena requería dos o más testigos, «las pruebas jugaban un papel mucho más secun
dario» (cf. Patrick, Oíd Testament Law, p. 125). Las maquinaciones se neutralizan posiblemente
con testigos cualificados (quizás Éxodo 23, 1-3; Amos 5, 10; cf. la historia de Susana. De este
modo, el testigo culpable de falso testimonio carga con el castigo con que se amenazaba al acu
sado; Deuteronomio 19, 19).
66. Ludwig Kohler, «Der Dekalog», en Theologische Rundschau, 1 (1929) 161-184; cf.
p. 182.
67. Stamm, «Sprachliche Erwagungen» («cuando se trata de la muerte o del asesinato de
un adversario personal»),
68. Henning Graf Reventlow, Das Heiligskeitsgesetz formgeschichtich untersucht, Neukir-
chener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1971. También W. Keszler, «Die literarische, historiche und
theologische Problematik des Dekalogs».
69. Childs, Exodus, p. 421.
da tabla» que contempla las relaciones con otros seres humanos- se corresponde
con el primero de la «primera tabla». Honrar debidamente a Yhwh y no tomar
una vida humana son puestos a la par70. La razón está ciertamente en la santidad
reconocida de la vida humana, como van Rad y Schreiner han puesto de relieve71.
Este principio básico se repite una y otra vez, de una forma explícita o implícita,
de modo que el mandamiento de no matar se convierte en un escenario del creci
miento y desarrollo en sentido y fuerza del Decálogo dentro de las Escrituras y
más allá de las mismas. Y esto se irá haciendo cada vez más claro con el continua
do ensanchamiento de la definición de razah, hasta la mayor extensión de su sig
nificado hecha por Jesús en Mateo 5, 21-26 (amor hasta del enemigo)72. Antes, y
dentro de la trayectoria bíblica del texto, la versión elohísta (E) del texto de Exo
do 20, 13 contempla una sorprendente ampliación de su significado en el texto
yahvista (J) de Génesis 4, donde Caín se convierte en tipo. Quien mata a un ser
humano, mata a su hermano73. La evolución continúa con el texto sacerdotal (P)
de Génesis 9, 6 y la formulación de la «Ley de santidad» (H) de Levítico 19, 17s.
Como dice Dale Patrick, Levítico 19, 17-18 «puede interpretarse como una ex
pansión del mandamiento de no matar [por cuanto el mandamiento querría]
desaconsejar todo tipo de acción que pudiera terminar en muerte... No odia
rás..., sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo”»74. Sobre este último texto,
no puedo resistirme a la necesidad de recordar que, para Franz Rosenzweig,

70. Véase también Harrelson, The Ten Commandments, p. 112. Ya el Midrás judío saca con
clusiones del primero y del sexto mandamientos encarando uno al otro en las dos tablas. Mekilta
Bah.odesh 8 dice que los mandamientos fueron escritos cinco en una tabla y cinco en la otra.
«En una fue escrito “Yo soy el Señor tu Dios” y en la opuesta “No matarás”. La Escritura mues
tra de este modo que quien derrama sangre es visto por laTorá como si hubiera disminuido la
imagen del rey divino». Luego el texto recuerda el concepto de imago Dei.
71. J. Schreiner, Die zehn Gebote, G. von Rad en Theologisches Worterbuch zum Neuen
Testament, W. Kohlhammer Verla, Stuttgart, vol. II, véase la voz « zad», p. 844. Por eso, de acuerdo
con la ley rabínica, el judío bajo coacción puede transgredir prescripciones menores, pero bajo nin
guna circunstancia puede cometer idolatría, fornicación o asesinato; véase Roger Brooks, The Spirit
ofTen Commandments: Shattering the Myth ofRabbinic Legalism, Harper and Row, San Francis
co 1990, p. 142-143. En Job 24, 14-15, el asesinato va acompañado de otros dos pecados funda
mentales; robo y adulterio. En Oseas 4, 2, son cinco; perjurio, mentira, asesinato, robo y adulterio.
72. Sarna llama la atención sobre la preocupación de la ley por el infortunado de la socie
dad, incluido el enemigo. Cf. Exodo 23, 3-4 (ayuda que se da al enemigo en caso de un animal
perdido o caído bajo su carga). «Esta conducta civilizada ha de desarmar inevitablemente la mutua
hostilidad» (Exploring Exodus, p. 173). Cf. David Flusser, «A New Sensitivity in Judaism and
the Christian Message», en Harvard Theological Review, 61 (1968) 126: «Está claro que el plan
teamiento moral que hace Jesús del hombre y de Dios ... es único e incomparable. Según las ense
ñanzas de Jesús, tienes que amar al pecador, mientras que según el judaismo no tienes que odiar
al malvado, ... [pero] amar al enemigo no está mandado»
73. Génesis 4, 9 // 3, 9; 4, 11 // 3, 17. Sobre esto, véase W. Schmidt, Oíd Testament Intro-
duction, p. 80.
74. Patrick, Oíd Testament Law, p. 254s.
«como a ti mismo» significa la respuesta universal al amor incondicional de Dios
para con todas sus criaturas; todo hombre, cada hombre es «como tú», un alter
ego. El hombre me revela a Dios en una de sus manifestaciones. De acuerdo con
Emmanuel Levinas, el rostro del otro es el inmediato portador del mensaje del
Sinaí, que me dice: «¡no [me] matarás!». Resulta bastante interesante la traduc
ción de Zimmerli de Levítico 19, 34 como «le amarás en cuanto hombre que es
igual que tú»75.
Aún más; es probable que Exodo 20, 13 tuviera originariamente un fraseo
más expansivo y que el término «prójimo» apareciera en la formulación. En la
reconstrucción que hace Eduard Nielsen, por ejemplo, de una forma más anti
gua de las «Diez Palabras», acerca el sexto mandamiento a Jeremías 7, 6 y 22, 3
(que, en efecto, alude al Decálogo)76. Se muestra también muy sensible a la recu
rrencia de la expresión «tu prójimo» en el séptimo, noveno y décimo manda
miento. A partir de ahí, piensa que debió de estar presente también en el sexto:
«No derramarás la sangre de tu prójimo» (saphakh dam), lo que indica una pro
hibición del homicidio «cometido en privado», afirma.
Paradójicamente, el carácter sagrado de la vida humana y el «amor al pró
jimo» exigían que el castigo por la transgresión de la ley fuera la pena capital. La
literatura rabínica cita de manera intencionada el sexto mandamiento por orden
tras Levítico 24, 17 (pena capital por homicidio, cf. Talmud d e Jerusalén, Tra
tado Baba Qamma 4, 6). Jacob J. Finkelstein, en su influyente ensayo, «The
Goring Ox»77 [El buey acorneador], ha mostrado que, en el ejemplo en cuestión,
se impone la pena de muerte al propietario del buey por la aversión del legisla
dor a una compensación monetaria por la vida humana (cf. Exodo 21,
12,l6,20,22s,29; 22, 2s; en el mismo sentido, N. Sarna llama la atención sobre
Números 35, 31-33)78. En cambio, «ninguna ley reguladora de la propiedad

75. Zimmerli, O íd Testament T heology in O utline, p. 137. Cf. Deuteronomio 10, 19; Gála-
tas 6, 10.
76. Eduard Nielsen, The Ten C om m andm ents in N ew Perspective: A Traditio-Historial Appro-
ach , trad. por David J. Bourke, Alee R. Allenson, Inc., Naperville 1968, p. 85, 90-91. Véase tam
bién Génesis 9, 6 (P). Cf. Kalheinz Rabast, Das apodiktische Recht in D euteronom ium u n d im Hei-
ligkeitsgesetz, Heimatdiensverlag, Berlín-Hermdorf 1948.
77. Jacob J. Finkelstein, «The Goring Ox: Some Historical Perspecdves on Deodans, For-
feitures, Wrongful Death, and the Western Notion of Sovereignty», en Temple Law Q uarterly,
46 (1973) 169-290.
78. Que lo ético no es sino otro aspecto de lo teológico, aunque independiente de él, tal
como insistiremos en decir más adelante, explica por qué, por ejemplo, el mandamiento de no
matar tiene un límite en Génesis 9, 6: la sangre no ha de ser derramada, «a menos que deba ser
lo por expreso mandato de Dios mismo», como dice W. Harrelson {The The C om m andm ents ,
p. 113), un mandato que toma la forma de garantía plena dada a la comunidad para ejercer la
pena de muerte. La prohibición de tomar una vida no se debe a una supuesta naturaleza sacro
santa de la vida, sino a que la vida pertenece a Dios, quien tiene un exclusivo derecho sobre ella.
(excepto la de los esclavos) supone castigos que impliquen la ejecución o el
castigo físico del culpable. La norma es la restitución con compensación» (Fin-
kesltein, «The Goring Ox», p. 256). En palabras de Dale Patrick, «el sistema
legal de la Biblia elevó al mundo humano por encima de la naturaleza y otorgó
al ser humano un valor infinito. En contraposición, la ley mesopotámica some
tió la sociedad humana a la naturaleza y al individuo a la sociedad»79.
La prohibición de matar es, según la tradición judía unánime, uno de los
mandamientos fundamentales, que había de ser obedecido siempre y en cual
quier circunstancia80. Cuando Génesis 3-11 reflexiona sobre la invasión del mal
en el mundo, comienza mostrando el asesinato como el acto pecaminoso pri
mordial, a la vez que denomina típicamente a este acto fratricidio. Estos capí
tulos prosiguen con la descripción de una violencia cada vez mayor sobre la
tierra. En Génesis 9, una de las siete leyes fundamentales de Noé prohíbe en tér
minos incuestionables el derramamiento de sangre humana (versículo 6; véase
también Éxodo 21, 12-14; Levítico 24, 17, 21b; Números 35, 21,25,28; Deu
teronomio 21, 1-9; 27, 24, etc.). El mismo texto invoca la cualidad divinamente
otorgada al hombre de ser im ago Dei. Pero el a lca n ce de la prohibición ha de
ser investigado algo más.
En palabras de Paul Ricoeur, «el proceso de la justicia pasa por la reduc
ción conceptual; el proceso del amor, por la amplificación poética»81. Abraham
Heschel no habría rechazado esta opinión. Dice: «Toda observancia es apren
dizaje en el arte de amar»82. La «amplificación poética» ha sido llevada a sus últi
mas consecuencias por Jesús, quien fue evidentemente más poeta que legislador.
Sin embargo, observa E. P. Sanders, cuando en opinión de los demás hay trans
gresión de la Ley, Jesús ofrece una defensa legal, manifestando así su respecto por
aquélla. En el Sermón de la montaña, por ejemplo, no hay oposición alguna a
la Ley por parte de Jesús. Pero, como se muestra ya en los primeros términos
antitéticos del Sermón -que precisamente se refieren a la prohibición de matar-
todo es cuestión de interpretación. El «pero yo os digo», en boca de Jesús, sue

De modo parecido, la prohibición de no robar la propiedad que pertenece a otro no es la consa


gración del derecho de propiedad, sino que ésta ha de reconocerse como condición para una exis
tencia libre, concedida por Dios a los hombres. De aquí que, cuando la comunidad ejerce la pena
de muerte, este derecho sólo puede ser ejercido en nom bre d e Dios (cf. Harrelson, The Ten Com-
m andm ents, p. 110).
79. Patrick, O íd T estam ent Law, p. 250. N. Sarna, E xploring Exodus. El caso del buey
acorneador se encuentra ejemplificado en las leyes de Eshnunna (pár. 54-55) y de Hamurabi
(pár. 250-252). Se refieren sólo al aspecto económico del asunto.
80. He descrito ya los parámetros de la palabra «asesinato» en el Decálogo.
81. Comunicación personal.
82. The Wisdom o f Heschel, selected by Ruth M arcus Goodhill, Farrar, Straus and Giroux, Nue
va York 1970, p. 256.
na de forma paralela a la expresión de Qumrán «pero sobre esto, decimos» (4
QMMT). En el debate jurídico, «decir» significa «interpretar» (al igual que en
la literatura rabínica). «Si se comparan las realmente discusiones menores entre
Jesús y los demás con los desacuerdos importantes que separaban Qumrán de
Jerusalén, se verá la cuestión»83. Es bien sabido que Jesús de Nazaret entiende
el sexto mandamiento de modo que abarque un inmenso territorio de positivi
dad. En Marcos 12, 28-34, Jesús cita Deuteronomio 6, 4-5, junto con Levíti
co 19, 18, como auténtico epítome de la voluntad de Dios para todos los pue
blos y para todos los tiempos84. Estos dos mandamientos de amar a Dios y al
prójimo son, para él, inseparables en la teoría y en la práctica. Dentro de este
amor total al Creador y a la criatura, el asesinato, la violación, el robo, la codi
cia y el adulterio son tan inconcebibles como la idolatría o el tomar el nombre
de Dios en vano. Y a la inversa, todo mandamiento, incluida la prohibición de
matar, no es sino una faceta de un prisma que se expresa en su totalidad en el
«sumario» de Deuteronomio 6 y Levítico 19.
Anteriores a Jesús o contemporáneos, estos sumarios podían encontrar
se en diversos sitios de la tradición judía, como, por ejemplo, Tobías 4,15; Hillel,
en Sabbat 31a; Filón, en H ipotética 7, 6; o de nuevo Jesús en Mateo 7, 12. Todos
estos textos, según Sanders, se basan en Levítico 19, 18 y 19, 3485. De hecho,
como Éxodo 20, 13 «realmente incluye también crímenes menores, es decir,
cualquier acto de violencia contra otra persona que pudiera producir la muer
te», el paso «a la formulación positiva de Levítico 19, 17-18» no puede tar
dar86. No quitar la vida a nadie supone, en última instancia, amar a todos y a
cada uno. La forma positiva del sumario de Jesús debe ser vista desde esta pers
pectiva y contraponerse (pero, evidentemente, no oponerse) a la forma negati
va usada por Levítico 19. Mientras que la forma negativa del Decálogo dejaba
en general un margen de libre invención al israelita obediente, llamándolo así
a dar forma a la obediencia personal, la formulación positiva totalmente inclu
siva destaca la ilegitimidad de restringir esa misma imaginación/invención87.
El paso de la forma negativa a la positiva se produce ya en lo que puede
quizás considerarse una última redacción88 del mandamiento del Sabbat y del
mandamiento de los padres. Desde una formulación posiblemente negativa de

83. E. P. Sanders, Jew ish Law fro m Jesús to the M ishnah, Trinity Press International, Fila-
delfia 1990, p. 95.
84. Levítico 19 es la versión Pde los Diez Mandamientos.
85. Sanders, Jew ish Law, p. 70.
86. Patrick, O íd Testament Law, p. 53.
87. «El Decálogo es la contraparte negativa del mandamiento de amar a Dios y al próji
mo... Supuesta esta estructura para evitar la desobediencia, uno es libre para amar a Dios o al pró
jim o de otras maneras» (W. Harrelson, The Ten C om m andm ents, p. 186).
88. Hemos visto antes que ésta no es la opinión de Childs y de otros.
acuerdo con las restantes «Palabras» del Decálogo, la nueva formulación es un
paso hacia una interpretación más amplia de entrega personal a Dios. En el man
damiento de honrar padre y madre, en particular, hay más bien una evolución
dramática hacia el amor, tal como lo espera el mismo legislador, que la simple
evitación de la falta de respeto (como es el caso de los textos paralelos, Éxodo
21, 15,17; Deuteronomio 27, 16). Esta tendencia a ampliar «dentro de lo posi
ble» el alcance de la Ley, a través del mandamiento del amor, es propiamente
teológica.
En correspondencia con la definición ampliada de los verbos de acción
en la Ley, también se ve afectada la definición del objeto del amor. En Jueces 17,
10, al maestro de sabiduría, en este caso un sacerdote, se le llama «padre», igual
como sucede con el profeta en 2 Reyes 2, 1289. Se les honra y venera como a tales.
El cambio a la forma positiva, dice Nielsen, corresponde al paso de una con
cepción de la Torá a otra, por la influencia de la Sabiduría sobre la Ley (cf. Sal
mos 19). Primero, la función de la ley es «marcar los límites trazados por los tér
minos de la alianza y definir la esfera dentro de la cual puede transcurrir
normalmente la vida de los israelitas, pero luego la Ley se convierte en «un
estímulo positivo para emprender ciertos rumbos de acción»90. Se restablece así
la insistencia de Gerstenberger en el papel de la Sabiduría sobre el Decálogo,
pero yo preferiría ver ese papel, con Nielsen, al final del proceso, no a sus comien
zos. Con la Sabiduría, llegamos hasta el poste del camino que nos anuncia al telos
de la ley, pero no todavía al final del proceso. La sexta «Palabra» recibe su más
plena interpretación en el mandamiento del amor al enemigo, esto es, cuando
la definición de prójimo se convierte en totalmente inclusiva, abarcando inclu
so a su antónimo.
Cierto, el amor al enemigo exige más de lo que uno puede cumplir. Pero
este «más de lo que» es precisamente el alcance del mandamiento. Toda deli
mitación, toda descripción de la prohibición en términos de parámetros estric
tos nunca va lo bastante lejos, por lt>que participa del mismo acto criminal aquí
prohibido. El lector reconocerá en esto, pienso yo, la argumentación de Pablo
cuando habla de la «letra», es decir, en última instancia de la interpretación de
la ley91. A este respecto, el primitivo sumario suministrado por Deuteronomio
6 dice ya: «Éste es el mandamiento... Amarás...».

89. Cf. Erhard Gerstenberger, Wesen u n d H erkunfi des «apodiktischen Rechts», Neukirche-
nerVerlag, Neukirchen-Vluyn 1965, p. 95s.
90. Nielsen, The Ten Com mandments, p. 117.
91. La «letra», igual que el «dicho» («pero yo os digo», véase antes), es interpretativa.
La cuestión que quisiera explorar, llegados a este punto, es interna a la Escri
tura hebrea. ¿Indica ésta la manera como entiende la naturaleza de la Ley? ¿Refle
xiona la Ley sobre su propia esencia?
La importancia del marco histórico de la Ley en el Antiguo Testamento no
puede exagerarse. Es una valiosa indicación decir que la ley debe ser pensada
en un contexto intercontextual. La ley nos remite a la historia de la relación entre
Dios y el pueblo, y la historia proporciona la razón del mandamiento de Dios al
pueblo.
Pero entonces, es evidente que Éxodo 20, 13 entra fácilmente en conflic
to con la historia (o el relato a modo de historia) del intento de asesinato de Isaac
en Génesis 22. Aunque la distancia cronológica existente entre ambos pasajes
supone al parecer 430 años -un a distancia que Pablo en el Nuevo Testamento
usa para su argumento de que la justificación por la fe tiene precedencia sobre
la justificación por obediencia a la Ley (cf. Gálatas 3, 17)-, no es sólo justo, sino
también necesario, que pongamos ambos textos uno junto al otro, porque ambos
pertenecen a la Torá. Puede incluso hasta decirse que Génesis 22 pierde todo su
sentido92, si no se le pone dentro del contexto de la prohibición de Éxodo 20,
13. Se supone que Abraham conocía la Ley. Ésta es la opinión unánime de la
literatura judía que, por encima de fronteras sectarias, afirma que la Torá fue
conocida por los antepasados antes de recibir definitivamente forma de colec
ción en tiempos de Moisés. Además, leyes contra el asesinato se encuentran
por todo el antiguo Oriente próximo y preceden con mucho cualquier período
que queramos asignar a Abraham (si un ejercicio de este tipo tuviera algún
sentido). Como ya mencionamos antes, la prohibición del asesinato se encuen
tra ya en el Libro d e los m uertos A 14-15; B5; y en Surpu 49, donde es un acto
llevado a cabo por un individuo, no por una colectividad93. Por último, y de
un modo definitivo, está claro que Génesis 22 (atribuido a / ya/*) fue escrito
siglos después de la codificación del Decálogo por tradicionalistas que compar
tían iguales puntos de vista no cronológicos.
Las historias de los patriarcas son historias paradigmáticas. La mayor in
justicia que podemos hacerles es verlas como episódicas y entender que su ense

92. De hecho, un «plus de significado», como dice Paul Ricoeur. W illiam J. Peck, «Mur-
der, Timing, and the Ram in the Sacrifice of Isaac», en Anglican T heological Review, 58 (1976) 25,
habla de «saturación con un plus de significado».
93. Véase Buis y Leclerq, Le D eutéronom e, p. 71. Abraham «conocía» la ley; cf. Eclesiásti
co 44, 19-21; 2 Baruc 57, 1-2; Jubíleos 16, 20-23; 1 Macabeos 2, 52; D ocum ento d e D amasco 3,
1-3; Josefo, A ntigüedades judias, 1, 225, y toda la literatura rabínica. En mi ensayo sobre Génesis
37s, vemos el mismo conocimiento atribuido a José.
ñanza sólo vale para un tiempo ya pasado94. Sea cual fuere el kerygma de Géne
sis 22, es ciertamente ejemplar y su lección es imperativa para generaciones fu
turas. En otros términos, hay un propósito común en lo narrativo y en lo pres-
criptivo en Israel. Como dijo una vez Abraham Heschel, «lo Halakhah sin lo
Agadah es inerte; lo Agadah sin lo Halakhah es extraño»95. La narrativo (Aga-
dah) introduce, por ejemplo, la costumbre/mandamiento de la circuncisión
(Génesis 17, 23), mientras que lo prescriptivo (Halakhah) hace que esta cos
tumbre sea un mandato (Levítico 12, 3, cf. Génesis 17, lOs). El relato propor
ciona el motivo para no comer el nervio ciático de la articulación del muslo
(Génesis 32, 32), y su prescripción, aunque no esté presente en el textus receptus
se sobreentiende claramente. De modo similar, en una primera aproximación,
el relato establece, en Génesis 22, en términos totalmente claros, que el hijo
primogénito (o, a efectos prácticos, aquel que tenga el derecho de primogenitu-
ra) pertenece a Dios, que lo posee como propiedad privada suya; lo prescripti
vo constituye repetidamente esta propiedad divina en un privilegio legal y en
consecuencia prescribe los medios con que los padres naturales deben redimir a
su hijo primogénito de una muerte segura, que es el modo como reclama Dios
lo que es suyo. El primogénito es misteriosamente hijo de la muerte (cf. Job 18,
13) y, si vive, es un superviviente, un resucitado (Éxodo 13, 12,13,15; 22, 29;
Números 3, 13; 18, 15; véase Lucas 2, 13). En otras palabras, al «no matarás»,
tanto en lo narrativo como en lo prescriptivo, se le opone como contraorden la
exigencia divina sobre el hijo primogénito, a quien el padre (en este caso Abra
ham) debe por Ley ofrecer en sacrificio a Dios. ¡Deberíamos llegar así a un lí
mite adicional del sexto mandamiento, amén de la pena capital y los actos de
guerra! Pero el texto de Génesis 22, así como los textos ya citados, muestran
que éste no es el caso.
El primogénito es el r ’ésit, el primero, el más excelente, en el sentido en que
la cabeza es también el cuerpo entero (cf. Salmos 78, 51; 105, 36). El primero
pertenece a Dios como signo de que todo le pertenece. En Isaac están inclui
dos todos los hijos existentes o potenciales de Abraham. Éste toma a su «hijo, el
unigénito, al que tanto ama, a Isaac», igual como, a fo rtio ri, tomaría a su otro
hijo, a un hijo común, no tan amado, Ismael, por ejemplo96. Si Isaac, luego tam
bién cualquier otro. Si Isaac, también todos los demás. Si el mandato divino es

94. Franz Rosenzweig, en su correspondencia con Gertrude Oppenheim, establece que


«el descenso de Dios al mundo es mandamiento y promesa, pero no relato o descripción» (B riefe
u n d Tagebücher, I -1, p. 426).
95. En The Wisdom o f Heschel, p. 260.
96. Observemos que si Génesis 22 fuera una leyenda que fundara la prohibición del sacri
ficio infantil, serviría cualquier hijo, seguramente Ismael, a quien Abraham había tenido antes que
a Isaac.
matar a éste, entonces también es matar a todos los demás. La oposición entre
Éxodo 20, 13 y Génesis 22 no puede ser mayor. Éxodo 20, 13 excluye Génesis
22, tanto como Génesis 22 im pide la proclamación de Éxodo 20, 13.
Con Génesis 22 como trasfondo, podemos entender la distinción que hace
Rosenzweig entre Ley y mandamiento. Ya cité su expresión: «Sólo por la mane
ra como los observa, cambia el hombre en su inercia los mandamientos en Ley,
en un sistema legal con parágrafos». Como diría Soren Kierkegaard —a quien lla
maré como testigo más adelante—, la Ley pertenece a lo general, y el manda
miento a lo particular. Entre éste y aquélla, puede haber no sólo distancia, sino
también oposición. Rosenzweig dice que esto es así porque Dios debe mantener
ocultos sus verdaderos propósitos. Si no, el menos libre, el más tímido y teme
roso sería el más «piadoso». «[Dios] debe hacer difícil, sí, hasta imposible [que
entendamos su forma de actuar], de modo que el hombre tenga la posibilidad
de creer y de confiar verdaderamente en él, y esto significa libertad» ( The Star,
p. 266). «La primera palabra que dice Dios al alma que se abre a él es “ámame”»
(ibídem, p. 177). «Sí, evidentemente, el amor no puede recibir órdenes. No hay
tercero que lo mande o lo extorsione. No hay tercera persona que pueda, sólo lo
puede Uno. El mandamiento del amor puede proceder sólo de la boca del ama
do. Sólo el amado puede decir y dice: “¡ámame!” - y él en verdad lo hace» (ibí
dem, p. 176).

L a «s u s p e n sió n t e l e o l ó g ic a d e l o é t ic o »

El judaismo rabínico tiende a lo universal, es decir, intelectualmente a lo


ético y socialmente a lo colectivo. Los rabinos despliegan un notable sentido
de solicitud pastoral. Aunque las exigencias de la Torá se toman con la mayor
rigurosidad—de suerte que Jesús podía hablar del peso que los fariseos ponían
sobre las espaldas de los demás—, la cualidad básica de la ley rabínica es que se
sitúa dentro del campo de lo factible. Todo lo que, al entender de los rabinos,
resultaba impracticable o impropio para la sociedad familiar se interpretó de nue
vo y se puso al día en términos aceptables a sus contemporáneos. No continúa
vigente, por ejemplo, la pena capital, excepto en caso de blasfemia obstinada y
asesinato. Se recurre a las compensaciones económicas en la mayoría de casos en
que la Torá escrita exigía la muerte. En general, el centro de atención de los rabi
nos es la debilidad humana.
En consecuencia, lo irracional se hace racional. Lo subversivo se alinea con
lo tradicional (así es, por ejemplo, en la interpretación targúmica y midrásica del
Cantar de los cantares, o del Siervo doliente). Lo extraordinario se alinea con lo
providencial y lo normal (la interpretación tradicional de la Aqedah, el «sacrifi
cio de Isaac», viene justamente al caso). Maimónides establece significativamente
que «un milagro no puede probar lo que es imposible; es útil sólo como con
firmación de lo que es posible» ( Guía d e perplejos, III, cap. 24).
Aquí se abre una de las simas más profundas entre judaismo y cristianis
mo. Jesús de Nazaret desplegó un bajo nivel de tolerancia por lo que él consi
deraba postura poco entusiasta y hasta hipócrita por parte de aquellos que en
el Evangelio son llamados «fariseos y doctores de la Ley». A este respecto, la insis
tencia del judaismo en ser «normativo» es un fenómeno muy revelador. Porque
está claro que las enseñanzas de Jesús nunca pueden convertirse en «normativas»,
porque son en esencia un escándalo para unos y una locura para otros.
Por esto, reflexionando sobre la Aqedah, en Temor y temblar, Kierkegaard
adoptó de los Padres de la primitiva Iglesia el principio categorial del credo
quia absurdum est. Absurdo, por cierto, no ha de traducirse por «sin sentido»,
sino que se refiere a las contradicciones lógicas que el creyente encuentra en su
existencia como persona de fe97. Creo porque es absurdo, dijo Kierkegaard, y
propuso al héroe solitario de la fe como el perfecto cristiano, «el caballero de la
fe que en la soledad del universo nunca atiende a voz humana alguna; va solo
con su terrible responsabilidad»98.
Cualquiera que sea nuestra reacción a estas cuestiones y, de un modo espe
cial, a la última de ellas, es difícil invalidar la intuición de este «lobo solitario»
danés. Hay, en efecto, y a pesar de algunos argumentos midrásicos para lo con
trario, una «suspensión teleológica de lo ético» en la Biblia, y particularmente
en Génesis 22. Cuando no se reconoce esto, la Aqedah —y, en primer término,
Auschwitz—deviene castigo. Pese a ello, un Midrás sobre Génesis 22 presenta
el sacrificio como un castigo de Abraham, que descuidó una ceremonia sacrifi
cial (Génesis Rabba 45). El Dios vengador exige entonces el supremo sacrificio.
Abraham cumple «para justificarse a sí mismo», dice Marvin Fox, ignaro por un
momento de la monstruosidad de tener Abraham que justificarse a costa de la
vida de su hijo. Éste es un caso en que uno se escapa del león o del oso (de lo
absurdum) para ser mordido por la culebra (de lo trem endum ; cf. Amos 5, 19).
Otro intento midrásico de racionalización puede verse también en Génesis
Rabba 46: Abraham llora como padre, pero se alegra por estar cumpliendo un
mandamiento divino. Por este camino, descubre el Midrás la Aqedah a partir de
la categoría de lo extraordinario. Pero en este proceso, la persona de Isaac que
da marginada; lo que debe ser imitado no es el sacrificio del propio hijo, sino
la fortaleza de Abraham ante la prueba.

97. Véase la respuesta de Jacob Halevi, en «Kierkegaard and the Midrash», en Judaism, 4
(1955) 13-28, al artículo de Marvin Fox, «Kierkegaard and Rabbinic Judaism», en Judaism, 1
(1953) 160-169.
98. Soren Kierkegaard, Fear and Trembling and the Sickness unto Death, trad, por Walter
Lowrie, Princeton University Press, Princeton 1969, p. 90 [trad. cast.: Temory temblor, Losada,
Antes de referirnos a otras y más poderosas reflexiones midrásicas sobre la
Aqedah, observemos en este punto que los estudios judíos modernos, cuando
intentan prolongar la línea tradicional de interpretación, no resultan más con
vincentes que sus antiguos modelos. Si, por ejemplo, tuviéramos que seguir a
rabí J. H. Gumbiner, Génesis 22 es la demostración de que Dios no exige el sacri
ficio de un hijo". Pero esta demostración ab absurdo implicaría, a mi entender,
que otras historias nos muestran a un Dios que manda perpetrar idolatría o adul
terio para poner a prueba. En suma, se cae entonces en una especie de «saba-
tianismo».
Trato aparte otras lecturas midrásicas porque no eluden lo insólito del tex
to (absurdum, también se podría hablar de riesgo, recordando la frase de Kier-
kegaard que dice «sin riesgo no hay fe»). La «absurdidad» de la exigencia de Dios
a Abraham está muy presente, como velada por sólo una hoja de parra, cuando
el Midrás imagina un debate entre Dios y Satanás, como en el prólogo de Job.
Y es por instigación de Satanás que Dios «tentó a Abraham» (Sanedrín 89 b). De
modo parecido, la absurdidad de la exigencia de Dios no se amortigua en modo
alguno cuando Tanhumah Vayera 46 aduce como razón de Dios, para tentar a
Abraham, «hacer que las naciones del mundo sepan que Yo no te escogí a ti [Abra
ham] arbitrariamente». ¿Sólo podía mostrarse dicha elección reclamando la vida
de Isaac? Y si una posible respuesta es que una orden así no es un absurdo, vinien
do de un Dios que lo exige todo, ¿qué decir de un Abraham que deja que por su
medio se cometa un infanticidio? A esto se refería exactamente Kierkegaard. J.
Halevi comenta que «no es que Abraham no tuviera razón alguna [para come
terlo], sino que su razón es comprensible a Dios y a los ángeles, y no es posible
entenderla en los términos de la sociedad actual, de la familia de Abraham... [esto
es], no resulta inteligible a lo universal» («Kierkegaard and the Midrash», p. 18).
Pero el Midrás va más al fondo. Hay una profunda reciprocidad de efectos
de la Aqedah sobre el hombre y sobre Dios. La prueba de Abraham, como la de
Job, es la prueba de Dios: «Te he probado con muchas pruebas y las has supe
rado todas satisfactoriamente. Ahora te pido que, por mi amor, resistas también
ésta, de modo que el pueblo no pueda decir que todas las anteriores fueron en
vano» (Sanedrín 89 b). Pero entonces nos ponemos en una perspectiva muy kier-
kegaardiana. Entre Dios y Abraham hay un intercambio de lo absurdo. Es ver
daderamente absurdo por parte de Dios exigir el supremo sacrificio de Abraham
sólo para ganar la aprobación del «pueblo»100.

99. J. H. Gumbiner, «Existentialism and Father Abraham», en C om m en tary, 5 (febre


ro 1948) 143-148.
100. Comprobemos, sin embargo, cuán poco kierkegaardiano suena este último elemen
to de aprobación o desaprobación; constituye la entrada de nuevo de lo general dentro de lo excep-
Más insólito es aún que Dios precisara de esta aprobación («por mi amor»)
y que, en este sentido, dependiera de su siervo (Abraham o Job). En corres
pondencia, es insólito que Abraham obedeciera a costa de la vida de su único
hijo, sólo para salvar la cara a Dios. Abraham se convierte por orden divina en
un infanticida, un asesino, y contradice el mandamiento expreso de no matar,
enfrentando así a Dios contra Dios. Que la historia de Génesis 22 «acabe bien»
no cambia para nada el hecho de que Abraham sea un asesino y figure como
tal (véase Temor y tem blor, p. 63 [trad. cast.]). Teólogos y éticos deben ahora
luchar contra este hecho. Si esto no es una «suspensión teleológica de lo ético,
¿qué es? El Midrás traza un paralelo con la marcha de Abraham de la casa de
su padre, en Génesis 12: «Te eximo del deber de honrar padre y madre, pero no
eximo a nadie más de este deber» ( Genesis Rabba 39, 7). Se trata de una autén
tica subversión, un contrapunto en la historia. A un nivel de la alianza, está el
horror que Dios siente por el sacrificio de un niño, o por el desprecio del padre
y de la madre. A otro nivel, está la «suspensión de lo ético».
De modo que planteamos la pregunta: antes incluso de que la Torá fuera
escrita por mano de Moisés (Éxodo 34), ¿en qué medida la Aqedah constituye
un límite a la Ley? Se argumentará que lo ético no es lo definitivo, sino que
está condicionado por una economía transitoria. La norma, lo ético, la Ley,
han de ser trascendidos. Seguir la norma es sólo lo mínimo requerido. Pero de
Abraham, porque es el «caballero de la fe» se dice que está liphnim m i-surat
ha-din -como dicen los sabios del Talmud-, por encima y más allá de la línea
del deber.
Así, pienso yo, entiende Jesús el m iswah [mandamiento]. Su radicalismo
le llevó a despachar como mediocridad el cumplimiento «mesurado» de la ley
y como hipocresía que se calcule esta «medida» para satisfacer a un juez divi
no. Cumplimiento con medida, es decir, sin la infinidad del amor, no es en
modo alguno cumplimiento, enseñó. Se convierte en un yugo autoimpuesto
cuando el «amarás a tu prójimo cdmo a ti mismo» requiere ser definido en
cada una de sus palabras, o que se tracen los límites precisos en torno a cada
término, a fin de no sentirse uno culpable por no amar a alguien que se ajusta
a la definición de «prójimo», o por amarlo más de lo que uno se amaría a sí
mismo101. Kierkegaard saca punta brillantemente a la cuestión cuando escribe
que, «en este caso, la tentación es ella misma lo ético... que impediría [a uno]
cumplir con la voluntad divina» (Véase Temor y tem blor, p. 67). Se impone
aquí por sí mismo un paralelo con la concepción que Pablo tiene de la Ley.
Pero Jesús transforma radicalmente el problema llamándonos a ser c 1 prójimo
d e los demás, del odiado samaritano, por ejemplo. El amor no conoce límites
ni definiciones restrictivas; acepta al amado hasta el punto de entregar la vida

101. ¿O quizás también, amando a alguien que «oes mi prójimo?


por amor del otro. Va liphnim m i —surnt ha-din [por encima y más allá de la lí
nea del deber]102.
Evidentemente, esto es excesivo, absurdum, pero el reino de Dios es para
los que se aventuran en la fe. No una recompensa para los mediocres. Por amor
al reino de Dios (lo «teleológico»), uno deja atrás esposa, padres y los propios
muertos. Por el reino de Dios, uno levanta el cuchillo para separarse de un solo
golpe del mayor tesoro que se posee sobre la tierra, la «Regina Olsen» de cada
uno, la raison d'étre de uno mismo, todo lo que es uno, para separarse de sí mis
mo. «Toma a tu hijo, a tu unigénito, al que tanto amas, a Isaac», y también al
único vínculo de Abraham con el pasado y con el futuro.
En este estudio del sexto mandamiento, nos interesa Génesis 22 y su «tele-
ológica suspensión de lo ético», así como la manera como lo entienden Kierke
gaard y el Midrás, porque muestra que lo «ético» o la Ley deben y pueden ser
trascendidos. De no ser así, nos quedamos a este lado de la historia y nunca alcan
zamos el más allá del «ha-‘olam ha-ba» (el reino de Dios). Por esto es un grave
error creer que Génesis 22 es único, Hay otros casos de «suspensión de lo ético»
en la Biblia. Hace poco hemos aludido a que el Midrás traza un paralelo con la
marcha de Abraham de la casa paterna, por lo que queda exento de la ley gene
ral de honrar padre y madre. Los rabinos nos dicen que Caín, por necesidad,
tuvo que casarse con una de sus hermanas para propagar la raza, a pesar de Leví-
tico 20, 17. Esto fue permitido por la bondad de Dios, dicen los rabinos basán
dose en Salmos 89, 3. Las hijas de Lot se motivan con los mismos principios,
cuando mantienen relaciones incestuosas con su padre para salvar a la raza huma
na. El resultado es, ciertamente, el origen ominoso de amonitas y moabitas, pero
la motivación de las protagonistas no se rechaza. Los rabinos concluyen de nue
vo, por la ausencia de Séfora en Exodo 4-6, que Moisés se había separado de ella
para estar siempre puro cada vez que Dios inesperadamente se le apareciera. A
pesar de la crítica severa de Miriam y de Aarón como representantes de lo ético,
está claro que Moisés tenía teológicamente razón para admitir esta excepción en
su persona (cf. Rashi sobre Números 12, 1). Uno piensa también en el celibato
con motivación escatológica de los esenios de Qumrán, o de Jesús y Pablo. Ya
Jeremías recibe el sorprendente mandato de no casarse. A Oseas, en cambio, se
le ordena que tome en matrimonio a la adúltera Gomer, y a Ezequiel que no esté
de luto por la muerte de su querida esposa.
Entre los antepasados de David (y del Mesías) aparecen personajes suma
mente sorprendentes: Rajab la prostituta cananea, Tamar la cananea promis
cua y Rut, la moabita. Los evangelios añaden a Betsabé, la mujer de Urías, al

102. Brooks, The Spirit o ft h e Ten C om m andm ents, nos apela a «actuar por encima y más
allá de la llamada de la ley» (p. 143). Y Heschel afirma que «el objetivo es vivir por encima del dic
tado de la ley» ( The Wisdom o f Heschel, p. 255).
escandaloso trío de la genealogía de Jesús (véase Mateo 1). A Moisés nunca se le
reprocha haber dado muerte al egipcio y haber ocultado su cuerpo en la arena
(Exodo 2, 12)'03. Jacob roba la primogenitura a su hermano, y engaña desver
gonzadamente a su padre Isaac, aprovechándose de su ceguera, cosa específica
mente prohibida por la ley (Levítico 19, 14; Deuteronomio 27, 18). Toda su
vida es, en realidad, una «suspensión de lo ético».
Manfred Vogel, sin embargo, se muestra ofendido por el principio kier-
kegaardiano104, y dirige nuestra mirada más bien hacia «el planteamiento pro-
fético clásico» (p. 42). Sostiene que «el planteamiento profético clásico» man
tiene como axiomático que Dios «nunca dejará en suspenso lo ético». Pero,
podríamos preguntar, ¿es esto verdad, por ejemplo, de Isaías 53? ¿de Zacacarías
12, 10? ¿de la vida profética de Jeremías (véase, por ejemplo, capítulo 12, o 16,
1-13: el celibato impuesto a Jeremías; etc.)? ¿de la obligada recuperación por
Oseas de una «fulana»? ¿No recibe Ezequiel (Ezequiel 4-5) diferentes órdenes
que van contra la propiedad (sacerdotal)? Debe rasurarse el pelo de la cabeza y
de la barba (a pesar de Levítico 2 1 ,5 ; véase Ezequiel 44, 20), comer pan coci
do con excrementos humanos (como última concesión, con excrementos de ani
males), pese a lo que diga Deuteronomio 23, 14. ¿Y qué dice laTorá en Géne
sis 12, 1Os, 16, y 21, 12? ¿y en Génesis 27 o Génesis 38, o también en Exodo
2 , 12 ?
Aunque, en la serie de los de asesinatos bíblicos «santos», el modo como se
deshace David de Urías no ha de ser puesto ciertamente a la misma altura que
los hechos que se atribuyen a Abraham o a Moisés, sucede que ¡la dinastía de
David se perpetúa a través de su unión impura con la mujer de Urías («David
engendró, de la que fue mujer de Urías, a Salomón», dice Mateo 1, 6)! La cóle
ra homicida de Elias contra los «profetas de Baal» se justifica quizás por su celo
por Dios, pero ¿qué decir de 2 Reyes 1, 9s?
Sobre esto, incluso entre los sabios (y conservadores) talmúdicos, la «sus
pensión de lo ético» no es desconocida. Se dice que la discrepancia entre ’e hyeh
aser ’e hyeh en la primera parte de Éxodo 3, 14 y ’e hyeh en la segunda parte del
versículo se explica como sigue: ’e hyeh significa «yo estaré con vosotros durante
la esclavitud en Egipto», mientras que ’e hyeh aser ’e hyeh significa esto mismo y,
adem ás, que Dios estará con Israel en las esclavitudes que han de venir. Por
ello, para salvar a los hebreos en Egipto, Moisés recibió la orden de hablar en
nombre de ’e hyeh sólo y de callar respecto de las restantes esclavitudes del futu

103. Esta acción de Moisés está considerada constantemente por la tradición como una
excepción de la regla contra el asesinato (cf. Exodo Rabba acerca de 2, 11, 12; Actos 7, 24).
104. Manfred Vogel, «Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethical: Some Reflec-
tions from a Jewish Perspective», en The G eorgetown Symposium on Ethics, Univesity Press of Ame
rica, Lanham 1984, p. 19-48.
ro. (Así Jacob b. Abina en el nombre de rabí Huna de Séforis; Exodo Rabba 3, 6;
cf. Rashi sobre Éxodo 3, 14)105.
Es, por tanto, muy sorprendente que Kierkegaard irrite tanto a ciertos
comentaristas judíos modernos. Martin Buber no hizo demasiados esfuerzos para
entenderle en sus obras ¿Qué es el hom bre?y (1947) y Eclipse de Dios (1952). Rabí
Milton Steinberg ha afirmado que, «desde el punto de vista judío —y en esto con
siste uno de sus mayores méritos- lo ético nunca está en suspenso, no lo está
bajo ninguna circunstancia no lo está para nadie, ni siquiera para Dios. ¡En espe
cial no lo está para Dios!»106. Esta apasionada, aunque errónea, aseveración resul
ta verdaderamente sorprendente. Otro judío «rabínico», Jacob Halevi, como
vimos, es capaz de mostrar la sorprendente afinidad existente entre la «suspen
sión» de Kierkegaard y el Midrás. Pero podríamos decir, siguiendo a Steinberg,
que en la medida en que en el judaismo «normativo» lo Agadah queda sustitui
do por lo Halakhah, la «suspensión de lo ético» que se encuentra en lo primero
pertenece más al folclor que al paradigma. Se cita, por lo general, un texto «halá-
quico» con toda la seriedad, por muy irrelevante que pueda ser para los tiempos
actuales, mientras que nos referimos a lo «agádico» con una sonrisa, con un gui
ño que viene a decir «esos antiguos rabinos eran deliciosamente intrépidos, pero,
¿quién puede tomarlos en serio cuando nos cuentan historias?».
En este sentido, Steinberg está en lo cierto. Es evidente que el judaismo
«haláquico» no conoce ninguna «suspensión» como tal. Es también evidente que
lo subversivo en la Biblia o en la literatura rabínica estará ausente de géneros
que son refractarios a tal absurdidad: el género legal (por definición) y el sapien
cial o parenético. Es, por consiguiente, una verdadera revolución o un auténtico
escándalo que el Nazareno consiga hacer entrar el espíritu «agádico» (cómodo
en lo narrativo) en lo «haláquico». La penetración de lo «agádico» en lo «halá
quico» no es una novedad, sin embargo. La Biblia hebrea presenta numerosos
ejemplos del fenómeno, en especial en los profetas, pero no exclusivamente en
ellos. El relato transforma lo prescriptivo en el libro de Rut, por ejemplo, don
de el matrimonio por levirato se reinterpreta de un modo conveniente para aco
modarlo a una situación sumamente inusual, de hecho, una situación prohibi
da por la ley: la integración de una moabita en la comunidad. Otro ejemplo nos
lo da 1 Samuel 21: David y sus hombres comen panes de la proposición en el
santuario de Nob. Este episodio particular de «suspensión» de lo legal y cultual
lo trae a colación Jesús (Mateo 12; Marcos 2, Lucas 6).

105. Este tratamiento compasivo del pueblo cuenta como una kierkegaardiana «suspensión
teleológica de la ética», dice Jacob L. Halevi («Kierkegaard’s Teleological Suspensión of the Ethi-
cal. Is It Jewish?», en Judaism , 8 (1959) 291-302; véase p. 297s).
106. Milton Steinberg, «Kierkegaard and Judaism», en M enorah Journal, 37, 2 (1949) 176.
En su artículo de 1984 sobre Kierkegaard, Vogel contrasta el judaismo con
el luteranismo del danés. Para el judaismo (= «tipo I»), dice, religión y ética están
inxetricablemente entretejidas y son inseparables; mientras que para el lutera
nismo (= «tipo II»), la religión y la ética están separadas, a la vez que existe una
clara superioridad de la primera sobre la segunda. Kierkegaard, en Temor y
tem blor, atribuye «supremacía a lo religioso, incluso cuando lo ético está con
tramandado en su sentido más fundamental» (p. 21). Lo ético, incluso para
el tipo II «no requiere ser visto con demasiada seriedad» (p. 22). Pero, para el
tipo I, hay en esto una imposibilidad. Aquí, en vez de ser una afirmación, la sus
pensión de lo ético se convierte en un problema.
Una respuesta al artículo de Vogel puede, según creo, clarificar la cues
tión que constituye el núcleo de la presente discusión. Su contrastante plantea
miento nos lleva hasta la línea divisoria entre las dos concepciones de la Ley,
características del judaismo y del cristianismo (no sólo del luteranismo).
En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la tipología que llena su ar
tículo, esto es, la división que el autor hace entre religiones de «tipo I» y de «tipo
II» es deficiente, o sumamente cuestionable. Es, con toda certeza, de lo más des
afortunado presentar la suspensión de lo ético en Kierkegaard como algo que no
requiere ser visto «con demasiada seriedad» (p. 22). Presentar toda la tragedia
existencial de la vida de Kierkegaard como fácilmente soportable en razón de su
confesión religiosa es no tomar en serio a Kierkegaard.
En segundo lugar, hay una contradicción en el hecho de presentar la reli
gión y la ética como entretejidas y de un valor perfectamente equiparable, por
un lado, y luego denominar a la ética expresión de lo religioso, por el otro lado
(cf. p. 31, 32, 36). Con la última afirmación estoy de acuerdo; con la primera,
no. Porque si lo religioso es el mensaje y lo ético la expresión, es posible trazar
paralelos de todo tipo que puedan explicar la relación que hay entre ambos.
Podría decirse, por ejemplo que la fidelidad es una expresión de amor, y no a la
inversa; la fidelidad depende claramente del amor y podemos concebir que
este último exija un día un tipo de fidelidad no normativa, como cuando santa
María Egipcíaca se prostituyó en Marsella para pagarse el viaje a Tierra Santa,
o cuando, en tiempos de crisis, una mujer se ofrece a un tirano sin escrúpulos
para conseguir la liberación de su marido prisionero.
Además, Vogel mismo menciona la acerada crítica de Buber al hecho de
equiparar una expresión de la voluntad de Dios con la voluntad en sí misma107.
Cuando se equipara lo teológico con lo ético, Dios se convierte inevitablemen

107. Vogel, «Kierkegaard’s Theleological Suspensión of the Ethicai», p. 28. Como es bien
conocido, para Buber ningún código escrito puede ser una declaración autoritativa de la voluntad
de Dios, aunque la respuesta humana a Dios puede llevar a la producción de un código legal. Si el
profeta formula un código o una prescripción, se trata de la reflexión del profeta sobre Dios. Por
ello, el deber del lector es ir más allá de la formulación y llegarse a la experiencia que la inspiró, más
te en garante de la moralidad. Y si algo les pasa a los garantes de la moralidad en
tiempo de Isaías, rey, profetas, sacerdotes y sabios, es que son objeto de su crí
tica mordaz. Lo que el hijo de Amos ve en el templo es un Dios cuya principal
característica es la santidad. Ahora bien, santidad no es «irreprochabilidad moral,
o la más elevada forma de moralidad... lo santo es a la vez fascinosum y trem en-
dum [en palabras de R. Otto]», dice K. Koch108. Desde esta perspectiva, es evi
dente que, aun cuando Israel fuera la más ética de todas las comunidades huma
nas de la tierra, continuaría siendo «un pueblo de labios impuros». Predicar a un
pueblo así puede endurecer a sabiendas su corazón (Isaías 6, 10), ¡un motivo
divino no muy ético (con la venia de M. Steinberg)!
El objetivo principal, el único objetivo de la Torá es que Israel descubra
quién es Yhwh, o simplemente que El es Yhwh (véase Ezequiel 20, 26). Por eso
Ezequiel puede describir leyes dadas a Israel por Yhwh ¡como «no buenas» (20,
25-26)! Entre ellas, precisamente la exigencia de Yhwh de tomar la vida de los pri
mogénitos (véase Miqueas 6, 7; cf. Jueces 11, 30-40). Sin embargo, estos sacrifi
cios ocurrían durante los reinados de Ajaz (2 Reyes 16, 3) y de Manasés (2 Reyes
21, 6). Y la situación que prevaleció en alguno textos de la Torá no es tan clara.
Según Éxodo 13, 11-13 y 34, 19-20 (cf. Números 3, 11-13,40-45; 8, 17s; 18,
15s), el primogénito tenía que ser redimido, pero esta provisión más bien parece
un añadido posterior sobre la base de Éxodo 22, 28b-29. En todo caso, Ezequiel
no argumenta contra Dios porque éste mande entregarle su propio hijo; sólo dice
que esta ley particular llevó muerte, no vida (20, 25). Ve coherencia en que Dios
lleve al pecador a cada vez mayores infracciones para poder castigarle con mayor
severidad (Ezequiel 14,9; cf. Isaías 63,13) -lo cual a su vez tampoco es muy ético.
Idéntico juicio aplica al hecho de que Dios haga que los profetas desobedezcan
(Ezequiel 14, 19)yque eljusto corra hacia el desastre (3, 20).
De hecho, «la Torá nos enseña que todo ha de juzgarse desde el punto de
vista de lo más elevado, lo más «inaccesible, referencia, desde el nivel de lo in fin i
to, de lo absoluto. Sólo la esfera religiosa es capaz de trascender lo aterrador y lo
absurdo, esto es, de elevar lo absurdo al plano de lo sublime»109. A este respecto, el
paralelo es perfecto entre el acontecimiento de Génesis 22 y el de la crucifi
xión110. Si aquí hay «tipología», se trata de una tipología de acontecimiento, no

allá del mandamiento hasta Aquel que ordena. «Un conocimiento yo-tú, fácilmente captado, pre
servado y fácticamente transmitido, no existe en la realidad»: «Reply to my Critics», en Paul
Schlipp (ed.), The Philosophy o f M artin Buber, Open Court, LaSalle, IL 1967, p. 692.
108. Klaus Koch, The Prophets, vol. 1, trad. por Margaret Kohl, Fortress Press, Filadel-
fia 1983, p. 110.
109. Michel LaCocque, comunicación personal.
110. Uno sospecha que la reacción de Buber y Vogel a la «suspensión de lo ético» en Kier
kegaard está «remotamente controlada» por su rechazo del cristianismo, convenientemente cate-
gorizado como religión de un tipo distinto al judaismo.
de figura. Abraham se representa a sí mismo, e Isaac se representa a sí mismo.
Pero lo que sucede entre ellos, esto es, la «teleológica suspensión de lo ético», no
es ninguna «estrella errante», es una «estrella guía». Cierto, el acontecimiento de
Abraham/Cristo debe ser emulado, no imitado (pese a la poco inspirada noción
de la im itatio Dei/Christi). Como dice Kierkegaard, «no por el asesinato, sino
únicamente por la fe puede uno asemejarse a Abraham... si todo el mundo trata
ra de rehacer el terrible acto que el amor santificó como una proeza inmortal, en
tonces todo está perdido, incluidos el hecho sublime y su extraviado imita
dor»111. Con todo, Kierkegaard renuncia a casarse con Regina Olsen y, por único
que pueda ser el sacrificio de la propia vida le-sém ha-sam ayim (por amor a los
cielos), Jesús dice a sus discípulos: «Quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no
es digno de mí. El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido
su vida por mi causa, la encontrará» (Mateo 10, 38s; véase 16, 24).
Por último, lo universal no aguanta la oposición de lo particular. Porque
lo particular demuestra la opresión de lo que se considera «universal» (una
conclusión que ciertamente puede sacarse de las juiciosas afirmaciones de Man-
fred Vogel, en la página 28 de su artículo). Sólo Dios puede ser lo Absoluto y lo
Universal en cuanto viviente, pero cuando algo, incluida la voluntad expresa de
Dios, se hace absoluto, entonces lo absoluto se convierte en un Ello y se vuelve
opresivo. Así lo demuestra una historia, por la que no siente demasiada atrac
ción el judaismo rabínico, a saber, la historia del libro de Job112. Aquí se mues
tra con la más nítida claridad que hay una brecha entre lo ético y lo religioso.
Job es éticamente irreprochable. No obstante, mantiene un tipo de relación con
Dios que por fuerza oscila entre la desorientación y la reorientación. Cierto, en
el discurso de Yhwh a Job (38s), no hay denuncia de algún pecado específico,
pero es sin embargo evidente que la inocencia de Job no es lo decisivo. De hecho,
algunos textos del Nuevo Testamento van incluso más allá y proclaman que la
inocencia puede ser a veces un obstáculo en el camino para encontrase con Dios,
como cuando Jesús dice al joven rico, respetuoso con la ley: «Todavía te queda
una cosa: vende todo cuanto tienes, ... y sígueme» (Lucas 18, 18s).
Cuando no elegimos lo insólito, caemos en las categorías que ridiculiza
Kierkegaard: marido frente a amante, o lo general frente al héroe. Sin lo insóli
to, por parte del danés, de la renuncia a Regina Olsen, no hubiera existido Kier
kegaard, igual como no hubiera habido ningún Abraham sin lo insólito de Géne
sis 22, y ningún Jonás sin su ida a Nínive. Como nos recuerda Paul Ricoeur,
mientras que la Regla de Oro, propuesta por Jesús y por rabí Hillel, pertenece

111. Fear a n d Trembling, p. 42 [trad. cast.: Temor y tem blor, p. 33].


112. Según los antiguos rabinos, los sufrimientos de Job eran merecidos por no haber
adoptado la postura correcta cuando fue consultado por el faraón del Éxodo: Éxodo Rabba 1,12
y Sotah 1 la.
a una «lógica de la equivalencia» (de la misma manera que queréis que os tra
ten los hombres, tratadlos vosotros también a ellos), el amor a los propios ene
migos lo domina una «lógica de la superabundancia». La primera es ética, la
segunda propiamente religiosa. Los límites de lo ético están en su misma gene
ralidad (un concepto kierkegaardiano). La «generalidad» debe diferenciarse de
la universalidad. El amor al enemigo empuja lo ético hacia lo universal, no a un
nivel general. Por ello dice Jesús: «Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ...Tam
bién los pecadores hacen lo mismo (Lucas 6, 33). Sólo lo religioso nos lleva has
ta liphnim m i-surat ha-din, hasta lo gratuito, a lo que no tiene expectativa algu
na de reciprocidad. Para decirlo bien claro, lo ético y lo religioso no son dos áreas
discretas e independientes de la acción humana. Al poner Jesús una al lado del
otro, la Regla de Oro y el mandamiento de amar a los enemigos, muestra de qué
manera hay que interpretar lo primero a la luz de lo segundo, de forma que lo
ético sea transformado (sin por ello desaparecer) por lo religioso113. En el Kuza-
ri, del siglo XI, Yehudah Halevi insiste en que el Dios de Israel es Dios por hit-
yahud, por particularización. Sólo la particularización hace que Dios tenga nom
bre propio, Yhwh (K uzari4, 1). Dios se hace a sí mismo particular (ya’h ad, ’e had)
por amor y para bien de los hombres, por cuanto se hace contem poráneo (ya’h ad)
a ellos. La intuición de Halevi no puede sino evocar a nuestras mentes el acen
to que Génesis 22 pone en lo particular. Dios exige a Abraham su yahid, su «úni
co» hijo, Isaac114.
Lo prescriptivo anterior al período del segundo templo es una repuesta
expresa a los actos salvíficos de Dios con los que establece una alianza con su
pueblo. Como dice Martin Buber, lo prescriptivo es una respuesta ética que nun
ca puede ocupar el lugar de la verdadera voluntad divina. La alianza narrada
demuestra cuán importante es la historia como fundamento de lo prescriptivo,
no sólo en el pasado, sino también en cualquier época. Hay mandamiento por
que hay relato, y los relatos están para explicar lo mandado115. Pero con Esdras
y Nehemías, ambos elementos se disocian. Lo ético preponderó sobre los teoló
gico y, en consecuencia, sobre la historia. La «institución» engulló el «aconteci
miento». Entonces se asumió como certeza absoluta que la historia no podía ya
más ir junto con lo prescriptivo. La historia se convirtió en «historia sagrada»,
una H eilsgeschichte de antepasados"6. La Torá se entendió como prescripción éti

113. Véase la siguiente aportación de Paul Ricoeur.


114. Hallamos un eco de esto en Génesis 37s: Jacob ama a José como si fuera su «único
hijo».
115. Porque, en el antiguo Israel, la teología se encarna en credos narrativos (Deuterono
mio 26; 6; Josué 24; etc.), como destaca G. von Rad; véase su «The Form-Critical Problem of the
Hexateuch», en The P roblem o ft h e H exateuch a n d O ther Essays, p. lss.
116. Véase Yosef H. YerushaJmi, Zakhor: Jew ish H istory a n d Jew ish M em ory, University of
Washington Press, Seattle 1982.
ca y como condición de pertenencia a la comunidad de la alianza, esta última
entendida también como Corpus constituido, al que sólo es posible unirse por
méritos. En el siglo V a.C., laTorá se convirtió en la constitución del Estado
judío, en la imagen de la dat [ley] del imperio persa, y como tal en una institu
ción d e fa cto independiente de una alianza siempre renovable o revocable. Esta
inversión de prioridades constituyó una transformación fundamental a la que ni
Cristo ni Pablo permanecieron indiferentes.
Dicho todo esto y en razón de que, en realidad, lo ético se ha hecho sólo
relativo, sin ser suprimido, por lo religioso, ha de reconocerse que, por lo que se
refiere al pueblo de Dios, hay margen tanto para el enfoque rabínico como para
el cristiano. Abraham y Jesús no envían al infierno a quienes no consiguen lle
gar a su nivel. Sólo que la respuesta apasionada que dan a Dios nos avergüenza
a todos nosotros, mediocres como somos en la fe. No quiere decir esto que hay
una dicotomía entre los caballeros de la fe y la masa de creyentes; porque igual
como los caballeros sienten la tentación de bajar peldaños y entrar de nuevo en
la generalidad, así también sienten los individuos en el seno de la Qahal, de la
comunidad, la llamada a convertirse en «Abrahames» y en «Jesuses» siguiendo
su propia vocación117.
En conclusión, podemos hablar del alcance y de los límites de la ley bíbli
ca. El sexto mandamiento, por ejemplo, es apodíctico; es absoluto en el senti
do de no estar sometido en su validez a ninguna circunstancia particular. «No
matarás» vale siempre; hasta lleva al destinatario a la comprobación definitiva de
que hay que amar al prójimo por ser persona como él. La finalidad del manda
miento es tan amplia como pueda serlo, con la única restricción -que no per
tenece a lo ético- de que Dios puede ordenar la declaración de una Guerra San
ta contra los enemigos, no sólo de Israel, sino también de Dios, o de que puede
exigir la vida del culpable, o en el caso de Isaac, de un inocente, por «razones que
la razón no alcanza a conocer» (Pascal, Pensamientos, iv).

117. El empleo, en las leyes apodícticas en general, de la segunda persona del singular es
una señal de que, aun no quedando excluida en modo alguno la comunidad como un todo, se
acentúa, no obstante, la intimidad de Dios con el individuo. «Cada israelita ha de comprome
terse con los vínculos de los mandamientos, pero los mandamientos caen sobre la comunidad de
la alianza y, por lo mismo, sobre todos sus miembros» (Harrelson, The Ten Com mandments, p. 51).
De hecho, la segunda persona del singular enfatiza que se alude a todos los israelitas de cual
quier época y hasta a «todos los individuos y grupos de todo tiempo y lugar» (ibídem, p. 52).
«NO MATARÁS»:
UNA OBEDIENCIA AMOROSA

PAUL RICOEUR

El estudio de André LaCocque, cuya trayectoria propongo prolongar para


incluir la época moderna, se centra en un mandamiento del Decálogo estable
cido en forma apodíctica en la Biblia hebrea: «No matarás». El subtítulo que
yo le añado pretende resumir la sorprendente idea central de su empresa, a saber,
la afirmación a la vez del alcance y de los límites de validez de la Ley apodíctica
en Israel. Esto quiere decir que el estilo del ensayo de André LaCocque es esen
cialmente dialéctico, lo cual pide una continuación de idéntica naturaleza.
Como buen exegeta, no pasa por alto la cuestión de los orígenes. Sin embar
go, el estado actual de discusión le lleva en dos direcciones. La primera, desple
gada por una larga tradición exegética, plantea esta cuestión en íntimo contac
to con la idea de alianza, noción que se entiende de un modo más específico con
el ejemplo de los pactos de vasallaje, muy conocidos de los especialistas en Orien
te próximo. La segunda vía, no tan bien transitada, lleva en dirección a la sabi
duría tribal.
Pero, dando ya el primer paso, la dialéctica del alcance y de los límites está
prefigurada por la conjunción, en la versión canónica del Antiguo Testamento,
entre el texto recitativo del Éxodo -por consiguiente algo «narrativo»- y la legis
lación dada en el Sinaí —por lo mismo, algo «prescriptivo». Aparece así una pola
ridad entre el acontecimiento narrado y la ley proclamada; en realidad, algo más
que una polaridad, una intersección, como indica el mero hecho de que la pro
clamación de la Ley sea en sí un acontecimiento relatado, cuya ocurrencia lleva
al recuerdo del acontecimiento fundador, que es el Éxodo. Entre estos dos aspec
tos hay más bien una especie de sutura que una línea de ruptura. Y la sutura es
tanto más notable si admitimos, con muchos exegetas, que estos dos aspectos
proceden de dos tradiciones distintas. Esta conjunción entre lo prescriptivo y lo
narrativo la traza André LaCocque, siguiendo los pasos de Calum Carmichael,
por todo el corpus bíblico. En esta interacción, muestra que lo narrativo ejem
plifica la Ley y, a la vez, que ésta eleva lo narrativo al rango de paradigma. A pri
mera vista, no se percibe en todo ello ninguna discordancia, ni que doblemos el
par narrativo-prescriptivo con el de mandamiento-ley, que más adelante nos
planteará un problema del todo distinto, por cuanto sugiere una distinción inter
na en lo prescriptivo de por sí. Pero aun permaneciendo de momento en el inte
rior del círculo de lo narrativo-prescriptivo, la misma heterogeneidad de los géne
ros literarios en cuestión ya lleva la semilla de una futura disociación en el seno
de la cultura judía. No es accidental que, en el judaismo, tal como se ha perpe
tuado hasta el presente, haya surgido un cierto antagonismo entre lo Agadah más
libre, más narrativo e imaginativo, y lo Halakhah, más estrictamente normati
vo. André LaCocque se refiere a este punto en la parte de su ensayo dedicada a
los límites de lo apodíctico, ilustrada por el increíble episodio del sacrificio de
Isaac, en Génesis 22.
Otro indicador de tensión, en el texto bíblico mismo, lo proporciona la
forma en que se sitúa la Ley mosaica en relación con el modelo de los tratados
hititas. Jon Levenson habla a este respecto de «una curiosa dialéctica entre auto
nomía y heteronomía». La libre decisión de la persona que entra a formar par
te de una relación desigual implica lo que no es todavía una antinomia, pero que
lo será para los pensadores modernos que siguen a Kant. Dicho en pocas pala
bras, esta antinomia puede establecerse en los siguiente términos: ¿Podemos pro
fesar a la vez, y al mismo tiempo, autonomía moral y heteronomía religiosa? O
bien, para evitar esta especie de colisión frontal, ¿no debemos formular la rela
ción que existe entre religión y ética en otros términos? A esta difícil cuestión
tendremos que dedicarnos largo y tendido, pero es un problema que surge ya
con la enérgica afirmación, hecha por André LaCocque, de que las prescripcio
nes apodícticas del Decálogo no son «estipulaciones de la alianza», en el sentido
de un acuerdo fraternal dirigido contra un enemigo común, ni de un acuerdo
establecido entre no iguales. Es la misma idea de una regulación apodíctica de
la conducta social lo que causa problemas, proceda aquélla de los sabios, de los
profetas o de los sacerdotes. Podríamos incluso decir que el problema planteado
por la primacía de la heteronomía sobre la autonomía -si podemos continuar
aplicando este lenguaje- se agudiza más aún con el comentario de Moshe Wein
feld, citado por André LaCocque: « [Escribas del entorno de Ezequías y Yosías]
liberaron a la fe israelita de su carácter mítico, al culto religioso de su acento
puesto en lo ritual y a las leyes de la Torá de su carácter estrictamente legalista»1.
Ni se atenúa tampoco la dificultad por el añadido de promesas a los manda
mientos, ni que sea la promesa de la tierra prometida. Spinoza y Kant -que en
este punto están de acuerdo- verán en esto una perversión. Podemos, en cam
bio, escoger con André LaCocque seguir la propuesta de Franz Rosenzweig de
distinguir entre mandamiento y ley, en especial si situamos -como haré yo—esta

1. Moshe Weinfeld, «Deuteronomy: The Present State of Inquiry», en Jou rn a l o fB ib lica l


Literature, 86 (1967) 249-262; se cita p. 262.
distinción en el marco del amplio fresco filosófico-teológico de su The Star o f
R edemption [La estrella de la redención]. Esta propuesta puede ayudarnos ya, sin
embargo, a resolver el problema planteado por el status apodíctico de las «Diez
Palabras». Quizás seamos también capaces de volver a ella en un momento más
avanzado de nuestra meditación, que va a tener un aire poskantiano y poshe-
geliano, es decir, una forma de pensamiento que habrá superado la prueba de la
contradicción entre heteronomía y autonomía. Que la propuesta de Rosenzweig
tiene que ver más con un «puedo» que con un «debo», siguiendo una sugeren
cia de R. H. Miller, anotada por André LaCocque, es una sugerencia que man
tenemos en reserva para más adelante.
Avanzando un poco más, podemos, con Nahum Sarna - a quien LaCoc
que también se remite—, destacar convenientemente las «innovaciones israelitas»
en relación con los tipos de legislación conocidos en el antiguo Oriente próxi
mo. Estas innovaciones no son desdeñables —la alianza de Dios con todo un pue
blo, la inclusión de la alianza en un relato, su aplicabilidad universal y, sobre
todo, la sustitución del temor al castigo por un deseo de aceptar la voluntad divi
na. Podemos también observar, con Dale Patrick, que la ley israelita no cubre
todos los aspectos legales, sino que se limita a marcar las directrices generales de
la vida y podemos decir, con Robert Polzin, que queda margen para la inter
pretación, incluso para una aplicación más o menos laxa. Podemos incluso lle
gar a decir, con Gerhard von Rad, que no se trata sólo de las «Diez Palabras», de
otro modo no hablaríamos de leyes, sobre todo porque estas formulaciones se
aplican sólo a situaciones extremas (homicidio, idolatría, adulterio). Con todo,
a pesar de todas estas importantes distinciones, es verdad que Israel no se dife
renció fundamentalmente de su marco cultural en el aspecto principal, a saber,
en la idea de una legislación dada por Dios por mediación de un legislador huma
no. Esta idea constituye la misma esencia de la heteronomía. La especificidad de
la Torá, tal como se ha observado correctamente, no la aleja del trasfondo de esta
idea difundida de una teonomía. Y, una vez más, es el modo como marchan jun
tas religión y ética lo que todavía hoy constituye un problema para nosotros.
Cualquier análisis se tropezará con todo esto tan pronto como se interese
por aquellas leyes que, siguiendo a Albrecht Alt, se denominan apodícticas para
diferenciarlas de las leyes casuísticas. Ahora bien, el sexto mandamiento, que
facilita el título de estas observaciones, es uno de estos tipos de leyes y, aunque
la cuestión del marco original junto con la de las sucesivas elaboraciones sea
importante en el plano exegético, no puede eclipsar la cuestión que plantea la
pretensión de una fundación divina. Por ello será de la mayor importancia, si es
que debemos asumir la acusación de heteronomía, descubrir si la conexión exis
tente entre el Decálogo y la revelación del Nombre en Éxodo 3,14 —es decir,
entre lo apodíctico y la automanifestación divina, fundada en el recuerdo de la
liberación- no invita acaso a una reformulación del problema que plantean los
pensadores modernos, que recurren al vocabulario kantiano de la autonomía.
¿Designa esta conexión, en el horizonte de la teonomía, una economía del don
capaz de poner en cuestión las mismas categorías de autonomía y heterono-
mía, hasta el punto de eliminar por completo su antagonismo y, con ello, la equi
paración de teonomía y heteronomía? La posibilidad de considerar en serio esta
cuestión es la razón por que dejaré para el final de este ensayo el debate sobre
aquellas páginas en las que André LaCocque toca la relación entre la economía
del don y el mandamiento.
Por el momento, es el carácter estricto de lo apodíctico lo que debemos
tomar en consideración en la medida en que todo el debate actual gira en torno
a la naturaleza y al fundamento de lo apodíctico o, si se prefiere, de lo categó
rico dentro del orden moral. Sólo después de haber agotado los recursos de la
aparente equivalencia entre lo apodíctico bíblico y lo categórico kantiano, sere
mos capaces de preguntarnos si la misma noción de apodíctico no está fuera
de lugar en el caso de una ley, de la que se nos dice que no es un código y que
despliega un programa de libertad sobre la base de la proclamación de la libertad.
Por consiguiente, nos las vamos a ver con el sexto mandamiento, «no mata
rás», escogido precisamente por su incondicionalidad, carácter que inmediata
mente lo sitúa entre las leyes apodícticas, pese a que su prohibición no es apli
cable ni a la guerra ni a la pena capital, o que hay que entender que lo que prescribe
se limita al caso de homicidio, esto es, al uso ilícito de leyes que autoricen el
recurso a la violencia, incluida la muerte, para beneficio propio. Pero, ¿acaso, va
a preguntarse a continuación Kant en la D octrina d el derecho [Primera parte de
M etafísica d e las costumbres, § D], no incluye la ley la autorización de la coac
ción, en el sentido de poner un obstáculo a otro obstáculo para así proteger la
libertad? Si es así, lo que está absolutamente prohibido es el uso de la violencia
pública para fines personales, la venganza, la vendetta-, en suma, la violencia que
no esté permitida. Es fácil, como vemos, reescribir el mandamiento, en nombre
mismo de su supuesta universalidad, usando los términos de una ética jurídica
basada en unos pocos imperativos categóricos. El divorcio con el pensamiento
moderno consistiría entonces manifiestamente sólo en la manera de fundar un
imperativo que fuera idéntico, hasta su último fundamento y, además, en la diso
ciación entre el primer mandamiento que se refiere a Dios y el sexto que se refie
re al prójimo. Pero, ¿conserva el sexto mandamiento, si se le separa del primero,
el mismo sentido en el plano de la enunciación? A primera vista, parece que así
es. Por ejemplo, cuando el mandamiento se establece en su forma positiva en
Levítico 19, 17-18 («Amarás a tu prójimo como a ti mismo»), parece que se pres
ta a esa reconstrucción en términos de una ética autónoma, sin perder por ello
su identidad semántica. Y lo que es más, aunque no deja de ser interesante —por
más que discutida con frecuencia—la pretensión de que la forma negativa de la
prohibición deja un campo más abierto al hallazgo de formas justas de con
ducta que la forma positiva del mandamiento del amor, se trata, en definitiva,
de una cuestión secundaria con relación a la principal, que consiste en decidir si
es posible disociar el sexto mandamiento del primero en una ética que busca
liberarse de toda dependencia religiosa y que, en este sentido, pretende ser autó
noma. Esto es como preguntarse si es posible disociar el indisoluble par de man
damientos que Jesús cita, en Marcos 12, 28-34, siguiendo otros «sumarios» de
la Ley y los profetas, familiares a la tradición judía.
Por ello, me gustaría ir estableciendo, a lo largo del camino por el que ha
de transcurrir esta cuestión realmente crucial, la exploración que André LaCoc
que emprende sobre los límites de la Ley supuestamente apodíctica. Hemos vis
to ya cómo el acceso a este momento crítico estuvo preparado por sus comen
tarios concernientes, sucesivamente, a la conjunción de lo prescriptivo con lo
narrativo, a la postura de un libre consentimiento a una relación desigual entre
un superior y un inferior, luego, por la sugerencia de Franz Rosenzweig a dis
tinguir entre mandamiento y ley (punto no desarrollado en realidad) y, final
mente, por el margen cedido a la interpretación en la enunciación de la ley y, en
especial, por las excursiones en dirección a un vínculo especial entre el don y la
obligación, que podrían ser prematuras en esa fase de la exégesis.
LaCocque saca a relucir la evidente discordancia que existe entre el episo
dio del «sacrificio de Isaac», en Génesis 22, y la ley apodíctica que prohíbe matar
para plantear la cuestión de si no hay, en la misma Escritura hebrea, voces que
se manifiesten a favor de una «supraética» y, por lo mismo, a favor de la sus
pensión de la exigencia apodíctica. Si esta cuestión ha de preservar toda su fuer
za, es importante preservar el carácter paradigmático de la historia contada, algo
que se justifica por la insistencia desde el mismo comienzo del entramado de
lo narrativo con lo prescriptivo en el mismo corazón de la Torá, lo que su vez
exige dedicar tanta atención al más narrativo e imaginativo Agadah como al más
prescriptivo Halakhah en la tradición judía posterior. El contraste entre ambos
aspectos ha de mantenerse, con todo, si ha de ser significativo.
LaCocque se siente animado a moverse en la dirección de lo que luego
denominaré la retórica del exceso y de lo que ambos llamamos los rasgos de lo
insólito, como los que encontramos en las palabras y las acciones de Jesús. Para
poder preservar la vehemencia de este planteamiento, lucha contra todo inten
to de racionalizar el gesto homicida de Abraham, venga del Midrás o de otra par
te. El único Midrás que tiene algún mérito a sus ojos es el que le suena a kier-
kegaardiano y que es capaz de provocarle la siguiente exclamación: «La prueba
de Abraham, como la de Job, es la prueba de Dios.» Abraham es y debe conti
nuar siendo un «asesino», como dice Kierkegaard en Temor y temblor.
Para preservar la fuerza subversiva de Génesis 22, André LaCocque busca
también una serie de paralelos en las partes narrativas del Pentateuco y en los
relatos de los libros proféticos sobre la conducta aberrante de otros sujetos ins
pirados. Jesús evoca uno de estos episodios de suspensión de las reglas en el pasa
je sinóptico que se encuentra en Mateo 12, Marcos 2 y Lucas 6.
¿De qué da testimonio este tipo de narración? ¿De la limitación de la Ley,
que sólo controla un ámbito medio, un ámbito mediocre en el sentido literal del
término, un ámbito de generalidad? «Lo “ético” o la ley pueden y deben ser tras
cendidos». A lo «general» de acuerdo con la ley debe oponérsele lo «particular»,
en la terminología de Kierkegaard, o lo que Karl Jaspers denomina «la excep
ción».
Desearía ahora, a cuenta y riesgo propios, plantear la cuestión de si y cómo
puede ser todavía posible hablar del mandamiento del «no matarás» como de un
mandamiento divino, impuesto por Dios, toda vez que admitimos, como cir
cunstancia cultural, que en la práctica de las instituciones y de las comunida
des de todo tipo, y también en la de los individuos, la referencia a Dios ha de ser
puesta entre paréntesis, y hasta eliminada del todo. Mi empresa podría decirse
posmoderna, si esta calificación puede aplicarse a la reconstrucción y no (o no
sólo) a la deconstrucción. Se tratará de reconstrucción en la medida en que supon
drá una recuperación de los recursos de fe bíblica, olvidados o mal entendidos,
hasta dejados de lado, antes de la revolución de la Ilustración.
Esta reconstrucción depende en primer lugar de la correlación que ha de
reconocerse entre el primer mandamiento, que define nuestra relación funda
mental con Dios de un modo negativo, y el sexto mandamiento, que pone la
prohibición en el mismo corazón de la coexistencia humana. Es la misma corre
lación que se afirma en términos positivos en los mandamientos de amar a Dios
y a nuestro prójimo. Sin embargo, sólo si formulamos estos dos mandamien
tos en términos positivos podemos decir que son «parecidos» o similares. ¿Qué
correlación, o qué diferencia o semejanza está aquí en juego? Sobre todo, ¿de qué
modo puede reconstruirse esta correlación en una cultura moral, jurídica, social
o política, que ha conseguido para la ley un espacio en la que ésta es autónoma
y autosuficiente?
La primera condición preliminar de toda reconstrucción es dar al primer
mandamiento todo su pleno alcance, situando el género prescriptivo dentro de
la red integral de formas literarias que llevan la invocación de Dios: relatos, pres
cripciones, profecías, himnos y dichos sapienciales2. Los seres humanos no se
enfrentan a una prescriptiva artificialmente aislada. Este primer punto es impor
tante, si hemos de ser capaces de atribuir a la respuesta humana una corres
pondiente variedad de formas, teniendo siempre en cuenta que la obediencia
que corresponde a lo imperativo es sólo una de entre varias posibles disposicio

2. Véase Paul Ricoeur, «Naming God», en U nion T h eologica l S em inary Q uarterly Re-
view , 34 (1979) 215-227, reimpreso en F igu rin g th e Sacred: R eligión, N arrative, a n d Im agin a
rían, Fortress Press, Minneápolis 1995, p. 217-235.
nes o, tal como James M. Gustafson las denomina, «afecciones» [a ffection s),
mediante las cuales se refiere a una manera de ser concernido por uno u otro
de los nombres con que es nombrado Dios3. No quiero con esto dar a enten
der que desaparece el «salto» que exige la fe bíblica, sino que se distancia ésta de
una obediencia excesivamente estrecha, que pudiera identificarse demasiado fácil
mente con una heteronomía, que a su vez se enfrentaría a lo que se entiende
modernamente por autonomía. Si debemos proponer un solo nombre para carac
terizar el conjunto de afecciones constitutivas de la repuesta humana a los nom
bres de Dios, yo propondría el de «dependencia», cuyas diferentes modalida
des voy a desarrollar luego como función de las muy distintas maneras en que
se expresa la correlación existente entre el amor de Dios y el amor al prójimo.
Podemos, no obstante, dar de inmediato a este sentimiento de dependencia su
alcance pleno si vemos en él el correlato humano del retraimiento divino, sig
nificado por el «Yo soy el que soy», de Exodo 3, 14, texto del que tratamos en
otro ensayo de este volumen. Aunque Dios es nombrado de varias maneras, según
las formas literarias en que ocurre esta denominación, no sólo hay una conver
gencia entre todos estos modos de nombrar, sino también, desde el punto de vis
ta retórico, un exceso indicado por la redundancia del ’e yeh («Yo soy») hebreo,
como si los nombres de Dios no se limitaran a circular entre los distintos géne
ros, sino que huyeran de todos ellos y apuntaran hacia Dios como hacia un pun
to de fuga de un horizonte común a todos ellos. De este modo, se dibuja la mayor
de las distancias entre un Dios des-conocido e in-efable y el ser humano atra
pado por el abismo de la pregunta «¿quién soy yo?» Toda relación entre estos dos
extremos no puede ser sino un intervalo que se ha cruzado, precisamente median
te las otras formas de nombrar que, en cierto modo, acercan a Dios y al hom
bre. Con todo, esta proximidad ha de ser la de una distancia superada, basada
en la distancia, tal como expresa el término alemán Entfernung, que etimológi
camente sugiere algo así como un «des-distanciamiento».
La segunda consideración preliminar para nuestra reconstrucción proyec
tada es comprender el término «amor» en la expresión «amor de Dios». Además
del pleno alcance de la elección de nombre que ha de ser relacionada con este
término, la atribución de amor a Dios lleva a una interpretación de la que he
hablado ampliamente en otra parte4. Esta interpretación consiste en poner,
una junto a la otra, la afirmación de Deuteronomio 6 («Escucha Israel, Yhwh es
nuestro Dios, Yhwh es único») y la afirmación del Nuevo Testamento, en 1 Juan
4, que «Dios es amor». A la segunda fórmula, apliqué los recursos de una teo

3. James M. Gustafson, Ethics fr o m a T heocentric P erspective, 2 vols., University of Chica


go Press, Chicago 1981. Para el concepto de «afección», véase vol. 1, p. 197-204.
4. Paul Ricoeur, «D’un Testament a l’autre: Essai d’herméneutique biblique», en Collana
«D ialogo d i Filosofía», 9, Herder-Universitá Lateranense, Roma 1922; reimpresión en Paul Rico
eur, Lectures III, Seuil, París 1994, p. 256-266.
ría de la metáfora, basada en la idea de una discordancia inicial superada por una
mutua superposición de los dos términos que se enfrentan entre sí en la expre
sión, que da como resultado un «aumento icónico» de cada uno de los térmi
nos5. En otras palabras, lo que podemos pensar de Dios antes de la metáfora se
altera por la atribución inesperada, y hasta extraña, de amor, igual como cam
bian las ideas que podíamos tener antes sobre el amor. Por un lado, tenemos «un
solo» Dios, según la sem á [oración] hebrea y, en este sentido, un Dios «celoso»,
un Dios que reduce absolutamente a quien le desafía en este sentido al rango de
ídolo y que condena a los idólatras a su destrucción. Por otro lado, hay amor
entre los seres humanos, que se desarrolla según las múltiples maneras que
puede asumir el amor, desde el plano sexual y erótico al de la veneración y la
devoción, entrelazando matices de eros, p h ilía y agapé. Ahora bien, la metáfora
sugiere que imaginamos a Dios com o amor en todas las connotaciones de sus
diversas formas y al amor com o Dios, observando la norma estricta de excluir
todo ídolo. A este respecto, argumento que la proposición de Juan no ha de ser
sustituida por la de Deuteronomio 6, sino que aquélla más bien desarrolla y enri
quece «¡cónicamente» a ésta.
La esperada respuesta por parte del hombre es proporcional a la riqueza
semántica del nombre de Dios mismo, «aumentada» así por la metáfora del amor
tomada del terreno de la experiencia humana. El sentimiento de dependencia,
que quizás no hemos incluido en principio en la esencia de la obediencia, adop
ta correlativamente la forma de una «obediencia amorosa»6, en la que la sumi
sión está «icónicamente aumentada» por la dilección del amor. Gracias a la cali
ficación de «amorosa», el sentimiento inicial de dependencia recibe el sello de
«ser-amado». El genitivo de la expresión «amor de Dios» debe, por tanto, leer
se de dos modos: dirigido a... y procedente de... Debería escribirse: amor a/de
Dios. El distanciamiento evocado por la primera consideración preliminar,
distancia recorrida, es este amor.
La tercera condición preliminar es comprender el m andam iento del amor.
Freud no fue el único ni el primero en rebelarse contra la idea de un amor man
dado. Ni tampoco creo yo que baste replicar que, aun siendo verdad que el hom
bre no puede exigir de otro que le ame, Dios sí puede hacerlo. O por lo menos
esta respuesta es insuficiente en la medida en que es tributaria del antropomor
fismo de una voluntad que obliga a otra. Las cosas son diferentes, si decimos que
quien manda es el amor a/de Dios. Pero, ¿qué vamos a hacer luego con la fór
mula que entonces nos viene a la cabeza, a saber, «amor obliga»? Franz Rosenz-

5. Véase mi The Rule ofM eta p h or: M ulti-D isciplinary Studies o f the C reation ofM ea n in g,
trad. por Robert Czerny y otros, University ofToronto Press, Toronto 1977.
6. Tomo la expresión «amor obediente» de Paul Ramsey, Basic Christian Ethics, University
of Chicago Press, Chicago 1950, p. 34, aunque invierto los términos.
weig, a quien ya hemos mencionado, intentó responder proponiendo distinguir
entre mandamiento y ley7. La fórmula del mandamiento no es otra que «¡áma
me!». La de la ley es «haz esto, no hagas lo otro».
Si queremos comprender esta sorprendente proposición de un pensador
judío contemporáneo, debemos situarla dentro del marco, y particularmente
dentro del movimiento, del The Star o f R edem ptioif. Ante codo, c o n relación al
verdadero proyecto de esta obra, que podemos clasificar como filosófico-teológi-
ca, es necesario observar que se construye sobre las ruinas del conocimiento ab
soluto, conocimiento que incluiría a Dios, a la humanidad y al mundo en un
único sistema al estilo hegeliano. Se consigue esto mediante una triple estructura
dividida en partes, que incluye creación, revelación y redención, una tríada que
se estructura de acuerdo con una temporalidad no cronológica que despliega una
«vía». La creación ocupa el lugar de un pasado inmemorial y se corresponde con
«la base perenne de las cosas»9. ¡La creación siempre ha ocurrido ya y continúa
ocurriendo! La creación es el poder de Dios que se exterioriza. La revelación, que
se ocupa del «nacimiento perennemente renovado del alma»10, ocupa el plano de
lo presente, igual como la redención ocupa el del futuro bajo el signo del «futuro
eterno del reino»". Así es cómo, en la mitad de esta obra, en una posición que re
cuerda el instante kierkegaardiano, surge el mandamiento del amor, el «ámame»
que precede y funda el «amor del prójimo», resumen de la ley.
Rosenzweig no oculta el cuestionable aspecto de algo que parece incues
tionable.
Todos los mandamientos que derivan de este primero «¡ámame!» se
sumergen en última instancia en el «amor del prójimo», que todo lo abar
ca. Ahora bien, si este último es también un mandamiento de amar, ¿ cóm o
puede conciliarse esto con el hecho de que aquel «¡ámame!» manda el úni
co tipo de amor que puede ser mandado? La respuesta a esta objeción podría
fácilmente anticiparse con una breve palabra. Pero es mejor que le dedi
quemos toda la parte final de este libro. Porque esta respuesta, simple como
es, contiene en sí todo cuanto los dos libros anteriores tuvieron que dejar
sin resolver12.

7. Franz Rosenzweig, The Star ofRedemption, trad. por W illiam W. Hallo, Holt, Rinehart
and Winston, Nueva York 1971.
8. Cf. Stéphane Mosés, System and Revelation: The Philosophy of Franz Rosenzweig, trad. por
Caterine Tihanyi, Wayne State University Press, Detroit 1922; Paul Ricoeur, «The Figure in “The
Star of Redemption”», en Figuring the Sacred, p. 93-107.
9. Es el título de la Parte II, del Libro primero de The Star o f Redemption', véase ibídem,
p. 112.
10. Ibídem, p. 156: título de la Parte II, Libro segundo.
11. Ibídem, p. 205: título de la Parte II, Libro tercero.
12. Ibídem.
Su respuesta completa sólo la dará en la sección sobre la redención y en tér
minos de la dimensión de futuridad. El amor de Dios permanece «oculto» o, en
la terminología de Rosenzweig, «sin figura», a diferencia del héroe visible de la
tragedia. El alma asume figura sólo al pasar de la revelación a la redención. Y en
la juntura de estas dos secciones de la Vía, lo oculto se exterioriza, igual como
Dios se exterioriza en la creación. «Desde lo profundo de su alma, estalla siem
pre de nuevo hacia lo exterior. La voluntad no lo determina, pero lo hace nacer»13.
La fuerza expansiva que se extiende más allá del abandono exigido del alma
en el mandamiento de amor de Dios, es el amor al prójimo.
El amor al prójimo es lo que supera esta mera entrega en todo momen
to, mientras que al mismo tiempo la presupone siempre... Podemos expre
sarnos en el acto de amor sólo si antes Dios ha despertado nuestra alma.
Sólo siendo amada por Dios puede el alma convertir su acto de amor en
algo más que en un mero acto, esto es, puede convertirlo en la plenitud de
un... mandamiento del amor14.
En pocas palabras, «al amor no puede ser mandado por nadie más que por
quien ama... El amor de Dios se expresa en el amor al prójimo»15.
Podemos ahora decir algo sobre esta distinción entre mandamiento y ley.
En su origen, al amor es mandado por quien ama. Luego viene «la exterioriza-
ción en el amor al prójimo». Un amor interhumano mandado separado de su
origen sería escandaloso. Sí, el amor que el amor exige es sorprendente, pero no
escandaloso. Quizás entendamos esto mejor si pensamos en una situación apa
rentemente muy alejada de la idea de una legislación suprema procedente de una
nube. Se trata del nacimiento de un bebé. Por el mero hecho de que el bebé está
ahí, su fragilidad nos obliga a estar a su disposición16. Quizás el nacimiento de
un niño, pero también el de todo aquello que está sujeto a la condición de tener
que nacer, crecer y morir es la ocasión por excelencia en que nosotros los huma
nos podemos oír algo así como «¡ámame!». Idéntica experiencia se repite , o
más bien se recrea, en la madurez de un amor erótico como el del Cantar de
los cantares, que a su manera es también un nacimiento, tan amenazado como
pueda estarlo el infante recién nacido e igualmente exigente en cuanto a lo que
puede ayudarlo a crecer. Amame, ayúdame.
Volvamos a Rosenzweig. Cuando distingue entre mandamiento y ley, se
sitúa de inmediato en oposición a aquello a que la época moderna ha reducido
la ley, a saber, un imperativo formal, vacío de todo contenido, enraizado en la

13. Ibídem, p. 213.


14. Ibídem, p. 214.
15. Ibídem.
16. Véase Hans Joñas, The Im perative o f R esponsibility: In Search o f an Ethics f o r th e Tech-
n ological Age, University of Chicago Press, Chicago 1984.
sola libertad humana, en la autonomía. En este sentido, el redescubrimiento
de un amor que nos obliga es algo posmoderno. Sería un error querer ver en él
una repetición de la escena mosaica de la entrega de la ley y , en realidad, la
condición de toda ética antes de la Ilustración y antes del coronamiento de
esta última en la totalidad autosuficiente del espíritu hegeliano. Somos nosotros,
los posmodernos, quienes tenemos que distinguir el mandamiento que brota del
amor a/de Dios de las leyes que proceden de la autonomía de una libertad per
fectamente autosuficiente. La época moderna descubrió y reconstruyó a la vez
la universalidad de todas y de cada una de las personas; la revelación apunta más
allá, a la singularidad de ser amadas. A alguien se le obliga a amar. ¿Obligado por
alguien? Me gustaría replicar que no, si se tratase simplemente de ir más allá de
cualquier forma de antropomorfismo. Pero debería añadir también un sí toda
vía más intenso, si lo que quiere decirse es que el Dios-amor de la gran metáfo
ra del autor del cuarto Evangelio no puede ser nada inferior a una persona, en
la medida en que él/ella/ello ha de dar origen a un amor como respuesta que
ha de ser capaz de exteriorizarse, para usar la expresión de Rosenzweig, en amor
al prójimo, poniéndose así en la Vía de la redención.
Rosenzweig no niega esta sugerencia de un Dios que es, por lo menos, per
sonal. Vista desde la perspectiva de la revelación, la creación sigue siendo un
monólogo divino. En el «hagamos al hombre» del Génesis, el «yo» es un «yo» sin
nombre. «Es por ello un yo todavía oculto tras el secreto de la tercera persona
y no todavía un yo manifiesto»17. Parece como si no fuera excesivo decir que,
para Rosenzweig, Dios sólo se convierte en un «yo» cuando interpela a un «tú»
y da a este tú un nombre propio, un nombre que será exclusivo de este tú, y que
será su nombre, de él o de ella. Como dice Rosenzweig: «El mandamiento de
amar puede proceder sólo de la boca de quien ama. Sólo quien ama puede decir
y dice: “¡ámame!”»18. El imperativo le va bien a esta expresión, porque, a dife
rencia del indicativo, su presente es absolutamente puro, nada que pueda decir
se en pasado dispone a un enunciado así. Carece de premeditación y no habla
de cosas que puedan anunciarse en futuro: «El imperativo del mandamiento no
hace previsiones de futuro; sólo concibe la inmediatez de la obediencia. Si tuvie
ra que pensar en un futuro o en un siempre, no sería un mandamiento o una
orden, sería una ley. La ley cuenta con el tiempo, con el futuro, con la dura
ción»19. Si algo vergonzoso se vincula a todo esto, es no amar lo bastante. El alma
confiesa en presente: «Todavía no amo tanto como... sé que soy amada»20. El lec
tor no ha de sorprenderle saber que este capítulo de Rosenzweig acaba con la

17. The Star ofR ed em p tion ,p . 175-


18. Ibídem, p. 176.
19. Ibídem, p. 177.
20. Ibídem, p. 181.
parábola del Cantar de los cantares, que él sostiene que es indivisiblemente eró
tico y espiritual a un tiempo. ¿No empieza diciendo, sin mencionar el Cantar de
los cantares, con la declaración de 8, 6, «“Fuerte es el amor como la muerte”,
fuerte en el mismo sentido que lo es la muerte? Pero, ¿contra quién despliega
la muerte su fuerza? Contra aquel a quien abraza»21.
Antes de emprender la difícil tarea de señalar un lugar para la prohibi
ción del homicidio dentro del ámbito de una ética de la autonomía, incluso de
una ampliada con las dimensiones de la ética de la comunicación y del discur
so, tenemos que considerar, a la luz de las consideraciones preliminares antes
señaladas, el sentido de la correlación existente entre la prohibición que expre
sa el primer mandamiento y la del sexto; o, por implicación, entre el manda
miento del amor de Dios y el mandamiento del amor a nuestro prójimo.
Lo primero que tenemos que considerar es la asimetría, la desproporción,
entre estos dos polos. La sem á, reforzada por el «yo soy el que soy», tiende a
aislar a la divinidad como la unidad única de algo en sí, mientras que el amor
del prójimo tiende a empujar al ser humano fuera de sí mismo, hacia una plu
ralidad sin límite de otros que están enfrente. El amor se encuentra, así, atra
pado entre la Altura y la Exterioridad22.
Partiendo de este encontrarse atrapado entre dos polos, podemos comen
zar a pensar en la semejanza de estos dos mandamientos. Semejanza no quiere
decir identidad, y mucho menos fusión. Más bien debemos aplicar a la relación
de semejanza lo que antes se dijo sobre la proximidad, la cercanía como distan
cia mantenida y a la vez superada. Lo que abre y a la vez supera este intervalo
es el amor mismo que se difunde por el mandamiento que el Dios único dirige
al alma. Esta mediación activa entre Altura y Exterioridad proporciona un medio
que posibilita el acceso a la muy conocida, pero poco comprendida, noción de
«imagen de Dios». La expresión dividida que utiliza el Génesis para caracteri
zar la condición de la criatura humana, hecha «a imagen y semejanza de Dios»,
propone una dialéctica cercana a la de Altura y Exterioridad, o a la de distancia
y proximidad23. Quizás la desproporción y la semejanza entre los dos amores nos
ayude a comprender la noción de imagen de Dios, más que cualquier otro medio
que pueda haber, por cuanto esta noción de imagen, tomada como punto de
partida, únicamente en el marco de una teología de la creación se abre a infini
tas variaciones. Esto puede ser algo bueno, en cuanto nos hace saber lo que cues
ta intentar hallar la semejanza que hay entre ambos mandamientos, donde el
amor nos obliga en términos de la diferencia y la comunidad de sus dos objetos,

21. Ibídem, p. 156.


22. Véase Paul Ricoeur, «Emmanuel Levinas: Thinker of Testimony», en F iguring the Sacred,
p. 108-126. Recurro a estos dos términos para caracterizar las dimensiones cardinales del dar
testimonio.
23. Véase Ramsey, Basic Christian Ethics, p. 249-283.
el Altísimo y el prójimo, con ocasión de la idea indeterminada de una im ago Dei.
Consideradas estas cuestiones preliminares, quisiera emprender ahora el
peligroso ejercicio de una confrontación entre lo que quisiera llamar el redescu
brimiento del paradigma de obediencia amorosa y el principio de autonomía,
tal como lo proclaman pensadores clásicos o contemporáneos24y se complementa
en la ética de la comunicación25. Esta confrontación tendrá que evitar dos esco
llos, el de la apologética y el de la refutación. Por un lado, quiero mostrar que la
obediencia amorosa, lejos de oponerse a una ética de la autonomía, la ayuda a
conseguir su pleno desarrollo. Por el otro lado, no pretendo transformar los ser
vicios que la fe bíblica presta a una filosofía moral carente de coherencia en
una especie de justificación indirecta de esta fe. No he olvidado la advertencia
de Bonhóffer sobre una concepción de la fe bíblica a modo de un «Dios de los
vacíos»26. En una cultura plural como la nuestra, lo que está en juego es sólo una
contribución al debate público al que judíos y cristianos aportan sus convic
ciones, cuyo retrato tracé antes, convicciones que, a la luz de la discusión, quie
ren ser reconocidas como «convicciones maduradas», bien pensadas ( considered
convictions), para usar la expresión favorita de John Rawls27.
Mi punto de partida se acerca al punto alcanzado por André LaCocque con
sus reflexiones sobre los límites de lo apodíctico, aunque teniendo en cuenta lo
que ya he dicho.
En su kierkegaardiana lectura de Génesis 22, André LaCocque acentúa la
idea de excepción. De modo paralelo, quiero tomar en consideración la de «exce
so», esto es, el exceso de amor en relación con la justicia. En varias de mis obras
anteriores, he contrapuesto la lógica de la superabundancia, característica de lo
que llamo una economía del don, a la lógica de la equivalencia, que reina en
las diferentes esferas de la justicia28. Por ejemplo, como Kant muestra en su D oc
trina d el d erech o29, la justicia conmutativa tiende a procurar que estas esferas de

24. El ensayo de Kant, «¿Qué es la Ilustración?», puede servir de guía para todo el plante
amiento de la Ilustración.
25. Véase por ejemplo Karl-Otto Apel, Transformation d er Philosophie, Suhrkamp, Franc
fort 1973 [trad. cast.: La transformación d e la filosofía, 2 vols.,Taurus, Madrid 1985]; Jürgen Haber-
mas, M oral Consciousness a n d C om m uncative Action, trad. por Christian Lehardt y Shierry Weber
Nicholson, MIT Press, Cambridge 1990. Véase también Apel, E r la u te r u n g zur Diskursethik, Suhr
kamp, Francfort 1991.
26. Dietrich Bonhoffer, Letters a n d Papers fr o m Prison, trad. por R. H. Fuller, Macmillan,
Nueva York 1962, p. 217-220.
27. John Rawls, A Theory ofju stice, Harvard University Press, Cambridge 1971, p. 45 [trad.
cast.: Teoría de la ju sticia, Fondo de Cultura Económica, México 1993, p. 66],
28. Paul Ricoeur, «The Logic of Jesús» y «Love and Justice», en F igu rin g th e Sacred,
p. 279-282 y 315-329.
29. Immanuel Kant, La m etafísica d e las costum bres, trad. y notas de Adela Cortina Orts y
Jesús Conills Sancho, Tecnos, Madrid 1994, p. 55-219.
la justicia «co-existen» pese a los obstáculos que él mismo sitúa bajo el título de
«insociable sociabilidad» de los seres humanos30. De modo parecido, la justicia
distributiva tiende a introducir el más elevado grado de igualdad compatible con
la productividad y, en general, con la eficacia de la sociedad en la distribución
desigual de puestos, status y roles. Luego está la justicia correctiva, que se expre
sa directamente en el plano de la ley penal, e indirectamente en el plano de la
ley social en términos de diversas formas de redistribución, orientadas todas a
compensar los fallos de justicia distributiva, en particular cuando esta última
condena a grupos enteros a la exclusión de los bienes sociales.
El exceso de la lógica de la superabundancia en relación con la lógica de
la equivalencia se expresa ante todo mediante una desproporción que abre un
espacio entre ambos polos para mediaciones prácticas capaces de afirmar el más
básico proyecto moral de justicia.
Esta desproporción se anuncia primero a través del lenguaje. Pues el amor
habla, pero con un lenguaje distinto del que usa la justicia. El discurso del amor
es ante todo un discurso de alabanza. En la alabanza, los hombres gozan a la vis
ta de su objeto, el cual prevalece por encima de cualquier otro objeto de su inte
rés. Por ello el juego del lenguaje que mejor encaja con la alabanza es el him
no, la aclamación «feliz aquel que...». Situando esta observación sobre el lenguaje
del amor después de lo que dije antes sobre el extraño carácter del mandamien
to del amor, me referiré a un uso poético del imperativo, que va desde la invi
tación amorosa a la ira del amor traicionado, pasando por la súplica. Más aún,
es bajo el patrocinio de la poética del himno, ampliado para incluir el del man
damiento, donde podemos situar el poder de metaforizar que se incluye en las
expresiones de amor. Por esto el amor engendra una espiral ascendente y des
cendente que abarca los efectos que los términos eros, p h ilía y a ga p é distin
guen. De este modo, se ha «inventado» una analogía, descubierta y creada a la
vez, entre estos efectos que a mi entender es erróneo oponer entre sí, como hace
Anders Nygren en su conocido libro, Agape a n d Eros5'.
Comparada con este amor que no argumenta, sino que más bien se mues
tra, como vemos en 1 Corintios 13, la justicia puede reconocerse en principio
interna a la actividad comunicativa por la confrontación entre afirmaciones y
argumentos en situaciones de conflicto típico y de demanda y, luego, por esa
decisión que cierra el debate y resuelve el conflicto. La racionalidad de este
proceso se asegura con las actitudes procesales que controlan cada una de sus
fases. Estos procedimientos, a su vez, están regidos por un formalismo que, lejos

30. Immanuel Kant, «Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita»,
en Filosofía d e la historia, Editorial Nova, Buenos Aires 1964, p. 43.
31. Anders Nygren, A gape a n d Eros, trad. por Philip S. Watson, Westminster, Filadel-
fia 1953.
de significar una carencia, es el sello de la fuerza de la justicia, uniendo la espa
da que se abre camino por entre la argumentación con la balanza que sopesa los
asuntos con equilibrio. Es este formalismo, dentro de la dialéctica de amor y jus
ticia, lo que constituye la lógica de la equivalencia, cuya expresión primaria es la
equidad antes de que la ley prevalezca. La ley de la justicia, tal como se aplica en
el ámbito judicial, es tratar los casos semejantes de un modo semejante. La jus
ticia distributiva y la conmutativa están también regidas por normas procesales,
tan formales como las que presiden en principio el orden judicial32.
Es a este nivel de formalismo donde el amor puede desempeñar su papel,
en el corazón mismo de estas instituciones que dan a la justicia el contorno visi
ble de la ley positiva, bajo la cual viven los ciudadanos y a la que están llama
dos a obedecer.
La sugerencia que hago aquí es que el sentido de justicia subyacente en estos
formalismos no posee ese carácter unívoco que prevalece en las leyes, caracte
rística de la ley positiva. Este sentido, que podemos llamar una emoción razo
nable, oscila entre dos niveles que atestiguan su equivocidad. En el nivel infe
rior, el que se aplica a la concepción contractualista que subyace en el origen del
concepto de ley, tal como la entienden Hobbes, Rousseau y Kant, hasta Rawls,
entendida en este caso desde una situación hipotética anterior a ese contrato,
es un sentimiento de desinterés mutuo, en el sentido fuerte de un «interés» no
marcado por ningún sentido de envidia, que cada uno de los que entran en el
contrato procura promover. En el nivel superior, el ideal que marca nuestro sen
tido de justicia y que revela nuestra indignación a la vista de las injusticias del
mundo que nos interpelan, se expresa por un deseo de dependencia mutua, inclu
so por lo que podemos llamar deuda mutua. La cooperación social, por ejem
plo, tal como los principios de justicia de Rawls pretenden reforzarla, ilustra esta
oscilación entre la competitividad y la solidaridad, en la medida en que los
cálculos que llevan al contrato ponen la base para un sentimiento más elevado
de desinterés mutuo, pero que es, no obstante, menos profundo que el senti
miento de deuda mutua33.
¿No es, pues, función del amor conseguir que este sentido de justicia alcan
ce el nivel de un verdadero reconocimiento mutuo por el que todos y cada uno
nos sintamos en deuda con los demás? Si así es, ha de construirse un puente ente
un amor que se ensalza simplemente por sí mismo, por su elevación y su belle
za moral, y un sentido de justicia, que sospecha con razón de todo recurso a la
caridad que pretenda sustituir a la justicia, y que puede incluso pretender libe
rar a los hombres y mujeres de buena voluntad de esa pretensión sobre ellos.

