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Génesis 12:1–9; 15:1–6; 21:1–7

Un día, Dios llamó a Abraham y le dijo:


—Tengo grandes planes para ti, Abraham. Te bendeciré y haré famoso
tu nombre. Tú serás de bendición para otros. Serás el padre de una gran
nación. Deja tu tierra y a tus parientes, y vete a la tierra que te
mostraré.

Abraham confió en Dios. Él reunió a los miembros de su familia, empacó


todas sus cosas, y comenzó el viaje a través del desierto. No tenía idea
de adónde iba. Cuando llegó a la tierra de Canaán, Dios le dijo:

—Puedes dejar de caminar, Abraham. Esta es la tierra que yo te daré a


ti y a todos tus hijos. Así que Abraham y su esposa Saraí armaron sus
carpas y se quedaron a vivir en esa tierra.

Pasaron muchos años. Entonces, una noche, Dios llamó a Abraham para
que saliera de su carpa. — Abraham, sal afuera —dijo Dios—. Mira al
cielo. Cuenta las estrellas, si es que puedes hacerlo. ¡Te prometo que
tendrás tantos hijos como hay estrellas en el cielo! Y así fue que
Abraham a su vejez tuviese un hijo llamado Isaac.

Más tarde Dios quiso probar la fe y el amor de Abraham hacia él y le


pidió que le entregara en sacrificio a su único hijo a quien el tanto amaba.
A Abraham se le partió el corazón y fue a cumplir el mandato de Dios,
llevando a Isaac hacia un lugar que Dios le había mostrado y cuando lo
puso en un altar con leña para iniciar el sacrificio, extendió la mano y
escuchó una voz de un ángel del cielo que le decía:

– Abraham ahora sé que temes a Dios y que le obedeces, ya no debes


sacrificarlo, tu amor por Dios es más grande.
Por ello, Dios lo llenó de bendiciones y le dijo: multiplicaré su
descendencia como lo dije antes.
Abraham le creyó a Dios. A pesar de que él era un anciano, y aunque su
esposa Saraí ya era también anciana tuvieron muchos hijos.

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