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Anillos
Mariano Serrichio
Mis palabras tocaron algún nervio muy fino de Ahumada. Las nubes
se movían levemente mientras yo hablaba, siguiendo el ritmo de mi relato.
Su mano temblaba al alzar el vaso. La exaltación de las palabras y el alcohol
nos condujo luego al estado opuesto. Tristes y cansados, la euforia que nos
había unido parecía ahora una experiencia ajena. Un momento que otros
hubieran compartido.
Empezar a correr en línea. Venía por un costado una sombra azul entre
las matas. Era el calor rapaz que transpiraba. Una ráfaga anuncia ante
mis ojos que la noche será desolada, una vez más. Conocer la proximidad
de los cambios no alcanzará, sabía. Pero tampoco el cansancio se
resolvería a ser más preciso. Mejor desviarse para otros lados, más allá
de la curva del río, donde no se han hecho senderos en la orilla y la tierra
es virgen e inhóspita; alcanzar un punto de realidad con las piedras, con
el flujo del agua. Mejor ganar de inmediato la urgencia crepuscular, llegar
al refugio y esperar que los ruidos de la noche rodeen todo. La noche ha
increpado hasta a los menores atisbos, ha caído sin horizonte, tanto cerca
como en la indescriptible letanía de más allá; ella pervierte el silencio, lo
traduce y manipula hasta el hartazgo. Ahora, por ejemplo, me observan
los mil ojos de afuera, y aún se reproducen, cambian de lugares, espían y
se esconden como dirigidos por una inteligencia telúrica. Se empecina
ella, la noche, hembra tribal, en aumentar los riesgos, en engañar. Salto y
salgo a toparme con el miedo, a tocarlo en su disfraz de yuyos piedras y
rocío, apoyado donde la oscuridad se cansa y suda, donde, aún con el
éxito de sus deformaciones térreas, me espera el indeciso paisaje táctil.
Después duermo; y todo empeora en la inconsciencia... Me caigo
constantemente, perdiéndome a cada paso, frenado, sin embargo, por
una mano de aire que no es nada, que se confabula con mi organismo
para embotarlo. Me voy. Miro hacia atrás, busco algo más leve, que me
sirva para dominar la maleza: la transformo en prados y arboledas
frescas, crecidas en el llano, como la alfombra verde que se ve a la
distancia por ilusión. Al rato, me despierta una sospecha; desde la tierra
donde yacía crece sin aviso un soplido que se desplaza como embargado
en un viaje planetario. El negro se destiñe hacia la línea con la tierra, y un
anuncio de claridad me salva, me alivia. Inseguro, reviso mis pies, toco la
ropa, miro a los costados. La demencia queda atrás como letras escritas
por un extraño.
Contra el aire, buscando fundir el cuerpo de esa fuerza de tiempo. Allá va,
enceguecido, diluido en gotas de tiempo, y hasta ahora ha sido igual.
Cada vez, cuando despierta y mira quieto a nada, se empuja solo,
vagamente sale o se queda, pues lo que haga su cuerpo no importa...
