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Apuntes sobre los afectos magisteriales


Entrevista a Ana Abramowski

A partir de una interrogación a ciertos supuestos que sostienen la


vocación y la profesión docente, se construye aquí una reflexión acerca
de los modos en que se construyen y conciben los afectos en el mundo
escolar.

¿Cómo entendés la afectividad de los docentes en el jardín de infantes?

Las maestras suelen afirmar, y esta referencia es ya un lugar común en los análisis
de estas cuestiones, que eligen ser maestras “porque les gustan los chicos”, lo cual
sitúa a la pregunta por la afectividad en el terreno de la vocación docente. Creo que
en el caso del jardín de infantes puede suceder esto que sostiene Didier Maleuvre,
que la menor edad de los niños dirige el afecto hacia la propia persona del alumno
antes que al aprendizaje, el conocimiento, etc. Pero agregaría que este tipo de
afectividad que gira en torno de la persona del chico, está presente en las aulas con
niños de todas las edades. Por otro lado, el argumento vocacional-afectivo de las
maestras también es recurrente en el nivel primario. Habría que pensar la
especificidad del Nivel Inicial en otros sentidos, más allá del mero corte etario.

¿Es decir que lo específico no pasa por la edad de los chicos?

Creo que esta cuestión debe tener que ver con tradiciones pedagógicas del nivel más
que con la edad. Puede darse esto de que “cuanto más chiquitos, los quiero más, son
más queribles”, pero creo que el corte etario no agota la cuestión.

¿Por qué creés que sucede esto, por qué la maestra se legitima desde esa
vocación afectivizada?

Cabe preguntarse qué cosas da por sentado este enunciado vocacional que pretende
sostener a la profesión docente en el cariño que suscita la infancia, en la paciencia y
el afecto que se está dispuesto a entregar. Creo que esta afirmación que aparece con
tanta fuerza merece ser interrogada en la medida en que está naturalizada. Porque,
¿qué significa que te gusten los chicos? ¿cómo está connotado ese afecto? ¿qué
textura tiene? ¿qué consecuencias tiene? Y además, ¿qué pasa si no te gustan los
chicos, o algunos chicos, o este chico en particular? ¿hay acaso una buena manera
de querer? ¿y cómo se quiere desde el lugar de docente?

Las proclamas en pos de la profesionalización del rol docente guardan una implícita
relación con la cuestión de lo afectivo en la representación del educador. Pareciera
que bajo la resonancia de algunos enunciados, profesionalizar sería —entre otras
cosas, claro— desafectivizar, pues el docente sería más profesional cuanto menos
apele a ese bagaje de afectividad.

Y si hubiera, como sugiere esta creencia acerca de la profesionalización,


una sobreabundancia de afecto ¿qué peligro representaría, a qué otras
dimensiones de la tarea docente desplazaría?

Yo primero preguntaría a qué se llama sobreabundancia de afecto, y trataría de no


pensar la afectividad como una sustancia, como algo que ocupa un lugar y que

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puede ser desplazado por otra cosa, o que puede suscitar la omisión de otras
dimensiones. Esta forma de pensar el afecto deviene en afirmaciones como “a este
chico le falta afecto”, o “lo tengo que querer porque no lo quieren lo suficiente en la
casa”, etc. O incluso la dicotomía tácita que se suele establecer entre educar y
querer: si la maestra se ocupa demasiado de las cuestiones vinculadas al cariño y al
cuidado, estaría desatendiendo lo educativo.

¿Y qué sucede cuando hay superposiciones, por ejemplo con la mirada


pedagógica de las actividades de crianza (alimentación, higiene y sueño)?

Es complicado pensar, en el ámbito escolar, en una actividad puramente afectiva y


despojada de intencionalidad y sentido pedagógico, o a la inversa, de una forma de
enseñar independiente de los afectos que habitan la relación en la que la enseñanza
tiene lugar. El cruce extraño que se produce en ese caso, en las típicas formas de
cuidado y provisión de cariño materno atravesadas de unas estructuras didácticas,
tiene necesariamente que estar sacudido por estas paradojas. Esto tiene relación,
aunque no es exactamente lo mismo, con la tensión entre asistir y educar, que en el
jardín de infantes tiene especial interés.