32. Véase Paul Ricoeur y M ichale Rocard, «Justice and the M arket», en D is-
sent, (1991) 505-510.
33. Véase Paul Ricoeur, «Le cercle de la démonstration», en Esprit, 2 (febrero 1988) 78-79.
Entre la confusión y la oposición, necesitamos explorar un camino difícil en el
que la tensión entre las exigencias del amor y de la justicia, distintas y a veces
opuestas, se convierta en ocasión de una acción razonable. Lo que dije antes sobre
la obligación que el amor engendra puede marcarnos la dirección de este tipo de
conducta. Si, efectivamente, el amor obliga, es ante todo a la justicia a lo que
nos obliga, pero a una justicia educada en la economía del don. Es como si la
economía del don buscara infiltrarse en la economía de la equivalencia.
Es sobre todo en el ejercicio del juicio moral en situaciones reales34, donde
debemos tomar partido en los conflictos entre deberes, o en los conflictos entre
el respeto por la norma y la solicitud por los individuos implicados, o en aque
llos casos difíciles en que la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre
lo peor y lo menos malo, cuando el amor entra en liza, en nombre de la com
pasión y de la generosidad, a favor de una justicia, que situaría abiertamente el
sentido de deuda mutua por encima del de la confrontación de intereses desin
teresados. Pero es también en el nivel de las instituciones donde esta compasión
y generosidad han de expresarse. La ley penal reconoce circunstancias atenuan
tes, exenciones del castigo, amnistías. Frente a la exclusión social, la justicia correc
tiva representa algo así como la vía del amor en el plano de la justicia distributi
va. Incluso la política internacional puede quedar tocada por el amor en la forma
de actos inesperados de perdón, como ejemplificó el canciller alemán, W illy
Brandt, cayendo de rodillas ante el monumento al «Holocausto» en Varsovia,
o el rey Juan Carlos pidiendo perdón a los judíos por su expulsión de España a
finales del siglo X V 35.
Otra manera de convertir el amor a la justicia en su ideal más elevado es
cuando contribuye a la universalización efectiva de las normas morales median
te la fuerza ejemplar de la excepción. Esta sugerencia prolonga el estilo kierke-
gaardiano de interpretar que André LaCocque propone acerca del sacrificio de
Isaac, en Génesis 22. La «suspensión» de lo ético, como dice él, marca el límite
de la ley. M i propuesta es algo diferente, aunque complementaria. ¿No podría
ser que la excepción revelara otro tipo de lím ite distinto de aquel al que lo
categórico p e r se tiene que someterse? Me refiero ahora a aquellos límites fácti-
cos impuestos a lo categórico por la experiencia histórica.
La sugerencia que estoy haciendo remite directamente al debate que divi
de a los éticos contemporáneos, que se reparten entre un universalismo formal
(por ejemplo, Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas) y un contextualismo concreto

34. Véase el estudio 9 de mi O n eselfas Another, trad. por Kathleen Blamey, University of
Chicago Press, Chicago 1994 [trad. cast.: Sí m ism o com o otro, Siglo XXI, Madrid 1996].
35. Véase mi «Welches neue Ethos für Europa», en P. Koslowski (ed.), Europa im aginieren,
Springer, Berlín 1992, p. 108-120. En esta colaboración considero tres «modelos» para imaginar
a una Europa, que no sería meramente la de los negocios: traducción, intercambio de recuerdos
y perdón.
(por ejemplo, Michael Sandel, Michael Walzer, Charles Taylor y Alasdair Maclnty-
re)36. Los primeros están más próximos a la concepción procesal de ley, los últi
mos ponen el acento en las limitaciones culturales que afectan las prácticas jurí
dicas y políticas de comunidades, cuyo consenso interno descansa en ciertas
concepciones de lo que es bueno y obligatorio, siempre limitadas. Ante esta apa
rentemente insuperable antinomia, ¿no podemos decir que el universalismo, que
Kant expresa con la idea de una obligación que no admite excepciones y Apel
y Habermas con la de una comunidad comunicativa ideal sin límites ni trabas,
no se realiza nunca en la práctica real, excepto en forma de un -aunque sea sim
plemente supuesto- universalismo «incoativo», que busca ser reconocido por
otras culturas? Si así es, los abogados de este universalismo deben aprender a
escuchar a estas otras culturas, que también reclaman la genuina universalidad
de sus valores, pero que son igualmente cautivas de una práctica real, que lleva
el sello de limitaciones culturales simétricas a las nuestras37.
¿No debería, entonces, ser función del amor contribuir a reducir esta dis
tancia existente entre un universalismo ideal sin restricciones y el contextualis-
mo en el que prevalecen las diferencias culturales? El mundo bíblico, judío en
primera instancia, luego cristiano, ofrece ejemplos que se han vuelto paradigmá
ticos de esta extensión de esferas culturalmente limitadas hacia un reconoci
miento universal efectivo. La repetida llamada al antiguo Israel a abrir las puertas
«a la viuda, al huérfano y al extranjero» -en otras palabras, al otro, como benefi
ciario de la hospitalidad- es una ilustración inicialmente ejemplar de la presión
ejercida por el amor sobre la justicia, de forma que puede considerarse un ataque
frontal a las prácticas de exclusión que son quizás la contrapartida de todo víncu
lo social fuerte38. El mandamiento del amor a nuestros enemigos, tal como lo ha
llamos en el Sermón de la montaña, constituye el ejemplo más señalado de esto.
La forma imperativa dada al «nuevo mandamiento» lo inscribe en la esfera de lo
ético. Pero su afinidad con el mandamiento del «¡ámame!», que Rosenzweig dis
tingue de la ley, le da la categoría de supraético, en la medida en que procede de
una economía del don tan pronto como renuncia a toda exigencia de reciproci
dad39. Además, Jesús asocia el mandamiento del amor a nuestros enemigos a

36. M ichael Sandel, L iberalism a n d th e Limits o fju s t ic e , Cambridge University Press,


Nueva York 1982; Michael Walzer, Spheres ofju stice, Basic Books, Nueva York 1983; Charles Tay
lor, The Sources o f the S e lf The M aking o fM od ern Identity, Harvard University Press, Cambrid
ge 1989; Alasdair Maclntyre, Afier Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame, IN 1981
[trad. cast.: Tras la v irtu d trad. de Amelia Valcárcel, Crítica, Barcelona 1987].
37. O n eself as Another, p. 273-283.
38. Los profetas de Israel lanzaron una dardo en dirección al reconocimiento del enemigo
en cuanto ser humano: «Porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.»
39. Paul Ricoeur, «Ethical and Theological Reflections on the Golden Rule», en F iguring
the S acred p. 293-302.
otros tipos excepcionales de conducta que desafían la lógica de la equivalencia de
la justicia ordinaria. Sin embargo, el mandamiento del amor a nuestros enemi
gos ocupa un lugar preeminente entre estos desafíos al ordinario buen sentido
moral en cuanto afecta directamente al sexto mandamiento del Decálogo. El
mandamiento del amor a nuestros enemigos es «nuevo» sólo por la extensión
que da al concepto de prójimo, que no se libra de las restricciones que ponen de
relieve las teorías contextualistas. La gravedad de este requerimiento viene del
hecho de que estas restricciones parecen constitutivas hasta el día de hoy del
vínculo social. En última instancia, ¿no hizo, Cari Schmitt, de la categoría ami
go/enemigo un criterio de lo político?40El estado actual de la ley internacional
confirma este diagnóstico. ¿Y no ha sido siempre la guerra, tan horriblemente
ilustrada por los terrores de nuestro siglo XX, la fuerza motriz de la historia de las
naciones y de los Estados? La ley internacional no es en la actualidad capaz de
proporcionar una forma institucional apropiada a la universalidad sin restriccio
nes del imperio de la justicia. De aquí que el ideal de paz perpetua, para usar el tí
tulo del tan conocido opúsculo de Kant, debe todavía, por un largo período de
tiempo, refugiarse en el reino de la utopía. Pero, por lo menos, Kant ha argu
mentado ya en términos de justicia y de una ley que excluirían la guerra del ám
bito de las relaciones entre Estados. En este sentido, Kant ha demostrado que la
paz es una exigencia de la misma idea de ley y derecho.
¿No corresponde, pues, al amor al enemigo motivar planteamientos con
cretos de política internacional en dirección a una paz perpetua? El sufrimien
to que un pueblo inflige a otro no parece ser en sí mismo razón suficiente para
«hacer las paces». Todo pasa como si un deseo de matar, más fuerte que el temor
de la muerte, surgiera de tanto en tanto de entre los seres humanos, empuján
dolos al desastre. Sin esa pulsión colectiva de muerte, ¿cómo vamos a explicar el
odio que parece ser consustancial a las afirmaciones de identidad de tantos pue
blos? O, por el contrario, más bien deberíamos empezar recordando el sufri
miento infligido sobre los demás antes de atrevernos a reafirmar nuestra gloria
y nuestras miserias pasadas. Pero esta m etánoia de la memoria sólo parece poder
provenir del amor, de ese eros, del cual Freud, cercano ya a la propia muerte y
rodeado de los graves acontecimientos que todos sabemos, inquiría si no podía
acaso ponerse de acuerdo con thanatos41.
No quiero dejar este tema sobre la contribución del exceso a la realiza
ción histórica del universalismo abstracto sin referirme a otro ejemplo de origen

40. Cari Schmitt, D er B egrijfd es Politischen, Duncker und Humblot, Berlín 1987, original
publicado en 1932 [trad. cast.: El con cepto d e lo p olítico: texto d e 1932 con un prólogo y tres corola
rios, Alianza, Madrid 1998].
41. Sigmund Freud, Civilization a n d Its D iscontents, trad. por James Strachey, W. W. Nor
ton, Nueva York 1961 [trad. cast.: El m alestar en la cultura, en Obras com pletas, vol. XXI, Amo-
rrortu editores, Buenos Aires 1998].
bíblico, que puede abrir una era de actualización más prometedora. No es posi
ble no recordar las palabras del Apóstol: en Cristo ya no hay ni judío ni griego,
ni varón ni mujer, ni libre ni esclavo. Hay algo más que una afinidad secreta
entre esta declaración, hecha esta vez en términos del indicativo de una escato-
logía «realizada» y el mandamiento del amor a los enemigos, por cuanto la enu
meración paulina se basa en la ignorancia mutua, el odio y hasta la guerra. En
particular, se han necesitado casi dos mil años para acabar con la esclavitud, por
lo menos la legal, esto es, con el derecho de posesión y, por tanto, de comercio
aplicado a las personas humanas. En realidad, siempre hemos sabido que las per
sonas humanas no son cosas. Pero siempre ha habido seres humanos que no han
contado como personas. El amor presiona a la justicia para ampliar el círculo del
reconocimiento mutuo. Y es a menudo mediante la transgresión del orden esta
blecido, mediante el caso de excepciones ejemplares, cómo el amor prosigue su
obra de conversión en el plano mismo del sentido de justicia42.
Otro efecto manifiesto de esta presión que el amor ejerce sobre la justicia
tiene que ver con la singularidad y el carácter de insustituibles de las personas.
El amor no actúa solamente en términos de extensión, sino también de inten
sidad. Aquí debemos evocar sin duda alguna al «Dios único» de la proclamación
monoteísta de la Biblia hebrea. Antes, he intentado señalar que la fórmula joá-
nica, «Dios es amor», no deroga esta proclamación, sino que más bien la des
arrolla de un modo metafórico. Por ello, entre el primer mandamiento y el
sexto hay una especie de relación especular. De hecho, Rosenzweig piensa que
el mandamiento del «¡ámame!» se dirige al alma individual, reservando así el paso
a la pluralidad del prójimo a lo que él llama redención. ¿No podríamos, enton
ces, decir que la profesión de fe israelita y joánica refuerza el reconocimiento
de las personas como algo siempre único?
¿Por qué es deseable este tipo de asistencia? Una razón es que parece que
no hay en esto una razón moral absolutamente constrictiva por la que la dife
rencia entre personas deba ser, como tal, objeto de obligación. Sí, está la prác
tica de cambio de roles en la conversación, la diferencia de posición de los
actores sociales en toda transacción, la irreductible diferencia entre la memoria
individual y la colectiva y, por último, la búsqueda de la responsabilidad indi
vidual en caso de que los daños deban ser compensados o deba infligirse un cas
tigo, pero todas estas situaciones sociales parecen convertir la diferencia entre
personas en un componente irreductible de la hum ana conditio. Sin embargo,

42. Uno piensa aquí, claro está, en Gandhi, Martin Luther King, Jr. Y otros. El pensamiento
jurídico ha tratado este problema en términos del derecho al regicidio, en este caso del tiranici
dio, y de un modo más general en términos de la relación entre justitica y desobediencia civil. Ade
más de Teoría d e la ju sticia , de Rawls, véase Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Harvard
University Press, Cambridge 1978.
todas estas consideraciones parecen serlo d e fa cto, no d e iure. Podemos entrever
en el horizonte del trabajo más reciente sobre manipulación genética la posibi
lidad, que por el momento sólo es una fantasía, de fabricar un número ilimita
do de copias de un ser humano mediante la clonación. Y , ¿por qué ha de estar
esto prohibido? ¿Es porque en la ética comunitaria la diferencia está vinculada a
la «otredad» y ésta es necesaria para el reconocimiento mutuo? Sin lugar a dudas.
Pero, ¿qué impide hacer una excepción en esta convicción? ¿Y de dónde saca
su fuerza esta convicción?
Esta necesidad de refuerzo puede sentirse también de otro modo. La justi
cia difiere de la amistad y, en general, de todas las relaciones interpersonales basa
das en una relación cara a cara y, por ello, de la imposición forzosa que emana
de la presencia directa, de todo rostro que me diga, de acuerdo con la vigorosa
expresión de Emmanuel Levinas, «¡no [me] matarás!»43. El vis-ci-vis de la justicia
son los demás sin rostro, es decir, cualquier persona con la que me sienta obli
gado por ley en multitud de instituciones44. El «que está enfrente» ya no eres tú,
sino todos y cada uno. Pero, ¿-cómo se impide que todos y cada uno pasen a ser
«alguien», o «ellos»? Todos y cada uno son, con todo, distributivos. A cada cual
lo que se le deba, a cada cual la parte que le corresponda, aun cuando la apor
tación no sea la misma. El «alguien» es anónimo, coagula en una masa indife-
renciada. Pero, ¿no toca, entonces, a la imaginación y a la mirada singulariza-
dora del amor extender el privilegio de la relación cara a cara hasta incluir todas
estas otras relaciones con los otros (anónimos)? Se aplica aquí lo mismo que en
el caso del amor a nuestros enemigos, que se niega la diferencia política entre
amigos y enemigos. Al atender a la problemática de todos y cada uno, el amor
quiere superar la distancia que hay entre el tú y la tercera persona. Así es cómo
contribuye a preservar el carácter de insustituibles que tienen las personas en
todo intercambio de roles.
Otra razón para esperar que el amor proteja la justicia de deslices y desvia
ciones tiene que ver con el debate contemporáneo concerniente a los fundamen
tos de la justicia. Antes me referí al debate entre universalización y contextualis-
mo. Hay otro debate abierto por la objeción que le han dirigido a Kant discípulos
rebeldes —Habermas y Apel, entre otros-, en nombre de una ética de la comuni
cación. La prueba de universalización a la que cualquier sujeto debe someter la
máxima de su acción lleva a un monólogo del sujeto moral consigo mismo45. Esta

43. Emmanuel Levinas, Totality a n d Infinity: An Essay on Exterioriry, trad. por Alphonso
Lingus, Duquesne University Press, Pittsburgh 196.
44. Véase mi O neselfas Another, p. 194-202.
45. Esta objeción se discute en O. Hoffe, K ategoriscbe Rechtsprinzipien. Ein K ontrapunkt
d er M oderne, Suhrkamp, Fráncfort 1990, caps. 12-14. Hay también una evaluación equilibrada
de los términos de este debate en J. M. Ferry, L espuissances d e l ’e xpérience. Essai su r 1‘i d en tité con -
tem poraine, vol. 2, Les ordres d e la reconnaissance, Cerf, París 1991.
objeción está probablemente mal fundada por lo que concierne a Kant mismo. Su
D octrina d el derecho presupone diversas situaciones típicas, en las que la coexis
tencia de esferas de acción libre se ve amenazada por la animosidad y las adversi
dades a que está expuesto el vínculo social. Pero sea lo que fuere de Kant, la cues
tión es si una ética de la comunicación realmente consigue que su vocación dialó-
gica esté a salvo de caer en la soledad de un monólogo. Si los sujetos invitados a
discutir entre ellos deben despojarse de todo cuanto los éticos contemplan como
meras convenciones, ¿qué queda de singularidad y alteridad en los socios que de
baten? Si sus convicciones son sólo convenciones, ¿qué distingue a unos partici
pantes de otros, sino sus propios intereses? Sólo un vivo sentido de la alteridad de
las personas puede preservar la dimensión dialógica frente a toda reducción a un
monólogo, llevado a cabo por un sujeto indiferenciado. Singularidad, alteridad y
mutualidad son los presupuestos fundamentales de la estructura dialógica de la
argumentación. ¿Hay garantía mejor, para estas tres cosas, que el amor?
En las secciones precedentes, se ha puesto el acento en las diversas formas
con que el amor puede asistir a la justicia ayudándola a surgir y a mantenerse
en el nivel más elevado de exigencia moral. Ahora me gustaría sugerir la idea
de que el amor puede también poner en guardia a la justicia contra ambiciones
excesivas. El exceso aquí no está ya del lado del amor, en forma de excepción,
sino del de la justicia, en forma de hybris. En este caso, la dialéctica de amor y
justicia adopta una forma decididamente más polémica.
Quisiera volver ahora al sentido de dependencia con el que he caracteri
zado el sentimiento religioso. Dejado a su aire, este sentido de dependencia lle
va a un ámbito teonómico, que parece oponerse diametralmente a la autonomía
moral. Sin embargo, lo dicho hace poco sobre la identidad metafórica entre el
Dios único del Exodo y el Dios del amor del Apóstol, y luego sobre la prioridad
del mandamiento del amor en relación con toda ley, nos permite completar este
sentimiento de dependencia con el de antecedencia. Esto implica, debo recono
cerlo, cierta pasividad fundacional: «Porque has sido amado, ama a tu vez». No
deberíamos dudar en extender este sentimiento de antecedencia a las mismas
leyes llamadas apodícticas. Podemos decir que vienen de Dios, no al modo míti
co que cuentan los relatos del Sinaí ni mediante la entrega a Moisés de tablas de
la ley, sino en virtud de su afinidad con el mandamiento del amor, que proce
de del amor que es Dios. Esto, a mi entender, es el único sentido aceptable de la
noción de teonomía. Amor obliga; obliga a una obediencia amorosa.
Es esta última noción la que ahora debemos fijar frente a la autonomía del
imperativo kantiano y frente a la forma de la teoría comunicativa de esta auto
nomía.
Por un lado, quiero destacar que la obediencia amorosa hace nacer la res
ponsabilidad por los intereses de los demás, en el sentido en que Emmanuel
Levinas habla de ella en términos del rostro, cuyo requerimiento me llama al
cuidado de los demás, hasta el punto de convertirme en rehén suyo sabiendo
ponerme en su sitio46. En este sentido, la teonomía, entendida como el sum
mum de obediencia amorosa, engendra autonomía, entendida como el summum
de responsabilidad. Aquí tocamos un punto delicado en el que cierta pasividad
constitutiva se une a una aceptación de responsabilidad activa, que no tiene
otro terreno donde ejercitarse que la comunicación, la búsqueda de reconoci
miento y, en última instancia, el compromiso en el consenso y el esfuerzo por
hallarlo. Esta conexión entre antecedencia de la ley y espontaneidad responsa
ble resuena en lo profundo de la conciencia. Bajo la figura de «voz de la con
ciencia», la Ley da testimonio de su carácter estructurador, no simplemente
opresor y represivo. Sí, no encontraremos ninguna ley particular concreta que
no haya sido constituida por seres humanos a lo largo de la historia. A la teoría
de la ley positiva no le falta en absoluto sentido. Pero la legalidad de la ley es
tanto instituyente como instituida. En cierto sentido, siempre ha estado ya ahí,
igual que todo el orden simbólico sobre el que descansa toda educación y, qui
zás toda forma de psicoterapia47.
Por otro lado, quiero tomar precauciones contra una excesiva elevación de
la autonomía moral. Considerada en términos de su núcleo racional, incluye
numerosas proposiciones que cobran sentido sólo si se desarrollan en términos
de una ética de espontaneidad responsable. ¿Qué proposiciones?48Ante todo, en
el plano de una semántica de la obligación, está la afirmación de que la ley es
la ratio cogn oscen di de la libertad y que la libertad es la ratio existendi de la ley.
En otras palabras, sólo hay ley para los seres libres, y no hay libertad sin sumi
sión a una obligación. Si esta obligación se lleva a efecto en el plano humano de
lo imperativo, se debe al hecho del carácter recalcitrante de las inclinaciones emo
cionales. Y si el imperativo es categórico, lo es en el sentido de que la obligación
carece de toda restricción. Pero, ¿cómo reconocemos el carácter categórico de un
imperativo? Por la capacidad que muestran determinadas máximas de nuestra
acción de superar con éxito la prueba de la universalización. Dicho esto, pode
mos situar con mayor precisión los puntos en que la autonomía moral parece
revelarse como incompatible con la teonomía, incluso cuando ésta es entendida
como obediencia amorosa. La confrontación entre ambas ocurre en dos pun
tos específicos. En primer lugar, al nivel de la conexión entre libertad y ley, y lue
go al nivel de la regla de universalización. En mi opinión, esta última no debe
llevar al conflicto, en la medida en que sólo constituye un criterio, una prueba,

46. Véase Emmanuel Levinas, O therwise than B eing, or B eyond Essence, trad. por Alphon-
so Lingus, Kluwer, Boston 1991 [trad. cast.: D e otro m odo q ue ser, o más allá d e la esencia, Sígue
me, Salamanca 1987].
47. Marie Balmary, Le sacrifice interdit. F reud et la Bible, Grasset, París 1986.
48. Véase O. Hóffe, L ntroduction a la p h ilo so p h ie p ra tiq u e d e K ant, Castelfa, Albeur,
Suiza 1985, cap. 4.
una piedra de toque para reconocer la moralidad de una intención y distin
guirla de un simple interés disfrazado. La responsabilidad a que nos convoca una
obediencia amorosa no sólo no es incompatible con este criterio, sino que lo exi
ge, si ha de ser racional y no simplemente emocional.
Queda todavía el punto crítico de la definición de autonomía como auto
suficiencia. Podemos dudar razonablemente de si Kant consiguió fundar este
principio sobre sí mismo. ¿No caracterizó la conciencia que tenemos del juicio
sintético a priori que hace a la ley y a la libertad solidarias entre sí como un «hecho
de razón», que se reduce a aceptar la moralidad como algo dado?45Ciertamente,
este «dato» es la razón práctica misma, en otras palabras, la capacidad práctica
de la razón. No obstante, más allá de la oscuridad de la noción de «hecho de
razón», podemos inquirir si la libertad humana no está acaso abierta a algo
más allá de sí misma, a un otro, cuando investiga esta misma capacidad en el
plano de las conciencias individuales. El ser humano puede ciertamente defi
nirse como un «sujeto capaz de» -u n sujeto capaz de hablar, de actuar, de narrar,
de aceptar la responsabilidad por las acciones que le son atribuidas. Pero, ¿está
esa capacidad en sí realmente a nuestro alcance? ¿No consiste el mal en una inca
pacidad radical? Esto es lo que el mismo Kant dice en La religión dentro de los
lím ites d e la sim ple razón’0. En esta obra, la reflexión sobre la religión nace con
una meditación sobre el mal radical y prosigue con un examen acerca de las con
diciones de regeneración de un sujeto moral. ¿Llega ésta por las propias fuerzas
del sujeto o necesita de ayuda proveniente de otra parte? Aquí es donde la anti
nomia, expulsada de la filosofía moral, reaparece en la filosofía de la religión51.
La escasa ch a n ce que concede Kant a la idea de una ayuda gratuita basta para
impedir que la filosofía práctica prohíba toda apertura a la verdaderamente úni
ca dialéctica entre autonomía y lo que se ha denominado, estrictamente en el
plano de la moralidad, heteronomía. Evidentemente, filosofía de la religión no
es lo mismo que filosofía moral. Pero, ¿podemos mantener una división tajan
te entre una ética, que distingue el principio de la obligación de cualquier con
sideración de la capacidad de un ser humano a obedecer la ley, y la religión, que
no tiene otro objeto, según Kant, que la regeneración del sujeto moral; en otras
palabras, la restauración o, mejor aún, la fundación de un sujeto capaz de actuar
como sujeto moral?
La cuestión ahora será considerar si una ética de la comunicación tiene más
éxito en fundar autónomamente la obligación por el discurso y la argumenta-

49. Véase ibídem, p. 136s.


50. Immanuel Kant, Religión within the Limits ofReason Alone, trad. porTheodore M. Gre-
en y Hoyt H. Hudson, Harper Torchbooks, Nueva York 1960 [trad. cast.: La religión dentro de los
limites de la mera razón, trad. por F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid 1981]. Cf. mi ensayo,
«A Philosophical Hermeneutics of Religión: Kant», en Figuring the Sacred, p. 75-92.
51. Véase La religión dentro de los límites de la mera razón, partes 2 y 3.
ción, lo cual se supone elimina los problemas relacionados con la idea de un
«hecho de razón», o en dar una forma inmediatamente dialógica al criterio de
universalización de toda máxima ética. El carácter autofundante de la ética del
discurso procede, a mi entender, de un'a especie de hybris de la razón práctica,
una hybris de la que Kant supo guardarse52. Pero, incluso si suponemos que Karl-
Otto Apel -que está más en el punto de mira, aquí, que Habermas, más preo
cupado éste por la cuestión de la fuerza de atracción, que ejercen entre sí la
teoría de la moralidad y las ciencias sociales—consigue convencer a los escépti
cos de la solidez de su pragmática trascendental, él, igual que Kant, necesita toda
vía tomar en cuenta la capacidad y la buena voluntad de cualquier protagonis
ta en una discusión pública. Es a este nivel, el de la motivación, el de la
«disposición» (que los filósofos alemanes expresan como Gesinnung), más que
a nivel de la argumentación propiamente hablando, donde quisiera intentar arti
cular lo que vengo llamando obediencia amorosa, que también podríamos deno
minar la buena voluntad de entrar en diálogo, nuestro acceso a la capacidad de
conversar. Para decirlo en forma de pregunta: ¿por qué, en definitiva, mejor el
discurso que la violencia, usando la conocida contraposición de Eric Weil, en el
comienzo de su Logique d e la Philosophie> .'li El problema deja de existir tan pron
to como los protagonistas deciden apelar, en sus conflictos, sólo al argumento
mejor. Una vez han traspasado el umbral de la argumentación, ya no sucumbi
rán a la objeción de una «contradicción performativa».
Estos últimos comentarios se relacionan con los que hice anteriormente:
¿no debe aceptar la ética de la comunicación la ayuda supraética de un amor
que obliga, si es capaz de seguir manteniendo firmemente la distinción que, en
el análisis final, le es más apreciable, la distinción entre razón comunicativa y
razón instrumental o estratégica? ¿Qué es más fuerte que el amor al prójimo,
cuando se trata de mantener la distancia que hay entre estos dos niveles de la
razón práctica?
Para concluir, permítaseme abrir un área más de debate. Todas las fases
de que he hablado hasta este momento dan tácitamente por supuesto que los
seres humanos son el único destino de la obligación moral. Cuando hablaba de
la presión que el amor ejerce sobre el mandamiento, en particular en los casos
de excepción y de exceso, ¿no impuse yo otro tipo de restricción que podríamos
llamar «humanista»? Todo ser humano, todos los seres humanos, decía, pero sólo
los seres humanos. Este «sólo» ratifica la demarcación legítima que el logosláis-
curso traza entre los hombres y el resto de criaturas. A este respecto, una ética
del discurso, más que ninguna otra, tiende a entender el logos sólo en términos

52. O. Hóffe, K ategorische Rechstprinzipien. Ein K ontrapuknt d er M oderne, p. 346s.


53. Eric Weil, L ogique d e laph ilosoph ie, Vrin, París 1950, p. 54-86.
de discurso. En realidad, esto es verdad de la mayoría de filósofos que siguen el
«giro lingüístico». Pero entonces nos encontramos con que hemos separado a los
seres humanos del resto de criaturas vivas y, especialmente, del resto de anima
les. ¿Hay alguna forma de mantener una cierta tensión entre «sólo seres huma
nos» y «también todos los animales»? Ciertamente, estos animales no entran
directamente en el ámbito de la ética de la argumentación. Pero, ¿es que el len
guaje, y más en particular el discurso y la argumentación, expresan la globalidad
de lo que significa ser hombre? Y lo que no se expresa en los seres humanos
mediante el discurso, ¿no se encuentra acaso claramente en el animal? Una refle
xión más atenta a las conexiones existentes entre una teología de la ley y una teo
logía de la creación puede ser una forma de responder a estas preguntas54. Esta
conexión ha sido con demasiada frecuencia omitida por el tipo de fascinación
que ejerce la historia de la salvación y la noción de justificación vinculada a ella.
Sin embargo, si restablecemos la conexión entre la teología de la ley y la de la
creación, ¿no aparecerá ante todo el ser humano como una existencia más entre
otras? Y, a este respecto, ¿no es la humanidad la beneficiaría de una solicitud divi
na que se extiende a la creación entera? No ignoro las dificultades por las que
atravesará cualquier intento de reducir la redención a una mera figura de la
creación55. Pero, ¿no nos invita la contemplación de la creación a otorgar una
dimensión cósmica a la redención?
Sin duda alguna, no podemos concluir directamente de todo ello que el
animal tiene sus derechos aún cuando no pueda hacerlos prevalecer en una situa
ción cuasi-jurídica, donde todos los antagonistas han de tener igual derecho a
ser oídos. Pero por lo menos podemos deducir la consecuencia de que el ser
humano tiene deberes para con los animales. ¿Son deberes a los que no corres
ponden derechos? Sí, de hecho es justamente esta asimetría entre derechos y
deberes lo que la creación instituye y protege. Y aún más, hay un elemento esté
tico que se mezcla, en este punto, con el elemento ético-religioso. La belleza de
la creación invita a una reverencia específica que no puede no tener cierta influen
cia en la relaciones entre el animal humano y el resto de animales. Por ello, unas
veces diremos «sólo seres humanos» y otras «los demás animales, también». Se
requiere aquí una forma específica de solicitud, que va desde la prohibición de
la crueldad hasta la búsqueda de un tipo de camaradería amistosa. Cuando se
aplica al resto de animales, el mandamiento «no matarás» puede sin duda algu
na interpretarse de diversas maneras: ¿matar sin infligir sufrimientos innecesa
rios, matar de acuerdo con ciertas formas rituales, no matar en modo alguno?
Cualesquiera sean las respuestas, si el amor al prójimo puede contribuir al ejer-

54. Cf. Pierre Gisel, La Création, Labor et Fides, Ginebra 1987.


55. Véanse, por ejemplo, nuestros ensayos sobre Génesis 2-3, en este volumen.
Paul Ricoeur

cicio de la justicia, ¿no podrá el amor de un san Francisco por los pájaros con
tribuir, a su vez, a que amemos a nuestro prójimo, añadiendo a este amor reve
rencia y admiración por la creación? ¿No hablaba Jesús de los lirios del campo
como de un modelo de despreocupación supraética?
Estas divagaciones parecen alejarnos bastante del rigor de la Ley. Pero, ¿es
así en realidad?
Ezequiel 37, 1-14
DE MUERTE A VIDA

ANDRÉ LACOCQUE

El honor del Dios de Israel es la prenda más segura de la


resurreción del pueblo elegido
Ro b e r t M a r t in -A c h a r d 1

Hombre de grandes contrastes, orgulloso, meticuloso, sublime, vulgar, con


el gusto de lo barroco (17, 1-10; 32, 1-8), dice Walther Eichrodt. El duro juicio
de Ezequiel sobre sus contemporáneos y su historia pasada se equilibra con el
mensaje de renovación con el que el profeta explota todos sus recursos de poe
ta visionario, precursor del género apocalíptico. El estilo de Ezequiel es fácil
mente reconocible. En realidad, su estilo puede caracterizarse con una sola pala
bra: surrealismo. Llega hasta detalles sorprendentes en el relato de su visión inicial
(cap. 1). «La misma actitud mental aparece», dice Jon Levenson, «en el relato de
Ezequiel sobre el mercado de Tiro» (Ezequiel 27, 12-24), donde el detalle casi
pedantesco es capaz de hacer enloquecer a los más entregados topógrafos y gemó-
logos»2. Idéntico juicio se aplica a la descripción que el profeta hace de los peca
dos cometidos por Jerusalén (caps. 8-11) y, a fortiori, de la futura restauración
de Jerusalén (caps. 40-48). En sus últimos nueve capítulos finales programáti
cos, desempeña el papel de un sumo sacerdote, aunque no deje nunca cons
tancia escrita de este título. Saca a la luz también el único fragmento legislativo
de Israel no puesto en boca de Moisés, proclamándose así, como quien dice, un
nuevo Moisés. Igual que su modelo, Ezequiel ve la tierra de lejos y no se le per
mite establecerse en ella (Números 27, 12s; Deuteronomio 32, 49-52; 34, 1-4).
En Ezequiel 40-42 (la visión del gran templo), el paralelo es sorprendente con
la visión de Moisés del tabernáculo en el Éxodo. En suma, el profeta en perso
na es llamado a jugar un papel activo en los acontecimientos que anuncia, ya sea

1. Robert Martin-Achard, D e la m ort i la résurrection d'aprés l ’A ncien Testament, Delachaux


et Niestlé, Neuchátel 1956, p. 82-83 [trad. cast.: D e la m u erte a la resurrección según e l A ntiguo
Testamento, Madrid 1968].
2. Jon Levenson, Theology o fth e Program ofR estoration ofE zekiel 40-48, Scholars Press, Mis-
soula, M T 1976, p. 111.
actuando o sufriendo. Contribuye a hacer revivir los huesos secos en el capítu
lo que hemos seleccionado3.
Ezequiel es profeta de los exiliados y él mismo vive en Babilonia. Pero Je-
rusalén es el objeto de sus oráculos, por cuanto el destino de la ciudad constitu
ye el problema candente para aquellos que se encuentran desarraigados en Ba
bilonia. Particularmente importantes son sus visiones de la kabód (gloria) del
Señor, que vio por vez primera en el exilio (1, ls), luego una segunda vez en Je-
rusalén (caps. 8-11), en concreto en el templo, y en las afueras de la ciudad (11,
22s). Finalmente, la k abódvuelve al templo «por el Oriente » (43, ls). Pero, an
tes de que ocurra este gesto divino, templo y ciudad han de ser completamente
destruidos; porque Dios no conoce limitaciones terrenas, no se siente obligado
ni por el pueblo de Israel (caps. 7; 9-11). Ezequiel describe, por tanto, a Dios
que abandona su templo (11, 2-23). Ha habido un fallo total por parte del
pueblo que no ha sabido cumplir con la parte correspondiente de la alianza (se
gún el cap. 8, florece la idolatría en el mismo templo de Dios). Ezequiel usa re
petidamente los términos «horror, abominación» (5, 9-11; 6, 9; 16, 22, 52; 23)
y ve la raíz de esta terrible situación en la arrogancia (16, 49s; 28, 2,5,17; 32,
12; etc.). Si Dios no respondiera con el castigo y hasta quizás con el absoluto
rechazo de su pueblo, esto vendría a decir que su Nombre sería deshonrado e
ignorado por todas las naciones. Por ello, en oposición a las afirmaciones sacer
dotales sobre la inviolabilidad del templo y el carácter irrevocable de la alianza
con Israel, Ezequiel, en la primera mitad de su carrera, anuncia la anulación de
ambas cosas.
Además, el profeta contrasta a los exiliados con aquellos que se quedaron
en la tierra (11, 14-21; 33-23-29), comparación que «abre el camino de la reno
vación de la vida en Jerusalén y en la tierra de Israel mediante aquellos que vol
vieron del exilio» 4. La salvación futura incluye un nuevo templo, y hasta cierto
punto un pueblo nuevo, cuyas simientes se encuentran en el exilio y constitu
yen un Resto (cf. 5, 3-4; 9, 4-8; 14, 22; 11, 13 [se’é rit]; 12, 16; 6, 8-10 [verbo]).
Estas gentes están llamadas a desarrollarse con independencia del antiguo pue
blo. En concordancia con la participación activa del profeta en el cumplimien
to de la evolución proclamada de los acontecimientos, este desarrollo se pro
duce primero en la misma casa del profeta (8, 1; 14, 1; 20, 1; 24; 19; 33, 30s),
posible indicio de un origen babilónico de la sinagoga. En ella, el profeta anun
cia la ruptura de la cadena hereditaria de culpa y castigo (véase Ezequiel 33, 10-
20; cf. 18, 4-20).

3. Retomaré la participación activa de Ezequiel en el cumplimiento de sus propios orácu


los algo más tarde.
4. Rolf Rendtorff, The O íd Testament: An In trodu ction , Fortress Press, Filadelfia 1986,
p. 210.
Ezequiel es consciente de proclamar la aurora de una nueva manera de
entender a Dios; Dios se dará a conocer como nunca lo habrá hecho actuando
tanto en Israel como entre las naciones. De modo que el conocimiento de que
él es el Señor será compartido por todos. Ezequiel usa con frecuencia la expre
sión «y sabréis que yo soy Yhwh» (Erkenntnisformel), con la que ya nos han fami
liarizado el deuteronomista y los escritos sacerdotales5. El conocimiento de Dios
se basa en los actos salvíficos de Dios, como el éxodo; pero ahora Ezequiel crea
un tipo de discurso que Walther Zimmerli denomina «palabra de prueba-de-
identidad». Dice este autor que este cambio de estilo es «un asunto de recono
cimiento de Yhwh y de su actividad única»6. Este «oráculo-prueba» aparece en
Ezequiel en tres contextos:
1. El contexto del juicio contra Israel; 7, 2-4, por ejemplo, habla de que
«ha llegado el fin a los cuatro confines del país». Tras el castigo, el tex
to concluye «y sabréis que yo soy Yhwh».
2. El segundo contexto es el del juicio contra las naciones; 25, 3-5 (con
tra Ammón), dice «y sabréis que yo soy Yhwh».
3. Finalmente, y el más importante de los tres por lo que aquí nos intere
sa, un «oráculo-prueba» cierra la visión de los «huesos secos» del capí
tulo 37: «Pondré mi espíritu en vosotros, y reviviréis. Os estableceré
en vuestra tierra: y sabréis que yo, Yhwh, lo he dicho y lo he hecho
—oráculo de Yhwh».
Zimmerli insiste con razón en que esta fórmula de «prueba-de-identi
dad» nunca apela a la especulación o al esfuerzo humanos (intelectuales), pero
que siempre llega como reconocimiento humano de una acción divina. Estruc
turalmente, nunca se presenta en una posición aislada, sino normalmente a modo
de conclusión. Es, dice Zimmerli, «el objetivo de Yhwh en todas sus acciones».
Estas acciones van dirigidas a provocar conocimiento en el hombre (no sólo en
los israelitas) (cf. 20, 26; 38, 16)7. Es de la mayor importancia que leamos el tex
to de la visión de los huesos secos no sólo prospectivamente, del comienzo al fin,
sino también retrospectivamente, del final —la fórmula de reconocimiento- a su

5. De las noventa y nueve ocurrencias del verbo y d ' e n Ezequiel, cincuenta van acompa
ñadas de la E rkenntnisform el. Para las tradiciones posteriores a Ezequiel, cf. Isaías 43, 10; 45,
3,6; 49, 23.
6. Walther Zimmerli, IA m Yahweh, trad. por Douglas W. Scott, John Knox, Atlanta 1982,
p. 31. Véase Ezequiel 14, 23.
7. Ibídem, p. 36s. La fórmula de reconocimiento en Ezequiel («Y sabréis que yo soy YHWH»
aparece unas setenta y dos veces) se encuentra primero en un contexto profano; véase Géne
sis 42, 34, «entonces sabré que no sois espías», Benjamín es la prueba-signo, Génesis 42, 33, be-
z’ot éda'. Nos hallamos en la «esfera del examen legal», como dice Zimmerli (ibídem, p. 37). Lo
mismo vale para la fórmula de reconocimiento usada por el profeta mismo, no por Dios, en 2, 5
y 33, 33: «sabrán que hubo un profeta entre ellos».
comienzo. En otras palabras, Ezequiel 37, 1-14 debe ser leído «ideológica
mente», y releído «arqueológicamente». Sólo se ilumina la segunda lectura con
la comprobación crucial de que la «resurrección de los muertos» halla su cul
minación y justificación en el reconocimiento de Israel de que el Dios vivo es el
Señor. Llegados aquí, ya podemos desechar la idea de que la «resurrección»
tendría su propia raison d ’é tre en, o sería una concesión a, la aspiración huma
na de no volver a la nada tras la propia muerte. El texto comienza y acaba con
la idea de que el nombre de Dios sea glorificado por el reconocimiento formal
y existencial de que, en verdad, «yo , el Señor, he hablado y actuaré». Ezequiel
37 es teocéntrico, no antropocéntrico.
Otra dimensión de Ezequiel 37 es su carácter escatológico. Al comienzo
del capítulo 33, Ezequiel ha cambiado el tono. Antes de este p u n to fin a l, per
manecía inflexible sobre la destrucción total de un pueblo y una tierra que no
respetaron los términos de la alianza. Ocurrida esta destrucción (cf. 33, 21s), sin
embargo, el profeta comenzó a predicar con una radicalidad comparable el adve
nimiento de una nueva alianza de salvación. En el corazón de este nuevo men
saje, Ezequiel 36, 16-38 se corresponde claramente con el oráculo escatológico
de Jeremías 31, 31-33. Ezequiel introduce entonces una tipología -e l término
resulta aquí algo impropio, como veremos luego—basada en la pauta del éxo
do. Así como al primer éxodo de Egipto siguió inmediatamente un tiempo de
peregrinación por el desierto, así también ha de ser en el caso del segundo éxo
do. Éste, no obstante, va bastante más allá de una mera especie de repetición. La
necesidad de un segundo éxodo se debe al fracaso del primero. No va a repetir
se la historia con sólo un cambio de escenario de Egipto a Babilonia. Ezequiel
no comparte la idea de un «eterno retorno» del tiempo. De acuerdo con esta
cadencia cíclica, la edad dorada evoluciona inevitablemente hacia la edad de hie
rro, antes de volver de nuevo a otra edad dorada con idéntica perspectiva poste
rior de una degradación progresiva. Pero Ezequiel no promueve esta concepción
propia de Hesíodo. En su opinión,4’ya la primera generación de israelitas que
recibieron los mandamientos los transgredió rápidamente; la segunda genera
ción (20, 18-26) oyó a Yhwh jurar que enviaría al pueblo al exilio incluso antes
de entrar en la tierra. Repetidas veces, en los capítulos 16, 20 y 23, describe el
profeta el pecado de Israel que empieza ya en Egipto8y, desde entonces, se trans
mite, por así decir, de generación en generación. De hecho, toda la historia de
Israel es una serie creciente de períodos de pecado (20, 4,18,24,27,30,36,42):
esta pauta de recaídas de Israel anuncia la «periodización» apocalíptica de la his
toria universal, tal como vemos en Daniel y en otros lugares. Israel mismo se
caracteriza como «una raza rebelde» (2, 5) y Jerusalén como «la ciudad sangui
naria» (24, 9). Como nación, es globalmente culpable (16; 22, 23s; etc.), de

8. Con una probable confirmación en un texto como Josué 24, 14.


modo que Ezequiel contempla cómo sólo algunas personas particulares evitarán
el juicio colectivo (9, 4; 33, 1-9). Incluso el don de Dios de la Torá no impidió
que el pueblo se entregara a la rebeldía (20, 13a). Una segunda entrega de la Ley
tuvo lugar al final del período de la peregrinación por el desierto (28, 18s), pero
en vano. En ese momento, Dios decidió dispersar al pueblo de Israel entre las
naciones (20, 13), de modo que el exilio en Babilonia es el cumplimiento his
tórico de esta resolución divina anterior, y el establecimiento en la Tierra «fue
un ejercicio irrelevante», dice Ralph Klein; su mención ocupa sólo tres versos en
el capítulo 20, en el que se denuncia una idolatría desbocada9. La conquista de
Canaán se llevó a efecto únicamente gracias al juramento hecho por Dios tiem
po atrás a los antepasados (20, 42). La historia entera de Israel, por tanto, cul
mina en su destino preanunciado en Babilonia. Nacido ya tullido en Egipto,
Israel muere en Babilonia. Todo parece haber sido dicho con este descubrimiento,
y el profeta sólo puede concluir que el «valle» de su abandono está lleno de hue
sos secos.
Los exiliados son metafóricamente huesos secos, ellos mismos lo recono
cen (véase el tratamiento de 37, 14, luego; cf. Lamentaciones 3, 52-55, Isaías
66, 14; Job 21, 24; en Ezequiel, véase 24, 1-14)10. Pero la muerte no llegó ines
perada durante el exilio; Israel se hallaba ya en trance de muerte mucho antes.
En otras palabras, y otra vez con un espíritu apocalíptico, se declara que la his
toria ha fracasado del todo. Incluso la Torá, que supuestamente ha de hacer san
to al pueblo (20, 12-20) está salpicada de «leyes que no son buenas» (20, 25-26).
La H eilsgeschichte no es más que un sueño expresado en tres versos, tal como
vimos antes (20, 28-29). No hay esperanza alguna de que el esfuerzo humano
pueda alguna vez redimir una historia que, desde sus comienzos, no hace sino
acercar cada vez más la humanidad a la muerte a imagen de la existencia misma.
El fin (el telos, la finalidad) de todo no es más que «huesos secos».
Por ello, la visión de Ezequiel 37 no nos lleva al escenario de un acciden
te histórico. La descripción de los huesos secos llena toda la historia; ésta apa
rece tal como de hecho es: estéril, sin sentido, absurda. Lo que Israel ha llama
do historia era desde sus comienzos no-historia. En este sentido, Ezequiel es
único entre los profetas. Su juicio pesimista es radical e inquebrantable. Pero
su mensaje es también consistente con la declaración iconoclasta de uno de sus
predecesores, Oseas, que declara que Israel es lo -‘a m m i [no-amada] y lo-ruham ah
[no-mi-pueblo] (Oseas 1, 6,9). Idénticas ideas resuenan en la declaración de un
profeta más tardío sobre Jerusalén, que es llamada «abandonada» y «desolación»

9. Ralph W. Klein, Ezekiel: The Prophet a n d His Message, University of South Carolina Press,
Columbia 1988, p. 77.
10. La metáfora de los huesos secos se usa en poesía; cf. Isaías 66, 14; Job 21, 24. Resuena
de nuevo en la predicación de Jeremías (8, 1-2).
(Isaías 62, 4). Este último término, igual que el primero, es «nada», «vanidad»,
un soplo ligero de una mañana helada. Cierto, el exilio supone visión; el exilio
(galut) supone revelación (galah, véase Ezequiel 13, 14; cf. Daniel 2, 12, y en
especial Lamentaciones 4, 22), la visión y la revelación de una existencia que lle
va a la muerte.
Por esta razón «los israelitas deben iniciar de nuevo todo el proceso», como
dice Joseph Blenkinsopp11. Serán sacados del país del exilio y llevados «por un
páramo de pueblos» hasta la Tierra. En esta nueva experiencia del desierto, Eze
quiel 40s parece como si describiera en prospectiva un nuevo Sinaí, superado un
nuevo éxodo.
Ezequiel nos propone una nueva formación de Israel, no una reasunción
del pasado. La imaginería del capítulo 37 ha de tomarse con toda seriedad cuan
do describe la nación como muerta hace tiempo, de hecho tanto que los hue
sos están secos y a punto de volverse polvo, esto es, de volver a la forma origi
naria, como si el largo pasado no hubiera servido de nada12. Tras la primera parte
de su libro (caps. 1-32), Ezequiel empieza el capítulo 37 sin ningún tipo de bue
nas noticias. La muerte de la nación en Babilonia no es un simple castigo; el exi
lio no es un eclipse, ni un período parentético, ni la noche que ha de pasar antes
de que llegue la mañana, y mucho menos la muerte fingida de un iniciado. El
exilio no es un sueño; es muerte, muerte sin mañana. Por esto los «profetas» del
siglo VI que proclamaban «paz» eran falsos profetas; eran culpables de reduc-
cionismo: a sus ojos, el exilio en Babilonia era un mero episodio, un contra
tiempo histórico quizás, o, recurriendo a un tropo lingüístico, un rito de ini
ciación (cf. el término galah, que admite esa interpretación tan optimista). Así
se niega el trágico aspecto de la existencia. La religión misma se usa como ver
gonzante velo que tapa la obscena desnudez de la vida (cf. 13, 21-23). «¡El tem
plo de Yhwh, el templo de Yhwh, el templo de Yhwh es éste!», gritan (cf. Jere
mías 7, 4). La falsa profecía con frecuencia es pura demagogia y autoengaño, una
«negación de la muerte» que, paradójicamente, lleva a la muerte.
En Ezequiel 37, el profeta invierte la frase. Si la negación de la muerte es
la mejor forma de garantizar su pleno triunfo, ¿qué se obtiene por reconocerla
como finalidad de la existencia y de la historia? Nada, excepto quizás un cierto
margen de esperanza. Si se niega la muerte, no hay lugar para una esperanza que
supere el sinsentido. Pero cuando se acepta la muerte cara a cara, se abre la posi
bilidad de que la absolutidad del caos pueda trascenderse por la palabra crea

11. Joseph Blenkinsopp, Ezekiel, John Knox, Louisville 1990, p. 91.


12. Nótese el acuerdo de Ezequiel con Jeremías. Este último proclamó también la cance
lación de la historia de los antepasados (cf. 23, 7s; 31, 32,31). Véase también el paralelo entre
ambos profetas sobre la restauración de la dinastía de David (Ezequiel 34, 23s [dependiente de
Jeremías 23, 1-8]; Ezequiel 37, 24,25 y Jeremías 23, 5; 33, 14s; 30, 8-9).
dora del comienzo, que es también la palabra del final. El telón de fondo lo cons
tituye la correspondencia del Endzeit [el final de los tiempos] con el Urzeit [los
tiempos primigenios]. Los «huesos secos» son otra forma de hablar de la pri
mera tóhü wd-bohü [la tierra, desierto vacío] de Génesis 1, 2; su revivificación es
saludada por Ezequiel como la recuperación del paraíso (capítulo 47). Lo tóhü
[lo inerte] recibe el soplo del Espíritu que le sobrevuela, y lo bóhü [lo vacío] se
convierte en creación. De un modo paralelo, los huesos secos se llenan del Espí
ritu de vida y se convierten en una inmensa multitud de vivientes; la simiente
se convierte en la espiga del trigo13.
Observemos, llegados aquí, que el tema de la nueva creación —que será lue
go ampliado con profusión por el Déutero-Isaías, sucesor de Ezequiel (cf. Isaí
as 41, 18; 51, 3,9-11)- está esbozado en el versículo 14 y luego ampliado en la
continuación de nuestro pasaje, versículos 23-28. También en el Déutero-Isaí-
as, la «vuelta a los comienzos» sigue siendo un fenómeno histórico. Tanto en Eze
quiel como en el Déutero-Isaías, por tanto, se trata de una nueva edad tras dar
por acabado un período de la historia. En suma, el Déutero-Isaías comparte con
Ezequiel el «sentido del final». Ambos ven la creación como salvación; ambos
ven que la salvación trasciende la historia de Israel y rebosa para beneficio de
toda la creación. Tras una desolación universal, llega una restauración igualmente
universal que abraza el cosmos entero.
Mientras, el escándalo y la locura de reconocer que los huesos están secos
es una necesidad antes de que, «¡quién sabe!» (cf. Jonás 3, 9), se les conceda la
posibilidad de reunirse y volver a vivir. Para Ezequiel, es la con d itio sin e qua
non del nacimiento de un nuevo Israel. Es el mismo escándalo y la misma locu
ra que produjo la destrucción del templo de Jerusalén, que hacen posible que
este último sea erigido finalmente en una ciudad, cuyo nombre es «Yhwh está
allí» (48, 35). Sólo después de haber sido privado del todo de la divina presen
cia al abandonarlo Dios (cf. Ezequiel 11, 13 y 43, 1-3), pudo el lugar llevar a
efecto su convocación. La edad antigua debe quedar enterrada en la tumba de
lo que está inerte. La muerte debe enterrar a sus muertos. La falsa profecía, ejem-

13. Este punto hay que destacarlo debidamente. Ezequiel 37, y su concepción del mundo
en general, constituye el semillero de la apocalíptica posterior. Pero Ezequiel permanece, no
obstante, dentro del registro histórico: la vuelta al «caos» no es mitológica, como llegará a serlo
en el apocalipsis judío. La distinción formal entre estas dos vueltas al caos, una histórica y otra
mitológica, confirma la aserción de J. Lindblom, en D ie Jesaja-Apokalypse, Jes. 2 4-27 (Gleerup,
Lund 1938), p. 103, según la cual «lo escatológico tiene que ver con el contenido conceptual,
no con la forma ni con el lugar de procedencia». A veces, ambas concepciones van juntas; así en
Isaías 27, 1 y contexto; o con la «transferencia de un tema mitológico en el campo de lo históri
co», en Isaías 25, 6-10a, como dice Wallace March, «A Study of Two Prophetic Comopositions
in Isaiah 24, 1-27, 1» (tesis de doctorado, Union theological Seminary, 1955), p. 110, citado
por W illiam R. M illar, Isaiah 2 4 -2 7 a n d th e O rigin o f A pocalyptic, Scholar Press, Missoula,
M T 1976, p. 14.
plifícada en los «colegas» de Ezequiel, es a menudo el resultado de un rechazo
temeroso de lo dialéctico.
Por ello, la visión del Profeta contempla la creación, no el final de un perí
odo de prueba. «¿Podrán revivir estos huesos» no es una pregunta retórica; y la
respuesta de Ezequiel, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes» no es estilo cortés per-
functorio. No hay manera de que revivan estos huesos. En realidad, sobre todo
nunca han estado vivos. Además, la pregunta que hace Dios no plantea necesa
riamente el problema de la factibilidad; «¿pueden vivir estos huesos?», es la tra
ducción usual, pero el texto simplemente pregunta si aquellos huesos vivirán. Y
el verbo principal en 37, 3 puede traducirse por «estar vivos», más que por «ser
revividos», por cuanto no se menciona para nada su existencia anterior. En todo
caso, la pregunta que plantea Dios espera verdaderamente una respuesta, aun
que sea negativa: «No, Señor, estos huesos han de volver al polvo de donde
han salido. Son un ejemplo del oráculo fundamental: “polvo eres y al polvo
has de volver”». Ezequiel, no obstante, se alza hasta el nivel de la fe y la confianza,
y su respuesta es un signo definitivo de deferencia, pensando que, en realidad,
algo debía reservarse Dios si él mismo evoca la imposible posibilidad de que la
misma señal de la muerte se convierta en promesa de vida14. Lo que pregunta
Dios vale lo mismo que preguntar, antes de la creación del universo, si es posi
ble en principio que vaya a existir un universo. Es sumamente improbable,
está más allá de toda imaginación, es imposible. Hasta que la creación hace de
lo imposible una realidad y, a posteriori, hace que sea inimaginable la ausencia
del universo. La pregunta divina al «mortal» («al hijo del hombre») Ezequiel, le
interpela por el nexo mismo de esta doble imposibilidad: si esos huesos secos van
a vivir de nuevo; si esos huesos secos van a quedarse para siempre sin vida. Eze
quiel responde, prudentemente, sólo tú, Señor, puedes desatar el nudo gordia
no, «Señor Yhwh, (sólo) tú lo sabes».
El resto de la visión mostrará que estos huesos, por secos que puedan estar,
pueden de hecho vivir. Pero, antes de que volvamos a esta fase del relato, hay que
subrayar debidamente que sólo muriendo puede otro pueblo, un pueblo esca-
tológico, nacer a la vida. A su cabeza irá un príncipe de la paz, que, como David,
convertirá en inofensivas todas las fuerzas que amenazan la vida, incluidas las
bestias salvajes (34, 24s). Pero, una vez más, la expresión «como David», aun
que correcta, ha de ser tomada con cautela. No se habla de una repetición de
acontecimientos anteriores, de un d é j a vu. Cierto, la misión que contempla Eze
quiel está en el cumplimiento continuado de la promesa a David, y el término
que emplea Ezequiel, n asi’, designa la cabeza davídica del Estado (7, 27; 12,
10,12; 19, 1; 21, 30; 34, 24; quizás también 21, 17 y 22, 6). Pero ahora el nasi’,

14. Cf. el comentario en el M etsudot, en M ikraoth Gedoloth, vol. 2, Varsovia 1862, y Eze
quiel 37, 3: «Sólo tú sabes si es voluntad tuya que tengan que vivir.»
el príncipe, que Ezequiel prefiere a melek, rey, es -en palabras de Jon Levenson-
la «designación de un individuo mesiánico, liberado de las tentaciones estruc
turales de cometer abusos... [Un título] separado de su matriz político-mitoló-
gica»15. El «David» de Ezequiel es más David mesiánico que nunca lo fuera el
David histórico. No es sólo D avid redivivus, sino que es, podemos aventurarnos
a decirlo, un David que vive a partir de los huesos secos que en realidad era.
David-los-huesos-secos, no porque muriera unos cuatrocientos años antes, sino
porque históricamente nunca fue más allá del estadio de mero «esqueleto» de
aquél que con el tiempo estaba llamado a ser.
El espacio de que dispongo no permite extenderme más en este punto cru
cial de la teología de Ezequiel. Pero debe ponerse de relieve que lo que el pro
feta anuncia no es una restauración, sino finalmente el comienzo definitivo de
la H eilsgeschichte. A juicio del profeta, hasta ese momento sólo había habido
intentos de cumplir la promesa divina. Pero todos esos intentos habían queda
do en nada con el exilio en Babilonia. Ahora es tiempo de una nueva creación,
una nueva alianza, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo, una nue
va liturgia. Hasta la Torá debe ser reemplazada por una nueva Torá. Ezequiel está
definitivamente más cerca de lo apocalíptico de lo que a menudo se ha pensa
do. La radicalidad de la novedad del tiempo lo testifica. Si, pese a todo, el libro
de Ezequiel no puede catalogarse como apocalíptico con todas las de la ley, es
porque el profeta espera que la historia comience con buen pie a la vuelta del exi
lio. Cuando la esperanza de Ezequiel en un cambio de relación entre Dios e Israel
y/o entre Dios y la humanidad se vio ampliamente incumplida, la profecía se
convirtió en apocalipsis.
Este punto merece una mayor atención, pero observemos antes que Eze
quiel 37 es una de las cuatro visiones más importantes del libro (las otras tres son:
capítulos 1-3 = vocación; capítulos 8-11= visión del juicio; capítulos 40-48 = la
nueva Jerusalén). Las cuatro visiones son introducidas mediante la frase «la mano
de Yhwh pesaba sobre mí» (1, 3; 3, 14,22; 8, 1; 37, 1; 40, 1, un total de seis veces
en el libro), que pertenece a la «fórmula palabra-acontecimiento», como dice
Zimmerli (cf. «la palabra de Yhwh me fue dirigida», 1, 3: 3, 16; 6, 1; 7, 1; etc.)16.
La mano de Dios empuja a Ezequiel, por así decir, de un lugar a otro'7, esto es,
al mismo lugar que en la primera visión (3, 22-27). Allí, la b iq a h (valle) signi
ficaba ausencia de inspiración profética y hacía entrever la muerte. De modo
parecido, la segunda visión en el valle (8, 1,4) pregonaba la destrucción del tem
plo. La tercera ocasión, en Ezequiel 37, a pesar de que no lamenta la ausencia de

15. Levenson, T heology o f the Program, p. 67.


16. También en Isaías 8, 11; Jeremías 15, 17; cf. Elias, 1 Reyes 18, 46; Eliseo, 2 Reyes 3, 15.
17. Desplazamiento del profeta: cf. 3, 14; 8, 3; 11, 1,24; 43, 5. Raíces de la historia de Elias:
1 Reyes 18, 12; 2 Reyes 2, 16. En ambos casos, la idea, como destacó Rashi, es de violencia.
Ezequiel es tomado por la fuerza, «como si se hallara en trance» (Comentario sobre Ezequiel 1,2).
inspiración profética o la falta de templo, pertenece de nuevo al simbolismo
del mundo inferior, el mundo profundo, el habitáculo de la muerte, el lugar del
caos18. En la visión inaugural, se le mandaba a Ezequiel que predicara a los duros
de corazón (2, 3s), pero ahora se le manda que predique incluso a los muertos19.
Esta progresión retórica en negativo revela la regresión creciente del sentido de
la historia de Ezequiel, otro paralelo con la convicción apocalíptica de que hay
que llegar al fondo antes de que comience el nuevo designio divino. La lógica
interna del libro dictaba que los huesos están en el valle (cf. también 3, 22,23;
8, 4; una designación simbólico-topográfica de Babilonia, quizás siguiendo el
modelo de Génesis 11,2) , y que la «restauración» ocurre en el «monte elevado
de Israel» (cf. 40. 2,23; 34, 14, esto es, en el monte Sión, visto como una mon
taña cósmica)20. La tensión entre estos dos extremos, de la llanura como esce
nario de condenación y la montaña como escenario del perdón, ilustra la rela
ción dialéctica, particularmente bien desarrollada por Claus Westermann, entre
juicio y salvación. El juicio, dice Westermann, es un ingrediente necesario de
la historia entre Dios e Israel. Por ello ya está inserto en la historia de salvación
ancestral del Pentateuco, con el episodio del becerro de oro, Exodo 3 2 - 34. Cuan
do de nuevo se ejerce en el exilio, no se trata aún del juicio final, pero su inclu
sión entre la salvación inicial y la redención final es digna de ser tenida en cuen
ta. El juicio real llega tras la profecía de salvación; pero, retóricamente, primero
se impone el juicio y el castigo y luego hace acto de presencia la profecía de
salvación, que no retira el anuncio anterior de juicio. La compasión divina lo lle
na todo, porque «Dios la contiene hasta después del juicio, que ha de marcar
nuevos caminos»21.
La compasión mostrada tras el exilio evoca la compasión expresada antes
del éxodo de Egipto (cf. Éxodo 2, 24s), pero hay que diferenciar ambos gestos,
porque el primero se caracteriza por el perdón que restaura la comunión rota.
Para Ezequiel, al contrario, el exilio en Babilonia no se inscribe en el proceso
de redención, como era propio del éxodo según las tradiciones del Pentateuco.
El exilio es un desgarro, una interrupción de la historia. Sin embargo, Ezequiel

18. Ya Redaq identifica el valle en Ezequiel 37 con el de 3, 22. Ernst Haag piensa en un
contraste entre la llanura de Mesopotamia y los montes de Israel. Simbólicamente, el valle es el
lugar del exilio global (cf. Ezequiel 3, 22). Véase Ernst Haag, «Ezekiel 37 und der Glaube an die
Auferstehung derToten», en Trierer T heologische Z eitschrift, 82 (1973) 78-92; véase p. 80.
19. Sobre esto, véase Blenkinsopp, Ezekiel, p. 155s.
20. Según Julián Morgenstern, el valle se localiza al pie del monte de los Olivos, donde tra
dicionalmente tiene lugar la resurrección; cf. Zacarías 14, 4s y los frescos de Dura Europos;
«The King-God among the Western Semites and the Meaning of Epiphanes», en Vetus Testa-
m entum , 10 (1960) 181.
21. Claus Westermann, Theologie des Alten Testaments, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotin-
ga 1978, parte IV, B «The Divine Compassion».
37 se inserta paradójicamente entre el anuncio de la nueva alianza con Dios y su
gracioso don de un nuevo corazón, por un lado (36, 26s), y la resurrección del
Israel muerto, por el otro lado. Pues tanta es la compasión de Dios que no reque
ría condición previa alguna. Su fundamento no es ciertamente la actitud positi
va que puedan mostrar los receptores.
Anteriormente, se ha destacado que la visión de los huesos secos es antes
que nada un juicio radical sobre un pueblo que está muerto, muerto del todo.
No hay esperanza alguna de que pueda revivir, ni siquiera por un movimiento
de reforma, una enmienda de sus costumbres o un arrepentimiento. De aquí
que, decía, el profeta ve en una visión el nacimiento de un nuevo pueblo. La
muerte florece como vida; la señal de la muerte se convierte en señal de la vida.
Es ahora momento de destacar el otro aspecto de la compleja realidad sacada a
la luz por Ezequiel 37. El pueblo nuevo con un corazón nuevo, a punto de
volver a una nueva tierra a la que se concede un nuevo templo, es Israel. El vie
jo Israel ha muerto en el exilio, pero el nuevo Israel no es otro que el pueblo que
Dios ha elegido desde el comienzo, el pueblo objeto de la promesa hecha a los
antepasados de la antigüedad. No hay aquí indicio alguno de «sustitución». Nin
guna otra comunidad ocupa el lugar reservado por Dios a los hijos de Abraham.
Como dice Ernst Haag, la pregunta dirigida al profeta en el versículo 3 se refie
re menos a la capacidad divina de revivir los huesos secos que a la cuestión de
si Dios, que se comprometió con su pueblo eligiéndolo, está a punto de aban
donar a su pueblo o si va a darle de nuevo vida22. Unicamente para los israeli
tas muertos y sepultados en el exilio cambia la llamada del Espíritu, hecha por
el profeta, el signo menos puesto ante la muerte en el signo contrario. «¿Podrán
vivir estos huesos?», no es ante todo una pregunta acerca del poder divino, es
más bien una cuestión de justicia. ¿Pasará el sentido de la muerte de ser resul
tado del pecado a ser una adámáh para un nuevo 'adam (una tierra fértil para un
terrestre nuevo)? ¿Pueden interpretarse los huesos secos de otra forma que no sea
la condenación definitiva del culpable? ¿Pueden ser signo de un sufrimiento injus
to? La identidad de los muertos marca aquí la diferencia; pero también y sobre
todo la identidad de Aquél que pronuncia la pregunta. Dejando al elegido pos
trado en su tumba, el nombre de Dios se expone a ser profanado. Ya no habrá
más testigos de la gloria de Dios en el mundo. El mundo será privado de la pre
sencia divina, ¡convirtiéndose en una creación sin Creador! Con la derrota
de Israel, es Dios el gran perdedor. Podríamos incluso decir que el hueso seco de
Israel ha arrastrado a Dios a la tumba consigo. Por esto, reflexionando sobre la
muerte de Cristo, el apóstol Pedro exclama: «Dios lo resucitó rompiendo las ata
duras de la muerte, dado que no era posible (ouk en dynatori) que ella lo retu-

22. Haag, «Ezekiel 37 und der Glaube», p. 48.


viera en su poder» (Hechos de los apóstoles 2, 24). Ezequiel 37 concluye la mis
ma posibilidad por lo que concierne a «toda la casa de Israel».
Tanto en un caso como en otro, además, el cuidado particular que Dios
tiene de su propio pueblo es, paradójicamente, la garantía de su universalidad.
La muerte no tiene aquí nada que ver con la aniquilación. Israel vivo en Jeru-
salén o Israel muerto en Babilonia es siempre Israel. Si en verdad de Sión pro
cede la Torá y de Jerusalén la palabra de Dios, entonces, sub specie universi, de
los desechos del Israel muerto brota todavía esperanza y vida para el resto del
mundo23. Por eso las imágenes y el vocabulario de la visión de Ezequiel se acer
can tanto a los textos de la creación de la humanidad. La conexión entre resu
rrección y creación (y también el milagro de la generación) no se expresa qui
zás en ningún sitio mejor que en un texto tardío, es decir, 2 Macabeos 7, 23,
donde la madre dice a sus hijos a punto de ser torturados hasta morir:
El Creador del mundo, el que plasmó al hombre en su nacimiento, el
que ideó el origen de todas las cosas, os devolverá de nuevo en su miseri
cordia el aliento y la vida...
La resurrección de Israel en el b iq ‘a h [el valle] expresa el retorno univer
sal a la vida. El ruaj sopla desde los cuatro costados del mundo, acentuando así
la dimensión cósmica del acontecimiento24. Hay, por así decir, una concentra
ción universal de energía «en medio del valle [donde] yacen muchos huesos...
que están realmente secos». Es el mismo ruaj, de Génesis 2, 7; Salmos 104, 29s;
Job 34, 14; Eclesiastés 12, 9. Se corresponde con el nefeshayyah [aliento de vida]
de Génesis 2, 7, que Dios insufla en las narices del humano formado del pol
vo de la tierra. Pero como este viento proviene de todas partes a la vez en Ezequiel
37, 8-9, el ruaj, en cuestión llena el mundo entero25. Entre la primera parte de
la visión y la segunda, ha habido una evolución en la identidad del rüaj, que pasa
de viento/aliento a Espíritu/aliento, y de ocurrencia cósmica a acontecimiento
personalizado (versículo 14, véase Ezequiel 36, 27). Esto sirve a la intención del
profeta de mostrar que la historia antigua no está simplemente reasumida. Por
consiguiente, el texto, dice Haag («Ezequiel 37 und der Glaube», p. 84), se
vuelve pre-escatológico, aunque siempre undifferenziert (p. 91), indiferenciado.

23. Como dice san Pablo, «ni la vida ni la muerte pueden separarnos del amor de Dios...»
24. El reverso de Ezequiel 7, 2-3.
25. Walther Zimmerli, Ezekiel 2: A C om m entary on the Book o ft h e P rophet Ezekiel, Chap-
ters 25-48, Fortress Press, Filadelfia 1979, p. 261. Esta concepción, observa Haag («Ezekiel 37
und der Glaube», p. 82), remite al espíritu divino que llena la creación, dándole así vida y sos
tén; muerte es que Dios retire de ella su espíritu. Está «íntimamente relacionado con el aliento de
Dios de Génesis 2, 7». (Nótese la presencia aquí del verbo hebreo nps). Christohper R. Seitz escri
be: «La realidad biológica es inherentemente una realidad teológica» («Ezekiel 37, 1-14», en Inter
pretarían, 42 [1922] 53).
Resulta también bastante sorprendente, desde una perspectiva terrena uni
versal, que debamos examinar el tema acentuado en el versículo 12, que dice: «y
os llevaré a la tierra de Israel». Este motivo se enfatiza notablemente en el ver
sículo 14, donde el profeta traza un paralelo entre ser reanimado, «pondré mi espí
ritu en vosotros, y reviviréis», y ser restablecido en la tierra, «os estableceré
en vuestra tierra». Es un pueblo «nuevo», que comienza una «nueva» historia en
relación con Dios, marcada por una relación vivificante con la tierra. Ontoló-
gicamente, cada término del enunciado sigue siendo el que siempre ha sido (espí
ritu, tierra, suelo, historia), pero existencialmente todos los términos han cam
biado. Pocos libros de la Biblia insisten tanto, como lo hace el de Ezequiel, en la
importancia central de la tierra. Dios habita en la tierra (7, 7; cf. 45, 1; Isaías
8, 18), que es su posesión, que da a quien le place (11, 5; 20, 15), esto es, a los
antepasados de Israel (36, 28; 47, 14). Este don no supone superfluidad alguna.
Desde el comienzo, como queda demostrado en las sagas patriarcales, la tierra
salva al pueblo de la extinción, de la no-existencia. En otras palabras, la tierra es
la conditio sin e qua non para la creación de Israel26. Ya aquí, como lo desarrolla
rá luego el Déutero-Isaías, el vínculo entre historia y geografía es obvio, como
lo es también el vínculo entre salvación y creación.
El motivo de los huesos secos nos llevó a las antípodas de la 'eres), la Tie
rra. Pues la tierra es simbólicamente el locus de la vida y de la «humedad» (cf.
Génesis 2, 5-7), mientras que lo que está más allá de los confines de la 'eres) es
lugar de caos, sequedad y muerte. Ezequiel insiste en la sequedad de los hue
sos, porque, de acuerdo con la mentalidad del antiguo Oriente próximo, en la
medida en que está todavía «húmedo», lo que parece muerto todavía puede cons
tituir un semillero de vida, siendo la tierra en esto como el útero que posee toda
vía su líquido amniótico. El hombre arcaico veía el vientre materno como un
lugar de oscuridad y caos y también como fuente de «abundancia absolutamente
profusa». En el otro extremo, en el mundo de los infiernos, el mito habla de
las aguas que pueden revivir la muerte. Pero Ezequiel no deja ambigüedad algu
na en lo tocante a la situación del pueblo en el exilio: está seco como polvo27. No
es posible que emane vida de su seno. Si hay alguna reminiscencia de la mito
logía cananea en Ezequiel 37, es sobre todo el contraste entre Moth (como en
Isaías 25, 8) y Yamm.
Esto, por cierto, puede tener importancia si reflexionamos sobre la cons
picua ausencia en Ezequiel 37 de la noción de impureza por contacto con lo
muerto. El sacerdote-profeta es «puesto en medio de una llanura que estaba
llena de huesos» (37, 1) y se le hace pasar «alrededor de todos ellos» (v. 2), pero

26. Por cuanto tierra/suelo es también necesario para la creación de la humanidad, según
Génesis 2, 5,7.
27. Haag dice, das grosse Sterben [la gran muerte].
ni siquiera menciona su impureza contaminante para gran sorpresa de quienes
estudian el capítulo. La tradición exegética judía, consciente evidentemente
del problema, insiste en la expresión «alrededor de todos ellos» del versículo 2:
Dios condujo al profeta alrededor, no por la llanura y por entre los huesos,
dice Rashi28. Los lectores modernos coincidirán con Redac cuando argumenta
éste que Ezequiel 37 es una visión profética, no un hecho acontecido. Como
dice Christopher R. Seitz, el capítulo difumina «la distinción entre metáfora y
realidad... [pero es] en realidad una metáfora. Habla Israel [muerto]», etc.29
Pero volvamos a la relación entre tierra y vida, tal como la encontramos
una vez más destacada en Ezequiel 37, 12,14. Este vínculo no se debe a una cua
lidad intrínseca de la tierra o de Israel. Pues, cuando se la considera desde el pun
to de vista de su naturaleza, la tierra solía pertenecer a los cananeos y a otros pue
blos impuros e indignos (Ezequiel 16). Si ’ eres) y is r a é l [La Tierra de Israel]
llega a ser «el más espléndido de todos los países» (Ezequiel 20, 6,15; cf. 26, 20),
si puede ser descrita como situada «en el ombligo de la tierra» en 38, 12 (cf. Jue
ces 9, 37), con Jerusalén puesto «en medio de las naciones» (5, 5), se debe a la
presencia divina en ella, simbolizada por el templo en Sión y manifestada por
la presencia de Israel en la tierra. Ahora, en Ezequiel, la promesa a un pueblo
nuevo restablecido en la tierra se expresa en 37, 25s. En una sorprendente con
catenación, «en él vivirán para siempre», ...; «haré con ellos un alianza de paz»...;
«mi morada estará entre ellos: yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo»... «mi san
tuario estará en medio de ellos para siempre».
«La Tierra Santa» es una realidad dialéctica. Para siempre, la Tierra pasa a
ser la Tierra Prometida. Porque es el acontecimiento del encuentro lo que hace
que la tierra sea santa. A imagen del lugar sobre el que se hallaba Moisés en
Madián y que no tenía cualidad propia alguna antes de que Dios empezara a

28. La traducción que hace la NRSV de 37, 2 «alrededor de ellos» cuadra con esta idea,
pero no el texto francés de la TOB, que dice p a rm i eux en tous sens.
29. Seitz, «Ezekiel 37, 1-14», p. 54. Este autor añade: «Lo que queda, queda sólo para dar
testimonio de todo cuanto se ha perdido» (p. 55). Además, la distinción tardía judía entre lo
que es impuro y lo que es puro no se corresponde necesariamente al detalle con la situación que
prevalece en tiempos de Ezequiel. A este respecto, puede sugerirse que lo que vuelve impuro en la
Biblia es el estado limítrofe entre lo “positivo” y lo “negativo”, por así decir. Cuando la lepra ha
contaminado todo el cuerpo, por ejemplo, la persona es de nuevo pura (Levítico 13, 13); y lo mis
mo cabe decir, claro está, de aquel que se ha curado de una enfermedad de piel (Levítico 14, esp.
v. 20; Mateo 11,5). Los “huesos secos” pertenecen inequívocamente a sólo un estado. Puede ver
se otra analogía en el consumo de alimentos secos, que son kaser. La ausencia de humedad ha can
celado cualquier ambigüedad en el producto, si la había. Por la misma razón, un cadáver podría
haber sido considerado causa de impureza (véase Levítico 5, 2; 11,39; Números 19, lis ; 31, 19),
pero no unos huesos secos. En este sentido, las cenizas de la «vaca roja» sacrificada (Números
19) no sólo no vuelven impuro, sino que purifican a todo aquel que haya tocado un cuerpo muer
to (Números 19, 1 ls; véase N úm eros Rabba, Hukkat, 19, 8).) Todo lo dicho es, evidentemente,
pura especulación por mi parte.
hablar, diciendo a Moisés: «Quítate de los pies las sandalias; pues el lugar don
de estás, [ahora] tierra santa es» (Éxodo 3, 5); sobre este modelo, ’ eres y is r a é l
«es» santa por decisión divina y «se convierte» en santa por la acción sinérgica de
Dios y el pueblo. Sión se convierte en el centro del mundo p o r los acontecimientos
que allí ocurren30. Por esto Ezequiel dedica una quinta parte de sus escritos a la
restauración de la Tierra tras el exilio (caps. 40-48). La amplia descripción de
la Jerusalén futura nos lleva obviamente más allá de una simple «restauración».
La visión del profeta es propiamente escatológica. La Tierra se transforma,
pero «igual como la eternidad se transforma ella sola», diría Mallarmé. Pues la
Tierra ha sido siempre actualización del eskhaton. La primera entrada a la Tierra
fue para el pueblo m enuhah, reposo (Deuteronomio 12, 9; 25, 19; 28, 65), y
el retorno final a la Tierra inaugura el m enuhah definitivo (Ezequiel 44, 30),
«para que la bendición descienda sobre vuestras casas»: cf. Isaías 11,2: «Repo
sará sobre él el espíritu de Yhwh...»).
Con la excepción de Jerónimo, los primitivos comentaristas cristianos y los
rabínicos por igual hallaron en Ezequiel 37 una garantía de la creencia en la resu
rrección de los muertos. Lo mismo hicieron los artistas que pintaron las paredes
de la sinagoga de Dura Europos (entre 245 y 256 d.C.)31. Pero, ¿conocían ya el
profeta y sus contemporáneos la resurrección individual? Debemos destacar pri
mero que Ezequiel (como tampoco Job 14, 14) no sabe nada de una resurrec
ción escatológica universal de los muertos. Como observa Walther Zimmerli, en
nuestro texto nos ocupamos de un acontecimiento singular que concierne al pue
blo de Israel en el exilio. Pero, por el otro lado, la noción misma de resurrección
difícilmente era desconocida en Israel, aunque fuera en términos de renova
ción estacional de las divinidades entre las naciones vecinas de Israel32. Más allá
del posible recurso a la influencia foránea, los relatos de revivificación personal

30. Evidentemente, muchos otros lugares del mundo han sido proclamados importantes
por diferentes tradiciones religiosas. Incluso inmensas extensiones de tierras se han autoprocla-
mado «Reino Medio». Lo que distingue a la proclamación que Israel hace de Jerusalén es que no
hay aquí ninguna llamada a una cualidad intrínseca o dada por la naturaleza en una tierra que,
además, solía pertenecer a siete o más naciones cananeas, sino a la cualidad central y fundacio
nal de la historia del encuentro entre Dios y su pueblo acontecida allí.
31. Harald Riesenfeld llama la atención sobre la tradición judía según la cual la visión del
profeta Ezequiel ocurrió en la llanura de Dura; cf. Pirke d e Rabin Eliezer (=PRE), xxxii (G. Frie-
dlander, p. 249); Targum Éxodo 13, 17. Nótese el añadido en determinados manuscritos de la
mención «YHWH reveló a Ezequiel... que él estaba destinado a resucitar a los muertos». H. Rie
senfeld, The R esurrection in Ezequiel xxxvii a n d in the Dura Europos Paintings, A.-R. Lundequis-
tska Bokhandel, Upssala 1948. «La llanura de Dura» se menciona también en Daniel 3, 1, pero
no se trata de Dura, en el Éufrates.
32. Uno piensa en un texto como Oseas 6, 2, que se usa, de forma bastante sorprendente,
en tradiciones cristianas de última hora, desde el tiempo de Tertuliano, como testimonio profé-
tico de la resurrección de Cristo.
narrados por los profetas Elias y Eliseo demuestran que la noción en textos bíbli
cos anteriores no precisaba ser considerada «cananea».
Debemos hacer una distinción más sutil que la hecha en el pasado entre
revivificación y resurrección (final). La renovaciones están presentes en la Escri
tura hebrea y este concepto nunca desapareció por completo. No sólo hay retor
nos de este tipo a la vida en el Nuevo Testamento, al igual que en las hagiogra
fías judías y cristianas, sino que el asunto continúa fascinando a nuestros
contemporáneos, como puede testimoniar un simposio recientemente celebra
do (1991) en la Universidad de Chicago. La resurrección (final) ofrece seme
janzas con la revivificación, pero el parecido entre ambas es más externo que sus
tancial. En el último caso, se trata de un indulto divino concedido a un individuo
(que lo merece). Además de los casos ya mencionados en la época de Elias y Eli
seo, hay que hacer una referencia al rey Ezequías (Isaías 38, 5; 2 Reyes 20, 6).
En cambio, la idea de una resurrección final es un desarrollo tardío en Israel. Es
muy probable que se originara por influencia irania tras la vuelta del exilio, cuan
do Judea se encontraba bajo soberanía persa33.
Con Ezequiel 37, llegamos a un punto de transición, no sólo cronológica
sino también ideológica. La visión de los huesos secos es una de las fases más
interesantes de la doctrina de la resurrección, porque une las nociones de pasa
do y futuro. Por un lado, la resurrección contemplada por el profeta es tempo
ral34. El escenario del capitulo 37, como dije anteriormente, no es apocalíptico.
No describe el final de la historia, sino su renovación, o bien su «comienzo»:

33. Aunque, como dice Theodore Gaster en su artículo «Resurrection» en el Interpreter's


D ictionary o f the Bible, Abington, Nueva York 1962, vol. 4 -que, dicho sea de paso, no mencio
na Ezequiel 37-, la influencia foránea sobre la idea de resurrección en Israel puede proceder
también de otras partes. Deben mencionarse Egipto y Mesopotamia. Pero «ideas similares siem
pre las hubo entre los griegos (cf. Iliada, III, 278-279; XIX, 259; Esquilo, Euménides 267s; Supli
cantes 414 s; Demócrito, Fragm entos 199, 297; Platón, Fedro2A8s-, Gorgias 523; Leyes IX, 870;
Fedón 112e) y pudieron, por ello, haber alcanzado a los judíos del período helenístico desde otras
fuentes que no eran las orientales» (Ibídem, p. 43).
34. RabbíMosheEisemann, Yechezkel: The Book o f Ezekiel, Mesorah Publishing, Nueva York
1988, p. 570, se pregunta: «¿Qué sucedió a los que fueron resucitados por Yechezkel? Tres opiniones
se recogen en Sanedrín 92b: Rabí Eleazar dijo: “Se alzaron sobre sus pies, dijo el sirah [un canto
de júbilo a Dios] e inmediatamente murieron”. - Rabí Yose HaGallili dijo: “Subieron a la tierra de
Israel, se casaron, y nacieron hijos”... -R abí Yehudah dijo: “El episodio entero era en realidad una
parábola”... El M aharal(H iddusheiA ggadah allí) explica: El único propósito de la resurrección era
demostrar el poder de Dios. Para conseguirlo, bastaba con que se mantuvieran vivos por un corto
espacio de tiempo... Dios envió una chispa (n isos)át la auténtica resurrección (teh iath a-m étim ) que
ha de ocurrir un día... Esta gente... dijo el sirah, cumplió de este modo el propósito de su creación».
Y es interesante observar que ciertos textos cristianos primitivos vieron en Ezequiel 37 la revitaliza-
ción de un fenómeno de la «primera resurrección», esto es, la vuelta a la vida de los muertos durante
el milenio mesiánico (cf. Justino, DiáL 80, 5; Metodio de Olimpia, Conv. ix, 5, 253-255) presumi
blemente antes de volver a morir y esperar la resurrección final; véase nota 35.
¡es Génesis 1-2 redivivo! Pero, por otro lado, por virtud de sus dimensiones colec
tivas, históricas y teológicas, la visión de Ezequiel 37 no trata de un indulto divi
no. Su alcance es ahora mucho más amplio. No va dirigida a un individuo, sino
al pueblo; no una «prolongación» de la historia pasada, sino el comienzo de la
Heilsgeschichte, no una concesión enteramente centrada en el beneficiario huma
no, sino una operación para «rescatar» el nombre de Dios dentro de la historia.
Aquí la resurrección es una hazaña que pertenece a la escatología, a la escatolo-
gía p rofética 35.
El siguiente paso en la evolución de la noción nos lleva a Daniel 12. Las
diferencias con Ezequiel 37 son considerables. Aquí la atención se centra clara
mente en el destino humano, más específicamente en el destino del justo tras
la muerte. El punto de vista del visionario es, con todo, sub specie D ei gloriae,
esto es, aquí la resurrección pertenece también a la teodicea, pero la categoría de
beneficiarios se sitúa entre los individuos de los relatos de Elias y Eliseo, por
un lado, y la multitud de Ezequiel 37, por el otro lado. Son los justos, los már
tires, los m ask ilim y m a hdiq im del final de los tiempos. Además, su resurrección
no es un indulto, sino el punto final; la historia acaba aquí. En otras palabras,
mientras que Ezequiel 37 es teocéntrico y no especulativo en cuanto al destino
individual tras la muerte, Daniel 12 se encuentra entre lo teocéntrico y lo antro-
pocéntrico. Trata de la cuestión de la justicia para aquellos que no murieron por
causa de sus pecados, sino por su fe. Por consiguiente, su sacrificio debe com
pensarse con el premio eterno. Claramente, el enfoque cambia y se abre el cami
no a doctrinas de resurrección parcial o general al final de los tiempos.
Aun hay que tomar en consideración otro texto. Desafortunadamente, es
difícil poner fecha precisa a Isaías 24-27. Los textos de Isaías 26, 19 y 25, 8
son aquí centrales; ambos hablan de la derrota de la muerte y de la revivificación
de (algunos de entre) los muertos. Los expertos no se ponen de acuerdo en lo
que se refiere a la fecha de la composición de estos pasajes y a su sentido. Isaías
26, 19 concluye un himno a Yhwh con estas palabras: «Revivirán tus (de Dios)
muertos, sus cadáveres se levantarán, se despertarán, exultarán los moradores del
polvo; pues rocío de luces es tu rocío, y la tierra echará de su seno las som
bras». Está claro que este himno triunfal no estaría fuera de lugar en Ezequiel 37
como respuesta del profeta al Dios (re)creador36. Y es verdad que el hebreo de

35. Como m a sa lque es, Ezequiel 37 es una parábola de la redención definitiva, aunque
hable de una resurrección temporal, como se ha visto antes. Por razón de la característica dual
de esta profecía, Justino, por ejemplo, que dio a su D iálogo una interpretación milenarista de Eze
quiel 37 (véase nota 34), ve no obstante en IA pología el mismo texto que anuncia la resurrec
ción final (Iii, 3-5; véase también con igual interpretación Cipriano, Didasc. v. 7, 5.
36. Sobre todo porque la visión de Ezequiel se relata en primera persona del singular.
Clemente de Roma (50, 3-4), por ejemplo, combina los textos de Ezequiel 37 con Isaías 26, 20.
Ezequiel 37 figura entre los primeros Testimonia (y también en Mateo 27, 52yApocalispsis 11, 11;
Isaías 26, 19 puede entenderse en modo imperativo y, por consiguiente, como
una petición en medio de una lamentación comunitaria («¡Haz que tus muer
tos vivan!»), a menos que se trate de un oráculo de salvación (Heilsoraket) en res
puesta a la lamentación37. En todo caso, la proclamación dicha en el tono que
sea aporta razón para la esperanza y la alabanza. Debe observarse que es dicha
dentro de un himno, por lo que la evocación de la resurrección no puede tener
el mismo peso que en Ezequiel 37 oracular. Probablemente por esto Yehezkel
Kaufmann hace una lectura minimalista de Isaías 27, 1 y de otros textos análo
gos. La base cananea de esta mitología, dice, prueba, por un lado, que el texto
de Isaías puede ser antiguo y, por el otro lado, que la «resurrección» de que se
habla no es nada más que una revivificación-curación del enfermo de alma o
cuerpo (cf. Salmos 88, 4s). Kaufmann se equivoca, sin embargo, cuando traza
un paralelo con Ezequiel 37. Cierto, en Ezequiel 37 «resurrección» significa tam
bién liberación, no resurrección final en el juicio final, pero es algo más que la
curación de que tratan los Salmos o, según la tesis de Kaufmann, también Isaías38.
Siguiendo por la línea de pensamiento de este experto israelita, no hay razón
alguna para dar una fecha tardía a Isaías 25, 8. «(Dios) destruirá la muerte para
siempre» es la conclusión de la conocida antigua estructura del himno del Dios
guerrero (amenaza/guerra/victoria/fiesta), presente en Isaías 25, 6-8. Pero el con
servadurismo de Kaufmann lo lleva demasiado lejos. Más bien concluiría yo con
W illiam R. M illar que «fecharlo en el siglo VI no deja de ser razonable»39. En
otras palabras, ambos textos, Isaías 24-27 y Ezequiel 37, son probablemente com
posiciones contemporáneas, que no obstante contemplan la «resurrección» des
de perspectivas ligeramente distintas.
Por ello, es sumamente significativo que la imagen de la revivificación de
los huesos secos fuera usada por Ezequiel. Como dice Riesenfeld, «si Ezequiel es
un testimonio de que la idea de la resurrección de los muertos no es del todo aje
na a la fe religiosa de los judíos del siglo V I antes de Cristo, este pasaje no va
del todo solo. Isaías 26, 19 nos lle\% aproximadamente al mismo período»40.
Ezequiel decidió poner un énfasis especial a su valoración pesimista de la
situación en que se hallaba el pueblo. Israel está, de hecho, muerto y el punto de

véase también Odas de Salomón 22, 8-11) como texto-prueba de la resurrección. Véase Jean
Daniélou, Études d ’e xégese ju d éo-ch rétien n e (Les Testimonia), Beauchesne, París 1966, p. 111-121.
37. Joachim Begrich ha defendido la existencia de este H eiborakel a mitad de la lamenta
ción, antes de convertirse ésta en alabanza. Véase su «Das Priesterliche Heilsorakel», en Z eitschrift
fu r alttestam entliche Wissenschaft, 52 (1934) 81-92.
38. Yehezkel Kaufmann, The Religión o f Israel, University of Chicago Press, Chicago 1960,
p. 385. Edward Kissane, The Book o f Isaiah, Browne and Nolin, Dublín 1941; en relación con
estos textos, habla también de una renovación política, como en Ezequiel 37.
39. Millar, Isaiah 24-27, p. 115.
40. Riesenfeld, The Resurrection in Ezekiel xxxvii a n d in the Dura-Europos Paintings, p. 3-4.
vista del profeta es ex postfacto. No es que la nación se muera; es que está muer
ta. De aquí que lo que se describe en Ezequiel 37 sea fa lta d e vida, el estado del
que está muerto. Como dije anteriormente, nos hallamos exactamente en el mis
mo punto de Génesis 1, 2, que habla del tdhü wd-bohü. Siguiendo el modelo del
cambio de Génesis 1,2 a Génesis 1, 3, también hay aquí una (nueva) creación41.
Pero, se produce un non se quitar en el texto profético, y en el versículo 12 la ima
gen pasa del campo de batalla a las tumbas por separado, poniendo así el esce
nario para una interpretación de la resurrección individual. La imagen proféti
ca se ha convertido en la imagen de unos cadáveres enterrados. Esto puede ser
un comentario posterior del profeta mismo o de uno de sus discípulos42; ade
más, como el profeta está hablando de muerte y desolación, debe reconocerse la
lógica de la mención de las tumbas. Lo que quiere evocarse, sin embargo, es algo
más que apenas la idea de un cementerio. Más allá está la relación interna de la
tumba con el hades. Como dice Johannes Pedersen, «todas las tumbas poseen
ciertas características comunes que constituyen la naturaleza de una tumba, que
no es otra que el S eol La “tumba primigenia”, que podríamos llamar Seol..., se
manifiesta en cada una de las tumbas, singulares, al igual que lo m o’a b se mani
fiesta en cada moabita singular»43.
Todo esto no quita que Ezequiel 37 trate menos de la doctrina de la resu
rrección de los muertos que del poder divino de re-crear, de la creación de nue
vos comienzos. Creación que, por otro lado, se vincula con la noción de pu eblo
y sólo resulta comprensible en el marco de la alianza con Israel. Ezequiel e Isaí
as 24-27 no sólo preceden cronológicamente Daniel 12, sino que suministran
el origen genuino de la noción de resurrección en Israel, antes de que la aten
ción se centrara en la resurrección milagrosa de los muertos44. Al llegar a este
punto, sin embargo, la resurrección se separa de sus amarraderos originales, a

4 1 . 2 Corintios 5 , 17 dice, con el mismo espíritu, «si alguno está en Cristo, nueva criatu
ra es», kaine ktisis.
42. Véase Martin-Achard, De la m ort, p. 82. Por otro lado, la forma adoptada aquí es
típicamente la de la controversia ezequieliana (v. 11: lamentación del pueblo; v. 12-14: respuesta
de Dios). Además, los huesos secos esparcidos por un campo de batalla son una metáfora sensible
a las variaciones.
43. Johannes Pedersen, Israel: Its Life a n d Culture, vol. 1, Oxford University Press, Lon
dres 1926, p. 462.
44. En la mente de los cristianos primitivos, la resurrección de Cristo combina lo teocén
trico con lo antropocéntrico. El resucitado es único desde todos los puntos de vista. Un indivi
duo, él, es sin embargo el «primogénito» de una nueva humanidad (véase Gálatas 4). Su resu
rrección es promesa y garantía de la resurrección universal. Hombre «fracasado», su suerte dispensa
un consuelo universal: la mansedumbre, la pobreza, el hambre y el sufrimiento humanos serán
reivindicados y compensados nada menos que con la vida eterna. Presencia divina en el mundo,
él es también, sobre todo para el cristianismo primitivo, la reivindicación de Dios mismo. Ambos
actos de reivindicación están interrelacionados.
saber, de la inauguración de la historia de salvación y se convierte, paradójica
mente, en el fin de esta misma historia y en el comienzo de otro mundo, sin his
toria, tal como la conocemos45. Éste no es el caso de Ezequiel. Como se dijo ante
riormente, la H eilsgeschichte comienza con la vuelta del exilio, ya que la historia
del preexilio fue sólo fracaso. Resurrección aquí está por redención, uno de cuyos
aspectos constituye. Si morir quiere decir separarse de Dios, recobrar la vida sig
nifica reconciliación, renovación. La escatología profética presentada en Ezequiel
37 habla de un nuevo comienzo. En otras palabras, omega es una nueva alfa que
tiende a otra nueva omega. A cada repunte de la historia, puede decirse que la
nueva era ha sido ya anunciada por la anterior. Un buen ejemplo de ello es David,
que sigue siendo una figu ra hasta el final y, en última instancia, se convierte en
la cabeza del reino mesiánico. Volveré sobre esto más tarde.
La nueva y feliz era que contempla Ezequiel comienza con su propia pro
fecía, en realidad con su inspiración en el sentido pleno del término. Como Pla
tón, que concibió una república ideal en la que gobernaba el rey filósofo, tam
bién Ezequiel ve una nueva y feliz era en la que triunfa la profecía. Como ha
dicho Robert Martin-Achard, «Ezequiel no es sólo el testigo de la resurrección,
es también su instrumento»46. De este modo, como prim us Ínter pares, el profe
ta Ezequiel provoca la participación de su pueblo en la actividad divina (cf. 1,
ls; 8-11; 40s). Ésta es su misión, que él introduce con la fórmula del mensaje
ro, esto es, con la fórmula que identifica al embajador con aquel que lo envía47.

45. También en Isaías 25, 6-8, el enemigo que es vencido no es el Leviatán o algún otro
monstruo marino del mismo estilo, sino la muerte (m aw et). Pero estamos todavía, no obstante,
en el plano de lo mitopoético. Lo mismo debe decirse d e algunos paralelos intertestamentarios.
Más o menos contemporáneo de Daniel 12, Jubileos 23, 22, en un contexto de promesa de ben
dición futura, dice: «Sus huesos descansarán en la tierra, y sus espíritus gozarán en gran medi
da», avalando aparentemente la ¡dea de una división entre carne y espíritu al morir con una inmor
talidad potencial para los espíritus justos. Documentos posteriores son más explícitos sobre la
resurrección de los muertos justos. En el Ttstamento d e Ju d á 25, se lee: «Tras esto, Abraham, Isaac
y Jacob resucitarán para vivir de nuevo... Y quienes murieron en el dolor resucitarán de nuevo
en el gozo... Y los que han padecido muerte por el Señor despertarán a la vida» (versículos 1
y 4). El Testamento d e M oisés 10, escrito en las primeras décadas del siglo I de nuestra era, no men
ciona de un modo específico la resurrección de los muertos, pero George Nickelsburg especula
acerca de que la exaltación de Israel en el versículo 9 presupone una resurrección del justo o, por
lo menos, su inmediata asunción a los cielos (R esurrection, Im m ortality a n d E ternal Life in Inter-
testam en talJu daism , Harvard Universtiy Press, Cambridge 1972, p. 31). Johannes Tromp hace
una lectura hasta cierto punto minimizadora del mismo texto a partir de la asunción de Moisés.
Menciona numerosos paralelos tanto de la Biblia como de los pseudoepígrafos, incluidos ya Isa
ías 14, 13; Jeremías 51 (28), 9; (LXX) Deuteronomio 26, 15 y Salmos 33 (32), 13-14. Véase su
The Assumption ofM oses, Brill, Leiden 1993, p. 237.
46. Martin-Achard, D e la mort, p. 80-81. Cf. Agustín: «Sin Dios, no podemos, sin nosotros
Dios no quiere».
47. Cf. Rolf Rendtorff, «Botenformel und Botenspruch», en Z eitsch ñ ftflir alttestam entli-
ch e Wissenschafi, 74 (1962) 165-177.
La sinergia entre Dios y el pueblo, con el efecto de convertir una tierra ya san
ta por elección divina en realmente santa en el ámbito de la historia y de la geo
grafía, comienza en la persona del heraldo. En el capítulo 37, Ezequiel se sitúa,
o más bien es situado por el mandato divino, entre el punto de «medianoche»
entre la muerte y la vida. Ningún otro texto de la Biblia hebrea muestra con
mayor dramatismo el rótulo de discurso profético. Ezequiel 37 no sólo trans
mite este tipo de discurso, sino que, en el fondo, aporta una reflexión sobre su
naturaleza.
En definitiva, la pregunta divina, «¿podrán revivir estos huesos?», estaba
en las antípodas de una pregunta retórica. Fue una manera de movilizar a Eze
quiel de cara a su tarea de vivificar a los muertos. Él es quien convoca al Espí
ritu desde las cuatro esquinas del universo. Él es quien profetiza sobre aquellos
huesos, como si éstos fueran capaces de oír el oráculo: «Escuchad, huesos se
cos, la palabra de Yhwh» (v. 4), tras lo cual les dice qué va a pasar con ellos (v.
5-6).
Este papel activo de Ezequiel en la revivificación de los huesos lo ha reco
gido la literatura rabínica. Junto con Elias y Eliseo, a Ezequiel se le atribuye el
poder de despertar a los muertos. Pertenece, por ello, al tiempo del Mesías y
tomará parte activa en la resurrección de los muertos48.
El papel central de la profecía en la inauguración de los nuevos tiempos
es tanto más sorprendente cuanto que ocupa el lugar antiguamente ocupado por
la mística del guerrero divino. Este paralelismo contrastante está igualmente jus
tificado por un tema común a ambos elementos: la proclamación de la creación
como victoria sobre el caos. Una de las principales funciones del himno del gue
rrero divino en el culto de Jerusalén era celebrar la protección que Dios ejercía
sobre su pueblo contra los estragos del caos (cf. Salmos 118, 15-18; 98, 1-3; 144,
9). En una forma mitopoética, el himno describe el rechazo por Dios de los pode
res cósmicos hostiles (cf. Éxodo 15; Salmos 48 [entre otros]; Job 9, 13; 36, 12;
40, 25). El paso de Ezequiel a la profecía es sumamente inusual. El Déutero-Isa-
ías (al igual que Isaías 24-27), por ejemplo, vuelve decididamente a la mitopo
ética en varios de sus oráculos (y lo mismo hace elTrito-Isaías); véase 42, 10-13;
43, I6s; 51, 9-1l 49. Sólo en Ezequiel hallamos la evocación del ru a jque llega de
los cuatro costados del mundo puesto a la par con el «despertar» cultual del bra
zo divino, con Yhwh que despierta para luchar contra sus enemigos (cf. Isaías
51,9). Por esto está claro que lo que sucede en Ezequiel 37 es complejo. Por un

48. Cf. Sanedrín 92b; 98b; PRE 32 (G. Fridlander, p. 249); etc. H. Riesenfeld, The Resu-
rrection, p. 38, cita este hermoso texto de Q ohelet Rabba 3, 15, par. 1: «Rabí Aha dijo en nom
bre de Rabí Halaft: “Todo cuanto el Santo... hará o renovará en su mundo en el futuro mesiám-
co lo ha hecho ya en parte por medio de un profeta en este mundo».
49. El Déutero-Isaías es conocido por repetir pautas e imágenes míticas. Véase Paul Han-
son, The D awn o f Apocalyptic, Fortress Press, Filadelfia 1975, p. 300 en especial.
André LaCocque

lado, la invocación profética se hace litúrgica y vale como conjuro sacerdotal


de una teofanía cultual. Por el otro lado, esta invocación sustituye a un ingre
diente central en la liturgia festiva de Jerusalén (cf. Salmos 2, 9; 24; 29; 46; 47;
65; etc.) que celebra Sión como valuarte inexpugnable frente a las fuerzas del
caos y de la muerte. No hay necesidad alguna, en esta coyuntura, de recordar
al detalle cuán desastrosa demostró ser esta ideología para los habitantes de Jeru
salén del siglo VI (cf. Jeremías, pássim).
La atrevida sustitución del himno mitopóetico por la profecía, en Eze
quiel, concuerda con la condenación inequívoca del pasado de Israel, que es lo
que llevó al pueblo a convertirse en huesos secos esparcidos por la biq'ah. A to
das luces el paso que da Ezequiel constituye una vuelta clara a la «inseguridad»
de las palabras habladas frente a la (falsa) seguridad del mito institucionalizado
o frente a la ideología. Esto confirma lo que vimos anteriormente sobre el em
pleo que da a la figura del nasi’ [príncipe] en sus capítulos teológicamente pro
gramáticos, 40-48, un título al que se le ha eliminado «su matriz político-mi-
tológica». El nasi en el programa de Ezequiel es una figura litúrgica, no
política, y actúa como un sumo sacerdote. Hay aquí una «despolitización de la
misión mesiánica». Ezequiel rechaza la teología judía de la dinastía davídica y
revive la visión del mundo de la antigua Liga. El énfasis que el capítulo 37
pone en el discurso profético recuerda el tiempo premonárquico de la Liga tri
bal (cap. 34). En la misma línea, la distribución tribal de la tierra, de Ezequiel
47s, rehuye la ideología del reino de David y se concentra únicamente en el te
rritorio oeste del río Jordán, según la promesa hecha a los patriarcas (véase 47,
14). «La alianza con David se convierte en el corolario de la alianza del monte
Sinaí»50.
En esta perspectiva, parte de la extraña y absurda arenga de Ezequiel a los
esqueletos comienza a tener sentido. Según la ideología del Sinaí -con razón o
sin ella considerada una alianza condicional—se busca la participación de los
beneficiarios: «y sabréis que yo soyel Señor». Los huesos secos deben desear vivir
y han de esforzarse por conseguir la realización de su deseo. Los muertos tie
nen que desear su resurrección; han de estar abiertos a la venida del Espíritu. La
resurrección, por ello, no se reduce a una extraña acción divina, independiente
de la colaboración humana. Sólo con el tardío concepto de una resurrección uni
versal resucitan los muertos sin que se necesite su querer o su aquiescencia. La
distinción establecida tanto por Jeremías como por Ezequiel entre aquellos judí
os que permanecieron en la tierra y aquellos que se fueron al exilio se mantiene
de nuevo aquí. Los huesos secos son únicamente los exiliados. Sólo aquellos que
pasaron por la muerte conocerán también la resurrección. Sólo aquellos que fue
ron impuros en una tierra impura saldrán de su impureza de cadáveres y acce-

50. Sobre todo esto, véase T heology o f the Program, p. 94, en especial p. 121 s.
derán a la pureza de la vida. Más tarde, Daniel 12 también habla de una resu
rrección para sólo los maskilim, para los mártires51.
Ciertamente, la revivificación de los huesos no es presentada aquí como
una compensación por el mal padecido, una recompensa por el sufrimiento
del exilio. Pero la garantía gratuita que los huesos reciben de la mano de Dios va
precedida de una confesión: «Mira lo que dicen: “Se han secado nuestros hue
sos, se acabó nuestra esperanza, estamos perdidos”. Profetiza, pues, [dice Dios
a Ezequiel] y diles: “Mira, voy a abrir vuestras tumbas, os sacaré de vuestras tum
bas, pueblo mío, y os llevaré a la tierra de Israel”» (versículos 11-12). Confesar
que no tienen vida es lo que les hace partícipes de su propia resurrección.
Sorprendentemente, la palabra de vida es pronunciada en una tierra extran
jera, incluso en un valle de la muerte, a saber, Babilonia. Este paso no lo die
ron los colegas de Ezequiel en el sacerdocio; más bien enseñaron que Dios reve
ló su nombre sólo después de que hubieran partido de Egipto, ese país impuro
(Éxodo 6, 2s). Pero el atrevimiento de Ezequiel es congruente con su visión de
la divina presencia que se ha exiliado junto con su pueblo y que ahora vuelve
«del este» a Jerusalén por la época de la restauración (cf. 43, 2; etc.). En esta pers
pectiva, podría decirse que el nuevo comienzo surge de la tumba, la vida que vie
ne de la muerte, la espiga de la simiente podrida. Encontramos en Ezequiel el
sentimiento de que la semilla ha de morir (Juan 12, 24)52. Para Ezequiel, la
historia de infidelidad del pasado debe cerrarse para que así pueda comenzar una
nueva economía, igual como hace la espiga del grano muerto, igual como lo hace
el resucitado de una tumba. La nueva economía tiene poco que ver con la ante
rior, tan poco como poco tiene que ver lo vivo con lo muerto, o como una «gran
multitud» con un montón de huesos secos. Pues, a diferencia de la infidelidad
pasada, ahora ellos saben que Dios es el Señor (37, 6) y que la ciudad donde por
fin vivirán se llama «Yhwh está allí».

51. Con el tiempo, el concepto de resurrección evolucionó y se hizo cada vez más inclusi
vo hasta hacerse general. Paul Volz ordena adecuadamente las diferentes fases de la evolución: a)
algunos personajes importantes de la antigua historia (Moisés, Elias, David, Ezequías, Daniel...
Cf. Daniel 12, 13); b) mártires de un pasado más reciente (Daniel 12, 1; 2 Macabeos 7-9; 1 Henoc
90, 33); c ) e 1justo en general (Salmos de Salomón 3, lOs; 1 Henoc 91-92; etc.); d) la humanidad
entera (1 Henoc 22; especialmente 51, 1). Véase su D ie E schatologie d er jü d isch en G em einde im
N eutestam entlichen Zeitalter, Tubinga 1934, p. 231-232.
52. En la resurrección de Cristo, dice Walther Zimmerli, la comunidad del Nuevo Testa
mento «experimentó la validez de la promesa de vida hecha por Dios a su pueblo... han visto cómo
cobraba expresión lo prometido por el profeta a su pueblo y... se hacía universalmente válido» (Eze
k iel II, p. 265). Y añade (en I a m YHWH, p. 97): El acontecimiento no sólo va acompañado de
su emisario en Cristo, sino que se convierte «plenamente en palabra de proclamación. Y la
Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1, 14).» El acontecimiento del reconocimiento
va unido al acontecimiento de Cristo en 1 Corintios 12, 3; cf. Juan 4, 2s.
CENTINELA DE LA INMINENCIA

PAUL RICOEUR

La «trayectoria» de Ezequiel 37, 1-14 parece, a primera vista, fijada por la


tradición de una manera unívoca. El judaismo primitivo y los primeros cristia
nos, seguidos con frecuencia por los Padres de la Iglesia, vieron en su visión de
un retorno a la vida de los huesos secos una anticipación, una señal todavía dudo
sa, de lo que, poco después, se convertiría en una fe expresa en la resurrección
de los muertos, entendida en el sentido corporal e individual de la frase.
Quiero decir de antemano que no es cuestión de arrojar descrédito alguno
sobre esa interpretación, al precio de violentar nuestra norma hermenéutica que
reconoce el derecho de amplificar e innovar relecturas que, basadas en otras fuen
tes distintas de los textos que estamos considerando, proyectan a posteriori sen
tidos que la exégesis académica contemporánea sostendrá que son contrarios a
la intención más probable del texto y hasta a la del supuesto redactor.
Mi contribución quiere ser un alegato a favor de la equivocidad de la pará
bola propuesta por la visión, pluralidad de sentidos que no es accidental sino
inherente al «género» al que pertenece el texto. Vincularé esta indecisión a tres
factores. Considerando, ante todo, la intención común a toda forma de expre
sión de un mensaje profético —palabras, acciones simbólicas, visiones—, centra
remos nuestra atención en la idea de un «anuncio», que tanto puede ser de jui
cio como de salvación, y propondremos ver en él la primera fuente de
indeterminación. Luego, centrándonos en la visión de Ezequiel 37, buscaremos
en la parábola que propone el marco privilegiado de esta indeterminación. Por
último, indagaremos la última y decisiva razón de la apertura que ofrece el men
saje profético a una pluralidad de interpretaciones en el tema de «vida y muer
te». Entonces será posible, al final de esta triple investigación, situar la inter
pretación tradicional mencionada al inicio dentro de una panoplia más amplia
de posibles lecturas de la parábola de la «resurrección».
E l ANUNCIO PROFÉTICO: ESTRUCTURA y sig n if ic a d o

Que la profecía es, en esencia, un anuncio es la conclusión que sacan los


exegetas atentos a su forma literaria1.
Tres características de esta forma requieren ser recordadas aquí: 1) la deli
mitación del «género profético» por lo que se ha denominado la «fórmula del
mensajero»: «así dice Yhwh»; 2) la estructura del anuncio, como anuncio de jui
cio o de salvación, que el mensajero autoriza; y 3) la fórmula del «reconocimiento
de Dios», que cierra el ciclo de las acciones divinas abierto por la fórmula del
mensajero.
Permítaseme recordar brevemente lo ya muy conocido hoy día sobre la deli
mitación del «género profético», por lo menos durante el período de los profe
tas escritores. Si la denominada fórmula del mensajero, «así dice Yhwh», posee
el valor introductorio que generalmente le asigna su posición al comienzo del
mensaje que ha de ser entregado, es porque autoriza -en el sentido literal del tér
mino—este mensaje2. Alguien habla. En Ezequiel, éste habla en primera perso
na del singular en un discurso que, del principio a fin, se presenta como una
autobiografía. Pero quien habla no lo hace en nombre propio, sino en nombre
de Otro, el verdadero autor del mensaje. Cierto que, tomando distancia respec
to del historiador o del fenomenólogo, podríamos describir el «género proféti
co» de la siguiente manera: alguien recibe un mensaje (palabras, acciones, visio
nes) de alguien que dice «yo», y esta palabra «reclama» ser palabra de Dios. El
mensaje tiene, pues, dos sujetos. Un «yo» divino se expresa a través de un «yo»
humano. Sin embargo, entre estos dos «yoes» hay identidad y diferencia a un
tiempo. Es propio justamente de la condición de mensajero hablar en nombre
de... Esta relación entre el mensajero y el emisor del mensaje es desconocida en
los relatos tradicionales, en los que Dios habla directamente a Adán y a Eva, a
Caín y a Noé, a Moisés. Esta relación indirecta, enfatizada por la fórmula del
mensajero, es importante para el resto de nuestra investigación, debido a la voca-

1. Véase, por ejemplo, Claus Westermann, Grundformen prophetischer Rede, C. Kaiser,


Munich 1960.
2. Además de Westermann, véase Walther Zimmerli, Ezechiel, Biblischer Kommentar Altes
Testament, Neukirchen 1969, vol. 1, Einleitung, p. 1-130; vol. 2, Die Auferweckung des toten Israel,
p. 885-902. Rolf Rendtorff, «Botenformel und Botenspruch», en Zeitschrijifiir die alttestamen-
tliche Wissenschafi, 74 (1962) 165-177, argumenta que no debemos confundir el concepto de
Botenspruch (el mandato del mensajero), en cuanto designa un género de discurso profético, con
la «fórmula» del mensajero, capaz de introducir otros actos de discurso diferentes del que consis
te específicamente en mandar al mensajero. Su investigación, centrada principalmente de los libros
históricos y que se refiere a profetas (Natán, Elias), pero también a mensajeros de todo tipo (por
ejemplo, la historia de José en Génesis 45, 9), permite sacar la conclusión de que la «fórmula» del
mensajero no es necesaria como característica de la situación de ser enviado.
ción a escribir que supone esta posición intermediaria. Esto no impide que el
mensaje profético fuera inicialmente oral, como indica la fórmula «ve y diles».
Es también claro que la primera forma de escritura fue la de la carta que lleva
el mensajero, cruzando de este modo el intervalo de espacio y tiempo que sepa
ra el emisor del receptor. Pero ya en la carta halla expresión la primera fijación
literaria de un mensaje supuestamente oral. Es fácil comprender que la escritu
ra, traspasada de la Sitz im Leben a una Sitz in Schrifi, asegura el destino del men
saje haciendo posible que llegue a otros receptores distintos a los pretendidos por
el acto de habla original. Éste es especialmente el caso de Ezequiel, respecto al
cual los expertos han renunciado a decidir de una vez por todas qué relación
pudo haber vinculado el profeta a sus palabras, acciones o visiones, aparte de
todas las nuevas redacciones debidas a su escuela o a posteriores escribas. En este
sentido, la escritura no se limita a fijar un mensaje oral inmutable, sino que con
tribuye a encubrir su origen. Y una vez libre de su marco original, la profecía
escrita podrá convertirse en la base fija de la historia posterior de la recepción
y, a través de esta historia, de las relecturas que excederán por sí mismas los lími
tes de las lecturas que llevan la garantía del canon.
Sin duda alguna, no debemos ir demasiado lejos en la dirección de esta sus
titución de la voz por la escritura. Lo mismo que se dice aquí se aplica al Sal
mo 22: la elevación a status de literatura no elimina la fuerza expresiva del len
guaje. En la medida en que el discurso profético es el discurso de otro, su
enunciación, igual que la de una súplica, mantiene la marca de un «aconteci
miento» personal. Algo «acontece» a alguien. Quien habla se siente tomado por
la palabra de Otro. No hay contradicción alguna entre esta observación y lo que
se dijo antes sobre el destino literario de los actos de habla. Es uno de los efec
tos producidos por ciertos géneros literarios recrear, a través de la escritura, el
carácter de un acto de habla. En otra parte he tratado de un fenómeno similar,
el de la «voz narrativa», en el que los lectores «oyen» al narrador (que no nece
sariamente es el autor) que les habla3. Del mismo modo, la plegaria de lamen
tación hace que se «oiga» el grito, incluso cuando está redactado por escrito, del
suplicante. La profecía escrita despliega un poder comparable de convocatoria.
Los lectores no sólo leen las palabras, sino que las oyen. De este modo, se trata
de un auténtico retorno a la palabra hablada a través de la palabra escrita. A su
vez, nuevas interpretaciones, también quizás oídas, tendrán que guardar algo de
la fuerza —incluso de la violencia- del mensaje inicial. La necesidad de una reac
tualización perpetua de un acontecimiento personal de discurso humano cap
tado por la palabra divina se expresa ya en el marco de la profecía que se nos

3. Véase Paul Ricoeur, Time andN arrative, vol. 2, trad. por Kathleen McLaughlin y David
Pellauer, University of Chicago Press, Chicago 1985, p. 88-99 [trad. cast.: T iem po y n arra
ción II, Cristiandad, Madrid 1987; vol. 2., Siglo XXI, Madrid 1985].
ha transmitido. La repetición del «así dice Yhwh», aparte de su función pura
mente retórica y más allá de su estilo estereotipado, recuerda que cada llamada
del profeta expresada por un «ve y diles» es un acontecimiento nuevo. André
LaCocque destaca con fuerza que el profeta se implica en su mensaje. Aun más,
el profeta mismo produce el acontecimiento de la reanimación. Es paradójica
mente la repetición de la novedad de tal acontecimiento lo que la escritura posi
bilita.
Por lo que se refiere al mensajero mismo, lo que está realmente en juego es
el anuncio (Verkündigung) de juicio o de salvación4. En este sencido, Claus Wes-
termann ha llevado a cabo un análisis discursivo trascendental del mensaje
profético. Distingue del anuncio, propiamente dicho, los enunciados que a menu
do lo preceden: una evocación de actos salvíficos anteriores, un sumario de trans
gresiones presentado a modo de acusación, o hasta una simple referencia al honor
de Yhwh. Estas diversas declaraciones sirven como «pruebas», «justificaciones»,
«acreditaciones». Westermann habla a este respecto de un Erweiswort, una Selbs-
terw eis divina (volveré sobre esto en los términos del marco más apropiado del
«reconocimiento de Dios»). El anuncio, propiamente hablando, se une a menu
do a estas «pruebas» mediante un explícito «porque».
El anuncio en sí constituye el corazón vivo y palpitante de la profecía. Eze
quiel, de un modo más llano que cualquier otro profeta escritor, conoce sólo dos
tipos de anuncios, el del juicio -esto es, el anuncio en última instancia de con
denación, desgracia, destrucción—y el de salvación o restauración. Vemos ya sur
gir el simbolismo de muerte y vida, en que ha de centrarse nuestra atención.
¿Qué significa aquí anunciar? No es prever, en el sentido de ver en el futu
ro. Más bien es decir por adelantado lo que va a suceder. El anuncio, en este sen
tido, se refiere a un futuro apodíctico, a medio camino de lo indicativo y lo impe
rativo. Este tipo único de vínculo con el futuro guarda en reserva los enigmas
que van a ocuparnos. Pero podemos destacar ya lo extraño de un futuro priva
do de ese aspecto de contingencia dé que hablaban los «lógicos» griegos. A este
respecto, otros actos de discurso hallados en el Antiguo Testamento presentan la
misma relación con el futuro. Sean una promesa, una bendición, o una maldi
ción, se trata de actos con algo así como un efecto retardado. Un segundo aspec
to nos ayuda a aclarar este primero. El futuro anunciado en nombre de Dios será
quehacer de Dios. Es Dios quien destruirá, Dios quien liberará. La certeza de que
esta acción va a venir de Dios da fuerza de convicción a la voz del profeta, jun
to con la certeza de saberse enviado para hacer este anuncio. Pero estas dos cer
tidumbres van en realidad juntas como si fueran una sola. El profeta es un men-

4. Westermann distingue, incluso en los libros históricos, entre los anuncios de juicio los
dirigidos contra individuos, los que se dirigen contra Israel y los que van contra los enemigos de
Israel.
sajero seguro de sentirse enviado por Dios para decir lo que, con toda certeza,
va a hacer Dios.
Dicho esto, no parece haber fuente alguna de indeterminación en el anun
cio profético, en cuanto los dos acontecimientos discutidos hasta ahora -e l del
mensaje presente y el de la catástrofe o liberación futuras—son ciertos. Lo que
hay que considerar todavía es el tenor del acontecimiento anunciado, el q u id de.
lo que se anuncia. Aquí es donde se desliza la indeterminación, una indetermi
nación que se amplificará en el caso de las visiones que hasta ahora hemos con
siderado como una expresión, entre muchas, de anuncio profético.
Para poder medir de alguna manera este margen de indeterminación, debe
mos considerar por un momento la relación que existe entre el profeta y la his
toria. Se impone aquí un doble contraste, con la historia tradicional y con el apo
calipsis. Mientras que los grandes narradores se relacionan con una historia no
sólo pasada, sino también tranquilizadora, el profeta se enfrenta a una historia
real, fundamentalmente peligrosa y desestabilizadora. La teología narrativa, de
la que hablaba tan hábilmente von Rad, es una teología que da la garantía de
acontecimientos fundadores para que el pueblo se identifique, acontecimien
tos que dan certeza a la experiencia vivida de una existencia comunitaria. La teo
logía profética, por el contrario, procede de una confrontación con una historia
que produce ansiedad, en la medida en que incluye la terrible alternativa de una
destrucción o una salvación. No podemos exagerar esta oposición entre la his
toria mítica y legendaria de la teología de las tradiciones y la historia auténtica
mente real a la que se enfrenta el profeta. Cuando Ezequiel retumba contra Egip
to, que había ayudado al pueblo a protegerse contra la opresión mesopotámica,
lo que él tiene a la vista es un Egipto actual y no el Egipto legendario del Éxo
do. Podemos ver en esta oposición la que existe entre una historia tradicional
que da seguridad y una historia inminente, traumática. Esta absolutamente sin
gular relación con una historia que está en proceso domina en la relación del
oráculo profético con el tiempo. Visto desde este punto de vista, el anuncio, el nú
cleo del mensaje profético, es ante todo una relación de inminencia. La posición
del profeta mismo en lo que se refiere a esta inminencia se define, por el escri
tor mismo, como la de un «centinela», un centinela de la inminencia, podría
mos decir, para caracterizar así con una breve frase la relación del todo particu
lar que el profeta mantiene con la historia.
Déjeseme añadir dos puntos como corolarios a esta definición. En pri
mer lugar, por muy «loco» que pueda parecer el profeta, o, para decirlo de un
modo más moderado, por muy «extático» o bien «entusiasta» que sea, esta locu
ra, que no excluye la vigilancia del centinela, se sitúa dentro de una historia que
está sucediendo ahora. En segundo lugar, esta relación con la inminencia puede
verse en todas las expresiones del mensaje profético, no sólo en el discurso,
sino también en las acciones simbólicas y en las visiones. Tendremos que recor
dar esto cuando lleguemos a la visión de Ezequiel 37. Todas estas formas de expre
sión son ejercicios de vigilancia confiados al centinela de la inminencia.
El segundo contraste importante tiene que ver con la diferencia funda
mental entre profecía y escatología en lo que concierne a sus respectivas rela
ciones con el tiempo. Por muy verdadero que pueda ser que la escatología es la
heredera de la profecía, una vez que esta última perdió su chispa, en las cir
cunstancias que más adelante consideraré, es también importante oponer la rela
ción del oráculo de la inminencia a la relación del discurso escatológico con el
«final de los tiempos». Hay otras diferencias, además, entre estos dos tipos de
discurso, como el hermetismo de los que son considerados textos secretos y el
papel de una figura intermediaria que rompe los sellos. Pero la sola relación con
el tiempo ya establece grandes diferencias entre ellos. La inminencia a la que hace
frente el profeta es decididamente intrahistórica. Esto no impide que la profe
cía de Ezequiel vaya por el camino de la escatología, como indican esas señales
que André LaCocque destaca: la novedad absoluta del tiempo de la re-creación
del pueblo, un nuevo Éxodo, un nuevo Sinaí, un nuevo David, nuevas relacio
nes con la tierra y, sobre todo, la afirmación de que la historia pasada está ago
tada, tal como expresan los huesos «secos» de la visión. La nueva historia no será
una restauración, sino una auténtica inauguración. Anterior a ésta hay só
lo una no-historia de un no-pueblo, como en Oseas 1, 6. Y en este sentido, pode
mos realmente hablar de la profecía de Ezequiel como de una «escatología pro-
fética».
Sin embargo, es en términos de toda la amplitud de la historia como se
plantea esta renovación. De aquí que no se cruce el umbral de lo apocalíptico,
como confirma la comparación que instituye André La Cocque con Daniel.
De modo que la profecía, considerada en términos de su relación con el
tiempo, se opone tanto a la historia tradicional, mítica y legendaria, básicamente
segura y confortable, como a la no-historia de los «tiempos finales», que es lo
que escudriña el apocalipsis, en una postura que no es la del centinela, sino la
de la persona que descifra enigmas y resuelve misterios.
Habiendo clarificado esta relación única de la profecía con el tiempo his
tórico, podemos volver a la cuestión que hemos dejado en suspenso, a saber, ¿qué
margen de indeterminación se incluye en esta relación con la historia inm i
nente? A primera vista, ninguna, porque ha de tenerse en cuenta que los acon
tecimientos anunciados -destrucción o salvación—son obra irrevocable de Dios.
Aunque incierto para los seres humanos, el futuro es cierto para Dios. Y esto es
ciertamente lo que empuja al profeta. Con todo...
Con todo hay que notar, como confirma el análisis literario, que al anun
cio, constitutivo del mensaje profético, no le sigue ningún desarrollo de carác
ter narrativo, donde se relatara el cumplimiento de la profecía. Pertenece al géne
ro de la profecía ser un anuncio privado del relato de su cumplimiento. Es verdad
que los exegetas han intentado legítimamente establecer una correlación entre
esta o aquella profecía y el curso real de los acontecimientos. Y tienden tanto
más a proseguir estas investigaciones cuanto que el profeta-redactor tuvo cui
dado de datar un buen número de sus invectivas. Ese ejercicio tiene éxito, como
cabría esperar, en el caso de profecías p o st eventum , interpoladas por la escuela
de Ezequiel en el texto atribuible con mayor o menor seguridad al profeta mis
mo. Pero estas correlaciones son el resultado precisamente de una investiga
ción de historiador. No forman parte del sentido de la profecía como «anuncio».
Todo se desarrolla como si la inminencia siguiera siendo inminente, por perte
necer el cumplimiento final del oráculo a otros géneros literarios, principalmente
narrativos, pero también al de lamentación, que, ciertamente no está ausente del
libro de Ezequiel. Pero una lamentación es otro género distinto del de la profe
cía, en la medida en que puede distinguirse del anuncio.
Dos factores de indeterminación proceden de este carácter digno de ser
tenido en cuenta de la profecía. En primer lugar, desde un punto de vista tem
poral, el anuncio incluye un elemento de indeterminación referente a la demo
ra en la ejecución, pues la inminencia consiste en una relación variable entre pro
ximidad y lejanía. Ésta es la razón de que, incluso si se pone fecha a una profecía
- y requiere una fecha, como supone Paul Beauchamp5- su cumplimiento no
la tiene. El oráculo no es una historia del futuro o una historia que ocurre en el
futuro. En segundo lugar, por preciso que pueda ser el anuncio, deja un impor
tante margen de incertidumbre en cuanto a la naturaleza exacta de las catástro
fes anticipadas y, aún más, de las libertades anunciadas. Igual como el oráculo
no es una historia del futuro, tampoco es un relato, comparable a una narración,
de acontecimientos inminentes. A este respecto, las alegorías, las metáforas y las
parábolas con que se refuerzan las profecías producen un efecto similar al pro
ducido por la poesía de los Salmos y el Cantar de los cantares. Una vez más, estas
figuras de estilo no representan más que una cuestión de variaciones del habla.
¿Qué significan las acciones simbólicas y las visiones que vamos a considerar?
No es por causalidad que, en Oseas, Isaías, Jeremías y Ezequiel, estas formas
no verbales de figuración se hayan entretejido cada vez con mayor frecuencia
con figuras verbales. Quizás forme incluso parte del género literario de la pro
fecía anticipar los acontecimientos anunciados de un modo no descriptivo aun
que figurativo, si incluimos bajo esta expresión figuras verbales (alegorías, metá
foras, parábolas) y figuras no verbales (acciones simbólicas y visiones). El oráculo
profético satisface a su manera lo que Heráclito dijo de las palabras de un dios:
«ni afirman ni niegan, pero tienen sentido (semainei)». O, desplazándonos de un

5. «Aun cuando la ley bíblica permita que el tiempo y la fecha queden en el olvido por una
relación constante con un período arquetípico, la profecía supone un momento preciso de su pro
ducción.»; cf. Paul Beauchamp, L’u n et l ’a utre Testament, Essai de lecture, Seuil, París 1976, p. 75.
extremo a otro de la historia de las ideas, ¿no podríamos decir, usando términos
de Frege, que la profecía tiene significado, aunque no tenga referencia ni deno
tación? Lo que tenemos es toda la distancia que hay entre anunciar y mostrar,
hacer ver. Un significante con un referente flotante; en esto podría consistir el
status «lógico» de lo que se anuncia en la profecía.
Esta extraña condición de un acontecimiento inminente es particularmente
apropiado para el anuncio de salvación de donde procede la visión de Ezequiel
37. El profeta consigue perfectamente, a través de estas imágenes figurativas,
hacernos casi ver las catástrofes anunciadas y crear la ilusión de su presencia,
siguiendo el procedimiento que Roland Barthes describió como un «efecto de
realidad». Los acontecimientos de bendición y salvación son, en esencia, infi
nitamente más difíciles de representar mediante figuras y, por lo mismo, más
difíciles de ser vistos. La multiplicación de figuraciones puede, por tanto, ser vis
ta como una manera de llenar esta laguna. Se acude a la tradición para tomar de
ella modelos que se proyectan de nuevo hacia el futuro. De aquí que se hable
de un nuevo éxodo, un nuevo David, una nueva Sión, un nuevo templo (Eze
quiel 40-48). Y otras figuras se añaden a estas verbales: las acciones simbólicas y
las visiones. Lo importante aquí es que la felicidad es más difícil de pintar y visua
lizar que la infelicidad, y que la distancia es aquí mayor entre significar y mos
trar. Las figuraciones de la vida restaurada no consiguen superar o eliminar
esta distancia.
No quiero terminar estas consideraciones generales sobre el género profé
tico -por lo menos en términos de la forma privilegiada que encontramos en
Ezequiel—, sin considerar también la fórmula de conclusión («Y sabréis que yo
soy Yhwh»), igual como hice con la fórmula introductoria («Así dice el Señor
Yhwh»). Este conocimiento -o , mejor dicho, este reconocimiento- proporcio
na efectivamente una nueva ocasión de reflexionar sobre la indeterminación del
mensaje profético en cuanto al suceder de los acontecimientos anunciados,
que este «reconocimiento» parece a primera vista excluir.
En un estudio dedicado por Walther Zimmerli a lo que él llama la «fór
mula de reconocimiento», se plantean dos cuestiones distintas, cada una de las
cuales abre un nuevo espacio de variaciones para la proyección del futuro inmi
nente6. En primer lugar, ¿en qué sentido cuenta este reconocimiento como con
clusión del anuncio? Mi pregunta se vincula a uno de los comentarios de André
La Cocque. Como dice él, la fórmula de reconocimiento invita a una «relectu
ra» retrospectiva del texto. La insistencia obstinada del redactor por resaltar
por igual tanto el anuncio de salvación como el de destrucción, las visiones como
las acciones simbólicas y el discurso, es sorprendente. Conocer, reconocer a Dios

6. W alther Zimmerli, E rkenntnis G ottes n a ch d em B u ch e E zechiel, Zwingli Verlag,


Zúrich 1954.
es la conclusión general que el profeta da a su profecía. Aún más, esta conclu
sión no constituye un añadido marginal, representa más bien una coronación de
aspecto teológico. Lo que el conocimiento y el reconocimiento completan y a lo
que hacen obsequio es siempre un acto divino. Síguese esto del mismo carácter
del anuncio profético: juzgar o salvar es en todo caso un acto de Dios. Este que
hacer, este acto acaba en una especie de acontecimiento terminal: el conocimiento
de Dios. Un receptor le es dado así a la intervención divina, un receptor humano.
Necesitamos todavía considerar cómo llega a producirse este reconoci
miento. Como muestra el estudio de Zimmerli, que va bastante más allá de los
escritos proféticos, el «reconocimiento» de Dios procede de acontecimientos
tomados como «signos» —llamémosles maravillas o milagros-, algo que Éxodo
31, 13 ilustra ejemplarmente. Estos «signos», en el sentido casi jurídico del tér
mino, tienen el valor de una «prueba», de una acreditación. Así redescubrimos,
bajo la idea de signos-prueba, el tipo de vínculo «lógico» que encontramos antes
entre el anuncio del juicio y la acusación que subtiende. La misma conexión,
que Zimmerli designa con los términos de Erweis [prueba] y E rweiswort [pala
bra- prueba], es producida en este caso por los acontecimientos que se suponen
sucedidos y el hecho del reconocimiento7. El primero de ellos será el signo que
prueba que es Dios quien ha actuado. Obviamente, no se trata aquí de una espe
cie de argumento de causalidad, como en las pruebas «griegas» de la existencia
de Dios, sino más bien, de un discernimiento del valor de «signo» de los acon
tecimientos dignos de ser considerados. Podríamos incluso hablar a este res
pecto de una semiología divina, a la que son llamados los mismos vencidos, aque
llos que sobrevivieron a la gran tribulación, y hasta todas las naciones de la tierra.
Vemos en qué sentido la fórmula de reconocimiento es simétrica con la fór
mula del mensajero. Esta última fórmula se aplica sólo en el caso del enviado de
Dios; en el reconocimiento, se incluye a todo el mundo, como si un clamor cós
mico debiera un día ratificar la pretensión del mensajero de haber hablado en
nombre del Otro. Aquí es dónde la profecía de Ezequiel se unirá a la del Déu-
tero-Isaías, que a todas luces se abre a una historia auténticamente universal.
Pero qué sucede a este Erweiswort, en lo que se refiere a su univocidad, lue
go que suponemos que sólo como signos los acontecimientos adquieren fuerza
de «prueba». ¿Hemos abandonado el círculo de la significación al pasar del anun
cio a su supuesto cumplimiento? Ciertamente, no se aplica el mismo sentido de
«signo» al anuncio que, separado de su cumplimiento, fue llamado signo anti
cipado de un acontecimiento por venir, y al acontecimiento que se supone suce
dido y que es ahora tomado como signo de un acto divino. Sin embargo, lo que

7. Véase Walther Zimmerli, «Das Wort des góttlichen Selbsterweises (Erweiswort), eine
prophetische Gattune», en M élan ees b ib liq u es réd ivés en V honneur d ’A ndré R obert, Bloud et
Gay 1957, p. 154-164.
hay de común a ambos usos es la distancia entre significar y mostrar. Esta dis
tancia es la razón de que sean posibles múltiples y opuestas interpretaciones.
Esta sugerencia se apoya en la exégesis de la segunda parte de la fórmula de
reconocimiento: «Reconoceréis que yo soy Yhwh». Es digno de observarse que
el profeta o su escuela incorporaría posiblemente a la fórmula de reconocimiento
otra fórmula que, como tal, puede hallarse en muchos otros contextos distin
tos de los escritos proféticos, a saber, la denominada fórmula de la autopresen-
tación con que se presenta Dios8. ¿Qué sentido teológico debió de darse a esta
conjunción? Dios, dijimos anteriormente, quiere ser reconocido por sus obras.
Pero este reconocimiento es un acto humano, aunque aplicado a un acto divi
no. Peligro hay de que el sujeto de este conocimiento quiera adelantarse hasta el
proscenio. Es una posibilidad excluida por la fórmula «yo soy Yhwh», en la medi
da en que lo que debe reconocerse no es q u é sino quién. El «quién» de alguien
que dice de sí mismo: yo soy. De este modo, se establece un límite a la tentación
de convertir este saber en conocimiento de una cosa. Zimmerli lo expresa muy
bien: la repetición de «yo soy Yhwh», en la fórmula de reconocimiento, impide
que el hecho de conocer sitúe al que conoce en la posición de sujeto9. No ocu
paba ya esta posición dominante en la fórmula del mensajero, ni lo ocupará en
el anuncio de juicio o de salvación. No es un lugar que le esté permitido ocupar
al descifrar los signos. Dios, el sujeto del acto, sigue siendo el sujeto que da tes
timonio de sí mismo en el corazón mismo del conocimiento/reconocimiento.
Incluso cuando el conocimiento/reconocimiento deviene acontecimiento, no es
que el sujeto humano de este acto se afirme a sí mismo, sino que el sujeto divi
no se presenta a sí mismo sin «hacerse cautivo de este conocimiento humano».
«El conocimiento de Dios sólo puede llevar hasta el umbral donde claramente
se indica que allí Dios dice “yo soy Yhwh”». Ésta es la razón de que no encon
tremos aquí la fórmula opuesta, que podríamos haber esperado hallar: «Ahora
sé que Dios es Yhwh». Esto sólo pueble decirlo Dios mismo: «Reconoceréis que
yo soy Yhwh». Igual como la fórmula de reconocimiento concluye el mensaje

8. Aquí, Zimmerli incorpora en Erkenntnis Gottesh esencia de las conclusiones de su ensa


yo «Ich bin Yahve», publicado antes en Festschriftflir Albrecht Alt Geschichte undAltes Testament,
J. C. B. Mohr, Tubinga 1953, p. 179-209. Según Zimmerli, esta fórmula procede de las pala
bras que acompañan a una teofanía en la que Dios se revela a través de su nombre. Estas pa
labras podrían haber sido pronunciadas realmente por los sacerdotes en el marco de fiestas cul
tuales extraordinarias. En este sentido, el empleo que el profeta hace de esta fórmula derivaría de
su primera aparición en un marco cultual. Este problema del Sitz im Leben es del mayor interés
en un enfoque histórico-crítico. Para un análisis literal, como el nuestro, el hecho significativo es
la reutilización de esta fórmula como componente de la fórmula de reconocimiento. ¿Qué signi
ficado teológico debe darse a esta conjunción? Esta es la cuestión fundamental.
9. Zimmerli habla aquí de una «pertenencia mutua», de una Zusammengehorihkeit, entre el
acto (Tat) de Yhwh y su reconocimiento por los hombres. Sin embargo, es el acto divino lo que
establece la base y la ocasión de este reconocimiento y este conocimiento.
profético, el divino «yo soy» se pronuncia al final de la fórmula de reconoci
miento. Esta fusión de la fórmula de reconocimiento con la de la autopresen-
tación tiene, por esto, el doble efecto de arrancar de raíz la autopresentación
de Yhwh de su contexto cultual y, en consecuencia, de la tentación de apode
rarse del Nombre de Dios mediante la adivinación o la magia, así como el de
ahorrar al conocimiento de Dios otro mal uso, el del conocimiento objetivo. En
otras palabras, cuando se la saca de su espacio sagrado insertándolo en la pala
bra profética, la palabra de autopresentación se reorienta hacia la historia, el úni
co lugar pertinente de aprobación o desaprobación10.
Sin embargo, al mismo tiempo, la conjunción entre la fórmula de recono
cimiento («reconoceréis que...») y la de la autopresentación («yo soy Yhwh») tie
ne otro efecto inesperado que afecta esta vez a la misma naturaleza de un test o
prueba de la verdad. En la medida en que lo que se atestigua es el «yo» divino,
desprovisto de todo título, de toda cualificación que pudiera «objetivarlo», la
prueba por signos, esperada a partir de los mismos acontecimientos históricos,
parece ser capaz de aportar un punto final del todo inequívoco a la disputatio,
encontrando un buen ejemplo de ella precisamente en la exégesis que el escritor
bíblico propone para la visión de los huesos secos llamados de nuevo a la vida.
La pureza, la desnudez del «yo soy Yhwh» consagra en cierto sentido la irre
ductible indeterminación del juicio humano llamado a «reconocer» a Dios sobre
la base de una fe en los «signos-prueba» exhibidos por la historia.

