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Norbert Elias

Los Alemanes

Prólogo de Carlos Belvedere

f I I * 'l N U EV A

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Elias Norbert

Los Alemanes

1a ed. - Buenos A ires: Nueva Trilce, 2009.


432 p . ; 23x16 cm.

ISBN 978-987-24976-3-7

1.Sociología

Fecha de catalogación: 28/08/2009

Traducción: Luis Felipe Segura yAngelika Scherp

© 2009, N u e v a T r il c e E d it o r ia l
www.nuevatrilce.com.ar | info@nuevatrilce.com.ar

Primera edición: Octubre de 2009

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723


INDICE

PRÓLOGO

Por Carlos Belvedere.....................................................................................................7

Nota Del Editor A le m á n ......................................................................................... 21

Introducción................................................................................................................23

PRIMERA PARTE: CIVILIZACIÓN E INFORMALIZACIÓN

A. Transformaciones en los patrones europeos de comportamiento


en el Siglo X X ........................................................................................................... 41

B. La Sociedad de la Satisfacción del H o n o r ......................................................62

SEGUNDA PARTE: UNA DIGRESIÓN SOBRE EL NACIONALISMO.

“Historia de la Cultura e “Historia Política” .....................................................139

De las élites de clase media humanistas a las n acion alistas.........................149

La dualidad del canon normativo nacional-estatal...........................................168

TERCERA PARTE: Civilización y Violencia

Sobre el monopolio estatal de la v io le n c ia .........................................................185


APÉNDICES

I. Los cánones de la burguesía g u illerm ista ........................ . . . . .219

II. La exaltación de la guerra «a la literatura de la


república de weimar (Ems^jünger) ................................................ .221

m i l desmoronamiento del monopolio estatal de la violencia


durante la república de weimar . ........................................................... 227

IV. Lucifer sobre las ruinas del m u n d o .......................................................236

V. El terrorismo en la república federal alemana:


Expresión de un conflicto social intergeneracional..............................240

Las generaciones de la preguerra y la posguerra:


Diferentes experiencias, ideales y m o r a l.............................................. 261

Los problemas de la juventud prolongada de los grupos burgueses . .276

Terrorismo, orgullo nacional y Patrones nacionales de civilización . 285

CUARTA PARTE

El colapso de la civilización........................................................................... 307

Conclusión........................................................................................................ 399

QUINTA PARTE

Reflexiones acerca de la Repulica Federal A lem an a..................................401


PRÓLOGO
Carlos Belvedere

Dedico este texto a la memoria de Pzdro Krotsch, de quien


adquirí el gusto por la placentera lectura de Norbet Elias.

El lector tiene entre sus manos un libro maravilloso, a pesar de que no es


literalmente un libro si por tal se entiende una unidad discursiva de largo aliento
pergeñada hasta el detalle por su autor. Los Alem anes es, como se sabe, una
recopilación de diversos trabajos, realizados en tiempos distintos, que han sido
reunidos en tomo a una temática común y cuidadosamente editados por Michael
Schroter. Aún así, merece el nombre de ‘libro”, y en un sentido superlativo.
Si Los Alemanes es un Libro, a pesar de las contingencias relatadas, no es
sólo porque la selección de textos y el orden escogido han sido aprobados por
Norbert Elias sino ante todo porque, al trasluz de las palabras y silencios del
texto se troquela la figura de un Autor. El lector podrá encontrar en las páginas
que introducimos los grandes temas de la obra de Elias. Ciertamente, se habla
aquí del proceso civilizatorio, de la perspectiva de largo plazo, de la concepción
procesual de lo social, entre otros núcleos temáticos que abarcan sus inquietudes
programáticas. Enumerarlas exhaustivamente resultaría tedioso; así que no se
inquiete, estimado lector: intentaré evitar la locura de pretender resumir las
500 páginas de un texto tan profundo y complejo en un breve prólogo -intención
parangonable con aquella de intentar vaciar el océano con un balde-. Además
de la inviabilidad de esta empresa, me mueve la inquietud de no privar al
lector del placer de ir siguiendo paso a paso los fascinantes momentos de la
exposición de Elias, descubriendo a su debido tiempo las consecuencias a las que
ella conduce. Nuestro autor es generoso en su narrativa, atenta a los detalles
y senderos laterales. ¿Por qué perder, entonces, ese placer de flá neu r que nos
8 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

obsequian los grandes volúmenes del minucioso trabajo de Elias? Tampoco


quiero ser como aquellos críticos de cine que anticipan el final de las películas
que recomiendan con indicaciones bien intencionadas pero algo torpes. Aún
así, el objeto de estas páginas es referirse a esa obra; de modo que haremos
referencia a su contenido, presentando algunos de sus núcleos problemáticos y
de las perspectivas más llamativas que ella presenta antes que reconstruyendo
argumentos y exponiendo razones que, entre la perspicacia del lector y la
claridad expositiva de Elias, hacen ocioso todo intento de clarificación.
Los Alemanes es un libro sobre el genocidio perpetrado por el nacionalso­
cialismo. Eso es estrictamente cierto; pero también es verdad que se trata de
un texto sobre los nacionalismos en general; antes, incluso, sobre el carácter
nacional; y en el que uno puede apreciar, más allá de inquietudes temáticas
circunscriptas, los intereses de largo aliento de un autor con obra propia y una
concepción amplia de las sociedades y el devenir de la humanidad. Los Alemanes
es, digamos, un auténtico “Elias”.
Tenemos entre manos, entonces, un libro sobre Hitler, pero también sobre el
fascismo (al cual Elias propone distinguir, para su comprensión, del nacionalso­
cialismo), sobre otros dictadores contemporáneos (Stalin, Galtieri), la conquista
de América, y la monarquía absoluta. Más ampliamente, es un texto consagrado
a pensar las más diversas formas de violencia tales como el terrorismo, la
lucha de clases, las relaciones entre marginados y establecidos, y los conflictos
generacionales.
Dado el amplio abanico de cuestiones y procesos analizados en Los Alemanes,
no es casual que sus páginas remitan a otros grandes textos de la producción
de Elias, y que busquen “hacer máquina” con El proceso de la civilización al
presentar el estudio sobre el nacionalismo como una derivación no prevista
(“rizomática”, si se me disculpa el barbarismo) de aquella otra investigación.
Es que encontraremos en estas páginas un desarrollo magistral de la sociología
figuracional elaborada por Elias, que sabiamente toma distancia respecto de los
extremismos más nocivos del pensamiento social contemporáneo.
Así, veremos que esta sociología profunda es indiferente a los falsos debates
entre objetivismo y subjetivismo que tantas divisiones artificiales y empobrece-
doras han producido en la teoría social contemporánea. Elias, sabiamente, busca
evitar el acartonamiento academicista de la realidad por medio de la oposición de
modelos objetivistas y subjetivistas, en procura de una mayor congruencia entre
conceptos y realidades. A su entender, el apego unilateral a uno u otro modelo
no produce más que visiones parcelarias de la vida social.
Tomemos de ejemplo una cuestión sociológica fundamental; la estratificación
social. Si uno se apega a una imagen formada únicamente sobre la base de
las clases económicas, podría fácilmente tener la impresión de que la estrati­
ficación social se encuentra determinada exclusivamente por la propiedad o
no propiedad de los medios de producción. Si, en cambio, uno toma en cuenta
cómo clasifican las personas mismas que forman parte de una sociedad a sus
C arlo s B elv eder e | P rólogo 9

diferentes estratos sociales, notará que rara vez ocurre que la manera en que
los estratos se clasifican entre sí es independiente del equilibrio objetivo y real
de poder que existe entre ellos. Es decir que la imagen del nivel de estatus que
se forman los diferentes estratos que componen una sociedad, lejos de constituir
una mera irrealidad es un síntoma bastante confiable de la distribución real
del poder entre ellos. Así, Elias no combate sino que recupera lo que otras
perspectivas llamarán el "subjetivismo”, pero no lo hace de un modo unilateral
sino como un complemento necesario de lo que aquellos mismos excesos verbales
etiquetarán como “objetivismo”. La verdad de la estratificación no está en las
clases económicas ni en la imagen que ellas se forman de sí mismas, sino en
éstas como indicadoras y constitutivas de aquéllas. Una clase no se forma sin
una distribución simbólica del poder, así como una distribución tal sólo es real
si impacta en la constitución de relaciones de clases.

Por su manera compleja y polifacética de comprender los procesos sociales,


podemos decir que el pensamiento de Elias es de un carácter sociológico estricto
aunque a la vez transgresor. ¿Cómo es posible esto? Recuperando la matriz fun­
damental del pensamiento científico sobre lo social, a la vez que descartando los
automatismos irreflexivos y dogmas superficiales en los que a menudo incurren
sus cultores, desnaturalizándola. Así, veremos a Elias asumir por cuenta propia
cuestiones fundacionales del pensamiento sociológico y a la vez transgredir toda
suerte de tabúes y manías propias del sociologismo. A guisa de ejemplo, veamos
de qué manera reformula lo que podríamos caracterizar, siguiendo la tradición
estructural-funcionalista, como el problema hobbesiano del orden.
Con frecuencia, se plantea el falso problema de cómo es posible que las
personas que viven en una sociedad lastimen o maten a otras; pero sería más
adecuado -n os dice E lia s- el planteo contrario: cómo es posible que tantos
individuos vivan en paz, sin temor a que otros más fuertes los lastimen o maten,
cómo es posible que convivan de manera pacífica tal como se da normalmente
en las grandes sociedades estatales de hoy. Tendemos a olvidar que nunca antes
en el desarrollo de la humanidad tantos seres humanos (millones de personas)
convivieron de una manera relativamente pacífica como en la actualidad. Bien
haríamos en recordar el alto nivel de violencia que las relaciones humanas
tenían en épocas anteriores. Deberíamos recuperar nuestra sensibilidad para
valorar el sorprendente e insólito grado de no violencia relativa de nuestras
uniones sociales en comparación con las de quienes nos precedieron.
El planteo inconducente al que alude Elias se basa en una tendencia equivo­
cada a atribuir los conflictos entre individuos a una supuesta agresividad innata
en el hombre. La hipótesis de que los hombres poseen un impulso congénito que
los lleva a atacar a sus semejantes (el instinto de agresión), de una estructura
similar a la del instinto sexual, carece de fundamento. Si bien Elias admite que
el hombre ha heredado un potencial para ajustar automáticamente todo su
aparato corporal ante la percepción de peligro, preparando su aparato muscular
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y esquelético para un movimiento intensivo (en especial, para la lucha o la


huida), argumenta que este ajuste está condicionado por situaciones específi­
cas, presentes o pasadas, a diferencia de los pretendidos impulsos instintivos
humanos, que se liberan fisiológicamente o se desencadenan desde dentro, con
relativa independencia respecto de la situación concreta. Así, Elias argumenta
de manera explícita contra Konrad Lorenz, afirmando que: “No es la agresividad
lo que desencadena los conflictos sino los conflictos los que desencadenan la
agresividad.”Los conflictos son, entonces, un aspecto de las estructuras sociales
y no una respuesta instintiva predeterminada por la naturaleza humana.

Pasando ya de las cuestiones sociológicas a las taras del sociologismo de


las cuales Elias hace caso omiso (como el “atrincheramiento de los sociólogos
en el presente”, que fuera objeto de críticas en otros textos suyos), deberíamos
ocupamos de una de las nociones centrales de Los Alemanes: la idea de un
“carácter nacional”.
Semejante noción sería inconcebible hoy en día, y le estaría enfáticamente
desaconsejada a cualquier estudiante que se postulara para la obtención de
una beca de iniciación. Los resabios de un empirismo trasnochado siguen
imperando en el modo en que concebimos el objeto de nuestras investigaciones.
En nombre de un trivial apego a la experiencia, hemos ido descartando como
“metafísicas” las grandes cuestiones de la sociología. Así, por ejemplo, la vulgata
del sociologismo diría que “los alemanes” no existen sino que “hay alemanes y
alemanes”, que se diferencian en función de su extracción social, su pertenencia
de clase, etc. Elias, en cambio, con un coraje y una osadía que no son frecuentes,
encara con naturalidad la pregunta por “el carácter de los alemanes” y lo hace
de un modo estrictamente sociológico. Veamos cómo.
Según Elias, el carácter nacional de un pueblo no está determinado biológi­
camente sino que se vincula con el proceso de formación del Estado-nación. Es
decir que no presupone diferencias hereditarias o biológicas entre los pueblos.
Podríamos decir, incluso, que la idea de una existencia de caracteres nacionales es
consecuencia necesaria de aspectos centrales de la teoría del proceso civilizatorio
tales como la afirmación de una correlación entre psicogénesis y sociogénesis.
Pues bien, el carácter nacional vendría a ser la configuración de estructuras de
personalidad en el seno de procesos macrosociales tales como la tendencia a la
centralización y el monopolio en la administración de bienes y recursos funda­
mentales para la vida social. Dicho más brevemente, como en Los Alemanes: la
estructura de dominación arroja luz sobre la estructura de la personalidad.
E lias p re se n ta este vínculo haciendo u n a analogía e n tre el modo en que
Freud analiza la relación del destino instintivo del individuo con su desarrollo
personal, de un lado, y la relación entre el destino a largo plazo y las experiencias
de un pueblo con su respectivo desarrollo social, de otro. También en el nivel de
la construcción de la personalidad colectiva - a l cual Elias llam a “el estrato del
nosotros”- operan fenómenos de perturbación, cuya fuerza y coacción opresiva
C arlo s B e l y e h p e ,}| J£b é I»
sobre el individuo son similares a las deseriptas p o rfteu d para laperaonalídad
individual. En ambos casos, se trata de elevar a lp la n o d e la conciencia -con
frecuencia, en contra de resistencias muy tenaces- lo que hem os olvidado.
Estas resistencias, así como los demás problemas actuales de un grupo, están
determinados por su destino previo, el cual constituye una de las “tareas no
resueltas de la sociología”. El problema básico que plantea Elias a este respecto
es el de analizar cómo influye el destino de un pueblo a lo largo de los siglos en
el carácter de los individuos que lo conforman. La pertinencia de esta cuestión
debería ser obvia para el sociólogo medio: un destino compartido a lo largo de
los siglos debería generar caracteres individuales afines entre quienes lo viven
en común porque una prolongada exposición de los individuos a influencias
constantes del medio social no podría más que generar similitudes personales
-tal como ya Durkheim lo describía (sin que pase inadvertido para Elias) bqjo
los nombres de “solidaridad social” y “socialización”.

Ahora bien, si hablar de un carácter nacional era escandaloso, ¡cuánto


más lo ha de ser pretender explicarlo recurriendo a la idea de destino! Sin
embargo, esta noción tiene un antecedente sociológico de relevancia - y Elias
lo sabe- en la idea de “comunidad de destino” de Weber, lo mismo que en su
caracterización de un ethos del capitalismo. ¿Por qué no admitir, entonces, que
es perfectamente posible (y hasta necesario) afirmar sociológicamente que la
exposición continuada y prolongada a condiciones sociales compartidas termina
produciendo condiciones subjetivas compartidas? Claro, la dificultad para ello
radica en el ya mencionado atrincheramiento de los sociólogos en el presente;
Elias, en cambio, como asume el punto de vista del largo plazo, puede percibir
este tipo de configuraciones, en las que la coordinación entre estructuras de la
personalidad y estructuras sociales se conforma a lo largo de siglos, según se
suceden las generaciones.
¿De qué manera se da esta convergencia? Por ejemplo, a través de los símbo­
los nacionales, que condensan los sentimientos colectivos de un grupo de modo
tal que los vínculos emocionales de los individuos respecto de su colectividad
cristalizan y se organizan en tomo a ellos. Así, y gracias a la fuerza irradiante
de las emociones, la colectividad que es representada simbólicamente adquiere
cualidades numinosas. Otro ejemplo de ello es la conformación de un idioma
común; lo cual evidencia que el destino de un pueblo cristaliza en instituciones
responsables de que los individuos más disímiles de la sociedad reciban la misma
impronta: es decir, que adquieran el mismo carácter nacional.
En su “Prefacio” a la edición inglesa de Los Alemanes, Eric Dunning y Stephen
Mennell reparan en que Elias emplea recurrentemente el término habitus para
referirse a esta “segunda naturaleza” o “aprendizaje social incorporado”; y que
lo hace mucho antes de que su uso fuera popularizado por Pierre Bourdieu.
Polemizando con la concepción esencialista y estática del “carácter nacional”
al modo en que antiguamente se lo concebía, Elias subraya que la suerte de
12 N o r b e r t E lia s | Los. A le m a n e s

una nación a lo largo de los siglos se sedimenta en el habitus de sus miembros


individuales y, por lo tanto, el habitus cambia con el tiempo, precisamente porque
cambian y se acumulan la suerte y las experiencias de la nación o de los grupos
de pertenencia.
Dicho esto, no puede objetarse sociológicamente que Elias intente describir
cómo se ha dado en la conformación del “carácter nacional alemán” -e s decir,
de un canon propio de comportamiento y una forma de pensar específicos- una
correlación entre la estructura social y la estructura de la personalidad. En otras
palabras, Elias emprende la “hermosa tarea” de escribir la biografía de Alemania
en tanto sociedad estatal, argumentando que, así como en el desarrollo de un
individuo las experiencias de otras épocas continúan actuando en el presente,
también ellas actúan permanentemente en el desarrollo de una nación. Por lo
tanto, no sólo los hombres en lo individual sino también los grupos sociales (las
clases, las naciones, etc.) aprenden de sus experiencias merced a una memoria
colectiva que es el correlato de la continuidad generacional.
Así que no debemos perder de vista que, el presente, es un libro sobre los ale­
manes; es decir, que no es sólo un libro sobre el ascenso de Hitler y el genocidio
implementado durante su régimen. De ahí que, como dijimos, pueda resultar
para Elias una hermosa tarea escribir la biografía de una nación de la cual
seguramente él también se sintió parte -ta l como, a su entender, se sintieron
parte de ella muchos judíos que se negaron a abandonar ese país que sentían
como el suyo-. Por eso, el ánimo de Elias no es ni condenatorio ni exculpatorio
sino ante todo científico: busca explicar los procesos de largo plazo que hicieron
posible que, en una nación europea y por lo tanto civilizada, haya tenido lugar
el mayor retroceso a la barbarie que la humanidad sufriera en el siglo XX. Y
explicar —dice Elias—no es disculpar. Aún así, la tesitura eliasiana contradice
las interpretaciones establecidas sobre el fenómeno del nacionalsocialismo (tal
como veremos pronto).

Podría ilustrarse este distanciamiento exponiendo brevemente algunos


reparos que Elias antepone a la teoría de la “personalidad autoritaria” de
Theodor Adorno y otros. Elias no la desestima in toto sino que la considera
parcial y unilateral, a la vez que la presenta empleando su propia terminología
-e s decir, la reformula—.
A su entender, la estructura de la personalidad autoritaria orienta su con­
ducta, en gran medida, de acuerdo con coacciones externas, lo cual significa
desarrollar el hábito de seguir las instrucciones de otras personas y, a su vez,
trasmitir esas instrucciones a otros por medio de órdenes. Ahora bien, esta teoría
supone que el síndrome de esta estructura de carácter se desarrolla debido a
una estructura familiar específica padecida durante la infancia.
Elias no sostiene que es preciso descartar esta explicación sino que hace
falta complementarla porque la estructura familiar autoritaria se encuentra
ligada a la estructura autoritaria del Estado; en consecuencia, no es posible
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describirla sin caracterizar también a la organización estatal en la que surge y


a su evolución, considerada como parte de un proceso de largo plazo. Entonces,
la teoría de la personalidad autoritaria puede ser retomada por E lias como
una caracterización de los procesos de psicogénesis cuando es vinculada con los
procesos de sociogénesis de un régimen absolutista-monárquico o dictatorial, por
ejemplo. Así considerada, permite apreciar cómo se crea una marcada disposición
en el individuo a obedecer órdenes y a dejarse guiar por coacciones externas.
No está lejos, Elias, de la concepción kantiana de la minoría de edad, a la
cual incluso cita oblicuamente. La personalidad autoritaria está predispuesta
a obedecer órdenes que vienen de arriba, decisiones ya tomadas; de ahí que, en
este tipo de régimen, el individuo se mantiene en la fase de niño. Lo mismo que
las órdenes paternas, tampoco las órdenes del dictador son siempre agradables;
no obstante, en última instancia se las obedece, de lo contrario, entran en acción
rápidamente el Ejército o la policía, pilares de toda organización estatal autocrá­
tica y monolítica. Por eso es que, para asegurar la obediencia por completo, los
gobernantes autocráticos suelen aprovechar su ilimitado poder de disposición
sobre el monopolio de la violencia del Estado, dándole la mayor solidez posible
al aparato de control de la coacción externa para garantizar así que el individuo
no se le extravíe.
El “régimen autocrático” es, entonces, el complemento de la “personalidad
autoritaria”: ni su causa ni su efecto, sino elementos de una misma figuración
en que ambos se desarrollan de manera convergente. Un régimen autocrático
exige una estructura de la personalidad relativam ente simple, tanto a las
personas que mandan como a las que obedecen. En cambio, un sistem a par­
lamentario multipartidista constituye una forma de gobierno más compleja y
difícil que requiere, por lo tanto, una estructura de la personalidad también
compleja y plural.
La descripción de fenómenos sociales -e n especial, de uno tan oscuro y difícil
de comprender como lo es el nazismo- no admiten explicaciones unilalterales
sino que requieren de la articulación de niveles y dimensiones psicosociales y
socioestructurales. Así es que, para explicar el ascenso de Hitler al poder, Elias
se basa en factores aparentemente irrelevantes tales como el modo de beber y
el grado de infelicidad del pueblo alemán. Los esquematismos del sociologismo
dirían que hace “microsociología”... Pero no es el caso. Elias es renuente a las
compartimentalizaciones empobrecedoras, encarando el estudio de los procesos
sociales en toda su dimensión y complejidad. Por eso, su interpretación del
genocidio no discurre por los carriles ya transitados.
Eric Dunningy Stephen Mennell señalan la singularidad de este planteo com­
parándolo, por un lado, con el énfasis germanocéntrico puesto por Hannah Arendt
y Theodor Adorno, por un lado, y la posición contraria de Em st Nolte que veía el
genocidio pergeñado por los nazis como algo no excepcional, basado en el modelo
del modo asiático de matanza y mostrando algunas continuidades entre la vida
política y social “normal” antes y después de la aberración del nazismo. Aunque
14 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Jürgen Habermas, entre otros, objetó la interpretación de Nolte (mostrando


algunos rasgos diferenciales entre Hitler y Stalin, por ejemplo), la tesis de la
inespedñcidad del nazismo tuvo otros expositores, como Zygmunt Bauman. Su
argumento es que las sociedades “modernas” y “racionales”producen condiciones
bajo las cuales los efectos de las acciones individuales son llevadas más allá de
los límites de la moralidad. En breve, entonces, para Eric Dunning y Stephen
Mennell las posiciones sobre el nazismo pueden ordenarse en un continuo
entre quienes se concentran en el carácter excepcional de Alemania, y quienes
lo interpretan como consecuencia de procesos más generales. Elias se ubicaría,
en este espectro, en una posición intermedia.
Precisemos mejor en qué consiste la peculiaridad del planteo de Elias. Más
que una posición intermedia, lo que podríamos encontrar es una síntesis y una
profundización de ambos argumentos. De un lado, hay una singularidad en el
proceso del que emergió el nacionalsocialismo: la biografía colectiva que hace a
las peculiaridades del pueblo alemán. De otro lado, hay una generalidad, puesto
que uno de los motivos fundamentales por los cuales el genocidio más atroz de
la modernidad pudo ocurrir en Alemania es porque se pensaba que, al ser una
sociedad europea, era naturalmente civilizada; con lo cual, se desestimaron el
contenido de dogmas y programas que hubieran sido tomados muy en serio y al
pie de la letra de haber sido sostenidos por el líder de alguna nación africana,
desprovista para el europeo medio de los atributos de la civilización. Por lo
tanto, si el genocidio tuvo lugar en Alemania es también porque hace a los
posibles derroteros del complejo y permanente proceso civilizatorio, con sus
contrafinalidades y reflujos descivilizatorios.
En la imposibilidad de anticipar el retroceso hacia la brutalidad y la barbarie
de siglos anteriores, entró en juego no sólo el preconcepto de que la civilización
es un atributo natural de los europeos sino también un prejuicio teórico: el de
la racionalidad de la acción, reforzada por los presupuestos de la teoría de la
ideología. Expliquémosnos.
El genocidio no fue redituable para sus autores: el considerable gasto de
fuerza de trabajo y bienes materiales necesario para transportar y matar a
millones de judíos en los momentos culminantes de la guerra no rendía ningún
beneficio, especialmente cuando ambos elementos adquirían cada vez mayor
valor. La “solución final” no se tomó por motivos “racionales” o “realistas”: se
trató simplemente de la realización de la creencia profundamente arraigada
en el movimiento nacionalsocialista desde sus inicios según la cual la gran­
deza de Alemania y de la raza “aria” requería “pureza racial”. Las amenazas
desenfrenadas y el ejercicio sistemático de la violencia física fueron dos de
los factores que llevaron a Hitler al poder, y la búsqueda de la pureza racial
mediante la eliminación de los grupos “inferiores” siempre fue un punto
esencial de su programa. Si estos ideales tardaron en realizarse fue porque se
temían los efectos de las acciones conducentes en la opinión pública de otros
países; pero la guerra terminó con esta restricción y, por lo tanto, indujo a la
C arlo s B elv eder e | P rólogo 15

realización de este deseo de eliminación del otro al sentir que ya no se corrían


grandes riesgos.
Lo sorprendente fue que, a pesar de estar presentes desde el principio en
las creencias de los nacionalsocialistas, y aunque visto en retrospectiva resulta
predecible el curso de los acontecimientos, ni la intelectualidad ni los grandes
estadistas de la época tomaron en serio estas cuestiones porque no creían que
fueran a hacerse realidad. Subestimaron los dogmas políticos y sociales de este
movimiento, tal como habitualmente lo hacían con otros, considerándolos mera
“ideología” carente de sustancia más allá de los “intereses” de los grupos que la
profesaban. Se suponía que las acciones y objetivos de los grupos se explican
por sus intereses, que son intrínsecamente racionales y realistas, y no por los
dogmas y creencias que esos grupos tienen. En este caso -excepcional, según
el mismo Elias lo admite, pero significativo- la decisión de matar a todos los
judíos no sirvió a ningún propósito “racional” sino que se orientó hacia una
fuerte creencia, a un dogma irracional profesado con convicción. Hay veces en
que los objetivos fijados por los dogmas y fantasías de un grupo determinan su
acción más fuertemente que cualquier otro fin.
La creencia en la racionalidad intrínseca a la acción, orientada por intereses
más que por creencias, hizo que muchos contemporáneos no estuvieran prepa­
rados para anticipar el genocidio, y permanecieran en la pasividad bajo la espe­
ranza de que a la larga los intereses introducirían racionalidad y moderación.
En definitiva, este patrón intelectual impedía ver la capacidad real de un grupo
para cometer atrocidades sobre la base de ion programa que incluía como uno
de sus puntos descollantes el ejercicio de la violencia y la destrucción total del
enemigo, así como el valor intrínseco de la crueldad y la matanza. En definitiva,
no se tomaron en serio ni el programa ni la ideología del Nacionalsocialismo, y
se desestimó el hecho de que Hitler y la mayoría de sus colaboradores cercanos
estaban profundamente convencidos de gran parte de lo que decían.

Lejos de ser un problema del pasado, la experiencia traumática del nazismo


(como todo trauma) mantiene una reiterada actualidad. Una de las principales
secuelas del hitlerismo radica en la dificultad de reconocer responsabilidades
colectivas, más allá de las responsabilidades individuales. Elias considera que
recién las jóvenes generaciones que no habían vivido la guerra comenzaron a
tomar consciencia de que no sólo los individuos que habían participado perso­
nalmente en las brutalidades de la época hitleriana cargaban con la mácula sino
toda la nación. A las generaciones anteriores, el nazismo se les había presentado
como una cuestión de culpa o inocencia personal, mientras que para las de sus
hijos adquirió mucho más realce la dimensión social del problema y la pregunta
por cómo pudo surgir semejante régimen.
A consecuencia de este carácter traumático de la experiencia del nazismo, las
dificultades que enfrenta su comprensión resultan particularmente graves. En la
vida de los pueblos (y en la de otras agrupaciones sociales), se dan experiencias
16 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

traumáticas colectivas que penetran profundamente en el patrimonio psíquico


de sus miembros, donde causan graves daños. En este marco, Elias considera que
la situación de la República Federal Alemana no dejará de ser incomprensible
mientras se omita la referencia a la experiencia traumática del dominio nacio­
nalsocialista y a las terribles consecuencias que tuvo para ella. En este sentido,
no se trata de un problema del pasado sino de una problemática de persistente
actualidad. Por eso, Elias señala que sería equivocado intentar imponer un tabú
a la discusión pública sobre el nacionalsocialismo y sus causas.
En relación con los mencionados tabúes, Elias observa que el debate alemán
hacia fines de los años ‘70 y principios de los ‘80 pivoteaba en tomo a dos miedos
enfrentados: el antifascismo y el anticomunismo; y que, en este enfrentamiento,
las fantasías colectivas forman parte de la realidad, así como ocurrió con los
nacionalsocialistas. La salida de ambos laberintos sería, para Elias, la misma,
ya que la problemática más reciente es también una secuela de largo plazo del
trauma nacionalsocialista.
En parte, estas consecuencias traumáticas se expresan en la tendencia a
representarse otros fenómenos violentos, como el terrorismo, simplemente
como los actos de unos cuantos criminales -e s decir, bajo la figura de un con­
junto de responsabilidades individuales, sin que llegue a aflorar la idea de una
responsabilidad colectiva-. Si se comprende mal la significación social de este
tipo de fenómenos, es -según E lias- porque se ha procurado reprimir del nivel
consciente la influencia duradera de aquel trauma sobre el curso posterior de
la evolución alemana.
De todos modos, la solución a este tipo de violencia -lo mismo que a los con­
flictos sociales en general- no es la utopía, también fantasiosa e irracional, de la
ausencia de conflictos -precisamente, una de las fantasías características de todo
régimen autocrático-. Las luchas entre clases, entre partidos, lo mismo que entre
otros grupos sociales, son inevitables; pero no por ello es inevitable la progresiva
vehemencia y desmesura en la lucha. Un Estado democrático no debe buscar
suprimir los conflictos sino morigerarlos y arbitrarlos institucionalmente.
No es esta situación deseable la que Elias observa en la Alemania de en­
tonces, donde no encuentra comunicación entre los bandos antagónicos de
un conflicto en que la intensificación recíproca de los temores, junto con el
proceso no premeditado de la escalada de violencia, se mantenían ocultos tanto
para la izquierda como para la derecha. Elias habla aquí de una estructura de
polarización entre dos sectores sociales, con sus respectivos miedos.
De un lado, Elias ubica a la izquierda (sobre todo a los jóvenes), entre quienes
está muy difundido el temor “bastante serio” de llegar a vivir en un futuro
“Estado autoritario” o “Estado policíaco”, cada vez más duro. En breve, se trata
del espanto ante la posible emergencia de un nuevo Estado fascista. Elias
considera que hay motivos de peso para experimentar ese tipo de sentimientos,
ya que existen líderes de derecha que, aún si no adhieren a la doctrina nacional­
socialista, han asumido posturas humanas que denotan una afinidad ominosa
C arlos B elvedere | P rólogo 17

con la actitud propia de los representantes de un Estado fascista autoritario.


Esta inquietud h a despertado tam bién algunos odios, que se expresan por
ejemplo en una “campaña desmesurada” contra los “simpatizantes”, lo cual ha
reforzado a su vez el miedo de que Alem ania se esté aproximando de facto a
una dictadura de partido.
Del otro lado de esta estructura de polarización, la derecha política señala
insistentemente que sus adversarios buscan la revolución. Este es su temor, y
aquí también Elias cree que hay “motivos sólidos” puesto que muchos marxistas
emplean a la ligera palabras como “revolución”o “revolucionario”, olvidando que una
revolución es un acontecimiento tan cruento y violento como una guerra. Además,
considera que resulta cada vez más difícil diferenciar ambas formas de violencia
organizada, tal como lo mostraría la experiencia de los países africanos.
Sendos temores, por bien fundados que estuviesen, están enfrascados en un
juego perverso cuya dinámica podría eventualmente llegar a un punto de no
retomo. Elias espera que no sea así, ya que aün es posible frenar el avance de
ese movimiento por el bien de esta “pobre Alemania autodestructiva”

Ahora bien, ¿tiene este libro algo que decirle al resto de la humanidad, o ha
sido escrito específicamente para ‘lo s alemanes”? Lejos de esto, estamos refi­
riéndonos a un texto sobre el devenir de la humanidad, que bien podría leerse
como el reverso de la obra inaugural de Elias, El Proceso de la Civilización. De
algún modo, en la dedicatoria de aquel gran libro se anunciaba ésta otra parte,
maldita, al evocar en la m ás profunda reflexión sobre la pacificación social
el fantasma de Auschwitz y las atrocidades que en carne propia testimonió
su autor. Así que no debe sorprender que estos dos grandes textos muestren
una íntima vinculación: uno de los destinos posibles de la civilización es su
“bancarrota”, y cuando ella se pierde, el resultado es atroz.
Lamentablemente, llegó a ocurrir que lecturas apresuradas de Elias le
objetaran una supuesta incapacidad por dar cuenta del conflicto social, del poder
y el “lado oscuro del corazón” del hombre. Lejos de ello, Elias, como otros grandes
pensadores judíos (entre quienes quiero nombrar a Levinas) nos ha regalado
páginas preciosas sobre la paz que no surgen del olvido ni del resentimiento
sino de una meditación profunda sobre su propia biografía personal y social.
Conmueve hasta las lágrimas ver que vidas marcadas por el horror puedan
todavía buscar la paz.
Lo hemos visto a Elias, en las páginas iniciales de este Prólogo, asombrarse
no de la barbarie sino de la convivencia de hoy entre un enorme número de seres
humanos. Esta sorpresa no es ingenua sino que, como mostramos, se sustenta en
elucubraciones sociológicas de fuste, una de cuyas consecuencias es precisamente
el llamado a abandonar la ingenuidad y correr de los ojos la venda de los dogmas
racionalistas de Occidente.
Elias nos enseña a ver con anticipación, es decir, a prever. Esa es justa­
mente una de las lecciones que nos ha dejado su interpretación sociológica del
18 N o e b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Nacionalsocialismo: ¡cómo es que no lo vimos venir! Esa enseñanza no está


dirigida únicamente a ‘lo s alemanes”, que en tiempo de Elias todavía estaban
intentando superar aquella experiencia traumática; también va dirigida a
Europa y su preconcepto de que la civilización es un atributo que ha adquirido
de un modo definitivo, y que por ende no puede perderse fronteras para adentro;
y va dirigida, también, a la humanidad toda, inmersa en el proceso sin comienzo
y sin final de una civilización que, por evolucionada que esté, siempre puede
perderse, retrotrayéndose a las épocas más oscuras de nuestro devenir. En
breve, Elias nos recuerda a todos que la civilización no es algo concluido sino
un proceso frágil y en permanente riesgo.
Tal vez algunas de las miradas ligeras sobre la obra de Elias a las que alu­
díamos arriba podrían confundir su teoría de la civilización con la utopía de un
mundo sin conflictos. Nada más lejos de ello, puesto que los conflictos sociales y
personales son -según E lias- parte de las manifestaciones normales de la vida
comunitaria. La civilización no radica en la ausencia de conflictos sino en el
modo de procesarlos. Lo característico de la civilización es que la permanente
tensión entre violencia y pacificación se maneja a través de instituciones
específicas cuya función no es suprimir los conflictos sino mantenerlos en una
intensidad media y articularlos desde una mediación compleja y multilateral.
La convivencia civilizada no tiene entonces un contenido exclusivamente nega­
tivo (como ausencia de violencia) sino también uno positivo (como modelación
específica de los individuos en marcos institucionales y sociales que permitan
la convivencia en el conflicto desde la pluralidad y la tolerancia).
De hecho, una convivencia sin conflictos es materialmente inconcebible. Para
Elias, la sociedad utópica no es aquella que los elimina sino la que los regula so­
metiendo sus tácticas y estrategias a reglas siempre imperfectas pero que tienen
el valor de mantener viva la tensión en un “nivel medio”. Este tipo de “conflicto
moderado” exige de las personas que lo componen un grado de autocontrol y de
dominio muy superior al que requiere un régimen dictatorial.
Entonces, son las instituciones y no la “naturaleza humana” o la “condición
humana” las que hacen de la humanidad un modo de ser civilizado o bárbaro.
Luego, las atrocidades del nacionalsocialismo, en tanto bancarrota de la civi­
lización, son -para E lias- sociológicamente explicables, aunque moralmente
injustificables. Y uno de sus ribetes trágicos tiene que ver con que hubiera
podido preverse.
13) Ahora bien, dijimos que esta experiencia traumática no es un hecho
del pasado sino una herida abierta que aún nos duele. Los Alemanes muestra
que la barbarie puede siempre surgir en el seno de la civilización. Que el
genocidio orquestado por los nazis haya tenido rasgos singulares no significa
que sea irrepetible, justamente porque una de sus particularidades consiste
en haber surgido en una nación civilizada. El argumento de Elias nos da qué
pensar. ¿Cuáles son los signos de la barbarie de hoy que preanuncian las
potencialidades más siniestras de nuestros futuros posibles?
C a r lo s B elv ed er e | P rólogo 19

Pero el proceso civilizatorio es ambivalente; por eso mismo, no podríamos


concluir una invitación a la lectura de una obra como ésta sin salir de la
“crítica” y el “pensamiento negativo”. Seguramente, el modo de entender la fi­
losofía y las ciencias sociales como Teoría Crítica ha constituido, para Elias, un
obstáculo no sólo epistemológico sino también institucional y biográfico. ¿Qué
tenía por decir aún la Sociología del Conocimiento, de la cual provenía Elias,
en su formación temprana junto a Karl Manheinn? Máxime si, para colmo de
males, este pensamiento anacrónico -viejo y nuevo a la vez- mostraba cierta
proximidad con la Teoría de Sistem as... Elias fue un exiliado gran parte de su
vida, primero por la persecución nazi; después, por los sectarismos académicos.
Pero de circunstancias tan dramáticas no surgió ni una mera “sociología de
escuelas” (como peyorativamente se dice a menudo) ni la persistente queja
ante una positividad que sólo se puede negar bajo la excusa de que “la filosofía
no tiene una receta”. La obra de Elias no es sólo crítica, no es sólo descriptiva,
no es sólo explicativa; contiene también una dimensión propositiva, que nos
permitirá cerrar este prólogo con alguna ilusión bien fundada -e s decir, no
con utopías sino con esperanzas en el curso futuro de la civilización humana,
sustentadas en argumentos sociológicos-.

Elias brinda aquí una serie de consideraciones respecto de las condiciones


mínimas requeridas para que el proceso civilizatorio tome el mejor de los
cauces posibles. Entre ellas, cabe destacar que no hay pacificación factible
si el nivel de bienestar y las cuotas de poder son distribuidas de un modo
muy desigual al interior de una figuración; como, a la inversa, tampoco hay
bienestar posible sin pacificación duradera. Civilización y bienestar general,
entonces, se reclaman mutuamente. Ya en El Proceso de la Civilización insistía
en que uno de sus rasgos esenciales era la disminución de los diferenciales de
poder y los contrastes de clase. Incluso había llegado a sugerir la conveniencia
de limitar la propiedad monopólica e intervenir el derecho de herencia. En
síntesis, Elias considera que la realización creciente de un ideal igualitarista
es un componente intrínseco a todo proceso civilizatorio.
Otro rasgo esencial de la civilización es el humanismo, del cual Elias da
muestras conmovedoras. Muchas veces lo hemos visto argumentar que la
consideración por el Otro en tanto ser humano perteneciente no sólo a un
mismo grupo o nación sino a un proceso mayor al interior del cual mi grupo y
mi nación son sólo una parte y no el Absoluto, es inherente a toda subjetividad
forjada en el seno de la civilización. Pero en Los Alemanes lo veremos hablar no
ya desde el pensamiento sino desde el corazón. Elias sabe que el humanismo
se expresa, entre otros, en sentim ientos de piedad y compasión. Por eso, más
allá de explicaciones, críticas y advertencias, lo que mejor perfila a ese autor
que se trasluce en las páginas del polifacético texto que aquí presentamos,
es su “sentim iento de la integridad hum ana” que lo im pulsa a exhortar a
que “se perdone a los enem igos de ayer”. La justicia infinita no es justicia
20 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

sino ajusticiamiento. Ella debe tener medida y límite. Castigar cruenta e


inhumanamente no puede contribuir a superar los traumas del pasado ni a
impulsar la civilización hacia una paz duradera.
Queda pendiente - y no porque Elias lo haya descuidado sino porque es una
problemática que exige permanente atención- la persistente pregunta por los
límites de la civilización. ¿Quién velará por la civilización de los civilizadores?
Elias nos impulsa a perfeccionamos, en tanto seres civilizados, en la capacidad
de autolimitamos en el ejercicio de nuestros poderes, y de concebimos como
miembros -e s decir, como pares- en la más extensa de todas las figuraciones:
aquella que constituye la condición humana.

Carlos Belvedere es Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires, e


investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Se
desempeña como investigador - docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento
y en la Universidad de Buenos Aires. Es docente del Doctorado en Ciencias Sociales del
Instituto de Desarrollo Económico y Social, donde imparte sus clases sobre la sociología
figuracional de Norbert Elias.
NOTA DEL EDITOR ALEMÁN

La presente colección reúne los ensayos de Norbert Elias sobre la evolución


alemana en los siglos XIX y XX. Giran en torno a dos problemas principales
vinculados entre sí: el de la identidad nacional, tratado ya en el primer capítulo
de Über den proze/3 der zivilisation (“Zur soziogenese der begriffe ‘kultur’ und
‘zivilisation”’), y el de la irrupción de la barbarie bajo el nacionalsocialismo, los
patrones específicos del proceso alemán de formación estatal y civilización que
la permitieron y sus efectos posteriores.
La selección de los textos reproducidos aquí y el orden que se les ha dado
fueron aprobados por el autor, pero son, en última instancia, responsabilidad del
editor. En su mayoría—como lo muestran sus títulos— fueron redactados como
respuesta a planteamientos más amplios, utilizando la situación alemana, por
lo pronto, como material para esclarecer a aquéllos. No obstante, la referencia
a Alemania tiene tanto peso en este contexto que pareció conveniente basar en
ella la selección para este volumen, que adquiere de tal manera cierta unidad.
Las colaboraciones fueron escritas a lo largo de un periodo extenso (con
cierta concentración en los años del regreso temporal de Elias a Alemania) y
en forma por completo independiente entre sí. Esta circunstancia sirve para
explicar algunas repeticiones en el análisis, pero permiten, al mismo tiempo,
observar la continuidad y el desarrollo de una investigación teórico-empírica
muy característica.
Con excepción de la Tercera parte (desprovista de notas al pie y apéndices),
ninguno de los textos aquí incluidos fue preparado para su publicación por
el propio autor. Esta versión requirió, por lo tanto, un trabajo de redacción
22 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

relativamente extenso llevado a cabo por el editor bajo la supervisión del autor.
La “Introducción” fue redactada especialmente para esta colección.
La Primera parte es el producto de una conferencia dictada en la Universidad
de Bielefeld el 18 de diciembre de 1978. La sección A reproduce esencialmente la
ponencia presentada en aquella ocasión (con una conclusión nueva), mientras que
la B representa la elaboración posterior de uno de los planteamientos importan­
tes de aquélla, ambas con subtítulos del editor. El manuscrito original contiene
versiones y pasajes diferentes. Aquí se presenta una selección global ligada por el
editor; el texto fue dividido en secciones, a veces también en párrafos, se condensó
cuidadosamente y se sometió a correción de estilo. Este trabajo persiguió el
objetivo de presentar en forma coherente un máximo de sustancia.
La Segunda parte se escribió, probablemente, durante la segunda mitad de
los años sesenta, con la intención de ampliar el primer capítulo de Über den
prozefi der zivilisation para una edición inglesa en forma de una investigación
conceptual sociológica independiente. La traducción al alemán realizada por
el editor se basó en una copia bastante limpia del texto original. Algunos
pasajes correspondientes a continuaciones fragmentarias fueron integrados
a las notas. Los subtítulos y la división de las secciones (desde la 16) fueron
agregados por el editor.
La Tercera parte se produjo en relación con un discurso pronunciado el 18 de
septiembre de 1980 en el XX Día Alemán del Sociólogo. El texto corregido fue
publicado en Lebenswelt und soziale Probleme. Verhandlungen des 20. deutschen
Soziologentages zu Bremen 1980, editado por Joachim M atthes, Frankfurt/
Nueva York, 1981, pp. 98-122. Aquí se reproduce el texto ligeram ente con-
densado por el editor, con una nueva división en secciones y una redacción
que pulió las huellas del estilo de conferencia que el autor conservó en un
principio. En las primeras dos secciones se agregaron versiones posteriores,
en algunas partes, y al final de la tercera, una anterior. De las distintas
versiones así como de los pasajes cortados del m anuscrito original se
extrajeron, además, los apéndices (con títulos del editor) y un gran número
de notas al pie. La base de este trabajo y su realización fueron las mismas
que para la Primera parte.
La Cuarta parte se escribió en 1961-1962 (ver la nota 1). El texto original
en inglés, dividido en secciones (desde la 7) y traducido por el editor, fue pro­
porcionado en copia limpia con pocas correcciones y adiciones hechas a mano.
La penúltima sección proviene de un fin incompleto; la última, de un borrador
previo.
La Quinta parte es de 1977-1978 (ver la nota del título). Excepto unas
cuantas tachaduras, se publicó en Merkur, año 39 (1985), pp. 733-755, y aquí se
reproduce completa.

Michael Schróter
INTRODUCCION

1) Detrás de las investigaciones aquí publicadas se encuentra —semi-oculto—


un testigo presencial que ha vivido en carne propia, durante casi 90 años, el
curso de los acontecimientos. Pero la imagen que uno se forma como afectado
personal por ellos es, en general y de manera característica, distinta de la que
surge cuando se los mira con la reserva y a la distancia propias del investigador.
Una cámara es un buen símil: uno tiene la posibilidad de ajustar el objetivo a
diferentes distancias, cerca, más lejos y mucho más lejos. Algo parecido ocurre
con la visión de quien es, a la vez, partícipe e investigador.
Varios de los trabajos aquí presentados tienen su origen en el esfuerzo por
hacerme y hacerle comprensible a cualquier persona dispuesta a escuchar,
cómo es que pudo darse algo como el ascenso del nacionalsocialismo y también la
guerra, los campos de concentración y la división de Alemania en dos Estados.
En el centro de mis preocupaciones ha estado el intento de reflexionar sobre
el desarrollo del carácter nacional alemán que hizo posible el impulso anticivi-
lizatorio de la época hitleriana, el de vincularlo con un proceso de largo alcance,
como es la formación del Estado alemán. Es evidente que en un planteamiento
de esta índole deben esperarse ciertas dificultades.
A ello se añade la circunstancia de que, en el caso de los alemanes de la
República Federal Alemana, la preocupación por el carácter nacional y el pen­
samiento acerca de él conducen a una zona tabú. La creciente sensibilidad
frente a todo aquello que recuerde las doctrinas nacionalsocialistas ha tenido
como consecuencia que el problema del “carácter nacional” siga cubriéndose
24 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

con un manto de silencio. Pero tal vez por esta misma razón sea aconsejable
llevar, tanto este como otros temas, al ámbito de una tranquila reflexión por
parte de las ciencias humanas. Uno puede ver con rapidez, en tal caso, que el
carácter nacional de un pueblo no es algo biológicamente determinado de manera
definitiva, sino que se encuentra muy vinculado al proceso correspondiente
de formación del Estado. No es necesario, por supuesto, dudar de que existan
también diferencias hereditarias, biológicas, entre los pueblos de la Tierra. Pero
aun aquellos con una mezcla racial similar o igual pueden ser de una gran
diversidad en lo que se refiere al trato entre las personas. También en Holanda
o en Dinamarca es posible encontrar individuos que, sin lugar a dudas, habrían
sido considerados como prototipos del homo germanicus en la época de Goebbels.
Pero el carácter nacional de los holandeses y el de los daneses es notablemente
diferente al de los alemanes.

2) Si se me preguntara qué peculiaridades del proceso de constitución del


Estado en Alemania me parecen de particular importancia para la comprensión
del carácter alemán, seguramente fijaría mi atención en cuatro procesos dentro
de la compleja madeja de desarrollos parciales estrechamente ligados entre sí.1
El primero se refiere a la situación y a las modificaciones en la conformación de
un grupo étnico, cuya lengua fue primero germánica y más tarde alemana.
Las tribus germánicas se establecieron en la planicie profunda al oeste del
río Elba, así como en un amplio territorio entre ella y los Alpes. En los siglos de
la migración de los pueblos se vieron encajonadas, por una parte, entre etnias
cuya lengua se derivaba del latín y, por otra, entre pueblos orientales cuya
lengua era de origen eslavo. A lo largo de más de 1000 años, estos tres grupos
lucharían entre sí en torno a los límites de sus territorios de asentamiento.
Unas veces, la frontera entre ellos se corría en favor de los pueblos occidentales
y orientales, y otras en favor del bloque germano del centro. La transformación
de parte del II Imperio de Occidente o Sacro Imperio Romano Germánico de los
francos en el Estado que hoy conocemos como Francia, ofrece un ejemplo de la
lucha entre los grupos latinizados y los germánicos, al igual que el afrancesa-
miento, siglos más tarde, de la región de Alsacia-Lorena o los permanentes
conflictos entre valones y flamencos en la actual Bélgica. De manera similar,
la penetración de los pueblos de habla alemana más allá del Elba muestra que
la tensión entre los grupos germánicos y eslavos se mantuvo vigente. Estas
tensiones se pondrían nuevamente de manifiesto, tal vez por última ocasión,
con las modificaciones que sufrieron, a consecuencia de los resultados de la
1. No deja de tener algun a im portancia el que yo hable aquí de “procesos” en un campe
de investigación que norm alm ente se entiende como ‘'historia”. Sin embargo, la visión
tradicional del pasado de las sociedades como “historia” constituye una síntesis de bajo
nivel, limitándose normalm ente a contextos y relaciones de breve duración. En realidad,
las consecuencias de acontecim ientos sociales se hacen evidentes, con frecuencia, sólo
siglos más tarde. Es necesario, por lo tanto, contar con modelos de largo alcance cronológico
para dar cuenta de ellos.
C a r lo s belv ed e r e 25

segunda guerra mundial, las fronteras entre Alemania y los dos estados eslavos,
Rusia y Polonia, y hacia Occidente.
El proceso de constitución del Estado alemán sería influido profundamen­
te por su posición como bloque interm edio en la configuración de estas tres
unidades étnicas. Los grupos latinizados, al igual que los grupos eslavos, se
sentirían, una y otra vez amenazados por un Estado alemán demográficamente
mayoritario. Cada una de las partes aprovechaba, sin escrúpulos de ningún
tipo, cualquier oportunidad de expansión que se le presentaba. Las presiones
resultantes de esta configuración de Estados conducirían, en el bloque inter­
medio, a un desmoronamiento constante de los territorios marginales, a su
separación de la unión estatal alemana y a su establecimiento como Estados
independientes. El desarrollo de Suiza y Holanda es un ejemplo temprano, el de
la República Democrática Alemana un ejemplo tardío de ese proceso. La creación
de esta última pone, además, de manifiesto el temor permanente de los Estados
vecinos a una posición hegemónica del Estado alemán que la guerra de Hitler
contribuiría a alimentar.

3) El segundo aspecto del proceso de constitución del Estado alemán que


ha dejado su impronta en la peculiaridad de su carácter, está íntimamente
relacionado con el primero. En el curso seguido por el desarrollo europeo y, en
realidad, por el de la humanidad misma, las luchas de secesión de los grupos
en el plano de la integración de las tribus como Estados, ha jugado un papel
determinante. Es posible que, en nuestros días, la humanidad se acerque al fin
de las luchas separatistas libradas en forma de guerras, aunque aún no podemos
estar plenamente seguros de ello. Con mucha frecuencia, las unidades estatales
o tribales que han salido derrotadas en estas violentas luchas, deben vivir con la
certeza de haber perdido definitivamente la esperanza de convertirse en Estados
o en grupos étnicos de mayor envergadura y, por tanto, con la de que están
condenados a llevar, para siempre, una existencia de unidades subordinadas e
inferiores y a vivir a la sombra de un pasado glorioso.
Uno podría estar inclinado a preguntar; “¿Qué significa todo esto? ¿A quién le
interesa si su propio Estado es un centro de poder de primer orden o de segundo
o tercero?” No estoy hablando aquí de deseos e ideales. El decurso de la historia
establece como un hecho que, aquellos que forman parte de Estados u otras
unidades sociales que han visto sucumbir sus pretensiones de una posición de
mayor rango en las luchas de secesión de su época, requieren a veces mucho
tiempo, incluso siglos, para conformarse con esta situación modificada y con
la disminución consecuente de su autoestima. Y es probable, además, que no lo
logren nunca. En el presente inmediato, encontramos en Inglaterra un ejemplo
conmovedor de las dificultades de una potencia de primer orden para adaptarse
a su estatu s actual de potencia de segundo o tercer rango.
Una de las reacciones m ás com unes en estos casos es la negación de la
realidad del propio descenso. Se actúa como si nada hubiera cambiado. Cuando
26 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

ya no es posible engañarse y se tiene que admitir que la propia formación social


a que se pertenece ha perdido toda esperanza de alcanzar una posición en el
grupo que encabeza la jerarquía tribal o estatal y que, con ello, se ha reducido
también una parte de su autonomía, en general, se manifiestan signos de
depresión en el carácter de los individuos que la conforman: se entra en una
fase de luto por la grandeza pasada. Pensemos tan sólo en Holanda o en
Suecia. En el siglo XVII, Holanda podía todavía enfrentarse, como potencia
marítima de gran envergadura, a Inglaterra. Por su parte, Suecia se veía
envuelta hasta el siglo XVIII en diferentes luchas de secesión con Rusia, de
las que saldría derrotada. Considerada en su totalidad, Europa ha perdido
también, en nuestros días, el monopolio como potencia hegemónica entre los
pueblos del mundo, es decir, una posición que, aproximadamente desde el siglo
XVII, han reclamado para sí los Estados que la constituyen. Debemos aguardar
y ver cómo asimilan esta situación los europeos.
Para los alemanes no es insólito llevar una vida a la sombra de un pasado
más glorioso. El imperio alemán de la edad media —el II Imperio de Occidente—
y, en particular, algunos de los emperadores medievales más notables sirvieron
por mucho tiempo como símbolos de una “Gran Alemania” que se había perdido,
y también como símbolos del afán de ocupar un lugar preponderante en Europa.
Pero es precisamente la etapa medieval del proceso de constitución del Estado
alemán, la que contribuye de manera decisiva a que este no vaya a la par de los
procesos correspondientes en otras sociedades europeas.
En el caso de países como Francia, Inglaterra, Suecia o aun Rusia, el Estado
feudal estamentario del medievo se transforma, sin solución de continuidad, en
un Estado en general superior, de carácter monárquico y absolutista, a través
de la firme integración lograda en las luchas por el poder. A diferencia de ello,
en Alemania, los centros de poder pasan paulatinamente del emperador a los
príncipes locales. A contracorriente del centralismo creciente de otros Estados
europeos, el imperio alemán padece una erosión del poder central. El caso de
los Habsburgo permite observar, muy de cerca, cómo el poder del emperador
depende cada vez más de los recursos puestos a su disposición por el poder local.
El Estado imperial del medievo pierde a lo largo de los siglos su función. Dentro
de él estallan, ya en el siglo XVIII, luchas de secesión entre los reyes de Prusia
y los gobernantes Habsburgo de Austria. Con Bismarck, Prusia reincorpora
a sí tales Estados en el siglo XX. Era evidente que lo que estaba en juego en
el anacrónico imperio alemán era su hegemonía. Al salir vencedora Prusia de
esta guerra, los soberanos austríacos se separan de la federación imperial, se
despojan del inútil manto del Imperio y se declaran emperadores de Austria.
En la antigüedad, el Sacro Imperio Romano Germánico o II Imperio de
Occidente, se legitimaba como una especie de reencarnación del Imperio
Romano. En estas fases tempranas del desarrollo del Estado, los soberanos
alemanes, francos, sajones o los Staufer gozaban de un lugar privilegiado en
la federación de la Iglesia romana, una federación que comprendía lo que hoy
I n tr o d u c c ió n 27

se llama Europa. Una manifestación de esta preeminencia fue el hecho de que


ellos, antes que nadie, participaran en las luchas entre guerreros y religiosos por
el poder supremo, esto es, entre quienes gozaban de un acceso monopólico a los
instrumentos del poder de la violencia física y quienes dispusieron de un acceso
al mundo invisible de la espiritualidad y de los instrumentos de poder ligados a
ellos. Es posible que el temor al poder potencial del bloque étnico germano por
parte de los Estados europeos no alemanes haya comenzado a hacer su trabajo
ya en esa época. Las peculiaridades de la constitución del Estado alemán se
deben, entre otros factores, a que los Estados no alemanes reaccionaban siempre
sin ningún tipo de m iram ientos tan pronto como se hacía evidente alguna
fisura o debilidad en aquel, la mayoría de las veces como contraofensiva a sus
pretensiones hegemónicas.
En una época en que muchos de los Estados circunvecinos se transformarían
en monarquías efectivam ente centralizadas e internam ente pacificadas, la
laxa integración del im perio alem án se m uestra como una gran debilidad
estructural, una especie de invitación a las invasiones. En el siglo XVIII, después
de los enfrentam ientos intestin os entre príncipes locales protestantes y la
casa imperial católica de Roma, después de las guerras religiosas siempre en
aumento del siglo anterior, Alemania se convierte en el escenario principal de
las guerras hegemónicas entre soberanos y ejércitos de otros países católicos y
protestantes, pues los ejércitos oficiales de otros soberanos se enfrentaban en
su territorio. Todos ellos necesitaban cuarteles y alimentos de sus campos, la
inseguridad era cada vez mayor y las bandas asolaban al país cubriéndolo de
incendios y muerte. Una buena parte de la población alemana se empobrecía
cada vez más. De acuerdo con los especialistas en la materia, Alemania perdería
una tercera parte de su población durante la guerra de los Treinta Años.
En el contexto del desarrollo alemán, estos treinta años de guerra consti­
tuyeron una catástrofe nacional y dejaron huellas indelebles en el carácter de
los alemanes. La imagen histórica que franceses, ingleses y holandeses tienen
del siglo XVIII es la de uno de los periodos m ás brillantes de su desarrollo,
una época rebosante de creatividad en el campo de la cultura y un tiempo de
pacificación y civilización del individuo. Sin embargo, para Alem ania, esta es
una época de empobrecimiento, incluso en el terreno de la cultura, y de una
brutalización creciente de las personas. Las características particulares del
hábito de beber de los alemanes, continuadas en el siglo XIX y a principios del
XX por los estudiantes, estarían prefiguradas ya en el siglo XVI —y posiblemente
antes— y se las encuentra lo mismo en las pequeñas que en las grandes cortes
de los príncipes alem anes. Tales costumbres perm itían al individuo beber y
embriagarse en buena compañía, enseñándole al mismo tiempo a controlarse
aún en un estado de aguda em briaguez, con lo que se protegía a los mismos
bebedores de los excesos de la incontinencia.
Los usos sociales que conducían a la ingestión inmoderada de bebidas y
que, al m ismo tiem po, acostum braban a cierta disciplina en el estado de
28 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

embriaguez dejan traslucir un alto grado de infelicidad: es evidente que,


por este medio, se buscaba hacer más llevadera una situación de penuria,
una situación que duele, pero de la que no se puede escapar. Con frecuencia
se señala que la constitución tardía de un Estado unificado moderno es
una de las peculiaridades básicas del desarrollo alemán. Tal vez sea menos
claro que la debilidad relativa —comparada con otros Estados— traiga consigo
situaciones de necesidad específicas para los individuos afectados, que se sufra
con la inseguridad física, se dude del valor propio, se padezca humillación y
deshonra y se entregue uno a sueños de venganza en contra de los causantes
de esa situación.
A finales del siglo XVII, serían las tropas de Luis XIV las que se enfrenta­
rían en luchas de poder con las tropas imperiales en suelo alemán. Puede recor­
darse aún que, en el curso de estos acontecimientos, el castillo de Heidelberg
fue consumido por las llamas. En el siglo XIX, los ejércitos revolucionarios bajo el
mando de Napoleón irrumpirían en Alemania en un intento por unificar Europa
bajo la égida francesa. Aquí se pondría nuevamente de manifiesto la debilidad
alemana en relación con sus Estados vecinos efectivamente centralizados. La
reina de Prusia huyendo ante la proximidad del ejército francés se convertiría
con el tiempo en una imagen simbólica de la humillación alemana. Los estu­
diantes alemanes formarían cuerpos libres que se dedicarían a molestar a las
tropas de ocupación. Uno de ellos, Theodor Kórner, en un poema que alcanzó
celebridad, cantaría loas a “La espada a mi lado...” (schwert. an meiner seite...),
en una época en que los poetas representativos de Francia, Inglaterra, Holanda
y otros Estados consolidados abordaban ya rara vez los temas militares.
Con frecuencia, la debilidad estructural del Estado alemán, que una y otra
vez había constituido un poderoso atractivo para la invasión del país por parte
de las tropas de los Estados vecinos, suscitaría, sin embargo, en los alemanes
una valoración idealizada de las actitudes militaristas y las acciones bélicas. Es
significativo que un Estado local alemán relativamente joven, cuya casa reinante
se había encumbrado gracias a una serie de guerras de alto riesgo, aunque en
última instancia exitosa, se convirtiera en la punta de lanza de la recuperación
militar alemana. La dinámica de las luchas de secesión interestatales empujaría
a la casa reinante de Brandemburgo-Prusia —que se había convertido también
ya en la casa dominante de Alemania—a competir por la supremacía en Europa.
Pocos años después de salir victoriosa en esa lucha por el poder, se enfrascaría
en una guerra con Francia, el rival más poderoso en el plano inmediatamente
superior de integración, y resultaría vencedora. Esta victoria en la guerra de
1870-1871 hubiera podido significar el fin de su proceso de consolidación. Pero,
en el fondo, Alemania seguía siendo una monarquía absolutista. Su grado de
desarrollo como Estado haría que las rivalidades dinásticas siguieran siendo
determinantes en su relación con las grandes potencias. De este modo, los
políticos elegidos por el emperador, se dirigirían sin que nadie lo advirtiera hacia
una nueva guerra —la primera guerra mundial—, en apariencia, sin plantearse
I n tro du c ció n 29

la pregunta de si el país estaba en condiciones de salir victorioso en el caso de


que Estados Unidos participara también al lado de los aliados occidentales.
Para muchos alemanes la derrota fue una experiencia inesperada y muy
traumática, además de tocar un punto neurálgico del carácter nacional, el de
sentirse como en un regreso a la época de la debilidad alemana, de los ejércitos
extranjeros en el país, de la vida a la sombra de un gran pasado. El proceso de
consolidación alemán en su totalidad se encontraba enjuego. Muchos miembros
de las esferas medias y altas alemanas —tal vez la mayoría de ellos— sentían
que no podía vivirse ya con esta humillación y que era necesario prepararse
para la siguiente guerra, con grandes perspectivas de obtener esta vez la victoria
para Alemania, aunque todavía sin tener claro, en principio, cómo es que esto
podía lograrse.
Para la comprensión del ascenso de Hitler al poder resulta de alguna impor­
tancia recordar que los grupos representativos de la República de Weimar eran
desde el comienzo muy limitados. Entre ellos se contaban, sobre todo, la masa de
los trabajadores socialdemócratas y el grupo reducido de la burguesía liberal que
incluía a muchos judíos. La mayor parte de las clases media y alta pertenecía al
otro bando. Tanto para los viejos como para los nuevos representantes de estos
estratos dominantes tradicionales, la comunicación con las masas había sido y
seguía siendo algo difícil. Por sí solos no tenían ninguna posibilidad de organizar
un movimiento amplio en favor de la derogación del Tratado de Versalles ni, en
última instancia, de organizar una guerra de revancha. Necesitaban de alguien
cuya retórica y estrategia de lucha se acomodaran mejor a las necesidades de
los estratos inferiores para movilizarlos. Hitler obtendría de este modo una
oportunidad, pero la desperdiciaría.
De nueva cuenta surge la esperanza de escapar de las sombras del gran
pasado; de nuevo, el sueño de un III Imperio, de un Tercer Reich, parece estar
al alcance de la mano bajo la guía de Adolf Hitler, después del I Imperio alemán
en la edad media y del II Reich, creado por Bismarck en 1871 y destruido en
1918 con la derrota de Alemania en la primera guerra mundial. Pero también
esta esperanza estaba destinada al fracaso.

4) Independientemente de cómo quiera verse el fin del III Reich hitleriano,


en él se evidencia con toda claridad otra peculiaridad del procesode constitución
del Estado alemán que resultará determinante para el desarrollo del carácter de
esta nación. Este aspecto se puede percibir mejor cuando se comparan entre sí
los procesos de formación del Estado y tal vez, luego, los procesos civilizatorios
de varios países.
En comparación con otras sociedades europeas, por ejemplo la francesa, la
inglesa o la holandesa, el desarrollo del Estado en Alemania muestra muchas
más rupturas, así como las discontinuidades correspondientes. Uno tiene una
impresión primaria de esta diversidad cuando observa las capitales de los tres
Estados, Francia, Inglaterra y Alemania. Londres era uno de los puntos de
30 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

apoyo principales de Guillermo el Conquistador, quien hizo construir allí una


fortaleza hace más de un milenio. Prácticamente todas las dinastías inglesas
dejan su huella en la Torre de Londres, donde todavía en nuestros días, se con­
servan las coronas de los reyes de Inglaterra. En esta continuidad de Londres
como capital se refleja la del desarrollo del Estado inglés, lo mismo que la
firmeza de su desarrollo cultural y civilizatorio. Algo semejante puede decirse
de París, en su calidad de ciudad capital de Francia. Allí, la catedral medieval
de Notre Dame, al igual que el Museo del Louvre con su pirámide de cristal
construida hace apenas unos años, constituyen símbolos de la tradición viva e
ininterrumpida del país.
En otro lugar he analizado con algún detalle el proceso de formación del
Estado en Francia, proceso de una notable continuidad y linealidad. Los señores
del centro del Estado francés en formación tuvieron pocas derrotas que lamentar.
El azar quiso que algunos reyes de París y de Orleans lograran gradualmente, por
medio de afortunadas operaciones militares, matrimonios favorables y también
un afán estratégico, tener fronteras que pudieran defenderse adecuadamente y
extender sus dominios. Sin duda, la revolución francesa representa una ruptura
en la continuidad de la tradición nacional; pero en esta etapa, tanto la lengua
como el carácter franceses eran ya, en general, algo tan estable que, a pesar del
rompimiento con el Antiguo Régimen, pudo mantenerse en muchos ámbitos la
continuidad del desarrollo. Esta afirmación es válida no sólo en lo que se refiere a
la fuerte centralización del aparato estatal, sino también a la producción cultural.
La lengua francesa conservaría su impronta cortesana y culta en el momento en
que la burguesía nacional se convertía en el grupo hegemónico que serviría de
modelo. La afinidad entre las novelas de Proust y las memorias de Saint-Simón no
puede ser pasada por alto. Conozco poemas franceses del siglo XIX que recuerdan
a los grandes poetas de la Pléyade en el siglo XVI y que no obstante, son sin lugar
a dudas, creaciones de su tiempo. Sin embargo, los representantes más avanzados
del clasicismo alemán, encuentran insoportable la poesía de sus predecesores
barrocos. La civilización cortesana del siglo XIII prácticamente no ejerció ninguna
influencia en la constitución del carácter alemán.
En comparación con París y Londres, Berlín es una ciudad joven que cobra
importancia cuando se convierte en la ciudad capital de los dominios de los
Hohenzollem. Sus triunfos, tanto en lo interno como en lo externo, en unión con
una buena porción de habilidad diplomática, levantan a la ciudad, sobre todo
durante los siglos XVIII y XIX, cuando se convierte definitivamente en la capital
imperial del II Reich alemán. Es posible que una sola derrota del rey de Prusia en
su lucha con sus rivales los Habsburgo, hubiera detenido para siempre el ascenso
de Berlín. Federico de Prusia estuvo con frecuencia cerca de ello en los siete
años de guerra. Tal vez resulte útil añadir que, en la época de los emperadores
austríacos, Viena era la capital del I Imperio alemán y que también Praga tuvo
esta función —Viena era una ciudad del imperio alemán mucho antes que los
Habsburgo trasladaran su corte allí. Recordemos también que Walther von der
I n tro du c ció n 31

Vogdweide formaba parte, a fines del siglo XII, de la corte de los Battemberg. Es
evidente que, en este caso, el desarrollo está lleno de rupturas.
Otro ejemplo de esta característica es el hecho de que las formas de vida
y los logros de las ciudades medievales alemanas con gobierno prácticamente
propio, no son vistos como una parte importante del desarrollo nacional con
la que los alemanes actuales pudieran identificarse. En su obra, Los maestros
cantores de Nürem berg, Richard Wagner se esfuerza por dar algo de realce
a estos estratos urbanos. Sin embargo, el éxito de su ópera cambió poco el
hecho de que, en la imagen que tienen de sí mismos los alemanes, la cultura
urbana de la edad media juegue un papel más bien insignificante. Haciendo
caso omiso de excepciones como las ciudades hanseáticas, la tradición se trunca.
Las dimensiones de esta interrupción pueden quizá reconocerse mejor cuando
se compara el desarrollo alemán con el que tiene lugar en un país donde una
tradición similar pero continua de ciudades autogobemadas, ha permanecido
viva hasta nuestros días. Me refiero a Holanda.

5) En el siglo XVI, las ciudades holandesas, lo mismo que los territorios


ligados a ellas salen de manera definitiva de la federación del I Imperio alemán,
después de haberse defendido con éxito de las pretensiones de dominación de
los Habsburgo españoles. Con Amsterdam a la cabeza, al lado de Venecia y los
cantones suizos, los Países Bajos se constituyen en la única república en Europa.
Todos los otros Estados tienen la forma de una monarquía absoluta. Por el
contrario, en Holanda se desarrolla al mismo tiempo, a pesar del autogobierno
de las ciudades, un gobierno global responsable, sobre todo, de la política exte­
rior, aunque conservando alguna influencia en los asuntos internos de las siete
provincias. Los cargos en este órgano republicano son ocupados, en su mayor
parte, por miembros de los patriciados urbanos respectivos.
Tanto en Italia como en Alemania o Inglaterra existían estamentos urbanos
análogos. Pero en Alemania, el ascenso de las monarquías absolutistas altamen­
te centralizadas y de la nobleza guerrera cortesana a lo largo de los siglos XVI
y XVII, puso fin en gran medida a cualquier intento de autogobierno urbano
de tipo parlamentario que, como en Holanda, había existido también antes.
En Florencia, las capas correspondientes se habían convertido muy pronto en
súbditos de los Medici. Cuando Carlos I de Inglaterra quiso obligar a obedecer
por las armas a sus oponentes parlamentarios, los jefes de los grupos ciudadanos
londinenses movilizaron a ios guardias armados de la ciudad para llevar ayuda
a los diputados Junto con los oficiales civiles y las tripulaciones de las flotas
comerciales y de la marina de guerra. Pero tanto en Inglaterra, como en Alema­
nia y otras monarquías europeas, estos grupos civiles y urbanos de vanguardia
eran gente de segundo rango. Su lugar en la sociedad se encontraba detrás de
los príncipes y de los estratos encumbrados de la nobleza cortesana y también,
en ocasiones, de la nobleza provinciana. Sólo en Holanda y tal vez en algunas
partes de Suiza, los grupos civiles de este tipo constituían el segmento superior
32 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

de la jerarquía social. No sólo gobernaban su propia ciudad, sino la república


en su totalidad, dando de esta manera continuidad a la tradición medieval del
autogobierno. Los retratos colectivos que representan a hombres de estos grupos
—el ejemplo más célebre es, sin eluda, la Guardia nocturna de Rembrandt— dan
cuenta plásticamente de su orgullo y de la confianza en sí mismos.
En el curso de su desarrollo nacional, los ciudadanos urbanos holandeses
ofrecen un ejemplo paradigmático de la solución al problema de cómo pueden
protegerse los estratos civiles de las invasiones violentas sin ser dominados
por sus propios protectores militares. Sus jefes marítimos, incluidos los almi­
rantes, habían surgido en parte de las capas medias y pequeñoburguesas, como
consecuencia de las peculiaridades de la guerra en el mar que requería, ante
todo, de un conocimiento especializado. Por tierra, los holandeses lucharon por
su independencia y por su consolidación como una república protestante. En
tierra, lucharon, en lo esencial, con la ayuda de mercenarios comandados por los
representantes de una dinastía de nobles protestantes, la Casa de Orange. Entre
estos gobernantes nobles y los patricios burgueses encargados de los asuntos de
gobierno, se dio con el tiempo, en los estados generales, una relación de confianza
que, si bien no estaba exenta de disputas graves, era suficientemente sólida para
sobrevivir a tales conflictos.
En el Congreso de Viena, los monarcas que habían hecho fracasar las ambi­
ciones imperiales de Napoleón decidirían, entre otras cosas, establecer un nuevo
orden para Holanda. Para Mettemich se convertiría en una cuestión de principio
—como reacción ante la revolución francesa— abolir las repúblicas y sustituirlas
por una monarquía absoluta. Fue entonces, en seguimiento de estas directrices,
que Holanda se transformaría en reino, con los gobernantes anteriores como
reyes. Es posible que haya otros casos en los que el palacio de un príncipe
se haya convertido en un palacio municipal. En esa época, en Amsterdam,
el palacio municipal se transformaría en palacio real, lo que probablemente
sea el único caso de este tipo en Europa. La relación milenaria de la familia
Orange, que hasta nuestros días sigue siendo la casa real de Holanda, con los
demás grupos de la población es un signo de la continuidad ininterrumpida del
desarrollo holandés.
Con la transformación oficial de Holanda en una monarquía absolutista se
restringiría, sin duda, el margen de decisión de los estados generales, si bien
conservarían bastantes instrumentos de poder. Aquellas personas que formaban
parte de una tradición patricia y, en un sentido amplio, de una civil-comercial
siguieron teniendo un papel de considerable importancia en los asuntos del país.
No fueron escasos los intentos de conceder a las posiciones y valores militaristas
una mayor importancia; el dominio colonial holandés contribuyó significativa­
mente a esta tendencia, y en sus colonias, los holandeses se comportaron como
todos los colonialistas. Pero todo eso sucedía fuera de la patria: los no iniciados
y en casa no sabían gran cosa de ello.
Los patricios civiles urbanos en su calidad de estrato modelo, esto es. de
los estratos a imitar, iniciaron una tradición de comportamiento y valoración
I n tro du c ció n 33

notablemente diferente a la de la nobleza militar, la cual contaba con grupos


civiles encumbrados que se orientaban de acuerdo con ella. Los estados gene­
rales constituían una especie de Parlamento en el que se intentaba persuadir,
no disuadir, a otros sin recurrir a las armas, sino con palabras y argumentos.
Este sería el modo en que los ciudadanos de ciudades como Amsterdam o Utrech
incorporarían su herencia tanto al desarrollo del Estado como al del carácter
de los holandeses. El arte de gobernar con ayuda de discusiones, acuerdos y
compromisos pasa de la ciudad al Estado. En Alemania, por el contrario, en
distintos niveles, los modelos militaristas de mando y obediencia superan con
mucho a los modelos urbanos de discusión, acuerdos y convencimiento.
Un ejemplo adecuado de esta diferencia en las tradiciones y de la fuerza con
que estos cánones de comportamiento y forma de pensar se manifiestan durante
generaciones enteras, lo encontramos en la relación entre padres e hijos en
ambos países. Hasta la fecha se dice —y las observaciones lo confirman— que
los holandeses conceden a sus hijas más libertad que los alemanes. En buen
alemán: los niños holandeses están mal criados.
La persistencia e intensidad con que la igualdad entre las personas se ha
convertido en divisa de los holandeses ponen de manifiesto, en este ámbito
como en muchos otros, el carácter altamente civil del desarrollo holandés. Esta
actitud resulta mucho más comprensible si recordamos que en la Europa de los
siglos XVII, XVIII y XIX, los estratos superiores de los patricios civiles tuvieron
que luchar con los aristócratas cortesanos y militares por disputar una posición
igual a la de ellos. Pero, al mismo tiempo, estos mismos patricios consideraban
importante preservar la desigualdad que existía y que les favorecía en relación
con las capas interiores de la sociedad. E sta situación paradójica de uno de
los estratos superiores civiles ha marcado profundamente el carácter de los
holandeses. El cultivo de la igualdad se hace pues prioritario. Esto se evidencia,
por ejemplo, en el trato relativamente tolerante que se da a católicos y judíos
en un país mayoritariamente protestante. Resulta evidente, asimismo, en la
actualidad, en la aversión que suscitan los símbolos de algún tipo de desigualdad
entre las personas. Pero todo ello no ha podido anular un cultivo más sutil
de una desigualdad no orientada a modelos militaristas. Esa desigualdad ha
sobrevivido discretamente en los descendientes varones y mujeres de las viejas
casas patricias, como una pretensión secreta y justificada por la propia conducta,
por la decencia y por una amabilidad reservada en el trato con otras personas.
Por el contrario, la nobleza alemana legitimaba en gran medida su pretensión
de superioridad apoyándose en una genealogía aristocrática no interrumpida y
hasta donde esto era posible, libre de elementos civiles. En completa oposición a
ello, las pretensiones secretas de los patricios holandeses —y esto mismo ocurre
con la nobleza en Inglaterra— encuentran su legitimación en una conducta
especial: la idea de que “eso no lo haría un holandés”, esto es, el compromiso
que plantea al individuo la pretensión de ocupar una posición superior, sigue
siendo algo muy arraigado.
34 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

6) Aún hoy en día resultan evidentes, a pesar de las similitudes físicas, las
grandes diferencias que existen entre el carácter de los holandeses y el de los
alemanes. En este último se han incorporado en gran medida, sobre todo a
partir de 1871, modelos de origen militarista. Sin embargo, la penetración de
tales modelos en la burguesía alemana —algo tan peculiar en el caso prusiano—
no ocurrió de una vez por todas, sino que es el resultado de un proceso, del
cuarto proceso parcial de la constitución del Estado alemán, que es importante
considerar en este contexto.
El periodo clásico de la literatura y de la filosofía alemana constituye una
etapa en el desarrollo social de Alemania, en que se da un gran antagonismo
entre la burguesía y la nobleza cortesana y en la que es correspondientemente
agudo el rechazo de las actitudes y de las valoraciones militaristas por parte de
esta burguesía. A ello se agrega el hecho de que, a la gran masa de la burguesía
civil, le estaba vedado por completo el acceso a la milicia, excepto en el caso de
desempeñar el cargo de consejeros civiles en una de las numerosas y pequeñas
monarquías que conformaban el imperio alemán.
La pugna entre estratos burgueses y cortesanos en la Alemania del siglo
XVIII —de la que me he ocupado con bastante detalle en el primer capítulo
de mi libro E l proceso civilizatorio- es expresión de un conflicto real entre
estamentos sociales. En la actualidad, esto se pasa a veces por alto, debido a
que las pugnas económicas entre la burguesía y el proletariado en los siglos
XIX y XX siguen teniendo una fuerte influencia en las ideas acerca de este
conflicto. Sin embargo, en el primer caso resulta menos fácil desentenderse del
choque de intereses económicos en el complejo problema de la oposición entre
nobleza y burguesía, puesto que este es, con toda seguridad, un elemento real
e importante. En el marco de las monarquías absolutas del siglo XVIII, estas
oposiciones tienen, al mismo tiempo, un carácter político, civilizatorio y también
económico. Es bien conocido el rechazo y menosprecio que Federico II sentía
por la literatura burguesa de su época. Gótz von Berlichingen de Goethe le
provocaba verdadero horror. Es posible también que, el Goethe más maduro, el
clásico, haya recordado con reprobación las obras de su juventud. Goethe es uno
de los pocos exponentes de la élite burguesa de su tiempo que logró alcanzar
un puesto en la corte de un príncipe, en una corte bastante pequeña y en un
Estado que también lo era. Sin embargo, en general, las puertas de acceso a los
puestos clave de la política permanecerían cerradas para los representantes del
clasicismo alemán. Su idealismo refleja esta posición exógena.
Durante algún tiempo, el humanismo idealista del clasicismo determinaría
las metas políticas de la burguesía alemana en la oposición. En general, pueden
reconocerse dos grandes corrientes de política burguesa a lo largo del siglo
XIX y principios del XX: una corriente idealista-liberal y una conservadora-
nacionalista. Durante la primera mitad del siglo XX, entre los puntos pro­
gramáticos más importantes de ambas tendencias se encontraba la unidad
alemana, el fin de la multiplicidad de Estados. Resulta, por lo tanto, de gran
I n tro du c ció n 35

importancia para el desarrollo del carácter alemán, el hecho de que tales planes
hayan fracasado. El shock que esto provocó se profundizaría aún más cuando
uno de los príncipes, el rey de Prusia, y su consejero von Bismarck lograran dar
satisfacción a este deseo de unidad —al que no le había sido dado cumplirse de
manera pacífica— con ayuda de vina victoria bélica, esto es, por la vía militar.
La victoria de los ejércitos alemanes sobre Francia es, al mismo tiempo, una
victoria de la nobleza sobre la burguesía.
El Estado de los Hohenzollem exhibe todos los rasgos característicos de un
Estado m ilitarista surgido gracias a una cadena de guerras llevadas a cabo
con éxito. Sus dirigentes eran absolutamente receptivos en lo que se refiere a
la necesidad de una industrialización cada vez m ás intensa, lo mismo que a la
de una modernización en u n sentido amplio. Pero n i la burguesía industrial
ni los capitalistas conformaban el estrato superior del país. La posición tanto
de la nobleza m ilitar como de la nobleza burocrática, en su calidad de estrato
hegemónico de la sociedad, fue no sólo conservada sino reforzada por la victoria
obtenida en 1871. Y una buena parte de la burguesía, aunque no su totalidad, se
adaptaría con relativa rapidez a las nuevas condiciones. Se insertaría en ellas
como representante de una clase de segundo orden, como súbditos en el orden
social del imperio. La fam ilia de Max y Alfred Weber ofrece un ejemplo muy
ilustrativo de que la tradición liberal-burguesa no había desaparecido del todo.
No debemos olvidar que, antes de 1914, era difícil imaginar qué tipo de régimen
podía reemplazar al imperial. Sin embargo, amplios círculos de la burguesía se
incorporarían al Estado militar y adoptarían sus modelos y normas.
Hace su aparición así, en escena, un tipo característico de burgués: un civil
que hace suyas las actitudes vítales y las normas de la nobleza militar. A ello se
añade un alejamiento evidente de los ideales del clasicismo alemán. El fracaso
del estrato propio de la misma burguesía, de sus intentos de realizar el ideal de
la unidad del país unido a la experiencia de que se llevara a cabo gracias a y bajo
la dirección de la nobleza militar, conducen a un proceso que puede describirse
como el de una capitulación paulatina y creciente de círculos muy amplios de la
burguesía ante la nobleza. La burguesía se vuelve ahora con decisión en contra
del idealismo clásico burgués, para favorecer un pseudorrealismo del poder. Este
es también un signo de la fragilidad del desarrollo alemán, y una modificación
de su carácter con la que puede hacerse corresponder, de manera muy precisa,
una fase determinada del desarrollo del Estado. En este caso, la ruptura es
tanto más grave cuanto que la adopción de los modelos de la nobleza descansa,
con frecuencia, en una interpretación errónea de ellos. Los funcionarios nobles
habrían surgido como consecuencia de un origen civilizatorio bastante peculiar.
Y la sensibilidad para evaluar qué tan lejos podía llegarse en la aplicación
práctica de los modelos nobles se pierde con mucha frecuencia en la apropiación
que hacen de ellos los grupos burgueses, quienes se convierten en paladines de
un recurso irrestricto a la prepotencia y a la violencia.
36 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

He analizado con algo de detalle la difusión de los modelos militaristas en


algunos segmentos de la burguesía alemana porque creo que el nacionalso­
cialismo y el impulso anticivilizatorio que el mismo encamaría no puede ser
entendido cabalmente sin la referencia a este contexto. Un ejemplo sencillo de la
adopción de los modelos de la nobleza y de su primitivización, es la exigencia de
que cada “ario” tuviera que mostrar esta condición por medio de cierto número
de ascendientes que pudieran considerarse de este tipo. Pero, sobre todo, el
recurso ilimitado a la violencia como el único medio real y decisivo de imponer
una política —el mismo que constituye el centro de la doctrina hitleriana y, de
hecho, la estrategia de su ascenso al poder—, únicamente puede explicarse de
manera satisfactoria a partir de este trasfondo.
7) El final de Hitler significa, de nueva cuenta, una ruptura en el desarrollo
de Alemania. Sin lugar a dudas, dos derrotas tan contundentes no dejan de tener
sus consecuencias. Que los alemanes hayan emergido de estas violentas sacudidas
como un pueblo vital y eficiente es una prueba de su capacidad de resistencia.
Sólo podemos esperar que su desarrollo futuro esté menos plagado de rupturas
y discontinuidades de lo que hasta hoy ha sido el caso. Lo único que podemos
desear para Alemania es un desarrollo ulterior lineal y continuo.
Pero retrocedamos un poco y contemplemos a la distancia el escenario
alemán. Alemania: dos guerras perdidas que no han podido imponerle la
marca de un grupo étnico en vías de extinción, humillado o despreciado. En su
lugar nos encontramos con un país que disfruta de un alto grado de bienestar,
por no decir de prosperidad, y que goza, en general, del respeto de los demás
Estados del mundo, entre ellos sus enemigos de ayer. Muchos de ellos están
hoy asociados a Alemania Occidental, muchos otros a Alemania Oriental.
Es posible que no pensemos con frecuencia en ello, pero el hecho de que la
República Federal Alemana pueda llevar una existencia bastante normal y
como un Estado industrial rico, después de dos terribles y destructivas guerras
desencadenadas justamente por Alemania, nos dice mucho acerca de los ele­
vados patrones de civilización de la humanidad en nuestros días, y es algo que
resulta sintomático de la gran interdependencia global entre las naciones. Para
los mismos aliados occidentales resultaba muy importante ayudar a poner de
pie a esa semidestruida parte occidental del continente. Pero el que haya sido
interés de los vencedores, que el pueblo derrotado no se sumiera aún más en
la pobreza y el hambre una vez que la amenaza había desaparecido, no hace
menos sorprendente y notable el hecho de su ayuda. Recuerdo una declaración
de un dirigente del nacionalsocialismo en la última fase de la guerra, ante el
avance en el este y el oeste de las tropas aliadas. La leí en la Chatam House en
Londres, en donde hasta 1945 los miembros podían consultar, con frecuencia
el mismo día de su publicación, los periódicos de la Alemania de Hitler. No
recuerdo ya si fue Goebbels o Góering u otro quien la hizo, pero sí su tenor:
“Perder la guerra nuevamente significa el fin de Alemania.” No fue así. Sin
embargo, la digestión psicológica de los acontecimientos no ha sido fácil para
I n tro du c ció n 37

muchos alemanes. Generaciones van y generaciones vienen y todas ellas, sin


excepción, deben enfrentarse de nuevo con el hecho de que la imagen colectiva
de los alemanes se encuentra mancillada por el recuerdo de los excesos de los
nazis y que —o quizá incluso su propia conciencia— les echa en cara lo que
Hitler y sus secuaces hicieron. E s posible que de toda esta experiencia pueda
concluirse que la percepción de la persona como un individuo completamente
independiente es falsa. Uno es siempre, lo quiera o no, parte de un grupo. El
lenguaje que uno habla es el de un grupo; uno es responsable y se hace corres-
ponsable de lo que el grupo hace. Por siglos y siglos la Iglesia hizo responsables
a mis ancestros judíos de que Jesús fuera crucificado. Resulta de gran utilidad
preguntarse si uno mismo no carga consigo un bagaje de imágenes despectivas
de otros grupos y de si, involuntariamente, al toparse con sus representantes
individuales, busca evidencias de que el estereotipo del grupo que uno tiene
en la mente coincide con la realidad.
Ya antes era grande la inseguridad acerca del sentido y el valor que tenía ser
alemán o alemana debido al carácter discontinuo del desarrollo de Alemania.
Lo es hoy más que nunca. La dificultad resulta mayor por lo poco que se habla
públicamente acerca de estos temas. La memoria de la forma grotesca que
adquirió el orgullo nacional bajo el régimen nazi ha hecho del tem a algo no
discutible. En mi opinión, uno no debería tener empacho alguno en tomar el
toro por los cuernos. Hay efectivamente formas del orgullo nacional que son
peligrosas y ofensivas para los demás. Pero el problema aquí no es si el orgullo
nacional mismo se considera bueno o no: se trata de un problema táctico. Si uno
mira desprejuiciadamente a su alrededor reconocerá que, en todos los Estados
del planeta, la gente discute el problema del orgullo nacional y que quienes
se encuentran en la etapa de desarrollo de las tribus hacen lo equivalente en
relación con el orgullo tribal. Ningún político argentino, por ejemplo, puede
atreverse a decir que Argentina tiene ante sí un brillante futuro, a pesar de que
sus estadistas carezcan de ios instrumentos para compensar la derrota sufrida
ante Inglaterra por el dominio sobre las islas Malvinas, sea por la vía militar
o por medios pacíficos. En Estados Unidos se ha logrado hasta ahora, en un
grado notable, convertir en americanos a inmigrantes de todos los países del
orbe. El servicio militar, el culto a la bandera norteamericana, los programas de
estudios en las escuelas y muchas instituciones contribuyen a que, con el paso
del tiempo, los grupos de inmigrantes marginales aprendan a identificarse con
la nación y a hacer suyo el orgullo de ser norteamericano.
El orgullo nacional es y seguirá siendo un punto neurálgico en la formación
de la personalidad de los individuos afectados, aún en los países más poderosos.
Esto es válido con mayor razón para aquellos países que en el transcurso del
tiempo, han descendido de una posición superior a una inferior en la jerarquía
de los Estados. He analizado ya en otro lugar el tema.
También países como Inglaterra o Francia enfrentan en la actualidad pro­
blemas respecto al orgullo nacional. En Holanda, que en alguna ocasión fue
38 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

una gran potencia marítima, la gente se ha acostumbrado en buena medida


a la pérdida de su poder e influencia mundial, aunque una nota ligeramente
depresiva, un luto apenas verbalizado por su gran pasado es parte aquí todavía,
en muchos sentidos, del carácter nacional. Se ama a la propia nación, se está
orgulloso de los logros de los holandeses, desde Rembrandt hasta Van Gogh, y la
época colonial holandesa no ha dejado remordimientos demasiado graves, pero
se añade con un dejo de autoironía: “No somos más que una pequeña nación.”
Los daneses ofrecen un ejemplo instructivo sobre una nación que ha logrado
afrontar bastante bien el problema del orgullo nacional. Después de su derrota
en la guerra con Alemania y la obligada cesión de partes de Schleswig-Holstein
a Austria y Prusia en 1864, la existencia de Dinamarca corría un serio peligro.
Fue necesario llevar a cabo una serie de reformas para mantener la vida de
la nación. En la actualidad, los daneses han vuelto a alcanzar el equilibrio. Se
ven a sí mismos como una nación simpática y piensan que es agradable ser
danés. En especial, después de la segunda guerra mundial, se extendió el tuteo
entre la población, un hecho que constituye una expresión de la intimidad de la
nación danesa y de su relativa satisfacción consigo misma. Durante un paseo
con un amigo de Dinamarca, nos encontramos a un matrimonio danés que él
no conocía. Una exclamación de la mujer y un breve intercambio de palabras
en danés indicaban que algo había ocurrido. Pregunté a la señora de qué se
trataba: “¡Es danés y me habla de usted!”

8) El destino de un pueblo cristaliza en las instituciones responsables de


que los individuos más disímiles de la sociedad reciban la misma impronta,
que adquieran el mismo carácter nacional. Un ejemplo inmediato de ello es el
idioma común. Pero hay muchos otros.
Como caso paradigmático de la influencia de las instituciones, determinante
en el carácter, he elegido para su análisis el duelo, en el sentido de desafío,
que en Alemania tiene un desarrollo particularmente notable. El duelo es una
institución paneuropea, cuyo origen se localiza en una cultura de la nobleza
que traspasa las fronteras. Ahora bien, mientras que en otros países pierde
importancia con el ascenso de la burguesía, en Alemania puede observarse
un desarrollo que toma prácticamente la dirección opuesta. Con la adopción,
después de 1871 y posiblemente antes, de los modelos de la nobleza por parte de
algunos círculos de la burguesía, el duelo, el lance de honor, se extiende como una
institución constrictiva entre los estudiantes de este último grupo social. Dos
de mis maestros en la escuela tenían marcado el rostro con cicatrices, producto
de cortaduras sufridas en ese tipo de desafíos. He elegido el duelo como símbolo
de una cultura social muy específica. Constituye, en realidad, una imagen
patente de una actitud muy especial de las personas, de un culto socialmente
reglamentado de la violencia. Los estudiantes y los militares eran los principales
representantes de esta cultura duelista. Una consecuencia importante de todo
ello es una aceptación, por la fuerza de la costumbre, de un orden estrictamente
I n tr o d u c c ió n 39

jerárquico, esto es, un énfasis en la desigualdad entre las personas. La idea de


esta extendida diñisión de modelos socialmente sancionados de la violencia,
surge casi naturalm ente por sí sola cuando se plantea la pregunta de cómo
fue posible el fenómeno Hitler: la difusión de tales modelos de una violencia
socialmente aceptada, así como de la desigualdad social, constituye de hecho
una de las condiciones necesarias para su advenimiento al poder
Tal vez este ejemplo permita hacer manifiesto que, con el presente volumen,
se abre un campo muy amplio de investigación que hasta ahora había escapado
a la atención de los estudiosos. El problema básico que aquí me planteo es el
de analizar cómo influye el destino de un pueblo a lo largo de los siglos en el
carácter de los individuos que lo conforman. Al sociólogo se le ofrece aquí una
tarea que recuerda lejanamente la que Freud trató de enfrentar
Freud intenta aclarar la relación entre el destino individual, en particular,
el destino instintivo de una persona y su desarrollo personal. Pero existe una
relación análoga entre el destino a largo plazo y las experiencias de un pueblo,
por una parte, y su respectivo desarrollo social, por la otra. También en este nivel
de la construcción de la personalidad —llamémoslo por el momento “el estrato
del nosotros”— operan complejos y fenómenos de perturbación, cuya fuerza y
coacción opresiva sobre el individuo son similares. En ambos casos se trata de
elevar al plano de la conciencia —con frecuencia en contra de resistencias muy
tenaces— lo que hemos olvidado. Y tanto en uno como en otro caso, una empresa
de este tipo exige cierta distancia y puede contribuir, de resultar exitosa, a hacer
más flexibles ciertos modelos rígidos de comportamiento.
No es común, ni siquiera en nuestros días, vincular el desarrollo social actual
y, en consecuencia, el carácter nacional de un pueblo, con su “historia” —como
se le llama—, ni en particular, con su desarrollo como Estado. Muchas personas
parecen compartir tácitamente la idea de que “lo que sucedió en los siglos XII,
XVI o XVIII, etc., pertenece al pasado. ¿Qué tiene que ver conmigo?” Sin embargo,
los problemas actuales de un grupo se encuentran determinados de manera
decisiva por su destino previo, por un devenir que no tiene principio. Aquí nos
encontramos, por lo tanto, con una de las tareas no resueltas de la sociología,
al mismo tiempo que con un procedimiento que puede resultar de utilidad
para enfrentar con éxito el pasado de un pueblo. Este libro tiene, entre otras, la
función de abrir brecha en el tratamiento reflexivo y práctico de tales problemas.
Es posible en efecto que ver la relación entre el pasado y el presente de esta
manera tenga un efecto catártico y también que la comprensión del propio
desarrollo social permita encontrar una nueva vía de acceso a uno mismo.
Un problema abierto en relación con Alemania, es el de si este país ha logrado
elaborar y sacar provecho de su pasado y, de ser así, en qué medida. No es fácil
tomar distancia de todos estos sucesos. Uno tiene con frecuencia la impresión
de que, el abceso llamado Adolf Hitler aún no ha sanado. La pus punza, pero
todavía no ha salido. Las investigaciones que aquí presentamos tratan, en su
mayor parte, del pasado alemán. Quizá faciliten la elaboración y superación del
40 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

legado hitleriano. Sin embargo, el pasado de un pueblo señala siempre más allá
de sí mismo. Su conocimiento puede ser también de utilidad en relación con la
actitud que haya que adoptar respecto a un futuro común.
Hitler encaja todavía en los problemas de la vieja Europa y sus luchas por el
poder y la hegemonía. Con las mandíbulas apretadas y rechinando los dientes trató
de establecer el predominio hegemónico de Alemania en Europa, en un periodo
en que resultaba ya evidente que la hegemonía misma de Europa sobre el resto
del mundo había llegado a su fin. El continente se veía sometido entonces y en
medida creciente a las presiones provenientes de otras regiones del globo. De haber
triunfado Hitler, la opresión de las naciones circunvecinas y las casi inevitables
guerras de liberación que ello hubiera desencadenado habrían disminuido mucho la
fuerza del continente. En nuestros días, tal fuerza puede manifestarse plenamente
gracias a que se trata de una región integrada por naciones libres. Sin embargo,
el equilibrio entre la solidaridad y la competencia en las relaciones, tanto de las
naciones europeas entre sí como con el resto de los pueblos de la Tierra, no es fácil de
conseguir. En la actualidad es claro que entre tanto, la humanidad misma como un
todo se encuentra en peligro a causa de la destrucción del entorno biológico y de la
posibilidad de un conflicto nuclear. Todo ello plantea problemas de vital importancia
que superan con mucho las dificultades relacionadas con el nazismo.
Los problemas del pasado son importantes. En muchos sentidos este es
todavía algo no resuelto, pero hoy hemos llegado a un punto de transformación
radical, frente al cual muchos de los viejos problemas, entre ellos los del carácter,
pierden actualidad, además de que por todas partes surgen nuevas tareas, para
las cuales no existe nada similar en el pasado.
PRIMERA PARTE

CIVILIZACIÓN E
INFORMALIZACIÓN

A. TRANSFORMACIONES EN LOS PATRONES EUROPEOS


DE COMPORTAMIENTO EN EL SIGLO XX
1) No es posible realizar una discusión adecuada sobre los cambios en los
patrones de comportamiento que pueden observarse en las sociedades europeas
en general y, en particular, en Alemania, sin echar una mirada previa a determi­
nadas transformaciones estructurales de la sociedad en su conjunto, acaecidas
durante el mismo periodo. Mencionaré aquí solamente cinco de ellas que me
parecen de gran importancia para lo que tengo que decir sobre este tema
El siglo XX ha sido testigo de una multiplicación del producto interno o
nacional de la mayoría de los países europeos, en un grado y con una rapidez
que la hacen única. El sorprendente impulso en esta dirección comenzaría
lentamente, más o menos a mediados del siglo XVIII, experimentando, aunque
con altibajos, una aceleración en el siglo XX, en especial después de la segunda
guerra mundial. Así, por ejemplo, en el periodo que va de 1951 a 1976, el pro­
ducto bruto interno en los países de la Comunidad Económica Europea tuvo una
tasa de crecimiento de entre 3 y 4% per capita, lo que significa un. incremento
aproximado de 100%. Tal vez esta tasa haya sido superada solam ente por
Estados que se hallaban en las primeras fases de su industrialización, como
Inglaterra en el siglo XIX o Rusia en el XX. Sin embargo, mientras que en
los países en etapa temprana de industrialización el aumento se empleaba,
sobre todo, en hacer inversiones de capital, en los países que atravesaban fases
posteriores se utilizaría más para el mejoramiento del nivel de vida.1

1. En los años setenta del presente siglo Japón se convirtió en un ejemplo de rápida transición
de la primera fase de industrialización, orientada a una gran acumulación de capital —en
42 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

A) El grado relativam ente alto de seguridad social en estos países, que


incluye a los segm entos más pobres de la población; la protección ante el
hambre y la subalimentación; el grado igualmente alto de liberación de todos
los hombres y mujeres del trabajo corporal pesado; un nivel nunca antes
alcanzado en la historia de la seguridad física (interestatal) combinado con
una constelación de auxiliares mecánicos en la vida cotidiana y una reducción
creciente de la jornada de trabajo. Todo esto plantea nuevos problemas acerca
del ser humano, los problemas de la vida comunitaria que, en sociedades de
menor bienestar, son ocultados por la dureza del trabajo y la corta esperanza
de vida, al igual que por el gran abismo entre la masa de los pobres y la minoría
de ricos y poderosos. Seguidam ente, nos ocuparemos de algunos de estos
nuevos problemas, que han resultado característicos de la fase tardía de la
industrialización por su gran énfasis en los mercados cada vez más grandes
de consumidores.

B) Un segundo aspecto de las transformaciones globales de la estructura


de la sociedad en el siglo XX, que puede contribuir a la comprensión de los
cambios simultáneos en el canon de comportamiento, ideológico y de percepción,
se refiere a la serie de movimientos de emancipación que han tenido lugar en
este siglo. Se trata de las modificaciones en el equilibrio del poder entre los
grupos establecidos y marginales de los más distintos tipos, en el curso de las
cuales, los segundos se fortalecen, mientras que los primeros se debilitan. Estos
movimientos de emancipación han conducido en un solo caso a un cambio en el
equilibrio de poder a favor del grupo marginal. Y esta transformación ha ido tan
lejos que el grupo que alguna vez tuvo el monopolio ha dejado de ser un factor
de poder en el juego de fuerzas de su propia sociedad, es decir, en la relación
de la burguesía con la nobleza. El desarrollo que tuvo lugar en Alemania nos
ofrece un ejemplo de ello.
No olvidemos que aún durante los primeros 18 años del siglo XX, el empe­
rador y su corte eran el centro del estamento alemán. A los representantes de
la burguesía y con alguna reluctancia también a los de los trabajadores no se
les abrió el acceso a los puestos más altos del Estado y de la administración,
sino hasta la República de Weimar.2En ella la nobleza sólo podía hacerse valer

parte lograda gracias a una restricción del consumo masivo— a la segunda: para sostener
el crecimiento de la economía en esta fase tuvo que recurrir a una no fácil elevación del
mercado interno de consumidores, es decir, de las necesidades de consumo de las masas.
2. Puede decirse, en general, que la República de Weimar fue el escenario de una lucha
interna entre dos diferentes estam entos por la hegem onía política. No es falso, aunque
sí bastante impreciso, decir que se trató de una lucha entre un estam ento burgués y uno
obrero. En la actualidad, sin embargo, una afirmación de ese género puede entenderse con
facilidad en el sentido de que se trataba de estam entos cuyos directores eran, de acuerdo
con su origen social, burgueses por una parte, y obreros por otra. Pero esta inclinación a
considerar como criterio determinante —y con frecuencia único— para la inclusión de una
persona en un estrato social dado su origen social, eso es, la pertenencia estam entaria de
su familia y, en particular, la de su padre, no hace del todo justicia a los hechos. Es bien
C ivilización e inform alizació n 43

como aliada de ciertos grupos burgueses, si bien seguía detentando los puestos
más elevados del ejército y la diplomacia. Serán precisamente los dirigentes
del experimento nacionalsocialista los que den la puntilla a este último resto
de influencia social de la nobleza, poniendo al mismo tiempo, tal vez sin propo­
nérselo, punto final a una lucha secular, desde la edad media, entre la nobleza
y la burguesía. E ste es, por lo tanto, el gran movimiento emancipatorio del
siglo XX, con el cual, el ascenso de un estrato que había sido marginal conduce
prácticamente a la desaparición del antiguo estamento de poder, proceso de gran
importancia para la modificación de los cánones de comportamiento.

sabido, por ejemplo, que m uchos dirigentes del m ovim iento obrero eran de origen burgués.
Tanto en A lem ania como en otros países, los jefes de los partidos burgueses y obreros, que
com petían en tre s í por ocupar las instituciones fundam entales del poder del Estado, se
diferenciaban principalm ente por la norm a de com portamiento y de sentir y pensar de que
eran a la vez portadores y representantes. In dependientem ente de su extracción social,
los jefes de los partidos obreros en cam ab an otra tradición de pensam iento y conducta
que los de los partidos burgueses. Su filiación, su s objetivos de acción y su s ideales eran
com pletam ente diferentes a los de los partidos burgueses.
E sta diferencia es tanto m ás notable cuanto que, en A lem ania, el canon de comportamiento
y forma de sentir y pensar de los políticos burgueses seguían determinados, en gran medida,
por la tradición de la conducta y forma de sentir y pensar de la nobleza alem ana, especial­
m ente la prusiana. D e hecho, algunos aspectos del canon guerrero alem án sustentado por la
nobleza, su b sisten como m odelos d e com portam iento en épocas de paz en am plios sectores
de la población. U n elem en to característico de la tradición noble y abu rgu esada tien e
que ver con la exclusión — en la que la nobleza ponía particular énfasis— de los estratos
inferiores. E sta exclu sivid ad se expresaba, en tre otras cosas, por m edio de u n a cadena
genealógica intachable. Todo el árbol fam iliar resultaba m anchado y se perdían algunos
privilegios y derechos, s i entre los ancestros había alguien de origen burgués o, tam bién,
una sola m ujer de rango inferior — aunque alguna de esta s cosas hubiera ocurrido cuatro
o cinco generaciones antes. La peculiaridad de esta tradición noble alem an a resulta muy
notoria cuando se la compara con la in g lesa El prestigio y el rango de un noble inglés entre
su s pares se veía n poco afectados, por ejemplo, por la existen cia de una mujer burguesa o
incluso jud ía en su línea familiar, con tal de que su s descendientes cumplieran a satisfacción
las e xigen cias d el canon aristocrático en lo relativo a su com portam iento y form as de
pensar y sentir. E l sello personal en el sen tid o de e ste canon era decisivo. Por lo dem ás,
los descendientes de un a fam ilia in glesa de la alta aristocracia pasaban a formar parte,
con el tiempo, aunque gradualm ente, de la burguesía. E sto favorecía la preservación de la
riqueza familiar. Por e l contrario, en A lem ania, todos los hijos e hijas de nobles llevaban
el título distintivo y el rango de su s ascendientes. Había, en consecuencia, muchos nobles
pobres que sólo podían legitim arse gracias a su linaje, esto es, a su “sangre”. Como criterio
de p ertenencia esto era m ucho m ás im portante que su conducta.
El exam en genealógico reaparecerá en forma aburguesada en el canon nacional*ociaJjsta
de com portam iento y form a de pensar y sentir, extendiendo tam bién a todo el pueblo la
idea de la “pureza de san gre”, esto es, de un origen im pecable h asta la cuarta u quinta
generación. E l pu eb lo a lem á n , lim p io, en la m edida de lo posible, de toda m ezcla con
grupos socialm ente inferiores, debía asum ir ahora, como una especie de nobleza europea,
el dom inio de los pueblos de raza inferior. E l hecho de que esto tuviera que ocurrir por
medio de la conquista de otros países expresa, asim ism o, una continuidad de la tradición
guerrera, e sta vez envuelta en un ropaje pequeñoburgués.
44 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

C) En todos los demás movimientos de ascenso social del siglo XX, de con­
secuencias notables para el tipo de convivencia entre las personas y, asimismo,
para su conducta y sensibilidad en el trato comunitario, el grupo establecido
no había desaparecido, sino que se había dado solamente una reducción en las
diferencias de poder entre los grupos más fuertes y los más débiles. En relación
con ellos no intentaré aquí otra cosa que un breve listado. Lo que en el siglo XX
ha disminuido es la diferencia en la escala de poder:

-En la relación entre hombres y mujeres.


-Entre padres e hijos o dicho de manera más general, entre
las generaciones más viejas y las más jóvenes.
-Entre las sociedades europeas y las sociedades de las que alguna
vez fueron sus colonias y, de hecho, con el resto del mundo.
-Aquí con algunas reservas, en la relación entre gobernantes y gobernados.

La fuerza de este movimiento social de impulso ascendente, llevado a cabo


por grupos marginales no poderosos, resulta ciertamente sorprendente cuando
se lo ve en su conjunto. No pretendo explicar aquí este cambio estructural, pero
sí deben mencionarse dos de sus efectos.

D) Una transformación en las relaciones de poder de grupos tan diversos


entre sí provoca, inevitablemente, una profunda inseguridad en muchas de
las personas implicadas en las vicisitudes de ese cambio. La norma usual de
comportamiento en el trato entre grupos, orientada a una jerarquización más
estricta, deja de corresponder a las relaciones reales entre sus representantes. Y
una norma sustituta sólo puede irse conformando de manera gradual, a partir de
muchas experiencias. Después de todo, el nuestro es un siglo en que las personas
enfrentan una creciente inseguridad en cuanto al estatus. El problema mismo de
la identidad social se plantea de manera mucho más explícita en las relaciones
de poder en una transformación de este tipo, que en el caso de sociedades no
sujetas a una dinámica tan fuerte. Con la inseguridad en el estatus, con la
búsqueda de identidad, aumenta también la inquietud. El siglo XX es, qué duda
cabe, un siglo de inquietudes, y no sólo a causa de las dos grandes guerras.

E) Entre las fuentes de inquietud que cobran creciente importancia, en


especial durante la segunda parte del siglo XX, se cuenta el hecho de que sólo
la disminución en la escala de poder entre los grupos mencionados —en buena
parte provocada sin ningún tipo de plan— hizo conscientes a las personas de
su magnitud, lo mismo que del problema que para nosotros plantea. Ilustraré
esto con un solo ejemplo:
Hoy más que nunca, somos conscientes de que una abrumadora parte de
la humanidad vive toda su vida en los límites del hambre; de hecho, constan­
temente y en todas partes mueren personas por inanición. Sin lugar a dudas
este problema no es nuevo, con pocas excepciones, las hambrunas constituyen
C ivilización e inform alización 45

uno de los fenómenos recurrentes en la historia de la humanidad. Pero una


de las peculiaridades de nuestro tiempo es que ni la pobreza ni las altas tasas
de mortalidad se aceptan ya como algo inevitable, como algo inseparable de la
condición humana. En algunos de los países más ricos, muchas personas ven
la miseria de otros grupos humanos, prácticamente, como una obligación de
emprender algo para contrarrestarla. Para que no se me malinterprete: lo que
se hace es, en realidad, muy poco; pero lo que ha cambiado durante el siglo XX es
la conformación de la conciencia. Seguramente, el sentido de corresponsabilidad
entre los hombres es mínimo considerado de manera absoluta, pero ha aumen­
tado, si se lo compara con lo que ocurría antes. Afirmo esto no para expresar un
juicio de valor, sino simple y llanamente en un sentido descriptivo.
De manera concomitante a este ligero desplazamiento de poder, en detri­
mento de los grupos que en alguna ocasión formaron parte del estamento de
mando y en favor de los grupos marginales, tiene lugar una modificación de la
formación de la conciencia de ambos.

2) Como tal vez sea evidente, no estoy intentando aquí una consideración
aislada, en el sentido de las teorías de la conducta hoy dominantes, del com­
portamiento de las personas. Las modificaciones de los patrones de conducta,
a las que me refiero en seguida, se encuentran indisolublemente ligadas a los
cambios estructurales masivos de las sociedades respectivas. Las clasificaciones
tradicionales, que asignan la tarea de investigar la conducta de las personas
a los psicólogos y los problemas del poder a los politicólogos, no coinciden, en
mi opinión, con los hechos observados. Consideremos, a manera de ejemplo, el
tipo de comportamiento que asumen las personas que se encuentran en una
relación de gobernantes y gobernados, tal y cómo se pone de manifiesto en una
fuente del siglo XVIII.
En agosto de 1778, Leopold Mozart, padre de Wolfgang Amadeus Mozart,
que había sido durante muchos años vizekapellmeister3 en la corte de Salzburgo,
presentó al arzobispo una solicitud de promoción, al quedar vacante el puesto
de kapellmeister por la muerte el año anterior de quien ocupaba el cargo. El
tenor es el siguiente:4

Su alteza principesca y magnánima


Príncipe excelentísimo del Sacro Imperio Romano
Príncipe generosísimo del país y supremo señor:
Arrojado con la mayor obediencia a los pies de su magnánima excelencia y
dado que el kapellmeister ha pasado a la eternidad, que no he tenido otro
salario que el de vizekapellmeister y que, como su magnanimidad principes­
ca sabe, he servido desde hace 38 años al Arzobispado y desde 1763 y los
quince que llevo ya como vizekapellmeister he llevado a cabo, y aún lo hago,

3. U n a esp ecie de subdirector m u sical. [N del T.|


4. M ozart, briefe u n d aufzeichnungen, W ilhelm A. B auer y O tto Erich D eutsch ico m p s.'
vol. 2/, K assel/, etc./ 1962/, p. 462.
46 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

la mayoría y casi la totalidad de los servicios que se me han encomendado


sin dar motivo de queja, me atrevo a encomendarme a su excelencia y gran
príncipe y magnanimidad con la mayor humildad y muero del más profundo
sometimiento. A su alteza principesca y magnánima
A mi príncipe, señor de estas tierras y supremo señor

Con la mayor humildad y la máxima obediencia

Leopold Mozart

W. A. Mozart mismo se sirve de una forma de expresión similar, aunque no


tan servil, al dirigir una petición a su príncipe de Salzburgo y patrón. También
él le escribe utilizando “príncipe imperial, piadosísimo príncipe de estas tierras”
y la para nuestros oídos sorprendente forma “supremo señor”. ¿Cómo debe uno
entender conceptualmente este lenguaje y las formas de comportamiento que
con él se ponen de manifiesto? ¿Como “oficial”, como “cortés y correcto de acuerdo
con las convenciones” o como “formal en el sentido de algo no sinceramente
sentido”? Cualquiera que sea el caso, hay aquí una correspondencia entre el
ceremonial que debe observar quien ocupa un rango inferior al presentar una
petición a alguien que se encuentra en un nivel superior y a quien se dirige como
peticionario, y la escala de poder. En el trato con un superior, el subordinado debe
hacer constantemente patente, por medio de la observación de un ritual formal,
su propia posición subordinada, su sumisión al hombre de jerarquía superior.
Sin embargo, esta estricta formalización de la conducta no se extendió a
todas las esferas de la vida de esa época. De hecho, si a través de las líneas de
la cita anterior habla una formalidad ritual, que supera el grado de formalidad
en las sociedades industriales y parlamentarias de nuestros días, al mismo
tiempo se topa uno, en otras esferas de la misma sociedad, con una norma de
conducta y de los sentimientos que, por decirlo así, deja atrás con mucho, en
cuanto a informalidad, la norma vigente entre nosotros. Así, por ejemplo, Mozart
sugiere a su padre mandar a hacer a su nombre para los Bólzelschiessen un
vidrio en el que se ilustrara plásticamente la indicación de que Goethe, en su
Gótz von Berlichingen, les había dado carta de naturalización en la sociedad.5A
diferencia del autor de un texto científico actual, que no puede hacerlo, Mozart
no se anda por las ramas y se refiere a las cosas por su nombre. Lo que aquí
se pone de manifiesto no es un defecto personal de Mozart,6 sino el canon de
comportamiento y ia percepción social informal del grupo al que pertenece.

5. Ib id .,p. 103. C a rta del 4 de n oviem bre de 1777.


6. U no de los problem as c o n stan tes en las discusiones recientes sobre la lite ra tu ra mozar-
tia n a es el del g ra n desenfado con que en las c a rta s de M ozart se hacen chistes —por
ejemplo acerca de los fenómenos m usicales ligados a las flatulencias— que hoy en día nos
provocarían m ás u n sentim iento de em barazo que hilaridad. E n el siglo XIX y tam b ién a
principios del XX, estas cartas indeseables de M ozart se hacían de lado, pasándose tam bién
por alto estos d e sa g ra d a b le s —a sí se v e ía n e ntonces— rasgos de su p e rso n alid ad . Se
C ivilización e inform alización 47

El círculo de Mozart podía referirse de la manera más directa y erada a acti­


vidades humanas de carácter fisiológico a las que, en nuestros días en especial
en reuniones sociales entre hombres y mujeres, sólo es posible aludir a lo más de
manera casual, discretamente y en voz baja. Mencionarlas se consideraba como
una ruptura leve de un tabú, a la que contribuían conscientemente tanto hombres
como mujeres, con el fin de animar la vida social. Era normal en tales casos utilizar
expresiones que, en nuestros días y aun en reuniones exclusivamente masculinas,
provocarían una sensación de incomodidad, de vergüenza y de pena.
La sociedad de Mozart se caracterizaba, por lo tanto, por una simultaneidad
entre una formalidad en el trato entre personas de diferentes posiciones en la
jerarquía social, que superaba con mucho en dureza ceremonial la formalidad
correspondiente de nuestros días, y una informalidad dentro del grupo propio,
que iba mucho más lejos de lo permisible en la actualidad entre personas de,
relativamente hablando, la misma posición social. El aspecto del proceso de
civilidad que aquí nos sale al paso requiere ser entendido cabalmente. En
todas las sociedades, tanto en las más diferenciadas como en las más sencillas,
existen, por una parte, esferas de relaciones y actividad donde el canon social de
las personas involucradas exige un comportamiento formal, esto es, sustantivo,
que requiere de la form alidad del comportamiento. Pero también existen, por
la otra, ámbitos de relaciones y actividad en que, de acuerdo con la norma,
resulta adecuado un comportamiento informal, esto es, un grado mayor o menor
de informalidad. La investigación de este aspecto de la civilidad plantea la
necesidad de contar con medios de orientación conceptualmente claros. Lo que
debe ser analizado y elaborado de manera sociológica es, por decirlo con un
sólo término, el espectro form alidad/ inform alidad de una sociedad. Es decir,

guardaba silencio sobre ellos porque no eran com patibles con la im agen ideal de un genio
alem án y porque, tal vez, habrían perturbado e l gozo de u n a m úsica considerada siem pre
encantadora y bella. E n la literatu ra m ás reciente, por e l contrario, e l proceso social
de inform alización resulta evidente. E l tabú que prohibía hablar de aqu ellas regiones
oscuras de la existen cia hu m ana h a perdido m ucho de su peso. U na con secu en cia de
ello es que el interés en las bromas acerca de m aterias fecales y partes an ales de la vida
hum ana con las que uno se topa, en especial, e n las cartas a B asle del joven M ozart son
objeto de m ención y análisis, pero se las considera, en lo esencial, como un a peculiaridad
personal, una especie de fijación neurótica de este gran personaje en la fase en que a los
niños m uy pequeños se les enseña a hacer coincidir su s necesidades n aturales con ciertos
espacios y ocasiones. E sta interpretación puede o no ser correcta. Pero la verdad e s que los
biógrafos se ocupan en la actualidad, todavía con m ucha frecuencia, de las características
peculiares de un personaje, como si se desarrollaran en u n vacío social. M ie n tra s e sto
siga haciéndose, no es posible distinguir claram ente e n tre aquellos modos de co n d u cta,
pensam ientos y sentim ientos que constituyen rasgos propios de un individuo y aquellos
otros que re su lta n com unes y propios de su época y que esa persona com parte, por lo tan to ,
con otros m iem bros de s u sociedad. De hecho, es nece sa ria u n a teoría de la civilización que
nos p e rm ita diferenciar, c la ra m e n te en ta le s casos, aquello que en el co m p o rtam ien to y
las form as de s e n tir y p e n sa r de u n individuo es re p re se n ta tiv o del patrón v ig en te en su
sociedad, es decir, del grado de desarrollo del canon en cuestión y aquellos otros elem entos
que conforman una síntesis m uy personal de ese canon.
48 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

se trata de una simultaneidad de directrices en una sociedad o, expresado de


otra manera, de la escala sincrónica entre formalidad e informalidad. Este
fenómeno se distingue, en la escala de la informalización, de la escala diaerónica
de informalización, en el sucesivo desarrollo de la sociedad.
Los hechos y características de que hablo son conocidos, en mayor o menor
medida, por todas las personas de nuestra propia sociedad. Todos hemos sido
invitados en alguna ocasión a algún sitio en que todo transcurre con cierta
rigidez: todos los presentes se contienen, son excesivamente amables y piensan
en cada palabra antes de decirla. Después, de regreso a casa, pueden actuar de
manera más relajada, “aflojar las riendas” un poco más. Las mismas personas se
encuentran, en cierto sentido, a caballo entre las esferas sociales más formales y
las más informales. En nuestros días, en muchos de los Estados industrializados
más avanzados, el espectro formalidad/informalidad es relativamente reducido y,
tal vez, entre las nuevas generaciones sea mucho más reducido que en cualquier
otra época. Pero no se es claramente consciente de ello; uno no es capaz de verse,
por así decirlo, en el espejo de las fases anteriores de la sociedad, ni en el de otras
sociedades contemporáneas que corresponden, en cuanto a estructura, a una
fase anterior a la de la sociedad propia. El breve ejemplo de la época de Mozart
que hemos presentado podría ser útil a este respecto. No sólo muestra que existe
una escala sincrónica en el parámetro de la formalidad, sino al mismo tiempo,
que este puede transformarse y que, de hecho, así ocurre. Tal vez las etapas de
este cambio no se hayan borrado del todo en las personas que aún viven.
En la época de las grandes monarquías europeas, de los Habsburgo, los
Hohenzollem y los Romanov antes de la primera guerra mundial, la escala for­
malidad/informalidad no era ya tan grande como en el siglo XVIII, pero aún era
considerablemente mayor que en la República de Weimar. Creció nuevamente
durante el periodo del nazismo y se redujo de nueva cuenta en los años que
siguieron a la guerra. Me parece que existe en todo ello una notable diferencia
entre las viejas generaciones que vivieron un periodo más o menos largo de
su vida antes de la guerra y las generaciones jóvenes que no nacieron hasta
después del conflicto bélico. En estas ultimas se da un intento muy consciente
de disminuir aún más la formalidad en el comportamiento. Quizá sea menos
consciente el hecho de que, al mismo tiempo, el margen reservado a la informa­
lidad también se ha reducido en los ámbitos fundamentales del comportamiento
informal. La tendencia parece ser hacia un mismo comportamiento —en parte
intencional, en parte no— en todas las circunstancias. Es posible que los expe­
rimentos de convivencia de un grado extremo de informalidad, llevados a cabo
por las nuevas generaciones, oculten las dificultades a que se enfrenta un afán
de lograr una ausencia absoluta de formas y normas.
Sin embargo, la flexibílízacíón de una conducta que en alguna ocasión fue
formal, va más allá de los círculos juveniles.7 Los ejemplos son patentes. Muchas
7. E l problem a del im pulso m oderno hacia la inform alización como u n aspecto del proceso
civilizatorio, h a sido abordado en especial por algunos de m is amigos y estu d ia n tes holan­
deses. De hecho, uno de ellos, C as W outers, h a introducido el concepto de inform alización
C ivilización e inform alización 49

de las frases de cortesía y de reconocimiento de desigualdades han desaparecido.


Donde antes se hubiera usado en alemán el “Mit vorzüglicher Hochachtung
Ihr sehr ergebener...” [aproximadamente: “Manifestándole a usted mi más
alta consideración, su servidor»”] se utiliza hoy: “Mit freundlichen Grüssen.. ”
[“Atentamente...”], similar al “Yours sincerely” de los ingleses y al “Yours truly”
de los americanos. Aun en escritos dirigidos a altos funcionarios, a ministros,
cancilleres o reyes sería impensable el “Arrojado con la mayor humildad a
sus pies...” mozartiano, y también, m utatis m utandis, el “De vuestra majestad
humilde siervo” que, como sea, se utilizaba todavía en el trato a Guillermo II.
O piénsese en el estricto ritual del traje y el sombrero de copa en la sociedad
guillermista y la pendiente que a partir de ello condujo al relajamiento que
privó en los bares para oficiales y estudiantes de ese tiempo o al predominio de
las reuniones en las que un grupo de personas se reunía regularmente en una
cantina para contar chistes, beber y jugar.
Todo ello nos da una idea clara del gran alcance de la polarización entre
el comportamiento formal e informal todavía en la época imperial, esto es, a
principios de siglo y de cómo ha ido disminuyendo de manera gradual, a pesar
del retroceso al respecto que significó el nazismo. Uno puede percatarse, al
mismo tiempo, de que el proceso de democratización funcional, es decir, un
impulso que disminuye la escala de poder entre gobernantes y gobernados,
entre el estamento estatal en su totalidad y la gran masa marginal, tiene algo
que ver con esta transformación de los patrones de conducta.
Señalemos de paso, que la escala sincrónica formalidad/informalidad puede
también tener una estructura bastante diversa en diferentes naciones del
mismo periodo. Así, por ejemplo, existe una notoria diferencia a este respecto
entre Inglaterra y Alemania. Es evidente que en Alemania es más amplio el
espectro formalidad/informalidad y también que el comportamiento formal
es mucho más ostentoso que en Inglaterra. Pero es, asimismo, relativamente
mayor la posibilidad informal de “soltar un poco las riendas” y “dejarse ir”, con
tal de que se trate de iguales, esto es, de personas de un mismo estrato. La
costumbre formal en Alemania de saludar de mano a toda la concurrencia en
una fiesta, tanto al llegar como al partir, ha cedido su lugar en Inglaterra a un
ritual no obligatorio y más bien discreto de una inclinación de cabeza y de una
desaparición casi sin despedida. Baste esto como ilustración.
Debemos entonces tener presente que la estructura de control o normativa,
que el código o canon de comportamiento y de los sentimientos de nuestras

en su ensayo “Informalisierung und der prozess der zivilization”, publicado nuevam ente en
P. Gleichmann, J. Goudsblom y H. Kort (comps.), M aterialien zu N orbert E lias Z ivilisation s
theorie. F Lankfurt a. M. 1979, pp. 279-298. El tem a se continua en “Inform alisiurung und
formalisierung der geschlechterbeziehungen in den Niederlanden”, aparecido en la K dhw r
Zeitschrift fü r Soziologie un d Sozialpsychologie, año 38 ,1 9 8 6 , pp. 510-528. V éase también
Christien Brinkgreve y M ichael Korzec “M argriet w lit raad”. Gevoel, g ed ra g , marcial in
Nederland 1938-1978, Antwerpen, Utrecht, 1978 (Resumen en alem án en: M aterialien. op.
it., pp. 299-310). Los tres autores se sirven de su m aterial tam bién para una contrastanon
y desarrollo ulterior de mi teoría de la civilización.
50 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

sociedades (y tal vez de todas las sociedades) no es completamente homogéneo,


que en cada sociedad existe una escala de formalidad/informalidad relativa
específica y exactamente determinable que puede ampliarse o restringirse. La
estructura de esta escala se transforma en el curso del desarrollo de la sociedad
de un Estado y su desarrollo en una dirección dada constituye un aspecto del
proceso de civilización.

3) Podemos ahorrarnos aquí un análisis más detallado de la naturaleza


y de la orientación general de un proceso de civilización. Algunos señala­
mientos breves no están, sin embargo, de más y podrían ser suficientes como
preparación para un examen del peculiar impulso informalizador, cuya ola
más pequeña puede observarse después de la primera guerra mundial y cuya
segunda y más fuerte no se dejaría sentir sino hasta después de la segunda
guerra mundial. Estos comentarios me parecen especialmente necesarios
para dar cuenta de una dificultad que impide una explicación adecuada de ese
proceso. Algunos han creído encontrar la clave de mi teoría de la civilización
en una frase tomada de un libro medieval de buenas costumbres que traducida
libremente dice: “Las cosas que alguna vez eran permitidas hoy se prohíben”.8
Inmediatamente después se plantea, comprensiblemente, el problema de si la
dirección de las transformaciones no ha sido precisamente la contraria en los
últimos treinta años; si no tendríamos más bien que decir: “Las cosas que antes
se prohibían hoy se permiten”. Y, de ser así, ¿no significa esto que vivimos en
una época de regresión civilizatoria, de una nueva barbarización?9 No obstante,

8. N. Elias, tJ&er den prozess der zivilisation, Frankfurt a.M., 1976, vol. 1, p. 107. [El proceso
d e la civilización, Fondo de Cultura Económica, México, 1989.]
9. De hecho, el problema de la civilización se me planteó en un principio como un problema
completamente personal en conexión con el gran colapso del comportamiento civilizado, con el
impulso a la barbarie que tuvo lugar ante mis propios ojos en Alemania y que había resultado
algo absolutamente inesperado e inimaginable. En realidad, en la época del nacionalsocialismo,
una tendencia latente a “soltarse las riendas”, a “dejarse ir” y al relajamiento de la propia
conciencia, a la rudeza, a la grosería y a la brutalidad —que mientras se mantuvo intacto
el aparato constrictivo heterónomo del control estatal podía ponerse de manifiesto, en el
mejor de los casos, sólo de manera informal en los resquicios privados de la red de control del
Estado— se formaliza y se convierte en un tipo de comportamiento estatalmente estimulado
y exigido. Cuando el problema del impulso a la barbarie en Alemania se convirtió en mi
preocupación principal, cuando empecé a escribir mi libro sobre la civilización, me pareció ya
muy insatisfactorio analizar esta gravísima ruptura de los controles civilizatorios como un
problema de politología en el sentido de doctrinas partidarias, es decir, como hoy se expresaría
con un poco de vergüenza, como un problema de fascismo. Con ello resultaba muy difícil
explicar algunos de sus aspectos centrales. Estaba convencido de que esto sólo podía lograrse
si, como científico social, uno podía distanciarse suficientemente de la grave situación, si uno
no sólo preguntaba de manera cronológicamente muy restringida: ¿por qué en el segundo
cuarto del siglo XX tiene lugar en un pueblo civilizado en alto grado un colapso de la norma de
la conciencia civilizada? Me pareció que, en realidad, no sabíamos en absoluto cómo y por qué
tienen lugar las modificaciones del comportamiento y la forma de pensar y sentir, en el sentido
de un proceso de civilización en curso del desarrollo, en primer término, de la humanidad y
C ivilizac ión e inform alizació n 51

la pregunta descansa, en mi opinión, en una comprensión insuficiente de la


teoría de la civilización.
Si uno quisiera definir el problema fundamental de cualquier proceso de
civilización, podría decir qué este es el de cómo puede el ser humano satisfacer
en convivencia con otros seres humanos sus necesidades animales elementales
sin que esta búsqueda de satisfacción signifique cada vez la destrucción, la
frustración, la hum illación recíprocas o algún daño mutuo de alguna índole,
es decir, sin que la satisfacción de las necesidades elementales de un individuo
o de un grupo de individuos se realice a costa de la satisfacción de esas nece­
sidades por parte de otro u otro grupo de individuos. En las primeras etapas
del desarrollo de la sociedad, el ser humano toma como algo por sí mismo
evidente la propia forma de la vida comunitaria, esto es, el propio origen social.
Sólo mucho más tardíamente en el desarrollo de la humanidad, en especial en
nuestra época —en la que se es cada vez más consciente de que los modelos
de vida comunitaria humanos poseen una diversidad muy grande y que son,
también, en grado extremo mutables— tal forma se convierte en un problema.
Únicamente entonces, en un plano de reflexión superior, es posible que las
personas intenten explicar e investigar las transformaciones no planeadas que
estos modelos sociales han experimentado y planear también, a largo plazo,
ciertas transformaciones a futuro.
Un factor central para una aproximación a los problemas humanos y, por lo
tanto, también al problema de la civilización es la investigación de las restric­

luego, restringiendo un poco nuestra visión, en el caso del desarrollo europeo en particular. En
una palabra: no puede entenderse el colapso del comportamiento y de las formas de sentir y
pensar civilizados m ientras no se haya comprendido y explicado cómo es que se llegó en las
sociedades europeas a la conformación, al desarrollo de un comportamiento y formas de pensar
y sentir civilizados. Los antiguos griegos, que con tanta frecuencia se nos presentan como
el paradigma de conducta civilizada, pensaban todavía que resultaba enteram ente natural
perpetrar actos de exterminio m asivo que, si bien no pueden identificarse con los llevados a
cabo por los nazis, sí son, no obstante, sim ilares a ellos. La Asamblea ateniense decidió, por
ejemplo, exterminar a toda la población de Melos debido a que esa ciudad no quería integrase
al imperio colonial de Atenas. En la Antigüedad se dan, además de esta, decenas de formas de
lo que hoy llamaríamos genocidio. A primera vista, la diferencia con el genocidio que se intenta
en la tercera y cuarta décadas de nuestro siglo no es fácilmente detectable. Y, sin embargo, es
completamente clara. En la antigüedad griega este comportamiento guerrero era considerado
algo normal. Correspondía a la norma. La construcción de la conciencia humana, su estructura
de personalidad estaba conformada de tal manera, que un proceder de este tipo se presentaba
como algo del todo normal. En el siglo XX, la construcción de la conciencia de las sociedades
europeas , por el contrario —y, e n realidad, de grandes porciones de la hum anidad—
distinta, establece un criterio para el comportamiento humano. Es precisamente de acuerdo
con este que la conducta de los nazis suscita repulsa y se ve con horror. El problema que se me
planteaba era, por lo tanto, el de explicar y hacer comprensible el desarrollo de estructuras de
la personalidad y, en especial, de la conciencia o del autocontrol que representan una norma d<
humanidad que va mucho m ás allá de la que existía en la antigüedad y que, en consecuencia,
reacciona espontáneam ente con horror y consternación ante un comportamiento como ei de
los nazis o ante acciones parecidas en otros pueblos.
52 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

ciones a que se encuentran sujetas las personas. Podemos distinguir a grosso


modo cuatro tipos de ellas:

A) Las restricciones a que se ven expuestas las personas debido a las peculia­
ridades de su fisiología. La restricción del hambre o la impuesta por el instinto
sexual constituyen los ejemplos más evidentes de los de este tipo. Pero entre
ellas se cuentan también el envejecimiento, la necesidad de cariño y amor o
también el odio y la enemistad.

B) Aquellas cuyo origen se encuentra en eventos naturales de índole no


humana, esto es, sobre todo, la búsqueda de alimento y de protección de las
inclemencias del tiempo, por nombrar sólo algunas.

C) Las que se ocasionan entre sí los seres humanos en la convivencia. Con


frecuencia se habla de ellas conceptualmente, como de “restricciones sociales”.
Pero es útil tener claro que todas las que llamamos así o, en ciertos casos res­
tricciones económicas, son las que ejercen unas personas sobre otras a causa de
su interdependencia. Me referiré provisionalmente a ellas como restricciones
heterónomas. Las de este tipo tienenlugar en cada relación entre dos o tres per­
sonas. Cualquier persona que viva con otras, que sea dependiente de otras —y
en esta categoría estaríamos todos— se encuentra, debido a esta dependencia,
sujeta a restricciones. Pero también estamos sujetos a ellas cuando convivimos
con 50.000.000 de personas; por ejemplo, debemos pagar impuestos.

D) Las restricciones basadas en la naturaleza animal, particularmente,


en la instintiva del ser humano, deben diferenciarse de un segundo tipo de
restricciones individuales al que, por ejemplo, nos referimos con un concepto
como “autocontrol”. También lo que llamamos “entendimiento” es, entre otras
cosas, un aparato de autocontrol, al igual que la “conciencia”. Me referiré a este
tipo de restricciones como autónomas. Estas últimas difieren de las naturales
instintivas porque, biológicamente, lo único que tenemos es un potencial de
restricción autónomo. Si este potencial no se actualiza por medio del aprendizaje,
esto es, por medio de experiencias, se mantiene sólo como algo latente. Tanto
el grado como la forma de su activación dependen de la sociedad en que un
individuo crece, transformándose, además, de manera específica en el curso de
la evolución humana.
E ste es p recisam en te el pun to de p a rtid a de la teoría de la civilización. En
la conjugación de los c u a tro tip o s de restriccio n es, su constelación cam bia.
L as restriccio n es e le m e n ta le s de la n a tu ra le z a h u m a n a —el p rim e r tip o —
son, dejando de lado lig eras variacio n es en tod as las e tap as de la evolución
h u m an a, las m ism as en to d as las ra z a s de n u e s tra especie, el homo sapiens.
Por el contrario, el modelo de restricciones autónom as desarrollado en relación
C ivilización e informalización 53

con las experiencias es mucho más diferenciado. Esto ocurre, en particular, en


las relaciones entre restricciones autónomas y heterónomas en sociedades en
distintas etapas de desarrollo y también, aunque en menor grado, en sociedades
diferentes en la m ism a etapa de desarrollo.
Hasta donde sé, no existe ninguna sociedad donde el dominio de los impulsos
fisiológicos elem entales de las personas se deba exclusivamente a restricciones
heterónomas, esto es, al temor o la presión de otras personas. En todas las
sociedades que conocemos, lo que la restricción heterónoma de la primera
educación infantil proporciona es un modelo de restricción autónoma. Pero
en sociedades m ás sim ples y, de hecho, en las agrícolas de todo el mundo, el
aparato autorrestrictivo es relativam ente débil y, si podemos expresarlo así,
lleno de huecos, si se compara con el desarrollado en las sociedades industriales
altamente diferenciadas y, en especial, con aquellas de entre estas donde se
da un sistem a de partidos. Es decir, los miembros de las primeras necesitan,
en gran medida, para autorrestringirse, de un reforzamiento del temor que
infunden los otros, de la presión que ejercen. La presión puede partir de otras
personas, por ejemplo, de un jefe o también de figuras imaginarias, esto es,
digamos, de antepasados, espíritus o dioses. Independientemente de su forma,
es necesaria aquí una buena dosis de restricción para reforzar en las personas
la estructura autorrestrictiva, indispensable para mantener su propia inte­
gridad, de hecho, para su propia sobrevivencia, lo mismo que para las demás
que con ellas conviven.
Según creo haber descubierto en m is investigaciones, los procesos civi-
lizatorios se caracterizan por un cambio en la relación entre restricciones
sociales heterónomas y autónomas o autorrestricciones individuales. Se trata
únicamente de uno entre varios criterios; me concentraré en él en vista de
que ofrece una vía de acceso relativamente sencilla a los problemas más bien
complejos del impulso a la informalización.
Pensemos en un niño que es golpeado con frecuencia por su colérico padre
cuando es de la opinión de que aquel no ha observado el comportamiento
debido. Por temor a su padre, ese niño aprenderá a evitar un comportamiento
no deseado. Pero con ello sólo se desarrolla un aparato autorrestrictivo incom­
pleto. Para poder controlarse, el niño depende de una am enaza externa. Su
capacidad de autocontrol podría desarrollarse con mayor fuerza si, hablando
con él, con argumentos y m uestras de cariño, el padre lo convenciera de evitar
la conducta no deseada. El niño castigado no aprende a controlarse sin una
restricción heterónoma, sin la amenaza de una sanción paterna y está sujeto,
en consecuencia, en gran medida, a sus propios impulsos de odio y hostilidad.
La probabilidad de que él mismo se convierta en un golpeador, esto es, de que
tome, sin saberlo, al padre como modelo es muy grande.
Este ejemplo puede trasladarse fácilm ente a los sistem as políticos. Los
miembros de la sociedad de un Estado regida durante mucho tiempo de manera
absolutista, es decir, desde arriba, en una forma que llamaríamos de Estado po­
54 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

licíaco, desarrollan estructuras de personalidad completamente análogas, en las


que su capacidad de autocontrol depende de una restricción heterónoma, de una
instancia violenta y fuerte que amenaza, desde fuera, con un castigo. Un régimen
no absolutista, es decir, un régimen de partidos exige un aparato mucho más
fuerte y firme de autorrestricción. Un aparato de este tipo corresponde al modelo
de educación que construye a las personas como individuos, no con la regla y
el palo y no con la violencia primitiva, sino por convencimiento y persuasión.
Esta es la razón por la que la transición de un régimen absolutista, dictatorial
o también de caudillos a un régimen de partidos es tan difícil, a pesar de que
tanto la participación como la formación de la opinión entre los gobernados se
da dentro de límites bastante estrechos en el tipo actual de gobierno pluralista
de partidos. Pero aun esta reducida exigencia de una formación de opinión y de
un autocontrol autónomo de las personas como votantes individuales que han
vivido en un régimen de caudillos enfrenta, en el sentido de una estructura
de la personalidad, enormes dificultades. Esto es particularmente válido en lo
que toca a una batalla electoral emocionalmente controlada y a la medida de
las pasiones que exige. Las dificultades son tan grandes que, normalmente, es
necesario que transcurran tres, cuatro o cinco generaciones antes de que se logre
una coordinación entre las estructuras de la personalidad y la forma pacífica
de la lucha electoral.
Podemos resumir diciendo que en el curso de un proceso de civilización,
el aparato autorrestrictivo se hace más fuerte en relación a las restricciones
heterónomas. Es también más uniforme y más versátil. Ofreceré un ejemplo
acerca de esto último: en sociedades con una gran diversidad de equilibrios de
poder se desarrolla un aparato de autocontrol en el estamento estatal de los
gobernantes y los funcionarios de alto rango, principalmente en relación a sus
iguales. En el trato con los subordinados no es necesario, según el lenguaje
mismo nos lo dice, andarse con inhibiciones, uno puede dejarse ir. Andreas
Capellanus, que escribió en el siglo XII sobre las reglas de comportamiento de
los varones y las mujeres, analizó en detalle la manera en que un noble debía
conducirse frente a alguien de una posición social superior, con alguien del
mismo nivel social y frente a una mujer “plebeya”. Cuando toca el tema de la
conducta hacia una campesina, dice algo parecido a: “en ese caso puedes hacer
lo que quieras”.10 En el siglo XVIII, una dama de la corte se hacía servir por
su ayudante de cámara en el baño. Para ella él no era un hombre, no era una
persona ante la que tuviera que avergonzarse.11 En comparación con estas
sociedades antiguas, en las nuestras se conforma un sentimiento de vergüenza
polifacético. Ciertamente, la escala de la diferencia social es todavía bastante
amplia, pero en el curso del proceso de democratización se ha reducido la escala
de poder. Esto se corresponde con el hecho de que, en el trato con las personas,

10. A n d reae C a p e lla n i, De am ore lib ri tres, E. T rojel, C o p en h ag u e, s.f.


11. Véase N. Elias Über, op. cil, vol. 1, p. 188. También, del mismo autor, Die iwftsche. gesellschaf't,
Neuwied Berlin, 1969/, p. 77/, nota 22
C ivilización e inform alizació n 55

incluso en el trato con las de una posición social inferior, estamos obligados a
desarrollar un alto grado de autocontrol.

4) Pasemos ahora al impulso actual hacia la informalización, que constituye


el punto central de todas estas reflexiones. Me limitaré aquí a dos esferas de
relaciones en que tal impulso puede observarse de manera particularmente
clara: la relación entre mujeres y hombres y la relación entre viejas y nuevas
generaciones.
Tal vez la mejor manera de demostrar el impulso hacia la informalización
sea comparar el canon que regía las relaciones entre ambos sexos entre los
estudiantes antes de la primera guerra mundial con la norma hoy vigente.
Antes de la primera guerra, la mayor parte de los estudiantes provenía de las
clases medias ricas. Por lo regular, ellos formaban parte con frecuencia de una
asociación de estudiantes y concretamente, de una liga en que los golpes de sable
eran de lo más frecuentes, por lo que estaban entrenados para batirse en duelo,
es decir, eran parte de la sociedad de satisfacción del honor, de la sociedad de
quienes eran considerados honorables en tal sentido.
Para ellos se podían distinguir con toda claridad dos tipos de mujeres. Por
una parte, estaban las que pertenecían a su mismo estrato social, aquellas
con las que uno podía contraer matrimonio. Estas mujeres eran sencillamente
intocables; frente a ellas había que observar las formas de trato de la buena
sociedad; había que inclinarse, besarles la mano, bailar con ellas de acuerdo
con las normas prescritas y, si lo permitían, se les podía dar un beso o hacerles
una caricia; de ser necesario se hablaba con sus padres, etc. En resumen: en el
trato con este tipo de mujeres privaba un canon bien establecido y estrictamente
formal de conducta.
Había también mujeres de un tipo diferente: muchachas de otra clase social,
ya fueran prostitutas en un burdel o hijas de la pequeña burguesía u obreras
con las que se podía “tener una relación”.
Es notable cómo se han transformado las cosas a este respecto. Hasta
donde sé, la prostitución y las “relaciones” han desaparecido prácticamente
por completo del panorama estudiantil. Rituales como “distinguida señorita”
y aún el d istante “usted” se han convertido en algo obsoleto no sólo en las
universidades. Tanto los —como las—estud iantes, así como muchas otras
personas, de la m isma edad, se tutean de entrada y sin conocerse en absoluto
con la mayor naturalidad del mundo.
Aquí tenem os, por lo tanto, un ejemplo sencillo de un impulso hacia la
informalización que, además, pone claramente de manifiesto los problemas
planteados en relación con tal impulso. En las generaciones de principios de
siglo había rituales bastante rígidos para que un hombre hiciera la corte a
una mujer, aun tratándose de personas muy jóvenes. A un joven estudiante de
una liga, a un zorro grosero,12 otros colegas de la misma liga se encargaban de

12. Para un a exp licación de e s ta denom inación, v é a se m ás ad elan te. iN . del T *


56 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

hacerle aprehender con bastante rapidez, en el improbable caso de que eso no


hubiera ocurrido ya en su propia casa; junto con el ceremonial del bar o el del
duelo, estaban estas reglas de buen comportamiento frente a las damas de la
asociación u otro tipo de mujeres jóvenes dignas de ser tomadas por esposas.
Todo esto que, sin duda, forma parte de la historia alemana, no ha merecido ser
tomado en cuenta por la historia tradicional. Sin embargo, para el sociólogo es
de fundamental importancia, no para juzgar ni reprobar o elogiar el pasado, ni
tampoco para contraponer a la ‘‘historia política” una consideración de carácter
“histórico-cultural”. Estas categorías ya no son útiles. ¿Cómo podrían, en efecto,
separarse los cambios en las sociedades universitarias de las transformaciones
en las sociedades más comprehensivas de Estado?
La tarea que aquí se plantea es, entonces, en primer lugar, la de hacer
comprensible la gran línea de modificación de la estructura del comportamiento
y echar luz sobre la fase actual de estos problemas por medio de la comparación
con las estructuras de una etapa anterior.
Es evidente que en esta modificación, la emancipación de un grupo que
alguna vez careció de poder, las mujeres, ha abierto a las jóvenes las puertas
de las universidades prácticamente como iguales. En esta situación, el ritual
tradicional y peculiar que regulaba las relaciones entre hombres y mujeres en
las sociedades europeas, ha perdido mucho de su función original, se encuentra
en uso sólo en forma muy primitiva. Pero ese ritual daba a ambos, hombres y
mujeres, cierto sustento y apoyo en su trato entre sí. Les servía como una res­
tricción heterónoma a la que podía atenerse también una persona que contara
con un aparato autorrestrictivo relativamente débil. En muchos sentidos era
precisamente esta la función del ceremonial de las asociaciones estudiantiles.
Quienes formaban parte de ellas se habituaban, de manera similar a como
ocurre en la vida militar, a una disciplina externamente controlada.
La emancipación de este aparato de restricción heterónomo socialmente
determinado que, en algunos casos, aunque no en todos, adquiere la forma de
una revuelta consciente, significa, por tanto, que los jóvenes en general, dentro
y, por supuesto, también fuera de las universidades, se enfrentan hoy a una
tarea social menos prefigurada. El problema de pretender a alguien —lo que
significativamente los hombres llamaban “hacer la corte”—, todo ese proceso
de formación de parejas ha dejado a los participantes, más que nunca, solos.
En otras palabras, pretender y formar parejas ha alcanzado un alto grado de
individualización. Y aunque a primera vista pueda parecer paradójico, este
proceso de informalización, esto es, la emancipación de restricción heterónoma
de un ritual socialmente prescrito, plantea mayores exigencias al aparato de
autorrestricción de las partes individuales. Requiere, en efecto, de cada una de
ellas que se prueben entre sí y a sí mismas, no pudiendo confiar en esta tarea
en otra cosa que en sí mismas, en su propio juicio y sus propios sentimientos.
En todo ello puede observarse también, naturalmente, la formación incipien­
te de un nuevo canon de comportamiento; de hecho, incluso, de un control de
grupo. Con alguna frecuencia ocurre que los amigos o las amigas, un círculo de
C ivilización e inform alización 57

amistades interviene cuando una pareja se encuentra en dificultades, cuando


una de las partes se comporta —en opinión del círculo— demasiado mal con
la otra. Sin embargo, la carga de conformar la vida en pareja se encuentra
ahora en manos de los individuos mismos. En consecuencia, la informalización
implica mayores exigencias para el aparato de autorrestricción y, al mismo
tiempo, una experimentación m ás frecuente, una inseguridad estructural. No
hay, en realidad, modelos para orientarse, cada uno debe elaborar por cuenta
propia, precisam ente llevando a cabo tales experimentos, la estrategia de la
aproximación, lo mismo que de la vida en común.
Lo que trato de demostrar aquí con base en el ejemplo de la relación entre
los sexos en las universidades, tiene también validez para el desarrollo de la
relación entre hombres y mujeres en un sentido amplio. La revista americana
Time informa en ocasiones de la inseguridad de los hombres aún anclados en
los hábitos antiguos.13

Es posible que un hombre que viaja en un autobús urbano esté forzado


a realizar una prueba antes de ofrecer su asiento a una miyer. Tiene que
aprender a evaluar a la mujer de acuerdo con su edad, nivel educativo y
posibles inclinaciones feministas antes de hacerlo. ¿La ofenderá esta muestra
de cortesía? ¡Todo se ha hecho tan ambiguo! ¿Es sexualmente emancipado
o simplemente mal educado un hombre que se niega a abrir la puerta para
que pase una mujer?

Por lo demás, un libro americano reciente de urbanidad establece la siguiente


regla:14 "Quien vaya adelante debe abrir la puerta y dejar pasar a los otros”
Con todo ello se perfila ya lo que en este contexto resulta, desde el punto
de vista sociológico, particularmente importante, es decir, la peculiaridad y la
explicación del impulso hacia la informalidad que ha tenido lugar en el siglo XX.
En última instancia, sólo cuando se ha reconocido y entendido la estructura de
este impulso, puede responderse a la pregunta de si se trata de una incipiente
rebarbarización, del principio del fin del movimiento civilizatorio europeo o de
su continuación en un nuevo plano. El ejemplo mismo de la relación entre los
sexos muestra ya la estrecha relación entre el colapso de una norma de conducta
y un patrón de pensar y sentir, por una parte y, por otra, una modificación en el
equilibrio de poder entre aquellos grupos sociales cuyo nexo había sido orientado
socialmente por la norma en cuestión.
No es posible analizar aquí con mayor detalle la sociogénesis del canon que
regía el trato entre hombres y mujeres de los estratos medio y superior en las
sociedades europeas. Bastará señalar que en ese canon se unen, de una manera
extraña, rasgos de una posición superior de las mujeres con respecto a los
hombres con otros de una posición inferior de ellas en relación a estos. En pocas
13. Tim e, 27 de noviem bre de 1978, p. 47.
14. T h eA m y V anderbilt com plete book o f etiquette, revisado y ampliado por Letitia Baldndge.
Citado en el n ú m ero d e l T im e de la n o ta anterior, p. 48.
58 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

palabras: formas de comportamiento que son inequívocamente características


del trato con personas de una posición social superior, como, por ejemplo, reve­
rencias o besos de mano, se integran en un canon de comportamiento que, por
lo demás, está fuertemente marcado por un elemento masculino, andrárquico.15
Es precisamente la modificación en el sentido de una igualdad de toda esta
estructura ambivalente de poder, lo que se pone de manifiesto por la mencionada
transformación del patrón de trato entre los sexos.

5) Cuando no se tiene una clara idea sociológica del pasado, resulta inevitable
tener también una imagen deformada de las relaciones sociales del presente.
Esto es válido tanto en lo que se refiere a la relación entre los sexos, como
entre las generaciones de la pre y la posguerra. Las transformaciones en el
canon de comportamiento y de percepción, tal y como se pone de manifiesto
en la comparación de dichas transformaciones, pueden ser mejor entendidas,
en lo esencial, en un plano reducido, limitándonos en principio a las de las
generaciones universitarias, esto es sobre todo, a los estudiantes.
Cuando comparo la vida estudiantil de mis años de juventud con la de los
estudiantes en la actualidad, lo primero que me viene a la mente es la forma de
comportamiento notoriamente jerárquica de la época imperial y la actitud no
menos notoriamente igualitaria de las generaciones posteriores a la segunda
guerra mundial. La diferencia resulta más que evidente cuando se piensa en
que, antes de la primera guerra mundial, la mayoría de los estudiantes formaba
parte de asociaciones o cuerpos estudiantiles; en ese tiempo, y tal vez aún en la
actualidad, tales asociaciones educaban para una actitud claramente marcada
de subordinación y de supraordenación. El novicio tenía la obligación de realizar
toda clase de tareas para su tutor en el cuerpo, si no es que, tal y como ocurría en
una relación similar en las public schools inglesas, de limpiar y dar brillo todos
los días a sus zapatos. La regla sobre la cerveza era que el más joven bebiera con
el más antiguo tantas veces como este lo exhortara a hacerlo, pudiendo retirarse
a los sanitarios cuando finalmente se sintiera mal. Como por tradición, puesto
que se suponía que un estudiante estaba dedicado al “espíritu” y no tenía tiempo
para nadie, la universidad alemana no disponía de ningún tipo de instalación
para la vida social de los jóvenes, las asociaciones estudiantiles jugaban un
papel nada despreciable y complementario.
A ello se agrega el hecho de que la absoluta mayoría de los estudiantes
hasta la primera guerra mundial estudiaba, hasta donde sé, a costa de sus
padres. Esto condicionaba una selección social muy específica. Aún sin contar
con documentos estadísticos puede estimarse que, antes de la primera guerra
mundial, los estudiantes de las universidades alemanas provenían en un 90%
de las clases medias adineradas. En contraposición, observemos la división

15. Véase a este respecto N. Elias, “W andlungen der m achtbalance zwischen den geschlechtem ”
/ Cambios en el equilibrio de poder entre los sexos], y Kólner Zeitschrift fü r Soziologie und
Soziaipsychologie, año 38, 1986. pp. 425-449; en especial pp. 425-427.
C ivilización e inform alización 59

social de acuerdo con la actividad profesional del padre, en una universidad de


la República Federal Alemana en el año de 1978.16

Obrero 18.1 %
Empleado 34.6 %
Empleado oficial 19.5 %
Profesional libre 20.5 %
Otros 7.3 %

Aunque ciertamente estos datos no corresponden a la proporción de las distintas


posiciones de los padres en la población total, sí muestran, no obstante, comparados
con 1910, una tendencia a la modificación en el reparto del poder.
Si observamos con atención, encontraremos que entre los estudiantes se
presentan rasgos característicos que poseen una especificidad más generacional
que de estrato social. Podría ser que los cambios se encontraran en gestación,
pero en la actualidad, entre los estudiantes alemanes puede constatarse con
frecuencia una desconfianza específica frente a las generaciones anteriores,
es decir, a las que vivieron la guerra. Sin que haya una articulación precisa al
respecto, se los culpa de lo ocurrido durante la contienda, así como del ascenso
de los nazis, cosas ambas de las que uno preferiría olvidarse y con las cuales la
generación más joven no puede identificarse. El sentimiento de que “nosotros
no tuvimos nada que ver con eso” divide a las nuevas generaciones y las separa
cada vez más de las viejas, que sí “tuvieron algo que ver con ello”. Á pesar de
que en la República Federal son estas últimas las que detentan la autoridad,
tal autoridad no es reconocida, en mi opinión, por los estudiantes.
La pronunciada tendencia igualitarista en la nueva generación se pone
también de manifiesto, entre otras cosas, en el tuteo estudiantil, que se ex­
tiende asimismo, en alguna medida, a los profesores y docentes jóvenes. Durante
algún tiempo resultaba evidentemente natural que uno se dirigiera aún al
ordinarius sin servirse de ningún título, simplemente con “Señor” -u n signo de
la tendencia hacia la informalización y, a la vez, de una mayor pretensión de
poder de parte de los estudiantes en su relación con los profesores-. No me
atrevo a predecir el curso que esta tendencia tomará. En última instancia, el
desarrollo en las universidades depende del desarrollo de la República Federal
en su totalidad. Un reforzamiento de las tendencias autoritarias en ella hará que
estas tendencias también se vean reforzadas en las universidades.
En un trabajo referido a Holanda en particular17 se subraya la intensidad
con que se presenta en muchas personas de las generaciones más jóvenes
—que tienen ante sí, como ejemplo negativo, la reglamentación impuesta por el
Estado— el deseo de “liberar completamente la personalidad individual de las
restricciones sociales”. Sin embargo, a diferencia de épocas anteriores, cuando

16. B ielefelder U n iv ersitá tszeitu n g , n ú m . 108, dic. 12 de 1978.


17. W outers/, “In fo rm a lis ie ru n g " , loe. c it ¡ , n o ta 7/, p. 289.
60 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

los jóvenes buscaban solamente para sí mismos una tarea significativa, en la


actualidad existe

una fuerte tendencia entre las generaciones que buscan emanciparse a


buscar la satisfacción y la realización individual en grupos o en movimientos
sociales. En este sentido, las acentuadas tendencias hada el individualismo
que uno puede constatar aquí adquieren un carácter enteramente diferente
a las del liberalismo político o cultural. [Y, a causa de esto,] las inevitables
restricciones que la vida en grupos o en movimientos impone al individuo
anulan con facilidad, una y otra vez, las imaginarias esperanzas de una
libertad individual...

A pesar de las reservas y precauciones a que la generalización obliga, puede


reconocerse aquí un problema que se encuentra íntimamente vinculado con el
de la informalización. Comparemos la organización altamente formalizada de
las corporaciones estudiantiles antiguas —el korps, las asociaciones juveniles,
las asociaciones gimnásticas— y sus formas estrictamente jerárquicas y auto­
ritarias con los intentos de crear formas de organización igualitarias entre los
estudiantes de la actualidad. Si bien uno reconoce en tal caso las diferencias,
tiene también una idea de las dificultades especiales a que se enfrentan estos
intentos de los estudiantes en nuestros días. La unión de personas jóvenes
que hoy buscan formar grupos igualitarios conduce en muchos casos a una
jerarquización. Y como toda convivencia de personas impone restricciones a
quienes participan en ella, una unión que no reconoce este hecho y que busca
realizar una vida libre de ellas (que no existe) acarrea por necesidad, si es que
uno puede expresarlo de esta manera, desilusiones.
La comparación con las asociaciones estudiantiles a la vuelta de siglo, pone
al descubierto otros puntos centrales de la diferencia entre esa época y la actual,
también en lo que toca a la relación entre generaciones. Dos de tales puntos
centrales resultan particularmente evidentes: el retroceso de las asociaciones
de estudiantes, el desplazamiento del poder en favor de los estudiantes “no
corporativos”, significó eo ipso un impulso masivo a la individualización, una
emancipación de la disciplina formal de grupo que acompañaba a los “corpora­
tivos”, aún en el ambiente relajado de los bares; por su parte, las generaciones
nuevas, mucho más individualizadas, que ya no sentían que su carrera dependía
de la protección de los antiguos señores, exigieron en lugar de ello, una posición
de mayor igualdad con las viejas generaciones. Una serie de factores ligados
entre sí contribuyó a un desplazamiento del equilibrio de poder en favor de las
generaciones más jóvenes. El avance de la ayuda del Estado para hombres y
mujeres estudiantes jugó un papel de importancia en este contexto, al igual
que la descalificación, de numerosos representantes de las viejas generaciones,
debida a su asociación con el nacionalsocialismo y, en general, a haber perdido
la guerra. Sin embargo, estos son sólo ejemplos. En realidad, fue toda una serie
C ivilizac ió n e infor m a liza c ió n 61

compleja de factores la que, d espués de la guerra, puso en las manos de las


nuevas generaciones m ás instrumentos de poder en la lucha nunca acabada con
las generaciones precedentes.
Como suele ocurrir con frecuencia en una situación de este tipo, muchos
representantes de la s jóvenes generaciones sintieron que los vientos soplaban
en su favor y sobreestimaron su s fuerzas. Con un desconocimiento que a veces
resultaba conmovedor de los medios de poder realmente a su disposición de­
cidieron que había llegado el momento en que podía lograrse todo aquello que
habían deseado. Si anteriormente las viejas generaciones habían dado expresión
a su superioridad de poder con respecto a las jóvenes, por medio de rituales de
comportamiento formales, los representantes de estas se vieron envueltos ahora
en una lucha cuya m eta era la destrucción de todas estas formalidades, no sólo
en el trato de las generaciones entre sí, sino también en el de las personas en
general. Si echamos una mirada retrospectiva a la década de los sesenta y los
setenta, quizá recordemos solam ente la desm esura de las expectativas y el
amargo sabor de la decepción que el curso objetivo de los acontecimientos dejó
en la boca de m uchas personas al no cumplirse lo que habían esperado. Sin
embargo, la inutilidad de las luchas de poder con expectativas excesivas, oculta
en ocasiones el hecho elem ental de que el desarrollo social no vuelve, simple y
sencillamente, al nivel anterior de formalización una vez que los ánimos se han
apaciguado: los sueños no se cumplieron, pero la distribución de los equilibrios
de poder entre las generaciones es ahora mucho menos desigual a la de antes
de que estallara el conflicto entre generaciones.
Un terreno en que esta transformación se observa de manera particular­
mente evidente es el de la relación de las mujeres no casadas y sus padres y, en
general, de las mujeres jóvenes y los representantes de las viejas generaciones.
De entre todos los cambios registrados en el curso de este siglo en los patrones
de formalización o de inform alización y en el equilibrio de poder entre las
generaciones, el creciente poder de las mujeres jóvenes solteras es, sin duda, uno
de los más notables y ricos en consecuencias. En amplios círculos de la burguesía
y de la nobleza, la vida de estas mujeres había sido regulada, hasta el primer
cuarto del siglo XX, fundamentalmente por sus familias. El ámbito individual
de libertad para la autorregulación a disposición de ellas era muy limitado. El
control ejercido por las personas mayores abarcaba prácticamente todos los
aspectos de su vida. Resultaba completamente inapropiado, por ejemplo, estar
a solas en algún cuarto con un joven que no formara parte de la familia, al igual
que ir sin alguna compañía por la calle. Las relaciones sexuales premaritales
condenaban a una mujer que se respetaba a una vergüenza de por vida. Una
descripción bastante cercana a la realidad puede encontrarse en Rose Bernd,
la tragedia de Gerhart Hauptmann, donde la hermosa y honrada hija de un
campesino, tras de la cual los hombres andaban como aves de presa, es seducida
finalmente por uno de ellos y sucumbe por la vergüenza que ha acarreado con
este hecho a sí m isma y a su familia. No debemos olvidarlo: esta regulación del
comportamiento y de los sentimientos de las mujeres jóvenes por parte de los
62 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

padres, la Iglesia, el Estado y todo el círculo de amistades, era también un tipo


de formalización que correspondía al equilibrio del poder en la relación de las
generaciones y de los sexos.
Como podemos observar, en menos de cien años ha tenido lugar una trans­
formación bastante radical. Cuando ahora, a finales del siglo xx, dos jóvenes
se unen y esperan un niño, esto no es considerado en muchos casos ni por los
padres ni por los jóvenes mismos como una vergüenza. Es evidente el impulso
informalizador a este respecto, aún cuando, sin duda, el mismo no se extienda en
igual medida a todos los estratos y sectores de las sociedades más desarrolladas.
Sin embargo, con frecuencia en las discusiones públicas no resulta claro si lo
que realmente ha experimentado un cambio, es la estructura misma de la
transformación. Es común no reconocer en él ninguna otra cosa que un paso
más hacia la ausencia total de reglas. Es decir, el cambio aparece simplemente
como expresión del relajamiento de los cánones de comportamiento y de los
sentimientos sin los cuales una sociedad, por necesidad, sucumbiría. Sin embargo,
esta concepción no hace justicia a los hechos. Los cambios en el patrón social que
determina la vida de las mujeres jóvenes muestran, de manera inequívoca, que
ahora el peso de las decisiones y con ello también el de la regulación, ha pasado
en gran medida de los padres y las familias a las mujeres mismas. Se trata, en
realidad, por ese lado, es decir, por el lado de la relación entre generaciones, de
un incremento de la presión social hacia una autorregulación o, dicho en otras
palabras, de un impulso hacia la individualización. Ver una transformación de
este tipo como un acto de descivilización significa entender erróneamente la
teoría de la civilización.