Por otro lado, ante estas tareas escolares de crianza que mencionabas tan cercanas
al asunto de los afectos, me parece que se puede formular una pregunta: ¿querer a
los chicos es una tarea más dentro de las responsabilidades del docente en el aula?
¿Los docentes quieren —o no— espontáneamente a los alumnos, o deben quererlos
porque esto forma parte de su rol? La posibilidad de interrogarnos sobre esto es un
indicio de que la afectividad hacia los alumnos no es algo natural y espontáneo sino
que está regulada, construida como una especie de mandato, algo que yo he llamado
“el imperativo de quererlos”.

La pedagogía ha desconfiado históricamente de los afectos, y ha tratado de


desplazarlos, dejarlos afuera o circunscribirlos, porque se trata de una dimensión
menos codificable y que tiende a “embarrar la cancha”, a plantear dilemas de difícil
respuesta, al menos si se echa mano de las herramientas habituales.

Se me ocurre que en ese terreno, además, la asimetría de la relación


pedagógica trastabilla un poco, en tanto el adulto está puesto en juego,
queda debilitado si es alguien que también siente…

Las resistencias al tratamiento del tema del afecto pueden tener alguna relación con
esa cuestión. Yo elegí utilizar el término “afecto” o “afecto magisterial” y no la
palabrea “amor”, por ejemplo, para tratar de contemplar tanto los afectos “positivos”
como los “negativos”; tanto los amores como los odios, las crueldades, y un espectro
más amplio de experiencias en este sentido.

Es cierto que el ámbito de los afectos puede ubicar al maestro en un lugar más
vulnerable, más sensible, más expuesto, pero también, abrir el juego de los afectos
puede colocar al docente en un terreno hasta de cierta peligrosidad: es aceptar que
es alguien capaz de odiar, de asumir conductas sádicas, o de “querer demasiado”.

Mi intención es, en principio, desarmar la cuestión de los afectos pedagógicos para


poder entenderla. No deberíamos pensar que los chicos van a la escuela para que los
quieran (pero tampoco van para que no los quieran, como decía hace poco Graciela
Frigerio en el encuentro del CEM sobre estas temáticas)1 . La escuela, además, es un
ámbito público, y el afecto es algo que se suele considerar dentro del orden de la

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intimidad, de lo privado. El docente cumple un rol público que excede a su


personalidad y a su intimidad. Su presencia allí está justificada dentro del orden de
lo público, y esto otorga además una suerte de visibilidad y vigilancia al registro de
los afectos. La afectividad del docente, como otras dimensiones de su tarea, está
regulada. En alguna medida no está mal que así sea, porque sino estaríamos
habilitados a cualquier cosa, al despotismo, a enseñarle sólo a aquél a quien
logramos querer, al que nos gusta, y no a los otros, por ejemplo… Hay algo del
orden de la justicia que no puede estar librado a la volatilidad de los afectos íntimos.

Si lo educativo y lo afectivo fueran en algún sentido excluyentes, como


planteábamos antes, tal vez lo sean en orden a esta distinción entre el
carácter público del enseñar y el carácter privado del querer…

Me parece que esa es una línea para explorar. Cuando hablamos de la afectividad de
la figura del docente, ¿de qué tipo de afectividad estamos hablando? ¿cómo se
expresa? ¿estamos hablando de sus sentimientos y emociones íntimas o podemos
pensar en una afectividad ligada a lo público?

En el campo clínico de la psicología los profesionales se supervisan, se


asumen como reales procesos afectivos entre paciente y terapeuta,
cuestiones como la transferencia, etc. ¿En la educación no sería apropiado
contar con un arsenal teórico capaz de describir estas cuestiones?