D e mu e r t e a v id a : un sim bo l ism o a bie r t o

Volviendo ahora a la secuencia de Ezequiel 37, 1-14, buscaremos en la


visión misma aquellos recursos de equivocidad que, añadidos al aspecto de inde
terminación de la profecía considerada aparte de cómo se vehicula el mensaje,
abren la vía a una pluralidad de interpretaciones, de entre las cuales el tema
tradicional de la resurrección corporal e individual de los muertos es una de tan
tas. No es indiferente que estos recursos de equivocidad se concentren dentro de
una visión, y más precisamente dentro de esta visión.
Recordemos ante todo que la visión de Ezequiel 37 se inscribe dentro del
género profético con el mismo status que los discursos, gracias a las diversas indi
caciones distintivas sobre las cuales construimos las explicaciones anteriores: la
presencia de la fórmula del mensajero en 37, 5,9,12 (a la que podemos añadir
la expresión introductoria: «La mano de Yhwh se posó sobre mí»); el mandato:
«Profetiza sobre estos huesos y diles...» (v. 4 y 12); el anuncio de salvación: «Mirad,
voy a infundiros Espíritu, y reviviréis...» (v. 5s), y de nuevo, «Mirad. Voy a abrir

10. Véase Zimmerli, Erkenntnis Gottes, p. 69s.


vuestras tumbas...» (v. 12, 14); y, finalmente, la fórmula de reconocimiento: «y
sabréis...» (v. 14).
Pero se trata de una visión y no de un discurso". Es una visión, a cuyo res
pecto no debemos preguntar si se experimentó como un sueño o como una alu
cinación: el profeta es transportado por el espíritu de Yhwh a «una llanura que
estaba llena de huesos», y mira hacia el campo de huesos «completamente secos»;
luego empieza a cumplir el mandato de profetizar; sigue el espectáculo de la rea
nimación de los huesos, llevado a efecto en dos tiempos, como el relato de la cre
ación en Génesis 2: primero, los huesos hacinados se cubren de tendones,
músculos y piel, luego llega el espíritu, de los cuatro costados, que sopla sobre
los huesos.
Para completar el examen de la visión en el plano formal, añadamos la inser
ción de un fragmento de disputatio, en la que la expresión de la duda de los super
vivientes, incluso el desespero, se confía a las palabras del Señor: «Me dijo: “Hijo
de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?”». En nombre de quienes no tienen
esperanza, el profeta, que aquí no es más que un hijo de hombre, responde:
«Señor Yhwh, tú lo sabes». De este modo, se evoca el terreno de impotencia sobre
el que se alza la llamada del profeta, antes de que reciba la fuerza que sólo el
imperativo puede comunicarle: «Profetiza sobre estos huesos».
Nada hay que añadir, por tanto, en el plano formal a la visión en relación
con la palabra, excepto el hecho de que la visión lleva a un anuncio que va más
allá. En primer lugar, se dice que el profeta cumplió con la orden de profetizar:
«Profeticé, pues, como se me había mandado» (v. 7). Ante todo, el profeta ve
cumplido el anuncio de salvación que en otras partes el discurso deja en sus
penso: «revivieron y se pusieron de pie. Era un ejército inmenso» (v. 10). Lo que
antes llamamos «figuración» del cumplimiento, se ha convertido, gracias a la
visión, en el espectáculo del cumplimiento, relatado en una breve sección narra
tiva, igual como se ha narrado la orden de profetizar. Y este espectáculo del cum
plimiento, al distinguir entre visión y discurso en el plano formal, introduce el
problema de la interpretación en el plano del contenido. Porque, ¿qué sucede,
en efecto, en este cumplimiento figurado?
No hemos dicho todavía nada sobre una característica de esta secuencia
que va del plano formal de la composición al de los contenidos, al plano de la
significación. Con todo, es en este plano donde se decide la orientación de nues
tra interpretación. Esta característica se define de la siguiente manera. La secuen
cia 37, 1-14 consta de dos partes: la visión propiamente dicha (1-10), que hemos
estado analizando antes, y una interpretación que propone una clave a nuestra
lectura y, a la vez, reitera la orden de profetizar, pero al precio de un desplaza

11. André LaCocque incluye la visión del capítulo 37 entre las cuatro grandes visiones que
pueden hallarse en el libro de Ezequiel.
miento en el simbolismo, y concluye con la fórmula del reconocimiento, sin que
el profeta cuente el cumplimiento de lo significado en el marco del nuevo sim
bolismo. Comencemos por el final: «Y sabréis que yo, Yhwh, lo he dicho y lo he
hecho -oráculo de Yhwh» (v. 14). Esta conclusión determina el significado teo
lógico de la profecía: la reanimación de los huesos secos no es resultado de una
cierta capacidad natural de aquellos que los poetas griegos llaman «mortales».
Ezequiel mismo es llamado «hijo de hombre», esto es, mortal. El milagro es obra
de Dios, y esta obra equivale a una nueva creación.
El cambio de simbolismo, la apertura de las tumbas y el resurgir de dentro
de las tumbas no parece que introduzcan otra cosa, en relación con el espectácu
lo de los huesos secos, que una simple variación en el plano figurativo. Nótese,
sin embargo, que esta variación ayuda al lector a liberar el significado común a
ambas escenas, a saber, el paso de muerte a vida. Es éste precisamente el sentido
con que juega la frase declarativa, en la que podemos ver la clave hermenéutica
de toda la secuencia: «Después me dijo: “Hijo de hombre, estos huesos son toda
la casa de Israel”» (v. 1 la). ¿No equivale esta declaración a una interpretación?
Y, ¿no se orienta totalmente hacia una interpretación «histórica», a saber, al anun
cio de la vuelta de la «casa de Israel» a su país? De hecho, es a éstos, a los de la
«casa de Israel» a quienes se confía la segunda disputatio. Ellos son, esta vez, quie
nes respiran desesperación: «Se han secado nuestros huesos, se acabó nuestra
esperanza, estamos perdidos» (v. 11b). ¿No figuran acaso las tumbas de donde
se levantan, en el marco de una alegoría del todo verbal, sustituida subrepticia
mente por la visión de los huesos secos, la condición de estos muertos vivien
tes condenados al exilio? Y, ¿no es la vuelta a Palestina lo que se significa en los
siguientes términos: «Mira, yo abro tus tumbas y te hago resucitar de ellas, pue
blo mío, y yo te guiaré hasta la tierra de Israel?» André LaCocque describe con
gran detalle el vínculo que hay entre Vida y Tierra en Ezequiel. Es esta prome
sa de una vuelta a la tierra de Israel lo que él ve como coronación de los capítu
los 40 a 48, añadiéndose así a los agudos análisis de Jon Levenson de esta larga
secuencia que ocupa nada menos que una quinta parte del libro de Ezequiel12.
En suma, ¿no es a ellos, y sólo a ellos, a quienes se dirige el anuncio de salvación?
Llegados a este punto, parece como si el texto mismo nos obligara a admi
tir sólo una interpretación sobre los huesos secos llamados de nuevo a la vida por
el Señor: se trata únicamente de la vuelta de los muertos vivientes del exilio babi
lónico. Además de la clara declaración de Ezequiel 37, l i a , apoyan esta inter
pretación la actitud predominante de la profecía en lo referente a la historia,
antes puesta de relieve, y el papel que asume Ezequiel mismo como centinela de
lo inminente.

12. Jon Levenson, T heology o f the Program ofR estoration ofE zek iel 40-48, Scholars Press,
Missoula, M T 1976.
Pero quisiera hacer, no obstante, un alegato a favor de la tesis de que la
visión, como visión que es, ofrece otros recursos que pueden traspasarse al dis
curso. Podemos comenzar observando que la interpretación dada en Ezequiel
37, l i a impone un cierto límite al libre juego de la imaginación, en cuanto úni
camente responde a una pregunta: ¿qué son estos huesos secos? «Estos huesos
son toda la casa de Israel». Pero, al plantear esta pregunta, «¿qué son?», la pará
bola se ha reducido también a una alegoría, más cercana al discurso que a la
visión, incluso a un oxímoron: los muertos vivientes.
¿Constituye esta observación un alegato a favor de la interpretación, habi
tual en el judaismo primitivo y en el primitivo cristianismo, según la cual Eze
quiel 37, 1-14 anuncia, de una manera desmañada, la resurrección escatológi-
ca? Nada impide que lo afirmemos, en especial si tenemos en cuenta las
condiciones en que se produce esta interpretación.
En primer lugar, atestigua la substitución de la profecía propiamente dicha
por la escatología. Antes me he referido a la considerable distancia que separa
una de otra en su relación con la historia. La idea de una resurrección al final de
los tiempos presupone que esta distancia se ha superado, luego que desaparece
la profecía. En segundo lugar, esta interpretación infravalora el papel desempe
ñado por las nuevas creencias en la relectura de textos como éste de Ezequiel.
Estos textos incluyen una preocupación cada vez mayor por el destino del indi
viduo en el marco del helenismo, las influencias iranias y las controversias con
los filósofos griegos sobre la inmortalidad. Dentro del marco cristiano, es del
todo evidente que el kerygma de la resurrección de Cristo fue el factor decisivo.
Basándose en ella argumenta Pablo en 1 Corintios 15. Como se ha dicho en otra
parte, una interpretación innovadora nace las más de las veces por la irrupción
de un acontecimiento nuevo en el sistema de creencias. Este acontecimiento nue
vo hace posible una «relectura» de los textos antiguos, que desplaza, ensancha
y aumenta su sentido.
Añadamos que se ha introducido una cierta continuidad d e fa d o entre Eze
quiel y las interpretaciones judías primitivas y la concepción cristiana de una
resurrección final, por la costumbre de situar los textos del Antiguo Testamen
to relativos a la vida y a la muerte en serie, y de tomar la creencia explícita en
la resurrección de los muertos como punto de referencia, poniéndola por tanto
como el telos de todo el desarrollo13. Sería probablemente más conforme al talan
te de la Biblia hebrea, tal como he dicho en otra parte, respetar la diversidad
de caminos abiertos a la interpretación por estos venerables textos. El apocalip
sis de Isaías 24-27 es totalmente distinto de Ezequiel 37, incluso si Isaías 25, 8
nos hace pensar en Ezequiel 37. Pero la rehabilitación del «siervo de Yhwh» en

13. Véase Robert Martin-Achard, D e la m ort h la résurrection d ’a prés l'Ancien Testament,


Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1956, p. 82-86 (sobre Ezekiel).
el cuarto canto en Isaías 53 es totalmente distinta, porque esta rehabilitación
incluye su propia indeterminación en lo tocante no sólo a la identificación del
personaje, cuyos sufrimientos son promesa de redención, sino también a la mis
ma naturaleza de esta rehabilitación14. A mi entender, y a este respecto, si jun
tamos Isaías 53 y Ezequiel 37, las indeterminaciones de un texto refuerzan las
del otro y con lo que se libera, por tanto, el potencial de cada uno de cara a la
interpretación. Leer los textos bíblicos a la manera de una serie, cuyo carácter
teológico ya he señalado, no es cosa ciertamente prohibida. La disposición sin
crónica de la Biblia permite una lectura transversal. Hasta produce un efecto de
sentido absolutamente destacable e inesperado, a saber, la proyección posterior
sobre la profecía de un tono de búsqueda y presentimiento. Los hebreos son
los heraldos en iniciar este intento de búsqueda, los encargados de intentar
este presentimiento en claroscuro. Y este efecto de significado no daña el texto,
si somos conscientes de los procedimientos de lectura que lo hacen posible. El
daño comienza cuando pretendemos que el autor sagrado tiene ya este signifi
cado en su mente. Podemos decir que una exégesis que imponga una interpre
tación posterior a un texto anterior, sin reconocer los pasos que tal lectura supo
ne, es falsa. Pero deberíamos aceptar como plausible una exégesis innovadora
que sabe qué está haciendo, cómo lo está haciendo y en nombre de quién lo hace.
Dicho esto, nos está permitido preguntar qué otras interpretaciones, ade
más de la interpretación histórica acreditada por Ezequiel 37, 1 Ib y la interpre
tación escatológica posterior, hace posible la visión de los huesos secos llamados
a la vida.
Desearía volver aquí a un comentario hecho anteriormente. El tema de la
vuelta de los exiliados sólo responde a una pregunta parcial, la de la identidad
de los huesos secos llamados a la vida. A este respecto, vale la pena notar que la
interpretación que se convirtió en tradicional permanece igualmente dentro de
los límites de esta búsqueda de identidad. Se ha establecido de la siguiente mane
ra: «Hijo de hombre, estos huesos son toda la humanidad que ha muerto». La
interpretación escatológica permanece tan obstinadamente dentro de los lími
tes de la identificación, que acaba fijando el significado literal de la visión apla
zándolo simplemente al final de los tiempos. En este sentido, ésta es la inter
pretación que más pasa por alto la dimensión parabólica y no sólo la dimensión
alegórica de la visión.
Debemos despegar del interés por identificar a los destinatarios de la pro
fecía todo el simbolismo del paso de muerte a vida, el simbolismo de la resu
rrección15. Este significado de la visión es el que más destaca André LaCocque

14. Ibídem,
15. Véase Walther Zimmerli, «“Leben” und “Tod” im Buche des Propheten Ezechiel», en
Theologisches Z eitschrift, 13 (1957) 494-508.
por todo su ensayo. La resurrección anunciada, observa, no es el resultado de
cierta capacidad humana, ni es el don de una aspiración. Su sentido es teológi
co, no antropológico. El adjetivo «secos» pone de relieve el carácter radical de la
muerte, que excluye que la vuelta a la vida se inscriba en el ciclo de un gran
círculo. En este sentido, la visión actúa primero como un juicio de condenación
sobre un pueblo muerto. Incluso a Dios alcanza la tumba. Israel, paralítico de
nacimiento, muere en Babilonia. La muerte es así la senda olvidada de la vida
como nueva creación. Esta nueva creación no encuentra garantía alguna en la
existencia anterior, como está dicho en Juan 12, 24: «El grano de trigo tiene que
morir para que pueda renacer».
Aquí es, quizás, donde la visión va más allá del discurso profético, que osci
la entre el anuncio del juicio y el de la salvación. La visión de los huesos secos
llamados a vivir «figura» el paso de muerte a vida y, en este sentido, nos hace
«ver» el salto de un anuncio al otro.
Pero la confesión de la ausencia de vida es una parte integral del anuncio
de la resurrección, tal como André LaCocque lo ha señalado. El final de la his
toria es la senda que lleva a la nueva historia. Esta radicalidad dialéctica, que
ignora la compensación de los discursos de condenación por los de salvación,
confiere toda su gravedad a la pregunta de 37, 3: «Hijo de hombre, ¿podrán revi
vir estos huesos?», junto con la desconsolada respuesta del profeta: «Señor Yhwh,
tú lo sabes». Esta forma de interrogar la visión es quizás la que hace más justi
cia a la visión como tal, esto es, en cuanto irreductible al discurso. A fin de cuen
tas, ¿no difiere la visión de las palabras de salvación en que mantiene un poten
cial simbólico que ni siquiera la prosa poética de estos discursos alcanza a
transmitir? Un relato de una visión puede, en este sentido, considerarse como
un equivalente en prosa de una composición poética.
Para explorar los recursos del símbolo «muerte y resurrección», podemos
quedarnos dentro de los límites de las Escrituras canónicas, judías y cristianas,
pero también podemos prestar atención a cuanto el simbolismo bíblico com
parte con el simbolismo de otras culturas y otras literaturas.
En Ezequiel mismo, la conexión es fuerte entre vida y justicia, y entre muer
te e injusticia en 33, 10-20. Por ello, podríamos hablar de una conversión de la
injusticia en justicia al igual que de un paso de muerte a vida. Este modelo del
«retorno» va acompañado de una promesa que el Señor compara a un arrepen
timiento en Ezequiel 18, 1-3. De este modo, se atestigua que Dios es vida, Dios
viviente: «Buscadme y viviréis», leemos en Amos 5, 4. Apartarse del mal es pasar
de muerte a vida. Evidentemente, podemos colegir también en estos textos
una indicación del simbolismo de vida y muerte, opuesta a la que reduce el anun
cio de resurrección a un oráculo de vida tras la muerte. Las alusiones a la «ley de
Yhwh» alejan al símbolo del aspecto ético-jurídico, incluso del control cultural
de esta ley por los sacerdotes del templo. En este sentido, el Nuevo Testamento
reabre todo una panoplia de significaciones, aun permaneciendo dentro del hori
zonte de una m etánoia espiritual. Pablo puede escribir, a la manera de Oseas y
Ezequiel: «Estabais muertos por vuestros pecados, pero ahora estáis vivos». La
fuerza del símbolo se evoca incluso más claramente en el rito del bautismo, don
de el sentido espiritual de conversión recibe el refuerzo de la revivificación de los
antiguos mitos de la inundación y del estar cubierto por las aguas. Después de
haber sido «engullida», la persona bautizada es «salvada de las aguas». Su bau
tismo significa un renacer. El Evangelio de Juan confiere una muy conocida fuer
za y esplendor a ese símbolo de un segundo nacimiento.
Por esto, la conexión entre el simbolismo de la resurrección y el de la crea
ción originaria se reconstituye periódicamente. Sin duda alguna esta conexión
es realmente antigua. Y no debemos dejar de lado, a este respecto, la sugeren
cia que unos exegetas hacen acerca de que el simbolismo hebreo de la resurrec
ción podría tener una de sus fuentes en el ritual de Adonis y de Osiris y también
en las mitologías de la naturaleza del antiguo Oriente próximo, que han llega
do hasta nosotros provenientes de Ugarit y de las religiones cananeas16. Como
dijimos anteriormente, la reanimación por dos veces de los huesos secos evoca
un profundo parentesco entre la visión de Ezequiel 37 y los relatos de la crea
ción de Génesis 2. Este arraigo en los mitos de la creación presta su energía al
simbolismo de la vida resucitada más allá de las limitaciones que, en sentido con
trario, le aplican la concepción física de vida tras la muerte y el concepto moral
de conversión. Que el Dios que dijo «yo soy» es un Dios vivo es una confesión
que constituye el punto de fuga hacia donde convergen, y de donde proceden,
los componentes del gran símbolo de la Vida que emerge de la Muerte. En su

16. En The R esurrection in Ezekiel xxxvii a n d D ura-E uropos Paintings, A. B. Lundequis-


tska Bokhandeln-Otto Harrassowitz, Uppsala-Leipzig 1948, Harald Riesenfeld intenta demostrar
que la idea de resurrección arraiga ya en la piedad de la liturgia anual de Año Nuevo y su ritual,
que celebra la regeneración de la vida por Yhwh. La tendencia a escatologizar la fe en la nueva cre
ación, despojándola de su ritmo anual, está incluida en el ritual mismo; Oseas 6, 2; Miqueas 7, 8,
al igual que Salmos 17, 15, y hasta el sublime capítulo sobre el Siervo doliente de Isaías 53 con
servan una huella de esta raíz cultual, como hace también la referencia al Espíritu en Ezequiel 37.
Si admitimos que los ritos arcaicos se mantienen perpetuados en los mitos históricos y en las expre
siones metafóricas, esta hipótesis es tan plausible como cualquier otra en términos de «fuentes» y
«orígenes». No obstante, el desplazamiento del mito hacia la historia, y luego de la historia a la
escatología, parece digno de ser tenido en cuenta. Es toda una cuestión de interpretación tipoló
gica lo que aquí surge, en su doble aspecto de creación de un nuevo significado y de persistencia
de un significado antiguo. Y es, dicho sea de paso, bajo el signo de la tipología como Riesenfeld
explica la reproducción de la visión de Ezequiel en las paredes de la sinagoga de Dura Europos.
Lo que está ahí pintado son las «cosas que han de venir» en la época mesiánica, la historia toma
da como configuradora de escatología. ¿Acaso no sugiere esto que la interpretación tipológica,
en el sentido de la resurrección de los muertos al final de los tiempos, es al anuncio profético de
la restauración de Israel lo que esta última fue para la creeencia en la renovación de la vida en el
marco cultual de la fiesta de Año Nuevo?
más amplia extensión, el símbolo invierte el orden natural esperado que hace
que la muerte siga a la vida. Es justamente esta inversión lo que se significa de
diversas maneras. A este respecto, podemos volver a la noción de Erweiswort, ela
borada por Walther Zimmerli con relación a la fórmula de reconocimiento. Dios
es proclamado, él mismo se da a conocer, se le conoce por sus obras. La vida que
renace de la muerte es el signo-prueba por excelencia de la acción divina. Entre
los múltiples signos que indican renacimiento, no ha lugar a que se establezca
una jerarquía. A este respecto, la vida tras la muerte no constituye un sentido
literal, el significado propio, en relación al cual la m etánoia tenga que ser un sig
nificado derivado, el sentido figurado. Es la misma distinción entre sentido pro
pio y sentido figurado, sentido primero y sentido derivado, lo que ha de poner
se en cuestión. Esta distinción proviene de lo que podríamos haber llamado una
reducción lingüística del alcance simbólico, una reducción alentada a veces por
la tendencia materialista, a veces por la tendencia moralizante del lenguaje ordi
nario.
De aquí que no deba sorprender que el símbolo desborde el registro reli
gioso y despliegue su fuerza poética en todos aquellos ámbitos en que Vida y
Muerte significan más y de otra manera. ¡Hay tantas maneras de volver de la
muerte a la vida! Es por relación con la palabra «vida» por lo que el significado
al final resulta inagotable.
Sin dejar el marco bíblico de estos estudios, nos gustaría comparar la exé
gesis amplificada que hemos practicado con relación a Ezequiel 37, 1-14 con
el Cantar de los cantares. El amor a mi entender abre, en torno al símbolo nup
cial, una panoplia de significados comparable, que en este caso se despliega entre
la sexualidad y la dilección espiritual. Parece como si muerte y vida ofrecieran
posibilidades metafóricas paralelas. Lo que les da unidad es la idea de creación.
Allí donde el cantor, en su «sabiduría», declara que el amor es fuerte como la
muerte, el profeta, en su «locura», proclama que la vida es más fuerte que la muer
te. Es preciso atender a ambas voces.
Salmos 22
DIOS MÍO, DIOS MÍO,
¿POR QUÉ ME HAS DESAMPARADO?

ANDRÉ LACOCQUE

Salmos 22 pertenece a la categoría de «salmos de lamentaciones indivi


duales», esto es, en su mayor parte, salmos dichos por gente que sufre enferme
dades o pérdidas, o cualquier otro contratiempo. Como es bien sabido, la con
cepción bíblica de enfermedad la ve como una privación de salom, como un
anticipo de la muerte, preocupación que ocupaba la conciencia de los israelitas
de una forma mucho más intensa de lo que ocurre hoy en día. La persona enfer
ma se encuentra ya en los límites del SeoL Y a la inversa, la curación significa una
vuelta a la vida, una especie de resurrección.
De este modo se compromete el salmista en la lucha de Yhwh contra las
fuerzas del mal y de la destrucción. Implora justicia, que no es sólo una noción
social. Hacer justicia es restaurar salóm en todos sus aspectos; véase Mateo 25
(véase también Salmos 6; 38; 32, 1-5). En contraposición, el rico y el feliz no
tienen necesidad de justicia, por consiguiente el «pobre» mira hacia ellos con
desconfianza, pues siempre están al borde de convertirse en displicentes, crue
les, autosatisfechos, y capaces en última instancia de contribuir a la injusticia por
el hecho de no luchar contra ella (véase Marcos 2, 17). No necesitan implorar
este pan de cada día. No extraña, pues, que sea en los salmos de lamentaciones
donde hallamos los términos «pobre» y «enemigo», junto con otros que se les
relacionan. Términos parecidos usan con frecuencia los profetas para denunciar
a los enemigos de Dios y maldecirlos.
La característica más fascinante de los salmos de lamentaciones es su paso
brusco de la quej a a la alabanza. En todas las lamentaciones individuales (LI), hay
una polaridad de petición y alabanza (Salmos 22, 22,25) y una progresión de la
súplica a la alabanza. Parece que, de las LI, este motivo pasó a las «lamentaciones
colectivas». Hermann Gunkel habla de «un abrupto cambio de ánimo».
Posiblemente, había una intervención con palabras de gracia por parte de un
miembro del personal del templo; cf. Salmos 85, 8s; 12, 5; 55, 22; 91, 14-16;
121, 3-5. Aceptando los argumentos de «Das priesterliche Heilsorakel» [El
oráculo de salvación sacerdotal], de Joachim Begrich, se asume que había un
André LaCocque

oráculo de salvación en medio de la petición1. En Salmos 22, este oráculo sería el


versículo 22. En este salmo, no obstante, la «cláusula adversativa» está ya presente
en el versículo 4 y se repite en el 20, mientras que el verdadero punto de inflexión
se sitúa entre los versículos 22 y 23. Como destaca Claus Westermann, este cam
bio afecta tanto a Dios como al hombre2.
Westermann distingue la siguiente estructura de la lamentación:
1. Súplica/grito en demanda de ayuda;
2. Lamentación (los verbos tienen tres sujetos posibles: Dios/yo/enemi-
gos), cf. Salmos 79, 1-3; 13, 1-2;
3. Confesión de confianza (introducida por el w aw adversativo);
4. Petición;
5. Confianza en ser oído;
6. Doble deseo: intervención a favor y en contra;
7. Promesa de alabanza;
8. Alabanza a Dios.
Vale la pena notar que los cinco motivos básicos de la lamentación son
los mismos que en los salmos babilónicos: súplica, alabanza, lamentación, peti
ción, promesa de alabanza3. Pero, en Israel, la alabanza viene después de que el
suplicante se ha convencido de que su petición ha sido oída. Sólo entonces tie
ne uno la «certeza de que Yhwh en las alturas (Salmos 22,3 ) ha oído a quien ora
en lo profundo (28, 6)»4.
La promesa de alabanza es común a los salmos babilónicos y egipcios. Pro
bablemente estaba vinculada en origen a una promesa de ofrecer sacrificio. La
alabanza «pertenece a la vida del dios tanto como la comida... [Igual como] el
hombre no puede existir sin alimento, pero tampoco sin cierto reconocimiento,
cierto “honor”», dice Westermann5. Súplica y alabanza significan vida. Los muer-

1. Joachim Begrich, «Das priesterliche Heilsorakel», en Zeitschriftfiir alttestamentliche Wis-


senschafi, 52 (1934) 83.
2. Claus Westermann, Praise and Lament in the Psalms, trad. por Keith R. Crim y Richard
N. Soulen, John Knox, Atlanta 1981.
3. David Damrosch establece un paralelo con el texto babilónico Lubdul bel Nemequi (cf.
W. G. Lambert, Babylonian Wisdom Literature, Clarendon Press, Oxford 1960, p. 21-62): «La pri
mera mitad del texto traza una imagen poderosa de la enorme difusión de la injusticia social... La
segunda mitad del texto es un himno de alabanza a Marduk, quien ha oído las plegarias de
quien habla y le ha salvado de todos sus eemigos y de todas sus tribulaciones» ( The Narrative Cove-
nant: Transformations ofGenre in the Growth o f Biblical Literature, Cornell University Press,
Ithaca 1987, p. 113 n. 35).
4. Westermann, Praise and Lament in the Psalms, p. 74.
5. Ibídem, p. 77. Cf. el texto de una lamentación a Astarté, citada en Bernard Anderson,
Out ofthe Depths: The Psalms Speackfor Us Today, Westminster, Filadelfia 1983, p. 66s (= ANET,
p. 383-385).
tos no hacen ni una cosa ni otra y, en consecuencia, quien ni suplica ni ora es
como si estuviera muerto (véase Salmos 6, 5; 30, 9; 88, 10-11; Isaías 38, 18s).
Dios es el único digno de ser suplicado y alabado. Y si no es Dios, entonces
alguien o algo ocupa su lugar para ser exaltado, pero esto no es vida, según los
Salmos, sino muerte.
El salmo 22 es la lamentación individual por excelencia. Expresa un senti
do de desamparo sólo comparable a Lamentaciones 5, 20 y a Isaías 49, 14. Em
pieza con la pregunta «¿por qué?», surgiendo del fondo del corazón de alguien
que sufre tormento. Es la pregunta de Job en la Biblia y la pregunta de cual
quier Job de la historia. «¿Por qué?» introduce la queja, la incomprensión, la
angustia de quien suplica, pero también su protesta. Su sola recurrencia en el
grito de ayuda de la misma persona (o colectividad) muestra ya que la pregun
ta no tiene fin. Hay, eso sí, momentos de alivio, pero son siempre temporáne
os. El que implora en Salmos 22 rompe en alabanzas porque su súplica ha sido
oída, pero otro salmo de lamentación reinicia otra vez la queja. La vida es vivi
da entre los dos polos de lamentación y alabanza. Esta tensión se expresa a las
claras uniendo ambas cosas en un mismo salmo. La súplica va acompañada de
alabanza; la alabanza, de súplica. Súplica sin alabanza es desesperación, ausen
cia de esperanza; alabanza sin súplica es complacencia, arrogancia. Salmos 22,
4-6 enfrenta entre sí dos de las actitudes de Dios; actitudes que chocan entre sí,
dejando el enigma de su coexistencia: Dios está oculto, pero se dio a conocer a
los antepasados del salmista mediante actos de liberación. Si no hubiera habido
en el pasado la autorrevelación divina, no habría ningún salmo, ninguna la
mentación, ningún porqué, sólo el silencio de la nada. Las palabras de Hans-J.
Kraus van directas a la cuestión cuando dice que «sólo el Dios que se revela y se
hace presente a su pueblo puede también ocultarse. La ocultación es un aspec
to de su revelación»6. Los salmos de lamentación nos enseñan cómo vivir ante
un Dios así.
Es una enseñanza por implicación. Las LI no son un texto sapiencial. No
hay teorización sobre el sufrimiento humano, sus causas, su sentido o su falta de
sentido, o sobre sus consecuencias. La tensión entre súplica y alabanza es exis-
tencial; no hay glorificación alguna de la prudencia, del in m edio virtus. Los
sabios, ciertamente, llegan a la misma conclusión en cuanto a la actitud prudente
referente a la vida humana. Nos dicen que la persona feliz tendría que derramar
lágrimas, y que el desdichado debería reír. Pero ésta es una lección que se ense
ña en un ethos desapasionado. El salmo 22, en cambio, es pronunciado en la ago
nía del tormento y en el calor de una pasión devoradora para ser oídos, ayuda
dos, salvados.

6. Hans-J. Kraus, T heology o f th e Psalms, trad. por Keith Crim, Augsburg, Minneápo-
lis !9 8 6 , p. 39.
El salmo 22 no es una pieza sapiencial, pero tampoco es un texto místico.
No hay en él sufrimiento místico. Como nos recuerda Patrick Miller, el salmo
«nos dice que Dios persigue fines opuestos con el sufrimiento; está plenamente
presente en él y actúa para superarlo. El carácter cruciforme de la vida es por
doquier aparente. La acción resucitadora de Dios es más difícil de ver»7.
El lugar de la lamentación en la teología del Antiguo Testamento ha de ver
se en el contexto de la liberación, también ella modelada según el arquetipo de
la salvación de Egipto (véase Exodo 1-15: cf. Deuteronomio 25, 5-11). En ambos
textos, la estructura es la siguiente: prehistoria, agonía, llamada de socorro, acep
tación, salida, conducción, respuesta. Porque, como dice Westermann, la lamenta
ción tiene historia en Israel. Está relacionada con los actos salvíficos de Dios. La
lamentación es «un acontecimiento entre el hombre y Dios» (p. 261). De hecho,
es el último recurso del hombre, que apela al tribunal de Dios, después de que
han fallado todas las instancias humanas y terrenas. De acuerdo con esto, aun
que quien habla en las LI es un individuo, la lamentación presenta una estruc
tura dialógica. Al igual que en el marco de la historia del pueblo, los tres ele
mentos, narrador, Dios y enemigo, están también presentes en las LI en la forma
de una estructura más personalizada de un yo, un tú y los enemigos, como vimos
antes. Los que dialogan son el que suplica y Dios; los enemigos están en el
trasfondo y de ellos se habla. La petición del que se siente atacado es ante todo
que Dios sea Dios, tal como ha sido siempre para los antepasados. (En este aspec
to, muchos otros salmos repiten ecos de Salmos 22). La urgencia de la lamen
tación tiene dos fuentes: el sufrimiento evidente de quien suplica y la compro
bación de que en realidad no hay nadie más ante quien acudir excepto Yhwh. Si
es displicente en su respuesta, reacio a actuar, si se muestra «durmiendo» o, ¡no
lo quiera Dios!, incapaz de responder, ya no habrá nadie más. Él es el Dios de
Israel, el único que tiene Israel.
Está claro que hay una batalla de sentimientos conflictivos en el interior de
la persona que expresa la lamentación. Por un lado, Dios es Dios; no hay duda
de que es capaz de salvar a su pueblo. Por el otro lado, el mismo abandono del
individuo fiel, o de la nación fiel en una lamentación del pueblo (LP), muestra
una extraña impotencia o hasta mala voluntad por parte de este mismo Dios.
Hay que implorarle; ¡hay que recordarle su alianza y su poder! El que suplica
recuerda las actos pasados de justicia y salvación de Yhwh, pero también ha de
recordárselos a Yhwh. La confianza en Yhwh se funda en la memoria. Entre
el ayer y el hoy se tiende el puente de los recuerdos. Por esto Dios es también el
Dios de la historia.
La lamentación echa propiamente raíces en la historia, en la historia de sal
vación. Pero pertenece también a la liturgia, es decir, tanto a esta historia redu

7. Patrick D. Miller, In terpretin g the Psalms, Fortres Press, Filadelfia 1986, p. 110.
cida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasado, su Vergegenwarti-
gung, su re-presentación, como a su prolepsis, su «anticipación» del futuro. En
las LI, el pasado vive, asiento del presente, histórico trono de Yhwh (Salmos 22,
4); y el futuro está h ic et nunc, tanto que el salmista pasa repentinamente de la
súplica a la alabanza. Por esta razón la lamentación individual expresa su fe en
el cumplimiento de la petición. Fe y certeza, la convicción de cosas no vistas.
Pues Dios está con quienes sufren (Salmos 16, 8; 23, 4; 91, 15), él mismo es un
«Dios doliente», según el provocativo título del libro deTerence Fretheim8.
Dios sufre, pero dialécticamente él es también soberano. Por esto la lamen
tación es, hasta cierto punto, una queja contra Dios. El abandono viene de él;
de él procede el rechazo de ayuda; suya es la culpa por su sordera ante los gri
tos de quien suplica. «Me has arrojado en el profundo de la fosa, en las tinieblas
abismales;... Alejaste de mí mis familiares... Tus furores me atropellan; estoy des
esperado. Tu furia me arrastra, tus asaltos me destruyen» (Salmos 88, 6s). Esta
mos cerca de una auténtica acusación, de nuevo reminiscencia de procedimien
tos judiciales. Estos acentos recuerdan los estallidos de ira y desesperación que
vemos en las exposiciones narrativas. Rebeca levanta quejas así (Génesis 25,
22; 27, 46); lo mismo hace Sansón (Jueces 15, 18). Más en particular, el pro
feta Jeremías descarga dudas existenciales sobre el sentido de la vida ante un Dios
incomprensible e insondable (cf. 20, 18). Por boca del mismo profeta, sin embar
go, la respuesta de Dios a la queja descarga firmemente el peso colectivamente
sobre el pueblo: «¿Por qué discutís conmigo? Todos vosotros os habéis rebelado
contra mí -oráculo de Yhwh. En vano castigué a vuestros hijos, no aceptaron la
lección... Pues mi pueblo me ha olvidado días sin número» (Jeremías 2, 29s)9.
Pero nadie va más lejos que Job en dureza y elocuencia. Con él la lamen
tación alcanza su clímax y «los más extremos límites de su función como súpli
ca», según Westermann. Job «se agarra a Dios para luchar con Dios... La duda
acerca de Dios, hasta en forma de desesperación que ya no entiende a Dios, reci
be en la lamentación un discurso que lo une a Dios, incluso cuando lo acusa»10.
Por último, y con toda consecuencia desde una perspectiva bíblica, Dios
mismo responde con su propia lamentación a la lamentación del que sufre. Alcan
zamos una cierta idea de ello en lo que antecede, particularmente con Jeremí
as. Dios responde a la pregunta «¿por qué» con otro «¿por qué» de su parte. En

8. Terence Fretheim, The S uffering God: An O íd Testament Perspective, Fortress Press, Fila-
delfia 1984.
9. Sobre la afinidad entre Salmos 22 y Jeremías, podemos seguir a Carroll Stuhlmueller, que
destaca los siguientes, y sorprendentes, paralelos: Salmos 22, 6b y Jeremías 49, 15; Sal
mos 22, 7a y Jeremías 20, 7b; Salmos 22, 7b y Jeremías 18, 16 (cf. Lamentaciones 2, 15);
Salmos 22, 9-10 y Jeremías 1, 5; 15,10; 20,14 y 17s (cf. Isaías 49, 1). Véase su Psalms 1: A Bibli-
cal-T h eologica lC om m en tary, Michael Glazier, Wilmington, DE 1983, p. 147.
10. Westermann, Praise a n d L am ent in the Psalms, p. 273.
Jeremías 8, 5, leemos: «¿Por qué este pueblo sigue apostatando?» Aquí la ira de
Dios se yuxtapone a la aflicción de Dios (12, 7-13; 15, 5-9; 18, 13-17). Pode
mos pensar también en el libro de Oseas, cuyo estilo, dice Hans-Walter Wolff,
«oscila entre la lamentación compasiva y la acusación amarga... Es testigo del
hecho de que Dios lucha consigo mismo»11. El espectro bíblico de la lamenta
ción es sorprendentemente amplio. Es una «historia que finalmente alcanza el
punto en donde Dios, en cuanto Dios que juzga, sufre por su pueblo»12.
En los textos escriturarios citados antes, hay un énfasis muy definido pues
to sobre la comunidad. La ira o la lamentación de Dios están justificadas por
que su pueblo «sigue apostatando». La teología deuteronómica, por un lado,
concuerda con este juicio de alcance general. Pero surgirá con toda claridad una
tensión cuando el problema del mal y del sufrimiento se individualiza y la pre
gunta existencial «¿por qué» sea pronunciada por alguien en concreto, no nece
sariamente por todos. Esta tensión se siente nada más comenzar Salmos 22, cuan
do se opone la fidelidad de Dios y la salvación dada a los antepasados (v. 5) y a
todo Israel (v. 4), por un lado, a la situación difícil del salmista, por el otro lado,
olvidado como está de Dios. Por ello, cabe esperar que ciertos críticos vacilen
ante esto y lean el «yo» de los salmos como un «yo colectivo». Rudolph Smend,
para citar sólo un ejemplo, fue un defensor de la teoría colectivista basándose en
los targumes y en la exégesis tradicional judía de la Edad M edia (igual que
Calvino y, más tarde, de Wette). Las expresiones de confianza en los salmos de
lamentaciones no podían provenir, a su entender, de individuos13. Pero Hermann
Gunkel mostró que hay LI (lamentaciones individuales) lo mismo que LP (lamen
taciones del pueblo) , junto con PI (alabanza narrativa) y también himnos (ala
banza colectiva litúrgica). Esta conclusión supone un distinto Sitz im Leben para
cada forma, y el problema de definirlas con precisión resulta oneroso.
Gunkel creyó que las LI tenían un origen cultual, pero que evoluciona
ron desde el marco litúrgico y que pudieron ser cantadas lejos de los santuarios14.
Sigmund Mowinckel reaccionó enérgicamente contra esta teoría de la «espiri
tualización». Las LI hacen juego con los ritos religiosos oficiales de penitencia
y purificación15. Hans-J. Kraus cree también que el Sitz im Leben es cultual. Pero
el mismo año que Kraus publicaba su comentario sobre los salmos en Alemania,
Rainer Albertz, discípulo de Westermann, replicaba que en la mayoría de las

11. Hans-Walter Wolff, «Hosea», en D odek apropheten 1, Neukirchener Verlag, Neukir-


chen 1961, p. 151.
12. Westermann, Praise a n d L am ent in the Psalms, p. 280.
13. Rudolph Smend, «Uber das Ich der Psalmen», en Z eitsch riftfiir alttestam entliche Wis-
senscha.fi, 8 (1888) 49-147.
14. Hermann Gunkel y Joachim Begrich, E in leitu n g in d ie Psalm en, Vandenhoeck &
Ruprecht, Gotinga 1933, p. 261-263.
15. Sigmund Mowinckel, Psalmenstudien, vol. 1, Dybwad, Kristiania 1921-1924, p. 138.
LI no hay referencia alguna ni al culto ni al templo16. En cambio, se muestra
de acuerdo con Erhard Gerstenberger, quien llega a otra conclusión partiendo de
una comparación con los salmos babilónicos. Estos son rituales, pero no perte
necen al culto oficial. Están en su elemento en ceremonias ocasionales a la cabe
cera de la cama de un enfermo, por ejemplo. El liturgista es un «hombre de Dios»
o un profeta, más o menos independiente de la institución del culto17. En el Anti
guo Testamento, la situación es parecida. Albertz se remite a sesiones de cura
ción en 1 Reyes 14; 17, 17-24; 2 Reyes 1; 4, 8-37; 5; 8, 7-15; e Isaías 38, por
ejemplo. Si es así, desde esta perspectiva que no restringe el alcance de lo cultual
a los límites del santuario, está claro que la alternativa ya no es lo cultual versus
lo no cultual. Lo «cultual» lo es con matices.
Respecto a la fecha de composición (en su forma final en cuanto nos ha
sido transmitida por la Biblia hebrea), la cuestión de nuevo es una crux de intér
pretes. Albertz piensa que las Lamentaciones no recibieron su forma final hasta
después del exilio (p. 24). Pero los lugares paralelos, cuya lista hemos dado antes,
junto con otros textos del Antiguo Testamento, llevaron a Carroll Stuhlmueller,
entre otros, a concluir una afinidad, no sólo con Jeremías y sus discípulos, «sino
también con un grupo creciente de “afligidos”, como el Déutero-Isaías durante
el exilio, así como Job y otros tardíos “salmos de David” (Salmos 69, 71, 139),
de después del exilio»18. Esto parece apoyarse en la observación de Westermann
acerca de Salmos 22, 27. Habla este autor de «un universalismo que se hizo
importante con el exilio y la predicación del Déutero-Isaías»19. Volveré sobre este
problema sociológico más adelante.
Dije que son dos los conceptos clave de Salmos 22 en cuanto representante
de las LI en el salterio: el «pobre» y sus «enemigos». Voy a considerar ahora, uno
tras otro, estos dos elementos fundamentales del salmo 22.
El versículo 25 dice: «Él no burla ni desdeña la aflicción de los humildes
( ‘e nuth ‘a ni)», y el versículo 27: «Los pobres ( ‘a naw im ) comerán hasta saciarse;
los que buscan al Señor lo alabarán». Con la excepción de Números 12, 3, sobre
la sobresaliente personalidad de Moisés, el término «pobre» está ausente de los
géneros literarios narrativos y prescriptivos. En cambio, lo hallamos doce veces
en el género hímnico (más cinco veces en el género profético, y tres veces en el

16. Rainer Albertz, P ersonliche Frdm m igkeit u n d offiz ielle Religión, Calwer Verlag, Stutt-
gart 1978.
17. Erhard S. Gerstenberger, «Der klagende Mervsch», en Problem e biblischer T heologie„ Fes-
tch r ift f u r G erbard von Rad, ed. por Hans-Waiter Woiff, C. Kaiser, M unich 1971, p. 64-72-
Véase ahora también Gerstenberger, Psalms, Part I, w ith an In troduction to C ultic Poetry, Eerd-
mans, Grand Rapids, MI 1988.
18. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 147.
19. Claus Westerman, The L iving Psalms, trad. por J. R. Porter, W. B. Eerdmans, Grand
Rapids, MI 1989, p. 90.
sapiencial). Tampoco en estos contextos hay mística de la pobreza. Buenas nue
vas se anuncian a los ‘ anáwim , no porque sean infelices, sino porque su infeli
cidad está llamada a desaparecer. Esperan en una era de justicia definitiva, y los
profetas les prometen el cumplimiento de su esperanza (cf. Sofonías 2, 3). Pues
Yhwh tiene una causa común con ellos (cf. Amos). La situación en los Salmos
es similar.
Ahora se ha comprobado que esta idea de un compromiso de Dios con la
desdicha del pobre, que implica la concepción de la súplica y de la alabanza
como dos caras de una misma realidad, por un lado, y la llamada de los que se
lamentan ja síd im (los piadosos), sadikim (los justos), yesarim (los virtuosos),
por el otro lado, va contra la teología oficial del templo en Jerusalén. Cabe du
dar, por tanto, de que Kraus tenga razón cuando cree que los nombres dados a
los lamentadores (pobres, desdichados, piadosos, justos, honrados, etc.) desig
nan a la masa de peregrinos que se acercan al templo en las tres fiestas anuales,
y no a una parte del pueblo, como creyó Anthonin Causse, siguiendo a Alfred
Rahlfs20. Además, debe observarse que Kraus habla de ellos en cuanto gente que
tiene problemas legales (persecución, acusación) y que carece de estatuto legal
o poder (Salmos 82, 3s), «desfavorecidos», marginados, foráneos. Podríamos
decir, por ello, pese a la protesta de Kraus, que constituyen una clase social.
¿Podemos ser más específicos? Quizás deberíamos buscar algo entre ambos ex
tremos. Quienes se lamentan usan un lenguaje formulístico, que parece perte
necer al repertorio del personal del templo (con la venia de Westermann). Pero
hay que suponer, de acuerdo con la opinión de Gerstenberger y Albertz, ante
riormente citada, que quienes hablan en las LI son tanto laicos piadosos como
hombres del clero reclutados entre los estratos jerárquicos inferiores. Además,
probablemente sea razonable imaginar un hiato bastante profundo entre la ide
ología oficial del clero alto y las voces discordantes, marginales, pero vigorosa
mente «sectarias». En todo caso, «Dios es el Dios del desamparado» es algo po
lémico. Si no fuera así, y fuera simplemente un principio de la religión oficial,
no habría enemigos entre las filas del establishment. El enunciado «Dios es el
Dios del desamparado» contrasta, dije antes, con el Deuteronomio y la teología
deuteronomista. Contrasta igualmente con la teología de Sión, con su insisten
cia en el dominio de Dios sobre toda la tierra y en el reflejo de la gloria divina
en el rey de la nación. Hay aquí poco margen para una lamentación que no sea
comunitaria, cuando las circunstancias inducen al pueblo a implorar al Señor
que intervenga en el ámbito político.
Parece como si hubiera, por lo que se refiere al pobre, una reinterpretación
de la teología de Sión, en el sentido de que Aquel que está en el trono de Sión,

20. Anthonin Causse, Du gro u p e etn iq u e a la com m u n a u té religieuse, Alean, París 1927;
Alfred Rahlfs, 'Ani u n d Anaw in den Psalmen, Gotinga 1892.
El Elyon, no es otro que el «Dios de los desamparados» (Salmos 9, 19; 10, 17;
18, 27; 25, 9; 37, 11; 69, 32; 147, 6; 149, 4). Salmos 22, 28-29 es la expre
sión de este clamor. El lector se sorprende allí de encontrar en medio de una ple
garia personal la proclamación del reino universal de Dios: «Recordarán y vol
verán hacia el Señor todos los confines de la tierra: ante él se postrarán las familias
todas de las gentes. El reino es del Señor y él es el que domina en las naciones».
Gran parte de esta postura, cierto, es puesta a prueba en la interpretación
del versículo 27. «Los pobres comerán hasta saciarse» es a menudo entendido
como si indicara que los pobres, incluyendo al que suplica, comparten litúrgi
camente la comida sacrificial, mostrando así que no hay sectarismo en este sal
mo. Artur Weiser, por ejemplo, piensa que el salmista promete solemnemente
ofrecer a Dios un sacrificio dentro del círculo de los piadosos e invitar al pobre
a comer21. De modo parecido, A. A. Anderson recuerda que las viudas, los huér
fanos y los forasteros participan en los diezmos (Deuteronomio 14, 29; 26,
12) y en las ofrendas en las fiestas anuales (Deuteronomio 16, 1Os, 14). Se es gen
til con ellos, de acuerdo con el principio de «comparte, porque tu ya has reci
bido» (cf. Salmos 142, 7)22. En el trasfondo está la idea de que el oferente, el
sacerdote y el altar participaron en la consumación del sacrificio. Sangre y gra
sa para el altar, el pecho y la pierna derecha para el sacerdote, el resto para que
el oferente lo coma fuera del recinto del templo (Levítico 7, 12-36).
Pero la hostilidad desplegada antes en el salmo por los enemigos apunta
hacia otra dirección. El pobre no sería admitido a la comida litúrgica. «Al enfer
mo no se le permitía acudir al templo mientras no estuviera curado», recuerda
Kraus. «No podemos separar la pobreza socioeconómica de la espiritual», aña
de23. Pero ahora la voluntad de Dios es más fuerte que las prohibiciones de los
hombres. El salmista exclama que «nada» en verdad «puede apartar» al pobre
«del amor de Dios». Los pobres serán alimentados, y no sólo con las migajas que
caen de la mesa, porque ellos quedarán saciados. En otras palabras, los enemi
gos serán confundidos y tendrán que admitir al afligido a la mesa prohibida.
Serán como Hamán, obligado a glorificar a Mardoqueo en el libro de Ester.
Por esta razón, Salmos 22, 27 («Los pobres comerán...»), que inicia una
conclusión probablemente añadida al salmo (v. 27-31), debe leerse, como hace
Stuhlmueller, como si dijera que «otros “afligidos” proscritos son ahora invita
dos a participar en la liturgia: forasteros, enfermos y afligidos, y hasta los que
han de nacer»24. Todos se acercarán a la «mesa» y serán alimentados. Pero, ¿dón

21. Artur Weiser, D ie Psalm en übertsetz u n d erklürt, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotin-
ga 1959, p. 158.
22. A. A. Anderson, The N ew C entury Bible C om m entary: Psalms 1-72, B. Eerdmans, Grand
Rapids, MI 1972, p. 193.
23. Kraus, T heology o ft h e Psalms, p. 53 y 95. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150.
24. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 150.
de está esa «mesa»? Cierto, podría ser el altar dentro del recinto del templo, pero
el salmista puede tener también en mente una mesa que esté fuera de este recin
to y que, sin embargo, constituya el acceso al terreno sagrado defendido antes
por «burgueses» como por «mastines» (v. 17). En el último caso, de nuevo nos
alineamos junto con Gerstenberger y Albertz.
Es raro que la oposición presente en las LI, y en Salmos 22 en particular,
deba entenderse entre los pobres y sus enemigos y no entre los pobres y los ricos.
Este hecho ha intrigado a los críticos. Mowinckel, por ejemplo, iguala a los pobres
con las víctimas de la magia, mientras que otros ven en ellos a un partido polí
tico. Sea como fuere, está claro que en el trasfondo hay una noción prevaleciente
de justicia distributiva según la cual el justo es automáticamente feliz, porque
Dios lo ha bendecido. De aquí que al enfermo se le vea como un rechazado,
como un castigado. La noción es simplista, pero consistente con el realismo israe
lita. Antes de que la bendición y la maldición sean conceptos espirituales, des
criben situaciones de hecho. Aún más, la palabra en el antiguo Israel es mucho
más performativa de lo que pueda ser en nuestros lenguajes conceptuales. Ben
decir y maldecir, en particular, poseen un poder real de por sí. La enfermedad
puede ser el resultado de una «palabra maligna». Además, los salmos nos dan a
conocer una sociedad profundamente dividida en la que los sentimientos se
expresan con gran intensidad. Los «enemigos» no están inactivos, maldicen,
urden «asechanzas y celadas», paran trampas (Salmos 69, 23-29; 109, 6-20). Sin
vergüenza alguna rechazan la pobreza del otro, con miras a proteger su propia
riqueza como legítima. La pobreza ha de ser un mal merecido, para que los ricos
puedan ser también una bendición merecida. Por eso vemos con frecuencia que
al enemigo se le identifica con el rico, con el acaudalado. Éstos evitan tener mala
conciencia rechazando toda responsabilidad por el sufrimiento ajeno y por la
desdicha de los que sufren (cf. Lucas 7, 36-50). Kraus, siguiendo a Mowinc
kel, dice que los enemigos son más que humanos, son algo mítico25.
Podemos reconocer en el pumo de vista de Mowinckel y Kraus su con
vicción fundamental con relación al marco cultural de Salmos. Las maldicio
nes son también míticas y litúrgicas. W illy Schottroff, sin embargo, concluye de
sus análisis de las maldiciones en el antiguo Israel que las maldiciones no están
en modo alguno vinculadas al culto. Se las usa como medios de excluir del
clan o de la tribu a los transgresores. Posteriormente, sin embargo, la conexión
cultual se vuelve mucho más pronunciada26.
Para entender esto, sólo necesitamos recordar qué transpiran las LP. Los
enemigos de la nación están de nuevo en guerra contra Dios (por ejemplo, Sal

25. Kraus, T heology o fth e Psalms, p. 125s.


26. W illy Schottroff, D er a ltisraelitisch e F luchspruch, Neukirchen Verlag, Neukirchen-
Vluyn 1969.
mos 2, 8; 18, 47; etc.). Las LP, usando una terminología estereotipada, ponen
de relieve la autoridad universal de los reyes en Jerusalén y la opresión, paradó
jica e intolerable, del pueblo de Dios. De aquí la lamentación y la petición en
estos salmos. Se preguntan «¿por qué?»; y las más de las veces concluyen con
un juicio divino (60, 11-12). Se preguntan «¿hasta cuándo?» (74, 10; 79, 5), para
concluir reconociendo que los enemigos de la nación son azotes en la mano de
Dios. Pero la hostilidad de los instrumentos de Yhwh va regularmente más allá
de la medida de la ira divina. Las naciones hostiles se ponen en contra del Cre
ador y Señor de los pueblos; pasan, de aliados de Dios, a enemigos de Yhwh
(8, 3). A menudo se pide que Dios les castigue con la misma dureza con la que
ellos han oprimido a Israel. La culpa pasa de Israel a los que en un principio han
sido escogidos para castigar a Israel.
Siguiendo el modelo de las LP, se transfiere la situación a las LI. Se trazan
paralelos entre los enemigos de la nación y los adversarios del individuo; entre
la culpa de ambos y el que ambos necesitan arrepentirse. Israel debe arrepen
tirse, pero también ha de hacerlo el israelita suplicante. La queja contra el ene
migo es la parte más desarrollada de la lamentación. Treinta y seis salmos hablan
de un atentado contra la vida de quien se lamenta. A veces, el acento se pone
sobre los actos preparatorios hostiles: los enemigos rodean a uno, le cercan (Sal
mos 22, 13,14,17). Los enemigos no creen en Dios (14, 1); son poderosos y
ricos, están fuera del alcance del juicio de Dios (73, 3-5, 12); no es posible opo
nerse a ellos.
Como vimos antes, la difícil situación en que se encuentra el que se lamen
ta se agrava con el descubrimiento de una profunda brecha entre la historia per
sonal y la colectiva. Hay un escandaloso contraste entre el «contexto amplio» y
el «contexto íntimo». Estos contextos no sintonizan ente sí (Salmos 22, 3-6). Por
consiguiente, los «enemigos» sienten que es justo decir: ¿Cómo podría el pobre
formar parte de nosotros? Su desdicha niega la eficacia de la alianza de Dios con
nosotros. Dicen: «¿dónde está tu Dios?» (42, 11; 79, 10), y el pronombre pose
sivo en segunda persona insiste una vez más en el abismo que media entre el
supuesto Dios privado del individuo y el Dios oficial de la religión oficial.
Pero en las LI ha surgido un problema nuevo, no presente en las LP, a saber,
una duda acerca de la validez de la alianza en lo que concierne al israelita indi
vidual. El individuo en las LI siente preocupación por su situación dentro de
la comunidad de la alianza. La cuestión es saber si los términos del acuerdo entre
Dios y el pueblo son también aplicables a su caso. Pues, si es así, de acuerdo con
un parte importante de los tratados del antiguo Oriente próximo, ambos socios
se hallan en una relación de «parentesco». Están unidos como «hermanos», o
como «padre e hijo». Esta última metáfora es especialmente importante en nues
tro caso, por cuanto la invoca el suplicante en Salmos 22, lOs para describir el
tipo de relación que percibe entre Dios y él o ella: «Tú, cierto, me sacaste del
seno maternal...» (cf. la fórmula de los tratados hititas: «como hijo [dice el sobe
rano al vasallo] te tomo)27. Este vínculo de «sangre» une a las partes contra el ene
migo común: «Mi enemigo es tu enemigo y mi amigo es tu amigo»28. Este con
cepto global ilum ina la problemática de los salmos. El papel principal que
desempeñan los enemigos en las LI se entiende mejor desde el punto de vista de
una súplica implícita para que estos enemigos sean también enemigos de Dios,
cosa que en realidad son de acuerdo con los términos del contrato entre Dios y
su pueblo.
Desde esta perspectiva, es crucial el énfasis que la plegaria pone en la pri
mera persona del singular. Dios es m i Dios, no ya «nuestro» Dios o el Dios de
nuestros antepasados. Y a la inversa, no es ya nuestro Dios quien se ha olvida
do de mí, sino mi Dios, aquel en quien solía confiar y que, en cualquier cir
cunstancia, sigue siendo mi Dios. Por esto van juntas lamentación y alabanza:
«“Mi Dios” designa a la divinidad ante la cual suplica el individuo y a la que su
familia o su grupo están íntimamente o hasta exclusivamente unidos. La expre
sión indica el "Dios personal", originariamente en el culto a escala familiar en
un marco ritual propio de grupos primarios»29.
Aquel que dice «mi Dios» se pregunta cómo es posible vivir a un nivel colec
tivo en una comunión de alianza con Dios, mientras que a un nivel individual
uno se siente abandonado de Dios. Invocando el eje temporal, se pregunta, ¿hay
alguna relación entre el pasado redimido de los antepasados y el presente irre-
dento del individuo? ¿Aquel asombroso «libertador» suyo es también «mi» Dios?
¿Acaso mi desdicha refleja de alguna manera su bendición? A primera vista -que
es el punto de vista de los enemigos- no ocurre nada de todo esto. ¿Cómo pue
den el sufrimiento y la pérdida formar parte de la liberación y del éxito? De
hecho, la solución del dilema la dan la confirmación y liberación divinas de quien
sufre. Porque la situación exigía no menos que una teofanía -que queda por con
tar (véase también Isaías 41, 8-13; 14-16; Jeremías 15, 19-21)—para que se invir
tieran los términos de una demostración defendida por la teología oficial, per
fectamente lógica por lo demás.
Pero luego que la teofanía hace justicia al que padece, ha de ocurrir una de
dos: o la teofanía convence también a los «teólogos» y estos se arrepienten, o bien
se aferran a su teología en el nombre de la autoridad que les ha dado el mismo
Dios que se ha mostrado a quien se lamenta. En este último caso, los teólogos
oficiales persisten porfiadamente en ser los «enemigos, los mastines, los leones y

27. Véase E. F. Weidner, Boghazkoi-Studien = fase. 8-9 de M itteilungen d er vorderasiastisch-


aegyptischen G esellschafi, Berlín 1923, n° 2, anv. 22.
28. Véase J. Nougayrol, L epalais r o y a ld ’Ugarit, Klincksieck, París 1956, vol. 4, p. 36, lOs.
29. Gerstenberger, Psalms, P artí, p. 109. Este autor indica que la palabra ’e li (mi Dios) apa
rece sólo once veces en el Antiguo Testamento. Y añade a lo dicho: «una plegaria personal del cul
to en pequeños grupos, que se desarrolló dentro de la sociedad israelita general» (ibídem, p. 110).
los búfalos» que persiguen a aquel que, en contraposición, es el justo y el pia
doso. De forma significativa, en la reutilización que el Evangelio hace de Salmos
22, aquellos que desprecian y se mofan son los principales de entre los sacerdo
tes, escribas y ancianos: Mateo 27, 39-44; Marcos 15, 29-32; Lucas 23, 35-37.
Kraus ha llevado a cabo una cuidadosa investigación de la identidad de los
enemigos del individuo30. Son los malvados, los sin Dios, los perseguidores. Los
rasaim dicen en sus corazones: «Jamás sucumbiremos» (Salmos 10, 6). Afirman
con mentiras y malicioso chismorreo que el inocente es culpable. Desean la des
trucción del indefenso y del pobre, y ridiculizan a sus víctimas (Salmos 35).
Difunden calumnias (por ejemplo, 5, 9; 27, 12; etc.). Son miembros respetables
de la comunidad (4, 2 enmienda; 35, 10). La situación es de guerra (35, 1). Se
les compara a bestias hambrientas (22, 12s; 17, 21-22; 35, 17; etc.). Sus vícti
mas no pueden competir contra ellos, porque los justos son débiles (35, 10), vul
nerables, no son nada (22, 24; 10, 2,9; etc.). Como único recurso, se «arrojan»
éstos a los brazos de Yhwh.
De acuerdo con el estudio de Kraus, los escenarios de las fechorías de los
enemigos son dos. En primer lugar, en los tribunales, donde acusan a las vícti
mas de no cumplir la ley. En segundo lugar, en el santuario, donde se mues
tran como insidiosos guardianes de las instituciones de purificación para los
enfermos. En realidad, consideran que la culpa es la verdadera causa de la enfer
medad, y hay que expiar por ello31. Esto revela en verdad un aspecto perturba
dor de la práctica de la justicia retributiva dentro de los recintos del santua
rio32.
Existen paralelos y contrastes claros entre Salmos 22 y el libro de Job. Vemos
en ambos una conciencia de abandono comparable, aunque en Job hay una sor
prendente ausencia de la alabanza. Pero no es Job, recordémoslo, israelita. No
trata con un Dios al que pueda llamar Eli (Salmos 22, 2), Elohay (22, 3), o Yhwh
(22, 20,24,27,28,29). La problemática es otra. Job plantea el problema del sufri
miento injusto en general; es un problema universal. Salmos 22 no plantea el
problema del sufrimiento injusto. En ningún momento clama el lamentador por
su inocencia, ni llama el o la salmista mentirosos a sus acusadores. Pero en ambos
lugares somos testigos de la lucha entre el que sufre y una ideología de la retri
bución. Igual que los enemigos de Salmos 22, los «amigos» de Job están del lado
de la justicia retributiva. Otra particularidad del salmo es su escenario situado
en el templo, donde se juzgan los casos jurídicos difíciles (Deuteronomio 17, 8-
13). En presencia de los enemigos (Salmos 4), el acusado describe su situación

30. Kraus, Theology o ft h e Psalms, p. 125s.


31. Véase ibídem, p. 131, 132.
32. Véase Klaus Seybold, Das G ebet des Kranken im Alten Testament, Kohlhammer, Stutt-
gart 1973.
como una «aflicción arquetípica del olvido de Dios... en una enfermedad mor
tal», dice Kraus33.
En todo caso, con el sufrimiento privado de un individuo, nos hallamos
justo en medio de la lucha cósmica por la justicia divina. Como el o la salmista
están convencidos de la victoria definitiva de Dios, termina el himno procla
mando la victoria de Dios. Pero, antes de que el o ella puedan celebrarla, deben
reconocer y asumir la presencia del mal tanto en la vida personal del suplicante
como en la creación de Dios. En realidad, esto es lo que hace que el salmista se
lamente, no tanto el dogma o la ideología. Cierto, muchos aspectos de la exis
tencia y de la historia puede explicarse adecuada y decisivamente mediante la
causalidad. Pero cuando llegamos a la cuestión del mal, nos vemos abocados a
un dilema, porque el mal es la aporía por excelencia. Cualquier «solución defi
nitiva» a este problema supone un crimen: el inocente es tratado como culpa
ble, y los jueces se convierten en bestias hambrientas sedientas de sangre del
pobre; ellos son los enemigos del que se lamenta.
Es dudoso que podamos ir mucho más lejos en la identificación de los ene
migos en las LI. Está claro que los que acusan y quizás juzgan a los acusados
no son sus iguales. Con E. Podechard, podemos decir con confianza, no obs
tante, que son «los que están en el poder» o bien «los oficiales»; podemos com
parar Salmos 22, 19 con 1 Reyes 21, 15s (la historia de Nabot)34. Las leyes meso-
asirias (A N E T p. 183, pár. 40) proporcionan, no obstante, una información
muy incómoda. Hallamos en ellas una estipulación que arroja luz sobre Sal
mos 22, 19. De acuerdo con ella, la ropa del condenado se da al querellante o al
que arrestó al culpable35. De ser práctica corriente en Israel, se trataría para muchos
de un incentivo para cercar injustamente a alguien y acusarlo de algo. Pero, en
este caso, los poderosos jueces no serían los únicos «enemigos». Hay también
aquellos a quienes Gerstenberger llama «vecinos», añadiendo así todavía más
miseria de la que parece propia de la situación en que está el que padece (Salmos
31, 10-14; 38, 11-14; 69, 4-5; 8-13; Job 19, 13-19; 30, 1-15)36. En Sal
mos 22, 17-19, alguien es condenado y expuesto a mofa pública (cf. Isaías 53,
3). Se le ata y es perseguido por «búfalos» (=hombres poderosos; v. 13), y por un
león (= su líder; v. 14). Está a punto de perder la vida por la espada (v. 21s).
Todo esto apunta, o así me lo parece, en dirección a un abismo que se vuel
ve cada vez más profundo y que separa dos tipos de población en Israel. Estas
divisiones no se originaron, como han mostrado Morton Smith y otros, como

33. Hans-Joachim Kraus, Psalmen 1-50, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1978,


p. 294.
34. E. Podechard, Le Psautier: Traduction littérale et explication historique. Faculté catholi-
que, Lyon 1949, p. 104, 107.
35. Cf. A. A. Anderson, The NCBC: Psalms, p. 191.
36. Gerstenberger, Psalms, P a rtí, p. 111.
un fenómeno del posexilio. Nada hay sorprendente en que, antes de su des
trucción por los babilonios, hubiera en el templo de Jerusalén una tendencia pia
dosa que no se conformara a la ideología oficial establecida. A fin de cuentas,
la reiterativa insistencia de las LI sobre los poderosos enemigos que rodean al
autor de la lamentación, con quienes ni siquiera sueña enfrentarse este último,
manifiesta a las claras una brecha profunda entre las gentes que viven en los mis
mos sitios y visitan idénticos tribunales y santuarios.
Que estos enemigos sean comparados a perros, lobos, leones, búfalos y otros
animales por el estilo, mientras que en otros géneros literarios estos animales se
aplican a naciones extranjeras hostiles, muestra con cuánta seriedad hemos de
tomar la odiosa y aborrecida división en dos grupos. A menos que lo hagamos
así, la plegaria de intercesión por el enemigo por parte del Siervo doliente (o,
más tarde, de Jesús en la cruz) no deja de ser un ejercicio retórico de autocon
trol y magnanimidad. Pero el enemigo de los salmos está en las antípodas del
h a sid (el piadoso). No pertenecen ambos, en última instancia, a la misma comu
nidad. Una expresión de Salmos 22, como qahal rab, «la gran asamblea» (v. 26a),
es quizás algo ambigua; lo es menos «los que te temen» (v. 26b); y totalmente
inequívoca es la expresión «los !a n dw iim , los pobres (v. 27) o, en otros salmos,
los qehaljasidim , sadikim, yessarim, ’e bionim . Los calificativos son identificado-
res que distinguen.
En resumen, los enemigos de Salmos 22 son probablemente algo más
que sólo los enemigos personales del salmista. Quizá puede haber, en la expre
sión «la gran asamblea», un juego de palabras en el sentido de que el lamenta
dor es consciente de pertenecer a una «gran asamblea de afligidos», distinta
claro está de la Gran Asamblea de la religión oficial37. En la medida en que los
«enemigos» sostienen que ellos representan la mayoría, esta pretensión es cues
tionada. Comparten, en verdad, una ideología mayoritaria y representan la opi
nión dominante en la «gran asamblea» en Israel. Pero el suplicante recuerda que
el sufrimiento no es la suerte de unos pocos. Los privados de todo derecho cons
tituyen también una «gran congregación». Se produce una situación semejante
cuando comprobamos, con Arthur Weiser, que la cada vez mayor distancia
que hay entre el «piadoso» y el «malvado» en los salmos debe explicarse desde
la perspectiva de la ideología cultual38. «Humilde, pobre, etc.» son términos que
proceden del vocabulario cultual en relación con la majestad divina y desde la

37. En Salmos 107, 32, por ejemplo, b iq eh al ‘a m ubem oshab zekenim designa a la comu
nidad cultual. Cf. Salmos 35, 18; Éxodo 16, 3; Levítico 4, 13s,21; Números 10, 7; 15, 15; 17,
12; 20, 6; etc. Probablemente, en el mismo sentido, Salmos 22 habla de «mis hermanos». La expre
sión es inusual, pero no decisiva; aparece de nuevo en plural en 69, 9 (en paralelo con «hijos de
mi madre»); 122, 8 (uso general); 133, 1 («¡Cómo es bueno y delicioso el estar de los hermanos
en unión!»). Para Hans-J. Kraus, los «hermanos» son simplemente compañeros de culto.
38. Weiser, D ie Psalmen übersetz u n d erklart, p. 63.
situación frecuentemente recurrente del pueblo humillado por las naciones veci
nas, que necesita la ayuda de Dios. La extensión de este vocabulario a la esfera
social dentro del mismo pueblo es por ello consecuente. Surge de la certeza de
que quienes más necesitados están de ayuda han de gozar de una especial pro
tección divina.
Sin embargo, el abismo existente entre «ricos» y «pobres» no dio origen a la
constitución de dos comunidades, una situación que habría sido posible si hu
biera prevalecido el individualismo como tal. No hay en Salmos 22 ninguna pro
testa de inocencia, pero tampoco vemos expresado ahí ningún punto de vista po
lítico. Ni siquiera por la época de la composición del salmo observamos este tipo
de oposición entre dos partidos. Sin embargo, el enemigo es un fermento que
contribuye a la disolución de la comunidad. Como dice Kraus, «el sujeto no es el
“individuo hebreo” (L. Kóhler), sino “el individuo en Israel”». Esto explica por
qué el salmista usa un cuerpo de fórmulas en stock y acentúa así su «participación
en la tradición del lenguaje de la plegaria en Israel» (Salmos 22, 3-5)39.
Es posible, pues, que Rahlfs, Causse y otros que los siguen, se equivo
quen exagerando demasiado. Sólo tras el exilio y en las circunstancias que esto
supone, los hasidim/ebionim se convirtieron en un partido. No todos los salmos
han de leerse como si los hubiera compuesto esta clase de gente, incluso cuan
do emplean el término «hasidim» o cualquier otro término emparentado (con
tra Causse). Antes de ser un partido, los hasidim fueron una clase. La definición
de Kraus es inicialmente correcta: «los “pobres” son ... aquellos que gritan a Yhwh
misericordia y ayuda para conseguir justicia (Salmos 9, 18; 10, 2,8-11; 18, 27;
35, 10; 74, 19)»40. Clase religiosa y económica o partido religioso y político, fue
ron siempre la gente sin privilegios, que pedía justicia frente al establishment.
Por tanto, estoy de acuerdo con Carroll Stuhlmueller, que ve en Salmos 22
un estilo de piedad emparentado con las manifestaciones no litúrgicas del sen
timiento religioso en la primitiva historia de Israel; lo que Roland de Vaux lla
maba el período prerreligioso de la historia israelita. Stuhlmueller supone que
las lamentaciones comenzaron a recogerse «fuera de los servicios religiosos duran
te el exilio, sin templo ni lugar sagrado»41.
La sola presencia del partido verdaderamente culpable, de los arrogantes
descreídos, basta para hacer de los hasidim víctimas inocentes. En resumen, no
había necesidad alguna de decir con todas las palabras cuán malvados eran los
adversarios o cuán inocentes eran los hasidim. «Esta concepción del pobre con

39. Kraus, T heology o ft h e Psalms, p. 138, 139.


40. Ibídem, p. 151. «“Pobres” son aquellos a quienes se niega justicia... que carecen de
status social... Paradójicamente, la reclamación de derechos no se basa en lo que se “tiene”, sino en
lo que no se tiene... Es característico de la situación humana ante Dios, que halla su expresión teo
lógica en el Nuevo Testamento la doctrina de la justificación» (ibídem, p. 152-153).
41. Stuhlmueller, Psalms 1, p. 36, 38.
tiene prácticamente una reclamación legal ante Yhwh; y fue precisamente esto
lo que más tarde se convirtió en una autodenominación del piadoso ante Yhwh»42.
Durante mucho tiempo ambos antagonistas carecerían de todo tipo de «pro
grama electoral». Pero el piadoso sabía que los resa'im, «los malvados», hacían
imposible la paz (salóni) y que la destruían con sólo su actitud y sus opciones
fundamentales.
Tras el exilio, sin embargo, los salmos, entre otras escrituras, fueron releí
dos a la luz de las nuevas circunstancias de aquel tiempo. El vocabulario de
desdicha, persecución e injusticia, por un lado, junto con el de piedad, justicia
y fidelidad, por el otro lado, se reinterpretó naturalmente reflejando la nueva era
de los lectores. En caso de necesidad, se producía una corrección que ponía los
textos al día, como vemos en Salmos 22 en los últimos versículos del salmo.
De aquí que la declaración de Kraus, acerca de que «los “pobres” no represen
taban a un partido religioso en Israel» ( T heology o ft h e Psalms, p. 153), deba
tomarse con cautela. El simple hecho de que se sienta obligado a poner cons
tantemente la palabra «pobre» entre comillas ya es significativo.
Vale la pena notar que la actitud de Jesús de denuncia y condenación se de
bió, por lo menos en parte, a su oposición a los «pecadores», que se corresponden
con los «malvados», los reía ‘im, del salterio. Se trata de la misma querella interna
en tiempo de los Evangelios y en la época de las lamentaciones del piadoso en el
salterio. No ha de sorprender, por tanto, que descubramos que Salmos 22 sea un
texto citado con frecuencia en el Nuevo Testamento. Desempeña un papel cen
tral en la escena de la pasión de Cristo, cuando se nos dice que Jesús pronunció,
sobre la cruz, el versículo 2a. Maurice Goguel cree que la tradición es auténtica,
pues nadie podía imaginar en la primitiva Iglesia que Jesús fuera abandonado de
Dios43. Por ello, Salmos 22 pasa a ser una profecía seguida de su cumplimiento;
en Juan 19,23s, leemos: «Así se cumplió la Escritura [Salmos 22].» De hecho, en
el Evangelio, Salmos 22 era visto como una promesa cumplida por aconteci
mientos en los que se incorporaron tres motivos del salmo:
1. La burla del que sufre (22, 7 // Marcos 15, 29 y paralelos);
2. La mofa (v. 8 // Mateo 27, 43);
3. El reparto de las vestiduras y las suertes sobre el manto (22, 19 // Mar
cos 15, 24 y paralelos).
Como destaca Harmut Gese, el Nuevo Testamento ofrece esta más antigua
interpretación de la muerte de Jesús encumbrándola al más elevado grado de

42. Gerhard von Rad, O íd Testament Theology, vol. 1, trad. por D. M. G. Stalker, Harper
& Row, Nueva York 1962, p. 400.
43. Vemos el mismo punto en Kraus: «Este grito pertenece al recuerdo imborrable de lo
que ha ocurrido» ( Theology o ft h e Psalms, p. 188).
sufrimiento. El rescate de Jesús de la muerte llevado a efecto por Dios hace lle
gar el reino de Dios. La cena del Señor trata de la todah del Resucitado»44.
De forma parecida, Hebreos 2, 10-17 se refiere a Salmos 22, 23 como si
fuera el texto prueba de la k enosisy la glorificación del Hijo de Dios. Pero aquí
hay un elemento totalmente nuevo: Cristo dice que él vino para doxazein (glo
rificar) a Dios y no hay duda alguna de que quiere decir que lo hizo a través de
su sacrificio. Salmos 22, 23, «yo hablaré de tu nombre...» se interpreta ahora
de un modo más radical como si hubiera sido dicho en la cruz. Juan 17, 1 y 26
son inequívocos al respecto; el versículo 26 dice: «Y les he revelado tu nombre...».
De modo similar, Juan 21, 19: «Esto lo dijo para dar a entender de qué muerte
había de glorificar a Dios». Por ello, mientras que Salmos 22 mostraba el cam
bio de la lamentación en alabanza por la eliminación del mal y del sufrimien
to, ahora se llega a la alabanza por medio de la muerte, en la muerte (Juan 2;
7; 12; 13; 17; y en especial Filipenses 2, 8).
La Iglesia primitiva vio en el sufrimiento y la muerte de Cristo otro aspec
to que queda esclarecido, por ejemplo, en Mateo 8, 17. Tras mostrar que Jesús
curaba a todos los que estaban enfermos, el texto añade: «De modo que así se
cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él mismo tomó nuestras flaque
zas, y cargó con nuestras enfermedades”». Afirmar con el Nuevo Testamento que
Jesús tomó sobre sí todo el sufrimiento que padecían el pueblo y los indivi
duos en Israel significa que Cristo se identificó con todo el sufrimiento de su
pueblo, soportándolo de forma vicaria. Ambos aspectos de esta interpretación
deben ser tenidos en cuenta cuando los discípulos testifican que habían oído a
Jesús recitar «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Al citar Sal
mos 22 en la circunstancia única de la cruz, Jesús, de acuerdo con la herme
néutica de la Iglesia, no sólo enseñó la profunda interpretación del texto hebreo,
sino que proporcionó al salmo un sentido único, decisivo y último. Es éste un
ejemplo hermenéutico privilegiado de un significado añadido al texto desde el
momento de su composición. Cierto, a partir de este momento inicial, el sen
tido total del texto se encerraba ya en sus palabras, como en un joyero que habría
de ser abierto tiempo después. El sujeto de la lamentación original tenía razón,
a todas luces, de quejarse a Dios por sentirse abandonado. Su experiencia fue
completa en sí misma porque había alcanzado el fondo del abismo. Pero el sal
mista quiso compartir esta terrible experiencia con la comunidad entera y fue
por ello también capaz de unir a toda la congregación en una sucesiva alabanza
a Dios. En otros términos, la experiencia del o de la suplicante se elevó al nivel
de una experiencia común universal y, por tanto, a una experiencia susceptible
de ser elevada a su ultima expresión y cumplimiento. Como dice Westermann,

44. Harmut Gese, «Psalm 22 and the New Testament», en Z eitsch ríftfiir T h elogie u n d
Kirche, 54 (1968) 22.
«sólo porque [el salmista] había tenido experiencia de la lejanía de Dios y del
silencio de Dios pudo también experimentar su vuelta; y porque había tenido
experiencia de esta vuelta, tuvo que contarla. Lo que tuvo que contar tuvo que
potenciarlo aún más, pues Dios ha actuado»45.
El paso gigante que universaliza la lamentación se da cuando Jesús adop
ta las palabras de Salmos 22 para describir el acontecimiento del Calvario. Con
Jesús crucificado, está kerygmáticamente claro que, desde el comienzo de su his
toria, Israel ha sido un pueblo crucificado y que las palabras del que se lamenta
reflejaban realmente la identidad profunda de toda la comunidad.
Además, se aclara también que este sufrimiento posterior no ha sido en bal
de, que no ha quedado «marginado» como una simple dimensión del ser de Israel,
vuelto relativo por otras dimensiones más «aceptables». El sufrimiento vicario
de Israel no ha sido en vano. En el sufrimiento de Cristo, el sufrimiento de Israel
recibe su marca registrada, marca que a lo largo del tiempo esperó con con
fianza y seguridad. Como dice la carta a los Hebreos: «De aquí que [Jesús] tuvie
ra que ser asemejado en todo a sus hermanos, para llegar a ser sumo sacerdote
misericordioso y fiel en las relaciones con Dios, a fin de expiar los pecados del
mundo. Porque en la medida en que él mismo ha sufrido la prueba, puede
ayudar a los que ahora son probados» (2, 17-18).
Así es cómo el sufrimiento de Israel se convierte en paradigma del sufri
miento humano46. Salmos 22 mismo amplía la perspectiva individual y nacio
nal en universal al añadir los versículos 27-31: «Ante él se postrarán las fami
lias todas de las gentes... Sólo a él han de adorar los que duermen en la tierra
... los que bajan al polvo... Del Señor se hablará a futuras generaciones, y se pro
clamará su liberación a un pueblo aún no nacido, diciendo lo que ha hecho por
él» (NRSV). La invitación a los muertos a alabar a Dios se relaciona claramente
con la penosa situación inicial del salmista, que éste ha descrito como no mejor
en absoluto que la muerte misma. De modo parecido, la segunda parte del enun
ciado, la que incluye a aquellos que todavía no han nacido, alude a la evocación
anterior que el salmista hace de su nacimiento, incluso de su estado embriona
rio, cuando Dios era ya su Dios (v. 11)47. La inclusión de los muertos en el
coro de los que alaban a Dios no es necesariamente una metáfora, pues la «com

45. Westermann, The L ivingPsalms, p. 91.


46. La situación en que se encuentra Jesús pasa a ser paradigma de las penas del suplican
te que se lamenta; y su experiencia de agonía personal, de desamparo de Dios, y las mofas y ata
ques de diverso tipo de los enemigos y de los malvados nos proporcionan el ejemplo cardinal de
cómo las dimensiones de la lamentación expresan la arealidad de la experiencia humana (Miller,
In terpretin g the Psalms, p. 63).
47. De este modo, está claro que para la antropología bíblica, la alabanza de Dios comien
za antes del nacimiento y dura hasta más allá de la muerte. La existencia humana tiene de por sí
una preshistoria y una historia posterior.
André LaCocque

paración» del enfermo con el muerto es más que una comparación (más que una
«exageración oriental»). En la literatura del antiguo Oriente próximo, es sim
plemente realismo.
Pero no hay consenso sobre la interpretación de la declaración del salmis
ta. Para W. O. R. Oesterley, los muertos celebrarán a Dios en el Seol4í, mien
tras que, para E. J. Kissane, los muertos lo celebran en la persona de sus des
cendientes49. A. A. Anderson piensa en aquellos que estaban cerca de la muerte,
como en Salmos 30, 3, de modo que el versículo significaría aquí «hasta aque
llos que están a punto de dormirse en el S eolle. rendirán homenaje, y todos
aquellos que están a punto de convertirse en polvo (del mundo subterráneo)
inclinarán su rodilla ante él»50. Sea como fuere, Weiser está en lo cierto cuando
habla aquí del «cumplimiento escatológico del reino de Dios»51. Gerstenberger
incluso va más allá: «La última parte (v. 28-32) es de naturaleza escatológica, si
no incluso apocalítptica». Estos versículos, añade, «presuponen ... la vida y la
teología del posexilio tardío»52.
La ausencia de rencor pertenece a la escatologización del salmista. En
contraste con los salmos 2, 3, 5, 6, 7, 9, 10 y muchos otros, no hay aquí exi
gencia alguna de venganza. Al contrario, Weiser llama la atención sobre el ca
rácter inclusivo de una expresión usada por el salmo en la parte de acción de
gracias, como es el caso de «linaje de Israel» (v. 24). En él se incluye también a
los «enemigos»53. Es la primera vez que el enemigo se incluye en la súplica del
mediador (cf. Isaías 53, 12). «Ésta es», dice Westermann, «la más clara cone
xión que podemos ver entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los relatos
evangélicos del sufrimiento y muerte de Jesús siguen punto por punto los Can
tos del Siervo. En unos y otros el sufrimiento es vicario; en todos ellos quien
sufre es confirmado por Dios en y a través de la muerte; en ellos él intercede
por los enemigos; y, en todos ellos, hay una comunidad que cree que sufri
miento y muerte fueron por ella»54.

48. W. O. E. Oesterley, The Psalms Translated with Text-CriticalandExegeticalNotes, 2 vols.,


SPCK, Londres 1939, vol. 1, p. 181.
49. EdwardJ. Kissane, The Book o f Psalms, Newman Press, Westminster, MD 1953-1954,
vol. 1, p. 102.
50. Anderson, The NCBC: Psalms, p. 194.
51. Weiser, Die Psalmen übersetz underklart, p. 152.
52. Gersteberger, Psalms, Part I, p. 112. Esta opinión la comparte Westermann. Referente
a todos aquellos «que duermen en la tierra», dice que «sólo en los apocalipsis hallamos expresio
nes como ésta» (TheLivingPsalms, p. 90).
53. Weiser, Die Psalmen übersetz und erklart, p. 152. De modo similar, tenemos la «estir
pe de Jacob/Israel» (v. 24), que llega por lo menos hasta Jeremías. Es verdad que Anderson pue
de tener razón al situar esta expresión en paralelo con «vosotros, los que teméis al Señor» y, por
ello, cree que se refiere «al verdadero Israel y no a toda la unidad étnica» (p. 192).
54. Westermann, The Living Psalms, p. 278.
Este doble «carácter insólito»55del salmo lo abre al empleo escatológico que
de él hace Jesús. Los versículos 28-32 son exactamente la contrapartida de los
versículos 2-3. Encontramos en este salmo la lamentación, la alabanza, la afir
mación de que la desdicha se conjuga con la relación de alianza con Dios, y la
reivindicación/glorificación de una aserción de este tipo para cualquier aspecto
de la vida humana, desde antes del nacimiento (v. 11) hasta después de la muer
te (v. 32), así como para cualquier otro aspecto de la repuesta humana a Dios.
De aquí que, en su complejidad, Salmos 22 no es sólo una LI (con una clara
dependencia de las LP) y un himno de acción de gracias en su segunda parte,
sino que es también un salmo regio que celebra el reino universal de Dios56.
Como dice el versículo 28, círculos cada vez más amplios de gente le alabarán
por todos los confines de la tierra; hasta los que mueren y los ya muertos, inclui
dos los todavía no nacidos (v. 31; cf. Salmos 117)57.
El tema de todas las naciones reconociendo el reino de Dios y ensalzándole
pertenece al más amplio contexto de la doctrina de la creación divina. Es inte
resante observar que Salmos 22 alude por lo menos dos veces a Dios como cre
ador. Es el Dios creador que es también redentor/salvador. Aquí hay otro signo
de la influencia del Déutero-Isaías sobre Salmos 22. Este teología hace que el sal
mista se atreva a dar el salto de su restauración personal a los significados cós
micos de esta redención (v. 28s), como vimos anteriormente. Volvemos sobre
ello en estas observaciones finales sobre el Salmos 22 para destacar otra cuestión.
Salmos 22 es una plegaria del comienzo al fin. Hay algo engañoso en ima
ginar que el salmista oyó un oráculo reconfortante en medio de su petición. Qui
zás Begrich y Gunkel tengan razón al creer que hubo una intervención de este
tipo, pero no hay nada ex opere operato en una respuesta tan de tipo sacerdotal o
profético a la súplica. Si hay un cambio de tono entre la primera parte y la
última del salmo, como ciertamente la hay, esta transformación permanece den
tro de los límites de la súplica. Aquí, a mi entender, está el límite de la división
de Westermann entre súplica y alabanza. La alabanza sigue siendo súplica has
ta el final. Siguiendo el modelo de las LP, en las que se usa el motivo de la vic
toria divina sobre el caos para implorar a Yhwh que sea tan poderoso con los
enemigos actuales de Israel como lo fue al comienzo con los antepasados y con
las generaciones pasadas, también en las LI se pide a Dios que se muestre como

55. El término [extravagance] lo usa en este contexto E D. Miller, In terpretin g the Psalms,
p. 107.
56. Westermann dice que el v. 38 es «una clara reminiscencia de salmos que celebran el
gobierno real de Dios, Salmos 93; 95-99 ( The L iving Psalms, p. 90). Siguiendo idéntica pauta,
Bentzen y Eaton han argumentando que Salmos 22 es un salmo real con una humillación y res
tauración simbólicas del rey. Véase Aage Bentzen, K ingandM essiah, Allenson, Naperville, IL 1955;
John H. Eaton, K ingship a n d the Psalms, SCM Press, Londres 1976.
57. Cf. de Ugarit: «Sí, a aquel ante quien se inclinan todos los que duermen en la tierra».
André LaCocque

redentor que es y mostró ser en el pasado (Salmos 22, 5-6). «¡Me has respondi
do!» (v. 22c) es una verdad profunda y decisiva, pero sólo para quien cree. Es un
acto de fe, un voto de confianza en Dios, por así decir, un presente de indicati
vo proléptico. Antes de que ocurra de hecho y en la historia, ya es litúrgica y
espiritualmente verdadero58. Ya; pero todavía no: toda la fe «cristiana» está ple
namente presente en Salmos 22. Debido a la ausencia de hiato entre ambos polos,
el salmo lo recita Cristo en la cruz como si fuera verdaderamente la primera vez.

58. «No podemos exagerar, por tanto, la yuxtaposición no mediada, en la Biblia hebrea, de
la afirmación litúrgica e hímnica de la omnipotencia de Dios con la confesión de la persistencia
del mal, una confesión también ella elevada al plano lírico de la lamentación. Situar la total sobe
ranía de Dios al final de los tiempos no hace sino subrayar la disonancia existente entre la pro
clamación de la omnipotencia y la confesión del «terror de la historia»; Paul Ricoeur, «Fides Quae-
rens Intellectum: Antécédents bibliques?», en A rchivio d i Filosofía, 68 (1990) 38.
LA LAMENTACIÓN COMO PLEGARIA

PAUL RICOEUR

Pocos textos hay cuya trayectoria posterior haya tenido tanto efecto sobre
su sentido original como es el caso del Salmo 22. El uso de este versículo por el
Crucificado, según narran los evangelistas Marcos y Lucas, y la incorporación
de todo el salterio en las liturgias de la sinagoga y de los templos cristianos de
diferentes confesiones -para no hablar de su uso en el ámbito de la piedad domés
tica o personal—testifica el sorprendente poder de reactualización de estos poe
mas que proceden de la piedad hebrea.
El estilo absolutamente particular de esta actualización no hace sino llamar
nuestra atención por el aspecto de la estructura lingüística que permitió a los sal
mos en general, y al salmo que hemos escogido en particular, perpetuarse con
un extraordinario vigor. Por lo que se refiere al «gran grito» de Jesús en la cruz,
es digno de ser notado que no se reduce a la «cita» de un solo versículo, como
sucede en muchos otros casos en que el Nuevo Testamento toma textos de la
Biblia hebrea, en especial para mostrar que las antiguas Escrituras se «cumplie
ron» en el acontecimiento de Cristo. No se trata de una conexión hecha por el
narrador, sino más bien de una nueva actualización de las mismas palabras, hecha
por el personaje central de los relatos de la Pasión. Jesús agonizante envuelve
su sufrimiento con las palabras del salmo, que él reviste, por así decir, desde den
tro. El uso litúrgico del Salterio a lo largo de milenios no elude las reglas de la
«citación». Descansa sobre la repetición del mismo tipo de actos lenguaje en una
práctica análoga al culto comunitario o privado, que encuentra su expresión ori
ginal en las plegarias de los salmos.
Por consiguiente, es el modo del todo original de esta perpetuación actua-
lizadora lo que nos invita a buscar en la composición poética del salmo una de
las condiciones de su reactualización en plegaria posterior.
Los salmos son ante todo poemas que elevan al rango de habla y de escri
tura y, finalmente, de texto momentos fundamentales de la experiencia religio
sa. Debemos partir, por tanto, del vínculo original que une experiencia y len
guaje. Podemos, ciertamente, hablar de experiencia religiosa para caracterizar
actitudes ante lo divino tan distintas como son un sentimiento de dependencia
absoluta, la experiencia de una confianza sin límites, la preocupación por el
destino último y la conciencia de pertenecer a una economía del don que pre
cede a todo movimiento humano de caridad. Con todo, estos sentimientos se
rían informes si no se articularan mediante el lenguaje. Y en este sentido, la ple
garia es el más primitivo y original acto de lenguaje que da forma a la
experiencia religiosa. Si, con William James, distinguimos entre diversas «varie
dades de la experiencia religiosa», diremos que son las distintas formas de ple
garia lo que, en cada caso, las reviste de la carne de las palabras. La plegaria de
la lamentación será, me atrevo a decir, una forma privilegiada de plegaria. Has
ta podemos correr el riego de decir que, si hay una manera de expresar la expe
riencia religiosa más allá de toda teología y de toda especulación, ésta es me
diante la plegaria.
Es verdad que la Biblia reconoce otras maneras de «nombrar a Dios». Las
Escrituras hebreas se dividen en la Torá, los profetas y otros escritos. Si, dentro
de la Torá, distinguimos entre relatos y leyes, ninguno de estos escritos, como
tal, consiste en dirigirse a Dios, que es lo que la plegaria hace. Dios es el gran
«actante», cuyas proezas cuenta el relato. Dios es también el legislador que hace
saber a los seres humanos en primera persona lo que la ley aplica a la segunda
persona: «No matarás». Los profetas hablan en primera persona en el nombre
de otro que, por boca de ellos, habla también en primera persona y el cual se
dirige a los seres humanos interpelados en segunda persona, como hace la ley. Y
por lo que se refiere a los escritos sapienciales, el núcleo de lo que constituye el
grupo de los «otros escritos», hablan más bien de Dios que a Dios, aun cuando
a veces dan a la sabiduría la autoridad de la palabra de Dios o a las preguntas
del sabio la forma de una oración dirigida a Dios. En este aspecto, veremos lue
go que el ¿por qué? de los salmos de lamentación es contiguo al ¿por qué? que la
sabiduría dirige a Dios. Pero veremos también la frontera que separa un porqué
lanzado entre los límites de la plegaria de un porqué que se libera de este marco
y entra en el campo de gravitación de la especulación que gira en torno a Dios.
En la medida en que la pregunta permanece incluida dentro de los límites de
una súplica a Dios, mantiene un aspecto más «existencial» que especulativo o,
podríamos decir, continúa surgiendo de la práctica del culto, sea éste público o
privado.
Por tanto, si queremos distinguir la plegaria de otras formas en que se «nom
bra» a Dios en la Biblia, diremos que aquélla se lleva a cabo a través de un acto
de habla, que consiste en un sujeto que ora que dice «yo», dirigiendo la palabra
a Dios en cuanto supremo «tú». En este sentido, aunque la plegaria sola no
distingue el monoteísmo del politeísmo, sí que ocurre únicamente en una reli
gión en la que el Dios, a quien va dirigida, es reconocido, si no en cuanto per
sona, por lo menos como no menor que una persona. En la Biblia hebrea, y lue
go para los escritores del Nuevo Testamento, la plegaria va dirigida a quien,
incluso antes de que el creyente se le dirija, ha declarado al creyente: «Oye, Israel,
el Señor nuestro Dios es sólo Yhwh».
Es momento de situar el género de la plegaria de la lamentación dentro de
una tipología general de la plegaria hebrea. Igual que André LaCocque, adop
taré también yo, sin preocuparme demasiado por sus límites, la clasificación de
los salmos establecida por Hermann Gunkel, y asumida y depurada por Claus
Westermann y Hans-Joachim Kraus1. Se fundamenta, como es sabido, en la opo
sición polar entre lamentación y alabanza y continúa con la distinción entre
lamentación individual y lamentación del pueblo (lamentación colectiva). De
este modo, Salmos 22 encuentra su sitio entre los salmos de lamentación. Esta
clasificación constituye una guía útil para orientarnos dentro de la tipología de
las formas (G attungen) de los salmos. Sin embargo, lo que a mi entender es
más importante no está en la clasificación, sino en el carácter perturbador, para
dójico y casi escandaloso de la plegaria de lamentación. O, para decirlo mejor,
de la «lamentación como plegaria», asumiendo el adecuado título de un libro de
Ottmar Fuchs, D ie K lage ais G ebet1. Si queremos respetar el llamativo carácter

1. La obra de Hermann Gunkel, E in leitu n gin d ie Psalmen (1933), supone un importante


paso en la exégesis de los salmos. Las divisiones que propone este autor se fundan en (1) el vínculo
con una ocasión de devoción específica, principalmente el culto; (2) el tipo de pensamientos y sen
timientos expresados; y (3) la estructura verbal. Claus Westermann adopta la tipología de Gunkel y
la depura ulteriormente en Lob u n d K lage in den Psalmen (Vandenhoeck & Ruprecht, 1977).
Superpone a la tipología de Gunkel algo así como una especie de estructura transversal que consiste
en una tríada: tú (Dios)-yo (el que ora)-el Otro (los enemigos en el caso de la lamentación y la con
gregación de «pobres» y «piadosos» en el caso del salmo de alabanza). Considerando los salmos de
lamentación desde un punto de vista diacrónico, Westermann insiste en la represión de la lamenta
ción en provecho de la súplica y la penitencia bajo la influencia de la ideología de los profetas, y par
ticularmente de la del deuteronomista. Esta desaparición posterior propicia la aparición de otra trí
ada, del tipo de la que podemos observar en S alm os 22, entre lamentación {Klage), súplica (Bitte) y
promesa de alabanza (Lobegelübde). Hans-Joachim Kraus, (Psalmen 1-50, Neukirchener Verlag,
Neukirchen-Vluyn 1978) relativiza también las distinciones de Gunkel. Por ejemplo, a la pregunta,
¿quién se lamenta?, tenemos que replicar que, dentro del ámbito de cultura a que pertenecían los es
critores bíblicos, nunca se considera al individuo aisladamente. De aquí que, incluso los «enemi
gos» del individuo son pese a todo miembros, esto es, grupos de individuos dentro de la comuni
dad. Ante todo, la lamentación es casi siempre sólo uno de los dos focos de un salmo globalmente
considerado; la alabanza constituye el otro foco principal. Por último, la reflexión crítica siempre
insiste en que el tema y la forma han de ser tenidos en cuenta j untos y a la vez.
2. Debo a Ottmar Fuchs (D ie K lage ais Gebet. Eine theologische B esinnung am B eispiel des
Psalms 22, Kosel Verlag, Múnich 1982), -io sólo el título de este capítulo, sino también la aten
ción que dedico por mi parte a los aspectos estructurales del poema. Fuchs vincula expresamen
te estas características a lo que él llama la «textualización» ( Vertextung) de los sentimientos que se
expresan. A su vez, estas características son responsables de la capacidad que pueda tener la forma
verbal de ser reactualizada en la plegaria contemporánea judía y cristiana -¡incluso después de Aus-
chwitz! Esta conexión entre el carácter casi in tem pora l del modelo y la capacidad generativa que
el poema desarrolla en la práctica de la plegaria constituye la tesis principal que Fuchs propone
sobre una teología renovada de la práctica de la plegaria.
de este título, no resulta indiferente la terminología que vayamos a emplear. La
traducción del alemán K lage por lam entation en francés y por lam entación en
castellano no capta la provocadora cercanía en alemán entre Klage (lamentación)
y Anklage (acusación). De hecho, pronto deberemos hacer frente al enigma de
una lamentación que sigue siendo, para todos los que se acogen a ella, una invo
cación, pero que da una forma interrogativa a su lamentación, que se atreve a
hablar del sufrimiento como de un «estar desamparado por Dios», y que llega,
pese a todo, con hechuras de poema a las cimas de la alabanza, gracias a un cam
bio completo no menos enigmático que el momento inaugural de la lamenta
ción misma.
Hablamos de una vía «con hechuras de poema». De hecho, es la forma de
poema lo que debemos interrogar para identificar las características lingüísticas
y escripturísticas que hicieron posible que el Salterio, como un todo, y Salmos
22 en particular, pudieran ser «reescritos» y, como dije anteriormente, «reactua-
lizados» en nuevos contextos.

