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Bajo los focos mundiales desde hace dos meses, Venezuela es quizás el país más discutido y al
mismo tiempo incomprendido de estos últimos tiempos. La verdad abarca paradojas
exigentes: un país arruinado pero rico en recursos, con una dictadura cívico-militar arrodillada
ante el capital transnacional pero que dice ser “socialista” y “antiimperialista”, donde un
“presidente obrero” ha impuesto condiciones laborales de semiesclavitud capitalista, y
mientras la nueva burguesía chavista y la burguesía tradicional viven en el más obsceno
privilegio, la mayoría de la población es sometida a la miseria. Un país rehén de una dictadura
cívico-militar, al mismo tiempo sitiado por EEUU. Para cada hecho fundamental de la vida
nacional hay dos versiones excluyentes, plagadas de falsificaciones funcionales a la guerra de
propaganda que acompaña a la disputa por el poder.
Esa es la densa niebla que hay que atravesar para acercarse a la realidad venezolana. Entre
cortes de luz eléctrica, un precario acceso a internet y al calor de la vorágine política
intentaremos acercarnos a una inestable y cambiante coyuntura. Mientras se escribían estas
líneas se realizó una conferencia con representantes de los gobiernos de EEUU y Rusia en
Roma para discutir la situación venezolana, que concluyeron sin acuerdos, como era previsible.
Paralelamente, está sobre la mesa una convocatoria, sin fecha, de la oposición patronal a
marchar hacia el palacio presidencial de Miraflores, en Caracas.
Repasemos el origen de esta crisis política. Luego de tres años del más brutal ajuste sufrido por
el pueblo venezolano en su historia, mediante el cual Maduro redujo los salarios y el gasto
público drásticamente para pagar deuda externa, en diciembre de 2015 una población
hastiada usó el voto para castigar al gobierno, su doble discurso pseudo socialista y la brutal
represión, puesta de manifiesto tanto en el aplastamiento de las protestas de 2014 como a
través de la Operación Liberación del Pueblo en los barrios más pobres, con cientos de
detenciones y ejecuciones extrajudiciales. Fue así como la oposición patronal obtuvo dos
tercios de la Asamblea Nacional. La respuesta del gobierno en los meses posteriores a su
derrota electoral consistió en adelantar el nombramiento de miembros del Tribunal Supremo
de Justicia para asegurarse una mayoría incondicional, impedir la realización de un referendo
revocatorio presidencial contemplado en la Constitución mediante maniobras tramposas,
desconocer la elección de diputados opositores en el estado Amazonas para eliminar la
mayoría de dos tercios, y finalmente a través de una serie de decisiones judiciales y decretos
presidenciales eliminar todas las funciones del parlamento.
Las consecuencias sociales del ajuste fueron brutales. Una décima parte de la población, más
de tres millones de personas sobre todo de los sectores más pobres, salió del país en los
últimos cinco años, buscando sobrevivir y poder enviar remesas a sus familias. Los índices de
mortalidad infantil y materna retrocedieron a niveles no vistos en cincuenta años. La
subalimentación creció drásticamente, la mayoría de la población experimentó grandes
pérdidas de peso.
Para encubrir esa contrarrevolución económica y los peores retrocesos padecidos por la clase
trabajadora a nivel mundial, el gobierno de Maduro inventó la falsa teoría de la “guerra
económica”, un supuesto sabotaje externo e interno de la economía. Las primeras sanciones
financieras por parte de EEUU se aplicarían en la segunda mitad de 2017 y las primeras
sanciones petroleras en enero de 2019. Aunque medidas injerencistas y repudiables, lo cierto
es que para entonces la economía ya estaba en ruinas. Las causas del desastre están en el
modelo chavista, que dilapidó la mayor bonanza petrolera de nuestra historia. La enorme
renta no solo fue en gran medida captada por las transnacionales enclavadas en la industria
petrolera venezolana mediante la fórmula de las empresas mixtas, sino que también fue
saqueada mediante los subsidios a las importaciones, lo que se tradujo en una fuga de
capitales superior a los 350 mil millones de dólares en el marco del control cambiario aplicado
desde 2003. De tal magnitud fue el saqueo que la crisis comienza a expresarse antes de que el
precio petrolero caiga por debajo de los 100 dólares por barril. Luego el ajuste de Maduro hizo
el resto.
En 2017, la Asamblea Nacional y la MUD dieron pasos hacia el desconocimiento del gobierno,
como la declaratoria parlamentaria de un “abandono de cargo” de Maduro, así como la
realización de un plebiscito para legitimar la conformación de un gobierno paralelo. Sin
embargo el gobierno de EEUU respondió aclarando que solo reconocería al gobierno de
Maduro y como la MUD está totalmente subordinada al imperialismo yanqui, dio marcha
atrás. El subsecretario para América Latina, Thomas Shannon, visitó Caracas en varias
oportunidades y dio su apoyo a los diálogos entre el gobierno y la MUD. El desmoronamiento
del bloque opositor como consecuencia de su capitulación en 2017 aplazó una nueva crisis
política hasta inicios de 2019. El 2018 fue un año sobre todo de grandes luchas obreras contra
la miseria salarial. En mayo de 2018 se realiza una elección presidencial fraudulenta,
convocada ilegalmente por la Asamblea Nacional Constituyente, con la mayoría de los
dirigentes y partidos opositores proscritos y boicoteada por la enorme mayoría de los
votantes.
