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Alejandro Foxley. El Problema de la Deuda Externa Desde una Perspectiva Latinoamericana.

Desarrollo Económico. Vol. XXVII Nº 106. 1987.


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1
EL PROBLEMA DE LA DEUDA EXTERNA DESDE
UNA PERSPECTIVA LATINOAMERICANA*
ALEJANDRO FOXLEY**
América Latina se encuentra hay en un impasse. Después de más
de cuatro años en que los principales países deudores de la región se
sometieron a rigurosos programas de ajuste, las perspectivas no se
ven favorables. La tasa de crecimiento del PGB para el período
1984-90, considerando precios del petróleo alrededor de 18 dólares
por barril y tasas de interés LIBOR de 8 %, no sería superior a un 3,7
% anual en promedio para la región1. Debido a que el PGB per cápita
ha caído en un 8,8 % desde 1981, a este ritmo de crecimiento
América Latina apenas recuperaría en 1990 el PGB por habitante ya
logrado una década antes (CEPAL, 1986). Con este crecimiento, la
deteriorada situación del empleo en la región no mejoraría en el resto
de la década. El coeficiente de deuda sobre exportaciones sería
superior a 300 % y la región todavía requeriría a fines de la década
unos 30.000 millones de dólares anuales en financiamiento neto
adicional por año2.
Estas cifras son importantes porque refuerzan las dudas hay
generalizadas acerca de la viabilidad de la estrategia seguida hasta
ahora para resolver el problema de las deudas. En efecto, superada la
crisis coyuntural de 1982 y 1983, las expectativas de una solución
más permanente del problema estaban cifradas en un crecimiento
rápido del comercio mundial, el que haría posible una expansión
significativa en las economías de los países endeudados, fortaleciendo
así su capacidad de pago de la deuda. Esta era la mirada optimista
prevaleciente hasta comienzos de 1985. Ella estaba influida por la
* Este documento ha sido preparado para el Diálogo Interamericano. Fue escrito en
el Kellogg Institute of International Studies, U. of Notre Dame, octubre 1985. El
autor agradece comentarios y sugerencias de J. P. Arellano, C. Bradford, R.
Cortázar, J. M. Dagnino Pastore, R. Devlin, R. Feinberg, R. Ffrench-Davis, P. Hakim,
C. Ossa y K. Stenzel. Pero la responsabilidad del contenido es del autor.
** Presidente de CIEPLAN, Profesor de la Universidad de Notre Dame y Miembro del
Comité Ejecutivo de la Asociación Internacional de Economía.
1 Proyecciones del Proyecto LINK, U. de Pennsylvania, marzo 1986. El BID llegó a
resultados equivalentes en sus proyecciones efectuadas en igual fecha.
2 Estimaciones del BID, marzo 1986.
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visión que los propios bancos acreedores tenían acerca de la forma de
salir de la crisis.
La estrategia de los bancos consistía en intentar, gradual pero
simultáneamente, el logro de dos objetivos: primero, mejorar
rápidamente la posición financiera de los bancos, reduciendo su
volumen de créditos en América Latina y capitalizando una fracción
alta de sus utilidades de tal modo de cubrirse del riesgo de no pago
por parte de algunos deudores. Este objetivo se ha ido cumpliendo
exitosamente, al punto que a mediados de 1985 la posición financiera
de los bancos era ya equivalente, en cuanto a la proporción entre
créditos a países endeudados y su capital, a la que tenían en los años
anteriores a la crisis de la deuda (Morgan Guaranty, 1986).
El segundo objetivo era conseguir una mejora gradual en la
capacidad de pago de los mayores deudores, concentrándose, la
atención en tres países: México, Brasil y la Argentina. El desempeño
de estas economías ha sido seguido minuciosamente por los bancos.
Detallados estudios se emprendieron para evaluar sus perspectivas
hacia fines de la década.
Como es bien sabido, los bancos miden el “mérito al crédito” que
un país tiene a través de algunos coeficientes agregados. Tal vez el
más frecuentemente utilizado sea el coeficiente de deuda sobre
exportaciones. Se considera que un país se hace solvente y sujeto de
crédito cuando este coeficiente baja del 200 %.
No es de extrañar entonces que cuando algunas instituciones
financieras hicieron las proyecciones para Brasil y México y
encontraron que, bajo supuestos que en su momento parecían
plausibles, estos países podrían llegar a 1990 con una relación entre
deuda y exportaciones inferior al 200 %, los bancos respiraron
tranquilos. Mantenían aún preocupación por el caso argentino que
resultaba particularmente impredecible tanto por las vacilaciones del
gobierno de ese país frente al pago de la deuda, así como por la
incertidumbre respecto de la aplicación de una política de ajuste
económico interno, que la Argentina no parecía dispuesta a aceptar.
Cuando este país se embarcó en junio de 1985 en una política de
shock y mostró la voluntad de ponerse al día en el pago de intereses
de la deuda externa, los principales obstáculos latinoamericanos a la
resolución del problema de la deuda parecían superados.
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Por supuesto, los bancos estaban conscientes de que la situación
del resto de los países latinoamericanos no era necesariamente
equivalente a la de los ya mencionados. En realidad, las proyecciones
mostraban que para los países pequeños y medianos, como Chile,
Perú, Bolivia, Nicaragua, Jamaica y otros, los coeficientes de deuda a
exportaciones no cruzaban el umbral de la solvencia.
La posición de los bancos frente a estos otros países era afirmar
que en esas condiciones, gobiernos y organismos multinacionales
debían acudir al rescate de estas economías, a través de créditos
blandos.
La situación de los mayores deudores a fines de 1985 modificó la
visión optimista de los bancos. Es así como el número de septiembre
de 1985 de World Financial Markets revisa sus proyecciones
anteriores respecto de las economías de la Argentina, Brasil y México.
Según las nuevas estimaciones, ninguno de estos países aparece
acercándose siquiera al umbral de solvencia en sus coeficientes de
deuda sobre exportaciones (200 %) hacia fines de la década. Los
valores proyectados para 1990 para Brasil y México se encuentran
más bien alrededor del 300 % y en el caso de la Argentina, del 350
% (Morgan Guaranty, 1985). Las estimaciones no consideran el
impacto de la reducción del precio del petróleo en la economía
mexicana, la cual incluso en la actualidad está teniendo un
devastador efecto en la capacidad de ese país de hacer frente a sus
obligaciones.
El deterioro en la economía de esos países no ha sido un hecho
aislado. Los síntomas de un problema generalizado se encuentran a la
vista. Según fuentes bancarias, hacia octubre de 1985, diez países
latinoamericanos se encontraban atrasados en el pago de intereses, y
seis países no habían logrado cumplir las metas de los programas de
ajuste acordados con el FMI, mientras otros dos se negaban a
negociar con este organismo.
En 1985, Bolivia y Nicaragua, habían de hecho entrado en
moratoria de pagos. Perú anunciaba unilateralmente un límite
superior a los intereses que pagaría y rechazaba negociar con el FMI.
República Dominicana y Jamaica hacían esfuerzos para mantener una
precaria estabilidad política interna ante políticas de austeridad
extremadamente severas. Chile entró en un nuevo período de
estancamiento económico. México interrumpía el pago de casi 1.000
millones de dólares y solicitaba más de 6.000 millones adicionales
para poder mantener sus pagos en 1986. Su programa con el FMI era
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declarado por este último fuera de las metas. Brasil continuó pagando
intereses, pero no estaba en condiciones de establecer diferencias
con el FMI en relación a los programas de ajuste.