Es t r u c t u r a y se n t id o

Hay que hacer un comentario metodológico antes de iniciar nuestra inves


tigación. Debido a su carácter estructural, esta investigación parece orientarse
en una dirección opuesta a la del método histórico-crítico, base del planteamiento
hecho por André LaCocque. En vez de poner el acento en el Sitz im Leben de
los salmos dentro del culto o entre otras prácticas concretas, el análisis literario
va en busca de una constante suprahistórica, susceptible de ser aislada de las con
diciones históricas de su primera aparición y de ser reinstalada en nuevos
contextos vitales3.
Sin negar esta diferencia en la orientación, quisiera destacar ya el carácter
complementario de ambos planteamientos metodológicos. En realidad, sólo el
conocimiento de las circunstancias en que se produjo y compuso un texto nos
permite, por comparación y contraste, identificar los rasgos susceptibles de con
tribuir a lo que podemos denominar la descontextualización del mensaje y su
recontextualización en un marco distinto del marco original.
Todas estas características, como veremos, tienen que ver con el status
textual que adquirió el salmo. Dicho con mayor precisión, sólo en calidad de
poema escrito, el salmo, considerado en términos de su estado final de redac

3. André LaCocque resume la discusión abierta por Gunkel sobre la localización de los sal
mos de lamentación individual en el ámbito del culto y se refiere también a la cuestión de su fecha.
Aborda, además, los problemas de identificación de los protagonistas al preguntarse quiénes
eran los «enemigos» y los «pobres».
ción y de su marco canónico, ha podido llegar hasta nosotros en la condición de
poder ser insertado, también hoy, en nuestra práctica de la oración. Este rasgo
general de textualización poética conlleva un sentido especial en el caso de obras
literarias, como los salmos, que expresan sentimientos, sobre todo si esos senti
mientos hacen referencia al sufrimiento, a la angustia y al desamparo, como es
el caso de los salmos de lamentación. En primer lugar, el lenguaje tuvo que dar
expresión articulada a lo que podría haber sido sólo gritos, lágrimas y suspiros.
Luego, la escritura —la escritura compuesta según los cánones de la poética hebrea-
tuvo que elevar este discurso al rango de un texto que fuera capaz de ser memo-
rizado, recitado y cantado4. En este sentido, no caen lejanos los tiempos en que,
por razones de gusto romántico, se ensalzó la expresión espontánea de un alma
religiosa en los salmos. Lo sorprendente, sin embargo, es que la composición
poética hubiera intentado fijar y preservar esa espontaneidad emocional, y que
lo hiciera ejemplarmente y de un modo comunicable, «fuera de su propio con
texto».
Necesitamos conocer los procedimientos responsables de esta poetización
de la lamentación a fin de hacerlos más explícitos. El primero de ellos se presenta
en el plano del léxico, en la elección de términos empleados para hablar de sufri
miento. Consiste en una eliminación concertada de las marcas individualizado-
ras del sufrimiento que se expresa. Es difícil ser preciso si el que padece está enfer
mo, se encuentra cercano a la muerte, o ignora quién es exactamente el que le
persigue. Es proeza del lenguaje poético conservar suficientes indicaciones
concretas para mantener la lamentación en el horizonte de una experiencia indi
vidual y, gracias a una calculada indeterminación, elevar la expresión de sufri
miento al rango de paradigma. Este efecto estilístico corrobora la opinión de
muchos exegetas para quienes los poemas que leemos sirven como formularios
disponibles en un ámbito cultual para expresar lamentaciones individuales de
distinto tipo. Esta interacción entre singularización y generalización afecta a la
personalidad de quien hace la plegaria tanto como su sufrimiento. Palabras como
«yo», «mi», «tú» y «tuyos» pierden su función deíctica, consistente en designar a
un individuo particular. En este sentido, uno de los efectos más extremos del
estilo poético es transformar el «yo» en un lugar vacío, susceptible de ser ocu
pado en cada caso distinto por un lector o un oyente distinto que, siguiendo al

4. Kraus destaca la tensión existente entre el carácter concreto de la situación de angustia y


el efecto de ritualización verbal producido por la expresión poética. Aunque las acusaciones y los
pensamientos que afligen al suplicante presentan una cierta definición, es difícil identificar a
los individuos y grupos designados como «enemigos». En este sentido, todas las posibilidades desig
nadas son lugares vacíos susceptibles de ser llenados por varias clases de individuos o grupos. Pare
cida atención a la función lingüística puede verse en John S. Kselman, «Why Have You Abando-
ned Me? A Rethorical Study of Psalm 22», en Art a n d M ea n in g in B iblical Literature, ed. por David
J. A. Clines, David M. Gunn y Alan J. Hauser, JSOT Press, Scheffield 1982, p. 172-198.
poeta, pueda decir: «Dios mío, Dios mío» (véanse los comentarios de André
LaCocque sobre este posesivo, antes, en p. 209-210). Ésta es la razón de que,
digamos de pasada, tantas discusiones referentes a la personalidad de quién
eleva la plegaria, en particular las provocadas por la Escuela Escandinava y por
los defensores de la teoría de la ideología regia, pierdan su relevancia con sólo
atender al proceso de poetización que afecta a la posición del sujeto del sufri
miento. Es momento ahora de volver a nuestro comentario inicial sobre el méto
do. En la medida en que el método histórico-crítico permita a veces que iden
tifiquemos el status del supuesto emisor de la lamentación, puede el análisis
textual dar cuenta, a su vez, del hiato poético que confiere una especie de ejem-
plaridad al sufrimiento del suplicante5.
En el caso de Salmos 22, esta poetización de las expresiones de sufrimien
to toma un giro extraordinario, que es el origen de toda la problemática teoló
gica del salmo de lamentación. Pasando de la singularidad a la ejemplaridad, el
sufrimiento alcanza su máxima radicalización con la expresión «desamparado
por Dios». Los exegetas hablan, por lo que a esto se refiere, de U rleiden des
Gottesverlassenheit [el sufrimiento del desamparo de Dios]6. No hay ninguna des
cripción clínica de este sufrimiento sin comparación posible, que André LaCoc
que define como privación de salom. Esta dimensión del sufrimiento se revela
sólo al suplicante que pone su desgracia ante Dios. Para él, sufrir ante Dios es
sufrir por la propia mano de Dios, es considerarse como la víctima que Dios
ha sacrificado. Uno de los procedimientos literarios puestos al servicio de esta
universalización y radicalización consiste en el recurso a metáforas que, de algún
modo, eliminan la singularidad del sufrimiento incluso cuando adoptan un giro
paroxístico. Inspirándose sobre todo en el bestiario de la ferocidad, el poeta evo
ca directamente la virulencia espiritual del sufrimiento primordial, el de haber
sido abandonado de Dios. Lo mismo puede decirse de la expresión «pobres» del
versículo 25, cuyas raíces históricas y cuya carga simbólica expone André LaCoc
que. Figura en oposición al tema del «enemigo», que plantea un problema para
lelo de identificación y generalización7. Con todo, queda la cuestión de que la
metaforización opera en dirección opuesta a la búsqueda de identidad legítima
mente emprendida por el exegeta crítico.

5. Pese a que Kraus recalca el Scharfe Profile de la persona que sufre en Salmos 22, pone el
acento en el aspecto «arquetípico» de la aflicción que él llama Urleiden {Psalmen 1-50, p. 324).
6. No es generalidad, dice Kraus, sino radicalidad del sufrimiento lo que significa el tema
del «desamparado de Dios». Incluso pone su comentario sobre el Salmo 22 bajo el título de: «Aus
der Gottesverlassenheit erretet» [salvado del abandono de Dios] (Psalmen 1-50, p. 320). Fuchs,
por su parte, propone la expresión «Urleiden der Gottesverlassenheit» [el sufrimiento primordial
del abandono de Dios],
7. LaCocque habla largo y tendido del estudio que Hans-J. Kraus dedica a la identificación
de los enemigos del individuo en cuestión y propone su propia solución al problema.
El segundo procedimiento poético tiene que ver con la composición del
poema. Tiene que ver, más que el anterior, con la textualización del salmo. La
exégesis crítica ha destacado a menudo que el salmo propone en su redacción
final —y quizás en sus formas literarias más antiguas—el enigma de un aparen
temente súbito e injustificado cambio de la lamentación que pasa a ser alaban
za. Es ésta justamente la transformación que debemos trasponer aún más del pla
no estructural al espiritual, esto es, al teológico. El momento exacto del cambio
lo sitúan de forma muy distintas los diversos autores. André LaCocque apunta
a su anticipación en la «cláusula adversativa» (el «pero» del versículo 3), que se
reitera en el versículo 20. Quienes traducen el versículo 23b como «has escu
chado mi lamentación» lo localizan precisamente a este nivel8. Algunos lo ven
en la marca de un «oráculo de salvación», eventualmente pronunciado por un
sacerdote o un personaje profético en la forma: «No temas...Yo estoy contigo»9.
La discusión que surge de esta explicación encuentra perfecto acomodo en una
investigación de tipo histórico-crítico. Pero pierde su importancia en un análi
sis literario que sólo tiene en cuenta aquellos rasgos que pueden localizarse en el
texto mismo y que, por tanto, ignoran el acontecimiento extratextual, incluso
aquel que puede haber ocurrido por una palabra oracular pronunciada en algún
escenario cultual. Con todo, ambos planteamientos concuerdan una vez más, si
tomamos la ausencia de una sentencia oracular de este tipo como rasgo de la tex-
tualidad. Esta ausencia puede luego incluirse entre los procedimientos que «des-
ingularizan» la expresión del sufrimiento descrita anteriormente. Igual como el
«yo» poético está abierto a cualquiera que se diga «yo», el cambio intratextual se
ofrece a cualquier suplicante invitado a transitar por la senda que va de la lamen
tación a la alabanza. De este modo, el cambio poético indicado también se vuel
ve paradigmático. De aquí que la tarea del análisis literario sea mostrar por medio
de qué artificios ha llegado a construirse en y a través del texto. Si hacemos esto,
vemos que toda la dinámica del texto ha de ser vista desde un punto de vista más
o menos dramatúrgico.
Como todo exegeta ha observado10, este cambio radical está de alguna mane
ra anticipado en la formulación paradójica de la lamentación. Por un lado, la

8. Para el versículo 21b, Kraus adopta la traducción: «Tú me has oído» y no «mi [pobre]
alma» (como en la Biblia de Jerusalén). O. Fuchs ve también en el versículo 22b, que traduce como
Du has m ir erhort [tú me has oído], el núcleo del drama ejemplar que estructura Salmos 22. El clí
max de la lamentación y el sello calificativo indicativo de una confianza nuevamente ganada coin
ciden en este punto.
9. Véase Joachim Berich, «Das priesterlische Heilsorakel», en Z eitsch riftfü r alttestam entli-
ch e Wissenschaft, 52 6(1934) 81-92.
10. Hans-J. Kraus insiste de un modo especial en la paradoja de una lamentación que es
también una invocación. Debido precisamente a esta paradoja puede el Crucificado, dice, «reves
tirse con las palabras de los Salmos».
lamentación se acerca mucho a una acusación; por el otro lado, se mantiene den
tro de los límites de la invocación y de la plegaria, en la medida en que se diri
ge Dios. La paradoja se agudiza por lo que podemos llamar la «actitud de pre
guntar». Preguntando «¿por qué?» el Urleiden de sentirse «desamparado de Dios»
se dirige a Dios.
Luego viene el papel desempeñado, en el plano de la construcción poéti
ca, por los dos episodios de conmemoración. En primer lugar, hay el recuerdo
de los actos de salvación que procede de la tradición (v. 4-6), luego viene la evo
cación nostálgica de la solicitud materna, cuando tiempo ha el suplicante se sen
tía «en los brazos de Dios» (v. 10-12). Hay, en otras palabras, una doble asimi
lación de la salvación personal y de la histórica a la idea de un acto de creación:
¡la creación de un pueblo, la creación del individuo abatido! Esta doble con
memoración produce dos efectos contrarios. Por un lado, por un efecto de contras
te, el sufrimiento actual parece ser aún más intolerable. Éste es el efecto predo
minante. Pero, por otro lado, no ha de ser en vano que deba evocarse un pasado
tan distante, tiempo en que todavía no se había conseguido confiar en Dios. Por
que de este modo sugiere que una confianza ganada de nuevo debe en última
instancia anclarse en el recuerdo de lo inmemorial. Sin duda alguna, por esto
observa André LaCocque que «la lamentación pertenece a la liturgia, es decir,
tanto a esta historia reducida a su núcleo sacro y a su actualización ritual del pasa
do, ... como a su prolepsis, su anticipación del futuro».
Tenemos que tomar en cuenta también el punto de unión que la súplica
(Bitte, petición) propiamente hablando desempeña entre la lamentación y la ala
banza11. Westermann enfatiza con fuerza la estructura triádica: lamentación-
súplica-alabanza. Según este autor, esta triple estructura padece una profunda
alteración en los últimos salmos, hasta el punto de que la lamentación, consi
derada como fuera de lugar en una teología en la que se pone el acento en
la penitencia, tiende a quedar reabsorbida en la súplica. El papel mediador de la
súplica descansa por ello en el hecho de que, bajo la forma de «súplica negativa»
(«no te alejes de mí»), prolonga todavía la lamentación, mientras que la fuerza
de la invocación, subyacente en la súplica, la mantiene en la perspectiva de refun-
dar la confianza en Dios.
Por último, ¿debemos dar importancia a las sutilezas léxicas y gramaticales
con las que el poeta expresa la alabanza en la última parte del salmo? El momen
to de la alabanza se introduce como una «promesa de alabanza» (Lobegelübde).

11. Cf. antes, nota 1 sobre el énfasis puesto por W estermann en esta distinción. Este
autor destaca también, como contrapunto, la prolongación de la lamentación en la «súplica nega
tiva»: «Pero tú, o YHWH, no te alejes de mí». Fuchs intenta con sumo cuidado preservar la dife
rencia de significado entre lamentación y súplica y asume como establecida la tesis de Wester
mann, según el cual la reabsorción de la lamentación en súplica es una característica de los últimos
salmos, en los que se repudia la audacia de la lamentación/acusación.
Además, el poeta se aprovecha de la conexión instituida entre el futuro de la
intención y el presente imperativo dirigido hacia sí mismo y hacia la comuni
dad refundada.
En suma, podemos afirmar que, mediante su arte de componer, el poeta
ha conseguido tanto salvaguardar la sorpresa del cambio de la lamentación en
alabanza como en construir esta última como un efecto de la progresión gene
ral del poema. Por último, no debemos hablar tanto de una tensión entre lamen
tación y alabanza como de una mutua imbricación. La alabanza ya se anuncia
en la invocación inicial, y la lamentación se mantiene, sin quedar suprimida, en
la alabanza final. En este sentido, podemos decir, con André LaCocque, que la
transmutación en alabanza permanece dentro de los límites de la lamentación.
«Aquí», añade, «está el límite de la división propuesta por Westermann entre
lamentación y alabanza. La alabanza sigue siendo lamentación hasta el final»12.
Sin embargo, falta todavía algo importante en nuestro análisis de la estruc
tura literaria del poema, a saber, tomar en consideración la misma polaridad
sobre la que se construye el poema y el dinamismo que esta polaridad impone
en su composición. Esta polaridad conlleva un cierto carácter de violencia, pro
cedente del contraste extremo que el poema establece entre las expresiones de
emociones igualmente extremas. «La vida», observa André LaCocque, «es vivi
da entre los dos polos de la lamentación y la alabanza». «Está claro -añade—que
el suplicante se ve envuelto en una lucha interna entre estos dos sentimientos
conflictivos». Lo que hemos caracterizado como el U rleiden de sentirse «des
amparado de Dios» es, en verdad, extremo. Es extremo en relación con cada una
de las aflicciones destacadas por el poema. El procedimiento literario que utili
za el poema para comunicar estas expresiones extremas procede de la hipérbole.
A esta hipérbole pueden vincularse los procedimientos antes mencionados:
atenuación de las descripciones singularizadoras, metaforización de las figuras
de la ficción, radicalización de las expresiones de un dolor puesto a las puertas de
la muerte. Todas estas características llevan hacia la hipérbole, la figura esti
lística más apropiada para la expresión de extremos. Entre esta hipérbole y el
Urleiden de sentirse «desamparado de Dios», hay una congruencia perfecta. Si
el Urleiden no consiste en una aflicción particular, en una aflicción suplemen
taria, si no es más que el sentimiento religioso que el poema asigna a todo sufri
miento excesivo, las expresiones de por sí excesivas son las que resultan más ade
cuadas para expresarlo. Con todo, la alabanza en que se convierte la lamentación

12. O. Fuchs subraya el carácter dramático del cambio producido por el salmo. Es dra
mático en el sentido de que este cambio radical afecta a los tres protagonistas que distingue
Westermann: Dios (tú), el que hace la plegaria (yo) y el otro (el enemigo-amigo). Dicho con mayor
precisión, lo que se dramatiza son los vínculos entre ellos. Lo que Fuchs llama, partiendo de ahí,
la dramaturgia del salmo constituye la «estructura textual profunda», que el autor pretende libe
rar antes de proyectarla en la historia de la recepción.
consiste nada menos que en una extrema manifestación de sentimiento. Del abis
mo a la cumbre, podríamos decir. De aquí que, una vez más, podamos situar
la expresión de alabanza -o de la promesa de alabanza-, en Salmos 22, bajo el
signo de la figura estilística de la hipérbole. Así, los «enemigos» denunciados por
la lamentación se convierten, bajo la figura de los «pobres», en los amigos de la
comunidad redescubierta. El exceso de satisfacción («los pobres comerán hasta
saciarse», v. 27) se corresponde con el exceso de la queja13.
Interpretados a la luz de esta retórica de la hipérbole, dos aspectos de nues
tro salmo, que se hallan en los versículos 28-32, reciben sentido en los términos
del marco de la composición literaria del salmo en su redacción final. Los exe-
getas, sin duda con toda razón, ven en ellos los efectos de un ajuste tardío ins
pirado por las tendencias escatológicas del período en cuestión. Con todo, si
estas adiciones pudieron ser hechas sin causar violencia a la orientación general
del salmo, ¿no fue porque concordaban con el giro hiperbólico de la alabanza
que ya debía encontrarse allí? André LaCocque habla, a este respecto y siguien
do a P. D. Miller, de un doble carácter insólito. Pone también de relieve la fun
ción universalizadora de estos versos en relación con la perspectiva individual y
nacional del salmo. Además, la ausencia de todo espíritu de venganza en estos
versos finales confirma la escatologización del salmo. Todos los pueblos, se
dice en él, se unirán en la alabanza y ni siquiera los muertos quedarán excluidos
de un júbilo que, para ser universal, ha de ser total y eterno. Tampoco parece
necesario buscar aquí una doctrina dogmática sobre el destino de los muertos
—enseñanza que apenas concuerda con las creencias generales de los hebreos- en
este reclutamiento de los muertos en una alabanza extendida hasta los límites de
la geografía y de la historia de todo pueblo. Pues, ¿qué otros júbilos que no
fueran el que incluye a todas las naciones y que reúne al vivo con el muerto podí
an ser tan profundos como profundo es el abismo en que se siente arrojado el
suplicante «abandonado de Dios»?
Con todo, es preciso que interpretemos este Urleiden como un theologou-
m enon, en la medida en que es un tema que puede recibir no sólo un sentido
antropológico, sino también un sentido teológico.

13. Mis comentarios sobre el carácter hiperbólico del salmo van a la par de los de Ellen F.
Davis, «Exploding the Limits: Form and Function in Psalm 22», en Jo u rn a lfo r the Study o fth e Oíd
Testament, 53 (1992) 93-105. La autora subraya el carácter esencialmente sorprendente o «sub
versivo» del lenguaje poético en general. Su exégesis de Salmos 22 esclarece los rasgos irónicos
(como: la evocación del Altísimo «confortable aunque precariamente basada en antiguas alaban
zas se vuelve tan ligera y frágil como el polvo, incluso cuando los labios de los piadosos salmistas
gritan ayuda» [p. 97]. En resumen, el salmo reúne dos rarezas, la de la lamentación y la de la ala
banza. Para concluir, Davis ve el salmo en su conjunto como atravesado por un proceso de «resim
bolización», gracias al cual el tema del salmo como un todo consiste en la «posibilidad de la efi
cacia y la necesidad de orar a Dios in extremis (p. 96).
¿H a c ia q u é t e o l o g ía ?

Se dice habitualmente que los Salmos, a diferencia de los escritos sapiencia


les (y también de la enseñanza dispensada por la Torá y la proclamación de los
profetas) no hacen afirmaciones sobre ningún tipo de doctrinas dogmáticas acer
ca de la naturaleza divina, la creación, el curso de la historia o, por último y sobre
todo, acerca del origen del mal. Esta afirmación es verdadera hasta cierto punto.
Ciertamente, el cambio de la lamentación en promesa de alabanza no está moti
vado, como ya queda dicho, en el texto del salmo. Y aunque admitamos la inter
vención en algún momento del elemento extratextual del oráculo profético en la
forma del «no temas», esta expresión no debería ser en sí misma un enunciado
dogmático sobre Dios, sino en el mejor de los casos una palabra de confortación
proveniente de Dios. En este sentido, el poema en su conjunto transcurre dentro
de los límites de una presupuesta relación existencial («¡Dios mío, Dios mío!»),
cuya crisis presenta. Se ha dicho incluso que el salmo, del comienzo al fin, es un
poema de confianza en Dios, una confianza que se ve amenazada y luego ganada
de nuevo. Esta confianza, se añade con razón, es un movimiento del corazón, no
una razón especulativa. Lo que el poema reconstruye es un movimiento de con
fianza p ese a todo, una promesa de alabanza p ese a...
Todo esto es cierto. Un salmo no es un escrito sapiencial. En expresión de
André LaCocque, «Las LI no son un texto sapiencial. No hay teorización sobre el
sufrimiento humano, sus causas, su sentido o su falta de sentido, o sobre sus con
secuencias». Dicho esto, es apropiado recordar nuestra primera reflexión sobre la
expresión «desamparado de Dios». Impone un sello teológico a todo sufrimien
to. Todo sufrimiento se designa así no sólo como un sufrimiento ante Dios, sino
realmente como un sufrimiento debido a Dios. Es a nivel de este Urleiden donde
surgen las preguntas de «¿por qué?» y «¿hasta cuándo». La expresión «desampara
do de Dios» no se limita a recoger todos los sufrimientos en un sufrimiento ar-
quetípico, más bien los orienta todos hacia una pregunta, convirtiendo el salmo
en una «lamentación interrogativa». ¿Cómo podríamos, pues, dejar de tratar del
contenido de esta pregunta a modo de theologoum enon, que no es más que el sen
tido y la razón de este U rleiden?
Aunque la lamentación interrogativa no produce directamente una teolo
gía, en cuanto también ella sigue siendo una plegaria que, como tal, no forma
parte de ninguna especulación, podemos preguntarnos si la expresión «desampa
rado de Dios» no pertenece justamente a un campo teológico privilegiado por las
Escrituras hebreas, y si no recibe, del hecho de estar incluida en su ámbito, un
significado que el género del salmo no deja que el mismo salmo haga explícito.
Claus Westermann, al considerar el «papel de la lamentación en la teología
del Antiguo Testamento», se vuelve directamente hacia la teología de la historia
que se despliega en la Torá y los profetas14. Esta teología de la historia, resumida
en el conocido credo de Deuteronomio 26 (según von Rad) y la secuencia pre
sentada en Éxodo 1-15, se construye sobre el relato de las actos de liberación que
ponen fin a las situaciones de aflicción. En este sentido los acontecimientos in
cluyen «intercambios verbales entre Dios y los seres humanos». El marco de an
gustia, súplica, respuesta («El Señor ha escuchado...»), liberación y gritos de re
conocimiento constituye tanto las interconexiones subyacentes de una teología
de la historia como el ámbito apropiado para dos tipos de actos de habla, sobre
cuya polaridad se construyen los salmos: la lamentación y la alabanza. André
LaCocque confirma este punto de vista: «El lugar de la lamentación en la teolo
gía del Antiguo Testamento ha de verse en el contexto de la liberación, también
ella modelada según el arquetipo de la salvación de Egipto».
Esta manera de enmarcar los movimientos del corazón, convertidos en len
guaje y escritura por los salmos, da razón de los rasgos estructurales destacados
antes: el cambio de lamentación en alabanza, la tríada Dios-suplicante-enemi-
gos, el paso de la lamentación individual a una lamentación del pueblo. Por últi
mo, y este corolario final no es el de menor importancia, esta teología envolvente
basta para sugerir el tema de la inescrutabilidad divina ( Verborgenheit Gottes).
Que Dios abandone a su pueblo entregándolo a los enemigos o que lo libere
de ellos, los planes divinos permanecen inexplicables e insondables. Por esto la
teología de la historia no se basta por sí misma para transmitir la Palabra de Dios
y por esto mismo estimula una Palabra de Dios que el salmo solamente articula.
La marco de una reflexión así es ciertamente el adecuado. La única teología
que produjo Israel es una teología de la historia, que, según de nuevo la perspicaz
justificación de von Rad, se organiza en dos puntos focales, narración y profecía.
Pero, una vez determinado este marco general, hay que estar atentos a las distin
tas maneras en que esta teología de la historia concede a los gritos de angustia
una importancia que es proporcional a la que da al tema de la liberación.
Los profetas imprimieron al tema del creyente abandonado de Dios una
interpretación que puede ser considerada la línea dominante en la teología de la
historia hebrea. Sin embargo, debemos tener cuidado de no tomarla como inter
pretación exclusiva de esta teología.
Esta interpretación se vincula al importante acontecimiento que consti
tuye la destrucción del templo y del Estado, el de la deportación y el exilio. Para
una meditación sobre el sufrimiento, este acontecimiento se reviste de un sig
nificado radicalmente diverso del que la tradición atribuyó a la liberación de
Egipto y al Éxodo. «En aquellos días», el grito de angustia había sido escucha
do, la alabanza podía legítimamente seguir a la lamentación del pueblo, si no a
la del individuo. La prueba actual es de una naturaleza del todo distinta. La pre

14. Véase Westermann, Lob u n d K lage in d en Psalmen, Libro 2, cap. 7.


gunta era si no había sido vencido también Yhwh junto con su pueblo, como la
teología política de todas las naciones del antiguo Oriente próximo podía suge
rir. De modo que lo que se discutía era la ecuación entre Yhwh y su pueblo.
Un grito de aflicción se alzó hacia un Dios que parecía haberse alejado del cur
so de la historia. La falta de respuesta a este grito constituye la angustia históri
ca más acuciante, el Urleiden a escala histórica.
No debemos, por tanto, limitarnos a dibujar el marco de la historia tradi
cional, en la que la liberación fue de hecho la respuesta a la súplica del pueblo,
como el trasfondo del dinamismo que lleva de la lamentación a la alabanza. La
lamentación debe situarse en el contexto de un exilio, del que se ignora si será
la repetición del éxodo. La misma credibilidad del credo de Deuteronomio 26
y Exodo 1-15 se ve sacudida por este aterrador texto de la fe esencialmente his
tórica de Israel15.
Sobre la base de este crucial silencio del Dios de la elección y de la alianza
compusieron los profetas -y, hasta cierto punto, impusieron- una interpretación
del theobgoum enon «desamparado de Dios», a modo de una proclamación hecha
por Dios mismo de abandonar a su pueblo, como respuesta a haber sido aban
donado Dios por su propio pueblo, al que acusa de transgredir constantemen
te la ley.
En un artículo argumentado con rigor, Lothar Perlitt presenta una estruc
tura que consiste en tres momentos: los creyentes de Israel, igual que todos los
creyentes en el antiguo Oriente próximo, suplican a su Dios que no se olvide de
ellos; el mensaje particular de Israel es el vínculo establecido entre la lamenta
ción y la teología de la historia, en el momento en que esta última se somete a
la prueba del posible fracaso; pero la respuesta más significativa a este peligro
moral es la teología de la retribución, ya anunciada en Oseas 4, 6; 6, 5 y 13, 6
y 9 (cf. el comentario anterior de André LaCocque, p. 204, y que encuentra
acentos de una violencia desconocida hasta ese momento en Isaías 1, 3s; 5, 13-
17 («Por eso mi pueblo va al destierro sin entenderlo»), y 29, 14b («Perecerá la
sabiduría de sus sabios y se eclipsará el saber de sus sagaces»), Perlitt observa que
esta idea equivale a la de hallarse desamparado de Dios, tal como vemos en
Salmos 22, 2. Y lo que es más grave aún, esta revelación ha sido sellada: «Enro
llo el testimonio, sello la enseñanza» (Isaías 8, 16). Queda reservada a un peque
ño círculo: «Aquí estoy yo y mis hijos, los que Yhwh me ha dado, como seña
les y portentos en Israel» (8, 18). Un siglo después de Isaías, Jeremías renueva
esta violencia acusadora: «Vosotros sois la carga de Yhwh» (23, 33). El abando
no de su pueblo por Dios se presenta aquí a modo de castigo por sus pecados.

15. Véase Hans Wildberger, «Die Neuinterpretation des Ezwahlungsglaubens Israels in der
Kreise der Exilzeit», en Wort-Gebot-Glaube, ed. por Hans-Joachim Stoebe, Johann Stamm y Ernst
Jenni, Zwingli Verlag, Zúrich 1970, p. 307-324.
La más radical expresión de esta visión punitiva de la historia se encuentra, como
es sabido, en las crónicas de la escuela deuteronómica, cuya preocupación era
exonerar a Dios al precio de acusar a su pueblo. Paradójicamente, el tema de la
inescrutabilidad de Dios se debilita en esta teoría de la retribución, en la medi
da en que la supuestamente insondable justicia de Dios es de ahora en adelan
te vista en una historia entendida en términos de castigo.
Sin embargo, si esta teología de la retribución hubiese conseguido agotar
y disipar el misterio de la inescrutabilidad divina, la expresión de la lamentación
del pueblo y, todavía más, la del individuo hubiera quedado barrida, expurga
da de la literatura hebrea. Salmos 22, junto con otros salmos, da testimonio de
que esto no fue precisamente lo que sucedió.
Quisiera ahora proponer varios comentarios críticos sobre la base de esta
resistencia de la plegaria como lamentación a la supresión que podrían haberle
infligido discípulos, excesivamente celosos, de los grandes fiscales bíblicos.
En primer lugar, por lo que se refiere a la teología de la historia contra cuyo
trasfondo surge la lamentación, los defensores de una historia punitiva no han
dicho en realidad la última palabra. Para un Isaías, un Jeremías y hasta un Eze
quiel, el retraimiento de Dios sigue siendo el marco de una batalla contra la ocul
tación. Esta batalla es lo que está realmente en juego en sus sufrimientos. El pro
feta amonesta a su pueblo sólo para evocar, al mismo tiempo, a un pueblo «vuelto
a Dios» y a un Dios que, «una vez más, vuelve hacia él su rostro misericordio
so». La predicación de un Dios escondido no es sino una lucha para que se mani
fieste. Después de Isaías, dice Lothar Perlitt, el retraimiento de Dios se percibe
como un sufrimiento y se lucha contra de él. Si no hubiera sido así, el mensaje
del Déutero-Isaías no habría sido escuchado: «Consolad, consolad a mi pue
blo...» (40, 1), grita el nuevo profeta. Lo más sorprendente, en este aspecto, no
es que a una profecía de esperanza siga otra de condenación, sino que la mis
ma acusación que se hizo para justificar el retraimiento de Dios se mantenga
dentro del anuncio del final de la tribulación. Sólo en lo profundo del rechazo
puede esperarse la salvación (40, 27-31). Yhwh ofrece, me atrevería a añadir, una
vez más el pecho lacerado de su propio sufrimiento para salvación de su pue
blo (50, 1-3). Perlitt propone aquí la siguiente formulación, que viene a ser un
resumen de todo su ensayo: «El Dios que se oculta a sí mismo él es el salva
dor». Y también: «No hay salvación fuera del Dios que se ha ocultado él mis
mo»16. Aquí la teología de la paradoja, que von Rad comparte con Karl Barth,
asume el tema de la Verborgenheit Gottes'7.

16. Lothar Perlitt, «Die Verborgenheit Gottes», en P roblem e biblischer T heologie, ed. por
Hans Walter Wolff, Kaiser Verlag, Múnich 1971, p. 382.
17. Véase Gerhard von Rad, Oíd Testament Theology, vol. 2: The T heology o flsra el’s Prophetic
Traditions, trad. por D. M. G. Stalker, Harper & Row, Nueva York 1965, p. 374-378. Karl Barth,
En segundo lugar, esta teología de la paradoja, que llama a la esperanza des
as mismas profundidades de la aflicción, no es la única réplica que el Anti-
i Testamento propone a la teología punitiva de los «profetas de la desgra-
. Los poemas del Siervo doliente, vinculados al tema del «Siervo de Yhwh»,
ieren una teología de la historia que no se circunscribe a proclamar que, en
is, hasta la ira se cambia en compasión, como si el cambio de la lamenta-
í en alabanza, por parte del creyente, se fundara en una cambio incom-
isible e injustificable en el ámbito de los planes inescrutables de Dios. Estos
pU>.mas anuncian también que el Siervo de Yhwh -figura sobre la que no pode
mos decir si apunta a un individuo, a una secta, o al pueblo entero—elevará su
propio sufrimiento al rango de «sufrimiento vicario». Al añadir una dimensión
activa al sufrimiento p e r se, el Siervo de Yhwh abre una cuestión absolutamen
te nueva acerca del Urleiden que supone haber sido abandonado de Dios. «Sufri
miento vicario», el sufrimiento por otro es lo que Emmanuel Levinas llamará
«sustitución»18.
Por ello parece razonable dejar en cierto estado disperso las diversas mane
ras de vivir, declarar y soportar el Urleiden del estar desamparado de Dios, que
propone el Antiguo Testamento. No todas ellas concuerdan con la proclamación
de que Dios ha abandonado a su pueblo porque este pueblo primero abando
nó a su Dios, hasta el punto de quedar absorbidas por esta proclamación. El plu
ralismo que parece imponerse en nuestra interpretación del theologoum enon «des
amparado de Dios» a mi entender encaja mejor con el objetivo de preservar la
cuestión de la divina inescrutabilidad.
En tercer lugar, hay que añadir a este argumento sacado de las variaciones
de la teología de la historia del Antiguo Testamento el a mi parecer considerable
argumento de subrayar el simple hecho de que los Salmos de lamentación man
tuvieron su identidad personal junto con los Salmos penitenciales, tan valora
dos por la piedad cristiana, en especial la protestante, dadas la bases de la teo
logía que san Pablo construyó sobre los temas del pecado, la justicia de Dios y
la salvación por la fe. Los Salmos de lamentación ocupan un lugar propio en el
Salterio. No muestran huella alguna de una confesión de culpabilidad ni de una
reivindicación de la propia inocencia. En ellos oímos el grito del sufrimiento
puro.
Lo que preservan los Salmos de lamentación es, en primer lugar, el carác
ter específico del sufrimiento individual, que ninguna teología de la historia pare
ce capaz de explicar. La distinción entre lamentación individual y lamentación

C hurch D ogm atics, trad. por T. H. L. Parker y otros, T. & T. Clark, Edimburgo 1957, vol. 2,
parte 1, 27, p. 200-204.
18. Emmanuel Levinas, O therwise than B ein g or BeyondE ssence, trad. por Alphonso Lingis,
Kluwer, Boston 1991.
del pueblo encuentra aquí una nueva legitimación, pese a las superposiciones de
ambos géneros, ya anteriormente mencionadas. El mismo Salmo 22, observa
André LaCocque, permite que se muestre la tensión que existe entre la fe en el
Dios de los antepasados y el abandono personal en que se encuentra el salmista.
Lo último se inscribe fuera de la historia y fuera de la teología de la historia. Los
Salmos de lamentación están para recordar que el individuo es frágil, está expues
to a enfermedades y muerte y es vulnerable a los ataques de los demás. En el aná
lisis final, incluyendo en él los desastres de la historia, quien sufre es el indivi
duo. El sufrimiento exige tener en cuenta a la primera persona, cosa que el
anonimato de la historia no puede garantizar. Sin duda alguna ésta es la razón
de que la piedad atestiguada por el Salmo 22 incluya rasgos no litúrgicos (cf. los
comentarios de André LaCocque, p. 204-205). La única convergencia que sub
sistiría a este nivel sería la que hay entre los Salmos de lamentación y los Cantos
del Siervo doliente. La cuestión de la prioridad de uno respecto del otro, tanto
en el plano histórico como en el teológico, permanece abierta. Pero cualquiera
que sea el modo como se solucione el problema de esta prioridad, el lector
puede interpretar la singularidad de los Salmos de lamentación como una señal
de una resistencia discreta a la teología acusadora de los profetas. Al preservar el
«¿por qué?», impuesto por el sufrimiento, de toda reducción a una teología puni
tiva, estos salmos mantienen la dualidad de las figuras del mal: el mal del sufri
miento, el mal de la culpa. Al hacerlo, orientan nuestra meditación sobre la ines
crutabilidad de Dios en otra dirección que no es la de la profecía de la
condenación, esto es, en dirección sapiencial. Ya he dicho que el salmo, en cuan
to forma de oración, no se da a la especulación. Y es dentro de la plegaria don
de ocurre el cambio enigmático de la lamentación en alabanza. Nada más pode
mos deducir de esta observación. Pero podemos añadirle ahora una medida
suplementaria de interpretación, una vez hemos pasado ya por los textos de Isa
ías y de Ezequiel. Habiendo oído(de boca de los profetas que Dios, de hecho y
de forma deliberada, había abandonado a su pueblo, es razonable volver al «¿por
qué» del salmo y oírlo como una pregunta que la respuesta de los profetas no
satisface debidamente, y escucharlo como una pregunta obstinadamente rea
bierta tras cada nueva explicación que, de algún modo, no deja intacta la ines
crutabilidad divina.
Es entonces cuando el lector de la Biblia, que tiene la libertad de moverse
por el espacio abierto por la misma estrechez del canon, toma el camino que
va del Salterio a los escritos sapienciales. Sólo seguramente a través de un acto
de lectura, que es también un acto de interpretación, puede este lector pasar de
Salmos 22 al libro de Job. Con todo, la unidad canónica de la Biblia permite jus
tamente esta ecuación, esta sincronización, que pone uno junto al otro dos
textos que proceden de escenarios sumamente diferentes y de épocas totalmen
te distantes, y que reflejan géneros literarios muy alejados entre sí. De este modo
nos vemos inducidos, al final de un largo periplo, a leer de nuevo los Salmos
de lamentación a la luz de las controversias del libro de Job. El «¿por qué?» de
Salmos 22 se extrae entonces, por el shock que nos produce este encuentro, del
contexto de la confianza salvaguardada por el «¡Dios mío, Dios mío!» de la invo
cación. Al ser sacado así de su marco inicial, el «¿por qué?» de Salmos 22 pasa a
ser una pregunta que espera otra respuesta, distinta de la impuesta por los pro
fetas, una pregunta que queda pendiente de repuesta. Sería tarea de otro estudio
investigar si la resignación final de Job conserva algún rasgo en común con la
promesa de alabanza en que se cambia el salmo de lamentación, o si el silencio
en que se envuelve esta resignación no deja acaso en suspenso, junto con la
teología de la retribución, también esta promesa de alabanza. El libro de Job,
observa André LaCocque, presenta «una sorprendente ausencia de alabanza. Pero
Job no es, recordémoslo, israelita. No se dirige a un Dios al que pueda llamar Eli
(Salmos 22, 2), Elohay (22, 3), o Yhwh (22, 20,24,27,28,29)». Lo que queda
es que depende sólo de la sabiduría discernir, dentro del mismo exceso del Urlei
den, la réplica, desde la perspectiva humana, de la inescrutabilidad divina.

U n a h e r e n c ia m il e n a r ia

Para concluir, me interesa volver a la doble trayectoria a que me refería en


las líneas iniciales de este capítulo. Quiero considerar en primer lugar, como hace
André LaCocque, la repetición del Salmo 22 hecha por Marcos, el evangelista,
en su relato de la crucifixión.
Como dijimos al comienzo, lo que parece ser formalmente una «cita» tie
ne sólo la apariencia de serlo. No se relata la palabra de Otro, como cuando los
autores de los escritos del Nuevo Testamento recurren a un texto del Antiguo
sacado de su contexto, para explicar el sentido de una nueva proclamación o para
justificar una nueva afirmación mediante una declaración antigua, tomada como
una profecía de la nueva era de «cumplimiento».
Si del grito de Jesús puede decirse que es «cumplimiento» del Antiguo
Testamento, lo es en un sentido del todo distinto. Más bien sucede que el
acontecimiento narrado se «reviste» de las palabras del Antiguo testamento.
Harmut Gese, de quien he tomado prestada esta potente expresión, añade que
es el Salmo 22 en su conjunto lo que aquí se actualiza19. Añade, además, que el
relato de la pasión revela una influencia decisiva también de este salmo en di
versas ocasiones. Si recordamos que la declaración aterradora de Salmos 22, 2
no se encuentra aislada dentro del Salterio (cf. Salmos 9, 11; 16, 10; 27, 9; 37,

19. Hartmut Gese, «Psalm 22 und das neueTestament», en Vom Sinai zum Z ion, B eitrage
z ur evan gelisch en Theologie, Chr. Kaiser Verlag, Munich 1974, p. 180-201.
28,33; 38, 22; 71, 8,12,18; 94, 14; 116, 8), el «ropaje» de que se reviste el gri
to de Jesús crucificado consiste, a la vez, en una expresión típica y en un cam
bio sumamente estructurado. Por consiguiente, lo que aquí se actualiza es el
movimiento global del salmo. Gese hasta cree que puede discernir en esta acti
tud la marca de la teología apocalíptica, según la cual sería dentro de un acto de
liberación, que afectaría a un individuo amenazado de muerte, donde se haría
presente el Basileia tou theou, el reino de Dios mentado por la conversión de las
naciones y la resurrección de los muertos. En otras palabras, sería precisamente
la piedad individual lo que asumiría una estructura apocalíptica: «en la salva
ción del hombre piadoso arrancado de la muerte se revela el dominio escatoló-
gico de Dios» (p. 192). Por tanto, el evangelista Marcos no toma sólo un verso
«citado» de Salmos 22, sino el tema entero de la aparición de reino de Dios,
gracias a la liberación de la muerte. De aquí que no deba sorprender que el re
lato de la crucifixión incluya tantas otras referencias (Marcos 15, 24,29) de de
talles particulares de Salmos 22, en especial el versículo concerniente a los «ene
migos». Los portentos y las señales cósmicas que acompañan el evento de la
muerte (el velo del templo que se rasga, el temblor de tierra, la resurrección de
los muertos) proceden todos de la misma espiritualidad apocalíptica. Y es a la
luz de esta pendiente apocalíptica como podemos nosotros comprender que el
centurión, «al ver de qué manera había expirado» pudo confesar: «realmente,
este hombre era Hijo de Dios». De este modo, el centurión da «cumplimiento»
a Salmos 22, 28 y 30.
Esta lectura del relato de Marcos ha de interesar al lector por cuanto, por
un lado, descansa en una interpretación profundamente novedosa del salmo y,
por el otro lado, la reinterpretación que da al salmo es tal que libera reservas de
significado todavía no percibidas hasta este momento. En esto me uno a André
LaCocque cuando dice que «es éste un ejemplo hermenéutico privilegiado de
un sentido añadido al texto desde el momento de su composición. Cierto, a par
tir de este momento inicial, el sentido total del texto se encerraba ya en sus pala
bras, como en un joyero que habría de ser abierto tiempo después. El sujeto de
la lamentación original tenía razón, a todas luces, de quejarse a Dios por sen
tirse abandonado. Su experiencia fue completa en sí misma porque había alcan
zado el fondo del abismo» (p. 216).
Al mismo tiempo, nuestra insistencia en considerar los Salmos de lamen
tación aparte de la teología de la historia recibida de los profetas también se jus
tifica. Aún más, la lamentación misma se justifica como una plegaria que com
place a Dios.
Dicho esto, no se nos prohíbe retener, en el mismo corazón de la pers
pectiva escatológica, aquellas primeras interpretaciones que ya habían roto con
la teología del castigo: el anuncio de la gran liberación por el Déutero-Isaías, los
temas mesiánicos y, en especial, los Cantos del Siervo doliente. La escatología de
Salmos 22 añade una nueva dimensión a estos importantes temas. En este sen
tido, podemos hasta decir que Jesús, asumiendo el rito del suplicante de Salmos
22, testifica y decide el parentesco entre todas estas interpretaciones del Urlei
den de ser abandonado por Dios.
Al final de esta meditación, surge la cuestión del sentido contemporáneo
de una «lamentación como plegaria» para una edad como la nuestra marcada
por la secularización y la proclamación nietzscheana de la «muerte de Dios».
¿Puede la persona de hoy día que sufre dar todavía forma de invocación a su
lamentación? ¿Acaso el Urleiden actual no consiste en la sensación de que no hay
nadie a quien dirigir nuestra lamentación? ¿No ha dejado ya de ser un theolo-
gou m en on la expresión «desamparado de Dios», después de que pasara a signi
ficar no el distanciamiento, el retraimiento, la inescrutabilidad de Dios, sino
su inexistencia? ¿Tienen los creyentes alguna repuesta que proponer a este des
afío extremo? ¿Cómo pueden zafarse de la alternativa: o construir (o reconstruir)
pruebas increíbles o profesar un fideísmo incomunicable?
Sólo queda un camino estrecho transitable entre ambos precipicios. Sería
pedir a los creyentes, una vez más hoy día, que dejaran que la «lamentación como
plegaria» hablara, con una fuerza comparable a su energía inicial. Ésta es la con
fesión formulada por Ottmar Fuchs en su libro que tan a menudo me ha servi
do de inspiración. «La lamentación», dice en el Prólogo de su libro, «es un tipo
de plegaria que ha caído en el olvido». Rehabilitémosla, concluye, en el ámbito de
la espiritualidad cristiana contemporánea. Si lo conseguimos, existirá la posibi
lidad de que la lamentación como plegaria sea de nuevo oída y pronunciada des
pués de Auschwitz...
Varias condiciones se imponen a esta rehabilitación que se interpreta como
una reactualización. La primera es que la radicalidad hiperbólica de una lamen
tación que se atreve a dar un nombre al Urleiden «desamparado de Dios» ha de
preservarse frente al sinsentido vacío de una plegaria de súplica, de la que se ha
expurgado cualquier huella de acusación dirigida contra Dios. La práctica exe-
gética que cumple con esta condición reclamará todavía una mayor atención al
policentrismo del texto bíblico, incluyendo las figuras de lo divino y los modos
de relación entre lo humano y lo divino. Contra la tendencia a acentuar de un
modo unilateral el conocido esquema de la H eilsgeschichte, que entreteje peca
do, justicia de Dios, penitencia y castigo o satisfacción, los Salmos de lamenta
ción son el testigo privilegiado de un resistirse a toda concepción unilateral de
la teología bíblica. Liberados de la preocupación de justificar a Dios y renun
ciando a toda teodicea con la que los seres humanos pretendan probar la ino
cencia de Dios, la plegaria de la lamentación que pregunta no espera nada más
que la compasión de un Dios, a cuyo respecto el que ora ignora cómo puede ser
a un mismo tiempo justo y compasivo. Por esto no tiene más remedio que gri
tar: «¿por qué?».
Una segunda condición acompaña a esta primera referente al telos de la
interpretación, una condición vinculada a la práctica exegética misma. Se sigue
de nuestro intento de análisis estructural que la energía «histórica» capaz de ser
desplegada por el poema bíblico procede de la überzeitlich o «suprahistórica»
cualidad que la textualización confiere a la expresión de aflicción, elevada así al
rango de paradigma del sufrimiento. Si la lamentación como plegaria es todavía
susceptible de ser actualizada, lo es en la medida en que la ejemplaridad que debe
a la forma poética es una fuente permanente de transposición y nueva histori-
zación en condiciones culturales previamente desconocidas. No podemos pres
tar demasiada atención, por ejemplo, a la historia de la recepción de la plegaria
bíblica, dentro o fuera de la liturgia del culto. En este sentido, no debemos espe
rar ninguna transposición automática al presente de un modelo vuelto tan atem
poral o transhistórico como desearíamos mediante un análisis literario. Sin la
mediación de una cadena de relecturas que consista en otras tantas innovacio
nes, la antigua plegaria no se convertirá en una plegaria contemporánea. Se requie
re siempre una tradición viva entre las estructuras invariables, puestas de mani
fiesto por una exégesis adecuada, y la reactualización a la que apela la teología
práctica. (Digo esto en parte como correctivo de los análisis de Ottmar Fuchs,
que parecen puestos al servicio de una expectativa excesivamente optimista refe
rente a la capacidad directa de historización y actualización contenida en la estruc
tura atemporal del poema).
La reasunción del Salmo 22 por el Crucificado atestigua, ante todo, el aspec
to de innovación que compete a toda nueva actualización del poema hebreo. A
esto debemos añadir que la repetición de la lamentación bíblica por el «gran gri
to» de Cristo sobre la cruz puede convertirse a su vez en modelo de plegaria, sólo
si da origen a una innovación continuada, en la plegaria de lamentación, de
expresiones verbales que pueden estar tan alejadas como se quiera de la forma
literaria del salmo original.
Otra condición para la rehabilitafción de la plegaria de lamentación sería lo
que podemos llamar su carácter agonístico, que debe también mantenerse.
Visto desde la perspectiva de su final, el cambio de la lamentación en alabanza
parece desarrollarse dentro de un «estar-con-Dios» individualmente. Vista des
de su inicio, la plegaria es un movimiento que empieza por el silencio de Dios y
nunca pierde su aspecto de ser una lucha por una confianza renovada. En este
sentido, el punto de partida continúa contenido en el punto final, pese al cam
bio de una confianza renovada. En otras palabras, la Vergborgenheit Gottes per
manece como condición existencial y teológica común tanto de la lamentación
como de la alabanza. La paradoja de la transformación de una en otra es inse
parable de esta lucha, cuyo resultado nunca está garantizado. La inescrutabili-
dad divina no se reduce por la conversión del Urleiden en júbilo. Podríamos has
ta decir que se ha vuelto tanto más impenetrable tan pronto como ya no significa
lo que parecía implicar espontáneamente, a saber, un acceso redescubierto a la
presencia divina sin una dialéctica de la ausencia.
Una última condición que debería satisfacer el suplicante o la suplicante
de hoy podría ser quizás que descubriera una afinidad secreta con lo que podrí
amos atrevernos a llamar el sufrimiento de Dios, como sugiere André LaCocque
al referirse a un Dios que también se lamenta. Con esto va también una llama
da a la práctica de la compasión personal y colectiva con relación a hermanas y
hermanos nuestros, que a menudo tienen menos culpas que sufrimientos.
Cantar de bs cantares
LA SULAMITA

ANDRÉ LACOCQUE

[Hay] varios métodos ...d e volver inocuo un libro indeseable. [1] [Puede hacerse
que] los pasajes ofensivos ... sean inteligibles ... El siguiente copista producirá un
texto... que tendrá huecos. [2] Otra manera sería ... proceder a desvirtuar el texto.
[3] Lo mejor de todo, eliminar el pasaje entero y poner en su lugar otro nuevo que
diga exactamente lo contrario.
Si GM U N D F r eu d '

Aquella cuyo «gentilicio» conocemos sólo por el capítulo 7, a saber, la


«Sulamita», recibe también, entre otros términos cariñosos, el de sosanah (lirio),
con lo que se atribuye así a un personaje central de la historia el nombre de una
flor. De hecho, a la imaginería del Cantar de los cantares le gustan las descrip
ciones naturales (véase, por ejemplo, 2, 8-17; 7, 11-13). Este punto subraya el
carácter inusual del poema, pues en cualquier otra parte de la Biblia hebrea el
papel de la naturaleza, si alguna vez es destacado, es siempre secundario y sub
ordinado a la función de comunicar un mensaje religioso (cf. Jeremías 1, 11,
«La palabra de Yhwh me fue dirigida en estos términos: “¿Qué ves, Jeremías?”
Respondí: “Estoy viendo una rama de almendro”. Yhwh me dijo: “Bien has vis
to; porque yo estoy velando por mi palabra para cumplirla”». Véase también
Amos 8, 1-2; etc.). En el Cantar de los cantares, por el contrario, encontramos
arrebatadas descripciones de una serie de plantas (alheña, rosa, lirio, higuera,
viña en flor, pino, cedro, manzano, palmera); frutas (uvas, nueces, granadas,
dátiles, higos); productos del campo (trigo, miel, vino), y animales (gacela, cer
vatillo, paloma, oveja, caballo). Estas evocaciones son, al parecer, puramente
estéticas, sin necesidad alguna de estar «autorizadas» por un orden «superior».
La naturaleza es bella en sí y de por sí. Este descubrimiento es único en las Es
crituras hebreas.
La mujer enamorada es sosanah, lirio; es también narciso, jardín, viña o
viñedo, yegua, mirra, rayo de miel; vino, leche, además de otros términos meta-

1. Citado por Gayatri Chakravorty Spivak, Prefacio a Jacques Derrida, O f G rammatology,


Johns Hopkins University Press, Baltimore 1976, p. lxxvi.
fóricos de cariño, como aurora, sol, luna. Ella representa verdaderamente la belle
za del universo entero. El amado, por su parte, es un saquito de mirra entre los
pechos de su amada, un ramillete de alheña en flor, un manzano, una gacela, un
cervatillo -es un rey, lingote de oro fino, Salomón «en toda su gloria».
Todo esto supone ya una gran diferencia respecto de los relatos bíblicos.
Pues mientras que Susana, la heroína de los A péndices a Daniel, lleva también
un nombre de flor, azucena, y «Ester» etimológicamente nos hace pensar en un
cuerpo celestial brillante, como de estrella, y mientras que Rut, igual que Es
ter, utiliza perfumes y cosméticos, no muy distintos a los que encontramos
profusamente en el Cantar de los cantares, no vemos en estas historias afabili
dad por las cosas de la naturaleza, porque si en principio están lo hacen para
ensalzar la belleza femenina por su «utilidad» en el cumplimiento de un desig
nio sagrado (Susana, Judit, Ester y, por implicación, Rut). Estas heroínas, a su
vez, también recurren a la estética para conseguir una finalidad histórica y teo
lógica. Pero no es así en el Cantar de los cantares. Aquí, la estética se cultiva
por sí misma, sin ningún tipo de vergüenza y sin excusa alguna.
Este libro bíblico debe ser tratado aparte. Mi tesis aquí es que el objetivo
del poema es subversivo —volveré sobre esto más adelante—, mientras que el tono
es engañosamente lírico y pastoral. Esto es, el poeta usa supuestamente un len
guaje galante inocente mientras que, al mismo tiempo, desafía las instituciones
acostumbradas presentando al mojigato, en forma de contraste e ironía, un uni
verso francamente erótico. El autor desecha todo aparato teológico concebido
para hacer aceptable el mensaje.
Desde el primer versículo del libro, se plantea un problema: el poema se
atribuye a Salomón. Pero no deberíamos tomar al pie de la letra esta indicación.
Es ciertamente destacable que en el cuerpo del cantar se mencione a Salomón
en tercera persona, o a veces en segunda persona del singular. Con todo, recor
damos también textos como 1 Reyes 5, 12 (en los LXX 4, 32), que dicen que
Salomón compuso 1005 cantares y 3000 proverbios. El gran rey se instituyó a
sí mismo patrón tradicional de los géneros literarios tanto sapienciales como
de poesía lírica de Israel, y es bien sabido que «la Providencia siempre está del
lado de los grandes batallones». Por otro lado, aunque el poema no sea de Salo
món en persona, algunos críticos piensan que fue compuesto en la era salomó
nica. Éste es el caso, por ejemplo, de un crítico al que luego nos referimos, M.
H. Segal2. La atmósfera del Cantar, dice, es la propia del período en cuestión.
Encontramos aquí un humanismo ideológico y también señales de un bienestar
material característico de este tiempo. Incluso la amplia topografía del poema
apunta en esta dirección. Es también importante destacar la acaudalada posición
de la muchacha; posee una casa hermosa (1, 17; 2, 9; 3, 4); viste velo, signo de

2. M. H. Segal, «The Song ofSongs», en Vetus Testamentum, 12 (1962) 470-490.


riqueza según Isaías 3, 23 (cf. 5, 7)3; lleva joyas y usa perfumes caros (1, 10,12-
14; 3, 6; 5, 5; etc.). Y además, a pesar del clisé difundido por toda la literatura
mundial, las diversas escenas no siempre se desarrollan en el campo, ni es la
heroína siempre una muchacha campesina o una pastorcilla (véase Cantar de los
cantares 3 y 5).
Pero todo esto, que ha de ser sin duda considerado debidamente, no debe
ser sobrestimado. Más que salomónico, el Cantar transpira la atmósfera de las
«mil y una noches». Es inútil, a mi entender, intentar fecharlo recurriendo a pis
tas históricamente imprecisas. Aunque se habla de Salomón en el Cantar, dán
dole así un aura legendaria, el autor a quien se llama al estrado no es tanto el-
sabio-Salomón como el Salomón-Don Juan. Con sus cien esposas (1 Reyes 11,
3), Salomón aparece como alguien que ha conocido el amor en todas sus for
mas, como el parangón del amor. Cierto, el-sabio-Salomón no está tampoco
ausente, pues, en el antiguo Oriente próximo, las cuestiones relativas al amor y
al matrimonio son tópicos atractivos para la Sabiduría. Sorprendentemente, hay
abundantes paralelos lingüísticos entre el Cantar de los cantares y los Proverbios
bíblicos4. Podríamos añadir que sólo en la «nueva Sabiduría» (Proverbios 1-9;
Eclesiástico; Libro de la Sabiduría) encontramos el lenguaje del eros. Allí, la Sabi
duría se personifica y representa como una mujer que atrae a los hombres a su
casa (Proverbios 9, 1-5; cf. 1, 20s; 8, ls). La Sabiduría, en realidad, ama a los
seres humanos y desea ser amada por ellos (Proverbios 4, 6,8; 8, 17; Eclesiásti
co 14, 20-27; Libro de la Sabiduría 8, 2,16; 6, 12-16). Algunos lectores del Can
tar de los cantares han concluido por ello que el libro describe en un lenguaje
simbólico, hasta alegórico, los «amores» entre la Sabiduría y sus iniciados (véa
se luego)5. Esta interpretación procede verdaderamente de la antigüedad, como
acabamos de ver, pero no se corresponde con el intento original ni con el sen
tido claro del Cantar. La Sabiduría acentúa más bien el aspecto negativo del eros

3. Nótese la connotación psicológica de estas imágenes envolventes (casa, velo, etc.; tam
bién en otro lugar «jardín cerrado, fuente sellada»: 4, 12,15).
4. André M. Dubarle, «L’amour humain dans le Cantique des Cantiques», en Revue Bibli-
que, 61 (1954) 67-90, traza un paralelo entre Proverbios 5, 3 y Cantar de los cantares 6, 11;
Proverbios 5, 15-18 y Cantar de los cantares 4, 12; Proverbios 5, 19 y Cantar de los canta
res 2 ,9; 4, 5; 8, 14; Proverbios 7, 17 y Cantar de los cantares 4, 14; Proverbios 6, 21,27s,34 y
Cantar de los cantares 8, 6-7; Eclesiástico 26, 18 y Cantar de los cantares 5, 15; 6, 10.
5. Abravanel (fallecido en 1508) ya había escrito: ’eyn derek lehagid ha-debarim ha-ruhaniim
ki ’im behamsal ha-debarim ha-gupim («las cosas espirituales sólo pueden expresarse metafórica
mente mediante las sensibles»). Fue el primero en identificar a la esposa del Cantar de los canta
res con la sabiduría. Entre los críticos modernos que defienden la misma tesis está Gottfried Kuhn,
Erkliirung des Hohen Liedes, A. Deichert, Leipzig 1926. Este autor percibe en la persona de Salo
món a un tipo de personalidad que busca la sabiduría. Sin embargo, Kuhn adopta también el sen
tido literal del libro y observa: «también puede cualquier simple matrimonio ver en parte, en el
Cantar de los cantares, su imagen especular» (ibídem, p. 60).
(cf. Proverbios 7), o bien la moralidad que deben acompañarlo (Proverbios 5).
En el Cantar de los cantares, por el contrario, el mvestá «des-moralizado». Este
aspecto no siempre lo admiten los expertos modernos, como testifica el siguien
te pasaje tomado de las conclusiones de Brevard Childs a su análisis «canóni
co» del Cantar:

El Cantar de los cantares es una reflexión de la sabiduría sobre la natu


raleza gozosa y misteriosa del amor entre un hombre y una mujer dentro
de la institución del matrimonio. La afirmación frecuente de que el Can
tar de los cantares es una celebración del amor humano p e r se no consi
gue para nada ajustarse al contexto canónico... En ninguna parte celebra
la literatura sapiencial al amor humano en sí mismo, y ni siquiera hace esto
el Antiguo Testamento en peso. Lo divino es la sabiduría, no el amor, aun
que el amor entre un hombre y su esposa es una fuerza inextinguible en
el ámbito de la experiencia humana, «fuerte como la muerte, que el sabio
busca comprender (cf. Proverbios 5, 15s)6.

No podemos seguir a Childs en varias de sus afirmaciones. Ante todo, si


en realidad se trata del amor entre una mujer y un hombre en el Cantar de los
cantares, añadir, como hace él, «dentro de la institución del matrimonio» no tie
nen ningún fundamento textual. Sólo en 3, 6 se menciona cierto matrimonio,
que es un epitalamio para la boda de Salomón, ¡en el contexto de un sueño!
(cf. 3, 1). No tiene otra finalidad que proporcionar términos de comparación.
Al contrario, por todo el Cantar se rasguean las cuerdas del «amor libre», no reco
nocido ni institucionalizado. Está claro que una declaración por parte de la fia n -
cée, como es la de 8, 1-3, no tendría sentido alguno si la pareja estuviera casada
«por lo legal»7. Debemos insistir con fuerza en este verdaderamente decisivo pun
to si queremos entender el poema.
Por otra parte, Childs tiene razén, desde un punto de vista estadístico y
objetivo, cuando dice que el amor humano nunca es celebrado en la Biblia por
sí mismo. Con todo, ¡no excluyamos la posibilidad de que el Cantar de los
cantares quiera crear un precedente! Excluirse uno mismo de andar por nuevos
caminos, como hace Childs en este caso, puede impedirnos el acceso al sentido
del texto. Y, como en el análisis de Childs se alude al canon de las Escrituras,
recordemos —como hacen la mayoría de comentarios y estudios, aunque no siem
pre felizmente- la protesta de rabí Aqiba contra el hecho de cantar (¿habitual-

6. Brevard Childs, In trod uction to th e O íd Testament as Scripture, Fortress Press, Filadel-


fia 1979, p. 575.
7. Además, si el poema fuera un canto nupcial, no se entendería su final. De he
cho, 8, 8-12 trata acerca de lo que debe hacerse cuando la muchacha está en edad de casarse.
mente?) el Cantar de los cantares en «banquetes»8. Mucho estaba en juego para
Aqiba y sus discípulos. Su planteamiento era ir contra la corriente de una com
prensión «profana» e imponer en su lugar una interpretación alegórica del poe
ma, de forma que pudiera éste tener acceso al canon de las Escrituras. De aquí
que el testimonio talmúdico no proporcione prueba alguna de una interpreta
ción alegórica del Cantar. Al contrario, el método hermenéutico del rabino Aqi
ba es demasiado bien conocido para permitir la más ligera duda a este respec
to. No sólo leyó Aqiba alegóricamente el Cantar de los cantares o no sólo atribuyó
valores espirituales al más ligero trazo de una letra del texto; este rabino leyó la
Biblia entera de este modo y su éxito no siempre fue compartido por otros lec
tores tradicionales. Pero, en cuanto al Cantar de los cantares, es su lectura la que
triunfó sin duda alguna. El Targum, por ejemplo, ve en el Cantar una alegoría
histórica del éxodo de Egipto. Según esta línea interpretativa, el libro tuvo que
ser asociado en una fecha tardía a la fiesta de la Pascua. En este contexto, hay un
enunciado en el tratado talmúdico marginal, Abot de-RabíN atán 1, 5, que, aun
que difícil de entender, parece suponer que los libros de los «Proverbios, el Can
tar de los cantares y el Qohelet fueron dejados de lado [¿como apócrifos?] por
que eran mésalim [¿(sólo) proverbios? ¿parábolas?]». Permanecieron en esta especie
de cuarentena hasta que «llegaron los hombres de la Gran Sinagoga y p i/ su [¿los
interpretaron?]». A partir de esta afirmación ambiguamente establecida, pro
bablemente tenemos razón para pensar que hubo, antes de la intervención de
los «hombres de Ezequías», diversas interpretaciones de estos documentos «salo
mónicos»9.
Se equivoca, por tanto, Harold Fisch en cuanto a la comparación, que
suele hacerse con frecuencia, entre la alegorización del Cantar de los cantares
por un lado y la que de Homero hacen los estoicos, por el otro lado. La con
clusión de Fisch es que esta comparación no se sostiene, porque «por muy
atrás que vayamos, no podemos discernir huellas de una primitiva interpreta
ción “literal” del Cantar, tal como podemos hacer con Homero»10. Pero la dis
cusión en el Concilio de Yamnia (final del siglo I d.C.) sobre el sentido del
Cantar de los cantares habría sido imposible, si la interpretación alegórica hu

8. Tosefia Sanedrín 12, 10; la misma opinión se expresa de forma anónima en Sanedrín 101a.
Aqiba dice: «El mundo entero no vale el día en que fue dado a Israel el Cantar de los cantares»
(.M isná Yadayim 3, 5). También dijo: «Si no tuviéramos la Torá, el Cantar también bastaría para
guiar al mundo», A gadoth Shir, ed. por Schechter (1986), p. 5.
9. En cuanto al Cantar de los cantares, es posible que la objeción a su inclusión en el canon
provenga de una inclinación «puritana» y que sólo una interpretación alegórica pueda dar tran
quilidad a moralistas inquietos. Es del todo claro que la estrechez espiritual de tiempos pasados
no puede servir de excusa para una iniciación moderna.
10. Harold Fisch, P oetry w ith a Purpose, Indiana University Press, Bloomington 1988, p.
André LaCocque

biera quedado establecida de una vez para siempre o desde el comienzo. Vere
mos también un texto del Cantar, cuya vocalización masorética significa que el
libro no era leído alegóricamente por los masoretas siglos después del Concilio
de Yamnia (véase 8, 5).
La fecha de la composición (final) del Cantar de los cantares es también
muy discutida. No es intención mía, con los límites que impone el presente estu
dio, llegarme hasta los argumentos alegados a favor de un período o de otro.
Vimos antes que hay argumentos a favor de la época salomónica. Más fiable que
la «atmósfera» que rodea al poema, sin embargo, es la base filológica. Ya la pre
sencia de arameísmos alerta al lector, aunque esto no pueda probar nada por sí
solo. Pero M. H. Segal, a quien ya he mencionado, ha formado una impresio
nante lista con los fenómenos lingüísticos que prueban una composición tar
día del poema, tal como está actualmente escrito (en cuanto se opone a la épo
ca de su creación). Dice este autor que «su lenguaje representa el más tardío
estadio del hebreo bíblico hablado en el período helenístico, antes de convertir
se en el dialecto de la Misná y de la literatura relacionada»". Es la fecha que ten
dremos en mente, con Otto Eissfeldt, por ejemplo.
Con Eissfeldt también, sacaremos a colación el problema esencial de la
identidad del autor bíblico. El crítico alemán escribe lo siguiente sobre la atri
bución del poema a Salomón: estaba «considerado como el más famoso de los
reyes por causa de su esplendor y su fama de amante»12. También Michael V.
Fox ve que «Salomón era el candidato lógico para la autoría de este libro, por
que en él se menciona su nombre y porque era famoso, tanto por el número de
esposas como por sus cantares»13. No obstante, si Salomón es sólo en aparien
cia, pero no en realidad, el autor del Cantar de los cantares, ¿quién lo fue? Yo
parto de la convicción de que el autor fue una mujer, e intentaré demostrarlo.
No soy el primero en proponer esta tesis, pero mis predecesores fueron a me
nudo bastante más tímidos de lo que yo he decidido ser. Así, en 1963, A. S.
Herbert dio un paso de pionero en esta dirección14. Escribió: «El poeta retrató
los sentimientos de una muchacha con tanta finura y sensibilidad, que podría
mos incluso conjeturar que se trata de una mujer» (p. 468). Con todo, en el
resto de su comentario, Herbert habla del poeta en masculino. No se tomó en

11. «The song of Songs», p. 478. Segal distingue la composición escrita de la formación
oral del Cantar, y fecha esta última en la era salomónica, como vimos antes.
12. Otto Eissfeldt, Einleitungin das Alte Testament, Parte 3, J. C. B. Mohr, Tubinga 1964,
p. 67 y 487. Este autor está pensando en el s. III a.C. El término appirion (palanquín), en Can
tar de los cantares 3, 9, viene probablemente del griego phoreion, que significa lo mismo.
13. Michael V. Fox, The Song o f Songs and theAncient Egyptian Songs, University of Wis-
consin Press, Madison 1985, p. 95.
serio su propia opinión15. De modo parecido, H. Lusseau llama la atención a
favor de una autoría femenina del papiro Chester Beatty I, Cantos d e amor, así
como de los bajorrelieves de El Amarna, donde una mujer dirige una orquesta.
Con todo, no saca de esto consecuencias potenciales para el Cantar16. Rolf
Rendtorff escribe, como una prueba de evidencia, que «el Cantar de los canta
res está construido como un canto de mujer»17. Roland Murphy escribe tam
bién que «uno se siente presionado a preguntar si el autor pudo haber sido una
mujer, y seguramente lo fue, por lo menos en parte»18. Anteriormente, y con
más energía, Andrew Greeley había insistido en la misma cuestión19.
De hecho, en el Cantar de los cantares, la mujer lleva la voz cantante. La
mayoría de discursos proceden de ella y, aunque el amado habla a menudo y
también profusamente, sucede muchas veces que sus frases citan a la Sulamita.
Esta situación es simplemente única en la Biblia, aunque no debió ser la pri
mera poesía bíblica o del antiguo Oriente próximo compuesta por una mujer.
Samuel Kramer ha mostrado que «el primer canto de amor» ocurrió en Sumer
en el marco del «matrimonio sagrado» entre el rey y la diosa de la fertilidad per
sonificada por una sacerdotisa20. En este género poético, es la mujer quien habla.
«En las liturgias de la fertilidad», escribe Daniel Lys, «el papel de la mujer es pre
eminente». En ellas, a la diosa se la llama esposa, madre, hija21.
Esto no concierne a Israel -por lo menos no al verus Israel-, aunque aquí,
como en otras partes del antiguo Oriente próximo, la mujer es una especialista
en cantos de amor y cantos de guerra: los cantos de bienvenida a los guerreros
tras la batalla, en particular22. S. D. Goitein menciona 1 Samuel 18, 6-7; Éxo
do 15, 20; Jueces 4, 9; véase también Salmos 68, 12; Isaías 37, 22; Jeremías
38, 22. Aunque, pese a pertenecer a otro género, no deberíamos olvidarnos tam
poco de mencionar lo que se dice de la Sulamita en tiempos del profeta Eliseo

15. El mismo autor mantiene una actitud parecida sobre Cantar de los cantares 6, 12,
que examinaremos más tarde.
16. H. Lusseau, «Le Cantique des Cantiques», en Introduction a la Bible, ed. por A. Robert
y A. Feuillet, Desclée et Cíe, Tournai 1957, vol. 1, p. 655-666.
17. Rolf Rendtorff, The Oíd Testament. An Introduction, trad. por John Bowden, Fortress
Press, Filadelfia 1986, p. 263.
18. Roland E. Murphy, The SongofSongs, Fortress Press, Minneápolis 1990, p. 70. Murphy
remite a Phyllis Trible, Cod and the Rhetoric ofSexuality, Fortress Press, Filadelfia 1978, p. 145,
y a Athalya Brenner, The Israelite Woman: Social Role and Literary Type in Biblical Literature, JSOT
Press, Scheffield 1985, p. 46-50. Véase también Murphy, p. 82, 91, etc.
19. Véase Andrew M. Greeley y Jacob Neusner, The Bible and Us: A Príest and a Rabbi Read
Scripture Together, Warner Books, Nueva York 1990, p. 34, 36, etc.
20. Samuel N. Kramer, The Sacred Marriage Rite: Aspects ofFaith, Myth, and Ritual in Ancient
Sumer, Indiana University Press, Bloomington 1969.
21. Daniel Lys, Le plus beau chant de la création, Cerf, París 1968, p. 48.
22. Veáse S. D. Goitein, «Women as Creators of Biblical Genres», trad. por Michael Cara-
- « o /108SÍ
en 2 Reyes 4, 8-37; es posible que haya servido de modelo al autor del Cantar
de los cantares. También hay mujeres que pertenecen a gremios sapienciales. Una
de estas mujeres llegó de Teqoa para dar una lección al rey David (2 Samuel
14, 13-14); otra es Abigáyil, la de Karmel (1 Samuel 25, 29-31).
La mujer cultiva también otros géneros poéticos. Por ejemplo, el canto mor
tuorio, que desempeña un papel muy importante en las sociedades tradiciona
les (véase 1 Samuel 1, 24; Jeremías 9, 16-19; Lamentaciones 1; 2; 4). Además,
igual que en Mari, sobre el Eufrates, el oráculo profético en Israel no es domi
nio exclusivo de los hombres. La Escritura nos da el nombre de cuatro profeti
sas. Miriam y Débora son «bardos, como Goitein dice atinadamente, y es difí
cil distinguir entre oráculo y poema en lo que a ellas se refiere (cf. Jueces 5,
12). Juldá y Noadyá pertenecen al período de la profecía clásica (2 Reyes 22, 14-
20; Nehemías 6, 14).
Pese a haber quedado excluida de la liturgia en el templo de Jerusalén, a
la mujer no se le niega el acceso al templo. La historia de Ana, la futura madre
de Samuel, es un buen ejemplo de ello23. Las mujeres forman grupos de cantantes
o danzantes (Jueces 21, 19-21; Jeremías 31, 3-4), hecho que explica por qué
encontramos en el Cantar de los cantares la designación «hijas de Jerusalén»24.
En resumen, no sólo es posible, sino que cabe esperar que un canto de amor
en el antiguo Oriente próximo esté escrito por una mujer. Si nos acercamos bien
al contenido del Cantar de los cantares, además, podemos quedar sorprendi
dos por la gran libertad de la Sulamita. Se la presenta tomando la iniciativa la

23. Pero debemos compararlo con un texto como Deuteronomio 16, 11,14.
24. Sobre esto, es interesante trazar paralelos entre las «hijas de Jerusalén» en Cantar
de los cantares y el antiguo coro griego, que, desde el tiempo de Aristóteles, desempeña el papel de
espectador del drama, representa al pueblo y defiende las opiniones comúnmente mantenidas.
Este último punto explica, a mi entender, la distancia profunda que media entre este coro de las
«hijas» -u n resultado posible de la influencia helenística sobre el Cantar- y la Sulamita. Podría
mos decir, siguiendo a Soren Kierkegaard, en Temor y temblor, que las «hijas de Jerusalén» repre
sentan lo general, mientras que los amantes en Cantar de los cantares representan lo particular.
Pero sólo lo particular relativiza lo correcto de acuerdo con los mores sociales de la época. La idea
de un coro en Cantar de los cantares puede también explicar en parte el texto difícil de 7, 1, donde
efectivamente las versiones hablan de un doble coro (LXX, «como coros»; Pesitta: «como un coro,
y como un coro de campamentos»; Vulgata: nisi chorus castroruni). Paul Joüon (Le Cantique des
Cantiques: Commentaire philologique et exégétique, Beauchesne, París 1909) ad loe., traduce:
[ratigées] comme un double choeurí Denis Buzy, «Le Cantique des Cantiques traduit et coramen-
té», en La Sainte Bible, vol. 6, Letouzey et Ané, París 1946, p. 347: h lafa$on d ’un choeur a deux
parties. Más decisivo, en mi opinión, es el estudio de Jack Sasson, «The Worship of the Golden
Calí», en Orient and Occident: Essays Presented to Cyrus Gordon, ed. por Harry A. Hoffner, Neu-
kirchener Verlag, Neukírchen-Vluyn 1973, p. 151-159. Este autor muestra que el término meholah,
presente en Cantar de los cantares 7 ,1 , designa un canto a manera de antífona en dos grupos com
puestos por mujeres y músicos. En cuanto a la influencia helenística sobre el Cantar, véase la ante
rior nota 12; podemos pensar también en la personificación del amor en Cantar de los canta
res 2, 7; 3, 5; 8, 4,7; etc.
mayoría de veces. Esto es tan inesperado en el contexto bíblico en general que
algunos críticos han creído en una influencia proveniente de la poesía Sangam
de los tamiles25. Otros miran hacia Egipto, a mi entender con mayor éxito. Michael
Fox, por ejemplo, escribe:
[Ch.] Rabin conjetura que el Cantar fue escrito por alguien familiari
zado con la poesía amorosa india... Pero no es necesario volverse hacia la
India para hallar paralelos con las características de Cantar que Rabin
considera derivadas de la poesía amorosa tamil. [Por ejemplo] la mención
de la especias originarias del Oriente asiático no es (contrariamente a lo
que piensa Rabin) una prueba de la influencia india... Los nombres de
dos especias (n erd y karkom) fueron probablemente adoptados través
de Persia2tS.
En mi opinión, la influencia egipcia sobre el Cantar de los cantares está
definitivamente establecida. Hay demasiados rasgos comunes a ambas literatu
ras para ignorarla. Por esto quiero creer que el país del Nilo, con su concep
ción más liberal de la mujer en general, sirvió de modelo al poeta del Cantar,
aunque no deberíamos minimizar la importancia de las diferencias. Se sigue que
hay que poner el acento, más de lo que se ha hecho hasta ahora en general, sobre
la iniciativa femenina mostrada por la poesía folclórica dentro de Israel. Éste es
el caso de un texto como el de Isaías 27, 2-6, donde la personificación de la viña
habla como una mujer. Lo mismo puede decirse de una tradición de la Misná,
importante para nuestro propósito, M isná Taanit 4, 4. Las doncellas de Jerusa-
lén danzan entre las viñas; piden a los jóvenes que vuelvan sus ojos hacia ellas.
La respuesta de los muchachos es también interesante: «¿Ha visto alguna vez
alguien que un muchacho hablara el primero a una doncella?»
Por esto, no ha de sorprender demasiado en definitiva que el autor del Can
tar de los cantares sea una mujer. Es el canto de una mujer, desde el principio
hasta el final, y pone a la heroína en el centro de la escena. «Todos los aconte
cimientos se narran desde el punto de vista de la mujer, aunque no siempre
con su voz, mientras que, desde el ángulo de visión del muchacho, sabemos poco
aparte de cómo él la ve», dice Michael Fox ( The Song o f Songs, p. 309). Añade
que la aparente ausencia de la autora es engañosa, porque ésta se encuentra por
doquier, «tras las bambalinas, comunicándonos actitudes sobre los persona
jes... y estableciendo muchas de las normas con que tenemos que comprender y
evaluar a los personajes» (p. 258).

25. Ch. Rabin, «The Song of Songs and Tamil Poetry», en Studies in Religión, 3 (1973) 205-
219. Norman Gottwaid, Interpreter's D ictionary o fth e Bible, vol. 4, art. «Song of Songs», desarrolla
también la idea de un origen indio de ciertos objetos del Cantar de los cantares.
26. Fox, The Song o f Songs, p. xxvi, n. 6.
Antes de seguir, debo dar respuesta a una objeción. Hay en la antigua li
teratura mundial (me refiero por ejemplo al teatro japonés No) o en la litera
tura moderna (por ejemplo, D. H. Lawrence, El am ante d e Lady Chatterley,
1928), la posibilidad de que un actor masculino represente el papel de una
mujer. En consecuencia, podríamos imaginar la misma ficción por lo que se
refiere al Cantar de los cantares. Pero tal cosa es absolutamente imposible en
Israel, donde toda forma de «trasvestismo» (en el sentido moderno de la pala
bra) es vista con horror. Ya no estaríamos en presencia de un acto subversivo,
sino ante una blasfemia pura y simple (cf. Deuteronomio 22, 5).
Un texto significativo es Cantar de los cantares 8, 12: «Mi viña, la que es
mía, la retengo». Según Lys, quien habla en los versículos 11-12 es el muchacho,
pero admite también que podría ser ella (véase Lys, Le plu s beau chant d e la cré-
ation, p. 302). La última lectura es preferible. Ella dice que su «viña» le perte
nece, empleando el término lepanay, que generalmente se traduce como «a mi
disposición» (Génesis 13, 9; 20, 15; 24, 51; 34, 10; 47, 6; 1 Samuel 16, 16; 2
Crónicas 14, 6). La fórmula ya está presente en 1,6, en boca de la heroína. Como
dice André Robert, lepanay sólo puede estar en oposición a le-noterím («los guar
das», masculino, en el mismo versículo)27. A todas luces la Sulamita proclama
que su «viña» le pertenece; ella misma cuida de ella sin recibir ayuda de nadie28.
En el Cantar, la Sulamita es siempre quien dice ’a ni, «mí» o naspi «mi espíritu,
mí», o hasta lib b i «mi corazón, mí» (cf. v. 10). No es una excepción Cantar de
los cantares 8, 12, donde vemos que, como contraste, Salomón no permite
que aquella a quien él ama tenga que guardar sola su viña, esto es, su cuerpo, y
prefiere que otros la guarden en su harén. Es la continuación de] rema prece
dente (versículos 6-7), según el cual no se puede comprar el amor; no es un algo
cuantificable que pueda «comercializarse». Salomón ve el amor en términos de
mil doscientos siglos —¡dejémosle que así se lo crea! Que otros le guarden su
«viña», si así lo desea ; no va a ganar nada con ello.
El argumento de Cantar de los cantares 8, 12 se dirige ante todo contra
aquellos que son llamados «hermanos» de la Sulamita (1, 6 y 8, 8s). En ese
último texto, los hermanos hablan de su obligación de defender a su hermana
pequeña y de verla casada. En el Oriente medio, los hermanos desempeñan un
papel importante en el compromiso matrimonial y en la boda de su hermana
(Génesis 24, 29,50,55,60), así como en la protección de su castidad (Génesis
34, 6-17; 2 Samuel 13, 20,32). Debe notarse que el término ledabbér b e - en el

27. A. Robert, R, Tournay y A. Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction et commen-


taires, Gabalda, París p. 321.
28. Cf. Marvin H. Pope, Song ofSongs. A New Translation with Introduction and Com-
mentary, Doubleday, Garden City 1977, p. 690: Si la mujer afirma aquí autonomía, este verso
puede convertirse en un texto de oro para la liberación de la mujer».
versículo 8b (NRSV: «hablar en nombre de») significa, entre otras cosas, «pedir
en matrimonio» (1 Samuel 25, 39). En el versículo 10 viene la repuesta de la
muchacha, algo así como: «Si soy una muralla para Salomón, no es debido a una
supuesta inmadurez mía. De hecho, tengo pechos como torres y mi castidad
corre a mi cargo». Aquí, como en todo el poema, la Sulamita se muestra apa
rentemente peligrosa, como una mujer «fácil». Es sorprendente el paralelo con
la actitud de varias heroínas, como Rut en la era, por ejemplo, o Tamar a la entra
da de Enaim, o también Judit en la tienda de Holofernes. Deberíamos decir aquí
de la Sulamita lo que debe decirse de estas heroínas. Lo que defienden no es
un relajamiento de la moral, y mucho menos el amor libre. La Sulamita es, en
realidad, una mujer libre, pero su libertad consiste en permanecer inquebran
tablemente fiel a quien ama. Le es fiel fuera de los vínculos matrimoniales y de
las restricciones sociales. El Cantar de los cantares se opone diametralmente
a las alabanzas burguesas a la fidelidad femenina (cf. Deuteronomio 22, 13-29),
o a la mujer esposa y madre (cf. Proverbios 31), por ejemplo. Esta vez se alaba
a la mujer como amante, en contraste con textos tan antifeministas como Ecle-
siastés 7, 28, o Proverbios 9, 13; 21, 9,19; 27, 15. Pues, en el Cantar, toda la
estructura social es sometida a una crítica severa. Con relación a Cantar de los
cantares 8, 6, Andrew Harper entiende correctamente que hay aquí una reac
ción contra el matrimonio como
un simple asunto de contrato y el precio pagado por la novia como
una mera cuestión de orgullo, como sucede todavía entre los orientales.
Inmediata e inevitablemente, esta declaración de la naturaleza del amor lle
va a una condenación del punto de vista común en una frase a modo de
dardo que, traspasando primero el espléndido y voluptuoso Salomón, va
directo al corazón de la práctica habitual de la época29.
Notemos, de paso, que la lectura del poema como pieza subversiva escla
rece la recurrente exhortación de «no provoquéis ni desveléis a mi amada hasta
que ella quisiere». Roland Murphy tiene sin duda razón cuando pone de relie
ve que «el amor se personifica como si fuera un poder, como en 8, 6... El amor
tiene sus propias leyes y no se le compra artificialmente»30. Pero la cuestión es
¿contra qué opinión se va aquí? Sugiero que se alude al intercambio habitual

29. Andrew Harper, The Song of Solomon, with Introduction and Notes, Cambridge Uni
versity Press, Cambridge 1902, p. 58. Heinrich H. Gratz ( Schir Ha-Schirim oder das Salomonis-
che Hohelied W. Dacobson, Breslau 1885), ve en el juramento por las gacelas y las ciervas una
exhortación a las hijas de Jerusalén para que ninguna mujer firme un contrato matrimonial con
tra su voluntad.
30. Murphy, The Song ofSongs, p. 137. Cf. Israel Bettan, The Five Scrolls: A Commentary
on the Song ofSongs, Union of American Hebrew Congregations, Cincinnati 1950, sobre Cantar
de los cantares 2, 7.
de presentes (compensatorios) entre las dos familias comprometidas. La exhor
tación es de este modo un comentario interno a la declaración de 8, 7: que el
amor no se compra.
A decir verdad, no resulta superfluo en este momento recordar que, en el
antiguo Oriente próximo, los matrimonios se disponen independientemente del
mutuo acuerdo de las preferencias de aquellos a quienes ante todo concierne. Si
ha de surgir amor entre los esposos, habrá de ser tras la boda. Génesis 24, 67 tra
ta de esto. A contrario, el caso de Jacob y Raquel es inusual, pero el joven ya está
viviendo con su futuro suegro. Por ello, la alusión de 8, 7 a aquellos que com
prarían el amor no es una fantasía por parte de la autora; es exactamente lo
que ella veía suceder a su alrededor, y desafía la costumbre con una ironía mor
daz. No sólo no están casados los amantes del Cantar de los cantares, sino que,
como dice Harper, en respuesta a Karl Budde31, que creyó otra cosa como muchos
otros, «¿hay algo más inmoral que incitar a los jóvenes a buscar aquello que las
“buenas costumbres” de su gente trataba de hacer imposible?»32.
Hay otra cosa importante que recordar: no hay ninguna ley contra la poli
gamia en la Biblia o en el judaismo antiguo. Que el Cantar de los cantares con
sidere el auténtico amor como una relación exclusiva entre un hombre y una
mujer abre una amplia perspectiva. Algunos han visto en el poema una especie
de comentario sobre Génesis 2-3. También allí, el mito nos habla de un hom
bre y de una mujer. Phyllis Trible escribe:
la primera pareja pierde su unicidad por la desobediencia. Consecuen
temente, el deseo de la mujer se convierte en dominación del hombre. La
segunda pareja [la del Cantar] afirma su unicidad a través del erotismo. En
consecuencia, el deseo del hombre es placer para la mujer. Puede ser tam
bién otras cosas, pero el Cantar de los cantares es un comentario a Géne
sis 2-3. El paraíso perdido es un paraíso ganado de nuevo33.
Ahora bien, es ciertamente verdad que el Cantar de los cantares es una ce
lebración del gozo de vivir y del gozo del amor con una ausencia total, m irabile
dictu, de sentimiento de culpabilidad. La culpa sentida por la pareja original al
descubrir su desnudez es aquí trascendida por un embeleso ante la différence.
Pero si es así, en lugar de ver en el Cantar, con Karl Barth34 y, más tarde, Phyllis

31. Karl Budde, «Das Hohelied erklart», en K. Budde, A. Bertholet, D. G. Wildeboer, Die
Fünf Megillot, J. C. B. Mohr, Tubinga 1898.
32. Harper, The Song o f Songs, p. 58.
33. Phyllis Trible, «Depatriarchalizing in Biblical Interpretación», en Journal of the Ameri
can Academy of Religión, 41 (1973) 47.
34. Para Karl Barth, el Cantar completa el pensamiento de Génesis 2. La voz femenina esta
ba allí implícita y se hace explícita en Cantar de los cantares 7, 11. Véase su Church Dogmatics,
vol. 3, Parte 2, trad. por Harold Knight, y otros, T. &. T. Clark, Edimburgo 1960, p. 294.
Trible, un complemento a Génesis 2-3, deberíamos más bien percibir ambos
textos como en oposición mutua35. No basta contrastar simplemente Génesis 3,
16 (tesuqaték, «hacia tu marido será tu anhelo [fem.]») y Cantar de los cantares
7, 11 (tesuqato, «su deseo es hacia mí [fem.]») sin más ni más. Más que un com
plemento contrastado, hay en el Cantar oposición a la letra de Génesis 3. El
Cantar de los cantares es iconoclasta, aspecto que retomaremos más adelante.
Sólo distanciándose de ambos pueden los lectores concluir que estos textos no
se excluyen necesariamente uno al otro, sino que son verdaderos de un modo
alternativo.
Esto no quiere decir que Génesis sea un texto religioso y Cantar de los can
tares un rechazo secular de un punto de vista antiguo. Daniel Lys tiene razón en
concluir su hermoso análisis del Cantar sosteniendo que el significado literal y
natural del libro es teológico. El poema desmitifica lo sexual y lo remite vela
da aunque poderosamente a la experiencia existencial de la unión entre Dios e
Israel. En la medida en que ciertos textos sobre hierogamia mesopotámica pue
dan haber influido en la poetisa -por lo menos en su vocabulario36- , se adopta
aquí una postura polémica contra el espíritu de estos textos. El amor carnal no
es aquí una duplicación mimética de un arquetipo divino primordial. Queda
excluido todo utilitarismo, incluido el religioso. La fecundidad nunca se con
templa en el Cantar de los cantares como justificación de la unión de la pareja
humana, y este hecho hace totalmente imposible la idea de que el poema sea la
«leyenda» o el guión que dicta el desarrollo de una celebración de renovación
estacional o bien -otra teoría pertinaz—de una ceremonia matrimonial. Por ejem
plo, algunos vieron en las descripciones mutuamente voluptuosas de los aman
tes wasfs de diversos tipos, esto es, poemas que estaban de moda entre los cam

35. Véase también Trible, God and the Rhetoric ofSexuality, p. 144-165.
36. Esta teoría la proponen en particular H. Schmóckel, Heilige Hochzeit und Hoheslied,
Deutsche Morgendlanische Gesellschaft, Eiesbaden 1956; Theophile J. Meek, The Song of Songs,
Interpreter’s Bible, vol. 5, Abingdon, Nashville 1992, p. 98-148; Helmer Ringgren, Das Hohe Lied,
Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1958; también M. H. Pope, Song ofSongs, cuya fuente de ins
piración es la literatura cananea de Ugarit. Estos autores creen que el Cantar se halla en el canon
escriturístico debido a una confusión o una anexión deliberada. El poema es un folleto sobre
hierogamia sagrada, punto culminante de la celebración de Año Nuevo en Babilonia. Como en
Israel hubo manifestaciones «paganas», no es sorprendente hallar un texto como el que tenemos
aquí; debió ser muy conocido en círculos populares. Un editor yahvista lo liberó de sus elemen
tos más provocativos y los reinterpretó alegóricamente como celebración del amor entre Dios y su
pueblo. A esto, replicaría que los textos hierogámicos se centran en la fecundidad, puesto que el
ritual tiene por objeto la renovación del año y su abundancia. No encontramos nada parecido
en el Cantar de los cantares. Además, nadie explica cómo un texto revisado por yahvistas de bue
na fe no contenga ninguna alusión al Dios de Israel o a la Heilsgeschichte. Volveremos sobre esto
último más adelante.
pesinos sirios durante la ceremonia de boda, que duraba siete días37. Pero esta
teoría, que pareció sumamente prometedora a finales del siglo XIX, debe recha
zarse. No ha podido encontrarse en Palestina una confirmación de la estructu
ra siria. Además, el Cantar es demasiado breve para una ceremonia que durase
siete días.
Antes de seguir adelante en nuestra investigación del método literario de
subversión usado por el Cantar de los cantares, observemos lo importante que
es este rasgo para establecer una unidad de autoría. En realidad, sería difícil
imaginar a un grupo de autores líricos uniendo sus esfuerzos poéticos con el
único y común objetivo de encomiar al Eros y la libertad respecto del establish-
m en t en un lenguaje que se muestra sorprendentemente consistente a lo largo
del texto.
Othmar Keel destaca cuánto se aleja el Cantar de los cantares de las estruc
turas sociales ordinarias. La institución, observa, es simplemente ignorada aquí
y esto explica, por ejemplo, la ausencia del padre y de los descendientes, esto es,
del pasado y del futuro38. Ahora bien, la institución, la familiar o cualquier otra,
incluye también lo ritual, aspecto que merece ser observado con mayor atención.
De acuerdo con una costumbre ampliamente difundida, la novia se traslada
durante la ceremonia nupcial a la casa de la familia de su novio. Esta última se
llama b e it-’a b, esto es, literalmente, la «casa del padre». En el Cantar, no obs
tante, el motivo de este paso ritual a la «casa del padre» es sustituido por una
inesperada invitación, hecha por la novia a su novio, a entrar en la casa de su
madre (3, 4; 8, 2)39. De modo que se invierten los roles, la invitación sale de la
boca de la mujer, y el parentesco futuro se establece con la madre de ella. Ade
más, como dijimos antes, no se menciona para nada en el Cantar al padre de la
novia —una omisión tanto más sorprendente cuanto que una muchacha no casa

37. Wasfi sirios de Qasim el-Chinn fueron coleccionados por J.-C. Wetzstein, cónsul ale
mán de Damasco en el s. XIX. «Die syriscfie Dreschtafel», en Zeitschrififtir Ethnologie, 5 (1873)
270-302. Se trata de mutuas descripciones ditirámbicas entre prometidos. Encontramos en ellas
«toda la gama de sentimientos... desde el gozo sin medida hasta la depresión más profunda» (Robert,
Tournay, Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction et commentaire, p. 421). El crítico alemán
Karl Budde estuvo muy influido por Wetzstein en su comentario de 1898. Pero tanto entusiasmo
en esto debe moderarse por muy variadas razones. Michael Fox, por ejemplo ( The Song of Songs,
p. 232), observa que hay wasfi en los cantares de amor egipcios, pero no en un contexto nupcial.
Y, al contrario, en los cantares nupciales, no los hay. (Por ello, serían éstos congruentes con el Can
tar tal como nosotros lo leemos, pero no como lo leen Wetzstein y Budde). Además, Wesley J.
Fuerst objeta que las costumbres sirias del s. XIX apenas arrojan luz alguna sobre una situación de
los tiempos bíblicos. Véase su The Books ofRuth, Esther, Ecclesiastes, The Song of Songs, Lamenta-
tions: The Five Scrolls, Cambridge University Pres, Cambridge 1975, p. 166.
38. Othmar Keel, Deine Blicke sind Tauben: zur Metaphorik des Hohen Liedes, Vlg. Kathol-
siches Bibelwerk, Stuttgart 1984, p. 13.
39. Véase Génesis 24, 67: Isaac toma a su nueva esposa en la tienda de su madre y a
fallecida. ,. .
da dependía del padre antes de depender de su marido40. Ya desde este punto de
vista el poema se sale del marco habitual e institucional. No se propone celebrar
el asentimiento social al «matrimonio convencional» de una pareja, sino cantar
un amor «indisciplinado». Paul Ricoeur escribe:

El Eros no es institucional. Es una ofensa reducirlo a un pacto, o al débi


to conyugal... La ley de Eros -que ya no es en modo alguno ley—es la reci
procidad del don. Es por esto infrajurídico, parajurídico, suprajurídico.
Pertenece a la naturaleza de su demonismo amenazar la institución -cual
quier institución, incluido el matrimonio.

Luego, en una densa página, Ricoeur desarrolla este punto y muestra su


carácter subversivo:

Es un enigma que la sexualidad se vuelva incompatible con la trilogía


humana: lenguaje-instrumento-institución... La sexualidad, cierto, movi
liza el lenguaje; pero lo atraviesa, lo subvierte, lo vuelve sublime o cana
lla, lo reduce a fragmentos de murmullo o a invocación; el lenguaje cesa de
ser mediación. La sexualidad es Eros, no logos,... Es suprainstrumental, por
cuanto sus instrumentos deben pasar desapercibidos... Por último,
por mucho que se diga de su equilibrio en el matrimonio, Eros es no-ins-
titucional41.

Con la intención de enaltecer al eros, la poetisa se atrevió a usar un lenguaje


que los profetas y algunos sacerdotes habían empleado tradicionalmente para
describir metafóricamente las relaciones íntimas entre Dios y su pueblo. Dicho
brevemente, es un lenguaje aceptado en el ámbito religioso en virtud de su uso fi
gurado. Esta es la razón de que la escuela alegorizante no tenga problema alguno
en mostrar la impresionante superposición posible entre el lenguaje de los profe

40. Véase Roland de Vaux, Les Institutions de l'Ancien Testamenta vol. 1, Cerf, París 1958,
p. 48. Cf. también R. Tournay en Robert, Tournay, Feuillet, Le Cantique des Cantiques, traduction
et commentaire, p. 385. La madre se menciona con frecuencia en Cantar de los Cantares 1, 6; 3,
4; 6, 9; 8, 2,5. Günther Krinetzki contrasta este uso del tema con paralelos egipcios, en los que la
madre hace de útil intermediaria en el desarrollo del relato. Aquí ella es «protomodelo de la mucha
cha en lo tocante a feminidad». Véase su Kommentar zum Hohenlied: Bildsprache und theologis-
che Botschaft, Lang, Francfort 1981, p. 257, n. 231.
41. Paul Ricoeur, «Sexualité: la merveille, l’errance, l’énigme», en Histoire et vérité, Seuil,
París 1955, p. 209, 208. Cf. G. Gerleman, sobre Cantar de los cantares 2, 6: «El drama del
amor según el Cantar es indiferente a las costumbres y a la moralidad. Más aún, el Cantar afir
ma tranquilamente la prioridad del amor sobre cualquier norma social y sobre cualquier rela
ción familiar (y hasta cualquier condición de matrimonio preliminar)». Ruth; das Hohelied, Neuc-
kirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1965, p. 120.
tas y el del Cantar de los cantares. André Robert, en particular, insiste en decir que
la intención original del Cantar es alegórica. Llama además la atención sobre el
hecho incontrovertible de que la profecía bíblica menciona también a reyes, pas
tores, rebaños, viñas, jardines, Líbano, flores primaverales, despertares noctur
nos. Para Robert, estos términos y expresiones tienen en el Cantar el mismo signi
ficado escatológico que en los libros de los profetas. Se alude con todo ello a la res
tauración que Dios lleva a cabo de su pueblo infiel, y a la reanudación, por así de
cir, de su luna de miel. Israel y su tierra son amados por Dios. Los abundantes tér
minos topográficos del Cantar de los cantares, afirma, se entienden bien cuando
se los percibe como descripciones de Palestina en tiempos mesiánicos.
Siguiendo por la misma línea, Robert y otros hacen hincapié en el lenguaje
erótico de los profetas desde tiempos de Oseas. Pero esta escuela exegética per
manece en silencio sobre el hecho de que los profetas se esforzaran lo indecible
por evitar las alusiones explícitamente sexuales, pues se las estigmatizaba como
idolatría naturalista cananea. Además, los profetas dan la clave de sus metáforas,
en especial si pertenecen al campo sexual. En cambio, en el Cantar de los can
tares en vano buscamos esta llave, por la razón obvia de que no hay puerta que
deba abrirse. Muchos de sus pasajes se resisten obstinadamente a toda alegori-
zación; la escuela alegorizante debe entonces forzarlos según moldes prefabri
cados. Sobre Cantar de los cantares 8, 5, por ejemplo, donde encontramos el tér
mino 'orartika («te desperté», en boca de la Sulamita), Marvin Pope escribe
que «el texto recibido representaría, de acuerdo con la alegoría, a Israel que
despierta a Yhwh ¡dormido bajo el manzano donde su madre le concibió y dio
a luz!» (Pope, Song o f Songs, p. 663). La escuela alegorizante debe, consecuen
temente y contra toda evidencia en contrario, alterar la vocalización masoréti-
ca tradicional de texto y poner el discurso en boca del muchacho. En otras pala
bras, los masoretas no leyeron ciertamente el poema de forma alegórica. Visto
esto, es bastante difícil alegorizar, en nombre de la tradición hermenéutica anti
gua, sobre el Cantar de los cantare's. Además, podemos aplicar a toda interpre
tación alegórica el siguiente juicio de Daniel Lys, que sigue a su vez a Rowley:
«utilizan una clave encontrada fuera del texto para interpretar el texto»42.
Pero entonces, si están así las cosas, nos vemos arrojados a una situación
hermenéutica sumamente paradójica. De hecho, estamos abordando un caso
límite de hermenéutica bíblica. Podría trazarse la «trayectoria» del texto de la

42. Lys, Le plu s beau chant, p. 39. Tampoco H. H. Rowley encuentra nada en el Cantar
«que no sea lo que parece ser, cantares de amor... Todos los otros puntos de vista ven en el Can
tar lo que ellos mismos ponen en él». Véase su «The Interpretation of the Song of Songs, en The
Servant o f the Lord a n d Other Essays on the O íd Testament, Lutterworth, Londres 1952, p. 233. Para
Michael V. Fox, «la igualdad de los amantes y la igualdad de su amor, y no precisamente la sen
sualidad terrena del Cantar, es lo que hace de su unión una analogía inadecuada del vínculo que
une a Dios con Israel» ( The Song o f Songs, p. 237).
siguiente manera: primero, la autora del Cantar de los cantares des-metaforiza,
podríamos decir, el lenguaje que los profetas utilizan cuando describen la rela
ción entre Israel y Dios. Primero, el Cantar restaura así el lenguaje en su senti
do primero y original, haciendo que el lenguaje sea de nuevo capaz de descri
bir el amor ente un hombre y una mujer. Luego, la autora va incluso más allá.
En su poema magnifica la lujuria, la naturaleza, el cortejo, el erotismo, ele
mentos todos ellos que los profetas y los sabios consideran hasta cierto punto
cuestionables (podemos comparar aquí, como hace Othmar Keel, Proverbios 7,
8 con Cantar de los cantares 4, 14; 1, 13; Isaías 3, 16 con Cantar de los canta
res 4, 9; Oseas 4, 13 con Cantar de los cantares 1, I6s, por ejemplo). De modo
que, resumiendo, el lenguaje ha trazado un círculo perfecto, pasando del senti
do literal al metafórico, para volver de nuevo al no figurativo.
Se ha producido una vez más un viraje. Lo que la autora original del Can
tar de los cantares escribió con intención subversiva y liberadora se convirtió
de nuevo por fuerza en mentalidad «burguesa» a través de posteriores lecturas
del texto. Al eros del poema se le opuso artificialmente un descarnado agapé. Por
esta razón, el espíritu rebelde de la obra se amansó en un himno místico y dua
lista, en el que el carácter masculino ya no es un hombre y el femenino ya no
es una mujer; ambos son personas asexuadas. Jacques Winandy está posiblemente
en lo cierto al decir que ya el redactor final, mediante ciertas interpolaciones,
cambió el canto de amor en una pieza sapiencial que describía el amor de Salo
món por la Sabiduría43. En todo caso, la indicación de «Cantar de Salomón» es
totalmente sospechosa. Además, los versículos finales del Cantar de los cantares
pueden haber sido leídos en ciertos momentos de la transmisión del texto como
portadores de una clave interpretativa del conjunto del poema, en el sentido
de que el personaje femenino no sería aquí más que la misma Sabiduría. Pode
mos luego comparar este fenómeno con uno parecido del final del Eclesiastés.
Para Robert y Tournay, por ejemplo, Cantar de los cantares 8, 13-14 son apén
dices que identifican a la Sulamita con la Sabiduría, sesgando así el tema gene
ral del poema44.
Está claro que la autora escribió un cantar, un romance, que pronto pro
dujo embarazo a sus coetáneos judíos (y, más tarde, a los cristianos). Sin embar
go, es bien sabido que un principio práctico de interpretación de algo que los
conservadores intransigentes consideran escandaloso es el recurso a la alegoría.
El texto de Freud citado al comienzo de este capítulo lo expresa muy bien. Pare
ce que cuanto más atrevida es una escena de amor tanto más probable es que
encuentre una interpretación mística. Orígenes, dice Jean Daniélou, ya había

43. Jacques Winandy, Le C antique des Cantiques, p oem e d'am our m u é en écrit de sagesse, Cas-
terman, París 1960.
44. Robert, Tournay, Feuillet, Le Cantique, p. 35 ls.
André LaCocque

enunciado la regla de que «las Escrituras no pueden decirnos nada indigno de


Dios, de modo que si hubiera algo indigno de Él habría que interpretarlo en sen
tido espiritual»45. Por ello, si encontramos en el Cantar «algo indigno de Dios»,
se impone automáticamente una interpretación figurativa. Consiguientemente,
en virtud del «principio del dominó», más que en una mujer autora, se pien
sa en un escriba, esto es, precisamente un representante del partido conservador.
M. H. Segal habla de una escuela de poesía amorosa popular; Robert Pfeiffer, de
poetas profesionales; y así sucesivamente46.
La paradoja está en que, cuando se quiere evitar la «indignidad» del texto
literal, se cae en una indignidad mayor todavía. En el siglo I V d. C., Teodoro
de Mopsuestia en Sicilia defendió el sentido literal del Cantar de los cantares.
Sus ideas fueron condenadas por el concilio de Constantinopla, en 553, y sus
obras destruidas. «¡Tapad ese pecho que no debo ver!».
Es fácil imaginar el tipo de mensaje que un escriba desearía proponer, sobre
la Sabiduría, deseable como una mujer hermosa, o sobre el frustrado aunque gra
ciosamente mantenido amor entre Dios y su pueblo. Evitando un poema que
glorifique el erosy, que por su género, puede incluso abrirse camino hasta los ba
res y los prostíbulos, el representante oficial de la tradición y de la sabiduría reo
rienta su Cantar hacia una interpretación más aceptable, aunque inocua y tibia.
A través de la alegoría, lo erótico es sólo un instrumento retórico, mientras que el
contenido literal queda santificado por la actitud distante y su espiritualidad.
Cierto, si rechazamos la huida fácil del alegorismo, no por ello se evitan
todos los peligros. Porque una cosa es decir que el poema es, en realidad, una
canción de amor entre un hombre y una mujer, y otra muy distinta detectar cuál
es el proyecto de un libro que paradójicamente resulta así más problemático. A
Michael Fox, por ejemplo, le cuesta averiguar por qué se escribió inicialmente
el Cantar de los cantares. Procediendo por eliminación, rechaza la idea de que
fuera compuesto para favorecer d cortejo o el matrimonio, profano o sagrado,
o hasta que fuera concebido como un canto funerario (normalmente asociado
al culto de Tamuz y Adonis)47. Concluye que el poema fue escrito para entrete-

45. Jean Daniélou, Origine, LaTable Ronde, París 1948, p. 149. Daniélou remite a la obra
de Ferdinand Pratt, Origene, le théologien et iexégete, París 1907, p. 179. Con todo, notemos que
no hay complacencia en el erotismo en el Cantar. Ni siquiera en las encendidas y recíprocas des
cripciones de la anatomía del sexo opuesto, «sus ojos no se detienen en las parte íntimas de la ana
tomía ni se complacen en ellas» (5, 14; 7, 2-3 [1-2]), como con toda razón dice R. Murphy ( The
Song of Songs, p. 102). Por esto, además, el exegeta moderno tiene que respetar la ambivalencia de
las metáforas y no ha de sofocarla con una «traducción clínica» (ibídem, p. 102, n. 395).
46. M. H. Segal, The Song of Songs-, Robert H. Pfeiffer, Introduction to the Oíd Testament,
Harper and Brothers, Nueva York 1948, p. 711.
47. Sobre el Cantar de los cantares como canto funerario, véase Pope, Song o f Songs,
p. 210-229.
nimiento. Una conclusión de este tipo, no obstante, constituye un grave error
que debilita un por lo demás convincente libro sobre paralelos egipcios con el
Cantar de los cantares. El entretenimiento puede estar justificado en lo que con
cierne a Egipto, pero el crítico traspasa a Palestina un Sizt im Leben foráneo. Al
hacerlo, olvida que ambas sociedades son en ciertos aspectos totalmente distin
tas, en particular y sobre todo en lo que se refiere a las relaciones entre hom
bres y mujeres. Parece cierto que en Egipto las relaciones sexuales antes del matri
monio estaban menos controladas por las convenciones sociales que en Israel48.
La poesía amorosa egipcia pudo, por tanto, adoptar un estilo más relajado y des
inhibido. Pero no en Israel. No es, pues, evidente de por sí que se imitaran los
cantos de amor egipcios. Si hubo dependencia, la hubo con un desafío inten
cional de las tradiciones nacionales. De hecho, de un modo más general, podrí
amos comparar la dependencia cultural en cuestión con lo que sucede en filo
logía cuando una lengua «toma en préstamo» un término de otra lengua. El
término es en definitiva el mismo en ambos lados, pero el campo semántico ori
ginal no ha sido traspasado junto con el vocablo a la lengua receptora, con lo
que los significados que asume aquí y allá ahora son distintos. La poetisa israe
lita dirigió naturalmente su atención hacia Egipto, cuya literatura amorosa se
expresaba de un modo más libre. Había en la literatura egipcia una agresividad
femenina a la que la autora judía le sacó buen partido convirtiéndola en una
especie de carnaval sarcástico de costumbres49. Pero la israelita no pensaba ni
mucho menos en divertir a su público. Más bien quería conmocionarlo. «Salo
món» es reducido a la ridicula dimensión de un Asuero en el libro de Ester. La
familia y los guardianes familiares de la castidad de la mujer, a saber, los «her
manos» y los vigilantes nocturnos del Cantar, son ampliamente superados por
acontecimientos que ya no pueden controlar. Aquellos que consideran el futu
ro matrimonio de su hijo o de su hija como una transacción comercial son pues
tos en ridículo. La institución en general es dejada de lado y se glorifica el fenó
meno del amor. Pero hay más todavía.
Hemos visto antes que la institución, familiar o de otro tipo, en el antiguo
Oriente próximo incluye también lo cultual. Ahora bien, sucede que la provo
cación de nuestra autora alcanza su punto álgido cuando las fórmulas sacro
santas del juramento se parodian irónicamente en forma de conjuros que invo
can animales salvajes. Vamos ahora a analizar este suceso. Sin embargo, nuestra

48. Michael Fox dice que en Israel las relaciones sexuales prematrimoniales eran «anatema»
para los maestros de la religión. Cita Eclesiástico 42, 9-13 ( The Song ofS on gs , p. 314, n. 13).
49. M i crítica a Fox se aplica también al comentario de Othmar Keel al Cantar de los
cantares, que se apoya excesivamente en paralelos textuales e iconográficos del antiguo Oriente
próximo, en especial Egipto. Véase su The Song ofS ongs, trad. por Frederick Gaiser, Fortress Press,
Minneápolis 1994.
André LaCocque

investigación debe prologarse con un enunciado general que subraya la natura


leza absolutamente irreligiosa del Cantar de los cantares50. En el libro de Ester,
nos encontramos con una situación comparable, pero el Cantar va mucho más
lejos. No hallamos aquí ningún motivo religioso, ninguna exhortación moral,
ningún recuerdo de sucesos de la H eilsgeschichte, ningún tema nacional y nin
guna invocación divina (ninguna plegaria, ni siquiera un ayuno, como en Ester).
Carol Meyers resume este fenómeno en un juicio breve y preciso: el Cantar de
los cantares, dice, es «el “menos bíblico” de todos los libros bíblicos»51.
Podemos volver ahora a las fórmulas de conjuro del Cantar de los canta
res. Se trata de juramentos «laicos», una expresión totalmente blasfema para el
mundo antiguo, donde se da por supuesto que se jura por el nombre de los dio
ses. Los críticos comprensiblemente están perplejos. Cari Siegfried llegó inclu
so a decir que es una interpretación exagerada de Éxodo 20, 7 por parte del autor
bíblico52. También para Robert Gordis, para citar otro ejemplo, se trata aquí de
evitar el nombre propio de Dios y sustituirlo por otros términos inocuos (como
darn por dam n [maldito], en inglés, o bleu por D ieu [Dios], en francés [o «par-
diez» por «¡par Dios!», en castellano]). Por ello, una vez más, lo que en su origen
es simple y llanamente irreverente se cambia, por una «ex égesis particular», en
un exceso de respeto religioso. En idéntica línea están ciertas observaciones de
la crítica acerca de que animales como ciervas, cabras y gacelas se asocien tradi
cionalmente con la diosa Astarté. Se dice además que, en Israel, hay un «resto
del mundo lírico pagano en su experiencia e interpretación»53. Sin embargo,
Franz Delitzsch ha puesto ya de relieve el carácter de libertad absoluta que repre
sentan los animales invocados54.
No deja de ser atractivo todo esto, y probablemente es correcto hasta cier
to punto. Pero la homofonía entre los términos seleccionados por la poetisa, por

50. En este ensayo, «religioso» y «teológico» «o son sinónimos. El Cantar de los cantares es
profundamente teológico; véase más adelante.
51. Carol Meyers, Discovering Eve, Oxford University Press, Nueva York 1988, p. 177.
52. Cari Siegfried, Prediger und Hoheslied, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1898,
p. 101. Cita expresiones de Sócrates en lengua vulgar, como ne ton kuna, «por el perro», o «por
la calabaza», «por el ganso» (cf. Platón, Apología 221; Protágoras482b). Quizá tengamos algo simi
lar en el siguiente poema sumerio citado por Robert Murphy: «Que se pose tu mano derecha sobre
mis partes privadas, tu mano izquierda tendrá que sostener mi cabeza y, cuando hayas acercado
tu boca a mi boca, cuando hayas tomado mi labio con tus dientes, [entonces], ¡así me jurarás tu
promesa!» ( The Song ofSongs, p. 53). Cf. Cantar de los cantares 5, 4, referido al cual puede citar
se otro texto sumerio: «Dumuzi golpea la puerta [gritando]: ¡Abrid pronto la puerta, señora! ¡Abrid
pronto la puerta, señora! (ibídem, p 50).
53. Keel, The Song of Songs, p. 100.
54. Franz Delitzsch, Hoheslied, Leipzig 1875. No obstante, esta interpretación es preferible
a la de Karl Budde, por ejemplo, que dice que se entiende que la invocación «por las gacelas» no
evoque amor, porque las gacelas son tímidas (sic, «Das Hoheslied erklárt», p. 9).
un lado, y las expresiones religiosas de juramento usuales, por el otro lado, debe
destacarse debidamente. Cantar de los cantares 2, 7, repetido en 3, 5 (cf. 8, 4;
5, 8), dice; «Hijas de Jerusalén, yo os conjuro por las gacelas y las ciervas de los
campos». El Hebreo lee bi-sebaot ’o b e -’a yelot ha-sadeh. Sebaot es claramente el
mismo término que la expresión yahvista tan conocida, Yhwh Sebaot. Ayelot sz
parece tanto morfológica como etimológicamente a el, o a eloah, Dios. Final
mente, sadeh está en asonancia con sadday, de modo que ayelot ha-sadeh evoca
’e l sadday, «Dios todopoderoso»55. El verbo del primer hemistiquio, «conjurar,
afirmar para juramento», no es aquí menos sorprendente. El diccionario de Koeh-
ler-Baumgartner indica en sb ‘ {jurar, etc.):
La preposición be [por] después de indica la cosa de valor que se empe
ña en caso de que el juramento no se cumpla: Dios jura por su vida, Jere
mías 51, 14, Amos 6, 8 ... Con be, «por» nombra al dios que es testigo y
garante del juramento: b’é lohim . Génesis 21, 23; 1 Samuel 10, 15; Isaías
65, 16; Jeremías 5, 7... «Hifil» [causativo] con be, Génesis 24, 3 [«por Yhwh,
Dios de los cielos y de la tierra»]; 1 Reyes 2, 42 [«por Yhwh (bajo pena de
muerte); Nehemías 13, 25 [después de infligir castigos corporales, Nehe-
mías pide que se jure en nombre de Dios; 2 Crónicas 36, 13 [«por Dios»];
[y los textos del Cantar que estamos aquí considerando]56.
No es posible imaginar un juramento más solemne y performativo.
Apenas cabe imaginar que los oyentes y luego los lectores del Cantar de los
cantares se olvidaran de la alusión. El problema es de intención, o si se quiere de
tono. La atmósfera general del poema da respuesta a esta cuestión. Al igual que
«Salomón» es término empleado con ironía en el libro, por el hecho de que la
autora está como, quien dice, sacándole la lengua al establishment, las fórmulas
de conjuro parodian el lenguaje religioso y hacen broma con él57. Lo mismo cabe
decir de la comparación obvia entre «mi amado es para mí y yo soy para él» (2,
16; 6, 3; 7, 10) y «yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» de Levítico
26, 12 (Ezequiel 36, 28; 37, 27).

