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Secuencia

primera (como introduciendo el amor

Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la

imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones

vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en


eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera que se

expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo,

reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento


del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la

transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos

de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la

simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad

desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la

vida en él.

Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en

cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra

aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o


una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí,

ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a


gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y
nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta

geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y


no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre

lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a


percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea

figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo, anhelamos
volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos
de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo

siempre.

Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo


sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo

del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el después. En visión de quien

quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida
incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a

mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve.

Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como

si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no

hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia

puntual. Cierta.

Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el

escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí.

Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y


que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya

estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re-
inventando la vida en cada aliento.

Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es


trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa.

Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-
lanzar su libertad.

Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló


antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el

olvido como soporte. Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto

como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí imaginado


siempre.

Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había

convertido casi en ritual cotidiano. Sin embargo, avancé. No quería llegar

tarde a mi trabajo. Esto porque ya tuve un altercado con Valeria, quien ejerce
como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar entre la relación con Ancízar

y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado desde ese día

en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que nacimos. Mi

recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los

juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los

otros y las otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las

trenza suya y mía y de todos y todas. Infancia temprana. Volando con el

imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a viva voz. En la

golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los

seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de emoción


gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones

casi infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso.


Trascendiendo las verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y

propios. Además, en una similitud con Ámbar y Vulcano de los sueños idos.
En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él
y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina

convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas.


Hablando entre dos sujetos, con palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y
lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí instantánea. En un instar

prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en posición

enhiesta. Vivicantes.

Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a


aquel atardecer de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo

aprendido en cuna. Él y yo, en una perspectiva alucinante. Viviendo al lado de

los dioses creados por nosotros mismos. Una opción no cicatera. Si relevante,
enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con la mira puesta en

regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la

esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días.

Desde hace mil años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo

lo habido. Con la fuerza bruta vertida en el cincel y en la llave quita

espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante. Y bajé la rueda, al no

poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo plazo y

aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración. Operando el

taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías

de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no


haberlo visto. Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese

no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente.

Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De

pies en el bus que me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada,


inconmensurable. Abrazando mi legítima esperanza. Contando las calles.

Como si la nomenclatura se hubiera invertido. Comenzando en el menos uno


infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno. Y este giraba.

Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no


encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca
mirada. Un sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante,

áspero. Doloroso.

Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena


aparición de la tristeza. Porque, tampoco, lo vi. Y buscaba sus ojos y cuerpo

entero. Pero no aparecía. Y más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y

quedé plantado. Esperando, que se yo. Tal vez su presencia física. O, siquiera,
el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro. Y el dolor creciendo, por

la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil que se me

abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin

verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera

entre lo hecho concreto, físico y el volar, volando al infinito universo.

Encapotado ahora. Pleno de las nubes cada vez más obscuras. En el presagio

de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las lluvias de nuestra infancia.

Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos recorríamos el barrio.

Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos.

Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las

otras. Con la sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no


entendían lo que estaba pasando conmigo. La vocinglería percibida. Con
palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La elongación impertinente

de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la mirada mía,


posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje

de los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo


los ojos. Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno.

Como cuando el hierro es derretido por el fuego milenario. O como cuando


deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido.

El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación

tardía. Vagando en las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del

siguiente día. O días, ya no lo recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el


acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi los espárragos tirados, en el

piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la espiral. Y todo

empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los


soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad

mía, sin crecer. Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza

consumido. Fugaz luciérnaga yo. Aterido en la masa hecha incandescencia.

Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos celestes sin ningún abrigo. A

merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente, penoso. Un ir y

volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En

zozobra ambivalente, incierta.

Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera

abierta en el imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo


vivicante. Nacido en miles de siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro

golpe de martillos híbridos. Y viendo a Valeria, en lo físico. Sintiendo su


poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi rol de hombre físico
en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir llegando

impoluto exacerbado.

En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida.
Que estuvo allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve

adyacente a la terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que


había de reconocer, en el otro tiempo después. No atinaba a entender la
propuesta venida desde antes. En la posición predominante en eso de entender

y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por


enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo

acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo

atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva presente.

Cuando lo saludé, me dio a entender que no me recordaba. Y, en la insistencia,


le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle. Desde la esquinita bravera.

Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como

en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa

solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que, desde

allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo

profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que

seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas. Con la mira puesta en los

quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de vida, inapropiada


para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese

comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me

siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia


permitida, le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano.

Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese


que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí mismo, como
patrimonio cierto y único. Y yo le dije que lo había esperado en esta orilla

nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no


recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto

en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera.
Y que, siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por
lo mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que

yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo, cuando lo llevaron a prisión
por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me

dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él

y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple

verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido,


en la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo.

Recordando, tal vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De

“El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por

esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me

dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más

bien, una expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más

bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la

línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo


tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario

inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes

propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O,


simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo.

Inconstante.

Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo


entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito.
Apegado, entonces, a su condición de referente entero. Desde esa época en la

que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa esquinita bravata nuestra. Y,
así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa ciudad asfixiada.
Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre

desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en

ciernes. Tal vez ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.

En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según


fuera el momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue

yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias

religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él. Creyendo que era el tiempo


propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De su connotación

hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese

entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré,

entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y

usurpadora. Me fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él

mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en

propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por la

fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de

almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la

inmensa puerta llamada “De El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como


cuando cabalgaba en la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales

dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras. Desde Vigía
Perdomo, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur especulativo. Hechizo. No

cierto, Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica


propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí
que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de

lo hablado y hecho por este yo supremo envilecido.

Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y


encontré al postrer referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra,
casi malvada. Nunca supe cuál era su nombre. Simplemente me dejé llevar por

la iridiscencia de su voz. En una melancolía efímera. Tal vez hecha tardanza


en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo nuestro. Como queriéndole

expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres

avergonzados de lo que han sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo

mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé tejiendo las verdades anteriores.
Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra categoría. De

ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui

yendo a su lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir

yendo. Como también en el venir sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En

tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo en su derrota.

Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro,

daba igual. En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí

los pasos al aparecido. Veía algo así como ese “otro yo” vergonzante.
Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que pase. O de lo

posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo

recorrido con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario


ambidextro. Como inefable posición de los cuentahabientes primarios.

Groseros escribientes. Y sí que le di la vuelta. A la otra expresión del yo mío.


Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por
lo menos así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo aco9ntecido

antes. En ese territorio suyo incomprendido. En esa locación propuesta como


paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella, se fue perfilando en lo que,

en realidad debería ser. Y lo ví en el periplo. Como en la cepa enana cantada


por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero”
de Miguel Hernández…En fin, como mera réplica de lo habido en

“Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso a la libertad cantada. Todos los


días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador, me hizo

creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo

fuera su intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera.

Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me


encontré inmerso en la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo.

Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual.

En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En la trenza lúcida.

Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y

no dice nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y

expreso. En fin, que lo visto ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía.

Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo que pueda pasar. Ahí, como

vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa propuesta

admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al

lado de Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente,


y se propuso inventar algo más trascendente. He hice mella en el ahora cierto.

Porque resulté al otro lado. En callejón no conocido. En calle diferente a la


nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no conocido. Y

recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero.


Cuando se me fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí,
ahora, con fuerzas para dirimir el conflicto entre lo habido antes y lo que soy

ahora. En posesión de la bitácora recortada, enrevesada. Como en esos vuelos


silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo habido, por la vía de
suplantar lo que antes era.

Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo

aquello lineal, sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella,

me replicó con su risa abierta. En la cual la ternura es hecho constante,


manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta el día pasado.

Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril,

manifiesta. Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos


como sucinta conversación. Plena de decires explayados. Como manifiestos

doctorales. Como simplezas pasadas. O, como breviarios expandidos,

elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como r5ecordar

al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el

pasado. Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria

que yo no iría hasta su dominio encerrado. Entendido como yunta acicalada.

Enervante. Casi aborrecible. Pero que, paradójicamente, la sentía más mía que

al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los espárragos briosos, yertos.

Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí amarla

desde ese día en que no vi a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió


diciendo, no se te olvide que fui tuya, en todos los avatares previstos o no

previstos. Que te di, decía ella, todo lo habido en mí. Y que dejaste esa huella
imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío.

A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un


color extraño, Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí

que la seguí con mi mirada. Y la veía en su abultado vientre. Y, dije yo entre


mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí adentro suyo, en el

de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de
Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le
dije lo que en verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía

necesaria. Que yo no me imaginaba a Ancízar, volcado sobre su cuerpo.


Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es incierta.

Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la

soledad. Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer

efímero, incierto. O, simplemente hecho en sí, sin más aspaviento

Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me

encuentro en la misma vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al pasado.

Como en esos arrebatos. Empecinado en volver a esa jerarquía de acciones,

por ahí corriendo. Ahora de lo que se trata es de remediar lo habido. Sin la

presencia de sujetos y sujetas que prolonguen la estadía. En ese irse de bruces

sobre la historia. Que puede ser la mía. O la de cualquier otro. Así, en este

caso, en el masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado.

Con esa figura de quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo momentos,

he encontrado la razón de ser de lo puntual. En esa expresión que deja de ser

inacabada. Y que se torna, cada vez más, en asunto primario, no abandonado.


En la seguidilla de lugares y tiempos. Siendo así, entonces, volví al barrio

primero. Aquel en el cual disfrutaba con Ancízar. Y localicé la esquina


nuestra. La bravata lúcida. Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa

recordación tardía, he vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo
heredado. Hasta mi padre jugó con él. Como a comienzo del tiempo cercano.
Allí no más. En el momento mismo en que se hizo ayudante de todos aquellos

que tuvieran algo que ver con la cancha abierta. Ahí no más. En la calle en
pendiente poderosa. En cada picaito la gloria. Como en trashumancia
continua. En esa potente ilusión de saberse indispensable. Casi como sujeto de

millón de maneras de dominar el baloncito. Casi tanto como las opciones

propuestas en el tablero de ajedrez.

Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía conmigo. Y,


en esa misma perspectiva, encontré el lugarcito de la casa. En ese que fungía

como albergue para los niños y niñas de largo vuelo. Y me ví en el día en que

empecé a saber amar. Y a saber recordar. En medio de las tinieblas dispuestas


por la rigurosidad de los principios y valores. De la familia. Y, extendidos a

todo el entorno. Compartiéndolos con lo vivicante de los cuerpos presurosos.

No acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado y otro

tiempo en la otra esquina. O en la callecita que había sido inaugurada casi al

tiempo con la fundación del barrio. Derrochando, yo, alegrías que habían

permanecido adormecidas.

Ese 24 de junio, un martes, por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El mono”

lo llamábamos. Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de toda la vida. Y,

con él, aprendía a sacarle significados distintos a las palabras. Como en todo
tiempo andando con el verbo alucinante. También, conocí de él, los atajos en

los caminos de la vida. De cómo hacer de la tristeza, un giro creativo. Y de


cómo enseñar los números, con los palitos de paletas compradas en la
tiendecita de don Eufrasio. Y, además, en leer los ojos y la memoria de los

otros y de las otras. Ese 2mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho


más allá que el Libertador. Tal vez porque, el “mono”, iba más allá de la

simple libertad formal, política. Indagaba siempre por las fisuras de cuerpos y
de hechizos. Proponiendo la libertad en la lúdica andante. Transponiendo

rigores. Colocan la vida en su sitio. Que, para él, era un sitio diferente, cada
minuto.

No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos propuestos por

“el mono”. Como cuando la mirada y la memoria es más lenta que los hechos.

En ese universo de liviandades. En ese ejército de propuestas diferentes cada


vez. Lo mío se tornó, entonces, en un cansancio áspero. En una lobotomía

inventada por mí mismo. Y empecé a desplazar las verdades y los hechos

vivicantes. Me torné en sujeto casi avieso. Por la vía de la melancolía agresiva.


Por la vía del tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese azaroso

cuerpo de hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio.

Por vía de la resequedad en las ideas. Como si me hubiera convertido en

payaso de tristezas acumuladas. Tanto como haber perdido el rumbo.

Retornando a la expresión cicatera con la cual nací. Y, en esos instantes, veía

el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin rumbo. Y la veía

vejada a cada rato. En medio de horripilantes expresiones. Y me seguí

desmoronando. Casi al vacío profundo y de no retorno. Y, fue ahí mismo, en

que encontré a Ancízar. Quien venía por el mismo camino. Y me dio la mano

tierna, potente. Y salimos, en manos cogidas, a la otra orilla, en donde estaba


“el mono” Eufrasio. Que reía sin parar. Que nos conminaba a ser felices. Aun

en medio de la oquedad del tiempo. Aun en medio de todos los dolores juntos.
Y volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros mismos

habíamos truncado. Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de verdades y de


acciones y de la lúdica toda habida.

Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser


como el otro. Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en

primera persona mía, he de recomponer los pasos. Superando la fisura propia.


Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante falsa. Como
recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más

coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del


ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo

del hoy concreto. Y sí que me fui hilvanando. Tanto como acentuar la

prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras

convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo punzante. De esa


pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos,

enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco,

como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a

enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir

lúcido, cierto. Y no esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple

ir yendo con las coordenadas impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta

divisar el yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como

tridente vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje


dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple

transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual

el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo


mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias

erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman


suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como
propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad vigente.

Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese

recuento hablado acerca de la sucesión de propuestas y de acciones


asimilables a la progresión de Natura breve. O expuesta al ir venir expósito.
Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos. En esa

somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta.

En lo que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el


simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca

pluralidad convincente. Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza

hecha a trozos, hasta la complejidad habida, como simple resultado de la

evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo yo, no está cifrada en la
complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente. Mío. Y de

todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de

Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario,

tratar de hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura

réplica de lo vivido antes.

Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio

por empezar a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras

entendidas. Oídas en pasado. Y transformadas en presente inicuo. Prolongado.

Como mera extorsión a la verdad pertinente. Racional, pero incomprendida. Y

me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño próximo-pasado. -


En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,

pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por
la decisión equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que

se puede asimilar al tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida.

En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en

cualquier laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha


sido. Y, por lo tanto, lo incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a

ver en la otraparte impávida. Como si no fuese con ella el aprender a dilucidar.


Como si no fuera posible decantar lo uno del yo. Del otro uno del otro. En fin,
que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío. O el de Ancízar

ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad doliente.


Infame.

Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho

fuerza perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una

libertad no próxima. Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la


imposición proclamada por el Dios impuesto. De esa figura de reencarnación

atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera lugar común para todo aquello

ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre seres ciertos,

reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la

redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo.

Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como

atrofiamiento de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la

locomoción propuesto desde afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente.

Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo venido, serán

ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana


de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y

seremos.

Es ya de día. Ayer no supe prolongar el sueño necesario. Este día ha de ser


como el otro. Eso supongo. Muy temprano ajusté la bitácora. Ahora, en
primera persona mía, he de recomponer los pasos. Superando la fisura propia.

Esa hendidura abierta. Siempre ahí. Como convocante falsa. Como


recomposición ávida de otros lugares. Tal vez más ciertos. O, al menos, más

coincidentes con mi nuevo yo, propuesto por mí mismo. Y, el recuerdo del

ayer íngrimo, me hizo soltar la voz. Con mis palabras gruesas, puestas en lo

del hoy concreto. Y sí que me fui hilvanando. Tanto como acentuar la


prolongación. Del ayer elocuente. Hasta este hoy enmudecido de palabras

convocantes. En repetición de lo mío. En contrapartida de lo punzante. De esa

pulsión herética del pasado. Hasta este hoy propuesto. O, por lo menos,

enclaustrado en el decir mío de la no pertenencia al pasado. Pero, tampoco,

como posición libertaria del hoy o del mañana. Y sí que, entonces, empecé a

enhebrar lo dispuesto. En la asignación hecha propuesta. De un devenir lúcido,

cierto. Y no esa prolongación de lo habido a momentos. Como simple ir yendo

con las coordenadas impuestas. Desde una visión incorpórea, hasta divisar el
yo mío, cubierto de nostalgias afanadas. Puestas en ese ahí como tridente

vergonzoso. Hecho de premuras malditas. Acicaladas con el menjurje

dantesco. Una aproximación a entender los y las sujetos en pena. Por simple
transmisión de la religiosidad banal. Cicatera. Gobernanza ampulosa en la cual

el yo se convierte en simple expresión estridente. Afanada. Lúgubre. Por lo


mismo que se ha ido en plenitud de vuelo acompasado. Con las vivencias
erigidas en el universo no entendido. En esas volteretas de lo que llaman

suerte. Para mí, en verdad, simples siluetas inventadas. En ese estar ahí como
propuesta no entendida. No vertida en la racionalidad vigente.

Y sí que me fui, entonces, en búsqueda del eslabón perdido. Como en ese


recuento hablado acerca de la sucesión de propuestas y de acciones

asimilables a la progresión de Natura breve. O expuesta al ir venir expósito.

Como si fuera simple réplica de lo que soy y de lo que somos. En esa


somnolencia propiciada por la intriga habida. Interpuesta. Acicalada. Enhiesta.

En lo que esto tiene de simple vejamen de la libertad del ser construido en el

simple desenvolvimiento de la historia del ser. Y de los seres. En univoca

pluralidad convincente. Y, entonces, volví a la trayectoria. Desde la simpleza


hecha a trozos, hasta la complejidad habida, como simple resultado de la

evolución darwiniana. Opaca, por cierto. Porque, digo yo, no está cifrada en la

complejidad concreta. Vigente. Como réplica de ese ir creciente. Mío. Y de

todos y todas. Y, estando ahí, por cierto, volví a lo racional emergido de

Ancízar, en otro tiempo. Y me dio por repeler lo simple. Y, por el contrario,

tratar de hacer relevante lo humano. Eso que somos y hemos sido. En pura

réplica de lo vivido antes.

Yo, como sujeto vesánico, me fui empoderando de lo que ya estaba. Y me dio

por empezar a verter el lenguaje entendido. En sumatoria de palabras

entendidas. Oídas en pasado. Y transformadas en presente inicuo. Prolongado.


Como mera extorsión a la verdad pertinente. Racional, pero incomprendida. Y

me seguí yendo. En esa apertura milenaria. En el engaño próximo-pasado. -


En la expresión no efímera. Pero si atiborrada de recuerdos de lo pasado,

pasado. De ese estar de antes, surtido como semejanza del Edén perdido, por
la decisión equívoca del Dios siniestro. Vergonzante. Simple réplica de lo que
se puede asimilar al tósigo inveterado. Amorfo. Sin vida.

En ese estar estaba. Como cuando no volví ver a Ancízar. Buscándolo, yo, en

cualquier laberinto lunático. O en la profundidad avasallante de lo que no ha


sido. Y, por lo tanto, lo incomprendido en la racionalidad vigente. Y lo volví a
ver en la otraparte impávida. Como si no fuese con ella el aprender a dilucidar.

Como si no fuera posible decantar lo uno del yo. Del otro uno del otro. En fin,
que, en esa expresión vivida, se fue abriendo el territorio mío. O el de Ancízar

ya ido. O, simplemente, el de aquel pasajero íngrimo. En esa soledad doliente.

Infame.

Si se tratara de volver sobre lo ya pasado. Yo diría que el tiempo se ha hecho


fuerza perdularia. Ese tipo de esquema afín a la dominación espuria. En una

libertad no próxima. Prolongada. En lo que esta tiene de semejanza a la

imposición proclamada por el Dios impuesto. De esa figura de reencarnación

atrofiada. Mentirosa. Impávida. Como si fuera lugar común para todo aquello

ido. Por la vía de la hecatombe provocada. En esa batalla entre seres ciertos,

reales. Y la impúdica creación de opuestos. En una lucha prolongada. Sin la

redención propuesta como ícono. Ni como ampuloso discurso férreo. Póstumo.

Erigido como secuela de lo creado por decisión distante, impersonal. Como

atrofiamiento de lo dialéctico. Del ir y venir real, verdadero. Opuesto a la

locomoción propuesto desde afuera. Desde ese territorio sacro, impertinente.


Porque, en el aquí y en el ahora, yo percibo que lo ido. Y lo venido, serán

ciertos en razón a que se exhiba el paso a paso de la construcción darwiniana


de la vida en sí. Que es cuerpo y real propuesta al desarrollo de lo que somos y

seremos.

Cuando Isolina Girardot despertó, el día primero de abril de 2025, recordó lo

sucedido el día anterior. Estuvo con Isabel Pamplona, en Annapolis, ciudad


siempre acogedora. Uno de los aspectos más importantes, hacía referencia a la

manera de abordar la doctrina de la libertad. Doctrina inmersa en vacíos


conceptuales. Algo así como entender su dinámica, anclada a la teoría de
“vista atrás”.

Es decir, una reiteración en torno al hilo conductor: por más que avancemos en

el discurso libertario, navegamos en el remolino de la repetición. Significa


desandar, por lo menos en la noción de asumir los hechos, en un contexto de

cotidianidad, agresivo.

Ya Isabel le había advertido a Isolina sobre las consecuencias relacionadas con

la depravación vigente. Los malos tratos recibidos avanzaban

exponencialmente. Inclusive, Isabel, hizo referencia a la cantidad de

momentos vividos bajo el énfasis de los textos producidos. Textos que

relacionan la libertad con esquemas discursivos. Unos esquemas de

fulgurantes palabras huecas. De hechos formales.

Inclusive le recordó lo sucedido el 8 de marzo de 2024. Cuando enfrentaron la

fatiga de los escenarios y de las intervenciones alusivas a la mujer. Como


ícono, en constante crecimiento. Una forma de respaldar la interpretación de

los aportes, en términos de epopeyas vinculadas con la defensa de sí mismas

en la ciudad, en el campo, en el hogar; utilizando un lenguaje impúdico. Una


reflexión atada a la globalización. Un contexto en el cual se vulneraba la

emancipación, por la vía de utilizar ese referente, como doctrina soportada en


la superficialidad; cuando no con una variante perversa del homenaje a las
madres, de por si degradado, absorbido por la literatura y las prácticas

inveteradas. Como aquella de hacer coincidir afecto y respeto, con la oferta de


mercancías.

No obstante, en esa referencia, Isabel postuló la posibilidad de rehacer el


concepto de libertad de las mujeres. Tal vez, volver al origen de la declaración

primera. Esa derivada de las obreras y las mujeres libertarias, cuando erigieron

la lucha autonómica, soportada en la dignidad, contra los atropellos, contra la


asimilación de sus reivindicaciones, a simples acciones cautivas de la lógica

de una sociedad absolutamente centrada en la opción de la ternura como la

implicación de las mujeres en el proceso orientado por el rotulo: nacieron para

ser madres. Esa huelga de las mujeres obreras en una empresa de Estados
Unidos, en 1910, constituye referente obligado, al momento de valorar la

celebración del 8 de marzo, como el Día Internacional de las Mujeres.

Asimismo, Isabel, hizo alusión a la variante de transformar esa degradación

absoluta, por la vía de otorgarles el derecho, inmóvil, pasivo y condicionado, a

la expresión. En eventos y celebraciones. Es obvio, decía Isabel, que no ha

habido traslado de lo allí expresado, a una generalización real, en el día a día.

Para Isolina, ese día de abril de 2025, fue la reafirmación de su autonomía.

Pues decidió su ruptura con Adrián, su gendarme y tutor en casa. Aquel que

siempre reivindicó en público su condición de amante libertario que compartía


con ella la opción de vida vinculada con el concepto de autonomía plena. Un

desdoblamiento que ella no soportó más.

Yo no tenía certeza, si Isolina había estado conmigo en la caminata que hice en


compañía de Susana y Juliana. Lo único claro, para mí, fue su recuerdo, al
quedarme dormido, una vez en casa, después de despedirme de Juliana.

Isolina fue compañera de Martha y de Maritza en los primeros grados de

escuela. Había conocido a Adrián, mi hermano, en una fiesta, realizada en


celebración de los cuarenta años de Liceo Nietzsche, en el cual trabajaba
Juliana. Morena, esbelta, un cabello crespo, pegado al cráneo. Nunca

pretendió alisárselo. Se sentía feliz con esa prueba de su afro descendencia.

Fue mi confidente en los momentos de angustia causados por el quehacer


perverso de la empresa.

De ella aprendí el amor por nuestras raíces. Siempre me ha acompañado su

recuerdo. Mujer abierta, sincera y de una fortaleza impresionante para

enfrentar los rigores asociados a la lucha por los derechos de las etnias.
Cercana a todo el proceso reivindicatorio de la equidad y solidaridad de

género. Acompañante de las mujeres de la Ruta del Pacífico. Conocedora de

los crímenes de lesa humanidad en el país. Y, por lo mismo, tejedora de

posibilidades libertarias de las negras y los negros. De nuestros nativos Wayú,

de los Paeces; de los de la Sierra Nevada.

El día que se conoció de la tragedia provocada en Bojayá y en la cual


murieron más de 100 negros y negras, mujeres, niños, niñas, adultos; Isolina

promovió un clamor social, un repudio al hecho y de solidaridad. Asimismo,

ocurrió, cuando en Barrancabermeja, fueron asesinados y asesinadas personas,


civiles; trabajadores y trabajadoras

De todas maneras, ese día, al despertar tenía la esperanza de encontrarla, de

que lo soñado era realidad. Quería que me repitiera esas imágenes escritas que
leí en el sueño. Pero no. Isolina no estaba. En su lugar estaba esa sombra de la
soledad. Esa que me acompaña a cada momento. Pensé en Juliana, en su

mirada hacia el profesor Arenas. Pensé en Susana, en la cita que tuvimos y que
nos distanció más. Pensé en Sinisterra en su pérfida pasión por el

enriquecimiento, en su malvada tendencia a engañar y a fornicar, con


consentimiento o sin él.

Maritza estaba sentada en el vergel. Una casa inmensa. Había conocido a un

hombre con el poder que otorga el hecho de tener dinero en abundancia. Su

nombre era Pánfilo. Individuo de malas mañas. Con extensiones de tierra, casi
infinitas. Conocedor del negocio que alucina Controlador de procesos de

envíos, de siembras, de crímenes ligados a esos procesos. Demasiado rico.

Demasiado hacedor de poderes y macropoderes. Tanto que, en 2002, auxilió a


campañas políticas hacia los instrumentos de poder. Año aciago ese. Cuando

se conoció de un discurso ampuloso vinculado con la seguridad y la paz.

Cuando, la asunción al poder ejecutivo, constituyó un pulso entre la libertad y

la ignominia la presencia de una versión bastarda de la libertad. Una extensión

de poderes y macropoderes, en todos los ámbitos. Una manera de proponer la

interpretación de la lógica. Una manera de poner de revés la búsqueda de la

libertad. Un tanto como el fascismo de Mussolini, anclado en la denominada

voz del pueblo. En la expresión no cierta de que éste nunca se equivoca. La

voz del pueblo es la voz de Dios, en crecimiento exponencial. En donde todo

es sensato y posible, por la vía de la teoría de que el fin justificaba los medios.

Pánfilo Castaño, era un hombre pragmático. Así se había hecho rico. Así había
comprado su posibilidad de crecer en un entorno de corrupción. Lleno de
expresiones que conducen a validar el poder, por la vía de construir un

equilibrio entre el delito y los crímenes, con el ejercicio de un poder ejecutivo


vertical, supuestamente democrático.

Al llegar, saludé a Maritza. Ella permaneció inmóvil, en silencio. Se creía

sujeto de alto vuelo. Por lo mismo, significaba el hecho de que sus


circundantes le reverenciaran. Un hacer la vida, por la vía del control. En
donde el dinero permite ascender de estrato y de controlar poderes y

micropoderes.

Por fin atendió mi expresión. Me dijo, Samuel, tú eres incorregible. Sigues


pegado al recuerdo de nuestra madre. Por el contrario, yo aprendí la lógica de

lo cotidiano, de lo real. De aquello que, siendo real, permite la manipulación.

Es un empoderarse de los ofrecimientos que otorga la vida. En el cual los


valores no existen, en el cual, lo que vale es sentirse pleno, sin afugias.

Yo, seguía diciendo Maritza, estoy aquí, porque he podido interpretar la magia

de ese equilibrio. En eso, apareció Pánfilo, con su esotérica presencia,

saludando en la distancia. Asumiendo que yo, también, era sujeto controlado.

Me dijo: estoy aquí, no por tu hermana que parece una zorra; sino por la

fascinación que ofrece el poder y el logro del equilibrio. Como si de antemano

supieras que no existe barrera para el poder del dinero.

Yo, me resistí a la veleidad de Pánfilo. A su peculiar manera de entender la

vida como simples sumas y restas. En el cual, lo humano se traduce en simple


expectación

Una vez terminada la conversación con Maritza, me dirigí al Teatro España, en


donde se realizaba una conferencia, titulada,” Estado, poder, educación y

bienestar”. El conferencista era el mismo profesor Pedro Arenas. Había


conocido de la misma, por una llamada que me hizo Juliana y me invitó.

Más tarde comprendí que, Juliana, había concretado con el profesor Arenas,

una reunión, o para ser más preciso, un estar, después de la disertación. La


denominación de la intervención, hablaba de la noción de poder educación y
de bienestar social en América Latina. Antes de empezar, el profesor Arenas,

pidió, al auditorio, un reconocimiento hacia la labor realizada por Juliana en El


colegio Federico Nietzsche. Luego empezó su disertación, así:

El ser individual es, de por sí, complejo. En cuanto logra, aún en su condición

de individuo (a) primario (a), construir su propia visión de la exterioridad. Este

proceso está asociado a los sentidos biológicos. La percepción, como ejercicio


inicial que permite acceder a insumos externos, ejerce como instrumento para

recolectar esos datos y procesarlos. Ya ahí, la diferenciación se establece por la

vía del seguimiento y continuidad, originados en la capacidad para retener la

información e interpretarla. No es una memoria simbólica ni formal, como la

de los otros animales. Esa memoria trasciende a la repetición simple de lo

aprendido, a manera de expresión espontánea y/o de respuesta instintiva a

motivaciones externas. Por el contrario, es una memoria en constante

actividad y que actúa como recurso pleno e intencional, cuando se hace

necesario recordar lo visto antes, lo vivido; a partir de experiencias

individuales y colectivas. Así y solo así se puede entender la capacidad que


adquiere cada sujeto (a), para proponer y desarrollar opciones dirigidas al

proceso de transformación de la exterioridad. Pero también, para entender la


construcción de una simbología para sí; de tal manera que ejerza como

instrumento fundamental, a la hora de definir sus propias perspectivas; en


cuanto expectativas originadas en su propia pulsación con respecto a los (as)
otros (as). Entonces, la esperanza, la ilusión, los afectos, el placer como

elaboración suya; constituyen referentes en los cuales se cruzan la


individualidad y lo colectivo. No como derogación de lo primero en función de
lo segundo; sino como interacción que el (la) sujeto (a) individual acepta, e

incluso propone, en el camino hacia la obtención de un determinado fin. Ya,

en esta expresión, es pertinente entrever la influencia (...en esa memoria


individual, como acumulado constante) de las tradiciones aprehendidas por la

vía de la imposición y/o de la experiencia directa, que adquieren

determinadas instancias simbólicas; construidas a partir de procesos

individuales y colectivos. Así entonces, a manera de ejemplo, cabe analizar en


ese espectro; el rol de la religión, de los códigos y paradigmas que ejercen

como limitaciones al desarrollo pleno de la individualidad, en cuanto

adquieren una significación que trasciende a cada sujeto (a) y lo (a) obliga a

un acatamiento; so pena de quedar por fuera de esa figura de concertación

colectiva que lo (a) compromete. No reconocer la concertación (a la manera

de equilibrio); tuvo siempre (...y tiene ahora) para cada sujeto (a)

repercusiones profundas. Inclusive, de su aceptación o no, depende en muchos

casos la existencia suya como sujeto (a) individual vivo, como actor válido.

En este contexto cabe una expresión relacionada con la incidencia que

adquieren las opciones propuestas, por parte de los (a) sujetos (as)
individuales; en lo que hace referencia a la interpretación de las pautas,

paradigmas y condiciones vigentes en un determinado período histórico. En sí


esas pautas y condiciones, no son otra cosa que construcciones colectivas que

trasciendan a cada individuo (a). Podría aseverarse inclusive que, en las


mismas; cada sujeto se subsume, como quiera que no le esté permitido
transgredirlas. Está obligado, en consecuencia, a asumir una interpretación

similar a la que realizan los (as) otros (as). Si su decisión es hacer trasgresión,
bien sea por la vía de proponer una interpretación diferente y/o de asumir la
opción directa de cuestionarlas y trabajar por su destrucción; se entiende que

asume las consecuencias a que esto conlleva…Entonces se configura, a partir

de esa intervención individual, una confrontación con la simbología e


iconografías colectivas. Aquí, en esa confrontación, se enfrenta la

construcción individual con la construcción colectiva. Esto es válido, como

decíamos arriba, tanto para los paradigmas colectivos asociados a la

religión; como para aquellos paradigmas asociados a la noción de


ordenamiento y de jerarquización. Queda claro, asimismo, que estas

construcciones colectivas, son posteriores a la apropiación primigenia de la

exterioridad, a la internalización primera realizada por cada sujeto (a) en su

contacto inicial con la naturaleza. Es decir, son elaboraciones, desarrolladas

en el tiempo y en el espacio; como acciones conscientes o inconscientes (...o

mediante una interacción entre los dos estados) en donde se aplica el

conocimiento acumulado, a manera de ordenamiento de las percepciones

recibidas y almacenadas en la memoria. Pasa a ser, por esta vía, una memoria
de todos y todas. Una memoria colectiva que se construye a través de la

comunicación y de la instauración de códigos e íconos que dan fe de la

concertación.

Toda herejía, en principio, es una acción individual. Compromete a quien


realiza una interpretación diferente y se decide a proponerla como opción.

Bien sea como modificación parcial de las pautas, paradigmas y condiciones


instaurados como referentes colectivos; o como alternativa que conlleva a una
modifi9cación total, radical. Algo así como o son esas pautas y paradigmas o

son estas pautas y paradigmas alternativos. Ya ahí, en esa acción de proponer


una alternativa, se configura un distanciamiento con respecto al ordenamiento
vigente. Adquiere ese hecho un significado asimilado a la ruptura. En el

proceso de enfrentar esa opción (...u opciones) con las existentes; el (la) sujeto

(a) que ejerce como cuestionados (a), desemboca en una posición herética. A
partir de ahí, se trata de definir las condiciones y el tipo de acciones a realizar,

el proceso de difusión de la opción u opciones nuevas. Aquí, condiciones,

tienen que ver con los insumos recaudados para sustentar la nueva opción.

Tipo de acciones, tiene que ver con realizar una confrontación individual
absoluta. O la adquisición, mediante el proceso de persuasión o imposición, de

una aceptación de los (as) otros (as). De tal manera que pueda presentarse y

desarrollar como opción u opciones colectivas. Esto no es otra cosa que el

comienzo de una sumatoria de acciones diferenciadas; en procura de lograr la

aceptación y acatamiento, bien sea de la modificación parcial o de la

erradicación de las anteriores pautas y paradigmas y, en su reemplazo, erigir

las nuevas.

De todas maneras, bien sea que se actúe en uno u otro sentido, es evidente la

necesidad de cierta subyugación hacia los otros y las otras. Algo así como

entender y aceptar el principio básico relacionado con el ordenamiento y el


equilibrio por la vía de la imposición de pautas y paradigmas: siempre existan

referentes establecidos como condición para el ordenamiento y el equilibrio;


habrá unos códigos y obligaciones que ejercen como limitación a la libertad

individual. Alcanzar unos nuevos referentes, unos nuevos códigos y nuevas


obligaciones; supone la realización de acciones que controvierten lo anterior.

Ahora se trata de establecer los términos de referencia, a partir de los cuales se


configura la presencia y las acciones del colectivo; como sujeto pleno que

trasciende a la individualidad, pero no la puede subsumir.


Desde una interpretación etimológica, sujeto colectivo se entiende como figura
plural. Es decir, se asume su configuración como sumatoria, simple o

compleja, de individualidades con presencia en un determinado escenario,


ámbito o territorio. También involucra un concepto adjunto, que da cuenta de

una posición asimilada a la conciencia y a su significado. Algo así como

entender al sujeto colectivo en condición vinculante con respecto a una visión

(o visiones) y a una interpretación de la exterioridad que lo circunda. El


problema radica en la posibilidad efectiva para precisar el nexo entre esa

figura colectiva y la individualidad, sin que implique la disolución. Porque, a

partir de una interpretación centrada en el estricto comportamiento mecánico;

podría pensarse en una dicotomía elemental, en donde la conciencia colectiva

es una expresión que traduce los acumulados históricos, en cuanto vivencias,

como información procesada que induce a una definición desde la perspectiva

cultural.

De todas maneras, la interpretación de lo colectivo, supone un imaginario.

Este, a su vez, debe estar asociado al concepto de espacio físico. Algo así

como establecer una dinámica en la cual aparece la interrelación entre los (as)
sujetos (as) individuales, asociados e integrados con respecto a determinados

códigos reconocidos como válidos. Ya decíamos antes, en esta misma línea de


reflexión: los referentes, entendidos como códigos, pueden ejercer como punto

de equilibrio; a través del cual se expresan las coincidencias. Ahora bien, la


complejidad en la interpretación del significado y alcance de este equilibrio,
está dado por el análisis del recorrido previo para acceder al mismo. Tal

parece que se presentan dos opciones en la interpretación. Una de ellas tiene


que ver la identidad pasiva que realiza cada sujeto individual con los códigos
o referentes generales que inducen al equilibrio. La otra tiene que ver con la

coacción, con la imposición, por la vía de acciones ejercidas por parte de

quien o quienes se erijan como centro y/o como intérpretes únicos de esos
códigos.

La primera opción supone un tránsito no traumático, mediante el cual cada

sujeto asume la identificación con los códigos (consciente o inconsciente). Es

de suponer que, ya ahí en ese tránsito hacia la identificación o


reconocimiento, se configura una ruptura con respecto al yo absoluto. Se

traslada parte de la identidad personal, a la identidad colectiva; como

condición indispensable para acceder al equilibrio. Se entiende y acepta esa

necesidad, en una perspectiva grupal, plural. Ahora bien, los códigos pueden

adquirir características religiosas, o de simples premisas para el trabajo

asociado; o de compromisos para establecer una figura colectiva relacionada

con el ordenamiento global de obligaciones; o una sumatoria compleja de

todas estas las anteriores. Lo cierto es que la aceptación se expresa como

actitud soportada en la libertad para definir.

La segunda opción supone la presencia de posiciones previas; en las cuales es

evidente una diferenciación en términos no solo de interpretación y


elaboración con respecto a la exterioridad; sino también en términos de
apropiación unilateral de los acumulados históricos de las vivencias

entendidas como insumos para la construcción de los códigos, referentes. O


paradigmas. Aquí, entonces, se configura un recorrido traumático; por cuanto

supone la restricción impuesta a las posibilidades individuales. No es ya la


aceptación en libertad; es por el contrario la imposición a reconocer, tanto los

referentes en sí, como también a quien o quienes los representan y los


imponen.

