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RELATOS

Anillos
Mariano Serrichio

Los ciegos nunca me habían llamado la atención hasta que conocí a


Ahumada. Fue en una cena a la que asistí por aburrimiento, para matizar el
paso de los días que transcurrían sin variaciones. Un misterioso proceso de
selección me había incluido en ese grupo de hombres y mujeres que
charlaban y reían despreocupadamente. Apenas me senté, la carcajada de
una mujer me erizó la piel. Y supe que me había equivocado al aceptar la
invitación. Traté de escuchar con cierta atención las conversaciones de las
personas que me rodeaban para olvidar mi deseo de estar en otra parte, pero
ya en ese momento sospeché que la cena era un pretexto y los invitados
piezas de un juego invisible. La luz de las velas dejaba en sombras parte de
sus caras alterando hasta los gestos más naturales. Sus manos alzaban
tenedores, copas, sus labios se movían para hablar o se estiraban en una
sonrisa, pero el temblor de las velas los volvía inconsistentes, casi irreales.
Sentado justo al frente había un hombre vestido con un traje negro que
permanecía en silencio. Alguien, supongo que nuestro anfitrión, nos
presentó. Y cuando estreché su mano pequeña y húmeda, vi las nubes en sus
ojos. Esas manchas atrajeron mi atención, parecían contraerse y dilatarse,
como si tuvieran vida propia. Mi mirada resbalaba en ellas buscando pese a
todo una señal que restableciera el orden.
Ahumada y yo estábamos excluidos de los chismes y anécdotas que
circulaban en la mesa y del circuito de miradas solapadas y sonrisas
cómplices. Sin embargo él escuchaba las conversaciones con los labios
entreabiertos, como si estuviera esperando el momento oportuno para decir
algo. Me imaginé que su ceguera, al negarle los gestos que acompañan a las
palabras, incentivaba su imaginación. Su mano derecha, en lugar de buscar
el tenedor, atravesaba con frecuencia las capas de oscuridad para buscar su
copa. Antes de tomar un trago, retenía la copa junto a sus labios un instante
saboreando el aroma del vino. Este movimiento se repitió durante toda la
noche hasta adquirir la apariencia de un ritual ejecutado involuntariamente
por su actor, quien no abandonaba su estado de atención. Como la polilla
que da vueltas alrededor de una bombilla de luz, la mano parecía buscar
algo que se le escapaba. Las huellas de los dedos en la copa insinuaban una
exaltación creciente. Gotas de sudor corrían por su cara pequeña, de tez
pálida y rasgos tan delicados como los de un niño. Mientras sus manos
reposaban sobre el mantel, yo esperaba la repetición del movimiento, que
se había convertido para mí en un agujero negro por donde se escurrían los
invitados, sus voces, pero también el mundo entero. ¿Comprendí entonces
que las nubes en sus ojos captaban todo lo que sucedía en la mesa?
Ahumada comenzó a hablar al final de la velada. Estábamos
envueltos por la nube azulina de los cigarrillos que, sumada a la pesadez que
nos había dejado la comida y el vino, nos volvía más difusos,
materializados apenas por las pocas conversaciones que aún se sostenían. La
voz de Ahumada resonó en el living como una manifestación sobrenatural.
Era grave y profunda, y no tardó en imponerse a todos los invitados. La
contradicción que existía entre el cuerpo y la voz no pareció sorprenderlos.
En vano busqué miradas cómplices. Los invitados habían entornado los ojos
y escuchaban con una atención casi religiosa las palabras de Ahumada. Pero
no era un sermón, sino una serie de anécdotas tan triviales como las que se
habían contado durante la cena. Había, sí, en su tono monótono algo
fascinante. ¿El hecho de que su principal puerta de acceso al mundo fuera el
oído le permitía captar vibraciones, entonaciones, que nos eran inaccesibles?
Aunque intenté concentrarme, los ojos se me cerraron, y entré en un
estado cercano al sueño donde mis pensamientos se fundieron con los
balbuceos de Ahumada. Cuando los abrí, Ahumada había apoyado la cabeza
contra el respaldo de la silla y parecía dormido. La luz lechosa del amanecer
entraba por los ventanales que daban al jardín. El resto de los invitados se
había dispersado por el living, algunos acostados en el piso o acurrucados
contra la pared, otros tirados en los sillones, como si temieran los espacios
vacíos revelados por el sol. Dos mujeres estaban paradas junto a un ventanal
con los ojos cerrados; sus caras, transfiguradas por la luz, reposaban en un
estado de éxtasis. El dueño de casa despertó a los que se habían quedado
dormidos y luego nos condujo hasta la puerta de calle. Caminábamos
arrastrando los pies, desorientados por haber despertado en un lugar extraño,
con la fragilidad que nos dejan los sueños interrumpidos. Nuestros cuerpos
parecían haberse disgregado durante la noche, y el sol los materializó
bruscamente cortando los finos lazos que había tejido la voz de Ahumada.
Quise darme vuelta, retener algo de lo que habíamos compartido, pero el
ruido de los motores abolió mi deseo.

Al atardecer me despertó el sonido el timbre. Bajé las escaleras con


cierto temor, ya que nadie venía a visitarme, aunque sospechaba quién
estaba detrás de la puerta. Era Ahumada. Tenía puestas unas gafas negras
que, al ocultar las nubes, le daban mayor rigidez a sus facciones. Su traje
estaba arrugado, y la luz del sol descubrió manchas de distintos colores y
tamaños. Lo llevé del brazo hasta el living y por primera vez sentí su olor
rancio en el que parecían mezclarse orina, mugre y sudor. Nos sentamos en
los sillones, enfrentados, separados por una mesita cuya superficie de vidrio
reflejaba los últimos rayos del sol. Ninguno de los dos habló, y el silencio
fue creciendo hasta confundirse con la noche. Pese a que las gafas ocultaban
parte de su cara, el ceño fruncido y los labios apretados eran bastante
expresivos. Con las manos sobre su regazo y la cabeza levemente inclinada
hacia el vientre, parecía un muñeco abandonado. ¿Qué lo abrumaba? ¿Cuál
era la causa de su dolor? No quise interrumpir sus pensamientos, porque mis
palabras no le darían consuelo, sólo un olvido pasajero que luego agudizaría
su dolor. ¿Era su estado una consecuencia de lo que había pasado la noche
anterior? Su monólogo, ¿lo había vaciado hasta dejarle sólo esa tristeza? Le
serví whisky, pero no lo tocó. Los reflejos dorados se prodigaban
inútilmente en el vaso hasta que la oscuridad nos cubrió. Y el silencio, que
crecía a cada instante acumulándose con una densidad mayor que la de la
noche, hizo que me durmiera. No soñé con Ahumada, como hubiera
querido, ni escuché sus confesiones. No tuve sueños, creo. Y al despertar no
me sorprendió que Ahumada se hubiera ido, pero sí que el vaso donde le
había servido whisky estuviera vacío.

Ahumada comenzó a visitarme diariamente. Venía al atardecer, como


la primera vez, y se iba cerca de la medianoche. Las emociones que traslucía
su cara se perdieron en la rutina de comentar trivialidades, de querer darle
espesor a los días. Hablábamos de la inclemencia del verano, de los cambios
que se habían producido en la ciudad, sólo para evadirnos por un instante de
nuestros pensamientos. Los fantasmas que convocábamos flotaban en el
silencio sin manifestarse. Los cambios en la cara de Ahumada reflejaban los
vaivenes de su pensamiento o la ardua labor de la memoria, que nos oculta
los recuerdos que más deseamos. Sin embargo era apenas un reflejo del
hombre que había conocido aquella noche. Tomaba whisky con moderación,
tratando quizá de disipar mi recuerdo de las huellas en el vaso. En raras
ocasiones su cara se iluminaba por el resplandor de una idea y su lengua
humedecía los labios. Prometía ese gesto palabras, un monólogo que
rompiera la distancia que nos separaba de los recuerdos y nos hiciera
deslizar por fuera de nuestras miserias, pero el resplandor se desvanecía de
la misma forma que había aparecido y nos devolvía a la realidad de un
cuarto vacío de murmullos, donde nuestros cuerpos se aplanaban por el peso
del calor. La caída, después de esa elevación abortada, era abrupta. Ya no
vibraba el aire, salvo por el canto de los grillos, que era la expresión más
acabada de lo que callábamos.