Este cuadro económico estaba siendo acompañado por presiones
políticas de los principales deudores latinoamericanos, solicitando un
nuevo enfoque para una resolución del problema de la deuda que
fuera compatible no sólo con el interés de los bancos de evitar crisis
de insolvencia, sino con la posibilidad real de las economías
latinoamericanas de reanudar un crecimiento económico vigoroso.
Esta era apreciada más y más como una condición necesaria para
mantener una capacidad de pago de la deuda externa por parte de
estos países. Algunos analistas interpretaron estas reacciones
políticas de los gobiernos como un síntoma de “fatiga de ajuste”.
1. La fatiga de ajuste
Como se ha señalado anteriormente, las perspectivas de
crecimiento no ofrecen expectativas, dentro de un horizonte
razonable, de mejorar la condición de vida de la población
latinoamericana. El esfuerzo de ajuste se percibe como inútil, desde
este punto de vista. Ello genera una “fatiga de ajuste”.
Es importante destacar que a pesar de esta situación la mayoría de
los países no ha considerado la alternativa de la moratoria, como
ocurrió en los años treinta. Ello se explica por una percepción por
parte de los países de que el costo de esa alternativa podría ser muy
alto. Por una parte, se asignaba un alto peso a la posible crisis de
liquidez que enfrentaría el país si se interrumpiera bruscamente el
flujo de créditos externos. Por otro lado, se tenía la expectativa de
que el “buen comportamiento” en el puntual pago de la deuda crearía
las condiciones para un pronto restablecimiento de los canales de
crédito voluntario por parte de los bancos internacionales.
Otra consideración que peso en ese momento se refería a la
situación política interna. Por un lado, gobiernos autoritarios que
habían visto debilitarse su base de apoyo interno procuraron afirmar
lo que percibían como sus principales fuentes de apoyo político y
económico externo: el gobierno de los Estados Unidos, los
organismos multinacionales y los bancos acreedores. Por errada que
hubiera sido esa apreciación, el hecho es que gobiernos como el de
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Chile actuaron sobre la base de ese supuesto. Se convirtió este país
en el más fiel cumplidor de las condiciones impuestas por el FMI y por
los bancos. Este cumplimiento se dio independientemente de las
catastróficas consecuencias sociales del ajuste impuesto.
En el caso de las nuevas democracias latinoamericanas,
paradójicamente se llegó a conclusiones políticas similares aunque
por razones distintas: la fragilidad inicial de los nuevos regímenes
democráticos y la necesidad de evitar a toda costa posibles desastres
económicos, como consecuencia de una brusca interrupción de los
flujos de créditos por parte de los bancos, llevó a gobiernos como los
de la Argentina, Uruguay y Brasil a posiciones extraordinariamente
cautas en sus enfoques respecto a la deuda y finalmente a seguir a
regañadientes las conductas exigidas por el FMI y por los bancos.
La percepción de estos costos, sin embargo, ha estado cambiando
desde fines de 1984. Por una parte, a pesar de su buena conducta,
algunas de estas economías se encuentran en una situación de
iliquidez externa. Lo ocurrido recientemente con México así lo
sugiere. Por otra parte, basta con observar las cifras para
comprender en qué consiste la disyuntiva. El crédito neto de los
bancos privados internacionales hacia los siete mayores deudores de
América Latina creció apenas un 2,5 % en 1983 y un 1,6 % en 1984.
Durante el primer trimestre de 1985 el flujo neto era negativo
(Morgan Guaranty,1985).
Por otra parte, el costo asociado a perder acceso a préstamos
voluntarios tiende a perder relevancia ante la impresión generalizada,
en los círculos financieros y políticos, de que los bancos no reiniciarán
voluntariamente, al menos hasta fines de esta década, un flujo
normal de créditos, excepto tal vez para aquellos países más
grandes, como Brasil, que muestren una recuperación sostenida y
sólida, incluyendo crecimiento económico significativo antes de esa
fecha.
El costo de acciones menos concertadas con los bancos y más
concertadas entre los países parece menor, no sólo por las razones
recién señaladas sino además porque, en varios casos, estos
gobiernos democráticos han logrado fortalecer notablemente su base
de apoyo político interno. Los ejemplos de Alfonsín, Sanguinetti,
García y Sarney son bastante elocuentes al respecto.
De hecho puede argumentarse que esta percepción de la crisis
económica unida a la imposibilidad de mejorar la situación económica
dependiendo, al igual que en el pasado, de altos niveles de
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endeudamiento externo, harían posible que nuevos líderes
latinoamericanos lleguen a acuerdos de movilizaciones nacionales a
gran escala con el fin de resolver la crisis de la deuda a través de
ahorro doméstico y esfuerzos internos.
La experiencia argentina parece aleccionadora. Mientras la
situación económica en ese país no se deterioró dramáticamente, no
fue posible conseguir el apoyo político necesario para ajustar la
economía. Fue el talento político de Alfonsín el que no sólo supo
reconocer el momento de límite en la crisis, sino que además pudo
convertir la crisis en una oportunidad. Cuando la percepción de crisis
se hizo generalizada y no se vio otra alternativa que la que ofreciera
Alfonsín, el gobierno tomó duras medidas económicas -el Plan
Austral- y la población las apoyó más allá de consideraciones de su
costo inmediato para cada grupo en particular. Alfonsín salió
fortalecido de la crisis y pudo ganar tiempo para preparar un camino
de salida más permanente. Lo mismo ocurrió posteriormente en
Brasil con la puesta en práctica del “Plan Cruzado”, de amplio apoyo
popular.
Lo que estamos sugiriendo es relativamente obvio. Ello es que es
posible para un país que enfrenta una severa restricción externa,
lograr una dinamización de su crecimiento si existe un liderazgo
capaz de movilizar a la población tras un proyecto nacional de
desarrollo, que cautive la imaginación de la gente y la motive para un
esfuerzo especial de ahorro y trabajo destinado a sacar al país de la
crisis. Se trataría de buscar una forma propia, nacional, de superar
las restricciones. Abundan las experiencias históricas que apuntan en
esta dirección.
Lo que restringe este camino para los países de América Latina en
los años ochenta es la escasa o ninguna autonomía que los gobiernos
tienen para definir un proyecto nacional de desarrollo que responda a
su propia tradición institucional o a las lecciones extraídas de los
propios aciertos y errores cometidos en su pasado inmediato o lejano.
2. ¿Una nueva condicionalidad?
El reconocimiento de la necesidad del crecimiento económico para
que la deuda pueda ser pagada por los países latinoamericanos ha
llevado al gobierno de los Estados Unidos a cambiar el énfasis con
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que se aborda el problema de la deuda. Se acentúa ahora la
importancia de un cambio estructural para dinamizar el crecimiento.
El ajuste estructural sería una condición necesaria para un buen
use del capital que organismos como el Banco Mundial pudieran
poner a disposición, en flujos más elevados, hacia los países
deudores. Los mayores recursos se darían condicionados ahora a
ciertas “políticas correctas” y del tipo de desarrollo “deseable” según
los enfoques prevalecientes en dichos organismos o en los gobiernos
que los influyen más decisivamente. Se trataría de una nueva forma
de la condicionalidad que se superpondría a la aplicada hasta ahora
por el FMI.
