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Soó crates quena efectivamente ver la repuó blica funcionando. Al admi tir la
necesidad de los dos elementos, el discursivo y el descriptivo, Pla toó n establecióa un
modelo para futuras utopióas. Como ninguno de los per sonajes de la Repuó blica
vuelve a aparecer ni en el Timeo ni en el Critias, se han formulado dudas acerca de
la relacioó n de complementariedad en tre las tres obras; de cualquier manera, en el
Renacimiento se dio por descontado que existia una conexioó n cierta entre las
mismas.
Soó crates finge una incapacidad fundamental para presentar un retrato dinaó mico de
la repuó blica ideal escudaó ndose en que eó sta queda fuera del alcance de su
experiencia; pero sus interlocutores Timeo, Critias y Her- moó crates se revelan
aptos por naturaleza y «rodaje» para estas tareas, ya que habióan tomado parte en
asuntos de caraó cter puó blico. Aguijoneado, Critias acepta el reto y decide relatar la
historia del conflicto entre la de saparecida isla Atlaó ntica y la antigua Atenas, la
ciudad ideal, a tenor de la tradicioó n a partir de Soloó n, quien la habióa conocido de
los sacerdotes de Sais en Egipto. (p. 172)
El caraó cter inacabado del Critias de Platoó n, junto con su incapacidad para presentar
una ciudad ideal tal y como fuera prometida a Soó crates, dio pie a Moro, a casi dos
mil anñ os de distancia, para concebir su propia obra como una especie de
acabamiento y culminacioó n del diaó logo platoó nico. Inicioó su andadura precisamente
en el punto donde los sabios anti guos se habióan parado, con la intencioó n clara de
mostrar una repuó blica ideal en actividad. Moro podióa hablar alegremente de su
superioridad respecto a Platoó n, pues en ninguó n momento pondrióa en tela de juicio
su profunda veneracioó n por la Repuó blica. En la eó poca en que arriboó a Ingla terra, ya
habióa concluido la acerba controversia sobre la aceptabilidad moral de Platoó n.
Moro habióa leiódo en Londres la Repuó blica en griego bajo la guióa de los humanistas
ingleses, y a lo largo de toda su vida, cuan do tenia que afrontar alguó n problemilla
domeó stico o en momentos crióti cos de su existencia, como lo serióa todo el anñ o que
precedioó a su muerte, no dejarióa de acudir a san Soó crates en busca de iluminacioó n.
La Utopióa de Moro combina, en la mejor tradicioó n platoó nica, la argumentacioó n ra
cional con escenas emocionales y con la propia historia, creando un equi librio
artióstico rara vez conseguido por los utopistas posteriores. (p. 173)
Sin em bargo, los utopianos, que habian llegado a verdades morales y polióticas de
elevada categorióa mediante el esfuerzo de toda la comunidad, no vi vióan en un
estado paradisióaco. Aun cuando habian liberado su sociedad de muchiósimas
vanidades, tenióan que trabajar y todavióa existióa el crimen dentro de sus fronteras y
la guerra con los enemigos de fuera. Si el reino de los cielos no es de este mundo,
hay que decir que la sociedad utopiana satisfacióa los deseos naturales asi como las
auteó nticas necesidades del hombre en esta tierra. (p. 176)
se puede ver una tesis cristiana de fondo: hay que refrenar el orgullo que
acompanñ a a la acumulacioó n de riquezas inuó tiles y superfluas.
La censura moralista del exceso de riquezas figuraba tambieó n entre las
ensenñ anzas cristianas y heleó nicas. El Menipo de Luciano, que habióa
traducido Moro, describióa la terrible suerte que espe raba a los ricos y
poderosos despueó s de la muerte, seguó n unas detalladas ordenanzas que
exigióan que sus cuerpos fueran atormentados en el Ha des, mientras sus
almas se quedaban en la tierra, donde se apoderaban de burros que eran
conducidos por los pobres durante un perióodo de 250.000 anñ os. (p. 179)
Pero el pintar una sociedad sin guerras a principios del siglo xvi habrióa equivalido a
privar al libro de la verosimilitud que querióa darle Moro.