B. LA SOCIEDAD DE LA SATISFACCIÓN DEL HONOR

1) H ay aspectos de la estratificació n social ta n to en la A lem ania de 1900


como en g eneral, que esp o n tán eam en te pueden considerarse como algo sufi­
cientem ente conocido y que, por esta razón, a u n a reflexión científica y, por lo
tanto, a u n a investigación sistem ática pueden pasarle desapercibidos. Pensemos
ta n sólo en dos tipos p ro m in en tes del an álisis científico de los problem as de
estratificació n social: la d eterm in ació n por e stra to s con base en la filiación
profesional y la b a sa d a en la clase social a que se pertenece. Ambos criterios
de estratificación son indispensables, pero ninguno de ellos es suficiente p ara
u n a com prensión de la ordenación fácticam ente observable de las personas en
un estrato superior o inferior. P a ra este fin, re su lta igualm ente necesario saber
cómo se clasifican a sí m ism as y cómo clasifican a los dem ás las personas de
u na sociedad que disponen de diferentes oportunidades de ejercer poder y que
gozan de estatu s.
C ivilización e informalización 63

Entre los criterios de estratificación que m uestran cómo se asocian las


personas en una sociedad cuando se las considera únicamente de manera pers-
pectivista como "ustedes”, es decir, como representantes de la tercera persona
del plural, se cuentan aquellos que se alcanzan cuando los investigadores
reconstituyen en su propia conciencia la perspectiva propia de los investigados,
cuando examinan cómo se experimentan ellos en sí mismos, en la primera
persona, así como en la tercera persona del plural.18 Cuando la imagen que
las personas que conviven en una sociedad dada tienen de su propio nivel, y
del de quienes las rodean en la pirámide social, se estructura en un modelo
comprensivo y con criterios de estratificación establecidos desde la perspectiva
del investigador; entonces este modelo tiene la posibilidad de resultar fructí­
fero para la continuación del trabajo. Porque, de hecho, la experiencia de la
estratificación por parte de quienes participan en ella, forma también parte de
los elementos constitutivos de la estructura de esta última. Y gracias a que la
estructura de la experiencia de estratificación, y en tal caso, su deformación o
bloqueo perspectivista, se integra a su campo visual, resulta posible, para quien
lleva a cabo la investigación, evitar el acartonamiento académico de la realidad
por medio de la oposición de modelos objetivistas y subjetivistas, pudiendo
alcanzarse así una mayor congruencia entre los símbolos conceptuales y las
relaciones observables.
Cuando uno, de manera unilateral, se apega a la imagen estratificadora
enfocándola a las clases económicas, tal y como fue elaborada en primer término
por los fisiócratas y, luego, fijada programáticamente por Marx, podría tenerse
fácilmente la impresión de que la estratificación social de la Alemania imperial
se encontraba determinada única y exclusivamente por la propiedad, o no pro­
piedad, de los medios de producción. En tal caso, uno está obligado a entender la
desigualdad en la distribución de poder y las relaciones sociales de subordinación
y supra-ordenación de este periodo, en primer lugar, de acuerdo con la relación
de las clases “económicas”, esto es, de las especializadas en producir bienes y
distribuirlos, es decir, de empresarios y trabajadores. Entonces, uno se ve orillado
a considerar a los grandes empresarios capitalistas como el estrato socialmente
más poderoso y encumbrado en la Alemania imperial. Sin embargo, esta imagen
de la sociedad alemana de entre 1871 y 1918 no corresponde a la realidad.
Si examinamos cómo clasificaban las personas mismas que formaban parte
de esta sociedad a los diferentes estratos sociales de ella, llegaremos a la con­
clusión de que ni los empresarios ni los grupos afines, por ejemplo, los grandes
comerciantes o los banqueros, ocupaban en forma alguna el lugar más elevado
de la jerarquía social. Tanto los oficiales del gobierno de alto nivel como los
militares tenían un rango definitivamente más elevado que los comerciantes
ricos, e incluso, un profesional relativamente acomodado, digamos, un abogado o
un médico, ocupaba un lugar más elevado que el de un comerciante o empresario

18. Véase N. E lias, “Die Fürw orterserie ais F ig u ra tio n sm o d el”, Was ist soziologie0 M unich/
1970/, pp. 132-139
64 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

tal vez más rico, pero sin estudios. Podríamos tener asimismo la impresión
de que, un capitalista con finanzas fuertes pero no profesional, era también
socialmente más poderoso que uno que disponía de menos capital; pero esta es
una idea que tendría que manejarse con mucho cuidado. Rara vez ocurre que
la manera en que los estratos se clasifican entre sí, es decir, su imagen de la
jerarquía social, sea independiente del equilibrio objetivo, y real de poder que
existe entre ellos. Por supuesto, hay periodos de transición, en los cuales, el rango
de los estratos en la escala de jerarquía ya no coincide o todavía no coincide
con la distribución de poder. Pero si pasamos por alto las discrepancias de tales
periodos de transición, encontraremos que la imagen del nivel de estatus que
se forman los diferentes estratos que componen una sociedad constituye un
síntoma bastante confiable de la distribución real del poder entre ellos.
Entre los criterios que determinaban el rango social de una persona en “la
buena sociedad” de la Alemania imperial, contaba su origen en mucha mayor
medida que en la actualidad, es decir, el nivel social de los padres o abuelos. En
el caso de las autoridades y entre los militares con toda seguridad; entre los
profesional más bien se pasaba por alto, considerándose tal vez como algo de
lo más natural, que sólo una familia adecuadamente acomodada estuviera
en condiciones de enviar a sus hijos a la Universidad. Y, a pesar de que
el padre mismo no hubiera formado parte de los círculos superiores, el hecho
de que alguien hubiera superado las barreras de los ritos de iniciación de las
asociaciones juveniles y de las asociaciones corporativas de estudiantes y, que
más tarde, hubiera alcanzado el grado de doktor; borraba el recuerdo de un
origen no particularmente distinguido. Pero en las “buenas sociedades” no se
olvidaba nunca del todo que los comerciantes y empresarios enriquecidos, que no
habían pasado por el bautismo de sangre estudiantil o militar, tenían el detecto
de venir de uabajo”, de ser “arribistas”, parvenüs.
Las cosas no eran de ninguna manera como sugiere el uso bastante des­
preocupado del concepto de “sociedad capitalista”, que ya en la época posterior
a 1871, los grandes capitalistas constituían también el estrato socialmente más
poderoso y, en consecuencia, el de mayor jerarquía social en la sociedad alemana.
Como corresponde a su desarrollo tardío como Estado nacional, Alemania era
un país donde también la riqueza de la gran burguesía se desarrollaría en la
época moderna relativamente tarde. Tomando en cuenta el estado actual que
guardan nuestros conocimientos de ese periodo, no es fácil decir cuántos de
los comerciantes y empresarios ricos de la segunda parte del siglo XIX eran
“arribistas”, es decir, grandes burgueses de la primera generación. Pero no es
exagerado suponer que se trataba de un elevado porcentaje. De cualquier modo,
en la estructura social de la Alemania imperial hasta 1918, los representantes de
las ‘Viejas” familias, que prácticamente tenían el monopolio absoluto de los altos
cargos en el gobierno, de la oficialidad militar y de la diplomacia ocupaban, sin
duda alguna, un lugar más elevado en la jerarquía social que los “capitalistas”.
Heinrich Mann, en su novela Der untertan [El súbditoJ ha caricaturizado la
relación de un empresario con los representantes nobles del Estado. No obstante,
C ivilización e informalización 65

sus descripciones de las diferencias de poder, donde los representantes nobles


de las autoridades estatales, por ejemplo el presidente del gobierno, aparecen
como superiores, mientras que el empresario se presenta como un súbdito de
mucho menos poder, corresponden en gran medida a la realidad.
Observemos ahora, con un ejemplo, cómo es que los participantes mismos
veían la jerarquía de poder y de estatus en la Alemania de finales del siglo XIX o
de principios del presente. El fragmento ha sido tomado de la novela estudiantil
de Walter Bloem, Der krasse fuchs. 19

El cuerpo de Marburg se dividía en dos castas: en la asociación y en lo que


no formaba parte de ella. Que una persona o que una familia tuviera que
considerarse como perteneciente a una u otra dase era algo que decidía una
característica diferenciadora muy simple: los miembros de la Sociedad del
Museo conformaban la sociedad; quien no formara parte de este círculo era
considerado como un ser desprovisto de toda calidad. Los miembros que
desempeñaban cargos en la Universidad, en los cuerpos administrativos de
la ciudad, en el cuerpo de oficiales del batallón de cazadores, y la totalidad de
los profesionales independientes y comerciantes acomodados pertenecían a la
asociación. Por poco dinero, el cuerpo estudiantil podía solicitar su membrecía.
De este modo, quienes formaban parte de él, o de la asociación juvenil, de
las asociaciones regionales y de los clubes académicos de gimnasia gozaban
también, sin excepciones, del derecho al Museo.
Pero en la sociedad misma había también numerosos y más selectos círculos
que, aunque rivalizando en algunos aspectos, en última instancia, constituían
en realidad, una jerarquía social interna en una construcción verticalmente
ascendente, al principio, y más tarde, en lento descenso.
El mayor-zorro instruía en cada reunión de renuncia a los jóvenes estudiantes
corporativos en cómo respetar exclusivamente ciertos estratos jerárquicos
elevados y señalados de manera exacta. Werner sabía, por tanto, con toda
precisión, al llegar a su primera reunión del Museo que, por supuesto no
podía bailar con cualquier muchacha que le agradara; sabía perfectamente
que, antes de presentarse ante ella, tenía que informarse con algún joven del
cuerpo si la dama en cuestión formaba también parte del círculo con que el
cuerpo tenía trato.
Pero todavía sabía demasiado poco de la vida como para sentirse particular­
mente incómodo en los estrechos límites, dentro de los cuales, podía buscar
diversión y estimulo. Poco a poco se había convertido en todo un cimber, de
tal manera que le resultaba lo más natural del mundo bailar únicamente
con damas -cimber. Sus sentimientos estaban completamente impregnados
de los colores azul, rojo y blanco de la asociación; lo que estaba fuera de
esta perspectiva contaba tan poco, como debieron contar para un ciudadano

19. Walter Bloem , D er k ra sse fuchs, B erlín, 1910, pp. 73 y ss. / F uchs significa literalm ente
2orm E sta era la denom inación que los estu d ia n tes corporativos u tilizaban para designar
a alguien que h ab ía alcanzado a lgú n n ivel en la jerarquía de la asociación. Todo miembro
del cuerpo tenia, adem ás, s u fuchs, a qu ien estab a obligado a prestar servicios. [N. del T |
66 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

romano de la primera época, las mujeres de aquellos pueblos con los que
Roma no mantenía ningún tipo de commercium et connubium.

La división social de una pequeña ciudad universitaria alemana alrededor


de 1900, vista desde la perspectiva de los estratos superiores, se presenta en
esta descripción de manera bastante clara. También las novelas pueden servir,
utilizadas críticamente, para hacer aparecer nuevamente ante nuestros ojos una
sociedad del pasado y sus diferencias de poder. Como en toda ciudad alemana,
ya fuera grande o pequeña, también en Marburg había un grupo sobresaliente
de habitantes, su “buena sociedad”. Quienes pertenecían a él formaban una red
de personas que, a pesar de cualquier rivalidad o enemistad internas, se sentían
parte integrante del grupo y que, en su conjunto, poseían suficiente poder como
para cerrarse y excluir a otros de su exclusivo círculo de trato y relaciones. Esta
exclusividad, esta pertenencia a “la buena sociedad” se hacía patente a través de
su membrecía en una asociación local, la “Sociedad del Museo”. Que uno tuviera
derecho a participar en los actos organizados por ella, particularmente en su
gran reunión, en el Gran Baile, era señal menos visible e institucionalizada
de una línea de demarcación entre personas: entre quienes eran considerados
por los miembros de “la buena sociedad” como parte de ella y quienes no eran
considerados por ellos parte de la misma. La aceptación en la Sociedad del
Museo constituía, por tanto, la expresión manifiesta de que una persona “estaba
dentro”, aunque sin crear ni justificar este estatus. Este último se determinaba
a partir de criterios internos tales como origen, título, posición profesional,
educación, fama e ingresos, por medio del relativamente discreto intercambio
de opiniones en los canales de chismes de la red de ‘la s buenas familias” locales,
a la que estaban conectados los cuerpos y asociaciones juveniles.
Entre los miembros de la Sociedad marburguense del Museo se contaban en
primer lugar, como vemos, las autoridades de la ciudad, de la Universidad, de la
administración y del cuerpo de oficiales estacionado en la región con sus familias;
venían luego los profesionales locales y quienes formaban parte de las asociacio­
nes identificadas con el grupo. Como una ramificación local se incluían también
algunos comerciantes ricos. En correspondencia con la distribución de poder en
el II Reich, también aquí los representantes del Estado ocupaban el lugar más
alto de la jerarquía. Los comerciantes y los representantes de la economía les
iban muy a la zaga en cuanto a poder y estatus. Un estudiante corporativo habría
tenido que romper algunas barreras y habría experimentado en carne propia todo
el peso del enojo de sus compañeros si, en lugar de relacionarse con las damas
de la asociación, en el círculo donde el cuerpo estudiantil se relacionaba y tenía
tratos, se hubiera inclinado por la bella hija de un comerciante.
De acuerdo con esto —Bloem lo dice abiertamente—, había también dentro
de este círculo una serie de niveles. Pero, en general, la pertenencia determinaba
con quién podía “uno”relacionarse sin poner en riesgo su propio estatus superior.
La pertenencia identificaba a una persona como miembro de “la buena sociedad”,
es decir, en un sentido amplio, del estamento de poder alemán. La no p e r t e n e n c i a
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 67

señalaba a una persona como alguien de fuera, esto es, como alguien a quien le
estaba impedido el acceso tanto a las posiciones de poder como a los círculos de
relaciones y am istades de las clases superiores.

2) “Las buenas sociedades” son formaciones sociales de un tipo específico. Se


forman como correlato de los estam entos de poder, que, de este modo, pueden
conservar su posición de monopolio más allá de una generación de individuos,
como círculos de relaciones entre personas o familias que pertenecen a dichos
estamentos- La sociedad cortesana constituye un tipo determinado de “buena
sociedad”. La mayoría de las dictaduras son demasiado jóvenes e inestables
para conducir a la formación de “buenas sociedades”. De cualquier manera,
uno encuentra esbozos de una formación social de esta especie en la Alemania
nazi, lo mismo que en la más estable Unión Soviética. Podemos encontrar una
society de larga tradición en Inglaterra, en donde, hasta hace poco, la corte era
el punto culminante de su jerarquía, representando al mismo tiempo su centro
y teniendo como vocero la “Court page” del Times.
Cuando la integración de un país es incompleta o tiene lugar tardíamente,
se desarrollan, tal y como ocurrió en el caso de Alemania, muchas “buenas
sociedades” locales, sin que ninguna de ellas se imponga sobre todas las demás
ni resulte determinante para el canon de comportamiento indicador de perte­
nencia u otros criterios de membrecía. Mientras que tanto en Inglaterra como en
Francia fue la sociedad capitalina la que, sin duda alguna, alcanzó preeminencia
frente a todas las sociedades locales, y mientras que, posiblemente, en Estados
Unidos, la sociedad de Washington comenzaría a tener una función de este tipo,
la sociedad cortesana de Berlín sólo logró, en el corto periodo de unión del II
Reich alemán, jugar de manera limitada este papel central e integrador.
En su lugar, en Alemania, fueron las viejas instituciones, aparte del ejército,
las asociaciones estudiantiles proclives a la violencia, las que desarrollaron tales
funciones integradas. Para un hombre joven, la entrada a una de las asociaciones
estudiantiles de renombre significaba un ascenso en el estamento de poder y no
sólo en el de una única ciudad o en el de la ciudad universitaria. La pertenencia
a una asociación estudiantil de ese tipo lo identificaba como miembro de un
poder local en todo el II Reich y como congénere, como alguien cuya conducta
y forma de pensar se sujetaba a un canon peculiar y, para las capas superiores
alemanas de la época, característico. Esto era lo decisivo. La educación en un
patrón de comportamiento y de ideas específico que se extendería, a pesar de
las variantes locales» de manera bastante regular de 1871 a 1918 a través de las
distintas dependencias de la buena sociedad era una de las funciones principales
de estas asociaciones estudiantiles proclives a la violencia. Junto con el modelo
de educación de los oficiales militares, que resultaba similar al suyo, aunque
ponía el acento en otro aspecto, el canon común de estas corporaciones contri­
buiría de manera considerable a la uniformación del comportamiento y de la
forma de pensar de las capas superiores de la sociedad alemana —aún bastante
desunidas— en la era del II Reich imperial. Un elemento central en el marco de
68 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

estas dos formas de reglamentación era la reducción de la lucha privada con otra
persona al duelo.
El canon tanto de los estudiantes como de los oficiales del ejército, de acuerdo
con su función, aunque no de acuerdo con su sustancia, era el equivalente
alemán del canon del gentlem an inglés. Sin embargo, este último se había
extendido gradualmente, a través de siglos de existencia, entre los grupos
de terratenientes y aristócratas, aunque con algunos matices claramente
reconocibles, a otras capas de la población. Esta expansión y transformación
de lo que originalmente era un patrón de comportamiento de los grupos más
encumbrados, gracias a su absorción por parte de amplios sectores del pueblo,
resulta bastante característico del grado relativamente alto de permeabilidad
entre las clases sociales que habría de marcar el desarrollo de la sociedad
inglesa. Lo que aquí se pone de manifiesto, en comparación con Alemania, es la
diversidad en la diferencia formalidad/informalidad del canon del gentleman
inglés. En el siglo XIX, esta escala no era tan vertical como en el caso del patrón
alemán correspondiente. En general, para decirlo con brevedad, la formalidad
inglesa se haría más informal con el tiempo que su contraparte alemana, a
la vez que un proceso similar, aunque en sentido contrario, tenía lugar con la
informalidad. En parte, este hecho se relaciona con la circunstancia de que, el
canon guerrero de los oficiales de los ejércitos de tierra, una de las raíces del
patrón nacional, jugó un papel menor en el desarrollo de Inglaterra que en
el de Alemania. La obligación de batirse en duelo ya había desaparecido en
Inglaterra, incluso del canon de los oficiales de tierra, a mitad del siglo XIX, es
decir, en los tiempos del príncipe Alberto, lo que influiría en alguna medida en
ello. El hecho de que “la armada marítima” —l ‘armée navale, the Navy— haya
cobrado primacía sobre el ejército de tierra como arma de ataque y de defensa
en Inglaterra, tiene en este contexto una importancia fundamental.
En Alemania, como en casi todas las naciones continentales, el desarrollo
tomaría otro curso que tiene que ver, más bien, con su fragmentación como
Estado y con su papel repetido de escenario de guerra en Europa. En especial
en Prusia y en Austria, el patrón de honor de los guerreros y, por tanto, la
reducción del duelo a asunto privado, como signo de pertenencia a los estratos
con “honra”, a las capas establecidas, conserva su papel determinante hasta
entrado el siglo XX. Como en otros países continentales, por ejemplo Francia, la
costumbre noble de batirse en duelo, como un recurso de los estratos superiores
para defender su honor individual a .l margen de las leyes y los tribunales
estatales y con la exposición misma de la propia persona, contagia a los círculos
más elevados de la burguesía. De este modo, el código de honor, lo mismo que el
duelo, adquieren la función de un medio correctivo, de un símbolo de pertenencia
entre los estudiantes, visible en las cicatrices como un signo que proclamaba su
expectativa de ser aceptados en los estamentos de poder, de ocupar una posición
importante en la sociedad imperial alemana.
Como ya hemos dicho, las asociaciones corporativas estudiantiles, al igual
que las asociaciones juveniles adquirirían una función unificadora de considera'
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 69

ción en el II Reich alemán, que aún después de 1871 mostraba una integración
bastante dispar y porosa. Gente de las más diversas regiones de Alemania
adquirían en ellas» a pesar de los distintos niveles jerárquicos entre los estu­
diantes corporativos mismos, una impronta relativamente uniforme. En un país
cuya unificación ocurre tardíamente, en un país sin una sociedad capitalina que
sírva como modelo, ni institutos de educación que formen unitariamente al estilo
de las public schools inglesas, las asociaciones corporativas de estudiantes, con
su proclividad a la violencia física, junto con las cantinas-clubes para oficiales,
adquirirían la función de sitios formativos del patrón común de comportamiento
e ideología de los estratos superiores alem anes. Sin embargo, el modelo de
comportamiento que buscaban inculcar era m uy peculiar. D e hecho, puede
decirse que estas capas superiores, diversas como eran en los numerosos Estados
y ciudades de Alemania, conformaban una sola y gran sociedad com puesta por
quienes estaban facultados para la satisfacción del honor, es decir, por aquellos
que gozaban del privilegio de exigir a cualquier otro miembro de esta sociedad,
una satisfacción con las armas en la mano, en caso de sentirse ofendidos y que, a
su vez, estaban obligados a batirse en duelo con otros elementos de esa sociedad,
cuando estos creyeran que su honor había sufrido mácula de su parte.
De este modo, en la sociedad alemana, como en algunas otras, conservaron su
fuerza, hasta ya entrado el siglo XX, formas de relación que siempre habían sido
características de las sociedades guerreras, pero que el creciente monopolio de la
violencia por el poder había desplazado lenta y, en ocasiones, titubeantemente a
muchas otras esferas de la vida comunitaria. El patrón guerrero subsistiría, en
la forma del duelo, hasta la época de la generación de quienes son hoy abuelos.
Este canon permite a quienes son físicamente más fuertes o se sirven con mayor
astucia de los m edios violentos, imponer su voluntad a quienes son menos
diestros que ellos en el uso de las armas y, al mismo tiempo, cosechar mayores
honores. En la actualidad, sobre todo en los países altamente industrializados,
la fuerza física o la habilidad en el manejo de las armas ha perdido en gran
medida su importancia para el estatus de una persona, para su respetabilidad
en el trato social. En general, el pendenciero, con o sin armas, que se sirve de su
superioridad combativa para someter a otros a su voluntad no goza ya de ningún
respeto particular. Anteriorm ente no ocurría esto. En todas las sociedades
guerreras —y un ejemplo de una sociedad de ese tipo es también la de la antigua
Atenas— probarse en una batalla física con otras personas, obtener la victoria
sobre ellas y, en su caso, su muerte, ha sido un elem ento imprescindible del
respeto que ha de mostrarse un hombre a sí mismo. La tradición militar actual
intenta limitar el entrenamiento para aplicar la violencia física, hasta donde
esto es posible, a personas que no pertenecen a la propia sociedad estatal. El
duelo era un remanente de los tiempos en que también en la propia sociedad
resultaba dominante el recurso a la violencia en caso de conflicto, de la época en
que el más débil o menos diestro se encontraba a merced de los más fuertes.
La tradición del duelo como medio de resolver un conflicto, se remonta a la
época en que los poderes centrales del Estado intentaban pacificar su dominios y
70 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

reservar para sí mismos y sus representantes el derecho a recurrir a la violencia


física dentro de tal territorio; en otras palabras, de la época en que proclamaban
su propio monopolio del uso de la violencia. Con ello despojaron a la nobleza
guerrera de sus tierras del instrumento de poder por excelencia, tanto en sus
relaciones con quienes eran socialmente más débiles y que, por lo tanto, ocupaban
una posición inferior, como en sus desavenencias con sus pares. Se extendería
entonces entre el estamento guerrero gradualmente sometido, como un gesto
de rebeldía e inconformidad frente a los cada vez más poderosos señores del
principado central, la costumbre de resolver entre sí en una lucha, por lo menos
aquellos conflictos que tocaban el honor personal, en lugar de someterlos, tal
y como lo exigía la ley del Estado central, a sus tribunales; pero de resolverlos
usando la violencia física —ahora prohibida— en la forma privada de un duelo.
Puede decirse que la costumbre del duelo entre pares estamentarios fue, de hecho,
la última canonización de un tipo de ideología y de comportamiento que la nobleza
guerrera, cada vez más integrada en el aparato estatal, comportaría con otros
estratos superiores en situación similar. “El aparato restrictivo y las leyes del
Estado —se pensaba— son útiles para mantener en paz la inquietud de las masas.
Pero nosotros, los guerreros y los gobernantes, somos los que garantizamos el
orden en el Estado, somos los que dominamos el Estado. Vivimos según nuestras
propias reglas, según las que nosotros mismos nos hemos dado, luego estas
leyes estatales no se aplican en nuestro caso.” En la Alemania imperial estaba
legalmente prohibido el uso privado de armas y, en consecuencia, también las
luchas entre dos personas, fuera en serio o como juego, en que con frecuencia los
participantes se causaban daños físicos de consideración. Tales luchas represen­
taban una abierta ruptura del monopolio estatal de la violencia, el último refugio
de un estrato superior para resolver entre sí los asuntos personales de acuerdo
con las reglas que sus miembros se habían impuesto y que sólo tenían validez en
ese estamento propio, de privilegiados.
Ahora bien, como en la Alemania de 1871 a 1918, los puestos de decisión y
poder del Estado se encontraban ocupados o controlados por miembros faculta­
dos para la satisfacción del honor (que en ellos debían velar por el cumplimiento
de las leyes y que tenían la obligación de sancionar las transgresiones privadas
al monopolio estatal de la violencia física), también formaban parte de la pri­
vilegiada sociedad los encargados de castigar a quienes violaban la ley (los
órganos ejecutivos de la violencia estatal, por ejemplo, la policía), estos últimos
no eran movilizados en caso de duelo para actuar en contra de los delincuentes.
Para facilitar a las autoridades la tolerancia de estas violaciones a la ley del
Estado que eran los duelos —y también para apartar de los ojos de las masas
populares este uso permitido de la violencia—, tales desafíos se organizaban
en lugares inaccesibles para quien no debía estar allí, por ejemplo, en algún
granero de pueblo especialmente adaptado para este fin o, en el caso de los
duelos a pistola, en un claro de un bosque. De todos modos, prácticamente todo
el mundo sabía de ello.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 71

3) En la primera parte de esta investigación, hemos sugerido que la estructu­


ra de la escala formalidad/informalidad se encuentra estrechamente relacionada
con la de la escala de poder correspondiente en una sociedad. La gradación
formalidad/informalidad en el II Reich imperial alemán de 1871 a 1918 era muy
grande si la comparamos con la de la República Federal Alemana de los años
setenta del presente siglo. Sin embargo, el pasado no es nunca simplemente el
pasado. El pasado influye, con mayor o menor intensidad, según las circuns­
tancias, como un factor codeterminante del presente. La razón de ello no es sólo
la inercia de las tradiciones que siguen ciegamente su camino, por así decirlo,
sino también porque una imagen de las fases previas de la propia sociedad
sigue viviendo, a pesar de lo deformada que pueda estar, en la conciencia de la
actual, sirviendo inconscientemente como un espejo en el que uno se ve y ve a
los demás. A causa de esto, tal vez no sea del todo inútil señalar algunas de las
peculiaridades del desarrollo alemán entre 1871 y 1918 que tienen importancia
para el de los patrones alemanes de comportamiento e ideología y, por tanto,
para el abanico de posibilidades formalidad/informalidad.
La unificación política del Estado alemán, con el avance consecuente del rey
de Prusia y su transformación en emperador de Alemania y con el de Berlín la
capital de Prusia, y su conversión en la capital del II Reich alemán, no lograría
de un solo golpe la integración de las numerosas buenas sociedades locales y
regionales ni la unificación de sus códigos de comportamiento e ideología. Con
ello se establece, sin embargo, un marco de referencia institucional para esa
integración y se da también un poderoso impulso a la formación de un estrato
superior alemán unitario.
El tradicional era, de acuerdo con su propio sentido de pertenencia, feudal,
divisionista; su fidelidad era con la tierra, en cada uno de los sentidos de esta
palabra, no con el II Reich, con el imperio. También en el caso de Bismarck ocurriría
esto: su lealtad era, en primer lugar, con el rey de Prusia. En realidad, fueron
los grupos burgueses urbanos los que hicieron de la unificación de Alemania su
bandera. Pero sus esfuerzos en ese sentido se relacionaban de manera natural
con el conflicto centenario entre los estamentos de poder de los grupos burgueses
y nobles. Para los burgueses de avanzada, la unificación de Alemania significaba
dar un paso más en el proceso de desmontaje del dominio de la nobleza por la
vía de la democratización. Pero en esta tarea a la burguesía alemana le faltaban,
en parte debido a la división del país en muchos Estados soberanos, las fuentes
necesarias de poder. El desarrollo de la sociedad alemana se vería enfrentado, así,
a una situación sumamente paradójica: los pioneros burgueses de la unificación
fracasarían en su intento, entre otras cosas, porque los príncipes y su nobleza
divisionista vieron, no sin razón, un objetivo de lucha de clases en este objetivo de
la burguesía y porque su potencial de influencia como clase superior tradicional,
era todavía en ocasiones y precisamente a causa de la diversidad de Estados
mucho mayor que el de las clases medias. Sin embargo, más tarde, sobre todo en el
contexto de la dinámica de las relaciones interestatales, este es, de las rivalidades y
72 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

tensiones entre Alemania y otros Estados, serían precisamente los representantes


nobles divisionistas los que pondrían fin al divisionismo alemán.
Es así como el estrato tradicional señorial de Alemania, los príncipes y la
nobleza, conservaría en lo más interno del reunificado II Reich alemán su situa­
ción preeminente de poder. A los pioneros burgueses, la unificación alemana les
caería, pues, del cielo, pero sin que con ello pudieran lograr la realización de su
lucha social, su meta permanente: despojar a la nobleza del poder, democratizar
la sociedad alemana. Esta paradoja tendría consecuencias de largo alcance para
todo el desarrollo de Alemania. Los antiguos estamentos señoriales trasladarían,
sin solución de continuidad y sin modificación sus ideas tradicionales acerca del
papel que ellos jugaban en los Estados alemanes al que jugarían en el nuevo
y unificado II Reich imperial. Continuaron considerándose el verdadero poder
en Alemania y prácticamente, su encarnación, de la manera más natural tal
como antes lo habían hecho en los diferentes Estados alem anes divididos.
Su tradición como señores feudales innatos de los territorios alemanes se
vería, de esta manera continuada, aun sin percatarse de que la unificación
de Alemania y, por tanto, las mayores oportunidades de unificación de la
burguesía y el proletariado que ello acarrearía, debía por fuerza resultar a la
larga en detrimento de su propia situación tradicional en la escala social.
La unificación de Alemania insertaría casi automáticamente al país en un
rápido proceso de nivelación, de recuperación y en un intento de superación con
respecto a las sociedades de las viejas potencias de Europa. Bajo la presión de
esta rivalidad, caería en el remolino de un proceso acelerado de modernización
que daría un fuerte impulso a los grupos económicamente especializados, a la
burguesía industrial y comercial y al proletariado industrial. Es comprensible
que el agudo y prolongado sentimiento de debilidad de Alemania se haya trans­
formado en tales circunstancias en un sentimiento aún más intenso de fuerza.
El emperador y la nobleza verían así, por considerarse los señores naturales
de Alemania, confirmadas sus ideas de unificar al país, en lo cual, sus pares
jugarían un papel decisivo. El hecho de que la unificación se haya logrado por
medio de una victoria en la guerra sería la causa de que, en esta sociedad, los
oficiales nobles y los militares en general gozaran de un prestigio aún mayor.
No deja de notarse también el hecho de que la burguesía aumentara su poder
en la nueva sociedad alemana. Pero en los círculos cortesanos del II Reich imperial
y, en general, en los de la aristrocracia seguiría muy viva la creencia tradicional de
la nobleza guerrera, de que una actividad profesional en el comercio no era muy
honorable. Todavía a principios del presente siglo, el Deutsche Adelsblatt llevó
a cabo una campaña en contra de los comerciantes. A pesar de las relaciones y
entrelazamientos, en especial de la alta nobleza, entre la gran propiedad del suelo,
la tierra y la industria, la idea de que una actividad comercial no era ad ecu ad a
para un noble conservaría toda su fuerza. Y este estigma continuaría señalando
en la nueva Alemania a los representantes burgueses de tales oficios y profesiones.
Sin duda, en las sociedades cortesanas del II Reich imperial había una mayor
C ivilización e inform alización 73

apertura hacia las personas de origen burgués. Sin embargo, los aceptados eran,
sobre todo, funcionarios de alto nivel, entre ellos, profesores universitarios y en
particular escritores y científicos conocidos. La circunstancia de que hayan sido,
en primer lugar los académicos, los considerados socialxnente aceptables, explica
la importancia de las destacadas conexiones a este respecto.
De este modo, durante el tiempo relativamente breve de su existencia se iría
formando de manera gradual, en el II Reich alemán reunificado, ese estrato
superior tan peculiarmente estructurado del que hemos hablado. El desarrollo
específico de Alemania haría que, prácticamente, cada región y ciudad contara
con su propia “buena sociedad”. Pero aunque los criterios de pertenencia se
unificaban y abarcaban cada vez más tanto a elem entos burgueses como de
la nobleza, preservaban íntegramente, al mismo tiempo, el orden estatutario
tradicional que concedía a los nobles, en todos los casos, preeminencia sobre la
burguesía. Una condición necesaria para ello era la capacidad del burgués de
defender su honor, esto es, su disposición y su destreza para, en caso de recibir
una ofensa, exigir satisfacción con las armas en la mano. Como regla general, eso
era posible únicamente cuando la persona era militar, tal vez oficial de reserva
o miembro de alguna asociación proclive a la violencia. El criterio unitario de
la capacidad de dar satisfacción y de reconocimiento de los mismos patrones de
honor y duelo no eran los únicos signos de la constitución de un estrato superior
de la sociedad alem ana —relativam ente integrado y ampliado gracias a la
inclusión de personas de origen burgués—, cuya unificación seguiría de manera
gradual a la de la política del II Reich alemán, pero sí los principales.20
La sociedad cortesan a que se agrupaba en torno de la corte im perial
representaba el centro de integración de más alto rango de esta sociedad de
quienes eran considerados honorables.21 Era del todo natural, entonces, habida
20. La unificación del código de honor, de las reglas de duelo y de todo aquello relacionado
con esto entre los e stu d ian tes y los oficiales, es un síntom a de e ste proceso form ativo de
esa “buena socied ad” que tien e la capacidad de dar y exigir la satisfacción de su honor.
La unificación progresó a pesar del rechazo de e sta reglam en tación oficial por parte de
los m inistros de G uerra, a q u ien es hab ían dirigido su s peticiones en contra los jefes de
las asociaciones proclives a la violencia. E l rechazo se ju stificab a argum entando que el
duelo estaba oficialm en te prohibido. D e cualquier manera» por la v ía social se daría una
aproximación entre am bos grupos en lo relativo a las leyes de honor y las reglas del duelo.
Las transformaciones del canon de comportamiento y la forma de pensar de los estudiantes
corporativos — sobre las cu ales tendrem os aú n algun as cosas que decir—■constituyen no
sólo transform aciones de u n a “subcultura”, sino que el desarrollo de tales patrones, ante
los cuales se sie n te n obligados tan to los jóven es burgueses como nobles, era en la época
sintom ático del carácter de un estrato superior alem án en formación, esto es, de un estrato
que u n ía en el orden jerárquico a grupos de n ob les y grupos burgueses.
21. En un sentido amplio, a la sociedad cortesana im perial pertenecía todo el grupo de personas
facultadas para ir a la corte, es decir, no sólo aqu ellas que detentaban puestos en ella, sino
todas las que regu larm en te o d e cuando en cuando, recibían la orden de presen tarse en
ella o las que, d esp u és de la en trega de su tarjeta de presentación al m aestro im perial de
cerem onias y tras u n e x a m en cuidadoso por parte del equipo en tom o a el, se les perm itía
el ingreso a alg u n a de la s recepciones im periales, tal v ez, a un baile.
74 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

cuenta del papel tan importante que jugaban los m ilitares en la sociedad
cortesana, que todos los miembros varones de ella se sintieran obligados por
el canon de honor y que hubiera un acuerdo básico en lo relativo al trato entre
ellos. Normalmente, quienes formaban parte del círculo amplio de la corte se
conocían, por lo menos, de nombre o por la reputación de que se gozaba.
Algo sim ilar ocurría en el caso de la nobleza alem ana en general. Si
bien no todos sus elem entos se conocían personalmente, sí podían identi­
ficarse con exactitud en toda Alemania para su relación con otros nobles. Los
oficiales, incluyendo a los de reserva, legitimaban su pertenencia a esta clase por
medio de sus regimientos. Los profesionales se legalizaban, si no por sus puestos
y títulos, por sus relaciones. Por lo demás, las cicatrices daban testimonio
patente de su pertenencia. Todas estas personas, desde el noble encumbrado
hasta los oficiales de reserva y los profesionales provincianos se consideraban
personas honorables. Los comerciantes no “lo eran, independientemente de la
gran riqueza que pudieran haber acumulado, puesto que se trataba de alguien
de diferente categoría. Entre los grupos que no debían contar como personas
de honor se encontraban, además, los propietarios de pequeños negocios, los
artesanos, los obreros, los campesinos y los judíos. Durante el siglo XIX, algunos
de ellos lograron tener acceso a las asociaciones corporativas, pero a finales de
dicho siglo fueron excluidos de ellas de manera formal.
La posición social del emperador proporcionaba al ocupante de esta dignidad
no sólo las posibilidades de ejercer el poder reservadas a una figura represen­
tativa, sino la de ser un símbolo de unidad nacional, una figura paternal para
las masas. Había también otras facultades que le correspondían, como la de ser
comandante supremo del ejército, ya que el emperador tenía a su disposición
una parte considerable del monopolio estatal de la violencia. Sin embargo, le
resultaba no obstante difícil, desde la perspectiva que le ofrecía su elevada

La sociedad cortesana era b astante amplia. También los miembros leales de la nobleza
provinciana fueron reconocidos como su scep tib les de adm isión en la corte. La saison
se convertiría en la época im perial, en una práctica regular, a sem ejanza de la antigua
season lon d in en se, cuyos orígenes se rem ontan al siglo XVII. La gran variedad de
b ailes, de g ala de e sa tem porada daba tam bién a la nobleza de provincia la oportu­
nidad de presen tar a su s hijas a la pareja im perial en la corte y de introducirlas en
sociedad. E l cerem onial que a partir de ello se crearía era una versión alem ana del
cerem on ial tradicional de las grandes cortes europeas. En B aviera, en Sajonia y en
m uchas otras regiones existían durante el II Reich pequeñas cortes. Pero como centro
de integración del estam en to superior alem án en creación y de su s formas de trato
y relacion es, resu ltab a m ás im portante la radiante corte im perial. Si bien es cierto
que la n ob leza constituyó el núcleo m ism o de la sociedad cortesana, lo es también,
evid en tem en te, que era política de la corte im perial invitar a funcionarios de mérito
de alto rango a participar en algunos actos específicos. Personalm ente, recuerdo que
el director de mi bachillerato tomó parte en uno de los viajes anu ales del emperador
en su yate, gracias a una invitación de esa especie. E s posible que esto no haya sido
sino una de las formas de comunicación, a través de las cuales, los elem entos del canon
de los estratos superiores llegaron a las escuelas superiores.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 75

atalaya, percatarse de que los ejércitos reclutados por medio de un servicio


militar general y obligatorio —las guerras imponían la movilización de toda la
población— reforzaban inmensamente el potencial de influencia de las masas, lo
que representaba un debilitamiento de las posibilidades de ejercicio del poder de
su parte. Como sus pares en Austria y Rusia, a la vez sus aliados y contrarios, se
apoyaba en la lealtad del cuerpo de oficiales (por lo menos, de los de alto rango),
preferentemente de los de origen noble, con los cuales, en última instancia, había
una coincidencia de intereses. Pero independientemente de si el emperador y
sus generales eran o no conscientes de la diferencia entre una conducción de la
guerra a la antigua, con hijos de campesinos y artesanos pobres a sueldo, y una
moderna, con ejércitos formados por conscriptos de todos los estratos sociales,
es evidente que pasaron por alto el impacto de esta transformación estructural
en su margen de autoridad en la guerra y la paz, lo cual también le pasó al
principio desapercibido a la masa del pueblo mismo. En consecuencia, el carácter
aparentemente ilimitado de la autoridad del emperador, la pretensión tradicional
de su poder y el de sus generales hasta la guerra de 1914-1918 —que destruiría
poco a poco esa apariencia— superaba considerablemente su autoridad real.
De cualquier manera, esta autoridad era mucho mayor a principios del
siglo XX que la de los príncipes europeos en una posición similar tres cuartos
de siglo más tarde: la política exterior alemana en su totalidad dependía en
gran medida de sus decisiones personales, de las sim patías y antipatías del
príncipe; en última instancia, era él quien decidía sobre la guerra y la paz.
También eran considerables sus posibilidades de influir en la política interna.
Tanto en el II Reich mismo como antes en Prusia, era él quien nombraba a los
diferentes ministros, incluyendo al ministro del Interior, bajo cuyo control se
encontraba la policía, aunque, en el caso del II Reich, los partidos podían hacer
caer a un gabinete. Era, pues, el emperador el que debía hacer o confirmar el
nombramiento de los oficiales de alto rango, pudiendo apoyarse, por tanto, en
la administración civil del Estado y en el ejército. Con muy pocas excepciones y
siguiendo la tradición prusiana al respecto, reservaba siempre en ambos casos
los puestos más elevados, así como una serie de posiciones medias, a la nobleza.
En cuanto a las presiones, difusas, pero palpablemente crecientes de la alta
aristocracia desde sus establecimientos de provincia —cuyos representantes
veían en ocasiones con desconfianza a los Hohenzollem—, apoyaban en general
al emperador y algo parecido puede decirse, también en general, de la mayoría
de la nobleza alemana. Hasta 1918 y a pesar de todas las tensiones internas,
esta pudo, en su carácter de formación social, reforzar sus pretensiones de
mantener el estatus más elevado de la sociedad, gracias a disponer de las
posiciones más sólidas de poder e influencia y gozar, por ende, de un grado
considerable de apoyo.'22

22. Sin duda, cada año se producían u n par de m atrim onios entre person as six ia lim iU?
desiguales, particularm ente en los niveles m ás altos de la nobleza, y la sociedad hablaba
mal de ello. Sin embargo, la absoluta mayoría de la nobleza alem ana se casaba entre si
76 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

En el rango de la escala social, los nobles eran seguidos por los altos funciona­
rios burgueses, normalmente formados como juristas. Aquí, en la administración
de alto nivel, había con frecuencia un estrecho contacto entre los nobles y los
burgueses que, en muchos casos, ocupaban puestos de la misma jerarquía. El
desplazamiento gradual del poder en la relación entre la nobleza y la burguesía,
una de las consecuencias no previstas de la creciente urbanización e industria­
lización, se pondría de manifiesto en el progresivo número de miembros de la
burguesía que ocuparían cargos oficiales.23 Como antes, entre los funcionarios
burgueses que seguían en rango social a los miembros de la nobleza se contaban
los profesores universitarios, los maestros de carrera de todas las facultades.
Más o menos al mismo nivel social se encontraba el alto clero protestante y, con
algunas excepciones, el católico. Después de ellos, seguían todos los funcionarios
burgueses con algún tipo de calificación académica, probada por el título de
doctor, es decir, no sólo los funcionarios de los tribunales y de la adminis­
tración, sino también los maestros principales del bachillerato, además de los
profesionales libres de éxito, cualquiera que fuera su rama.24

Algunos rep resentantes de la alta aristocracia se aliaron con em presarios y hubo, por
ejemplo, un conde que al asum ir la dirección de una gran fábrica, abdicó de su título como
concesión a la otra parte. Pero tales casos eran relativam ente raros. La nobleza m ás pobre
temía, particularm ente, la hum illación inevitable que ante sus congéneres significaba el
ingreso a un a em presa comercial.
23. H ans Ulrich Wehler, D as deutsche Kaiserreich, Gotinga, 1977, p. 76 da los siguientes dalos:
“D espués de 1871 puede afirmarse que h a pasado la época en que, como en 1848,42% de
los cargos oficiales medios y superiores en el gobierno prusiano era aparentemente ocupado
por personas de origen noble. E n 1910, de 11 miembros del Ministerio prusiano de Estado
9 eran nobles, de 65 consejeros, 38; de 12 presidentes superiores. 11; de 36 presidentes
de gobierno. 25; de 467 consejeros provinciales, 271. En 1914 había en los altos cargos
del servicio exterior 8 príncipes, 21 condes, 20 barones, 54 nobles sin título y tam bién 11
miembros de la burguesía. En ese mism o año 55.5 % de todos los funcionarios prusianos
de nivel medio y alto era noble (en 1890, -40.4; en 1900. 40.6); todavía en 1918, 5^ % de
todos los asesores del gobierno tenía ese origen”.
24. Todavía a principios del presente siglo, estos grupos de nobles y burgueses conformaban en
conjunto a pesar de las no escasas tensiones internas, el cuerpo de gobierno alemán, el estrato
con mayores oportunidades de poder, el más rico y de mayor estatus, es decir, precisamente, el
estamento formado por quienes se consideraban honorables. En comparación con este centro de
dirección primario de la sociedad, la economía era aún, como diríamos, un centro de dirección
secundaria. Sólo tomando en cuenta la dinámica de esa sociedad, podemos percatamos de que
las posibilidades de poder de ambos grupos sociales, es decir, de todos los grupos profesionales
vinculados —incluyendo a los adversarios entre sí— y especializados en la producción y
distribución de bienes, eran cada vez más grandes en relación a las de las clases superiores.
Si consideramos superficialmente la sociedad cortesana de la Alemania impenal, podríamos
tener la impresión de que la época de Luis XIV no es, en realidad, algo muy lejano En esta
retrospectiva lo importante es considerar justamente las posibilidades de poder de los estratos
superiores alemanes del periodo, es decir, no pensar que eran mayores ni menores de lo que
eran. Por una parte, tales estratos eran todo menos los órganos ejecutivos de los empresarios,
los funcionarios de la burguesía. Sin embargo, por la otra, su posición privilegiada se vería
extraordinariamente más sujeta a presiones y más amenazada por el ascenso de dos grupos
sociales, los obreros y los empresarios, que de los altos estratos monárquicos de los siglos
C ivilizac ión e inform alizació n 77

Las asociaciones proclives a la violencia, sobre todo, las corporativas y juveni­


les representaban, a los ojos de los estratos superiores de la época, lo mismo que
a los propios, una etapa primaria en la gestación de aquellos rasgos de carácter
de los jóvenes, complementarios de la formación estrictamente científica de la
Universidad, y necesarios para la práctica posterior de profesiones académicas
del tipo descrito, en especial de las pertenecientes al aparato del Estado; se
trataba de una educación para pertenecer al estrato superior de la sociedad
alemana. El canon de comportamiento e ideológico que da a la convivencia de las
personas jóvenes en las asociaciones corporativas de este periodo su impronta
tan peculiar es tam bién, en muchos sentidos, una característica propia del
estrato social superior de la Alemania imperial.26
Para la comprensión cabal de la estructura de este estrato superior y de sus
patrones de conducta, podría resultar de utilidad e l señalamiento de que las
relaciones de poder, que hallaban en todo ello su expresión, influían también
en las ideas que privaban en esos círculos acerca de la función de una Uni­
versidad y de las m etas que comprendía estudiar en ella. En la actualidad,
ciertas corrientes impulsan a orientar, tanto la escuela como la Universidad, a
las tareas que esperan a los jóvenes en la economía. En la Alemania imperial,
la tarea principal de la Universidad se veía aún, en gran medida y de acuerdo
con una añeja tradición, como la preparación para el servicio ai Estado. En
consonancia con ello, los estudiantes corporativos se concebían a sí mismos
como aspirantes y candidatos a una carrera que los elevaría sobre la m asa de
la población y los insertaría en los rangos elevados de la sociedad, es decir, a
una carrera que los conduciría a los cargos superiores del sector público o a una
de las profesiones académicas libres. Era más bien raro que algún miembro de
las asociaciones tuviera como meta una carrera en la industria o el comercio;
ese era normalmente el objetivo que se planteaban aquellos estudiantes que,
debido a su origen, tenían asegurado el ingreso a la dirección de una empresa
familiar de éxito. También los estudiantes burgueses que formaban parte de
alguna asociación se inclinaban, como quería el estam ento de las personas
honorables, a considerar las profesiones comerciales y a sus representantes
como actividades y personas de segundo rango, como aquellas que ocupaban un
lugar interior en la escala social.
Vemos, entonces, que esta sociedad de honorables, en la que nobles y
burguesía, jerárquicam ente estratificados, se encontraban unidos por las
mismas formas de trato y relación, por los mismos patrones de autodirección,
se componía de un sector militar y uno civil. En el caso del primero, el camino

anteriores. U na pregunta que aquí se plantea es la de en qué medida los actores principales
de estos estratos superiores —y tal vez la mayoría de su s miembros— eran conscientes de
este debilitamiento de su posición de poder y de su creciente funcionalización.
25. El hecho de que en A lem ania a diferencia, digam os, de Francia, las fam ilias nobles envia­
ran, desde m uchos años atrás, a algunos de sus hijos a la U niversidad como preparación
para una carrera de funcionarios del gobierno, tendría una im portancia decisiva para el
desarrollo del canon e stu d ian til alem án.
78 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

conducía a través de academias de cadetes, escuelas de guerra y otros institutos


similares, a una carrera de oficial que asignaba a las personas de origen burgués
a regimientos menos selectos hasta un grado de mayor que quizá también podía
conducir, si las circunstancias eran favorables, a posiciones más elevadas. La
totalidad de los puestos más altos y medios, en especial en el caso de los mejores
regimientos, estaban reservados a la nobleza. En el sector civil, el camino
llevaba a través de la Universidad y las asociaciones corporativas mencionadas
—con algunas variantes en territorios no prusianos— a los cargos superiores
y, por último, a los círculos superiores de la administración del Estado con sus
distintas ramas (administración propiamente dicha, educación, Suprema Corte,
etc.) Sus fundamentos estaban ligados entre sí por muchos vínculos y se unían
en la cúspide de la pirámide que era el gobierno alemán, es decir, la sociedad
cortesana y, en última instancia, la persona misma del emperador.

4) Un examen superficial podría dar la impresión de que la sociedad cortesana


de los últimos Hohenzollem, en particular la del emperador Guillermo II, no se
diferenciaba esencialmente de, digamos, la de Luis XIV.28Lo riguroso del ceremo­
nial, el carácter ritual de las festividades, un baile de carnaval, la presencia de
un personaje en la ópera, la celebración de la boda de un príncipe, todo ello era
realizado de manera casi igual de grandiosa que en la corte francesa de 200 años
antes. Algo parecido ocurría también con el esplendor y la riqueza desplegados en
las instalaciones de los baños femeninos, con la magnificencia de la vestimenta
cortesana masculina, militar y civil. Sin embargo, las diferencias eran también de
consideración. Dos de ellas son de particular importancia en este contexto.
Luis XIV podía apoyarse, en correspondencia con el curso relativamente
continuo de la integración del Estado francés, en una tradición del ceremonial
y de organización de la corte que él mismo contribuyó a desarrollar con miras
a incrementar su poder y de la que se servía para sus fines. Detrás de los
Hohenzollem había únicamente la tradición más bien pobre de la corte prusiana.
El ascenso al poder y la riqueza que ello traía aparejada, junto con las nuevas
obligaciones del cargo, los colocaban en muchos sentidos, tanto a ellos como a sus
consejeros ante nuevas tareas en lo tocante a la elaboración de un ceremonial.
Todavía más significativa es la diferencia relativa a la seguridad del régimen.
El estamento monárquico en Francia no había estado expuesto a ninguna
amenaza seria, interna o externa, durante todo el periodo que va de, digamos, la
mitad del siglo XVII a la segunda mitad del siglo XVIII. Esta relativa seguridad
que reforzaría la influencia de la corte en la vida y las costumbres de una
buena parte de la nobleza francesa, es de hecho una condición necesaria para el
desarrollo del patrón aristocrático de comportamiento e ideológico en ese periodo
y, en última instancia, también responsable de su estancamiento. El poder en
proceso de constitución del II Reich gozaba de una seguridad comparativamente
mucho menor, pues era nuevo. Tanto la organización como el ceremonial de la

26. Véase N. E lias, Die hofische, op. cit., ver nota 11. IHay traducción al español. N. del T.)
C iv il iz a c ió n e i n f o r m a l iz a c ió n 79

corte del rey de P rusia tuvieron que desarrollarse de manera relativamente


rápida, de acuerdo con su nueva función como corte imperial. El II Reich,
unificado m ediante guerras, resultaba una amenaza para sus vecinos y, a su
vez, sus vecinos, sintiéndose amenazados, constituían también una amenaza
para aquel. En lo interno, la unificación del país favorecía la prosperidad. A la
larga, este hecho reforzaría también el potencial de influencia de los estratos
en ascenso de la burguesía comercial e industrial y del proletariado industrial
frente al estam ento tradicional monárquico-aristocrático.
Por supuesto, a corto plazo, este último se fue fortaleciendo por su victoria sobre
FVancia y por la nueva posición de gran potencia que esto acarrearía al II Reich
unificado bajo el mando del emperador Guillermo I de Prusia. Por otra parte, la
influencia creciente del proletariado industrial y las pretensiones cada vez mayores
de poder de parte de su s representantes provocarían, gradualmente, que una
buena parte de la burguesía alemana se colocara del lado de la nobleza. Así, en el
periodo que va de 1871 a 1914, la mayoría de las clases inedias alemanas haría la
paz con los estratos superiores. Sin lugar a dudas, los exponentes de la industria
y el comercio, como se los llamaba entonces, sufrirían los efectos del desprecio
de ese estam ento de poder, cuyos miembros consideraban que sólo la riqueza
habida por herencia o matrimonio era valiosa y, por tanto, no la que era producto
del trabajo. Sin lugar a dudas, en la industria y el comercio, tanto comerciantes
como fabricantes se quejaban y murmuraban y, de tiempo en tiempo, el Vossische
Zeitung echaba pestes sobre la posición privilegiaba de la nobleza. Pero amplios
círculos de la burguesía, en primer término los de los funcionarios de alto nivel y
los profesionales, se sometían alegremente y, en ocasiones, incluso con entusiasmo,
a la conducción política y militar de la corte y la nobleza. Estos últimos gozaban
y se enorgullecían del esplendor del nuevo imperio, conformándose con ocupar
la posición subordinada y secundaria de un socio menor. El estrato medio que,
como su nombre lo indica, tenía dos frentes, uno hacia arriba y otro hacia abajo,
se convertiría, de hecho, en un estrato uniforme, pues, como su grupo superior
formaba parte de las esferas inferiores de los estratos más altos, allí su frente
desaparecía y, en consecuencia, todas las fuerzas se concentraban en esa dirección.
Allí se juntaban los intereses de los estratos medios y superiores, lo que equivalía,
a su vez, a un fortalecimiento de la corte y la nobleza.
Todo ello comportaba al mismo tiempo una infiltración, mucho más profunda
que en cualquier otro momento, de elementos del canon monárquico-aristocrático
en el patrón burgués. Este había sido en alguna ocasión anticortesano y ten­
diente a cierta igualdad social; aquel, por el contrario, como correspondía a la
posición social y a la tradición de sus representantes, se regía por un carácter
guerrero y tomaba como punto de referencia la preservación de las diferencias
entre las personas, el respeto al m ás fuerte y al mejor y la aceptación de la
fatalidad del rigor de la vida. Hasta las guerras napoleónicas —y todavía mucho
después— la fuerte y marcada impenetrabilidad social de la nobleza cortesana
y de provincia por los grupos urbanos burgueses había tenido como e f e c t o
80 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

una mezcla relativamente escasa entre la cultura burguesa y la cortesana


en Alemania. Esto significa, entonces, que la primera poseía un carácter más
específicamente burgués que, por ejemplo, la de Inglaterra o Francia.27 La
elucidación de en qué medida se modificaría esta peculiaridad en el curso del
desarrollo alemán antes de 1871, está por determinarse. Como sea, después
de 1871, puede constatarse que hubo en Alemania un notable acercamiento
entre algunas porciones de la burguesía y la nobleza, así como una penetración
correspondiente de valoraciones y actitudes de canon, vigente en la época, en los
patrones de comportamiento y formas de pensar de la burguesía.28 La unificación
del canon estudiantil alemán de duelo y honor es un ejemplo de ello.
Con el ascenso social de las clases comerciante y obrera, algunos elementos
de estos patrones pasarían a formar parte del canon mismo de estas, convir­
tiéndose, al aburguesarse a su manera, en aspectos de lo que torpemente se ha
llamado el “carácter nacional” de una sociedad de Estado. El encanto especial de
las mujeres y la elegancia informal en el idioma en los territorios de los Estados
que sucederían a las dos cortes más poderosas del siglo XVIII y, en parte, incluso
del XIX, así como en las cortes imperiales de Viena y París, son igualmente
testimonios de estas transformaciones de las pautas de comportamiento e ideo­
lógicas originalmente aristocráticas, en pautas nacionales, de manera similar
a cómo, el canon, inglés del gentleman, que originalmente era privativo de las
clases superiores, se extendería a otros estratos y se convertiría en un aspecto
aburguesado del canon nacional inglés. Existieron también algunos patrones
de comportamiento y forma de pensar de la nobleza alemana, sobre todo de la
prusiana, que se convertirían, aburguesados, en elementos del carácter nacional
de los alemanes. Es seguro que tales rasgos habían penetrado en amplios
círculos de la población antes de la institución del imperio; sin embargo, la
acentuada tendencia por parte de la nobleza alemana de mantener a distancia
a la burguesía dificultó o impidió en aquel momento el traslado de los patrones

27. N. Elias, Über, op. cit., vol. I, op. cit. (nota 8), cap. 1. (Hay traducción al español. N. del T.J
Véase tam bién, del m ism o autor, “D as schicksal der deutschen barocklyrik. Zwischen
hbfischer und bürgerlicher tradition”, Merkur, año 4 1 , 1947, pp. 451-468.
28. Soy consciente de que he indicado aquí de m anera dem asiado fugaz, un patrón de de­
sarrollo social que, en realidad, merece una consideración menos breve. El siglo XVIII
alem án, en el que algunos m ovim ientos m arcadam ente burgueses alcanzan un grado
relativam ente alto de autonom ía frente a la tradición específicam ente cortesana de la
época, se contrapone aquí al curso que sigue la sociedad alemana en la época imperial; en
ella, partes de la burguesía alemana se subordinan a la dirección de los grupos cortesanos
y nobles, absorbiendo al m ism o tiem po elem entos de su tradición cultural. No ha sido
considerado, por lo tanto, el periodo interm edio, es decir, el lapso que va de principios
del siglo XIX al año de 1871. El desarrollo de las relaciones entre nobleza y burguesía en
este periodo requeriría, sin duda, de un análisis mas cuidadoso y exacto. Y, sin embargo,
el contraste es evidente: en el siglo XVIII, batirse en duelo no era, con tocia seguridad,
una costumbre que formara parte de los usos de la sociedad burguesa; después de 1871
adquiriría im portancia en la sociedad de los considerados honorables como elem ento
constitutivo de la tradición nacional de la cultura alem ana.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 81

de conducta y formas de pensar de una clase a la otra. Sin embargo, con la


unificación del II Reich y la creciente incorporación de los grupos burgueses
—por ejemplo, otorgándoles títulos y órdenes— a los estratos inferiores del
estamento cortesano y aristocrático, se reducían los obstáculos para que esos
patrones aristocráticos penetraran en los círculos burgueses y para que se
transformaran en pautas nacionales.
Ahora bien, el canon de comportamiento y forma de pensar de la nobleza
prusiana y, en cierta medida, de la alemana, tenía características especiales.
Sin duda, en los siglos XVII y XVIII era posible encomiar una especie de cultura
cortesana y aristocrática, cuyos patrones de comportamiento y forma de pensar
partían de Versalles y, con algunas variaciones, se extendían por todas las cortes
europeas, encontrando también, con frecuencia, imitadores en los círculos de
la burguesía. Pero Prusia era un país relativam ente pobre, sacudido por la
guerra y, en general, un territorio marginado de la cultura cortesana de estos
siglos, cuyo centro era Francia. Los ocasionales intentos del rey Federico II de
promover en Berlín hábitos cortesanos, no tuvieron ningún eco particular. Los
trastornos producidos por las frecuentes guerras, a las que Prusia debería su
grandeza, concedían constantemente prioridad a los valores del guerrero sobre
los del cortesano como norma de conducta y forma de pensar de la nobleza.
Había un elemento adicional. En Francia, el destino de la nobleza guerrera
había sido determinado, en gran medida, por el hecho de que, hasta muy entrado
el siglo XVIII, tanto la nobleza como la burguesía disponían aproximadamente
de las mismas oportunidades de poder, al tiempo que las tensiones entre ambos
estratos eran, por razones que no viene al caso investigar, relativamente grandes.
Luis XIV impulsaría intencionalmente esta constelación, institucionalizándola
también en parte. Se trataba, en realidad, de una de las premisas más impor­
tantes para el gran margen de maniobra de los reyes franceses, pues permitía a
estos y a sus representantes crear rivalidades entre las distintas castas y rangos
y, de esta manera, manipularlos. El rey podía de este modo, sin poner nunca en
tela de juicio su pertenencia a la nobleza, distanciarse también de ella; y podía
obligar a la, para él especialmente peligrosa, alta nobleza —que constantemente
se quejaba de que el rey había convertido a sus miembros en súbditos como todos
los demás, que los había degradado— a observar sus leyes para someterla.
Por otra parte, en Inglaterra, las tensiones entre partes de la nobleza y de
la burguesía disminuirían ya durante el siglo XVII. De común acuerdo, ambos
grupos habían elaborado las condiciones para limitar las pretensiones de poder
de los reyes. A causa de ello, en la Inglaterra del siglo XVIII se desarrollaría una
compleja escala de tensiones, dentro de la cual, el rey y la corte constituirían un
centro de poder, tal vez no el más fuerte, mientras que los grupos aristocráticos
y burgueses unidos (la gentry), representaban otro centro de poder del mismo
peso y, tal vez, hasta más poderoso.
En Prusia, por el contrario y tratándose de un país pobre, la nobleza gue­
rrera sería sometida al principio, como había ocurrido en otras partes, por los
señores principales. Con la conversión de sus fuerzas en ejércitos profesionales
82 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

—cuya existencia era una condición necesaria en el proceso de monopolización


de la violencia por parte de los monarcas, al mismo tiempo que uno de sus
síntomas— los guerreros, que constituían un grupo relativamente libre de
terratenientes y caballeros nobles, se transformarían también en oficiales al
servicio de los señores principales. Sin embargo, siendo como eran las ciudades
prusianas relativamente pobres, el potencial de poder resultó desigualmente
dividido entre la nobleza y la burguesía en detrimento de esta última, al tiempo
que las tensiones sociales entre ambos estratos siguieron siendo, como en casi
todas partes en Alemania, particularmente grandes. En correspondencia con
esta situación, el equilibrio de poder entre estos tres centros —rey, nobleza y
burguesía— se transformaría en una configuración cercana a un acuerdo tácito
entre los dos primeros.
Por una parte, la nobleza necesitaba de una casa reinante hereditaria en sus
pugnas con otros Estados más o menos centralizados: tenía necesidad del rey
como comandante del ejército, como coordinador supremo de la organización
militar y de los funcionarios, como árbitro en los conflictos entre la nobleza y la
burguesía, lo mismo que para otras funciones de integración. La república de
nobles polaca, con su rey electo, mostraba de manera particularmente clara las
debilidades de un mero dominio de la nobleza en sus conflictos con otros estados
monárquicos vecinos altamente centralizados. Pero, si bien simplemente por
estas razones la nobleza dependía del rey, por otra parte, la relativa debilidad de
la burguesía reforzaba su papel junto al monarca. Surgiría así una constelación
en que la nobleza se sometía al rey, unos al proporcionarle oficiales del ejército
o prestar servicios en la corte y otros como funcionarios. Pero también el mismo
rey se sometía a la nobleza al obligarse a preservar la primacía de ella en la
escala social del país. Este pacto no explícito convertiría al rey en guardián de
los privilegios de la nobleza; entre ellos se encontraba el derecho a ocupar la
totalidad de los cargos más altos en la corte, la milicia y la administración, así
como a obtener un máximo de posiciones medias para usufructo de sus hijos.
La situación de peligro constante, unas fronteras de difícil defensa y la
posibilidad consecuente y siempre presente de guerras en el propio territorio
son también factores que contribuirían a que la cultura de los guerreros se
mantuviera en límites más bien estrechos.29 Sin duda alguna, también se daría
una transformación de la nobleza guerrera con la creciente monopolización de
la violencia por parte de los reyes y con la comercialización y monetarización de
la sociedad ligadas a ello. Pero esta transformación no alteró la preeminencia
que en el canon de la nobleza prusiana, tenían los patrones militares sobre los
patrones civilistas-cortesanos.

29. A diferencia de esto, en F ra n c ia , en general, la fuerza de los ejércitos de tie rra , ju n to con
el m onto de los ingresos reales d a ría n al rey y a sus generales la posibilidad de dirimir
los d estructivos conflictos m ilita res por a lc an z a r la su p rem acía en E uropa, fuera de su
propio país. D u ra n te to d a la se g u n d a m ita d del siglo XVII y todo el siglo siguiente, el
territo rio c en tra l de F ran cia, en especial París, no fue nunca am enazado seriam ente por
alguna potencia e x tranjera enemiga.
C iv iliza c ió n e inform alizació n 83

Por tanto, el carácter peculiar de los patrones de comportamiento y forma de


pensar que, por el mayor acercamiento de los grupos nobles agrarios y militares
y los grupos urbanos burgueses, se modificaría y se convertiría en un canon
dominante de la nación alemana, no puede entenderse satisfactoriamente si
se pasa por alto el hecho de que la buena sociedad de la Alem ania imperial
no era, en forma alguna (a pesar de que por ella fluían elementos del pasado
prusiano o también, según sea el caso, del pasado bávaro o sajón), una sociedad
particularmente rica en tradiciones, sino más bien y en el fondo, una “buena
sociedad” insegura y amenazada. En comparación con el poder tradicional de los
más antiguos grandes Estados de Europa, había detrás de ella un largo periodo
de relativa impotencia en los territorios alemanes, aunque los sentimientos de
humillación se transformaban en el curso de algunos decenios, con la creación
del II Reich, justam ente en lo opuesto. En particular, el estam ento de poder
de la Alemania guillerm ista no sólo era un estrato amenazado en lo interno
y externo, sino tam bién un estrato no muy seguro de sí mismo, a la manera
en que lo son los nuevos ricos. Sin esta sucinta mirada retrospectiva resultan
ininteligibles, por ejemplo, la notoria y ostentosa formalidad de los alemanes,
al igual que la peculiaridad del abanico formalidad/informalidad del que forma
parte. Los modelos de comportamiento de una nobleza militar que sólo en un
sentido muy modesto y parcial se había hecho cortesana fueron absorbidos, en
el periodo posterior a 1871, por amplias capas de la burguesía. Esto tendría
como consecuencia que fueran tales patrones los que determinaran también,
en gran medida, lo que se ha dado en llamar el carácter nacional alemán, es
decir, más exactam ente, la tradición específicamente alemana del canon de
comportamiento y forma de pensar
5) El papel del duelo en el trato social entre los nobles y, más tarde, entre los
oficiales de los rangos inferiores de la jerarquía militar es sintomático, en especial
en Prusia, en el desarrollo del equilibrio de poder entre los señores principales y
la nobleza guerrera. La pretensión de los nobles, de no tener que dirimir sus con­
flictos personales con hombres de su mismo estrato social mediante una decisión
de autoridad del rey o de sus tribunales, sino de solucionarlos contraviniendo el
monopolio real de la violencia, con las armas en la mano en una lucha entre los
afectados y de acuerdo con el código de honor propio, era como ya hemos dicho,
una expresión simbólica de la forma en que la nobleza se veía a sí misma: no
sólo como la cúspide de la pirámide social, sino como la verdadera encarnación
del Estado. En consonancia con ello, sus representantes en el estamento estatal
se ajustaban a su s propios reglamentos, a sus patrones de comportamiento y
estrategias de vida, sintiéndose autorizados a rebasar, en determinados sentidos,
las leyes del Estado. La función de estas ultimas era mantener el orden entre la
masa del pueblo, entre los súbditos del rey, pero realmente, los miembros de la
alta nobleza que supieron conservar las propiedades heredadas, no se sintieron
nunca del todo como súbditos de ningún príncipe reinante.30

30. Entre los aspectos que lim itaban e l m argen de maniobra de los principes alem anes frente1 a
84 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Es un hecho que los altos estratos de la sociedad de otros países europeos


consideraban también, hasta los primeros años del presente siglo, que observar
los principios de un código de honor aristocrático era algo obligatorio. Pero es
difícil que, en algún otro de estos países, batirse en duelo haya jugado un papel
tan importante hasta 1918, como núcleo mismo del canon de honor no sólo de
las capas sociales más altas, sino de las medias altas, y no sólo de la nobleza
y el cuerpo de oficiales en su totalidad, sino de los cuerpos de estudiantes y
profesionales, como en los territorios alemanes, Austria incluida. Y es más: esta
fondón no la asumirían como un remanente específico y concreto de tiempos idos
que pueda considerarse de manera aislada. Su importancia no se reducía a una
competencia violenta y armada entre dos hombres; se hacía patente en ella la
posibilidad de amenaza, presente en todo momento, de lucha entre dos personas,
de una lucha que podía dar siempre al más fuerte poder sobre el más débil, al
mejor tirador control e influencia sobre el peor. Consciente de su superioridad, el
primero podía rechazar el intento formal de una conciliación o de una disculpa.
En otras palabras, el duelo resultaba característico de un comportamiento
social estratégico, ampliamente extendido en la sociedad no tan pacifista de
épocas pasadas y que ahora, arropado con rituales formalizados, seguía con

la alta nobleza, se encontraba la multiplicidad de Estados y las posibilidades de evasión que


esto ofrecía a quienes estaban al servicio de un príncipe. En la Francia del antiguo régimen
había únicamente una corte importante. U n cortesano de rango no tenía ninguna posibilidad
de evasión cuando había caído de la gracia del rey. Por e l contrario, en Alemania, si una
persona de rango perdía el favor de un príncipe o se sentía ofendido por él, podía abandonar
su corte o dejar de estar bajo su servicio y buscarse un lugar en la corte o en el servicio de
algún otro príncipe alem án, sin tener la sensación de que con ello iba al exilio o que su vida
había perdido prestigio y sentido. Existen numerosos ejemplos de esta estrategia de evasión.
Recuerdo en este momento uno tomado de la época guillerm ista (véase F. Zobelitz, Chronik
der Gesellschaft: unter dem letzten Kaiserreich, 2 vols., Hamburgo, 1992 {nota 321, vol. 1,
pp. 133 y ss.) Guillermo II gustaba de atraer a su corte hombres de la alta nobleza que le
acarrearan fama. A este tipo de personas pertenecía el príncipe Cari Egon von Fürstenberg.
Se trataba de un miembro de la nobleza de la primera época; su origen se remontaba, sin
interrupciones, a condes y terratenientes nobles del siglo XIII, cuyos descendientes habían
sido elevados en el siglo XVII al rango de príncipes del 1 Reich, h asta que, a consecuencia
de las guerras napoleónicas, su principado perdió influencia. El Fürstenberg guillermista
estaba casado con la princesa de Talleyrand-Périgord, y era inmensamente rico, además de
gozar de la buena vida en la sociedad cortesana de Berlín y Postdam. Era también lo que
se llamaba en aquella época un deportista entusiasta, amaba las carreras, el juego y la vida
mundana. El viejo emperador y su esposa le dispensaban gran afecto. El joven emperador,
Guillermo II, impetuoso e impulsivo, hizo, algunos años después de su ascensión al gobierno
y en el marco de sus esfuerzos por limitar la vida cada vez m ás llena de lujos de la sociedad
cortesana, incluyendo a los oficiales militares, una observación despectiva que el principe
von Fürstenberg interpretó como referida a su persona. Poco después, abandonaría la ciudad
y se instalaría en sus propiedades del sur de Alemania dejando, como se elijo entonces, un
hueco sensible en la buena sociedad. El emperador buscó luego traer de regreso a su corte al
rico señor, otorgándole primero un rango muy honroso en el ejército y cargos cada vez
altos en la corte. Con el tiempo, ambos señores se reconciliaron y el príncipe von Fürstenberg
regresó con su familia a Berlín.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 85

vida en una sociedad posterior m ás pacificada, a pesar de que transgredía el


monopolio de la violencia puesto en manos del señor principal y, con ello, del
Estado. El duelo colocaba en primer lugar a los miembros de determinados esta­
mentos sociales: el de la nobleza y el cuerpo de oficiales» y el de las asociaciones
burguesas de estudiantes corporativos y el de sus antiguos patrones burgueses,
en suma, al estrato de los honorables, sobre la masa del pueblo. Para llevarlo
a cabo, se sometían a una norma especial de restricción que, en determinadas
circunstancias, convertía en algo obligatorio para ellos recurrir al uso de la
violencia, posiblemente con un desenlace fatal. De este modo, la estrategia social
típica de las castas militares, a la que nos hemos referido anteriormente, se
conservaba y era una especie de escala de valores en cuyos niveles superiores,
si no es que en su nivel m ás elevado, se ubicaba la fuerza física, la destreza y la
disposición a participar personalmente en una lucha. Otras formas más pacíficas
de competencia, otras estrategias de trato, particularmente el debate, es decir,
la discusión, la persuasión y el convencimiento, se consideraban, de acuerdo con
ello, de escaso valor o, de hecho, despreciables.31
Un episodio de m itad del siglo XIX m uestra en m in ia tu re lo impedidos
que se encontraban aún el rey mismo y su órgano ejecutivo, la policía, bajo
las condiciones tradicionales de poder existentes en Prusia, de sancionar la
transgresión, derivada del código de honor noble, pues ellos mismos debían
doblegarse ante un ilícito que, aunque formalizado era un hecho violento.

En 1848, un señor von Hinckeldey, casado con una dama cuyo nombre de
soltera era Freiin von Grundherr, era el director de la policía de la ciudad de
Berlín. Se trataba de un hombre rígido y honrado que, haciéndose eco de los

31. Allí donde a la estrategia de trato con las personas, consistente en m andar y obedecer, se le
asigna un valor particularm ente alto en e l canon de relaciones de una sociedad de acuerdo
con las estru ctu ras de poder v ig en tes en ella, tam bién se le asigna, com prensiblem ente,
un valor reducido a la e stra teg ia de persuasión y convencim iento q u a discusión. En un
enlomo así, el arte de la discusión no tien e m uchas oportunidades de desarrollarse y. al
mismo tiempo, la hab ilidad en la utilización de la estra teg ia correspondiente resiente los
efectos de esta situ ación . E n la tradición alem an a es basta n te notoria esta habituación a
estrategias de orden y obediencia — con frecuencia tam bién acom pañada del uso directo o
indirecto de la fuerza física— a l igual, h asta hace poco, que la relativa falla de habilidad
en estra tegias de discu sión , como h eren cia de los m uchos años de som etim ien to a una
estructura de gobierno y dom inio a b so lu tista o p rácticam en te ab solu tista. Todavía en
nu estros d ías p u ed e c o n sta ta r se , en A lem an ia, un m a lesta r producido por la reserva
relativam ente com pleja con que se m anifiestan los afectos, una reserva hacia las soluciones
de los conflictos exclusivam ente con ayuda de la discusión y, tam bién, en el sentido opuesto,
el agrado con que son v ista s las estrategias sim p les de orden y obediencia.
En mi libro Ü ber d e n P roze d e r Z iviliza tio n , vol. 2, loe. cit. Iver nota 7J ilustro las diferen­
cias entre las e stra te g ia s de trato correspondientes, tom ando como ejem plo a do? nobles»
franceses opuestos a esto s principios a fines del siglo XVII. E l duque de M ontmoreney se
indigna públicam ente contra el rey y busca reali 2ar su s objetivos a la manera guerrera en
una lucha física; por el contrario, el duque de Sain t Sim ón lo hace a la manera cortesana de
la conversación, por m edio de la persuasión y el convencim iento del aspirante al trono.
86 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

intereses de su rey, no sentía sino desprecio por la agitación democrática de


esta época y hacía sentir a los agitadores toda la fuerza de la ley. Pero como
representante de la ley, consideraba su deber hacerla valer también cuando
eran los aristócratas quienes la transgredían. Uno de los usos del mundo de la
aristocracia consistía en frecuentar los casinos que, si bien ilegales, eran tolerados
por la policía cuando sus clientes pertenecían a los altos rangos de la sociedad. Sin
embargo, von Hinckeldey decidió intervenir. Una noche tomó parte personalmente
en la clausura de ion casino para nobles. Al hacerlo tuvo un enfrentamiento con
un individuo de nombre von Rochow-Plessow, quien sintiéndose ofendido, exigió
satisfacción en duelo con pistola. Una nota, redactada por “un testigo ocular”,
describe lo que ocurrió después.32 El testigo era el doctor Ludwig Hassel, que
había tratado con frecuencia al director de policía como paciente.

A H assel le fue solicitado por el mayor de policía Patzke, el 9 de marzo de


1856, presentarse a la m añana siguiente p ara “un asunto médico de honor”
en el departam ento del consejero superior secreto de Estado, Freiherr von
M ünchhausen, llevando vendas y m aterial de curación. De allí, el grupo se
trasladó en dos coches a C harlottenburg. El prim ero era ocupado por von
Hinckeldey y M ünchhausen, el segundo exclusivamente por el Dr. Hassel. Los
carruajes se detuvieron cerca de la caseta de vigilancia de Charlottenburg: allí
encontraron tam bién al viejo director de policía, el doctor Maass, con quien
Hinckeldey intercambió unas palabras antes de que los coches siguieran su
camino. Se dirigieron rápidam ente hacia el bosque, al llamado Claro de las
Vírgenes, por la casa forestal del Kónigsdamm. Al llegar allí, se dirigieron a
pie h a sta el lugar acordado, donde ya esperaba el señor von Rochow. Faltaba
todavía, sin embargo, el noble von Marwitz que era la instancia imparcial. No
apareció sino h asta un cuarto de hora después: un puente levadizo bajo el que
pasaban las barcas lo había detenido.
El duelo se inició a la m anera usual. Marwitz intentó de nuevo, inútilmente,
u n a reconciliación. De acuerdo con el informe de Hassel, el estado físico y
m ental de von Hinckeldey, era terrible; lo aquejaban los presentim ientos y
pensaba en su pobre m ujer y sus siete hijos. Al principio del duelo falló la
pistola de von Hinckeldey, por lo que pidió otra. Se escucharon después los tiros.
Von Rochow seguía de pie, ileso. Por el contrario, Hinkeldey hizo un medio giro
con el cuerpo y se desplomó en los brazos de Hassel y Münchhausen, que lo
depositaron suavemente en el suelo. Hassel se dio cuenta de inmediato que la
herida era mortal: sangre de la arteria m anaba de la boca del herido. La bala
se había alojado en el pulmón. Con la ayuda de los dos cocheros y del sirviente
Hinckeldey fue subido a uno de los coches. Para no exponer a Rochow a una
detención, se decidió no regresar a Berlín, sino llevar a Hinckeldey con el
director de policía Maass.

32. Ludwig H assel. Die letzten studen des polizeidirektor von Hinckeldey, B eitrag zu seinew
Nekrolog von einem Augenzeugen, Leipzig, 1856. La descripción que sigue h a sido tomad3
de: Fedor von Zobelm tz, Chronik, op. cit. La cita se en cu en tra en el vol. 1. pp. 208-210.
C iv il iz a c ió n e infor m a liza c ió n 87

Hassel y Münchhausen se dirigieron luego a informar al rey, quien en esos


días vivía en el castillo de Charlottenburg [...] El rey los recibió profundamen­
te conmovido, caminó llorando de un lado a otro de la habitación y parecía
estar desesperado. Lo único que podía hacerse era dar a la familia Hinckeldey
la triste noticia [...] El día del sepelio, el rey y los príncipes se presentaron en
el departamento de Hinckeldey, tratando de consolar a la infeliz viuda.

Aquí se m uestra, con toda claridad, que es imposible entender y explicar la


convivencia de las personas basándose exclusivamente en las fuentes oficiales,
por ejemplo, en las leyes escritas. Las reglas sociales, en buena parte no escritas,
constituyen un aspecto por lo menos, tan rico en consecuencias como las reglas
explícitas del canon y, en todo caso, un elemento absolutamente indispensable
de él un aspecto que deja su impronta en los patrones observables de compor­
tamiento y formas de pensar de los individuos socializados de esa manera, tal
y como lo hacen las leyes oficiales que forman parte de las estructuras formales
del monopolio estatal de la violencia. En la actualidad, se ha hecho frecuente
recurrir al concepto de cotidianidad y servirse de él como instrumento teórico
para la observación e investigación de formas de comportamiento y experiencia
más o menos privadas.33 Por desgracia, en la forma en que es utilizado hoy por
sectas filosófico-sociológicas resulta inútil como instrumento de investigación.
Un ejemplo de ello lo tenemos a la vista. El batirse en duelo de los estratos
superiores, lo mismo que las palizas de las capas inferiores, podrían incluirse
en la “cotidianidad” de la fenomenología, de la etnometodología o de otras ramas
pseudofilosóficas de la sociología fragmentada de nuestros días. Sin embargo,
el uso sin rigor de este concepto paraliza cualquier intento de comprensión de
las estructuras de la convivencia entre las personas, en particular, el de las
estructuras de poder. Induce a la investigación de situaciones individuales de
manera aislada, como si existieran en un vacío sociológico, y es proclive también
a perderse en interminables y arbitrarias interpretaciones. Se navega entonces
sin bn^ula en un mar de episodios. ¿Cómo podemos, en efecto, esperar que de
fenómenos cotidianos, como el batirse en duelo entre los miembros de los estratos
superiores o las palizas entre los inferiores pueda resultar científicamente algo
vivo cuando, al mismo tiempo no nos esforzamos en construir modelos teóricos
de las estructuras sociales en que ambos están incluidos?
La comparación entre el duelo y las palizas coloca a ambos fenómenos bajo
una luz más apropiada, iluminando, además, la distribución de los pesos y
equilibrios de poder de esta sociedad. Ambos hechos sociales, el duelo y las
palizas, constituirían guerras privadas, fenómenos que seguían a un conflicto,14

33. Véase N. E lias, “Z um begriíT des a llta g s ” e n K u rt H a m m e n c h y M ichael K lein <eumps.


M aterialien z u r soziologie des alltags, núm ero especial 20, Kólner Zeitschrift fu i Soziolopi*
und S ozial psychologie, O pladen, 1978, pp. 22-29..
34. En la v\eja lite ra tu ra no se d istingue, en realidad, en form a alguna, en tre duvllum y bellum.
Se tra ta de do> versiones d e la m ism a palabra. Ú nicam en te con el desarrollo de los proceros
de constitución del E stad o , con la m onopolización crecien te d e la acción violenta por parte
88 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Sin embargo, el duelo era un tipo de acción violenta formalizado en alto grado,
un acto que atentaba contra el monopolio estatal de la violencia y reservado,
ante todo, a los nobles, sobre todo, a los oficiales, y luego también a los civiles
burgueses de un estatus social suficientemente alto. La gente de los rangos
inferiores de la sociedad podía golpearse sin necesidad de guardar ninguna
forma si entraba en conflicto con alguien, y el Estado no se preocupaba de
ello, con tal de que nadie resultara herido de gravedad. Si tales individuos se
enfrentaban entre sí con las armas en la mano, se los enviaba, siempre que
resultara posible, a prisión. Si en uno de tales litigios, alguien disparaba y hería
de muerte a otra persona, era probable que él mismo fuera condenado a muerte
y ejecutado en nombre del Estado. Sin embargo, en el duelo, las autoridades
estatales aceptaban que los delitos de este tipo eran una especie de delitos de
caballeros y que, por tanto, no podían ser castigados de la misma manera que
las acciones violentas de otras clases sociales. En correspondencia con ello,
los duelistas no eran condenados por los tribunales a ir a la cárcel, sino a una
detención en alguna fortaleza, por un tiempo que variaba de acuerdo con la
gravedad de las heridas causadas. En caso de muerte del rival, era común que
quien lo sobrevivía se trasladara por algún tiempo al extranjero.
Un episodio como el que acabamos de presentar es representativo de cierto
tipo de sociedad. Su estructura es también la de esta, en especial, su estructura
de poder; aquí, en primer término, la distribución de poder entre los elementos
de la sociedad real prusiana y de su heredera, la sociedad imperial alemana.
Resulta impresionante v er la naturalidad con que el canon social de las clases
superiores activa la solidaridad de sus m iem bros frente a la violencia estatal,
aún cuando poco antes se h a b ía n enfrentado, con u n a seriedad mortal, como
enemigos. El código de h onor de la nobleza tien e prioridad a n te la s leyes del
Estado. El rey mismo estab a obligado a acatarlo. Aun los guardianes de las leyes
del Estado se esforzaban de m an era autom ática por evitar que el homicida hiera
castigado por los gu ard ian es de la ley, que recibiera u n castigo que un homicida
de menor rango social h a b ría recibido de inm ediato.
El consenso que se d a ría aquí, como tam b ién m ás ta rd e por las cicatrices
y los duelos e s tu d ia n tile s, e n tre todos los p a rtic ip a n te s p a ra e v ita r que los
trib u n a le s del E sta d o y su s leyes in te rv in ie ra n cuando se h a c ía uso de las
arm as y se produjeran consecuencias penales, expresa una convicción que puede
e n c o n tra rse no sólo en los e stra to s su p erio res alem anes, pero cuyos efectos
se sie n te n de m a n e ra p a rtic u la rm e n te in te n sa en el desarrollo de la nueva
A lem ania y pueden a ú n casi constatarse en la actualidad. E sta es la idea de las
clases superiores que vuelve a ad q u irir fuerza después de 1871, la convicción
de que los que realm en te constituyen A lem ania son los grupos relativam ente
poderosos —en la época, por ejemplo, el em perador, la sociedad cortesana y la

de un seño suprem o, p ueden las personas d istin g u ir la diferencia e n tre un acto violento
declarado form alm ente desde la a lta atalaya del jefe de un E stado y el acto violento de nivel
inferior, esto es el declarado y organizado de m an e ra privada como el duelo.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 89

nobleza, seguidos por los sostenes civiles y militares del Estado— En relación
con ellos, los otros estratos de la sociedad aparecen si no como comparsas, sí
como inferiores, subordinados y como elem entos externos. Exactamente esa
misma idea encierra la identificación de este estamento con el “pueblo” o con
la “nación”. Por lo menos, en tiempos de paz, estos conceptos abarcaban a toda
la población sólo como abstracción, como símbolo de una fantasía fuertemente
cargada de afectos positivos; en la práctica, sin embargo, se incluía en esas
designaciones solamente al propio estamento social.
A todo ello correspondía, como representación consecuente, la imagen
tradicional que, en la m asa del pueblo alemán, existía acerca del Estado. Sus
representantes tenían la experiencia del Estado no como algo que ellos mismos
conformaran, sino como algo externo, constituido por los altos gobernantes, los
que forman parte del poder instituido, los que mandan. En la época imperial,
esta imagen coincidía mucho menos con la realidad —en el sentido de una
distribución realmente observable del poder entre el gobierno y los gobernados,
entre el estamento dominante y estos externos dominados— que anteriormente,
en la Prusia monárquica. En correspondencia con esta situación especial de un
régimen más o menos absolutista y autocrático y un canon tradicional de orden
y obediencia, la estructura de la personalidad de los individuos se ajustaba,
en gran medida, en los Estados alem anes, a un orden social estrictam ente
autocrático y jerárquico. El arraigo de una forma de dominio autocrático crea,
en el carácter de los individuos, una necesidad constante de una estructura
social que corresponda a esta estructura de personalidad, es decir, la necesidad
de una jerarquía sólida de supra y subordinación que se m anifieste, entre
otras cosas, en las formas estrictamente ritualizadas de distanciamiento social
ya que, en realidad, en el caso de una estructura de personalidad constituida
de esta manera, la formaiización social establecida como orden y obediencia,
facilita la orientación del trato y las relaciones sociales con otras personas, así
como la solución de los problemas que en ello puedan surgir. Una formaiización
de ese tipo lim ita de manera precisa el margen de decisión de cada individuo,
pues le ofrece, gracias a los lineam ientos de responsabilidad y competencia,
un apoyo firme en sus propias decisiones, haciendo posible a la vez un control
relativamente fácil de las tensiones personales. Estas, en efecto, crecerían de
inmediato, si esta jerárquica armazón social se debilitara o si fuera sacudida
en sus fundamentos.

6) El episodio que hemos citado puede, por lo tanto, servir con provecho como
punto de partida para la investigación adicional del problema de la formali-
zación. El ejercicio de la violencia que permitía el estrato superior prusiano
y al que obligaba a sus miembros no era simplemente de un tipo arbitrario;
se trataba de una forma de acción violenta formalizada de manera extrema.
Sin duda, las pasiones y los miedos intervenían en ello, pero se encontraban
sometidos a un “férreo control” por medio de un ritual social minuciosamente
elaborado. El duelo Hinckeldey-Rochow nos permite tener una idea de ello.
90 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Era del todo evidente que el director de la policía berlinesa temía a su rival.
Además, no es raro que el miedo de quien maneja un instrumento contribuya
al surgimiento de problemas técnicos, a que las a m a s fallen. No cabe duda que
Hinckeldey sabía que su oponente era un notable tirador, y que presentía que se
había propuesto matarlo. Pero la presión social ejercida sobre él, la restricción
heterónoma para autorrestringirse, no le dejaba otra opción. Abandonar el duelo
no sólo hubiera tenido como consecuencia la pérdida de su puesto, sino también
de todo aquello que daba sentido a su vida.35 Es posible que von Rochow hubiera
sabido que él era el mejor tirador. Tal vez lo alegraba —una alegría vinculada a
su enojo— mostrar al director de policía que lo había distraído de sus juegos de
casino cuál era su lugar. Disparó al pulmón, así que es evidente que su intención
era matar a Hinckeldey sabiendo que nada le podía pasar.
Se descubre aquí, con gran claridad, la restricción en las formas de trato a
que se sujetaban esos estratos superiores. Cuando hablamos de un abanico de
formalidad/informalidad, nos estamos refiriendo no sólo al ámbito de lo que, en
un sentido estrecho, se podría llamar maneras. No nos referimos solamente a
hábitos como el de dar la mano a cada uno de los presentes al llegar a una casa
o decir simplemente “¡hola!”, o al de llevar o no flores a la señora de la casa
cuando se visita a una familia. Con ello queremos referirnos, más bien, al grado
y la fuerza de los rituales sociales ligados al comportamiento de las personas
en el trato con la gente, hasta el fin de sus días.
Por otra parte, en esta historia resalta la relación entre estructura social
y estructura de la personalidad. Las sociedades en que, si bien en una forma
extremadamente formalizada, el uso de la violencia física en el trato se tolera o,
como en este caso, prácticamente se fomenta, favorecen el desarrollo de formas
ideológicas, perceptivas y prácticas que permiten, a quien es físicamente más
fuerte, “comportarse groseramente”y sin consideración con otras personas, tan
pronto creen percibir en ellas alguna debilidad. La dinámica inmanente de los
grupos humanos en que se concede al uso de la violencia física un papel deter­
minante en el trato y las relaciones sociales, aunque sea en la manera altamente
formalizada del duelo y de las cicatrices entre los estudiantes corporativos,
los conduce constantemente al ascenso en ellos de un tipo de personas que se

35. Tal vez sea ú til agregar aquí que a lo largo del siglo XIX, sobre todo con la integración
de los funcionarios burgueses de alto nivel y los profesores a la sociedad cortesana del
imperio, el m anejo arbitrario del honor hizo posible una interpretación más tolerante
del código, en especial, en el caso de los civiles. Cuando, a principios de 1894, el mordaz
Freiherr von Stumm -Hallberg desafió a duelo al conocido consejero secreto Adolf Wagner.
este últim o lo buscaría para establecer un jurado de honor. Se declaró dispuesto a retirar
las afirmaciones que von Stumm consideraba ultrajantes si mostraba la misma disposición
en lo relativo a sus propias ofensas. H asta donde puede constatarse, el jurado decidió de
acuerdo con él, el duelo no se realizó. La buena sociedad cortesana en la que se movía von
Stumm no estuvo muy de acuerdo con el comportamiento del estudioso pero, habiéndose
apegado a las reglas del código de honor, no se le podía, en rigor, echar nada en cara.
ejemplo se debe a Zobeltitz, op. cit., vol. 1, p. 10.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a u z a c ió n 91

distinguen, no sólo por su fuerza o habilidad físicas, sino por experimentar placer
y alegría al someter, siempre que se presenta la oportunidad, a otras personas
con las armas o con las palabras. Tal y como ocurre en sociedades más simples
y menos pacificadas, los enclaves de la acción violenta formalizada dan al más
fuerte o al más hábil, al más agresivo, al golpeador y pendenciero, incluso en las
sociedades m ás pacificadas, la oportunidad de tiranizar a otros y de recibir con
ello, al mismo tiempo, una gran atención social. El acto violento formalizado del
duelo no era, como hemos dicho antes, un hecho social aislado, sino sintomático
de ciertas estructuras sociales; tenía una función específica para las clases socia­
les de cuyas estrategias de comportamiento formaba parte; era característico de
un tipo específico de estrategias de trato entre las personas, del tipo dominante
en tales círculos, y, también, de una valoración específica de ellas
Cuando hablamos de las funciones que tiene el batirse en duelo para los
estratos dominantes de la sociedad, esto no debe entenderse como que tales
funciones sean reconocidas por las personas que constituyen estos grupos
y declaradas expresam ente como el objetivo claro y unívoco de tal ejercicio.
Entre las peculiaridades de estas funciones, hay una que merece ser estudiada
con mayor detenimiento, aunque no precisamente en este contexto. Quienes
formaban parte de estos estratos eran conscientes, de alguna manera, de que
instituciones como el duelo tenían una función específica para su existencia
social. Pero su reconocimiento de esta función no encontró ninguna expresión
directa en la comunicación entre ellos ni con otros grupos, si bien no faltan
manifestaciones indirectas de ella. Había además legitimaciones directas del
duelo que, en general, servían más para ocultar sus funciones sociales reales
que para sacarlas a la luz. Se hablaba, por ejemplo, de la necesidad de que un
oficial demostrara su valor cuando fuera necesario y de estar siempre dispuesto
a defender con las armas en la mano su nombre y el de su familia de cualquier
mácula ocasionada por los chismes de otros. Se hablaba del gran valor educativo
del duelo, no sólo para los oficiales del ejército, sino también para los civiles,
como una preparación para las tareas a cumplir al servicio de la nación.
Las funciones ocultas bajo estas y otras legitimaciones expresas eran de otro
tipo. Tal vez se vean con mayor claridad si se compara de nuevo el duelo, como
medio para dirimir conflictos entre personas del mismo rango en los estratos
superiores, con los medios de solución de los conflictos personales entre las clases
inferiores. Consideremos las palizas, el darse de golpes. Más allá de las razones
profundas que haya en la enem istad de dos personas que llegan a los golpes,
lo que aparece normalmente es, en rápida sucesión, discusión y acciones. La
espontaneidad de los sentimientos, el enojo, la rabia, el odio, toda la fuerza de
las pasiones entra aquí. Tal espontaneidad es poco amortiguada por un entrena­
miento social que prescriba a las personas determinados patrones de lucha física
en caso de conflictos no armados pero violentos. En comparación con el duelo, la
riña espontánea a golpes posee, aún en el caso de estar influida por patrones de
competencia deportiva como la lucha y el box, un carácter altamente informal.
Por el contrario, el duelo constituye un ejemplo de un tipo altamente formalizado
92 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

de enfrentam iento físico. Aquí, los adversarios no se arro ja n espontáneam ente


uno contra el otro bajo la presión de la ira o el odio; el ritu a l prescrito exige, en
prim er lugar, u n fírm e control de todos los sentim ientos de hostilidad, u n bloqueo
de los im pulsos agresivos de los órganos ejecutores, los músculos, y, de este modo,
de la acción co n sum ato ria. A quí, la restricció n h e teró n o m a re a liz a d a por los
patro n es sociales, req u iere de u n a restricción autónom a de gran intensidad. Y
n a d a de ello re su lta, en realid ad , extraño p a ra ese tipo de form alización de las
estrateg ias aplicadas a los sentim ientos y la conducta.
E l ejemplo del duelo pone al descubierto u n a de la s funciones sociales m ás
im p o rta n te s de la form alizació n . E s ta es, seg ú n vem os, u n signo d istintivo
del grupo d o m in a n te, u n sím bolo de la diferenciación e n tre q u ien es form an
p a rte de los e stra to s superiores y quienes no form an p a rte de ellos. Como otros
ritu a le s de la clase m ás a lta , el del duelo eleva a los m iem bros de los grupos
poderosos sobre la m a sa que ocupa u n lu g a r m ás bajo en la je ra rq u ía social. Se
tr a ta tam bién, por lo tan to , de u n m ecanism o de distanciam iento. La diferencia
en tre la violencia m inuciosam ente form alizada de u n duelo y u n a pelea a golpes
com p arativ am en te inform al e n tre perso n as de e stra to s m ás sencillos, esto es,
la gam a de gradaciones de la escala form alidad/inform alidad con que aquí nos
topam os puede serv ir como criterio sobre la distancia social en tre las diferentes
clases que intervienen.
Pero, adem ás, a sus funciones de diferenciación y distanciam iento en tre los
estrato s superiores e inferiores, el duelo añade la función de integrar al grupo su­
perior. Al reforzar el sentim iento de elevación entre las personas de rango superior,
refuerza al m ism o tiem po el orgullo de pertenecer a él. Esto que aquí observamos
es, en realidad, u n a de la s dobles funciones recu rren tes de la formalización de
las estrateg ias de com portam iento de los estratos establecidos: im plantar en sus
miembros patrones autorrestrictivos específicos, según el desarrollo y la situación,
es decir, de resistencia y negación que, por otra parte, tam bién sirven como señales
de distanciam iento, como signos de distinción, como símbolos de su superioridad.
Como recom pensa y premio placentero a la negación, a estas resistencias, ofrecen al
individuo un acrecentam iento del valor de su propia persona, así como la profunda
y constante satisfacción individual derivada de la conciencia de pertenecer a un
grupo de ran g o sup erio r y, a la vez, lo que norm alm ente esto significa p a ra la
idea que el individuo tiene de sí mismo: la de pertenecer al grupo de los mejores.
El dominio de las sutiles estrategias de trato y desenvolvimiento en las “buenas
sociedades” que sus miembros h a n absorbido desde su niñez, no solamente consti­
tuye un símbolo de su pertenencia al grupo que considera particularm ente valioso,
sino que él alim enta, siem pre de nuevo, al poner en práctica estas estrategias, la
necesidad de u n a confirmación de su propio valor, reforzando la solidaridad con el
grupo y el sentim iento de ser mejor como ser hum ano, es decir, u n sentim iento de
superioridad frente a los demás.
La dependencia de las negaciones, resistencias y frustraciones estam entaria-
m ente específicas, que el canon de las clases superiores impone a sus elementos,
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 93

por una parte, y el placer y la satisfacción que el individuo perteneciente a ellas


obtiene de esa conciencia de pertenencia al grupo de los más poderosos, de los
superiores y m ás valiosos, como retribución compensatoria por la frustrante
autorrestricción, por la otra, se pone de manifiesto, de manera especialmente
aguda, cuando el poder de un estamento de este tipo es sacudido en sus fun­
damentos, En una situación así, el valor mismo del propio grupo y, por tanto,
el de la autodisciplina, e l autocontrol y las privaciones a que aquel obliga al
individuo es puesto con frecuencia en tela de juicio, ya sea como instrumento
de dominación, como instrumento imprescindible de gobierno y control de los
menos disciplinados o, simplemente, como símbolo de pertenencia al grupo de
los elegidos, particularmente, entre los miembros m ás jóvenes y en las nuevas
generaciones. La obtención de placer y satisfacción, el sentimiento exacerbado
del propio valor, el premio narcisista—que equilibra, todo ello, tanto la obser­
vación de las prohibiciones específicas del grupo como sus mandamientos— se
ven reducidos y debilitados. Correspondientemente débil se hace entonces la
capacidad de observar los patrones específicos del grupo y de llevar a cuestas
las frustrantes obligaciones que ello impone al individuo.
En estos casos, nos topamos, por lo tanto, con impulsos a ia informalización
de un tipo muy determinado. Un sistem a de costumbres caracterizado por un
patrón específico de autorrestricción se hace frágil y se desmorona, sin que
esté a la vista otro que lo sustituya. El sentido y el valor de las negaciones y
resistencias heredadas, quizá funcionales anteriormente como condiciones para
la preservación del dominio, se pierden en el marco de ese desmoronamiento y,
sobre todo, con la pérdida del dominio que hace aparecer como dudosos el sentido
y el valor mismo de este grupo, aún para sus propios miembros. En una situación
así, a los elem entos de los grupos en desgracia les resulta casi imposible dar
forma a otro canon o, por lo menos, adoptar nuevos patrones que les permitan
restablecer una reglamentación con sentido, valiosa, de la convivencia.
Entre los casos m ás radicales de procesos de informalización de este género
se cuenta la destrucción de los rituales fundam entales, de las formas más
significativas en la vida de pueblos menos complejos como consecuencia de la
colonización y la evangelización europeas. Uno de los ejemplos más extremos
de la degradación de un canon que daba sentido y orientación a la convivencia
comunitaria, en relación con la pérdida de poder por parte del grupo que lo
detentaba es, sin duda, la eliminación por parte de los españoles y portugueses
de las clases gobernantes en el continente americano a consecuencia de la
colonización y cristianización. Es evidentem ente cierto que, en estos casos
el viejo estam ento fue reemplazado por otro nuevo. Pero el canon, las reglas
de acuerdo con las cu ales transcurría la vida del nuevo grupo en el poder,
resultaban, por lo menos al principio, del todo incomprensibles para los pueblos
sometidos. Difícilmente podían, por lo tanto, compensar la pérdida de sentido en
sus vidas. El aspecto humano de este proceso ha sido, hasta donde podemos ver.
poco estudiado. El significado que pueda tener para las personas afectadas, la
94 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

destrucción externa y relativamente acelerada de aquellas formas de vida social


que daban sentido y valor a su existencia como pueblo, y la implantación violenta
de un nuevo canon por parte de los nuevos señores, merece una investigación
mucho más exacta. Conceptos como “cristianización” nos ayudan poco, pues
representan la visión de los conquistadores, no de los conquistados.
En el caso de los incas y los aztecas se trató, en realidad, de un colapso
prácticamente total de la antigua forma de organización de la sociedad y de
sus mecanismos de orientación. El estamento antiguo fue destruido de manera
mucho más radical que, por ejemplo, durante la revolución francesa, al mismo
tiempo que el grupo que tomó su lugar era de un tipo comparablemente más
extraño. Uno tiene la impresión aquí de que, aún siglos después, la población
campesina autóctona no se ha recuperado del todo de estos golpes traumáticos
de parte de los españoles y los portugueses. En algunas regiones de América
Latina se ha conservado entre los campesinos la lengua de los antiguos estados,
pero las personas han sido tratadas tan mal por los patrones y señores a lo
largo de los siglos, que un resto de apatía por el momento incurable parecería
persistir. Algo semejante se encuentra en los detallados informes del etnólogo
inglés Rivers acerca de los efectos que, entre la población de las islas de la
Melanesia, ha tenido la actividad de las misiones protestantes. En este caso
—y quizá en muchos otros— la desvalorización de formas antiguas de vida por
parte de un grupo más fuerte ha llevado a un periodo de profunda aflicción, a
síntomas de lo que en un lenguaje clínico se llama depresión. La única diferencia
es que con lo que aquí nos enfrentamos, no es una depresión individual, sino
la de un grupo.36
No fa lta n procesos de este tipo en la h isto ria de la s sociedades europeas,
a p e s a r de que la r u p tu r a en la sucesión de los e sta m e n to s es, en general,
mucho m enos radical. De cualquier modo, en realidad no lo sabem os porque lo
que llam am os h isto ria de E uro p a h a sido escrita, h a s ta ah o ra y en m uy gran
m edida, desde la perspectiva de los vencedores, y es m uy raro que la visión de
los vencidos ap arezca en las im ágenes que e sta histo ria nos proporciona. Esta
es tam b ién la razó n por la que perm anecen en g ran p a rte sin ser investigados
fenómenos como la diversidad de sus form as de vida, la absorción de los patrones
típicos de los estrato s superiores por los estratos medios e inferiores, el ascenso
de cánones de com portam iento y form as de pen sar bajas y m edias, así como el
m arco de re fere n cia de e sta s transform aciones form ales.

7) Son fenóm enos del tipo que acabam os de m encionar, los que se producen
a consecuencia de d e te rm in a d o s d esp lazam ien to s sociales de poder y a los
q u e se a lu d e c u a n d o se h a b la de u n a fo rm alizació n o de u n im p u lso a la
inform alización. E n los ú ltim o s tiem pos, se h a discutido con frecuencia, en
p a rtic u la r u n proceso de e ste g énero al que se alu d e con expresiones como

36. Véase W. H. R. Rivers, “T h e psychological factor” en W. H. R. Rivers (comp.), The depopulv


tion of M elanesia, Cambrige, 1922, pp 84.113.
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 95

“sociedad permisiva". Sin embargo, es muy difícil que pueda hacerse justicia
al fenómeno en discusión recurriendo a conceptos de esta especie. Sin duda se
trata, en lo esencial, de u n desmontaje parcial de usos y costumbres formali­
zado tradicionalmente. De acuerdo con esto, el carácter y las dimensiones del
proceso de informalización, producidos con múltiples retrocesos y avances a lo
largo del siglo XX, sólo resultan claramente conscientes cuando se observan las
dimensiones y el carácter de la formalización peculiar al equilibrio de poder
relativo a los estratos medio y superior. Sólo entonces está uno en condiciones
de precisar el problema que presenta al investigador la disolución de muchas
reglas anteriormente canonizadas de la vida comunitaria.
En otras palabras, para aclarar los fundamentos y la estructura del impulso
contemporáneo a la informalización, es necesario analizar el impulso formali-
zador de la fase anterior, es decir, el avance que se da en Alemania durante la
unificación de los territorios de gobierno alemanes por el estamento cortesano-
imperial. Sólo con una visión ampliada de este tipo, puede uno aproximarse
a una conclusión acerca de si, en el impulso a la informalización de nuestros
días lo que tenemos es simple y sencillamente un colapso de los mecanismos
civilizatorios de autocontrol o si se trata, más bien, de un desmontaje de for-
malizaciones que han perdido parcial o totalm ente su función a consecuencia
de las transformaciones sociales.
Si tenemos presente el desarrollo de los patrones de comportamiento de
los estratos superiores y medios en Alemania, en una sociedad hasta hacía
poco monárquica-prusiana y ahora cortesana-imperial, podremos constatar
cierto endurecimiento y rigorización de las formas de trato, un énfasis en la
etiqueta y el ceremonial. No se trata, sin embargo, de un proceso abrupto. La
transformación en este sentido era todavía relativamente poco perceptible en
vida del emperador; se reforzaría en el periodo de gobierno de Guillermo II.
Mientras que el viejo emperador, por ejemplo, se hacía presentar a personas
desconocidas en los bailes a que se asistía y charlaba animadamente con ellas,
Guillermo II prefería la distancia. En su época, las ceremonias se harían cada
vez más precisas y lujosas, los movimientos de las personas más mecánicos y
rígidos, los arreglos de las damas más elegantes, sus joyas más ricas. Al mismo
tiempo se hace más agitada la competencia por el estatus en la “buena sociedad”
en un sentido amplio: sus miembros compiten en la decoración de sus casas y
en la exquisitez de los banquetes ofrecidos a sus huéspedes, al igual que en el
monto de lo que se arriesga en los casinos o en las apuestas en el caso de las
carreras de caballos. Como Luis XIV, Guillermo II ama también las grandes
ceremonias como m anifestaciones de su dignidad y grandeza. En Alemania
como en la Francia de finales del siglo XVII y principios del XVIII, esta forma
de autoexhibición sirve como símbolo visible del poder y de la distancia social,
como instrumento de dominio.
Con demasiada frecuencia se olvida en la actualidad que en Alemania hubo
todavía, durante las dos primeras décadas de este siglo, una superior y poderosa
sociedad cortesana compuesta por los considerados honorables, que extendía sus
96 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

ramas ampliamente y penetraba los grupos burgueses más encumbrados. Tal


vez un ejemplo pueda revitalizar nuestra memoria. Se trata de una colección de
viejas notas periodísticas, publicadas por su autor, Fedor von Zobelitz, en 1922
bajo el título Chronik der gesellschaft unterdem letzten kaiserreich.37

“23 de enero [1897]

Comenzaron ya las Grandes fiestas de la corte. Toda la pompa del ceremonial


se hizo presente el día 18 en la reunión de los Caballeros del Águila Negra.
Uno cree encontrarse a veces en los tiempos del primer rey de Prusia, cuando
se leía la invitación del conde Eulenburg a esta celebración. Pero no puede
negarse que la pompa y el esplendor son imponentes. Este año se celebra la
investidura de seis nuevos caballeros: tres excelencias, el gran duque heredero
de Sajonia, el príncipe de Schwarzburg-Rudolfstadt y el príncipe de Wied, de los
generales von Hánisch y von Seeckt y del ministro de Estado, von Delbrück. La
solemne procesión parte de la llamada Galería de Madera, que está al lado de
las habitaciones del rey. Delante van dos heraldos vestidos a la usanza antigua
alem ana, siguen después los pajes de cám ara del emperador von Trotha y
Freiherr von Rechenberg, así como los pajes de la corte con sus trajes rojos con
bordados dorados; llevan, en cojines de terciopelo, las insignias de los caballeros
que serán recibidos en esta ocasión, el maestro de Tesoro de la orden, consejero
secreto de la corte, Borck, y el secretario de la orden, conde Kanitz llevando los
estatutos, el maestro supremo de Ceremonias, conde Eulenburg, los miembros
capitulares de la orden en gran uniforme, con banda, cadena y capa, los príncipes
y caballeros príncipes de la orden y, por último, el emperador mismo. Cuando
la procesión llegó a la Sala de los Caballeros, el cuerpo de trompetas reunido
en el llamado Coro de P lata entonó... una resonante fanfarria. Los músicos
provienen normalmente de la Guardia de Corp y la Guardia de Coraceros; los
instrum entos son largos y antiguos, con banderolas y se utilizan únicamente
en las festividades de la corte. El número de invitados era en esta ocasión
particularmente grande. Por sí solos los encargados de la corte formaban ya una
comitiva muy grande; sus uniformes iban de los vestidos de corte recargados
de oro hasta el sencillo frac azul oscuro de la servidumbre de cámara. Estaban
también los ministros y un inmenso número de generales y almirantes. Entre
ellos casi desaparecían los auténticos consejeros secretos de prim era clase,
igualmente en uniforme y zapatillas, un verdadero desfile de pantorrillas.
Las fanfarrias, iniciadas por el coro de trom petas m ás lejano, duraron
h asta que el emperador había subido al trono y la corte se había ordenado en
torno de él de acuerdo con el ceremonial prescrito. Sólo entonces dio inicio el
acto de investidura. Excelencias principescas, en este caso el duque J o h a n n
von Mecklenburg y el príncipe heredero de Sajonia-Coburg, condujeron a los
príncipes que iban a ser aceptados en la orden ante el trono, y a dos generales
con el resto de los nuevos caballeros, donde el emperador, en su calidad de
3 7 . Z o b e litz , o p . c it. ( v e r n o t a 3 2 ), v o l. 1, p p . 1 3 8 - 1 4 0 .
C iv il iz a c ió n e in f o r m a l iz a c ió n 97

gran maestro, colocó en su cuello las cadenas, hizo la acolada y, una vez que
hubieron juramentado sus deberes de caballeros, los saludó de mano...
Menos rígido y solemne, pero más animado y no menos grandioso en
su colorido, fue el gran desfile el miércoles. Para el oficial joven que por
primera vez tiene la oportunidad de pisar el tablado de la corte, este es un
día de especial alegría. Como en estos días la cantidad de invitados a palacio
suele ser enorme, la oficina de ceremonial tiene no poco trabajo regulando
las llegadas y las reuniones. Aún los espacios del archivo que se encuentran
en la planta baja tienen que utilizarse. Esta vez, el recorrido comenzó en
los apartamentos imperiales. A la llamada gran avanzada, integrada por la
totalidad de los funcionarios de la corte y encabezados por el chambelán
supremo, el príncipe heredero de Hohenlohe-Oehringer, la seguían la pareja
imperial, las princesas y príncipes. Todo el cuerpo de pajes estaba también
formado; los pajes personales de la emperatriz y de las princesas llevaban
la cola de sus vestidos lo que, por lo demás, parecería más fácil de lo que era
en realidad, pues requería de una atención constante, además de una gran
habilidad para seguir cada movimiento de la dama respectiva. En otros
tiempos, quienes iban a ocupar ese cargo practicaban en el cuerpo de cadetes
el arte de llevar la cola de los vestidos, en general sirviéndose de sábanas
que los “mochilas”, esto es, los cadetes novicios debían sujetarse alrededor de
la cintura. Una vez que sus majestades habían ocupado el trono en la Sala
de los Caballeros y que habían ocupado también sus lugares a su derecha e
izquierda los príncipes y las princesas, la corte y los huéspedes extranjeros,
comenzó con un acompañamiento musical el propio desfile.”

Una de las fiestas más importantes del II Imperio alemán era el cumpleaños
del emperador. Durante el gobierno de Guillermo II, este día, 29 de enero, se
convirtió en una celebración cargada de cerem onias en todo el país. Tanto
oficiales como estudiantes lo festejaban en sus campamentos y en sus casas, la
escuela se suspendía, se izaban banderas en todas las grandes ciudades, y en
Berlín se realizaba el ascenso a palacio para felicitar al emperador. Las calles
que conducían al castillo —adornado esta vez con numerosas banderas— se
cerraban para no perder el control de la masa popular, pues resultaba para esta
una gran atracción ver pasar las pesadas y lujosas carrozas y los altos dignata­
rios que iban en ellas. Después del desfile de felicitación en palacio tuvo lugar
todavía una ceremonia militar, el gran pronunciamiento solemne militar. Con
frecuencia nevaba y, por esta razón se hablaba mucho del “clima Hohenzollem”.
En ceremonias al aire libre se esperaba, en atención al emperador, a que el cielo
aclarara. Este es un informe del pronunciamiento hecho en el cumpleaños del
emperador en el año de 1897:38

De pronto, proveniente del jardín de juegos de enfrente se escuchó el estruendo


de los cañones. Era el saludo de la artillería y el signo inequívoco de que en

3 8 . Ibid., v o l. 1. p . 1 4 4 .
98 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

palacio había dado inicio el desfile de felicitación. Sim ultáneam ente y con
ruidoso paso acompasado, avanzó una compañía del Regimiento de Granaderos
de la G uardia del Emperador, Francisco II, apostándose frente a la Armería.
El público se inquietó. Se acercaba la hora del pronunciam iento solemne.
La m ultitud se arremolinó; los policías, con la cortesía de siempre, apenas si
podían contener el asalto del pueblo... Se escucharon entonces vivas y gritos
de júbilo in crescendo. Del castillo y en dirección a la arm ería se acercaba una
pomposa comitiva. M archaba adelante el festejado, el emperador, enfundado
en un abrigo gris de am plias solapas de piel, con la banda anaranjada del
águila negra y el chal encima, cubriendo su cabeza con u n yelmo emplumado.
Su rostro, ligeram ente sonrosado, resplandecía de salud y bienestar. A su
lado iba el general que comandaba el Cuerpo de Guardia, h err von Winter-
feld, con quien el emperador hacía comentarios ocasionales; tras él iban los
comandantes del cuartel principal, los generales y ayudantes, una multitud
de altos oficiales. El emperador pasó revista a la prim era fila de la compañía,
saludando luego al comandante de la Armería. D urante el pronunciamiento
solemne —que era, como siempre en tales ocasiones, “¡Viva el emperador y
rey!”—, el Cuerpo de Música de los Alejandrinos entonó una serie de alegres
m archas. Después redoblaron los tambores, se escucharon los cornos y los
piccolli —había dado inicio el desfile... Nuevas aclamaciones; la ceremonia ha
term inado y la procesión acompañó al emperador de vuelta a palacio...

L a política oficial del em perador G uillerm o I y de su gobierno e ra estimular


por todos los m edios el comercio y la in d u stria . El día en que se inauguró la
Exposición Comerciad de B erlín se convirtió tam bién por ello, en u n a ocasión
solem ne en extrem o. El inform e zobelitziano de la inauguración de la Segunda
Exposición Com ercial de B erlín, nos proporciona u n a im agen b astan te viva de
las cerem onias. Q uien no podía a sistir en uniforme, lo hacía de frac y era sobre­
entendido que se p o rtaran todas las condecoraciones y órdenes oficiales al asistir
al acto. Zobelitz se bu rla u n poco de u n caballero de apariencia particularmente
ju d ía, que llevaba al cuello la C ruz de la O rden de Cristo, m ien tras que en el
pecho p o rtab a la O rden griega del Redentor:39

Un individuo sarcástico dijo que eran las cruces ante las cuales el caballero
h ab ía olvidado vencer su orgullo. Que n uestros tiem pos era n los de los
uniformes era algo que quedaba claram ente de manifiesto con la apariencia
de gran cantidad de los consejeros gubernamentales: el prim er consejero, el
segundo consejero, el consejero secreto y otros que habían aparecido vestidos
de corte con bordados de rados y cintas de igual calidad en las medias. En
otros tiempos, ningún consejero de gobierno se habría vestido de uniforme,
el frac resultaba suficiente; pero los tiempos cambian y con ellos también los
consejeros de gobierno.
La Comisión de Trabajo parecía h ab er esperado algo m ás de cordialidad

39. Ibid. vol. 1, pp. 1 2 4 y ss.


C iv il iz a c ió n e in p o b m a u z a c ió n 99

en las deferencias dispensadas por las instancias supremas. No todas las


tempestades han desaparecido del panorama. Uno de los tres señores que
formaban parte de ella —por lo demás, el más hábil e industrioso— había
olvidado, por ejemplo, según se comentaba, quitarse de la nariz los queve­
dos mientras hablaba con el emperador: debemos hacer aquí esta penosa
observación, Fue también objeto de muchos comentarios el hecho de que
el emperador no haya invitado a la Comisión de Trabajo al desayuno que
tuvo con sus cortesanos a bordo del Bremen. Más correcto, sin embargo,
habría sido que la Comisión de Trabajo hubiera demandado del emperador
si se dignaba asistir a un desayuno; y, por supuesto, lo más correcto habría
sido que se hubiese informado antes con alguna personalidad apropiada,
por ejemplo el caballero von Mirbach, cuál debía ser el comportamiento
apropiado en presencia del emperador. Se habrían evitado así actos impropios
y situaciones desagradables, y tampoco habría habido motivo de queja por
el incumplimiento de alguna expectativa en las aguas de Trepfcow, ni habría
habido necesidad de dar gritos después en la Bolsa berlinesa de Mordio.
Vivimos tiempos en los que los modales son de gran importancia. Otra cosa
es, por supuesto, si sería o no mejor cortarle un poco la trenza a la corte, pero
en nuestros días, debe contarse con ella, no importa que tan larga sea.

Aquí podemos verlo con toda claridad: en la corte está en curso un impulso
a la formaiización y es precisamente la burguesía comercial e industrial la que
no lleva el paso. Es posible que ni siquiera entre los representantes más activos
y capaces de la industriosidad burguesa se hubiera difundido que el emperador,
como supremo señor, exigía que cualquier encuentro con él fuera acompañado
de los debidos ceremoniales y que al mismo tiempo uno se quitara también de
la nariz los quevedos como muestra del debido respeto. En señal de desagrado
no invitaría luego a los evidentemente confundidos miembros de la comisión a
desayunar a su yate. Quitarse los quevedos al saludar a alguien que ocupa un
lugar más alto en la jerarquía social: aquí tenemos en miniatura un síntoma
del impulso a la formaiización, al mismo tiempo que podemos percatarnos de la
pequeña prueba de fuerza que se esconde tras ello. El emperador tiene el poder de
otorgar o rehusar muestras de gracia o favor. Para una burguesía de comerciantes
y empresarios que, en cuanto a poder y estatus, constituía, en comparación con
la sociedad imperial cortesana, un estrato subordinado de segunda clase, esta
muestra de insatisfacción del emperador tenía un gran significado. Tendrían,
siguiendo los consejos de Zobelitz, que recurrir a una personalidad apropiada,
esto es, a alguien de la corte, para solicitar previamente consejo.
El creciente impulso a la formaiización se hace también igualmente evidente
durante la época de Guillermo II, aunque de otro modo, en que en una ocasión
festiva tuvieran que presentarse todos los funcionarios de alto rango, los conse­
jeros de gobierno, los consejeros superiores de gobierno, los consejeros secretos,
los consejeros secretos reales, con el uniforme con bordados de oro de la corte.
En la sociedad cortesana aristocrática del II Imperio alemán y, particularmente
100 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

bajo Guillermo II, los uniformes adquieren un prestigio especial. Su falta misma
entre las personas vestidas de frac, de los civiles, permitía ya identificarlas como
individuos de segunda clase. Por tanto, como muestra de gracia, el emperador, al
igual que otros príncipes reinantes, concede a los altos funcionarios de la ad¿j.
nistración civil, que, en realidad, no tenían ningún derecho a llevar uniforme, por
lo menos el de vestir un uniforme de corte correspondiente a su cargo. Zobelitz
que, particularmente a este respecto, posee un ojo bastante agudo, observa que
estos costosos uniformes recamados de oro de la aristocracia cortesana eran
cada vez de peor gusto, y que algunas personas vestidas con ellos provocaban
en ocasiones la impresión de ser porteros de algún hotel elegante de París.
La “trenza de la corte”, de que habla Zobelitz, o la vida en una época que
“concede gran importancia a los modales” son también indicadores del impulso
a la formalización de un régimen que, quizá, en mayor medida y habilidad
por parte de sus dirigentes, se habría transformado en una monarquía cons­
titucional, por la creciente presión de las clases industriales. Pero el canon de
los grupos dominantes estaba imbuido, de manera decisiva, por la inflexible
tradición militar de orden y obediencia. En la visión que el emperador tenía
de sí mismo, eran su persona y su círculo cortesano los elementos que, en
realidad, constituían Alemania. Se encontraba ya demasiado sometido a la
crítica pública, como para poder decir abiertamente lo que es posible que Luis
XIV no haya dicho nunca de manera explícita, la frase que se le atribuye: L ‘Étai
c'est moi. Sin embargo, la tradición de la que provenía, así como el aparato de
gobierno cuasi autocrático a su disposición, hacían posible que pensara lo que
muchos dictadores contemporáneos parecen creer sinceramente: que la oposición
contra los gobernantes equivale, en realidad, a una traición a la patria. No es
posible entender la rigidez característica de las estrategias imperiales y, por lo
tanto, tampoco el impulso a la formalización que tiene lugar durante la época
guillermista, si no se toma en cuenta que se trataba de un régimen que se sentía
amenazado, es decir, de un régimen que carecía de seguridad en sí mismo. La
marcada y acelerada industrialización que tuvo lugar desde 1871 en todas
direcciones, con el objeto de lograr el equilibrio del país, debilita el predominio de
los estratos tradicionalmente privilegiados agrupados en la corte, en el ejército
y en todo el círculo en tomo al emperador. Por otra parte, la unión nacional que
la dinastía imperial había impulsado y de la que el emperador, el ejército y la
corte se habían convertido en símbolos, reforzaba su régimen.
La imagen de este impulso a la formalización no estaría equilibrada sin una
referencia, aunque sea breve, a la latente oposición al régimen y a la completa
incomprensión de ella por los círculos superiores. No quiero privarme de citar
o tro extracto de la crónica de Zobelitz que ilustra fehacientemente, con un
pequeño ejemplo, la actitud de los privilegiados en relación con los “camaradas
apatridas”, al igual que lo ridículo de sus formalidades:40

4 0 . I b id ., v o l. 1. p p . 7 7 y s s .
C ivilización e inform alizació n 101

8 de septiembre [1895]

Terminó ya el Jubileo de Sedán,* pero prosiguen aun los penosos sucesos


organizados por los socialdemócratas para perturbar la gran celebración. Si
uno pascaba alguna de estas noches por las calles principales de Berlín, era
perseguido constantemente por grupos de jóvenes que llevaban un paquete
de periódicos bajo el brazo; deambulaban por las aceras y molestaban a los
paseantes con sus estridentes gritos: “¡El Vorwarts [Adelante] caballeros!...
¡El Vorwarts del 2 de septiembre!” Los propietarios del órgano central de la
socialdemocracia han querido aprovechar también comercialmente sus ideas
apátridas. Los infames ejemplares del VorwÜrts con sus calumnias contra el
viejo y gran emperador, contra el ejército y el espíritu de la fiesta popular,
con la publicación de cartas privadas ajenas, se vendían a los curiosos, por
miles, a 20 pfennige cada uno. ¡Ante todo, el negocio! fue hasta ayer que la
policía intervino, prohibiendo la venta de aquellos números que además han
sido confiscados. Por lo demás, la actitud de la policía durante los días de la
celebración, merece ser elogiada sin reservas. De cualquier modo, las medidas
restrictivas durante la consagración de la Iglesia del Recuerdo fueron muchas:
el pueblo se apretujaba demasiado estrechamente donde la calle Kurfíirsten se
convierte en la Kurfurstendamm y verdaderamente debe considerarse como
un milagro que no haya ocurrido allí una tragedia.
Un pequeño y curioso acontecimiento durante la consagración de la iglesia
presenciada por el emperador fue pasado por alto, hasta donde sé, por todos los
diarios. Un amigo me había ofrecido un lugar en un balcón de la Kurflirstenda-
Dim, desde el cual podía observar en su totalidad y con comodidad el desfile de
las más altas autoridades. Precisamente enfrente de donde estaba, en el otro
lado de la Kurfurstendamm, se encuentra el muro que se extiende a lo largo
del Jardín Zoológico. Cuando las campanas comenzaron a repicar y Su Alteza
el Emperador podía aparecer en cualquier momento, resonó de pronto entre
los sonidos rítmicos de los metales y los primeros vivas y hurras del pueblo un
ruido extraño. Los animales depredadores del zoológico, sobre todo los lobos,
comenzaron a inquietarse. También entre quienes habían asistido con perro
hubo movimientos. Un concierto de lastimosos aullidos, el ladrido de los canes
y el ladrido aún más alterado de los lobos se mezclaron con los tañidos de paz
de las campanas y el júbilo de la multitud. Eso no estaba en el programa. Un
oficial de la policía, a caballo, se dirigió a galope tendido al Jardín Zoológico; un
par de vigilantes del orden corrieron también en esa dirección para prohibir a
las bestias asustarse con ese tipo de música, por la fuerza de sus cargos y su
autoridad, pero esos “rebeldes”no mostraron respeto alguno por los uniformes
azules: seguían aullando, ladrando y gruñendo. Finalmente, pudo hacerse
venir a un empleado del jardín. Cómo pudo apaciguar a las bestias es algo que
desconozco; es probable que les haya servido el desayuno algo más temprano
de !o normal. De cualquier manera se callaron, pero habían provocado un
episodio chusco en medio de la seriedad de la fiesta.
* Conmemoración de la derrota francesa por los alemanes, en la batalla ocurrida en la ciudad
francesa de S ed án IN. de T.]
102 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

8) En el prefacio a su colección de informes e imágenes de la época imperial,


originalmente escritos como crónica cotidiana para las Hamburger Nachrichten,
Zobelitz habla de los sentimientos e ideas con que él mismo, a principios de los
años veinte de este siglo, lee nuevamente, ahora como ciudadano de la primera
república, estas notas que habían sido redactadas wen días que hoy parecen
infinitamente lejanos”. Zobelitz considera sus informes "con cierta admiración
[...], con una sonrisa de resignación [...] y un sentimiento de perplejidad:41
“Así había sido antes; y entre ese ayer y el hoy se interpone esa descomunal
revolución que convirtió, de la noche a la mañana, a una monarquía de más de
500 años en una república, transformando con ello también, en todos sentidos
a la antigua sociedad ”
Zobelitz señala después algo que todavía para él era absolutamente claro,
pero que resultará cada vez más difícil de captar y entender para las generacio­
nes posteriores: que esta sociedad era, en realidad, una especie de gremio, wa la
manera en que lo son hoy los trabajadores de los diferentes sindicatos”, “lo que
entonces se llamaba sociedad constituía un grupo por sí mismo”.
Para el observador del momento, es decir, para un observador que había
formado parte de esa “sociedad” era completamente claro que esta tenía el
carácter de una formación social relativamente cerrada. Sin embargo, la compa­
ración con los sindicatos no es del todo exacta en el sentido de que la pertenencia
de una persona a esa “sociedad” no estaba institucionalizada y externamente
expuesta por una organización individual creada con fines específicos, y tampoco
por medio de una organización conscientemente planeada y sostenida como
tal. Pero la cohesión de las personas que conformaban lo que Zobelitz llama
simplemente sociedad y que, a la distancia, aparece como una sociedad con
significado de “buena sociedad”, de una society, ciertamente no era menor que
la existente entre personas agrupadas en una organización con reglas explícitas
y, en general, codificadas por escrito. Precisamente el hecho de que la asociación
de un grupo de individuos en una “buena sociedad” de este tipo, en el estamento
jerárquicamente estratificado del II Imperio, descanse en buena medida en
criterios no escritos de pertenencia, en símbolos implícitos de membrecía que
prácticamente sólo conocían los iniciados —por lo que resultaban casi incom­
prensibles para alguien de fuera— es lo que, entre otras cosas, explica la escasa
atención que han concedido los historiadores y sociólogos a formas sociales de
este tipo, a pesar de que las mismas se cuentan a veces entre las formaciones
sociales más poderosas de su tiempo. Particularmente, son los historiadores
—desde Ranke en adelante— entrenados intensivamente para aplicarse a la
documentación explícita, los que normalmente han perdido de vista aquellas
formas de la socialización, cuya cohesión se basa, en general, en el con ocim ien to
de símbolos menos articulados.
E s un hecho que, entre los círculos en cuestión, reinaba un s e n tim ie n to
íntimo de pertenencia al grupo privilegiado, es decir, de comunidad con otros

41 . Ibid. v o l . 1. p p . 5 y s . s .
C ivilización e inform alizació n 103

miembros del mismo grupo. Este sentim iento unía aún a los peores enemigos y
encontraba su expresión no sólo en la observación rigurosa y común de rituales
como el duelo. E ste era, sin lugar a dudas, uno de los factores que daba una
gran consistencia y un alto grado de cohesión al tejido aparentemente laxo
de la formación social de una buena sociedad, a pesar de la ausencia de una
organización explícita al respecto. En este contexto, el desfile autoexhibitorio y
renovado anualmente de sus miembros, en bailes, bazares de caridad, visitas a
la ópera, ceremonias m ilitares y cortesanas y muchas otras ocasiones festivas,
tenía la función de un reforzamiento constante de la solidaridad, del sentimiento
de grupo y de pertenencia y de superioridad sobre los excluidos, sobre la masa
del pueblo, cuyos representantes podían jugar el papel de espectadores jubi­
losos y aplaudidores y tener, de vez en cuando, una imagen del estrato social
superior reunido ceremonialmente, lo que contribuía a exaltar aún más en sus
componentes su elevado valor.
Los miembros de los grupos superiores, sobre todo, aquellos que formaban
parte del círculo estrechamente unido de la nobleza prusiana y, en general, de
la nobleza alemana y que habían crecido en él, estaban familiarizados desde la
infancia con sus símbolos de pertenencia a la “buena sociedad”. Estos símbolos
les servían como criterio, no sólo para verse a s í mismos, sino también para
ver a los otros, un criterio del que, lógicamente, se servían sin ser realmente
conscientes de que juzgaban y valoraban a otras personas de acuerdo con
pautas correspondientes a su propio es trato. Todos juzgaban en sus círculos a
las personas de esta manera, llegando a considerar como algo natural su forma
de hacerlo. No había razón para pensar de otro modo.
En la crónica de Zobelitz pueden encontrarse numerosos ejemplos de este
uso no consciente de un modelo de persona que corresponde a un estrato
específico como criterio para juzgar a las personas en general. Zobelitz mismo
no era, en realidad, m ás que un aristócrata de m ente estrecha. Si bien es
cierto que los sucesos que tenían lugar en el mundo de la nobleza son los que
suscitan principalmente su interés, tam bién m antenía relaciones con otros
círculos, por lo que mostraba una buena dosis de benéfica tolerancia en ellas.
Y justam ente porque es en la época del II Imperio, cuando los elem entos
esenciales del canon de la nobleza son absorbidos en buena medida por ciertos
sectores de los estratos burgueses, pasando luego, a formar parte del canon
nacional alemán, es que resulta instructivo considerar de paso un ejemplo de
un juicio personal de Zobelitz. El 18 de mayo de 1913, Zobelitz publica una
nota necrológica dedicada a Erich Schmidt, descubridor de la versión original
de Fausto y profesor de literatura alemana, quien había sido también rector
de la Universidad de Berlín. El siguiente es un fragmento de la nota:42

H acía u n a fig u ra esp lén d id a, por eso lo a d o ra b a n las m ujeres. Y e ra un


hombre dotado de u n a fuerza im ponente, lo que lo hacía ser estim ado por los

42. íbid, v o l. 2 . p . 3 1 8 .
104 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

hombres. No tenía ninguna de las características que uno asocia normalmente


con la vieja idea de un profesor de literatura, había creado un nuevo tipo
de profesor de la materia. Quien lo veía por primera vez, podía tomarlo con
seguridad por un oñcial de civil. Una valentía y un temperamento arios
traslucía de cada uno de sus movimientos, pero al mismo tiempo, lo rodeaba
un halo de alegría y optimismo y su mirada era de una calidez contagiosa.

En la escala de valores utilizada para juzgar a una persona, ocupa un lugar


particularmente destacado el que alguien se vea “como un oficial de civil”. Que
como elogio máximo se le atribuya M un halo de alegría y optimismo”, “calidez
contagiosa” y “valentía y temperamento arios” no es, sin embargo, algo de lo que
deba hacerse responsable a Erich Schmidt mismo, quien había sido distinguido
con muchas órdenes y nunca las portó públicamente. “Valentía y temperamento
arios” eran cualidades que Guillermo II destacaba y Hitler lo imitaría. Son
conceptos vulgarizados por los nazis que, para las generaciones alemanas
recientes, representan precisamente la imagen a rechazar y aparecen aquí, en
retrospectiva, en su forma original, como parte constitutiva del ideal humano del
oficial noble. A este respecto, un problema que valdría la pena investigar es en
qué medida el tipo nacionalsocialista de evaluación de las personas se encuentra
imbuido por ideas ocultas y vulgarizadas, cuyo origen se halla y forma parte del
acervo de la nobleza alemana.
También “la alegría y el optimismo” corresponden a este orden de ideas, al
igual que la pose, a la que en otro contexto califica positivamente: “Un poco
de pose se ve bien...”; Zobelitz menciona, además, que es cierto que Schmidt
se decía liberal, aunque añade, a manera de disculpa, que: “por supuesto no
en el sentido de esos liberales de izquierda”. Según él, Schmidt habría sido “el
único ‘profesor de literatura* que reunía en su persona no sólo un profundo
conocimiento de su especialidad, sino experiencia y encanto verdaderamente
mundanos”.43 La imagen se completa. Entre los rasgos positivos que Zobelitz
pone de relieve se encuentran, por lo tanto, además de la buena figura, la
nobleza de carácter, la elegancia, la amabilidad, el valor, el temperamento
y un poco de pose, de exhibicionismo. Es decir, en esencia, los criterios aquí
manifestados eran los de valoración de las personas de una clase militar-
aristocrática. Los estratos burgueses absorberían luego algunos elementos de
este canon de las capas superiores y los incorporarían selectivamente, según
sus necesidades, a sus propios patrones de comportamiento.
Por lo demás, la atracción ejercida por los modelos de las clases dominantes
sobre los estratos burgueses disminuiría paulatinamente a la vuelta de siglo,
cuando la debilidad de la nobleza, su incapacidad para proteger a los estratos
medios del ascenso de los obreros resultó cada vez más clara. La creciente
industrialización y, en particular, la urbanización contribuirían de manera
decisiva a este desarrollo, al reducir el peso político específico de la población

4 3 . Ihid., v o l. 2 . p . 3 0 9
C ivilización e inform alización 105

agraria en comparación con el de la población citadina. Prácticamente, cada


elección del Parlamento significaba un aumento en el número de votos y de
diputados del Partido Socialdem ócrata. E s difícil, en verdad, im aginarse
cabalmente la reacción de la clase superior considerada honorable, cuando,
en 1912, los social demócratas se convierten, por primera vez, en el partido
más poderoso, como resultado de las elecciones parlamentarias. Como ocurre
con todo estamento, a los aristócratas alemanes y, en especial, a los prusianos,
así como a los estratos burgueses que, en general, se identificaban con ellos
—en otras palabras: a los miembros de la sociedad que podían batirse les
resultaba absolutamente evidente que eran ellos y sólo ellos quienes estaban
destinados a tener el dominio y el gobierno en Alem ania. En su visión de
la realidad era del todo claro que la gente de abajo, esos trabajadores y sus
representantes, no tenía madera para gobernar un imperio tan grande. Y no
obstante, ahora se encontraban, gracias al creciente número de votos obtenidos
por la socialdemocracia, frente al alud incontenible de las “m asas”, como ellos
las llamaban.
Es seguro que en el curso de este proceso, creció la tensión —por lo demás
existente siempre durante el II Imperio— entre los grupos urbanos comerciales y
los industriales, por un lado, y los agrarios, por otro. Por su parte, los estamentos
comerciales urbanos —representados en el Parlamento, por ejemplo, por los
liberales— constituían también uno de los grupos opositores que, desde antes
de la guerra de 1914-18, no siempre se habían plegado a los ordenamientos
y reglas de la buena sociedad cortesana-aristocrática. En su s cuarteles se
manifestarían, ya a finales de la era imperial, tendencias a la informalización,
a la ruptura de los estrictos y extremadamente formalizados cánones de los
estamentos dominantes.
Un ejemplo de ello es el desarrollo del vestido femenino hacia fines de la
época imperial. En junio de 1914, Zoblitz observa en una de sus crónicas, con
gran indignación, que ni siquiera las buenas familias burguesas se ajustaban
ya del todo al estricto código de los estratos superiores. Aquí encontramos,
en efecto, signos claros de un impulso a la informalización que, poco después,
tras la guerra, ganaría igualmente terreno en el contexto de la derrota de los
estratos imperiales:44

El vestido femenino moderno ha sido criticado con frecuencia y acrimonia por


los defensores de las buenas costumbres y se ha polemizado también en su
contra desde el pulpito. Incluso un obispo ha condenado con dureza el pecado de
las faldas abiertas y los grandes escotes de las blusas. No soy ningún zelote y no
considero en absoluto que cualquier cosa que sea de alguna manera descarada,
es ya por ese solo hecho, pecaminosa; yo mismo me he pronunciado hace poco
contra un juicio condenatorio general de nuestra moda femenina. Sin embargo,
debo confesar aquí que mi opinión se ha modificado; tengo que aceptar que los

44. Ibid., v o l. 2 . p p . 3 5 1 y s s .
106 N orbert E lias | L o s A lem a n es

vestidos de mujer no sólo son ahora del tipo que nos suscita una agradable
sorpresa, del que nos hace exclamar “ Oh!” sino que en ocasiones, han pasado
definitivamente a ser del que nos quita el aliento, ante el que sólo tenemos
un “¡Pfui!” El hecho de que las jóvenes damas de la llamada buena sociedad
enseñen las piernas hasta la rodilla cada vez que hacen un movimiento, indica
una extraña falta de sentido del pudor. Los trajes que hoy vemos a diario en
las calles y reuniones habrían sido impensables veinte años atrás. Es posible
que las ninfas del Palais Royal hayan llevado vestimentas similares durante
la época del Directorio. En aquellos tiempos la revolución había dado, desde
arriba, el impulso para una transformación del género. En nuestros días, el
impulso viene, más bien, del centro misino de la decente e industriosa burgue­
sía. Porque es un hecho que las damas con falda abierta y escotes atrevidos
no son, pos de tout, miyerzuelas salidas de algún local nocturno, sino hijas de
buenas familias. Precisamente esto es lo escandaloso.
Por lo demás, también la vestimenta masculina se ha hecho demasiado
informal. Puede pasar todavía que uno lleve el sombrero en la mano y no
puesto. Pero que el saco se lleve sobre el brazo y que se salga a pasear en
mangas de camisa es algo que, definitivamente, raya en modos que más
bien estarían bien para un aprendiz de artesano manual. No lo disculpa en
nada el que la camisa sea tan blanca como una nube; resulta indecente y da
a entender también una falta de pudor exhibirse públicamente con ropa que
no corresponde al uso social.

Este fragmento nos permite dar una mirada fugaz a los inicios del impulso
de largo alcance dado a la informalización del vestido, un impulso que será
realizado plenamente en el siglo XX. En el curso del mismo salen a la luz las
piernas y el busto de las damas, que emergen de un ocultamiento al que habían
sido confinados como signo claro del predominio inalterado de los hombres.
También a estos les será posible ahora, en el contexto de este desarrollo,
mostrarse públicamente sin sombrero, sin perder por ello el respeto de sus
conciudadanos y su categoría de personas respetables. Los hombres pueden
ahora atreverse a pasear en mangas de camisa o incluso a presentarse así en la
oficina sin que por ello se los mire de reojo. De cualquier modo, el grado de esta
informalización en el vestido no es el mismo en todos los países. En Alemania,
por ejemplo, se concede todavía hoy, más valor a la ropa masculina formal,
entallada y cortada a la medida y se está menos dispuesto a quitarse el saco y
a andar en mangas de camisa que, digamos, en Estados Unidos. En Alemania
se ha preservado una parte de la regla que dispone que un hombre debe verse
“como salido de un molde” lo que es, sin duda, parte de las formas de trato
ostentosas. En el canon inglés del vestir son particularmente estimados otros
signos relativamente menos notorios, por ejemplo, la calidad de los materiales o
un buen y discreto corte. Que un profesor de Cambridge, que un Cambridge-Don,
le haya dado alguna vez un pantalón nuevo a uno de sus estudiantes para que lo
usara y adquiriera así el aspecto de lo usado es, por supuesto, un mito, aunque
significativo.
C ivilización e inform alización 107

No puede dejar de reconocerse como un hecho, cuando se empiezan a observar


procesos a largo plazo e independientemente de las diferencias nacionales en
lo que se refiere al desarrollo de los patrones del vestido, que en los Estados
industrializados avanzados ha tenido lugar durante el siglo XX un paso a la
informalización de la vestimenta, tanto masculina como femenina. Uno podría
conformarse con la explicación de esta transformación, sim plem ente, como
debida a un proceso de racionalización. Sencillamente es más racional —podría
decirse— que un hombre ande en mangas de cam isa y sin sombrero cuando
hace mucho calor. Pero en esta relación, se pone de m anifiesto, de manera
particularmente clara, el estrecho vínculo entre un impulso a la informalización
y la modificación de las relaciones de dominio. La vestim enta de una persona
emite una serie de señales a los otros; simboliza, sobre todo, cómo se ve a sí
misma esa persona y cómo desea ser vista por los demás en el marco de sus
posibilidades. Ahora bien, cómo se ve a sí misma y cómo quiere que se la vea
depende, por supuesto, de la estructura de poder de una sociedad en su totalidad
y de la posición de esa persona dentro de ella. Para los grupos dominantes de la
corte y la aristocracia, las diferencias manifestadas por los grupos, es decir, las
ceremonias y el ritual y, naturalmente, la apariencia de las personas —todos
ellos símbolos de la pertenencia y de las distancias sociales, es decir, entre
otras cosas, en su calidad de medios de dominio— tenían un papel mucho más
importante que para las clases sociales industriales superiores. El desmontaje
y la descomposición de las formalidades y, por tanto, de los tipos de vestimenta
cuya función exclusiva o primaria era la simbolización visual de las diferencias
y distancias sociales, la manifestación tangible de la jerarquía social, se lleva a
cabo, en consecuencia, más fácilmente en los Estados industriales desarrollados,
donde los representantes de los grupos burgueses y obreros se encuentran en
una lucha por el poder, que en los Estados nacionales industriales de principios
de este siglo, donde el establishment tiene, todavía en gran medida, un carácter
cortesano, aristocrático y militar.

9) Zobelitz —él mismo un hombre de la nobleza, además de oficial prusiano,


antes de dedicarse, por las circunstancias, a escribir novelas ligeras y crónicas
semanales sobre la sociedad berlinesa para el ávido público hamburgués—
describe la sociedad cortesana simplemente como una sociedad de estamentos.
En efecto, la nobleza constituía el núcleo mismo del poder en el II Imperio. Pero
si nuestra intención es hacer justicia a las peculiaridades del estrato social
más elevado de este periodo, tenemos que considerar el orden que guardaban
entre sí los principales grupos burgueses, así como su jerárquica y estratificada
cohesión con la nobleza, su unión con ella en una “buena sociedad’' en sentido
amplio. Como durante el II Imperio la buena sociedad en un sentido lato, es
decir, vista como una formación social, no se dio a sí misma una constitución
explícita debido a la imposibilidad de sus miembros de reconocerse por medio
de criterios no escritos de pertenencia, he elegido como térm ino técnico , para
su designación conceptual específica su característica p rincipal de pertenencia:
108 N o rbert E l ia s | L o s A lem anes

la capacidad de batirse en duelo. Nuestra elección coloca en el centro de la


atención el hecho de que el estamento imperial alemán no sólo era un estrato
aristocrático, constituido por la nobleza cortesana, militar y por los funcionarios
nobles, sino por vina fusión e integración jerárquica de estos grupos aristocráticos
y de otros, no de comerciantes y empresarios capitalistas, sino principalmente,
de funcionarios civiles de alto rango que incluían profesores universitarios y
profesionales de todo tipo.
El menosprecio del que tradicionalmente hacía objeto la nobleza guerrera al
comerciante era todavía bastante agudo en el II Imperio, como correspondía a
la posición social de la primera en la época. La expresión peyorativa koofmich.
[“cómprame”, como sustantivo en dialecto berlinés. N. del TJ, al igual que la carga
negativa que acompaña a la palabra Verstadterung [“ciudadanización”, esto es,
imitar los modos urbanos. N. del T.] han pasado, con otros elementos del acervo
cultural de la nobleza, a formar parte del habla corriente en el idioma nacional.
El aburguesamiento de los patrones nobles de honor tiene una historia
bastante compleja, en la cual no necesitamos adentrarnos más. De cualquier
manera, el carácter común del código de honor era uno de los elementos que
ligaba —con determinadas variantes y en determinados niveles— a las asociacio­
nes de estudiantes y a los profesionales con los grupos nobles más encumbrados
de la sociedad uniéndolos en esa sociedad más amplia de quienes podían exigir
satisfacción del honor. Tal vez sea útü, para formamos una imagen viva de ella,
ofrecer aquí un ejemplo de la forma en que esta sociedad se exhibía y hacía
patente ante los otros su poder.
A principios de marzo de 1895, los estudiantes de las escuelas superiores de
Berlín organizaron una fiesta-Bismarck en honor del gran viejo de Friedrichs-
ruh. En esta festividad tomaron parte no sólo las asociaciones de estudiantes
con sus miembros y banderas, sino también el príncipe Hohenlohe, canciller
del Imperio, así como varios de sus ministros. Se dio cita, asimismo, una gran
cantidad de generales, diputados —entre ellos el dirigente del Partido Conser­
vador—, consejeros secretos y profesores, además de príncipes y diplomáticos.
Un estudiante escribió una canción dedicada a Bismarck, cuya enérgica melodía
fue entonada por todos los presentes con fervor. Empezaba así:45

Que ascienda radiante la llam a


del entusiasm o en nuestro canto
al hombre de germánica estirpe,
al héroe que venció al dragón,
al hombre nacido en los viñedos
que bordean el Rin,
al varón valiente que hizo realidad
los sueños y anhelos de
nuestros ancestros

4 5 . Jbitl. ( n o t a 3 2 ) , v o l. 1, p . 6 9 .
C ivilización e inform alización 109

Hubo un tiempo en que la m asa de los estudiantes alemanes se opuso de


manera más o menos pronunciada al establishm ent y también, posiblemente, a
sus mayores. A principios del siglo XIX, los estudiantes corporativos eran, pre­
cisamente, quienes formaban la avanzada en la lucha por una mayor igualdad
entre las personas y en este sentido, también los representantes de un impulso a
la informalización que intentaba hacer un poco más laxos los anticuados rituales
de desigualdad, por ejemplo, el desamparo casi total en que se encontraban los
estudiantes novicios frente a los de mayor antigüedad. La meta estudiantil
corporativa de unificar Alemania iba unida, en muchos casos, a la de imponer
constituciones democráticas en los Estados alemanes divisivos, como un paso
previo para la conformación de un Parlamento alemán.46 El entusiasm o de
las primeras asociaciones estudiantiles por los ejercicios físicos con aparatos,
introducidos por Jahn, puede también considerarse como una manifestación
de esta búsqueda de libertad e igualdad. Porque lo que Jahn entendía por
este ejercicio corporal no era la formalizada ejercitación con aparatos de años
posteriores, que habría de convertirse en un instrumento de la educación pública
impartida por el Estado. Jahn mismo rechazaba cualquier forma de rígida
disciplina y de monótono ejercicio.47 Tampoco era su idea que dichos ejercicios
se convirtieran en algo obligatorio. Más bien, cada quien debía ir formando
su rutina de cada día, como más le acomodara. Aún el ejercicio en grupos se
consideraba, en sus círculos, como una restricción. De hecho, eran los ejercicios
voluntarios, así como los juegos en común correspondientes a las necesidades de
los participantes, lo único que podía hacer justicia a los ideales de esos tiempos
sobre ello. En consecuencia, los juegos de aparatos y ejercicios de Jahn no tenían
nada de domesticación o amansamiento. A muchas asociaciones estudiantiles
de los primeros tiempos les agradaba este tipo de ejercicios, justamente porque
no las constreñían a formas rígidas, porque concedían un amplio margen de
libertad individual dentro de la general.
Sin embargo, a finales del siglo XIX, la meta largamente acariciada de la unifi­
cación alemana —a principios de siglo sólo un sueño lejano— era ya una realidad.
Es cierto que las asociaciones estudiantiles [burschenschaften], eran predominante­
mente burguesas y ocupaban un lugar menos importante en la jerarquía social que
los cuerpos —Guillermo II mismo había formado parte en su juventud del Korps
Borussia—, pero ahora también ellos, como, en general, los miembros de mayor
rango, los profesionales de la burguesía alemana, se subordinarían e inscribirían
en el orden jerárquico de los estratos dominantes de Alemania. Muchos miembros
de las asociaciones estudiantiles habían sido acusados de demagogia y perseguidos
por las autoridades del Estado por sus convicciones liberales y democráticas.

46. Véase H e rm a n n H a u p t, “K a r F o lie n ” e n H e r m a n n H a u p t/P a u l W n tz c k e íco m p s.).


H undert ja h r e deutsche burschenschaft, B u rsc h e n sc h a ftlic h e L e b e n sla u íe H e id e lb e re
1921, p. 27.
47. W ilhelm Kopf. “T u r n te T u r n v a te r J a h n ? ”. E n p á d . e xtra , n ú m e ro 11/1978. pp 39 v
ss.
110 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

Pero una vez alcanzadas sus m etas nacionales, las organizaciones de este tip0
renunciarían a los objetivos sociales que antes se habían planteado, y aceptarían
la desigualdad, el carácter subordinado de su propia existencia social como civiles
al igual que la posición privilegiada en el II Imperio de los estratos dominantes
de la nobleza: era el precio a pagar por sus propios y no escritos privilegios, por
su elevación sobre la masa, en contra de las crecientes presiones de los estratos
inferiores; en realidad, a la par de la unidad nacional tuvo lugar una unificación
de la organización partidista de los trabajadores, y un incremento de su potencial
político. Ya en el siglo XIX, es decir, mucho antes de que los bolcheviques tomaran
el poder en Rusia, el temor de una revolución era motivo de inseguridad para los
estratos dominantes alemanes, para aquellas porciones nobles y burguesas de esa
sociedad formada por quienes podían exigir la satisfacción del honor. Zobelitz lo
dice sin tapujos. El 19 de octubre de 1894 escribe:48

Únicamente el filisteo al que nada sacaría de su placentera tranquilidad,


hasta que el techo mismo de su casa se viera envuelto en llamas, puede cerrar
los ojos ante el fragor de los volcanes socialistas que se han ido formando en
el subsuelo de la sociedad contemporánea. Sólo un filisteo que ve reducidas
sus rentas a causa de los impuestos, podría negar que la única garantía
de seguridad es un ejército fuerte, lo único que puede constituir un dique
de contención ante el crecimiento de aquellos elementos que amenazan el
Estado. El juramento de lealtad del día de ayer debe ser el sostén y la defensa
del gobierno ante la revolución. Las palabras mismas del emperador —que
una prensa cegada por pasiones partidarias ha comenzado ya a deformar—
deben interpretarse también en este sentido.

La integración de las asociaciones estudiantiles —fundamentalmente


burguesas y, en las cuales, prevalecían con frecuencia al principio tendencias
democráticas y críticas del Estado y de la sociedad— a la “buena sociedad” que
sostenía el Imperio, con su cúspide cortesana y aristocrática, tuvo consecuencias
serias para la estructura y el canon de conducta de estas asociaciones. Cuando
se rebelaban contra el orden dominante, eran exponentes de un conflicto gene­
racional; su oposición al estamento de poder noble y, sobre todo, estatal de sus
días, iba acompañado de una oposición a los valores, las actitudes, en resumen,
al canon de las viejas generaciones. Ahora, en su calidad de socias menores de
tal estamento, ellas, al igual que las asociaciones estudiantiles, se identificaban
cada vez más con los valores y las prácticas de la vieja guardia.
Hasta el estallido de la guerra franco-prusiana de los años setenta del siglo
pasado, las asociaciones estudiantiles tenían una tradición fundamentalmente
civil —se diferenciaban, por lo tanto, de las corporativas, de los korps, que eran
más aristocráticas, sobre todo por sus metas nacionales y sociales. El resultado
de la guerra de 1870-71 no trajo consigo la realización de todas las esperanzasy

4 8 . Z o b e litz . op. it., v o l. 1, p . 1 4 7 .


C ivilización e inform alización 111

los deseos políticos de las asociaciones estudiantiles y algunos de sus miembros


se decepcionaron porque la unificación alem ana no incluyó a Austria. Sin
embargo, si bien no todos los sueños se habían cumplido, la unificación se
había logrado. De cualquier manera, la realización de los objetivos políticos de
un grupo tiene, en general, consecuencias prácticamente tan radicales para
b u desarrollo ulterior como la destrucción definitiva de sus sueñoa En el caso
que nos ocupa, la realización de su s objetivos sociales había sido llevada a
cabo de forma tal que difícilmente puede pensarse que correspondiera a sus
expectativas y, en general, a las de la alta burguesía alemana. La esperanza
de una unificación de Alemania no surge como resultado de la victoria de estos
grupos sociales sobre aquellos grupos de nobles que, anteriormente y en gran
medida, eran partidarios de mantener la diversidad de los Estados, cada uno con
su príncipe a la cabeza. Los grupos burgueses que buscaban la unidad nacional
sobre todo, las asociaciones estudiantiles, recibieron prácticamente como regalo
la realización de su s sueños y quienes se lo entregaban eran precisamente
quienes habían sido sus enemigos sociales.
Esta realización de los sueños y esperanzas burgueses de las asociaciones
estudiantiles, junto con el afianzam iento de los grupos sociales que habían
contribuido fundam entalm ente a ello, es decir, en primer lugar, del em pe­
rador y sus generales y enseguida de la nobleza en su totalidad, exigía una
reorientación radical de los estudiantes organizados en tales asociaciones. Sus
objetivos nacionales habían sido así alcanzados, pero los sociales pasarían a
segundo o tercer término, como pago de su incorporación al nuevo estamento
alemán49. Este reacomodo no ocurriría de golpe, pero es sintomático del proceso
de transformación experimentado por amplias capas de la burguesía alemana:
de la fusión de sus estratos más elevados con la nobleza jerárquica agrupada
en tomo al emperador y su corte, como una especie de rango ínfimo, en una
red estamentaria superior, entre cuyos criterios de pertenencia ocupa un lugar

49. De manera similar a como las asociaciones estudiantiles sufren una transformación —en cuyo
curso pasan de ser grupos m arginales, en relación a los estratos superiores del estam ento de
poder de su sociedad, a ser grupos que comparten con él la m ism a orientación en la jerarquía
social— se modifica tam bién la relación de los estudiantes organizados en estas corporaciones
con las viejas generaciones; sobre todo, con los antiguos miembros de las asociaciones que
ocupaban ya altos cargos y distinciones. D espués de 1871, los antiguos miembros de estas
asociaciones se agrupan cada vez con mayor frecuencia e n uniones mayores. A partir de los
años ochenta, estas uniones adquieren una gran influencia sobre las asociaciones juveniles:
financian y apoyan la s casas de las asociaciones, m ultiplicadas notoriam ente a raíz de la
competencia que les hacían las asociaciones dispuestas al duelo y como expresión de una
situación económica m ás próspera de los estratos interesados durante la época del II Imperio.
La lucha por el estatus provoca, además, que tales casas sean cada vez más lujosas. Georg Heer
escribe (Paul W entzcke/ Georg Heer, Geschichte d e r deutschen burschenschafl. Heidelberg.
1939» vol. 4, p. 65): “Al principio, e sta s casas eran bastante m odestas... Aproximadamente
a partir de 1900, las casas se harían m ás am plias y se las acondicionaría mejor. Tuvo lu^ar
entonces una denodada competencia entre todas las asociaciones estudiantiles, no sólo entre
las diferentes asociaciones, por construirse casas cada vez m ás elegantes”.
112 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

central la capacidad de batirse en duelo, como obligatoriedad de un código


de honor común. Pero si las asociaciones estudiantiles y los korps se habían
distinguido, hasta antes de 1870 y, en muchos aspectos, debido a sus respecti­
vos patrones de comportamiento y a sus diferentes metas políticas, ahora las
primeras ajustaban gradualmente sus códigos y objetivos a los de los segundos.
Las metas a futuro desaparecerían cada vez más de su programa de principio^
mientras que la consolidación y preservación del orden social y político existente
pasarían notoriamente a ocupar el centro de su atención. Así, los rasgos más
bien idealistas de su programa desaparecerían también, un ejemplo de ello es
el de aquellas asociaciones que habían mantenido el principio de abstinencia
sexual entre sus miembros. Este precepto desaparecería ahora. Al igual que los
korps, las asociaciones estudiantiles —que antes no habían hecho del principio
de batirse un precepto obligatorio— lo harían ahora. Para todos sus miembros
lo sería también mostrar determinado número de cicatrices o prueba de ello por
semestre. Las reglas, y en general, las del duelo con armas pesadas o pistolas,
se harían cada vez más estrictas y, con el tiempo, serían unificadas para todas
las asociaciones estudiantiles dispuestas al enfrentamiento.
Con la desaparición de objetivos futuros comunes, se reforzaría también el
significado de las formalidades que regulaban la convivencia entre estudiantes,
que servían como símbolos de estatus, como señales de superioridad sobre las
masas, como objetos de lucha, en la competencia por el prestigio, tanto entre
estudiantes de una misma asociación como entre los de diferentes asociaciones.
En correspondencia con la distribución de poder y de jerarquía en el macrocosmos
de los estratos más en cumbrados alemanes, en el microcosmos de las asociaciones
estudiantiles inclinadas a la violencia se conformaría poco a poco una jerarquía
estamentaria firme y clara. En ella, los korps, con la exclusiva del Borussia de
Bonn incuestionablemente a la cabeza, ocuparían el rango más elevado. Las
asociaciones estudiantiles se conformarían con el segundo lugar, aunque tratando
continuamente de demostrar —con la rudeza de sus costumbres en lo que a
cicatrices atañe— que no iban en absoluto a la zaga en valentía y honor a ningún
korps. Después de ellas venían en el orden jerárquico las demás asociaciones
juveniles donde los golpes eran importantes.
Examinemos con más detalle la vida de estas corporaciones.

