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Venezuela, país rehén

Por Simón Rodríguez Porras

Bajo los focos mundiales desde hace dos meses, Venezuela es quizás el país más discutido y al
mismo tiempo incomprendido de estos últimos tiempos. La verdad abarca paradojas
exigentes: un país arruinado pero rico en recursos, con una dictadura cívico-militar arrodillada
ante el capital transnacional pero que dice ser “socialista” y “antiimperialista”, donde un
“presidente obrero” ha impuesto condiciones laborales de semiesclavitud capitalista, y
mientras la nueva burguesía chavista y la burguesía tradicional viven en el más obsceno
privilegio, la mayoría de la población es sometida a la miseria. Un país rehén de una dictadura
cívico-militar, al mismo tiempo sitiado por EEUU. Para cada hecho fundamental de la vida
nacional hay dos versiones excluyentes, plagadas de falsificaciones funcionales a la guerra de
propaganda que acompaña a la disputa por el poder.

Esa es la densa niebla que hay que atravesar para acercarse a la realidad venezolana. Entre
cortes de luz eléctrica, un precario acceso a internet y al calor de la vorágine política
intentaremos acercarnos a una inestable y cambiante coyuntura. Mientras se escribían estas
líneas se realizó una conferencia con representantes de los gobiernos de EEUU y Rusia en
Roma para discutir la situación venezolana, que concluyeron sin acuerdos, como era previsible.
Paralelamente, está sobre la mesa una convocatoria, sin fecha, de la oposición patronal a
marchar hacia el palacio presidencial de Miraflores, en Caracas.

Golpe y contrarrevolución económica

El 23 de enero, cientos de miles de venezolanos salieron a las calles y un casi desconocido de la


Asamblea Nacional se proclamó presidente interino, con el apoyo de EEUU y gobiernos de
derecha de la región. La principal preocupación para grandes sectores de la izquierda mundial
era que estuviéramos ante un golpe militar proimperialista como el de abril de 2002. Este
sesgo unilateral les llevó a colocarse del lado de Maduro. Contradictoriamente, lo que impulsó
a la gran mayoría de esos cientos de miles a salir a las calles no fue el apoyo a un golpe sino,
desde su punto de vista, la recuperación de los derechos democráticos destruidos por el
gobierno de Maduro. Por otra parte, dos meses después no hubo golpe militar ni una ruptura
significativa del aparato represivo. Se ha llegado a una especie de equilibrio, que no puede
durar mucho, entre los contendientes.

Repasemos el origen de esta crisis política. Luego de tres años del más brutal ajuste sufrido por
el pueblo venezolano en su historia, mediante el cual Maduro redujo los salarios y el gasto
público drásticamente para pagar deuda externa, en diciembre de 2015 una población
hastiada usó el voto para castigar al gobierno, su doble discurso pseudo socialista y la brutal
represión, puesta de manifiesto tanto en el aplastamiento de las protestas de 2014 como a
través de la Operación Liberación del Pueblo en los barrios más pobres, con cientos de
detenciones y ejecuciones extrajudiciales. Fue así como la oposición patronal obtuvo dos
tercios de la Asamblea Nacional. La respuesta del gobierno en los meses posteriores a su
derrota electoral consistió en adelantar el nombramiento de miembros del Tribunal Supremo
de Justicia para asegurarse una mayoría incondicional, impedir la realización de un referendo
revocatorio presidencial contemplado en la Constitución mediante maniobras tramposas,
desconocer la elección de diputados opositores en el estado Amazonas para eliminar la
mayoría de dos tercios, y finalmente a través de una serie de decisiones judiciales y decretos
presidenciales eliminar todas las funciones del parlamento.