Hay psicoanalistas que trabajan en educación y se animan a pensar la noción de


transferencia dentro del campo pedagógico. Freud en “La Psicología del Colegial”
(1914) 2 trata de pensar la transferencia docente-alumno, por ejemplo. Sin duda hay
“algo” del orden del afecto entre el que enseña y el que aprende, pero mezclado con
otras cosas que son propias de la relación pedagógica que merecen atención. La
pregunta es si la noción de transferencia sirve para entender estas circulaciones
afectivas. No soy psicoanalista, y entonces no puedo –ni me interesa- afirmar que lo
que ocurre en el aula es aquello que en el psicoanálisis llaman “transferencia”. Yo no
me arriesgaría a traspolar los conceptos psicoanalíticos al aula, en una suerte de
“copy and paste” algo irreflexivo. La clase no es una situación clínica, las diferencias
son importantes. No digo que el psicoanálisis no brinde herramientas y pistas para
comprender cuestiones que suceden en el aula, pero mi interés es pensar a los
afectos desde la especificidad del discurso pedagógico, desde, por ejemplo, los
afectos pensables, sentibles y decibles en la escuela, en un momento histórico dado.

Bueno, pero ¿de dónde sacamos categorías sino del psicoanálisis, para
nombrar esta dimensión? Uno diría que allí donde no existen palabras para
nombrar un fenómeno, una idea, ésta se vuelve algo fantasmagórica, ¿no?

Tal vez se trata de poder reconocer esta dimensión y seguir adelante sin pretender
prescribir prácticas alrededor de ella, o sin sentirse tentado a abarcarla en forma
totalizante, a construir una teoría de los afectos.

Vos recién hablabas de las instancias de supervisión de los psicólogos y me


preguntabas algo así como si los docentes no deberían “supervisar” sus vínculos
afectivos. Yo no creo que los maestros deban esforzarse por construir ese lugar, me
parece que los espacios a construir tienen que estar ligados a lo pedagógico, pues
allí se juega la especificidad de la tarea docente. Pienso que lo otro sería caer en una
especie de terapéutica de los afectos, que llevada al extremo sería un pobre aporte

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para el lugar del maestro. Sería psicologizar demasiado un ámbito que no es sólo
psicológico.

Uno tiene que lidiar con los afectos en todos los ámbitos de la vida. Los médicos
pueden destinar una parte de su energía a procesar los afectos que les despiertan
sus pacientes, pero centralmente se dedican a perfeccionar sus técnicas curativas.
Algo parecido ocurre con los maestros, que se enfrentan a una tarea específica y
atravesada de afectividad.

O sea que los maestros, como todos, deberían pagarse una terapia
individual si es que lo creen conveniente…

Desde mi punto de vista sería poco saludable sobrecargar de más psicología la


relación pedagógica. El jardín de infantes es posiblemente un espacio de por sí más
psicologizado y más atravesado por el discurso de la afectividad. Esta discusión que
se ha planteado en otros diálogos de Antes de Ayer3 en cuanto a la planificación de
los afectos, por ejemplo, conduce a una situación que puede resultar un poco
ridícula: creer que es posible programar la experimentación de afectos por medio de
la implementación de estructuras didácticas. Hay una idea de que A + B + C da por
resultado un “vínculo afectivo”, como si hubiera una causalidad lineal y necesaria…

Sin embargo se puede sostener la idea de que existen cosas que uno puede
hacer –o dejar de hacer– para promover vínculos no ya “perfectos”, pero al
menos sanos…

Sí, eso sí. Lo que es preciso poner en cuestión es la formalización de una didáctica
que prevé una linealidad entre una serie de pasos que conducen finalmente a la
aparición (en el niño) de un cierto y específico tipo de afecto (dirigido al docente, a
sus compañeros) y que terminaría resultando funcional al clima que el docente se
propone “crear” en el aula. Hay categorías, como la de “aprendizaje significativo”,
que tienden a caer en estos círculos. Sin duda pueden ensayarse cosas, puede
tratarse de generar cierto tipo de acercamiento, pero no hay garantías de que
conocer el nombre de los compañeros, realizar juegos de confianza corporal, hacerse
regalos, etc., sean acciones que terminen dando lugar a específicos afectos,
programados de antemano.