La noche era el momento más perfecto para vaciarnos. La brisa


nocturna nos aliviaba batiendo las cortinas que nos separaban del jardín, y la
oscuridad, nada más que una variación de las sombras azuladas que
poblaban la visión de Ahumada, permitía que nuestros fantasmas se
despegasen de la piel. Hablé una noche en que la oscuridad era casi perfecta
por la ausencia de luna. El cuerpo de Ahumada era un bulto informe cuya
realidad se insinuaba apenas.
“Hay una sola cosa que quisiera ver ahora, una imagen que tuve que
construir con conversaciones escuchadas casualmente, con palabras veladas
cuyo sentido descifré más tarde. Pero, por más que haya descifrado algo,
nada me conduce hasta una pileta en cuya superficie vibran estrellas y flota
un cuerpo, nada me lleva hasta ese lugar donde unos ojos quedaron abiertos
en una expresión de éxtasis, invisible para quienes recogieron el cuerpo. Los
mismos que cerraron los ojos, horrorizados, y que difundieron noticias
mentirosas buscando causas y culpables. ¿Cómo llegar hasta un lugar que
nos fue negado y que ya no existe, aunque persista en nuestra memoria
como signo de algo que nos excede? La película que recubre esa imagen
también rodea a mi infancia, la envuelve con una ignorancia indestructible.
Las fotos que recorro de aquellos años no me devuelven el dolor ni la
plenitud, sólo un chico cuya sonrisa es una travesura a la cámara que trata
de adecuarlo a una idea, pero también a los padres que quieren verse
reflejados en él como en un espejo. Los ojos me dicen algo, me insinúan,
quizás, lo que el pedazo de papel me escatima.
”Recuerdo, sí, las chozas que construíamos con la necesidad de erigir
una casa propia, un mundo donde las cosas recuperaran sus nombres
olvidados. Los baldíos, poblados de langostas y hormigas, cubiertos de la
maleza que nos protegía de la calle, eran los lugares más perfectos para
aislarnos de las leyes que regían nuestras vidas. Acostados en colchones de
hojas, escuchábamos el canto de las cigarras y nos contábamos aventuras
prodigiosas, libres del tiempo, hasta que alguno despertaba del sueño de
piratas y bandidos, y nos recordaba que era hora de partir. Las hojas crujían
en la espalda, como si hubieran querido retenernos en sus brazos. Y yo me
iba con la sensación de haber perdido algo. La oscuridad de mi cuarto me
envolvía con una amenaza indefinida; miles de formas flotaban ante mí
disolviéndose cuando prendía el velador. ¿Era sólo el miedo lo que
inventaba esas formas? Pero estaban allí, lo aseguro, y su presencia era a
veces tan opresiva que no podía cerrar los ojos. Me quedaba quieto,
respirando suavemente, para no llamar su atención, pero ellas se deslizaban
por la habitación susurrando palabras ininteligibles, sin ocuparse de mí.
Pero, ¿no era yo su centro en ese instante, lo que les daba cierta
consistencia? ¿Por qué me ignoraban?
”A esas tardes de verano que se aplanaban deteniendo el tiempo y que
luego, por un accidente, retomaban su curso para desvanecerse en la noche,
les dábamos cierto espesor con nuestras mentiras y exageraciones.
Resplandecían entre nosotros como un emblema, que nos permitía
deslizarnos de la vida diurna. Habíamos inventado una ceremonia en la cual
recibíamos nuestro verdadero nombre. El mío era Osimi. Sin embargo,
obtener el nombre, entrar en nuestro grupo, tenía un precio. Nosotros, los
fundadores, nos libramos de la iniciación por un pacto que debió ser
arbitrario para los otros, aunque inapelable. El iniciado tenía que realizar
una aventura, cuyo riesgo fue aumentando a medida que el grupo crecía, y,
si la cumplía, una gota de sangre de su dedo índice sellaba, en una hoja de
papel donde estaban las huellas de todos los miembros, su ingreso. Había
una condición: el nuevo miembro tenía que jurar que jamás revelaría la
existencia del grupo. A los pocos que fallaron, los amenazamos con una
violencia que ahora me sorprende. El silencio era una condición
indispensable para nuestra existencia, pero, sin nuevos compañeros, el
aburrimiento nos habría terminado por separar. Salvo por la iniciación, las
aventuras ocurrían más en nuestras palabras que en los actos. Tramábamos
robos, secuestros, viajes, construyendo relatos cuya magia transfiguraba el
reducido espacio de la choza. La realidad nos decepcionaba, sus obstáculos
entorpecían la fluidez de nuestros proyectos. El crecimiento del grupo
implicó nuevas condiciones, y las aventuras cumplidas no hicieron más que
mostrarnos la distancia que había entre los sueños y su realización.
”La chica que se suicidó en la pileta fue la única que entró a nuestro
grupo. Entre ella y nosotros había una leve diferencia que a algunos
asustaba, pero su nuevo nombre –Adira– la hizo nuestra; era como un
reflejo de las heroínas que formaban parte de nuestros relatos, fantasmas
cuyos cuerpos se vaciaban en nombres exóticos. Su belleza no nos impactó
tanto como la fuerza que irradiaba de sus movimientos. Su salvajismo nos
animaba a realizar nuestros sueños. Recuerdo sus ojos celestes, su pelo
castaño y sus manos grandes, y pienso que el agua no debió destruir su
belleza sino realzarla, que el cuerpo flotante fue una imagen intolerable para
los ojos. ¿La amé entonces? ¿O mi amor se despertó después, con el
recuerdo, buscando un alivio para mi cobardía? Cuando ella murió, el grupo
se había separado. Habíamos entrado en esa edad frágil que llaman
adolescencia. Recuerdo el primer indicio de esta metamorfosis: una madre
atravesó el terreno vedado para buscar a su hijo y su mirada recorrió con
asco nuestra choza. Esta aparición hizo que el lugar perdiera su magia.
Hicimos una choza en otro baldío, pero algo se había perdido en la
mudanza; ya no éramos los mismos, la mirada de la madre se nos había
contagiado. ¿Pudimos hacernos fuertes, resistir a la profanación con un
doble juego que los dejara contentos a ellos, a los padres, y a nosotros,
iguales? ¿Cómo burlar los procesos que nos sometían, los cambios que se
nos imponían, a los que nuestros cuerpos parecían responder? En aquellos
instantes de zozobra sentí por primera vez el deseo de confundirme con las
hojas, los grillos y las estrellas, de disolverme en ellos. El deseo de morir se
acentuaba durante la noche, cuando las sombras se movían en mi cuarto y el
tiempo se quedaba fijo en un punto.
”La chica cumplió mi deseo al ahogarse en la pileta después de tomar
un frasco de pastillas para dormir. Había dejado de verla, pero su muerte me
conmocionó tanto que preferí olvidar lo que había sentido. No quise ni pude
ver su cuerpo flotando en el agua, los ojos abiertos que debieron llevarse
como última imagen las estrellas esparcidas en la noche. Tal vez una hoja se
le enredó entre los dedos. La necesidad impuso la alteración de la escena:
sacaron el cuerpo del agua, cerraron sus ojos, tiraron la hoja. Circularon
mentiras para aplacar la fuerza del suceso, que aceptamos con la ilusión de
que la vida debía continuar. Sin embargo ahora lo que más deseo es estar
junto a la pileta, ver el cuerpo en el agua, esa escena que a menudo aparece
en mis sueños. Los labios de Adira se mueven tratando de decirme algo que
no puedo descifrar.”

Mis palabras tocaron algún nervio muy fino de Ahumada. Las nubes
se movían levemente mientras yo hablaba, siguiendo el ritmo de mi relato.
Su mano temblaba al alzar el vaso. La exaltación de las palabras y el alcohol
nos condujo luego al estado opuesto. Tristes y cansados, la euforia que nos
había unido parecía ahora una experiencia ajena. Un momento que otros
hubieran compartido.

Ahumada habló la noche siguiente:

