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LA INFANCIA Y LA ADOLESCENCIA
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INTRODUCCION
La primera descripción de un cuadro que podría incluirse como trastorno por estrés
postraumático (TEPT) fue realizada por J. Erichsen en el siglo XIX, tras estudiar los supervivientes de
una catástrofe ferroviaria en Gran Bretaña. Destacó como síntomas más relevantes en los
supervivientes la ansiedad, los sueños recurrentes sobre el suceso, la evocación del accidente y la
disminución de la relación con el mundo, a este cuadro se llamó síndrome de Erichsen, atribuyéndolo a
la "conmoción espinal" que habían sufrido durante el accidente.
Tras la guerra civil americana, se describieron sujetos que presentaban síntomas similares a los
descritos por Erichsen y etiquetándoseles como "nostalgia".
En la primera guerra mundial se habló de "shock del bombardeo" y tras la segunda de "neurosis
de guerra".
A los supervivientes de la guerra de Vietnam con este cuadro sintomático se les llamó
"síndrome postvietnam", aunque posteriormente ya se empleó el término de trastorno de estrés
postraumático, dando lugar a la entidad que hoy conocemos con ese nombre.
Más tarde se comprueba el renovado interés por el TEPT, en cuyo desarrollo han contribuido
diversos factores, tales como: la mayor preocupación por el impacto de la violencia en la infancia
(tanto la social como la familiar), la atención prestada por el movimiento feminista a las secuelas
psíquicas de la violación y el incesto y al conocimiento de las consecuencias psiquiátricas de las
torturas por móviles políticos.
Hoy día, la experiencia clínica acumulada permite afirmar que los síntomas centrales de esta
entidad son bastante constantes en una gran variedad de situaciones estresantes. Aunque su entidad
como trastorno aislada se está viendo cuestionada por determinados grupos de profesionales.
Una aportación teórica a la sistematización clínica del TEPT en la infancia y la adolescencia fue
realizada por Terr (1) en 1991. Dicho autor sugierió dividir los tipos de estrés postraumático en la
infancia en tres categorías: tipo I, tipo II y mixto o tipo III. En el tipo I el hecho traumático o
estresante sería único, agudo, repentino, que actúa por sorpresa y su presentación es inusual y en la
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clínica predominarían las conductas de evitación, hipervigilancia, percepciones erróneas del recuerdo y
memoria detallada del suceso. En el tipo II habría un largo período de exposición a situaciones
traumáticas y de estrés intensas dando lugar, como rasgos clínicos más relevantes, a la negación,
represión, disociación, anestesia corporal, fenómenos de autohipnosis, sensación de rabia y tristeza
acumuladas y cambios profundos y radicales en el carácter del niñ@. Y en el tipo III ó mixto se
incluirían los niñ@s que tras presentar un estrés agudo, brusco, repentino (equiparables a los del tipo
I), éste desencadena una situación estresante mantenida (con características similares al tipo II) y una
clínica en la que destacaría, como síntoma más característico, la depresión.
Se ha destacado por varios autores que la edad y la etapa del desarrollo del niñ@ influencian la
exposición del niñ@ al estrés, la percepción y comprensión del trauma, la respuesta ante dicho trauma,
los estilos de afrontamiento, la memoria del suceso y la repuesta de los demás hacia el niñ@
traumatizado (2-6). Tanto el trauma como la respuesta del niñ@ tienen el potencial de interferir el
desarrollo normal (7) y podría influir en la adaptación del niñ@ y en su desarrollo cognitivo, la atención,
las habilidades sociales, el estilo de personalidad, el autoconcepto, la autoestima y el control de los
impulsos (8). Caballero y col. (9) señalan las diferencias en la presentación clínica en relación a la edad
del niñ@, de tal manera que en los preescolares se presentan más miedos generalizados, regresión de
hábitos higiénicos ya adquiridos, distraibilidad y agresividad (10). En los niño@s en edad escolar
predominarían los pensamientos repetitivos, vivencias de flashback, trastornos del sueño y miedos
relacionados con la experiencia traumática. Y en la adolescencia los síntomas incluirían trastornos de la
alimentación, la identidad y la personalidad (incluido el trastorno múltiple de personalidad), conductas
pasivas o agresivas, delincuencia, abuso de sustancias, actos suicidas, hipersexualidad y sentimientos de
culpa.
En la clasificación americana DSM, el TEPT aparece por primera vez en la versión DSM-III de
1980 y en la DSM-IV (12) se encuentra clasificado dentro de los trastornos de ansiedad, requiriendo
especificación sobre si el trastorno es agudo o crónico (duración menor o mayor de 3 meses) y sobre si
la presentación es retrasada (al menos 6 meses después del suceso) (Tabla II).