Ahora es pertinente desarrollar algunos conceptos en relación al

comportamiento del sujeto colectivo; a partir de su separación con respecto a

los (as) sujetos (as) individualmente considerados. Supone, entonces, la


aceptación de su existencia con expresión propia; regida por pautas que, a su

vez, pueden ejercer como referentes generales. El problema tiene que ver con

precisar las condiciones y/o prerrequisitos necesarios para consolidar la figura


de la instancia abstracta; aquella que se desprende del sujeto colectivo y se

rige como referente que debe ser acatado; no solo por los (as) sujetos (as)

individuales; sino también por la colectividad que se construye y se hace

plena en razón a la interacción constante entre los (as) sujetos (as). Ya, aquí,

puede hablarse de una prefiguración territorial y de unos vínculos que hace

posible esa interacción. Supone la aceptación de la identidad individual

propia de cada sujeto (a); pero también la existencia de los (as) otros (as)

como pares que comparten una misma identidad colectiva.

Segundo (un yo vulnerador)

En lo diferido, en ese entonces, estuve malgastando los recuerdos. Como


quiera que son muchos. Y han viajado, conmigo, en la línea del tiempo

profundo. Hacia diferentes medidas de trayecto lineal. En este día, estoy como
al comienzo. Es decir, como aletargado por las palabras vertidas en todo el
camino posible. Uno de los momentos que más me oprimen, tiene que ver con

el incremento de hechos dados. Expósitos. Como esperando que alguien


efectúe inventario de vida alrededor de ellos. Y, en ese proceso de manejo

contado, fui hilvanando preguntas. Algunas, se han quedado sin respuesta. Y,


por lo mismo, es un énfasis en litigio. Entre lo que soy ahora. Y lo contado por
mí mismo, como insumos del ayer pasado.

El día en que conocí a Abelarda Alfonsín, fue uno de tantos. Andábamos, ella

y yo, en esos escapes que, en veces, son manifiesto otorgado a la locura. Ella,
venida desde el pasado. Un origen, el suyo, envuelto en esa somnolencia

propia de quienes han heredado tósigos. Como emblema hiriente. Un yo,

acezante, dijo el primer día de nuestro encuentro. Iba en esa aplicación del
legado, como infortunio. Aún visto desde la simpleza de la lógica en

desarmonía con los códigos de vida. En universo de opciones no lúcidas. Más

bien, como ejerciendo de hospedante de las cosas vagas. Esto fue propuesto,

por ella, como referencia sin la cual no podría atravesar ese mar abierto

punzante, hiriente. Y yo, en eso de tratar de interpretar lo mío. Como

pretendiendo izar la iconografía, por vía explayada. En la cual, el unísono

como plegaria, hirsuta; hacia destinos perdidos, antes de ser comienzo.

En la noche habitamos ese desierto impávido. Hecho de pedacitos de

verdades. En una perspectiva de ilusiones varadas en su propia longitud de


travesía andada. No más nos miramos, dispusimos una aceptación tácita.

Como esas que vienen desde las tristezas ampliados. Un quehacer de nervio
enjuto. Y nos mirábamos, a cada nada. Ella, mi acompañante vencida por el
agobio de los años y de su heredad inviable; empezó a proponer cosas

habladas. En insidiosas especulaciones que, ella misma, refería como simples


engarces de verdades. Una tras otra. Una nimiedad de haceres pródigos. Como

en esa libertad de libre albedrío, que no permite inferir, siquiera, ficciones


ampulosas. Tal vez en lo que surge como simple respuesta monocorde.

Insincera. Demoniaca, diría Dante.


Por mi parte, ofrecí un entendido como manifiesto originario. Venido desde la
melancolía primera. Atravesada. Estando ahí, siendo yo sujeto milenario, se

fue diluyendo el decir. Cualquiera que haya sido. Me fui por el otro lado. En
una evasión tormentosa. Abigarrado volantín en tinieblas. Sin poder atarle el

lazo de control. Y, entonces, desde ese pie de acción; lo demás se fue

extinguiendo.

Sin hablarnos, pasamos durante tiempo prolongado. Sus vivencias, empezaron


a buscar un refugio pertinente. Se fugó de la casa en la que hacía vida

societaria. No le dijo a nadie hacia donde iba. Solo yo logré descifrar esas

palabras escritas. Un lenguaje enano. Casi imperceptible. Y la seguí en su

enjuta ruta. Sin ver los caminos andados. Era casi como levitación de brujos

maltratados, lacerados por la ignominia inquisidora. Volaba, ella, en dirección

a la marginalidad del horizonte kafkiano. Una rutina de día y noche. Sin

intervalos de bondad. Ni de lúdica andante. Y, ella, vio en mí, los depositarios

de sus ilusiones consumidas ya. Y, yo, hice énfasis en lo cotidiano casi como

usura prestataria. Como si, lo mío, fuese entrega válida en, ese su vuelo a ras

de la tierra.

Cuando lo hicimos, sentí un placer inapropiado. Ella impávida. Como simple


depositaria de mi largueza hecha punzón. Un rompimiento de himen,
doloroso. Y se durmió en mi recostada. Y vi crecer su vientre a cada minuto. Y

la vi, en noveno mes, vencida. Como mirando la nada. Y con esos ojitos cafés
llorando en su mismo silencio.

Vulcano lo llamé yo. Desde ese venirse en plena noche de abrumadora

estreches de ver y de caminar. Y, este, creció ahí mismo. Y, ella, con un odio
visceral conmigo y con él. Miraba sin vernos. Y fue decayendo su poquito
ímpetu ya, de por si desguarnecido. Le dije, sottovoce, que el hijo parido

quería hablar con ella. Y lo asumió como escarnio absoluto, pútrido.

La dejamos allí. En ese desierto brumoso. Nos fuimos en dirección mar


abierto. Y empezamos a deletrear los mensajes recibidos. Desde ese vuelo

perenne. Y sus códigos aviesos, ya sin ella. Hasta que recordé que la amaba. Y

que le hice daño físico, al hendir lo mío en tierno sitio. Y dejé que Vulcano se
fuera en otra dirección. Yo me quedé ahí. En sitio insano. Sin ninguna

propiedad cálida. Sin ver sus brazos. Y su cuerpo todo. Y me fui yendo de esta

vida. Y, rauda, la vi pasar. En otro vuelo abierto, con dirección a lo insumiso.

Como heredad. Como sitio benévolo.

Desperté. Me encontré al lado de Olga y de mi madre. Verdaguer acariciaba a

mi madre. Ahí en donde ella explotaba. Olga estaba desnuda, me obligó a


montarla. Gritaba de placer, viendo a Verdaguer y a mi madre; conmigo

encima. Sacudía todo el cuarto. Las paredes se agrietaron; todo el lugar fue

cubierto de un líquido viscoso, con un color entre amarillo y blanco. Superó la


altura de la cama, nos ahogó…asistí a un despertar equivocado. Porque,

realmente, fui despertado por Silvia, quien había acudido a casa, pretendiendo
una expresión de desasosiego, ante mi ausencia y mí silencio con respecto a
ella. Todavía escuchaba las palabras de Menchú. Todavía me sentía absorbido

por el líquido amarillento.

Ya he viajado mucho, comencé en ese lugar que yo creía que no existía. Plaza
Felicidad, un sitio adecuado para darle vuelo a la imaginación. Una

imaginación imantada, como quiera que se ofrecía, por si misma, a quienes


llegaran allí, sin naufragar. Requisito con alto grado de dificultad para
alcanzarlo. Porque, náufrago, es aquí haberse dejado vencer por las vicisitudes

cotidianas. Haber sido absorbido, alguna vez, por los códigos que rigen el
quehacer, de tal manera, que cada quien como sujeto pierde su identidad. Se

elimina la libertad por la vía de atar la esperanza a un instrumento fijo,

estático. Instrumento conocido como insumo necesario a la hora de concretar

una opción totalizadora. Esa que remite a cada quien, como expediente. Con
un itinerario preestablecido. Aquel que va desde si mismo, hasta el control.

Expediente guardado con sumo cuidado, en secreto. Solo le es dado conocer a

quienes irrumpen en la vida, individual y colectiva, como hacedores de

oportunidades. Esos que le definen a cada quien, aún antes de nacer, un lugar y

un rol.

Este viaje mío ya estaba codificado. No recuerdo ni el día, ni la hora en que

perdí la autonomía. Creo que esto les ha pasado a todas las personas. Sin

embargo, en mí, constituyó un hecho absolutamente trascendental. Como

quiera que estuviera al garete, desde el día en que nació mi madre, a la cual

conocí sin esta haber conocido a mi padre. Recuerdo que, desde mi condición
de niño no nacido, ya estaba girando alrededor de entornos azarosos. Lugares

en los cuales la incomunicación es punto de partida y soporte de la vida.

Plaza Felicidad, es un territorio poco poblado. Tanto así que el número de

personas está dado por una operación simple. Aplicada la misma, el número
resultante no traspasa la barrera de una progresión aritmética, en la cual la

finitud está condicionada por el prerrequisito vigente. Llegan personas de


todas partes. Una expresión mínima, si se compara con los habitantes que

quedan por fuera, que no clasifican. Es decir, casi todo el mundo.


Por lo mismo, entonces, yo tuve que huir de allí. Porque mi imaginación es de
muy corto vuelo y porque, siempre me he sentido atado a un tipo de nostalgia

que destruye cualquier aspiración. Lo mío ha sido una vida condicionada.


Como la de casi todos los demás; la diferencia reside en el hecho de ir y venir.

Entre sueños tempestuosos y alucinados, hasta vivir en presente, pero

sintiendo encima el pasado como carga inverosímil, que no me deja mover en

libertad. Ya esto lo había planteado antes a Juliana. Precisamente, por esto,


Juliana me acompañó, hasta el día en que se enamoró de Pedro Arenas. Con

Isolina, ella y él, reúnen los requisitos para acceder a Plaza Felicidad. Por su

condición de libertarias. Porque, en el caso de Isolina, llegó hasta la muerte

por defender su autonomía. Para ella, la felicidad, siempre estuvo del lado de

sus actuaciones y realizaciones.

El día en que cremaron su cuerpo, después de la breve ceremonia que reunió a

todos y todas aquellos y aquellas que compartimos sus convicciones. Claro

está que, en mí, esa compartición, es un decir. Porque he sido y sigo siendo un

sujeto partido. Un tipo de esquizofrenia magnificada. Por lo tanto, mi

expresión hacia ella aparece como de superficie. Mi interior no reconoce ese


tipo de convicciones y de principios, en razón a que es una interioridad

enfermiza, llena de vericuetos insospechados y que no pueden ser


cuantificados. Desde mi vicioso afán por despojar a las mujeres de su

existencia, por la vía de la vulneración constante. Desde mi madre, hasta


Juliana. Desde ésta a Isolina y desde Isolina a cualquier mujer,
independientemente de su cercanía o de su distancia inmensa. A todas las he

deseado. Con ese deseo destructor, grosero.

Ese día tuve conocimiento del legado escrito de Isolina. Comenté con Juliana
al respecto y ella propuso rescatarlo, organizarlo y expresarlo en cátedra
magistral. No sospeché, en ese momento que el destinatario era el profesor

Arenas. Me comprometí, con Juliana, a tramitar los permisos requeridos.


Tanto de la familia de Isolina, como también de sus pares en el movimiento

feminista.

Una vez analizados los escritos, por parte de Juliana y del profesor Arenas, se

escogió un escrito realizado por Isolina, acerca del rol de las mujeres en la
historia del periodismo en Colombia. A partir de ahí, Arenas y Juliana

diseñaron la versión que sería presentada como cátedra magistral en la

universidad en donde labora el profesor.

La fecha se fijó para el día 8 de marzo. Incluiría la presentación del escrito, su

impresión, revisión, a manera de edición, a cargo del profesor Pedro Arenas.

Además, se propuso y aceptó que la cátedra tendría tres sesiones, a partir de


ese 8 de marzo. Una cada quince días. La recopilación de esas tres sesiones, se

haría partir de lo expresado por Arenas.

El día de la inauguración estuve, antes, en casa de Jerónimo, el joven que

conocí en la empresa. Jerónimo había solicitado mi intervención en un asunto


relacionado con su novia Teresa. Algo así como asistirlos en el proceso de su

definición matrimonial. A decir verdad, no me interesaba ejercer como


consejero. Acepté visitarlo, más bien por ese deseo que me acompañaba, de
estar cerca de Teresa. Otra vez, soy consciente de ello, mi afán vulnerador.

Cierta noche soñé con ella. Una réplica de mis continuos abusos temerarios y
violentos. La asedié, desde su salida del colegio, sin que ella se percatara de

mi presencia. En un lugar despoblado, por el cual ella tenía que pasar, la


abordé. Yo tenía una máscara para no ser reconocido. La tiré al piso, la
desnudé. La penetré de manera violenta, como lo he hecho siempre, con mi

madre, con Olga, con Maritza, con Martha, con las niñas que he violado.
Teresa era una de ellas, tiene quince años. Su estreches me volvió loco de

pasión. Le destruí su himen, la saturé con mi líquido viscoso que manaba y

manaba. Le apreté sus pechos turgentes, en un ritual asfixiante. Teresa lloraba,

forcejeaba. Esto me excitaba más y más. La golpeaba, le mordía sus labios,


hasta sangrar. Quemé su ropa, la dejé en el piso y hui.

Llegué a casa de Jerónimo y allí estaba ella. Todo el tiempo que hablamos, mi

mente estaba lejos, en ese sueño. Sentí deseos de vulnerarla, delante de

Jerónimo y matarlos después.

Cuando expresaron su intención de casarse, los odié a los dos. No me hacía a

la idea de verla con él. De presumir su primera noche, envueltos en ese


ejercicio puro, sexuado, alegre y reconfortante. Lo mío no es eso. Lo mío es el

afán de acabar con todas; de destruirles su gozo; de no dejarlas en paz; de

terminar ese proceso que es mío y de nadie más.

Al despedirnos, expresé la misma engañifa que es el soporte de mis


intervenciones. Me comprometí a ayudarlos, de una manera cínica, besé la

mejilla de Teresa y me fui.

Mi primera reclusión se produjo, justo el día de mi 39 aniversario. Se habían


acrecentado mis acciones ignominiosas. Se profundizó mi partición, en
términos de no identificar ni diferenciar sueños y realidad. Vagué todos los

días, con sus noches, en busca de objetivos. Mis imágenes eran cada vez más
punzantes y más diferenciadas. Siempre estaba viviendo un recorrido brutal.
Mis imágenes volaban y se estacionaban, según mi necesidad. Una necesidad

constante. No podía pasar una fracción de tiempo superior a 24 horas. Cuando

esto sucedía, cuando no alcanzaba ningún trofeo, mis alucinaciones eran


mucho más enfermizas. Mi cuerpo temblaba, daba tumbos, golpeaba las

paredes, los árboles. Solo encontraba sosiego, cuando victimizaba;

Cuando podía expresar toda mi capacidad; cuando mi falo erecto, penetraba y

despedazaba. Cuando sentía claudicar a mis víctimas. Sentía mucho más


placer, cuando olía la sangre que brotaba de la abertura de mis víctimas, las

palpaba, hasta casi destruir su clítoris. Cuando mordía sus pezones, delirando

de gozo perverso. Me sentía un Rasero al revés. Porque éste, al menos tenían

en consideración la aceptación de sus mujeres. Yo no soportaría nunca una

aceptación. Mi gozo era directamente proporcional al rechazo, al forcejeo de

las niñas y las mujeres adultas.

Lo aprendí de Santiago, mi odiado padre. Le debo sus enseñanzas, teniendo a

mi madre como mujer tipo en la cual descargaba todo su furor de macho

prepotente. Para mí era todo un espectáculo verlo encima de ella y ella


tratando de detenerlo. Cuando él no estaba yo pretendía hacer lo mismo, desde

mi primer día de nacido…reconocía en esto mi desencuentro total, el


desdoblamiento más perverso. Decía defender a mi madre, de la violencia de
mi padre. Pero, en el fondo deseaba ser como él, avasallarla, como lo hacía él.

Un hospital como reclusorio. Allí me llevaron el día en que violé a Natalia,

una niña de 13 años. Le devoré todo su cuerpo, con saña brutal. La dejé en el
mismo sitio en el cual la abordé. Desangrándose. Fui detenido en ese mismo

sitio; me amarraron, me apalearon. Asimilaba el dolor, reía, vociferaba, como


si estuviera, palabras más, relacionadas con todo lo vivido. Llamaba a Maritza,
a Olga…, a mi madre. Las deseo a todas otra vez. Eso decía, mientras era

conducido.

Me calmaron y durmieron con medicamentos para enfermos psiquiátricos Me


inyectaron enantato de flufenazina.

No recuerdo cuanto tiempo estuve narcotizado. Lo cierto es que, cuando

desperté estaba atado a la cama. Sentí una sed inmensa. Pedía agua, a gritos.

Un cuarto solo, desde donde nadie oía mi petición. Un cuarto saturado de

colores que inducían a la desesperación. Como castigo que se extiende a lo

largo de las horas.

Mi segunda reclusión se produjo a mis cuarenta y cinco años. Hacía tres años

había escapado del hospital-cárcel. Lo hice, cuando era llevado a un

reconocimiento por parte de las víctimas. Corrí todo el día, hasta llegar a casa

de Adrián. Me dio asilo, a pesar de conocer mis retorcidas acciones. De allí,


pase a un escondite proporcionado por Pánfilo. Una casita en la periferia de la

capital. Pánfilo me visitaba con frecuencia; gozaba con mis confidencias; en

las cuales relataba mis experiencias. Tomaba nota de ellas, para no dejar
escapar los detalles. Supe, después, que mis relatos fueron aprovechados como

instrumentos de los cuales se aprendía el protocolo necesario para aplicar en


los sitios y en las mujeres donde sus adeptos ingresaban, arrasando. Yo sentía
una sensación dicotómica. Como creador y maestro de formas para vulnerar;

como sujeto que reclamaba otra opción de vida, sin propiciar laceraciones.

Esta segunda reclusión fue mucho más ejemplarizante que la primera.


Escuchaba voces que expresaban análisis de mi caso. Este fue tipificado como
depravación y desarreglo irreversible. Les oía hablar de la necesidad de una

intervención denominada lobotomía, como único recurso para resolver mi

situación.

Fui lobotomizado, un año después de haber sido recluido. Desperté. No


respondía a ninguna motivación externa. Todo lo veía igual. No distinguía un

elemento de otro. Una vivencia plana, sin ninguna sensación. La identificación

como sujeto vivo biológicamente, la hacía a partir de caminar de un lado a


otro del cuarto. Desfilaron a personas que no reconocía, mujeres niñas y

mujeres adultas. Para mí eran como sombras que no me motivaban; a las

cuales veía como construcciones asimétricas.

Dos años después, se decretó mi muerte. Estuvo precedida de acciones pasivas

intermitentes, asociadas a mi vida. Recuerdos cada vez más borrosos. Casi

extinguidos. No volví a ver a mi madre, a nadie. Que pudiera identificar. Mi


última visión fue Isolina Girardot. A partir de ahí dejé de existir, balbuceaba

palabras parecidas a la expresión volveré. Esta fue mi primera muerte, pero no

la última.

Tres

(Volviendo a nacer)

Nací un día tres de abril, Un cuarto saturado de luces blancas. Veía muchas

personas alrededor de la cama. Mi madre estaba al lado. Una mujer joven. Su


risa, absoluta, navegaba por todos los espacios. Se dirigía hacia mí, con voces

suaves. Una mirada que me convoca a ver en ella una réplica de Isolina
Girardot. En efecto, un cabello pegado al cráneo. Totalmente negro, sin las

fisuras que adquieren las mujeres que ven en este tipo cabello, un limitante
para su empoderamiento como mujeres, real o ficticiamente bellas. Una piel
de color negro hermoso.

Observo, de pie, al lado izquierdo de la cama, a un hombre negro, como mi

madre y como yo. Percibí en él, un tipo de hombre sutil, sensible. Su mirada lo
expresaba, sin lugar a equívocos. Totalmente diferente a mi primer padre. Mi

madre lo miraba, asía sus manos y le decía, gracias Demetrio; se parece

mucho a ti. Quiero que se llame Isaías; como tu abuelo materno. Ese ser
hermoso que conocí. De una mirada limpia y de unas acciones profundamente

humanas; con absoluto respeto por los otros y las otras. Todavía se mantiene,

en mí, vivo ese momento en el cual le expresaba a tu abuela palabras que la

inducían a posicionarse como mujer libertaria; en ese escenario inhóspito en

que vivían. Todavía siguen vivas aquellas jornadas de cautivación, aquellas

que ella y él, asumían roles vinculados con el amor absoluto; en una definición

del mismo que prolongaba la continua búsqueda de momentos para amarse,

para trascender la inmediatez. Como un proceso continuo, sin más ataduras

que la imaginación. Inclusive, te lo confieso ahora, muchas noches, estando

contigo en ese forcejeo que nos ha distinguido, yo cerraba los ojos y veía, en
paralelo, a tu abuelo y a tu abuela, recorriendo sus cuerpos, susurrando

palabras inequívocas de ternura y de pasión. Un equilibrio perfecto. El con


setenta años de vida y ella con setenta y cinco; parecían adolescentes que

desnudan sus cuerpos y realizan, sin detenerse, una lucha viva, llena de
fortaleza y de entrega.

Al escuchar a Isolina, me sentí transportado. Me encontré localizado en un


territorio de frontera. Entre los recuerdos de mi primera vida y la perspectiva

de asir, como hilo conductor, momentos de felicidad...Una confianza en mí


mismo, que trascendía los entornos y realizaba búsquedas en un contexto
social e individual en los cuales, ataba el pasado y el presente. Un pasado que

comenzaba en escenarios históricos diferenciados. Veía la Roma de los


Césares; a Suetonio relatando sus vidas. Percibía a Espartaco, caminaba con

él; entendía sus opciones de vida. Me situaba en nuestros territorios antes de

ser avasallados. Me veía inmerso en las relaciones primigenias. Con los

rituales y con una organización social diferente. Los Aztecas, los Mayas, los
Incas, los Chibchas…Todo esto en un universo de realizaciones propias, en el

proceso de asumir y dominar a la Naturaleza. Trascendiendo lo inmediato, por

la vía de orientar sus acciones en términos de una dinámica propia,

autóctona...

Cierto día, me vi. , hojeando un texto que mi madre escribió, cuando tenía 16

años. Un ensayo acerca de la concepción del ser humano propuesta por

Federico Nietzsche en su obra “Humano, demasiado humano”. Según mi

madre, en este texto se refleja una tipificación de la historia de la humanidad,

por la vía de asumir un soliloquio que conduce a clasificar el comportamiento

humano, como un continuo afán por despertar al mundo, a la realidad;


entretejiendo, verdades, teorías, paradigmas. De tal manera que la angustia que

produce sentirse escindido, conduce a promover espacios de intervención en


los cuales cada quien define su rol, en términos de descifrar los códigos de la

moral, de la religión y de la organización social y política.

Según Isolina, los seres humanos estamos retratados en la obra de Nietzsche.

Porque asumimos la herencia sucesiva que nos otorga la historia de la


humanidad; de una manera tal que exhibimos un corpus exterior, cosido por

las pautas previamente establecidas. Pero que, nuestra interioridad, se subsume


en la angustia, por la vía de reconocerse como sujeto al garete. Con
bifurcaciones cada vez más complejas. Desembocamos en una continua

búsqueda de nosotros (as) mismos(as). Prevalece, sigue diciendo mi madre,


una dicotomía que hace de la vida cotidiana, una figura similar a la que

describe Freud en su texto “El malestar de la cultura”; o lo que señala Marcuse

en “Eros y Civilización”. Sujetos, hombres y mujeres, en constante

desequilibrio; de tal manera que no construimos nuevos escenarios


psicológicos, de conformidad con nuestros deseos y aspiraciones autónomos.

Por el contrario, realizamos nuestro recorrido de vida, atados a los conceptos

preestablecidos.

Un ir y venir, anclados, sin libertad. Tal vez, por esto mismo, dice Isolina, se

desprende de la teoría de Nietzsche, una propuesta que define la libertad

individual, como latente, sin que pueda expresarse y concretarse. A no ser que

asumamos, radicalmente, una opción de vida en la cual cada quien reivindique

la particularidad de esa opción. Una figura parecida al nihilismo.

La esquizofrenia es una definición tipo, que se prolonga, se transmite;


significando con ello la herencia cultural, como una transmisión constante,

perenne. Un cuadro patológico que nos inhibe para acceder a un universo


social sin condicionantes. Es un encerramiento que promueve, en nosotros y
nosotras, una remisión hacia iconos que nos orientan. Es una pérdida de

identidad. Porque no acertamos de descifrar los códigos impuestos y, por esta


vía, redefinir nuestros roles.

Para Isolina, este tipo de atadura individual, no es otra cosa que la réplica de

los condicionantes inherentes a la organización social y política de la sociedad.


La libertad se pierde, en el momento mismo en que transferimos toda
iniciativa, hacia el referente que nos es impuesto por parte de quien o quienes

ejercen el control.

Propone, mi madre, un entendido en el cual, el Leviatán, el Contrato social y


la teoría de Maquiavelo, corren paralelas a ese distanciamiento, cada vez más

agresivo, del individuo con respecto a su propio ser en sí.

Lo que sucede, entonces, es una prolongación infinita de ese control. Cada

quien adquiere una posición en el contexto social que previamente ha sido

establecido. Una porción que se transforma en territorio individualizado de

manera imaginaria. Porque, en el mismo, no es dada otra cotidianidad que la

que nos corresponde, a manera de recrear ese dominio, asumiéndolo como

necesario.

En este texto suyo, Isolina refleja la angustia individual. En la cual nos

desenvolvemos, sin que esto implique actuar con libertad. Una cosa es ese
control que nos ha sido transferido y que parece insoslayable. Y, otra cosa, es

el sentido de pertenencia con respecto a la sociedad como construcción

libertaria, que nos convoca a la transformación constante.

A manera de corolario, mi madre, asume como necesidad constante la


renovación de actitudes y acciones. De tal manera que estas no estén sujetas a

paradigmas impuestos. Por el contrario, las define como una


revolucionarización de la vida cotidiana. Sin dejar de reconocer la necesidad
de un tipo de cohesión social centrada en el reconocimiento de sí mismos y de

sí mismas; difiere de la teoría del control como causa necesaria. Son, en


consecuencia, dos opciones no solo diferentes, sino antagónicas.
Mi madre define esa opción libertaria, como la redefinición de roles. En ella,
rol, significa la asunción de objetivos en los cuales estén referenciadas las

aspiraciones individuales y colectivas, de tal manera que la imaginación sea


sinónimo de libertad. Imaginación que, a su vez, es definida como la

posibilidad de crear; de convertir los entornos en territorios no cifrados como

principios ineludibles; sino como escenarios en los cuales, cada quien,

transfiere conocimientos, sin que esto implique deshacerse de su


individualidad. La sociedad, así entendida, es una extensión de la figura de la

democracia, como construcción a la cual se accede por la vía de reconocerse a

sí mismos (as) y alcanzar una participación efectiva en los procesos sociales,

políticos y económicos. El centro es, entonces, la construcción de un tejido

social que cohesione las individualidades, no como instrumento de poder

impuesto; sino como realización de esos objetivos de beneficio común,

basados en un concepto de justeza que convoque a los hombres y a las

mujeres. Hasta acceder a formas de gobierno participativo, de manera efectiva


y no formal.

En la segunda parte del documento, Isolina, aborda la cuestión de género. Ya


antes, según lo supe por Demetrio, ella había escrito un texto relacionado con

las mujeres y su intervención en la literatura y el periodismo.

En mi primer encuentro con ella, después de mi duodécimo aniversario le

indagué por el contenido de esa segunda parte. De paso le comenté que, a los
tres días de haber nacido, encontré la primera parte de su texto. Me dijo,

Isaías, tú tienes una manera muy peculiar de vivir la vida. Hasta cierto punto te
pareces a Demetrio. Yo lo conocí, cuando él tenía seis años y yo estaba

bordeando los cinco. Vivíamos en un barrio de la capital., barrio periférico.


Saturado de recuerdos ingratos nuestras familias habían llegado del c ampo.
Concretamente de un territorio golpeado por la violencia. En donde se

sumaban, a la violencia oficial reiteradas, la presencia de grupos armados.


Desde posiciones guerrilleras, supuesta o realmente libertarias; hasta grupo de

paramilitares auspiciados por sucesivos gobiernos. Eran, en sí, aparatos al

servicio del Estado.

Nuestra infancia, transcurría en medio de limitaciones casi absolutas.


Demetrio, me hablaba en términos que yo creía reconocer. Como si ya los

hubiera escuchado antes de nacer... Su padre fue un hombre rígido en lo que

respecta a su posición en la familia. La rigidez, era expresada por la vía de

imponer sus principios. Una unidad familiar, relativamente, centrada en el

poder del padre. Sin embargo, su abuelo materno, del cual tú llevas el nombre,

asumía como ser libertario. No tenía preparación académica. En él, cobraba

fuerza aquello de que las posturas ante la vida, se deben entender como

proceso continuo, casi innato. Amaba a las mujeres, como lo que somos. Es

decir, como agentes del cambio. Para nosotras, decía el abuelo, los lugares

deben ser escenarios de libertad.

Cuando se produjo la concreción de la intervención femenina en los procesos


electorales; él ya había asumido en su hogar unas expresiones que reflejaban
su intención de realizar, así fuera en términos de micro sociedades (como la

familia, por ejemplo), una opción en la cual la diferenciación de género, no


puede ser interpretada con exclusión y/o sometimiento. Por el contrario, debía

significar una interacción en igualdad de condiciones en las realizaciones


políticas, sociales; sin pretender homogenizar las. Las mujeres, son las

mujeres. Nosotros, el hombre, desde el punto de vista biológico que no admite


confusiones. Diferenciación insoslayable. La búsqueda de la equidad de
género, lo llevó a fuertes enfrentamientos con sus pares masculinos y con las

jerarquías religiosas y gubernamentales.

La señora Ana, su esposa, conoció de él un equilibrio humanizado. Isaías se


prodigaba en un trato absolutamente hermoso. Tanto hacia sus hijos e hijas;

como también ante la señora Ana. Cuando se vieron obligados a abandonar su

territorio, al que siempre amaron, sucedió una descompensación de


repercusiones de inmensa tristeza. Era, tanto así, como dejar su vida allí. En

donde habían nacido y crecido. No lograron nunca asimilar esa pérdida.

Mucho menos, adecuarse a las condiciones que exigía la ciudad.

Demetrio era mi ícono. A sus seis años, sabía acceder a los otros y las otras,

con una profunda sensibilidad. En la escuela se distinguía por su amabilidad y

por la ecuanimidad con que abordaba el trato con los niños, las niñas y sus
profesoras y profesores. Una versión asimilada a aquellos hombres que,

después de haber vivido intensamente y haber adoptado posturas feministas de

manera tardía, accedían a una lucha por los derechos de nosotras las mujeres.
Quizás, sin saberlo, Demetrio, fue desde esa temprana edad, un horizonte que

convocaba. Mi relación con él, no fue nunca de subordinación. Era un


equilibrio de contenidos profundamente humanos. La ternura y la
consecuencia con su rol, fueron y han sido sinceros y transparentes.

Fue mi novio, desde allí, hasta la frontera con el infinito. Un amor que se ha

prolongado en el tiempo. Que se ha fortalecido en el día a día. Un negro sin


ningún tipo de claudicaciones. Ha luchado, desde niño, por la libertad. No

como expresión retórica, sino como compromiso ineludible. Como obrero, ha


mantenido su esperanza inquebrantable en una sociedad más justa.

Me preñó a mis quince años. Después de un cortejo en el cual intervinimos los

dos. Fue un momento de sublimación. Él y yo, trenzados en una acción

hermosa. Estuvimos todo un día. De terminar y volver a empezar. Una


vitalidad espiritual que guiaba su sexo y el mío. Nos recorrimos los cuerpos.

Paso a paso, minuto a minuto. Exploramos zonas que no conocíamos en

nuestros cuerpos. Terminamos exhaustos. Dormimos no sé cuánto tiempo.


Solo sé que, al despertar, ya te sentía en mí. Ya me hablabas, con tus palabras

de niño producto de la más hermosa relación que he tenido.

Después, vino la persecución. Demetrio y yo estábamos comprometidos en la

lucha por los derechos humanos. Por los derechos de las minorías étnicas.

Afrodescendientes, y por los nativos primarios de nuestra América. Mi

formación fue a puro pulso. Lo mismo que Demetrio. Las carencias en


nuestras familias, nos situaron a Demetrio y a mí, en una opción en la cual lo

único posible era la vinculación a un trabajo, para coadyuvar al mantenimiento

de nuestras familias. Fuimos vendedores en las calles áridas de la ciudad.


Estuvimos, como jornaleros transitorios, en la recolección de café en Caldas,

Risaralda y Quindío. Nuestro reto fue, siempre, no claudicar ante la


adversidad. Nos mantuvimos unidos; de tal manera que no nos venciera la
opción de convertirnos en sujetos desvertebrados, cercanos a la depravación.

Mantuvimos enhiestas nuestras opciones de crecer y de servir a nuestros pares.

Cada vez que nos entregábamos al placer de la sexualidad, nos convertíamos


en los seres más dichosos de la Tierra. Demetrio me cautivaba, como la

primera vez. Jornadas sin término en el tiempo. Él y yo. No ha habido zona de


nuestros cuerpos que no hayamos explorado. Yo sentía que alucinaba.
Demetrio y yo. En una entrega absoluta. Cuando terminábamos, nos

vinculábamos al ejército de hombres y mujeres que no reconocen fronteras.


Contigo creciendo en mi vientre. No sé si alguna vez nos escuchaste, en un

diálogo continuo; en el cual él y yo navegábamos por mares abiertos. No había

lugar a la duda. Él y yo, como expresiones de sublimación. Él y yo, a cada

momento, creando nuevas formas de amarnos y de entregarnos.

Cuando tú naciste, Isaías, encontramos en ti la posibilidad de prolongarnos en

el tiempo. Te tuve dentro de mí. Te hablaba, te susurraba palabras de

motivación. Te requería como la continuación de nuestras vidas.

No sé por qué intuyo que ya, antes te conocí. En mis sueños, te he visto en un

lejano momento. Siendo tú un sujeto diferente. He tratado de hallar una

explicación. Te he visto como vulnerador. Siempre apareces como hombre sin


definiciones claras. Como ese interregno, en el cual nos movemos todos y

todas. Sin precisar los contenidos de nuestras acciones. Con decires confusos.

Como cuando no encontramos nuestra razón de ser. Hasta cierto punto, en esos
sueños, te doy la razón. Porque, yo también, creo que somos escindidos.

Transitando por nuestra vida y las de los demás, sin acatar a concretar nuestros
roles. Es algo parecido a ese sujeto kafkiano, absurdo, pero tan real que nos
absorbe y nos reivindica como producto de una sucesión de historias vividas;

centradas en ese no saber por qué existimos. En una búsqueda constante. Casi
perenne. Un no encontrase con uno mismo. Repitiendo momentos, cada vez

más incomprensibles. Una lucha titánica con nosotros y nosotras mismos (as).
Un Eros y Tanatos, a la manera freudiana.
Hasta cierto punto, tú eres como ese espejo que nos retrotrae continuamente.
Un mirarse hacia atrás, tratando de modificar los sitios y las acciones;

pretendiendo modificar los escenarios presentes y futuros. Como una


recopilación extendida de Sísifo, aquel que cada día inicia una nueva vida que

no es nueva, porque es simple ejercicio de castigo. Será porque, todos los seres

humanos, tenemos puntos de eclosión, de surgimiento, de vivir la vida; pero

siempre nos regresamos al comienzo, a la nada; como quiera que no


reconocemos ningún punto de comienzo no racional. Por esto mismo somos,

en fin de cuentas, una sumatoria de posibilidades latentes; que se concretan sin

nuestra aprobación. Como si fuéramos norias que viajan sin parar; que

confluyen en un vacío, parecido a los agujeros negros de que hablan los

astrónomos.

El hecho de no tener un dios nos coloca, a quienes así actuamos y pensamos,

en sujetos angustiados, pero en capacidad de crear escenarios en donde

prevalezca la confianza en sí mismos (as) como colateral a esas mismas

convicciones. Sin las cuales no reconoceríamos la realidad, como

independiente de nosotros y nosotras. Como Naturaleza que ha estado ahí, en


proceso de evolución y desarrollo. A nosotros y nosotras, solo nos es dado

entenderla y modificarla. La creación de la misma nos parece un misterio


inacabado, indescifrado.

Un ser o no ser. En una propuesta de blanco o negro. Los tonos grises son el
equilibrio. La razón de ser de nuestro deambular por el universo. Estando aquí

o allá, sin más límites que nuestras carencias para conocer, indagar y
transformar.
Cuando tenía tu edad, yo era una mujer definida. Ya conocía a Demetrio. Ya
estaba a su lado. Ya estaba dispuesta para la preñez. Es que, para mí, el sexo es

sinónimo de imaginación y de creatividad. Sin forzar ni ser forzadas. Más bien


como latencias que se concretan con el ser amado o amada. Dispuestos (as) a

sentir ese recorrido por nuestros cuerpos, como un elíxir que nos fortalece. Ser

preñada así, adquiere un significado absoluto. En el cual no hay lugar para las

vías intermedias. O se ama, o no se ama. Sin saber por qué, percibo que ya te
había visto antes. Cuando tu madre, antes que yo fuera tu madre, recibía de ti

acciones de sometimiento. No se por qué, te he visto en mis sueños con sujeto

confrontador del padre. Ese padre diferente a Demetrio. Cercano a aquellos

machos que pervierten el ritmo del amor y de la condición de amantes.

Transformándolo en vulneración; derivando en secuelas de insospechadas

repercusiones. Como horadando nuestra condición de humanos; vertiendo el

instinto antes que la ternura; antes que la entrega compartida y sublime.

Somos Eros, en razón a eso. Tal vez, en esos sueños tú no eras eso. No eras

ternura, ni potenciador de la entrega sin pausa a quien amamos. Tal vez, eras

sujeto de contenido asimilado a la violencia que no desinhibe; sino que por el


contrario esclaviza; en unas condiciones en donde no podemos ser sujetos y

sujetas de transformación. Tu pasado, según eso, no albergaba ninguna


esperanza. Era, insisto en ello, una repetición lineal. Amabas a quien era tu

madre, de tal manera que ese amor se convertía en dolor, a cada paso. Como si
tú orientaras el comportamiento, hacia simas insospechadas. Aquellas en las
cuales muere la espiritualidad de cada sujeto y se construye, en su reemplazo,

unas figuras de mármol. Así como aquellas de quien tengo referencia, al asistir
con Demetrio a una proyección con ese nombre. Hombres y mujeres de
mármol, trabajados (as) con un cincel que ya tiene predeterminados los

ángulos y los perfiles de aquel o aquella a quienes han de construir...

Me decidí a hablar con Demetrio. Veía en él la definición que mi madre hacía.

Como queriendo auscultar su verdadera capacidad. Demetrio empezaba a ser,


para mí, un tipo de deidad cercana a aquellas figuras míticas. Como Afrodita;

como Hércules; como el gran Zeus. Quería estar a su lado, palpar su cuerpo y

cerciorarme de su condición de amante pleno. Ese que Isolina siempre


recuerda. Ese que la convoca a una vida siempre en crecimiento. Diáfana,

creativa, solidaria, entregada a vivir y transformar al mundo a su lado. Quería

saber si, en realidad, cuando la preñó, lo hizo como culminación de un acto de

profunda libertad. Quería saber si, como ella, fue partícipe de una preñez

dirigida a mí. Como sujeto que soy yo, según los sueños de mi madre Isolina,

Venido de un pasado en donde los avasallamientos y las vulneraciones eran

cosas comunes aceptadas como válidas.