10) Ya hemos explicado que la educación de los jóvenes —en aquellos tiempos
se habla apenas, más bien como excepción, de estudiantes del sexo femenino—,
en el sentido de imbuir en ellos un canon unificado de los estratos su p e r io r e s, es
una de las funciones no planeadas ni explícitas que desempeñan las asociaciones
estudiantiles violentas. Particularmente el bautismo de sangre de la cicatriz
como prueba, contribuía a la nivelación del comportamiento y de la forma de
pensar de los descendientes de familias decentes, aunque no muy distinguidas,
con la ideología y las costumbres de las “viejas” familias.50

50, La educación para el duelo, es decir, para una forma de violencia estrictamente regíame*1'
C ivilizac ió n e info r m a liza c ió n 113

La educación peculiar que estas corporaciones imbuyen a sus miembros


corresponde a una necesidad creada por las universidades alemanas, aunque
no sólo por ellas. De acuerdo con su propio diseño, las universidades eran, en
primer término, instituciones de instrucción. Por supuesto, en ocasiones, se daba
el caso de que los profesores universitarios cumplieran también, a la vez que con
su función de productores y transmisores de conocimiento, tareas formativas.
Cuando esto ocurría, representaban una influencia en la vida personal de los
estudiantes y participaban en su sociabilidad, en su vida gregaria. Pero, como
norma general, esto no ocurría. A ese respecto en esos tiempos, como ahora, las
universidades abandonaban a sí mismos a sus estudiantes.
En consecuencia, las asociaciones estudiantiles llenaban un hueco impor­
tante. Quienes cursaban su primer semestre en la universidad vivían, quizás
por primera vez, fuera de sus familias y, posiblemente, en una ciudad en la que
no conocían a nadie. Con toda seguridad, a algunos de ellos se les recomendaba
ya en la fam ilia el ingreso a determinadas asociaciones. Pero sucedía también,
con mucha frecuencia, que las asociaciones mismas buscaran por su cuenta a
personas idóneas para su aceptación en el grupo y que trataran de “pescar” a
este o a aquel elemento. El ingreso a la asociación facilitaba en muchos sentidos
la vida de un recién llegado: le permitía un contacto inmediato con otros estu­
diantes, ayudándole así a salir rápidamente de su aislamiento y, según fuera
el caso, a superar la incertidumbre de su nueva situación. En la asociación
le aguardaba un programa lleno de actividades sociales que a veces dejaban
poco tiempo para el estudio propiamente dicho —la bebida de la mañana, el
paseo matutino, el salón de fiesta, la noche de cerveza, el boliche, los naipes
o el solemne festín estudiantil. E s cierto que la vida de la asociación exigía
obediencia y subordinación a los miembros más antiguos, pero al nuevo se le
tenían ciertos miramientos al principio; había un tiempo de indulgencia para
los krasse füchse [zorros groseros], como se llamaba a los novicios. Es posible
también que a los nuevos les causara una sensación de bienestar el que todo se
llevara a cabo de una manera tan exactamente reglamentada. Estaban entre
pares y sólo necesitaban dejarse llevar por la comente, sólo observar las reglas de
la asociación y de sus representantes, los estudiantes más antiguos, sabiendo
que no habría nin gú n problem a inesperado, por lo que no había por qué
inquietarse. Las universidades instruían, las asociaciones educaban. Ofrecían
al individuo sociedad y convivencia alegre, una gama amplia de actividades y,
según la figura de los Viejos Caballeros, la promesa de una red de relaciones
para la vida futura, es decir, de una ayuda en la carrera.

tada, ten ía tam bién, sin duda, su propio peso. Satisfacía las necesidades de los jóvenes que,
por ejem plo y a l m ism o tiem po en Inglaterra, se servían de las com petencias depnrttvat-
para el m isin o fin. Pero servía igu alm en te como preparación para u n a sociedad donde, en
todo m om ento, esta b a p resente para un hombre la posibilidad de ser desafiado a duelo o
de tener que hacerlo él m ism o, (Por lo dem ás, no sería sino h asta el 26 de mayo do
que, por ley, se decretaría que la prueba estu d ian til no era legalm ente punible i
114 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Al principio, la formalización de la convivencia en el marco de una asociación


estudiantil tenía todavía mucho del salvajismo de los grupos juveniles. Entre los
rasgos fundamentales de este entrenamiento del carácter de los estudiantes se
contaba, no sólo permitir, sino también obligar a dar rienda suelta a impulsos
relativamente infantiles y bárbaros que hasta entonces habían sido reprimidos,
por medio del control de la conciencia, en la conducta de muchos de los novicios
así como cultivar al máximo esta forma de vivir por medio de una valla de
rituales de precisa observación. Para los novicios, para los zorros groseros, no
resultaba en forma alguna fácil someterse a las restricciones de este paradójico
canon estudiantil que fomentaba la vivencia extrema de impulsos salvajes a
los que antes se había sujetado a tabúes muy estrictos —por ejemplo, golpearse
sangrienta y conscientemente con otra persona—y que, al mismo tiempo, repri­
mía ceremonialmente tales impulsos a través de la observación inclemente de
un estrechísimo complejo de normas de comportamiento.
La familiarización de los nuevos con este impulso a vivir, a experimentar lo
prohibido y a la simultánea sujeción de esas vivencias por medio de una rígida
formalización, era posible gracias a la estructura de dominio de las asociaciones.
Toda asociación de este tipo era una federación masculina de grupos genera­
cionales, dentro de la cual, en una estratificación muy precisa, los más viejos
gozaban de poder de mando y decisión sobre los más jóvenes. Estas relaciones
entre grupos de diferente edad no carecían de camaradería, de cariño y amistad:
cada novicio tenía que elegir entre los socios más antiguos un leibburschen* que
hacía el mayor esfuerzo por apoyarlo, no obstante las diferencias generacionales,
durante todo el difícil proceso de transición. Sin embargo, a pesar de todo el
apoyo que se daba a los novicios, el aparato de dominio de las asociaciones
tenía también aspectos rígidos e inclementes, y tanto los viejos como los más
nuevos eran prisioneros del mismo. Ese aparato era el instrumento de restricción
heterónomo necesario para dar a los más jóvenes fuerza para sobrellevar el
explosivo canon de conducta estudiantil, en otras palabras, para tenerlos bajo
control durante el periodo de familiarización con el mismo. A los más viejos, a
quienes ya habían logrado su total identificación con los procedimientos de la
asociación, la restricción heterónoma de la sociabilidad corporativa los ayudaba
también a evitar, en toda esta vida llena de competencia y con la fuerte presión de
los certámenes obligatorios, tanto las apuestas de bebida como los duelos ligeros
y los más comprometedores: las oscilaciones entre la desinhibición total de lo
instintivo y su férreo control y el no dejar nunca de estar atentos a sí mismos.
El mayor peligro que en todo ello se corría era la expulsión de la asociación.
Esta amenaza pendía constantemente sobre todos los miembros, reforzaba el
dominio de los más viejos sobre los más jóvenes y el de la asociación misma como
un todo sobre el individuo, porque, en efecto, el futuro de una persona que había
sido expulsada de la asociación estaba marcado. El crecimiento de la socied ad

* N. del T. [Es decir, un colega m ás antiguo que fungiera como una especie de tutor para él
en la asociación]
C ivilizac ió n e inform alizació n 115

honorable por toda Alemamahacía que en un caso de esa especie no hubiera


salida, pues el estigm a deuna pérdida de la membresía en una corporación de
ese tipo pesaba sobre un estudiante no sólo en la ciudad de su universidad,
sino en todoel país. Cambiar de universidad no ayudaba, porque pronto lo
alcanzábala noticia persiguiéndolo siempre que intentara tener acceso a los
círculos de quienes podían batirse en duelo. Había, por supuesto, otros grupos
en los que podía ser aceptado, pero, con frecuencia, la idea que teníade sí mismo,
al igual que su conciencia de clase o estrato, es decir, suidentidad personal se
había ajustado a la pertenencia a esos círculos. Laamenaza de exclusión de la
asociación era, en consecuencia, un instrumento de sometimiento muy serio que
contribuía a disciplinar a los estudiantes rebeldes o, en su caso, que ayudaba a
vencer sus resistencias a los rituales del grupo.
Por otra parte, la asociación ofrecía un gran número de alegrías compensa­
torias por el temor —nunca del todo ausente— de las restricciones, de fracasar
en alguna prueba, de estar a merced de un golpeador más fuerte o más hábil, de
las omisiones en el comentario cervecero, de cualquier desliz en la observación
de las formas —antes de que se convirtieran en una especie de segunda natu­
raleza— de cualquier error que pudiera tener graves consecuencias. Entre las
compensaciones se contaba la inserción en el grupo, la participación comunitaria
en las noches de cerveza, los desfiles con todo el brillo de las bandas en las
ocasiones festivas, la elevación sobre las masas, el orgullo de haber superado
difíciles obstáculos y pruebas en el camino hacia las alturas de la sociedad y
el de formar parte, en consecuencia, de ella. La estructura de dominación, el
aparato jerárquico de restricción de estas asociaciones estudiantiles, arroja
también luz sobre las peculiaridades de la estructura de la personalidad que
se desarrollaba en ellas. Esa estructura no se orienta a lo que Max Weber, con
razón o sin ella, llama “la formación de la conciencia protestante”, es decir, a
la constitución de una instancia de autocontrol con cuya ayuda el individuo
sería capaz de dirigirse a sí mismo, independientemente de lo que digan otras
personas, sería capaz de decidir y responsabilizarse exclusivamente ante sí y su
Dios. La educación de los korps y las asociaciones tenía como meta no explícita,
más bien, la formación de una personalidad en la que la sujeción de impulsos
propios dependiera en gran medida del reforzamiento social, del control por
parte de otras personas. Para la sujeción de sus impulsos violentos y combativos,
quien había pasado por el entrenamiento de las pruebas tenía necesidad de una
sociedad que lo apoyara, de una sociedad con una escala jerárquica clara, con
marcadas diferencias de superioridad e inferioridad, de mandato y obediencia.
Ese individuo desarrollaba entonces una estructura de la personalidad en que
las autorrestricciones, es decir, la propia conciencia, requerían de un apoyo
por parte de la restricción heterónoma, de un elemento dominante para poder
funcionar. La autonomía de la conciencia individual era limitada, pues estaba
ligada como por un invisible cordón umbilical con una estructura social que
incluía u n a jerarquía de mando estrictamente formalizada. Por sí mismos, los
mecanismos de autocontrol —a cuya implantación se ajustaba la vida típica de
116 N o r b e k t E lia s | Los A le m a n e s

los estudiantes en las asociaciones— eran demasiado débiles para resistir los
impulsos que, en parte, esta misma d ase de vida hacía aflorar con renovada
energía. En otras palabras: la sociedad estaba diseñada de modo tal que, en el
individuo educado en ella se produjera la necesidad de una sociedad de este
tipo, pues su instancia individual de conciencia dependía de sus directrices.
Siendo demasiado débil para tener bajo control los impulsos instintivos más
elementales, tenía necesidad de órdenes y mandatos dados por otros, o dados
a otros, para tener alguna eficacia. La formación de una conciencia en que el
entrenamiento del carácter que las asociaciones impartían dejaba su impronta
es, por lo tanto, notoriamente afin a la implantada en el entrenamiento al que se
sometía a los oficiales en el ejército, inmersos también, a fondo, en una jerarquía
de mandato y obediencia.
Ahora bien, la imagen de grupos constituidos de manera que los individuos
que forman parte de ellos desarrollen una conciencia independiente y de fun­
cionamiento completamente autónomo es, sin lugar a dudas, una exageración
idealista típica. En la realidad, un individuo no es nunca —menos en caso
de enfermedad— enteramente independiente en sus determinaciones, en la
dirección que toma su vida, del significado que pueda tener la realización de su
proyecto de acción, tanto para otros como para él mismo. Lo que puede observar­
se es, en realidad y solamente, un grado mayor o menor de relativa autonomía
de la conciencia individual, una mayor proporción de restricciones autónomas o
heterónomas en las decisiones del individuo. En consecuencia, lo dicho antes sólo
puede significar que la estructura individual del carácter, a cuya constitución,
con la ayuda del canon estudiantil y militar, se orientaba la educación, incluía
una porción bastante grande de dependencia de la conciencia individual de
otras personas y, por lo tanto, también una dependencia más o menos grande
del apoyo que los mecanismos propios de autocontrol de los impulsos instintivos
inmediatos recibieran de parte de las restricciones heterónomas.
El concepto mismo de honor remite también a esa estructura porque, sin
importar el grado en que la conciencia del honor propio influya en la dirección
que tome la autoorientación, el temor de una pérdida del honor ante los ojos
de los demás, del grupo, del “nosotros”, tiene siempre una función central como
reforzamiento de la autorrestricción necesaria para comportarse tal y como lo
exige el código de honor.
Esto coincide con la circunstancia de que el concepto de honor, considerado
como un hecho social —no filosófico— observable, desempeña un papel central
en los grupos donde el vínculo entre las personas es muy estrecho, concretamente
y en particular, en los grupos guerreros y afines. Originalmente, eran sobre todo los
estamentos guerreros los que encontraban su legitimación en un código de honor,
es decir, en la conjunción de violencia y valor. Por su parte, los estratos civiles
pacificados se legitimaban mucho más, para decirlo formalmente, por medio del
símbolo conceptual de la honorabilidad o de la honradez. El concepto de honor
es. al mismo tiempo, un medio y un signo de distinción social para quienes son

L
Crm jZACIÓN E INFORMALIZACIÓN 117

considerados honorables. Gracias a él, los estratos dominantes nobles pueden


diferenciarse y colocarse por encima de otros grupos de la sociedad, es decir,
también y en particular, de los estratos medios legitimados en primera instancia
por un canon moral. La comparación pone de manifiesto la diferencia: el canon
moral de los estam entos medios requiere y también representa un grado más
alto de individualización, una mayor autonomía relativa de los autocontroles
individuales que el canon o código de honor; si bien es igualmente cierto que,
fácticamente, como fenómeno social, no posee nunca la autonomía absoluta que
normalmente se le asigna en la investigación filosófica de lo que debe ser.
Como sea, la comparación del código de honor de los estratos guerreros
con el canon moral de los estratos medios, hace evidente que el primero va de
la mano de una estructura de dominio que descansa en una jerarquización
estricta de las relaciones humanas, en una ordenación clara del mandato y la
obediencia; mientras que el segundo parece tener explícitamente la pretensión
de ser válido para todos los seres humanos y de postular implícitamente, la
igualdad de todos ellos.
Una de las características específicas de las asociaciones estudiantiles ale­
manas es que el canon moral de los estratos medios —cuya expresión filosófica
más grandiosa es la Crítica de la razón práctica, de Kant— tiene importancia en
realidad, únicamente, durante el inicio de esos grupos, de las llamadas asocia­
ciones estudiantiles. Ya de allí se mezcla de manera específica con el código de
honor de los estratos dominantes. Cuando, después de 1871, en el contexto del
nuevo y II Imperio alemán, una buena parte de los estratos medios se vincule
cada vez más a las clases superiores, se perderán también en estas asociaciones
—cuyos elementos provenían mayoritariamente de los estratos medios— todos
los elementos anteriores del canon moral. Como en su vida social, sus objetivos
educativos se orientan ahora —y a este respecto se borra cualquier diferencia
con los korps y las asociaciones dispuestas al enfrentamiento— exclusivamente
a la observación del código de honor, dejando de lado los elementos morales.
Algo sim ilar ocurre con la jerarquización. Como ya hemos mencionado,
en los primeros tiem pos de las asociaciones estudiantiles, algunos de sus
miembros intentarían, siguiendo las tendencias igualitaristas de los estratos
burgueses de la época y en tiempos en que la supremacía de la nobleza se
asentaba ya en bases firmes, abolir o, por lo menos, hacer más llevadero el
dominio a veces brutal de los más viejos sobre los más jóvenes. Ahora, a finales
de siglo, los rituales de dominio de la vieja generación habían pasado, en esas
asociaciones, de una reglamentación estricta a una sólida costumbre. Es posible
que el predominio de las generaciones anteriores fuera más llevadero en las
asociaciones estudiantiles que en la sociedad de los adultos, habida cuenta de
que se trataba en ellas, de algo de breve duración. Los grupos generacionales
estudiantiles circulaban con relativa rapidez. Si eran los jóvenes quienes debían
padecer hoy el yugo a que los más viejos los sometían, eran conscientes de
que, en uno o dos años, ellos mismos ocuparían ese lugar. La máxima militar
118 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

de los oficiales de educar a un joven en la obediencia estricta para que, m$8


tarde como veterano, pudiera él mismo dar órdenes, era también un elemento
fundamental en el canon de las asociaciones estudiantiles. Lo único diferente
eran los medios.
Entre las formalidades más peculiares de las asociaciones estudiantiles se
cuentan las juergas estrictamente ritualizadas. Estos acontecimientos tenían una
larga tradición. La convivencia cervecera de las asociaciones estudiantiles univer­
sitarias era heredera de una tradición alemana que se remonta por lo menos hasta
los siglos XVI y XVII. En aquellos tiempos, en una época de interminables guerras,
en la que Alemania se convierte en el escenario central de la resolución violenta
de prácticamente todos los conflictos europeos, se desarrolla en su territorio una
especie de epidemia etílica, no sólo en la forma del alcoholismo individualizado de
nuestros días, sino en la de una actividad comunitaria. En esos años, tal vez como
compensación a las penurias ocasionadas por una guerra que no cesaba, adquieren
también en las cortes carta de naturalización los rituales de los brindis y las
competencias de trago que dan a las juergas el carácter de una lucha lúdica.
Ahora, en su forma tardía, este canon alemán del brindis y la competencia se
convierte para las corporaciones estudiantiles, tanto en un tipo formalizado de
sociabilidad como en un medio educativo, en un instrumento de dominio de los
viejos sobre los jóvenes. En efecto, para los jóvenes existía en estas celebraciones
la obligación de beber: debían aprender a “secundar” cuando un estudiante más
antiguo brindaba con ellos, independientemente de que les gustara o no; y más
o menos a sostenerse en pie, aunque ya estuvieran bastante ebrios y a tomar
las medidas pertinentes, cuando realmente se sintieran mal. Se brindaba, se
“tallaba la salamandra”, se entonaban las viejas canciones: Frei, freí, frei ist der
bursch. En el curso de la celebración uno se sentía más alegre, más libre, en una
palabra, más relajado. Pero se trataba de una alegría ritualizada en alto grado
por un complejo de restricciones. Todo ello refuerza los deseos de lucha: “¡Veamos
qué tanto aguantan los nuevos!” Se brindaba con ellos, se tomaba con ellos y
contra ellos en competencias y cada vez en mayor medida. Quien más resistiera
resultaba vencedor. La alegría reforzaba el sentimiento de pertenencia, de estar
juntos, uno al lado del otro. El canto fundía las voces individuales, el coro era
la representación misma del grupo y el individuo se fundía con la totalidad: las
barreras desaparecían... para volver a aparecer al día siguiente.
A la vuelta del siglo se da un movimiento en contra de la obligación de
beber iniciado por los Viejos Caballeros, quienes señalaban las perniciosas
consecuencias del consumo inmoderado de alcohol, abogando por una flexibi-
lización de las restricciones a la convivencia cervecera y defendiendo incluso
la tolerancia de los miembros abstemios. Es difícil determinar si tuvieron
o no éxito. Algo parecido ocurre con las pruebas. Hasta los años sesenta del
siglo XIX, las pruebas estudiantiles tenían el carácter de un duelo real. Los
conflictos verdaderos entre estudiantes, así como entre oficiales, se dirimían
recurriendo directamente a las armas. En consonancia con esto, el duelo se
encontraba relativamente poco ritualizado. Los oponentes tenían bastante
C ivilización e inform alizació n 119

libertad de m ovim iento, podían hacerse a u n lado, esquivar con la cabeza e


inclinar ligeram ente hacia adelante el tronco para colocar mejor un golpe. En
1871, con la unificación del imperio alemán, cuando incluso las asociaciones
estudiantiles —antiguam ente en la oposición— al igual que el korps y otras
asociaciones dispuestas al enfrentamiento se concebían así mismas cada vez
más como representantes de la nueva Alemania, como auxiliares del gobierno
imperial, los ritos estudiantiles del duelo se diferenciaban de manera notable.
Una parte de la lucha entre dos personas conservaba el carácter de los duelos.
Con su ayuda, las personas que formaban parte de las clases más elevadas,
considerando indigno golpearse a la manera en que lo hacía el populacho,
intentaban canalizar la ira y el odio recíproco de una manera algo más regulada,
una manera que conviniera más a su estatus. De esta forma, una persona podía
herir de gravedad a otra e incluso matarla.
Sin embargo, tendría lugar en ese momento un desarrollo de una forma
especial de lucha bipersonal que concuerda con la función de las corporaciones
estudiantiles, como instituciones formadoras de los nuevos estratos dominantes
en Alemania, lucha que habría de convertirse en un instrumento de educación
de un tipo característico. Se exigía ahora que, con las armas en la mano, los
elementos de la asociación aprendieran a causarse mutuamente heridas san­
grientas. Concretamente: sólo en el rostro, el cráneo o las orejas, heridas que
no tenían, en general, ninguna secuela perniciosa de consideración, excepto
un par de feas cicatrices en la cabeza. A esta forma de lucha bipersonal que
servía como instrumento disciplinario, se la llamaba prueba de determinación.
Los encargados de dos asociaciones dispuestas a enfrentamientos de este tipo
determinaban cuáles de sus miembros más jóvenes debían batirse con florete.
También los miembros m ás viejos se enfrentaban previo acuerdo. No se trataba
ya, por lo tanto, de cobrar una afrenta, de vengar el honor mancillado en lucha
con otra persona o de expresar el enojo con quien se tenía un problema o a
la que se consideraba insoportable, recurriendo a las armas. En estas luchas
sostenidas por acuerdo, se peleaba contra alguien que, en la mayoría de los casos,
no había sido elegido por uno mismo, se luchaba contra él, como norma general,
por el honor de la asociación y, por lo demás, simple y sencillamente como un
ejercicio obligatorio. Todo miembro de una asociación de este género estaba
no sólo obligado a participar en cierto número de pruebas de determinación,
sino que, adem ás, se velab a estrictam en te que su intervención en ellas
fuera aceptable. Quien no satisfacía adecuadamente estas rigurosas reglas
era expulsado, con todas las consecuencias que ello tenía en la sociedad de
honorables de la A lem ania unificada.

11) En el im pulso estatal desarrollado para la unificación de Alemania


corresponde a las asociaciones dispuestas al enfrentamiento una unificación
de los códigos de honor y las reglas del duelo, A partir de entonces, su evo­
lución tiene lugar en el marco de una intensa competencia por alcanzar un
estatus dentro de ellas, lo mismo que en las diferentes corporaciones de ese
Norbkkt E lías | Los Alemanes

tipo, adquiriendo también, gracias a esta presión, una dinámica propia; pero
en su orientación podían intervenir, en realidad muy poco, las personas ligadas
entre sí de esa manera, sobre todo porque en última instancia, tal dinámica
dependía de la situación general y de la transformación de los grupos sociales
correspondientes.
En el caso de las pruebas de determinación, esta dinámica conduciría a un
aumento constante de las exigencias acerca de la actitud que debían observar los
oponentes. Se eliminarían así las gorras que protegían la cabeza. st> limitarían
los movimientos que hacían más fácil neutralizar los golpes en contra, etc.
Los estudiantes elegidos por su asociación para una competencia de ese tipo
debían devolver golpe por golpe, aunque sólo podían mover la mano y el brazo.
En consecuencia, se rediyo la duración de los encuentros porque la mayoría de
los jóvenes estudiantes sólo podía satisfacer durante periodos muy breves las
exigencias qvie se les planteaban. Los esgrimistas mismos dependían cada vez
más de sus secundantes —en general, miembros de generaciones anteriores—
que eran los encargados de vigilar la observación estricta de las reglas.
En su Geschichte der deutschen burschenschaft, Georg Heer señala que
la guerra de 1870-71 constituye un hito en el desarrollo de las asociaciones
dispuestas a tales enfrentamientos.51 Heer menciona, entre otras cosas que,
desde entonces, “La vida en las burschenschaften se hace más plana, adquiriendo
prioridad el cultivo del armamento estudiantil, con el consecuente descuido de la
educación sobre el patriotismo, la formación científica y moral y la preparación
física, produciéndose asimismo una tendencia hacia el exterior.”
Heer informa también que los miembros de una asociación acechaban en
forma creciente a sus otros colegas, esperando que alguno de ellos mostrara
alguna debilidad o cometiera errores durante una prueba para obligarlo, por
medio de una decisión comunitaria, a realizar la llamada prueba de purificación
y, de no quedar satisfechos tampoco con el desempeño del afectado, expulsarlo
de la asociación.58 Entre los secundantes se imponía cada vez más la tendencia
a culpar a los contrarios de haber cometido errores de procedimiento. Estos, por
su parte, se preparaban para refutar tales afirmaciones, pudiendo ocurrir que
los secundantes mismos se enfrascaran en discusiones y se desafiar a duelo.

51. Herr, Geschichte, op. cit. (ver nota 49), p. 47.


52. Ibid., pp. 82 y ss. “Todavía en los años setenta era más bien un hecho excepcional que se
hablara de las pruebas en las reuniones de estas asociaciones. Ahora se haría práctica
común que después de cada una se llamara a una reunión ex professo, en la que cada error
cometido por algún colega era castigado sin contemplaciones —dándose con frecuencia el
caso de que el juicio de un solo espectador resultara decisivo. Y el público presente en ellas
prácticamente no hacía otra cosa que seguir con expectación morbosa el desempeño de sus
propios colegas... Quien combatía mal desde un punto de vísta ‘técnico’ o incluso ‘moral,
era castigado, la primera ocasión sólo con advertencias y purificaciones’, pero también,
con frecuencia, con la expulsión. Si tampoco la prueba de purificación surtía e l e c t o o si
ur.a posterior de la m ism a persona resultaba nuevam ente inaceptable, se le daba de baja,
.ausebei 'iirmn'jn. tomo se decía.”
C ivilización s in p o h m a u za c ió n 121

Este debía tener lugar en el acto y, en ocasiones, durante el mismo aquellos otros
estudiantes que fungían ahora como secundantes también litigaban, llegándose
nuevamente a otro duelo. Como Heer o b se rv a es to condujo a que, en general,
se desempeñaran como secundantes gente pendenciera y proclive a la violencia
que encontraba algún gozo en tales peleas.
Como sea, después de 1871, la lucha entre dos personas, ya fuera en la forma
de una prueba de determinación o en la de un duelo con armas pesadas —dado
el caso, incluso con pistolas— se convertiría en el núcleo mismo de la vida de
las asociaciones de este tipo. Si en otras situaciones (de las que podríamos dar
ejemplos) lo que encontramos es una dinámica de refinamiento, la que aquí
hallamos es una de vulgarización y rudeza. Su conexión con una formalización
do la acción violenta puede ser reconocida con facilidad.
La práctica social de las relaciones interpersonales que corresponde al
código de honor, en primer término la reducción al duelo — aunque también la
obligación de participar en las competencias de bebida y de brindis, así como
otros derivados estudiantiles del canon guerrero— tenía una doble función:
representaba tanto una selección humana, en el sentido de unas estructuras
de personalidad muy específicas, como una educación, en cuanto a actitudes
valorativas muy determinadas. Como suele ocurrir en sociedades con un carácter
guerrero, esta selección favoreció a los que eran físicamente más fuertes, a los
más diestros, a los más rapaces, a los pendencieros. Esta educación preparaba al
individuo para una sociedad con desigualdades notoriamente jerárquicas, donde,
en cada caso, el que ocupaba una posición más alta se comportaba también de
manera ostensible como persona superior, como alguien mejor, haciendo sentir
esto a todos los que tenían una posición más baja, a todos los inferiores, a todos
los que eran más débiles y “peores” que él.
Considerado de manera global, el desarrollo del canon de las asociaciones
dispuestas al enfrentamiento durante la época del II Imperio, constituye un
impulso en dirección a un aumento de los rituales y a un mayor énfasis en
ellos, en la acción violenta formalizada. Los miembros contemporáneos de
la sociedad de honorables consideraban que la dinámica del ejercicio ritual
de la violencia, como una lucha entre dos personas —ya fuera en forma de
una prueba de determinación, o en la de resolver asuntos de honor con las
armas en la mano— era, en el fondo, una institución positiva que había que
apoyar. El grado en que las llamadas deformaciones eran, en realidad, aspectos
negativos de la dinámica inmanente de las asociaciones estudiantiles, esto es,
tendencias a la transformación —o implantadas por el canon de las mismas— en
la relación entre las personas, es puesto de manifiesto por el sonado fracaso de
los repetidos intentos de reformarlas. Heer describe algunos de estos intentos
de reforma para lograr la eliminación de “los efectos cancerígenos de un ser
humano degenerado por las pruebas”. Algunos de estos intentos se repetirían en
el periodo que va de finales del siglo XIX al año de 1914. Todavía en el Congreso

53. ¡bul., p. 82.


122 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

de las bursckenschaften de 1912 se emitiría una serie de recomendaciones pa^


mejorar los efectos perniciosos de tales situaciones reprobables. En 1914, otro
Congreso se declararía ya, sin embargo, “incapaz de hacer otras sugerencias, en
vista de la oposición de los grupos estudiantiles a cualquier reforma”.84
La gran importancia que había adquirido —más que en ningún otro lugar
de Europa— el recurso a la violencia ritualizada entre las clases dominantes
alemanas como símbolo de su poder y estatus superior, la fuerte competencia
entre las asociaciones estudiantiles, la situación en el fondo precaria, a pesar de
la pompa y el fasto aparentes del establishment guillermista, son factores que
en conjunto, contribuirían considerablemente, en el sentido de intensificarla, a
la dinámica propia que adquirió el duelo entre los estudiantes. Por otra parte
la selección de personalidades que su institución lleva a cabo, en favor de un
tipo humano con los rasgos de un espadachín agresivo y diestro, tiene también
consecuencias similares.
La orientación educativa que los miembros más antiguos de las asociaciones
violentas trataban de inculcar a sus novicios subordinados, se encuentra total
y estrechamente vinculada al gran valor concedido al duelo como símbolo de
distinción, como signo de una actitud moral que destaca a cada miembro de
esas asociaciones, como individuo y como grupo, de la masa de los alemanes.
Una de sus metas era también la exhibición ostentosa del rango alcanzado en
la jerarquía de los niveles sociales. En este sentido, la simbolización estudiantil
de las relaciones de poder y rango con la actitud de la persona hacia los demás
se asemeja a los usos ceremoniales de una sociedad cortesana, con los cuales,
por otra parte, los usos de las corporaciones en la época del II Imperio se en­
contraban íntimamente ligados. Sin embargo, no menos clara y notoria es la
diferencia entre ellos. Mientras que en la corte, las diferencias de rango entre los
adultos simplemente eran expresadas y determinadas por la etiqueta cortesana,
es decir, no era necesario que quien detentaba cierto rango o dignidad hiciera
un particular énfasis en ellas con ciertas actitudes; en el caso de un estudiante
joven, la conducta ceremonial correspondiente al rango de su asociación iba
acompañada con frecuencia de gestos destinados a acentuar ostentosamente
su propia y más elevada condición. El siguiente es un ejemplo de la estrategia
del trato “de arriba a abajo” entre estudiantes:66

Con una elevación despectiva de la nariz, Wemer avanzó entre las mesas de los
deportistas y de las burschenschaften... con la gorra inclinada. Venían de Hessen
y Westfalia. Con un gesto ceremonioso se sentó a la mesa del cimber, donde no
se le dio la bienvenida en voz alta y juvenil con un jovial ‘¡Hola!’, sino con la
alegría medida de que, en dondequiera que se encontraran, hacían siempre gala
los cuerpos estudiantiles, particularmente cuando se sentían observados.

5 4 . Ibid. p. 85.
55. Bloem, op. cit. (ver nota 19). p. 89.
C ivilizac ió n e inform alizació n 123

En su contexto, esta cita ilustra de manera fiel —nuevamente— la escala


de formalidad/informalidad que prevalecía en la convivencia entre las asocia­
ciones estudiantiles, al igual que, en general, en la sociedad de honorables en la
Alemania guillermista. La escena tiene lugar durante la mencionada reunión
de la Sociedad Marburguense del Museo, es decir, durante una fiesta con baile
a la que asistían corporativamente las asociaciones estudiantiles de más alto
rango y donde su s miembros podían encontrarse y bailar bajo vigilancia con las
dornas jóvenes de la buena sociedad local o de las pensiones acreditadas. Era
sumamente importante, por lo tanto, observar en tal ocasión, un comportamiento
extremadamente formal que debía variar y ajustarse, según el rango más o
menos alto de las personas que uno encontraba.
En consecuencia, en este caso, la coordinación ostensible y minuciosa de la
conducta individual con el orden jerárquico de las diferentes asociaciones y,
más allá de ellas, al de todas las personas presentes, tenía un grado muy alto
de formalidad. Tal coordinación exigía de una estricta contención de la propia
persona, sujeta al escrutinio inclemente de los presentes, una autorrestricción
que el individuo aprendía a poner en práctica siempre que se supiera observado
por los miembros de otras asociaciones o, dado el caso, también por las muchachas
y las madres de ellas. La educación para la autorrestricción en presencia de los
propios colegas de la asociación, no era siempre tan estricta como cuando se
hacía acto de presencia en público como colectivo, aunque esto dependía de la
posición que se ocupara en la jerarquía y de la ocasión. Sin embargo, también en
el trato interno en las asociaciones había rituales muy precisos de ordenación
jerárquica. Aún en los momentos más animados de un convivio en una cantina,
los miembros no debían ni podían abandonarse, incluso entonces resultaba per­
manentemente peligroso para quienes ocupaban un lugar inferior —es decir, para
los más jóvenes— descuidar las distancias. Sólo en la convivencia con personas
de la misma edad y rango resultaba posible relajarse un poco, pero esta laxitud
era también limitada. De este modo, aún en los momentos de gran distensión, un
estudiante de las asociaciones debía saber con precisión qué tan lejos podía ir. En
el trato que se dispensaban los miembros de la sociedad de honorables, el abanico
formalidad/informalidad era, en realidad, relativamente muy reducido. En el
mejor de los casos, uno podía abandonarse un poco más en el trato con personas
socialmente inferiores, con las no pertenecientes a la sociedad de honorables.
Aquí nos topamos con una característica distintiva de casi todos los estratos
dominantes en aquellas sociedades donde existen cadenas de interdependencia
relativamente externas y altam ente diferenciadas. El complejo canónico de
mandamientos y prohibiciones al que esos estratos sometían a sus miembros
resulta, en lo que toca al trato entre ellos, bastante estrecho y rígido. Ese
canon era igu alm en te rígido y form alizado en cuanto a las diversiones y
pasatiempos adecuados a la posición social de esos estratos dominantes, por
ejemplo cacerías, juegos de azar y bailes. Incluso en esas ocasiones de descanso
y diversión, el canon exigía y producía un comportamiento regido por reglas
perfectamente determinadas, que ocasionaría en todas partes una ostentación
124 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

del individuo como miembro de la clase dominante. Por lo tanto, sus miembros
pagarían un precio por su participación en los privilegios de estatus y poder
de la “buena sociedad”: en presencia de personas del mismo rango o de un
rango superior estarían siempre obligados a presentarse y a legitimarse como
miembros del grupo. Con frecuencia podían abandonarse un poco, cuando no
estaban entre pares. Pero que esto pudiera ocurrir y hasta dónde dependería
de la escala de poder de la sociedad en cuestión.
Esta diferencia en la escala formalidad/informalidad en el trato entre miem­
bros del mismo estrato superior y entre los de este con los de estratos inferiores
puede ilustrarse muy sencillamente considerando el canon prevaleciente en las
asociaciones estudiantiles respecto al comportamiento sexual. En su relación
con muchachas del mismo estrato social, los estudiantes de las asociaciones
dispuestas a la violencia debían observar reglas muy precisas e inflexibles, Sin
embargo, la relación que podían tener con mujeres de otros estratos era, en
cuanto a los mandamientos canónicos, bastante libre, permitiéndoles hacer o
dejar de hacer lo que quisieran. Los únicos límites aquí estaban dados exclusi­
vamente por las leyes del Estado.
El significado de este conocido código de doble moral masculina para los
jóvenes estudiantes se describe muy vivamente en la multicitada novela de
Bloem. Un estudiante recién salido del pupitre de la escuela y recién llegado a
una ciudad universitaria que ingresaba a una asociación estudiantil, encontraba
en ella una situación que tal vez, nunca hubiera podido imaginar y que al
principio lo sacudía. Ello debido a que un estudiante de este tipo era producto de
esa peculiar educación en que, tanto la casa paterna como la escuela, alejaban de
la esfera de aprendizaje y experiencia del joven cualquier problema relacionado
con la sexualidad.
A pesar de que se transmitían a los jóvenes varones y mujeres muchos otros
conocimientos, se cuidaba al extremo el no hacerlos partícipes de cualquier
conocimiento sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Lo que sabían
al respecto se debía a otros jóvenes o había sido tomado de la Biblia y otros
libros, de los que, en secreto, intentaban extraer aquellas informaciones,
esto es, aquellos conocimientos que decían algo sobre uno mismo y que los
adultos cercanos no querían o tal vez no podían comunicar, por encontrarse
ellos mismos inmersos en esa red de inhibiciones o porque tenían que vencer
demasiadas resistencias internas contra el tabú social de una conversación
abierta sobre el tema.
Era frecuente, por lo tanto, que un estudiante llegara a la Universidad sin
ningún tipo de experiencia sexual, sin una comprensión clara de sus propias
necesidades, con un conjunto de ideas y deseos más o menos vagos y difusos
y una conciencia formada de acuerdo con los principios morales que regían
en la casa paterna. Como sus necesidades más apremiantes y los dictados
de su conciencia no eran del todo compatibles, se atormentaba. Los adultos
veían estas cuitas como rasgos característicos de la edad, como signos de 1#
C ivilizac ión e inform alizació n 125

llamada pubertad. E sta es tam bién la im agen que describe Bloem con su
personaje central.
El encuentro con sus colegas de la asociación arranca abruptamente al joven
“zorro” de una situación de este tipo. Las canciones mismas que se entonan allí
muestran muy claro que hay dos clases de muchachas :56

“Muchachas que aman y besan”


La canción dice de ellas que "en cantidad están siempre allí”. A ellas se
oponen aquellas muchachas
“...que allá languidecen
y aman platónicamente”.

Werner escucha al mismo tiempo que el primer dirigente de la asociación


estudiantil, a quien se considera el mejor y m ás poderoso espadachín de la
Universidad, es padre ya de tres hijos ilegítimos en la ciudad .57 Tal vez no sea
muy realista la intención de Bloem de transm itir la impresión de que esta
habría sido la primera ocasion en que el joven zorro escucha que hay mujeres
que “aman y besan”, es decir, que no todas las muchachas se limitan a amar en
forma “platónica”. Independientemente de los elementos novelísticos exagerados
o deformados en su descripción, la estructura básica del escenario social de la
doble moral se apega bastante a la realidad.
En Alemania como en muchos otros países, el código burgués de las rela­
ciones sexuales tenía, por una parte, el carácter de lo que normalmente se
llama moral: esto es, el carácter de una ley aparentemente eterna, válida para
todos los tiempos y lugares. En su centro estaba el mandamiento de limitar
las relaciones sexuales entre hombres y mujeres a las que entre ellos podían
darse dentro del matrimonio. Esto significaba para los jóvenes la exigencia de
una total abstinencia cam al mientras no contrajeran matrimonio. Puesto que,
normalmente, un estudiante no estaba en condiciones de contraer nupcias hasta
los más o menos 25 años o hasta que rayar en los 30, la observación consecuente
de los mandatos morales de la sociedad equivalía para él, prácticamente, a una
larga vida casi monástica.
Pero la sociedad de la época era, por otra parte, relativamente tolerante o
“permisiva” para utilizar una expresión en boga, en lo que se refería a la obser­
vación del código moral impuesto por ella. Exigía el estricto cumplimiento del

56, Ibid.. p. 11. Algo parecido se presenta también en el informe sobre la reunión de la Sociedad
Marburguense del M useo (pp. 92 y ss.): “Y las madres, al igual que las directoras de las
pensiones veían apaciblem ente con una sonrisa lo que ocurría,.. ¡Que gozaran la vida esos
jóvenes... aunque para ello tuvieran que darse un par de citas y besos... Ningún peligro seno
podían representar para las muchachas los estudiantes... Para ello había otras mujeres había
otras posibilidades, más cómodas y sin riesgo!”
5 7 . Ibid., p . 1 3 .
126 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

mandato de la castidad hasta el matrimonio solamente a las mujeres jóvenes,


mientras que permitía apartarse de él a los jóvenes. En la práctica de los jóvenes
de la burguesía, es decir, también en la de muchos estudiantes, el mandato moral
se limitaba a la abstinencia sexual hasta el matrimonio, exclusivamente en lo
tocante a las relaciones con muchachas de la misma clase social. Como, de hecho,
de ellas se exigía la castidad hasta el momento del matrimonio y se castigaba
con rigor implacable cualquier transgresión a ese principio —por ejemplo, con la
vergüenza social o el repudio—, a los hombres jóvenes de las clases superiores
les estaba absolutamente prohibido mantener relaciones eróticas que llegaran
al contacto sexual con mujeres del mismo estrato.
Lo que aquí se presenta como una discrepancia entre el mandato moral y la
práctica selectiva constituía, en realidad, una expresión de la escala del poder
social: mientras que en el trato con mujeres solteras, dentro del mismo nivel
social, no había para un hombre joven de las clases superiores sino distancia
y matrimonio, en el trato externo estaban, por el contrario, permitidas las
relaciones sexuales, ya fuera en la forma de verdaderos amoríos o de un
recurso a la prostitución. Al mismo tiempo, tenemos aquí un ejemplo claro
y conclusivo del abanico que va de una formalidad ostentosa en el compor­
tamiento —cuyo mantenimiento supone la existencia de una fuerte presión
social heterónoma— a su antípoda, esto es, a expresiones, comparativamente
extremas de la informalidad, del abandonarse a sí mismo y dejarse ir, de la
vivencia externa de afectos en esferas de acción en que ninguna restricción
heterónoma refuerza la capacidad relativamente débil de autocontrol.

12) L a fam iliarid ad con u n a peculiar m ezcla de u n a form alidad rígida y de


u n a inform alidad lim itad a que caracterizaba el canon de com portam iento tanto
de los korps como de la s burschenschaften, no era, ya, como hem os apuntado,
algo que los jóvenes estu d ia n te s p u d ieran h acer con facilidad. E n particular, la
introducción a los ritu a le s de la pru eb a de determ inación y, en general, al duelo,
los en fren tab a a u n deber n a d a fácil. A unque es verdad que tales combates se
organizaban de m an e ra que los p articip an tes no sufrieran norm alm ente daños
de consideración, se tra ta b a , en el fondo, de asuntos b asta n te sangrientos.
Los m ás jó v e n e s e s ta b a n ac o stu m b ra d o s a que los novicios obligados a
p la n ta rse por p rim era vez en la p alestra, se sin tieran m al, pues provenían de
u n círculo social donde estab a estrictam ente prohibido golpear sangrientam ente
a alguien. Los sueños infantiles violentos de sangre y m uerte que podían haber
tenido ocupaban ya un lu g ar secundario en su conciencia. Que algunos novicios
e x p e rim e n ta ra n u n se n tim ie n to de pavor e ra ta n sólo la expresión de una
rebelión, de u n a conciencia n egativa que prohibía ta l brutalidad. Sin embargo,
aú n la m ás leve m u e stra de m a le sta r en ellos provocaba enseguida las burlas
bienintencionadas de los colegas m ás antiguos. U na brom a b a sta n te popular
consistía en encargar a un nuevo que llevara un pollo vivo a la tarim a, diciéndole
que lo n e c e sita b a p a r a s u s titu ir luego de la lu ch a su n a riz con algún trozo
C ivilización e inform alización 127

de carne del anim al. Los instrum entos usados para golpear en las pruebas
de determinación estaban pensados, en lo fundamental, sólo para producir
cortaduras en la piel del rostro, del cráneo y de los vasos sanguíneos de esas
partes del cuerpo. Los ojos estaban a resguardo. Un buen golpe podía hacer
que la piel del adversario se convirtiera en una masa sanguinolenta, se podía
partir al oponente la nariz y los labios, por lo que quien sufría esto se veía por
un tiempo impedido para hablar; las cortaduras en las orejas podían hacer que
colgaran y que la sangre corriera a chorros por las sienes.
El estudiante novato requería normalmente de cierto tiempo para endure­
cerse antes de que su asociación lo enfrentara en lucha a un rival adecuado.
Sin embargo, cuando había superado este obstáculo su orgullo aumentaba. Sin
lugar a dudas, el procedimiento no era peor que el practicado por pueblos más
sencillos en los ritos de iniciación. En estos, el dolor se considera, en efecto,
como una demostración de virilidad y las cicatrices son vistas como un signo de
pertenencia al grupo. Es evidente además que, la lucha en nombre de la propia
asociación contra algún representante de otro organismo, reforzaba también
el sentimiento de solidaridad con la corporación a que se pertenecía. Pero es
también obvio que todo ello reforzaba la presión de las rivalidades internas y la
crueldad con que los miembros de estas asociaciones juzgaban individualmente
la actitud de cualquier colega durante las pruebas, además de que contribuía a
la imposición de un código de honor profundamente gregario.
Ya hemos mencionado una de sus consecuencias: en un ambiente comunitario
juvenil donde, a diferencia de lo que ocurre en un contexto militar, este canon
no estaba directamente relacionado con tareas ubicadas dentro de un servicio
definido, ni con algún otro tipo de tareas profesionales, la competencia por alcanzar
una mejor posición en la opinión del grupo, como, en general, en los grupos locales,
desemboca, una y otra vez, en una agudización de los rituales de combate. Los
miembros de las asociaciones estudiantiles se convierten, entonces, en prisioneros
de una estructura social que hacía del duelo un instrumento fundamental —tal vez
el instrumento fundamental— de legitimación de sus pretensiones de rango.
Con esto podemos tener una visión más amplia de las actitudes o, dicho de
manera m ás general, de la estructura de la personalidad a cuya creación se
orienta este tipo de convivencia estudiantil y de entrenamiento del carácter
de seres hum anos jóvenes. Se trataba de un hábito humano que no conocía
la clemencia: quien mostraba alguna debilidad no valía nada. En el fondo, se
formaba aquí a las personas para golpear fuerte tan pronto se percataran de
que estaban frente a alguien más débil; se las enseñaba a hacer sentir la propia
superioridad a otros y a mostrarles así su propia inferioridad de inmediato y
claramente. No hacerlo era un signo de debilidad y esta de suyo algo indigno
y despreciable.
Las asociaciones tenían sistemas de argumentos legitimadores que buscaban
explicar, tanto a los miembros mismos como a quienes no lo eran el sentido y
los objetivos de las formas estudiantiles de vida, en especial, del duelo. Walter
U8 N orbert E uas | Los Alemanes

Bloem pone con frecuencia en la boca de varias de las figuras de su novela


juvenil argumentos clásicos al respecto.
El personaje principal del libro, Werner Aschenbach se encuentra, al poco
tiempo de haber ingresado a una asociación, horrorizado de lo que ha visto.
Pregunta a un miembro más antiguo el significado real de todo ello, de ese honor
estudiantil. ¿Cómo puede, en efecto, imponérselo a si mismo sin saber de qué se
trata exactamente? El estudiante más antiguo le explica entonces:68

Sí muchacho, ¡el honor! ¡El honor estudiantil! Ojalá hubiera palabras para
expresarlo... Mira, creo que el honor es precisamente algo... como lo que ocurre
con la prueba. ¿No te parece realmente que toda esa esgrima y combates son una
tontería? Dos tipos que nunca en la vida se han hecho daño alguno ni ofendido
son enfrentados por los responsables, obligándoseles a causarse mutuamente
heridas en la nariz y la cabeza... ¡Qué imbecilidad! Pero... uno se hace hombre
así, uno se curte y aprende a pelear y defenderse... Tbdo eso no es más que la
cáscara que protege a la nuez y, entre nueces igualmente duras, hay algunas sin
contenido y otras cuya almendra está podrida; también entre la fruta estudiantil
hay algunas nueces vacías y algunas podridas. Pero la almendra, el núcleo, si
es sano, ¡verás qué bueno es, aunque la cascara sea muy dura!

Aquí aparece nuevamente la idea del hombre a la que ya aludía Zobelitz: un


hombre duro y sin dobleces. Esta imagen está estrechamente vinculada con una
muy específica de la sociedad misma. La vida adulta es una lucha constante
de todos contra todos, en la que impera la dureza y para la que uno debe estar
preparado. Uno tiene que ser agresivo y estar preparado para imponerse en
esta lucha general. El ethos guerrero se pone aquí, en una versión aburguesada,
nuevamente de manifiesto en toda su crudeza. Y, efectivamente, una forma de
convivencia así puede arraigar profundamente y reproducirse a causa de ello, una
y otra vez, sin alterar esencialmente el tejido social, considerado como un todo,
en una sociedad donde predomina una tradición de comportamiento no social
sino entre personas, viéndolas inmersas en una lucha en todas direcciones y en
que existen instituciones que se proponen, específicamente, la formación de la
estructura de la personalidad correspondiente. Por lo tanto, también esta forma
tardía del canon guerrero evidencia una de las peculiaridades características de
aquellas sociedades donde la lucha física entre personas, independientemente de
cuán formalizada fuera, tenía una importancia fundamental. La aspereza délas
relaciones humanas que encuentra expresión en el recurso a la violencia física,
en causar heridas y, dado el caso, también la muerte a personas, se extiende
como una infección e invade incluso aquellos ámbitos de relaciones en los que
no hay en absoluto ningún tipo de lucha corporal.
Uno de los rasgos más notables de este canon es que existe toda una gama
de aspectos de la convivencia entre las personas que no es afectada por él. Tales

58 . Ibid.,i>. 1 5 4
Civilización e informalización 129

aspectos pueden realizarse según las características peculiares de los individuos en


los resquicioB de la red de reglas de una sociedad de ese tipo, pero no están sujetos
al canon. Esto puede verse con toda claridad cuando se examina lo que podemos
llamar uno de los criterios más importantes de un proceso civilizatorío: el alcance y
la profundidad de la identificación entre las personas y, en consecuencia, el alcance
y la profundidad de su capacidad de empatia, de ponerse en el lugar del otro y de
sentir y ser partícipes de sus sentimientos o forma de pensar.
El código de honor estudiantil, tal y como se nos presenta a partir de lo
anteriormente expuesto, elimina prácticamente por completo este aspecto social
del trato personal, lo mismo que el entorno en las actitudes derivadas. Es cierto
que la educación de las corporaciones estudiantiles de la época imperial producía
un sentimiento de solidaridad entre los agremiados a una misma asociación.
Pero se trataba de algo muy limitado, relativam ente plano y, probablemente,
más bonito en el recuerdo idealizado y añorante que en la vida presente de
los estudiantes. En esta bastaba con frecuencia un movimiento en falso, un
momento de debilidad para incitar a otros colegas a echarse, aunque fuera
metafóricamente, sobre uno.
Bloem describe una escena que ilustra vivamente esta tendencia a atacar
despiadadamente a algún miembro que ha mostrado flaqueza. Uno de los
jóvenes, de nombre Klauser, no había cumplido del todo en una de las pruebas
de determinación, con las esperanzas que en él habían depositado sus colegas.
Se había comprometido con una chica la noche anterior y era ella la que ocupaba
todos sus pensamientos. Eso daría pábulo a sus compañeros para aplicarle la
expulsión. Klauser debía ahora esperar y prepararse para la difícil prueba de
purificación, la cual, con un poco de suerte, podía darle una nueva oportunidad y
permitir su reingreso a la asociación. Mientras tanto, estaba solo, sentado en su
cuarto con una venda que, a manera de turbante, envolvía su cabeza y ocultaba
las heridas. No era posible pensar en salir: medio mundo lo habría señalado
con el índice. Wemer Achenbach decide visitarlo. En su calidad de zorro grosero
todavía no acababa de entender lo que había ocurrido. Se lo pregunta a Klauser,
quien le da la siguiente respuesta :59

—Mira, entre nosotros los estudiantes del korps, la prueba no es meramente


un deporte, no es un simple juego de armas... sino un instrumento de educa­
ción. Un estudiante debe demostrar allí, que es indiferente al dolor físico, a
las deformaciones, a las heridas graves y a la misma muerte...
Cuando hayas estado más tiempo en el grupo lo entenderás mejor. Desde hace
algunos años, las exigencias en lo relativo a las pruebas han aumentado... Se
piden ahora cosas... que no cualquiera puede cumplir y hay quien las puede
realizar hoy, pero ya no lo puede hacer mañana. Depende mucho del estado
de ánimo en que te encuentres... de tu estado de salud... de la condición de
tus nervios...

59. Ibid... p p . 1 5 8 y s s .
130 N orbert E lias | L o s A lem a n es

—Oye, pero, entonces, ¿se te está castigando por haberte comprometido la


noche anterior?
—Pues sí, podemos decir que así es.
—¡Pero eso es absurdo! ¡Absurdo!
—Bueno, mira... No debes olvidar nunca que los que nos juzgan... son jóvenes,
seres humanos como tú y yo, personas que no son infalibles. El C.C. es de la
opinión que mi prueba fue bastante mala. Es como estar ante un tribunal:
a veces un inocente es encontrado culpable. Es lo que podemos llamar mala
suerte personal.
—¿Mala suerte? Más bien creo que esa dureza es un defecto terrible del
korps... ¿Sabes Klauser? Estoy algo desesperado precisamente en relación
con el korps en general. Pero bueno, a ti debe pasarte en este momento algo
parecido. Es como sentir en este momento en carne viva, en la sangre, las
bendiciones de esta famosa institución...
—¿En carne viva y en la sangre? Sí, eso es lo que siento. Estoy sentado aquí,
el korps me ha expulsado después de quince pruebas, me han despojado
de mi grado y en este momento no sé si el sábado próximo seré aceptado
nuevamente en el grupo o se me echará para siempre. Bueno, me puedes
creer: no tengo en este instante ánimo para ver las cosas de otro modo que
como son en realidad. Tienes razón: mucho de lo que ocurre en la asociación no
es algo que a uno le pueda gustar. Muchas cosas podrían cambiar, ser menos
duras, más humanas, según el esquema F. Pero... si me tocara ser otra vez
zorro grosera.. (Sería nuevamente un estudiante del korps\
—¿Otra vez? ¿A pesar de todo?
—Sí, por supuesto, a pesar de todo. No sé, pero una voz interna me dice: Todo
tiene que ser así. todo se ha dispuesto así para que seamos útiles para lo
que viene... ¡Para que aprendamos a apretar los dientes! ¡Para que podamos
convertimos en hombres!

La sociedad de satisfacción del honor, que constituye el estamento rigurosa­


mente jerárquico de la Alemania de 1871-1918, imponía a sus jóvenes una red
estrechísima de reglas que, en el caso de muchas asociaciones de los estratos
superiores, incluía la totalidad misma de la vida social. Ahora bien, cuando las
personas, en especial durante su juventud, aunque también en una edad más
avanzada, son insertadas en un aparato social con un grado muy elevado de
formalización que, por una parte, les impone duros sacrificios, pero que a la vez,
les promete recompensas adecuadas, por ejemplo la conservación de un alto
estatus, es fácil que se convenzan a sí mismas de que los sacrificios que debeo
hacer, que las frustraciones que deben padecer tienen un sentido. Con frecuencia
ocurre que se trata de un sentido que uno mismo no conoce o no entiende, pero
de cuya existencia se está, de todos modos, plenamente convencido. Porque®
muy probable que tener que confesarse a sí mismo que las penurias sufridas
no significan otra cosa ni tienen otra función que la de preservar o au m e n ta r
el poder del grupo al que se pertenece y servir como símbolo de lo elevado del
propio estatus, resultaría muy frustrante.
C ivilización e inform alizació n 131

Cuando se ha invertido tanta energía en la adquisición de habilidades como


las cultivadas por las asociaciones estudiantiles de esos tiempos, parece natural
pensar que los sacrificios y penas padecidos son necesarios y tienen un sentido.
Y si bien no se alcanza a veces a entender esto último, de cualquier manera, el
consenso entre todas las personas que forman parte del círculo de la necesidad
de tales privaciones, permite que uno se convenza de que, efectivamente, estas
son necesarias .60 La descripción de Bloem ilustra fehaciente e impresionante­
mente este punto.
El profundo arraigo de la estructura regulativa de la sociedad de satisfacción
del honor en la personalidad individual de sus representantes, el código converti­
do en una especie de segunda naturaleza, identifica a la persona como miembro
de este estamento. La totalidad de su carácter, de sus actitudes, sus formas de
expresión, sus concepciones básicas acerca de las personas lo señalan como
tal. Esa es su recompensa. En una sociedad como esta, cuyas capas superiores
cortesanas y aristocráticas debían la continuidad de su privilegiada posición
a una guerra victoriosa, las formas de comportamiento y de pensar y sentir
militares juegan un papel decisivo. Las concepciones acerca del trato entre
individuos —que formaban parte del armazón de reglas, del canon de estos
estratos y del comportamiento correspondiente en las relaciones de persona a
persona— no fueron, en general, objeto de reflexión. Tales ideas no encuentran
nunca expresión en una síntesis intelectual de un nivel más elevado, en libros de
filosofía, para lo cual, la mayoría de los miembros de esta sociedad de duelistas
no tenía ni el entendimiento ni el interés. En el mejor de los casos, sus ideas
se articulan en giros comunes del tipo de los que un escritor ha puesto aquí en
boca de un estudiante en peligro: “Apretar los dientes para hacemos hombres ”
Él mismo sabe y dice que en su grupo hay poca humanidad y poca compasión.
En él se exige sujeción incondicional a los mandamientos del código. Las trans­
gresiones debían, por lo tanto, castigarse duramente y sin contemplaciones.
Todos los estratos dominantes relativamente cerrados disponían también,
sin contar con organizaciones creadas ex profeso,; de sanciones fuertes y eficaces
en alto grado en contra de quien violaba el canon que las sustentaba existiendo,
además, una semejanza entre ellas y las que los estratos inferiores habían de­
sarrollado, sobre todo en los últimos tiempos, a través de una unión organizada
y planeada. Con base en esta organización, por ejemplo, los esquiroles en una
huelga podían ser expulsados de los sindicatos e incluso perder su trabajo.
También las capas superiores, si bien cuantitativamente más limitadas,
amenazaban con el estigma y la expulsión de la sociedad a quienes violaban
el canon. El temor ante estas sanciones era aquí tanto más eficaz cuanto que
tales medidas amenazaban con destruir no sólo la carrera profesional de una

60. La prueba de determ inación es u n buen ejemplo de la fugacidad de ta les convicciones. A


la luz de un desarrollo ulterior, parecería no tener propiam ente ninguna función, sino ser
el producto de u n a evolución del canon a l que no pueden su straerse las personas ligadas
por él: son su s prisioneros.
132 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

persona, sino su identidad misma; pues cuando alguien que ha fincado su


orgullo, su autoestima y su consecuente sentimiento de superioridad en su
pertenencia a un estrato superior, ve que su membresía en tal grupo se cancela
a causa de una violación del canon, se ve también enfrentado a una pérdida
de identidad y valor que, con frecuencia, resulta irreparable. Esta caída es de
difícil compensación y superación.
Por otra parte, a menudo, la ruptura del canon no descansaba en una decisión
de la persona afectada que, como ocurre en el caso de un esquirol, se aparta de
las reglas del grupo con plena conciencia de las posibles consecuencias de ello.
La violación podía sobrevenir de manera completamente inesperada, como un
rayo en descampado. Un ejemplo de esto lo tenemos en la novela de Bloem.
La idea no consciente que estaba en la base de la educación de las aso­
ciaciones dispuestas a la violencia, lo mismo que en sus objetivos, es decir, la
de vivir toda la vida como un miembro de los estratos imperiales superiores
y concibiendo la convivencia entre seres humanos como una lucha de todos
contra todos posee rasgos hobbesianos. En el desarrollo de Alemania no
adquiere, sin embargo, como ya hemos dicho, el carácter de una filosofía que
pensara en todas sus consecuencias, sino el de una tradición de comportamien­
to y formas de pensar no planeada, producto del ciego destino de la historia
Precisamente por tratarse de algo no meditado, se presenta envuelta en un
halo de naturalidad e ineluctabilidad todavía mayor: tan pronto como uno
muestra alguna debilidad está perdido; es bueno y conveniente, por lo tanto,
hacer patente la propia fuerza: quien hace ver que es débil merece que uno
lo ponga en su lugar, quien es susceptible merece que se le eche sal en las
heridas y merece también schadenfreude, * la intraducibie expresión alemana
que, si bien es necesario hacer notar que este sentimiento existe en muchas
sociedades, en pocas de ellas se acuña un concepto que lo exprese y en pocas de
ellas se consagra, en consecuencia, de manera involuntaria, como un atributo
cuasi-normal de las personas.
De manera análoga a como ocurre con el duelo y el código de honor, también
la imagen correspondiente de la convivencia entre seres humanos resulta com­
prensible como manifestación de un estrato superior que puede —aunque algo
tarde y después de padecer muchas derrotas y humillaciones— ponerse al parejo
de sus vecinos gracias a una muy breve serie de guerras victoriosas, de un estrato
que, sin embargo, al mismo tiempo se sabía amenazado en la base misma de su
existencia. Teniendo en mente el incontenible avance de la socialdemocracia y
su ingreso, a pesar del derecho electoral triclasista, al Parlamento prusiano, el
entonces jefe de la fracción conservadora, von Heydebrand declaraba:61

* Literalmente: alegría por el daño (ajeno) [N del TI


61. Pachnicke, F ührende m an n er des alten un d neuen reiches, B erlín 1910, p. 13. Véase
también von Heydebrand, “Beitráge zu einer geschichte der konservativen partei in den
letzten 30 Jahren 1888-1919” en Konservative monatschrifl, 1920, p. 607.
C ivilizac ió n e inform alizació n 133

«El futuro les pertenece; la masa hará valer su fuerza y despojará a la aris­
tocracia, nos despojará a nosotros, del poder y la influencia Sólo un hombre
fiierte podría detener algún tiempo esta ola devastadora. Pero lo que no
queremos es abandonar por nuestra voluntad nuestras posiciones..”

Otros países, particularmente Inglaterra, contaban con estratos dominantes


más flexibles. Dejando de lado las escasísim as excepciones al respecto, en los
estamentos superiores alemanes y, por lo tanto, también en la tradición alemana,
la negociación y las estrategias de compromiso tenían muy mala fama. Luchar
hasta lo último, m antenerse en el puesto sin retroceder, a pesar de todo y hasta
el amargo final, es una vieja tradición guerrera europea .62 En Alemania, con la
incorporación de una parte considerable de los grupos burgueses al estamento
cortesano-aristocrático, se convierte también en una tradición nacional.

13) Si comparamos a la burguesía alemana de la segunda mitad del siglo XVIII


con la de la segunda mitad del siglo XIX, podremos constatar un impresionante
cambio de formas. Bastará ilustrar aquí esta transformación haciendo evidente el
lugar que ocupa la cultura en la escala de valores de los círculos representativos.
En la segunda mitad del siglo XVIII, los logros culturales, sobre todo en el ámbito
de la filosofía y de la ciencia, adquirirían un rango muy alto en la escala valorativa
de esa alta burguesía. El poder económico y la conciencia del mundo de los círculos
urbanos y burgueses irían ya en aumento en esa época. Sin embargo, haciendo
caso omiso de algunas excepciones, la burguesía prácticamente no tenía acceso a
aquellos puestos políticos en que se tomaban las decisiones fundamentales sobre
los asuntos políticos, militares, económicos y muchos otros relativos al Estado.
Prácticamente, tales decisiones estaban, de manera exclusiva, en las manos de
los príncipes y de los funcionarios cortesanos ilustrados del Estado, pues en los
círculos cortesanos la nobleza continuaba teniendo absoluta prioridad sobre los
estamentos medios, y aquellos elementos de la burguesía con acceso a los altos

62. E sta incondicionalidad, e ste absolutism o e n la conducta de los guerreros, su perspectiva de


que u n guerrero debe luchar h a sta lo ú ltim o por su causa para poder conservar s u honor
era un id eal de considerable influencia en la tradición europea. Por e s ta razón, ta l v e z no
sea del todo ocioso señ a la r su s diferencias con e l canon guerrero japonés. El alem án dejaba
una sa lid a a la p e r so n a q ue s e enfren tab a e n com bate, u n poder evid en tem en te superior.
En la tradición eu rop ea ta l sa lid a no e x istía o no esta b a consagrada. P ara un guerrero
japonés era p osib le, en u n a situ ación d esesp erad a u n irse a su adversario y servirle desde
ese m om en to con tod a dedicación, como lo h ab ía hecho a n tes con e l señor anterior.
Este ejempto ilu stra tam b ién h a sta qué punto la s tradiciones guerreras pueden convertirse
en tradiciones n acion ales. A e ste respecto, resu lta natu ral p ensar que la extraordinaria
fu erza de a sim ila c ió n de J a p ó n a los v e n c ed o re s de la ú ltim a g u e r ra m u n d ial tie n e
que ver, e n tr e o tr a s c o sa s, con e l h ech o d e qu e, com o e str a te g ia de sob reviven cia y en
correspondencia con la form ación tradicional d el superyo, el m im etism o con un enem igo
incom parablem ente m ás fuerte no va acom pañada de pesadas cargas de culpa y sentim ien­
tos de inferioridad, p u es, e n cierto sen tid o, e ste m im etism o corresponde a las estrategias
perm itidas de sob reviven cia.
134 N o r b e r t E lia s I Los A le m a n e s

cargos de la administración del país y judicial imitaban, en gran medida, en su


comportamiento, las tradiciones cortesanas y aristocráticas. Mayormente, esos
círculos orientaban sus patrones de comportamiento y formas de pensar hacia los
franceses. De hedió, en ellos se hablaba francés y era este también el lenguaje de
los miembros burgueses de la corte. En resumen: se civilizaban.
Aquellas porciones de la alta burguesía excluidas de las oportunidades de
poder en las sociedades cortesanas desarrollaron un canon de comportamiento
e ideológico característico. En él, los problemas de moral jugaban el mismo papel
que, en el canon cortesano, los asuntos de cortesía, buenas maneras y decencia
en el trato social. Al igual que ocurría en el canon de otros grupos ascendentes,
en el de la burguesía alemana progresista los ideales de igualdad y humanidad
—Seid umschlungen millionen...”, [N de T. Abrazados todos] escribía Schiller y
Beethoven lo retoma— ocupaban un lugar central, en abierta oposición al del
patrón cortesano aristocrático, donde, por lo menos de manera implícita, estaba
enraizada una idea de desigualdad esencial entre las personas. En estrecha
correspondencia con esto, el concepto de cultura —que en esa época adquiriría el
carácter de símbolo de la conciencia y la autovaloración burguesas— se envolvería
en una capa de fuerte contenido humanista y moral. El patrón de moralidad que
tal concepto encamaba reflejaría, sin embargo, de facto, la moralidad limitada,
propia del estrato social de estos círculos burgueses, a pesar de ser postulada
y entendida por sus representantes como algo umversalmente válido, es decir,
válido para todos los hombres, independientemente de la época y el lugar.
E l cam bio en la función d el concepto c u ltu ra y de aquello a que hacía re­
ferencia en los e stra to s superio res de la b u rg u esía alem an a después de 1871,
en com paración con el p ap el que ju g ó en la se g u n d a m ita d del siglo XVIII,
re p re s e n ta , en m iniature, con to d a ag u deza, la g ra n tran sfo rm ació n formal
que su fría la b u rg u esía a lem an a de ese periodo. Por supuesto, a ú n después de
1871, alg u n as porciones de la b u rg u esía alem ana continuarían legitimándose
por m edio de los conceptos c u ltu ra le s e ideales h u m a n ista s, y los problemas
de m oral se g u irían te n ien d o u n a im p o rtan cia c e n tra l ta n to en su s patrones
de com portam iento como en su form a de p en sar y sentir. Sin embargo, muchos
círculos de la b u rg u e sía —p re c isa m e n te aq u ellos que se h a b ía n integrado
a la sociedad h o n o rab le o q u e b u scab an hacerlo— h a ría n suyo el código de
honor de los e s tra to s su p erio res. A hora bien, en la escala de valores de este
código, en p articu lar, en su versión p ru sian o -alem ana, los logros culturales y
todo aquello que los re p re se n ta n tes de la burguesía habían tenido en ta n alta
estim a, d u ra n te la segunda m itad del siglo XVIII, como el hum anism o y la moral
universalista, ocupaban ah o ra u n rango menor, si no es que negativo. El interés
artístico de la sociedad cortesan o -aristo crática e ra m ás bien reducido; y algo
parecido puede afirm arse de los círculos m ilitares superiores de la A lem an ia
im perial. Es evidente q u e en am bos lo que se postula es la tradición del código
de honor guerrero y no el canon b u rg u és de c u ltu ra y m oral. Y lo es tam bién
que se sen tían ligados a u n a idea de desigualdad jerárq u ica de origen entre las
personas, a u n a incondicional diferencia e n tre superiores e inferiores.
C ivilización e informalización 135

La inclusión de un número creciente de estudiantes burgueses en la sociedad


honorable —-ya fuera como miembros de las burschenschaften o de algún korps—
muestra en pequeño la diferencia entre la burguesía educada del siglo XVIII
—excluida en gran medida del estamento de poder y de la buena sociedad de
sus días— y la burguesía que sí estaba ligada a tal estamento y sociedad, es
decir, a la honorable del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En comparación
con el interés que suscitaban las pruebas, las convivencias cerveceras y de todo
tipo, los bares y las ocasiones de sociabilidad festiva, los intereses culturales
y educativos tenían un papel insignificante en las asociaciones violentas, pues
las cuestiones de honor se valoraban alto, y las cuestiones de moral ocupaban
un lugar secundario o terciario. Los problemas hum anistas relativos a la
identificación entre las personas, habían desaparecido de su campo de visión y,
en general, estos ideales clásicos eran considerados negativamente, como una
debilidad de los estratos inferiores de la jerarquía social.
En el conjunto de tareas e intereses de las personas vinculadas por el código
de honor no entraba en consideración, de forma general, reflexiva o literaria, el
canon de su comportamiento e ideología. Pero hubo un hombre, quien desde la
perspectiva de clase de estas personas podía ser juzgado como alguien ajeno, que
expuso claramente los principios subyacentes en la educación y la práctica social
de las asociaciones estudiantiles violentas, en su análisis intelectual y literario
de la época guillerm ista: ese hombre fue Friedrich N ietzsche. A pesar de su
ocasional odio hacia los alemanes, formularía mejor y más agudamente que nadie
algunos de los principios fundamentales implícitos en la existencia misma de la
sociedad de honorables del II Imperio. Lo que antes había sido presentado a escala
reducida en la descripción del destino de un estudiante cualquiera, lo mostraría
ampliamente expresado con un lenguaje poderoso y sutil. Un ejemplo:63

¿Qué es lo bueno? Todo lo que a u m e n ta el sentim iento de poder, la voluntad


de poder, el poder m ism o en el hom bre.
¿Qué es lo m alo? Todo lo que proviene de la debilidad.
¿Qué es la felicidad? E l sentim iento de u n au m ento de poder, el sentim iento
que aparece cuando se su p e ra u n obstáculo.
No satisfacción, sino m ayor poder; no paz en general, sino g u erra; no virtud,
sino a p titu d y excelencia (v irtu d en el sentido re n a c e n tista, virtú, es decir,
virtud libre de m oralina).
El prim er principio de nuestro am or a los hom bres debe ser: todo lo que es
débil y fallido debe desaparecer. Y es deber de uno co n tribuir a ello.
¿Qué puede ser m ás pernicioso que cu alquier vicio? L a com pasión activa con
todo lo que es fallido, no realizado y débil: el cristianism o...

E l odio a lo s a l e m a n e s m a n if e s ta d o en o c a s io n e s p o r N ie tz s c h e en su s
escritos, e ra e n b u e n a m e d id a u n a esp ecie d e odio a sí m ism o. A un cuando les

63. Friedrich N ie t z s c h e ,D e r A n tic h r is t, K arl S c h le ch ta (.ed.). Wrrke. vol. 2. M u n ic h lixítí. pp


1165 y ss.
136 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

reprochaba su “cobardía interna ante la realidad”, su hipocresía, “convertida


en ellos en instinto”, su “idealismo”, en el fondo, él luchaba consigo mismo. En
última instancia, Nietzsche buscaba ocultar, reprochándose su anhelo de fuerza
guerrera, su propia debilidad.
Lo que Nietzsche proclamaba de forma iracunda y con voz fuerte, como
algo nuevo y extraordinario, no era sino la verbalización simple y reflexiva de
una estrategia social muy antigua. El desprecio por los débiles y fracasados,
la alta estima de la guerra y la fuerza en oposición a la paz y a la satisfacción
civil, no son sino rasgos distintivos del código que hemos estado analizando,
del canon que aparece siempre en la práctica de los grupos guerreros. Ese
canon puede limitarse según sea el lugar y la experiencia, a las obligaciones
de honor y rituales caballerescos; pero los estratos guerreros lo observarían
sin demasiadas reticencias. Este código de comportamiento fue tomado, por
primera vez, como objeto de reflexión y como tema europeo, en la época del
renacimiento. Maquiavelo es el más conocido y quizá el más grande, pero no el
único exponente de esta primera gran corriente de reflexión, por la cual, una
práctica social antiquísima de los grupos guerreros sería elevada a un nivel de
síntesis superior y, de esta forma, convertida, de manera más o menos explícita,
en una prescripción obligatoria. Nietzsche da un paso más allá al generalizarla
en un plano mucho mayor y transformarla en un deber universal.
Nietzsche se remitiría al renacimiento, que ve como el último gran periodo
de la historia occidental anterior a la adopción por los europeos de la errada
vía de la religión cristiana, con su valoración exagerada de la compasión y la
debilidad. Pero como muchos otros estudiosos anteriores y posteriores, él no
fue capaz de distinguir la reflexión acerca de una práctica social y la práctica
misma; así ocurriría, por supuesto con sus reflexiones, si bien en un nivel de
síntesis inferior. No se percataría de que su elogio al renacimiento se basaba,
en primera instancia, en libros donde se reflexionaba innovadoramente, esto
es, en un plano más elevado, sobre estrategias de violencia ya observadas en
la sociedad misma, ni fue consciente de que, como tales, tenían un uso social
mucho antes de su propia formulación intelectual, ni de que, a pesar de todas
las prohibiciones de libros, seguían desempeñando, con restricciones crecientes,
una función de importancia en la práctica social. Muchos estudiosos tienden
a oscurecer la distinción entre aquellas reflexiones amplias que presentan los
libros acerca de la praxis social y la praxis misma, relativamente meditada o
apenas considerada a un nivel bastante elemental. Nietzsche no es la excepción.
Apenas si toma en cuenta el profundo nexo entre su elogio de la fuerza y de
la voluntad de poder, por una parte, y los acontecimientos de su tiempo y las
conclusiones empíricas que sugieren a los pensadores de su tiempo, por otra;
La transformación que experimentarían los territorios alemanes a lo largo
del siglo XIX es precisamente uno de tales acontecimientos. A principios de
d ic h o siglo, sus Estados eran todavía débiles. Aun la belicosa Prusia, sería
arrollada sin muchos problemas por los ejércitos revolucionarios de N ap oleón .
Directa o indirectamente, eso contribuiría a un relajamiento de las formas de
Civilización e informalización 137

dominación no ilustradas y absolutistas que privaban en esos Estados, atra­


yendo a algunos sectores juveniles a un movimiento opositor no muy eficiente
y con frecuencia, digno de conmiseración. Pero los Estados álemanes estaban
también prácticamente imposibilitados para salir vencedores de una guerra
de liberación por un impulso propio y no la emprenderían sino en calidad de
aliados de las grandes potencias.
Sin embargo, la victoria sobre los franceses no borraría en los círculos
burgueses el recuerdo de su humillación ni su sentim iento de debilidad. En
la segunda m itad del siglo, tendría lugar un ascenso relativam ente rápido
de Alemania que la convertiría en una potencia europea. El imperio alemán,
considerado todavía a mitad del siglo pasado como un gigante con pies de barro
en el concierto occidental de las naciones, se transformaría en pocos años en la
potencia dirigente de la Europa Continental.
Cuando un alemán de la época buscaba explicarse cómo había sido posible
un cambio tan repentino, encontraba fácilmente una respuesta precisa y directa:
gracias a una corta sucesión de victorias militares, sobre Austria, Dinamarca
y Francia. No es sorprendente que, para muchos esta experiencia del notable
y prácticamente imprevisible ascenso de lo m ás profundo a lo más alto, de la
debilidad a la fuerza, condujera a una exaltación de la fuerza, a la idea de que,
en realidad, el valor que se dispensaba a la consideración a los demás, al amor
a otros y a la disposición a ayudarlos era algo basado en la hipocresía. Los
acontecimientos mismos, la serie de guerras victoriosas son, sin duda, suficien­
temente conocidos. Pero tal vez no siempre se haya considerado con suficiente
detenimiento lo que estos sucesos de política exterior, y sus consecuencias
políticas internas tocantes a la distribución social del poder, significaron para
la sensibilidad de las personas. ¿Sorprende verdaderamente que experiencias
como la del ascenso prusiano-alemán, debidas a una guerra victoriosa tras otra,
impusieran el predominio de la idea de que, en la convivencia entre individuos,
la debilidad es algo negativo, mientras que la fuerza es algo positivo?
Sin duda alguna, la emergencia de tales concepciones se encuentra estre­
chamente relacionada con el puesto privilegiado que ocupaban los militares en
la sociedad cortesana y, en generad, en la buena sociedad alemana, debido, en
buena parte, al papel fundamental que jugaron los éxitos obtenidos en la guerra
para el ascenso mismo del país. Pero, a su vez, existe un nexo indisoluble entre
esa posición privilegiada de los m ilitares en la época y una escala de valores
profundamente integrada a la nueva conciencia alemana. En ella, en efecto,
se concedería un valor muy elevado, si no es que el supremo, al poder en un
marco de convivencia entre seres humanos, mientras que la debilidad social,
de la que Alem ania m ism a acababa de salir, era confinada al nivel más bajo.
Es verdad también que no faltaron, después de 1871, voces que se quejaban de
este predominio de lo m ilitar y los uniformes en la vida social, y que muchos
contemporáneos vieron con toda claridad que la preeminencia de los valores
m ilitaristas y, en particular, del código de honor de la sociedad dominante
iba de la mano con una valoración correspondientemente inferior a aquellos
138 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

logros y actitudes que, hasta la primera mitad del siglo XIX, habían ocupado
un lugar tan preponderante; sobre todo, en la vida de los círculos burgueses, la
subestimación de lo que hasta entonces se había llamado cultura, una cultura de
la que el código moral burgués mismo formaba parte. El desarrollo de una rama
de la historia, cuyo tema central es la cultura y que busca situarse por encima
de una historia centrada en los asuntos del Estado y de los problemas políticos,
no es sino una de las muchas manifestaciones de estas voces de protesta. Sin
embargo, la fuerza de los agentes del código de honor era demasiado grande en
Alemania, después de 1871, como para que los representantes del canon cultural
hubieran podido ocupar algo más que una posición bastante subordinada en la
sociedad imperial de la época.
Nietzsche no era, con toda seguridad, consciente de que, concediendo al poder
una posición tan elevada en la escala de valores humana por su desprecio de la
debilidad social y del código moral burgués, estaba dando expresión, en forma
intelectual y en un plano de máxima universalidad filosófica, a tendencias de
desarrollo que se habían convertido —de manera no pensada— en las domi­
nantes en la sociedad imperial alemana de su tiempo; esto es, en la orientación
ideológica fundamental de una sociedad que, con frecuencia, él había hecho
objeto de una acerba crítica. Es evidente, asimismo, que tampoco era consciente
de que este aspecto de su ñlosofía no era, en realidad, sino una paráfrasis
filosófica de formas de comportamiento y actitudes valorativas que han sido
parte esencial de la existencia social de muchos grupos guerreros en la historia.
En tales sociedades resultaba normal considerar que la fuerza es algo bueno y
que la debilidad es algo negativo. Para sus miembros esta valoración constituye
una experiencia cotidiana de vida.
Así, lo que en el elogio nietzscheano de la guerra y la fuerza se expresaría
es la apropiación que hacían amplios sectores de la burguesía de su época de
un canon guerrero que, en un principio, había sido sustentado por la nobleza.
Estos sectores burgueses se habían convertido en un estrato establecido en el
II Imperio alemán, pero se trataba de una capa social secundaria en cuanto
a poder en relación con el estamento dominante, la nobleza guerrera. De este
modo, ellos adoptarían, a pesar de no ser particularmente belicistas, elementos
del código guerrero del estrato superior, y lo adaptarían a su propia situación,
con el celo de las sectas, instrumentando una doctrina burguesa nacional
o, como ocurre en el caso de Nietzsche, una doctrina filosófica tan general
como la moral clásica, sólo que de signo contrario. En la diferencia entre el
imperativo categórico de Kant y la proclama nietzscheana de una “aptitud de
excelencia libre de moralina” se reflejaría, en otras palabras, la transición de
la burguesía alemana de una posición externa y marginal a una de estamento
de segundo orden.
SEGUNDA PARTE

UNA DIGRESIÓN SOBRE


EL NACIONALISMO

“HISTORIA DE LA CULTURA E “HISTORIA POLÍTICA”

Uno de los hallazgos relativ am en te inesperados de u n a investigación a largo


plazo sobre el desarrollo de los conceptos de “c u ltu ra ” y “civilización”1 e s que,
durante el siglo XVIII, su significado fue d eterm in ad o en g ra n m ed id a p o r u n a
percepción tra n sito ria de los hechos a que se refieren , m ie n tra s q u e en el siglo
XX, esos conceptos se u tiliz a n p a ra c o n sid erar ta le s hechos de m a n e r a poco
menos que estática.
E sta desaparición de la sensibilidad en la percepción de la d in ám ic a social,
la creciente ten d en cia —no lim itad a, en fo rm a a lg u n a, a la s p a la b ra s “c u ltu ra ”
y “civilización”— a c o n sid e ra r los h ech o s p e r tin e n te s como si se t r a t a r a de
objetos inm utables, pone de m anifiesto u n a contraposición e n tre las direcciones
del desarrollo conceptual y el de la sociedad m ism a co n siderada en u n sentido
amplio. E n e s ta se d a ría , en efecto, e n tre los siglos X V III y XX, u n a n o tab le
aceleración en la d in ám ica de los procesos. E s ta p a ra d o ja no es p riv a tiv a de
Alemania, pero el desarrollo alem án puede serv ir como ilu stración, a la vez que
perm itir su explicación.
En nu estro s días, prácticam en te se h a olvidado, ta n to en A lem ania como en
otras partes, que en algún m om ento, el concepto “c u ltu ra ” se refin a a u n proceso
de cultivo, es decir, a la transform ación de la n a tu ra le z a por p a rte del hom bre.
En el siglo XVIII, cuando fue adoptado p a u la tin a m e n te por la s élites a lem an as
de la clase m edia en ascenso, como expresión de la idea que e sta s te n ía n de sí
mismas y de su s ideales, d esignaba tod av ía ju s ta m e n te e s ta im agen de ellas,
tal y como se v eían , en el contexto del d e sa rro llo g e n e ra l de la h u m a n id a d .
La visión q u e la élite in telectu al m edia a le m a n a te n ía de este desarro llo e ra

El texto que a continuación se presenta es e l resultado de u n a revisión do la Parto I,


“Acerca de la sociogénesis de los conceptos de ‘cultura’ y 'civilización' de mi libro El
P'occso de la civilización, Frankfurt a.M., 1976, vol. I, pp. 1-64
140 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

bastante similar a la de sus pares de Francia o Inglaterra. De hecho, los escritos


de historiadores escoceses, como Robertson, o los de Voltaire y su círculo en
Francia tuvieron una gran influencia en las ideas de los grupos intelectuales
emergentes en Alemania. Pero es posible también que su pensamiento fuera
mucho más abstracto y su tendencia más idealista que la de sus colegas de
Occidente debido a que su situación social era bastante más restringida por
vivir en un país relativamente subdesarrollado y con una clase dominante de
cortesanos y nobles extremadamente excluyente. Pero su convicción de que
les había tocado vivir en una época de progreso y de constantes avances fae,
durante algún tiempo, casi tan fuerte como la de las clases medias intelectuales
en ascenso en otras sociedades europeas.
Cuando en un discurso inaugural, “¿Qué significa la historia universal y
cuál es el fin de su estudio?”, Schiller describe a grandes trazos el desarrollo de
la humanidad, lo que en realidad presenta es la versión más o menos oficial de
la vanguardia intelectual ilustrada de su tiempo. Era el año de 1879. Pronto
comenzaría a extenderse el temor a la revuelta y la violencia revolucionarias
en el pensamiento de los europeos, arrojando una lúgubre sombra sobre sus
esperanzas de un futuro mejor, tal y como también ocurriría en la segunda
década del siglo XX debido a la impresión causada por la violenta explosión de
las nuevas revoluciones. En Schiller tales esperanzas eran todavía diáfanas y
libres de temor, Y si bien su idea era demasiado simple, no deja de sorprender
lo mucho que ya entonces podía verse de lo que ahora se piensa (cuando la
esperanza y la fe de la humanidad en su capacidad de encontrar mejores formas
de convivencia sobre la Tierra, han sido sacudidas en sus fundamentos por el
temor a la revolución y a la guerra) y que con un conocimiento inmensamente
más detallado, ya no se reconoce como un hecho o, en todo caso, se lo reconoce
a medias y con reservas.
Schiller podía constatar todavía con confianza que la “cultura” humana
había avanzado, y que este hecho se ponía claramente de manifiesto cuando se
comparaba la vida común existente con la de sociedades menos complejas. Ponía
de relieve, además, la crudeza y el terror que imperaban en la vida de muchas
de esas comunidades, lo terrible de múltiples de sus aspectos particulares que
provocan en nosotros, como él dice, “sólo repulsa o compasión”. Y podía afirmar
todavía, directa y abiertamente como un hecho, lo que en una época posterior, a
una ideología nacional que exigía cada vez con mayor fuerza la idealización del
pasado del país, podría haber parecido como una especie de traición o herejía: uAsí
éramos también nosotros. Hace 1800 años, César y Tácito no nos encontraron en
mejores condiciones. Pero, ¿qué somos ahora?... ¡Cuán diferente se muestra un
pueblo en un mismo territorio cuando lo observamos en épocas distintas!”2
Por lo demás, Schiller le recordaba a su auditorio que estaba en deuda con el
pasado y con las regiones apartadas; que “los más diversos periodos de la hu­

2. Friedrich Schiller, Was heibt un d zu wlchen Ende studiert m an U n i v e r s a l g e s c h i c h t e f en


Schillers, Obras, Edición N acional. Weimar, 1970, vol. 17, pp. 365 y 367 y ss.
U n a d ig r e s ió n s o b r e e l n ac io n a l ism o 141

manidad han contribuido a su propia cultura” y, que “las más alejadas regiones
del planeta” contribuían aún a su lujo presente. Él justificaba el estudio de la
historia universal con el argumento de que la red de acontecimientos que había
conducido a la situación actual sólo podía entenderse en un marco integral.
En sus propias palabras:3 "Una larga cadena de hechos se extiende desde el
momento presente hasta los inicios del género humano, una larga cadena cuyos
eslabones se enlazan entre sí en la forma de causa y efecto”
Es evidente que Schiller recomendaba el estudio de la historia universal o
humana, lo mismo que las investigaciones comparativas, como uno de sus métodos
principales, porque pensaba que la concatenación objetiva de los acontecimientos, la
interdependencia fáctica de todas las regiones del mundo, sólo podía ser entendida
en el marco general del desarrollo de la humanidad en su totalidad. La conciencia
de los nexos entre los hechos que Schiller subrayaba aquí, no había sido borrada ni
destruida todavía por el avance inconmensurable y acelerado de un conocimiento
detallado, microscópico, al que la visión integral tuviera que hacer justicia. Schiller
es también a este respecto un representante típico de la intelectualidad de los
estratos medios de su tiempo; mientras que tanto algunos historiadores como otros
estudiosos de las humanidades del siglo XX, ya no pueden ver el bosque por fijarse
en tantos árboles y se mueven como si se hallaran en un laberinto carente de toda
estructura, sus colegas del siglo XVIII parecen, con frecuencia, hacer precisamente
lo contrario; percibir el bosque y no los árboles.
En el siglo XVIII el significado de conceptos como “cultura”y “civilización” se
situaba justam ente en esta perspectiva general. En la actualidad, el concepto
“cultura” puede aplicarse a sociedades más o menos desarrolladas, independien­
temente del grado de desarrollo que cada una haya alcanzado. Y algo semejante
ocurre con el concepto de “civilización”. Se habla así, por ejemplo, de la “cultura”
de los aborígenes australianos lo mismo que de la “cultura” del renacimiento, y
de la “civilización” de los cazadores del neolítico al igual que de la civilización
inglesa o francesa del siglo XIX.
En la época de Schiller era distinto. Cuando en Alem ania se hablaba de
kultu r o cuando en Francia se hablaba de la civilité o de la civilisation se
pensaba, m ás bien, en un marco general dentro del cual, el desarrollo de la
humanidad o de ciertas sociedades se concebía en una escala que iba de un
nivel de progreso reducido a uno avanzado. Como voceros de estratos sociales
en ascenso, los intelectuales de las clases medias de esa época vislumbraban
con esperanza y confianza un futuro mejor. Y como para ellos, el progreso
social futuro era m uy importante, tuvieron el impulso emocional de percibir
y subrayar los progresos de la humanidad realizados en el pasado. Muchos
de sus conceptos, sobre todo, aquéllos como “cultura” y “civilización”, tenían
que ver con su imagen colectiva, con la imagen del “nosotros” y reflejaban este
carácter profundamente desarrollista y dinámico de sus concepciones y de los
principios que regían sus convicciones.

3- Ib id , p . 3 7 0 .
142 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

No menos característico era el uso de estos y otros conceptos afínes como


emblemas distintivos de la nueva visión de la historia acuñada por los represen­
tantes de las clases medias en ascenso. Algunos de ellos, por ejemplo, Voltaire
sustentaban la idea de vina forma correctiva de escribir la historia, opuesta a
la de la ‘‘historia política” hasta entonces dominante; es decir, opuesta a una
historiografía en que las acciones de los príncipes y cortesanos, los conflictos y
las alianzas entre los Estados, los logros de los diplomáticos y de los grandes
generales, en suma, las acciones de los grupos dominantes de la aristocracia de
los Estados absolutistas, ocupara el centro de la atención.
Es muy significativo y dice bastante sobre la postura y la imagen que de sí
mismas tenían las élites de la clase media alemana, el hecho de que se le haya
dado el nombre de “historia de la cultura” a la tradición de la escritura de la
historia más opuesta a la “historia política”. Esa historia dirigía su atención a
aquellas esferas de la vida social humana en que dichas clases excluidas del
poder político, habían encontrado su legitimación y orgullo; en ámbitos como
la religión, la ciencia, la arquitectura y la poesía, pero también en el progreso
de la moral humana, tal y como se manifestaba en las costumbres y formas de
comportamiento de la gente común.
En correspondencia con la situación especial que ocupaban las clases
medias en Alemania, la línea de demarcación entre “cultura” y “política” (al
igual que las resonancias antagónicas de una escritura de la historia que se
presentaba o bien como “historia de la cultura” o como “historia política” en
el sentido que estas denominaciones tenían durante los siglos XVIII y XIX),
eran especialmente claras, tal vez mucho más nítidas y agudas que la oposi­
ción entre “civilización” y “política” en Inglaterra o Francia. De hecho, puede
afirmarse que, en la base misma del concepto alemán de kultur, se encontraba
una orientación apolítica, quizá incluso antipolítica, que resulta sintomática
del sentimiento recurrente de las élites de la clase media alemana de que,
mientras la política y el Estado representaban el escenario de su dependencia
y humillación, la cultura constituía el de su libertad y orgullo. Durante el siglo
XVIII y parte del XIX, esta vanguardia antipolítica se dirigiría en contra de
la multitud de príncipes autócratas y de la política de las cortes absolutistas,
por lo que, en esa medida, representaría también un correlato de la avanzada
anticivilizatoria del concepto de cultura de los estamentos medios. Ambos
factores, un comportamiento político y civilizatorio, representaban le grand
morid, “al gran mundo”, en el que las personas, según pensaban los miembros
de las “pequeñas” clases medias, desbordaban de arrogancia e hipocresía y
carecían de sentimientos auténticos y elevados.
Desde esta perspectiva, formaban parte de lo mismo, el mundo de los corte­
sanos civilizados y sus ideales de cortesía, de buenas costumbres, de prudencia
en la expresión de los sentimientos espontáneos, y el mundo de la política
con su obligado autocontrol, sus estrategias diplomáticas y su tacto y buen
comportamiento.
U na dig r esió n so br e e l nacionalism o J43

En una etapa posterior, esta tendencia antipolítica se volvería en contra de


la política parlamentaria de un Estado democrático. No deja de sorprendemos
la tozudez con que se presentan, una y otra vez, en la misma sociedad, ciertos
patrones de pensamiento, de formas de sentir y actuar a través de muchas
generaciones aunque naturalmente^ con señaladas adaptaciones a las nuevas
circunstancias. Podemos suponer con toda seguridad que el significado y, sobre
todo, la carga emocional de ciertas palabras claves transmitidas sin examen y,
con frecuencia sin cambio alguno, de generación en generación, juegan un papel
muy importante en la continuidad flexible de lo que se acostumbra llamar las
peculiaridades del “carácter nacional”.

2) La discusión acerca de la especificidad de una “historia de la cultura”


en oposición a una historia política tuvo lugar en Alemania, si bien con in­
terrupciones, en el periodo comprendido entre los siglos XVIII y XX. Recibió
un impulso nuevo con la aparición de obras de gran envergadura como la
Kulturgeschichte der Renaissance de Jakob Burckhardt y tampoco estuvieron
ausentes los intentos para determinar con precisión la línea divisoria entre
ambos tipos de historia. Pero el motor principal de todo ello no provino de un
análisis desapasionado de las características reales de la historia o de la socie­
dad, sino que fue de naturaleza ideológica. En tal distinción se expresaría de
forma indirecta la permanente y apolítica oposición de las élites alemanas de la
clase media a las clases dominantes, políticamente privilegiadas y, socialmente
de rango más elevado. En su postura oposicionista, algunos representantes de
estas élites pudieron constatar la parcialidad y las limitaciones del género de
escritura política de la historia, practicado por personajes que aceptaban, de
manera más o menos acrítica, el orden social y los valores dominantes de los
Estados alemanes. Sin embargo y por encima de ello, la determinación de la
diferencia entre tales formas de la historia continúa siendo insatisfactoria, ya
que pasa por alto la estructura particular de la sociedad que las produce.
Para muchos miembros de las clases alemanas medias educadas, “cultura”
continuó significando un espacio de retraimiento y de liberación de las opresivas
restricciones de un Estado que los trataba, en comparación con la nobleza, como
ciudadanos de segunda clase, y que les negaba el acceso a la mayoría de sus
puestos de dirección y a aquellas responsabilidades vinculadas con el poder y
el prestigio. Retirarse a la esfera apolítica de la cultura les permitía mantener
una actitud de reserva —de una reserva que era a veces muy crítica— frente
al orden social existente, sin tener que oponerse activamente al régimen ni
embarcarse en un conflicto abierto con sus representantes.
Esta era una de las soluciones posibles al dilema fundamental al que se
enfrentaban muchas clases medias, un dilema que en la Alemania del siglo XIX
y principios del XX, es decir, en un país inmerso en un proceso de modernización,
pero aún feudaloide y semiautocrático, se presenta en una sola variante especial:
cualquier oposición activa y decidida al régimen y sus grupos hegemónicos
144 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

principesco-aristocráticos es obstaculizada y, con frecuencia paralizada por


el temor de que un derrocamiento del orden existente, producto de una lucha
contra la posición privilegiada de las clases más altas, pusiera en peligro la
propia posición de encumbramiento frente a las clases más bajas.
A este dilema se le dan principalmente dos respuestas: uno se podía identi­
ficar con el régimen, a pesar de sus aspectos opresivos y humillantes (esta es la
vía que elegiría un número cada vez mayor de miembros de las clases medias
alemanas después de 1871). Pero uno podía también exiliarse en el ámbito
apolítico de la “cultura”, que ofrecía todas las oportunidades compensatorias
de la creatividad, el interés y el disfrute de la vida, además de dejarle a uno
la posibilidad de preservar su “libertad interior", su integridad como persona
y su propia autoestima. Esta fue la solución comúnmente elegida por aquellos
historiadores y otros representantes de las clases medias alemanas que podemos
llamar “liberales”, si bien el término cubría un espectro más amplio de sistemas
de creencias. Su aversión —muchas veces grande— al orden hegemónico bajo
el cual vivían se suavizaba, porque su fuerza de voluntad política se hundía en
una resignación pasiva al no tener a la vista ninguna alternativa, relativamente
libre de riesgo, para un cambio de la situación.
No necesitamos adentramos aquí en detalle en la prolija discusión entre
los exponentes de una “historia de la cultura” y los defensores de una “historia
política” en Alemania. Como punto de referencia mencionemos sólo que, en
Francia, la oposición de los representantes de la élite intelectual de una clase
media emergente al tipo tradicional de escritura política de la historia, corres­
pondiente al Antiguo Régimen, conduciría, después de la revolución, a una
ampliación general del interés y del campo de la visión de los historiadores, al
tiempo que la discusión entre los historiadores de la civilización y los políticos
perdería mucho de su aspereza anterior. Resulta, por lo tanto, sintomático del
desarrollo alemán, la persistencia de un orden social donde, en el plano político,
hayan persistido, a pesar de una súbita y acelerada industrialización, numerosas
características del viejo régimen y donde el debate entre los historiadores de la
cultura y los políticos se haya prolongado, con algunas interrupciones, durante
todo el siglo XIX.
Poco antes del inicio del presente siglo se reavivaría en Alemania la polémica
entre los exponentes de ambos tipos de escritura de la historia. Ello muestra
claramente la continuidad con que en esa sociedad, la “cultura” desempeñaría
la función de espacio protegido, con frecuencia productivo de aquellos elem en tos
de las clases medias que seguían manteniendo una actitud crítica, pero sin
llevar a cabo una oposición activa al régimen; mientras que sus opositores del
bando historiográftco elegirían la otra vía abierta a las clases medias alem an as
educadas: no sólo tendrían que convenir con el Estado en que vivían, sino que
se identificarían con el y allí encontrarían su ideal de vida.
U na digresión sobre el nacionalismo 145

3) Para efectos de ilustración de la polémica que tenía lugar en Alemania a la


vuelta del siglo acerca de las notas que distinguían a un tipo de historia del otro,
bastará presentar aquí pasajes de dos ensayes al respecto. El primero de ellos es
un folleto del profesor Erast Gothein, un amigo íntimo de Max Weber, que lleva
el título Die aufgaben der kulturgeschichte (1889). Salta a la vista la continuidad
que existe entre las reflexiones de Schiller cien años antes y la argumentación
de Gothein. En el escrito de este último pueden reconocerse todavía las implica­
ciones apolíticas o incluso antipolíticas y humanistas del concepto de la cultura.
Como una nota personal, en tal contexto aparece la idea de que la historia como
historia de la cultura, podría ocupar el lugar de la filosofía:4

Si la historia, en el estadio actual del desarrollo.del espíritu humano, quiere


ocupar este lugar [el de la filosofía], sólo puede hacerlo como historia de la
cu ltu ra. Pero, en tal caso, su meta debe ser presentamos gradualmente el
contenido y las formas de moralidad y costumbres [gesittung] humanas. Un
enfoque exclusivamente político de la escritura de la historia, una visión que
sólo trate de la conformación de la vida del Estado, estarían imposibilitados
para abocarse a esta tarea. Sin duda, la religión, la ciencia y el arte tienen
lugar en el marco de un orden social; su crecimiento es estimulado o inhibido
por la situación que prive en este. Pero, ¿quién podría afirmar que esas
instituciones toman sus contenidos más importantes de la vida del Estado?
La historia política posee una necesidad y un valor que deben atenderse.
Pero la historia general, la historia de la cultura requiere que esa historia
se integre y subordine a ella. La historia de la cultura no ve en la vida del
Estado, sino una parte más de la moralidad humana, tal vez la más impor­
tante —aunque, en realidad, ¿quién podría afirmar esto con toda exactitud
cuando todas son igualmente imprescindibles?—, pero sólo una parte que,
a su vez, debe considerarse relacionada con todas las demás, como todas las
demás deben considerarse relacionadas con ella. La historia de la cultura está
lejos de considerar el valor de los demás ámbitos de la cultura en función de lo
que estos aporten al Estado; más bien, su inclinación es estimar el significado
de cada pueblo de acuerdo con las contribuciones que haya hecho al desarrollo
integral de la humanidad en los campos de la religión, la ciencia, el arte, el
derecho y la economía.
Es evidente que una concepción de la historia de este género no será aceptada
por modos y que será objeto de rechazo en especial por parte de los historia­
dores políticos...

Como aquí vemos, el interés profundo de Gothein, presentado bajo el manto


de un análisis de las diferentes concepciones de la historia, se halla en las
diversas escalas de valores. Sería paradójico llamar “política” a su argumenta­
ción. Nuestros lenguajes son todavía demasiado burdos para proporcionamos
una expresión clara que designe las implicaciones políticas de un sistema de
4- Em st Gothein, D ie aufgaben d e r kulturgeschichte, Leipzig, 1889, pp.2 y ss.
146 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

creencias o valores apolítico o antipolítico. Pero, m á s a llá del té rm in o que se


elija, la s concepciones e x p resad as en la c ita p o nen c la ram en te de manifiesto
la defensa que h a c ía n los m iem bros de la in telig en cia a le m a n a de la s clases
m edias, de su resp eto a sí m ism as, de su in teg rid ad personal y del sentim iento
de su propio v a lo r re c u rrie n d o a u n concepto de c u ltu ra u n iv e rsa l hum ana,
frente a u n sistem a en ascenso de creencias nacio n alistas que enfáticam ente
colocaba al E stad o y a la nación —no sólo en la e sc ritu ra de la h istoria, sino en
general— sobre todos los d em ás valores.
L a posición de fondo im p líc ita en la s opiniones e x p re sa d a s en la cita es
casi idén tica a la que u n siglo a n te s h a b ía n m antenido estos exponentes. Sin
embargo, en com paración con el pasado, la a n títe sis se h a b ía am pliado. Ahora
se sitú a y a no e n tre la “c u ltu ra ”, concebida como u n símbolo representativo de
aquellas esferas de la s que los m iem bros educados de los estratos medios podían
e x traer u n sentim ien to propio de logro, por u n a p arte, y la “civilización”, como
un símbolo del m undo de los príncipes, de la s cortes y de las clases superiores
d o m in a n te s, p o r la o tra . L a oposición se d a a h o ra e n tre u n a “c u ltu ra ” que
siguió siendo la re se rv a de la s clases m ed ias ale m a n as educadas con ideales
h u m a n ista s y u n E stad o que, en su s niveles m ás elevados, se h ab ía mantenido
como u n coto exclusivo de la s clases hegem ónicas de la aristocracia, esto es, de
la s p erso n as que sa b ía n h a c e r uso de la e stra te g ia política, de la diplomada,
que observaban el com portam iento debido y que, a los ojos de la élite de la clase
m edia h u m a n is ta carecía, en realidad, de v erd ad era “c u ltu ra ”.
Todavía a la v u elta de este siglo, el im perio alem án reunificado se encontraba
dividido no sólo por clases, sino por lím ites heredados de u n orden estamen-
tario que otorgaba, por nacim iento, privilegios legales o basados en el derecho
consuetudinario a la s p ersonas de origen noble. Como uno de tales privilegios
tradicio n ales e ra p recisam en te el acceso a m uchos de los cargos elevados del
E stado, este siguió siendo, p a ra u n sector de la inteligencia de la clase media,
u n a institución con que no podía identificarse por completo. El voto de Gothein
en favor de u n a prioridad de la histo ria de la cu ltu ra frente a la historia política
es ta n sólo u n a pequeña m u estra de la ininterrum pida tensión que se daba entre
los re p re se n ta n te s de los diferentes estam entos.
E s significativo, en relación con las diferencias en tre el desarrollo en Ale­
m an ia y el que se dab a, digam os, en In g la te rra (p a ra m encionar ta n sólo un
ejem plo) que, en a lem án la p a la b ra sta n d (estam ento) siguiera utilizándose
p a ra d esig n ar u n tipo d eterm inado de estrato social, m ien tras que su equiva­
lente en inglés, estáte, so n ara anticuado y re s u lta ra de difícil empleo, p o r q u e
otros significados de e sta p a la b ra (riqueza, bienes raíces, etc.) h abían ganado
terreno y fu erza en com paración con su uso p a ra hacer referencia a un estrato
social. La expresión com puesta m iddle-state re su lta b a m ás bien extraña en
inglés. Por el contrario, en A lem ania se prefirió h a b la r d u ra n te mucho tiempo
del m itte lsta n d [estam ento medio] en lu g a r de la m ittelklasse [clase medial-
Aquí, n uevam ente, las características peculiares de u n a formación c o n c e p t u a l
U na digresión sobre el nacionalismo 147

reflejaban características peculiares del desarrollo y de la estructura social. En


su conjunto, ambos aspectos ayudan a explicar la razón porque, en Alemania,
los círculos conservadores y nacionalistas se inclinaban, mucho más que en
Inglaterra, por una solución de los problemas de su país recurriendo al res­
tablecim iento de un orden estamentario. Existen muchas vías para tratar de
explicar, mejor que en la actualidad, los supuestos secretos de las diferencias en
el comportamiento de las diversas naciones. El análisis conceptual sociológico
es, como aquí vemos, una de ellas.
La defensa que los letrados de las clases m edias hacen de una “historia
de la cultura” en oposición a una “historia política”, m uestra, además, con
toda claridad y a escala reducida, cómo el exilio constructivo de la cultura
al ámbito apolítico puede producir entre los afectados y de manera selectiva
_como ocurre con otras posiciones angostadas por una estratificación social
relativamente rígida—, una ampliación y una reducción de las concepciones.
La prioridad de los valores humanos generales frente a los nacionales aun es
subrayada, si bien con más vacilaciones que cien años antes —...en la vida del
Estado no ve sino una parte de la moralidad humana, tal vez la m ás importan-
t e y el diagnóstico de lo limitado de un tipo de historiografía centrada,
sobre todo, en las acciones de los príncipes, en la legislación de un Estado, en
las guerras, en la hegemonía política y en temas similares es riguroso y preciso.
Sin embargo, son igualmente claros los elem entos que restringen el campo
visual. En su examen de la relación entre los dos tipos de historia referidas,
Gothein se interesa no sólo en los vínculos fácticos entre el arte, la ciencia, la
economía, la religión y el resto de las esferas vitales que pueden considerarse
como “culturales”, sino también en los acontecimientos políticos o militares.
Lo que le interesa es tan sólo el valor que debe atribuirse a cada uno de estos
ámbitos. Toda su exposición se mueve, en efecto, en una zona indefinida donde
los enunciados atributivos y los imperativos (ideológicos), y las valoraciones
autónomas y heterónomas se mezclan y se penetran de manera prácticamente
indisoluble.

4) Vale la pena examinar, así sea de manera sumaria, una de las m ani­
festaciones del bando contrario, es decir, las explicaciones de uno de aquellos
historiadores de las clases medias que no sólo se había resignado con el papel
secundario de su estrato (de su estamento) en lo relativo a los asuntos del
Estado, sino que, se identificaba sin reservas con el Imperio y su orden social. En
oposición a las tendencias liberales y humanísticas a la baja, estos historiadores
representan la tendencia nacional en ascenso. Dietrich Scháfer, el autor de
la cita que a continuación presentamos, impartía su lección inaugural como
profesor en 1884, en Jena, el mismo sitio en el que casi cien años antes Schiller
había discurrido sobre la historia universal:5

Dietrich Scháfer, D eutsches nation albew u sstsein m i licht d e r geschichte, Jena 1684 pd
30 y ss.
148 Norbert E lias | Los Alemanes

Permítaseme recordar que hace casi un siglo, en este mismo lugar, Friedrich
Schiller, en una ocasión similar, intentó dar respuesta a la misma pregunta:
“ Was heisst und zu welchem ende studiert man universalgeschichte?” En
aquellos días, un gran entusiasmo y muchos sueños acerca de los derechos
humanos recorrían Europa. Al hombre es a quien, según Schiller, se dirige,
sobre todo, la historia. Pero añade, “para reunir materiales para ella debe
examinarse la relación de una fecha histórica con la condición actual del
mundo”, es decir, tal y como lo llama él, “con nuestro siglo humano...” Los
acontecimientos ocurridos en las décadas que siguieron a su época arrojaron
una luz peculiar sobre la concepción schilleriana del tiempo. Los excesos de
la revolución francesa y de Napoleón hicieron que las brasas incandescentes
de los sentimientos nacionales de los pueblos se convirtieran en ardientes
llamaradas. El lugar de la humanidad fue ocupado por la nacionalidad, al
impulso por lo humano en general siguió un llamado a la cultura nacional y
el eco de este llamado aun resuena... La ciencia misma de la historia navega...
también ligera en las aguas nacionales. Esta disciplina considera en nuestros
días, con sobrada razón, que una de sus tareas más importantes es el cultivo y
la reanimación del sentido nacional, que con muchísima frecuencia se afirma,
en una exageración unilateral; es su única tarea. Y, esto no lo podemos negar:
nuestra ciencia ha aprendido a navegar en estas aguas nacionales.

En estas frases se dicen muchas cosas que pueden considerarse típicas, tanto
de lo relativo a la continuidad como al giro que tomaría la situación y los sistemas
de creencias de las élites alemanas de la clase media en el Imperio, después de
1871. Mientras que algunos sectores de estos grupos de vanguardia continuaban
manteniéndose a distancia del Estado y cultivaban, como herederos directos
de los pensadores y literatos clásicos alemanes, ideales humanistas como el de
“c u ltu ra ” y h a y también entre ellos una corriente secundaria de fuerte aunque
inactiva crítica a las clases dominantes, otra porción de esa misma clase media,
de creciente influencia y poder, aceptaría el papel subordinado asignado a sus
cuadros superiores, el de socio menor del estrato dominante, aun sumamente
exclusivo, consciente de la jerarq u ía de la nobleza. En el caso de estos segmentos,
su frustración y am arg u ra enlazada a su posición secundaria se manifestaría, no
en su relación con los grupos m ás elevados de la escala social —que, en un sentido
general, ven como los rep resen tan tes de la nación y el Im perio y con los cuales
se identifican—, sino en las m antenidas con todas aquellas formaciones sociales
inferiores a ellos en cuanto a estatu s o poder político. E n tre ellos se encontraban
ta m b ié n aquellos grupos de h u m a n is ta s o liberales de su m ism a clase, muy
especialm ente, la inteligencia h u m a n ista alem ana de clase m edia.
La polémica en tom o a las su puestas ventajas de una “historia de la cultura
sobre u n a “h isto ria política” o viceversa, era uno de los muchos síntom as de la
oposición existente e n tre estos dos grupos rivales de clase m edia, que, ademas,
m arca el pun to de retorno en el destino de ambos. Poco a poco, los sectores na­
cionalistas cobran fuerza, m ientras que los h um anistas se debilitan, volviéndose,
al m ism o tiem po, m ás nacionalistas. Es decir, tra n s ita ría n a u n a actitud que
U n a d ig r esió n so br e e l n acionalism o 149

concedería un valor más alto en su escala a una imagen ideal del Estado y de la
nación, aún cuando intentarían conciliaria con los ideales anteriores de carácter
universal, humanista y moral. A los sectores más radicales de la inteligencia
nacionalista alemana tales problemas les resultan ajenos. Los pasajes citados
ilustran fehacientemente su credo, mostrando el desprecio soberano con que se
empieza a hablar en ellos de los ideales morales y de humanidad, de la esperan­
za y la convicción de un futuro mejor, del “progreso” que, en las primeras fases
de su ascenso social, habían servido de orientación no sólo a las clasesmedias
alemanas, sino a las de otros países europeos. Sin embargo, fuera de Alemania,
los grupos conservadores nacionalistas de esas clases medias intentarían una y
otra vez una fusión de esas ideas humanistas, universalistas y morales con sus
ideales nacionales. Por el contrario, los grupos comparativamente equivalentes
de Alemania, rechazarían todo compromiso mostrando con frecuencia un gesto
de satisfacción y triunfo sobre los ideales humanistas y morales del periodo de
ascenso de la clase media, cuya falsedad, según creían, habría sido puesta en
evidencia por el tiempo.
Un problema que exige mayor atención que la que podemos dispensarle
en este lugar, es el de las razones por las que el desprecio y el rechazo de la
inteligencia nacionalista hacia los ideales hum anistas y morales de tiempos
anteriores, blasonados por las clases medias emergentes, era en Alemania tan
radical después de 1871. De cualquier manera, el asunto tiene relación con el
tema principal de este libro y no puede ser pasado del todo por alto.

DE LAS ÉLITES DE CLASE MEDIA HUMANISTAS


A LAS NACIONALISTAS
5) L a te n d e n c ia general: del siglo XVIII al XX, la p rio rid a d que la s clases
m edias de la m a y o ría de los p a íse s eu ro p eo s d a b a n a los id e a le s y v a lo re s
hum anistas y m orales, su p u e sta m e n te válidos p a ra todos los in d ividuos, se
desplazaría en favor de u n a v alo ració n q u e p o n ía p o r e n c im a de ellos u n a
imagen ideal de la propia nación. C asi en toda E uropa, las élites in telec tu ale s
de las ascendentes clases m edias del siglo XVIII co m partían u n a m ism a fe en
los principios m orales, en los derechos h u m an o s y en el progreso n a tu r a l de la
humanidad. E llas e sta b a n o rie n ta d a s h acia el futu ro, a ú n si e n su s a c titu d e s
y m aneras se asem ejab an u n poco a la aristo cracia c o rte sa n a re in a n te —como
fue el caso de F ra n c ia — y, h a s ta cierto punto, a c e p ta b an la convicción de los
grupos dom inantes de que su época so brepasaba en c u ltu ra y civilización a las
épocas anteriores de la h isto ria, pues les p arecía evid ente que la situación de
la hum anidad m ejo raría en el futuro. E se fu tu ro prom isorio, sim bolizado por el
concepto de progreso, rev estía a sus ojos u n ideal, por el cual se podía lu char con
la confianza in q u eb ran tab le de su realización final. La b a rb a rie y la crueldad.
150 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

las enfermedades y las humillaciones, la pobreza y el sufrimiento generalizado


que observaban en sus sociedades y que, con frecuencia, habían sufrido en carne
propia, eran peores que casi todo lo visto por las élites de la clase media de las
sociedades altamente industrializadas del siglo XX. Pero esas experiencias,
incluyendo las recurrentes catástrofes de la guerra y las epidemias, lejos de
minar su esperanza en un futuro mejor o en el progreso continuo del destino
de la humanidad, las fortalecieron.
A medida que en Europa, país tras país, los individuos provenientes de la
clase media lograban participar en los asuntos de gobierno unidos a las capas
gobernantes de tradición aristocrática, o desplazando a estas de aquéllos, y
que sus sectores dirigentes se establecían cada vez más firmemente como los
grupos dominantes de la sociedad, sus ideas, convicciones e ideales progresistas
perderían su antiguo significado, y desaparecería la esperanza de un futuro
mejor. Entre tanto el conocimiento científico empírico acerca de los avances a
largo plazo de la humanidad se incrementaría enormemente, y la convicción
de que el movimiento ascendente continuaría perdería de forma paulatina su
carácter de sostén emocionalmente satisfactorio. Considerado en conjunto, el
progreso efectivo que ha tenido lugar en el siglo XX en cuanto a la solución de los
problemas de carácter físico, biológico y hasta económico y social, ha sido mayor
y seguramente m ás rápido que el del siglo XVIII. Planeado o no, el trabajo de las
clases m edias industriales, comerciales y académico-profesionales ha producido
avances en incontables ámbitos en el siglo actual. Sin embargo, como símbolo
de u n objetivo supremo y comprensivo, como ideal, el concepto de progreso ha
p erdido rango y prestigio entre la élite intelectual de los e stra to s medios en
aquellos países donde sus representantes h ab ían colaborado con o sustituido a
la nobleza; ha dejado de ser el símbolo alen tad or de u n futuro mejor, un símbolo
im buido de pasión y vigorosos sentimientos positivos.
E n lu g a r de ello, e n tre la m ayoría de las clases m edias europeas se afirma
u n a im agen idealizada de la propia nación como centro de la idea que tienen de
sí m ism as, de sus doctrinas sociales y de sus escalas de valores. M ientras que en
la época de su ascenso h ab ían m irado —al igual que otras clases ascendentes—
hacia el futuro, u n a vez convertidos sus cuadros dirigentes y élites intelectuales
en clases gobernantes, b a sa ría n su im agen, al igual que los otros grupos, cada
vez m ás en el pasado. L a m irad a retrospectiva su stitu iría a la visión al futuro
como fu e n te de satisfacción em ocional, y su p ropia trad ició n nacional como
ideología, sería la que con stitu iría el núcleo de su im agen e ideal colectivos. Asi
como los grupos aristocráticos h ab ían derivado su orgullo y sus pretensiones de
u n a su p u esta valía especial de su origen familiar, los sectores dirigentes de las
clases m ed ias in d u stria le s (como sucesoras de aquéllos y en p au la tin a unión
c o n la s de su s tra b a ja d o re s , al a lc a n z ar e sta s u n a posición m ás influyente)
h a ría n lo propio, tom ando cada vez m ás como base un origen nacional o bien
de logros, características y valores nacionales ap arentem ente inm utables. Una
im agen ideal de sí m ism as como nación ocuparía entonces el prim er pu esto en
U na d ig r e sió n so br e el nac io n alism o 151

su escala pública de valores, eu detrimento de los viejos ideales humanistas y


morales. Esa imagen resulta predominante en caso de conflicto con estos y se
convierte, imbuida de sentimientos positivos, en el centro mismo del sistem a
social de creencias.

6) Este cambio de actitud, este desplazamiento del acento emocional del


futuro hacia el pasado y el presente; de la creencia en la transformación que
mejora a la fe en el valor inmutable de las características y tradiciones nacio­
nales, así como la modificación total consiguiente del clima de opinión de la
intelectualidad de clase media en la mayoría de los países europeos, desde el
siglo XVIII hasta principios del XX proporciona el marco para el desarrollo
conceptual que constituye el punto de partida de las presentes reflexiones. En
el contexto de estas extensas transformaciones, conceptos como “civilización”
y “cultura” dejan de referirse a procesos y desarrollos progresivos y se vuelven
nociones que denotan estados invariables. En un principio sirven, cada uno a su
manera, como símbolos de la propia imagen colectiva a los grupos progresistas
que encuentran ante todo, en los valores universales humanistas y morales y
en su contribución al progreso continuo de la humanidad, una base emocional
satisfactoria para su propia estima y orgullo; en adelante funcionarán, cada vez
en mayor medida, como símbolos de imagen a grupos para los que esa base
está ante todo en las realizaciones de sus ancestros colectivos, en la herencia
inmutable y en la tradición de su nación.
Son diversos para cada nación los símbolos conceptuales que reflejan, como
valor supremo, ese desplazamiento del énfasis —del futuro al pasado y de lo
dinámico a lo estático— en la imagen e ideales colectivos de las respectivas
élites de la clase media. No obstante, expresiones como L a civilisation frangaise
o die deutsche kultur, en tanto que referidas a los atributos aparentemente
inmutables y eternos de una nación, revelan un sello similar. La diferencia
radica en que la noción de “civilización”, contra lo que sucede con la de “cultura”,
preserva au ln como símbolo de la imagen colectiva de la clase media de una
nación determinada, algunas de sus asociaciones con valores hum anistas y
morales universales. Así, la frase la civilisation frangaise est la civilisation
humaine ciertamente es, de alguna manera, una expresión del nacionalismo y el
expansionismo franceses. Es igualmente externa la creencia de que la tradición
nacional francesa encierra valores y logros morales y de otra naturaleza válidos
para la humanidad en su conjunto.
Representaciones análogas estaban asociadas también con el concepto alemán
kultur; por ejemplo, cuando denota que la educación, el cultivo de las personas, se
orienta hacia el pleno desarrollo de sus potencialidades. Pero en las postrimerías
del siglo XIX e inicios del XX, cuando el concepto cultura es utilizado, de manera
creciente, con el sentido de “cultura nacional”, sus anteriores connotaciones
humanistas y morales pasan a segundo plano, hasta desaparecer por completo.
Es posible que, precisamente, esa cancelación total de los matices humanistas
152 N orbert E lias | Los Alemanes

o morales, aunada al énfasis en el pasado, haya coadyuvado a su transmisión


extendida de generación en generación en un grupo, independientemente de los
valores positivos o negativos que tengan para otros grupos o para los hombres
en general; y también a la adopción del concepto “cultura” en ciencias sociales
como la antropología cultural y la sociología, con la significación aproximada
conquistada como símbolo de la imagen colectiva de los sectores de las clases
medias alemanas de fuerte orientación nacionalista y conservadora. Cuando se
buscó un concepto representativo de las diversas peculiaridades distintivas de
determinada sociedad, esencialmente inmutable y transmitido desde el pasado
en el concepto cultura, tal y como se ha conformado en su desarrollo alemán,
se encontró algo que cumplía muy bien esa función. En un contexto científico,
la ausencia en él de todo valor moral o humanista absoluto, lo mismo que la
ausencia referencial a cada proceso, a cada asociación con cursos de gestación,
podía aparecer sin duda durante un tiempo, como una ventaja.

7) Pero esa reducción significaba algo distinto relacionado con la imagen de la


propia nación, pues indicaba la subordinación de los valores morales o humanos
a los nacionales. Hasta ahora no se ha llevado a cabo un estudio sistemático del
proceso de cambio social, donde la imagen ideal de la propia nación alcance, si
no el rango más elevado, sí uno destacado en el ideal colectivo y en el sistema
de valores de las élites de la clase media y también, aunque en forma gradual y
quizás no tan rápida, en los de la clase trabajadora. Este no es el sitio apropiado
para hacerlo, pero podría ser útil realizarlo para trabajos futuros, lo mismo que
brevemente, para aclarar los temas inmediatos del presente escrito.
La desconfianza mutua entre grupos de individuos, el uso no controlado de la
fuerza en sus relaciones ha sido, desde siempre, para obtener tal o cual ventaja
sin el temor de represalias, un fenómeno generalizado, casi podría decirse normal.
Algunas veces, el miedo al castigo por parte de instancias sobrenaturales aflojó
este círculo vicioso. Sin embargo, sólo en muy contadas ocasiones, si no es que
nunca, la salida de ese círculo se ha dado considerando que los individuos deben
arreglar sus propios asuntos domésticos o que si desean vivir libres de temor
entre ellos, ya sea en grupos o individualmente, deben establecer determinadas
reglas de comportamiento comunes, con sus correspondientes restricciones.
Algunos observadores suponen que, la creencia en los castigos sobrenaturales,
actuaba como un inhibidor que preservaría a los individuos de vivir en el temor
constante frente a los demás y que les impediría optar por la fuerza física en
sus relaciones recíprocas, cuando creyeran poder actuar con impunidad. Existen
muchas formas distintas de creer en instancias sobrenaturales, pero los diversos
grupos religiosos desarrollados en consecuencia, no han sido menos asediados
por el temor y la sospecha que otros grupos humanos. Se han combatido y se
combaten unos a otros, en muchas ocasiones con una violencia y un encono
que no se diferencia en nada de los empleados por los demás grupos. No es una
mera coincidencia que, cuando en Europa, la organización de la fe u ltra terren a
U na d ig r esió n s o br e e l nacionalism o 153

más poderosa, la Iglesia medieval con su cabeza en Roma, pierde una parte
considerable de su campo de influencia —y con ello el monopolio del control del
pensamiento de las sociedades occidentales— es cuando se seculariza la forma
en que los grupos dominantes de diversos territorios se trataban entre sí. La
praxis del poder que determinaba esa forma de trato había sido siempre que
cada grupo buscara, sin miramientos, la consecución de sus propios intereses
—tal como los percibía— sin que ningún obstáculo lo impidiese, tomando en
cuenta únicamente los instrumentos relativos de poder necesarios para ese
fin. Pero fue entonces cuando los modos tradicionales de comportamiento se
convirtieron en objeto de reflexión explícita. Fue a partir de la praxis tradicional
de los grupos dominantes en sus relaciones interestatales y de la prosecución
no controlada de sus propios intereses bajo la presión de la desconfianza y el
temor recíprocos —en los que el engaño y el asesinato eran medios normales
puestos al servicio del fin propuesto—, que Maquiavelo construyó una especie
de sistema de principios generales de acción. Su propósito no era descubrir cómo
el hombre podía tener un mayor control de los ingobernables mecanismos de
la rivalidad entre los Estados: a las tácticas políticas del poder las consideraba
inalterables. Su estudio de los mecanismos no planeados del poder tenían por
objeto, primordialmente, aprender cómo jugar con mayor conciencia y habilidad.
Independientemente de que se la elevara o no al plano de la reflexión explícita,
la práctica de una prosecución irrestricta de los intereses egoístas en la com­
petencia continuó siendo característica del comportamiento de los príncipes y
los grupos aristocráticos dominantes en las relaciones interestatales. Esto sería
válido, en diversa medida, desde el siglo XVI hasta principios del actual. Aún en
el interior del país, las reglas y restricciones que determinaban el trato entre
los representantes de las élites gobernantes carecían del carácter de normas
humanistas o morales. El código aristocrático era el del honor, la cortesía y
las maneras refinadas, la conveniencia y la diplomacia, pero aún aplicado a
miembros de un mismo estrato social, no excluía del todo el uso de la fuerza,
mientras se observaran las formas apropiadas, como en el duelo, por ejemplo.
Hasta cierto punto, el canon del honor y la civilidad, que regulaba las
relaciones entre nobles y caballeros dentro de los E stados d inásticos se
extendería hasta abarcar también las relaciones entre los miembros de las
clases superiores de diversos Estados, llegando a mitigar un poco el manejo
tradicional de las relaciones en aquellos Estados donde el soberano, con sus
ayudantes nobles, sujeto a una configuración tan incontrolable como necesaria
del equilibrio del poder, recurría, “maquiavélicam ente”, sin escrúpulos ni
impedimentos morales, al engaño, la fuerza y otros medios que prometieran
cualquier otra ventaja, mientras no temiera derrotas o humillaciones por parte
de príncipes más poderosos. En los Estados dinásticos con élites gobernantes
dominadas por la nobleza, había —si es que en realidad las había—pocas
contradicciones entre las reglas observadas en el m isino Estado y en las
relaciones entre Estados.
154 N o k b e r t E lia s | Los A le m a n e s

8) La situación cambiaba de manera considerable cuando las clases sociales


que normalmente trabajaban para su manutención o que vivían de una riqueza
creada a fuerza de trabajo pasaban de una posición subordinada a una dominan­
te. La primera que logró tal elevación de estatus y de poder —la pluralmente
diferenciada “clase media”—>había desarrollado en sus propios círculos un
código de comportamiento muy distinto del referido aristocrático de honor y
civilidad. El tipo específico de regulación autoimpuesta del comportamiento y las
relaciones humanas que llamamos “moral”, estaba arraigado principalmente en
tales grupos de los estamentos medios, cuyos miembros estaban acostumbrados
a trabajar para su propia subsistencia.
El canon de las clases medias era el de la virtud, no el del honor. Una de
sus características era una menor dependencia del temor a otros individuos
y una mayor dependencia de la propia conciencia, es decir, un mayor grado
de “interiorización”, como decimos hoy. De ahí que sus normas fueran tanto
más coercitivas, pues revestían un carácter absoluto. Eran hum anistas en el
sentido de su validez para todos los individuos, más allá de la clase social a la
que pertenecieran o de su nacionalidad, pues, en los grupos de la clase media
de las sociedades europeas se conformó, por primera vez, un código moral
y humanista del comportamiento conectado a ciertos tem as extraídos de la
tradición judeocristiana. Concretamente, esto ocurre en el nivel de desarrollo
en que, los sectores superiores de las clases que viven del producto de su
trabajo, ocupan todavía un lugar claramente subordinado en comparación
con la nobleza reinante, a pesar de encontrarse inm ersas en un proceso de
ascensión. Tal normativa que, como moral, pretendía ser válida para todos los
individuos, era utilizada con frecuencia como arma por las clases medias en sus
constantes conflictos con las clases aristocráticas, como una suerte de código
contrario de valores y virtudes internos opuesto al canon exclusivo del honor y
las maneras refinadas, cuyos portadores no consideraban, por supuesto, válido
para las clases inferiores.
El complejo normativo desarrollado por los sectores del “tercer estamento”,
esto es, el canon moral absoluto e igualitario, supuestamente válido para todos
los hombres, sería sistematizado finalmente como una reflexión de quienes se
ganaban el sustento mediante el trabajo, por sus propios intelectuales, como
Kant, que lo elevarían al nivel de teoría filosófica. Es sintomático de la fuerte
interiorización del canon normativo igualitario, hum anista y burgués que
llamamos “moral”, en contraposición al estético y exclusivo canon del honor de
las clases superiores que, en la discusión filosófica, sus exigencias se presentan
simplemente como una serie de leyes generales, casi del mismo tipo que las
naturales. En otras palabras, los pensadores de clase media concebían estas
reglas de comportamiento no como creadas por los hombres, sino como recibidas
de algún a priori metafísico, percibido como el eterno absoluto, ya fuera la
naturaleza, el cielo, la razón, el instinto o bien una voz interior.
Una digresión sobre el nacionalismo 155

9) Es posible que esta digresión pueda verse como algo rebuscado en el


presente contexto. Pero sin una ojeada al pasado, a la sociogénesis de este tipo
específico de normas humanas, no es posible observar en su perspectiva correcta
el cambio experimentado en las creencias e ideales de las élites de clase media
europeas entre los siglos XVIII y XX. Sin ella, es difícil comprender las expe­
riencias que afrontaron los grupos que ascendieron, o bien sus representantes,
de “clases medias” de los estados dinásticos educadas en la tradición de su clase,
a clases gobernantes de los Estados nacionales, como sucedió en el curso de la
industrialización, la urbanización y otros desarrollos del proceso global de la
modernización de esa época.
Quizás no se ha considerado lo suficiente el problema de lo que sucede en un
caso semejante con las tradiciones de una clase o, como se denominan, con la
"cultura”. Mientras no veamos el problema en un sentido más amplio, es decir,
mientras las transformaciones de las élites de las clases inferiores al ascender
—de manera paulatina o abrupta— a la posición de clase gobernante no se vean
como un rasgo fundamental de todas las sociedades europeas, no se puede tener
la claridad suficiente para apreciar los rasgos característicos de ese desarrollo
en una sociedad particular.
Como individuos, los hombres de la clase media habían accedido con frecuen­
cia a altos cargos antes de los siglos XIX y XX. Pero en ese entonces eran más o
menos absorbidos por las tradiciones de las clases dominantes de sus sociedades,
en correspondencia con la estructura dinámica de las sociedades estatales. La
mayor parte de las veces, su ascenso se producía al hallarse al servicio de un
príncipe. Llamados y promovidos por el se convertían en cortesanos, se vestían
como tales y adoptaban sus maneras y actitudes. Con su ascenso individual,
prácticamente abandonaban las tradiciones de su propia clase, se asimilaban en
mayor o menor medida a las tradiciones de las clases dominantes y sus élites y
la línea divisoria que los separaría de la clase burguesa, pronto sería igual a la
que había entre esa clase y los cortesanos de origen aristocrático.
Desde las postrimerías del siglo XVIII y durante el XIX, los problemas que
tendrían que enfrentar las élites ascendentes de clase media serían diferentes.
En esos siglos, el avance de los miembros de la clase media a posiciones elevadas
ya no era un acontecimiento que concerniera a individuos o familias que, en
una o dos generaciones, abandonaban a su clase y eran asimiladas por otra.
Las otrora clases medias experimentarían ahora una elevación de estatus y
de poder. Cuando en esa fase del desarrollo social, las personas alcanzaban
puestos dominantes en el Estado, ello ya no significaba su ingreso a otra clase,
ni que tarde o temprano se desharían de la tradición, los hábitos y el canon
de comportamiento de su propia clase y se identificarían con los de una clase
elevada. Significaba ahora que detentaban cargos de dirección en el Estado sin
tener que renunciar a su estatus, sus hábitos y su canon de comportamiento, en
pocas palabras, a la “cultura” de su estrato medio originario.
156 N orbert E lias | L o s A lem a n es

En consecuencia, cuando en esa fase tardía, la élite de las antiguas “clases


medias” se convierte al ascender en élite dominante, coinciden dos tradiciones
—o “culturas”—, que anteriormente se habían formado en círculos relativamente
separados, en capas sociales cuya relación no había sido muy estrecha (si bien el
grado de separación varía fuertemente de una sociedad a otra); se da entonces
una fusión de ambas "culturas” o, mejor dicho y puesto que difícilmente eran
compatibles en una serie de aspectos, chocan con frecuencia entre sí en la
misma persona. Las que procedían de la clase media y que habían crecido en
las tradiciones específicas de un código moral igualitario y humanista, debieron
adaptarse a deberes y responsabilidades y se vieron sujetas a experiencias y
a un tipo de vida que anteriormente no habían estado al alcance, o al menos
no directamente, para los de su círculo y tradiciones, excepto en el caso de un
ascenso individual, en que aquel que progresaba y su familia tarde o temprano
se incorporaban a una “cultura” ajena.
Cuando las antiguas clases medias como tales ascendieron a la posición de
clases gobernantes, sus representantes, con acceso ahora a los puestos de mando
del Estado, sobre todo en el ámbito de las relaciones interestatales, se vieron
confrontados con experiencias anteriormente reservadas en su abrumadora
mayoría a individuos de tradición cortesana y noble y se enfrentaron a ellas
sin renunciar a sus tradiciones ni a su código de conducta de clase media.
Pero no era fácil aplicar ese código, desarrollado en el mundo preindustrial
más estrecho de los artesanos y comerciantes y de sus élites, a algunas de sus
nuevas experiencias como élites gobernantes de un Estado. Fue sobre todo en
las relaciones internacionales donde encontraron formas de conducta en que su
código moral no encajaba con facilidad. Por consiguiente, es fundamentalmente
en ese ámbito, pero no sólo en él, que tendrían que recurrir, como tales grupos
gobernantes, a modelos tomados de la “cultura” de los anteriores grupos domi­
nantes, a un código de conducta que, a falta de mejor denominación, se puede
llamar maquiavélico. En efecto, dado que el principio rector de la política de
las anteriores dinastías y de los grupos más prominentes de la aristocracia de
diversos Estados en sus relaciones mutuas, era la creencia o el temor de que
únicamente el poder o la capacidad superiores de sus enemigos potenciales limi­
tarían la prosecución de sus propios intereses, lo cual había dejado al respecto
una herencia de desconfianza y miedo recíprocos.
La tradición aristocrática de las relaciones entre los Estados —tradición
que había tenido su origen en las clases guerreras europeas y que había sido
asumida por la nobleza con todas las ideas y valores militares correspondien­
tes— seguramente no coincidía con la de las doctrinas de la fe y los valores de
las clases medias preindustriales y de los inicios de la industrialización. Antes
de que estas ocuparan por completo el lugar de los grupos gobernantes, muchos
de sus voceros intelectuales, como Herbert Spencer, expresarían su profunda
convicción de que el ascenso de las “clases” industriales terminaría, casi de
manera automática, con el dominio de la tradición militar en las relaciones
entre los Estados. Pero lo que realmente había ocurrido era que, los grupos que
Una digresión sobre el nacionalismo 157

estaban a la cabeza de las clases industriales, habían hecho en cierta medida


suyas las tradiciones dinásticas y aristocráticas en ese campo. Intentarían pues,
incluir la fe de su código normativo igualitario y hum anista tradicional, que
prohibía el uso de la fuerza dictando una identificación fundamental con todos
los hombres, uniéndola a la convicción de que, en las relaciones entre Estados,
debía tener prioridad un irrestricto interés propio. De tal modo, entrarían —y lo
continúan haciendo— al círculo vicioso de la suspicacia y el temor recíprocos que
había regido anteriormente las relaciones entre los Estados y que gobernaría
las relaciones humanas en su totalidad, en tanto que quienes integraban una
formación social específica no se pusieran de acuerdo respecto a un código
normativo común y lo mantuvieran efectivamente vigente.

10) Es verdad que, cuando las clases medias lograron ocupar el lugar de las
clases gobernantes y sus élites llegaron a controlar los puestos de mando de la
sociedad, no adoptaron sin más el legado dinástico-aristocrático. No hicieron
simplemente suya la tradición de buscar sin reservas, apoyados en su poderío
militar, sus propios intereses, ni la del temor mutuo en las relaciones entre los
Estados, sino que las transformaron en alguna medida. H asta el siglo XVIII,
el código aristocrático de la valentía y el honor había sido compartido por las
clases gobernantes en la mayoría de los países europeos. Como en el caso del
duelo, los nobles que se enfrentaban en la guerra hacían cuanto estaba a su
alcance para vencer y aún matar al oponente. Pero incluso el uso de la fuerza
física, la mutilación y la muerte se sujetaban, con ciertos límites, a ese código
de honor que los contrincantes compartían: las guerras, al igual que los duelos,
eran materia reservada a caballeros de la nobleza y no anulaban el altamente
desarrollado esprit de corps, el sentimiento colectivo de los oficiales que, en su
calidad de nobles, eran miembros del mismo estamento. En última instancia, ese
sentimiento colectivo de las clases superiores de la Europa prerrevolucionaria
traspasaba las fronteras estatales y era más fuerte que el sentimiento de unión
que pudiera existir entre los individuos de las clases superiores aristocráticas y
las inferiores de su propio país. El vínculo de ellas con su Estado no tenía aun
el carácter de vínculo con una nación. Con pocas excepciones, los sentimientos
nacionales eran extraños a los nobles europeos antes de la revolución francesa
y continuaron siéndolo todavía, mucho tiempo después, en muchos países.
Naturalmente, estaban conscientes de ser nobles franceses, ingleses, alemanes
o rusos; pero en las sociedades europeas de entonces, el sentimiento colectivo de
los grupos locales referido a su terruño, su religión o su país no era equivalente
a un sentimiento de solidaridad nacional. En ellas, la estratificación anterior
al ascenso de las clases medias industriales o comerciales y sus élites adquiría
la forma de una jerarquía por estamentos de poder, no de clases. No se pueden
entender cabalmente como hechos sociológicos las particularidades de los valores
y sistemas de creencias nacionales, si no se tiene una idea clara de su relación
con una determinada etapa del desarrollo social y, por lo tanto, también con una
estructura social de un tipo determinado. Sólo en las sociedades de clases, no
158 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

en las estamentarias, los sentimientos de identidad de las élites gobernantes


—y, con el curso del tiempo, también de las capas más amplias— adquieren el
sello característico de sentimientos nacionales.
Puede verse con toda claridad la manera en que cambian los sentimientos
de identidad cuando las élites gobernantes que provenían de la clase media
reemplazan, ya sea de manera paulatina o abrupta, a las élites de la clase
superior tradicional aristocrática en los Estados europeos.6 La identificación
con los connacionales como tales se hizo más fuerte, mientras que se debilitó
la de la misma clase y rango con individuos de otros países. Este cambio en el
modelo del “nosotros” y “ellos”, de la identificación y la exclusión, constituye
una de las condiciones decisivas para el desarrollo de sentimientos, valores
y doctrinas de la fe nacionales. Como muestran el célebre tratado de Sieyés y
otras publicaciones revolucionarias, los sentimientos, valores y axiomas de fe
que giran en tomo de la imagen de nación, están desde un principio vinculados
con la imagen que de sí mismas se hacían las clases medias y, un poco más tarde,
también con la imagen de unas clases trabajadoras que se disponían a disputar
o asumir realmente los puestos de mando del Estado.

6. D urante la revolución francesa se pueden observar expresiones m asivas de este cambio


en los sentim ien tos de identidad. U n a de las evidencias literarias m ás conocidas de la
transición a u n sistem a de creencias y valores que pone en lo m ás alto la im agen de una
nación, se encuentra en la obra de E. J. Sieyés Qui est-ce que le tiers ótat (1789. Aquí se cita
la edición Em m anuel-Joseph Sieyés, Politischc Schriften 1788-1790, traducido y editado
por Eberhard Schm idt y R olf Reichardt, D arm stadt/N euw ied, 1975, pp. 117-195). El
siguiente pasaje es ilustrativo del nuevo énfasis que se hace en la idea de nación: “Estando
la nación al principio, constituye el origen de todo. Su voluntad siem pre es legal, pues es
la ley m isma. A ntes de ella y por debajo de ella sólo está el derecho natu ral” (p. 167).
Sieyés presenta a las clases m edias ascendentes en el sentido propio del término, es decir,
como las clases que se encuentran en medio de los estam entos privilegiados “en Francia, la
nobleza y el clero y los pobres, que no ganan lo suficiente para contribuir al fínanciamiento
del Estado. Teóricamente, aún se m antiene a favor del ideal de la igualdad de todos los
seres hum anos, el arm a utilizada por las esforzadas clases m edias en ascenso en su
lucha contra los estam entos privilegiados, ¿'ero, en la práctica, en su s propuestas para la
nueva Constitución quiere restringir el derecho de elección para la Asamblea Nacional
a aquellos burgueses que puedan aportar 3 livres al año en im puestos. Sin embargo, e!
frente principal en el que Sieyés lucha como represéntante de las clases medias es, en
la situación revolucionaria, el frente contra las clases privilegiadas dominantes, contra
los reyes, los nobles y el clero. Por lo tanto, ¿qué es el tercer Estado? Todos, pero todos los
encadenados y oprimidos” (p. 123).
F rases como la citada m uestran claram ente que los inicios de la identificación con la
“nación “ adelantan determinados cambios en la atmósfera emocional. Aquí encontramos,
en una época en que en algunos ámbitos la manera de pensar era más realista o racional
y menos emocional, el surgimiento de una nueva m ística, no en relación con la naturaleza
sino con la sociedad y el ascenso de un nuevo sistem a de creencias que tenía su eje en la
im agen ideal de la propia nación, en una mezcla de hechos y fantasía. La diferencia en
el entorno aparece con particular claridad al comparar esa y otras manifestaciones del
em ergente sistem a de creencias nacionalista con el enfoque que tienen autores como Ma-
quiavelo en relación con los Estados dinámicos que aun no eran propiamente naciones.
U na d ig r esió n s o br e e l nacionalism o 159

11 ) El hecho de que las élites de la clase media, al ocupar los puestos de


mando estatales, se conciban a sí mismas como grupo dirigente de una nación
y 00 sólo de un país y un Estado, influye en la actitud que observan respecto
a las relaciones internacionales. En cierto sentido, simplemente adoptaron el
código de los príncipes, es decir, el canon maquiavélico de la política del poder: su
continuidad es muy dara. Pero, por otro lado, el código maquiavélico se modifica
de manera significativa al transitar y convertirse en un código de clase media.
En su forma originaria, ese código de comportamiento había sido moldeado, en
primer término, por las relaciones de un príncipe con otros príncipes. Ahora se
convierte en un canon cuya referencia primaria es el manejo de las relaciones de
un Estado nacional con otros Estados nacionales. El desarrollo implica tanto el
cambio como la continuidad. Ambos aspectos se hacen patentes al comparar la
manera en que Maquiavelo presenta, en primer lugar, la política de búsqueda
irrestricta del interés propio, como pauta que los gobernantes debían seguir en
las relaciones entre los Estados, con la descripción que, siglos después, se hace
de la política, esencialmente idéntica, de las élites nacionales en el siglo veinte.
Los consejos de Maquiavelo eran mucho más prácticos, como se deja ver en el
ejemplo que se ofrece en las notas .7
Ahí se expone la forma en que, en su opinión, un príncipe se puede afirmar
en la jungla de las relaciones interestatales. Como experimentado consejero de
príncipes, dispensaba consejos de tipo práctico a los gobernantes, a algunos de
los cuales él mismo conocía personalmente. Al ejercerse la política en nombre
de la nación, ciertos aspectos centrales del poder complejo que conformaban

7. En un capítulo de E l Príncipe, bajo el título “¿En qué medida deben m antener su palabra los
príncipes?”, se lee: “Sabed pues, que existen dos formas de lucha: una, con las arm as de las
leyes, la otra, con la violencia pura. La primera es propia de los hombres, la segunda, de los
animales. Pero dado que la primera muchas veces no basta, debe recurrirse a la segunda.
De ahí ha de comprender un príncipe el uso correcto tanto de la naturaleza de los hom bres
como la de los anim ales. Esto le habrán de enseñar de manera indirecta los historiadores
antiguos que reseñan cómo Aquiles y muchos otros príncipes de la antigüedad habrán sido
dados al centauro Quirón para que los educase. Tener a un maestro m itad anim al, m itad
humano, no significa otra cosa que un príncipe debe participar de ambas naturalezas, y que
ni la una, ni la otra, perduran.
Dado, pues, que el príncipe debe estar en condiciones de utilizar correctam ente la natu ra­
leza del animal, debe elegir entre ellos al zorro o al león, pues el león está indefenso contra
una trampa y el zorro contra los lobos. En consecuencia, ha de ser un zorro para reconocer
las trampas y un león para aterrar a los lobos. A quellos que se a tien en sim p lem en te
a la naturaleza de los leones, no entien den nada. U n gobernante astu to puede y debe,
en consecuencia, faltar a su palabra cuando esta vaya en su perjuicio o los m otivos que
fundaron su promesa ya no estén vigentes. Sí todos los hombres fueran buenos, entonces
esta regla esta ría mal; pero, puesto que son m alos y no pueden m antener su palabra,
entonces no tenéis necesidad de sostener la vuestra. Tampoco le h a n fallado a un pn ncipe
motivos para disfrazar el rom pim iento de su promesa. Se podrían d a r num erosos ejem plos
recientes de esto y mostrar en qué m edida los pactos para la paz y ta n ta s p rom esas han
quedado sin valor y anuladas por la d eslealtad del príncipe; y quien m ejor e n tie n d a valerse
de la naturaleza del zorro, h a rá lo mejor.”
160 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

entre sí los Estados permanecerían sin cambios. También en este caso, l0s
grupos dominantes de las organizaciones estatales, interdependientes aunque
soberanas, siguen una política de interés propio, incontrolado y aparentemente
incontrolable, en los intercambios y relaciones interestatales; esa política no
sólo era impulsada por la desconfianza y el temor mutuos, sino que a la vez los
generaba, si bien, teniendo como dique más importante, el mantenerlos dentro
de determinados límites. Pero la política del poder practicada en nombre de una
nación y no de un príncipe no pudo ya concebirse y desplegarse como política de
o para una persona. Ahora se ejercía en nombre de una colectividad tan grande,
que la mayor parte de sus integrantes no se conocían entre sí ni tampoco tenían
ninguna posibilidad de hacerlo.
El cambio en la comprensión de una política de poder bastante estable,
que pasa de ser asunto de una persona soberana a serlo de una colectividad
también soberana tiene consecuencias notables. En comparación con un colec­
tivo soberano, en ella era más fácil expresarse de manera práctica y realista,
sin emotividad, a propósito de cuestiones políticas cuando se hablaba a un
príncipe o sobre él. Ambos, príncipe y colectivo soberano necesitaban de algún
grado de vinculación emocional de parte de los individuos que los auxiliarían
en la tarea de llevar a la práctica —o practicar ellos mismos como representan­
tes— cualquier política que se ejerciera para estos individuos o en su nombre.
Pero, en el primer caso, la lealtad y el deber eran todavía sentimientos de
persona a persona; en el segundo, los vínculos emocionales tenían un carácter
considerablemente distinto. Eran, en mucho mayor medida, vínculos simbólicos,
conectados con los símbolos de la colectividad. Esos símbolos podían ser muy
diversos, pero entre todos ellos, los símbolos verbales desempeñaban una función
especial. Independientemente de la forma que tuvieran para una colectividad
y sus múltiples aspectos, los símbolos —que habrían de ser el núcleo de los
vínculos emocionales de las personas con la colectividad— parecían dotarla
de una cualidad característica. Podía decirse que le conferían una existencia
numinosa p er se, más allá y por encima de los individuos que la componían,
una suerte de santidad como la que antaño se atribuía sobre todo a los seres
sobrenaturales. Una característica de los procesos democratizadores, que tal vez
no haya despertado todavía la atención que merece, consiste en que, en el curso
de estos procesos e independientemente de estos desemboquen en un Estado
pluripartidista o de partido único, en una forma de gobierno parlamentaria o
dictatorial, las personas atribuyen tales cualidades numinosas y las emociones
correspondientes a la sociedad que ellos mismos constituyen.
De acuerdo con la teoría de Durkheim, en las sociedades más s e n c i l l a s
cristalizan y se organizan los vínculos emocionales de los individuos con el
c o l e c t i v o que c o m p o n e n en tomo de formas o imágenes de dioses y de a n t e p a ­
sados, de seres de naturaleza más o menos sobrehumana. Cualesquiera que
sean las funciones adicionales que puedan tener, poseen ciertamente la de los
s í m b o l o s que condensan los sentimientos colectivos de un grupo. C o m p a r a d a s
con sociedades más sencillas, las sociedades de los Estados nacionales de los
U n a d ig r esió n so bre e l nacion alism o 161

siglos XIX y XX son más grandes y, sobre todo, mucho más pobladas. También
los lazos reales entre los millones de individuos que pertenecen a una y la
misma sociedad, con todos sus nexos a través de la división del trabajo y de su
integración en el mismo marco de los aparatos de gobierno y administración y
de muchos otros, son mucho más complejos, mucho más incomprensibles desde
el punto de vista de aquellos mismos que integran esas enormes organizaciones
sociales, que las relaciones que pueden encontrarse en las sociedades más
simples. Mientras el nivel de educación no haya avanzado considerablemente,
los lazos de interdependencia real de los individuos que conviven en Estados
nacionales industriales altamente diferenciados no pueden ser entendidos, en
el mejor de los casos, sino a medias, dado que permanecen con frecuencia en
la oscuridad para la mayor parte de sus integrantes. Los vínculos emocionales
de los individuos respecto a su colectividad cristalizan y se organizan en tom o
a símbolos comunes que no reclaman ningún tipo de elucidación empírica,
que pueden y deben verse como valores absolutos de validez incuestionable
y que forman parte del núcleo mismo de un sistem a de creencias comunes.
Cuestionarlos, dudar de la fe comunitaria en la propia y soberana colectividad
como un valor elevado, si no es que supremo, equivale a desviación y traición;
puede conducir incluso a una exclusión vergonzosa o algo peor.
Sin embargo, en oposición a sociedades menos diferenciadas, los símbolos de
la colectividad—que en las sociedades más diferenciadas de los siglos XIX y XX
atraen y condensan las formas de percepción y pensamiento de sus miembros
individuales— poseen un carácter mucho más impersonal. Los símbolos del
lenguaje que desempeñan esa función constituyen un ejemplo de ello. Con
algunas limitaciones, tales símbolos pueden variar de un Estado nacional a
otro, pero todos ellos poseen la fuerza irradiante de las emociones y otorgan
a la colectividad que representan las cualidades numinosas a que nos hemos
referido. La mayor parte de las veces, los nombres de los Estados nacionales
mismos, junto con sus derivados, son utilizados de esa manera por sus ciuda­
danos cuando la ocasión se presenta, con un tono de santidad y reverencia. Así,
los franceses, los alemanes o los norteamericanos se valen de las expresiones “la
France”, “Deutschland”, y “America”, respectivamente, como símbolos verbales
de entidades colectivas con atributos numinosos. Y el mismo uso del nombre de
la propia nación se encuentra en casi todos los Estados nacionales con un grado
relativamente alto de desarrollo, mientras, al mismo tiempo, es probable que el
equivalente en otro idioma se aplique con otras connotaciones, con frecuencia
negativas, correspondiendo a lo paradójico de las relaciones entre los Estados.
Pero no sólo el nombre de un país, sino todo un espectro de símbolos verbales
puede asumir tales funciones en diversas sociedades. Entre ellos se cuentan
expresiones como “patria”, “tierra”, “terruño” o “pueblo”. A lo que parece, expre­
siones como “nación”y “nacional” son los símbolos más generales y difundidos de
ese género: basta comparar la palabra “nación” con otras como “país” o “Estado”
para reconocer la diferencia. Los hechos sociales mismos a los que se refieren
esas palabras son eminentemente idénticos, y por lo que hace al aspecto real.
162 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

expresiones como “nación”, “población nacional” o “ciudadano”, se empleaiJ


casi como sinónimas con cierto margen para desarrollos locales. Pero en la
comunicación entre coterráneos, la expresión “nación” es portadora de maneras
de sentir y pensar de tal profundidad y riqueza que la hacen distinguirse de
las otras. El colectivo al que se refiere es revestido por esa palabra de un aura
específica muy emocional y aparece así, como algo muy valioso, sacrosanto, digno
de admiración y respeto. Esas formas de pensamiento y percepción abarcan
normalmente todo aquello que se puede considerar como perteneciente a la
nación o favorable al interés nacional e incluyen también el uso de la fuerza y
el engaño o, dado el caso, la tortura y la muerte de otras personas.

12) Se podrá entender mejor el lazo de cambio y continuidad en el desarrollo


que conduce de un código originalmente maquiavélico a su sublimación, como
parte de un sistema nacional de creencias, si se dilucida primero el despla­
zamiento del punto focal de los vínculos emocionales de un príncipe vivo a
los símbolos impersonales de un colectivo sobrevalorado. En un mundo de
Estados dinásticos, sobre todo cuando eran regidos por monarcas más o menos
autocráticos, los soberanos que provenían, ya sea por nacimiento o gracias a
sus logros militares y políticos, de una tradición guerrera ejercían de manera
personal una política sin trabas de procuración del interés propio en el campo
de las relaciones entre Estados. El código al que en tal contexto se adherían era,
poco más o menos, una extensión del que determinaba sus relaciones personales.
No había ninguna barrera demarcatoria ni ninguna línea de separación neta
entre ambos, así como tampoco ninguna contradicción fundamental entre la
moral personal o privada y la estatal o pública. Lo que en alguna ocasión había
sido el principio de una estrategia práctica y, se podría decir que en alguna
medida realista, de los príncipes en su trato recíproco, cambió su coloración
emocional al convertirse en estrategia de las naciones o, mejor dicho, de sus
élites gobernantes. Los aspectos realistas del código guerrero tradicional, que
cultivaba la desconfianza y el temor entre los distintos grupos gobernantes, a la
vez que se nutría de ellos, se confunden con la mística de un credo nacionalista,
en el que miles podían confiar a ciegas como en algo absoluto.
Resulta claro por qué esa forma de concebir a la “nación” como un sacrosanto
ideal colectivo, hace su aparición en la era de las sociedades masivas altamente
industrializadas, con un servicio militar universal y una creciente implicación
del conjunto de la población en los conflictos con otras sociedades de masas.
En esas circunstancias, el solo entrenamiento y obediencia a un príncipe o
comandante militar, no eran ya suficientes para garantizar el éxito de un país
en guerra con otros. Aquí surgía la necesidad de que todos los ciudadanos,
además de plegarse a las restricciones heterónomas, se sintieran obligados por
su propia conciencia y sus propios ideales, es decir, mediante una coerción que
los individuos ejercían sobre sí mismos, a poner enjuego su vida, dado el caso.
Los miembros de todas esas sociedades de masas con un nivel de diferenciación
U n a d ig r e s ió n s o b r e e l n a c io n a l is m o 163

re la tiv a m e n te m uy elevado, debían encontrar u n a fuente de inspiración y


satisfacción plena en una fe incontrovertible en el valor de la sociedad que
ellos mismos integraban, es decir, en la “nación”, pues no siempre se habían
podido demostrar de manera empírica las perfecciones y méritos de la sociedad
existente para aquellos cuyas vidas o dedicación se demandaba.
Si bien el resorte primario para la formación del nacionalismo como sistema
de c r e e n c ia s proviene de la esfera de las relaciones interestatales, ya sea a partir
del temor común respecto a la integridad y la sobrevivencia de la propia socie­
dad, ya del deseo compartido por acrecentar el poder, el estatus y el prestigio de
esta en relación con otras sociedades soberanas, un credo nacionalista también
podía servir a fines internos, como instrumento de gobierno, o del dominio
al que aspiraban unos pocos grupos sobre otros. Una de las características
fundamentales de las sociedades de Estado industriales, en la fase que va del
siglo XIX al XX es la simultaneidad de una interdependencia creciente de todas
las clases sociales, por una parte y, por otra, una tensión permanente entre los
grupos que encabezaban a la clase trabajadora y a la dase media. En tomo a este
eje de tensión principal —normalmente representada por medio de la oposición
entre asociaciones patronales y sindicatos— habrían de agruparse numerosas
discordancias secundarias entre distintos grupos profesionales. En tal situación,
alguno de los grupos dirigentes podía invocar y utilizar, valiéndose de ellos como
palanca para la promoción de sus intereses particulares, sentimientos y lealtades
nacionales que, por una variedad de motivos —ante todo relacionados con las
guerras y una elevación del nivel educativo gracias a las escuelas públicas o
el ejército—, habían echado hondas raíces que iban más allá de las fronteras
de clase. Como es sabido, en muchos países, entre ellos Alemania, los grupos
descontentos de la clase media utilizaron principalmente ese recurso.
En países muy avanzados, con un nivel de vida relativamente elevado, los
sistemas de valores y creencias nacionalistas se orientarían por lo regular y como
hemos dicho, hacia el pasado. En tales sociedades esos sistemas se utilizarían,
como es bien sabido, para preservar el orden establecido en esos momentos
en que el movimiento social que surgía en nombre de la herencia nacional y
sus virtudes apuntaba, en los hechos, a un trastorno de ese orden. Cuando
este era el caso, ocurría por lo general bajo el signo de un restablecimiento del
pasado y de la herencia inalterable de la nación. En pocas palabras, el carácter
de las ideas nacionalistas resulta de difícil comprensión cuando se intenta
derivarlo únicamente a partir del estudio de esas ideas tal y como se presentan
en las obras de filósofos o prominentes escritores, es decir, cuando son objeto de
investigación a la manera tradicional, como una “historia de las ideas”.
Las ideas e ideales nacionalistas no forman, por así decirlo, una secuencia
autónoma como la que con frecuencia se atribuye a las ideas filosóficas. Su suce­
sión en el tiempo no descansa únicamente en el hecho de que los autores de una
generación lean a los de las anteriores y continúen trabajando los conceptos y
pensamientos que les fueron transmitidos, adhiriéndose a ellos o criticándolos.
164 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

sin ninguna relación con el desarrollo y las particularidades estructurales de


las sociedades en que esos libros son escritos y leídos. Y mucho menos son las
ideas nacionalistas de escritores prominentes la “causa” del “nacionalismo”.
De manera manifiesta o latente, el nacionalismo es, si no el más, por lo menos
sí uno de los sistemas de creencias sociales más poderosos de los dos últimos
siglos. Las ideas que están en la literatura son, para emplear una metáfora
útil aunque algo gastada, sólo la punta del iceberg. En ellas se encuentran las
expresiones más articuladas de un proceso en cuyo transcurso, las formas de
pensamiento, percepción y carácter nacionales tarde o temprano se extienden
por todo el ensamblaje de una sociedad. Si no nos preguntamos qué cambios
estructurales de las sociedades de Estado son los responsables de que el vínculo
con el príncipe — Vive le roí!— expresión de una forma de pensamiento y
percepción anterior, se haya visto sustituida por otra con un sentido de lealtad
a la nación — Vive la France.’—, tampoco estaremos en condiciones de evaluar
si las obras de una intelectualidad nacionalista influyen en la nacionalización
del carácter y de los sentimientos de la masa de individuos que integran esas
sociedades y en qué medida ocurre esto.
Una investigación sociológica de la formación y el refinamiento de los ideales
nacionalistas que observe y analice los sistemas de creencias, los conceptos o
ideas, tal y como aparecen en los libros en el contexto del desarrollo social, y
que señale su función para los subgrupos de las sociedades correspondientes, se
encuentra aún en pañales. A este respecto, bastará, por el momento, una breve
referencia al hecho de que tales creencias e ideales son comunes a todas las
sociedades en una fase específica de su desarrollo y a las razones por las que
esto es así, añadiendo la advertencia de que su destino depende tanto de las
relaciones entre Estados como de las relaciones internas de estos.
Valdría la pena ampliar con mayor exactitud, tanto a este como a otros respec­
tos, el modelo teórico del constante entrelazamiento de los desarrollos tanto en el
plano tanto interestatal como interno del Estado. Con ayuda de un marco teórico
ampliado de esta manera, se podría demostrar mejor que aun la explotación, por
parte de los representantes de los intereses seccionales de las tendencias nacio­
nalistas latentes en los Estados nacionales industriales altamente diferenciados e
integrados, rara vez se da con una clara conciencia del hecho mismo; es decir, rara
vez tiene lugar como una simple mistificación ideológica calculada y bien pensada.
Las teorías tradicionales que a veces describen a las ideologías en este sentido,
tienden a simplificar demasiado. Es típico, tanto de las doctrinas nacionalistas
como de otras que, ;i iravés de un proceso automático de reforzamiento recíproco,
adquieran cada vez mayor poder sobre sus adeptos bajo determinadas condiciones.
Como el credo per se asigna el valor más elevado al ideal del propio grupo, así como
a la lealtad hacia él, nadie puede negar públicamente su adhesión a aquéllos que
con mayor énfasis subrayan su creencia en la absoluta excelencia del grupo. Así,
la tendencia de personas o grupos a superar a otros en la afirmación del propio
credo llega a ser muy fuerte en determinadas situaciones sociales. No es difícil
U na d ig r esió n so bre e l na cion alism o 165

ver como esos sistemas autoglorificadores de creencias adquieren, mediante tales


mecanismos y en especial cuando el colectivo que los mantiene es muy grande,
una fuerza que nadie, ninguna persona o grupo, es capaz de dirigir.