Pedreira (13), desde una perspectiva clínica, protocoliza unos criterios sintomáticos (Tabla III),
en los que remarca que para el niñ@ serían acontecimientos marcadamente estresantes no sólo aquellos
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más clásicos de la literatura (guerras, secuestros, violaciones, catástrofes naturales, accidentes de
tráfico) sino también todo acontecimiento que le amenace vitalmente a él mismo, a su familia o a sus
amistades más inmediatas.
El tratamiento del TEPT en la infancia y la adolescencia sigue una línea multimodal. Dadas las
dificultades que presentan los estudios en este campo la fiabilidad de los trabajos de investigación en
esta área es muy escasa.
En el año 1999 realizamos un trabajo sobre la población infanto-juvenil del área de Avilés en el
Principado de Asturias, cuya población menor de 15 años era de unos 27.000 (15), lo que equivale a un
16% de la población total del área, estimada en torno a los 161.000 habitantes. En la única consulta de
paidopsiquiatría de este área se atendieron en 1997 alrededor de 200 nuevos usuarios. De ellos 13
pacientes cumplieron criterios diagnósticos CIE-10 de TEPT y son los que fueron estudiados, lo que
supuso una tasa de incidencia anual administrativa del 0.48%o y dando lugar al 6.5% del total anual de
primeras consultas.
En cuanto al sexo, de los 13 casos 5 son niños y 8 niñas. Y la edad media en la primera consulta
era de 7 años y 7 meses, con un mínimo de 3 años y un máximo de 14 (Fig. 1). El derivante al servicio
especializado en la mayoría de los casos fue su pediatra de atención primaria en 10 de los 13 casos
(76.92%). En el resto, se repartían a partes iguales el psiquiatra de adultos, el colegio y la petición
propia (7.69%, respectivamente).
Tres de los niñ@s eran hijos únicos (23.07%) y la mayoría tenían una familia con padres
separados, en concreto 7 de los 13 casos (53.84%). Cinco de los niñ@s vivían con su familia nuclear
(38.46%), 6 con la madre (46.15%), 1 con el padre (7.69%) y 1 en cesión familiar (7.69%).
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conjunto de los casos fue la violencia familiar, que estaba presente en 8 de los 13 casos (61.53%).
Otros factores más típicos del TEPT, sobre todo en población adulta, como pueden ser el haber sido
víctima de un accidente o el ver hechos traumáticos, son menos importantes: se dieron en 5 de los 13
casos, lo que supone un 38.46% del total
Desglosando las características clínicas de cada caso en relación a la edad, definimos tres
grupos etáreos: el único integrante del grupo de 0-4 años (etapa preescolar) presentaba ansiedad,
agresividad y trastornos del sueño. El grupo de 5-9 años (etapa escolar) presentaba en nuestra muestra
de manera predominante trastornos esfinterianos, agresividad, dificultades para el estudio y miedos
relacionados con la experiencia traumática. Y, finalmente, en el grupo de 10-14 años (etapa
preadolescente y adolescente) eran más frecuentes los trastornos del sueño, el miedo a estar solo, la
tristeza, la apatía y las conductas oposicionistas.
En cuanto a los códigos diagnósticos CIE-10 utilizados en cada caso, además del de trastorno
de estrés postraumático (F43.1) (Fig. 5) usamos con frecuencia otros de la esfera ansioso-depresiva,
como los de reacción depresiva prolongada F43.21 (en 3 casos), el trastorno de ansiedad de separación
F93.0 (en 2 casos), el trastorno ansioso-depresivo F41.2 (1 caso) y el trastorno de adaptación F43.2
(en 1 caso). Otros códigos CIE-10 también utilizados fueron los referentes a la personalidad: trastorno
límite de la personalidad (F60.31) en un caso y trastorno de inestabilidad emocional de la personalidad
(F60.3) en otro. En un caso usamos el código de trastorno no orgánico del sueño (F51.9) y en otro el
de trastorno de somatización (F45.0).
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Por último señalar que en nuestra práctica solemos afinar el diagnóstico empleando
frecuentemente los códigos Z de la CIE-10, que creemos proporcionan información adicional de gran
interés, y que en estos 13 pacientes dieron lugar a 5 códigos Z, 4 de ellos en relación a problemas
relacionados con la crianza del niño y circunstancias familiares (2 de ruptura familiar por divorcio
Z63.5, uno de supervisión y control inadecuado de los padres Z62.0 y uno de superprotección de los
padres Z62.1) y otro de acentuación de los rasgos de personalidad en la adolescencia (Z73.1).