Demetrio estaba en su sitio de trabajo. Un salón inmenso con hornos a lado y

lado. Como operario, debía surtir el horno que le había sido asignado. Un calor
insoportable. Una sensación de asfixia, que invitaba a desear los espacios

abiertos, frescos. Un salón en el cual estaba acompañado por otros hombres,


igual que él, atosigados por el infernal fuego. Su labor era, y sigue siendo,
coadyuvar a la transformación del hierro en diferentes aleaciones. Decantando

esa figuración asignada al elemento primario, según los requerimientos de la


empresa.

Cierto día, sin saber por qué, me asediaba un vago recuerdo. Como si yo

hubiera estado, e n el pasado, como operario. Así como Demetrio. La


diferencia radicaba en que, siendo yo sujeto partícipe de un proceso, ese
proceso era algo así como orientar las perversiones inherentes a la

desculturización. Como raponazo a nuestras vivencias. Como si yo hubiese


estado al servicio de los destructores de etnias y de los elementos asociados a

ellas. Siendo, así, un sujeto pervertido, auriga de los controladores. Me veía

desarrollando lenguajes lineales. Pretendiendo suplantar la creatividad y la

belleza de nuestros saberes ancestrales, nativos, desde antes de la invasión.

Pretendí deshacerme de ese recuerdo, a partir de orientar mi quehacer con los

postulados de Demetrio y de Isolina. Siendo yo una derivación de un amor

pleno, íntegro. Sin embargo, persistían en mí esos vagos recuerdos. Como

haber conocido otros lugares y otras personas. Una de ellas, una mujer

parecida a Isolina, en lo que esta tiene de entereza, de sutilidad, de elevados

valores acumulados. No como simple sumatoria de agregados

circunstanciales; sino como expresión de una vida dedicada a construir

espacios humanizados, garantes del progreso, centrado en la convivencia, el

respeto y la creatividad colectiva e individual. Escenarios no endosados a los

poderes. Más bien, en interacción con todos y todas aquellos (as) que tenemos,
en cualquier momento de nuestras vidas, unas vivencias inconexas,

segmentadas, valoradas como simples accesorios que adornan la sociedad


regida por quienes esquilman a los demás…Aún siento esas secuelas.

Petronila Rentería de Girardot, una mujer de 84 años, ha vivido la mayor parte


de su vida, alrededor de su familia. Desde niña, añoró trascender esos

territorios. Sin embargo, la fuerza de las convicciones y valores vigentes, la


han convertido en simple reproductora de hijos, nietos, biznietos… Nunca ha

sido feliz. Su primer matrimonio, con Escolástico Girardot, fue una réplica de
la concreción de la dominación por parte del hombre sobre las mujeres. Este,
Escolástico, venía de una familia de tradiciones casi inquisidoras. Su abuelo

materno, había conocido los rigores de la transición entre la independencia


real, a la independencia formal. Cuando, después de haber concretado la

expulsión de los invasores, nos convertimos en territorio de confrontaciones.

Algunas de ellas bizantinas. Otras, de mayor calado, se referían a los

conceptos disímiles de libertad y de la construcción de Estado. Como si, en


cada una de esas expresiones, se descifrara el código de la dominación,

anclada en poderes y macropoderes absurdos; en los cuales se destruía la razón

de ser de la libertad. Sumatorias de territorios y de poderes. Con actores

convencidos de su condición de predestinados por la divinidad del Dios

Católico, para salvar a la nación de las perversidades liberales, entendidas

estas como apertura al conocimiento y a la construcción de democracia

efectiva.

Lo cierto es que Petronila convirtió su vida en un continuo hacer repetitivo,

por la fuerza de la tradición. A pesar de la obvia diferenciación inherente a los

seres humanos, considerados individualmente, lo suyo fue y es una réplica de


la dominación ejercida sobre las mujeres. De por sí, ellas han constituido una

franja de la población, sobre la cual recae el control sobre sus vidas. Hasta
cierto punto, lo aquí expresado, puede aparecer como discurso que ha sido

expresado en diferentes escenarios políticos y sociales. La necesidad de


postular una perspectiva, en concreto para el caso de mi madre Isolina, a partir
de la situación relacionada con su abuelo y su abuela, supone reiterar acerca de

esa dominación. Tal vez, porque en esta situación descrita, reside una especie
de referente asumida por Isolina. Referente no patético. Más bien centrado en
la continua búsqueda efectuada por las mujeres que, como mi madre, aspiran a

desafiar esos condicionantes y trascenderlos., por la vía creativa y proactiva.

De hecho, Isolina tiene un recorrido de vida, que le ha permitido descifrar las

alternativas necesarias para proponer, desarrollar y fortalecer una teoría y una


praxis vinculada al proceso de liberación femenina. Esto es lo que explica, a

manera de ejemplo, su compromiso con las mujeres de Ruta Pacifico y con la

gestión popular alrededor de la periferia en que fue situada, junto con


Demetrio. Escenarios en los cuales crece, de manera exponencial, las

carencias, la desvertebración social y la existencia, latente y real, de opciones

asimiladas a la degradación del entorno físico y de los grupos sociales.

Desde ahí, entonces, Isolina ha comprometido su acción, conocedora de que la

confrontación, en últimas, es con los gobiernos y con el Estado. Por esa vía ha

desembocado en la construcción de proyectos económicos, políticos y


sociales. Cuando le hablé de mi deseo por conocer esa segunda parte de su

texto, me reitero la expresión relacionada con un tipo de actitud, como la mía,

que conduce a pretender abarcar los conceptos de manera tal, que pueden
convertirse en simple formalidad.

Isaías, en consideración a tus inquietudes, acerca de mi compromiso con las

luchas sociales, tengo la posibilidad de presentarte dos escritos míos,


relacionados con ese tipo de actividad. Ya, por vía de tu decisión anterior,
relacionada con esa búsqueda; conociste la primera parte del documento en el

cual realizo un análisis de propuesta de Nietzsche, a partir de su texto


“Humano, demasiado humano”. La segunda parte, es un proyecto relacionado

con la educación de los niños y las niñas. Este documento lo he ido


construyendo a partir de mis experiencias en nuestros barrios... Léelo.

La primera impresión que tuve, al escuchar a Isolina, tuvo que ver con algo

parecido a la con fusión. Porque no entendí, de manera plena, el significado de

sus palabras. Sin embargo, me dispuse a leer el texto constitutivo de la


segunda parte del texto conocido por mí antes. Al comenzar la lectura, sentí la

inquietud, en términos de creer que ya había conocido esas expresiones ante.

El documento de mi madre dice:

Toda herejía, en principio, es una acción individual. Compromete a quien

realiza una interpretación diferente y se decide a proponerla como opción.

Bien sea como modificación parcial de las pautas, paradigmas y condiciones

instaurados como referentes colectivos; o como alternativa que conlleva a una

modifi9cación total, radical. Algo así como o son esas pautas y paradigmas o

son estas pautas y paradigmas alternativos. Ya ahí, en esa acción de proponer


una alternativa, se configura un distanciamiento con respecto al ordenamiento

vigente. Adquiere ese hecho un significado asimilado a la ruptura. En el

proceso de enfrentar esa opción (...u opciones) con las existentes; el (la) sujeto
(a) que ejerce como cuestionador (a), desemboca en una posición herética. A

partir de ahí, se trata de definir las condiciones y el tipo de acciones a realizar,


el proceso de difusión de la opción u opciones nuevas. Aquí, condiciones,
tienen que ver con los insumos recaudados para sustentar la nueva opción. Un

tipo o tipos de acciones, tiene que ver con realizar una confrontación
individual absoluta. O la adquisición, mediante el proceso de persuasión o

imposición, de una aceptación de los (as) otros (as). De tal manera que pueda
presentarse y desarrollar como opción u opciones colectivas. Esto no es otra

cosa que el comienzo de una sumatoria de acciones diferenciadas; en procura


de lograr la aceptación y acatamiento, bien sea de la modificación parcial o de
la erradicación de las anteriores pautas y paradigmas y, en su reemplazo, erigir

las nuevas.

De todas maneras, bien sea que se actúe n un u otro sentido, es evidente la


necesidad de cierta subyugación hacia los otros y las otras. Algo así como

entender y aceptar el principio básico relacionado con el ordenamiento y el

equilibrio por la vía de la imposición de pautas y paradigmas: siempre existan


referentes establecidos como condición para el ordenamiento y el equilibrio;

habrá unos códigos y obligaciones que ejercen como limitación a la libertad

individual. Alcanzar unos nuevos referentes, unos nuevos códigos y nuevas

obligaciones; supone la realización de acciones que controvierten lo anterior.

Cuarto (Como huella doliente)

Ya, en el pasado próximo, reivindiqué el derecho que nos acompaña. Para

ejercer el dominio y para hacerlo concreto a cada momento. Desde mi primera


vida odio a las mujeres. Particularmente a quienes ejercen como madres.

Porque pretenden mostrarnos como consecuencia del ejercicio sexual

permitido, acordado, disfrutado. Por esto odio a los dos. Él y ella. Como
sujetos artificiosos que suplantan la razón de ser del placer. No quiero vivir

propuesto como conclusión de esos acuerdos. Para mí no son otra cosa que
justificaciones para actuar en sociedad. Son la cuota inicial para actuar como
portadores de mensajes pueriles acerca de los valores humanos.

He vuelto a nacer, entonces, enredado en justificaciones y principios. En el

contexto de normativas éticas que asumen como referentes y catalizadores. Yo


no comparto esto. Así les hice saber. No quiero la monotonía del desarrollo de
falsos principios. De una moral que nos recurre como elementos de beneficio.

No quiero beneficiar ni ser beneficiado. La y lo odio. Porque, en su pacto de

amantes, me concibieron dizque como producto de la entrega y el amor.

Lo y la odio porque han pretendido acomodarse y acomodarme en el territorio


de lo probable. Con un acuerdo preestablecido. En el que me involucran, sin

que yo lo quiera o lo hubiera pedido. No son otra cosa que sujetos

anquilosados. A partir de un entendido de vida distante de la libertad plena.


Son, él y ella, culpables de mi existencia. Porque me engendraron por la vía de

un coito putrefacto que pretenden erigir como principio. Como modelo para

otros y otras. Modelo absurdo. Con soporte en la comparación de placeres. El

placer no se comparte. Simplemente se busca y se obtiene por medio de la

acción individual. Intransferible. Lo demás es pretender ejercer la condición

de portador o portadora de calidez. Esta no tiene por qué existir. No tiene que

ser objetivo propuesto a partir de la interacción de pareja. De lo que se trata,

en mi interpretación, es de magnificar la individualidad. Como único referente

para vivir la vida. Porque esta se vive, en función a la individualidad. Con

todo lo que esto supone.

No sé qué hago aquí. En una tercera dimensión de mi existencia. No los amo.


Nunca lo haré. Por su condición de herederos de falsa moralidad y la falsa
libertad.

Un día cualquiera de abril, en el año 2025, conocí a Mireya Sotomayor. Llegó

a casa, invitada por ella y él. Una mujer de mirada furtiva. Entrada en años.
Pero con un cuerpo absoluto. La desee desde que entró por la puerta. Recién

yo había cumplido diez años. Estuve a su lado todo el tiempo. Asediándola.


Espiándola. La vi, desde mi escondite secreto, bañándose. Era, insisto,
absoluta. Toda ella convocaba a montarla una y mil veces. Apretada su vagina.

Desde ese instante conocí que no había sido penetrada. El primer día de mi
mirada furtiva, sentí crecer mi asta. A tal punto que empecé a surtir un líquido

amarillento. Sentí que desfallecía. Porque era un continuo ejercicio.

Inicialmente, espontáneo. Posteriormente, inducido por mí mismo. La sentía

aquí, conmigo. Me vaciaba en ella. Sobre su pelvis. Sobre sus piernas. La


inundé de tal manera que la viscosidad la hacía repetir su baño. Sin que ella se

diera cuenta, exhibía un portentoso músculo. Que latía y que crecía cada vez

más.

En ese momento decidí que era mía. Que esa sujeto, merecía ser allanada por

mí. Como en el pasado, con otras. Ya, aquí, con esa sensación de no ser,

expresaba un deseo inacabado. La quería para mí. No en sueños ni en

simulaciones. Decidí, como siempre lo hecho, buscar el lugar y aprovecharlo.

Fue en la misma habitación que le asignaron él y ella. Cuando recién se había

dormido, entré en el cuarto. Me desvestí. Traía un lazo conmigo. Este sirvió


para la inmovilización. Cuando despertó yo ya estaba encima. Un músculo

inmenso que buscaba el orificio estrecho. La penetré con todo. Ella apenas
alcanzó a balbucear. Algo así como: ¡qué es esto ¡Yo le respondí: esto es mío y
lo estoy utilizando para hurgarte la vida! Hasta donde más pueda. Eres mujer.

Por lo mismo te someterás a mis necesidades. La asfixié. Suspiraba


aceleradamente. Peleaba con mi fuerza. A los diez años, yo tenía una

capacidad insospechada para inmovilizar y para hacer sucumbir. Lo mío se


prolongó hasta caer la noche. Estaba inerte. Lo estuvo desde que ahogué sus

gritos. Cuando cesó su espasmo, la recorrí una y otra vez. Mi asta seguía
erguida. La dejé ahí, muerta. Esa misma noche me fugué de casa, dejando su
cuerpo inmóvil, lacerado.

Ella y él yacían en la cama. Disfrutaban de sus vacaciones. A pesar de que

eran casi las once de la mañana, no habían dispuesto el desayuno. Yo estaba en


la cuna. La noche anterior estuve inmerso en un sueño, de esos que

trascienden lo inmediato. Una mujer de nombre Mireya, estaba a mi lado.

Cantaba.

No sé por qué la sentía tan cerca. Sentía su olor y me alegraba. Ya sabía que

era mía. Pero no podía asirla. Porque me trascendía. En una relación adulto-

niño que me subyugaba. Era mía, pero sin serlo todavía. La había deseado

antes de nacer. Cuando Él estaba con ella. Un placer que me engendró. Quiero

tomar venganza. No la quiero ni lo quiero. Quiero a esta que está conmigo. La

quiero como referente próximo. Como figura que despliega todo un universo
de expresiones. Sin ser pensadas. Solo intuidas, a cada paso y a cada

momento. Siendo consciente de mis limitaciones inmediatas. Pero la veía

surcada de pasión. Por mí y por ella. Un asedio continuo.

Mientras él y ella dormían. Ajenos a mi mirada y a mi angustia. Por tener una


mujer que podía hacer mía con solo balbucear la necesidad de cariño. El y ella

no lo dan. Solo viven para mirarse y para sentirse plenos. Yo, en cambio,
disfrutaba en silencio, de esa mujer que me cantaba. Que estaba a mi lado por
placer. Porque yo le gustaba. Porque ella me gustaba. De nuevo su voz.

El 8 de marzo había estado en el lago que bordeaba la casa. Quise ahogarme.

Tirarme al agua. Como quien no concibe la vida sin ilusiones. Que se


difuminan. En un torrente que brilla y que no sé de qué se trata. Indagué, con
mi mirada, las causas de esta soledad. Ayer la vi. Hoy ya no está. Como si

disfrutara con percibir el futuro. Como si, al mes siguiente, la volviera a ver.

Porque es mía. Porque los odio, a él y a ella. Que viven solo para sí mismos.
En un ejercicio patético y caduco. Sintiendo amor en donde solo hay

repetición vehemente de lugares comunes. Como lobos esteparios que se

confiesan a sí mismos. Con las miradas puestas en el teatro de la vida. De su

vida. Sin imaginación. O en la cual esta ha sido recortada y acomodada a las


circunstancias. Esas que están aquí y allá... Pero siempre distante y codificada.

Imaginación sin sorpresas. Equivalente a un perímetro ya conocido. Sumatoria

de lados iguales. Con escenas iguales. Él y ella. Mirándose, después de

regresar de sus oficios. Esos repetidos que los inunda de orgullo. De saberse

partícipes del proyecto de vida igual. Para todos y para todas. Cada quien,

viviendo su vida, sus quehaceres. Sus limitaciones de felicidad. En procura de

la cual viven, cada día.

Al despertar, por fin, encontré a mi madre al lado mío. Me tomaba las manos y

me decía, ¿Cómo te pareció la historia que te conté? Espero no te hayas

confundido con tantos conceptos juntos, ni con algunas de las situaciones


descritas. Este día es muy especial para Demetrio y para mí; espero que tú

también nos acompañes en nuestra felicidad. Hoy nos hemos dado cuenta que
estoy preñada. En verdad, resulta, para mí, muy gratificante asumir este rol; a

partir de entender la condición de madre, con plenitud. Deseándolo, sin que


implique la asunción de los conceptos enrevesados y doctrinarios que
promueven algunas instituciones y personas que reiteran, de manera constante,

en que nosotras las mujeres, no podemos ejercer el gozo en nuestras relaciones


sexuales; sin que en ello incida los condiciones vinculados con opciones
moralistas; que se convierten en versiones perversas del sexo, entendido como

antecedente que conlleva, o debe conllevar a construir unas relaciones

formales en términos heterosexuales.

Por esa misma vía, proponen y realizan opciones, en las cuales lo sexual, se
remite al condicionante de vida en pareja entre hombres y mujeres. Pretenden

mantener una restricción absoluta para las relaciones homosexuales. Con el

agravante de proponer estas relaciones como contrarias a la naturaleza


biológica. Tú sabes de mis intervenciones a favor de la libertad plena al

momento de definir las opciones sexuales, en términos de su sublimación, del

goce y del desarrollo autónomo de hombres y mujeres. No se si recuerdas a

Juliana, y Pedro, que han trabajado conmigo en este tipo de perspectiva

libertaria, como herejía hermosa que cuestiona la falsa moral que nos

circunda. Ya ella y él, han trazado y realizado todo un programa en los

colegios, en el sentido de coadyuvar a la formación de los y las jóvenes, por la

vía de entender su dinámica sexual, su libertad y responsabilidad. El trabajo

permite establecer unos roles no estáticos; sino flexibles. En los cuales debe

prevalecer la autonomía. Además, esto último, debe implicar la prevención de


los embarazos no deseados. Es obvio, Isaías, que nos hemos encontrado con

muchas dificultades. Nos ha correspondido enfrentar a las jerarquías escolares,


a muchos (as) padres y madres de familia; a las posiciones arcaicas, casi

inquisidoras de las organizaciones religiosas.

Me quedó sonando el relato de mi madre, en el que aparecen las figuras de

Juliana y Pedro. Es como si ya los hubiera conocido, en el pasado. Siento


como un remolino que me absorbe, que me dificulta dilucidar la conexión

pasado y presente. Al momento estoy confundido. Porque no sé si esa


percepción del pasado, me remitiera a entenderlo con dinámica propia. Como
si estuviera asistiendo a una versión de la teoría acerca de la repetición de

acciones, en periodos diferentes. Esa teoría que define lo consciente, y lo


inconsciente; como instancias en las cuales las realizaciones y los

requerimientos se juntaran y conforman una cohesión de hechos y acciones

que convocan a cada sujeto, a definir sus intervenciones en la realidad, como

presente, pero influenciadas por la percepción de momentos y vivencias


anteriores, similares. Algo así como condicionantes que nos remiten, bien sea

a recrearnos en esa relación pasado-presente; a confundirnos por lo mismo.

Sintiéndolos como condicionante que asfixia y restringe la autonomía, la

imaginación y la creatividad.

Quinto (mi sorna ambivalente)

Muy temprano, ese día 22 de abril, Demetrio salió a cumplir una diligencia

relacionada con la organización comunitaria de los y las desplazados(as). Él

había logrado reunir esfuerzos, por la vía de este tipo de organizaciones. Fue
algo inherente a nuestra condición de itinerantes forzados en nuestro territorio.
Un ir y venir acá y allá. Soportando asedios de todo tipo. Desde la graficación

construida por los organismos gubernamentales, hasta las amenazas anónimas,


difundidas en panfletos que aparecen de manera constante. Muchas de esas

amenazas se han cumplido. El recuerdo de muchos y muchos itinerantes


muertos (as) violentamente, en el silencio que imponen este tipo de acciones.

Un universo de situaciones extremas con sus variables: pobreza,


discriminación, falta de servicios domiciliarios básicos, viviendo en ranchos

inadecuados para la cotidianidad familiar y social.

La reunión estaba convocada para las 10 de la mañana, en uno de los salones

comunales improvisados por la organización. El tema, según el cronograma


referido por mi padre, incluía el análisis de nuestra situación actual; como

quiera que se ha estrechado el entorno; restringiendo el territorio y

profundizando las difíciles condiciones de vida. Se pretendía, la elaboración


de un documento y la designación de una comisión para entregarla en el

Ministerio del Interior y en la Secretaría de Acción Social del Distrito.

Yo quedé en casa, al lado de Isolina, quien, a su vez, estaba preparando un

documento para llevar a la reunión regional de mujeres itinerantes. La noté en

un estado de zozobra y de inquietud. Algo raro en ella, pues nos tiene

acostumbrados a la serenidad y a la certeza en sus acciones. En principio creí


que se trataba de algún síntoma relacionado con el embarazo. Sin embargo, mi

madre, me hablaba de una percepción extraña.” Algo que me recorre en como

una intuición a futuro. Una especie de malestar espiritual. Como vacío en el


que emergen visiones vinculadas con el futuro inmediato. Algo, supongo yo,

en relación con el dolor que produce la pérdida de personas cercanas.”

Isolina salió de casa, una vez terminado el documento. La reunión, según me


expresó, estaba programada para las 12 del mediodía.

Al momento regresó en un estado de conmoción. Me refirió que algunos de los


vecinos que debían asistir a la reunión con Demetrio, le informaron que, al ver

que él no llegaba, salieron a indagar lo que pudo haber pasado. Algunos niños
y algunas niñas, que jugaban en el parquecito al lado de la escuela, vieron que
Demetrio fue interceptado por dos señores desconocidos y lo subieron a un

vehículo que los esperaba. Según esta versión, Demetrio forcejeaba para no

dejarse llevar; pero estos señores lo golpearon y lo hicieron subir al vehículo.

Cundió la alarma en el barrio. Los vecinos y las vecinas, llegaron a la casa


confundidos. Dispusieron una comisión para denunciar este hecho ante las

autoridades competentes; otra para realizar una búsqueda en la localidad, en la

dirección que señalaron los niños y las niñas.

Entretanto, mi madre, sollozaba; me decía: ¡Ese era mi malestar; era una

premonición ¡A Demetrio lo van a matar! Conozco ese tipo de procedimientos.

En el pasado reciente lo hemos vivido, con diferentes personas de otras

localidades.

Somos itinerantes,

Exiliados en nuestro propio territorio.

Siempre vienen así,

Siempre nos buscan,

Porque somos semilla,

Para otro amanecer,

Para construir otro país.

No sé adónde te llevaron,

Solo intuyo que no te volveré a ver,

Ni a tu cuerpo, ni a tu bella manera de amarme.


Ahora que ya no estás, es como si recordara

Que siempre ha sucedido.

Es como si ya lo hubiera vivido.

La hija de mi preñez reciente,

Y el hijo que ya estaba,

Vivirán para siempre,

Con tu recuerdo,

Con mi lucha. Que era tu lucha.

Septiembre, del mismo año en que se llevaron a mi padre. No lo hemos

encontrado. Hemos andado muchos caminos; hemos llamado a todas las

puertas. Con mil y más voces, hemos difundido su desaparición. Nadie da


razón. Es tanto como romper nuestras ilusiones; a la par con la distancia.

Isolina ha parido. Una niña. Mi hermana. La hija que no conoció Demetrio.

Ella tampoco lo conocerá en vida. Solo a través de nuestros relatos que

expresarán su recuerdo. Ella, mi madre, ha superado la crisis inicial. Su temple


es una guía. A través de ella, siguiendo sus pasos; he logrado soportar la

situación. Emergen nuevas opciones. En el día a día.

Ya es octubre. Un jueves. Hoy he amanecido inmerso en una congoja absoluta.


A decir verdad, no tengo certeza de su origen. Porque, lo de mi padre, ya lo he
asimilado. Nunca con olvido. Mi madre y yo tenemos muy claro que nuestro

dolor cifra un camino de esperanza. Natalia, mi hermana, ha crecido. Todavía


no entiende la situación. Es una niña como todas las niñas del mundo. En un
crecimiento asociado a nuestro cuidado y a los avatares en que estamos

inmersos.

Lo de hoy es otra cosa. He tratado de relacionarla con mi sueño. Porque,

cuando desperté, estaban vivas las imágenes. Una sucesión más o menos
vertebrada. A partir de ver y sentir un territorio árido, como desierto. Estaba en

un recinto, rodeado de personas que me observaban. Como inquisidores. Tenía

amputada mi memoria. Tanto como entrever que mis recuerdos eran


recortados. Tan pronto estaba enfrente de una niña desnuda que sangraba entre

sus piernas. Me mostraba sus laceraciones en la vagina. Los bordes

completamente destruidos. Su himen no estaba. Me hablaba, con palabras

duras. No las entendía. Sin embargo, la niña, señalaba hacia mí. Con una

expresión que articulaba dolor y rabia. Luego, una de las personas que estaban

conmigo, refería acerca de un castigo. Era para mí. Luego me ataron a la

cama, boca abajo. Me sodomizaron Todos pasaron por mi cuerpo. Todos me

penetraron. Un profundo dolor físico. Se reían. Me mostraban sus penes

largos, erectos. Había sangre, mi sangre, en ellos. Luego me cambiaron de

posición. Quedé mirando el techo. Una luz roja, fuerte. Nublaba mis ojos.
Mientras uno de ellos abría mi boca a la fuerza, los otros introducían sus falos

en ella. Uno a uno. Eyaculaban en mi boca. Un sabor entre amargo y dulzón.


Un líquido espeso. Luego me levantaron y me mostraron, otra vez, a la niña.

Ella seguía desnuda. En sus manos un inmenso cuchillo. Me amputó el pene.


Todos reían y danzaban alrededor. El falo amputado lo cocinaron y me
obligaron a comerlo.

Como regresión. En términos de la teoría que refiere al sujeto, vinculado a

procesos, en los cuales su inconsciente vuela en sentido contrario.


Encontrando sitios y vivencias pasadas. En un proceso que localiza posibles
realidades. Me sentía sujeto de vida anterior. Ese sueño con la niña avasallada,

me era familiar; como quiera que mis sensaciones no fueran nuevas. Una
repetición de acciones. Ella, la niña, era para mí un referente vinculado al

dolor. Como carga de alucinación. Ya lo había vivido. Era cierto. Un

vulnerador en el pasado. Sentir una figura de vida nueva, con un horizonte

hacia atrás, colmado de hechos en contravía del significado de libertad para


actuar; pero sin asumir posición de vándalo. Ese castigo infringido por los

hombres de blanco, no era otra cosa que la necesidad de revertir el tiempo y

localizarme en una situación como la actual. Sólido en principios. Auspiciador

de roles en donde los hombres no mataran lo sublime del amor. En donde, las

mujeres no son trofeo sexual. Son sujetas plenas en el quehacer cotidiano y de

perspectiva. Con una noción precisa de su rol y de sus posibilidades de

transformaciones sociales y éticas.

Busqué, con la mirada, a mi madre. Isolina no estaba. Recordé su anunciado

viaje a la Argentina. Un encuentro con las Madres de la Plaza de Mayo.

Confluencia de dolores y de esperanzas. De capacidad para actuar, sin miedos.


Reivindicándose como partícipes de la denuncia y de la acción. Sus hijos e

hijas. Sus compañeros y compañeras, ausentes. Producto de los sátrapas


institucionales. Dueñas de su opción de vida. Sin ataduras. Esa era mi madre.

Esas eran ellas. Las madres libertarias. Hermosas manifestaciones del poder
que adquieren las mujeres. De su capacidad para trascender las fisuras
inmediatas. Par situarse de frente. Al futuro. Pletórico de acciones.

Construyendo universos de solidaridad, de amor, de libertad. De sutilezas


absolutas.
Isolina había preparado un trabajo teórico acerca de la economía y sus
repercusiones sociales y políticas. Me lo había leído el día anterior. Una

solidez argumental impresionante. Cada día me asombraba más su capacidad,


para alcanzar un equilibrio entre la acción y la teoría. Mi padre, Demetrio,

siempre valoró a su amada. En una dimensión tan sincera y tan plena, que no

hallaba límites. Él era un campesino rudimentario en sus conceptos; pero con

unos acumulados de sensibilidad y de capacidad para amar que trascendía a


cualquier expresión intelectual avanzada. Nunca sintió resentimiento. Nunca

se opuso a las exploraciones teóricas de mi madre. En fin; un sujeto hombre

que compartía con su amada todas las vicisitudes del quehacer diario. De una

lucha tenaz, en contra de los mandarines criollos.

El programa de la reunión con las Madres de Mayo, incluía la intervención de

mi madre. Para eso había preparado su escrito. Hoy, después de ese sueño

descarnado que me situó en condición de sujeto de pasado vulnerador; leí otra

vez el escrito de Isolina. Tal vez como insumo para reconfortar mi dolido

espíritu que navegaba entre el ser pasado y el ahora.

Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la

imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones


vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en
eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera que se

expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo,


reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento

del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la


transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos

de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la


simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad
desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la

vida en él.

Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en


cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra

aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o

una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí,
ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a

gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y

nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta

geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y

no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre

lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a

percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea

figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo, anhelamos

volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos

de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo


siempre.

Sexto (Como profecía amnésica)

Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo


sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo

del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el después. En visión de quien
quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida

incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a


mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve.
Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como

si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no


hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia

puntual. Cierta.

Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el

escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí.
Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y

que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya

estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re-

inventando la vida en cada aliento.

Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es

trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa.


Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-

lanzar su libertad.

Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló

antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el
olvido como soporte. Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto

como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí imaginado


siempre.

Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había


convertido casi en ritual cotidiano. Sin embargo, avancé. No quería llegar

tarde a mi trabajo. Esto porque ya tuve un altercado con Valeria, quien ejerce
como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar entre la relación con Ancízar
y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado desde ese día

en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que nacimos. Mi

recuerdo siempre ha estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los


juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los

otros y las otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las

trenza suya y mía y de todos y todas. Infancia temprana. Volando con el

imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a viva voz. En la


golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los

seres creados por nosotros y nosotras. Figuras henchidas de emoción

gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones

casi infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso.

Trascendiendo las verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y

propios. Además, en una similitud con Ámbar y Vulcano de los sueños idos.

En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él

y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina


convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas.

Hablando entre dos sujetos, con palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y

lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí instantánea. En un instar


prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en posición

enhiesta. Vivicantes.

Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a


aquel atardecer de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo
aprendido en cuna. Él y yo, en una perspectiva alucinante. Viviendo al lado de

los dioses creados por nosotros mismos. Una opción no cicatera. Si relevante,
enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con la mira puesta en
regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la

esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días.

Desde hace mil años. Y, en mi rol de sujeto empleado, empecé a dilucidar todo
lo habido. Con la fuerza bruta vertida en el cincel y en la llave quita

espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante. Y bajé la rueda, al no

poder descifrar la manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo plazo y

aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración Operando el


taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías

de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no

haberlo visto. Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese

no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente.

Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De

pies en el bus que me llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada,

inconmensurable. Abrazando mi legítima esperanza. Contando las calles.

Como si la nomenclatura se hubiera invertido. Comenzando en el menos uno

infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno. Y este giraba.

Como en un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no


encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca

mirada. Un sentir del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero.


Doloroso.

Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena


aparición de la tristeza. Porque, tampoco, lo vía. Y buscaba sus ojos y cuerpo

entero. Pero no aparecía. Y más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y


quedé plantado. Esperando, que se yo. Tal vez su presencia física. O, siquiera,

el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro. Y el dolor creciendo, por


la vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil que se me
abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin

verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera


entre lo hecho concreto, físico y el volar, volando al infinito universo.

Encapotado ahora. Pleno de las nubes cada vez más obscuras. En el presagio

de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las lluvias de nuestra infancia.

Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos recorríamos el barrio.


Tratando de empozar las gotas tiernas, en nuestras manos.

Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las

otras. Con la sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no

entendían lo que estaba pasando conmigo. La vocinglería percibida. Con

palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La elongación impertinente

de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la mirada mía,

posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje

de los bretes de antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo

los ojos. Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno.

Como cuando el hierro es derretido por el fuego milenario. O como cuando


deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido.

El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación


tardía. Vagando en las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del

siguiente día. O días, ya no lo recuerdo. Ni quiero hacerlo. Y Valeria en el


acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi los espárragos tirados, en el

piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la espiral. Y todo
empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los

soles habidos. En esa millonada de años luz, volcada. Y yo en la velocidad


mía, sin crecer. Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza
consumido. Fugaz luciérnaga yo. Aterido en la masa hecha incandescencia.

Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos celestes sin ningún abrigo. A


merced de los agujeros negros. Una visión de lo absorbente, penoso. Un ir y

volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En

zozobra ambivalente, incierta.

Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera


abierta en el imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo

vivicante. Nacido en miles de siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro

golpe de martillos híbridos. Y viendo a Valeria, en lo físico. Sintiendo su

poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi rol de hombre físico

en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir llegando

impoluto exacerbado.

En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida.

Que estuvo allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve

adyacente a la terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que


había de reconocer, en el otro tiempo después. No atinaba a entender la

propuesta venida desde antes. En la posición predominante en eso de entender


y de hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por
enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo

acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo
atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva presente.

Cuando lo saludé, me dio a entender que no me recordaba. Y, en la insistencia,


le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle. Desde la esquinita bravera.

Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como
en hacer impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa
solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que, desde

allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo
profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que

seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas. Con la mira puesta en los

quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de vida, inapropiada

para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese
comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me

siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia

permitida, le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano.

Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese

que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí mismo, como

patrimonio cierto y único. Y yo le dijo que lo había esperado en esta orilla

nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no

recordaba ningún compromiso dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto
en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera.

Y que, siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por

lo mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que


yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo, cuando lo llevaron a prisión

por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me


dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él
y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple

verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido,


en la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo.

Recordando, tal vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De
“El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por
esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me

dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más
bien, una expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más

bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la

línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo

tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario


inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes

propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O,

simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo.

Inconstante.

Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo

entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito.

Apegado, entonces, a su condición de referente entero. Desde esa época en la

que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa esquinita bravata nuestra. Y,

así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa ciudad asfixiada.

Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre


desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en

ciernes. Tal vez ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.

En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según

fuera el momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue


yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias

religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él. Creyendo que era el tiempo


propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De su connotación

hirsuta, inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese


entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré,
entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y

usurpadora. Me fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él


mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en

propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por la

fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de

almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en silencio. Por la


inmensa puerta llamada “De El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como

cuando cabalgaba en la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales

dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras. Desde Vigía

Perdomo, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur especulativo. Hechizo. No

cierto, Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica

propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí

que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de

lo hablado y hecho por este yo supremo envilecido.

Séptimo (entre la lúdica y lo cotidiano)

Mi hermana ya habla. Además, entiende mucho lo que le leemos. Recuerdo

que la noche anterior, Isolina le había leído un cuentecito escrito por ella
misma: Un sueño escondido. Como la nena, yo también me quedé dormido.

Alrededor, todo parecía estar encantado. Demetrio Usaquén, no es de aquellos


que simulan estar convencidos de su capacidad para asumir aventuras.

Ese domingo, como casi todos los domingos, compartía con su madre la

alegría de empacar sus pequeñas cosas. Aquellas que utilizaba siempre en su


viaje hacia “Lago Dorado”. Este es un sitio en el cual la naturaleza, a más de
exuberante, tiene la particularidad de acumular leyendas. Tanto que, podría

hablarse un historial atiborrado de versiones fantásticas.

Una de ellas es la atribuida a un personaje que los y las habitantes del caserío,

denominan “la travesía”. Según la tradición, heredada y basada en el poder de


la palabra; en “Lago Dorado”, al pie de un cerezo que ha permanecido

inundado de frutos de un rojo mucho más intenso que lo comúnmente

conocido; tiene su lugar de habitación una familia de escarabajos.

Además, el imaginario de las gentes, remite a anécdotas asombrosas. Una de

ellas, tiene que ver con papá escarabajo. Su longeva vida ha estado asociada a

versiones según las cuales su prominencia en la cabeza es tan grande que se

erige como cuerno inmenso que sobresale en todos los ámbitos conocidos por

su especie. El tamaño de su cuerpo es superior al promedio. Es decir, no está

entre los dos y los tres centímetros, más bien está cercano a los cinco
centímetros. Su coloración es de un pardo-rojizo tan firme e intenso, que lo

hace un ejemplar superior en todo cortejo. Su zumbido es ensordecedor. Se

escucha en un perímetro de dos kilómetros, a partir de escenario en el cual


realiza su vuelo.

Lo cierto es que Demetrio y su madre, al hablar del escarabajo padre, se dejan

avasallar por las historias tejidas desde mucho antes de llegar al caserío.

-No descansaré hasta encontrarlo, insiste Demetrio.

-Si lo logras terminará la magia de la leyenda, replica su madre.

-No sé porque lo dices.

-Mira Demetrio, he vivido aquí mucho tiempo. La leyenda de papá escarabajo


y de su familia, me ha cautivado. Sin embargo, lo bello de una leyenda es su

envoltura impenetrable...su capacidad para convocar a quienes la enriquecen

con sus versiones. En últimas, lo bello es el encantamiento...y todo lo


encantado, cuando aparece deja de serlo.

-Aun así, este domingo será mi día. Volveré con el escarabajo padre; así

termine con la tradición mágica de mi pueblo; dijo Demetrio al salir de su

casa.

Corría el año tres desde el nacimiento de mi hermana y de la desaparición de

Demetrio, mi padre. Trataba de dormir. Llevo cuatro noches sin poder hacerlo.

Desde el día en que empezó a atormentarme una figura que, como sombra me

perseguía. Una mujer. Yo la conocía. Otra vez esa regresión que me atormenta.

Una mujer hermosa, joven. Estaba en un escampado. Desnuda, lacerada. Sus

labios manaban sangre; así como su zona entre las piernas. Me llamaba. Me
decía: porque me vulneras Samuel. Según ella, yo era otro. No Isaías, era

Samuel. Volvieron a aparecer los hombres de blanco. Reían. Me mostraban un

inmenso falo cortado. Me llamaban perdulario hipócrita. Isolina no sabe quién


eres. Para nosotros, realmente, eres el exterminador de mujeres. No te

imaginas lo que te tenemos reservado. Vamos a hacer contigo lo que


deberíamos haber hecho hace años. Desde que vulneraste a la niña Lucía. No
eres digno de vivir. Mereces una y mil muertes. Te extirparemos la lucidez. No

sabrás que hacer. Si vives o si ya has muerto. Samuel El Exterminador. Eso


eres. Mira lo que has hecho con la novia de tu amigo. La has penetrado una y

mil veces. Has mordido sus labios y sus pechos. Mira como sangra. Nada
podrá redimirla. Vimos tu inmenso pene entrar y salir de su tierna aberturita.