La extensión del principio de la condicionalidad a los programas
sectoriales o de cambio estructural que aborden los países en
desarrollo, puede implicar una severa limitación a la posibilidad de
cada país de buscar aquel esquema de desarrollo que le resulte más
eficaz para movilizar sus energías creadoras.
En el contexto actual, esta condicionalidad referida a las “buenas
políticas” está cada vez más cargada de un contenido ideológico. Las
buenas políticas no sólo consisten en manejar los instrumentos de la
política económica de determinada manera, al estilo de la
condicionalidad tradicional del FMI. Ahora se trataría además de
exigir cambios en las instituciones y en las estructuras siguiendo una
determinada preferencia ideológica. Así, por ejemplo, afirmaciones
públicas del secretario Baker parecen señalar a las organizaciones
multinacionales de desarrollo que su nuevo mandato es prestar a
aquellos países endeudados que están deseosos de moverse hacia la
“Reaganomics”: privatización de empresas públicas, políticas de libre
mercado, prácticas de libre comercio, liberalización de mercados
financieros, incentivos a la oferta a través de menores impuestos.
No pareciera pesar en esta nueva forma de la condicionalidad una
consideración adecuada de las experiencias -positivas o negativasque
con dicha política hayan tenido algunos países, particularmente
en el cono sur de América Latina.
Jamaica, como otros países, ha pasado recientemente por la
experiencia de la condicionalidad cruzada y simultánea del FMI y del
Banco Mundial en cuanto a su política económica y programa de
desarrollo. Su programa de ajuste estructural fue sometido a más de
veinte condiciones simultáneas que abarcan aspectos tan variados
como la privatización de los buses estatales y de las tierras del sector
público, cambios en la organización del Stock Exchange, un programa
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de reforma de la administración pública, las tarifas a cobrar por los
hoteles nacionales o en la propaganda comercial por la radio estatal,
las cuotas de reducción en la planta de empleados de empresas
estatales específicas, además de las condiciones más conocidas en el
campo de políticas de comercio exterior, tributaria, financiera y otras.
Si se amplía esta forma de condicionalidad, los países se
encontrarían sin autonomía para definir un proyecto de desarrollo, sin
grados de libertad para aplicarlo, y empujados en algunos casos a
cometer los mismos errores de aquellos países que liberalizaron
irreflexiva y apresuradamente sus economías en los años setenta en
América Latina. La alternativa para los países sería buscar
deliberadamente la ruptura y el delinking alternativa atractiva para
algunos pero incompatible con un desarrollo nacional en el marco de
una democracia y de los valores que a ella la acompañan. Países
aislados, autárquicos, con una “economía de guerra”, terminan
inevitablemente restringiendo las libertades públicas y desarrollando
una “política de guerra” de marcado sello autoritario.
Retomaremos estos temas más adelante. Pero antes es preciso
detenerse aún en el análisis de los supuestos básicos de la estrategia
actual -de los bancos y del FMI, de los países industriales- para
enfrentar el problema de la deuda.
3. Ajuste externo y ajuste interno
Dos son los aspectos que hacen frágil la actual estrategia para
resolver el problema de la deuda: el primero está en relación con la
noción de que el crecimiento de los países industrializados será el
principal mecanismo mediante el cual las naciones deudoras serán
capaces de resolver el problema de la deuda, y el segundo, con la
dificultad de sostener una estrategia en el tiempo que supone
transferencias permanentes y masivas de fondos desde los países
menos desarrollados a los más avanzados, lo cual ha estado
ocurriendo desde la inception de la crisis de la deuda.
La teoría de la locomotora
El problema de la deuda se resolvería sin necesidad de
intervención pública, según sus sostenedores, si se diera
establemente un crecimiento robusto de las economías industriales.
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Por robusto se entiende normalmente tasas que superen el 3 % de
crecimiento anual promedio para los países de la OCDE.
Ese ritmo de crecimiento haría posible una expansión de las
exportaciones de los países en desarrollo a tasas del orden de un 6 %
anual3. Con tasas de interés real en los mercados internacionales
proyectadas en valores que fluctuarían entre 4 y 5 %, el crecimiento
superior de las exportaciones haría posible a los países destinar
gradualmente una proporción cada vez menor de las exportaciones
para mantener el servicio de la deuda. De esta forma, la resolución
del problema puede tomar tiempo, pero un desenlace favorable -sin
más intervención que la requerida para tener buenas políticas
macroeconómicas- estaría garantizado.
Las economías desarrolladas en 1984 crecieron a un respetable 5
%, explicándose esta alta tasa por la fuerte recuperación de la
economía norteamericana, la que creció al 6,8 % ese año. Sin
embargo, la situación se revirtió bruscamente en 1985. El conjunto
de los países industrializados no creció sino a un 2,8 %. Este
crecimiento fue acompañado por un continuo deterioro en el poder de
compra de las exportaciones latinoamericanas. Este se redujo en un
4,6 % durante 1985 (CEPAL, 1986). Las perspectivas de recuperación
de los deteriorados términos de intercambio del comercio
latinoamericano no parecen promisorias (Proyecto Link, 1986).
Las cifras anteriores no tienen otro objetivo que el de señalar la
fragilidad del mecanismo en que descansa la posibilidad de pago de la
deuda latinoamericana.
El mecanismo de la “locomotora”, apoyado en el efecto de arrastre
que un crecimiento rápido y estable de las economías industrializadas
tendría sobre las exportaciones latinoamericanas y sobre los términos
de intercambio enfrentados por la región, no parecería un mecanismo
suficientemente estable ni confiable, como para dejar en las manos
de él la superación “automática” -a través de las fuerzas del
mercado- del problema de la deuda latinoamericana. Lo que se
requiere es una intervención activa de gobiernos y organismos
públicos multinacionales para “guiar” el proceso gradualmente,
neutralizando los posibles “shocks” externos, hasta que las
3Ha habido una larga discusión acerca de la relación entre crecimiento económico
de los países de la OCDE y expansión de las exportaciones de los países en
desarrollo. La discusión más completa puede encontrarse en Dornbusch y Fisher
(1985). Ver también Fishlow (1984) y Eaton y Taylor (1986).
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economías recuperen su capacidad de crecer sostenidamente, y por
lo tanto, de pagar la deuda.
¿Es sostenible el esfuerzo interno para pagar la deuda en América
Latina?
Como se ha señalado anteriormente, América Latina ha estado
transfiriendo desde 1983 unos 30.000 millones de dólares anuales
hacia los países industrializados. Esto representa alrededor de un 5 %
del PGB de la región.
Para efectuar esta transferencia, las economías latinoamericanas
tienen que liberar recursos que alternativamente habrían
incrementado el ahorro interno para la inversión. En efecto, la
transferencia se hace posible al generarse un excedente de divisas,
mediante un crecimiento de las exportaciones superior al de las
importaciones. Si la economía se encuentra cerca del pleno empleo,
ello se logra reduciendo el gasto interno. Esto permite generar ahorro
que luego se transfiere al exterior.
Para asegurar la capacidad de transferencia de recursos que
permita pagan la deuda es que los países aplican programas de
ajuste generalmente negociados con el FMI. La naturaleza de estos
programas es bien conocida. Lo que nos interesa destacar aquí son
dos aspectos: uno, la doble condicionalidad a que han estado
sometidos los países desde la crisis; y segundo, que los programas
del FMI han tendido a ignorar las particulares circunstancias y nuevas
restricciones que afectan a las economías como consecuencia de la
crisis de la deuda.