En otras palabras, Maduro desconoció su contundente derrota electoral, huyendo hacia


adelante mediante un golpe de Estado. Con el apoyo de los militares, suspendió
indefinidamente las garantías constitucionales. El régimen se transformó en una dictadura
cívico-militar abierta, aunque con debilidades y contradicciones debido a sus disputas internas.
Importantes sectores de la boliburguesía fueron desplazados del poder. El gángster Rafael
Ramírez fue destituido de la dirección del ministerio de petróleo y de la empresa estatal
petrolera, Pdvsa; jefes de la represión y la inteligencia como Miguel Rodríguez Torres y Hugo
Carvajal fueron destituidos, el ex vicepresidente Elías Jaua también sería marginado. La Fiscal
General Luisa Ortega, arquitecto de la criminalización de la protesta, renunció en medio de las
movilizaciones de 2017. Surgió un ala disidente del chavismo, autodenominado “crítico” u
“originario”. Tanto los cambios en el régimen como la reducción de la renta estatal en el marco
de la caída de los precios internacionales del petróleo intensificaron las disputas inter
burocráticas e inter burguesas en el chavismo, fortaleciendo al ala militar.
La oposición patronal agrupada en la MUD, en gran medida cooptada mediante negocios
corruptos, capituló al gobierno durante todo el año 2016, cediendo a todas sus maniobras.
Incluso llegó al extremo de firmar, a fines de 2016, una declaración conjunta con el gobierno,
luego de largas negociaciones, en la que aceptaba todas las tesis oficiales, incluso
comprometiéndose a colaborar en el terreno económico. En marzo de 2017, una decisión
judicial que otorgaba a Maduro la función de legislar y entregar concesiones petroleras y
mineras a empresas transnacionales sin pasar por el parlamento, obligó a la MUD a convocar
movilizaciones que rápidamente se salieron de su control, con disturbios y saqueos masivos.
Preocupada por contener la rebelión popular, la MUD volvió a capitular al gobierno,
accediendo a negociaciones que Maduro aprovechó para ganar tiempo y dividir a la oposición.
El gobierno logró desangrar las protestas, asesinando a más de 140 personas, hiriendo y
encarcelando a miles, aplicando la tortura y los juicios militares a gran escala. Coronó su
triunfo imponiendo una Asamblea Nacional Constituyente con funciones ejecutivas,
parlamentarias y judiciales, con 100% de miembros oficialistas, una nueva vuelta de tuerca en
el régimen dictatorial. Sin embargo, sería una victoria pírrica por el continuo agravamiento del
desastre económico y social.

La izquierda que se reclama “antiimperialista” a nivel mundial no solo avaló silenciosamente el


ajuste de Maduro para pagar deuda externa sobre la base del hambre. Mientras Maduro
efectuaba un golpe de Estado reaccionario ellos vociferaban contra otro golpe… ¡del que
supuestamente Maduro era víctima! La corriente socialista revolucionaria de la Unidad
Internacional de los Trabajadores-Cuarta Internacional, cuya organización en Venezuela es el
Partido Socialismo y Libertad, fue consecuente en denunciar el ajuste y el golpe de Maduro,
apoyando la rebelión popular de 2017 y sufriendo no solo las persecuciones del gobierno sino
también las calumnias de esos renegados del socialismo para quienes luchar contra Maduro
era “hacer el juego al imperialismo”.

El golpe de Maduro en el terreno político tuvo su correlato en una aceleración de un ajuste


asesino en el terreno económico. Maduro pagó entre 2013 y 2018 más de 80 mil millones de
dólares de deuda externa, reduciendo las importaciones en más del 80%. Los salarios fueron
reducidos en más del 90%, a menos de 10 dólares mensuales. Para hacerse una idea del
recorte aplicado a la educación y la salud, para el 2019 el presupuesto anual para gastos del
Hospital Universitario de la Universidad de los Andes era de menos de quince dólares. El
extremo servilismo de Maduro ante los buitres financieros de Wall Street, además de demoler
sus pretensiones “antiimperialistas”, terminó de demoler también a la economía venezolana.
El PIB se redujo a la mitad. La decisión del gobierno de reducir la oferta de mercancías,
recortando las importaciones y la producción nacional, así como de aumentar a un ritmo
demencial la masa monetaria para cubrir el déficit fiscal, alimentaron una espiral inflacionaria
que llegaría a la hiperinflación, más de 50% de inflación mensual, en octubre de 2017.

