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IES Nro.1 Dra.

Alicia Moreau de Justo

Profesorado superior de historia

Catedra: historia Argentina I

Alumno: Nahuel, Nuñez

Año de cursada: 2019

De la revolución al rosismo: Debates, actores, espacios.

Introducción

Tulio Halperin Donghi comienza su libro Revolución y guerra: formación de una


elite dirigente en la Argentina criolla ilustrando las dos grandes, y opuestas, visiones
historiográficas “clásicas” de la revolución de 1810. Por un lado, encontramos la visión
planteada por B. Mitre, en la cual el surgimiento del centro de poder político autónomo (en
términos de Halperin) era solo el signo por excelencia de un cambio más abarcativo: el
surgimiento de una nueva nacionalidad dentro de los límites del territorio que le fue
misteriosamente predestinado. De esta manera, los hombre y grupos que participan del
proceso aparecen vinculados, más que por los lazos de afinidad u hostilidad, por su común
participación en la construcción de un futuro que todos ignoran y todos prepara (Halperin
Donghi, Tulio. 1972: p.9)

Por otro lado, tenemos la postura de Vicente Fidel López, opuesta a la de Mitre,
caracterizado por Halperin como más interesado en el papel de un evocador nostálgico de
una elite liberal de Buenos Aires, más que de historiador de la nacionalidad. La misión de
esta elite liberal de Buenos Aires era la de suplir la ausencia de una nacionalidad más vasta
y gobernar el área que el destino había puesto a su cargo. Pero aun estando en las antípodas
de Mitre, Halperin reconoce que López coincide con él en contemplar el proceso
fundacional a partir de un desenlace de cuyos rasgos básicos se identifica: la consolidación
de un muy peculiar Estado nacional limitado por fronteras de ningún modo prefijadas por el
ordenamiento prerrevolucionario, y gobernada con cierto estilo y en relación con ciertos
objetivos (Halperin Donghi, T. 1972: p.10). En la perspectiva de Halperin, los elementos

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contingentes que ambos evocan en el proceso histórico, conservan para ellos una dimensión
actual: su adhesión a una cierta Argentina y el rumbo histórico que la preparo, es menos la
aprobación póstuma de un desenlace ya irrevocable que una toma de posición frente al
presente y al futuro (Halperin Donghi, T. 1972: p.10). En consecuencia, el desenlace que
ambos aprueban, no es visto por ellos como una de las tantas salidas abiertas por el proceso
de 1810, sino como un destino misteriosamente inscrito desde el origen de los tiempos en el
cuerpo y alma de la nueva nación- para de esta forma disipar las dudas que la fragilidad del
orden vigente parecen imponer- (Halperin Donghi, T. 1972: p.11)

Estas dos grandes posturas cometen un error, en perspectiva de Halperin, y es el de no


tener en cuenta, a la hora de explicar ese proceso, los altos y bajos del proceso histórico y
es de lo que se intentara dar cuenta en el siguiente informe, teniendo en cuenta los actores
que participan en él y los espacios en los que se desenvuelven.

I- A esta cuestión de las miradas historiográficas “clásicas”, planteadas por Halperin


Donghi, se suman los aportes hechos por otros historiadores en cuanto a las visiones sobre
las revoluciones hispanoamericanas y en especial la Rioplatense. Uno de esos aportes es el
hecho por J.C. Chiaramonte en los debates en torno al bicentenario, del boletín nro. 33 del
Instituto de historia Argentina y Americana, Dr. Emilio Ravignani. En su artículo La
dimensión Atlántica e hispanoamericana de la revolución de Mayo, Chiaramonte plantea la
utilización de una línea argumentativa que suprima el matiz tipológico evocado por el
concepto de “dimensiones”, para considerar a las revoluciones hispanoamericanas como
casos particulares de las tendencias revolucionarias del mundo atlántico durante la segunda
mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX (Chiaramonte, J.C. 2010: p. 19).
Considera que el concepto de lo atlántico es un esfuerzo por trascender los límites de las
historiografías nacionales y ubicar en esa amplia perspectiva, no solo a las particularidades
de cada caso, sino también las similitudes de los mismos (Chiaramonte, J.C. 2010: p. 14).
Esta postura puede construir una vía fructífera si se superan algunos prejuicios, como el
suponer una contraposición entre una “dimensión hispanoamericana” con contenido
hispano y de carácter tradicional, contra otra dimensión “atlántica” caracterizada por rasgos
extra-hispánicos de carácter moderno (Chiaramonte, J.C. 2010: p. 15).