13) Tras todo lo que acaba de mencionarse, el nacionalismo se revela, incluso


en un análisis sociológico preliminar, como una particularidad estructural de
las grandes sociedades de Estado en su etapa de desarrollo de los dos últimos
siglos. Está emparentado, aunque distinguiéndose claramente de ellas, con las
c r e e n c i a s que expresan los sentimientos de solidaridad individual y de unión
relacionados con colectivos como los de aldea, ciudad, principado o reino de
etapas anteriores del desarrollo social. Se trata de una creencia de naturaleza
e s e n c i a l m e n t e secular, que no requiere, por tanto, de ninguna justificación a
t r a v é s de instancias sobrenaturales; es similar a las formas de fe y ética que
Max Weber describe como formas del “mundo interior” y supone un nivel elevado
de democratización en el sentido sociológico, no político, del término. Cuando
las barreras sociales entre los grupos de distinto poder y rango son demasiado
elevadas —como por ejemplo, en las sociedades estam entarias con nobleza
hereditaria o en los estados dinásticos con diferencias de nivel muy acentuadas
entre el príncipe y sus subordinados—, los sentimientos individuales de unión,
solidaridad y obligación respecto a la sociedad estatal poseen un carácter distinto
al que presentan cuando se expresan en la forma de un ethos nacionalista.
El ethos nacionalista descansa en un sentimiento de solidaridad y obligación
dirigido no sólo a determinadas personas o a una sola en un puesto gobernante,
sino a un colectivo soberano que los individuos mismos integran junto con miles
o millones de personas. El colectivo aparece entonces organizado como un Estado
—o como algo que, según la convicción de sus miembros, lo estará así en el futuro;
a él están unidos todos sus miembros por símbolos especiales, entre los cuales
también se encuentran las personas. Con esos símbolos y con el colectivo que
integran los unen fuertes emociones positivas del género que, por lo común, se
llama “amor”. El colectivo es percibido como algo separado de los individuos que
lo componen, como algo más elevado —más sagrado— que ellos; con ello se da una
sobreestimación correspondiente de los símbolos. Las colectividades que producen
un ethos nacionalista están integradas de tal manera que los individuos que las
integran pueden ver en ellas y, más precisamente, en los símbolos que encaman
sus maneras de sentir y pensar representaciones de sí mismos. El amor a la propia
nación nunca es solamente un amor a los hombres o a grupos humanos a los que
se denomina “ellos”; es también siempre el amor a un colectivo al que uno se dirige
como “nosotros”. Como sea, también es una forma de amor a sí mismo.
En consecuencia, la imagen que los miembros individuales tienen de su
nación es, al mismo tiempo, parte integrante de la imagen que tienen de sí
mismos. Las excelencias, el valor y el sentido de nación son iguales a los de
ellos mismos. En la medida en que se ocupan de tales relaciones, las teorías
sociológicas y psicosociales actuales procuran la reflexión al respecto del con­
166 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

cepto de identificación. Sin embargo, la verdad es que este concepto no hace


del todo justicia a los hechos observables. El concepto de identificación provoca
la impresión de que el individuo está situado en un hogar y la nación en otro;
sugiere que “individuo” y “nación” son dos entidades distintas y separadas en
el espacio. Pero, como las naciones se componen de individuos y los individuos
viven en las desarrolladas sociedades estatales del siglo XX formando parte,
inequívocamente en la mayoría de los casos, de naciones, esa conceptualización
que invoca la imagen de dos entidades distintas y espacialmente separadas a
la manera de madre e hijo no coincide con los hechos.
Las relaciones de ese género sólo pueden comprenderse adecuadamente
con ayuda de los pronombres personales. Un individuo no posee solamente
una imagen y un ideal de su propia persona, sino también una imagen y un
ideal colectivo, el del “nosotros”. Como puede observarse empíricamente en las
sociedades industriales de Estado de los siglos XIX y XX, a la nacionalización del
ethos y de la sensibilidad individuales se encuentra indisolublemente ligado el
hecho de que, la imagen correspondiente del Estado, representada, entre otras
cosas, por símbolos verbales como “nación”, sea parte constitutiva de la imagen y
el ideal colectivos de la mayor parte de los individuos que conviven en sociedades
de este tipo, Aquí nos topamos, dicho brevemente, con uno de los muchos ejem­
plos de correspondencia entre determinada estructura social y cierta estructura
de la sensibilidad. Cuando un miembro de un Estado industrializado nacional
altamente diferenciado de nuestro siglo, hace una afirmación en que él mismo
se caracteriza por medio de un derivado del nombre de su país —”soy francés”,
“soy norteamericano”, “soy ruso”—, por regla general, expresa mucho más que
si dijese: “nací en tal o cual país” o “tengo pasaporte francés, norteamericano o
ruso”. Para la mayor parte de los individuos que han crecido en una sociedad
de Estado como ésas, una afirmación semejante remite al mismo tiempo a su
nación y a sus características y valores personales. Se refiere al mismo tiempo
al individuo percibido como un “yo” frente a los otros —a los cuales se refiere
en pensamiento y palabra como el “tú”, “él” o “ellos”— y al individuo percibido
como parte integrante de un colectivo —al que se refiere en pensamiento y
palabra como un “nosotros” frente al “ustedes” o “ellos”— Normalmente, quien
dice: “Soy ruso, norteamericano o francés, etc.”, quiere decir también: “creo y
creemos en ciertos valores e ideas, desconfiamos de los representantes de ese
o aquel Estado nacional y nos concebimos más o menos como sus enemigos’’.
<fYo y nosotros estamos unidos a esos símbolos y al colectivo que r e p r e se n ta n
y tengo y tenemos obligaciones respecto a ellos.” Una imagen de ese “nosotros’'
penetra, sin disolverse, en la organización personal del individuo que, en tales
casos, utiliza los pronombres “yo” y “nosotros” en relación con él mismo .6

8. El nacionalism o, como expresión del amor hacia una particular unidad comunitaria, de
orgullo e identificación con ella, es algo que hay que distinguir de los vínculos aparen­
tem ente sem ejantes de los grupos aristocráticos tradicionales, Bism arck por ejemplo, es
presentado como prototipo del nacionalism o alem án. En realidad, su amor estaba dirigí0
U n a d ig r e sió n so bre e l nacion alism o 167

14 ) Como puede apreciarse, el sentido que se da a la expresión “naciona­


lismo” en el presente trabajo difiere del uso que tiene en la vida cotidiana. El
uso corriente del lenguaje opone el adjetivo “nacionalista* a palabras como
“nacional” o "patriota”. En el primer caso, se manifiesta desaprobación, en el
segundo, aprobación, sin embargo, en muchos casos, “nacionalismo” significa
simplemente el "patriotismo” de los otros, siendo en cambio el “patriotismo”,
el “nacionalismo” propio.
Para los propósitos de una investigación sociológica, se debe acuñar y convenir
en un concepto que pueda ser utilizado sin resonancia alguna de desaprobación
o aprobación. Se requiere de un término para esta escala de valores especial,
para este tipo específico de percepción y pensamiento de las doctrinas, creencias
e ideales, con que, en las sociedades de Estado altamente industrializadas de los
dos últimos siglos, los individuos se han vinculado con la sociedad soberana que
ellos mismos conforman. Es necesario contar con una expresión unitaria y un
instrumento conceptual claro para entender las particularidades estructurales
comunes a ese género de vínculo emocional, de creencias y de organización de
la personalidad que tarde o temprano aparece, no solamente en este o aquél,
sino en todos los estados nacionales industriales en la etapa de desarrollo de
los siglos XIX y XX. Y puesto que los sustantivos con la terminación “ismo” y los
adjetivos con la terminación “ista” son los términos aceptados para designar a
tales sistem as sociales de creencias y a las estructuras de personalidad ligadas
a ellos, el lenguaje cotidiano ofrece principalmente la opción entre “patriotismo”
y “nacionalismo” para la uniformación sociológica de un concepto unitario. A
fin de cuentas, el segundo parece ser más adecuado como expresión sociológica
uniforme. Es m ás flexible; se pueden derivar de él otras expresiones fácilmente
comprensibles de carácter dinámico, como “nacionalización del pensamiento y
la percepción”. En ese sentido libre de resonancias de aprobación o desapro­
bación se utiliza aquí, y designará un aspecto de la amplia transformación
que determinadas sociedades de Estado, como partes de cierta configuración
del equilibrio del poder entre sociedades interdependientes, experimentan en
un lapso dado de tiempo. Ese significado se relaciona con un sistem a social
de creencias que la sociedad estatal, el colectivo soberano al que pertenecen
sus miembros eleva, de manera latente o aguda, al rango del valor supremo
a que todos los demás valores se pueden subordinar y al que, de hecho, deben
subordinarse en ocasiones.
Como uno de los grandes sistem as seculares de creencias de los siglos XIX
y XX, el nacionalismo difiere en varios sentidos de los otros sistem as sociales
de creencias de la m ism a época, como el conservadurismo y el comunismo, el
liberalismo y el socialismo. Estos últimos obtienen su impulso del cambiante

en prim er lu gar al rey y al reino, pero no a la nación alem an a o en todo caso, pu esto que
vivió en un a época de transición , lo hizo en el sentido de rendir tributo a un ideal al que
había que m ostrar r esp eto no a un a rep resen tación sim bólica de las m asas del pueblo
alem án en su totalidad.
168 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

equilibrio del poder en las sociedades de Estado e influyen sólo de manera


secundaria sobre las relaciones interestatales. El primero obtiene su impulSo
principalmente del inestable equilibrio del poder entre las diversas sociedades
de Estado y afecta sólo de manera secundaria las tensiones y conflictos entre
las distintas capas sociales dentro de ellas.
Aún cuando los ideales y percepciones vinculados con la polarización de
clases interdependientes dentro de una misma sociedad de Estado se mezclen
de múltiples maneras con las ideas nacionalistas —procedentes, ante todo, de la
polarización en la configuración del equilibrio de poder de sociedades de Estado
interdependientes— estas últimas ejercen, a largo plazo, una influencia más de­
cisiva y continua en la orientación política. Estas sociedades pueden diferenciarse
considerablemente en cuanto a los axiomas de creencias e ideales por los que sus
élites gobernantes se dejan dirigir en su política interior; pero todas comparten la
nacionalización del ethos y del sentimiento, del lazo y la representación colectivos
de la mayoría de los individuos que las integran. Como se puede observar con
facilidad, esa nacionalización se lleva a cabo en todos los países en vías de moder­
nización alrededor de los siglos XIX y XX, independientemente del origen social
de sus élites gobernantes. Aunque al principio es más bien un signo distintivo de
los Estados nacionales con élites gobernantes cuyas actitudes, ideales y valores
están en la tradición de las viejas clases medias (las que al ascender a la posición
más elevada en la sociedad abandonan gradualmente el centro), su penetración
no es menor en los Estados nacionales con élites gobernantes cuyas actitudes
y valores están en la tradición de las viejas clases trabajadoras (las que a su
ascenso pierden paulatinamente su peculiaridad, si no como capa social, sí al
menos, como clase social).

LA DUALIDAD DEL CANON NORMATIVO NACIONAL-ESTATAL

15) C ualquiera que sea la forma en que hayan sido organizados, la mayoría de
los E stados nacionales soberanos e interdependientes que, en conjunto, integran
la configuración del equilibrio del poder en el siglo XX genera en sus ciudadanos
u n canon norm ativo doble, cuyas d em andas son en sí contradictorias. Por una
p arte, u n canon m oral de carácter igualitario, proveniente del de los sectores
ascendentes del tercer estado, cuyo valor suprem o es el hom bre, el ser humano
como ta l y, por otra, u no nacionalista de carácter no igualitario, originado en el
canon maquiavélico del príncipe y los grupos dirigentes de la nobleza, cuyo valor
suprem o lo constituye u n colectivo: el Estado; la región o la nación, es decir, la
colectividad a la que pertenece el individuo.
H enri Bergson ha sido uno de los pocos filósofos que enfrentó e l hecho de ese
canon doble, al lla m a r por lo m enos al problem a por su nom bre. C i e r t a m e n t e
no e ra su objetivo y q u ed ab a fu e ra del campo de sus reflexiones investigar el
desarrollo específico de las relaciones in tra e s ta ta le s e in te re sta ta le s, respon­
U n a d ig r e s ió n s o b r e e l n a c io n a l is m o 169

sable de esa dualidad característica. Sus propuestas de solución al problema


erroanecerían, por ello, en el terreno de la especulación y la vaguedad.
Sin embargo, el hecho de percibir el problema como tal y de delimitarlo con
c la r id a d es un paso importante. Bergson se preguntó: ¿a qué sociedades nos
r e f e r i m o s al hablar de obligaciones morales?, ¿a la humanidad como un todo?,
¿o l o hacemos a propósito de nuestros connacionales, nuestros conciudadanos
y miembros del mismo Estado?

Una filosofía moral —escribe— que no pone el acento en esa diferenciación,


pasa por alto la verdad; sus investigaciones necesariamente quedan falseadas
por ello. De hecho, al afirmar que el respeto al deber, la vida y la propiedad
del prójimo es una demanda fundamental de la vida social, ¿de qué sociedad
hablamos en realidad? Para responder a esa pregunta, sólo necesitamos tener
a la vista lo que sucede en épocas de guerra. No solamente son permitidos la
muerte y el robo, así como la insidia, el fraude y la mentira, sino que resultan
incluso meritorios. Los comandantes dicen, como las brujas de Macbeth: “Fair
is foul, and foul is fair.”9

Aquí se ve nuevamente la línea de continuidad que va del ethos absolutista


o, según sea el caso, aristocrático, al nacionalista en los asuntos de Estado.
Este último es sucesor directo del primero. Una vez más podemos recurrir a
la voz de Maquiavelo para dilucidar las diferencias y similitudes, el cambio y
la continuidad de esa línea.10

Uno debe saber disfrazar su naturaleza de zorro y ser un gran hipócrita y


mentiroso. Los hombres son tan simples y obedecen tanto a las necesidades
del momento que aquél que engaña siempre encontrará a otro que se deje
engañar. Por lo tanto, no es necesario que un príncipe posea realmente todas
las buenas cualidades, sino que debe dar la apariencia de que esto es así. Me
atrevo a sostener que son nocivas cuando se las posee y siempre se les guarda
lealtad; y que son útiles sólo cuando se finge poseerlas. De tal modo, debéis
parecer gentil, fiel, humano, recto y piadoso y también serlo. Pero debéis
también estar preparado para poder transformar todo esto en su contrario
siempre que se requiera. Uno debe darse cuenta de que un príncipe, especial­
mente cuando apenas ha llegado al poder, no puede observar todo aquello por
lo que los hombres son juzgados como buenos, pues para sostener su gobierno
estará constreñido a infringir la virtud, la piedad, la humanidad y la religión.
De ahí que siguiendo el viento de la suerte y la mudanza de las circunstancias
deba poseer el ánimo que le preparará para cambiar de la bondad a la maldad
en el momento en que sea necesario. Que un príncipe salga victorioso y afirme
su dominio: los medios para ello siempre se considerarán honorables y serán
elogiados por todos.
9- Henri Bergson, Die beiden Quelle der M oral und der Religión, Jena, 1933, p. 26. [.Hay
traducción al españ ol.]
10. Maquiavelo. op. cit. (ñola 7), pp. 138-141.
170 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

En épocas posteriores —y aún en la suya— Maquiavelo ha tenido la fama


de representar la amoralidad y una enseñanza diabólica en el arte de gobernar.
En realidad, sólo formuló, en un lenguaje claro y universal —más de lo que
suele ser el caso— las reglas para el manejo de las relaciones entre los Estados
que, en la práctica y sin formulación teórica, antes y después de él y hasta el
presente, han observado normalmente las élites gobernantes responsables
de la política exterior de sus países. Puede decirse que la convicción de lo
adecuado e inevitable de un comportamiento entre Estados en la línea de
Maquiavelo es uno de los principales factores para la continuación de ese
tipo de comportamientos. Las estrategias sociales determinadas por la sus­
picacia, el recelo y el temor mutuos y no sujetas a un código común acordado
y efectivamente mantenido, poseen —mediante la reproducción constante
del recelo y el temor— un impulso autoperpetuables, ya sea que las apliquen
individuos en su trato con otros o grupos en su trato con otros grupos. De ese
modo se aclara fácilmente la continuidad de un carácter maquiavélico en las
relaciones entre Estados de manera casi independiente de las características
y tradiciones sociales de las élites gobernantes, sim plem ente por el hecho
de que esas mismas relaciones permanecen en una esfera de la convivencia
social donde ninguna de las unidades sociales interdependientes puede estar
segura de que, en última instancia, las otras no recurrirán a la fuerza física
para atender sus intereses.
No obstante, la continuidad del credo y el canon de conducta autoperpetuables
que unía la estrategia de los príncipes y las élites gobernantes aristocráticas
frente a otros Estados con la de las élites de las clases medias y trabajadoras
nacionalistas del siglo XX no era absoluta; dejaba también un margen para
ciertas variaciones. La más notable es aquí quizás el cambio en el carácter del
postulado de que, en materia de intereses iinterestatales, atender los del propio
Estado sería la última y decisiva pauta de acción. Otrora una simple máxima
de carácter práctico de los príncipes y sus ministros o de élites gobernantes
aristocráticas con una posición privilegiada —quienes veían como una especie de
propiedad al Estado y a la masa de sus subordinados y a ellas mismas como el eje
y pivote de él—, con la democratización creciente de las sociedades estatales y la
correspondiente nacionalización de las actitudes y del sentimiento de la mayoría
de los individuos que las integraban, se convierte en un imperativo categórico
con hondas raíces no sólo en las maneras de sentir y pensar de los individuos
sino también en su conciencia y su imagen e ideal del yo y el nosotros.
La mayoría de los seres humanos que vivían en Estados nacionales industriales
diferenciados no poseía ninguna experiencia directa, ni conocimientos especializa­
dos del problema de las relaciones entre Estados y, de hecho, ninguna oportunidad
de adquirirlos más que de manera indirecta, es decir, a través de los medios de
información públicos, con frecuencia tan selectivos, confusos y parciales. Así, una
percepción hondamente sentida, una constitución individual de la c o n cien cia,
que en uno de sus compartimentos concibe al propio Estado como valor suprem o,
cumple, m u t a ti s m u t a n d i s , un objetivo similar en los grandes Estados n acion ales
U na d ig r e s ió n s o b r e e l n a c io n a lis m o 171

del siglo XX, tal como pudo lograrse en las sociedades civiles dinásticas, mediante
las consideraciones relativamente racionales del interés propio realizadas por las
p e q u e ñ a s élites gobernantes. La f e nacional produce predisposición personal en la
masa de los individuos. Esto sienta las bases para una disponibilidad de su parte
d i s p u e s t a a empeñar todas sus fuerzas, a luchar, incluso a morir, en las situaciones
en q u e los intereses o l a sobrevivencia de su sociedad se vieran amenazados.
C u a n d o perciben un peligro para la integridad del colectivo, las élites gobernantes
a c t u a l e s o potenciales d e esos colectivos grandes y soberanos, pueden apelar a
tales predisposiciones y suscitarlas con ayuda de los símbolos apropiados. No es
raro que las tensiones entre los diversos sectores de la población civil las activen,
y puesto que esas disposiciones permean todo el tejido social dando su coloración
a l modo de pensar, generan prejuicios y nublan la visión. La dificultad reside en
que tales predisposiciones actúan de manera automática. En muchos casos son
susceptibles de ser relativamente moderadas y modificadas gracias a un juicio
realista y un conocimiento práctico, pero pueden desatarse casi automáticamente,
sin un propósito expreso de parte de alguien en especial.
Así, los hombres adquieren en las sociedades civiles de los siglos XIX y XX
disposiciones que orientan su comportamiento, según al menos dos cánones
normativos principales y, en algún sentido, incompatibles. Cada individuo
asume la conservación, la integridad y los intereses de su propio soberano
colectivo —y de aquéllos a quienes este representa— en su interior, como una
pauta de acción que, en ciertas situaciones, puede y debe resultar prioritaria
y determinante. AI mismo tiempo, ese individuo crece con un canon moral
humanista e igualitario, cuyo valor supremo y decisivo es el hombre mismo.
Ambos son, como se dice con frecuencia, “interiorizados”, o quizás debiera
decirse, “individualizados”, convirtiéndose en facetas de la propia conciencia
individual. Cuando alguien transgrede alguno de estos cánones, se expone a
ser castigado no sólo por otros, sino por él mismo en la forma de sentimientos
de culpa o “mala conciencia”.

16) Las normas sociales se analizan con frecuencia suponiendo que las
normas de una sociedad son, todas ellas, de la misma índole. Pero los hechos
dicen otra cosa, como aquí se ve. En sociedades con cierto nivel de diferenciación
pueden coexistir códigos normativos incompatibles, con grados diversos de
mixtura y separación. En determinadas situaciones y tiempos, cada uno de ellos
puede convertirse de algo latente en algo activado. Los asuntos privados pueden
poner en vigor un código moral; los públicos uno nacionalista. En tiempos de paz
predomina el primero; en tiempos de guerra, el segundo. Por supuesto, muchas
situaciones activan al mismo tiempo a ambos. Las tensiones interestatales y
los conflictos del presente siglo parecen pertenecer a este tipo, si no en todos
los casos, por lo menos en la mayoría. Fácilmente conducen a luchas por la
supremacía, a tensiones y conflictos entre ambos cánones, lo cual a su vez se
pone de manifiesto en tensiones y conflictos entre sectores diferentes de la
población de un mismo Estado o en luchas internas entre los individuos
172 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

Diversos grupos e individuos pueden resolver esos conflictos de diferentes


maneras. De hecho, las imágenes representativas de sí mismos, al igual que I03
ideales de quienes pertenecen a diversas naciones representan con frecuencia
las diferentes formas de manejar estas contradicciones. Tales diferencias son
una fuente constante de obstáculos para el entendimiento entre los miembros
de las sociedades de Estado de que se trate y aumentan la tensión entre los
mismos. Pero, por lo regular, falta un conocimiento claro del problema primordial
que comparten todos los Estados nacionales del presente siglo.
Por regla general, la investigación desapasionada de las doctrinas nacio­
nalistas o patrióticas ha estado sujeta, h asta ahora, a una fuerte censura,
pues constituye un tabú social. Una de las expresiones de esto es la manera
muy difundida de hablar de “normas” como si se tratase de hechos benéficos
promotores de la cohesión de los seres humanos. Especialmente en los textos
de sociología impera una tendencia a separar la forma y el contenido, por así
decirlo, en la discusión sobre el papel y la función que desempeñan las normas
sociales; tampoco se toman en consideración las diversas funciones sociales
que puedan tener las distintas normas, ni las funciones tanto integradoras
como desintegradoras que cumple al mismo tiempo la mayor parte de los tipos
de normas. En muchos casos se las concibe de manera muy idealizada, lo que
permite al usuario de ellas percibir aquellas funciones que le parecen desea­
bles y hacer de lado las que le parecen indeseables. En las exposiciones más
inteligentes de los conceptos sociológicos fundamentales, puede encontrarse
con frecuencia una clara descripción de las funciones de las normas en un
plano que se podría denominar “empírico”, esto es, ligado a la investigación de
determinados detalles, a un Skotom para ellas en el nivel teórico. He aquí un
ejemplo de ello:

U n sistem a social —leemos en uno de los mejores y m ás utilizados m anuales


de sociología recientes—11 es siem pre norm ativo. Su integración se apoya en
el hecho de que todos los que pertenecen a él llevan en su m ente, como parte
de su herencia cultural, un a noción de que ciertas cosas deben hacerse y otras
om itirse, de que c ie rta s acciones son b u en as y o tras m alas o equivocadas.
Que cada individuo se ju zg a a sí mism o y a sus sem ejantes de acuerdo con
estas reglas sutiles y om nipresentes y que toda violación de ellas es castigada
con u n a reacción negativa, ligera o severa. Así, toda sociedad h u m an a está
im buida de u n a actitu d valorizadora, de elogio o de reprobación, de acusa­
ción ojustificación. U n cuestionam iento de las reglas o, lo que es peor, de la
sensibilidad que las subyace, a c arrea sanciones, la m enor de las cuales es la
réplica o el desacuerdo. Q uien en su propio pensam iento tr a ta de escapar por
completo del sistem a m oral p a ra an alizar con objetividad el comportamiento
es catalogado rá p id a m e n te como agnóstico, cínico, tra id o r o algo peor. En
lu g ar de e sp e ra r u n apoyo público a su trabajo, debe d a r por descontada una
ab ie rta hostilidad.

11. 0K i n g s l e y D a v i s , H u m a n society, N u e v a Y o r k , 1 9 6 5 , p p . 1 0 y s s .
U n a d ig r esió n so bre e l na cion alism o 173

En toda sociedad existen maneras de sentir y pensar que no deben cues­


tionarse, y ni siquiera ser objeto de investigación desapasionada, pues la
sola mención de su violación, en un tono que no sea el de la indignación,
puede ser considerado como tabú. Más de un docente ha sido despedido
de las universidades norteamericanas por investigar la vida sexual de las
personas solteras, por mantener una posición desprejuiciada respecto al
dogma religioso, por conducir un seminario sobre socialismo o por sostener
un punto de vista antipatriota. Tales temas, si es que han de ser mencionados,
deben manejarse con suma cautela en la docencia y la investigación, siempre
con el acento puesto en la propia reverencia de los valores supremos.

Esta es la manera en que, al ocuparse de problemas de detalle y percibir


claramente algunos de los conflictos surgidas de la pluralidad e incom pa­
tibilidad de las normas sociales, un destacado sociólogo atribuye con toda
precaución un carácter meramente integrador—y no delimitante o excluyente
también— a las normas de su propia sociedad, consideradas como "valores
supremos”. No logra guiar la atención del lector clara e inequívocamente al
carácter inmanentemente ambiguo de las normas sociales, a su particularidad
de vincular entre sí a los hombres y, al mismo tiempo, de poner a las personas
así ligadas en contra de otros. Su tendencia a la cohesión es, diríase, al mismo
tiempo, una tendencia a la dispersión, en todo caso, mientras la humanidad
como un todo no forme su marco de referencia efectivo. Por lo demás, queda
aquí fuera de consideración el hecho de que los valores supremos mismos de una
sociedad pueden ser en sí contradictorios y, sin embargo, ello es evidente. En los
Estados nacionales contemporáneos, el canon más poderoso puede inculcar a los
miembros de una misma sociedad que el hombre aislado, el individuo, es el valor
supremo y, al mismo tiempo, que lo es el colectivo soberano, el Estado nacional y
que todos los objetivos e intereses individuales, incluyendo la sobrevivencia física
del individuo, deben supeditarse a ello.
Como ya se mencionó, los conflictos originados en un canon normativo
dividido y discordante y una constitución de la conciencia de los individuos
correspondientemente desarmónica, pueden permanecer latentes en varias
épocas y agudizarse sólo en determinadas situaciones. Sin embargo, el hecho
mismo de que existan contradicciones de tal género es importante, no sólo para
la comprensión de las sociedades en cuestión, sino también para la sociedad
en general. Toda teoría sociológica debe dar cuenta de que, tanto en las etapas
pasadas como en las actuales del desarrollo social, se haya atribuido y se atri­
buya muchas veces un mayor valor a la sobrevivencia del grupo de individuos
como tal que a la de los individuos considerados en particular.
Un enfoque teórico que utilice una norma idealizada como instrumento de
análisis no satisface las tareas de la investigación sociológica. Puede ser que
problemas como los del canon normativo contradictorio, que caracteriza a los
Estados nacionales industriales más desarrollados, se encuentren sujetos a un
tabú social en esas sociedades y que por ello resulte difícil conceptualizarlos
174 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

y discutirlos. Pero es probable que, justam ente por esa razón, esos Estados
nacionales hayan sido hasta ahora incapaces de escapar al círculo vicioso de
la amenaza, el temor y el recelo mutuos, pues ese tipo de problemas no pueden
ser investigados y discutidos abierta y desapasionadamente.

17) Las contradicciones fundamentales a las que todo esto se refiere son,
en todo caso, lo suficientem ente sencillas y susceptibles de resumirse: en
las sociedades donde las élites gobernantes son de la tradición de las clases
industriales media y trabajadora, los individuos son educados, en general,
dentro de un canon normativo según el cual, es incorrecto, bajo cualquier
circunstancia, matar, mutilar, asaltar o mentir, engañar, robar y embaucar.
Al mismo tiempo, se les imbuye la creencia de que todas esas cosas no están
permitidas, hasta el punto de sacrificar la propia vida, si es necesario, para
defender los intereses de la sociedad soberana que ellos conforman.
Ya se han señalado algunas razones —no todas— del carácter dual y
contradictorio de este canon normativo. En el ámbito de las relaciones entre
Estados, los representantes de las antiguas clases media y obrera tuvieron que
enfrentar condiciones y pasar por experiencias, como miembros de las élites
gobernantes, a que no habían tenido acceso mientras las capas no aristocráticas
a que pertenecían tuvieron una posición subordinada. De ahí que, en ese terreno,
hayan continuado las tradiciones de las otrora clases gobernantes, cuyo canon
normativo, a pesar de todos sus refinam ientos, había conservado su sello
guerrero y militar. En todos los países europeos —incluso en Inglaterra, donde
un grupo de clase media, compuesto por terratenientes burgueses, había
pasado a formar parte de los grupos aristocráticos dominantes, antes que en
la mayoría de los otros estados del continente— los quehaceres y actividades
relacionados principalmente con los asuntos diplomáticos eran, en general,
acaparados por personas que operaban dentro de las tradiciones de la nobleza.
Los representantes de esas profesiones se mantuvieron fieles a ese origen,
aún después del arribo de las clases industriales al poder. Ciertamente, la
democratización hizo que las tradiciones de las capas monárquicas y nobles
antiguas cobraran, como ya se expuso, otro carácter; el código guerrero se
volvió una segunda moral. Y esta moral particular, no igualitaria, nacionalista,
no era menos exigente, incondicional e indubitable que la universal, igualitaria
y humanista.
E ste desarrollo —el su rgim iento de u n canon norm ativo d u al y en sí mismo
contradictorio— es un rasgo com ún a todos los p a íses q ue h a n p a sa d o por el
proceso de cam bio de u n a e s tru c tu ra aristocrático-dinástica a u n a dem ocrática,
nacional, e s ta ta l. E s posible que las co ntradicciones in te rn a s , los conflictos y
las ten sio n es sólo su rja n y se v u elv an agudos en situ a cio n e s especiales, sobre
todo en em ergencias nacionales, como las g u erras. Pero u n código dual de este
tipo ejerce ta m b ié n , como d e te rm in a n te la te n te de la acción, u n a influencia
considerable sobre el p en sam ien to , las percepciones y el co m p o rtam ien to de
las personas, por lo que es responsable de u n a d e te rm in a d a polarización de los
U na d ig r e s i ó n s o b r e e l n a c io n a l is m o 175

ideales políticos. Da margen, asimismo, a que muchos grupos puedan asignar


en sus programas un mayor peso a los valores del credo nacionalista y l a
t r a d i c i ó n guerrera, sin renunciar necesariamente del todo a los de la tradición
moral humanista e igualitaria; y también a que otros procedan a la inversa,
en una gran variedad de combinaciones. Hace posible que distintos individuos
se unan, de acuerdo con su posición social, sus actitudes, o su estructura de
personalidad, a grupos que pueden estar m ás cerca del centro o más cerca
de alguno de los polos de ese espectro. A su vez, la configuración m ism a en
su totalidad y la incorporación de grupos de personas entre ambos polos se
encuentran en todas las sociedades de este tipo.

18) Debemos, por fuerza, pasar por alto muchos problemas relacionados con
esta polaridad, principalmente la preeminencia recurrente que adquiere el canon
nacionalista en los grupos conservadores acomodados de una sociedad, así como
la fuerza de atracción que ejerce una confesión nacionalista más militante y
extrema sobre algunos grupos de clase media, de menor capacidad económica. No
obstante, resulta indispensable decir unas palabras sobre la manera en que se ha
pretendido resolver en distintos países el problema común: las contradicciones
en las exigencias respecto al modo de actuar provocadas por la coexistencia de
dos cánones normativos incompatibles en muchos aspectos. Porque, en efecto,
el motivo inmediato de esta digresión en la sociología del nacionalismo alemán
es justamente este: el nacionalismo alemán se considera, con frecuencia, de
manera aislada, como si sólo en Alemania se hubiese dado la nacionalización
de la manera de sentir, de la conciencia y de los ideales. Al tocar el problema
del canon nacionalista alemán, muy pronto se esclarece la necesidad de un
modelo que delinee los procesos de desarrollo comunes que han producido una
variedad de nacionalismos en todas las sociedades civiles industrializadas de
los dos últimos siglos, a fin de distinguir lo que es específicamente alemán en la
diversidad de esta muy difundida fe. La existencia de un canon dual, que, por un
lado, gira en tomo del individuo y, por el otro, del Estado nacional como valores
supremos, constituye un momento central del desarrollo que comparten todas
esas sociedades, •percibir mejor las particularidades de la orientación alemana
respecto a ese problema, si echamos una breve ojeada, al menos, a un tipo de
orientación nacional suficientemente alejado de la alemana, la inglesa, a fin de
mostrar el amplio espectro de las variaciones posibles. En este punto, salta a la
vista una diferencia cardinal, siempre perceptible, entre las tradiciones inglesa
y alemana. En Inglaterra predomina la tendencia a fundir ambos cánones;
siempre se da un esfuerzo por hallar soluciones de compromiso a sus exigencias
contradictorias y también —al parecer con éxito— por olvidarse de la existencia
del problema. Por el contrario, en Alemania imperó la tendencia a poner de
relieve la incompatibilidad. Era o lo uno o lo otro y los compromisos entre esos
códigos, en correspondencia con el tenor general del pensamiento alemán, se
juzgaban ilegítimos, producto de un pensamiento confuso, si no es que llanamente
deshonesto. Y puesto que las estrategias de las relaciones entre Estados suelen
176 N o k b ert E lia s 1 Los A l e m a n e s

estar en armonía con las propias tradiciones de pensamiento de cada uno, esas
diferencias generan con frecuencia serias dificultades de comunicación en el
desarrollo del disonante canon normativo. En sus intercambios mutuos, los
miembros de cada Estado consideraban su propia forma de desarrollo como
evidente; sencillamente les parecía la correcta, la única forma posible de pensar
y actuar. Toda otra forma les parecía falsa y hasta desdeñable.
En la relación con el exterior, en la comunicación entre miembros per­
tenecientes a otras naciones, surgen por ello barreras para la comprensión
mutua por las diferentes maneras en que se abordaba la dualidad básica de
las normas. Los alemanes, que pensaban que los aspectos contradictorios de
un canon normativo moral y uno nacionalista no admitían ninguna solución
de compromiso, suponían implícitamente que los ingleses reconocían, al igual
que ellos, los rasgos amorales de una política de poder nacionalista, aunque
ocultándolos conscientemente bajo el manto protector de la moral. De acuerdo
con su propia mentalidad, el empeño inglés por las soluciones de compromiso no
podía interpretarse más que como un engaño deliberado, como hipocresía. Por el
contrario, los ingleses, que habían aprendido a ver su solución de compromiso del
dilema (en el fondo, lo era) como natural, como una solución a la vez razonable,
práctica y viable, consideraban reprochable y peligrosa la falta de compromiso
con que, los sectores nacionalistas del pueblo alemán, mantenían que una
política de poder amoral, orientada en extremo a atender los intereses de su
propio Estado, era la política común de todos los Estados. En ambos casos, la
tradición interna de pensamiento y acción era la medida para su percepción
y juicio de la contraparte.
Valdría la pena mostrar en detalle la gradual nacionalización de la manera de
sentir, y de concientizar e idealizar de todas las clases, así como la correspondiente
moralización de la imagen de nación y Estado en Inglaterra, durante los siglos
XIX y XX. Se podría mostrar cuán estrechamente relacionada estuvo la compe­
netración recíproca de ambos cánones con una permeabilidad entre las diversas
capas sociales comparativamente grande en relación con las sociedades europeas
continentales de las fronteras, sobre todo después de la unión de facto entre
Inglaterra, Escocia y Gales en el siglo XVII y principios del XVIII. Esto se debe a su
vez —la elucidación sociológica más reciente es también aquí muy sencilla— a que
la seguridad de la población insular en los conflictos interestatales no dependía en
primera línea de un ejército estable, comandado por oficiales surgidos del antiguo
estamento guerrero, de la nobleza terrateniente, sino de una formación militar
especializada en la guerra naval, es decir, de una marina.
Un cuerpo de oficiales de marina no podía, independientemente del carácter
específico de sus técnicas de combate y de su composición social, en razón de las
particularidades del orden militar al que servían, desempeñar el mismo papel en
las relaciones intraestatales que un cuerpo de oficiales de un ejército de tierra en
las autocracias absolutistas del continente, como fue el caso de Alemania hasta
el fin de su fase dinástica en 1918. No podía ser utilizado por gobernantes cuyo
poder estaba vinculado a la separación y a las diferencias entre los principales
U n a d i g r e s i ó n s o b r e e l n a c io n a l is m o 177

cuadros sociales de su reino, así como a un fluctuante equilibrio de tensión entre


ellos, como un instrum ento para mantener o incluso fortalecer una reducida
permeabilidad en las barreras entre los diferentes estratos. A causa de ello, en
la Inglaterra del siglo XVIII, tras lentos e interrumpidos comienzos en el XVII,
se da un flujo relativamente continuo y en ascenso de los modelos de clase media
y en descenso de los modelos aristocráticos. Se observa un primer impulso en
dirección a una moralización de la imagen del Estado y a una nacionalización
de la moral —todavía concebida de manera religiosa— en el breve periodo de la
Commonwealth cromwelliana. En el siglo XIX, la moralización de la imagen de
Inglaterra como Estado y nación aparece como un efecto concomitante, primero
del creciente poderío de los grupos de las clases medias industriales y, un poco
después, de su ascenso a la posición de clase gobernante. En el presente siglo se
impone de manera definitiva la moralización de la imagen rectora del Estado y
la nación, así como la nacionalización de su propia imagen en las clases medias
y, con un cierto atraso, en las clases trabajadoras, principalmente después de la
primera guerra mundial, cuando ese ascenso a la posición de clase dominante
y gobernante se había casi consumado y los grupos de las clases trabajadoras
ocupaban el lugar de clase gobernante secundaria.
La interpenetración de los cánones en Inglaterra descansa no en el efecto
misterioso de un “espíritu del pueblo”, dado que habría dispuesto a los ingleses al
compromiso, y tampoco en Alemania la tendencia contraria expresa misteriosos
atributos étnicos o raciales. Frente a problemas de este género es tentador
recurrir a una teoría m etafísica de las razas como explicación. La respuesta
sociológica es, como se dijo, muy sencilla. Su eje y punto nodal es la cuestión
de por qué en Inglaterra, al contrario, digamos, que en Prusia, fracasan los
esfuerzos de la dinastía reinante en el siglo XVII por construir un régimen
autocrático en contra de la oposición de la Asamblea de los Estamentos. La in­
capacidad de los reyes ingleses para reunir fondos suficientes que mantuvieran
un ejército estable para obligar al pago de impuestos obró de manera decisiva
para su derrota en la lucha contra los estamentos. Y esa incapacidad estaba
fundamentada en el hecho de que la seguridad de Inglaterra dependía no de un
ejército de tierra, sino de una marina.
Para entender la relación entre la victoria de la Asamblea de los Estamentos
y las dos Casas del Parlamento sobre los reyes ingleses, por un lado, y la mayor
permeabilidad de las fronteras entre las capas sociales, por el otro, hay que
tener presente la consistencia con que los reyes absolutistas en Francia, Prusia
y muchos otros países del continente afirmaron tales barreras, considerando
como dañino a sus intereses cualquier debilitamiento de las mismas. A partir
de ello puede entenderse el aparente enigma de por qué la mezcla de “cultu­
ras”, de las tradiciones de los respectivos estamentos y, posteriormente, de las
respectivas clases, pudo llegar tan lejos. La mayor penetración mutua de las
tradiciones aristocráticas y de clase media a partir del siglo XVIII —mayor en
comparación con el desarrollo alemán correspondiente— y, en el marco de la
misma, el intento de algunos sectores de las clases medias inglesas por vincular
178 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

el canon normativo aristocrático de relaciones entre Estados con el canon moral


y humanista que las había acompañado en su ascenso, es uno de los muchos
ejemplos del hecho sociológico fundamental al que aquí nos referimos. Por tanto,
en este caso, el mayor flujo entre las capas sociales más cercanas favorece en
Inglaterra una influencia recíproca específica entre sus cánones normativos y
una propensión general a los compromisos pragmáticos entre ellas.
Es posible que una visión de este tipo pueda, quizás, también situar en su
correcta perspectiva algunos hechos que, por lo normal —aunque evidentes—,
permanecen aislados y sin aclarar. Piénsese en el papel de la familia real en la
sociedad inglesa.
En el siglo XVIII, la corte era un centro de poder dentro de un juego de partidos
en el que los nobles marcaban la pauta. El canon normativo que regía el compor­
tamiento de la familia real era aristocrático. En consonancia con la distribución
del poder en la sociedad inglesa, una moral de clase media difícilmente tenía
posibilidades de imponerse en la corte. Los reyes y las reinas eran considerados,
en primera instancia, como personas de carne y hueso y, sólo en segunda instancia,
como símbolos del reino. Con la creciente democratización se va fortaleciendo, de
manera continua aunque con altibajos, la función simbólica de la casa real como
representación física, corporal, de un ideal nacional. Cuando las clases altas indus­
triales, una tras otra, ascienden a una posición dominante, la propia imagen del
pueblo inglés como un colectivo soberano, como una nación se forja, naturalmente,
de acuerdo con las exigencias de un canon moral. La masa del pueblo esperaba que
también la política externa de Inglaterra se orientara según esas exigencias, según
los principios fundamentales de la justicia, de los derechos humanos, de la ayuda a
los oprimidos, incluidas las naciones sojuzgadas. Los individuos podían no satisfacer
los lineamientos de su código normativo, pero la nación, que representaba a los
ojos de la masa del pueblo un “nosotros” ideal, sólo podía justificar ios sacrificios y
las restricciones que le imponía a sus miembros, si parecían satisfacer exigencias
morales. De ahí que la casa real, como símbolo viviente de cómo debían comportarse
los británicos y, por lo tanto, del ideal nacional del “nosotros”, estuviera también
obligada a cumplir con los patrones de una moral de clase media y, posteriormente,
de una moral de cíase trabajadora. La dinastía real conservó un sitio limitado en
el multipolar equilibrio de poder de la sociedad inglesa y un lugar más amplio
en el mundo sentimental del pueblo como encarnación del “nosotros” ideal, de la
imagen colectiva del ser de la nación dándose por sentado que sus r e p r e s e n ta n te s
se plegarían al papel de ideal vivo y cumplirían, en realidad o en apariencia, con
las exigencias de una moral de clase media y trabajadora.
Ciertamente, esta función de símbolos de l a sociedad de Estado siem pre
formaba parte del complejo de funciones del reino. Pero en tanto que su poder
asociado con la posición social de los reyes y reinas fue muy grande, comparado
con el del pueblo común, la necesidad de representar como personas los ideales
del pueblo fue más bien débil. El constante desplazamiento en el r ep a rto de
p o d er , concebido como “democratización”, fue haciendo depender mas de la
masa a quienes ocupaban el trono. Los antiguos gobernantes se t r a n s f o r m é
U n a d ig r e s ió n s o b r e e l n a c io n a l is m o 179

aSí en símbolos de la nación. Las exigencias morales planteadas a la casa


real en Inglaterra son un ejemplo —uno entre muchos— de los procesos de
democratización, moralización y nacionalización; de los efectos de la forma de
sentir, de pensar y de los ideales en conjunto, como hilos de uno y el mismo
proceso comprensivo de transformación de la sociedad.
En la práctica, no cambiaron ni se aminoraron en Gran Bretaña las con­
tradicciones de la penetración mutua, ni tampoco la fusión de la tradición
maquiavélica de guerra, de ropaje nacionalista cuyo ímpetu surgía del carácter
incontrolable de su convivencia interestatal con la tradición moral humanista
de las clases sometidas en otros tiempos, derivada de su control relativamente
estricto por el poder en su coexistencia dentro del Estado. Pero el hecho de que
los representantes de la política exterior británica tuvieran que rendir cuentas,
tanto de sus propias directivas como de las acciones de sus subordinados, a
una opinión pública cada vez más sensible a los problemas morales que ello
implicaba y cuya lealtad a la nación estaba más o menos ligada a la preservación
de su fe en la superioridad de su propio valor, habría de ejercer con el tiempo
una influencia claramente inhibitoria.
Esa misma fe en el elevado valor de su propio país ante todos los demás o a la
mayoría de ellos, es el denominador común en todos los sistemas nacionalistas.
Pero la ideología nacional peculiar, la justificación específica del reclamo de
un valor superior se diferencia hasta cierto punto de un país a otro, según
los destinos particulares de cada uno de ellos en el pasado y el presente. Las
diferencias tienen un alcance considerable. Resultan notorias, entre otras
cosas, en la estrategia seguida por las élites gobernantes de un país en las
relaciones internacionales. De hecho, sin un conocimiento del canon nacionalista
dominante, sin una clara idea de la imagen nacional del “nosotros” y el “ellos”
y de su desarrollo social, resulta difícil entender y predecir el manejo de los
asuntos e intereses de una nación por parte de sus élites gobernantes frente a
los de otras naciones.

19) Aun hay que tener en cuenta otro factor. Mientras que la tendencia
general del desarrollo anteriormente descrito fue la misma en todos los Estados
industrializados, hubo diferencias considerables respecto al momento en que
los Estados interdependientes en la configuración europea del equilibrio de
poder, entraron en una fase determinada. Esta estaba formada por sociedades
en diversas etapas de desarrollo y en ese complejo, las menos desarrolladas,
civilizadas y humanizadas atraían a las otras a su nivel y viceversa.
El periodo que abarca hasta la terminación de la segunda guerra mundial,
permite reconocer con toda claridad las consecuencias de esa interdependencia
de Estados en diversas etapas de desarrollo. En algunos de los más avanzados,
la alta burguesía había accedido ya a puestos de poder, si bien al principio
solamente como socio menor de la aristocracia dominante, cuyo rango social
era todavía casi tan elevado como antes y sólo un poco menor que en los
países menos desarrollados de la misma época. Hasta 1914 seguía siendo un
180 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

signo distintivo de las potencias dirigentes del sistem a estatal europeo que
su estamento militar, su diplomacia internacional y la actitud general de sus
gobiernos respecto de las relaciones ínterestatales —para sólo mencionar lo
mínimo— fueran determinados por tradiciones aristocráticas, incluso cuando
quienes se encargaban de la práctica política provinieran de la burguesía. En
una serie de potencias europeas, como Rusia y Austria, las antiguas élites
dinásticas y nobles continuaban rigiéndolas de manera eminentemente auto-
orática; seguían detentando casi de manera exclusiva las posiciones internas de
mando del Estado, en el mejor de los casos, con algunas concesiones a las clases
industriales estatales, cuando estas existían. No se puede entender el desarrollo
y la estructura de una red de este tipo de relaciones interestatales y por lo tanto,
del sistema de equilibrio del poder como tal, a partir de ellos en sólo uno de los
Estados integrantes. Sólo puede entenderse como un nivel de configuración sui
generis, interdependiente, pero no aplicable a otros y tampoco susceptible de
ser explicado únicamente a partir de ellos. En el plano interestatal, dominan
el escenario durante el siglo XIX —y aun después de este— las tradiciones y
normas dinástico-aristocráticas, aunque los desarrollos técnicos, científicos
e industriales de la época le confieren a las rivalidades de poder entre los
Estados europeos un impulso y un aliento expansionista más fuerte que los
de los siglos anteriores. Al XIX se le presenta a veces como el siglo burgués
por excelencia. Pero esa es una perspectiva unilateral .12

12. Aún la Inglaterra victoriana, que pasa con frecuencia por una sociedad gobernada por clases
medias industriales, posee ya una estructura de poder mucho m ás compleja. Esas clases
medias sólo podían aparecer desde el punto de vista de las clases trabajadoras industriales,
como los grupos dirigentes del país. Vistos en el contexto de la sociedad en su conjunto y de
su desarrollo, las tensiones y conflictos entre las clases medias ascendentes y las clases altas
tradicionales en Inglaterra, eran apenas menos grandes que los que oponían a las últimas
con los grupos designados por sus contemporáneos como las m asas o los pobres.
Por lo que toca a la política entre Estados, la preeminencia de las tradiciones dinástico-
aristocráticas en la Inglaterra victoriana frente a los Estados continentales era de otra
clase sólo en la m edida en que, en la estrategia de poder británico, era la marina y no un
ejército de tierra la que jugaba el papel m ás importante y en la que el ejército se formaba
no por la conscripción obligatoria de burgueses, sino por el reclutam iento general sobre
bases voluntarias, de mercenarios, provenientes en su mayoría de los círculos pobres. Por
lo dem ás, el principal im pulso expansionista de Gran Bretaña apuntaba, merced a la
superioridad de su armada, a la conquista o dominio de territorios fuera de Europa. Pe­
queños contingentes de tropas, apoyados por navios de guerra, armamento y conocim iento
superiores, bastaban para som eter grandes territorios poblados por sociedades en etapas
de desarrollo menos avanzadas.
Estos y otros aspectos de la posición especial de Gran Bretaña en la competencia de poder
europea son responsables de que la nacionalización de las masas del pueblo británico, en el
sentido cabal del término, haya comenzado un poco después que, por ejemplo, en Alemania
o Francia. Mientras las expansiones y guerras se orientaran hacia sociedades no europeas
m enos desarrolladas y fueran conducidas por ejércitos de m ercenarios, el grueso del
pueblo británico no tenía mucho que ver con ello. La intelectualidad de las clases media8
podía entender esa guerras todavía bajo el signo de una misión civilizadora, siguiendo te
U na d ig r esió n so br e e l n ac ion alism o 181

El descenso de los grupos dinásticos y aristocráticos de las posiciones gober­


nantes de las sociedades europeas y su sustitución por las clases industriales
inedia y trabajadora tuvo lugar en el curso de un proceso paulatino. Por lo
que concierne a las clases medias, termina antes de 1918. Si sólo se considera
estructurado el desarrollo interno, principalmente de los Estados europeos, y
como desestructurado y fortuito el desarrollo de las relaciones interestatales,

definición de M atthew Am old: “La civilización es la hum anización de los hom bres en la
sociedad” (M. Am old, M ixed says -Works, Edición de lujo, Londres, 1904, vol. 10. p. VI). O
bien, cuando estaban fam iliarizados con los rasgos de la expansión colonial británica, que
no correspondía a las categorías de un hum anism o de clase m edia, podían criticar a su
país con m ás libertad que aquéllos que pertenecían a las sociedades continentales, como
Alem ania o Francia, donde con frecuencia la nacionalización de los sentim ien tos e ideales
impulsada por instancias estatales ya había ido m ás lejos y los habría convertido e n parias o
traidores. U n a prueba de ello, la constituye la am arga indignación de Alfred Scaw en Blunt,
acerca de la desacertada política d e Inglaterra en Egipto, uThe w in d a n d th e w hirlw incF
(1883) en Wilfred Scawen B lunt, The poétical w orks, Londres, 1914, vol. 2, p. 233):
“Thou at t become a by-word fot dissem bling/A beacon to thy neighbours for a ll fraud/Thy
deeds of violence m en count and reckon/Who takes th e sword sh a ll perish by th e sw ord/
Thou h ast deserved men’s haired/They shall hate thee/Thou h a st deserved m et ‘s fear/Their
fear shall kilU/Thou h a st th y foot upon th e weak/The w eakest w ith h is bruised head sh a lt/
strike thee on the heel. “Thou w en test to th is Egypt for th y pleasure/T hou sh a lt rem ain
with her for thy sore pain/ Thou h a st possessed her beauty/Thou w ou ld st leave her/N ay/
Thou shalt lie w ith her as thou hast lain.”
Te has vuelto la encam ación de la hipocresía/U n faro para tu s vecinos en cada engaño/
Los hombres cuentan y anotan tu s golpes/El que a hierro m ata, a hierro m uere/Te has
ganado el odio de los hom bres/Y te odiarán/Te h as ganado el tem or de los hom bres. Su
temor te m atará/P isaste al débil. £1 m ás débil/habrá de pisar tu s talon es/F u iste a tierra
egipcia en busca del placer/Y perm anecerás ah í para m order la am argu ra/P oseíste su
belleza que luego abandonarás/ No. Yacerás con ella como h a s yacido.
Lo que a ojos de los hombres que se habían formado dentro de la tradición moral de clase
media era hipocresía, engaño y violencia, constituían, de hecho, características norm ales
de una tradición guerrera dinástica y aristocrática. En in terés del propio dom inio y del
propio país ambos eran inseparables páralos príncipes y las élites gobernantes, todos esos
medios constituían arm as necesarias e ineludibles, de acuerdo con el canon de las clases
superiores tradicionales, en su s luchas perm anentes con otros gobernantes y países. E n las
relaciones entre Estados se recurría a ellas con toda naturalidad. Sólo en un a época en que
las clases industriales en ascenso, con las élites de clase m edia como su vanguardia, luchan
en un frente m ás amplio por la participación en pie de igualdad en el poder gubernam ental
contra las clases superiores tradicionales, comienzan aquéllas a criticar abiertam ente y,
con frecuencia, con gran agudeza, los recursos maquiavélicos del arte de gobernar. En los
países del continente em pieza antes la presión para ajustarse a un credo nacionalista, lo
mismo que la proscripción del diseño. La primera gran ola de nacionalism o parece haber
estado vinculada en Inglaterra con la guerra anglo-boer y el sitio de Mafeking. El resultado
es la constitución y difusión de un sistem a de fe uniforme, que ponía en el centro a la nación
como símbolo de valor incuestionable, en el que, se pensaba, se vinculaban m ás o menos
con éxito los requisitos indispensables del arte de gobernar y las expectativas de las m asas
cultas de las clases media y trabajadora de que la nación, el Estado y su s representantes
satisficieran, en su forma ideal, los patrones y criterios morales y hum anistas hacia ¡os que
ellas mismas se habían orientado, de m anera menos perfecta, dentro de la sociedad.
182 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

puede quedar oculto fácilmente todo el peso que tuvieron los grupos gober­
nantes antiguos antes del ñn de la primera guerra mundial. El segundo de
estos desarrollos, incluyendo los conflictos, las rivalidades y las guerras entre
Estados y el desarrollo estatal interior no son separables. Al tener en cuenta
a ambos, resulta menos paradójico y fortuito que los grupos aristocráticos con
una fuerte tradición militar y diplomática continuaran desempeñando un
papel determinante, aun en los países más avanzados del siglo XIX. Así, de
ninguna manera está en contradicción con la estructura social de entonces,
el que un aristócrata como lord Palmerston, cuyas maneras y estrategias,
patrones, criterios y normas de comportamiento en la vida pública y privada
habrían cabido tan bien en el siglo XVIII, fuera durante algún tiempo el ídolo
de las clases industriales inglesas, o el que Bismarck, la encarnación misma
de un noble prusiano, haya vuelto realidad el sueño de la unidad nacional de
Alemania, algo que ni las mismas clases medias alemanas alcanzaron por sus
propios medios. El predominio de las élites dinásticas y aristocráticas en casi
todos los Estados miembros del sistema estatal europeo, en el siglo pasado,
fue una característica estructural del desarrollo del sistema en esa fase de
transición. Incluso en los países más avanzados, el poder de las clases medias
industriales era, en todo caso, lo suficientemente grande como para hacer
posible su ascenso a las posiciones de mando de su sociedad, como aliadas de
los grupos dominantes más antiguos. Su habitual “cultura”otorgó a los hombres
que habían crecido dentro de ellas o que se habían asimilado a las mismas,
una clara superioridad sobre el arte de gobernar tradicional que, con todos sus
defectos y obstáculos, continuaba influyendo en las opiniones y actitudes de
la mayoría de los estadistas más importantes. Esto era válido ante todo en las
relaciones interestatales, a las que había contribuido sólo de manera marginal
la experiencia de las clases medias y sus tradiciones. En Inglaterra, la peculiar
mezcla de Gladstone, absoluta e inflexible legalidad de principio y una buena
dosis de pragmatismo, oportunismo y disposición al compromiso, señala en la
práctica los problemas con que tenían que luchar los individuos provenientes
de la clase media una vez que habían accedido a una posición de poder estatal.
Esa discrepancia no era simplemente la expresión de una peculiar disposición
personal, sino que mostraba en forma concreta las dificultades que surgían
del encuentro de dos diferentes culturas estamentarias y, especialmente, de
dos cánones normativos en muchos sentidos opuestos, cuyos trasfondos de
experiencia eran completamente distintos.
Q uizás se logre v e r m ejor el p ro b lem a si recordam os, por últim o, lo que
escrib ió so b re M a q u ia v e lo o tro a n g lic a n o q u e d e s p e r ta b a s im p a tía s no
con fo rm istas, en u n p eriodo te m p ra n o , cu an d o la s c lases m ed ias, todavía
excluidas de la s posiciones g o b ern an tes, no e sta b a n ex p u estas a la tentación
de c o m p ro m e te r la p u r e z a de s u s c re e n c ia s m e d ia n te com prom isos. He
aquí las p a la b ra s con las que Jo h n W esley acu sa pú b licam en te al a u to r de
E l prín cip e e n trev ien d o , a p a re n te m e n te , la posibilidad de que los a s u n t o s
U na d ig r e sió n so br e e l n ac ion alism o 183

de su propio país pudieran conducirse de acuerdo con las indicaciones del


florentino :13

Consideré las opiniones menos corrientes, copié los pasajes en que estaban
contenidas, cotejé unas con otras y busqué formarme un juicio frío e im-
parcial. Llegué a esto: si todas las enseñanzas diabólicas que ha habido en
el mundo desde la escritura y han sido confiadas al papel fueran reunidas
en un volumen, este estaría detrás de aquel libro; y cuando un príncipe se
figurara, de acuerdo con ese libro, que la hipocresía, la traición, la mentira,
el robo, el sometimiento, el adulterio, la prostitución y el crimen de todo
tipo son recomendables, Domiciano y Nerónserían como ángeles de luz
comparados con ese hombre.

Aproximar y buscar la reconciliación entre el canon normativo moral de la


clase media y el canon maquiavélico-dinástico, no era cosa sencilla.
No es sorprendente que al igual que, en general, como había ocurrido con
el ascenso de las clases medias industriales al poder, ello se haya logrado en
el curso de un proceso gradual;14 incluso cuando las tensiones y prolongados
conflictos sociales ligados a todo ello hayan desembocado, en algunas ocasiones
y algunos lugares, en violentas luchas revolucionarias.

13. Citado de John Drinkwater, P atriotism in literature, Londres, 1924, pp. 244 y ss.
14. Con frecuencia, la percepción de cambios de largo plazo de este tipo se ve oscurecida por
criterios poco claros. En muchas ocasiones no se separa con suficiente nitidez el ascenso
individual de una capa o un a clase a otra sin que la posición relativa de esos m ism os
estam entos se altere y haya un cambio en la posición subordinada o m ás elevada de
las d istin tas capas sociales como tales. De ah í que am bos procesos no se in v estig u en
adecuadam ente en su relación recíproca.
Una diferenciación de este tipo resulta indispensable para la investigación de las tradi­
ciones, las culturas, las normas específicas, los criterios, los patrones y representaciones
ideales de las distintas capas. El ascenso individual tiene normalm ente como consecuencia
que el individuo abandone la cultura de su capa originaria y adopte la de la capa superior
a la que asciende o, mejor dicho, es la fam ilia la que asciende y la que, en el transcurso
de dos o tres generaciones, cambia de una cultura a otra (it takes three generations to
make a gentlem an). Por el contrarío, si bien es posible que el ascenso de toda una capa
social, su elevación de estatu s y poder respecto de otras acarree un desarrollo ulterior
de su cultura, no ocasiona necesariam ente un rompimiento cun su tradición. Se aviene
en general con un a continuidad en el desarrollo de las norm as, patrones y doctrinas
tradicionales, aun cuando pueda observarse una absorción de elem entos de la tradición
de una capa que anteriorm ente había sido superior o una fusión am plia de las culturas.
En las oportunidades relativas de poder de las capas en ascenso y en descenso decide en
tal caso el proceso específico de cambio sobre la manera en que ambas culturas se influyen
y sobre el tipo de m ezcla final.
TERCERA PARTE

CIVILIZACIÓN Y VIOLENCIA
SOBRE EL MONOPOLIO
ESTATAL DE LA VIOLENCIA

1) La civilización de la que hablo no es nunca algo concluido y siempre está


amenazada. Amenazada porque el afianzamiento de un patrón y de criterios de
comportamiento y sensibilidad en una sociedad depende de ciertas condiciones;
entre ellas se encuentra un autocontrol relativamente estable de las personas
que, a su vez, está vinculado con una estructura social específica. El aprovisio­
namiento de bienes y el mantenimiento de los niveles de vida tienen cabida allí;
en ocasiones, también la solución pacífica de los conflictos internos del Estado
y la pacificación interna de la sociedad, pero esta última se encuentra siempre
amenazada y lo está por los conflictos sociales y personales que forman parte de
las manifestaciones normales de la vida comunitaria del ser humano, conflictos
que las instituciones pacificadoras se encargan de solucionar. Lo que sigue se
ocupa de este aspecto del proceso de civilización, de la tensión entre violencia y
pacificación, con referencia especial a determinados problemas alemanes .1

1. Cuando, como aquí se hace, se contrapone la civilización a la violencia, a la violencia que


los hombres ejercen unos contra otros en las guerras, en la lucha política, en la convivencia
personal o donde sea, se está restringiendo de entrada la idea que se tien e de ella. Con
ello se afina el concepto de tal manera que sólo uno de su s aspectos constituya el objeto de
nuestra atención: la vida en común y pacífica de los seres hum anos. Pero la convivencia
civilizada posee un contenido que va mucho m ás allá de la m era ausen cia de violencia.
De ella forma parte no sólo algo negativo, la desaparición de los actos violentos en el tra to
entre los individuos, sino todo un conjunto de características positivas, p rin c ip a lm e n te
la modelación específica de los individuos: E sta sólo p uede te n e r lugar cuando el peligro
186 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Es frecuente hacer un planteam iento erróneo cuando uno se propone


investigar el problema de la violencia física en la convivencia hum ana .2Nor­
malmente, uno se pregunta cómo es posible que personas que viven en una
sociedad lastimen o maten a otras o cómo es que pueden llegar a convertirse en
terroristas. Sería más adecuado y, por lo tanto, más fructífero, si planteásemos
la cuestión de otra manera: ¿cómo es posible que tantos individuos puedan vivir
en paz, sin temor de ser lastimados o muertos por otros más fuertes, de forma
tan pacífica como normalmente se da en las grandes sociedades estatales de
Europa, América, China o Rusia de nuestros días? Hoy en día se pasa por alto
con demasiada facilidad que nunca antes, en el desarrollo de la humanidad,
tantos seres humanos, millones de personas, habían convivido de manera tan
relativamente pacífica —es decir, a salvo en buena medida de ataques físicos—
como en los grandes Estados y ciudades de nuestros días. Quizás no se perciba,

de que los hombres se ataquen físicam ente unos a otros o que se fuercen a algo que no
harían sin esa coacción ha sido proscrito de su trato social. El moldeado civilizatorio de los
individuos en ámbitos pacíficos se refleja en las artes, con las que los hombres se gratifican
m utuam ente; en los juegos deportivos, con los que se ponen a prueba sin hacerse daño;
en los viajes y expediciones en territorios pacificados y en m uchos otros campos- Ninguna
pacificación es posible m ientras el nivel de bienestar sea diferenciado y las cuotas de poder
muy diversas. A la inversa, ningún bienestar es posible sin u n a pacificación estable.
2. E ste equivocado planteam iento del problema está relacionado tam bién con la tendencia,
actualm ente m uy difundida, a atribuir los conflictos enti'e los individuos —y los conflictos
internos que se derivan de ellos— a una agresividad inn ata en el hombre. La hipótesis de
que los hombres poseen u n impulso congénito que los lleva a atacar a su s sem ejantes, un
instinto de agresión, sim ilar en su estructura a otros instin tos como el sexual, carece de
fundamento. El hombre posee un potencial heredado para ajustar de m anera autom ática
todo su aparato corporal cuando se siente en peligro. A veces se hab la de u n a reacción
de alarma. E l cuerpo reacciona a la percepción de peligro con un cambio autom ático que
prepara para un m ovim iento intensivo al aparato m uscular y esquelético, en especial la
lucha o la huida. Los im pulsos hum anos que corresponderían al modelo de un instinto se
liberan fisiológicam ente — o como se dice, se desencadenan “desde dentro”— de manera
relativam ente independiente de la situación concreta. El ajuste corporal que dispone para
luchar o em prender la huida es condicionado en mucho mayor m edida por situaciones
especificas, ya sean estas presentes y concretas o se trate de recuerdos.
El potencial de agresividad puede ser activado por situ acion es n a tu ra les y sociales de
determinado tipo, principalm ente por las conflictivas. En oposición consciente a Konrad
Lorenz y a otros investigadores que atribuyen al hombre un instin to agresivo modelado
de m anera análoga al instinto sexual, deseo hacer la siguiente y algo exagerada formu­
lación: N o es la a g re siv id a d lo que desencadena los conflictos, sino tos conflictos los que
desencadenan la agresividad. N uestros hábitos de pensam iento crean ía expectativa de
que todo lo que buscamos explicar respecto a los hom bres puede aclararse a partir de la
consideración de individuos aislados. El cambio de actitud m ental y de la expectativa de
explicación al modo en que los hombres se vinculan entre sí en grupos — y por lo tanto, a
las estructuras sociales— es evidentem ente difícil. Los conflictos son un aspecto de tales
estructuras, es decir, de la convivencia de los seres hum anos. Son. asim ism o, un aspecto
de su vida en común con los anim ales, las plantas, el sol y la luna, en pocas palabras, con
la naturaleza no hum ana. La naturaleza h a amoldado al hombre a esa vida en com ún con
los seres hum anos y la naturaleza, y a sus conflictos.
C ivilización y v io l e n c ia so b r e e l m o no polio estatal d e la violencia 187

sino h asta que uno se percate de cuán alto era el nivel de violencia en las
relaciones hum anas en las épocas anteriores del desarrollo de la humanidad.
De hecho, la actitud primaria es que los individuos, al entrar en conflicto
cuando son presa de la ira y el odio contra otros, arremetan contra ellos y llegan
a herir o hasta matarlos. Y aquí se plantea el problema al que me refiero, pues
todo ello, ira mutua, odio, rivalidad, enemistad, siempre está presente, pero la
agresión y el crimen han sido relegados a un segundo plano. Como se ve, mi
enfoque es diferente. Se trata de despertar nuevamente nuestra sensibilidad
para percibir lo sorprendente e insólito que resulta el grado relativamente alto
de no violencia en nuestras uniones sociales. Sólo a partir de aquí se puede
realmente explicar y entender por qué determinados individuos no se adaptan
a este canon de civilización de nuestros días.
No es difícil responder —en todo caso, no en una primera aproximación— la
pregunta acerca de la manera en que pudo darse tal pacificación. La creación de
espacios pacificados durables está relacionada con la organización social de la
vida en común en forma de Estados. Max Weber ha sido el primero en percibir un
aspecto de este problema. Weber señala el hecho de que los Estados se caracterizan
porque, en ellos, el grupo gobernante reclama para sí el monopolio de la violencia
física. Esto significa que vivimos en una organización en que los gobernantes
disponen de grupos especializados, autorizados para utilizar la violencia física en
caso necesario, y también para impedir su viso a otros ciudadanos.3El monopolio de
la violencia puede señalarse como una invención técnico-social del ser humano.4
Las invenciones se dan no sólo en los ámbitos naturales, sino también en los
sociales. Tales inventos raramente son concebidos por individuos aislados; en
su mayoría son creaciones colectivas no planeadas. El monopolio de la violencia
física es una de esas invenciones sociales no planeadas. Se ha conformado bajo la
forma de un largo proceso, muy gradual, a lo largo de los siglos, hasta alcanzar
el estadio actual.
Y c ie rta m e n te no es e s ta la ú ltim a e ta p a . No s e ría re a lis ta decir que e ste
monopolio d e la vio len cia in te r n a e n los E sta d o s fu n cio n a lib re de problem as.
Los h o m b re s d e b e rá n se g u ir tra b a ja n d o en ello y la form ación sociológica de
conceptos p u e d e c o n trib u ir a q u e lo h a g a n con m ay o r conciencia.
E se m o n o p o lio d e la v io le n c ia físic a , q u e ho y p o r lo com ún c o n tro la n y
conducen los g o b iern o s e s ta ta le s , re p re s e n ta d o s como órganos ejecutivos por
el ejército y la policía, es como m u ch as o tra s invenciones h u m a n a s, u n logro de

3. En un a palabra, la forma estatal de la vida com unitaria y la pacificación que trae consigo
se basa ella m ism a en la violencia. E l antagonism o entre civilización y violencia, que a
prim era v ista puede parecer absoluto, se revela como algo relativo cuando se considera
m ás de cerca. Lo que se esconde detrás de el es fun dam entalm en te, la diferencia entre
individuos que a nom bre del E stado o bajo la protección de su s leyes am enazan o atacan
con violencia, con arm as o con fuerza muscular, a otros individuos que hacen lu m ism n sin
el perm iso del E stad o y sin la protección de las leyes.
4. U n m odelo exp licativo de su desarrollo se expone en mi obra E i proceso de la c iv iliz a ­
ción.
188 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

doble filo; tiene la cabeza de Jano. Al igual que la invención del fuego hizo posible
la cocción de los alimentos y el incendio y la destrucción de casas y chozas o que
la elaboración del hierro determinó grandes avances en la agricultura y trajo
consigo el avance en la guerra o que la fuerza del átomo puede ser una fuente
de energía y un arma terrible, así también las invenciones sociales pueden
mostrar una doble faceta. El surgimiento de monopolios de la violencia física
es un ejemplo. Debo dejar de lado este aspecto del problema, pero esto es lo que
sabemos: por un lado, un monopolio estatal de la violencia física puede servir
como un arma peligrosa. Desde los faraones hasta las dictaduras de la actua­
lidad, el monopolio de la violencia ha sido utilizado como una fuente de poder
decisiva para beneficio de pequeños estamentos. Pero, la de los órganos y las
personas que ejercen el control del monopolio estatal de la violencia, no es una
única función; es también un desempeño elevado para los hombres vinculados
en un Estado, que hasta ahora ha sido una condición indispensable para la
pacificación interna de grandes conglomerados sociales, especialmente, para la
convivencia pacífica de grandes masas humanas en los Estados industrializados,
condición estrechamente vinculada con el monopolio fiscal, ya que sin impuestos
no hay poder armado, ejército o policía y sin ellos no hay impuestos.
El punto que salta a la vista aquí es el del equilibrio entre las dos funciones
del monopolio de la violencia, la de sus inspectores y la que toca al conjunto de
la población del Estado, por ejemplo, en relación con su pacificación interna.
En épocas anteriores, el equilibrio de poder en este sentido era tan desigual,
que los que controlaban el monopolio —o quienes casi lo detentaban— podían
imponer esta función gracias a este manejo, de manera ilimitada, en beneficio
de sí mismos a expensas de la tocante a los gobernados. Se dice que Luis XIV
dijo: “El Estado soy yo.” De hecho se sentía su dueño. A partir de entonces, en
algunos Estados, el equilibrio de poder se ha inclinado, en alguna medida, en
favor de la otra función, la correspondiente a la sociedad estatal en su tota-lidad.
En la etapa m ás av anzada, quienes ejercen el monopolio de la violencia y sus
inspectores están, a su vez, bajo el control de otros representantes de la sociedad;
estos vigilan que los medios a disposición de aquéllos, no sean sólo utilizados en
su beneficio p articu lar o en favor de los intereses de ciertas capas de la población
organizada estatalm en te. La pacificación individual, el hecho de que, en caso de
conflicto, la m ayoría ra r a vez llegue a pensar en arrojarse contra sus oponen­
te s e iniciar u n a pelea, por furiosos que estén, d a m u e stra s de u n a profunda
transform ación civilizadora de la e s tru c tu ra de la personalidad. Los bebés se
defienden de m an e ra esp o n tán ea con pies y m anos, in dependientem ente de la
sociedad a que pertenezcan, los niños p elean e n tre sí con m ucha frecuencia. El
hecho de que se h ay a im preso ta n profundam ente el tab ú de los actos violentos
en quienes h a n crecido en las sociedades m ás desarrolladas es algo relacionado,
en buen a m edida, con la efectividad creciente del monopolio e sta ta l de la vio­
lencia. Con el tiempo, las e stru c tu ra s de personalidad de los individuos se van
ajustando a ello. Las personas desarrollan cierto tem or o incluso u na profunda
aversión, u n a su e rte de disgusto, a n te la utilización de la violencia física. Es
C ivilización y v io l e n c ia s o b r e e l m o no polio estatal d e l a violencia i 89

posible rastrear el avance de ese proceso. En épocas anteriores, aún en el siglo


pasado, era natural en muchas capas sociales que los hombres golpearan a las
mujeres para someterlas a su voluntad. Hoy, en la sensibilidad individual está
anclada, mucho m ás profundamente que en siglos anteriores, la prohibición
de que los hombres maltraten a las mujeres bajo ninguna circunstancia o que
se golpeen entre sí aprovechando que son más fuertes o, incluso, que los niños
sean objeto de maltrato. La pacificación en el Estado, la restricción externa se
ha transformado en autorestricción. Sólo cuando este autodominio automático
de los impulsos espontáneos a la violencia se vuelve consciente en sociedades
relativamente civilizadas, se arroja luz al problema de la violencia intencional
y premeditada. Aun así, dentro de los Estados existen grupos, legales e ilegales,
que ejercen la violencia. Pero la situación se complica cuando no existe un mo­
nopolio de la violencia en el plano de la relación entre Estados. Hoy vivimos en
este plano, de la misma manera como nuestros antepasados vivieron en medio
de su llamado salvajismo. Al igual que, en el pasado cada tribu representaba un
peligro para las otras, cada Estado representa constantemente, en la actualidad,
un peligro para los otros. Sus miembros y representantes siempre tienen que
permanecer alerta y contar con la eventualidad de ser atacados por otro Estado
más poderoso, depender de él o ser dominados. U n mecanismo de amenaza y
temor mutuo —yo lo denomino proceso de enlace doble— incita a los Estados
a hacerse más fuertes y m ás poderosos que los otros para no quedar atrás de
ellos.5 En particular, es parte de las relaciones entre los Estados que los más
fuertes se vean envueltos en luchas por la hegemonía, precisamente porque
viven en un constante temor mutuo. Ninguna fuerza superior impide en este
plano a los participantes realizar una acción violenta, cuando uno de ellos se
cree superior y espera derivar ventajas de eso. Esto acontecía en todas partes
en épocas anteriores, y aún dentro de los Estados debía temerse al vecino más
fuerte, que podía utilizar su fuerza física para amenazar, chantajear, robar y
esclavizar a otros individuos.
En comparación con ello, la pacificación y la civilización estatal interna de
los seres hum anos ha avanzado, pero se ha producido una notable fisura en
cuanto a entender a nuestra civilización como de toda la humanidad. En la vida
interna de los Estados se prohíbe y, de ser posible, se castiga la violencia entre
los hombres; pero en las relaciones entre Estados rige otro canon. Todo Estado
importante se prepara de manera continua para enfrentar actos de violencia
de otros Estados; y cuando se llega a ellos, se aprecia extraordinariamente a
aquéllos que los llevan a cabo y no pocas veces son incluso objeto de elogio y
recompensa. Pero cuando se considera la disminución del peligro físico que los
hombres representan para los hombres en los Estados —y por lo tanto, de la
dimensión de la amenaza mutua o, a la inversa, el aumento de la pacificación—

5. Acerca de e ste concepto y su contenido, véase: N orbert E lias, “E ngagem ent und disuui-
zierung” en M ichael Schróter (com p.). A rb eiten z u r w issenssoziologie, Frankfurt, 1983,
vol. 1, pp. 121 y ss.; “H um ana C onditio”. Frankfurt. 1985.
190 N orbert Elias | Los A le m a n e s

como uno de los criterios decisivos para evaluar la etapa civilizatoria, se puede
decir que los hombres han alcanzado un estadio más elevado de civilización en
las relaciones internas en el Estado que en las relaciones externas. En el caso de
los Estados industriales desarrollados, en los que, efectivamente, se observa un
alto grado de pacificación interna, el desnivel entre la pacificación intraestatal
y la amenaza interestatal es con frecuencia particularmente alto. En el terreno
de las relaciones externas, los seres humanos se encuentran en un escalón más
bajo del proceso civilizatorio, no porque sean malos por naturaleza, ni tampoco
porque sientan deseos congénitos de agresión, sino porque en las relaciones
internas estatales se han formado determinadas instituciones sociales que, con
mayor o menor efectividad, contrarrestan todo acto de violencia no autorizado
por el Estado, mientras que en el trato externo, tales instituciones aún no
existen. Así, todos los grandes Estados, al igual que muchos de los más pequeños,
tienen a su disposición especialistas de la violencia que pueden entrar en acción
cada vez que amenaza la irrupción violenta de otro Estado o también, dado el
caso, cuando el Estado en cuestión amaga a otro.6
Mientras que en el plano de las relaciones entre Estados, la formación de un
monopolio de la violencia física y, por lo tanto, también del proceso de formación
del mismo Estado, es muy rudimentaria —por motivos y con consecuencias que
no requieren ser analizados aquí—, su desarrollo en el plano interno estatal
es ciertamente mucho más avanzado, pero su avance no es en todas partes
uniforme. Aún allí donde es relativamente eficaz, continúa siendo vulnerable,
por lo que, en las situaciones sociales críticas, los especialistas estatalmente
autorizados para controlar y ejercer la violencia, pueden verse envueltos en
una lucha violenta contra otros grupos sin tal autorización. En lo que sigue,
nos referiremos a dos de estos casos tomados de la historia alemana reciente.

2) Sería una hermosa tarea escribir la biografía de una sociedad estatal,


por ejemplo, la de Alemania pues, al igual que ocurre en el desarrollo de un

6. Pero tam bién pueden ser llam ados para apoyar a u n a capa social o a un determinado
partido en lucha contra otros en los conflictos internos. Ya dije que el monopolio de la
violencia posee un doble faceta. Por lo demás, son los m ism os individuos los que, por un
lado, en un a etapa relativam ente elevada de la civilización, son educados en el espíritu de
un fuerte rechazo al uso de la violencia física en la vida interna del Estado y, por el otro,
son formados —como en el servicio militar— como especialistas para matar en el ámbito de
las relaciones entre Estados. La diversidad de los niveles de civilización en las relaciones
internas y externas de las sociedades estatales actuales se refleja, por tal motivo, en los
desequilibrios personales específicos y en los conflictos de las personas afectadas pues
se sedim enta en la estructura de su s personalidades. En la paz, dentro de los misinos
ámbitos pacíficos donde se castigan los actos de violencia, se prepara a los hombres para
la guerra, en la cual la violencia es perm itida y exigida. D espués de la guerra, donde
se les ha acostum brado a todo género de violencia, los sobrevivientes retornan a los
espacios pacíficos de sus países y se espera de ellos que se adapten de inmediato a la
ausencia de violencia allí requerida. Pero con harta frecuencia, esto no puede hacerse tan
rápidamente. La marea de la guerra expande sus olas violentas a través de generaciones
en las sociedades pacificadas por el Estado.
C iv iliz a c ió n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o le n c i a 191

individuo, las experiencias de otras épocas continúan actuando en el presente


y en el desarrollo de una nación.
Aun hoy, en la evolución de Alemania sigue viva la experiencia de que el
imperio alemán haya sido, durante un largo tiempo, un Estado débil y de que
haya ocupado una posición subordinada dentro de la jerarquía de los Estados
europeos. Bajo ella padeció un sentimiento de indignidad personal entonces,
de humillación y su percepción de su propio valor sufrió un daño. En muchos
testimonios de los siglos XVII y XVIII alemanes se puede leer cómo se sentían
entonces a este respecto los individuos y cómo experimentaban en carne propia
esa debilidad de Alemania —al contraponerla, por ejemplo, con Francia, Ingla­
terra, Suecia o Rusia— debido a la fragmentación del país.
Una biografía de Alemania debiera mostrar cómo ese sentimiento de impo­
tencia y de inferioridad de poder se transformó en lo contrario cuando el Estado,
anteriormente inconexo y tardíamente integrado, se unificó en el contexto de una
guerra victoriosa. En el lugar de aquellos sentimientos profundos de minusvalía
nacional se instaló una acentuada sensación de grandeza y poderío nacionales.
A la Alemania reunifícada se le había abierto el camino para convertirse en
una potencia mundial. Como normalmente ocurre en asuntos de poder entre
Estados, eso dio lugar rápidamente a una actitud de lucha por la supremacía.
Respondiendo a un movimiento pendular —de una hum illación extrem a a
un sentimiento extremo de superioridad— cada vez más y más individuos de
las capas dirigentes alemanas sintieron que su país debía prepararse para
alcanzar la hegemonía en Europa y, quizás, en el mundo. Al igual que en otros
casos, al cambiar las circunstancias, un grupo anteriormente humillado se
había transformado en uno arrogante, uno oprimido en uno opresor o, para
decirlo en el lenguaje de la época, en un pueblo de amos. Y, dado que la etapa
de la integración nacional se había alcanzado muy tardíam ente en el caso
alemán y como su correspondiente ascenso al estrato superior de las potencias
europeas ocurrió también muy tarde, los representantes de Alemania sintieron
la urgencia de hacerse lo más rápidamente posible con el instrumental de una
gran potencia, requerido para competir por la supremacía internacional, en
especial, en cuanto a colonias y flota marítima.
No se puede en ten d er por completo el proceso alem án y, por tanto, tam poco la
actitud actual hacia el uso de la violencia en el territo rio de la R epública Federal
Alemana, si no se tien e p resen te e sa g ran línea de desarrollo de A lem ania en la
estructura in te re s ta ta l y, en consecuencia, en la je ra rq u ía de poder y de e sta tu s.
No es posible estab lecer a q u í u n a separación en las lín e as de evolución de la
política in terio r y exterior. D esde el pun to de v is ta sociológico, las e s tru c tu ra s
interior y ex terio r del E sta d o son in sep arab les, no o b sta n te qu e la tra d ició n
sociológica se h a y a concentrado h a s ta ahora, principal y exclusivam ente, en la
primera. El desarrollo de A lem ania m u e stra con especial claridad en qué m edida
ambos procesos se e n trete je n de m a n e ra indisoluble.
Así pues, el ascenso de A lem ania después de 1871, d entro del conjunto de las
potencias europeas y del peligroso círculo mágico de su s E stad o s en lucha por
192 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

la hegemonía, tuvo también una profunda significación en la política interna.


La unidad del país se había logrado gracias a las victorias militares logradas
contra sus Estados rivales. La conducción de esas luchas estuvo en manos de
la nobleza y, por contraste, la burguesía urbana alemana había desempeñado
un papel político de segundo orden. En buena medida, sus cuadros habían
sido excluidos de las posiciones de mando superiores del Estado alemán y las
grandes decisiones políticas y militares continuaban siendo responsabilidad de
las cortes reales. Especialmente en Prusia, las posiciones cupulares estuvieron
casi siempre reservadas, con contadas excepciones, a la nobleza. Es cierto que
muchos individuos pertenecientes a la burguesía no se conformaron con el papel
marginal que se les había asignado y habían luchado de una u otra manera
contra la hegemonía de la corte y la nobleza. Pero la consumación del sueño
burgués de la unificación de Alemania, gracias a los servicios prestados por los
estratos m ás poderosos y de mayor estatus, por un príncipe y sus ministros y
generales nobles y gracias a una guerra victoriosa significaba, en primer lugar,
el fracaso de la burguesía.
El hecho de que la victoria nacional realizada bajo la dirección de una
nobleza cortesana y militar implicara, al mismo tiempo, la derrota social de la
burguesía en su lucha interna contra la hegemonía de la nobleza, tuvo vastas
consecuencias en la actitud política y social de las clases medias alemanas.
Muchos miembros de la burguesía estatal, aunque seguramente no todos,
renunciaron a esa lucha: se dieron por satisfechos con su papel de capa social de
segundo orden. La elevación de su propio valor como alemanes, como miembros
del nuevo imperio alemán, compensaba la relativa humillación de haberse
aceptado a sí mismos como un estrato de segundo rango, inferior en poder y
posición a la nobleza.
E n relación con esa aceptación, te n d ría lu g ar u n a notable metamorfosis en
la a c titu d y en el canon de com portam iento de im p ortantes porciones de la alta
b u rg u e sía a le m a n a , tran sfo rm ació n que re s u lta significativa p a ra la teoría
de la civilización. E l com ponente id e a lista de la trad ició n c u ltu ra l burguesa
alem ana, a ú n dom inante a finales del siglo XVIII y que con frecuencia iba de la
m ano con u n a actitu d an tico rtesan a y an tiaristo crática lim itada a lo cultural,
comenzó a desvanecerse, o en todo caso, continuó operando sólo en círculos muy
estrechos. Su lu g ar sería ocupado por la adopción, por p arte de otros sectores de
la burg u esía —sobre todo por los altos funcionarios y la totalidad de los círculos
de profesionales— de los valores nobles, esto es, de los valores de u n estamento
de fu erte tradición cen tra d a en las relaciones internacionales. Dicho con otras
palabras, esos sectores de la b urguesía alem an a se asim ilarían a la capa social
superior adoptando como suyo su ethos: el guerrero.
S in em b arg o , en el c u rso de e sa asim ila c ió n , el can o n aristo crático se
transform ó; p a ra decirlo brevem ente, se aburguesó. E n los círculos n o b l e s , los
valores m ilitares, representados por térm inos abstractos como valor, obediencia,
honor, disciplina, resp o n sab ilid ad y le a lta d e ra n p a rte de u n a larg a tradición
C ivilización y vio lenc ia so br e e l monopolio estatal d e la v io lencia 193

familiar.7 En correspondencia con su diferente condición social, los círculos


burgueses adoptarían solamente ciertas partes del canon aristocrático, y al
ser adoptado, sufriría los cambios funcionales correspondientes al estamento.
Perdería su carácter de modelo de comportamiento ligado a la tradición y, por
lo tanto, su relativa espontaneidad y se expresaría en una doctrina explícita­
mente formulada y reforzada por la reflexión. Lo que para la nobleza era más
o menos una tradición incuestionable —una muy ingenua apreciación de las
actitudes valorativas guerreras, una comprensión tradicional del significado
del potencial de poder en la correlación de fuerzas entre los Estados— se
convertiría en adelante en una conquista. Raras veces se había dicho y escrito
tanto en alabanza del poder, incluso del poder violento.
Del hecho de haber conquistado la unidad m ediante guerras y bajo la
conducción militar de la nobleza, se extrajo la conclusión de que la guerra y
la violencia eran buenas y bellas consideradas como medios para ejercer la
política.8No todos, pero sí algunos sectores importantes de la burguesía alemana
convertirían esta tendencia de pensamiento en el núcleo mismo de su ideología.
Mientras que para muchos nobles, la guerra y las intrigas de la diplomacia
constituían un oficio tradicional, una especialidad conocida, en aquellos sectores
de la burguesía pacífica asimilados al canon guerrero se daba una especie de
romanticismo del poder, una literatura en la que también el poder alcanzado

7. Ese canon se formaría por la práctica de generaciones de oficiales perten ecientes a una
nobleza no especialm ente acomodada. E n esos grupos se daba por sentad o que la guerra
era un oficio sangriento. Se m ataba a los enem igos, se incendiaba, de ser necesario, su s
casas, se viv ía de la tierra y tam bién, sin duda, se practicaba el pillaje. Pero para los
oficiales existían a l m ism o tiempo determ inadas reglas, u n canon de com portam iento, en
virtud del cual se tenían consideraciones con e l enem igo, especialm ente cuando se trataba
de miembros de la m ism a clase. Para los nobles, la guerra era u n a su erte de profesión:
por mas que se pudiese aborrecer a un enem igo, la actitud hacia él estaba determ inada a
grandes rasgos, por un código de caballeros relativam ente uniforme. H asta el siglo pasado,
y quizás hasta principios del presente, se consideró prácticam ente como obligatorio en los
Estados europeos.
8. No sólo los hombres en lo individual, sino tam bién grupos sociales como la s clases o las
naciones aprenden de su s experiencias. Como correlato de la continuidad generacional
existe algo así como un a memoria colectiva de los grupos sociales. El recuerdo de que el
deseo de la unificación de Alem ania no se logró por la vía pacífica, n i por la inteligencia,
ni por una revolución burguesa contra la hegem onía de los príncipes y la nobleza, sino
por la victoria m ilitar sobre Francia bajo la conducción de los nobles, formaba parte de
las experiencias colectivas fundam entales de amplios sectores de la burguesía del imperio
alemán. El viraje que tuvo lugar, en virtud de esa experiencia colectiva, en buena parte
de la burguesía alem an a se expresa, ta l vez con algun a sim plificación, de la sig u ie n te
manera, como si un a gran cantidad de su s m iem bros dijera al unísono: “nuestros bellos
ideales no nos han servido para nada. Lo que nos ha llevado de lo m ás hondo a los m ás
alto, lo que nos ha conducido a la realización del objetivo tan anhelado ha sido el poder
militar, la violencia bélica. Es evidente que ella es, en últim a instancia, lo que cuenta en
los asuntos hum anos. Las herm osas palabras de Schiller, G oethe y otros, su llam ado a la
humanidad, todo ello nos h a servido de poco. Sólo nos sirvió la lucha, la voluntad de poder
y la inflexibilidad en su realización.”
194 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

mediante la violencia aparecía, embellecido, como valor supremo. Nietzsche, que


había tomado parte como enfermero voluntario en la guerra de los años setenta
entre Alemania y Francia, hace su formulación filosófica de esa ideología de la
burguesía guillermista en su obra L a voluntad de poder, por supuesto sin tener
conciencia de ello. [I]9 Cuando se conocen los libros de la época, especialmente
la literatura novelesca, cuando se tienen presentes los duelos entre estudiantes
burgueses realizados de acuerdo con el código unificado de honor de unas aso­
ciaciones de carácter fundamentalmente burgués o noble o la posición especial
de los oficiales de reserva o los consejeros privados en uniforme cortesano,
puede reconocerse con facilidad el proceso de adaptación de las capas medias
superiores a la nobleza y a la corte. Al mismo tiempo, se aprecia la peculiar
paradoja de la estructura social y psicológica, presente también en otros círculos
de funcionarios y académicos de la época. En su esfuerzo por asimilarse a los
valores guerreros y maquiavélicos de la aun poderosa nobleza, a pesar de su
tradición gremial pacífica y su tradición cultural comparativamente poco militar,
se refleja el anhelo oculto de estos burgueses por ser algo que nunca podrían
ser—en todo caso, no en una generación—, es decir, nobles.
Un ejemplo ayudará a apreciar con mayor claridad esa enfática aceptación de
la violencia. En 1912, un escritor burgués muy popular* Walter Bloem, publicaría
una novela bajo el título Volk w ider volk, en la que m uestra a sus lectores y
lectoras, una vez más, la sorprendente experiencia de la victoriosa guerra de
1870-71. Cito aquí un episodio de ella, el encuentro de las tropas alemanas
con las fuerzas de la resistencia francesas a las que entonces denominaban
“francotiradores”:10

Los francotiradores corrían desesperados y en ello les iba la vida [...] Alguien
tropezó un segundo más tarde, George Rappen disparó por encima de los
caídos —sólo un golpe de su sable encontró el brazo que a manera de escudo
intentaba proteger el cuerpo; detrás de él se escondía un rostro azorado,
descompuesto por el dolor y la angustia... era una mujer [.„]
Entonces ataron juntos con correas a los tres, la mujer y los dos piesangs y
seguidamente aceleraron el trote, los prisioneros tuvieron que correr hasta
echar la lengua, si no querían ser arrastrados hasta la muerte [,..] Y los
ulanos no escatimaban golpes, patadas, pescozones (...) también la mujer
recibió su parte (...) Hacía mucho que se habían olvidado de distinguir entre
los hombres y el ganado (...) Un enemigo hecho prisionero no era otra cosa
que una bestia salvaje y maligna [...]

Sentimientos como los descritos, lo mismo que las acciones correspondientes,


son espontáneos y cotidianos en el tum ulto de las guerras. Lo que se puede
considerar como característico de la situación burguesa alem ana de 1912 es el

9. Los núm eros rom anos en tre corchetes rem iten al contexto de los apénd ices (pp. 218 a 305)
(V éase nota final del editor alem án). (N. del T.í
10. W alter Bloem Volk W ider v o lk . Leipzig, 1912, pp,, 326 y s.
C iv iliz a c ió n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o l e n c i a 195

hecho de que aquí esa especie de brutalidad es expuesta explícitamente en una


novela ligera como signo de un código de comportamiento considerado positivo
y digno de elogio.
Cuando se leen tales testimonios —y hay muchos de este género— se ve de
golpe que desde el “Seid umschlungen Millionen” [“Hombres, os abrazo a todos”
de la Oda a la alegría] de Schiller, desde la época de los grandes idealistas
clásicos alemanes, cuyas obras encontraron amplia resonancia como modelos
de pensamiento y como lectura de la burguesía ilustrada alemana, se había
dado un viraje esencial en la actitud de amplios estratos burgueses. La iden­
tificación, en última instancia, entre los hombres, que quizás allí se ensalzaba
de manea idealizada, aquí es negada con un énfasis reflexivo en favor de una
identificación exclusivamente nacional. En la guerra no se requiere tratar al
pueblo del enemigo como seres humanos, esas gentes no son más que “bestias
salvajes malignas”. El popular autor espera, manifiestamente, que sus lectores
compartan y aprueben esa actitud.

3) Muchos jóvenes alem anes fueron al campo de batalla en 1914 con la


conciencia de que la guerra era algo maravilloso, glorioso y grandioso. Estaban
inmersos en la certeza de una victoria11 en que reflejaban la fuerza de su sueño
de una gran Alemania. “¡Hurra!” —escribía un estudiante de derecho a sus
padres, que habría de ser herido de muerte mes y medio después en el M am e 12
“finalmente recibí el llamado [al campo de batalla]. ¡Venceremos! No es posible
que no lo logremos con tan poderosa voluntad de vencer. Mis queridos, estad
orgullosos de vivir en esta época y con este pueblo y de enviar a muchos de
vuestros seres amados a esta orgullosa lucha ”
La guerra, tal como de hecho se desarrolló, fue terriblemente cruel. El proceso
bélico contradice en los hechos los planes elaborados previamente por los gene­
rales. Los comandantes militares de ambos bandos habían planeado una guerra
ofensiva muy breve. Los generales franceses, los vencidos de ayer, planeaban
una ofensiva a fondo, con batallas a paso acelerado; los alemanes seguían el
plan de Schlieffen modificado, que preveía una marcha inesperada sobre Bélgica
y desde ahí sobre Francia, para dar una batalla decisiva contra el enemigo
francés, de manera que las tropas alemanas en el frente occidental fueran
liberadas para acudir al frente oriental. Las ofensivas así planeadas se anularon
recíprocamente. Tras sufrir fuertes pérdidas, se estancaron en una espantosa
guerra de trincheras. Esto fue predicho por algunos observadores externos,
que sabían que el desarrollo de la tecnología bélica favorecía la defensiva, no la
ofensiva. H. G. Wells y otros habían visto venir la guerra de posiciones.
Cuando E stad o s U nidos que, al ig u al que In g la te rra , te m ía u n co n tin e n te

11. Yo mismo la experimenté — tenía apenas 17 años— como algo extraño y no com pletam en­
te com prensible. Pero tu ve com pañeros y conocidos que com p artían e se esta d o de
ánimo.
12. Philipp Witkop (comp.), Kriegsbriefe gefallener studenten, M unich, 1929, pp. 7 y s.
196 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

dominado por Alemania, entró en guerra, la posibilidad de que esta última


ganara se desvaneció por completo: lo impensable se volvió realidad, Alemania
consumió sus fuerzas y fue vencida. El emperador y los príncipes perdieron el
trono. Las cortes, centros de la buena sociedad alemana, desaparecieron; esta
misma —la sociedad de honorables, de los que reparaban con las armas el honor
ultrajado, que comprendía desde la nobleza de alcurnia hasta las corporaciones
de estudiantes burgueses, desde los mariscales de campo hasta los oficiales
de reserva burgueses, unidos todos por el código del honor— fue detenida de
un golpe en su carrera hacia la supremacía europea, como un corredor que se
estrella con toda su fuerza contra un muro. La consecuencia fue un choque
traumático. [II]
Por lo demás, la derrota del orden establecido guillermista en la lucha inter­
estatal correría pareja con otra derrota, al menos parcial, en el ámbito interno
del Estado. El fin del antiguo régimen y la ruina del país tras la pérdida de la
guerra ampliaron las posibilidades de los grupos que hasta entonces habían
permanecido al margen, principalm ente, los del proletariado organizado.
Por primera vez en la historia de Alemania, sus representantes tomaron el
gobierno del Reich.13 Como siempre sucede en tales casos, el ascenso de grupos

13. En general, a m uchos m iem bros de las antiguas capas gobernantes alem an as les pareció
una ruptura con la tradición y un a abdicación de su s propios derechos el hecho de que
ahora los representantes de aquéllos que anteriorm ente habían estado a su disposición
asum ieran funciones gubernativas. Por ello, el régim en parlam entario segú n el modelo
occidental apoyado por los aliados, los enem igos de ayer, les parecía reprobable en un
sentido doble: por un lado, porque era promovido por los occidentales y, por el otro, porque
p arecía hecho para asegurar a los rep re se n ta n te s de la cla se trabajadora un acceso
perdurable a las posiciones del gobierno, abriéndoles la posibilidad de conquistar el poder,
algo que nunca había sucedido en los E stados alem anes.
E sa contradicción puede ser interpretada como expresión de un conflicto entre clases,
pero no en el sentido que se im prim e a e ste térm ino en los libros. Las ten sion es entre
los d istin tas sectores del pueblo alem án —que en el periodo de la República de Weimar
adquirirían con frecuencia características sim ilares a las de u n a guerra civil y fueron
acompañadas de violencia— no correspondían ya por completo a la im agen simplificada
que Marx había esbozado. En su escenario, las fábricas aparecen como el centro de los
conflictos de clase, constituyendo el punto de choque de las ten sion es entre la burguesía
y la clase trabajadora. E sas tensiones aparecen sencillam ente como la expresión de los
intereses económicos contrapuestos entre los patrones y los obreros industriales. En la
época de Marx, ese quizás era un diagnóstico suficiente, aunque n aturalm ente ya entonces
la fábrica era un aparato de dom inación y e sa s luchas en to m o de las o p o r tu n i d a d e s
económicas, solam ente un aspecto — ciertam ente uno central— de la lucha por el poder.
E n el transcurso del siglo XX, sin embargo, adem ás de los conflictos fabriles cobran cada
vez más importancia las tensiones y conflictos en el terreno político. Y el acceso al gobierno,
a sí como a u n a e xten sa gam a de posiciones en la adm inistración e s ta ta l y municipal
logrados por los rep resentantes de la clase obrera d esp ués de la guerra de 1914-18 en
Alem ania (y tam bién en Inglaterra), desem peñó un papel de consideración en el re p a rto
de las oportunidades para hacerse del poder entre esos dos grupos sociales.
Cuando la distribución de los equilibrios de poder en una relación estam ento de p o d e r/g ru p 0
marginal, con una escala de grandes diferencias, se desplaza en favor de los grupos margi­
C ivilizac ió n y v io len c ia so b r e el m o no polio estatal d e la vio lencia i 97

marginales que antiguam ente ocupaban posiciones inferiores —un antiguo


talabartero, como sucesor del káiser— fue considerado por muchos miembros
de la buena sociedad alemana y otros que se adherían a ella, como una afrenta
insoportable a su propia autoestima.
El desarrollo de A lem ania m uestra aquí de m anera paradigm ática, la
reacción de un estam ento acostumbrado a ejercer el poder y la de sus adeptos
ante un cambio en las estructuras sociales que le acarrea un desplazamiento
desfavorable a su margen de participación del poder No sólo las revoluciones,
sino tam bién las guerras ocasionan transformaciones estructurales en las
relaciones de poder. Tales transformaciones se abren camino dentro del aparato
tradicional de las instituciones, que antes las había ocultado. Probablemente,
una guerra ganada habría garantizado una vez m ás la subordinación de la
masa del pueblo a las capas dominantes. La derrota puso de relieve el callado
desplazamiento del equilibrio de poder que había tenido lugar a espaldas
del Estado im perial en el curso de la rápida industrialización de Alemania.
Las grandes m asas de soldados y trabajadores negaron su obediencia a sus
fracasadas capas dirigentes.
Se entenderá mejor la evolución de Alemania y también la del terrorismo en
el periodo de la primera república alemana, si se tiene a la vista un bosquejo
claro de las estructuras de poder internas y externas, de cómo eran y cómo se
las percibía y experimentaba. El orden establecido guillerm ista, la sociedad
de honorables, ahora ampliada por los estratos de comerciantes y empresarios
anteriormente excluidos, había sufrido una derrota, en lo interno y en lo externo.
Es comprensible que no estuviera preparado para asimilar una situación de ese
tipo. No sabía bien de qué manera sería posible compensar ambas derrotas; por
una parte, cómo reconquistar la posición de Alem ania como potencia apoyada
por un ejército fuerte y, por otra, cómo m antener su s prerrogativas de élite
dirigente del país frente a las pretensiones de la clase trabajadora organizada.
Pero los mismos objetivos estaban nuevam ente en su m ira .14

nales, n orm alm en te la ten sió n en tre am bos bandos s e agud iza, con frecuencia de m anera
considerable. E l hecho de que los otrora subordinados, en e ste caso, los representantes de los
partidos obreros, tu vieran acceso a la s posiciones d e m ando del Estado, adem ás de a m uchos
puestos m edios y bajos de U jerarqu ía de la adm inistración, no era percibido por m uchos
Círculos b u rg u eses com o u n p a so significativo h acía la integración de la clase trabajadora
a la nación, sin o sim p le m en te com o u n a reducción de la propia función directiva, como un
descenso del v alor propio, com o u n a destrucción d e los propios ideales.
14. Ambos objetivos, el in tern o y el extern o, a p e n a s s i correspon dían a la s rela cio n es r ea les
de poder, por lo q u e m á s b ien te n ía n el carácter de u n a fa n ta sía . C on la crecien te in d u s­
trialización d e A lem an ia, la porción de poder de los patrones y de otros grupos ca p ita lista s
—aunque tam bién la de la c la se obrera in d u strial— hab ía crecido en el entram ad o d e esos
equilibrios sociales. E ra n e c esa ria la e x isten cia de condiciones extraordinarias — ta l vez
una crisis econ óm ica de gran d es proporciones, acom pañad a de un elevado desem p leo—• si
es que rea lm en te q u ería lograrse la destrucción de los m edios de poder m ás im p ortan tes
de la clase obrera, su o rgan ización p o lític a y profesional. E s du doso q u e a la larga oslo
pudiera lograrse e n con d icion es m á s o m en o s pacíficas. Pero e s ig u a lm en te dudoso que en
198 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Situaciones similares se habían dado en múltiples ocasiones en la evolución


de las sociedades humanas. La merma de poder del antiguo orden establecido
en relación con el ascenso de los grupos marginales, desata en tales casos una
amarga resistencia, un anhelo de restauración que la realidad, con frecuencia,
ya no justifica. Los motivos para ello no son sólo económicos, sino que también
se deben a que los viejos estratos dominantes tienen ahora el mismo nivel
de poder y jerarquía que los grupos que anteriormente despreciaban como
inferiores, como chusma. Por esa razón se sienten rebajados en su propia
autoestima.
Ya en la antigüedad se encuentran testimonios escritos que muestran con
claridad que los grupos dominantes ven en su superioridad de poder una prueba
irrefutable de su mayor valía respecto a otros grupos marginales. El redactor
desconocido de una carta atribuida a Jenofonte, que vivió probablemente en
el siglo V a. C. y al que actualmente se llama comúnmente “el Viejo Oligarca”,
pone de manifiesto una apreciación de ese tipo hacia grupos menos poderosos,
concediéndoles menor valor humano. Es probable que e! autor de la carta
haya sido un aristócrata ateniense, expulsado de Atenas junto con otros de su
misma clase por una revuelta de amplias capas populares y la introducción de
una constitución democrática. El oligarca habla con desprecio del populacho
democrático. Todos saben, escribe, que este está formado por elementos indis­
ciplinados y de mal carácter.15 Una actitud análoga se encuentra en el informe
que un teniente llamado Mayer, enviado como agente de reclutamiento de un

una época en que Estados Unidos se perfilaba y a como una superpotencia, las proporciones
del im perio alem án resultaran suficientes para reclamar para sí —en contra de Estados
Unidos y su s aliados— la hegem onía de Europa. D e seguro, tal posibilidad estaba excluida,
desd e el m om ento m ism o en que la dirección alem an a provocaría que su s enemigos
naturales Rusia y Norteamérica, se aliaran en su contra. Cuando el seductor sueño de una
predestinación m undial grandiosa y hegem ónica del país o de una m isión que abarque
a todos los pueblos, gana fuerza en los grupos dirigentes de una nación y en todos los
que se identificaban con ellos, es raro que exista un camino menos costoso en términos
hum anos, para que esos grupos despierten de su sueño, a fin de que se apague la imagen
fantástica y narcisista de la superioridad de su nación sobre otros pueblos y la aspiración
hegem ónica asociada con ella, que la derrota social y militar. Que Alemania necesitara de
dos apabullantes derrotas de su s estratos dirigentes para hacer concordar con la realidad
su idea nacional de s í m ism a y los objetivos de la política asociados con ella tiene, sin duda,
que ver con la enorme fuerza de atracción que ejercía sobre un pueblo que había padecido
la derrota, durante largo tiempo y a causa de su debilidad de la meta de convertirse en
una gran potencia.
15, Pseudo-Jenofonte, Athénaion politeia, cap. I. vers. 5; en Jenofonte, Obras, vol. VII, Scrípta
m inora, Londres/Cam bridge, 1968 (Loeb C lassical Library, 183), pp. 476 y ss. Para el
modelo general de las relaciones estam ento de poder/grupos marginales, véase N. Elías/J.
L. Scotson. “The established and the outsiders” A sociological enquiry into community
problem s, Londres 1965; con una introducción teórica nueva en la edición holandesa.
De gevestigden en de buitenstaanders, Utrecht/Am beres. 1976, pp. 7-46 (ahí, en la p-18
la cita de Jenofonte). U n a edición alem ana de ese libro aparecerá probablemente en
1990.
C iv il iz a c ió n y v io l e n c ia s o b r e e l m o n o po l io est a t a l d e l a v io le n c ia 199

cuerpo de voluntarios a Wurzburgo, dirige el 2 de enero de 1920 a su superior


el capitán Berchtold .16

Después de que no he dejado pasar ningún día [...] sin tener la vista puesta en
el estado de ánimo del pueblo, se ha confirmado mi opinión de que todo lo que
está encima de la plebe anhela la liberación de esta pocilga, especialmente
del yugo judío que pesa sobre el pueblo y, lo que es de particular significado,
progresista frente a lo pasado: está dispuesto a participar activamente en la
futura obra de liberación. El llamado “¡Abajo los judíos! ¡Abajo los traidores
de nuestro pueblo!” resuena en cada banco en las cervecerías; anuncios
y leyendas anuncian lo mismo en todos lados. Cada tarde se cuelga a un
Erzberger.,. Dos caballeros del Reichswehr se nos unieron junto con sus
hombres. Y espero ganarme a dos más.

Aunque no todos se hayan expresado de manera tan drástica, la idea de que el


cogobiemo de grupos considerados socialmente inferiores significaba una degrada­
ción de uno mismo y, por lo tanto, de Alemania, estaba ampliamente difundida en
los círculos de tradición del orden establecido guillermista. Se sentían y llamaban
a sí mismos “nacionales”, pues en el fondo se consideraban los verdaderos repre­
sentantes de la nación, viendo a todos los que no formaban parte de esos grupos,
especialmente a la clase obrera con sus organizaciones y a la minoría de los judíos
alemanes, como ajenos a su sociedad y a la nación alemana.

4) El extracto anterior proporciona una imagen muy clara de la disposición de


ánimo en los mejores círculos de Würzburg a principios de 1920. Al mismo tiempo,
transmite una impresión de la mentalidad de los Cuerpos de Voluntarios que, en
ese periodo eran los principales responsables de la violencia política extraestatal.
Su propaganda en amplios círculos de la población servía a la preparación de
un golpe de Estado en contra de la odiada república parlamentaria. Como es
sabido, el primer intento, el golpe de Estado de Kapp, fracasó por motivos que
no es necesario tratar aquí. Uno de los cuerpos de voluntarios, la brigada de
Marina Ehrhardt, estuvo directamente involucrada. De ella surgiría más tarde la
organización terrorista clandestina “Cónsul”, que se proponía, entre otras cosas,
la eliminación sistemática de prominentes políticos indeseables. A ella se debió
el asesinato del diputado Erzberger, que cayó acribillado el 26 de agosto de 1921
durante un paseo en la Selva Negra. Su acompañante, el diputado Dietz, resultó
con una herida de bala. Los asesinos, Heinrich Schulz y Heinrich Tillessen,
habían sido oficiales y pertenecían a la plana mayor de la brigada de Marina
Ehrhardt y, en los últimos tiempos, habían sido empleados por uno de los princi­
pales políticos de Baviera, el consejero privado Heim. Eran miembros de la Liga
de Protección y Defensa Popular y de otras organizaciones nacionalistas. Después
del asesinato, viajaron a Munich, donde había sido preparado el atentado. De ahí

16. Emil Julius G um bel, Verschworer, V iena, 1924, p. 14.


200 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

huyeron, provistos de falsos pasaportes aparentemente proporcionados por la


policía bávara, a Hungría, donde fueron arrestados y puestos en libertad tras un
acuerdo telefónico con una autoridad de Bavaria. Su superior en la organización
“Cónsul” era el teniente de navio von Killinger, también él un antiguo oficial
que había tomado parte en la lucha contra la Ráterepublik bávara* y que luego,
durante el golpe de Estado de Kapp, fue acusado de complicidad en el asesinato
de Erzberger, pero absuelto por el tribunal de Oífenburg.17
Es difícil precisar cuántos hombres fueron asesinados en los primeros años
de la República de Weimar, como elementos políticamente indeseables, por
miembros de los cuerpos voluntarios y por asociaciones de estudiantes cercanas
a ellos; posiblemente fueron varios cientos, quizás más de mil. Entre ellos
estaban prominentes comunistas como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht,
quienes tras un fracasado levantamiento de trabajadores fueron detenidos en
una casa sitiada y, hasta donde se sabe actualmente, de camino a la cárcel fueron
apaleados hasta morir. También hubo víctimas menos conocidas, entre ellas mi
compañero de escuela Bemhard Schottlánder, un hombre físicamente frágil y
extraordinariamente inteligente, que con sus gruesos lentes parecía ser, ya en
el primer año de primaria, un joven erudito y que, influido por su lectura de
Marx, se inclinaba por el comunismo. Su cuerpo, si mal no recuerdo, fue sacado
de la fosa común de la ciudad de Breslau envuelto en alambre de púas. Entre
ellos se contaban también políticos liberales, como Ra-tehnauia y muchos otros
cuyos nombres se han olvidado.
Al ig u al que la m ayoría de los m iem bros de la R epública Federal Alemana,
tam b ién los te rro ris ta s de la R epública de W eim ar provenían principalmente
de h o g ares burg u eses; u n a m in oría p erten ecía a la nobleza y casi todos eran
jóvenes. Los cuadros jóvenes de la bu en a sociedad guillerm ista e ra n oficiales o
estu d ian tes. P recisam ente, e n tre estos dos grupos se reclutaban los terroristas
de la República de Weimar. E n u n m em orándum bávaro relativo a la preparación
de la dictad u ra, se en cu en tra el siguiente apartado: “Movilización de las fuerzas
de defensa y del estu d ia n ta d o ”.19Y en otro documento, tam bién de la época del
golpe de E stad o de K app, se lee lo siguiente bajo el título “E studiantado”:20

17. G um bel. ib id .. p. 45.


* [N. del T. una especie de república socialista que tuvo una corta vida en los años veinte!
18. Los milicianos tenían una canción conocida: “Knalt den Walther Rathenau.die gotttverdanv
m e Judensauí” [Disparen contra Walther Rathenau/el maldito puerco judío.) La can taron y
también la llevaron a los hechos. El culto a la brutalidad, la sobrevaloración de la violencia
física que había empezado a dar fruto en la juventud burguesa de la Alemania guillermista
formaba ahora parte, con toda su fuerza, de la cultura del Cuerpo de Voluntarios. En gran
m e dida eran representantes de la rama anticivilizadora, antimoral, idealizadora de la
violencia de esa tradición neoburguesa. Tal rudeza encuentra su expresión más acabada
en el régim en nacionalsocialista existen tam bién indicios de que los jóvenes terroristas
alem anes de nuestros días se inscriben en esa tradición.
19. Gumbe!, ib id .y p. 29.
20. Ibid., p. 27.
C iv iliz a c ió n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o l e n c i a 201

El comité para la movilización debe ponerse en contacto inmediatamente con


los hombres de confianza del estudiantado, para saber hasta dónde están
organizados los estudiantes y qué sectores se mantienen todavía al margen.
Es especialmente importante aquí saber si podríamos tener sectores que se
nos opusieran, puesto que se trata de fanáticos, a los que se debe neutralizar.
Debe quedar establecido el principio de que los estudiantes se organicen en
compañías o grupos de marcha propios, y puedan servir como reserva, porque
es en el estudiantado donde descansa nuestra fuerza principal.

Aquí se percibe el problema. Por entonces, el grueso del estudiantado estaba


del lado de aquellos que, en unión con los cuerpos de voluntarios y otras orga­
nizaciones militares, buscaban poner fin, de ser necesario con violencia, a la
joven república parlamentaria, favoreciendo una dictadura con fuertes tintes
militaristas. Había excepciones y, por lo tanto, evidentemente había estudiantes
que no apoyaban la idea de una revuelta patriótica contra la república, ni
tampoco de una dictadura militar-burguesa. Pero todos ellos eran, en la visión
de los terroristas de la época, precisamente “fanáticos” a los que había que
eliminar. La idea de que eliminar a los oponentes políticos es legítimo, aparece
aquí como algo completamente natural.
Pero ciertamente ella no se presentaba únicamente en un solo bando. La
guerra había dejado en los círculos obreros mucha inquietud y amargura. Quizás
habrían soportado las pretensiones, con frecuencia despóticas, del gobierno si el
emperador y sus generales hubieran triunfado. Sin embargo, la derrota mostró
que los oficiales, las capas dominantes, habían conducido mal la guerra, que
sus promesas eran palabras huecas, que las penurias y la miseria habían sido
inútiles. El fallido golpe de Estado de Kapp avivó aún más el resentimiento de
la clase trabajadora. El odio era mutuo. Cuando la brigada Erhardt se retiró de
Berlín después del fracasado golpe de Estado, fue insultada por la multitud ante
la puerta de Brandenburgo. Parte de la tropa retrocedió y abrió fuego contra
la multitud. Sobre la plaza de París quedaron una docena de muertos y gran
cantidad de heridos.21
Como siempre, el odio y la violencia recíprocos de ambos bandos se inten­
sificaron. En la época del golpe de Kapp, los oficiales no podían aparecer en
uniforme sin correr el riesgo de ser atacados y maltratados por los habitantes
en la parte norte y la parte oriental de Berlín, ni en muchos otros suburbios. Es
cierto que los dirigentes militares del golpe organizaron tropas, en su mayor
parte integradas por los antiguos oficiales. Pero tras su fracaso, esas tropas, que
patrullaban en grupos relativamente pequeños, se encontraron en una situación
muy peligrosa frente a la masa de los habitantes locales. En Schóneberg, los
oficiales ahí estacionados recibieron instrucciones de retirarse sin armas para
no provocar a la población. Tenían que ser transportados en dos camiones de
carga a Lichterfelde, sin embargo, luego de haber avanzado unos cien metros.

21. Friedrich von O ertzen, K a m era d reich m ir d ie h a n d e , B erlín , 1933, p. 156.


202 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

la multitud impidió que los camiones continuaran avanzando. La excitada


muchedumbre arrojaba piedras y botellas de cerveza contra los oficiales, que
permanecían apretados en el camión. Uno de los camiones pretendió avanzar,
pero unos hombres entre la multitud se abalanzaron contra sus ocupantes.
Nueve de ellos cayeron al suelo y fueron pateados hasta morir, el resto de los
heridos fue rescatado por la policía —a la que alguien había llamado— y puesto
a salvo.22Escenas similares se suscitaron durante la rebelión de los trabajadores
en la cuenca del Ruhr.
A través de tales ejemplos se puede seguir de cerca, con mucha claridad, el
proceso de un enlace doble de la violencia. A este respecto, la revolución rusa
desempeña un gran papel como modelo y como figura espectral; sin embargo, la
comparación del curso de los acontecimientos —especialmente con el que sigue
la organización de las masas, predominantemente campesinas, y que conduce
a la insurrección violenta— muestra, es verdad, que la clase obrera industrial
alemana estaba, en cierto sentido, en desventaja en cuanto a la movilización
para el uso de la fuerza. Es evidente que el Partido Comunista intentaba trans­
formar en una acción militar organizada el enardecimiento espontáneo de la
clase obrera y las numerosas escaramuzas y luchas locales con el Cuerpo de
Voluntarios o el Ejército Imperial. Pero la instalación de un comando superior en
Mülheim, en el Ruhr, mediante un comunicado emitido por el puesto de dirección
militar, el 28 de marzo de 1920, no provocó el efecto esperado. La subordinación
de las uniones locales de trabajadores al mando central no tuvo éxito, sus
dirigentes locales continuaron actuando por cuenta propia. Considerando el
estado de la tecnología en ese momento, podría pensarse que resultaba más fácil
transformar en una tropa eficiente a campesinos acostumbrados a obedecer que
a obreros industriales voluntariosos y seguros de sí mismos. Tal parece haber
sido una de las experiencias de la insurrección del Ruhr.
Pero esa experiencia arroja luz, al mismo tiempo, sobre el curso peculiar
del proceso de enlace doble entre los grupos de jóvenes oficiales burgueses y
estudiantiles y los grupos de trabajadores: ambos perseguían sus objetivos
políticos recurriendo a la violencia militar. Aun no se ha podido dar una respuesta
definitiva al problema de hasta dónde el cuerpo de oficiales ruso, en su calidad
de heredero del orden tradicional, se conservó intacto después de la abdicación
del zar. Por su parte, el cuerpo de oficiales alemán siguió siendo completamente
operativo después de retiro del emperador, manteniendo intacta, como de cuadro
cerrado, su capacidad de acción. También el espíritu del cuerpo se mantuvo sin
alteraciones. El alto mando del ejército se sentía responsable —y en parte le era
realmente— de la integridad del Estado. Naturalmente, sus aliados impusieron
al ejército alemán limitaciones muy estrictas, pues estaban hartos del m ilita r is m o
alemán. Pero al mismo tiempo temían la posibilidad de que el comunismo ruso
pudiera hacer escuela en Alemania Como solución de compromiso, permitieron
que Alemania tuviera una fuerza de 100 mil hombres en armas, en l u g a r de

'¿ c \. I hi d. pp. 158 y ss.


C ivilización y v io len c ia so b r e e l m o no polio estatal d e l a vio lenc ia 203

400 000. Esto equivalía también a una importante disminución en el cuerpo de


oficiales. Muchos de ellos, al regresar del campo de batalla al terruño, aún eran
relativamente jóvenes; la mayoría no tenía ninguna otra ambición que la de
segu ir siendo oficiales: el servicio militar era para ellos la única tarea con sentido,
la p r o fe sió n que entendían y que lo s satisfacía. ¿Qué otra cosa podían hacer? Las
u n io n e s voluntarias d e Freikorps fueron la respuesta.
Había muchos de estos grupos, se formaban en tom o de antiguos oficiales con
ciertas cualidades de mando y estaban compuestos, en su mayor parte, por jóvenes
provenientes de la burguesía, quienes tenían, en razón de su condición, un amplio
espectro de enemigos, que buscaban combatirlos por todos los medios siempre que
se presentara la oportunidad de hacerlo. Entre ellos se encontraban, en primer
lugar, todos aquellos grupos a los que, en general, se llamaba “bolcheviques”, es
decir, principalmente aquellos sectores obreros que, ya fuera por la influencia de
los cuadros dirigentes comunistas o de manera espontánea, habían participado
en rebeliones y cuyo fin, consciente o inconsciente, era cambiar el régimen de
la república parlamentaria por el de una república socialista al estilo ruso. Se
contaba también la república parlamentaria misma, en particular los miembros
del Parlamento y del gobierno que estaban de acuerdo con la firma del tratado
de paz —con la “paz ignominiosa”— y con el cumplimiento de sus condiciones.
La antipatía de los rebeldes por la república —la “pocilga”—, por el Parlamento
—el “baratillo de los charlatanes”— y, principalmente, por los representantes de
la socialdemocracia —los “bonzos”—, que ocupaban ahora importantes posiciones
en muchos ministerios, era inferior a la que sentían por los bolcheviques, a los
que consideraban “trabajadores incitados por los comunistas ”.23
El equilibrio entre ambos grupos proclives al uso de la violencia en la Repú­
blica de Weimar, esto es, entre el de los trabajadores que seguían el ejemplo ruso
y los oficiales aristócrata-burgueses organizados en los cuerpos de voluntarios,
era naturalmente muy desparejo. A pesar de sus maneras y su mentalidad de
siervos, los cuerpos de voluntarios conformaban verdaderas y disciplinadas
tropas de choque —en tanto confiaran en sus, con frecuencia, carism áticos
dirigentes—, cuyos miembros estaban profundamente imbuidos, a pesar de
toda la anarquía imperante, de una tradición militar. A ellos se oponían las
menos disciplinadas uniones de trabajadores que eran, de manera espontánea y
efímera y a veces con gran capacidad de combate, poco afectas a una disciplina
militar a largo plazo, indispensable para llevar a cabo planes estratégicos de
lucha. En las confrontaciones de grupos de ambas alas del espectro partidista
parlamentario, y en los enfrentamientos violentos entre los cuerpos de vo­
23. En ese tiempo, en las expresiones y m anifestaciones de las capas superiores, la s capas
bajas aparecen siem pre bajo dos formas: por u n lado com o e l pueblo, cuyo n atu ral es
fundamentalmente bueno y que es amigable y obediente, tal y como lo conocían, por ejemplo,
los oficiales, como suboficiales fieles y serviciales; y, por otro, como el pueblo que despues
de la guerra se revela como rebelde, hostil y h asta violento y peligroso. La diferencia entre
esos dos aspectos del “pueblo” se explicaba diciendo que era bueno, pero que se habría
amotinado respondiendo a la labor de agitadores profesionales, sobre todo bolcheviques
204 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

luntarios y los grupos radicales de trabajadores, los primeros lograron sacar


ventaja con relativa facilidad, toda vez que eran frecuentemente apoyados por
el Reichswehr, pues, no solamente estaban mejor entrenados, sino también, casi
siempre, mejor armados.
Así, las posibilidades de éxito de los levantamientos de trabajadores, en los
primeros años de la República de Weimar, eran muy limitadas debido a que
los cuerpos de altos oficiales permanecían intactos y habían sido rápidamente
reorganizados. A ellos se añadía la hostilidad de los aliados hacia cualquier
forma de expansión de la revolución rusa. Sin embargo, como legitimación de
su propia existencia, el peligro del bolchevismo era de gran importancia, tanto
para los cuerpos de voluntarios como para el Reichswehr. Con el pretexto de la
revolución rusa y el peligro de su expansión, todos estos grupos y muchas otras
uniones patrióticas que se formaron en aquella época —entre ellas algunas
organizaciones terroristas— lograban obtener el apoyo de gran cantidad de
sim patizantes nobles y burgueses. El éxito de Hitler años más tarde y, en
especial, la aceptación del rearme alemán por parte de los aliados sólo puede
explicarse cabalmente como consecuencia de la revolución rusa, como expresión
del rechazo total de amplios sectores de la burguesía y aun de una porción
considerable del proletariado del ‘fantasma del bolchevismo”y de la exportación
del modelo revolucionario ruso a otros países, [III]

5) La mayoría de las personas que formaban parte de los cuerpos de voluntarios


tenía tras de sí una existencia que había sido sacada de su curso normal. Ya hemos
dicho que miles de oficiales veían terminada su carrera militar a causa de la
derrota y de las condiciones del armisticio. Con frecuencia habían combatido en el
frente, y los puestos civiles que correspondían a sus conocimientos y posición eran
muy escasos, por lo cual muchos esperaban poder continuar su carrera militar en
las fuerzas regulares, cuando Alemania volviera a ser una gran potencia. Es por
ello que odiaban a la república, cuya “política de satisfacción del honor” parecía
oponerse a sus anhelos. Otros vieron un nuevo futuro en las provincias del mar
Báltico, donde se había establecido desde mucho antes una clase alta alemana
Finqueros báltico-alemanes y algunos líderes del Movimiento Nacional Letón
ofrecían a los milicianos tierras para establecerse con tal de que los ayudasen a
liberarse de la supremacía rusa. Una serie de cuerpos de voluntarios se trasladó
al Báltico; allí podían luchar contra el odiado enemigo, los bolcheviques y resar­
cirse de la inevitable pérdida de Alsacia-Lorena con la anexión de las provincias
bálticas a Alemania. Al mismo tiempo, podrían comenzar una nueva existencia
adecuada a su rango, con la adquisición de tierras.
Su recuerdo de la campaña militar en el Báltico puede ayudar a entender
la evolución de algunos de esos grupos y su conversión al terrorismo político
contra el nuevo Estado alemán. Algunas citas de una novela, más o menos
autobiográfica, de Ernst von Salomons, Die geachteten, pueden arrojar luz
sobre el desarrollo de un proceso que habría de desembocar en el terrorismo, la
C iv iliz a c ió n y v io le n c ia , s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o l e n c i a 205

o r g a n iz a c ió n sistemática de asesinatos y otros actos brutales como medio para


sacudir y, de ser posible, destruir a un régimen odiado.
Ernst von Salomon, que pertenecía al pequeño círculo de los asesinos de
Rathenau, muestra ya en los títulos de los capítulos de su novela la dirección
que tomaría ese desarrollo:

I "Die versprengten”, [“Los desbandados*]


II “Die Verschwdrer”, r L o s conjuradosV
III HDie Verbrecher”, [uLos criminales”]

Las etapas por las que un individuo transitaba en esta vía se veían así en
los años veinte:
1. Oficial del ejército guillerm ista (si se era demasiado joven, entonces
también cadete en el cuerpo de cadetes prusiano)
2. Miembro de un cuerpo de voluntarios, frecuentemente con participación
en la malograda campaña báltica;
3. Miembro de una liga clandestina conspirativa de carácter terrorista. Como
una cuarta etapa —de la que aquí no hablaremos— se podría mencionar el
ingreso al Partido Nacionalsocialista que, para muchos desbandados, antiguos
miembros del cuerpo de voluntarios continuamente amenazados por el peligro
de verse desclasados, significaba la oportunidad de ascender nuevamente en la
escala social y la satisfacción —en última instancia falsa— de ver cumplidos
sus anhelos políticos. Se ha dicho no sin justicia que, el ascenso de Hitler al
poder difícilmente hubiese sido posible sin el apoyo militar y organizativo de
los miembros de los antiguos cuerpos de voluntarios.
De joven, Salomon se había incorporado, recién egresado del cuerpo de
cadetes, a un cuerpo de voluntarios de Hamburgo dirigido por un tal teniente
Wuth. Allí se encontró en compañía de aventureros, un poco salvajes, un poco
románticos, con usos y costumbres provincianos. Así aparece en su recuerdo
la ofensiva:24 wLa palabra ‘ofensiva' tenía para nosotros, los que nos íbamos al
Báltico, un sentido lleno de misterio, felizmente peligroso... el sentido de una
severa comunidad... la disolución de todos los lazos que nos unían a un mundo
que se hundía, podrido, con el que un verdadero guerrero no podía tener nada
en común.”
Aquí se muestra con claridad meridiana una etapa característica del proceso
del que surgirían los grupos terroristas. Estos hombres se sentían al margen de
una sociedad a la que, por su parte, consideraban totalmente podrida. Estaban
convencidos de que estaba en decadencia y deseaban que terminara de de­
rrumbarse, aunque quizás no tenían claro, bien a bien, lo que sucedería tras
el derrumbe. Sin embargo, resulta irónico en el caso de Salomon —a quien, en
el recuerdo, la joven república alemana se le presenta como “un mundo que se
hunde y podrido”— que justamente haya sido la vieja sociedad, en cuyas tradi-

24. E r n s t v o n S a lo m o n , Die geachteten, B e r lín . 1 9 3 1 . p . 6 9


206 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

dones él mismo y muchos de sus camaradas habían crecido, la que hubiera sido
derrotada y estuviera a punto de hundirse definitivamente. El imperio alemán
había sucumbido, pero numerosos representantes suyos habían sobrevivido,
en tanto que con él había desaparecido la misión que daba sentido a sus vidas.
E m st von Salomon se había educado en la escuela de cadetes, preparándose
así para una carrera de oficial en el ejército prusiano; pero el antiguo ejército se
había desmoronado y se estaba apenas en la fase de planeadón de uno nuevo y
mucho más pequeño. El comandante supremo se había refugiado en Holanda:
¿había todavía en esta república surgida de la derrota, lugar y una misión para
hombres como él?
La expedición al Báltico, que prometía una compensación por la pérdida de
territorios en la parte occidental y una posición acorde con el rango de quienes
participaban en ella —acaso hasta una propiedad— dio nuevas esperanzas.
No se preguntaba lo que diría el victorioso enemigo de Alemania o el gobierno
alemán en Berlín acerca de esa colonización de las provincias rusas del mar
Báltico; además, la política mundial era algo lejano y el sueño era bello. Pero por
mucho que ese sueño representase un nuevo y mejor futuro para la sensibilidad
de los que lo acariciaban (un sueño opuesto a esa miserable política de paz de la
odiada república alemana), en el fondo, lo que se anhelaba era la restauración
del mundo antiguo, de un Reich alemán con un poderoso ejército, en cuya
jerarquía los oficiales y los valores militares ocuparían nuevamente el rango
debido. La disciplina, la dureza y el valor militares serían justipreciados de
nuevo, y la debilidad y los escrúpulos morales de tipo burgués recibirían el
desprecio que merecían; lo mismo sucedería con los civiles que gobernaban en
Berlín y con los diputados, que mucho hablaban y poco hacían .25
S in em bargo, p a ra los m ilicianos establecidos en el Báltico, el E stado par­
lam en tario e ra u n m undo extraño. L a un id ad de estos com batientes no era ya,
como en el antiguo ejército, d eterm in ad a por u n reglam ento m ilitar sancionado
por el E stado y elaborado por su burocracia, ni por la je ra rq u ía de m ando cuya
in stan c ia sim bólica m ás elevada e ra la figura del em perador. E n el fondo, los
hom bres del C uerpo de V oluntarios no se sen tían obligados sino con su propio
grupo. C ada cuerpo te n ía su propio dirigente que, en general, e ra u n a persona­
lidad carism ática; su auto rid ad personal, su participación personal en la lucha,
su prom esa tá c ita de victoria, de botín y de u n futuro mejor los m antenía unidos;
era decisiva p a ra la solidaridad y p a ra la com batividad de esas tropas.
El te n ien te W uth, el com andante del Cuerpo de Voluntarios de Hamburgo,

25. Bien considerado, se pueden diferenciar tres niveles en el sueño de estos milicianos, niveles
que se entretejían de múltiples maneras. Necesitaban, en primer lugar, una existencia, un
ingreso, una carrera; necesitaban, en segundo lugar, un grupo que ofreciera a los hombres
maduros en la sociedad un sitio de refugio, aparte y móvil, menos comprometido con el
contexto de la familia, una segunda patria, un escudo contra el aislamiento, una respuesta
a las necesidades de amor, amistad y afirmación del sentido de autoestima a través de la
inclinación y el afecto de otros individuos; finalmente, en tercero, necesitaban la sensación
de ser útiles, desempeñar una tarea que proveyera de sentido a su vida.
C i v i li z a c i ó n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o l e n c i a 207

era uno de ellos. Era, a sí lo describe Salomon, un hombre alto, moreno, tosco.
Tenía un colmillo que le salía por el labio y que acostumbraba hundir en su
hirsuta barba; en los combates cambiaba su gorro de campo por un bonete de
terciopelo, como el que solían usar los exploradores. Las batallas que había que
sostener en el Báltico eran duras, las pérdidas elevadas. Pero la esperanza no se
extinguía, y la vida era libre y constituía una alternativa a la vida burguesa con
toda su rigidez y legalidad, con todas sus coerciones. Aquí en el Báltico todavía
había m ovimiento y la posibilidad de alcanzar nuevas victorias que podían
hacerle olvidar a uno las derrotas en la parte occidental.
Posteriormente sobrevendría el golpe que acabaría con todas esas espe­
ranzas. Sucedería lo impensable: los comisionados del gobierno firmarían el
terrible tratado de paz que sellaría la degradante derrota. Salomon describe
ese acontecimiento traumático :26

Un día, al comienzo del armisticio, estábamos sentados en la cabaña del


teniente Wuth. Schlageter había venido de visita y discutíamos las posibi­
lidades de establecemos en la región. Wuth quería comprar una finca y un
aserradero... En eso, el teniente Kay entró al cuarto y nos espetó entre el
humo del tabaco: “¡Alemania ha firmado el tratado de paz!”
Por un segundo se hizo un gran silencio, tanto, que la habitación casi se
cimbró cuando Schlageter se puso de pie..., se detuvo a la mitad, miró fi­
jamente hacia adelante y dijo, con un tono de voz casi maligno: “A fin de
cuentas, ¿qué tiene que ver eso con nosotros?” Cerró la puerta azotándola...
Nosotros lo escuchamos, espantándonos de lo poco que en realidad, todo esto
nos importaba.

Quizás durante un mom ento pudieron creer realm ente que ese acon­
tecimiento lejano no les concernía. Pero los hilos invisibles que los unían a la
patria lejana pronto se hicieron sentir. En el fondo, no eran más que tropas
alemanas dispersas en los extensos dominios rusos. La firma del tratado de
paz por parte de esos arribistas que ahora representaban a Alemania, sellaba
su destino. Se sentían traicionados :27

Nos miramos escalofriados. Por un momento, sentimos la frialdad de un


abandono indescriptible. Habíamos creído que el país nunca nos abandona­
ría, que estábamos unidos a él mediante un lazo indestructible que nutría
nuestros deseos más profundos y justificaba nuestras acciones. Ahora todo
había acabado. La firma nos dejaba en libertad.

Este ejemplo muestra con claridad el alcance del significado emocional del
hecho de que el gobierno de Berlín no declarara públicamente que: “por consejo
del alto mando del ejército, nuestros comisionados han firmado el tratado de

26. Salomón» ibid. p. 109.


2 7 . Ibid. p . 1 1 0
208 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

paz tal como nos fue propuesto.” La famosa astucia campesina de Hindenburg
logró que la indignación por la firma del tratado y, por lo tanto, por la derrota
militar, se atribuyera a los representantes de la república parlamentaria. Esto
permitía renegar de la república a todos aquellos que se sentían perjudicados
por ella. La traumática experiencia de la firma de un tratado tan humillante
y desventajoso pudo haber sido sentida de distinta manera en otros casos
particulares. Pero el efecto sobre los milicianos tuvo, en cierto sentido, tal y
como aquí se describe, un significado ejemplar. Desconocían las apremiantes
circunstancias que habían llevado al gobierno a optar por la firma. Quizás
hubieran aceptado esa parte de haberla firmado el emperador o Hindenburg y
Ludendorff. Pero ahora como únicas responsables, aparecían personas que, en
la tradición de la vieja sociedad de honorables y, en especial, en la de quienes
habían sido educados en el espíritu del cuerpo de oficiales, eran consideradas
como advenedizas, como arribistas.28
Finalmente, por la presión de la Entente y en consonancia con la letra del
tratado de paz, el gobierno del Reich en Berlín ordenaría el retomo del cuerpo
de voluntarios del Báltico. Muchos de los milicianos se negaron a obedecer a su
gobierno; se quedaron y continuaron combatiendo, no contra el Ejército Rojo, que
ya se había retirado, sino contra una tropa letona y estona recién organizada

28. Muchos alem anes — entre ellos la mayoría de los m ilicianos— odiaban al nuevo Estado
y a la nu eva sociedad porque la derrota era com pletam ente irreconciliable con su idea
de grandeza y orgullo de A lem ania. El antiguo sueño de una A lem ania unida y fuerte,
finalm ente realizado e n 1871. hacía im posible reconocer que su país había sucumbido
ante u n a potencia superior y no vencida por una traición interna.
Aparte de esto, el llam ado m ito de la puñalada trapera fue un modelo de estigmatización
m uy efectivo, que al m ism o tiem po sirvió como coartada, como medio para descargar de
culpa al antiguo estam ento alem án, al igual que como arma en la lucha contra la masa
em ergente de grupos m arginales. Liberó a Hindenburg y a todo el régimen imperial de
la responsabilidad de la derrota y de sus consecuencias para el pueblo alem án, arrojando
la culpa de todo ello sobre aq u ellos grupos considerados inferiores que ahora, como
consecuencia im prevista de la guerra, habían logrado un aumento considerable de poder.
Como en otros casos, la fuerza del estigm a correspondía a la proporción de poder de los
grupos establecidos y los m arginales (véase Elias-Scotson, op. cit., nota 15).
Uno se pregunta si la s cosas hubieran sido d istin tas en la evolución de Alem ania, si
los m ilitares de alto rango, especialm ente H indenburg en persona, hubieran asumido
públicamente la responsabilidad por la derrota y , por lo tanto, por la firma del Tratado de
Versalles. En lugar de ello, se distanciaron públicamente de la decisión de firmar el tratado
de paz, dejándose abierta la opción para un nuevo enfrentam iento armado cuando la
ocasión fuera propicia. Es sintomático el episodio, según el cual, Ebert llama a Hindenburg
para saber si el gobierno debía aceptar las condiciones del tratado de paz o si, según el alto
mando militar, había aún posibilidades de presentar resistencia. Hindenburg simplemente
abandona la habitación. Tocó a uno de sus representantes, el general Groener, comunicar
al presidente del Reich que, según la opinión del alto mando, la resistencia m ilitar ya no
era posible (para detalles al respecto, véase Cordón A. Craig, The polities o f the prussian
arm y, Oxford 1964, pp. 372 y ss.) Ebert y los dem ás representantes partidistas, cuya
obligación entonces era firmar el tratado, fueron estigmatizados por una decisión que, en
última instancia, había tomado Hindenburg.
C ivilización y v io lenc ia so br e e l mono polio estatal d e l a v io lenc ia 209

ap oyad a por barcos de guerra ingleses. Poco a poco, los cuerpos de voluntarios
fueron expulsados. Ésa sería su segunda experiencia traumática: gente que no
había podido aceptar que Alemania había sido vencida en occidente, experimen­
taba ahora en carne propia la derrota en oriente.
Poco a poco, la situación de los cuerpos de voluntarios en el Báltico se haría
in so sten ib le. Con las primeras heladas del otoño ruso, la falta de avituallamiento
p r o v e n ie n te de Alemania se haría patente. A muchos les faltaba abrigo, los uni­
form es y los pantalones estaban gastados, las botas agujeradas, y la población
local hostigaba sin cesar a las tropas en retirada, tal como habían hecho los rusos
con las de Napoleón. Finalmente, la rabia de los combatientes acosados y con su
esperanza destruida haría explosión. Salomon, entre otros,29ha descrito lo que
entonces sucedió. D e nuevo devolverían golpe por golpe y en esa desesperación
y rabia se perderían también los últimos resabios de humanidad.30

Hicimos un último intento. Nos levantamos una vez más y lanzamos un


ataque en toda la línea. Otra vez salimos todos de las trincheras y refugios y
nos internamos en el bosque. Corrimos por los campos nevados y penetramos
en el bosque. Disparamos luego sobre grupos de hombres cogidos por sorpresa
y los dispersamos, los golpeamos y los perseguimos, íbamos tras los letones
como tras liebres en el campo e incendiamos las casas, redujimos a polvo
cada puente y destruimos los postes de telégrafos. Echamos a los estanques
los cuerpos y después arrojamos granadas de mano. Destruimos lo que caía
en nuestras manos, quemamos lo que se podía. Veíamos todo color rojo, ya
no teníamos más sentimientos humanos en el pecho. El suelo gemía bajo la
destrucción del lugar donde habíamos habitado. Escombros, cenizas y vigas
ardiendo a causa de nuestro ataque reinaban donde antes había habido casas,
como accesos supurantes en un campo impoluto. Una estela de humo seña­
laba nuestro camino. Habíamos encendido una hoguera, en la que ardía algo
más que materia inerte, también ardían ahí nuestras esperanzas, nuestros
anhelos, las mesas burguesas, las leyes y valores del mundo civilizado; ardía
todo, arrastrándonos con todo lo que aún nos quedaba de vocabulario y de la fe
en las cosas e ideas de una época que nos despedía cual trastos llenos de polvo.
Nos retiramos, intoxicados por la emoción y cargados con el botín. No dejamos
nada en pie a los letones, pero en la mañana, ahí estaban de nuevo.

P o d e m o s in q u ir ir s o b r e l a s c o n d ic io n e s e n q u e e n u n a s o c ie d a d c o m ie n z a n
a d is o lv e r s e l a s f o r m a s d e c o m p o r ta m ie n t o y c o n c ie n c ia c iv iliz a d a s , a q u í s e v e
n u e v a m e n te u n a d e l a s e s t a c io n e s d e e s t e c a m in o , q u e e s u n c a m in o d e c r e c ie n te
b a r b a r ie y d e s h u m a n iz a c ió n y q u e e n l a s s o c ie d a d e s r e l a t iv a m e n t e c iv i l iz a d a s
r e q u ie r e s ie m p r e d e b a s t a n t e tie m p o .
En tales sociedades, el terror y el horror casi nunca aparecen, sino como
resultado de un largo proceso social de descomposición de la conciencia. Con

29. Por ejemplo Oertzen, ib id. (nota 21); p.131.


30. Salomon, ibid., pp. 144 y ss.
210 N orbert E lia s | L o s A lem a n es

demasiada frecuencia se busca hacer comprensible el fenómeno de la violencia


elemental —como objetivo de un grupo—, legitimada o no por el Estado, recu­
rriendo a diagnósticos y métodos de explicación estáticos y que toman en cuenta
sólo un intervalo muy breve de tiempo. Esto podría tener sentido cuando lo
que a uno le interesa no son, en realidad, las explicaciones, sino dirimir culpas.
En tal caso resulta bastante fácil presentar la reserva y civilidad propias, en
cierto sentido, como expresión de una decisión personal que ha sido elegida
libremente. Pero un diagnóstico y una explicación voluntarista de este tipo no
nos lleva muy lejos.
Si aceptamos que el curso que sigue el desarrollo del Cuerpo de Voluntarios
es una de las vías que conducen, tanto a la violencia extra estatal del terrorismo
en el periodo de Weimar, como a la violencia estatal en la época de Hitler, apre­
ciaremos mejor el largo periodo de incubación que, a pesar de no ser muy notorio,
precede a los grandes actos de barbarie aparentemente surgidos de la nada.
Quienes participaron, por rabia y desesperación, en la orgía destructiva del
Báltico y quienes entre ellos —como Salomon mismo— intentaron acabar con
la odiada república perpetrando actos terroristas, habían salido del país con
grandes expectativas. La aventura los atraía, soñaban con grandes éxitos para
su causa y para ellos mismos, y cuando los signos del fracaso y la derrota se
multiplicaran, lo primero que harían es negarse a reconocerlos. Se arroparían
en su sueño como si fuese un manto protector y cuando, finalmente, se vieran
obligados a enfrentarse a la amarga realidad debido al desmoronamiento de sus
ilusiones, enloquecerían prácticamente. La presión creciente de una realidad
frustrante destruiría no sólo sus sueños, sino también su conciencia. Emprende­
rían un camino que algunos de ellos intentarían continuar con mayor discreción
a su regreso a Alemania participando en organizaciones clandestinas. Se darían
así a la tarea de destruir un mundo que les negaba la plenitud de sentido, que
les parecía carente de él y que sólo merecía ser destruido.
Sus esperanzas renacerían con la subversión del régimen de Weimar y
con el intento de implantar una dictadura. Con el fracaso del golpe de Kapp,
esa esperanza también desaparecería y algunos elementos decididos de los
Cuerpos de Voluntarios no verían otro camino que el terror para desestabilizar y
finalmente hacer caer al odiado régimen. Por esos días, una serie de ex oficiales,
en su mayoría miembros de la brigada Ehrhardt, fundaron justamente con tal
fin, su organización secreta. El asesinato de prominentes políticos debía ser una
especie de señal de salida; con su ayuda, el podrido régimen podría ser sacudido
en sus fundamentos hasta desplomarse. [IV]
Hitler lograría entonces lo que los cuerpos de voluntarios no habían podido
hacer: la destrucción en los hechos del régimen parlamentario de Weimar.31 Su

31. No es casual que, durante los años vein te, los dirigentes de la lucha terrorista extra-
parlam entaria de los cuerpos de voluntarios, con su aún im portante tradición de la
oficialidad guillerm ista, y en contra de la República de Weimar, hayan ingresado a las
uniones armadas de los nacionalsocialistas. En los Estados nacionales con un alto grado
C ivilizac ió n y v io l e n c ia s o b r e e l m o no po lio estatal d e l a v io lenc ia 21 l

éxito se debe, en buena parte, a que lograría movilizar a amplios sectores de


la población sirviéndose de medios de propaganda extraparlamentarios. Los
cuerpos de voluntarios son sus predecesores más importantes y quienes le habían
preparado el terreno, pues sus propósitos eran, en muchos sentidos, idénticos a
los suyos. Pero, con toda su degeneración y embrutecimiento, se mantendrían en
la actitud y la mentalidad de la tradición elitista de la oficialidad, inmersos en
la tradición de la antigua sociedad noble y burguesa de satisfacción del honor.
Hitler, el ex cabo, rompería con las barreras elitistas del movimiento de oficiales
y estudiantes y las transformaría en un movimiento con una base popular muy
amplia que haría caso omiso de las restricciones elitistas que se oponían a su
expansión masiva. La pertenencia a la raza aria abría el acceso a muchos más
individuos que la pertenencia a la buena sociedad aristócrata-burguesa o, entre
los jóvenes, al cuerpo de oficiales o a las asociaciones de estudiantes.

6) De manera similar a como ocurrió en la República de Weimar, en la Repú­


blica Federal Alemana también se formaría una organización ilegal de jóvenes
para llevar a cabo atentados como un medio para provocar un cambio o la caída
del Estado y del orden social establecido y abrir así a los participantes nuevas
posibilidades para el fiituro .32También aquí, esa organización se desarrollaría
de manera gradual, después de una serie de desengaños y fracasos. Como los de

de diferenciación —y, por lo tanto, de industrialización— el p otencial de poder de la m asa


de la población en relación con el del gobierno es dem asiado grande como para qu e a un
régim en le fuera posible cum plir su s funciones sin un a coincidencia ideológica — aunque
fuera m anipulada—con porciones considerables de los gobernados. La coincidencia se logra
y se m an tien e por m edio de un a organización partidista qu e agrupa a am plios sectores
de población, en cuya cúpula se encuentran los gobernantes m ism os. Las repúblicas con
regím enes plu ripartid istas y parlam entarios, a sí como las un ipartid istas y dictatoriales,
son dos form as de organización social en una m ism a etapa de desarrollo de la sociedad
hu m ana. L a n e c esid a d de partidos de m a sa s, com o o rgan izacion es de com unicación
entre gob ern an tes y gobernados —que no existen en los estad os territoriales de siglos
anteriores— es sin to m á tica de las restricciones in h eren tes a l proceso que he llam ado
“dem ocratización funcional**. V éase N. E lias, Was is t soziologie?, M unich, 1970, pp. 70 y
ss. [Hay traducción a l español.)
32. M uchas características de la estructura de la ola terrorista posterior resultan evidentes
tomando como punto de com paración el ejemplo de los m ovim ientos precedentes de ese
tipo y es posible que tales rasgos sean en estos mucho m ás claros, puesto que la situación
social en épocas pasadas se puede observar con mayor distanciamiento. En el análisis de los
acontecim ientos posteriores, su inclusión en la lucha entre partidos deforma con facilidad
la visión e im pide llegar al problema clave de las razones de su origen, al problema de la
explicación del desarrollo de los grupos terroristas. En especial, en lo relativo al periodo de
Weimar, puede aclararse con facilidad el hecho de que, para poder dar una explicación del
surgim iento de tales organizaciones, sea necesario no perder de vista la situación social
específica en que se desarrollaron. Tal vez resulte extraño contentarse con explicar- los hechos»
violentos de los terroristas alem anes de los años veinte siguiendo el mismo modelo que se
ha utilizado para el terrorismo de los años seten ta, esto es, explicarlos por ejemplo, como
resultado de la lectura de determ inados libros o de las ideas de determ inados maestros.
212 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Weimar, la mayoría de los terroristas de Bonn procedían de hogares burgueses,


Entre ellos había también muchos estudiantes, pero no había ningún oficial del
ejército; en cambio, había mujeres, las que estaban del todo ausentes entre los de
Weimar.33Pero hay un problema. En el periodo de Weimar los grupos de jóvenes
burgueses que sentían que el régimen establecido les negaba la posibilidad
de una vida plena, consideraban a la clase obrera como su adversaria, a los
comunistas como sus peores enemigos y a la misma burguesía como abominable.
En cambio, en la República Federal Alemana, la oposición extraparlamentaria
compuesta igualmente en su mayoría por jóvenes burgueses, de cuyos miembros
se reclutaban en gran medida las células secretas terroristas, tenía el perfil
opuesto: simpatizaba con la clase obrera y con frecuencia también con una u
otra forma de comunismo.34Su hostilidad era contra la buena sociedad burguesa
establecida, una sociedad que, a sus ojos, tenía como base única el lucro y el
cuidado de los intereses individuales. También ellos consideraban insoportables
las condiciones sociales existentes y las restricciones que esto les imponía. Y
al analizar todo ello con mayor detenimiento se descubre también aquí, en la
base de todo, las penurias de una generación joven en busca de una vida con
sentido, que encuentra los canales que conducen a ella demasiado estrechos o
cerrados. Lo que se juzgaba que tenía sentido era muy distinto en ambos casos;
pero la razón de fondo, la sensación de estar encerrado en un sistema social que
le hacía difícil a uno, que le hacía difícil a las nuevas generaciones el acceso a
las oportunidades de un futuro con sentido, era la misma.
Esta razón de fondo se escucha en los testimonios de los movimientos extra-
parlamentarios desde los años sesenta hasta nuestros días. Pero es común que se
ignore y que, con frecuencia, sea ocultada con un ropaje marxista y sus derivados.
En mi opinión es de la mayor importancia, no verla equivale a ocultar un serio
problema social de nuestros días.
Existe una suposición implícita en las sociedades industriales pluripartidistas
de nuestra época que se opone al reconocimiento de ese problema. De acuerdo
con ella, las sociedades en cuestión están hechas de tal modo, que toda persona
en desarrollo puede encontrar en ella una función con sentido y satisfactoria
si se esfuerza lo suficiente. Esto es engañoso. En esas sociedades se pueden
distinguir fases en que los canales de ascenso para las nuevas generaciones son

33. Se trata de u n cambio notable de nuestra sociedad, que se m uestra aquí en el espejo del
m ovim iento terrorista. El rom pimiento del monopolio estatal de la violencia era hasta
entonces un privilegio de los hombres. La terrorista es, con pocas excepciones, una novedad.
Pues aquí no se trata de actos violentos bajo la presión espontánea o reprimida de un odio
personal —eso siem pre se ha dado, tam bién en el caso de las mujeres— , se trata de actos
relativam ente impersonales, fríamente concebidos, que pueden ser ejecutados igualmente
por hombres o por mujeres.
34. Esta diferencia en su estratificación en el espectro político está relacionada con otra signi­
ficativa entre ambos movim ientos terroristas: el ñnanciamiento de sus actividades. Para
los terroristas de la República de Weimar no fue tan diíícil conseguirlo como para los de !a
República Federal AJemana. El círculo de sus simpatizantes ricos era mucho más grande.
C iv iliz a c ió n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o l e n c i a 2 13

relativamente numerosos y abiertos y otras, en que son limitados y estrechos.


No se trata sólo de oportunidades de trabajo; lo que hemos mencionado se
refiere también a oportunidades fuera del ámbito laboral que dan igualmente
sentido a la vida, entre ellas y sobre todo, las referidas al campo de la contienda
política. Los conflictos políticos han adquirido actualmente, en muchos aspectos,
la función de dotar de sentido a la vida, esto es, los cometidos que anteriormente
desempeñaban las luchas religiosas. La orientación en el espectro político
preestablecido que, en la actualidad aunque sin duda no para siempre, se des­
pliega entre los dos polos opuestos y, en última instancia enfocados al uso de la
violencia, del comunismo y el fascismo, se ha convertido, quizás más que nunca,
para muchas personas, en el centro mismo de la orientación del mundo.
Sin embargo, precisamente en este sentido, en la actualidad está cerrado
para los jóvenes de múltiples maneras, tal y como ellos lo viven en la práctica
de los partidos políticos, el camino hacia una actividad rica en sentido. Muchos
jóvenes son lo suficientemente despiertos e inteligentes para reconocer con
claridad las fallas y debilidades de la sociedad actual.
La gente de generaciones anteriores, experimentada en las luchas por el
poder, se amoldaba con frecuencia a la necesidad de las soluciones de com­
promiso, mientras que los más jóvenes son en muchas ocasiones inflexibles
respecto a las deficiencias. Aquí tenemos, por lo tanto, un aspecto de un conflicto
generacional no elaborado en la reflexión que se da a todo lo largo de las so­
ciedades industriales occidentales. Muchos de los miembros más capaces de
las generaciones jóvenes no desean conformarse con soluciones intermedias.
En consecuencia, cuando se aventuran en los canales institucionales de las
organizaciones p artid istas en busca de expresión y participación, no es raro que
vean cerradas las vías y bloqueada su necesidad de sentido.
La formación de una oposición extraparlamentaria en la década de los
sesenta constituye un ejemplo muy evidente de esta situación. Algo similar
es válido respecto del movimiento estudiantil, vinculado con aquélla por la
frecuente participación en ambos de las mismas personas. En él los jóvenes
descubrieron en principio aquello que no encontraban en el marco de las insti­
tuciones políticas establecidas ni en los partidos firmemente organizados. Las
acciones comunes, las comunidades de vivienda, las grandes manifestaciones
daban a los participantes no sólo un sentimiento de pertenencia, sino también
una sensación de tener un objetivo pleno de sentido, al mismo tiempo que
provocaba en ellos una sensación de poder vinculada con un estímulo de alegría
y satisfacción. Aquí estaban las tareas a realizar, aquí estaba el sentido.
No necesito describir aquí el proceso de violencia creciente: el camino relati­
vamente largo que va de las primeras acciones pacíficas a acciones cada vez más
violentas, a los incendios provocados contra los grandes almacenes o los ataques
contra instituciones norteamericanas planeados como acciones de protesta por la
guerra de Vietnam. Pero quizás no esté de más decir que se trataba, una vez más,
de un típico proceso de enlace doble con una fuerte tendencia al escalamiento
automático. Desde un principio, las acciones y manifestaciones del movimiento
214 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

extraparlamentario se dirigieron contra las instituciones establecidas, entre ellas


la estructura de autoridad de las universidades. No es sorprendente, por lo tanto,
que las autoridades tomaran represalias. En esa situación se cometieron muchos
errores, entre los cuales, la muerte del estudiante Ohnesorg fue probablemente el
de más graves consecuencias. Dado el entorno, un error de esa magnitud se con­
vierte en una especie de antorcha, de directriz: si el Estado recurre a la violencia
—por entonces ésa era una percepción muy difundida—, también nosotros debemos
utilizarla. En semejantes procesos de enlace doble no existe un comienzo propia­
mente dicho. Ciertamente, la policía se sentía desafiada por los manifestantes y
quizás hasta amenazada. Pero esto constituye una regla universal, precisamente
la de un proceso de enlace doble: la violencia genera la contraviolencia, esta eleva
la violencia de la parte opositora, y así sucesivamente.35
Al considerar las relaciones de poder, se llega rápidamente a la conclusión de
que el peso del potencial de violencia del Estado y el del potencial de violencia
de los movimientos extraparlamentarios —y posteriormente también del de los
terroristas— era demasiado desigual, como para que estos últimos hubiesen
tenido una posibilidad seria. Pero de seguro, muchos dirigentes del movimiento
estudiantil y de la APO* estaban persuadidos de que podían provocar el colapso
del orden social basado en el lucro y abrir camino, como la clase obrera, a un
orden menos opresivo y utilitarista, a un orden con más sentido. Tras los éxitos
de 1968, cuando ganó terreno la certidumbre de que en realidad no se avanzaba,
cuando después del entusiasmo por los triunfos, se impusieron gradualmente la
desilusión y el abandono de los sueños y la convicción de que lo único que se había
logrado era provocar algunas grietas en el odiado edificio del Estado, de que este
estaba intacto, muchos de los participantes se enfrentarían de nuevo al problema
de un futuro cancelado, a la pregunta de a dónde ir, de qué hacer. En el mismo
año, aparte del desengaño respecto a la propia empresa fracasada, se añadiría
la decepción de Rusia, que por entonces envió tropas a Checoslovaquia.
Con diversos pasos intermedios, como la liberación de un dirigente encarcela­
do, se desarrollaría en determinados círculos del movimiento extraparlamentario
la convicción de que el poder superior de las organizaciones estatales represoras
no se podía vencer por las vías legales. De manera similar a lo ocurrido con los
grupos totalmente opuestos al Estado de la época de Weimar, en la República
Federal Alemana, algunos jóvenes burgueses sacarían de sus experiencias la
conclusión de que el edificio social sólo podía debilitarse por la vía conspirativa,
mediante la formación de bandas secretas y con acciones terroristas sistemáticas
contra sus más prominentes representantes. Tal vez así se podría despertar a
la aletargada población.36

35. R esulta ocioso d isp u ta r acerca de cuál de los oponentes tiene la culpa de los acontecimien­
tos: en u n proceso sem ejante. Ambos bandos se e stim u lan m u tu am en te. El problema aquí
es m ás bien: ¿cómo se puede a te n u a r el escalam iento y quizás h a sta detenerlo? En general,
el bando m ás poderoso es m ucho m ás capaz, de hacer esto que el bando débil.
* Oposición E x tra p a rla m e n ta ria , por sus siglas en alem án. IN. del T.]
36. El paso a la formación de organizaciones conspirativas violentas que buscaban d e s e s t a b i l i z a r
C iv iliz a c ió n y v i o l e n c i a s o b r e e l m o n o p o lio e s t a t a l d e l a v i o le n c i a 215

Uno de los principales temores de quienes tomaron la iniciativa de formar


una guerrilla estatal y asumir su dirección era el de que, en Alemania, se llegara
nuevamente a una dictadura de partido. En muchos sentidos la República
Federal Alemana era ya, para ellos, un régimen fascistoide. Algunos miembros
de las organizaciones terroristas pensaban que sería mejor hacer evidente el
fascismo embozado que parecía ponerse de manifiesto en las acciones violentas
del Estado m ediante la contraviolencia para, por así decirlo, arrancarle la
máscara. Sin lugar a dudas, las medidas represivas de la República Federal
Alemana se endurecieron de diversas maneras a consecuencia de la presión de
los actos terroristas.
Cuando en nuestros días se lleva a cabo un balance retrospectivo sobre
estos años, es difícil no sentir pesar por las víctimas que esa lucha cobró, por
los sufrimientos que ocasionó y por la inutilidad de ambos. Tanto más urgente
resulta entonces cobrar conciencia de los problemas sociales que originaron
esos conflictos. En una gran proporción no han sido resueltos y existen todavía.
Intentaré resumir lo que m e parece ser el núcleo de la cuestión.
Quizá pueda hacerlo mejor recurriendo a una expresión que ya he utilizado
aquí. Ya dije que quienes asumieron un papel dirigente en las organizaciones ex­
traparlamentarias, tanto violentas como pacíficas, eran principalmente “jóvenes
burgueses”. Se valían a menudo de una orientación ideológica relacionada con
los problemas de la clase trabajadora. Pero no sin razón se escribió una vez, a
propósito de ellos, lo siguiente :37 “La clase obrera mistificada es el palo que ha
de destruir al mundo de los padres.”
Aquí, al igual que en otros casos, detrás del uso ideológico de los conflictos
de clase está de hecho presente, como fuerza im pulsora, la realidad de un
conflicto entre generaciones. Es cierto que, en las organizaciones terroristas de
la República Federal Alemana había también gente que provenía de círculos
obreros y que, en parte, se seguía ganando el sustento como obrera, pero eran
una minoría. Era notable la diferencia entre ellos y los terroristas de extracción
burguesa en lo que se refiere a la actitud y a la capacidad de hacer uso de la
violencia física como un medio de lucha político. Pero esa es otra historia.
Michael Baum ann era uno de esos individuos de origen proletario que
durante algún tiempo desempeñó un papel activo, aunque aparentemente no
dirigente, en una organización terrorista. Su libro Wie alies anfing, de 1975,
contribuye en muchos sentidos a una mejor comprensión del lado humano de
los terroristas. Al igual que Hans-Joachim Klein —otro trabajador terrorista
por temporadas y autor de una autobiografía—,3S Baumann se convirtió en

y. de ser posib le, d estru ir el régim en m ediante un resquebrajam iento dem ostrativo del
monopolio e sta ta l de la violencia se llevó a cabo, en ambos casos, en una situación en que
habían fracasado todos los esfuerzos por transform ar por otros m edios el orden estatal
establecido — percibido como algo sin sentido y carente de valor.
37. Jochen S teffen , “N achw ort” en K. R. Rohl (comp.). F ü n f fin g er s in d kvine Faust. Colonia.
1977, P.452
3$. H ans-Joachim K lein, R ückkehr in d ie m eseklichkeiL Reinbeck. 1979.
216 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

intelectual gracias a sus contactos con el movimiento estudiantil pero, sobre


todo, por ser un autodidacta. Ninguno de ellos perdió nunca la impronta de su
origen social. Sin embargo, siendo entre sí tan distintos, ambos siguieron siendo
dos solitarios. Especialmente Baumann que era más anarquista que comunista,
con toda conciencia abandona la carrera que le deparaba su origen, haciendo
un poco más tarde lo mismo en relación con el movimiento terrorista. Era, para
utilizar su propia expresión, un “trabajador deschavetado”.
Es significativo que Baumann se haya planteado relativamente temprano en su
vida el problema acerca del sentido real de lo que hacía:39“En el trabajo que haces
ahí no puedes ver ningún sentido, digamos, en ir a buscar algo o alguna idiotez
semejante. Entonces ya no tienes ganas de avanzar en el aprendizaje del oficio, este
sólo provoca en ti desgano. Es sólo una cosa más de la que te has despojado.”
Baumann se daría cuenta de que lo que aprendía era exactamente lo
mismo que tendría que hacer durante los siguientes cincuenta años. Eso le
produciría un miedo cerval, hasta que logró salir. Su descripción es muy viva:40
“Por ejemplo, el primer día, cuando todos los aprendices fuimos a la oficina
de ingeniería y luego nos llevaron en uno de esos coches a la construcción. En
el trayecto se me hizo de pronto claro: esto es lo que vas a hacer durante los
cincuenta años que siguen, no hay escapatoria El terror me invadió. Por eso
siempre busqué la posibilidad de salir.”
Parecería útil detenerse en esta pregunta: ¿por qué, en realidad, los movi­
mientos de oposición extraparlamentaria en los años sesenta y setenta y, con
toda seguridad, también otros posteriores, estaban integrados principalmente
por personas de origen burgués? Entre los trabajadores jóvenes, la experiencia
que Baumann describe es más bien rara. Se puede suponer—como hipótesis de
trabajo— que, en esos círculos, el tránsito de la escuela a la instrucción práctica
y de allí al puesto de trabajo se lleva a cabo todavía, hasta ahora, a la manera
tradicional y sin mucha reflexión al respecto: así lo han hecho todas las perso­
nas que uno conoce; así lo hace uno mismo. Uno se somete alas obligaciones,
pero aparentemente con una letargía creciente. Gente como Baumann, que no
siguen ese camino, que ven su destino de repente y se dicen con terror: “¿Esto
es lo que va a ser mi vida?”, son todavía una excepción entre los trabajadores
jóvenes. Para los jóvenes de origen burgués, en especial para los estudiantes, la
cuestión del futuro “¿Qué será de mí? ¿Cómo será mi vida?” es, en general, una
preocupación urgente y fundamental. El deseo de un futuro que tenga sentido
para uno mismo, que se considere satisfactorio, es más fuerte; la búsqueda de
sentido se vuelve, correspondientemente, más consciente.
Independientemente de lo que los grupos de jóvenes burgueses rebeldes
de los años sesenta y setenta quisieran ver o señalar como el objetivo de sus
manifestaciones, de su ocupación de casas, de su compromiso con los oprimidos
y víctimas, la pregunta por el sentido era siempre la fuerza motriz de fondo.