Las consecuencias sociales del ajuste fueron brutales. Una décima parte de la población, más
de tres millones de personas sobre todo de los sectores más pobres, salió del país en los
últimos cinco años, buscando sobrevivir y poder enviar remesas a sus familias. Los índices de
mortalidad infantil y materna retrocedieron a niveles no vistos en cincuenta años. La
subalimentación creció drásticamente, la mayoría de la población experimentó grandes
pérdidas de peso.
Para encubrir esa contrarrevolución económica y los peores retrocesos padecidos por la clase
trabajadora a nivel mundial, el gobierno de Maduro inventó la falsa teoría de la “guerra
económica”, un supuesto sabotaje externo e interno de la economía. Las primeras sanciones
financieras por parte de EEUU se aplicarían en la segunda mitad de 2017 y las primeras
sanciones petroleras en enero de 2019. Aunque medidas injerencistas y repudiables, lo cierto
es que para entonces la economía ya estaba en ruinas. Las causas del desastre están en el
modelo chavista, que dilapidó la mayor bonanza petrolera de nuestra historia. La enorme
renta no solo fue en gran medida captada por las transnacionales enclavadas en la industria
petrolera venezolana mediante la fórmula de las empresas mixtas, sino que también fue
saqueada mediante los subsidios a las importaciones, lo que se tradujo en una fuga de
capitales superior a los 350 mil millones de dólares en el marco del control cambiario aplicado
desde 2003. De tal magnitud fue el saqueo que la crisis comienza a expresarse antes de que el
precio petrolero caiga por debajo de los 100 dólares por barril. Luego el ajuste de Maduro hizo
el resto.

Entre el imperialismo y un régimen burgués en


descomposición.

En 2017, la Asamblea Nacional y la MUD dieron pasos hacia el desconocimiento del gobierno,
como la declaratoria parlamentaria de un “abandono de cargo” de Maduro, así como la
realización de un plebiscito para legitimar la conformación de un gobierno paralelo. Sin
embargo el gobierno de EEUU respondió aclarando que solo reconocería al gobierno de
Maduro y como la MUD está totalmente subordinada al imperialismo yanqui, dio marcha
atrás. El subsecretario para América Latina, Thomas Shannon, visitó Caracas en varias
oportunidades y dio su apoyo a los diálogos entre el gobierno y la MUD. El desmoronamiento
del bloque opositor como consecuencia de su capitulación en 2017 aplazó una nueva crisis
política hasta inicios de 2019. El 2018 fue un año sobre todo de grandes luchas obreras contra
la miseria salarial. En mayo de 2018 se realiza una elección presidencial fraudulenta,
convocada ilegalmente por la Asamblea Nacional Constituyente, con la mayoría de los
dirigentes y partidos opositores proscritos y boicoteada por la enorme mayoría de los
votantes.

La decisión de la oposición patronal de desconocer a Maduro en enero de 2019, cuando


asumió el nuevo mandato, y declarar presidente interino al presidente de la Asamblea
Nacional, Juan Guaidó, fue digitada desde EEUU. Declaraciones de dirigentes opositores como
Capriles, así como reportajes de medios libres de cualquier sospecha de chavismo como el
Wall Street Journal, evidencian que la movida fue decidida a espaldas de la mayoría de la
oposición patronal, por un cónclave de cuatro dirigentes opositores en acuerdo con el
gobierno de Trump: Leopoldo López, María Corina Machado, Antonio Ledezma y Julio Borges.
Una jugada tan evidentemente de fabricación yanqui que la vanguardia la asumió el Grupo de
Lima, integrado por los gobiernos de derecha y centroderecha de la región, llamando a
Maduro a entregar el poder al parlamento, el 4 de enero. Desde el punto de vista formal, la
Asamblea Nacional alegó que implementaba la figura del presidente interino, que según la
Constitución debe realizar una elección en el plazo de 30 días, cosa que evidentemente no
ocurrió. Fue así como, en palabras de la página El Disidente, llegamos a ser “el único país con
dos presidentes ilegítimos”.