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La discusión es con la postura tomada por F. Guerra, que en su perspectiva utiliza la
dicotomía de lo español y lo francés, abarcando en su análisis los elementos
modernizadores de la revolución hispánica de comienzos del siglo XIX. El problema del
modelo es la esquemática dicotomía modernidad/tradición en que enmarca su análisis. Para
Chiaramonte lo que se encuentra en la perspectiva de Guerra no es la dialéctica de lo
atlántico y lo hispanoamericano, sino la de la revolución francesa y la revolución hispánica,
en función de evaluar su ingreso a la modernidad (Chiaramonte, J.C. 2010: p. 16). Guerra
abandona el análisis de las afinidades y oposiciones entre la monarquía absoluta, los
sectores tradicionales y las elites modernizadoras, invocando las opuestas dimensiones de
sociedades tradicionales y política moderna (Chiaramonte, J.C. 2010: p.16).

Chiaramonte propone un examen comparativo de los procesos revolucionarios


(hispano y angloamericano), esto impone al historiador una cantidad de semejanzas, más
que diferencias: en primer lugar, que la revolución no adviene como efecto de una nación
en formación, sino como decisión de cada uno de los distritos políticos dependientes de la
monarquía. En segundo lugar, que la tendencia a una visión política de mayores
dimensiones se dio bajo la forma confederal, y que la legitimidad de lo actuado se escudaba
en el principio del consentimiento (Chiaramonte, J.C. 2010: p.16). Las diferencias radican
en que, mientras la revolución de las colonias angloamericanas enfrentaba a la mayor
potencia de la época, Gran Bretaña, la de las colonias hispanoamericanas desafiaba a una
potencia en decadencia como España, apoyándose en el poderío de Gran Bretaña para
hacerlo. Por otro lado, mientras en el caso angloamericano el tránsito de la confederación a
una mayor unidad política respetó el principio del consentimiento, en el caso rioplatense el
proceso fue distinto y dilatado, debido a la violación de este principio (Chiaramonte, J.C.
2010: p. 17)

En otro aspecto, Marcela Ternavasio en su análisis sobre la política y cultura política


ante la crisis del orden colonial, argumenta que el problema de las perspectivas sobre la
revolución se encuentran en la clave historiográfica, en las tensiones de los intercambios
entre historia política e historia social y económica, y los nuevos estudio subalternos (o
historia desde arriba y desde abajo). En este sentido, plantea que estos últimos enfoques
reclaman a quienes prefieren hacer una historia centrada en las dinámicas políticas de las

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elites cierto déficit en lo social, lo que la lleva a preguntarse si regresar a una convergencia
entre estos dos niveles de análisis no borra una realidad en la que se supone, que las nuevas
perspectivas no demandan, como antaño, convertirse en paradigmas o modelos analíticos
homogéneos, sino en un punto de vista más de entre otros (Ternavasio, M. 2011)

La problemática subyace en que la nueva historia política, al integrar las herramientas


conceptuales de la historia cultural, y ampliando su enfoque, condujo a una dilatación de su
campo de estudio en el que la política y la cultura política se confundieron en una misma.
Esto trae aparejada la complejidad de ciertos problemas, que se ven reflejados sobre todo
en los estudios de casos en que quedan englobados bajo la “imprecisa categoría” de cultura
política asuntos tan diversos que van desde la dinámica social o el orden jurídico, hasta la
circulación y la resignificacion de leguajes políticos, las dinámicas de sociabilidad o las
disputas en torno a la representación, la justicia o la nueva simbología del poder político
(Ternavasio, M. 2011). Ahora bien, ninguno de los historiadores parece discutir el inicio
del orden colonial en 1806, pero los puntos de aproximación que diferencian y discuten el
orden de continuidad planteado por la historiografía clásica mitrista. Hasta ahora hemos
visto los casos de la perspectiva espacial, en la que se discute el ámbito de las revoluciones
y sus rasgos característicos en los dos modelos de Guerra y Chiaramonte, y la discusión
sobre la historia política, con visión en el papel de las elites, y la nueva historia política con
su enfoque más cercano a la historia cultural y de los sectores subalternos.

