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arte ene - c Otelo y el hombre de piel azul = El libro a, Quien crea que ser perro es facil, se equi- voca. Ustedes se preguntaran: zqué tanto? A fin de cuentas se trata de comer, dormir, ladrar, jugar, pero nadie advierte los detalles y, créanme, los de- talles hacen la diferencia. Si los seres humanos suftieran la mitad de las complicaciones que un perro, vivirian amarga- dos. Las pulgas son un buen ejemplo, una verdade- ra piedra en la planta de los pies. ,Alguna vez han caminado con una piedra en la planta de los pies? Pues bien, las pulgas son muchisimo peores porque pican, corren por el lomo y, aunque uno se retuerza para un lado u otro intentando morderlas, es im- posible sacérselas de encima. Se reproducen muy rapido y basta con que una de ellas te salte encima para que al dia siguiente tengas una colonia de pul- gas picdndote el cuerpo entero. Les digo, son peo- res que los piojos, porque he visto que los humanos se sacan los piojos con unas peinetas de metal o, en caso extremo, se cortan el pelo y problema resuelto. Las pulgas no. Las pulgas andan encima de uno, sin discriminacién, Puedes tener el pelo largo 0 corto, ul enrulado 0 liso, y no existe peine de metal que logre cazarlas cuando saltan. También hay detalles més tristes, como, por ejemplo, el hecho de sentirte extrafio en tu pro- pia casa. Se los digo con mi pata delantera en el corazén, Mas de una vez me he sentido un intru- so, y eso que vivo hace tres afios en la casa de los Fuendejalon. Ellos me quieren y me regalonean; de hecho, me pusieron Otelo en honor a la pera de Guiseppe Verdi, que es la favorita del sefior Fuen- dejalén. Me dan de comer, me peinan el pelo una vez por semana, me bafian con agua tibia en la tina, me ayudan a quitarme las pulgas refregindome con unas pomadas que me dejan la piel colorada, me guardan un espacio en el sofé todas las tardes para mirar la televisién y no me retan si duermo siesta en Ja alfombra de la entrada. Entonces, jde qué me quejo? Pues la ver dad es que no me quejo nunca, 0 casi nunca. Pero a veces me pone triste que me recuerden que soy tun perro, que en vez de llamarme por mi nombre digan: ‘an inteligente que es este perro! {Qué les cuesta decir qué inteligente es Otelo? ;Nada! En cambio, sueltan este perro. cuando alegan: — Pero mira lo que hizo este perro! iUfl A mi este y perro son dos palabras que me cargan, Yo sé que soy un perro. Un perro nunca olvida que es un perro, por muy inteligen- te y guapo que sea. Modestamente, no quiero que 12 me malinterpreten, ni que piensen que soy engref- do, pero me veo bien. Un dachshund de pelo ne- gro, hijo de un padre tres veces campeén nacional, {saben lo que significa? Que mi padre tiene uno de los mejores portes, parada y hocico de su raza. ¢Y mi madre? Pues mi madre tampoco esté mal, hija de campeén, un salchicha argentino que compitié y gané otra cantidad de tomneos. Asi es que yo no tenia por dénde salir mal, De hecho, lo he compro- bado frente al espejo. La operacién requiere astucia y un poco de sangre fria, ademas de buen olfato y ofdos, pues cualquier error resulta nefasto. Me explico: cuando Jos Fuendejalén salen de casa, espero que se pierda el ultimo rastro de sus sonidos por la calle y me en- camino al bafio, compruebo que la tapa del escusa- do esté abajo (no me gustaria caer adentro) y salto sobre ella. Una vez ahi, tomo vuelo, salto hacia el lavatorio y ahi esté el espejo en todo su esplendor. Primero, fijo la vista en mi cara, mi hocico puntia- gudo, como un zorro; mis bigotes alargados y esas arrugas de piel café que tengo sobre las cejas. Des- pués, doy una pequefia vuelta para comprobar el porte atlético de mis patas, pequeiias pero firmes. Cuando ando de ocioso, ademés de mirar- me, ladro frente al espejo o hago como que me eno- joy muestro todos mis colmillos impecablemente blancos (los Fuendejalén no me dejan comer aziicar ni nada que dafie mi dentadura). Si me pillaran encima del lavatorio, jhuy!, me meteria en lios, por eso me muevo con cuida- 13 do, alerta, siempre atento. Pero uno a veces comete errores, andas pensando en huesos y, ;zas!, te des- cubren; entonces, no queda més remedio que hun- dir la cola entre las piernas. De hecho, fue lo que hice cuando me sorprendié la seftora Fuendejalén. Estaba de lo mejor, poniendo mis caras de enojo con ladridos, y no me di cuenta que ella entré en el bafio. Recuerdo su impresin y la mia, apoyando su cuerpo en el marco de la puerta con una mirada extraflisima. —;Se puede saber qué ests haciendo ahi? —pregunté meditabunda. Pero luego cambié de humor rapidisimo y chill: —jSal inmediatamente! |Fuera! —dijo al mismo tiempo que me agarré por la piel del lomo, me sacé del bafio y agregé amenazante— Si te vuelvo a encontrar ahi jte daré una sola patada! Me senti ofendido. Humillado. Furioso. {Acaso no tenia derecho a mirarme en el espejo? {Ser un perro, como decia, no me permitia hacer lo que queria? Nuevamente era el extrafio de la casa, el perro, nada mis. Anduve con la cola entre mis patas durante un buen tiempo. Ni una sola vez me acerqué al bafio. Hasta que unas semanas mas tarde los Fuendejalén se fueron a la playa. Me dejaron en la casa, porque dijeron que al lugar donde iban no aceptaban mascotas, asi es que supuse que la palabra mascota era sinénimo de perro, Apenas senti el ruido del motor fui has- ta el bafio y me encaramé en el lavatorio. Miré mi 15 cuerpo atlético, mi cara peluda de mostachos esti- rados y me senti bien. Pero no como otras veces... Puse cara de enojo, sacando a relucir mis colmillos inmacula- dos, y me puse contento, pero no tanto... {Qué me pasaba? Me bajé del lavatorio confundido. {Qué habia cambiado? {En qué minuto dejé de interesarme algo que hasta hace poco con- sideraba tan entretenido? Lo tinico claro es que dentro de mi habia algo que lo revolvia todo. Me fui a la terraza y me eché sobre las baldosas. Estaban heladas y me ali- vianaron algo la irritacién que sentia. Cerré los ojos, pensé que lo mejor que podia hacer era dormir las dos semanas en que los Fuen- dejalén estuvieran fuera. Nada de espejos ni de per- seguir a los gatos de los vecinos, que, a propésito, no les habia comentado, pero, en mi opinién, son los animales mAs detestables de la tierra. En fin, el asunto es que estaba en un estado intermedio entre el bienestar