El gobierno chavista, más allá de haber adquirido una relativa independencia política respecto
de EEUU luego del golpe de 2002, nunca tuvo políticas antiimperialistas o socialistas. Al
contrario, favoreció a Chevron con las mayores concesiones petroleras y subsidió a General
Motors con más de 6 mil millones de dólares para importaciones. Como ya vimos, se mostró
capaz de imponer las peores privaciones al pueblo con tal de pagar la deuda externa. Cuando
se discutió en 2017 la posibilidad de sanciones petroleras, fue el propio lobby de las empresas
petroleras estadounidenses el que pidió al gobierno no aplicar dichas sanciones.

¿Por qué entonces Trump decidió asaltar el poder en Venezuela? Podríamos adaptar el adagio
popular para decir que “así paga el imperialismo a quien bien le sirve”. Existen razones tanto
de política interna como externa para esta orientación. El colapso generalizado del país ha
alimentado una preocupación por evitar una caída desordenada del régimen chavista, bajo una
arremetida de la movilización popular, lo que generaría condiciones muy difíciles para
recomponer la gobernabilidad capitalista en un escenario post chavista. Es la misma
preocupación que en 2017 llevó al imperialismo a priorizar una salida negociada. Se refleja en
la orientación actual de Guaidó: realizar movilizaciones acotadas y sin confrontar directamente
a las sedes del poder político y militar, presión económica y diplomática, amenazas de agresión
militar, y una promesa de amnistía para los delitos de corrupción y represión por parte de los
militares que se sumen a un golpe. Todo apuntando a una salida por arriba que prive al pueblo
de la posibilidad de protagonizar una lucha en función de sus propios intereses.

Ya durante 2018 el magnate ultraderechista había propuesto a sus asesores invadir a


Venezuela, aunque sin lograr su aprobación. Una reconfiguración de su equipo de gobierno
con el ingreso de figuras más afines a la concepción de Trump, como John Bolton, le abrió la
posibilidad de adoptar una línea más agresiva. La debacle venezolana le presenta una
oportunidad para distraer de los problemas de política interna, y hasta legales, que acosan al
trastornado jefe del imperialismo. A ello se suman los potenciales réditos electorales en el
estado de Florida, asiento tradicional del voto derechizado de la comunidad de origen cubano,
en un contexto de pre campaña presidencial. Desde el punto de vista estratégico, se presenta
la oportunidad de instalar un gobierno títere en un país de importancia por su ubicación y
grandes recursos naturales. La presencia de aliados de extrema derecha en Colombia y Brasil y
de un dócil Grupo de Lima, también favorecen a la escalada injerencista.

Si bien Venezuela nunca dejó de ser una semicolonia yanqui desde el punto de vista
económico, con EEUU como su principal socio comercial y acreedor de deuda, al menos hasta
las sanciones petroleras de enero de 2019, no es menos cierto que la destrucción económica
llevada a cabo por el gobierno de Maduro ha llegado a un punto que supone un problema para
las empresas imperialistas, por más que durante largos años hayan sido beneficiadas por la
política chavista. La producción petrolera ha caído de tres millones de barriles diarios a poco
más de un millón.
La industria eléctrica está muy deteriorada, como lo demostró el apagón de marzo. La
posibilidad de beneficiarse de una recuperación de la producción petrolera, de grandes
privatizaciones de empresas públicas, de ampliar su participación en la industria petrolera
mediante una privatización parcial de Pdvsa siguiendo el modelo de Petrobras, como ha
sugerido el gurú económico de la derecha venezolana, Ricardo Hausmann, todo ello
representa una oportunidad económica muy apetecible para el imperialismo.