¿Pero entonces? Negros o azules los ojos de alguien; cualquiera ha visto
cómo él actúa, pero no le importa ver o escuchar más: da pasos según le
parece, lo hace con el encanto de una piedra, con la propensión del
amante sin objeto. Luego, vuelve o avanza. Le gustaría perderse,
constantemente. Una vez le hablaron, alguien le habló; copiosamente se
escucharon y dedicaron ideas nuevas, inteligencia desplegada de almas
frente a frente. Muchos días se la pasa en puertas distintas, y de ningún
modo hace acciones: no distingue alternativas, pues su felicidad la sabe
de otra forma y en otro lado; otra cosa. Su casa en el barrio, entre
construcciones y seres distintos. Se cree amparado, envuelto entre vidas
y cosas que lo dejan desconocido, raro: notas para sus acciones. Alguien
le dijo una vez que esperar es dejar pasar. Los que esperan, escuchó,
traman el mundo más lento y postergado. A medio derruir y a la altura de
las cabezas, parras atadas con alambres, basurales en los patios, niños
felices callejeros que no crecerán más. Voces vulgares se exhiben,
borrachas de pobreza y sentimiento pertenencia: en el barrio hay el
pueblo con sus habitantes, sus horas desocupadas en las calles de
verano o de siesta, en las noches o las madrugadas. Las voces, los
olores; pero sobre todos las voces, pues han logrado inaugurar la fonética
de una Babel anacrónica, monocorde; absolutamente viva, sin
alternativas. Allí la vida llueve, se falsea con alguna ley impropia, corriente
y librada en la calle. ¿Quién podría contar los mundos, quién diría que hay
uno o varios o ninguno? Ella me saluda desde la vereda de enfrente,
juguetona. El viejo Luis viene sucio y meado en los pantalones, loconiño
con muy poco margen, apenas dos o tres variables en sus palabras. El sol
quemante, las caminatas necesarias, una mirada alucinada que quiere
interpretar las cosas. Pero la memoria me rodea y sale por todos lados,
exige su espacio, traduce, intoxica lo que toco con familiaridad o cercanía,
elastiza las uniones y me empuja como quiere a los extremos, hacia atrás
repetidamente, ¿Cómo queda la hora viva en medio de este cemento que
une y fija para atrás, y que en ello da un reconocible pero extraño placer?
¿Funcionaba así esta tendencia, es algo reciente, nacida por acumulación
y madura ahora permitirme ver? ¿Me amaría alguna mujer del barrio,
podríamos acaso darnos? Sale el sol entre nubes mojadas, llega la hora
de volver a empezar, de salir y hacer de cuenta que empieza, que es
primero, que falta aún y es asequible. Igual que todos los mediodías.
Carlos Schilling
El mar y las formas
páginas.
biblioteca. ¿Por qué? Cuando lo recibí, supe que ese nombre, el de Alejandro
suspicaz conciencia de que el poeta era joven y que tenía en mis manos su primer
libro (público, claro), ¿cuántas cosas más me impidieron leerlo realmente? Quiero
decir: entender cuál era la relación que allí se había inscripto entre la forma de los
poemas y un destino. Sólo había percibido que esa relación existía y me había
dicho: sí, escribe, es bueno... habla del mar, chileno, pero podría ser griego...
Pero, ¿qué decía, qué clase de forma y qué destino albergaba esta Bahía inútil?
Vuelvo a leer el libro entero; ciertos pasajes me revelan que mi aprobación no sólo
quedaba confirmada sino que incluso habría sido algo reticente. Estamos
tranquilo, el mar en calma de una objetividad sin detallismo eran el fondo contra
el cual se recortaban las huellas más intensas de algo que la escritura no podía
resumir.
"(Observa el movimiento de las aguas. / Cuáles son las sombras que originó tu
paso. / Cuál es ese sueño que no recuerdas. / Cuál es tu tristeza. Cuáles son las
exterior, o entre ellos y yo, que leo. Quien escribe siente el límite de su forma, el
límite del esfuerzo que intenta recobrar un recuerdo a través de un signo que no lo
contiene. A esa percepción del límite quisiera aludir con el término "poesía", que
La forma cristalina, por así decir, de los poemas de Alejandro Zambra, cerrada,
espacio continuo, sin límites, al que sin embargo aspira. La recuperación del
memoria: "es imposible borrar un nombre que no ha sido escrito". Más allá del
líquido.
brillo privado de saber, alcanzaría un esplendor supremo. ¿Cómo desear llegar ahí,
adonde las cosas no están dichas ni se dicen, sino que el decir es la cosa única,
continua, que se hace mundo? "Nadie ha preferido ocupar este lugar", responde
Zambra, o más bien yo lo hago responder. Lugar del "poema en un libro vacío"
donde las palabras juegan, sin mí, más allá de mí, y al final, conmigo. Nadie
puede elegir una forma que está dispuesta para su inmolación en quién sabe qué
altar por obra de un destino. Todo el pasado fue urdido para que el poema exista.
Zambra empieza, no concluye; por eso su libro termina con un rezo para que
aquello que le dictó unas formas se siga liberando de ellas: "Señor, / Haz que el
mar se libre de nosotros / Deja que ocurra el viento, deja que ocurra".