Así como hiciste con la niña. La laceraste. Ese inmenso falo entraba y salía.
Tú reías Samuel. Vimos como vertías chorros de líquido pútrido. Líquido de
vergüenza. Alardeabas de ser inacabable. Surtías una y otra vez. Llenaste sus

bellos espacios de ese líquido impúdico. Podrido. Con el podríamos haber


llenado una y mil vasijas. No eres digno de Isolina, Samuel. Regresa a ese

pasado tuyo, enfermizo, indigno. No sigas ahí. Creyendo que eres hombre de

respeto y de transformaciones éticas. Recuerda que ya viviste. Eres perverso.

No sigas ahí, perdulario. Vuelve al pasado abominable que viviste antes.


Regresa Samuel, regresa.

Una vez regresó Isolina, hablamos largo rato. Acerca de sus experiencias en el

encuentro con las Madres de Mayo. Además, le expresé mi malestar espiritual.

Mis sueños recientes a los cuales no les hallo significado. Por lo menos en

términos de lo que soy y de lo que he sido. Sin embargo, le comenté, es como

si estuviera enfrente de una dicotomía personal.; ante una figura parecida a la

esquizofrenia. Una partición que me hace dar tumbos. No saber si he vivido o

no esas experiencias en pasado. De ser así, es como si viviera una segunda

vida. En la cual asumo posiciones diferentes a las que observo en las imágenes

de los sueños. En las cuales me veo como sujeto dañino. De un tipo similar al
de los vulneradores constantes. Es una comparación que me veo obligado a

efectuar. Precisamente por la fuerza que adquieren esas imágenes.

Después del atentado en el cual murió Isolina Girardot. Una vez surtimos la

reivindicación de sus escritos. Juliana y Pedro viajaron a Montevideo. Antes


de hacerlo me invitaron a conocer su hijo. Había nacido justo antes de

confirmar su viaje al Congreso de Pedagogía en Uruguay. Es un bebé


hermoso. Como su madre. Ojos escrutadores. Me miraron. Una mirada

extraña. Como si indagara por lo que soy. Como si tratara de verificar el


significado de mi presencia.

Juliana y Pedro gozaban con su hijo. Le hablaban. Él los identifica. Reía con

ellos. Hacia mí, había un ceño fruncido. Como si tratara de asumir un rol en el

cual yo no debería estar ahí.

Me abruma ver a Juliana tan feliz. Siempre la he amado. Por encima de


Susana. Porque, Juliana, es diferente. Es un tono de mujer, en el cual aparece

una policromía en la cual convergen la pasión, la belleza, la calidez. Un

protagonismo no requerido por ella. Es algo innato. Trasciende los entornos

inmediatos y rudimentarios. Es una construcción humana absoluta. Como

soporte de vida; en el cual prevalecen el encanto, la sutileza, la sensibilidad.

Unidas a una sólida preparación académica. Una mujer, además, bella.

Siempre he pensado en matar a Pedro. Es más, un recuerdo remoto, me hace

creer que ya lo he hecho, a través de alguien. Como entender que lo he hecho,

sin precisar cómo y dónde. Juliana está ahí. Me mira como una opción de
sujeto sin soporte. Como si yo fuera una figura plana; sin horizontes humanos.

Una especie de muchacho que merece ser auxiliado, en su proceso de

definición.

Silvia, mi hermana, ha estado ausente en mi memoria. Ahora que la veo; es


como si fuera la primera vez. Santiago está a su lado. Pitágoras y Maritza

también. No veo a Daniel. Tengo un vago recuerdo de él. Este lugar es


profundamente triste, desolado. Estoy acostado y conectado a unos tubos
articulados con cables delgados. Mis dos brazos están sujetados. Un traje

enterizo, blanco. Cruzado. No puedo sacar mis manos... Santiago me habla. Le


entiendo algo así como que estoy en un sanatorio, enclaustrado. No puedo
salir. No recuerdo desde cuando estoy aquí.

Sinisterra y Susana me miran. Están ahí cerca. Tomados de la mano. Me

hablan. Ya tienen un hijo. Todo es furtivo en ella y en él. Todo confluye en una

satrapía voluntaria. En la cual él y ella se subsumen. El tráfico con las etnias


está vigente. Ya ha sobrepasado todas las fronteras. África, Asia, América.

Territorios que han sido saqueados. Culturas milenarias han sucumbido.

Comercializan. Aquí y allá. Sin principios. Al mejor postor.

Octavo (Soñando con la imaginación de otro sujeto)

No he vuelto a ver a Menchú. Un ícono permanente. Con él se abren espacios

de diálogo y de vigencia ancestral. Su querida Guatemala. La de Asturias; es

territorio de aborígenes dispuestos a preservar su cultura y su derecho a la

vida. Aquí, nuestra Nación, ha sido valorada por él, como universo étnico

apabullado. Sigue siendo saqueado: Victimizado. Ahora estoy aquí. Sintiendo

que su lucha es permanente. Pero, en mí, aparecen fisuras inmensas. Soy


sujeto fragmentado. Sin más memoria que la necesaria para no sentirme

perdido. Una inmediatez conectada a lo primario. En un entorno sórdido.

Sintiéndome maniatado. Un espíritu que no tiene perspectivas. Como ente


lobotomizado.

Tampoco veo a Isolina. Su muerte es mi referente último de ella. Como

haberla visto sucumbir. Por la fuerza de victimarios que están aquí y allá. En
todas partes en las cuales haya posibilidad para la esperanza en una liberación
efectiva. De conciencias limpias y trascendentes. Dispuestas a recuperar lo

perdido y avanzar hasta Villa Libertad. No he vuelto a ver su recuerdo


impregnado en mí. Solo intuyo que ya no volverá...
Mi madre estuvo conmigo hasta descifrar mis sueños. Me dijo: Isaías, no hay
lugar para construir escenarios falseados. Tengo la sensación de que tú has

vivido en otro tiempo. Lo veo en tus ojos. Ojos inquietos, movedizos;


transmisores de empatía con algo oculto. Ciertamente tenebroso. Patético. Te

siento alejado de la vida asumida como referente vivo, dinámico,

transformador. Más bien pareces ente sin memoria y sin futuro. Es, te lo

reitero, una intuición que me cruza. Pero no sé por qué. Tan parecida a
aquellas figuras amorfas, difusas, sin concreción. Pero que permanece latente.

Ahí, en todos los espacios.

Ahora soy consciente de que estoy con mi hermana. Ella pregunta por mamá.

Todavía no ha regresado le respondo. Yo también la espero. Me hace mucha

falta. Esta casa, sin ella, no es más que laberinto desértico. Tengo entendido

que regresa la próxima semana. Estoy aquí para cuidarte. Nuestro padre, en su

ausencia forzada, sería muy feliz al conocerte. No he podido recuperar su

imagen. Demetrio es una figura que me atraviesa. En silencio. Sin otra

concreción que aquella en la cual el padre trasciende el entorno. Pero que no

está ahí. Se ha ido. Lo han lacerado. Una vivencia lejana. Mi indagación es


superflua. No tiene asidero. Porque es una acción difusa. Como cuando tú

avanzas, sin andar. Caminas sin camino, sin ejercer una sincera posición como
sujeto vivo que recuerda a quienes han levantado sus voces y sus acciones,

pretendiendo la libertad... En plural.

Quedé asombrado. Isolina expresó una opinión que me situaba en condiciones

adversas; con respecto al significado de mi vida y al rol que desempeña en la


actualidad. Es como si ella, retomara las voces de los hombres de blanco. O de

la niña que me acusaba de ser su vulnerador. O de aquella muchacha que había


sufrido el ímpetu de mi condición de macho lacerante. Una confusión total. Ya
no sabía si mi madre me acusaba; o si se extendía la dicotomía entre estar o no

estar. Como sujeto de más de una interpretación. Como alucinación perenne.


Como si estuviera en ese callejón sin salida que representa aquellos estados

del ser en los cuales este transita por lugares ya andados. Pero que no sabe

cuáles son. Como si ella me adjudicara los mismos problemas descritos por

quienes emergen en mis sueños como castigadores. Como inquisidores que


reclaman castigo. Para mí, como Samuel que ahora es Isaías. Reivindicando

una continuidad en el tiempo. Del pasado hasta el estar ahora. Con otro

nombre y otro hilo conductor. Isaías o Samuel. Una confrontación extrema

entre dos verdades. Dos opciones de vida. O quizás una sola. Que está aquí y

allá. En espacios y escenarios disímiles. Uno de ellos como lacerador y

vulnerador. En otro como ser que reclama sensibilidad en cada acción. Desde

el amor por la vida, como horizonte pródigo en posiciones de tenaz

compromiso por los demás. Incluidos aquellos y aquellas que proponen y


realizan acciones sumarias a favor de la libertad. Como entre tierno y

vandálico

O como expresiones en las cuales el sujeto se desenvuelve como intérprete de

un libreto acabado. En el cual la interacción supone aplicar latentes escenas de


maldad. No es la moralidad per se. Es una moralidad atrabiliaria. Porque se

empecina en entenderla como simple extensión del quehacer cotidiano. Sin


diferenciaciones entre lo bueno o lo malo. Simplemente actuando de
conformidad con el deseo que no reconoce fronteras. Igual da si violas a las

niñas y a las mujeres; así simplemente ejercitas el derecho a la satisfacción.


Un Eros redefinido. No como amor sincero y representativo del espíritu como
soporte. Más bien como identificación con la operatividad inmediata. En

donde basta con satisfacer la necesidad primera del sexo. Sin

intermediaciones. Siendo estas afines a tomar lo que es mío. Un sexo adjunto a


la teoría de hacerse a sí mismo como expresión de lo primario. Es eso y nada

más. El retorno a la simpleza que rige al deseo. Como patrimonio individual.

No importa con quien o donde.

El día en que mi hermana cumplió 6 años; Isolina estaba atareada. La


preparación de un evento le reclamaba todo el tiempo disponible. Se trataba de

articular esfuerzos en procura de estabilizar las realizaciones. Un evento de

confrontación con la opción de los gendarmes. La redefinición del concepto de

libertad, asociado a la calidad de vida. Lo comunitario como expresión

compleja. Que involucra a la política, a la economía y al desarrollo de lo

social. Como opción que vincula al concepto de país y de nación.

Isolina se había convertido en referente ético. Las miradas la buscaban como

soporte a sus versiones. Desde ahí, a su vez, comprometía todos sus esfuerzos

en hacer compatibles las reclamaciones con el soporte de las mismas. Así es


como hoy, recorre el país entero. En una disposición firme por lograr la

aceptación de que, en el país, existe un conflicto no resuelto. Entre la necesaria


transformación y el statu quo, liderado por parte de quienes han sido
usufructuarios continuos del poder y de la riqueza. No era una expresión

resentida. Por el contrario, era el horizonte que justificaba cada esfuerzo.


Individual y colectivo.

Lo suyo es, hoy por hoy, una institución dinámica. Un quehacer permanente.

Una confrontación diaria. Esa era, para ella La razón de ser en el recuerdo de
Demetrio. Sin que esto implicara una simple repetición anecdótica. Más bien
una convocatoria actuar sin límites. Hasta alcanzar la precisión de su ideario

de libertad... Tanto en lo que respecta a la consolidación de sujeto individual;


como en lo que significa de actuación en lo colectivo.

Después de haber acompañado a Juliana, a Pedro y a su hijo hasta el

aeropuerto, regresé a casa de Silvia. Como siempre, estaba absorta. Mirando al

horizonte. Buscando a mi madre. Ella sabía que había una confrontación. Mi


madre como expresión permanente de desilusión. Silvia como expresión

inacabada de mediocridad. Silvia nunca ha tenido nada claro. A no ser esos

días en que Burbano la avasalló con su consentimiento. Todavía recuerdo esas

cuatro horas de lucha intensa. Silvia y Burbano. Burbano y Silvia. Una lucha

infinita, inacabada. Silvia era eso. Capacidad para otorgar placer. Lo hizo

conmigo. Ese día 3600 de mi nacimiento. Me incitó Estaba desnuda en su

cuarto. Me dijo: ven Samuel que te necesito. Como mi falo no se erguía, lo

masajeó hasta que este quedó erecto. Como punta de lápiz. Abrió sus piernas.

Dirigió con su mano mi pene. Lo introdujo en su abertura insaciable. Entonces

comenzó una danza hermosa. Ella arriba. Dirigía las acciones. Sacudía su
cuerpo en espasmos cada vez más violentos. Gritaba. Entre tanto yo aprendí a

entrar y sacar mi falo. Sentía una presión absoluta. Al fin la inundé con un
líquido espeso. Amarillento. Salía y salía. Un torrente continuo. La erección se

mantenía. Ella me gritaba. Más, más Samuel. Quiero más. Como enloquecida.
Yo enloquecí con ella. En veces aparecía la figura de mi madre. Era para ellas
dos. Después de tres horas de forcejeo. De llegar y volver a llegar, sentí un

profundo cansancio. Dormí debajo de ella. Silvia también durmió encima de


mí.
Susana estaba impartiendo órdenes. En una secuencia interrumpida. Como si
fuese capataz en un ejército de esclavos. Vociferaba. A su lado, Sinisterra, reía.

Como cuadro asimilado a lo dantesco. Ella conservaba su cuerpo intacto.


Como si nunca hubiera sido maltratado por el ejercicio aquel que ella más

disfrutaba y conocía. Conmigo lo había aplicado varias veces. No sé cuántas

con Sinisterra. Lo cierto es que estaba insinuante. Como si fuera primera vez.

La abordé allí. La violenté. Hasta que perdió la respiración. Volví a matar a


Sinisterra. Fue la cuarta vez. Ella miraba sorprendida. Ante todos y todas la

exhibí como trofeo. Desgarré su vestido. La monté una y otra vez. La hice

mía. Como nunca lo había imaginada. La doblegué. Le grité: a ver si puedes

resistir, puta mía. Puta de todos. Territorio de deseo. No eres más. Llama a tu

hijo para que te vea. Así, abierta de piernas. Pidiendo más.

Muy temprano, Isolina, sacó a mi hermana de su cuna. Salió con ella. No me

dijo adónde iba. Supuse que iba a encontrarse con Demetrio. Él había llegado

la noche anterior a la casa de su padre y de su madre. Corría la voz de que

había matado a sus verdugos. Yo flotaba en un ambiente cargado de

alucinaciones. Había dormido 48 horas continuas. Ya mi madre no me


reconocía como su hijo. Asumía que era sujeto atravesado entre el porvenir

dichoso y el pasado amargo. Yo me sentía, también, ajeno a ella. Desde ese día
en que le confesé mis sueños; ella entendió que lo mío no era más que la

realidad de los mismos. Nunca volví a saber de sus incursiones en el escenario


de la confrontación. Me miraba con rabia comprimida. Yo era su hijo perverso.
No hablaba conmigo como antes. Se quejaba de mis estertores mientras

dormía. De mis llamados constantes. Juliana, Susana, Silvia, estoy aquí…

Un día de marzo, salí de casa. Tenía una cita con Maritza. Le había confiado
mi decisión de matar a mi hermana y a Isolina. Ella, Maritza, dirigía un grupo
de sicarios. Afines a Pánfilo. Además, había acordado con ella, día y hora. No

soportaba más la capacidad de Isolina para asumir retos y lograr objetivos.


Odiaba a mi hermana. Porque ella acaparaba toda la atención de mi madre.

Odiaba los espacios en los cuales ella se desenvolvía. Volví a ser Samuel.

Perverso. En capacidad de dañar todo mi entorno. Acordamos la fecha del 8 de

marzo. Cuando ella saliera de la celebración del día internacional de las


mujeres. Así fue. La abordaron al salir, de la mano con mi maldita hermana.

La mataron. Yo gocé su muerte.

…Al despertar, mi madre seguía allí. Me hablaba en silencio. Me acarició la

cabeza y me decía. Isaías, hijo mío, deja ya de sufrir. Eres un hombre íntegro.

Bueno como tu padre Demetrio. Ven, vayamos a visitarlo en su tumba.

Sentí una inmensa satisfacción. Esos sueños míos no dan tregua. Me sitúan,
constantemente, en posición de ir a territorios en los cuales creo haber estado.

Condicionado por acciones que, como rituales, creo haber vivido. Una

permanente alusión, sin ser sujeto plenamente consciente, a realizaciones


pasadas. Ejerciendo como victimario absoluto. En una desagregación de

valores. Unos que reivindican el derecho a proclamar y ejercer la violencia. En


todos los ámbitos. Fundamentalmente, con una carga emocional que deriva en
un entendido de lo sexual como ritual enfermizo. Una regresión en la cual, la

figura materna tiene implicaciones trascendentales, en razón a que la veo


como mujer que debe ser avasallada. Unos recuerdos de haber vivido la

posesión de ella como sumatoria de vulneraciones. Por un padre lacerante. Es


como haber construido un escenario en el cual yo puedo y debo dominar; a

partir de sentirme en un vientre anterior, o el mismo. Pero en situaciones y


momentos diferentes. Para, de todas maneras, concluir que no quiero aceptar
haber sido engendrado, en un momento en el cual la madre y el padre se

rastrearon sus cuerpos. Zona a zona. En un ejercicio de entrega. En un


orgasmo provocado por esa exploración y la consecuente penetración. Como

si anhelara haber sido yo mismo el que exploró y penetró. Por eso odio al

padre. Por eso deseo a mi madre. Y a todas las mujeres. Como queriendo hacer

realidad, a cada momento, esa acción de la cual yo soy un efecto.

Al ver a Isolina, allí sentada. Mirándome. Regreso a los sueños, en uno de los

cuales quería matarla. A ella y a mi hermana. O, tal vez, deseándola. Veía sus

pechos. Traspasaba su blusa con mi mirada. Los veía erectos. Me imaginaba

revolcándola. Abriendo sus piernas a la fuerza. Asfixiándola con palabras

agitadas. Rasgando todo su vestido. Buscando su abertura. La imaginaba

apretada. Porque ya Demetrio no está para horadarla. Estoy yo que la penetro

con fuerza, con vehemencia. Ahogando sus gritos de reproche. Otros que me

sitúan como sujeto amado y amante. De la vida y de las realizaciones. En

contrario a las actuaciones como sujeto perdulario.

No quiero treguas. Entre esos dos sujetos en que me he convertido. Lo que

quiero es saber si soy uno u otro. Definitivamente no quiero particiones


esquizofrénicas. Quiero la redefinición de los roles que puedo ejercer. O el
sujeto vulnerador, perverso. O el sujeto en capacidad de ejercer la sensibilidad,

el respeto y la necesidad de construir un proyecto de vida con esos paradigmas


como soporte.

O, mejor la muerte. Esa con la cual, también he soñado. Cuando veía a

aquellos hombres vestidos de blanco. Que me sodomizaron, uno tras otro.


Aquellos que me remitían a la niña violada. Los mismos que me amputaron el
cerebro y el pene. Una muerte deseada por todos y todas a quienes he hecho

mal. Por mi madre. Por Susana, por Juliana.

Isolina ha sido, para mí, un cuerpo no consumido por mis ejecuciones


vesánicas. En mi recuerdo nunca la he tenido como trofeo burdo de mis

andanzas de hombre vulnerador. Un ícono que he admirado, desde antes. Solo

ahora, en el último sueño, desee matarla. A ella y a su hija, mi hermana. ¿Pero


que soy yo, en fin, de cuentas? Un analfabeto en la lectura y aplicación de

valores, asimilados a las acciones humanísticas. Soy un errabundo. Sin

sosiego. Sujeto de mil y más aventuras irrespetuosas de los derechos de los

demás. ¿O será que soy esto?

Navegante sin ruta. Con una bitácora atrofiada, por lo deleznable. Por lo

mismo, perdido en el tiempo y en el espacio. Volver a morir. Esta puede ser mi


alternativa. No encuentro otra. Me duele la significación que adquiere mi

tránsito por la vida. No quiero más que dejar a un lado esta vida de perenne

ejecución de violencias. ¿O será que ya morí antes? ¿Dejando esa huella de


hombre totalmente absorbido por la locura? En verdad no lo sé. Solo se de esta

dicotomía. Vulnerador y defensor. Esta vida mía, ha sido una angustia


constante. Un ir y venir. Entre héroe y bandido.

Acompañé a Isolina a visitar la tumba imaginaria de Demetrio. Un lugar un


tanto excéntrico. Un bosque que bordea a la ciudad. Un sitio abierto. Mirando

al oriente. Rodeado de mensajes. Unos cifrados. Otros explícitos. Como


cuando lo imaginario se hace realidad, a partir del recuerdo del ser amado.

Isolina lo había adecuado. Un epígrafe. Escrito por ella:


Seré lo que quieras que sea...

Mujer de lucha constante.

Libertaria amante.

Amiga de todos y todas.

Aquellos que están contigo y conmigo.

O mujer ensimismada, ante tu recuerdo.

Sin fuerzas para continuar.

Porque faltas tú,

He decidido estar contigo. Aquí.

En los árboles, en el suelo teñido de verde absoluto...

Me reclama la lucha. La que inicié contigo.

Me reclama la convocatoria a vivir la vida.

Siendo partícipe de acciones. Como aquellas.

En tu pueblo. Cuando atravesamos la barrera del miedo.

Y fuimos libres…por siempre.

Como tú quieres que sea.

Al leerlo, no sé por qué, recordé a Juliana. Pletórica de gozo. Con su Antonio

Machado. Su hijo. El de ella y Pedro. Tal vez será porque ellas se parecen.
Juliana e Isolina. La una y la otra. Las dos libertarias. Las dos que convocan a
no mirar atrás. Siempre adelante. Aquellas cuyos recuerdos no significan
posición estática. Más bien una dinámica de entrega y sacrificio. Por lo y las

de hoy. Por las y los de futuro. Una dinámica sin lugar para la desesperanza.

No sé por qué decidiste abandonarnos Isaías. Ayer, cuando estuvimos


visitando la tumba de tu padre, te noté fugado de la realidad. Absorto. Mirando

hacia el oriente. Como si no estuvieras aquí. Ni siquiera escuchaste mi voz.

Cuando te relacioné con Amalia. Una de las gestoras del proyecto por el cual
trabajo. Heredado de Demetrio. Hacer de la zozobra un lugar perdido.

Cediendo su lugar a los itinerantes. Que viajamos alrededor del país.

Reclamando un sitio para construir nuestra opción de felicidad.

No le respondí. Continué haciendo mi maleta. Había decidido no estar más

con ella, ni con mi hermana. Una decisión irreversible.

Antes de partir, esa noche, entré al cuarto en el que dormían Isolina y la hija

de Demetrio. Las maté con la pistola cedida por Maritza. Aportada por
Pánfilo. Luego, desnudé a la niña y la horadé. Hasta ver su abertura totalmente

destrozada. Una y otra vez. Al terminar, cerré la puerta del cuarto, salí hasta la

cocina. Allí tenía gasolina. Rocié toda la casa. Prendí fuego y me marché.

Desperté en un lugar excesivamente estrecho. Un sitio en el cual apenas podía


respirar. Una especie de compartimento en el cual nunca había estado.

Alrededor, observé cantidad de palomas muertas. Un olor que inducía al


mareo. Un rojo intenso surcaba el cuchitril. Levanté la mirada. Un techo
saturado de murciélagos. Emitían un sonido que apenas podía percibir. Salí,

me encontré un cuarto similar. Un laberinto en el cual destacaba una luz tenue,


casi inexistente. Traté de abrir una puerta en el costado izquierdo. La halé con
todas mis fuerzas. Por fin cedió. Una entrada, más que una salida. A otro

espacio. Un poco más amplio. Una potente luz, rojiza. Una inscripción en la

pared. Frases incoherentes. Logré descifrarlas. Eran un llamado a volver a la


vida. Convocaban a trascender esos espacios y localizarla en escenarios en los

cuales yo actuaría como sujeto primero. Como ejecutor de la consigna:

¡muerte a quienes aspiran a codificar lo andado con una postura ética. A

aquellos y aquellas que no validaran la imperiosa necesidad de extender


acciones vinculadas con el proyecto de vida de quienes la asumimos como lo

que debe ser. Es decir, como inmersa en el cuestionamiento de los rituales

moralistas que definen una perspectiva de ocultamiento de lo que somos como

sujetos: hacedores de opciones inherentes a lo que es realmente la humanidad.

Una sumatoria de acciones mezquinas, dolosas, de postulaciones soportadas

en discursos que falsean la realidad. Inclusive, agitando las banderas de la

religiosidad. Entendida como refugio que justifique nuestra presencia en la

Tierra.

Una mujer surgió de repente. Vestida de blanco. La vi acercarse. Me pareció

una figura conocida. No sé, como si hubiera estado con ella en otro momento,
en otro escenario de vida. Su voz, parecía un susurro enervante. Señalaba otra

puerta y me invitaba a seguirla. Una vez en la puerta, la abrió y una luz más
intensa que la anterior. Colores verdes y amarillos. Parecía un terreno sinuoso.

Al horizonte, percibí una aglomeración de hombres, mujeres, niñas, niños.


Levantaban sus brazos. Como pidiéndome algo. Como si quisieran
transmitirme un mensaje. Una especie de aplicación semiótica de los códigos

para la comunicación.

La mujer ya no estaba ahí. En su lugar había un animal que no lograba


identificar. Acezante. Mirada profunda. Ojos rojizos. Como si quisieran
transmitirme un odio profundo. Como el mío. Hacia la humanidad filistea.

Aquella que, como lo dije antes, habitaba la Tierra, trazando senderos de


aparente sensibilidad. Cuando, en realidad, su postura no ha sido y es, otra

cosa que vertimientos exteriores no coincidentes con su interioridad. Que

grafica posiciones teóricas ajenas al derecho de llegar a ser. Lo kantiano y lo

aristotélico. Lo hegeliano y lo nietzscheano. Los cruzados y hitlerianos.


Sucesivas apariciones que no reflejan lo real. No hay ética. Lo que valen son

las imposiciones. A sangre y fuego, si es necesario. Nunca como

construcciones de futuro, de paz, de tolerancia y de hermandad a las cuales

convocan, pero no concretan. Se tornan en falsas opciones de vida

Noveno (La infinita afugia perdularia)

Terminaba el desayuno, cuando llamaron a la puerta. Un día antes había


regresado de Villa Realidad. Estuve allí, en razón a la verificación necesaria en

términos de la inexistencia de equilibrio entre maldad y virtud. Ante todo,

porque ya he trasegado por varias vidas, sin encontrar esa posibilidad Era una
mujer bien formada. Expresaba unos treinta años. Me dijo: vengo de parte del

señor Verdaguer. Él me informó que usted necesitaba información acerca de


los lugares en los cuales se puede efectuar una interacción entre hombres y
mujeres. Interacción que supone el manejo de ciertas posiciones relacionadas

con el ir y venir. En diferentes mundos. Con vidas pasadas y la sucesión de


momentos en los cuales es posible acceder a determinadas transformaciones.

Algo así como la creación de imágenes pasadas, a partir de las repeticiones


presentes.
Entiendo, señor Viracocha, que usted anhela destruir el punto de equilibrio
entre lo que se denomina opciones morales e inmorales. Siendo el primer

aspecto un subterfugio propuesto a lo largo de la historia de la humanidad.


Siendo lo segundo un universo de acciones que desafía la lógica perenne. En

el sentido de demostrar que se puede y debe ejercer el derecho individual a

satisfacer las necesidades primarias. Sexo y violencia. Es ahí en donde reside

el hilo conductor de la vida. No esas expresiones de un filisteísmo diletante,


que se convierte en pauta, en el contexto de un entendido de ética en el cual

debe prevalecer el bienestar colectivo. Con unas determinadas reglas,

impuestas por quienes ejercen posiciones de dominación en periodos

históricos oscilantes.

Yo me llamo Bibiana Sinisterra. De tiempo atrás, he configurado una serie de

instintos transformados en lo que denomino ética de lo posible. Entendido esto

en función de reivindicar lo primario. En la localización del deseo como

instinto mayor, que guía a los demás. Una sexualidad que no reconozca

límites. Ya esto se promovió y aplicó por parte de los Césares. Otorgarse

placer, independientemente de a quien se vulnera en ese hecho. Es el orgasmo


la directriz. Como referente que se ejecuta. Nada de limitaciones. Las mujeres

somos trofeo. No importa la edad. Verter placer, significa localizar momentos


de intensa realización. Somos hombres y mujeres en celo constante. Reitero, la

edad no puede ser motivo de restricción.

Verdaguer me ha informado que usted ha atravesado diferentes líneas del

tiempo. En algunas de ellas ha poseído a su madre, a sus hermanas, a mujeres


diferentes. Incluyendo niñas. Me informó como usted ha horadado e inundado

en todo momento. Usted ha sido condenado por eso. Ha estado en reclusorios


para sicópatas. Inclusive, que lo han lobotomizado. Pero, al mismo tiempo,
que usted ha renacido. Tal parece que usted ha sido designado para orientar al

mundo en las acciones de reincidencia. De una generación a otra. De un


periodo a otro. Usted, entonces, ha poseído, ha vejado y ha desarrollado el

derecho al placer sexual. Que es el único placer posible.

Me extrañó que esta mujer conociese tanto sobre mi vida. Porque Verdaguer,

el amante sistemático de mi madre; no tiene los datos que ella expresa. Es


como si Bibiana Sinisterra fuera un símil mío. Una mujer que me convoca a

fortalecer mi lucha por destruir el filisteísmo fanático de los moralistas. Ya

antes había estado enfrente de una mujer similar. Recuerdo que Susana me

infundió ese tipo de posiciones. Ella era la expresión más nítida del sexo

continuo, como correlato de la necesidad de vivir. De orgasmo en orgasmo. En

donde solo hay tiempo para buscar en donde horadar o ser horadada. Desde la

posesión de mi última hermana, no he tenido posibilidad de ejercer el dominio.

Con mi pene erguido, sujeté a Bibiana. Le destrocé el vestido que llevaba

puesto. Me vacié una y otra vez en ella. Mordí sus pezones hasta arrancarlos.

Ella suplicaba. Gritaba de dolor y de placer. Después de cuatro horas de


ejercicio continuo, explorando sus lugares más excitantes, la maté. Cargué su

cuerpo inerte y lo trasladé al escampado próximo a la casa. Allí la dejé.


Desnuda, mirando al viento.

Soy lo que soy. Ese ha sido mi referente. Como cuando fingí dolor por la
desaparición de Demetrio. Yo mismo consulté con Orestes, jefe de sicarios. Le

dí los datos relacionados con él. Día y hora en los cuales podían localizarlo,
sin ningún problema. Yo mismo había transmitido in formación acerca de

Isolina. De sus movimientos al interior y al exterior del país. Sentí una


inmensa alegría, cuando los vecinos me informaron que se lo habían llevado.
Fingí ante Isolina. Le hice creer que me conmovía la desaparición de

Demetrio, mi padre. Yo nací para liderar, en el transcurso del tiempo, las


acciones hasta erradicar lo que llaman el derecho a ser, en un escenario en el

cual el equilibrio sea posible. Yo no creo en esa posibilidad. Lo mío es

destruir. Convocar a ejercer el derecho de mis necesidades; no las de los

demás. Yo soy yo, en un proceso que no reconoce límites en el tiempo. Voy


más allá de lo kafkiano. Porque Kafka se diluye en el extrañamiento del sujeto

por si mismo y por su nexo con la exterioridad que él entiende como una

construcción por fuera del yo. Con sus limitaciones y con sus imposiciones.

Trasciendo, en consecuencia, a Kafka y sus lugares comunes insípidos,

procurando hacer vivir un individualismo que es absorbido por los otros. Con

sus reglas y con sus normas.

Voy más allá que Nietzsche. Porque éste, ante todo en Así Habló Zaratustra,

emerge como el hombre tipo que se disocia de los demás. Se enajena, a partir

de un discurso compulsivo. Pretendiendo diferenciarse. Pero que, en fin de

cuentas, asume el ícono de la diferenciación y de la validación de la


individualidad, como situación tipo para realizar lo unidimensional, por la vía

de expresiones sucesivas de los arios en contra de lo universal. Pero sin ser


explícito en el sentido de que lo colectivo, como realización última, no vale la

pena. Esto mismo digo, con respecto a lo wagneriano. En resumen, estoy en


posibilidad de trascender el súper yo, de manera constante, hasta acceder a una
verdadera diferenciación. Siendo primario. Siendo héroe que despliega todas

sus acciones, en función de mí mismo.

Hoy por hoy, he asumido mis derechos. He trasegado largo tiempo, hasta
alcanzar la convicción de que la humanidad no es una sumatoria de
expresiones en el transcurso de la historia. La humanidad es, para mí, un

simple enunciado. Somos uno a uno, una expresión de la necesidad de


reivindicar el derecho a ser lo que somos. Cada quien. Como en

compartimentos que se expresan en momentos diferentes. Pero que, en fin de

cuentas, nos conducen a entender la dinámica de la vida al revés de todos los

tratados de acuerdos y equilibrios. Lo mío es, la reivindicación de la lógica:


cada quien por lo suyo. Hasta consumirse en ese mismo proceso. Tengo la idea

de que nos repetimos en la historia. De una vida a otra, tratando de imponer

nuestra condición de individuos o sujetos que estamos en disposición de

enajenarnos en la realidad inmediata. Y, después, volver a nacer con las

mismas opciones anteriores. Y, así, hasta lograr la imposición de un yo

diseminado. En donde cada quien es lo que quiera ser. Sin límites. Una

destrucción de los principios éticos de los estafadores de la individualidad.,

Volví al lugar en que maté a Isolina y a su hija. Ya habían sido removidos los

escombros, de lo que quedó después del incendio. Me encontré con algunos de

los vecinos de la zona. No me reconocieron. Porque había cambiado mi


aspecto. Había adquirido la forma de un sacerdote católico. Con una sotana de

color blanco que irradiaba cierto aire de ternura y de compasión. Es uno de


mis disfraces favoritos. Como plañidera que invita al dolor ante los infortunios

que nos depara la vida. En una lógica de lo posible; en donde puedo expresar
algo diferente a lo sentido realmente. Esa misma noche asedié a Ivonne, la
hermana de Demetrio. Una chica de 18 años, la cual siempre me ha excitado.

Disimulé mucho tiempo mi deseo de devorarla. He soñado con ella. Desnuda.


Abriendo sus piernas e invitándome a avasallarla. Muchas noches desperté
vaciado. Una emanación infinita de ese líquido gris, que deleito. Una

emanación continua de nunca acabar.

La esperé en el predio afuera del barrio. Allí mismo en donde consumí a la

niña de 13 años. Ella me saludó cordialmente. Creía en mí. Porque yo había


sabido disimular mi deseo de hacerla mía, con toda la fuerza que he

acumulado en mis sucesivas vidas. La abordé. Le mentí, diciéndole que

quería hablar con ella acerca de la muerte de Isolina y de su hija. Ella,


inocente, accedió. Una vez en el lugar al cual la había llevado., la golpee. La

inmovilicé. Abrí sus piernas. Hasta que su abertura se hizo tan inmensa que

parecía a una cavidad de mina. Con un clítoris acezante. Me desvestí y la

penetré. Una y otra vez. Durante seis horas. Hasta que, exhausta, dejó de

forcejear. La maté. Con la punta de un palo, hendí su vagina. Hasta que la

hemorragia la consumió. Quemé su cuerpo y lo deposité en la vía. Era de

noche ya. Varios vehículos pasaron por encima de ella. Me sentí realizado.

Grité: ¡ese soy y seré yo ¡

Había dormido poco. Todavía me dolía el pene. Porque, Ivonne, estaba muy
estrecha. Casi no puedo penetrarla. Tuve que esforzarme como nunca lo había

hecho. Tal vez por eso, decidí hendir un palo en su vagina. Como retaliación
por haberme hecho trabajar durante mucho tiempo, hasta hallar espacio para
hurgarla.

Me levanté. Hacía mucho calor. Decidí salir a caminar. Como sujeto

ciudadano. Respetuoso del orden establecido. Visité la tumba de Isolina y mi


hermana. Una vez allí, decidí hablar solo. Con ellas. Les dije: no sé qué

piensas tú, Isolina. O mejor, no sé qué pensabas, cuando fuiste consumida por
Demetrio. Con una actitud de patéticos seres que sublimaron la entrega. Que
me engendraron. De la misma forma fue engendrada mi hermana. No

Reconozco nada sublime. Para mí, el sexo debe ser burdo, violento, sin
limitaciones y sin lugar para las caricias superfluas. Esas que pretenden indicar

el grado de sutileza y de pasión compartida. Para mí... Mientras menos

compartida, mejor. Eso es lo que me incita. No necesito ser aceptado. Mucho

menos expresar jadeantes palabras de amor. A quienes yo he poseído y


poseeré, no les doy ni daré tiempo de sentir placer. No me importa. Aún ahora,

me preguntó: ¿Por qué no te poseí, como a mi primera madre? Reconozco que

se me fue el tiempo en fingirte. Pero siempre te desee. Desde esa noche en que

sentí y vi que Demetrio te hacía gritar de placer, cuando lamía tu clítoris. Y tú,

respondías con temblores y gritos. Decías Más, más mi amor. Desde esa noche

te odié y odié a Demetrio. Odié a mi hermana que fue engendrada ese día.

Pero, sin que lo supieras, te aceché. Me escondí para verte desnuda.

Bañándote. Observé como palpabas tu vientre y hablabas con mi hermana. Los

odié a todos y a todas. Porque lo mío no es placer circunstancial y compartido.

Es placer individual. Como lamento no haberte poseído Isolina. De haberlo


hecho, te hubiese hecho sentir mi fortaleza, por encima de los balbuceos, casi

infantiles, de Demetrio.

Volví a casa cansado. Traía conmigo a Tesala. La mujer que me satisface cada

que yo quiero. Sin pagarle. Sólo porque siempre ha pretendido superarme en el


número de orgasmos, sin descansar. Aquella noche, volví a derrotarla.

Después de cincuenta eyaculaciones mías, ella dijo: no más. Tú ganas. Eres un


perro. Eres un animal. La maté mientras dormía. Llevé su cadáver al mismo

escampado en el cual dejé el cuerpo de Bibiana. Allí dejé su cuerpo.


Llueve a cántaros, en la ciudad. Desde hace 40 horas, sin cesar. Estaba con
Juliana Macías, en el aniversario de la muerte de Joaquín Espeleta. A este, lo

conocí un día cualquiera. Estaba al borde de la claudicación como consejero y


asesor en una de esas organizaciones de ayudantía a los desplazados. Me hice

su amigo. Fingiéndole, así como lo hice con Isolina y Demetrio. Yo tenía

conexiones clandestinas con los organismos de control y de seguridad. Logré

hacerlo, gracias a la intervención de Pánfilo, el amante de mi hermana


Maritza. Ya he perdido la cuenta de cuantos insubordinados y burdos altruistas

he informado, lo único seguro y preciso es que ya están muertos. Hombres y

mujeres; a quienes he perseguido en silencio. De los cuales he dado informes

concretos; para que los de seguridad actúen. Me enervan esos y esas sujetos

que pregonan el derecho a la libertad y la búsqueda de una sociedad justa. A

mí la sociedad me importa un bledo. N o soporto a quienes han pretendido y

pretenden, aún, incidir con sus discursos patéticos, panfletarios; a nombre de

los derechos humanos. Derechos superfluos. Herencia de desgastadas


doctrinas igualitarias. Los y las he odiado siempre. Lo mío no pasa por

referentes humanísticos. Así lo he expresado con mis hechos. Sin que nadie

sospeche de mí. Lo hice con Juliana primera y con su tutor, maestro y amante,
Pedro Arenas. He engañado y lo seguiré haciendo. La muerte de Espeleta me

satisfizo como ninguna otra. Lo despedazaron los de seguridad. Esos. si son


hombres. Abnegados defensores del derecho a matar, por encima de cualquier
otra consideración. Son herederos de aquellos que, a través del tiempo, han

cumplido esa misma labor. Los admiro por su destreza para eliminar
indeseables y cretinos auspiciadores de revoluciones o similares. Estoy de

acuerdo con ellos en actuar ante cualquier sospecha. Por mínima que esta sea.
He contribuido a invertir el vano principio jurídico que habla de que nadie es
culpable hasta que haya sido vencido o vencida en juicio. Las constituciones

son híbridos que aborrezco.