Trump combina sanciones petroleras que agravarán drásticamente la miseria con una
propaganda demagógica “humanitaria”, para disfrazar al gobierno yanqui de benefactor del
pueblo venezolano. Informes de The Economist y del periodista Anatoly Kurmanaev, del New
York Times, han develado que en realidad no hay medicinas y una cantidad mínima de
alimentos en los muy publicitados depósitos yanquis en la ciudad colombiana de Cúcuta. La
operación de provocación del 23 de febrero, en la cual se simuló un intento de hacer pasar
ayuda humanitaria hacia Venezuela y que concluyó con el incendio de los cargamentos de dos
camiones en incidentes confusos en un puente fronterizo, constituyó un paso más en la
escalada injerencista. El gobierno reprimió con su brutalidad habitual, particularmente a la
comunidad Pemón en la frontera con Brasil.

Las ilusiones en Guaidó y las negociaciones.

La derrota de 2017 pesa en la consciencia colectiva y abona a un gran retroceso político, con
importantes sectores de la población alimentando expectativas en la política injerencista y pro
golpista de Guaidó. Una situación diametralmente opuesta a la retratada por la embajada de
EEUU en Venezuela en los cables divulgados por Wikileaks hace una década, cuando los
funcionarios yanquis se quejaban del altísimo rechazo popular a la intromisión de EEUU en la
política venezolana. El responsable de esa derechización es el gobierno venezolano, luego de
largos años aplicando una política ultra reaccionaria con maquillaje “de izquierda” y
aplastando cualquier posibilidad de autoorganización popular y obrera.

A pesar de ello, ha habido también demostraciones de una combatividad popular que no


espera por directrices de la derecha ni repara en las recriminaciones pacifistas de los partidos
patronales. Así lo demuestran las protestas de la semana del 21 de enero en los barrios
populares de Caracas, reprimidas salvajemente por los grupos especiales del FAES con más de
30 asesinatos, las movilizaciones del pueblo Pemón en febrero, o las protestas espontáneas
contra el gran apagón nacional de marzo.

Por una parte, está el legítimo repudio de entre un 85% y un 90% de la población al gobierno
de Maduro, incluyendo la enorme mayoría de los trabajadores y los sectores populares que
alguna vez fueron base social del chavismo, y para quienes la lucha contra el gobierno burgués
hambreador es una lucha por la supervivencia. Al mismo tiempo, existe la disputa por el poder
entre el régimen cívico-militar y una dirección política dirigida directamente por EEUU, en la
cual, muy secundariamente, se expresa también un conflicto con China y Rusia, aliados del
chavismo. China es acreedor de alrededor de un tercio de la deuda externa venezolana y tiene
inversiones petroleras, Rusia es proveedor de equipos militares y también socio petrolero. Al
momento de las sanciones de enero ambos estaban muy por detrás de EEUU como socios
comerciales de Venezuela. Sin muchas expectativas en la capacidad del régimen cívico-militar
para recomponerse, han retrocedido ante las sanciones petroleras yanquis, como demuestran
los anuncios de congelamiento de negocios de la empresa rusa Lukoil, mientras que China no
ha respondido a las solicitudes de financiamiento en la medida esperada por Maduro. No
elevan la apuesta más allá del terreno diplomático, cuyo máximo ejemplo es el veto del 28 de
febrero a una resolución yanqui en la ONU. Para Rusia, objeto de sanciones yanquis por su
anexión de Crimea y su agresión contra Ucrania, e involucrada en una invasión genocida en
Siria, Venezuela representa una ficha de negociación importante.