La doble condicionalidad surge porque hay actores diferentes que
imponen cada uno sus condiciones. El primero es el cartel de bancos
y el segundo es el FMI. La condicionalidad impuesta por los bancos
internacionales toma la forma del monto máximo de créditos que los
bancos están dispuestos a conceder al país respectivo. Esta la
determinan según tres criterios: la necesidad de reducir su
exposición, de aumentar sus provisiones agregando recursos a su
capital y de expandir los créditos sólo en el monto necesario para que
el país siga pagando los intereses, ojalá sin deteriorar su “mérito al
crédito”.
El esfuerzo interno que el país tiene que hacer es determinado por
el monto de su deuda y el valor que alcance la tasa de interés, así
como el monto máximo a prestar por los bancos al país en cuestión,
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el cual se deriva de los criterios antes mencionados (Dornbusch,
1986).
El monto máximo de créditos nuevos, sumados a los recursos
oficiales, constituye la restricción fundamental para el país, a partir
de la cual y como “factor residual”, se obtiene la magnitud del
esfuerzo de ajuste interno que éste debe realizar. Ese es el primer
factor que condiciona al país.
Un segundo tipo de condicionalidad se impone al especificarse
cómo es que el país se va a ajustar a la restricción de recursos
externos. Aquí el FMI plantea sus condiciones. Como se sabe, en lo
que se refiere al ajuste del sector externo, el FMI propone dos
caminos: reducir las importaciones contrayendo el gasto en la
economía. Y desviar recursos hacia la producción de bienes
exportables o sustituidores de importaciones, devaluando la moneda
nacional.
El ajuste efectuado a partir de 1982 en América Latina tuvo esas
características. Sus resultados también fueron típicos: las
importaciones cayeron fuerte y muy rápidamente y ello generó
significativas disminuciones de la producción. Es importante destacar
que la menor producción se debió sólo en parte a menores niveles de
demanda interna. De hecho, estas disminuciones fueron al menos
parcialmente compensadas por el aumento de la demanda por
exportaciones.
Las caídas en la producción se explican porque las economías
latinoamericanas han dependido históricamente de materias primas y
bienes de capital importados para ocupar plenamente su capacidad y
expandir su producción interna. Cuando las importaciones caen un 40
% en dos años, como fue el caso en 1982-1983, se genera una
escasez de insumos básicos para la producción provocando una
menor oferta de bienes.
Otro campo en el que las políticas de ajuste interno han generado
enormes complicaciones es el del ajuste en el sector fiscal. El FMI
siempre ha puesto especial énfasis en la reducción del déficit fiscal.
La recomendación toma una forma simple: reducir el déficit a la
mitad cada año, independientemente de su nivel relativo, ya sea que
se esté en el nivel de dos dígitos, o aún si se encuentra más cercano
al equilibrio.
Después del período de liberalización financiera en América Latina
ocurrieron dos cosas. El gobierno, las empresas públicas y el sector
privado se habían sobreendeudado en el exterior. Esto obligó a
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renegociar los créditos. En este punto, los bancos internacionales
forzaron a que el Estado asumiera las obligaciones externas
contraídas por el sector privado. Esto tomó la forma de un aval del
Estado a la deuda privada o la de una desdolarización de dichas
obligaciones, asumiendo el sector público el compromiso del pago en
dólares.
El pago de los intereses de la deuda externa pública obliga al
gobierno a generar un excedente en recursos internos. Dado que los
intereses han aumentado, esto lo hace reduciendo gastos,
imprimiendo dinero o emitiendo bonos que coloca en los mercados
financieros locales. Si escoge reducir el gasto, ello refuerza las
contracciones ya impuestas por el FMI en cuanto a las metas de
reducción del déficit no financiero. La rigidez del presupuesto fiscal
tiene como consecuencia que lo que más se contrae son la inversión
en general y los gastos en los servicios sociales.
El otro mecanismo abierto para el fisco es el de endeudar más al
gobierno o imprimir dinero. En el primer caso, la consecuencia es un
alza en la tasa de interés, lo que acentúa la recesión. Lo segundo
genera presiones inflacionarias, las cuales se amplifican por los
mecanismos de indexación. Esto es lo que se ha observado en los
casos de la Argentina y Brasil, donde la inflación se elevó por sobre
niveles de tres dígitos.
Por otra parte, la conversión de los recursos nacionales que capta
el Estado para pagar la deuda en dólares, obliga al gobierno a
comprar esas divisas creando una presión alcista en el mercado
cambiario. Las expectativas de devaluación que ello genera sólo
pueden atenuarse elevando fuertemente la tasa de interés interna.
Este es el mecanismo escogido por el equipo económico de Alfonsín
recientemente, pero en distintas variantes ha estado presente
también en México, explicando así las altísimas tasas de interés real
vigentes en esos países durante el ajuste.
Lo que hemos descrito hasta ahora tiene obviamente repercusiones
sobre el clima económico imperante en los países durante la fase de
ajuste poscrisis. Las consecuencias no deseadas de las políticas de
austeridad en un contexto de sobreendeudamiento pueden resumirse
de la siguiente forma: paralización productiva con estancamiento en
el crecimiento económico, agravamiento de la situación financiera de
las empresas productivas, altas tasas de interés real, presión sobre el
dólar y clima de incertidumbre permanente respecto de la economía.
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La incertidumbre es tal vez la característica más saliente. Ella se
origina en la precariedad del ajuste por las razones ya señaladas.
Esta se manifiesta en las repetidas desviaciones que durante el año
sufren las principales variables macroeconómicas respecto de la
trayectoria acordada con el FMI. Cuando ello ocurre, el FMI
interrumpe el flujo de fondos externos hasta que se inician las
conversaciones. Estas duran meses, durante los cuales los agentes
económicos están paralizados y a la expectativa.
En este ambiente, no hay continuidad posible en la política
económica. Los frecuentes cambios hacen al público perder la
confianza en la política. No hay inversión pero sí una tendencia
permanente a la fuga hacia el dólar. La fuga de capitales es la válvula
última de escape ante un clima de deterioro económico sin
expectativas de resolución. Esta ha sido estimada, para los diez
mayores deudores latinoamericanos, en 31.000 millones de dólares
sólo durante la fase de ajuste 1983-1985 (Morgan Guaranty,1986).
Lecciones acerca de la doble condicionalidad
Nadie podría negar que desde el punto de vista de evitar un
colapso del sistema monetario internacional, el FMI ha jugado un
papel fundamental presionando a países y bancos para la mantención
de los flujos de pagos y de una corriente mínima de créditos nuevos,
sin los cuales la “bomba de la deuda” habría ya explotado.
Tampoco puede desconocerse la necesidad de que los países
sobreendeudados tenían de ajustar sus economías a las nuevas
condiciones de escasez de créditos. Para ello era indispensable una
mayor disciplina fiscal, un esfuerzo de ahorro interno y una
orientación de la producción nacional hacia los mercados externos.
También es claro que el logro de una mayor competitividad
internacional es la mejor base para una salida sólida, de mediano y
largo plazo, del problema de la deuda4.
Pero lo que a menudo no es reconocido por las agencias
acreedoras es que los enfoques de política económica en América
Latina en los años ochenta son más sofisticados y pragmáticos que lo
que los antiguos estereotipos podrían admitir. Muchos gobiernos y
4Krueger (1985) desarrolla ampliamente este punto. Enfatiza además que la
mayoría de los países ya han ajustado sus políticas. Correspondería reducir ahora el
debt overhang, para hacer posible expandir las exportaciones de los países
deudores.