Jorge Gelman en su publicación para el boletín nro.33 del Ravignani sobre el cambio
económico y desigualdad. La revolución y las economías rioplatenses, reconoce dos
aportes que rompen con la visión del ciclo de continuidades en el desarrollo de la historia
económica local desde tiempos coloniales, anclada en el argumento de que pese a las trabas
puestas por la monarquía hispana, conseguirá desarrollarse y marcar así los rasgos típicos
de la economía Argentina desde los tiempos más remotos (Gelman, J. 2011). Será recién en
los setenta cuando se introduzcan algunos cambios radicales a esta visión del desarrollo
económico argentino a largo plazo, sobre todo en manos de C. Assadourian y Tulio
Halperin Donghi. El primero tiene la importancia de haber destacado la originalidad del
sistema colonial, y su alteridad con el modelo agroexportador del siglo XIX, quebrando la
mirada de continuidad entre colonia y revolución (en su conocido estudio de la economía

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cordobesa de los siglos XVI y XVII); por otra parte, Halperin Donghi recibe un tratamiento
especial en este artículo, por su análisis de la expansión ganadera de buenos aires en la
primera mitad del siglo XIX, cuya interpretación implicaba un cambio fundamental en la
economía y el carácter de las elites porteñas de esta etapa, así como un análisis inteligente
de las dificultades que debieron atravesar casi todas las economías del interior ante la
fractura del espacio colonial, la crisis de la minería andina y los costos de las guerras
(Gelman, J. 2011)

Estos estudios han mostrado la existencia de sociedades agrarias y mercantiles


dinámicas, compuestas por actores muy diversos y orientadas centralmente a producir un
conjunto de bienes que se pudieran vender en los mercados andinos, aunque luego estos
mercados se fueron multiplicando- sobre todo a medida que avanzaba el siglo XVIII,
Buenos Aires se convirtió en una alternativa para muchas regiones rioplatenses que tenían
dificultades a la hora de colocar sus excedentes agrarios en la región andina. Pese a esto, las
economías del Litoral, y entre ellas la que rodeaba a su principal puerto de Bueno Aires,
tenían como norte principal la producción de bienes agrarios y artesanales para abastecer a
sus mercados locales y a otros del espacio interior (Gelman, J. 2011). Esto resultara en que
algunas zonas como Buenos Aires, Santa Fe, y en las últimas décadas del siglo XVIII, la
Banda Oriental y Entre Ríos, conocieran procesos de crecimiento no radicalmente distintos
a los de las economías interiores, pero con mayor continuidad y ritmos más intensos. Esta
diferencia parece no haber producido, en la segunda mitad del siglo XVIII divergencias
importantes en cuento al movimiento económico de las distintas regiones que luego serían
las Provincias unidas del Rio de la Plata, pero la historia cambiará después de la
revolución, generando una debilidad de los Estados poscoloniales, ligada a la intensidad de
las guerras, el desorden y la discontinuidad administrativas (Gelman, J. 2011)

II- En su artículo formas de identidad en el Rio de la Plata luego de 1810, J.C.