55. Los LXX leen: en tais dynam esin kai en tais iskhysesin tou agrou ( = Vetus Latina; cf.
Targum: «por el Señor de los ejércitos y la fuerza de la tierra de Israel»), Para R. E. Murphy, «la
referencia a las gacelas y a las ciervas parece ser una imitación de una invocación de Dios» ( The
son g o f Songs, p. 137). Robert, Tournay, Feuillet: «El poeta puede evocar en su fórmula de con
juro el nombre divino ’e loh ei sebaot, “Dios de los ejércitos”, no mencionándolo de un modo ex
plícito, sino sólo sugiriéndolo mediante una juego de palabras con 'ayelot y seb a o t (Le Cantique,
p. 108).
56. Ludwig Koehler y Walter Baumgartner, Lexicón in Veteris Testamenti Libros, E. J. Brill,
Leiden 1953, p. 943.
57. Otro propósito, claro está, consistente con el tono general del Cantar de los cantares
era celebrar la naturaleza y la libertad de los animales del campo.
Si pasamos a otra crux interpretum , a saber 2, 17, mi manera general de
entender el poema nos ha de permitir, creo yo, dar un sentido al texto más correc
to que otros métodos hermenéuticos. El versículo 17b, recordémoslo, habla
del «amado, comparable a una gacela, o a un cervatillo p o r los montes separados
[harey-bater]». Es posible, evidentemente, que ahora la alusión, en su tiempo cla
ra para la audiencia original, nos huya irremediablemente. No obstante, en la
medida en que A. Robert, por ejemplo, tenga razón al ver en el texto una refe
rencia al lenguaje de Génesis 15 donde se le dice a Abraham que «parta por la
mitad» (w a-yebatter) a los animales, mitades (bittero, versículo 10; cf. Jeremías
34, 18-19) que habían de estar una frente a otra58, probablemente estemos hablan
do aquí de nuevo de una irreverencia por parte de la poetisa. «¡Los montes sepa
rados» se han convertido ahora en una metáfora de los pechos de una mujer!59
Por otro lado, acabamos de ver que «gacela y cervatillo» son términos que evo
can muy de cerca nombre divinos. La imagen formada por el amado en los pechos
de su amada ha reemplazado a la del Dios de la alianza con el patriarca Abra
ham. Además, como está claro por los textos paralelos en el Cantar de los can
tares (4, 6; 8, 14) que hablan de montes, la «geografía sagrada» ha quedado aquí
radicalmente «des-moralizada, de-sacralizada». Nos hallamos en las antípodas de
la alegoría espiritualizada.
Sobre el tema de la «des-moralización», observemos también el proceso de
«desmitologización» implicado en el pasaje central de Cantar de los cantares 8,
6. Como es bien sabido, es el único segmento del poema en que se encuentran
vestigios del nombre divino; la última palabra del versículo es salbibétyah [llama
de Yhwh], compuesto, al parecer, del elemento teofórico — y a h por Yhwh. Muchos
comentaristas siguen a los LXX (que leen el sufijo como un pronombre en feme
nino singular, autés, lectura que dista mucho de ser religiosa; además, debe obser
varse que los comentaristas antiguos no explotaron aquí la posible presencia del
nombre de Dios)60, si es que no corrigen el texto. Pero, es posible que, otra vez,
la autora haya querido ser irreverente. Tanto más que, en el contexto cercano del
versículo 7, hay una alusión a las divinidades cananeas (Mor, Résép) y a la mito
logía del Yamm/Caos (v. 7; «aguas caudalosas», cf. Génesis 1; Isaías 51, 9-10;

58. A. Robert, «sobre los montes de la alianza» (Le Cantique, p. 128s). El Targum remite al
monte Moriá y a Génesis 15, 10. El Midrás Rabba remite también a este mismo texto del Géne
sis. Paul Joüon traduce: «los montes de las víctimas [partidas] en dos».
59. En Cantar de los cantares 8, 14, bateres reemplazado por besamim («montes de espe
cias», NRSV)y está claro que en ambos textos, los «montes» en cuestión representan a la mucha
cha. G. Krinetzki piensa en el mons veneris, siguiendo a Paul Haupt, The Book of Canticles: A New
Rhythmical Translation with Restoration ofthe Hebrew Text, University of Chicago Press, Chica
go 1902. Igual lectura de 8, 14 propone Wilhelm W ittekindt, Das Hohelied und seine Beziehun-
gen zum Istarkult, Orient Buchandlung, Hannover 1926, ad hoc.
60. Cf. Pope, Song ofSongs, p. 672.
Salmos 76, 12-14; Jonás 2, 3,5-6; etc.; unas veintiocho veces en la Escritura
hebrea). Volveré sobre esto en mis observaciones finales.
Bastará un último texto, creo yo, para dar apoyo a mi tesis. Lo selecciono
de entre los más difíciles del poema. El versículo en cuestión es 6, 12, una ver
dadera crux interpretum . Se han propuesto muchas teorías para resolver el pro
blema que plantea este texto y no me es posible aquí revisarlas todas. El texto
hebreo masorético lee como sigue (pronunciado por la Sulamita): lo yada ti napsi
samteni markebot ‘a m m i nadib. La traducción francesa de la TOB dice; J e ne recon-
nais pas m on p rop re m oi: il m e ren d tim ide, bien q u e filie de nobles gen s! («¡No
me reconozco a mí misma: me vuelvo tímida, aunque soy hija de nobles!»). El
texto es difícil ya desde la primera parte del versículo. Los LXX dan muestras de
su perplejidad: «Mi alma no supo qué habían hecho de mí los carros de Ami-
nadab» (= Vulgata, Vetus Latina, Arabe, etc., así como veinte manuscritos he
breos). La traducción es tan literal como problemática. Las últimas palabras,
'ammi nadib, las entendieron los LXX y la Vulgata como un nombre propio,
Aminadab, existente en el hebreo bíblico y que recuerda de muy cerca de otro
nombre, Abinadab, dando así origen a cierta confusión. De hecho, en los LXX
(como atestiguan los siguientes versículos de 1 Samuel 7, 1; 2 Samuel 6, 3s; 1
Crónicas 13, 7) siempre tenemos Aminadab, con m, incluso cuando el texto
masorético lee Abinadab. ¿Qué está haciendo este Abinadab/Aminadab/ammi-
nadib en el Cantar de los cantares? Ante todo, reverenciando la transcripción del
texto masorético, podemos invocar la conexión bíblica frecuente entre 'am (pue
blo) y nadib (noble): véase Jueces 5, 9, Números 21, 18; Salmos 47, 10; 113, 8;
1 Crónicas 29, 9; etc. (= Aquila, Símmaco, Quinta, Pesitta). Y esto anima a Mar-
vin Pope a traducir: «Sin saberlo me pusieron en el carro con el príncipe» (esto
es, con el amado; am n i se entiende como la preposición ‘im, con, y napsi como
un sustituto del pronombre de la primera persona del singular)61. La tradición
judía traduce «mi generoso pueblo (príncipe)», y está pensando en Israel. En una
perspectiva similar, A. Robert entiende 6, 12 en el sentido de que Yhwh, siguien
do un impulso espontáneo, se ha puesto él mismo a la cabeza de su pueblo. Esta
posición la comparten otros traductores franceses, como A. Crampón y J. Bon-
sirven, que quieren situar en aposición nadib y «mi pueblo»: «No sé..., pero el
amor me ha arrojado sobre los carros de mi pueblo, ¡como un príncipe!».
Por otro lado, el nombre de Aminadab (también con m en hebreo) está bien
atestiguado (Éxodo 6, 23; Númerosl, 7; 2, 3; 7, 12,17; 10, 14; Rut 4, 19s: Ami
nadab es bisabuelo de Booz; 1 Crónicas 2, 10; 6, 7; es el nombre de un levita en
1 Crónicas 15, lOs). Podemos, por tanto, distinguir entre distintos A m ina-
dab!Abinadab-.

61. Ibídem, p. 552.


1. Un hijo de Jesé (1 Samuel 16, 8; 17, 13; 1 Crónicas 2, 13);
2. Un hijo de Saúl (1 Samuel 3 1 ,2 ; 1 Crónicas 8, 33; 9, 39; 10, 2);
3. Aquél que aceptó en su casa el arca antes de que David la trasladara a
Jerusalén (1 Samuel 7, 1; 2 Samuel 6, 3s; 1 Crónicas 13, 7).
Recordaremos estos textos para el desarrollo de lo que sigue.
No faltan, evidentemente, propuestas de corregir el texto de 6, 12. Tur-
Sinai sugiere: «No me reconozco (tanto es mi gozo); allí, me darás tu mirra, oh
hija de noble progenie» (conjetura: sam ten i morek bat ‘a m m i nadib)<2. Vincenz
Hamp propone (por boca del muchacho): «Ya no llego a reconocerme a mí mis
mo; ella me puso en el suntuoso vehículo del séquito del príncipe» (cf. 7, 2; 3,
6s; conjetura: ‘a l markebot [plural mayestático] ... ammei». O quizás debiéramos
entender: sim + 2 complementos = hacer algo de algo= «él [ella] hizo de mi un
carro)63. Andrew Harper lee napso en vez de napsi, y dice que el término puede
significar deseo (cf. Proverbios 23, 2),: «Tomadas así, las palabras significarían
que... de repente, antes de que ella se diera cuenta, su deseo de ver las planta
ciones la puso entre los carros de su noble pueblo, esto es, del noble pueblo
que era el suyo, es decir, los gobernantes de su país» (Harper, The S ong o f Solo-
mon, w ith Introduction a n d Notes, p. 47).
En suma, no hay consenso. Hay ahí un callejón sin salida debido, diría, a
querer soslayar el carácter subversivo del libro, que debería ser la línea directriz
de la interpretación de las diversas perícopas del poema. Si se respeta este prin
cipio, el resultado es el siguiente: (1) El versículo 12 (igual que el v. 11) sale de
labios de la Sulamita (cf. LXX, «Allí te daré mis pechos»; la respuesta al amado
comenzó en el v. 11; idéntica construcción verbal continúa en los versículos 11
y 12). (2) Los términos «carros» y «Abinadab/Aminadab/ammi-nadib» remiten
a los libros de Samuel. En 1 Samuel 6, el arca de la alianza es puesta sobre un
carro, procedente de tierras filisteas. Se la alojó en casa de Abinadab. En 2 Samuel
6, es transportada sobre un carro de la casa de Abinadab a Sión. En el texto de
1 Samuel, que sirve como referencia para Cantar de los cantares 6, 12d, la
palabra central es «vuelve». Ahora bien, debemos notar que el versículo que sigue
a Cantar de los cantares 6, 12a (6, 13, Hebreo: 7, 1: «¡Vuelve, vuelve, Sulami
ta, vuelve, vuelve: queremos contemplarte!»), la palabra «vuelve» aparece cuatro
veces: una posible alusión a los puntos cardinales y, además, a la visión proféti-
ca de la vuelta de los exiliados de todas partes; véase Ezequiel 37. Además, el
paralelo es sorprendente con 1 Samuel 7, 3: «Si de todo corazón os volvéis a
Yhwh, ...»), que viene inmediatamente después de mencionar la ubicación del
arca en casa de Abinadab. Debemos trazar también una comparación con un

62. N. H. Tur-Sinai, Ha-lashón weha-sépher, vol. 2, Bialik Institute, Jerusalén 1959, p. 385s.
63. Vincenz Hamp, «Zur Textkritik am Hohenlied», en Biblische Zeistschriji, 1 (1957) 207s.
texto profético que conjuga ambos temas, del arca y de la vuelta a Yhwh, a saber,
Jeremías 3, 14-16 («Volved, hijos rebeldes... ya no se dirá: “¡el arca de la alian
za de Yhwh!”... no se les vendrá a la mente, ni se acordarán de ella, ni la echarán
de menos»). Está muy claro que, en estos textos que sirvieron a la autora del Can
tar como modelos literarios, la «vuelta» está cargada de sentido teológico. Es
un asunto de arrepentimiento y de cambio de vida. En el Cantar de los canta
res, no obstante - y esto hay que destacarlo debidamente-, la «vuelta» de la Sula
mita ha perdido del todo su dimensión espiritual.
Los «carros», en hebreo markebot, nos recuerdan el famoso merkabah (sin
gular) de Ezequiel 1 y 10, o bien aquellos (rekeb, singular colectivo en hebreo)
de Elias y Elíseo (2 Reyes 2, 12; 13, 14). Elias, evidentemente, «sube al cielo» en
un rekeb ’és (carro de fuego; 2 Reyes 2, 11-12). En otras palabras, la inspira
ción profética del siglo IX solía hacer ascender hombres y subir montañas por
mor de Elias y Elíseo; ahora, es Eros que transporta a la Sulamita. Aunque ésta,
a diferencia de sus modelos, no se convierte en un «guru», puede, al despertar
se, declarar «no sé ya quien soy» (lo’yad a'ti napsi), pues la frase comunica una
cierta sensación de intoxicación, profética o erótica.
Una vez más, con este texto de Cantar de los cantares 6, 12, era simple
mente imposible que nadie en Israel dejara de ver la alusión al arca de la alian
za. Ciertamente, no estamos tratando de una cita exacta de Samuel, pero esto
hace tanto más significativa la manera como el Cantar refleja el libro de Sa
muel. Y así, en este sentido, Cantar de los cantares 6, 12 pulsa dos cuerdas a la
vez; digamos que una de ellas es metafórica y la otra retórica. Metafóricamente,
la Sulamita es comparada al carro que transportó el arca de Yhwh, o a aquellos
antiguos profetas que fueron identificados con el carruaje global de Israel. El
amor del pastor transforma a la Sulamita en el carro (sagrado) que transportó el
arca de la alianza a la casa (y de la casa) de Abinadab. El nombre de este último
le ofrece al autor la oportunidad de usar la otra cuerda, la retórica. Abina-
dab/Aminadab es deletreado como «ammi-nadib», cambiando el significado
del nombre, igual como Abram se convirtió en Abraham. Abinadab, que alojó
en su casa el arca en los tiempos de Saúl/David, es ahora am m i nadib, «mi no
ble pueblo». Por ello, la Sulamita aparece a los ojos de su amado como algo
principesco e impresionante, como era el carro que transportaba el arca, el ca
rro más famoso de la historia de Israel, el merkabah o trono de Yhwh. Con esto
junta ella ' ammi y nadib, esto es, Israel, al noble pueblo. ¡Todo en una evoca
ción erótica!64

64. A. S. Herbert, «The Song of Songs», p. 473 (par. 410b) ha visto el paralelo entre Can
tar de los cantares 6, 12 y 2 Samuel 6, 3, pero no da crédito a lo que ve. Añade: «Pero la sugerencia
de que el prometido se identifique con el arca de Dios goza de muy pocas probabilidades».
La transformación de nadab en nadib abre la puerta a otro juego de pala
bras. Hemos visto que el versículo siguiente pide cuatro veces a la Sulamita
que «vuelva». El texto continúa en 7, 1 (Hebreo 7, 2). Con una nueva designa
ción para la amada, a saber, bat-nadib (filie d e noble [hija de nobles], dice la TOE).
Con respecto a esto, deberíamos evaluar el peso teológico de la raíz ndb en la
Escritura. El cronista, en particular, insiste con fuerza en esta raíz verbal. Aquí
puede significar en «hitpael» (modo reflexivo) el compromiso voluntario con
Dios; véase especialmente 1 Crónicas 29 (en el v. 24, tenemos tanto ‘a m m i como
hitnaddéb-, mientras que el v. 17s enfatiza la importancia de la raíz slm como base
del nombre «Sulamita»). De hecho, para Crónicas, Israel es nadib, noble, y
está comprometido con Dios (hitnaddéb), porque es un pueblo «teofórico», citan
do a R. Tournay (véase nota 68). Por esto los carros mencionados aquí y allí son
temibles (en 1 Samuel 6, mueren 70 hombres; en 2 Samuel 6, la víctima es Uzzá).
En Cantar de los cantares 6, 4 y 10, la Sulamita es «terrible como un ejército con
estandartes»65.
El texto continúa por su propia inercia. Tras el motivo de la «vuelta»
(aducido por la metáfora del carro) y antes de la designación de la amada
como «hija de nobles» (una expresión creada por asociación con el nombre de
Aminadab), viene el motivo de una danza (o cuadrilla, según el texto de la
TOB) en 6, 13b (Hebreo 7, Ib). El motivo p e r se resulta inesperado en este
contexto. Ha dado origen a veces a reconstrucciones académicas más o menos
inverosímiles. Una de las sugerencias menos exageradas lo ve como una refe
rencia a una danza de guerra o a una danza del sable. Nuestra lectura simplifi
ca las cosas. Cuando el arca fue trasladada a Sión, se nos dice que David presi
día la procesión mientras «danzaba con todas sus fuerzas» (2 Samuel 6, 14).
Varios textos de Samuel deben citarse en el mismo sentido (todos proceden de
Éxodo 15, 20), como 1 Samuel 18, 6; 21, 12; 29, 5 (cf. Jeremías 31, 4). En
Cantar de los cantares 6, 13b [7, Ib], al estar construido con este trasfondo, el
tema de la danza se convirtió también en algo obligado. Como dice M. Pope,
aunque el término meholah de Cantar de los cantares 7, 1 esté ausente en 2 Sa
muel 6, «el término resultaría completamente apropiado a la celebración [da-
vídica]»66. Como ya vimos con anterioridad, la autora no toma sus referencias
de un modo servil. Su regla es transformar las fuentes, aunque nunca tanto
que no puedan reconocerse.

65. Estamos de acuerdo con Carol Meyers, «Gender Imagery in the Song of Songs», en
H ebrew A nnual Review, 10 (1986) 209-223, que destaca la notable imaginería militar del Can
tar (cf. 4, 4, «torre de David»; 7, 4, las torres y las albercas son tambie'n de uso militar; 8, 9, el
recinto de murallas). Todas estas imágenes, tomadas del mundo masculino, se aplican a la mu
jer. «Hay aquí una inesperada inversión de la imaginería convencional», dice la autora (ibídem,
p .215).
66. Pope, Song o f Songs, p. 603.
En la mención de m ahanayim , probablemente el lugar llamado Maja-
naim o un juego de palabras basado en él, percibo yo la influencia de 1 Reyes
4, 14. Allí, a uno de los doce intendentes de Salomón, llamado Ajinadab (la
autora del Cantar probablemente lo confundió con Abinadab, mencionado
precisamente unos versos antes [v. 11]) ¡le fue asignado Majanaim como distri
to por el rey!
Como punto final, destaquemos que Cantar de los cantares 7, 1 es el pri
mer y único texto en el que a la muchacha se la llama (por dos veces) «la Sula
mita». Esta designación merece toda nuestra atención. Conocemos a Abisag la
Sunamita (esto es, procedente de Sonem o Sunem) en 1 Reyes 1. Esta joven «her
mosa en extremo» fue llevada al rey David (¡de nuevo él!) para compartir la cama
con él y pudiera éste entrar en calor. Se nos dice también que la pobre criatura
siguió siendo virgen tras este más bien sórdido asunto. La volvemos a encontrar
en 1 Reyes 2, 22 como centro de una intriga de la corte, en la que de nuevo nadie
pregunta por su opinión67. Igual que Abinadab («mi noble padre», una jactan
cia patriarcal) se convierte en Aminadab («mi pueblo es noble y generoso»), así
la Sunam ita se convierte en la Sulamita®, Pero vaya descubrimiento. La Sula
mita es la anti-Sunamita. Esta última es una mujer tan pasiva y estática, como
es la primera animosa y activa, una mujer cuyo pronombre en primera persona
domina por todo lo ancho del poema. Del mismo modo, la Sulamita es la anti-
Salomón. Ambas figuras están unidas por la raíz verbal de sus nombres hebreos,
S u lam m ity Seldmdh69. El carácter deliberado de esta cercanía lo pone de relieve
Cantar de los cantares 8, 10, donde la amada es «la que halla la paz» (sa lom p .
Una vez más, la poetisa pulsa varias cuerdas al mismo tiempo, con resultados
realmente brillantes.
La conclusión de este análisis textual vale para todo el libro del Cantar de
los cantares. Estamos en un escenario de total irreverencia. La autora usa iróni
camente expresiones que se habían convertido en «sagradas» en un contexto

67. Pope sugiere acertadamente que Salomón no permaneció indiferente a los encantos
de Abisag (ibídem, p. 598). El hecho no es probablemente ajeno a su violenta reacción a la peti
ción de Adonías.
68. Véase R. Tournay, «Les chariots d’Amminadab (Cant. vi. 12): Israel, peuple théopho-
re», en Vetus Testamentum, 9 (1959) 288-309.
69. Hay una enorme carga irónica en la feminización del Gran Rey. Salomón personifica
sin dificultad el universo del falo, igual que Asuero en el libro de Ester. Pero no mantendremos
la teoría que ve en el nombre de la Sulamita en Cantar de los cantares una forma hebrea de la dio
sa acádica Shulmánitu (igual como Mardoqueo evoca a Marduk y Ester a Astarté). Por el otro lado,
es interesante recordar, y posiblemente proceda originariamente del Cantar de los cantares, que la
joven que pide la cabeza del Bautista a Herodes Antipas recibió de la tradición el nombre de Salo
mé, ¡Salomón en femenino!
70. Este paralelo lo destaca con fuerza A. Harper, quien piensa en una referencia irónica a
Salomón levantando el asedio de la «ciudad» que no supo conquistar.
André LaCocque

yahvista. El Cantar no es un folleto sobre una hierogamia pagana. Ni es tam


poco una alegoría para uso de mojigatos sobre las relaciones íntimas entre
Dios e Israel (mucho menos, claro está, entre Cristo y la Iglesia). Es una exal
tación de eror, habla del amor libre, indómito e incluso, hasta cierto punto,
clandestino (cf. Cantar de los cantares 8, 1-3), entre un hombre y una mujer.
El lenguaje de la autora es naturalista y, por ello, expuesto a la censura de los
«hombres del clero», y paródico, por cuanto imita mofándose la jerga de los fun-
damentalistas.
Ahora bien, hay dos maneras de hablar con ironía del mundo que se recha
za. Una que demuestra que este mundo no es en esencia más que un fraude, y
la otra que protesta contra lo que algunos han hecho de este mundo, funda
mentalmente bello, pero desfigurado en el momento presente. El Cantar de
los cantares está compuesto sobre el trasfondo del valor supremo del amor en
Israel. Protesta por la sustitución que los «religionistas» han hecho, con un mal
entendido agapé, del eros que une al hombre y a la mujer (cf. Génesis 2). Ésta es
la razón por que, en este libro, el «menos bíblico» de todos los libros bíblicos, el
mensaje escondido tras la estética poética (no tras el esoterismo alegórico) es
decididamente teológico. El amor, el amor «puro y simple», el amor fiel y com
pletamente íntegro, es una reflexión sobre la alianza entre los divino y lo huma
no. Probablemente en este sentido debemos leer Cantar de los cantares 8, 6, don
de el amor es comparado a una «llama de Yh[wh]». La expresión es ambigua,
puede indicar sólo un superlativo, pero en el lenguaje subversivo de la autora
indica precisamente que el amor humano es un reflejo del amor divino71. Andrew
Greely va más lejos aún. Sugiere que la autora está «hablando del (omnipoten
te) órgano masculino de Yhwh [el símbolo de la llama representaría el pene],
pero, por así decir, apropiándoselo para ella»72. En la muy simple formulación
de A. Herbert (de la que elimino yo el término «sensualidad», desafortunado en
este contexto), «el amor natural,,,libre de sus perversiones pecaminosas... es reco
nocido en la Biblia como el tipo menos inadecuado de amor del hombre a Dios
y de Dios al hombre»73. Para cantarlo, no hay necesidad alguna de ser teólogo.

71. Murphy, The Song ofS ongs, p. 104.


72. Greeley y Neusner, The B ible a n d Us, p. 35. En cuanto al sexo del autor del Cantar de
los cantares, Greely dice con gran acierto: «Sólo en historias escritas por mujeres se trata a los hom
bres como adorables niños pequeños, aunque irresponsables».
73. A. Herbert, «The Song ofSongs», p. 469, par. 406g. Es lo que inspira la Primera
Epístola de Juan (4, 8), con la única definición que dan las Escrituras de Dios, «Dios es amor».
Esta «analogía de la fe» debe ser vista desde la perspectiva de Kant: «No significa... una semejan
za imperfecta entre dos cosas, sino una semejanza perfecta de relaciones entre dos cosas totalmente
distintas» (Prolegóm enos 58, citado por Paul Ricoeur en «From “I am who I am” to “God is love”
-An Essay in Biblical Hermeneutics». Ricoeur añade que la fórmula de 1 Juan nos lleva a dar un
significado extra a Dios y al amor. Con esta afirmación «sabemos más acerca de Dios y del amor».
En ocasiones, ser un «especialista en asuntos religiosos» hasta se convierte en un
obstáculo; uno es en esto más bien ciego que perceptivo. Es verdaderamente
un milagro que el Cantar de los cantares figure en el canon de las Sagradas Escri
turas. Cuando el rabino Aqiba decía «todas las Escrituras son santas, pero el Can
tar de los cantares es el sancta sanctorum »n, daba verdaderamente en el clavo75.

74. T osefta Sanedrín 12, 10.


75. Este ensayo sobre el Cantar de los cantares es parte de un estudio en forma de libro
publicado con el título She Wrote R om ance: A H erm eneu tica l Essay on the S on g o f Songs, Trinity
Press, Filadelfia 1998.
LA METÁFORA NUPCIAL

PAUL RICOEUR

Reconstruir la trayectoria del Cantar de los cantares es una empresa tan


legítima como inevitable. Como se ha dicho a menudo, pocos textos en la his
toria de la interpretación han tenido una suerte tan exuberante o tan sobrecar
gada. A una mirada superficial, esta suerte puede confundirse con el nacimien
to y el ocaso de las explicaciones alegóricas del Cantar. En la actualidad, sin
embargo, la situación parece más bien la siguiente. Después que la exégesis con
temporánea casi de forma unánime haya adoptado la explicación que, en opo
sición a la alegórica, se ha llamado «naturalista», y que yo preferiría llamar (y que
en adelante denominaré como) interpretación erótica -según la cual el Cantar
de los cantares no es nada más que un epitalamio, un canto al amor carnal en
forma de diálogo—, las explicaciones alegóricas, de tan larga duración sea en la
tradición judía sea en la cristiana, se vieron privadas de su antigua credibilidad
y fueron relegadas a la prehistoria de esta explicación erótica. De hecho, muchos
comentaristas citan estas interpretaciones alegóricas sólo en sus introducciones
a modo de ejemplos de antecedentes precientíticos de una investigación tex
tual que lo debe todo al método histórico-crítico, desconocido por los inicia
dores de la interpretación alegórica y hasta rechazado por los últimos defenso
res de ese planteamiento.
Por mi parte, quisiera oponer una historia múltiple y floreciente de la lec
tura, dentro del marco de una teoría de la recepción del texto, a esta concepción
unilineal de la «trayectoria» explicativa del Cantar de los cantares. Es ésta una
historia en la que no sólo encuentra su lugar la exégesis alegórica, sino también
la exégesis moderna científica y -¿por qué no?—lo encuentran hasta las nuevas
interpretaciones teológicas, relacionadas o no con las antiguas exégesis alegóricas.
El se n t id o o bv io d el t e x t o

Antes de describir las características propias de esta historia, quisiera hacer


primero justicia al método exegético que se le opone, por lo menos como pri
mera aproximación, en cuanto polo opuesto, antes de revelar su complementa-
riedad, que intentaré por mi parte justificar con sumo cuidado. El método his-
tórico-crítico, con sus tres facetas - la historia de las fuentes, la historia de la
composición y la historia de la redacción- puede compararse en conjunto a una
historia de la escritura de los textos que ahora leemos. De hecho, es digno de
notarse que en la interpretación propuesta por André LaCocque, lo mismo
que en la mayoría de comentarios contemporáneos sobre el Cantar de los can
tares, el centro dominante de atención se sitúa en el origen del texto, incluyen
do bajo este título los problemas sobre el autor, la fecha y el marco cultural, jun
to con la cuestión, inseparable de ésta dominante, sobre la naturaleza de la
audiencia original. Por ello André LaCocque, que no aventura conclusión algu
na sobre la fecha y el lugar, da una gran importancia a la hipótesis de que el autor
fuera una mujer, hipótesis acreditada por numerosas indicaciones del propio tex
to. El poema, dice, es «el canto de una mujer, desde el principio hasta el final»
(p. 252-253). Esta hipótesis es solidaria con la tesis a la que apuntan todas sus
explicaciones detalladas, a saber, que este hermoso poema erótico equivaldría a
un alegato a favor de un amor libre, socialmente inaceptable y no instituciona
lizado -alegato, además, basado en una intención subversiva dirigida contra la
manera de pensar aceptada, a veces denominada «burguesía» o establishm ent.
Si André LaCocque atempera algo su tesis radical con la admisión de que la liber
tad de esta mujer libre «consiste en permanecer inquebrantablemente fiel a aquel
a quien ama», no es verdad menor que el acento principal de su interpretación
lo pone, no tanto sobre la fidelidad de este amor, cuanto sobre su expresión «fue
ra de los vínculos matrimoniales y de las restricciones sociales». Esta interpre
tación podría entrar en provechosa disputa con otras interpretaciones surgidas
de lo que he llamado la historia de la recepción del texto, si pudiera despegarse
del postulado -que, por cierto, comparte con los defensores modernos de una
lectura alegórica—de que existe un verdadero significado del texto, a saber, el que
el autor, los autores o el último redactor tenían en mente, quienes —se supone-
de alguna manera inscribieron este significado en el texto, de donde la exégesis
debe luego extraerlo y, en lo posible, restaurarlo en su significado original. De
aquí que el verdadero significado, el pretendido por el autor, y el significado ori
ginal se tomen como términos equivalentes. Y el comentario consiste, por tan
to, en identificar en principio este significado auténtico, pretendido y original.
Para identificarlo, el texto debe explicarse de un modo detallado; eso es, hay que
demostrar que la solución aportada a las dificultades locales encaja con el sen
tido general asignado al texto, siendo la coherencia el criterio epistemológico
fundamental que indica la adecuación de cualquier comentario.
Sorprende que los comentaristas alegorizantes contemporáneos se basen
en los mismos postulados. (No era así en las interpretaciones tipológicas y ale
góricas antiguas, como demostraré en la segunda sección de mis observacio
nes). Por ello, los partidarios modernos de la alegoría compiten con las explica
ciones que ellos llaman «naturalistas», con la misma ambición de identificar, de
explicar al detalle, el significado verdadero, pretendido y original. Y de aquí
que los lectores modernos se vean confrontados a una alternativa que de hecho
procede de una casi unanimidad entre los comentaristas, incluidos aquellos que
están a favor de lo que sus oponentes llaman la explicación «naturalista». Qui
siera demostrar en la segunda parte de mi estudio que es posible otro resultado,
construido sobre la interpretación alegórica antigua tomando como base una
historia de la lectura y la recepción de nuestro texto, aparte del único que la
mayoría de comentaristas modernos reservan a nuestro texto, un resultado que
resitúa estas interpretaciones en otra categoría epistemológica distinta a la im
plicada por la noción de significado verdadero, pretendido y original, junto
con los postulados de identificación y explicación que lo acompañan en el pla
no metodológico.
Sin embargo, antes de proceder a ello, me gustaría sacar a la luz unos cuan
tos rasgos del texto del Cantar de los cantares que, a mi entender, lo mantie
nen abierto a una pluralidad de interpretaciones, entre las cuales se cuentan las
lecturas alegóricas, de por sí múltiples y hasta contrarias entre sí. Estos rasgos,
digámoslo sin más, justifican parte de la lectura de André LaCocque, a saber,
la que entiende que el Cantar de los cantares puede leerse como un poema
erótico, escrito quizás por una mujer (a fin de cuentas, ¿por qué no?), un poe
ma a varias voces, que celebra el amor de un hombre y de una mujer, sin refe
rencia alguna a la institución del matrimonio o a las reglas de parentesco que
ordinariamente asignan al padre o al hermano de la novia un determinado rol
social, imponiendo así una perspectiva de fecundidad y descendencia al amor
conyugal. Pero, por otro lado, esos rasgos encajan menos bien con la hipótesis
de una intención subversiva, indicada por la connotación irónica e irreveren
te de aquellas expresiones que muchos comentaristas han visto como opacas. Mi
duda al respecto no proviene de mi desconfianza en una preocupación excesiva
por un recurso a la intención del supuesto autor, sino del hecho de que estas con
notaciones me parecen a mí compatibles con una interpretación que pondría
más bien el acento principal en la dimensión metafórica de un poema dedicado
al amor erótico, el cual es elevado por su estructura literaria por encima de un
contexto exclusivamente sociocultural. Estos rasgos, que voy inmediatamente
a someter a consideración, me parece a mí que tienen como efecto propio —no
digo intención—descontextualizar precisamente el amor erótico y hacerlo así
accesible a una pluralidad de lecturas compatibles con el sentido obvio del tex
to en cuanto poema erótico.
Propongo reservar la frase «vínculo nupcial» para designar este amor que
adecuadamente se llama libre y fiel, dando por supuesto que nupcial no signi
fica obligadamente «matrimonial». Y tomaré como indicios de lo nupcial como
tal todos aquellos rasgos metafóricos que tienen que ver con lo erótico, incluso
al nivel del sentido obvio del texto. Nótese que digo «sentido obvio» a fin de per
manecer en el plano textual, sin tener que referirme en modo alguno a la inten
ción del supuesto autor y, por lo mismo, sin tener que decir nada sobre el sig
nificado «verdadero» u original. Quizás el constitutivo metafórico de esas
expresiones de amor erótico es de tal índole que bloquea cualquier investigación
acerca del sentido unívoco, original e intencional.
Quisiera comenzar reuniendo aquellos rasgos de indeterminación total
mente sorprendentes relacionados con la identificación de personajes, lugares,
tiempos y hasta emociones y acciones, para poner luego el acento en aquellos
rasgos que caracterizan lo que podemos llamar los «movimientos de amor», y
que son relativamente indiferentes a ser atribuidos individualmente a las per
sonas en cuestión. Por último, permaneciendo estrictamente en el plano litera
rio, quiero subrayar la tendencia de toda la interacción metafórica desplegada
por el poema para liberarlo de su función referencial, esto es, sexual. Todos estos
rasgos tomados en conjunto constituyen la señal de lo nupcial en lo erótico y,
por implicación, hacen posible y plausible un descubrimiento de lo nupcial a
partir de lo erótico y su reinversión en otras variaciones de la relación amorosa.
Sobre el fenómeno de indeterminación, basaré lo que tengo que decir en
una observación hecha por muchos comentaristas sobre la dificultad de identi
ficar al amado y a la amada en el poema1. Aparte del hecho de que nunca se iden
tifican ellos mismos y de que nunca se les llama por su nombre propio, el tér
mino «Sulamita» en el capítulo 7 no es tampoco un nombre propio (cf. lo que
André LaCoque dice al respecto, p. 271). Debemos admitir que nunca sabemos
con certeza quién habla, a quién o dónde. Hasta podemos imaginar, sin caer
en el ridículo, que son tres los personajes implicados: un pastor, una pastora y el
rey, Salomón2. ¿Se trata, por ejemplo, en 1, 6-8, de un pastor y de una pastora
o, en 1, 4 y 3, 2 y 11, de un rey y de una mujer, que tanto podría ser de la ciu
dad como una campesina en 1, 12-14 y en 7, 6 y 13? Además, el diálogo se vuel
ve todavía más complejo por sus citas internas explícitas e implícitas. Ni tam

1. Daniel Lys, Le plus beau chant de la création. Commentaire du Cantique des Cantiques,
Cerf, París 1968, p. 16.
2. G. Pouget y ] . Guitton, Le Cantique des Cantiques, Gabaída, París 1934: «Damos por
supuesto que fue Jacobi quien, en 1771, realmente inauguró la interpretación estricta del Can
tar de los cantares entendido como un drama» (Lys, Le plus beau chant, p. 35).
poco es seguro que determinadas escenas no sean un sueño o no puedan ser sue
ños relatados. A fin de cuentas, la aparición de Salomón en 3, 7-11 parece enca
jar perfectamente con esta indecisión sobre la frontera entre sueño y vigilia. ¿No
dice la amada, en 5, 2: «Yo duermo, pero mi corazón vela. ¡Una voz! M i ama
do llama»? ¿No es el pastor un rey en sus sueños, y por qué no el mismo rey Salo
món? Estos rasgos de indeterminación son innegablemente favorables a la libe
ración de lo nupcial mantenido en reserva en lo erótico.
¿Pero no deberíamos simplemente hablar más bien de excesiva determina
ción que de indeterminación? Paul Beauchamp, por ejemplo, pone de relieve la
superposición de generaciones en la cambiante evocación de los personajes3. Si
consideramos la sucesión 1, 6; 3, 4; 3, 11; 6, 9; 8, 1; 8, 4, la figura de la madre
vuelve una y otra vez: la madre de la mujer, por una parte, citada por la muchacha
en 1,6 y 3 ,4 (junto con la «alcoba de la que a mí me concibió»); la del muchacho
en 8, 5 («Te desperté bajo el manzano, donde te concibió tu madre, donde la que
te alumbró te había concebido»). Beauchamp observa que «no hay matrimonio,
regio o de otra índole, sin el maridaje de los recuerdos y sin que la pareja quede
marcada por la línea de las generaciones»4. ¿Cómo no ha de sorprendernos esta
coincidencia entre el estado de vigilia y este acceso a la memoria encarnada, don
de innovaciones y recuerdos se traslapan? (Nótese, también, que esta insistente
evocación de la madre hace más notable la ausencia del padre, fuertemente subra
yada por André LaCocque, a diferencia de la presencia de los hermanos, que se es
fuerzan por mantener a raya a los enloquecidos enamorados).
Todas estas indeterminaciones y excesivas determinaciones serían com
prensibles si no hubiésemos destacado con fuerza, como hace Paul Beauchamp, la
distancia que se abre entre poema y narración. Sólo desde una perspectiva narra
tiva, y no de la poética, sería pertinente preguntar por «¿quién?», y estaríamos au
torizados a hablar de personajes individualizados. Realmente, el amado y la ama
da no son personajes identificables; por tales, entiendo los sujetos de una identi
dad narrativa. En este sentido, nada prohíbe sugerir que la pregunta «¿quién?»,
ordinariamente vinculada a la identidad narrativa, entra en el poema sólo para
acentuar, en lo que es indudablemente un modo retórico pero poéticamente sig
nificativo, lo que Beauchamp denomina la apariencia de origen: «¿Qué es aquello
que sube del desierto?» (3, 6); «¿Quién es aquella que se alza cual la aurora?» (6,
10); «¿Quién será la que sube del desierto, reclinada en su amado?» (8, 5). ¿No es
del final del mundo y de las profundidades del tiempo de donde surge el amor?
Pero entonces, ¿corresponde o responda algún nombre a la pregunta «quién»?5

3. Paul Beauchamp, L’u n et l ’a utre Testament, vol. 2, A ccomplir les Écritures, Seuil, París 1991,
p. 177.
4. Ibídem.
5. Ibídem, p. 184-191.
El carácter poético y no narrativo del canto lo confirma además otro tipo
de indeterminación que afecta a la división en escenas. ¿Se trata de siete poemas,
como sugiere Buzy, en los que la acción en cada caso progresa de la admirada
descripción de uno de los amantes por el otro hasta la posesión mutua?6 ¿O se
trata realmente de una acción en sentido narrativo?7Al lector le será cierta
mente difícil situar el supuesto momento exacto de consumación de la unión en
cuestión, que, repito, no se relata, sino que más bien se canta. ¿Y no se dice, con
razón, que un poema sitúa su clímax al medio, y no al final, lo que autoriza su
inminencia o su reciente cumplimiento en el vacío de un presente narrativo, sólo
ocupado por el canto?8 Al respecto, lo que podríamos seguir llamando el des
enlace -«Ponme de sello sobre tu corazón / como sello en tu brazo, / pues fuer
te es el amor como la muerte, / y fiera la pasión como el seoL..» (8, 6 )- no debe
ser tratado como un epílogo sapiencial añadido a la conclusión narrativa: «Te
desperté bajo el manzano, donde te concibió tu madre, donde la que te alum
bró te había concebido» (8, 5). Es más bien la corona sapiencial dada a lo que
es, de un extremo al otro, un canto y no en modo alguno una narración, en la
que el lenguaje de alianza («Ponme de sello sobre tu corazón, como sello en tu
brazo») está destinado a unir la espontaneidad del canto y el aspecto meditativo
de la declaración sentencial organizada9.
Estas reflexiones sobre la consumación, que el poema sitúa al medio, nos
llevan a una serie de comentarios concernientes a la primacía de los «movimientos»
de amor sobre las identidades individuales del amado y de la amada. Tomo
esta expresión, «movimientos de amor», de Orígenes, uno de los iniciadores de
la interpretación alegórica10. Esta frase del más importante testigo del alegoris-
mo entre los Padres de la Iglesia debería hacernos prestar atención a lo que en el
Cantar de los cantares tiene que ver con el amor como un tipo de «movimien

6. Cf., por ejemplo, la división en siete poemas propuesta por Denis Buzy {Le Cantique des
Cantiques, Letouzey et Ané, París 1949) o la de en ocho segmentos, por Daniel Lys, o la división
en dos tiempos y diez secciones distribuidas en torno a un centro («comida, amigos, bebida» 5,1)
de Paul Beauchamp, L’un et l’autre testament, p. 161 s.
7. Ibídem, p. 173-180.
8. Como dice Beauchamp, «en cierto modo, el amor está en el canto mismo» (ibídem,
p . 1 6 4 ).
9. Ibídem, p. 180.184.
10. Su segunda Homilía sobre el Cantar de los cantares comienza así: «Todos los movi
mientos del alma (motiones animae) Dios, el autor de todas las cosas, los creó para el bien, pero en
la práctica sucede a menudo que los objetos buenos nos llevan al pecado porque los usamos de
mala manera. Ahora bien, uno de los movimientos del alma es el amor. Lo usamos correctamen
te para amar si amamos la sabiduría y la virtud, pero si nuestro amor se rebaja a cosas que no pue
den llamarse buenas, es carne y sangre lo que amamos... Vosotros, por tanto, que sois espirituales,
escuchad espiritualmente el canto de estas palabras y tratad de poneros a la altura de lo óptimo
tanto en lo que concierne al movimiento de vuestra alma como a lo que alcanza ( incendium) de
vuestro amor natural».
to». En primer lugar, hay movimientos en el espacio. Apenas ha exclamado la
amada en el prólogo «¡bésame con los besos de tu boca!», añade «¡llévame en pos
de ti, corramos juntos!». Hay luego la evocación de un andar vagabundo «tras la
grey de tus zagales». Y un poco más adelante, dice ella: «Me introdujo en la bode
ga, su enseña sobre mí es el amor». Luego oye al amado que se acerca «brin
cando por los montes, saltando por los altos». Y el amado le dice: «¡Levántate,
amiga mía, hermosa mía, y ven!». En un sueño, cuenta la amada que «buscaba
yo al amado de mi alma». Mientras avanza el poema, vamos entendiendo que
esta movilidad, que a veces desconcierta al querer seguirla, por sus cambios de
tono, es la señal de un juego, el juego del deseo, o mejor el de dos deseos que
se mezclan. El entramado de estos deseos está hecho de movimientos recíprocos
que, partiendo de uno van al otro, y vuelven luego al punto de partida para
irse otra vez hacia el otro. En este sentido, la escena que transcurre en la verja,
en el capítulo 5, es particularmente turbadora. El amado llama a la puerta para
entrar. Alcanza a entrar por la puerta entreabierta, pero entonces «abrí a mi ama
do; mas mi amado se había ido ya, había pasado». Y el coro, un poco después,
se mofa: «Adonde fue tu amado, la hermosa entre mujeres? ¿A qué parte se tor
nó, que contigo lo busquemos?» (6, 1). Y añade el coro: «Vuelve, vuelve, Sula
mita, vuelve, vuelve: queremos contemplarte» (6, 13). Luego, una vez más hay
otra partida: «Ven, mi amado, ¡salgamos a los campos!» (7, 12). Este juego de
distancias resalta los momentos de mutua posesión, que el poema, quiero repe
tirlo, no describe ni muestra, sino que sólo evoca, en el más estricto sentido
del término: «Su izquierda por apoyo a mi cabeza; con su diestra me abraza» (2,
6 y 8, 2). Y de nuevo: «Mi amado es para mí y yo soy para él; él apacienta el reba
ño entre los lirios» (2, 16; 6, 3). El amor carnal quizá se consuma en 5, 1 o 6, 3,
pero no se dice esto de un modo descriptivo. Más bien se canta. De aquí que
podamos preguntarnos si la verdadera consumación no está en el canto mis
mo. Y si, como sugería antes, el verdadero desenlace hay que verlo en 8, 6 («pon-
me de sello sobre tu corazón, como sello en tu brazo»), lo importante no es la
consumación carnal, nunca descrita, nunca relatada, sino la promesa de alianza,
significada por el «sello», que es el alma de lo nupcial, el espíritu que, como car
ne suya, tendría la consumación física que es meramente cantada. Pero cuando
lo nupcial irrumpe en lo erótico, la carne es espíritu y el espíritu carne.
Si seguimos por este camino, descubriremos otras señales, cercanas y a la
vez lejanas de movimiento en el espacio, parecidas a los movimientos del amor
mismo. Este es el caso de las oscilaciones entre vigilia y sueño. Y el movimien
to de un polo al otro nunca es lineal o narrativo. Cuatro veces leemos: «Hijas de
Jerusalén, yo os conjuro por las gacelas y las ciervas de los campos: no despertéis
ni desveléis a mi amada hasta que ella quisiere» (2, 7; 3, 5; 5, 8; 8, 4). Y el des
pertar en 8, 5 («Te desperté bajo el manzano, donde te concibió tu madre, don
de la que te alumbró te había concebido») no expresa propiamente una con-
clusión narrativa, por cuanto, como queda dicho, el despertar de 8, 5 y el sello
de 8, 6 pertenecen a una misma economía de deseos mutuamente aceptados y
reconocidos y, en este sentido, cumplidos. De modo parecido, los estados de
vigilia -«M i amado es para mí y yo soy para él; él apacienta el rebaño entre los
lirios» (2, 16)—pasan a ser fácilmente comienzos del sueño: «En mi lecho, en
la noche, buscaba yo al amado de mi alma» (3, 1), si es que no se convierten a
las claras en un sueño entre 3, 2 y 5, 1, como algunos comentaristas, como Daniel
Lys, por ejemplo, han sugerido11. Pero estas alternancias entre sueño y vigilia,
entre dormir y despertarse pertenecen a la misma dinámica de deseos entrelaza
dos y a la interacción de distancias que se abren y cierran.
Alguien puede objetar que no todo en el poema es «movimiento». Aparte
de los momentos de reposo, de posesión, que hemos dicho que pertenecen a los
«movimientos» de amor, al amor como movimiento, el poema deja espacios para
descripciones admirativas del cuerpo del amado y de la amada. Esto es verdad.
Y no basta replicar que estas pausas pueden asimilarse, desde el plano lingüísti
co del poema, a una estasis del deseo. Lo que es preciso añadir a esta respuesta
es que las metáforas con las que se cantan las maravillas de los cuerpos de los
amantes son en sí metáforas de movimiento tomadas del extraordinario bestia
rio que el poema ofrece, junto con la exuberante flora de un paisaje casi edéni
co12. Esto no resta para nada valor a las estasis de admiración: «Eres todo her
mosa, amiga mía, y tacha no hay en ti» (4, 7). Sin embargo, la pausa poética es
tanto más sorprendente cuanto que el poema pasa sin transición del movimiento
de búsqueda al reposo de la admiración: «Ven del Líbano, esposa, ven del Líba
no, llega: avanza...» (4, 8). De este modo, el poema zigzaguea entre las estasis de
descripción admirativa y los auténticos movimientos de amor, para realzar, por
así decir, la fuerza, el poder del abrazo.
Quisiera señalar, por último, de qué modo la forma literaria del poema con
tribuye a esta sutil liberación de lo nupcial con relación a lo erótico, en cuyo
interior está ciertamente inserto. Acabo de indicar la importancia de las metá
foras en las descripciones admirativas de los cuerpos, pero me he limitado a apun
tar su origen en la maravillosa flora y fauna de la creación. Tenemos que volver
a ellas ahora desde el punto de vista del efecto de sublimación que aquí nos inte
resa. Robert Alter tuvo la genial idea de situar sus reflexiones sobre el Cantar
de los cantares bajo el título de «El jardín de la metáfora», produciendo de este
modo su propia metáfora de segundo grado13. Tras haber señalado la inusual fre

11. Lys, Le plu s beau chant, p. 79.


12. Se dice que el amado es como una gacela, o un cervatillo (2, 8). El cabello de la mujer es
hermoso como un hato de cabras (4, 2); sus dientes, son como un rebaño de ovejas esquiladas cuan
do suben del baño; sus pechos, «cervatillos mellizos de la cierva paciendo entre los lirios» (4, 5); etc.
13. Robert Alter, The Art o fB ib lica l Poetry, Basic Books, Nueva York 1986, cap. 8, «The
Carden of Metaphor», p. 185-203.
cuencia de comparaciones y la abundancia de expresiones gramaticales que apo
yan estas comparaciones («es como», «se parece a», etc.), se ocupa del tipo de
liberación que se produce a través del juego verbal que consiste en entretejer jun
tas estas metáforas puesta la vista en su referente corporal último. El cuerpo está
sembrado de alegorías vegetales y animales, hasta el punto de convertirse en un
cuerpo/paisaje; pero ya el juego verbal mismo tiende a separar la red de metá
foras de su soporte corporal. Aun cuando, como buenos freudianos, podamos
dar verdaderamente un sentido sexual al «manantial de aguas vivas», en 4, 15, o
al jardín mismo, en 4, 16 y 5, 1, o al «resquicio» de la puerta, en 5, 4, o hasta a
los lirios entre los cuales el amado «apacienta su rebaño», en 6, 3, o incluso, por
qué no, al ombligo, en 7, 3, o la «montaña de mirra», en 4, 6 -¡la omnisciente
ingenuidad del psicoanalista disfruta siempre cuando se aplica a la poesía!—, lo
importante no es el eufemismo que mantiene la referencia sexual sin nombrar
la directamente, sino más bien la inclusión del cuerpo mismo dentro del juego
metafórico general del poema, gracias al fenómeno que Alter acertadamente
denomina double entendre. No pretendo sugerir, que la referencia sexual está por
lo mismo abolida, como sexual, sino que más bien es puesta en suspenso, pre
cisamente como referente. El juego verbal se convierte, por lo mismo, en una
fuente autónoma de placer.
Esta sublimación poética del corazón mismo de lo erótico elimina la nece
sidad de suponer deformaciones para desexualizar el referente. Basta con que
quede desplazado poéticamente. Y de este modo la misma red metafórica, libe
rada ya de todo apego realista por la sola virtud del canto, queda disponible para
otras «inversiones» (investments) y «des-inversiones».
Al final de esta serie de comentarios, podemos decir que, mediante estos
procedimientos puramente literarios de indeterminación calculada y de meta-
forización, se ha introducido cierta distancia de significado entre lo nupcial como
tal y lo sexual, sin que por ello situemos lo nupcial en la órbita matrimonial.
Incluso es esta equidistancia preservada entre el realismo sexual y el moralismo
matrimonial lo que ha de permitir que lo que yo llamo «lo nupcial» como tal sir
va como analogon para otras configuraciones del amor distintas al amor erótico.
¿Son compatibles estas observaciones con la interpretación de André LaCoc
que? La distinción que hago entre nupcial y matrimonial confirma la disocia
ción que él pone de relieve con tanto vigor entre el alegato a favor del amor libre
y fiel y la apología de los vínculos matrimoniales en los Proverbios y, aún más
fundamentalmente, en toda la legislación mosaica. (Con todo, ¿por qué califi
car de «burguesas» las alabanzas a la fidelidad conyugal en Deuteronomio 22,
13-29?). Tampoco tengo dificultad alguna en dar margen a la ironía en una cele
bración del amor que canta las cuarenta a toda dimensión institucional. Si lo
nupcial ha de celebrarse como distinto de lo matrimonial, ¿por qué no puede ser
la ironía, igual que la metáfora, un medio retórico de alabanza? ¿No están la
mayoría de metáforas, por el solo hecho de ser exageradas, cargadas de ironía?
Dudaría más en dar el paso de la ironía a la burla, y hasta, más allá de ésta, a la
subversión. Aparte de las reservas antes mencionadas concernientes a las inten
ciones asignadas al supuesto autor, la burla y la subversión me parecen proceder
de un género de alegato, que, a diferencia de la ironía, no encaja bien con el de
una celebración gozosa y libre. Toda intención subversiva, propiamente hablan
do, me parece a mí que surge de una hipótesis sobre la lectura, una hipótesis per
fectamente legítima a decir verdad, pero una hipótesis que se reconoce como tal
sólo si se admite su lugar en una historia de la recepción del texto. De hecho,
intentaré mostrar al final de la segunda sección de este ensayo que pertenece a
una determinada época de lectura, una época que valora precisamente toda
clase de lectura subversiva.
Queda por decir que André LaCocque presenta argumentos exegéticos
que tienden a reducir la distancia que he destacado entre lo que el lector aporta
y el sentido obvio del texto. Quisiera, no obstante, insistir en aquellos argu
mentos en particular que llevan a interpretar determinadas expresiones, cuya
opacidad se ha destacado repetidas veces —¿no se habla respecto de ellas de una
crux interpretum ii-, expresiones con un sentido irreverente y hasta sutilmente
blasfemo. Debemos demorarnos en estos argumentos por cuanto la interpreta
ción de estos pasajes difíciles asume el valor de prueba en lo que se refiere a la
intención supuestamente subversiva. Cuando el poema parece adoptar para uso
propio expresiones que los profetas aplican a la relación «amorosa» entre Yhwh
y su pueblo, se dice que este procedimiento procede de la estrategia polémica y
liberadora del poema para des-metaforizar, o más exactamente para des-teolo-
gizar, el lenguaje del poeta. Además, el intento del autor alcanza su punto álgi
do cuando se parodian irónicamente, como conjuros en que se invoca a anima
les, las sacrosantas fórmulas de los juramentos. Igual parodia se encontrará
también en los juramentos con connotación religiosa. De un modo parecido,
las colinas separadas de la geografía bíblica pasana a designar de un modo irre
verente los pechos de la amada. «Nos hallamos en las antípodas de la alegoría
espiritualizada», dice André LaCocque. Su sutileza exegética culmina en la exé
gesis de 6, 16. Con este texto, habría sido del todo imposible que alguien en Is
rael no viera la alusión al arca de la alianza. Toda teoría de la interpretación que
no reconozca esto no es digna de este nombre. La Sulamita junta, a los ojos de
su amado, el carro del Arca, el carro más famoso de la historia de Israel, el m er
kabah o trono de Yhwh, con ‘a mmi, esto es, Israel, y nadib, el noble pueblo.
«¡Todo en una evocación erótica!» No tengo motivos -n i competencia- para
desafiar el argumento en su aspecto propiamente exegético. Pero a mí me pare
ce que pierde buena parte de su carácter unilateral —y también unilateralmente
subversivo—, si lo situamos en el contexto general metafórico del poema. Hasta
me arriesgaré a preguntar, acercándome lo más posible a la interpretación de
André LaCocque, ¿por qué no puede pertenecer una determinada des-teologi-
zación a la estrategia retórica puesta al servicio de la conquista de la dimensión
nupcial p e r s é i Des-metaforizar es todavía metaforizar. Y por qué razón no pue
de ser re-metaforizado lo que ha sido des-metaforizado, partiendo de la meta-
forización general de lo nupcial, como intentaré demostrar en la tercera parte
de este ensayo.
Intentaré desarrollar esta última sugerencia adoptando un punto de vista
más amplio en las relaciones de intertextualidad que llevaron a la intersección
del Cantar de los cantares con otros textos del canon bíblico.

Fr a g me n t o s d e u n a h ist o r ia d e l a l e c t u r a

Quiero ahora, no obstante, dar continuación a mi inicial proposición de


una «historia múltiple y floreciente de la lectura, situada en el marco de una teo
ría de la recepción del texto». Quiero decir a las claras que la exégesis alegórica
de los intérpretes modernos está muy lejos de ocupar todo el ámbito de lecturas
que, a falta de un vocabulario apropiado, han sido denominadas alegóricas. La
exégesis alegórica de los Padres griegos ignora toda pretensión de competir con
una exégesis basada en el método histórico-crítico. Por esto es necesario situar el
alegorismo de los modernos intérpretes al final de nuestra historia de la lectura
y relacionarlo con la misma categoría epistemológica que la que caracteriza lo
que estos intérpretes denominan una interpretación «naturalista», en la medi
da en que comparten con los que proponen este tipo de interpretación la pre
tensión de contarnos el verdadero significado que el autor pretendió.
Una historia completa de la lectura del Cantar de los cantares constituiría
una considerable empresa, que no cabe en los estrechos márgenes de este ensa
yo. Me limitaré, por tanto, a indicar cuatro momentos significativos de esta fecun
da historia.

1. Transferencia analógica Lo que hizo que las interpretaciones alegóricas fueran


plausibles, aceptables y claramente significativas en la edad patrística fue algo
muy distinto a una exhumación de un significado inscrito en un texto, consi
derado aparte de todo acto de lectura14.

14. Anne-Marie Pelletier, Lecture du C antique des Cantiques: d e l'énigm e du sens aux figu res
du lecteur, Editrice Pontificio Istituto Biblico, Roma 1989, contiene una presentación detallada
de los presupuestos lingüísticos y hermenéuticos que presiden el contraste entre un método exe-
gético que asimila la búsqueda de sentido al de la búsqueda del origen y que conecta el destino
del significado a una historia de la lectura del texto. Por la parte lingüística, hay la distinción entre
un enunciado (o proposición), independiente de todo compromiso subjetivo por parte del lector,
y una enunciación, que es el acto del sujeto que habla, entendido en términos de su marco per-
Tomemos el caso más simple, el de la citación o paráfrasis, en el que las
palabras, las sentencias del Cantar de los cantares se encuentran asumidas en el
marco de un discurso ofrecido por otros hablantes u otros escritores. El hecho
nuevo es la situación de aquel que repite el texto leyéndolo, citándolo o para
fraseándolo. Se supone como dado otro lugar para hablar distinto al del texto
que debe interpretarse, y a partir de ahí se produce un intercambio de sentidos
entre el texto que realiza la cita y el texto citado. Así nacen interpretaciones
que aumentan el significado del texto, a través de un significado que está, de
algún modo, frente al texto, sin necesariamente pretender que este significado
preexistiera en el texto15. En este sentido, las interpretaciones alegóricas a que
luego nos referiremos han de considerarse como efectos amplificados de lectu
ra, de la misma naturaleza que estas citaciones implícitas o explícitas, en las que
la dualidad del texto citado y el texto que las cita es manifiesta. La repetición del
texto citado en otra situación de discurso produce un desplazamiento, una trans
ferencia, respecto de la cual la alegoría, por muy notable que sea, no constituye
sino un caso especial. Este desplazamiento o transferencia procede de una cate
goría epistemológica distinta a la búsqueda del verdadero significado, a la expli
cación y búsqueda de una adecuación entre esta explicación y los rasgos que
transmiten el sentido obvio. Tenemos que hablar más bien de un «uso» del tex
to o, si se prefiere, de una «reutilización». Citación y paráfrasis constituyen, en
este sentido, un simple caso de reutilización, en el que el texto citado conserva
su identidad, perfectamente susceptible de ser asumida por el nuevo texto. La
primera condición de la que depende esta reutilización es la emergencia de una
nueva situación de discurso distinta de aquella que constituía el marco original
del poema bíblico. La citación tiende de alguna manera a llenar la distancia que

sonal, histórico y colectivo. Esta distinción está garantizada por la teoría lingüística de Émile Ben-
veniste y por la teoría de actos de habla de J. L. Austin y John Searle. Es necesaria para cualquier
tratamiento de un poema dialógico en el que la implicación subjetiva de los hablantes constitu
ye una parte integral del significado de sus palabras. Por el lado hermenéutico, hay la obra de los
teóricos de la historicidad de la comprensión (la Wirkunsgeschichte de Hans-Georg Gadamer) y de
la recepción del texto (Hans-Robert Jauss). Pelletier desentraña las «consecuencias metodológi
cas» de estos presupuestos para el estudio del Cantar de los cantares (ibídem, p. 124-142), a saber,
un desplazamiento inicial, que cambia el supuesto sentido originario del texto en dirección a las
«formas de existencia del texto en la historia» (ibídem, p. 125); luego un segundo desplazamien
to, que actúa dentro de esta misma historia de la transmisión, que lleva el comentario que afir
ma ser explicativo hacia aquellos usos del texto que «ponen en juego, por igual, el texto y a los
sujetos que se lo apropian» (ibídem, p. 127). Comparto la construcción de la teoría general de la
interpretación propuesta y practicada por Pelletier en igual medida que comparto los mismos
supuestos lingüísticos y hermenéuticos.
15. Cf. la fórmula usada varias veces por Gregorio Magno, cuya historia cuenta Pier Cesa
re Bori, L'interpretazione infinita: l’ermeneutica cristiana antica e le sue trasformazioni, U Mulino,
Boloña 1987: «Progrese (crescat) la Escritura junto con quienes la lean».
separa la nueva situación de discurso de la antigua, a través de un proceso de asi
milación de un significado al otro. La alegoría será luego citada como la justifi
cación de la eliminación de la distancia inicial. Pero no era necesario que los
autores o las comunidades en conjunto dispusieran de una teoría explícita de
la alegoría antes de poder hacer un uso práctico de aquel tipo de correspon
dencia o de analogía que la teoría luego explicará.
Esto es lo que sucedió, al parecer, con el tipo de interpretación defendido
por rabí Aquiba en la reunión de Jamnia, una interpretación que debió ser la
habitual antes de él, si es verdad que Aquiba la utilizó como argumento a favor
de la canonicidad del Cantar de los cantares. La amada del Cantar se identifica
allí, según esta interpretación, con Israel y su tierra, mientras que el amado es
Yhwh. Lo mismo pasará con aquellas interpretaciones cristianas en las que la
amada se identifica sucesivamente con la Iglesia, tomada en su conjunto, con los
individuos bautizados, o con el alma mística comprometida de por sí, mien
tras que el amado será Cristo o el Dios del amor mismo.
Lo que no puede por menos que sorprendernos en esta rápida síntesis es
la variabilidad en la identificación de los socios en el diálogo amoroso; y más
que la variabilidad, la sustitución. Es esta capacidad de sustitución lo que se
descompuso en el supuesto de una distancia y en la superación de la misma. El
amor entre Yhwh y su pueblo, luego el amor entre Cristo y su Iglesia son cele
brados desde lugares de discurso que, por lo que se refiere a la locución, difie
ren del lugar en que se cantó el epitalamio original. Estos lugares pueden ser el
culto, la liturgia, o la meditación, la plegaria y el estudio. Y es a través de un
segundo movimiento como estos lugares de discurso se identifican por una
operación que surge del uso del texto y no ante todo de su explicación. Esta
audaz transferencia crea un nuevo significado, que no estaba necesariamente
contenido en los textos originarios, aunque puede quedar inscrito en ellos de
una forma duradera dentro de una tradición de lectura. Éste es el proceso
de identificación que podemos tomar como una extensión de la citación y la
paráfrasis, en las que el texto que cita y el texto citado siguen siendo distintos.
Esta asimilación que se prolonga hasta la identificación es el fruto de una me
ditación sobre la profunda afinidad que hay entre los objetos de amor o, como
diré luego, ente sus «movimientos». No digo que la alegoría, o lo que se ha te
orizado como alegoría, sea la única clave de esta abolición de la distancia, gra
cias a la cual Israel, luego el cristiano bautizado, más tarde el alma mística van
a ocupar el lugar de la amada en el Cantar de los cantares, hasta el punto de
ser capaz de cantar como hace ella: «Introdúceme, rey, en tu aposento». Anne-
Marie Pelletier, por ejemplo, ha demostrado, en un trabajo que me ha servido
aquí como guía, que el uso de la analogía, o, para emplear un término más
neutral, el uso de correspondencias, fue anterior a una teoría de la alegoría,
fundándose en extensos análisis que ella propone sobre la reutilización del
Cantar de los cantares en el marco de la liturgia, la himnodia cristiana y el in
tercambio epistolar16.
El caso de la liturgia es el más esclarecedor por lo que se refiere a esta inves
tigación. La liturgia recurre a una estructura dialógica, en la que la participación
de los fieles es constitutiva del funcionamiento de la acción litúrgica, bajo el
sello de una convocación que engendra un nuevo «nosotros». La práctica del len
guaje en el marco litúrgico tiene una intención específica, la de acercarnos al
«misterio», que es más celebrado que enunciado. En consecuencia, cuando la
liturgia cita los textos de la Escritura, los participantes adoptan de nuevo el movi
miento de implicación y compromiso a través de las palabras y en diálogo con
los protagonistas del diálogo original. De este modo, la liturgia se convierte en
un lugar privilegiado para la reproducción del texto.
El uso del Cantar de los cantares en la liturgia bautismal, un uso atesti
guado por las catequesis de Cirilo de Jerusalén y Ambrosio, ilustra maravillosa
mente el doble movimiento de distancia y abolición de esa distancia antes men
cionada. Está claro, ante todo, que la ceremonia del bautismo constituye como
tal una situación inicialmente ajena al epitalamio bíblico. La institución del bau
tismo establece la distancia inicial a partir de la cual el texto del Cantar de los
cantares se desplaza a un nuevo marco de expresión, que ningún rasgo del tex
to originario nos permite anticipar. Esta distancia se llena luego gracias al sig
nificado nupcial que va unido a la iniciación cristiana, por impulso de san Pablo
mismo, según Efesios 5, 25 («Maridos, amad a vuestras esposas, como también
Cristo amó a la Iglesia») y 2 Corintios 11, 2 («Porque os desposé con un solo
esposo para presentaros, como virgen pura, a Cristo»). Esta iniciación nupcial
puede aceptarse como un «misterio», que carece de medios de expresión, mien
tras no recurra a la estructura dialógica del Cantar de los cantares; no sólo su
léxico, sus palabras, sino también sus actitudes, sus movimientos de acercamiento
y retirada, sus ganas de estar juntos f de pertenecerse mutuamente.
La exhortación que precede las citas del Cantar de los cantares en el mar
co litúrgico muestra a las claras que estas citas no se consideran una explica
ción del sentido original. Las cosas parecen ir más bien de la siguiente manera.
El gesto litúrgico quedaría mudo sin la ayuda de las palabras del Cantar de los
cantares, reinterpretado por el mismo gesto que busca y halla su expresión en
estas palabras. De este modo, se produce un intercambio entre el rito y el poe
ma. El rito abre el espacio del «misterio sacramental» al poema, el poema da al
rito la corrección de una palabra adecuada. En este sentido, no es el Cantar de
los cantares, sino más bien el rito lo que se interpreta citando el Cantar de los
cantares. Este último es así puesto en la posición de «intérprete», antes de entre

16. Sobre toda esta segunda parte, cf. Pelletier, «Le Cantique des Cantiques i l’áge patristi-
i --------- —•» I Au C.antiaue des Cantiques, p. 143-287.
garse él mismo a interpretación. Aún más, no sólo se interpreta el rito median
te las palabras del poema, sino el mismo pueblo creyente que se reconoce en
los gestos del rito. De aquí el lugar de la exhortación en la catequesis, que urge
al creyente a ponerse en el lugar de la amada para poder repetir las mismas pala
bras del Cantar de los cantares17.
Podemos así comprender por qué las citaciones explícitas o implícitas del
Cantar de los cantares en los himnos encuentran también su justificación final
en la disposición de aquellos que reciben el texto en el momento de citarlo. En
verdad, ya no se trata de una citación explícita, sino más bien de una reutiliza
ción, de una creación de nuevas variaciones en aquellas oraciones cantadas,
que son los himnos. Si añadimos que el himno no ha dejado de ser un lugar de
producción teológica, como vemos, por ejemplo, incluso hoy día en la reciente
revisión del A nglican Book ofP ra yer [Libro de Oraciones anglicano], también
reconoceremos que el himno es uno de los lugares privilegiados en donde pode
mos contemplar el aumento de significado que opera en ciertas formas de la
recepción del texto bíblico.
Vemos luego también que la apropiación del texto bíblico ocurre de forma
parecida tanto en el marco de la liturgia como en el del himno. Una nueva situa
ción de discurso se convierte en fuente de una distancia parecida a aquella en
que se produjo primero el epitalamio bíblico. En ambos casos, esta distancia se
supera de inmediato por la confesión de una cierta afinidad entre las dos figu
ras del diálogo amoroso. Esta afinidad entre situaciones de discurso se aplica pri
mero al nivel temático -las heridas del amor, el buscarse, la posesión m utua-,
luego al vocabulario mismo (besar, tocar, abrazar). Y sólo cuando llegamos a la
manera como el Cantar de los cantares se complace en describir y ensalzar los
cuerpos del amado y de la amada, encontramos falta de detalles en el himno
en su exigencia de plenitud y sobreabundancia. De esta asunción de actitudes,
temas y palabras ha nacido lo que podemos denominar la unidad analógica de
las figuras del vínculo nupcial.

2. Orígenes: en tre la tipología y la alegoría Podemos ahora dar el paso que lleva a
los comentarios propiamente dichos sobre el Cantar de los cantares. Daremos
este paso con Orígenes, quien, siguiendo a Hipólito de Roma, puede ser consi
derado el fundador de toda la tradición exegética, primero oriental y luego occi

17. Así, leemos en Ambrosio, D e sacram en té IV, 5: «Después, debes acercarte al altar. Has
empezado a moverte. Los ángeles te contemplan, han visto cómo te acercas... Por esto te han pre
guntado: “¿Quién es éste que se alza tan resplandeciente del desierto?”». «Has llegado al altar. El
Señor Jesús te llama o llama a tu alma o a la Iglesia, y dice: “Bésame con los besos de tu boca”».
Citado por Pelletier, L ecture du Cantique des Cantiques, p. 157, n. 33. Sobre la relación general
entre teología y liturgia en los Padres, cf. Jean Daniélou, B ible et liturgie, Cerf, París 1951- Esta
obra incluye todo un capítulo dedicado al Cantar de los cantares (p. 259-280).
dental, que ha sido catalogada como alegórica18. La distinción entre «homilías»
y «comentarios»1?nos permitirá entender este pasaje como comentario propia
mente dicho en términos de ambos estadios. Es digno de notarse que Orígenes
haya presentado su relectura del Cantar de los cantares a través de estos dos géne
ros literarios tan diferentes. Como veremos, si el comentario parece poner su
acento principal en el sentido atribuido a las palabras dichas en el Cantar de
los cantares, compararlo con la homilía hará que prestemos mayor atención a
aquellas actitudes de lectura que, en este segundo tipo de texto, podrían haber
sido pasadas por alto.
Igual que la entrada al Sancta santorum , el acceso al Cantar de los canta
res no es directo. Llega al final de una travesía por una secuencia ascendente de
cantos, cuya lista litúrgica constituye una especie de hexam eron tipológico20.
Lo que he llamado anteriormente una situación marcada por una distancia adop
ta aquí la forma de una ascensión mística. De este modo, la distancia inicial entre
ambos amantes se amplía. Adopta la forma de una oposición entre amor car
nal y amor espiritual. Y, con todo, el diálogo entre la Palabra y el alma herida
por el dardo de la Palabra consigue una vez más expresarse mediante los movi
mientos del Cantar de los cantares. La unión de la Iglesia, entendida como un
cuerpo o como los miembros de un cuerpo, con su esposo celestial puede reco
nocerse a través de la dimensión nupcial desplegada por el Cantar de los canta
res. En otras palabras, la trascendencia del amor espiritual se compensa con una
semejanza. Aquí es donde, como en una especie de mediación, puede asumirse
la interpretación tipológica aplicada por Pablo a la relación entre las dos alian
zas (la economía de la estructura hebraica con sus personajes, acontecimientos
e instituciones) como prefiguración de la economía cristiana de salvación. Este
gesto de reinscripción tipológica equilibra la distancia existencial que separa

18. Para un estudio detallado de la exégesis de Orígenes, cf. Jean Daniélou, ibídem; Hen-
ri de Lubac, Histoire et esprit, l’intelligence de l’écriture d'apres Origéne, Aubier, París 1950; Lubac,
Exéghe médiévale, les quatre sens de l’Écriture, Aubier, París 1959, vol. 1; H. Crouzel, Origéne et
la connaissance mystique, D. D. B., París 1961.
19. Tenemos acceso a sus dos homilías sobre el Cantar de los cantares sólo en la versión lati
na de Jerónimo. Según Eusebio, del largo comentario de Orígenes, que se dividía en diez libros,
sólo queda uno de ellos en la traducción parcial de Rufino. Los peritos confían más en la traduc
ción literal de Jerónimo que en la más libre de Rufino. Sobre todo esto, cf. la Introducción de
O. Rousseau a la traducción de las homilías sobre el Cantar de los cantares en Sources chrétien-
nes, Cerf. París 1953, que yo utilizo aquí.
20. Este hexameron tipológico se compone de Éxodo 15, ls (el canto de alabanza después
de cruzar el Mar Rojo); Números 21, 17-18 (el canto ante el pozo); Deuteronomio 32, ls (can
to de Moisés); Jueces 5, 2 (canto de Débora); 2 Samuel 22, 2s (canto de David); e Isaías 5, ls (el
canto de la viña). Cada uno de ellos ocasiona una interpretación alegórica similar a la de la tipo
logía paulina. ¿No ha proporcionado ya el Éxodo la metáfora básica de liberación adoptada por
la liturgia bautismal? De modo parecido, cada uno de los cantos tomados de la Biblia hebrea mar
ca una fase del viaje místico.
ambas maneras de amor y hace posible la asunción del lenguaje del Cantar de
los cantares en el discurso cristiano21. Pero es preciso reconocer que este tercer
momento no tiene todavía la naturaleza de comentario. No supone todavía la
relación de un sentido con el otro para un lector no implicado aún en este pro
ceso. Como en los usos litúrgicos e hímnicos, la homilía se dirige al creyente
en segunda persona22.
Orígenes tuvo cuidado en respetar la forma dramática de esta representa
ción con más de un personaje. El hilo de este pequeño drama es tan importante
como los diálogos hablados. Subraya las variaciones en distancia y proximidad,
de acercamiento y retirada junto con la manera de poseerse mutuamente. Es a
nivel de este dramático dinamismo donde se produce la transposición del poema
en su conjunto, única cosa que permite reinterpretar las mismas palabras (verba)
del Cantar de los cantares en los términos de toda la diversidad de sus detalles.
No puede negarse que las palabras juegan un papel esencial en esta inter
acción de asonancias. El alegorismo posterior se verá engullido por este tipo de
ejercicio23, cuya convicción subyacente es que la Escritura es un vasto campo
de palabras interrelacionadas, un campo unitario, en el que cada palabra tiene
su razón y donde, en consecuencia, los posibles vínculos o comparaciones entre
palabras no sólo están autorizados, sino incluso exigidos. Aquí es donde llega
mos al momento en que el comentario explicativo puede liberarse del control
ejercido por la similitud de situaciones de discurso, para convertirse en un ejer

21. Trataré luego acerca de la cuestión de hasta qué punto el alegorismo de Orígenes per
manece dentro de los límites de la tipología paulina. Basta ahora observar que cada paso de su
homilía se dirige al alma creyente en segunda persona. «Tenéis que abandonar Egipto y, después
de abandonar la tierra de Egipto, cruzad el Mar Rojo, para cantar el primer canto, diciendo: “¡Can
tad al Señor porque ha triunfado gloriosamente!”». Y algo después: «Y cuando los hayáis sobre
pasado a todos, tendréis que elevaros incluso más alto, de modo que podáis, con el alma ya bri
llando por la hermosura, cantar también con el esposo del Cantar de los cantares». «Cantad con
él» -esto indica la operación fundacional del lenguaje de cara a una lectura alegórica, dominada
por una identificación subyacente: «Reconoced a Cristo en el esposo, y en la esposa sin mácula y
sin tacha a la Iglesia», siguiendo la sugerencia de 1 Corintios 1, 21 y Efesios 5, 27
22. He aquí un ejemplo de Cantar de los cantares 1, 2: «¡Bésame con los besos de tu boca!».
El intérprete entiende esto de la siguiente manera. En la época de Moisés y de los profetas, sólo la
Palabra en vió sus besos; en Cristo no hay distancia en el beso de la Palabra. En cuanto al «aroma
de tus perfumes», que sigue, la interpretación consiste en un movimiento a través de una serie de
textos canónicos, tanto hebreos como cristianos, que hablan de olores, perfil mes, aromas, y que
apuntan hacia las palabras de alabanza: «Tu nombre, un ungüento que se vierte». El coro de
doncellas puede así recibir la aprobación del esposo: «Por eso las doncellas te desean». Las don
cellas responden: «Corrimos tras de ti por la fragancia de tu perfume», frase que arrastra tras de
sí a 2 Timoteo 4, 7 y 1 Corintios 9, 24.
23. Consideremos el ejemplo de lo que se dice sobre la negrura de la amada: «Negra soy,
pero graciosa, hijas de Jerusalén» (1, 5). Esta negrura sin belleza sería la fealdad del pecado, pero
la penitencia confiere aquella belleza que lleva a uno a preguntar: «¿Quién será la que sube del des
ierto reclinada en su amado [vestida de blancura]?» (8, 5).
cicio arbitrario, guiado por la mera con-currencia de las mismas palabras dentro
de una obra que se considera indivisible y coherente24.
A esto se añade la convicción de que el sentido espiritual es el sentido
pretendido por el autor, esto es, en última instancia por el Espíritu Santo, que
inspira al autor. En este sentido, el uso alegórico del Cantar de los cantares no
es consciente de ser un efecto de la lectura, creación de un significado nuevo
mediante la reinterpretación.
Por último, no debemos subestimar que la distancia inicial, que situamos
en el origen de la asimilación de ambos tipos de amor, no se establezca en tér
minos de un dualismo platónico de lo visible y lo inteligible, sino más bien en
términos de la dualidad de la tipología paulina. Esta última, como han demos
trado Jean Daniélou y Henri de Lubac, pone en relación dos economías histó
ricas, no dos niveles ontológicos, y exige la realidad del primer término, sin reduc
ción alguna posible del mismo a apariencia o ilusión, por lo menos si el «tipo»
ha de funcionar realmente como base del significado. Por eso el sentido carnal
no es sustituido por el sentido espiritual. No lo sustituye porque no puede. Mien
tras que, para los filósofos platónicos, el mundo inteligible posee su propio
lenguaje, sus propios conceptos, su dialéctica propia, en el marco de la Iglesia
cristiana lo espiritual carece de medios de expresión. Por esto el lenguaje del Can
tar de los cantares viene a ser irreemplazable. Sin él, la experiencia mística que
daría muda. Por esta razón lo «nupcial» es un recurso necesario de esta expe
riencia. Si, no obstante, Orígenes, a pesar de la base tipológica de su alegorismo,
pudo ceder hacia una tendencia del tipo del dualismo platónico, ello se debió al
hecho de que dentro del Cantar de los cantares a lo carnal le falta una dimen
sión histórica que lo vincularía claramente de un modo explícito a la antigua
alianza. Se despliega totalmente dentro de la dimensión de lo «sensible», que el
espiritualismo platonizante vacía de realidad. De aquí que, lo que fue alguna vez
una reafirmación al nivel de nuevas situaciones de discurso, en particular ese dra
mático marco que encuadra a los protagonistas y sus «movimientos» (de acer
camiento, retraimiento, unión), se convierte en una sustitución de significado
tan pronto como esta interacción de correspondencia se libera de este marco y
se entrega a la explicación del significado en sí mismo. Las homilías de Oríge
nes dan testimonio de este frágil equilibrio, ya a punto de ruptura, entre, por un
lado, una complicidad que se produce en el plano de la expresión, un plano don

24. Hablando del «nardo» («mi nardo exhala su fragancia»), Orígenes asegura: «El Espíri
tu Santo no tenía la intención (non d e nardopropositum ) de hablar de nardos. Ni tampoco el Evan
gelio habla de ese perfume que podemos ver con nuestros ojos, sino más bien de un nardo espi
ritual, un nardo fragante». La segunda Homilía evoca de nuevo todas las variantes bíblicas sobre
nardos: Mateo 26, 6; Lucas 7, 37; Marcos 14, 5: hasta 2 Corintios 2, 15: «Porque aroma de
Cristo somos para Dios, tanto en los que se salvan como en los que se pierden». Se aduce también
el contraste con Salmos 38, 6: «Mis heridas están hediondas y ulcerosas, por culpa de mis yerros».
de protagonistas nuevos pueden asumir un lugar antiguo, y, por el otro lado, una
correspondencia entre palabras que en el análisis final justificarán la sustitu
ción de un significado por otro25.
Pero sigue siendo verdad, no obstante, que la semejanza de situaciones con
tinúa controlando la transferencia de significado en el plano de las palabras26.

25. Hemos visto cómo en el Cantar de los cantares la descripción y la alabanza de la belle
za corporal se entremezclan a través de una interacción metafórica sumamente elaborada y refi
nada. Pero mientras que, en el poema, esta interacción va constantemente de analogías externas
(torre, manzano, pájaro, oveja) a una intimidad carnal, la exégesis alegórica cambia la trayectoria
de estas comparaciones, gracias al hecho de que las mismas palabras pertenecen a otras redes semán
ticas capaces de reorientarlas hacia la esfera espiritual. Así sucede en lo que se refiere a la conoci
da declaración del amado, «¡Tú eres bella, amiga mía, tú eres bella! Tus ojos son palomas» (1, 15).
Orígenes procura con sumo cuidado poner ante todo de relieve las variaciones de la proximidad,
cuya importancia hemos ya visto para el paralelismo entre elocuciones. «Si la amada se encuen
tra lejos del amado, no es bella; pero se vuelve bella cuando se une a la Palabra de Dios» (Homi
lías 86). Nuestro deseo de convertirnos en esposa hace que el alma fiel pueda adoptar las pala
bras del Cantar de los cantares, «tus ojos son palomas». «Si comprendéis espiritualmente la ley,
vuestros ojos son palomas» (Homilías 87). Todo lo que hay de metafórico en los ojos y en la visión
entra aquí en juego, reforzado por la metáfora particular de los ojos de la paloma -tener los ojos
de una paloma es ver limpiamente, y quien ve con justicia merece misericordia (Salmos 107, 42)-
así como por la de la paloma en la teofanía de Mateo 3, 16. Otro ejemplo: la herida del amor, «for
talecedme con manzanas, que estoy enferma de amor» (2, 5), con el abrazo que sigue: «Su izquier
da, por apoyo a mi cabeza; con su diestra em abraza». Para Orígenes, el dardo que hiere sólo
puede ser el que indica Isaías 49, 2 y 6, y Lucas 24, 32. Con todo, también aquí, la transferencia
de sentido sólo se sostiene si el oyente se siente él mismo herido por este mismo dardo. «Si alguien
se siente herido por nuestras palabras, por la enseñanza de la divina Escritura, y puede decir “Estoy
herido de amor”, éste puede quizás aplicárselo. Pero, ¿por qué digo “quizás”? ¿Acaso no está cla
ro?». En cuanto al abrazo, desvela éste su sentido espiritual sólo a aquel que se dispone a dejarse
abrazar. De aquí la exhortación: «¡Que la ley del Señor os abrace por entero!» (Homilías 96).
26. Por ejemplo, el sueño de la amada: «La Palabra de Dios duerme, con todo, en quienes
no creen y en aquellos cuyo corazón está lleno de dudas. Está vigilante en los santos. Duerme en
aquéllos en los que se agitan tormentas (Mateo 8, 23s), pero despierta al grito de quienes desean
ser salvados por el amado despierto» (Homilías 97). La misma conjunción de actitudes e igual
transferencia en el plano de las palabras ocurre con relación al versículo «¡Una voz! ¡Es mi amado!
Ya se acerca brincando por los montes» (2, 8). Orígenes exclama: «Aquí tenemos que entender
el alma del que es amado, feliz y perfecta... Si vosotros sois una montaña, la Palabra de Dios sal
ta sobre vosotros; si no podéis ser una montaña, sino sólo una colina, menor que una montaña,
pasa por encima. ¡Qué bellas y apropiadas (convenientia rebus) son estas palabras!» (Homilías
98). Y algo después, sobre 2, 9: «Sed una montaña eclesial, la montaña de la casa de Dios y el ama
do vendrá a vosotros, como una gacela o un cervatillo sobre la montaña de Betel» (Homilías 99).
Sólo con las «ventanas» de 2, 9 la interpretación se vuelve claramente espiritual: «Uno de nuestros
sentidos es una ventana. Por ella, el amado nos mira. Cada sentido será otra ventana por la cual
el amado nos acecha. En realidad, ¿a través de qué sentido no nos ve la Palabra de Dios? ¿Qué sig
nifica mirar a través de estas ventanas? ¿Y cómo mira el que ama a través de ellas? El siguiente ejem
plo os lo mostrará. Si no fuera el amado quien mira, veríamos que entra la muerte, porque leemos
en Jeremías: Subió la muerte por nuestras ventanas» (9, 20). Siempre que miráis a una mujer des
eándola, la muerte entra por vuestras ventanas».
Paul Ricoeur

Por ello, si queremos seguir a Orígenes, debemos, por una parte, adherirnos fir
memente a la equivalencia inicial entre los sujetos de gesto y significado (espo
so = Cristo; esposa = la Iglesia o el alma eclesial) y, por la otra parte, admitir que
toda la Escritura es un vasto campo de palabras abiertas a comparaciones y a
vínculos, sin constricción alguna o límite en este proceso, desde el momento en
que resultan apropiadas a la equivalencia primordial. Este modo de subordinar
las comparaciones y los vínculos de palabras a la equivalencia entre lugares de
discurso constituye la clave hermenéutica de la explicación alegórica. Si se pier
de esta subordinación, el comentario se aparta de la homilía27.

3. El com entario «alegórico» m oderno Las observaciones precedentes nos ayudan


a entender el cambio de status epistemológico que se produce en los comenta
rios alegóricos modernos. Indiferentes a las condiciones de reformulación del
texto canónico que, al amparo de la antigua tradición eclesial, permitía al alma
cristiana ocupar el lugar de la amada en el Cantar de los cantares, así como a can-

27. ¿Ocurrió esto ya con Orígenes? Parece que sí. Según Pelletier, el Comentario parece res
ponder a la pregunta «¿cómo tenemos que leer el Cantar de los cantares?», a la vez que pretende
explicar el poema ( Lectures du Cantique des Cantiques, p. 265). El Cantar de los cantares, se dice,
es «comida fuerte», apta para el «perfecto». «Para quien lo lea con otra mente, el Cantar de los can
tares no es sino objeto de escándalo» (ibídem, p. 266). Que el texto sea difícil se debe a la homo-
nimia de palabras que expresan dos tipos de amor: el amor espiritual quedaría empobrecido al
expresarse en palabras, si el amor carnal no le prestara su riqueza. Pero la transferencia de signifi
cado toma su dinamismo de la ascensión mística, en virtud de la cual el texto es significativo
sólo «a la altura de las capacidades de uno, esto es, según el estado de progreso espiritual de quien
lo está leyendo» (ibídem, p. 257).
Aunque es verdad que lo que aquí establece el Comentario es una teoría de la lectura, es
en PeriArkhon, libro IV, donde tenemos que buscar los principios de esta lectura. (Sobre las corre
laciones entre el Peri Arkhon y la doctrina alegórica de Homilías y Comentarios, cf. las obras ya cita
das de H. Crozel y Jean Daniélou, así como M. Harl, Origine et lafonction révélatrice du Verbe
incarné, Seuil, París 1958). Allí encontramos los materiales de referencia (tanto estoicos como pla
tónicos, etc.) y, además, la regla de su reutilización en la hermenéutica de Orígenes. En este
ensayo no emprendo este tipo de investigación. Seáme permitido decir que la teoría de la inter
pretación que encontramos en Peri Arkhon, libro IV, debe valorarse en términos de la práctica de
la interpretación, que Homilías y los Comentarios ejemplifican de una forma orientadora. No pue
de negarse que sus controversias con el judaismo y los gnósticos llevó al gran alejandrino a dar un
giro teórico a la cuestión hermenéutica: la teoría del sentido triple, puesta en paralelo con la trí
ada cuerpo/alma/espíritu; el papel de las oscuridades e incongruencias en el texto que se comen
ta; la suposición de que éstas se plantean en el texto como piedras con las que se tropieza para ani
mar al lector a avanzar aún más; la relación entre la comprensión de los textos y el compromiso
espiritual del lector. Pero este giro polémico no debe oscurecer el hecho determinante, a saber, que
el lector digno del texto bíblico es un lector que previamente ha adquirido un sentido cristológi-
co de la Escritura en conjunto. Si podía parecer que Orígenes poseía un dominio sobre todo el
texto bíblico igual al de los retóricos helenistas, fue porque se reconoció sumiso a una exigencia
que le precedía. Era ésta el mysterium que dominaba y justificaba lo que parecía complacencia arbi
traria, fantástica y hasta estetizante frente a lo oscuro.
tar con ella su epitalamio, los autores de estos comentarios deciden mantenerse
dentro de una especie de lugar no objetivo, exactamente igual que sus oponen
tes «naturalistas». Desde este sitio indefinido, afirman observar, en la profun
didad del texto, el doble significado constitutivo de la alegoría. De modo que ya
no es el Cantar de los cantares lo que desempeña el papel de intérprete en rela
ción con una actitud creyente interpretada. Más bien se convierte en objeto de
explicación, tomando el sentido alegórico como el verdadero significado pre
tendido por el supuesto autor o autora, inspirados por el Espíritu Santo. No
ha de sorprender que el peso de la prueba se ponga casi exclusivamente, por tan
to, en una comparación que tiene lugar en el plano de las palabras del texto.
Consideremos el ejemplo de los expertos comentarios de A. Robert, R.
Tournay y A. Feuillet28. Su compromiso con la técnica filológica es innegable,
y el llamado método de paralelos se despliega dentro del amplio espacio intra-
bíblico definido por el canon. Estos autores llaman al nuevo uso de palabras o
fórmulas de la antigua Escritura, tanto en sentido literal como en un sentido
equivalente, «antologización». La regla de este procedimiento es estricta. «Las
únicas referencias significantes son aquellas en que los términos idénticos o sinó
nimos se usan en un contexto que enuncia un pensamiento idéntico o positi
vamente analógico» (p. 10). Para ser justos con ellos, necesitamos destacar que
estos autores nos advierten del abuso de las comparaciones infundadas, como
podemos ver, por ejemplo, en la obra de otro muy conocido autor alegorista,
el padre Joüon. Debemos, dicen, buscar el grado más elevado posible de «seme
janza positiva fundada en una convergencia suficiente de evidencias subjetivas»
(p. 12). Podemos entonces hablar, en este sentido, de una intertextualidad léxi
ca basada en la sinonimia. Con todo, nunca progresaríamos si no conociéramos
lo que estamos buscando, a saber, una red de alusiones al punto central de la his
toria sagrada que culmina en la vuelta del exilio. El amor de la amada, con sus
dudas y reanudaciones, describe los pasos de la conversión de Israel mientras
espera la salvación que ha de ser la obra de Yhwh. Esta hipótesis de trabajo encuen
tra confirmación en todos los rasgos del cantar de los Cantares; ninguno hay que
no pueda ser explicado a la luz de la alegoría nupcial de los profetas. Por ejem
plo, al leer 1, 2-4, «¡bésame con los besos de tu boca!... Introdúceme, rey, en tu
aposento», R. Tournay no duda en decir que «el amado es el rey. Nada más impor
tante en la tradición bíblica que Yhwh deba ser llamado rey» (p. 65). Siguien
do la misma pauta, la cámara nupcial designa el templo. La amada representa a
la nación personificada. «Hay muchos textos que hablan del amor constante
de Yhwh por Israel, pese a las infidelidades de éste» (p. 67). Con mayor preci
sión, «partiendo de los temas clásicos del Antiguo Testamento, hemos dado por

28. A. Robert y R. Tournay, con la colaboración de A. Feuillet, Le Cantique des Cantiques,


traduction e t com m entaire, Gabalda, París 1963.
Paul Ricoeur

supuesto que la situación que se presupone es la del exilio. Israel, manteniendo


su amor por Yhwh, aspira a volver a Palestina y gozar de la posesión de aquel
cuya separación siente. Éste es el punto de partida de la exégesis del Cantar de
los cantares» (p. 68). Siendo ésta la orientación general, a los detalles compete
confirmar el procedimiento de la antologización29.
Lo más digno de ser notado de estos detalles, a mi entender, es tener que
asumir, debido a la alegoría, el tema de la perfecta reciprocidad del intercam
bio amoroso, en el límite de las fórmulas proféticas que se hallan en Oseas, Jere
mías y el deuteronomista. Igual como conocían los profetas la alternancia de
«buscar y hallar», ¿no se oculta acaso Yhwh ante una penitencia imperfecta?
Así podemos comprender cómo, en el Cantar de los cantares, el amado se escon
de súbitamente cuando la amada, no totalmente dispuesta aún para el amor,
da la impresión de poseer al amado. Nuestros comentaristas relacionan Cantar
de los cantares 5, 5-6 con Isaías 41, 1, «un contexto que anuncia la vuelta de
Israel y que muestra a Yhwh dispuesto a volver a Palestina y restablecer la nación,

29. Por ello, en el primer poema (1, 5; 2, 7), cuando la muchacha dice «Negra soy, pero
graciosa, hijas de Jerusalén», debemos entender que «fueron los sufrimientos del exilio lo que oscu
reció la piel de la mujer, sin alterar su belleza». ¿Habla el texto de la madre («los hijos de mi madre»)?
Debe referirse al país de los antepasados de Abraham. ¿Del vino? Sería chocante que significara la
virginidad de una mujer. La expresión se refiere a la tierra de Canaán y a la verdadera religión,
siguiendo una metáfora usada por Oseas, Isaías, Jeremías y Salmos: «el vino de la amada es Pales
tina» (ibídem, p. 75). ¿Está ella indefensa? Tiene que ser una alusión a los pecados que provoca
ron el exilio, ¿Adonde llevará el pastor su rebaño? De nuevo, a Palestina. ¿Que la mujer se com
para a una yegua atada al carro del faraón? La condición de ser una «yegua de Yhwh» sólo puede
significar un estado de humillación según Jeremías 22, 7-8 y el Déutero-Isaías. Aún más, enten
demos que se nos habla de una exhortación implícita a esperar con confianza que nos sea quita
do el yugo, esto es, la vuelta a Palestina. ¿Habla el amado de los pechos de su amada? «Podemos
preguntarnos si la imagen de los pechos no simboliza acaso a las tribus del norte y del sur» (ibí
dem, p. 89). Si es así, «entre mis pechos» quiere decir «en mi corazón», esto es, el «centro de Israel».
En cuanto a que «nuestro lecho está fresco» (1, 16) se refiere a Palestina cubierta de olivos e higue
ras, como celebran Deuteronomio 8, 7-10 y otros muchos pasajes del Antiguo Testamento. De
modo similar, cuando 3, 1 dice «en mi lecho, en la noche», «este lecho es Palestina» (ibídem,
p. 130). Entendemos que la mujer diga de sí misma, en 2, 1, «soy el narciso de Sarón, el lirio de
los valles», si admitimos que a Israel y su tierra los abraza un único juramento escatológico de
unión con Yhwh. ¿Dice la mujer «me introdujo en la bodega»? (2, 4). No debemos demorarnos
en la imagen de una habitación nupcial (ni mucho menos descubrir una alusión a un santuario
de Astarté). Los textos bíblicos que pintan Palestina como tierra de viñedos se bastan para soste
ner la alegoría fundamental. Tampoco nuestros autores se dejan sorprender por la apariencia
erótica de 2, 6, «su izquierda, ...». Sin embargo, no siguen a Joüon cuando se refiere a la presen
cia de Yhwh en su tabernáculo. No, «nada debe verse en esta escena más allá de una demostración
recíproca de amor apasionado» (ibídem, p. 106). Por lo que se refiere al difícil versículo «no des
pertéis... hasta que ella quisiere» (usado como un refrán en 3, 5 y 8, 4), el despertar en cuestión es
el aludido en Isaías 41, 17; 42, 1 y 43, 1. Se trata, tras el torpor del exilio, del despertar y de la
vuelta a Yhwh. Puesto en un contexto profético, especialmente el del exilio y el de después del exi
lio, este versículo nos pone discretamente en guardia contra un arrepentimiento imperfecto.
a condición de que se le busque fielmente» (p. 205). Destacan estos autores que
estos versículos contienen una «significado teológico», cuya clave nos la dan
los profetas, en particular Oseas y Jeremías. «La Sulamita no puede conseguir la
posesión del amado, porque la disposición de su corazón no es todavía perfec
ta» (ibídem). Sin embargo, como Yhwh presiona cada vez más y el ardor de la
amada crece, podemos decir que «está claro que nos movemos hacia un desen
lace». ¿Cual? Lo vemos en 8, 5b: «Te desperté bajo el manzano». El sentido de
este enunciado es que la nación ha sido despertada por Yhwh en la misma tie
rra de Palestina y procede a amarle» (p. 297). Se hace así manifiesta «la certeza
de que Dios conseguirá una conversión total». Y una vez más esto se funda en
Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías.
Más allá de esto, el acento parenético que encontramos en 8, 6-8 («pues
fuerte es el amor como la muerte») recuerda Deuteronomio 6, 6-8, que remite
a Éxodo 13, 9 y evoca Jeremías 31-33, donde se proclama la intransigencia y la
fuerza invencible del amor30. Por ello nuestros exegetas no se extrañan de que
el nombre de Yhwh deba ser finalmente pronunciado, no como de pasada, como
si la «llama de Yhwh» (8, 6) fuera una expresión tan banal como, digamos, rayos
divinos, sino porque, tomando como base todo cuanto precede, el gran prota
gonista de la búsqueda del amor puede ser al final nombrado, tan pronto como
el amor entre Yhwh y su pueblo se ha, por fin, consumado.
Entre las críticas aducidas con relación a la explicación alegórica del perí
odo moderno, debemos distinguir, a mi entender, entre lo que procede de las
técnicas exegéticas y lo que expresa un cambio radical en el uso del texto bíbli
co, cambio que también determina la situación de aquellos exegetas para quie
nes la interpretación erótica se ha convertido en una explicación obvia. Limité
monos, por tanto, por el momento, a las objeciones que han surgido sobre el
mismo terreno donde los alegoristas modernos han asumido el riesgo de desafiar
a aquellos que sostienen lo que ellos denominan una explicación «naturalista»
de nuestro texto.
Normalmente, se condenan tres vicios31. En primer lugar, el aspecto arbi
trario de las comparaciones instituidas entre palabras o expresiones. En segun
do lugar, la fastidiosa repetición de lo que parece una teoría a priori, tanto si se
trata de la tesis que distingue las figuras de Yhwh e Israel bajo los rasgos del ama
do y de la amada o de la que ve en ellos a Cristo y a la Iglesia. Por último, está

30. Numerosos textos en el Antiguo Testamento destacan los celos divinos en todo encuen
tro con los ídolos. «Decir que el amor es tan fuerte como la muerte es, consiguientemente, subra
yar cuán dispuesto está a afirmar que es justa su reclamación de poseer su objeto y defenderlo con
tra cualquier contacto ajeno» (ibídem, p. 301).
31. Cf. T. Todorov, Symbolism et Interprétation, Seuil, París 1978: A. Compagnon, L asecon-
d e m ain ou le tra vail d e la citation, Seuil, París 1979.
la arbitraria imposición de un sentido alegórico por parte del magisterio ecle
siástico. Una vez que la situación de un lector judío o cristiano ya no está direc
tamente conectada con el marco lingüístico inicial, este tipo de comentario se
hace sumamente vulnerable a este tipo de triple crítica. Podríamos incluso decir
que se ofrece él mismo imprudentemente a este tipo de crítica, por el simple
hecho de que se sitúa en el terreno de la búsqueda de un sentido verdadero.
En este sentido, el método de la antologización de Robert y Feuillet es par
ticularmente vulnerable a la primera crítica, debido a su mismo interés por sacar
palabras o fragmentos verbales de su contexto, tratando la Biblia como un vas
to almacén de expresiones y palabras a las que el exegeta puede recurrir basado
en la única regla de que debe existir alguna afinidad semántica que determine el
método de la antologización. Aquellas conexiones contextúales que se resistan a
esta especie de ojeada general y a estas comparaciones, que esa afinidad semán
tica parece autorizar, son dejadas de lado.
Una vez que surgen dudas sobre el método de la antologización, es difícil
no prestar oídos a la segunda acusación. ¿No se debe acaso a que la selección
de textos puestos en paralelo fuera guiada por una cierta convicción externa ante
rior que el alegorista sea capaz de remitirse, bajo apariencia de una argumenta
ción aposteriori, a la probabilidad de estas comparaciones escogidas previamen
te por ese principio anterior de selección?
Al mismo tiempo, la puerta queda abierta al tercer cargo, pese a su apa
riencia francamente sospechosa y a ser una idea antipática. ¿No se debe, tal
vez, a la imposición —con muchos medios, con violencia incluso—por parte del
magisterio de una interpretación alegórica que la brecha así abierta entre la lec
tura oficial y la obvia y exigida reclamara a cualquier costa la conveniencia de
la alegoría - a costa, en particular de inventar juegos de manos que, a su vez, han
motivado superabundancia de sutilezas en el momento de trazar las compara
ciones semánticas?32
Sea lo que fuere, estas objeciones, en mi opinión, sólo se aplican a ese úni
co segmento de la tradición alegórica, en que el comentario que se afirma cien
tífico ha sustituido a aquellos usos del texto bíblico en los que la posición actual
de la persona, que formula o reformula el texto bíblico, es siempre conscien
te de sí misma. En este sentido, el trabajo de Anne-Marie Pelletier, remitién
dose de nuevo de los comentarios modernos a los usos litúrgicos, hímnicos y
homiléticos del Cantar de los cantares, representa de un modo decisivo una com
pleta reorientación de la cuestión. Para todo aquél que desee considerar la tra
yectoria global de las interpretaciones alegóricas y no sólo el alegorismo más o
menos artificial de los comentaristas modernos, los argumentos ahora referidos

32. Los argumentos de la crítica moderna sobre la interpretación patrística se resumen y


discuten en Pelletier, Lectures du Cantique des Cantiques, p. 291-300.
pierden buena parte de su fuerza. Como respuesta a la primera objeción, es posi
ble redescubrir, en el origen de lo que parece ser el más arbitrario juego de pala
bras que comienza en Orígenes, un gesto de obediencia a una experiencia p r in
ceps la de un piadoso judío de la comunidad de Israel, luego, con el cristianismo,
la de un bautizado en esta fe y, a continuación, la de un alma mística en busca
de lenguaje significativo. En cuanto a la segunda objeción, debemos estar aten
tos a la capacidad de inventiva que nunca se elimina del todo y que .incluso a
menudo da origen al compromiso en el acto de la lectura comunitaria. Por últi
mo, por lo que concierne a la tercera objeción, que de hecho es una acusación,
no se nos prohíbe saludar la promesa de una adhesión confiada a una comuni
dad de interpretación posterior, que incluya hasta la sumisión al poder externo
de un magisterio eclesiástico. Ésta es la razón de que, pese a todo, parezca posi
ble, incluso en la actualidad, sentirnos de acuerdo hasta cierto punto con las lec
turas rabínicas y patrísticas y hallar en ellas las ramas de una floreciente histo
ria de la lectura, dentro de la cual nos consideramos herederos de planteamientos
de lectura que todavía continúan a disposición nuestra.

4. El abandono d e la interpretación alegórica: e l cam bio en el lector En la sección


precedente, he esbozado las objeciones que se dirigen a la pretensión de que la
interpretación alegórica sirva como explicación del auténtico significado del Can
tar de los cantares, esto es, de su significado original e intencional, inmanente al
texto. Sin embargo, la falta de aceptación que afecta actualmente a la interpre
tación alegórica no se aplica sólo a los vicios metodológicos que una ciencia mejo
rada podría ser capaz de corregir. Si, como hemos dicho, siguiendo a Pelletier,
las interpretaciones alegóricas más antiguas enraízan en usos del Cantar de los
cantares, usos litúrgicos, hímnicos y homiléticos, en los que los nuevos lugares
en que se usan las palabras son con todo visibles -e l bautismo, por ejemplo—y
a partir de los cuales se pronuncian de nuevo las palabras del Cantar de los
cantares, entonces las razones del declive de estas interpretaciones debe igual
mente buscarse en el plano de estos usos y, más en general, en el plano de las
condiciones que prevalecieron durante la época de la re-enunciación, de la reu
tilización del Cantar de los cantares en un estilo alegórico.
Este declive puede atribuirse a factores muy heterogéneos. Por ejemplo, a
un supuesto mal uso de las fuentes bíblicas a que remite la interpretación ale
górica, o hasta a un fracaso interno de la concepción alegórica misma ya en el
período patrístico o, por último, a cambios culturales, que se extienden desde la
Edad Media a la época moderna, que han hecho insostenibles los gestos de lec
tura adoptados por los exegetas alegorizantes.
No me detendré en el primero de estos posibles motivos de declive, por
cuanto ello nos obligaría a anticipar lo que luego será dicho sobre un eventual
significado teológico vinculado a la interpretación erótica. La argumentación,
no obstante, puede resumirse en los siguientes términos. ¿Es la relación de amor
entre Dios y los seres humanos, que los rabinos y los padres griegos suponen
metafóricamente proyectada por el Cantar de los cantares, realmente afín a la
que celebraron los profetas Oseas, Jeremías, Isaías, Ezequiel y hasta el deutero-
nomista? Lo que aquí se pone en cuestión es el carácter unitivo y totalmente recí
proco del amor celebrado por el Cantar de los cantares. Si ahora invoco este argu
mento, es porque ha sido usado por varios exegetas contra las interpretaciones
alegóricas en general. Los profetas, han observado estos exegetas, nunca se atre
vieron a hablar de amor mutuo, de una posesión mutua entre Dios y los hom
bres, por cuanto la reverencia por el Dios de la Torá y de la alianza imponía una
distancia vertical en el corazón mismo del vínculo aliancista. Este argumento es
de suma importancia. Pone el dedo en la invisible línea que separa una religión
ética de una mística. Y en este sentido, sobrepasa el plano propiamente exegé-
tico en que hasta ahora nos hemos recluido. Por esto debo dejar para mi sección
última cualquier examen detallado de esta objeción.
La segunda razón de abandonar el camino de la alegoría tiene que ver
con la misma concepción de alegoría, que como anteriormente indiqué es en
sí mismo sólo una interpretación sistemática de la relación analógica, primero
vivida y después hecha conciencia reflexiva, que judíos y cristianos perciben entre
dos niveles de amor. De hecho, podemos preguntarnos si el alegorismo profe
sado por Orígenes y los demás intérpretes que emprendieron su camino no era
secretamente discordante en relación con la interpretación tipológica practica
da, a veces -es verdad- bajo la etiqueta de la alegoría, por Pablo y los Padres,
dando origen a confusiones que duraron largo tiempo. No me detendré tam
poco en esta objeción, que ya he tomado en consideración antes33. Permítaseme
sólo añadir ahora, desde la perspectiva de una historia de la lectura del Cantar
de los cantares, que la lectura mística se llevó a efecto principalmente en un ámbi
to marcado por el ascetismo, a veces tal como lo practicaba el laico, pero que
más a menudo era el que practicaban el clero y los monjes. Como sucedió en
el caso de Orígenes, el acceso al texto del Cantar de los cantares estaba explíci
tamente reservado a quienes se hallaban verdaderamente avanzados en el cami
no de la renuncia a la vida carnal, y su lectura se desaconsejaba imperativa
mente o se prohibía a los novicios en la vida espiritual. Aun cuando este ascetismo
llevaba los rasgos específicamente cristianos, había también tomado del alego
rismo platónico el dualismo de lo «visible» y lo «inteligible». Sin embargo, la
influencia de la condición monástica sobre la lectura parece haber dominado
la de la interpretación a través de un alegorismo libre de las constricciones de
una tipología específicamente cristiana y entregado a una espiritualidad plato
nizante. Para poder hablar de la belleza nupcial del misterio de la fe, era nece

33. Me remito, de nuevo, a las obras de Daniélou y de H. de Lubac, antes citadas.


sario vaciar primero de lo erótico su cualidad nupcial p e r se, que luego fue intro
ducida en el «misterio» cristiano de un modo exclusivo. Adoptar el lugar de
la amada significó ante todo alejar esta imagen de su marco erótico. De aquí la
paradoja que, para funcionar como una alegoría, a la exégesis no le quedó ya a
su alcance otra cosa que las asociaciones puramente verbales, o mejor, las homo-
nimias no sexualizadas, que se cosechan por todo el texto bíblico. En este sen
tido, la prioridad dada a las analogías puramente verbales tiene como origen el
eclipse de la analogía nupcial, que todavía se sentía en el plano de las condicio
nes de expresión y re-expresión en los antiguos usos del Cantar de los cantares.
De aquí que sea difícil no sentir esta forma de analogización de dos clases hete
rogéneas de amor, mediante las palabras que tienen en común, más como un
desplazamiento de significado que como un incremento de significado.
Pero estos fallos de la exégesis alegórica en el plano de la explicación del
significado no habrían sido tan obvios si no hubiéramos dejado de lado las
posturas de lectura que hicieron posible la exégesis alegórica. De este modo, lle
gamos hasta los cambios en el lector que llevaron a englobar en una misma des
afección tanto la exégesis patrística como el alegorismo que pretende ser cien
tífico, hasta un punto en que no ya sabemos cómo reconocer los méritos reales
de aquélla, si no es poniendo el filtro del alegorismo erudito.
Por consiguiente, es hacia estos cambios en el lector a donde debemos diri
girnos ahora.
Recordé antes el vínculo existente entre la tradición alegórica y la condi
ción monástica. La experiencia fundamental por la que esta condición propor
cionaba el marco fundamental ya no es paradigmático. Si, para la tradición ascé
tica y mística, tan intensamente vinculada a la condición monástica, la significación
nupcial era ante todo espiritual, para nosotros modernos se ha vuelto carnal, tan
to que ya no vemos más diferencia entre lo nupcial y lo erótico que la que los
alejandrinos veían entre lo nupcial y lo místico.
No voy a intentar aquí una historia de lo que yo denomino cambio en el
lector. Sin embargo, debo decir por lo menos algo sobre el papel desempeñado
por la Reforma, en especial por Lutero, en esta historia de la lectura. Por un lado,
al abolir la diferencia entre el estado monástico y el laico, la Reforma luterana
quebró el marco en el que floreció la reutilización del Cantar de los cantares por
el bautizado o por el alma cristiana en busca de la unión con su Señor. La lla
mada de la Reforma a vivir la propia fe dentro del marco de una vocación mun
dana —trabajo y matrimonio—sustrajo a vida monástica su carácter paradigmá
tico e impidió ver en ella el marco privilegiado para la lectura adecuada del Cantar
de los cantares. Por otro lado, en el plano propiamente exegético, la declaración de
que la Escritura es intérprete de sí misma tuvo la consecuencia de desacreditar
la interpretación alegórica en general, que en adelante fue considerada contin
gente y arbitraria. De este modo, el argumento propiamente exegético se vin
cula al antiautoritario, de modo que ambos se refuerzan y se vuelven mutua
mente indiscernibles. En este sentido, la reforma pavimentó el camino por don
de habían de transcurrir las tres mayores objeciones de la crítica contemporánea
antes tratadas.
Sin embargo, la Reforma a su vez sólo constituye una de las fases del gran
cambio en el lector que lleva al tipo de supuestos que hoy distinguen la lectura
naturalista de la alegórica. El factor cultural de mayor importancia en este sen
tido fue la valoración de la sexualidad como relación humana significativa. Es
cierto que esta mirada favorable en lo que concierne a la sexualidad nunca estu
vo del todo ausente, incluso en aquellos tiempos en que la condición monásti
ca era considerada modelo de perfección. Sin embargo, un tono de condescen
dencia -recordemos a Pablo diciendo que «es preferible casarse que quemarse»—
acompañó siempre la estima concedida a la sexualidad en el marco del matri
monio cristiano. Esta estima encuentra su más apta expresión en el discurso sobre
la castidad conyugal.
La valoración de la sexualidad que tengo presente aquí tiene dos rasgos dis
tintivos. Primero, hay lo que podemos llamar una declaración de inocencia
por lo que se refiere al valor de la sexualidad p e r se. No se trata de que la idea
de pecado, culpa o maldad esté excluida de esta esfera, sino de que el acto sexual
mismo es declarado inocente. La falta, si la hay, puede únicamente asignarse
en adelante a la cualidad de la relación con la compañía en el intercambio sexual:
una falta de consentimiento, la reducción del otro a la condición de objeto, explo
tación, violencia, etc. El segundo rasgo es el que más cuenta para la historia de
la lectura del Cantar de los cantares. No tenemos en la actualidad dificultad algu
na en celebrar el placer sexual por sí mismo, excluido de toda relación con la
esfera matrimonial. En otras palabras, estamos dispuestos a distinguir ese mutuo
pertenecerse el uno al otro, que se consuma en la relación erótica, de la institu
ción matrimonial, tanto si seguimos aprobando esta última como si no. La cita
que André LaCocque hace de una de mis primeras obras toma en consideración
este cambio. Esta fue exactamente la situación por lo que se refiere a los aman
tes del Cantar de los cantares. Ninguna alusión se hace aquí al matrimonio o a
la fecundidad. La gloria del vínculo nupcial se muestra aparte de toda referen
cia al vínculo matrimonial, ciertamente sin excluirlo o exigirlo.
En mi opinión, a este cambio cultural importante debemos atribuir el triun
fo casi universal de la lectura erótica del Cantar de los cantares, que se ha con
vertido en lectura dominante. Evidentemente, se puede reseguir muy fácil
mente la línea de esta lectura en los cambios que han ocurrido en la esfera de
la exégesis misma. Pero sería ingenuo creer que las transformaciones que han
ocurrido en el plano de la cultura moderna no han tenido efecto alguno en la
historia de la lectura. De hecho, le pertenecen de dos maneras. En primer lugar,
como puse de relieve al comienzo de este ensayo, la búsqueda del sentido ori
ginal independiente de todo compromiso por parte del lector no es una acti
tud atemporal, ahistórica, sino que procede ella misma de una historia de la lec
tura. En segundo lugar, el triunfo del sentido erótico, aceptado por autoevidente,
es en sí mismo un hecho de la lectura, en la que los cambios técnicos en el cam
po de la exégesis y los cambios culturales que afectan al discurso público sobre
la sexualidad se refuerzan mutuamente.
¿Puedo añadir una observación final, de alguna manera maliciosa, sobre
que la lectura propuesta en este volumen por André LaCocque, que coloca a la
Sulamita entre los personajes «subersivos», surge también ella de una lectura
«subversiva», que podríamos considerar típicamente moderna?