En fin, Juliana Macías, es mi actual amante. Con ella he recorrido todos los
lugares ocultos del sexo violento. Me lacera y la lacero. Cada quien es cada

quien. Nada de compartir con el otro o con la otra. Reivindicamos la violencia

pura, sin atajos y sin remordimientos. Ella y yo somos fervientes aplicadores


del derecho al sadomasoquismo. Continuo, a cualquier hora. Ella, cuando yo

pretendo algún respiro en este proceso, me ha golpeado. Ha deseado propiciar

mi muerte. Lo mismo he hecho yo con respecto a ella. Es un duelo de géneros.

Yo las odio. Ella nos odia. Mientras más se exacerba ese odio, más

enfatizamos en la posesión absoluta, sin sosiego.

Justo ese día, asistimos a los ejercicios relacionados con el aniversario de


Joaquín Espeleta. Lo hicimos como parte del juego sadomasoquista que nos

encanta. Ver sufrir, a los demás es un deleite para nosotros. Hacemos todo lo

posible para que ese placer se concrete día a día. Cada noche, cada mañana o
cada tarde, lo hacemos entre nosotros, somos insaciables. Disfrutamos, cada

quien, el placer individual. Nos invadimos. Cada día lo hacemos más lento. En
los lugares del cuerpo que más dolor sintamos.

Décimo (Los recuerdos del ayer vivido)

Joaquín Espeleta, había nacido en 1956. En pleno proceso de implementación


de la doctrina de seguridad nacional. Doctrina sabia. Que introdujo la opción

de regenerar las organizaciones partidistas. A la usanza. Es decir, recuperando


el tiempo perdido durante las sucesivas divisiones, muchas veces estratégicas.
Como justificando la erosión de la sociedad, para luego enfatizar y fortalecer

los valores tradicionales. Conservar los orígenes es fundamental para anclar a

cualquier sociedad. En esto Hitler tenía razón. Siempre la tuvo. En lo que a mi


respecta, lo admiro. Inclusive, en determinados periodos de tiempo, he visto

surgir en nuestra patria opciones similares. Como lamento que no haya

fructificado. Por lo mismo que, hemos sido territorio político de ensayos.

Desde una gran parte del Siglo XIX y en mucha parte del Siglo XX.
Coaliciones y divisiones. Una interpretación auténtica de la generosidad

inherente a la historia. Un entendido de la construcción de Nación, con la

misma visión de nuestros benefactores, los españoles. Solo ellos entendieron

la necesidad de una dinámica avasallante hacia especies inferiores. Los nativos

fueron y son eso. Simples especímenes que merecían ser invadidos,

cuestionados y arrasados. Como lamento las intenciones, en veces

concretadas, de buscar beneficios y reconocimientos culturales a lo que queda

de esas hordas. Cultura plebeya, anclada en rituales sociales y religiosos de


antepasados que no merecían llamarlos humanos. Uno de mis deseos más

profundos y arraigados, es ver desaparecer esas expresiones histriónicas,

caducas, vergonzantes.

Joaquín Espeleta nació el mismo día en que se surtía trámite para alcanzar el
acuerdo en Benidorm. Acuerdo entre los más grandes dirigentes que haya

tenido este país. Su dimensión solo se entenderá y valorará, cuando


entendamos y valoremos lo que ha venido sucediendo actualmente. Un
presidente visionario, soñador, pragmático. Y, ante todo refundador de la

patria, con su orden y sus principios. Sin concesiones a quienes pretenden


volver o reivindicar el lenguaje y la acción de la falsa democracia. Aquella que
se define como el otorgamiento de derechos y su aplicación. Se confunde

dádiva con derechos. Estos no son tal, sino están sometidos a la orientación de

quien ejerce el poder. Con toda razón y con todo merecimiento.

Vino, Joaquín, a la ciudad, huyendo de la persecución política de quienes,


arriesgando sus vidas, construyen el concepto de democracia y de poder afines

a quien, en algunos casos de manera ortodoxa, nos han guiado.

Particularmente en el gobierno actual. En su caso y en el de muchos más, se ha


ejercido una parafernalia ruidosa y demagógica. Como si quienes ejercen

como víctimas fuesen verdaderos dirigentes dignos de ser reconocidos y

reconocidas. Para mí son solo auspiciadores y auspiciadoras de subversión,

por la vía de algo parecido al comunismo trasnochado. Bien hace el actual

(este si auténtico) líder en no reconocerlos, ni reconocerlas como antagonistas

en la escena política. El tratamiento que reciben actualmente es el que

merecen, sin los desvaríos de gobernantes precedentes. Eso de la mala imagen

internacional es un artificio que se utiliza para pretender invalidar lo actuado y

ejecutado. Artificio montado sobre informaciones y verdades a medias,

intencionales, por parte de los defensores de supuestos derechos, humanos.


Insisto en que los derechos no existen, sino en la medida en que se articulen

con el plan de gobierno que busca la restitución política de la Nación. Sin


veleidades comunistoides.

Decía, pues, que Joaquín Espeleta, llegó a la ciudad en busca de refugio. Venía
de la zona oriental del país. Precedido de ínfulas de héroe y de luchador

campesino. Su familia, en mi opinión, con toda razón, había sido diezmada por
el ejército de la reconquista de las zonas perdidas, y que ejercen como

territorio liberados. Supuestas zonas que fundan su esperanza en la libertad y


en la construcción de un escenario político nuevo. En el cual “brille el respeto
a los derechos humanos y la opción de una sociedad más justa”. Pataletas de

subversivos que pretenden reconocimiento nacional e internacional.

Estuvo alojado en lo que era nuestra casa. Quiero decir, en el espacio físico
que me alojaba como hijo de Isolina, de Demetrio y de mi hermana. Con gran

malestar me correspondió asistir a la cantilena que se armaba entre ellos.

Ensayando discursos y tácticas para proponer en desarrollo de su lucha por


supuestas reivindicaciones. Obviamente, yo tenía que aparentar mi acuerdo

Con ellos y con ella. Como estratagema para ganar espacio y confianza que

me permitieran adquirir información para los de seguridad del Estado. Hoy me

ufano de que el esfuerzo no fue en vano. Ya he superado el record en la

cantidad, calidad y oportunidad de la información transmitida. Lo que más me

admira de mí mismo es saber que, por esta acción, se ha logrado desarticular la

cadena de organizaciones de esos deleznables sujetos.

Una vez en casa, Joaquín, se hizo cargo de lo que ellos y ella llamaban zonas

de vulnerabilidad en la ciudad. Describían así, aquellas zonas que ya habían


sido penetradas por los de Seguridad. Joaquín propuso hacerse cargo de la

“Dirección Central” en la localidad. Su objetivo: el contacto con


organizaciones internacionales para lograr una veeduría internacional del
proceso político y militar que ha venido implementando, con éxito el actual

líder del país y de la Nación.

Según su estrategia, lograrían, en corto tiempo, el reconocimiento como


organizaciones altruistas, en contra del proyecto de gobierno. Lo tipificaban

con la denominación de la caricatura hitleriana. Él (Joaquín) viviría allí, en


casa de Fortunato Aguilar, líder sindical, que estaba trabajando por articular
movimiento sindical con movimiento de desplazados. Delinearon acciones de

corto y de mediano plazo. Precisamente, este tipo de acciones, fueron


intervenidas y eliminadas por parte de Seguridad, a partir de mi información.

Lo detuvieron un día en la noche; cuando regresaba de un mitin en los

alrededores de la Casa Presidencial. La consigna, como en el caso de

Demetrio, era liquidarlo, sin que apareciera, posteriormente, ninguna


evidencia. Que la verdad no se conociera. Así se hizo. El énfasis en la

laceración de Joaquín, estuvo en desmembrar su cuerpo. Así lo merecía por su

condición de orientador conceptual. Un verdadero enemigo del país,

sustentando opciones teóricas que no podían arraigar. Ese fue el propósito y se

consiguió. 8 de marzo de 2003, ese día fue su muerte. Como anunciándole a

Isolina lo que le esperaba, también, a ella.

La verdad es que, en ese primer aniversario de su muerte, se recordaban sus

enseñanzas y orientaciones; con un énfasis inusitado. Tal vez, de la mano de

las organizaciones que había contribuido a crear y, además de haber logrado la


entrevista con destacados líderes internacionales. Yo llamo, a éstos últimos,

auspiciadores internacionales de la subversión.

Un día, 8 de marzo, mientras estaba con Juliana Macías en uno de nuestros


habituales forcejeos, llegaron a la casa unos individuos vestidos de rojo y
negro. En principio preguntaron por mí. Con nombre y apellidos. Al

identificarme, me golpearon y me sacaron de casa. A bordo de un vehículo que


no logré identificar. Fui llevado hasta una zona muy húmeda, con calor

altísimo. Me bajaron del vehículo y fui situado en lo que parecía ser una sala
de reuniones improvisada. Uno de los sujetos que me había sacado de casa,
informó sobre el operativo a otros sujetos que, en mi opinión, ejercían como

jefes.

Una vez hecha la presentación de rigor, se me informó que estaba sometido a


la justicia del pueblo. Que mi prontuario era altísimo y que sería juzgado en

aplicación al método revolucionario. Una vez escuchados los cargos se me

preguntó si tenía algo que contradecir. Les dije: No me arrepiento de nada de


lo que he hecho.

En la madrugada del día siguiente a mi detención, se ordenó mi muerte por

fusilamiento como promotor y auxiliador en crímenes de lesa humanidad. Lo

último que recuerdo, el ruido de las armas cuando fueron activadas.

Según mi madre, nací un ocho de marzo, de 2016. Los registros así lo

evidencian. Un hogar plácido. Un padre empleado en una empresa petrolera.

Una madre, funcionaria estatal. Único hijo. Con holgura económica. Asistí a la
Escuela Benedictina de la ciudad. Sitio elitista. Esfuerzo de mi padre y mi

madre, para garantizarme, en su opinión, una formación de acuerdo con los

principios morales y éticos que los han acompañado durante sus vidas. Vidas
unilineales. Como quiera que han transitado por el mismo camino. Los

mismos rigores. Las mismas acciones. La misma formación familiar. El


mismo énfasis escolar. La misma culminación profesional. El mismo ritual
religioso. Como si, en vez de marido y mujer, se tratara de gemelos auténticos.

Un solo cerebro. Una sola opción de vida: ser gregarios.

Lo entendí así desde que pude leer su lenguaje cifrado, codificado. Lenguaje
de seres asimilados, acotados por los rituales de una sociedad sin otro
horizonte que el sometimiento absoluto a las guías y orientaciones de lo que se

conoce como el sistema preferente. Es decir, única opción. Para todos y para

todas, sin excepciones. Una codificación a partir de considerar la vida como


una continua repetición de principios. Como colección de momentos en los

cuales, cada uno y cada una, ejercen y/o consumen la parte que les

corresponde. Siendo esto último una figura como categoría tipo que se exhibe

a manera de doctrina que identifica a quien o a quienes viven en espacios


precisos. Como territorios asimilados a contextos sociales que involucran al

quehacer cotidiano. Con pausas que simplemente generan posibilidades,

dependiendo de la jerarquía asignada.

Como quiera que soy partícipe de esos condicionamientos, me siento sujeto

acartonado. Aquel que, en cada momento, solo expresa lo que le es asignado, a

manera de rótulo inmodificable. Lo que he vivido ha sido la extensión de la

cotejación de mi rótulo con la realidad. Un medio ambiente creado a partir de

ese condicionamiento en sí mismo. Sin que vivir implique otra cosa que

recabar en la repetición. Vida insulsa.

Ahora recuerdo lo pasado. Como atributo que me persigue a donde quiera que

vaya. Como expresión de lo que he sido; añorando esos momentos perdidos.


En el tiempo. En cada extravío. Que, como sombra perenne acompaña mi
tránsito por ese tipo de vida. Como alucinación que no recrea; sino que se

vierte en función de lo que previamente me ha sido asignado. A través del


tiempo. Como memoria individual inhibida. Relacionada siempre con lo que

he sido y seré. Como autómata ensimismado. Como quien es perturbado por


esos recuerdos. De acciones y de expresiones inamovibles. Las mismas.

Calcadas desde el origen mismo de la humanidad.


Me siento, entonces, sujeto de tradiciones que, simplemente, exterioriza lo que
le es permitido. Un permiso localizado en la línea del tiempo que nos separa

en compartimentos estancos. Sin nexo uno con el otro. Profundizando en una


noción de soledad previamente explicada. Soledad que me consume. Que sitúa

referentes también programados desde el comienzo. En cada etapa de nuestro

desarrollo. Una especie de empirismo de lo inmediato, soportado en el pasado

y presagiando el futuro. En esa misma línea. Con los mismos


condicionamientos vertidos con zumo que nos devora; nos absorbe. Sin lugar

para nada diferente que no sea lo que ha sido graficado. Una figura parecida a

la función continua que está condicionada, que es dependiente de la variable

ya establecida y que se mueve modificándola, a cada paso. Una modificación

que es circular. Que comienza y termina en el mismo punto. Anclados como

satélites que no tienen noción de libertad. Que son lo que quiere que sean la

fuerza gravitatoria de quien, desde siempre los ha atrapado y los condiciona.

Es un castigo que emerge siempre. Que se concreta a cada paso y a cada

momento. Siendo lo que somos, a manera de estiramiento de los roles. Como

aquellas figuras que circundan el espacio aéreo inmediato. Guiados por el hilo
de quien nos conduce. Que nos permite ir con el viento, hasta que el poseedor

del hilo quiera. Un ovillo como el de Ariadna. Que nos permite salir y volver a
entrar, sin extraviarnos en disquisiciones, o en imaginarios que no nos

corresponden. Porque hemos sido hechos para ser volantines monótonos.


Como sucesiones aritméticas. Que son presentadas como irrelevantes sumas y
restas con respecto a los antecesores y que prefiramos el valor siguiente, a

partir de las constantes de quien nos retiene.

He odiado siempre esas simplezas. Desde mi primera vida. El y ella son


agentes de la distorsión. Pretenden acomodar toda su actuación al hilo
conductor previsto. Yo no quiero eso. Mi afán tiene que ver por reivindicar el

derecho a ser perverso. Trascendiendo mi primera y segunda vidas. Haciendo


énfasis en la restauración plena de derecho primario. Aquel que nos involucra

con el hedonismo, como doctrina central. Perfecta. Por esos los odio. A él y a

ella. No son otra cosa que la repetición milenaria de los llamados valores de la

humanidad. Dizque imperecedero. Yo no creo en eso. Mucho menos en la


lealtad llamada precedente. Pretendiendo la adquisición del equilibrio

peregrino, absurdo. Con un entendido de la ética vinculado a los acuerdos en

el contexto social, político, económico y ético. Desde atrás, en la noción que

tengo de pasado, he rechazado esa construcción artificiosa. Me recuerdo como

lo que quiero ser. Iconoclasta absoluto. Sin cesiones mediocres de mis

principios con respecto a los de los otros y las otras.

Ya lo he dicho. Soy lo que soy y lo quiero ser. No quiero mostrarme como

sujeto de bien. No creo en esa noción de honestidad. Lo que quiero es

trascender esta caja de resonancia. Sin lugar para estrecheces mentales.

Pensadas para generar armonía. Los seres humanos no podemos ser


armónicos. Mucho menos idea totalizante del buen comportamiento. No sé por

qué, a cada renacer, emergen referentes éticos absurdos. Estos constituyen


obstáculos para la libre gestión personal. Yo no creo y, así lo enfaticé en el

pasado, en la posibilidad de ese equilibrio insulso. Lo que he deseado siempre


es que me dejen ser como soy y como quiero ser. Sin ataduras mecánicas,
instrumento de los hacedores de historia, para justificar la cesión de lo que

somos. O parte de ello; en función de alcanzar un referente conciliatorio.

Lo que he hecho siempre es reivindicar mi condición de sujeto avasallante. Sin


límites grotescos amparados en sucesivos equilibrios entre el yo individual y
el yo colectivo. Quise renacer a partir de esta premisa. Y me veo aquí. Atado a

quienes ejercen como soporte de mi existencia. Ese que habla de las


posibilidades latentes para el yo, como simple ejecución de un proyecto

previamente diseñado. Repudio esa interpretación de la vida y de su proceso.

Yo hablo del derecho a triunfar sobre los otros y las otras, por la vía del

hedonismo mejorado. Es decir, por la vía de alcanzar la plenitud de


posibilidades. Ideadas por si mismo. Planificadas y realizadas con ese mismo

referente que establece el nivel de prioridades asociadas al yo individual. Sin

lugar para la presencia del interés colectivo. Porque este último no es otra cosa

que claudicar como sujeto. A ella la considero sujeto pusilánime. No otra cosa

que trofeo de nosotros. Al cual accedemos por la vía de nuestra superioridad

incuestionada. Porque somos poseedores y no poseídos. Porque reclamamos el

derecho a nacer, no como producto de un acuerdo de lealtades. Debemos ser,

considero, herederos biológicos mejorados, a partir de desechar valores


absurdos, incoados en un proceso continuo en el cual se nos referencia a partir

de sujetos tipo que deben deambular por el universo. Como variables pensadas

y preestablecidas. Como proceso que nos debe involucrar con el derecho que
tenemos a exterminarlas. Como género y como interactuantes.

Ya, en el pasado próximo, reivindiqué el derecho que nos acompaña. Para

ejercer el dominio y para hacerlo concreto a cada momento. Desde mi primera


vida odio a las mujeres. Particularmente a quienes ejercen como madres.
Porque pretenden mostrarnos como consecuencia de ejercicio sexual

permitido, acordado, disfrutado. Por esto odio a los dos. Él y ella. Como
sujetos artificiosos que suplantan la razón de ser del placer. No quiero vivir
propuesto como conclusión de esos acuerdos. Para mi no son otra cosa que

justificaciones para actuar en sociedad. Son la cuota inicial para actuar como

portadores de mensajes pueriles a cerca de los valores humanos.

He vuelto a nacer, entonces, enredado en justificaciones y principios. En el


contexto de normativas éticas que asumen como referentes y catalizadores. Yo

no comparto esto. Así les hice saber. No quiero la monotonía del desarrollo de

falsos principios. De una moral que nos recurre como elementos de beneficio.
No quiero beneficiar ni ser beneficiado. La y lo odio. Porque, en su pacto de

amantes, me concibieron dizque como producto de la entrega y el amor.

Lo y la odio porque han pretendido acomodarse y acomodarme en el territorio

de lo probable. Con un acuerdo preestablecido. En el que me involucran, sin

que yo lo quiera o lo hubiera pedido. No son otra cosa que sujetos

anquilosados. A partir de un entendido de vida distante de la libertad plena.


Son, él y ella, culpables de mi existencia. Porque me engendraron por la vía de

un coito putrefacto que pretenden erigir como principio. Como modelo para

otros y otras. Modelo absurdo. Con soporte en la comparación de placeres. El


placer no se comparte. Simplemente se busca y se obtiene por medio de la

acción individual. Intransferible. Lo demás es pretender ejercer la condición


de portador o portadora de calidez. Esta no tiene por qué existir. No tiene que
ser objetivo propuesto a partir de la interacción de pareja. De lo que se trata,

en mi interpretación, es de magnificar la individualidad. Como único referente


para vivir la vida. Porque esta se vive, en función a la individualidad. Con

todo lo que esto supone.

No sé qué hago aquí. En una tercera dimensión de mi existencia. No los amo.


Nunca lo haré. Por su condición de herederos de falsa moralidad y la falsa
libertad.

Un día cualquiera de abril, en el año 2025, conocí a Mireya Sotomayor. Llegó

a casa, invitada por ella y él. Una mujer de mirada furtiva. Entrada en años.
Pero con un cuerpo absoluto. La desee desde que entró por la puerta. Recién

yo había cumplido diez años. Estuve a su lado todo el tiempo. Asediándola.

Espiándola. La vi, desde mi escondite secreto, bañándose. Era, insisto,


absoluta. Toda ella convocaba a montarla una y mil veces. Apretada su vagina.

Desde ese instante conocí que no había sido penetrada. El primer día de mi

mirada furtiva, sentí crecer mi asta. A tal punto que empecé a surtir un líquido

amarillento. Sentí que desfallecía. Porque era un continuo ejercicio.

Inicialmente, espontáneo. Posteriormente, inducido por mi mismo. La sentía

aquí, conmigo. Me vaciaba en ella. Sobre su pelvis. Sobre sus piernas. La

inundé de tal manera que la viscosidad la hacía repetir su baño. Sin que ella se

diera cuenta, exhibía un portentoso músculo. Que latía y que crecía cada vez

más.

En ese momento decidí que era mía. Que ese sujeto, merecía ser allanada por

mí. Como en el pasado, con otras. Ya, aquí, con esa sensación de no ser,
expresaba un deseo inacabado. La quería para mí. No en sueños ni en
simulaciones. Decidí, como siempre lo hecho, buscar el lugar y aprovecharlo.

Fue en la misma habitación que le asignaron él y ella. Cuando recién se había

dormido, entré en el cuarto. Me desvestí. Traía un lazo conmigo. Este sirvió


para la inmovilización. Cuando despertó yo ya estaba encima. Un músculo

inmenso que buscaba el orificio estrecho. La penetré con todo. Ella apenas
alcanzó a balbucear. Algo así como: ¡qué es esto ¡Yo le respondí: esto es mío y
lo estoy utilizando para hurgarte la vida! Hasta donde más pueda. Eres mujer.

Por lo mismo te someterás a mis necesidades. La asfixié. Suspiraba


aceleradamente. Peleaba con mi fuerza. A los diez años, yo tenía una

capacidad insospechada para inmovilizar y para hacer sucumbir. Lo mío se

prolongó hasta caer la noche. Estaba inerte. Lo estuvo desde que ahogué sus

gritos. Cuando cesó su espasmo, la recorrí una y otra vez. Mi asta seguía
erguida. La dejé ahí, muerta. Esa misma noche me fugué de casa, dejando su

cuerpo inmóvil, lacerado.

Ella y él yacían en la cama. Disfrutaban de sus vacaciones. A pesar de que

eran casi las once de la mañana, no habían dispuesto el desayuno. Yo estaba en

la cuna. La noche anterior estuve inmerso en un sueño, de esos que

trascienden lo inmediato. Una mujer de nombre Mireya, estaba a mi lado.

Cantaba:

Eres un niño bueno Jonás,

Eres toda ternura mi bien.

Eres como pajarito que vuela, nené.

Eres un niño. Naciste anteayer.

Mi bien. Mi placer.

Déjame tu mirada, mi niño.

Cuando duermas, ven conmigo.


Que te estaré esperando. Para amarte,

Como niño. Como ese a quien quiero tanto,

Volviéndome niña a la vez.

Con todo lo tuyo que me acaricia,

Con todo lo mío que te mima.

Porque eres todo niño, mi bien.

Niño dulce,

Niño tranquilo,

Niño que ríe.

Aquí y allá. De noche y de madrugá,

La había visto antes. Tal vez a mis tres meses. No sé cuándo. Pero reconocía

su voz y su mirada. Mujer, mujer primera. Me volvía a cantar.

Niño, Daniel.

Eres como la hierba,

Que crece cada vez,

Que te nombro.

Cada vez que te miro.

Eres mío mi niño.

Eres vida Daniel.


Eres horizonte mi bien.

Eres niño a la vez,

Que hombre,

Que viene y va con el mismo nombre.

No sé por qué la sentía tan cerca. Sentía su olor y me alegraba. Ya sabía que

era mía. Pero no podía asirla. Porque me trascendía. En una relación adulto-
niño que me subyugaba. Era mía, pero sin serlo todavía. La había deseado

antes de nacer. Cuando Él estaba con ella. Un placer que me engendró. Quiero

tomar venganza. No la quiero ni lo quiero. Quiero a esta que está conmigo. La

quiero como referente próximo. Como figura que despliega todo un universo

de expresiones. Sin ser pensadas. Solo intuidas, a cada paso y a cada

momento. Siendo consciente de mis limitaciones inmediatas. Pero la veía

surcada de pasión. Por mí y por ella. Un asedio continuo.

Mientras él y ella dormían. Ajenos a mi mirada y a mi angustia. Por tener una

mujer que podía hacer mía con solo balbucear la necesidad de cariño. El y ella
no lo dan. Solo viven para mirarse y para sentirse plenos. Yo, en cambio,

disfrutaba en silencio, de esa mujer que me cantaba. Que estaba a mi lado por
placer. Porque yo le gustaba. Porque ella me gustaba. De nuevo su voz.

Niño eres mío.

Niño, soy tuya.

Duerme mi pajarito,

Duerme que viene la luna.


Y te hará preguntas. Acerca del Sol,

Acerca de la vida.

Tu vida que es la mía.

Duerme pajarito. Duerme mi dulce compañía; que ya mañana

Será otro día.

Once (Esas ansias locas de no bordear el abismo)

El 8 de marzo había estado en el lago que bordeaba la casa. Quise ahogarme.

Tirarme al agua. Como quien no concibe la vida sin ilusiones. Que se

difuminan. En un torrente que brilla y que no sé de qué se trata. Indagué, con

mi mirada, las causas de esta soledad. Ayer la vi. Hoy ya no está. Como si

disfrutara con percibir el futuro. Como si, al mes siguiente, la volviera a ver.

Porque es mía. Porque los odio, a él y a ella. Que viven solo para si mismos.

En un ejercicio patético y caduco. Sintiendo amor en donde solo hay


repetición vehemente de lugares comunes. Como lobos esteparios que se

confiesan a sí mismos. Con las miradas puestas en el teatro de la vida. De su


vida. Sin imaginación. O en la cual esta ha sido recortada y acomodada a las

circunstancias. Esas que están aquí y allá... Pero siempre distante y codificada.
Imaginación sin sorpresas. Equivalente a un perímetro ya conocido. Sumatoria

de lados iguales. Con escenas iguales. Él y ella. Mirándose, después de


regresar de sus oficios. Esos repetidos que los inunda de orgullo. De saberse

partícipes del proyecto de vida igual. Para todos y para todas. Cada quien,
viviendo su vida, sus quehaceres. Sus limitaciones de felicidad. En procura de
la cual viven, cada día.

Otra vez lo kafkiano. Un proceso en donde no hay lugar para la certeza. Ni

para la verdad. Por esto mismo, momentos de ilusiones reprimidas. Ni a ella,

ni a él, le debo nada. Porque no me consultaron. Cuando sus cuerpos se


estremecieron y se otorgaron. En ese ejercicio. Otra vez patético. Cada vez

más. Los odios, porque sintieron placer los dos. No en singular, como lo

quiero y lo siento yo. Una solidaridad inmunda. De él a ella. De ella a él. Los
odios como nunca he odiado. Ni siquiera en esa primera vida que reportó

ingratos beneficios., Porque, allí perdí la noción de sentimientos. Los vendíes.

Como mercancía inservible. Los perdí para siempre. Y me alegro de ello.

Porque, así, aprendí a reconocer lo mío como único y absoluto. Porque, así,

aprendí a odiar a quienes comparten placeres. Sobre todo, a ellas. Porque no

fueron mías primero. Porque no estuvieron conmigo antes. En fin, porque solo

son mujeres, cuando yo las inauguro. Cuando yo las recorro. A cualquier hora.

Cualquier día. Tienen que ser esclavas de lo que yo diga y deseo. Por eso las

he odiado. Desde la primera madre, hasta la última. Deseo su muerte, una vez

pasen por mis manos. Una vez las surque con lo mío. Definiendo territorios.
Esos a los que nadie más que yo puede llegar. Un yo kafkiano, similar al que

reportó Pedro Arenas en esa conferencia ya lejana. Distante tres vidas atrás.
Ese Pedro Arenas al cual también odié. Por estar con Juliana. Por amarla, sin

mi consentimiento. Me he acostumbrado a cederlas. En herencia. Una vez me


satisfagan. Por lo mismo que soy sujeto de pasiones inversamente
proporcionales a la calidez. Lo mío es y será el avasallamiento sin límites. El

odio a ella y lo odio a él. Porque me engendraron sintiendo placer. No como


mi primera madre que no lo sentía. Una cosa u otra. Un lugar u otro. La
dicotomía de ser yo y ser ellos. Porque ellos se disfrutaron antes de que yo

naciera. Nací por eso y por eso odio. Porque no concibo ninguna satisfacción

compartida. Lo que valido es el unilateralismo. Este debe ser la guía y el fin


en sí mismo.

No la quiero ni lo quiero. A esta que está enfrente. A esa que me canta;

también la odio porque se ha negado a ser poseída y porque no tengo la fuerza

necesaria para forzarla. Morí antes de crecer. Solo recuerdo que esa me
cantaba:

Duerme por siempre amor,

Duerme que ya mañana

Volverá a nacer r el Sol. Muy temprano,

Antes que despiertes y seas consciente que,

Otra vez, ha amanecido y tú con él.

Cuando él y ella despertaron, yo yacía. Sin vida y sin ganas de recuperarla.

Fue un estar con él y ella efímero. Como cuando tú te das cuenta que has
vivido en medio de una sociedad que no te entiende. Que corroe lo que eres.

En una superficialidad enhiesta bordeando todos los rigores. Uno a uno. Desde
la primera hasta la última vida. Porque yo he sido eso. Un sujeto atado a una

vida que se desenvuelve en diferentes periodos históricos. Hoy uno. Mañana


otro…después lo demás. Un sortilegio constante. En el cual eres sin ser. Al
menos consciente. Pero, divagando en torno a las razones que te impelen a

seguir el juego de la vida. Un juego con un almizcle diferente cada día. Hoy
eres sujeto entre perverso y más perverso. Mañana, más perverso que ayer
y…, cada vida más de lo mismo. Pero profundizado. Como progresión

geométrica inmisericorde que te sitúa en condiciones absolutamente difíciles.

Porque, de por sí, es muy difícil reconocerse en el tiempo. Sientes como un


avasallamiento que no para. Que, por el contrario, actúa como sendero que

debes andar. Todos los días y a toda hora.

Recuerdo, en esta muerte, lo de Sísifo. Personaje alterado en el tiempo. Porque

se ha pretendido exhibir su vida repetitiva como sinónimo de holocausto de la


libertad. Cuando fue condenado por los dioses a ir y venir. A un sufrimiento

extraño. Porque, bajar y subir con la piedra, es sinónimo de no tener libertad.

Toda ha sido endosada a ellos, los dioses. Dioses que no deberían existir.

Porque son lo que son, producto de nuestra temeraria imaginación. Ellos, los

dioses, son nada. Son artificios que nos obligan a sucumbir. Cada día. A

endosarles nuestras vidas y saciar, así, su afán de sentirse poderosos.

Controladores de la sociedad y de cada uno de sus integrantes. Son insufribles.

Reclamando, a toda hora, las retribuciones por habernos permitido vivir. Lo

que ellos no saben es que., en mí, vivir es estar sin estar. Por lo tanto, no

deseo. No he deseado estar vivo. Porque no quiero tener deudas con ellos. Yo
vivo y no vivo. He tenido, que recuerde, la primera, la segunda y la tercera

vida. Todas sin mi consentimiento. Me he quejado como sujeto que advierte la


aventura de cada día, en cada vida. Asquerosa manera de vivir. Esa que te

remite a ser lo que eres. Es decir, otra vez, el tránsito, por el camino que me ha
sido trazado desde antes. Eso yo no lo quiero. Lo que deseo es volver al
principio. Para elegir que debo ser. No aceptando directrices que pretenden

someterme. Convertirme en perdulario absoluto.

En esta muerte, él y ella, ejercieron como veedores. Desde sus convicciones.


Por ejemplo, esa de amarse profundamente. Como patéticos personajes de
telenovela. Ya he dicho antes que lo mío no es eso. Ese tipo de entrega

afectiva no me conmueve. Lo que quiero y querré, siempre, es ser sujeto sin


afectaciones. No he querido y no querré nunca ser icono de amantes

entregados y sometidos por las leyes del buen amar. He sido y seré referente

de placer. No de posiciones absurdas. Como esa de que el amor es delirio y

ofrecerse sin contraprestación.

Soy y seré sinónimo de deslealtades. De hecho, ya me estoy preparando para

volver a nacer. Si me alcanza el tiempo, mi próxima resurrección será más

exigente. Quiero dañar todo lo que se me presente. Quiero destruir ese

concepto de entrega y de amor. Seré más salvaje, aún, en mis rituales

orgiásticos. Violaré a la mujer que se cruce en mi camino. Niña o no tan niña.

Estoy dispuesto a hacer valer mi músculo que crece cada vez más. Lo exhibiré

como correlato del derecho al placer. A mi placer. No compartido. Destruiré

hímenes. Espero alcanzar una cifra que supere el número mil. Para eso estoy

preparado…en eso va mi vida. Cada día más que ayer. Esa es mi perspectiva.

Mataré cuando haya que hacerlo. Cuando, por ejemplo, no vea disposición de
ella o ellas a adorarme. A dejarme recorrer sus cuerpos, según mi mapa.

Ese día, ocho de marzo, morí solo. Así lo deseé. Sin compañías insulsas.
Expresiones morales anticuadas. Quiero que se me valore por lo que soy:

sujeto que actúa según los principios del placer. Ese que es hermoso, en su
estado original. Con quien sea. Heteróclito, sin eufemismos anquilosados,

atados a una definición de pasión, como simple referencia a un concepto de


permisibilidad admitido según los cánones establecidos para la sociedad en su

conjunto.
El día 8 de marzo de 2049, nací. Un hogar compuesto por diecisiete personas.
Incluidas mi padre y mi madre. Ella había nacido en Venezuela, treinta años

atrás. Mi padre, había nacido en Bello Horizonte, Brasil. Eran las cinco de la
tarde. Como era de esperarse, ante tal cantidad de personas en casa, la

estrechez, se erigía como limitante para el desarrollo de la familia. Al menos

en lo que este tiene de posibilidad en crecimiento con calidad. El mismo día de

mi nacimiento, enfrenté un problema demasiado complicado. Estaba en el


mismo cuarto de mamá y papá... Por lo mismo, no tenía espacio que me

permitiera asumir esa soledad que, en veces, es necesaria. Además, la vida

afectiva de los dos, era una continua exposición a mi veeduría. Como sujeto

proclive a la influencia del instinto. Ese que me ha recorrido durante tres

vidas. Un sujeto proclive al ensimismamiento, como efecto colateral a mi

tendencia a diluir mi vida en una sumatoria de hechos vandálicos. Una

presencia que me ha ubicado en condiciones de un rigor absoluto. He sido y,

tal parece que soy ahora, un hombre vinculado a las exacerbaciones físicas; en
lo que estas tienen de corroboración de ese insumo latente que reivindica, a

cada paso, una opción repetida. Sin otros referentes que la exhibición de una

tendencia perversa. En mí, lo sexual, no ha sido otra cosa que una continua
laceración espiritual. De mí y de quienes están en mi entorno inmediato.

He sido sujeto bandido todo el tiempo. Asimilado a construcciones de

inmensas expresiones dañinas. Veo, en cada mujer, un objetivo que instiga mis
compromisos primarios. Soy un sujeto condicionado por una opción
enfermiza. En la cual, quienes están en derredor, no tienen conmigo una

relación de libertad, de expresa posición transparente. En mí, la ética, no es


más que una ilusión torcida. El concepto de honestidad ha sido, en mí, una
postura vinculada conmigo mismo; con mis deseos. Porque valoro, la

perversión, sin acatamiento de referentes subsumidos en una noción de

moralidad sustentada en la regresión. Soy, aún, hombre condicionado por la


violencia. No he creído ni creo en la vida como posibilidad de actuar sin

condicionamientos. Lo mío ha sido y es una constante que remite a situaciones

unilaterales. Esas que han propiciado mi quehacer como realización que

vulnera. A cada paso. En cada momento y en cada periodo de tiempo.

No soy otra cosa que sujeto embadurnado de nostalgias que me convocan a la

rebeldía y a la venganza. Paso a paso, he deambulado por todos los territorios.

Sombríos. Antesala de mis expresiones lapidarias. Esas que subyugan el

espíritu y lo convierten en mera simulación ante los demás. Estoy aquí, ahora,

en un nuevo nacimiento. Que es el mismo. Como si cada día vertiera mi

obsesión por lacerar. El problema es que no quiero ser otro. Para mí, la

bondad, es una actitud equívoca. Que emerge como posibilidad insulsa. Para

mí, lo dinámico, es una estructura patética. No quiero ser diferente. Aún ahora,

cuando recién he vuelto a nacer, reivindico el derecho a hacer daño. Porque los

otros y las otras son una exterioridad que debe ser exterminada. Aspiro al
reinado de mí mismo. Solo. Como expresión de lo unidimensional. No creo en

lo colectivo. No quiero ser parte de ninguna sociedad. Soy yo mismo, ese que
no quiere ser aceptado. Una noria permanente. En una divagación perenne.

Eso me satisface. Ese es mi rol.

Un hogar que no quiero. Pero está ahí. Estoy ahí. El y ella son progenitores,

pero no los reconozco como opciones de cariño. Nunca he sentido eso. Ni


quiero sentirlo. Son expresiones grotescas. Eso de amarse y engendrar es

como volver a los vericuetos inquisidores que reclaman la ausencia de placer


como colateral de la preñez. Como si la animalidad que me acompaña tuviera
que ser registrada como insumo proscrito. De siempre ha habido esa

perspectiva. Todos los humanos reclaman una especie de tesitura ideológica.


Esa que, según los códigos de los moralistas, nos invita a sentir amor y a ser

amados. Una relación de pareja que se constituye un en un bodrio. Opción

insípida de la vida. Esta madre y este padre, son como todos y todas. Destilan

una viscosidad que llaman dulzura. Hacia mí. Yo los rechazo y los rechazaré
por siempre. Pretenden ungirse como íconos. Me ven como fruto del amor.

Como sujeto deseado a partir de ese ejercicio sexual que yo reivindico. Pero

no como prototipo de complementación. Lo mío es una opción animal. De

saciarse. Con quien sea y donde sea. Sin la permisibilidad. Yo he violentado.

Lo haré por siempre. Las mujeres que he agredido se lo merecían. Por el solo

hecho de ser mujeres. De estar predispuestas biológicamente para se

avasalladas. Ese placer que he sentido, quiero repetirlo. Una de mis hermanas

me tienta. La he observado desnuda. A mis diez meses, la erección de mi


músculo es constante cuando la veo. Ariadna es mía. En sus cinco años ya es

toda una hembra. Añoro el momento en que la pueda montar. Lo haré. Pase lo

que pase. Como lo he hecho con otras.

Doce (La búsqueda del dios impío)

La religiosidad es un dominio absorbente. De ella he heredado mi estrechez

conceptual. No sé qué arcano me convoca a sentir cierta tendencia a asumir lo


pecaminoso como herencia. Que me hastía y, en algunos momentos, me

angustia. Creo que catorce generaciones atrás era sujeto idólatra. Con una
visión de Dios asociada al altruismo y al esfuerzo por no pecar. Por ser

individuo atrayente, a partir de esa idolatría. Creo que lo que vivo actualmente
es una venganza. Una reparación para mí mismo Por lo mucho que sufrí al
lado de los tejedores hipócritas de ilusiones. Quiero vengarme aún más.