Chiaramonte afirma que existen y coexisten tres formas de identidad política luego de la
independencia: *hispanoamericana; * rioplatense o Argentina; * provincial. La primera de
estas tres, la hispanoamericana, es una prolongación del sentimiento español elaborado
durante el periodo colonial; la identidad provincial es el sentimiento lugareño y la
rioplatense, posteriormente Argentina, es de más compleja delimitación y fue de interés

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para la historiografía del siglo XIX (Chiaramonte, J.C. 1989: p. 71). En su perspectiva,
poco se ha entendido de que el hecho de su coexistencia reflejaba, por un lado, la
ambigüedad en que se encontraba el sentimiento colectivo inmediatamente después de
producida la independencia, y traducía, por el otro, la dirección en que se movía el proceso
de formación de una identidad política dentro del proceso de formación de los nuevos
países independientes (Chiaramonte, J.C. 1989: p. 71)

Estas tendencias pueden ser significativas con respecto al problema de las formas de
sociedad y de Estado existentes en la primera mitad del siglo XIX; y su conflictiva
coexistencia, el exponente de la inexistencia de un soporte social definido para los
proyectos de nuevos Estados nacionales, que el desplome del poder ibérico hacia concebir.
En definitiva, la no existencia de una sociedad, economía, mercado, de contornos
superiores a los del ámbito provincial (Chiaramonte, J.C. 1989: pp. 71/72). Es por eso que
es un equívoco, en perspectiva de Chiaramonte, interpretar los movimientos de
independencia como derivaciones de la maduración de una burguesía capitalista que habría
necesitado romper la dominación colonial para poder dar rienda suelta a su desarrollo, ya
que si se siguiera esta perspectiva, la nación y el sentimiento nacional ya estarían puestos
desde un comienzo y solo se trataría de rastrear su génesis y manifestaciones lo más ataras
en el tiempo posible (Chiaramonte, J.C. 1989: p. 72). Se debe contemplar el proceso de
formación de nuevas nacionalidades y sus organizaciones estatales eludiendo el efecto
deformador del supuesto de considerar lo nacional coexistente o anterior a la
independencia.

Por otro lado, Raúl Fradkin considera ver la cuestión de la revolución y sus actores en
una doble clave historiográfica. En su artículo los actores de la revolución y el orden
social, propone ver, por un lado, la más reciente historiografía americanista, en la que dos
campos contienen una buena parte de las innovaciones en el tema: la historia política y la
historia popular. Estas dos posturas convergen en cuanto al tema que ocupa a Fradkin en su
artículo. Señala que hacia la década de 1970 solía predominar en la historiografía de las
independencias, la convicción de la que la revolución no había sido tal (Fradkin, R. 2011:
p.80), que había quedado incompleta o se había tratado de una revolución política, no había
alterado sustancialmente las relaciones y las estructuras sociales. Dos décadas después

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surgió y cobro primacía una visión inversa: de las independencias vistas como auténticas
revoluciones, pero por sus dimensiones políticas y culturales. Pero para Fradkin, las nuevas
visiones innovan menos de lo que admiten. Por un lado, porque algunas de sus
observaciones tienden a recaer sobre formulaciones del carácter colonial de las relaciones
bajo el imperio de la monarquía hispana, negando el carácter anticolonial de los
movimientos de independencia (Fradkin, R. 2011: p. 81). Por otro lado, no supuso una
recusación decidida del argumento de la visión que venía desplazar, la continuidad de las
estructuras y relaciones sociales coloniales, convirtió tal continuidad en la clave
interpretativa de los desafíos posrevolucionarios.

En segundo término, se encuentra el análisis que realiza sobre la historiografía


argentina, en la que retoma las propuestas hechas por Halperin Donghi sobre la revolución
como el fin del pacto colonial y que tras cuarenta años se había pasado de la hegemonía
mercantil a la terrateniente (Fradkin, R. 2011: p. 81); y por otro lado, retoma a Chiaramonte
en su propuesta de que las formas estatales posrevolucionarias eran un producto acorde con
los rasgos de las estructuras de producción y circulación que habían logrado sobrevivir.
Fradkin ve en estos dos postulados, que en donde Halperin enfatiza los cambios,
Chiaramonte postulaba la continuidad. En cuanto a los actores de la revolución, Fradkin
plantea para las dos últimas décadas dos perspectivas contrapuestas, como ya lo ha
señalado en los otros artículos, una desde arriba (centrada en las instituciones) y otra desde
abajo (en las resistencias y culturas políticas populares). La discusión, a su entender, es si
es posible un dialogo abierto entre ambas perspectivas, lo que supondría la necesidad de
ampliar y descentrar la sede de lo político (Fradkin, R. 2011: p.83). Esta visión impone la
cuestión de incluir a otros actores dentro del análisis, abriendo la posibilidad de dejar
considerar a la revolución como un fenómeno unitario orientado teleológicamente por una
misión providencial (Fradkin, R. 2011: p. 85).