“Hubo un instante en mi infancia en que mi vida adquirió la velocidad


de los sueños. La estabilidad de un hogar se desintegró en un viaje
alucinante, que duró casi diez años. Mi madre fue quien me arrastró en su
huida, en su lucha contra lo inevitable, que me dejó el gusto por la errancia.
Mi padre nos abandonó cuando yo tenía tres años, y ella tardó dos más en
darse cuenta de que no volvería, de que había vivido en una ilusión
alimentada por todos los que la rodeaban. Ese engaño le pareció entonces el
primer paso hacia la resignación. Los otros aguardaban el momento en que
aceptaría la miseria que le toca a toda mujer sola. Nuestra huida, que en
principio tuvo la forma de una rebelión, adquirió luego el sentido de una
búsqueda. Recuerdo que, cuando tomamos el primer colectivo, la tristeza de
mi madre se convirtió en asombro ante las cosas que desaparecían por la
ventanilla. En ese momento, al sentir el calor que emanaba de su cuerpo, al
escuchar la frescura de la risa, comprendí que no necesitábamos a nadie. Mi
padre fue entonces nada más que una palabra que evitábamos pronunciar.
Eramos el uno para el otro, una unión que luego he buscado en otras
personas sin alcanzarla. Después, cuando nuestra se unión se deshizo, volví
a pensar en él, traté de construir un rostro libre de mi odio. Pero nada
obtuve, salvo los devaneos de mi soledad. La imagen de mi padre es ahora
un vacío que no puedo ni quiero llenar. Me pregunto si mi madre no huía
por miedo de que la estabilidad le devolviera con toda su fuerza el recuerdo
del hombre amado. ¿O no fue tal vez una replica de su abandono, copia
imperfecta cuyo sentido no quisimos descifrar?
”De las ciudades y pueblos que recorrimos, guardo olores y sonidos
tan nítidos que, si los volviera a experimentar, recobraría los lugares. A
veces los he sentido en esta ciudad y mi recuerdo abre una fisura por la cual
se introducen otros lugares. Vivo en esa confusión: el mundo se ha grabado
en mi piel, su inmensidad cabe en un punto. Pero no puedo activarlo
voluntariamente: vuelve a mí cuando quiere, por una conjunción de astros
que ignoro. Los viajes refinaron mi sensibilidad, que, de quedarse quieta, se
hubiera embotado, como le ocurre a la mayoría, distinguiendo apenas el
tono gris de sus vidas. Los hoteles eran nuestro hogar y los botones,
hermanos que me guiaban entre las sombras. Nuestras valijas contenían lo
necesario para seguir moviéndonos y se fueron vaciando progresivamente
hasta volverse imperceptibles. Tan frágiles como nosotros. La necesidad de
olvidar nos exigía dejar en cada hotel un vestido, un pantalón, un par de
aros, regalos ofrendados al sinsentido de nuestra huida. Recuerdo de los
cuartos de hotel el olor a polvo estacionado, mezclado con el de los
desodorantes de ambiente. Apenas entraba, esos olores, y otros que definían
la particularidad de cada lugar, me repelían por mi condición de extranjero.
Los días borraban el rechazo, pero a menudo detectaba entre las sábanas el
olor de cuerpos ajenos que el jabón no había podido eliminar. Me hablaban
de otros vidas y viajes que se cruzaban con nosotros en un punto sin tocarse,
mundos paralelos que agudizaban el sabor de nuestra aventura.
”Nuestra máxima residencia en un lugar fue de seis meses, y mi madre
trabajó en todos esos años de vendedora de ropa, de cosméticos, cajera de
banco y paseadora de perros. En una oportunidad llegó a trabajar de
mucama, y lo hizo con la alegría de saber que su familia se habría
horrorizado. Una sola vez, cuando alquilamos una casa con jardín en un
pueblo perdido, quise quedarme, aferrarme a algo que materializara nuestro
amor en un punto del universo, esperando que la quietud me diera amigos,
historias ajenas. Peleamos durante horas; nuestros llantos y gritos
profanaron la paz que yo anhelaba, pero la violencia me reveló la clave de
nuestra unión. Nuestra sustancia era la huida: de quedarnos inmóviles, nos
habría consumido el vértigo de la desesperación. Convertido en padre,
esposo e hijo, la consolé, acariciándole el pelo, diciéndole que nuestro viaje
era lo más hermoso que me había pasado. Prometí no encapricharme. Y
armamos las valijas con la agitación de la partida. En esos instantes nos
dominaba el deseo de un lugar desconocido, aunque supiéramos que, al abrir
sus puertas, sólo encontraríamos la repetición de las cosas, indiferentes a
nuestra pasión. Ciego, pude intuir los objetos que hastiaban a mi madre.
Destruirlos habría sido una forma de plasmar en el mundo nuestro deseo,
pero nos faltaban fuerzas. Ahora pienso que no fui yo quien se plegó al
sueño de mi madre sino otro. Pero ese otro es más real que todos los
fantasmas que dirigen mi vida.
”Más allá de los trabajos que realizaba para mantenernos, su deseo
más fuerte era actuar. A la noche, su voz convertía a los cuartos miserables
en escenarios poblados de espectros y susurros. Yo era su público y tenía
que llenar sus oídos con una multitud de aplausos y exclamaciones. Por
amor y carencia, mi imaginación le daba lo que la realidad le había negado:
un escenario en penumbras donde sus personajes adquirían un cuerpo.
Ibamos a menudo al teatro, y las voces de las actrices me sugerían que la
magia que llenaba mi imaginación era, en gran parte, producto del amor. Mi
madre se integraba a grupos teatrales compuestos por aficionados que
querían transfigurar por un instante sus vidas, en lugar de consagrarlas al
arte. Y se retiraba de ellos, ofendida, porque le daban papeles menores,
monedas que no colmaban su vanidad. No cabe duda, aunque me cueste
reconocerlo, que su orgullo era mucho más grande que su talento, y fue
creciendo a medida que las ofensas se sucedían. Obtuvo, finalmente, en un
grupo mediocre un papel a su medida: Julieta. No sé qué precio tuvo que
pagar para cumplir su sueño. Tampoco sé cómo era exactamente el teatro
donde se realizó la obra; ella me ofreció una imagen que no se ajustaba en
nada a la silla de plástico donde me ubicaron. Pero, ¿qué importaba el lugar
si los actores lo transfiguraban con su magia? Supuse que el público estaba
compuesto de familiares y amigos, siempre dispuestos a ejercer la
compasión, a convertir su amor en aplausos. Esa noche mi madre no estaba
inspirada, su voz no alcanzaba la fuerza y la pasión requeridas por el
personaje. Y entonces supe que habíamos perdido algo, que en el escenario
se diluía nuestra intimidad. Sin embargo, en el último acto, su silencio me
dio la magia que sus palabras negaban. Era tan intenso que la sentía a mi
lado, susurrándome la historia que más deseaba escuchar. Mi presentimiento
se hizo realidad: Julieta no despertó de su tumba y sus compañeros
terminaron la obra con la torpeza de saberse desnudos. Entre sus
parlamentos finales se escuchaba, débilmente, un sollozo. Los aplausos me
lo ocultaron, y me abalancé hacia el escenario pateando sillas y tropezando
con otros cuerpos que me cerraron el paso. Cuando la encontré, las lágrimas
habían sido reemplazadas por una frialdad desconocida. No supe qué decir y
me dejé llevar por un vértigo de mentiras y silencios en el que la mujer
amada se volvió distante. En nuestro último viaje, que nos llevó hacia
nuestra ciudad natal, me sentí solo por primera vez, pero me negaba a creer
que nuestra huida se hubiera acabado tan fácilmente. De vuelta a nuestra
casa, un lugar más extraño que todos los hoteles donde vivimos, tratamos en
vano de aplacar nuestra sed de movimientos. ¿Cómo construir algo,
nosotros, que estábamos hechos de una materia más sutil? Mi madre nunca
más volvió a ser la misma, envejeció de golpe, como si los años que
pasamos viajando hubieran caído sobre ella en el instante en que se quedó
quieta. Ahora casi no habla, como si quisiera borrarse en el silencio. ¿Será
su último deseo desaparecer sin dejar rastros?
”Quisiera comprender mejor ese instante que cambió nuestras vidas.
Estar junto a ella en esa tumba de utilería, darle un consuelo que, al menos,
me devuelva el deseo.”

No sé si dijimos algo o si la idea compartida ordenó nuestros actos. La


cuestión es que puse el armazón de una cama en el centro del living
cubriéndolo con una frazada roja. Coloqué candelabros en distintas puntos
de la habitación, mientras Ahumada hablaba en voz baja por teléfono. En el
jardín corté hojas de los árboles y tuve el presentimiento de que las sombras
de mi infancia estaban de nuevo junto a mí, deslizándose en el borde de la
luz que llegaba desde la casa. Todo sucedió luego con una lentitud
intolerable, y ni siquiera el chorro de agua que se arremolinaba en la
bañadera me devolvió la ilusión de la continuidad, tampoco el sonido del
timbre. En la oscuridad de mi cuarto creí que nada iba a suceder. En esos
instantes de reflexión me di cuenta de que un gesto cualquiera podía acabar
con el juego, hasta que los pasos en la escalera silenciaron mis dudas. No sé
qué habrá sentido Ahumada al abrazar el cuerpo de una chica que temblaba
por un dolor ajeno, qué habrá recobrado al mojarse con lágrimas vertidas sin
motivo, pero, cuando la vi en la bañadera rodeada de hojas, iluminada
apenas por una vela, los ojos no me dijeron nada. Los parpadeos imponían
una distancia; la imagen que la chica quería arrancar de mis sueños se
vaciaba en el movimiento de sus pestañas. Sentí, sí, deseo por esos senos
pequeños con los pezones erguidos, por la curva de las caderas. Comprendí
que la chica podía satisfacer al menos una necesidad más punzante. Sus
brazos podían salir del agua y abrazarme. Pero los ojos verdes estaban
sometidos a las sombras del techo, atentos, inevitablemente, a mis
movimientos.
Supongo que Ahumada sintió algo parecido, ya que, cuando la chica
entró a mi cuarto, dejando charcos de agua a su paso, él le acarició los
pezones. Mi deseo creció al ver esa imagen desproporcionada: la chica, dos
cabezas más alta que Ahumada, sometida al imperio de una mano tan
pequeña. Terminamos en la cama, unidos por el olor de Ahumada, que en
otros momentos me había parecido repugnante. Recuerdo que, cuando la
penetré, los ojos brillaban con una pasión que no pudo ser comprada por los
billetes de Ahumada ni por nuestros cuerpos, carentes de belleza.
Me desperté al mediodía, solo. Atravesé el cuarto con la tristeza de
saberme desnudo. Los sucesos de la noche anterior amplificaban el silencio
de la casa, agudizaban la miseria de mi aislamiento. Sin embargo, en el baño
encontré lo que no había buscado. La chica yacía en la bañera,
completamente inmóvil. Sus ojos estaban abiertos formando dos círculos
perfectos. Su expresión de éxtasis atravesaba las paredes, mi cuerpo e
incluso mis sueños. No faltaba nada: en el anular de su mano izquierda tenía
atada una hoja.
Pasajes y estadías

Emilio Garbino Guerra

¡Qué alegría te agita y rodea entusiasmado, dueña de tus corridas y tus


gritos! Todo tu mundo se ejecuta más abajo, a la altura de los objetos de
plástico o que andan sueltos según los usos que les das. Tus amigos te
comprenden y acompañan mucho mejor. Nosotros, meras estatuas
alejadas, incompatibles con tu energía sin límite. Me alcanza con pocas
miradas, un beso en tu cuello de piel exquisita, los ecos imparables que
llenan el patio con el frenesí de tu edad poca. Estás arrobado, es tu
cumpleaños; ¿qué nos toca hacer aquí a nosotros, quietos como sillas,
distantes y embrutecidos como la autoridad paterna, vencidos para jugar
tus juegos? ¿Acaso flota en la noche de verano el parecido indiscriminado
de la raza, igualando en un nombre abstracto los desniveles de la altura
interpuestos entre vos y tus amigos, y nosotros? Cuando nos despidamos
caeré inevitablemente en la cuenta de los dos mundos, los dos niveles en
los que ojos y actos gastan separados sus minutos diversos, como si las
edades quedasen pendientes en un tiempo indeciso.

Recién dejado atrás, el sábado se agota. A las calles dormidas y desde


las ventanas, salen y se mezclan con la bruma gemidos de los
desvelados. Ella se acerca a cada paso, porque ya hicimos el camino de
noche una vez. El barrio respira en la madrugada; se ha callado,
deshabitado murmura: sus pétreas construcciones dibujan al paso
historias de individuos, hábitos tras las ventanas, carroña privada que
asoma y colorea a través de los ojos iluminados de las casas. Caminar
recibe aquí noticias lujosas; si se escucha atrás el ruido de la pelea
amorosa que reverbera lejana, combustión nocturna del sábado; si de
alguna manera la hora en trance de llegada yerra, falla con su próxima
parada; si se vulnera a sí misma y roza lo obvio que pasa, lo provoca, y
después lo deja, intacto. Todo ha cambiado ahora. Tal vez, aquello de
anoche ha muerto en porciones, y ahora, lo de afuera vivo igual que
siempre. Sólo la materia es clara, simplemente superior, ajena a la
corrupción cansada de los ojos al empezar el día.
*

Nos esquivamos, nos rozamos. Ella, apenas una expresión de curiosidad,


la pregunta hecha de paso, una atmósfera envolviendo su cara de colores
mustios. Siento mi espalda mirándola, pendiente de su cercanía, de su
silencio carente. Me pregunta algo, le contesto que no sé, pero agrego
que quizás. Su piel es joven y marrón madera. Impaciente acaso, incierto
parece su estar allí, igual que el mío, pero con otro mundo adentro, su
destino inmediato. Viene el ómnibus. Subo, me siento, y ella... Cierta
imagen apresurada tiembla cerca, es miserable como pretende
consumarse; no es nada. Sólo pregunta algo y se baja. Me alivio
desengañado; la posibilidad se arrepiente, como es natural. Ya en marcha
la miro, y antes de olvidarme de ella noto que ahí está de nuevo, en la
calle, esperando. La miro y sus ojos no me llegan por la ventana. Se
pierde atrás mientras me alejo.