39. Michael Baumann. Wie alies anftng, Munich. 1980. p. 13.


40. Ibid., pp. 10 y s.
C ivilización y v io lenc ia s o br e e l m onopolio estatal d e l a v io l enc ia 2 17

Cuando, como sucede con frecuencia en la actualidad, a un número considerable


dejóvenes, le son canceladas las posibilidades de sentido, se da una situación de
e m e r g e n c ia en la sociedad, un potencial explosivo que, bajo ciertas circunstan­
cias, siempre encuentra forma de expresión en algún tipo de movimientos que
manifiestan una acentuada oposición a las instituciones políticas establecidas.
Me he referido antes a los terroristas de la República de Weimar, entre otras
razones, debido a que me pareció útil mostrar que los movimientos extrapa-
damentarios, ya sean violentos o pacíficos, no constituyen una manifestación
única y aislada, sino que responden, bajo determinadas circunstancias, por así
decirlo, a la estructura de las sociedades industriales no dictatoriales y, quizás
también, a la de las sociedades industriales dictatoriales.
A ello hay que agregar que, precisamente en la República Federal Alemana,
la diferencia entre las ideas morales de los mayores y el carácter de las jóvenes
generaciones es particularmente acentuado. Como reacción ante el recuerdo
traumático de la inhumanidad del periodo de Hitler, en las últimas ha echado
raíces un carácter muy pronunciado hacia la movilización contra la desigualdad,
la opresión, la explotación, la guerra y en favor de una nueva forma de decoro
entre los hombres. Habrá que esperar para saber si este —que, en principio, es
todavía de tipo utópico— se mantiene cuando los jóvenes de hoy envejezcan.
Como sea, puede suponerse con alguna seguridad que, el problema de la bús­
queda de sentido entre las generaciones jóvenes —del que el terrorismo es, entre
otros, una expresión— se pondrá siempre nuevamente de manifiesto, incluso
de forma violenta, mientras no nos ocupemos de manera consciente e intensiva
por mejorar. No es difícil ver que esa pérdida de sentido para una parte no
despreciable de los jóvenes, ya sea debido a las leyes, al desempleo o a lo que sea,
constituye un terreno fértil no sólo para los traficantes de drogas del presente,
sino también para las futuras guerrillas urbanas y para los movimientos radi­
cales del mañana, de izquierda o de derecha. Nadie puede decir lo que sucederá
con la República Federal Alemana, si esa semilla vuelve a crecer, [V]
APÉNDICES

I. LOS CÁNONES DE LA BURGUESÍA GUILLERMISTA [p. 194]


Salvo excepciones aisladas como la de Nietzsche, los aburguesados cánones
militares de la sociedad guillerm ista no fueron representados tanto en libros
eruditos, ni en los pensam ientos y las acciones cotidianas de la población. Se
revelan en los usos nuevos del lenguaje o en las novelas populares de la época.
Rudolf H erzog, por ejemplo, renom brado exp on en te de la litera tu ra que
gozó de popularidad entre la burguesía acom odada, presentó a em presarios
contemporáneos como p rotagon istas de va ria s de su s obras. Entre ellas se
encuentra su novela H anseaten (1909). El personaje principal de la m ism a es
Karl Twersten, dueño y director de un astillero en Hamburgo, el cual heredó
de su abuelo. A l com ienzo de la narración Herzog describe, entre otras cosas,
la forma en que se cuadran los obreros cuando el dueño del astillero en tra a
un barco recién construido. En cierta ocasión, u na torm enta y el m al clim a
en general im piden a los trabajadores p resen ta rse en el puerto; cu an do se
Ies descuenta u n d ía de su eld o, en v ía n a u n a d eleg a ció n a ver al je fe . L a
conversación s e d esa rro lla de la sig u ie n te m a n era :41

—Veamos —dijo y los escudriñó con atención—, todos deben haber sido soldados,
hasta marineros, mejor. Así sabrán lo que significa la disciplina. Y unos veteranos
como ustedes saben muy bien, al igual que yo, que en un astillero debe reinar la
misma disciplina que a bordo de un barco. Aquí se unen cuestiones comerciales
y políticas. Por lo tanto, si cedo a sus demandas se abrirán todas las puertas a la
indisciplina. ¿Por qué? Bien, no me refiero a ustedes tres. El honor forma parte

41- RudoJf H erzog. H a n se a te n , S tu ttg a r t y B e rlín , 1923. pp. 126-127.


220 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

de su sangre misma y los conozco desde hace mucho tiempo. Sin embargo, hay
cientos de holgazanes a quienes se les podría ocurrir usar el mal tiempo como
excusa diaria para llegar un par de horas más tarde al astillero. Sólo tendría
que darse a conocer el día de hoy: “Funcionó, ¡sí nos van a pagar!”Y ustedes, los
aplicados y decentes, tendrían que sufrir las consecuencias... No, hombres, no
tengo que explicarles más. No son unos chiquillos y saben que tiene que haber
disciplina. No importa que duela o no, ¡tiene que ser así!
—iEs cierto! —aceptó el herrero y se puso la gorra con un movimiento enérgico.
—Lo recuperarán haciendo horas extras. Ya quedamos.
—De acuerdo, señor Twersten. Y disculpe usted la molestia.

La Alemania guillermista no fue el único caso en que la tradición militar


vigente durante la primera fase de industrialización del país, contribuyó a
moldear la relación entre patrones y obreros; en el Japón también se observa
una transferencia semejante de los patrones de conducta militares a condiciones
industriales. Es cierto que esta novela no necesariamente describe dicha relación
tal como fue en realidad. Sin embargo, expresa con gran claridad y de manera
bastante fidedigna cuál debía ser el carácter de esta relación desde el punto de
vista del autor y del público lector al que se dirigía. En este sentido salta a la
vista la importancia de los modelos militares para la formación burguesa de la
relación laboral. La distribución del poder durante aquella época probablemente
favoreció, hasta cierto grado, la transmisión de los valores militares al ámbito
laboral por los propios obreros, así como en última instancia al concepto nacional
del trabajo y a la conciencia individual.
El vocabulario también muestra cierta influencia militar. Palabras clave
como “disciplina” y “honor” son importantes en el canon militar y reaparecieron
en el que regía la relación patrón-obrero. Al cambiar de clase y función, estos
símbolos de una tradición concreta se convirtieron en atributos de los principios
estudiados, en recursos para una argumentación ideológica explícita.
Lo m ism o p u ed e d ecirse de a c titu d e s como la d u rez a y la inflexibilidad.
S eg u ram en te se d an en todo el m undo cuando las relaciones de poder son muy
d esig u ales, cuando los poderosos se e n c u e n tra n con los débiles o los grupos
establecidos se e n fre n ta n a los m arginados. No obstante, es relativam ente raro
que los g ru p o s m ás poderosos no sólo adop ten u n a a ctitu d d u ra e inflexible
con su s subordinados, sino que incluso la ex alten en form a expresa como un
ideal, como u n alto valor. E s ta idealización de la d u reza h u m a n a y culto a la
inflexibilidad sólo se e n cu en tran en la lite ra tu ra y las declaraciones de cierta
p a rte de la b u rg u esía guillerm ista.
K arl T w ersten h a b la sobre su hijo con u n a buena am iga. Le comunica sus
dudas acerca de la d u reza de su carácter, y a que h a heredado la sangre de su
m adre, u n a alegre cubana. Su am iga le aconseja que le m uestre a su hijo cuánto
lo am a. T w ersten responde con las siguientes p alabras:42

4 2 . I bicl., p . 9 9 .
A p é n d ic e s 221

—Eso deseo hacer. Y lo haré, porque lo amo de todo corazón. Sin embargo,
primero tiene que ser como yo quiero. No puedo ceder en eso. Su carácter tiene
que inclinarse hacia un solo lado, el mío. No se me ocurre idea más terrible
que la de que el dueño del astillero K R. Twersten pudiera ser un hombre
débil o alguien capaz de omitir, a causa de un arranque sentimental, una
medida férrea cuando haga falta.

“Férreo” es otra palabra clave de este periodo. Ser débil o mostrar alguna
debilidad es algo terrible, como ya se vio. La burguesía de la época recuerda un
tiempo de debilidad y se siente obligada, en cierta forma, a exaltar la actitud
contraria. Los documentos de la época están Denos de testimonios en el siguiente
sentido: Alemania fue débil, ahora es fuerte y tenemos que hacer todo lo posible
para que lo seamos cada vez más, tanto en lo militar como en lo económico.
En la guerra tam bién hay que mostrar dureza. Los guerreros no deben
identificarse dem asiado con sus enemigos, porque eso les impediría golpear­
los, matarlos y vencerlos. El vocabulario de la época contiene términos que
estigm atizan la com pasión. E ste tipo de em ociones hum anas se rechazan
como nocivas calificándolas simplemente de "sensibleras”. Donde domina una
Voluntad férrea” y se requieren “gallardía” y una “conducta enérgica”, la “falsa
sensibilidad”, el “sentim entalism o”, está fuera de lugar. La “moral” también
es sospechosa. Las objeciones basadas en ella se invalidan con términos como
“sermón” y “m oralina”. El cambio de la debilidad a la fuerza a nivel estatal
también se refleja, por lo tanto, en el paso de un canon civilizador basado en
valores hum anísticos y morales a otro caracterizado por fuertes tendencias
antihumanísticas, antimorales y anticivilizadoras.

II. LA EXALTACIÓN D E LA G UERRA E N LA LITERATURA


DE LA R E PÚ B LIC A D E W EIM AR (ERNST JÜN G ER) [p. 196]

Varias obras literarias de la primera república alemana, creada en 1918 y no


dividida aún, examinaron la experiencia de la guerra. Es posible distinguir entre
dos corrientes opuestas: la que exaltaba y la que rechazaba la lucha armada.
La literatura guillerm ista sobre la guerra había representado los conflictos
bélicos de una m anera que, en la República de Weimar, fue retomada y desa­
rrollada por la narrativa dedicada a exaltar la violencia y la guerra. Novelas
como Volk widervolkj de Bloem, no sólo expresan una actitud positiva hacia el
ejercicio de la violencia en la guerra o el orgullo por la propia falta de compasión
con el enemigo; tam bién pretenden que el público lector acepte la guerra, sin
ocultarle sus horrores, y m anteniendo vivo su entusiasm o por las batallas
mediante una interpretación rom ántica de los hechos violentos como actos
heroicos y representándolos, en cierta forma, como un gran suceso cósmico,
como una experiencia em briagante en la que el individuo pierde su identidad
222 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

particular. De esta manera se atribuye un sentido enigmático a las frías luch


hegemónicas entre los Estados:43 s

Fue curioso: en cuanto su puesto elevado sobre el montón de escombros de


la capilla ardiente, le permitió a Alfred dominar en su totalidad el escenario
de esa resistencia muda, obstinada y, más allá, el paisaje velado por la niebla
—el perfil distante de los cerros chatos coronados por las nubes grises de
vapor desprendidas por las baterías enemigas—, las casas, los molinos y los
pliegues del terreno, detrás de los cuales, la infantería atacante posiblemente
estaba reuniendo fuerzas para una nueva embestida..., y a todo su alrededor
el amplio y accidentado campo de piedras que una hora y media antes había
sido un cementerio... y, en cuclillas, junto a los últimos pobres restos de
la barda, ese grupito de hombres imperturbables, tapados hasta el cuello
por los escombros, con los cuales se mezclaban los huesos desenterrados
de cuerpos desaparecidos hacía mucho tiempo..., cuando contempló en su
totalidad ese teatro increíble, inconcebible, de furia y fortaleza humanas,
se borró en su interior hasta el último vestigio de una conciencia de peligro
personal... y sólo quedó una sensación innombrable de asombro... Le pareció
que ya no era él mismo quien lo estaba viviendo..., su propio yo se había
hundido en profundidades extremas... y, en esa hora, por primera vez desde
que había iniciado la campaña, sintió que se fundía por completo con la idea
de ese combate de titanes... Ya no se trataba del enfrentamiento de unos
individuos contra otros..., de unos regimientos y divisiones contra otros...,
era la lucha de un pueblo contra otro..., de una patria contra otra... para que,
en la pugna entre las entidades más elevadas creadas hasta ese momento
por la humanidad, florecieran plenamente las virtudes más altas de la raza
humana... de este lado... y del otro.

Esta tradición en la narrativa de la guerra se prolongó después de 1918.


Uno de los primeros ejemplos, quizá la mejor obra de la literatura alemana
que exaltó la guerra durante esta época y, en todo caso, la más representativa,
es la novela In stahlgewittern (1922) de Ernst Jünger. Este escritor tampoco
encubre en absoluto la barbarie de la guerra; incluso llega a describirla con
cierto gusto, como en la escena en que, después de un duro intercambio de tiros,
una especie de duelo, frente a las trincheras enemigas, Jünger y sus hombres
hacen prisioneros a unos hindúes heridos y moribundos a quienes se llevan
“porque se había puesto premio a la cabeza de todos los prisioneros, muertos o
vivos”. Habla de la vuelta triunfal a sus trincheras:44“Nuestra procesión, en la
que los gemidos de los prisioneros se mezclaban con nuestros gritos de júbilo y
risas, tenía un aire de guerra primigenia, de barbarie.”
De manera semejante a Bloem, Jünger eleva la barbarie de la guerra a un
nivel superior presentándola como algo primigenio que brota e s p o n t á n e a m e n t e ,

43. Bloem, Volk w id er volk, op. cit. (nota 10), pp. 400 401.
44. Ernst Jünger, In stahlgewittern. Ein kriegstagebuch, Berlín. 1937. pp. 166, 240.. p-
A p é n d ic e s 223

por así decirlo, del interior de los guerreros. En otro pasaje habla de los profundos
misterios que la guerra despierta y del combate como el destino del hombre.45En
una palabra, representa el acontecer real de la lucha interestatal por el poder
y la carnicería como algo positivo al envolver su carácter repugnante, que no
disimula, con una fina malla de sentimientos nobles e idealizadores. Atenúa el
horror de los cadáveres, de los cuerpos destrozados, del dolor de los moribundos,
con las descripciones de la audacia militar, del valor ejemplar de los oficiales y
de la lealtad de los soldados fieles.
El diario novelado de Jünger no muestra al hombre, sino al oficial ejemplar,
siempre sereno y muchas veces heroico, que se ha resignado al hecho de que
su destino puede alcanzarlo en cualquier momento. Matar a otros hombres
sin titubear se ha vuelto una costumbre natural para él, y Jünger no disimula
en absoluto el placer que se obtiene al matar al enemigo. Quiere convencer de
ello también al lector, y no menciona momentos de temor, vacilaciones, miedo o
debilidad porque sigue vigente el canon guillermista de que la debilidad y las
flaquezas son funestas y deben ser encubiertas. Todos los oficiales alemanes
que aparecen en el libro son fuertes y valientes ante cualquier prueba que se
les presente. De esta manera se glorifica el horror, se da un aire romántico al
acto de violencia y, junto con las referencias al origen mítico de la guerra, esto
sirve para dorar la barbarie.
A ello se agrega el éxtasis, la guerra como droga capaz de provocar en el
hombre un dichoso estado de exaltación y de sacarlo del aislam iento indi­
vidual, precisam ente en los mom entos de mayor peligro. Al igual que en la
descripción de Bloem, también en el texto de Jünger, una batalla decisiva —si
la consideramos desapasionadamente, el último intento vano de los alemanes
de salvarse— adquiere dimensiones cósmicas :46

La división entre los pueblos mostraba un aspecto extraño. En los cráteres


abiertos delante de las trincheras enemigas, cuyo curso se modificaba una
y otra vez bajo el poderoso impacto del fuego, aguardaban los batallones
ofensivos, agrupados por compañías, un frente tan ancho que era imposible
abarcarlo con la vista. Al contemplar la fuerza de estas masas contenidas,
nuestra irrupción me pareció segura. ¿Tendríamos aliento suficiente para
abrir las reservas enemigas y desgarrarlas, destruirlas? Estaba seguro de
ello. Parecía haber llegado la hora de la lucha final, la última embestida. El
destino de los pueblos encontraría ahí su desenlace implacable, se trataba
de apoderarse del mundo. Estaba consciente de la significación de la hora,
aunque sólo fuese por intuición, y creo que en todos y cada uno, el elemento
personal se disolvió bajo el peso de la responsabilidad que descendía sobre
nosotros. Quien ha vivido momentos semejantes sabe que la historia de los
pueblos se eleva y se hunde al fragor de las batallas.

45- Ibid, p .2 8 8 .
46. Ibid.,. p. 256.
224 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

Reinaba un ambiente extraño, encendido al máximo por la tensión. Los


oficiales se mantuvieron erguidos, intercambiando bromas exaltadas.

Finalmente llegó el momento crítico en el que la masa de los atacantes tuvo


que abandonar la protección de las trincheras y entregarse personalmente a la
lucha para romper las líneas defensivas del enemigo, sometido durante mucho
tiempo al fuego desgastante de la artillería. En todo el mundo se han concebido
estrategias a las que los guerreros recurren en esos momentos para superar
su miedo a la m utilación y la muerte y dar rienda suelta al placer más o
menos refrenado de matar. Es posible que esta entrada en batalla no haya sido
tan difícil para los grupos humanos cuya vida cotidiana incluía la necesidad
de sostener enfrentam ientos violentos con otros seres, como las antiguas
tribus de guerreros indígenas del continente americano o los combatientes
medievales con sus caballos y armaduras. Debe ser un poco más difícil para los
miembros de las sociedades nacionales industrializadas, educados, con fines
civilizadores, reprimir toda inclinación personal al recurso de la violencia física.
La descripción de Jünger da cierta idea de ello. Retrata el esfuerzo colectivo
para superar las barreras internas mediante voces de aliento mutuo, ingestión
de alcohol y la entrega a un estado de furia extrema, a fin de cumplir con el
deber social del valor:47

Tres minutos antes de atacar, mi ordenanza, el fiel Vinke, me ofreció una


cantimplora llena. Tomé un gran trago, parecía agua. Sólo faltaba el puro
antes de la ofensiva. El aire me apagó el cerillo tres veces.
Había llegado el gran momento. La avalancha de fuego inundó las primeras
trincheras. Nos dispusimos a avanzar.
Animados por sentimientos mixtos, provocados por el deseo de matar, la furia
y la ebriedad, emprendimos la marcha contra las líneas enemigas con pasos
pesados pero incontenibles. Me adelanté mucho a la compañía, seguido por
Vinke y un voluntario de hacía un año llamado Haake. Con la derecha asía
la cacha de la pistola, con la zurda, la fusta de bambú. En mi interior hervía
tona terrible rabia que me había asaltado inexplicablemente, que nos llenaba
a todos. El poderoso deseo de matar aceleraba mis pasos. La furia me sacaba
lágrimas amargas.
La inmensa voluntad de destruir que cubría el campo de batalla se condensó
en los cerebros y los bañó con su vaho rojo. Intercambiamos palabras entrecor­
tadas, entre sollozos y balbuceos, y un observador ajeno a los hechos hubiera
podido creer, quizá, que nos había arrebatado un exceso de felicidad.

El hecho de que Jünger haya logrado representar la guerra, sin ocultar


su horror, como algo capaz de inspirar dicha y emoción, o sea, como un valor
muy positivo, sin duda da fe de su talento literario. Este esfuerzo se ubica
en un contexto social bien definido.

4 7 . Ibid., p . 2 5 7 .
A p é n d ic e s 225

pese a que la novela de Jünger se basa en el diario que llevó durante la


guerra, la versión que conocemos fue escrita después de la conflagración. Por
lo tanto, el libro pertenece a un género literario que cumplía en esa época con
una función propagandística e ideológica específica. Este género presentaba
la guerra como un suceso digno de ser aprobado a pesar de sus atrocidades, y
se oponía de manera enfática y consciente a la literatura que la impugnaba.
Dentro del contexto general de la época de Weimar, sería posible calificar In
stafUgewittem de Jünger como la contraparte de S in novedad en el frente (1929)
de Erich-Maria Remarque, una relación del sufrimiento cotidiano causado por la
guerra, desprovista de todo romanticismo e idónea, sin duda, para hacer perder
el gusto por las batallas incluso a los jóvenes. Fue precisamente su potencial para
debilitar en el pueblo la voluntad de tomar las armas, el que convirtió novelas
como la de Remarque en una especie de traición a los ojos de ciertos grupos de
la población alemana. Y estos grupos fueron los principales productores, a su
vez, del género que exaltaba la lucha armada, por medio del cual se pretendía
mantener vivo el gusto por la aventura heroica del enfrentamiento bélico y, por
ende, la disposición general para participar en un conflicto.
El contraste entre ambos géneros de literatura de guerra también se revela en
otro aspecto. Uno adoptaba, en términos generales, el punto de vista de los oficiales,
mientras que el otro prefería la perspectiva de los soldados rasos y las clases. La
novela de Jünger de nueva cuenta puede tomarse como prototipo de ello.
En el fondo, In stahlgew ittern glorifica al joven oficial alemán de extracción
burguesa, representante de la generación nacida durante los años noventa del
siglo XIX. Los altos mandos castrenses, en su mayoría aristócratas, ocupan
un plano más remoto. El punto focal corresponde al teniente y comandante de
origen burgués integrado por completo al canon aristocrático del oficial alemán,
quien orgullosamente se considera parte de una casta de oficiales sujeta a un
rígido y distinguido orden ritual de conducta.
Sin embargo, al asimilar la cultura y el credo del oficial, estos jóvenes bur­
gueses les dieron un matiz un poco diferente al que les atribuían los oficiales
aristócratas de los rangos superiores. Aquéllos, en muchos casos, eran herederos
—Jünger constituye un ejemplo perfecto de ello— de la tradición antimoral,
antihumanística y anticivilizadora abrazada por grandes grupos de la burguesía
alemana guillermista. Para estos sectores la guerra no era, como para la aristo­
cracia militar, un simple suceso social, el destino natural de los pueblos y, sobre
todo, del soldado. La veían, más bien, como un hecho obligado y deseable, como el
ideal de la vida masculina. De esta manera, su violencia y brutalidad aparecían
como algo grande lleno de sentido. Esta diferencia influyó mucho en las luchas
internas por el poder sostenidas durante la época de la República de Weimar,
cuyo pequeño ejército oficial de élite, la Reichswehr, sancionado por el Tratado
de Versalles, se encontraba esencialmente al mando de oficiales aristócratas. Los
cuerpos de voluntarios y otras agrupaciones paramilitares —o sea, las unidades
de defensa semiilegales— , eran, por el contrario, encabezados principalmente
226 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

por oficiales burgueses, para quienes, convertidos ahora en marginados, el código


de honor del oficial alemán había perdido un poco de fuerza.
Una de las características de la antigua tradición del oficial era la convivencia
relativamente estrecha entre este y la tropa, combinada con un distanciamien-
to social que se observaba de manera estricta. En términos generales, en el
libro de Jünger, la tropa desempeña el papel de comparsa. El gran número de
ordenanzas que lo acompañan a lo largo de la guerra aparecen, simplemente
como “el fiel Kettler” o “el buen Knigge”, sin adquirir nunca una personalidad
individual propia :48“En cuanto al rasgo que distinguía a nuestros hombres,
quisiera señalar que m e resultó imposible convencer a mi ordenanza, el fiel
Knigge, de dormir en la sala caliente, sino que insistió en hacerlo en la cocina
fría. Esta reserva típica de las personas de la Baja Sajonia le facilitaba mucho
al comandante tratar con la tropa.”
En los años veinte, cuando este libro se escribió, las tropas ya habían llegado
a negar la obediencia a sus oficiales. El recuerdo de la “reserva” de los soldados
rasos, que “facilitaba” el trato con la tropa a su comandante, eran recuerdos de
un pasado mejor, idénticos a la esperanza de un futuro mejor.
En forma tácita, rara vez descrita abiertamente, esta literatura dedicada a
exaltar la guerra perseguía una doble intención ideológica y propagandística.
En el ámbito de la política exterior se trataba de restaurar a Alemania como
potencia, de ser posible hegemónica, aunque para ello hiciera falta otra guerra.
En el contexto nacional se pretendía restablecer la antigua transparencia en
las relaciones de superioridad y subordinación entre el jefe y la tropa, no sólo
en el Ejército sino en todo el pueblo.
L a co n tro v ersia que se dio d u ra n te los prim eros años de la R epública de
W eim ar e n tre la lite ra tu ra que exaltaba la g u erra y la que se oponía al conflicto,
reflejaba de e sta m a n e ra u n a confrontación mucho m ás am plia, u n a de las más
im p ortan tes que tuvieron lu g a r en A lem ania en ese entonces. H abía grupos que
no deseab an m ás guerras, convencidos de que su país se las podría arreglar aun
sin in c rem en ta r su poder por m edios bélicos, siem pre y cuando se conservaran
la u n id a d del E stado y las fro n teras existentes, y se red ujera la enorm e carga
de la s d eu d as de la g u e rra . E n este sector de la población se encontraban la
m ayoría de los obreros in d u striales, algunos m iem bros de la burguesía liberal
y m uchos intelectu ales. E n conjunto, estos grupos celebraban la desaparición
del em perador del escenario político alem án y aprobaban la fundación de una
república p a rla m e n ta ria , sin dejar de lam entar, ta l vez, la derro ta m ilitar y las
cargas financieras que h ab ían resultado de ella. Ellos h ab ían sido vencidos en
las b a ta lla s in tere sta ta le s, pero h ab ían ganado las in traestatales.
Por o tra p a rte , el desenlace de la g u e rra de 1914-1918 significó una doble
derrota p a ra los antiguos sectores dom inantes de la población alem ana y todos
los que los apoyaban: en la lucha decisiva por la suprem acía en Europa y las
p a rte s del m undo que d ep en d ían de este co n tinente, en lo que se refiere al

48. Ibid., p. 142.


A p é n d ic e s 227

ámbito interestatal; y en cuanto al intraestatal, en la,pugna por la preponderan­


cia dentro de Alemania. En estos grupos se encontraba la aristocracia alemana,
con sus representantes en el cuerpo de oficiales, los altos funcionarios burgueses
de la administración pública y judicial y gran parte de los empresarios, grandes
comerciantes y banqueros, entre otros. También incluían a gran parte de los
jóvenes de origen burgués que habían sido oficiales durante la guerra. Como
oficiales de los cuerpos de voluntarios y otras organizaciones paramilitares,
muchos de ellos se convirtieron en la vanguardia, especializada en actos vio­
lentos, de todos los sectores y grupos de la primera república alemana que
perseguían la doble intención ya mencionada, si bien con matices diferentes:
en el interior, poner fin al sistema multipartidista y restaurar relaciones claras,
jerárquicas y formales de superioridad y subordinación, como habían existido
durante el imperio alemán; hacia el exterior, restablecer a Alemania como una
gran potencia, con guerra o sin ella.

III. EL DESMORONAMIENTO DEL MONOPOLIO ESTATAL DE


LA VIOLENCIA DURANTE LA REPÚBLICA DE WEIMAR [p. 204]

1) La reducción en la cuota de poder correspondiente a los representantes de


mayor de edad de la oligarquía guillermista, a raíz de la derrota de 1918, no tuvo
la misma significación para sus sectores aristócrata y burgués. El primero que
había legitimadlo sus derechos de dominio y primacía, principalmente con base en
triunfos bélicos, estaba dedicado en su mayoría a la explotación agrícola, y ya con
anterioridad se había visto obligado a renunciar a una parte de su antiguo poder
conforme avanzaba la industrialización del país. La derrota militar y la abdicación
del emperador lo privó de su posición privilegiada dentro del entramado estatal,
excepto en un solo ámbito: por el momento no se vio afectada su posición de mando
dentro del Ejército alemán. La desaparición de los privilegios aristócratas, ase­
gurados en Prusia, por ejemplo, por la Alta Cámara y el sistema electoral de tres
clases, benefició a la clase media burguesa. Los grupos dirigentes dentro de esta,
que hasta el momento habían constituido una élite de segunda fila, de súbito se
transformaron en una nueva clase alta. Pero mientras que la burguesía francesa
había tenido que echar mano de revoluciones para liberarse de los privilegios
y la supremacía política ejercidos por la aristocracia, a la alemana todo esto le
cayó del cielo después de la primera guerra mundial, debido al levantamiento
protagonizado por los obreros y los soldados y la desaparición de los tronos.
Además, este avance burgués se vio compensado por el incremento simultáneo
en el poder de Tos obreros organizados, al desintegrarse el régimen absolutista
y arrancar la transición hacia una república parlamentaria auténtica, o sea,
dependiente de la mayoría de votos.
De haber estado unidos los obreros industriales, su partido posiblemente
hubiera podido asegurarse la supremacía política dentro de un régimen cons­
228 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

titucional que atribuía el mando del gobierno al partido que reuniera el mayor
número de votos. Mas, como una consecuencia imprevisible de la revolución rusa
y de la toma del poder por el Partido Comunista en Rusia, se produjo la división
de los obreros organizados de Europa en dos bandos que se hacían la guerra
enconadamente entre sí: los que pretendían organizar la sociedad en beneficio
de los obreros sin recurrir a la violencia y; los que querían imponer este cambio
con las armas, de acuerdo con el ejemplo ruso.
En Alemania, tuvo consecuencias trascendentes esta división de los obreros
y los intelectuales burgueses que simpatizaban con ellos, entre un grupo con
pretensiones nacionales y otro rusófilo. Una de ellas es evidente: la unión
de los obreros industriales era muy importante para ellos, más que para
los grupos burgueses, en lo que se refiere a la cuota de poder que pudieran
reclamar en la sociedad. Su división entre dos bandos hostiles redujo en
considerable medida, sin pretenderlo, el potencial obrero para aspirar al poder.
Sin embargo, eso no fue todo.
No es preciso abordar aquí la cuestión de si el ineficaz y opresor régimen
zarista se hubiera desintegrado, después de ser derrotado en la primera guerra
mundial, aun sin recurrir sus opositores a la violencia extraestatal. En todo
caso, el ejemplo del cambio de gobierno violento en Rusia ejerció una influencia
extensa en otros países, durante un periodo extraordinariamente largo de
tiempo, ya sea como modelo a imitar o como amenaza. En Rusia, el recurso a la
violencia extraestatal demostró su eficacia para arrebatar el monopolio estatal
de la violencia y del fisco a un grupo gobernante y para permitir su apropiación
a los dirigentes del grupo violento. Este hecho se hizo sentir con tal fuerza y
durante tanto tiempo, en la relación entre violencia extraestatal y estatal en
otros países, que el ejercicio de la violencia en nombre de la revolución —repito,
como modelo a imitar o como amenaza— se ha convertido en uno de los patrones
de conducta dominantes de nuestro siglo.
El siglo XX se ha desarrollado a la sombra de la revolución rusa, mucho
más todavía que el XIX a la sombra de la revolución francesa. Una diferencia
importante radica en el hecho de que la fe en los ideales de la revolución francesa
no estuvo ligada a la fe en la necesidad de recurrir a la violencia —de hacer
una revolución— a fin de realizar esos ideales, además de que no contó con una
base teórica concreta expuesta como un canon en libros que la autorizaran.
La extraordinaria acción a distancia ejercida por la revolución rusa, derivó su
carácter específico, precisamente, de que ambos eran casos dados. Es cierto
que la estructura clasista de los países industrializados (como también la
de los predominantemente agrarios) y sus desigualdades de poder muchas
veces institucionalizadas constituyeron su punto de arranque. Pero, más allá
de estos factores concretos existió un pequeño número de libros a l t a m e n t e
calificados desde el punto de vista intelectual, que sirvieron para u n i f o r m a r
y difundir las ideas revolucionarias. Estos textos, las obras de Marx y E n g e l s ,
establecieron un estrecho vínculo teórico entre la realización de los ideales de
A p é n d ic e s 229

una mayor igualdad y humanidad y el recurso a la violencia extraestatal. La


violencia registrada durante la revolución francesa fue, en términos generales,
de carácter espontáneo e impremeditado. Pero después de la revolución rusa,
los grupos de marginados excluidos del terreno del poder la erigieron en un
elemento imprescindible de sus planes. Además, los dirigentes que por medio
de la violencia extraestatal habían tomado el poder en Rusia, así como sus
sucesores que ahora encabezaban un poderoso imperio, fomentaron la difusión
de sus ideales entre los grupos simpatizantes de otros países.
Tal fue el punto de partida de esta dialéctica peculiar de la violencia. Los
movimientos rusófílos que fuera de Rusia buscaron realizar sus ideales por medio
de la violencia extraestatal, según este ejemplo, apoyados principalmente en
algunos sectores obreros, así como ciertos grupitos de intelectuales burgueses,
debieron enfrentar la oposición de otras asociaciones que, a su vez, decidieron
hacer frente, por medio de la violencia extraestatal, al peligro de que aquellos
movimientos revolucionarios tomaran las armas. A fin de impedir que el otro
bando lograra la conquista violenta de los monopolios estatales, ellos mismos
la emprendieron.
Ese fue el problema. Hasta la fecha se aprecia relativamente poco el hecho de
que, el ejercicio de la violencia por parte de un grupo determinado contra otro,
hace muy probable que el segundo responda de la misma forma en cuanto se le
ofrezca la menor oportunidad para ello. En muchos casos, la respuesta violenta
del segundo grupo provoca una reacción semejante, pero más fuerte, por parte
del primero. Una vez que esta interrelación se ha puesto en movimiento resulta
sumamente difícil de detener y con frecuencia adquiere un impulso propio.
Reproduciéndose en forma automática y a menudo con intensidad creciente,
se apodera de las personas, de los grupos hostiles que le dieron origen, y se
convierte en una trampa que obliga a ambos bandos involucrados a combatir
por medios violentos al respectivo enemigo, por miedo a la violencia que este
último pueda hacer valer.
Desde la revolución rusa, muchos países del mundo, quizá todos, se encuen­
tran atrapados en el círculo perverso impuesto por este mecanismo. El hecho
de que, en Rusia, la violencia extraestatal se impusiera a la estatal desató
interrelaciones entrelazadas de violencia en todo el mundo. Uno de los primeros
países en que se manifestó esta influencia fue en Alemania. En comparación
con Rusia, había alcanzado un nivel bastante más elevado de industrialización,
urbanización, educación popular y todos los demás aspectos del proceso de
modernización. Los obreros industriales de Alemania estaban mucho mejor
organizados y contaban con una mayor formación política que los rusos. Esta
circunstancia sólo sirvió para acrecentar el miedo de la burguesía alemana
de que tras la revolución rusa, estrechamente ligada a la derrota militar del
régimen zarista, con su expropiación violenta de la propiedad privada, la des­
aparición del gobierno imperial en Alemania también pudiera conducir a un
cambio programático en las condiciones de poder y propiedad. Este temor se
230 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

intensificó debido al indudable incremento en el poder de los obreros alemanes,


tanto durante la guerra del 14 como después de la derrota del país.

2) La división de las organizaciones obreras alemanas a raíz de la revolu­


ción rusa, entre un bando que perseguía una reforma sin violencia y otro que
pretendía la revolución armada, coincidió con una evolución paralela dentro
del sector burgués. En el seno de la burguesía también había grupos cuyos
objetivos se mantenían dentro del marco delimitado por el monopolio estatal
de la violencia y las reglas de juego del convenio mutuo aseguradas por él; y
otros que abogaban por recurrir a la violencia extraestatal, sobre todo en la
lucha contra las organizaciones obreras y el Estado que las legitimaba. Sin
embargo, mientras que las organizaciones obreras a favor y en contra de la
violencia —que en este último caso también estaban a favor del Estado— se
combatían encarnizadamente entre sí, una alianza abierta o tácita unía a
las organizaciones burguesas análogas. No sólo las unidades de defensa, las
sociedades secretas y otros grupos violentos mantenían una actitud hostil contra
la república, sino también amplios sectores burgueses no dispuestos a recurrir
personalmente a la violencia en la contienda intraestatal. Por lo tanto, estos
últimos no vacilaron en apoyar a los primeros por todos los medios posibles.
Después de 1918 se extremó así la valoración positiva de la violencia ñsica por
parte de la burguesía alemana, presente ya desde el periodo guillermista. Sin
embargo, adquirió ahora un matiz novedoso.
En la Alemania imperial, el recurso a la violencia en los conflictos intraes-
tatales, como en el caso de una huelga, por ejemplo, era asunto del Estado, por
lo tanto, en gran medida, no se analizaba, aparecía como el ejercicio natural y
legítimo del monopolio estatal de la violencia. La aplicación de la fuerza física en
el curso de la revolución rusa representó, por el contrario, una forma de violencia
analizada detenidamente sobre las bases teóricas de la valoración marxista de la
revolución. De igual manera, la amenaza y el recurso de la violencia en manos de
la burguesía también se convirtieron en armas manejadas en forma consciente y
reflexiva, dentro de la lucha de las organizaciones de clase por el poder. Desde ese
momento se integraron en forma permanente a la experiencia de muchos países,
tanto en el continente europeo como en otros, interrelaciones en cuyo transcurso
la amenaza de violencia por parte de grupos comunistas despertaba y reforzaba
la misma actitud en los grupos “fascistas” y a la inversa. El potencial de estos
grupos para romper con el monopolio estatal de la violencia dependía de la fuerza
y la estabilidad del poder central del Estado, particularmente, de la eficiencia del
monopolio que ejercía sobre la violencia, así como de la seguridad y la estabilidad
del desarrollo económico de la sociedad, estrechamente ligados a aquellas.
La situación alemana al finalizar la guerra de 1914-1918 se caracterizó por el
hecho de que, las nuevas autoridades gubernamentales sólo ejercían un control
muy limitado sobre las fuerzas militares y policíacas necesarias para conservar
el monopolio de la fuerza física y, por lo tanto, la paz intraestatal. El Estado
A p é n d ic e s 231

alemán del periodo de Weimar era en este sentido un Estado rudimentario, lo


cual dio oportunidad al surgimiento de movimientos y organizaciones violentas,
tanto dentro de la burguesía como del sector obrero.
Dicho de otra manera, la capacidad del gobierno nacional para poner los
órganos ejecutivos del monopolio de la violencia, el Ejército y la policía, al
servicio de las decisiones parlam entarias y gubernam entales, estaba muy
limitada. Frente al gobierno central republicano, que representaba una especie
de alianza entre los sectores moderados de la burguesía y los obreros, el Ejér­
cito, comandado como siempre por aristócratas, poseía una independencia y
un potencial autónomo de poder impensables para la institución militar del
Imperio.49 De manera semejante a lo que ocurre en muchas naciones en vías
de desarrollo de nuestro tiempo —en algunas repúblicas latinoamericanas,
por ejemplo—, los militares destacados de la República de Weimar perseguían
sus propios objetivos políticos. En el juego de fuerzas de aquel entonces ellos
constituían un centro de gravedad semiautónomo dentro de las relaciones d e
poder. Por lo tanto, el gobierno alemán podía contar a lo sum o con la policía de
ciertas provincias para mantener la paz, buscando y castigando a los grupos
violentos. En general podía disponer de la prusiana para estos fines, m a s no de
la de otras provincias, como la bávara, por ejemplo.
Otro hecho también tuvo mucha importancia en la lucha entre la s orga­
nizaciones violentas de carácter burgués y obrero. Si bien los representantes
obreros de ten d en cia socialdemócrata que formaban parte del gobierno, o sea,
en primer lugar los comisarios del pueblo, hombres como Ebert, Scheidemann
y Noske, estaban muy decididos, por una parte, a reformar el régimen imperial
cuasi autocrático en beneficio de un gobierno parlamentario no estorbado por
ningún tipo de privilegios, pero por otra parte rechazaban la violencia física

49. En su historia de la República de Weimar (Geschichte d e r W eimarer Republik, Frankfurt de


Meno, 1961, p. 75), Arthur Rosenberg llam a la atención sobre estas circunstancias. “Unos
revolucionarios auténticos —apunta el autor— hubieran tenido m uy presente el peligro que
amenazaba a Weimar por parte del Ejército. La Asamblea Nacional hubiera podido declarar
que la república misma se encontraba en peligro, tal como lo hiciera la Convención. Hubiera
podido llamar a todos los republicanos y socialistas a las armas a fin de salvar a la patria. De
haberse armado el pueblo en esta forma se hubiera eliminado la amenaza de los cuerpos de
voluntario asfixiado de origen el peligro de golpes de Estado aislados, asegurado la frontera
oriental contra los polacos y fortalecido, quizá, la posición de Alemania en las negociaciones
de paz con las potencias aliadas"
Rosenberg se apoya en los ejemplos de las revoluciones francesa e inglesa e interpreta I;
leyes de los procesos revolucionarios exclusivamente como fenómenos intraestatales. Por lo
tanto, no aprecia correctamente la situación política exterior de la joven república alemana.
Resulta muy poco probable que los aliados se hubieran mantenido indiferentes ante un
levantamiento masivo semejante por parte del pueblo alemán. Para lograr un levantamiento
de esa magnitud — aún con la anuencia del Ejército y estando disponibles las armas necesa­
rias— , se hubiera tenido que recurrir a consignas revolucionarias francas o encubiertas. Los
aliados occidentales ya estaban bastante molestos por el movimiento revolucionario ruso.
Una movilización semejante en Alemania hubiera dado pie a la invasión.
232 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

como medio para imponer los intereses de los obreros, de manera igualmente
decidida y con una aversión espontánea de sorprendente intensidad. El rechazo
que mostraban hacia los grupos obreros que favorecían el ejemplo ruso de la
revolución violenta, llevaba casi la misma carga de hostilidad que el encarnado
por las asociaciones y organizaciones burguesas.
Esta fue una de las causas que condujeron a la alianza —el “matrimonio
de conveniencia”— entre los comisarios del pueblo y los mandos superiores del
Ejército (e incluso de algunos cuerpos de voluntarios). Junto con la huelga de los
obreros, esta asociación frustró el primer intento de golpe de Estado por parte
de la burguesía, el de Kapp.50Al mismo tiempo reveló, sin embargo, la enorme
dependencia del gobierno republicano de Weimar del Ejército semiautónomo
así como, por consiguiente, la debilidad constitutiva del gobierno. Al lado del
Partido Socialdemócrata y de los sindicatos, los oficiales formaban un núcleo de
organización que se había mantenido prácticamente intacto pese a la incipiente
desintegración que siguió a la derrota en la guerra. Estos dos grupos, represen­
tados por Ebert y Groener, formaron, pues, una especie de alianza en medio de
la crisis y la confusión que reinaban después de 1918. Los unía una apreciación
bastante realista del peligro en que un intento de golpe de Estado violento de
cualquier tendencia política podía poner al Reich, ya sea que fuera ejecutado
por un grupo de carácter burgués militar o una asociación obrera comunista.
Lo más probable era que cualquier intento de esta naturaleza provocara la
intervención de las potencias abadas.

3) Por lo tanto, desde el principio, el entramado estatal de la primera


república alemana tuvo una doble cara. Por una parte, el enfrentamiento entre
los intereses e ideales de clase se ventilaba en la pugna de partidos, que tenía
lugar en el escenario parlamentario, ante la luz pública y relativamente sin
violencia, de acuerdo con reglas específicas. Por otra parte, unidades de defensa y
sociedades secretas zanjaban este choque con los recursos de la violencia física y
a la media luz de las conspiraciones. No obstante, esta lucha equívoca y violenta
era muchísimo más desigual que la contienda parlamentaria de los partidos. Por
medio de la ocupación potencial o real de puestos gubernamentales y estatales
de otro tipo, esta última brindaba a los representantes de las organizaciones
obreras interesadas en ejecutar una reforma no violenta, el acceso a espacios

50. El Ejército no ayudó porque sim patizara con la república parlam entaria sino porque
consideraba prematuros, tanto este primer intento de golpe de Estado como la proclamación
de una dictadura. Su estrategia era la de m antenerse a la expectativa. Por mucho que
compartieran los deseos y las esperanzas de los golpistas, los oficiales de mayor edad y
experiencia reconocían claramente que todavía no había llegado el momento indicado para
el rearme militar y para sustituir el Estado parlamentario por otro régimen que gozara de
suficiente fuerza y popularidad para llevar a cabo este propósito. Esta vacilación por parte
del Ejército contribuyó, en parte, al hecho de que no se estableciera una dictadura de partido
hasta 1933, cuando esto ocurrió de manera formal y a través de los cauces parlamentarios,
ocasionando entre otras cosas la disolución de los partidos y los sindicatos.
A p é n d ic e s 233

de poder que antes habían estado cerrados para ellos. Por el contrario, en el
combate entre asociaciones violentas, la s organizaciones burguesas pronto
obtuvieron la ventaja después de haber vencido a los grupos comunistas. Estas
últimas trataron de socavar el entramado republicano del Estado y la sociedad
mediante el desmoronamiento del monopolio estatal de la violencia desde el
interior, además de sembrar la inseguridad en sus representantes por medio
de los m ás diversos actos de terror. De esta manera pretendían derribar al
odiado sistema, y al final lo lograron, auxiliados por la crisis económica, cuando
el poder estatal legítimo fue asumido por el hombre que había destacado en la
competencia con otras organizaciones paramilitares por el uso particularmente
duro y sistem ático que hacía de los medios de violencia ilegales de carácter
extraestatal. Tengo la impresión de que, hasta el momento, la historiografía
no ha adjudicado a este socavamiento interno del Estado alemán, por actos de
terror y el ejercicio sistem ático de la violencia, el peso que en realidad le
corresponde. E sto im p ide apreciar la fu n ción p arad igm ática que esta
amenaza contra el monopolio e sta ta l de la violen cia durante el periodo
de Weimar, que al fin al term inó p rácticam ente por paralizarlo, pudiera
tener para la com p ren sión de p rocesos sim ila r e s y d el p ap el que los
monopolios de la violen cia d esem peñan en la s socied ad es h um anas en
general. S e h a hecho u su al ahora exam inar los fenóm enos económ icos en
forma aislada de los políticos, interpretados a su vez por la historiografía,
principalm ente, como producto de la s in stitu cion es legales. La dificultad
estriba en cómo explicar de m anera convincente que la evolución de las
organizaciones violentas, sus fases de integración y desintegración, son tan
estructuradas como la producción social de mercancías.
Tendré que renunciar a exponer aquí con detalle la evolución y las transforma­
ciones recorridas por el poder, en el curso de la lucha extra-parlamentaria que tuvo
lugar entre 1918 y 1933 y en la semioscuridad de una situación ilegal tolerada o
imposible de evitar por parte del Estado, en forma paralela a las pugnas parla­
mentarias por el poder, pero también en relación con estas. Baste con señalar que
es posible trazar un desarrollo continuo de tipo subcultural y personal, desde los
actos de terror cometidos por los francotiradores en los comienzos de la república
hasta las trifulcas parlamentarias y los enfrentamientos callejeros de principios
de los treinta. Mi propia experiencia de este periodo contribuyó, seguramente, a
agudizar mi comprensión de la problemática de los monopolios estatales de la
violencia y su relación con los cambios en la conducta colectiva, ya sea hacia el
lado de la civilización o de la barbarie. El crescendo en las manifestaciones de
violencia extraestatal, despejando el camino para la toma del poder por parte de
Hitler, es difícil de reproducir para los oídos de las generaciones más jóvenes de
nuestros días. No obstante, quizá resulte útil una pequeña referencia personal a
un suceso que ha permanecido grabado en mi memoria.
En relación con la beca de un estudiante, tuve una ju n ta en la sede de
la Federación de Sindicatos en Frankfurt en 1932. Aproveché una pausa
en la conversación para preguntar: “¿Qué precauciones h a n to m a d o p a r a
234 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

defender esta sede de un ataque armado?” Recuerdo el silencio que se produjo


a continuación. Enseguida se desato una discusión algo acalorada que me dejó
claro lo siguiente: había expresado una posibilidad que, desde hacía bastante
tiempo, se mantenía agazapada y medio oculta en el fondo de la conciencia de
algunos de los presentes. Sin embargo, no se habían atrevido a formular sus
implicaciones abiertamente porque eran opuestas al curso acostumbrado de
la vida, porque resultaba demasiado terrible aceptar el hecho de que su curso
normal estuviera acercándose a su fin. También hubo una o dos voces que
declararon totalmente imposible tal suceso. Era inquebrantable su convicción
de que una especie de providencia histórica otorgaba siempre la victoria sobre
el oscurantismo a lo que ellos consideraban como la “razón ”.51
Surgió la pregunta de qué se podría hacer. Era evidente que las asociaciones
violentas extraestatales de derecha estaban a punto de obtener el triunfo sobre
las de izquierda, en sus enfrentamientos cada vez más encarnizados. Expresé
la pregunta del por qué. El cuadro que resultó en esa ocasión y también en
otras indagaciones aún permanece muy vivo en mi memoria. Remite a algunas
de las características estructurales del ascenso hitleriano que son fáciles de
pasar por alto.
Las unidades de defensa republicanas, como el Reichsbanner Schwarz-Rot-
Gold, de tendencia socialdemócrata, carecían de tres recursos indispensables

51. Q uizá sea útil ilustrar, por m edio de un a cita, la gran influencia que e sta certeza>tuvo
en la evaluación errónea del potencial político del m ovim iento hitleriano por parte de sus
adversarios, sobre todo de los intelectuales. Según apuntó G um bel en su libro publicado
en 1924 (op. cit, [nota 16], pp. 177-178): “El nacionalsocialism o sólo puede comprenderse
a nivel intuitivo. No cum ple n i con las exigencias m ás prim itivas de la razón. Se trata
de una pasión surgida de la m iseria económica y de la rabia social gestad a por ella. No
posee ninguno de los elem entos de una política auténtica. Su plan team ien to conceptual
se origina totalm ente en el rom anticism o... [La] idea de la pureza racial es desde luego
im posible de llevar a la práctica en un Estado y las dem andas en e ste sentido s^n sólo
frases huecas, pero encuentran a su s partidarios entre la juventu d... E ste tipo de ideas
conduce por supuesto directam ente a su realización, a ataques contra personas judías en
la calle, a la destrucción de periódicos, etc., porque e ste nivel corresponde a los instintos
m ás bajos y violentos...”
La corriente de pensam iento conocida hoy como “racionalism o” dio origen a la idea del
hombre como un ser dolido de razón por naturaleza. E ste concepto se desarrolló en relación
estrecha con la tendencia del incip iente E stad o ab solu tista a la pacificación, así como
posteriorm ente bajo el Estado nacional, que continuó la pacificación interna. Los pasajes
citados ilu stran claram ente porqué su s exponentes tien en dificultades para integrar a
su idea del hombre, como un problem a universal de la convivencia social, el control o la
liberación de la violencia en la resolución de los conflictos interpersonales. Un aspecto del
nivel de civilización que se m anifiesta en conceptos como “juicio”, “razón” o ‘‘racionalismo”
es que los grupos que lo han alcanzado todavía no analizan las condiciones civilizadoras
de su s térm inos rep resen tativos. Por lo tanto, no sab en que el m ovim ien to que ellos
denom inan “racionalism o” y tam bién conceptos como “razón” o “racionalidad” se basan
en un alto grado de satisfacciones de cierto tipo. Sim plem ente adjudican el ejercicio de la
violencia como fenómeno social al ámbito de lo irracional, si no e s que de lo antirracional,
y de esta m anera sigue siendo incomprensible.
A p é n d ic e s 235

para ganar o siquiera para mantenerse en estas violentas luchas extraparla-


mentarias por el poder, sostenidas entre organizaciones de combate con metas
de carácter obrero y burgués.

A) Las organizaciones de este tipo eran costosas. En comparación con los


fondos de que disponían su s adversarios, las unidades de defensa formadas por
obreros organizados contaban con cantidades mínimas para comprar armas,
uniformes y otro equipo. Salvo algunos casos excepcionales, no podían ofrecer a
sus miembros un puesto plenamente remunerado ni reponerles el salario perdido
por faltar al trabajo n i los gastos de transporte. Dependían esencialmente de
la participación voluntaria de personas que, después del trabajo o en sus días
libres, se ponían el uniforme para participar en ejercicios y manifestaciones
callejeras, encargarse de la seguridad de los auditorios cuando hubiera algún
discurso y tomar parte en las riñas que se producían a continuación, muchas
veces bastante peligrosas. Las asociaciones enemigas, sobre todo las unidades
de asalto de Hitler, contaban con un porcentaje mucho mayor de mercenarios
de tiempo completo. Estaban en condiciones de reclutar a desem pleados e
instruirlos y someterlos a un proceso de adoctrinamiento ideológico.

B) Además, la s unidades de lucha fundadas por los obreros organizados


sufrían de falta de oficiales, pues la gran mayoría de los oficiales alemanes
se concentraba en el otro bando. De esta manera, la rigurosa separación por
clases que existió durante el imperio guillermista entre los oficiales y los rangos
inferiores influyó, después de la guerra, en la eficiencia desigual de estas
organizaciones extraestatales de combate. Las unidades de defensa obreras sim­
plemente carecían de comandantes y organizadores con instrucción militar.

C) Por último, no existía en este sector el apego a una tradición militar y el


gusto por las actividades marciales que del otro lado eran casi naturales.
No es de sorprender, por lo tanto, que las unidades obreras con frecuencia
hayan sido derrotadas en estas violentas luchas extraparlamentarias por el
poder. Sus oradores propagandísticos tenían muchas veces problemas, sobre
todo en los m ítines electorales. Tampoco es de sorprender que amplios sectores
de la población, cansados de las revueltas y la violencia, votaran por el líder de
los batallones evidentemente más fuertes.
Hablar de la paralización creciente del monopolio estatal de la violencia y
del socavamiento interior cada vez más extenso del Estado alemán durante el
periodo de Weimar, no constituye en absoluto, pues, una metáfora literaria. Desde
los primeros años de la posguerra, amplios sectores de la burguesía alemana
se fijaron la meta política de destruir el régimen parlamentario republicano.
Su otra meta era el rearme militar, como primer paso hacia la reinstalación
de Alemania como gran potencia. Sin embargo, al principio no eran más que
fantasías. Resultaban poco realistas por el simple hecho de que, tras la firma
del tratado de paz, las unidades extraparlamentarias de defensa ya 110 pudieron
236 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

intervenir en la vida pública de manera abierta. Al comienzo de los años veinte,


las potencias victoriosas, los aliados, vigilaban atentamente que el potencial
militar de Alemania no rebasara el límite fy ado por el Tratado de Versalles. En
ello radicó una de las principales causas de que los actos de violencia terroristas,
por medio de los cuales, desde entonces se pretendió debilitar y, de ser posible,
derribar a la república parlamentaria, tuvieran un aspecto un poco distinto al
finalizar la década o al inicio de la siguiente.
Durante dicha fase temprana, este movimiento se manifestó mucho más por
medio de conspiraciones que durante la Gran Depresión y luego de su finaliza­
ción. En este periodo posterior, el temor que el militarismo alemán inspiraba en
los aliados fue, paulatinamente, reemplazado por su miedo al militarismo ruso.
Muchos estadistas occidentales no veían con malos ojos la consolidación de las
fuerzas antárrusas y anticomunistas en Alemania. De esta manera, las unidades
paramilitares de defensa de orientación burguesa, que desde antes venían
persiguiendo, por los mismos medios violentos, sus objetivos nacionalistas en
materia de política exterior y sus metas sociales en el marco de la política interior,
empezaron poco a poco a salir de la semiclandestinidad de las conspiraciones.
Pudieron mostrarse en público más o menos tranquilamente. Las amenazas
y los actos de violencia pública perpetrados por estos grupos, produjeron las
condiciones caóticas que ellos mismos achacaban a la república parlamentaria
como un indicio de debilidad e incompetencia. Los enfrentamientos en los niveles
parlamentario y extraparlamentario, que al comienzo de la república se habían
desarrollado en forma paralela, fueron entretejiéndose de manera cada vez
más estrecha y terminaron por fundirse, cuando el parlamento legalizó a las
organizaciones protagonistas de la violencia extraparlamentaria.
La crisis económica a partir de 1929 no afectó desde luego sólo a Alemania.
No obstante, en este país estableció una interrelación entrelazada con una crisis
política que asemejaba una guerra civil. Ambas crisis se reforzaron mutuamente.
La económica, profundizada por la política, atizó el fuego de las luchas políticas
violentas, y estas últimas a aquélla. En última instancia, la República de Weimar
fracasó por la debilidad estructural de su monopolio de la violencia y por la
explotación resuelta de esta debilidad destinada a destruir el régimen republi­
cano parlamentario, por organizaciones burguesas a las que la ausencia de una
tradición parlamentaria había hecho sentirse perjudicadas por el régimen.

IV. LUCIFER SOBRE LAS R U IN A S D E L M U N D O [p. 204]

1) La organización hitleriana, una asociación de masas, se preparó para


debilitar y disolver el régimen multipartidista por medio de riñas cerradas
y manifestaciones masivas. Años atrás, los cuerpos de voluntarios habían
perseguido el mismo objetivo con tácticas terroristas, una actividad v i o l e n t a
A p é n d ic e s 237

más de élite, dirigidas contra destacados representantes del régimen, pero con
poco éxito. Ahora fiieron derrotados también en estos intentos.
En Geachtete, Salomon describe algunos aspectos de los preparativos para el
atentado contra Rathenau y la decepción que experimentó ante la resonancia
deficiente provocada por el acto, en relación con las expectativas. Salomon narra
cómo sale a buscar a los autores del atentado, sus amigos, para ayudarlos. En
e] tren se entera de la m uerte violenta que han sufrido. Loco de desesperación
continüa el viaje, acosado ya por la fiebre, y tiene que soportar los comentarios
triviales de los dem ás pasajeros sobre el suceso. Cuentan chistes acerca de
cómo Erzberger, asesinado, al llegar al cielo quiere invitar a Rathenau, también
asesinado, a tomar una botella de vino; sin embargo, San Pedro les dice que la
taberna está cerrada todavía.
Así, cobra conciencia de que las esperanzas alimentadas con respecto al gran
asesinato no se han cumplido y que el sacrificio de sus amigos fue en vano. Bajo
la impresión de esta certeza expresa algo que probablemente sea característico
de la estructura de los objetivos y las expectativas terroristas en general. El
asesinato del destacado hombre debía convertirse en una antorcha que desper­
tara a los ciudadanos y sacudiera desde sus cimientos al corrompido edificio del
régimen. Sin embargo, no sucedió nada semejante. El acto de terror no alcanzó
a prender la mecha. Claro, la gente se alarmó. Algunos periódicos condenaron el
hecho a voces y con palabras altisonantes; otros se expresaron en voz más baja y
discreta. Pero el letárgico curso de la vida burguesa continuó como siempre. No
había motivos para creer que el asesinato del ministro de Relaciones Exteriores
hubiera trastornado el régimen mismo en lo m ás mínimo.
La desesperación de Salom on se pone de m anifiesto en una interesante
fantasía que, inventada o no, sirve para arrojar luz sobre los sentim ientos de
las personas inm ersas en un estado sem ejante de profunda frustración .52

Había que arrancar de raíz ese asqueroso mundo tan satisfecho de sí mismo...
Ya no existían personas, sólo quedaban muecas. En realidad ya se ha esta­
blecido la igualdad de todo lo que tiene rostro humano. Hay que balacearlo.
Destruirlo, fría y sistemáticamente. La tierra ya no soporta a más demonios...
¿Por qué no firmar el contrato infernal? Quisiera ser invisible. Ojalá existiera
la fórmula, el ungüento mágico; él anillo al que se le da una vuelta en el dedo;
el manto que desaparece al portador, dedicado no a Sigfrido sino a Hagen;
¡quizá la piedra filosofal que uno se mete a la boca para hacerse invisible! Y
a Kern [uno de los asesinos] habría que encenderle una antorcha, una luz
que ilumíne los campos de ruinas: incendios en las ciudades, por todas las
calles, y el bacilo de la peste en los pozos. El dios de la venganza tenía a sus
ángeles verdugos. Yo me apunto para esa unidad. No servirá ninguna cruz
de sangre en los postes. Hay que dinamitar esta masa podrida y hedionda
para que la porquería salpique hasta la Luna. ¿Cómo se las arreglaría el
mundo sin gente? Recorrería los recintos humeantes, las ciudades grises,

52. S a lo m o n . op. cit. ( n o t a 2 4 ) , p p . 3 3 3 - 3 3 4 .


238 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

despobladas, en las que él aroma de los cadáveres ha asfixiado los últimos


vestigios de vida, todas las vestiduras colgadas en tristes andrajos de las
paredes rotas, mostrando la desnudez de los deseos huecos. Encendería las
máquinas en las fábricas muertas para que la chirriante marcha en el vacío
las despedazara sola; calentaría dos trenes y los haría chocar, de tal manera
que se encabritaran y se retorcieran y se apilaran y bajaran rodando el talud,
desbaratados; estrellaría a todo vapor contra las piedras de los muelles los
transatlánticos, los buques gigantes, las maravillas del mundo moderno,
hasta que se les abrieran las panzas relucientes y se hundieran con sonido
siseante entre el oleaje revuelto. Habría que arrasar con todo en la Tierra,
hasta que no quede en pie nada creado por la mano del hombre. Quizá una
nueva raza llegue de la Luna o de Marte.,.; venga, el inundo debe tener
sentido de nuevo.

Este pasaje revela en forma casi paradigmática un delirio característico del


terrorismo político —también del actual—, así como de otros muchos grupos
violentos durante cierta fase de su desarrollo. Su análisis ayuda a explicar un
poco ciertos rasgos compartidos por este tipo de asociaciones.
De este texto, al igual que de otras muchas manifestaciones semejantes, se
desprende el papel central desempeñado por la impresión de que la sociedad en
que se vive carece por completo de sentido y valor. La única esperanza para una
vida más realizada, dotada de mayor sentido, radica en su destrucción. En estas
circunstancias, la destrucción fácilmente se convierte en finalidad absoluta. Se deja
de reflexionar acerca de lo que habrá de suceder después; queda muy al margen
la pregunta de cómo habrá de organizarse esa sociedad diferente que brinde un
mayor sentido a la vida. Todos los esfuerzos y afanes se concentran en el presente,
en la planeación del próximo acto violento y en la presión constante de evadir a los
testigos críticos. El elemento nihilista adquiere mayor fuerza, tanto en el programa
como en los métodos del grupo violento que se encuentra en esta situación. Ya sólo
piensa en asegurar el éxito del siguiente atentado, incendio o asesinato. La destruc­
ción lo es todo. Las demás esperanzas se han desvanecido. Sólo la destrucción tiene
sentido. Y esta—la capacidad de destruir— produce al mismo tiempo la sensación
de ser el propio poder. Cuando la sociedad niega a las generaciones jóvenes una
forma creativa de dar sentido a sus vidas, finalmente hallan su realización en el
acto destructor. El que destruye es todopoderoso según la fantasía citada. Al final
triunfa el destructor: Lucifer sobre las ruinas del mundo.
Este elemento nihilista aparece en forma muy marcada entre los grupos
terroristas al llegar a una fase tardía de su desarrollo. No se ha cumplido su
expectativa de derrumbar a la sociedad dominante. La muerte de sus víctimas
y compañeros o bien, en su caso, el encarcelamiento de estos últimos empiezan
a revelarse paulatinamente como sucesos desprovistos de sentido. Se ha esfu­
mado la gran esperanza. La red tendida por los perseguidores se estrecha. Sin
embargo, insensibles ya, los terroristas siguen haciendo planes de destrucción
y siembran la muerte. Si bien se ha debilitado su fe en la salvación a través del
A p é n d ic e s 239

acto de violencia, su planeación y realización se ha convertido en rutina para


ellos. Renunciar a ello sería una prueba de su propia derrota, significaría reco­
nocer su fracaso. El carácter inútil del propio esfuerzo sería evidente, habría que
admitir que la falta de sentido de la sociedad que se pretendía desenmascarar
ha sido reemplazada por la falta de sentido de las propias acciones. Descubrir
un hecho así resultaría insoportable. Además, no hay salida para las personas
en esta situación. ¿A dónde podrían ir? Es posible que la llama de la fe personal
en el futuro haya menguado desde hace mucho tiempo, extinguiéndose incluso; y
en su fuero interno, quizá lo intuyan o lo sepan. Sin embargo, nadie puede confe­
sárselo al grupo. Se interpretaría como una traición que tal vez sería castigada
con la muerte. Dentro de los estrechos lím ites del grupo de conspiradores se
mantiene vivo el deber de mostrarse fiel a una fe antes viva y ahora anacrónica,
al uso rutinario de los lemas habituales. La gran esperanza de un mejor futuro
para la sociedad es sustituida por el placer que produce e l ejercicio del poder
destructor. Desistir significaría aceptar la inutilidad de todos los esfuerzos y
sacrificios previos. Por lo tanto, se insiste en el camino de la destrucción, con
la perspectiva casi cierta —o incluso la esperanza— de encontrar el propio fin.
Quizás a veces resultaría menos costoso para la sociedad tenderles puentes a
los que carecen de salidas.

2) La rabia y la voluntad destructiva que se apoderaron de muchos miem­


bros de los cuerpos de voluntarios formados durante los primeros años de la
posguerra, producto de sus sueños destrozados, se mencionan en un discurso
en que se hace referencia a muchos de los antiguos terroristas de la República
de Weimar. (Varias de estas observaciones, probablemente, también puedan
aplicarse a los terroristas de la República Federal Alemana.)

(Son unos revolucionarios permanentes que] han sido desarraigados, perdien­


do así todo vínculo interno con xin orden social reglamentado... [personas que]
han hecho su última profesión de fe en el nihilismo. Incapaces de cooperar con
nadie realmente, resueltos a oponerse á cualquier tipo de orden y colmados de
odio contra toda autoridad, su inquietud y agitación sólo se satisfacen con la
reflexión constante acerca de cómo destruir lo existente, con la conspiración
para lograrlo. Son por principio enemigos de cualquier autoridad.

La ironía de las circunstancias radica en el hecho de que se trata de pasajes


tomados del discurso dirigido por Hitleral Reichstag, poco antes de tomar el
poder, con el fin de esclarecer la matanza que tuvo lugar durante la noche del
30 de junio de 1934.53 Durante aquella “noche de los cuchillos largos5', así como
las siguientes, los secuaces de Hitler asesinaron, además del líder RoBbach, a

53. Vótkischer beabachter, 14 de ju lio de 1934. citado segú n M ax D om aras, Hitler. l\R e d e n
un s p r o k la m a tio n e n ¡9 3 2 -1 9 4 5 , N e u s u id i an der A isch , 1 962, tom o 1, pp. 411-412;
vé-ase tam b ién Robert C. L. W aite., V a n gu ard o fn a z is m , Cam bridge, M ass.. 1952. pp.
280-281.
240 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

otros muchos ex miembros de los cuerpos de voluntarios que se habían unido


a la organización nacionalsocialista y que veían el ascenso de Hitler como la
realización de todas sus esperanzas.
La brutalidad del movimiento nacionalsocialista y la desintegración casi
completa del monopolio estatal de la violencia —sin el cual ningún Estado puede
funcionar a la larga—, con la ayuda de unidades de defensa organizadas por
particulares, se encargaron de destruir la República de Weimar desde dentro;
así se cumplió el sueño de los cuerpos de voluntarios y su s simpatizantes.
La motivación de la juventud nacionalista de aquel entonces, agrupada en
muchas unidades de combate, sólo había sabido definirse en términos más
bien vagos y negativos. Ernst Jünger escribió que él no tenía nada que ver con
la monarquía, el conservadurismo, la reacción burguesa o el patriotismo del
periodo guillermista. Esta delimitación negativa de sus objetivos adquirió una
orientación positiva con la toma del poder por Hitler. A continuación, el 30 de
junio de 1934, habría de erigirse en el símbolo típico, casi paradigmático, del
punto de viraje en la evolución de un movimiento revolucionario radical que
había tenido éxito y cuyos integrantes estaban dejando de ser los destructores
del Estado para convertirse en sus representantes.

V. EL TERRORISMO E N LA REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA:


EXPRESIÓN DE UN CONFLICTO SOCIAL INTERGENERACIONAL [p.217]

L a necesidad de un sentido vital y la lucha intergeneracional por el poder

1) La necesidad de hallar un sentido personal en la vida distingue a la


tradición cultural burguesa de la del sector obrero y, en las sociedades desarro­
lladas del siglo XX con frecuencia se la satisface mediante la entrega a un ideal
político. En el Estado que sucedió al III Reich alemán en la parte occidental,
dicha necesidad se vinculó más que en otras partes, con la problemática gene­
racional específica de los grupos burgueses.54 El ineludible enfrentamiento con

54. Entre la mayoría de los obreros, el problema generacional es m ucho m enos marcado. En las
sociedades industriales, tanto capitalistas como comunistas, las opciones de que la mayor
parte de los niños obreros dispone para su futuro, son relativam ente lim itadas en lo que
se refiere a su posibilidad de ascender a otro tipo de empleo aparte del industrial; sólo una
pequeña minoría tiene esta oportunidad. La mayoría lleva una vida “adaptada”, según la
denomina Baum ann, quien sí logró salirse del patrón y ascender en la escala social (M.
Baumann. op cit, [nota 391, P- 8). Los hijos de obreros viven y trabajan, en térm inos generales,
tal como lo hicieron su s padres, y aunque logren mejorar su nivel de vida, se mantienen
fieles a las tradiciones culturales y sociales del sector obrero. E sta tradición resulta tan
natural que basta para otorgar sentido a la vida del individuo, inserto en gran medida en
la convivencia con el grupo, tanto en la vida profesional como en la privada. El caso de los
jóvenes burgueses de clase media e s distinto. Viven un aislam iento y una autonom ía m ucho
mayores como individuos, aunque actualm ente procuren a veces contrarrestar esta situ a c ió n
A p é n d ic e s 241

el estigma de los excesos impresos por el régimen hitleriano, durante los casi
trece años de su duración, sobre la historia y la sociedad alemanas, induce una
y otra vez a los jóvenes de origen burgués a buscar un sentido vital en ideales
políticos opuestos a las grandes consignas de este pasado corrupto. Después de
una fase caracterizada por la exaltación casi ilimitada del ideal nacionalista, las
generaciones jóvenes no sólo tuvieron que cargar con la mancha de la derrota
sino también con el oprobio, más dificil de superar, de pertenecer a una nación
que cometió actos bárbaros de violencia.
Una de las estrategias de liberación de ese oprobio fue la entrega de muchos
jóvenes burgueses a un credo político contrario a la doctrina burguesa que preva­
leció antes de la guerra y durante esta, o sea, en muchos casos la de sus padres
y abuelos. De esta manera, esperaban desprenderse del sentido vital corrupto de
aquel periodo y, al mismo tiempo, hallar uno nuevo que fuera capaz de expresar
el conflicto generacional particularmente agudo en esta situación. El marxismo
en sus diversos matices cumplió con ambas funciones. Hizo posible el distancia-
miento definitivo de las atrocidades paternas y prometió facilitar el ingreso a un
mundo nuevo y justo. En pocas palabras, la doctrina marxista sirvió de antídoto
contra la de Hitler. La búsqueda de un sentido vital por parte de las generaciones
burguesas de la posguerra, no sólo se integró así a un poderoso movimiento político
que trascendía por mucho las fronteras nacionales, sino que también produjo
una catarsis y una redención de la carga impuesta por la maldición del pasado
nacional. Esta maldición había tocado también a las generaciones jóvenes, aunque
personalmente se sintieran inocentes, ya que muchos de ellos ni siquiera habían
nacido en el momento de la ruina moral de su nación.
No es necesario ni posible detallar aquí las diferencias y los vínculos entre
las manifestaciones burguesa y obrera55 del marxismo. Baste señalar que, en el
o por lo menos limitarla, formando grupos de bases m ás bien reflexivas, como las comunas,
por ejemplo. Por lo tanto, el problema del sentido vital —que con frecuencia encuentran, como
yalo señalé, en el ámbito político— adquiere una urgencia e importancia mucho mayores.
55. Utilizo el adjetivo “obrero” porque llena una laguna en el vocabulario de la lengua alem ana,
como en e l de la m ayoría de los idiom as europeos.
El uso adjetivado de las otra.1; referencias a clases sociales se sobreentiende, por lo cual,
se habla de los sectores “aristócrata” y “burgués”. Las relaciones sociales de poder dan, por
lo general, u n a connotación m arcadam ente negativa al calificativo correspondiente a. la
respectiva clase inferior. Los dueños de un mayor poder pueden estigm atizar eficazm ente
al que m enos poder tiene. Las im plicaciones peyorativas que se adhieren con facilidad
al término “burgués” tien en su origen en el uso aristócrata de esta palabra. H izo falta el
incremento de poder de la clase obrera, aplicado de manera consciente a la lucha de clases,
para que adquiriera el carácter social de un a estigm atizaron desde abajo.
Marx y E ngels fueron, al parecer, los prim eros en percibir como una laguna en el voca­
bulario, la ausencia de un adjetivo que correspondiera al térm ino “obrero”. La llenaron
con la forma adjetiva de “proletariado”, h asta entonces un insu lto que ellos procuraron
transformar en voz laudatoria. No obstante, para mi gusto, el térm ino “proletario” con­
lleva una especia de valoración política positiva o negativa que lo v uelve in ú til para la
investigación científica. El adjetivo “o b rero ”, in existen te e n alem án , cum ple mejor las
necesidades de la investigación sociológica, desde mi punto de vista.
242 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

segundo caso, se trata principalmente de una lucha por los intereses palpables
del sector obrero, mientras que en el primero predomina la función casi moral del
sentido vital. Desde este punto de vista, el marxismo se les presentó a muchos de
los nacidos durante la guerra o en la temprana posguerra, como alternativa a una
sociedad llena de exigencias absurdas, como encamación suprema del anhelado
advenimiento próximo de una sociedad libre de opresión y desigualdades. Los
aspectos teóricos y morales de la doctrina marxista desempeñaron un pape]
decisivo en el movimiento estudiantil de la República Federal Alemana, así como
en la oposición extraparlamentaria de los años sesenta y setenta.
Al volver de la primera guerra mundial, muchos jóvenes oficiales encontraron
un sentido vital en la lucha contra la República de Weimar en nombre de la
grandeza de Alemania, ya que tal república representaba, desde su punto de
vista, una posición más bien tibia, incluso pérfida. Con la misma intensidad,
otros grupos jóvenes se enfrentaron a la República de Bonn, que ellos tachaban
de tibia, en nombre del fervoroso ideal de la justicia social y la libertad en
contra de la opresión y la coerción. En ambos casos, se trató de movimientos de
carácter predominantemente burgués protagonizados por generaciones jóvenes
que, por decisión propia o por obra del destino, se encontraban marginadas de
las generaciones burguesas ya establecidas en ambos periodos de la historia
alemana. El segundo frente de jóvenes marginados se oponía, de la manera más
decidida, a lo que aquellos antecesores de los años veinte así como sus propios
padres y abuelos, habían considerado en su juventud como el ideal más sagrado
y dotado de mayor sentido; sin embargo, la orgía de violencia y la derrota
catastrófica que pusieron fin a la unidad de la nación lo habían desvalorizado
por completo. Carecía ya totalmente de sentido.
Las jóvenes generaciones burguesas de los años sesenta y setenta lo resu­
mieron todo con el término “fascismo”, el cual se convirtió en la contraparte
simbólica del sentido que ellos mismos luchaban por dar a su vida. En él, la
imagen de las generaciones pasadas de “am os” alem anes —integradas no
necesariamente por los padres y abuelos personales, pero sí por los nacionales—,
de cuyos artículos de fe y actos de violencia había que liberarse, se fundió con
la imagen de las generaciones burguesas establecidas en e l poder, en cuanto
representantes de la opresión y la coerción sociales que se ex p e rim en ta b a n
personalmente.

2) Marx ha sido casi el único científico social que ha producido un e n tr a m a d o


teórico armado en torno a la noción de la desigualdad y la opresión sociales, el
cual incluye, además, la promesa de resolver este problema. Por lo tanto, s u obra
se convirtió en una referencia esencial para los jóvenes grupos burgueses que
sufrían bajo las circunstancias sociales de su momento, debido a la posición que
ocupaban dentro de esta situación. El problema es que l a doctrina m a r x i s t a se
reduce a un tipo específico de desigualdad social. Indudablemente, esta forma
d e desigualdad es muy importante en las sociedades industriales, pero su

I
A p é n d ic e s 243

análisis teórico aporta sólo una vista parcial de las exigencias, desigualdades y
conflictos sociales de la época. Los choques entre los empresarios industriales
que monopolizan e l capital, por una parte, y los obreros excluidos de las deci­
siones que se toman sobre este, por otra, constituyen el núcleo de la teoría; sin
embargo, este esquem a no explica muchas formas de desigualdad y opresión
sociales de manera satisfactoria. Esta limitación teórica provocó cierta confu­
sión al ser adoptado el marxismo posteriormente por las jóvenes generaciones
burguesas, las cuales se vieron obligadas a legitimar una y otra vez su propia
lucha refiriéndola a la coerción económica a que los obreros industriales se
encontraban sometidos en sociedades como la suya. Los jóvenes y luego también
las personas m ayores de origen burgués, cuyas vidas eran muy distintas a
las del sector obrero y que, en muchos casos, estaban poco familiarizados con
sus problemas, buscaban guiarse con la ayuda de una estructura teórica que
vaticinaba la desaparición de la desigualdad social entre los hombres por medio
de la dictadura de la clase obrera.
El marxismo burgués adolecía, pues, de curiosas irregularidades manifies­
tas en la actividad de los grupos que lo adoptaron. Su teoría legitimadora los
obligaba una y otra vez a entrar en contacto con los obreros industriales. No
obstante, estos esfuerzos rara vez fueron sencillos y con frecuencia forzados.
Esto se aprecia, por ejemplo, en las divergencias entre los jóvenes burgueses
y obreros acerca del uso de la fuerza física como medio en la lucha política.
Michael Baumann, hijo de obreros, vivió esta diferencia cuando fue terrorista
y la describe con las siguientes palabras :56

El intelectual se basa en una abstracción cuando aplica la fuerza, porque


dice, “me dedico a la revolución por el imperialismo” o por algún otro motivo
teórico. De ahí deriva el derecho de recurrir a la violencia en contra de los
demás. También, por supuesto, de la experiencia del movimiento del que
forma parte, pero principalmente de esa situación abstracta. Por eso es un
intelectual, el cual se distingue por su capacidad de revisar las cosas primero
con la cabeza.
Nosotros vivimos con la violencia desde niños, sus raíces son materiales.
Cuando es día de paga, el viejo llega a casa totalmente ebrio y lo primero que
hace es pegarle a la vieja: así son todas las historias. En la escuela te peleas:
imponerte a golpes es algo completamente normal. Te peleas en el trabajo,
en las tabernas; tienes una relación más sana con eso. Para ti la violencia es
algo muy espontáneo que puedes aplicar con facilidad.

Estos comentarios nos acercan a la realidad y a la vez son importantes para la


teoría. Quizá no sea casual que Baum ann derive su postura ante la violencia de
las experiencias que tuvo con su padre y del nivel relativamente alto de violencia
que vivió en su fam ilia y su escuela. D e esta manera, vincula lo que él llama su

56. B a u m a n n , op. cit. ( n o t a 3 9 ) , p p . 9 2 - 9 3 .


244 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

“postura en contra” con un temprano conflicto generacional. Romper las barreras


elevadas por la civilización contra el uso de la violencia física es mucho más
difícil para los jóvenes de origen burgués, de acuerdo con las normas diferentes
que regían en sus familias. Ellos tienen que justificar la violencia por medio
de la reflexión, legitimarla con base en una teoría. Sin embargo, la teoría de la
coerción y los conflictos que justifica tal violación de las leyes estatales y de las
normas de la conciencia personal, de ninguna manera tiene que coincidir con la
naturaleza real de la coerción y los conflictos que impulsan al acto de violencia.
El hecho de que no hayan sido los terroristas obreros los que recurrieron a una
teoría centrada en los conflictos eco-nómicos entre obreros y patrones, sino
precisamente los intelectuales burgueses, que carecían de contactos estrechos con
los obreros industriales y que con frecuencia tenían problemas de comunicación
al tratar con estos, indica, al parecer, una discrepancia de este tipo. .Cabe dudar
si los terroristas burgueses hayan arriesgado realmente sus vidas con el fin de
eliminar la opresión económica sufrida por una clase social a manos de otra en la
sociedad industrial. Es probable que, en su lucha violenta contra el orden social
vigente, su propia impresión de enfrentar una fuerte coerción social y su deseo
de liberarse de esa opresión intolerable hayan desempeñado un papel mucho
más determinante de lo que su teoría indicaba.
Esta sospecha adquiere más peso si se analizan las diferencias en el nivel de
pacificación señaladas en la última cita, entre las familias de los distintos sec­
tores sociales. La observación autobiográfica de Baumann debe ser ciertamente
aplicable sólo a una minoría de las familias obreras, pero no dejan de ser reve­
ladoras sus afirmaciones acerca de la diferencia en el grado de espontaneidad
con que los terroristas de origen obrero y burgués hacían uso de la violencia.
Entresacaré sólo un punto: es posible dar por hecho que aceptar el uso de la
violencia en asaltos bancarios, incendios y asesinatos, como instrumento en la
lucha política, debe resultar mucho más difícil para unos jóvenes intelectuales
burgueses procedentes de familias muy pacíficas, en que es muy mal visto el
empleo de la fuerza física en las relaciones de poder entre padres e hijos, en
las luchas intergeneracionales por tal poder, que entre personas originarias
de familias obreras en las cuales es corriente que los más fuertes intimiden a
los débiles por medio de la amenaza física. Sin duda, para estos burgueses el
uso de la violencia en la lucha política será menos espontáneo; requieren un
esfuerzo mucho mayor para romper el tabú erigido en su contra, tanto por la
sociedad como por ellos mismos. Un indicio de ello es la necesidad de encontrar
una justificación intelectual, de legitimarse a través de la reflexión.
Es preciso estar consciente de estas circunstancias para apreciar, con cierta
claridad, el carácter particular del problema que plantea un terrorismo burgués
de este tij)o. Lo que hay que preguntar es qué es lo que induce a personas a
las que desde siempre se ha inculcado la prohibición de la violencia, a tomar la
decisión de amenazar y matar a otros arriesgando su propia vida y después de
haber superado, quizá, la oposición de su propia conciencia. Sólo la experiencia
A p é n d ic e s 245

de una presión m uy fuerte, la percepción de una coerción sumamente gravosa,


debe ser capaz de im pulsar tal rompimiento y de producir esta decisión. De
hecho, al leer las declaraciones de terroristas intelectuales, una y otra vez, se
topa uno con la im presión de vivir dentro de una sociedad intolerablemente
opresiva y carente de libertad, la cual hay que destruir para permitir a la gente
una existencia libre y justa, digna de un ser humano.
3) No cabe duda de que la primera generación de terroristas que apareció
en la República Federal Alemana, o por lo menos su mayor parte, fue del todo
sincera en su apreciación y convicción del carácter sumamente opresivo e injusto
de la sociedad en que vivían. Resulta muy difícil explicar esta convicción (la
cual, ciertamente, no se restringía a los terroristas), porque, vista a la distancia
—sobre todo si se observan los procesos a largo plazo—, es probable que esta
república sea menos opresora, injusta y desigual en la distribución del poder
que todas las estructuras sociales anteriores del país.
Con ello, no pretendo afirmar que se desconozcan la opresión, la desigualdad
o las injusticias sociales. Todas estas deficiencias, así como los conflictos sociales
que provocan, figuran entre sus problemas m ás evidentes. Lo que quiero es
llamar la atención sobre un problema menos patente. ¿Cómo se explica que la
impresión de vivir sujeto a la coerción ejercida por una sociedad de carácter
carcelario y por ende intolerable (la cual resultaba además moralmente repro­
bable debido a sus desigualdades sociales), y que los movimientos de protesta
y la lucha de los jóvenes burgueses contra estas injusticias hayan cobrado más
fuerza justo durante un periodo en que la opresión de los más débiles por los
grupos establecidos había disminuido, en comparación con el pasado, y en que
las condiciones económicas de los primeros, o sea, su nivel de vida, se había
elevado más que nunca? Esta situación, que tal vez parezca paradójica cuando
se mira superficialmente, sólo puede explicarse si se la explora desde otro ángulo
distinto al que muchas veces se ve: si se toma en serio la impresión de sufrir
opresión y coerción sociales, tal como la articulan los afectados, y se indagan
sus causas, sin lim itarse a definir esa coerción con base en razonamientos
económicos, como ellos mismos lo hacen.
Los aspectos generales del problema se abarcan fácilmente. Los grupos
humanos, por lo general, se rebelan contra lo que perciben como opresión no en el
momento en que es más intensa, sino justo cuando empieza a debilitarse. En todo
el mundo, los grupos jóvenes de los que aquí se trata dependen por algún tiempo,
al crecer, de grupos de adultos que detentan más poder. De hecho es posible que
la coerción a que esta relación los somete —por imprescindible que sea para su
proceso de crecimiento— tenga un carácter más o menos opresivo o se preste,
en todo caso, a que los jóvenes mismos la experimenten como una situación
frustrante de opresión. Esta impresión se intensifica, cuando la diferencia en el
poder ejercido por las generaciones jóvenes y las mayores disminuye de fado . Tal
ha sido el caso en todas las sociedades industriales más desarrolladas, no sólo
en la República Federal Alemana, en el transcurso del siglo XX.
246 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Como consecuencia de las dos grandes guerras de este siglo surgieron de­
terminados impulsos de emancipación o, dicho de otra manera, aumentaron las
posibilidades de los grupos antes más débiles u oprimidos para participar en el
poder;*7 baste con señalar el incremento de poder de los obreros con respecto a los
patrones, de las mujeres en relación con los hombres, de los pueblos colonizados
del mundo entero respecto a las naciones colonizadoras de la Europa occidental.
En todos estos casos disminuyeron las diferencias de poder entre los grupos
involucrados, sin que se estableciera una relación de igualdad. Lo mismo es
cierto en cuanto al desplazamiento del poder ocurrido entre las generaciones
establecidas de mayor edad y las jóvenes, sobre todo en el seno de la burguesía.
Cabe suponer que el mejoramiento de la situación económica notable desde
fines de los años cincuenta, haya contribuido también al creciente deseo de
emancipación de los jóvenes grupos burgueses, sobre todo estudiantiles, y
servido para, agudizar, por ende, el conflicto generacional.
Este cambio tampoco carece de paradojas. En comparación con las genera­
ciones de sus padres y abuelos, los jóvenes burgueses de los sesenta se salieron
de sus casas familiares para independizarse a una edad más temprana. Las
instituciones del Estado benefactor y la relativa facilidad con que los jóvenes
podían ganar dinero en empleos temporales, les permitió adquirir más pronto la
independencia financiera de sus padres. No obstante, esta mayor independencia,
también expuso más pronto a los así liberados a la coerción anónima de la
burocracia estatal y, en cierta forma, del mercado laboral. Esta fue una de
las causas decisivas -seguram ente sólo vina— de la receptividad que estos
jóvenes grupos burgueses mostraron hacia una doctrina que adjudicaba una
importancia central a los problemas de la opresión social sufrida por ciertos
sectores a manos de otros, del ejercicio de fuerzas sociales anónimas y de la
desigualdad y la injusticia sociales.
No es posible apreciar del todo la intensidad de la impresión de opresión social
presente en muchas declaraciones de jóvenes burgueses de aquel tiempo sin tener
en cuenta esta peculiar paradoja de su situación. Estaban menos subordinados a
sus padres que las generaciones anteriores en sus respectivos tiempos de juven­
tud. Su relación filial los oprimía menos, si se me permite utilizar este término,
que a los hijos burgueses de épocas pasadas, es decir, disfrutaban de mayor

57. En la época actual, los conflictos bélicos prolongados requieren que toda la población
participe. En estas circunstancias, una guerra pone de m anifiesto la dependencia del
sector dom inante de los grupos dom inados y m enos poderosos, en forma mucho más
evidente que en tiem pos de paz. Las dos grandes conflagraciones de m asas de este siglo
se caracterizaron por la promesa de recompensar a la población con creces, una vez que
se obtuviera la victoria. Si bien estas promesas no se cumplieron en su totalidad, en los
respectivos periodos de posguerra se llevaron a cabo sendos desplazamientos claros hacia
la “izquierda”, según el lenguaje político actual; es decir, aumentaron las p o s ib ilid a d e s
de los grupos más débiles, sobre todo los obreros, de participar en el poder. La evolucion
posterior de este impulso dem ocratizado se dio de acuerdo con el patrón de un fam°s0
desfile: tres pasos al frente, dos hacia atrás.
A p é n d ic e s 247

libertad. No obstante, su temprana independencia, sobre todo en lo referente a


su sustento, los exponía m ás pronto a la coerción relativamente impersonal de
]a sociedad adulta. En estas circunstancias, la teoría marxista de la opresión
sufrida por los obreros a manos de los capitalistas les sirvió como un grato medio
de orientación. Asimismo les permitió identificarse con los grupos oprimidos de
todo el mundo, como el pequeño pueblo de los vietnamitas, por ejemplo, que se
resistía con éxito a las fuerzas superiores del capitalismo estadunidense .58
La obra de Marx y Engels ciertamente constituye la estructura teórica actual
más completa e impresionante, es más, casi la única, que sirve de arma ideoló­
gica y guía a los grupos de m arginados que ejercen menos poder en comparación
con determ inados g ru p o s establecidos que impiden a los primeros satisfacer
sus necesidades. Por esta causa, los m ás diversos grupos de marginados la
utilizan para orien tar su s reflexiones. Sin embargo, como ya lo señalé, su
explicación sólo abarca una parte de la realidad. Por lo tanto, al adoptarse el
modelo obrero-patronal específico y la promesa de salvación inherente a la
disolución de esta oposición, como modelo universal para todas las relaciones
entre m arginados y establecidos, en muchos casos, dicho modelo adquiere el
carácter de una ideología que puede resultar útil como medio de lucha, pero
a la vez sum am ente engañosa como medio de orientación.

58. La siguiente relación de u n testigo ocular y participante habla por s í m ism a (R alf Reinders,
últim a palabra en el juicio contra Lorenz; en D ie Tageszeitung, edición especial del 11 de
octubre de 1980, p. 60): “N u estra sublevación tuvo e n e se entonces u n im portante punto
de partida político, la m anifestación de Pascua... El m ovim iento generado por la m anifes­
tación de Pascua fue un punto de arranque para la APO. APO, tres letras que constituían
la esperanza de toda u n a generación... Era lo que ind ican la s tres letras, u n a oposición
extraparlam entaria que representaba a todos los sectores de la generación joven.
La expresión p olítica general de la sublevación fue el deseo y la voluntad de determ inar el
propio destino de m anera colectiva e individual. Fue el esíuerzo para dar forma a nuestras
vidas por c u e n ta propia, e n lib ertad, s in perm itir y a que decidieran por nosotros unas
autoridades im b éciles o los rep resen tan tes de los in tereses del capital...
Lo que en aq u el en ton ces n os creó ta l euforia fue e l hecho de que no estuviéram os solos
en esta lucha. E n todo el m undo se había desatad o la contien da contra el capitalism o,
el im perialism o y la s a n q u ilo sa d a s estru ctu ras de dom inio. En V ietnam ... En Estados
Unidos... F n F rancia... E n C hina... D esd e entonces hem os aprendido mucho...”
Esta es una de las declaraciones capaces de dar u n a idea, a qu ienes no estuvieron ahí, de
las reflexiones que m ovían a m uchos miem bros de la oposición extraparlam entaria en la
Alemania F ederal en aq u el entonces. P ese a la aseveración de que el m ovim iento reunía
a jóvenes de todos los sec to r e s sociales, este breve pasaje b asta para m ostrar el papel
determ inante q u e en é l desem peñó la visión global de los jóvenes intelectuales burgueses.
La referencia a M arx se debió a la m arcada necesidad de orientación teórica de este grupo.
Sin embargo, el en tram ad o teórico m arxista se lim ita a analizar una relación de poder
intraestatal específica. E n tre tanto, otras m uchas relaciones entre grupos establecidos y
marginados, en im portante m edida tam bién de carácter interestatal, se habían sum ado
a la visión de los g ru p os se n s ib le s h a c ia los problem as de la desigu ald ad en el poder
y la opresión. N o o b sta n te , le s fa lta b a la capacidad de d esarrollar la lim itad a teoría
decimonónica de la opresión de acuerdo con las experiencias m ás am plias del siglo XX.
Por lo tanto, optaron por en vasar su vino nuevo en botellas antiguas.
248 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

4) La aplicación que el ideario marxista encontró dentro de las sociedades


europeas de la posguerra, como medio de lucha y de orientación para los mo­
vimientos de sublevación y protesta protagonizados por jóvenes burgueses,
contiene indicios inequívocos de que las luchas por el poder y las situaciones
conflictivas experimentadas por los jóvenes, sólo pueden explicarse de manera
parcial e insuficiente haciendo referencia al conflicto entre patrones y obreros
generado por intereses económicos opuestos.69Al analizar con mayor detenimien­
to las declaraciones hechas por la primera generación de terroristas burgueses,
una y otra vez se encuentran indicios bastante claros de que la estrechez y la
coerción que sentían impuestas por la sociedad, tanto a ellos mismos como a
otros, no tenían únicamente el carácter de oposiciones económicas de clase.
Dentro de una perspectiva amplia es cierto que para el análisis de la coerción
social a que se encuentran sujetas las personas resulta imprescindible tomar
en cuenta también la económica, pero esta visión no lo abarca todo. Los otros
tipos de coerción no cuentan con una articulación teórica igualm ente sutil.
Sin embargo, desempeñan de hecho un papel cada vez más importante en la
evolución de la sociedad, de manera específica en el nivel de las sociedades
industriales relativamente muy desarrolladas de nuestro tiempo. Uno de ellos es
el de buscar un sentido vital, una misión que conduzca a la realización personal
y pueda experimentarse como portadora de sentido.
Entre las quejas expresadas de manera reiterada por los terroristas —y no
sólo por ellos— se encuentra la referente a la falta de sentido en la sociedad
actual. Esta queja con frecuencia se vincula con la idea de que sólo puede tener
sentido la vida en una sociedad donde el beneficio que la acción personal reditúa
a la colectividad es más importante que el particular.

59. El esquem a m arxista y su s derivados presentan este conflicto no sólo como m odelo teórico
para todos los conflictos sociales, sino como su raíz efectiva. El problem a e s que e l conflicto
entre las dos grandes clases sociales de la era industrial posee, de hecho, u n a importancia
central en cuanto motor del desarrollo social durante los siglos xix y XX, pero coexiste con
toda un a serie de conflictos sociales de distinta natu raleza que. de nin guna m anera, han
desem peñado un papel m enor que el conflicto económ ico de clase en la evolución social
del siglo XX; algunos de ellos son incluso m ucho m ás im portantes. Tomarlos en cuenta no
equivale a negar la trascendencia de los conflictos económ icos de clase. Sólo se traía de
corregir los errores en la orientación intelectu al derivados del m onism o económico que
caracteriza a todas las versiones del marxismo y de señalar, por ende, la función ideológica
cumplida por estas.
El presente estudio abordaron mayor detenim iento, ya se a en forma directa o indirecta,
tres de los conflictos olvidados por este monismo: 1) el conflicto entre gobernantes y gober­
nados (el cual se desarrolla de distinta m anera en los Estados m ultipartidisias que en los
unipartidistas; aquí se hace referencia casi exclusiva a los primeros); 2} el conflicto entre
Estados y, 3) el conflicto entre generaciones. E sta lista no es exhaustiva. U n a importante
ausencia dentro de este planteam iento es el conflicto entre los géneros, v istos como grupos
sociales, aunque definitivam ente también forma parte de esta problemática. A los conflictos
interestatales tampoco se les da el realce que corresponde a su significación real.
A p é n d ic e s 249

Resulta típica de nuestra sociedad la experiencia —dice Horst Mahler, por


ejemplo, al recordar su tiempo de terrorista—“ de que es imposible realizar las
propias ideas de lo que debe ser una vida dotada de sentido; de ver por todas
partes cómo los intereses particulares se imponen, muchas veces de manera
c í n i c a y despiadada, a lo que se reconoce como valor colectivo. Se menosprecia
la pretensión de los jóvenes de regir su vida por valores más elevados. Esto
pone a funcionar un mecanismo de desagravio: “No tiene ningún caso. No
podemos lograr nada. No hay que dejar títere con cabeza.”

Esta cita no es única en este sentido. Michael Baumann, de cuya vida ya se


describió un episodio, le escribió a su novia desde la cárcel: “La vida tal como
suele desarrollarse nos parece falta de sentido”, y mencionó la consigna que
hizo famoso a su grupo: “Destruyan lo que los destruye a ustedes .”61 Este lema
expresa el sentimiento que rige las acciones de muchos terroristas: la impresión
de que la carencia de sentido a la que la sociedad condena a sus miembros
amenaza con destruirlos como personas. Algunos tratan de escapar del vacío
aturdiéndose con drogas, otros prefieren el alcohol. No obstante, en lugar de
autodestruirse —a esto se refiere la consigna— es mejor destruir la sociedad
que quiere impulsarlo a uno hacia la autodestrucción.
En mi opinión, este tipo de declaraciones nos acercan un poco más a las
raíces del problema del terrorismo que las referencias a la llamada izquierda
o derecha política. Los conflictos abordados aquí pueden conducir hacia cual­
quiera de los dos extremos del espectro político, según la posición generacional
ocupada por los grupos en cuestión y de acuerdo con las circunstancias sociales
en general. Falta explicar el hecho de que la necesidad del sentido vital y la
búsqueda de una existencia social que la satisfaga, hayan pasado cada vez más
a ocupar el primer plano entre las inquietudes de las generaciones jóvenes de
origen burgués, predominantemente en el transcurso del siglo XX, en lugar del
problema primario de la alimentación y la búsqueda de una existencia social que
lo resuelva .62Mencionaré dos aspectos importantes dentro de este contexto.

60. Axel Jeschke y W olfgang M alanow ski (comps.), D er m in ister u n d d e r terrorist. Conversa­
ciones entre G erhart B aum y H orst M ahler, Ham burgo, 1980, p. 32.
61. Baumann, op. cit. (nota 39), p. 86.
62. A esto se añade otro cambio de enfoque que tam bién h a tenido lugar en el siglo XX y que
actualm ente se considera m uchas veces como algo natural, aunque no lo sea en absoluto.
El orden social existen te se tom a como el OTigen de todos los medios de coerción por los que
al individuo joven le resulta difícil, si no es que im posible, satisfacer su necesidad de u n
sentido vital. El siglo XEX y el temprano siglo XX se caracterizaron por la idea de que una
barrera interna invisible impedía la realización del individuo (véase N. Elias, Die gesellschafl
der indiviuen, editado por M.Schrüter, Frankfurt del Meno, 1987, u gr., pp 166 y ss.). Desde
entonces, evidentem ente ha cambiado el enfoque. Ahora también la coerción autoim puesta
de carácter represivo y opuesta a la realización personal se explica, principalmente, con base
en la coerción opresiva sufrida a m anos de la sociedad, a la cual por tanto hay que cambiar
o destruir, incluso, para que las personas se encuentren a sí m ism as y puedan satisfacer su
necesidad de un sentido vital.
250 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Uno de ellos es el proceso de secularización progresiva. No es preciso ex­


plicarlo en este lugar. Baste con señalar que, conforme ha tenido lugar esta
transformación, la búsqueda de un sentido interior para la existencia ha ido
desplazando la idea de un sentido externo. Las tendencias a la secularización por
lo demás se encuentran funcionalmente vinculadas, de manera muy estrecha,
con la mayor seguridad disfrutada por la vida humana dentro de las unidades
nacionales; la mayor protección contra ataques físicos por otras personas que
brinda, por ejemplo, la eficiencia cada vez mayor del monopolio estatal de la
violencia; y la mayor protección contra enfermedades debido a los avances en
la higiene social y la ciencia médica. El enorme incremento en la esperanza
media de vida que se ha dado a lo largo de los últimos 200 o 300 años, resulta
sintomático de ese aumento en la seguridad disfrutada por el individuo dentro
de los límites del Estado. En relación con las reflexiones que siguen, cabe tener
presente que esto ha modificado, asimismo, los conceptos sociales de juventud,
edad adulta y vejez.
Otro cambio no es menos significativo: el incremento en el bienestar de los
sectores más pobres precisamente. Cuando se vive con la duda permanente de
si será posible saciar el hambre, y la “lucha por el pan de cada día” ocupa, por lo
tanto, la mayor parte de las energías humanas, tener éxito en esta lucha tiene
muchísimo sentido. En unión con la lucha contra otros peligros que amenazan la
vida misma, el deseo de obtener ayuda y éxito en este nivel se impone a todas las
demás formas que pudiera adoptar la búsqueda de sentido. En el siglo XIX y a
comienzos del XX, muchas personas aceptaban como un aspecto inevitable déla
vida social el hecho de que una parte considerable de la población se encontrara
constantemente en peligro de sufrir hambre o incluso de morir de inanición,
hasta en las naciones industrializadas más desarrolladas del momento. Sólo
en el curso del siglo XX, algunas sociedades nacionales alcanzaron un nivel de
productividad que les permitió asegurar prácticamente a todos sus miembros,
jóvenes y viejos, un nivel de vida ubicado muy por encima del límite del hambre.
Muy pronto, el carácter extraordinario de una sociedad sin hambre — e n relación
con la evolución social que se había dado hasta ese momento— fue olvidado y
empezó a considerarse como algo natural la protección social, tanto contra el
peligro de morir de hambre como contra muchas enfermedades y otras a m e n a z a s
de la existencia física. Al verse liberado el individuo de la presión p e r m a n e n t e
ejercida por la tarea de obtener los recursos para satisfacer sus necesidades más
elementales, primero las propias y luego también las de su familia, a d q u i r i ó
más peso la búsqueda dentro de la sociedad de tareas dotadas de s e n t i d o y
personalmente satisfactorias.

5) Cambios en la sociedad humana como los que acaban de describirse —y


otros que no es preciso comentar aquí— constituyen una especie d e m arco que
debe t e n e r s e presente aunque no sea posible analizarlo más d e te n id a m e n te .
Se trata de uno de los factores determinantes de un problema, del cual, el
A pé n d ic e s 251

terrorismo, como una de las formas adoptadas por el movimiento de protesta


de los jóvenes burgueses, es sólo la punta del iceberg. A final de cuentas, en
este movimiento de protesta se expresa una encamación peculiar y una inten­
sificación aguda de un conflicto permanente desarrollado, en su mayor parte,
bajo la superficie de la sociedad, por lo cual todavía se escapa demasiado a la
observación y la reflexión. Me refiero al conflicto generacional, mencionado ya
en varias ocasiones.63
Los conflictos generacionales, tal como aquí se conceptualizan, figuran entre
las fuerzas im pulsoras más poderosas de la dinámica social. No se les hace
justicia si se enfocan principalmente como conflictos entre padres e hijos o entre
hijos y padres. También el problema del terrorismo ha sido abordado, a veces,
desde este punto de vista:64

El origen social de los terroristas y su indomable oposición contra su clase


de origen (la “casa paterna burguesa”) son indicios de la negligencia, incluso
del fracaso tanto de estas casas paternas como de la “sociedad adulta” en
conjunto. Cualquier reflexión oportuna acerca de las causas del terrorismo
tendría que partir de aquí, entre otros puntos. Pueden servirnos de guía
para la autointerrogación crítica preguntas como las siguientes: ¿les dimos a
nuestros hijos el ejemplo de una vida con sentido y les mostramos el camino
hacia la elección de una actividad satisfactoria capaz de llenar sus vidas?
¿No será que después de 1945, felices de habernos salvado, nos instalamos
de manera demasiado cómoda en la “sociedad de la abundancia”? ¿No nos
mostramos demasiado autocomplacientes? ¿No descartarnos como “lujo
dominguero” o pospusimos para “después” cualquier reflexión acerca de
cómo lograr una mejora definitiva en las condiciones de vida de los sectores
dependientes de su salario, los obreros extranjeros o los pueblos hambrientos
y explotados del tercer mundo?

Es posible que este planteamiento del conflicto generacional merezca ser


discutido, pero no coincide con la interpretación que aquí se le pretende dar.
En el presente texto, no se trata de la cuestión de si unos padres en particular
hicieron algo bien o mal en la relación con sus hijos. Los conflictos que tienen
lugar dentro de familias en particular sólo constituyen un plano, precisamente
el individual, de un conflicto generacional mucho más amplio. Mientras que

63. El cambio estructural experim entado por este conflicto en el curso de la evolución social,
se resiste a cualquier explicación causal. Por lo general, a ún se sostiene la expectativa de
que. la intensificación señalada del conflicto generacional, pueda explicarse m ediante la
referencia a u n a causa o, quizá, a diez causas. Sin embargo, los procesos continuos carecen
de puntos de p artida absolutos y, por lo tanto, tam bién de causas. E n realidad sólo existe
un tejido hum ano m uy complejo t)ue, en su totalidad, se encuentra siem pre en movimiento
y sujeto a un proceso de cambio.
64. Iring Fetscher, "Thesen zun terrorism usproblem ",Jeschke y M alanow ski (comps.), Der
m¡ráster, op. cit. (nota 60), p.116.
252 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

nos limitemos a este plano, como ocurre, por ejemplo, con la teoría freudiana
del complejo de Edipo, nos resultará imposible comprender los conflictos ge.
neracionales que se desarrollan en el plano social. En su caso, las intenciones
y los planes de unos padres e hijos en particular desempeñan un papel muy
menor, fortuito e involuntario, en comparación con la importancia de otro tipo
de confrontaciones, las cuales, los afectados muchas veces ni siquiera identifican
como conflictos generacionales.
El conflicto generacional al que yo me refiero es de tipo social. Ciertamente
se pone de manifiesto también a través de los enfrentamientos personales
entre determinados padres y determinados hijos. Sin embargo, ni siquiera este
tipo de choque es tan inmutable como lo afirmaba Freud. La estructura de las
tensiones y los conflictos entre padres e hijos en particular también se modifica
de acuerdo con los cambios a que está sujeta la relación entre padres e hijos en la
mayor parte de las sociedades o en algunos sectores aislados, y de igual manera
se transforma la influencia ejercida por estas tensiones y conflictos sobre la
formación instintiva y afectiva de los hijos. Sin duda existen ciertas estructuras
básicas recurrentes: la relación entre padres e hijos casi siempre es una relación
de dominio caracterizada por una distribución marcadamente desigual del
poder. Seguramente el equilibrio de poder dentro del grupo familiar individual
también está sujeto a constantes variaciones. Sin embargo, no son esenciales
dentro del presente análisis del equilibrio de poder, en la relación entre las
generaciones y los cambios que ha sufrido. La estructura de estos procesos
está determinada, a fin de cuentas y a nivel individual, por la estructura déla
relación intergeneracional en un ámbito social más amplio, o sea, en la tribu o
el Estado, por ejemplo.
No es difícil encontrar ejemplos de conflictos sociales intergeneractonales. En
la mayoría de las sociedades, desde las más simples hasta las más complejas,
las generaciones de mayor edad disfrutan del privilegio de ocupar los puestos
que corresponden a su monopolio en la toma de decisiones y ordenanzas de
alto nivel respecto a los asuntos que afectan a todo el grupo. Las generaciones
más jóvenes, por lo general, no disponen de acceso a estos puestos. Una razón
para excluirlas, mencionada con frecuencia, es la necesidad de que una persona
cumpla con un periodo más o menos largo de preparación y aprendizaje para
adquirir la capacidad de cumplir adecuadamente con las tareas de dirección.
Sin embargo, existe desde luego una gran diversidad de modelos institucionales,
según los cuales, se regula y se maneja el mando ejercido por las generaciones
mayores sobre las jóvenes a través de la autoridad de sus puestos. También se
observan grandes diferencias en el tiempo en que las generaciones m a y o r e s
permanecen en los puestos sociales decisivos y ejercen el poder otorgado por
estos, durante el cual, las generaciones jóvenes deben aguardar en p u e s t o s
relativamente subordinados que se les abra el acceso a aquéllos.
En el curso de la evolución social han variado mucho los conflictos ocasiona­
dos por el monopolio prácticamente universal de las funciones sociales por las
A p é n d ic e s 253

generaciones de mayor edad, por una parte, y el deseo de suplirlas que anima
a las generaciones más jóvenes, por otra. Sin embargo, muestran un carácter
particular específico en cada fase evolutiva y cada sociedad. Su estructura
puede explicarse en función de la estructura global de la sociedad en cuestión.
En una sociedad más simple, por ejemplo, un miembro de determinada familia,
tal vez ocupe el puesto de rey mientras conserve su fuerza y su salud, ya que los
interesados tienen la idea de que el bienestar del grupo depende de la fuerza
y la salud de su príncipe. No obstante, si una hambruna, una epidemia o la
derrota frente al enemigo demuestran que el rey está perdiendo su carisma, es
posible que la tradición obligue a matarlo para que pueda ser reemplazado por
uno de sus descendientes más jóvenes, dueño aún de sus fuerzas mágicas en
plenitud. Pero en el caso de unas tierras de labor, puede regir la costumbre de
que su dueño se retire en cuanto empiece a debilitarse físicamente, cediendo su
autoridad a un hijo. No obstante, también hay sociedades en que los campesinos
viejos conservan el mando sobre sus propiedades hasta los 60 o 70 años de edad,
por lo cual, sus hijos mayores carecen de propiedad particular hasta los 40 años
o incluso por más tiempo y se ven impedidos, por lo tanto, para casarse.
En este último caso, la imposibilidad de convertirse en propietario también
cierra las posibilidades de llevar una vida dotada de sentido. El campesino
viejo corre el peligro de perder, por la presión del joven, todo lo que desde
su punto de vista otorga sentido a su vida; no sólo su poder de mando, sino
también la independencia que perderá cuando por fin se retire. La longevidad
y tenacidad de su padre hacen que el joven campesino se haga cada vez más
viejo sin oportunidad de casarse y sin dar a su vida el sentido que, de acuerdo
con los cánones 'de*su sociedad, sólo obtendrá en cuanto pueda mandar sobre
la tierra y fundar una familia. No es necesario referirse a casos particulares
para comprender que, de vez en cuando, alguno de estos jóvenes campesinos
pueda ser presa de la desesperación, se ponga violento y tal vez incluso ataque
a su padre. Todo ello demuestra que los conflictos generacionales no se dan
por culpa de alguna de las dos partes, sino que se encuentran determinados,
en muchos casos, por la estructura específica de las instituciones sociales. En
las sociedades cuya estructura y funcionam iento resultan muy difíciles de
comprender en su totalidad para sus miembros en particular, como sucede en el
caso de las naciones industrializadas del siglo XX, la naturaleza de sus conflictos
generacionales es, desde luego, mucho menos fácil de entender que en el caso
de las sociedades m ás simples á que se refieren los ejemplos. Tanto más fácil es
perder de vista que estos problemas no derivan de particularidades, sino que
constituyen conflictos institucionales.

6) He señalado ya una circunstancia curiosa: muchos de los jóvenes burgueses


reunidos dentro de la oposición extraparlamentaria y a la postre también en los
grupos terroristas consideraban, al parecer, su sociedad como intolerablemente
represiva, injusta, y por ende, muy reprobable en el sentido moral. Sin embargo,
254 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

la desigualdad social y las tendencias opresoras que, por supuesto, existían en la


República Federal Alemana eran de hecho menos agudas que durante la época
hitleriana y la mayoría de los periodos anteriores de la historia alemana. Desde
mi punto de vista, es posible explicar esta paradoja, con base en un conflicto
generacional amplio como el descrito.
En el proceso de evolución de las sociedades complejas se distinguen pe.
riodos, durante los cuales, las vías de ascenso para las generaciones jóvenes
se encuentran más o menos abiertas, en comparación con otras épocas en
que estas vías se estrechan cada vez más y tal vez llegan a cerrarse por un
tiempo. El problema que estoy abordando es intrincado y, sobre todo, en las
sociedades muy complejas llega a ocurrir también que, en muchos sectores, el
estrechamiento de las vías de ascenso vaya de la mano con el ensanchamiento
de otras vías o con la creación, asimismo, de vías nuevas abiertas de par en
par. En relación con un ámbito social en particular, el modelo más sencillo
—demasiado sencillo, quizá— para este abrir y cerrar de las vías de ascenso
es la organización militar convencional de los Estados modernos, sobre todo
del cuerpo de oficiales. Dicho en suma, las vías de ascenso profesional dentro
de esta organización se abren en tiempos de guerra y se estrechan o incluso
pueden cerrarse temporalmente en tiempos de paz.
Es difícil de apreciar en su totalidad, el grado de cierre o apertura de las
vías de ascenso profesional en las distintas fases de evolución de una sociedad
estatal. Sin embargo, también en este caso suelen ser las fases violentas, ya sea
en las relaciones interestatales o intraestatales entre las personas —es decir,
los periodos de guerra interestatal y guerra civil o revolucionaria, seguidos
por la restauración del monopolio estatal de la violencia—, las que brindan
vías de ascenso relativamente anchas y abiertas. Durante los largos periodos
de paz tanto intraestatal como interestatal, el paso por las vías de ascenso se
vuelve por el contrario más lento. La circulación generacional se aletarga. En
la mayoría de los casos aumenta, por lo tanto, la edad media de los grupos
establecidos que ocupan la punta de la jerarquía profesional. Las opciones de
vida se reducen para las generaciones jóvenes, de manera particular las opciones
a que el individuo atribuye un sentido vital, y aumenta la presión ejercida por
los grupos establecidos sobre los marginados, por ejemplo, de las generaciones
de mayor edad y jerarquía sobre las dependientes más jóvenes. Se producen
muchos fenómenos secundarios y colaterales, en la literatura, por ejemplo, o en
lo que vagamente se denomina como el espíritu de una época, en los que se hace
notar esta presión y tendencia a un cambio generacional más lento.
No es posible entender las variaciones sociales en el poder, sin t o m a r e n
cuenta las clases o los sectores cuyas relaciones recíprocas se modifican por
obra de revoluciones o de cambios de régimen intraestatales. Sin embargo, con
frecuencia, tampoco es posible entenderlas ni explicarlas sin hacer r e f e r e n c ia
a los conflictos generacionales y a los problemas del cambio g e n e r a c i o n a l en
general. Recuerdo haber leído que, antes de la guerra, los grupos e s t a b le c i d o s
A p é n d ic e s 255

del régim en hitleriano y de la Unión .Soviética tuvieron el promedio de edad


más bajo del siglo para este nivel dirigente.
Cuando la s opciones de vida y de encontrar un sentido vital se estrechan
o ensanchan en térm inos generales, sobre todo las alternativas profesionales
disponibles para la s generaciones m ás jóvenes, el equilibrio de poder intergene­
racional es afectado profundamente, Sería posible afirmar que, en estos procesos,
se encuentra e l núcleo de los conflictos sociales intergeneracionales.
Todas esta s reflexion es ta l vez sirvan para aclarar un poco por qué sería
un error su pon er que estos conflictos representan choques conscientes entre
diferentes grupos generacionales con intereses opuestos. A primera vista puede
parecer así: los grupos de m ayor edad son los consagrados, los que dominan el
acceso al poder y tam b ién al sentido vital, y m ientras su edad o su estado de
salud no les im pidan desem peñar las funciones sociales relacionadas con ese
poder, m ientras ejerzan el monopolio sobre esas funciones para decirlo de otra
manera, el acceso a ella s perm anece cerrado para las generaciones jóvenes o
puede ser controlado por la s m ayores de acuerdo con sus propios intereses. No
obstante, si b ien los grupos m ayores establecidos pueden, hasta cierto punto,
regular el cambio generacional, los procesos sociales determinantes de que las
vías de ascenso profesional y las opciones de vida y de encontrar un sentido
vital, ya se estrech en o se am plíen, se cierren o se abran, son involuntarios.
La guerra o la rev o lu ció n no p ersigu en de m anera consciente el objetivo
de acelerar el cam bio gen eracion al, m áxim e cuando aún no se construye
una teoría de e ste proceso. No obstante, las guerras y revoluciones, por muy
distintos que sea n su s fin es declarados, por regla general aceleran el cambio
generacional. T am poco e s p osib le acusar sim plem ente a las generaciones
mayores, dueñas de la s cúspides jerárquicas y los puestos establecidos, en los
prolongados tiem pos de paz, de cerrar las vías de acceso a las opciones de vida
deseadas por la s generaciones m ás jóvenes. El estado actual del conocimiento
indica que este proceso tam bién es involuntario, en términos generales. Sin
embargo, al cobrar conciencia de ta les procesos involuntarios, su dirección
consciente p a u la tin a m en te se hará m ás factible.
Es evidente que el destino de las generaciones más jóvenes, dentro de los
sectores sociales cu yas expectativas se cifran en una carrera profesional, se
ve profundamente afectado por este proceso periódico de apertura y cierre de
las vías de ascenso profesional en una sociedad. La tensión intergeneracional
latente y los conflictos relacionados con ella se agudizan al estrecharse las vías.
Estos problemas se ponen de m anifiesto de maneras muy variadas.
Las dificultades que resultan de ello no se pueden apreciar adecuadamente
mientras no quede claro que dependen de la clase social. La estructura profesio­
nal en que se m ueven los obreros industriales se caracteriza, entre otras cosas,
por la brevedad de la escalera de ascenso que se encuentra a su disposición. Por
lo tanto, las expectativas profesionales del sector obrero son, por lo general, más
vagas y no tienen el m ism o peso que para el burgués. En este último caso no
es raro que los jóvenes diseñen un plan profesional bastante preciso, dividido
256 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

en etapas, que les indica a qué edad deben alcanzar determinados peldaños en
la escalera profesional. La diferencia entre las estructuras profesionales dispo.
nibles para los jóvenes de origen obrero o burgués, influye considerablemente
en la desemejanza de sus respectivas reacciones a la obstrucción de las vías
profesionales en su campo de interés.
Las sociedades más complejas ofrecen, por cierto, ciertas alternativas a
ambos grupos, las cuales permiten a un pequeño porcentaje de afectados evitar
el estrechamiento o cierre de las vías profesionales. La carrera de futbolista o
boxeador constituye tal opción para los jóvenes obreros; para las personas de
origen burgués sería, por ejemplo, la carrera de escritor o poeta. La carrera
política es una posibilidad para ambos grupos.
Las sociedades contemporáneas se caracterizan porque el conflicto genera­
cional no sólo se hace notar en el nivel profesional sino también en el político.
Esta circunstancia está relacionada con el hecho de que el modelo estatal del
siglo XX es dominado por los partidos políticos; o sea, se trata de un Estado
dentro del cual los titulares de los puestos de gobierno y a veces también los
altos funcionarios encuentran legitimación como miembros del sistema político
de su sociedad, mediante la pertenencia a un partido que, a la vez, abarca
algunos sectores de la población en general; entre ellos, por lo común, hay
también representantes de las generaciones más jóvenes. La organización
estatal basada en partidos políticos, ya sea de un Estado unipartidista de
carácter dictatorial o de un Estado multipartidista parlamentario, constituye
un fenómeno relativamente nuevo. Una de sus consecuencias es que en estos
Estados no sólo las vías profesionales, sino también las políticas pueden abrirse
o cerrarse, ensancharse o estrecharse. Por lo tanto, también en estas últimas
pueden darse conflictos generacionales abiertos o latentes. El acceso a los
puestos de mando partidarios y del gobierno ocupados por la generación mayor,
puede permanecer cerrado a las generaciones más jóvenes durante muchos años
y abrirse nuevamente como resultado de la competencia entre los partidos o
por la muerte de algunos miembros del partido o del gobierno. Sea como fuere,
la presión ejercida sobre las generaciones más jóvenes llega a expresarse en la
imposibilidad de encontrar una forma de vida y una actividad dotada de sentido,
tanto en el nivel profesional como en el político. Con gran frecuencia es producto
de una combinación de limitaciones en ambos niveles.

7) En el presente estudio, he presentado dos ejemplos de los posibles efectos


que esta reducción de las opciones de vida y de sentido vital puede tener sobre
una generación joven, de carácter predominantemente burgués. En el caso de
la República de Weimar se trataba de los oficiales jóvenes que, después de la
primera guerra mundial, intervinieron de manera decisiva en la formación de
cuerpos de voluntarios y, posteriormente, de conspiraciones terroristas. Parala
mayoría, la carrera ordinaria de oficial en el Ejército alemán era la única que
correspondía a sus habilidades y satisfacía sus exigencias de estatus; la única,
A p é n d ic e s 257

en resumidas cuentas, capaz de brindar una oportunidad de realización y un


sentido a su vida. La posición regulada con menos rigor ofrecida por los cuerpos
je voluntarios, con cierto toque de soldado común y ligeramente degradante,
sustituyó para ellos la carrera militar, en vista de que el Ejército se había
reducido a una fracción de sus dimensiones anteriores.
Estos facciosos alimentaban sentimientos muy ambiguos hacia el Ejército,
cuyos altos mandos les impedían el acceso a los anhelados puestos de oficiales
en el Ejército regular. Durante los primeros años de la posguerra, se opusieron
a todos los intentos para poner fin al régimen parlamentario por medio de las
armas, aunque no simpatizaran con él. Los marginados reunidos dentro de los
cuerpos de voluntarios simplemente no podían enfrentarse con el Ejército. Al fin
y al cabo, él era su protector y aliado y los oficiales de esos cuerpos con frecuencia
dependían de su ayuda. Era similar su relación con los grupos civiles de extracción
burguesa o aristocrática, particularmente las asociaciones y los partidos nacio­
nales que al igual que ellos albergaban sentimientos “nacionales”. Los miembros
de los cuerpos de voluntarios, relegados a una vida más irregular, tal vez des­
preciaran a los ciudadanos establecidos y a la burguesía nacional muchas veces
numerosa; sin embargo, esta ultima también representaba una poderosa aliada
cuya protección y apoyo financiero resultaron en muchos casos imprescindibles.
En estas circunstancias, no pudo estallar el conflicto generacional latente en la
relación entre los líderes relativamente jóvenes de los cuerpos de voluntarios y sus
seguidores, por una parte, y los titulares de mayor edad del alto mando militar,
así como los dirigentes de las asociaciones y los partidos nacionales, por otra. La
jerarquía de los oficiales del Ejército cerraba el acceso a la carrera deseada a los
oficiales de los cuerpos de voluntarios; los jóvenes e inseguros ciudadanos vestidos
con el uniforme de oficial de un cuerpo de voluntarios, no simpatizaban mucho
con la vieja burguesía patriótica. Sin embargo, la lucha por las opciones de vida
y de un sentido vital no pudo librarse en esta arena entre los jóvenes grupos de
marginados y los establecidos de mayor edad.
A pesar de sus diferencias de intereses, estas generaciones más jóvenes y
mayores tenían un punto en común, enfrentaban al mismo enemigo: los grupos
de ascenso reciente que habían ganado el acceso a nuevas posibilidades de poder
debido a la derrota del sistem a imperial. Se trataba principalmente del muy
numeroso sector obrero organizado y de parte de la sociedad burguesa judía,
muy reducida en número, la cual constituía, por así decirlo, una burguesía
de segundo orden dentro de la sociedad alemana. Junto con la pequeña ala
demócrata-liberal de la burguesía alemana, estos grupos, cuyos representantes
se habían convertido, a su vez, en dirigentes del sistema republicano, constituían
el principal blanco de la lucha sostenida por todos los que no se conformaban
con la derrota de Alemania, cuya esperanza estaba puesta en restaurar el brillo
del Imperio y de su alta sociedad. Por lo tanto, la oposición extraparlamentaria
—como tal vez se la pueda denominar— de la República de Weimar, a la que
pertenecían los cuerpos de voluntarios, también luchaba contra los nuevos
dirigentes republicanos y los sectores que los apoyaban. Estas circunstancias
258 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

ponen de relieve un fenómeno que no carece de importancia, como prototipo de


una teoría de los conflictos sociales intergeneracionales para abrir las opciones
de vida y de sentido vital que se encuentran cerradas o para ensanchar las que
se han estrechado. La protesta de un grupo más joven contra los dirigentes del
propio país, que les cierran el acceso a las deseadas opciones de vida, puede
desviarse en determinadas circunstancias de este objetivo y fijar su oposición
en otros grupos. Asimismo, el ejemplo muestra con bastante claridad la forma
en que pueden entrelazarse las luchas de las generaciones m ás jóvenes de
carácter predominantemente burgués, para abrirse opciones profesionales y
políticas. De hecho sólo Hitler fue capaz de despejar el camino a ciertos grupos
de las generaciones más jóvenes hacia puestos de mando político y, por ende,
el acceso a las anheladas opciones de vida y de un sentido vital que los par­
tidos gobernantes de Weimar les habían cerrado. Primero lo logró mediante
estrategias extraparlamentarias y luego aprovechando hábilm ente las vías
parlamentarias de ascenso. El conflicto de clases que halló expresión en la
lucha contra el régimen de Weimar, tanto de los cuerpos de voluntarios como
del movimiento nacionalsocialista, estuvo estrechamente vinculado, por lo tanto,
con un conflicto generacional.

8) El movimiento del cual surgieron los terroristas de la República de Bonn


también fue un conflicto generacional. De igual manera, los representantes
de una generación más joven se opusieron a grupos establecidos de mayor
edad, cuya autoridad consideraban como obstáculo opresor para su acceso a
las posiciones en que creían poder encontrar un sentido vital. No faltaron los
ataques que pretendían abrir vías profesionales estrechas o cerradas. Entre
las demandas del movimiento estudiantil de fines de los sesenta y comienzos
de los setenta figuraron las de ampliar el acceso a los puestos docentes en las
universidades y de participar en los nombramientos. No obstante, revistió
mayor importancia la lucha contra los dirigentes políticos de mayor edad. Al
organizar una oposición extraparlamentaria, la cual también funcionaba fuera
de los partidos existentes, las generaciones más jóvenes estaban enfrentando
la presión ejercida sobre ellas por los dirigentes de los partidos.
Los partidos políticos se convierten fácilmente en asociaciones jerárquicas
gobernadas por un grupo dirigente de mayor edad, de modo que el ascenso
interno por parte de las generaciones más jóvenes, con frecuencia sólo tiene
lugar de manera muy lenta. Este estrechamiento de las posibilidades de a s c e n s o
político debido al dominio de los dirigentes de mayor edad, no se nota tanto
en los Estados multipartidistas, donde la competencia entre los partidos sirve
para abrir un poco los espacios, como en los Estados unipartidistas de carácter
dictatorial, cuyos dirigentes, en muchos casos, sólo están dispuestos a c e d e r el
poder, que les brinda mucho sentido y posibilidades de realización, cuando vina
enfermedad o el quebrantamiento de su salud en la vejez los obliga a ello, y
cuyas constituciones por lo común no exigen que la sucesión se reglamente de
una manera sujeta a l control público. Con todo, también los Estados m u l t i p a r t i -
A p é n d ic e s 259

distas, pese a la competencia entre los partidos, se inclinan marcadamente por


estre g a r u obstruir las vías intrapartidistas de ascenso e impedir, por lo tanto,
el acceso de las generaciones más jóvenes a puestos políticos de decisión más
o menos independientes. Debido a esta situación, los miembros más jóvenes de
los partidos están menos dispuestos a oponerse a las condiciones existentes. Se
ejerce una presión considerable para el conformismo intrapartidista. Por lo tanto,
la oposición extrapartidista y extraparlamentaria es con frecuencia para las
generaciones más jóvenes, la única oportunidad de manifestar objetivos políticos
y sociales que no cuentan con posibilidades de expresión ni de ser atendidos
dentro del marco de los partidos existentes, ni tampoco, por lo tanto, en las
instituciones parlamentarias. Quizá se debería tomar más conciencia de lo que
se acostumbra hoy sobre el carácter particular de tales movimientos, en cuanto
indicios de un estrechamiento o cierre en las opciones políticas de vida y de un
sentido vital para las generaciones más jóvenes dentro de los partidos.
Para entender la dinámica de un movimiento extraparlamentario hay que
tener en cuenta que las vías de ascenso político, bastante estrechas e inasequi­
bles para gran parte de los jóvenes dentro del marco de los partidos institucio­
nalizados, sobre todo durante prolongados periodos de paz, constituyen el único
camino hacia una participación política eficaz en los Estados parlamentarios
de nuestro tiempo. Si los miembros de mayor edad del partido se apoderan
durante muchos años de los puestos de mando internos y también, por lo tanto,
de las posibilidades de ejercer funciones de gobierno, las generaciones más
jóvenes cuentan con pocas oportunidades para imponer sus metas políticas.
Esta situación constituye una de las características estructurales de la relación
intergeneracional en los Estados multipartidistas y sirve para explicar hasta
cierto punto, aunque no del todo, la impresión de los jóvenes de vivir en una
sociedad opresora. La convicción de que muchas cosas deberían de cambiar en
su sociedad es con frecuencia muy fuerte entre los jóvenes que apenas llegan
a la vida pública. No obstante, dentro del marco de las instituciones públicas
existentes, cuentan con muy pocas posibilidades de trabajar eficazmente a favor
de un cambio en las debilidades que observan.
Dicha imposibilidad de participar eficazmente cobra una trascendencia
aún mayor porque, en el siglo XX, las doctrinas políticas han adquirido, más
que nunca, una importancia suprema para las personas y son capaces, por lo
tanto, de dotar o vaciar de sentido a una vida. He señalado ya que, en épocas
pasadas, se buscaba un sentido vital en doctrinas religiosas no materiales, pero
que en el curso de la gran secularización iluminista se adjudicó cada vez mayor
peso a cánones políticos de carácter material. Por esta causa, en el siglo XX,
los enfrentamientos librados en torno a estos poseen muchas veces la misma
intensidad emocional que las luchas entre doctrinas religiosas que se dieron en
los siglos anteriores. Es necesario tomar en cuenta que la lucha por los ideales
políticos cumple la función de dotar de sentido a la vida, si se ha de entender el
fervor y la entrega emocional con que los jóvenes líderes burgueses de la oposición
extraparlamentaria y los conspiradores terroristas defendieron sus metas de
260 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

cambio social durante los años sesenta y setenta, respectivamente, y denunciaron


como un sistema de opresores falto de valor moral al Estado existente encamado
en muy alto grado por los miembros dominantes de los partidos.65
De hecho, durante los sesenta y setenta, una de las raíces más fuertes del
descontento y las acciones de los jóvenes representantes de la oposición política
en la República Federal Alemana, debió ser la imposibilidad de perseguir por
medio de actividades políticas objetivos dotados, a su manera de ver, de un
sentido supremo. Lo impedía un Estado multipartidista en que los partidos
ejercían el monopolio sobre el acceso a cualquier puesto político. Vista de esta
manera, la aparición de una oposición extraparlamentaria dio realce a un
factor latente en cualquier sociedad dirigida por un régimen monopolizador
de partidos: la existencia de grupos de marginados, sobre todo jóvenes, carac­
terizados por una motivación política muy fuerte, que se interesan vivamente
en los problemas públicos de su sociedad, sea cual fuere la interpretación que
ellos mismos den a este interés, sin que las instituciones oficiales les brinden
la posibilidad de hacerse escuchar.
Diversas formas de oposición extraparlamentaria y extrapartidista cons­
tituyen, por lo tanto, un fenómeno normal dentro de los Estados con régimen
parlamentario. En muchas délas sociedades industrializadas más desarrolladas
del mundo, particularmente Estados Unidos, Francia e Inglaterra, surgieron
movimientos de protesta emparentados con el que se dio en la República Federal
Alemana. En todos estos países, personas de origen burgués en su mayoría, se
asociaron para tratar de desquiciar, por vías extraparlamentarias, regímenes
dominados por viejos grupos burgueses. Su esfuerzo afectó, en muchos casos
de manera duradera, la relación entre las generaciones de mayor edad y las
jóvenes, sobre todo en las universidades. Sin embargo, las grandes esperanzas
que los participantes alimentaron en el momento culminante del movimiento
se vieron frustradas en todas partes.
De haber prosperado esta lucha, hubiera terminado el dominio de los grupos
de mayor edad sobre las instituciones. Las vías estrechas u obstruidas del
ascenso político se habrían abierto y habrían sido sustituidas por otras, todavía
anchas y flexibles. Los hombres y las mujeres de las generaciones mayores se

65. Lo paradójico e s que el enfrentam iento abierto entre las generaciones en los años sesenta, por
obra de la oposición extraparlam entaria y del m ovim iento estudiantil, sólo fue posible en el
marco de una estructura social que brindaba a su s miembros un m argen relativam ente amplio
para la lucha entre grupos que sosten ían ideales políticos opuestos y, por lo tanto, también
entre las generaciones. E n los Estados absolutistas totalm ente opresores de la actu alid ad , sin
importar el color de su bandera política, e s posible que haya conflictos i n t e r g e n e r a c i o n a l e s
la ten tes, pero n o tie n e n la oportun id ad de m an ifestarse, au n q u e p recisam en te por ello
ta l vez ardan con m ayor in ten sid ad debajo de la superficie. El hecho de que los conflictos
intergeneracionales se hayan podido m anifestar y desarrollar de m anera tan abierta, como
sucedió en la República Federal A lem ana durante aquellos años, fue indicio, por tanto, de la
elasticidad relativam ente grande de las instituciones p olíticas y del carácter poco opresor, en
comparación, del régim en gobernante.
A p é n d ic e s 261

habrían retirado, siendo reemplazados por miembros de las generaciones más


jóvenes. No obstante, por regla general, es sumamente reducida la posibilidad
de que tal movimiento logre el acceso al poder, en comparación con los partidos
organizados y, sobre todo, con quienes ocupan la cúspide en la jerarquía de los
partidos: la clase dirigente. Si no cuentan con el apoyo de una severa crisis de su
sociedad, sus representantes casi nunca tendrán la posibilidad de lograr el acceso
a una actividad política eficaz conforme a sus propios objetivos políticos.
Una crisis de este tipo permitió finalmente a la oposición extraparlamentaria
de la Kepública de Weimar intervenir en la lucha política entre los partidos. Los
representantes de la oposición extraparlamentaria de los años sesenta en la
República de Bonn, no tuvieron una oportunidad semejante. El movimiento fue
muy concurrido, las manifestaciones masivas despertaron grandes expectativas
y el movimiento estudiantil, desarrollado en forma paralela, obtuvo notables
victorias en su esfuerzo por modificar el equilibrio de poder entre las generacio­
nes establecidas de profesores de mayor edad y las marginadas, formadas por
los estudiantes y los asistentes jóvenes, en beneficio de estos últimos, lo cual
también sirvió para abrir o ensanchar muchas vías de ascenso profesional. Todo
ello sembró gran entusiasmo entre los participantes. Parecía acercarse el soñado
momento en que realizarían sus ideales y liberarían a los oprimidos por la
República, sobre todo a las generaciones más jóvenes que estaban participando
en la lucha. No obstante, cuando menos lo esperaban, el sueño se derrumbó.
Una depresión general siguió a la euforia y la lucha se endureció.

LAS GENERACIONES DE LA PREGUERRA Y LA POSGUERRA:


DIFERENTES EXPERIENCIAS, IDEALES Y MORAL
9) La generación joven políticamente motivada se sintió excluida no sólo
del acceso a todos los gremios en los que se tomaban decisiones políticas, sino
en términos generales de la posibilidad de participar en forma activa en las
decisiones políticas, durante muchos años, por culpa del monopolio ejercido
por las generaciones de mayor edad. E sta frustración seguram ente influyó
mucho en representar al Estado existente como el peor de los males, tal como
se hizo dentro de algunos círculos del movimiento extraparlamentario en los
años sesenta y setenta en la República Federal Alemana. Sin embargo, otras
características de la experiencia vivida por esta generación m ás joven, así
como ciertos aspectos m ás específicos del conflicto intergeneracional también
tuvieron el mismo efecto. Uno de ellos fue la postura diferente adoptada por las
generaciones burguesas de mayor edad y las jóvenes con respecto a la irrupción
nacionalsocialista en la historia alemana, sus causas y consecuencias.
Puede resultar útil tratar de im aginarse la situación en que estos jóvenes
salieron a escena, por decirlo de algún modo, y observaron el paisaje político de
la República Federal Alemana por primera vez con plena conciencia. Llama la
262 N orbert E lias | Los A lem anes

atención, en primera instancia, la enorme diferencia entre las experiencias de


los recién llegados y las personas de mayor edad que en ese entonces ocupaban
todos los puestos dirigentes y la cabeza de todas las vías de ascenso político y
profesional, incluyendo las de los partidos y las universidades, desde donde
regían el destino de la sociedad estatal alemana, o sea, también el de los miem­
bros jóvenes de esta sociedad.
Desde el punto de vista de las generaciones burguesas de mayor edad que
habían vivido la transición de la República de Weimar a la dictadura del partido
nacionalsocialista y luego también la guerra, la cuestión de la culpabilidad o
inocencia del individuo, o sea, de la personal, revestía una importancia decisiva
en la reflexión en torno a este episodio histórico, que puso a Alemania en una
posición contraria a todos los valores de la civilización. La mayoría había recibido
la constancia, por parte de las comisiones de limpieza de los aliados o alguna
otra autoridad, de no haber tomado parte en las atrocidades de la época nazi,
o sólo de manera insignificante. Para ellos bastaba con eso para resolver, en
gran medida, el problema de la “asimilación del pasado alemán”. Oficialmente
no tenían nada qué temer ni de qué arrepentirse, aunque su conciencia tal
vez los importunara de vez en cuando. No obstante, los dirigentes de esta
generación opinaban que en la vida pública era posible enterrar la pesadilla de
los años hitlerianos. Los horizontes de este grupo sólo abarcaban la cuestión de
la participación individual en organizaciones nacionalsocialistas; por lo común
ya no alcanzaban a indagar el problema de qué peculiaridad de la sociedad
estatal alemana o de su tradición específica hizo posible aquel estallido brutal
e inhumano. Conscientes de encontrarse más o menos libres de la mancha de
haber pertenecido a aquel grupo ahora estigmatizado, procuraron continuarla
tradición estatal alemana, que se prolongaba desde el imperio alemán hasta la
República de Weimar y la nueva República Federal Alemana a través de muchos
linajes familiares de la antigua burguesía y aristocracia. En muchos aspectos
continuaron como si nada hubiera sucedido.
Tal como aquí se aprecia, la dirección de los asuntos alemanes internos por
representantes de las potencias victoriosas tuvo claros efectos retardatarios
sobre el desarrollo de la República Federal Alemana. Los dirigentes de la
posguerra, caracterizados por la figura paternal simbólica de Adenauer, se
esforzaron sobre todo por reconciliarse con los vencedores y por construir un
Estado estable de acuerdo con la tradición liberal-conservadora de la preguerra.
De esta manera, la joven República Federal Alemana pudo legitimarse como
aliada confiable de las potencias occidentales y aspirar a recibir cuantiosa ayuda
económica. El análisis de los puntos de vista y los ideales de las g e n e r a c io n e s
dominantes de mayor edad por parte de las más jóvenes, fue aplazado por las
secuelas de la derrota y el prolongado periodo de reconstrucción. El c a r á c te r
explosivo que este análisis adquirió en los sesenta y setenta en parte e x p r eso
su necesidad de recuperar el tiempo perdido.
El problema del pasado nacional adoptó un cariz muy distinto para las
jóvenes generaciones burguesas que en ese momento penetraron en la arena
A p é n d ic e s 263

política, que para las de sus padres y abuelos. Nacidos en los últimos años del
régimen hitleriano o una vez finalizado este, podían considerarse libres de
culpa de las atrocidades cometidas. Sin embargo, cobraron conciencia, quizá
con cierto asombro, de que el mundo en general imputaba al pueblo alemán
el surgimiento de un régimen violento que había rebasado por mucho las ma­
nifestaciones norm alm ente tolerables de barbarie. Dicho de otra manera, se
enteraron de que no sólo los individuos que habían participado personalmente
en las brutalidades de la época hitleriana cargaban con la mácula sino toda la
nación. Todos los alem anes lo percibían al encontrarse con extranjeros, aunque
su juventud demostrara su inocencia respecto a haber participado en los sucesos
estigm atizadores. A la s generaciones anteriores, el problema de lim piar el
pasado se les había presentado principalmente como una cuestión de culpa o
inocencia personal. Para las de sus hijos, adquirió, por el contrario, mucho más
realce como problema social, el de cómo el régimen nazi había podido surgir.
A ellos que vivían una época posterior les resultó más claro que a sus padres
que la pesadilla del pasado no se dejaría enterrar tan fácilmente. Este aspecto
del conflicto intergeneracional fue el que estalló con particular crudeza, y no
necesariamente como enfrentamiento familiar sino antes que nada social.
La com petencia usual entre los grupos de marginados m ás jóvenes y los
establecidos de mayor edad, que durante años había monopolizado las opciones
sociales de vida y de un sentido vital, adquirió una fuerza muy particular en este
caso. Era común ahora que la generación paterna fuera percibida como autori­
taria y opresora por los hijos a quienes obstruía el acceso a las opciones sociales
de vida. No obstante, esta impresión quizá no articulada de manera precisa se
vinculaba, en la m ente de muchos jóvenes burgueses, con la conciencia de que
esos mismos padres representaban a una generación responsable, en forma
directa o indirecta, del ascenso de Hitler y sus partidarios. Esta generación
pidió, de modo mucho más explícito que cualquiera hasta ese momento, que se
encontrara una respuesta a la pregunta de cómo pudo darse en Alemania la
victoria de los nacionalsocialistas o “fascistas”, como solía llamárseles, y exigió
la certeza de que los sucesos no fueran a repetirse.
Esta exp eriencia explica su preocupación de que pudiera surgir otra
dictadura en Alem ania y su disposición a interpretar las formas contempo­
ráneas de opresión como síntom as de un segundo régimen fascista. Ambas
apreciaciones desem peñaron un papel muy importante en los planes y las
acciones de la oposición extraparlam entaria y, posteriormente, también en
los de los conspiradores terroristas. Dieron un lugar a las necesidades que el
marxismo prometía satisfacer, sobre todo entre los jóvenes de origen burgués
con inclinaciones intelectuales. En términos generales, la doctrina marxista y
sus derivados cumplieron una función cuádruple para las jóvenes generaciones
burguesas de esta época: les sirvieron de medio para librarse de la maldición
del nacionalsocialismo; para orientarse acerca del carácter social tanto de
este último como de las sociedades contemporáneas; para luchar contra las
generaciones establecidas de mayor edad, sus padres y la burguesía, y como
264 N orbert E lias | L o s A lem anes

modelo de una sociedad alternativa y una utopía portadora de un sentido, que


permitía iluminar mejor los defectos de la sociedad existente desde un punto
de vista crítico.
Por un breve momento histórico, los dirigentes de esta juventud burguesa
en Alemania consideraron posible liberar a la sociedad de la coerción ejercida
por el régimen social existente, interpretada en términos económicos, para
así alcanzar la meta soñada: el fin del dominio capitalista y la transición a un
régimen dirigido por la clase obrera. Se acercaba la hora, desde su punto de
vista, en que el impetuoso ataque de los marginados habría de transformar la
república, instalada en Bonn por los representantes firmemente establecidos
del régimen, en otro sistema social más libre y dotado de mayor sentido que por
lo común denominaban “socialismo”, a fin de ahuyentar de manera definitiva
al fantasma del fascismo .66 Cuando el sueño de esta generación joven tampoco
se cumplió y su gran esperanza empezó a disolverse, la dinámica de la protesta
llevó a choques más violentos entre los grupos opositores y los representantes
del monopolio estatal de la violencia. Finalmente se formarón organizaciones
secretas que pretendieron derribar la estructura dominante por medio de actos
sistemáticos de violencia, en vista de que era imposible sacudirla mediante
estrategias no violentas.
Al tratar de explicar el terrorismo que surgió en la República Federal Alemana,
no es posible hacer caso omiso de que los movimientos de oposición, protagonizados
por las generaciones más jóvenes, condujeron a la formación de grupos violentos,
principalmente en los países en cuyo pasado reciente había intervenido de manera
decisiva una dictadura más o menos despótica imposible de controlar por vías
legales, a la manera de los regímenes fascista o nacionalsocialista. Las mismas
condiciones y tradiciones sociales que favorecieron, tanto en Alemania como en
Italia, la formación de gobiernos dictatoriales violentos, contribuyeron también
aparentemente al surgimiento de movimientos violentos de carácter antifas­
cista. Además, en ambos países —y posiblemente también en el Japón—, el
temor al surgimiento de una nueva dictadura autoritaria y violenta era, por
razones comprensibles, particularmente fuerte.
Algunos grupos de las jóvenes generaciones de la posguerra se mostraron,
por lo tanto, muy sensibles hacia cualquier indicio aparente del regreso de
tal régimen. Una vez rotas las barreras que, en las sociedadesestatales más
desarrolladas lim itan normalmente el uso arbitrario de la violencia física
como medio para resolver los conflictos, las brasas permanecen vivas. En

66. Uno de los aspectos m ás asombrosos de los testimonios rendidos por los participantes en
el movim iento, es su absorción total por lo que veían y sentían en el momento. La fuerza
de su s deseos los im pulsó aparentem ente de tal manera que rara vez se ocuparon de los
detalles de lo que habría de suceder un a vez elim inado el Estado capitalista. Términos
como “socialism o” les bastaron por com pleto para asegurar el beneficio de eliminar al
Estado existente. Su fe en la necesidad de destruir la sociedad estatal del momento, nunca
perdió del todo el carácter de un sueño colectivo basado en pasiones m uy intensas.
A p é n d ic e s 265

este caso, el tem or de que la dictadura regrese puede inducir más fácilmente
también a sus adversarios, a recurrir a la violencia como medio de prevención
o contragolpe. Sea cual fuere la aportación que se quiera hacer para explicar
el terrorismo en la República Federal Alemana, hay que tener en cuenta que,
en otros países con gobiernos parlamentarios, los movimientos de oposición
extraparlamentaria, al perder su impulso y, por ende, también la esperanza
de lograr una pronta transformación del régim en existente percibido como
opresor, no se produjo el surgim iento de grupos de conspiradores terroristas.
La tragedia de algunos integrantes de estas generaciones más jóvenes fue
que, al esforzarse por crear una mejor forma de convivencia humana, más cálida
y dotada de mayor sentido, como contraparte del régimen nacionalsocialista,
se vieron impelidos a cometer a su vez actos cada vez m ás crueles. Quizá la
culpa de la tragedia no fue suya solam ente, sino tam bién del Estado, de la
sociedad que trató de cambiarlos y de las generaciones de mayor edad que,
dueñas de todos los puestos de poder, representaban a la sociedad y al Estado.
Estas últimas, de conformidad con las nuevas condiciones de poder, ya habían
intentado también suavizar la dura herencia dejada por el Estado absolutista
autoritario, herencia que sobrevivió en los Estados republicanos sucesores de
la milenaria monarquía alemana, no sólo en muchos rincones y recovecos de la
organización estatal misma, sino también en las estructuras de personalidad.
La catástrofe de esta tradición alem ana había destruido la unidad estatal
lograda tras luchas m uy duras. E sta circunstancia reforzó seguram ente la
voluntad y el deseo de los grupos dirigentes que encabezaron la reconstrucción
de un Estado menos autoritario, de reformar en este sentido las instituciones
del Estado y educativas. No obstante, el temor a la invasión de las doctrinas
revolucionarias enarboladas por naciones vecinas y próximas puso límites a su
voluntad innovadora. Estas naciones prolongaban y desarrollaban en su interior
el modelo del absolutismo autocrático, pero la propaganda que dirigían a otros
países exigía la libertad y la destrucción del orden existente.
Algunos grupos de las generaciones más jóvenes consideraban insuficientes
las reformas limitadas llevadas a cabo por las de mayor edad, marcadas todavía
por el tiempo de la preguerra. A pesar de las instituciones parlamentarias y del
sistema multipartidista, descubrieron muchas peculiaridades propias del Estado
autoritario autocrático en el nuevo Estado reformado. Creó ciertas dificultades
que, en muchos casos, la teoría marxista, que en efecto presentaba y denunciaba
al Estado como instrumento de la clase dominante, les haya servido de herra­
mienta para la crítica intelectual. Por una parte, la realización de esta doctrina
había dado por resultado, casi sin excepción, Estados de carácter sumamente
autocrático y opresor. Por otra, el marxismo provocaba inevitablemente a los
grupos establecidos de mayor edad de su país. Hacía mucho tiempo que estos
últimos habían decidido brindar un amplio margen a la libre competencia entre
los grandes partidos, de acuerdo con el ejemplo de sus aliados occidentales y en
vista de las nuevas relaciones de poder interestatales. No obstante, el marxismo
266 N orbert E lias | Los A lem a nes

despertaba en ellos emociones y posturas parecidas a las suscitadas por los


sectores dominantes anteriores de Alemania.
Esto confirmó la sospecha, en los jóvenes grupos burgueses reunidos en
la oposición extraparlamentaria>del peligro de que en la República de Bonn
se volviera a imponer la tendencia al uso de la fuerza física, lo que en el caso
de la República de Weimar había conducido a la instalación de una dictadura
autocrática. Atormentados por la idea de que también la segunda república
parlamentaria alemana fuera vencida por las tendencias a la dictadura violenta
de los sectores dominantes, parte de los grupos de oposición formados por la
generación más joven intensificaron la lucha contra las generaciones de mayor
edad, las cuales ocupaban todos los puestos de poder en los partidos y, por ende,
en el gobierno y a las que consideraban propensas a implantar la dictadura y
a recurrir a la fuerza policíaca.
De hecho, el miedo de que surgiera m ía nueva dictadura violenta no soltó a
estos jóvenes. Y no sólo el miedo: extraían gran parte de la energía canalizada
hacia sus actividades reformadoras o revolucionarias de la idea de que, tras la
máscara del Estado multipartidista parlamentario, una nueva dictadura y sus
huestes se encontraban ya a la expectativa de que llegase su hora; la policía
de la República Federal Alemana constituía para ellos la vanguardia de estas
fuerzas. La convicción de que, el gran enemigo denominado “fascismo” no sólo no
había sido destruido, sino que podía resucitar en cualquier momento, constituye
una especie de leitmotiv que se repite una y otra vez en sus declaraciones. De ahí
seguía la necesidad de obligar al adversario a salir de su escondite a la luz del
día. En su lucha contra las autoridades estatales, las organizaciones formadas
por la generación más joven, adoptaron cada vez más la estrategia de provocar
a los representantes del Estado con el fin de poner al descubierto su auténtica
naturaleza fascista.
No interesa aquí si esta idea de la República Federal Alemana, como un
Estado sum am ente opresor y precursor de un régim en fascista haya sido
cierta. Las jóvenes generaciones burguesas que sostuvieron una lucha ex­
traparlamentaria contra el Estado de Weimar, en los años veinte, también
estaban profunda y sinceramente convencidas de que aquella república era
del todo nociva y perjudicial y que había que tratar de derribarla por cualquier
medio. Lo mismo ocurrió con las jóvenes generaciones burguesas de los años
sesenta y setenta. En ambos casos, la convicción se basó en un sueño, en la idea
de construir una sociedad mejor y dotada de mayor sentido: en aquel entonces,
una forma de nacionalismo que, de manera directa o indirecta, apuntaba
hacia la dictadura fascista; después, una sociedad justa y humana, libre de
coerción, desigualdad y opresión social, la cual lim piaría en definitiva al
Estado occidental sucesor del imperio alemán de la mácula histórica de Estado
fascista. La República Federal Alemana no coincidía evidentem ente con el
ideal de sus jóvenes opositores, así como tampoco la República de Weimar con
el de sus jóvenes adversarios. Sin embargo, también debe tomarse en cuenta
A p é n d ic e s 267

que, en ambos casos, el Estado existente cerraba a estas generaciones más


jóvenes en gran medida el camino a las opciones de vida que interpretaban
como dotadas de sentido. En ninguno de los dos casos tenían una idea muy
clara de la sociedad que fuera capaz de satisfacer sus demandas, pero sabían
muy bien qué era lo que no querían.