Ha c ia u n a l e c t u r a t e o l ó g ic a
d el Ca n t a r d e l o s ca n t a r e s

La cuestión de un posible sentido teológico del Cantar de los cantares se


plantea en la actualidad en un nuevo marco. Por un lado, hemos conseguido, en
el transcurso de la primera parte de este ensayo, acumular una serie de indica
ciones, proporcionadas por el texto mismo, que podemos considerar a modo de
marcas de un vínculo nupcial dentro de lo erótico, susceptible con todo de que
dar libre de su trasfondo. Por el otro lado, al final de la segunda parte dimos con
un regla de lectura, ilustrada con el ejemplo de la interpretación alegórica entre
los Padres, según la cual es gracias a una reutilización del poema en nuevas situa
ciones de discurso cómo al Cantar de los cantares se le hace decir algo distinto
a lo que literalmente dice.
Si juntamos ambas líneas de análisis, podemos aventurar la hipótesis de
que la resituación del vínculo nupcial en figuras amorosas no eróticas puede pro
ducir comparaciones e intersecciones de diferentes textos bíblicos, en el sentido
de efectos de lectura nuevos originariamente desconocidos. En otras palabras, es
al fenómeno general de intertextualidad, como efecto de lectura, más que a la
alegoría, supuestamente inmanente en la Escritura, a lo que podemos apelar en
orden a generar lecturas teológicas del Cantar de los cantares, presentando, casi
como chispas de un nuevo sentido, puntos de intersección entre los textos que
pertenecen al canon bíblico. Y lo que es más, si las interpretaciones alegóricas
pueden considerarse en sí efectos de significado, parece entonces plausible si
tuarlas en la trayectoria de un proceso de crecimiento de interpretaciones, que
habría comenzado en el plano de una lectura intrabíblica. Antes de una reutiliza
ción de estos textos estaría la lectura cruzada que ocurre en el interior del canon.
Para dar alguna indicación de esta lectura, no empezaré con una confron
tación entre el Cantar de los cantares y los textos proféticos, en los que el sim
bolismo nupcial se aplica a las relaciones entre el Dios de Israel y su pueblo, aun
cuando sea éste el locus theologicus donde se ha centrado el criticismo moderno
que asume el alegorismo, como indiqué anteriormente. Más bien prefiero pro
bar mi propuesta de una lectura cruzada a través de una comparación de textos
procedentes de géneros literarios diferentes, en los que el aspecto creativo de los
procesos de intersección de estos textos será más claramente visible. Por ello quie
ro empezar volviendo al grito de júbilo de Génesis 2, 23: «Esta sí que es hueso
de mis huesos y carne de mi carne; se llamará ’issáh, porque del ’is ha sido toma
da»34. Dar prioridad a esta comparación está justificado por varias razones. Pri
mero, salvaguarda la idea de una pluralidad de interpretaciones teológicas, que
podría verse obstaculizada por una excesiva concentración exclusiva en la com
paración del Cantar de los cantares con los textos usualmente citados del ciclo
profético. El paralelo de Génesis 2 nos invita a dar juego a una interpretación
teológica, que no se identifica como una interpretación alegórica, por lo menos
en el sentido usual de este término. En Génesis 2, el amor humano es celebra
do dentro del marco de un mito de creación, que ignora cualquier separación
entre el amor espiritual y el carnal y, por lo mismo, no sugiere ninguna analo
gía entre ellos. Génesis 2, 23 y el Cantar de los cantares sólo sabe de un amor, el
amor erótico entre un hombre y una mujer.
¿En qué sentido, entonces, es significativa esta comparación entre Génesis
2, 23 y el Cantar de los cantares? Plantear esta pregunta es preguntar por el
aumento de significado que cada texto recibe del otro mediante estas lecturas
cruzadas, como en el caso de la producción de una metáfora viva que reúne cam
pos semánticos heterogéneos.
En primer lugar, el versículo de Génesis 2 lleva en sí la riqueza de signifi
cado que el grito de júbilo del varón, al descubrir a la mujer, debe a su encuadre
en un mito de la creación. Antes, me arriesgué, siguiendo a Paul Beauchamp, al
hablar de una «vuelta al comienzo» en lo tocante a la vuelta a la casa materna en
Cantar de los cantares 8, 5 y al énfasis en 3, 6; 6, 10 y 8, 5. El Génesis explíci
ta y amplifica en extremo este sentido de comienzo absoluto vinculado al amor,
situando el nacimiento dentro de una «historia» de comienzos, un gesto total
mente extraño al Cantar de los cantares, cuyo carácter no narrativo ya he subra
yado. Y lo que es más, la «historia» que enmarca el grito de júbilo de Génesis
2, 23 ha de ser leída como la narración de una secuencia de nacimientos abso
lutos: los animales, la soledad humana, la partición del ser humano en dos. En
el transcurso de esta historia -que es, por tanto, no la de un tiempo anterior al

34. La conexión entre el Cantar de los cantares y Génesis 2 la destaca vigorosamente Karl
Barth, Dogmatique, Labor et Fides, Ginebra 1960, vol, 3, 1, p. 337-340, p. 317s, y vol. 4, p. 225.
Véase también Georges Casalis, Helmut Gollwitzer y Roland de Pury, Un chant d ’amour insoli-
te, Le Cantique des Cantiques, D. D. B, 1984; Lys, Le plus beau chant, Beauchamp, L’un et l’autre
Testamenta vol. 2, Accomplir les Ecritures, p. 115-137 («L’homme, la femme, et le serpent»).
tiempo, sino más bien de un tiempo subyacente en la historia misma-, la mujer
aparece en el momento en que el varón, capaz de dar nombre a todos los ani
males, siente el desasosiego de la falta de algo, la ausencia de una compañía ver
dadera: «pero para el hombre no se encontró ayuda que se acomodara a él». Pero
lo indiviso no se convierte en dos, más que al precio de una separación que no
puede atribuirse como autor. El otro sólo le adviene en la inconsciencia del sue
ño. ¿Cómo podemos no pensar aquí en el despertar de la mujer por el hombre
en Cantar de los cantares 8, 5: «Te desperté bajo el manzano...»? Paul Beauchamp
tiene la siguiente intuición al respecto35. Antes de la creación de la mujer, el len
guaje está ya ahí, pero sólo como lenguaje en cuanto mero conjunto de etique
tas asignadas a las criaturas vivientes. Sólo con la presencia de la mujer nace el
lenguaje como «habla», o más precisamente como sentencias marcadas con fra
ses deícticas («ésta», una expresión que se repite, «ésta al fin»). Para que el pri
mer discurso del hombre sea de admiración, hace falta la mujer. Pero, a pesar de
todo, ¿supone el nacimiento del discurso, contemporáneo con el de la mujer,
el nacimiento de un poema? No, para nada, pues al discurso que el varón diri
ge a la mujer el Cantar de los cantares añade la reciprocidad del discurso entre
dos amantes, que siente igual admiración el uno por el otro; aún mas, si segui
mos a André LaCocque, una reciprocidad cuya iniciativa viene de la mujer.
Vale la pena reflexionar sobre una segunda intersección entre el poema y el
mito. Ambos hablan de una inocencia del vínculo erótico, considerado aparte de
su marco social y de la institución del matrimonio. Con todo, el mito y el poema
hablan de diferente manera de esta inocencia. En el mito, la inocencia la marca el
sentido de una creación buena: «Dijo Yhwh-Dios: No es bueno que el hombre
esté solo» (2, 18). De este modo, la inocencia del erosse reviste de la divina apro
bación. Es inocencia de la criatura, donde criatura significa creación de Dios. Es
verdad que la caída está cerca. De hecho, si resituamos el relato de la creación de
la mujer dentro del marco más amplio de la «historia» completa de los comien
zos, este nacimiento y este discurso ocurren en un intervalo de significado entre
una prohibición -«No comas...» (Génesis 2, 17)- y el acto con que se transgrede
(Génesis 3). Con todo, este intervalo no constituye una simple transición narra
tiva rápida, sino más bien un tiempo clave en la «historia» o en los orígenes, a sa
ber, aquel en que la condición de criatura -un a criatura buena- se afirma sobera
namente. El grito de júbilo del varón sitúa el vínculo erótico más allá del bien y
del mal, pues existe antes de su distinción. ¿No podremos decir entonces que el
Cantar de los cantares reabre este enclave de inocencia y le da el espacio que hace
posible la autonomía del poema en conjunto?36

35. Ibídem, p. 129.


36. Esta sugerencia se apoya en gran medida en los análisis que del poema hace André
LaCocque.
El poema, a su vez, puesto al lado del mito, confiere al intervalo de inocen
cia la gloria de una pausa poética37. ¿Debemos, pues, en orden a vincular más es
trechamente el poema del amor inocente al mito de una buena creación, asignar
al Cantar de los cantares un significado escatológico, siguiendo a Karl Barth, la
inocencia cantada por el Cantar que anticipa el Reino que ha de venir, algo así
como el banquete escatológico? Esta interpretación procede claramente de una
teología que se dice sistemática y que ha de aceptarse como tal. Su fuerza es la de
un discurso teológico coherente, en el que el canto del comienzo y el del cumpli
miento enmarcan la historia que esta teología llama «historia de salvación», mar
cada por la caída y la desgracia que acompaña a un amor deficiente, así como por
las advertencias y las promesas de los profetas. Esta interpretación es perfecta
mente aceptable dentro del marco de una teología sistemática, cuyo hilo central
es una historia de salvación, centrada a su vez en una cristología. Pero, ¿es necesa
rio ser sistemático en esto, dada la diversidad de los textos bíblicos? En una con
cepción más policéntrica de los escritos bíblicos, como la que defiendo yo en los
ensayos de este volumen, puede ser preferible permitir que cada texto hable al
lector desde su marco particular y encomendar el coro de voces a los encuentros
azarosos que son uno de los gozos de la lectura. Al asignar un status escatológico
al Cantar de los cantares, en simetría con el origen, quizás le privamos de su ras
go más valioso, que es cantar la inocencia del amor en el corazón mismo de la
vida cotidiana. Lejos de quedar disminuido, el significado teológico puede hasta
resultar aumentado. El poema, releído a la luz de Génesis 2, 23, puede sugerir
que la inocencia de la criatura no quedó abolida con la caída, sino que hasta per
manece subyacente en la historia del mal, que la relación erótica nunca evita por
completo. Una manera teológica de leer el poema consistiría, por tanto, en pro

37. Ha y otro rasgo común a Génesis 2 y a Cantar de los cantares. Si, como Daniel Lys,
hacemos uso de las categorías de lo sagrado y lo profano, principalmente en la perspectiva de una
comparación con hierogamias orientales, vemos en el Cantar de los cantares una reconciliación
entre lo sexual y lo sagrado. Éste es un vínculo que disocian quienes sostienen que lo sexual es
especialmente profano, hasta obsceno, y que sólo el proceso de alegorización puede salvar nues
tro texto y su status canónico. Lo disocian también quienes creen que la dimensión sagrada del
amor sólo puede salvarse mediante la alegoría. La lección del Cantar de los cantares es «vivir la
relación de alianza hasta en la vida sexual de uno» (L eplu s beau chant, p. 52). Lys ve en el Can
tar de los cantares el resultado de una doble desmitologización, tanto de lo divino, bajo la presión
de la teología de la alianza, como de lo humano liberado de su vinculación a las hierogamias sagra
das. «El mejor modo de desmitizar el eros pagano es describir el amor humano no sólo a la mane
ra de los cantos egipcios profanos, sino también de acuerdo con el modelo del amor de Dios por
su pueblo» (ibídem, p. 53). El poder de la desmitización parece estar asignado aquí a la teología
de la alianza, que hace posible que Lys escriba que el sexo se vuelve sagrado cuando «desmitifica
el amor pagano y refleja la alianza» (ibídem, p. 54). Sin poner reparos a la comparación con los
profetas, de la que hablaré más adelante, vale la pena notar que la alianza está significada implí
citamente en el Cantar de los cantares por el «sello» de 8, 6. Pero es verdad que el sentido explí
cito de la alianza con Dios requiere unir el Cantar de los cantares y los profetas.
clamar y celebrar la indestructibilidad básica de la inocencia de la criatura, a pe
sar de la historia del mal y del castigo. Esta proclamación y celebración no reque
ría ser puesta al final de los tiempos; puede ser cantada en la actualidad. Si, con
todo, queremos seguir hablando de alegoría en sentido amplio de decir otra cosa
o de decirlo de otra manera, esta alegoría no nace de una división entre el espíri
tu y la carne, sino de una división, en cierto modo a igual nivel, entre dos mane
ras de hablar de la inocencia: la del mito que cuenta un nacimiento inmemorial y
la del epitalamio, que canta un renacimiento continuo en el corazón mismo de la
existencia profana de cada día.
Una última intersección entre el poema y el mito resulta también fasci
nante. Podríamos discutir el carácter teológico de estos dos textos en los que
no se nombra o no se alude a Dios. A esto cabría replicar que el mito de la cre
ación en su conjunto nombra a Dios. ¿No nos referimos antes al versículo que
dice «Dijo Yhwh-Dios: No es bueno que el hombre esté solo»? Esta aproba
ción divina nos autoriza a decir qué el amor es inocente ante Dios. Pero, alguien
puede decir, ¿puede ser Dios testigo de una declaración, no siendo él la audien
cia concernida? ¿No podríamos responder, en una línea exploratoria, que el ori
gen no tiene necesidad alguna de ser distinguido, nombrado, o referido en la
medida en que habita en la criatura? El hombre ama a partir de Dios38. Si es así,
al releerlo a la luz de Génesis, el Cantar de los cantares se convierte en un texto
religioso en la medida en que podemos escuchar en él la palabra de un Dios silen
ciado y no nombrado, al que no percibimos por la fuerza del testimonio de un
amor captado como tal.
Lo confirma la denominación truncada de Yhwh en el desenlace sapien
cial del Cantar de los cantares39, que arriesgamos a situar en paralelo con este
otro desenlace también sapiencial que dice: «Por eso, dejará el hombre a su padre
y a su madre [¡aunque no había todavía ni padres ni madres en el tiempo de la
creación!] y se unirá a su mujer, y vendrán los dos a ser una sola carne» (Géne

38. «Si decimos que hay una alegoría en estos poemas de amor, lo decimos en un sentido
del todo preciso. No porque las palabras deban ser descodificadas, sino porque las cosas de los
hombres significan cosas de Dios. Van juntas. En el sentido en que hemos dicho que las primeras
palabras de Adán a su mujer están dichas partiendo de Dios y en Dios, sin nombrarle. Aquí es por
donde debemos comenzar» (Beauchamp, L’un e t l ’a utre Testament, p. 186).
39. Esto plantea un problema difícil a los exegetas. Como dice Paul Beauchamp, con rela
ción a la palabra que nombra a Dios en 8, 6 (shalhevet Yah), «los comentaristas tienen razón en
respetar la discreción del texto. Pero suponer que el Yah que viene aquí no dice realmente casi nada
es estar hablando del poema» (L’un e t l'autre Testament, p. 180). Podemos entender que el nom
bre completo de Dios deba estar ausente del epitalamio y volver, con todo, en una forma trun
cada en el paso de lo lírico a lo sapiencial. Sin embargo, también es cierto que este nombre trunca
do procede de la impertinencia a que alude André LaCocque. He sugerido, por mi paerte, que
la supuesta desteologización pertenece en sí a la interacción metafórica que se despliega a lo lar
go de todo el poema con muy distintas variaciones retóricas.
sis 2, 24). ¿No tiene el sello de la alianza en Cantar de los cantares 8, 6 el mis
mo sabor sapiencial? En ambos casos desconocemos quién está hablando: ¿la voz
inexperta de la sabiduría? ¿Un Dios oculto? ¿O un Dios discreto que respeta lo
incógnito de la intimidad, la privacidad de un cuerpo con otro?
Armados de este modo como para mediar en la batalla entre el acuerdo y
el desacuerdo entre textos, podemos también atrevernos a ocuparnos de nuevo
de la discusión sobre la relación entre el Cantar de los cantares y los textos pro-
féticos, que celebran en términos aparentemente eróticos el amor entre el Dios
de Israel y su pueblo. La heterogeneidad, incluso la aparente incompatibilidad,
entre estas dos series de textos constituyó un sólido argumento por parte de los
adversarios de la explicación alegórica. No asumiré este argumento adoptando
los términos de la antigua discusión, en la que las partes oponentes planteaban
la cuestión del sentido auténtico del Cantar de los cantares, de su significado ori
ginal y pretendido, inmanente al texto. Para los alegoristas, el Cantar de los can
tares pudo tener un significado alegórico, porque los profetas ya habían aplica
do la metáfora nupcial a la relación entre Yhwh y su pueblo. El autor del Cantar
de los cantares debía tener presente esta misma metáfora nupcial en su mente,
que él o ella veló bajo la apariencia de un poema profano. A lo que los adversa
rios de esta explicación alegórica replican: (1) que en los profetas Oseas, Eze
quiel, Jeremías y en el deuteronomista, la intención metafórica la señala clara
mente el contexto, cosa que no sucede con el Cantar de los cantares; (2) que la
clasificación del Cantar de los cantares entre los escritos sapienciales debería
ponernos en guardia contra lo que puede ser una mezcla abusiva de géneros;
y (3) que los profetas tenían presente un vínculo de alianza que respetaba la dis
tancia y la jerarquía entre los socios y que, además, negaban cualquier signifi
cado sexual al amor entre Yhwh y su pueblo.
Pero mí me parece que, si abordamos la relación existente entre el Cantar
de los cantares y los textos proféticos con el mismo tipo de pensamiento que
aplicamos a la relación entre aquel libro y Génesis 2, nos libraremos del anterior
dilema y de sus razonamientos. La cuestión —por lo menos para una hermenéu
tica centrada en la lectura más que en la escritura de un texto—no es si los pro
fetas inspiraron al autor del Cantar de los cantares y si éste (¡o ésta!) reinscribió
intencionalmente la metáfora conyugal de los profetas en el idioma de un can
to popular, incluso al precio de una eventual «desteologización» de la metáfora
erótica hallada en los profetas, y con la intención obviamente marcada por la
mofa y la provocación, como André LaCocque piensa. En otras palabras, no se
trata, por lo menos aquí, de cierta filiación en lo que concierne al origen, y por
tanto a la escritura del texto, incluso si esta cuestión es del todo legítima en el
marco de una investigación histórico-crítica sobre la composición del Cantar de
los cantares. Se trata, a mi entender, como en el caso de Génesis 2, de una lec
tura en intersección que respete la diferencia de marcos en los textos en consi
deración. Siguiendo este camino de intertextualidad, pueden descubrirse ideas
muy fecundas.
Ante todo, la metaforización en acto toma dos direcciones opuestas, como
en una relación especular. Para los profetas, lo que se anuncia a través de la metá
fora nupcial es el amor de Dios. En el Cantar de los cantares, la dimensión nup
cial del amor pierde su ropaje erótico gracias sólo a las virtudes del poema antes
consideradas, para reinsertarlas en situaciones de discurso nuevas, gracias a un
cambio en el lugar de la enunciación (la liturgia bautismal, por ejemplo). En este
sentido, el hecho de reunir estos textos da origen a lo que podemos llamar una
metáfora de intersección: por una parte, los profetas «ven» el amor entre Dios
y su pueblo «como» amor conyugal; por el otro lado, el amor erótico cantado en
el Cantar de los cantares es «visto como» el amor de Dios por su criatura, por lo
menos si lo interpretamos con referencia al lenguaje de los profetas. Este «ver
como» es el instrumento de todo proceso metafórico, tanto si trabaja en una
dirección como en otra.
En segundo lugar, hablar de una metáfora de intersección es dar a la ale
goría un alcance mucho más amplio que el del alegorismo platonizante, conce
bido como la transferencia vertical de lo visible a lo inteligible, con el riesgo de
abolir, negar y hasta difamar lo visible. La idea de una metáfora de intersec
ción nos invita, en cambio, a considerar las distintas regiones originales del amor,
cada una con su juego simbólico. Por un lado, el amor divino se ha instalado en
la alianza con Israel y luego en el vínculo cristiano, junto con sus metáforas nup
ciales absolutamente originales; por el otro lado, hay amor humano instalado en
el vínculo erótico y en sus metáforas igualmente originales, que transforma el
cuerpo en algo parecido a un paisaje. El doble «ver como» de las metáforas de
intersección se constituye luego en fuente del «decir de otra manera» constitu
tivo de la alegoría. Es la fuerza del amor lo que es capaz de moverse en ambos
sentidos a lo largo de la espiral ascendente y descendente de la metáfora, consi
guiendo que cada nivel de inserción emocional del amor signifique e «intersig-
nifique» con cualquier otro nivel.
Por último, si respetamos las distintas tonalidades de los textos, nos dare
mos cuenta de la acción correctora que ejercen unos sobre otros. Y, de un modo
especial, es preciso poner de relieve el efecto retroactivo del Cantar de los can
tares sobre los textos proféticos. Si la lectura profética del Cantar de los cantares
—unida, ciertamente, a la exégesis de Génesis 2 - saca a la luz la inocencia por así
decir sagrada del vínculo erótico, la reinterpretación de los textos proféticos tien
de, a su vez, a declinar la relación de alianza en dirección a un pertenecerse
uno al otro entre socios iguales. Sobre este punto, la objeción que levantan los
adversarios de cualquier lectura alegórica ha de ser tomada en cuenta. La pro
fecía se inscribe en una esfera ética en la que parece que toda relación de fami
liaridad, incluida la de una entrañable sociedad, ha de quedar excluida. Por con
siguiente, es importante reconocer a cada serie de textos su propio marco. Aquí,
el amor reverencial del creyente yahvista por su Dios; allí, el mutuo compartir
de los amantes puesto en un plano de igualdad por su mutuo intercambio de
deseo y placer. La reinterpretación de los textos proféticos a la luz del Cantar
de los cantares sólo puede ponerse en marcha a través de un verdadero paso al
límite, a través incluso de una sutil subversión, en un sentido distinto al pre
tendido por André LaCocque, al final de la cual la religión ética avanza hacia
la religión mística. Aquí, quizás, crucemos una frontera que sólo se atreven a cru
zar unos cuantos locos por el amor de Dios.
Volviendo por última vez a nuestras consideraciones metodológicas, pare
ce como si las objeciones que se alzan en contra de tratar el sentido alegórico
como si fuera sentido literal perdieran su relevancia, igual como hacen los argu
mentos contrarios de los alegoristas. (1) Para una lectura en intersección, no
importa que el significado alegórico sea el pretendido por el autor del Cantar
de los cantares o que el texto mismo dé indicaciones objetivas de este tipo de
lectura. (2) La frontera entre profecía y sabiduría pierde también su relevancia
en la medida en que la traspasa deliberadamente una lectura intersecante, en
nombre mismo de la intertextualidad en acto dentro del marco canónico. (3)
Por lo que se refiere al cambio de significado de la alianza entre Yhwh y su pue
blo que resulta de un acercamiento al Cantar de los cantares, hemos mostrado
que ha de ser reconocido como uno de los efectos de significado de una lectura
intersecante. Más importante que los argumentos de la antigua querella es la li
bertad de moverse entre los escritos bíblicos que inspiran una lectura interse
cante, liberados de las constricciones que impone preocuparse por las influen
cias y filiaciones.
En este sentido, una lectura intersecante ha de llegarse al Cantar de los can
tares por ambos lados. Por la segunda vía encontraremos los textos del Nuevo
Testamento que el método histórico-crítico intenta clasificar como seguros (Apo
calipsis 3, 20; Juan 20, 1), probables (Apocalipsis 12, 1; 15, 6; Efesios 5, 27) o
simplemente posibles (Apocalipsis 22, 17 Juan 3, 29; 13, 2). Estos textos, leídos
en el Segundo Testamento, serían simétricos de algún modo a los del Primer Tes
tamento, jugando libremente con el simbolismo nupcial. Dejemos, por consi
guiente, que todos estos textos se proyecten unos sobre otros y recojamos aque
llas chispas de significado que saltan en los puntos de fricción. ¿Por qué no
podemos acabar esta serie de metáforas con la más extraña, la más impertinen
te en todos los sentidos del término: «la esposa del cordero» (Apocalipsis 21, 9)?
¡Lo menos que podemos decir de ella es que se trata de una asociación absolu
tamente inesperada! Pero hablemos más bien, con Paul Beauchamp, de hipér
bole y condensación40: hipérbole por la que «el sentido es tomado en su exceso»,

40. L'un e t l ’a utre Testamenta p. 191-195 («L’Épouse de l’Agneau»),


condensación «por la que el código alimentario del banquete (el cordero dego
llado) y el código de la unión sexual (la esposa) se unen debido a la colisión hiper
bólica».
Aunque los lugares en que hablamos de amor son sumamente diversos,
incluso dispersos, de ninguna de ellos puede decirse que su figura sea superior a
la de algún otro. Se intersignifican entre sí en vez de disponerse según una cier
ta jerarquía. ¿No podemos, en consecuencia, sugerir que lo que he llamado nup
cial es el punto virtual o real de intersección en donde estas figuras amorosas se
cruzan? Si éste es el caso, ¿no podríamos entonces también decir que lo nup
cial como tal es un efecto de la lectura, procedente de la intersección de textos,
precisamente porque es la raíz oculta, la raíz olvidada del gran juego metafóri
co que hace que las figuras del amor puedan remitirse unas a otras?
Éxodo 3 , 1 4
LA REVELACIÓN DE LAS REVELACIONES

A N D RÉ L A CO CQ U E

En este ensayo sobre el Nombre de Dios revelado a Moisés en Madián,


según Éxodo 3, nos mantendremos fieles al programa de este volumen, centra
do en la trayectoria de los textos. Esto quiere decir que no se tocarán, ni tan
siquiera se mencionarán, muchos de los problemas de crítica. Como cuestión de
principio, nos contentaremos también con transcribir las consonantes de la pala
bra hebrea Yhwh, respetando así la prohibición judía de pronunciar el Nom
bre por temor a una irreverencia1.
Estadísticamente, Yhwh aparece 6823 veces en la Biblia hebrea. La cues
tión de los orígenes de esta formación extraña desde el punto de vista filológico,
así como sus raíces religiosas, es muy discutible. Se han publicado al respecto
numerosos estudios académicos, la mayoría ellos sugerentes y de notable inte
rés. Baste ahora, no obstante, mencionar con el TDOT2que «la procedencia ori
ginaria de Yhwh fue el sur, en o entre las misteriosas montañas del Sinaí (Deu-
teronomio 33, 2), Seir (Deuteronomio 33,2; Jueces 5, 4), Parán (Deuteronomio
33, 2; Habacuc 3, 3) yTemán (Habacuc 3, 3)». De allí, el nombre «llegó a» Sión,
en el norte, que se identifica con el Safon en el lejano norte, la mansión del Baal
de Ugarit (Salmos 48, 2). Como veremos, esta consideración corresponde a la
reconstrucción hecha por la escuela de Historia de la Religión del «yahvismo»
preisraelita. En la fuente P, en todo caso, la revelación del Nombre pertenece a
la tradición del Sinaí (la denominada U r-theophanié). Tanto que Dios puede
designarse simplemente como zeh sinay ([«el del Sinaí»] Salmos 68, 9; Jueces
5, 55). Como ha dicho Harmut Gese, los acontecimientos del Mar Rojo se

1. En la comunidad posexílica, se prohibió pronunciar el Nombre, excepto si lo hacía el


sumo sacerdote el día de la expiación cuando era imposible no usarlo, lo cual indica que el Nombre
no era todavía algo tabú o secreto. Henri Meschonic escribe: «No se trata de un nom bre, y de tener
poder sobre el mismo mediante la magia, como era posible en el politeísmo. Se trata de un verbo. Y
este verbo tiene el poder. Y se trata de una promesa. Lo que todavía no se ha cumplido continúa...
hasta cumplirse»: «Traduire le sacré», en Corps écrit, vol. 3, PUF, París 1982, p. 17.
2. T heologicalD ictionary o f the O íd Testament, ed. por G. J. Botterweck y Helmer Ringgren,
W. B. Eerdmans, Grand Rapids, MI 1947-1997, véase voz «YHWH», vol. 7, p. 500-521; la cita
es de p. 520.
han interpretado muy tempranamente como un acto de Yhwh. Por tanto, aun
que las dos tradiciones del Éxodo y del Sinaí tuvieron su propio desarrollo inde
pendiente3, se hallaban no obstante m aterialiter unidas entre sí. De hecho, la tra
dición sinaítica precedió a la del Éxodo y hasta le dio origen4. Es, en efecto, la
tradición del Sinaí la que aporta el fundamento para la asociación Yhwh-Israel.
Por razones tácticas obvias, se consideró necesario que fuera Moisés el primero
en tener experiencia en el monte Horeb de la «revelación de las revelaciones»
que, con el tiempo, sería concedida a todo el pueblo en el desierto. En resumen,
el origen del Nombre de Dios se conecta: (1) con el monte del Sinaí (Éxodo 20,
2; 33, 18s; 34, 6s); (2) con el éxodo de Egipto (Éxodo, pássim); y (3) con la
llamada de Moisés (Éxodo 3; 6). Volveremos sobre estos puntos en lo que sigue.
Entre los testimonios extrabíblicos del nombre «Yhwh», el más antiguo
es la inscripción de la estela de Mesá, procedente de Edom (s. IX a.C.): «Tomé
los vasos sagrados de Yhwh y los arrastré ante Quemós». Es también digna de
notarse la inscripción de Kuntillet ‘A jrud (cincuenta kilómetros de Cadés Bar-
nea) en escritura fenicia. Gósta Ahlstrom concluye de esta inscripción, que data
en ca. 800 a.C., que el nombre Yhwh es de «origen» edomita. Las inscripcio
nes rezan: «Yhwh de Temán y su Asera [su lugar santo]»5. Otros expertos insis
ten, no obstante, en la localización bíblica de la revelación de Moisés entre los
quenitas y en el papel de Jetró/Reuel en la primitiva historia del yahvismo hebreo.
Concluyen, por tanto, un origen madianita de la religión de Moisés (cf. Éxodo
2-3 y 18, en particular). La memoria colectiva en Israel hace probable que exis
tiera realmente entre los madianitas un culto a Yhwh, pero en estricta justicia
esta conclusión no debe disminuir la originalidad fundamental de la revelación
transmitida por Moisés, pues aquí «la exclusividad de la relación entre Yhwh e
Israel es constitutiva, por ella el concepto de Israel como confederación de tri
bus encuentra su verdadera definición»6.
Como un nombre distingue una cosa de todas las restantes, no tiene mucho
sentido que el Dios único tenga nombre. Y no sin sorpresa vemos a Dios acatando
la demanda que Moisés hace de conocer su Nombre en el sorprendente diálogo
de la zarza ardiente, j usto antes de la vuelta de Moisés a Egipto. Como dijimos an
tes, el contexto del mandato dado a Moisés es aquí crucial para comprender la
epifanía de Dios y la función del tetragrámaton en la historia de Israel. Hasta en
tonces, Dios ha hablado a Moisés usando expresiones como «yo» ( ’a nokhi, Exodo

3. Aspecto que agumenta con ganas Gerhard von Rad, «The Form-Critical Problem of the
Hexateuch», en The Problem of the Hexateuch and Other Essays, trad. por E. W. Trueman, McGraw-
Hill, Nueva York 1965, p. 1-78.
4. Harmut Gese, «Der Ñame Gottes im Alten Testament», en Der Ñame Gottes, ed. por H.
von Sdetencron, Patmos, Düsseldof 1975, p. 35.
5. Gósta Ahlstrom, Who Were the Israelitesi, Eisenbraun, Winona Lake, IN 1986.
6. Gese, «Der Ñame Gottes», p. 80.
3, 6,7,12), o «el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el
Dios de Jacob» (3, 6; cf. v. 15). Pero ahora, Moisés plantea una pregunta propia
del Oriente próximo, o, más en consonancia con el trasfondo de Moisés, una pre
gunta «egipcia» sobre el nombre de la divinidad. Este trasfondo ideológico lo es
tablece claramente el papel que desempeñaban los nombres divinos en el antiguo
Oriente próximo, aspecto que no debe sobrestimarse. Aunque no disponemos
aquí de suficiente espacio para tratar la cuestión con cierta profundidad, bastará
recordar las leyendas teológicas de la tierra de origen de Moisés. Ellas nos hablan
de dioses del panteón egipcio disputándose el poder. Hay, por ejemplo, un diá
logo dramático entre Rá e Isis centrado en Rá como víctima de un envenena
miento fatal. Isis posee la técnica mágica para curar a Rá, pero para hacerlo debe
pronunciar una fórmula de encantamiento con el nombre secreto del poder de
Ra, obteniendo así, por el mero hecho, el dominio sobre el dios. Este episodio es
típico de una concepción que invade la religión mágica; encontramos numerosos
ejemplos de esto en la sección del A ncient N ear Eastern Texts R elating to the O íd
Testament (ANET) [Textos del antiguo Oriente próximo relacionados con el
Antiguo Testamento], titulada «El dios y su nombre desconocido del poder»7. Los
dioses del Oriente próximo llevan varios nombres generales con los que pueden
ser invocados, que son, por así decir, «para consumo general». Pero los dioses tie
nen también un nombre particular inaccesible a los humanos. Este nombre, in
cluso cuando es posible conocerlo mediante la magia, debe evitarse en la medida
de lo posible. Por ejemplo, «Ilani, Eli, Nathir, Astarot, Baalim, Elohim» son nom
bres que pueden traducirse simplemente como «lo divino». William E Albright
destaca su forma plural y concluye que remiten a la «totalidad de manifestaciones
de una deidad»8. En la práctica, los nombres propios (generales) de lo divino sólo
se usan cuando no es oportuno ningún nombre genérico. Por ejemplo «la ayuda
de Rá (no precisamente la de cualquier dios) viene de lejos».
Dentro de este contexto mágico-religioso, Moisés aparece como si plan
teara la cuestión de la identidad de Dios de un modo muy poco inocente. Su
intención oculta podría ser muy bien apropiarse del «nombre desconocido del
poder» de Dios por mor de usarlo como un escudo para protegerse del adver
sario en Egipto9. Desde esta perspectiva, ulteriormente desarrollada en el con

7. James B. Pritchard (ed.), Ancient Near Eastern Texts Relating to the Oíd Testament (ANET),
Princeton University Press, Princeton 1950, p. 12s.
8. William F. Albright, From the Stone Age to Christianity, The John Hopkins Universitiy
Press, Baltimore 1962, p. 213.
9. Véase también Gerhard von Rad, Moses, Londres 1960, p. 20: «[Moisés] quiere que Dios
trabaje por él... está haciendo magia». Su pregunta a Dios es por eso mismo equívoca, una «expre
sión a la vez de la necesidad que el hombre tiene de Dios y de la insolencia del hombre en rela
ción con Dios». Véase Günther Roder, Urkunden zur Religión der alten Aegypten, E. Diederichs,
Jena 1923, p. 138-141.
texto global de la confrontación de Moisés con los magos egipcios, el sentido o
el alcance de m ah sem ó («¿cuál es su nombre?»), en el versículo 13, adquiere su
importancia. En el versículo 11, la pregunta era m i ’a n ok h i, «¿quién soy yo?»;
ahora, en el versículo 13, se convierte en mah sem ó «¿cuál es su nombre?». Hay
que destacar el cambio de m i en mah. M ah sem ó no es simplemente «¿cuál es
su nombre?», como Jueces 13, 17 atestigua. Allí la pregunta es m i emékha, «¿cuál
es tu nombre?», y el pronombre interrogativo es mi. Moisés usa el interrogati
vo mah como en 1 Samuel 29, 3 (m a ha~‘ibrim, «¿quiénes son estos hebreos?» en
el sentido de «Y estos hebreos, ¿qué hacen aquí?»). La pregunta es la misma
que la que se dirige a Juan y Pedro en Hechos de los apóstoles 4, 7: «¿Con qué
potestad o en nombre de quién habéis hecho esto?». En Qumrán, 1 QapGen da
una interpretación de Génesis 15, 2 que va en igual dirección: el mah titén li del
texto hebreo masorético toma el sentido de «¿para qué se me da a mí...? ¿Con
qué fin me dais...?». De aquí que, aunque pueda ser una exageración que Mar
tin Buber piense que mah simkha o mah sem ó nunca significan un simple «¿cuál
es tu/su nombre?»10, parece claro que, por lo menos en circunstancias y textos
determinados, hay una sombra de matiz en m ah con sem que hace equívoca la
pregunta. Un ejemplo que viene al caso es Génesis 32, 28. Sería difícil argüir
que el misterioso luchador no sabe con quien está luchando en el vado de Yab-
bok. Cuando se le pregunta m ah sem ékha [«¿cuál es tu nombre?»], Jacob da
una respuesta que parecería harto inocente, de no ser por la réplica del ángel. El
dice «Jacob», pero la numinosa figura replica: «Ya no te llamarán más Jacob, sino
Israel» (v. 29; cf. 35, 10), cargando así retrospectivamente el interrogativo m ah
con toda su potencia «filosófica»11.
Además, aunque es evidente que los antiguos israelitas en su rutina diaria
no se planteaban cuestiones filosóficas cada vez que hacían una pregunta con
el pronombre interrogativo mah, es incontrovertible que el texto hebreo, texto
tras texto, atribuye un valor que podríamos llamar extraordinario a los nombres
propios, constituyéndolos en equivalentes de las personas divinas o humanas que
los llevaban12. Un nuevo nombre sería un nuevo dios. M ah semó, por tanto, sue
na de un modo tan neutral que no debería inducirnos a engaño. La cuestión es
que no hay que entenderlo simplemente como una petición de que Dios pro
nuncie su nombre, sino que aporta el matiz de una pregunta sobre su significa
do. ¿Qué secreto encierra el Nombre de Dios?
Maimónides está en lo cierto cuando establece que la revelación de «Yhwh»
a Moisés no puede ser una acreditación de Moisés, si se tratase de un nombre

10. M artin Buber, M ases: The R evelation a n d th e C ovenant, Harper and Row, Nueva
York 1958, p. 55s.
11. Otros textos vienen a la memoria; véase Proverbios 30, 4; cf. Isaías 42, 8; 52, 5; etc.
12. Véase luego el desarrollo de la SelbstvorstellungsformeL
que tanto Moisés como los hebreos conocían ya. En este caso, ni siquiera sería
una revelación. Pero se está en lo mismo si Moisés desciende con un nombre que
no conocen ( Guía I, 63). El problema debe estar en otra parte. Nahum M.
Sarna se enfrenta en lo esencial al mismo dilema. El problema para Moisés es
que debe recibir un mandato del pueblo. Pero según el texto del Éxodo, Moi
sés no conoce el nombre de Dios, pero se asume que el pueblo sí lo conoce, de
modo que, al reconocerlo, verán en el nombre un signo que autentifica su misión13.
En realidad, dice Sarna, se espera que el pueblo se convenza de la misión divi
na de Moisés por el poder inherente al Nombre, no por la expresión de un nom
bre viejo o de uno nuevo. La misma lógica de la pregunta de Moisés demanda
que, desde el principio, la petición se dirija a «un Nombre del poder»14.
Porque el Nombre en sí es aquí revelador, como demuestra su enorme
importancia por toda la Escritura (cf. Salmos 54, 3 [LXX 54, 1]; Salmos 20, 2;
Proverbios 18, 10; Zacarías 4, 9; Isaías 45, 3; etc.). Hay, sin embargo, un aspec
to negativo en la respuesta benevolente de Dios a Moisés, un rechazo a cum
plir con la demanda (tal como está formulada). Varios expertos han insistido
enérgicamente en esa negatividad. Algunos hasta sólo ven esa dimensión en la
paronomasia ’e hyeh ’a ser eh yeh 15. Cierto, la paronomasia, por su misma circula-
ridad e indeterminación (como en la expresión moderna «que será, será»), ase
gura que no se deduzca de ella ningún poder mágico. Pero Dios tiene un nombre,
es personal y se le puede invocar; podemos invocar su nombre, podemos orarle
y dirigirnos a él como a un «tú» (Salmos 99, 6; 1 Reyes 18, 24). Lo que Dios
rechaza es su cesación, el abandono por su parte, su degradación al rango de
un ídolo16. Pero al revelar su nombre que es, como hemos de ver luego, un com
promiso total y dinámico con su pueblo, Dios va más allá de la exigencia ambi
gua y de la hasta cierto punto impura intención de Moisés.

13. Nahum M. Sarna, Exploring Exodus: The Heritage of Biblical Israel, Schocken, Nueva
York 1986, p. 502.
14. La revelación divina es del significado del Nombre, no del Nombre en sí: Martin Buber,
Kdnigtum Gottes, Berlín 1936, p. 82s, n. 30a; y Buber, Moses, Heidelberg 1952, p. 58.
15. Cf. B. Couroyer, L’Exode, en La Sainte Bible de Jerusalén (1952, p. 34); André-Marie
Dubarle, «La signification du nom YHWH», en Recherches en sciences religieuses etphilosophie de
la religión, (1951) 3-21; G. Lambert, «Que signifie le nom YHWH», en Nouvelle Revue Théolo-
gique, (1952) 697-905. Pueden aducirse, apuntalando esta tesis, tres textos en los que Dios recha
za cumplir el deseo humano de saber su nombre: Génesis 32, 30; Jueces 13, 18; en Éxo
do 33, 18 - 34, 9, Dios rechaza mostrar su rostro a Moisés.
16. Como diceTerence Fretheim, debe haber «un mandamiento especialmente diseñado
para proteger el nombre de Dios ...(Éxodo 20, 7; Deuteronomio 5, 11). Esta preocupación se
expresa algo más completa en Levítico 19, 12... Dios se preocupa de Dios, del futuro de Dios...
Dando el nombre abre la posibilidad, de hecho admite un deseo, de una cierta intimidad en la
relación... Nombrar implica disponibilidad... historicidad... vulnerabilidad... [mal uso y abuso y,
por tanto], la posibilidad del dolor... la posibilidad del sufrimiento». En The Suffering of God For-
tress Press, Minneápolis 1984, p. 99-100.
Harmut Gese va más lejos que Buber: «Más importante que el significa
do del Nombre es su función como nombre»17. Gese traduce ’e hyeh ’d ser ’e hyeh
como «ich erwise mich, ais der ich mich erweisen werde», «ich bin, ais der ich
erweisen werde» (me muestro como aquel que me mostraré; soy como aquél que
me mostraré), e insiste en esta «apertura al futuro»18. Con esta interpretación, el
foco de atención se dirige hacia el uso de la raíz hyh en la formación lingüística
del tetragrámaton. De buen comienzo debe decirse que el problema planteado
por este versátil verbo hebreo es eminentemente difícil. Incluso, en el caso que
nos ocupa, la conexión de la forma Yhwh con el radical hyh es problemática.
Decisivo en este aspecto es el peso de una persistente tradición, bíblica y pos-
bíblica, según la cual el Nombre es de hecho una construcción verbal íntima
mente relacionada con la raíz h y h '9. Para esta explicación, la fórmula ’e hyeh ’a ser
’e hyeh muestra, que hay consenso en asociar el Nombre y su proclamación con el
campo semántico del verbo hyh. Además, la frase, por virtud de su formula
ción paronomástica, excluye la consideración de entender aquí hyh como una
simple cópula. Más bien señala una acción dinámica, algo como «estar con, con
vertirse, mostrarse uno mismo...» o hasta, cuando el verbo recupera toda su fuer
za fundamental, «ocurrir, acontecer, suceder (cadere, evenire...)»1". Por ello, una
primera conclusión que hay que deducir es que no deberíamos complacernos en
ninguna abstracción ontológica sobre e l ser, sentido que la raíz pudo haber adqui
rido mucho más tarde, cuando la reflexión judía se dejó influenciar por el pen
samiento especulativo occidental. Dejando de lado ahora esta última cuestión
-uno de cuyos testimonios puede encontrarse en los LXX, que «traducen» Exo
do 3, 14 por ho on, el que es-, queda todavía abierto a nuestra consideración un
amplio campo semántico del verbo hyh, que no lleva obligadamente a formu
laciones especulativas.
G. S. Ogden nos obsequia con una visión sinóptica de los diferentes usos
temporales del verbo hyh, ostensiblemente presente en la raíz de la formación
verbal de Yhwh. Sus conclusiones parecen estar bien fundadas21. Distingue tres
tipos de uso:

17. Gese, «Der Ñame Gottes», p. 81.


18. Ibídem, p. 82.
19. En M ari, también, verbos aislados representaban nombres divinos; véase Herbert B.
Huffmon, «Yahweh and Mari...», en Near Eastern Studies in Honor ofW. Albright, The Johns Hop-
kins Univesrity Press, Baltimore 1971. Hay también dos ejemplos preislámicos, yagut, «él ayu
da» y ya’ tiq, «él protege».
20. Véase Paul Joüon, Grammaire de l’hébreu biblique, Instituí Biblique Pontifical,
Roma 1947, par. 11 lh.
21. G. S. Ogden, «Time, and the verb hyh en OT Prose», en Vetus Testamentum, 21 (1971)
451-469.
1. Como cópula (cf. 1 Samuel 3, 1: debar-Y hwh hayahyaqar, la palabra
de Yhwh era rara);
2. Como indicativo de existencia (con el sujeto casi siempre indefinido, cf.
2 Reyes 3, 9: w e-lo hayah mayim, y no había agua);
3. Como indicativo de transición de una esfera de la existencia a otra, con
vertirse (con la preposición le--, cf. 1 Samuel 10, 12: ‘a l-kén hayta le
ma al, por tanto se convirtió en un proverbio)22.
Algunos expertos han sugerido una lectura de el 'ehyeh y Yahweh del texto
masorético que supondría en realidad formas «hiphil» (factitivas, causativas),
convirtiendo la acción expresada por estas formas en yo/aquel que da la exis
tencia, esto es, el Creador. Hay que completar la fórmula con un objeto com
plemento, Moisés o su pueblo23. Pero no hay en realidad base alguna en la Biblia
hebrea o en sus versiones para esta interpretación; además, la forma «hiphil» de
hyh no se encuentra en ninguna parte de la Biblia hebrea. Ogden, por tanto, exa
mina los usos del imperfecto (indicativo) «qal» de la raíz y de nuevo distingue
tres niveles:
1. como copulativo-, cf. Éxodo 3, 12 'ehyeh ‘imkha (estaré con vosotros),
señalando hacia una situación futura;
2. como existencial-, una situación que ocurre en el futuro, o que conti
nuará siendo lo que ahora es, cf. Zacarías 14, 13: «un gran pánico tih-
y eh = sucederá»;
3. como transicional-, esperando un cambio futuro de las circunstancias
actuales; o frecu en ta tivo, cf. 1 Reyes 5, 28 (=LXX 5, 14), yih yu = solían
estar (en asociación con otros verbos que vuelven al perfecto simple).
De esta situación, Ogden concluye que hyh se usa primariamente con la
función de un indicador temporal. Este uso está presente por todo el material
bíblico y, «pese a ser... un punto de vista nuevo», se acerca a los matices de sen
tido de los tiempos de las lenguas europeas contemporáneas.
La conclusión de Ogden es en general correcta; sin embargo es errónea en
lo que se refiere a Éxodo 3, 14. A todas luces, ’e hyeh ’a ser ’e hyeh es más que una
simple apertura al futuro, aunque este aspecto está presente. De modo pareci
do, el significado de existencia, aunque también presente en el Nombre, no es
suficiente. El testimonio de los LXX es importante en cuanto muestra que Éxo
do 3, l4s se entendió, antes de la lectura masorética, como representante de
una forma «qal» y no de una forma «hiphil»; pero la traducción ego eim i ho ón,

22. Añadamos aquí el sorprendente texto de Deuteronomio 26, 17-18, donde el verbo hyh
se usa, como en Éxodo 3, l4s, con toda su fuerza. Véase también luego la nota 62.
23. Así William F. Albright, David N. Freedman y Frank M. Cross, entre otros. Véase espe
cialmente Cross, C anaanite M yth a n dH ebreiv Epic, Harvard University Press, Cambridge 1973.
y o so y el que soy, disminuye mucho el sentido fundamental de la expresión he
brea, en cuanto concesión que es a la ontología helenística. August Dillmann
intentó recuperar este punto de vista añadiendo que Dios es d er Seiende [el
existente], porque es activo, viviente24. Naum M. Sarna insiste con renovado vi
gor en esta observación; según él, el nombre de Dios subraya su Ser, pero no en
oposición al no ser. El ser de Dios alude a su presencia activa y dinámica. «La
personalidad divina sólo puede ser conocida en la medida en que Dios decide
revelar su sí mismo, que puede caracterizarse verdaderamente sólo en los térmi
nos con que se expresa en sí mismo y no por analogía con alguna otra cosa.
Ésta es la contrapartida clara del espectáculo de fuego de la zarza ardiente, fue
go que se genera y sustenta él mismo»25. El íntimo vínculo existente entre el te-
tragrámaton por un lado y la acción divina por el otro lado indica el camino
que debería tomar la investigación filológica. Se designa a un agente, cuya obra
se actualiza en el éxodo de Israel de Egipto. Cualquiera que pueda ser el sentido
profundo del tetragrámaton, «Israel» es el nombre del tú en diálogo con el y o
divino.
El nombre de Yhwh está, por ello, claramente orientado a la acción, no
simplemente concebido de un modo conceptual. En otras palabras, el tetragrá
maton no puede reducirse a una fórmula dogmático-filosófica. Además, «el jue
go de palabras sobre el nombre de Dios ( ’e hyeh-Yahweh) confirma la conexión
entre nombre y significado», como dice Brevard Childs. Añade que la parono
masia no indica indefinición, sino actualidad: yo estoy realmente allí; cf. Éxodo

24. August Dillmann, Handbuch der alttestamentlichen Theologie, S. Hirzel, Lepizig 1895,
p. 217. Cf. Paul van Imschoot, Théologie de l'Ancien Testament, vol. 1, Desclée & Co., Tour-
nai 1954, p. 16; Sigmund Mowinckel, «I am the acting God (“The Ñame of the God of Moses”)»,
en Hebrew Union College AnnuaL, 32(1961) 127; para Johannes Lindblom, «X aser X» es una cons
trucción presente en otras partes del Antiguo Testamento (Génesis 15, 7; 45, 4; Levítico 20, 24;
1 Reyes 13, 14), y ehyeh aser ehyeh debe entenderse como «soy aquél que es». Lindblom remite a
Jeremías 35, 9 (ser, existir), pero está en un error; el texto de Jeremías no prueba nada de este tipo.
Véase su Lectures on Philosophical Theology, Cornell University Press, Ithaca 1978. Más interesante
es la afirmación del filósofo Immanuel Kant: «El conocimiento divino de todas las cosas no es otra
cosa que el conocimiento que Dios tiene de sí mismo como poder eficiente» (citado ibídem,
p. 89), afirmación que Kenneth Seeskin parafrasea como «el objeto debe su existencia al hecho de
que Dios se lo representa a sí mismo», en Jewish Philosophy in a Secular Age, SUNY Press, Nueva
York 1990, p. 84.
25. Sarna, Exploring Exodus, p. 52. Cf. van Imschoot, Théologie de l’Ancien Testament, vol.
1, «Dieu», p. 16-17. El Nombre de Dios debe reforzar la confianza del pueblo en la declaración
de que Dios «está con vosotros» (Éxodo 3,9-12). Debe ser capaz de llevar a cabo la liberación de
Egipto. Por ello el Nombre significa «Aquél que manifiesta su existencia de un modo eficaz». Cf.
James Plastaras, The God of Exodus, Bruce Publishing Co., Milwaukee 1966, p. 95: «El nombre
de YHWH define a Dios en términos de presencia activa». Brevard Childs, The Book o f Exodus,
Westminster, Filadelfia 1974, p. 88: «El Dios de Israel se da a conocer en momentos específicos
históricos y confirma con sus obras su verdadero ser, redimiendo a un pueblo de alianza».
33, 19. La pregunta de Moisés expresada en Éxodo 3, 13 constituye la última
resistencia del profeta antes de aceptar su vocación. Ahora desafía a Aquél que
se ha revelado como el Dios de los antepasados a anunciar un nuevo programa
de acción haciéndose diferente de lo que solía ser y ha sido hasta ese momento. Si
Moisés vuelve a Egipto y anuncia la liberación a sus compañeros israelitas, esta
súplica ha de inaugurar una nueva manera de revelarse a ellos. El pueblo en Egip
to sin duda alguna «buscará conocer la nueva relación que Dios establece con él.
Antiguamente, se relacionó con el pueblo como el Dios de los padres. ¿Qué va
a ser ahora para Israel?»26.
La revelación del Nombre acentúa por su propia naturaleza la exclusivi
dad. Esta exclusividad divina es, a su vez, el fundamento de la exclusividad del
receptor, en cuanto la relación entre ambos es del tipo «yo y tú». El vis-a-vis
con Dios recibe un nombre propio dentro d e la relación con un Dios que no
carece de nombre. «Israel» es ya descriptivo de una realidad transfigurada -co
nocido primeramente y superficialmente como Jacob-, que está presente sólo
en la relación cara a cara con Dios. El Nombre de Dios resuena en el nombre
del hombre (Isaías 45, 3). El rostro de Dios garantiza un rostro a lo humano.
Ésta es la razón por que la revelación a Moisés en Madián tiene su Sitz im Wort
en una Botenspruch, una misión profética a él dirigida en segunda persona del
singular, «a ti». Por ello, la primera persona del singular divina, «mi nombre»
(v. 15), «ehyeh» (v. 14), «mi título» (v. 15) se combina con la segunda persona
del plural, «hablarás... me ha enviado [a mí, Moisés] a vosotros», etc. La para
doja más estridente es que el Unico que realmente puede decir «yo», y que es
el único ’e h yeh 21, tiene un Nombre que incluye a una segunda persona, a un
«tú». Un «tú» que se revela y contiene en el Nombre mismo, digamos en el
’a ser (qué/quién) que constituye el lugar de la caída y la recuperación del «ser»/
«[a]cae[c]er»/«ocurrir» divino.
De aquí que el nombre sea teofánico y performativo-, elicita reconocimien
to y adoración por cuanto los destinatarios no sólo participan de un secreto divi
no, sino que son los objetos de un acto de salvación. ’A ni h u ’ Yhwh (soy yo quien
soy Yhwy) va mucho más lejos que un enunciado retórico; revela el sentido últi
mo de un acontecimiento redentor. De este modo vemos que el Nombre no es
un axioma atemporal, ahistórico, abstracto sobre la aseidad divina. Dios dice
’ehyeh y el tiempo incompleto nos ayuda a ver la acción como un proceso. No
se trata de la divina esencia, sino de un enunciado promisorio según el cual Dios,

26. Brevard Childs, In troduction to the O íd Testament as Scripture, Fortress Press, Filadel-
fia 1979, p. 76, 75.
27. Una maravillosa historia hasídica cuenta que un maestro no quiso abrir la puerta a un
amigo suyo que se había identificado con un simple «¡soy yo!» ( ’a nokhi). «¿Quién puede decir de
sí mismo ’a nokhi, sino sólo Dios?», dijo el maestro -y el amigo decidió ante el aprieto volver a la
«yeshibah» a estudiar más.
por así decir, «se levanta y cae» con su pueblo, y en primer lugar con Moisés a
punto de volver a Egipto, donde han puesto precio a su cabeza28.
Como dice Walther Zimmerli, es «un enunciado cargado de significación»29.
Éxodo 3, 14, con su contexto sobre la misión profética de Moisés, pertenece a
la fuente E. Es de notar que también en la fuente de la literatura sacerdotal (P)
presente en Éxodo 6, la revelación del Nombre se encuentra íntimamente conec
tada a la misión de Moisés de anunciar al pueblo su liberación y redención:
«Sabréis que yo soy Yhwh, vuestro Dios, que os librará de las cargas de Egipto...
Yo, Yhwh» (v. 17s, véase también 7, 5; 14, 4,17s; 16, 9; etc.). Esta función
performativa del Nombre se hace especialmente clara, si traducimos la prepo
sición be que introduce el fu n d a m en to del reconocimiento por algo como «por
el hecho de que yo... en cuanto yo (os libré)...»30. Conocer Yhwh es, en realidad,
«reconocer sus obras benefactoras a favor de Israel, especialmente los hechos del
éxodo» (cf. Levítico 23, 43)31. Yhwh quiere decir salvador (Éxodo 34, 6-7; Isaí
as 43, 11-13). Salmos 138, 2 deja muy claro que el nombre de Dios es p rom e
sa32. Promete una historia de guía misericordiosa, cuyo comienzo, a saber el éxo
do, constituye tanto su principio como su fin, su culminación y la figura de las
cosas que han de venir en el eskhaton, porque el acontecimiento en cuestión es
paradigmático, kat’exokhén.
Esta tensión entre pasado y futuro, entre lo conocido y lo desconocido,
lo experimentado y lo esperado, concuerda con el carácter dual del Nombre de
Dios. Su revelación es dialécticamente una revelación del carácter oculto de Dios.
En consonancia con esta dialéctica, la promesa que lleva el Nombre es la cara
del anverso de una moneda cuyo reverso es el castigo. El Nombre es bendición
y maldición; es benéfico y maléfico, como la imagen de la columna de nube que
avanzaba por delante del ejército e Israel en el desierto y que era tanto luz como
oscuridad (cf. Éxodo 14, 19s). El Nombre implica también castigo, para los ene
migos de Israel y para Israel mismo (Éxodo 8, 9; 9, 14-16, 29; etc.). Este segun-

28. Cf. Walther Eichrodt, Theologie des Alten Testaments, vol. 1, Ehrenfried Klotz, Stutt-
gart 1959, p. 93: «Estoy ahí real y verdaderamente, dispuesto a ayudar y a actuar, tal como siem
pre lo he estado». Evode Beaucamp, La Bible et le sens religieux de l'univers, Cerf, París 1959, p.
19: «El Dios del Sinaí no se ha contentado con abrir un diálogo con sus criaturas, ha tomado sobre
sí su destino, llevándolas tras de sí en una macha anhelante hacia un final que sólo él conoce (cf.
Isaías 45, 2; 52, 12; Salmos 18, 30)».
29. Walther Zimmerli, IAm Yahweh, John Knox, Atlanta 1982, p. 19.
30. En una nota a pie de página sobre Exodo 20, 2, la TOB menciona la posible traduc
ción de este verso de la siguiente manera: C ’est moi le Seigneur qui suis ton Dieu, pour t’avoirfait
sortir dupays d ’Egypte [Yo soy yo el Señor tu Dios, porque te he hecho salir del país de Egipto].
Por ello el vínculo con Éxodo 3, 14 es muy fuerte.
31. Zimmerli, IAm Yahweh, p. 44.
32. El hebreo del Salmos 138, 2 dice algo como «pues has puesto tu palabra [promisoria]
muy por encima de tu nombre».
do aspecto, que debe verse en el contexto de la polémica contra los otros dioses
(como en Exodo 20, 2s), tenía que ser mencionado aquí por mor de ser com
pletos, aunque nuestro texto central de Éxodo 3, 14 no lo ponga de relieve (pero
véase Éxodo 6, 1,6; etc.).
La revelación del Nombre a Moisés no debe ser considerada separadamente
de otros textos que aportan contextos lingüísticos o ideológicos a Éxodo 3. Zim
merli, en particular, ha estudiado con gran detalle la fórmula bíblica recurrente
«yo soy Yhwh». Podemos disponer de una auténtica mina de información en su
libro, que lleva esta fórmula como título, así como en sus estudios sobre el libro
de Ezequiel, donde esta fórmula se presenta a menudo33. Reconozco mi deuda
con estas obras, en especial en lo que se refiere a las explicaciones que siguen. La
fórmula «yo soy Yhwh», tanto en su forma más simple como en la expandida,
está espacialmente bien ilustrada en la literatura sacerdotal (Ezequiel; P-, H). El
enunciado más breve se encuentra en Levítico 18, 5, 2134. En Levítico 18, 2 (H)
an i Yhwh ’e loheikhem (Yo soy Yhwh, vuestro Dios) va seguido de una parenesis
(v. 3-5) y luego de unos mandamientos apodícticos (v. 6s). Pero la fórmula apa
rece en la conclusión de otras perícopas que se encuentran en Levítico 18-26.
Hablan a su favor, por ejemplo, los hechos del éxodo (Levítico 19, 36), la pro
mesa de la tierra (25, 38), la liberación de la esclavitud (26, 13), la separación
de otros pueblos (20, 24).
En Ezequiel, la fórmula pura aparece sólo en el capítulo 20. En otros luga
res se ha convertido en componente de un enunciado ampliado que exige leal
tad, «sabréis que yo soy Yhwh». Este último enunciado es llamado por Zimmerli
«un enunciado de reconocimiento»; llega como respuesta a la autopresentación
de Dios, o Selbstvorstellungsformel, para usar el término de Zimmerli. Tanto en
Éxodo 6 como en Ezequiel 20, «el nombre de Yhwh es un acontecimiento de la
autopresentación de Yhwh»35. Revela algo anteriormente desconocido (Ezequiel
20, 5 = Éxodo 6, 7), provocando «el reconocimiento de la autorrevelación de
Yhwh precisamente en su nombre», cf. Ezequiel 20, 44. Que la fórmula se pon
ga a menudo al final del discurso muestra que se trata de una fórmula de legi
timación. Es una frase causal {«porque yo soy Yhwh, vuestro Dios»). De modo
característico, en Ezequiel 20 el nombre implica una consecuencia prescripti-
va. Tras la promesa viene el m andato (Ezequiel 20, 7). De modo similar, en Éxo
do 20, 2 y 5, la fórmula enmarca los dos primeros mandamientos en forma dual,

33. Walther Zimmerli, Ezekiel: A C om m entary on the Book o f Ezekiel, Fortress Press, Fila-
delfia 1979.
34. Textos en los que puede encontrarse la fórmula: Éxodo 6, 6-8; 7, 5,17; 8, 18; 10, 2; 12,
12b; 14,4; 18, 11; 16, 12; 29, 28-46; 31, 13s; Levítico 11,42-45; Números 3, 12s; 10, 8-10; 15,
38-41; Deuteronomio 29, 5; 1 Reyes 20, 13,28; Jeremías 24, 7; Joel 2, 27; 4, 17.
35. Zimmerli, IA m Yahweh, p. lOs.
estableciendo así «el fundamento subyacente de los mismos mandamientos»,
dice Zimmerli (p. 26). Llegados aquí, es sumamente significativo que la Selbst-
vorstellungsform el sea la base tanto de la «Ley de santidad» como del Decálogo.
Lo mismo pasa cuando nos volvemos hacia Salmos 50 y Salmos 81, esto es, el
marco litúrgico de las Diez Palabras36. En estos salmos, Dios se presenta ante la
comunidad como aquel que manda (como en el Éxodo 19; 20; Deuterono
mio 5). Hay, dice Zimmerli, una «tenaz cohesión entre la fórmula... y la pro
clamación de máximas»37.
En la perspectiva de esta conexión entre el Nombre divino y lo prescrip-
tivo, la Selsbsvorstellungsform else sitúa en el contexto de la interdicción de cual
quier figuración divina. A primera vista, esta iconofobia podría interpretarse
como un deseo deliberado de guardar el incógnito divino. Pero, en cambio, la
revelación del Nombre lleva la garantía de un Dios sin imágenes que desea ser
accesible y darse a conocer38. La situación, tal como ahora se manifiesta, es sin
embargo paradójica. Todas las representaciones del Dios vivo están prohibidas
en Israel. Aquí la relación mediata en tercera persona a través de la representa
ción es sustituida por la relación inmediata en segunda persona sin mediación
alguna. Pero entonces el peligro de objetivar lo divino ha quedado sustituido por
el peligro de trivializar la relación humana con Dios. En consecuencia, los dos
primeros mandamientos que excluyen rivales e ídolos van seguidos de un ter
cer mandamiento, que se refiere al diálogo adecuado con un Dios al que se tra
ta de tú. Para Anthony Phillips, esta prescripción no va contra la blasfemia; ésta
equivaldría a un suicidio en la comunidad de la alianza; ni puede ir tampoco
contra los falsos juramentos, pues la fórmula de juramento incluía en sí misma
una automaldición, ni puede referirse al sincretismo, porque de éste se ocupaba
ya el primer mandamiento. Queda sólo la m agia39, un ámbito muy considera
ble de la realidad en el antiguo Israel, cuya importancia se pone de manifiesto
en nuestro estudio del Salmo 2240. En todo caso, el Decálogo, con su insisten

36. Este marco no es necesariamente original. Sobre esta cuestión, remito al lector a nues
tro capítulo «No matarás». En Salmos 50, 18s, pueden encontrarse los mandamientos sexto,
séptimo y octavo; en Salmos 81, 10, el primer mandamiento.
37. Zimmerli, IAm Yahweh, p. 28.
38. Este aspecto «compensatorio» de la revelación del Nombre por la falta de representa
ción plástica no pasó por alto a Gerhard von Rad, Oíd Testament Theology, vol. 1, Harper and Row,
Nueva York 1962, p. 183; cf. Gese, «Der Ñame Gottes», p. 86.
39. Cf. Gerhard von Rad, Deuteronomy, trad. por Dorothea Barton, Westminster, Fila-
delfia 1966, p. 57; Josef Schreiner, Diezehn Gebote im Leben des Gottesvolkes, Kosel, Munich 1966,
p. 82s. A. Phillips, Ancient Israel’s CriminalLaw, Schocken, Nueva York 1970, p. 57, llama la aten
ción sobre la provisión especial de Éxodo 22, 17 para la ejecución sumaria de una hechicera, pues
las mujeres en general estaban libres de responsabilidad criminal.
40. Nótese que Gese se opone a restringir el alcance del mandamiento a la magia. Dice que
la prohibición contempla todo el ámbito del culto, como se indica en Éxodo 20, 24.
cia en el honor debido a Dios y el respeto debido al socio humano de Dios o del
hombre, puede entenderse como una explicación del Nombre. No puede haber
separación alguna en lo revelado entre el yo divino y la voluntad divina.
Anteriormente, dije que el Sitz im Wort de la revelación del Nombre, algo
en lo que también Childs insiste acertadamente, lo proporciona el contexto de
la B otenspruch^. Esta situación es tanto más digna de ser notada cuanto que la
inversa es verdadera en Isaías, Jeremías y Ezequiel, donde la Botenspruch se encar
na en la proclamación del enunciado de reconocimiento. Esto constituye una
marcada diferencia con las revelaciones a los patriarcas, en las que no había el
mandato de transmitir un mensaje. A todas luces, la tradición de Exodo 3 ha
recibido la influencia del profetismo clásico y de la fórmula del mensajero. En
este contexto, la pregunta de Moisés en Éxodo 3 pertenece al conocido motivo
del rechazo de los profetas en el momento de su llamada. La eventual táctica
de llevar a Dios a revelar el alcance o sentido de su Nombre propio está moti
vada por el cambio de la actividad divina, que pasa de relacionarse con los ante
pasados en cuanto Dios de los padres (una actividad orientada al cumplimien
to de la promesa de extender la familia y de heredar la tierra) a la actividad de
liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto y conducirlo a la tierra prometida.
Como ilustración de esta transición dramática, la fuente P, por ejemplo, pre
senta el rasgo interesante de restringir estrictamente el uso de la fórmula a la his
toria de Moisés (nunca en el Génesis, por ejemplo). Esto queda particular
mente claro en textos como Éxodo 6, 7 (cf. v. 6-9 sobre los actos divinos); 7,
5; 14, 4; 16, 12; 29, 43-46; Levítico 23, 43. «La principal acción benéfica de
Yhwh sobre Israel ... es haberlo hecho salir de Egipto. No es accidental que
este hecho domine por completo las declaraciones de Éxodo 6, 7 y 7, 5»42.
Junto con la Botenspruch y la promesa divina de actuar en la historia para
bien de Israel, hay dos elementos más que pertenecen al contexto de la Selbst-
vorstellungsform el, a saber, lo prescriptivo en su forma apodíctica y el priesterli-
ches Heilsorakel [oráculo de salvación sacerdotal] cultual43. Ambos fueron reuni
dos bajo la categoría más comprensiva de «Sinaí». Por lo que se refiere a esta
última categoría, ya hemos explicado uno de sus aspectos: el Decálogo como
comentario legal del Nombre de Dios. Debemos ahora poner el énfasis en el
Sinaí como acontecimiento, incluso como acontecimiento simbólico por exce
lencia. Sorprendentemente, la fórmula se entrelaza muy íntimamente con este
acontecimiento, paradigma de todos los acontecimientos posteriores de la Heils-

41. Cf. Childs, The Book ofExodus, p. 56.


42. Zimmerli, IAm Yahweh, p. 44.
43. Cf. Joachim Begrich, «Das priesterliche Heilsorakel», en Zeitschrififurdie alttestamen-
tliche Wissenschafi, 52 (1934) 81 s. Por tanto, Yhwh es conocido como aquel que santifica a Israel
mediante un signo que ha de ser guardado, por ejemplo, el Sabbat (Éxodo 31, 12-17; Ezequiel
20, 12,20). El contexto sigue siendo el de las proezas divinas.
geschichte, mencionados, según la interpretación que les acompaña, para pro
vocar una decisión en la audiencia. «El símbolo da origen al pensamiento», dice
Paul Ricoeur. El Sinaí y sus símbolos relacionados reducen a la misma idea reco
nocimiento y compromiso. Los acontecimientos simbólicos o referenciales se
encuentran a sus anchas en las esferas sacerdotal y profética, pero lo están tam
bién «en la situación forense, en la que es posible tomar decisiones gracias a las
pruebas»44. Partiendo de ahí, hay que elegir críticamente entre dos posibilidades.
O se rechaza la sentencia junto con las pruebas o se reconoce que Dios es el Señor,
Yhwh, el único que está a la altura de su nombre.
La «guerra santa», por ejemplo, es un acontecimiento simbólico de este
tipo; se produce en reconocimiento de Yhwh. El signo es anunciado por el
profeta anticipándose al resultado, haciendo así que este último sea «significa
tivo con relación a un proceso particular de reconocimiento... Da al aconteci
miento histórico causado por Yhwh el status de signo decisivo dirigido al reco
nocimiento humano»45. Lo mismo debe decirse del signo anunciado por el
sacerdote a los individuos (cf. 1 Samuel 1). Tanto en el contexto colectivo como
individual, hay referencia al paradigma fundamental de la divina promesa hecha
a Moisés en el monte Horeb, aunque allí, como contraste, la comunión con Dios
no es anunciada por el intermediario profético o sacerdotal, sino directamente
por Dios en persona, sin mediación alguna, a través de su Nombre divino.
Esto último, lejos de ser un desvío en la trayectoria entre lo divino y lo huma
no, debe entenderse como la verdadera comunicación. En consecuencia, cuan
do Moisés pronuncia el Nombre en presencia de los hebreos en Egipto, les
proporciona la inmediación que él ha tenido el privilegio de experimentar. La
relación «yo-tú» iniciada por el Nombre exige reconocimiento sobre la base del
signo-prueba que el Nombre mismo constituye.
El diálogo de la zarza ardiente con Moisés, que provoca la revelación del
Nombre, representa un acontecimiento totalmente original dentro del contex
to general de la proclamación, ejercido por el reconocimiento popular o indi
vidual. Esta declaración de reconocimiento está en todo caso dentro del con
texto de los signos-prueba. En la esfera interpersonal, podemos encontrar ese
contexto en los procedimientos procesales sobre culpabilidad e inocencia a
partir de pruebas; y en las batallas esas pruebas manifiestan el dominio de Yhwh
o las credenciales de sus enviados. Pero la expresión del Nombre, contiene todo
lo que necesita para ser mostrado y dicho; es el signo y su interpretación, sin
mediación, sin hiato entre el signo y la descodificación, entre el acontecimien
to y el sentido. El Nombre es teofánico y performativo, dije. Con su nombre,
Dios revela su «misterio más personal... El Nombre encierra el misterio inson

44. Zimmerli, I Am Yahweh, p. 77.


45. Ibídem, p. 78.
dable de su singularidad y unicidad»46. Por esto, en cuanto nombre apelativo,
la persona gramatical adecuada no es la tercera persona, como en la traducción
de los LXX del ho ón, sino la primera persona, cuando Dios habla, o la segun
da, cuando el hombre responde. Más sobre esto se dirá luego, pero ahora debe
mos observar con cuánto exquisito cuidado mantienen vivo los textos bíblicos
el aspecto apelativo primario del Nombre -antes de que se nos convierta en pre
dicativo—a saber, «Yhwh»47. Por ello, evitando ostensiblemente cualquier refe
rencia indirecta al Dios que envía en tercera persona del singular, se le manda a
Moisés que diga a los hebreos de Egipto «ehyeh me envía» (Éxodo 3, 14b). Más
en general, la exigencia de reconocimiento se parafrasea como «y sabréis que
yo soy Yhwh», en lugar del simple «conoceréis a Yhwh», porque en el aconteci
miento del reconocimiento Yhwh mismo es el sujeto, no el objeto.
Una necesaria conclusión es que, como el Nombre es en sí un a co n teci
miento simbólico, su potencia ( Wirkung) no depende de una correcta comprensión
etimológica de la raíz hyh y de sus formas actuales ’e hyeh y Yahweh. En reali
dad, dice Zimmerli, todo intento de comprender la declaración de reconoci
miento a partir del significado del nombre «Yhwh» yerra en el propósito, por
causa «del misterio que no puede quedar reducido a una definición, y a la direc
ción irreversible del proceso de autopresentación»48. El reconocimiento no pro
viene de cierta reflexión conceptual, sino de un encuentro con la automanifes-
tación de Yhwh. En contraste con la falta de mediación en lo que se refiere a
Moisés, la Selbstvorstellung divina al pueblo está mediada por el emisario de Dios,
que proclama que o el juicio divino o los hechos divinos llaman a una deci
sión. De modo parecido, el conocimiento/reconocimiento del dominio de Dios
no es conocimiento metafísico. El tetragrámaton no es ninguna invitación a espe
cular sobre la aseidad divina. No se refiere a una divina causa sui\ al contrario,
siempre se lleva a término entre acontecimientos muy concretos. Y el recono
cimiento humano, siguiendo el patrón de la ación divina, «no es un suceso inte
rior, reflexivo y espiritual, sino que se manifiesta más bien en una postración
pública y abierta ante Yhwh»49. En palabras de Hartmut Gese, «[Dios] no se reve
la in se, sino como Sí mismo»50.
Pero el Nombre se ha establecido específicamente con referencia a un matiz
de sentido que aporta el verbo hebreo hyh. Por lo menos, así es como la tradi
ción ha entendido desde tiempos inmemoriales su mensaje. Se entendía que
«Yhwh», Dios-en cuanto-agente, apunta a un tipo específico de acción que la

46. Ibídem, p. 81, 83.


47. La distinción entre las categorías apelativas y predicativas procede de Paul Ricoeur.
48. Zimmerli, I Am Yahweh, p. 153, n. 90; cf. Herbert Haag, Wasleh rt d ie literarische Unter-
suchungdes Ezekiel-Texteü, Paulusbrückerei, Friburgo 1943, p. 35.
49. Zimmerli, IA m Yahweh, p. 67.
50. Gese: «Er offenbart sich eben nicht an sich, sondern ais Selbst» (p. 79).
raíz hyh expresaba, según se creía, de un modo adecuado. ¿Podemos acercarnos
más al pleno significado de este uso? Creo que podemos. Pero antes de sacar la
mínima conclusión al respecto, hay que recordar que Moisés, en cuanto pri
mer receptor del tetragrámaton, o los profetas y los sacerdotes como receptores
secundarios, no son meramente los destinatarios de un don concedido por un
Comunicador. También ellos forman parte de la comunicación. A Moisés, como
prototipo que es, se le llama «Dios para Aarón» y «para el faraón» (Exodo 4, 16;
7, 1). La cláusula de reconocimiento incluye, así, a los emisarios de Yhwh,
porque Yhwh actúa a través de vehículos humanos. A los testigos se les invita a
reconocer no sólo que « Yhwh h u » ([sólo] él es Yhwh), sino también «que ha habi
do un profeta entre ellos» (Ezequiel 2, 5s; 33, 33). Por esta razón puede espe
rarse que, en la revelación a Moisés del ’e hyeh aser ’e hyeh, Moisés mismo deba
estar presente. Mi idea es que, con la revelación de su nombre como Yhwh, Dios
dice de sí mismo algo así como «¡Contigo, Moisés - y con Israel a lo largo de toda
su historia—me levantaré o caeré!» La revelación es la proclamación de que Dios
se ha entregado todo entero a la historia de su emisario. Hasta su juicio sobre su
pueblo y la condenación del mismo debe ser contemplada desde la perspectiva
del compromiso personal de Dios. Pues el juicio aquí no es sólo forense, sino
que está siempre cercano a la lamentación: «¿Qué te hice, pueblo mío? ¿En qué
te he molestado? ¡Respóndeme!» (Miqueas 6, 3). Es en verdad sumamente para
dójico que los profetas del exilio, con Ezequiel a la cabeza, proclamen que el pue
blo sabrá «que yo soy Yhwh» cuando se someta a la furia de Dios (Ezequiel 6,
12-14; 12, 15s; 24, 24). Ezequiel 23, 49, por ejemplo, muestra que el Nombre
no aporta sólo salvación (como en el Éxodo), sino también juicio y condena
ción; no sólo vida, también muerte51. Es especialmente digno de ser destacado
Ezequiel 20, 44: «Y sabréis que yo soy Yhwh cuando actúe con vosotros por con
sideración a mi nombre y no según vuestra mala conducta». (La fórmula de reco
nocimiento ocurre seis veces en Éxodo 20). La muerte del pueblo no es defini
tiva; Israel resucitará de su muerte (cf. Ezequiel 37).
Comoquiera definamos el sentido del tetragrámaton, debe ponerse de relie
ve la comunión íntima de Dios con el pueblo de Dios. Por esto la fórmula de
identidad, ’e hyeh aser ’e hyeh, se refiere a una historia compartida entre Dios y el
hombre, a un «devenir» de Dios con Israel, de un modo especial a través de la
liberación de la esclavitud en Egipto. A Moisés en Madián, el Dios de los ante
pasados, que se había manifestado hasta entonces como El Sadday (Éxodo 6, 2),
le revela su «llegar a ser con», por así decir52, en realidad su «dependencia» de la
relación de Israel con él.

51. Como la Torá, según Ezequiel, que no sólo es buena y produce vida, sino que tam
bién es «no buena» y produce muerte; cf. Ezequiel 20, 25s.
52. «Por así decir» es aquí importante. Indica el carácter aproximativo del enunciado, inca-
Israel nunca se sintió capaz de sondear en las profundidades de esta inti
midad con Dios. Nunca supo comprender tal misterio. Todos los géneros lite
rarios bíblicos atestiguan el hecho de que Israel, tanto en su interpretación de la
H eilsgeschichte como en su reflexión más «atemporal», no ambiciona otra cosa
que pronunciar el nombre de Dios53. Por ello la reflexión de Israel tomaba dos
direcciones paralelas, una hacia la identidad humana, establecida y realizada en
la relación con Yhwh, y la otra hacia la identidad divina, no menos establecida
y cumplida en la relación con Israel. Comprensiblemente, los textos son mucho
más cautos y sobrios por lo que se refiere a la segunda orientación del pensa
miento. Cierran el paso a cualquier atisbo de irreverencia magnificando, ensal
zando y bendiciendo el Nombre de Dios. La alabanza es la respuesta humana
adecuada a la revelación, más que la especulación sobre cómo es que Dios se hizo
dependiente de lo humano para ser Yhwh, del mismo modo que lo humano
depende de lo divino para ser imago Dei. En la medida en que la alabanza es tam
bién reflexiva, dio origen a la noción de berit, alianza, que Oseas, por ejemplo,
iguala a una unión matrimonial.
Por consiguiente, buena parte de las especulaciones filosóficas sobre lo di
vino necesitan una revisión radical. Los conceptos filosóficos de trascendencia,
omnipotencia, infinitud deben considerarse sub specie historiae [a la luz de la
historia], en vez de sub specie aeternitatis et absoluti [a la luz de la eternidad y de
lo absoluto]. La omnipotencia de Dios es más expresión de plegaria, esperanza,
fe y amor de Israel que un enunciado fáctico objetivo. Lo mismo pasa con la
trascendencia y la eternidad o cualquier otro «atributo» divino especulativa
mente descubierto en Dios. Cierto, Dios es trascendente y eterno, pero es una
cosa y otra «en la medida en que» -si este modo de hablar es adecuado- su
amor, sus cuidados y su compromiso trascienden y remedian la ausencia de lo
divino en lo humano. Otra manera de expresar lo mismo es predicar de los
atributos divinos la cualificación de «escatológicos». En el eskhaton, Dios será
Dios (cf. Isaías 11, 9; Salmos 110, 1; 1 Corintios 15, 24-28). Mientras, Dios
está en el proceso de establecer su dominio, su reino sobre la tierra. ’E hyeh ’a ser
’e hyeh, dice él, y la forma incompleta del verbo ha de ser tomada con toda se
riedad. Seré lo que seré; llegaré a ser aquello que llegaré a ser. Hay aquí un dra
ma extrañamente tenso concentrado en el pronombre relativo aser (que), pues

paces como somos de expresar de un modo satisfactorio el movimiento dialéctico en Dios de sus
trascendencia e inmanencia. Abraham Heschel dijo: «Dios es trascendente en su inmanencia, y
relativo en trascendencia». Véase su The Prophets, Harper and Row, Nueva York 1962, p. 486.
Eberhard Jüngel (G odas theM ystery o ft h e World,, Eerdmans, Grand Rapids 1983, p. 238) escri
be: «Ama a otro ser y por ello es y sigue siendo el mismo».
53. Porque todos somos niños pequeños, a decir de Tennessee Williams {De repente, e l últi
m o veranó), jugando con bloques de letras y tratando incesantemente de pronunciar el Nombre
Inefable.
su contenido depende en esencia del tipo de historia que Moisés y su pueblo
querrán verter en él.
Porque Dios es Dios, podría haber escogido ser Zeus, Brahma o Baal. Algo
de este teísmo transmite el nombre Elohim, dado al Dios vivo. Elohim crea los
cielos y la tierra mediante la palabra. Elohim exige el sacrificio del amado hijo
único Isaac. Elohim mora en los cielos y se sonríe54. Pero Elohim escoge ser «Elo-
hei» de Abraham, de Isaac y de Jacob; y esta forma genitiva de su nombre ya
indica que se hace vulnerable al iniciar una relación con alguien más. Dios se ata
a lo humano. Elohim -un nombre derivado de un nombre común- es un aspec
to (o un atributo) del Dios vivo. El otro aspecto/atributo lo comunica median
te un nombre/invocación, Yhwh. Dios cesa así de ser el Innombrable, el inac
cesible, el que es a se et p e r se. Deja de ser impasible, si es que alguna vez lo fue.
Yhwh es «emotivo», cambiante, se afecta. Se arrepiente (Génesis 6, 6s; Éxodo
32, 14; 1 Samuel 15, 11,35; Amos 7, 3; etc.), y se lamenta (en Jeremías 8, 5, por
ejemplo, leemos «¿Por qué este pueblo sigue apostatando? ¿Será Jerusalén una
apostasía continua?», cf. 12, 7-13; 15, 5-9; 18, 13-17). Podemos pensar también
en el libro de Oseas, cuyo estilo, dice Hans W. Wolff, «vacila entre la lamenta
ción compasiva y la acusación amarga... Testifica el hecho de que Dios lucha
consigo mismo»55. Se le puede maldecir o bendecir, ignorar o alabar. Si triunfa
la justicia, es sólo porque la justicia lo es, por su fuerza intrínseca, persuasiva, no
coercitiva. La justicia triunfa en la plegaria, la fe, la esperanza y el amor de aque
llos que buscan justicia. Dios es Dios sólo por la proclamación de su pueblo:
Yhwh m alakh! (¡Dios reina!, cf. Salmos 93, 1; 96, 10; 97, 1; 99, 1; etc.). En
esta exclamación se redime el abandono del hombre por Dios, relatado en el
mito de Génesis 2-3. La apuesta arriesgada que Dios perdió al comienzo de la
creación, se salva ahora en la liturgia de Israel que se celebra en el templo. Jon
Levenson cita este Midrás increíblemente denso sobre Isaías 43, 12:
«De modo que sois mis testigos, declara el Señor, y yo soy Dios». Esto
es, si vosotros sois mis testigos yo soy vuestro Dios y, si no lo sois, no soy,
por así decir, Dios56.
Como vimos anteriormente, lo que impide que ‘ehyeh sea una declara
ción ontológica sobre la divina esencia es su forma en primera persona del pre
sente. Paul Ricoeur habla de «atestación de existencia en el sentido de eficiencia»57

54. Cf. Salmos 2.


55- Hans Walter Wolff, Hosea, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1967, p. 151.
56. Sifré Deuteronomio 346 (en la ed. Finkelstein). Citado por Jon Levenson, Creation
and the Persistence ofEviL, Harper and Row, San Francisco 1988, p. 139.
57. Paul Ricoeur, «Sur l’exégése de Gen 1, 1-2, 4a», en Exégese et herméneutique, Seuil, París
El Nombre es «performativo» y tiene una Wirkungsgeschichte [historia de los efec
tos], No es por razón de algún tipo de superdeterminación por lo que es per
formativo, sino al contrario lo es por su indeterminación58, transmitiendo así un
«excedente de sentido» que sobrecogió a Moisés en Madián y al pueblo de Israel
desde siempre. En este sentido, el aspecto «apelativo» de la fórmula es absolu
tamente importante, porque la primera persona «se experimenta por contraste
(con un tú). Esta condición de diálogo es constitutiva de persona, pues implica
que el y o se convierte recíprocamente en tú... El y o postula a otra persona, aque
lla que, siendo como es, del todo externa a “mí”, se convierte en el eco al que yo
llamo tú y que me llama tú a mí»59. Esto quiere decir que Dios y su antagonista
están, por así decir, en una relación sintagmática, en un mutuo contraste que los
define a ambos60. En el Talmud, ‘Abodah Zarah 19a presenta esta idea conmo
vedora: la Torá se da a quien la estudia en el nombre de Yhwh, «pero al final se
la citará en su [de quien la estudia] nombre». Al final, el estudiante verá que la
Torá es su misma primera persona que habla, dando así testimonio del cum
plimiento de la promesa de Jeremías 31, 33.
Pero el «apelativo» pasa a «predicativo» por mor de la narración. En los Sal
mos, por ejemplo, Dios «es reconocido en las cláusulas “que”, que pueden ser
una narración reducida a un solo enunciado... “que os sacó de la tierra de Egip
to”. Salmos 136 ... es una larga cadena de cláusulas “que”... [que indican que
Dios] participa de la historia de su pueblo»61. También en Deuteronomio 26 y
en el Déutero-Isaías, todos los acontecimientos de la H eilsgeschichte se reducen
a un simple relato de liberación62.
En la conciencia de Israel, el Éxodo inaugura no sólo su historia como pue
blo (por vez primera Israel es llamado ‘a m, nación), sino también la redención
del mundo. El éxodo de Egipto marcha hacia la tierra prometida, microcos

58. Con la venia de Childs, en The Book of Exodus, que rechaza la idea de «indetermina
ción» ( indefiniteness) en la paronomasia de Exodo 3, 14.
59. Émile Benveniste, Problems in GeneralLinguistics, vol. 1, trad. por M. E. Meek, Uni-
versity of Miami Press, Coral Gables 1971, p. 224s.
60. Como dice Jacques Derrida, «tanto si es el ser como el señor de los seres, Dios mismo
es y aparece como lo que es, en la diferencia, es decir, en cuanto diferencia en la ocultación». En
Writing and Dijference, trad. por Alan Blass, University of Chicago Press, Chicago 1978, p. 74
[trad. cast.: La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona 1989].
61. Bernard Anderson, Out ofthe Depthsr. The Psalms Speakfor Us Today, Westminster, Fila-
delfia 1983, p. 142.
62. Deuteronomio 26, 17s es una formulación tardía, pero en sustancia es denominada por
Julius Wellhausen «el principio inicial y duradero» de la historia de Israel. Reza así: «Hoy has obli
gado a Yhwh a que te diga que él será tu Dios; y tú te has obligado a seguir sus caminos, a guar
dar sus preceptos, sus mandatos y sus normas y a escuchar su voz. Y Yhwh te ha hecho decir hoy
que serás su pueblo predilecto, conforme él te había dicho, y que guardarás todos sus manda
mientos».
mos y «cabeza de puente» desde donde la creación entera ha iniciado su trans
figuración como reino de Dios. El Éxodo es por ello el acontecimiento por exce
lencia, el «día-V» de la historia, el día en que el mundo fue renovado por toda
la eternidad.
En la mente griega, «el mundo es eterno. Puede no tener objetivo alguno.
Puede que simplemente sólo exista... De un modo general, lo importante para
los griegos no es ni llegar a ser ni poseer, ni tampoco poder o querer; es simple
mente ser»63. José Faur añade: «Por tanto, los fenómenos físicos no pueden tener
sentido»64. Y aquí es precisamente donde la distinción entre Atenas y Jerusalén
alcanza el cénit, a saber, en el problema de la metafísica. Mientras que un judío
profundamente influido por el helenismo, como Moses Mendelssohn, propone
como traducción de Éxodo 3, 14 «yo soy el ser, que es eterno»65, Maimónides
nos pide que pensemos a Dios como un agente con un propósito, no como un
ser con una esencia ( Guía 1, 54-58). Dios es lo que Dios hace, nos dice.
Si todavía hay alguna duda sobre la Wirkung [la eficacia] dinámica del tetra-
grámaton, todo este escepticismo desaparece si nos volvemos hacia la lectura tra
dicional de Éxodo 3, a su trayectoria. Hayah, como base del Nombre, significa
en la tradición agádica estar con, ser com o('<. En el M idrás Agadah: «Como vos
otros estáis (how eh ata) conmigo, así yo estoy (how eh ’a ni) con vosotros». Exo
do Rabba 3, 6 lee: ’a ni sé-hayiti ’a n i hu w a- ’a n i hu la ‘a tid - Yo que era el Unico
soy el que seré el Unico (pues el vocablo ’e hyeh ocurre tres veces en el texto sagra
do). También Saadia Gaon, del siglo IX, acentúa la eternidad de Dios: «porque
él es el primero y el último» (Isaías 44, 6; cf. Apocalipsis 1, 4, véase 4, 8). M ekil-
ta Bahodesh 5, sobre Éxodo 20, 2, se pregunta: «¿Por qué no están las Diez Pala
bras [el Decálogo] al comienzo de la Torá? Porque Dios deseaba primero adqui
rir crédito con sus hechos misericordiosos para con Israel; luego dijo él: “voy a
gobernar sobre vosotros”, y ellos respondieron “sí, realmente”... Para que las
naciones de la tierra no tuvieran la oportunidad de decir que había dos poderes,
[dice la Escritura], “Yo el Señor, yo soy vuestro Dios” - Yo estuve en Egipto; estu
ve en el mar; estuve en el Sinaí; estuve en el pasado; estaré en el futuro; ¡yo estoy
en este mundo y quiero estar en el mundo que ha de venir! (la Mekilta cita Deu
teronomio 32, 39; Isaías 46, 4; 44, 6; 41, 4).

63. Kostas Papaioannou, «Nature and History in the Greek Conception of the Cosmos»,
en D iogenes, 25 (1959) 5, 9.
64. José Faur, Golden D oves w ith S ilver Dots, Indiana University Press, Bloomington 1986,
p. xxii.
65. Moses Mendelssohn, Zweistromland, en G esammelte Schriften, Brockhaus, Leipzig 1843,
p. 804.
66. Cf. en las historias patriarcales: «Yo estaré contigo» (Génesis 26, 3, 24-28; 28, 15; 31,
3; 39, 2,3,21,31). A la misma situación se llega en la alianza de David, cf. 2 Samuel 7 (pássim).
Véase también Qur’an 20, 11-24.
Como cabe esperar, la situación es similar en el Targum. Particular inte
rés ofrece el texto del Targum d e Ónqelos (en una versión conocida sólo por Nah-
manides): «Yo soy como aquel con el que soy». Exodo 3, 14b, en Targum d e Jeru
salén /, lee: «Yo, que era, que soy, y que seré, me envía a vosotros». En Targum
d e Jerusalén //(fragmento)67: «Aquél que dice al mundo ...¡sé! y es; y aquel que
le dirá: ¡sé! y es... Él es quien me envió a vosotros». (Esta lectura recuerda la inter
pretación de W. E Albright, D. N. Freedman, F. M. Cross, etc., citados ante
riormente). Mencionemos también las siguientes observaciones de Nahmani-
des: el milagro no está en el Nombre p e r se-, «más bien en la invocación del
Nombre... En mi opinión, los antiguos israelitas no tuvieron duda alguna sobre
la existencia del Creador... Dios dijo (a Moisés): “Esto dirás a los hijos de Israel:
’e hyeh me envió a vosotros”. Así fue cómo Moisés invocó ante ellos un nombre
que es único y sólo pertenece a uno, y así les dio también una lección sobre la
unicidad de Dios». El Z ohar Wayyiqra, del siglo XIV, t. III, fol. l ia , dice: «Ehyeh,
es la ocultación suprema... Yo, soy yo mismo”, ... aser ’e hyeh, soy yo dispuesto
a revelarme a mí mismo... Ehyeh es “la madre está encinta”... Yhwh es la fase en
que Todo alcanza su plenitud»68. Con anterioridad, Rashi había parafraseado
... ’ehyeh 'aser ' ehyeh de este modo: «Yo estaré con ellos en este trance igual como
estaré con ellos en su esclavitud en otros imperios...»69.
La Iglesia primitiva vio en la venida de Cristo el cumplimiento de la pro
mesa contenida en el Nombre de Dios. El fa ctu m externum que provoca la de
claración del reconocimiento es ahora la Palabra hecha carne. 1 Corintios 12,
3b establece atrevidamente: «Nadie puede decir: “Jesús es el Señor (kyrios)”,
sino en el Espíritu Santo» (cf. 1 Juan 4, 2s: «todo espíritu que confiesa que Je
sús es Cristo venido en carne, es de Dios»). En paralelo con el Targum d e Jeru
salén /, sobre Éxodo 3, 14b, anteriormente mencionado, Apocalipsis 1, 8 pone
en boca de Dios: «Yo soy ... el que es, el que era y el que ha de venir \ho erkho-
menos\», una idea ya expresada en Isaías 4, 6, «el primero y el último». Vemos
un eco de estas ideas en Filón, que tradujo Éxodo 3, 14 como «Yo soy el que es»
y añadió a modo de comentario: «No es posible en modo alguno aplicarme un

67. Un paralelo con lo que dice Targum Neófiti.


68. El Maestro Eckart habla de un «parto de sí mismo».
69. La literatura rabínica sigue el sentido trazado por Rashi. Se dice que la discrepancia
entre 'thyeh ’aser ’ ehyeh en la primera parte del versículo 14 de Exodo 3 y el 'ehyeh de la segun
da parte se explica como sigue: ’ehyeh quiere decir «yo estaré con vosotros en la esclavitud de Egip
to», mientras que ’thyeh ’ aser ’ ehyeh significa lo mismo y que Dios estará con ellos en las esclavi
tudes por venir. Por ello, para salvar a los hebreos de Egipto, Moisés recibió la orden de hablar
en el Nombre de sólo ’ehyeh para ocultar las restantes esclavitudes que habían de venir. (Así Jacob
b. Abina en nombre de R. Huna de Séforis; Éxodo Rabha 3, 6). Nótese este trato compasivo con
el pueblo que cuenta como una «suspensión teológica de lo ético» al estilo de Kierkegaard, dice
Jacob L. Halevi en Judaism, 4 (1955) 13-28 y 8 (1959) 291-302.
nombre propiamente, a mí, el único a quien pertenece la existencia» ( Vida d e
M oisés I, 75).
En la Escritura hebrea, el reconocimiento del Nombre no sólo se espera de
Israel; es también la meta escatológica de la revelación divina sobre Sión: «Des
istid y sabed: Yo soy Yhwh. Exaltado entre las gentes, exaltado en la tierra» (Sal
mo 46, 11 [10]). En concordancia con la afirmación que apunta al cumplimiento
escatológico de la promesa, el Nuevo Testamento vio este conocimiento del Dios
vivo esparcido por todo el mundo con la venida de Cristo. Probablemente nin
gún otro texto supera en este sentido, en claridad y decisión, la siguiente inter
pretación, hecha desde una perspectiva cristológica, de la fórmula de reconoci
miento: Juan 17, 6 lee: «He manifestado tu nombre a los que del mundo me
diste... Porque [ahora] saben realmente que yo salí de ti».
DE LA INTERPRETACIÓN A LA TRADUCCIÓN

PAUL RICOEUR

En mi complementación del ensayo de André LaCocque, me gustaría


comenzar por la dificultad adherida al mero hecho de traducir 'thyeh ’aser ’ ehyeh
de Éxodo 3, 14. Una larga historia de traducciones a lenguas distintas del hebreo,
comenzado por el griego y el latín, nos separan del texto original, así como de
la manera como fue entendido por su audiencia inicial, y mucho más, por esta
misma razón, de la supuesta intención de su autor. Además, como los LXX (Sep-
tuaginta) tradujeron 3, 14 como ego eim i ho ón, y las versiones latinas como sum
qui sum (soy el que soy), Éxodo 3, 14 llegó a ejercer sobre todo el pensamiento
occidental una gran influencia, de cuya amplitud y profundidad hablaré más
adelante. La traducción griega debe ser considerada un verdadero acontecimiento
en el mundo de las ideas. El campo semántico del verbo hebreo hyh se ha visto
vinculado de un modo permanente al del verbo griego ein ai y luego al del ver
bo latino esse, por lo que estos verbos llevan al campo de la traducción una lar
ga historia conceptual, procedente sobre todo de las filosofías de Platón y Aris
tóteles y, por consiguiente, de modos de pensamiento anteriores a la traducción
de los LXX. Esta historia del significado continuó, entremezclada con la de la
Biblia hebrea y cristiana, a través de los Padres griegos y latinos, luego a través
de la vía de la Escolástica y sus gigantes (Buenaventura, Tomás de Aquino, Duns
Escoto), pasando más adelante por Descartes y los cartesianos, hasta Kant y más
allá; esto es, hasta nosotros, lectores de la Biblia, situados al final de esta tumul
tuosa historia de la relación entre Dios y el Ser.
Podríamos lamentar este encuentro. Hoy día algunos hasta tratan de des
hacer los vínculos que se han entrelazado a partir de ahí. Pero no podemos impe
dir que este encuentro ocurriera y que haya contribuido a la identidad intelec
tual y espiritual del occidente cristiano. El programa de «deshelenización del
cristianismo», de Adolf von Harnack, para citar sólo un ejemplo, no tendría otro
sentido que un descanso momentáneo en esta lucha en la que Atenas se alza fren
te a Jerusalén. Tanta verdad es esto que los esfuerzos contemporáneos para tra
ducir, si no mejor, por lo menos de otra manera, nuestros muy conocidos ver
sículos llevan todos la señal de esta batalla con las fuentes griegas de la filosofía
y la teología fundamental. (Al final de este capitulo, tomaré en consideración
algunos de estos esfuerzos).
Esbocemos una lección inicial a partir de estas observaciones de apertura.
Ninguna traducción es inocente; quiero decir una traducción que escapara de la
historia de la recepción de nuestro texto, de una historia que es en sí e inme
diatamente una historia de la interpretación. Traducir ya es interpretar. La labor
experta de exegetas como Albright, Childs, Gese, Sarna y Zimmerli (para citar
sólo los más mencionados por André LaCocque), y hasta LaCocque mismo,
no pueden evitar este imperativo. Todos ellos pertenecen a esta larga historia
de lectura e interpretación. Esta afirmación, es necesario ser claros, no equivale
a una crítica a la exégesis de los expertos. Ai contrario, el esfuerzo por otra tra
ducción, por conseguir otra interpretación, saca su fuerza de esta lucha con una
tradición multimilenaria. Los exegetas modernos son como nosotros. Trabajan
y piensan al final de una historia. En este sentido, la única cosa que sería criti
cable podría ser la pretensión ingenua de una exégesis de sostenerse ella sola
sin historia alguna, como si fuera posible coincidir, sin la mediación de una tra
dición de lectura, con el significado original de un texto, y hasta con la supues
ta intención de su autor.

L O S EN I G M A S D EL T EX T O

Antes de presentar algunos de los momentos centrales de las denominadas


lecturas ontológicas de Éxodo 3, 14, desearía destacar ciertos rasgos de nuestro
texto, que, pese a la casi obsesiva desconfianza de los exegetas en lo concer
niente a lo que, a su entender, es sólo una abstracción especulativa, producen
una perplejidad tal que hacen por lo menos plausible, si no legítima, la deno
minada lectura ontológica.
Ante todo, deseo destacar la distancia que a mi entender existe, por un lado,
entre Éxodo 3, 14 y el grupo de textos bíblicos que tratan en general de la bús
queda de un Nombre desconocido y, por el otro lado, aquellos textos que gra
vitan en torno a la expresión «Yo [soy] Yhwh».
Por lo que se refiere al primer grupo, André LaCocque comienza su ensa
yo con la útil evocación de la historia del nombre Yhwh. Puesta de nuevo con
tra este trasfondo de la búsqueda del Nombre desconocido del poder, la pregunta
de Moisés, a la que se responde en Éxodo 3 , 1 4 parece depender todavía de la
concepción mágica sobre el nombre que existía en todo el antiguo Oriente pró
ximo1. Pero, ¿cuál es en realidad la respuesta? LaCocque con toda razón repli
ca: en su respuesta, «Dios va más allá de la exigencia ambigua y de la hasta

1. Como destaca André LaCocque, los textos reunidos en ANETponen de relieve el poder
mágico aplicado al «Nombre desconocido» y conferido a los humanos que consiguen averiguarlo.
cierto punto impura intención de Moisés» (p. 319). ¿De qué modo escapa la res
puesta de la esfera mágica de la pregunta? ¿Qué distancia se sugiere entre la pre
gunta y la respuesta “Yo soy el que soy”?».
Viene a cuento considerar aquí la fórmula «yo soy Yhwh» o «yo soy Yhwh,
vuestro Dios», con la que Zimmerli y André LaCocque caracterizan la auto-
presentación de Dios, y la fórmula complementaria de reconocimiento por par
te del pueblo: «y sabréis que yo [soy] Yhwh»2. Aquí la autopresentación y el reco
nocimiento forman un par asimétrico, donde el que se presenta mantiene la
iniciativa, mientras que el reconocimiento implica una actitud «responsiva». A
este aspecto, vale la pena observar que en Levítico 18 esta fórmula enmarca, como
introducción y conclusión, un discurso normativo. Como el primer manda
miento prohíbe cualquier representación figurativa de Dios, cabe esperar que
Éxodo 3, 14, cuando se le une a este grupo de textos, se decantará del lado de la
ética y del in cógn ito de aquél que lo impone. No obstante, me parece a mí que
surge una distancia importante entre Éxodo 3, 14 y el resto de fórmulas en
que el nombre Yhwh es puesto en el lugar del «yo» divino, sin mediación de la
cópula «es», rara si no inexistente en hebreo3. La ausencia de un «es» copulativo,

2. Walther Zimmerli, Ich bin Yhwh, Geschichte und Altes Testament, Tubinga 1963; Karl Elli-
ger, «Ich bin der Herr -Euer Gott», en Kleineschriften zum Alten Tetament, ed. por Harmut Gese
y O. Kaiser, M unich 1966, p. 211-231; André-Marie Dubarle, «La signification du nom de
Yahweh», en Revue de Sciencesphilosophiques et théologiques, 35 (1951) 3-21.
3. Cf. André Caquot, «Les énigmes d’un hémistiche biblique», en Dieu et l'Étre, Exégese de
l’Éxode 3, 14 et de Coran 20, 11-24, Études Augustiniennes, París 1978, p. 17-26. Caquot observa
que «el verbo háyáh puede dejar de expresar la noción léxica de existencia y asumir la función de
simple cópula, por la simple de una modalidad temporal» (p. 18). (Por ejemplo, véase Génesis 29,
17; 2 Samuel 15, 34). Pero también añade: «Es útil recordar estas pocas frases tomadas de pasajes
en los que a menudo se siente la influencia o imitación de un lenguaje más cotidiano para apreciar
la respuesta enigmática de Dios hablando a Moisés, pero no podemos olvidar que ese carácter enig
mático depende en gran parte del hecho de que esta expresión no tiene ningún otro paralelo en la
fraseología bíblica» (p. 19). Desde otra perspectiva, Henri Cazelles, «Pour un exégese de Éxode 3,
14, Texte et Contexte», en Dieu et l’Étre, p. 27-44, insiste en que «este verbo en hebreo nunca es có
pula, sino que más bien significa existencia, presencia activa» (p. 29 y 33). Con todo, para Caquot,
la cuestión principal es: si el primer ’ehyeh tiene valor predicativo como declaración de identidad,
entonces el segundo lleva connotaciones más hebraicas que griegas, esto es, la idea dinámica de una
presencia actual. Pero, si el segundo 'ehyeh zs también igualmente predicativo, «estamos en presen
cia de una tautología, que se reduce a un puro y simple rechazo a contestar. Si realmente “ser” es
aquí “existencial”, Dios se limita a ser circunspecto en el modo como se manifiesta en general o
como se manifestará cuando llegue el tiempo de hacerlo, y la traducción “yo seré el que seré» es por
lo menos tan legítima como “yo soy el que soy”» (p. 21). Por último, «si dejamos de ver en ’ehyeh la
transcripción de un teónimo o la adaptación de yihyeh a la primera persona, “él es” igual a YHWH,
podemos decir que la declaración divina de Éxodo 3, 14a tiene su raison d ’etrezn sí misma: Dios re
vela su existencia incluso ocultando su identidad, y la primera palabra de su declaración, ’ehyeh, al
ocupar el lugar del nombre propio que Moisés espera, se convierte en lo que Moisés debe decir a los
israelitas, un seudónimo de Dios y en calidad de tal figura en el hemistiquio 14b» (p. 24).
de uso necesario en nuestras lenguas, hace tanto más sorprendente el ’ehyeh
con el que Éxodo 3, 14 rompe con todas las expresiones de la forma «Yo [soy]
Yhwh». La comparación entre 3, 14 y las fórmulas en consideración se detienen
justamente en el umbral de este ’e hyeh.
El enigma gramatical que constituye el recurso al campo semántico de la
raíz verbal hyh se acentúa incluso con más fuerza por cuanto el primer 'ehyeh se
dobla extrañamente en la forma de una onomastasis que coloca el segundo ’e hyeh
en una posición predicativa. El enigma se triplica, si me es lícito decirlo de esta
manera, por la reaparición del mismo ’e hyeh en la posición de un sujeto en pri
mera persona del singular con valor de vocativo en Éxodo 3, 14b. Es esta ter
cera aparición la que causará el mayor problema en la historia de la interpreta
ción debido a la traducción griega como ho ón, ya en 3, 14a y de nuevo en 3,
14b. La Vulgata, a diferencia del griego, sigue al hebreo en la repetición de los
dos primeros ’e hyeh como sum en 3, 14a, pero mantiene el modelo del griego en
3, 14b: qui est m isit m e a d vos [el que es me envió a vosotros].
Nuestra perplejidad aumenta si es verdad que el tetragrámaton mismo per
tenece al campo semántico del mismo verbo tradicionalmente traducido por
«ser».
Aquí es donde el traductor fracasa4. Tan legítimo como pueda ser desta
car en un comentario la apertura hacia el futuro y la señal del devenir y del dina
mismo, es en igual medida dudoso que, en una traducción a una lengua moder
na, uno pueda arreglárselas sin el verbo «ser» o sin las formas verbales pertenecientes
al mismo campo semántico. La cuestión subyacente en esta discusión es doble.
Tiene que ver, ante todo, con el grado de polisemia que concedemos al verbo
«ser». A este respecto, no cesaremos de preguntar si el hebreo ’e hyeh no sugiere
una ampliación de sentido del griego ein ai y del esse latino, más allá de la plu
ralidad de significados explorados por la filosofía con sus orígenes griegos y lati
nos. Aparte de esta cuestión semántica, la segunda cuestión fundamental es si,
en los comentarios que explican una traducción, debemos guardarnos de «toda
abstracción ontológica con relación al ser», como pide André LaCocque. El res
to de mis observaciones consistirán, en gran parte, en una discusión de esta adver

4. Alineándome con André LaCocque, saludo la contribución de G. S. Ogden a la discu


sión gramatical y semántica. Del mismo modo, H. Cazelles, en el artículo ya citado, adopta como
línea directriz, en la segunda parte de su ensayo, avanzar desde la pregunta por la identidad pasan
do por las fases del relato de la llamada. Lo que se cuestiona, por tanto, es el nombre del «quien
envía». No obstante, «en el estado presente del texto, el deseo de poner de relieve el verbo “ser”
lo señala el hecho de que, de una sentencia a la siguiente, de la primera persona en la forma “HYH”,
a la tercera persona en la forma de YHWH, en cierto modo se conjuga el verbo “ser”» (p. 33).
La traducción de August Dillmann, citada por André LaCocque, que recurre a d er Seiende [el que
es], aunque implicando un matiz de actividad y vida, no se aleja radicalmente del campo semán
tico del alemán Seiti, punto sobre e! que volveré más adelante.
tencia. La paradoja, como veremos, es que las más audaces consideraciones onto-
lógicas de los pensadores medievales se encuentran en completa oposición a una
concepción del ser «abstracta» o «esencialista», precisamente por el impacto ejer
cido por Exodo 3, 14. En este sentido, por ontológicos que puedan ser, estos
filósofos están de acuerdo en el rechazo de toda pretensión de predominio inte
lectual, como recomienda André LaCocque.
Quisiera explorar ahora otra fuente de perplejidad referente al verdadero
sentido de Éxodo 3, 14. Proviene del hecho de que nuestro texto se produce o
nace en el transcurso de un «relato de llamada»5. Dentro de este marco narrati
vo, el texto encaja perfectamente con las fórmulas de nombramiento, misión y
mandato, características de toda la familia de los relatos de llamada6. La cuestión
que quiero plantear es si Éxodo 3, 14 no desborda el marco narrativo de un rela
to de llamada, igual como rompe con las fórmulas que pertenecen a la familia
de los enunciados que dicen «yo [soy] Yhwh». El relato de llamada (Éxodo 3, 1
-4 , 7)7 se abre con la visión de la zarza ardiente, a la que se añade la llamada que
viene de Dios: «¡Moisés, Moisés!». Moisés responde: «Heme aquí». Esta respuesta
cuenta ya como reconocimiento de una presencia, tanto más imponente cuan
to resaltada por el espectáculo de la zarza que arde sin consumirse (3, 3). La his
toria de la vocación podría haber terminado en este punto. Continúa gracias a
un procedimiento narrativo que consiste en una serie de cinco objeciones plan
teadas por Moisés, pese a su previa y aparentemente inequívoca réplica. A la pri
mera objeción «¿quién soy yo para...?», Dios responde: «Yo estaré contigo». ¿Es
suficiente esta garantía? No. Moisés objeta de nuevo: «Pero, si me preguntan [los

5. En su estudio del Sitz im Leben de la revelación del Nombre, André LaCocque pone de
relieve, por un lado, con Brevard Childs, el contexto de la Botenspruch, la «fórmula del mensaje
ro», seguida del motivo de la reticencia del profeta; por el otro lado, con Joachim Begrich, subra
ya también la importancia de la dimensión prescriptiva conferida a la interpretación del Nombre,
debido a este paralelo que se pone entre este relato y el del acontecimiento del Sinaí. El recono
cimiento esperado ha de estar marcado por un tono general ético elevado.
6. Norman Habel, «The Form and Significance of the Cali Narratives», en Z eitschriftfiir
alttestamentliche Wissenschafi, (1965) 297-329, examina siete relatos estilizados: la llamada
de Gedeón en Jueces 6, 11-17, de Moisés en Éxodo 3, 1-12, de Jeremías en Jeremías 1, 4-10, de
Isaías en Isaías 6, 1-13, de Ezequiel 1, 1- 3, 15 y la del Déutero-Isaías en Isaías 40, 1-11. Desde
ellos traza una Gattungsstruktur [estructura de género] constituida por seis episodios: confronta
ción con Dios, discursos introductorios, la misión propiamente dicha, objeción del enviado, garan
tía acompañada de un juramento, la concesión de un signo. En Éxodo 3, el episodio de la zarza
ardiente corresponde a la confrontación; la llamada «¡Moisés, Moisés!» y la respuesta «Heme aquí»
son los discursos introductorios; el «ponte en camino» de 3, 10, es la llamada propiamente dicha,
seguida de las objeciones. A una de estas objeciones responde el «yo soy el que soy». La palabra de
garantía se va repitiendo aquí a lo largo de un crescendo de objeciones que plantea Moisés.
7. Sobre la llamada de Moisés, cf. Brevard S. Childs, «The Cali of Moses», en su comen
tario al libro del Éxodo, The Book ofExodus. A Critical, Theological Commentaty, Westminster,
Filadelfia 1974, p. 47-89.
hijos de Israel] cuál es su nombre [el nombre de Dios, del Dios de los padres que
envía al profeta], ¿qué les responderé?» A esta objeción responde el ’c h yeh ’aser
’e hyeh. El lugar de esta fórmula, por tanto, no carece de importancia. La reve
lación del Nombre -éste es el título que normalmente lleva este fragmento- es
la réplica a una objeción que de por sí es un segmento de un relato de llamada.
De modo que parece razonable tomar la fórmula de Éxodo 3, 14 como una
expansión enfática de la autopresentación de Dios, pretendida para reforzar la
autoridad del profeta enviado, pero reafirmando la autoridad de quien envía.
Con todo, ¿era realmente necesaria, para obtener este efecto, tal acumulación de
enigmas? Me refiero, como hemos visto, al recurso al campo semántico de hyh,
al uso de la primera persona del imperfecto, a la paronomasia vinculada a la
duplicación del ‘e hyeh y a la repetición del segundo 'ehyeh, que transforma el
nombre predicativo en un apelativo, para no hablar de la sustitución del nom
bre Yhwh por el tercer ‘e hyeh, que está en idéntica posición gramatical: «”Yhwh,
el Dios de vuestros padres” me ha enviado a vosotros. “Éste es mi nombre para
siempre; éste es mi título de generación en generación”» (3, 15).
Me parece que nuestra lectura puede oscilar legítimamente entre una lec
tura minimizadora y una lectura amplificadora de esta cadena de ’e hyeh, que cul
mina en el tetragrámaton. La lectura minimizadora se justifica por el marco narra
tivo de Éxodo 3, 14 y disuade al lector de sobrestimar e «hipostasiar» el triple
‘e hyeh, cuando esta acumulación sólo sirve para autentificar el mandato median
te una especie de énfasis retórico. El énfasis ontológico del que hablaré más ade
lante sería de este modo el efecto combinado de un malentendido exegético, una
mala lectura del sentido del hebreo cuando se traduce al griego y, especialmen
te, de una proyección en el texto de interpretaciones acumuladas durante siglos
a través de la especulación ontológica. ¡Volvamos a la sobriedad exegética! Bus
quemos el significado de Éxodo 3, 14 sólo en su función, y resituemos la deno
minada metafísica del nombre en el lugar que le corresponde, dentro de la órbi
ta ética el mandato8.

8. André LaCocque parece estar a favor de lo que yo denomino lectura minimizadora, cuan
do habla de la fuerza del compromiso ético constitutivo del reconocimiento que corresponde a
la proclamación, junto con el compromiso personal de Dios, que es parte integrante de su auto-
presentación. La fórmula de Éxodo 3, 14, pasa a ser, de este modo, una «historia compartida entre
Dios y el hombre». Sin embargo, también está de acuerdo con Zimmerli al decir que, revelando
su nombre, Dios revela su «misterio más personal... El nombre incluye lo más personal ... encie
rra el misterio insondable de su singularidad y unicidad». Por esta razón sólo en parte puedo acep
tar su afirmación de que «por consiguiente, buena parte de las especulaciones filosóficas sobre lo
divino necesitan una revisión radical. Los conceptos filosóficos de trascendencia, omnipotencia,
infinitud deben considerarse sub specie historiae [a la luz de la historia], en vez de sub specie aeter-
nitatis e t absoluti [a la luz de la eternidad y de lo absoluto]». Reconozco que no excluye la espe
culación filosófica, pero más bien está a favor de una revisión de sus formas clásicas. Volveré de
nuevo sobre esto al final de este ensayo.
La lectura amplificadora comienza a partir del hecho de que ningún otro
relato de llamada apela al rico campo semántico a que pertenecen el triple ‘e hyeh
y el tetragrámaton mismo. Algo se dice de este modo y algo se señala que exce
de el marco narrativo de Éxodo 3 y que se sitúa más allá del juego de pregun
tas y respuestas, que de algún modo sirven de pantalla a la proyección de este
precioso don. Algo se dice sobre el mandato mismo, algo que tiene el poder de
autenticarse de un modo distinto a los términos que establece el resto de fór
mulas que no contienen el enigma de este pasaje. Y precisamente porque esta
fórmula sobrepasa su contexto, su sentido rebosa también por encima de su fun
ción. Este exceso, este significado suplementario, da origen a una situación her
menéutica excepcional, a saber, la apertura a una pluralidad de interpretacio
nes del verbo usado.
Ésta es la situación hermenéutica que se refleja en los comentarios y en tra
ducciones intentadas dentro de la tradición judía misma9. Es sorprendente que
expresiones como «estar con» —para no hablar de aquellas que no provienen de
Éxodo 3, 14: «He sido, soy y seré»- no se separan del verbo «ser», sino que
más bien exploran sus fuentes, que habrían quedado inexploradas, si el pensa
miento hebreo, seguido del cristiano, no hubiera trascendido al espacio del pen
samiento griego. Es ahora ocasión de repetir lo que decía en mi introducción a
este ensayo: la traducción pertenece a la historia de la lectura, también ella domi
nada por la «historia de los efectos» - la W irk ungsgeschichte- de las palabras
mismas.
Es imposible no decir algo sobre el papel inicial ejercido en la historia de
los efectos por la traducción de los LXX, que introdujo el uso del verbo griego
einai, al que siguió obligadamente el latino esse. Debemos notar, en primer lugar,
que esta elección puede reclamar el derecho a una traducción/interpretación que,
pese a ser contingente, lleva sin embargo la autoridad que le confiere una fecun
didad intelectual y espiritual, cuyos efectos no se han agotado aún. En segun
do lugar, observemos que esta elección no fue inesperada. Ocurrió en un momen
to en que la helenización de la cultura judía había progresado más de lo que hasta
hace muy poco se había reconocido.
A este respecto, Filón constituye un testigo especialmente digno de ser teni
do en cuenta. El que fuera llamado «el más eminente representante del judais
mo helenizado»10 tuvo por inspirada la traducción griega de los LXX, en la que
Dios se designa a sí mismo con las palabras ego eim i ho ón. Esta formulación,
inspirada por una parte por la concepción helenística del Ser y, por la otra par
te, por el uso del masculino ho ón, continuaba evocando al Dios personal de

9. Véase antes, p. 334-336.


10. E. Starobinski y Alexandre Safran, «Éxode 3, 14 dans l’oeuvre de Philon d’Alexandrie»,
en D ieu et l'Étre, p. 47-55.
Israel mejor de lo que podía hacerlo el neutro to on, usual en el discurso filosó
fico de la época. Con todo, esto no impidió que la interpretación de Filón del
ego eim i ho on fuera contemplada como una prolongación de platonismo. Por
ello, en Vida d e M oisés I, 75, dice que la oposición que separa al Dios de Israel
de los falsos dioses reduplica la oposición que separa «lo que es» de «lo que no
es» y también la que separa el ser real de la mera existencia pensada. Mientras
que todo cambia, Dios permanece inmutable. Para Dios, la existencia no está
sujeta a «génesis». Puede parecemos sorprendente que, siguiendo al Platón del
Timeo y de la Carta séptima, Filón pueda sostener que ningún nombre propio es
capaz de designar a Dios. «Las reflexiones sobre la falta de un nombre propio
para designar a Dios pueden haber sido sugeridas a un judío helenista, como
Filón, por el hecho de que el tetragrámaton no aparece en los LXX. Al contra
rio que ’c hyeh ’aser ’ ehyeh, ego eim i ho ón no constituye una explicación del tetra
grámaton. Dios revela a Moisés no su nombre, sino que existe»11. Filón no será
el único en considerar que el aspecto inefable de Dios es una verdad filosófica.
Éxodo 3, 14 le refuerza esta convicción. «Yo soy el que soy» equivale a «mi natu
raleza es ser, no ser dicho». De este modo, a través de una sutil mezcla de lo
hebreo y lo helenístico, se anuncia la fusión entre una ontología positiva y una
suspensión ascética del Nombre bajo la égida del verbo ein a in.