El gobierno chavista, más allá de haber adquirido una relativa independencia política respecto
de EEUU luego del golpe de 2002, nunca tuvo políticas antiimperialistas o socialistas. Al
contrario, favoreció a Chevron con las mayores concesiones petroleras y subsidió a General
Motors con más de 6 mil millones de dólares para importaciones. Como ya vimos, se mostró
capaz de imponer las peores privaciones al pueblo con tal de pagar la deuda externa. Cuando
se discutió en 2017 la posibilidad de sanciones petroleras, fue el propio lobby de las empresas
petroleras estadounidenses el que pidió al gobierno no aplicar dichas sanciones.
¿Por qué entonces Trump decidió asaltar el poder en Venezuela? Podríamos adaptar el adagio
popular para decir que “así paga el imperialismo a quien bien le sirve”. Existen razones tanto
de política interna como externa para esta orientación. El colapso generalizado del país ha
alimentado una preocupación por evitar una caída desordenada del régimen chavista, bajo una
arremetida de la movilización popular, lo que generaría condiciones muy difíciles para
recomponer la gobernabilidad capitalista en un escenario post chavista. Es la misma
preocupación que en 2017 llevó al imperialismo a priorizar una salida negociada. Se refleja en
la orientación actual de Guaidó: realizar movilizaciones acotadas y sin confrontar directamente
a las sedes del poder político y militar, presión económica y diplomática, amenazas de agresión
militar, y una promesa de amnistía para los delitos de corrupción y represión por parte de los
militares que se sumen a un golpe. Todo apuntando a una salida por arriba que prive al pueblo
de la posibilidad de protagonizar una lucha en función de sus propios intereses.
Si bien Venezuela nunca dejó de ser una semicolonia yanqui desde el punto de vista
económico, con EEUU como su principal socio comercial y acreedor de deuda, al menos hasta
las sanciones petroleras de enero de 2019, no es menos cierto que la destrucción económica
llevada a cabo por el gobierno de Maduro ha llegado a un punto que supone un problema para
las empresas imperialistas, por más que durante largos años hayan sido beneficiadas por la
política chavista. La producción petrolera ha caído de tres millones de barriles diarios a poco
más de un millón.
La industria eléctrica está muy deteriorada, como lo demostró el apagón de marzo. La
posibilidad de beneficiarse de una recuperación de la producción petrolera, de grandes
privatizaciones de empresas públicas, de ampliar su participación en la industria petrolera
mediante una privatización parcial de Pdvsa siguiendo el modelo de Petrobras, como ha
sugerido el gurú económico de la derecha venezolana, Ricardo Hausmann, todo ello
representa una oportunidad económica muy apetecible para el imperialismo.
Trump combina sanciones petroleras que agravarán drásticamente la miseria con una
propaganda demagógica “humanitaria”, para disfrazar al gobierno yanqui de benefactor del
pueblo venezolano. Informes de The Economist y del periodista Anatoly Kurmanaev, del New
York Times, han develado que en realidad no hay medicinas y una cantidad mínima de
alimentos en los muy publicitados depósitos yanquis en la ciudad colombiana de Cúcuta. La
operación de provocación del 23 de febrero, en la cual se simuló un intento de hacer pasar
ayuda humanitaria hacia Venezuela y que concluyó con el incendio de los cargamentos de dos
camiones en incidentes confusos en un puente fronterizo, constituyó un paso más en la
escalada injerencista. El gobierno reprimió con su brutalidad habitual, particularmente a la
comunidad Pemón en la frontera con Brasil.
La derrota de 2017 pesa en la consciencia colectiva y abona a un gran retroceso político, con
importantes sectores de la población alimentando expectativas en la política injerencista y pro
golpista de Guaidó. Una situación diametralmente opuesta a la retratada por la embajada de
EEUU en Venezuela en los cables divulgados por Wikileaks hace una década, cuando los
funcionarios yanquis se quejaban del altísimo rechazo popular a la intromisión de EEUU en la
política venezolana. El responsable de esa derechización es el gobierno venezolano, luego de
largos años aplicando una política ultra reaccionaria con maquillaje “de izquierda” y
aplastando cualquier posibilidad de autoorganización popular y obrera.
Por una parte, está el legítimo repudio de entre un 85% y un 90% de la población al gobierno
de Maduro, incluyendo la enorme mayoría de los trabajadores y los sectores populares que
alguna vez fueron base social del chavismo, y para quienes la lucha contra el gobierno burgués
hambreador es una lucha por la supervivencia. Al mismo tiempo, existe la disputa por el poder
entre el régimen cívico-militar y una dirección política dirigida directamente por EEUU, en la
cual, muy secundariamente, se expresa también un conflicto con China y Rusia, aliados del
chavismo. China es acreedor de alrededor de un tercio de la deuda externa venezolana y tiene
inversiones petroleras, Rusia es proveedor de equipos militares y también socio petrolero. Al
momento de las sanciones de enero ambos estaban muy por detrás de EEUU como socios
comerciales de Venezuela. Sin muchas expectativas en la capacidad del régimen cívico-militar
para recomponerse, han retrocedido ante las sanciones petroleras yanquis, como demuestran
los anuncios de congelamiento de negocios de la empresa rusa Lukoil, mientras que China no
ha respondido a las solicitudes de financiamiento en la medida esperada por Maduro. No
elevan la apuesta más allá del terreno diplomático, cuyo máximo ejemplo es el veto del 28 de
febrero a una resolución yanqui en la ONU. Para Rusia, objeto de sanciones yanquis por su
anexión de Crimea y su agresión contra Ucrania, e involucrada en una invasión genocida en
Siria, Venezuela representa una ficha de negociación importante.
19 de marzo