10) U na de la s diferencias entre los jóvenes grupos de oposición extra-


parlamentaria de los años veinte y los sesenta, es que los primeros compartían
los ideales de sus mayores, por distintos que fueran los matices, mientras que
esto no fue así en el segundo caso. Tanto los cuerpos de voluntarios como los
nacionalsocialistas compartían con la burguesía establecida de su tiempo los
ideales nacionales, el sueño de la grandeza y del destino extraordinarios de
Alemania. Es cierto que estaban excluidos de los puestos de poder ocupados
por las generaciones mayores y que este hecho convertía a los jóvenes grupos
burgueses en los marginados de su sociedad. Sin embargo, no descargaron su
rabia en la lucha contra la generación mayor de su propia clase social, sino
contra los otros, contra los extraños, sobre todo los obreros y los judíos.
Los jóvenes grupos burgueses que llegaron a la edad adulta después de la
segunda guerra mundial, por el contrario, encontraron faltas precisamente
en los ideales de sus mayores, y por ello pretendían desbaratar los ideales del
nacionalismo y todo lo relacionado con este. Amplios sectores de la burguesía
alemana y un considerable número de obreros se habían dejado seducir, en
su momento, por la atracción ejercida por el ideal nacional, y brindaron un
apoyo entusiasta a H itler y al movimiento encabezado por él. Aquel nuevo
esfuerzo por hacer realidad el sueño de la hegem onía alem ana en Europa
y en el mundo había expuesto a A lem ania y a todos sus ciudadanos a la
vergüenza y la deshonra. El ideal nacional había perdido así toda capacidad
de dar sentido a las vidas de las jóvenes generaciones burguesas en ascenso.
El ideal social encarnado por la doctrina m arxista se ofreció entonces como
nuevo recurso.
Sin duda el ideal nacional sufrió una devaluación particularmente fuerte
en Alemania y la entrega a la contraparte, el ideal social, resultó por demás
intensa. Sin embargo, no se haría justicia plena a este proceso si se interpretara
sólo como un suceso específicamente alemán, si el carácter extremo adoptado por
el ideal social de lucha contra la desigualdad y la opresión por el terrorismo en la
Alemania Federal se tomara como una simple oscilación del péndulo, después del
nacionalismo extremo del movimiento hitleriano. La lucha intergeneracional se
desarrolló en forma análoga si bien atenuada, en otros Estados multipartidístas
de Europa y Norteamérica.
Tal vez sería conveniente enfocar como una relación de equilibrio, la que se da
entre los ideales nacional y social en cuanto medios que orientan y dan sentido
a la vida de amplios grupos de la población en las naciones contemporáneas.
Las ideologías de legitimación política muy rara vez dejan de hacer referencia
268 N orbert E lias | Los A lem anes

a ambos. Por lo común, se producen diversas combinaciones dominadas por


cualquiera de las dos tendencias.
Al tratar de acercarse un poco más al carácter distintivo de cada uno de estos
tipos ideales, es posible afirmar que se trata de diferentes maneras de normar
las relaciones recíprocas entre los grupos humanos. Los ideales nacionales
estimulan el placer y la satisfacción de las personas en nombre de la gloria y la
grandeza del grupo al que pertenecen. Los intereses de este último, de la nación
justifican la lucha contra otros grupos humanos y también, de ser necesario, su
opresión y destrucción. Tanto el ideal liberal, que deriva el orden social óptimo
de la actividad rigurosa en beneficio de los intereses propios de los individuos
como el ideal nacional, que otorga un papel preponderante entre sus normas
de comportamiento a la entrega absoluta a los intereses propios del pueblo al
que se pertenece, constituyen ideales egocéntricos.
En primera instancia es posible decir lo mismo del ideal social. En su versión
marxista empieza igualmente por elevar los intereses de una clase particular, la
obrera, por encima de los de su adversaria estructural, la clase capitalista. Sin
embargo, más allá de este primer significado, Marx atribuyó al ideal egocéntrico
de la clase obrera y al esfuerzo por realizarlo una significación moral y una
‘Virtud” especiales, porque se trababa del egoísmo de una clase oprimida y
explotada. Al echar a volar su imaginación, el conflicto entre las dos clases
sociales de las sociedades industrializadas se le reveló como la última batalla a
librar, por así decirlo, en la magna guerra de los oprimidos contra sus opresores
desarrollada a lo largo de la historia de la humanidad. En cierta forma equiparó
los intereses del sector obrero con los de la humanidad. Vaticinó que una vez
obtenida la victoria de los obreros sobre los capitalistas, una vez erradicada esta
forma de explotación de un grupo humano por otro, la humanidad entraría a una
fase de libertad en la que no habría ni oprimidos ni opresores. En ese momento,
el egoísmo de los distintos grupos humanos dejaría de intervenir como móvil
de sus acciones.
El verdadero curso de los acontecimientos demostró que el proceso de limitar
y mitigar el egoísmo de grupo en las relaciones humanas es mucho más difícil
y largo de lo que Marx se imaginara. Su idealismo romántico —el idealismo
del materialista— le impidió reconocer el simple hecho de que los oprimidos,
al obtener la victoria, no tardan en convertirse a su vez en opresores, además
de que el egoísmo de grupo de sus representantes es capaz de manifestarse de
manera tan despiadada como el de sus adversarios estructurales.
Con todo, el sistema teórico marxista les sirvió de guía a las jóvenes gene­
raciones burguesas d e la posguerra en el m u n d o social e n que se e n c o n t r a b a n
inmersos, tanto e n la República Federal Alemana, como en otras m u c h a s
naciones industrializadas de Europa y Norteamérica. No existía ninguno que
fuera semejante, ninguno que describiera el mundo social en forma g l o b a l y re­
lativamente apegada a la realidad, desde la nprsnentiva He los menos fa v o r e c id o s
y los oprimidos. Así que ellas pudieron d
A p é n d ic e s 269

contradicciones que surgían al tratar de realizar su modelo ideal, una sociedad


libre de opresores y oprimidos. El ideal social satisfacía sus necesidades, y resul­
taba fácil pasar por alto el hecho de que la misma doctrina marxista contenía la
semilla de una nueva opresión denominada “dictadura de la clase obrera”.
Es comprensible que, precisam ente los jóvenes grupos de intelectuales
burgueses alemanes de la posguerra hayan sentido con tal fuerza la necesidad
de un ideal semejante. Esto se debió a un proceso de aprendizaje colectivo: la
entrada del imperio alemán, en 1871, a la lucha hegemónica que los Estados
europeos venían sosteniendo desde hacía siglos y que había conducido a la
derrota de 1918. La enorme capacidad desarrollada por amplios sectores de la
burguesía alemana para borrar cualquier hecho desagradable de su mente les
permitió interpretar este suceso a su manera: como traición de sus adversarios
de clase. Esto les evitó la m olestia de examinar las causas de la derrota en
forma realista para que sirvieran de puntos de referencia en el futuro. U na vez
más, otro gobierno alemán logró movilizar a la masa de su pueblo, sobre todo la
burguesía, para que volviera a tomar las armas en nombre del ideal nacional. El
duro golpe de la segunda derrota y los excesos de la época hitleriana, justificados
por el egoísmo nacional, produjeron finalmente un proceso de aprendizaje. El
ideal egocéntrico dejó de parecer natural, no por obra de argumentos sino por el
desarrollo efectivo de los acontecimientos sociales. Cuando empezó a amainar
el shock de la derrota y sus consecuencias, era demasiado tarde ya para que las
generaciones de mayor edad trataran de buscar un nuevo punto de referencia
que les permitiera asimilar las duras lecciones de la realidad. La generación de
sus hijos, por el contrario, no sólo estaba dispuesta a buscar un nuevo punto de
referencia sino que lo exigía. Reconoció claramente que, entre las tareas que el
pasado alemán les había legado, se encontraban las de luchar contra el egoísmo
de los grupos sociales en su relación con otros y de buscar un trato más humano
y menos opresor entre las personas.
Más difícil es entender por qué la lección impartida por los excesos del nacio­
nalsocialismo no influyó solamente en el pensar y el sentir de los jóvenes grupos
de intelectuales del Estado occidental sucesor del imperio alemán; su resonancia
se fue extendiendo a otros países europeos conforme la victoria obtenida sobre
Alemania revelaba su carácter pírrico. La segunda guerra mundial puso fin no
sólo al sueño de la grandeza y la hegemonía nacionales de Alemania, sino a la
supremacía global de Europa en general, sobre todo, de las grandes potencias
imperiales, Inglaterra y Francia. En las otras naciones europeas también estaban
surgiendo jóvenes generaciones a las que la desintegración de la grandeza
nacional llevaba a contemplar con ojos críticos las acciones y los ideales de sus
padres. El ejemplo de la segunda gran conflagración del siglo XX dejó profundas
huellas en el pensar y el sentir de las generaciones más jóvenes incluso en países
como Estados Unidos y Japón, aunque quizá en forma algo atenuada .67

67. Esto s e aplica tam b ién , por lo tan to, a E stad os U n id os, aun qu e la con stitu ción peculiar
del nacionalism o e stad u n id en se se h aya encargado de encubrir u n poco las repercusiones
270 N orbert E lias | Los A lem a n es

Cada nación produce un equilibrio muy particular entre el ideal nacional


y el social, entre el sueño con la grandeza de la propia nación y el anhelo
de una convivencia menos desigual, opresora y autoritaria entre los grupos
sociales, No obstante, en términos generales, es posible señalar una diferencia
fundamental entre las perspectivas adoptadas hacia los ideales nacionales por
las generaciones de mayor edad y las que crecieron en los cincuenta y sesenta
en los países más desarrollados, ubicados fuera de la zona de influencia de la
Unión Soviética. El pasado arroja su sombra sobre el pensamiento y las per­
cepciones de las generaciones jóvenes en todas las naciones industrializadas de
Europa, al igual que en Alemania. Es cierto que el complejo de culpa producido
por las atrocidades de sus padres es particularmente marcado en Alemania.
No obstante se le encuentra, con distintas gradaciones y m atices según las
circunstancias históricas particulares, en Inglaterra, Francia, Holanda, Bélgica
y, posiblemente, también en otras naciones europeas. La reducción de poder
que sufrieron —el ñn de la supremacía europea en el mundo y el relativo
ascenso de Estados previamente subordinados y dependientes— indujo a
las generaciones más jóvenes a adoptar posturas y actitudes que pueden
interpretarse como una especie de rito de distanciam iento y lim pieza con
respecto a los pecados paternos. Sus padres se habían considerado a sí mismos,
los europeos dominantes, no sólo como el grupo más poderoso, sino también
como el mejor y el más valioso en el aspecto humano, tal como suelen hacerlo
los grupos establecidos. En contraste, las jóvenes generaciones de la posguerra
reaccionaron en muchos casos contra estas actitudes autoritarias con la
tendencia a juzgar a los grupos oprimidos como los mejores y m ás valiosos en
el aspecto humano.
En muchos países europeos, la matanza ocurrida en las dos grandes guerras
del siglo XX sembró una profunda desconfianza contra las consignas nacionales
y patrióticas en cuyo nombre se habían enfrentado los pueblos. Ciertamente
esta desconfianza es por demás fuerte en la República Federal Alemana, como
ya se ha señalado. Hasta el final del régimen hitleriano, la burguesía alemana
había rodeado la palabra “nacional” de una aureola especial, como símbolo
tanto de su propia hegemonía dentro del Estado, como de la grandeza de su
nación en relación con las demás. Sin embargo, el uso de esta palabra y de
sus derivaciones cayó a tal grado en descrédito empezando por su asociación
con el término “nacionalsocialismo”, que resultaba prácticamente imposible
pronunciarla en la vida pública de la República Federal Alemana sin hacerse
sospechoso de ser un aliado tardío de ios padres del mismo. Si bien otros países
no cargan, en la misma medida que los alemanes, con el recuerdo traumático
de los excesos cometidos por el nacionalismo, sus generaciones burguesas más
jóvenes también se volvieron más cautelosas en cuanto a la glorificación de sus
naciones y dejaron de aceptar como natural la persecución sin miramientos del

de la guerra europea m ás reciente. Es posib le que la exp erien cia d e V ietn am haya
ejercido una influencia sem ejante.
A p é n d ic e s 271

interés nacional en las relaciones interestatales. El ejemplo nacionalsocialista


había mostrado con nitidez que esta doctrina, a la que antes se adjudicara un
valor absoluto, podía tener consecuencias deshumanizadoras.
Entre las generaciones intelectuales más jóvenes» la actitud un poco más
crítica hacia la subordinación incondicional de todos los objetivos a los inte­
reses de la nación se presenta, por regla general, en compañía de una mayor
sensibilidad hacia las distintas formas que toman la opresión y la desigualdad
en las relaciones de grupo e individuales entre las personas. U na mayor
sensibilidad en este sentido puede expresarse —aunque no necesariamente
tiene que ser así— mediante la adhesión a alguna variante del marxismo. Sin
embargo, en el fondo no se trata simplemente de adoptar cualquier entramado
teórico, sino de una especie de aprendizaje colectivo, de hecho, de un pequeño
paso hacia la superación menos egocéntrica de los problemas sociales. Este
pequeño paso, producido como reacción contra un terrible estallido de egoísmo
nacional, desde luego puede desandarse de nuevo, como cualquier avance en
el aprendizaje colectivo de la humanidad.
Cabe agregar, quizá, que el único grupo entre las naciones industrializadas
relativamente avanzadas que, hasta el momento, no parece haber tomado parte
en este proceso de aprendizaje (en la medida en que es posible apreciarlo, en
vista de su relativa impenetrabilidad) es la Unión Soviética y sus aliados. El
entretejimiento peculiar de objetivos de carácter social y nacional que ha tenido
lugar en esta región, al parecer, no pone trabas a la persecución de los intereses
nacionales en nombre de un ideal social. Una de las causas radica en que, en
estos países, los conflictos intergeneracionales no pueden m anifestarse de
manera abierta y de que rara vez llega a surgir algún tipo de oposición extre-
parlamentaria. Por lo mismo, los indicios de un cambio similar en la postura y
las experiencias de la generación de la posguerra en comparación con la de la
preguerra, son m uy raros y hasta ahora no han dejado de ser efímeros.

11) El intento de reconstruir la experiencia vivida por las generaciones a


las cuales pertenecieron los hombres y las mujeres dirigentes de la oposición
extraparlam entaria de izquierda y, luego, de los grupos terroristas en la
República Federal Alemana, produce un cuadro distintivo. En apariencia, el
recuerdo de la historia alemana reciente aumentó, desde sus tiempos escolares,
su sensibilidad ante las atrocidades cometidas en el trato social y el sufrimien­
to que las personas son capaces de infligirse unas a otras por medio de actos
violentos. Su conciencia cargaba con el peso de cómo explicar la deshonra de
su país que ahora era la suya. Esto no sólo intensificó su sensibilidad hacia
los excesos y las crueldades cometidas en nombre de Alemania, sino también
hacia la maldad del mundo en general; si se me permite expresarme en los
mismos términos ingenuos, estos jóvenes quizá lo experimentaron. Al recordar
aquellas primeras experiencias de su generación, Horst Mahler utilizó la frase
hegeliana del “corazón que late por el bien de la humanidad” para resumir el
272 N orbert E lias | Los A lem anes

hecho de que él y sus coetáneos construyeron, por decirlo así, una moral propia.
Sensibilizados por los crímenes de sus padres, al salir de la escuela y entrar al
mundo más amplio con plena conciencia, descubrieron que este también estaba
lleno de crímenes .68“El mundo es malo; diariamente se producen un sinfín de
sufrimiento, homicidios y matanzas. Tenemos que cambiar eso. La violencia es
el único medio y también cobra sus víctimas, pero en total siempre serán menos
que si se perpetuara la situación actual.”
En cierta forma esto toca el núcleo de la experiencia que condujo hasta
el terrorismo. Lo que así aparece tiene más bien el carácter de una tragedia
antigua, como ya lo he comentado, que de un simple delito. Lo trágico radica
en que determinados grupos pertenecientes a las generaciones más jóvenes,
que comenzaron como idealistas desinteresados, se hayan endurecido en el
enfrentamiento cada vez más violento con las generaciones de mayor edad
representadas por las autoridades estatales y policíacas. Al mismo tiempo,
estas últimas también sintieron la necesidad de tomar medidas cada vez más
duras y rigurosas contra los grupos de jóvenes. Conforme se desarrollaron sus
interrelaciones entrelazadas, cada bando empezó a asemejarse cada vez más,
como suele suceder en estos casos, a la imagen negativa que su contraparte tenía
de él. Cuanto más duras se volvían las represalias de los adultos —la policía y
los tribunales, pero también los parlamentos legislativos y los partidos—, más
llegaban a parecerse a la imagen negativa que se tenía de ellos como un aparato
inhumano de represión. Y cuanto más luchaban los inquietos jóvenes en nombre
de la humanidad, la justicia social y la igualdad de todos los hombres, contra
el Estado que consideraban un régimen violento de opresores, más violentos e
inhumanos se volvían ellos mismos.
Se pierde de vista fácilmente que ambos adversarios justificaban sus acciones
con un canon normativo o una especie de moral. Para ambos era muy impor­
tante la convicción de estar haciendo normalmente lo correcto. No obstante, el
contenido de sus disposiciones normativas y la forma en que las manejaban
eran tan distintos que, para cada bando, la moral del otro parecía el colmo de
la inmoralidad. Este contraste no se limitaba de ninguna manera a los grupos
relativamente pequeños de políticos y terroristas. Su ejemplo pone de manifiesto
una discrepancia, entre las generaciones de mayor edad y más jóvenes, que
contribuyó y contribuye en gran medida a las dificultades de comunicación que
suelen suscitarse entre ambas.
L a s personas de m ayor edad h a n pactado por regla general con las imperfec­
ciones de la h u m an id ad , se h a n acostum brado a tra n sig ir con el m al. Conocen
las deficiencias de la v id a social, la s concesiones con stan tes a la codicia y el
egoísmo de las perso n as; sab en que en la convivencia con los dem ás nada se
hace como en re a lid a d d e b e ría de h a c e rse , que la b u e n a v o lu n ta d siempre
te rm in a a ta s c a d a en el p a n ta n o de los in te re se s, a m edio cam ino hacia su
destino. L o s adultos por lo g eneral h a n hecho las paces, de m an era tácita, con

68. J e s c h k e y M a ían o sk i (com p s.). v é a s e D e r m in is te r , o p . c it. (n o ta 6 0 ), p. 16.


A p é n d ic e s 273

las concesiones a la vida social. Saben o creen saber que no es posible combatir
todos los m ales de la humanidad.
Las jóvenes generaciones alemanas que llegaron a las universidades después
de que el país superara las peores secuelas de la guerra todavía no lo sabían
o no querían saberlo. Lo que querían saber era por qué esos actos perversos
habían ocurrido en su país y cómo sería posible impedir que se repitieran, no
sólo en su país sino en todo el mundo. Al contrario de los adultos todavía no
estaban dispuestos a encubrir la maldad del mundo, a transigir con ella y a
encogerse de hombros.
Puede argumentarse que los jóvenes se caracterizan p er se por su tendencia
a no transigir en sus pensamientos y acciones, por lo que seguramente, en ellos,
no sería un error. Sin embargo, en el caso de las generaciones de la República
Federal Alem ana de las que aquí se trata, esta tendencia adquirió una dureza
e intensidad fuera de lo común. Debiendo librarse de la mácula impuesta por
el pasado nacional, opinaban que con su postura intransigente se oponían a las
generaciones de sus padres, las cuales parecían estar dispuestas a transigir mil
veces con el terrible pasado y aparentemente ya habían aceptado su culpa. No
debe olvidarse que el gobierno del momento influyó en este punto de vista. A los
ojos de esa juventud animada por motivaciones políticas, el régimen encabezado
por Adenauer y Erhard todavía formaba parte de la época antigua. No obstante,
confiaban en que B randt y su s socialdem ócratas les brindaran ayuda para
realizar su deseo de enfrentar de manera rigurosa los actos violentos del periodo
hitleriano, de combatir en forma radical a los sectores dominantes tradicionales
y de reformar el régim en existente de modo eficaz. La coalición formada entre
los dos partidos grandes frustró esta esperanza.
El recuerdo de e sta experiencia aun dem ostraría ser m uy vivo en la con­
versación entre el m inistro Baum y el ex terrorista M ahler que ya h e citado
en varias ocasiones. El político piensa en las virtudes de las concesiones y en
el efecto contraproducente de la m oral absoluta. Pregunta por qué las jóvenes
generaciones burguesas que, en su momento, formaron la oposición extrapar­
lamentaria se retiraron del diálogo con los partidos. D esde su punto de vista,
esta acción los alejó de la realidad .69

Usted, señor Mahler, se enfrascó en ese entonces en una discusión teórica y


se alejó de la realidad. Perdió toda relación con la política real, quizá a causa
de una profunda decepción, y llegó a la conclusión de que sus reivindicaciones
morales y la realidad eran incompatibles. No tomó en cuenta que cualquier
reivindicación moral, y con mayor razón las más rigurosas, siempre se dis­
tancia de la realidad, en todo lugar y en cualquier momento. Algunos grupos
extrajeron de esa discusión teórica el deseo francamente cínico de provocar al
Estado y de presentarlo como lo que ellos querían: un Estado fascista. Mahler:
Y el Estado se dejó provocar.

69* Ibid., p. 19.


274 N orbert E lias | Los A lem anes

Este diálogo permite asomarse por un momento entre bastidores y presenciar


el nacimiento de las interrelaciones, cuyo desarrollo llevó a los grupos que
representaban al Estado y a los que se sentían marginados de él a empujarse
recíprocamente h a d a una escalada de violencia .70
Sin embargo, la disposición para transigir que caracteriza a la generación de
mayor edad y la relativa intransigencia de la más joven no es la única diferencia
entre las generaciones. Su incomprensión mutua también es indicio de un pro­
fundo cambio estructural en lo que cada una de ellas considera como moral.
Lo moral, desde el punto de vista de las generaciones de mayor edad, se vin­
culaba principalmente con la esfera privada de la vida humana, el ámbito en que
cada individuo toma decisiones que lo atañen sólo a él. Por lo tanto, la regulación
de la conducta sexual desempeñaba un papel de particular importancia en este
contexto. Incluso hoy en día, el término “inmoral” se refiere al parecer en gran
medida a las faltas de tipo sexual y con frecuencia se utiliza como sinónimo de
“impúdico”. No obstante, incluso más allá de esta acepción apunta sobre todo a
normar el comportamiento individual. En este nivel, los principios morales tal
vez exijan también una observancia estricta y absoluta.
Todavía se recuerda que el canon moral de la burguesía con respecto a la
conducta individual fue alguna vez muy estricto y que posiblemente lo siga
siendo. No obstante, en la vida pública, como lo sabe una persona adulta con
experiencia— y Gerhart Baum, político y ministro, lo expresó en términos explí­
citos—, es imposible actuar de manera intransigente de acuerdo con principios
rigurosos. Esto sería poco realista. Según el ministro, cuantos más esfuerzos
se dedican a resolver los problemas políticos con base en principios morales
absolutos, más se aleja la acción de la realidad.
Las generaciones más jóvenes critican este punto. Aquí es donde se pone de
manifiesto la diferencia entre lo que ellas entienden por moral e inmoral y la
interpretación que de ello hacen las personas de mayor edad. Mahler lo señala
en forma indirecta. La disposición a transigir que los políticos defienden por
realista a él se le presenta como wel hábito de mentir de los políticos”, y es posible
que con ello esté expresando la opinión de toda una generación de jóvenes.71

70. Cabe llamar la atención, dentro de este contexto, sobre otro punto más: cuando en retros­
pectiva se le e n las declaraciones de las personas que, en aquel entonces, participaron como
portavoces o líderes en la campaña de las generaciones jóvenes contra las de mayor edad,
impresiona una y otra vez la fuerza de su convicción moral de representar una causa justa así
como la poca comprensión que tenían de los medios autoritarios del Estado, de los partidos
y, en resum en, de todos los grupos políticos y económicos a los que sus acciones desafiaban
para una lucha por el poder. Del otro lado estaban los miembros de una generación de mayor
edad que, en m uchos casos, se esforzaban de igual manera para distanciarse de la praxis y
la teoría de la desigualdad y la opresión, encam adas por el credo de los nacionalsocialistas.
No obstante, su larga experiencia les había enseñado a aplicar una prudencia extrema en
su actividad política. Formados en el choque permanente entre objetivos deseables desde su
punto de vista, y los medios autoritarios esgrimidos por los grupos opuestos a su realización,
estaban paralizados de antemano, impedidos para defender m etas deseables.
71. Ibid., p . 20.
A pén d ic es 275

Como uno de los afectados sólo puedo decir que el hábito de mentir de los
políticos de partido con los que intentamos dialogar nos causó una impresión
decisiva. Simplemente observamos que los políticos siempre se apuraban a
afirmar los valores que defendíamos, pero cuando se trataba de pasar a la
acción política, aunque sólo fuera por medio de programas de concientización,
de manifestar su oposición, siempre buscaban los pretextos más endebles, nos
dejaban plantados y nos engañaban.

La diferencia entre los dos cánones morales —originalmente una diferencia


generacional y el foco de un conflicto intergeneracional— es muy trascendente. Lo
que aquí puedo comentar al respecto se reduce a un esbozo muy esquemático.
El cambio de peso de la moral privada a la pública constituye un factor
clave en este proceso. Sin duda que entre las generaciones más jóvenes, se
regula en forma normativa la conducta individual en las relaciones particulares
entre las personas. No obstante, una de las diferencias generacionales más
marcadas radica en que el peso de las normas referentes a la conducta sexual
de las personas ha disminuido considerablemente dentro del canon general de
comportamiento. Si bien no han desaparecido las normas establecidas por los
jóvenes para las relaciones entre los sexos, algunas de las reglas observadas por
las generaciones de mayor edad, definitivamente, han dejado de existir o se han
suavizado. La idea convencional del pecado ejerce menos peso sobre la relación
entre los sexos y también se ha reducido, por lo tanto, la carga del sentimiento
de culpa en este ámbito. No obstante, el mismo trato entre los sexos produce la
formación permanente de nuevas normas, y la convivencia grupal más intensa
de las generaciones más jóvenes incrementa la influencia de la opinión del grupo
sobre lo que se considera decente. Esto es sólo un ejemplo entre muchos.
Lo que hay que destacar por encima de todo, en este contexto, es la creciente
importancia que está adquiriendo la moral de las relaciones sociales en la vida
pública del Estado frente a la moral del trato individual en la esfera privada.
El compromiso moral de las generaciones más jóvenes gira, cada vez en mayor
medida, en torno a los problemas de la desigualdad y la opresión sociales. El
carácter absoluto del imperativo categórico, que alguna vez se concentrara
en regular la conducta individual, ahora reaparece en el carácter absoluto de
las exigencias morales dirigidas a las relaciones mutuas entre los grupos. En
ello radica uno de los motivos principales de los malos entendidos entre las
generaciones. Las citas tomadas de la conversación entre el ministro y político
de partido y el ex miembro tanto de la oposición extraparlamentaria como de un
grupo terrorista, ilustran estos problemas de comunicación. De igual manera,
puntualizan la lógica peculiar del destino que impulsó a realizar acciones que
por lo general se tachan de inmorales y criminales, a un grupo de personas
animadas por una convicción moral ineludible desde su punto de vista.
276 N orbert E lias | Los A lem a n es

LOS PROBLEMAS DE LA JUVENTUD


PROLONGADA DE LOS GRUPOS BURGUESES
12) He tratado de demostrar que los movimientos políticos desarrollados fuera
del marco de los partidos políticos, ya sean de tipo violento o no violento, tales como
se dieron en los años sesenta y setenta del siglo XX, fueron fundamentalmente el
resultado de conflictos intergeneracionales. En la República Federal Alemana, la
diferencia entre las experiencias vividas por las generaciones de la preguerra y
de la posguerra era particularmente grande y, por ende, también los problemas de
comunicación que se suscitaron entre ellas, sobre todo en las capas medias de la
población. La tendencia de algunos científicos sociales a hablar de “capas medias",
“clase media” o “burguesía”, como si se tratara de una unidad social inmune a los
cambios diacrónicos de la sociedad, o sea, en términos metafóricos, ubicada más
allá del tiempo, no corresponde a los hechos que pueden observarse en la realidad.
Una buena parte de la lucha librada en ese entonces contra la burguesía, también
en el nivel teórico, fue protagonizada por jóvenes grupos de marginados burgueses,
no tanto —y con certeza no forzosamente— contra sus padres en particular, como
contra las generaciones establecidas.
No es fácil identificar las características de tales conflictos en las sociedades
más complejas, que se encuentran además menos sujetas a las tradiciones que las
sociedades agrarias y que están inmersas en un proceso de cambio acelerado por
revoluciones y guerras. La multiplicidad de las formas dificulta reconocer como
conflictos intergeneracionales las diferencias entre las necesidades de los grupos
más jóvenes y de mayor edad y los choques que de ellas resultan. Asimismo es
posible que, actualmente, las personas se resistan a interpretar la relación entre las
distintas generaciones interdependientes dentro de un Estado, la cual hace muchas
veces que la evolución ideológica parezca una transición fácil y natural, como un
proceso que casi siempre produce luchas abiertas y latentes por el poder.
En muchas sociedades más simples, estas luchas culminan con los “ritos
de tránsito”, consagrados por la tradición y reforzados por las instituciones,
en cuyo transcurso los miembros más jóvenes de una sociedad aprenden de
manera muy eficaz, muchas veces a través de horrores y tormentos a los que
son sometidos por parte de sus mayores, a subordinarse a las coacciones y
reglas de la vida adulta, ya sea por autodominio o por el temor a los demás.
En este caso, un proceso civilizador individual modifica la conducta instintiva
del niño, relativamente libre de restricciones normativas, según las normas
de la conducta adulta y se ve coronado por una ceremonia de transformación
angustiosa, muchas veces dolorosa y, por lo tanto, sumamente eficaz, pero muy
limitada en el tiempo.
Por el contrario, en las naciones industriales heterogéneas y complejas de
nuestro tiempo, el proceso de llegar a la edad adulta tanto en el aspecto social
como en el psíquico, abarca un periodo comparativamente muy largo, además
de carecer de una estructura institucional específica. La razón prin cip al se
A pé n d ic e s 277

identifica fácilmente: las sociedades como las nuestras requieren modificaciones


civilizadoras mucho m ás extensas de las estructuras instintivas que las socieda­
des m ás sencillas. A fin de desarrollarse m ás o menos con éxito como adulto en
estas sociedades, es preciso ejercer un control mucho más amplio, constante y
variado sobre los instintos que en las sociedades que se encuentran en un nivel
más temprano de evolución. El indicador externo de duración y complejidad de
este proceso civilizador individual con que las personas deben cumplir en las so­
ciedades industrializadas m ás desarrolladas de nuestro tiempo, es el aprendizaje
extraordinariamente largo que se les exige y la duración inusitada de lo que se
considera como juventud. M ientras que la naturaleza prescribe el momento de
la madurez biológica con cierto margen para variaciones, en nuestras sociedades,
muchos jóvenes todavía no term inan de alcanzar por completo el carácter de
adultos, o sea, aún no llegan del todo a la madurez social, entre diez y quince años
después de dicho paso natural del crecimiento. Esta distancia entre la madurez
biológica y la social se ha agrandado en el curso del siglo XX.
La falta de coincidencia cronológica entre ambas líneas de desarrollo, pro­
ducía dificultades especiales h asta hace relativam ente poco tiempo porque,
cualquier relación am orosa considerada como legítim a, o sea, socialmente
aceptable —sobre todo para las mujeres, pero de manera un poco menos estricta
también para los hombres—, estaba vinculada con el matrimonio y la fundación
de u n a fam ilia; en resum idas cuentas, con las condiciones de la vida social
adulta en los círculos burgueses. La falta de coincidencia entre los momentos
de m adurez biológica y social creaba problem as personales específicos, en
ese entonces, para los jóvenes procedentes de casas burguesas respetables,
entre ellos, los problemas —muchas veces interpretados sólo desde el punto de
vista biológico— de la adolescencia socialmente prolongada. La cada vez más
frecuente educación conjunta de los sexos y la mitigación de los tabúes sexuales
los ha reducido, aunque no han desaparecido por completo. Tanto más destacan
otros problemas sociales relacionados con la mayor duración, así de la juventud
como de la vejez.
Buena parte de estos problemas son de clase o, por lo menos, se manifiestan
con particular fuerza entre los jóvenes grupos burgueses receptores de una
educación académica. En estos grupos, que ocupan puestos cada vez más altos
en las naciones industrializadas, no es nada fuera de lo común que los jóvenes
aún se estén preparando para su futura profesión al finalizar su tercera década
de vida y a veces incluso durante más tiempo. Una vez encaminados profesio­
nalmente, m uchas veces se considera jóvenes, sí no es que juveniles, apersonas
de 39 años de edad. Con frecuencia se juzga insólito que una persona llegue a un
puesto establecido de mando antes de cumplir los 45 o incluso los 50 años de edad,
ya sea en el ámbito profesional o político. Es común que los miembros de este
grupo sólo permanezcan en la cima de su carrera entre quince y 20 años.
Dicho con otras palabras, una vejez más larga, producto de la mayor seguridad
física en las sociedades industrializadas relativamente desarrolladas, coincide con
278 N orbert E lias | Los A lem anes

una juventud prolongada. Se trata, en cierta forma, de la contraparte del cierre


o el estrechamiento de las vías de ascenso profesional y político por parte de las
generaciones establecidas de mayor edad, del que se habló antes.
Tal vez no sea posible apreciar por completo la peculiaridad de este prolongado
“estado de juventud” y el problema de sus causas sociales hasta no recordar cuánto
discrepa esta división de la vida humana de la usual en los estadios anteriores del
desarrollo social.72En las sociedades guerreras, como los ejércitos de conquistadores
árabes, normandos o turcos, por ejemplo, se podía llegar a ser un guerrero cabal
entre los 18 y los 25 años de edad, habiendo asimilado por completo las normas
de los adultos de la sociedad, el patrón de sus controles instintivos y afectivos. El
proceso de transformación de los impulsos instintivos y afectivos individuales, el
proceso civilizador individual, era en consecuencia relativamente corto. El hecho
de que se haya alargado tanto en las sociedades industrializadas del siglo XX,
sobre todo en sus rangos superiores, se debe a las mayores exigencias dirigidas a
la transformación de los impulsos instintivos animales básicos y a la apropiación
de las normas adultas, imprescindible tanto para hombres como para mujeres, si es
que ha de lograrse la convivencia en sociedades tan complejas y heterogéneas.
Tiene un carácter peculiar el problema que resulta de vincular los modos
de conducta y las experiencias de las generaciones más jóvenes, mismos que
encuentran su expresión extrema en la formación de grupos terroristas con las
características y, sobre todo, la duración del proceso civilizador individual en
las sociedades contemporáneas. La tendencia predominante a analizar estas
relaciones científicamente, sitúa en el centro del análisis la asimilación de los
patrones de conducta y afectivos de las generaciones de mayor edad por las
más jóvenes; el término “socialización” resulta representativo de ello. En esta
forma se está dando por hecho, de cierta manera, que el entramado de reglas
de los adultos es autoritario para los jóvenes. El problema de su asimilación se
considera casi exclusivamente un problema del individuo aislado. La pregunta
clave es si cada miembro en particular de una generación más joven se apropia
este entramado de reglas y en qué medida lo hace. Desde este punto de vista,
difícilmente será posible abordar conflictos intergeneracionales como los que aquí
se están analizando. Los conflictos de este tipo se sustraen a la vista si se fija
la atención en cada representante de la generación más joven, como si él o ella
pudiera considerarse, en cualquier aspecto, como un ente aislado de los demás.
En la República Federal Alemana así como también en parte, en otros Estados
industrializados desarrollados de Europa y América, resulta característico del
periodo posterior a la segunda gran guerra del siglo X X que grupos p e r t e n e c i e n t e s
a las generaciones más jóvenes de origen predominantemente burgués, se r e b e l a ­
ran contra las generaciones de mayor edad y, sobre todo, contra el entramado de
normas que ellas representaban. Ellos apuntaron sus armas críticas contra las
formas de vida y los ideales de las generaciones burguesas de mayor edad y, en

72. V éase tam bién N. E lias, “D ie zivilisieru n g der eltern ” en Linde Burkhardt (comps.),
...u n d wie w ohnst du?> IDZ, Berlín, 1980, pp. 21-22.
A pé n d ic e s 279

lugar de asimilar su patrón de conducta y afectivo de estas, tal como lo prescribe el


concepto de la socialización, empezaron a contraponerles sus propios patrones.
Los nuevos patrones de las generaciones jóvenes no surgieron de golpe, sino
encubiertos en parte por patrones convencionales de pensamiento que sirvieron
para expresar una postura de oposición contra las generaciones establecidas de
la vieja burguesía. En cuanto a los patrones de conducta y afectivos indepen­
dientes de los jóvenes, fueron desarrollándose, por lo general, muy lentamente
y con algunos titubeos y, ciertamente, no fueron un resultado puro del trabajo
intelectual, en forma de doctrinas teóricas extraídas de libros. En buena parte
derivaron de experimentos de convivencia, que se hicieron necesarios porque
los patrones más antiguos se consideraban insatisfactorios y no hubiera sido
posible hallar otros satisfactorios sólo mediante el análisis, sino a través de la
práctica, mediante un prolongado proceso de ensayo y error.
Vista desde esta perspectiva, la tendencia terrorista constituyó uno de
estos caminos experimentales errados. Fue la expresión de la desesperación de
algunos grupos de jóvenes ante la resistencia de las generaciones de mayor edad
y la poca probabilidad de éxito de su lucha contra la forma de vida de estas.
En épocas pasadas, ocurrieron sin duda conflictos intergeneracionales, en
cuyo transcurso, una generación más joven en ascenso trató de protestar contra
el canon establecido de conducta y afectivo, celosamente custodiado por las
generaciones de mayor edad, y de reemplazarlo por uno nuevo. No obstante, al
igual que en el caso tratado aquí, también en los otros se dificulta la aprecia­
ción de tales conflictos como generacionales, porque los propios participantes
interpretan sus enfrentamientos en un sentido meramente impersonal, o sea,
como choque entre credos e ideales antagónicos o por lo menos irreconciliables.
El hecho de tratarse, antes que nada, de un conflicto entre personas adultas
y jóvenes aparece, en todo caso, como fenómeno marginal. Se está consciente,
quizá, de la diferencia de edades entre los principales representantes de las
distintas opiniones. Sin embargo, por lo común, no se reconoce que las discre­
pancias de opiniones e ideales se relacionan con las de las experiencias y los
intereses entre grupos generacionales de mayor y menor edad.

13) En el caso que aquí nos ocupa, la naturaleza característica de este conflicto
sólo se revela al investigador cuando su análisis toma en cuenta la situación
social particular y la experiencia, con ella relacionada, de las jóvenes generaciones
burguesas entre las cuales se reclutó a los miembros del movimiento extraparla-
mentario y, luego también, a gran parte de los terroristas de la República Federal
Alemana. A continuación se destacará un aspecto de esta situación, vinculado
a su vez con peculiaridades estructurales de la sociedad más amplia. Se refiere
precisamente a que, la mayor parte de los grupos en cuestión, es taba pasando por
el prolongado proceso civilizador, que se observa siempre que, en las sociedades
industrializadas más desarrolladas, la confrontación directa con las coacciones
del trabajo profesional y con la necesidad de ganarse la vida pro-fesionalmente
280 N orbert E lias | Los Alemanes

se relega hasta los 25 y 30 años de edad o incluso más tarde. Hasta la fecha, esto
resulta característico de las personas de origen burgués.
Estos jóvenes hombres y mujeres habían permanecido algo más de tiempo
en la escuela que la mayoría de sus coetáneos procedentes de hogares obreros.
Puesto que muchos de ellos pasaron directamente de la escuela a la Universidad,
su desarrollo específico fue distinto del de los niños obreros. El camino de estos
últimos conduce, en forma más o menos directa, de la escuela a un puesto en
el mundo de los adultos, si bien a un puesto de rango muy bajo, como aprendiz,
por ejemplo. La mayoría de los jóvenes descendientes de familias obreras, busca
un empleo remunerado antes de cumplir los 20 años de edad y, por lo tanto, se
ve sujeta a las coacciones específicas del trabajo profesional, desde esta edad
relativamente temprana, siempre y cuando haya empleos disponibles.
Por el contrario, los jóvenes hijos de burgueses que iniciaron una carrera
universitaria, permanecieron, en su gran mayoría, en una especie de isla de la
juventud: más o menos independientes con respecto a sus casas paternas, pero
situados todavía al margen de las funciones profesionales de los adultos y sus
coacciones particulares. Esto les dio la oportunidad, en mayor medida, de orga­
nizarse como generación y de formar un frente común contra las generaciones
de mayor edad, armados de objetivos, ideales y patrones de conducta propios.
En muchos casos, el Estado —la sociedad— financió sus estudios .73 Este
financiamiento era, por regla general, suficiente pero muy justo, y con frecuencia
se complementaba con empleos remunerados durante las vacaciones. En conjun­
to los estudiantes no eran pobres, como pudo ocurrir en épocas anteriores. No
corrían peligro de sufrir hambre y gozaban de un ingreso completamente seguro.
También estaban asegurados en lo que se refiere a enfermedades, accidentes
y cualquier otro tipo de incapacidad. Con todo, tuvieron que arreglárselas con
una cantidad relativamente reducida de dinero, menos de lo que ganaban sus
coetáneos en las fábricas. En algunos casos, su nivel de vida bajaba durante
el periodo universitario, en comparación con el que habían tenido en el hogar
burgués de sus padres. De esta manera, sus ingresos se encontraban entre los
más bajos de la sociedad, mientras que sus expectativas con respecto al propio
futuro, también en lo referente al estatus, figuraban entre las más altas.
Otra característica de la situación vivida por estos estudiantes era la de repre­
sentar un grupo marginado, en relación con los establecidos de su sociedad, con
las generaciones de mayor edad. Presentarse en masa u organizarse en grupos
sólo les servía un poco para aumentar su potencial de poder. Sin embargo,
como ya se ha señalado, uno de los elementos estructurales de las sociedades
industrializadas, si no es que de la mayoría de las sociedades, es que todos

73. En este punco se sitúa otra analogía entre los dos grupos de jóvenes marginados burgue­
ses, que formaron oposiciones extraparlam entarias después de la primera y la seg u n d a
guerras m undiales, respectivam en te. Para ambos (durante un tiem po tam bién para
los cuerpos de voluntarios), el Estado no fue el único financiador quizá, pero sí el mas
importante. Sin embargo, apenas se estab a conscien te de ello.
A p én d ic es 281

los puestos decisivos de mando y de poder se encuentran reservados para las


generaciones de mayor edad, mientras que las más jóvenes, aunque se unan,
seguirán siendo unos marginados relativam ente carentes de poder.
Se impone la idea de que la creciente sensibilidad ante los problemas so­
ciales —sobre todo los relacionados con la pobreza y la opresión— y la mayor
disposición a identificarse con los grupos de marginados se debieron también,
entre otros factores, a esta curiosa situación: la de un grupo sostenido de modo
apenas suficiente, por una sociedad de carácter anónimo con la que mantiene
un trato impersonal a través de empleados administrativos y reglas muchas
veces incomprensibles.
Los problemas producidos por todo ello se pusieron de manifiesto en la Re­
pública Federal Alemana cuando la reconstrucción hubo avanzado lo suficiente
después de los estragos causados por la guerra. Las generaciones jóvenes de
este periodo tuvieron más oportunidad que sus antecesores para analizar el
destino y la significación de su país. El recuerdo del pasado reciente las volvió
particularmente sensibles frente a la coerción autoritaria, la represión de un
grupo social por otro. Además, su propio Estado poseía una tradición muy larga
como Estado autoritario y policíaco, profundamente inscrita además en las es­
tructuras de la personalidad individual de sus miembros y, por consiguiente, en
su forma de tratarse. Las generaciones de la posguerra, cuya infancia se ubicó en
un periodo en que el país vencido volvía a progresar, se sintieron libres de toda
culpa con respecto a los crímenes de sus padres. En parte por eso se les facilitó
distanciarse de ese origen y enfrentarse con las generaciones establecidas de
mayor edad en varios frentes, sobre todo en las propias universidades, así como
en el nivel de la política estatal y de partidos, donde sostuvieron una lucha de
poder abierta e inicialmente no violenta.
En su esfuerzo para limpiarse de la mácula de su nación, todos los repre­
sentantes de las generaciones de mayor edad, de la oligarquía burguesa en
las empresas económicas o las universidades, el Estado o los partidos, les
parecieron sospechosos, aunque como individuos no hubieran participado en
las vergonzosas brutalidades del pasado. En lo colectivo, desde el punto de
vista de los más jóvenes, cargaban con parte de la culpa por no haber impedido
el advenimiento del régimen inhumano. Si volvieran a darse las condiciones
para el resurgimiento de un Estado violento, ¿sabrían enfrentar el peligro de
mejor manera que las generaciones de mayor edad, que ya habían fracasado
una vez? ¿No constituían sus aspiraciones sociales y políticas, simplemente,
una nueva versión corregida de la República de Weimar, o sea, el regreso a las
mismas formas de convivencia estatal y social que le habían dado oportunidad
al dictador y conducido al país, de tal manera, a la catástrofe? A los ojos de los
jóvenes de la actualidad, su autoridad moral también estaba disminuida por el
hecho de no haber podido ofrecer nuevos caminos.
Sensibles ante cualquier indicio de represión autoritaria, estos grupos más
jóvenes interpretaron como tales, todas las coacciones a las que se encontraban
282 N orbert E lias | Los Alemanes

sometidos, las cuales no faltaban en el Estado occidental sucesor del antiguo


Imperio, como tampoco en otras naciones.

14) La relativa libertad en las restricciones en el trabajo profesional remu­


nerado, situación característica de un creciente número de jóvenes de origen
burgués, no significaba de ninguna manera que estuvieran libres de coacciones
sociales en general. En su caso, fueron de otro tipo, por ejemplo, las coacciones
del legislador que como financiador anónimo adjudica becas estudiantiles; las de
las instituciones de educación superior o de los lejanos ministerios de Educación
y Ciencia que diseñan los planes de estudios y de exámenes, se distinguen
considerablemente de las del trabajo de oficina, por ejemplo, el cual se desarrolla
siempre en contacto directo con los jefes y los colegas. En comparación con los
empleados de oficina, los estudiantes cuentan con un margen mucho más amplio
para entregarse a sus inquietudes individuales de conocimiento y para realizar
sus propios análisis.
Las mujeres y los hombres de nuestro tiempo, dedicados a realizar estudios
superiores desde el final de su segunda década de vida y muchas veces hasta
finalizar la tercera, forman una sociedad especial, una sociedad de estudiantes
cuyas estructuras no son menos específicas que las de la sociedad cortesana,
por ejemplo, y cuya evolución se remonta hasta la edad media. Sus miembros
se encuentran desde siempre, hasta donde puede apreciarse, en un curioso
estado de indecisión, de expectativa: se han separado de sus familias y, por
ende, de su infancia y temprana juventud, como personas que más o menos
tienen que cuidarse así mismas y buscar su propio camino en los laberintos de la
convivencia social. Sin embargo, aunque se hayan desligado del estrecho vínculo
familiar, todavía no están unidos a otras personas por un vínculo, en comparación
igualmente estrecho, de un empleo de adulto y sus coacciones. El centro de su
vida social —en ambos sentidos de la palabra— se sitúa, tanto para los hombres
como para las mujeres, entre sus compañeros de edad y de estudios. Entre ellos
se desarrolla una subcultura específica y bien definida, la cual cuenta con un
canon de conducta y afectivo que, por muchas características peculiares que
tenga, puede coincidir con el de las generaciones de mayor edad establecido en
su Estado, o bien oponerse decididamente a él .74Y están aprendiendo.
L a duración de su tiem po de aprendizaje o educación deriva del hecho, con
frecuencia dado por sobreentendido, de que el sab er hum ano h a aum entado y
tam bién se h a vuelto m ás complejo y heterogéneo en m uchas áreas. Debido a
su m ayor d iversidad, se in crem en tan , asim ism o, las exigencias dirigidas a lo
que en a le m á n se d en om in a “c u ltu ra ”: la orientación gen eral que, dentro de
sociedades ta n com plejas y exten sas como las n u e stras, todos los especialistas
re q u ie re n m á s a llá de su s conocim ientos p a rtic u la re s . E s ta circunstancia

74. En la República de Weimar, la situación fue curiosa en este sentido, la cultura de los:
estudiantes de la época, sobre todo de las asociaciones estudiantiles, se orientó fundamen­
talm ente de acuerdo con el canon del Imperio. Su entramado normativo determinante
concordó, por lo tanto, con el de la vieja burguesía de corte conservador.
A p é n d ic e s 283

tam b ién contribuye a alargar el tiempo de aprendizaje. Si bien las instituciones


acad ém icas ya no cumplen con esta función, debido a una tradición tendiente
a la especialización extrem a, donde en gran parte esto queda relegado a la
iniciativa propia del individuo, en la mayoría de los casos, ofrecen muchos
estímulos para el aprendizaje y la reflexión independientes de los estudiantes
interesados en este sentido, así como bastante tiempo libre para ello.
Otro aspecto es m uy característico de las coacciones peculiares a las que
se encuentran som etidos los estudiantes. Las profesiones a que aspiran no
requieren sólo conocim ientos muy am plios y extensos, sino que además se
trata de un tipo de conocimientos que los educandos no pueden asimilar, si el
miedo a los demás constituye su único incentivo para trabajar. Dicho de otra
manera, se trata de un tipo de conocimiento para cuya adquisición se precisa,
además de las coacciones externas, un alto grado de coacciones personales. La
organización universitaria coincide con ello, lo cual no les facilita la transición
a los jóvenes: los m aestros de educación básica y media se preocupan mucho
por si trabajan o no, mientras que los profesores universitarios lo hacen poco.
Los exámenes, por su parte, que ciertamente son ejemplos de coacción externa,
pertenecen a una categoría que sólo resulta eficaz si se complementa con una
coacción personal bastante fuerte.
Aquellos que cuentan con suficiente autodisciplina, en forma de concentra­
ción intelectual, por ejemplo,tienen la oportunidad de aspirar a una profesión
situada en un rango relativam ente alto de la jerarquía profesional de su
sociedad, tanto con respecto al prestigio social como también, por lo general,
a los ingresos. No obstante, el camino que conduce desde la peculiar estación
intermedia de las universidades, en la que se encuentran estos jóvenes, hasta
las de destino de sus futuras profesiones, se encuentra sembrado de riesgos,
trampas, incertidumbre y peligros: es posible que los anhelados puestos en
el mundo de los adultos permanezcan ocupados durante muchos años por
personas mayores y cerradas, por lo tanto, las vías de ascenso profesional que
llevan hasta ellos; el estudiante individual puede rezagarse en la competencia
abierta o disimulada con sus compañeros; o bien la coacción personal necesaria
para concentrarse en el trabajo puede sufrir ante las tentaciones de la vida
social específicamente estudiantil.

Además, a despecho de lo que digan y piensen los propios involucrados,


la vida estudiantil no es sólo una estación intermedia, una sala de espera de
primera clase en la que se permanece un tiempo hasta que el tren reanude
su marcha. En cuanto al tiempo dedicado a la educación y el desarrollo de la
personalidad posee, en efecto, un valor muy peculiar, en el sentido de que otorga
a los jóvenes por primera vez independientes de su familia, la oportunidad
de probar al mundo y de probarse a sí mismos una forma de construir por su
propia cuenta las bases generales para su orientación en la vida. En el pasado
se trató, principalmente, de las bases religiosas y filosóficas para orientarse
284 N orbert E lias | Los Alemanes

ante el mundo; incluso la postura del individuo en los enfrentamientos sociales


y políticos de la época, se presentaba con frecuencia con atavío religioso. En la
actualidad lo que por lo común se desarrolla durante esta fase de la vida son,
de manera muy directa, las bases de una cultura interior, para su orientación
dentro del intrincado entramado del mundo social.
En este aspecto, desempeñan precisamente un importante papel las rela­
ciones, o sea, los conflictos entre las generaciones establecidas de mayor edad y
las de los marginados más jóvenes de las universidades. Es comprensible que
estas relaciones sean casi siempre de carácter ambivalente. A ello contribuye el
simple hecho de que se trata de relaciones de dependencia mutua de alcances
desiguales y naturaleza bastante compleja. Aquí, al igual que en otros ámbitos,
las generaciones de mayor edad disponen de las oportunidades que sirven
para satisfacer las necesidades de las más jóvenes; cuentan con una especie de
monopolio sobre ellas, entre las cuales figuran, en primer lugar, ciertas partes
de fondo de saber de su sociedad. Pero también la imagen presentada por los
profesores —la cual ofrecen a los educandos como imitación de su padres, ya sea
como contraste o como modelo— pertenece a las oportunidades de satisfacción
en manos de los mayores de las necesidades de los jóvenes, lo mismo que la
función que los maestros cumplen dentro del proceso civilizador individual
como agentes atemorizantes o intimidatorios en el desarrollo de coacciones
personales a los estudiantes
Sin embargo, los profesores y las generaciones de mayor edad de un sociedad
en su conjunto, dependen a su vez de los jóvenes, por el simple hecho de que en
ellos se cifra el futuro de su sociedad: los jóvenes so literalmente el fiituro de los
mayores. El día de mañana ocuparán sus puestos actuales en el mundo de los
adultos. Las decisiones sociales que hoy todavía se encuentran supeditadas, en
gran medida, a las generaciones de mayor edad, serán tomadas mañana por los
miembros de las generaciones jóvenes de hoy, a menos que la distribución del
poder entre las generaciones sufra un cambio radical. Si bien en este momento,
la supremacía de poder de los mayores es tan grande, precisamente porque
monopolizan el acceso a muchos puestos de poder, sus cuotas están limitadas ya
que todo su esfuerzo y trabajo habría sido en vano, si los representantes de las
generaciones más jóvenes que mañana ocuparían su lugar desvalorizaran los
resultados de sus esfuerzos y su trabajo por medio de decisiones equivocadas.
Desde el punto de vista estadístico, es posible que dentro del entramado
social, las generaciones más jóvenes aparezcan como sumamente dependientes
de las de mayor edad; pero desde el punto de vista dinámico, el desequilibrio
en las cuotas de poder de ambos grupos no es ni por mucho tan grande. Sin
embargo, la tendencia de muchos grupos sociales de explotar las posibilidades
de poder que les corresponden en un momento dado, debido a su posición en la
sociedad y sin pensar en el futuro del grupo en su conjunto, no es rara; tampoco
lo es en la relación entre las generaciones de mayor y menor edad, sobre todo
en un Estado que cuenta con una tradición tan fuerte y prolongada de órdenes
A p én d ic es 285

y obediencia como e l alem án. También en la relación intergeneracional, la


re b e lió n de los grupos d e personas más jóvenes contra las normas de los mayores
y su rechazo demostrativo de algunas reglas del juego político, fácilmente se
p r e s e n t a n como un desafío intolerable al poder estatal. E n las pruebas de fuerza
entre los representantes del poder estatal de mayor edad y los grupos rebeldes
d e jóvenes, los primeros olvidan con frecuencia que estos últimos participarán
ea ]a vida de su sociedad cuando ellos hayan muerto.

TERRORISMO, ORGULLO NACIONAL Y


PATRONES NACIONALES DE CIVILIZACIÓN
15) En la sucesión de las generaciones, hay algunas en que la orientación
cultural y política de las de mayor edad y las más jóvenes evidentemente es
la misma, y otras en que las más jóvenes evidentemente oponen patrones de
orientación nuevos a los de las generaciones mayores establecidas. La oposición
extraparlamentaria y los terroristas de la República de Weimar constituyen un
ejemplo del primer tipo; los de la República de Bonn representan al segundo.
He señalado ya la imposibilidad de comprender del todo este último contraste
generacional en la orientación, el credo y los ideales políticos, si no se tiene
presente que se dieron conflictos análogos en casi todos los Estados más desa­
rrollados de carácter no dictatorial, sobre todo en las naciones industrializadas
de Europa.75 Están relacionados, en gran medida, con que la segunda guerra
mundial incidió en ciertos aspectos más profundamente en el desarrollo de este
grupo de Estados que todas las guerras y revoluciones europeas anteriores. A
consecuencia de la misma, no sólo los Estados europeos medianos y pequeños,
sino los m ás grandes y poderosos sufrieron un cambio decisivo en su nivel
dentro de la jerarquía global de los pueblos del mundo; perdieron la posición
hegemónica que durante siglos habían ocupado en ella y, en el mejor de los
casos, se convirtieron en potencias de segunda categoría. No cabe analizar en

75. C iertam ente, ta m b ié n ocurren conflictos in terg en era cio n a les b a sta n te agud os en los
E stad os m en o s d esarrollad os y e n u n e sta d io an terio r del proceso d e m odernización.
Pero difieren d e los conflictos intergeneracionales de los p a íses m ás desarrollados, y e sa
diferencia resu lta su m a m en te reveladora en cuanto a la relación en tre la s estru ctu ras
de desarrollo social y los conflictos intergeneracionales. Se sobreentiende que, e n am bos
casos, la s gen eracion es de m ayor edad se inclinan por continuar la tradición sin cam biar
la situ a c ió n e x is te n te , m ie n tr a s q u e la s jó v e n e s e stá n m á s d isp u e sta s a innovar. N o
obstante, en el caso de los llam ad os p a íses en v ía s de desarrollo, se trata de socied ades
cuyas generacion es m ás jóven es opinan — con o sin razón— que su país está progresando.
Q uieren liberarse de u n a situación de pobreza económ ica y degradación política, adem ás
de que la s tradiciones que la generación previa desea conservar y continuar portan, en
muchos casos, el estig m a de la hu m illación nacional, al que los jóven es se oponen con el
orgullo de su recién descubierto valor propio, con el orgullo nacional como portaestandarte
del progreso de su país. Pero en la s n acion es rela tiv a m e n te m u y d esarrollad as de las
regiones no dictatoriales de Europa, la situación es casi la opuesta.
286 N orbert E lias I Los A lem anes

este lugar los efectos que una pérdida semejante de estatus tiene, en términ0s
generales, sobre las personas que forman estos Estados. Bastará con continuar
las reflexiones emprendidas arriba acerca de su significado con respecto a la
relación entre las generaciones de mayor y menor edad.
El cambio en la cuota de poder de su país y, por lo tanto, también en su
estatus, afectó poco, en muchos casos, el orgullo nacional de las generaciones
de mayor edad. Su educación y formación personal tuvieron lugar antes de
la guerra. Su imagen colectiva como ingleses, franceses, italianos o alemanes
databa de aquella época, y, puesto que tal imagen se graba profundamente en la
conciencia del valor propio y en la estructura de la personalidad del individuo,
también en este caso se mostró relativamente inmune a las modificaciones
sufridas por la realidad.
La frialdad de su comprensión racional del estatus disminuido de su país, de
su cuota de poder más pequeña, afectó poco la calidez de su conciencia nacional,
y su orgullo nacional en conjunto permaneció intacto. Fue distinto el caso de
los nacidos durante la guerra o después de ella. Con todo, hubo considerables
diferencias entre las naciones europeas en este sentido.
Las generaciones inglesas de la posguerra, por ejemplo, estaban ciertamente
conscientes del cambio en la posición de su país, antigua potencia mundial,
después de la guerra de 1939-1945; este conocimiento influyó también segura­
mente en su sentido de su propio valor como ingleses.76No obstante, la conciencia
del alto valor que implicaba la pertenencia a su nación era allí particularmente
estable, tal vez más que en cualquier otro país europeo. Esta conciencia colectiva
del propio valor no tenía el carácter de un ideal político sujeto a estímulo por
la propaganda de partido. Se refería y se refiere al sentimiento muy difundido
y sobreentendido de que es mejor ser inglés que francés, alemán, etc., algo que
no requiere de pruebas territoriales ni de énfasis especial.77 Su surgimiento se
vinculó con el proceso de formación estatal continuo, llevado a cabo a lo largo
de siglos por el creciente poderío y riqueza del país; la interdependencia e
integración, cada vez mayores de los distintos sectores sociales y las regiones,
también desempeñó un papel decisivo en el proceso paralelo de formación
nacional y de la evolución de un sentimiento de solidaridad que abarcaba a toda
la nación. Además, este sentimiento encuentra un apoyo y una confirmación
especiales en los ingleses en forma de un canon de conducta muy pronunciado
pero relativamente discreto, el cual les sirve también —y no en último lugar

76. Es discutible que tal sentido del propio valor deba denominarse sim plem ente “nacionalis­
mo”. E ste térm ino puede referirse por igual a una estructura de argum entos netamente
teórica, a un programa de acción de tipo intelectual, en su mayor parte, o a una ideología de
partido que sirve para encubrir determinados intereses de clase. Quizá sería útil distinguir
entre el nacionalism o definido de esta manera y otra cosa que, de ningún modo, cuenta
siem pre con un a clara articulación intelectual; a saber: el sentim iento o la conciencia
nacionales.
77. A sí h a sido, en todo caso, desde los excesos del “jingoísm o” (según lo denominaron sus
adversarios ingleses) a comienzos del siglo XX.
A pén d ic es 287

de importancia— de rasgo distintivo: con su ayuda —basándose en pruebas


hechas al azar sobre la forma en que reacciona un desconocido— se identifica
con facilidad como ingleses a los que reaccionan correctamente; y a los que
reaccionan de otro modo, como extranjeros.78
Se trata, pues, de un patrón de conducta nacional profundamente arraigado
en la estructura personal del individuo, y de mía imagen colectiva estrechamente
ligada a aquél, la cual constituye a la vez un elemento integral de la identidad
individual, u n símbolo seguro de la pertenencia de una persona a su grupo,
de la unión con los otros miembros de este. Este patrón de conducta e imagen
colectiva también cumple con una función de conciencia, en la medida en que
incluye determinadas reglas obligatorias de cómo se porta un inglés y de cómo
no hay que portarse porque se es inglés.
El ejemplo inglés del vínculo entre sentimiento, patrón de conducta y estruc­
tura de conciencia nacionales me permite introducir un problema al análisis de
la sociogénesis del terrorismo en la República Federal Alemana que se sustrae
fácilmente a la atención si se enfoca el terrorismo alemán en forma aislada, sin
echar ocasionalmente un ojo a la cuestión de por qué los grupos de las generacio­
nes de la posguerra que se entregaron a la protesta, eligieron formas violentas

78. En uno de su s ensayos, George Orwell describió algunos aspectos d el sentim ien to nacional
inglés ("England your england" en Inside the w h ale an d other essays, Penguin, Hermond-
sworth, 1957, pp. 72-73; debo agradecer a C as W outers el hab erm e señalado este texto).
Un pasaje n ecesariam en te breve ilu strará lo com entado arriba:
S in d u d a e s correcto qu e la s lla m a d a s ra za s britán icas s e sie n te n m uy d iferentes
entre sí. U n escocés, por ejem plo, no le agradecerá m ucho q u e s e dirija a él como inglés...
Sin em bargo, de algu n a m anera, e sta s diferencias desaparecen en e l acto e n cuanto dos
británicos s e en cu en tran fren te a u n europeo... V istos desd e fuera, inclu so e l n ativo de
Londres y e l hom bre de Yorkshire se parecen como dos m iem bros de u n a m ism a fam ilia.
Se reduce h a s ta la diferencia entre ricos y pobres cuando se contem p la la nación desd e
fuera. L a desigu ald ad m aterial en Inglaterra es indudable. E s m ás pronunciada que en
cualquier otro p a ís europeo... D esd e el punto de v ista económ ico, Inglaterra seguram en te
se compone d e dos naciones, s i no es que de tres o cuatro. N o obstante, al m ism o tiempo,
la gran m ayoría de e sta s personas sie n te que forma u n a sola nación y está consciente de
asem ejarse m á s entre s í que a los extranjeros. E l patriotism o es, por lo general, m ás fuerte
que el odio d e cla se o cualquier tipo de internacionalism o. E xcepto u n breve m om ento en
1920 (el m ovim iento d e ‘no intervención en R usia’), la clase obrera británica nunca pensó
ni actuó d e acuerdo con criterios internacionales [...]
En In glaterra, el p atriotism o adop ta d istin ta s form as en las d iferen tes cla ses. No
obstante, las atraviesa a todas como un hilo unificador. Sólo los intelectu ales europeizados
son realm ente in m u n es a su atracción. Como sentim iento positivo e s m ás fuerte en la clase
media que e n la superior. E n la obrera e l patriotism o e stá profundam ente arraigado, pero
de m anera inconscien te... E l fam oso ‘carácter insu lar’ y la xenofobia de los in gleses son
mucho m ás m arcados en la clase obrera que en la burguesía. D urante la guerra de 1914-18,
la clase obrera inglesa tuvo un contacto extraordinariam ente frecuente con extranjeros. La
única consecuencia fue que volvieron a casa con un sen tim ien to de odio contra todos los
europeos excepto los alem an es, cuyo valor adm iraban... E l carácter insular de los ingleses,
su negativa a tom ar en serio a los extranjeros, es una necedad que de vez. en cuando les
sale m uy cara. N o ob stan te, influye en su experiencia como m ística inglesa.’’
288 N obbert E lias | Los A lemanes

de actividad política precisamente en Alemania, a diferencia, por ejemplo, de


Inglaterra. Lo que tengo que decir al respecto es una sugerencia o bien, si así se
quiere, una hipótesis, que tal vez merezca una investigación más detenida.
Al utilizarse asesinatos, incendios y robos como medios para imponer deter­
minados objetivos políticos, se está violando el monopolio estatal de la violencia
física, el cual asegura la convivencia relativamente pacífica, es decir, no violenta
de las personas dentro de un Estado. Un requisito para que se sostenga eí
complejo entramado funcional de un Estado nacional industrializado, es un alto
grado de pacificación interna. La estrategia violenta de los grupos terroristas
constituyó un ataque premeditado contra la existencia del monopolio estatal
de la violencia y se dirigió, por lo tanto, contra el corazón mismo del Estado
por así decirlo; si este monopolio dejara de funcionar y se desintegrara, tarde
o temprano se desintegraría también el Estado.79 Sin embargo, su violación
requiere simultáneamente que se violen las barreras individuales opuestas a
la realización de acciones violentas dentro de los Estados e incluidas, normal­
mente, en la formación de cada uno de sus miembros desde la infancia, como
parte del proceso con que se moldea su conciencia. La imprescindible renuncia
intraestatal al acto violento es uno de los elementos básicos de lo que llamamos
una “conducta civilizada” y, de hecho, se produce un entrelazamiento íntimo de
los procesos civilizadores y de formación estatal; por lo tanto, los movimientos
terroristas representan corrientes regresivas, desde el punto de vista del proceso
civilizador. Tienen un carácter anticivilizador.
Esta exposición no contiene, seguramente, nada que los grupos terroristas
mismos hubieran aceptado como contraargumento a su forma de actuar. Su
razonamiento era que el Estado de la República Federal Alemana y su civili­
zación no merecían más que la destrucción, por el medio que fuera. En vista
de que sólo creían posible alcanzar esta meta por medio de actos violentos, se
hicieron terroristas.
En Inglaterra también entraron en escena grupos de jóvenes burgueses
armados de ideales más o menos revolucionarios, los cuales se oponían a la
injusticia de su orden social de la manera más enérgica y luchaban contra ella.
Sin embargo, ninguno de ellos, que yo sepa, fue tan lejos como los terroristas
alemanes. No hubo ningún movimiento que procurara sacudir al Estado por
medio de secuestros, asesinatos, incendios y robos.
Tengo la hipótesis de que la limitación de los grupos de oposición extra-
parlamentaria en Inglaterra —al igual que en Francia u Holanda, por ejemplo—
a formas de oposición más o menos desprovistas de violencia y por lo tanto
legales se debió, entre otros factores, a la solidez inquebrantable del s e n t i m i e n t o
nacional en estos países. Las observaciones hechas por un hombre como Orwell
respecto a las primeras décadas del siglo XX, en el sentido de que había en

79. “Claro, nada de eso desm oralizó al Estado, ni siquiera lo afectó seriam ente no es tan fácil
tampoco, Pero se violó su monopolio de la violencia. Hubo que violarlo...”, R. Reinders, op-
cit. (nota 5 8 ),p. 63.
A pé n d ic e s 289

Inglaterra un sentimiento nacional bastante sólido capaz de trascender todas


las diferencias de clase, así como también un orgullo nacional colectivo, proba­
blemente aún puedan aplicarse a la situación de los años ochenta, si bien la
envoltura protectora de la civilización parece estarse aflojando bajo la presión de
los golpes propinados por la realidad, los cuales le han quitado a Inglaterra gran
parte de su brillo anterior. Nadie puede prever si la forma tradicional del orgullo
n acional inglés habrá de sobrevivir a estos golpes y por cuánto tiempo. No
obstante, se tiene por lo pronto la impresión de que se ha mantenido intacta la
apreciación del alto valor que para una persona tiene ser inglés. Evidentemente
esto sigue incólume también entre los grupos más jóvenes, quienes muestran
una actitud muy crítica hacia el orden social existente en su país. Tanto como
antes subsiste, h a sta el momento, un vínculo claro entre orgullo nacional y
autodominio civilizador, el cual impide que suija la idea de recurrir al asesinato
y al robo como medios en la lucha política.
El orgullo nacional y la transformación civilizadora del individuo se encuen­
tran vinculados por una relación peculiar. La modificación civilizadora, que
abarca desde la libertad total de los instintos en los niños pequeños hasta la
apropiación de los patrones de control de los instintos por los adultos, produce di­
ficultades considerables y todo tipo de temores, sufrimiento y tormentos incluso
en tribus sencillas. En las sociedades más desarrolladas, este proceso no sólo es
especialmente largo, de acuerdo con su nivel de civilización relativamente alto,
sino también bastante penoso. El riesgo que entraña siempre es considerable.
Dicho en pocas palabras, lo decisivo, en última instancia, es el equilibrio que se
logra entre la renuncia a los instintos impuesta a una persona en el curso del
proceso civilizador individual, y las posibilidades de placer que este permite
o abre. Si fuera posible satisfacer todas las necesidades y los deseos del niño
pequeño en el instante, seguiría siendo un niño aunque su cuerpo creciera. Tanto
el premio como la privación, el dulce y el látigo, intervienen para promover su
transformación en una persona adulta capaz de refrenar y transformar sus
impulsos e instintos de acuerdo con las normas del mundo de los adultos. El
mantenimiento de los medios de autocontrol civilizadores ya desarrollados,
requiere también el contrapeso de algún tipo de premio, de placer. El orgullo na­
cional, una forma m ás amplia de amor propio, sirve como tal premio. Inglaterra
sólo constituye un ejemplo entre muchos del carácter complementario del orgullo
nacional, por una parte, y de la observancia, por otra, de un patrón normativo
de la conducta y el sentimiento de índole específicamente nacional.
En países como Inglaterra o Francia se ha desarrollado un patrón sólido y
muy independiente de civilización de manera paralela a una evolución estatal
de muchos siglos y, lo que es m ás importante, de carácter continuo, un progreso
paulatino hasta alcanzar la categoría de gran potencia. A despecho del problema
de la pérdida de poder después de 1945, este patrón permitió a las generaciones
de la posguerra ubicarse en la sucesión nacional de las generaciones y asociar
un sentido y un valor con esta identidad nacional natural. La recompensa
emocional que el individuo recibía por su participación en el valor colectivo de la
290 N orbert E lias | Los A lem a n es

nación, quizá fuera más pequeña e incluso algo cuestionable en comparación con
la entregada a las generaciones que crecieron antes de la guerra. Con todo, pese
a todos los trastornos, el valor y el sentido de la identidad nacional y el patrón
correspondiente de civilización permanecieron relativamente intactos en estos
países. El tiempo habrá de revelar los efectos a largo plazo del menor sentido
vital derivado de la pertenencia a la nación, y si los ideales y los patrones de
conciencia nacionales podrán mantener su vigencia —y por cuánto tiempo—a
pesar de las privaciones que imponen al individuo, en vista de la reducción de
las recompensas afectivas brindadas por el orgullo nacional. No obstante, hasta
el momento, el conflicto permanente entre las generaciones de la preguerra y
la posguerra, que tampoco ha dejado de presentarse aquí, no ha producido una
ruptura en la continuidad de la evolución estatal ni en la del desarrollo de los
patrones nacionales de civilización.
Al igual que en todas las naciones altamente industrializadas, en Alemania la
vida como adulto requiere también de una extensa transformación civilizadora
de las estructuras instintivas del individuo. No obstante, el premio de placer
que interviene en otros muchos Estados más desarrollados para asegurar la
autocoacción y las privaciones civilizadoras, la recompensa derivada de la
asociación de un valor especial al hecho de pertenecer a la República Federal
Alemana son bastante reducidos, en caso de que existan siquiera. No hay otro
Estado entre los rangos superiores de la jerarquía estatal del mundo, cuyos
miembros tengan una imagen colectiva tan vaga y relativamente descolorida
como los ciudadanos de tal República. En este sentido, Alemania es un país
desdichado.80 Después de haber experimentado dos embates funestos de un
nacionalismo que trascendió por mucho las verdaderas posibilidades del país,
así como dos duras derrotas, el legado ha sido un sentimiento nacional confuso
y negativo, en muchos casos. Al nacionalismo extremo del periodo hitleriano y
al onanismo excesivo del orgullo nacional, del narcisismo colectivo, que ofreció
y permitió al pueblo alemán, siguió, después del cataclismo, un contragolpe
igualmente extremo en dirección opuesta. Lo que se produjo a continuación no
fue en realidad un análisis frío, sino que sobrevino un periodo de desorientación
marcado por una fuerte tendencia a la autoestigmatización y, en algunos casos,
al odio de sí mismo.
Es probable que la condena absoluta pronunciada contra la República Federal
Alemana por algunos miembros de la oposición extraparlamentaria, así como
de los grupos terroristas en particular, haya estado relacionada, entre otros
factores, con esta falta de una imagen colectiva nacional de carácter positivo.
“Para nosotros, el Estado era el enemigo absoluto”, declara Horst Mahler, por

80. El hecho de que estas relaciones por lo general no se identifiquen con más claridad, debe
atribuirse sobre todo a la irremediable tendencia de buscar explicaciones a corto plazo para
asuntos que sólo las concebidas a largo plazo logran esclarecer de manera convincente. Sólo
cuando estas se tomen en cuenta tal vez sea posible resolver tales problemas en la práctica.
A pén d ic es 291

ejemplo.81 Además de que el término, históricamente cargado, de “nación” —y


con mayor razón los de “conciencia nacional” o “nacional”— fue borrado del
uso público, el referente mismo prácticamente desapareció por completo de las
experiencias de la generación más joven.82
No creo que hubiera sido imposible otorgar al Estado alemán occidental un
significado positivo en la mente de las generaciones jóvenes. Es posible imaginarse
un movimiento cuyos miembros dijeran: “En todo el mundo, los Estados son
aparatos de coacción. En vista de que, en el actual nivel de evolución, no puede
confiarse en que todos los miembros de un Estado ejerzan el dominio de sí
mismos, necesario para una convivencia próspera, no es posible renunciar en
este m om ento a la policía y a otros organismos semejantes de coacción externa
a fin de asegurar la convivencia en Alemania. No obstante, la mejor forma de
limpiarse y librarse del recuerdo del E stado alem án del periodo hitleriano,
que se convirtió en una úlcera cancerosa, es m ediante la creación de un
Estado ejemplar en lo humano, de un Estado que haga hincapié en formar
en las p erso n a s la conciencia de que la convivencia pacífica y amable de
millones de personas no es posible sin un considerable grado de autodominio
y de consideración m utua, en el que ni siquiera la policía se deje llevar por
las atrocidades de los crim inales para a su vez com eter actos de violencia
inhumana.” Desde luego no es posible lograr algo sem ejante en un día ni en
un año. No obstante, la ruptura decidida con la tradición del Estado autoritario,
la tenaz hum anización experim ental de todas las instancias estatales, entre
ellas los partidos, la burocracia y el Ejército, seguramente hubieran sido ú tiles
y satisfactorias en cuanto m edios para librarse del estigm a del pasado y, al
mismo tiempo, para dotar al Estado y a la nación de un sentido actual y futuro:
alguna vez debería surgir en el mundo un Estado hum ano.83

16) Sin duda, también hubo indicios de vina incipiente erosión de los patrones
nacionales de civilización y síntom as de cierto desm oronam iento, en países
europeos cuyo Estado se había formado a lo largo de siglos y que habían tenido
un ascenso continuo h asta la categoría de gran potencia. La solidez de sus
patrones de civilización ciertamente correspondía, en términos generales, a la
duración y continuidad del proceso formativo del Estado, que proporcionó un
contexto a la evolución de aquellos. No obstante, la dirección de este movimiento

81. Jeschkey M alan osw k y (com ps.), D er m inister, op. cit. (nota 60), p. 16.
82. El Estado dictatorial de la República Dem ocrática A lem ana no tien e tan tos problem as en
este sentido. E l monopolio estatal de los m edios de formación que ahí existe ayuda a levantar,
por lo menos, la fachada de una conciencia nacional hom ogénea. El entrecruzam iento de los
ideales nacional y social perm ite convertir el credo social del m arxism o, su perficialm en te,
en el núcleo de la conciencia esta ta l y quizá tam bién en una n acien te conciencia nacional.
Es difícil apreciar, por el m om ento, qué aspecto tienen las cosas detrás de e sta fachada.
83. Es justo señalar que ha habido algunos intentos en este sentido. No obstante, fueron demasiado
débiles y dispersos y tuvieron que enfrentar obstáculos muy grandes para que en torno a ellos
pudiera cristalizarse la conciencia del sentido y el valor positivos de tal Estado.
292 N orbert E lias | Los A lem anes

se invirtió después de 1945, produciéndose un descenso todavía moderado que


suscitó una conmoción así como conflictos patentes, algunos de ellos bastante
agudos, entre las generaciones más jóvenes de la posguerra y las de mayor edad
de la preguerra. También en estos casos, los representantes de las primeras
exigieron una revisión parcial de los tabúes de la civilización que parecían
sacrosantos a muchos miembros de las generaciones de mayor edad.
En la medida en que este profundo conflicto generacional giró en torno a
diferencias o incluso contradicciones entre los respectivos patrones normativos,
se observan similitudes notables en todos los países europeos en los que se
dio. Las generaciones más jóvenes contrapusieron sus propios patrones a los
cánones de las de mayor edad sobre todo en el ámbito de la moral sexual. Por
otra parte, el compromiso moral de las primeras era también en las cuestiones
de desigualdad social, mucho más grande. En todas partes se puso de mani­
fiesto una indiferencia consciente, y quizá también cierto desprecio, hacia las
sutilezas de las formas sociales en el trato entre las personas —la gradación
exacta de las reverencias y las inclinaciones, por ejemplo—, especialmente
en la medida en que estas formalidades parecieran simbolizar diferencias de
poder, rango y prestigio.84Al fin y al cabo estas forman parte del síndrome de
las normas que adquirieron mayor peso para las generaciones de la posguerra
que para las que crecieron antes de la conflagración: una defensa más marcada
de la causa de los oprimidos en su lucha contra los opresores, de los débiles
contra la superioridad de los fuertes.
Este cambio en el compromiso moral de las generaciones europeas es fácil
de comprender. Para resumir de nueva cuenta lo que ya se ha dicho digamos
que, los abuelos y los padres crecidos antes de la guerra tuvieron una moral
individual que se refería a la conducta y el sentir de cada persona, sobre todo
en la vida privada. La posición hegemónica que ocupaban con respecto a grupos
menos poderosos en otros países o en el propio no se incluía en el ámbito de
las exigencias morales, o sólo en la medida en que interviniera la conducta
individual. Estas generaciones paternas aceptaban generalmente como algo
natural las diferencias de poder en las relaciones intergrupales, o sea, también
la propia superioridad social y las ventajas que esta les brindaba, sin someterlas
a un examen crítico. La pérdida de la supremacía europea en muchas partes
del mundo obligó a las generaciones de la posguerra a confrontar el pasado
reciente. Sin haberlo pretendido, los hijos y nietos sometieron ajuicio a sus
padres y abuelos. Ellos mismos comenzaban sus propias vidas, en muchos casos,
como marginados y dependientes. Ya no tenían a su alcance la oportunidad —o
sólo en menor medida— de seguir los pasos de sus padres como señores y amos
sobre otros grupos sociales. Pertenecían a países europeos cuya cuota de poder
evidentemente había disminuido en relación con otros pueblos, y p e r c i b ie r o n
la supremacía de sus padres como una injusticia cometida contra los grupos

84. La aparición de esta actitud h a sido denominada “informalización”; véase el ap artad o A


de la primera parte del presente libro, nota 6.
A pé n d ic e s 293

menos poderosos. En la confrontación con estos, los hijos se colocaron fírme e


inequívocamente del lado de los oprimidos.

17) En v ista de esta s sim ilitud es entre d istin tos p aíses, se im pone la
pregunta de por qué el estan cam ien to que fin a lm en te s e produjo en los
movimientos de oposición com puestos en forma predom inante por jóvenes
burgueses, después de haber logrado apreciables éxitos parciales, desem bo­
có en el nacim iento de grupos terroristas en el caso de dos naciones: Italia
y Alem ania. E stos grupos procuraron forzar, m edian te actos violentos,
la meta de transform ar la sociedad, in aseq u ib le por m edios p acíficos,
mientras que en los otros países, pese a que su problema generacional era
parecido, no se produjo el paso a la ilegalidad, al uso de la fuerza física;
en resum idas cu en tas, no surgieron grupos n a cio n a les de terroristas.
Esta es la pregunta que, desde mi punto de vista, no puede explicarse sin
hacer referencia a los d istin tos patrones form ativos del E stad o y a las
correspondientes diferencias en los patrones n acionales de civilización.
Italia y A lem ania se agregaron ta rd íam en te al grupo form ado por
las gran d es p o ten cia s eu rop eas, en lo que se r e fie r e al p roceso de
centralización estatal y a su unificación como naciones. E ste proceso se
retrasó en los dos Estados sucesores del Sacro Imperio Romano-Germánico,
particularmente con respecto a Inglaterra y Francia, porque en ellos, la
extraordinaria extensión de este imperio m edieval favoreció el desarrollo
independiente de unidades parciales en form a de rein os, p rincipados,
ciudades libres, etc. Las consecuencias fueron profundas y am plias.
En ambos casos la integración, deseada sobre todo por los sectores medios
de carácter burgués, se impuso esencialmente a través de reyes y sus ejér­
citos, mediante el uso de violencia de algún tipo. Tanto en el uno como en el
otro de estos países el Estado se concibió como una estructura social situada
fuera de los propios ciudadanos, más allá de estos, como algo que los atañía
a “ellos”, no a “nosotros”, a la manera de un sombrero con el que se recoge el
cabello, de un armazón de hierro construido alrededor de un edificio en ruinas.
Puesto que su ingreso a la fase del Estado nacional centralizado tuvo lugar en
fechas tan tardías y sólo mediante un esfuerzo supremo tanto italianos como
alemanes sufrían una inseguridad casi crónica con respecto a su propio valor
como naciones, la cual se expresó en oscilaciones muchas veces extremas entre
la sobrevaloración y la desvalorización. La baja dialéctica en el sentim iento
del propio valor nacional en la oposición extraparlamentaria de la República
Federal Alemana durante los años sesenta, después de su exaltación durante
los años de la preguerra bajo el régimen hitleriano, sólo es un ejemplo entre
muchos. Además, en ambas naciones la pacificación se logró en fechas recientes,
como corresponde a su formación tardía. Tan inestable como el orgullo nacional
era el factor de la autocoacción que disuadía a las personas de usar la fuerza
física al ocurrir conflictos, y que era sostenido por la coacción externa ejercida
294 N orbert E lias | Los A lem a nes

por el Estado. Nada ilustra m^jor la fragilidad de los controles civilizadores


inmanentes contra el uso de la fuerza fisica que el hecho de que, en ambos casos,
se dio un fin violento a los conflictos sociales, producidos en gran medida por
tensiones entre la burguesía y el sector obrero organizado.85
Su esfuerzo por recuperar el tiempo perdido y ocupar también “un lugar bsy'o
el sol" llevó a la derrota de Alemania e Italia en la primera guerra mundial.
Este descalabro en las luchas eliminatorias entre las naciones dejó una dosis
considerable de amargura y resentimiento sobre todo en los sectores burgueses
de ambos Estados. Mussolini fue el primero en aprovechar este orgullo nacional
herido o rencor nacional para su propio ascenso, y Hitler sin duda aprendió
mucho de las experiencias del fascismo italiano. No obstante, su intento para
sacar provecho del modelo italiano se convirtió en la práctica en otra cosa, en
algo característico del patrón seguido por la formación estatal específicamente
alemana y de la tradición de sentimientos y conducta relacionados con aquel.
En efecto, además de las similitudes esbozadas, también existen diferencias
muy importantes entre los dos Estados sucesores del imperio medieval.86 Incluso
en la cumbre de su poder, Mussolini y sus partidarios no produjeron ni por
mucho la misma resonancia entusiasta entre la masa del pueblo italiano que
Hitler y sus seguidores en la cima de su poder en Alemania. Sobre todo, hay que
señalar que el movimiento fascista italiano, sin duda bastante violento, nunca
desarrolló una violencia tan metódica como su contraparte alemana. El asesinato
de millones de personas, al parecer planeado M ámente, sin emoción alguna,
entró a la historia como una característica del movimiento nacionalsocialista,
pero no figuró entre los elementos del fascismo italiano.
El uso sistemático e ilegal de la violencia por medio de una organización
de carácter inicialmente extraparlamentarío, no fue per se un rasgo exclusivo
de la evolución alemana, así como tampoco la aplicación continua de fuerza
física después de subir al poder a fin de fortalecer al régimen, de destruir a sus
enemigos. De todo ello existen precedentes en otros Estados. El rasgo único, para
el cual todavía se carece de una explicación convincente, son las dimensiones

85. La referencia a la lucha de clases contenida, por ejemplo, en la teoría marxista del fascismo,
nobasta para explicar el ascenso de M ussolini y su s partidarios en Italia n i el de Hitler y
su s secuaces en Alem ania. Hubo conflictos sem ejantes en m uchos países industrializados
avanzados, entre ellos Francia e Inglaterra. Por lo tanto, hay que seguir indagando por qué,
en otras partes, estos conflictos no condujeron a la formación y, finalm ente, la dictadura
de un partido extra- parlam entario, encumbrado en su s inicios m ediante el terror y el uso
de la violencia, y por qué esto ocurrió precisam ente en A lem ania e Italia. Al plantear esta
pregunta se pone de m anifiesto con gran claridad, que e sta s diferencias fundamentales
no pueden explicarse únicam ente con base en las estructuras económicas. Desempeñaron
un papel decisivo varios procesos a largo plazo que los a n álisis económicos a corto plazo,
por Jo común, pasan por alto, y sobre todo los procesos de formación estatal y civilizadores,
así como los estrecham ente afines de pacificación.
86. C abe p re g u n ta rs e si re s u lta fru ctífero y ú til p a r a la c o m p re n sió n del desarrollo social
e u ro p eo q u e la s d ife re n c ia s e n tr e la s dos d ic ta d u ra s n a c io n a l-p o p u lis ta s de H itler y
M ussolini se e n c u b ra n calificándolas a a m b a s de “fascistas".
A p é n d ic e s 295

que alcanzó el asesinato calculado de personas incapaces de oponer resistencia;


¿asta la fecha no se ha identificado un motivo que pueda llam arse “reaT o
“racional”, que lo justifique como alguna utilidad o ventaja para la sociedad y
el régimen que, en cierta medida, corresponda al gasto de energía invertido en
la organización de la matanza. Lo que se afianza en la memoria, como problema
que aun carece de explicación, es el vasto proyecto de exterminio al servicio de
algo que se ha denominado como una teoría o bien una doctrina e ideal político,
es decir, la m atanza al servicio de una utopía, del sueño con un gran imperio
europeo gobernado por alemanes o por personas de origen alemán. Esta mezcla
de un ideal cuasicientífico y pseudorracional con una violencia libre de toda
claudicación, cuyas víctim as hum anas eran en realidad ya sólo cosas imper­
sonales para los ejecutores de las atrocidades, manejadas como los materiales
de una fábrica para ser transformadas en objetos útiles como jabón, huesos en
polvo, alimento para animales, etc., y debido a lo cual, quienes mataban a las
personas las veían en el fondo ya sólo como símbolos de una teoría: esta mezcla
constituye el problema que hasta la fecha no ha sido resuelto.
Este problema tiene importancia en relación con el tem a analizado aquí,
porque en algunos grupos terroristas de la época posterior se encuentra una
mentalidad afín. En su caso también se pierde, en el curso del tiempo, la sensi­
bilidad al hecho de que sus víctimas son seres humanos, o sea, la identificación
última de una persona con sus enemigos. Para los ejecutores de la violencia, sus
víctimas también son simples símbolos dentro del marco de una teoría, repre­
sentantes de una colectividad a quienes ya no perciben como seres humanos,
sino sólo como personificaciones simbólicas de un fenómeno social que en cierto
sistema de argumentos han demostrado ser merecedores de la destrucción.
P ara e x p lic a r e s ta p e c u lia rid a d d el n a c io n a lso c ia lism o y lu eg o ta m b ié n
del te rro rism o e n la R ep ú b lica F e d e ra l A le m a n a es p reciso to m a r en c u e n ta
el ca rá c ter d is tin tiv o del p a tr ó n a le m á n de d e sa rro llo y del c o rresp o n d ie n te
patrón de civilización. E n se g u id a se d istin g u e que la evolución a le m a n a tien e
muy pocos tra m o s rectilín eo s y que se e n c u e n tra p lag ad a, p or el contrario, de
m ovim ientos c ru z a d o s en to d a s d ireccio n es. A d ife re n c ia de In g la te rra , p or
ejemplo, el destin o histórico d e los alem an es h a im pedido u n proceso prolongado
y continúo de form ación e s ta ta l e n u n a sola dirección, p ro cu ran d o la v e n ta ja
ora a unos, o ra a o tro s e n la lu c h a e n tr e g ru p o s de in te re s e s c e n tríp e to s y
centrífugos, e n tre te n d e n c ia s h a c ia la in teg ració n y la desintegración e stata le s.
También en e ste aspecto se e n c u e n tra u n a ín tim a relación e n tre la e s tru c tu ra
del desarrollo e s ta ta l y la de las trad icio n es nacionales de conducta y sen tim ien ­
to. Esto se pone de m an ifiesto con p a rtic u la r clarid ad al observ ar la conexión
entre los procesos form ativos del E sta d o y la pacificación de los ciudadanos, por
medio de la e sta b ilid a d de los factores in m a n e n te s de autocontrol que, en casos
de conflicto, sirv e n p a r a re g u la r y bloquear, q uizá, el uso de la violencia. Sin
embargo, las d ificu ltades d e riv a d a s de la disco n tin u idad parcial de la evolución
alemana h a n c o n trib u id o al hecho de que, el d esarro llo del p a tró n ale m á n de
296 N orbert E lias | Los A lem anes

civilización, se haya explorado relativamente poco. Por lo pronto sólo es posible


emitir conjeturas a este respecto.
Llama la atención el contraste entre la valoración relativamente baja de
los actos guerreros, las virtudes militares y las acciones violentas en general,
en los sectores dominantes de la burguesía alemana durante la segunda mitad
del siglo XVIII, el periodo de los grandes poetas y pensadores clásicos de
Alemania, y la valoración comparativamente alta de las acciones bélicas y
otras formas de violencia sancionadas por el Estado durante el periodo del II
Imperio y luego en el naciente III Reich. Al parecer, la entrada de la Alemania
unificada a las luchas eliminatorias entre las grandes potencias, debilitó las
barreras civilizadoras del autodominio opuestas al uso de la violencia en el
trato social. Los duelos, por ejemplo, no se reducían a lances graves de honor,
como en Francia, sino que por así decirlo eran el pan de cada día de la mayoría
de los estudiantes. Su significación fue sólo uno de los muchos síntomas de
la fuerza que adquirió la tradición militar de la violencia, en el patrón de
civilización específicamente alemán desarrollado, sobre todo, después de 1871.
Es evidente su vínculo con el patrón del proceso formativo del Estado alemán,
de la unificación tardía a mano armada.87
La lucha por la causa de la nación justificaba, ante todo, el uso de la violencia.
En apariencia, introdujo a la tradición alemana de conducta y percepción una
nota de brutalidad calculada al servicio de una causa.
Mientras ejercieron la supremacía los militares aristócratas, esta brutalidad
calculada aún pudo ser refrenada por las obligaciones que imponía el canon de
honor de las clases superiores. Hitler y sus secuaces no habían nacido envueltos
en púrpura y tuvieron que ganar su ascenso luchando; para ellos, tales barreras
de caballeros carecían de importancia. Persiguieron el poder y la grandeza sin
reserva alguna, por todos los medios y a cualquier precio. De ello formó parte el
uso incondicional de la fuerza física, libre de códigos de caballeros o escrúpulos.
Ante su aspiración de realizar el sueño alemán del III Reich—bien entendido,

87. No fue casual el hecho de que la corte principesca m ás grande, la del emperador en Berlín,
tuviera un marcado carácter militar. En Estados como Inglaterra y Francia, la pacificación
tuvo lugar mucho antes que en Alemania y también, por lo tanto, la limitación del uso del
uniforme militar, como uno de sus símbolos, a situaciones bélicas. En el tiempo de Luis XIV
ya no se acostumbraba a presentarse en la corte vestido de uniforme militar. El punto de
vista inglés se ilustra mejor, de nueva cuenta, con una cita tomada del mismo ensayo de
Orwell (op. cit. [nota 78], p. 69). Al leerlo hay que tener presente la función que los oficiales
alemanes y la corte imperial apegada a los uniformes, ejerció hasta 1918 como modelo para
la sociedad alemana: “Lo que prácticamente todas las clases del pueblo inglés aborrecen
de todo corazón es el tipo de oficial que se pavonea ufano y j actancioso, la percusión de las
espuelas y el estrépito de las botas. Muchas décadas antes de que cualquiera tuviese noticias
de Hitler en Inglaterra se le daba a la palabra ‘prusiano’ la misma acepción que ahora tiene
la de ‘nazi’. Este sentimiento está tan arraigado que, desde hace más o menos un siglo, los
oficiales del Ejército británico siempre se han vestido de civil en tiempos de paz, cuando
no están de servicio."
A p én d ic es 297

el tercer reino imperial—, todas las coacciones civilizadoras de honor y morales


se volvieron insignificantes.
La referencia a la grandeza del antiguo Imperio Romano y de la cultura de la
antigüedad romana sirvió para legitimar el nacionalismo italiano; el nacionalismo
alemán de Hitler encontró legitimación en la referencia a las tribus germanas del
tiempo de la migración de los pueblos que, como bárbaros, participaron en cierta
medida en el fin del Imperio Romano. La diferencia entre los respectivos modelos
que encamaron el ideal nacional influyó en el nivel de civilización alcanzado por
los dos movimientos dictatoriales: el fascismo y el nacionalsocialismo. En uno de
ellos, los dirigentes se regían por la imagen de un Estado imperial y su cultura;
en el otro, por la idea de una raza destinada por la naturaleza, para decirlo
de alguna manera, a dominar el mundo. La movilización enérgica de todo el
pueblo para luchar por el gran premio del imperio mundial soñado por el ultimo
monarca de Alemania, un emperador advenedizo, se encargó de borrar todos
los elementos de autodominio en el nivel político, incluso de los que se oponían
a las atrocidades más inhumanas, si estas prometían servir al fin anhelado: la
creación de un imperio germano de raza pura.
El llamado dirigido por este objetivo fantástico al amor propio nacional
también esclarece por qué la m asa de la población se subordinó, gustosa, al
mando del gran líder y sus colaboradores. La nivelación casi total del pueblo
alemán por el régimen de Hitler, no se explica sólo por los medios de coacción a
disposición de los gobernantes del momento que hizo valer contra los inadap­
tados. Se explica, principalmente, por la promesa de abundantes recompensas
placenteras que el nacionalsocialismo hizo a sus seguidores a cambio de las
privaciones, muchas veces extremas, que aceptaron al ponerse a su servicio. A
quienes obedecieran las órdenes del Führer los aguardaba el gran premio de
gobernar a todos los demás pueblos de Europa, como miembros de la nueva élite
del continente, de una nueva aristocracia. Con miras a esta promesa se justificó
la entrega del individuo, su sujeción total al mando de su superior inmediato
y, a final de cuentas, del Führer mismo. Dicho de otra manera, esta estructura
estatal sustituyó la conciencia personal con las órdenes del Führer en todos los
asuntos políticos.

18) La estructura de la personalidad de quienes orientan su conducta, en


gran medida, de acuerdo con coacciones externas, es decir, con las instruc­
ciones de otras personas y que, a su vez, están acostumbrados a trasm itir
estas instrucciones a otros por medio de órdenes, ha sido descrita y analizada
ampliamente dentro del marco de la teoría de la personalidad autoritaria.88 La
suposición fundamental implícita es que las personas desarrollan el síndrome
de esta estructura del carácter, debido a la estructura fam iliar específica

88. El estudio más conocido es el publicado por T. W. Adorno, E. Frenkel-Brunswick et a!, en 1950
bajo el titulo The auth oritarian personality (edición incom pleta en alemán: T. W. Adorne
Studien. zura autoritaren charakter, Frankfurt del Meno, 1973). [Hay traducción al español.I
298 N orbert E lias | Los A l emanes

que conocieron en su infancia. No hay que descartar esta explicación, pero


no es suficiente. La estructura fam iliar autoritaria se encuentra a su vez
íntimamente ligada a la estructura autoritaria del Estado. Para reconocer esto
es preciso enfocar la organización estatal en su evolución, como un aspecto de
un proceso a largo plazo.
Hasta 1918, el gobierno de Alemania fue absoluto, pese a ciertas limitaciones
establecidas en el imperio unido después de 1871, en el que aumentó el poder de
los partidos. La estructura de la personalidad de los alemanes estaba acoplada
a esta tradición absolutista ininterrumpida durante siglos. A esto se agregó
que las formas militares de rango superior e inferior, de mando y obediencia,
sirvieron en gran medida de modelo para las relaciones humanas en otros
ámbitos. Influyeron en las conductas dentro de la jerarquía burocrática, la
policía y ciertamente también la familia. Los modelos puestos por el Estado
autoritario se situaron en el centro de todos estos espacios y algunos más.
Es preciso cobrar plena conciencia de la profunda penetración lograda por
los modelos estatales autoritarios en la conducta y el sentir de los alemanes
en su trato recíproco, y de la posición clave que en esta estructura ocupaba el
hombre en la cima, el supremo caudillo, para comprender en toda su magnitud
las dificultades por las que pasó el pueblo alemán después de la abdicación
del emperador en 1918. Antes de la primera guerra mundial, el emperador y
rey había conservado muchas de las atribuciones de un gobernante absoluto:
decidía sobre la guerra y la paz y nombraba a los altos militares, a los fun­
cionarios de mayor rango de la administración y, sobre todo, a los integrantes
del gobierno. Cuando desapareció, a muchos alemanes les causó horror la
idea de enfrentarse, por primera vez, a la tarea de participar en la decisión
de quién los debía gobernar, sin comandante superior, sin órdenes superiores.
E ste sentim iento no derivó sólo de su consternación ante el hecho de que
ahora también los “pobres”, el sector obrero, tenían el derecho de participar
en la elección del gobierno y de que hombres de bajo rango ejercían funciones
gubernamentales. Fue una reacción a la repentina desaparición del cuadro
social, de un personaje central al que se había adaptado la estructura de su
personalidad, y al que habían remplazado figuras incapaces de cumplir con sus
necesidades emocionales y con su canon de conducta. Una de las importantes
funciones del emperador había sido servir de símbolo positivo de la imagen
colectiva de los alemanes. Ebert, como presidente del Reich, no pudo cumplir
ya con esta función, y lo mismo sucedió con otros muchos aspectos del nuevo
régimen. Desempeñaba un importante papel instrumental o, mejor dicho, lo
hubiera podido desempeñar si a la población alemana le hubiera in te r e sa d o ,
en primer lugar, erigir el más eficiente autogobierno institucionalizado posible.
No obstante, ofrecía muy poca satisfacción emocional en cuanto al deseo de u n a
figura simbólica protectora, parental suprema.
La fuerza con que la hostilidad emocional contra las instituciones parla­
mentarias se manifestó a los pocos meses de finalizar la guerra, estuvo segura
y estrechamente ligada con ciertos antagonismos de clase. Sin embargo, para
A pé n d ic es 299

explicarla no basta con señalar intereses cuasi racionales o una falta de claridad
e n la apreciación de las ventajas de un sistema de gobierno “democrático”. A fin de
c o m p r e n d e r la intensa oposición de muchos alemanes a la República de Weixnar,
debe tomarse en cuenta que un régimen parlamentario requiere de estructuras de
muy específicas para funcionar, las cuales sólo pueden desarrollarse
p e rs o n a lid a d
en forma paulatina a través de la práctica parlamentaria misma.
La transición del régimen del emperador y rey, hasta cierto punto absolutista
todavía, al régimen parlamentario de la República de Weimar sobrevino de
manera muy repentina. Para amplios sectores de la población se produjo de modo
completamente inesperado y relacionada con asuntos muy desagradables, como
la derrota en la guerra. En el fondo, muchos alemanes aborrecían una forma
de gobierno basada en luchas, negociaciones y transigencias entre los partidos.
Odiaban la “casa de chismes” del Parlamento, donde al parecer sólo se hablaba
sin actuar. Qué importaba la libertad; lo que anhelaban era la forma de gobierno
comparativamente mucho más sencilla y menos complicada en que el hombre
fuerte en la cima tomaba todas las decisiones políticas trascendentes. A él se le
podía dejar la tarea de cuidar el bienestar de Alemania. Bastaba con limitarse
uno mismo a la vida privada. Desde los inicios del régimen de Weimar, muchos
hombres y mujeres ansiaron ver en la cima del gobierno a un hombre, príncipe o
dictador, que tomara las decisiones y diera órdenes. Lo exigían como una droga.
Estaban acostumbrados a él y se lo habían sustraído muy repentinamente.
Las peculiaridades de la adaptación a un régimen parlamentario se pasan
por alto con facilidad si se analiza esta forma de convivencia desde el punto de
vista ideológico, como con frecuencia sucede, relacionándola sólo con sus ven­
tajas racionales en comparación con formas dictatoriales. Hay poca conciencia
acerca de que es muy prolongado el proceso de desacostumbrarse a un orden
gubernamental donde un mandatario simbólico asume la responsabilidad de un
pueblo de súbditos, para adaptarse a un régimen que impone al individuo cierta
responsabilidad, por muy limitada que sea; para llevarse a cabo, requiere un
mínimo de crisis y por lo menos tres generaciones. La historia europea brinda
muchos ejemplos de las dificultades de tal reorientación. Uno de los pocos países
en que, hasta ahora, la estructura estatal parlamentaria y la de la personalidad
individual han logrado una adaptación mutua casi perfecta es Inglaterra. Y la
historia de Inglaterra permite observar con bastante claridad el largo proceso
que condujo a esta adaptación. De hecho se llevó a cabo en forma muy lenta,
desde el momento en que el hijo del dictador puritano tuvo que ceder las riendas
del gobierno al rey reinstalado con una limitación considerable de su poder/9
Tal vez sea de provecho exponer algunas reflexiones acerca de la razón por
la que esta reorientación resulta tan difícil. La teoría de la civilización nos
vuelve a mostrar el camino. La estructura de la personalidad adaptada a un
régimen absolutista-monárquico o dictatorial crea una marcada disposición

89. Véase N. Elias, “Introduction” en N. E lias y E. Dunning, Q uest for excitem ent. S p o rt a n d
leisure in the c iv ilizin g process, Oxford, 1986, pp. 26 y ss.
300 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

en el individuo a obedecer órdenes y dejarse guiar por coacciones externas. De


esta manera, se le ahorra al ciudadano individual la pesada carga de tener que
participar en enfrentamientos entre personas que sostienen distintas opiniones.
Los gobernados no tienen que elegir entre dos bandos. La orden viene de arriba y
la decisión ya está tomada. En el nivel estatal, el individuo se mantiene en la fase
del niño, en este tipo de régimen. Las órdenes paternas ciertamente no siempre
son agradables, y lo mismo sucede con las órdenes de los príncipes autocráticos
y los dictadores. No obstante, en última instancia se les tiene confianza, y si no
se les obedece entran en acción rápidamente el Ejército o la policía, los pilares
principales de una organización estatal autocrática de carácter monolítico. No
obstante, para asegurarse por completo, los gobernantes autocráticos aprovechan
por lo general su poder de disposición ilimitado sobre el monopolio de la violencia
del Estado, para dar la mayor solidez posible al aparato de control, de la coacción
externa, a fin de garantizar que el individuo no se les extravíe.
Si las formas autocríticas de gobierno de tipo monárquico o dictatorial y las
parlamentarias donde compiten, por lo menos, dos partidos se ven como etapas
de un intrincado proceso de formación estatal y de civilización, en el cual las
relaciones de poder entre los distintos grupos sociales se modifican ciega e im-
premeditamente, se hace evidente que representan fases de evolución diferentes.
El régimen autocrático pide una estructura de la personalidad relativamente
simple, tanto a las personas que mandan como a las que obedecen. Este hecho
explica que, a lo largo de los milenios, haya sido posible una y otra vez que un
solo hombre —rodeado por un pequeño grupo central de partidarios— haya
logrado establecer y conservar su gobierno sobre muchos. Así se ha dado desde
la época en que los faraones extendieron su poderío, tanto sobre el Alto Egipto
como sobre el Bajo, ciñéndose la corona doble, o cuando los príncipes de la di­
nastía Chin llegaron a dominar el corazón de la actual China, si no es que desde
antes, hasta los tiempos de las monarquías alemanas, austríacas o rusas, que
llegaron a su fin en 1918, y luego hasta nuestros días en forma de dictaduras. En
contraste, el sistema parlamentario multipartidista se revela como una forma
de gobierno mucho más compleja y difícil, y que, por lo tanto, requiere de una
estructura de la personalidad igualmente compleja y plural.
E s ta diferencia e n tre las dos form as de gobierno e s tá relacio n ad a con que el
régim en p arlam en tario m u ltip a rtid ista legitim a el conflicto en tre las personas o
los grupos sociales. No relega los conflictos a la categoría de lo in u sual, anormal o
irracional, sino que cuen ta con ellos como fenóm enos norm ales e indispensables
de la convivencia social. E n este sen tid o p o d ría d ecirse que la dem ocracia se
opone a los principios del racio n alism o clásico, el cual e q u ip a ra b a orden con
arm onía, o sea, con la au sencia de conflictos.90 E n su caso, el orden e sta ta l debe
re g u la r los conflictos de g ru p o m ás im p o rta n te s en la sociedad a trav és de

90. De hecho, el régimen dictatorial es mucho m ás compatible con la idea de una o rg a n iz a c ió n


completamente racional de la convivencia hum ana que el régim en parlamentario multi-
partidista; todo funciona como por arte de magia, de arriba abajo, en completa armonía y
A p é n d ic e s 301

instituciones especiales que den lugar tanto a la ludia entre grupos antagóni­
cos como a su resolución, limitando los enfrentamientos a formas de disputa
zanjadas, principalmente, en discusiones o duelos de palabras y sometiendo las
decisiones a la observancia de ciertas reglas por todos los involucrados.
Los ideales o utopías de la convivencia humana, como han sido planteados,
por ejemplo, por la literatura o la ciencia, por regla general parten de la idea
de que un régimen o una sociedad ideal tiene que estar totalmente libre de
conflictos y en armonía. Esta visión expresa el hecho de que los conflictos entre
las personas desgarran los nervios, por decirlo de alguna manera, y constituyen
un elemento perturbador; así, un estado total de calma y paz les parece ideal a
muchas personas. No comparto este punto de vista. La convivencia sin conflictos
es materialmente inconcebible en mi opinión, por lo cual, no tiene caso diseñar
modelos sociales ideales —los cuales al fin y al cabo están pensados también,
de alguna manera, como medios para orientar y encauzar las acciones— sin
tomar en cuenta la importancia fundamental de los conflictos en las sociedades
humanas. Una sociedad sin conflictos tal vez parezca la cúspide del racionalismo,
pero al mismo tiempo sería una sociedad dominada por un silencio sepulcral,
una máxima frialdad sentim ental y un aburrimiento sumo, además de estar
privada de todo dinamismo. Cualquier sociedad deseada, como la actual, no
enfrenta la tarea de eliminar los conflictos —una empresa imposible— sino
de regularlos, de someter las tácticas y estrategias de ellos a reglas que nunca
pueden considerarse perfectas. Estas reglas mantienen viva la tensión de los
conflictos en un nivel medio, como una llama que brinda calor, pero que no debe
ni crecer tanto que termine por devorarse a sí misma y a todo lo que está a su
alrededor, ni debilitarse a tal grado que ya no sea capaz de emanar calor o luz.
Un régim en que, como el parlam entario, supone este tipo de conflictos
moderados, ciertam ente exige a las personas que lo componen un grado de

con eficiencia m áxim a. El E stado dictatorial bien organizado sería la encarnación m ism a
de la razón, para decirlo de otra m anera.
Q uizá no se a ca su a l que u n a filosofía construida en to m o al concepto de la razón,
como la de K ant, por ejemplo, se h aya desarrollado al m áxim o en la época del absolutism o.
En el fondo de su corazón, el propio K ant adoptaba un a actitud m ás bien crítica hacia
la dictadura real. E sta dictadura m ism a, el E stad o de los H ohenzollern, no era ni por
mucho perfecta. S in em bargo, e l id eal de u n orden su jeto en form a por dem ás lógica a
leyes u n iversales que K ant encontró en la naturaleza y en el m undo m oral de los hombres,
segu ram en te se apoyó en m ucho en la im agen e sta ta l id eal del absolu tism o ilustrado,
representada en su ju ven tu d , por ejemplo, por Federico II de P rusia.
En cuanto al asp ecto som etido a deliberación en el texto, desde el punto de vista de la
razón clásica en realidad no existen los conflictos. Por lo tanto, tam bién K ant veía tanto
el reino de la n atu raleza como el de la m oral como ám bitos de m áxim a arm onía. H ubiera
podido a r g u m e n ta r qu e los con flictos ta l v e z se den en la rea lid a d de las rela cio n es
hum anas, pero que no los habría si todas las personas actuaran racionalm ente, si cada
quien obedeciera tanto las leyes del E stado como las de la naturaleza. Los conflictos son lo
anormal, perturbaciones en la convivencia entre los hom bres, la cual se m antendría Ubre
de fricciones y llen a de arm onía si realm en te cum pliera con los principios de la razón.
302 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

autocontrol, de dominio, que es difícil de lograr y que supera en mucho las


exigencias comparables del régimen dictatorial. A esto se refiere precisamente la
afirmación de que, dentro del proceso de civilización, el régimen multipartidista
representa un nivel más alto que la monarquía absolutista o la dictadura. Este
último tipo de régimen —si bien indudablemente también contribuye a formar
elementos de auto-coacción— se apoya, en última instancia, en la primacía de
las coacciones externas sobre las personales. Una de las características más
importantes del régimen parlamentario multipartidista es, por el contrario, el
mayor grado de autodominio que requiere. La coacción externa no desaparece;
está presente en todos los Estados. No obstante, el régimen parlamentario se
desintegra si se agrieta o rompe el sólido techo del autodominio, el cual impide a
todos los individuos participantes luchar contra sus adversarios haciendo uso de
la fuerza o violar las reglas del juego parlamentario. Si el autodominio se pierde
en la lucha política, el régimen multipartidista llega automáticamente a su fin
y es probable que se transforme en una autocracia dictatorial o monárquica.
Entonces desaparece la exigencia de contenerse de manera permanente en los
enfrentamientos con los adversarios. El sistema parlamentario multipartidista
se parece en este sentido a un partido de fútbol: tiene lugar un enfrentamiento,
pero de acuerdo con reglas estrictas cuya observancia también requiere un alto
grado de autodominio. Si la lucha se vuelve demasiado violenta y el partido de
fútbol se convierte en una riña comparativamente desordenada, deja de ser un
partido de fútbol. El autodominio de los jugadores cede entonces su función al
control externo, representado, por ejemplo, por la policía.
E ste ejemplo ta l vez cojee, pero llam a la atención sobre u n aspecto fundam en­
tal. Al igual que todas las sociedades, tam b ién los E stados ab so lu tistas, ya sean
m onárquicos o dictatoriales, tie n e n su s conflictos e stru c tu ra le s específicos. No
obstante, en la vida pública se m an tien en en tre bastidores. O ficialm ente reina la
arm onía en la vida de este tipo de Estados. E n los niveles bajos, los conflictos se
resuelven sim plem ente m ediante órdenes superiores —coacción ex tern a—, y los
que se d an en el nivel m ás alto de m ando se dirim en a p u e rta cerrada, sin tomar
en cu en ta a la opinión pública.91 Es posible que m uchos de los afectados estén
en terados de su existencia. Sin em bargo, no c u e n ta n con n in g ú n espacio en el
entram ado institucional. La ideología oficial del E stado tam poco los reconoce.
El hecho de que el régim en p arlam en tario m u ltip a rtid ista p lan te e exigencias
mucho m ás gran d es a la capacidad de autodom inio de los m iem bros de su orga­
nización e sta ta l que el régim en absolutista, es u n a de las principales causas por
las que el paso de u n régim en de este últim o tipo a otro del prim ero constituye
un proceso su m am en te difícil. M uchas de las p erso n as a qu ien es corresponde
el destino de p articip ar en ta l transición, no son capaces de h ac er fren te a estas

91. La inform ación sobre la s d ifere n cia s de opinión y los a n ta g o n ism o s q u e se d a n en los
niveles m ás altos, si acaso llega h a s ta la m a sa de la población lo hace en form a indirecta,
por medio de rum ores o chism es. E n térm in o s gen erales, la o lig a rq u ía de los E stados con
gobierno autocrático m u e stra u n fren te cerrado y hom ogéneo a los gobernados.
A p é n d ic e s 303

exigencias. Acostumbradas a relaciones simples de superioridad e inferioridad


de rango dominadas por coacciones externas, a una jerarquía en apariencia
armónica en que todos, excepto el gobernante supremo y generalísimo, reciben
órdenes de arriba y dan órdenes hacia abajo, la lucha entre los partidos inherente
al régimen multipartidista les parece irritante o induso intolerable. Hasta en
las mejores circunstancias, como lo he señalado, se requiere por lo común que
pasen varias generaciones en la vida de un pueblo, para que se lleve a cabo el
cambio en las estructuras de personalidad que posibilitará el funcionamiento
seguro de un régimen parlamentario multipartidista. En todos los países que
han experimentado un proceso semejante, ocurren oscilaciones institucionales y
civilizadoras típicas hasta que la sociedad, paulatinamente, logra ajustarse a un
desarrollo más equilibrado de las instituciones parlamentarias y las correspon­
dientes formas de renuncia a la violencia, o sea, del autodominio civilizador.92
De hecho desgarran los nervios los conflictos entre distintos grupos a plena
luz pública, en los que no se renuncia al uso de la violencia e incluso a las mani­
festaciones extremas de odio, a insultos verbales demasiado provocadores. ¿Pero
hasta dónde se podrá llegar antes de que los adversarios pierdan su autodomi­
nio, antes de que la lucha moderada de acuerdo con las reglas parlamentarias
se transforme en una riña, una revuelta, una interrelación caracterizada por
la escalada recíproca de violencia? ¿No constituirá el surgimiento de grupos
terroristas otro aspecto más del proceso largo y difícil, en cuyo transcurso,
una sociedad se va elevando desde un nivel anterior de civilización donde, en
cuestiones de política, sus miembros se reprimían por temor a la mano dura
del rey o dictador, hacia otro posterior, en que los integrantes serán capaces de
dominarse a sí mismos y de someterse a reglas del juego aceptadas por todos
y que incluyen el enfrentamiento con adversarios políticos, casi sin necesidad
de coacción externa?

19) Al afirmar que un régimen parlamentario m ultipartidista requiere


un grado más alto de autodominio que uno de tipo autocrático-monárquico o
dictatorial y que, en este sentido, constituye un nivel más alto de civilización,
simplemente se está expresando un hecho. Esto no implica de ninguna manera,
que la forma actual en que se resuelven los conflictos dentro de un régimen
de esta naturaleza sea la definitiva o ideal, como con frecuencia se afirma. La
configuración actual de los Estados parlamentarios multipartidistas constituye
un hito en el proceso de formación estatal y de civilización, el cual ha reducido

92. Si se interpreta la transformación de un régim en absolutista o dictatorial en uno de tipo


parlamentario sim plem ente como resultado de una decisión intelectu al a favor de una
forma más racional o libre de convivencia estatal entre las personas, pasando por alto la
problemática civilizadora relacionada con ello —como algunas teorías politológicas parecen
hacerlo— , resu lta n incom prensibles las dificu ltad es en fren tad as por las socied ades
contemporáneas en el camino que va de la constitución tribal tradicional a la integración
de una nación con gobierno parlamentario, o bien de un Estado dictatorial unipartidista
de larga duración aun Estado parlam entario m ultipartidista.
304 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

las desigualdades de poder entre gobernantes y gobernados y aumentado el


autodominio civilizador de ambos grupos. Sin embargo —para sólo destacar un
punto—, no hay por qué suponer que los conflictos centrales determinantes de
la formación de los partidos siempre vayan a poseer o tengan que mostrar el
mismo carácter que en la actualidad, o sea, el carácter de conflictos de clase o
entre sectores sociales. Otros conflictos también pueden servir de base para la
formación de partidos, aunque hoy se encuentren disfrazados y relegados a un
segundo plano a causa de la presión ejercida por los conflictos de clase; algunos
de ellos serían los que se dan entre hombres y mujeres, entre generaciones más
jóvenes y de mayor edad u otros de origen regional y étnico.
En términos muy generales, la idealización del régim en parlamentario
multipartidista provocada por el constante enfrentamiento en el ámbito de la
política exterior entre los Estados de este tipo y otros de gobierno dictatorial,
impide que se dé una discusión pública de los problemas estructurales que
reiteradamente provocan dificultades. Entre otros asuntos encubre, por ejemplo,
las dificultades que los miembros de las generaciones jóvenes tienen a veces para
asimilar las realidades peculiares del régimen parlamentario dentro del marco
de su proceso civilizador individual.93 La educación oficial sólo les trasmite, por
lo común, una imagen ideal estereotipada de lo que es la democracia. De las
circunstancias reales de la praxis parlamentaria se enteran, muchas veces con
cierto asombro, por experiencia propia. Este asombro y la experiencia de que la
praxis de los partidos no siempre coincide con el cuadro ideal de sus principios
influyó, probablemente en importante medida, en la estigmatización del Estado
por parte de los grupos de terroristas en la República Federal Alemana.
La ejecución práctica de un régimen parlamentario multipartidista obliga
a todos los involucrados a transigir constantem ente con su s adversarios.
Impone negociaciones en las que resulta ventajoso conocer la cuota de poder
exacta manejada por los interlocutores y estar dispuesto a hacer concesiones
de acuerdo con este conocimiento. Ahora bien, en todas las sociedades, pero
de manera particular en las industrializadas de carácter muy heterogéneo,
existen determinadas discrepancias entre los patrones de civilización de las
generaciones más jóvenes en ascenso y de las establecidas de mayor edad,
93. Entre las otras dificultades puede señalarse e l hecho de que e l n ivel del control emociona
logrado en el nivel parlam entario m ism o, con frecuencia e s m ucho m á s elevado que el
de la población m ás am plia, a la que los parlam entarios electos deb en rendir cuentas
de sus actividades. Por este motivo, entre otros, los regím en es parlam entarios actuales
se caracterizan por la discrepancia entre las luchas efectivas por el poder que ocurren
en el nivel del parlam ento y del gobierno, dentro de cauces relativam en te moderados, y
los cuadros ideales así como el carácter em ocional artificial de la s consignas y los lemas
presentados por los políticos a la población, por escrito y en su s d iscu rsos, los cuales
apelan mucho m ás a las em ociones. La gravedad del problem a se debe al hecho de que.
en las socied ades actu ales, los en fren tam ien tos p olíticos cum p len con frecuencia con
funciones sem ejantes a las de las luchas religiosas d el pasado. Con todo, esta s necesidades
emocionales influyen poco en el desarrollo efectivo de los enfrentam ientos parlamentarios
y en su distanciam iento de las em ociones personales.
A p é n d ic e s 305

como ya se ha puntualizado. En la vida política de los Estados multipartidistas,


estas diferencias se manifiestan, entre otras formas, en la tendencia de las
generaciones más jóvenes, en contraste con las de mayor edad, a favorecer
soluciones intransigentes y radicales para los conflictos agudos. En casi todos
los partidos se da la disparidad entre el carácter relativamente incondicional
de las demandas expresadas por las generaciones m ás jóvenes y la mayor
disposición de las de mayor edad a ^justar sus objetivos de acuerdo con el
equilibrio de poder, muy complejo en la mayoría de los casos, entre los distintos
partidos. A los ojos de los observadores —particularmente cuando se trata de
una generación más joven crítica, inteligente y perspicaz—, es fácil que este
tipo de concesiones parezcan traicionar los ideales y principios enarbolados por
un partido. El régimen de partido ya no parece ofrecer, en general, nada capaz
de despertar la simpatía o la esperanza de los jóvenes miembros de los grupos
de oposición. Es posible, una vez más, que este sentimiento haya cobrado una
intensidad comparativamente tan fuerte en la República Federal Alemana que
esté relacionado con las tradiciones peculiares de este país.
La renuncia a la violencia en el trato entre distintos grupos de interés trae
aparejadas ciertas formas de toma y daca que, en alemán, frecuentemente
sólo pueden describirse con palabras que producen cierto gustillo negativo.
El término feilschen, por ejemplo, suena mucho más desagradable que la voz
inglesa bargaining [negociar]. La acción incondicional, la lealtad absoluta
a los principios, la perseverancia libre de toda claudicación en las propias
convicciones son ideas que aún suenan muy bien en alemán. Concesión, por
el contrario, tiene un resabio mezquino. De nueva cuenta se trata de valores
militares profundamente arraigados en la tradición alemana de conducta y
percepción. El oficial no puede transigir en cuestiones de honor personal, del
honor de su patria, de su emperador, de su Führer. Desprecia a los comerciantes
que regatean y que terminan por ceder una que otra parte de su postura inicial.
El idioma alemán aún conserva muchas valoraciones propias de los siglos
autocráticos del pasado, valores de formas estatales y sociales anteriores que no
son compatibles con las condiciones dadas por la convivencia parlamentaria e
industrializada. Los vivos se comunican entre sí con un lenguaje que, en muchos
ámbitos, fue marcado por los muertos. De esta manera, los muertos se vengan
de los vivos por haber dado la espalda a sus cánones.
En efecto, las instituciones del régim en parlam en tario m u ltip artid ista adjudi­
can un alto valor, precisam ente, a cuestiones despreciadas por la tradición m ilitar.
Sustituyen el enfren tam ien to violento que, en ú ltim a in stancia, es cuestión de
vida o m uerte, por la negociación no violenta. La obediencia ab so lu ta h a c ia la
autoridad y los principios —la “fidelidad a los principios”— tien e que ceder a n te
la búsqueda del p unto medio, de sugerencias conciliadoras y tran sig en cias. Es
fácil ubicarse en u n paisaje en el que sólo existen prohibiciones y órdenes; esto
resulta mucho m ás difícil en u n lu g ar donde h a y que e x tra e r de la experiencia
cierta sensibilidad p a ra sa b e r h a s ta dónde es posible lleg ar en u n a situ ació n
306 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

dada y hasta qué punto hay que contenerse, zdel ejercicio del tacto a la hora
de tantear cuándo es posible avanzar y cuándo hay que ceder, figuran entre los
procesos más elementales del parlamentarismo, y todavía están muy lejos de
ganar un alto puesto en la escala de valores alemana. Para ello probablemente
se requerirán varios siglos de aclimatación.
CUARTA PARTE

EL COLAPSO DE LA CIVILIZACIÓN

l.En apariencia, el juicio contra Eichmann 1 fue individual. Intervinieron el


antiguo miembro de las SS como acusado y sus acusadores israelíes, un grupo de
testigos, entre ellos algunos supervivientes de los campos de concentración, y un
público internacional invisible que siguió de cerca y analizó las declaraciones de
ambas partes. No obstante, conforme las noticias al respecto recorrían el mundo
a lo largo de los meses introduciéndose en las conversaciones, los pensamientos
y los sentimientos de muchas personas en un gran número de países, pareció
convertirse en algo más que el juicio contra un individuo. Empezó a transfor­
marse en un pequeño hito: al igual que las dos guerras alemanas, sirvió para
incrementar el cada vez más amplio conjunto de experiencias que ponen en
duda el concepto que tenemos de nosotros mismos como sociedades civilizadas.
Lo que era en apariencia un suceso local, fue adquiriendo un significado mucho
más extenso y profundo.
No se desconocía el hecho de que los nacionalsocialistas habían agraviado a
los judíos. No obstante, antes del juicio contra Eichmann ya se había puesto a
funcionar la enorme capacidad humana para olvidar las cuestiones dolorosas.
sobre todo cuando estas afectan a otros y estos otros son, además, relativamente
débiles. El recuerdo de la forma en que un Estado moderno había tratado de
exterminar a una minoría odiada se había ido desvaneciendo cada vez más de

1- El texto que se p re s e n ta a continuación fue escrito en 1 9 6 1 - 1 9 6 2 , E n el o riginal en ingles


las referen cias al juicio de E ic h m a n n e s tá n en tiem po p re s e n te iN o ta del e d ito r de la
versión alem ana)
308 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

la conciencia de las personas. El juicio de Jerusalén lo volvió a sacar a la luz


del día. Ya no importaron las deliberaciones de si no hubiera sido mejor permitir
que se disipara el recuerdo de las víctimas y de sus asesinos, dejando a lo sumo
unas cuantas líneas ocasionales en algún libro de historia como único epitafio.
El recuerdo había vuelto. Y las circunstancias en las que esto ocurrió resultaron
muy ilustrativas.
En términos generales, las víctimas de la historia, los grupos vencidos ca­
rentes de poder, tienen poca oportunidad de que se les recuerde. Hasta la fecha,
el marco más importante para el recuerdo histórico es el Estado, y los libros de
historia siguen siendo en gran parte crónicas de los Estados. De tal suerte, el
recuerdo de los judíos asesinados fue reavivado por el nuevo Estado judío y sus
recursos de poder.
De esta manera, cobraron renovada fuerza las muchas preguntas a las que este
recuerdo da lugar. ¿Cómo era posible que unas personas hubieran sido capaces de
planear y llevar a cabo de manera racional —es más, científica al mejor estilo del
siglo XX—, una empresa que se presenta como una recaída en la brutalidad y la
barbarie del pasado? Dejando aparte las diferencias en el tamaño de la población,
hubiera podido ocurrir en la antigua Asiría o en Roma, si es que postumamente
les reconocemos a los esclavos la calidad de seres humanos. No hubiera estado
fuera de lugar en la sociedad feudal, cuando terratenientes guerreros reinaban
sobre la vida y la muerte de sus siervos, ni entre los cruzados, que saquearon y
quemaron a los judíos de su tiempo. Sin embargo, en el siglo XX ya no se esperaba
ver un fenómeno semejante.
E l principal problem a plan tead o por e sta m atan za, p erp e tra d a en nombre
de u n a nación co n tra los hom bres, las m u jeres y los niños de otro grupo, no
rad ica, si se m ira bien, en el hecho en sí sino en la incom patibilidad de este
hecho con las n orm as que se e stá acostum brado a considerar como caracterís­
ticas de las sociedades m ás d esarro llad as de la actualidad. Las personas del
siglo XX tie n d e n con frecuencia a in te rp re ta rse tá c itam e n te a sí mismas y al
tiem po en que viven como si sus norm as de civilización y racionalidad fueran
m uy superiores a la b ru ta lid a d del pasado o de las sociedades actuales menos
d e sa rro lla d a s. P ese a to d a s la s d u d as que p e sa n sobre la fe en el progreso,
e sta sigue m uy p re se n te en la im agen colectiva dom inante. No obstante, sus
sentim ientos al respecto son am bivalentes. E n ellos se m ezclan el amor propio y
el odio hacia sí mism os, el orgullo y el desconsuelo: orgullo de la extraordinaria
riqueza de invenciones que se h a dado en su época, de su espíritu emprendedor
y sus progresos h u m a n ita rio s; y desesperación a n te sus propias atrocidades
desprovistas de sentido. U n enorm e conjunto de experiencias les trasm ite la idea
de re p re s e n ta r el nivel m ás alto de civilización alcanzado por la humanidad,
m ie n tra s q u e o tra s, e n tre e llas u n a in te rm in a b le serie de g u erra s, nutren
la s d u d a s al respecto. El juicio co n tra E ich m an n y todo lo que sacó a la luz
p erten ecen a la seg u n d a categoría. De m a n e ra ineludible, a la vez personal
y au to rizad a, sirvió p a ra exhibir datos disponibles desde hacía tiempo. Ya no
fue posible a p a r ta r la vista. M uchas perso n as escucharon la terrible historia
El colapso d e l a civilización 309

que, en su transcurso, se fue revelando como si fuera por primera vez con
incredulidad horrorizada. Se resistieron a creer que tales cosas hubieran
podido ocurrir en una sociedad industrializada altamente desarrollada, que
hubieran podido ocurrir entre personas civilizadas. En ello radicó su dilema
fundamental y ahí se encuentra el problema del sociólogo.
La forma de manejar el problema que se impone es el postulado tácito de
que la obra destructora encabezada por Hitler constituyó una excepción. Los
nacionalsocialistas, podría argumentarse en este caso, representaron una
úlcera cancerosa en el cuerpo de las sociedades civilizadas. Sus acciones fiieron
las de unos dementes, en mayor o menor grado; derivaron del antisemitismo
irracional de unas personas particularmente malas e inmorales o bien, quizá,
de tradiciones y características peculiares del pueblo alemán. Todas estas
explicaciones presentan la matanza masiva fría y metódica, planificada, como
algo único. En circunstancias normales —este es su mensaje implícito—, tales
atrocidades no se dan en las sociedades más desarrolladas del siglo XX.
Las razones de esta índole nos protegen de la dolorosa idea de que algo
semejante pudiera repetirse, es más, de que tal irrupción de brutalidad y bar­
barie pudiera basarse en tendencias inherentes a la estructura de las modernas
sociedades industrializadas. Nos ofrecen cierto consuelo y, sin embargo, no
esclarecen el asunto. Es muy fácil identificar los aspectos históricos únicos
del proceso que desembocó en el intento de exterminar a los judíos en Europa.
Otros elementos, por el contrario, no son en absoluto de carácter único. Muchos
sucesos de nuestro tiempo indican que el nacionalsocialismo reveló, quizá en
forma extrema, ciertas condiciones de las sociedades contemporáneas, deter­
minadas tendencias de la acción y el pensamiento en el siglo XX, que también
se encuentran en otras partes. Al igual que las guerras m asivas basadas en
métodos científicos, la aniquilación organizada con detalle y planeada en forma
científica de grupos enteros de la población por hambre, gas o fusilamiento, ya
sea en campos de la muerte instalados de manera expresa o en guetos cerrados,
no parece salirse totalmente del marco de las sociedades mecanizadas de masas.
En lugar de consolarse con la idea de que los acontecimientos ventilados en
el juicio contra Eichmann hayan sido de carácter excepcional, sería más útil
analizar las condiciones propias de las civilizaciones del siglo XX, las condiciones
sociales, que favorecieron este tipo de atrocidades y que pueden favorecerlas
de nuevo en el futuro. ¿Cuántas veces —la pregunta se impone— tendrán que
repetirse estas bestialidades antes de que aprendamos a comprender cómo y
por qué ocurren, y antes de que los gobernantes muestren la capacidad y la
disposición de canalizar este conocimiento hacia medidas de prevención?
Todavía se tiende fácilm ente a confundir la necesidad social de exigir respon­
sabilidad individual a las personas por los daños y el dolor causados a otros, y la
necesidad social de en co n trar explicaciones sociológicas y ta m b ié n psicológicas
de cómo y por qué ocurrió el hecho. L a segunda necesidad no an u la a la prim era.
Ambas tienen su lu g ar en el curso del acontecer hum ano. A un de adjudicarse un
interés cen tral a la acusación h a y que en co n trar explicaciones; y el in te n to de
310 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

explicar no necesariamente equivale al de disculpar. El juicio contra Eichmann


levantó por un momento la cortinilla que suele cubrir el lado más oscuro de las
personas civilizadas. Asomémonos.

2) La determinación definitiva de destruir físicamente a todos los judíos, tanto


en Alemania como en los territorios conquistados, fue al parecer tomada por Hitler
y el círculo de sus más estrechos colaboradores en la dirección del Estado y del
Partido en septiembre de 1939, al poco tiempo de haber invadido Polonia.
Desde antes ya se había asesinado a algunos judíos en los campos de concen­
tración, además de realizarse ocasionales cacerías humanas contra ellos, que así
sufrieron la misma suerte que otras minorías perseguidas, como los comunistas,
los testigos de Jehová, los homosexuales o los pastores protestantes y curas ca­
tólicos. Sin embargo, durante este periodo el ataque no se dirigió principalmente
contra la vida de los judíos, sino contra la base de sus ingresos y su trabajo.
Antes que nada, se pretendió quitarles la mayor parte de sus propiedades
—empresas comerciales e industriales, casas, cuentas bancarias, joyas, obras
de arte o lo que fuera— y retirarlos de cualquier actividad profesional o de otro
tipo que los pusiera en contacto con la población no judía. Más o menos el uno
por ciento de la población total de Alemania eran judíos. Si bien formaban una
minoría, urbana en su mayor parte y concentrada en profesiones comerciales,
industriales y académicas, era muy reducida la ventaja económica que la to­
talidad de los alemanes podría obtener de estas medidas de expropiación. Con
todo hubo seguramente determinado número de familias alemanas que obtuvo
beneficios directos de estos abusos, como ocurre en cualquier transferencia
forzosa de propiedad y puestos de trabajo entre grupos sociales. La humillación
de los judíos dio gusto a un número mucho más grande de personas, y más aún
derivaron de ella la esperanza de un mejor futuro. En todos estos sentidos, la
persecución de los judíos tuvo un fuerte elemento de realismo y racionalidad.
Por lo demás, en aquel entonces los judíos aun podían abandonar Alemania con
vida si encontraban un Estado dispuesto a concederles asilo y si no se sentían
demasiado viejos para emigrar del país que consideraban su patria. Incluso se
les permitía llevarse algunos bienes personales, así como, durante cierto tiempo,
una cantidad limitada de dinero.
En retrospectiva tal vez parezca previsible la decisión tomada en 1939 por
los dirigentes del Estado hitleriano de asesinar a todos los judíos dentro de su
ámbito de poder. Sin embargo, en los años treinta, cuando los nacionalsocia­
listas tomaron el poder, todavía les resultaba completamente inconcebible a
la mayoría de las personas en Europa y los Estados Unidos que los alemanes
fueran capaces de asesinar a sangre fría a millones de hombres, mujeres y
niños. Por lo cual la élite nacionalsocialista tomó su determinación en el más
absoluto secreto. De su realización se encargó el Departamento de Asuntos
Judíos de la Gestapo, dirigido de 1940 a 1945 por el comandante de las tropas
de asalto Karl Adolf Eichmann, pero aunque ya fijada la meta, no se tuvo
claridad acerca de la mejor forma de alcanzarla. Conforme avanzaban los
El colapso d e la civilización 311

gentes occidental y oriental, era cada vez mayor el número de judíos apresados
por el dominio alemán, mas no existían modelos para el asesinato organizado
de varios millones de personas desarmadas. Por lo tanto, hicieron falta muchas
reflexiones y experimentos para encontrar los métodos más eficaces y econó­
micos de matanza. Se requirió un aparato administrativo cada vez m ás grande
para planear y controlar las distintas medidas tomadas para destruir a los
judíos. Cuanto más crecía este aparato, más se multiplicaron las fricciones y
los conflictos entre autoridades rivales.
La organización estatal nacionalsocialista se componía de una serie de seccio­
nes semiautónomas cuasi feudales al mando de sendos líderes de segundo rango,
hombres como Ribbentrop, Gctering, Himmler o Goebbels, cuyas dependencias
abarcaban todo el país. Cada una de estas secciones estaba a cargo de un sector
administrativo específico; el prestigio y el estatus del hombre situado a la cabeza
dependían de la utilidad que su sector tuviera para Hitler y el Partido. Puesto
que el equilibrio de poder entre estos líderes era inestable, cada uno de ellos,
al igual que el propio Hitler, desconfiaba de los demás. El ascenso de vino podía
acarrear la ruina del otro. El que estaba dispuesto a recurrir a la violencia y el
asesinato como instrumentos normales de la política no se libraría nunca del
temor de que otros pudieran hacer valer los mismos medios en su contra. Por lo
tanto, detrás de la eficiencia funcional en apariencia perfecta del Estado hitleria­
no, se revela un cúmulo extraordinario de tensiones, rivalidades, manipulaciones
de estatus y el desperdicio correspondiente de recursos y fuerza, dado que el
aparato dictatorial del Estado y los jefes rivales de los sectores administrativos
cuasi autónomos se mantenían unidos y bajo control, principalmente, por la
dependencia que compartían hacia su líder supremo y por un dogma común al
que se adhirieron con diferentes grados de ortodoxia.
Al igual que en otros muchos Estados dictatoriales, la policía secreta cons­
tituía una de esas formaciones y estaba incluida en el sector administrativo
de Himmler. Junto con todos sus ramales, ella representaba un órgano central
de las SS, el sostén principal de su poder. Desde fechas muy tempranas, los
líderes de las SS habían defendido una ortodoxia nacionalsocialista militante.
La decisión personal de Hitler de matar a los judíos fue apoyada enérgicamente
por ellos, lo cual significaba un incremento de su poder, en comparación con el
de las camarillas rivales de la corte de Hitler, que en primer lugar, se tradujo
en una enorme extensión del campo de actividades del Departamento para
Asuntos Judíos de la Gestapo. Como el exterminio sistem ático de los judíos
o bien, como se denominó oficialmente, la “solución final”, había sido desde
siempre uno de los objetivos primordiales de Hitler, hombres como Himmler,
Eichmann y sus subalternos, encargados de llevarlo a cabo, podían contar con
la simpatía y el apoyo del Führer. Esto fortaleció su posición y prestigio dentro
del Estado de entonces.
No obstante, se requirió de cierto tiempo para efectuar estas medidas.
Primero hubo que desarrollar recursos técnicos y administrativos adecuados.
Los pogroms, la forma tradicional de atacar a los judíos, habían caído en desuso
312 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

en Alemania, pero los nacionalsocialistas los resucitaron y, bajo la dirección de


las SS, los organizaron de manera más metódica y en gran escala. En 1941
cuando las tropas alemanas avanzaron hacia el Este, las SS mataron siste­
máticamente, junto con otras divisiones del Ejército a todos los judíos de los
que lograban apoderarse en las ciudades y los pueblos ocupados. Unos 32 000
judíos fueron asesinados en Wilna y 34 000 en Kiev, y un total de 220 000 en los
antiguos Estados bálticos. Dondequiera que se presentaran las tropas alemanas
en Polonia, Rusia y —con menos saña— en los Balcanes, se efectuaron cacerías
sistemáticas de judíos, matándolos en lo posible a todos.
No obstante, como método de exterminio, los pogroms públicos tenían sus
defectos: provocaban demasiados comentarios negativos, porque eran sucios,
fatigosos y no muy eficaces y algunos judíos siempre conseguían huir. A fin de
lograr el objetivo de la destrucción total, hacía falta una técnica de asesinato
masivo más limpia, menos pública y menos dependiente del azar. Se requería
una organización global capaz de tender una malla tan estrecha que ningún
judío de las regiones europeas ocupadas por los alemanes pudiera evadirse,
una estructura tan sólida que todos los pasos que tomara pudieran ser guiados
directamente desde el nivel directivo de la Gestapo y su Comité para Asuntos
Judíos, sin necesidad de la intervención de los oficiales de las fuerzas armadas u
otros extraños. Por lo tanto, los altos funcionarios de las divisiones de la Gestapo
responsables concibieron una nueva técnica de asesinar, menos complicada y
sucia, para complementar los métodos más antiguos de carácter militar, como
el fusilamiento, y diversas formas de violencia física directa. Al aplicarse de
manera correcta, la nueva técnica requería sólo un mínimo de violencia directa
y permitía matar a cientos de personas simultáneamente tan sólo con dar vuelta
a una llave, además de brindar a los funcionarios la posibilidad de dirigir y
controlar todo el proceso a distancia. Se trató de las cámaras de gas.
En comparación con los pogroms y otros procedimientos de tipo militar, esta
nueva forma de eliminación representó un avance en cuanto a eficiencia y buro-
cratización. Los experimentos realizados con gases tóxicos para desinfectar los
campos de concentración o para asesinar rápidamente a personas consideradas
no aptas para vivir por parte de los nacionalsocialistas ya habían sugerido esta
opción.2 Por lo demás, Hitler, quien fue víctima de ataques con gas en la primera
guerra mundial, recomendó el uso de gases tóxicos para matar en masa a los
judíos desde 1925, en M i lucha. Una vez efectuados algunos experimentos, las
primeras cámaras de gas auténticas fueron instaladas a fines de 1941 en un
campo de concentración cerca de Posen, a las que siguieron otras. Si bien la
matanza directa de tipo militar continuó, la carga principal de la política de
exterminio fue asumida por un pequeño número de campos de concentración
provistos de instalaciones especiales de las cuales no había ya escape posible. Las
cámaras de gas aceleraron el proceso de eliminación de los judíos procedentes
de toda la Europa ocupada, el cual se concentró en pocos sitios, facilitando el

2. Véase, con respecto a esto y lo que sigue G. Reitlinger, The fin al solution, Londres, 1953
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 313

c o n tr o l administrativo. Los judíos eran enviados a los campos que estaban


jjajo la supervisión directa del Comité para Asuntos Judíos de la Gestapo. El
incremento en competencia y prestigio logrado en esta forma, siguió provocando
fricciones en la relación con otros departamentos del aparato estatal. Pasó cierto
tiempo antes de que se desarrollaran no sólo la técnica material, sino también
las estrategias administrativas adecuadas para asesinar de manera eficiente
a cientos de m iles de personas. Las dificultades adm inistrativas, entre las
cuales figuró la cuestión de cómo determinar a quién debía considerarse judío,
fueron finalmente resueltas en una junta de los dirigentes más altos convocada
por el suplente de Himmler en enero de 1942. En ese encuentro se fijaron los
lineamientos definitivos para el exterminio de los judíos. Las atribuciones del
sector dirigido por Eichmann fueron delimitadas con mayor claridad y confir­
madas. Su comité se entregó a su tarea con todas sus energías hasta octubre
de 1944, cuando Himmler giró la orden —que no fue obedecida del todo— de
dejar de matar a los judíos y de mejorar las condiciones en los campos de la
muerte. En aquel entonces, la derrota de Alemania ya se perfilaba claramente.
Por lo visto, Himmler tenía la esperanza de que los aliados lo perdonaran si les
entregaba vivos a los restantes. A comienzos de 1945 declaró ante un grupo de
jefes de distrito austríacos que los judíos constituían su garantía más valiosa.
En resumidas cuentas, entre fines de 1939 y comienzos de 1945, de 9 a 10 000
000 de judíos cayeron bajo el dominio de la Alemania nacionalsocialista. Unos
5 000 000 murieron asesinados por fusilamiento, gas, hambre o en alguna otra
forma.

3) El propósito de exterminar en su totalidad a la población judía en los


territorios dominados por los alemanes se quedó a medio camino sólo porque
Alemania fue derrotada. No se trató, de ninguna manera, de la única regresión
a la barbarie ocurrida en las sociedades civilizadas del siglo XX; fácilmente
podrían enumerarse otras. Sin embargo, entre todas estas regresiones quizá
haya sido la más profunda. No existe otro ejemplo que ponga de manifiesto con
tal claridad la vulnerabilidad de la civilización, que recuerde tanto los peligros
inherentes a los procesos de crecimiento actuales y el hecho de que los procesos
de crecimiento y decadencia no sólo van de la mano, sino que estos últimos
pueden prevalecer sobre los primeros.
El concepto erróneo que, de entrada, se suele tener de la civilización, es una
de las causas de la lentitud con que se ha comenzado a reconocer el trato dado
a los judíos por los nacionalsocialistas, como síntoma de uno de los colapsos
más graves sufridos por la civilización en la historia europea reciente. Muchos
europeos opinan en apariencia que la conducta civilizada forma parte de su
naturaleza, más o menos de la misma manera que los aristócratas tácitamente
consideraban innatos su conducta y modales específicos. A veces los europeos
mismos se definen incluso, de palabra y pensamiento, como miembros de “razas
civilizadas”, a diferencia de las “no civilizadas”, como si la conducta civilizada
314 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

fuera un atributo genético de ciertos grupos humanos y no de otros. La idea de


que la civilización constituye una dote natural de las naciones europeas influyó
en cierta medida en el hecho de que, ante sucesos como la recaída abierta de
los nacionalsocialistas en la barbarie, muchas personas reaccionaran primero
con incredulidad—“eso no puede pasar en Europa”— y luego con asombro y
desconsuelo perplejo —“cómo fue posible que eso pasara en un país civilizado?”
La experiencia pareció dar la razón a las muchas voces que habían murmurado
acerca del inevitable ocaso de la civilización occidental, las mismas que ahora
se hicieron más fuertes y amenazaron con imponerse por completo a la fe
cada vez más incierta en el progreso eterno y la superioridad duradera de
esta civilización. En efecto, quien había crecido con la idea de que su propia
civilización superior era parte de su naturaleza o raza muy bien podía caer en
la desesperación y pasar al otro extremo al comprender, ya de adulto, que los
sucesos desmentían esta convicción halagüeña. Cualquier guerra representaba,
evidentemente, una regresión a la barbarie.
Sin embargo, hasta el momento, las guerras europeas habían constituido
regresiones relativamente limitadas. En términos generales, solían observarse
ciertas reglas mínimas de trato civilizado, incluso en relación con los prisioneros
de guerra. Con pocas excepciones, se conservaba un núcleo de dignidad que
impedía atormentar sin razón a los enemigos y conservar la identificación
esencial con estos como seres humanos así como con su sufrimiento.
Nada de ello se observa en la posición de los nacionalsocialistas hacia los
judíos. Por lo menos en un nivel consciente, los tormentos, el sufrimiento y
la muerte de los judíos no parecían ser más importantes para ellos que si se
hubiera tratado de moscas. Aunado al estilo de vida que las SS permitieron en los
campos de concentración y que ahí impusieron a los presos, el asesinato masivo
de judíos probablemente represente, como ya se ha dicho, la peor regresión a la
barbarie ocurrida en la Europa del siglo XX.
Podría suponerse que la g u erra movió a los nacionalsocialistas a tom ar estas
m edidas. Sin em bargo, ta l exterm inio, si bien ocurrió d u ra n te el conflicto y en
p a rte fue facilitado por este, tuvo poco que ver con su dirección. No fue u n a acción
m ilitar. E ich m an n y otros lo com pararon con la m uerte de los civiles japoneses
a c a u s a de la s p rim e ra s bom bas atóm icas e sta d u n id en se s. No obstante, los
japoneses h ab ían atacado a Estados Unidos; Pearl H arbor precedió a Hiroshima.
El ata q u e p erp etrad o por los nacionalsocialistas contra los judíos careció casi
por completo de la reciprocidad que, de acuerdo con la m anera de pen sar actual,
otorga cierto elem ento de realism o a la enem istad y la m atanza entre grupos que
se dan en las guerras. Su odio contra los judíos no era correspondido en la misma
m edida. A la m ayoría de ellos les h u b iera costado trabajo precisar por qué los
alem anes los tra ta b a n como a sus peores enemigos. El único sentido que podían
en co n trar en los sucesos d eriv ab a de sus propias tradiciones. H abían sufrido
persecuciones desde tiem pos inm em oriales. H itle r e ra u n nuevo H am an, el
últim o de u n a larg a serie, quizá u n poco m ás am enazante que sus predecesores.
El colapso d e la civilización 315

La utilidad m ilitar de los pogroms y las cámaras de gas era nula. Todos los
grupos étnicos de las regiones conquistadas de Europa representaban cierto
peligro para sus señores y opresores alemanes; el de los judíos dispersos no
era mayor. Su muerte no sirvió para desocupar tierras de cultivo para colonos
alemanes. No incrementó en absoluto el poder político de los nacionalsocialistas
en Alemania ni el de la Alemania hitleriana entre los demás Estados del mundo.
No cumplía ya tampoco con la función social que los ataques contra los judíos
habían tenido sin duda para los nacionalsocialistas, en medio de las tensiones
y los conflictos producidos entre los distintos sectores del pueblo alemán en las
luchas previas a la toma del poder de aquéllos. Ahora, su valor propagandístico
era más bien insignificante o negativo. No redituaba ningún tipo de beneficio
el considerable gasto de fuerza de trabajo y bienes materiales necesario para
transportar y matar a millones de judíos en los momentos culminantes de la
guerra, cuando ambos elementos adquirían cada vez m ás valor.
Entre más datos se conocen, más palpable se vuelve el hecho de que nuestras
explicaciones acostumbradas no son suficientes.

4) La pregunta de por qué al iniciar la guerra los dirigentes nacionalso­


cialistas decidieron aniquilar a todos los judíos al alcance de su poder, tiene
una respuesta sencilla y evidente. Sin embargo, casi podría decirse que esta
respuesta carece de sentido para muchas personas. La decisión de intentar
una “solución final del problema judío” no se tomó por ningún motivo de los
que normalmente calificamos de “racionales” o “realistas”, excepto dentro de
algunos contextos secundarios, como lo sería la consolidación de Himmler, de las
SS del Führer y de su fracción en la lucha constante por el poder sostenido en
la cima del Estado y del partido. Simplemente se trató de la realización de una
creencia arraigada de manera muy profunda y que desempeñó un papel muy
importante dentro del movimiento nacionalsocialista desde sus comienzos. De
acuerdo con esta, la grandeza actual y futura de Alemania y de la raza “aria” en
general, cuya encamación más alta era el pueblo alemán, requería de “pureza
racial”; para asegurar esta “pureza” concebida en términos biológicos, era preciso
expulsar y, de ser necesario, eliminar a los grupos “inferiores” y antagónicos
que pudieran peijudicar a esa raza mediante el mestizaje, y sobre todo a las
personas de origen judío.
Hitler y sus partidarios no ocultaron nunca que, en su opinión, los judíos
eran los peores enemigos suyos y de Alemania. No tenían necesidad de probarlo
porque estaban convencidos de que la naturaleza, el orden del mundo y su
creador lo habían decidido así. Creían que las características raciales naturales
de los judíos los obligaban a odiar y destruir al pueblo ario-alemán, considerado
superior a ellos, si se los dejaba. Por lo tanto, quien deseara salvar a la flor de
la humanidad, la raza aria, de la destrucción a manos de los judíos y de otras
razas inferiores, tendría que asumir el exterminio de los judíos como su tarea y
misión más nobles. Los discursos de Hitler y de muchos de sus subalternos así
316 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

como toda la bibliografía nacionalsocialista dan fe de la fuerza y consistencia de


esta doctrina. Ahí se podía leer que todas las desgracias sufridas por Alemania
incluyendo la derrota de 1918 y las disposiciones ignominiosas del Tratado de*
Versalles, se remontaban, en última instancia, a maquinaciones judías3. En
estos textos se explicaba cómo una conspiración suya impidió la recuperación
de Alemania después de su derrota; la forma en que irnos provocadores judíos
se dedicaron a sembrar de nueva cuenta la discordia entre Alemania y otros
países después de la primera guerra mundial, aunque la visita de Chamberlain
a Munich en 1938 desbarató sus proyectos; cómo los judíos de todo el mundo
reaccionaron a este fracaso con un grito de furia, redoblaron sus esfuerzos y en
1939 finalmente lograron unir, en beneficio suyo, a varias naciones vecinas en
la agresión contra Alemania. Todo esto se repitió una y otra vez con distintas
palabras. Poner fin a la conspiración de la raza judía fue el objetivo de Hitler
y del movimiento nacionalsocialista, y muchas veces lo declararon así. Desde
los primeros días de su inicio, esta meta encontró su expresión popular en
consignas como “¡revienta, Judea!”, o en las frases que prometían el gran
cambio “cuando los cuchillos hagan brotar la sangre judía”. Las amenazas
desenfrenadas y el ejercicio sistemático de la violencia física —en una socie­
dad en que muchas personas todavía se ceñían a las formas no violentas de
trato político— fueron dos de los factores más importantes a los que Hitler
finalmente debió su triunfo. La “pureza racial” de Alemania y la eliminación
de los grupos “inferiores”, sobre todo de los de origen judío, fueron desde el
principio puntos esenciales en el programa político de los nacionalsocialistas.
No obstante, evitaron realizar sus objetivos de manera demasiado concienzuda
mientras consideraron necesario tomar en cuenta los efectos que sus acciones
podrían tener en la opinión pública de otros países. La guerra acabó con estas
restricciones, ya que los gobernantes nacionalsocialistas tenían asegurada su
posición dentro de Alemania, como indiscutidos dirigentes de una nación en
estado de guerra. En estas circunstancias favorables, Hitler y sus colaboradores
más cercanos decidieron poner en práctica lo que creían y desde siempre
habían pregonado: aniquilar de una vez por todas a las personas de origen
judío, sin importar la religión que profesaran. Después de la guerra, Alemania
—y el imperio “pangermano” que se pretendía establecer— quedaría libre de
conspiraciones judías y del peligro de la contaminación de la sangre alemana
por la de ellos.
Por lo tanto, no resulta difícil responder a la pregunta de por qué en 1939
se eligió asesinar a todos los judíos: tanto esta decisión como su realización
derivaban directamente de una doctrina central del dogma nacionalsocialista.
Hitler y sus seguidores nunca ocultaron la enemistad total e irreconciliable
que sentían por ellos ni tampoco su deseo de exterminarlos. No sorprende que

3. Véase, por ejemplo, Dr. W. F. Kónitzer y Hansgeorg T rum it (comps.), Weltentscheidung in


der judenfrage. D er en d k a m p f nach 300 0 jah ren judengegnerschaft desdev , 1939
E l c o l a p s o d e l a c iv iliz a c ió n 317

finalmente hayan comenzado a llevar a cabo este deseo de eliminación, cuando


ya no creían correr mucho riesgo.
Lo que resulta algo sorprendente es que, durante mucho tiempo, fueran pocas
las personas, y sobre todo los estadistas en las naciones más importantes del
mundo, capaces de imaginar que los nacionalsocialistas fueran a hacer algún día
r e a l i d a d sus palabras. En aquel entonces —y todavía en la actualidad— existía
la tendencia muy común de subestimar los dogmas de carácter político y social.
S e los considera mera espuma, “ideologías” carentes de sustancia más allá de
los “intereses” de los grupos que las profesan, mismos que se definen de acuerdo
con el entendimiento que estos tienen de sí mismos. Según esta suposición, las
acciones y los objetivos de las unidades sociales se explican en primera instancia
a partir de los respectivos “intereses de grupo”; los objetivos y las doctrinas
expresas sólo sirven como explicación secundaria, en la medida en que son de
utilidad para aquellos intereses que muchas veces encubren.
Por lo tanto, muchos intentos de explicar el asesinato de millones de judíos
por los nacionalsocialistas parten de la expectativa de revelar un “interés”
realista al que esta medida servía. Se dedican a buscar causas susceptibles
de ser interpretadas en términos más o menos “racionales”, de remitirse a un
propósito “realista” que no se agote en la simple aplicación de un dogma. En
este sentido terminan por señalar, por ejemplo, su eliminación como posibles
competidores económicos y la creación de nuevas posibilidades de ingresos
para los miembros del Partido; la consolidación de la solidaridad entre los
propios seguidores, mediante la desviación de cualquier m anifestación de
descontento hacia un chivo expiatorio externo o; simplemente, la mejora de
las oportunidades de triunfar en la guerra mediante la aniquilación del mayor
número posible de enemigos.
Ciertamente no carece de justificación la sospecha de que algunos de
estos intereses “realistas” u otros semejantes, hayan servido para impulsar
la propaganda antisemita y explicar las medidas tomadas contra los judíos
durante la fase del ascenso nacionalsocialista al poder, así como posteriormente,
durante el periodo en el que Hitler ya formaba parte del gobierno pero aún no
lograba asegurar su poder. Sin embargo, hay pocos indicios de que la decisión
de matar a todos los judíos y los esfuerzos tenaces y costosos para llevarla a
cabo que coincidieron con el tiempo de la guerra, es decir, cuando el gobierno
nacionalsocialista ya estaba asegurado, se hayan basado exclusivamente en
“intereses realistas” de este tipo, en tomo a los cuales los dogmas antisemitas
sólo levantaban una cortina de humo ideológica. En última instancia, se tiene
que llegar a la conclusión de que el exterminio de los judíos no sirvió para
ningún propósito que pueda calificarse de “racional”y que los nacionalsocialistas
fueron movidos a intentarlo, sobre todo, por la fuerza y la firmeza de su misma
creencia en ello. Esta es la lección que ha de tomarse del suceso.
Con ello no se pretende afirmar de ninguna manera, que el significado
aparente de los dogmas profesados de carácter irracional constituya siempre un
318 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

factor primordial en las acciones de los grupos, sino sólo que hay circunstancias
en las que funge como un factor primordial de este tipo .4 Con bastante frecuen­
cia, los objetivos y las doctrinas expresas representan, cuando mucho, factores
secundarios de acción y tal vez sólo un arma o un velo ideológicos que sirven
para encubrir otros intereses subjetivos más específicos, los cuales calificamos de
“realistas” o “racionales” a falta de términos más precisos. En este caso, explicar
las acciones del grupo a partir de estos objetivos y doctrinas resulta engañoso
ilusorio o por lo menos muy incompleto. Sin embargo, en ocasiones, el objetivo
fijado por el dogma expreso del grupo en sí es lo que determina, más que ningún
otro elemento, el curso de sus acciones. Es posible que el dogma en cuestión
sea en extremo “irreal” e “irracional”, como solemos decir; en otros términos, es
posible que tenga un alto contenido de fantasía, de modo que la realización de
sus objetivos promete ion alto grado de satisfacción afectiva inmediata. En este
contexto llega a suceder que tal realización —en un sentido de realidad social
y también a plazo más largo— no brinde otras ventajas a quienes la llevan a
cabo que la de aplicar su dogma, o que incluso los perjudique. El intento de los
nacionalsocialistas de exterminar a los judíos pertenece a esta categoría. Fue
uno de los ejemplos más contundentes del poder que un dogma—en este caso,
uno de carácter social o, dicho de manera más precisa, de índole nacional-
puede ejercer sobre las personas.
Esta es la posibilidad para la que muchos contemporáneos de los años veinte
y treinta del siglo XX no estaban preparados, ni dentro ni fuera de Alemania.
Los conceptos que manejaban los indujeron en el error de pensar que los grupos
sociales —sobre todo los que ocupan el poder, entre ellos los gobernantes y esta­
distas de la Tierra—, por muy fantásticos que fueran sus dogmas profesados, a
la larga siempre se orientarían de acuerdo con la “realidad” dura y sus llamados
“intereses reales”; que, por muy rabioso que fuera su credo, por absoluta que
fuese la hostilidad que pregonaran, a fin de cuentas reconocerían el beneficio
de la moderación y conducirían sus asuntos de manera más o menos “racional”
y “civilizada”. Algo andaba muy mal, evidentemente, en un patrón intelectual
que impedía darse cuenta de la capacidad real para cometer atrocidades y
matar, propia de un movimiento-nacionalista cuyo programa otorgaba un peso
tan grande al ejercicio de la violencia y a la destrucción total de los enemigos,
y cuyos miembros constantemente hacían hincapié en el valor de la crueldad
y la matanza.
Por regla general no se examina a posteriori, a la luz de los sucesos que real­
mente ocurrieron, en qué estuvo errada su propia forma de pensar y de actuar
antes de los hechos. Si se analizaran en este sentido el sistema conceptual,
las disposiciones y las convicciones que dejaron a un número tan grande de
personas tan mal preparadas para reconocer acontecimientos como los campos

4. El problem a de qué tipo de dogm a de fe cum ple con esa función y en qué circunstancias,
rebasa el m arco de e sta investigación. No obstante, quizás incluso u n estudio restringid0
como el p re se n te p u e d a a y u d a r a verlo desde la p e rsp ec tiv a co rre c ta y a reconocer su
im portancia
E l c o l a p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 319

de concentración nacionalsocialistas y el asesinato masivo de los judíos, habría


que situar en el centro de la investigación el mencionado defecto fundamental
del entendimiento vigente de la propia civilización. Aquellos contemporáneos
no comprendían la civilización como un fenómeno que requiere de un esfuerzo
permanente para su conservación o mejora, basado en cierto conocimiento de
sus mecanismos funcionales. En cambio la interpretaron, de manera similar
al concepto de la “racionalidad”, como un atributo intrínseco de su propio ser;
convencidos de su propia superioridad natural, pensaron que una persona
civilizada lo sería siempre. Por ende, tanto en Alemania como en otras partes, al
principio pasaron por alto las doctrinas y los actos atroces de los nacionalsocia­
listas. Se les hacía inconcebible que, en un país civilizado, las personas pudieran
proceder en la forma cruel e inhumana anunciada por los seguidores del credo
nacionalsocialista, o bien actuar de acuerdo con lo que señalaban como deseable
y conveniente en nombre de su país. Cuando los miembros de una asociación
tribal, como los Mau-Mau de Kenya, se adhieren a un dogma que exige matar a
otras personas, el concepto en que se los tiene hace que se tome muy en serio la
posibilidad de que de veras cumplan lo que están diciendo y que se adopten las
medidas adecuadas de protección. Cuando algunos miembros de una sociedad
industrializada avanzada, como los nacionalsocialistas, se adhieren a un dogma
igualmente salvaje, la herencia conceptual induce al error de creer que se trata
de una “ideología” y que sus acciones no serán tan crueles como sus palabras.
Tal era la situación. La estructura mental de los observadores del acontecer
alemán con cierto nivel educativo, tanto antes como después de 1933, no les
permitió prever la posibilidad de una auténtica irrupción de barbarie entre
ellos. Contaban con determinadas técnicas para el manejo intelectual de las
doctrinas más brutales, cargadas estas últimas de más emociones y presentes
en algunos movimientos políticos. A Hitler y a sus partidarios los clasificaron de
“agitadores” cuya propaganda utilizaba a los judíos como chivos expiatorios, pero
no necesariamente creían todo lo que les achacaban. “En el fondo —parecían
pensar estas personas—, los líderes nacionalsocialistas saben, al igual que
nosotros, que muchas de las cosas que dicen son tonterías. Cuando las cosas
se pongan serias —suponían implícitamente— , esta gente pensará y actuará
igual que nosotros. Sólo necesitan sus discursos propagandísticos para llegar
al poder. Por eso lo hacen.” La doctrina fue vista como un medio para lograr
un fin racional. Se interpretaba simplemente como un instrumento concebido
por los dirigentes nacionalsocialistas para ocupar el poder. Además, en todo el
mundo, su meta de tomar el poder les iba a parecer sumamente “racional” a las
personas que lo ostentaban.
Por lo visto, tanto en aquel entonces como en la actualidad un gran número
de personas, entre ellas seguramente muchos estadistas, no comprendían en
absoluto las mentalidades distintas a la suya. Eran incapaces de imaginar que
un grupo perteneciente a un país civilizado pudiera adherirse seriamente a una
doctrina que no fuese civilizada por lo menos hasta cierto punto. Si algún credo
social mostraba ser inhumano, inmoral, indignante y notoriamente erróneo, les
320 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

parecía falso, un producto fabricado de manera intencional por líderes ambi­


ciosos que, por este medio, pretendían hacerse de adeptos entre las masas para
cumplir con intereses personales de otra índole. Tal vez estuvieran vagamente
conscientes de que la mayoría de las personas que dirigían el movimiento
nacionalsocialista tenían un nivel educativo relativamente bajo. Sin embargo,
en apariencia no les quedó del todo claro que el propio Hitler, y la mayoría de
sus colaboradores cercanos, estaban profundamente convencidos de gran parte
de lo que decían.
El abismo entre los niveles educativos superiores e inferiores sigue siendo
muy grande también en las sociedades industrializadas más avanzadas de
nuestro tiempo. El número de analfabetas ha disminuido y el de los “semiedu-
cados” ha crecido. Muchos de los aspectos que se consideran característicos de
la civilización del siglo XX portan el sello de esa brecha, un resultado de las
deficiencias de los sistemas educativos actuales, con todas las decepciones y el
desperdicio de habilidades que esto implica.
Entre los factores más o menos palmarios del movimiento nacionalsocialista
figuran los rasgos sociales peculiares de su élite. La mayoría de los líderes del
Partido eran de hecho “semieducados”. Se trataba de personas marginadas por
el orden establecido o que habían fracasado bajo este, lo cual no es nada raro
en un movimiento de este tipo, y consumidas además en muchos casos por una
ambición tan grande que les impedía tolerar o admitir sus propias deficiencias.
El credo nacionalsocialista, cuyo barniz pseudocientífico recubría un mito
nacional primitivo y salvaje, fue uno de los síntomas más extremos de la media
luz moral e intelectual en que vivían. El hecho de que no se sostuviera ante el
juicio de personas con un nivel educativo más alto y que no ejerciera atracción
alguna para estas, salvo muy pocas excepciones, debió ser uno de los motivos por
los que no supieron reconocer la seriedad de la doctrina misma y la autenticidad
de los sentimientos que aglutinaba. Pocos mitos sociales y sobre todo nacionales
de nuestro tiempo se encuentran libres de falsedades y elementos semejantes
de barbarie. La doctrina nacionalsocialista muestra en forma extrema, como en
un espejo deformante, algunos de sus aspectos comunes.
El hecho de que Hitler y sus secuaces hayan sido unos maestros de la si­
mulación y de la difusión de mentiras intencionales, de que sus declaraciones
contuvieran una gran dosis de odio, embuste e hipocresía, no era en absoluto
incompatible con su convicción de la verdad absoluta de su credo. De hecho, en el
nacionalsocialismo se reunieron muchas de las características de un movimiento
religioso con las de un partido político. Una de las primeras condiciones para
comprender lo que ocurrió es que se lo vea de este modo, como un movimiento
apoyado en una doctrina a la que tomaba muy en serio. Comenzó como secta;
su líder estaba firmemente convencido, desde el principio, de su apostolado
mesiánico, de la misión que habría de cumplir para Alemania. Lo mismo puede
decirse de muchos de sus seguidores. Cuando llegaron a la cima como de milagro,
en el momento más candente de una crisis muy prolongada, se volvió absoluta e
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 321

inquebrantable su certeza de que sus doctrinas eran ciertas, de que sus métodos
justificación y de que el logro de su cometido estaba predestinado.
te n ía n
Es comprensible que la magnitud de la regresión ocurrida bajo los nacio­
nalsocialistas les haya caído como rayo a muchos representantes de la antigua
élite culta. Detrás de las mentiras, los trucos propagandísticos y el uso metódico
de declaraciones falsas como arma contra los enemigos, no fueron capaces de
reconocer la seriedad con que los exponentes del movimiento creían en ideas que
a ellos les parecían dudosas o francamente absurdas. Tendieron a interpretar
también como propaganda o un medio deliberado para unir al pueblo alemán,
y no como una profunda convicción dotada de fuerza religiosa, al núcleo de la
doctrina nacionalsocialista, sobre todo su antisemitismo extremo y brutal.
El abismo aun presente en la actualidad entre las clases superiores “cultas”,
cuya forma de pensar rige su interpretación de los sucesos sociales, y la gran
masa de los “menos cultos”, cuya visión de estos acontecimientos es con fre­
cuencia otra muy diferente, una y otra vez hace que los primeros sólo tengan
una imagen deformada de estos últimos. Muchas personas “cultas”, que habían
crecido con la suposición tácita de que en las sociedades europeas la conducta
civilizada se reproduciría sin ningún esfuerzo de su parte, estaban muy mal
preparadas para la próxima quiebra de esta civilización. Es posible apreciar con
mayor claridad el por qué, si se abordan algunas de las condiciones nacionales
que brindaron su oportunidad a los nacionalsocialistas.