Gabriel Di Meglio dirá que es cierto que “desocialización del análisis de lo político”
es una tendencia en la historia política de las últimas dos décadas, pero también en las
investigaciones sobre historia cultural, intelectual y conceptual del periodo independentista,
tampoco es raro que falte una dimensión social (Di Meglio, G. 2011: p. 98). Uno de los
desafíos en adelante, en su perspectiva, es como integrar los aportes que esos campos

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historiográficos han hecho al conocimiento del periodo con una mirada social, mas allá de
las especificidades de cada esfera, el no perder la pregunta clave por el quien y que
cualquier retorno a lo social empape esta mirada con las renovaciones de otros campos
historiográficos (Di Meglio, G. 2011: p. 98)

El camino, para Di Meglio, es uno que evite pensar a actores políticos que se estudian
sin un anclaje social, pero también eludiendo un regreso al determinismo que antes
proponía la historia social. Esto podría significar caer en un forzamiento de la evidencia
para su encaje en una apreciación modelística (Di Meglio, G. 2011: p. 99) como los
fracasos, en distintos momentos historiográficos, de probar una relación entre los intereses
de los hacendados y las causas de la revolución de Mayo. Para Di Meglio es importante
tener en cuenta que se suele tener la tentación a que las acciones políticas de las elites
puedan explicarse más fácilmente sin necesidad de recurrir a otras esferas, al mismo tiempo
que las intervenciones populares siempre tienen que tener un anclaje en lo social. Se debe
tener atención en las relaciones de las luchas políticas y conflictos sociales, observando la
participación popular en el periodo- de la revolución- se puede ver que en algunos casos ese
vínculo aparece como directo y claro (Di Meglio, G. 2011: p.99) su preocupación es la
participación política en lugares donde la tensión social no era tan fuerte, por ejemplo en la
ciudad de Buenos Aires hubo una participación política popular muy amplia sin reclamos
sociales formulados con claridad (Di Meglio, G. 2011: p. 100)

En su perspectiva, las dimensiones política y social pueden no ser fáciles de escindir


en un análisis, pero la no formulación de reivindicaciones sociales no prueba la inexistencia
de los mismos. En consecuencia los fenómenos políticos “altos” deben ser pensados
también desde lo popular, no se puede reducir a las clases populares a actores que solo
pugnan por tierra, salarios y soñaban con una sociedad más justa, porque se corre el peligro
de dejarlos fuera de los procesos en que si se impusieron. Por consiguiente cualquier
análisis de la acción popular, en un lugar determinado, en este periodo va a necesitar de una
mirada amplia (Di Meglio, G. 2011: p. 100)

III- Tulio Halperín Donghi presenta el proceso iniciado con la crisis del poder
colonial como una lucha entre dos facciones, durante la primera junta de gobierno. Por un
lado, se encuentran las milicias comandadas por el general Cornelio Saavedra y por el otro

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los “intelectuales” como Belgrano o Castelli cuyo mayor representante era el secretario de
la junta Mariano Moreno. En el momento en que se llamó a la Junta Grande, la facción del
savedrismo logró imponerse sobre la posición más radicalizada, sin embargo esta oposición
dura hasta 1810 en que se da el control del gobierno por parte de la logia Lautaro, con la
formación del directorio a cargo de Pueyrredón, dominio que se rompe en 1820 con la
Batalla de Cepeda. Marcela Ternavasio afirma que la derrota de las fuerzas directoriales el
1ro de Febrero de 1820 en cepeda, terminó de sellar el destino de un poder central ya muy
debilitado. La disolución del congreso primero y del directorio después, abrió un proceso
de trasformación política general, que a largo plazo daría la conformación de los Estados
provinciales autónomos (Ternavasio, M. 1998: p. 161). En el corto plazo generó en Buenos
Aires una crisis política, agudizada luego del tratado de Pilar el 23 de Febrero de 1820, en
el que se firmaba, entre otras cosas, que la futura organización del país seguiría siendo el
modelo de la federación.

