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En algunas de sus obras más recientes, Freud ha llamado la atención, con creciente
insistencia, sobre una cierta unilateralidad de nuestras investigaciones analíticas.
Me refiero al hecho de que, hasta hace muy poco tiempo, solamente se tomaban
como objeto de investigación las mentes de hombres y muchachos.
El nuevo punto de vista del que me propongo hablar me llegó por vía filosófica, en
unos ensayos de Georg Simmel4. La tesis que en ellos sustenta Simmel, y que desde
entonces ha sido elaborada de muchas maneras, sobre todo del lado femenino 5, es
ésta: toda nuestra civilización es una civilización masculina. El Estado, las leyes, la
moral, la religión y las ciencias son creaciones masculinas. Simmel está muy lejos
de deducir de estos hechos, como suelen hacer otros autores, una inferioridad de
las mujeres, pero en primer lugar ensancha y profundiza considerablemente esta
concepción de una civilización masculina: «Las exigencias del arte, el patriotismo,
la moral en general y las ideas sociales en particular, la corrección en el juicio
práctico y la objetividad en el conocimiento teórico, la energía y la profundidad de
la vida: todas estas categorías pertenecen, por así decirlo, en su forma y sus
pretensiones a la humanidad en general, pero en su configuración material
histórica son enteramente masculinas. Suponiendo que designáramos estas cosas,
vistas como ideas absolutas, por la sola palabra "objetivo", observaríamos entonces
que, en la historia de nuestra raza, la ecuación objetivo = masculino es una
ecuación válida».
Pues bien, piensa Simmel que la razón de que sea tan difícil reconocer estos hechos
históricos reside en que los criterios mismos de los que la humanidad se ha servido
para estimar los valores de la naturaleza masculina y femenina no son «neutrales»,
nacidos de las diferencias entre los sexos, sino en sí mismos esencialmente
masculinos. «...No creemos en una civilización puramente "humana", en la que no
entre la cuestión del sexo, por la misma razón que impide que semejante
civilización llegue a existir, a saber, la ingenua (por así decirlo) identificación del
concepto "ser humano" 6 y el concepto "hombre"7, que hace incluso que en muchas
lenguas se utilice la misma palabra para ambos. Por el momento dejaré
en'suspenso si este carácter masculino de los fundamentos de nuestra civilización
tiene su origen ^gn la naturaleza esencial de los sexos o solamente en una cierta
preponderancia de fuerza en los hombres, que en realidad no atañe a la cuestión de
la civilización. Sea como fuere, ésta es la razón de que, en los campos más dispares,
las realizaciones inadecuadas sean calificadas despectivamente de "femeninas", en
tanto que a las realizaciones distinguidas de algunas mujeres se las llama
"masculinas" como expresión de alabanza».
Como todas las ciencias y todas las evaluaciones, hasta ahora la psicología de las
mujeres se ha venido considerando únicamente desde el punto de vista de los
hombres. Es inevitable que de la posición de ventaja del hombre se siga la
atribución de validez objetiva a sus relaciones subjetivas y afectivas hacia la mujer,
y según Delius 8, lo que hasta ahora representa la psicología de las mujeres es un
depósito de los deseos y desengaños de los hombres.
Si tomamos conciencia clara de la medida en que todo nuestro ser, pensar y hacer
se conforman a estos criterios masculinos, comprenderemos lo difícil que es que el
hombre individual, y la mujer individual también, lleguen realmente a sacudirse
de encima este modo de pensar.
La cuestión se cifra, pues, en averiguar hasta qué punto yace también la psicología
analítica, cuando sus investigaciones tienen a la mujer por objeto, bajo el hechizo
de esta manera de pensar, en tanto en cuanto todavía no ha dejado enteramente
atrás la etapa en la cual, francamente y como algo natural, sólo tenía en cuenta el
desarrollo masculino. Dicho en otras palabras, hasta qué punto la evolución de las
mujeres, tal como hoy nos la representa el análisis, ha sido medida según criterios
masculinos y hasta qué punto, por lo tanto, es inexacta esta imagen que nos da de
la naturaleza de las mujeres.
Si miramos el asunto desde este punto de vista, nuestra primera impresión será
sorprendente. La imagen analítica actual del desarrollo femenino
(independientemente de que sea correcta o no) no difiere en ningún caso de las
ideas típicas que el niño tiene de la niña.