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autoridades en América Latina hoy en día pueden reconocer el
importante papel que juega el mercado y su buen funcionamiento
como condición necesaria, aunque no suficiente, para una eficiente
asignación de recursos en estas economías. Este enfoque reconoce, al
mismo tiempo, la realidad de una economía mixta, como una
formación histórica válida en América Latina que ha estado y estará
presente en el futuro, más allá de voluntarismos ideológicos de la
extrema izquierda o de la derecha más ideologizada.
Existe hoy en América Latina una comprensión mayor que en el
pasado acerca de la necesidad de fomentar y dar un amplio espacio al
desarrollo de la capacidad empresarial en estos países, lo cual supone
indudablemente una empresa privada dinámica, eficiente en lo
productivo y competitiva internacionalmente.
También se recoge críticamente en América Latina hoy día la
experiencia de aplicación de experimentos libremercadistas.
Constatando sus limitaciones, se acepta ampliamente la necesidad de
un rol activo para el Estado en estas economías, tanto en una función
reguladora, como orientadora del perfil de desarrollo futuro del país
y, desde luego, como protector de los sectores más pobres a través
de un desarrollo vigoroso de programas sociales.
La diferencia entre esta activa presencia estatal y el estatismo del
pasado, consiste en que ahora se concibe al Estado como
necesariamente abierto a la participación en las decisiones del sector
privado y del trabajo organizado. Se habla más de desarrollo
concertado y descentralizado hoy en América Latina, de pactos
sociales y concertación económica, que del estatismo o de la
exaltación ideológica de los libres mercados. Es interesante notar,
como Hirschman lo ha hecho, que mientras el pensamiento
latinoamericano
acerca de estos tópicos se ha hecho menos ideológico y
más pragmático, exactamente lo contrario ha ocurrido en los Estados
Unidos, donde la ideología está nuevamente de moda y presente en
la influyente administración Reagan.
Hecha esta aclaración, es inevitable plantear algunas de las
lecciones que desde América Latina se extraen a partir de la
experiencia de la “doble condicionalidad”.
El mandato del FMI es cautelar el orden financiero internacional,
condicionando su apoyo financiero para países en problemas a que
éstos tomen medidas que les permitan equilibrar su balanza de
pagos.
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Más allá de las medidas de emergencia requeridas, el éxito del
ajuste externo descansa necesariamente en el fortalecimiento de la
capacidad de las economías para exportar y sustituir eficientemente
importaciones.
Un aspecto normalmente ignorado de esta reorientación productiva
hacia la producción de bienes transables internacionalmente es que
su éxito descansa en el impacto que a nivel microeconómico, a nivel
de la empresa, tengan las políticas de ajuste macroeconómico.
Vimos en la sección anterior que las políticas de ajuste se habían
caracterizado por una reducción de la inversión de hasta un 30 por
ciento, y por la persistencia de una tendencia recesiva en la
economía: bajos niveles de ventas, capacidad ociosa crónica y alto
desempleo de la fuerza de trabajo.
El estancamiento en las ventas debilita la capacidad de pago de la
deuda de las empresas. Hay que notar que la cara microeconómica
de la deuda externa es la existencia de empresas productivas
sobreendeudadas a tasas de interés del mercado doméstico,
usualmente dos o tres veces más altas que las internacionales. El
ajuste recesivo con restricción de crédito hace subir la tasa de interés
y caer las ventas. Esto es lo que se denomina como la “crisis
interna”: aumenta fuertemente la cartera de préstamos no recuperables
para los bancos. Ello resulta en la quiebra de algunos bancos
e instituciones financieras y en la intervención de otras por parte del
Estado para evitar su quiebra. El intento de salvar empresas
productivas de la quiebra lleva o a licuar la deuda vía inflación, como
en el caso de Brasil y la Argentina, o a repetidas renegociaciones de
la deuda con los bancos como en el caso de Chile. En este último
caso, el gobierno a través del Banco Central termina subsidiando las
tasas de interés renegociadas, y asumiendo el riesgo cambiario si
acaso se desdolariza la deuda privada.
Esta empresa privada sobreendeudada y sin capacidad de
recuperación por las condiciones recesivas imperantes, sin interés en
proyectos de modernización productiva o de ampliación de capacidad
debido al efecto acumulado de la recesión y de la incertidumbre se
vuelve hacia una estrategia puramente defensiva y de sobrevivencia.
Presiona al Estado para que perdone sus deudas y reduce los salarios
y beneficios sociales de sus trabajadores, así como el tamaño de su
fuerza de trabajo. Cuando la situación se hace crítica, la empresa
comienza a desprenderse incluso de sus trabajadores más calificados
y con más larga experiencia en los procesos productivos.
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La empresa privada entra en un período de estancamiento y
letargo. Tanto a nivel gerencial como de trabajadores cunde la
desmoralización. La incertidumbre del empleo y de las condiciones
salariales resienten los niveles de productividad. No hay, en estas
condiciones, incentivos para la creatividad interna en la empresa,
requisito esencial para su reorientación en la dirección del logro de
competitividad internacional.
¿Podrían replicarse las experiencias exportadoras exitosas del este
de Asia en un clima microeconómico que desestimula la innovación, la
creatividad a incluso la modernización de los procesos productivos?
La causa real del decaimiento de la empresa privada en América
Latina en estos años no se encuentra tanto en un crowding-out por
parte del Estado, ni tampoco se origina en un exceso de controles
públicos. El clima económico ha sido más bien notablemente
permisivo con la empresa privada en la década de los setenta. Su
raquitismo actual se explica más bien por errores que se cometieron
en el período de liberalización, tales como su sobreendeudamiento a
tasas de interés que superaban con creces la rentabilidad de sus
activos. Y, sin duda, la mayor fuente de problemas la constituye la
política de ajuste, concebida como un proceso puramente
macroeconómico, sin que sus repercusiones sobre la empresa reciban
una adecuada consideración.
La lección, entonces, es relativamente obvia. Si la condicionalidad
del FMI se orientara a fortalecer a la capacidad exportadora, ella
debería centrar su atención en las condiciones microeconómicas
necesarias para recuperar a las empresas productivas de su
debilitado estado actual.
El primer requisito es el saneamiento financiero interno de las
empresas. Pero, sobre este aspecto el FMI no provee respuestas. Se
limita a imponer condiciones a nivel macroeconómico de contracción
del crédito del Banco Central, una buena parte del cual se destinaba
precisamente a mantener vivas las empresas, privadas o públicas,
que de otra forma irían a la quiebra. Reducciones en los créditos
tendrían negativos efectos en la posición de esas firmas.
Naturalmente, la capacidad de pago de éstas depende de su
rentabilidad la que a su vez está condicionada, en el corto plazo, por
el nivel esperado de ventas. Una política de ajuste que no contemple
la perspectiva de una reactivación de la demanda hace imposible a la
empresa pasar de su estrategia de pura supervivencia a otra más
activa en que normaliza su situación financiera y comienza a preparar
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su readecuación a las nuevas señales del mercado que, a través de
un tipo de cambio alto y aranceles relativamente bajos, le está
indicando la necesidad de orientación hacia el mercado externo.
Mientras la empresa privada se debate con los problemas de su
deuda y la declinación de sus mercados, ¿cómo es posible reactivar?