En consecuencia, tanto la ciudad como la campaña fueron escenario de una disputa


que vio sucederse hasta una docena de gobernadores, elegidos de formas más variadas:
cabildo abierto, elecciones indirectas, asambleas populares, etc. (Ternavasio, M. 1998: p.
162). El enfrentamiento entre ciudad y campaña se definió primero en el campo de batalla
al ser derrotados los líderes del movimiento que, bajo influencia de Estanislao López,
buscaban imponer la mayoría de representantes del campo en detrimento de la ciudad; y
luego en la negociación que dio por resultado la nueva representación política plasmada en
la ley electoral de 1821. Al final, la lucha facciosa del “fatídico año 20” dio paso a una
suerte de depuración de la elite y a la conformación de una clase dirigente, heterogénea en
su origen, pero con un objetivo en común: ordenar el caos producido luego de la caída del
poder central (Ternavasio, M. 1998: p. 162). Este orden ya no buscaba poner a Buenos
Aires en el centro del poder “nacional”, sino volver fronteras adentro para reflotar la
desquiciada economía provincial, organizar la indisciplinada sociedad movilizada al calor
de la guerra de la guerra de independencia e imponer un nuevo principio de autoridad.

El grupo dirigente que oriento la administración provincial en los primeros años de la


década incluyo a muchos personajes que luego de la revolución hicieron de la política su
principal actividad. El que más apoyo obtuvo fue el gobierno de Martin Rodríguez, que

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estuvo vinculado al orden impuesto en la provincia por la nueva administración, y sus
ministros- Bernandino Rivadavia en la cartera de gobierno, y Manuel García en la
hacienda- así el entonces llamado “partido del orden” reunió en su seno a un heterogéneo
grupo de la elite bonaerense empeñado en un plan de reformas tendientes a la
modernización de la estructura administrativa heredada de la colonia y ordenar la sociedad
surgida de la revolución (Ternavasio, M. 1998: p. 163). La “feliz experiencia de Buenos
Aires”- connotación por la paz de esos años- no estaba, sin embargo, destinada a durar
mucho. Las elites bonaerenses solo se habían replegado y aceptado las transformaciones
internas de la nueva administración por el acuerdo tácito que la lucha facciosa de los
primeros años había producido, pero en cuanto surgieron propuestas para convocar a un
congreso constituyente para intentar organizar al país bajo un Estado unificado, las
diferencias y querellas reaparecieron una vez más (Ternavasio, M. 1998: p. 164)

El elenco que dirigió la política provincia primero, y la del congreso después, cayó
preso de las divisiones y disputas, debiendo enfrentar además la guerra con el Brasil en el
exterior y la guerra civil en el interior. Así para Ternavasio fracasaba el último intento de
construir el país del siglo XIX, y con él la “feliz experiencia” iniciada pocos años antes,
pero su efímera duración no debe ocultar la importancia y continuidad de sus logros: ya que
el gobierno de Rosas se apoyara, más adelante, en la ley electoral sancionada en 1821-
marcada por Ternavasio como el rasgo de la idea republicana del partido del orden.
(Ternavasio, M. 1998: p. 164)

En su análisis de la figura de Juan Manuel de Rosas, John Lynch impone la figura del
hacendado, caudillo rural, que luego devino en gobernador de Buenos Aires desde 1829
hasta 1852. Marca el carácter de un hombre que dividía a la sociedad entre los que mandan
y los que obedecen y que creía que el régimen colonial había impuesto instituciones básicas
y gubernamentales fuertes y la revolución de Mayo de 1810 había sido un mal necesario
(Lynch, J. 1982: p. 311). Lynch tiene la imagen del estanciero que estaquea a sus peones y
que como gobernador utilizaba a los jueces para llenar las cárceles a tope, visión del
caudillismo ligada a la historiografía marxista del caudillo que moviliza a sus peones
(Goldman, Salvatore. 1998: p. 10), y que en lugar de una constitución exigió la soberanía