y el malestar comple- to, cuando estiré mis piernas traseras y senti algo. Me levanté de un solo brinco. Era uno de esos li- bros grandes y Ilenos de dibujos de Blanca, la hija menor de los Fuendejalén. Lo habia olvidado. Lo apreté entre mis dientes y me dispuse a llevarselo su pieza; pero no habia dado un paso cuando el libro se me resbalé del hocico y cayé al suelo. Se abrié por la mitad. En la pagina, a todo color, habia un hombrecito con un traje terracota y una cabeza 16 redonda como bola descubierta de pelos. Eso me llamé la atencién: que el hombre de la foto no tu- viera un solo pelo en la cabeza. También el hecho de que aparecia volando sobre el suelo. Levitaba, de seguro. Hace poco, Blanca me explicé de qué se trataba; mas bien, se lo oi comentar en la mesa durante un almuerzo. Era la capacidad que tienen algunos humanos, gracias al poder de su mente, de elevarse por el aire, tan livianos como una pluma. E| hombrecito de la figura levitaba y detras suyo se vefan unos montes escarpados, una casa como cas- tillo y unas especies de caballos o mulas, pero més cabezonas y peludas. {Dénde quedaria ese lugar? GExistiria realmente o seria fantasfa? {Los perros también podrian levitar? Todas esas preguntas me Ilenaron la cabeza y se me olvidé el remolino que sentfa en el esté- mago. Con la ayuda de mis patas delanteras revisé una a una las paginas de aquel intrigante y enorme libro. = Mas alld de la reja 5, Me pasé el dia hojeando libros. No es bro- ma, Cuando terminé el que habia encontrado en la terraza, fui a la pieza de Blanca, me subi a la silla de su escritorio y empujé al suelo otro libro igual de grande; sobre la alfombra blanca de lana gruesa fui pasando las péginas una por una. A veces me detenia en alguna lamina que me lamaba la aten- cién, Recuerdo la de un principe mendigo. En el primer dibujo aparecia flacucho, con un turbante lleno de piedras preciosas que brillaban sobre su cabeza. Ademds de un millén de collares de color oro, pulseras, aros y otra cantidad de adornos res- plandecientes. Pero en la pagina siguiente, en otro dibujo, aparecia el mismo principe, pero sin mas ropa que una especie de pafal de género blanco que le tapaba el trasero. Al contrario del palacio en que salia retratado en el primer dibujo, descansaba con la espalda apoyada en un arbol con muy pocas ra- mas. No entendi mucho de esa historia, pero se me ocurrié que el principe regald sus joyas y se hizo pobre. Hubo otros relatos que me conmovieron sinceramente, me movieron el corazén. El de un 19 hombre barbudo que recorria los mares en una balsa pequefia. La embarcacién no era mas grande gue el largo de sus piernas y el ancho de su cuer- po, pero él se metia en ella y remaba y remaba. Los dibujos lo mostraban frente a un palacio de ciipulas doradas; luego, frente a un muelle leno de embarcaciones pequefiitas como las de él; mas alla, frente a un desierto y unos camellos. Enton- ces, supuse que habia viajado a distintos lugares cn su balsa pequeiia. Cuando terminé de hojear esos gigan- tescos libracos me senti mareado, Ese no sé qué que me revolvia el est6mago se hizo mas fuerte, mezclado con una sensacién de vacio. Y entonces me acordé que no habia comido nada en todo el dia y fui a mi plato dispensador de alimentos (la sefiora Fuendejalén me ensefié cémo golpearlo para que saliera comida), y ahi estaba masticando el alimento para perros (zlo han probado?, juf!, es horrible, seco como Ia yesca...), cuando me pereaté de que en estos tres afios de vida junto a los Fuendejalén, jams habia salido a la calle. Ni una sola vez. Digo, descontando las veces que acompaii¢ al sefior Fuendejalén a la reja a buscar el diario, o a la sefiora Fuendejalén para sacar el tarro de la basura, nunca habia puesto un pie mas alla del muro. Entonces supe de inmediato lo que tenia que hacer: salir a la calle y ver con mis propios ojos el mundo que mostraban los libros de Blanca. 20 Decidi salir al dia siguiente. A primera hora Aromas perrunos de la mafiana. * Ei *s No habia despuntado el sol cuando me lan- © cé a la calle, Habia una bruma extraiia y suspendi- a, como si el dia no se animara a levantar. Fueron unos segundos magicos. El cerro detras de la casa de los Fuendejalén estaba de color azul. Todo era expectaci6n, como si cada piedra, cada arbusto, in- cluso los pajaros, estuvieran esperando al sol para despertar. Me eché a andar despacio, queria retener cada uno de los millones de olores que me golpea- ron el hocico. En serio, nunca pensé que la calle fuera una cocina de aromas tan diversos. Era impo- sible retenerlos ni menos distinguirlos. Me parecian tun amasijo enredado, un tufo venido de la boca de algiin gigante que lo envolvia todo. Ese era el olor el mundo. Llevaba veinte minutos afuera cuando des- cubri que no era el tinico, No eran las ocho de la mafiana, pero la calle estaba poblada de otros pe- sos olisqueando por aqui y por all. —jHey! le ladré a un terrier blanco—. Hey! Aqui! —volvi a insistir, pues queria conver- sar con él sobre el mundo que nos rodeaba. 22 El terrier se dio vuelta, me miré y troté directo hacia mi y, al contrario de lo que me ima- ging, se acercé rapidamente y, en un ritual casi mecanico, me olisqueé el trasero. No puedo describirles el asco que me pro- dujo, bajé mi cola y giré en 180 grados, intentando evitar ese hocico intruso; pero el muy cochino dio Ja vuelta y volvié a hundir su hocico en mi nalgas. En eso nos pasamos un par de minutos bien extra- fios, en los que yo intentaba esconder mi trasero y 1 me perseguia para olerlo. En la confusién Megaron otros, muchos otros perros, de diferentes portes y caras, y todos, sin excepcién, repetian el mismo ritual, apuntan- do su hocico directo al trasero. Pero qué mania tienen! —alegué en el preciso instante en que tuve enfrente un enorme trasero de pastor alemén, y jvayal, la vida da sor- presas. Ahi, mientras mi nariz visité sus nalgas, descubri que se trataba de una chica, que tenia la misma edad mia, 0 un poco menos, y que se ali- mentaba, al igual que yo, con la comida que sale de los platillos dispensadores. Después de eso, me alenté con otros trase- ros y no sé cuanto rato habré estado, pero de pronto todos se largaron. Sin advertencias ni nada, se fue- ron tan répido como habian venido y me quedé con un cocker spaniel peludo y pailén, absolutamente sordo, Le pregunté: —{Conoces el mundo que nos rodea? El cocker spaniel me miré como si hablara una lengua muerta, Entonces, grufti més fuerte: — {Que si conoces el mundo que nos rodea! Sus ojos se abrieron pavorosos y empren- 4i6 retirada trotando hacia una plaza. De lejos me arité: o!, no me gustan las correas. Yo pensé que estaba loco y le ladré in- dignado: —jHey! jHey! —es que me carga que me dejen hablando solo, pero él ni siquiera se dio vuel- ta, siguid trotando hasta desaparecer de mi vista. Me dispuse a caminar y a descubrir el mun- do por mi mismo, Asi fue como esa mafiana supe que el lugar donde vivia se componia de un montén de calles, un laberinto que desembocaba en una y otra y otra calle. Era cosa de locos. Seguramente, pensé, para un perro de peor olfato podria resul- tar un embrollo dificil de desentrafiar. Por eso, me anduve con cuidado levantando mi pata para dejar marcada la ruta de regreso. Pero, aparte de eso, no descubri nada sor- prendente; de principes, mendigos, viajeros en bal- ‘sa 0 monjes pelados, ni hablar. Menos, de castillos, joyas o vacas peludas. Lo demas eran casas detriis de rejas, edificios detras de rejas, plazas detris de rejas, arboles detras de rejas. Deduje facilmente que el mundo que nos rodeaba era una fortaleza defen- diéndose de no sé qué amenaza, porque esa parte me la salté o no Ilegué a conocerla, Imaginé que tal ‘vez el mundo se defendia de si mismo, como cuan- do la seftora Fuendejalén guards la bolsa de huesos encima del refrigerador, porque si la dejaba al al- cance de mis patas, juf!, podia comérmela entera. El tinico peligro (es exagerado llamarlo asi, pero vamos...) fue cuando intenté tomar agua de la manguera que sostenia una sefiora, Cuando me acerqué, me aleteé espantada y con la manguera en ristre me lanz6 un chorro directo a la cara. —Grrrr -grui con furia. —jAndate, perro pulgoso! —me dijo, por Jo que me senti muy ofendido y hui. Cerca de las dos de la tarde volvi a casa, fatigado y muerto de hambre. Me fui directo a la pieza de Blanca y me tendi sobre su alfombra. No sé por qué sentfa que esos libracos me debian una explicaci6n, = El cuaderno azul a, La repisa en donde descansaban esos enor- ‘mes libros parecia burlarse de mi. 4Contaban puras mentiras? jPero se veian tan reales! lamenté. Volvi a mirarlos. {Qué magia extrafla los envolvia que me viajar a lugares impensados? me pregunté mis ojos se detuvieron en un pequefio cuademo jo en papel azul que reposaba a un costado de repisa. —Mgrrrm —grufii estirandome, y me vol- hacia la pared. Preferi no mirarlo. {Qué sentido tenia descubrir nuevas histo- Pero el cuaderno azul tenfa un iman que me ia, Hice un iltimo esfuerzo por olvidarlo y me 1ué embutiendo mi hocico entre las piernas, el cuaderno azul seguia intrigandome. —jBah!, ino serd tanto! —dije y me enca- en [a silla para apretarlo cuidadosamente en- mis dientes. Lo abri de una sola vez. 29 Tenfa la letra de Blanca, Les parecer ex- trafio que un perro reconozca la letra humana, pues para que vean hasta dénde llegan las capacidades perrunas. El asunto es que la letra de Blanca la re- conoceria entre millones de millones de cuadernos, si se diera el caso, porque me he pasado mi vida vvigndola hacer sus tareas, asi es que tengo grabada su escritura. ‘Apenas abri el cuaderno azul supe que es- taba escrito por ella. No era de esos de tareas que le piden en el colegio, porque no habfa ejercicios, ni copias, ni dictados, ni nada por el estilo. En sus pé- aginas habia fotos, recortes, dibujos y muchas hojas escritas. La palabra Africa aparecia en casi todas sus hojas con letras grandes y panzonas. — Hum! —resoplé, qué se proponia Blan- ca con este cuaderno? Me parecié impensable que Jo hubiera hecho sélo por un antojo de pegar foto- srafias. Si habia reunido informacién, era porque lo consideraba importante. Asi es que me animé a hojearlo. En las primeras paginas habia dibujado un mapa. Los co- 0220 porque el sefior Fuendejalén tiene uno en su sscritorio y Blanca me lo mostré una vez. —Este es el mundo, Otelo, jlo ves? Aqui ‘est América y este es Chile, donde vivimos noso- sros, este de aca es Europa y alld esta Asia, el con- Sinente en el que esta China, un pais con cientos de ‘Sebitantes. —Blanca hizo una pausa y continué—: Yeste de aqui, miralo bien, Otelo, este es el conti- nente olvidado. 30 Sé que soy perro, pero entiendo perfecta- mente cuando me hablan; en cambio, aquella vez no entendé ni jota. Me quedé mirando a Blanca con cara de pregunta y ella continué: —En Africa, la gente se muere de hambre, isabias? Hay afios en que no Ilueve nunca y la gen- te y sus animales se mueren de sed. También hay guerras, muchas guerras, los pueblos se matan unos a otros por un pedazo de tierra, por un poco de dine- “fo, por un montén de armas... Tenemos una deuda ‘con Africa, Otelo, una deuda que habrd que saldar algin dia. {Qué deuda era esa?, pensé cuando Blanca me dijo todo eso, pero ella no especiticd, salid del escritorio y me dejé mirando el mundo en ese mapa plano y alargado, Claro que en ese tiempo yo no te~ nia interés en conocerlo; es decir, todavia no habia sentido ese remolino en la guata y ese no sé qué de incomodidad. Asi es que sali del escritorio y se me olvide. ‘Ahora era diferente. El mapa, el mundo y todo lo que habia dentro de él me parecia interesan- te, queria conocerlo entero y una buena manera era partir por Africa. ,O no? De hecho, la primera pagina del cuaderno azul tenia un mapa del continente olvidado. {Cuan grande era un continente en la reali- dad? Ese tipo de respuestas son imposibles para un perro. 32 {Como averiguarlo? : i En el dibujo, Africa no se Seat ‘sabia que los mapas ac ‘ de. ee yodia fiarme de ellos. LCE®, esta 6 cecatign de que Tos humanos 10 es iar, 2» i i do de olvidar ‘cieron? Digo, yo he trata : a a Be aecuston vicios, como salar encima de ah fap de ys Fuendejalén mientras estén comi en tame rfronces, zseria 10 mismo? Los human oh vir IS Ci 3, de- canner ejemplo, jvivirian en sus casas, d pees vege inrando de lejos las calles y rj05 es? Es decir, un aia dejaban de pasar DTS ‘ ‘humanos pasaban haml Iles en donde otros hut an calles oF no tener que mars 8108 08? 