Las patitas lastimadas siguen aún insistiendo. Alrededor del granito de la


fuente crece el musgo que las hace resbalar, y el agua estancada cubre
monedas vencidas. Su cuerpo apenas crecido se zambulle y sale, todas
las veces que haga falta recuperar el calor del aire para enjuagarse, una y
otra vez. Unos perros absorben en el piso las gotas salpicadas por la
alegría de la niña en su baño. Unas viejas muestran de lejos su asco, con
envejecida distancia, sin brillo.

Empezar a correr en línea. Venía por un costado una sombra azul entre
las matas. Era el calor rapaz que transpiraba. Una ráfaga anuncia ante
mis ojos que la noche será desolada, una vez más. Conocer la proximidad
de los cambios no alcanzará, sabía. Pero tampoco el cansancio se
resolvería a ser más preciso. Mejor desviarse para otros lados, más allá
de la curva del río, donde no se han hecho senderos en la orilla y la tierra
es virgen e inhóspita; alcanzar un punto de realidad con las piedras, con
el flujo del agua. Mejor ganar de inmediato la urgencia crepuscular, llegar
al refugio y esperar que los ruidos de la noche rodeen todo. La noche ha
increpado hasta a los menores atisbos, ha caído sin horizonte, tanto cerca
como en la indescriptible letanía de más allá; ella pervierte el silencio, lo
traduce y manipula hasta el hartazgo. Ahora, por ejemplo, me observan
los mil ojos de afuera, y aún se reproducen, cambian de lugares, espían y
se esconden como dirigidos por una inteligencia telúrica. Se empecina
ella, la noche, hembra tribal, en aumentar los riesgos, en engañar. Salto y
salgo a toparme con el miedo, a tocarlo en su disfraz de yuyos piedras y
rocío, apoyado donde la oscuridad se cansa y suda, donde, aún con el
éxito de sus deformaciones térreas, me espera el indeciso paisaje táctil.
Después duermo; y todo empeora en la inconsciencia... Me caigo
constantemente, perdiéndome a cada paso, frenado, sin embargo, por
una mano de aire que no es nada, que se confabula con mi organismo
para embotarlo. Me voy. Miro hacia atrás, busco algo más leve, que me
sirva para dominar la maleza: la transformo en prados y arboledas
frescas, crecidas en el llano, como la alfombra verde que se ve a la
distancia por ilusión. Al rato, me despierta una sospecha; desde la tierra
donde yacía crece sin aviso un soplido que se desplaza como embargado
en un viaje planetario. El negro se destiñe hacia la línea con la tierra, y un
anuncio de claridad me salva, me alivia. Inseguro, reviso mis pies, toco la
ropa, miro a los costados. La demencia queda atrás como letras escritas
por un extraño.

Contra el aire, buscando fundir el cuerpo de esa fuerza de tiempo. Allá va,
enceguecido, diluido en gotas de tiempo, y hasta ahora ha sido igual.
Cada vez, cuando despierta y mira quieto a nada, se empuja solo,
vagamente sale o se queda, pues lo que haga su cuerpo no importa...
¿Pero entonces? Negros o azules los ojos de alguien; cualquiera ha visto
cómo él actúa, pero no le importa ver o escuchar más: da pasos según le
parece, lo hace con el encanto de una piedra, con la propensión del
amante sin objeto. Luego, vuelve o avanza. Le gustaría perderse,
constantemente. Una vez le hablaron, alguien le habló; copiosamente se
escucharon y dedicaron ideas nuevas, inteligencia desplegada de almas
frente a frente. Muchos días se la pasa en puertas distintas, y de ningún
modo hace acciones: no distingue alternativas, pues su felicidad la sabe
de otra forma y en otro lado; otra cosa. Su casa en el barrio, entre
construcciones y seres distintos. Se cree amparado, envuelto entre vidas
y cosas que lo dejan desconocido, raro: notas para sus acciones. Alguien
le dijo una vez que esperar es dejar pasar. Los que esperan, escuchó,
traman el mundo más lento y postergado. A medio derruir y a la altura de
las cabezas, parras atadas con alambres, basurales en los patios, niños
felices callejeros que no crecerán más. Voces vulgares se exhiben,
borrachas de pobreza y sentimiento pertenencia: en el barrio hay el
pueblo con sus habitantes, sus horas desocupadas en las calles de
verano o de siesta, en las noches o las madrugadas. Las voces, los
olores; pero sobre todos las voces, pues han logrado inaugurar la fonética
de una Babel anacrónica, monocorde; absolutamente viva, sin
alternativas. Allí la vida llueve, se falsea con alguna ley impropia, corriente
y librada en la calle. ¿Quién podría contar los mundos, quién diría que hay
uno o varios o ninguno? Ella me saluda desde la vereda de enfrente,
juguetona. El viejo Luis viene sucio y meado en los pantalones, loconiño
con muy poco margen, apenas dos o tres variables en sus palabras. El sol
quemante, las caminatas necesarias, una mirada alucinada que quiere
interpretar las cosas. Pero la memoria me rodea y sale por todos lados,
exige su espacio, traduce, intoxica lo que toco con familiaridad o cercanía,
elastiza las uniones y me empuja como quiere a los extremos, hacia atrás
repetidamente, ¿Cómo queda la hora viva en medio de este cemento que
une y fija para atrás, y que en ello da un reconocible pero extraño placer?
¿Funcionaba así esta tendencia, es algo reciente, nacida por acumulación
y madura ahora permitirme ver? ¿Me amaría alguna mujer del barrio,
podríamos acaso darnos? Sale el sol entre nubes mojadas, llega la hora
de volver a empezar, de salir y hacer de cuenta que empieza, que es
primero, que falta aún y es asequible. Igual que todos los mediodías.

La brutalidad se exhibe en el aire, se evapora por ventanas nocturnas,


desde mesas de formica y ocio encerrado. Dos cabezas maritales gritan,
se aturden y llenan el ambiente con intimidades simples. La exclamación
procaz es sin embargo natural en el teatro pérfido que se escucha en el
patio. Gastándose las palabras sin duda ni pausa, la escena casi pública
exhibe los sentidos menos sutiles que inquietos. Como si quisieran redimir
algo, ellos, con las voces arrebatadas. El desenfado y el timbre del
diálogo se alían con pequeños aturdimientos que vienen de otras casas.
Más tarde, nacida en el desamparo de la cena veraniega, la multitud
ruidosa emigra hacia la nada negra que tolera todo, donde la diferencia se
funde en olvido; sueño de los nocturnos vencidos, en las sábanas de los
hogares frágiles. La noche pierde altura; el cielo se aplasta aquí abajo, el
lugar queda rodeado de cosas que no vuelan. La oscuridad, distraída por
el fragor de las voces humanas. El patio es ahora rumor de vidas ajenas.
Pasará pronto, y la noche devorará con sueños.

Negro se veía de atrás, el resplandor que lo delataba, sin disimulo; su


clamor vencido. Caído en las veredas, por la noche, ausente y huido
después, cuando no podía hacer mas que varar dormido, o aburrir sus
horas. Por las escaleras de su piso, al bajar, sentía por los pies el inicio:
cada vez más abajo, apenas antes de salir, en el umbral donde demora la
compostura. Salía pues. Salía. Llegaría derecho y sin pensar a la avenida
atestada; visitaría tras los vidrios a los ojos de algunos, pasando como un
vago con la mirada acomplejada y buena. Más tarde, al terminarse el
desvarío, llegó a reconocer las veces que había pasado por los mismos
lugares, se enteró de lo estrecho de sus recorridos, y los hubiera preferido
permanentes. Cada vez resistía menos los caprichos de su voluntad;
debía provocar la salida, el giro, aunque no implicara más que comer
otras cosas, vestirse distinto, bañarse menos, robar algo, caminar,
trabajar registrando los pasajes, o lo que sea que le redunde en aumento
de equilibrio; de olvido. Pero no podía hacer nada, no puede cambiar sino
mínimas cosas, casi todas de orden mental. Su vida concreta se mantenía
indeleble.
LIBROS

Una manera de hablar con los muertos

"Xenia", de Eugenio Montale. Nota y traducción: Ricardo Herrera.


Editorial Melusina, Mar del Plata. Enero de 2001.