Los primeros esbozos de un currículum de jardín de infantes 4 eran


esencialmente listas de afectos…

La sensibilidad es educable, pero no sé si es susceptible de caber en estructuras


didácticas. Sería como planificar enamorarse, como si se organizara una serie de
acciones que finalmente nos conduzcan a estar enamorados de alguien. Hay un
problema en esta manera de concebir a la didáctica que es su formulación
apriorística, que espera producir determinados efectos a partir de determinadas
causas. Insisto: no es que no pueda pensarse en una serie de causalidades,
influencias, propensiones que hagan posible el encuentro entre unas acciones
específicas realizadas y unos afectos efectivamente vividos, pero esta es una relación
que sólo puede hallarse una vez que las cosas ya han sucedido y no antes. Esta
causalidad solo puede reconstruirse retroactivamente.

¿Qué pasa en este esquema con categorías como el interés, la motivación,


en las que sabemos que te has interesado como investigadora?

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Las críticas que con Estanislao Antelo 5 hacíamos a cierto modo de entender la
didáctica, y el foco puesto en categorías como el interés, la motivación, etc., guardan
relación con estas cuestiones. Hay algo de lo ingobernable, misterioso o enigmático
que se escapa de la planificación didáctica y de lo que uno debe poder hacerse cargo,
y eso vale tanto para los afectos en general como para los afectos vinculados al
interés, la motivación. Es decir, no se puede planificar querer o que te quieran y, del
mismo modo, la pedagogía del interés debe ser interrogada: ¿Qué es interesar? ¿qué
es un contenido interesante? ¿qué evidencia tengo de que el otro está interesado?
¿cómo se lee la presencia de interés en el otro? ¿puedo enseñar sin interesar?

Más allá de relativizar y señalar imposibilidades, que parecen ser las


primeras reacciones ante este tipo de cuestiones, frente al imperativo del
hacer: ¿qué se hace? ¿cómo se gestiona ese sentirse compelido a interesar?

Que uno se proponga desarmar la “didáctica del interés” no implica tampoco


construir una especie de “didáctica del desinterés”. Por más que el interés sea
inaprensible y relativo, seguramente será deseable y saludable que quien enseña se
pueda comprometer con el modo en que el otro aprende, con sus deseos, afectos y
también con su interés. Pero también sería saludable que el docente pueda, de
alguna manera, aceptar el desinterés del otro, saber que es algo que puede suceder,
que no significa que el maestro esté haciendo las cosas mal, y que aún sin ese
interés como punto de partida, quizás sobrevaluado e hiperbolizado, se puede hacer
algo, se puede enseñar. Tener esto en cuenta puede, en algún sentido, tranquilizar.

En la didáctica del interés también hay algo de pretender detectar en el otro gestos o
señales que indiquen la presencia efectiva e indudable del interés. Pero los tiempos
de la enseñanza y el aprendizaje son complicados, y muchas veces van a destiempo;
puede haber fuertes e intensos procesos que desde afuera no sean visibles, de los
que no tengamos siquiera una vaga idea, y uno como docente puede estar
esperando del otro una señal que nunca llega, y eso no significa necesariamente que
el otro no aprende, que no se interesa o que no le importa.

Pero el interés de los alumnos, su ocurrencia o no, las evidencias acerca de si está o
no está, marcan actualmente el terreno: de hecho “demuestra interés” es una
categoría de evaluación habitual, ¿no es así?

Claro, en el jardín de infantes los informes de los chicos suelen incluir este
tipo de enunciado. “Demuestra interés”, “acepta las propuestas”, “participa
activamente”, son lugares a los que se recurre…

¿Y qué evidencias operativas fundamentan esas afirmaciones? Pongamos el caso de


un aula de primaria ¿cómo sé si el niño demuestra interés, cómo lo mido? ¿por su
“participación en clase”? Puedo fijarme si levanta la mano, si interviene, si me mira
cuando hablo, si pregunta, pero ¿esos son signos visibles del interés?