3c Pare canta. como averiguatlo, # menos at le iajara a Africa, pero luego estaba la eee ae wale ajar, cuanto me tardaria y oma canta Ce Gaal —_jadré de impotencia. Ser perro mpone sus limitaciones. a = Elcontinente olvidado iy No sé c6mo describirles lo fascinante que result6 el cuademo azul. Las imAgenes, todas a co- Jor, estaban Henas de escenas de lo més bizarras, pero al mismo tiempo alucinantes. Con decirles que lo hojeé una primera vez y cuando lo terminé comencé todo de nuevo, pagina por pagina. Africa era un continente pobre y el mundo tenia una deuda con él, como decfa Blanca, pero era un continente leno de luz. El sol estaba por to- dos lados y aparecfa en cada fotografia que habfa pegada en el cuademno, o bien, se insinuaba en el resplandor de las pieles transpiradas, en las telas expuestas en los mercados y en la sequedad com- pleta y total del desierto. En Africa todo resultaba Iamativo y re- pelente a la vez; terrorifico y agradable, zme en- tienden? Africa tenfa la gracia de la contradiccién, Porque en una misma pagina de cuaderno habia una serpiente abriendo una mandfbula enorme para arrojar su veneno mortal y, en la fotografia de al lado, un bichito diminuto que aguardaba la humedad del rocfo para tomar una, juna! sola gota de agua, Frente a unos valles de yermo seco y des- 34, poblado, unas tiendas tapizadas de telas de colo- s. ig ‘Asi era Africa. Por eso es que hojeé el cua derno una y otra vez y cada minuto que pasaba me sentfa més atraido. Por las fotos del cuaderno descubri que los animales afticanos eran diferentes a los del conti- nente que yo habitaba. Habfa escorpiones, serpien- tes y mosquitos extraordinariamente grandes. Un zancudo era del porte de un zapato, ;se dan cuenta? De s6lo pensarlo me daban ganas de salir corriendo de miedo, pero los humanos de esa tierra no pare~ fan asustados; de hecho, en las fotografias sonrefan ‘Rientras sostenfan unos bastones en las manos. Te~ nfan la piel oscura, me imagino que a causa de tanto sol, y eran altos o mds altos que los humanos que yo vi cuando sala recorrer el mundo, al lado de mi we aro que el cuaderno azul no sélo tenia Fotografias y mapas, de eso pude darme cuenta de inmediato, porque Ia inconfundible letra de Blanca estaba por todos lados. Me parecié que narraba una historia, algo que lamentablemente est fuera de mi alcance, porque imaginardn, los perros no sabemos Jeet, ;Qué val, yo no me quejo, es lo que toca, pero me gustaria que ustedes pudieran leer el relato de Blanca, por eso les adjunto aqui algunas paginas de su cuaderno. La tormenta (Extracto del cuaderno de Blanca Fuendejalén) El atardecer lo pillé en medio de la carrete- ra. Kofi apagé la camioneta e hizo sefias indicdn- dole que se apeara, no arrancarian hasta la mafia- na siguiente. El hombre blanco lo miré sin entender. —Pole sana', muzungu?, imposible conti- nuar hoy. Mire, usted, glo ve? —dijo sefialando la linea del horizonte El fijo la vista hacia el lugar que indicaba Kofi y vio una oscuridad profunda. —Se avecina una tormenta —seftalé Kofi sin mayor preocupacién, y continué—: No es bue- no manejar con tormenta. El hombre miré nuevamente esa mancha os- cura amenazando el horizonte y temi6, primero por su vida. Luego, pensé en cosas practicas, como qué pasaria con el avién que debia tomar en Ruanda den- tro de doce horas y con la camioneta abandonada en medio de la carretera, gestaria ahi mismo cuando ellos volvieran?, 0, més terrorifico, gdénde encontra- rian agua? Conocia historias de hombres que murie- ron de sed en Africa y, hasta donde él sabia, el préxi- mo pueblo quedaba a 150 kilémetros de distancia. Kofi silbaba de lo mas tranquilo, tomé un par de cosas de la camioneta y fue hacia la nada, al menos eso le parecié a él. —jDese prisa, muzungu! —le grits, Despabildndose, el hombre tomé su mo- chila y su chaqueta y se fue corriendo detrés de Kofi. —4D6nde vamos? —pregunt6. —A casa —respondid Kofi — iA la tuya? —quiso saber. —Si—contesté sin mirarlo Su familia vivia cerca, le conté Kofi, aun dia de camino del lago Victoria o Ukerewe, como le llamaban los nativos. Kofi apunté en direccién sur, sin dejar de caminar, pero el hombre blanco era incapaz de imaginar nada en medio de esa tierra desierta y de las interminabl fi i les montafias ruande- sas? que se divisaban a lo lejos. 5 —Nos tomard mucho llegar? —pregunté mirando hacia la negrura que se a‘ rebro- ce - Brando q rcaba tenebro- —Unos minutos, muzungu, sélo ut inutos, , nos mi- Bator. scsea rs Kol pero él intuyé que serian y que probablemente llegaria STE garian junto con la a Némades azules ss Hubo algo que me turbé en el cuademo 1, y cuando hablo de turbar quiero que entien- que los perros somos sensibles. A veces, algo entristece y no queremos comer del plato dis- lor; otras, estamos felices y corremos y sal- y parece que nos hicieran cosquillas en las porque no podemos parar de movernos; pero, ibién, hay momentos en que enmudecemos de impresién. Como me ocurrié al ver ese grupo de s que ocupaban varias paginas del cua- . No pude ladrar ni bufar. Blanca las habia ordenado de cierta mane- ‘que, incluso para un perro, era facil imaginar el . Mostraban la vida de un hombre de la edad sefior Fuendejalén, o puede que fuera mayor, ya desde las primeras fotos supe que esta- enfermo. Vestia una tunica azul que le legaba los pies, y no sé si a causa del traje 0 de n rayo ultravioleta, ultrapotente de Africa, el bre tenia la piel teflida de color azul, Era un bre azul. Al principio aparecia junto a un grupo de sonas, hombres, mujeres y nifios vestidos de 40 41 azul, como él, y todos con la piel teftida de: azul. Los paisajes cambiaban de una fotografia a Ia otra, pero cl grupo que lo acompafiaba era siempre el mismo. Mas adelante se los veia en varias fotos en medio de un desierto, detris de ellos se dibujaba la silueta de un rio completamente seco’, no habia vegetacion ni poblados ni nada. La dltima foto, pegada a todo Jo ancho del cuaderno, mostraba al hombre de piel azul tendido bajo un érbol, el Unico Arbol que exis- tfa a kilometros a la redonda. El grupo, su grupo, se divisaba a lo lejos. El hombre tenia la boca abierta y ‘sus brazos le caian a ambos costados con las palmas de las manos apuntando al cielo. Su cuerpo tenia cierta rigidez extrafa, como si mucho antes de que te tomaran la foto hubiese dejado de moverse. Eso era todo. El hombre de piel azul no volvia a aparecer mis. Tuve miedo y cerré el cuaderno de golpe. Pero al rato volvi a abrirlo. El hombre, su cara, su boca de labios practicamente blancos y se~ ‘miabiertos, sus