5) El ascenso del movimiento nacionalsocialista y de su doctrina es inex­


plicable si el análisis se limita, como con frecuencia sucede, a las condiciones
que regían en Alemania en ese momento. Enseguida llaman la atención ciertos
fenómenos a corto plazo que favorecieron este ascenso, como la dura crisis
económica alrededor de 1930 y la lucha de clases agravada por ella, los cuales
han sido examinados por la bibliografía especializada. No obstante, si se han
de entender las condiciones que hicieron posible su peculiar triunfo, hay que
contemplar, antes que nada, el patrón establecido por la evolución alemana a
largo plazo. He escuchado con frecuencia la pregunta de por qué la regresión
más fuerte a la barbarie ocurrida hasta la fecha en un Estado nacional muy
industrializado tuvo lugar precisamente en Alemania. Es posible hacer caso
omiso, como productos de la imaginación, de las explicaciones parecidas a las
que usaban los nacionalsocialistas, o sea, la noción de que algún elemento propio
de la “naturaleza” de los alemanes, una herencia “racial” o biológica, ocasionó
el curso de los acontecimientos. Por lo tanto, hay que buscar la respuesta de
manera consecuente en el ámbito que, en forma bastante deficiente, denomina­
mos con el término “histórico”, es decir, en la sociología evolutiva, en la evolución
de Alemania como sociedad.
Este tipo de problemas no se estudia con frecuencia, y si bien la evolución
alemana ofrece de facto muchos puntos de partida para la explicación, en su
mayoría no se han aprovechado. Sigue pendiente la tarea de indagar en forma
322 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

sistemática, cuáles fueron los factores de la evolución alemana a largo plazo, así
como del llamado “carácter nacional” alemán, que influyeron en el surgimiento
de los nacionalsocialistas. En vista del estado actual del conocimiento de estos
procesos de larga duración, lo único que puede hacerse es diseñar una teoría
proponer una hipótesis consistente. Quizá debería adelantar también que, en la
mayoría de los casos, no son específicos de Alemania estos factores evolutivos de
largo plazo, sino su concurso en el tiempo y los patrones que de ello resultaron.
Empecemos con algunas características específicas de los territorios pobla­
dos por los alemanes que figuran sin duda entre las condiciones permanentes
de la evolución del país. Tanto al oeste como al este del Elba, los territorios
alemanes eran difíciles de defender, de manera semejante a los polacos, pero
diferente a los de otros grupos cercanos. Además, el fundamento inicial del
Estado nacional alemán, el primer imperio gobernado por emperadores alema-
nes, era muy extenso. Las enormes dimensiones de los territorios considerados
como alemanes por la población fueron sin duda uno de los motivos por los que
primero el Estado unificado dinástico y luego el nacional, tuvieron un desarrollo
más lento, ya que cada uno de ellos se hizo realidad en una fecha posterior a
la de otros Estados dinásticos y nacionales de Europa, cuyo punto de partida
había sido más pequeño.
La pluralidad y la extensión de las distintas regiones del primer imperio
alem án y la correspondiente intensidad de las fuerzas centrífugas tuvo
como consecuencia que, a lo largo de los siglos, los alemanes lucharan unos
contra otros, que sufrieran una desunión permanente y que, por lo mismo,
se mantuvieran relativamente débiles e impotentes mientras la unificación
y centralización de algunos Estados vecinos avanzaba de manera constante.
Todas estas circunstancias dejaron profundas huellas en la imagen que los
alemanes tenían de sí mismos y las que otros pueblos tenían de ellos. Aquí se
encuentra el origen de su fervoroso anhelo de unificación, el leitmotiv que ha
resurgido una y otra vez al pasar Alemania por situaciones críticas, desde que
el equilibrio precario entre fuerzas centrípetas y centrífugas se inclinó a favor
de estas últimas. No cabe analizar aquí cómo han de explicarse estos aspectos
de continuidad en la imagen nacional o en actitudes y convicciones recurrentes,
ni la forma en que se trasmiten de generación en generación. El hecho es que
influyen en la evolución de las naciones, muchas veces a despecho de los factores
discontinuos y las transformaciones que los métodos historiográficos actuales
colocan en el primer plano.
Las experiencias acumuladas de disgregación y la imagen correspondiente
que los alemanes tenían de sí mismos como personas incapaces de convivir
sin discordia y controversias se expresó, además, en el anhelo de un soberano,
un monarca, un líder fuerte apto para llevarlos a la unificación y la unión. En
cuanto elementos de la imagen que los alemanes tenían de sí mismos, estos
rasgos complementarios —el miedo a la propia incapacidad de convivir en
paz y el deseo de una poderosa autoridad central que pusiera fin a las desave­
nencias— con el tiempo cambiaron de características y función. No obstante,
El c o l a p s o d e l a c iv il iz a c ió n 323

junto con otros patrones persistentes de la tradición dogmática y conceptual


alemana, pusieron las bases para su inclinación a reaccionar siempre de una
manera específica a la experiencia traumática de la discordia interna; al hondo
sentimiento de que, por su naturaleza, los alemanes habrían de permanecer
desunidos, de no aparecer entre ellos un hombre fuerte, emperador o líder, que
los supiera proteger tanto de sí mismos como de sus enemigos.
En el pasado reciente, esta sensibilidad más desarrollada de los alemanes
hacia sus luchas y disensiones internas se manifestó como aversión contra la
democracia parlamentaria, la cual producía un sinfín de tensiones y conflictos
entre los distintos partidos. Los Estados parlamentarios de partidos sólo fun­
cionan entre personas que han aprendido, más o menos, a tolerar y manejar las
fricciones entre ellas, y a las que la rivalidad controlada entre varios partidos
causa satisfacción o incluso placer, pues es considerada como algo que brinda
orientación y sentido a las ambiciones personales y da sabor a la vida. Para
muchos alemanes, según sus tradiciones de pensamiento y conducta, los con­
flictos y las disputas entre las clases sociales y el enfrentamiento parlamentario
entre los partidos políticos resultaron afectivamente repulsivos e incluso intole­
rables, pues no contaban con modelos tradicionales propios que les mostraran
hasta dónde podían llegar en las discusiones o qué concesiones podían hacer
sin traicionar sus convicciones. Debido a que carecían de reglas sólidas bien
asimiladas para dirimir las luchas y las concesiones, temían tácitamente que,
de quedar abandonados a sí mismos, sus conflictos se salieran de control y que
ellos o sus adversarios cayeran en el desenfreno o la corrupción.
El deseo del control externo por parte de un gobernante fuerte, el cual solía
hacerse más intenso en las situaciones de crisis, estuvo estrechamente ligado
con los criterios de autodominio inciertos trasmitidos a los alemanes por su
tradición. En los años veinte y treinta del siglo XX todavía se escuchaban frases
como: “Sin monarquía irrumpe la anarquía.” Muchas personas muy cultas y
leídas afirmaban, con sonrisa profétíca: “Puede que la democracia parlamentaria
les funcione muy bien a los estadunidenses e ingleses, pero a nosotros no nos
sirve, es contraria al carácter alemán. Necesitamos a un hombre fuerte que
mantenga la disciplina y el orden.”Todavía pensaban en la unión tal como los
alemanes la soñaban desde hacía siglos: una unión absoluta desprovista de
cualquier rastro de disensión.
Si bien el deseo de la unificación y la unión perfectas se refería ahora a un
marco muy distinto, el de un Estado nacional altamente industrializado, perduró
en él, como leitmotiv recurrente del sentimiento nacional, el anhelo de la unión
ideal que había echado raíces a lo largo de los siglos, durante los cuales los
emperadores alemanes fueron débiles, y el gran número de príncipes alemanes,
fuertes. La aversión con que amplios sectores de Alemania contemplaban el
“desbarajuste de los partidos” no fue más que la continuación de la antipatía
que les había despertado el “particularismo estatal”, la división del Imperio
entre docenas de unidades estatales antagónicas. Durante muchos siglos, un
gran número de alemanes había soñado con un emperador, un príncipe, un
324 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

monarca hereditario que salvara a su nación desdichada y dispersa. En las


condiciones distintas de los años veinte y treinta del siglo XX, un gran número
de alemanes soñaba con el líder fuerte por antonomasia, fuera aristócrata o no;
como habría de demostrarse, los aristócratas como clase social, ya no tenían
nada qué hacer. Entonces, los elementos continuos de la tradición nacional de
pensamiento y conducta, ubicados dentro de la “mística nacional” y reforzados
por la repetición de experiencias nacionales sim ilares, se constituyeron en
poderosos determinantes de la acción en cualquier momento, y el anhelo de
unión, que en otro tiempo se expresara en el sueño de Federico I Barbarroja,
se transformó conforme cambiaban las circunstancias, adhiriéndose a las
figuras de otros líderes. El hasta ahora último en la serie, fue el hombre fuerte
cuyo advenimiento había sido preparado por muchos alemanes en el ocaso
de la República de Weimar, con la esperanza de que pusiera fin a algo que
consideraban repugnante e intolerable: la lucha de los partidos en el ámbito
nacional, y también las injusticias económicas y políticas cometidas contra la
nación alemana por sus enemigos, según su punto de vista, tanto en 1918 como
después de esta fecha.
No obstante la visión de Alemania como una potencia particularmente fuerte
y en potencia peligrosa que hoy en día prevalece entre las naciones del mundo,
desde los siglos XV y XVI hasta la segunda mitad del XIX, fue considerada
más bien débil, tanto dentro como fuera del país. La debilidad política del
imperio alemán durante ese tiempo y la fuerza relativa de algunos de sus
Estados integrantes, podría suscitar la impresión de que no debe hablarse de
la existencia de una sola Alemania antes de 1871. Sin embargo, hasta donde
puede apreciarse, los alemanes en ningún momento dejaron de sentirse tales
y siempre han sido percibidos así por los ciudadanos de otras naciones, fuesen
originarios de Prusia, Hanóver, Baviera o cualquier otra parte del imperio.
Sin embargo, la imagen que ellos tenían de sí mismos siguió profunda­
mente marcada por esta debilidad de siglos, y este conjunto, su identificación
permanente como alemanes y la relativa debilidad del país, reforzó el carácter
de ensueño de esta imagen así como el aura de irrealidad que muchas veces la
rodeaba. Ello fomentó la tendencia a construir una visión ideal de Alemania, un
arquetipo colectivo de carácter más idealista y alejado de la sucia realidad que
el de casi cualquier otra nación. Además, las mismas circunstancias influyeron
fuertemente en las contradicciones y las fluctuaciones típicas del sentimiento
nacional de los alemanes. Su tradicional sensación de inferioridad con respecto
a los otros Estados europeos y su resentimiento por la mortificación que con
frecuencia vinculaban a ella, encontraron su contraparte en la acentuación
extrema de su propia grandeza y poder después de 1871. Las o s c i l a c i o n e s
que sufrió el amor propio de Alemania al finalizar las dos guerras mundiales
del siglo XX, muestran un patrón semejante. Es posible que la imagen que
una nación tiene de sí misma varíe considerablemente de una generación y
de una clase social a otra. Con todo, cuando se la compara con las imágenes
E l c o la pso d e l a c iv iliz a c ió n 325

correspondientes de otras naciones, su carácter continuo y las peculiaridades


en la evolución de cada una de ellas se reconocen muy claramente.
El uso de la palabra Reich en Alem ania es otro ejemplo de este tipo de
continuidades.5El equivalente inglés y francés, empire, indicaba en estos países
la evolución paulatina de los antiguos reinos dinásticos. En Alemania, la palabra
Reich señalaba algo perdido, el gran Imperio del pasado que los alem anes
guardaban en la memoria. Términos como este mantenían vivo el recuerdo, y las
formas de gobierno posteriores se presentaban como renovaciones del antiguo
Imperio. La gran atracción ejercida sobre muchos alemanes por el ideal de un
“III Reich”, revela la fuerza que aun conservaba el recuerdo del Reich antiguo,
del “I Imperio”, como símbolo de la grandeza perdida de Alem ania, el cual
formaba una parte esencial de su propia imagen.
El perfil selectivo de su historia, que integraron a su imagen nacional colecti­
va, poseía una estructura diferente al de la mayoría de las naciones grandes de
Europa. Alemania comenzó como un reino extenso y poderoso que poco a poco fue
perdiendo su cohesión y se encogió, a despecho de algunos impulsos en contrario,
y no volvió a lograr vina forma cercana al Reich ideal hasta muchos siglos más
tarde, en 1871, después de la mayoría de las demás naciones europeas, pero
en otro nivel y en una escala menor. Este Estado nuevo, por fin unificado, se
convirtió durante breve tiempo en una gran potencia europea, como muchos
alemanes lo habían soñado, pero en 1918 sufrió otra derrota, seguida, en opinión
de muchos, por un periodo de decadencia, la República de Weimar. Dentro de esta
imagen colectiva histórica, el idealizado III Reich procuró romper por tercera vez
el hechizo que, al parecer, impedía a Alemania alcanzar la grandeza que merecía.
Fue el último intento, y en muchos sentidos el más desesperado, de restablecer
el Reich soñado durante siglos, el que siempre había terminado por eludir a los
alemanes. Al igual que en las ocasiones anteriores, trajo otra reducción más de
su territorio y la división del país en dos mitades desiguales.
Los franceses, los ingleses y también los rusos tenían más tiempo de vivir
dentro del contexto de un Estado unido y, hasta hacía poco, habían experimen­
tado esencialmente procesos de expansión, cada uno a su manera. Pero, durante
la mayor parte de su historia, Alemania fue no sólo un Estado débil sino cada
vez más pequeño; su división más reciente en dos partes sólo constituyó el
último eslabón en toda una cadena de sucesos sem ejantes. Una y otra vez
se habían separado del cuerpo principal del Reich, por medios violentos o
no, distintas regiones cuyos habitantes hablaban una variante del alemán y
que, en algún momento, habían formado parte del imperio alemán, como los
Países Bajos, Flandes o partes de Suiza y Austria. En la alta edad media, el
imperio alemán se extendió hacia Oriente, pero aunado a este primero y pode­
roso impulso de colonización y expansión, vivió un proceso de desintegración
creciente. La ruptura en la evolución lingüística entre el medio alto y el alto

5 Véase el articulo "Reich" en la enciclopedia Geschichte, W aldcmar B esson (comp.), F ischer


Verlag, Frankfurt del meno, 1 9 6 1 ,1 24.
326 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

alemán moderno fue sintomática de la ocurrida en toda la tradición conductual


alemana, ocasionada por el desplazamiento de los centros de poder de las
regiones occidentales y meridionales más antiguas, a las orientales colonizadas
en fechas más recientes. Durante la primera mitad del siglo XVII, Alemania
se convirtió en el campo de batalla de Europa. En muchos sentidos, la línea
evolutiva alemana fue probablemente más perturbada que la de cualquier
otro país grande de Europa. Basta una revisión somera para sacar a la luz
los efectos de este desarrollo alterado sobre las tradiciones conceptuales, de
conducta y la imagen colectiva alemanas.

6) Como quiera que se mida al orgullo nacional y a la propia estimación


colectiva de los alemanes, siempre fueron más frágiles que los de pueblos como
el inglés o el francés, que tuvieron un desarrollo más sostenido y fluido.
Sobre todo en Inglaterra, cuya evolución del Estado dinástico al nacional
sufrió muchas menos interrupciones en comparación con otros países, el orgullo
y el amor propio nacionales adquirieron una solidez y una estabilidad extraor­
dinarias a lo largo de los siglos. Si una serie de estudios de caso examinaran la
relación entre los patrones de desarrollo de las distintas sociedades estatales
en su conjunto y los de sus tradiciones dominantes de conducta y conceptuales,
en una escala hipotética, Inglaterra constituiría prácticamente las antípodas
de Alemania. En ambos casos, como resulta típico en las naciones donde, en
general, los ciudadanos crecieron con ideas muy exageradas respecto al valor y a
la importancia de su nación, si se las mide de acuerdo con una apreciación sobria
basada en los hechos, su orgullo real por sus logros y peculiaridades nacionales se
fue transformando imperceptiblemente en una jactancia de hazañas y atributos
exagerados o de plano imaginarios, en un orgullo nacional desmesurado basado
en la fantasía colectiva de ser más grandes y mejores que los demás pueblos del
mundo. No obstante, para bien o para mal, en Inglaterra, tanto el orgullo nacional
realista como el desmesurado estaban tan firmemente arraigados que los propios
ingleses podían burlarse de ellos y aceptar, dentro de ciertos límites, que otros
se rieran o burlaran también. Mientras, en Alemania, la conciencia nacional
se sentía relativamente insegura y vulnerable ante ambos tipos de orgullo y
burlarse de cuestiones tocantes a esto era tabú, a menos que la intención fuera
ofender. Cuando el orgullo nacional alemán entraba en juego, se convertía en
un asunto solemne y muy serio. Los alemanes, por inseguros, se mortificaban
muy fácilmente, eran dados a sospechar que los tenían en menos y casi parecían
esperarlo, por lo que tendían a indignarse por ello, con o sin razón, y a responder
poniendo un énfasis particular en su superioridad. También su apreciación de
sí mismos oscilaba entre los extremos de una estimación demasiado baja o bien
muy alta. La imagen colectiva inglesa también tuvo sus movimientos pendulares
y contradictorios, pero eran leves en comparación con aquellos.
A l i g u a l que en o tras naciones, la im agen colectiva de lo s ingleses c o n te n ía
visiones id e a liz a d as del pasado, p re se n te y fu tu ro nacionales. Su “ideal del
nosoti'os:’ le decía a l inglés en p articu lar qué era inglés y qué no, qué s ig n ific a b a
E l c o l a p s o d e l a c iv il iz a c ió n 327

serlo y cómo había que ser. Pero este ideal no era inalcanzable, sólo imponía
a los educados conforme a él, el deber de adoptar cierta conducta prescrita
para los ingleses, al mismo tiempo que les adjudicaba un premio: la conciencia
orgullosa y placentera de estar actuando conforme a su ideal, un ideal que no
estaba demasiado separado de las realidades nacionales.
El patriotismo inglés no era romántico, aunque de forma semejante a los
alemanes, los ingleses buscaron con frecuencia plintos de apoyo en el pasado;
hasta hace poco, el pasado y el presente coincidieron en la imagen que tenían
de su país. El pasado no era considerado por ellos muchísimo mejor que el
presente, no descollaba como un periodo de grandeza perdida para siempre,
como un ideal inasequible que hacía verse pequeño al presente. Gracias a la
continuidad ininterrumpida de una tradición firme pero relativamente flexible,
el pasado se fundía con el presente en la imagen que el inglés tenía de su país y
del ser inglés. Por haberse adaptado lentamente a las condiciones cambiantes,
esta imagen ofrecía al individuo una idea bastante clara de su identidad, así
como líneas de conducta igualmente claras con respecto a lo que un inglés debía
hacer en casi todas las situaciones de su vida
Resultaba mucho menos claro qué era lo alemán y qué no, lo que significaba
ser alemán y cómo debía ser un alemán, pues, en comparación con la imagen
que el inglés tenía de sí mismo, el alemán sólo tenía una idea vaga de su país y
de sus características nacionales. No existía un way oflife, un estilo de vida, que
de pensamiento y palabra se considerara específicamente alemán. En todo caso,
lo específicamente alemán era un particular “concepto del mundo”. Se sabía, se
percibía que tenía mucho valor ser alemán, pero permanecía bastante vago en
qué radicaba ese valor, las opiniones al respecto diferían mucho. En el pasado,
cuando el país era débil, el orgullo nacional de las clases medias alemanas en
ascenso se basaba principalmente en los logros comunes dentro de los ámbitos
de la ciencia, la literatura, la filosofía y la música, en una palabra, en la “cultura”
alemana. Más adelante, al hablar del valor de lo alemán se hacía referencia
más a sentimientos comunes y no tanto a hazañas compartidas, mucho menos
a logros que tuvieran significación más allá de las fronteras alemanas, para la
humanidad entera.
La imagen colectiva alemana prácticamente no servía para orientar al indivi­
duo en sus decisiones personales. No estaba vinculada con un canon de conducta
concreto que proporcionara al individuo —como lo hacía la imagen colectiva
inglesa— un criterio bastante firme, integrado a su conciencia misma, de acuerdo
con el cual podíajuzgar a otros y a sí mismo. Entre la gran mayoría de los alemanes,
la conciencia nacional afloraba principalmente en las manifestaciones masivas y,
sobre todo, en las crisis y en situaciones de peligro como las guerras. Por lo tanto,
en la vida cotidiana estaban menos conscientes de ser alemanes —aunque no lo
fueran menos— que los ingleses en su condición de tales. Para oídos alemanes,
la simple palabra “Alemania” estaba cargada de asociaciones extraordinarias, de
un carisma que rayaba en lo sagrado. En la vida normal, el hecho de ser alemán
Aplicaba pocas obligaciones, excepto frente a los gobernantes y a otras personas
328 N o r b e r t E lia s | Los A l e m a n e s

de autoridad. Por lo demás, era posible entregarse mucho más a los impulsos
espontáneos personales, fueran amistosos, hostiles o de cualquier otro tipo.
El orgullo del inglés y las obligaciones que asumía como tal se ponían de
manifiesto tanto en situaciones comunes como en las extraordinarias. En este
caso, el orgullo nacional estaba ligado a una especie de amor propio; ya sea en
la vida cotidiana o en situaciones de excepción o extremas, había cosas que un
inglés podía hacer y otras no. Se movía de acuerdo con un canon de conducta
pormenorizado dividido de acuerdo con las clases sociales y lo bastante uniforme,
a pesar de todo, para servir de rasgo distintivo colectivo que permitiera a los
ingleses reconocerse mutuamente. Las coacciones bien delimitadas impuestas
por este canon se convirtieron en cierta forma en una segunda naturaleza, en
parte de la conciencia y del ideal individual del yo.
Al igual que los miembros de otros grupos nacionales, los ingleses tuvieron
una y otra vez problemas para cumplir a la perfección con sus reglas colectivas
y con las normas correspondientes integradas a su propia conciencia, a su ideal
de cómo debía conducirse un inglés. No obstante, su canon, el ideal nacional
mismo, tomaba en cuenta la insuficiencia humana. Dejaba cierto margen tanto
a desviaciones tipo como a excentricidades individuales. El margen disponible
para tales desviaciones, el espacio entre la conducta formalmente exigida y la
que informalmente se toleraba, la medida en que era posible fallar al propio ideal
sin menoscabo del amor propio ni de la estimación de los compatriotas, estaba
delimitado con gran exactitud en cualquier momento y dentro de un sector social
específico. En resumen, la imagen ideal que los ingleses tenían de sí mismos era
un poco exagerada, pero no demasiado, no resultaba imposible hacerle justicia.
Siempre se tenía la sensación de que Inglaterra, tal como era, aun dejaba mucho
que desear. Se expresaban quejas sobre sus deficiencias y se opinaba que esto o
aquello había sido mucho mejor antes o debía mejorar bastante en el futuro. No
obstante, a fin de cuentas, la vida real en el país rara vez se quedaba muy atrás
de lo que los ingleses consideraban como correcto y debido. Y puesto que por lo
general no exigían la perfección, convivir les costaba menos trabajo que a los
alemanes, siempre y cuando las coacciones inglesas altamente desarrolladas, con
todos sus matices y gradaciones referentes a las distintas situaciones, estuvieran
bien integradas en una persona. Acostumbrados desde niños a contemplar las
debilidades humanas con cierta tolerancia, admitían la posibilidad de que ni
siquiera los ingleses fueran perfectos.
El ideal, el canon a le m á n de conducta, no h a c ía concesiones a las insufi­
ciencias y debilidades h u m an as. Sus exigencias e ra n in tran sig en tes e incondi­
cionales, sólo la conform idad to tal con sus norm as proporcionaba satisfacción.
D urante los siglos de gobierno absolutista, los alem anes h abían desarrollado un
deseo tácito de ideales, doctrinas, principios y norm as nacionales que pudieran
ser obedecidos en form a total. Sólo se adm itía el todo o nada, era u n imperativo
categórico. No obstante, puesto que los seguidores del ideal nacional alem án sólo
le en co n trab an sentido a él, lo vivían como objeto de orgullo y por ende como
fuente de profunda satisfacción; y si e stab an convencidos de su perfección, de
El c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 329

su validez total y absoluta, nunca le podían hacer justicia en realidad, excepto a


corto plazo en ocasiones especiales y, sobre todo, en épocas de crisis nacional.
En tiempo normal, la gran imagen ideal de Alemania ocupaba un segundo
plano otorgando cierto brillo a la vida del pueblo alemán en los días de fiesta,
pero arrojaba su sombra sobre él tan exageradamente que muchos alemanes
experimentaban en comparación los asuntos políticos cotidianos como banales
e insignificantes. A la luz del ideal nacional, las actividades parlamentarias
parecían con frecuencia bastante sucias. En Inglaterra, Estados Unidos y otros
pocos países donde la democracia parlamentaria constituía un elemento central
de su patrimonio histórico, se toleraban e incluso se disfrutaban las presiones y
tensiones de la disputa entre partidos, las elecciones recurrentes y las controver­
sias parlamentarias, no sólo por la educación correspondiente recibida a través
de las generaciones, sino también porque el pueblo se identificaba con esta forma
de gobierno y estaba orgulloso de ella. La democracia parlamentaria formaba
parte de la imagen ideal que los ciudadanos tenían de sí mismos como nación y
como personas, la imagen ideal de aquello que se denominaba el “nosotros”. Esta
identificación y la sintonización de la mayoría con la tradición de la conducta
parlamentaria permitía cumplir satisfactoriamente con el gran juego representa­
tivo. Por el contrario, para muchos alemanes —al igual que para los ciudadanos
de otras naciones de larga tradición autocratica—, la democracia parlamentaria
no era un sistema con el que pudieran identificarse automáticamente cuando se
estableció en 1918. Las grandes exigencias que planteaba en el sentido de ejercer
ciertas formas de autodominio y una apreciación exacta de hasta dónde llegar en
las luchas entre partidos y en los enfrentamientos parlamentarios sin destruir
a la nación, no eran compensadas por el orgullo de acatar formas consideradas
como propias, como sucedía en Inglaterra y Estados Unidos. Entre los alemanes,
el orden parlamentario no se fundía con sus ideales nacionales, puesto que, a los
ojos de muchos de ellos, pertenecía a la vida común, de carácter más bien insípido
y muchas veces sucio, y en él la práctica política con frecuencia en efecto se volvía
sucia. También en este sentido, el profundo abismo entre el ideal y la realidad,
entre la situación extraordinaria y la normal, tuvo consecuencias trascendentes:
desvalorizó a esta última por indiferente y falta de sentido, mientras que el
acercamiento al ideal en situaciones excepcionales estaba acompañado por una
presión emotiva tan fuerte que no podía sostenerse por mucho tiempo: el ideal
nacional alemán era una estrella resplandeciente en lo alto del cielo que, en la
vida cotidiana, no importaba mucho en cuanto guía para la acción u objetivo
provisto de sentido, era posible soltar las riendas. Así, para bien o para mal, los
alemanes podían descuidar la forma mucho más que los ingleses, podían relajarse
y permitírselo todo, siempre y cuando no violaran los controles externos, las
coacciones impuestas por la sociedad en general. Sobre todo entre los sectores
medio y alto del pueblo alemán era muy común la idea de que, en la vida normal,
todas las personas perseguían simplemente intereses egoístas. Parecía natural
sospechar que alguien debía estar sacando beneficio personal de una situación.
Con frecuencia esta sospecha estaba justificada, pero no siempre. Según esto, las
330 N o r b e r t E l ia s | Los A l e m a n e s

personas sólo eran capaces de superar estas limitaciones egoístas y de actuar en


forma desinteresada en momentos excepcionales.
Por lo tanto, el anhelo latente o abierto de una hora espectacular, extraor­
dinaria, formaba parte de esta tradición alemana. Sus normas de conducta y
conceptuales produjeron también, en este caso, una versión bastante extrema
de ciertas disposiciones que en otros países industrializados muestran por lo
común formas mucho más atenuadas. El deseo de alcanzar situaciones extraor­
dinarias que llegaran a romper la rutina de la vida cotidiana existía en todas las
sociedades industriales. No obstante, en la mayoría de estas, el contraste entre
las actitudes propias de ambas situaciones no era tan fiierte como en Alemania,
ni tampoco la tensión en que se fundaban. En la vida cotidiana, entre menos
apoyo encuentra el autodominio individual en normas y objetivos colectivos,
menos pueden satisfacer las personas sus propios ideales en circunstancias
normales y más dispuestas están a recurrir, como medio de satisfacción, a
situaciones extraordinarias capaces de liberarlas de la esclavitud aislante de
su egoísmo, a situaciones que prometan brindarles una comunidad afectiva en
la entrega a ideales comunes. En la Alemania pren ación ais oci alista, el deseo
latente, muchas veces sólo consciente a medias, de un suceso insólito que tuviera
el poder necesario para sacar a las personas de sí mismas y de derribar las
barreras entre los individuos y entre el ideal y la realidad, para restablecer así
una verdadera “comunidad”, constituía el reverso del contraste muy agudo entre
el ideal nacional tradicional y la praxis cotidiana de la sociedad industrializada
parlamentaria. Por lo tanto, al llegar el momento de crisis, los grupos más
insatisfechos del pueblo alemán pudieron aprovechar ese deseo como arma en su
lucha por el poder. En comparación con este ideal, en la vida común los objetivos
parecían insípidos y las normas inciertas. De esta manera, el ideal nacional no
asumió una función moderadora ni directriz de la vida cotidiana, a diferencia
de lo que ocurrió en Inglaterra.
Los alemanes habían crecido con un “ideal del nosotros” más exagerado que
los ingleses. Por lo tanto, con frecuencia se les dificultaba decidir cuáles insu­
ficiencias en las relaciones personales, institucionales, particulares y públicas
podían aceptarse razonablemente y cuáles no. Su perfeccionismo les resultó útil
en el trabajo. En la vida social y sobre todo en la política, el profundo abismo
entre ideal y realidad, la búsqueda de la perfección y el anhelo de una comunidad
ideal, del Reich de ensueño, encontraban su contraparte en experiencias de vacío
y muchas veces de indiferencia, apatía o cinismo: si el ideal era inalcanzable,
casi no importaba qué se hiciera ni cómo.

7) Esta tendencia alemana a buscar un ideal colectivo fuera de la vida


cotidiana fue reforzada y reproducida virtualmente en forma constante por la
idea de la grandeza nacional que se creía perdida, por la imagen idealizada del
poderoso imperio de antaño, y asimilada por cada alemán en su identidad como
tal y en parte como respuesta a la pregunta de qué era él como tal. Una visión
análoga del propio pasado nacional formaba parte también de la imagen que de
El c o l a p s o d e l a c iv il iz a c ió n 331

sí mismo tenía un inglés o un estadunidense. No obstante, en el caso alemán,


trasmitía la sensación de una decadencia interrumpida sólo a ratos que con
frecuencia oprimía la conciencia. Mientras que el pasado de otras naciones a
menudo ofrecía a sus miembros vivos la elección entre héroes nacionales con­
trarios y antagónicos —Cromwell y el rey Carlos, Lincoln y Jefferson, Luis XIV,
Marat y Napoleón—, los héroes nacionales del panteón alemán, personajes como
Federico el Grande o Bismarck, se encontraban todos del mismo lado, conforme
a la tradición autocrática y a la estructura monolítica del ideal nacional alemán.
Muchos de ellos eran de tamaño sobrenatural y todos derivaban su prestigio de
haber aportado algo a la creación del Reich. Los únicos héroes distintos incluidos
en la imagen colectiva de los alemanes eran hombres como Goethe o Beethoven,
héroes culturales ajenos a la política, pero no “hacedores de historia” ni héroes
opuestos a nivel nacional.
La imagen idealizada de lo alemán, en la que un pasado glorioso arrojaba
su sombra sobre el presente, no sólo se mantenía viva debido a la enseñanza de
la historia o a través de los cambios sufridos por Alemania en el mapa (el cual
probablemente constituye el retrato más palpable de una nación). También lo
hacía el encuentro directo o indirecto con todos los grupos que, si bien hablaban
una variante del alemán, no eran ciudadanos del Estado alem án actual: la
discrepancia entre este y el “pueblo alemán” compuesto por un sinnúmero de
grupos grandes y pequeños dispersos en el territorio del antiguo Reich y más
allá de él. Este Reich, como imagen ideal de Alemania, fue el que en situaciones
críticas se erigió una y otra vez como un punto de referencia real para la acción.
Bajo su signo se reunían los alemanes, pues movilizaba fuerzas emocionales
muy poderosas: la Alemania real y la ideal se aproximaban ahí la una a la otra
y a veces casi confluían brevemente. En estas situaciones, el carácter absoluto
e intransigente del ideal nacional alemán se manifestaba entonces a plenitud.
Cuando se trataba de reinstalar a Alemania en su antiguo esplendor, no era
posible tener en cuenta las circunstancias, en este caso la situación política del
momento, cualquier concesión era impensable.
Ciertas características de los alemanes que con frecuencia han sido tacha­
das de peligrosas, no eran expresión de la existencia “natural” de mayores
dosis de agresividad o sed destructiva en relación con otros pueblos, como
algunos observadores lo han sospechado. Más bien se debían a una tendencia
inculcada a los alemanes no sólo por sus tradiciones de conducta, sino también
por la confluencia de experiencias históricas recurrentes, enseñanza escolar
y propaganda: la tendencia a responder en forma tan incondicional como se
lo exigía su alto ideal cuando, en una situación de crisis, se los convocaba en
nombre de su imagen colectiva exagerada, en nombre de Alemania; o sea, sin
tomar en cuenta lo que otros llamaban la “dura realidad”, las consecuencias
que tal acción podía acarrear para otros y para ellos mismos. Al servicio de la
Alemania ideal, todo parecía posible y permitido, por la fuerza apremiante de
una fe exclusiva, de un ideal incondicional de carácter nacional y social que, por
corto tiempo, brindaba a sus seguidores la sensación de ser todopoderosos y que
332 N o rbek t Euas | L o s A lem anes

debía perseguirse a toda costa; aquí se encontraba el peligro que cobró formas
tan extraordinariamente virulentas en el movimiento nacionalsocialista.
Sin duda tam bién otras naciones y otros movimientos sociales conocen
conceptos, ideales y tendencias de conducta de este tipo. El efecto acumulado
de la historia alemana perturbada, caracterizada a largo plazo por derrotas y
una pérdida consecuente de poder que había producido, por lo tanto, un orgullo
nacional cascado, una identidad nacional insegura de sí misma, un ideal nacional
vuelto hacia atrás que proyectaba sobre el futuro la quimera de un mejor pasado,
sólo favoreció el surgimiento de una variante particularmente maligna de
tendencias de conducta y conceptuales que, como tales, también existían en otras
partes. Se trató de una forma particularmente extrema y peligrosa de la entrega
a ideales apriorísticos, a doctrinas o principios de carácter absoluto, inflexible
e inmutable, los cuales no admitían cuestionamientos ni modificaciones a la
luz de nuevas experiencias ni de argumentos más razonables. En una palabra,
fue el tipo de doctrina conceptual que desde comienzos del siglo XIX resultaba
característico de los movimientos nacionalistas y de otros muchos de índole
social, así como, antes de esta fecha, de un sinnúmero de movimientos religiosos
en el sentido más estrecho.
Desde el principio del siglo XIX empezó a cobrar fuerza cierta inclinación a
adjudicar un gran valor a la persecución de los ideales sociales en sí. La palabra
“idealismo” adquirió un matiz positivo como algo “bueno”, y lo mismo sucedió,
en muchos casos, con palabras como “fe”, “principio” o “convicción”. Se tema en
alta estima a las personas que tuvieran una “fe firme” y “principios sólidos”, que
“defendieran sus convicciones” o se condujeran en forma “idealista”. No siempre
se explicó por qué eran “buenas” las ideas, los principios y los ideales de que se
trataba. Sin importar lo que se entendiera por “bueno” o “malo”, resultaba por lo
menos concebible que también pudieran ser “malos”. La circunstancia de que un
ideal social, político o de cualquier otro tipo fuera “bueno” o “malo” dependía por
lo visto de la naturaleza del ideal, de la fe o del principio en cuestión. Hay muchos
indicios de que los ideales y las doctrinas de carácter absoluto e inmutable,
cuando se adoptan como objetivos y directrices a largo plazo, tienen tanto el
potencial de ocasionar conflictos y luchas encarnizadas entre las personas como el
de producir deferencia y avances en la cooperación interpersonal. Su naturaleza
rígida y excluyente, su tendencia a cerrarse ante argumentos razonables o hechos
contradictorios, ha demostrado ser en muchos casos una fuente latente o muy real
de peligros. Ciertamente ha sido uno de los principales factores en el surgimiento
de enemistades absolutas e irreconciliables entre los grupos sociales.
El ideal nacionalsocialista de un Reich alemán totalmente libre de judíos,
impulsó a sus seguidores a la manifestación efectiva de la hostilidad que se
originó en ellos hasta límites extremos. No obstante, en muchos sentidos, la
diferencia entre este y otros ideales apriorísticos que han dado y dan lugar a
enemistades absolutas es más cuestión de intensidad que de calidad. Este fue
particularmente exagerado como carácter excluyente y como limitación a una
sola nación o “raza”. En otros casos, como los del comunismo nacional ruso y
E l c o l a p s o d e l a c iv il iz a c ió n 333

chino o el del capitalismo nacional estadunidense, el carácter exclusivo del


ideal y la hostilidad que inspira en sus seguidores no son menos absolutos; sin
embargo, en cierta medida los atenúa y modifica la referencia a un mejor futuro
no sólo para una nación o “raza” única, sino para la humanidad entera.
Al examinar las doctrinas, los principios y los ideales, quizá sería conveniente
distinguir con mayor claridad sus formas y aspectos benévolos o bien nocivos
para las personas, como estamos acostumbrados a hacerlo con la magia: entre
conceptos “blancos” y “negros”, entre ideales “blancos” y “negros”. Si no se re­
conoce la sinceridad y la fuerza apremiante de las convicciones colectivas que
animaron al movimiento nacionalsocialista y a la Alemania hitleriana, no es
posible comprender, como ya se ha señalado, su significación y sus caracterís­
ticas. Tanto el triunfo como el fracaso final del movimiento nacionalsocialista
son incomprensibles si no se toma en cuenta el fuerte elemento idealista de
su doctrina, el cual con frecuencia cegó tanto a su jefe supremo como a sus
seguidores para hacer cualquier reflexión excepto las prescritas por su credo y, en
ocasiones, los hizo ver el mundo totalmente bajo la luz de sus propias esperanzas
y deseos. Su entrega total a un ideal se aprecia claramente en los documentos
que poseemos. Sin embargo, su idealismo tenía, de forma casi ejemplar, los rasgos
de un “idealismo negro”: el lado destructivo y bárbaro de su fe prevaleció por
completo sobre el constructivo. Este rasgo fundamental del dominio nacionalso­
cialista, además de otros factores semejantes, influyó de manera decisiva en la
quiebra de la civilización en Alemania, proceso que culminó con acontecimientos
como las crueldades en el trato a los prisioneros de guerra y la instalación y el
mantenimiento de campos de concentración y cámaras de exterminio por gas.
En condiciones normales de ejercicio político, confluyen en las decisiones de los
líderes de una nación tanto conceptos e ideales nacionales, de carácter precon­
cebido y dogmático, como consideraciones más realistas y flexibles con respecto
a la situación a largo plazo con que la nación tendrá que vivir; no obstante, hay
situaciones en que prevalecen los primeros. Sobre todo en situaciones de crisis
nacional como una guerra, adquieren una influencia muy particular cuya fuerza
varía de acuerdo con las circunstancias y también, en importante medida, según
las tradiciones nacionales de conducta. Algunas naciones tienden m ás que
otras a esta entrega total a un “ideal del nosotros” exclusivo. Nada justifica la
idea de que el ascenso de un movimiento como el nacionalsocialista haya sido
un resultado necesario e ineludible dentro de la tradición nacional alemana.
Sin embargo, aunque no haya sido un resultado forzoso del desarrollo de esta
tradición, en efecto representó una de sus posibilidades. En muchos sentidos, el
nacionalsocialismo mostró su sello característico.

8) Entre las peculiaridades continuas que cabe mencionar en este contexto


figúra la tendencia—comprensible, considerando la historia alem ana— a
someterse a una disciplina y a un gobierno muy rigurosos en las épocas de
crisis nacional, por lo menos en forma temporal, si tales medidas se imponían
en nombre de Alemania. La obediencia absoluta y sin cuestionamientos se
334 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

consideraba como el deber nacional del individuo en tales situaciones: si había


que destruir a otros, debían ser destruidos; si se exigía el sacrificio de la propia
vida, había que morir. Existen pocos pueblos cuya mística, poesía y canciones
nacionales contengan tantas referencias a la muerte y al sacrificio de sí mismo
como en el caso de Alemania. Los versos del “Buen camarada” a cuyo lado se
había marchado y combatido hasta que la bala mortal le dio muerte eran una
canción predilecta de los soldados y del pueblo alemanes. Otros ejemplos son la
canción de la “Lorelei” que hechizaba al pescador de tal manera que se olvidaba
de los peligros a su alrededor y moría ahogado; la del “crepúsculo matutino”
que ilumina “la muerte temprana” de los cantantes; o la de los hombres que
atraviesan a caballo la oscura noche “para morir, para morir”.
Estas canciones tristes se entonaban con pasión, una y otra vez; ejercían
una curiosa fascinación sobre los alemanes. La historia les había hablado de
la grandeza de Alemania, de una grandeza perdida, así que habían aprendido
que el deber de un alemán era mantener en alto esa grandeza, restablecerla
sin miramientos si se ofrecía la oportunidad y marchar hasta la victoria, sin
importar las consecuencias para sí mismo y para los otros. No obstante, en
lo más profundo de su sentir y pensar no se borró nunca el recuerdo de las
generaciones perdidas, de los vuelos de la esperanza seguidos de la destrucción
y la muerte. Si bien los ingleses, de acuerdo con lo que la historia les había
enseñado, parecían convencidos en lo más recóndito de su ser de que, aunque
hubieran sufrido alguna derrota, ganarían la última batalla (lo cual los ayudaba
a hacerlo), los alemanes, aunque estuvieran triunfando, nunca parecían capaces
de acallar por completo la sensación de que perderían la última batalla (lo cual
contribuía bastante a que perdieran al final).
S in im p o rta r lo que los alem an es o p in aran en la vida cotidiana, cuando su
p aís e sta b a en crisis su doctrin a nacional específica ejercía u n a fuerte presión
sobre ellos: los obligaba a seguir a los líderes que declaraban que los alem anes
te n ía n el d eb er de s a lir u n a vez m á s a co m b atir al enem igo com ún. No les
re s u lta b a fácil evad ir las exigencias que se les hacían en nom bre de Alemania,
y a que su p ro p ia conciencia y su “id eal del noso tros”, su im ag en ideal de sí
m ism os, la s re fo rz ab an y esta b le c ía n cómo debía conducirse u n alem án. En
tales situaciones se m an ifestab an no sólo las coacciones extern as sino tam bién
las in te rn a s: su orgullo, su id e n tid a d y su conciencia del valor de lo alemán.
C uando su p a tria p asab a apuros, ellos te n ía n que obedecer a como diera lugar
el llam ado a la s arm as. Al m a rc h a r contra los enem igos de su país a los que
e sp e ra b a n vencer, ca rg ab a n con el recu erd o de las generaciones anteriores
que, al igual que ellos ahora, leales y sin cuestionar, h ab ían salido a sufrir la
derrota, ia m uerte, con la firm e esp eran za de lograr la victoria p a ra Alemania.
Las canciones alem an as triste s de las personas — m orituri te salutam os— que
como hechizadas cam inaban hacia el sacrificio de sí m ism as, hacia su destino de
m uerte, expresaban este estado de ánimo. E n ellas se expresan tan to un patrón
histórico y social como u n p atró n de los ideales y la conciencia.
El c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 335

Pocas naciones tendían a tal grado a incluir en su panteón a héroes muertos


en la derrota, como los “oficiales de SchilT\ juzgados por un tribunal de guerra y
fusilados por haberse levantado contra Napoleón con el propósito desesperado
de liberar a Prusia de la ocupación francesa. Estaba la balada de Platen, muy
leída y reproducida en un sinnúmero de libros escolares, sobre Alarico, el rey
godo, y cómo sus fieles guerreros lo enterraron, vencido y muerto en batalla, en
el lecho del río Busento, cuyas aguas desviaron y luego dejaron regresar a su
cauce, para que ningún enemigo profanara su cadáver:

Y un viril coro cantó:


“¡Duerme con el honor del héroe!
¡No habrá de vulnerar tu tumba
la vil codicia de ningún romano!”

Hoy en día, este poema se lee como un ensayo para la m uerte de Hitler,
quemado y sepultado'en secreto tras su derrota y suicidio, para que tampoco
en este caso ningún enemigo pusiera las manos en su cadáver.6
La “muerte heroica” era un tem a perm anente no sólo de las canciones
alemanas sino de la historia misma del país, o bien de lo que la posteridad
tenía presente como tal. El hecho de que los hombres valientes que buscaron
destituir y matar a Hitler, muchos de los cuales fueron ejecutados cruelmente,
alcanzaran poco a poco el rango de héroes nacionales, corresponde de nueva
cuenta al patrón alemán tradicional, según el cual, el heroísmo y el sacrificio
por la patria terminan con la derrota y la muerte. No obstante, sí aparece
aquí un elemento nuevo: si su recuerdo perdura, serán los primeros alemanes
cuya memoria sobreviva porque lucharon en nombre de Alemania contra el
gobernante del Estado alemán. A despecho de esto, su ejemplo también enseñará
a todos los escolares la lección, recurrente en la historia alemana, de que el
heroísmo y la entrega inquebrantable a la patria a la que como alemán se está
obligado desembocan regularmente en la derrota y la muerte. Esta lección no
se formulaba de manera expresa en ningún lugar; sin embargo, iba incluida en
la herencia alemana trasmitida de una generación a la siguiente.

9) Al comparar al pueblo alemán con otros, se pone de manifiesto que también


estos últimos conocen su versión particular de patriotismo y nacionalismo de
acuerdo con las lecciones impartidas por su historia y por la imagen colectiva
producida por ellas. Todas estas variantes comparten algunos rasgos básicos,

6. El "testamento político" de Hiller contiene las siguientes afirmaciones: "Además, no quiero


caer en manos de los enemigos, necesitados de un nuevo espectáculo puesto en escena poi
judíos para divertir a su s m asas amotinadas. Por eso he decidido perm anecer en Berlín y
elegir ahí por mi propia cuenta el instante de morir, cuando considere que el mismo cuartel
del líder y canciller ya no podrá ser sostenido por m ás tiempo" (tomado de M ax Domarus,
Hitler. Reden, und proklam ationen ¡932-1945, Munich. 1965, t. II/2, p. 2237).
336 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

como los vínculos de lealtad típicos de determinadas formaciones sociales. Pese


a algunas declaraciones en contrario, el patriotismo y el nacionalismo forman en
realidad una entidad única, si bien conceptualmente se los separa con frecuen­
cia. Se distinguen no en un sentido cualitativo sino por su intensidad, según los
distintos grados de los sentimientos de superioridad, exclusividad y enemistad
hacia otros que encierran. Ambos términos se refieren a un sentimiento de
vínculo personal, identidad y pertenencia al propio país, a una fe incuestionable
en el valor descollante de él como algo que en tiempos de crisis ha de defenderse
a cualquier precio, incluso el de la propia vida, y constituyen, por consiguiente,
factores correlativos de los deberes externos que todos los países imponen a sus
miembros individuales.
En todos los Estados nacionales modernos, la coacción externa impuesta a
las personas en los tiempos de crisis nacional encuentra su contraparte en un
sentimiento de lealtad y deber en relación con el propio país, mismo que está
arraigado con más o menos firmeza en el “interior” del individuo, por decirlo de
alguna manera, como un patrón de conciencia, y en la fe en la supervivencia
de la nación como el valor más elevado. En todas partes, cuando un país está
en apuros y con frecuencia también en tiempos de paz, se insta a las personas
a ingresar a las fuerzas armadas como soldados o en otras funciones, para
subordinar sus propias ambiciones, metas y esperanzas, es más, su propia
supervivencia, a la de la sociedad a que pertenecen. Tal vez se hable de “indivi­
dualismo”, quizá se ensalce la libertad del individuo como el valor social más alto
y se pregone su primacía sobre el “Estado”, la “nación” o la “sociedad”, pero en
los tiempos de crisis nacional la libertad individual se limita y la supervivencia
del individuo se subordina a la de su sociedad. Incluso en tiempos de paz,
muchas disposiciones de organización y educativas del Estado nacional moderno
—incluyendo específicamente la doctrina nacional, una versión particular de
religión social— apuntan a la guerra.
Las luchas organizadas de vida o muerte entre distintas sociedades no son
nada nuevo. No obstante, la subordinación individual a las exigencias sociales
en la forma actual de un proceso que abarca a todo el Estado, es bastante
reciente. El “pueblo en armas” es un fenómeno relativamente tardío. Antes de la
revolución francesa, y en muchos países también después de ella, la guerra era
asunto de aristócratas y oficiales de carrera cuyas tropas se reclutaban entre los
sectores pobres como servicio militar a cambio de un sueldo. La noción de que
los aristócratas y caballeros no necesariamente tenían nada que ver con una
guerra de su país no había desaparecido del todo, por lo menos en Inglaterra
durante las guerras napoleónicas, y se escucharon algunas voces indignadas
cuando Napoleón, que se encontraba luchando contra Inglaterra, molestó a
unos ingleses en París.
Las formas actuales de patriotismo y nacionalismo estuvieron estrechamente
vinculadas al ascenso al poder de las clases industriales media y obrera y al
hecho de que los países afectados empezaron a depender cada vez más de la
El c o l a p s o d e l a c iv il iz a c ió n 337

totalidad de sus ciudadanos para el ataque y la defensa. El surgimiento de


doctrinas nacionales seculares —el propio país como portador de valores tan
elevados que se exigía a cada uno de sus habitantes estar dispuesto a dar su vida
por ellos—y la inclinación de los individuos pertenecientes a todos los sectores
de un Estado a identificarse con su país, es decir, a interpretar su pertenencia
a una nación como elemento esencial de la imagen que tenían de sí mismos,
estuvo ligado estrechamente a la creciente democratización de las sociedades
estatales, así como a la necesidad de armar ejércitos nacionales. Por lo tanto,
no sólo en Alemania sino en todos los Estados nacionales industrializados más
desarrollados llegó el momento en que tanto conceptos “internos” como controles
“externos” unían con su país a las clases alta y media y, cuanto m ás avanzaba
la integración, también a la obrera.
En ningún lugar el conflicto entre el deseo de la supervivencia individual
y nacional adoptó, ciertamente, la forma de un conflicto sencillo entre el “indi­
viduo” y un poder “externo” llamado “Estado” o “sociedad”. Siempre se trató al
mismo tiempo de un conflicto ‘‘interno” entre ambiciones distintas del mismo
individuo. Las reglas y normas de un Estado nacional, con todo y el sistema de
actitudes y conceptos apoyado mediante la coacción externa del Estado, iban
acompañadas por la autocoacción que los individuos ejercían sobre sí mismos
por medio de su conciencia y de sus ideales colectivos.
Es posible inclinarse a pensar que los patrones de lo “externo” y lo “interno”,
de la coacción ajena y propia, simplemente se complementaban, que ambos
aparatos de coacción sólo se reforzaban mutuamente. Una noción semejante
se encuentra en Durkheim, por ejemplo: la sociedad, según parece haber
pensado, proyecta sus normas y reglas sobre el individuo. Freud y muchos de
sus sucesores supusieron una relación de correspondencia igualmente estática,
aunque en su caso con frecuencia pareció ser el “individuo” el que proyectaba sus
patrones de conciencia sobre la “sociedad”. Mientras el modelo del cual se parta
sea simplemente el de una sociedad en un momento determinado, mientras
sea un modelo esencialmente estático, hay poca posibilidad de explicarse las
cosas de modo distinto a estas dos opciones. Sin embargo, no permiten abordar
los muchos problemas planteados por la relación entre la organización y los
patrones característicos de los controles personales y sociales. Estos sólo se
ponen al alcance de los medios de análisis cuando los modelos estáticos son
sustituidos por otros de carácter dinámico y tanto las sociedades como los
individuos se interpretan como procesos de desarrollo.
Este punto de partida facilita apreciar y explicar los distintos grados de
coincidencia —o su defecto— entre los patrones del control estatal y de la
conciencia. Si sólo se pregunta cómo son y cuál es la relación entre ellos en un
periodo determinado de tiempo, sin examinar cómo llegaron a ser así o en qué
forma se fueron entrelazando en el curso de su evolución, tanto sus puntos
de correspondencia como sus discrepancias permanecerán a oscuras. Y los
medios correspondientes de análisis y de lenguaje también seguirán siendo
338 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

deficientes. Por lo común se abarca todo lo que ejerce coacciones “externas"


sobre los individuos con conceptos como “sociedad”, y todo lo que los indivi-
dúos pueden interiorizar y exteriorizar, con conceptos como “cultura”, como si
estas dos facetas del desarrollo social no sólo fueran conceptos distintos sino
incluso separados. Se establecen distinciones sin contar con modelos claros
de entrelazamiento. Defacto no es posible reconocer con claridad la relación
entre “sociedad” y “cultura”, “Estado” e “individuo”, mecanismos de dirección
“externos” e “internos” cualesquiera que sean, si no se comprenden como algo
que se encuentra en movimiento, como distintos aspectos de procesos sociales
que, en sí, son procesos funcionalmente inter-dependientes que existen tanto
en conflicto como en consonancia.
Las correlaciones entre estos aspectos son complejas. No ocurre simplemente
que uno de ellos sea el motor principal del desarrollo social, mientras que los otros
sólo intervengan en forma secundaria o lo sigan de manera pasiva. En cuanto
facetas de un proceso social, la mayoría cumple con funciones tanto activas como
pasivas: moldean y son moldeados, impulsan y son impulsados o manifiestan su
actividad mediante la simple resistencia que oponen a los cambios ocurridos fuera
de ellos mismos. No obstante, varía su capacidad para influir unos en otros y en
la evolución conjunta de la sociedad. Sus características específicas convierten a
algunos de los numerosos procesos parciales que gustamos de representar como
“sectores” del desarrollo de un país —el sector “económico”, “cultural”, “político”,
etc.— en agentes de cambio más poderosos que otros. Sin embargo, el poder que
ejercen en sus relaciones recíprocas de ninguna manera es siempre el mismo
en las sociedades de todo tipo y en todos los niveles del desarrollo social. Por lo
demás, no siempre están tan claramente separados como nuestra terminología
actual lo implica. Esta terminología se ha diversificado, de la misma manera en
que la sociedad misma se ha diversificado y hecho más compleja.
La complejidad aumenta debido a las diferencias en la capacidad de que
disponen las personas en un nivel de desarrollo u otro para dominar y manipular
los sectores sociales o procesos parciales. En tiempos recientes, por ejemplo, las
instituciones estatales han sido modificadas como tales con cierta frecuencia de
manera consciente y sistemática. La “cultura” o las peculiaridades del “carácter
nacional” se sustraen mucho más hasta la fecha a cualquier intento de mani­
pulación. Algunas de las distinciones conceptuales que estamos acostumbrados
a hacer radican simplemente en este tipo de diferencias. Los rasgos distintivos
de los distintos “sectores” sociales, que solemos considerar como características
permanentes, a menudo no representan otra cosa que nuestro mayor o menor
grado de capacidad para dirigirlos. El avance es bastante claro en el “sector
político”: en el siglo XVIII, los protagonistas de las revoluciones estadunidense
y francesa emprendieron la transformación de las instituciones políticas de su
país con mayor clarividencia y premeditación que los seguidores de Cromwell
en el XVII, el volumen del conocimiento y la cantidad de conciencia con que las
élites rusas en el poder acometieron su empresa revolucionaria en el siglo XX,
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 339

fueron a su vez mayores en comparación con los revolucionarios de antaño en


Estados Unidos y FVancia.
Mientras las diferencias en el grado de control consciente que las per­
sonas son capaces de ejercer sobre los distintos sectores de su convivencia
en determinado nivel evolutivo no se reconozcan como tales, conducirán no
sólo a un desarrollo conceptual torcido y confuso sino que provocarán también
problemas específicos en la evolución m ism a de la sociedad. Uno de los
problemas más importantes del desarrollo alem án después de la primera
guerra mundial perteneció a esta categoría.
La derrota de 1918 permitió a los alemanes transformar las instituciones
políticas de manera muy consciente en una democracia parlamentaria. Con
base en estos cambios institucionales se pretendía otorgar estabilidad a ciertas
modificaciones realizadas en el equilibrio intraestatal de poder. Las clases alta y
inedia tradicionales de Alemania y las élites gobernantes que las representaban
perdieron poder debido a la derrota; la clase obrera en ascenso y sus élites
dirigentes junto con sectores liberales relativamente pequeños de las antiguas
clases medias, entre ellos muchos judíos, así como los intelectuales liberales
y socialistas, ganaron terreno debido al cambio. Sin embargo, este último no
abarcó las tradiciones conceptuales y de conducta nacionales de estos distintos
grupos de la sociedad alemana en la misma medida que a las instituciones
políticas mismas. En aquel entonces no se tenía una idea clara, ni en Alemania
ni en otra parte, de la forma en que se perpetúan las “características nacionales”
de las personas; por lo tanto, tampoco se sabía cómo empujarlas en la dirección
deseada. Eran mucho menos susceptibles de ser controladas sistemáticamente
que las instituciones sociales políticas y de otro tipo. Por ende, en este periodo
los alemanes experimentaron un avance bastante abrupto en el desarrollo de las
instituciones y de las relaciones de poder, sin que hubiera un avance análogo en
la evolución de su “carácter nacional”. Mientras que las primeras experimenta­
ron un cambio sensible hacia una mayor democratización, este último conservó
en mucho mayor medida las cualidades propias del Estado autoritario que
había adquirido a lo largo de los siglos de gobierno autocrático. La suposición
que se dio en aquel entonces (y que sigue siendo común en la actualidad), en el
sentido de que el establecimiento de instituciones parlamentarias democráticas
redundaría enseguida en la democratización de las actitudes y las convicciones,
puede citarse como una de las expresiones más extravagantes del racionalismo
carente de conciencia histórica de nuestros días.

10) En la mayoría de los Estados alemanes, la costumbre de muchos siglos


produjo una tradición de actitudes y conceptos enfocada a un gobierno vertical
fuerte, con muy poca o ninguna participación por parte de los gobernados. La
población estaba más o menos habituada, al hecho de que todas las decisiones
tocantes a la dirección del Estado fueran tomadas por las élites autocrátieas
relativamente pequeñas en el poder, las cuales manejaban un sistem a de
340 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

control bastante extenso. En cierta medida este patrón de coacción extem a fue
interiorizado, como siempre sucede, aunque es posible que este proceso fuera
más marcado en las autocracias nacionales de tipo dictatorial que en las monár­
quicas prenacionales debido al mayor alcance de las instituciones educativas.
La estructura de la personalidad, la formación de la conciencia y el canon de
conducta se habían adaptado a esta forma de gobierno. Los particulares sólo
estaban en libertad de tomar decisiones en ámbitos que no parecieran afectar
al Estado y que se encontraran fuera del alcance de su control directo, como la
filosofía, la literatura y la música. En lo demás, las personas no pertenecientes
a las élites gobernantes eran excluidas de toda responsabilidad y poder de
decisión. Desconocían las cargas y los placeres del gobierno. Incluso cuando
ciertos sectores de la población con un alto nivel educativo empezaron a exigir
una participación política más amplia, las habilidades, los patrones de conciencia
y el canon de conducta necesarios para ejercer un autogobierno (limitado) no
se desarrollaron en el mismo sentido que esta exigencia; no surgieron en forma
espontánea e inmediata en cuanto se transformaron las instituciones. Algunas
particularidades de la evolución alemana se oponían a tal adaptación.
Entre estos factores no se encontraba sólo el largo tiempo durante el cual
Alemania había estado dividida y gobernada por regímenes autocráticos, ni los
ideales de tipo soñador, exigente e incondicional o la forma de pensar filosófica
producidos por aquellos, sino la manera en que finalmente se logró unificar
al país en 1871. Una de las características más importantes de la evolución
alemana fue el hecho de que la unificación nacional y toda la fase temprana de
la industrialización, con el incremento en el poder de los sectores medio y obrero
ligados a la industria, aún tuvieron lugar dentro del contexto de un régimen
de carácter preponderantemente autocrático.
El proceso de transformación, mediante el cual los Estados autocríticos
y dinásticos de un periodo previo se convirtieron en Estados nacionales, fue
impulsado sobre todo, tanto en Alemania como en otras partes, por un incre­
mento en el potencial de poder, así como en la confianza de los sectores medios
en sí mismos. Al igual que en Francia, la transición al Estado nacional no se
dio hasta que el “tercer estado” aumentó su poder y fue capaz de asumirlo
debido al avance logrado en el comercio y la industrialización. No obstante, a
diferencia de la mayoría de los otros países europeos, en Alemania el “tercer
estado” no consiguió hacer valer su mayor potencial de poder en una acción
conjunta contra la antigua oligarquía autocrítica. Fue sobre todo la división de
Alemania entre un gran número de reinos y principados la que dificultó a las
clases media y obrera alemanas, en comparación con los Estados más centrali­
zados, formar organizaciones unidas que abarcaran, por lo menos, las ciudades
más importantes del país. En Alemania no existía una capital dominante
como Londres o París, que sirviera como foco decisivo para la acción; además,
cuando en 1848 se ofreció una oportunidad en este sentido, la división del tercer
estado entre las clases media y obrera ya estaba mucho más adelantada que a
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 341

finales del siglo XVIII. Había crecido la confianza en s í mismos de los grupos
pertenecientes al ahora “cuarto” estado, así como la presión ejercida por los
representantes del sector obrero como tales sobre los exponentes del medio.
La clase media alemana se encontraba ya aprisionada entre dos frentes. Su
resistencia contra las élites tradicionales de la aristocracia y los funcionarios
fue anulada por el temor a las cada vez más fuertes masas obreras y sus élites.
Ubicada justamente “en medio”, fue incapaz de tomar medidas decisivas contra
el orden remante.
De esta manera, el sector medio alemán tuvo que recibir, finalmente, el
cumplimiento de sus sueños nacionales de la mano de sus soberanos autócratas.
Durante la primera gran fase de la industrialización, en la que el potencial
de poder de los sectores medio y obrero alemanes iba en aumento, su poder
político aún era muy restringido. Cuando el sueño de la nación alemana unida
se hizo realidad, el Estado alemán seguía siendo en gran medida un Estado
autoritario. El concepto que la mayoría de los súbditos tenía de su nación y de
una política de nivel nacional siguió caracterizado por cierto aire de irrealidad.
El ideal nacional de los alemanes no estuvo ligado al triunfo de movimientos
reformadores y revolucionarios contra un autócrata y su régimen, como
sucedió en otros muchos países de Europa; no incluía la imagen de héroes que
pudieran contraponerse a las figuras heroicas monárquicas o aristócratas, y
no proporcionaba modelos que mostraran cómo luchar por los sueños sociales,
cómo ponerlos a prueba frente a la realidad y llevarlos a cabo con éxito. Incluso
después de la realización del sueño, hecha como un obsequio por las clases
superiores, este ideal conservaba un marcado carácter autocrático bañado a
media luz por la fantasía. El hábito de ser regido desde arriba conservó su
vigencia; la idea de apoyarse en una autoridad superior a la cual pudiera
entregarse la responsabilidad y el poder de mando, siguió siendo atractiva.
Mientras, la mayor parte del pueblo alemán —y lo mismo se aplica también
a otros países— vivía en Estados dinásticos en los que todo giraba en tomo a
la corte del soberano; era muy ancho el abismo que la separaba de las élites
privilegiadas en el poder, el cual designaba a la organización que llamamos
“Estado” más como “ellos” y menos como “nosotros”. Cuando Alemania fue
unificada bajo los monarcas prusianos, ambos conceptos —el del Estado
alemán que en gran parte seguía siendo una organización de privilegiados,
percibido como “ellos” por las masas populares, y el de la nación alemana con
la que podía identificarse el sector medio y posteriormente también el obrero y
al que decían “nosotros”— comenzaron a fundirse poco a poco. De esta manera,
la imagen colectiva de la nación como unidad, como “nuestra”, se asoció con
una figura central autocrática, en lugar de desprenderse de ella, como ocurrió
en otros muchos casos.
Un síntoma de esta fusión fueron declaraciones como la mencionada
anteriormente: “Los alemanes necesitamos a un hombre fuerte que mantenga
la disciplina y el orden.”También se reflejaba en anécdotas medio burlonas como
342 N orbert E lias | Los Alemanes

la historia del viejo segón de antes de 1914, que todas las noches al regresar a
casa, pasaba frente al palacio real, veía la luz prendida en el gabinete del rey
y se acostaba tranquilo con la idea de que “el rey vela y trabaja por nosotros”.
La subordinación a la autoridad encontraba su recompensa en la satisfacción
de no tener que preocuparse por los asuntos de Estado, de que se podía dejar
la responsabilidad a otros. Con alivio se citaba la clásica rima alemana:

Cada nueva mañana doy gracias a Dios


por no tener que cuidar del Imperio Romano.

El proceso de transición de la población en general de la autocracia a la


participación activa en los asuntos del Estado y por lo tanto, también a la incor­
poración a la construcción nacional, no fue ni es tan sencillo en ningún país como
con frecuencia se suele pensar. Ser dominado por otros, cederles el mando y la
responsabilidad, ciertamente se vive con frecuencia como una realidad opresora e
ingrata, no obstante que, al mismo tiempo, el régimen autocrático ofrece grandes
recompensas a los adultos, como si fueran niños. Es un Estado al que rara vez
se renuncia de no existir presiones considerables para hacerlo. Es posible que el
curso de los acontecimientos empuje a la masa del pueblo en esa dirección, no
obstante, los afectados ceden, por regla general, a la presión de los sucesos con
ideas más claras acerca de aquello contra lo que están luchando que de lo que
pretenden establecer. La subordinación a unas élites autocráticas de poder, ya
sean de tipo monárquico o dictatorial, se vuelve una costumbre arraigada. Las
poblaciones que adquieren este hábito, por lo común, encuentran difícil de aceptar
cualquier otro tipo de gobierno, por muy insatisfechas que estén con sus gobernan­
tes. La transición a un régimen no autoritario impone el aprendizaje de nuevas
técnicas y habilidades sociales que plantean mayores exigencias al discernimiento
personal y a la independencia y el dominio de sí de las personas. Por lo general,
los pueblos sólo emergen paulatinamente de una larga era autocrática, durante
la cual pudieron echar raíces las costumbres correspondientes. La tendencia a
recaer de nueva cuenta en una fase autocrática cada vez que ocurre una crisis de
cierta gravedad es muy común durante el periodo de transición.
La evolución alemana no fue la excepción en este sentido. Lo único peculiar
en su caso fue la fuerza que las costumbres y las imágenes de la autocracia —sin
contrapartes— adquirieron dentro del canon y la imagen colectiva nacionales, así
como el carácter muy exigente, incondicional y en este sentido particularmente
opresor de la tradición autoritaria que se expresó en el “ideal del nosotros” de
la nación alemana.

11) No fueron características exclusivas de A lem ania id en tificarse con una


u nidad social que ejerciera am p lias funciones coactivas, el am o r por ella, ni
tampoco la interiorización de la fuerza opresora en form a de conciencia e ideal.
En el nivel actual de la evolución de la h u m a n id a d am bos factores c o n s t i t u y e n
rasgos distintivos de todos los E stad o s nacionales.
E l colapso de la civilización 343

El origen del Estado nacional en el autocrático, regido por príncipes que se


hacían la guerra unos a otros, se puso de manifiesto en la continuidad de esta
tradición principesca. La política de los Estados nacionales, al igual que antes
la de los dinásticos, aún era regida por la convicción de que las diferencias de
interés y opinión debían resolverse en última instancia mediante la guerra. Sin
embargo, en los grandes Estados dinásticos no era posible ni necesario, en la
misma medida, vincular entre sí a las personas de todas las clases y regiones con
un sistema conceptual homogéneo, impersonal y fuertemente interiorizado que
se integrara a la identidad de cada individuo. Lo que denominamos la “moral” de
la población o de las tropas combatientes se mantenía, en gran parte, mediante
presiones y coacción externas; el proceso de secularización todavía no estaba
tan adelantado como para que las masas populares se dejaran persuadir con
justificaciones no religiosas de hacer la guerra, como la referencia a “intereses
nacionales”, “ideales sociales” u otros conceptos semejantes.
En los Estados nacionales democratizados e industrializados, cuyos sectores
medio y obrero urbanos disponían potencial o realmente de más poder, surgie­
ron a continuación valores y doctrinas conceptuales nacionales comunes que
siguieron incluyendo la idea de la guerra como la ultim a ratio regum. Primero
en Europa y luego en el resto del mundo, se la consideraba como un medio
imprescindible para conservar la integridad de la nación y preparar de tal
manera a cada uno de sus ciudadanos para que, en caso de necesidad, estuviera
dispuesto a matar a los enemigos de la nación y a sacrificar su propia vida. Las
doctrinas nacionales de este tipo, que en todas las naciones del mundo incluso
en tiempos de paz preparaban a la mayor parte de la población para la guerra
y la subordinación de la existencia individual a la del Estado, contribuyeron
en mucho a la ininterrumpida serie de guerras. Las religiones nacionales
mutuamente exclusivas y las enemistades absolutas que crearon y nutrieron,
se convirtieron en uno de los principales factores responsables de las quiebras
recurrentes de la civilización transformadas en guerras.
Las características peculiares que adquirieron en Alem ania el opresor
interiorizado y el concepto de nación, el cual en caso de necesidad, exigía hasta
el sacrificio de la vida, agravaron ciertamente la tragedia. Cabe hacer hincapié
en dos puntos a este respecto.
Por una parte, se encontraba el carácter extraordinariamente estricto y
exigente del ideal alemán. Cuando se trataba de la nación, ninguna transigencia
parecía admisible; lo que hubiera que hacer había que hacerlo de manera incon­
dicional. Cualquier consideración por las circunstancias reales se interpretaba
con frecuencia como un engendro de una razón fría y calculadora, que podía ser
oportuna en el comercio y la industria pero estaba fuera de lugar en los asuntos
que concernían a la patria. Los rasgos particularmente opresores propios de la
tradición nacional de conciencia y conducta, estaban vinculados en Alemania de
manera muy estrecha con el alto contenido fantástico del ideal nacional alemán
y con el carácter fuertemente idealista que adquirió a lo largo de siglos en que
la realidad nacional había sido percibida como insatisfactoria y, o no era posible
344 N orbert Elias | Los Alemanes

contrastar el ideal colectivo con la realidad, o bien esto no resultaba deseable, por
miedo a la decepción. Entre más fuerte es la influencia de elementos fantásticos
en las exigencias de la propia conciencia, menos susceptibles son estas últimas
de ser modificadas por un examen crítico basado en los hechos; menos es posible
eludirlas y más duras, opresoras y tiránicas se vuelven.
El carácter coactivo, ineludible e implacable de tales exigencias aumenta
si no parten sólo de la conciencia y el ideal del individuo sino de que muchas
personas se las aplican mutuamente. La presión colectiva en la dirección en
que se mueve la conciencia y el ideal del individuo, el refuerzo recíproco de las
voces interiorizadas, organizado o no, pone en movimiento una forma peculiar
de dinámica de grupo que es común en las sociedades contemporáneas y que
habremos de comentar todavía más adelante. Su influencia en los dirigentes
nacionalsocialistas, sobre todo después de estallar la guerra, es muy fácil de
reconocer una vez que se elabora y aplica el modelo conceptual correspondiente.
El refuerzo social dificulta aún más la separación de las exigencias fantásticas
de su conciencia e ideales, la cual un individuo todavía sería capaz de lograr.
Paraliza aún más el juicio crítico y la capacidad de reconocer los hechos adversos
como tales y da a estas exigencias, por grande que sea su carga fantástica, una
apariencia natural, normal y sumamente realista. Sobre todo en tiempos de
crisis, el refuerzo recíproco lleva a las personas a exaltar cada vez más las exi­
gencias de su “voz interior”, sus convicciones, sus principios morales, su ideal o lo
que sea, subordinándose a ellos de manera cada vez más incondicional. En tales
situaciones, los grupos, movimientos sociales o naciones enteras pueden verse
arrebatados por una dinámica de intensificación, que pone cada vez más énfasis
en sus fantasías colectivas y los induce a un comportamiento más y más ciego
hacia la realidad, hasta que al final se produce la gran catástrofe que pone sus
pies en la tierra otra vez —por lo común tras la pérdida de muchas vidas— y que,
en retrospectiva, revela más claramente la futilidad de su idealismo coactivo.
Los líd eres que su rg en m ie n tra s se lleva a cabo ta l proceso con frecuencia
lo siguen y explotan. E n la lucha por las posiciones dirigentes, tien en la mayor
p ro b a b ilid a d de g a n a r los can d id ato s, y a sea de prim ero o segundo rango,
capaces de e n c a rn a r la te n d e n c ia h a c ia la rad icalizació n y de ex p resar las
d o c trin a s c o n c e p tu ales y los objetivos com unes en su form a m ás extrem a.
Los líd eres no son sim ples “fig u ras p a te rn a s ”, como a veces se afirm a. Por lo
general, los que se e n cu en tran a la cabeza de las naciones —y de o tras muchas
form aciones sociales— poseen algunos de los a trib u to s característicos de la
conciencia y los ideales de los dirigidos, sobre todo cuando en u n a situación de
crisis logran g a n a r adep to s e in s p ira r entusiasm o. P a ra se r aceptados como
líderes, tienen que corresponder m ás o m enos a la im agen que la tradición ofrece
de estos o bien, como suele decirse estáticam en te, a la “c u ltu ra ” de aquellos a
quienes quieren dirigir. U n líder tiene que ser capaz de desem peñar un papel
en la im agen ideal que u n a nación u otro grupo tiene de sí m ism a, en su imagen
nacional. El m a rg e n que e s ta ú ltim a b rin d a a las variacio n es y por ende a
E l colapso de la civilización 345

distintos tipos de líder puede ser más o menos amplio. A su vez, la imagen del
dirigente puede ser modificada por las acciones y la conducta de algunos líderes
en particular, sobre todo si tienen éxito. No obstante, todas las variaciones,
contrastes y modificaciones serán específicos, determinados por la evolución de
esa nación —o de esa colectividad— en particular.
Por lo tanto, si en una nación o en algunos de sus sectores poderosos los
conceptos, la conciencia y los ideales —en resumen, los factores que rigen la
personalidad misma— son tradicionalmente muy severos y autoritarios, como
ocurría en Alemania, entonces las personas muy probablemente buscarán a
líderes con características semejantes. De hecho, las diferencias entre los tipos
de líder que dominan el panteón histórico de las distintas naciones sirven como
indicadores de las diferencias entre las imágenes dirigentes tradicionales y la
imagen ideal que estas naciones tienen de sí mismas, los “ideales del nosotros”.
La circunstancia de que la evolución nacional no engendra sólo instituciones
sociales específicas sino también doctrinas, conciencias e ideales específicos
que se integran a la personalidad individual, contribuyó en gran medida a
la reproducción, tanto en Alemania como en otras partes, de determinadas
características de una tradición conceptual y de conducta colectiva a través de
las generaciones, siempre y cuando la nación en conjunto o sus grupos dirigentes
no sufrieran derrotas decisivas que obligaran a reorientar la identidad colectiva
y por ende los conceptos, la moral, los ideales y los objetivos de la colectividad.
Cuando una nación como la alemana, con su inclinación ancestral por un patrón
autocrático de conciencia y un “ideal del nosotros” que subordinaba el futuro
a la fantasía de un pasado más grande, era arrastrada, en una situación de
crisis nacional, por una dinámica de intensificación donde primero la élite
gobernante del poder y luego sectores más amplios de la sociedad se empujaban
mutuamente, por medio del refuerzo recíproco, hacia una radicalización de
la conducta y las convicciones y un bloqueo progresivo de su percepción de la
realidad, se agudizaba el peligro de que la tendencia autocrática tradicional
escalara de su severidad usual a la dureza tiránica y del dominio hasta entonces
moderado de la fantasía a uno cada vez más fuerte.

12) La otra característica de la identificación alemana con el opresor se


relacionaba con que la historia del país, fuera de su transcurso muy accidentado,
había sido también la de un proceso de decadencia de siglos, con muchos altiba­
jos. La compensación que los ciudadanos de otras naciones recibían a cambio de
las funciones coactivas del Estado —la satisfacción de un incremento de poder,
orgullo y gloria— sólo les tocó a los alemanes por breves ratos, les fue negada
durante la mayor parte de su desarrollo histórico. Aún en la actualidad, las
imágenes de Luis XIV o Napoleón, de Enrique V IH o Isabel, se han integrado a
la idea que sus pueblos tienen de sí mismos como símbolos de sus triunfos. En
Alemania, por el contrario, la larga tradición del gobierno autocrático también lo
fae del fracaso relativo. A lo largo de los siglos hubo escasas victorias ejemplares
346 N orbert Elias | Los Alemanes

en comparación con las derrotas, un descenso paulatino y repetidas fases en


que se perdió poder frente a otros Estados en ascenso. Tratárase del fin de los
Hohenstaufen o los Hohenzoller o bien del de Hitler y su régimen, el resultado
fue, cada vez, una Alemania más débil o más pequeña.
Es probable que, en este aspecto de la historia alemana, también pueda hallarse
una respuesta al problema que con frecuencia se ha descrito como la inclinación
alemana por el sentimentalismo y la autocompasión. El ideal de la patria fue
incorporado por la conciencia de una parte cada vez mayor del pueblo alemán,
durante los siglos XIX y XX, como un elemento para la dirección más o menos
automática de la conducta, sobre todo en las situaciones de tensión y conflictos con
extranjeros. Este ideal representaba las exigencias de un Estado cuya imagen era
lo bastante grande y gloriosa para justificar el sacrificio de la propia vida, pero que
al mismo tiempo, parecía condenado a caer y fracasar, de modo que el sacrificio
resultaba inútil. El ideal contenía la promesa de una dicha tan resplandeciente
como sólo puede serlo el amor, acompañada por el gusto anticipado de una catástrofe
y una desesperanza tan crueles como sólo puede serlo la muerte.
Varios rasgos propios de la tradición conceptual y de conducta alemana se
pueden explicar mejor partiendo del patrón particular de la historia alemana
como una historia de la decadencia. Esto permite distinguir de manera un poco
más clara, entre otras cosas, cuáles de los muchos potenciales que tal tradición
guardaba intervinieron en el surgimiento de un movimiento cruel y bárbaro
como el nacionalsocialista. El ascenso y la caída de este movimiento marcaron
el punto en que todo un periodo de la historia alemana llegó a su fin: un periodo
durante el cual el pasado sirvió como principal medio de orientación para la
percepción que los alemanes tenían de la grandeza nacional, simbolizada por
el concepto del “imperio” o Reich.
Casi todas las naciones europeas se vieron, tarde o temprano, involucradas
en la lucha por un imperio. No obstante, por lo menos en tiempos recientes, sus
energías se vertían por lo general en la construcción de un imperio en ultramar.
Los alemanes fueron casi los únicos cuya tradición conceptual y de conducta
incluyó la idea de un imperio europeo. Su inferioridad en la competencia por
un imperio en ultramar, por razones interiores y exteriores, estrechó aún más
su lazo con esta tradición.
El movimiento nacionalsocialista entró en escena en un momento en que
el sueño ancestral por la restauración del imperio alemán corría una amenaza
más fuerte que nunca ante el curso auténtico de los acontecimientos. Una
inquietud creciente se estaba apoderando de algunos grupos del pueblo alemán
porque el sueño de establecer un gran im perio alem án en Europa y, con ello,
gran p a rte de lo que consideraban valioso y dotado de mucho sentido, parecía
cada vez m ás irreconciliable con la verdadera situación del país. El sueño había
perdurado h a s ta la d erro ta de 1918. No obstante, la h isto ria de A lem ania casi
h a b ía llegado al p u n to en que los alemanes, que a p e sa r de su debilidad se
h a b ía n visto d u ra n te siglos como una nación g ran d e y poderosa, de prim er
orden en tre la h u m an id ad , tuvieron que a b rir los ojos an te el hecho de que su
E l colapso de la civilización 347

país ya no era una nación de primera fila ni constituía el centro potencial de un


extenso imperio. El episodio nacionalsocialista marcó el momento en la historia
alemana en que se hizo casi ineludible reconocer el sueño imperial como una
reminiscencia de un pasado que había quedado atrás, de una grandeza que no
regresaría nunca. Hubo otros motivos para la barbarie del periodo hitleriano,
pero uno de ellos fue, definitivamente, la negativa a reconocer y aceptar esto.
La fuerza del impulso a la decadencia se reflejó en la extrema crudeza de los
medios con que se pretendió frenarlo.
Otras naciones europeas enfrentaron el m ismo problema en esa época
o un poco después. En todas partes fue preciso realizar un doloroso ajuste de
la imagen que se tenía de la nación y del valor propio; en todas partes hubo
que efectuar difíciles cambios en la tradición conceptual y de conducta. La
tarea resultó particularmente dura para los alem anes, porque la realidad
de su existencia nacional rara vez se había acercado a sus expectativas y a
su propia imagen ideal.
El choque que experimenta una nación al cobrar conciencia de su pérdida
de poder y de su disminución de estatus entre las demás afectó de manera
menos brutal a Inglaterra. Fue notablem ente m ás moderada la inevitable
turbulencia de su transición de potencia mundial a potencia de segundo orden,
obligada a reconocer que había llegado a su fin su sueño con el imperio
eterno. Sin embargo, también en este caso se levantaron voces para quejarse
del curso de los acontecimientos con palabras acerbas de indignación. El 1
de enero de 1962 el Tim es publicó, por ejemplo, un m anifiesto en el que se
decía, entre otras cosas:7

— Hemos perdido todo derecho a reclamar un papel destacado en el mundo.


— Nuestra política exterior es prácticamente inexistente...
— Nuestra participación en el comercio mundial se está reduciendo...
— Los impuestos aumentan.
— La burocracia florece y se vuelve cada vez más arrogante.
— Los monopolios y los reglamentos entorpecen a la industria y la libre empresa.
— El nivel educativo está bajando.
— El tradicional orgullo artesanal está desapareciendo.
— Las nacionalizaciones y el egoísmo de los mineros en su conjunto han
acabado con nuestras exportaciones de carbón...
— La violencia y los crímenes van en aumento y ya no reciben los castigos
que merecen.
— Los sindicatos extorsionan al país descaradamente y se han erigido en un
Estado dentro del Estado.
— El suministro eléctrico, nuestra industria clave sigue, en su mayor
parte, bajo el control de Mr. Frank Foulkes, el líder comunista del ETU
[Sindicato de Electricistas].
7. Tomado de un desplegado de la National Fellowship
348 Norbert E lias | Los Alemanes

— Va en aumento el número de muertos y heridos en accidentes de tránsito


ocasionados por ebriedad y falta de consideración.
— La educación infantil está convirtiendo a los niños en unos parásitos
irresponsables.
— El nivel moral de la nación ha llegado a su punto más bajo en los últimos
200 años.
— El amor a la patria y la lealtad ya no están de moda.

El movimiento que con estas frases se presentaba ante el público afirmó que
pretendía: “asumir la tarea de titanes de guiar a la Gran Bretaña, por medio de
la orientación y el ejemplo, para que se reinstale en su altura moral de antaño y
su grandeza pasada. Estamos convencidos de que, pese a sus muchos errores y
omisiones, la Gran Bretaña ha contribuido más al progreso de la civilización que
cualquier otra nación y de que el mundo aún requiere de nuestra dirección.”
La situación histórica y la fase del desarrollo en que Inglaterra se encontraba
alrededor de 1960, se parecían en muchos aspectos a las de Alemania cuando
surgieron los nacionalsocialistas8
En ambos casos observamos un descenso en el poder nacional, la incipiente
comprensión de esta pérdida y el fervoroso deseo de restablecer la grandeza de

8. Otro ejemplo gráfico de la misma situación se encuentra en la historia reciente de Portugal.


E l 20 de diciembre de 1961, el Daily Uslegraph publicó la nota de un corresponsal bajo el
títuloFall of Groa stuns Lisbon. Radio dirges for end o f an empire [La pérdida de Goa deja
anonadada a Lisboa. La radio entona cantos fúnebres por el fin de un imperio]. La noticia
ilustra de manera muy clara algunos de los aspectos típicos del momento crítico en que
el curso real de los acontecimientos choca brutalmente con las fantasías colectivas de las
élites tradicionalistas y estas sufren la repentina impresión de la realidad. Ha llegado el
momento de la verdad. Envueltas anteriormente por la ceguera colectiva y el refuerzo
recíproco de su fe se ven obligadas a reconocer el hecho de que su imperio y los sueños
correspondientes con una grandeza y superioridad eternas se han perdido para siempre.
Esta noche se cortó por completo la comunicación entre Lisboa y sus fuentes de información
en Goa. Las emisiones radiofónicas captadas en Karachi, que hablaban de la resistencia
heroica en Panjim y Marmagao, no fueron confirmadas por el gobierno.
Prevalece la opinión de que los combates serán suspendidos muy pronto, si no es que ya se
hayan detenido. Miles de fieles asistieron a una misa especial para Goa celebrada esta
noche en la iglesia de los Jerónimos del siglo XV, ante el mismo altar portátil que Vasco
da Gama se llevó en su viaje de descubrimiento a la India.
Las estaciones de radio portuguesas sólo tocaron música solemne durante todo el día. Sonó
como la sepultura de un imperio. Y eso fue.
Desaparece un mito
Hoy fue el día en que los portugueses por primera vez, se dieron cuenta de que no son una
potencia mundial. La repentina pérdida de Goa ha destruido, de una ve/, por todas, el mito
que durante años apoyó al régimen de Salazar.
Reina la convicción de que Portugal, pese a su debilidad militar y económica, posee una fuerza
espiritual particular que la capacita, como única nación europea, a permanecer en Asia y
África al servicio de una misión civilizadora cristiana no basada en principios raciales.
Esta creencia permitió a los portugueses prolongar hasta ahora en Angola una guerra colonial
que al resto del mundo le parece totalmente perdida. Se impone la pregunta de si tendrán
el valor de continuarla."
E l colapso de la civilización 349

antaño. No obstante, de acuerdo con las diferencias en la tradición conceptual


y de conducta, la reacción inglesa a una situación parecida fue muy distinta.
Se percibe cuán difícil resulta para una nación que durante siglos fue una gran
potencia, aceptar una posición más baja entre la totalidad de las naciones.
También en Inglaterra, la élite establecida en el poder explotó esta dificultad
hasta cierto punto, como arma en la lucha contra el reparto más amplio del
poder que constituye un fenómeno secundario de la progresiva industrialización,
así como una condición para que esta se realice, y contra las reformas sociales
necesarias para que tal proceso pudiera continuar y permitiera a la nación
hacerse valer en la competencia con otras naciones progresistas del misino
rango. Existía la misma impresión, como en su momento en Alemania, de que
la propia nación era superior a todas las demás, si bien en aquel entonces se
justificó con la referencia, no explicada, al hecho “natural” de la superioridad
de la propia raza, y en el de Inglaterra, con base en una contribución única
al proceso de civilización. Surgió el mismo impulso por restaurar la grandeza
de antaño contra las influencias subversivas de los sindicatos, los mineros,
los reglamentos y, en general, todos los grupos de la sociedad hacia los que
se albergaban sentimientos hostiles. No obstante, en un caso el regreso a la
antigua gloria se relacionó con la recuperación de un nivel moral perdido,
mientras que en el otro debía lograrse sin consideración alguna por cuestiones
de moral o humanidad. Intervinieron la ceguera de los iniciados a todo lo que
no atañera al propio grupo, el refuerzo recíproco de los deseos y esperanzas y
el intento de persuadirse mutuamente de la posibilidad, es más, la obligación
de reconquistar lo irrecuperable: la antigua grandeza y el papel dominante en
la política mundial.
Es cierto que todo ello puede considerarse un presagio de las muchas difi­
cultades de adaptación que habrían de darse. No obstante, con todo, la Gran
Bretaña fue una de las pocas naciones europeas grandes que trató de adaptarse
a la pérdida de poder sin recurrir a la violencia en un último arrebato, sin re­
sistirse con una guerra al cambio que se anunciaba en el equilibrio interestatal
de poder. En comparación con los cruentos combates librados por otros muchos
países al retirarse, los pocos casos en los que también la Gran Bretaña se
propuso salvar su posición anterior por medio de la violencia, como la crisis de
Suez, por ejemplo, aparecen como pequeños tropezones. Por lo visto, los ingleses
pudieron apoyarse en una tradición que les permitió evaluar y ajustar, hasta
cierto punto, los ideales nacionales con base en un diagnóstico más o menos
realista del acontecer real.
Además, los siglos de poder y de hazañas gloriosas habían dado lugar a
un sentimiento del valor nacional mucho más seguro en Inglaterra que en la
mayoría de las demás naciones europeas, sobre todo en Alemania. El sistema
conceptual nacional de Inglaterra legitimaba desde siempre su reclamación de
superioridad, por lo menos en parte, con base en los méritos y servicios rendidos
por ella en beneficio de otros, de la humanidad y la civilización. El derecho a
350 Norbert E lias | Los Alemanes

ocupar un papel dominante en la política mundial — leitmotiv frecuente de la


ideología nacional inglesa— fue característico de la forma en que el sistema
conceptual del pueblo inglés orientaba su mirada sobre el resto del mundo. En
ella se reflejaba la experiencia de un pueblo que durante siglos había sostenido
relaciones comerciales con extensas partes del mundo y establecido colonias en
ellas. En contraste, la ideología nacional alemana se enfocaba en sí misma. El
derecho apoyado en la superioridad de la propia raza no requería justificarse
por los servicios prestados a los demás, ni siquiera por los servicios del liderazgo,
Tanto los ingleses como los alemanes dieron a la palabra “raza” un sentido que
justificaba su propia supremacía. No obstante, cuando los primeros decían the
british race, la expresión estaba impregnada de un sentimiento de superioridad
que no requería de mayor énfasis. No se refería a una relación con los demás,
pero la cortesía hacia estos y el papel de dirigirlos como un servicio a ellos
figuraban entre los requisitos para legitimar el propio estado superior.
El ideal nacional alemán era mucho más exaltado y alejado de los aconteci­
mientos reales. Por ello, su carácter tiránico y opresor se manifestó con mucha
más fuerza al llegar a una situación de decadencia. Su coacción no admitía
ninguna corrección a causa de algo tan insignificante como el verdadero curso de
los acontecimientos. Las realidades debían modificarse sin consideración alguna,
adaptándose al ideal nacional. La tradición nacional que se había desarrollado
en Alemania encontró mucho más difícil de soportar la impresión de verse como
una potencia de segundo o de tercer orden. Muchos factores favorecieron el
carácter extremista adoptado por los movimientos alemanes en los años veinte
y treinta del presente siglo. Uno de los más importantes fue el intento de evitar
a cualquier precio el shock de tener que reconocer el cambio en la posición de
Alemania, así como el fervoroso deseo de revertir el proceso que amenazaba
con relegar el p aís a u n segundo o tercer rango. El esfuerzo resultó ta n brutal y
b árb aro por la com paración del cambio con el ideal, el imperio soñado, en parte,
porque los recursos reales de A lem ania ya estaban m uy m erm ados, pues habían
sido em pleados por los nacionalsocialistas en tratar de recuperarlo.

13) No es posible elaborar m ás este últim o razonam iento sin retom ar algunas
de las reflexiones anterio res con respecto a las im plicaciones m ás am plias que
tie n e p a ra la p ro p ia im agen de la h u m an id ad . M uchos elem entos se oponen,
por lo m enos en ap ariencia, al concepto u su a l de la relación en tre el individuo
y la sociedad.
Lo que se m an ifestó en la id e n tid a d nacio nal de los alem an es como una
tendencia hacia la autocom pasión y el sentim entalism o fue síntom a, al menos
en parte, de u n profundo conflicto, al igual que de otras características suyas. Se
trató de la versión m ás aguda de un conflicto fundam ental típico que se encuentra,
en u n a form a u otra, en todos los ciudadanos de Estados nacionales grandes con
una población m uy individualizada y que en Alem ania adquirió un giro especial
debido al p atrón particu lar seguido en el desarrollo del E stado nacional.
E l colapso d e la civilización 351

No se trataba simplemente de un conflicto del tipo postulado, al parecer, por


preud, en el sentido de que haya sido el resultado de un desarrollo individual.
En primera instancia se revelaba como un conflicto entre el deseo del individuo
de asegurar su supervivencia personal y el de que sobreviviera la sociedad a que
pertenecía, unidad social a la que se encontraba vinculado por un sentimiento de
identidad y que al mismo tiempo lo trascendía. Entre más se perdía la función de
los grupos unidos por parentesco, como las familias o estirpes, en cuanto conte­
nedoras de la identidad de una persona y capaces de trascender su muerte, más
se reforzaba esta función en otras formaciones sociales. Durante cierto tiempo,
las organizaciones religiosas especializadas, como las Iglesias, que existían al
lado de las estatales y que con frecuencia se convertían en sus rivales en la lucha
por el poder, se convirtieron en Europa en los principales focos de concentración
de los deseos gemelos de identidad y de valor, una pertenencia o un sentido más
allá de lo que durara la propia vida. Más que los Estados dinásticos de su tiempo,
si bien a menudo en conjunción con estos, los representantes sociales de estas
tradiciones conceptuales y de conducta sobrenaturales prometían al individuo
un valor y un sentido más allá de su existencia física. El temor a la destrucción
de este valor, el miedo a la amenaza de una pérdida de sentido, también provocó
sentimientos de enemistad total. Estos impulsos eran tan fuertes y apremiantes
que los fieles, en nombre de su religión sobrenatural exclusiva —al igual que
sus descendientes, en nombre de dogmas sociales, de clase, nacionales o lo que
fuera—, estaban dispuestos a hacer la guerra a los seguidores de otros sistemas
conceptuales y de valores considerados como antagónicos y de ser posible, a
destruirlos, para así asegurar la supervivencia o la supremacía de la propia
organización religiosa y de la tradición que representaba.
En tiempos más recientes, sobre todo en los siglos XIX y XX, los sentimientos
de esta índole se adhirieron en creciente medida a formaciones sociales de tipo
enteramente secular, con sus propias tradiciones conceptuales y de conducta;
agrupaciones como la clase o la nación se convirtieron en los puntos focales de
las necesidades correspondientes. Asumieron cada vez en mayor medida las
funciones cumplidas anteriormente por grupos de procedencia más pequeños,
como estirpes, familias u otros de parentesco, en cuanto garantes y símbolos
de una identidad y un valor que al mismo tiempo eran de carácter personal y
trascendían la vida particular. El registro, la enseñanza y el aprendizaje de la
historia de la propia nación han pasado actualmente a ocupar en gran medida el
lugar que, en las sociedades más sencillas, correspondió a la trasmisión oral de
un saber ancestral muchas veces secreto —nombres y hazañas de antepasados,
leyendas, rituales, etc.—, para otorgar al individuo un sentido de identidad
y solidaridad con su grupo y un sentido y un valor duraderos de la propia
existencia en la relación con otras personas.
De esta manera, el mencionado conflicto fundam ental que, en primera
instancia y en la superficie, era entre el deseo de la supervivencia individual y
el de la supervivencia de la propia nación, en un nivel más profundo se revela
352 N orbert E lias | Los Alemanes

como el choque entre él deseo individual de asegurar la supervivencia física y el


de que sobreviva aquello que ayudó a dar sentido y valor a la propia existencia.
Con respecto a la propia nación, así como antaño respecto a la condición social, la
profesión, la Iglesia, la tribu o la estirpe, había que elegir entre la permanencia
de aquello a lo que se decía “yo” y de aquello a lo que se decía “nosotros”. La
alternativa a la entrega de la propia vida con frecuencia parecía ser una su­
pervivencia física despojada de valor, orgullo y sentido. Hay pocas experiencias
capaces de provocar efectos tan dolorosos y traumáticos en una persona como
la pérdida de lo que considera tan valioso como su propia vida, la destrucción
de aquello que le proporciona sentido vital.
De qué se trata exactamente en cada caso individual puede variar. Es posible
que sea algo que suscite fuertes lazos afectivos, pero que adopte una forma poco
clara en la conciencia. En las sociedades cuya individualización ha adquirido
una forma tan peculiar como en las nuestras, se olvida fácilmente que incluso
el valor y el sentido adjudicados a la propia vida en forma personal e individual,
siempre lo son en relación con otros, con algo real o imaginario situado más allá
de la propia persona. Desprovista de funciones orientadas hacia los demás, de
funciones sociales, sin importar la forma en que se disfracen, la vida humana
es vacía y falta de sentido. La vida de una persona puede perder su sentido, por
ejem plo, cuando su amor y afecto hacia otra no encuentran correspondencia o
cuando la persona am a d a muere. Dar amor, si bien es posible que se trate de
una necesidad personal apremiante, cumple con una función social al igual que
el acto de recibirlo. La fuente principal de la que se deriva el valor personal,
la significación que trasciende la existencia, puede en contrarse en el ejercicio
competente de una profesión. Para otros puede ser su riqueza, su nacim iento, su
colección de estampillas o el amor incondicional y exigente de u n niño pequeño.
También, la experiencia de una oración escuchada y la certeza de que se cuenta
con la gracia de Dios. Sociedades como la s n u e s tra s ofrecen las fu en tes más
variadas para que las personas p u ed an obtener de m a n era s m uy personales la
experiencia del valor propio y del sentido vital, pero producen asimismo sin cesar
amenazas contra estas fuentes destruyendo el sentido y el valor personales.
No o bstante, pese a to d a individualización, la experiencia de la realización
o no realizació n que la s p e rso n a s viven de m a n e ra m uy p a rtic u la r debido a
sus necesidades de valor y sentido, ra r a vez se m antiene totalm ente al margen
de ta l ex periencia, de la s satisfacciones o las decepciones que confluyen con
su ex isten cia, seg ú n la evolución, los triu n fo s o los fracasos de las unidades
sociales con que se identifican. E n el nivel actual de evolución de la hum anidad,
el b ie n e sta r del país, de la nación a la que se pertenece, desem peña un papel
cada vez m ás im portante, como factor de realización o destrucción de aquello que
otorga sentido y valor a la vida de u n a persona a sus propios ojos. Es posible que,
en tiem pos norm ales, no se p reste m ucha atención a este vínculo o que apenas
se esté consciente de su existencia. Tal vez el lazo invisible que a ta el sentido
y el valor de la p ropia existencia indiv id u al al destino de la nación o de otra
unidad social, no se perciba h a s ta que los acontecim ientos en el nivel nacional o
E l colapso de l a civilización 353

internacional pongan en peligro aquello a lo que se adjudica sentido y valor en la


vida individual. No obstante, aunque no se esté consciente de ello, los fracasos y
los triunfos obtenidos en el nivel nacional, o en cualquier otro entre este último
y el individual, cumplen con una función en cuanto fuente perm anente de
satisfacciones y decepciones personales, de exaltación y depresión, sentimientos
que pueden llegar a intensificar o a atenuar considerablemente las emociones
correspondientes producidas por las fuentes de carácter más individual.
Las naciones y las relaciones que se dan entre ellas, el rango que ocupan
unas en relación con otras, se han erigido en apariencia en la más dominante y
poderosa de estas influencias supraindividuales sobre la experiencia de sentido
y valor de las personas. Tanto en el nivel nacional como en el internacional,
la interdependencia de los individuos se ha vuelto cada vez m ás estrecha e
ineludible. Y los individuos están cada vez más conscientes de la medida en
que casi todo aquello que da un rumbo y un sentido a su vida depende de la
supervivencia de las unidades sociales en el nivel nacional, lo cual no es posible
sin los países con que se identifican. Reconocen cada vez con mayor claridad
la función de las naciones o grupos de naciones como garantes, guardianes,
encarnaciones o símbolos de gran parte de aquello que consideran como los
valores permanentes de su existencia individual. Los Estados nacionales del
siglo XX son “Estados del nosotros”, quizá más que cualquier forma estatal
anterior, son organizaciones con las que en distinto grado se identifican todos los
sectores sociales; en su caso, la solidaridad y la lealtad se encuentran asegura­
das, probablemente más que nunca antes, por la comunicación recíproca de un
sistema conceptual exclusivo, en el que se integran sentimientos de hostilidad
hacia los extraños que no participan en la religión y la identidad nacionales.
Este hecho intensifica la efectividad de todos los demás factores que provocan
enemistades y conflictos entre los Estados.

14) En este punto surge un problema particularmente difícil: la significación


característica de lo que las personas viven como algo dotado de sentido y de
valor parece vinculada, en muchos casos, a su carácter exclusivo, a su limitación
a grupos específicos de la humanidad y a hostilidades inherentes contra otros
(si no es que condicionada por estos elementos). El valor y el sentido que las
personas se adjudican a sí mismas como ciudadanas de un Estado nacional
específico, es uno de los ejemplos —quizá el más gráfico— que puede señalarse
en el momento actual.
El carácter exclusivo, la polaridad esencial, cuenta entre sus atributos funda­
mentales una hostilidad latente o manifiesta contra los demás. Por lo tanto, las
formas actuales de valor y sentido contienen, comúnmente, la semilla de su propia
destrucción. Los ciudadanos de los Estados nacionales encuentran sentido en el
hecho, sumamente valioso, de pertenecer a una nación en particular y a ninguna
otra. El valor y el sentido de su vida individual parecen depender, en última
instancia, de que se conserve la integridad de su país. El temor a la destrucción
de esta integridad, a la desaparición de lo que parece dotado de sentido y valor
354 Norbert E lias | Los Alemanes

para la propia vida, se manifiesta de manera casi automática, como amenazas


abiertas u ocultas de destruir aquello que les parece dotado de sentido y de valor
a los miembros de otras naciones. Estos a su vez se encuentran atrapados por
ese dilema que genera profunda inseguridad respecto a la permanencia de su
propio país o grupo de países, así como de muy estimados valores y doctrinas
conceptuales, lo cual produce una hostilidad contra otros países o grupos de
países que, por la misma causa, se sienten amenazados e igualmente inseguros.
En este nivel ocurren también procesos de refuerzo recíproco, que no reducen
su acción a las concepciones y los ideales comunes dentro de una nación. En las
relaciones entre las naciones, se revelan con particular claridad en el carácter
recíproco de sus amenazas y del temor que se tienen unas a otras. En ambos
niveles, este tipo de movimientos pueden ser arrastrados por una dinámica
de escalada creciente. Cuando esto sucede, la civilización entra en una fase de
decadencia y se aproxima el momento de su quiebra.
En tales situaciones, incluso las personas que, por lo común, apenas lo toman
en cuenta cobran una conciencia más clara del hecho de que la imagen que tienen
de sí mismas como individuos encierra la de su nación. En la vida cotidiana, la
identificación con la propia nación, la conciencia de pertenecer a ella y las voces
de la conciencia nacional y de los ideales nacionales permanecen con frecuencia
mudas, como niveles de la propia conciencia y los propios ideales. Representan
una disposición a vivir y actuar de cierta manera que sale de su estado latente
más o menos inconsciente como reacción a ciertas señales, las cuales se producen,
de manera deliberada o no, en determinadas situaciones específicas
El proceso del refuerzo recíproco de los sentimientos nacionales individuales
dentro de la nación constituye una de estas situaciones. Por regla general, se
encuentra ligado a la intensificación del temor y la amenaza entre las naciones,
sobre todo entre las que forman el eje principal de tensión en un sistema basado
en el equilibrio de poderes. El refuerzo recíproco de las amenazas y del miedo
en el nivel internacional puede llegar a un punto en que ninguno de los invo­
lucrados sea capaz de detener el proceso, en que una dinámica incontenible de
escalada impulsa a ambos bandos a la lucha armada y la destrucción mutuas.
En tales situaciones, las voces latentes de la conciencia y el ideal nacionales se
levantan con particular fuerza en los individuos. Amenazas y temores cada vez
más fuertes en el nivel internacional pueden servir de detonantes que activen,
en los miembros individuales de las naciones involucradas, la disposición a
actuar de acuerdo con sus ideales y normas nacionales. Si estos sentimientos
crecen a nivel individual, pueden a su vez reforzarse en forma recíproca, y el
arrebato del sentimiento nacional puede entonces intensificar las tensiones y el
temor a nivel internacional. La disposición personal a identificarse con la propia
nación que surge en tal situación internacional, no representa un factor externo
a esta, como pudiera parecer a primera vista, sino que forma parte de ella. El
refuerzo recíproco de los ideales y las doctrinas conceptuales nacionales en el
nivel intraestatal, contribuye de una u otra manera a la escalada recíproca de
las amenazas y el temor en el nivel interestatal, y a la inversa.
El colapso d e la civilización 355

El hecho de que estos procesos de refuerzo mutuo puedan tener lugar en, por
lo menos, dos niveles de un sistema de Estados nacionales —y m ás o menos en
forma simultánea— dificulta aún más a las unidades implicadas en el proceso,
a las naciones o los grupos afectados, conservar el control sobre la desviación in­
manente hacia el conflicto armado. Para que una intervención pudiera frenarlos
de manera efectiva, se requeriría una autoridad que no se identificara del todo
con ninguno de los dos bandos y que, al mismo tiempo, dispusiera de suficiente
conocimiento teórico sobre la naturaleza de tales procesos para poder rechazar
la idea de la culpabilidad exclusiva de cualquiera de ellos, además de contar con
poder suficiente para concebir y llevar a cabo una estrategia adecuada.
Las dimensiones alcanzadas por la movilización de los sentimientos naciona­
les mediante el refuerzo recíproco, así como por la degeneración correspondiente
de la conducta civilizada en el trato con los adversarios, varían según los países y
las situaciones. Muchos factores resultan decisivos en este sentido: la estructura
gubernamental, la intensidad y forma de los conflictos internos, las tradiciones
conceptuales y de conducta y otros más. Sin embargo, también cabe señalar
que las circunstancias inmediatas de un país nunca determinan por sí solas
la fuerza y las características del sentimiento nacional ni el grado de barbarie
de que es capaz una nación en el trato con quienes considera sus enemigos.
El patrón establecido por su pasado y sus oportunidades y expectativas para
el futuro determinan la conducta de una nación en cualquier momento, en la
misma medida que el presente inmediato. Tanto en este sentido como en otros,
el pasado influye en el orden y la conducta actuales de manera implícita, como
una de sus condiciones y, en forma explícita, por la imagen que las generaciones
vivas tienen del pasado de su país; al igual que el futuro, el pasado posee el
carácter y la función de otro aspecto más del presente. En cuanto determinantes
de la conducta, el pasado, el presente y el futuro actúan en forma conjunta. Las
situaciones vividas son tridimensionales, por decirlo de algún modo.
Por tanto, las doctrinas conceptuales, normas e ideales nacionales llegan a
ser muy diferentes, según la interpretación que se tenga de las características
particulares del desarrollo pasado, presente y futuro de un país. No obstante, poseen
al mismo tiempo muchos rasgos comunes, lo cual sólo se pone de manifiesto si se
retrocede un poco para contemplarlas desde cierta distancia. Los patriotismos y
nacionalismos de las distintas naciones muestran con frecuencia un sorprendente
aire de familia. Son capaces de atizarse mutuamente porque son idénticos en cuanto
sistemas conceptuales de carácter exclusivo con su énfasis puesto en el valor sobre­
saliente de la sociedad cerrada, del Estado nacional único. Las situaciones en que las
amenazas y el temor entre los Estados se refuerzan recíprocamente, casi siempre
encuentran su correlación intraestatal en la intensificación de los sentimientos
nacionales, lo cual toma el aspecto de una infección. De hecho, la repetición de tales
situaciones en el nivel internacional es uno de los motivos principales, si no es
que el más importante, de que hayan perdurado las tradiciones conceptuales y de
conducta nacionales concentradas en la nación, en su función de guardiana de todo
lo que tiene sentido, como el valor más elevado al que todo lo demás, la propia vida
356 N orbebt E lias | Los Alemanes

incluso, se encuentra subordinado; también como justificación de los sentimientos


de hostilidad ocultos o abiertos contra los ciudadanos de otras naciones y contra
las minorías dentro de la propia, contra extraños y marginados. Estas tradiciones
conceptuales y de conducta de carácter excluyente constituyen a su vez uno de los
motivos principales, si no es que el más importante, para la repetición de los procesos
de amenaza y temor recíprocos y crecientes en el nivel internacional, incluyendo la
guerra como su manifestación última.
En los periodos en que la conciencia y los ideales nacionales se movili­
zan de esta manera, la forma en que las personas se perciben a sí mismas
también experimenta con frecuencia una transformación específica. Una de
las características más elementales del ser humano es que no sólo tiene una
imagen de sí mismo como una persona individual que se concibe como un
“yo”, sino también como miembro de grupos sociales a los que puede referirse
como “nosotros”. En las sociedades más simples, las experiencias del yo y del
nosotros en la imagen que sus miembros tienen de sí mismos resultan muchas
veces prácticamente inseparables.
En los Estados nacionales contemporáneos más desarrollados, las experien­
cias del yo y del nosotros, en circunstancias normales, se encuentran claramente
separadas. La primera, la experiencia de sí mismo como un individuo separado
y aislado de todos los demás, ocupa con claridad y nitidez el centro de la auto-
percepción, mientras que la conciencia de las relaciones experimentadas como
“nosotros” permanece más bien relegada al fondo. Esta forma de autopercepción
es la que se expresa en el lenguaje cotidiano de hoy, por ejemplo, cuando se
habla de la sociedad como el “marco social” de una persona. No obstante, en las
situaciones de crisis nacional el foco se desplaza por un tiempo más o menos
prolongado. El peso emocional ocupado por el nivel del nosotros, en la imagen
que el individuo tiene de sí mismo, adquiere por lo común más fuerza, mientras
que se debilita el del nivel del yo. Lo que el nivel del nosotros gana en carga
emocional se lo sustrae al del yo.
Este tipo de situaciones de crisis de ninguna manera son las únicas en que se
pone de manifiesto que también en las sociedades altamente individualizadas,
las imágenes de los grupos identificados por el ‘‘nosotros”, como la nación, forman
parte de la que los individuos tienen de sí mismos y que la estructura de la
personalidad individual constituye una sola variante, entre el sinnúmero de
variaciones posibles, del patrón nacional común. Otra situación en que se revelan
tanto la fuerza como la elasticidad de los lazos que vinculan la identidad y la
autopercepción de los individuos con su sociedad es la del cambio de nacionalidad.
Por lo menos para un adulto, cambiar de identidad nacional no es más fácil que
cambiar de personalidad y la oportunidad de que se logre no es mayor.
No basta con cambiar de pasaporte. La perturbación de la identidad nacional,
de la imagen nacional integrada a la que se tiene de sí mismo, ya sea que se dé
debido a un profundo trastorno en la vida del individuo o en la de toda la nación,
siempre redunda en una reorientación de la conducta y del sentir. Impone una
reevaluación de los propios valores y convicciones y un reajuste de la percepción
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 357

de sí mismo y de los demás. Por mucho que varíe la capacidad de realizar esta
adaptación entre un individuo y otro, en el caso del adulto enfrenta por regla
general límites definitivos. Al hacerse ciudadano estadunidense, el francés o
alemán adulto no pierde sin más los rasgos fundamentales que posee como tal
ni el recuerdo de su identidad anterior. Toda una nación tampoco pierde en el
acto las características fundamentales de su tradición de conducta y conceptual
al ocurrir un cambio en su situación actual. También en el caso de una nación, el
pasado, todo el patrón de su desarrollo, decide si será capaz de adaptarse a las
nuevas circunstancias y en qué medida, si podrá reorganizar su ideal tradicional
del nosotros y la imagen que tiene de sí misma y hasta qué punto.

15) Es sólo a la luz de este tipo de reflexiones que se revela toda la significa­
ción que la historia y la imagen propia de una nación poseen con respecto a la
que sus ciudadanos individuales tienen de sí mismos. Así como las circunstancias
nacionales representan una de las fuentes del sentido y la realización en la vida
del individuo, también pueden contribuir a la impresión de que el valor y el
sentido se encuentran amenazados o se han perdido.
Alemania brinda un ejemplo de la curiosa relación establecida entre la
pérdida de poder y la pérdida de sentido y valor dentro de la conformación del
mundo. La relación misma no se limita a ningún país en especial. Es posible
observarla en otras muchas naciones, y no sólo en estas: ante la pérdida de
poder, las formaciones dominantes de todos los tiempos sufren una pérdida
correspondiente de sentido y valor a los ojos de sus miembros. Hay numerosos
indicios de que las agrupaciones dominantes de toda índole cuyo poder se está
debilitando, ya sea que se trate de tribus, élites, castas, clases o naciones, rara
vez se retiran sin ofrecer una lucha, aunque las posibilidades de conservar
su poder y dominio sean nulas. Entre más débiles son, entre más insegura y
amenazada su supremacía, más extremas, despiadadas e irreales son, por regla
general, las medidas con que buscan sostener su posición.
Existe el concepto muy difundido de que los miembros de las formaciones
sociales descendentes se aferran al poder y de que, con frecuencia, prolongan
la lucha para conservarlo hasta las últimas consecuencias, sobre todo, porque
no desean renunciar a los beneficios “m ateriales” que les brinda, como un
nivel de consumo más alto y la posibilidad de contar con los servicios físicos
de sus subordinados. Con toda certeza, la pérdida de tales ventajas influye en
sus temores y en su expectativa de un futuro desagradable que los impulsa
a la lucha, la cual a menudo sostienen por medios cada vez más crueles y
desesperados, aun cuando acontecimientos sustraídos a su influencia hayan
modificado, evidentemente, el equilibrio de poder en perjuicio suyo. No obstante,
la explicación de tal conducta por causas “materiales” o “económicas”, como con
frecuencia se dice, nunca es más que parcial. La amenaza de perder el poder, sin
importar las demás consecuencias que pueda acarrear, implica sin excepción,
para los miembros de las formaciones dominantes, una perturbación grave de
la imagen que tienen de sí mismos y, a menudo, la destrucción total de lo que a
358 N okbert E uas | L o s A lem a n e s

sus propios ojos otorga sentido y valor a su vida, por lo que implica la amenaza
simultánea de perder su identidad: la pérdida de sí mismos. Por todo esto,
la amenaza contra lo que perciben como su identidad, valor y estatus entre
las personas, les impide ver su situación tal como es y ajustar su identidad,
sus objetivos y su percepción del propio sentido y valor a las circunstancias
cambiantes. Casi sin excepción, no los vence sólo la supremacía física o social de
sus adversarios en ascenso, sino todavía más su propia impresión de que ya no
vale la pena vivir si desaparece el viejo orden en el que ellos mismos ocupaban
la primera fila. Sin los atributos de su superioridad social, la vida parece perder
su valor y su sentido. Si grupos sociales enteros sometidos a esta situación se
resisten al cambio hasta las últimas consecuencias, si están dispuestos a luchar
para conservar su supremacía, a sacrificar su vida por ello, esto no sucede sólo
por el temor a vivir sin las comodidades materiales acostumbradas; no ocurre
en primera instancia por la amenaza de perder sus medios de subsistencia o
sus lujos, sino por la de tener que renunciar a su estilo de vida. La principal
amenaza se dirige contra su estimación propia, su orgullo.
Es posible que actualmente se subestime un poco la significación que muchas
circunstancias, también las de tipo "material” o “económico”, pueden tener para
las personas en cuanto símbolos de su orgullo, su estimación y el estatus más
elevado que casi todos los adultos y grupos sociales del mundo reclaman para sí
en relación con otros. La exploración de tales relaciones dará tarde o temprano
con la clave para los muchos problemas que, aún en la actualidad, plantea la
curiosa relación entre pérdida de poder y pérdida de sentido y de valor. El hecho
de que los miembros de las formaciones sociales poderosas estén dispuestos a
luchar cuando el poder se les empieza a ir de las manos, y de que muchas veces
en esta situación ningún recurso les parezca demasiado ordinario y bárbaro,
tiene que ver con la circunstancia de que su poder y la imagen que tienen de
sí mismos, como una formación amplia y grandiosa, poseen más valor para
ellos que casi cualquier otra cosa; con frecuencia tienen más peso a sus ojos
que su propia vida. Entre más débiles, inseguros y desesperados se sienten en
su descenso, entre más se les hace sentir que en su lucha por la supremacía ya
están acorralados, más feroz suele hacerse su proceder y más agudo se vuelve
el peligro de que ellos mismos pasen por alto y destruyan las normas de la
conducta civilizada de las que están tan orgullosos. Las normas de la conducta
civilizada a menudo sólo tienen sentido para las agrupaciones dominantes
mientras sirvan como símbolos e instrumentos de su poder, además de las otras
funciones que deben cumplir. Por eso las élites del poder, las clases dominantes
o las naciones emplean con frecuencia métodos diametralmente opuestos a los
valores que dicen defender en la lucha que sostienen en nombre de sus valores
y de su civilización supuestamente superiores. Acorralados, no es difícil que
estos adalides de la civilización se conviertan en sus más grandes destructores.
Se transforman fácilmente en bárbaros.
P o r lo t a n t o , para aquilatar correctamente las dificultades que entraña la
a d a p ta c ió n a u n estatus inferior, hay que incluir e n e l diagnóstico del d e sc e n so
El colapso ' d e l a civilización 359

social la función que la superioridad del poder y del estatus cumple en cuanto
portadora de valor y de sentido. Esta adaptación ya es bastante difícil en el caso
de los individuos. En el de poderosas formaciones sociales —si es que sobreviven
siquiera— resulta tan difícil que rara vez se logra en el espacio de una sola
generación. Por lo general, se requieren tres generaciones o más para que una
nación alguna vez poderosa (u otra agrupación que alguna vez lo fue) que ha
sobrevivido como tal a la pérdida del poder, sea capaz de reconocer su estatus
inferior con claridad y de aceptarlo emocionalmente, y para que la imagen de ese
pasado poderoso desaparezca de la conciencia de las generaciones actuales como
norma y exigencia para desarrollar una nueva imagen de sí mismas; como una
unidad social que represente para ellas una fuente de orgullo y de estimación
propia, dentro de la cual, puedan encontrar, pese a ello, tareas dotadas de
sentido para el futuro y objetivos por los cuales valga la pena vivir.
Las consecuencias inmediatas de tal descenso, de su pérdida de poder y
estatus, suelen ser sentimientos de abatimiento y desilusión, futilidad y ausencia
de un rumbo fijo, todo ello impregnado de ciertas tendencias al cinismo, el nihi­
lismo y el retraimiento, las cuales pueden prevalecer. Por extraño que parezca,
las mismas consecuencias se encuentran en las personas que han perdido su
fe o cuyos ideales han sido destrozados por la realidad. Esto hace pensar en los
sentimientos y las actitudes de luto por un amor desaparecido y tiene mucho
en común con el proceso que los psicoanalistas denominan “regresión” al hacer
un diagnóstico individual.
También es posible que el m ovimiento descendente se lleve a cabo en
forma muy paulatina, que la lucha por detenerlo se prolongue a través de
generaciones y que permanezca sin resolución durante mucho tiempo; o que
renovados impulsos y reconquistas ocasionales enciendan de nueva cuenta, de
vez en cuando, la esperanza de restablecer la antigua gloria; en resumen, que
el descenso nunca llegue a un punto tan bajo que se esté obligado a enfrentarlo.
En este caso, las ambigüedades en el estatus de una nación y los síntomas de
inseguridad masiva en el estatus tienen tiempo para impregnar profundamente
la identidad de sus ciudadanos y toda su tradición conceptual y de conducta.
Esto ocurrió, precisamente, en el caso de Alemania. Nuestro propio tiempo,
como se ha señalado, proporciona muchos ejemplos de naciones que deben
enfrentar una pérdida de poder y de estatus —muchas veces en forma bastante
repentina e inesperada para ellas mismas—, lo cual las obliga a ajustar sus
ideales nacionales, la imagen que tienen de sí mismas, su orgullo y su estimación
propia a la extinción de su papel imperial. La adaptación alemana a la pérdida
de este último, después de 1918, fue particularmente complicada, porque se
trataba de una continuación del traumático proceso de descenso iniciado mucho
tiempo atrás, en la edad media. Dentro del espectro de los distintos casos que
ilustran la relación entre la experiencia de la pérdida de poder y la de sentido
y valor, el patrón de la decadencia alemana fue extraño y quizás único. Se trató
de una decadencia furtiva desarrollada a lo largo de los siglos y caracterizada
por muchos impulsos en un sentido y en el otro. Nunca llegó a un punto tan bajo
360 N o k b e r t E lia s | Los A le m a n e s

que hiciera obsoletos los esfuerzos de Alemania para construir un imperio o que
la obligara a adaptarse definitivamente a un estatus más bajo entre los pueblos,
ni a reorientar sus ideales o la imagen que los alemanes tenían de sí mismos.
El asunto que está en tela de juicio aquí, el intento nacionalsocialista de
exterminar a los judíos, constituye un solo episodio en el ascenso y la decadencia
de un pueblo. No obstante, en varios sentidos posee el carácter de ion paradigma,
una muestra de lo que son capaces los líderes de una nación civilizada en su
lucha por reconquistar o conservar su papel imperial, cuando la impresión
crónica del descenso, de estar cercados y acorralados por sus enemigos, despierta
en ellos la convicción de que sólo la falta absoluta de consideración, será capaz
de revertir la pérdida de su poder y gloria. También ilustra los extremos a los
que el carácter exclusivo de un sistema conceptual nacional, puede llegar en la
conducta de las personas frente a los que consideran “marginados”, ajenos al
grupo y miembros de otro potencialmente antagónico.
La falta de consideración y barbarie desplegadas por los líderes de la nación
alemana correspondieron en esta ocasión en intensidad a la magnitud de las
amenazas que percibían contra sus esperanzas y aspiraciones para Alemania. El
amor a la patria que inscribieron en su estandarte y en cuyo nombre reunieron
en tomo suyo a amplios sectores del pueblo alemán no era el amor a Alemania
tal como existía; no iba dirigido a ella como una entre muchas naciones iguales
y mucho menos como potencia de segundo o tercer orden. Se trataba del amor a
Alemania tal como opinaban que esta debía ser, una más grande que las demás
naciones europeas y más incluso, en cierta forma, que todas las naciones del
mundo. El objeto de este amor era un ideal, no la Alemania auténtica.
Los esfuerzos de los líderes nacionalsocialistas y, en consecuencia, de grandes
sectores del pueblo alemán apuntaban a realizar esta imagen ideal que era
la que tenían de sí mismos. Y resultaron tan monstruosos, desesperados y
despiadados porque los recursos de la Alemania real eran ya muy reducidos
en relación con el imperio “pangermano” al que aspiraban y con el potencial de
poder de todos los países contra los que, con este fin, había que hacer la guerra
o a los que se debía subordinar. El abismo entre el ideal nacional alemán y la
realidad nacional del país era grande y crecía cada vez más. Incluso Hitler
interpretó su época como el último momento en la historia en que aún existía
cierta esperanza de que Alemania recuperara su papel imperial y de que el
mundo ingresara a la época de un “reino milenario” alemán. A fin de lograr este
objetivo se requería, como en repetidas ocasiones lo manifestó, movilizar todos los
recursos alemanes, sostener una guerra total hasta las últimas consecuencias,
una lucha completamente despiadada y desprovista de escrúpulos, misma que
incluía la destrucción masiva de los grupos hostiles señalados como inferiores.
Si los alemanes no conseguían recuperar y restablecer, mediante un esfuerzo
supremo, el imperio más grande que creían haber perdido, entonces daba lo
mismo que desaparecieran para siempre, en opinión de Hitler. El tampoco
sentía amor por Alemania tal como existía en realidad; lo que amaba era la
El colapso d e la civilización 361

quimera de Alemania y su grandeza personal. La guerra nacionalsocialista y


todas las atrocidades de aquellos años, como parte de la misma, representaron
las medidas desesperadas de una nación que descendía con celeridad a una
posición de segundo o tercer orden en relación con otras naciones más poderosas,
emprendidas como un último intento para hacer justicia a la imagen ideal que
tenía de sí misma como una potencia mundial de primer orden. Podría pensarse
que los alem anes habrían podido aprender a vivir con una im agen m enos
magnificada de sí mismos sin sentir la necesidad de matar a millones de judíos.
No obstante, al enfrentar el incremento en la fuerza de los demás países y su
propio debilitamiento, las formaciones sociales poderosas rara vez aceptan de
manera pacífica, por comprender con claridad que los acontecimientos apuntan
en su contra, que disminuya su poder, se rebaje su estatus social y de esta
manera cambie la imagen que tienen de sí mismas, su “ideal del nosotros” y su
identidad. Aunque el diagnóstico sociológico de tal evolución sea muy evidente
cuando se mira desde fuera y, quizá para algunas personas y grupos desde
dentro de la unidad descendente misma, la gran mayoría de los afectados se
muestra, por regla general, incapaz de percibir los hechos, ya que ello heriría
profundamente su estimación propia y su orgullo. En esta situación buscan una
y otra vez a líderes que les pongan enfrente la imagen de su grandeza anterior,
que los convoquen en nombre de esos valores y que los llamen a resistirse a la
amenaza, a luchar por una superioridad colectiva y por los ideales implícitos
en ella. En tales momentos se manifiestan con toda su furia y fuerza la ceguera
de los iniciados, la incapacidad de percibir lo que no se quiere reconocer y el
refuerzo recíproco de una doctrina que corresponda a los deseos y las esperanzas
comunes de la sociedad en cuestión, aunque se opongan a su realidad. Al igual
que los animales salvajes, las naciones u otras formaciones sociales poderosas
se vuelven más peligrosas cuando se sienten acorraladas, cuando tienen la
impresión de que el equilibrio de poder se inclina en perjuicio suyo, que los
medios autoritarios de sus rivales y enemigos en potencia están superando a
los suyos, que sus valores se encuentran amenazados y que su superioridad se
desvanece. En las circunstancias actuales y pasadas de la convivencia humana,
este tipo de proceso constituye una de las situaciones más típicas y frecuentes
en que las personas se sienten impulsadas a emplear la violencia. Se trata de
una de las situaciones que provocan guerras.

16) Muchos factores contribuyeron a la desaparición particularmente eficaz


de las coacciones ejercidas por la civilización en el caso de la Alemania nacional
socialistay a que la violencia se dirigiera con especial saña contra los judíos.
Algunos de ellos ya se han mencionado, otros habrán de explicarse todavía. Lo
dicho hasta el momento tal vez ya sea suficiente para aclarar un poco que las
actitudes y las doctrinas de los nacionalsocialistas resultan incomprensibles,
si sólo se toma en cuenta la situación que reinaba en Alemania durante el
periodo de su surgimiento y dominio, El hecho de que haya podido tomar el
362 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

poder en Alemania un movimiento de tendencias extremas nacionalistas,


antidemocráticas y antisemíticas, con un dogma social determinado en gran
medida por la fantasía y una inclinación especial por el uso de la fuerza bruta,
no se comprende del todo si no se toman en cuenta, al mismo tiempo, la posición
y la función que ocupaban tales tendencias en el contexto más amplio de la
evolución de Alemania en el largo plazo. Entre las tendencias evolutivas de
larga duración que contribuyeron al surgimiento de movimientos semejantes
después de la derrota de 1918 y que favorecieron finalmente la toma del poder
por uno de ellos figuró, como una de las más importantes, el paulatino proceso
de decadencia vivido por Alemania, como gran potencia europea, interrumpido
brevemente después de 1871 por el II Imperio. A diferencia de otras potencias
europeas comparables con ella, sólo experimentó durante pocas décadas una
grandeza en que su verdadera situación se acercó un poco al ideal nacional. Al
finalizar este breve interludio, la separación entre el ideal y la realidad se fue
haciendo de nueva cuenta cada vez más grande, al igual que antes.
Ya se expuso el hecho de que esta tendencia originó, en cierta medida, el
curioso matiz sentimental y “romántico” del ideal alemán de la patria y del
concepto alemán del Reich como símbolo de su propio papel imperial. También
sirve para explicar por qué amplios sectores de la población tendían a orientar
sus objetivos en el futuro nacional de acuerdo con la imagen que guardaban de
un pasado más glorioso. Ello favoreció el surgimiento de cierta disposición para
cultivar actitudes nacionales que, de acuerdo con la terminología tradicional,
pueden denominarse ‘‘romántico-conservadoras”. La gran importancia que tenía
este pasado idealizado como un tiempo de verdadera grandeza nacional en la
propia imagen de los alemanes fundamentó también, por lo menos en parte,
la gran significación que su ubicación en la historia —en un tipo particular de
historia— adquirió en su escala de valores.
También estuvieron estrechamente ligados a aquella tendencia evolutiva
ciertos elementos propios de la tradición conceptual y de conducta de Alemania,
que prepararon el camino para la brutalidad extrema que ejercieron en una
época en que el conflicto entre su propia imagen tradicional y el curso real de
los acontecimientos se agudizó, amenazando con imponerse en su conciencia
como el momento de la verdad. Un ejemplo muy característico de disposiciones
precursoras de este tipo, fue el concepto de política que halló expresión en la voz
alemana “política realista”. Este término aglutinaba un aspecto de su ideología
nacional que puede resumirse, más o menos, de la siguiente manera.

S in im p o r ta r lo q u e s e d ig a , e l ú n ico m od o r e a lis ta de v e r e s q u e la p o lític a


s e b a s a e n e l e m p le o d e s e n fr e n a d o d e la v io le n c ia . S o b re to d o la p o lític a
in te r n a c io n a l q u e n o e s m á s q u e u n a c o n tin u a c ió n d e la g u e r r a por otros
m ed io s. P or m u y b e lla s q u e s e a n la s p a la b r a s d e los e s ta d is ta s ex tra n jero s,
c u a n d o la s c o s a s v a n e n se r io , e llo s ta m b ié n se a p o y a n só lo e n su “p o d er ”
p a ra lo g ra r s u s m e ta s p o lític a s, y lo u tiliz a n s in e sc rú p u lo s, a l ig u a l q u e los
a le m a n e s . L a ú n ic a d ife r e n c ia e s t á e n q u e n o so tro s so m o s m á s h o n esto s.
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 363

La confianza nacional alemana en la “política realista” está muy relacionada


con la confianza en la guerra, en el empleo de tropas armadas como último
recurso para resolver los conflictos entre las naciones. Ubica de manera parti­
cularmente contundente el origen de esta convicción en las tradiciones propias
de los Estados dinásticos preindustriales, por lo general, de gobierno absolutista.
Los príncipes autocráticos de los Estados predominantemente agrarios, con
una población carente de educación formal en su mayor parte, y en el límite
de la subsistencia o apenas arriba de él, tenían cierto derecho a creer que
podían resolver cualquier conflicto con otros príncipes a su favor si contaban
con una fuerza militar superior. Podían conquistar territorios e imponer a los
pobladores su religión e incluso su idioma, si así lo deseaban, para incorporar así
a sus propios dominios las regiones disputadas, que con frecuencia los atraían
simplemente por sus riquezas o sus fronteras m ás favorables desde el punto
de vista estratégico.
La “política realista” alemana aun emulaba en gran medida la política de
tales príncipes, como lo revelan las metas militares de sus líderes en las dos
guerras mundiales. Sostenían la creencia de que “Dios acompaña siempre a los
batallones más fuertes” y de que todos los conflictos entre las naciones, tanto
en ese momento como en el futuro, serían decididos, en última instancia, por los
ejércitos más fuertes y mejor dirigidos. Esta convicción perduró incluso cuando
ya era evidente que, en un mundo caracterizado por la creciente interdepen­
dencia entre los Estados nacionales industrializados, las tropas vencedoras
no necesariamente eran las que mayores beneficios sacaban del triunfo y los
vencidos no necesariamente se debilitaban ni tenían que sufrir más que sus
adversarios. La confianza en la eficacia de la fuerza militar como ultim a ratio
regum no estaba fuera de lugar en el contexto de los equilibrios limitados de
poder entre los Estados preindustriales que dependían relativamente poco irnos
de otros. Sin embargo, los alemanes la transfirieron, como si fuera lo más natural
del mundo, a un sistema de poder de dimensiones casi mundiales compuesto
por un número cada vez mayor de Estados nacionales entrelazados entre sí
de manera cada vez más estrecha. Conforme aumentaba el nivel educativo
general, así como la conciencia nacional de las clases más pobres y el nivel de
vida hasta de los menos favorecidos, la conquista y anexión de territorios ajenos,
y la nacionalización expedita o paulatina de poblaciones extranjeras, plantearon
dificultades cada vez mayores.
T anto en 1914 como en 1939, la “política re a lis ta ” de A lem ania se enfocó en
objetivos de este tipo m ás antiguo. M uchas causas contribuyeron a inculcar en la
oligarquía de u n país con u n a h isto ria como la alem an a, u n a fe ta n fu e rte en la
violencia física como in stru m en to político decisivo. U n a de ellas fue la debilidad
que caracterizó a A lem ania d u ra n te m ucho tiem po. A lo largo de los siglos, los
alem an es e stu v ie ro n ex p u esto s a los a ta q u e s y la s in v a sio n e s de p rín c ip e s
extranjeros. Como m iem bros de u n conglom erado de E sta d o s re la tiv a m e n te
débiles, tu v ie ro n m u c h a s o p o rtu n id a d e s p a r a o b se rv a r la fo rm a e n q u e los
364 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

otros empleaban su poder superior y la falta de escrúpulos con que a menudo


lo hacían. La circunstancia de que primero Prusia y luego la propia Alemania
debieron mayormente su ascenso a una serie de triunfos militares, que a su
vez influyeron en la supervivencia de una aristocracia militar terrateniente
como agrupación de élite, reforzó esta tendencia en la tradición conceptual y de
conducta alemana. El carácter unilateral de sus percepciones concordaba con el
patrón establecido por la historia nacional. Conscientes de su debilidad anterior
y no del todo seguros de su fuerza después de 1871, los alemanes tendían a
colocar el poder por encima de cualquier otra consideración política. Esto les
permitió definirlo conceptualmente con mayor claridad que otras muchas
grandes naciones europeas, cuyos dirigentes y pensadores ¿ataban el “poder”
más bien como algo dado sin necesidad de cuestionarse.
Así, los alemanes desarrollaron una gran sensibilidad hacia el papel de la vio­
lencia física y el “poder” en las relaciones interestatales. Sin embargo, eran menos
sensibles en cuanto a las limitaciones impuestas al uso de un poder superior, como
habían surgido en otras partes. En los Estados nacionales europeos dueños de una
tradición más larga de supremacía, el papel desempeñado por la aplicación de la
represión y la violencia física en la convivencia entre las personas con frecuencia
se definía y se articulaba de manera menos concisa, con algunas excepciones
como en Hobbes, por ejemplo. Los medios autoritarios se empleaban, más bien,
en forma tradicional, y la experiencia de muchas generaciones contribuyó en
múltiples casos a concretar reglas usuales que determinaban cuándo resultaba
útil —y cuándo no— emplear el poder superior sin escrúpulos. Esta experiencia
favoreció el desarrollo de cierta apreciación de los límites para su uso como recurso
en la política práctica, así como en algunos casos, una estructura de conciencia
que moderaba el empleo despiadado de la violencia cuando se reparaba en él y
que servía de freno, aunque nun ca fuera capaz de impedirlo por completo. Pero la
tradición conceptual y de conducta alemana, con su tendencia a lo absoluto, creaba
cierta disposición a subestimar la importancia de tales lím ites y restricciones;
con frecuencia se negó incluso a reconocer su existencia. S eñalar u n caso u otro
de fuerza bruta, como en todas p artes se dan, b astab a entonces p a ra calificar los
límites y las restricciones como u n a argucia, como expresión de hipocresía.
P o r lo ta n to , c u an d o los p ro p io s a le m a n e s a d q u irie ro n m ay o r fu e rz a y
p o d e r d u r a n te el im p erio a le m á n , el p rim e r Reich, su trad ic ió n conceptual
y de c o n d u cta incluyó e sa m a rc a d a inclinación a in te r p re ta r la s relaciones
políticas in tern acio n ales como relaciones de poder, en el sentido m ás elem ental
de la p a lab ra ; como u n a “política re a lis ta ”. Los grupos dirigentes ta n to del II
como del III R eich eran , com parativam ente, unos novatos en el escenario de la
política in ternacional. H erederos de u n a poderosa tradición autocrática, resultó
n a tu ra l p a ra ellos o rie n ta r su s reflexiones y acciones según el ejemplo de los
príncipes alem anes triunfantes, como el G ran Elector de Brandeburgo o Federico
II, quienes a ú n fueron capaces de co nquistar territo rio s enteros sin necesidad
de to m a r en c u e n ta los deseos de la s poblaciones afectadas, y au n cuando el
E l c o l a p s o d e l a c iv iliz a c ió n 365

idioma y la tradición de estas fueran muy distintos. El recuerdo del pasado


de Alem ania incrementó la sensibilidad de su s sectores dirigentes hacia la
política basada en el dominio y condujo a una articulación más clara del aspecto
del poder en la política que en otros países. Sin embargo, estaban casi ciegos
ante los límites —incomprensibles para ellos— que un sistema multinacional
complejo impone a su uso en general y al poder militar en particular. Una de las
paradojas fundamentales de la tradición conceptual y de conducta alemana fue
de hecho la circunstancia de que las mismas personas apegadas a un idealismo
nacional absoluto, incondicional y muchas veces de carácter muy poco realista,
se jactaran de su “realismo”, como ellos lo entendían, de su “política realista”.
Al igual que otras formas de idealismo, el idealismo nacional de los alemanes
—como el de todas las naciones—cumplía también con la función de norte, de
dirección, que otorgaba valor y sentido, a veces incluso realización, a las acciones
de los individuos. Desde este punto de vista, constituía una de las condiciones
necesarias para realizar los sacrificios que ofrecían a su país. Al tomar como
marco de referencia al individuo, el idealismo nacional, ya sea patriotismo,
nacionalismo o como se le quiera llamar, muestra algunas características que,
por regla general, se adjudican a una conducta y un sentir “moralmente buenos”.
Al tomar como marco de referencia a Estados nacionales enteros, los ideales
nacionales adquieren muchas características que, por lo común, se adjudican a
una conducta y un sentir “moralmente malos”. En Alemania y en otras partes, el
idealismo nacional colectivo representaba una forma extrema de egocentrismo
colectivo. Tenía el carácter exclusivo de todo dogma nacional, con sus enemistades
contra grupos extraños integradas. Se ligaba fácilmente a la política basada en
el dominio. El empleo de la violencia en el logro de los ideales nacionales estaba
sometido a escaso control por normas y convenciones compartidas.
De la misma manera en que el idealismo nacional alemán era todo menos
“idealista” en este sentido, la “política realista” alemana tam bién era todo
menos “realista”. Durante la época dominada por los Estados agrarios de
gobierno dinástico, cuya población a menudo atribuía mayor importancia al
hecho de que su príncipe gobernante fuera bueno o malo que a su procedencia
de España, Austria, Baviera, Francia o Inglaterra, la fuerza superior de sus
batallones, influía sin duda en la solución de los notorios problemas planteados
por las rivalidades en el equilibrio de poder. El vencedor le podía quitar tierra
y súbditos, sus principales fuentes de poder y riqueza, al vencido, hasta que
este se viera obligado a retirarse de la contienda. En una sociedad mundial
multinacional, caracterizada por un equilibrio de poder sumamente complejo y
una creciente dependencia mutua, así como por el surgimiento de controles cada
vez más desarrollados contra la incorporación de territorios y poblaciones ajenos
—en parte a consecuencia de una conciencia nacional cada vez más fuerte— ,
el empleo desenfrenado del poder, incondicional y libre de toda represión por
una nación, su aplicación como una especie de hechizo por medio del cual se
resolvían todos los problemas internacionales, ya no correspondía a la política
366 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

internacional real, tal como lo demuestra el destino de Hitler. En tal sociedad se


volvió más necesario que nunca ejercer cierto autocontrol en su empleo, y sobre
todo del poder militar, al servicio de una estrategia “realista”.

17) Nada ilustra mejor la cualidad irreal de la “política realista” alemana que
sus objetivos en la guerra. Si bien los respectivos grupos alemanes dirigentes
de las dos guerras mundiales del siglo XX fueron muy distintos en lo que a su
origen social se refiere, los objetivos que perseguían eran casi idénticos. Apun­
taban a crear un imperio alemán en Europa, quizá con algunas dependencias
en ultramar. La continuidad de la tradición absolutista, ligada a la imagen del
antiguo Imperio, dio por resultado la visión de un Estado futuro que de hecho
no era más que un imperio colonial alemán en Europa y otros continentes.
Durante la primera guerra mundial, los objetivos oficiales por parte de
Alemania, incluían anexiones directas, sobre todo en la Europa oriental, así
como la creación de una unión centroeuropea compuesta por Francia, Bélgica,
Holanda, Alemania, Dinamarca y Austria-Hungría, con Italia, Suecia y Noruega
como miembros asociados. Muchas regiones orientales, entre ellas Polonia y
extensas partes de Rusia, debían convertirse sencillamente en colonias. También
se perseguía ampliar el imperio colonial alemán en África. El título característico
que se puso a estos objetivos y a otros semejantes fue el de “política de fuerza”.
Esta consigna, utilizada por el canciller del imperio, von Bethmann-Hollweg,
señala su relación con la confianza en la “política realista”. Al comienzo de la
guerra, un general alemán, von Falkenhayn, había insistido en el hecho de que
Alemania ya no era lo bastante fuerte para ejercer tal “política”. El historiador
Fritz Fischer 9 ha expuesto con detalle cuan poco realistas eran estos planes.
Llegó a la siguiente conclusión: aunque Alemania hubiera ganado en 1918 y
procurado erigir el imperio de sus sueños, una hegemonía alemana en Europa
—bajo el nombre que fuera—, tal como lo plantearan sus objetivos de guerra,
el derrumbe final sólo habría sido aplazado.
No hay motivos para suponer que el gobierno alemán hubiera desarrollado
un concepto muy claro de las implicaciones de los objetivos de guerra que defen­
día. No obstante, basta una breve ojeada al número de personas afectadas para
apreciar hasta cierto punto la magnitud de la tarea que los alemanes hubieran
enfrentado. De haberse realizado los objetivos oficiales de la primera guerra
mundial, el resultado habría sido un imperio con entre 400 y 450 000 000 de
habitantes, en términos muy aproximados, entre los cuales, unos 60 000 000
de alemanes habrían constituido el grupo dominante. Se pretendía asegurar
el dominio, en primer lugar, negando a muchos de los pueblos sometidos el
derecho a mantener un ejército propio. Además, muchos de ellos debían perder
su moneda. En resumen, a fin de asegurar su supremacía y el carácter del todo
como un imperio alemán, se tenía la intención de ejercer, principalmente, un
estricto monopolio de la violencia, así como una serie de monopolios económicos.

9. F ritz Fischer, G riíT nach d e r w eltm atch, Dusseldorf, 1961.


El cola pso d e l a civilización 367

En aquel entonces, quizá de manera inevitable, aun no resultaba tan evidente


como hoy en día, que este patrón de conquista y formación imperial era ya
caduco en el momento de nacer, por estar sujeto a la profunda influencia de los
estereotipos tradicionales propios de niveles preindustriales y prenacionales de
evolución social. En Alemania, todavía participaban ampliamente en el diseño
de la política nacional, las élites tradicionalistas del poder con mentalidades
preindustriales, prenacionales e incluso antindustriales. Sus modos de pensar
aún eran dominantes frente a los de los industriales más importantes y otras
élites de la clase media con las que estaban aliadas, o al menos resultaban
determinantes en la medida en que ambos grupos se habían fundido. Este
hecho también influyó probablemente en la esencia tradicionalista de esta
visión de la conquista y la formación imperial.
Habrían sido prácticamente imposible mantener la soberanía de un grupo
minoritario tan pequeño sobre un territorio tan amplio y con una población tan
grande, por medio de la técnica gubernamental proyectada, aún de tratarse
de un reino compuesto por sociedades agrarias m ás sencillas, como en ese
entonces aún prevalecían, por ejemplo, en África. En este caso, por lo menos
habrían sido muy grande la diferencia entre los “niveles de civilización”, como
con frecuencia se denominan, entre la respectiva capacidad para manejar los
acontecimientos naturales y sociales ostentada por la minoría gobernante y
la m asa de los pueblos subordinados. Esta circunstancia les habría brindado
una superioridad al menos temporal a los conquistadores. Por el contrario,
en un imperio como el que se imaginaban las oligarquías alemanas en 1914,
los gobernantes y los gobernados habrían sido más o menos iguales en lo
que se refiere a su nivel de conocimientos y habilidades; la diferencia en el
nivel de “civilización” habrían sido, en la mayoría de los casos, mucho menor
y en algunos casos nula. No sólo las proporciones numéricas poco favorables,
sino también la superioridad relativamente insignificante en cuestiones de
educación o instrucción les habríandejado poco margen a los alemanes para
construir una estructura política relativam ente duradera a partir de sus
aspiraciones imperiales.
No obstante, hay pocos indicios de que los estrategas alemanes se hayan
entregado a reflexiones particularmente realistas, mucho menos sociológicas,
acerca de estas cuestiones. Los gobernantes de un país en estado de guerra
con frecuencia se ocupan más de la tarea de ganar su guerra que de los proble­
mas de la posguerra, del entramado estatal que probablemente resulte de su
triunfo; ellos, en comparación, poseen un perfil borroso. Tanto en aquel entonces
como en la actualidad, está al parecer muy difundida la idea de que, una vez
logrado el triunfo, todas las esperanzas se cumplirán y todos los problemas se
resolverán por sí solos.
En la primera guerra mundial y también en la segunda, los dirigentes ale­
manes se portaron como si una vez alcanzada la victoria el imperio les caería del
cielo. La discrepancia entre los vestigios tradicionalistas en su forma de pensar
368 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

y la tarea efectiva que enfrentaban, ayuda a explicar en parte su conducta y


destino. No era concebible que unas naciones altamente industrializadas, cultas
y seguras de sí mismas, y ni siquiera unas grandes masas campesinas enca­
bezadas por élites muy elocuentes y seguras de sí mismas, se dejaran dominar
por otros durante un tiempo prolongado, salvo si los vencedores fueran muy
superiores en número a los vencidos o si estaban dispuestos a diezmar y quizá
a exterminar, sistemáticamente, a los pueblos subordinados con la intención
de reemplazarlos por miembros de su propio grupo. La primera posibilidad no
existía para los alemanes. La segunda, por lo visto, aún no se les ocurría a los
estrategas alemanes de la primera guerra mundial.
A los dirigentes alemanes de la segunda guerra mundial sí se les ocurrió.
Hitler abrigaba esta idea desde comienzos de los años veinte. El problema
que lo inquietaba en ese entonces no era en esencia nada nuevo; se les había
planteado muchas veces a los miembros de sociedades arrojadas desde la cima
de su poder, según ellas mismas lo veían, al abismo de la derrota. En los siglos
anteriores, los m ás afectados habían sido, por lo general, las élites de alta
jerarquía, príncipes y aristócratas. Ahora, también personas menos acomodadas,
incluso degradadas por la sociedad, participaban profunda y afectivamente en
la humillación de la derrota. La reacción era sencilla y elemental: se negaba tal
derrota: esta era obra de engaños maliciosos, de criminales, de una conspiración,
de la “puñalada” asestada en la espalda de los combatientes por traidores
internos. Según esto, nunca había tenido lugar una derrota verdadera y así
se planteó la pregunta de cómo recuperar la grandeza de Alemania. Toda la
imaginería de Hitler —así como la de la mayoría de los alemanes íntimamente
ligados a la tradición nacional— era aún de carácter preindustrial. Su primer
objetivo, y el más importante, fue el de conquistar tierras para la colonización
campesina. “Si conquistamos Rusia, esclavizamos o matamos a la población
nativa y poblamos la tierra con campesinos alemanes, Alemania será la nación
más grande de Europa, es más, del mundo entero. En el futuro habrá 250 000
000 de alemanes.” Ése era su sueño.
La realidad era otra. El sueño daba por hecho que las naciones occidenta­
les industrializadas, sobre todo Inglaterra, tolerarían la expansión alemana
y compartirían la hegemonía mundial como socios y aliados. Hitler nunca
comprendió realmente la sensibilidad de los políticos ingleses hacia el peligro
de que una sola potencia continental dominara a las demás. No apreciaba el
problema que una expansión alemana provocaría en el equilibrio del poder.
Por eso, al igual que los generales alemanes de la primera guerra mundial, no
tuvo la oportunidad de sostener una guerra de frente único. En ambos casos,
Alemania tuvo que luchar simultáneamente contra sus vecinos en Oriente y
Occidente, y no sólo contra sus vecinos europeos: la amenaza de la supremacía
alemana en Europa, incluso en Rusia, fue vista como un cambio tan radical
en el equilibrio existente de poder que, en ambas ocasiones, Estados U n id o s
también intervino en el conflicto.
El colapso d e la civilización 369

De esta manera, la imaginería preindustrial sencilla de Hitler y sus generales


tuvo que enfrentar la realidad de una guerra entre naciones industrializadas.
El sueño simple —matemos a la población de las regiones conquistadas que
prometía reducir el potencial humano de los enemigos y quebrantar su voluntad
para resistir chocó, entre otras cosas, con la realidad concreta de una guerra que
fue superando el potencial humano de los alemanes y que los hizo cada vez más
dependientes de la mano de obra extranjera. La destrucción de las poblaciones
enemigas, que hubiera sido de utilidad para conquistadores de sociedades
preindustriales con un exceso de campesinos, resultó ser contraproducente para
conquistar países industrializados, ya que debilitaba la capacidad productiva
de la industria.
Este fue un dilema que los líderes de la Alemania nacionalsocialista debieron
enfrentar durante la guerra, y no manifestaron ningún escrúpulo cuando se
trataba de aceptar condiciones que disminuyeran el número de sus adversarios;
en ocasiones crearon tales condiciones de manera muy consciente. No obstante,
la creciente demanda de mano de obra los obligó a modificar sus procedimientos
durante el mismo transcurso del conflicto. El cambio en el trato dado a los presos
en los campos de concentración más o menos desde 1942, resultó sintomático
de ello. Se encuentran aquí los primeros indicios de los problemas que tarde o
temprano hubieran surgido en un imperio “pangermano”, de haberse realizado
el sueño. Si los vencedores no son capaces de sustituir a las poblaciones ene­
migas por sus propios compatriotas, la conquista de territorios ocupados por
una población altamente industrializada, y con un elevado nivel educativo, por
otra en el mismo nivel de desarrollo, difícilmente conducirá a una estructura
relativamente estable y duradera. Sustituir a tales poblaciones por la propia
sólo es posible si se cuenta con una gran superioridad numérica, si sobran
personas. Los alemanes no fueron capaces de emprender este camino, como
algún día tal vez lo serán los chinos. Su conquista de regiones industrializadas
era vana, si las personas que ahí vivían no estaban dispuestas a participar —o
no eran capaces de ello— en un alto nivel de producción de mercancías, así como
en los servicios complicados típicos de las sociedades industriales. El dilema
de los nacionalsocialistas se hizo notar durante la guerra misma: por un lado,
su temor a un sinnúmero de “enemigos” establecidos por doquier y su deseo de
compensar su propia inferioridad numérica mediante el exterminio del mayor
número posible de ellos; y, por otro, su demanda de mano de obra que los obligó
a mantener con vida al mayor número posible. De haber salido vencedores, este
dilema se habría prolongado en el futuro inmediato.
No es posible desechar por completo la idea de que la matanza de los judíos
haya estado relacionada con este dilema. Hubiera sido posible explotar a los
judíos también como mano de obra; no obstante, en su caso, la hostilidad de los
nacionalsocialistas era tan avasalladora y su odio alcanzó tal intensidad que las
reflexiones “racionales”, como suelen llamarse, no lograron imponerse en nmgún
momento. En ocasiones se tiene la impresión de que los nacionalsocialistas
370 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

desquitaron con los judíos —los menos poderosos entre todos los grupos a los
que habían declarado su enemistad— la saña que no pudieron descargar contra
otros adversarios y víctimas por necesitar su mano de obra o porque los grupos
en cuestión eran demasiado poderosos. No realizaron esfuerzos tan sistemáticos
y específicos para matar a ningún otro grupo, aunque desde el punto de vista
práctico —en lo que se refería a las posibilidades de triunfar y de erigir un
imperio duradero— fuera mucho menos importante exterminar a los judíos que
a otros grupos extranjeros enemigos. Los nacionalsocialistas se portaron como
una persona a la que se le impide destruir a enemigos realmente peligrosos y
que opta por descargar su furia contenida contra otros cuyo peligro se limita,
más que nada, al reino de su imaginación.
No es fácil calcular la magnitud de la desproporción que habría existido
entre la población de un imperio alemán, tal como lo pretendían los nacio­
nalsocialistas, y la de Alemania, que habría constituido el grupo dominante.
Los límites del “reino milenario” no se definieron con exactitud. Si se suma la
población austríaca a la alemana y se agregan la Europa continental, incluyen­
do a Rusia, así como partes de África, sería posible precisar a un grupo alemán
de entre 70 y 80 000 000 de personas como la clase dominante, en un reino de
500 a 600 000 000 de habitantes.
Los dirigentes nacionalsocialistas no desconocían el problema de que dis­
ponían de una población alemana relativamente pequeña, en comparación
con las que pretendían someter y gobernar. No obstante, su conciencia de este
fue empañada por sus doctrinas sociales. Enseguida de asumir el poder, los
nacionalsocialistas tomaron una serie de medidas que apuntaban a fomentar
el crecimiento demográfico en Alemania. Establecieron premios y facilidades
fiscales para las familias con muchos hijos, aumentaron los impuestos a los
solteros y fundaron centros para criar arios, “gente de raza pura”. Más tarde
incorporaron a grupos de habla alemana radicados en otros países y reunieron
a niños de tipo ario —a veces, incluso después de haber sido destinados al
campo de concentración— para su “arificación”, su educación como alemanes
y nacionalsocialistas. Estos esfuerzos para incrementar, con la mayor celeridad
posible, el número de los potenciales señores del imperio muestran, entre otros,
la clara conciencia que los nacionalsocialistas tenían de la inferioridad numérica
de los escogidos frente a la cantidad avasalladora de sus enemigos, de los pueblos
efectiva o potencialmente subordinados a su alrededor. Su fe en la superioridad
mágica de la raza aria por encima de todos los demás seres humanos, resultaba
muy poco adecuada como base para establecer una política demográfica enfocada
al logro de sus objetivos imperiales. Al igual que otros dogmas sociales, el de los
nacionalsocialistas desbarató con frecuencia sus propias in t e n c io n e s . P rod ujo
puntos ciegos y bloqueó sus percepciones. La estrategia en que d e r iv ó d e sp e r d i­
c ia b a e l p o te n c ia l h u m a n o y resultaba contradictoria. Este es un e je m p lo de ello:
m ie n tr a s q u e e l s i s t e m a conceptual nacionalsocialista produjo, p or u n a p a r te , un
c r e c im ie n to d e m o g r á fic o , redundó por otro en graves pérdidas: e n é l se b a sa r o n
la s m e d id a s q u e lle v a r o n a millones de alemanes a la muerte y a p r isió n .
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 371

18) La inutilidad del sistema conceptual nacionalsocialista como instrumento


político, se revela con toda claridad al poner atención en otra de sus funciones,
glla entró enjuego durante la formación del imperio, así como más adelante para
consolidar y controlar el imperio construido. Los nacionalsocialistas profesaban
un dogma social específico susceptible de convertirse en propagada, la cual
esperaban fiiese capaz de ganar adeptos no sólo entre las m asas alemanas sino
también entre las de las otras naciones industrializadas altamente desarrolladas
que habrían de ser incorporadas al imperio “pangermano” Esta doctrina fue
una de las características por las que los nacionalsocialistas se distinguieron,
como élite dominante, de las élites alemanas tradidonalistas del comienzo de la
primera guerra mundial. La aparición de un sistem a conceptual de esta índole
fue sintomática del aumento en el potencial de las m asas alemanas, una vez
que las antiguas élites de poder del imperio fueron vencidas en 1918. En otros
aspectos, sobre todo en lo que se refiere a su tipo de ideales, los nacionalsocia­
listas se parecían a las élites anteriores y continuaron sus tradiciones. Pero
en este, se aproximaron, por el contrario, al del nuevo tipo de élite que tarde o
temprano surge en todas las sociedades en el camino h ada la industrialización
y la democratización. Las élites alemanas dominantes de 1914, entraron todavía
a la guerra sin sentir la necesidad particular de contar con un credo social que
sirviera para convocar a un movimiento de masas. También tuvieron que captar
el apoyo de la población. No obstante, para este fin les bastó el llamado al credo
nacional firmemente establecido e interiorizado en ese entonces, al amor por la
patria y al deber tradicional de servirle; este llamado fue respaldado, además,
por las formas usuales de coacción externa y por el servicio militar obligatorio.
El hecho de que los nacionalsocialistas hayan buscado y encontrado el apoyo
de las masas a partir de un dogma conjunto, simbolizado por una palabra que
combinaba los términos “nacionalismo” y “socialismo”, pone de manifiesto el
aumento en el poder de la población en general, producido durante el periodo
del desarrollo alemán que suele denominarse “República de Weimar”. Tanto
este aumento de poder como sus límites, se reflejaron en la composición y la
mentalidad de los dirigentes del Estado y del partido después de 1933.
Cuando los ejércitos aun se reclutaban, en su mayor parte, entre la población
pobre y sin educación formal, bastaba con que los oficiales tuvieran una convic­
ción. Pero la convicción de los oficiales no adoptaba la forma de un dogma social
de carácter general, ni siquiera de una doctrina nacional: era una convicción
personal, específica. Los ofidales aristócratas combatían por su príncipe, no por
lo que ellos hubieran denominado la “plebe” ni tampoco por la nación. Lo que
los impulsaba a la batalla era su honor de clase y su sentido del deber ante a su
principe. Su convicción era, por regla general, una rigurosa convicción de casta.
Las doctrinas nacionales más homogéneas surgieron cuando la técnica militar
requirió de ejércitos burgueses, y de manera más perentoria todavía, cuando
las guerras dejaron de ser resueltas fundamentalmente por los militares y em­
pezaron a depender de la intervención de la nación en su totalidad, tanto de los
civiles como de los militares, debido a la creciente interdependencia de todas las
372 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

actividades sociales. En estas condiciones, se volvió cada vez más imprescindible


conservar la moral con la ayuda de una doctrina colectiva basada en el valor de
la propia nación y en la justicia de su causa. Puesto que la supervivencia de los
Estados dependía de la moral y la solidaridad que existiesen entre todos sus
ciudadanos, era preciso que, aún en tiempos de paz, las naciones inculcaran a
ellos un profundo sentido de pertenencia a la nación y de identidad con ella, así
como una fe inquebrantable en que se perpetuara.
El credo nacionalsocialista constituía una versión extrema de tal sistema
conceptual. En él se distingue bastante bien el doble filo que los caracteriza a
todos: el de proteger a las naciones de los peligros que ellos mismos contribuye­
ron a crear. Las doctrinas conceptuales nacionales, el credo social de un poder
o de una unión de poderes, por lo común, son percibidos por otros poderes como
una amenaza contra sus valores y su existencia, de la cual tienen que protegerse
m ediante la propagación de un credo opuesto, mismo que el primer grupo
interpreta, a su vez, como amenaza. La escalada de su propaganda conduce
con frecuencia a una escalada de la propaganda contraria, hasta que el círculo
perverso llega a su culminación en una guerra.
El sistem a conceptual nacionalsocialista es la encam ación extrema de
los rasgos compartidos por todos los dogmas nacionales. Por lo mismo sirve
especialmente para ilustrar algunos de estos rasgos. Como se ha señalado,
opiniones un poco más realistas confluyeron con otras totalmente fantásticas en
la doctrina conceptual nacionalsocialista. Tanto para los protagonistas de esta
última, como para la masa de sus seguidores, a menudo resultó casi imposible
distinguir entre ambas. Las últimas les parecían tan convincentes como las
primeras. Ambas expresaban los deseos y las esperanzas de las personas a las
que se dirigían estas doctrinas, de las que se apropiaron. Las fantasías puras
les parecían tan auténticas como las ideas realistas, ya que en su conjunto la
mezcla halagaba el amor propio y el orgullo de los fieles. El credo nacionalso­
cialista representó a los alemanes como un pueblo destinado a cumplir con una
misión única en el mundo, como el “pueblo elegido”. La distribución democrática
del poder que se impuso después de 1918, permitió a todos los alemanes y no
sólo a los aristócratas, no sólo a los ricos con un alto nivel educativo, sentirse
parte de la élite de la humanidad, siempre y cuando su cabeza y su cuerpo
tuvieran la forma correcta o que sus antepasados fueran los indicados, es decir,
mientras pertenecieran a la “raza” correcta. La introducción de una cualidad
relativam ente indefinida, como la de “raza”, en cuanto criterio ulterior de
rango, que sólo excluía al que fuera clasificado como “judío” o definitivamente
tuviera las características físicas “equivocadas”, estableció una base ideológica
muy amplia para una pretensión de superioridad capaz de seducir a la mayor
parte del pueblo alemán.
No obstante, ese criterio de “raza” ofrecía al mismo tiempo a personas no
alemanas la posibilidad de participar en esa superioridad. Las autoridades
nacionalsocialistas hicieron todo lo posible para aprovechar su sistema con­
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 373

ceptual como instrumento en la formación del imperio. Tenían la esperanza,


no del todo vana, de que fuera posible atraer en los p aíses subordinados,
simpatizantes en quienes pudieran delegar parte de la responsabilidad en
su gobierno, por medio de un dogma común provisto de fuertes tendencias
antidemocráticas y antisem itas, y de un mito racial que prometía, incluso
a las personas afectadas por un profundo complejo de inferioridad, la com­
pensación de un sentido de superioridad y que justificaba matar y torturar
a los enemigos pertenecientes a “razas inferiores” por tratarse de recursos
legítimos para lograr su sometimiento. Preparar y explotar un dogma social
común constituían pasos fundam entales en la organización del im perio
“pangermano” tal como se lo imaginaban en 1939 y, sobre todo, del sistem a
de control que habría de utilizarse. Con su ayuda se pretendía formar con el
tiempo una élite dominante que además del núcleo alemán incluyera también
a miembros de otras naciones. Probablemente se tenía la esperanza de que el
credo nacionalsocialista, respaldado por la violencia necesaria, fuera aceptado
paulatinamente por un número cada vez mayor de personas en los territorios
‘conquistados. De haberlo logrado, habría servido de hecho como un factor de
homogeneidad y consolidación en el proceso de construcción imperial, al igual
que los dogmas sociales de todos los imperios del siglo XX que requieren el
apoyo de las masas.
Para las élites alemanas más tradicionalistas, encabezadas por aristócratas
de orientación marcial que llevaron a Alemania a la primera guerra mundial, es­
tablecer y dominar un imperio representaba, en primera instancia, un problema
militar y policíaco. En segunda instancia, pensaban en implantar medidas de
control económico, como correspondía al ascenso de las élites de poder industrial
aliadas con ellos. Hitler y sus partidarios, por el contrario, encarnaron un
impulso populista y el ascenso al poder por parte de amplios sectores de la
sociedad que hasta ese momento no habían tenido acceso a él. De esta manera,
agregaron a los otros instrumentos de dominio uno que resulta característico
de las sociedades de masas: el dominio y la implantación de la disciplina por
medio de un dogma social. No fueron los únicos que lo hicieron así: emplear un
dogma social novedoso como instrumento para la construcción imperial y como
recurso para sostener y estabilizar el dominio de una minoría sobre la mayoría,
fueron fenómenos comunes de la época. Ya no era posible dirigir a masas con
un nivel educativo alto o medio, que hasta cierto punto habían aprendido a
pensar por sí solas, únicamente a través de coacciones externas. Más que nunca
se volvió necesario dominarlas a través de sí mismas, por decirlo de alguna
manera, a través de sus propias convicciones. Las religiones metafísicas habían
perdido gran parte de su anterior fuerza como medios de dominio, así que fueron
reemplazadas cada vez más por dogmas sociales.
El credo nacionalsocialista afirmaba, ciertamente, que una raza específica
estaba destinada a ejercer la supremacía sobre la humanidad, con Alemania
como centro. Naturalmente sólo podía atraer en forma muy lim itada a las
374 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

poblaciones subordinadas, sobre todo, si ya poseían una conciencia nacional


muy fuerte y viva, como ocurría en Francia, Holanda, Italia o Noruega. Es
posible que los protagonistas del nacionalsocialismo como sistema conceptual,
hayan alimentado la esperanza de que por lo menos los aspectos negativos de
este, como la exclusión y separación de los judíos, contaran con la aprobación
general de los pueblos europeos, para de esta manera conquistar ayudantes
y conversos en otras naciones, que destacaran como miembros de la casta
dominante del imperio y que aumentaran el número demasiado reducido
de esta. No obstante, a pesar de que el sentimiento antisemita estaba muy
presente entre los pueblos europeos, ni siquiera este aspecto de su dogma sirvió
a los nacionalsocialistas para ganar muchos conversos. No fue suficiente para
imponerse a los sentimientos nacionales de cada lugar, que estaban además,
intensificados por las acciones brutales de los colonizadores alemanes en los
países ocupados.
Por lo demás, los elementos fantásticos del sistema conceptual nacionalso­
cialista eran tan evidentes y extremos que en otros países su poder de atracción
se concentró, más todavía que en Alemania, en las personas con un bajo nivel
educativo y en los marginados por la sociedad. Si bien logró atraer a algunos
ciudadanos de otras naciones, resultó repugnante para un número aún mayor.
Además, el tipo de personas que componía a la élite nacionalsocialista tampoco
fue el más indicado para propagar su dogma entre quienes no fueran alemanes.
Al igual que Hitler se comprendían unos a otros y, en términos generales, al
propio pueblo. No obstante, su trato con otras naciones se basó, en gran medida,
en la suposición implícita que estas actuaban en la misma forma que los
alemanes y que compartían los mismos sentimientos. No tenían sensibilidad
alguna para las diferencias entre las tradiciones de conducta y conceptuales de
las distintas naciones. Quizás hubieran logrado avasallar a las masas acéfalas
de campesinos en la Europa oriental, pero no eran muy eficientes como coloni­
zadores de naciones dueñas de una conciencia plenamente desarrollada de su
singularidad y de un sólido orgullo nacional.
Aún de haber ganado la guerra, habrían tenido poca probabilidad de pacificar
en forma más o menos duradera, al imperio “pangermano” que se imaginaban.
En una época caracterizada por el “despertar de las naciones”, un imperio
europeo que, en su mayor parte, comprendía a naciones ya “despiertas”habrían
tenido aun menos posibilidades de sostenerse que los imperios antes establecidos
fuera del continente.
E x istía , p u es, la proporción n u m é ric a desfav orable e n tre g o b ern an tes y
gobernados. E sta b a el sistem a conceptual oficial de los gobernantes, el cual fue
rechazado quizá no por todos los pueblos subordinados, pero sí por la m ayoría.
A esto se s u m a b a la fa lta de tacto y de h ab ilid ad sociales de la m ayor p a rte
del núcleo n acio n also cialista, su re d u cid a com prensión de los se n tim ien to s
de los dem ás y su in g e n u a ja c ta n c ia fren te a las naciones vencidas. Y estab a
el propio H itler, con su perspicacia seg u ra en los terren o s estrechos, su olfato
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 375

para el empleo triunfante del poder y la violencia desde una posición superior
y su sentido de la realidad profundamente perturbado en casi todos los demás
sentidos. Con toda probabilidad él III Reich, de haberse realizado, habría tenido
que luchar contra un creciente número de grupos guerrilleros y movimientos
de resistencia nacional —tal vez incluso en Alemania—, los cuales habrían
contado con el apoyo de la mayoría de los países no ocupados de cierto tamaño
en el mundo. Esta presión seguramente lo habría derribado, tarde o temprano,
dejando tras de sí un rastro de sufrimiento y odio que habría superado en mucho
a las consecuencias de la segunda guerra mundial.