Ya conocemos las ideas del niño. Por lo tanto me limitaré a esbozarlas en unas
cuantas frases sucintas, y a efectos de comparación colocaré en una columna
paralela nuestras ideas sobre el desarrollo de las mujeres.
Suposición ingenua de que tanto las niñas Para ambos sexos, lo que cuenta es únicamente el
como los niños poseen pene órgano genital masculino
Idea de que la niña es un niño castrado, Creencia de la niña de que antes poseía pene y lo
mutilado perdió por castración
El niño teme la envidia de la niña La niña desea durante toda su vida vengarse del
hombre por poseer algo de lo que ella carece
Esa sugerencia tropieza inmediatamente con una protesta interior, en cuanto que
recordamos que la investigación analítica se ha fundado siempre sobre una firme
base de experiencia. Pero al mismo tiempo nuestro conocimiento científico teórico
nos dice que esa base no es completamente segura, sino que toda experiencia, por
su misma naturaleza, lleva en sí un factor subjetivo. Así, incluso nuestra
experiencia analítica se deriva de la observación directa del material que nuestros
pacientes aportan al análisis en forma de asociaciones libres, sueños y síntomas, y
de las interpretaciones que damos a ese material o las conclusiones que extraemos
de él. Por lo tanto, aun allí donde se aplique correctamente la técnica, existe en
teoría una posibilidad de variaciones dentro de esta experiencia.
De acuerdo con esta teoría, la situación psíquica de la mujer no es, desde luego,
muy placentera. Carece de todo impulso primigenio real al coito, o al menos le está
vedada toda satisfacción directa, aun parcial. Si esto es así, el impulso al coito y el
placer en él deben ser indudablemente menores en ella que en el varón. Porque si
logra una cierta satisfacción del anhelo primigenio es sólo de manera indirecta, por
caminos tortuosos: en parte dando el rodeo de una conversión masoquista y en
parte por identificación con el hijo que pueda concebir. No se trata, sin embargo,
sino de meros «recursos compensatorios». Lo único en que en última instancia
posee ventaja sobre el varón es en el placer, sin duda muy discutible, del
alumbramiento.
Además, la propia envidia del pene la explicamos por sus relaciones biológicas y
no por factores sociales; al contrario, estamos acostumbrados a interpretar sin más
la sensación de la mujer de estar socialmente en desventaja como racionalización
de su envidia del pene.
También hay mucho que decir en favor de la tesis de que las mujeres resuelven su
envidia del pene peor que los hombres, desde un punto de vista cultural. Sabemos
que en el caso más favorable esa envidia se transmuta en deseo de tener un marido
y un hijo, y probablemente por esta misma transmutación pierde la mayor parte de
su potencia como incentivo a la sublimación. En los casos desfavorables, sin
embargo, como más adelante mostraré con más detalle, aparece cargada con una
sensación de culpa en lugar de poderse emplear con provecho, en tanto que la
incapacidad del hombre para la maternidad probablemente se siente como una
mera inferioridad y puede desarrollar toda su potencia motora sin inhibición
alguna.
Para abordar este problema hay que tener en cuenta, en primer lugar, que nuestro
material empírico en relación con el complejo de masculinidad en la mujer se
deriva de dos fuentes de muy distinta importancia. La primera es la observación
directa de niñas, en la que el factor subjetivo desempeña una parte relativamente
insignificante. Toda niña que no haya sido intimidada manifiesta envidia del pene
francamente y sin sonrojo. Vemos que la presencia de esta envidia es típica y
comprendemos bastante bien por qué haya de ser así; comprendemos cómo la
mortificación narcisista de poseer menos que el niño viene reforzada por una serie
de desventajas que brotan de las diferentes catexias pregenitales: los privilegios
manifiestos del niño por lo que se refiere al erotismo uretral, el instinto escopofílico
y el onanismo 15.
También aquí aparece mucho más clara la situación de los niños, o quizá sea
sencillamente que la conocemos mejor. ¿Nos resultan estos hechos tan misteriosos
en las niñas simplemente porque siempre los hemos mirado a través de la óptica
masculina? Así parece, cuando ni siquiera les concedemos una forma específica de
onanismo, calificando sin más de masculinas a sus actividades autoeróticas;
cuando esa diferencia, que sin duda debe existir, nos la representamos como de
negativo a positivo, esto es, en el caso de la ansiedad derivada del onanismo, como
diferencia entre una castración amenazada y una castración que ya ha tenido lugar.