ojos entrecerrados y sin vida. {Por qué nadie nos advierte que ocurren esas cosas en cl ‘mundo? Dejé el cuaderno con desdén. ‘Africa no me parecié fascinante, sino un lu- gar horrible y cruel. Me fui a mi plato dispensador de comida y engulli. ‘Me harté, comi y bebi agua como si ese fuese mi tiltimo dia, y cuando ya no me cabia nada més, me tendi en la terraza. Entonces, un pensamiento descarado vino @ pasearse en mi cabeza de perro. La idea era esta: si por casualidad yo me encontrara en la calle con uno de esos hombres azules y lo trajera hasta la casa de los Fuendejalén, probablemente no tendrian que buscar agua, ni comida, porque la tendria en abun- ancia y, por lo tanto, tampoco tendria necesidad de abandonar a nadie en la mitad del camino, porque habria resuelto sus problemas. Kofi y sus treinta y cinco (Extracto del cuaderno de Blanca Fuendejalén) La casa de Kofi era de esas chozas africa- sin ventanas y piso de tierra. La tinica apertura donde se colaba algo de aire era la puerta prin- a. Adentro el hombre blanco conté treinta y 0 personas, aribul ;Karibul® los saludaron. —Si, Jambo’ —contesté Kofi alegremente. Era una multitud compuesta por el padre, re, esposa, hijos, abuelos, tios, sobrinos, pri- 3 y nietos que colmaban los diferentes espacios tro de la casa. Kofi hizo alarde de su familia. —Familia numerosa, muzungu, familia nu- rosa. Entonces, el hombre blanco recordé haber jo lo importante que era en la tradicién afri- a tener un clan extenso, porque una familia merosa asegura la sobrevivencia en una tierra ada de peligros —las fieras salvajes y los de- tres naturales son sélo una muestra—. Por esa ‘az6n, al grupo familiar se le cuida, se le respeta 'gcon él se comparte todo, incluso las cosas mas “asignificantes. Los nifios presentes se le acercaron al hom- bre gritando: —iKaribul jKaribul tearlos, pero los mas chi- re as Koff intent® corr piernas, sin intencion de cos se le abrazaron a las soltarlo. cren que les des una golosina, mur ico do. Terplied avergorzad®. tos y El hombre blanco reviso SI Perrirs una caja de chicles, le quedaban: unos pocos. zungu s6. st 10 lo que tengo —se excus peiacans smutata? —respondid el mayor de ellos y salié corriendo con los chiles et yess {os nifios lo siguieron detrds grtando de leg Para entonces, a now aah i ‘a, porque afuera una negrura casi siniestr foarte ra de a i de nadi casa no se veta nade fe Mera la tormenta ZUM 6 toy estremecio de pensarl baba como una abeja feroz. w@ — Elhombre de piel azul My Al dia siguiente me desperté de madrugada. Estaba ansiosfsimo. ;Por fin viajarfa a Africa! Tomé ciertas pre- cauciones, como desayunar abundantemente. Pasé quince minutos frente al plato dispensador masti- cando el famoso alimento para perros; luego, tomé varios litros de agua. Cuando salf a ta calle algunos perros me reconocieron y corrieron a saludarme. Como sabia de lo que se trataba, no escondi mi trasero cuando hubo que cumplir con el ritual de olfatearse. Na? no més, dejé que me olisquearan e hice lo propio hasta que me excusé: —|Guau! Tengo que dejarlos, pues voy ca- mino a Africa. La pastor alemén joven me grufié descon- fiad: —(A Africa? {Qué es eso? —pregunt6. —Un continente, pues —anuncié como si fuera un gran conocedor de mundos. —cY c6mo sabes? {Has estado aht? -~quiso saber la pastor alemén. —No, pero sé dénde queda —mentt, pues no 46 queria quedar como un novato frente a esta hermo- sa hembra. 5 —insistié ella. —;Y a qué vas? —insistis el — A saldar una deuda... —contesté vaga- mente, pues {qué sabia yo de la deuda que hablaba Blanca en su cuaderno? Yo s6lo queria ayudar a los hombres de piel azul. oreo al escucharme, los perros presentes Se meron stan rechico y tan achorado —me dijo un rottweiler negro, y no me atrevi a responder, pues tenfa cara de poco amigo. ‘Asi es que me largué. 7 ‘Al principio corri en Iinea recta, como si realmente supiera hacia dénde iba, porque queria 47 mantener las apariencias frente a la pastor alemén. Pero cuando los dejé atrés, me detuve y olfateé alre- dedor. Pensé que si lograba identificar el aroma del pasto seco, de la tierra drida y escuchaba el hablar de un grupo de personas caminando todas juntas, encontrarfa Africa y a sus hombres azules. No me van a creer pero esa mafiana anduve sesenta y siete cuadras, y ni asomo de desiertos ni hombres azules. Me dolfan mis cuatro patas y no podfa evitar llevar la lengua afuera, En qué estaba pensando cuando salf de la casa de los Fuendeja- 6n?, me lamenté. Me paré en seco y miré alrededor. Las ca- sas, las rejas y los jardines eran iguales a los del pafs en que yo vivia, asi es que comprendi que no s6lo no habfa Iegado a Africa, sino que probable- mente tampoco habia salido del pafs. Quise dar media vuelta, pero en ese mo- mento la imagen de una silueta larga y consumida me alert6. El sol de la mafana le ocultaba el rostro ¥y una marafia de pelos le coronaba la cabeza. Sus brazos largos, como bambiies desprovistos de car- ne, arrastraban sin ganas un enorme carretén. Nun- ca en mi vida de perro habia visto una figura mas triste y rofiosa. Caminaba a grandes y desiguales zancadas, y cuando casi lo tuve encima descubri con emocién que la ténica que lo arropaba jera de color azul! —jEl hombre azul! —ladré. Cuando me pas6 por al frente, le movi la cola, pero el hombre ni se inmuts, siguié de largo. 48 —;Guau! —ladré de impotencia. ;Cémo Jograria comunicarme con él y decirle que queria ayudarlo? ; ‘Le mordf el pantal6n para impedir que con- tinuara y lo tironeé con fuerza. Por fin se detuvo. Sin soltar su pantal6n, le movi la cola. El se agachd ¥ me mir6 con ojos penetrantes, y juro por mi perra madre que en Ia negrura de esa mirada vi la inmen- sidad del desierto. ‘Comenzé a acariciarme y dijo: — ;Bor qué tienes tanta rabia, amigo? Grr —;cémo explicarle que no era ra- bia, sino incapacidad lo que sentia? —;Ven para acé! —me ordend en el mo- mento en que me tomé por el lomo y me levant6. ‘Comenzé a acariciarme la nuca con sus manos hue~ sudas. {Me senti tan bien! s “Fstaba por quedarme dormido arrullado ‘en sus brazos cuando me dejé en el suelo y se despidi6: i — {Hasta luego, amigo! —jGuau! —no podia dejar que se fuera y o segut ladrando enajenado. ew Los muertos viven a con nosotros (Extracto del cuaderno de Blanca Fuendejalén) El hombre blanco se senté alrededor del fuego. Los nifios, a