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Comentario al Evangelio del 7 de julio de 2019, XIV Domingo del Tiempo Ordinario

Texto: Lc 10,1-12,17-20

La alegría de la misión

La mirada de Jesús alcanza siempre horizontes más vastos. No ha descuidado la formación personal
de sus discípulos más cercanos, y los ha enviado ya a prolongar su propia misión. Ahora el grupo
enviado es más grande. La obra se extiende, mostrándonos la conciencia del Señor de que la cosecha
es mucha y los trabajadores, pocos. Y él no permanece en la inacción. Tampoco se deja amedrentar
por los peligros que pueden surgir, ni se detiene por lo colosal de la obra. El Espíritu lo impulsa no
sólo a cumplir su propia labor, sino a la vez a involucrar a quienes lo siguen en la dilatación de la
misericordia. El amor de Cristo se difunde gracias a los corazones que han sido conquistados por él.
La salvación se multiplica.

El Señor nos enseña, así, a ver siempre más lejos, y a no instalarnos en la complacencia de los
deberes cumplidos. Siempre hay un rincón al que aún no se ha llegado, enfermos que no han sido
curados, necesitados que no han sido asistidos, oídos que no han escuchado la buena noticia. Y no
se trata de movernos indiscriminadamente: las mismas instrucciones que Jesús les da señalan un
orden y unos criterios que han de acatarse.

Al volver, los discípulos estaban llenos de alegría. Nadie está en mejores condiciones de entender la
buena nueva en su bondad y belleza que quien la comparte desde el propio esfuerzo y con la propia
fatiga. Muy por encima del cansancio y de las eventuales dificultades que se hayan enfrentado, el
misionero sabe que los demonios se someten en el nombre de Jesús. Constatarlo otorga un gozo
difícil de describir. El egoísmo no rige, la violencia no gobierna, la avaricia no satisface. Poner en
común la sorpresa del Evangelio y consagrarlo en acción de gracias a través del diálogo con Jesús
nos nutre y fortalece. Las anécdotas cobran sabor de eternidad y el testimonio se recoge también
como eucaristía.

Pero la alegría de la misión no se queda en la tierra. El bien de salvación que ocurre aquí en el
nombre de Jesús marca también con la gloria del cielo los nombres de quienes hablan y actúan
dóciles al Señor. Las pequeñas tareas evangelizadoras encienden las estrellas de la alabanza divina.
No hay desperdicio en la misión. Por ello, si el horizonte más amplio empieza descubriéndose en la
salida de las propias comodidades, el horizonte último desborda también la experiencia histórica.
La alegría de la tierra no es más que una breve sonrisa que dibuja la felicidad eterna. Lo que ya se
disfruta aquí en el Espíritu no es sino la prenda de algo siempre mayor que nos espera.

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