Este tipo de “indicadores” en los informes de los jardines de infantes son una vía
interesante para explorar. Porque, por un lado, la cuestión de los afectos no está lo
suficientemente estudiada en el campo educativo, y además el ámbito de los afectos
es un poco pantanoso, difícil de abordar. Pero, por otro lado, estamos viendo que
muchas de las categorías didácticas que tan habitualmente utilizamos para definir
variables áulicas están atravesadas de creencias y aspiraciones respecto de la
afectividad de maestros y alumnos.

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La idea de “aprendizaje significativo”, como decía antes, es un buen ejemplo de este


atravesamiento; esta idea de que un aprendizaje exitoso estaría garantizado por el
establecimiento de ciertas relaciones, ciertas continuidades.

¿Cómo se enfoca este tema en tu trabajo de investigación actual?

La investigación está en curso y aún no he cerrado el planteo de trabajo. Se centra


en la configuración de la afectividad en el ámbito escolar, y en especial en la figura
del docente. Me refiero entonces a los “afectos magisteriales”. Por una parte, intento
cuestionar ciertos enunciados, e interrogar aseveraciones como la que dio lugar al
comienzo de este diálogo (“soy maestra porque me gustan los chicos”).

Otra hipótesis para interrogar es la creciente afectivización de los vínculos en la


escena pedagógica actual. Ideas acerca del afecto como sustancia, que puede
sobreabundar o que aparece para cubrir falencias, o que viene a desplazar otras
funciones de la escuela, también se van perfilando como avenidas de análisis. Esta
creciente y supuestamente inédita afectivización parece recortarse, históricamente,
sobre un “antes” construido desde el hoy en forma bastante imprecisa. Se trata de
un “antes” donde los maestros no eran tan querendones, y donde los afectos no
ocupaban un lugar central, como lo ocuparían ahora.

Si uno se fija, sin embargo, en los textos del Monitor de la Educación Común de fines
del siglo XIX y otros documentos bastante antiguos se encuentra con que ya había
mandatos de afectividad, que esto no es algo nuevo.

Hay un concepto que me sirvió bastante que es el de “placeres regulados”, de la


australiana Erika McWilliams 6 , quien desde una perspectiva foucaultiana desarrolla
esta idea de los afectos bajo una regulación escolar. A querer de determinada
manera y no de otra, a expresar los afectos o no, se aprende, y los maestros se
entrenan en diferentes modalidades de querer a los alumnos. Antes yo mencionaba
que querer a los alumnos se constituyó en una especie de imperativo de la
pedagogía. Hoy, en enunciados vinculados a las ideas de profesionalizar la
enseñanza, lo que también va apareciendo en nuestras escuelas es un imperativo no
tanto de afectivizar sino de restituir a la enseñanza su carácter de transmisión.

¿No aporta legitimidad el afecto, entonces?

Puede haber una parte de la legitimidad del maestro que se apoye en elementos del
orden de los afectos, es posible, habría que pensarlo. Hay un libro de Dubet y
Martucelli7 que plantea, analizando la desinstitucionalización de las instituciones,
cierto desplazamiento del rol frente a la personalidad del docente. Es decir que el
investimento de ese lugar que otorga permisos para actuar y para imponer (la
autoridad docente entendida desde una perspectiva tradicional, como algo
trascendente), se retraería frente a rasgos que provienen de la propia personalidad
del maestro, del sujeto que habita esos lugares ya no tan investidos como antes.

¿Se diría que el maestro, en el terreno de los afectos, está más solo? ¿Qué
asume un lugar de menor respaldo, hablando en términos de legitimidad?

Creo que en el asunto de los “afectos magisteriales” es posible ver algo de la


privatización de los vínculos, es decir, de la sobreimpresión de lo privado en el
ámbito de lo público. Cuando hoy se habla de la afectividad del docente ésta se ubica
en un plano cercano al orden de lo íntimo, de lo vincular, del cara a cara, como si se

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le estuviera diciendo al maestro que apele a sus emociones más interiores,


profundas y “auténticas”, para relacionarse con ese niño. El mandato actual de “ser
uno mismo”, de desinhibirse, de sacar afuera el yo verdadero, estaría operando
también en la relación docente –alumno.

¿La maestra, para querer al niño necesita una suerte de “permiso” de los
padres? ¿Hay una alianza afectiva entre educadores y familias?