Casi toda la poesía de Montale puede ser leída como el


intento de modular una voz para hablar con los muertos. Ya en
"In limine", el primer poema de Huesos de sepia, la posibilidad de
salvarse tiene la forma de un fantasma. Pero estos seres que
vienen desde el otro lado de la muerte no están tan lejos como
su condición lo haría suponer. La distancia que los separa de los
vivos se mide por la particular cualidad de ausencia que
impregna esa parte del mundo que abandonaron. Ausencia que
se manifiesta a la vez como un vacío físico y como un
incumplimiento. "Mis muertos, a los que ruego para que rueguen/
por mí, por mis vivos, así como yo pido/ no la resurrección para
ellos, sino/ el cumplimiento de esa vida inexplicada/ e
inexplicable que tuvieron...", dice en "Costa de Versilia", y por
más que uno recorra verso por verso todos los libros de Montale
es difícil saber si esas personas desaparecidas sólo permanecen
en la memoria, como los que están lejos, o si ocupan un mundo
propio, desvinculado del recuerdo de los vivos. Si bien en algunos
poemas hay referencias directas a un limbo, a un elíseo o,
incluso, a un paraíso, estos lugares míticos son menos la certeza
de un más allá que la "esperanza avara" de quien no tiene
respuestas. Lo único cierto, al menos en los tres primeros libros
de Montale, Huesos de sepia, Las Ocasiones y La tempestad y
demás, es el espacio, o el paisaje que sería más propicio para
este encuentro entre los vivos y los muertos: la orilla del mar. En
esa región incierta donde las olas se mezclan con la playa
parecieran querer fundirse, también, sin lograrlo nunca del todo,
dos realidades o dos estados de la realidad. La estrofa final de
"Los muertos" es la que expresa tal vez con mayor dramatismo
esa tensión: "Así/ también quizá a los muertos los privan del
reposo/ bajo tierra: una fuerza los extrae de allí,/ más despiadada
que el vivir, y rodeándolos,/ espectros remordidos por recuerdos
humanos,/ los trae hacia estas playas, hálitos/ sin materia o sin
voz/ traicionados por las tinieblas; y sus vuelos/ mutilados nos
rozan ahora mismo,/ apenas separados de nosotros, y en el
tamiz/ de la mar se sumergen..." Este cortejo de muertos que no
tienen descanso, no porque los carcoma una culpa o el deseo de
venganza, sino justamente porque les falta cumplir con su
destino inaccesible, se repite en un poema de Cuaderno de
cuatro años, sin título ( "...He apagado la luz y he esperado el
sueño./ Y por la pasarela ya comienza/ el desfile de los muertos
grandes y pequeños/ que he conocido en mi vida. Arduo
distinguir/ entre quienes quisiera o no quisiera que hubiesen/
vuelto entre nosotros."), pero junto con el paisaje marino
también ha desaparecido la posibilidad de un encuentro, de una
precaria salvación ("Allí donde están/ parecen inalterables por un
exceso/ de sublimada corrupción. Hemos/ hecho lo mejor posible
para empeorar el mundo"). Es evidente que entre los años 30 y
los 70, el mundo se ha desencantado para Montale, y ese
desencantamiento obró en su poesía hasta transformarla
completamente. Las plegarias del escéptico se convirtieron en
las observaciones del irónico frente a la actualidad, y en el
poema "La educación intelectual" (también de Cuaderno de
cuatro años) llega a parodiar el Cementerio Marino de Valery:
"Pasó mucho tiempo./ Todo cambió. / El mismo mar se volvió
peor. Ya no veo/ crueles asaltos al muelle, no se enciende/ de
veleros, no es el techo de nada,/ ni siquiera de sí mismo."
Xenia I y II, las dos series de catorce poemas que Montale
escribe tras la muerte de su mujer, Drusila Tanzi, ocurrida el 20
de octubre de 1963, son el punto culminante de ese diálogo que
el poeta ha tratado de entablar con los muertos desde sus
primeros poemas. Precisamente por esa voluntad de hablarles y
de escucharlos, los muertos nunca fueron seres abstractos para
Montale, fantasmas, sí, pero formados en proporciones tan
iguales de ausencia y presencia que él podía dirigirse a ellos de
distintas maneras y con distintos tonos. Por ejemplo, para
invocar al poeta Camilo Sbarbaro elige la vía de la ternura; a su
madre, la de la elegía; a su padre, la del misterio. Para Drusila,
en cambio, inventa un tono que nunca antes se había escuchado
en su poesía, una música, por así decirlo, de intimidad
extrañada. Pareciera que Montale pretende indagar a la vez ese
vacío dejado en los escenarios cotidianos que compartía con su
mujer y mostrarse a la altura de las circunstancias, conservar la
dignidad en el centro mismo de la desesperación. Su voz nunca
se quiebra, ningún verso de Xenia podría ser considerado el
equivalente poético de un llanto o de una lágrima. La emoción
está tan contenida que se transforma en su contrario, y como
señala Ricardo Herrera, en el prólogo a su traducción, "se diría
que quien nos habla desde estos poemas [...] se siente como
disminuido, como degradado por el infortunio: vale decir, no
puede ni quiere alzar la voz". La manera espectral en que la
muerta se le aparece a Montale, especialmente en los dos
primeros poemas, no dista demasiado de la forma en que los
mensajeros o mensajeras aparecían en La tempestad y demás. Si
se compara este pasaje de "Día y Noche, ("...Después la noche
sofocante/ sobre la plazoleta, y los pasos, y siempre este duro/
esfuerzo de hundirse para resurgir iguales/ desde hace siglos, o
instantes, de pesadillas que no pueden/ volver a hallar la luz de
tus ojos en el antro/ incandescente..." con este del segundo
poema de Xenia 1: "...el negro de la noche, un relámpago, un
trueno y luego/ ni siquiera la tormenta, ¿Cómo/ es posible que te
hayas ido así de rápido/ sin hablar?", el sentido de la inminencia
de una revelación que finalmente no se produce es el mismo,
pero en el primer caso el dramatismo alcanza proporciones
universales, y lo que se vive en el poema es un apocalipsis
histórico, mientras que en el segundo caso, el escenario del
drama se limita a un teatro personal, aunque en ambos
intervenga la naturaleza. Luego de estos dos primeros poemas,
la idea de una aparición fantasmal se desvanece para propiciar
otras formas de aparición, más ligadas al deseo y al recuerdo del
poeta, más "terrenales", en cierto modo, como si el espacio del
encuentro entre el vivo y la muerta se redujera, por precaución, a
unos pocos objetos cotidianos: "Me habituaré a escucharte o a
descifrarte/ en el tableteo de la teletipo,/ en el humo caprichoso
de mis cigarros/ de Brissago." Otro movimiento, que se inicia
desde el poema 12 de Xenia 1 y continúa intermitentemente a lo
largo de todo Xenia II, es el repaso de momentos y personajes de
su vida en común, breves epifanías que no terminan de hallar un
orden o una unidad en la memoria y se convierten en motivos de
una especie de reflexión exhausta sobre la irrealidad en la que
están sumergidos los seres humanos, con sus glorias y sus
miserias. Podría decirse que Montale se esfuerza por recuperar lo
que fue el punto de vista de su mujer y mirar el mundo desde los
ojos de ella, la corta de vista, la Mosca, aunque confiese: "no me
tranquiliza/ saber que siendo uno o dos somos una sola cosa".
La crítica coincide en que desde Satura, el libro donde está
incluido Xenia, la poesía de Montale experimentó un giro radical,
dejó de ser un complejo campo de indagación sobre las extrañas
fuerzas que constituyen el mundo y se volvió un ejercicio a la vez
más conceptual y menos elaborado "poéticamente". También es
evidente que Montale era consciente de que había llegado a un
límite expresivo en La tempestad y demás, con algunos poemas,
como el citado "Día y noche", "El huerto" o "Pequeño
testamento", cuyas imágenes parecen formadas con la materia
de una visión profética. La salida que encontró a ese callejón
donde se había encerrado a sí mismo es el periodismo, los
apuntes y las reflexiones, siempre musicales, sobre la actualidad.
No es casual que en el primer poema de Satura revele en clave
irónica uno de los grandes secretos de su poesía: "Los críticos
repiten,/ por mí despistados,/ que mi tú es una institución./ Sin
esta falta mía habrían sabido/ que en mí los muchos son uno
aunque aparezcan/ multiplicados por los espejos..." Suponemos
que Ricardo Herrera, gran lector de Montale, tuvo en cuenta ese
cambio de estado en el famoso "Tú" montaliano, durante la
composición de Xenia, cuando eligió traducirlo por el "vos"
argentino. Sin duda no es lo mismo el "Tú" de "La casa de los
Aduaneros" o de las "Estancias" que el de Xenia, pero al no
existir en italiano ese pronombre personal de la confianza que es
el vos, Montale establece la diferencia en la forma de una
declaración de principios en el frontis mismo de Satura. El acierto
del traductor al emplear el español rioplatense es doble. Por un
lado, logra una fidelidad de sentido, no sólo al poema, sino
también a la poética montaliana, a su indagación estilística y
existencial; por otro, termina de transformar a Montale en una
voz de la tradición argentina, en esa voz imposible que
escuchamos en nuestra propia lengua los descendientes de
italianos y que ningún poeta nacido en esta tierra consiguió
modular en su canto para decir "lo que no somos, lo que no
queremos".

Carlos Schilling
El mar y las formas

Bahía inútil, de Alejandro Zambra, Ediciones Stratis, Santiago de Chile, 1998, 64

páginas.

Un pequeño libro de poemas que recupero, que he recordado y sacado de la

biblioteca. ¿Por qué? Cuando lo recibí, supe que ese nombre, el de Alejandro

Zambra, era el de un escritor verdadero. Mi paso por sus páginas, el papel

texturado, la mínima tipografía, la viñeta delicada de un velero en la tapa, la

suspicaz conciencia de que el poeta era joven y que tenía en mis manos su primer

libro (público, claro), ¿cuántas cosas más me impidieron leerlo realmente? Quiero

decir: entender cuál era la relación que allí se había inscripto entre la forma de los

poemas y un destino. Sólo había percibido que esa relación existía y me había

dicho: sí, escribe, es bueno... habla del mar, chileno, pero podría ser griego...

Pero, ¿qué decía, qué clase de forma y qué destino albergaba esta Bahía inútil?

Vuelvo a leer el libro entero; ciertos pasajes me revelan que mi aprobación no sólo

quedaba confirmada sino que incluso habría sido algo reticente. Estamos

acostumbrados ya a sospechar de lo excesivamente bien escrito, de la claridad de


frases bien organizadas, del laconismo, pero aquí lo descriptivo, el ritmo

tranquilo, el mar en calma de una objetividad sin detallismo eran el fondo contra

el cual se recortaban las huellas más intensas de algo que la escritura no podía

resumir.

"(Observa el movimiento de las aguas. / Cuáles son las sombras que originó tu

paso. / Cuál es ese sueño que no recuerdas. / Cuál es tu tristeza. Cuáles son las

formas de tu tristeza. / Tu llanto. Cuáles son los colores de tu llanto)."


Hay una habitación, el vidrio de ventanas que se interponen entre nosotros y el

exterior, o entre ellos y yo, que leo. Quien escribe siente el límite de su forma, el

límite del esfuerzo que intenta recobrar un recuerdo a través de un signo que no lo

contiene. A esa percepción del límite quisiera aludir con el término "poesía", que

se da un límite (verso o ritmo) para no perder de vista su propio contorno íntimo,

su vidrio. Así, en la poesía el destino dictaría la forma, un límite dado y anterior al

límite construido; mientras que en la prosa la forma se convierte en destino, un

límite construido que se va tornando necesario, poco a poco.