11. Ibídem, p. 50.


12. Otro importante testimonio que vale la pena añadir es que algunos filósofos griegos de
la antigüedad tardía hicieron del infinitivo einai el nombre de Dios. Véase C. J. Vogel, «Antike
Seinsphilosophie und Christentum im Wandel der Jahrhunderte», en FestgabeJoseph Lortz, 1958,
vol. 1, p. 527-548, y « Ego sum qui sum et sa signification pour une philosophie chrétienne», en
Revue des Sciences Religieuses, 35 (1961) 337-255. Vogel demuestra que la identificación entre Dios
y el Ser fue antes griega que cristiana y que la traducción de los LXX se inspiró probablemente en
la filosofía griega. El texto de mayor relevancia al respecto es Plutarco, De E apud Delphos 17-
20, en Dialogues Pythiques, edición y traducción de Falceliére (Belles Letres, París 1974). Pierre
Hadot añade el testimonio de un comerrtario sobre el Parménides de Platón (que atribuye a Por
firio), donde el Uno de la primera hipótesis se interpreta en términos del Uno de Plotino, que está
por encima del Ser. Lo interesante aquí es que el autor de este comentario quiere arriesgarse a atri
buir a Platón mismo la doctrina secreta según la cual el Uno no es «ni existencia, ni esencia, ni
acto, sino que más bien actúa, es él mismo acto puro, de modo que él es el “ser” (to einai) que es
anterior a la existencia»; véase Pierre Hadot, «Dieu comme acte d’étre dans le néo-platonisme. A
propos des théories de É. Gilson sur la métaphysique de l’Éxode», en Dieu et l’Étre, p. 57. (Este
ensayo se ha editado de nuevo en una versión ligeramente modificada en E. Gilson et nous: le
philosophe et son histoire, Vrin, París 1980, p. 117-121). Lo que sorprende referente a este texto
atribuido a Porfirio es que el infinitivo «ser» se considera más elevado que cualquier otro térmi
no sustantivo, superior en particular a cualquier tiempo verbal que implique un sujeto y un pre
dicado. Como comenta Hadot, partiendo de la sintaxis del griego, «el término griego que indica
el infinito aparemphaton se opone al indicativo. El indicativo implica necesariamente un sujeto,
esto es, una persona determinada y un número determinado. El infinitivo es no-indicativo, esto
es, prescinde de por sí de la persona y del número. No está en relación alguna con un sujeto o una
multiplicidad. Encaja perfectamente con el Uno. Pero, al mismo tiempo, permite una cierta repre-
Sin embargo, ni la autoridad de Filón ni la de los filósofos griegos de la
antigüedad tardía habrían bastado para aclimatar el ein ai griego al marco bíbli
co, si el Nuevo Testamento, escrito y publicado en griego, no hubiera hecho de
puente entra estas dos culturas, por lo menos en el plano del vocabulario del ser.
Aquí sobresalen el libro el Apocalipsis y el Evangelio de Juan como colabora
dores en esta fusión de vocabularios. Leemos en el Apocalipsis 1,4: ho ón kai ho
en kai ho eikhomenos, «aquel que es, que era y que ha de venir». No puede haber
duda alguna de que esta fórmula, repetida cinco veces (en 1, 4 y 8; 11, 17; 16,
51; y 4, 8), es una nueva traducción de Éxodo 3, 1413. Y el Evangelio de Juan
establece: «Antes que Abraham existiera, yo soy» (8, 58)14. Estos usos del verbo
ein ai son tanto más significativos cuanto que se extienden de Dios a Cristo. Este
uso cristológico del griego ein ai (y, en consecuencia, del latino esse) nos acom
pañará al pasar de los Padres griegos y latinos a la época medieval cristiana.
Esta impresionante convergencia entre Filón, los teólogos paganos y en
especial las escuelas joánicas muestra que la elección hecha por los LXX estaba
en armonía con la tradición de la traducción del hebreo al griego difundida
por el mundo helenístico. Esta decisión lingüística es como una especie de
sello puesto sobre el encuentro de las dos culturas, la hebrea y la griega, un encuen
tro que, pese a ocurrir por azar, se convirtió en un destino, por un trabajo de
entretejedura conceptual desarrollado durante siglos.
Pero es preciso comprender que, al ocupar el lugar al que nos hemos refe
rido en el trabajo de traducir la Biblia hebrea, el verbo griego ein ai (seguido por
el esse latino) no llevó consigo la universalidad de una noción incuestionable,
sino más bien la equivocidad de una noción de ser, a propósito de la cual Aris
tóteles ya había dicho que «se dice de muchas maneras» (pollakhós legeta i)'1.
Por causa de esta insuperable equivocidad, el griego ein ai llevó a una increíble
variedad de interpretaciones en la historia de las lecturas eruditas de Éxodo 3,
14, en las que la simple diferencia entre Platón y Aristóteles puede proporcio
nar cierta idea de su alcance. Por esto, la atormentada historia de las relaciones

sentación de la realidad trascendental. Por ello se presenta como una actividad infinita y absolu
ta» (ibídem, p. 61). Y concluye: «Por mediación de Boecio, puede ser muy bien, una vez más, que
la filosofía griega haya influido en la constitución de la teología del ser» (ibídem, p. 63).
13. En Apocalipsis 4, 8, el nombre divino va unido al trisagion de Isaías 6, 3: «¡Santo,
santo, santo / Señor Dios/ Todopoderoso/ el que era y el que es y el que ha de venir».
14. Deberíamos citar también 8, 23-24; 8, 28; 13, 19 y 18, 5. Cf. A. Feuillet, «Les ego eimi
christologiques du Quatriem Évangile», en Recherches de Sciences Religieuses, 54 (1966) 5-22 y 213-
240. En la primera parte de este artículo, Feuillet adopta la forma abreviada del ego eimi y, en la
segunda parte, las formas desarrolladas: el camino, la verdad, la vida, la luz, la resurrección, el pan
de vida, la puerta, el vino, etc. Véase también E. Stauffer, negó» en Theologisches Worterbuch zum
Neuen Testament, II, p. 342s (§ B: das christologische ego).
15. Aristóteles, Metafísica E 2: «Ser, propiamente hablando, se dice de muchas maneras
(pollakós legetat)».
entre helenismo y judaismo, y entre helenismo y cristianismo, quedará marca
da por innumerables reelaboraciones del modo como debe entenderse el signi
ficado de ein ai y de esse.
Permítaseme recordar unas cuantas fases de esta historia y volver una vez
más al término hebreo, objeto de estas traducciones. Si es verdad que el griego
einai y el latino esse han significado siempre más de una cosa, ¿no podría decir
se lo mismo del campo semántico que nos remite al hebreo ‘e hyeh y hasta al tetra-
grámaton? ¿Quién puede decir si, a los oídos de los antiguos hebreos, la decla
ración ‘e hyeh’ aser ’e hyeh no tenía ya una resonancia enigmática? Y si la tenía, esta
resonancia pudo recibir por lo menos un doble sentido: el enigma de una reve
lación positiva que hace surgir un pensamiento (sobre la existencia, eficacia, fide
lidad presentes a lo largo de la historia) y el de una revelación negativa que diso
cia el Nombre de aquellos valores utilitarios y mágicos referentes al poder con
que ordinariamente se le asociaba. Y quizás hasta el enigma mayor de una reve
lación, en el sentido usual de una teofanía, o una no-revelación, en el sentido de
una retirada hacia lo incógnito. Avancemos más. Si admitimos con Hans-Georg
Gadamer que no hay palabras específicamente filosóficas, sino sólo un uso
filosófico de palabras en un contexto particular, ¿por qué no suponer que el escri
tor bíblico procedió igual que los filósofos griegos y elevó a un nivel descono
cido hasta entonces un verbo que era tan común en su lengua como el verbo
equivalente a «ser» en griego o latín o en los idiomas modernos? En otras pala
bras, ¿por qué no suponer que Exodo 3, 14 ya estaba dispuesto, ya desde el mis
mo comienzo, a añadir una nueva región de significado a la rica polisemia del
verbo ser, explorado en otros términos por los griegos y sus herederos musul
manes, judíos y cristianos?

Dios y S e r : A g u s t í n y e l P s e u d o - D i o n i s i o

En la actualidad formamos parte de un cuestionamiento radical, enmar


cado en términos de una etiqueta deliberadamente provocativa de ontoteología,
de lo que, desde el período patrístico, hasta Leibniz y Wolff, fue convicción
común, a saber, que el Dios de la revelación mosaica y el Ser de la filosofía
griega tenían que llegar a juntarse, sin identificarse simplemente el uno con el
otro, dentro del marco que da sentido a la fe. Esta conjunción figura como un
acontecimiento fundador por lo que se refiere a un desarrollo histórico que se
extiende por más de quince siglos. Por consiguiente, antes de denunciar una
inaceptable confusión en este encuentro, o cierta escandalosa perversión, será
más justo preguntarnos cómo pudo producirse este tan amplio y duradero con
senso.
Dos comentarios son necesarios al comienzo de esa reflexión.
En primer lugar, ninguno de los pensadores a que vamos a referirnos, de
todos modos brevemente, dudó de que Dios pronunciara las palabras de la decla
ración que leemos en Exodo 3, 14. Ninguno de ellos, en consecuencia, confun
dió la especulación filosófica con lo que, a su entender, y a una con la Iglesia, era
una revelación directa de Dios. Si no se discutieron la traducción griega basada
en el verbo ein ai y la traducción latina basada en el esse, no fue porque enten
dieran que estas traducciones eran efecto de una inicial infiltración del helenis
mo en el ámbito hebreo, sino más bien porque las aceptaron como un dato exe-
gético indiscutible (aunque mentes tan despiertas como la de Jerónimo, traductor
de la Vulgata, o Agustín, autor de Sobre la doctrina cristiana, nunca confundie
ron las palabras de Dios con las humanas, por más que estuvieran en hebreo, y
mucho menos aún si eran una traducción del hebreo al griego o al latín).
En segundo lugar, nadie de entre los Padres, y nadie de entre los grandes
escolásticos, creyó nunca que la especulación sobre el Ser tuviera que revelar a la
razón humana el secreto de la esencia divina en la intimidad de su más recón
dita naturaleza. Cuando dicen al unísono que «el Ser es el nombre de Dios», aña
den inmediatamente que el Ser no puede definirse. Y dijeron esto de dos modos
distintos, aunque convergentes. Conocedores, por una parte, de la espirituali
dad filosófica del neoplatonismo, desde Plotino mismo y Porfirio hasta pensa
dores posteriores como Proclo y Damascio, estaban acostumbrados a leer que el
Uno, de quien sólo podemos decir que es «él mismo» (autos), trasciende al ser,
entendido como el ámbito de las ideas inteligibles16. Esta tradición apofática,
según la cual no podemos afirmar nada acerca de Dios, nunca cayó en el olvi
do, ni siquiera durante la época de la escolástica aristotélica, a finales del siglo
XII y a todo lo largo del siglo XIII. Tuvo su principal representación en la obra de
Dionisio Areopagita (a quien ahora llamamos Pseudo-Dionisio), el cual, por des
conocerse quién era, dónde vivió realmente y cuál era su esquema especulati
vo, disfrutó, durante la Edad media de una autoridad comparable a la de Agus
tín17. Conocedores, por otro lado, de la gran tradición de la analogía, estos autores
sostuvieron que del Ser podía hablarse con enunciados afirmativos, en el hori
zonte de una elevación al punto más elevado de los más sublimes títulos y atri
butos encontrados a lo largo del camino, no sólo de la especulación racional,
sino también de la purificación espiritual.
Estas dos maneras, la apofática y la analógica, se han presupuesto una a la
otra en cuanto, por un lado, lo que se niega es siempre algo que uno se repre

16. Un texto muy conocido de Platón coloca la idea de bien «más allá de la esencia» (Repú
blica 509b).
17. Véase Jean Pépin, «Univers dyonisien et univers augustinien», en Aspects d e la d ialecti-
que, Declée de Brouwer, París, p. 179-224, reimpreso como Les deux approches du Christianisme,
M inuit, París, p. 157-204. Citaré esta última edición.
senta a sí mismo, incluso cuando se trata de los más sublimes atributos de Dios
y, por el otro lado, la elevación al punto más elevado de estos títulos y atribu
tos por la vía de la eminencia equivale a negar lo que ordinariamente afirmamos
con estos atributos. Apofatismo y ontología van así a la par, juntos ambos, des
de el período patrístico al de la escolástica. Los grandes maestros no vieron con
tradicción alguna en decir que el Ser es lo que primero que pensamos -Avicena,
un musulmán, llamó incluso a Dios «lo primero»—y que no tiene esencia algu
na. Para ver esto, basta recordar lo que decía Juan Damasceno, constantemente
repetido por los autores medievales, acerca de «un océano infinito de ignoran
cia». Este no saber ú ltim o no fue abolido hasta que Alberto Magno y Tomás de
Aquino pretendieron elevar la teología especulativa al rango de ciencia.
Estos límites nunca los cruzaron los pensadores que ahora me dispongo a
considerar. Como veremos, para ellos el pensamiento especulativo puede, por
una parte, intentar conectar con la revelación del Nombre; sin embargo, este
último forma parte de un orden diferente, como Pascal dirá más adelante. Por
la otra parte, la especulación sobre el Ser tiene sus propios límites internos,
tanto en el apofatismo, que marca cada afirmación con una negación y apunta
a algo que está más allá del Ser, como en la trascendencia del Ser mismo, que
es el resultado de afirmar el ser con relación a cualquier sistema conceptual.

Agustín Pensemos por un momento en Agustín, el cristiano neoplatónico cuya


autoridad permaneció incólume hasta la llegada a occidente de Aristóteles, en
los siglos XII y XIII18.
La exégesis agustiniana de Exodo 3, 14, que podemos encontrar en nume
roso comentarios, es indivisiblemente filosófica y teológica a la vez19. Sin embar
go, la originalidad de Agustín descansa no tanto en la interpretación ontológi-
ca de Éxodo 3, 14, inaugurada por los LXX, consagrada por Filón de Alejandría
y transmitida por los Padres griegos y latinos, como en la inscripción continua
de su exégesis en una ontología general, marcada por una doble espiritualidad
neoplatónica y cristiana a un tiempo. Esta indivisibilidad se explica por la natu
raleza del pensamiento de Agustín, sobre el que no debemos proyectar retros
pectivamente la preocupación, propia de los doctores medievales de los siglos XII
y XIII, de situar el discurso filosófico y teológico dentro de una jerarquía. Por un
lado, Agustín no concibe la fe cristiana aparte de la búsqueda de su inteligibili
dad. Por el otro lado, la razón que él ve actuando, durante el período de su con
versión, en los «libros de los platónicos» -los de Plotino y, sin duda alguna, Por
firio, transmitidos y traducidos por el obispo de M ilán- es inseparable de una

18. Véase Etienne Gilson, Introduction a l'étude d e Saint Agustín, Vrin, París 1949.
19. E. Zumbrunn, «L’exégése augustinienne de “ego sum qui sum”», en D ieu e t l ’É tre,
p. 141-163.
genuina ascesis espiritual, consistente en un retorno a los orígenes, primero del
alma y luego de la inteligencia racional como tal. Por ello, la espiritualidad neo-
platónica le podía parecer a Agustín naturalmente acorde con la fe cristiana.
Como resultado de ello no percibe separación alguna entre el esse de la filosofía
y el ego sum qui sum de Exodo 3, 14a, inseparable del qui estás. 3, 14b20, sino
más bien una maravillosa consonancia. ¿Qué quiere decir lo que Agustín deno
mina vere esse, Ser verdaderamente, o ipsum esse, y que nosotros traducimos
por el Ser mismo? No un concepto abstracto, digamos el ser común a todo cuan
to existe, sino, en palabras de Étienne Gilson, «el acto subsistente de existir», tal
como podemos contemplarlo al final de un ascensión gradual. El punto de par
tida de esta «anábasis» es la experiencia del cambio, tomada como un verdadero
escándalo ontológico. En este sentido, el ascenso, a la vez espiritual e intelectual,
a través del paso decisivo de la aprehensión de verdades inmutables, lleva al Dios
del Éxodo, dando por entendido, tanto por parte del filósofo como del exegeta,
tanto por parte del pensador que construye un argumento como del creyente
que ora, que Ser es sinónimo, primero, de lo inmutable, luego de lo eterno y,
finalmente, de lo incorpóreo.
La inmutabilidad está en lo alto. Aquel que se llama a sí mismo «el que es»
se llama también «el que no cambia». Esta equivalencia ofrece un magnífico ejem
plo de la acción recíproca entre la interpretación textual y la especulación filo
sófica, que termina por unir la comprensión de la fe y la ascesis filosófica. La
eternidad, que fluye de la inmutabilidad, es enaltecida por su contraste con la
penosa experiencia de la temporalidad, marcada por la distensión del alma
desgarrada entre el «era» de la memoria, el «será» de la esperanza y el «es» de la
atención. Para Dios, Ser es ser inmutable, por consiguiente eterno: «Piensa en
Dios, y hallarás un “él es”, en que ni “fue»” ni “será” tienen lugar alguno»21. Inmu
tabilidad y eternidad son las características principales del ipsum esse. La razón
puede entender esto hasta el punto de que puede establecer mediante argu
mentación que el cambio depende del Ser inmutable. En este sentido, podemos
hablar de pruebas. Pero debemos añadir de inmediato dos importantes cualifi-
caciones. En primer lugar, este argumento no disfruta del tipo de autonomía
reclamada por el argumento ontológico de Anselmo en el Prosbgio, que descansa
en una deducción de la existencia partiendo de la esencia. Decir que Dios es Ser

20. Si se menciona qui est de Exodo 3, 14b con tanta frecuencia como el ego sum qui sum
de 14a, se debe a dos razones. En primer lugar, qui est cuenta inmediatamente como nombre,
sin la complicación creada por la repetición del sum\ en segundo lugar, qui est produce una
conexión entre la autodesignación de Dios y su extensión misionera, a la que prestaba particular
atención Agustín, para quien la llamada a la conversión era inseparable de la conversión personal.
21. Véase Gilson, Introduction a l’étude de Saint Augustin, p. 27. «¿Qué significa decir ego
sum qui sum, sino “yo soy eterno”? ¿Qué significa decir ego sum qui sum, sino “yo no cambio”?»
(ibídem, p. 28).
es dar a Dios el mismo nombre que Dios utilizó para autodesignarse. A este res
pecto, Agustín no duda para nada de que el qui sum de 3, 14a y el q ui est de 3,
14b significan la inmutabilidad perfecta, que es también el significado de la esen
cia más alta de los filósofos. En segundo lugar, como creyente, Agustín confie
sa sin dificultad alguna que no sabe nada de la naturaleza profunda de este Ser
inmutable. Essentia es otro nombre para esse (igual como sapientia deriva de supe
re, gustar) y no da derecho a ninguna intuición intelectual de q u é es Dios. El qui
est no da acceso a ningún q u id est. Ser alguien no significa ser algo11.
Sigue siendo no obstante verdad, por poca que pueda ser, que el lenguaje
ontológico resulta adecuado para hablar de Dios, hasta el punto de que Ser no es
una categoría de la mente, ni siquiera una supercategoría, sino existir en cuanto
tal, alcanzado por una mirada interna. Es para señalar esta trascendencia, tan
to interior como exterior, por lo que en sus últimos diálogos Agustín entiende el
essed e un modo más específico como ipsum esse y hasta como idipsum esse23.
No podemos alejarnos de Agustín sin decir algo acerca de la interpretación
cristológica de Exodo 3, 14. Esta interpretación se justifica por la teología joá-
nica de la Palabra, a la que aludí anteriormente, y por la proximidad conceptual
existente entre la secuencia de ego eim i en Juan (especialmente Juan 8, 58) y el
ego eim i del Éxodo. Es especialmente digno de ser tenido en cuenta el hecho, a
primera vista sorprendente, de que la interpretación cristológica no encaja con
una ontología espiritual orientada a lo inmutable, lo eterno y lo incorpóreo.
¿Podía la entrada en la historia de la Palabra de Dios mediante la encarnación
-para no hablar de la entrada en la historia del Dios de Israel, significada por
el acontecimiento del Éxodo—no tener efecto alguno sobre la lectura del Éxodo
3, 14a y b? Con todo, el contraste entre lo inmutable y el cambio, entre lo
eterno y lo transitorio y, finalmente, entre el ser y la nada hacia la que tiende la
criatura pecadora implica que nada carnal o histórico tenga garantía alguna de
asociarse al corazón del Ser. Mejor aceptar la paradoja de un Dios inmutable que
tam bién entra en la historia que dejar que la historia entre en el Ser de Dios, en
las auténticas profundidades de su ser.
Antes de atender a la herencia medieval de Agustín, debemos decir algo
sobre la perturbadora pareja formada por Agustín y el Pseudo-Dionisio, que la

22. «Por tamo, nos hallamos en presencia de una iluminación filosófica integrada en una
experiencia religiosa, tal que no podemos pretender separarlas sin falsear el mismo testimonio de
Agustín» (ibídem, p. 308).
23. «Agustín hizo con Plotino lo que santo Tomás de Aquino tuvo que hacer más tarde con
Aristóteles: someter a revisión racional, a la luz de la fe, una potente interpretación filosófica del
universo. Cada vez que ha sucedido esto, el resultado ha sido una filosofía cristiana» (ibídem, p.
310). Y, en cada caso, Éxodo 3, 14 será hasta cierto punto la vía que el pensador toma, a veces
como incitación a pensar más profundamente, a veces como confirmación de un descubrimien
to independiente, pero siempre como un signo que señala la conexión entre filosofía y teología.
Edad Media citaba a la par como dignos de una consideración igual, pese a todo
cuanto parece separarlos: «la completa ignorancia por parte de Agustín de la épo
ca, el lugar, el lenguaje, el género literario y las preocupaciones propias de Dio
nisio»24. Con todo, no sería un error compararlos respecto de un punto esencial,
su concepción jerárquica del universo. La idea de orden, que constituye la pie
dra capital de esta concepción, concierne a nuestra investigación en un punto
esencial. La cuestión es a qué conocimiento de Dios lleva este recorrido trans
versal por grados del orden cósmico. El conocimiento de Dios aportado por esta
idea de orden consiste en un frágil equilibrio entre las «analogías» sugeridas
por las realidades más elevadas y las «negaciones», que indican la inadecuación
de estas analogías. En este sentido, una teología afirmativa (o catafática) y una
teología negativa (o apofática) se mantienen en una relación en tensión, por este
juego mutuo de aproximación, por la vía de la eminencia -las mejores cualida
des de las entidades que constituyen el universo se elevan a un punto de exalta
ción extrema—y de negación, por la vía de la diferencia. Ai situar el Uno por
encima del ser, Plotino y todos los neoplatónicos que le siguieron nos invitan a
subordinar la vía afirmativa a la vía apofática. Y aquí es donde Dionisio difiere
más claramente de Agustín. Mientras que Agustín continúa llamando Ser al tér
mino más elevado de la búsqueda ascendente, sin duda alguna evocando su lucha
contra los maniqueos, que concedían ser al mal, Dionisio habla de un más allá
del Ser y llama ignorancia (agnosia) al menos inadecuado conocimiento de Dios.
«Pero el modo más digno de conocer a Dios es conocerlo según esta ignorancia,
en una unión que sobrepasa toda inteligencia». Y, de nuevo, «este perfecto no
saber, tomado en el mejor sentido del término, constituye el verdadero conoci
miento de aquel que excede todo conocer»25.
Sin embargo, no es necesario destacar demasiado la oposición existente
entre la teología afirmativa y la negativa. La vía de la eminencia, que se carac
teriza por el empleo de la analogía, no puede darse sin la negación de los atri
butos de orden inferior, y la vía apofática, con su batería de negaciones, se dis
tingue de un desconocimiento meramente privativo sólo si de alguna manera
persiste siendo un tipo de afirmación desbaratada26.
Esta reserva es de gran importancia si hemos de entender las interpreta
ciones posteriores de Éxodo 3, 14, particularmente las de los pensadores medie
vales. El nombre qui est, predicado de un sujeto («Yo “soy”») se toma a su vez,

24. Jean Pépin observa que el neoplatonismo del que depende Agustín es el de Plotino y
Porfirio, mientras que Dionisio se inspira más en las últimas sistematizaciones de Jámblico y Pro-
clo. «Pero, añade, «esto sería dar demasiada poca consistencia al neoplatonismo y creer que pudo
transformarse del todo entre las Enéadas y la Teología platón ica. Lo esencial permanece inmuta
ble» (Pépin, «Univers dyonisien et univers augustinien», p. 157).
25. Citado ibídem, p. 201.
26. Cf. ibídem.
o hasta simultáneamente, por un nombre que niega, que elimina todo lo que no
merece el título de ser; en otras palabras, es tanto un nombre de lo que se igno
ra, de lo que se desconoce, como un nombre que afirma, que habla positiva
mente del Ser por excelencia, el Ser en cuanto ser, ipsum esse. Hay, por último,
más que sólo un matiz entre estas dos lecturas. En la primera de ellas, pode
mos ver la trascendencia plotiniana del Uno sobre el ser, entendido como el lugar
de las ideas inteligibles; en la segunda, se afirma la trascendencia del Ser sobre
los entes. Alguien dirá que todo viene a ser la misma cosa. Lógicamente, quizás;
espiritualmente, no. La vía negativa es, al final, más afín al misticismo unitivo
que a la especulación demostrativa. La vía de la eminencia testimonia una mayor
perseverancia en el servicio de la comprensión de la fe.
Dicho esto, ¿no puede pasar que estas dos lecturas se lleven a cabo sin reque
rirse la una a la otra, pese a la paradoja que parece haber en «negar toda cuali
dad a Dios al mismo tiempo que se le atribuyen las más elevadas»?27 ¿Pero no
es ésta la misma paradoja que percibimos al leer Éxodo 3, 14, por lo menos en
su versión latina, común a Agustín, a Dionisio y a los pensadores medievales?
¿Acaso la frase «el que es» no afirma algo sobre ... el ser, podríamos decir? ¿O sig
nifica quizás el retraimiento de Dios más allá ... de todo lo que realmente no es?
No parece que quede abierta otra alternativa, por la versión latina de nues
tro versículo en hebreo, que la de optar entre el apofatismo y el ontologismo.
No se planteó la cuestión de si este versículo hebreo permitía otras lecturas, y
sobre todo otras traducciones, que las indicadas por la historia de los usos filo
sóficos del griego einai y del latino esse. Y mucho menos surgió la cuestión de
si estas lecturas podían proceder de otra historia, de una historia del verbo
«ser» que nada tuviera que ver con el latín o el griego, o si estas lecturas podían
no exigir una ruptura con cualquier significado posible de este verbo.
Si saltamos a finales del siglo X I I y todo el siglo X I I I , la edad de oro de la
escolástica latina, sorprenden tres cosas. En primer lugar, el progreso en la afir
mación de la inteligibilidad del Ser tendía a hacer superflua la autoafirmación
del Ser de Dios de acuerdo con Éxodo 3, 14. El recurso a este versículo tendía
a convertirse en una confirmación extrínseca, toda vez que la doctrina sacra había
alcanzado el rango de ciencia y toda vez que se había consumado el divorcio entre
la especulación teológica, dominada por la quaestio y su orden lógico, y la inter
pretación hermenéutica del texto bíblico, dominada por su lectioy ú orden que
impone el texto.
Sin embargo —y éste es el segundo punto—, la más independiente especu
lación teológica, en el plano epistemológico de la argumentación, con relación
a la interpretación bíblica continuó íntimamente vinculada a esta interpretación
en lo referente a su investigación sobre el concepto de ser, como si la cuestión

27. Ibídem, p. 189.


q u id est (¿qué es Dios?) estuviera todavía impulsada por la pregunta q u i est
(¿quién es Dios?), en la que el pronombre personal atestigua el profundo paren
tesco, para el pensamiento cristiano, existente entre la quaestio y la lectio divina.
En este sentido, la cristianización del helenismo es secretamente más poderosa
que la helenización del cristianismo28.
Tercer punto: los pensadores medievales cristianos no dejaron de plantear
la cuestión de la relación entre discurso sobre Dios como Uno y simple y dis
curso trinitario. Aquí es donde el qui est filosófico-teológico vuelve con toda su
fuerza. ¿Se dice con relación a la esencia de Dios, o más bien con relación a
una persona de la Trinidad, preferentemente Cristo, el Verbo, o se aplica más
bien a las tres personas en común?
Por consiguiente, aunque la filosofía medieval tendió a dejar al margen el
ego sum qui sum, en lo tocante a su primer aspecto, su segundo aspecto y en espe
cial el tercero, se mantuvo la interpretación filosófico-teológica de nuestro ver
sículo bíblico, a veces de forma subterránea, a veces de un modo totalmente
abierto.
Si estos tres rasgos del pensamiento medieval pudieron caracterizar con
juntamente, sin disociarse, obras tan complejas y diferentes como las de Bue
naventura, Alberto Magno, Tomás de Aquino y Duns Escoto, se debió a que
ninguno de estos pensadores se atrevió a dar el paso que tan claramente dio Ansel
mo de Canterbury independientemente de ellos. Él fue el único que se atrevió
a dar una defin ición que reuniera y resumiera lo que es esencial en lo tocante a
la esencia divina, «un ser por encima del cual no puede pensarse nada», y a esbo
zar un argumento que se convertiría en el argumento ontológico con Descar
tes y los cartesianos, un argumento basado en que la existencia es necesariamente
parte de la esencia divina29. No hace falta decir que este argumento hace super-

28. Cf. Claude Geífré, «Thomas d’Aquin ou la Christianisation de l’Hellénisme», en L’Étre


et Dieu, Cerf, París 1986, p. 23-42.
29. Leemos en el Prefacio del Proslogicr. «Comencé a preguntarme a mí mismo si no podía
encontrar un solo argumento que no necesitara de ningún otro para poder probar y que se bas
tara a sí mismo (adseprobandum}, y que sólo se bastara (etsolum ad astruendum) para probar que
Dios existe verdaderamente (quia Deus vere est)». Y no sólo que Dios existe, sino también que él
es el «bien supremo, que no necesita de ningún otro principio, y que todos los demás seres nece
sitan para existir y ser buenos; y todo cuanto creemos referente a la sustancia divina». En St. Anselm:
Basic Writings, trad. por S. N. Deane, Open Court, La Salle, IL 1962, p. 1 [ Obras completas de san
Anselmo, vol. I: Monologio, Proslogio...., BAC, Madrid 1952], ¿A quién va dirigido este argumen
to? Al insensato, que dice en su corazón que no hay Dios: «Este insensato, cuando oye que digo
que hay un ser por encima del cual no se puede concebir nada mayor, entiende lo que oye, y
lo que entiende está en su pensamiento; aunque no crea que existe» (p. 7). Aquí, indudablemente
por vez primera, hallamos el significado de la palabra «Dios» tratada fuera de un contexto de fe
y, además, confinada a plano noético y marcada por la hipótesis del plano de la existencia. Es el
camino por el que avanzará valientemente Descartes y los cartesianos. Pero nos equivocaríamos si
atribuyéramos a Anselmo un argumento genuinamente ontológico o un argumento simplemen-
fluo cualquier recurso a la audesignación de Dios según Éxodo 3, 14. Y, de hecho,
los grandes pensadores escolásticos se fiaron muy poco de esta vía rápida y de
la intuición intelectual en que descansa el argumento. Preferían la vía larga y
laboriosa de las pruebas que parten de la experiencia de los sentidos y del hecho
del cambio y, por esto, no esperaban que estas pruebas llevaran más allá de
afirmar una primera causa. En cuanto a la naturaleza de este autor de todas las
cosas, se ciñeron, taño como sus predecesores, a mantener la antigua dialéctica
entre ontologismo (Dios es ser) y apofatismo (Dios es inefable). Esta circuns
pección es tanto más digna de ser notada cuanto que, con la llegada de Aristó
teles a occidente a través de los árabes (Avicena) y de los judíos (Maimónides),
la presión a favor de un impulso racional de la teología natural creció enorme
mente. Quisiera decir algunas cosas más acerca de esto, con la vista puesta en
vista Éxodo 3, 14.
La reinterpretación de Aristóteles en el sentido que Gilson vino en llamar
una metafísica del Éxodo»30 estuvo preparada por una profundización del deba
te entre ontologismo y apofatismo, que comenzó a finales del siglo X I I . En un
artículo importante, Édouard Weber desarrolla la doble línea de interpretacio
nes ontológicas del Nombre en Éxodo 3, 14 y la aplicación de esta misma inter
pretación a las personas de la Trinidad31. Analiza con sumo detalle el pensamiento
de Alejandro de Hales, el primer maestro de importancia entre los franciscanos
en París, y de Buenaventura, discípulo suyo. Resumiendo, Éxodo 3, 14 presen
ta el nombre principal de Dios. Sus equivalentes filosóficos son esse, essentia, exis

te. autosuficiente. Su argumento va envuelto, en primer lugar, con una invocación en segunda per
sona que habla de Dios en tercera persona, cuya idea es algo (quid), no alguien (qui). Aún más, se
espera que la fe entienda -qu e reconozca, si seguimos la perspicaz traducción de Corbin del
intelligere anselmiano- lo que ya está implícito en la fe. ¿Qué es lo que hay que «reconocer»? Esto:
«Que tú existes como creemos; y que tú eres lo que creemos» (ibídem, los énfasis son míos). El
«conocimiento» (o aproximación) de que se trata aquí tiene ciertamente que ver con el ser, pero
al modo de un verbo conjugado en la segunda persona en armonía con el «tú» de la invocación.
Se mantiene, pues, un vínculo secreto entre el «tú eres» de la invocación y el ego sum del Éxodo 3,
14. La inadecuación del argumento con relación a la fe puede, así, circunscribirse mejor. Se
pone de manifiesto en la frase «Tú eres algo...». Anselmo sugiere que este paso de alguien a algo
es de algún modo ya objeto de fe («creemos que...») y que la comprensión de la fe consiste en des
arrollar este nexus entre alguien y algo, en reconocerlo, pero de modo tal que este reconocimien
to se convierta por sí mismo en una prueba. Por consiguiente, con Anselmo, estamos lejos de un
argumento que sea tan autónomo y autosuficiente que merezca el nombre de prueba. Cf. Jean-
Luc Marión, «L’argument reléve-t-il de l’ontologie?», en L’Argomento ontologico, ed. por Marco M.
Olivetti, CEDAM, Milán 1990, p. 13-18.
30. Véase Étienne Gilson, The Spirit of MediaevalPhilosophy, trad. por A. H. C. Downes,
Charles Scribner’s Sons, Nueva York 1936, p. 50-52.
31. Édouard Weber, «L’herméneutique christologique d’Éxode 3, 14 chez quelques maitres
parisiens du XlIIéme siécle», en Celui qui est, interprétation juives et chrétiennes d ’Éxode 3, 14,
ed. por Alain de Libera y Émile Zumbrunn, Cerf, París 1986, p. 47-101.
tentia, términos que implican eternidad, inmutabilidad y aseidad (en el senti
do de independencia de cualquier otro ser). Cualquier otra determinación es
reducible al ser. Se asume aquí la lección de Avicena. Ser es el primer concepto
que adquiere nuestro entendimiento. «Por ser (esse), se indica el acto puro de ser
(ipsum purum actum entis), pues ser (esse) es lo primero que acaece a nuestro pen
samiento y es que es acto puro»32. Pero, ¿hemos conseguido con todo esto tomar
posesión con el pensamiento de la naturaleza más íntima de Dios? En modo
alguno. Es a partir de huellas, vestigios cómo el conocimiento adquiere su pri
mera visión de Dios. Sucede que el Ser constituye el último escalón de un arduo
camino. En este sentido se corrige la impresión de inmediación puramente filo
sófica que da la noción de ser de Avicena como primer objeto conocido. Al
distinguir entre anterioridad p e r se y en relación con nosotros, queda prendido
un elemento de negatividad en el núcleo mismo del conocimiento de Dios en
cuanto Ser.
Cuando entra en escena santo Tomás, la tradición consideraba como esta
blecido que q u i est es el nombre principal de Dios33. Designa al verdadero ser,
esto es, al ser que es eterno, inmutable, simple, autosuficiente y causa y princi
pio de toda criatura. Igualmente establecido estaba el sutil equilibrio entre onto-
logismo y apofatismo. De aquí la extremada desconfianza en relación con la amal
gamación del nombre procedente de Éxodo 3, 14 y del argumento de Anselmo
basado en la evidencia intelectual de Dios. Hay que recordar también a Juan
Damasceno, que celebra «el océano infinito y sin límites del ser». Aquel que eses
el nombre más adecuado de Dios, porque es también el más indeterminado. Sólo
sabemos que es (q u od est), no qué es (q u id esi), lo cual permanece oculto a nues
tros ojos.
La primera originalidad de Tomás de Aquino en lo que concierne a nues
tra investigación es que llevó hasta el extremo la purificación conceptual del
ipsum esse, hasta el punto de identificarlo con el Acto puro de ser. En este sen
tido, su cita de Éxodo 3, 14, desde la época de su C omentario sobre las sentencias
(1254) hasta su último escrito, Sobre las sustancias separadas (1272), desempe
ña un papel mucho más que ornamental. La autoridad del versículo bíblico obli
ga a profundizar al pensamiento especulativo. El Acto puro de ser dice más
que perfección, o Dios o hasta Uno. En segundo lugar, los principales atribu
tos del ipsum esse se reclasifican en función de la exigencia del significado pro
cedente del Acto puro de ser. Lo máximo a que puede llegar el pensamiento en
esta dirección es a la afirmación de que Dios es idéntico a su esencia, como se
dirá en Contra los gentiles. El nombre propio de Dios, según Éxodo 3, 14 —es

32. Ibídem, p. 74, n. 1.


33. Ibídem, p. 74. Véase también É. Zumbrunn, «La “Métaphysique de l’Éxode” selon
Thomas d’Aquin», en D ieu e t l ’Étre, p. 245-273.
decir, «el que es»—recibe su interpretación filosófica correcta en la identidad, en
Dios, de ser y esencia. El esse divino constituye la esencia de la naturaleza de Dios.
Pero esta afirmación tiene su contrapartida en la confesión de que esta esencia
no puede, por esta misma razón, ser reducida a conceptos.
De esta inaccesibilidad de la naturaleza íntima de Dios, se sigue el hecho
de que las tan conocidas pruebas de santo Tomás -las «cinco vías»- sólo mues
tren la existencia de Dios, en respuesta a la pregunta puramente filosófica «¿exis
te Dios?» (an sit). Este segundo aspecto de la obra de Tomás no debe separarse
del primero. La pretensión de ofrecer una prueba puramente racional de la exis
tencia de Dios es ciertamente una gran pretensión. Y, en este sentido, el cambio
de Éxodo 3, 14 a Romanos 1, 20 es especialmente significativo. Pero conocer
que Dios es, no es saber nada acerca de qué es. Y lo que es más, las cosas sensi
bles, de donde parte la argumentación, se han alejado demasiado de la natura
leza divina para que la vía analógica pueda llegar al corazón de la existencia divina.
Está fuera de toda duda que la cuestión de la existencia es producto de
un nuevo método filosófico, en el que la quaestio ocupa un lugar de privilegio
frente a la lectió i4. Nunca un teólogo se había planteado si Dios existía y si su
existencia era demostrable. Y cuando Tomás cita Éxodo 3, 14 en la segunda cues
tión (Ad 3) de su Suma d e teología, es a modo de confirmación, no a modo de
argumento principal. La intención teológica atraviesa ciertamente toda su obra,
sobre todo en forma de interés por explicar el primer artículo del credo, pero
la epistemología de su prueba racional se basa en el mero significado del ispum
esse. La primera cuestión que se plantea concerniente a Dios cambia la aten
ción hacia el aspecto «existencial» del esse, como si la cuestión de la existencia
tuviera prioridad sobre la del nombre. (Podemos entrever una indicación de este
desplazamiento en el hecho de que la Suma d e teología cita con mayor frecuen
cia el ego sum q u i sum, de nuevo con referencia a Romanos 1, 20, que el q ui
est, que lleva directamente a la cuestión del nombre y, por lo mismo, de la esen
cia, por muy indefinible que pueda ser)35.
Detengamos nuestra investigación en torno a la interpretación ontológi-
ca de Éxodo 3, 14. Hemos dicho ya bastante para poder plantear la cuestión fun
damental: ¿representa esta convergencia sin fusión entre el versículo bíblico y
el ontologismo heredado de los griegos -con su correctivo apofático- una abe
rración intelectual, como a menudo se dice en la actualidad unas veces por los
teólogos otras por los filósofos?

34. Cf. M. D. Chenu, La Théologie com m e S cience au X lIIim e siecle, Vrin, París 1957.
35. «A los antiguos patriarcas les fue enseñada en general la omnipotencia divina, pero a
Moisés se le dio a conocer plenamente la esencia divina cuando le fue dicho, como escrito está en
Éxodo 3, 14, “Yo soy el que soy”...». Sum m a Theologiae, Ila-IIae, q. 174 a. 6, citada por E. Zum-
brunn, p. 264.
Antes de dar cualquier respuesta, es preciso esclarecer la auténtica natura
leza de este encuentro. Testigo importante al respecto es Étienne Gilson, el
gran especialista francés en filosofía medieval. Sus variaciones acerca de lo que
él llamó la «metafísica del Exodo» son muy instructivas al respecto. Esta discu
tible expresión la formuló en sus «Gifford Lectures», de 1931, publicadas
como El espíritu d e la filosofía m edieval, junto con la observación siguiente:
«Evidentemente, no mantenemos que el texto del Éxodo sea una definición
metafísica de Dios; pero si no hay metafísica en el Éxodo, hay una metafísica
d e l Éxodo; y la vemos magníficamente desarrollada por los Padres de la Iglesia,
cuyas indicaciones sobre este punto los filósofos medievales simplemente si
guieron y explotaron» (p. 50, n. 1). Ya por la misma época Gilson observa que
nada en la filosofía griega habría llevado a un monoteísmo comparable al de
los hebreos. Ni Platón ni Aristóteles ni los estoicos ni los neoplatónicos postu
laron la existencia de un único Dios, el autor de todo lo que es. No lo hicieron
«porque les faltaba esa clara idea de Dios que hace imposible admitir más de
uno» (ibídem, p. 47). Ni en Aristóteles hay tampoco vínculo alguno estableci
do entre el ser en cuanto ser de la M etafísica T 1003-31 y el acto puro del pen
samiento definido en Física VIII y M etafísica A. Sin el libro del Éxodo, los fi
lósofos nunca habrían alcanzado la idea de que Ser es el nombre propio de
Dios y que este nombre designa la misma esencia de Dios. «El Éxodo pone el
principio de donde partirá la filosofía cristiana» (ibídem, p. 51). «Sólo hay un
Dios y este Dios es Ser; he ahí la piedra angular de toda la filosofía cristiana»
(ibídem).
Este texto de 1931 no afirma, claro está, la completa fusión entre la pala
bra revelada y el argumento filosófico, pero presupone la convicción, transmiti
da a Agustín por los Padres griegos, de que la filosofía, en su versión neoplató-
nica, concuerda d e un modo natural c o n la fe cristiana. De ahí se sigue el concepto
mixto de «filosofía cristiana», que tantas polémicas suscitó en Francia. Además
de esto, el texto de Gilson postula que la convergencia entre una fe que busca
entender y la especulación filosófica no es completa hasta que esta última entien
de el Ser como Acto puro de existir36.

36. Gilson cita el siguiente texto de Duns Escoto: «Oh, Señor, Dios nuestro, cuando
Moisés te pidió, como al más verdadero doctor, con qué nombre debía llamarte el pueblo de Israel;
sabiendo perfectamente de qué manera puede concebirte el entendimiento mortal y desvelándo
le tu santo nombre, replicaste: Ego sum qui sum, por consiguiente eres tú el verdadero Ser, el Ser
pleno. Esto es ¡o que y o creo, pero si de algún modo es esto posible quisiera también conocerlo.
Ayúdame, oh Señor, a buscar este conocimiento del verdadero ser que tú eres en cuanto esté al
alcance de las posibilidades de mi razón natural, partiendo de este ser que tú mismo te has atri
buido a ti». Y sigue diciendo: «Nada puede superar la gran plenitud de este texto, que establece,
a la vez, el verdadero método de la filosofía cristiana y la primera verdad de la que todas las demás
proceden» {The Spirit o f M edievalP hilosophy, p. 51-52).
Gilson ¡ba a retomar esta cuestión poco antes de su muerte en 1978, en
una obra que iba a publicarse como postuma con el título de Constantes p h ilo-
sophiques d e l ’E trei7. En este texto asume la reprobación que hace Hegel de la
supuesta confusión entre Dios y Ser. La réplica de Gilson consiste en decir que
la crítica de la ontología clásica, inaugurada por Kant, fue posible sólo porque
la Escolástica tardía, seguida por los neoscolásticos modernos, traicionó la iden
tidad entre Ser y Acto puro de existir, separando la esencia de la existencia, sepa
ración que dio alas al tan sospechoso argumento ontológico de Anselmo y Des
cartes.
Sin embargo, cuarenta años después de su famosa declaración sobre la «meta
física del Exodo», Gilson está dispuesto a admitir que la aproximación entre el
Dios de las Escrituras y el Ser de los filósofos es históricamente contingente y
especulativamente frágil. Este encuentro es contingente en el sentido de que nada
en el pensamiento griego apunta a una fusión entre Dios y Ser. Ser, para los grie
gos, nunca coincide con un dios. La distancia que hay entre los dioses de los cul
tos griegos y los principios de la metafísica es grande38. Ésta es la razón de que
sea legítimo preguntar cómo «sucedió que Dios viniera a parar en la metafísica
y se identificara con el Ser de la metafísica» (ibídem, p. 178), y «cómo el Ser
entró en la teología» (p. 179). Este vocabulario con sus connotaciones de acon
tecimiento -suceder, venir a, entrar en- es sorprendente. El encuentro que ante
riormente se entendió como natural aparece ahora como una conjunción impro
bable. Sólo con los grandes doctores medievales pudo aparecer «una ontología
profundamente teológica y nada desconfiada de la teología» (p. 187). Pero, tenien
do en cuenta los diferentes orígenes de las ideas de Dios y de Ser, sigue siendo
este encuentro un suceso bastante improbable. Tan cierto es esto que, ante el
supuesto de la crítica de Heidegger contra la metafísica occidental, debemos vol
ver de hecho a Parménides para hallar una concepción del Ser suficientemente
pura, de modo que su conjunción con el Acto puro de existir no constituya un
monstruo especulativo.
Que el Ser de Parménides pueda identificarse con Dios es el sorprenden
te giro que Gilson concede a la especulación judeo-cristiana. Ninguna heren
cia del pensamiento griego lo impide. Pero la iniciativa procede del pensa
miento sobre la fe instruido por Éxodo 3, 14: «De ahora en adelante, son los
cristianos mismos quienes se encargarán de desmitologizar y desmitificar la reli

37. Etienne Gilson, C onstantes p h ilosop h iq u es d e l ’É tre, ed. por J.-F. Courtine, Vrin,
París 1983.
38. «[Con Aristóteles] vemos lo que llegó a pasar. No fue Dios quien entró en la metafísi
ca, sino que sucedió más bien que el metafísico buscó a Dios en la física, para poder vincularla a
él, cosa que logró sólo después de haber obligado a este dios a una necesaria purificación» (ibídem,
p. 183).
gión popular, y hasta la misma filosofía» (p. 189). Esta mutua purificación es
efecto de Éxodo 3, 14, en cuanto Dios mismo proclama que su nombre es «yo
soy», qui est. A partir de aquí, la filosofía sólo ofrece su lenguaje, su conceptua-
lidad, y busca «una interpretación de su objeto [la fe] con el lenguaje de la razón»
(p. 191).
Históricamente contingente, la coincidencia del Dios bíblico con el Ser de
los filósofos se presenta también como conceptualmente frágil. Pascal recuerda
que la diferencia entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob
es insuperable. Nosotros, tras la crítica contemporánea a la metafísica, debemos
enfrentarnos con el origen no filosófico de Dios y su no necesidad en filosofía.
Dios es alguien a quien podemos orar. De repente, las expresiones sum y qui est
se ven relegadas a su espléndido aislamiento.
De este modo, el encuentro que dio por supuesto Agustín, así como tam
bién, hasta cierto punto, Buenaventura, Tomas y Duns Escoto, se presenta asom
broso y problemático al espíritu posmetafísico de nuestros contemporáneos. De
hecho, tenemos que admitir que, si la convergencia entre Dios y el Ser pudo ser
llamada, como hice yo antes, un acontecimiento del mundo de las ideas, no quie
re esto decir que no haya de ser posible otro acontecimiento de este tipo en el
mundo del pensamiento, un acontecimiento en el que esta convergencia deba
deshacerse, pasando de plausible a sospechosa.

Proceso a la on toteología Podemos asumir esta situación de una ruptura en la


ecuación entre Dios y Ser desde una perspectiva ontológica. Según Heidegger,
la idea genuina de Ser excluye la fe cristiana, en cuanto ésta lleva a un Dios
que no es Ser, sino ente, aun cuando sea el más elevado de los entes39. La dife
rencia ontológica, en cuanto tema primario, central y final de la filosofía dis
tingue entre el Ser y los entes, entre los que se incluye el ente superior a todos,
Dios. Heidegger admite que se reserve un terreno para la teología, que es pre
cisamente éste del más elevado de todos los entes, pretendido por sólo la fe. En
este sentido, la teología es en el mejor de los casos una ciencia positiva, una cien
cia histórica, debido a su conexión con los acontecimientos que delimitan este
terreno reservado40. La filosofía debe hacerse una vez más griega, repensando has
ta el fondo las exigencias de la idea de Ser, que ya no se cruza con el Dios de la

39. Cf. D. Bourg, «La critique de la “Métaphysique de l’Éxode” par Heidegger et l’exége-
se moderne», en L'Étre et Dieu, p. 215-244.
40. Cf. Martin Heidegger, «Phenomenology and Theology», en The Piety ofThinking: Essays
by Martin Heidegger, trad. por James G. Hart y John C. Maraldo, Indiana University Press, Blo-
omington 1976, p. 3-71. Otras, aunque breves, indicaciones pueden verse en los dos primeros
volúmenes de sus lecciones sobre Nietzsche, trad. por David Farrell Krell, Harper Collins, San
Francisco 1991, y en An Introduction to Metaphysics, trad. por Ralph Manheim, Anchor Books,
Garden City, NY 1961 [trad. cast.: Introducción a la metafísica, Nova, Buenos Aires 1972].
fe. Por lo tanto, el divorcio lo pide la filosofía misma. A la filosofía, el Ser, total
mente distinto del ente; a la teología, una región del ente, una ciencia histórica
de un tipo determinado. Como cristiana, la teología es esencialmente teología
neotestamentaria, sin ambición especulativa alguna41.
Este relegar la teología a un terreno reservado ha hallado eco entre aque
llos teólogos que más protestan contra toda forma de especulación. Hasta encuen
tra una justificación parcial en san Pablo cuando, en Corintios 1, 18-20, opo
ne el escándalo de la cruz a la sabiduría de los hombres. Pero tendemos a atenuar
la continuación de este texto que habla de la «sabiduría de Dios». ¿Ha de ser ésta
absolutamente incomunicable? Para mí, el error de esta posición radical está
en que descansa sobre una reducción de toda la historia de la metafísica a su últi
ma versión escolástica, que ciertamente puede ser causa de una confusión entre
esse y ens, justificando la definición de ontología como ciencia del ens en cuan
to ens. Sin embargo, Heidegger ignora la presión constante ejercida sobre la onto
logía por el pensamiento sobre Uno que está más allá del Ser, y por el apofatis-
mo de Dionisio, que, hemos visto, inunda toda la ontología medieval. Pero,
además, Heidegger pasa completamente por alto el cuidado que tiene Tomás de
Aquino en situar el Acto de ser por encima del ente, haciendo imposible cual
quier confusión entre este Acto de ser y el ens com m une, esto es, el hecho gene
ral de que todo ente ha de existir. También pasado por alto está que el nombre
divino enunciado por Éxodo 3, 14 —qui est—resulte inadecuado, para Tomás
de Aquino, para el sagrado tetragrámaton. En este sentido, no deberíamos hablar
de una fusión, y mucho menos de una confusión, entre Dios y el Ser, sino de
una convergencia que respete la falta de paridad entre los nombres filosóficos y
los bíblicos. No puede ponerse en duda que la fe obligó a un esfuerzo constan
te para pensar hasta el fondo la elevación del Ser por encima de los entes. Pero
esta conjunción, que nos parece tan sorprendente en la actualidad, prueba por
lo menos negativamente que la auténtica ontología tomista no merece el crite
rio difamador de ontoteología.
Sin embargo, por mucho que se diga acerca de la injusticia de las afirma
ciones de Heidegger referentes al olvido del Ser todos los metafísicos, incluidos
aquellos que Gilson, cierto, con alguna imprudencia enroló bajo la bandera de

41. La afirmación de Gilson acerca de que la idea de un ser absoluto es fruto de la especu
lación de la teología medieval aplicada a Exodo 3, 14 ha sido también discutida en los textos de
C. J. de Vogel y Pierre Hadot, quienes sostienen que los griegos fueron los primeros en identifi
car el ser perfecto con la divinidad. Este argumento no sólo discute la tesis de Gilson de que sólo
la meditación cristiana sobre Exodo 3, 14 pudo llegar a la idea de Dios como acto puro, sino
que también cuestiona la tesis de Heidegger, de que la metafísica ha siempre confundido Ser
con ente. Y lo que es más, aunque esto provenga de Porfirio y no de la meditación sobre Éxo
do 3, 14, la aprehensión del Ser en su diferencia respecto de los entes se hace todavía más radical
en santo Tomás, como diré dentro de poco. Cf. Bourg, «La critique de la “Metaphysique de l’É-
xode” par Heidegger et l’exégése moderne», p. 239.
la «filosofía cristiana», la mayoría de los pensadores contemporáneos perciben la
disociación entre Dios y el Ser como un nuevo acontecimiento del pensamien
to que anula el anterior acontecimiento, que consistió en conjuntar Dios y Ser,
y cuyo impacto duró por más de quince siglos. Una de las razones por las que
los pensadores contemporáneos suponen que esta disociación entre Dios y el Ser
se ha producido de un modo definitivo e irrevocable es que, a sus ojos, no se tra
ta sino de un efecto secundario de una ruptura mucho más radical ocurrida en
la cultura occidental, la que Nietzsche tituló «muerte de Dios». Éste es el acon
tecimiento actual del pensamiento respecto del cual tanto creyentes como no
creyentes tienen que tomar posición. Heidegger mismo interpreta la proclama
ción nietzscheana en el sentido de una muerte del «Dios de la metafísica», bajo
cuya bandera, sostiene, hay que colocar la ontoteología. Lo que él quiere ver más
allá de esta muerte es una concepción del Ser que se ha liberado de toda la esco
ria bíblica y se ha enriquecido con aquella especie de poesía filosófica, cuyo repre
sentante más destacado es Hólderlin. Un nuevo sentido de lo divino puede sur
gir en el horizonte de estas ideas, pero será en términos de un pensamiento
poscristiano, fuertemente impregnado de una especie de neopaganismo.
En resumen, las pocas valoraciones positivas de la teología que pueden
encontrarse aquí y allá en Heidegger se reducen a una marginación de nuestra
herencia judeo-cristiana, remitida a su lugar de origen en el Oriente próximo,
y desvestida de cualquier intención universalizadora que su maridaje con el hele
nismo pudiera haber conferido al pensamiento hebreo o a un cristianismo recién
nacido. A su vez, esta expulsión del judaismo y del cristianismo de la esfera de
la cultura occidental se presenta junto con una aceleración del proceso de secu
larización de esta cultura, pese al disgusto personal del Heidegger por casi cual
quier aspecto de este proceso. Es esta marginación —o, mejor, esta regionaliza-
ción—de todo pensamiento cristiano de origen judío lo que más debe dar que
pensar a los teólogos que consideran que el divorcio entre Dios y el Ser es ya
un hecho adquirido y que, en la misma ruptura, aceptan la proclamación nietzs
cheana de la muerte de Dios como el punto de partida necesario para una nue
va forma de pensar teológicamente.
De hecho, para un cierto número de teólogos cristianos, la cuestión es cómo
pensar «después de Nietzsche». Cualquier nuevo punto de partida ha de bus
carse, sostienen, en lo que diferencia las categorías del pensamiento judío de
las del helenismo. En este sentido, sostienen que el tema de la manifestación
debe una vez más someterse al de la redención, con sus connotaciones intensa
mente históricas, tanto por el lado del mensaje proclamado como por el de los
acontecimientos fundadores. Al final, y por encima de todo, la ambición del
pensamiento debe sustituirse por la fuerza del testimonio y la dimensión ética
de la revelación.
Sin concesiones opone Emmanuel Levinas esta dimensión ética a la idea
del Ser, que a su entender está condenada, no a la celebración de un Ereignis [epi
sodio] poético, como en Heidegger, sino a la totalización de la experiencia, olvi
dando así la diferencia inicial constituida por la aparición de la otra persona en
el campo de mi experiencia. El rostro del otro me comunica directa e inmedia
tamente el mensaje del Sinaí: ¡No [me] matarás! El rostro enseña, y lo hace di
rectamente y de un modo ético, sin pasar por ninguna postulación anterior de
existencia. Por ello el rostro de los demás, en cuanto suceso ético, puede ser el
vestigio del Dios de la Torá, que inaugura mi responsabilidad y encomienda
al huérfano, a la viuda y al extranjero a mis cuidados.
Esta irrupción de una ética sin ontología, provocada por un pensador judío,
ha conseguido un gran eco entre pensadores cristianos. Se han hecho diversos
intentos de fundar un nuevo tipo de pensamiento teológico en las categorías del
«amor» y del «don» bajo el signo del «Dios sin Ser». Jean-Luc Marión, el más
brillante de estos nuevos filósofos-teólogos, por ejemplo, comienza también con
la proclamación nietzscheana de la muerte de Dios42. Pero la interpreta como
una crítica de los nombres de Dios conocidos hasta ahora, incluido el de Ser. De
este modo, se abre de nuevo el campo de los «nombres divinos», en el sentido
de Dionisio. Lo que el ateísmo conceptual ha demostrado es simplemente la
vanidad de toda determinación conceptual de Dios. El teólogo puede ver en ello
otra versión de idolatría, la «idolatría conceptual». La tesis de Marión al res
pecto es que el Ser es uno de estos conceptos y que, como todo concepto, es una
«representación» blasfema. De este modo, incorpora en su argumentación un
criticismo, procedente de Heidegger, sobre el papel de pantalla que ejerce toda
representación. Pero esta crítica de la representación no lleva a una nueva con
cepción del Ser, sino a un retorno a la tradición joánica, según la cual el primer
nombre de Dios es amor. El amor no tiene necesidad de decir que existe para
poder afirmarse o para comunicarse. No tiene necesidad alguna de pasar por un
enunciado. Dios existe, dice, y entiende que primero nos amó Dios.
La cuestión difícil de resolver aquí es si la proclamación joánica de que
«Dios es amor» lleva al pensamiento, sin pasar antes por Éxodo 3, 14. Marión
cree que esto es posible si renovamos una importante corriente de pensamien
to patrístico y hasta medieval, según la cual el primer nombre de Dios es el Bien
y no el Ser, «Nadie es bueno, sino uno, Dios», leemos en Lucas 18, 19 y en Mateo
19, 17. «Para Dionisio y Buenaventura», escribe Jean-Luc Marión, «el nombre
de ser debe ceder el paso ante la hipérbole incondicionada del don absoluto»
( God W ithout Being, p. 123 [Dios sin Ser]). «Alabar a Dios con el nombre de
caridad, más que con el de ser, lo autoriza una revelación bíblica, una tradición

42. Véase Jean-Luc Marión, G od W ithout B eing, trad. por Thomas A. Carlson, University
of Chicago Press, Chicago 1991. Da un sumario de su argumentación en «De la “mort de Dieu”
au noms divins: L’itinéraire théologique de la méthaphysique», en L’É tre e t Dieu, p. 101-130.
patrística y las exigencias de la espiritualidad... Sólo el amor no requiere ser, por
que le basta entregarse» (p. 125). Someter a Dios a la disyunción de ser o no ser,
una disyunción humana por excelencia, es someter a Dios al criterio de la exis
tencia, a condiciones de posibilidad y, por lo mismo, a un principio de razón
que podríamos dominar a placer.
Este intento de pensar a Dios prescindiendo del ser plantea un problema
a los teólogos interesados en mantener algún que otro vínculo con la filosofía.
Para ellos, la cuestión es qué tipo de pensamiento hacen nacer el amor y el
don, y si deben renunciar a toda posible significación del verbo ser, cuya poli
semia es quizás más amplia de lo que se ha explorado hasta el presente con la
hermenéutica filosófica de este verbo. La lógica de la superabundancia del amor,
opuesta a la lógica de la equivalencia de la justicia, llama ciertamente a una lógi
ca de la paradoja, a una retórica de la hipérbole. Pero, con todo, es preciso mos
trar que ni esta lógica ni esta retórica contribuyen a reforzar la ola corriente de
irracionalismo. En suma, es preciso mostrar aún que pensar en términos de amor
no pide un nuevo sacrificium intellectus, sino más bien otra razón. En otras pala
bras, ¿puede una teología del amor resistir mejor que la tan denostada ontote-
ología del veredicto de Heidegger, que relega toda la teología cristiana (y, por
implicación, la judía) a los márgenes del pensamiento occidental? Y, para decir
lo con mayor claridad, ¿estaría, una teología del amor decidida a proceder sin
ontología, en una mejor posición de concluir un nuevo pacto con la razón occi
dental, tanto en el plano, por ejemplo, de la crítica que esta última ejerce en la
actualidad como en lo que concierne a sus afirmaciones totalizadoras o funda
cionales? Éste sería el caso si, alcanzando de nuevo a la filosofía en medio de su
crisis, la teología del amor inventara un nuevo modo de inculturación de la esfe
ra del pensamiento occidental, un nuevo pacto capaz de soportar la compara
ción con aquel que antaño el pensamiento formuló en apoyo de la conjunción
judeo-cristiana con el neoplatonismo helenístico y, luego, con el neoaristotelis-
mo medieval. Sin este pacto, declarándose totalmente ajeno al pensamiento grie
go -globalmente identificado con la metafísica del ser-, ¿no se «des-incultura-
lizaría» a sí mismo el pensamiento judeo-cristiano y consentiría en su
marginalización?
Para concluir, quisiera someter brevemente a consideración tres pregun
tas en respuesta a lo que ha sucedido a Éxodo 3, 14, durante esta aventura pos-
nitzscheana.
Primera pregunta: ¿ha eclipsado la teología del amor la sema hebraica —«Escu
cha, Israel: Yhwh, nuestro Dios sólo es Yhwh»-, muy cercana teológicamente a
nuestro versículo? No lo creo. Los esfuerzos de la teología cristiana por deshe-
lenizarse no pueden producirse sin una cierta «re-hebraización» de sus ideas. En
este sentido, la teología cristiana debe pasar de la proposición «Dios es uno» a la
proposición «Dios es amor». Una forma de hacerlo podría ser mostrar que
la declaración del Evangelio de Juan desarrolla, mediante los recursos de la metá
fora, la dialéctica y la narración, la proclamación del Éxodo y del Deuterono
mio43.
Segunda pregunta: ¿ha eliminado la exégesis de Éxodo 3, 14, siquiera a
nivel de significado textual, cualquier base para una posible conjunción entre el
'ehyeh hebreo, el einai griego y el esse latino? Tampoco lo creo. A las razones dadas
en la primera sección de este ensayo, que tienden a mantener el matiz sapiencial
de esta declaración, única en su forma en la Biblia, me gustaría añadir otra nue
va basada en la discusión anterior. ¿Por qué no formular la hipótesis de que el
‘e hyeh hebreo propone una «apertura de significado» que enriquece la ya amplia,
aunque culturalmente limitada, polisemia del verbo griego einai, que era lo úni
co de que se disponía durante el período de los LXX para traducir Éxodo 3, 14?
El ser, dice Aristóteles, se dice de muchas maneras. ¿Por qué no decir que los
hebreos pensaron el ser de una manera nueva?
Mi tercera pregunta nos devuelve al punto por donde empezamos. Si la tra
ducción debe tomarse como un caso particular de lectura, de recepción y, por lo
mismo, de interpretación de un texto, mi pregunta es la siguiente. ¿Podemos tra
ducir Éxodo 3, 14 sin recurso alguno al verbo ser, dejando incluso de lado toda
idea sobre la polisemia de este verbo, en el supuesto incluso de que esté incre
mentada por su uso hebreo? No lo creo. Las traducciones alternativas que se han
propuesto son en realidad paráfrasis, y hasta comentarios, que restauran el
contexto cultural, espiritual y teológico de este versículo y, de este modo, hacen
explícito lo que anteriormente llamé una apertura de significado producido por
Éxodo 3, 14. Esta apertura de significado nos obliga a pensar de otra manera
acerca del verbo ser, pero no nos obliga a eliminarlo de nuestra traducción. Ésta
es la conclusión a la que me han llevado las traducciones parafraseadas propuestas
por algunos pensadores judíos modernos, que escriben en alemán44. Estos auto
res han intentado partir de estructuras verbales alemanas, desconocidas en latín
y en las lenguas que derivan del latín. Hermann Cohén inició el camino usan
do la expresión d er Seiende, el que es, para subrayar el cambio del neutro a la pri

43. Véase Paul Ricoeur, «D’un Testament á l’autre: essai d’herméneutique biblique (de
“Je sui celui qui sui” á “Dieu est amour”)», en La mémoire et le temps: Mélatiges offerts a Pierre Bon-
nard, Labor et Fides, Ginebra 1991, p. 299-309.
44. Véase R. Goetschel, «Exode 3 , 14 dans la pensée juive allemande de la Premiére moi-
tié du XXéme siécle», en Celui qui est, p. 269-276. Rosenzweig, por ejemplo, se ocupó de Exodo
3, 14 en un ensayo escrito en 1929, titulado «Der Ewige». Su subtítulo, «Mendelssohn und der
Gottesname», ya es indicativo de su contenido (p. 270). (Este ensayo fue publicado en una colec
ción de escritos suyos titulada Die Schrifi, Fráncfort 1964). Mendelssohn encontró su heredero
en Hermann Cohén, que daría la señal del renacimiento de la filosofía judía con la publicación
postuma de su Religión der Vernunft aus den Quellen des Judentums, 1919 (reimpreso en Wiesba-
den 1978).
mera persona. Pero la expresión d er Seiende pertenece todavía al campo semán
tico de Sein, ser (y, de hecho, los griegos y los latinos ya se anticiparon a esta solu
ción diciendo ho ón y q u id est). Luego Mendelssohn propuso lo que he deno
minado una traducción parafrástica. Pero tampoco él no consiguió alejarse de
un vocabulario filosófico cuando escribía: das ew ige Wesen [el ser eterno], Franz
Rosenzweig fue más lejos al traducir nuestros versículos de la siguiente mane
ra: Ich w erd e dasein, ais d er ich dasein w erd e ... ICH BIN DA shick t m ich zu
eucb [Existiré como aquel que yo seré... YO EXISTO me envía a vosotros]45. De
modo que, ya no el Ser eterno, ni siquiera el existente {der Seiende), sino «lo que
es» (der Da-Seiende) presente al Dasein, [la existencia concreta] de los seres huma
nos46. Debemos respetar esta lucha por las palabras47. Pero las palabras alemanas
Da-Sein y Werden no suponen una ruptura total con el verbo Sein, sino más bien
otra extensión de su polisemia. De este modo, una lengua moderna intenta acer
carse lo más posible a la enigmática fórmula hebrea. ’Ehyeh ’a ser ’e hyeh continúa
dando que pensar dentro de los límites de toda traducción48.

45. Rosenzweig, Die Schriji, p. 37.


46. «Está claro», declara Rosenzweig, «que, dada su condición de esclavos, los sufridos hebre
os no esperaron a la lectura ex cathedra de Moisés sobre la existencia necesaria de Dios. Sentían
la necesidad, igual que su líder dubitativo, de que se les garantizara que Dios estaba cerca de ellos.
A diferencia de Moisés, que consiguió esta garantía de la misma boca de Dios, necesitaban cierta
forma de confirmar el origen divino de esta garantía, mediante una clarificación de la oscuridad
del antiguo nombre divino» (citado por Goetschel, p. 174, «Exode 3, 14, dans la pensée juive alle-
mande de la Premiére moitié du XXéme siécle», p. 272.
47. Es preciso también observar la traducción del hebreo ’aser por «ais der», que da un sen
tido explicativo a la reduplicación del verbo. «Como aquel que siempre estará allí, así estaré yo
siempre presente», comenta Martin Buber, Konigtum Gottes, Heidelberg 1956, p. 69, citado por
Goetschel, «Exode 3, 14 dans la pensée juive allemande de la Premiére moitié du XXéme siécle»,
p. 274.
48. Así llegamos a la traducción más convincente de los exegetas contemporáneos, en
particular a la de Harmut Gese, en «Der Ñame Gott im Alten Testament» (ya citada por André
LaCocque): ich erweise mich, ais der ich mich erweisen werde, ich hin, ais der ich erweisen werde (me
muestro como aquel que me mostraré; soy como aquél que me mostraré).
Génesis 44
UN RELATO ANCESTRAL: LA HISTORIA DE JOSÉ

ANDRÉ LACOCQUE

«... Quede tu siervo como esclavo de mi señor en vez del muchacho»


Génesis 44, 33

Si hemos de confiar en los modernos sociólogos de la Biblia, Israel fue des


de sus comienzos un movimiento revolucionario. Nació de un levantamiento
contra los dominadores de las ciudades-estado cananeas. Curiosamente, en el
otro extremo cronológico, las Escrituras hebreas acaban en el período del Segun
do Templo con toda una corriente de literatura subversiva. También entonces
algunos, en Israel, juzgaron necesario enfrentarse al autoritarismo del establish-
m ent, esta vez el suyo propio.
Entre estos dos extremos, la mentalidad israelita permaneció notable
mente consistente. Verdad es que, tras un período relativamente largo, durante
el cual se mantuvo vivo el ideal de libertad frente a la tiranía de la monarquía
sagrada, Israel por cuenta propia instituyó la monarquía como forma de gobier
no. Pero tan pronto como hubo un rey en Israel, hubo también un profeta dis
puesto a censurarle. La presencia profética es una espina permanente clavada en
el costado del establishment. El profeta es el perro guardián que se asegura de que
la institución siga siendo justa y humana, esto es, un medio para un fin más
que un fin en sí mismo.
Desde esta perspectiva, la historia del patriarca José se construye sobre dos
ejes: el familiar y el político. Es un relato multidimensional que muestra ele
mentos psicológicos, sociológicos y folclóricos, y también teológicos. De hecho,
las complejas relaciones biográficas entre Jacob y José, así como entre José y
sus hermanos, son una prueba de fuego del ejercicio del poder político en un
momento determinado de la historia de Israel. Está en juego este ejercicio del
poder y que sea consistente con el ideal de la nación, tal como se expresa en los
documentos de sus opciones existenciales primitivas. Para Claus Westermann,
una historia familiar (Génesis 37; 42-45) se convierte, en los capítulos 39-413
en una historia política. La primera refleja el Israel nómada; la segunda, los tiem
pos de Salomón (véase capítulos 37-38). La historia de José tomada en con
junto sirve como transición literaria entre ambas eras. Muestra un Dios pro
tector y «activo», cómodo en medio del desarrollo nacional del grupo, como lo
era en su estadio tribal.
Claramente, el planteamiento de Westermann depende de la pertenencia
de la historia de José a J y de la fecha de esa fuente literaria considerada por lo ge
neral temprana. Pero esta premisa es hoy severamente criticada. Además, es du
doso que podamos trocear el relato en capas. Los capítulos 39-41 (la «historia po
lítica») son, paraGeorge Coats, por ejemplo, una simple digresión'. Es preferible,
creo yo, tomar con reservas algunos de los supuestos de Westermann, como por
ejemplo: la atribución de la narración a J; una datación temprana, en tiempos de
David-Salomón2; la ensambladura de dos tendencias distintas en la historia. El
relato, excepto el capítulo 393, es más consistente de lo que creía Westermann.
Pero es, como dije antes, multidimensional. A un primer nivel, tiene pretensiones
políticas. A un segundo nivel, sin embargo, dejamos la política y avanzamos a lo
sociológico y lo psicológico. Se transpira, en los textos, un aspecto particular de la
relación padre-hijo, que demanda juicio y valoración. A ese respecto, el lector se
sorprende sobre todo al descubrir cuán desapasionado es el documento. Las rela
ciones entre generaciones se relatan simplemente con aparente objetividad e indi
ferencia moral. En esto no se aleja de la línea de los relatos patriarcales en general,
conocidos por su forma concentrada y el carácter «realista» de su estilo. El rapto
de Diná, por ejemplo, se relata concisamente en Génesis 34 y con una casi ausen
cia de sentimientos. La sobriedad de la composición refleja también lo que parece
ser una notable falta de sentimientos humanos en Jacob, padre de Diná, a menos
que se la entienda como una silenciosa condenación de la falta de control de sus
hijos4. En este capítulo dedicado al género narrativo, quiero abordar este aspecto
de las relaciones de familia; la relación padre-hijo, en particular.
El relato de José no es historia, aunque parece una historia. De hecho, per
tenece al folclor. Como es normal en un relato que emana de una sociedad ances
tral, hay aquí una considerable tensión entre la estabilidad de un marco tradi
cional y la libertad del poeta como autor. El resultado es reparadoramente creativo
y adecuadamente artístico. Como dice Robert Alter, «el artista, de hecho, podría
definirse como una persona a la que le encanta experimentar nuevas posibili
dades dentro del marco de las limitaciones formales»5.

1. George Coats, From Canaan to Egypt: Structural and Theological Context for the Joseph
Story, Catholic Biblical Quarterly Monograph Series 4, Washington DC 1976.
2. Véase también Gerhard von Rad, The Problem o f the Hexateuch and Other Essays, trad.
por E. W. Trueman, McGraw-Hill, Nueva York 1966, p. 295.
3. Y, evidentemente, capítulo 38, insertado en la historia de José por razones específicas.
4. Incluso hoy día los intérpretes no tienen claro qué hacer con este texto. Cf. Meir Stern-
berg, The Poetics of Biblical Narrative, Indiana University Press, Bloomington 1985, y la reseña
crítica de Naomi Segal en Vetus Testamentum, 38 (1988) 243-249.
5. Robert Alter, The Art of Biblical Poetry, Basic Books, Nueva York 1985.
Es de la máxima importancia comprobar que el relato refleja la cultura en
cuyo seno surgió y que, por lo menos en parte, expresa el punto de vista de
esta misma cultura. La novela de José sitúa la historia principalmente en Egip
to y el autor exhibe cierto conocimiento de este país y de sus costumbres. El pro
blema para el crítico, por tanto, está en enjuiciar la profundidad de la familia
ridad del poeta con el supuesto marco y a qué período egipcio puede estar
refiriéndose. Donald Redford ha investigado a fondo esta cuestión6. Sus con
clusiones son que la novela de José es una composición tardía. El retrato que
hace de Egipto refleja el período saíta o un período posterior (siglos vil a V a.C.),
hecho que parece estar confirmado, según sus cálculos, por la presencia en la his
toria de unos cincuenta términos de la época del exilio o del posexilio. Particu
lar importancia tiene comprobar que, en contraste con otras historias patriarca
les, tenemos aquí un solo autor (aunque a uno sumamente versátil), que usa
no sólo medios literarios, como el suspense y el pathos, sino que revive también
ocasionalmente tradiciones anteriores (véase, por ejemplo, capitulo 39)7. La vir
tualmente total ausencia de un eco en la tradición israelita relativo a la historia
de José apunta en la misma dirección, pues cabalmente puede ser entendida
como un indicio de que la historia no existía antes del exilio en Babilonia8. Red
ford propone una época de composición entre los años 650 y 425, esto es, una
época en que la diáspora judía era ya importante, tanto hacia el este como hacia
el oeste. Esto no quiere decir que la novela naciera necesariamente fuera de Pales
tina, sino sólo que su ethos general corresponde a la mentalidad de la diáspora.
La historia de José muestra todas las características de las D iasporanovelle,
como Ester, Daniel o Judit, todas las cuales describen una situación tensa que
padecen los judíos en tierra extraña. En Egipto, José es un esclavo, arrojado a
la mazmorra tras sufrir los abusos de la mujer de su amo, o relegado al olvido
por los compañeros de prisión después de su liberación. Incluso cuando su for
tuna toma mejor rumbo, José debe, igual que otros héroes en este género lite
rario, usar dos nombres, mostrar dos caras, tener dos órdenes de vida, vestir dos

6. Donald B. Redford, A Study o f the Biblical Story ofjoseph (Genesis 37-50), Brill,
Leiden 1970.
7- Este capítulo puede ser una interpolación del relato, solución con la que está de acuer
do Redford, pero que Claus Westermann rechaza; cf. su Genesis 37-50: A Commentary, trad. por
JohnJ. Scullion, Augsburg, Minneápolis 1986.
8. Hay que poner aparte, a decir verdad, los textos en que «José» es el antepasado epónimo
del Reino del Norte, como Deuteronomio 27, 12; 33, 13,16; Amos 5, 15; 6, 6; Ezequiel 37, 16;
1 Crónicas 5, 2. James Kugel escribe: «El forzoso alejamiento de José de su patria resonaba a los
oídos de los judíos igual que su propia experiencia de la cautividad y el exilio en Babilonia».
Para Kugel, las antiguas historias eran de nuevo leídas por esta época. Sin embargo, Crónicas omi
te esta historia, quizás porque es una historia del exilio. Hay que esperar hasta la literatura «inter
testamentaria» para una «rehabilitación» de José. James Kugel, In Potiphar’s House, Harper, San
Francisco 1990, p. 18.
tipos de prendas, comer en dos mesas, mantener dos discursos, vivir al filo de
dos mundos9. El inesperado resultado de esta difícil situación es que, pese a estas
penalidades, judíos exiliados llegaban a ser primeros ministros, visires o reinas.
Su decisión de confiar en Dios como única salvación acaba por hacerlos, a su
vez, salvadores de judíos y de no judíos por igual. Por esto los egipcios iban a
José y reconocían que él les había salvado la vida (Génesis 47); de modo pare
cido, en el libro de Ester, nos encontramos con la sorprendente nota de que los
habitantes de Susa se regocijaban junto con los judíos por la «entronización»
de Mardoqueo (8, 15) y que muchos persas hasta se hicieron judíos en aquella
ocasión (8, 17). Juntando estos textos se consigue esclarecer mejor la época rela
tiva que corresponde a cada uno. Westermann, que fecha la historia de José en
los días de Salomón, observa la prosperidad de los paganos «por causa de José»
y añade: «Esto ocurre de nuevo sólo después del colapso del Estado de Israel:
“Buscad el bienestar de la ciudad adonde os he deportado y rogad al Señor por
ella”» (Jeremías 29, 7)»10.
Como D iasporanovelle" , la historia de José pertenece al posexilio. La prue
ba fundamental de esta cronología y origen es la teología del relato. En fuerte
contraste con las anteriores sagas sobre los patriarcas, que son creaciones colec
tivas (cf. Gunkel), la distinción es clara porque, como mencioné anteriormente,
el responsable del núcleo de la historia de José es un autor solo. Es también dig
no de notarse que la novela no muestra preocupación alguna por la alianza con
Dios o por su promesa de descendencia y tierra. La ausencia del tetragrámaton
(excepto en el capítulo 39)12 encaja bien con esta situación. En cambio se usa
«Elohim», pero sólo en discursos directos y nunca para insinuar una interven
ción divina entre bastidores. La circunspección del documento casa con lo que
vemos en otras partes en novelas de este tipo. Es en realidad característico de este
género literario que se centre en los acontecimientos mismos, mostrando sus
efectos sobre una persona o grupo. Tiende a presentar las circunstancias como
debidas al azar o al destino (cf. Rut 2, 3; Ester 6, 1-9). La «serendipia» gobier
na cada vuelta de la trama. Como escribe E. K. Bennett, «el efecto del impacto
de los acontecimientos sobre la persona o grupo de personas es la revelación de
cualidades latentes, que pueden haber estado presentes en ellos sin saberlo, por

9. Véase Génesis 41, 45; 42; 43, 32; etc.


10. Westermann, Genesis 37-50, p. 69.
11. Esta nomenclatura se usa con plena conciencia de su valor relativo. Dorothy Irvin tie
ne razón al recordarnos que, llamar a un relato «saga, mito, épica, leyenda, novelle o stam m essage,
... puede ser algo arbitrario, porque no está claro a qué características antiguas remiten las etiquetas
modernas». Véase «The Joseph and Moses Stories», en Israelite a n d Ju d a ea n History, ed. por J.
H. Hayes y j . M. Miller, Westminster, Filadelfia 1977, p. 184.
12. El uso del tetragrámaton aquí viene de una intervención editorial en la historia. La
intención fue, a las claras, unir la historia de José con las sagas patriarcales.
que el acontecimiento se usa como el ácido que separa y revela las diversas cua
lidades de la persona o personas que se investigan»13. Esta descripción aplica bien
a la personalidad evolutiva de José.
El hecho de datar la novela de José en la época posterior al exilio o en el
período del Segundo Templo explica una serie de rasgos que, de otro modo, que
darían por resolver. Durante el exilio en Babilonia, verdadera línea divisoria que
separa su historia en dos unidades distintas, cambió la visión de Israel; la vida
fue vista en términos de un aura bastante menos sacra. El colapso de las insti
tuciones que mantenían y ponían de relieve el carácter sagrado de la historia y
de la existencia diaria caló en lo profundo de los ánimos. La teología atravesó
una transformación profunda y se expresaba con mayores matices, pues las cir
cunstancias no favorecían imaginar intervenciones epifánicas de Dios en la his
toria nacional o en la rutina individual. Más bien había que descubrir a Dios en
los acontecimientos en forma de Providencia. Concomitantemente, se produjo
una minimización de la alianza particular con solo Israel.
Como podía esperarse, una revisión así implicaba mayor apertura hacia los
no judíos, hasta el punto de implicar que, en ocasiones, podían ellos ser teoló
gicamente más sutiles que los mismos israelitas. Éste es claramente el caso en el
siglo III del libro de Jonás14, como lo es también de las historias cortas más tar
días de la primera parte de Daniel (capítulos 1-6). La novela de José no es tan
tardía, pero a los egipcios ya se les ve aquí en ocasiones bajo una luz favorable
(véase Génesis 41, 38-40; 43, 23), y no parece que haya reparo alguno en casar
a José con una princesa egipcia, hija de un sacerdote «pagano» (Génesis 41, 50).
Egipto celebra la llegada de José y, más tarde, la de toda su tribu. En Génesis 48,
1-20, Jacob como abuelo de Efraím y de Manasés adopta y legitima los hijos
nacidos de una madre extranjera15. Además, hay un cambio definitivamente iró
nico al establecer (en Génesis 43, 32) que los egipcios no podían comer con
los judíos. Esperaríamos encontrarnos con la afirmación opuesta y J. A. Soggin
entiende que el texto refleja las leyes dietéticas judías más tardías16. A mi enten
der, se equivoca en este punto. La redacción de Génesis 43, 32 es un elemento
más en una lista que apunta no sólo hacia una fecha posterior para la novela,
sino también a una posible incitación de la «ortodoxia» de Jerusalén. Es, en rea
lidad, un rasgo sorprendente de la historia que se juzgue tan negativamente a los

13. E. K. Bennett, A History o f the Germán Novelle from Goethe to Thomas Mann, Cam
bridge University Press, Cambridge 1934, p. 18-19.
14. Sobre la fecha tardía del libro de Jonás, véase André y Pierre-E. LaCocque, Jonah, A
Psycho-Religious Approach to the Prophet, University of South Carolina Press, Columbia 1990.
15. En la historia de José y Asenat, del siglo I de nuestra era, los nacimientos de Efraím y
Manasés provocan un escándalo.
16. J. A. Soggin, «Notes on the Joseph Story», en Understanding Poets and Prophets: Essays
in Honor of George Wishart Anderson, ed. por A. G. Auld, JSOT Press, Sheffield 1993, p. 336-349.
hermanos de José, y especialmente a Judá, que es quien toma la voz cantante en
la venta del muchacho como esclavo a los mercaderes (Génesis 37, 26s). Tho-
mas Rómer destaca este aspecto. Intencionadamente añade que el matrimonio
egipcio de José (41, 50-52) va contra la política de Esdras (Esdras 10)17.
Situar a «José» entre otras formas maduras de historias cortas y novelas nos
ayuda a apreciar mejor la importancia de estos relatos de las actos de salvación
del cortesano mediante un gobierno prudente. Quienes están bajo su jurisdic
ción son bendecidos, primero los judíos, pero también los persas en la historia
de Ester, los ninivitas en Jonás, los reyes y el pueblo de Babilonia en Daniel,
los egipcios en José. W. L. Humphreys tiene razón al señalar que «las intencio
nes y las obras humanas se ven envueltas en cada vez más amplios contextos de
voluntad y designio»18.
El joven José puede clasificarse entre aquellos que Susan Niditch llama
los «perdedores»19. Contada en pocas palabras, la historia va de alguien que, pese
a tener que enfrentarse a unos avatares imposibles, consigue de algún modo
llevar a cabo grandes designios. De algún modo, es éste un rasgo «de familia».
Antes que su hijo, Jacob había vivido también unos comienzos muy modestos
como expatriado que alquilaba sus servicios. También él tuvo que ascender has
ta la cima de la escala social pasando «de los harapos a la riqueza». Pero en esto
hay ya una gran diferencia entre padre e hijo. El destino de Jacob cuadra con la
pauta folclórica según la cual el perdedor se convierte a menudo en un embau
cador. Cambia o resuelve un problema mediante la astucia. Y, por un momen
to, esto es precisamente lo que cabría esperar de José. El lector podía conjeturar,
por los sueños del muchacho, que su intención era ayudar de alguna manera al
giro favorable de la rueda de la fortuna. Pero, para sorpresa nuestra, José no es
un embaucador. Más bien, se le considera prudente. Cierto, sus acciones no están
siempre a la altura de lo que cabe esperar de la sabiduría, pero su actitud supo
ne, no obstante, un progresión moderada y prudente en la vida. «El embauca
dor», dice Niditch, «ve a Dios cara a cara, mientras que el héroe prudente reci
be sus mensajes a través de sueños simbólicos»20. Esto define bien los caracteres
opuestos de Jacob y José. Este último, inicialmente por lo menos, relata sueños
increíblemente ofensivos para aquellos de quienes podía esperar lo peor. Tanta
ingenuidad por su parte debe ser entendida probablemente como una ausencia
total, no sólo de imaginación -¡grave defecto en un sabio!- sino también de segu
ridad en sí mismo. En fuerte contraste con la astucia natural de su padre, no se

17. Thomas Romer, «Le cycle de Joseph», en Fot et Vie, 86, 3 (1987) 3-15.
18. W. Lee Humphreys, Joseph and His Familiy: A Literary Study, University of South Caro
lina Press, Columbia 1988, p. 124; cf. p. 130.
19. Susan Niditch, Underdogs and Tricksters: A Prelude to Biblical Folklore, Harper and Row,
San Francisco 1987.
70 Thídem. n. 106.
le ocurre que puede colaborar y trabajar para que sus sueños se realicen. Es
precisamente esta ausencia de agresividad por parte suya lo que le impide ver
ofensa alguna en sus revelaciones. ¿Por qué enojarse por algo que no está some
tido a control? ¿Por qué sus padres y sus hermanos habían de guardarle rencor
si él no era responsable de lo que había soñado y no tenía intención alguna de
hacer nada para que se hicieran realidad los sueños? Para él, los sueños iban a
cumplirse por sí solos, sin que tuviera que poner esfuerzo alguno por su parte.
Sus padres y sus hermanos no habían de mostrarle resentimiento por aquel asun
to. Porque José no es un embaucador; si es algo, es que es un simple. A sus
hermanos, sin embargo, les ofende profundamente ese dudoso aspecto quietis-
ta del hermano menor. No tienen su mismo aire pacifista y lo van a demostrar.
Recurren al engaño y a lo peor para contrarrestar lo que ellos interpretan como
una conspiración. Pero, si José es diferente de su padre, ¿no lo son mucho más
sus hermanos? El matiz es importante, pues, por fraudulentos que puedan ser,
ninguno de ellos está hecho de la misma madera que su padre. Confabulan igual
como hizo él en su momento, pero no miran a Dios cara a cara ni de ninguna
otra manera. Su audacia radica en hundirse en lo más profundo de la maldad,
a todo un abismo de distancia de los desafíos de Jacob a los hombres y a Dios
por igual.
En suma, la trama de la historia cuenta los complicados movimientos
que distintos actores llevan a cabo para hacerse con el poder. Algunos no retro
cederán ante nada para tomar su destino en sus propias manos, incluso si esto
significa simultáneamente eliminar la vida de su hermano. José continuará cami
nando por la existencia como en sueños, hasta que la brutal realidad le vuelva
en sí y le enseñe la lección de la vida. Tras esto, su personalidad será muy dis
tinta. Cierto, quedan todavía huellas persistentes de su pasividad en el José de
Egipto, pero también él, él más que todos los demás juntos, tendrá que vérse-
las finalmente con el poder y accederá a la autoridad suprema.
De modo que el núcleo de esta saga familiar es la consecución del poder.
Alcanzar el poder, claro está, puede hacerse de varias maneras. Pero en esta histo
ria cuenta invariablemente convertirse en el favorito de una figura importante
del poder: el padre, el jefe de la guardia, o el faraón de Egipto. Los medios de sa
tisfacer estas ambiciones comprenden un amplio abanico de posibilidades, de la
jactancia al asesinato, pasando por la envidia, la esclavitud, el engaño, la cruel
dad parricida, la insensibilidad moral, la indiferencia a los sentimientos básicos
de los demás, la absoluta aridez moral y otras manifestaciones del mal que provo
can el eclipse de Dios, pero también sabiduría, determinación y firmeza.
Dejando para un momento posterior otras reflexiones sobre el contraste
entre José y su padre Jacob, podemos observar ya ahora que José nunca resulta
agraciado con una teofanía. No hay en el relato ninguna visión de un axis m un-
d i que una el cielo con la tierra, para recordar sólo la experiencia de Jacob. En
Génesis 28, el padre de José se asoma, por así decir, a otro mundo; cruza la fron
tera que separa los cielos de la tierra y vuelve de este rapto totalmente transfor
mado. No pasa esto con José. Para él, Dios sólo está más o menos presente, más
o menos ausente, como toca a un hombre bastante corriente y sin apariencia
alguna extraordinaria en su conducta. Que la ausencia aquí de teofanía o hasta
de un discurso divino directo no se debe a algo accidental o a la preferencia esti
lística de su autor, diferente de la del que escribiera la saga de Jacob, se demues
tra por Génesis 46. Pues aquí hay una teofanía, pero es en beneficio de Jacob,
no de José, el cual, a manera de contrapunto, es mencionado en el discurso di
vino como un mero instrumento. Él habrá de cerrar los ojos de su padre cuan
do llegue el día. Como dice acertadamente Niditch, «un estudio de tipología
se convierte en un estudio de teología comparada»21.
La teofanía ha cedido el puesto a una revelación divina más indirecta: las
«visiones nocturnas». Los sueños desempeñan un papel central en la historia.
Igual que los ángeles en relatos similares, los sueños representan anfibológica
mente la cercanía de Dios -pero como «a través de un espejo oscuro»—y la
lejanía de Dios, aunque a corta distancia, como en el caso de la literatura sapien
cial en general. Aquí, a los sueños se les reconoce como vehículos bona fid e de la
voluntad divina (véase 40, 8; 41, 15-16,25,32). En contraposición a esto, sin
embargo, esa confianza en su valor mántico es puesta en cuestión por varios tex
tos que expresan un claro escepticismo (véase Deuteronomio 13, 2; Zacarías 10,
2; Eclesiástico 34, 1-8). Pero, hay que recordarlo, la tendencia en los escritos pos
teriores es a quitar importancia a los diálogos divinos directos con los seres huma
nos. Las alocuciones directas de Dios ceden el paso a las revelaciones soñadas
(compárese, por ejemplo, Jubileos 14, 1 con Génesis 15, 1). En este punto, el
enfoque israelita entra en íntima relación con la literatura del antiguo Oriente
próximo, en la que, en realidad, lo divino prefiere acercarse a tavés de un medio
onírico. Pero la analogía termina aquí, pues, en oposición a la literatura egipcia,
por ejemplo, en la que los sueños se presentan como revelaciones claras, en la
historia de José lo sueños requieren una interpretación autorizada (como suce
de a menudo en la Biblia, véase Jueces 7, 13-14; Daniel 2, ls; Ester 11, 5-
11)22. En el presente estudio, tengo menos interés en la cualidad predictiva de

21. Ibídem, p. 148.


22. Digno de notarse es el uso del verbo p t r y del nombre p itaron para hablar de la inter
pretación de los sueños. Esto sólo ocurre en la historia dejóse (40, 8,16,22; 41, 8,12,13,15; 45,
5,8,12, 18; 41, 11) y en el libro de Daniel (con la forma arameapsr, 2, 4-7,9,16,24-26,30,36,45;
4, 3s,6,15s,21; 5, 7s,12,15-17,26; 7, 16). Igual sucede con el hebreo y el arameo posbíblicos (cf.
D. B. Redford, The B iblical Story o f Joseph, p. 58). Otro paralelo entre José y Daniel es el nota
ble rasgo, común a ambos, de que lo que el intérprete judío revela al monarca pagano es simple
mente la proyección en la pantalla de «su espíritu» (Daniel 2, 1,3) de lo que este último tiene en
«el corazón» (Daniel 2, 30). Por ello el sueño cae de su mágico pedestal.
los sueños que en lo que revelan sus pautas acerca del carácter de quien los sue
ña y de su relación con los demás.
No es superfluo, llegados a este punto, insistir de nuevo en la pasividad ini
cial de José. De hecho, es un rasgo sorprendente de la novela, y más parece que
los acontecimientos lleven al personaje de José que no que éste se mueva libre
mente por entre ellos. En este sentido, José es más un soñador que un actor.
En cierto momento de su vida, sin embargo, su pericia en soñar y en interpre
tar sueños lo elevará hasta la cima del poder. Es exactamente donde el relato pone
el punto álgido de la vida de José. A partir de ahí, aquel muchacho tranquilo
sufre de repente una especie de metamorfosis y muestra estar en condiciones
de llevar a cabo su tarea. Cierto, la tarea le ha sido dictada de alguna manera por
las metáforas del Faraón, pero, más allá de esta «manipulación», está claro que
el texto quiere mostrar el paso en el joven de la potencialidad a la actualidad. Se
produce entonces una interesante evolución en José en lo que se refiere a la toma
de decisiones y a su forma de actuar. Es máximo el contraste con los primeros
comienzos, cuando las opciones eran tan sorprendentemente circunstanciales
que arrastraban al «héroe», por así decir, a capricho de la rueda fortuna que lo
subía y bajaba entre resonantes éxitos y deprimentes fracasos. En el episodio con
la mujer de Putifar, por ejemplo, no sólo observamos en José ausencia de ini
ciativa, sino que no opone otra resistencia a la agresividad de la mujer que la hui
da sin honor, si no sin conciencia. En realidad, no es poco lo que consigue esta
novela al tratar al personaje central, así como a otros más secundarios, de un
modo dinámico, mostrando de qué manera pueden cambiar sus mentalidades
con el paso de los años y de qué manera la debilidad juvenil puede superarse por
una capacidad de decidir madura. Esta capacidad, ciertamente, no borra el pasa
do, pero le otorga un significado enteramente nuevo (véase Génesis 45, 5s, y en
especial el texto central de 45, 8)23.
La transformación revela antiguas potencialidades. José no podía conver
tirse en un hombre de Estado dinámico - y hasta cierto punto maquiavélico-24,
a menos que dispusiera ya de esa capacidad. Ahora queda claro que en un
principio la reprimía y escondía tras su aire bonachón. Con percepción retros
pectiva, es posible que al soñar sus sueños José no fuera tan pasivo como di
mos a entender al principio. A decir verdad, la actitud del joven José era más
bien la de una total negación de responsabilidad respecto de sus visiones de
engrandecimiento, pero vistas las cosas retrospectivamente, de la manera como

23. La evolución de los personajes en el transcurso de la narración es una particularidad de


la novela, en contraste con la «historia corta», por ejemplo, en la que los personajes son al final
como eran al comienzo. Cf. Humphreys, Joseph a n d His Familiy: A Literary Study, p. 184s: José se
convierte en modelo de cortesanos, tema propio de la literatura sapiencial.
24. Véase la terrible evolución en Génesis 47, 13s.
decide tratar a sus hermanos cuando bajan a Egipto, tendemos a concluir que
nos encontramos ante un hombre que controlaba perfectamente sus senti
mientos, o que era capaz de negarlos todos de golpe, dando prioridad a otros
impulsos internos considerados más importantes. Entre éstos, sin duda algu
na, está la voluntad de conseguir un status, la voluntad de poder. Por ello, más
tarde, no permite que las emociones naturales a la vista de sus hermanos y es
cuchando lo que tienen ellos que contarle sobre su padre y su hermano menor,
a quien nunca o apenas había conocido, se interfieran con sus planes de ven
ganza. No se para en barras en su intento de manipular a aquellos necios in
justos. La influencia de la literatura sapiencial se hace de nuevo patente. La
glorificación del autocontrol del sabio es un motivo familiar, y los relatos del
cortesano sabio se complacen en mostrar que el ingenio de sus héroes llena de
confusión a aquellos que se confabularon en su contra. Basta recordar las his
torias de Ester o de Ajicar.
Desde esra perspectiva debemos, p u es, leer Génesis 47. Moralmente, este
capítulo es chocante. Pero es a todas luces aceptable, desde el punto de vista
sapiencial, expoliar a Egipto entero para llenar las arcas del Faraón y dar así
una prueba evidente del total compromiso de José con la persona de su señor25.
Además, el capítulo es claramente etiológico. Aporta una halagüeña explicación
a los israelitas, asombrados como debían estar por lo que veían suceder en el veci
no Egipto, del sometimiento de sus habitantes al todopoderoso Faraón, único
propietario de tierras y almas. Al hacerlo, la historia mataba dos pájaros de un
solo tiro. No podía sino hacer sonreír a la audiencia de israelitas amantes de la
libertad, y atribuía a un antepasado suyo el haber mantenido en vida a israelitas
y egipcios en los tiempos que contaba la historia. Además, ¿acaso no recono
cieron los mismos egipcios su deuda con el sabio visir del Faraón?26 Como vere

25. Frank Crüsemann defiendj la tesis de que el relato de José fue escrito en tiempos de
Salomón para exaltar la monarquía como forma de gobierno. La lección de la historia es que la
monarquía es la única condición para la reconciliación nacional. En Génesis 47, el uso que ella
puede hacer de la coerción es la única manera de evitar la hambruna (cf. 41, 34s). La política a
largo plazo (Vorratspolitik) es lo que legitima el poder de José. Es un salvador de la vida (45, 5,11;
50, 21). Der Widerstandgegen das Kdnigtum: Die antikoniglichen Texte des Alten Testaments undder
Kampfum den frühen israelitischen Staat, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1978, p. 148;
la tesis de Crüsemann queda clara ya en el mismo título de esta sección del libro (p. 143): «La his
toria de la legitimación emprendida por José de una autoridad administrativa y de una política
real de impuestos». En relación con esto, podemos recordar las condiciones realmente duras que
prevalecían en la Jerusalén de la «restauración» del siglo VI.
26. Génesis 47, 25: «¡Tú nos has salvado la vida!». En 47, 1-12 y 13-26 hay un contra
punto. Mientras Egipto es esclavizado por el Faraón para poder sobrevivir, del bienestar de los
hebreos se cuida el mismo Faraón (pero sabemos que serán esclavos en Egipto). Todo muy lleno
de ironía. «La familia de uno que llegó a Egipto como esclavo se ha convertido en una comuni
dad independiente que posee tierras, mientras que los egipcios nativos se han convertido en escla
vos sin tierra (47, 13-27)»: en Thomas W. Mann, The Book ofthe Torah, John Knox, Atlanta 1988,
mos, encaja con el género de la novela presentar al héroe como un personaje pro_
videncial, no sólo para su propia gente, sino también para la nación anfitriona,
en cuyo seno transcurre la acción.
Porque la historia de José es una historia de salvación. Es también un ten
so drama entre padre e hijo y entre hermanos, y es difícil encontrarle un equi
valente en el mundo antiguo, aunque la estructura narrativa como tal no care
ce de varios paralelos. Como insinuamos anteriormente, el relato se desarrolla
tanto en el plano familiar como en el político. En ambos planos también habrá
salvación. Se contempla en primer lugar, siguiendo el orden y la intención de
la historia, el primero de estos niveles. Génesis 37 sitúa la escena establecien
do la preferencia irracional de Jacob por José por encima de todos los demás
hijos. A imagen y semejanza de esta primera y primordial paradoja, toda la his
toria está llena de tensas ambigüedades y entretejida de extremos que coexisten
incómodamente. La reacción del padre ante los alardes de su hijo es en sí mis
ma una mezcla de reprobación y orgullo. Regaña a José, pero entendemos que
en su corazón también acaricia las bravatas del hijo (37,11). José siente poca
inclinación para con sus hermanos, pero se desvive (Génesis 37, 14b, 17) por
saber si están bien (37, 13, 16...). Estos otros hijos de Jacob son presentados pri
mero como una mezcla de hombres viciosos, crueles y sanguinarios, que luego
parecen sencillos, simples y despistados. La tensión se mantiene del principio al
final en la novela, porque, tras ser vendido como esclavo a mercaderes de escla
vos, todo el mundo piensa que José ha muerto, cuando en realidad está sano y
salvo. Hay ironía, hasta humor negro, en que Jacob llore la muerte del mucha
cho, cuando en verdad no tendría que llorar, sino estar contento.
Está claro para cualquier lector de la novela que la relación entre padre e
hijo es sumamente insana y extraordinariamente injusta. Jacob proyecta sobre
sus hijos la escisión maniquea que descubre dentro de sí. Uno de los hijos es
totalmente bueno y los demás absolutamente malos27. Hasta el final, la perso
nalidad de Jacob parece un campo de batalla en el que lo mejor y lo peor se adhie
ren uno al otro de un modo indeciso en un mortal abrazo. Jacob es el hombre

p. 76. Crusemann (D er W iderstand gegen das K dnigtum , p. 149) parece insensible a la ironía del
texto. Traza un paralelo con el texto de 1 Samuel 8, 17, ¡una correlación a la que tampoco le fal
ta su ironía! De hecho, los egipcios fueron hechos esclavos del Faraón en el más crudo sentido del
término. Deberíamos contrastar esto con el capítulo 50, donde los hermanos se proclaman
esclavos de José. Pero el término se rechaza con todas sus connotaciones, porque José no es Dios
(50, 19). ¿No significará esto por implicación que el Faraón se atribuía una divinidad que solo
pertenece a Yhwh? Génesis 47 y 50 no están en paralelo, sino en oposición (con la venia de
Crüsemann).
27. Véase la terrible acusación dirigida a diez de sus hijos por Jacob en Génesis 42, 36: «¡Vais
a dejarme sin hijos!». Esto le recuerda a Westermann ( Genesis 37-50, p. 113) los oráculos de lamen
tación de algunos profetas, por ejemplo, Oseas, 9, 12.
de la ambigüedad. Aquí nos acercamos tanto a su alma como pudimos hacerlo
en el episodio del vado del Yabboq (Génesis 32).
De modo parecido, hay ironía en el destino como de montaña rusa de José,
que empezó la vida con la convicción de ser inmune ante las enfermedades que
por lo común asuelan al resto de la humanidad. Pasa del éxito al deprimente
abandono, del olvido de todos a la fama, y de la fama de nuevo al abismo para
conseguir, al fin, las alturas. En concordancia, hasta la presencia y la acción de
Dios se vuelven sumamente ambiguas. Cierto, se nos dice en ocasiones que «el
Señor estaba con José» (39, 2,21), pero estas declaraciones son notablemente
raras y pertenecen todas a un mismo capítulo, de modo que surge la sospecha
en el lector de que se trata probablemente de piadosos añadidos a un relato
por lo demás intencionadamente «laico»28. Estos terribles altibajos de la vida de
José, estos ascensos y descensos, esas humillaciones y glorificaciones son, hablan
do en general, una característica del mito. Gran parte de la fuerza de la historia
reside en la empatia humana profundamente arraigada que el lector siente vis
a-vis de un hombre descrito sin complacencia por el autor, pero que pasa por las
vicisitudes de la vida como a través del crisol purificador de los ritos de paso de
una iniciación.
La historia acentúa que la presencia de Dios para José está mediada por el
patriarca Jacob/Israel. En ausencia de su padre, José en Egipto vive con sólo una
débil y oscura presencia divina. Sólo cuando Jacob está a punto de bajar de nue
vo a Egipto para reunirse con su hijo, hay una multiplicación de referencias a
Dios por parte de José (45, 4-8; 50, 15-20). E. M. McGuire ha puesto de relie
ve esta indisolubilidad de personajes entre Dios y el padre para José. Dice que
José «se adhiere, firme y afablemente, al dictamen tanto del padre como de Dios
en cuestiones de autoridad, precedencia e interpretaciones definitivas»29.
En este sentido, la afirmación teológica de Génesis 39, 1-5 desarrolla un
punto de vista estrictamente de autor. Antes de que pueda decirse con este capí
tulo que «el Señor estaba con José» -un a declaración que, estrictamente hablan
do, pertenece al desenlace—es importante seguir a José en el olvido general de
que es víctima (40, 23). Si el capítulo 39 no fuera una intervención del autor en
el relato, el motivo de la protección providencial en este momento del relato sería
anticlimático. Vemos que José cayó en el olvido, no sólo de un individuo, el cope
ra del Faraón, sino de todos, incluido Dios a efectos prácticos.
La paradoja es que hay alguien que no se ha olvidado de él, a saber, su padre
(37, 11 y pássim). Es sólo a través de este instrumento humano cómo se garan

28. Véanse luego mis observaciones sobre Génesis 39. Gerhard con Rad ( The Problem,
p. 295) dice que no hay signos de interés para nada teológico o que pertenezca a la Heilsgeschichte.
29. E. M. McGuire, «A Tale of Son and Father», en Images ofMan and God: Oíd Testament
Short Stories in Literary Focus, ed. por Burke O. Long, Almond Press, Sheffield 1981, p. 19.
tiza también el recuerdo divino. José en el pozo al que le arrojaron sus herma
nos, o José en la cárcel solitaria en Egipto donde se le deja para ser olvidado, se
agarra a la vida sólo por un hilo, cuyo otro extremo termina en las manos de
su padre. Que lo supiera o no, esto no cambia los hechos. En la historia de José,
Dios habla exclusivamente por el canal de la relación padre/hijo. Ésta es la cla
ve de la novela. Estadísticamente, son no menos de noventa y dos las veces que
ocurre la palabra «padre» en los capítulos 37 a 50 del Génesis. En ninguna otra
parte del Antiguo Testamento hallamos tanta atención centrada en la paternidad.
Igual que en la relación entre varón y mujer de los primeros capítulos del
Génesis, padre e hijo son aquí sólo una realidad orgánica contemplada desde dos
posiciones estratégicas distintas. Igual como lo «humano» es una misma carne
vista ya sea del lado de la masculinidad/convexidad ya sea del lado de la femi
nidad/concavidad, así también la paternidad-descendencia son dos aspectos de
la misma relación. En la novela, Jacob es visto estrictamente en su papel de padre
de José (o de Benjamín, el alter ego de José; más sobre este punto luego); y José
es de principio a fin el hijo de Jacob/Israel. De no ser por esta particularidad,
la historia tendría muy poco sentido. La ambigüedad más profundamente crea
tiva del relato se consigue con la separación física entre padre e hijo, mientras
que espiritualmente (y psicológicamente) la comunión entre ambos triunfa sin
duda alguna.
Es digno de notarse, en parte por tratar de un tema similar, que el mito
griego de Edipo nos lleva al otro extremo de este tipo de relación. Edipo mata
a su padre, el cual antes ha pretendido matar a su hijo (tampoco las relaciones
entre madre e hijo o entre hijo y madre van por mejor camino). En Génesis
37-50, por el contrario no hay un José sin un Jacob -no sólo desde el punto
de vista de la generación- como tampoco hay un Jacob/Israel sin un José.
Cierto, entre padre e hijo, la historia reconoce también un proceso de distan-
ciamiento, aunque sea provisional. Este distanciamiento ocurre, como es típi
co de la adolescencia, cuando José tiene diecisiete años (37, 2). Pero la separa
ción, aunque sea fusionando tiempo y espacio, es sólo temporal; la supera por
lo menos uno de los dos miembros que rechaza considerar decisiva y final la
distancia.
Desde el comienzo, hay una relación padre-hijo, hijo-padre. Una reali
dad que sólo puede escindirse si ambos cortan la cuerda y rompen la unidad. Por
el contrario, si no se permite que esto ocurra, este ser común a ambos es vícti
ma de la «muerte» de José. Jacob atraviesa una «existencia negativa», como tes
tifican los ritos de duelo (37, 34). Estos ritos despliegan todos los signos de la
muerte de quien lleva el luto. Nos arrojamos polvo sobre la cabeza, en recono
cimiento de nuestra vuelta al polvo de la tierra, y vestimos andrajos, prueba de
nuestro desamor por la vida. Jacob rechaza ser confortado y declara: «En duelo
bajaré al seol, al lado de mi hijo» (37, 35).
Pero la historia presenta una importante peripecia: José no está muerto, ni
tampoco lo está Jacob-. Uno de ellos asciende hacia una mayor y mejor existen
cia, hacia un excedente de ser y, por consiguiente, el descenso del otro hacia una
existencia negativa por simpatía es inoportuna e irónica. Simbólicamente, la his
toria yuxtapone en intenso contraste la abundancia de Egipto, gracias a la sabi
duría de José, y la hambruna que azota Canaán, ahora que José se ha ido y que
Jacob es la sombra de sí mismo. (Sólo cuando estuvo seguro de que José vivía,
«revivió el espíritu de Jacob» [45, 27] y la abundancia estuvo al alcance de la
mano [45, 18-20]).
Por esto, incluso cuando el texto se centra en José en Egipto y parece olvi
darse de Canaán, lugar donde reside Jacob, el padre nunca desaparece del tras-
fondo. El ensalzamiento de José, al igual que sus primeras humillaciones, deben
ser leídos pensando en Jacob/Israel. Los sufrimientos de José fueron los de aquél
en Jarán (Génesis 29-31). Y pertenece a la tensión artística de la composición
que la glorificación del hijo no la comparta el padre durante mucho tiempo; ni
siquiera sabe el padre que su hijo todavía vive. Pero tan pronto como José siente
que puede reanudarse la relación con su familia, le sale de dentro una frase reve
ladora referente a su padre: «Vuestros ojos y los ojos de mi hermano Benjamín,
están viendo... Referid a mi padre toda mi gloria de Egipto y todo lo que habéis
visto» (45, 12-13). Como escribe McGuire, «por importante que pueda ser que
sus hermanos le reconozcan, este reconocimiento parece tener en buena medida
la función de atraer a Jacob a la presencia de José para que el padre pueda al fin
ver realmente y oír a su hijo perdido»30. La respuesta de Jacob a la invitación de
José encaja perfectamente: «¡Iré a verlo antes de morir!» (45, 28). Esta declara
ción anuncia el desenlace por cuanto celebra la restauración del equilibrio en la
existencia compartida entre padre e hijo. Entonces Jacob/Israel habla una vez
más de su muerte, pero con un espíritu totalmente distinto: «¡Mi hijo José vive
todavía! ¡Iré a verlo antes de morir!» (45, 28); y, tras realizar su deseo: «¡Ahora ya
puedo morir, después de haber visto tu rostro, pues que vives todavía! (46, 30).
La exclamación del padre resuena como un eco del grito tan ilógico como
significativo: «Yo soy José, ¿Vive todavía mi padre?» (45, 3), una pregunta que
tiene poco sentido tras el diálogo con Judá y puesta, además, en contraste con
43, 7,27s, por ejemplo, ya que la elocuencia de Judá se ha basado justamente en
la conmovedora evocación del padre, Jacob, cuya «vida» [o «alma», nefes\ pen
de de la vida [nefes\ de Benjamín » (44, 30). Pero la pregunta de José hay que
entenderla dentro del marco de referencia de esta íntima y casi simbiótica rela
ción con el padre. Este aspecto, como ya hemos visto, lo pone nuevamente de
relieve Judá al hablar sobre los vínculos entre Jacob y Benjamín.
A Benjamín, nacido también de Raquel como José, la historia lo identifica

30. Ibídem, p. 16.


casi por completo con José. Es éste un rasgo importante, por cuanto muestra otra
alternativa en la relación padre-hijo según la cual el hijo no se va de casa del padre
y, si lo hace, es sólo por un corto período de tiempo. (He aquí, de nuevo, otra po
sibilidad no contemplada en el mito de Edipo). Desde esta perspectiva, Benjamín
es José no traicionado y no vendido como esclavo por sus hermanos; es José en
casa con su padre, ahorrándose las tribulaciones y aventuras de una vida «inde
pendiente». El padre, se nos dice, adora a Benjamín igual como hizo con José.
Cada uno de estos dos hijos, a su vez, «llena el horizonte» de Jacob, de modo que
éste no parece tener otros hijos que éstos que le dio Raquel. Con una crueldad
que sólo la edad y la desesperación excusan, dice a sus otros hijos: «No bajará mi
hijo [Benjamín] con vosotros, pues su hermano murió, y ha quedado él solo» (42,
38), una declaración curiosamente, y quizás patológicamente, repetida por Judá
en su discurso al visir José (44, 20). Por ello, el deseo de José de ver a su hermano
Benjamín equivale a contemplarse a sí mismo no traicionado, no rechazado, no
asesinado por sus hermanos fratricidas. Y Judá, en su discurso, confirma plena
mente el sentir de José. La semejanza entre José y Benjamín es misteriosa. El ape
go simbiótico de Jacob con ambos los convierte en gemelos intercambiables.
Por esto coloca José a Benjamín por encima de todos los demás herma
nos en la mesa del banquete. En la persona de Benjamín se cumple también el
sueño inicial de liderazgo (37, 5s). El hecho de recibir una porción «cinco veces
mayor que la de los otros» (¿juntos?) en 43, 34 se puede comparar a la postra
ción de todos ante José en 43, 28. Nada hay casual en el hecho de que la copa
real de José se «encuentre» en el saco de Benjamín (44, 12). Benjamín, claro está,
es inocente, como inocente era José cuando fue hallado «culpable» por sus her
manos en Canaán. De modo parecido, a Benjamín se le amenaza con la escla
vitud, igual como José fue vendido como esclavo antes que él. El paralelo es tan
evidente que Judá no duda en trazarlo en 44, I6s. La copa real, además, ha pasa
do de José a su alter ego. Simbólicamente, el signo es ambiguo, pues incluye a
Benjamín y excluye a los demás hermanos.
Como en una especie de contrapunto con Benjamín, Simeón, el segundo
en edad entre los hermanos31, es puesto en prisión por José, al igual que éste lo
había sido en la cárcel egipcia. Por ello, Simeón es puesto también en posición
de «semejanza» con su hermano. También él se convierte en el alter ego de José.
La diferencia con Benjamín, no obstante, está en que es José-humillado, José-
traicionado. Benjamín y Simeón son las antípodas entre las cuales oscila toda
la vida de José. A medio camino, por así decir, entre ambos hermanos, está el

31. Dorothy F. Zeligs puede tener razón al sugerir que, si José retiene a Simeón como rehén
prefiriéndolo al hermano mayor, Rubén, es por causa de la intercesión de este último a favor de
losé en Canaán; Psychoanalysis a n d th e B ible: A Study in D epth o fS ev en Leaders, Bloch, Nueva
York 1974, p. 81.
resto de ellos que participan en el banquete real organizado por José. También
ellos están incluidos en el aura del personaje de José, pero con un guiño iróni
co: los hermanos se encuentran sumamente incómodos, inseguros por no saber
si la comida señala el final de sus males o el final de sus vidas (43, 33).
También el Faraón es otro personaje que sobresale en la red de relaciones
de José. Este se describe a sí mismo como un padre para el Faraón (45, 8). Pero
es una relación fingida. Egipto es, para Israel o para José, un sustitutivo falso, de
hecho un obstáculo, un usurpador. José somete a Egipto a una total dependen
cia del Faraón (47), tomando así venganza anticipada, parece, por la futura escla
vitud de los hebreos en Egipto. En definitiva, no ha sido llamado a ser herma
no y padre de los egipcios, sino de su propia familia. Como dice él mismo al final
de la historia, todos los acontecimientos anteriores han estado dirigidos a lle
var a su familia a una tierra de abundancia y a instalar a su padre en el país de
Gosen (50, 20). Allí, «José proveyó d e alim entos a su padre, a sus hermanos y a
toda la casa de su padre» (47, 12; y véase 50, 21).
La expresión «proveer de alimentos» está subrayada en el pasaje anterior
porque, en contraste con lo que sucede en el mito de Edipo, la relación padre-
hijo no es aquí una cuestión de destino, sino más bien de oportunidad. El acen
to en el relato hebreo no está puesto sobre una distribución determinista de los
papeles que hacen de Jacob para siempre padre de José y a José para siempre hijo
de Jacob. Lo que, al contrario, se enfatiza es el dinamismo de su relación y la
reversibilidad de sus papeles. Como vimos antes, José es el «padre» del Faraón
(45, 8) tanto como el Faraón es para él una figura paterna en la medida en que
le falta la presencia de Jacob. Por ello, cabe esperar que, siendo padre para el
faraón, José tenga que ser también padre para Jacob. Es padre de su padre, y lo
demuestra con suficiencia no sólo proveyéndole de alimentos, como insiste el
texto, sino hasta y sobre todo asumiendo el encargo de sacar sus huesos de Egip
to (50, 5, véanse también los versículos siguientes; contrástese con 49, 29). Igual
como el padre lleva al niño, así también José, como otro Eneas, lleva a su padre
a su último cumplimiento. Jacob depende de José igual como José solía depen
der de Jacob. Como dice Shmuel Trigano,
Revive aquí un concepto fundamental del pensamiento hebreo, según
el cual el mundo se halla en un relación constitutiva de descendencia y
generación. Una palabra no comienza, como para los griegos, en la tabu
la rasa de la abstracción; pues toda palabra tiene padres ante sí. El pensa
dor... es esencialmente el hijo de su padre y madre (incluso si él lo ignora
o lo oculta), y así prolonga, quieras o no, un texto que ha nacido mucho
tiempo antes que él32.