No lo he pensado desde ese lugar, desde el permiso de la familia, sino que me ha


interesado más examinar una cuestión recíproca: el caso en que se formula una
necesidad de querer a los chicos para suplir una supuesta carencia del amor
maternal. “Los tengo que querer yo, porque los padres no lo quieren bien, o no lo
quieren bastante”, sería la formulación. Es esta ecuación la que me interesa porque
da cuenta de una discursividad emergente. Además, me pregunto algo que tiene que
ver con esto: ¿qué necesito saber del otro para quererlo? ¿en qué medida el
conocimiento del otro está asociado a la posibilidad de quererlo? Y también ¿qué
tengo que saber del otro para enseñarle? Los mandatos de las nuevas didácticas
parecen pretender un conocimiento demasiado minucioso, demasiado fino acerca del
niño, como si estos conocimientos fueran capaces de conceptualizar al infante al
punto de abarcar toda su experiencia y poder predecirlo, a la vez que diseñar
intervenciones extremadamente eficaces8 .

Así, entonces, si sabemos que los padres del niño están separados, se supone que
ese saber tendrá consecuencias en el modo en que se le enseñe a ese alumno. El
ejemplo típico es el de las entrevistas iniciales que indagan sobre cuestiones cuya
implicancia o cuyo aporte para la relación pedagógic a es muy dudoso: ¿qué hacemos
con el dato acerca de si el embarazo que resultó en el nacimiento de este niño fue o
no fue deseado, por ejemplo? ¿qué consecuencias pedagógicas tiene? ¿un docente
tiene competencias para afirmar, a partir de una entrevista, que un niño fue o no
deseado? Y si las tuviera, ¿qué enseñanzas debe recibir un niño “deseado” y cuáles
uno “no deseado”?

Además, en estas indagaciones sobre los niños, en el relevamiento de esta clase de


información, hay cierto posicionamiento respecto de la “debilidad” del otro —del
niño— que creo que es problemático también. Sería la figura del niño con “carencias
afectivas” que el docente tendría la misión de suplir.

No puedo evitar pensar en la especie de “misión asignada” a los maestros


jardineros varones de proveer un modelo de rol masculino para aquellos
niños con “imagen paterna debilitada o ausente”…

Es algo parecido, ¿qué son las “carencias afectivas”? ¿hay un “capital afectivo”?
¿cómo se traduce en hechos y cómo se conjuga esto en los aprendizajes? Decíamos
que el sentido de que el niño esté allí, en la escuela, no es que lo quieran. Uno
transita por distintos ámbitos de la vida y siempre existe una búsqueda de
reconocimiento, de respuestas afectivas, y eso, obviamente, también sucede en la
escuela. Pero la escuela tiene una especificidad ligada a la transmisión de la cultura
que no puede ser obviada a la hora de pensar estas cuestiones.

Para finalizar quería remarcar que cuestionar la posibilidad de una didáctica de los
afectos —de su formalización a través de secuencias, actividades, etc.— es, como
decíamos, reconocer que el mundo de los afectos siempre se escapa un poco, que las
emociones son un tanto inapresables. Pero adherir a este cuestionamiento no implica

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ubicar el asunto de los afectos en el plano de la absoluta espontaneidad, habilitando


así a que cada maestro se vincule con sus alumnos exclusivamente a partir de sus
afectos, de lo que siente íntima y “auténticamente”, como si uno le dijera “hacé lo
que sientas” y punto. Eso sería, en “nombre del amor”, dejar libradas las enseñanzas
a posibles arbitrariedades e injusticias.

(*) Esta entrevista fue realizada en Buenos Aires, en junio de 2006. Entrevistador:
Daniel Brailovsky.