La forma cristalina, por así decir, de los poemas de Alejandro Zambra, cerrada,

como una habitación cuidadosamente despojada de adornos, lucha contra el

espacio continuo, sin límites, al que sin embargo aspira. La recuperación del

recuerdo, entonces, será apenas un paso hacia el indefinible, inaccesible mar de la

memoria: "es imposible borrar un nombre que no ha sido escrito". Más allá del

recuerdo puntual, memoria y olvido no son sino el flujo y el reflujo de un mismo

líquido.

¿A dónde se dirige Zambra más allá de la habitación, del instante vivido y

fetichizado, de la misma claridad de sus observaciones? Al mar, si pensáramos en


sus términos poéticos, a ese "lugar que continúa", pero también y más

precisamente a la "bahía inútil", a la inutilidad del lenguaje que no obstante, en su

brillo privado de saber, alcanzaría un esplendor supremo. ¿Cómo desear llegar ahí,

adonde las cosas no están dichas ni se dicen, sino que el decir es la cosa única,

continua, que se hace mundo? "Nadie ha preferido ocupar este lugar", responde

Zambra, o más bien yo lo hago responder. Lugar del "poema en un libro vacío"

donde las palabras juegan, sin mí, más allá de mí, y al final, conmigo. Nadie
puede elegir una forma que está dispuesta para su inmolación en quién sabe qué

altar por obra de un destino. Todo el pasado fue urdido para que el poema exista.

No hay demasiadas decisiones en juego, salvo quizás la posibilidad de callar. Pero

Zambra empieza, no concluye; por eso su libro termina con un rezo para que

aquello que le dictó unas formas se siga liberando de ellas: "Señor, / Haz que el

mar se libre de nosotros / Deja que ocurra el viento, deja que ocurra".

Silvio Mattoni

LA CAIDA DE LOS DIOSES


Roberto Calasso, La letteratura e gli dèi, Milán: Adelphi, 2001.
Roberto Calasso modeló su literatura en relación al panteón deifico, de
preferencia pagano (Le nozze di Cadmio e Armonia, 1988) u oriental (La rovina
di Kasch, 1983, y la inextricable novela Ka, 1996). Su más reciente libro de
ensayo aborda de modo directo la difícil y sinuosa relación entre la
literatura y los dioses. Los ocho capítulos del libro corresponden a las
conferencias que el autor dictase para las Weidenfeld Lectures de la
Universidad de Oxford, en mayo del 2000. Estas conferencias esclarecen muchos
puntos oscuros de su obra al tiempo que iluminan aspectos inabordados de la
intrincada y compleja relación entre literatura y religiosidad. Sin embargo,
el libro no aspira a constituir un ensayo absoluto sobre una temática que se
quiere tan antigua como la literatura misma. En lo esencial, deja de lado la
literatura de inspiración judeocristiana y trabaja antes bien cuatro fases:
a) los dioses griegos pasados a la cultura clásica occidental, b) el
renacimiento italiano del quattrocento, c) el romanticismo alemán inspirado
en la cosmogonía orientalista, en las obras de Hölderlin, Schlegel y Novalis,
y d) la fase moderna en que la literatura se independiza completamente de los
dioses, pero perpetúa la trascendencia tras la vana aspiración de literatura
absoluta, esencialmente con Mallarmé y Nietzsche.
No obstante haber separado de su exposición las diversas tradiciones
monoteístas, privilegiando la multiplicidad panteísta, Calasso aborda los
dioses clásicos y orientales, no desde una cronología interna a estas
literaturas, sino por el impacto que tuvieron sobre la cultura occidental.
Esto indica que la cultura judeocristiana se constituye, por omisión, en el
sujeto tácito de estos trabajos. Occidente –su cultura, religión y
literatura–, no es estudiado aquí bajo la óptica de la expansión política,
sino evaluado por lo que absorbió (no sin resistencia) de una religiosidad
heredada como la griega, o venida de una completa exterioridad como la hindú,
o el tantrismo budista. La literatura y los dioses no pertenece tanto a las
historia de la teología, sino más bien a la historia de la literatura. «Todo
termina en historia de la literatura», dice el autor (p. 15).
La recuperación por la literatura moderna de los dioses de la antigüedad
griega, no responde a una creencia religiosa o a una cuestión de fe; obedece
antes que nada a una razón retórica: parecer poéticos. El propio planteo de
recuperación panteísta tiene una resonancia mayor: inventar una mitología
(cuando la recreación no alcanza), que en el caso de los románticos alemanes
se quiso una estrategia racional, como se observa en los jóvenes poetas y
críticos de la revista Athenaeum: «ya la idea de que la mitología es algo que
se inventa es síntoma de desmesura, como si el mito fuese una disposición de
la voluntad. Al contrario, sobre todo el mito es aquello que dispone de toda
voluntad» (p. 47). Pero el panteísmo moderno no obedece sólo a una lógica de
decoración y erudición poética; la explosión neoclásica delinea un proyecto
literario más alto: la definitiva independencia de la literatura de todo
compromiso teológico o glosa divina, que Calasso define en los términos de
"literatura absoluta".
¿En que consiste esta literatura absoluta? Para Calasso es un proyecto
específicamente decimonónico, del que el siglo XX sólo es un epifenómeno. La
"edad heroica" de la literatura absoluta comienza en 1798 con la revista
Athenaeum, y se cierra con la muerte de Mallarmé en 1898, en Valvins. Dura
exactamente un siglo. En ese siglo se destacan otros dos grandes proyectos de
literatura absoluta: Nietzsche y Lautréamont (Isidoro Ducasse), respectivos
autores de El nacimiento de la tragedia y de los célebres Cantos de Maldoror.
Calasso precisa que ninguno de estos autores son reducibles a sendos
movimientos de vanguardia o escuelas literarias (Mallarmé excede el horizonte
simbolista, Lautréamont no adscribe a ningún ismo, Nietzsche sólo es
clasificable póstumamente, en pleno siglo XX). «Lo que ocurre después –en
parte catalogado bajo las embarazosas etiquetas de "modernismo" o
"vanguardia"– había perdido ya el esplendor áulico, y por esto mismo
privilegió formas turbulentas como la del manifiesto (…) Durante otro siglo
[el XX], se han cruzado e hibridado numerosas ramificaciones, repercusiones,
extensiones a nuevos ámbitos» (p. 143), de estos mentores de la literatura
absoluta. El valor pregonado por la literatura absoluta es: un saber que se
declara y se pretende inaccesible por otra vía que no sea la composición
literaria, e identificado con la busca de un absoluto (desvinculado de toda
obediencia o pertenencia, de «cualquier tipo de funcionalidad respecto al
cuerpo social», p. 142).
El hecho que subyace al programa de la literatura absoluta, según
Calasso, fue raramente observado por los críticos, biógrafos e historiadores
de la literatura del siglo XIX, siendo sin embargo su aspecto más
revolucionario. Se trata de la «pseudomorfosis entre lo religioso y lo
social» (p. 144). La convergencia de estas regiones de la existencia humana
hace posible que la literatura termine por apropiarse de la pretensión de
absoluto, antes sólo imputable al ámbito religioso. El siglo XIX se
caracteriza por el avance aplastante del tema social en la vida humana. La
religión retrocede y lo social avanza; pero para que esto sea posible, el
discurso de lo social debe ampararse en premisas de carácter religioso: se
crea una suerte de teología social. La adscripción a ésta (el grado de
devoción por lo social) se erigirá en nuevo parámetro de inclusión o
exclusión de los individuos. «Ser antisocial –dice Calasso– se convertirá en
equivalente del pecado contra el Santo Espíritu. Que el pretexto sea racial o
clasista, para exterminar al enemigo el único motivo reivindicable es siempre
el mismo: se trataría de seres dañinos para la sociedad. La sociedad es el
sujeto por encima de todos los sujetos, por cuyo bien todo se justifica» (p.
145). La sociedad decimonónica –y la literatura absoluta que es la suya–
absorbió en su seno una potencia inaudita, la misma que antes encontrábamos
en el ámbito religioso. Más aún, esta mutación o pseudomorfosis del siglo XIX
se operó con una gran naturalidad, y el hecho de no haber sido evidenciada
por los especialistas hasta el presente atestigua su actual vigencia. No
es casual que una de las necesidades recalcadas y pregonadas por los
escritores mencionados (así como por casi todas las vanguardias e ismos del
siglo XX) sea la reinvención de una comunidad humana capaz de acompañar estos

desarrollos de la literatura absoluta. Dicha comunidad hipostasiaría las


cualidades positivas de la sociedad, descartando en este mismo proceso de
selección sus aspectos negativos.
Esta edad heroica de la literatura absoluta marca el triunfo de un
sustrato nuevo: el ascenso y consagración del simulacro como recurso esencial
de la literatura moderna. Calasso nos recuerda la pregunta retórica del
aforismo nietzscheano: «¿Qué cosa es la verdad? Un ejército móvil de
metáforas». Esta noción de verdad relativa a sus enunciados es una idea que
ya se encuentra en la preocupación de los románticos alemanes del Athenaeum,
cuando aspiraban a inventar una mitología a falta de poseerla. La invención
es aquí simulacro: si no se posee una mitología, entonces vale poder
simularla. Si no se dispone de un panteón propio, entonces por qué no echar
mano al panteísmo antiguo como si este fuera contemporáneo. El triunfo del
simulacro opera el retorno de los dioses helénicos u orientales. El autor
menciona que después de los renacentistas italianos, Dionisos había caído en
el más completo olvido hasta ser resucitado en el siglo XIX.
Ahora bien, ¿por qué semejante insistencia por parte de Calasso para
convencernos de que la edad heroica de la literatura absoluta fue el siglo
XIX? Sin respondernos directamente, se nos susurra al oído que el siglo XX
nos reservó otra era: la del simulacro al cuadrado. Esta opinión del escritor
y ensayista italiano va al encuentro de otros pensadores contemporáneos como
Klossowski o Baudrillard (aunque marcando sus diferencias, por ejemplo,
respecto a la virtualidad de nuestra cultura actual). En su aspecto más
original, Calasso despliega una hipótesis que se opone a la vulgata
convicción moderna de la muerte de Dios, y prefiere ver que ésta deparó el
retorno del panteísmo y generó el programa de la literatura absoluta. Otra
convicción anima esta obra, situándola a contracorriente de las banalidades
de la era informática: el optimismo en la superviviencia de la literatura, a
presente y futuro. Para Calasso los verdaderos cambios son pocos y no
acontecen allí donde normalmente se los espera: con la informática no hemos
superado la era de la escritura/lectura, y con la virtualidad sin embargo no
se ha superado la era de la representación tridimensional renacentista. A
comienzos del siglo XXI, los video juegos siguen estando aún bajo el influjo
de la tridimensionalidad renacentista, y los pretendidos escritores
posmodernos fueron prefigurados por la literatura absoluta decimonónica.
Axel Gasquet

De cuando el mundo era viejo y sabio

Morris, W.: Noticias de Ninguna Parte, Ediciones Abraxas, Barcelona, 2000, 251 páginas.