Los 13 casos expuestos han seguido en casi su totalidad un tratamiento multimodal integrado
(Fig. 6), combinando la psicoterapia individual de corte psicodinámico en sus distintas variedades
(consulta terapéutica, psicoterapia breve, psicoterapia diádica) de periodicidad semanal, con otros tipos
de intervenciones, como el apoyo a la familia y el sistema escolar con intervenciones de corte
cognitivo-conductual. El tratamiento farmacológico se instauró en 3 de los casos: uno con
venlafaxina+bromacepam; otro con sertralina+paroxetina+cloracepato (proceso de cambio de ISRS); y
un tercero con paroxetina. En los tres casos el objetivo de la terapia psicofarmacológica fue la
disminución de la sintomatología clínica del trastorno.
La evolución durante el seguimiento hecho de los 13 casos hasta el momento actual se muestra
en la Fig. 7. Destacamos el hecho de que en 3 de los 13 casos la evolución es mala, es decir, los
síntomas de inicio persisten y/o se ha presentado un cuadro clínico de mayor importancia y en otros 3
casos aún no ha habido cambios (persiste la ligazón entre síntomas y trauma desencadenante). Con lo
que, a pesar de estar a tratamiento, la evolución no ha sido todo lo buena que hubiese sido deseable, en
casi la mitad de los casos, lo que nos debe hacer pensar sobre la gravedad del proceso.
DISCUSIÓN Y COMENTARIOS
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desarrollan TEPT.
Kulka y col. (20) afirman que las estadísticas americanas son aterradoras: sólo en los Estados
Unidos, según las estimaciones más conservadoras, más de 3 millones de niñ@s están expuestos cada
año a abusos sexuales y físicos, violencia en la comunidad o violencia doméstica. Eso significaría que,
el porcentaje de dichos niñ@s que desarrollan un TEPT se aproxima al de los veteranos de Vietnam, lo
cual no es nada fantasioso, dada la especial vulnerabilidad de la infancia a estos trastornos según Eth y
Pynoos (21), cada año 1 millón de niñ@s americanos van a sufrir de TEPT, requiriendo atención médica
y psiquiátrica especial, además de servicios educativos. Este número en un solo año supera al de los
veteranos de combate de Vietnam que desarrollaron TEPT tras 10 años de guerra.
La mayoría de los estudios reflejan que el TEPT infantil es más frecuente en niñas que en niños
(22-25)
, resultado que también se observó en nuestro estudio.
En nuestra muestra recogimos un caso de edad preescolar (un niño de 3 años) lo que no debe
sorprender pues, a pesar de la dificultad de valoración del TEPT en niñ@s pequeños, varios autores
han demostrado que incluso los niñ@s preescolares se ven afectados por los traumas (26-27).
Algunos autores señalan que las relaciones familiares tienden a ser protectoras para los niñ@s
en situaciones traumáticas y post-traumáticas, evitando quizás el desencadenamiento del TEPT (28-29).
Tal vez este hecho explique el elevado porcentaje de padres separados (el 53.84%) que hemos
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encontrado en nuestra muestra y el aún más alto de niñ@s que sólo viven con el padre, la madre o con
otros familiares (el 61.53%), lo que no parecía ser reflejo de la situación real de la familia asturiana.
Nos sorprendió relativamente el hecho de que un porcentaje importante de los casos en nuestro
estudio se incluían como un factor traumático desencadenante crónico o tipo II de Terr (el 38%), tanto
más cuanto la mayor parte de la literatura publicada a este respecto en los últimos años hace alusión al
otro tipo de estresor, el agudo y sorpresivo o tipo I de Terr. Pero la mayoría de los artículos
consultados tratan de catástrofes naturales (como riadas, huracanes o terremotos), episodios violentos
(tiroteos, raptos, violaciones) y accidentes de todo tipo (de tráfico, hundimientos, incendios,
derrumbes). No obstante, también aparece un número cada vez mayor de estudios sobre TEPT infantil
tras enfermedades somáticas graves (como quemaduras severas) y procedimientos médicos invasivos
(p.e. trasplante de médula ósea) que corresponderían más bien al tipo mixto de TEPT infantil de Terr y
artículos referentes a situaciones políticas de genocidio, torturas y campamentos de refugiados que
encajarían mejor en el TEPT tipo II (estresor crónico) de Terr o en el tipo III o mixto. Aún así, estudios
específicos sobre violencia familiar como factor estresante que desencadena el TEPT infantil apenas
aparecen en la literatura internacional. Creemos por tanto que este factor, la violencia crónica
intrafamiliar, está infravalorado actualmente dentro del espectro causante del TEPT infantil y que en
medios como el nuestro, en el que los desastres naturales y los episodios violentos han sido
afortunadamente bastante menos frecuentes que en los Estados Unidos, se torna en uno de los
principales agentes causales de este trastorno, como así lo demuestran los resultados de nuestro
estudio. La hipótesis más razonable sería que estos casos se abordan, caso de hacerse, como malos
tratos y la atención prestada al proceso sería bastante insuficiente e incompleta.