¿Quién va a abordar los proyectos de inversión que pongan en
marcha la economía paralizada? La empresa pública y el Estado en
general tienen un papel inevitable en esta coyuntura, como por lo
demás fue demostrado por la estrategia exitosa de salida de la Gran
Depresión de los años treinta, en que la empresa privada sufría
problemas similares a los que enfrenta hoy en América Latina y que
le impedían convertirse en el factor activo para salir de la recesión y
reiniciar el crecimiento.
Aún con una empresa privada en recuperación, subsiste el
problema del fortalecimiento de la capacidad exportadora. Esta
depende no sólo del saneamiento financiero y de un buen tipo de
cambio. Requiere además de investigación en nuevos productos, de
mejoras en la calidad de éstos y del acceso a nuevos mercados. Las
condiciones de los mercados externos van a ser, por otra parte,
difíciles en el resto de esta década: expansión más lenta del comercio
mundial que en los setenta, mayor proteccionismo y un número más
alto de países tratando de exportar más hacia los mismos mercados.
Es difícil que esta estrategia pueda tener éxito si no es a través de
una asociación estrecha entre exportadores -actuales o potenciales- y
el Estado.
Así lo hicieron los países europeos en la posguerra y los asiáticos
más recientemente.
Por último, las condiciones económicas de los años ochenta a nivel
internacional configuran un cuadro de inestabilidad, de volatilidad en
las tasas de interés y de posibles shocks externos causados por el
ajuste de las economías industrializadas. La presencia de estos
factores hace razonable plantear una acción estatal que reduzca la
incertidumbre y estabilice las expectativas de los agentes económicos
internos, como condición para que éstos tomen decisiones de
inversión con la empresa privada. También la participación de
organizaciones sindicales puede ayudar a reducir esa incertidumbre y
a la estabilización de expectativas.
Otras lecciones respecto de la condicionalidad del FMI se refieren al
reconocimiento de algunas complicaciones estructurales que pueden
resultar en consecuencias negativas para la recuperación de la
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economía. Una es la alta incidencia del componente financiero -pago
de la deuda externa- en los presupuestos públicos hoy en América
Latina. Cuando ello no se reconoce y se impone mecánicamente la
condición, sin base teórica, que cualquiera sea el nivel de gasto es
preciso reducir el déficit del sector público a la mitad, se pone al
gobierno en una camisa de fuerza. Este debe interrumpir los
proyectos de inversión necesarios para la reactivación, y se ve forzado
a reducir los gastos sociales destinados a compensar los peores
efectos de la recesión sobre los grupos más pobres. Finalmente, la
política va a producir en un último caso un alza en las tasas de
interés necesaria para atraer recursos hacia el gobierno de modo que
éste pueda financiar el pago de impuestos de la deuda pública5. El
overkill en la reducción de gastos públicos incluso ha impedido en
algunos países utilizar créditos del Banco Mundial, al no contar con
los recursos públicos requeridos como contraparte.
Otra lección válida en las políticas de ajuste reciente es que la
combinación de políticas restrictivas del crédito interno, en
condiciones de alto endeudamiento, acompañadas de liberación del
mercado de divisas y del crédito externo, genera complicaciones
severas al ajuste. Hay fuga hacia la divisa extranjera, la que debe
compensarse con alzas desmedidas en la tasa de interés. La lección
es que el Estado debiera controlar el mercado de divisas y regular
activamente los flujos de capital, como forma de evitar el
sobreendeudamiento
y la fuga de capitales, así como de recuperar alguna
autonomía en la política monetaria y financiera.
Finalmente y volviendo al argumento inicial de la doble condicionalidad
del FMI y de los bancos, ella sugiere una lección final: la
estrategia de los bancos de reducir su grado de exposición
aceleradamente obliga a los países a un sobreesfuerzo en cuanto a la
magnitud y a la velocidad del ajuste requerido.
La contrapartida de un ajuste intenso y rápido de los deudores
significa generar fuertes excedentes de éstos en su balance comercial
(el ajuste se produce a través de una reducción de las importaciones
en el corto plazo, la cual tiene un impacto negativo en las
exportaciones de los países industrializados). Ello destruye puestos
5México y Brasil parecen haber sido capaces de persuadir al FMI de no considerar
al menos algunos de los componentes del pago de intereses en el déficit del sector
público, como fue sugerido por un comentarista de este trabajo.
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de trabajo en los países acreedores6. La magnitud y velocidad de la
pérdida de empleos que por este proceso se genera en los países
desarrollados estaría en último análisis determinada por la velocidad
a que los principales bancos privados internacionales decidieron
salirse del mercado del crédito de los países deudores, porque ésta es
la que regula la intensidad del esfuerzo de ajuste necesario de sus
economías domésticas, y por lo tanto, la reducción requerida en las
importaciones.
En el esquema actual, esta tendencia de astringencia en los
recursos externos disponibles obligaría a acentuar el carácter recesivo
de los programas de ajuste con un debilitamiento adicional de las
unidades productivas, comprometiéndose más severamente aún la
capacidad de pago, de recuperación y crecimiento de las economías
latinoamericanas en el mediano y largo plazo.
4. ¿Qué hacer?
La preocupación de los bancos y del gobierno de los Estados
Unidos ante una estrategia frente al problema de la deuda que no
parece estar funcionando, se ha traducido en un cambio de énfasis en
dicha estrategia. Se propone ahora un incremento en el rol de las
organizaciones multinacionales, a través de una expansión de los
créditos que otorgaría el Banco Mundial -por unos 9.000 millones de
dólares en un período de tres años- y la extensión de mecanismos de
cofinanciamiento por parte del Banco Mundial con los bancos
privados. Se espera así atraer créditos privados hacia los países
deudores por unos 6.000 ó 7.000 mil millones de dólares al año7.
A esta mayor disponibilidad de fondos se agrega como requisito,
por parte de algunos proponentes de estas medidas, que el Banco
Mundial tal vez juntamente con el FMI condicione los nuevos créditos
a la aplicación de reformas estructurales que los países deberían
aplicar para estar sujetos a estos créditos.
Se mencionan cambios como la privatización de empresas
estatales, la liberalización del comercio y flujos financieros y, en
general, la promoción activa de una política de libre mercado y pro
empresa privada. Esta nueva forma de la condicionalidad sería una
6 El Chemical Bank ha estimado en 800.000 la pérdida de empleos en la economía
norteamericana por este sólo efecto. Ver Washington Post, setiembre 29, 1985.
7 La cifra que se ha dado oficialmente es de 20 mil millones de dólares en tres años.
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tercera dimensión que se agregaría a las condiciones ya impuestas
por los bancos (techo al monto de créditos nuevos y, por tanto, al
monto de la transferencia neta anual de recursos desde los países
endeudados) y a las condiciones del FMI que se refieren a la forma
específica que debería tomar la política económica de corto plazo.
La nueva condicionalidad tiene como antecedente lo que ya ha
estado aplicando el Banco Mundial en sus programas SAL (créditos
para ajuste estructural). Conceptualmente ello responde a la filosofía
liberalizadora y privatizadora que predomina hoy en los círculos
oficiales en Washington.
No cabe duda de que las nuevas propuestas constituyen un
progreso en lo que se refiere al aumento en la disponibilidad de
fondos oficiales y posiblemente en los privados. Sin embargo, las
nuevas formas propuestas para la condicionalidad merecen repararos,
como se comentará más adelante.