los que les habia convidado chicles, se sentaron a su lado: —Muzungu, muzungu —le decian sonrien- do. Comieron de una enorme fuente de made- ra que sirvié de bandeja, para que cada uno sacara con la mano la comida. Al principio, la familia de Kofi se mostré interesada en la historia del hombre blanco. Querian saber qué era lo que lo habia lle- vado a Africa. El intent6 bromear diciendo que lo que lo habia traido era el sonido de los tambores, pero nadie se rid. Entonces, les conté que era escri- tor —especificamente un reportero polaco que se habia vuelto escritor’— y que preparaba su préxi- pe veer iertetiert fries —De qué escribes, muzungu? —le pregun- t6 un nifo. —Las historias de los pueblos —contesté. Pero casi inmediatamente perdieron inte- rés en él y comenzaron a hablar entre ellos. Asi es que el hombre blanco se dedicé a observarlos. Los hombres asistian a sus mujeres, las mujeres ayuda- ban a sus hijos, los hijos mayores ayudaban a los menores y una jerarquia casi perfecta mantenia la armonia en la choza. La comida transcurrié igual que la de cual- quier familia que se sienta a la mesa. Los adultos conversaron; algunos nifos rifteron, pero luego hi- cieron las paces; las mujeres se levantaron repe- tidas veces para traer un poco de esto y poco de aquello, y cuando parecia que terminaba la cena y el hombre blanco se preparaba para dormir, el anciano del grupo entoné una cancién. La voz del anciano se elevé ronca y clara, aplacando el rugi- do de la tormenta que se escuchaba afuera. Las mujeres siguieron el ritmo golpeando sus manos. Tuctu-tu-tu-tu, sonaba. EL hombre blanco cerré los ojos. La melo- dia era cantada ahora por las mujeres y los nifios. Timidamente, el hombre blanco se animé a batir sus palmas, queriendo imitar el ritmo que llevaba el grupo. Kofi se acercé a él: —Cante, muzungu, cante con nosotros. La miisica le hace bien a los muertos, sobre todo en estas horas tan oscuras. Entonces supo que en Africa los muertos estan presentes en la vida familiar, aun cuando ya no estén fisicamente se les recuerda y se les com- parte como si del otro lado de la pared los estuvie- ran observando. a Rumbo a Africa a, Ladré tanto que casi me quedé afénico. {Han visto a un perro afénico? Es la peor humillacién que pueda sufrir un animal de mi espe- cie. En serio, la voz de un perro es parte de sus atri- butos. Pero vamos que las circunstancias lo ameri- taban, porque el hombre no entendfa nunca. Finalmente se detuvo. —cY ahora qué? —me pregunt6 con sus ‘manos en la cintura, —jGuau! —repliqué aliviado, mientras co- mi en direccién a la casa de los Fuendejalén para Juego volver hacia él. — Quieres mostrarme algo? —jGuau! ;Guau! —ladré fel fin habia centendido, y haciendo gala de mi porte de hijo de cam- ‘pe6n nacional, estiré el cuerpo y lo miré a la cara. El hombre azul se rié con ganas y me mos- t26 la totalidad de sus dientes amarillos. Me dijo: —jPareces perro de circo! {Te escapaste de uno? No entendi a qué se refirié con eso de un circo, pero pensé que era una palabra africana y no le di importancia, Seguf mirndolo fijo, seguro de que me acompaiiaria, pero este hombre era una mula de porfiado, porque tomé su carretén y continué su camino. — {Qué fiasco! —resoplé de impotencia, —jEstds cansado? —me pregunt6, Yo movi la cola y volvi a repetir mi mo- vimiento, corriendo en direccién a la casa de los Fuendejalén y volviendo hacia él, ;Entenderia de una vez? Pero en una maniobra inesperada me tomé en sus dos manos y me subié en la carreta. Quedé embutido entre frazadas, tarros, diarios y juguetes viejos. De mis esta decir que nunca me habfa su- bido en un carretén africano, asi es que comencé a olisquearlo todo; me sorprendieron mucho los olores, aromas mezclados de pan rancio y verduras maduras, lana himeda y tierra, una mezcla extra- fia pero fascinante. El hombre azul retomé su paso arrastrando el carretén con sus dos manos. Aproveché de asomarme a mirar, parado justo detrés de é1. El viento me soplaba en la cara y me hacfa cosquillas en el lomo. Inspiré profundo y pensé que, probablemente, ese era uno de los mo- mentos més felices de mi vida. El carretén avanza- ba por las calles y comenzé a dejar atrds las casas y rejas de mi mundo, para internarse en un territorio desconocido. Me senti tan orgulloso, jviajaba hacia otro continente! En parte por cansancio y en parte por el vaivén del carro, me quedé dormido. No sé cuén- to tiempo, pero cuando desperté me encontraba en Africa, eso lo supe de inmediato. Africa era realmente pobre, tal como lo mostraba el cuaderno de Blanca. No habfa casas ni edificios que lucieran como los de mi pafs. Tampo- co habia Arboles, asf es que pensé que me encontra- ba en el desierto. A lo lejos vi un conjunto de edificios de muy baja altura con toda la ropa colgada de las ven- tanas hacia fuera. Igual como en las fotograffas de Blanca, esos vestidos le otorgaban el tinico color que tenfa el paisaje gris. Alotro costado habia un despoblado de tie- ra seca, donde a ratos se levantaba un remolino de polvo que se elevaba con el viento y se perdia en el cielo. El hombre azul segufa tirando del carre- t6n, se dirigfa directo hacia el despoblado. Le ladré: —)Guau! —(Miren quién despert6!, ya era hora, dor- mil6n... —me contesté. Continué: —Te has perdido todo el camino, amigo, llegamos a casa —dijo al tiempo que enfilaba el ca- mret6n por debajo de un puente; era un puente de verdad? En todo caso, se trataba de una hendidura no demasiado ancha ni alta en donde estacioné el carreté 358 El hombre azul no alcanz6 a bajarme del carret6n cuando un mont6n de nifios legaron co- rriendo de distintas partes. —jAbuelo, abuelo! —le gritaron. a = ~—-Unavisita inesperada Sy (Extracto del cuaderno de Blanca Fuendejalén) Lo desperté el sonido de un siseo metalico, como el que se produce al frotar las manos em- pufiadas. En ese aletargado estado de duermevela en que se encontraba, el hombre blanco pens6 que estaba en su casa en Polonia y que aquel ruido pro- venia de la tetera hirviendo. Abrié los ojos pausa- damente y se encontré con la mirada seria de Kofi y el resto del grupo; en algtin momento, la casa se habia quedado mu Kuna nini"® —pregunté casi sin mover sus labios, semidormido, —Chist!, jno hable ni se mueva, muzungu! jPor lo que mds quiera, no hable ni se mueva! —le advirtié Kofi afligido. Sin moverse inspeccion6 