Mi experiencia analítica indica como muy posible que las niñas pequeñas tengan
una forma de onanismo específicamente femenina (que por cierto, difiere en
cuanto a su técnica de la de los niños), aun si suponemos que la niña pequeña
practica exclusivamente la masturbación clitoriana, suposición que no me parece
nada segura. Y no veo por qué, a despecho de su evolución pasada, no haya de
concederse que el clítoris pertenece legítimamente y forma parte integral del
aparato genital femenino.
Para que la exposición sea más completa añadiré una alusión a la otra ganancia
que, como sabemos, reporta a las mujeres el proceso de identificación con el padre,
que tiene lugar por la misma época. Por lo que respecta a la importancia de este
proceso en sí, no sé de nada que no haya quedado dicho en mis trabajos anteriores.
Sabemos que este proceso mismo de identificación con el padre constituye una
respuesta a la pregunta de por qué la huida de los deseos femeninos con respecto
al padre conduce siempre a la adopción de una actitud masculina. Algunas
reflexiones emparentadas con lo que ya se ha dicho revelan otro punto de vista que
arroja cierta luz sobre esta cuestión.
Sabemos que siempre que la libido se topa con una barrera a su desarrollo se activa
regresivamente una fase de organización anterior. Ahora bien, según la obra más
reciente de Freud, la envidia del pene forma el estadio preliminar al verdadero
amor objetual hacia el padre. Y así esta línea de pensamiento sugerida por Freud
nos ayuda a comprender de algún modo la necesidad interior por la que la libido
se retrotrae precisamente a ese estadio preliminar siempre y en la medida en que
se ve rechazada por la barrera del incesto.
Estoy de acuerdo en principio con la idea de Freud de que la niña se desarrolla
hacia el amor objetual a través de la envidia del pene, pero creo que la naturaleza
de esa evolución también se podría pintar de otra manera.
Pues cuando observamos que gran parte de la fuerza de la envidia primaria del pf
le se acumula únicamente por regresión desde el comp.ejo de Edipo, veremos la
necesidad de no caer en la tentación de interpretar a la luz de esa envidia las
manifestaciones de un principio tan elemental de la naturaleza como es el de la
atracción mutua entre los sexos.
Por lo que respecta a la extraordinaria facilidad con que tiene lugar esa regresión,
debo mencionar el hallazgo analítico 18 de que, en las asociaciones de pacientes del
sexo femenino, el deseo narcisista de poseer el pene y el anhelo libidinal objetual
dirigido a él aparecen a menudo tan entremezclados como para hacernos dudar de
en qué sentido hay que entender ese «desearlo»
Una palabra más sobre las fantasías de castración en sí, que han dado nombre a
todo el complejo por constituir su parte más llamativa. De acuerdo con mi teoría
del desarrollo femenino, me veo obligada a considerarlas también como una
formación secundaria. Me represento su origen de este modo: cuando la mujer se
refugia en el rol ficticio masculino, su ansiedad genital femenina se traduce, en
cierta medida, a términos masculinos: el temor a una lesión vaginal se convierte en
fantasía de castración. Con esta conversión la niña sale ganando, dado que cambia
la incertidumbre de su expectativa de castigo (incertidumbre condicionada por su
configuración anatómica) por una idea concreta. Además, también la fantasía de
castración cae bajo la sombra del antiguo sentimiento de culpa; y se desea él pene
como prueba de inocencia.
Ahora bien, estos motivos típicos de la huida al rol masculino —motivos que
tienen por origen el complejo de Edipo— se ven reforzados y apoyados por la
desventaja real que padecen las mujeres en la vida social.
Georg Simmel dice a este respecto que «la mayor importancia que
sociológicamente se concede al varón se debe probablemente a su posición de
mayor fuerza», y que históricamente la relación entre los sexos se puede describir a
grosso modo como una relación de amo y esclavo. Aquí, como siempre es «uno de los
privilegios del amo el no tener que pensar constantemente que lo es, mientras que
la posición del esclavo es tal que en ningún momento puede olvidarse de ella».
Esos mismos factores deben haber tenido un efecto completamente distinto sobre
el desarrollo del varón. Por un lado, conducen a una represión mucho más fuerte
de sus deseos femeninos ¡ desde el momento en que éstos llevan el estigma de la
inferioridad; por otro, le resulta mucho más fácil sublimarlos de manera
satisfactoria.