El desafío central, como es hoy aceptado casi unánimemente por
todos, consiste en crear las condiciones para que las economías
latinoamericanas puedan reanudar un crecimiento económico normal.
Sin ello, su capacidad de pago de la deuda irá debilitándose en el
tiempo.
El crecimiento de América Latina está frenado por el insuficiente
nivel de importaciones que la región puede hoy financiar. Hacia 1981
las importaciones de América Latina eran del orden de 100.000
millones de dólares. En 1985 sólo llegaban a los 57.000 millones. Un
nivel “normal”, considerando como tal el existente en la segunda
mitad de la década pasada, estaría alrededor de los 80.000 millones
de dólares de 1985.
Para recuperar ese nivel habría que disponer de entre 20 y 25.000
millones de dólares adicionales por año. Ello haría posible aumentar
las importaciones en un tercio. Usando las elasticidades estimadas
por Lessard y Williamson, ello representaría un aumento posible en el
PGB de la región de entre el 8 y 15 por ciento, con una reducción
probable en la tasa de desempleo de alrededor de 5 puntos (Lessard
y Williamson, 1985).
La entrada neta de capitales en América Latina durante 1984 y
1985 fue del orden de los 8.000 millones de dólares promedio anual.
Agregando entre 20 y 25.000 millones de nuevos recursos, se llegaría
a una entrada neta de capitales similar a la existente inmediatamente
antes del boom, es decir, antes del período 1978-81. De no mediar
cambios de reservas, ello representaría un déficit en cuenta corriente
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de balanza de pagos similar al de 1976 y 1977, período que podría
caracterizarse de crecimiento “normal”, con tasas de alrededor de 5
por ciento anual del PGB. En realidad, una expansión de 30.000
millones de dólares en el financiamiento equivale a un 8 % de la
deuda total de América Latina. Suponiendo un crecimiento del PGB
anual del 5 % y una inflación del 3 %, la expansión aquí sugerida no
representa más que una mantención de la relación entre la deuda y el
PGB de la región en términos reales.
¿Cómo podría financiarse esta expansión de capital? Fishlow y
otros han sugerido una fórmula que incluye dos componentes
principales (Fishlow, 1984). El primero sería poner un límite máximo
a la tasa de interés pagada sobre los créditos en un año determinado.
El exceso sobre el máximo sería capitalizado, y como consecuencia de
ello, el valor real de la deuda se mantendría constante. El segundo
componente de la fórmula postula una expansión de los créditos
oficiales.
Si se aceptara una reducción de 4 puntos en la tasa de interés
pagada por los países latinoamericanos y se capitalizara la diferencia,
América Latina reduciría su actual transferencia neta de capital al
exterior desde 30.000 a 18.000 millones de dólares. ¿Cómo financiar
la diferencia hasta completar los 20.000 millones adicionales?
En un clima de reanudación del crecimiento económico y de
políticas económicas racionales y más estables sería posible esperar
que los decaídos niveles actuales de inversión extranjera directa de
alrededor de 2.000 millones de dólares anuales recuperaran los
niveles anteriores. La inversión externa superó los 4.000 millones
anuales para el conjunto de América Latina en el bienio 1981-82. Es
decir, por esta vía podría obtener unos 2.000 millones adicionales por
año.
Aún quedaría por financiar un saldo de 6.000 millones. En el
espíritu de las propuestas actuales, se sugiere aquí una expansión,
por ese monto, de los créditos oficiales a la región. Como punto de
referencia, podría señalarse que esta cifra es equivalente, en dólares
de 1985, al promedio anual de financiamiento externo oficial
disponible para América Latina en el período 1961-70 (los años de la
Alianza para el Progreso). Como otro punto de referencia podría
agregarse que el Plan Marshall implicó para el gobierno de los
Estados Unidos un gasto equivalente a 14.000 millones de dólares de
1985 al año, entre 1948 y 1951. Más de un 85 % de estos fondos
fueron donaciones. Este esfuerzo de financiamiento correspondió a un
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1,2 % del PNB de los Estados Unidos por año. Un porcentaje
equivalente del PGB de ese país hoy día representaría montos de
ayuda anual promedio de 46.000 millones de dólares8.
Aquí se propone la constitución de un Fondo para el Desarrollo de
América Latina. Este fondo otorgaría créditos de largo, plazo a tasas
de interés no superiores al 2 % real, los que se destinarían a
cofinanciar en conjunto con los países, sus programas de desarrollo y
en particular sus planes y proyectos de inversión. Las decisiones del
Fondo se tomarían en conjunto por representantes de los organismos
oficiales que aportaran recursos al Fondo y por representantes
latinoamericanos elegidos en función de su capacidad técnica y
significación política en la región.
Los criterios de condicionalidad que deberían aplicarse a estos
créditos deberían evitar las exageradas formas de “condicionalidad
política” a menudo requeridas por las agencias multinacionales. Los
criterios de condicionalidad deben ser diseñados para circunstancias
específicas. Es legítimo y conveniente que el FMI continúe
supervisando el ajuste del desequilibrio en el sector externo de las
economías. Las formas de lograrlo deben variar, sin embargo,
dependiendo de la naturaleza del desajuste y de las características
estructurales de la economía respectiva. Como ha argumentado
Bacha (1985), el FMI no debería aplicar una condicionalidad rígida al
ajuste interno de la economía como lo hace habitualmente, sino dejar
al país en libertad de diseñar su propio ajuste interno, en tanto las
metas respecto de la balanza comercial o de la cuenta corriente de la
balanza de pagos se vayan cumpliendo.
Se ha argumentado, por ejemplo, que Brasil redujo su
desequilibrio estructural de balanza de pagos a fines de los setenta
mediante políticas económicas altamente heterodoxas en el plano
interno (Carneiro, 1986; Cortázar, 1985). Este país aumentó y no
redujo la inversión pública. Esta se orientó a sectores de bienes
transables. Se crearon así las condiciones para la exitosa expansión
posterior de las exportaciones y de sustitución de importaciones. Esto
explica el que Brasil haya podido generar en los años recientes
fuertes superávit en su balanza comercial (del orden de 12.000
millones de dólares) que le han hecho posible seguir pagando los
intereses de su gigantesca deuda externa sin paralizar su crecimiento
económico.
8 Estos datos fueron suministrados por Konrad Stenzel.
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Es legítimo también argumentar que en el ajuste interno los países
deberían poder proceder más selectivamente. El punto es
especialmente claro cuando se observa que las políticas -homogéneas
de corte recesivo impuestas por el FMI terminan afectando más
fuertemente a los asalariados (porque incrementan el desempleo) y a
los más pobres (porque estos grupos son afectados por la caída
general en el ingreso y recortes en el gasto público que reducen los
servicios sociales). Hay, por lo tanto, un fuerte argumento basado en
consideraciones de equidad para aplicar una política fiscal y de
reducción de gastos que sea selectiva.
La condicionalidad en un Fondo de Desarrollo, por otra parte,
debería centrarse en la elevación de la inversión, particularmente en
actividades exportadoras y sustituidoras de importaciones, y en la
absorción del desempleo. Los instrumentos para lograrlo deberían
respetar las especificidades de cada país.