Aspiro a destruir esas asociaciones colectivas de conceptos que reclaman un


más allá diluido en éxtasis cada vez más cercano a la idea física de Dios. Yo

soy consciente de haber trasegado por diferentes vidas. Me esfuerzo por ser,

cada vez más, Jesús al revés. No quiero conducir a territorios de paz, sosiego y

descanso. Por el contrario, quiero ser un referente de maldad. En contravía de


esos aviesos conductores dogmáticos que insinúan corolarios, a manera de

amuletos. Como conclusiones de fraternidad. La Humanidad no puede ser

entendida como logro en desarrollo de la Naturaleza. Lo que creo es que

somos simples conglomerados que se han apropiado de los entornos.

Remitiendo a los otros seres animales a refugios que los sitúan como

inferiores. Con el pretexto de que somos superiores. No hay tal cosa. Nosotros

somos los inferiores. A excepción de quienes estamos llamados a liderar, en

contravía, el represo hacia la animalidad. Perseguir a las que están en celo.


Para dilapidar el tiempo. Esa medición que nos ha sido impuesta, como

insumo indispensable. Dilapidación que nos tiene que otorgar el derecho a ser

libres. Sin reconocer a los otros y a las otras. Ser sí mismo. Violentando a
quienes no lo vean así.

Ese día 25 de diciembre, rapté a Ariadna. Cumplidos seis años, ya había

demostrado mi capacidad para horadar. Así ocurrió con India, la mujer que me
cuidaba. La cabalgué durante seis horas continuas. Apareció muerta en un
escampado cercano a la casa. Ariadna estaba bañándose. La seduje con mi

líquido viscoso. La inundé, hasta asfixiarla. Dejó de respirar. Aun así, la


cabalgué otras dos horas. Dejé impresa mi marca. Soy el más avezado de los
ruines. Siempre he querido serlo. Lo exhibo como trofeo. Como coto de caza.

He heredado esa capacidad. Soy, en vivo, lo que otros han tratado de ocultar

con enfermizas acciones denominadas generosidad. O lo que ha sido llamado


amor por los demás. Sigilosos sujetos que han engañado. Que han transitado

por el universo, con diferentes expresiones que remiten a lo mismo: mensajes

y rituales amorfos que pretenden señalar caminos obsoletos desde su

comienzo. Por lo mismo que remiten a establecer códigos de comportamiento


vinculados con la ética. Invento social que pretende equilibrio entre lo

colectivo y lo individual. Lo mío es individualidad perenne. No acato ninguna

norma que hable de tolerancia y de interacción compleja de por sí.

La elusión es mi convocante. Cuando abandoné la casa de padre y madre, lo

hice en búsqueda de otro territorio. Nunca supe si encontraron a Ariadna. Lo

cierto es que no los extraño. Estoy en un lugar inhóspito como a mí me agrada.

Porque interactúo con mis pares. Con aquellos y aquellas que renuevan, cada

día, el veto a lo societario. Nuestro paradigma es la exclusión. Uno a uno. No

nos percatamos de quien esté a nuestro lado. Porque hacerlo sería desdecir de

nuestro hilo conductor. Hacia el perfeccionamiento de nuestra técnica para


avizorar lo individual en cada recodo de la vida. Me siento inmerso en una

formación social primaria. Una especie de horda absoluta. He abandonado la


posibilidad de reconciliarme con la sociedad. Esta sociedad que es mera

expresión de la exégesis de la doble vida. Una figura en la que predomina el


doble juego. Con instituciones políticas que se han levantado a partir de
extirpar la libertad. De hecho, yo no la reconozco sino para mí. No para los

otros y las otras. Soy arquetipo en esta sucesión de expresiones que han
cortado el vuelo a la dignidad. En donde se valida como cierta la ausencia del
decoro. Una sociedad en la que se han construido iconos que no se respetan.

Seres que fingen la solidaridad, la ternura y la paz. Pero que son, por siempre,

herederos de un poder que exhiben como justo. Como validación de hechos y


acciones que dañan. Que conducen a un escenario en el cual la verdad es la de

ellos. No la de los dominados. Por esto mismo, me considero hijo legítimo de

ese tipo de expresiones. No sé a qué viene el establecimiento de códigos y de

referentes, como centro del equilibrio social. Siendo, como es, la sociedad: un
artificio deliberado. Para ser aplicado a quienes son dominados. Un ejercicio

que se profundiza día a día. Y que yo reivindico, postulando un ideario de vida

ajeno a la persuasión. Soportado en la desorientación. Esa que imprime como

justo y como verdadero, la hegemonía de quienes han diseñado el modelo

político e ideológico. A manera de institución superestructural. Un tanto

aquello que se define como la base que condiciona a la ausencia de libertad.

Una figura parecida a la de Lukács, cuando describió las relaciones de

dominio como expresión compleja del dominio de clase.

Al volver, ese día, encontré a Ariadna inmolada. En casa no había nadie. Solo

ella. En el mismo sitio en que la dejé hace diez años. Todos se habían ido. No
encontré rastros de mi padre y de mi madre. Tal parece que habían

abandonado este espacio físico. De los otros hermanos y hermanas, no


quedaba ningún registro. Me instalé en el mismo cuarto en que estaba, inerte,

Ariadna. Allí dormí esa noche. Tuve un sueño extraño. Estaba con Isolina y
con Juliana, en un territorio desértico. A mi lado había un sinnúmero de niñas,
vestidas con trajes de color negro. Ululaban en mis oídos. Un sonido

profundo, que aumentaba con el paso del tiempo. Juliana me advertía algo.
Con su mirada hermosa. Isolina me requería. Como diciéndome: ¿dónde
estabas, cuando desapareció Demetrio, tu padre? Yo no atinaba ninguna

respuesta. Simplemente, me refugiaba en la coraza de mi yo como sujeto

dueño de mis acciones. Le expresé algo relacionado con mi odio por quienes
pretenden ser justos, equilibrados; libertarios. Esos que postulan, a cada paso,

la necesidad de una transformación. Hacia una sociedad igualitaria. Le decía:

Lo mío no es eso. Yo coadyuvé a su desaparición. Por eso mismo. Porque veía

en él un sujeto estereotipado. Un bastardo político. Que heredó triquiñuelas, a


manera de opciones metodológicas que pretenden demostrar que esta sociedad

está soportada en el dominio hegemónico de quienes poseen la riqueza. Ese

tipo de sujetos tienen que ser cuestionados y eliminados.

Lo mismo usted, Isolina. Lo mismo usted, Juliana. Hice matar a Demetrio. La

maté a usted y a su hija. La perseguí a usted y a Pedro Arenas. Porque eran

insoportables con sus discursos obsoletos. De libertad y de derechos. Porque,

en mí, cobra fuerza la limpieza social. La entronización de quienes no

reclamamos nada. Porque somos dueños absolutos de esa heredad en donde

cada quien es cada quien. Una selección natural que nos sitúa, a quienes no

reconocemos equilibrios, en dueños de nosotros mismos. Yo soy uno de ellos.


Soy una vertiente continua que irriga a quienes son como yo. Irrigación que

está soportada en la individualidad. Ajena a eufemismos circunstanciales que


postulan solidaridad. La solidaridad, en mí, es una expresión grotesca. Ya lo

he dicho antes y lo repito ahora.

Después las vi alejarse. A Juliana y a Isolina. A las niñas vestidas de negro. Un

color que me obnubila. Para mí es un desagrado. Los negros, son como las
mujeres. Inferiores. No racionalizan nada. Un cerebro que no trasciende más

allá que lo inmediato. Incapaces para construir opciones válidas. Tal vez por
esto, instigué a las fuerzas de control y exterminio para que actuaran en
Bojayá. Y en Caloto. Y en los Cabildos indígenas del Cauca. Expresé todo mi

odio a esas razas primarias. Hacia ese género que debe ser dominado. Que son,
para mí, solo sujetas de deseo. Que exacerban mis instintos. Ya, de por sí en

ese sueño, mi falo permaneció erecto. Cuando vi. a las niñas, a Isolina, a

Juliana. Erección que es única. Vertí inmensa cantidad de líquido. Un sueño en

otro sueño. Las monté a todas. Manipulé mi músculo inmenso. Cuando


desperté, estaba inundado. Mí pene seguía ahí. Como esperando otra visión.

De Juliana y de Isolina, desnudas. De las niñas que tenían su sexo destruido.

Me levanté. Otra vez vi. a Ariadna. Parecía dormida. No se había

descompuesto su cuerpo. Como en el relato de García Márquez, estaba

inmóvil. Incorruptible. Como diciéndome: aquí estoy. Para reclamar justicia.

Para condenarte a ti. Como sujeto vulnerador. Yo hice caso omiso de sus

expresiones. Salí a la calle. Caminé largo rato. Avenidas sombrías. Sin nadie

presente. Como si se hubieran evaporado los transeúntes. Solo estaba yo.

Caminé sin descansar. Al fin hallé a alguien. Una mujer muy joven. Estaba

parada en un sitio destinado para la espera de transporte. Negra, con un cuerpo


hermoso. La desnudé con mi mirada. Sus pezones erectos. Nadie los había

tocado. Un triángulo pélvico, cerrado. Con vellos blancos y negros.


Impenetrado. Me habló algo que no entendí. Solo sé que, cuando traté de

asirla, desapareció. Como si lo visto hubiese sido simple visión enrarecida.

Después la volví a ver. Un callejón obscuro, como su piel. Me llamó con sus

ojos y con sus manos. Al entrar, para poseerla, sentí un intenso dolor en el
vientre. Una daga inmensa me penetró. No volví a despertar. Estaba muerto.
Trece (Otra vez Susana; otra vez mi lucha)

Susana había regresado. Estuvo con Sinisterra y con su padre en ciudad

Méjico. Viaje de negocios. Chiapas era para ellos una obsesión. Desde que el

Ejército Zapatista había irrumpido en la región; él y ella habían diseñado una


estrategia perversa, para apoderarse de la ideología del grupo social que estaba

allí instalado. El comandante Marcos había sido contactado por el padre de

Susana. Este sujeto, era intermediario. Desde su emigración forzada, de


Nicaragua y, luego de su breve paso por Montevideo, comunicó a su hija que

tenía un buen negocio en Méjico. La empresa de Sinisterra y Susana, había

crecido. Ya habían instalado, en todo Centroamérica, sucursales. Después del

éxito en Perú, Bolivia. Ante todo en este último, estuvieron algunos años, con

los cultivadores de coca. Con sus delegatarios, habían logrado penetrar el

movimiento de los cocaleros. Ganaron un espacio geográfico y político.

Sinisterra se había hecho socio de parte del negocio. Traficaba con la hoja.

Esto, a pesar de la expresión autóctona de los nativos; que siempre han

reivindicado a la coca como expresión cultural, ajena a la elaboración y tráfico

de sus derivados. Ya, en el pasado, sus antecesores, habían transitado por la


Paz y por Cochabamba. Cuando la COB y otros trabajadores urbanos,

alcanzaron una gran fortaleza política y gremial. Su movimiento alcanzó


dimensiones insospechadas. Hasta haber provocado el vacío de poder que

luego usufructuaron Lilia Gueiler y sus colegas, respaldados por Sinisterra y


su grupo de colaboradores a nivel internacional.

Yo los recibí en el aeropuerto de Barranquilla. Me expresaron una sonrisa


forzada. Ya, de por sí, cuando recibí su mensaje, advirtiéndome de su llegada,

tuve la sensación de cierta posición utilitarista. Me informaban que requerían


mi presencia para que legalizara la entrada al país, de la mercancía adquirida
en Méjico. Unos documentales inéditos. Aparecían allí historias relacionadas

con los orígenes de la independencia. Con la misma secuela. Los mismos


rastros. Como en Colombia, en Ecuador, en Bolivia, en Chile. Situaciones no

resueltas para los nativos primarios. Aquellos que siempre han sufrido el

racismo. Unas etnias a las cuales se les han negado su derecho a ser lo que

son. A lo que han sido por milenios.

Es uno de esos periodos en los cuales me siento extraño. Como si la

solidaridad fuese mi compañía. Olvidando mi condición de rostro

impenetrable hacia toda exterioridad. Un día de reconciliación. Tal vez por las

ansias de venganza con Susana. Por su entrega a Sinisterra. Ese sujeto sin

méritos. Que no es otra cosa que individuo anodino. No sé porque Susana,

hizo mutación hacia él. Negarme a mí el liderazgo. Es como si se erigiera en

hembra puta. Al mejor postor. Tal vez por eso me convoqué, a mí mismo, para

diseñar una estrategia para matarlo.

Recorrimos la ciudad. Hasta su refugio. Ese e edificio inhóspito, gris. A la


medida de la puta y el enemigo. No soporto la visión de Sinisterra encima de

Susana. No se si ella olvidó mis recorridos por su cuerpo. Llegándole a los


sitios en los cuales yo hacía énfasis y que la estremecían de placer. Sinisterra,
zángano absoluto. Impotente que solo logra penetrar. Y no más. Sin

imaginación. Sin recursos.

Invité a Sinisterra para descendiera primero. Con una genuflexión


convincente. Ese era el momento y la señal. El lugarteniente de Pánfilo abordó

a Sinisterra y desenrrajó dos disparos a la cabeza del maldito usurpador. Murió


instantáneamente. Susana sollozó. Expresó un dolor inmenso. La odié más. Se
profundizó mi repudio ante esa puta. Insté al sicario para que la matara

también a ella. Este accedió. Disparó en el frontal de Susana. Cayó


pesadamente. Me escapé del lugar, aprovechando el desconcierto de los

curiosos que observaban los cuerpos inertes.

Dos días después escapé por la frontera del Pacífico. Hacia Panamá. Llegué a

la capital, en la noche. Me instalé en un cuarto tétrico. Húmedo. Sin luz.


Maloliente. Pero seguro. Ya había hecho esto, en el pasado. Cuando entregué

en manos de los controladores a Demetrio. Lo mismo cuando maté a Isolina y

a su hija. Un refugio repetido.

Desperté. Sentí, profundamente, que lo pasado no hubiese sido una realidad.

Sinisterra seguía vivo. Susana también.

Tres meses después, arribé a Santiago de Chile. Justo el día en que Allende

murió. Un trajín azaroso. Calles en soledad. Tanques y soldados en patrullaje


constante. Conocía, de tiempo atrás, a Saúl Tapias. Organizador de masacres.

Como Pánfilo. Había concertado con él un encuentro. Cerca al Estadio

Nacional. Donde murió Víctor Jara.

La concertación para la muerte del comunista, se había realizado tres meses


atrás. Con participación de un representante del Imperio. Porque, en lenguaje

de Mr. X., nuestro rol consiste en prevenir. Conociendo, como lo conozco, a


Allende; con sus expresiones verbales coherentes posó siempre como defensor
de los derechos que acompañan a los pobres. Pero, en lo más íntimo de sus

aspiraciones, estuvo la confabulación para acceder al poder por la vía de la


democracia rudimentaria. Esa que pretende una expresión como en los
carnavales. En los cuales cada uno es cada quien y cada quien cada uno. A la

manera de Serrat.

A la mañana siguiente me entrevisté con Lucía Pinochet. Hija del presidente

de la Junta Militar que gobernaba desde la noche anterior. Aciaga, llena de


contradicciones en lo internacional. Plagada de vociferantes fieles a la política

como un fin en sí mismo. Con unos roles que son delegatarios y herederos.

Transmisión que se produce de unos a unos. Es decir, de los mismos a los


mismos. La colaboración de Pánfilo fue importante. Con él, realizamos

diferentes ejercicios. De ataque y contraataque. Lo aprendido con los

mercenarios. Tipo Klein. Una enseñanza rigurosa. Para identificar y para

asesinar. Acumulados que, después, sirvieron en Colombia. Cuando la baja y

media intensidad, dieron sus frutos. Con un exterminio selectivo. Yo era

recreado por Pánfilo. Insté para que él entrara en el escenario. Convocado por

todas las fuerzas retrógradas del hemisferio sur. Incluido el presidente de

Colombia.

Volví a nacer el día en que se juntaron dos mundos. El mismo día en que
emergieron las verdades y las mentiras; a propósito del comportamiento. Una

especie de verificación y de cotejación. Entre la ética y la antiética. Una


valoración. Un inventario realizado en torno a la sociedad que se convoca para
validar o invalidar sus códigos. En términos religiosos-católicos, una figura

parecida al denominado Juicio Final.

Regía Maximiliano Eugenio. Con envoltura similar a los tribunales del Santo
Oficio de gobernar y de postular instrumentos para vigilar y castigar. Un

espécimen atrabiliario. Socio de gendarmes e inquisidores. Descendiente de


Jeremías Bizancio. Aquel que, una vez, propuso que los humanos asistieran,
en peregrinación constante, a una vida tipo que incluía el concepto de relación

costo beneficio. Siendo esto último un acercamiento a la utilidad de los


compromisos. Como equilibrios permanentes. En los cuales se inhibe el

sujeto, en lo que respecta a sus más trascendentales decisiones y acciones. Tal

vez las más comprometidas tienen que ver con el ejercicio de su libertad,

como figura próxima a la anarquía. A ese dominio sobre sí mismo que está
definido como onanismo político. Diferente al Narciso típico tradicional.

Onanismo que requiere la ausencia de compromisos para poder ser ejercido.

Catorce (Otra vez regresar del pasado)

He aquí, que mi nacimiento, se produjo en medio de ese maremágnum

societario. Con un padre que ejercía como vocero perenne de los compromisos

adquiridos por parte de cada uno de los individuos. Mi madre, enajenada real.
Con su condición de género endosada al dominio ancestral realizado por los

consejeros del dios promiscuo. Que se personificaba en cada aldea social,

según los requerimientos puntuales. Mujer de decisiones indexadas por el dios


dominante. Sumisión que sabía encarnar. Como todas las de su tipo. Ese que

no se redefine con el transcurrir del tiempo; sino que prolonga la aceptación de


las hegemonías derivadas del Dios Macho. Como perpetuación del poder
masculino. Ese que no requiere presentación ni justificación. Porque está ahí.

El solo hecho de nacer, supone aceptación del manifiesto de fe. Que no es otra
que la proyección, en el tiempo. Propagación que no se debilita. Que, por el

contrario, se profundiza.

Las sutilezas de la sociedad actual, moderna; mimetizan los estragos de esa


dominación. Ahora es presentada como condicionante que no admite
reclamaciones. Que no admite ninguna subversión. Está anclada, la

dominación, en simbolismos inequívocos. Ante todo para quienes pueden


discernir. Para quienes saben efectuar una lectura. En ese diccionario complejo

de los rituales. Orgías en donde el placer es concomitante con el dominio.

Avasallamiento imperial. Porque se mantienen, en lo fundamental, las

definiciones primarias. Solo que, ahora, son ejercidas por la vía de postular
niveles de aceptación. Manipulación de los vivientes. De sus aspiraciones y de

sus necesidades. Una sociedad presa de lo estadístico. Como demostración de

la hegemonía y de la sumisión.

Un Dios Único. Porque ha alcanzado su dominio por la vía del equilibrio

religioso. Desde el judeocristianismo, hasta las Vestas. Pasando por la

inmolación de los bonzos. Un dios, en apariencia, decrépito personaje. Pero,

en realidad, supremo vindicador. Llamado a validar y/o a invalidar. Una untura

aceitosa que se convierte en lubricante de grupos sociales y de individuos.

Lubricación que nos expone al quehacer diario. Que nos sitúa como sujetos en

los cuales se consagra la convalidación de su dominio.

Ya, la disquisición filosófica del ser o no ser. Del individuo caja de resonancia
de las imágenes exteriores. De aquellos en que la Razón Pura auspiciaba la
posibilidad de encontrarla y de asirla. Por la vía de la racionalización

sistemática del conocimiento de la naturaleza. Ya esas posibilidades no


existen. Las ha absorbido el Dios único. Equilibrista. Hacedor de objetivos que

diluyen al ser. Lo convierten en instrumento de realizaciones. No de


proposiciones, ni de elaboraciones trascendentes. Meros repetidores de la

traducción inmersa en ese diccionario totalizante. Elaborado por El y por sus


aurigas.

Gobernantes que han situado sus reinos en territorios disímiles. Pero que son

sujetos de particiones. De conveniencias. Un tanto lo que Marcuse define

como lo unidimensional. O como desintegración de la sociedad, de cara a la


dominación. Con figuras en las que prevalecen, no la persuasión documentada

y libre; sino la imposición absorbente. Esa que retrotrae la Civilización solo

como logro parcial, endeudado con los sujetos dominantes. Con sus diversas
manifestaciones con cronogramas e instituciones.

En fin, nací ese día. En comienzo no reconocía el espacio inmediato.

Circunscrito a lo maternal. Condicionado por esto. Con la lateralidad centrada

en izquierda-derecha. Sin los horizontes que otorga la imaginación. Porque

esta no cabe en donde solo hay respiro para lo cotidiano. Una madre esotérica.

Un padre dialogante con si mismo y con su dios. Figura mendaz. Originada en


la debilidad espiritual para enfrentar la exterioridad. Sujeto refugiado en el

temor. Ajeno a cualquier manifestación libertaria.

Ya, entonces, al nacer tuve un estigma. Un protocolo que guiaba mi

comportamiento. En el día a día. En la perspectiva, no podía tener otro


horizonte que no fuera ese.

Una hermana. Solo ella. Una habitación amplia. Con ventanas laterales. Solo

una puerta en el frontis. Muebles extraños. De color lila y rosado. Vestuario


amorfo. Ninguna vistosidad. Solo tonos grises. Excelentes prendas para
mimetizarse. Para adquirir el derecho a pasar desapercibido. Anhelaba estar

lúcido, para efectuar, con posibilidades, otro regreso. Volver a Rosa, mi


primera madre. Volver a odiar a Santiago. Hablar con Silvia, sin la carga
afectiva que le otorga el recuerdo de Burbano. Conversar con Adrián y con

Pitágoras. Seres lejanos ya. Pero que me convocan. Desde no sé qué sitio.

Ellos que viajaron tanto tiempo. Los veo repletos de vida. Un tipo de vida al
que yo he aspirado. Sin tapujos. Sin ningún norte moralista. Así he querido

vivir. No en esta partición absoluta. Que limita mi tránsito. Creyendo ser libre,

pero refugiado en sueños en descomposición. Como cadáver que no percibe

otra cosa que sombras. Que pasan veloces, que trato de alcanzar desde mi
inmovilidad.

En este día quiero volver a David Menchú. A sus conversaciones que descifran

signos y lenguajes primeros. Volver, a través de él, a Los muiscas, a los

huitotos, a los mayas, a los aztecas. En un recorrido hacia atrás. Cuando no

eran civilizaciones constreñidas y vulneradas. Cuando eran sujetos sociales

con su cultura, acumulada y recreada desde siempre. Cuando no tenían la

yunta de los europeos. Cuando realizaban sus rituales. Hacia el Sol y hacia la

Luna. Cuando recién inventaban los signos para calcular el tiempo, y las

distancias, y las construcciones portentosas.

Volver a Daniel y sus insípidas alegorías. Entre la ternura de su madre y la

autoridad tosca de su padre. Entre su enamoramiento perpetuo de Silvia. Sin


traspasar la línea que lo separa de ella. De su tristeza cuando llegó Burbano y
logró lo que él siempre había querido. Y que, aún hoy, lo quiere. Ya

envejecido. Ya reventado por la fatiga, de una vida insulsa. Como prototipo de


amante frustrado. Con vivencias repetidas. Constantes. Tatuadas en su cuerpo.

Con un Francisco Peñuela mimetizado. Al acecho de Rosa. Invitándola a

reproducir el tiempo en que la amaba. Ese tiempo que está en el aire; que es
absorbido. Como pasado que revierte figuras. Como obsolescencia que se
resiste a morir.

Estoy, ahora, al lado de esta hermana nueva. De una madre y un padre, que

viven la vida sin ninguna pasión. Solo transitan por ella. Por ese escenario
inmediato que los agobia. Y que buscan interpretarlo por la vía de rituales que

mutilan su imaginación. Un padre que apenas respira. Sujeto muerto en vida.

Porque no desea otra cosa que ocultarse. Eliminando la transparencia, en


virtud a esas mismas creencias que soportan los mismos rituales. Una madre

sin nada nuevo. Una mujer gris. Sin nada entre las manos. Ni para asir, ni para

construir futuro.

Quince (El don de la palabra perversa)

Una hermana, que me recuerda a Betsabé Josefina, la hermana de Juliana.

Porque veo, en sus ojos, un estar ahí. Sin traspasar la frontera que la separa de

la vida sincera. Ahí como náufraga de sí misma. Sin trascender. Solo


expresando la variedad de los lugares comunes que acompañan sus

experiencias. Siendo estas de escaso recorrido y significado.

Añoro a Maritza. Sin Pánfilo. A pesar de que he aprendido de él la técnica de


la maldad. A pesar de que me alié con él en los procesos de exterminio. A

pesar de haber sido influido por él con su doctrina de tierra arrasada. En todos
los escenarios en los cuales exterminó hombres, mujeres, niños, niñas. En una
sumatoria de realizaciones infames.

Quiero, entonces, ver a Maritza. Hablar con ella a solas. Escuchar, de viva

voz, el anecdotario de sus travesías al lado de Santiago y de Martha. Con sus


palabras; sin veedurías ajenas a nosotros dos. Es decir, ella al descubierto.
Porque llevo tres vidas sin verla. Sin hablarle. Sin mirar sus ojos, profundos.

De un verde imposible de repetir o de copiar. Preguntarle si recuerda a nuestra


madre. Si ella también vivió su angustia y su tristeza. O, si, por el contrario,

siguió al padre (como me lo contó Rosa), en un gesto de admiración y de

pasión por él.

Estoy aquí, entonces, recordando a Verdaguer; a Francesca Gavilán a Federica


Maidana. A Patricia, a Raquel España; a Everardo. Recordando esos extravíos

de mi primera madre. Recordando la leyenda de los centauros y lapitas. Esa

que conocí por medio de Patricia y Everardo. Recordando esa alucinación del

conteo de estrellas. Recordando la versión acerca de los ojos de la Luna.

Recordando esos símiles utilizados para describir a Prometeo; a Teseo; a

Ariadna. Deseando una repetición de esas historias. Entre reales e imaginarias.

Volver a las pétreas figuras de Pigmalión.

Me veo matando, otra vez, a Francisco Peñuela. Indagándole por sus aviesos

recorridos. Como hombre resentido. Siendo yo una manera de ver la vida. Por
mí mismo. Siendo, al mismo tiempo, yo y otro. Contando lo mucho que he

vivido. Hasta llegar aquí. A un sitio híbrido. Sin colores punzantes. Sin
referentes dignos de imitar. Con una madre y un padre inmersos en la
cotidianidad absoluta. Un ir y venir tatuados por la simpleza perversa. Esa que

nos hace sujetos insulsos. Sin imaginación y sin convicciones. Sin los
impulsos vitales. Necesarios para transitar en el tiempo y en el espacio, sin

esos espejos que nos retratan. Invirtiéndonos, pero siempre siendo lo mismo.

Estando aquí, un día cualquiera, porque aquí son iguales; estuve en el sitio en
que maté a Pedro y a Juliana. Recordé a su hijo. De él y de ella. Ese hijo que
pudo ser mío; pero que no lo fue. Precisamente porque no estuve a la altura de

ella. Porque Pedro Arenas descifró, antes que yo, los códigos afectivos de
Juliana. Porque él supo darle lo que yo no ofrecí: una perspectiva de vida,

plena de saberes y, sobre todo, de movimientos no constantes. Travesías

pletóricas de imágenes y realizaciones. Construcciones nuevas, a cada paso.

Propuestas de vida dinámicas. Sin las repeticiones del caleidoscopio, que


abraza los colores y los sitúa como visiones estáticas, sin expresiones nuevas.

Sin matices heterodoxos. Sin las dogmáticas insensibles que yo he pregonado

y vivido. En fin, sin los torcidos escenarios de vida que yo he reclamado como

proyectos válidos.

Ese mismo día estuve donde inmolé a Isolina y a su hija. Visité el lugar en

donde entregué a Demetrio. En el sitio en donde maté a la hermana de

Jerónimo, mi compañero de trabajo en la infame empresa que lideraron Susana

y Sinisterra. Volví a los sitios de mi primera infancia. Fui hasta donde conocí

al primer amante de Rosa, mi primera madre. Me instalé en los dominios de

Juan Carlos Urrutia, de Ricardo Valbuena y de Eliseo. Estuve en los escenarios


que recorrió Estanislao Verdún. Ese sujeto ávido de poder a la sombra de sus

tutores perversos.

Creo que no llegué a crecer, aquí. Fui como el sujeto central que describe el

texto “El Tambor de Hojalata”. O como el pigmeo Peter Pan. Ídolo insípido de
una generación que no evolucionó. Creo que no fui otra cosa que una copia

bastarda de aquel sujeto vivo que traspasó la línea del tiempo; o de Galileo; o
de Giordano Bruno. Transité con ellos las experiencias creativas y sus

conclusiones como legados a la humanidad. Pero no fui sino veedor irresoluto.


Incapaz de trascender. Con unas verdades a bordo de mí mismo. Verdades no
expresadas a los y las demás. Como taciturno palaciego en un bosque

empobrecido. Siendo príncipe de nada. Con una vocinglería histriónica.

Hasta en el mismo hecho de depravado no soy original. Tomé prestados los


vejámenes impartidos a lo largo de toda la historia de mi vida. Hasta en el

hecho de estar aquí me considero intérprete de una difusa melodía, cargada de

atropellos como partitura. Siento que he descendido. Que no fui capaz de


bordear el abismo impuesto por el destino. Con hilo conductor nefasto.

Pretendí que éste era como el hilo de Ariadna. Pero no es más que simple

atadura. A los espasmos de mi quehacer. Que se diluyeron y se diluye, aún, en

efímeros momentos de lucidez.

Con esta hermana no tengo ninguna comunicación. Como no la tengo,

tampoco, con esta madre y este padre. Lo veo y las veo como simple imagen
en el agua. Que se pierden lentamente, al agitar su soporte. Como en la nada

sartreana, llevo impresos los motivos de mi desmoronamiento. No he sido

amante pleno. He sido amante de los cuerpos de mis víctimas. Ahora


reconozco que las palabras de Rosa, cuando me decía “eres como tu padre”,

era verdad de apuño. Solitario mercader de cachivaches, que pretendí


transformarlos en elementos de vitrina para ser observados por los transeúntes.
De todas las ciudades y de todos los sitios. Un ciempiés que no camina. Que

no caminó, por miedo a ser descubierto como encantador de serpientes. Siendo


estas mucho más erectas que yo. He reptado allá y acá. He vilipendiado al

universo entero. Pretendí acceder al espacio. A encontrarme con las estrellas


de toda la Vía Láctea. Pero héteme aquí sangrando por la herida que adquirí

antes de nacer. Antes de que se inventara el registro del tiempo.


óvulos de mi primera madre. Fui creciendo. En resentimiento y en angustias.
Como sujeto proclive a la absorción de la lascivia. Como expresión de no

querer nacer. Hubiese sido mejor así. Haber quedado en un limbo constante.
Sin lugar para precisar mis opciones de vida.

Las veces que he muerto. Las veces que he vuelto a nacer; son rótulos

colocados en el camino. Como simbología que denota peligro. Siendo

consciente de que, cada vez más, era un misógino. Que lo sigo siendo. Odio a
esta nueva hermana. El odio a ella, a mi madre, porque son lo que son.

Receptáculos dispuestos a ser invadidos y dispuestas a parir después.

Esa misma noche, me entregué a mis sueños. Volé como mariposa contra el

viento. Pretendiendo acceder a un lugar no inhóspito. Porque ya estoy cansado

de ellos. Volé a través del universo. Devoré kilómetros luz. Desde aquí hasta la

lejana nebulosa que viene y se va. Indagué por Ernesto Gardeazábal, el padre
de Juliana. Para pedirle que me llevará en su tragicomedia. En su supuesto

viaje al Sol. Navegué por todos los océanos. Bebiendo agua salada. Como

mitigación de mi amargura.

En la celebración del cumpleaños de Urania, mi hermana actual; eludí la


posibilidad de concretar un equilibrio. Fue propuesto por mi padre Juvenal. Mi

madre Dorotea, lo respaldó. No así Urania. Porque ella ya conocía mi origen,


mis sensaciones y mis valores. Ella me había traspasado con su mirada. Había
realizado una lectura cierta de mi verdadero ser. Me escudriñó el ideario que

poseo. Disfrutaba de mis evasiones y de mis sortilegios. De mis andanzas y de


mis valores. O mis antivalores. Urania me persuadió con solo mover sus ojos.

Me hizo un gesto que informaba de sus deseos. Me quería lejos. Me transmitió


la verdad, en el sentido de que he sido y soy un paria. Que estaba dispuesta a
matarme. Me invitaba, entonces a huir; a perderme en el tiempo. A retomar mi

patrimonio de hombre perverso.

Efectivamente, hui. Caminé sin descanso. Llegué hasta Villa Gabriela. Un


lugar sórdido. Ya estuve ahí. En el tiempo de en qué me sometieron al

aislamiento. Un lugar monótono. Solo blanco y negro. Sin la iridiscencia

propia de la vida, cuando se vive sin ataduras que laceran. Lugar propicio para
ejercer como leprosorio para espíritus corroídos. Allí conocí al par de

Calígula, individuo de un odio inveterado a la libertad. Cuando lo conocí

estaba preparando su viaje al territorio de las elecciones manejadas. Al lugar

en donde se envuelve a la verdad, amarrándola, asfixiándola en un traje

parecido a camisa de fuerza. Lugar patrio manejado a distancia. En donde la

mentira enrolla a la lógica. Hasta construir escenarios de intervención como

simples compilaciones de evangelios eternamente aprendidos. Guiados por

una opción única. Sin ningún tipo de asidero diferente. Lugar de pantomima.

De la norma jurídica implantada como ideario enrevesado. Una lógica del

derecho que obnubila. Donde hay víctimas sin victimarios. Donde los
controladores son supremos jerarcas que trastocan lo cotidiano. En donde los

mensajes son soliloquios entre gendarmes. En donde la vida, el derecho a ella,


no existe como realización; sino como postulación incorpórea. Que nunca se

concreta. Que está a merced de los lapidarios garantes del poder. Poder aciago,
que crispa los sentidos. Ahí, donde los conceptos son vertidos de manera
unilineal; sin lugar para desencuentros. En donde el príncipe perverso; el

aprendiz de rey, ejecuta trozos de opereta soportada en la teoría de conmigo o


en contra mía.
Pasó, también por aquí, el Inhibido. Que permitió todo tipo de ejercicios
vandálicos. Aquel que dibujó la paz como concepto de idolatría pusilánime. El

de las palabras ampulosas. El que cerró los ojos ese día trágico de noviembre.
El que persuadió a la comunidad internacional de que le manipularon el pulso

y la mente. El defensor infame de la gendarmería atrabiliaria. Esa que hizo

añicos la expresión física de la justicia. Como gnomo fantasioso. El que se

refugió en la poesía sin piso y sin talante. Aquel que convocó a los habitantes
del país de nunca jamás, a diluirse como colectivo; mientras que el manto

blanco de los inquisidores se cernía sobre la verdad. Ocultándola. Haciendo de

los desaparecidos simples figuras ignotas. Sin cuerpo y sin palabras.

Estuvo el brigadier de brigadieres. El general de generales. Aquellos que

asolaron el Cono Sur. Desde Chile hasta Uruguay. Vencedores que lapidaron

hasta más no poder. Los que mimetizaron la tragedia de los pueblos. Los que

inventaron el descenso obligado, sin paracaídas. Que zambulleron, a la fuerza,

en los mares cercanos, a los patriotas que revindicaron sus derechos. Aquellos

que exterminaron la alegría. Y las voces. Y las canciones. Y las ilusiones de

los adolescentes. Aquellos que creyeron que las madres son simples íconos.
Aquellos que no sospecharon que estas crecían en solidaridad, en ternura

guerrera; en símbolos de la pasión por sus hijos y por sus hijas.

A su lado estuve yo. El de siempre. El que nunca ha levantado la voz. El que

nunca ha arriesgado un solo concepto, por efímero que sea. Este Samuel,
convertido en Isaías, y en Jonás y en…espécimen aturdido por las mentiras de

sí mismo. Este que debutó en el mundo, amarrado al destino. Y que fue


consciente de ello. Desde que, en el vientre, le arrebataba a su madre su

condición de mujer viviente. Este que imitó al padre desde un comienzo. Que
hizo veeduría gendármica de los pasos de Rosa. Este que mató y volvió a
matar. Amigo de Pánfilo. Supuesto enemigo de Sinisterra. Pero que, en

verdad, coincidió con él. Su única contradicción estuvo del lado de desear el
cuerpo de Susana. Nada más. El que inventó, una y mil veces las ejecuciones

en serie. La matanza de mujeres para exhibirlas como trofeo infame. El que ha

muerto y ha vuelto a nacer multitud de veces. En todos los tiempos y en todos

los territorios.

Es mi segunda llegada a la Villa. Vine dispuesto a recordar. Y ya lo he hecho.

Vine huyendo de mí mismo. Pero conmigo estoy aquí. Vine, esta vez, porque

Urania descubrió mi juego. Se convirtió en defensora de si misma y de su

madre. De todas aquellas que pasaron por mis manos ácidas. Desde Rosa,

hasta Silvia. Desde Isolina hasta Juliana. Urania me retó a volver adonde

nunca debía de haber salido. Esa tierra que ha incoado y protegido a los

perversos.

Siendo el tercer día, desde mi segunda llegada, recibí la visita de Rosa. Supo

de mi nueva estadía en la Villa. Hablamos durante 24 horas continuas. Me


contó de su reencuentro con Alejandro Verdaguer. De su permanencia en

Paysandú. Ella y Francesca, vivieron al lado de él. Por turnos. Como macho
cerril, las poseía a ambas. Una y otra. A cada momento. Decidieron equilibrar
el otorgamiento de placer. Hasta el día en que Francesca y Verdaguer

desaparecieron. Indagó por ella y por él, desesperada. Rosa no concebía el


mundo sin la presencia del macho Alejandro. Federica Maidana le refirió que

los habían visto Montevideo. En compañía de Susana y de su nuevo amante


Adrián. Habían llegado dos años atrás. Lideraban una sucursal de empresa

traficadora con etnias. Susana abortó el sembrado que dejó Sinisterra en ella.
Este último había viajado a Londres, como escala de su destino final, Arabia
Saudita. Le escribió a Susana, contándole de sus éxitos. Había establecido en

Lisboa y en Islamabad, sendas sucursales de su nueva empresa traficadora de


migrantes e inmigrantes africanos y asiáticos.

Rosa, una vez conoció el paradero de su Alejandro, viajó hasta Montevideo.

Llevaba consigo unas ganas inmensas de él. Nunca había pasado tanto tiempo,

desde que lo conoció, sin su fortaleza, sin su vigor. Inclusive, me comentó que
todas las noches, en la misma cama, ella, él y Francesca, construían fantasías

orgiásticas. Una y otra vez, el falo de Verdaguer las alucinaba. Ellas se

inundaban, mientras él permanecía con su taladro erguido. Pasaba una y

pasaba la otra. Durante cuarenta horas se amaron, en la versión más sucia que

este término tiene. Ella y ella, también se recorrían, cuando Alejandro no

estaba o cuando dormía. Al final del relato, Rosa me expresó que nunca supo

si perseguía a Alejandro o a Francesca. Lo cierto, me dijo, es que no podía

vivir sin poderse vaciar. Sin que la excitaran y que la penetraran, o cualquier

otro ejercicio. No la encontró ni lo encontró. Ella y él nunca volvieron a

aparecer.