Entre enero y octubre de 1890 se publica de manera serializada en el


semanario de la Liga Socialista Inglesa, The Commonweal, la novela utópica de
William Morris (1834-1896), dibujante, artesano y escritor. Al año siguiente ésta
aparece como libro bajo el título News from Nowhere, or an Epoch of Rest: being
some chapters from an Utopian Romance, traducida al castellano el año pasado y
editada junto a otras utopías.
Noticias de Ninguna Parte, tal el título de la edición de Abraxas, es una
utopía socialista, pero con mayor precisión le cabe el calificativo de “socialista”,
por la influencia teórica que es sabido tuvieron Ruskin y Marx sobre Morris, y,
además, por estar insuflada de semejantes ideales a los que recorren el
pensamiento de un Fourier o un Owen; mientras que el calificativo de “utópico”
requeriría de mejores explicaciones para ser aplicado a esta obra. Esta restricción
no se debe a una suerte de preciosismo conceptual, sino, más bien, a que en la
utopía de Morris lo más interesante son las particularidades, los desvíos y los
ornamentos, que precisamente, pueden ser entendidos como rasgos “anti-
utópicos”.
Cierto es que me atengo aquí para esta distinción a la definición y
estructura más clásicas del relato utópico, estas son las que establece Thomas
More en su obra de 1516, con la que se bautiza un género de discurso político y
social, Utopía. En esta obra originaria los estudiosos se han percatado de la
coexistencia de tres tipos de discursos, uno primero crítico, otro justificativo, y,
por último, uno descriptivo. Más allá de la fertilidad o esterilidad de este tipo de
descubrimientos lo que es indudable es que en una utopía no pueden faltar el
diagnóstico y la crítica de una situación tópica, a la que se opone una situación
ideal, más o menos posible, que es descripta en términos, preeminentemente,
subjetivos (como el mejor de los mundos posibles), y una instancia de
justificación del momento utópico en el que se dan “buenas razones”, que son, en
realidad, las que permiten comparar el estado tópico y el estado utópico. Los
relatos utópicos son antes que nada comparaciones, ponen en un mismo registro
una sociedad o estado de cosas corrompido en uno o muchos aspectos, y una
ficción que resulta no ser otra cosa que su revés, es decir, su inversión, sin
pretensiones ulteriores, la utopía es fenomenología de un estado de cosas posibles.
A diferencia de la sátira donde la realidad pretende ser burlada, o los programas
reformistas en los que cada palabra debe ser trocada en acción concreta para
legitimarse.
Sobre la base de este esquema volvamos a Morris, ¿en qué aspectos de este
relato se ven respetadas las consignas mínimas del género utópico y en cuáles
otros rompen con lo dictado por el género?
Noticias de Ninguna Parte es un reflejo de las esperanzas de renovación
políticas y sociales del propio autor. De hecho el primer episodio con que se inicia
la novela sucede a la salida de un meeting de la Liga en el que los participantes
habían estado especulando acerca del día siguiente a la revolución socialista,
naturalmente. A continuación, Morris hace uso de dos recursos canónicos, por un
lado, la referencia a un relato que “alguien habría contado a alguien” (lo mismo
que hace Moro), relato del que no se conocen las fuentes pero cuya credibilidad
no se pone por ello en duda; y, por otro lado, el sueño y el despertar, son las llaves
maestras que nos introducen, al comienzo del libro, en el tiempo y el espacio de
Nowhere.
El protagonista de la novela es William Guest, William por el mismísimo
Morris, y el “huésped” por referencia a su condición. Guest despierta una mañana
en su vieja cama sin saber que el mundo ha avanzado en el tiempo y nada es como
era. El relato de este tal Guest está invadido por el asombro, y eso transmiten las
palabras que usa para describir ese nuevo mundo en el que por fortuna ha venido a
caer. El primer cambio lo percibe el visitante en el cuidado de los edificios, en el
cultivo de los campos, en el aspecto físico de hombres y mujeres, en sus
vestimentas, en sus costumbres. Cada uno de estos objetos son descriptos como
obras de arte. William Morris, más diestro en las artesanías que en la poesía y la
prosa, construye esta pieza literaria sobre la riqueza, profundidad y detenimiento
del orfebre ante una joya, el autor se goza en la descripción detallada de cada
lugar, de cada vestido, de cada pieza de uso cotidiano, como si con ello se
decidiera el valor de su construcción política. El paisaje se ha transformado de
manera radical, los campos están siendo aprovechados en todo su potencial, el
Parlamento se ha convertido en un depósito de estiércol, los hombres y mujeres
son bellos y resplandecientes por obra de la buena vida, todos disfrutan del trabajo
y rehuyen al ocio y los ejercicios intelectuales.
En la novela W. Guest entabla amistad con Dick que es un típico hijo de su
época, y por tanto sólo puede proporcionarle al huésped información acerca del
presente, pero no de cómo se han desarrollado los acontecimientos. Allí introduce
Morris el primer viaje a casa del viejo Hammond, un estudioso del pasado. Por él
Guest se entera de las circunstancias revolucionaras ocurridas en 1952 en el libro,
pues, en la aparición serial la revolución había sido ubicada en 1910. Las
circunstancias que dieron lugar al decaimiento del mundo industrial fueron
consecuencia necesaria del siglo XIX, o sea de su propio presente al que el
protagonsita describe como “mundo de placeres malsanos y de esperanzas que no
son sino temores”.
El otro viaje es el que realizan por el Támesis, el que le permite a Guest
apreciar los cambios ocurridos en lo que eran las tierras de sus recuerdos,
especialmente, infantiles. Las comparaciones parecen inevitables y el invitado
debe cuidarse de no traicionar su origen en cada comentario, comentarios que la
mayoría de las veces lo hacen avergonzarse y causan la risa o la incomprensión de
sus compañeros. El desfasaje temporal y mental está siendo puesto en juego todo
el tiempo, uno de los personajes dice, luego de una charla con Guest, “Después de
lo que he hablado con él creo que entenderé mejor a Dickens”.
Esta es sin lugar a dudas, como la han caracterizado, una utopía de tipo
pastoril, pues pone el acento en las ventajas de una vida en consonancia con la
naturaleza. Pero lo que resulta más interesante de este dato, no reside en que por
esto pueda ser tenida por utopía ecológica, la primera, sino, más bien, que le da un
tono anacrónico a sus reflexiones acerca de la mecanización. La esperanza puesta
en los avances mecánicos conservaba aún para el siglo XIX la ilusión liberadora
que entusiasmaba a todos y que particularmente a los utopistas los animaba a creer
que en esas fuerzas artificiales residía la independencia del hombre. En este
aspecto la utopía de Morris resulta fundamental pues su desconfianza en el
maquinismo lo lleva a imaginar un mundo en el cual el hombre se libera no por
dejar en su puesto de trabajo a una máquina que lo remplace, sino por el contrario,
al asumir aquel postulado marxista según el cual el hombre realiza su esencia en
el trabajo.
Hasta aquí algunos de los elementos respetuosos del género que Morris
introduce en su obra. Sin embargo, como decía antes, es en el desvío donde la
utopía de Morris cobra densidad. El primer ejemplo de esto lo constituye ese
mismo recurso al sueño y al despertar que aparece aquí como la estrategia por la
cual se introduce al lector en el registro utópico. El recurso onírico es un arma de
doble filo, pues, provoca un desdoblamiento de la realidad, por el cual resulta
difícil después distinguir entre sueño y vigilia, y desde Descartes en adelante
sabemos que debemos prestar poca fe a lo que sucede en los sueños. Morris tiene
en cuenta este desdoblamiento que puede hacer fracasar la verosimilitud del
relato. Casi al final proclama “¡Oh, sí! Y si otros pudieran verla como yo la he
visto, habría que llamarla visión y no sueño”. Pero tal petición de principio no
basta. Por el peligro de que todo acabe siendo producto de un sueño afiebrado y
revolucionario, Morris incorpora a su utopía claras dimensiones temporales y
espaciales que son manifiestamente anti-utópicas.
En primer lugar Nowhere, no es ninguna tierra lejana, ni una isla perdida
en las coordenadas imprecisas de un hallazgo casual, sino que es la mismísima
Inglaterra. Y, en segundo, aunque privilegiado, lugar, está el tema del tiempo. La
Utopía de Moro no es una ucronía, sino que se ubica en un presente continuo, y
por eso contemporánea de cualquier época. Los relatos utópicos deben como
requisito de legitimidad estar sumidos en una especie de atemporalidad que los
sitúa por encima no sólo del transcurrir temporal, sino también de la historia. En
el caso de Noticias de Ninguna Parte, muy por el contrario, el tiempo es una
variable de importancia; hay en el relato una continuidad histórica muy precisa en
la que se hilvanan los sucesos revolucionarios, que ni siquiera el viaje
transtemporal de Guest logra interrumpir, pues éste se empeña en reconstruir el
pasado que ha llevado a ese feliz estado de cosas. Pero, además, el carácter
teleológico de la temporalidad propuesta en el libro, no sólo evidencia, sino que
refuerza la historicidad de esta utopía. La teleología del texto le proporciona
factibilidad a la utopía, parece no haber alternativa posible a la propia evolución
de los tiempos, pues el mismo desarrollo del sistema capitalista llevará
necesariamente a la revolución.
Éste, que es el verdadero espíritu optimista e ingenuo que anima toda la
obra, parece contradecirse con el escéptico título. Quizás cabría aquí preguntarse
si un optimista que cree en el devenir necesario de la historia hacia la revolución
que cambiará positivamente su curso, pueda escribir una utopía. Esto pensando no
en la capacidad para hacerlo, sino más bien en la posibilidad de que resulte tal, o
sea, una utopía. La condición de la utopía parece ser, desde Moro, antes que la
decepción respecto del presente, la incertidumbre y la sospecha sobre el pasado y
el futuro también, es decir, sobre la historia en su totalidad y la capacidad humana
por transformar sus condiciones de vida y sus valores.
Morris es un optimista y eso es lo que le da a su utopía un matiz
esperanzador. Las palabras finales con que los hombres del futuro despiden al
infortunado huésped son las que completan esa impresión última acerca de la
obra. “No, no es posible, no puede vivir entre nosotros, pertenece tan por entero a
la infelicidad del pasado, que nuestra felicidad le enojaría. Vuelva atrás ahora que
ha visto, ahora que los ojos de su cuerpo han observado que, a pesar de toda la
infalibilidad de las máximas de nuestro tiempo, hay una era de paz reservada al
mundo, cuando la supremacía sea cambiada en fraternidad …, no antes. Vuelva
atrás a vivir rodeado de hombres atentos a procurar a los demás una vida horrible
al mismo tiempo que no se cuidan de la propia; hombres que odian la vida tanto
como temen la muerte. Vuelva atrás y sea más feliz por habernos visto, por poder
luchar animado con una nueva esperanza. Viva lo que pueda y luche sin
arredrarse, ni por los obstáculos ni por el trabajo, con el propósito de instaurar
poco a poco la era de la fraternidad, del reposo y de la felicidad”.