Estos criterios contrastan con el concepto actual de
“condicionalidad política”. Este último supone que un determinado
instrumento de política económica usado de una cierta manera
producirá en cualquier contexto los mismos resultados. Albert
Hirschman ha llamado a esta concepción la “monoeconomía”,
argumentando que ella implica desconocer a ignorar la validez de
todo el enfoque de la “economía del desarrollo”. Esta es una disciplina
que surge en la posguerra precisamente a partir del reconocimiento
de la característica especial y única de los problemas económicos de
los países en desarrollo, de la necesidad de identificar cuáles son los
factores más específicos que los diferencia -entre sí y respecto de las
economías desarrolladas y, a partir de allí, diseñar estrategias y un
use de los instrumentos de tal modo que sean efectivos para remover
los obstáculos al desarrollo en una situación histórica y estructural
determinada9.
La teoría y práctica de la economía del desarrollo se plantea, como
problema central, la movilización de los recursos existentes para un
esfuerzo interno que dinamice la economía. Se plantea también el
9No es difícil ilustrar con un ejemplo cómo un mismo instrumento de política usado
de igual forma en economías en desarrollo estructuralmente diferentes produce
resultados también muy distintos. Dornbusch (1986) ha ilustrado el punto
comparando el efecto de una devaluación del tipo de cambio en Corea y en Brasil,
donde el mayor tamaño del sector productor de bienes transables en relación al
PGB en Corea genera un mayor y más significativo impacto en el crecimiento de las
exportaciones, a partir de una serie de medidas para estimular exportaciones,
devaluación, créditos, subsidios a inversión en el sector de bienes transables.
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problema de cómo combinar los factores productivos locales en una
forma creativa, que haga posible un crecimiento “endógeno”, esto es,
capaz de innovación tecnológica y en los métodos de producción.
Cuando un país da con “su” fórmula de desarrollo, esto es, con un
esquema capaz de movilizar y de promover la creatividad y la
innovación, nos encontramos en una etapa de desarrollo que puede
potencialmente autosostenerse a futuro, porque estarían dadas las
condiciones para el logro de incrementos sostenidos y permanentes
de productividad a través del tiempo.
Si se entiende así el proceso de desarrollo, es posible comprender
también lo indispensable que se hace el que la condicionalidad no
ahogue la búsqueda de esa fórmula de desarrollo. Que no imponga,
por ejemplo, condiciones económicas tales que, después de seguirlas,
no le quede al gobierno nada que ofrecer, como motivación, a los
agentes económicos. Ni le quede tampoco nadie a quien movilizar. La
peor combinación, que debe evitarse como efecto de una
condicionalidad excesivamente restrictiva, es la de políticas duras y
uniformes, aplicadas por gobiernos débiles. A partir de la
condicionalidad más rígida se generarán gobiernos más débiles.
La condicionalidad no debería ser inconsistente con la idea de
energizar a una sociedad, es decir, ponerla en tensión para el
desarrollo. Debería aumentar sus grados de libertad, acrecentar su
capacidad de resolver problemas y no reducirla.
El argumento anterior apunta hacia la conveniencia de una
condicionalidad que deje un margen para la no uniformidad de las
políticas aplicadas en contextos institucionales, estructurales o incluso
en coyunturas hist6ricas distintas. ¿Cómo sería posible recomendar
por ejemplo liberalización adicional del comercio o de los flujos de
capitales a los países del Cono Sur de América Latina, cuando
precisamente su crisis económica actual está relacionada, al menos
en algunos casos, con la aplicación irrestricta de las políticas
recomendadas por las propias agencias acreedoras? ¿Qué sentido
tiene, en algunos países, plantear la privatización de bancos o empresas
públicas, cuando son estos bancos y empresas del Estado los que
han tenido un desempeño más racional y eficiente que las empresas
privadas ante shocks externos?
Tómese el caso de Chile. Durante el boom, el Banco del Estado fue
cuidadoso en prestar fondos sólo a aquellas firmas cuyos proyectos
-luego de una evaluación rigurosa- probaron ser rentables.
Adicionalmente, no se comprometió con la tradicional práctica
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acostumbrada por la banca privada consistente en prestar fondos a
quienes no cuentan con garantías.
Puede ser útil también notar que muchas empresas públicas fueron
capaces de proceder en mejor forma en relación a sus equivalentes
del sector privado durante la recesión, para asegurarse que ésta fue
una consecuencia de su posición cuasimonopólica que lea permitió
poder seguir operando vía incrementos en sus márgenes de utilidad.
El reconocimiento de situaciones diferentes y la flexibilidad en los
criterios de condicionalidad son la contrapartida de una definición de
lo que constituye una política económica adecuada. Esta debería ser
más pragmática, en el sentido de aprovechar las lecciones -aciertos y
errores del pasado y la experiencia de otros. En política económica el
buen sentido y el pragmatismo no pueden ser sustituidos
exitosamente por criterios simplistas a ideologizados. La
condicionalidad aplicada al ajuste de corto plazo tiene que hacerse
compatible con el desarrollo de largo plazo. Si la primera genera
como consecuencia indirecta una caída de la inversión de un 25 ó 30
%, durante cuatro o cinco años seguidos, como lo que recientemente
se ha observado en América Latina, claramente hay una
inconsistencia entre ambos.
El problema es en definitiva no sólo, ni siquiera primordialmente,
una cuestión técnica. Si de lo que se trata es de movilizar recursos y
talento humano para desencadenar un proceso dinámico de
crecimiento, esto depende primordialmente de un gobierno que
consiga un apoyo tan amplio que sea capaz de generar confianza en
cuanto a su capacidad de orientar y conducir al país hacia la
superación de sus restricciones de recursos como las que plantea la
deuda; y, especialmente, en cuanto a su capacidad de incrementar
esos recursos en el tiempo. La condicionalidad excesivamente rígida y
prematura puede anular el proceso a través del cual un gobierno
gana credibilidad para aplicar un determinado programa.
Alternativamente, como lo sugiere el caso del presidente Alfonsín, es
la ampliación en la legitimidad política -que no puede ser sino bajo
una forma de plena democracia- la que hace posible a un gobierno
conquistar los grados de libertad necesarios para aplicar después
medidas económicas que puedan implicar agudos sacrificios para la
población.
La secuencia de estas acciones es fundamental, así como lo es la
dinámica de consolidación y de ampliación de los grados de libertad
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existentes para hacer exitosos el ajuste y el desarrollo de la economía
de un país.
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RESUMEN
Luego de hacer referencia a lo que denomina “la fatiga del ajuste”,
el autor hace un balance del estado de la deuda y de las
transferencias de los principales países latinoamericanos. Analiza los
criterios de condicionalidad preexistentes así como las nuevas
tendencias en tal sentido, para concluir que la condicionalidad
aplicada al ajuste de corto plazo tiene que ser compatible con el
desarrollo de largo plazo. La política económica debe dejar de lado
criterios simplistas e ideologizados y plantear pragmáticamente cómo
combinar los factores productivos locales que hagan posible el
crecimiento endógeno y sostenido, con capacidad de innovación
tecnológica y en los métodos de producción.
SUMMARY
After making some brief reference to what the author calls the
“fatique of adjustment” he analyzes the actual development of the
debt problem and the transferences the main Latin American
countries have made. He studies already existing conditionality
criteria as well as the new tendencies in that respect. Thus, he
concludes that conditionality applied to short-term adjustment
policies must be compatible with the long-term development process.
Economic policy should leave aside simplistic and ideologized principles
and it should pragmatically put forward how to combine local
productive factors in order to sustain an endogenous economic
growth, increasing the innovation of its technological and productive
capacities.

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