32. Shmuel Trigano, La d em eu re ou b lié: G enise religieu se d u p o litiq u e, Lieu Commun,


París 1984, p. 39, n. 9.
El tema de los huesos de Jacob acentúa el carácter transitorio de la estan
cia de los hebreos en Egipto tal como Israel lo entendió. Pero la relación padre-
hijo revela también una dialéctica de vida y muerte que aquí debemos poner
debidamente de relieve: la presencia del hijo representa la inminencia e inevi-
tabilidad de la muerte para el padre. La nueva generación desplaza a la vieja.
La insistencia de los textos en la necesidad de sacar de Egipto los huesos del
patriarca y transportarlos a la tierra prometida muestra que no se trata de un
detalle trivial o romántico. Jacob desciende a Egipto con la condición de no que
darse en Egipto. Fue necesario, para la perpetuación de la alianza entre Dios e
Israel, que el padre y el hijo se reunieran (aunque fuese en Egipto), pero esta reu
nión como extranjeros en una tierra extranjera no es más que un peldaño hacia
ulteriores logros. Al mismo tiempo, la relación dialéctica entre padre e hijo deman
da que, como compensación por su «dependencia» respecto de José, Jacob exi
ja lealtad filial a su hijo (47, 29-31). Esta reversibilidad de papeles es conmove
doramente puesta de nuevo de relieve en la descripción de José postrándose ante
Jacob (48, 11-12) igual como antes Jacob se había postrado ante José (47, 31;
cf. 43, 28), de modo que nadie puede decir quién es más importante.
La historia de José explora también otro plano de la relación familiar. La
rivalidad entre hermanos juega evidentemente uno de los papeles de mayor impor
tancia. Es, no obstante, digno de notarse que el odio de los hermanos hacia José
entra en escena en el relato después de haber quedado establecido que la rela
ción de los hermanos con su padre se había ya torcido. Podemos entender lo que
José relata a su padre al comienzo de la novela en un sentido más positivo de lo
que usualmente se concede. José, se nos dice, «comunicó a su padre la mala fa
ma que ellos tenían» (37, 2). Seguro, el hecho levanta sospechas en la mente del
lector. Podría constituir ciertamente una despreciable iniciativa por parte de José,
que habría actuado como un «chivato» en una historia de detectives. No senti
mos ninguna simpatía natural por este tipo de personaje, por útil que pueda ser
espiar para la justicia. Es legítimo interpretar que la iniciativa de José empeora
ra la relación entre su padre y sus hermanos por la demostración de una fideli
dad y honestidad contrastadas. Esto encajaría con su retrato de muchacho algo
mimado, y esta lectura es ciertamente correcta. Es posible también que José sim
plemente se haya sentido ofendido por el desprecio con que sus hermanos tra
taban a su padre. Esta lectura parece confirmarse con el versículo siguiente,
que dice: «Israel amaba a José más que a todos los demás hijos»33. Además, es
sumamente notable que haya una total ausencia de competitividad entre José y
uno de sus hermanos, a saber, Benjamín. No hay aquí envidia ni celos que echen

33. Es interesante ver que el M idrás Rabba, sobre Cantar de los cantares 8, 6, aplica el
texto a Génesis 37, 3,11: el amor fuerte como la muerte remite al amor de Jacob por José, y la
pasión fuerte como el infierno se aplica a la envidia de los hermanos.
a perder una relación que se refleja sobre todo negativamente en la guerra con
el «grupo de los diez».
Por ello, en esta astuta historia de infamia familiar, hay una reflexión fác-
tica sobre el mal y su asombroso perpetuarse de generación en generación.
Pero las interpretaciones de este fenómeno son diversas. Ya el hecho de que José
cuente sus sueños a su padre y a sus hermanos puede recibir varias explicacio
nes. En primer lugar, contar los sueños con altivez y animosidad a quien quie
ra oírlos puede ser una forma de seguirle la querencia al padre; puede ser una
estratagema para confirmarlo en sus preferencias e injusticias. Jacob debe estar
en lo cierto, pues ha apostado por un ganador; los sueños lo dicen34. De modo
que las visiones puede parecer «dictadas» por la proyección del padre sobre
José de su deseo de grandeza. Oyendo el relato de José, Jacob sólo finge sentir
se disgustado, de hecho guarda el acontecimiento en su memoria, probablemente
con un secreto deseo de ver que los sueños se hagan realidad (Génesis 37, 11).
Pero otra manera de ver las cosas deja abierta la posibilidad de que José este
de hecho pidiendo ayuda. Necesita seguridad, y cuenta el sueño con el deseo de
que su padre y sus hermanos mayores impidan un destino que él teme más que
espera35. Además, hay una gradación en los dos sueños que comparte con los
demás. En el primero, la metonimia es estrictamente impersonal. Las gavillas las
atan los hijos de Jacob, y una de ellas, la de José, se mantiene derecha (obsérve
se el simbolismo fálico y el reconocimiento implícito de su superioridad por los
demás varones que están a su alrededor). A decir verdad, el significado de la ale
goría es claro, y no podemos culpar a los hermanos por interpretarla del modo
como lo hacen. Sólo que, si en realidad se trata de una llamada de auxilio por
parte de José, torpemente dejan de percibirla, porque su odio por aquel a quien,
ellos no menos que su padre, han encasillado en un rol preconcebido, no hace
sino aumentar. Pronto, la conspiración familiar para no dejar que José sea José
se convertirá en la conspiración de no dejarle que sea. Celos, envidia, odio, hos

34. Alfred Adler escribe: «A ningún hijo le gusta ser el más pequeño, aquel de quien nadie se
fía... Este conocimiento estimula al niño a probar que puede hacerlo todo. Sus esfuerzos por ad
quirir poder se acentúan descaradamente y vemos cómo el más joven de los hermanos se convierte
en un hombre que ha desarrollado el deseo de superar a todos los demás, que sólo está contento si
es el mejor»; en U ndentanding H uman Nature, Fawcett World Library, Nueva York 1954, p. 123.
35. Las ideas de Adler sobre el orden en el nacimiento son útiles para entender la psicolo
gía de José. Adler se refiere repetidas veces a nuestra historia como a una de las mejores ilustra
ciones de su teoría en este aspecto. Sobre la frustración de José por ser el favorito, por ejemplo,
escribe: «Tanto la historia como la experiencia demuestran que la felicidad no consiste en ser el
primero o el mejor. Enseñar a un niño lo contrario lo convierte en unidimensional; sobre todo
le roba la oportunidad de ser una buena persona» (ibídem, p. 124). Además, hay que destacar que
José combina en su persona el doble problema de ser el más joven y el mayor de los hermanos. Es,
supuestamente, el último de los hijos de su padre, y es el primero de los hijos de su madre (su her
mano Benjamín, de la misma madre, nació bastante después que José).
tilidad (37, 4,11) por un lado, y chochez y amor de mimos por el otro lado (37,
3) conspiran en envolver a José con lazos de asfixia. Se respira el crimen en el
ambiente.
Este momento de la historia es sobre todo edípico. Al vengarse en la persona
de su hermano menor, los hermanos matan al padre. El golpe con que su crimen
castiga a Jacob no dejar lugar a dudas al respecto36. Con la supuesta muerte de su
hijo, Jacob ya no puede ver nada bueno en el mundo, sólo el lado malo de la reali
dad. Su actitud frente a sus hijos supervivientes es más distante que nunca, más
desconfiada, más sospechosa. El asesinato nunca llega a su plena realización en
esta familia, pero da igual: los miembros se matan unos a otros, aunque sea calla
damente. Hay entre ellos una especie de sadismo que llegará en última instancia a
ser más desconcertante aún en el momento en que José, so pretexto de probar has
ta qué punto han cambiado sus hermanos, juegue al gato y al ratón con ellos.
Hay que mencionar otro «hiato» en la historia37, un hiato que constituye
un prólogo al resto de historia. Entre el momento en que José es vendido como
esclavo, a la edad de diecisiete años (véase Génesis 37, 2) y el momento de su
reencuentro con sus hermanos en Egipto, transcurre un período de unos vein
te años (Génesis 41, 46,47). Durante todos estos años, José aparentemente no
hace intento alguno de dar a entender a su familia que se encuentra sano y sal
vo, ni siquiera cuando ocupa el segundo puesto más elevado en Egipto. Es éste
ciertamente uno de los silencios más turbadores de toda la historia. ¿Es, quizás
una señal de alivio por parte de José, que piensa que por vez primera puede ser
él mismo? ¿O tenemos que interpretarlo como una señal de que José culpa a
padres y hermanos de lo que le sucedió en Canaán? La literatura judía tradi
cional ha visto el problema y ha intentado resolverlo. El intertestamental Testa
m ento d e los d o ce patriarcas dice que José actuaba por respeto a sus hermanos, a
quienes no quería denunciar ( Testamento d e J o sé 10, 6; 11, 2; 15, 3; 17, 1).
Más tarde, al ser honorado por Putifar, se alegró de haberse olvidado de la casa
de su padre, en especial por no sentirse ya objeto de envidia. Pero a Dios no le
plugo esta conducta, añade el Midrás ( Génesis Rabba 87, 3-4), que exonera a José
de haber retrasado tanto la reconciliación con sus hermanos. Un ángel (¿Gabriel?)
evitó que luego los acusara de querer matarlo38.
Todo esto no resulta muy convincente. Un trazo del texto podría ser, no

36. Westermann traza aquí un paralelo con la historia de Caín y Abel. Caín dirige su odio
contra el preferido más que contra Aquel que lo prefiere. Esto «muestra una profunda compren
sión de la condición humana» (p. 37). Tanto más, podemos añadir, que es Dios quien de hecho
muere por poderes.
37. Sobre el artificio de los «hiatos» en las historia bíblicas, véase Sternberg, The Poetics o f
B iblical N arrative.
38. Cf. Yelamdenu 28, en B eith ha-M idrash, ed. por Adolf Jellinek, Bamberger and Vahr-
man, Jerusalén 1938, vol. 4, p. 79-90.
obstante, algo más revelador, a saber, el nombre que dio José a sus hijos en Egip
to. Debieron impulsarlo profundas emociones, pues sus nombres parecen expre
sar venganza contra la situación creada por sus parientes (42, 51-52). Al pri
mogénito de sus hijos lo llama Manasés y explica: «Me ha hecho Dios olvidar
todas mis penas y toda la casa de mi padre» (Génesis 41, 51). El nombre del
segundo hijo tampoco es más considerado con relación a su familia en Canaán
o a su pasado. Lo llama Efraím, pues «Dios me ha hecho fructificar en el país de
mi desdicha». Con ello, José deja aflorar sentimientos que nunca había mani
festado y que el narrador nunca había sacado a la luz39.
Estando así las cosas, los silencios de José arrojaban una luz inesperada en
su habitual actitud de obediencia a las autoridades (todas ellas, seguro, figuras
paternas). No es que la sumisión de José sea por fuerza un expediente de con
veniencia. Pues puede ser más bien su manera de ser de no querer ofender a nadie
por quien sintiera respeto natural y lealtad. El resto de la historia muestra en
todo caso que no es falta de carácter por su parte, ni, hagamos conjeturas, una
muestra de obsequiosidad. Simplemente, José es demasiado buen hijo, dema
siado buen siervo, demasiado buen ciudadano observante de la ley para no que
rer ser realmente útil a todo el mundo (empezando por él mismo). No ha des
cubierto aún la virtud de la desobediencia, el lado creativo de la negatividad.
Cuando lo consigue —y a fe que lo hace—, tiende naturalmente a pasarse de la
raya. Se vuelve innecesariamente cruel para con el pueblo y se culpa por no haber
se hecho querer más cuando todavía era tiempo.
Debemos recordar que la identidad de José es estrictamente narrativa y que
se agota en el relato. En contraste con Abraham, por ejemplo, José existe en la
experiencia que tenemos de él y sólo en ella. Creo que es una de las razones
por las que prolonga hasta el exceso la prueba a que somete a sus hermanos -una
prueba que incluye, entre otras extravagancias, dar cinco veces más alimento a
Benjamín que a los demás; un recuerdo de la situación de José cuando su padre
lo prefería al resto de hermanos. En la idea de José, se trata de una prueba para
ver cómo reaccionan esta vez los demás; pero es también una revelación de su
soledad; intenta que alguien comparta su punto de vista. ¿Qué está deseando en
secreto? ¿Acaso que los demás, una vez más, se venguen contra el que ha sido
elevado con tanta evidencia por encima de ellos? ¿O es que la historia -que, de
hecho, es su historia- esta vez puede ser otra? Comoquiera que sea, hay cierto
provecho para José. Podría ser la eliminación de su sentimiento de culpa, ya que
no puede evitar pensar que quizás él mismo se ha buscado su propio destino —la
historia que se repite con otra víctima le daría, claro está, tranquilidad—, o bien
que los hermanos no iban a hacer daño a aquel que, de entre ellos, había sido

39. Las palabras y los hechos de José hablan por sí mismos. Por lo general se le contempla
desde el círculo de los que le rodean. Por su parte, él da una impresión de insensibilidad.
encumbrado, demostrando así que sus mentes habían cambiado. La continua
ción de la historia toma esta última dirección. Pero José todavía no está con
vencido —¿qué papel juega en todo esto su culpabilidad insatisfecha?—e inten
sifica el experimento así como la ironía de toda la situación. «La intención del
narrador en la prueba es incrementar la tensión de la historia hasta el punto de
ruptura... [José] expresa su ansiedad hasta el colmo»40.
Pero hay en medio de este episodio particular una peripecia dramática. A
medio camino, José cambia de marcha; deja la venganza, y los tratos a sus her
manos se convierten en actos de perdón. En lugar de muerte, José les da vida;
no meramente supervivencia, sino una vida buena con recursos alimenticios
en tiempos de hambruna; con tierras para ellos y su ganado, en una época de
escasez y de exilio forzoso; con respeto y honor, en un tiempo de comprensible
xenofobia en Egipto. Casi veinte años de envidia, odio y sueños de venganza;
una veintena de años de lágrimas, duelo, rencores, recelos y amargura quedan
borrados en un instante. José despierta a la responsabilidad y a la conciencia.
Melanie Klein habla apropiadamente de una «pulsión a reparar»41, que inspira
en ciertos raros momentos acciones que desafían el determinismo. José sufre
remordimientos y experimenta arrepentimiento. Entonces puede aceptar la posi
bilidad de que sus hermanos se hayan también arrepentido. Siente que debe dar
credibilidad a un profundo cambio en ellos; ya no son los que, veinte años atrás,
le vendieron como esclavo y hasta le habrían matado. En este sentido, la insis
tencia del texto en el tema de la hambruna en Canaán y en el banqueteo con
trastante en Egipto acentúa un espantoso detalle en la descripción que el relato
hace de la antigua insensibilidad de los hermanos asesinos. Inmediatamente des
pués de haber arrojado a José a una cisterna seca, los culpables, se nos dice, se
sentaron en torno a ella para comer (Génesis 37, 25), mientras que su víctima
«les rogaba» (42, 21). Reprimieron comiendo cualquier remordimiento que
pudiera atenazar sus gargantas. Hartaron sus estómagos y cerraron sus oídos.
Rubén parece haber sido el único en dejarse llevar por algún resto de compasión
(37, 21,29-30). Su intervención viene a ser un recurso literario con el que se pre
tende desbaratar la insensibilidad de los demás.
Pero más tarde, en el relato, Rubén es sustituido por Judá. El discurso de
este último en Génesis 44 es uno de los más conmovedores, así como uno de los
compuestos con mejor arte en toda la Biblia. Es también el discurso más largo
del libro del Génesis. En muchos aspectos, constituye el clímax de la historia.

40. Coats, From Canaan to Egypt, p. 37.


41. Melanie Klein, «Love, Guilt, and Reparation», en Klein y Joan Riviere, Love, Hate, and
Reparation, W! W! Norton, Nueva York 1964, p. 57-119. Véase también «Some Theoretical Con-
clusions Regarding the Emotional Life of the Infant», en Klein, Envy and Gratitude and Other
Works 1946-63, Dell, Nueva York 1975, p. 61-93.
Judá basa toda su argumentación en la legitimidad de la preferencia del padre
por un hijo por encima de todos los demás y en esa especie de simbiosis exis
tente entre ambos (44, 30). Es responsabilidad de los demás hijos proteger esta
intimidad entre Jacob y Benjamín. Tanto más cuanto que todos ellos no han
hecho sino contribuir a exacerbar esta relación: Benjamín sustituye a los ojos del
padre a un favorito anterior, ahora muerto, «despedazado». A este respecto, «es
Dios quien descubre su culpabilidad» (44, 16).
Por ello, aunque en el discurso de Judá no figure «ni una sola frase que hable
de Dios»42, estamos siendo testigos de una conversión. Es especialmente claro en
44, 33s, cuando Judá se queda por Benjamín, una verdadera inversión del inten
to de los hermanos, en el capítulo 37, de impedir que José ocupara el lugar de
sus hermanos ante el padre. «La Biblia habla por vez primera de sufrimientos
vicario (v. 18-34)»43. Cierto, es quizás la primera vez que tomamos conciencia
de la noción de sustitución44, pero esto queda lejos de ser una peculiaridad del
discurso de Judá, porque el tema lo vemos entretejido a lo largo de toda la his
toria. Aquí, la sustitución se refiere tanto a José como a Benjamín. Pues Judá
ahora se ofrece voluntario para quedarse como esclavo en Egipto, la misma con
dición a la que él y sus hermanos sometieron a José en el pasado. La ascensión
de José ha dejado la plaza de esclavo vacía, por así decir, y Judá está dispuesto a
ocuparla en su lugar.
Se le presenta ahora a José la oportunidad de exclamar: «Para conservar
vidas me envió Dios antes que a vosotros» (45, 5), o «me ha enviado delante
de vosotros para aseguraros la supervivencia en la tierra y haceros vivir median
te una feliz liberación» (45, 7). Extrañamente, el vocabulario pertenece a la pro
fecía tardía y a sus expectativas de salvación tras la catástrofe del exilio, anun
ciado o sufrido. Pensamos en textos como Isaías 10, 20; 15, 9; 37, 32 [= 2 Reyes
19, 31]; Esdras 9, 14. Von Rad escribe, con referencia a Génesis 50, 19-21,
que «la mano de Dios... dirige toda la confusión de la humana culpabilidad hacia
una meta de gracia»45. Tomemos nota, llegados a este punto, de estos hechos
sobre los que volveremos más adelante: la historia de José contiene ya a este esta
dio las semillas de su ulterior desarrollo hermenéutico. La «trayectoria» empie
za aquí, en el texto mismo.

42. Westermann, Genesis 37-50, p. 137.


43. Ibídem.
44. A menos que reconozcamos como un ejemplo de sustitución el hecho de que Jacob sea
quien en definitiva es probado en la prueba que José hace de sus hermanos. «El antiguo engaña
dor es ahora engañado, precisamente por... su hijo predilecto... Jacob ha de estar dispuesto a arries
gar la vida de Benjamín, que de hecho es el hijo, el único hijo, a quien ama (42, 36, cf. 2. 2). Para
que la familia pueda sobrevivir, Jacob ha de estar dispuesto a poner en peligro la vida de Benja
mín» (ibídem, p. 71).
Antes de este episodio de redención, no obstante, los hermanos han sido
consecuentemente presentados como bastante menos que admirables. No es un
hecho trivial, si recordamos que son ellos los antepasados de las tribus de Israel.
Su alarde de mezquindad y mediocridad de sentimientos no es, sin embargo,
constante, lo cual es otro recurso del autor para mantener una notable ambi
güedad. Pues otro aspecto de la realidad es que estos hombres resultan maltra
tados, aunque todos ellos se encargan del trabajo duro y se ocupan de la sub
sistencia de la familia. La actitud de su padre dice a las claras que, hagan lo que
hagan, nunca alcanzarán el nivel de sus expectativas. Son hijos por accidente,
como si cada uno de ellos encarnase un repetido intento de perfección hasta que,
por fin, llegó el más joven de ellos, José. Este, por el contrario, no necesita hacer
nada46. Es p erfecto a los ojos de su padre. No es posible competir con él. En resu
men, Jacob, por falta de criterio, no ha hecho sino sembrar el odio entre sus hijos.
Ahora bien, no es accidental que el autor cargue el personaje de Jacob con toda
vía un fracaso más en el plano familiar. En última instancia, él es también quien
engañó a su propio padre, hizo trampas a su hermano, manipuló a su suegro y
humilló a una de sus esposas. A Jacob se le describe a veces sin misericordia como
si fuera una personalidad indefinida. Melanie Klein diría que Jacob «piensa des
de una posición paranoide/esquizoide»47.
Pero, si tuviéramos que acabar aquí, nuestra lectura sería errónea. Daría
la equivocada impresión de que la historia ha sido creada para hacer un apunte
psicológico o para ilustrar la mezquindad y la bajeza humanas. No es éste el caso.
La historia ha de ser leída «intertextualmente». Puesta en su más íntimo y remo
to contexto, la novela de José llama una vez más la atención sobre la naturaleza
de las relaciones de alianza entre Dios y los hombres y entre los «hermanos» de
una misma comunidad de alianza. Si nos tomamos en serio el Sitz im Wort, los
personajes de la historia adquieren una dimensión que trasciende lo psicológi
co. Hablando de Jacob, por ejemplo, debemos darnos cuenta de que con él esta
mos siempre, citando a Robert Alter, en «la intersección de incompatibles; lo
relativo y lo absoluto, la imperfección humana y la perfección divina, el confu
so caos de la experiencia histórica y la promesa de Dios de cumplir un designio

46. Mientras que sus hermanos están en los campos, José hace gala de estar en casa vistiendo
como un príncipe (Génesis 37, 3). Es oportuna la siguiente observación de Alfred Adler: con
frecuencia, el hijo menor «se ocupa en una actividad alejada de las que hace el resto de miem
bros de la familia, con lo que, a mi entender, muestra una señal de oculta cobardía. En la familia
comercial, por ejemplo, el más joven se inclina por el arte o por la poesía; si la familia es científi
ca, él quiere ser un comerciante»; en Problems o f Neurosis: a Book of Case Histories, ed. por Philip
Mairet, Harper and Row, Nueva York 1964, p. 107; véase también Social Interest: A Challenge to
Mankind, Capricorn Books, Nueva York 1964, p. 239.
47. Véase Melanie Klein, «Notes on Some Schizoid Mechanisms», en l'.nvy and Gratitude
en la historia. La perspectiva bíblica está formada, pienso yo, por un sentido
de obstinada contradicción, un profundo e inextirpable desorden en la natura
leza de las cosas»48. La historia de Jacob, José y sus hermanos no se queda en el
plano sórdido de la injusticia paternal, del fratricidio y el parricidio, del narci
sismo y la obsequiosidad. Sucede que las preferencias de Jacob por uno de sus
hijos reflejan como en un espejo la elección por Dios de un pueblo de entre todas
las naciones49. José representa de hecho esta exclusividad, esta diferencia que otros
apasionadamente le niegan por causa de su «semejanza». Desde esta perspecti
va, hasta la persecución del elegido es providencial, «pues no fuisteis vosotros los
que me enviasteis acá, sino Dios, ... pero ahora no os aflijáis, ni os irritéis por
haberme vendido aquí; pues para conservar vidas me envió Dios antes que a vos
otros» (Génesis 45, 8,5). Con toda evidencia, el punto álgido de la historia de
José es cuando declara a sus hermanos -declaración que suena como un grito
de triunfo de alguien consciente de su superioridad moral- «Vosotros maqui
nasteis un mal contra mí, pero Dios trocó aquel designio en bien» (Génesis
50, 20; cf. 45, 8). La novela de José es una comedia. Acaba bien.
Ésa es la conclusión de nuestra investigación. Y esto nos remite a nuestro
punto de partida. Una historia trivial de envidia y celos pasa a ser una parábola
del destino judío en el mundo. Una idea de elección y providencia, de vocación
y dirección divinas, así como de mediocridad humana y trascendencia divina,
llena el relato y le otorga su dimensión definitiva, que deja muy atrás sus otras
cualidades como entretenimiento o como retrato costumbrista. De este modo,
del eje de una saga familiar, pasamos al eje de una intriga política. Para Frank
Crüsemann, según la cita de Claus Westermann que reseña su postura, «el con
flicto en el interior de la familia muestra también un aspecto político de la cues
tión de si un hermano debe dominar sobre sus otros hermanos»50. Esta afirma
ción se alinea con la opinión de Coats, según la cual hay aquí «una leyenda
política» sobre el uso racional del poder51.
Con gran maestría, el autor de la novela muestra en las aventuras de un

48. Robert Alter, The Art of Biblical Narrative, Basic Books, Nueva York 1981, p. 154.
49. Es éste un punto ya tenido en cuenta por Sigmund Freud, que escribe: «Podría pensarse
que reaccionan [los mismos judíos] tal como si realmente creyeran en el privilegio que el pueblo
de Israel reclama para sí. Si uno es el predilecto declarado del temido padre, no ha de extrañarse
porque atraiga sobre sí los celos fraternos, y las consecuencias adonde éstos pueden dirigirse las
muestra exquisitamente la leyenda judía de José y sus hermanos»; Moisés y la religión monoteísta,
en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1868, vol. III, p. 260.
50. Westermann, Genesis 37-50, p. 21, remitiendo a Frank Crüsemann, Der Widerstand
gegen das Kónigtum, p. 146-149. Véase ya Westermann, DieJosepherzahlungder Genesis, Stuttgart
1966. Pero Crüsemann cree erróneamente que esta problemática pertenece sólo a un período de
la historia, a saber, a los tiempos de Salomón. Sabemos, por el contrario, que la comunidad pose-
xílica reflexionaba sobre la monarquía y la dinastía davídica (cf. 1 y 2 Crónicas, pássim).
51. G. W. Coats, From Canaan to Egypt.
individuo la necesaria evolución del uso patriarcal de la autoridad al uso monár
quico del poder. En el primer caso, no hay justificación alguna en promover a
uno por encima de los demás. Pero cuando llegan los malos tiempos, la tribu
orienta sus esperanzas hacia otra estructura social, en la que el poder se centra
liza en manos de una persona. Sólo allí «se preserva la vida», sólo allí hay «ves
tigios y supervivientes». El relato presenta dos mundos en trance de colisión; el
choque se produce en la persona de alguien capaz de salirse de su antiguo mar
co y florecer en otro. Pero luego surge un nuevo peligro, el abuso del poder. La
verdadera garantía contra esto se expresa con claridad en 39, 2 (cf. v 21), que
dice: «Favorecido por Yhwh, José tenía éxito en todo». Una paráfrasis de esto
mismo se presenta al final de la historia (45, 5-8; 50, 17-21). La garantía es ser
elegido por Dios.
Dios está con José, pero la composición dice poco sobre esto. Como des
tacamos anteriormente, el «discurso sobre Dios» se alinea aquí con la ausencia
de religiosidad en la Diasporanovelle. Pero esto es algo engañoso. Como en Ester,
«el poder salvífico de Dios... se oculta en la mundanidad profunda», dice von
Rad52. Se acentúa el hecho de que José se encuentra a sí mismo, a pesar de todos
los obstáculos, de todo intento de reprimirlo en su familia o de entregarlo a
manos de los mercaderes de esclavos, en la casa de Putifar, en la cárcel o en la
corte de Faraón, y eso a pesar de sus propios impulsos narcisistas y sádicos. Tras
ciende su mediocridad y quienes están a su vera se transfiguran en este proce
so53. Ahora, el modo impersonal de sus sueños iniciales al comienzo de la his
toria recobra todo su sentido. Era teológicamente adecuado que José fuera pasivo
(un rasgo general de su personalidad antes de la madurez). No hace nada por sí
mismo, más bien relata que algo está en proceso, de modo que su gavilla per
manece derecha mientras que las otras se inclinan. Como pasa muy a menudo
en las novelas bíblicas, el modo impersonal alude al poder divino. Cierto que un
paralelo posterior, el libro de Ester, nos enseña, en cambio, que la pasividad no
es un prerrequisito de la acción divina. Pero sigue siendo verdad, en el caso de
José, que esta debilidad humana se convierte, junto con todas las demás «incon
gruencias» humanas (Robert Alter) en un libre margen para el ejercicio del poder
y de la dirección de Dios.
Por ello, también por lo que se refiere al poder, la novela de José es una his
toria de salvación, como dije antes. Las dos dimensiones de lo familiar y lo polí
tico están aquí íntimamente entrelazadas, aunque sólo sea por la profunda influen
cia sobre el relato de una perspectiva sapiencial, según la cual el éxito en ambos

52. Gerhard von Rad, Das erste Buch Mose, Genesis, Vandenhoeck & Rupert, Gotinga 1956,
38.
53. Un hecho simbolizado aquí por el establecimiento de toda la familia, ahora unida, en
ais de la abundancia, una especie de paraíso en aquel tiempo de hambruna generalizada.
campos es resultado de un actitud éticamente correcta. El punto de inflexión de
la fortuna de José se alcanza con su rechazo a cometer adulterio y traición54.
La novela de José ha sido tradicionalmente leída como una preparación a
la cautividad en Egipto y al éxodo. Pero es también un correctivo de la monar
quía, pues los sabios no estaban dispuestos a aceptar la autocracia, aun cuando
reconocieran al rey Salomón como mecenas suyo. «José» es la respuesta de la tra
dición sapiencial a la debilidad «salomónica» de los reyes con las mujeres, ya
ejemplificada en David. José, el perfecto cortesano, se desenvuelve en marcos
reales, y la comparación se hace así más fácil con un referente regio. La compo
sición de la novela es posterior al exilio -cualesquiera que hayan podido ser sus
orígenes más remotos- y por ello mismo mantiene una visión sinóptica de la
monarquía. Es una Diasporanovelle, escrita en un momento en que se podía mirar
hacia el exilio de Babilonia en retrospectiva, como si hubiera sido el final de una
época. La historia refleja un cuadro de la dispersión de los judíos. No es acci
dental que la escena transcurra en Egipto, en la corte de un todopoderoso rey
pagano de un país extranjero, que siempre fue en la memoria colectiva de Israel
una «casa de esclavitud», un «país de tinieblas». Pero allí, precisamente allí, la
justicia, honestidad y fortaleza de los judíos -todas ellas virtudes sumamente
apreciadas por los sabios- llevó a que les fueran concedidos dones extraordina
rios, charismata. De ellos, la sabiduría mántica es el mayor de todos. Capacita
a leer el futuro y, por ello mismo, a actuar en consecuencia, esto es, con un poder
terrible. José es un sabio y, sólo por serlo, alcanza el éxito55.
En este aspecto precisamente, la «trayectoria» de este texto nos lleva has
ta el exiliado Daniel, que supuestamente vivió en la Babilonia del siglo VI56.

54. Este aspecto de la historia de José ocupa un espacio preferente en la tradición judía. Hay
dos rasgos contradictorios, no obstante. Uno de ellos acentúa que José ni siquiera fue tentado (cf.
Testamento de José, en el Testamento de los Doce Patriarcas}. su belleza natural era de todas formas
tan llamativa que todas las mujeres se sentía» atraídas por él (también en Midrás Tanhumah). Ésta,
dicho sea de paso, fue la causa de las preferencias de Jacob por él. José, además, tuvo conocimiento
de los Diez Mandamientos mucho antes de que fueran proclamados por Moisés. En cambio, otras
voces tradicionales culpan a José de falta de decoro. El rabino Johanan, refiere James Kugel, «ve
a José como a alguien que consiente voluntariamente, un hombre que ha cedido a la tentación»
{In Potiphar’s House, p. 95). De hecho, prosiguen, José consentía hasta que Putifar se apoderó de
su vestido; entonces cambió de idea (véase Kugel, In Potiphar’s House, p. 96). Filón acusa a José
de haberse aprovechado de mujeres esclavas compañeras (véase ibídem, p. 46).
55. Se observará aquí el sorprendente paralelo con la convicción platónica expresada, por
ejemplo, en La República. La política hay que dejarla para los filósofos. La sabiduría no es sólo teó
rica, sino también práctica, no sólo especulativa, también política.
56. Véase mi Daniel in His Time, University of South Carolina Press, Columbia 1988. Podrí
amos tener presentes también ciertos rasgos de la historia de David. Cf. 1 Samuel 18, 12,14,28
sobre la exaltación de David. Westermann tiene, no obstante, razón cuando dice: «Los puntos
de contacto entre la historia de David, en 1 Samuel 16, y la historia de José son sorprendentes;
pero nadie pensaría en una dependencia mutua» {Genesis 37-50, p. 28).
También él, a imagen de José, reconoce que sólo Dios es sabio, que la sabidu
ría pertenece a Dios (Daniel 2, 20-23, compárese con Génesis 40, 8; 41, 16).
Dios da sabiduría a quien le place (Daniel 2, 20), en particular a aquellos que
cumplen fielmente su voluntad (capítulo 1), rechazan la idolatría (capítulos 2-
6), permanecen firmes en su vida (capítulo 6). Esta sabiduría da a entender el
sentido de lo presente y la orientación del futuro, medios seguros a disposición
del dotado para elevarse a los puestos más elevados en el imperio y en el
mundo.
Además, si es verdad que el relato de José se ha reelaborado como Diaspo-
ranovelle tras el exilio57, en su composición surge otro propósito. La Diáspora
«procura por» («nutre a») la comunidad madre en Palestina (véase Génesis 45,
11; también 50, 21); la Diáspora conserva a Israel con vida (45, 5). Desde esta
perspectiva, la precisión textual «en la tierra» ( be-qereb h a -’a res, 45, 6) viene a
ser sumamente significativa. H a-’a res no debería traducirse por «en la tierra»,
aunque esta lectura contribuiría a entender la perspectiva del texto como si abar
cara más que el área normalmente contemplada por esta historia. En una pri
mera lectura, «en la tierra» es indicativo de a dónde se dirigen los ojos de los exi
liados. Físicamente en Egipto, los corazones de los israelitas están todavía o está
ya en la tierra prometida. A ese respecto, una vez más, el libro de Ester prolon
ga las líneas inicialmente trazadas por la historia de José.
Que esta tan oportuna relación entre la Dispersión y la Tierra venga des
pués de tensiones de todo tipo no es una sorpresa. La «paz» nunca ha sido un
estado fácil con la Diáspora; se precisa nada menos que una teofanía para con
vencer a Jacob/Israel de que descienda a Egipto (cf. 37, 35; 39, 1; 45, 13); ade
más, ¡a la comunidad doméstica se la conoce como bastante malhumorada y has
ta litigante (45, 24)! El desarrollo real de la relación con el país materno se resume
con la convicción expresa de que la dispersión era sólo temporal. La «bajada» a
Egipto es sólo un capítulo en la historia de Israel, una contingencia trascendi
da por la permanencia en la tierra prometida (cf. 46, 1-4).
Volviendo al desarrollo posterior de nuestra historia en Daniel, este héroe
exhibe claramente, igual que José, dimensiones mánticas. El medio en que
ambos se mueven está inundado de sabiduría mántica. Como Moisés y Aarón,
que se reirán de los adivinos y de los magos egipcios (Éxodo 7s), José supera a
expertos en clarividencia de estos mismos grupos, y Daniel derrota a los calde
os con sus mismas cartas. Los relatos de José, Mardoqueo y de Daniel (espe
cialmente los capítulos 1-6) pertenecen a la «historia del triunfo de un corte

57. Observemos que este escenario es totalmente distinto del imaginado por Walter Die-
trich, D ie Josepherzdhlung, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn 1989, según el cual una nove
la corta original sobre José fue más tarde reelaborada como historia. Esta historia da una imagen
idealista de la monarquía (cf. Génesis 37, 8). En el proceso, la novela se moralizó.
sano sabio»58. Otro ejemplo lo proporciona el relato extracanónico de Ajicar
(en Syriac 5-7, 23)59. La estructura dominante se desarrolla en cuatro partes:
(a) una persona de bajo status es llamada ante una persona de status superior;
(b) el propósito de este encuentro es responder/resolver un problema; (c) el
problema se presenta y el siervo lo resuelve; y (d) es recompensado amplia
mente60. Daniel, en cuanto cortesano sabio ideal en una corte extranjera, es un
nuevo José. La fidelidad a Dios es la clave de la sabiduría y del éxito. Daniel,
incluso más que su modelo, es piadoso, está envuelto por el poder divino e ilu
minado por la interpretación angélica. En cuanto a los competidores, las his
torias de José y Daniel dicen en forma narrativa lo que Isaías dice en forma
oracular (44, 25s): Dios es quien hace enloquecer a los adivinos, y hace retro
ceder a los sabios y que su juicio desvaríe.
En contraste con estos últimos, la verdad proclamada por José/Daniel es
convincente por naturaleza y verdaderamente irresistible. Hasta los potentados
de este mundo deben inclinarse. Es probablemente un error destacar en exceso
en nuestras historias la ausencia de hostilidad entre extranjeros y judíos en
Egipto o en Babilonia. Pues el optimismo expresado aquí no se refiere al po
tencial humano, sino a la verdad trascendente y a su naturaleza indiscutible.
No es preciso hacerla entrar por fuerza en la cabeza de la gente. En este senti
do, los hechos de los Macabeos en el siglo II, por ejemplo, no son sino «una

58. Veáse W. L. Humphreys, «The M otif of the Wise Courtier in the Oíd Testament», tesis
de doctorado, Union Theological Seminary, 1970; Susan Niditch y Robert Doran, «The Success
Story of the Wise Courtier: A Formal Approach», en Journal o f Biblical Literature, 96 (1977) 179-
193.
59. En R. H. Charles (ed.), Apocrypha and Pseudepigrapha ofthe Oíd Testament in English,
Clarendon Press, Oxford 1913, vol. 2, p. 750-767.
60. La estructura propuesta por J. R. King, «The Joseph Story and Divine Politics: A Com-
parative Study of a Biographic Formula From the Ancient Near East», en Journal o f Biblical
Literature, 106 (1987) 577-594, funciona bien para la historia dejóse, pero no para las leyendas
de Daniel (exceptuando quizás el posible trasfondo de algunas de ellas. Me refiero al relato de
Nabonido [veáse A/VÜT308-315] que inspiró Daniel 4). La estructura de King «comienza con
una situación inicial (Initial Situation), en la que el protagonista tiene un cierto status y prestigio.
Surge una amenaza (Threat) al equilibrio de la situación, que el héroe no puede controlar. Cuan
do la amenaza se materializa (Threat Realized), huye al exilio. Aquí consigue la protección de un
personaje poderoso y, desarrollando sus propias habilidades, consigue éxitos en el exilio (Success in
Exile). Emprende entonces una lucha agónica en el exilio (Exilie Agón), pero la supera (Exilie Vic-
tory) y duplica sus éxitos. Sin embargo, desea volver a su marco original de vida, pero para ello
debe ver que la amenaza ha sido superada. Se le otorga vuelta ay reconciliación (Return and Recon
ciliaron) con su marco inicial. La historia concluye con un epílogo (Epilogue) en el que el héroe
ordena sus asuntos (p. 580-581). King detecta la misma pauta en las historias de Sinuhé, Idrimi,
Hattusilis, Esarhadón y Nabonido. Selecciona también cuatro figuras de la Biblia y ve que la
historia de Jacob presenta la «situación inicial; la de José, la amenaza y el comienzo del exilio; la
de Moisés, la lucha agónica y la de David la culminación de la reconciliación y el epílogo admi
nistrativo» (p. 594).
pequeña ayuda» (Daniel 11, 34). El sabio está tranquilo y confía. Aunque le
amenace la muerte, se queda tranquilo en su casa con sus oraciones tres veces
al día (Daniel 6, 10).
La influencia de la Sabiduría en la historia de José me parece innegable (con
la venia de D. Redford, The B iblical Story o f Joseph), pero hay un abismo entre
esta Sabiduría y el escepticismo de un libro como el Eclesiastés, por ejemplo. No
hay aquí desesperación alguna por no entender los caminos de Dios, porque son
éstos misteriosos sólo para el mal intencionado. El ideal establecido por la Sabi
duría ante la Diáspora es la prosperidad. El autor de 1 Macabeos 2, 53 cita la
promoción de José a la suprema dignidad en Egipto y la atribuye a haberse man
tenido fiel a los mandamientos. Muchos otros textos intertestamentarios ven en
su sabiduría el instrumento de sus logros. La historia de José conoció un gran
éxito en esa literatura. El Libro de la Sabiduría 10, 13s, por ejemplo, contiene
este hermoso texto:
Ella [la Sabiduría] no abandonó al justo cuando era vendido, sino que
lo libró del pecado. Con él descendió a la cisterna, y en las cadenas no lo
abandonó, hasta procurarle el cetro real y la autoridad sobre los tiranos;
descubrió la mentira de quienes lo acusaban y le dio gloria eterna61.
El Libro de la Sabiduría se mantiene en la trayectoria delineada ya por el
Salmo 105. Vale la pena citar un fragmento (v. l6s):
Sobre el país llamó [Dios] el hambre y fracturó las varas de llevar el pan.
Por delante mandó un hombre, fue vendido José como esclavo. Afligieron
sus pies con las cadenas, y el hierro penetró hasta su alma, hasta que vino
el tiempo de cumplirse la palabra, y el dicho del Señor lo comprobó leal...
Lo puso [el Faraón] por mayordomo de su casa, gobernador de todas sus
haciendas, con poder de obligar a sus magnates, según su voluntad y de
enseñar saber a sus ancianos.
José está así cerca de ser visto como un «siervo doliente», una rara lectura
que no escapó a la consideración de los Padres de la Iglesia, que vieron en José
la prefiguración de Cristo y de su pasión. La evocación de las interpretaciones
de Pascal que hace Franz Delitzsch es un eco tardío del punto de vista de los
Padres: «Jesucristo se prefigura en José, hijo predilecto de su padre, enviado
por el padre a sus hermanos, el inocente vendido por sus hermanos por veinte
monedas de plata, y de este modo se convierte en su Señor... Éste es el retrato
vital que la Iglesia hace de la historia de José desde tiempos inmemoriales»62.

61. Traducción de David Winston, The Wisdom ofSolom on, Doubleday, Carden City 1979,
p. 211.
62. Franz Delitzsch, K om m entar (\%52), citado por Westermann, Genesis 37-50, p. 18.
Está claro que este posterior desarrollo ya está presente in ovo en la versión
que del relato hace el Génesis. El triunfante José es también aquel cuya «muer
te» a manos de sus hermanos, de la mujer de Putifar, de Putifar mismo y del
mayordomo del Faraón ha proporcionado vida constante a sus parientes y a todos
los egipcios. No deberíamos igualar a José con la figura del siervo doliente, pero
la proximidad entre ambos es real. Cuando José perdona a sus hermanos, «reco
noce claramente el propósito global paradójico de su “muerte” como una mane
ra que Dios tiene de preservar la familia»63.
El éxito final de José puede ser visto desde diferentes puntos de vista. Des
de un punto de vista, el feliz final de la historia anuncia que la edad de los sufri
mientos ha acabado. Lo simbolizan los primeros sufrimientos de José que le lle
van al poder y a la restauración de su tribu. Se empareja con la amenaza profética
de castigo cumplida con el exilio en Babilonia, pero que se abre a un futuro de
paz. La prosperidad es para el justo; se da por supuesto que el pueblo elegido ha
aprendido su lección durante el castigo nacional y que nada realmente malo pue
de sucederle en adelante; ha llegado a la tierra de Gosen.
Me remitiré a toda la energía de un Déutero-Zacarías para desinflar esta
ilusión. El siguiente ensayo de este volumen tratará de un texto de Zacarías, que
representa una visión muy distinta de la historia. Los días de ira anunciados por
Zacarías y otros profetas del posexilio llegaron ciertamente. De aquí que la Sabi
duría en el libro de Daniel tuviera que asimilar a un nivel mucho más profun
do la ideología del Siervo doliente. Daniel 10-11 es una interpretación/actuali-
zación de esta tradición de Isaías. Además, el Siervo proporcionó un modelo para
la concepción del justo que se hizo sumamente importante en el siglo II a.C. y
en todo el período intertestamentario64. Pero, para entonces, la distancia con la
historia de José parece ya considerable.
Este punto nos servirá como de transición a un segundo punto de vista y
a la presencia en el Nuevo Testamento de la historia de José. Hay, evidentemente,
cierto paralelo estructural entre el Jesús del Evangelio y el José del Génesis.
José arrojado a una cisterna/sepultura antes de ser elevado al trono real es una
metáfora propia del kerygma del cristianismo primitivo. Siguiendo la misma línea,
Alfred Jeremias (aparentemente influido por Thomas Mann) vio en la escena de

63. D. A. Seybold, «Paradox and Symmetry in the Joseph Narrativo», en Literary Interpre-
tations of Biblical Narratives, ed. por K.R.R. Gros Louis, J. S. Ackerman, y T. S. Warshaw, Abing-
don, Nashville 1974, p. 71. Cf. Hartmut Gese, «la vida de una comunidad en un país sólo la hace
estable una tumba [cf. Génesis 23, Makpelá]... En Génesis 50 leemos que el gran funeral de Jacob
... se organizó como una analogía invertida del Éxodo. Toda la corte egipcia y los carros del ejér
cito y la caballería acompañaron al difunto hasta Tierra Santa»; en Essays on Biblical Theology, trad.
por Keith Crim, Augsburg, Minneápolis 1981, p. 37.
64. Véase G. W. E. Nickelsburg y M. E. Stone, Faith and Piety in Early Judaism, Fortress,
Filadelfia 1983.
José en la cisterna una alusión a Tamuz surgiendo de los infiernos65. Hay tam
bién en ambas historias lo que W. L. Humphreys llama una «suprema ironía»,
por cuanto Dios cambia el mal por bien, creando así una tensión entre la inten
ción humana y la providencia divina66. A la kenosis de José le sigue una especie
de resurrección, y lo mismo sucede con la bajada de su padre al «infierno»,
vinculada a la vida del hijo. Con todo, se ha producido una profunda transfor
mación de la historia de José por la síntesis que el Nuevo Testamento hace del
tema del siervo doliente que entrega su vida por amor de los cielos, y por la
tradición sapiencial que asegura al hombre ético la «prosperidad» final (el tér
mino está ya presente en Isaías 53, 10 y constituye así una cabeza de puente para
una confluencia con la Sabiduría).
Pero la afinidad entre Cristo y José no está exenta de peligros. Pablo, por
lo menos, debe reaccionar contra la tendencia de la Iglesia de Corinto a pasar
por alto la «Cruz» y celebrar la eucaristía con un espíritu triunfante. Así no se es
justo con la pasión de Cristo, si se la considera como una especie de rito de paso,
un inevitable momento penoso por el que hay que pasar antes de conseguir la
victoria pascual.
La historia de José, tal como nos la cuenta el libro del Génesis, apunta in
negablemente en esa dirección. La influencia sapiencial en el relato acentúa el
lado del «cortesano triunfante». Si, para algunos, cuanto más alto se sube más
bajo se cae, en el caso de José cuanto más profundamente ha caído tanto más ele
vada es su exaltación. Y ésta es la lección de la novela, que es, como queda di
cho antes, una comedia. También como una comedia podría leerse un Evange
lio mal entendido. A ese respecto, es de admirar la sabiduría de Marcos que
termina su Evangelio con una sobria advertencia que no tiene parangón. La f e -
lix culpa de ciertas liturgias está más cercana a la leyenda de J o sé que al Jesús del
Evangelio de Marcos.
Otro paralelo entre «José»y «Jesús» lo proporciona la idea, común a la
historia del Génesis y a la primitiva Iglesia cristiana, de que también los no
creyentes conocen las exigencias éticas y deben por lo mismo observarlas. El ethos
general prevaleciente en la novela de José tiene su correspondencia en afirma
ciones del Nuevo Testamento, como Romanos 2, l4s; 13, 3; 1 Corintios 5, 1;
10, 32; Filipenses 4, 8; y 1 Tesalonicenses 4, 12. Romanos 12, I6s, por ejemplo,
podría leerse como un comentario libre de Génesis 42s. Para el Apóstol, en con
formidad con el héroe sapiencial, al cristiano, junto con el Espíritu Santo, le es
concedido un carism a (1 Corintios 7, 7; 12, 7,11), que puede describirse como
sabiduría (Colosenses 1, 9; Efesios 1, 8). Pero también aquí la transformación

65. A. Jeremías, The O íd Testament in the L ight o ft h e A ncient East, trad. pot C. L. Beau-
mont, Williams and Norgate, NuevaYork 1911, vol. 2, p. 278.
66. Cf. Humphreys, Joseph a n d His Family, p. 187.
del material antiguo es sorprendente. Pablo no quiere decir que el don de la sabi
duría llevará a la adopción de una norma ética de moderación, autocontrol e
inteligencia. Mucho menos quiere dar a entender que la «razón» (Romanos 12, 1)
sea el secreto del éxito. Porque lo que constituye la culminación de la obedien
cia y de la inteligencia, para Pablo, se resume en la expresión m im esis tou Khris-
tou (1 Corintios 11,1, etc.). Las parenesis tanto de Jesús como de Pablo son el
resultado de la confluencia de la sabiduría tradicional (cf. Mateo 6, 19s) con el
cumplimiento de toda sabiduría en el sacrificio de Cristo; de manera que, simul
táneamente al hecho de que de la Sabiduría procede una ética natural, aquella
Sabiduría resulta «una y otra vez destruida por la escatología» (cf. Mateo 10,
26)67. Porque la prudencia en el discípulo no tiene la vista puesta en ningún otro
motivo. Prudencia, sobriedad, moderación y demás virtudes enumeradas en
las Epístolas no son sino ejemplos o aspectos de la im itatio Christi.

67. Véase W. Schrage, «Ethics in the NewTestament», en Interpreter’s D ictionary o fth e


S upplem entary Volume, Abingdon, Nashville 1962, p. 282.
Zacarías 12, 10
£ T ASPICIENT AD ME QUEM CONFIXERUNT»

A N D RÉ LA CO CQ U E

Z acarías 12, 10 es notoriamente difícil de entender. En las páginas que


siguen, es intención mía rastrear el segmento de su trayectoria que constituyen
este versículo y la prícopa que lo envuelve. Damos un primer paso en la direc
ción correcta cuando observamos paralelos entre el texto de Zacarías y su mode
lo en el Déutero-Isaías. De hecho, como demostraré, nuestra perícopa es una
expansión midrásica del tema del Déutero-Isaías sobre el «siervo doliente de
Yhwh». Veremos, sin embargo, que deberemos ir incluso más lejos para remon
tarnos al origen del tema de Zacarías en el libro de los Jueces y hasta más allá.
Pues el telón de fondo de Zacarías 12, 10 es la casi aniquilación de la tribu de
Benjamín llevada a cabo por el resto de tribus (cf. los capítulos finales del libro
de los Jueces). Si el texto del Déutero-Isaías se inspira también o no en la his
toria de Benjamín es una cuestión discutible; el Déutero-Zacarías indudable
mente sí.
El movimiento retrospectivo de exploración del trasfondo de Zacarías
12, 10 debe completarse con un estudio prospectivo sobre los derroteros que
tomó el tema antes de su utilización por el Nuevo Testamento, pues ninguna
otra parte de la Biblia hebrea influyó más en los escritos de la Iglesia primitiva
que el Déutero-Zacarías. Ningún otro tema de los libros proféticos tuvo mayor
importancia que el del Mártir del capítulo 12.
Como nuestro propósito es seguir la evolución del tema presente en nues
tro versículo, es importante situar el libro profético en su tiempo y en sus cir
cunstancias. El problema es particularmente difícil. ¡Los expertos lo sitúan ente
los extremos del siglo V I I I y el II antes de nuestra era! En mi comentario sobre
Zacarías, no obstante, llegué a la conclusión, tras revisar críticamente las evi
dencias externas e internas, de que los capítulos 9-14 fueron escritos en la pri
mera mitad del siglo V 1. Dos características son particularmente decisivas: la di

1. S. Amsler, A. LaCocque, R. Vuilleumier, Aggée, Z acharie, M alachie, Delachaux et Niest-


lé, Neuchátel-París 1981; véase la introducción al Déutero-Zacarías, p. 129-145.
mensión apocalíptica del libro y la reutilización antológica que hace de orácu
los proféticos más antiguos2.
En este estudio, el carácter «apocalíptico» del Déutero-Zacarías será el obje
tivo principal de nuestra atención, pero la hechura antológica es un punto ade
cuado para empezar. Las fuentes empleadas son reveladoras para la cronología
del Déutero-Zacarías y, en concreto, la dependencia del Déutero-Isaías puede
verificarse en el plano del vocabulario y de las ideas. Por ejemplo, Isaías 42 y 45,
21-25 influyó en Zacarías 9, 12; Zacarías 21, 1 se formó a partir de Isaías 42, 5;
Zacarías 12, 2, de Isaías 51, 22,17; Zacarías 12, 10 -13, 1 de Isaías 53, 5 y 44, 3;
y Zacarías 13, 7-9, de Isaías 51,9. Quizás más impresionante aún sea la pauta
empleada por el libro del Deútero-Zacarías, con la que revisa secuencialmente
los cuatro cantos del Siervo:
Zacarías 9, 9-10 // Isaías 42, ls (canto primero)
Zacarías 11, 4s // Isaías 49, ls (canto segundo)
Zacarías 12, 30-13, 1 // Isaías 50, 4s (canto tercero)
Zacarías 13, 7-9 // Isaías 52, 13 —53, 12 (canto cuarto)
El planteamiento pionero de Bernhard Duhm acerca de los cantos del Déu-
tero-Isaías recibe de este modo una sólida confirmación.
En el capítulo 9, Zacarías, coherente con su método de reutilizar anti
guos oráculos invirtiendo su significado original, ha constituido al siervo en rey
de toda la tierra. Aquel que va «humilde y cabalgando sobre un asno, en un polli
no, hijo de un asno», es declarado también «justo y victorioso»; de hecho, es «tu
rey que viene a ti». En contraposición, la salvación de Judá y de Jerusalén en el
capítulo 12 se consigue, no por el poder de un rey, sino por la muerte del Sier
vo. Hemos vuelto así a la intención original del profeta del exilio. En el capítu
lo 9, se trataba de una expansión poética libre de un oráculo anterior. Aquí, el
género literario es de tipo midrásico.
El motivo del Esclavo del Señor sirve como contexto ideológico cercano
a Zacarías 12. Muestra en qué dirección hay que mirar para una interpretación
correcta del versículo 10. La frase «aquel a quien traspasaron» es un comenta
rio sobre el Siervo doliente a la vez que una escatologización de esta figura.
Además, al ser el primer comentario completo del famoso oráculo del profeta
exílico, tiene especial interés ver cómo se interpretó -sólo unas cuantas déca
das después de su introducción—la figura del Siervo. Por ejemplo, no perma
neceremos indiferentes a la transformación que sufrió el personaje en la tradi-

2. Adolphe Lods dice que, «en general, estos capítulos muestran el mismo espíritu de los
apocalipsis hebreos». Véase su H istoire d e la L ittérature H ébraique e t Ju iv e, Payot, París 1950,
p. 772. Es ésta una afirmación importante viniendo como viene de un experto que data al Déu-
tero-Isaías para antes del exilio.
ción posterior de Zacarías 12, 10, en la que el Siervo adquirió un significado
colectivo.
Pero ya digo de antemano: llegados aquí, es más importante enfatizar la
continuación del modelo isaínico por encima de la unidad literaria de Zacarías
12, 10 -13 , 1, precisamente hasta 13, 7-9. En esta última perícopa, aquel a quien
Yhwh llama «mi pastor... el hombre compañero mío» es el mismo que «aquel a
quien traspasaron» de 12, 10:
Álzate, espada, contra m i pastor
Y contra el hom bre com pañero m ío»
—oráculo de Yhwh Sébaot—...
Así se traza un paralelo entre el mártir del capítulo 12 y el buen pastor, sier-
vo-profeta de Yhwh en el capítulo 13. Por otra parte, 13, 7-9 presenta un tema
del todo similar al del capítulo 11. Hasta tal punto es así que Heinrich Ewald
pensó que originalmente 11 ,17 iba seguido inmediatamente de 13, 7-8. Sea
como fuere, hay ahora en el texto actual la inserción de 12, 1-13, 6, que refie
re una batalla victoriosa contras las naciones, pero con la muerte violenta de
un personaje (¿colectivo?) que es «traspasado» por la espada. Sus sufrimientos y
su muerte responden a las desgracias del profeta del capítulo 11 («Apacienta
las ovejas para el matadero»). En ambos casos, la figura modelo es el Siervo del
Déutero-Isaías. Pero hay también el pastor malvado del 11, 16-17 («Que no se
preocupará de la oveja perdida»). Se trata de un pastor y de un siervo al revés.
Mientras que, según Heinrich Ewald, 13, 7-9 originalmente continuaba el tex
to de la maldición del pastor fraudulento, ahora en todo caso estos versículos
se han convertido en una profecía de lamentación con relación al buen pastor
(según el modelo del Siervo doliente). Otto Procksch y Ernst Sellin están de
acuerdo con esta lectura; 13, 7-8 se refiere al buen pastor que ha sido muerto,
y se remiten a 12, 10-113.
La situación es, por tanto, la siguiente. Tanto el Siervo en Isaías como el Pas
tor en Zacarías son «traspasados» {halóle.n Isaías 53, 5; d a q o ren Zacarías 12, 10).
Ambos mueren por voluntad de Dios (Isaías 53, 10; Zacarías 13, 7), aunque son
ambos inocentes (Isaías 53, 9; Zacarías 11; 12, 10; 13, 7). Pero su autoinmola-
ción no es inútil, pues despierta el arrepentimiento del pueblo (Isaías 53; Zaca
rías 12, 8).
Es de particular interés comprobar cuán profundamente influyó el tema
del Siervo doliente en la literatura (clandestina) del oprimido y esclavizado duran
te el período del Segundo Templo. De hecho, seríamos poco perspicaces si cre

3. Otto Procksch, D ie kleinen prophetischen Schriften nach dem ExiL, Stuttgart 1916; Ernst
Sellin, Das Z w olfprophetenbuch, Leipzig 1930; Heinrich Ewald, D ie Propheten des Alten Bundes,
vol. II, Stuttgart 1841.
yéramos que la interpretación que de Isaías 52-53 hace el Nuevo Testamento
es de un solo tipo. Esta mala interpretación concuerda con una cierta lectura
judía de estos capítulos proféticos (véase el Targum sobre Isaías 52s), pero la pos
tura es aquí polémica y claramente anticristiana. El Trito-Isaías ya desarrolló el
tema en la línea de los sufrimientos vicarios (en 61, 1-3: 63, 17; 65, 8s). Estos
textos, evidentemente, constituyen los primeros desarrollos, compuestos qui
zás por discípulos del Déutero-Isaías4.
En orden cronológico, el siguiente en usar el tema del sufrimiento vicario
es el Déutero-Zacarías. Luego viene quizás el Primer Henoc, pero aquí la cues
tión es particularmente compleja. Otra piedra mojón en el camino hacia la li
teratura neotestamentaria, Daniel 11, 33-35 y 12, 3, es un midrás de los Can
tos del Siervo5. Otro hito lo aporta El Libro de la Sabiduría 2, 12-20; 3; 5
(compárese, por ejemplo, Daniel 11, 32, 35; 12, 3 y Libro de la Sabiduría 2,
13; 3, 6,7).
Trito-Isaías, Déutero-Zacarías, (Primer Henoc), Daniel, Libro de la Sabi
duría, el Nuevo Testamento: todas estas fuentes alimentan corrientes paralelas a
la «corriente principal del judaismo» (tal como fue conocido a finales del siglo I
de nuestra era). No es una inconsecuencia que en la misma línea que va del Tri-
to-Isaías a la literatura del Nuevo Testamento, Qumrán haya transmitido el
texto de Isaías 53, 11 con el Siervo «que ve la luz» [y ir ’ e t i or en vez de y i r ’ eh
del texto masorético]. Porque esto es, en la comunidad de Qumrán, el premio
especial que se reserva a los hijos de la luz (cf. el M anual d e D isciplina de Qum
rán [IQS], 4, 2-8; 11, 3). Más importante quizás sea el texto de Qumrán 4
QwarRule 5, 1-5, que habla de la muerte del Mesías, y donde no queda claro si
se trata de un genitivo subjetivo u objetivo6.
En Zacarías 11, el buen pastor no es un pastor tiunfante, sino que, al con
trario, sufre una muerte trágica, aunque habla de salvación para su rebaño —en
paralelo con el Canto segundo del Siervo en Isaías. El buen pastor es rechaza
do como lo es el Siervo en Isaías 49, 4. Su misión es, no obstante, universal (cf.

4. Cf. Sigmund Mowinckel, He That Cometh, Blackell, Oxford 1959, p. 188-189; John
McKenzie, SecondIsaiah, Anchor Bible, vol. 20, Doubleday, Garden City NJ 1959, p. xxxviii-xlii;
Georg Fohrer, Introduction to the Oíd Testamenta Abingdon, Nashville 1965, p. 377s. Fohrer encuen
tra seis cantos (no cuatro como hiciera B. Duhm en 1892). Cinco son autobiográficos, el sexto,
Isaías 52, 1 3 - 5 3 , 12, fue compuesto por otro sobre el profeta mismo.
5. H. L. Ginsberg, «The Oldest Interpretation of the Suffering Servant», en Vetus Testa-
mentum, 3 (1953) 400-404, propone la tesis de que en los capítulos 10-12 de Daniel tenemos «la
más antigua interpretación del siervo doliente» (totalmente colectivo). Hemos visto que no es
la más antigua. Cf. mi comentario, The Book of Daniel, SPCK-John Knox Press, Londres - Atlan
ta 1976, p. 230-243.
6. Véase, por ejemplo, L. H. Schiffman, Reclaiming the Dead Sea Scrolls: The History o f
Judaism, the Background ofChristianity, the Lost Library of Qumrán, The Jewish Publication Society,
Filadelfia 1991, esp. p. 346.
Zacarías 11, 10,14 e Isaías 49, 6b). Y, en realidad, él mismo no es sino una ema
nación de su pueblo (Zacarías 10), de modo que hay aquí de nuevo tensión entre
la dimensión colectiva y la individual de la figura. En él se reconocía, hay que
conjeturarlo, un cierto partido en Jerusalén. Al no sentirse libres, sus miem
bros se identificaban desde antiguo con el Siervo doliente. A sus ojos, sólo ellos
eran el verdadero Israel7.
Debemos decir algo más sobre estos utopistas del siglo V a.C. Como se
refleja en el Déutero-Zacarías, su pertenencia socio-religiosa a «Israel» se hizo
problemática, porque no constituían más que una facción dentro de la colecti
vidad. Su visión escatológica era nacionalista y concernía a todo «Israel», pero el
centro de sus preocupaciones es el faro de salvación, que es aquí llamado «Judá»
(Zacarías 12, 1). Por primera y única vez en la Biblia, «Jerusalén» y «Judá» no
sólo se distinguen entre sí, sino que se oponen. Cierto, el nombre de «Judá» ha
de entenderse con el significado restrictivo de los «provincianos» en cuanto se
distinguen de los habitantes de la misma ciudad de Jerusalén. La distinción es
más simbólica que concreta, pero diferencia dos estratos socioeconómicos de
la población. Incluso su distancia geográfica o su proximidad con el templo
de Jerusalén se consideró religiosamente importante8. La situación que así se
obtiene se acerca a la gran división, en tiempos neotestamentarios, entre jeroso-
limitanos y galileos, fariseos y Am ha-aretz9. Judá y Jerusalén se oponen mutua
mente hasta que llega la reconciliación con el derramamiento de sangre de «aquel
a quien traspasaron».
La tensión esbozada por el Déutero-Zacarías se sitúa específicamente en
tre «los jefes de Judá», por un lado, y la «casa/dinastía de David», por el otro
lado. O bien entre las «tiendas de Judá» y los «habitantes de Jerusalén». Las na
ciones se ven envueltas en la batalla que enfrenta a ambos bandos, dando así a
la batalla que transcurre en Jerusalén una dimensión cósmica en lo espacial,
mientras que en lo temporal la guerra es escatológica, ocurre «en aquel día». El
esquema de Zacarías pretende resolver de un golpe dos problemas que asuelan
la era posterior a la restauración: la hostilidad de las naciones hacia Jerusalén
y la mortífera rivalidad entre el partido del templo y el partido de la oposición

7. Tiempo después, tras el fracaso de la pretensión mesiánica de Bar Kokba, el tema del sier
vo que muere sirvió como telón de fondo de la especulación sobre un Mesías «hijo de José» des
tinado a morir en el campo de batalla antes d e la venida del Mesías «hijo de David».
8. En la literatura rabínica, podemos ver un eco de la rivalidad existente entre los habitantes
de Jerusalén y los de las provincias. Por ejemplo, tras la destrucción por los romanos de la ciudad de
Bethar, después de la revuelta de Bar Kokba, se dijo que Bethar merecía este castigo por haberse
alegrado por la destrucción de Jerusalén (pero esta torva alegría se fundaba en los malos tratos que
la gente de Jerusalén infligía a los habitantes de Bethar); cf.j. TaanA, 8a; LamR 2, 2. En el Israel ac
tual, los judíos «ultraortodoxos» se arraciman ante la pared occidental de Jerusalén.
9. Véase también 1 Macabeos 1, 11, donde una facción del pueblo concluye una alianza
con los «gentiles».
en Jerusalén10. De hecho, la reconciliación entre «Jerusalén» y «Judá» se produ
cirá a expensas de y en el campo de batalla contra las naciones (v. 5). «Judá»
será instrumento de renovación para Jerusalén (v. 6) tras verse favorecida él
mismo con la gracia de la salvación (v. 7).
Esa acción salvífica de «Judá» resultará humillante para «los habitantes de
Jerusalén» y «la casa de David». Tendrán éstos que abandonar toda arrogancia
frente a los «provincianos» («Judá»), pues reconocerán en el martirio de Judá du
rante la guerra escatológica la condición precisa de su salvación (v. 10). Además,
su actitud sufrirá un cambio total, harán duelo por «aquel a quien traspasaron»,
«como se hace duelo por el hijo único... por el primogénito» (v. 10). Todos los que
están en el partido del poder -donde debemos entender aquellos que viven a la
sombra del templo- participarán (v. 12); particular importancia tiene que haya
diez secciones del pueblo implicadas en el duelo (la palabra «aparte» se repite once
veces). Lloran por el duodécimo miembro, que cayó muerto en la guerra.
El marco aparente de este «oráculo preapocalíptico», como lo denomina
Paul Hanson, es claramente el festival del Nuevo Año tal como lo describen
los Salmos 46; 48; 76 y quizás 74". Sión sufre el ataque de fuerzas demonía
cas, pero la intervención de Dios la salva. Los profetas del período clásico han
escatologizado el tema litúrgico, como puede verse en Isaías 17, 12-14; 29, 1-8;
Ezequiel 38-39; Joel 3. Zacarías mantiene esta dimensión escatológica, pero,
como es usual, revive a la vez la vena mitológica del himno del Dios guerrero, co
mo puede verse en la perícopa del 12, 1 al 13, 6.
12, 1-3: Arremetida de las naciones.
12, 4: Yhwh contraataca.
12, 5-9: Liberación de Jerusalén.
12, 10-14: La «celebración de la victoria» se sustituye por un «gran due
lo», y la «teru ’a h» característica por la «amargura».
13, 1: De forma parecida, la «fecundidad restaurada» derramando agua
es reemplazada por un ritual de purificación mediante la «apertu
ra de una fuente» para «la casa de David y para los habitantes de
Jerusalén» (cf. Ezequiel 36, 25), sin duda alguna por causa de la
muerte violenta infligida a «aquel a quien traspasaron».
13, 2-6: De nuevo, otro motivo tradicional, mandar a la muerte a los ene
migos que bloqueaban la fertilidad de la tierra (cf. 10, 3b-11, 3),
es reemplazado aquí por el motivo de la supresión de ídolos y fal
sos profetas (cf. 10, 2).

10. La formulación de Mateo 2, 10 resulta también apropiada para la situación que se


respira en tiempos del Déutero-Zacarías.
11. Paul Hanson, The Dawn ofApocalyptic: The Historical and Sociological Roots ofjewish
Apocalyptic Eschatology, Fortress Press, Filadelfia 1975.
En general, el himno al Dios guerrero se sitúa en un plano cósmico y supra-
histórico. Es inútil intentar identificar las naciones protagonistas. Pero tampo
co es que los personajes del drama deban reducirse a símbolos o principios del
bien y del mal. El recurso a una concepción del mundo cósmica y metahistóri-
ca no da muestras de un desprecio dualista por la historia; es resultado de dos
clases convergentes de necesidad. En primer lugar, el visionario es simplemen
te incapaz de especificar quién será el adversario último de Israel. En la misma
línea y por la misma razón, Ezequiel hablaba de Gog y de Magog (capítulo 38).
Estos representantes simbólicos de las naciones serán sometidos ajuicio «en aquel
día» (38, 10). Además, los acontecimientos finales más bien son sugeridos que
descritos por Ezequiel. Tienen aquí y en el Déutero-Zacarías un aire de absolu
ta irrepetibilidad, algo que difícilmente pueden suministrar los acontecimientos
históricos pertenecientes a los anales humanos. Pero, sin embargo, uno de los dos
antagonistas es bien conocido. Permanece siempre el mismo desde el comienzo
de la historia. Su nombre es Israel o Sión. Frente a esta realidad con nombre, los
adversarios carecen de todo nombre, pese a que son «legión». Sus orígenes son
variados, pero su meta es siempre la misma: destruir Sión. Constante también
es la fe de Israel en que nunca serán capaces de conseguirlo. Esta esperanza,
que impregna un importante grupo de textos en la Escritura hebrea, reaparece
en la Guerra d e los hijos de la luz, uno de los documentos de Qumrán (cf. 1 QM
12, 10-15 // 19, 1-8).
Ahora bien, si el himno hubiera identificado al enemigo con precisión, con
Egipto, por ejemplo, la cuestión que se habría planteado sería si los aconteci
mientos descritos eran sólo penúltimos; mientras que Asiria, o Babilonia, Ama
lee o Moab, los arameos o los edomitas se mantenían en reserva para otros acon
tecimientos últimos, auténticamente escatológicos. Era, por tanto, necesario
emplear términos generales, contando que en ellos quedaran incluidas todas
las posibilidades, tales como «todas las naciones/pueblos», como vemos en Zaca
rías 12.
Este último texto nos acerca a una situación sumamente sorprendente. El
tema de las naciones adversarias de Israel es suficientemente tradicional. Pero
aquí se añade una hostilidad, o como mínimo una polarización, entre Judá y
Jerusalén. A este respecto, el versículo 2 es notoriamente difícil. ¿Entenderemos
—con Paul Hanson, por ejemplo- que Judá es la primera nación que somete a
Jerusalén a un asedio (cf. 14, 14)? En este caso, la secuencia sería la siguiente:
Judá ataca a Jerusalén; los apóstatas de la ciudad son castigados; entonces Judá
se vuelve contra los enemigos de Jerusalén. El modelo lo aporta el cambio de tác
tica divina dirigiendo primero las naciones contra su pueblo para luego casti
garlas por su arremetida, como, por ejemplo, en Isaías 10, 5s; 29, 1-8; Jeremías
25, 8-14; Ezequiel 38, 1-23.
Quizás no sea necesaria una lectura tan radical, como veremos, pero la
distinción establecida entre «Judá» y «Jerusalén» está bien fundada y el versícu
lo 2 es ambiguo a conciencia. No ha de sorprendernos que algunos expertos
obvien la ambivalencia del texto considerando algún que otro elemento del
versículo 2 como una glosa'2. Esta solución no la justifican las versiones, que
muestran una gran confusión y revelan así inadvertidamente que se enfrenta
ban al mismo texto hebreo e intentaban, sin éxito, solucionar el problema de
un modo u otro. En los LXX leemos: «y en Judá habrá el asedio contra Jerusa
lén». La Vulgata interpreta que también Judá se aliará con las naciones contra
Jerusalén, sed et Ju da erit in obsidione contra Jerusalem . El Targum y la tradición
judía en general concuerdan, pero dan por supuesto que el papel de antagonis
ta lo adopta Judá obligado por las naciones. Magne Saebó, dentro de una línea
similar, cree que la participación de Judá en el asedio Dios tendrá que perdo
narla a cuenta del reconocimiento, que harán los líderes de Judá, de que Dios
se pone de parte de Jerusalén para que la ciudad se mantenga fuerte en el lugar
que ya ocupa13.
De hecho, la traducción del segundo versículo debería entenderse en el sen
tido de que el sitio de Jerusalén será también el sitio de Judá (al que Jerusalén
rechazó antes de la guerra escatológica). Karl Marti ha demostrado, basándose
en el texto de Ezequiel 4, 3, que yih yeh ba—masór no significa «tomar parte en
el asedio», sino «ser asediado»14. Esta interpretación la vemos también en M. L.
Malbim (comentarista judío del siglo XIX), en Friedrich Horst15 y en Benedict
Otzen16. Malbim ve aquí la indicación de una serie de catástrofes que sucesiva
mente caerán sobre Judá antes de golpear también a Jerusalén. Horts corrige la
repetición de la palabra mas,or, que ocurrió, dice él, por haplografía: «el asedio
será también para Judá igual que el sitio de Jerusalén».
En resumen, el texto de Zacarías es puesto al contraluz del abismo que se
para Jerusalén de Judá. La divergencia ideológica, sin embargo, será superada
por la historia. El sino de una parte es el sino de la otra. La arremetida escatoló
gica por parte de las naciones se arremolinará sobre ambos hermanos enemigos
y los unirá en una tragedia común; juntos también serán redimidos por la in
tervención divina. Retrospectivamente, la arrogancia de «Jerusalén» carece de
fundamento y de sentido. «Judá» no es un estorbo para el pueblo de Dios.
También «Jerusalén» necesita ser rescatada por Dios de una destrucción total.

12. Véase, por ejemplo, H. M. Lutz: «¡Una glosa sobre Jerusalén (v. 5) se corrige con una
glosa sobre Judá!»; en Jahivé, Jerusalem, und die Volker, Neukirchener Verlag, Neukirchen-Vluyn
1968, p. 14.
13. Magne Saebo, Sacharja 9-14, Untersuchungen von Text und Farm, Neukirchener Verlag,
Neukirchen-Vluyn 1969, p. 270.
14. Karl Marti, Das Dodekapropheton, Tubinga 1904.
15. Friedrich Horst, Die 12 kleinen Propheten, Mohr, Tubinga 1964, ad locum.
16. Benedict Otzen, Studien über Deuterosacharja, Copenhague 1964, p. 26.
Pero no se le ahorrará el juicio/castigo. La tesis paradójica de Zacarías es que la
salvación no viene de (los jefes y de los habitantes de) Jerusalén (a pesar de Isa
ías 2, 3 o Miqueas 4, 2). Hay aquí un cambio cualitativo considerable, anun
ciado por el profeta, el cual, para salirse con la suya, se ve obligado a retroceder
en el tiempo hasta un período en que Jerusalén no era el centro «teológico» en
que se convirtió con la monarquía unida. Este flashback en la historia permi
te que los «provincianos», en Zacarías 12, se llamen a sí mismos con nombres
arcaicos como «las familias/las tiendas/la casa de Judá». En realidad, estas ex
presiones, que usan términos como mispahah y bayit (en particular en 12, 12-
14), nos remiten al tiempo del desierto tras el éxodo de Egipto, cuando Israel
era la joven esposa de Dios (cf. Oseas 2, 14-16). La misma tipología se usa más
tarde con ocasión de la secesión de las tribus septentrionales tras la muerte de
Salomón (1 Reyes 12, 16: «¡A tus tiendas, Israel! ¡Mira ahora por tu casa, Da
vid!) y eventualmente por los esenios de Qumrán (cf. especialmente 1 QM 3,
I6s; 4, 10; 1 QSa 1, 15).
La secuencia de los versículos 7-9 cobra sentido desde esta perspectiva. Las
«tiendas» de Judá, no sólo cronológicamente sino también espiritualmente, pre
ceden a la «casa» de David. La salvación es para Judá y esta concepción correc
tora de la jerarquía prevalece entre los que detentan el poder en Jerusalén. Tiem
po vendrá en que los ahora esclavizados de «Judá» serán reivindicados. Serán
salvados «primero» y esto quiere decir que los demás se beneficiarán de su sal
vación. La secuencialidad se vuelve instrumental. Es por «aquel a quien traspa
saron» por quien hay tam bién salvación para los habitantes de Jerusalén. Una vez
puestos en el buen camino, el resto sigue por sí solo. El escudo de los jerosoli-
mitanos será el Señor mismo, por contraste con el establishm ent socio-religio
so. Como consecuencia, los más vacilantes de ellos serán como David mismo, y
la casa de David será como Dios, como el ángel del Señor que los precedía mar
chando a su cabeza. La alusión aquí es a 2 Samuel 5, donde los jebuseos son com
parados a los cojos y a los ciegos, antes de que David tomara la Ciudad e hicie
ra entrar en ella el Arca de la presencia de Dios ( 2 Samuel 6). Cumplida esta
condición, Dios, dice el profeta, se dedicará en verdad a la destrucción de «todas
las naciones que vengan contra Israel» (Zacarías 12, 9), pero no antes. Clara
mente, la restauración todavía está por venir, pendiente del cumplimiento de
ciertas condiciones; la proclamación de la teocracia incondicional por los ideó
logos de Jerusalén es poco fiable.
Zacarías 12, 10 es una crux interpretum . El hecho es tanto más fastidioso
cuanto que el versículo es evidentemente el corazón de todo el desarrollo. Com
prenderlo es clave para entender el pensamiento de Zacarías. Un primer obs
táculo es de tipo gramatical; la fraseología aquí es difícil. W e-hibbitu ‘e lay 'et ’a ser
daqaru está lleno de dificultades. Es verdad que hallamos una lectio fa cilio r en
los manuscritos Kennicott 38, Rossi 13 y Ginsburg 6, etc. La adoptan Hen-
rich Ewald y August Dillmann17, aunque no está presente en ninguna de las ver
siones (cf. sin embargo Juan 19, 37 en el Nuevo Testamento, aunque la lectura
de Juan puede ser apologética)18. La variante lee tercera persona del singular en
lugar de primera y, por lo mismo, ’e layw en vez de ’elay. Hanson adopta esta lec
tura y traduce: «de modo que puedan mirar a aquel a quien traspasaron y lamen
tarse por él»19. Pero, aquí como siempre, la lectio d ijficih or es la que debe prefe
rirse. Además, como dice Paul Lamarche, esta lección se apoya en un texto al
que nos hemos referido anteriormente, a saber, Zacarías 11, 13: «aquí Yhwh ya
se identifica con quien lo representa»20. Lamarche cita también dichos tradicio
nales judíos sobre sufrimientos de Dios en la persona de sus criaturas21. Otro
argumento a favor de la lectio d ijficilior es que «mirar a» Dios está textualmen
te bien fundado. Es una actitud de plegaria y súplica de la que se habla en Isaí
as 21, 11 y en Salmos 34, 6, por ejemplo.
Pero el resto del versículo de Zacarías constituye un repunte tan inespera
do que deja al lector sorprendido por la audacia del autor. El sentido parece ser
«ellos [los jerosolimitanos] me mirarán por causa de aquel a quien traspasaron,
y ¡he aquí!, que al matarle a él me matan también a mí». Esta lectura de «teolo
gía de la muerte de Dios» encuentra confirmación en la mención que el ver
sículo 11 hace de Hadad-Rimmón, el Baal cananeo que muere y resucita. Vol
veré más adelante a este punto.
El verbo hebreo daqor quiere decir «traspasar con una espada». El término
se halla en Números 25, 8; Jueces 9, 54; 1 Samuel 31,4; Zacarías 13, 3. Marcel
Delcor propuso, en 1951, una interpretación de este pasaje que, a mi enten
der, es en general correcta22. El texto modelo, dice Delcor, es Ezequiel 36, 16-
28. Aquí se dice que Israel fue causa de que la tierra fuera profanada por una
impureza femenina, niddalr, una palabra que de nuevo encontramos en Zaca
rías 13, 1. De modo que, dice Ezequiel, Dios ha derramado (el mismo verbo que
Zacarías 12, 10) sobre Israel su ira por causa de sus ídolos (en Zacarías, la ido
latría se conserva con la mención de Hadad-Rimmón en 12, 11; cf. 13, 2). Des
pués de que Dios dispersara a su pueblo entre las naciones, las gentes profana
ron su santo nombre. Ahora bien, el término usado por Ezquiel para expresar la

17. August Dillmann, Handbuch der Alttestamentlischen Theologk, ed. por R. Kittel, Leip
zig 1895, p. 543.
18. No ha de sorprender que los textos cristianos primitivos vean a Cristo en «aquel a quien
traspasaron»: Mateo 24, 30: Apocalipsis 1, 7; cf. Barnabus 7, 6-12; Trypho 40.
19. Hanson, The Dawn of Apocalyptic, p. 356 y 357.
20. Paul Lamarche, Zacharie IX-XIV. Structure littéraire et messianisme, Gabalda, París 1961.
21. Cf., por ejemplo, los comentarios rabínicos sobre la zarza ardiente en Éxodo Rab-
ba 2, 5 (ed. Vilna).
22. Marcel Delcor, «Un probléme de critique textuelle et d’exégése, Zac. XII, 10, et aspi-
cient ad me quem confixerunt», en Revue Btblique, 58 (1951) 189-199.
idea de profanación es halol, que en el modo enfático de presente (piel) signifi
ca «profanar, ensuciar»23, pero en indicativo (qal), y a veces también en «piel»,
dignifica «traspasar»24. Un interesante texto que emplea halol con el segundo sig
nificado es Jeremías 5 1 ,4 , donde h a lol hace pareja con el verbo daqor. Delcor
cree que Zacarías entendió el texto de Ezequiel 36 en el sentido de «traspasar»
(adoptado también por Jeremías 31, 4; 37, 10; Lamentaciones 4, 9). Además,
las Versiones A, S, 0 tienen ekentesan o exekentesan —estimular, aguijonear-, mien
tras que la Vetus Latina tiene insultaveruntK. Filológicamente hablando, encon
tramos un caso sorprendentemente paralelo con la raíz hebrea naqob, que lite
ralmente significa también «traspasar» (2 Reyes 18, 21) y figuradamente
«blasfemar» (cf. Levítico 24, 11,16).
Como texto modelo para Zacarías 12, Ezequiel 36 arroja luz también sobre
otros aspectos comunes a ambos textos. En ambos, se trata del Espíritu de Dios
(Delcor se equivoca al interpretar el término hebreo ruah, que significaría aquí
«disposición»). Más decisivo aún es el paralelo que ofrece Ezequiel 36, 27 al pro
blemático ’e t ’aser. El fraseo en Ezequiel es también oscuro. El sentido es, sin
embargo claro: «Haré que procedáis según mis leyes», y la construcción ’e t ’a ser
teleku muestra que el texto de Zacarías debía ser entendido como «mirarán hacia
mí por causa de aquel a quien traspasaron»26 (pese a la equivocación que favo
rece la identificación de Dios con su representante). Zacarías ha leído, de este
modo, a su ilustre predecesor del exilio en un sentido no figurado27; h a lol para
él aporta la violencia de un deicidio. Lo que sucederá en tiempos escatológicos
cuenta como la blasfemia definitiva {halol^j, esto es, dar muerte a Dios (haloly).
La idea de Zacarías es quizás la más audaz de toda la Biblia hebrea. Debe
mos darnos cuenta, no obstante, de que el profeta está aquí usando un típico
lenguaje cultual, pues la perícopa no es narrativa y mucho menos especulativa.
De aquí que, a la luz de tanta audacia profética, podamos pronunciar un juicio
sobre la actual «teología de la muerte de Dios». Si hubiera pulido su lenguaje y
lo hubiese adaptado al discurso cultual, no habría pasado a mejor vida como un
capricho anticuado. Lo litúrgico y lo especulativo raras veces coinciden, pues
lo ritual pertenece al m ythos más que al logos. Zacarías no se presenta con una
«teología de la muerte de Dios», sino con un «discurso mitopoético sobre la muer
te de Dios». Todos los términos en Zacarías 12, 10 tienen su escenario vital en

23. Cf. Levítico 18, 21; 19, 22; 30, 3; Malaquías 1, 12; y en especial Isaías 53, 5.
24. De hecho, hay dos raíces para h a b í; haloly significa «profanar» y h alol 2significa «tras
pasar». Zacarías, a sabiendas o no, ha confundido una con otra.
25. Los LXX han leído mal el verbo y han cambiado el orden de las consonantes: raqod,
¡danzar ante alguien (en este caso, como burla)!
26. Hay que notar que Redaq (Rabbi David Qimchi) lee 'al ’a sher, esto es, «por cuenta de»,
apoyándose en el Targum, que aquí tiene a l de-,
27. Con la venia de M. Delcor, que habla aquí ¡de un «sentido metafórico»!
la liturgia real de Jerusalén. Otzen es de la misma opinión28. Este autor ve en la
expresión «aquel a quien traspasaron» una cita de la liturgia real israelita. En ella,
el rey es ritualmente traspasado y atraviesa un rito de expiación, uno de cuyos
ecos resuena en Zacarías 12, 10. Además, el drama se completa durante el fes
tival con un rito de purificación, como vemos también en Zacarías 13, 1 (que,
como vimos, constituye una misma perícopa con 12, 10).
Probablemente deberíamos dar un paso más y rastrear la influencia sobre
Zacarías 12 del trasfondo cananeo del festival real en Sión. Una invitación bíbli
ca a hacerlo nos la ofrecen textos como Isaías 51, 9 y Job 26, 13, que hablan
de Rehab, el monstruo del caos, cuyo corazón es «traspasado». Por la parte cana-
nea, Flemming F. Hvidberg llama la atención sobre el hecho de que el dios de
la lluvia y la vegetación hubiera sido identificado, ya en Ugarit, con Hadad-Rim-
món29, el dios arameo y babilonio (véase 2 Reyes 5, 18)30. Posteriormente, Hadad
fue concebido como un dios de la fertilidad que atraviesa el ciclo de la muerte y
el renacimiento. Los ritos de lamentación en la liturgia de la muerte de Baal se
dirigían también a Hadad-Rimmón. Incluso puede ser, dice Hvidberg, que «el
pasaje de Zacarías 12, 9-14 se funde de algún modo en una tradición antigua
(¿escrita?), en la que la expresión “han traspasado” se referiría a la muerte de una
deidad»31. Invoca Ugarit IA B, col. 26, «¡te traspaso!» Es posible que las palabras
«hijo único» y «primogénito» de Zacarías 12 designaran originariamente al dios32.
En el texto de Zacarías, el lenguaje cultual adopta una forma historiada.
En el versículo 12, el telón de fondo recuerda la muerte histórica del rey Yosías
«en el valle de Meguido» (2 Reyes 23, 29; 2 Crónicas 35, 22)33. Ahora bien, Hugo
Gressmann ha sugerido en su estudio sobre los Cantos del Siervo de Isaías que
la muerte trágica de Yosías, en el 609 a manos del Faraón Necó, dio origen a la
expectativa de un Josia redivivus (Gressmann remite a Jeremías 30, 18-21; Zaca
rías 12, 9s; los Cantos del Siervo)34. Sea como fuere, Zacarías 12 ha combina

28. Otzen, Studien über Deuterosacharja, p. 178.


29. Flemming F. Hvidberg, WeepingandLaughter in the Oíd Testament, Brill, Leiden 1962,
p. 118-119. Véase M. Dietrich, O. Loretz y J. Sanmartín, Die keilalphabetische Texte am Ugarit,
1.5,vi. 11-25 y 1.5,vi.31-1.6.i.8
30. Cf. Arvid S. Kapelrud, Baal in the Ras Shamra Texts, Copenhague 1952, p. 50, 52.
31. Hvidberg, Weeping and Laughter, p. 119.
32. Cf. B. Otzen, Studien über Deuterosacharja, p. 177 (con dudas).
33. Jueces 5, 19 habla de «en las aguas de Meguiddó».
34. Hugo Gressmann, Der Messias, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1929, p. 329-336.
La cuestión es, sin embargo, si el texto se refiere a Yosías. Gressmann mismo destaca el tiempo
futuro del oráculo, tanto en Zacarías como en Isaías 53 (cf. p. 336). El Déutero-Isaías ha creado
una nueva idea de Mesías, a saber, un «Mesías del exilio», ya que los israelitas en el exilio «nece
sitaban de un Mesías que primero pasara por la lucha y el sufrimiento antes de conseguir una vic
toria gloriosa» (p. 338). Este pensamiento solidificó entre los sucesores del Déutero-Isaías, en espe
cial, en el Trito-Isaías y en el Déutero-Zacarías. Observemos que Abravanel (siglos XV-XVI) ya
do los temas de la muerte de Yosías con el de los sufrimientos del Siervo; en esto
Gressmann lleva ciertamente razón.
El proceso de historización entre los profetas de Israel, en particular Za
carías, es una advertencia a no acentuar demasiado lo que los profetas toman
en préstamo del mito. De un modo parecido, Oseas 6, 1-3 empleó un lengua
je impregnado de la jerga de los mitos de fertilidad. Por ejemplo, Oseas 6, 2
alude al mito de la muerte ritual de Baal. Este profeta del siglo V I I I recurre a
las categorías populares para expresar mejor sus pensamientos sin dar, eviden
temente, credibilidad al mito. Lo mismo se aplica aquí a Zacarías 12. El pro
feta quiere utilizar los conceptos mitológicos o el lenguaje litúrgico del Festi
val Real de Sión, pero da muestras de que es exactamente consciente de la
influencia de lo primero sobre lo último. Recurre, no obstante, al lenguaje
mitopóetico. porque este lenguaje resulta particularmente adecuado para co
municar un mensaje acerca de las realidades últimas, históricas y metahistóri-
cas, espaciales y metaespaciales. No hay por eso olvido de los contenidos del
festival por parte del profeta. Si hubiera alguna duda al respecto, basta obser
var en el texto el importante cambio de la persona del rey por el pueblo de
Judá, que ahora se convierte en el centro de la atención. Empleando el estilo
litúrgico real, Zacarías dice que el sacrificio sustitutivo del «traspasado» -en
sentido colectivo- ha sido reconocido por los habitantes de Jerusalén, quienes
se identifican así con los que hablan en primera persona del plural en Isaías
52, 1 3 - 5 3 , 12.
En otras palabras, Judá se ha convertido para el profeta en un personaje
regio. Gressmann ha dicho ya que el traspasado era sin duda alguna (ohne Z wei-
fel\ véase D er Messias, p. 330) un rey, pues todo el país llora su muerte y llama
de nuevo a la vida a este rey-mesías con el ritual de luto, «porque un Mesías muer
to es una contradicción». La conclusión de Gressmann es esencialmente correc
ta, aunque el autor toma demasiados atajos para llegar a ella. En realidad, no
es un rey, sino el pueblo de Judá el que es sacrificado. Con este sacrificio, los
mártires adquieren una dignidad real de acuerdo con el modelo del rey humi
llado en el mito y en el ritual del antiguo Oriente próximo. Con su identifica
ción con el rey del Festival de Año Nuevo, el Judá sacrificado es ennoblecido (es
hecho rey) y, en cuanto colectividad, su autoinmolación manifiesta un proceso
de democratización del ritual (ya evidente en Lamentaciones 3 o Ezequiel 37).
Como dice Harald Riesenfeld,

defiende esta interpretación de Isaías 53 refiriéndose a la muerte del rey Yosías, muerto por el
Faraón Necó «por causa de los pecados de los israelitas». Cf. A. Neubauer y S. R. Driver, The Fifiy
T hírd C hapter o flsa ia h A ccording to th e J ew ish In terp reten , KTAV, Nueva York 1969, p- 153-
197.
debe, por ello, tenerse en cuenta que no hay exageración alguna en dar
por supuesto que el drama cultual se interpretaba, por analogía con el papel
real desempeñado allí por el rey, como un reflejo del destino del pueblo,
que, por así decir, se sumergía en la muerte y volvía a la vida35.
En el capítulo 10, versículo 4, el profeta mostró que Yhwh Sabaot hizo
de «la casa de Judá como su caballo de honor en la batalla». «De él [esto es, de
Judá]36 sale la piedra angular, de él la estaca de la tienda, de él el arco de com
bate, de él sale todo potentado»37. Dios rechaza a los que están en el poder (v.
3a) y escoge a los nuevos líderes de en medio del rebaño mismo, esto es, de entre
los esclavizados que ahora, por fin, se liberan e independizan (cf. Jeremías 30,
18-21). El proceso de democratización sigue el modelo arcaico de la Liga de
las Doce Tribus (cf. Jueces 20, 2; 1 Samuel 14, 38; Isaías 19, 13). Un paralelo lo
proporciona Isaías 60-62, resultado de un medio socioeconómico similar.
Al juntar Zacarías 12, 10 y 10, 4, nos acercamos más a la dimensión mesiá-
nica de «Judá». En 10, 4, de hecho, la trilogía «piedra angular, estaca y arco de
combate» es probablemente una triple designación mesiánica38. El Targum tra
duce piedra angular por monarquía y tienda por «dignidad mesiánica». Por esto
es posible que debamos ver en la expresión «los jefes de Judá» (12, 5,6) una endí-
adis. Pero, si es así, y como consecuencia del proceso de democratización, el Mesí
as se convierte en un colectivo. Estamos ante un mesianismo colectivo, que halla
su cumplimiento en el sufrimiento vicario. Viene a la mente un texto anterior,
Isaías 57, 1, en el que se pasa del singular al plural y de nuevo al singular39. El
«justo» pasa por el martirio. El texto de Isaías y en general los Cantos del Sier
vo en el Déutero-Isaías son el anuncio que nos lleva a Zacarías 12.
Pero ahora Zacarías contempla el sufrimiento del justo como infligido, por
lo menos en parte, por el establishm ent de Jerusalén. «Judá» es martirizado y
«Jerusalén» es aquel que «no entiende», como dice Isaías 57, 1, por lo menos ini
cialmente. Esta incomprensión es una categórica participación en la «retirada del
justo» (ibídem; véase también los Salmos de lamentación). Y, como el profeta
adopta aquí un lenguaje mitopoético, «Jerusalén» se alinea con las fuerzas caóti
cas ritualmente desatadas durante el Festival Real de Sión, contra Yhwh y su un

35. Harald Riesenfeld, The Resurrection in Ezekielxxxvii and in the Dura-Europos Paintings,
Uppsala University Aarsckrift, Uppsala 1948, p. 15.
36. «De él», dice el Hebreo. Con la Pesitta, hay que entenderlo como si designara la casa
de Judá, aquí personalizada.
37. Aquí, igual que en Isaías 60, 17, el sentido de esta palabra es positivo (como se demues
tra por el contexto, cf. v. 3), aunque anfibológicamente evoca la opresión ejercida por quienes
en aquel momento ocupan el poder en Jerusalén (cf. 9, 8).
38. Cf. W. Neil, Interpreter’s Dictionary ofthe Bible, Abingdon, Nashville 1962, vol. 4,
voz «Zechariah», en especial p. 946.
39. Ha-hadiq 'abad... we-'aniey hesed ne'esapim... ne’ esap ha-sadiq.
gido (Salmo 2). Así como, en el culto, el atentado contra este último se describe
como un deicidio, así también, en el eskakton, cuando los «habitantes» de Je
rusalén «traspasan» a los «provincianos» de Judá, causan también la «muerte» de
Dios40. Como en el caso del martirio del Siervo de Isaías, el arrepentimiento de los
acto res/testigos41transformad fracaso en victoria y la muerte en vida42. Aquí tam
bién el arrepentimiento y el duelo por aquel que perdió «su» vida por una función
sustitutiva «le» entronizan como Mesías. El Siervo doliente ha sido herido, humi
llado y condenado a morir a manos de Babilonia. Al «traspasado» también lo han
martirizado las naciones. Pero, en ambos casos, la verdadera culpabilidad recae
sobre el pueblo del profeta. La ceguera llevó a los «habitantes de Jerusalén» a la fla
grante injusticia de confundir a Judá con las naciones. Su arrogancia vicdmó/sa-
crificó a sus mismos hermanos, que a la postre han de entregar sus vidas por
Jerusalén. Tanto escándalo y locura corre parejas con la gravedad definitiva del
acontecimiento que el profeta considera como el último en la historia.
Esto, no dejó de verlo la tradición judía. Leyó Zacarías 12, 10 (al igual que
Isaías 53; Salmos 22, 31; Salmos 69; etc.) desde una perspectiva mesiánica, pese
al «fracaso» del Mesías en estos textos. Pero, para los rabinos, se trata del «Mesí
as ben Yosef» (así el Targum, Redaq, Ibn Ezra, el M esudoth Ziorí). Surgió de hecho
en el judaismo rabínico una tradición sobre una especie de pre-mesías, cuyo des
tino era morir ante las murallas de Jerusalén. Su muerte es el anuncio de la veni
da de un Mesías «hijo de David» victorioso. De dónde sale una figura así es una
cuestión discutida. Charles C. Torrey creyó que su origen se remontaba a Isaías
53, con lo que precedía así al cristianismo en varios siglos43. Con toda certeza,
huellas de la doctrina se han encontrado en el Targum, el Talmud y el Midrás,
pero Torrey estaba ciertamente equivocado en lo que se refiere a la fecha de con
cepción. Ninguna de las fuentes existentes que hablan del Mesías «hijo de José»
es anterior a la revuelta de Bar Kokba en el siglo II de nuestra era44. La figura de

40. Las palabras «habitantes», «traspasado», «provincianos» y «matar» van entrecomilladas


porque se toman todas en sentido metafórico.
41. Los testigos son actores, aunque sea sólo por su condena inicial, desprecio y desdén para
con el Siervo.
42. Para Gressmann (DerMessias, p. 331), tanto en el texto de Isaías 53 como en el de Zaca
rías 12, la vida del Mesías depende del arrepentimiento de Israel. Además, «el salmo de arrepen
timiento es la llamada que despierta al muerto».
43. Charles C. Torrey, «The Messiah, Son of Ephraim», en Jou rn a l ofB ib lica l Literature, 66
(1947) 253-277.
44. La idea se expresa en 4 Esdras 7, 28-31; 12, 32-34; 2 Baruc 29, 30,40; 1 Henoc 90, 30.
Rabí Dosa ben Harkinos (o ben Hyrcanos, siglo II de la nuestra era), en Sucot 52a, explica que en
Zacarías 12, 10 el hijo de Efraím muere porque el pueblo le fue desleal. Psipta Rabbati 36, 2 le lla
ma «el verdadero Mesías, Efraím». Este texto establece un paralelo con el «único hijo», el «pri
mogénito» de Dios (=Israel) en Egipto, orientando así al lector hacia una identificación de «aquel
a quien traspasaron» con el pueblo.
un Mesías que muere llegó ciertamente como respuesta a la muerte del guerri
llero Rabí Aqiba, saludado como mesías. De alguna manera, por tanto, la lec
tura mesiánica de Zacarías 12 por la tradición judía es un anacronismo. Pero
es de notar que, dentro del concepto de un doble Mesías, el Mesías «hijo de José»
es representante del norte y el Mesías «hijo de David» del sur (cf. Josué 18,
5)45. Ahora bien, esta conjunción de norte y sur es uno de los principios que sos
tienen los oráculos del Déutero-Zacarías. La secuencia es también importante:
el «Mesías» del norte precede al jerosolimitano del sur. No es irrelevante que, en
Zacarías 12, el «único hijo» o el «primogénito»46del versículo 10 represente a una
colectividad que se identifica como «Judá», mientras que en Jeremías 31, 9 el
«primogénito» sea precisamente Efraím, del norte.
Por la pérdida de un vida tan preciosa se derramará un llanto «como el llan
to de Hadad-Rimmón en el valle de Meguido» (v. 11). El Targum ve aquí una
doble alusión, a la muerte del rey septentrional Ajab en el 853 (1 Reyes 22,
35) y a la del rey del sur, Yosías, en el 609 en Meguido (2 Reyes 23, 29). La
lectura del Targum, «como el llanto por Ajab ben Omri, muerto por Hadad-
Rimmón ben Tabrimmón», es probablemente errónea; el nombre del rey ara-
meo no está en 1 Reyes 22. Además, como destaca Joyce Baldwin, el duelo no
es sobre una supuesta víctima de Hadad-Rimmón, sino sobre Hadad-Rimmón
mismo47. Pero la evocación targúmica del 609 es correcta. Volveré más adelan
te sobre esto. Pero, antes de hacerlo, sería probablemente provechoso resumir los
datos hallados hasta este momento.
Los oprimidos de «Judá», en cuanto significan la oposición a l«establishment
de Jerusalén» -de forma que paradójicamente «Judá» incluye también a los efrai-
mitas del norte—han de ser las víctimas de las naciones y comparten el mismo
sino que Jerusalén, porque el asedio contra esta última es también el asedio con
tra los primeros. Pero la matanza de Judá es, por lo que se refiere a Jerusalén, un
sacrificio de expiación por su ceguera. Víctimas de la arrogancia de los de Jeru
salén, los judaítas mueren vicariamente para bien de estos últimos, los cuales
reconocerán su culpabilidad (cosa que los convierte en verdaderos asesinos: ’e t
’a ser daqeru). En cuanto a los sacrificados, la realidad superará la ficción. Pues,
a pesar de las apariencias (como en el caso del Siervo del Señor en Isaías 52-53),
el mártir colectivo es regio y mesiánico. Él lleva a efecto la vocación del Ungi
do de juzgar sobre las naciones y redimir a Sión. Dios está de su parte, de modo

45. Sigmund Mowinckel escribe: «Podría pensarse que surgió entre los samaritanos como
una réplica del Mesías judío de la casa de David, pero que fue ocasionalmente aceptado en los
círculos judíos, en parte porque los judíos podían ver al Mesías «hijo de José» como uno de
los predecesores del Mesías, igual que “Tacso”, de la casa de Leví» (He That C om eth, p. 290).
46. Sobre esto, véase Éxodo 4, 22; 1 Crónicas 5, 1; etc.
47. Joyce G. Baldwin, Haggai, Z echariah, M alachi, Tyndale, Londres 1972, a d h o c.
que la muerte del Ungido es a la vez un deicidio. La identidad entre el mensa
jero y quien lo envía se afirma con fuerza (cf. Zacarías 11, 13). Los ritos de due
lo, por la misma razón, no tienen paralelos. Pueden recordarnos la pérdida del
rey Yosías, en el 609, aunque para expresar sus pensamientos el profeta recurre
al lenguaje mitopoético. Habla de un misterioso Hadad-Rimmón que murió en
Meguido, que él escribe sólo como Megidón. A ello me refiero ahora.
Hemos visto antes que Hadad-Rimmón debe ser identificado, como hace
Hvidberg entre otros, con el dios cananeo Baal que ha de morir, antes de vol
ver a la vida, y que es llorado ritualmente con lamentaciones populares drama
tizadas. Siguiendo la misma idea, el texto de la Septuaginta sobre Zacarías 12,
11 bien podría adentrarnos por el trasfondo contra el que se construyó el texto
masorético48. Este texto lee «Rimmón» en lugar de «Hadad-Rimmón». Ahora
bien, Rimmón es el nombre de la roca donde, según Jueces 20, 43-47, se refu
giaron los benjaminitas perseguidos por las otras tribus de Israel. Este capítulo
de Jueces es una de las páginas más sangrientas de la literatura hebrea. Cuenta
la terrible masacre de una de las tribus por cuenta de las otras. La operación, que
empezó con una represalia limitada contra Benjamín por no haber participado
en la guerra contra Guibeá, pronto escapó de todo control (Jueces 20, 19-20).
Toda la tribu habría sido aniquilada de no haber percibido los vengadores, en el
último momento, la magnitud del desastre (Jueces 21). Las once tribus restau
raron entonces la tribu de Benjamín «llorando a voz en grito» (21, 2). La paz
se cerró en la roca de Rimmón (21, 13).
En la historia posterior, en tiempos de la primera monarquía en Israel, el
texto de 1 Samuel 14, 2 nos dice que en Guibeá -donde había empezado todo
el asunto—el rey Saúl «estaba apostado... bajo el granado que hay en Migrón». El
texto añade que «los que estaban con él eran unos seiscientos hombres», precisa
mente el número de benjaminitas que escaparon de la furia de sus hermanos en
la roca de Rimmón, según Jueces. Hay, pues, en Jueces 10 y 1 Samuel 14, 2, no
tables elementos comunes. El texto de Samuel incluso continúa mencionando
salientes de roca en la región de Guibeá (14, 4), donde Yonatán y su escudero se
escondieron y de donde salieron para derrotar a los filisteos (14, 11-14).
Puede muy bien ser que en Zacarías 12, 11 se deslizara una confusión entre
M igrón y M eguidón, dos palabras que en hebreo se diferencian sólo por una con
sonante, ya que la r de Migrón y la d de Meguidón son muy parecidas en todos
los manuscritos.
El fenómeno dista mucho de ser único. Mientras que Habacuc 2, 15, en
el texto masorético, por ejemplo, lee m 'oryh m , lQpHab 11,3 lee m o dyhmY,
en el Pesher, se usan ambas ortografías: ¡«vergüenza» y «festivales»! Podemos ver,

48. A. von Hoonacker, Les douzepetitsprophetes, París 1908, llamó la atención sobre la pers
pectiva aquí abierta por los LXX.
también, junto con algunos expertos, en la Sulamita del Cantar de los cantares
otra expresión de la «Sunamita» de 2 Samuel y 1 Reyes. Otros ejemplos, sobre
Lucas 24, 32 y Génesis 10, 4, se citan en la nota 49. Con todo, más convincente
es que M igrón en el texto masorético se lee como m ageddó(n) en algunas ver
siones griegas. Por ejemplo, en Isaías 10, 28, el Hebreo lee migron, pero el Codex
Alexandrinus de los LXX lee m ageddó, y Teodoción lee mageddórr, esto es, en
ambos casos Meguido.
La ortografía «Megidón» puede verse en unos cuantos textos de los LXX,
probablemente bajo la influencia de nuestro texto hebreo. Hay incluso un «Mage-
dón» en Jueces 1, 27 (Codex Alexandrinus) y en 2 Crónicas 35, 22; de aquí, el
«Harmagedón» de Apocalipsis 16, 16 (véase luego). En el texto hebreo de Zaca
rías 12, 11, «Megiddón» puede ser justamente un error de lectura del «texto pro
puesto» ( Vorlage), pero puede ser también voluntario49. Si es así, el cambio mor
fológico corresponde a una transformación simbólica de (la roca de ) Rimmón
en el nombre divino de Hadad-Rimmón por asociación de dos conjuntos de
ritos de duelo, uno por la diezmada tribu de benjamín y otro por la caída del rey
Yosías en Meguido. En todo caso, esto explicaría la extraña forma de escribir
«Megiddón».
De particular interés para nosotros es, claro está, el paralelo que de este
modo se establece con la matanza genocida y fratricida de una tribu por sus con
federados. En Zacarías 12, Judá muere a manos de y por Jerusalén. Podemos
incluso especular en punto que, si el texto original de Zacarías 12, 10 se ceñía
más al modelo antes dibujado, el sentido colectivo de «aquel a quien traspasa
ron» era, por la misma razón, explícito, de manera que muchas de las contro
versias exegéticas posteriores sobre este texto podrían haberse evitado.
Si volvemos al uso que en el Nuevo Testamento se hace del texto de Zaca
rías, encontramos varios pasajes que nos son de particular interés. Para empezar,
la extraña ortografía de «Meguidón», ya comentada, se repite mezclada en Apo
calipsis 16, 16, donde, como vimos, se convierte en «Harmagedón» (por har-
M egiddori), esto es, «montaña de Meguidón». Esto es tanto más raro cuanto que

49. La literatura tradicional judía, ya al nivel de la transmisión masorética de las variantes


qeré-ketib en los textos (véase, por ejemplo, Job 13, 15), da abundantes ejemplos de esta confu
sión voluntaria de consonantes. En Salmos 80, 14 se lee, así, mi-ya'ar(del bosque, un jabalí sal
vaje, por tanto) o bien mi-yeor (del río y, por tanto, un pacífico hipopótamo). En el trasfondo
de Lucas 24, 32, ha habido una confusión ente «pesado» (yqyd) y «ardiente» (yqir) según Matthew
Black (An Aramaic Approach to the Gospels andActs, Clarendon Press, Oxford 1954, p. 188). ’apir-
yon, en Cantar de los cantares 3, 9, ha de ser corregido, dicen algunos expertos (siguiendo a Winc-
kler, Altorientalische Forschungen, vol. 1 [Verlag, Eduard Pfeiffer, Lepizig 1893]), por ’apedon =
palacio en Aram (del persa): cf. Daniel 11, 45: ’apadaná. Lo mismo vale para Génesis 10, 4, don
de dodaním debe leerse rodanim, esto es, habitantes de la isla de Rodas. Evidentemente, los
ejemplos de aliteraciones son numerosos; cf. Isaías 29, 3: wesanti ... musab ... mesurot.
Meguidón se encuentra en la llanura de Izreel y allí no hay montaña alguna en
un radio de diez kilómetros. De aquí que, normalmente, encontremos la expre
sión «el valle de Megiddó(n)» (Zacarías 12, 11; 2 Crónicas 35, 22). Por otro lado,
que Meguidón se mencione aquí en un contexto en principio apocalíptico sólo
puede explicarse por referencia a Zacarías 12, 11. Todos los demás intentos de
explicar el problema palidecen en la comparación50. Meguidón se convierte aquí
en una montaña, a pesar de la topografía, por adaptación a la perspectiva esca
tológica (cf. Ezequiel 38, 8; 39, 2s). En todo caso, Apocalipsis 16, 16 alude a
la topología materializada en 2 Reyes 23 (2 Crónicas 35), referente a la muerte
del piadoso rey Yosías, y en Zacarías 121, 11, visto este texto según el trasfon-
do de Jueces 20-21. Juan de Patmos escatologiza más el término por recurrir a
Ezequiel 38-39 (Gog-Magog). El tema anterior de las naciones que luchan se
convierte en uno de los «espíritus demoníacos» (16, 14)51. La guerra se traslada
al «gran día» y Cristo viene para vencer al enemigo.
Como vimos antes, la Iglesia primitiva vio en «aquel a quien traspasaron»
a Cristo mismo. Ésta es la interpretación de Apocalipsis 1, 7, donde el mártir de
Zacarías se combina con el «hijo del hombre» de Daniel52. Los que traspasaron
a Cristo son ahora «todas las tribus de la tierra» (que se corresponden con las
naciones y con Jerusalén en Zacarías), que le llorarán cuando se den cuenta de
lo que le han hecho. Destaquemos la sumamente inusual expresión de «las tri
bus de la tierra», que se encuentra sólo aquí y en el texto paralelo de Mateo 24,
30, al que nos referiremos de inmediato. El término «tribus» en lugar del espe
rado «naciones» es, sin duda alguna, reminiscencia de la situación tribal pinta
da por Zacarías 12, en especial en el texto restaurado de los versos 10-11, como
sugerí antes.
Mientras que el texto de Juan 19, 37 parece menos interesante para nues
tro estudio (el cuerpo crucificado de Jesús es traspasado por la lanza de un sol
dado de acuerdo, dice Juan, con el texto de Zacarías), el de Mateo 24, 30 es más
sorprendente. Como texto apocalíptico que es, sigue exactamente la misma línea
que Apocalipsis 1, 7. Krister Stendahl piensa en una antigua tradición, que nace
ría o bien de un logion atribuido a Cristo o bien del corpus tradicional antiguo
de la predicación cristológica53.
Sea como fuere, Mateo y Apocalipsis, en términos de la trayectoria de la

50. Cf. Pierre Prigent, L’Apocalypse de Saint Jean, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1981,
p. 249, n. 21, para una discusión sobre estas hipótesis, la mayoría inverosímiles.
51. Una interesante inversión del proceso distinguido por Hermann Gunkel: ¡del Gotter-
kampfinythus al VolkerkampfmythuA [del mito de la lucha entre dioses al mito de la lucha entre
pueblos].
52. La combinación de textos del Antiguo Testamento hecha por Apocalipsis es algo habi
tual. En Apocalipsis 16, 16, vimos precisamente Zacarías 12, 11 combinado con Ezequiel 38-39.
53. Krister Stendahl, The School ofSt. Matthew, Fortress Press, Filadlefia 1968, p. 214.
recepción e interpretación del texto, muestran el momento en que la línea para
bólica alcanza su punto más elevado. Una conclusión así exigió un doble movi
miento, de individualización de «aquel a quien traspasaron» y de su identifica
ción con Jesús de Nazaret, por un lado, y de universalización de la parte culpable,
por el otro lado, que debe finalmente confesar sus pecados y arrepentirse para
poder ser universalmente salvada por la Víctima expiatoria sustitutiva.
La «muerte de Dios» no iba a ser, en última instancia, inútil.

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