Ariela Battán
Fetiches
Totemismo y otros poemas (sobre el arte de Joseph Cornell), por Charles Simic,
Selección, traducción y prólogo de María Negroni, Alción, Córdoba, 2000.

Cada uno de los poemas de Simic es como un cofre que oculta un secreto. Sin
embargo, vemos claramente su contenido, el objeto encontrado y exhibido allí,
pero el sentido permanece velado. Lo que nos cuentan estos pequeños poemas en
prosa, con una economía más ascética, menos narrativa que los de Baudelaire, son
las aventuras de las simples y meras cosas, concretas e incluso tangibles. Sólo que
al mismo tiempo, en tanto que se refieren a una ausencia, se vuelven inmateriales
e intangibles, prometiendo siempre lo que no se puede poseer.
Ese centro inaccesible que se ilumina en cada poema es la ciudad, un lugar que
no está en ninguna parte porque se define como el espacio mismo donde ocurren
todas las parcializaciones. La ciudad es la condición previa del hallazgo, de ese
encuentro fortuito que dará origen al poema de Simic, a la caja de Joseph Cornell,
al objeto instalado en ella. Simic puede escribir en compañía de Joseph Cornell y
de su arte porque comparte con él esa experiencia del lugar movedizo donde las
cosas se pierden y se encuentran. Ambos podrían afirmar que allí nunca se
encuentra lo que se perdió, pero lo encontrado tampoco puede volver a perderse.
Los hallazgos acompañan al artista y le piden una dedicación absoluta. Un juguete
roto tirado en un callejón deberá recobrar un sentido, ser un exvoto, un fetiche, un
objeto de infinitas meditaciones. Esas cosas que la ciudad ofrece, como invitando
a su disposición en series de la más variada especie, reciben en nuestra lengua el
nombre de objetos perdidos, en otros idiomas son acumuladas como objetos
hallados, en el departamento o la oficina de los objetos hallados. En un caso, se
piensa que alguien perdió eso que casualmente vemos tirado, una cosa que tuvo
un significado, un uso, que fue tocada y quizás acariciada por las mismas manos
que la dejaron caer, aun cuando la hubiesen perdido involuntariamente. Sabemos
que en este terreno lo voluntario y lo involuntario son lo mismo, como dos
muñecos que se siguieran saludando en su carrusel de lata cuando ya nadie puede
prestarles una palabra a sus gestos. El objeto perdido, entonces, nos devuelve un
pasado, nos hace imaginar a otros, anteriores, como si tropezáramos con una
lápida, con banales esculturas funerarias perdidas en el ruido de la ciudad
inmensa. Pero si decimos que esa cosa es un objeto hallado, que nosotros lo
encontramos, nos enfrentamos a los enigmas del propio destino. ¿Por qué fuimos
llamados, qué voz oímos como si fuera la nuestra surgiendo de la cosa
encontrada?
Nunca leí otro libro al que le quedara mejor la denominación trivial de
"colección de poemas" como este de Simic, cuyo conocimiento debemos a la
devoción de María Negroni. Su hallazgo del libro para el ejercicio fetichista de la
traducción le añade un grado más a la serie: Cornell encuentra algo y lo pone en
una caja, lo piensa y lo sueña, Simic ve esa caja, la encuentra, y escribe una
iluminación donde pensamiento y sueño se conjugan, María encontró el libro de
Simic y pone en él, al traducirlo, su propia vida, la duración del traslado, la ciudad
y la lengua de una experiencia que no puede poseerse del todo, que sólo puede
sobrevivir en su negación, hoy aquí, en esta ciudad y esta lengua que sustituyen
pero también rememoran a las otras, las alguna vez halladas.
La memoria del coleccionista preside el azar de las transmisiones y las convierte
en destino. Todos compartimos ese anhelo de colocar en alguna estantería los
emblemas de lo inaccesible que intuimos. Si preguntamos quién tuvo antes tal o
cual cosa, quién hizo lo que quisiéramos hacer, nos dirigimos al horizonte de lo
perdido, rememoramos los avatares del otro, de algún otro, en cuyo nombre
depositamos inquietas esperanzas. Así el coleccionista dice con orgullo que tal
pieza perteneció antes a tal persona. Si por el contrario buscamos lo común en lo
que atesoramos, miramos el futuro, accedemos a la incertidumbre de lo que
somos. Es lo insaciable del deseo del coleccionista, a quien siempre le falta una
pieza capital o dos. Simic escribió: "El arte siempre habla de la añoranza del Uno
por el Otro." El poema, agregaría yo, busca lo que no tenemos, es decir, lo que
somos. ¿Y qué somos si no ese otro en que nos quisiéramos transformar, lenta,
penosamente, por obra del arte?
La virtuosa transmutación de Simic se basa en ubicar el espacio de la pérdida y
el hallazgo en la propia memoria. Los objetos perdidos y encontrados se vuelven
recuerdos, mientras que los fragmentos de lo vivido, contra el fondo blanco de lo
olvidado, adquieren el contorno de las cosas. En ese intercambio, como decía
Baudelaire, de pronto todo se vuelve alegoría. El juego de un niño a la siesta, en
un espléndido poema de este libro, convierte a la madre en una esfinge, al padre
en viento del desierto, figuras que adornan la estampilla que sella ese envío desde
los territorios de la infancia hasta la casilla postal del poema.
Un viejo sillón es un amable anciano que nos cuenta una anécdota remota. Unas
marcas de tiza borroneadas sobre el asfalto dibujan los límites de una vida, que no
se reconocen sino cuando deja de ser. Un niño duerme y Simic escribe: "En un
cuarto secreto de una casa secreta, su juguete secreto escucha en calma su propia
quietud." En esos lugares secretos, el poema y el objeto del artista se encuentran
con su lejano ancestro, el juguete infantil. Los arqueólogos admiten que ante una
miniatura antigua, la mayoría de las veces es imposible decidir si se trata de un
objeto sagrado o de un juguete usado por los niños. En verdad, cada uno de esos
objetos que llamamos obras de arte sería un juguete que nos incita a imaginar el
sueño del niño que lo dejó abandonado. El artista nos ofrece lo que deja atrás, con
la esperanza de recuperarlo en la mirada de los otros, en su propio alejamiento.
Golpeamos así la puerta de nuestro cuarto secreto, inmóvil en el centro de varios
pasillos olvidados, pero es improbable que alguien venga a abrirnos; desde que
nos fuimos, los objetos perdidos descansan en paz.
Esa nostalgia por algo que nunca se tuvo es lo que impulsa la cacería de restos
que Cornell y Simic emprenden en sus paseos urbanos. "El arte del ladrón", lo
llama acertadamente María Negroni. A la transfiguración de lo viejo en Cornell le
responde la transmutación de las citas en Simic. En esa labor de ciruja entre los
residuos ajenos se esconde la promesa de la unidad perdida, brillando por un
instante en algún "tótem del ser", una cosita encontrada que fuese el equivalente
de todo lo que hay. Sólo cuando se desespera del hallazgo, cuando no se pone
nada, surge la totalidad de la evidencia. Medíamos el infinito con nuestra propia
brevedad, con nuestro límite inmanente. Quizás por eso, concluye Simic, "las
cajas finales de Cornell están prácticamente vacías". Al final, el espacio crea
nuevo espacio, y la caja casi vacía es el umbral del cuarto secreto, acaso un lugar
común, acaso la cualidad misma que une a todos los fetiches de una colección,
inasible sin embargo en la tangibilidad de cada objeto particular. El umbral se
cruza sin querer, como Simic en el último poema de este libro cuando señala una
fecha, un mediodía, el tiempo detenido en el descanso, y "de pronto, escribe, una
sensación abrumadora de armonía y completa felicidad, un elevamiento
espontáneo que parece una curación, dispensando del trabajo específico por el
momento, estado de gracia".
Entonces el hombre calla, para que las cosas expresen las adivinanzas contenidas
en su silencio cotidiano.

Silvio Mattoni

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