el lugar con los ojos. La fogata todavia ardia alrededor, pero los hombres, mujeres y nifios parecian de cera, total- mente petrificados. Entonces, a un costado suyo, asomdndose por encima de las piernas de su veci- no vio una enorme serpiente. Tenia la piel oscura yaceitada y a la altura del cuello se le doblaba en diversos plieques. Mas de la mitad de su cuerpo permanecia erguido e inmévil ante ellos, acechan- dolos sin apartarle la vista. Su mirada le records a un ave de rapifia. —Quédese quieto, muzungu. Amin fue @ buscar un canasto —imploré Kofi. El nifio que permanecia a su lado estaba tan quieto que por tunos segundos el hombre blanco no supo qué era lo mas terrorifico de todo; la estatua de nifio que tenia a su lado o aquella serpiente que mostraba sus colmillos, Sentia un cosquilleo irresistible en la planta de los pies, pero supo que cualquier mo- vimiento suyo era una sentencia de muerte para él. o su compafiero, pues la serpiente permanecia alerta esperando el momento de atacarlos. No le quedé mds que esperar a Amin y su canasto, quien llegé unos minutos mas tarde y junto a Kofi se colocaron detrds de la serpiente. Entonces, ésta se volted rapido y dio un picotazo que no los al- canz6, pero que les dio unos segundos preciosos ‘al hombre y al nifio para ponerse a resguardo. La serpiente, entonces, sabiéndose presa de una emboscada, enroscé parte de su cuerpo y bajé la cabeza casi a la altura del suelo, de esta forma se movia muchisimo més répido y atacaba con ma- yor agilidad. Kofi fue por un palo y le asest6 un golpe en medio del cuerpo. Por la fuerza con que le dio el porrazo, el hombre blanco pensé que la serpiente habria quedado aturdida y se incorporé para ayudar a Kofi y Amin, pero la vibora estaba furiosa y se fue contra él, por poco le muerde la pata. Entonces, Kofi le dio un segundo golpe, atin més fuerte que el anterior, directo en la cabeza. El animal retrocedié esta vez aturdido. —jAmin, el canasto! —le grit6. ‘Amin tiré el canasto sobre el animal, el recipiente fue a parar justo sobre ella, dejéndola atrapada dentro. La serpiente intent6 zafarse yén- dose con furia contra los bordes, pero sus desespe- rados intentos de fuga fueron intitiles; al rato, se qued6 quieta miréndolos con rabia por entre las rendijas ss tarde, el hombre blanco recordaria el silencio dentro de la casa mientras duré el ataque de la serpiente. a = Elcarretén milagroso iy Con mi cara asomada por encima del ca- rretén vi como los nifios se abalanzaron sobre el hombre azul. En un minuto la situacién se volvi6 compli- cada, porque los nifios se pelearon por quién estaba mis cerca, quién lo abrazaba primero, y se abrieron paso a empujones, pufietazos y gritos. Pero el hombre azul les hablé con voz dulce: —jDejen de pelear! Traje algo para cada uno —dijo y hundié la mano dentro del carretén. Por un minuto temf que me fuera a regalar y gue los niiios se pelearfan por quién me tendria pri- mero y me tirarfan de las patas 0 del cogote, y que terminaria desarmado en las manos de cualquiera de ellos, por eso me escondi rdpidamente debajo de unas frazadas, pero me equivoqué. De la carreta, el hombre azul sacé juguetes. Un camién, una pelota, ‘un autito, un robot, unas cartas, unos libros. Parecia una funcién de magia, porque el hombre hacfa apa- recer montones de juguetes que los nifios recibfan con gritos de alegria, Con sus obsequios en las manos, se pusieron 65 a jugar sobre la tierra seca, a unos pasos del carre- t6n, Yo espiaba debajo de las frazadas, pero en ese momento el hombre azul se acordé de mi. —Bueno, amigo, es hora de que salgas a estirar las piernas. —jGuau! —intenté zambullirme, pero él logré alcanzarme con sus manos huesudas y me sacé afuera, Los nifios volvieron a gritar de alegrfa, pero, al contrario de lo que pensé, ninguno de ellos me tir6 de la cola ni las orejas, sino que se acerca- ron a acariciarme. —{De dénde lo sacaste? —le preguntaron. —jUfl, este perrito me persiguié en a calle, hizo todo tipo de leseras, es muy repillo... —con- test6 él. Te lo vas a quedar? —pregunté uno de los niffos. —Yo creo que sf, porque no tiene collar, asi ‘es que no creo que lo anden buscando —respondi6, el hombre azul, y senti vertigo. {Habia olvidado el collar! Claro! La noche antes de salir a Africa lo tironeé hasta que logré za- férmelo. Nunca pensé que tuviera ninguna impor- tancia y ahora sucedfa que ellos crefan que era un perro sin duefio. Comencé a ladrar, dando vueltas y haciendo muecas para demostrarles que sf tenia duefio, pero fue inttil. —jVen? {Qué les dije? —dijo el hombre azul, apuntindome con el dedo—. Cada cierto rato se pone hacer leseras. Los nifios se rieron, algunos volvieron a 66 jugar y otros permanecieron cerca de mi, Pero yo dejé de hacer piruetas porque nadie entendfa lo que uerfa decir con ella. Asf es que dejé que una nifi- tame acariciara el lomo. a Africa era un buen lugar para vivir. El regalo (Extracto del cuaderno de Blanca Fuendejalén) Con la serpiente encerrada en el canasto y los primeros rayos del sol cayéndoles sobre la nuca, emprendieron camino hacia la carretera. Claro que antes el hombre blanco se despidis de la mujer de Kofi, de sus hijos y de la familia. Después del ataque de la cobra en la vispera, se sentia parte del grupo, asi es que justo antes de salir hizo una teatral reverencia. Los nifios se rieron a gritos. Kofi metié el canasto con la serpiente aden- tro de su mochila. —gPor qué te la llevas? —le pregunts el hombre blanco. —Porque en el mercado pagan una buena suma por ella, muzungu —contest6 Kofi, acomo- dandose la mochila al hombro. —Pues a mi no me gustaria comprar un bicho como ese —contesté el hombre y rié al re- cordar el susto que habia pasado hacia algunas horas. Al volver a la carretera encontraron la ca- mioneta tal como la habian dejado, subieron en ella y enfilaron a toda prisa hacia Ruanda. Lle- garon sin sobresaltos con tiempo suficiente para ir al mercado, en donde Kofi vendié la serpien- te. El hombre blanco aproveché de comprar unos uvenirs para sus hijos. Entonces se dirigieron al aeropuerto. —~Volverds a Africa? —le pregunté Kofi al despedirse. —Me imagino que si—contest6, estrechdn- dole la mano. —jToma! —dijo Kofi, estirdndole un paquete. Je imagino que no serd la serpiente! =i —bromes. —No, muzungu, es un amuleto de la buena suerte. Te protegerd contra los