De cualquier manera, el problema de la guerra no ocupa en Utopía un lugar tan
importante como el que ocupara en la repuó blica de Platoó n o en la Europa del
tiempo de Moro. El triunfo de la batalla ha dejado ya de constituir la prueba
definitiva para la sociedad oó ptima. La guerra, lo mismo que el crimen, es inevitable
porque todavióa reina el mal en el mundo; pero la manera tan curiosa con la que los
utopianos desarrollan sus guerras no puede por menos de parecer una estupenda
caricatura de las proezas militares de los aristoó cratas de su tiempo y, por ende, de
la guerra en general. El tono coó mico de la guerra utopiana puede haberlo cogido
Moro de las batallas entre habitantes de la luna y habitantes del sol que aparecen
en la Historia verdadera de Luciano. Aunque los utopianos poseen una milicia y se
entrenan ellos mismos para la guerra, prefieren sin embargo servirse de
mercenarios, o comprar a los enemigos potencia les con su oro y plata, que no
estiman en nada, y emplear teó cnicas propagandiósticas sofisticadas con el fin de
minar la moral del gobierno enemigo; todo ello antes que dar la cara en un choque
a campo abierto. (p. 181)
Si Moro no pintoó un estado de paz eterna y universal, sió hizo todo lo que
pudo para que las costosas guerras europeas entre hermanos cristianos
pareciesen estuó pidas y fuó tiles. (p. 182)
La rehabilitacioó n que hace Moro de la idea del trabajo fiósico constituiraó un jaloó n
decisivo en la historia del pensamiento utoó pico.
Tal vez sea el placer de Utopia una de las claves maó s importantes para comprender
de verdad el comportamiento de sus ciudadanos. Los utopianos estaó n convencidos
de que la felicidad humana descansa funda mentalmente en el placer -no la
concupiscencia soez y sin freno, sino las diversiones honestas y moderadas que
conducen al verdadero contento-. La voluptas, o placer, tal como la entiende Moro,
comprende «todos los movimientos y estados del cuerpo y de la mente en los que
se recrea el hombre, debidamente guiado por la naturaleza». Moro cristianizoó la
idea de placer ampliaó ndola maó s allaó de la voluptas claó sica e identificaó n dola con el
gozo y la dulzura. (p. 182)
Moro se preocupa por establecer bien sus limites para evitar que se le
relacione con las concepciones populares y «epicuó reas» del mismo.
La buó squeda del placer tiene fundamentalmente dos limitaciones bien
niótidas: no es bueno nin guó n placer que tiene como secuela un dolor o
que puede perjudicar a los demaó s; por otra parte, hay que preferir los
placeres elevados a los maó s in feriores.
En efecto, las satisfacciones procuradas por percepciones visuales y
sonoras bellas son para los utopianos de un nivel maó s elevado y
espiritual, y los placeres de la cultura figuran entre los maó s dignos de
todos, aunque Moro reconoce que los maó s intensos placeres de la mente
«surgen de la praó ctica de las virtudes y de la conciencia de llevar una
vida honesta»
Sabemos algo de los placeres de la mente en que pensaba Moro con
relacioó n a sus utopianos; se trata, por ejemplo, de la amena conversacioó n
y del estudio de la literatura claó sica, con preferencia de la griega sobre la
latina. No es casual el que Moro presente a sus utopianos tan profunda
mente interesados por los iigros griegos, conocidos gracias a la pequenñ a
biblioteca personal de Hitlodeu. En ellos se halla el verdadero origen de
los valores humanistas, la mismiósima fuente de esa cultura que Moro
tanto apreciaba en la filosoióia y en la religioó n. Como buen administrador
de Pico della Miraó ndola, coloca a Platoó n en el primer puesto de la clasifi
cacioó n, sin que por ello desestime a Aristoó teles. Desde un punto de vista
maó s esteó tico, Moro se reclama de Aristoó fanes y Luciano. Como buen
cristiano, se complace de que el griego sea tambieó n la lengua de los
textos del Nuevo Testamento y de los santos Padres de la Iglesia, maó s
proó ximos a la tradicioó n apostoó lica que Jeroó nimo y su Vulgata. Erasmo y
Moro mostraron especial intereó s por ir a las mismas fuentes de la fe del
cristia nismo primitivo, y el griego se mostraba en este sentido
insustituible. Con relacioó n a toda la tradicioó n escolaó stica de la
cristiandad medieval, se da una actitud maó s bien frióa en esta fase de la
vida de Moro.