Silvio Mattoni
Morris, W.: Noticias de Ninguna Parte, Ediciones Abraxas, Barcelona, 2000, 251 páginas.
Ariela Battán
Fetiches
Totemismo y otros poemas (sobre el arte de Joseph Cornell), por Charles Simic,
Selección, traducción y prólogo de María Negroni, Alción, Córdoba, 2000.
Cada uno de los poemas de Simic es como un cofre que oculta un secreto. Sin
embargo, vemos claramente su contenido, el objeto encontrado y exhibido allí,
pero el sentido permanece velado. Lo que nos cuentan estos pequeños poemas en
prosa, con una economía más ascética, menos narrativa que los de Baudelaire, son
las aventuras de las simples y meras cosas, concretas e incluso tangibles. Sólo que
al mismo tiempo, en tanto que se refieren a una ausencia, se vuelven inmateriales
e intangibles, prometiendo siempre lo que no se puede poseer.
Ese centro inaccesible que se ilumina en cada poema es la ciudad, un lugar que
no está en ninguna parte porque se define como el espacio mismo donde ocurren
todas las parcializaciones. La ciudad es la condición previa del hallazgo, de ese
encuentro fortuito que dará origen al poema de Simic, a la caja de Joseph Cornell,
al objeto instalado en ella. Simic puede escribir en compañía de Joseph Cornell y
de su arte porque comparte con él esa experiencia del lugar movedizo donde las
cosas se pierden y se encuentran. Ambos podrían afirmar que allí nunca se
encuentra lo que se perdió, pero lo encontrado tampoco puede volver a perderse.
Los hallazgos acompañan al artista y le piden una dedicación absoluta. Un juguete
roto tirado en un callejón deberá recobrar un sentido, ser un exvoto, un fetiche, un
objeto de infinitas meditaciones. Esas cosas que la ciudad ofrece, como invitando
a su disposición en series de la más variada especie, reciben en nuestra lengua el
nombre de objetos perdidos, en otros idiomas son acumuladas como objetos
hallados, en el departamento o la oficina de los objetos hallados. En un caso, se
piensa que alguien perdió eso que casualmente vemos tirado, una cosa que tuvo
un significado, un uso, que fue tocada y quizás acariciada por las mismas manos
que la dejaron caer, aun cuando la hubiesen perdido involuntariamente. Sabemos
que en este terreno lo voluntario y lo involuntario son lo mismo, como dos
muñecos que se siguieran saludando en su carrusel de lata cuando ya nadie puede
prestarles una palabra a sus gestos. El objeto perdido, entonces, nos devuelve un
pasado, nos hace imaginar a otros, anteriores, como si tropezáramos con una
lápida, con banales esculturas funerarias perdidas en el ruido de la ciudad
inmensa. Pero si decimos que esa cosa es un objeto hallado, que nosotros lo
encontramos, nos enfrentamos a los enigmas del propio destino. ¿Por qué fuimos
llamados, qué voz oímos como si fuera la nuestra surgiendo de la cosa
encontrada?
Nunca leí otro libro al que le quedara mejor la denominación trivial de
"colección de poemas" como este de Simic, cuyo conocimiento debemos a la
devoción de María Negroni. Su hallazgo del libro para el ejercicio fetichista de la
traducción le añade un grado más a la serie: Cornell encuentra algo y lo pone en
una caja, lo piensa y lo sueña, Simic ve esa caja, la encuentra, y escribe una
iluminación donde pensamiento y sueño se conjugan, María encontró el libro de
Simic y pone en él, al traducirlo, su propia vida, la duración del traslado, la ciudad
y la lengua de una experiencia que no puede poseerse del todo, que sólo puede
sobrevivir en su negación, hoy aquí, en esta ciudad y esta lengua que sustituyen
pero también rememoran a las otras, las alguna vez halladas.