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Van der Kolk (30) afirma, a este respecto, que las influencias inducidas por el trauma,
especialmente el crónico y repetitivo, sobre el desarrollo del niñ@ se perpetúan más allá de la niñez.
Más importante aún es la violencia intrafamiliar crónica si tenemos en cuenta que constituye por sí uno
de los principales factores reparadores ante los posibles traumas, las actitudes protectoras de los padres
hacia los hij@s y que además hace extensiva la situación de exposición al agente traumático al resto de
miembros de la familia.
En nuestro trabajo sólo parcialmente pudimos obtener resultados similares a los grandes
estudios de la literatura en cuanto a la distinta sintomatología que presentan los niñ@s con TEPT en
función del tipo de estresor según Terr y de la edad de presentación del trastorno. En este sentido sólo
aparecen como consistentes los hallazgos de mayor tristeza, apatía y cambios del carácter en los casos
de TEPT tipo II, de ser frecuentes en los niñ@s de edad escolar los miedos relacionados con la
experiencia traumática y en l@s adolescentes la presencia frecuente de tristeza, apatía y trastornos de
conducta. La posible explicación a estos resultados sería doble: por un lado quizás nuestra muestra sea
pequeña para ser comparable con las otras internacionales de referencia; y por otro, no hemos
encontrado ningún otro trabajo en el que la distribución de factores estresantes sea al menos similar al
nuestro, especialmente en lo que se refiere a la importancia de la violencia familiar crónica.
Numerosos estudios hablan de que la comorbilidad en los TEPT infantiles es frecuente. Así,
Giaconia y col. (31) en un estudio de 300 niñ@s, encontró que los que tenían un diagnóstico en algún
momento de su vida de TEPT incrementaban su riesgo de otros diagnósticos como depresión, ansiedad
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y dependencia a alcohol u otras drogas. Otros autores prefieren hablar en términos de vulnerabilidad y
así Rutter (32) sugiere que un trauma temprano severo puede actuar de desencadenante en la
manifestación de una vulnerabilidad constitucional o genética subyacente, dando lugar a un amplio
abanico de trastornos más tardíos, como los depresivos, disociativos, el trastorno límite de la
personalidad y otros muchos trastornos psiquiátricos. De esta manera se comprenden bien hallazgos
como los de Davidson y Smith (33), que mostraron que el 22% de pacientes adultos a tratamiento
ambulatorio habían recibido previamente un diagnóstico de TEPT, con especial vulnerabilidad al
trauma en la infancia temprana y la adolescencia. En nuestro trabajo vimos cómo, aparte del
diagnóstico de TEPT, ya asomaban en nuestros pacientes, sobre todo los de más edad, otro tipo de
diagnósticos como los de trastornos ansioso-depresivos y de personalidad. Tampoco es de extrañar,
teniendo en cuenta los datos precedentes, que la evolución de los casos tratados por nosotros sea en 6
de los 13 casos desfavorable a pesar de la instauración de un tratamiento adecuado. Como factor
agravante hay que tener de nuevo en cuenta que más de la mitad de los niñ@s vive en familias rotas
por separaciones o muerte de una de las figuras parentales.
Sack y col. (34) advierten de dificultades a la hora de la valoración del efecto del TEPT en los
niñ@s porque los padres no suelen estimar con precisión el grado de malestar de sus hij@s, expresión
de una negación para intentar escapar ellos mismos, sus hij@s o ambos del malestar de la experiencia
traumática. Éste quizás sea uno de los factores que nos ayuden a comprender las dificultades que nos
encontramos a veces al entrevistarnos con el niñ@ y sus padres para completar la recogida de datos
clínicos que nos permitiera un diagnóstico más preciso.