El gobierno venezolano ha dicho estar dispuesto a acoger la propuesta de los gobiernos de


México y Uruguay, patrocinada además por la Unión Europea y El Vaticano, de emprender
negociaciones con la Asamblea Nacional. Según el ministro de comunicación, Jorge Rodríguez,
el gobierno coloca algunas condiciones previas como el levantamiento de las sanciones
petroleras. En febrero, el canciller venezolano, Jorge Arreaza, admitió que hay negociaciones
secretas entre los gobiernos de Trump y Maduro. Y aunque sin acuerdos, la cumbre ruso-
yanqui en Roma fue otra instancia de negociación. Las declaraciones sucesivas del Grupo de
Lima en su cumbre de Bogotá contra una invasión; la del encargado especial para Venezuela,
Elliot Abrams, quien el 1ero de marzo dijo a CNN que el gobierno de Trump no buscaba la vía
militar sino la presión “financiera, diplomática y política”; y hasta del propio Guaidó, luego de
su reingreso al país el 4 de marzo, son indicios también de la búsqueda de una salida
negociada, que marcan un contraste con la insistencia anterior en la existencia de la opción
militar.

Rebelión popular y alternativa


revolucionaria.
Pueden sintetizarse a grandes rasgos cuatro posiciones en torno a la crisis venezolana. Están
las posiciones del gobierno y la de la oposición patronal, con matices dentro de subsectores de
ambos bloques; por ejemplo en la oposición patronal hay tanto un sector abiertamente
colaboracionista encabezado por Henry Falcón, quien participó en la elección fraudulenta de
mayo de 2018, como sectores de derecha dura como el de María Corina Machado,
furibundamente pro invasión. Pero en general se encolumnan detrás de Guaidó y de Trump.
En el gobierno la crisis se profundiza, muestra de ello es la reciente reestructuración del
gabinete de Maduro, quien pidió la renuncia a todos sus ministros. Habría sectores partidarios
de negociar una salida electoral con garantías de impunidad, mientras que la línea dura
prefiere mantenerse o postergar lo más posible una salida negociada; hasta ahora también
siguen todos detrás de la dupla de Maduro y Cabello. Luego existen dos sectores menores, uno
socialdemócrata, del chavismo disidente, nucleado en torno a la defensa de la Constitución de
1999, que se ha reunido públicamente con Guaidó y cuya política se centra en la propuesta de
negociaciones para acordar un referendo consultivo en el que se decida si se realizan
elecciones generales. Esta política, sostenida en argumentaciones pacifistas, no contempla
iniciativa alguna para impulsarla desde abajo, ni siquiera una recolección de firmas. Se basa
simplemente en apelar a la buena fe de Guaidó y Maduro, prescindiendo de analizar las bases
concretas de sus respectivas políticas, un ejercicio por lo tanto utópico y demagógico.

La cuarta posición es la de la oposición de izquierda, que apuesta al desarrollo de la