Abandonada por él y por ella, viajó a su país de origen. Buscó a Santiago.


Antes de localizarlo, surtía sus ansias, masturbándose, con la imagen de su
Santiago, de su Alejandro y la de Francesca. Se había convertido en una mujer

insaciable. O, tal vez, siempre lo había sido. Hubo un momento de su vida en


que se sintió vulnerada. En el tiempo en que vivió con Santiago. En ese

periodo en que parió una y otra vez. En el periodo en que me tuvo a mí como
compañía. Cuando creyó que podría ser sujeto mujer autónoma, combinando

placer y jerarquía. Imitando a Isolina, que se había constituido en su referente.


No alcanzo a entender la verdadera dimensión del feminismo como
movimiento que reclama el derecho a ejercer la diferencia de género. Nunca

supo, si ella podía revertir su lascivia; para convertirse en hacedora de cultura


fémina. Con todo lo que esto tiene de postura racional, con imaginación. De

radicalidad en valores y principios. No hablo de una ética feminista, insulsa.

Hablo de una ética feminista coincidente con ejecuciones propias, sin arribar

al puerto prostituido. Lo cierto, debo reconocerlo así, es que sus entregas


sucesivas no constituyen ejercicio de barragana. Porque siempre ha estado con

quien ha querido estar. A excepción de la época en que estuvo al lado de su

primer Santiago.

Dieciséis (Lo amado como rutina simple)

Lo volví a buscar, me dijo, porque ya no están aquellos a quienes amé, antes

de él. Lo busco como refugio. En un giro utilitarista. Porque aspiro a que él

haya cambiado. Que ya me sepa poseer como yo quiero, como lo he querido.

Ululando, imaginando opciones no repetidas.

Cuando lo encontré, me dijo, nos apareamos. Lo seguimos haciendo. Ahora


mismo voy en tránsito hasta donde está. Mi paso por aquí es circunstancial.

Aproveché el momento para visitarte. Veo que has cambiado mucho


físicamente. Te veo derruido. Esos enfermizos personajes tuyos te han

aniquilado. Ya no tienes la fuerza espiritual que conocí. O será que nunca las
has tenido. Y que, por el contrario, has vivido, desde siempre, al garete. Como

noria perdida, sin rumbo.

Esa misma noche resolví demostrarle que si era el mismo. Me sentí retado por
ella. Sus relatos en relación a Francesca, a Verdaguer, a Santiago; y su
afirmación despectiva en torno a mi aniquilamiento; despertaron en mí ese yo

que creía perdido. Mi decisión ya estaba tomada. Rosa pagaría muy caro su
osadía. Nunca he soportado que me definan como sujeto pusilánime. En el

pasado inmediato reaccioné, huyendo, ante las expresiones de Urania. Lo hice

así, porque consideré prematura la decisión del volver a ser yo. Pero, ahora, no

soporté más. La tumbé al piso. La golpeé. La inmovilicé. La forcé a abrir sus


piernas, hasta llegar casi a una horizontal. vi. Todas sus paredes vaginales. Los

bordes acezaban. Su centro clitórico, estaba erguido. Me zambullí ahí. Me

desnudé. Ya mi asta estaba dispuesta. Siempre ha sido grande y voluminosa.

Sin embargo, hoy ha crecido más. La introduje violentamente. El ritmo del

ejercicio que había aprendido desde niño, la hacía gritar. Por lo lacerante.

Porque, al mismo tiempo la hurgaba con mis dedos. Halaba los bordes

vaginales con ellos. Haciendo fuerza. Cada vez con más fuerza. Mi asta

entraba y salía. No sentía lubricación alguna. Fue una manera de demostrarme


que no sentía placer. Me indigné. No soportaba el dolor por la resequedad. No

soportaba que ella no sintiera placer. Mordí sus pezones, como represalia. Le

grité: puta, puta. Ahora veras que sigo siendo el mismo. Cuando empezó a
sangrar por entre las piernas, me exacerbé más. Un olor agrio. Allí mismo se

desangró. Sus heridas en los pezones y en su vagina produjeron una


hemorragia imparable. Sin embargo, seguí allí, encima de ella. Hasta que vacié
todo el líquido viscoso, amarillento. Le susurré, por última vez: puta, no me

vuelvas a provocar…pero ya no me oía. Estaba muerta.

La levanté, caminé hasta el acantilado y empujé su cuerpo hasta verlo caer.


Entonces, miré en derredor y me encontré de frente con Urania. Estaba ahí, a
mi lado. Me golpeó con una varilla, en la frente, me empujó…y empecé a

caer…lo último que vía fue el rostro sonriente de Urania que me veía caer.

Disisiete (Preclusión)

Ya, en el pasado próximo, reivindiqué el derecho que nos acompaña. Para

ejercer el dominio y para hacerlo concreto a cada momento. Desde mi primera


vida odio a las mujeres. Particularmente a quienes ejercen como madres.

Porque pretenden mostrarnos como consecuencia de ejercicio sexual

permitido, acordado, disfrutado. Por esto odio a los dos. Él y ella. Como

sujetos artificiosos que suplantan la razón de ser del placer. No quiero vivir

propuesto como conclusión de esos acuerdos. Para mí no son otra cosa que

justificaciones para actuar en sociedad. Son la cuota inicial para actuar como

portadores de mensajes pueriles acerca de los valores humanos.

He vuelto a nacer, entonces, enredado en justificaciones y principios. En el


contexto de normativas éticas que asumen como referentes y catalizadores. Yo

no comparto esto. Así les hice saber. No quiero la monotonía del desarrollo de
falsos principios. De una moral que nos recurre como elementos de beneficio.

No quiero beneficiar ni ser beneficiado. La y lo odio. Porque, en su pacto de


amantes, me concibieron dizque como producto de la entrega y el amor.

Lo y la odio porque han pretendido acomodarse y acomodarme en el territorio


de lo probable. Con un acuerdo preestablecido. En el que me involucran, sin

que yo lo quiera o lo hubiera pedido. No son otra cosa que sujetos


anquilosados. A partir de un entendido de vida distante de la libertad plena.
Son, él y ella, culpables de mi existencia. Porque me engendraron por la vía de
un coito putrefacto que pretenden erigir como principio. Como modelo para

otros y otras. Modelo absurdo. Con soporte en la comparación de placeres. El


placer no se comparte. Simplemente se busca y se obtiene por medio de la

acción individual. Intransferible. Lo demás es pretender ejercer la condición

de portador o portadora de calidez. Esta no tiene por qué existir. No tiene que

ser objetivo propuesto a partir de la interacción de pareja. De lo que se trata,


en mi interpretación, es de magnificar la individualidad. Como único referente

para vivir la vida. Porque esta se vive, en función a la individualidad. Con

todo lo que esto supone.

No sé qué hago aquí. En una tercera dimensión de mi existencia. No los amo.

Nunca lo haré. Por su condición de herederos de falsa moralidad y la falsa

libertad.

Dieciocho (Otra vez las mujeres)

Ese día, ocho de marzo, morí solo. Así lo deseé. Sin compañías insulsas.

Expresiones morales anticuadas. Quiero que se me valore por lo que soy:

sujeto que actúa según los principios del placer. Ese que es hermoso, en su
estado original. Con quien sea. Heteróclito, sin eufemismos anquilosados,

atados a una definición de pasión, como simple referencia a un concepto de


permisibilidad admitido según los cánones establecidos para la sociedad en su
conjunto.

El día 8 de marzo de 2049, nací. Un hogar compuesto por diecisiete personas.

Incluidas mi padre y mi madre. Ella había nacido en Venezuela, treinta años


atrás. Mi padre, había nacido en Bello Horizonte, Brasil. Eran las cinco de la
tarde. Como era de esperarse, ante tal cantidad de personas en casa, la

estrechez, se erigía como limitante para el desarrollo de la familia. Al menos

en lo que este tiene de posibilidad en crecimiento con calidad. El mismo día de


mi nacimiento, enfrenté un problema demasiado complicado. Estaba en el

mismo cuarto de mamá y papá... Por lo mismo, no tenía espacio que me

permitiera asumir esa soledad que, en veces, es necesaria. Además, la vida

afectiva de los dos, era una continua exposición a mi veeduría. Como sujeto
proclive a la influencia del instinto. Ese que me ha recorrido durante tres

vidas. Un sujeto proclive al ensimismamiento, como efecto colateral a mi

tendencia a diluir mi vida en una sumatoria de hechos vandálicos. Una

presencia que me ha ubicado en condiciones de un rigor absoluto. He sido y,

tal parece que soy ahora, un hombre vinculado a las exacerbaciones físicas; en

lo que estas tienen de corroboración de ese insumo latente que reivindica, a

cada paso, una opción repetida. Sin otros referentes que la exhibición de una

tendencia perversa. En mí, lo sexual, no ha sido otra cosa que una continua
laceración espiritual. De mí y de quienes están en mi entorno inmediato.

He sido sujeto bandido todo el tiempo. Asimilado a construcciones de


inmensas expresiones dañinas. Veo, en cada mujer, un objetivo que instiga mis

compromisos primarios. Soy un sujeto condicionado por una opción


enfermiza. En la cual, quienes están en derredor, no tienen conmigo una

relación de libertad, de expresa posición transparente. En mí, la ética, no es


más que una ilusión torcida. El concepto de honestidad ha sido, en mí, una
postura vinculada conmigo mismo; con mis deseos. Porque valoro, la

perversión, sin acatamiento de referentes subsumidos en una noción de


moralidad sustentada en la regresión. Soy, aún, hombre condicionado por la
violencia. No he creído ni creo en la vida como posibilidad de actuar sin

condicionamientos. Lo mío ha sido y es una constante que remite a situaciones

unilaterales. Esas que han propiciado mi quehacer como realización que


vulnera. A cada paso. En cada momento y en cada periodo de tiempo.

No soy otra cosa que sujeto embadurnado de nostalgias que me convocan a la

rebeldía y a la venganza. Paso a paso, he deambulado por todos los territorios.

Sombríos. Antesala de mis expresiones lapidarias. Esas que subyugan el


espíritu y lo convierten en mera simulación ante los demás. Estoy aquí, ahora,

en un nuevo nacimiento. Que es el mismo. Como si cada día vertiera mi

obsesión por lacerar. El problema es que no quiero ser otro. Para mí, la

bondad, es una actitud equívoca. Que emerge como posibilidad insulsa. Para

mí, lo dinámico, es una estructura patética. No quiero ser diferente. Aún ahora,

cuando recién he vuelto a nacer, reivindico el derecho a hacer daño. Porque los

otros y las otras son una exterioridad que debe ser exterminada. Aspiro al

reinado de mí mismo. Solo. Como expresión de lo unidimensional. No creo en

lo colectivo. No quiero ser parte de ninguna sociedad. Soy yo mismo, ese que

no quiere ser aceptado. Una noria permanente. En una divagación perenne.


Eso me satisface. Ese es mi rol.

Un hogar que no quiero. Pero está ahí. Estoy ahí. El y ella son progenitores,
pero no los reconozco como opciones de cariño. Nunca he sentido eso. Ni

quiero sentirlo. Son expresiones grotescas. Eso de amarse y engendrar es


como volver a los vericuetos inquisidores que reclaman la ausencia de placer

como colateral de la preñez. Como si la animalidad que me acompaña tuviera


que ser registrada como insumo proscrito. De siempre ha habido esa

perspectiva. Todos los humanos reclaman una especie de tesitura ideológica.


Esa que, según los códigos de los moralistas, nos invita a sentir amor y a ser
amados. Una relación de pareja que se constituye un en un bodrio. Opción

insípida de la vida. Esta madre y este padre, son como todos y todas. Destilan
una viscosidad que llaman dulzura. Hacia mí. Yo los rechazo y los rechazaré

por siempre. Pretenden ungirse como íconos. Me ven como fruto del amor.

Como sujeto deseado a partir de ese ejercicio sexual que yo reivindico. Pero

no como prototipo de complementación. Lo mío es una opción animal. De


saciarse. Con quien sea y donde sea. Sin la permisibilidad. Yo he violentado.

Lo haré por siempre. Las mujeres que he agredido se lo merecían. Por el solo

hecho de ser mujeres. De estar predispuestas biológicamente para ser

avasalladas. Ese placer que he sentido, quiero repetirlo. Una de mis hermanas

me tienta. La he observado desnuda. A mis diez meses, la erección de mi

músculo es constante cuando la veo. Ariadna es mía. En sus cinco años ya es

toda una hembra. Añoro el momento en que la pueda montar. Lo haré. Pase lo

que pase. Como lo he hecho con otras.

La religiosidad es un dominio absorbente. De ella he heredado mi estrechez

conceptual. No sé qué arcano me convoca a sentir cierta tendencia a asumir lo


pecaminoso como herencia. Que me hastía y, en algunos momentos, me

angustia. Creo que catorce generaciones atrás era sujeto idólatra. Con una
visión de Dios asociada al altruismo y al esfuerzo por no pecar. Por ser

individuo atrayente, a partir de esa idolatría. Creo que lo que vivo actualmente
es una venganza. Una reparación para mí mismo Por lo mucho que sufrí al
lado de los tejedores hipócritas de ilusiones. Quiero vengarme aún más.

Aspiro a destruir esas asociaciones colectivas de conceptos que reclaman un


más allá diluido en éxtasis cada vez más cercano a la idea física de Dios. Yo
soy consciente de haber trasegado por diferentes vidas. Me esfuerzo por ser,

cada vez más, Jesús al revés. No quiero conducir a territorios de paz, sosiego y

descanso. Por el contrario, quiero ser un referente de maldad. En contravía de


esos aviesos conductores dogmáticos que insinúan corolarios, a manera de

amuletos. Como conclusiones de fraternidad. La Humanidad no puede ser

entendida como logro en desarrollo de la Naturaleza. Lo que creo es que

somos simples conglomerados que se han apropiado de los entornos.


Remitiendo a los otros seres animales a refugios que los sitúan como

inferiores. Con el pretexto de que somos superiores. No hay tal cosa. Nosotros

somos los inferiores. A excepción de quienes estamos llamados a liderar, en

contravía, el represo hacia la animalidad. Perseguir a las que están en celo.

Para dilapidar el tiempo. Esa medición que nos ha sido impuesta, como

insumo indispensable. Dilapidación que nos tiene que otorgar el derecho a ser

libres. Sin reconocer a los otros y a las otras. Ser si mismo. Violentando a

quienes no lo vean así.

Ese día 25 de diciembre, rapté a Ariadna. Cumplidos seis años, ya había

demostrado mi capacidad para horadar. Así ocurrió con India, la mujer que me
cuidaba. La cabalgué durante seis horas continuas. Apareció muerta en un

escampado cercano a la casa. Ariadna estaba bañándose. La seduje con mi


líquido viscoso. La inundé, hasta asfixiarla. Dejó de respirar. Aún así, la

cabalgué otras dos horas. Dejé impresa mi marca. Soy el más avezado de los
ruines. Siempre he querido serlo. Lo exhibo como trofeo. Como coto de caza.
He heredado esa capacidad. Soy, en vivo, lo que otros han tratado de ocultar

con enfermizas acciones denominadas generosidad. O lo que ha sido llamado


amor por los demás. Sigilosos sujetos que han engañado. Que han transitado
por el universo, con diferentes expresiones que remiten a lo mismo: mensajes

y rituales amorfos que pretenden señalar caminos obsoletos desde su

comienzo. Por lo mismo que remiten a establecer códigos de comportamiento


vinculados con la ética. Invento social que pretende equilibrio entre lo

colectivo y lo individual. Lo mío es individualidad perenne. No acato ninguna

norma que hable de tolerancia y de interacción compleja de por sí.

La elusión es mi convocante. Cuando abandoné la casa de padre y madre, lo


hice en búsqueda de otro territorio. Nunca supe si encontraron a Ariadna. Lo

cierto es que no los extraño. Estoy en un lugar inhóspito como a mí me agrada.

Porque interactúo con mis pares. Con aquellos y aquellas que renuevan, cada

día, el veto a lo societario. Nuestro paradigma es la exclusión. Uno a uno. No

nos percatamos de quien esté a nuestro lado. Porque hacerlo sería desdecir de

nuestro hilo conductor. Hacia el perfeccionamiento de nuestra técnica para

avizorar lo individual en cada recodo de la vida. Me siento inmerso en una

formación social primaria. Una especie de horda absoluta. He abandonado la

posibilidad de reconciliarme con la sociedad. Esta sociedad que es mera

expresión de la exégesis de la doble vida. Una figura en la que predomina el


doble juego. Con instituciones políticas que se han levantado a partir de

extirpar la libertad. De hecho yo no la reconozco sino para mí. No para los


otros y las otras. Soy arquetipo en esta sucesión de expresiones que han

cortado el vuelo a la dignidad. En donde se valida como cierta la ausencia del


decoro. Una sociedad en la que se han construido iconos que no se respetan.
Seres que fingen la solidaridad, la ternura y la paz. Pero que son, por siempre,

herederos de un poder que exhiben como justo. Como validación de hechos y


acciones que dañan. Que conducen a un escenario en el cual la verdad es la de
ellos. No la de los dominados. Por esto mismo, me considero hijo legítimo de

ese tipo de expresiones. No sé a qué viene el establecimiento de códigos y de

referentes, como centro del equilibrio social. Siendo, como es, la sociedad: un
artificio deliberado. Para ser aplicado a quienes son dominados. Un ejercicio

que se profundiza día a día. Y que yo reivindico, postulando un ideario de vida

ajeno a la persuasión. Soportado en la desorientación. Esa que imprime como

justo y como verdadero, la hegemonía de quienes han diseñado el modelo


político e ideológico. A manera de institución superestructural. Un tanto

aquello que se define como la base que condiciona a la ausencia de libertad.

Una figura parecida a la de Lukács, cuando describió las relaciones de

dominio como expresión compleja del dominio de clase.

Al volver, ese día, encontré a Ariadna inmolada. En casa no había nadie. Solo

ella. En el mismo sitio en que la dejé hace diez años. Todos se habían ido. No

encontré rastros de mi padre y de mi madre. Tal parece que habían

abandonado este espacio físico. De los otros hermanos y hermanas, no

quedaba ningún registro. Me instalé en el mismo cuarto en que estaba, inerte,

Ariadna. Allí dormí esa noche. Tuve un sueño extraño. Estaba con Isolina y
con Juliana, en un territorio desértico. A mi lado había un sinnúmero de niñas,

vestidas con trajes de color negro. Ululaban en mis oídos. Un sonido


profundo, que aumentaba con el paso del tiempo. Juliana me advertía algo.

Con su mirada hermosa. Isolina me requería. Como diciéndome: ¿dónde


estabas, cuando desapareció Demetrio, tu padre? Yo no atinaba ninguna
respuesta. Simplemente, me refugiaba en la coraza de mi yo como sujeto

dueño de mis acciones. Le expresé algo relacionado con mi odio por quienes
pretenden ser justos, equilibrados; libertarios. Esos que postulan, a cada paso,
la necesidad de una transformación. Hacia una sociedad igualitaria. Le decía:

Lo mío no es eso. Yo coadyuvé a su desaparición. Por eso mismo. Porque veía

en él un sujeto estereotipado. Un bastardo político. Que heredó triquiñuelas, a


manera de opciones metodológicas que pretenden demostrar que esta sociedad

está soportada en el dominio hegemónico de quienes poseen la riqueza. Ese

tipo de sujetos tienen que ser cuestionados y eliminados.

Lo mismo usted, Isolina. Lo mismo usted, Juliana. Hice matar a Demetrio. La


maté a usted y a su hija. La perseguí a usted y a Pedro Arenas. Porque eran

insoportables con sus discursos obsoletos. De libertad y de derechos. Porque,

en mí, cobra fuerza la limpieza social. La entronización de quienes no

reclamamos nada. Porque somos dueños absolutos de esa heredad en donde

cada quien es cada quien. Una selección natural que nos sitúa, a quienes no

reconocemos equilibrios, en dueños de nosotros mismos. Yo soy uno de ellos.

Soy una vertiente continua que irriga a quienes son como yo. Irrigación que

está soportada en la individualidad. Ajena a eufemismos circunstanciales que

postulan solidaridad. La solidaridad, en mí, es una expresión grotesca. Ya lo

he dicho antes y lo repito ahora.

Después las vi alejarse. A Juliana y a Isolina. A las niñas vestidas de negro. Un


color que me obnubila. Para mi es un desagrado. Los negros, son como las
mujeres. Inferiores. No racionalizan nada. Un cerebro que no trasciende más

allá que lo inmediato. Incapaces para construir opciones válidas. Tal vez por
esto, instigué a las fuerzas de control y exterminio para que actuaran en

Bojayá. Y en Caloto. Y en los Cabildos indígenas del Cauca. Expresé todo mi


odio a esas razas primarias. Hacia ese género que debe ser dominado. Que son,

para mí, solo sujetas de deseo. Que exacerban mis instintos. Ya, de por sí en
ese sueño, mi falo permaneció erecto. Cuando vi. a las niñas, a Isolina, a
Juliana. Erección que es única. Vertí inmensa cantidad de líquido. Un sueño en

otro sueño. Las monté a todas. Manipulé mi músculo inmenso. Cuando


desperté, estaba inundado. Mí pene seguía ahí. Como esperando otra visión.

De Juliana y de Isolina, desnudas. De las niñas que tenían su sexo destruido.

Me levanté. Otra vez vi. a Ariadna. Parecía dormida. No se había

descompuesto su cuerpo. Como en el relato de García Márquez, estaba


inmóvil. Incorruptible. Como diciéndome: aquí estoy. Para reclamar justicia.

Para condenarte a ti. Como sujeto vulnerador. Yo hice caso omiso de sus

expresiones. Salí a la calle. Caminé largo rato. Avenidas sombrías. Sin nadie

presente. Como si se hubieran evaporado los transeúntes. Solo estaba yo.

Caminé sin descansar. Al fin hallé a alguien. Una mujer muy joven. Estaba

parada en un sitio destinado para la espera de transporte. Negra, con un cuerpo

hermoso. La desnudé con mi mirada. Sus pezones erectos. Nadie los había

tocado. Un triángulo pélvico, cerrado. Con vellos blancos y negros.

Impenetrado. Me habló algo que no entendí. Solo se que, cuando traté de

asirla, desapareció. Como si lo visto hubiese sido simple visión enrarecida.

Después la volví a ver. Un callejón obscuro, como su piel. Me llamó con sus
ojos y con sus manos. Al entrar, para poseerla, sentí un intenso dolor en el
vientre. Una daga inmensa me penetró. No volví a despertar. Estaba muerto.

Susana había regresado. Estuvo con Sinisterra y con su padre en ciudad

Méjico. Viaje de negocios. Chiapas era para ellos una obsesión. Desde que el
Ejército Zapatista había irrumpido en la región; él y ella habían diseñado una

estrategia perversa, para apoderarse de la ideología del grupo social que estaba
allí instalado. El comandante Marcos había sido contactado por el padre de
Susana. Este sujeto, era intermediario. Desde su emigración forzada, de

Nicaragua y, luego de su breve paso por Montevideo, comunicó a su hija que


tenía un buen negocio en Méjico. La empresa de Sinisterra y Susana, había

crecido. Ya habían instalado, en todo Centroamérica, sucursales. Después del

éxito en Perú, Bolivia. Ante todo en este último, estuvieron algunos años, con

los cultivadores de coca. Con sus delegatarios, habían logrado penetrar el


movimiento de los cocaleros. Ganaron un espacio geográfico y político.

Sinisterra se había hecho socio de parte del negocio. Traficaba con la hoja.

Esto, a pesar de la expresión autóctona de los nativos; que siempre han

reivindicado a la coca como expresión cultural, ajena a la elaboración y tráfico

de sus derivados. Ya, en el pasado, sus antecesores, habían transitado por la

Paz y por Cochabamba. Cuando la COB y otros trabajadores urbanos,

alcanzaron una gran fortaleza política y gremial. Su movimiento alcanzó

dimensiones insospechadas. Hasta haber provocado el vacío de poder que


luego usufructuaron Lilia Gueiler y su colegas, respaldados por Sinisterra y su

grupo de colaboradores a nivel internacional.

Yo los recibí en el aeropuerto de Barranquilla. Me expresaron una sonrisa

forzada. Ya, de por sí, cuando recibí su mensaje, advirtiéndome de su llegada,


tuve la sensación de cierta posición utilitarista. Me informaban que requerían

mi presencia para que legalizara la entrada al país, de la mercancía adquirida


en Méjico. Unos documentales inéditos. Aparecían allí historias relacionadas
con los orígenes de la independencia. Con la misma secuela. Los mismos

rastros. Como en Colombia, en Ecuador, en Bolivia, en Chile. Situaciones no


resueltas para los nativos primarios. Aquellos que siempre han sufrido el
racismo. Unas etnias a las cuales se les han negado su derecho a ser lo que

son. A lo que han sido por milenios.

Es uno de esos periodos en los cuales me siento extraño. Como si la

solidaridad fuese mi compañía. Olvidando mi condición de rostro


impenetrable hacia toda exterioridad. Un día de reconciliación. Tal vez por las

ansias de venganza con Susana. Por su entrega a Sinisterra. Ese sujeto sin

méritos. Que no es otra cosa que individuo anodino. No sé porque Susana,


hizo mutación hacia él. Negarme a mí el liderazgo. Es como si se erigiera en

hembra puta. Al mejor postor. Tal vez por eso me convoqué, a mi mismo, para

diseñar una estrategia para matarlo.

Recorrimos la ciudad. Hasta su refugio. Ese e edificio inhóspito, gris. A la

medida de la puta y el enemigo. No soporto la visión de Sinisterra encima de

Susana. No se si ella olvidó mis recorridos por su cuerpo. Llegándole a los


sitios en los cuales yo hacía énfasis y que la estremecían de placer. Sinisterra,

zángano absoluto. Impotente que solo logra penetrar. Y no más. Sin

imaginación. Sin recursos.

Invité a Sinisterra para descendiera primero. Con una genuflexión


convincente. Ese era el momento y la señal. El lugarteniente de Pánfilo abordó

a Sinisterra y desenrrajó dos disparos a la cabeza del maldito usurpador. Murió


instantáneamente. Susana sollozó. Expresó un dolor inmenso. La odié más. Se
profundizó mi repudio ante esa puta. Insté al sicario para que la matara

también a ella. Este accedió. Disparó en el frontal de Susana. Cayó


pesadamente. Me escapé del lugar, aprovechando el desconcierto de los

curiosos que observaban los cuerpos inertes.


Dos días después escapé por la frontera del Pacífico. Hacia Panamá. Llegué a
la capital, en la noche. Me instalé en un cuarto tétrico. Húmedo. Sin luz.

Maloliente. Pero seguro. Ya había hecho esto, en el pasado. Cuando entregué


en manos de los controladores a Demetrio. Lo mismo cuando maté a Isolina y

a su hija. Un refugio repetido.

Desperté. Sentí, profundamente, que lo pasado no hubiese sido una realidad.

Sinisterra seguía vivo. Susana también.

Tres meses después, arribé a Santiago de Chile. Justo el día en que Allende

murió. Un trajín azaroso. Calles en soledad. Tanques y soldados en patrullaje

constante. Conocía, de tiempo atrás, a Saúl Tapias. Organizador de masacres.

Como Pánfilo. Había concertado con él un encuentro. Cerca al Estadio

Nacional. Donde murió Víctor Jara.

La concertación para la muerte del comunista, se había realizado tres meses

atrás. Con participación de un representante del Imperio. Porque, en lenguaje


de Mr. X., nuestro rol consiste en prevenir. Conociendo, como lo conozco, a

Allende; con sus expresiones verbales coherentes posó siempre como defensor

de los derechos que acompañan a los pobres. Pero, en lo más íntimo de sus
aspiraciones, estuvo la confabulación para acceder al poder por la vía de

Diecinueve (Matando en silencio)

Viviendo como he vivido en el tiempo; he originado un tipo de vida muy


parecido a lo que fuimos en otro tiempo. Como señuelo convencido de lo que
es en sí. Trajinado por miles de hombres puestos en devenir continuo. Con los

pasos suyos enlagunados en lo que pudiera llamarse camino enjuto. Y, siendo


lo mismo, después de haber surtido todos los decires, en plenitud. Y, como
sumiso vértigo, me encuentro embelesado con mi yo. Como creyéndome

sujeto proclamado al comienzo del universo y de la vida en él. O, lo que es lo


mismo, sujeto de mil voces y mil pasos y mil figuras. Todas envueltas en lo

sucinto. Sin ampliaciones vertebradas. Como simple hechura compleja, más

no profunda en lo que hace al compromiso con los otros y con las otras.

Esto que digo, es tanto como pretender descifrar el algoritmo de las


pretensiones. Como si, estas, pudiesen ser lanzadas al vuelo ignoto. Sin lugar y

sin sombra. Más bien como concreción cerrada, inoperante. Eso era yo,

entonces, cuando conocí a Mayra Cifuentes Pelayo. Nos habíamos visto antes

en El Camellón. Barrio muy parecido a lo que son las hilaturas de toda vida

compartida, colectiva. Con grandes calles abiertas a lo que se pudiera llamar

opciones de propuestas. Casitas como puestas ahí, al garete. Un viento, su

propio viento, soplando el polvo de los caminos, como dice la canción.

Todas las puertas abiertas, convocantes. Ansiosas de ver entrar a alguien. Así

fuese el tormento de bandidos manifiestos. Un historial de vida, venido desde


antes de ser sujetos. Y los zaguanes impropios. Por lo mismo que fueron

hechos al basto. Finitos esbozos de lo que se da, ahora, en llamar el cuerpo de


la cosa en sí. Sin entrar a la discrecionalidad de la palabra hecha por los
vencidos. Palabra seca, no protocolaria. Pero si dubitativa. En la lógica

Hegeliana improvisada. De aquí y de allá. Moldeada en compartimentos


estancos. Sin color y sin vida. Solo en el transitar de sus habitantes. En la

noche y en el día.

Y sí que Mayra se hizo vida en plenitud, a partir de haber sido, antes, la novia
del barrio. Tanto como entender que todos la mirábamos con la esperanza
puesta en ver su cuerpo desnudo. Para hacer mucho más preciso el

enamoramiento. Su tersura de piel convocante. Sus piernas absolutas. Con un


vuelo de pechos impecables. Y, la imaginación volaba en todos. Así fuera en la

noche o en el día, en cualquier hora. Con ese verla pasar en contoneo rojizo.

Su historia, la de Mayra, venía como recuerdo habido en todo tiempo y lugar.

En danzantes hechos de vida. Nacida en Valparaíso. De madre y padre ceñidos


a lo mínimo permitido. En legendarias brechas y surcos. Caminos impávidos.

La escuelita como santuario de los saberes que no fueron para ella. Por lo

mismo que, siendo mujer, no era sujeta de posibilidades distinta a la de ser

soledad en casa. En los trajines propios. En ese tipo de deberes que le

permitieron.

Yo la amaba. En ese silencio hermoso que discurre cuando pasa su cuerpo. Y


que, para mí, era como si pasara la vida en ella. Soñando que soñando con

ella. Viéndola en el parquecito. O en la calle hecha de polvo. Pero que, con

ella, resurgía en cualquier tiempo. Recuerdo ese día en que la vi abrazada a


Miguel Rubiano. Muchacho entrañable. De buen cuerpo y de mirada

aspaventosa. Con sus ojos color café límpido. Casi sublime. Y la saludé a ella
y lo saludé a él. Tratando de disimular mi tristeza inmensa. Como dándole a
eso de retorcer la vida, hasta la asfixia casi.

Ya, en la noche de ese mismo día, en medio de una intranquilidad crecida, me

di al sueño. Tratando de rescatarla. O de robarla. Diciéndole a Miguelito que


me permitiera compartirla. Y salí a la calle. Y lo busqué y la busqué. Y con el

fierro mío hecho lanza lacerante, dolorosa, la maté y lo maté. Me fui yendo en
el mismo silencio. La última mirada de mi Mayra, fue para Miguelito amante.

Pánfilo Castaño, nació en un hogar en el cual había seis hermanos. Raquel, su

madre era una mujer relativamente joven. Había conocido a Pánfilo, padre, en

Puerto Boyacá. Un hombre contrahecho. Una joroba inmensa lo acompañaba.


De profesión vendedor y comprador de cachivaches. Decidió vivir con él;

desde su primer embarazo. Ella reconocía que el único atributo de Pánfilo era

su capacidad para satisfacerla. Un músculo inmenso y en continua necesidad


de horadar. Ella explotaba, solo con verlo y palparlo. Así, con ese referente

como base, tuvo siete hijos.

Al nacer Pánfilo, hijo, su padre estaba en Puerto Boyacá. Ejerciendo sus

labores como cachivachero. Además de sus funciones como hombre

insaciable. Se dice que había violado a una niña de diez años; la cual quedó

embarazada y que tuvo un hijo en el hospital de Puerto Berrio. Que, por esto,
la madre y el padre de la niña la habían expulsado de la casa. Y, también, que

la niña había sido recogida y cuidada por una pareja que vivía en el Puerto.

De ser así, no sería el primer caso de violación endilgable a Pánfilo. Ya, en

otras ocasiones, se había conocido de algunos casos más. Sin embargo, nunca
fue requerido por esto. Como si su entorno estuviera adormecido. Como si ese

tipo de vulneración no tuviese ningún doliente. Solo ellas, las niñas, con su
dolor y con la amargura que produce el estar inmersas en la pérdida de su
infancia. De frente a una sociedad que asume esto como cotidiano, sin ninguna

expresión de repudio.

El hogar de Pánfilo, en un proceso de descomposición acelerado. Un escenario


en donde cada quien asume un rol relacionado con ese proceso. Sus seis
hermanos, herederos de los principios aviesos del padre. Una madre que era

subyugada por sus propias convicciones. Siendo ella un referente confuso.

Porque Raquel, mujer de simplezas y de ansiedades. Como esa de estar


buscando la felicidad en un universo que otorga el derecho a su placer

inequívoco. Añorando a su Pánfilo a cada rato. Buscando saciar sus ganas

perennes. De hecho, cuando estuvo en Puerto Berrio, durante uno de sus viajes

para visitar a su sediento Jorobado, conoció a Santiago. Hombre sin joroba,


pero dueño de principios similares al jorobado. Con él ejerció lo mismo que

con Pánfilo. La diferencia estaba en las sutilezas. Santiago la obnubilaba con

sus palabras tipo. Le susurraba nimiedades a su oído. Poseedor de un falo

continuamente erguido, como el de su Pánfilo. Santiago la hacía llorar y gritar

de gozo. Nunca acabado. A cada instante. Compartía con los dos su

desenfrenada necesidad de ser penetrada. Hizo cuentas y concluyó que hubo

dos hijos con Santiago. Pitágoras y Adrián. Los obsequió a dos familias. Sin

trámites, solo con su visto bueno. Sin rastros y sin remordimientos.

Los seis hermanos fueron decidiendo, cada uno, su rol. Vendedores de

perversiones. Cada quien es cada quien. Se les conocía como la banda de los
Pánfilos. Devastadores. Hacían suyos lo de los demás. Una banda tenebrosa.

Mataban por placer…o por encargo. Uno de ellos poseyó a Raquel, ella lo
quiso así. Porque vio en su músculo horadador, el tamaño del de su Pánfilo. Lo

hacían a cada rato. Un ejercicio sistemático. Lo mismo, erección continua,


receptáculo continuo. Sin importar hora ni lugar. Todos, en casa lo sabían. Ella
nunca lo negó. Porque lo suyo era eso. Placer a cada momento. Raquel de

todos y de nadie. Heterodoxa constante. Solo le importaba eso y nada más.

Pánfilo, hijo, fue creciendo. Se vinculó con grupos que hacían de la vida, una
postal para enmarcar. Asesinatos, robos e inveterados alumnos de quienes
ofrecían tácticas de exterminio. Él estuvo como aprendiz con su maestro

Klein, judío que enseñaba técnicas para matar y permanecer insensible a las
consecuencias.

Muchas experiencias. Aprendió a identificar objetivos, a hacer seguimientos.

A seleccionar víctimas. Todo en un solo paquete. Recorrió todo el país

practicando lo aprendido. Asesor de quien lo necesitara. Realizador de


acciones por encargo. Fue creciendo en importancia. Una experiencia tras otra;

lo consolidaban como sujeto imprescindible. De confianza de los patronos.

Fue creciendo en dinero. A través del negocio de sus jefes. Cada encargo y

cada ejecución lo hacían más importante. Estuvo en Medellín en 1986,

entrenando aspirantes a ejecutores directos. De hecho, allí, ese año, se

conocieron los resultados. En la carretera a Villavicencio tuvo discípulos

aventajados. En Bogotá tejió redes y concluyó encargos. Lo mismo en Soacha,

en 1989.

Pánfilo conoció a Maritza, un día 4 de julio. Ella estaba en el funeral de


Ambrosio. Un conocido suyo desde la infancia. Amigo de ella y de su

hermano Samuel. Hombre vinculado a la trata de etnias. Esa empresa crecía


día a día. Cuando lo mataron, se tejió la versión en el sentido de que había sido
orden de Sinisterra, uno de los secuaces con más recorrido en ese negocio.

Supervisor en el país. Verificador de códigos y de determinaciones. Su aval era


necesario para justificar cualquier acción. Pánfilo estuvo allí, como veedor de

la tarea cumplida. Como su interventor.

Maritza, mujer de unos 25 años. Poseedora de un cuerpo atrayente.


Exuberante. Su padre, Santiago, la había reservado siempre para ocasiones
particulares, importantes. La probó y la entregó a quien la necesitara. Ella era

digna de su padre. Insaciable. No le importaba nada que no estuviera


relacionado con su condición de hembra otorgadora de placer. Tampoco le

importaba su pasado. Cuando sació a su padre. Cuando conoció que su madre

Rosa Eugenia andaba por ahí, prodigándose a quien la necesitara. A

Verdaguer, a Santiago, al Jorobado, a Tapia, a Ismael, etc. No tenía escrúpulos,


Maritza. Lo que ha de ser que sea, su consigna.

Conversaron un rato. Pánfilo la había abordado. Se dijeron palabras

cautivadoras. Ya ella había advertido el tamaño del músculo bajo su bragueta.

Este quería salirse de su contenedor. Él, también, había advertido la ranura de

Maritza. Su tamaño y su ancho no podían ser ocultados por el pantalón que

llevaba puesto. Era como un trofeo exhibido en blanco y negro.

Fueron a casa de ella. Una habitación estrecha. Pánfilo expresó, sin pensarlo,

“tienes que mudarte de esta estreches. Puedo pagarte la amplitud que quieras”.

Fueron a lo suyo. Maritza le mostró lo que él ya prefiguraba. Un cuerpo bien


hecho. Un pubis y unos pezones hermosos y provocadores. Una ranura ancha;

pero unas paredes que parecían no inauguradas. Una y otra vez. Sin pausa. Ni
él ni ella se rendían. Solo el afán de cumplir dos citas contraídas previamente

por Pánfilo, puso fin a su trajín. Le dejó dinero para lo que necesitara, con la
advertencia de que debía cambiar de domicilio. Donde sea y al precio que sea.

Me avisas, dijo al salir. Lo urgía la supervisión de un encargo que le había


hecho a dos de sus hermanos, en la Universidad de la República y en un barrio
de la periferia.

