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¿La pena de muerte, el castigo más justo?

1. Cada vez que en el país los medios de información registran acciones


terroristas o crímenes que impactan por la cobardía y los propósitos con que
se realizaron, inmediatamente vuelven a proliferar las voces de quienes
solicitan la legalización de la pena de muerte. Los países y estados en donde
existe la pena capital consideran que éste es el castigo más justo y
proporcional para quienes cometan crímenes execrables. El dolor, la ira, la
injusticia y hasta la sed de venganza son factores que, sin embargo, impiden
prever los alcances negativos de su legalización. Consagrar la pena de
muerte en nuestra Constitución sería una decisión irracional. A pesar del
fervor con que mucha gente aboga a favor de su aplicación, hay factores de
diversa índole que no favorecen esa posición.
2. Cuando una sociedad ejecuta a alguno de sus integrantes, aun cuando se
haya demostrado el crimen que se le imputa, imita precisamente una
conducta que condena. Tal actitud encierra una gran contradicción ética.
Con ese proceder, la misma sociedad está reconociendo que matar al
prójimo es una forma lícita para resolver graves problemas humanos. Pero
matar es la peor solución para resolver, incluso, los más graves conflictos
humanos. La aprobación de la pena de muerte en nuestros tiempos
significaría regresar a épocas de barbarie ya superadas en un altísimo
porcentaje.
3. Se arguye que la disuasión es el principal objetivo de las ejecuciones.
Pero las evidencias permiten concluir lo contrario, esto es, que la pena de
muerte no intimida a los asesinos compulsivos. Los criminales de alta
peligrosidad son insensibles ante el dolor físico y moral. Ellos saben muy
bien que morir es uno de los riesgos de su comportamiento ante el mundo,
y por lo tanto es algo que no les aterra, en oposición a lo que ilusamente
creen las personas de bien. Tampoco intimida a quienes cometen crímenes
pasionales, ya que cuando estas personas delinquen, generalmente no son
conscientes de su conducta ni de las consecuencias de la misma. La pena de
muerte sólo atemoriza a delincuentes ocasionales y a personas honestas y
pacíficas que, por alguna circunstancia inesperada del destino, se puedan
ver comprometidas en algún crimen. Edmund Brown, ex gobernador del
Estado de California, declaró tras una ejecución en 1964: "La pena de
muerte se ha constituido en un grave fracaso, porque a pesar de su error y
de su incivilidad no ha protegido al inocente ni ha detenido la mano de los
criminales".
4. Quienes están a favor de la aprobación, argumentan que la lenidad alienta
el delito y la rigurosa represión lo contiene. Sin embargo, los hechos siguen
demostrando que la pena de muerte no ejemplariza. Si así fuese, en los
países en los que aún se aplica tan inhumano castigo, no se cometerían
crímenes aberrantes. Y eso es lo que precisamente ocurre en numerosos
condados de los Estados Unidos en donde aún existe la pena capital. Nada
ha demostrado allí que los altos índices de crímenes violentos hayan
disminuido. En caso de que se oficializara su aplicación en nuestro país, los
sicarios y los terroristas serían los primeros candidatos para el máximo
castigo. Se trata de seres que, en su mayoría, no tienen esperanzas de llegar
a la vejez y generalmente tienden a creer que morirán antes de llegar a los
treinta años. A criminales de esta calaña no se les intimida con la pena de
muerte; para ellos, la vida carece de sentido. Además, en la mayor parte de
los países en donde se aplica, la pena de muerte está proscrita para menores
de dieciocho años. Al aprobarse su aplicación en nuestro país, seguramente
se seguiría respetando este principio humanitario, pero también es muy
probable que la delincuencia organizada contrataría sicarios menores de
edad —tal como ya lo está haciendo— para la realización de sus actos
vandálicos. Y para estos jóvenes no habría la posibilidad de sentenciarlos a
muerte.
5. Nuestro sistema judicial, al igual que muchos países, con mejor
infraestructura jurídica, es propenso a cometer errores. En muchas
ocasiones se ha logrado comprobar con el correr del tiempo lo injusto que
se fue al haber castigado a un inocente por fallas en la investigación. Un
caso mundialmente famoso ilustra esta injusticia; nos referimos al caso
conocido como el de "los seis de Birminham". Una corte de justicia
londinense condenó a cadena perpetua a seis irlandeses, sospechosos