La memoria del coleccionista preside el azar de las transmisiones y las convierte
en destino. Todos compartimos ese anhelo de colocar en alguna estantería los
emblemas de lo inaccesible que intuimos. Si preguntamos quién tuvo antes tal o
cual cosa, quién hizo lo que quisiéramos hacer, nos dirigimos al horizonte de lo
perdido, rememoramos los avatares del otro, de algún otro, en cuyo nombre
depositamos inquietas esperanzas. Así el coleccionista dice con orgullo que tal
pieza perteneció antes a tal persona. Si por el contrario buscamos lo común en lo
que atesoramos, miramos el futuro, accedemos a la incertidumbre de lo que
somos. Es lo insaciable del deseo del coleccionista, a quien siempre le falta una
pieza capital o dos. Simic escribió: "El arte siempre habla de la añoranza del Uno
por el Otro." El poema, agregaría yo, busca lo que no tenemos, es decir, lo que
somos. ¿Y qué somos si no ese otro en que nos quisiéramos transformar, lenta,
penosamente, por obra del arte?
La virtuosa transmutación de Simic se basa en ubicar el espacio de la pérdida y
el hallazgo en la propia memoria. Los objetos perdidos y encontrados se vuelven
recuerdos, mientras que los fragmentos de lo vivido, contra el fondo blanco de lo
olvidado, adquieren el contorno de las cosas. En ese intercambio, como decía
Baudelaire, de pronto todo se vuelve alegoría. El juego de un niño a la siesta, en
un espléndido poema de este libro, convierte a la madre en una esfinge, al padre
en viento del desierto, figuras que adornan la estampilla que sella ese envío desde
los territorios de la infancia hasta la casilla postal del poema.
Un viejo sillón es un amable anciano que nos cuenta una anécdota remota. Unas
marcas de tiza borroneadas sobre el asfalto dibujan los límites de una vida, que no
se reconocen sino cuando deja de ser. Un niño duerme y Simic escribe: "En un
cuarto secreto de una casa secreta, su juguete secreto escucha en calma su propia
quietud." En esos lugares secretos, el poema y el objeto del artista se encuentran
con su lejano ancestro, el juguete infantil. Los arqueólogos admiten que ante una
miniatura antigua, la mayoría de las veces es imposible decidir si se trata de un
objeto sagrado o de un juguete usado por los niños. En verdad, cada uno de esos
objetos que llamamos obras de arte sería un juguete que nos incita a imaginar el
sueño del niño que lo dejó abandonado. El artista nos ofrece lo que deja atrás, con
la esperanza de recuperarlo en la mirada de los otros, en su propio alejamiento.
Golpeamos así la puerta de nuestro cuarto secreto, inmóvil en el centro de varios
pasillos olvidados, pero es improbable que alguien venga a abrirnos; desde que
nos fuimos, los objetos perdidos descansan en paz.
Esa nostalgia por algo que nunca se tuvo es lo que impulsa la cacería de restos
que Cornell y Simic emprenden en sus paseos urbanos. "El arte del ladrón", lo
llama acertadamente María Negroni. A la transfiguración de lo viejo en Cornell le
responde la transmutación de las citas en Simic. En esa labor de ciruja entre los
residuos ajenos se esconde la promesa de la unidad perdida, brillando por un
instante en algún "tótem del ser", una cosita encontrada que fuese el equivalente
de todo lo que hay. Sólo cuando se desespera del hallazgo, cuando no se pone
nada, surge la totalidad de la evidencia. Medíamos el infinito con nuestra propia
brevedad, con nuestro límite inmanente. Quizás por eso, concluye Simic, "las
cajas finales de Cornell están prácticamente vacías". Al final, el espacio crea
nuevo espacio, y la caja casi vacía es el umbral del cuarto secreto, acaso un lugar
común, acaso la cualidad misma que une a todos los fetiches de una colección,
inasible sin embargo en la tangibilidad de cada objeto particular. El umbral se
cruza sin querer, como Simic en el último poema de este libro cuando señala una
fecha, un mediodía, el tiempo detenido en el descanso, y "de pronto, escribe, una
sensación abrumadora de armonía y completa felicidad, un elevamiento
espontáneo que parece una curación, dispensando del trabajo específico por el
momento, estado de gracia".
Entonces el hombre calla, para que las cosas expresen las adivinanzas contenidas
en su silencio cotidiano.
Silvio Mattoni