movilización obrera y popular autónoma para derrotar a la dictadura y que sean las grandes
mayorías las que tomen su destino en sus propias manos. Como parte del movimiento obrero,
reconoce que es genuino el repudio mayoritario de la clase trabajadora y las comunidades
populares al gobierno por su política hambreadora y de semiesclavitud capitalista. Este sector
está representado por el Partido Socialismo y Libertad y activistas sindicales del ala izquierda
de la Intersectorial de Trabajadores de Venezuela, el principal agrupamiento sindical del país
actualmente. Este sector ha intentado sin éxito promover una política independiente en esa
instancia, planteando la organización desde abajo y con un programa independiente de una
huelga general. Lamentablemente la mayoría de los dirigentes sindicales se ha plegado a la
política de Guaidó. A pesar de que es una posición marginada, es la única que defiende de
manera consecuente el derecho del pueblo venezolano a rebelarse contra una dictadura
corrupta y asesina, como verdadera expresión de la autodeterminación popular. También
abarca el repudio a la pretensión de Trump y el Grupo de Lima de dirimir quién gobierna en el
país y a la posibilidad de un golpe militar. A diferencia de los llamados abstractos a la
restitución del derecho democrático a elegir, reconoce que en el contexto actual ese derecho
solo se puede conquistar en las calles, junto a todos los demás derechos democráticos, como
alimentarse, acceder a la salud y la educación, a organizarse política y sindicalmente.
Aspiraciones de las grandes mayorías que no se ven contempladas en el “Plan País”, el plan
económico privatizador y ajustador de Guaidó, ni obviamente en el modelo de saqueo
ilimitado y semiesclavitud vigente en la actualidad. El PSL plantea como programa ante la crisis
un plan obrero y popular con medidas como el no pago de la deuda externa, contraída de
manera fraudulenta por la boliburguesía; la nacionalización de la industria petrolera, sin
empresas mixtas; la confiscación de las propiedades y cuentas de los corruptos, la repatriación
de capitales, reforma agraria y restitución de los salarios y derechos laborales liquidados por el
chavismo, entre otras.
La debilidad de esta alternativa se explica por los largos años de represión en contra del
movimiento obrero, campesino e indígena, con hitos como la destrucción de la Unión Nacional
de Trabajadores, el asesinato de varios de los principales dirigentes de la UNETE-Aragua, la
única federación obrera revolucionaria que realizó huelgas generales regionales contra Chávez;
la represión contra las comunidades yukpa en el noroccidente del país, incluyendo el
encarcelamiento y posterior asesinato del cacique Sabino Romero; la represión contra
ocupaciones de fábricas como la de Sanitarios Maracay, que produjo de manera
autogestionaria durante varios meses en 2007, o contra la ocupación de una ensambladora de
Mitsubishi, en la que el gobierno asesinó a balazos a dos obreros. También debe recordarse la
complicidad del gobierno con la campaña de sicariato por parte de terratenientes, en la que
más de doscientos campesinos fueron ejecutados en disputas por tierras con total impunidad.
En ese marco, la mayoría de la izquierda guardó un silencio cómplice, cuando no se sumó
activamente a justificar la represión y calumniar a la oposición de izquierda. De esa manera se
impidió el surgimiento de una alternativa de peso a la izquierda del chavismo, alimentando a la
oposición de derecha como única alternativa con base política y electoral hasta el punto de
convertirla en mayoritaria, sin méritos propios, limitándose a capitalizar el desgaste del
chavismo.

Las perspectivas son de un agravamiento atroz de la situación que atraviesa el pueblo


venezolano de continuar la dictadura en pie, cercada por las sanciones yanquis y por la
amenaza de golpe. Un golpe o invasión daría continuidad al saqueo e impondría nuevos y
brutales sacrificios de todo tipo a la población, como lo demuestra toda la historia de América
Latina y de las intervenciones militares yanquis en el mundo. La única salida que permitiría no
solo la conquista de libertades democráticas y derechos sociales actualmente negados, sino
además generar los procesos de autoorganización obrera y popular cruciales para la
construcción de una alternativa revolucionaria, es la de la rebelión popular. De resultar
frustrada nuevamente esa posibilidad al imponerse una agresión militar imperialista, la
principal tarea de la izquierda revolucionaria pasaría a ser derrotar la invasión, sin brindar
ningún apoyo a la dictadura cívico-militar, de manera análoga al repudio a otras invasiones
perpetradas por EEUU, como la de Panamá o las de Irak. Esa es la verdadera política
internacionalista en la actualidad. Por sobre las enormes dificultades, las mayorías populares
pueden dejar de ser rehenes de una disputa sorda por el control del Estado entre la
boliburguesía y el sector opositor apoyado por EEUU. Por pequeña que sea la posibilidad de
avanzar hacia nuestra propia emancipación, debemos luchar en pos de ella.

19 de marzo

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