A lo largo del libro percibimos coó mo el placer uto- piano estaó
constantemente referido a un humanismo tradicional, como si a los
habitantes de la isla les preocupara maó s la disquisicioó n filosoó fica del
placer que el placer mismo, lo cual los situó a de entrada en una categorióa
bien distinta a la de los meros hedonistas. Si, a pesar de todo, se respira
un tufillo epicuó reo, se trata de un Epicuro que Erasmo habióa rehabilita
do, comparaó ndolo con un Cristo filoó sofo, y en ninguó n caso del Epicuro
bestia negra de la fe judaica y cristiana. El Epicuro humanista y cristiani
zado de Lorenzo Valia y de Erasmo, defensor de las gratificaciones im
prescindibles y sanas, pero no del placer por el placer, serióa el uó nico que
aceptara Moro. (p. 184)
Moro decidioó que los hombres habióan de trabajar soó lo lo imprescindible para salir
holgada mente al paso de las necesidades baó sicas, con un excedente para fines de
defensa o situaciones catastroó ficas -pero nada maó s-. (p. 185)
Ya Platoó n habióa tratado el tema de las distinciones fundamentales entre
mero deseo y verdadera necesidad en una sociedad ideal.
Es posible que estas burlas de Moro del lujo perso nal se deban a sus lecturas de la
literatura del viaje, sobre todo a los rela tos de Vespucci aparecidos en 1507, en que
aparecen los salvajes del Nuevo Mundo alegrenente indiferentes ante el oro y las
piedras precio sas. (p. 186)
La Utopia de Moro inicioó su andadura como una nueva forma de re toó rica, como
otra modalidad de ensenñ ar deleitando. Su tono general com pagina la broma y lo
serio, y el saber coó mo estaó n dosificadas ambas cosas depende de la percepcioó n del
lector tanto como de la intencionalidad del autor. (p. 192)
Hexter y Preó vost, Donner y los Delcourts y Suü ssmuth han devuelto a Moro al
ambiente humanista y cristiano de su eó poca, y en ciertos aspec tos han conseguido
un cierto consenso sobre Utopia, si bien quedan toda vióa en el aire los problemas
de la consistencia de la obra, de la medida en que Moro defiende la sociedad
utopiana y del equilibrio de su persona. (p. 209)
En la primera mitad del siglo XVI se inicia en toda Europa una profunda reforma
moral, protagonizada sobre todo —pero no exclusivamente—por los humanistas, y
prolongada en las deó cadas siguientes por los protestantes y los jesuitas. (1)
Me he propuesto explorar esa gran reforma moral a partir de tres nuó cleos
temaó ticos: el nuó cleo religioso, en el que se produce una criótica de la religiosidad
exterior y un reforzamiento de la interioridad, de la subjetividad y, en uó ltimo
teó rmino, de la conciencia; el nuó cleo poliótico, en el que se produce la secularizacioó n
de los fundamentos teoó ricos y de los mecanismos praó cticos del ejercicio del poder;
y el nuó cleo econoó mico, en el que se produce la santificacioó n del trabajo y el repudio
del ocio improductivo (tanto de los nobles y de los cleó rigos como de los pobres y de
los vagabundos). Y es que, en realidad, los tres aó mbitos comienzan a adquirir una
mutua autonomióa: por un lado, se desarrolla el aó mbito de lo privado, en el que se
recluye cada vez maó s la experiencia religiosa; por otro lado, se desarrolla el aó mbito
de lo puó blico, en el que la loó gica de lo poliótico, tambieó n llamada “razoó n de Estado”,
adquiere una fuerza cada vez maó s irresistible; entre uno y otro aó mbito, en fin, surge
el campo de las relaciones intersubjetivas, el campo del libre intercambio
econoó mico, el campo del mercado, en el que todo se compra y se vende,
comenzando por la misma fuerza de trabajo. (ibid.)
Las tres obras (de Moro, Maquiavelo y La Botie) se plantean el problema del poder,
de su funcionamiento y de su legitimidad. Y las tres coinciden en pensar lo poliótico
de forma inmanente, es decir, remitieó ndose exclusivamente a la condicioó n social del
hombre y al horizonte moral en el que se desenvuelven sus actividades. (p. 4)
En efecto, la Utopióa de Moro, heredera de la idea platoó nica del rey filoó sofo, y
representativa del pensamiento erasmista (es decir, del humanismo cristiano que
pretende una renovacioó n desde dentro de las estructuras polióticas y eclesiaó sticas),
comienza criticando el antagonismo existente entre poliótica y moral en la Europa
del siglo XVI. (p. 5)