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Occidente se dan los cambios mayores, aunque la estabilidad y prosperidad de Oriente debe
actuar como recordatorio permanente de que el imperio romano en ningún caso estaba
condenado a hundirse. Esto significa que las invasiones y ocupaciones de las provincias
occidentales deben figurar en el núcleo del periodo. Pero en décadas recientes también nos
hemos alejado de las concepciones catastrofistas de los barbaros; estudios recientes han retratado
a los nuevos grupos étnicos con términos que son muy romanos, en una perspectiva que comparto
plenamente y desarrollaré mas en breve. Esto no atenúa el hecho de que, en Occidente, el imperio
romano fue sustituido por una serie de reinos independientes que no aspiraron a la legitimidad
imperial; esto nos obliga a preguntarnos por que cada uno de estos reinos no podría, sin más,
haber reproducido el estado romano en miniatura, manteniendo continuidades estructurales que
en principio podrían haberse reunido de nuevo más adelante. Un punto que la arqueología
evidencia con claridad es la drástica simplificación económica de la mayoría de Occidente. La
construcción resultaba menos ambiciosa, la producción artesanal perdió profesionalidad, los
intercambios pasaron a ser más locales. El sistema fiscal, el judicial, la densidad de la actividad
administrativa romana en general, todo ello se simplifico. Se acompañan de cambios en las
imágenes, los valores y el estilo cultural, por los cuales el siglo VII, en occidente, resultaba
claramente distinto, en la impresión que causa, del siglo IV o incluso del V; en este momento,
hemos abandonado el mundo tardorromano para entrar a la alta edad media.
En el siglo V existe una continuidad evidente entre la jefatura del imperio occidental y los reyes
barbaros. Los emperadores del siglo V eran en su mayoría títeres, controlados por figuras
militares. Observemos que ninguno de ellos intento apoderarse por la fuerza del trono, a
diferencia de lo que figuras militares hicieron en el siglo III; y solo dos llegaron a ser emperadores
por medios regulares. Una de las razones que suele aducirse para ello es que, como barbaros por
etnia, no podían aspirar al cargo imperial. Es probable que renunciaran a asaltar el poder porque
tendía a pensarse que la legitimidad imperial dependía de la genealogía, concepto cuyo origen se
remonta hasta la familia de Constantino, mediado el siglo IV. Les habría parecido más seguro
controlar a un emperador que usurpar el trono; y probablemente era así, puesto que estos
hombres fuertes gozaron de periodos de autoridad mucho más prolongados que la mayoría de los
emperadores del siglo III. Un elemento importante, en la legitimidad de la genealogía
tardorromana, era el matrimonio; en consecuencia todos los hombres fuertes se casaron sin salir
de las familias imperiales, con la esperanza de situar a sus hijos en el trono. Pero esto es
igualmente cierto de las familias reales barbarás, que en su mayoría tenían, o establecieron
pronto, lazos matrimoniales con los romanos; y a menudo, sin duda, con la misma meta. Esta red
genealógica priva de sentido a la diferencia cultura, al menos en los niveles imperial o regio.
La importancia del matrimonio endogámico como criterio para la sucesión también impuso mucha
presión sobre las mujeres imperiales. ¿Qué tenían los jefes y los pueblos barbaros que los
definiera como no romanos? Hay diversidad de posiciones, incluso entre los que aceptamos que
los nuevos grupos étnicos intentaron acomodarse a las normas romanas tanto como pudieron:
desde sostener que el elemento dominante en todos los grupos que invadieron territorio imperial,
o se asentaron en el, iba asociado con un núcleo sustancial de valores y tradiciones ajenas a lo