19) No obstante, aún en este caso, hay pocos indicios de que Hitler y sus par­
tidarios hayan pensado alguna vez en forma realista en el “reino milenario” que
pretendían construir. La incapacidad de la mayoría de los estrategas militares
para concebir de manera clara y realista las tareas que los esperaban después
de la victoria, fue reforzada una vez más por la disposición ancestral de los
alemanes a hacer lo que su ideal les pidiera, sin importar que sus exigencias
fueran realizables o que existiese alguna probabilidad de éxito. Una larga
tradición conceptual y de conducta culminó en la visión nacionalsocialista
del III Reich. En ella se manifestó de nueva cuenta la inclinación alemana a
obedecer de manera incondicional a su propio ideal nacional y a los líderes que
lo representaban. Este rasgo fundamental se mostró tanto en las actitudes de los
dirigentes del Estado y del Partido, como en las de las masas que los siguieron.
El episodio nacionalsocialista ilustra con extrema claridad el carácter opresor
y tiránico de tal ideal.
Arroja asimismo luz sobre la curiosa identificación con el opresor que ya se
ha mencionado; se trata de la expresión extrema de un patrón más general, a
saber: la identificación con un superior (o un grupo de superiores). El arquetipo
temprano y muchas veces decisivo en la vida del individuo es la identificación
del niño con sus padres. Algunos ejemplos sencillos de esta identificación con
el opresor se encuentran en los esclavos que se apropian las actitudes, las
doctrinas conceptuales y los valores de sus amos, o en los presos de los campos
de concentración que se adjudican los de las SS que los vigilan. En las sociedades
muy diversificadas, la situación es muchas veces más compleja.
En sociedades como las nuestras, las masas de los dominados se encuentran
a menudo aprisionadas entre intereses y sentimientos contrarios a los de la élite
dominante más poderosa, y los intereses, sentimientos, valores y convicciones
que comparten con quienes los dominan. Los intereses y las doctrinas de carácter
nacional forman sobre todo un lazo entre todos los individuos y sectores de la
sociedad estatal, debido a la exclusividad que pretenden y al frente común que
permiten formar contra los “extraños”, particularmente contra los enemigos
jurados del momento. Este sentimiento de unión derivado del dogma y del ideal
nacionales puede atenuar las tensiones y divisiones internas, oponiéndose en
muchos casos a su manifestación abierta, sobre todo en las situaciones en que
376 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

las tensiones con respecto a otras naciones se viven en forma más intensa que
aquellas. Dicho de otro modo, las doctrinas conceptuales nacionales fortalecen
la unidad en el actuar y el sentir de las minorías dominantes, cualesquiera que
estas sean, y de la gran masa de los que tienen cerrado el acceso a las posiciones
más altas y poderosas del país. Al asimilar estas doctrinas, la mayoría con menos
poder se identifica con los círculos dominantes que fungen como representantes
suyos en las relaciones con otras naciones y que toman la mayoría de las deci­
siones. Se identifican con sus “amos”.
Cuando el dominio es autocrático, cuando se ejerce sobre todo en beneficio de
los gobernantes y en forma más o menos opresora, como normalmente ocurría
en el pasado y aun hoy día en muchas sociedades, el pensar, el sentir y el
actuar de acuerdo con el credo nacional común, tiene de hecho el carácter de
una identificación con los opresores. Aunque la población se sienta oprimida,
su voluntad y su capacidad para aspirar a reducir o eliminar la opresión, se
encuentra paralizada por su identificación con los ideales nacionales y por
las personas que los encarnan. Estas personas cumplen, por una parte, con la
tarea imprescindible de representar a la nación en su conjunto, mientras que
por otra, muchas veces sin darse cuenta de ello, mantienen a algunas partes
de esta en un estado de sujeción. La concentración del orgullo nacional en
conservar y asegurar los valores colectivos desde los portavoces e intérpretes
más destacados cumplen al mismo tiempo con la función de gobernantes, y
a veces de gobernantes opresores, así como las idiosincrasias y adversidades
compartidas con respecto a otras naciones —sobre todo los objetos canonizados
por el odio, los enemigos mortales—, limitan la capacidad para luchar de manera
eficaz contra la opresión.
E n A lem ania, la m ayoría de las h a z a ñ a s políticas, em pezando por la unidad
n ac io n a l m ism a, fu e ro n o b ra de gobiernos au to crático s o sem iautocráticos,
m o nopolizados en g ra n m e d id a p o r g ru p o s o ligárquicos re la tiv a m e n te p e­
q u eñ o s de la sociedad. Por co n sig u ien te, la m a sa de su s sú b d ito s en fren tó
u n dilem a p a rtic u la rm e n te difícil. Se en co n trab a en u n a situación en que su
estim ació n p ro p ia como alem an es, su orgullo nacional —hum illado y herido
por la p ro lo n g ad a d eb ilid ad del p aís en com paración con o tra s p o tencias—,
sólo p od ían satisfacerse si se tra g a b a n su orgullo fren te a sus gobernantes. Al
parecer sólo estos, según se confirmó d u ra n te v arias décadas, era n capaces de
elevarlos desde su insignificancia al ran g o ocupado por las naciones grandes
y poderosas.
E ste dilem a influyó probablem ente en d esarro llar eP p la c e r de la sum isión”
que se observa como u n a ten d en cia recu rren te en tre los alem anes, sobre todo
en las situaciones de crisis; en su tendencia a som eterse casi con entusiasm o
y exaltación em belesad a, como a m enudo parece, a las órdenes de líderes de
estricto carácter patriarcal (en el caso de sus élites autocráticas tradicionalistas)
o duros y bru tales (en el de los au tó cratas de reciente aparición y m ás dem ocra­
tizados), si e stas órdenes se p ronunciaban en nom bre de A lem ania, de su ideal
nacional. Si los dirigentes apelaban al ideal de la p a tria había que obedecer, sin
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 377

cuestionar los objetivos ni las posibilidades realistas de alcanzarlos. Someterse


era ineludible para los alemanes, no sólo por presiones externas —porque
sus gobernantes estrictos o tiránicos los obligaran— sino también debido a la
presión ejercida por sus propias voces internas, por su ideal estricto y muchas
veces tiránico de la patria: esta era la trampa que los había apresado.
El Estado nacionalsocialista ha sido por lo pronto la última y más opresora
y tiránica encarnación de una tradición conceptual y de conducta, en cuyo
transcurso se volvió usual exigir y esperar que el individuo se subordinara de
manera incondicional —más incondicional que en otras partes— a los reclamos
del Estado en los momentos de crisis nacional; que cumpliera con su deber frente
a la patria sin pensar en las consecuencias para sí mismo ni para el futuro,
aunque hubiera peligro de su muerte individual o de una catástrofe nacional.
Se trató de un tema constante en las canciones alemanas de los soldados: “Se
cumple el deber frente a la patria, se cumple con alegría y orgullo y hay que
sacrificarse. Al final del camino aguarda la m uerte” No se podía hacer nada. Se
era arrastrado a la muerte, como el pescador por el dulce canto de Lorelei o los*
niños de Hamelin por los seductores sonidos del flautista; de la misma manera
que los dioses del Valhala, habían tenido que actuar inexorablemente, con plena
conciencia de que estaban preparando su propia muerte.
Los alemanes siempre tenían presente cierta conciencia de la fatalidad,
incluso en sus momentos triunfantes, misma que cobró mayor fuerza conforme
se acumulaban las derrotas, sin que por ello se debilitara mucho el hechizo
de su ideal opresor ni la atracción de la promesa que encerraba: la profunda
satisfacción que se experimentaría al obedecer las exigencias de la patria al lado
de los compatriotas en tiempos de crisis. Así, aunque la realización del ideal
nacional prometió una realización personal sin par a muchos miembros de la
nación, los fracasos y las derrotas una y otra vez redundaron en generaciones
abatidas y “perdidas”.
Un conflicto típico era el inherente a la identificación con gobernantes e
ideales estrictos o tiránicos de la que derivó el placer de la sumisión.
En términos muy generales, es posible liberarse de la opresión mediante la
resistencia o la rebelión contra el opresor. Sin embargo, esto sólo es posible si los
súbditos disponen de un sistema conceptual y de valores íntegro que se pueda
contraponer al de sus superiores u opresores, dado el caso. Pero si su sistema es
más o menos idéntico al de sus superiores, si su propia conciencia e “ideal del
nosotros” se sitúan del lado de los opresores, los elementos negativos en su apre­
ciación de estos no pueden expresarse de manera directa y abierta. Las tensiones
y los conflictos entre súbditos y gobernantes, entre oprimidos y opresores, se
transforman en tensiones y conflictos interiores para los dominados y oprimidos.
Las manos que de otra manera quizá se hubieran levantado contra los superiores
se paralizan. La hostilidad producida por la opresión se vuelve impotente y no
se puede manifestar. El escenario principal de la lucha se desplaza del terreno
interpersonal al intrapersonal. Ante los opresores, el conflicto sólo se manifiesta
con la intensificación del gesto contrario: el “placer de la sumisión”.
378 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

El aspecto intrapersonal de un conflicto de esta índole se puede manifestar


en otras muchas formas. El “placer de la sumisión” se compensa con frecuencia
mediante el "placer de la agresividad” dirigida contra otro blanco. La hostili­
dad contra los gobernantes más poderosos, a la que se le niega el acceso a la
conciencia y cualquier posibilidad de expresión, se muestra como resentimiento
u odio contra personas socialmente inferiores y más débiles o que aparentan
serlo. El modelo del “ciclista” que hace reverencias ante sus jefes y tira patadas
contra sus subordinados ha convertido este desplazamiento peculiar en una
metáfora invariable.
Gran parte de la hostilidad contra los judíos era de este tipo. Desde antes de
1933, muchos alemanes veían a los judíos como un grupo inferior socialmente.
Sus sentimientos negativos fueron agudizados por el hecho de que la mayoría
de los judíos alemanes se conducía como si no estuviera consciente del estatus
inferior que se les había asignado. La cuestión se simplifica demasiado si el
antisemitismo se explica por la simple razón de que los dirigentes ofrecieron
los judíos a la plebe como “chivos expiatorios” para desviar los sentimientos
negativos de sí mismos. Los judíos constituían el objeto predilecto del odio de
ciertos sectores de la población que vivían expuestos a una considerable presión
social desde arriba, mientras que a través de sus ideales, normalmente en forma
de un sistem a conceptual nacionalista, se identificaban con sus superiores. De
esta manera, el rencor inspirado por su subordinación auténtica no encontró una
salida adecuada en esta área y buscó desahogarse, con un encono tanto mayor,
con el grupo que consideraban más débil y socialmente inferior.
Tal como podía esp erarse, el sistem a n acion alsocialista resu ltó muy
conveniente tanto para reforzar los antiguos mecanismos del “ciclista” como
para crear otros nuevos. U n ejemplo característico de este desplazamiento
de los sentim ientos, directamente relacionado con las actitudes antisemitas,
fueron ciertos rituales efectuados por los guardias de las SS en los campos de
concentración.

La preparación usual de los presos -escribió un antiguo preso sobreviviente- 10


tenía lugar por lo común durante el transporte de la cárcel local al campo
de concentración. Si la distancia era poca, a menudo se bajaba la velocidad
para que hubiera suficiente tiempo para quebrantar la resistencia interior
de los presos. Durante el transporte al campo, eran maltratados de manera
casi ininterrumpida. El tipo de maltrato dependía de la imaginación del
hombre de las SS responsable de cada grupo. Con todo seguían un esquema
definido. La violencia física consistía en patadas (en el bajo vientre y la región
inguinal), azotes, golpes en la cara y heridas de bala y bayoneta. También
se procuraba producir en el preso un estado de agotamiento total. Se le
obligaba, por ejemplo, a permanecer durante horas en la luz deslumbrante
o arrodillado, etcétera.

10. B ru n o B c tte lh e im , “A u fsa n d g e g e n die m a s s e ” e n D ie ch an ce d e in d iv id u u m s in d e r


m odernen g esellsch aft, M unich, 1964, pp. 136.
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 379

De vez en cuando se torturaba a un preso hasta su muerte. No se le permitía


a nadie acudir en ayuda de un preso herido. Los guardias también obliga­
ban a los presos a golpearse unos a otros y a cubrir de lodo sus bienes más
sagrados, en opinión de las SS. Tenían que maldecir a su Dios, acusarse a sí
mismos y unos a otros de actos atroces, así como a sus mujeres de adulterio
y putería. No conocí a ningún preso al que se hubiera ahorrado este tipo de
preparación para el campo de concentración, que duraba por lo menos 12
horas y a menudo mucho más...
El propósito de estas primeras torturas era el de quebrar la resistencia del
preso mediante una experiencia traumática y de modificar por lo menos
su conducta, aunque todavía no su personalidad. Así se infería del hecho
de que los maltratos bajaban en intensidad a medida que el preso dejara
de resistirse y estuviera dispuesto a obedecer en el acto cualquier orden de
las SS, sin importar lo monstruosa que fuera.

Seguramente se pueden encontrar buenas razones prácticas para este trato


inicial. Como reacción a el y con el tiempo, un número considerable de presos
llegó a identificarse con las SS y se sometió a ella. Es posible que también
en este caso, la identificación con el opresor haya sido provocada en parte de
manera sistemática, como un recurso oportuno para asegurar el dominio de los
opresores y evitarles molestias.
Con todo se han dado métodos muy diferentes en diversos países para obligar
a someterse a la disciplina de un campo de concentración a grandes números de
presos presentados ante los guardias como enemigos de su país. La similitud fun­
cional de la situación deja mucho margen a variaciones nacionales en la conducta
de los guardias. La de los guardias nacionalsocialistas resultó particularmente
brutal y bárbara, como corresponde a su propia identificación con un líder por
demás tiránico y cruel. También en su caso funcionó el mecanismo del “ciclista”.
Hasta donde se tiene conocimiento, la mayoría de los guardias procedía de
los sectores de población con nivel educativo más bajo. Muchos de ellos eran
probablemente jóvenes campesinos. Desde temprana edad habían aprendido a
someterse a la presión dura y muchas veces despiadada de sus superiores, tal
como resultaba característica de todo el sistema de dominio. Acostumbrados a
que se les tratara a puntapiés, al convertirse en guardias de campo de concen­
tración, muchos de ellos se encontraban probablemente por primera vez en sus
vidas aún cortas, en una situación que les permitía patear a otros. Sus impulsos
ocultos habían sido frenados anteriormente por la necesidad de reprimir toda
emoción hostil contra sus superiores y de someterse de buena gana a la estricta
disciplina que el régimen imponía en nombre de un ídolo desapacible y opresor,
que al mismo tiempo exigía, para protegerse a sí mismo, su identificación con
tal régimen. Entonces estallaron con una fuerza terrible, como vapor mantenido
a alta presión que de repente se libera, en el trato con unas personas a las que
podían considerar inferiores y que eran totalmente impotentes. Frente a los
presos, estos guardias podían desempeñar el papel de amos y opresores.
380 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

Su conducta revelaba, en cierta medida, la forma en que se imaginaban


que los opresores con quienes se identificaban podían y tal vez debían tratar
a las personas, entre ellas a quienes no obedecieran las órdenes de manera
incondicional y sin tardanza, que no dominaran en su interior, en su origen
mismo, cualquier impulso rebelde, como los presos estaban obligados a hacerlo.
Sus opresores también eran castigados severamente, incluso con la muerte, si
por un solo momento se les olvidaba someterse íntegramente a sus superiores y
mostrar frente a Hitler y a sus representantes esa obediencia ciega o “de cadáver^’
(¡expresión sintomática del vocabulario alemán!) que se les exigía. Por lo tanto,
no sorprende que a su vez forzaran la obediencia ciega de los presos, con mucho
empeño y en formas más brutales todavía. Cualquier asomo de independencia,
hasta el menor indicio de rebeldía, tenía que ser aplastado con violencia. Lo único
que se le permitía al preso era el sometimiento absoluto.
Es muy posible que los guardias de los campos de concentración también
hayan derivado cierto placer de ello, pues quizá lo sintieron como vina especie
de liberación. Como quiera que sea, la barbarie que ocurrió en los campos de
concentración no fue, con toda certeza, un suceso aislado que pueda explicarse
en primera instancia con base en las inclinaciones particularmente sádicas de
una serie determinada de individuos. Remite a la enorme presión ejercida por
las tensiones y los conflictos —interpersonales e intrapersonales— que reinaban
detrás de la fachada monolítica de un sistema social cuyos dirigentes estaban
acometiendo una tarea gigantesca apretando los dientes, por decirlo de algún
modo, y para la cual disponían de recursos insuficientes. Esto arroja un poco
de luz sobre el precio que las personas tuvieron que pagar por identificarse con
un ideal nacional por demás opresor y por someterse de manera incondicional
a un líder que prometía, por mía parte, el triunfo y un reino milenario, pero
que al mismo tiempo les recordaba constantemente a sus seguidores que eran
indignos de él, que sus sacrificios serían en vano y que también en esta ocasión
era posible que los enemigos de Alemania la vencieran. Es como si toda la fuerza
comprendida en esta mezcla de sentimientos reprimidos y contradictorios, a los
que el régimen proporcionó pocas salidas alternativas, se hubiera descargado
en el trato a los presos de los campos de concentración: “Por fin los enemigos
se encuentran en nuestro poder, están en nuestra mano y nadie nos observa,
mostrémosles, mientras aún se pueda, quién es el amo.” De esta manera se les
hizo todo lo que en secreto se hubiera querido hacerles a otros. Se les hicieron
cosas prohibidas incluso a los niños en las sociedades ordenadas, y en ellos se
cobró venganza del cúmulo de decepciones sufridas.

20) Todas estas atrocidades ocurrieron con la aprobación de la instancia que


fungió como conciencia para muchos alemanes, del líder, la autoridad estatal. Se
dieron teniendo presente, hasta cierto punto, que las cosas no permanecerían
iguales por mucho tiempo, y quizá sin grandes preocupaciones por el futuro que
siguiera. “El imperativo categórico de la acción en el III Reich —escribió uno
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 381

de los funcionarios más altos del Estado hitleriano, Hans Frank, ministro del
R eich y gobernador general de la Polonia ocupada— 11 es el siguiente: actúa de
tal manera que el Führer aprobaría tu acción si la conociera.”
El sistema nacionalsocialista favoreció la identificación con el opresor. Los
campos de concentración muestran algunos de los resultados.
La máxima de Frank fue sintomática de una tendencia bastante difundida
entre los alem anes —al igual que entre otros pueblos con una tradición
autocrática larga y autoritaria— desde antes de 1933, la cual se intensificó
durante los años del dominio nacionalsocialista.
La evolución de las tradiciones de la sociedad alemana produjeron, en muchos
casos, una conciencia individual más bien débil. También en el caso de los adultos,
la capacidad de funcionamiento de la conciencia individual, por lo menos en el
ámbito cada vez más extenso de las relaciones públicas impersonales, dependía
de la presencia de alguien que los vigilara desde afuera para reforzar la coacción
y la disciplina que no eran capaces de imponerse por su propia voluntad. Muchos
alemanes requerían instancias externas para frenar sus impulsos egocéntricos y
regular su conducta en estos ámbitos de la vida. El Estado y sus representantes
figuraban entre las más importantes. Su conciencia no era lo bastante fuerte
para erigir barreras sólidas contra impulsos ilícitos, prohibidos o peligrosos. Para
el autodominio se requería la ayuda de un Estado fuerte, el cual, en situaciones
de crisis, de plano se anhelaba. Sobre todo en los trances difíciles para la nación
y en la guerra, muchos alemanes se desembarazaban gustosos de la carga de
tener que ejercer un control sobre sí mismos y de asumir la responsabilidad de
su propia vida. En tales situaciones, la autoridad estatal, particularmente la
figura simbólica en lo alto de su jerarquía, reemplazaba a la conciencia individual
ya fuera en parte o por completo, lo cual motivaba la actitud de sumisión y
veneración hacia el jefe del Estado. De buen grado se cedían a la autoridad las
decisiones en cuestión de acciones, de bien y mal.
Antes del ascenso de los nacionalsocialistas, Alemania fue un Estado
constitucional donde, incluso los más poderosos, se encontraban sujetos a las
disposiciones de un cuerpo jurídico impersonal y donde la administración de
la justicia gozaba de una gran autonomía y buscaba dictar sus sentencias
de acuerdo con principios establecidos. Este Estado proporcionaba a las
conciencias individuales, que dependían de su apoyo, instrucciones y modelos
basados en normas más o menos desarrolladas de rectitud y decencia
humana. No obstante, el aparato estatal cayó en manos de personas que
carecían de tales criterios y los gobernantes oficiales de Alemania, el jefe
del Estado incluso, empezaron a fomentar tendencias que antes hubieran
sido consideradas antisociales y criminales. Cuando esto sucedió, la gran
mayoría de los alemanes, educada en tradiciones conservadoras, no poseía una
conciencia personal fuerte e independiente que la hubiera capacitado para la
acción autónoma. Era posible que, como individuos, tuvieran remordimientos

11. Hans Frank. Die technik des staates, Cracovia, 2a. ed-, 1942, pp. 15-16.
382 N orbert E l ia s ‘ | Los A l e m a n e s

cuando llegaba a sus oídos la noticia de que en los campos de concentración se


torturaba y mataba a mujeres, hombres y niños. No obstante, estos escrúpulos
eran reprimidos rápidamente y olvidados a medias. Acostumbrados a contar
con el refuerzo de los representantes del Estado alemán ante su conciencia,
experimentaban todo conflicto entre el patrón establecido por el control estatal
y el de su propia conciencia como profundamente perturbador. Por lo tanto, se
esforzaban de manera automática por apartar de su mente cualquier suceso
que amenazara con producir tal conflicto. No lo admitían para sí mismos, no
lo querían reconocer. Después se les preguntaría con frecuencia: “Pero usted
debió enterarse de lo que sucedía en los campos de concentración, ¿no?”Y una
y otra vez se producía la misma respuesta: “No sabía n ada” Se procuraba en lo
posible evitar lo desagradable. En el conflicto entre el poderoso Estado y una
conciencia personal relativamente débil y dependiente, el primero tuvo que
salir vencedor. El control por el Estado sustituía el de la conciencia.
Además, el régimen nacionalsocialista se distinguía de las formas anteriores
de gobierno aútocrático en Alemania por la realización de esfuerzos más siste­
máticos para debilitar la capacidad de las personas de recurrir a su conciencia
individual en cuestiones públicas. Desconfiaba de las personas que pretendían
tener una conciencia propia, independiente de Hitler y del credo del partido y, en
lo posible, las castigaba. Dejaba un reducido margen para que se activara una
conciencia con otra orientación que no fuera el ideal del Führer y el “concepto del
mundo” nacionalsocialista, y respetaba poco una conciencia de esta naturaleza.
La paráfrasis del imperativo categórico de Kant propuesta por Frank, sólo
articuló lo que en efecto fue una tendencia general en la evolución del sistema
en esa época. Produjo a muchos líderes, grandes y pequeños. Y como suele
suceder, los que ocupaban el nivel más bajo de la jerarquía, hombres pequeños
como los guardias de las SS en los campos de concentración, figuraron entre los
opresores directos más crueles.
L a presió n no e ra de n in g u n a m a n e ra de carácter u n ila te ral. E l F ü hrer, en
ap arien cia origen y fu en te de to d a la opresión, no gozaba de lib e rtad alguna al
to m a r sus decisiones. É l m ism o e stab a sujeto al dictado de u n ideal implacable
y de u n dogm a n a c io n a l que lo em p u ja b a n de crisis en crisis obligándolo a
re a liz a r e sfu erzo s c ad a vez m ayores, sin h a c e r caso de la s circ u n stan c ias.
E n tre m ás p e rso n a s ad o p tab an este dogm a, e n tre m ás gran d e y poderoso se
volvía el m ovim iento, la organización y, finalm ente, el E stado encabezado por
él. m ás lo im p u lsab an a cum plir con su destino. U na vez puesto en movimiento,
todo el sis te m a , incluyendo al F ü h re r en la cim a, d esarrolló u n a dinám ica
especial de au to p erp etu ació n y au torrefuerzo. H itler no podía escap ar de las
exigencias que le p la n te a b a n sus partidarios, como tampoco estos de las suyas.
No podía d e fra u d a r su s e sp e ra n z as sin correr el peligro de p erd er su posición
e incluso la vida. C u a n ta m ás p resión ejercía él sobre ellos, m ás au m entaba
ta m b ié n la e x p e rim e n ta d a por él. Como siem p re, la d u re z a y tir a n ía del
im perio fueron p roporcionales a las fu erzas c o n tra ria s que lo am enazaban.
Bajo la superficie lisa de la d isciplina y la capacidad de que se ja c ta b a n los
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 383

líderes nacionalsocialistas, bullía con gran fuerza la presión de las tensiones,


los conflictos y las rivalidades.
La poderosa máquina de guerra en que A lem ania se convirtió después
de 1933 y sus triunfos iniciales, la conquista expedita de la mayor parte de
Europa, sirvieron con frecuencia para encubrir el esfuerzo descomunal que los
respaldaba. Las victorias aparecían como obra de un genio, acompañadas por
crueldades accidentales. En vista de los logros, la gente olvidaba el precio que
estaba pagando. El hecho de que otros pueblos no estaban dispuestos a pagar
un precio semejante en tiempos de paz, fue lo que hizo posible estos triunfos
iniciales, que complementaban el carácter opresor del régimen. Distraían la
atención de la resolución fírme y desenfrenada con que Hitler y sus partidarios
concentraban todos los recursos del país en el objetivo de lograr la superioridad
militar o incluso la supremacía en Europa. Todo lo demás era de importancia
secundaria al lado de este objetivo.
Resultó sumamente eficaz la técnica que permitió a los nacionalsocialistas
dominar la presión contraria producida por su carácter despiadado y su cruel­
dad. En tiempos recientes, no hay otro ejemplo mejor de un uso tan eficaz del
terror como instrumento de gobierno a corto plazo. Los campos de concentración
no sólo alejaron a los enemigos reales e imaginarios del régimen de su campo
de acción potencial, sino que contribuyeron también en mucho a intimidar al
resto de la población, fueron característicos de la presión, bajo la cual, se dio el
esfuerzo alemán de la guerra. Sin embargo, la eficacia de estas medidas y de
otras semejantes no hubiera sido tan contundente, no hubiera logrado forzar la
conformidad y la obediencia de la población a tal grado, de no haberse apoyado
los nacionalsocialistas en la herencia de una tradición conceptual y de conducta
que hacía muy receptivos a los alemanes a la coacción externa ejercida por el
Estado, como complemento imprescindible de la autocoacción individual; y si la
conciencia individual del alemán no hubiera requerido, en amplia medida, de
la regulación y el control por parte de las instancias estatales para funcionar
adecuadamente en asuntos públicos. Esta dependencia le dio su carácter especial
a la identificación alemana con la nación y el Estado así como con el opresor,
cuando el Estado lo era.
En Alemania misma estuvo muy difundida la impresión de que resultaba
inútil resistirse a la represión nacionalsocialista porque las medidas tomadas
por el régimen para prevenir cualquier oposición o revuelta eran sumamente efi­
caces, casi perfectas. De hecho era imposible que los alemanes organizaran una
resistencia efectiva porque, más allá de las coacciones externas que dificultaban
su rebelión contra el Estado, la conciencia y las autocoacciones de la mayor parte
del pueblo alemán aún dependían de este en todos los ámbitos de la vida pública,
sin importar quiénes fueran sus gobernantes y representantes. Las técnicas
intensas de educación y propaganda empleadas por los nacionalsocialistas para
asegurar la lealtad absoluta de la masa del pueblo hacia el Estado, sólo sirvieron
para reforzar los rasgos ya existentes de una estructura de personalidad en que
la dirección de la conducta individual estaba sujeta, en gran medida, a la guia y
384 N o r b e r t E l ia s | Los A l e m a n e s

el control del Estado, y que predisponía al individuo para someterse lealmente


a las exigencias de un jefe de Estado al que se pudiera venerar y cuya imagen
pudiera integrarse a la propia conciencia.
Cuando un grupo de alemanes dotados de una conciencia de tal manera
dependiente del Estado optó, a pesar de todo, por derribar de manera “ilegal”
el gobierno ‘'legalmente” constituido, algunas de estas dificultades afloraron
en forma bastante clara. La decisión de matar al jefe del Estado alemán,
tomada por los involucrados en un golpe a mitad de la guerra, les produjo
graves conflictos de conciencia. En toda la historia alemana no había ocurrido
nunca que unas personas que se consideraban buenos alemanes, entre ellas
aristócratas y oficiales plenamente identificados con la tradición nacional
alemana y los ideales correspondientes, levantaran la mano contra el hombre
al frente del Estado con la intención de matarlo. Quizá su fracaso no haya sido
tan casual como parece.

21) A pesar del odio y de las dudas que muchos alemanes hayan experimen­
tado en el fondo de su corazón, se conservó en gran medida la identificación con
el opresor. Esto se pone de manifiesto también en el hecho de que la moral de
las tropas combatientes o del pueblo alemán no sufriera un derrumbe notable
durante la guerra. Al mirar el sistema nacionalsocialista en retrospectiva, con
cierto conocimiento de la tensión extrema bajo la que vivían sus miembros, es
posible apreciar mejor cuán extraordinario resulta que la identificación de la gran
masa del pueblo alemán con sus opresores y su fe en estos se hayan mantenido
más o menos intactas hasta el desenlace fatal. Aun cuando los ejércitos enemigos
habían penetrado al territorio alemán, tanto por el frente occidental como por el
oriental y avanzaban hacia el centro del mismo, la gran mayoría de los alemanes
siguió obedeciendo de manera incondicional las órdenes de la autoridad estatal
y del partido que alcanzaban a llegar hasta ellos. Hasta cierto grado esto segu­
ramente se debió al hecho de que al final Hitler parecía ser lo único, en opinión
de muchos alemanes, que los separaba de la destrucción total, pues no tenían
alternativa. No obstante, en otros países y otros pueblos, la gente quizá hubiera
perdido esta confianza y hecho una evaluación un poco más reaüsta de su situa­
ción; conscientes de que resultaba inútil continuar la matanza y el sacrificio, tal
vez hubieran dejado de obedecer por estar colmados de desesperación, o incluso
se hubieran rebelado, furiosos, contra los gobernantes que los habían engañado.
Pero los alemanes nunca dejaron de obedecer. Quizá pueda afirmarse que una
gran parte del pueblo alemán conservó su fe inquebrantable en el Führer hasta
que murió y tal vez todavía por bastante tiempo después.
Uno de los máximos talentos de Hitler —y uno de los principales factores
de su éxito— fue su comprensión intuitiva de las necesidades que un líder de
los alemanes y su equipo debían satisfacer en situaciones críticas, debido a
que sus propias necesidades emocionales coincidían con las de sus seguidores.
Reaccionaba, sin reflexionar mucho, a las señales emocionales enviadas por estos,
ya fueran de carácter lingüístico o no, señales con las cuales exigían y esperaban
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 385

recibir de un líder la confirmación de que sí habían de confiar en su capacidad


para salvarlos de un trance y un peligro que de otro modo hubieran parecido
desesperados. Su forma de responder a estas necesidades no era la única posible.
Hubo otros Führer en potencia que hubieran podido cumplir de una manera un
poco diferente con el papel del “salvador”nacional requerido por Alemania en ese
momento. Y hubo un considerable número de alemanes en los cuales los símbolos
y las señales empleados por Hitler provocaron reacciones negativas.
No obstante, la coincidencia entre la estructura de la personalidad de Hitler y
las necesidades de muchos otros bastó para que desempeñara con éxito ese papel
de líder alemán, una vez que tomó el poder. Tal papel era muy singular y en
varios aspectos distinto al del líder necesario en otros países en tiempos de crisis.
Cumplió de manera tan convincente con el papel de jefe de Estado que, paulati­
namente, fue reconocido como tal por la amplia mayoría del pueblo alemán. Es
decir, lo reconocieron como el complemento y la representación simbólicos de su
propia conciencia y como la encamación de su (íideal del nosotros”.
El hecho de que Hitler haya sido m ilitante nacionalsocialista, lo que en
retrospectiva descuella tanto, para muchos alemanes fue pasando a segundo
plano en el curso de la guerra, en beneficio de su figura de jefe del Estado
alemán, de líder de todos los alemanes. Como tal satisfizo ciertas necesidades
afectivas con las que ninguno de los dirigentes de la República de Weimar
había cumplido del todo. Una de ellas que iba en aumento primero a causa de la
crisis cada vez más grande de 1930 y luego por la serie de crisis que los propios
nacionalsocialistas ayudaron a producir, fue la de un hombre al que fuera posible
someterse ciegamente, que llegara a quitarles la carga de la responsabilidad y
la asumiera él mismo, que se comprometiera a cumplir como por arte de magia,
con todas las esperanzas y los deseos de la nación, con todos los anhelos de que
la humillación de Alemania llegara a su fin, y que esta alcanzara una nueva
grandeza y un nuevo poder.
En este sentido y otros, es posible interpretar a Hitler como símbolo de
un rasgo fundamental compartido por las sociedades actuales. Muchos de los
problemas más urgentes de la vida social siguen abordándose de manera muy
parecida: en la misma forma en que las sociedades más simples acometen los
problemas derivados de los dos sectores que separamos como “naturaleza” y
“sociedad”. Se pretende hacerles frente con recursos medio mágicos. No es
una metáfora sino un simple diagnóstico de los hechos, si se afirma que en
Alemania Hitler cumplió una función muy parecida a la del hacedor de lluvia,
curandero o chamán en órdenes tribales menos ‘complejos, compartiendo
con estos personajes características muy parecidas. Le aseguró a un pueblo
perturbado por el sufrimiento, que le dária lo que más deseaba, de la misma
manera en que el hacedor de lluvia promete a su pueblo, amenazado por el
hambre y la sed de una larga sequía, que hará llover. Al igual que el cacique
de una tribu, Hitler le exigió a ese pueblo sacrificios materiales y humanos,
y ya que los alemanes estaban sedientos de una renovada confianza en sí
mismos, de una nueva grandeza y orgullo, les prometió hacer realidad sus
386 N o r b e r t E l ia s | Los A l e m a n e s

deseos. Sin duda él mismo estaba convencido de su capacidad para cumplir


su promesay hondamente persuadido de su propia omnipotencia, convicción
que hasta cierto grado logró trasmitir a sus seguidores. Por mucho que haya
actuado y mentido, al mismo tiempo creía con toda sinceridad que estaba
destinado a restaurar la grandeza de Alemania y a gobernar Europa, si no es
que el mundo entero.
De esta manera, Hitler cubrió necesidades, con respecto a las cuales no sólo
los alemanes, sino también otras muchas naciones modernas, no son menos
simples y “pueriles” o, si se quiere, menos “primitivas” que las sociedades tri­
bales. Pese al control relativamente alto que hemos logrado sobre los sucesos
ocurridos en el nivel del universo que denominamos “naturaleza”, aún es muy
reducido el grado de control que las personas han conseguido sobre sí mismas
dentro de las sociedades, incluso en las hasta ahora más desarrolladas. En este
nivel, todavía en la actualidad, se cree poder dirigir en muchos casos con medios
mágicos, los fenómenos que a falta de conocimientos más precisos de los procesos
que los componen se sustraen a nuestro control; también las posiciones de los
dirigentes ante los procesos sociales, en el sentido más amplio de la palabra y en
que sus pueblos se ven involucrados, se encuentran marcadas, en gran medida,
por las del grueso de la gente. Sobre todo en las situaciones críticas, la masa de
la población, incluso en las naciones “más avanzadas”, se siente amenazada por
peligros, cuyas características no comprenden mejor que las sociedades tribales
más simples: los de las inundaciones y las tormentas, la sequía o la enfermedad.
Y al igual que estas últimas tienden a llenar las lagunas de su conocimiento
con medias verdades y mitos.
En el fondo, Hitler fue un curandero político innovador. Es posible que otros
elijan procedimientos más convencionales. El régimen nacionalsocialista repre­
sentó una forma particularmente maligna de mitología social y de manipulación
mágica de la sociedad y, por lo mismo, arroja más luz sobre el nivel evolutivo
alcanzado en nuestro tiempo por la capacidad humana para dirigir los asuntos
de la sociedad y para resolver sus problemas sociales.
El hecho de que la moral del pueblo alemán no se haya derrumbado durante
la guerra, a pesar de todos los shocks y las dudas, demuestra la fortaleza del
vínculo que lo unía con el chamán supremo y sus ayudantes, no sólo a través
de coacciones externas sino también debido a sus propias necesidades y con­
vicciones. La vida hubiera sido casi intolerable de tener que mirar de frente las
propias inseguridades y el propio desamparo. Los actos mágicos y las doctrinas
míticas obran como un bálsamo para proteger a las personas de la severidad
plena de la conciencia, del choque de tener que reconocer su propia impotencia
ante los procesos fenoménicos que amenazan tanto su vida física como su sentido
vital. Al mismo tiempo, los actos mágicos y los conceptos míticos contribuyen
a conservar y renovar precisamente las condiciones que hicieron necesaria
su existencia, las condiciones de impotencia y de ignorancia humanas ante
sucesos amenazantes. Brindan a las personas un paliativo, emocionalmente
satisfactorio, que les impide concebir siquiera la idea de que las causas de los
El colapso d e la civilización 387

sucesos sociales que las amenazan pudieran enfrentarse con una forma de
reflexión menos mítica y más realista, así como sus peligros, con una forma de
actuar menos mágica y más realista.
En este círculo perverso estuvieron atrapados los alemanes bajo el régimen
de ese entonces, al igual que todos los pueblos en cuya conducta y pensar domina
la fantasía. Con ello, Hitler y la fe nacionalsocialista participaron a su vez en la
reproducción y el refuerzo de las inseguridades que en apariencia protegían a
sus seguidores. El uso de conceptos biológicos como “raza” con un sentido mágico
y mítico, en gran parte, fue sólo un ejemplo entre muchos de la extraña manera
en que, en nuestro tiempo, los acercamientos científicos a la “naturaleza” se
ponen al servicio de un acercamiento mágico-mítico a la “sociedad”. Ilustró la
forma en que los conceptos que en un contexto son científicos, pueden adquirir
un carácter mítico al ser trasladados a otro.
La simpleza elem ental propia de la fe que muchos alem anes profesaron
por su líder, al que veían como el símbolo de Alemania, y la solidez de la moral
alemana por ella propiciada durante la guerra h asta su fatal desenlace, a
menudo son encubiertas por argumentos intelectuales que parecen suponer
que la mayoría del pueblo alemán (y de cualquier otro) disponía de un sistem a
conceptual bien definido e integrado tal como se describe en los libros, que
los alemanes eran o nacionalsocialistas convencidos o bien, en caso contrario,
demócratas convencidos y enemigos de los nacionalsocialistas. No es posible
explicar adecuadamente la fe en el Führer ni el poder que este ejerció hasta
el fin sobre la gran mayoría de la población con base en categorías políticas
concisas de esta índole.
Ambos fenómenos se fundaron, en última instancia, en las necesidades
sencillas de personas sencillas cuyo desamparo ante los magnos procesos de la
política mundial los empujó a buscar apoyo en un hombre que se imaginaban
con la aureola de un salvador, cuyos atributos y características correspondían
a sus necesidades y que con la ayuda de un aparato de coacción externa los
capacitó para soportar todos los sacrificios y esfuerzos, toda la opresión de una
sociedad enfocada hacia la guerra, sin que su dominio de sí mismos, débil y
dependiente, sufriera una sacudida grave.

22) Quizá se comprenda un poco mejor la situación de estas personas al


escuchar sus propias voces. Los siguientes extractos de cartas dirigidas al frente
en el verano de 1944, servirán para ilustrar algunos de los problemas que se
han examinado en un nivel más general,12

12. Proceden de una selección de aproximadamente 300 cartas que el azar puso al alcance del
amor. Puesto que este tipo de testimonio no es muy común, su reproducción en sí tal vez
tenga cierto valor documental. Todos los nombres propios se modificaron o se disfrazaron.
La ortografía y la puntuación fueron adaptadas cuidadosam ente al uso normal.
388 N o r b e r t E l ia s | Los A l e m a n e s

(6 de julio de 1944)
Querido Robert:
Acabamos de recibir otra mala noticia en el club: Martín murió... Casi me
desmayo cuando me entero... En Navidad todavía organizamos juntos una
fiesta, y luego de repente lo llamaron a filas y todavía no pudo pedir licencia
para venir... Qué terrible es cuando uña se pone a pensar en que ninguno de
ellos regresará, es difícil de imaginarse.
Hoy Anne-Marie vino a nadar. Se está escribiendo con Herbert Uhlich.
Es la noticia más fresca que tengo.
El tiempo estuvo excelente para nadar. El agua tenía una temperatura de
22°. Los niños también se divirtieron mucho. Sería increíble que pudieras
pedir licencia ahora y que fuéramos a nadar todos los días. Pero por desgracia
tenemos que esperar que termine la guerra y que puedas regresar a casa
definitivamente.
Por hoy es todo, mi amor; ya es tarde y los ojos se me están cerrando...
Tu fiel
Lffli.

(19 de julio)

...Todavía tengo el susto metido en los huesos; me siento como si acabara


de levantarme después de una enfermedad grave, muy cansada, y en general
me siento mal.
Querido Hermann, el domingo hubo un entierro. Estuve de servicio, como ya te
escribí. Varios dijeron que de haber sabido cómo sería el entierro no hubieran
ido; todo el teatro pardo sólo les dio coraje. El cura fue lo de menos. Los familiares
no pudieron ni llorar de indignación. Todo pasará, así como empezó.

(Continúa, 20 de julio)

Volvió a sonar la alarma; nos sobrevolaron camino a N. [una ciudad grande], con
un escándalo horrible. La señorita Steiger tiene un sótano bastante bueno.
La gente está muy alterada aquí; en realidad yo me siento bastante tranquila.
Sólo cuando tengo que pasar por las ruinas, varias veces al día, me da dema­
siada lástima y tengo que pensar en la pobre gente que se quedó sin nada.
Entonces pienso que mi casa fácilmente pudiera estar igual.
Van exactamente 63 muertos, ayer hablé con la amortaj adora. Ayer por la
mañana cuando sonó la alarma aérea, la señora Franzen del molino se agitó
tanto que le dio un infarto. La señora Leber también está muy alterada; anteayer
se la pasó todo el día llorando. Ahora llora también porque ya no tenemos iglesia.
El domingo iba a haber culto protestante a las nueve. Yo fui al cuarto para las
ocho; en cuanto terminó la misa la alarma sonó otra vez, y poco antes de las diez
hubo toque de cese de alarma. Luego las campanas llamaron a los protestantes.
Llegó mucha gente, el órgano empezó a sonar y otra vez la alarma.
El radio sigue tocando, pero todavía no tengo ganas de escuchar música...
El colapso d e l a civilización 389

(23 d e ju lio)

Nunca me hice ilusiones acerca de nuestra actual situación militar y me


resultaba totalmente claro que harían falta un esfuerzo inmenso y sacrificios
máximos para salir adelante. También era de suponer que los enemigos en el
interior del Reich juzgaran que había llegado su hora. Pero a pesar de todo
nadie hubiera esperado que unos generales alemanes fueran a rebajarse a ser
los viles cómplices de nuestros enemigos... Por eso una indignación colosal se ha
apoderado de las grandes masas del pueblo. El ambiente que reina aquí puede
resumirse así: gracias a Dios no le sucedió nada al Führer. Ahora tenemos que
apoyarlo más que nunca.13Con todo sigue incólume laconfianza en que nuestros
dirigentes y nuestras tropas logren contener el embate a pesar de todo.

(21 de julio)

..sólo quisiera verte unas horas, besarte la boca y las manos que tanto
quiero... creo que no soy capaz de más. Una tranquilidad terrible m e llena...
Hoy ya tuvimos que bajar al sótano dos veces, esto no tiene fin... Realmente
van a reducir la ciudad a cenizas y escombros. ¡Ay, qué duro es a la larga no
estar nunca en paz!

(23 de julio)

Mi querido hijo Wolf:

Es domingo de nuevo, estoy otra vez completamente sola en la casa. Tu


papá fue a la reunión de la Asociación de Guerreros. Anneliese está con tu
tía Liria. Acabamos de recibir hoy tu linda carta del 14 de julio y nos causó
mucha alegría, muchísimas gracias por tus atentas palabras. Mi querido hijo,
escribiste que hasta ese momento estabas bien y aún puedo decirte lo mismo
de nosotros. Sí, mi querido hijo, ahora también tú enfrentas al enemigo y sé
que tú, mi querido hijo, cumplirás con tu deber como corresponde a un soldado
alemán. Dios Todopoderoso te guarde. Nuestra querida patria alemana corre

13. Con toda la debida precaución hacia las declaraciones aisladas, se p resenta aquí un
problema que quizá merezca resaltarse. En Francia y otros países, la resistencia contra el
régimen nacionalsocialista contó con el apoyo de amplios sectores de la población, porque
unió en la sublevación contra el opresor extranjero a miembros de distintas clases sociales
y a partidarios de diversas tendencias políticas. Al movimiento alemán de resistencia, por
el contrario, le faltó una base amplia en la población. Consistió en una alianza entre los
restos de las élites prenacionalsocialistas dominadas por las antiguas élites m ilitares, es
muy posible que el hecho de que el atentado contra la vida de Hitler fuera protagonizado
por oficiales y aristócratas haya incrementado la simpatía por el Führer entre las masas
del pueblo alemán; en comparación con los antiguos sectores dirigentes, Hitler sin duda
era mucho más un “hombre del pueblo”.
390 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

gran peligro, por todas partes la atacan los enemigos. Y el 20 de julio ocurrió
lo peor: la propia escolta de nuestro amado Führer ejecutó un atentado en su
contra. Pero el Todopoderoso no lo dispuso así, sino que lo amparó con mano
protectora, de modo que sólo sufrió heridas leves. Sí, mi querido hijo, ¿qué
hubiera sido de nosotros si el Führer desaparece en medio de todo? Esperemos
que todo salga bien al final. Nuestro querido Erich también está herido. Ojalá
lo traigan un poco más cerca de la patria. Bueno, mi querido hijo, hace un
año por estas fechas estabas aquí con nosotros, segando el centeno. Este año
tienes que cumplir con otro deber. Ojalá todo mejore para el año que entra.
Es todo por ahora, mi querido hijo. Esta semana empezamos con la cosecha.
Escríbenos dónde estás exactamente, en qué ciudad del Occidente.
Bueno, mi querido hijo, ¡que Dios te guarde!
¡Te manda muchos saludos tu mamá que te quiere!
[Hasta la vista, si Dios quiere!

(2 5 d e ju lio )

...la ú n ic a a m b ició n q u e debe s a tis fa c e rs e es la de s e r u n fie l ca m a ra d a p a r a


lo s soldados e n e l fren te. S i todos lo s h o m b res o por lo m enos todos los m iem ­
b ro s de la s S S p e n s a r a n lo m ism o q u e yo, no ten d ría m o s q u e p reo cu p am o s
p a r a n a d a . N o o b sta n te, m i fe sig u e p u e s ta en la v ie ja gu ard ia, a la que y a no
conocí p erso n a lm en te, pero de la q u e sé que existió y por la q u e ju r o p orque
te conozco a ti. N in g ú n h o m b re p o d ría ser u n m ejor ejem plo p a ra u n a m u jer
q u e tú , ta n orgulloso, ta n m ajestu o so te veo d e la n te de m í. Siem p re tra ta r é
d e m o s tra rm e d ig n a de ti... S é que a lg ú n d ía e s ta rá s a ú n m á s d isp u esto a
h a ce rm e tu m u je r por e s ta actitu d .

(24 d e ju lio )

¿ T od avía e sta s bien , m i q uerido m uchacho? F ritz e stá cerca de Z., pero lo v a n
a m a n d a r a o tra p arte. L e tocó un iform e p a r a zon as tro p icales y cree que lo
e n v ia r á n a Ita lia . Todo e stá carísim o a llá , 7 m arcos por u n va so de ce rv eza, 1
500 m a rco s p o r u n p a r de zap ato s, 20 m arcos por 1/4 de vino, 50 m arcos por
m edio k ilo de cereza s... P ero donde tú e stá s es casi ig u a l, ¿verdad? Y cuando
re cu e rd o la in fla ció n que tu vim os a q u í estos precios no son n ad a , p orque en
a q u e l e n to n c e s u n p a n c o s ta b a m il m illo n e s, u n n ú m ero qu e h o y y a n i se
p u ed e escribir. Y e sta ría m o s ig u a l si h u b iera ten ido éxito el a te n ta d o contra
el F üh rer. ¿Q u é co m en taro n en el frente? E l corazón nos dejó de la tir cuando
escu cham os la n oticia por radio. P robablem en te y a no h a b ría g u erra ahora, si
lo h u b iera n logrado, pero sí ocupación y g u e rra civil y bolchevism o. N o puedo
c ree r q u e to d a v ía h a y a g e n te que no lo co m p ren d a, sobre todo si debieron
a p ren d er algo en la g u e rra m un dial que perdim os. E stam o s m uy contentos de
que el F iih r e r e sté viv o y b ien de salu d. E s im p resio n an te lo que ese hom bre
tien e que s u fr ir todo le p asa. L os fra n ceses que e stá n aq u í en B. dijeron que
E l c o la p s o d e l a c iv i l iz a c i ó n 391

nunca hubieran creído que un oficial alemán fuera capaz de eso. De plano
hay que avergonzarse de esos tipos.
La alarma aérea ahora sí suena todos los días. Anteayer una bomba cayó en
una casa en M. y otra muy grande justo en el estacionamiento de la residencia
de las SA... En R. arrasaron con una casa, hubo dos muertos, franceses... Ayer
los enterraron, con vivas muestras de simpatía por parte de la población
alemana. ¿Los franceses también irían al entierro de uno de los nuestros? Los
alemanes nos negamos a aprender. Somos demasiado buenos y los extranjeros
sólo se ríen de nosotros...
Todavía nos alcanza la comida y lo único que hay que hacer es creer con
firmeza que algún día se dará la victoria. Todos tenemos que aportar algo;
hay muchas mujeres que podrían ir a combatir.
A veces parece que nuestro trabajo con el partido no rinde ningún finito, pero
luego hay otras evidencias y eso nos anima y tomamos impulso otra vez...
¡Un fuerte Heil Hilter!
Tu mamá.

(26 de julio)

...Hace algunos días llegaron unos aviones enemigos y tiraron bombas en la


estación de trenes de E., pero no le dieron a la estación sino sólo a la calle,
que sufrió muchos daños, pero se supone que ya la arreglaron. También
echaron unas bombas en L., donde destruyeron una casa y macaron a 16
personas. Me sorprende que todavía no hayan bombardeado las fábricas
de T. ni la planta de O., porque ambas trabajan de día y de noche para la
[¿...?]. Probablemente nuestros enemigos se desorientaron. Seguramente
regresarán. La fábrica de hidrogenación en B. que acababan de construir,
en la que convertían carbón en gasolina, fue destruida hace poco con todo y
las casas que estaban alrededor, y se perdieron bastantes vidas. ¿Cuánto se
supone que este proyecto de destrucción va a durar todavía, porque ya se le
puede decir guerra?
El cierre de nuestro negocio me sacó de quicio y ahora me dedico a todo tipo
de trabajos, como a partir leña, porque es imposible conseguir a un trabajador,
aunque muchos andan por ahí matando el tiempo, reciben su pensión y no
les interesa trabajar.

(27 de julio)

Espero que la guerra por fin termine este año. ¡Esto no lo aguanta nadie a la
larga! Pero tenemos que seguir dando tumbos, como nos lo exigen.
392 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

(27 de julio)

...Es una lástima que ya no estés enterado de lo que sucede aquí. No obstante,
la noticia del atentado contra nuestro Führer también habrá llegado hasta
ti. Y también espero que, de esta manera, el destino esté dando aviso de que
ha llegado el momento del cambio. Anoche habló el Dr. Goebbels. Manejamos
varios kilómetros para escuchar el discurso. Fue bueno y tuvo mucho de cierto.
Se me hace extraño que el partido haya necesitado once años para afirmar
que tenemos un Estado nacionalsocialista y, sobre todo, se me hace gracioso
que justamente ahora que estamos en guerra haya llegado el momento de
colocar a nuestro pueblo b^jo el liderazgo del partido... Tú y yo ya habíamos
comentado que algún día tendría que darse la elección entre un Estado
militar o del partido. Ya se dio y me preocupa. El partido ha sido muy inactivo
en la guerra hasta ahora, el pueblo le ha perdido mucha confianza, y no sin
razón. Con todo creo que el Dr. Goebbels lo sabrá arreglar como comisionado.
Apoya al Führer al 100 por ciento, o sea, es un hombre realmente grande del
partido. Y con Himmler, otro hombre grande del partido, como responsable
del Ejército en el país, la cosa se tiene que arreglar. Como sea, las SS ya
no le llevan ninguna ventaja al Ejército. Ya se le impuso el saludo alemán
también al Ejército. ¿Tú crees que lo usen?, ¿y con qué cara?... Sí, papito, no
es bueno que en aína sola familia existan dos partidos. Casi caemos en la
misma situación que Italia...
El pueblo en general es bueno. Poco a poco se está dando cuenta de que todos
vamos a reventar si perdemos la guerra.

(30 d e ju lio )

...Y la situ a c ió n a q u í d esp u és de todo se e stá poniendo grave... m i optim ism o


a to d a p ru e b a e m p ie z a a ta m b a le a r s e ... y a ca si lle g a n a V a rs o v ia , y en el
B á ltic o la s cosas tam p oco p in ta n color de rosa... ¡A e sta s a ltu ra s h a s ta sien to
c u r io s id a d d e v e r si n os e ch a n ! E n t a l caso, s e g u r a m e n te só lo p odrem os
lle v a m o s m u y poco... y con el chiquito y a ten go b a sta n te qué cargar. T ra ta r ía
d e lle g a r con Irm a , siem p re es m á s a gra d a b le e sta r con a lg u ie n conocido que
a s í so la con el p eq u eñ o H ans...

(30 de julio; de las regiones orientales de Alemania)

...P o r p r in c ip io h e e v ita d o h a b la r de la g u e r r a , p ero q u is ie r a s a b e r q u é


o p in a s de la s zo n a s o rie n ta les. E sp ero q u e a lg ú n d ía todo m ejore, pero ¿no
s e r á m e jo r irn o s de a q u í? M i p a p á nos e s tá vo lv ie n d o locos, p o rq u e h a ce
quin ce d ía s lleg ó de re p en te con la in tención de llev a rn o s a Q. [en el su r de
A lem an ia]. P ero n osotros no tom am os la s cosas tan en serio, a sí que se volvió
a ir b a sta n te tran q u ilo, a u n q u e dijo que fu éram o s de in m ed iato si los rusos
El colapso d e l a civilización 393

llegan a Varsovia. Hoy habló temprano para decimos que fuéramos con él a
la finca a como dé lugar. Ya no sabemos qué hacer, hay tantos argumentos a
favor y en contra. ¡
Ay, mi amorato, qué tiempos tan locos! Todo el tiempo salen problemas nuevos.
¿Qué opinas tú? Si de veras fuéramos a Q. y te transfirieran para acá, entonces
yo vendría sola y por lo menos sabríamos que los niños están a salvo.

(2 de agosto)
Mi amor:

Voy a escribirte rápido imas líneas. Acabo de llegar del campo. Segamos
centeno y trigo. Queridito mío, a tu papá le haces mucha falta y a mí también,
mi amor sobre todo en la cama, pero ¿cuándo llegará la hora? Querido ma-
ridito mío, ayer hubo bombardeos durante cuatro horas... pero mi maridito,
otra vez tuvimos mucha suerte. Veamos, querido mío, en K. [y la fábrica X]...
se incendió todo, todo ardió. Llovió fósforo y la estación de trenes de K. está
destrozada, las vías están completamente levantadas, verticales. Como sea,
maridito mío, lo de ayer fue lo peor hasta ahora. No hay trenes ni correo. No
aflojan desde hace varios días, todo está destrozado.
¡Muchos saludos de tu amorcito! Heil...
Comimos ensalada de ejotes, estaba muy rica.

(6 de agosto; a una destinataria en el país)

...Pero no tiene caso darle vueltas al asunto, Dios tiene nuestro tiempo medido.
Es el único consuelo que nos queda. Todo mundo está muy desanimado aquí,
porque ya nadie puede disponer de su propia vida. Ayer un muchacho hitle­
riano me entregó el siguiente escrito: “Ha sido asignada a la acción Marhold
(un nombre secreto) para ayudar en la cocina y otras labores femeninas y se
le ruega se prepare para partir en cualquier momento a partir del lunes 7 de
agosto... Mischke, directora de la Asociación de Mujeres del distrito.” Hoy en
la mañana pedí informes y averigüé que se trata de trabajos de zapa y que
debemos atender a los zapadores. Ayer partieron 150 muchachos de prepa­
ratoria con destino desconocido, y hoy durante la alarma en el liceo me
enteré de que varios señores directores y catedráticos del Instituto tienen
que estar listos mañana (con ropa de trabajo). Todos tienen casi 60 años o
más (64). ¡Y este calor infernal! ¡Qué bonito panorama! Sabes, todo mundo
ayuda con mucho gusto en lo que puede, pero no deberían enviar a unos
señores de 60 años a otro lado. No soporto el calor, ni tampoco ya dormir en
condiciones tan primitivas... No pierdo la esperanza de que algo cambie y
me pueda quedar aquí...
394 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

(8 de agosto)

Querido Otto:

Hoy recibí dos cartas tuyas, del 30 de julio y del 1 de agosto, muchísimas
gracias. Aquí todavía hace calor, y muchas veces es bastante sofocante. Anoche
hubo truenos, pero llovió muy poco. Ya guardamos la cosecha... El señor Dahn,
el que se casó con la hija de Schulz, fue declarado oficialmente desaparecido el
domingo; quién sabe qué habrá pasado con los demás que todavía no escriben.
Faltan unos 20-30 de aquí, Achim tampoco ha escrito nada desde el 20 de
junio, que es el mismo tiempo que llevaba el señor Dahn, Por todas partes
sólo hay llanto y aflicción, es lo único que se escucha y ve, a veces ni ganas
dan de hablar con nadie. Los bombarderos nos han dejado en paz, gracias a
Dios, ojalá ustedes estuvieran igual, todo el tiempo tengo miedo por tí. De por
sí me he vuelto muy miedosa y ya ni duermo bien...
Saludos y besos cariñosos de
Tú Alma y los niños.

(17 de agosto)

Algún día la guerra tendrá que terminar. Pero, querido Franz, por todas
partes nos están llegando, ya sólo quedan las últimas reservas, en la Prusia
Oriental están atravesando nuestros campos. Ojalá logren detener a los rusos,
eso es lo que nos preocupa. A nuestros queridos soldados no se les puede
culpar de nada, sólo los dirigentes tienen la culpa, porque los otros están
entregando hasta lo último, el corazón le duele a uno cuando todo el tiempo
se lee cómo luchan por la patria.

(21 de agosto; una primera parte habla sobre la caza)

¿Q u e p o r q u é te escribo todo esto? Q uiero d istra erte u n ra to de tu s ocupacio­


nes... L a e sta n cia en G. tam b ién fue idílica en el sentido de que no se escuchaba
n i v e ía n a d a de la gu erra, ni hubo criticones con los que uno tu v iera que estarse
pelean do. Sólo se aso m b rab a un o de rep en te a l le e r el periódico o escu ch ar el
p a r te m ilita r e n el radio, pero entonces im itábam o s la a ctitu d de la s m ujeres,
de que todo eso p a s a b a en otro m undo y no nos con cernía p a ra n ada. Y eso a
p e s a r de q u e la situ ació n e n la que nos encontram os es su m a m en te grave. No
es posible n e g a r su su p erio rid ad a érea. T ú escribiste: “E so cam b iará en u n as
cu a n ta s sem a n as.” P a r a m í es u n m isterio cómo lo p ien san lograr, ¡pero tú lo
h a s de saber! L os bom barderos enem igos se d irig en siste m á tica m e n te a las
fáb ricas de ta n q u e s p a ra d estru irla s. L a s de Y. lo sab en de sobra... segú n m e
contó su geren te, el 60% fu e destruido por el em bate terro rista de los enem i­
gos... dice que, por lo pronto, todo el p ersonal e stá ocupado desescom brando las
naves destruidas, pero lo están haciendo sin p erder ánim os, 90% de los obreros
es extran jero... V 2 re a lm en te e stá listo p a ra atacar, au n q u e m u ch a gen te lo
E l c o la p s o d e l a c iv iliz a c ió n 395

duda, porque creíamos que el alto mando tenía todos los motivos para lanzarse
y a muchos les parece que la guerra ya está perdida, sobre todo porque de aquí
de la zona llamaron a todas las mujeres al servicio... sin consideraciones de
profesión ni posición social, entre quince y 50 años de edad... Un día llegó la
orden y al otro tuvieron que estar listas para partir. No me imagino que las
trincheras que vayan a abrir sirvan más que nuestra tan ponderada trinchera
del Atlántico. ¡Pero no hay que renegar!
Me levantó mucho el ánimo la carta que llegó ayer del hijo de nuestro casero
para sus padres; es un administrador de unos 40 años de edad, está en el
extremo norte del frente oriental. Escribió: “No se preocupen, no perderemos
la guerra. Hasta las existencias humanas al parecer inagotables del Iván ya
se le están agotando, por aquí está llenando los huecos en sus tropas con niños
de doce años, y cuando nuestros tanques atraviesan sus líneas no encuentran
reservas atrás, sólo el territorio despoblado, inmenso, abandonado por todos.
No sé por qué no en volvemos al enemigo, pero nuestros mandos, en los que
tenemos una confianza sin límite, han de saber por qué!...”
La alarma suena diario, en realidad, muchas veces también en la noche...
cuando la radio alámbrica (realmente es un invento maravilloso) da aviso todo
el tiempo está informando dónde se encuentran los bombarderos del enemigo
bajamos rápidamente al refugio antiaéreo... Yo no lo soporto por mucho
tiempo, sino que me pongo delante de la puerta. Se ve muy bonito cuando la
defensa antiaérea dispara su munición luminosa y los proyectiles iluminan
toda la ciudad como si fuera de día... Ya no tenemos nada que perder en este
mundo, la vida y la felicidad que nos pudo ofrecer ya quedaron atrás.

Estas cartas dan cierta idea del pensar y el sentir de personas comunes en
un momento en que el curso efectivo de los acontecimientos hacía cada vez m ás
improbable que se pudiera ganar la guerra y evitar la derrota.
Muestran un poco el incipiente despertar de un gran sueño lleno de esperan­
za al horror inimaginable de la realidad. Al igual que los ciudadanos de otras
muchas naciones, aunque quizá con más firmeza y menos sentido crítico que la
mayoría, los alemanes creyeron las promesas y los pronósticos de sus líderes.
Y ahora demostraron ser promesas vanas y pronósticos falsos.
Desde la toma del poder por Hitler, la mayoría de los alemanes se había
covertido en objetos más o menos pasivos en las manos de una minoría .14 Fueron
14. (Interpolación de 1984) Al observar el desarrollo de los Estados durante este siglo, se
descubre una y otra vez cuan impotente es en realidad la masa de la población estatal en
relación con los grupos establecidos relativamente pequeños y, en particular, en lo que se
refiere a los titulares de las posiciones gubernamentales, quienes toman decisiones sobre
el bienestar y, a veces, la vida y la muerte de los gobernados. Con bastante frecuencia
estas decisiones resultan ser fatalmente erróneas. Sin embargo, aun de haberlo sabido,
los gobernados no hubieran podido modificar la situación. Su poca autoridad no hubiera
bastado para ello. Y en la mayoría de los casos ni siquiera se dieron cuenta de que eran
víctimas de decisiones erróneas. Con bastante frecuencia las aprobaron de todo corazón,
quizá incluso con júbilo. Los movimientos de protesta por lo general sólo atestiguan la
impotencia de los gobernados, no sólo frente al propio gobierno estatal sino también, v con
396 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

reducidos a un estado de relativa impotencia por un periodo caracterizado


por lina pasividad e irresponsabilidad políticas casi totales, durante el cual,
además, cualquier indicio de pensamiento político independiente resultaba
sumamente peligroso. Al desvanecerse el fantasma de la victoria, cuando la
vida se volvió más difícil, inestable e insegura, el propio hogar, la familia, los
amigos personales y las propiedades adquirieron más importancia que nunca,
como el único asidero con que aún se contaba. El mundo más amplio perdió su
apariencia conocida para un número cada vez mayor de personas. Su mundo
particular se erigió en creciente medida, como el único elemento sólido en su
vida. Muchos alemanes parecen haber respondido al evidente empeoramiento
en la situación militar con una “privatización” progresiva de sus intereses15.
Desde luego las cartas incluyen numerosas menciones de ataques aéreos. En
conjunto ponen de manifiesto un considerable autodominio, por lo menos en
apariencia. Es posible que se haya advertido a la población que no “renegara” al
escribir a sus familiares en el frente, y que este tipo de medidas de parte de las
autoridades, hayan contribuido a estabilizar la moral del pueblo, por lo menos
hacia afuera. También en los casos en que se habla de destrozos ocurridos en
los alrededores inmediatos y de muertes en el círculo directo de conocidos, los
informes mantienen un estilo pragmático. Escritos en forma apresurada y a
ojos vistas bajo gran presión emocional, casi no contienen quejas ni acusaciones
abiertas. Sólo comentarios hechos al margen, como el de “la pobre gente que se
quedó sin nada”, dejan entrever un poco la tensión subyacente.
Por otra parte, son bastante frecuentes comentarios generales y más perso­
nales sobre las progresivas destrucciones. Documentan con gran claridad cuán
poco preparadas estaban las personas para experiencias de este tipo, y la poca
información que tenían sobre los bombardeos realizados por los aviones ale­
mayor razón, frente a las resoluciones de otros gobiernos, de las que depende el destino
del propio país.
É sta es la situación actual. ¿Por qué no habría de señalarse alguna vez con franqueza
que los pueblos de todo el mundo están sujetos actualmente, sin poder hacer casi nada al
respecto, a las decisiones tomadas por las élites gubernamentales de Moscú y Washington?
Y no hay que dejarse llevar, conscientes de la propia impotencia, por la idea de que los
gobernantes de las dos potencias mundiales, de cuyas decisiones depende el destino casi
de la humanidad entera, son personas capaces de tomar decisiones libres de coacciones
externas e internas con base en informaciones más amplias que las de los gobernados. El
acceso a la información por parte de los gobiernos de las grandes potencias y el margen del
que disponen para tomar sus decisiones son mayores que los de los pueblos que dependen
de ellas. No obstante, la mirada con que contemplan las relaciones intraestatales e inter­
estatales, que deben comprenderse claramente para tomar decisiones acertadas, también
se ve afectada por los lentes empañados de sus ideologías sociales y valores personales.
También toman sus decisiones bajo la presión coactiva de procesos entrelazados que no
comprenden y cuya existencia misma por regla general permanece oculta para ellos. Tanto
menores son las posibilidades de los gobernados para conocer y llegar a comprender en su
totalidad las causas de los procesos imprevistos de los que depende su futuro.
15, Las cartas incluidas arriba, escogidas entre otras razones por sus declaraciones políticas,
oscurecen esta tendencia un poco.
El colapso d e la civilización 397

manes contra ciudades como Varsovia, Rotterdam o Londres. Aunque hubieran


escuchado o leído noticias acerca de la destrucción ocasionada por su propia
fuerza aérea, probablemente carecían de imaginación e interés suficientes
para hacerse una idea de las consecuencias de la guerra aérea, la justificación
propagandística de las acciones militares alemanas también debió producir
cierta insensibilidad ante los sufrimientos que la fuerza aérea de Hiüer causaba
a la población civil en las ciudades enemigas. Tanto mayor resultó así el shock
de toparse con la guerra en las puertas de sus propias casas.
Existen muchos indicios de que la disciplina y el autodominio frente a los
bombardeos aéreos y las otras amenazas de la guerra evidentes en estas cartas,
no derivaron sólo de la constante presión y coacción externas, sino también
de la avasalladora sensación de que, de suyo, no se podía hacer nada. Una
de las impresiones más fuertes producidas por las declaraciones citadas y
otras semejantes) es la de un pueblo dócil y aturdido cuyos miembros habían
perdido la capacidad y la posibilidad de organizarse a sí mismos, así como la
iniciativa para realizar una acción colectiva independiente de las autoridades
oficiales del Estado o dirigida en su contra. El distanciamiento relativamente
pronunciado de los asuntos públicos, la tendencia a la “privatización”, fue el
reverso de esa incapacidad.
No obstante, en esos momentos, cuando los ejércitos enemigos avanzaban
contra ellos desde Oriente y Occidente, se volvía cada vez más difícil efectuar
esta separación total entre los propios intereses y el curso de los acontecimientos
públicos. Las citas muestran que hubo diversas reacciones. U n considerable
número de autores y autoras se negaba aún a esas alturas a reconocer la
posibilidad de la derrota. Incluso los que preveían el desenlace tenían por lo
visto la impresión de que la derrota de Alemania significaría, si no el fin de sus
vidas, sí el de sus esperanzas y deseos. Veían la amenaza de la derrota como
una catástrofe de la que Alemania no se recuperaría durante su vida y que los
condenaría a una existencia señalada por la miseria y la infelicidad.
Esta desesperanza extrema en presencia de esa derrota, llama la atención
sobre un problema del que no se puede hacer caso omiso en este contexto. La
mayoría de las personas —en la medida en que reflexionaran siquiera acerca
de lo que pasaría con su país después de ella— suponía, probablemente, que
Alemania no volvería a desempeñar un papel importante en la política mundial
durante mucho tiempo y que transcurrirían varias generaciones antes de que
los alemanes se recuperaran de la destrucción y fueran nuevamente capaces
de llevar una vida satisfactoria y satisfecha. No es este el lugar indicado
para abordar la cuestión de por qué tales expectativas fueron desmentidas
radicalmente por los acontecimientos siguientes. Sin embargo, el hecho de que
esto haya ocurrido así, de que Alemania haya podido recuperarse por completo
por lo menos en algunas de sus partes, a pesar de su división política, es una
de las pruebas más contundentes del carácter absurdo e inútil de las guerras
en nuestro tiempo.
398 N oebert E l ia s | Los A l e m a n e s

Sería posible inferir de ello que, esta evolución confirma gráficamente lo


expuesto arriba acerca de la diferencia entre los objetivos de la guerra en las
sociedades preindustriales y las altamente industrializadas, cuya población ha
adquirido los conocimientos y las habilidades necesarias para sostener a una
colectividad de este tipo. Y si el resto del mundo no estaba resuelto a exterminar
a los alemanes, a asentarlos en otra parte o a dejarlos morir de hambre en el
acto, en realidad la única opción era proporcionarles el capital necesario para
reconstruir su sociedad industrial después de la derrota sufrida.
CONCLUSIÓN

Dos grupos de factores contribuyeron a la grave quiebra de la civilización


ligada al nombre de Hitler y del nacionalsocialismo: las peculiaridades de la evo­
lución alemana a largo plazo y las características del punto al que había llegado
en ese momento. Entre las primeras se ubican el patrón extraordinariamente
perturbado de esta evolución y la decadencia furtiva con que trataba de erigir
un “imperio” perdido hacía mucho, como símbolo de la grandeza de Alemania y
su supuesto restablecimiento como el objetivo más elevado para el futuro. Entre
las segundas, la tradición autocrática casi ininterrumpida que legó a la masa de
los alemanes una conciencia relativamente débil y dependiente en cuestiones
públicas. Los factores de este tipo y sus consecuencias no necesariam ente
causaron su derrumbe, pero prepararon el camino para esta forma particular
de quiebra de su civilización.
A ello se agregaron las causas inmediatas. Un papel fundamental corres­
pondió al conflicto entre las aspiraciones nacionales tradicionales y la imagen
que poderosos grupos del pueblo alemán tenían de la nación, por una parte, y
la renovada pérdida de poder de Alemania después de 1918, por otra. La crisis
de 1930 llevó este conflicto hasta el extremo.
El peligro clásico con que muchas naciones poderosas se topan tarde o tem ­
prano en el curso de su historia, no es tanto el resultado de un desvanecimiento
efectivo de su poder, sino del momento en que sus ciudadanos ya no pueden
evitar darse cuenta de su pérdida relativa de poder y de la amenaza que esto
representa para su posición y rango en el entramado de las potencias. El hecho
de que en Alemania, un hombre como Hitler y un movimiento como el nacional­
socialista hayan podido tomar el poder fue sintomático de tal situación.
400 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

E n el in te r io r de A le m a n ia , la p ro g re s iv a in d u s tria liz a c ió n m odificó el


equilibrio de pod er e n p eijuicio de los cu ad ro s d irig en tes de an ta ñ o . A lgunos
re p re se n ta n te s d e la a risto c ra c ia ale m a n a , re u n id o s e n to rn o a l viejo m a ris­
cal H in d e n b u rg como m a sc a ró n de p ro a, tr a ta r o n de re c u p e ra r el poder que
se les ib a d e la s m an o s, con l a a y u d a d e oficiales fru s tra d o s y otros grupos.
A rrinconados ya, s u rebelión co n tra la R epública de W eimar, que d escansaba
sobre fun d am en to s m ás am plios, y su resolución de no h u n d irse sin lib ra r u n a
ú ltim a b a ta lla por su su p rem acía y hegem onía, les despejaron el cam ino a los
nacionalsocialistas.
E n re la c ió n con o tra s nacio n es, el ascenso de los nacio n also cialistas, sin
im p o rta r cu áles h a y a n sido los otros factores q u e con tribuyeron a su triunfo,
significó a n te todo u n a ra d ic a l m ed id a de evasión p or p a rte de g ra n p a rte del
pueblo alem án . Dicho en pocas p a la b ra s, bajo la carg a de u n a crisis económica
m u n d ia l, m uchos ale m an e s re c h a z aro n la idea, es m ás, h a s ta su m e ra evoca­
ción, de que la a n tig u a g ra n d e z a im p e ria l de su p a ís se h u b ie ra perdido p a r a
siem pre. Se tr a ta b a de e v ita r a to d a costa el reconocim iento de que la posición
de A lem an ia se h a b ía deb ilitad o e n tre los d em ás pueblos del m undo. H itler,
el h á b il c h a m á n con s u sím bolo mágico, la cruz gam ada, invocó u n a vez m ás
a n te la s m a sa s a le m a n a s la q u im e ra de u n poderoso im perio alem án.
Al ig u a l q u e o tra s ta n ta s g ra n d e s n aciones que, con la esp a ld a co n tra la
p a re d , h a n lu chado p o r re c u p e ra r su g ran d eza de an tañ o , los g o b ernantes de
A lem an ia en e s ta situ ació n , siem p re que convenía a su s fines echaron por la
b o rd a to d a s la s n o rm a s de in te g rid a d y re c titu d , a s í como su identificación
con o tra s p e rso n a s. E l objetivo de sa lv a r la g lo ria m e n g u a n te de A lem ania
p a re c ía ju stific a rlo todo. Al refo rzarse recíprocam ente los conceptos g ratos y
re c h a z a r to d a reflexión in g ra ta , am plios sectores del pueblo alem án tejieron
u n cap u llo de f a n ta s ía s colectiv as a su alred ed o r, con el fin de p ro te g e rse
del “shock del conocim iento”, el cu al e x p e rim e n ta to d a nación poderosa, es
m ás, to d a fo rm ació n social p o d ero sa, cu an d o s u s m iem bros y a no p u ed en
e v ita r reconocer que su poder y su p erio rid ad de a n ta ñ o se h a n perdido p a ra
siem pre. M uchos a le m a n e s n u n c a fu ero n capaces de adm itir, n i siq u ie ra en
su fuero in te rn o , q u e A lem an ia h a b ía sufrido u n a d e rro ta c o n tu n d e n te en
1918, n i qu e la s condiciones del T ratad o de V ersalles, no o b stan te su s dem ás
v e n ta ja s o defectos, fueron b a s ta n te m o d erad as en com paración con la s que
ellos h a b ía n ten id o la intención de im poner a su s propios enem igos en el caso
de u n a victo ria alem an a. Los nacionalsocialistas re su c ita ro n en los alem anes
la creen cia de que su p aís se g u ía siendo u n a p o tencia de p rim e r orden con
los recursos co rrespondientes, y de que sus líderes re in a ría n de nuev a cu en ta
sobre am plios te rrito rio s de E uro p a, como em peradores m edievales. La m ag­
n itu d de la opresión, la violencia y la b a rb a rie que d e sataro n se igualó con la
del esfuerzo n ecesario p a ra re s titu ir a A lem ania la ap ariencia de su a n tig u a
g ran d eza y a sí e v a d ir el shock de te n e r que reconocer que h a b ía n quedado
a trá s los días de la su p rem acía a le m a n a y el sueño del im perio.
QUINTA PARTE

REFLEXIONES ACERCA DE LA
REPÚBLICA FEDERAL ALEMANA

E ste ensayo fue escrito e n tre octubre de 1977 y


m arzo de 1978 a solicitud de la rev ista Spiegel.
Agradezco a Michael Schróter su colaboración

1) U na.de la s observaciones m ás so rp ren d en tes y a la rm a n te s que se puede


h a c e r a c tu a lm e n te e n l a A le m a n ia O ccid en tal, d is ta n c iá n d o s e u n poco de
ella, es el en o rm e re n c o r y h o s tilid a d q u e a lg u n o s se c to re s d e la población
sie n te n h a c ia otros. E n ap arien cia, se e s tá desvaneciendo la conciencia de la
interdep en d en cia efectiva e n tre todos los sectores y regiones de e sa república.
E n relación con esto, se percibe u n creciente desconcierto: “¿H acia dónde nos
dirigim os? ¿Tiene u n fu tu ro la R epública F ed eral A lem ana? Y en caso de qu e
a sí sea, ¿cuál?” L a h o stilid a d h a c ia otro s g ru p o s de la p ro p ia sociedad, qu e
con frecuencia ad q u iere el color del odio, e s tá lib re de to d a claudicación y es
absoluta, al ig u al que sucedió en episodios a n te rio re s de la h is to ria a le m a n a
reciente. Los sen tim ientos de en em istad to ta l h acia los adv ersario s d en tro del
propio pueblo, son prácticam en te im posibles de controlar y es probable que el
esfuerzo por hacerlo sea incluso interpretado como falso, poco sincero y, por ende,
contrario al carácter alem án. Por lo tan to , al igual que en otros casos, p u d ie ra
ocurrir que la división irreconciliable im p u lse a todos los sectores del pueblo
en u n a dirección que ninguno se h a propuesto n i d esea, por ejem plo, h ac ia u n
E stado policíaco o u n a d ictad u ra de partido.
E n F ran cia, el líd er de los co m u n istas declaró h ace a lg ú n tiem p o q ue los
com unistas o cu p arían la v a n g u a rd ia en la defensa de su p aís, en caso de que
fu e ra am en azad o p o r u n a ta q u e .1 E n I n g la te r r a sig ue in ta c to , en té rm in o s

1. Véase Der Spiegel. 1977. núm. 42. D. 188.


402 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

generales, el sentimiento de comunidad y del alto valor que tiene el ser inglés,
compartido por todas las clases y regiones, pese a las sacudidas sufridas, pese
a su descenso de gran potencia a una de segundo orden, experiencia de la que
Inglaterra participa al lado de otras naciones europeas. En Alemania, la alaban­
za desmesurada de la propia nación practicada por los nacionalsocialistas y el
violento choque de las grandes fantasías colectivas con la dura realidad de las
relaciones de poder interestatales, tal como se produjo en la posguerra, provocó,
en muchos casos, sobre todo entre las personas más jóvenes, una oscilación
igualmente fuerte de los sentimientos hacia el otro extremo. La pomposidad
nacionalsocialista, aunada a los actos de violencia cometidos en nombre del
pueblo alemán, quizá no destruyó el valor de este nombre para muchos grupos
de jóvenes, pero sí lo disminuyó y salpicó de lodo su antiguo brillo.
En otro lugar2señalé que el acercamiento de los jóvenes al marxismo, sobre
todo de los grupos de origen burgués relativamente despiertos en el sentido
intelectual, que llegó a su primera culminación con los acontecimientos de
1968, está vinculado en parte al deseo de liberarse de su identificación con
esa parte del pasado alemán que carga con el estigma del nacionalsocialismo.
Se me ha pedido comentar esta circunstancia con mayor detalle. Con ciertos
titubeos respondo a esta petición, pues considero que no me puedo sustraer al
compromiso. Como sociólogo se está acostumbrado a examinar y revelar las
causalidades más amplias de los sucesos sociales. Quizá resulte útil exponerlas
al gran número de personas que, bajo la presión de su propia labor especializada
contemplan los acontecimientos de actualidad a plazo más corto. Sin embargo,
si no sintiera un compromiso como sociólogo, no me aventuraría dentro de la
arena de los sucesos de actualidad. Cuando se examinan las causalidades más
amplias de los sucesos sociales más recientes, muchas de las explicaciones
muestran ser insuficientes a corto plazo. No puedo hablar para dar gusto a
nadie, ya sea de derecha, de izquierda o de centro: ¿qué sentido tendría mi
trabajo si lo hiciera? Sólo puedo tratar de explicar en parte lo que hoy sucede
en la sociedad del Estado alemán occidental, y señalar algunas tendencias,
particularmente las peligrosas, que observo en la misma. Quizá aún haya
tiempo de prevenir una desgracia.
Cuando se tr a ta de explicar la profunda división del pueblo alem án occidental
y los em bates del odio y del tem or que hoy lo recorren, no b a sta con fijar los ojos
en el p re se n te inm ediato. Los actos violentos cometidos por grupos pequeños y
m uy cerrados de te rro rista s en la República Federal A lem ana y su reacción en
form a de caza de sim patizantes, sólo tienen la función de un detonador que pone
en evidencia b ru scam en te las ru p tu ra s laten tes y las coloca a la vista de todo
el m undo. Las cau sas del estado quebradizo de la sociedad alem ana occidental
se rem o n tan m ás atrás.
Los d irig en tes nacionalsocialistas, que debieron su ascenso en gran parte
a la ayuda activ a de grupos rectores de m ayor edad, procedentes ta n to de la
2. N orbcr Klias, “A dorno-R ede. R espekt und krilik” en N orbert Elias > W olf L épenies, Zw ei Reden
anlablich der verleihung des Theodor 11'Adorno Preises 1977, Frankfurt del Meno. 1977. p. 61.
R e f l e x io n e s acerca d e l a r epú blic a fe d e r a l a lem a na 403

aristocracia como de la alta burguesía, arrastraron al pueblo alemán a la peor


catástrofe que había sufrido desde la guerra de los Treinta Años. Sin embargo,
la masa del pueblo no parece haber comprendido la magnitud de esta catástrofe,
ni en Oriente ni en Occidente. Ciertamente se tiene conciencia de su resultado
visible, la división de Alemania en dos Estados. Pero otras consecuencias no
menos graves no se reconocen como tales. No es fácil hablar de ellas porque,
mucho de lo que se tiene que comentar al respecto es sin duda doloroso. Por lo
tanto, resulta comprensible que amplios sectores de Alemania Occidental cierren
los ojos ante estas circunstancias procurando olvidar la catástrofe histórica de
su pueblo, precisamente, porque el intento de explicarla causa pena y dolor.
Podría argumentarse, de esta manera, que el gobierno de Adenauer actuó
correctamente en su momento, cuando hizo aparentar que el periodo nacional­
socialista había pasado y que, en realidad, no había cambiado nada.

Es cierto que Alemania se encuentra dividida en dos partes —parecía pen­


sarse—, pero sólo debe tratarse de un estado pasajero. Simplemente, no hay
que admitir que algo ha cambiado, no hay que hablar de la existencia de
la República Democrática Alemana, ni del “pueblo alemán occidental”. La
unificación de Alemania se dará porque tiene que ser así. No ha cambiado
nada decisivo, todo sigue igual. Business as usual.

Así se encubrió la verdadera problemática, los problemas auténticos del


Estado alemán occidental. Tal vez la conmoción haya sido demasiado grande
todavía y la herida, demasiado profunda y dolorosa para ocuparse abiertamente
de ello. Luego se produjo el milagro económico, y la relativa prosperidad también
contribuyó a alejar de la discusión pública la peligrosa herencia dejada por
Hitler al pueblo alemán. Hasta la fecha, la capacidad de producción económica
relativamente alta de la República Federal Alemana ha servido para eliminar
una vez más de la conciencia pública de la nación, la necesidad de enfrentar los
graves problemas no económicos del pueblo alemán occidental como tal.
En retrospectiva se distingue con bastante claridad que esta política de
encubrimiento fue errónea. Ya es prácticamente imposible ocultar que algo irre­
vocable sucedió. Nuevas generaciones están creciendo en Alemania Occidental
y se preguntan qué sentido y qué valor tiene la sociedad en que viven. No es
posible satisfacerlas diciéndoles simplemente algo como lo siguiente: "Espérense
un poco hasta que regrese la gran Alemania unida de antes." Con ello sólo se
agravaría uno de los problemas más serios que permanecen sin superarse
en la Alemania Occidental: la crisis de identidad. La gran desorientación, el
creciente desconcierto sobre el rumbo, el valor y la significación de la República
Federal Alemana, son consecuencia del intento de disimular que la desgracia
del nacionalsocialismo y la destrucción de la Alemania unida que éste provocó
hayan producido una nueva situación.
Al principio, seguramente se tuvieron razones muy sólidas para querer
causar la impresión de que todo seguía igual en el país, excepto la desaparición
404 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

del Partido Nacionalsocialista. Esta actitud reflejó la convicción sincera de los


antiguos sectores dirigentes de Alemania, encabezados por el venerable anciano,
de estar destinados, al igual que siempre, a guiar el sino del pueblo alemán a la
usanza antigua, después de haberse deshecho del infame arribista. Y la masa
del pueblo occidental, paralizada por la derrota, la destrucción, los sufrimientos
pasados y la penuria actual, estaba más que dispuesta a confiar su destino a
una nueva figura paterna.
En los tiempos de antaño, cuando los reyes o grupos dirigentes de un pueblo
demostraban su falta de juicio llevando a éste de una derrota a la siguiente y
finalmente a la pérdida de una parte de su territorio, por lo común perdían su
confianza. En nuestros días se hubiera podido esperar, por lo menos, que los
sectores dirigentes tradicionales de Alemania se sometieran ellos mismos a un
examen de conciencia, aunque la masa del pueblo no se los exigiera. Se hubiera
podido esperar que se preguntaran a sí mismos: "¿Qué anda mal en nuestra
tradición, nuestra actitud, nuestra filosofía política, para que se haya podido dar
esta catástrofe nacional?" No sólo no se sometieron a tal examen de conciencia,
sino que aparentaron que no había cambiado nada, cerrándose de esta manera
a la posibilidad de comprender los nuevos problemas que planteaba la creación
de un Estado alem án occidental, lo cual contribuyó en forma decisiva a las
dificultades surgidas en esta nueva sociedad. Lo que ésta necesitaba, más que
ninguna otra cosa, era que la actitud de sus grupos dirigentes se reformara para
adquirir un mayor carácter humanitario y más tolerancia, una unión expresa
con todas las clases y generaciones de su pueblo. Puedo imaginarme que hubiera
sido mejor que, en ese momento o también después, una persona a la que se
prestaba atención se hubiera levantado para decir lo siguiente al pueblo alemán,
de la m isma manera en que Churchill le comunicó a su país al comienzo de la
guerra que no podía prometerle m ás que sangre, sudor y lágrimas:

H em os sufrido u n a grave catástrofe. L a a n tig u a A lem ania, como nuestros


pad res la conocieron al menos desde 1871, h a dejado de existir. H a surgido un
nuevo E stado alem án y tenem os que unim os p a ra que, dentro de las fronteras
de este Estado, se establezca u n pueblo y, quizás en el futuro, u n a nación que se
encargue de continuar lo mejor de la antigua tradición alem ana y que a la vez
cree u n a tradición propia, de modo que, p a ra las generaciones m ás jóvenes de
la actu alid ad y las que vengan después, resu lte grato, estim ulante y satisfac­
torio perten ecer a esta nuev a Alemania. Sobre todo, tenem os que dem ostrarle
al m undo y a nosotros m ism os que e sta ya no es la antigua A lem ania que dio
a luz a l régim en inh u m an o del nacionalsocialismo. Tenemos que dem ostrar
que form am os u n a A lem ania nueva y hum ana. P a ra ello es necesario en terrar
m u ch as a n tig u a s q u erellas; com batir m u chas a c titu d e s an c e stra les en tre
nosotros que se m anifestaron en la violencia del nacionalsocialismo, vencerlas
desde el ám bito familiar, en el ja rd ín de niños y las escuelas, p a ra construir de
m anera consciente actitudes nuevas e íntegras que aseguren el respeto m utuo
entre todas las personas, sin im p o rtar su edad, posición social o partido.
No podemos e rra d ic a r las divergencias de in tereses e n tre los em presarios y
\

R e flex io n es acerca b e l a r e pú b l ic a fe d e r a l a l em a n a 405

los obreros ai la consiguiente competencia por el reparto del producto social.


Hasta ahora ninguna sociedad industrial ha logrado resolver este tipo de
conflictos de dase. Nadie ha podido diseñar un plan convincente para crear
una sociedad industrializada en la que las desigualdades sean menores
de las que actualmente existen en las sociedades industrializadas, tanto
capitalistas como comunistas. Estoy seguro que, para que esto sea posible,
no tendrían que modificarse sólo las condiciones de propiedad de los medios
de producción, sino también y sobre todo, los medios de producción mismos,
es decir, la forma fabril de producción industrial. Nacionalizar los medios de
producción sin llevar a cabo este cambio en su naturaleza misma, no reduce la
desigualdad entre las personas, como puede observarse con bastante claridad
en los países marxistas.
Por lo tanto, tenemos que resignamos a que seguirá habiendo conflictos de
clase en la República Federal Alemana. Sin embargo, ambos lados tienen
mucho qué perder, si no es que todo, si no zanjan estos conflictos con modera­
ción consciente; si permiten, en cambio, que la violencia de las palabras y los
brazos los impulse de nueva cuenta recíprocamente a una situación en la que
no exista ya otra alternativa que el intento de obligar al otro bando a callar
o de someterlo físicamente, ya sea por medio de un Estado policiaco o de una
dictadura de partido. Esto es, cueste lo que cueste, lo que debemos evitar en la
República Federal Alemana. Para ello se requiere una moderación consciente,
sobre todo, en relación con las personas que integran el lado contrario en los
enfrentamientos internos. Sólo si somos capaces de esto, esta nueva Alemania
más pequeña tendrá posibilidad de sobrevivir, florecer y prosperar.

Es probable que tales pensamientos hubieran sido escuchados por amplios


sectores de la República Federal Alemana, de haber sido planteados pública­
mente por un grupo de personas decididas. Tal vez se hubiera podido producir
la reforma correspondiente no sólo de las leyes sino también de las normas
de conducta entre las personas, sobre todo en el trato entre adversarios, la
cual les hubiera podido comunicar, en creciente medida, a las generaciones
más jóvenes que valía la pena formar parte de la sociedad de esta República.
Nadie puede afirmar con certeza cuántos jóvenes carecen de este sentimiento
actualmente en la Alemania Occidental. Como sea, se tiene la impresión de
que está aumentando su descontento respecto a la República Federal Alemana.
¿Hará falta señalar que todo el que contribuya a esta insatisfacción creciente
con Alemania, entre las generaciones más jóvenes, está poniendo enjuego el
futuro del propio pueblo, a cambio de beneficios a corto plazo?
A lo largo de los últimos siglos, otros Estados europeos han sufrido graves
derrotas que no sólo condujeron a una reducción de su territorio, sino que
también sacudieron profundamente su orgullo y pusieron en duda su identidad
como pueblos y Estados. Dinamarca, Suecia y también Francia son ejemplos
de ello. En tales casos, rara vez se ha dado una ausencia total de movimientos
interesados en efectuar un examen de conciencia. Al principio varios grupos
escandalosos exigen, por lo general, una guerra de revancha, como ocurrió en
406 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

F ran cia después de 1871 y e n A lem ania después de 1918: e ra inconcebible que
la an tig u a g ra n d e z a se h u b ie ra perdido de m a n e ra irrecuperable. E n algunos
casos, la c e rte z a de q u e e ra p e rm a n e n te la p é rd id a de la a n tig u a g ra n d e z a
y d el ran g o ocupado p re v ia m e n te e n tre los pueblos, consiguió p e n e tr a r a la
conciencia, q u izás, h a s ta d e sp u é s de u n a o dos gen eraciones, d e rrib a n d o el
engañoso sueño nacional. Y en Polonia, después de la s diversas divisiones que
sufrió, y en D inam arca, después de p erd er a N oruega y Slesvig-H olstein ¿cómo
lograron su s pueblos asim ilar el choque de la realidad?
E n D in am arca, c ie rta s ten d en cias reflexivas fueron surgiendo p a u la tin a ­
m ente al lado del m ovim iento p a ra restablecer el antiguo y m ás grande imperio.
Según correspondía a la e stru c tu ra social del país, ellas perseguían, e n tre otros
objetivos, el de in te g ra r en el pueblo esta ta l a la m a sa de la población cam pesina
que, en g ra n p arte, a ú n co n stitu ía u n sector pobre de bajo nivel educativo sepa­
rado de los grupos establecidos. Algunos d aneses reconocieron ap aren tem en te
en ese entonces, la necesidad social y nacional de a u m e n ta r el nivel de vida y
educativo del pueblo, p a r a de e sta m a n e ra reducir la s diferencias de clase, así
como fo m en tar la conciencia de u n destino com ún de carácter nacional. E n tre
otros recursos, este esfuerzo p a ra log rar la renovación nacional después de la
d erro ta, se apoyó en u n sistem a de universidades populares ru rales, las cuales
contribuyeron a elevar el prom edio del saber y, por lo tanto, el de producción y de
v ida del cam pesinado danés. E l progresivo florecimiento de D inam arca después
de las d e rro ta s sufridas, y q uizá la supervivencia m ism a del país, seguram ente
se b a sa ro n , en g ra n m edida, en este exam en de conciencia y en la s reform as
correspondientes. Por o tra p arte, probablem ente tampoco sea u n erro r suponer
que h a y a influido en estos afanes el reconocimiento de que la defensa de u n país
depende en b u en a m edida del bien estar y el sentim iento de pertenencia de todos
los sectores del pueblo, sobre todo de sus generaciones m ás jóvenes.
U n a de la s características de la República F ederal A lem ana es la ausencia
al p a re c e r to ta l de este reconocim iento, p a rtic u la rm e n te e n tre m uchos in te ­
g ra n te s de los grupos d irigentes. P a ra la s generaciones a la s que pertenecen
A denauer, B ra n d t y Scheel, que crecieron an te s de la guerra, la identificación
con la trad ició n a lem an a a ú n e stá anclada en la conciencia como algo n atu ral.
Por eso con frecuencia no entien d en que este no sea ni pued a ser el caso de las
generaciones m ás jóvenes, por ejemplo de la de Rudi D utschke, que crecieron
d u ra n te la g u e rra o después de esta, ni que desde el punto de v ista de estas la
solución m ás re a lista al problem a de la desintegración alem ana sea el cuidadoso
acercam iento e n tre la A lem ania O ccidental y la O riental.
Q uienes no le e n c u e n tra n gusto a e sta solución d eb erían de com prender,
en realidad, que e sta s convicciones de los m iem bros de las generaciones de la
p o sg u erra no se d ism in u y en sino que se refu erzan , si los sectores dirigentes
em piezan a d a r p u ñ e ta z o s a d erech a e izq u ierd a, por decirlo así, presos de
u n a su erte de pánico. C am p añ as desm esu rad as de los medios, leyes opresoras
y, sobre todo, su em pleo por la a d m in istra c ió n como m edios a u to rita rio s al
R e f l e x io n e s a c e r c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 407

servicio de la política de partido, sólo sirven para ganar nuevos adeptos a la


convicción (y es de la convicción de que se trata) de que consignas electorales
políticas, como “libertad” y “democracia”, son débiles y que el incremento furtivo
de la opresión en Alemania Occidental se aproxima cada vez más a la opresión
abierta practicada en la Oriental. Conozco a jóvenes alemanes occidentales
que en realidad tienen poca simpatía por el régimen alemán oriental, quienes
me han dicho: “¿Cuál es la diferencia? Allá te impiden hacer carrera si no eres
marxista. Aquí te obstruyen la carrera si eres o fuiste marxista, y quizá también
por ser militante de la juventud socialista o liberal”A veces se asombra uno de
la miopía de aquellos que aprueban enormes cantidades para adquirir las armas
más modernas a fin de defender a la República Federal Alemana, mientras que
al mismo tiempo, distancian irrevocablemente de esta a partes considerables
de sus generaciones más jóvenes, o sea, a las mismas de cuyo sentimiento de
pertenencia y conciencia de que el país merece perdurar depende la defensa
efectiva de este, al menos en la misma medida que del equipo preciso. Con
paciencia, moderación, tolerancia e interés consciente en las posibilidades
de que disponen los jóvenes para encontrar una vida realizada, ni siquiera
resultaría muy difícil lograr que las generaciones de las que depende el futuro
de la República Federal Alemana adquirieran, por sí solas, la convicción de que
los países marxistas de ninguna manera han hallado la llave de una sociedad
más justa, ni menos autoritaria y opresora. Una reserva paciente, moderación,
humanitarismo y comprensión especial para las personas que sostienen otra
opinión, rara vez han sido el fuerte de los sectores dirigentes de Alemania.

2) Reina actualmente bastante confusión acerca de la naturaleza de las


tensiones que se extienden por nuestra sociedad mundial. Esta confusión se
ve incrementada en mucho por el hecho de que, grupos menos poderosos de las
más diversas tendencias, se apoyan en la teoría marxista para encontrar nuevos
aliados y como justificación ideológica. La teoría de Marx, como es bien sabido,
se refiere a conflictos de un tipo muy específico: los que se dan entre los expertos
en economía con recursos de capital y los sin recursos que dependen de ellos y
que sólo poseen mano de obra. Sin embargo, Marx vinculó el análisis objetivo de
estas relaciones con ima profecía. Vaticinó que el orden existente habría de ser
derrotado, inevitablemente, por el triunfo revolucionario del proletariado, lo cual
posteriormente se interpretó con frecuencia como la victoria revolucionaria de
sus partidarios imidos en una dictadura establecida por los obreros industriales:
de ello derivaría necesariamente un orden social sin división de clases, libre de
desigualdad social y de opresión.
Tendré que prescindir de recorrer en el presente texto los múltiples cambios
experimentados por esta profética teoría social; por ejemplo, su transformación
en una consigna de la lucha por la emancipación de las minorías nacionales o
también, según el caso, de mayorías étnicas oprimidas. Sólo puedo señalar al
margen que, en la actualidad, las reflexiones marxistas desempeñan un papel
408 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

relativamente menor en la praxis de los enfrentamientos industriales entre


obreros y empresarios en los Estados industrializados más ricos; además de que,
en las postrimerías de este siglo —tal vez el último— de trabajo fabril tradicio­
nal, el carácter jerárquico de los mismos no es menor en la Europa oriental que
en la occidental, sino más bien mayor, quizá: la teoría marxista no ha cambiado
esta desigualdad en la fábrica en lo más mínimo. En cambio, en los Estados
industrializados más ricos cobra ahora bastante importancia en tensiones y
conflictos de otra índole, cuyas características sociológicas con frecuencia no se
entienden del todo; se trata de tensiones y conflictos generacionales. Las guerras
constituyen actualmente líneas divisorias en la cadena de las generaciones. La
separación entre las experiencias de quienes crecieron antes de la guerra y los
que lo hicieron después fue particularmente profunda en el caso de la guerra
mundial de los años 1939-1945. Esta separación se dio en extensas partes del
mundo; resultó particularmente marcada en el caso de los países imperiales de
Europa, y fue más profunda todavía en el de Alemania.
Inglaterra y Francia entraron a la guerra como grandes potencias imperiales
y resurgieron como potencias de segundo orden que poco a poco fueron perdiendo
sus imperios coloniales. Guardando las proporciones, también disminuyó el
potencial de poder (aunque no siempre el económico) de países más pequeños
como Holanda y Bélgica o Hungría y Checoslovaquia.
Rara vez aparece la pregunta de cómo hemos asimilado los europeos esta
declinación en el poder de nuestro continente. Mucho de lo que hoy sucede en
las sociedades europeas resulta, por lo tanto, imposible de explicar. Entre estos
procesos no explicados del todo, figura el movimiento estudiantil que halló su
expresión más notoria, hasta ahora, en los sucesos ocurridos alrededor de 1968
en Francia, Alemania, Inglaterra y algunos países más. Quiero abordar en
este texto, sobre todo, ciertos aspectos sociológicos del movimiento estudiantil
alemán, así como del movimiento más amplio con que aquél está relacionado.
Sin embargo, esto es imposible si no se toma en cuenta que se trata de un suceso
que abarcó a toda Europa. Al buscar una explicación limitada al propio país, se
obstruyen las posibilidades de discernir las causas de lo que, en ocasiones, tomó
el aspecto de una revuelta juvenil.
La oleada de tensiones que culminó, por lo pronto, en el movimiento estu­
diantil de alrededor de 1968, recibe y recibió su ímpetu central, en mi opinión,
de los conflictos generacionales ya mencionados. Su diagnóstico y explicación son
bastante sencillos. La primera característica estructural que llama la atención
es el origen social de los grupos dirigentes y de una parte considerable de sus
partidarios: predominaron los jóvenes de clase media, a los que se agregó un
pequeño número de estudiantes socialmente ascendentes salidos de círculos
obreros. Estos integrantes de las generaciones de la posguerra procedentes en
su mayor parte de familias burguesas se vieron insertos en un mundo social
ampliamente dominado por miembros de las generaciones burguesas de la
preguerra y en parte también por aristócratas: tanto De Gaulle como Adenauer
R e f l e x io n e s a c er c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 409

pertenecían a este sector. El movimiento estudiantil fue y hasta la fecha lo sigue


siendo, la vanguardia de las generaciones aún excluidas.
Sus paladines rechazaron enfáticamente los valores políticos y, en un sentido
más amplio, los ideales humanos de la burguesía de la preguerra aún dominante
en sus respectivas sociedades. Evaluaron las intenciones y acciones de sus
padres y las desecharon, pues ya se habían desintegrado los imperios coloniales,
que habían nutrido el orgullo y el amor propio de la burguesía de la preguerra,
como prueba visible de la grandeza y el valor de la propia nación. En el caso de
Alemania, el deseo de restablecer el imperio, de resucitar su conciencia imperial,
resultó ser un sueño que desde hacía mucho tiempo rebasaba el poder efectivo
disponible y que, por ende, podía calificarse de autodestructivo. Algo semejante
puede decirse del anhelo de la alta burguesía, nunca desaparecido del todo,
de recuperar el dominio ilimitado dentro de sus propias empresas, pretensión
a la que la política económica nacionalsocialista dio pábulo en Alemania. Por
último, en opinión de los nacidos después de la guerra, las generaciones paternas
fueron las que involucraron a Europa y a gran parte del mundo dependiente
del continente europeo en la guerra catastrófica de 1939-1945, por lo que, a
final de cuentas, eran culpables no sólo de la destrucción y la humillación de
Alemania, sino también de la degradación de la mayoría de los Estados europeos
triunfantes, de la pérdida de su grandeza anterior.
Por consiguiente, con frecuencia no se concibe en toda su magnitud la tarea
que debieron enfrentar, de manera especial, los jóvenes intelectualmente más
despiertos de las generaciones de la posguerra. No sólo en Alemania sino también
en otros muchos Estados nacionales europeos, se les planteó el problema que en
Alemania se denomina “asimilación del pasado”. Al igual que la juventud de la
posguerra en la República Federal Alemana, muchos jóvenes ingleses, holan­
deses, franceses, italianos o daneses confrontaron —quizá de manera menos
urgente— el problema de la propia identidad. La antigua identidad nacional
no se desacreditó ni se cuestionó en todas partes en la misma medida que en
la Alemania dividida y, particularmente, en la República Federal Alemana.
La “asimilación del pasado” resultó particularmente penosa y difícil para los
herederos —contra su propia voluntad— del nacionalsocialismo. Sin embargo,
también en otros países la pérdida de hegemonía sacudió intensam ente el
sentimiento nacional tradicional, sobre todo para los franceses y los ingleses,
con su imagen e ideal del “nosotros” mucho más estables y más firmemente
arraigados debido a su evolución continua desde hacía siglos.
El descenso de Alemania de la situación de gran potencia tuvo lugar en dos
pasos. Ambos fueron producto de los intentos fracasados realizados por grupos
dirigentes aristócratas y burgueses para ganarle a Alemania la hegemonía sobre
los Estados europeos y sus dependencias en otros continentes. En esta segunda
mitad del siglo XX no resulta muy difícil reconocer que estas competencias entre
las potencias europeas sellaron la destrucción de la hegemonía europea sobre
los países del mundo.
410 N ohbert Euas | L os A lem anes

En todo caso, la pérdida de la situación de gran potencia a causa de la derrota


de 1918 fue tanto más intolerable para los grupos dirigentes de Alemania,
orientados según la tradición de la época imperial, cuanto que acababan de
obtener hacía poco, en 1871, esta igualdad de su país con las grandes potencias
más antiguas, además de que estaban perdiendo al mismo tiempo la posibilidad
de la hegemonía en Europa y su propio dominio dentro de Alemania. Este doble
choque que la realidad asestó a los representantes y sucesores de los grupos
dirigentes del imperio desaparecido, a través de las derrotas externa e interna
ocurridas en forma simultánea, fue demasiado doloroso e intolerable como
para que hubieran podido admitir que la época de su dominio había pasado
para siempre, tanto en el exterior como en el interior de su país. Por lo tanto,
después de 1918, prepararon el renovado ascenso de Alemania al rango no
sólo de una gran potencia económica sino también militar y política, así como
al mismo tiempo el restablecimiento de su propio dominio en el interior del
país, apoyándose de manera paulatina en la ayuda de advenedizos populistas
como Hitler, a quienes en un principio seguramente veían como instrumentos
oportunos para la consecución de sus propios fines.
Cuando los advenedizos se apoderaron de las riendas, aquellos grupos diri­
gentes fueron apresados por su propia trampa. Su profundamente arraigada
formación prusiano-alemana de la conciencia hacía prácticamente imposible,
a la mayor parte de los grupos dirigentes educados dentro de esta tradición,
oponerse al jefe del Estado, aunque reconocieran el enorme riesgo de su política,
lo cual seguramente sólo fue el caso de una minoría. De esta manera, su lealtad
al Estado paralizó cualquier política efectiva de resistencia contra el jefe del
Estado alemán por parte de la mayoría de los integrantes de estos grupos, y
sin considerar siquiera las represalias que este pudiera tomar en su contra.
Así, Hitler pudo contar con el respaldo de la mayor parte de los sectores diri­
gentes más antiguos aunado al de sus propios dirigentes nuevos, al preparar
la segunda acometida para establecer la hegemonía de Alemania en Europa
y sus dependencias. El enorme esfuerzo propagandístico y de organización y
la movilización total del potencial alemán de guerra que se requirieron en el
curso de la conflagración dan cierta idea de la forma en que, paulatinamente, se
hizo sentir la brecha que separaba el sueño de hegemonía de un gran imperio
alemán y sus recursos efectivos de poder en relación con los de sus adversarios,
Estados Unidos y Rusia incluso. Así se desvaneció el sueño de la hegemonía
alemana en Europa y así terminó al misino tiempo, de manera involuntaria, la
de las potencias europeas entre los países del mundo.
El enfrentamiento con las posturas y los ideales dominantes entre las ge­
neraciones paternas burguesas de la preguerra condujo a muchos de sus hijos,
nacidos después del conflicto, a rechazar de manera categórica los aspectos
considerados inhumanos de esta tradición burguesa y a abrazar enfáticamente,
al mismo tiempo, una ética de carácter más humanístico. Para ello con fre­
cuencia se sirvieron y se sirven de fórmulas de habla y pensamiento basadas
en Marx. En realidad no sólo los grupos dirigentes burgueses, sino también los
R e f l e x io n e s a c er c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 411

políticos e industriales burgueses, habían despejado el camino a la organización


nacionalsocialista, junto con los grupos dirigentes aristócratas tradicionales
de Alemania, sobre todo los compuestos por militares y terratenientes. Así la
estructura que la propia sociedad había tenido antes de la guerra resultó muy
atrasada y ajena para las generaciones nacidas después de ella. En especial
para los grupos que entre estas adoptaban la posición más militante que veían
a las sociedades de la preguerra y de la posguerra de su propio país, muy
simplemente, con una perspectiva muy corta: como una sociedad burguesa
dominada por la lucha de clases con el proletariado. No cobraron conciencia de
que el uso del concepto de lucha de clases por los grupos predominantemente
burgueses de las generaciones de la posguerra ocultaba con frecuencia una
decidida lucha generacional: el choque de los hijos de origen burgués contra las
posturas y las normas burguesas de sus padres crecidos antes de la guerra. Asi
la teoría marxista que contaba con pocos rivales en cuanto hazaña de síntesis
sociológica y respecto a su relativa cercanía a la realidad, se les ofreció como un
medio de orientación emocional e intelectualmente satisfactorio para confrontar
las directrices políticas y morales de las generaciones anteriores, que habían
fracasado en forma tan patente y catastrófica.
E s te rech azo a p a sio n a d o de la s p o s tu r a s y la s n o rm a s de su s m ayores,
concebido como u n rechazo global co n tra la s p o stu ra s y n o rm a s b u rg u e sas en
general, da cierta id ea de la diferencia e n tre el m u ndo exp erim en tad o p o r las
generaciones de la p reg u erra y el que conocieron las de la p o sg u erra (precedida,
po r cierto, por u n a r u p tu r a an álo g a, au n q u e c o m p a ra tiv a m en te m ucho m ás
débil, después de la p rim era g u e rra m undial). Sin em bargo, la adopción de u n a
nueva ética por p a rte de la s generaciones que e sta b a n creciendo después de la
g u erra, no se lim itó en absoluto a los grupos que lu ch ab an bajo la b a n d e ra del
m arxism o. E s cierto que los grupos m a rx ista s c u e n ta n con u n m edio de a rg u ­
m entación y orientación m ás com pleto debido ta n to a su c arác ter sistem ático
desde el p u n to de v is ta sociológico, como a c a u sa de su profecía de u n ord en
social fu tu ro m ás justo, el m ism o que a la vez les b rin d a u n a fu erza especial en
cuanto p ro g ram a de acción. No obstante, en térm in os generales, se e n c u e n tra
u n a p o stu ra básica social y ética nueva en tre m uchas de las dem ás perso n as que
pertenecen a la s generaciones de la posguerra; a u n cuando no sean m a rx ista s,
h a n desarrollado u n a sensibilidad sobre la incorrección de m u ch as a c titu d e s
au to rita ria s, m uy n orm ales p a ra las generaciones que crecieron en el periodo
de la hegem onía europea.
U na de las experiencias m ás conmovedoras de nuestros días es la de observar
la pasión con que algunos sectores de la ju v en tu d de la posguerra, precisam ente
en la s naciones in d u s tria liz a d a s m á s ricas, se e n tre g a n a la lu ch a c o n tra la
injusticia, la opresión y la explotación de las personas en todo el m undo, a favor
de los prisioneros políticos de regím enes tiránicos y p a ra proteger las especies
anim ales en peligro de extinción o por m a n te n e r la belleza de la T ie rra in tacta .
Su ética h u m a n ista tiene u n a s veces u n carácter utópico, pero o tras es re a lista
y constituye con frecuencia u n a m ezcla de am b as tendencias. E ste com prom iso
412 N o r b e r t E lia s | Los A le m a n e s

social y ético carece de vez en cuando del inseparable complemento de ser un


compromiso ético individual, es decir, de asegurar la integridad en el trato
personal entre la gente, lo cual con frecuencia se desprecia como un principio
burgués liberal, pero visto más detenidamente, este constituye tan deber social
al igual que lo anterior. Significaría poco crear un orden social menos desigual
y opresor si las personas se siguieran mintiendo y engañando mutuamente a
nivel personal, si pasaran por alto, en resumen, el esfuerzo por observar un trato
íntegro, amable y responsable entre sí.
Quizá no esté por demás recordar que esta entrega personal intensa a
ideales y principios relativamente impersonales, no animada por la expecta­
tiva de una ventaja personal, sólo se observa en realidad en las sociedades
más ricas y desarrolladas. El filósofo inglés Hume señaló en cierta ocasión
cuán asombroso resultaba que los partidos de su tiempo, sobre todo la aris­
tocracia tory y w hig y su s partidarios en el país, se distinguieran por los
principios éticos que abrazaban. Hume, que también era historiador, declaró
que por lo que sabía, este tipo de formación de partidos resultaba único en la
historia pues, por lo común, estas agrupaciones se formaban en respuesta a
los intereses inmediatos de los distintos grupos. Esta observación es aguda
y muy reveladora. También en la actualidad, en los países más pobres donde
la desigualdad entre grupos muy ricos relativamente pequeños y la masa
de pobres urbanos y rurales, con frecuencia en el límite de la subsistencia,
es muchísimo más grande que en las naciones desarrolladas, los partidos se
dedican de manera bastante franca a perseguir sus propios intereses, ya sean
de índole familiar, tribal o regional. No hace falta disimular la persecución
de intereses personales porque la masa de la población es pobre, carece de
experiencia y, en términos generales, también de poder.
Con u n solo golpe se pone de m anifiesto aq u í u n poco la p arad o ja en que
se b a sa la estigm atización de la E u ro p a de la p reg u erra, como u n sistem a de
explotación y colonialista por p a rte de considerables sectores de la s g en e ra­
ciones eu ro p eas de la p osguerra. H u b iera sido im posible p a ra e sta s naciones
acu m u lar riq u e z a —sobre todo su alto ingreso p er cápita, en com paración con
el de la s naciones m ás pobres— sin las desigualdades del pasado, es decir, sin
la explotación de otros pueblos y clases por grupos d irig en tes de extracción
principesca, a ristó c ra ta y bu rg u esa. E sta riqueza proporcionó el nivel de vida
preciso a los m iem bros de las generaciones de la posguerra de estos países para
capacitarse y rech azar la ética de explotación de sus padres, además de la injusticia
en todo el mundo.
B a sta señalar, en el p resen te contexto, algunos de los aspectos com unes de
la nueva ética h u m a n ístic a su rg id a e n tre muchos grupos de las generaciones
de la p o sg u e rra en los E stad o s n acio n ales in d u stria liz a d o s m ás ricos, p a ra
com prender el c a rá c te r p e c u lia r de la relación e n tre las generaciones de la
preguerra y la posguerra en la República Federal Alem ana. La ru p tu ra entre el
mundo experim entado por estas generaciones, ocasionada por la g uerra de 1939-
1945, fue co nsiderablem ente m ayor y m ás difícil de asim ilar en la A lem ania
R e fl e x io n e s acerca d e l a r epú b l ic a fed er a l alem a na 413

Occidental que en otros países. Las tensiones internas que ayudó a fomentar
fueron tanto m ás agudas, cuanto que los grupos que dirigieron la primera
reconstrucción dieron particular importancia a conservar la continuidad con el
pasado. Esto los obligó a relegar a un segundo plano o a encubrir por completo,
los nuevos problemas enfrentados especialm ente por las personas nacidas
en la República Federal Alemana después de la guerra. E ste encubrimiento
incrementó a su vez la tensión entre las generaciones.
Una de las tareas m ás urgentes, en la situación muy nueva de la joven
República Federal, hubiera sido organizar una discusión pública acerca del
sentido y el valor de la misma, o sea, un examen de conciencia, una evaluación
realista de los objetivos posibles. Era una deuda que se tenía no sólo con las
generaciones contemporáneas sino sobre todo con las futuras del propio pueblo,
así como con los enemigos profundamente heridos de ayer, que eran los aliados de
hoy y mañana: identificar y reformar públicamente las tradiciones de dominio y
conducta responsables de la regresión del Estado multipartidista más complejo a
un Estado unipartidista autocrático más primitivo, y de la quiebra consiguiente
del nivel de civilización alcanzado hasta ese momento en Alemania. De esta
manera, tanto las generaciones jóvenes como los vecinos de Alemania no hubie­
ran tenido que vivir con el temor secreto de una nueva recaída en la dictadura
autocrática de partido, no sólo en la Alemania Oriental sino también en la
Occidental, así como tampoco con el de una reiterada desintegración del nivel de
civilización alcanzado. Se hubieran podido preguntar cómo se explica la evidente
falta dejuicio realista característica de los grupos dirigentes alemanes del siglo
XX o la tenaz preferencia de grandes partes del pueblo alemán por un gobierno
vertical desprovisto de responsabilidad por sí mismo y por la sociedad.
Como primer paso hacia la autoeliminación del estigm a de la violencia
desenfrenada heredada por Hitler a este pueblo, hubiera sido imprescindible
un análisis semejante apuntado a aclarar la sociogénesis y la psicogénesis
del III Reich, su ascenso y desaparición. Quizá hubiera sido útil propiciar un
examen oficial imparcial de tales problemas, como preludio a la tan mentada
“asimilación del pasado” que nunca se realizó, la cual no podía arrancar en el
plano público sin una iniciativa gubernamental resuelta en este sentido. “La
postura de una nación frente a su pasado —afirma un reciente editorial del
Times sobre la “conciencia de Inglaterra ”— 3 determina su reacción ante el
presente. Si oculta sus crímenes debajo de la alfombra, aumenta el riesgo de
repetirlos y mantiene con vida una imagen falsa de sí misma, la cual tiende a
distorsionar sus otras percepciones.”

3. “B ritain’s Conscience”, Times , 20 de febrero de 1978. El artículo continúa así: “U na de


las manchas más oscuras en el escudo de Inglaterra fue la repatriación (forzada de un
elevado número de ciudadanos soviéticos al finalizar la segunda guerra mundial. Algunos
prefirieron suicidarse antes que regresar. Muchos fueron asesinados en cuanto cruzaron
la frontera soviética. Un gran número murió en condiciones atroces en los campos de
concentración. Unos cuantos sobrevivieron.”
414 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

Los gobiernos de to d a s la s n acio n es com eten crím enes. Lo q ue d istin g u e


los crím enes alem an es com etidos bajo el gobierno de H itler, de los de las otras
naciones es su m agnitud, su g ra n contenido m ítico y su proporción relativam ente
b a ja de realism o, a sí como su co rresp o n d ien te d e sm e su ra y fa lta de sentido,
características de ciertos aspectos de la form ación a le m a n a de la conciencia.
E l hecho de q u e la asim ilación del p asad o no h a y a sido m ás que u n a p a la b ra
en la n u ev a R epública F ed eral A lem ana; que no se h a y a com prendido el “con­
dicionam iento de la s reacciones actu ales de u n a nación por su p o stu ra a n te su
pasado”; que en los comienzos de la República Federal, los grupos dirigentes de
esta h a y a n difundido por el contrario, la consigna de que en el fondo n a d a h abía
cambiado, ta l vez re su lte tam b ién com prensible, en v ista de la s circunstancias
de a q u e lla época, p o r lo q u e se re fie re a la in te rv e n c ió n de los aliados. Sin
em bargo, el que los a su n to s del p aís sig u ieran llevándose, sin reform a alguna,
a la m a n e r a d e su s an tig u o s secto res g o b ern an tes, s e g u ra m e n te fue uno de
los m otivos m á s im p o rta n te s p a r a que m uchos jó v en es de la s generaciones
ascenden tes tu v ie ra n la im presión de que, en el fondo, n a d a h ab ía cam biado y
que seg u ían viviendo en u n E stado autoritario. Lo decisivo no fue que e sta idea
fuera correcta o falsa, sino sim plem ente que u n considerable núm ero de jóvenes,
quienes en m ed id a creciente no conocían ya el pasad o por experiencia propia,
e sta b a n llegando a esa convicción. E n este pun to se ubica, sin duda, u n a de las
raíces de su radicalización y por ende tam b ién del posterior terrorism o, en los
casos m ás extrem os.
L a situación de crisis en la que la República F ederal A lem ana se en cuentra
hoy en d ía se debe, en im p o rtan te m edida, a e sta ausencia de u n a explicación
clara y orientadora del ascenso de H itler y, por lo tanto, tam bién del surgim iento
de la R epública Federal. Conform e las generaciones que h a b ían crecido antes
de la g u e rra y que a u n h a b ía n vivido el conflicto envejecían y se ib an re d u ­
ciendo, conform e a u m e n ta b a el núm ero de quienes sólo conocían a la antigua
A lem ania de oídas, se intensificó e n tre estos últim os la necesidad de encontrar
u n a explicación p a ra las g u e rra s p erd id as por A lem ania, p a ra el ascenso del
nacionalsocialism o y el descenso del país, de que era n herederos. El análisis
ab ierto del pasad o se volvió m ás u rg e n te p a ra la integración de la identidad
como a le m a n e s de e s ta s generacio n es m ás jóvenes. Al no ay u d arles en ello,
al te n d e r la política oficial a e v ita r u n en fren tam ien to abierto con el pasado,
no sólo se co n trib u y ó a d e s te r r a r de la conciencia de la población ale m an a
occidental el peligroso legado de H itler, sino que se empujó, sobre todo a los
jóvenes in telectualm ente m ás despiertos, a buscar su identidad en el marxismo,
la única teo ría que les ofrecía u n a explicación del fascismo y, al mismo tiempo,
la oportunidad de se n tir que no te n ía n n a d a qué ver con este pasado, de que
era n libres de to d a culpa.
El nuevo E stado alem án oriental buscó asim ilar el pasado precisam ente de
esta m anera. Adoptó como postura oficial la de explicar a las generaciones jóvenes
que la burguesía cap italista se h ab ía sentido am enazada por el creciente poder
R e f l e x io n e s a c e r c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 415

de los obreros, por lo cual, muchos grandes industriales favorecieron el ascenso


de Hitler, y que él a continuación destruyó el movimiento obrero y erigió un
gobierno bárbaro y violento, cuyo legado se presentaba a los escolares mediante
la visita a los campos de concentración abandonados. Por muy fragmentaria que
resulte esta explicación, por lo menos constituye una tentativa de análisis oficial
del pasado traumático. Ciertamente, este intento de esclarecimiento también es,
en determinado sentido un intento de encubrimiento, porque cía la impresión
de que la población de las partes de la antigua Alemania que hoy pertenecen al
Estado oriental no participó en el ascenso de Hitler. Además, oscurece la política
equivocada del antiguo Partido Comunista, que calificaba de fascista al tardío
Estado de Weimar y señalaba como “fascistas sociales” a los socialdemócratas
de ese entonces, contribuyendo de esta manera a la escisión irremediable de las
organizaciones obreras alemanas y por ende al ascenso del fascismo alemán.
Existe una afinidad estructural manifiesta entre la polarización de opiniones
ocurrida en aquel entonces y en la actualidad. De nueva cuenta, el más extremo
entre los grupos distanciados del Estado, el Baader-Meihof y sus sucesores
terroristas, ha declarado, ciertamente sin razón, que el actual Estado alemán
—ya no la República de Weimar sino la de Bonn— es un Estado fascista que
con la ayuda de jueces parciales, macanas policíacas, una prensa difamatoria y
otros medios de violencia oprime a todos los grupos no conformes, por lo cual sólo
se lo puede combatir y destruir por medio de la violencia física. Una vez más,
poderosos grupos dirigentes han tomado los actos de violencia de estas minorías
como pretexto para efectuar la persecución de todos los grupos e individuos que
no son de su agrado, mucho más allá del círculo de los culpables y con todos los
medios de la violencia estatal y verbal. Al igual que los judíos en su momento
sirvieron de chivo expiatorio, en que se descargaron los profundos conflictos
intrasociales de la República de Weimar, hace poco la indignación provocada
por los asesinatos cometidos por los terroristas, atizada por la lucha electoral,
se adhirió a la palabra “simpatizantes”, aplicada sin criterio selectivo alguno
también a grupos opuestos a todo acto de violencia. En relación con este embate
de odio se intensifica cada vez más el empleo de los medios autoritarios del
Estado en contra de los grupos de tendencia izquierdista, aunque estos últimos
condenen y combatan los actos de terror de la manera más contundente. Al
amenazar de esta manera a muchos jóvenes con la obstrucción de sus carreras
profesionales, o bien al sacarlos sin más a la calle, se contribuye a incrementar
—como un producto secundario involuntario de una legislación cada vez más
severa— el número de las personas distanciadas del Estado y, posiblemente,
de los “simpatizantes”.
A nadie le va a dar más gusto esta evolución de la República Federal
Alemana que a los terroristas mismos. Siempre han dicho que la libertad de
los alemanes occidentales es una fachada, detrás de la cual, se oculta un Estado
policiaco de carácter autoritario, si no es que fascista. Los acontecimientos más
recientes otorgan a su ideología más fuerza de convicción que nunca. Si uno de
416 N orbert E lias | Los A lem anes

los objetivos de los terroristas fue el de incrementar las tensiones dentro de la


República Federal Alemana, lo han logrado. Es posible que la muerte de sus
líderes y la más reciente ola de detenciones haya paralizado a su organización.
No obstante, la reacción que han provocado sólo sirve para apoyar su convicción
de que son capaces de acelerar la desintegración del aborrecido Estado o su
transformación abierta en una dictadura autoritaria de partido. Puesto que, al
igual que muchos extremistas de la República de Weimar, parecen creer que el
fascismo abierto es preferible al oculto, es posible que, en este sentido, también
opinen que sus estrategias han tenido éxito y decidan, por lo tanto, perseverar
en ellas, sin importar los costos.

3) Las tensiones y los conflictos entre organizaciones obreras y patronales,


entre partidos de izquierda y de derecha, figuran entre las realidades sociales
permanentes de los Estados nacionales altamente industrializados. No obstante,
los que cuentan con una tradición más larga en resolver sin violencia este tipo
de conflictos entre sectores o clases sociales, como Inglaterra u Holanda, han
aprendido a vivir con estas tensiones como una circunstancia normal de su
existencia nacional. La herencia nacional de que disponen los ciudadanos de
estos Estados, incluye una selección de formas de conducta que les permiten
y a la vez les imponen dominar —más o menos— sus sentimientos al zanjar
enfrentamientos y conflictos intraestatales. Además, las personas que forman
Estados nacionales dotados de una tradición de este tipo, ininterrumpida y re­
lativamente larga, poseen por lo común cierta sensibilidad para la dependencia
mutua que es en última instancia, la que une a los grupos antagónicos dentro
de su nación, para reunirlos como herederos de la misma comunidad de destino
y de supervivencia. Aunque los anime una apasionada aversión, son capaces
de reconocer, en última instancia, que nunca deben llevar sus enfrentamientos
hasta el punto en que se cuestione su sentimiento de pertenencia, su solidaridad
y confianza mutuas, como ingleses, franceses u holandeses, en las luchas de sus
naciones por sobrevivir.
Es cierto que, excepto en el caso extremo de una catástrofe natural o una
guerra, esta unión de los sectores antagónicos de un Estado se da sólo en el curso
de una larga sucesión de generaciones. Hacen falta condiciones muy específicas
para que los sectores y grupos opuestos de un país venzan su desconfianza
mutua, el temor a la violencia del otro grupo, y que adquieran suficiente con­
fianza los unos en los otros, como para estar seguros de que sus adversarios, al
igual que ellos mismos, obedecerán las reglas de juego de la lucha no violenta
por el poder y cederán sin violencia, cuando estas así lo exijan, las posiciones de
gobierno junto con todos los medios autoritarios que estas ponen a disposición
de un grupo. En Inglaterra, es posible observar con detalle —más o menos
entre 1650 y 1750— cómo y por qué se llevó a cabo la transición de la resolución
violenta de los conflictos entre grupos, y la sospecha constante de que el bando
contrario se preparaba para apoderarse del gobierno por la fuerza de las armas,
a las reglamentadas luchas parlamentarias no violentas.
R efl ex io n es acerca d e la r epública fed era l alemana 417

En el territorio alemán, las luchas incruentas entre los partidos parlamen­


tarios, aseguradas contra la violencia por reglas firmes, no tienen una tradición
muy larga. Las estructuras de personalidad, que son más importantes que las
leyes y las constituciones escritas para que funcionen las luchas entre los sec­
tores sociales en forma parlamentaria no violenta, todavía no se han adaptado
lo suficiente a esta manera de zanjar tensiones y conflictos. Todavía en el siglo
XIX y en el fondo hasta 1918, Alemania fue gobernada por príncipes absolutos,
o sea, en forma vertical. A este modelo de gobierno correspondía un carácter
nacional de la misma índole, como el que se da entre otros pueblos con un destino
semejante. Las estructuras de personalidad están profundamente acopladas al
gobierno desde arriba. Esto significa, entre otras cosas, que en Alemania se tuvo
muy poco tiempo y oportunidad para desarrollar el autodominio y la conciencia
que permite contener de manera individual, por voluntad propia, la hostilidad
contra otros grupos y sectores de la propia sociedad, aunque se comprenda la
necesidad de hacerlo. Sólo se ha aprendido a contenerla mediante el control
externo, por las órdenes procedentes de arriba.
Cuando el soberano imperial desapareció de Alemania en el año de 1918, el
odio entre los partidos se manifestó enseguida con el estallido de la violencia. En
este caso, fue particularmente la indignación experimentada por los miembros
de los antiguos sectores dominantes alemanes ante la fundación de la primera
república alemana, la que se descargó en los actos violentos cometidos por
los terroristas de ese tiempo, por ejemplo, los asesinatos de Erzberger, Rosa
Luxemburgo, Rathenau y Liebknecht, así como también de muchas personas
menos conocidas. Siguió la creciente polarización de derecha e izquierda, la cual
se expresó al principio en las batallas libradas entre los ejércitos de los partidos
antagónicos y finalmente desembocó en la dictadura nacionalsocialista. Fue
una situación típica, cuya estructura fundamental se parece a la que se observa
en la relación entre monárquicos y puritanos durante la revolución inglesa
del siglo XVII y después de ella, así como posteriormente en la relación entre
whigs y torys: cada uno de los grupos sociales polarizados teme ser sometido
violentamente por el otro (o los otros), en una situación en que el monopolio
central de la violencia física ejercido por el Estado, es incapaz ya de imponerse
de manera efectiva. A fin de prevenir que esto suceda, cada una de las agrupa­
ciones amenazadas y amenazantes del país moviliza sus recursos violentos para
someter a los otros. La escalada en las amenazas recíprocas conduce finalmente
al dominio dictatorial de cualquiera de los bandos, basado en el monopolio de
todos los recursos violentos.
En la República Federal Alemana de hoy también se encuentra una pola­
rización cada vez más intensa. A muchas personas de izquierda les preocupa
seriam ente que el país se esté acercando a una nueva dictadura fascista.
Muchos círculos burgueses temen que se dé el movimiento marxista que lleva
hacia la dictadura del proletariado. Los actos violentos de los terroristas han
incrementado su temor y exigen medidas de opresión cada vez más severas
sobre todo, y por lo pronto de carácter estatal, como policiacas, por ejemplo, q u e
418 N orbert E lias I Los A lem anes

a su vez aumentan el número de las personas distanciadas del Estado y por


ende la reserva de potenciales reclutas para el terrorismo. La irracionalidad
de una cacería de brujas semejante en la República Federal Alemana, se pone
de manifiesto con mayor claridad cuando se comparan los comentarios de los
periódicos alemanes con los ingleses. En su momento, el Economisl escribió, por
ejemplo:4 “Una situación de esta naturaleza requiere tiros de precisión, no el
empleo ciego de bombas de área, o sea, ataques precisos contra el núcleo duro de
los grupos terroristas, y no se debe intimidar a los simpatizantes sino ganarlos
en lo posible para el propio bando ”
La diferencia entre las tradiciones de conducta inglesa y alemana —par­
ticularmente entre los grupos dirigentes conservadores de ambos países— se
revela claramente al observador al comparar esta afirmación del Economist
con las posturas adoptadas por los órganos de prensa alemanes occidentales
comparables con aquél. La tradicional falta de criterio de los sectores dirigentes
alemanes, que tanto contribuyó a la desgracia del pueblo alemán, se manifestó
de manera muy drástica en el empleo de “bombas de área” contra los “simpa­
tizantes”. Aún en la actualidad opinan al parecer que, tácitamente, basta con
desprenderse del contenido de las doctrinas nacionalsocialistas, sin necesidad
de liberarse al mismo tiempo de las posturas humanas que se expresaron —de
manera extrema, sin duda— en el nacionalsocialismo. Existe en Alemania la
larga tradición de cerrarse ante los grupos externos y de rechazarlos. Esta
tradición de conducta se distingue notoriamente de la asimilación limitada
y por etapas de ciertos grupos de extraños que desde hace mucho tiempo se
practica en Inglaterra, como la de los propios obreros ingleses en el siglo XIX
por ejemplo, así como de obreros extranjeros (aunque con frecuencia dueños de
pasaportes británicos) en el XX.
Como quiera que sea, así se mantiene en movimiento la fatal dinámica del
círculo perverso en cuyo transcurso el acto de violencia de uno de los bandos,
aunque sólo sea anunciado o temido, fomenta actos de violencia recíprocos por
parte del otro bando. Esto sucede en la evolución de muchos Estados, como ya
se ha señalado; un ejemplo contemporáneo son los actos de terror y contraterror
que se dan en Irlanda del Norte. La violencia hablada—no hay que olvidarlo—
contribuye al igual que la actuada a impulsar este círculo perverso. La dinámica
imprevista de tal proceso ya se ha expuesto arriba: cuando cada grupo de
un país teme el acto violento del otro, ambos se preguntan si no será mejor
servirse de la violencia de manera preventiva para adelantarse al otro bando.
Cuando el temor al acto violento del otro grupo provoca el empleo de violencia,
el cual produce a su vez una reacción semejante por parte del bando contrario,
resulta probable como desenlace el establecimiento de una dictadura violenta
por cualquiera de los dos bandos, aunque posiblemente ninguno de ellos haya
tenido la intención de favorecerla. La dinámica de este círculo perverso no se
percibía en la República Federal Alemana, mientras la recuperación económica

4. E conom ist , 17 de septiem bre 1977 o. 13.


R efl ex io n es acerca d e la repú b lic a fed era l alemana 419

del joven Estado creaba y reforzaba una sensación de solidaridad. En cuanto


la situación económica se oscureció y empezó a desmoronarse el único símbolo
del orgullo común, también se puso de manifiesto en forma m ás abierta la
enemistad mutua, y el círculo perverso del temor al acto de violencia del otro
volvió a su obra subversiva.
En estas circunstancias se pone de manifiesto también con mayor claridad el
principal problema antes mencionado de la República Federal Alemana, el cual
fue encubierto por el “milagro económico”: el problema de la identidad nacional.
Desde el punto de vista de los medios de orientación sociales disponibles en la
actualidad, a menudo se tiene la impresión de que lo peor que le puede pasar a
un pueblo es una crisis económica. En este aspecto, comunistas y capitalistas
sostienen la misma plataforma: ambos creen que la economía constituye la
esfera central de cualquier sociedad. No comparto esta opinión de la comunidad
paradigmática capitalista-marxista. Una crisis furtiva de identidad, como la
que se ha dado en la República Federal Alemana, no es menos peligrosa que
una de carácter económico.
Es muy comprensible que la desorientación en cuanto al sentido, el valor y
el futuro del propio país sea particularmente grande en la República Federal
Alemana, más grande, en mi opinión, que en cualquier otro Estado nacional
contemporáneo de Europa, lo que resulta difícil para las generaciones más
jóvenes del país. Se me ha comentado una y otra vez: “En esta sociedad no
hay nada que le otorgue sentido, valor o rumbo a la vida.” Este es el hueco que
muchos jóvenes llenan con el marxismo. Les dio un rumbo y una esperanza a
quienes no encontraban otra brújula en su sociedad. Es lamentable, desde mi
punto de vista, que otros círculos reprochen con frecuencia actualmente a los
estudiantes que un número tan grande de ellos se haya acercado al marxismo
o que, en todo caso, no tenga confianza en su propio Estado. Presos de agitación
se contentan con acusarlo hostilmente. Nadie pregunta cómo se explica que
este Estado haya distanciado de sí a un número tan grande de sus ciudadanos
más destacados. ¿Será posible que, a manera de reacción contra la producción
forzada de un sentimiento de solidaridad nacional bajo el nacionalsocialismo, se
haya dedicado muy poca atención al problema del sentimiento de pertenencia
en el nuevo Estado alemán occidental, y que precisamente se deba a ello la
impotencia con la que se enfrenta la creciente división dentro de la República
Federal Alemana?
Seguramente que uno de los problemas más difíciles de la República Federal
Alemana es la falta aparente de una comunidad de destino que abarque a
todos los grupos. Esta comunidad de destino de los alemanes occidentales es
simplemente una realidad social. En apariencia no son muchos los alemanes
occidentales, marxistas o no, que deseen seriamente que Alemania se unifi­
que bajo el régimen del Estado alemán oriental y por ende dentro del bloque
soviético. Lo único que les falta a muchas personas es la conciencia de esta
comunidad involuntaria, cuyas forma de vida y existencia social dependen
420 N orbert E lias | Los A lem anes

de la permanencia de la República Federal Alemana. En términos generales


se tiende a esconder el problema bajo la alfombra. Muchas personas mayores
(que poco a poco están desapareciendo) consideran normal en apariencia la
identificación con el antiguo Estado alemán como existió más o menos desde
1871. Sin embargo, esto no es suficiente pára los más jóvenes, quienes por
experiencia propia sólo conocen la nueva república y para los que la antigua
Alemania sólo existe en los libros de historia. La expectativa de que la antigua
Alemania pueda volver en un tiempo no lejano se revela cada ve? más como
un sueño. La Alemania Oriental, unida al menos de manera superficial por
la adhesión a la doctrina marxista, sigue sus propios caminos. No existe un
fundamento realista para creer que, en el futuro cercano, vaya a separarse del
Pacto de Varsovia a fin de unirse a la Alemania Occidental. Quizá se deberían
contemplar en forma más detenida las consecuencias de este estado de cosas. Si
es poco realista esperar que se restablezca la antigua Alemania más grande, el
problema de la identidad de los ciudadanos de la República Federal Alemana,
en cuanto alemanes occidentales, adquiere una nueva urgencia.
Hasta el momento se ha evitado en gran medida, en la República Federal
Alemana, una discusión pública sobre este problema, además de imponerse
durante cierto tiempo un tabú político al uso del término “Alemania Occidental”,
cada vez más difundido en los otros países europeos occidentales. Ambas circuns­
tancias contribuyen ampliamente al hecho de que los miembros de las distintas
agrupaciones sociales y también regionales de la República Federal Alemana,
estén, por lo común, sólo vagamente conscientes y a veces sin conciencia alguna
de la dependencia e interdependencia ulteriores existentes entre sus grupos.
Ciertamente está presente la posiblidad de que el Estado alemán occidental
profundamente dividido llegue a desintegrarse. Las fuerzas centrífugas que
trabajan en las provincias tal vez aún no estén visibles en forma manifiesta,
aunque ya se observen inequívocamente en el terreno cultural. Sin embargo,
son sin duda muy fuertes y se ven reforzadas por la dureza de la competencia
entre los dos grandes partidos políticos y la antipatía latente entre sus líderes.
Podría decirse que los intereses económicos mantienen unido al país, pero esto
sólo está asegurado mientras no sobrevenga una crisis económica. ¿Quién puede
decir si, en el curso del tiempo, las distintas provincias irán a convertirse en
los dominios consolidados de los diferentes partidos, con la ayuda de sistemas
electorales eficientes? ¿Quién puede decir si en esas circunstancias, un futuro
primer ministro bávaro no se sentirá bávaro en primera instancia y alemán
sólo en segundo plano?
Quizá se tenga la idea tácita de que el sentimiento nacional se inscribe por
naturaleza, por decirlo de alguna manera, en la conciencia de cada miembro de
una nación, y que por ello no se percibe que la República Federal Alemana es uno
de los pocos Estados de Europa cuyos ciudadanos carecen casi por completo del
pegamento de una identidad común, y con sólo un orgullo frágil por el “milagro
económico”. La brecha generacional mencionada antes y particularmente grande
entre los que conocieron la antigua Alemania y quienes sólo conocen la nueva,
R e f l e x io n e s ac er c a d e l a r e p ú b l ic a fe d e r a l a l e m a n a 421

la’ República Federal Alemana, también fomenta la desunión y la división del


país. Los miembros de la generación mayor quizá digan: "Si un joven carece de
este sentimiento de identidad nacional, pues que se vaya; es despreciable, un
‘tipo sin patria’.” Sin embargo, tal vez no reconozcan que por lo pronto sólo existe
la cascara de una organización estatal en la Alemania Occidental- Esto no es
ninguna garantía de que la población de tal Estado se sienta como una nación.
El mal uso hecho por los nacionalsocialistas de la apelación al sentimiento
nacional alemán, vuelve tanto más difícil asocia un valor positivo al término
“nacional”. En alemán no existe una palabra que corresponda exactamente a la
expresión angloestadunidense nation-building. Sin embargo, casi parecería que
las únicas opciones disponibles para la República Federal Alemana fueran la
integración consciente o la desintegración impremeditada. En los Estados más
antiguos dotados de una evolución continua se ha desarrollado un sentimiento
de identidad nacional que, de manera impremeditada, ha llegado a abarcar todas
las regiones y clases en el curso de los siglos: "soy francés, yo holandés, italiano,
inglés”, etc. En la mayoría de los Estados más jóvenes se trabaja de manera
bastante sistemática en la tarea de construir la nación. En la sociedad alemana
oriental, que de ninguna manera carece de clases sociales, los gobernantes persi­
guen la intención expresa de formar una nación. En la Unión Soviética también
se cultiva de manera muy consciente el sentimiento de pertenencia nacional a
la patria soviética. Cuando estas medidas políticas se vuelven difíciles, como
en Bélgica o Irlanda del Norte, la población permanece durante décadas en un
estado de guerra civil latente, al borde de la desintegración. No es inconcebible
que la República Federal Alemana tenga también que prepararse para una
existencia de este tipo.
Las experiencias del nacionalsocialismo han vuelto imposible, con toda
certeza, que la tarea de construir una nación y el desarrollo de un sentimiento
de pertenencia nacional se aprovechen dentro del marco de un Estado alemán
no dictatorial para disimular la supremacía de los antiguos sectores dirigentes.
Por ende, esta tarea aún pendiente es particularmente difícil en la República
Federal Alemana. Requiere que se brinde sobre todo a las generaciones más
jóvenes, de cuya buena voluntad y sentimiento de pertenencia depende el futuro
de cualquier país, la sensación de que vale la pena vivir en esta sociedad. Los
éxitos económicos logrados por Alemania Occidental, pronto se transformarán
en todo lo contrario si se amenaza o se pierde la unidad del país; si partes
considerables de las generaciones más jóvenes se distancian de su Estado, por
ejemplo, por el hecho de que en este país no encuentran una carrera profesional
satisfactoria o de que se les obstruye toda posibilidad de ello. Construir una
nación significa esforzarse para integrar a todos los sectores y grupos con
igualdad de derechos en el ciclo de la vida social, a despecho de los conflictos de
clase y de partido; integrarlos a la nación aunque no se esté de acuerdo con la
actitud y las ideas de estos grupos.
Al hablar lo hago en primera instancia como alguien que se siente pro­
fundamente ligado a la tradición europea. La desintegración de la República
422 N o rbert E l ia s | Los A l e m a n e s

Federal Alemana o su transformación en un régimen dictatorial —ambas son


posibilidades que deben tenerse en cuenta—, sería una desgracia no sólo para
el pueblo alemán, sino para los países y la tradición europeos en su totalidad.
Ambas constituirían una profunda amenaza contra la posibilidad de una unión
más estrecha entre los países europeos, y un signo de mal agüero para el futuro
del continente. La voz de una República Federal Alemana constantemente divi­
dida sería débil en los consejos de Europa; y una segunda dictadura, disfrazada
de la manera que sea, sólo serviría para sacar muy pronto de su sueño muy
ligero a la desconfianza aún presente contra Alemania. Quizá se olvide a veces
que los enconados enfrentamientos políticos interiores de Alemania Occidental
se llevan a cabo en una arena abierta, delante de un amplio público europeo que
se siente directamente afectado, por muy discretos que sean sus comentarios.
4) Mucho de lo que la discusión pública evita lo más posible en la República
Federal Alemana, se expresa de manera discreta pero natural en otros países
europeos. ¿No sería más provechoso discutir los problemas dolorosos con toda
franqueza? Pienso sobre todo en el problema del estigma y los sentimientos de
culpa legados por el nacionalsocialismo a las generaciones subsiguientes de
Alemania. Pese a todas las afirmaciones en contra, nunca se aligeró el peso de
este problema sobre la conciencia alemana. Se ha hablado mucho de asimilar
el pasado, no obstante, resulta bastante claro que este sólo ha sido reprimido,
no asimilado. Ciertamente no es muy fácil hablar de él: sé que esto significa
tocar una herida abierta en la conciencia alemana del “nosotros”. Sin embargo,
precisamente porque la herida nunca se cerró hay que hablar de ello, no con
la intención de acusar, sino para inaugurar el esfuerzo de explicar la quiebra
temporal de la civilización humana en Alemania. Me parece importante, tanto
para la salud como para el futuro de la Alemania Occidental (si es que tiene
futuro), que este problema sea sacado otra vez del olvido en que ha caído y
expuesto a la luz pública. Yo también pensé por un tiempo que era hora de
olvidar el pasado. El problema es que tal vez en Alemania se pueda olvidai, pero
que en el resto del mundo no se olvida, particularmente en los países vecinos.
En los lugares que sufrieron mucho bajo la ocupación por la máquina hitleriana
de guerra, sigue siendo hasta la fecha un problema de actualidad la conducta
de las personas durante aquel tiempo. El sentimiento nacional relativamente
sólido de países como Holanda, Noruega o Francia se pone de manifiesto, entre
otras formas, al sacar de vez en cuando a la luz pública casos de colaboración
de algún hombre con los nazis, y entonces se discute con toda vehemencia en el
país entero la cuestión de si cometió este tipo de traición a su patria.
Los jóvenes alemanes tienen toda la razón al decir: “Pero nosotros no tuvimos
nada que ver con eso. ¿Por qué nos atribuyen la responsabilidad por algo que hi­
cieron nuestros padres?” La verdad es que los pueblos no hacen estas distinciones
finas al tratar unos con otros; para ellos un inglés es un inglés; un francés, un
francés; y un alemán, un alemán, sin importar su edad. Y con ello nos acercamos
al meollo del problema: la carrera de un político inglés, holandés, danés o francés
R e f l e x io n e s ac er c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 423

terminaría si recayera en él la menor sospecha de haber colaborado con el


régimen de Hitler. Fue posible hace poco observar la vigencia que aún conserva
en Francia esta sensibilidad para tales manchas, a pesar del paso del tiempo,
cuando ciertas acusaciones pronunciadas contra el líder del Partido Comunista,
Marcháis, despertaron la sospecha de que había acudido a trabajar a la Alemania
nacionalsocialista, no de manera forzada sino voluntaria. La confirmación de
esta sospecha hubiera bastado para acabar con él en cuanto figura política y
Marchais, que es comunista, se defendió... como francés.
La República Federal Alemana es el único país de la Europa actual en que
la reputación de una persona no queda manchada y su carrera profesional casi
no se obstruye por el hecho de haber sido nacionalsocialista. El monstruoso
asesinato del doctor Schleyer llamó la atención de golpe sobre este problema.
En su artículo necrológico, el Times>una publicación conservadora, presentó
de manera muy natural la información verídica de que el doctor Schleyer se
integró al partido nacionalsocialista en su juventud, trabajando en la dirección
de la asociación estudiantil nacionalsocialista, y luego entró a las SS, con las
cuales participó en la administración económica de la Checoslovaquia ocupada;
finalmente pasó tres años en un campo de prisioneros, porque los aliados clasi­
ficaron a las SS como una organización criminal. Estos datos no aparecieron en
los artículos necrológicos de la gran mayoría de los periódicos alemanes. La nota
del Times consternó a algunos de mis conocidos ingleses. “Al parecer —comentó
uno de ellos— no ha cambiado nada en Alemania.” Sin duda, en el fondo estaba
pensando: “Sostuvimos una guerra muy dura y creimos que el cáncer se había
erradicado en Alemania y en Europa, pero tal vez siga con vida.”
No estoy de acuerdo. No cuadra con mi sentimiento de la integridad humana
que no se perdone a los enemigos de ayer. Yo mismo soy un anciano y me parece
inhumano, para mencionar un solo ejemplo, que un anciano como Rudolf Hess,
que ya no le puede hacer daño a nadie, aún esté sometido a régimen de incomu­
nicación. Sería un gesto simbólico de humanitarismo, desde mi punto de vista,
que se lo liberara. Lo que mencioné arriba es simplemente un relato verídico,
un indicio de que el problema nacionalsocialista no es un problema del pasado,
nunca dejó de ser un problema de actualidad.
En mi opinión es errónea —desde el punto de vista del futuro mismo de
la sociedad alemana occidental— la medida política de imponer un tabú a la
discusión pública sobre el nacionalsocialismo y sus causas. Hoy en día se tiene
mayor conciencia que antes de que una intensa experiencia traumática en la
vida del individuo le provoca graves pei^'uicios, si no se la desplaza al nivel de
la conciencia por medio del lenguaje, de discusiones, para de esta manera dar
una oportunidad al proceso curativo. Hace mucho que estoy convencido de que
también en la vida de los pueblos, así como en la de otras agrupaciones sociales,
se dan experiencias traumáticas colectivas que penetran profundamente en el
patrimonio psíquico de sus miembros, donde causan graves daños —sobre todo
en lo que se refiere a la conducta referida a la convivencia social conjunta— si
424 N orbert E l ia s | Los A l e m a n e s

se les niega la posibilidad de una purga catártica y el correspondiente alivio y


liberación. La situación actual de la República Federal Alemana no dejará de ser
incomprensible si se omite la referencia a la experiencia traumática del dominio
nacionalsocialista y a las terribles consecuencias que tuvo para Alemania. Al
permitir que esta penetrara en la conciencia y sustraerla de la discusión pública
y por ende de la posibilidad de curación, ha cobrado una severa venganza. No
pretendo pasar por alto los motivos sociales que hubo para hacerlo así. Sin
duda la generación de transición que tomó las riendas enseguida de la derrota,
estaba sinceramente convencida de que sería posible continuar los asuntos de
Alemania como si nada hubiera sucedido, y que lo mejor para el pueblo alemán
era olvidar el intermedio nacionalsocialista. No obstante, al mismo tiempo, su
idea de poder dejar atrás de una vez el pasado fue una manifestación de su
pretensión de dominio y voluntad de poder.
He mencionado ya que la sociedad de la República Federal Alemana corre el
peligro de verse involucrada en una escalada del temor, en la polarización cada
vez más intensa de los conflictos entre quienes temen el posible surgimiento
de una dictadura comunista y los que se preocupan por el restablecimiento de
ama dictadura fascista en la Alemania Occidental. La expansión del terrorismo
sólo se comprende en este contexto, pues es un fenómeno social con causas de
largo plazo. La negativa a reconocer este contexto y la tendencia a explicar las
atrocidades de los terroristas simplemente como el resultado de su malicia
personal, de su naturaleza criminal, son tentativas de suprimir de la conciencia
el hecho evidente de que estos actos de violencia crueles son la consecuencia a
largo plazo y de signo opuesto, de los crueles actos de violencia de los nacionalso­
cialistas, que a su vez con toda certeza no constituyeron el primer eslabón en la
cadena. Los nacionalsocialistas también tuvieron sus simpatizantes, un círculo
de simpatizantes muchísimo más grande que el de los terroristas actuales. La
violencia de ambos grupos sólo puede explicarse mediante un examen a largo
plazo del destino particular del pueblo alemán.
El grupo Baader-Meinhof tuvo la impresión, y sus sucesores aún la tienen,
de que el fascismo había vuelto en Alemania, de que la República Federal
Alemana era un Estado fascista y que la única manera de derribar un dominio
fascista sostenido de manera violenta era a su vez por medio de la violencia.
Seguramente es una fantasía calificar de fascista al Estado alemán occidental.
Sin embargo, no es posible pasar por alto el hecho de que estos actos de terror
forman parte de la escalada del conflicto entre antifascistas y anticomunistas
del que acabo de hablar. Al igual que en el caso de los nacionalsocialistas,
también en este las fantasías colectivas forman parte de la realidad social y
sólo es posible someterlas enfrentando su realidad, pues también ellas son una
secuela a largo plazo del trauma nacionalsocialista. Al tratar de representar
el terrorismo simplemente como los actos de unos cuantos criminales, se está
comprendiendo mal su significación social, precisamente por haber procurado
reprimir del nivel consciente la influencia duradera de aquel trauma sobre el
R e f l e x io n e s a c e r c a d e l a r e p ú b l ic a f e d e r a l a l e m a n a 425

curso posterior de la evolución alemana. Estoy seguro de que se obtendrían


efectos catárticos y de limpieza, si se hablara más sobre estas relaciones, si
sobre todo en las escuelas y las universidades, en tocios los lugares donde los
jóvenes van a aprender, estos problemas se discutieran objetivamente y con
toda franqueza.
Son inevitables las luchas entre las distintas clases y partidos. Lo que no
es inevitable es la progresiva vehem encia y desmesura de estas luchas. Al
parecer no existe una verdadera comunicación entre los bandos antagónicos.
La intensificación recíproca de los temores, el proceso impremeditado de la
escalada, se mantienen ocultos para ambos. Por lo tanto, quisiera resumir una
vez más la estructura de esta polarización.
En la izquierda política, sobre todo entre los jóvenes, está muy difundido
el temor bastante serio de que en el futuro habrán de vivir en un Estado au­
toritario cada vez más duro. Algunos lo llaman Estado policiaco; otros. Estado
fascista. El nombre no es lo que importa, sino que tienen muchos motivos de
peso para sentir este temor. Existen líderes de derecha cuya postura humana,
si bien es extraña a la doctrina nacionalsocialista, pone de manifiesto, a los
ojos del bando contrario, una afinidad ominosa con la actitud propia de los
representantes de un Estado fascista autoritario. Esto se refiere a hombres que
ocupan altas posiciones de gobierno y de partido al igual que a jueces, grandes
industriales y policías. La campaña desmesurada, llena de odio y organizada
en contra de los “simpatizantes” ha reforzado considerablemente, por supuesto,
el temor de que Alemania se esté aproximando de fa d o a una dictadura de
partido, incluso dentro del marco de un régimen nominalmente parlamentario.
Además, en la derecha política se señala una y otra vez que sus adversarios
buscan la revolución; en ello se concentra su temor, y también para esto hay
motivos sólidos. Muchos m arxistas manejan palabras como “revolución” o
“revolucionario” muy a la ligera, como si se tratara de un bonito día de campo.
En realidad, una revolución es un acontecimiento no menos cruento y violento
que una guerra y, en la actualidad, resulta cada vez más difícil establecer una
diferencia entre ambas formas de emplear la violencia organizada, como lo
demuestra la experiencia de los países africanos.
La amenaza de la revolución y el temor que provoca otra amenaza, la del
Estado policiaco dictatorial con el temor correspondiente, se encuentran en­
frascados de esta manera en un juego perverso. Es difícil decir si la dinámica
de este proceso ha llegado y a a u n punto en el que no hay regreso. Espero que
aún estemos a tiempo para frenar el movimiento en este sentido. Si no... pobre
de esta Alemania autodestructiva.

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