brujos. ‘Contra los brujos? Prefiero que me man- tenga lejos de las serpientes —sefialé. —Ah, pero los brujos son muchisimo peo- res que las serpientes, porque se apoderan de tu ‘alma y tu pensamiento y te hacen actuar mal. El hombre blanco no supo qué contestar. —Usalo, muzungu, y cuando sientas que ests dominado por pensamientos malos, lo agitas rdpidamente —contest6 Kofi. —Lo tendré presente, amigo —dijo y le dio un abrazo. Miré hacia el horizonte y pens6 que final- mente nunca se termina de conocer un lugar, siem- pre habrd algo que falta, algo por lo que uno pue- de volver y verlo todo de nuevo como si fuera la primera vez. ws Elcartel con mi foto My No sé cudntos dfas vivi con el hombre azul. Al principio conté las puestas de sol, pero de pronto se me olvid6 y perdi la cuenta. Se preguntarn por qué no volvi a casa, por qué no intentaba encontrar el rastro de los Fuende- jal6n, Pues porque no tenfa coraz6n para abandonar al viejo. Los perros somos muy sensibles respecto a la gente buena, y el hombre azul era un hombre bueno. Nos hicimos amigos, tanto que compartia- mos todo, hasta lo més insignificante. Si él reco- ‘gia un pedazo de pan, pues lo partia por la mitad y comfamos ambos. Si encontraba una nueva fraza- da, con esa misma nos cubriamos durante la noche cuando refrescaba y corria una ventisca que nos ca- laba los huesos. Un dia emprendimos un viaje muy largo. Iba trotando a su lado como un buen perro y al rato Ievaba la lengua afuera. El intent6 subirme al carret6n, pero no me dejé atrapar, queria correr, olfatear por ahi, y sucedié que de repente recono- cf ciertos aromas que habfa olvidado y al hocico me Ileg6 un olor muy intenso, algo que me trajo B a la memoria la casa de los Fuendejalén y ladré de alegrfa, —jHey! {Tienes buen olfato! —dijo el hombre azul—. Este es el lugar en donde nos vimos por primera vez —y continué caminando. Habrfan pasado unos diez minutos cuando escuché una voz. conocida. Alguien —una chica— me estaba llamando: —jGuau! —respond/ con alegrfa al ver que se trataba de la pastor alemén. Fui corriendo hasta ella y le gruff contento. —;Lograste llegar a Africa? —me pre- gunts. — Pero claro! Si vengo de allé... —Algunos perros pensaron que te habias perdido, pero yo siempre supe que lo lograrfas —dijo ella con su voz ronca, Y hubiese seguido conversando con la chi- ca si no es porque el hombre azul me chiflé. —{Ya te vas? —quiso saber ella. —[Uf!, es una larga historia... quizés algdin dia te la cuente entera —promett, ‘Cuando me acerqué a él, me dijo algo que no olvidaré nunca, me Ilam6: —jOtelo? Hacfa tanto tiempo que nadie me llamaba asf. Lo miré impresionado. —jOtelo! —repiti6 y yo bufé y ladré. En- tonces el hombre azul afirmé: —Asf es que ese es tu verdadero nombre, pues te tengo una noticia, amigo Otelo, tu fami- 4 lia te est4 buscando —me conté y se agaché para mostrarme un cartel muy extrafio en donde apare- cia una foto mia. Luego, continué: —Dice que eres a mascota regalona... —dijo y luego se rascé la cabeza mientras conti- ‘nu6. Pienso que debieras volver a casa. ‘Movi la cola, y en un movimiento répido corri en direccién a la casa de los Fuendejalén y volvi hacia él. El se rid. —{ Quieres mostrérmela? Volvi a ladrar y repetf el movimiento. —jVamos! Salt corriendo. El hombre azul me siguié a zancos largos. Cada cierto rato me daba vueltas para comprobar que me seguia detrés y le ladraba contento. Segui hacia la casa de Blanca, hasta que de pronto estuve frente a la reja, El hombre azul llegé unos minutos después. —Asf es que desde el principio quisiste mostrarme tu casa, ,eh? Ladré. ;Por fin habfa comprendido todo! Con sus dedos huesudos tocé el timbre y la primera persona que aparecié fue Blanca. Se qued6 unos segundos inmévil y luego corrié hasta la reja, la abrié y me tomé en sus brazos: —jOtelo! ;Volviste! —exclamé y salté conmigo en brazos. No sé qué le dijo el sefior Fuendejalén al hombre azul, pero lo hizo pasar a la casa y le 16 ofrecié un plato de comida y estuvieron conversan- do mucho rato. Cuando Blanca me solt6 pude ir hasta la cocina para escucharlos, y fue cuando descubri que no habia viajado a Africa. Es més, ni siquiera me habia movido de mi pafs ni de mi ciudad. {Quieren que les cuente la verdad? Co- mencé a sospechar que no estaba en otro conti- nente cuando vi que en la tierra del hombre azul no habja zancudos del porte de un zapato, ni ser- pientes que me quisieran comer entero, y Ia gente, ‘a excepcién de él, no vestfa con ténicas azules, ‘sino de todos los colores, y tampoco andaban en grupos, sino a solas 0 en pareja. Entonces, cuan- do escuché decir al sefior Fuendejalén que durante todo este tiempo yo habfa vivido en el Iimite sur de la ciudad, confirmé mis sospechas. Pero no me amargué; al contrario, ladré contento. Después de todo, uno puede conocer e/ mundo si conoce pri- ‘mero el lugar donde vive. NOTAS Lo sieton,nswail El swail erenee a grupo de il peenece al grupo de eguas bantiies Gee blag eat cons com de At Cu & a «tombe Banco, en wah y una ea ema ms _que tienen los pueblos africanos para referirse a las aes ee a inpersona ln. Uganda compare frontera con Ruanda, pals africano al que co- rmuinmente se ha denominado el «Tibet» de Aftica por sus innu- ‘merables montaias y corras. Ambos paises estin en el centro mis- ‘mo del continent. nel coin acao ain sbrevive uo dees oto pe ndey que van qc el mundo Se ona ee eg (uae arate lr nia ctr eA fein Lib, Nigary Nigra ite con iia gue ian lot Sones y que mediante un procs de tio aire queen de Color al soc fue les pina a il clara por 0 Toatan apodado los mbes zie Bascandosimeno yas mejores condiciones de vid, tduapaan orl Grr oten cn uncertain, Conic ecucon de muna vavr re sel en dnd cotaran ea ton, Saludo que en swaili significa vadelante» 0 ebienvenido». «folay en swahil «Xo hay problemas», en swahil, En su diario, Blanca aclara que escribe esta historia en honor & ‘Ryszard Kapuscinski esritor y reportero polaco que durante mu- ‘hos aflos se preocupé de dar conocer los horrores de as guerras ‘en el continente negro, Como Otelo no incluy6 el fragmento, se los copio a continuacién: «Este euaderno esti escrito en honor a Ryszard Kapuscinski escritor y periodist polaco a quien admiro xy me gustaria parecerme cuando grande». Kuna nini significa gpasaalgo?, en swahil.

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