(35)
En cuanto a la etiopatogenia del TEPT Kaplan y col. nos hablan de los distintos modelos
que se han sugerido:
1
condicionamiento clásico a un estímulo condicional (recuerdos físicos o psíquicos del
trauma). En la segunda fase a través de un condicionamiento instrumental el paciente
desarrolla un patrón de evitación tanto del estímulo condicional como del incondicional.
- La perspectiva psicoanalítica postula que el trauma reactiva algún conflicto previo no
resuelto. Revivir traumas de la infancia produce una regresión y la utilización de
mecanismos de defensa arcáicos como la represión, la negación y la anulación.
- Perspectiva biológica: Schwarz y Perry (38) nos hablan que en poblaciones clínicas los datos
apoyan las hipótesis de una activación central por el estrés del sistema nervioso vegetativo
o autónomo, el sistema inmune (39), el eje hipotálamo-hipófiso-adrenal con una liberación
periférica de ACTH y cortisol y otros sistemas neuroquímicos del sistema nervioso central
(40)
. El locus coeruleus y el núcleo ventral tegmental serían importantes a la hora de liberar
noradrenalina ante un estrés, provocando cambios en el cerebro y en el resto del cuerpo.
Este sistema parece jugar un papel fundamental en la regulación del grado de activación
(arousal), la vigilancia, el afecto, la irritabilidad, la locomoción, la atención, la respuesta al
estrés, el sueño y la respuesta ante el miedo (41-42). Las evidencias parecen apuntar que en los
casos en los que el estrés es de suficiente duración, intensidad o frecuencia esta respuesta
no se hace reversible y en su lugar el individuo se hace hiper o hiporreactivo a situaciones
que podrían asemejarse a la original y dar lugar a una variedad de síntomas de TEPT (43).
Se podría entonces considerar al TEPT como una activación generalizada
maladaptativa del sistema de alarma, con síntomas que serían "exageraciones" de funciones
apropiadas: hipervigilancia en vez de detección temprana del peligro; y evitación y
reexperimentación en lugar de adaptación y supervivencia.
Otros autores (44) hablan de incremento en los opiáceos internos, de tal manera que
veteranos de guerra ante películas de combate presentaban respuestas al dolor prácticamente
ausentes, que volvían a ser normales al inyectarles antagonistas opioides. Este sistema estaría
en relación con conductas sadomasoquistas y de suicidio descritas en el tipo mixto de TEPT de
Terr.
Las psicoterapias se han utilizado tanto las individuales de todo tipo de orientación
(psicodinámicas, cognitivo-conductuales) como las terapias de grupos y familia, todas ellas con relativo
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1
beneficio para los sujetos, según los autores. No obstante poco se ha investigado aún en la efectividad
de varios tratamientos o las ventajas comparativas de cada una de las modalidades terapéuticas. El uso
de las técnicas de juego en la psicoterapia (dibujar las escenas del suceso, guiñol, otras técnicas de
pintura) ayuda al niñ@ a hablar del acontecimiento traumatizante y elaborarlo con posterioridad. En las
técnicas de grupo hay que tener en cuenta evitar en lo posible el contagio de síntomas, que puede
ocurrir por exposición, identificación o internalización con las experiencias de otros miembros de la
familia (45) (está demostrado que en niñ@s pequeños son más importantes en ocasiones las actitudes y
emociones que presentan los padres ante el suceso traumático que el mismo suceso en sí), por
intercambio con otros niñ@s afectados (46), por influencia de la comunidad (47), de los medios de
comunicación (48) y de las investigaciones policiales y actuaciones judiciales al respecto (49).
Como colofón podemos comentar que aún quedan muchos aspectos oscuros en los TEPT de la
infancia y la adolescencia que merecen más investigaciones, como en lo referente a su etiopatogenia,
influencias sobre el desarrollo del niño, el papel protector de la familia y otras instituciones como el
colegio y la eficacia de las distintas modalidades de tratamiento. Pero mientras tanto debemos estar
alerta y tratar de mejorar aspectos como son la atención a los desastres de todo tipo que puedan
golpear a la población y la prevención de conductas violentas en la familia y la comunidad.
CONCLUSIONES
Tan frecuente o más en nuestro medio que los clásicos factores traumáticos desencadenantes
agudos (catástrofes naturales, accidentes, episodios violentos), es la violencia familiar crónica que a
menudo es difícil de constatar. No se debe olvidar las formas emergentes de violencia interpares.
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Nuestra actuación terapéutica va destinada a mitigar el daño del propio estrés y a la patología
subyacente. Deben ser tratamientos integrados y, en nuestra experiencia, con una duración variable y
adaptada a cada caso en concreto.
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