miembros del IRA, de haber hecho explotar una bomba en un pub de
Birnúnham ocasionando la muerte de veintiuna personas en 1974. Sólo a
comienzos de 1991 la justicia inglesa reconoció su error, luego de
minuciosas investigaciones.
6. Durante dieciséis años, tres meses y veintiún días que los condenados
estuvieron en prisión sufrieron diversos tipos de tortura. El caso de los "seis
de Birminham" no es la única equivocación de la justicia británica. Hasta la
fecha aún no se ha dado con los verdaderos responsables. ¿Qué posibilidad
para enmendar el error hubieran tenido los jueces ingleses si a los
sospechosos se les hubiese condenado a muerte? Si en países con un sólido
sistema criminalístico y judicial ocurren estos hechos, ¿qué cosas peores no
sucederían en el nuestro, que carece de una moderna y eficaz infraestructura
criminalística para garantizar que no haya lugar a la impunidad, pero
tampoco a condenar erradamente a un imputado?
7. Los brutales métodos empleados en las ejecuciones evidencian un espíri-
tu de venganza. Parece que el objetivo de la pena de muerte no es que se
cometan menos asesinatos, sino que la sociedad se sienta vengada. Pero,
aunque suene irónico, con la pena de muerte no hay proporcionalidad
entre el daño causado y la reacción del Estado. Un problema que tienen
que enfrentar los jueces tiene que ver con que hay ocasiones en las que la
misma naturaleza de los hechos dificulta establecer la proporcionalidad de
la pena. Así sucede, por ejemplo, con los delitos contra la salud y el medio
ambiente, contra la especulación, la captación ilegal de ahorros, el
enriquecimiento ilícito y los delitos políticos en general. Por eso los
ordenamientos penales no prescriben que, por ejemplo, se queme la casa de
quien provocó premeditadamente un incendio con propósitos criminales, ni
que se viole al violador. La vieja consigna "ojo por ojo, diente por diente",
no es apropiada para nuestros tiempos. No se trata de una actitud de cobarde
tolerancia, sino que los asociados han comprendido que es necesario
sobreponer toda una gama de valores por encima de quien se condena. Que
el Estado responda retaliativamente a los actos perversos de los criminales
es una conducta repudiable.
8. La pena de muerte se justificaría si con ella se extirparan las verdaderas
causas de la criminalidad. Pero mientras existan aberrantes injusticias
sociales como la desigualdad ante la justicia, la tenencia de la tierra en unas
manos que ni la trabaja ni la facilita para que el campesino la cultive;
mientras exista desidia gubernamental y política para resolver las
necesidades primarias de educación, vivienda, salud, trabajo y justicia, no
es justo que se legalice un castigo tan drástico. Con esta pena sólo se logra
amenazar al potencial delincuente, pero eso no soluciona la causa de los
problemas causantes de violencia.
9. No es un secreto que en nuestro país el peso de la ley casi siempre recae
sobre la clase desprotegida, y casi nunca sobre los estratos privilegiados.
Numerosos peculados, sobornos, contrabandos técnicos y toda una variedad
de conductas delictivas que cometen principalmente miembros de la clase
social privilegiada se quedan sin castigo. Mientras miles de delincuentes de
cuello blanco permanecen libres en las calles, enriqueciéndose con la
complacencia de las autoridades y del gobierno, las cárceles se convierten
en hacinamientos para desarraigados sociales, sin poder económico ni
influencias políticas para presionar al sistema o a un juez para que los
declare inocentes. "Es un mito el que la justicia penal impone por igual su
apocalíptico castigo a todos los asociados. Ello es falso; la justicia, al menos
en nuestro medio, es para 'los de ruana', ha dicho el ex magistrado Rodolfo
Mantilla Jácome en su ponencia "Acerca de la pena de muerte" (revista
Nuevo Foro Penal, No. 44, junio de 1989).
10. Definitivamente, la pena de muerte es un cruel castigo que embrutece a
quien lo aplica, pues se coloca en el mismo plano de quienes han cometido
premeditadamente algún asesinato. Si el derecho a la vida es el principal
derecho fundamental, el suprimirla intencionalmente es la máxima
violación que comete una persona, y si es el mismo Estado quien oficializa
el asesinato, se agrava mucho más la intensidad de esa violación. Cuando
una ley no surte el efecto para el cual es creada, lo mejor es no aprobarla.

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