Ana Abramowski es Profesora y Licenciada en Ciencias de la Educación


(Universidad Nacional de Rosario) y cursa estudios de posgrado en FLACSO, donde
es además coordinadora de un posgrado virtual. Se desempeña asimismo en la
revista El Monitor del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación, y es
miembro del Centro de Estudios en Pedagogía Crítica de Rosario. Coautora (junto a
Estanislao Antelo) del libro El renegar de la escuela. Desinterés, apatía,
aburrimiento, violencia e indisciplina (Rosario, Homo Sapiens, 2000), ha escrito
artículos sobre la temática de los afectos magisteriales en revistas especializadas,
entre ellos: “Quererlos: un imperativo. Esbozos para un estudio de los afectos
magisteriales” (Cuadernos de Pedagogía de Rosario, año VI, nro. 11, nov. 2003).

1
Se refiere al seminario Educar: figuras y efectos del amor a cuyo contenido puede
accederse mediante la publicación del mismo nombre (comp. por Graciela Frigerio y Gabriela
Diker, Buenos Aires: Del Estante Ediciones, 2006).

2
Freud, S. “Sobre la psicología del colegial (1914)”, Obras Completas, Buenos Aires:
Amorrortu, 1997. Allí afirma Freud que “el gran interés de la pedagogía por el psicoanálisis,
descansa en una tesis que se ha vuelto evidente: sólo puede ser educador quien es capaz de
comprenderse por empatía con el alma infantil (...)”.

3
Se refiere a los diálogos con Didier Maleuvre
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/once_entrega/maleuvre.asp), Haydeé Coriat
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/septima%20entrega/dialogos/h_coriat.asp) y
con Ester Beker y Cristina Benedetti
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/sexta_entraga/dialogos/becker_benedetti.asp)

4
Alemandri, P. G.: Jardines de Infantes: plan, programas e instrucciones, Buenos Aires,
Consejo Nacional de Educación, 1941. Se trata de un material basado en las sugerencias
desarrolladas por Rita Latallada de Victoria, R. V. Peñaloza, Helena Irigoin y Salvador Lartigue,
“a quienes se les encomendó que formularan un proyecto de programa de Jardín de Infantes.
La comisión se expidió oportunamente y el consejo agradeció la colaboración prestada”. Allí se
enumeran elementos de un Programa Sintético entre los que se destacan: “despertar amor a
la familia, al jardín, a la patria; inculcar respeto a las autoridades, a los superiores, a los
servidores y semejantes; cultivar la bondad, veracidad, obediencia, generosidad, gratitud,
ayuda mutua.”

5
La referencia es al libro: Antelo, E., Abramowski, A.: El renegar de la escuela. Desinterés,
apatía, aburrimiento, violencia e indisciplina, Rosario: Homo Sapiens, 2000.

6
El texto que se refiere es: McWilliam, E.: Pedagogical Pleasures, New York: Peter Lang
Publishers, 1999. Allí se analiza el modo en que se entiende el gobierno “apropiado” del
cuerpo de los estudiantes y se exploran las tecnologías de poder empleadas por las docentes

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para el mantenimiento del orden escolar. Siguiendo una hipótesis foucaultiana, la autora
señala que se ha suplantado la idea de penalización o castigo corporal por la noción de
autocontrol que los niños deben adquirir. Se refiere al placer en el castigo hacia los alumnos:
no es un placer sádico, afirma, sino el placer resultante del “haber cumplido con un deber”. La
autora debate en torno a dos líneas de sentido, planteadas como juego de opuestos: el temor
a los individuos que carecen de vergüenza y el temor a un exceso barbárico. Esta idea de
cuidar al otro a través de la humillación es un oximorón semejante a la idea de una madre
virgen: “el avergonzar al otro es necesariamente el resultado de la falta de cuidado, de la
incomprensión de las diferencias que hacen en términos de educabilidad la pobreza, el género,
la raza, la clase (...) la diferencia de capital cultural” (p.80). Recurriendo a las palabras de
Foucault en Vigilar y Castigar, entonces, analiza qué significa el espectáculo del castigo.

7
Dubet, F. y Martucelli, D.: ¿En qué sociedad vivimos?, Buenos Aires: Losada, 2000

8
En un diálogo con Mayra Bonadero titulado “La mirada infinita del docente” se discute
ampliamente esta idea, remitimos por tanto a ese trabajo:
(http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/cuarta_entrega/fundamentos/entrevista_bonad
ero.asp)

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