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total, justificando la posesión de un poder sin límites (1835) bajo la afirmación de que era
esencial para evitar la anarquía (Lynch, J. 1982: p. 311)

En contra parte, Jorge Gelman en su trabajo Un gigante con pie de barro. Rosas y
los pobladores de la campaña esgrime como durante la época de gobierno rosista, hay una
especie de sociedad bipolar. En la cual los peones se encuentran en una gran desventaja
frente a los hacendados, ya que son trabajadores sujetos a la amenaza y protección de los
mismos, pero resalta el hecho de que el campesinado está regido bajo normas del derecho
de gentes/consuetudinario, mediantes cuyos canales los estancieros deben entablar sus
negociaciones y no pueden pasar por alto, lo que en rigor de verdad significa que no
actuaban sobre un vacío sino sobre un mundo rural muy complejo. El mismo Gelman, junto
a Raúl Fradkin, afirman que el sistema de Rosas no sería comprensible sin incluir en
consideración su vasto repertorio de acciones impulsadas por el gobierno y su red de
autoridades subalternas. Pero también debó utilizar a muchos otros agentes para conquistar
la adhesión de los sectores sociales y construir una identidad federal que los incluyera
(Gelman, J. Fradkin, R. 2015: p. 433). Lo esencial de Rosas, que bien hace en notar
Ternavasio, es el carácter de continuidad con las instituciones rivadavianas. Halperin
Donghi dirá en las conclusiones de Revolución y Guerra que “Rosas es el hijo legítimo de
la revolución” visión que podríamos tomar desde el punto de vista de un hábil político que
sabía que las instituciones y conquistas conseguidas desde el proceso de 1810 ya no tenían
marcha atrás, sobre todo la ampliación del sufragio a la campaña en la ley electoral de
1821. Esto se evidencia en la dicotomía que Domingo Faustino Sarmiento plantea en
Civilización y barbarie entre el Facundo y Rosas, donde el primero es puro ímpetu y el
segundo es calificado como “calculo y sistema” y lo que reflejaría una imagen de Rosas
como un hombre pragmático, y al igual que para el partido del orden, con ciertos rasgos de
republicanismo.

Fuentes sobre la revolución: en cuanto a algunos de los temas ahondados por los
historiadores presentados, algunos de ellos pueden evidenciarse en los relatos del diario de
un soldado, que pertenece a un integrante de las milicias del regimiento de patricios con un
mediana baja alfabetización, que relata los hechos ocurridos desde el 24/06/1806 en que se
dieron las invasiones inglesas al territorio argentino hasta el 18/08/1810 los días previos a

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la revolución de mayo. En cuanto a los actores del periodo de la revolución, analizados
tanto por Fradkin, como por Dimeglio, el relato del día 8/10/1806 en que hace aparición los
caciques de las costas del sur y de las “medianías de la punta de San Luis” muestra que
pese, a que los actores en esta fuente se relacionan sobre todo en el espacio provincial (la
plaza y el cabildo) hay otros actores fuera (en las periferias agrestes) que aparecen para
sumarse a prestar servicios a la revolución y confirma lo dicho por Dimeglio sobre los
actores que sin reivindicaciones claras están presentes y actúan durante el proceso, sirve
también, sea de paso, para ver la visión de los espacios- de la provincia hacia el interior del
virreinato y también el espacio atlántico (en el relato del 21/agosto de la jura del Rey
Fernando VII).

En cuanto al tema de la identidad, los relatos del soldado en cuanto a la definición de


pueblo y su “retracción” al llamar al partido del cabildo “pueblo”, es interesante para
observar como los sectores populares entendieron las significaciones de los grupos, y sus re
significaciones. Por otro lado, también es interesante en este punto la lealtad y la identidad
con sus jefes de milicia, los que por su valentía y habilidad para tratar con el cabildo podían
conseguirles ciertas concesiones.

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