Volvieron a verse tres días después. En la ciudad había revuelo por sucesivas

muertes violentas. Todas con un modus operandi similar. Dos hombres al

acecho, baleaban a las víctimas. Sin ninguna pista, decían las autoridades.

Maritza estaba con su hermano Samuel. Ya este conocía a Pánfilo. Habían


realizado algunas actividades juntas. Una de ellas, tal vez la fundamental, tuvo

que ver con una sesión de entrenamiento, en Puerto Boyacá, impartido por un

ciudadano israelí. Una reunión amplia. Forjadora de futuros acechantes de

enemigos del orden. Particularmente de aquellos y aquellas que postulaban

opciones en contravía de lo ya establecido, como doctrina y como realización.

Samuel había llegado dos días antes. Ya había realizado con Maritza un

ejercicio pleno que conocían de memoria. Desde su infancia, se tocaban, sus

respectivas zonas. Hoy, una vez llegó, Samuel abordo a su hermana. La hizo

sucumbir con sus conocimientos acerca de acceder a lugares del cuerpo que
hacían explotar. Estuvieron una y otra vez, por dos horas.

Cuando Pánfilo entró, percibió el olor a sexo. No dijo nada. Porque él no tenía
reparos en eso de poseer. Para él era válido cualquier momento y cualquier

mujer. Su experiencia era muy vasta. Con mujeres comprometidas y


ensayadas. Y con mujeres de primera vez. Unas y otras, por la fuerza si era

necesario. Era un individuo que sabía complacer. Era consciente de que su asta
daba para todo. Nunca se veía fláccida. Una erección de mil momentos. Era su
estado natural. Era consciente de ello y se alegraba de que así fuera.

Saludó a su par, Samuel. Este se retiró de allí inmediatamente. Pánfilo le dijo a

Maritza que venía cargado. La ansiedad de los dos trabajos realizados, le


causaron una erección fuera de la normal. Estaba ávido de montar. Maritza se
entregó. Como si fuera la primera vez. Pedía más y más. Pánfilo le daba lo que

pedía. Su erección crecía y crecía. De nunca acabar. La avasalló más de diez


veces. Como en el primer día; solo suspendió la prueba de resistencia, cuando

llamaron a la puerta. Era su madre Raquel. Venía por la dádiva que le había

prometido Pánfilo, su hijo. Ella también olió el entorno. Supo que allí se

habían realizado, por lo menos dos, ejercicios. Para ella no era novedad.
Incluso, se acordó de, cuando su hijo la penetró, a sus quince años. Quisiera

haber retenido ese momento y ese músculo.

Maritza se incorporó de la cama. Había quedado a medio camino, en la

onceava vez. Acechó a Pánfilo y a su madre. Ella intuyó que habían sido

amantes. Por esas condiciones que tienen las mujeres de intuir cualquier

movimiento sexual que no fuera con ella. Pánfilo acompañó a Raquel, hasta la

puerta. Se despidieron sin más. Pánfilo regresó adonde Maritza. Ella estaba

adormilada, más no cansada. Concluyeron lo que dejaron iniciado. Durmieron

largo rato. Ya era de noche, cuando Pánfilo pidió cena a domicilio. Tan

abundante fue la cena; que Maritza le insinuó a Pánfilo la posibilidad de


guardar las sobras, para cuando volviera su madre, Raquel. El accedió.

Pánfilo salió. Fue a visitar a su medio hermano, Pitágoras. Le había


conseguido un domicilio en la ciudad. Había realizado con él todo lo

imaginable. Se surtía de placer con él. Pitágoras era amante de todos los
hombres. Pánfilo ya lo sabía. Pero, como con Maritza, no le preocupa.

Simplemente, le exigía atenderlo cuando él lo necesitara. Llegó con ganas.


Ordenó a Pitágoras que se desvistiera. Él hizo lo propio. Lo tuvo hasta la

madrugada. Un avasallamiento sin límites. Una y otra vez. Su falo estaba


como si nada hubiera sucedido. Pitágoras estaba exhausto. Sin embargo,
Pánfilo no acababa. Una y otra vez. Su músculo seguía erguido. Cuando

Pitágoras le expresó que no podía más, Pánfilo lo golpeó con fuerza. Sus
puños eran de hierro. Lo dejó allí, lacerado, casi muerto.

…Cuando Pánfilo se despertó, ya Maritza estaba en pie. Le dijo: dormiste mal.

Gritabas a cada momento. Mencionabas a Pitágoras. Lo insultabas. Le decías:

¡más, más; hombre de todos. Marica vergonzante ¡

Pánfilo salió, como si nada hubiera pasado. Como si nada hubiera escuchado.

Se dirigió al sur de la ciudad. Había concertado una cita de verificación con

Samuel. Lo amaba. Ya se lo había manifestado varias veces. En principio,

Samuel, resistió. Sin embargo, al cabo del tiempo, sucumbió. Este Pánfilo es

ineludible. Era asfixiante. Se recorrieron los cuerpos antes de hablar del

asunto. Una vez Pánfilo. Otra vez él. Montaban y montaban.

Hablaron de los trabajos realizados durante el día. Confirmadas las muertes de

Juliana, Isolina y Pedro. Todo un hito, en relación con el grado de dificultad de

las acciones. Samuel le expresó que era una trama bien realizada. Su
perspectiva no lo era menos. Acechar a sus contradictores. Ya estaba

programado lo sucesivo. Hombres y mujeres que debían morir. Como


escarmiento y como novedad. Un ensayo continuo que no podía prescribir. Por

el contrario; debía prolongarse por el tiempo que fuera necesario. Pánfilo le


pidió más a Samuel. Este estaba saturado. Pero tuvo fuerzas para otorgar lo
que pedía Pánfilo. Lo recibió dos veces más. Quedó dormido, vapuleado por el

cansancio. Cuando Pánfilo salió, fue abordado por dos hombres que lo
hicieron subir a su auto. Pánfilo apareció muerto en un escampado de la
ciudad. Así lo informaron los medios.

Veinte (Esos recuerdos lóbregos)

Susana Amézquita, tenía nueve años; cuando su madre marchó. Nunca se supo

el motivo ni el destino. Un padre Itinerante. De aquí y de allá. Sirvió como

portador de opciones políticas. Se dice que estuvo inmerso en mil variantes del
ejercicio de hilo conductor a través de todo el continente. Un sujeto bárbaro, a

la hora de fijar sus principios y convicciones. Trató a su hija como surtidora.

Ella lo había localizado, cada vez, en escenarios diferentes. Un tipo que sabía

hacerse en los lugares necesarios para desarrollar su rol como señor de mil y

una informaciones. Nómada perverso. Estuvo en todos los lugares. Cada que

era requerido, aparecía como fantasma. La democracia era, para él, un

ejercicio, cuando menos, inocuo. No era sujeto de aspavientos. Lo que hacía,

lo hacía con absoluta certeza. Esto le permitió cautivar a diferentes personajes.


Jefes de gobierno y confabuladores. Esos eran sus objetivos. Aun ahora,

recuerda su tránsito por Centroamérica. Y por algunos países del Cono Sur.

Perdulario siempre. Tejiendo, aquí y allá, falacias. Que le permitían todo tipo
de benevolencias para actuar.

Susana lo conocía. Para ella había sido difícil entender esta dinámica. Pero, de

hecho, no solo se acostumbró; sino que heredó el don de la palabra. Para


construir argucias. Para acomodarse a cualquier circunstancia.

Cuando conoció a Samuel, estaba bordeando los quince años. Él tenía 16.
Cada viernes se encontraban, en la noche. Disfrutaban del placer que otorga el

sexo. De una y mil maneras. Como quienes descubren el quehacer y lo


prolongan.
Susana no amaba a Samuel. Era insípido, a veces, No tenía continuidad.
Además, era un sujeto extraño. A veces le decía que exploraran más allá. Le

indicaba una posición bocabajo. Él encima. Hasta que ella no resistió más. Le
dijo que ese tipo de posición no le agradaba. Que dolía mucho y, además, no

estaba hecha para eso. Lo suyo era la ortodoxia; por donde lo hacen todas las

parejas. Hasta ese día estuvieron juntos. Lo demás, fueron meras

aproximaciones. Como amantes que habían sido. Pero no más.

Susana se vinculó a una empresa. Un negocio extraño, en comienzo, pero

después se habituó. Una comercialización de etnias y de sus culturas. Un

engranaje a nivel internacional. Con sucursales en casi todas las ciudades

capitales de países en Europa, Asia y África. Era un procedimiento entre sutil

y abierto. Una aplicación nada compleja, del lenguaje inherente a la

globalización. Porque, sin esto, los pueblos no serían pueblos, ni sus culturas

serían culturas. Un discurso engañoso.

Procedimientos bárbaros, aquellos. Un traslado de culturas, a la manera de un

intercambio. Inmigrantes que sufrían los rigores de autoridades que, por un


lado auspiciaban esos procedimientos y que, mañana, hacían aparecer su

ejercicio de autoridad; como algo pulcro, sin ningún tipo de conciliación.


Discursos onerosos que contribuían a la caracterización de nuestros países
como orientadores, sin fin, de opciones para el enriquecimiento.

Samuel se vinculó después. El mismo día en que Nicolás Sinisterra fue

designado como supervisor general de la empresa. Este tipo, Sinisterra, si que


era abominable. Con un rictus en su boca que causaba profundo fastidio; por

lo mismo que era agresivo. Ojos escrutadores. hacia las mujeres, con un tono
lascivo. En principio me apartaba de él y conversaba con Samuel. Sinisterra se
dio cuenta de mis argucias y, entonces, conminó a Samuel para que

permaneciera en el depósito de exportaciones e importaciones. Un trabajo


durísimo; ya que le correspondía realizar inventarios periódicos. A su vez,

cotejar los resultados con las bitácoras existentes en la compañía. Le asignaron

un auxiliar un tanto torpe, Jerónimo. Este se acomodó a las circunstancias, con

Samuel como guía. Un trabajo dispendioso. Se trataba de inventariar el


contenido de cajas que llegaban de diferentes partes del país y, de Europa,

Asia y África. Samuel, le manifestó a Susana algunas inquietudes al respecto.

Esta hizo caso omiso de las mismas. Samuel, nunca más, volvió a manifestarle

algo al respecto.

Entretanto, Las relaciones entre Susana y Samuel se fueron deteriorando.

Samuel sentía celos por la cercanía entre Sinisterra y ella. De por sí, Susana,

era abierta, circunstancial. No la arrobaban los comentarios de los demás. En

el caso particular de Samuel lo desechaba como resentido.

Entre Sinisterra y Susana, fue creciendo una interacción sexuada. Ella y él


eran expertos en eso de otorgarse a cada momento. La esposa de Sinisterra era,

para él, sujeto distante y frío. Con Susana sentía placer con solo mirarla e
imaginar sus pechos al desnudo. Imaginar la joya que llevaba entre sus
piernas. Soñaba con montarla. A cada noche. No podía dormir, hasta no

manipular su pene, con la figura de Susana como referente. Una y otra vez;
hasta vaciarse en cantidades enormes. Las sábanas daban cuenta de ello.

Cuando su esposa le requería por esas manchas que dejaba cada noche;
Sinisterra le respondía que era consecuencia de una fijación con respecto a

ella; ya que no podía tenerla debido a las hemorragias continuas que sufría.
Susana tenía precio. No simbólico. Realmente disfrutaba de los ofrecimientos
de Sinisterra. Obsequios diversos que colmaban su vanidad. Desde vestidos de

marca, hasta chocolates importados, los garotos de Brasil. .Se sentía halagada
constantemente. Además, como propuesta de Sinisterra a la gerencia, la

nombraron su asesora. Un sueldo más representativo y unas ínfulas derivadas

de ello. Hasta que no pudo más. Se entregó a Sinisterra en el mismo local de

la empresa. Un mediodía, mientras el personal disfrutaba de su descanso para


el almuerzo; se tumbaron sin ningún recato. Rodaron por la alfombra;

destrozaron sillas en su ajetreo que duró cerca de dos horas.

Susana lamentó, después, no haberle exigido preservativo a Sinisterra. Porque,

desde ese mismo día quedó preñada. Le habló a Sinisterra al respecto. La

respuesta de este fue perentoria: es tu problema. Claro que puedes contar con

mi aporte económico cuando lo necesites. Pero el hijo o hija será tuyo o tuya,

no míos. A pesar de la respuesta, Susana siguió explorando con Sinisterra. Dos

veces por semana. Siempre al mediodía. Desde la primera vez, Jerónimo los

observó desde lejos, aprovechando una grieta que había sido inadvertida,

durante mucho tiempo. El chico se sentía trastornado. No quería a las mujeres;


sentía gran excitación, viendo el palo erguido de Sinisterra y su sincronía para

forcejear con Susana. Siempre, a partir de ahí, quiso ser él el que soportara esa
maniobra, de la sincronía de Sinisterra. Con Samuel, a pesar de su fuerza, no

era lo mismo. No sentía mucho placer. Los movimientos de Samuel eran


torpes y permanecía mudo mientras lo poseía. Ninguna caricia; ninguna
palabra motivadora que delatara su amor por él. Se hizo la promesa de lograr

que Sinisterra hiciera con él, lo mismo que con Susana. Soñaba con eso.
Despertaba en la madrugada, cautivado por la imagen de Sinisterra con su
músculo erguido y llamándolo.

La madre de Susana, había trasegado por mil mundos. Una mujer altiva. Con

una inmensa pasión por lo espiritual. Mientras vivió con el padre de Susana y

de Josefina, le enseñó un ritual complejo, antes de ser penetrada. Un sortilegio


extraño. Por lo menos no era común. Se trataba de danzar desnudos y luego

meditar durante largo rato. Ella decía que así se expulsaban malquerencias que

la acechaban a ella y que, suponía, lo acechaban a él. Una vez concluida


jornada. Invitaba a su macho, para que la montara. Pero, previamente, se

vendaba los ojos. No es conveniente, le decía, verte la cara con esos gestos

acezantes.

Un día cualquiera, Rafaela, salió de casa y nunca más regresó. No se supo de

ella. Había algunas versiones que la localizaban en Manaos. Pero esta versión

nunca pudo ser confirmada. Lo cierto es que, en ausencia de Rafaela, Josefina


satisfizo al padre. Siempre había soñado con esto. Ser amante del padre. Como

rodeo teórico que invierte la opción edípica. Josefina nunca quiso a su madre.

La odiaba por poseer a su padre. Muchas noches estuvo atisbando el ritual.


Abría sus piernas y seguía el ritmo de ella y el de él. Un orgasmo provocado, a

distancia. Después, la absorbía el sueño, dormía sonriendo. Con sus dedos en


su abertura; entrando y saliendo. Con la imagen de su padre sobre ella y no
sobre su madre. Así se mantuvo hasta los 16 años; Hasta que conoció al negro

Burbano. Sucedió un día que estaba en casa de Silvia, su amiga de siempre.


Burbano entró, sin saludarla. Le dijo a Silvia que quería estar solo con ella.

Josefina salió. La había impactado el cuerpo de ese negro. Imaginaba la


largueza de su miembro; a partir de lo que podía observar en su bragueta.
Esperó largo tiempo, hasta que Burbano salió. Lo abordó. Le dijo que
necesitaba hablar con él. Lo llevó a su casa. Una vez allí, se desnudó delante

de él, se acostó en la cama y abrió sus piernas, insinuándoles a Burbano que la


montara. Él era un hombre de constantes experiencias sexuales. Hombre de

grandes batallas. Siempre había sido admirado por las mujeres, que veían él,

un ejemplar inagotable. Entre sí, ellas, hablaban de sus montadas. Sin pausa,

hasta cinco o seis veces. Casi siempre las dejaba exhaustas, mientras él seguía
con su asta erguida.

Burbano avasalló a Josefina. Tres veces la inundó; hasta que ella no resistió

más. Se quedó dormida. Burbano salió por donde había entrado.

Josefina le relató a Susana su entrega. Eran buenas amigas. Susana preguntó si

Burbano había utilizado preservativo. Josefina, dijo que no. Susana le advirtió:

ahora debes estar preñada. Dime donde vive ese tipo, para obligarlo a regresar
donde ti.

No sé dónde vive, respondió Josefina. Lo único que se es que frecuenta a

Silvia. Son amantes desde mucho tiempo atrás.

Silvia recibió a Susana, un tanto sorprendida. Nunca la había visitado. Sin

embargo la invitó a seguir. Hablaron en el cuarto que Silvia destinaba para sus
escarceos con Burbano. Después de escuchar la versión de Susana, Silvia dijo:

cada quien vive sus propios placeres. Cada quien asume las consecuencias.
Esto lo tradujo Susana; en términos de que a Silvia no le importaba lo que
hubiera su cedido entre Burbano y Josefina, a pesar de su minoría de edad.

Josefina y Susana, se acompañaron en la preñez casi simultánea. El padre, al

conocer el estado de las dos, abandonó el hogar; no sin antes vilipendiarlas.


Las acusó de ser putas perras que le abren las piernas a cualquiera. No quiso
saber nada de ellas, desde ese momento.

Transcurrió el tempo para las dos gestantes. Entretanto, Susana se le entregaba

a Sinisterra, sin importarle el crecimiento de su vientre. Susana era incansable.


Aun a riesgo de perder a su hijo, ensayaba con Nicolás un gran número de

posiciones diferentes. Lo suyo era un eterno ejercicio erótico, sin límites.

Jerónimo, había cumplido su promesa. Se presentó donde Sinisterra; un día

festivo en que la empresa no tuvo actividades. Le dijo: patrón he venido

porque necesito confesarle algo. Estoy enamorado de usted. Quiero ser suyo,

todos los días; donde usted quiera y a la hora que quiera.

Ese día, Sinisterra inauguró su otra opción. Le sugirió a Jerónimo que se

desvistiera. Luego, desabrochó su bragueta y montó en él. Jerónimo sintió el

placer de ser penetrado por un falo tan inmenso. Le hurgaba las entrañas.

Alejó de si el dolor, gritando más, más, patroncito. Sinisterra lo hizo una y otra
vez. Hasta que Jerónimo empezó a sangrar. Una hemorragia inmensa. No

sirvieron los algodones, las gasas y los trapos que utilizó Nicolás. Era un

torrente inagotable.

Allí mismo murió Jerónimo. El problema para Sinisterra fue mayúsculo.

Llamó al asesor jurídico de la empresa. Este lo advirtió de las consecuencias


jurídicas del caso. Porque no valía la pena mentir; ya que la cotejación del
ADN o, una simple muestra de semen, lo haría vulnerable; por no decir que

responsable de manera directa.

Le propuso deshacerse del cadáver. Primero, encerrándolo en el cuarto que


queda cerca de la bodega principal. Allí no entraba nadie sin ser autorizado y
sin tener la clave de acceso. Después, aprovecharían el vehículo que reparte

mercancías, para tirarlo en cualquier escampado.

Diez días después, el cuerpo de Jerónimo fue encontrado y reportado como


occiso que había sido violado días antes y que había sido reportado como

desaparecido.

Para Samuel, la noticia, significó un dolor inmenso. Porque Jerónimo era su

vida. Lo amaba profundamente. Cada día, al lado suyo, fue una experiencia

hermosa. Para no hablar de los momentos en que recorrían sus cuerpos. A

pesar de cierta indiferencia por parte de Jerónimo, Samuel lo sentía como

amante que sabía otorgar placer sin límites.

Susana sospechó de Sinisterra. Era como una percepción constante. Como

cuando alguien siente que quien está consigo; tiene un secreto. Como un

viento frío que causa escozor; que penetra todo el cuerpo y obliga a sentir
miedo. La sospecha, se incrementó, cuando Susana observó manchas en el

tapete. Sangre y semen. Ella conocía de esas texturas, desde su lejana infancia,

cuando fue violada por su padre. Allí, ella sangró de manera abundante y su
padre se vacío cien veces sobre ella.

Sin embargo, calló. No estaba dentro de sus propósitos un juicio de

responsabilidades. Entre otras cosas, porque Sinisterra era el padre de su hijo,


aunque él no lo quisiera. Además, porque, las ganancias de la empresa
dependían de él; como sujeto que mueve el negocio; a partir de sus contactos

en el exterior y en el interior, a través de su amigo, el hermano del Ministro


del Interior y de Justicia.
El registro de la muerte de Jerónimo, cumplió su ciclo. Fue caso olvidado, a
pesar de las conjeturas de Samuel, que veía en la muerte de su Jerónimo, un

asesinato con responsable cercano; ahí mismo en la empresa. Pero todo, en él,
eran suposiciones y nunca evidencias demostrables.

Susana llamó a su hijo, Daniel. Josefina, llamó a su hija Isadora. Las dos,

Susana y Josefina, se arrepentían del paso que habían dado. Era un pago

demasiado grande por el placer sentido. Cierta rabia con su hijo y con su hija.
Daniel e Isadora crecieron, en el contexto del resentimiento. Una y la otra, una

amargura extrema que las obligaba a un continuo ejercicio de desdoblamiento,

mostrando hacia fuera una satisfacción absoluta. Siendo, en su interior, una

angustia reprimida. No querer ser madres era el soporte de su quehacer

inmediato.

La vida de Silvia siempre fue extraña. Una mujer con infancia sometida a unos
rigores infames. Una madre deambulando por aquí y por allá. Con un registro

histórico de ineludibles visos de descompensación. Tuvo a su primer hijo,

Samuel, como consecuencia de haber sido violada por un hombre giboso,


residente en Puerto Boyacá. Estuvo a la deriva, como noria constante. Una

pareja, Isolina y Demetrio, la recibieron con bondad y con solidaridad. Sin


embargo ella, Rosa, se escapó. Encontró a Santiago, en Puerto Berrio, Se
enamoró de él; como había aprendido a hacerlo. Por la vía de su deseo, que

parte desde adentro. Una obsesión patológica. Al ver a un hombre, siempre,


medía su condición, por la imagen de su pene. Casi nunca se equivocaba. En

el caso de Santiago, no fue la excepción. Lo vio en el parque. Calculó su


potencia y su longitud. Así, sin ninguna excitación, era una vara inmensa;

siempre al acecho. Ese día durmieron allí mismo, en el parque. El piso


desnudo fue su hospitalario lecho. Gimieron cerca de tres horas. Los
transeúntes los miraban. Algunos con envidia de lo que tenía Santiago. Otras

con la ansiedad y con el deseo de que sus parejas les hicieran lo mismo.
Algunos. Pasaron las horas allí. Viendo esa lucha cuerpo a cuerpo. Se

abstraían; olvidando sus tareas inmediatas. Se quedaron, hasta asegurarse de

que la pareja cumplió su reto.

Tal parece que Silvia fue engendrada ese primer día del encuentro entre
Santiago y Rosa Elvia. Nació un 8 de marzo. Desde pequeña añoró tener un

amante. Veía en su madre un prototipo a imitar. Cada noche Santiago la

poseía. Era tanto el furor y los espasmos, que la niña terminó por creer que ese

ritual hacía parte de lo cotidiano de una mujer y de un hombre. A su muñeco

lo desvestía y lo colocaba encima de ella, simulando a Rosa y a Santiago.

Tal vez por esto, a sus diez años, ya lo anhelaba. Lo encontró en Daniel; un
amigo de la familia de tiempo atrás. Un joven de estatura mediana; que la

alzaba y la acariciaba desde que tenía tres meses. Daniel, desde ese momento,

la hurgaba con los dedos. Ella sentía dolor y placer. Así fue siempre. Cuando
cumplió diez años, Rosa Elvia solicitó a Daniel que cuidara de su hija,

mientras ella atendía un asunto por fuera de la casa. Daniel ya sabía de cual
asunto se trataba. La espiaba desde hacía tiempo. Seguía sus pasos y se
percató de que se encontraba con un hombre en las afueras del barrio. Se

besaban y caminaban cogidos de la mano, hasta un sitio famoso por ser el


hospital de los amantes. Allí, cada pareja, curaba sus vacíos de amor y su

nostalgia.

Cuando Silvia entró al baño, Daniel la siguió. Entró con ella. La envolvió en
sus brazos. Silvia dejó que las manos de Daniel la recorrieran. Sentía un
estremecimiento gratificante. Cuando él le mostró su pene; Silvia lo tomó,

acariciándolo. Se dejaron caer al piso. Daniel la guiaba. Abre las piernas;


muévete. No llores. Esto no duele tanto.

Dos horas después, Silvia sangraba. Se sentía dichosa. Admiraba lo de Daniel.

La excitaba ese líquido viscoso que salía de él. Lo palpaba, era tibio. Daniel

terminó con ella, porque llamaron a la puerta. Se incorporó, subió sus


pantalones. La niña quedó en el baño, como si apenas empezara a bañarse.

Cuando Rosa entró a la casa miró la bragueta de Daniel, a punto de romperse.

Allí mismo le tocó su músculo tenso. Con Daniel cogido de la mano, lo llevó a

su cuarto y allí continuo lo que había dejado pendiente con Pánfilo.

Creció, Silvia, al lado de sus hermanas y hermanos; excepto Samuel que ya se

encontraba por fuera del hogar. Vivía en un cuarto aparte. Allí pasaba noches y
días. Después de su trabajo. Unas veces con Susana, otras veces con Jerónimo.

Otras con Maritza. La había llevado allí y la poseía cada vez que no tenía a

Jerónimo ni a algunos de sus amantes itinerantes. La primera preñez de


Maritza, fue atendida con un aborto practicado en el mismo cuarto. Desde ahí,

Maritza tuvo hemorragias continuas. Se le calmaron después de conocer a


Pánfilo.

Para Silvia, la vida es y ha sido un eterno murmullo. Un hablar consigo


misma. En esos intentos inveterados que efectúan algunas personas, buscando

sosiego. Tratando de encontrarse; a partir de redefinir sus roles. Ha sido una


itinerante. Desde todos los lados. Desde su condición de mujer; desde sus

pasiones; desde sus nostalgias. Podría decirse que no ha tenido la noción del
significado que adquiere el tránsito por el mundo, en el contexto de una
determinada sociedad. Lo suyo ha sido rodar por un abismo; sin asideros

diferentes a aquellos que la relacionan con sus afugias de amante transitoria de


uno u otro hombre. Inclusive, con hombres de la familia o cercanos a ella. Ella

tiene un estigma. Desde que deseó a Santiago, al verlo actuar con su madre.

Desde aquel día en que Daniel la tuvo.

Pánfilo siempre la ha asediado. No importa que esté con Maritza. Para él, la
promiscuidad es la condición normal de un hombre o una mujer. Lo de Pánfilo

es una exhibición de poder económico y de convencimiento. Así concretó su

relación con Silvia. No tuvo ningún reparo al saber que ella, a sus diez años,

supo que es el placer de sentirse penetrada. Tampoco lo tuvo cuando conoció

que Burbano la tuvo por mucho tiempo. Con él, Silvia, había construido mil y

una maneras de forcejear. Por lo tanto, Pánfilo, encontró en ella una mujer ya

hecha, curtida en posibilidades eróticas.

Silvia conoció de la profesión que asumía Pánfilo. Hombre hecho para

vulnerar a los demás. Con experiencias en todos los ámbitos derivados del
manejo y aplicación de opciones políticas y militares. Su historial era

inmenso. Tenía bajo su mando diferentes zonas del país. Sus empleados (así
llamaba a los que cumplían con sus órdenes) eran distribuidos según las
necesidades. Hombres con sentido de pertenencia con la muerte. Para ellos,

matar, era una profesión y se divertían con ella. En el campo incursionaban a


cualquier hora. Matanzas colectivas o individuales. Sabían convertir cualquier

sitio en fosas comunes. Todo lo suyo estaba medido con un mismo rasero: el
exterminio de quienes no asumieran sus convicciones; las mismas de quien o

quienes estén en el poder. Un cruce de caminos entre exterminio y conducción


política y económica. En la ciudad variaban los métodos. El preferido: matar
en la calle a quienes previamente fueran señalados…O incursionar en las

viviendas, llevándose al (la) requerido (a), para luego matarlo (a). La tortura se
convirtió en modus operandi.

Por vía Pánfilo, Silvia conoció del soporte que tuvieron muchas muertes. De

Isolina; de Juliana; de Pedro Arenas; de Demetrio. Para ella, en principio, fue

difícil la adaptación. Saber que quien exploraba con ella su cuerpo; era la
misma persona que ordenaba las muertes. Por lo mismo no tuvo ningún

problema para asimilar el hecho de que Samuel, Adrián, Pitágoras; eran

agentes encubiertos al servicio de Pánfilo. Como no tuvo ningún problema

asimilar el hecho de que su madre Rosa Elvia, a más de ser otra amante de

Pánfilo; se constituyera en señuelo para adquirir información.

En fin que, Silvia, llegó a ser mujer de todos. Como su madre. Se iniciaron a la
misma edad. Rosa Elvia asumió su primera vez, no como vulneración; sino

como hecho cotidiano que le otorgó placer, a pesar del dolor y de las

hemorragias. Tal vez por esto desechó la protección de Isolina y de Demetrio.


Ella, Silvia, gozó del encuentro con Daniel. Siempre lo consideró como el

primer paso hacia la reivindicación del placer. Con quien sea y como sea.
Disfrutaba con Pánfilo cada que este la requería. Aun sabiendo que horas antes
este había estado con Maritza. A esta, a pesar de que le molestaba, no le

quedaba otra cosa que satisfacerlo; si bien en muchos momentos no lo


disfrutaba. En veces podían más la rabia y los celos. Esto la inhibía para el

placer.

Volvió a conocer de Burbano, cuando supo que había sido muerto. Sospechaba
de Pánfilo como mandante. Sin embargo, nunca tuvo certeza. Como homenaje
silencioso, a partir de ahí, cuando Pánfilo estaba con ella; evocaba a Burbano.

Tuvo su imagen. Como si quien estuviera encima o debajo fuera él y no


Pánfilo.

Veintiuno (El azar como falso ícono)

Cierto día, Pánfilo le solicitó un favor. Se trataba de que sirviera como señuelo

para atraer a un muchacho que debía ser muerto. Un sujeto, decía Pánfilo, que

no merece vivir. Por ser desleal con él. No imaginaba Silvia de qué tipo de

deslealtad hablaba Pánfilo. Lo vino a saber cuándo Samuel le habló de

Jerónimo. Le dijo que habían, Pánfilo y él, conocido de su romance con

Sinisterra. Que se veían en la empresa; al mediodía. Que allí se poseían en

extenso. No se ordenó la muerte de Sinisterra, porque su poder económico y

su quehacer como administrador de la empresa; hacían parte del engranaje. Lo


odiaban como competidor con respecto a Jerónimo. Pero se hacía intocable.

Soñó Silvia, que llamó a Jerónimo, con el supuesto propósito de entregarle un

obsequio de Samuel. Ya que este se había ausentado de la ciudad; para cumplir

con una misión de la empresa. Lo citó al parque central del barrio. Allí fue
acribillado por dos hombres que se movilizaban a pie. Sin ningún problema

huyeron después del asesinato. A pesar de la cercanía de un puesto de policía y


de que algunos vecinos informaron de lo sucedido a los agentes. Silvia vivió
presa de ese sueño, durante el resto de sus días. Ver a Jerónimo muerto…y que

la llamaba…y que la increpaba por haber sido cómplice.

En ese sueño, pudo más el desconcierto y la conmoción. Silvia no pudo


soportar saberse cómplice de la muerte de Jerónimo. Pánfilo la encontró
muerta en su cuarto. Había ingerido veneno, tres horas atrás. Antes de tomar la

decisión de matarse, Silvia había escrito: “Creo que he llegado a la cúspide de

la ignominia. Me avergüenzo por el giro que he dado en mi vida. Nunca


encontré mi rumbo. Me consumió el placer y no me arrepiento de ello. Todo lo

superé, a mi manera. Lo que no pude soportar fue mi condición de vehículo

para la muerte; particularmente de Jerónimo.”... Cuando despertó, se percató

que Pánfilo estaba encima de ella.

Adrián se hizo hombre, en el entendido que serlo, significa capacidad para

realizar acciones que impliquen la utilización de la fuerza para someter a quien

sea. Desde su nacimiento, tuvo vocación de perdulario. De hecho, su infancia,

la cruzó al lado de Santiago, su padre. Con él anduvo todos los caminos que

pudieron. Santiago se preocupó por enseñarle las mañas necesarias para

adquirir poder o, por lo menos, para intentarlo. Nunca jugó con otros niños.

No había tiempo para hacerlo. Para él, era una muestra de debilidad. Maduró

su personalidad, a golpes de acciones recomendadas por Santiago. Desde robar

a un indefenso tendero de barrio; hasta llevar y traer información para pares

más importantes y poderos. Esos fueron los rituales para su iniciación.

Con su madre nunca tuvo un acercamiento diferente que aquel relacionado con
su condición de mujer de todos. Él mismo realizó con ella lo que realizaba
Santiago y Pánfilo y Daniel y Samuel y Sinisterra…Lista de nunca acabar. Así

aprendió a subestimar a las mujeres. Para él, ellas no eran otra cosa que sujetas
de placer. Bien sea comprado o por cualquier otra condición. Lo único cierto,

según aprendió Adrián, es que ellas no saben más allá que de abrir sus piernas
y esperar uno o varios usuarios. Así estuvo con Rosa Elvia; con Maritza; con

Martha; con Susana. Cuando no pudo imponer sus condiciones, como en el


caso de la efímera vida de pareja con Isolina, dirimió el impasse por la vía de
la separación; manteniendo latente su odio por la valentía y la fuerza

conceptual de Isolina. Esto incidió, hasta cierto punto en el acumulado de


hechos que sustentaron la muerte violenta de ella. Porque, le insistió a Pánfilo

que mujeres así no podían seguir viviendo. De hecho ya, Pánfilo, tenía

suficientes motivos para hacerlo. De todas maneras lo que más peso tuvo en la

decisión de darle muerte, fue su cercanía con Juliana, con Pedro Arenas y con
Demetrio; todos ellos y ellas usufructuarios de lo que Pánfilo tipificó como la

franja de la subversión del orden establecido. En todos los sentidos. Incluido,

claro está, el orden político, económico y social del país; liderado por un

auténtico extirpador de tumores sociales malignos.

Con Samuel mantuvo, transitoriamente, una confrontación. Cuando éste

(Samuel) fue infectado por el mal de la discrepancia y la sedición. Tiempo en

el cual Samuel respaldaba las acciones de Isolina, de Juliana, de Pedro Arenas

y de Demetrio. Nunca ha negado que hubiera matado a Samuel, si no hubiera

rectificado su camino. A partir de ahí se hicieron socios en la tarea de matar y

vulnerar. Socios de Pánfilo y de sus adeptos-empleados como asesinos a


sueldo.

Conoció a Verdaguer, un día en que este visitó a su madre; en ausencia de


Santiago. Adrián tenía nueve años. Fue testigo de la capacidad de Rosa Elvia

para otorgar placer. Ella y Verdaguer consumieron horas y horas. Ella gritaba,
él acezaba, una y otra vez. Fue el origen de su misoginia.

Volvió a verlo con ocasión de un viaje a Montevideo; cumpliendo una

actividad ordenada por Pánfilo. Se trataba de contactar hombres al servicio de


la dictadura, en su lucha contra la oposición, incluidos claro está militantes de
los Tupamaros; o simpatizantes de ellos. Probado o sin comprobar. Justo,

Verdaguer era un cabecilla de los exterminadores; o de los “patriotas” como se


hacían llamar.

En comienzo, Verdaguer no reconoció a Adrián. No atinaba a la cotejación

entre un joven de 20 años y un imberbe de nueve años. Pero Adrián si lo

identificó en el acto. Se lo hizo saber. Inclusive le manifestó que, como él,


había disfrutado de las bondades eróticas de Rosa Elvia. Por indicación de

Verdaguer, Adrián conoció otros integrantes de los grupos de exterminio.

Viajaron a Punta del Este. Se divirtieron y concretaron asesorías para los

grupos en Colombia. Hasta cierto punto la escogencia de esta ciudad obró

como distractor; pues había grupos de inteligencia, compuestos por personas

afines a la oposición. Particularmente, a los Tupamaros; cuyo objetivo era

localizar, identificar y actuar en contra de los mercenarios.

Su regreso al País, se produjo el mismo día en que se cumplió la orden de

matar a Juliana y a Pedro Arenas. Un trabajo perfecto. Un procedimiento


similar al que conoció que estaban perfeccionando en Uruguay. Estuvo

reunido con Pánfilo, Samuel y tres hombres más, de plena confianza de


Pánfilo. Desde ese mismo día se programaron sesiones de trabajo con
ejecutores activos y potenciales. Ya había el antecedente de las enseñanzas de

Klein. Lo de ahora era un reto mayor; pues se trataba de incursionar de lleno


en las ciudades en contra de objetivos previamente identificados por las

labores de inteligencia al servicio de ellos, orientados desde las instituciones


militares y policiales.
Adrián fue designado interventor de los procedimientos en la capital. Un
oficio dispendioso que exigía conocimientos y concentración. Coordinar

búsquedas y ejecuciones. Él era intermediario entre Pánfilo y los realizadores


directos de los encargos; así llamaban ellos los asesinatos.

Desde allí, Adrián conoció pormenores de toda la doctrina al respecto.

Conoció códigos utilizados para concretar reuniones entre militares y policías

institucionalizados, con los grupos de ejecución clandestinos. Desde allí


conoció el rol de los asesores estadunidenses; del rol no publicitado de la

embajada. Conoció de los alcances de la política diseñada por la cúpula

gubernamental, militar y policial. De los objetivos a mediano y largo plazo y

de las tareas inmediatas conducentes a concretarlos.

Por sus manos pasaron listas y códigos con los nombres de los objetivos

militares, paramilitares, policiales y parapoliciales. De todas las edades y


sexos. Con indicaciones precisas para el encubrimiento de las muertes. Con

todos los datos necesarios. Con día y hora de las ejecuciones y con

indicaciones acerca de las modificaciones de último momento.

Una noche, fue secuestrado, en su residencia, por un grupo de hombres y


mujeres. Lo encontraron muerto tres días después en una localidad vecina a la

capital. Luego se supo, después de complicadísimas cotejaciones realizadas


por Pánfilo y la cúpula militar; que había sido ubicado e identificado, a partir
de información vertida por Verdaguer. Este fue tipificado como mercenario de

doble vía y doble aplicación.

Pánfilo Castaño, nació en un hogar en el cual había seis hermanos. Raquel, su


madre era una mujer relativamente joven. Había conocido a Pánfilo, padre, en
Puerto Boyacá. Un hombre contrahecho. Una joroba inmensa lo acompañaba.

De profesión vendedor y comprador de cachivaches. Decidió vivir con él;

desde su primer embarazo. Ella reconocía que el único atributo de Pánfilo era
su capacidad para satisfacerla. Un músculo inmenso y en continua necesidad

de horadar. Ella explotaba, solo con verlo y palparlo. Así, con ese referente

como base, tuvo siete hijos.

Al nacer Pánfilo, hijo, su padre estaba en Puerto Boyacá. Ejerciendo sus


labores como cachivachero. Además de sus funciones como hombre

insaciable. Se dice que había violado a una niña de diez años; la cual quedó

embarazada y que tuvo un hijo en el hospital de Puerto Berrio. Que, por esto,

la madre y el padre de la niña la habían expulsado de la casa. Y, también, que

la niña había sido recogida y cuidada por una pareja que vivía en el Puerto.

De ser así, no sería el primer caso de violación endilgable a Pánfilo. Ya, en


otras ocasiones, se había conocido de algunos casos más. Sin embargo, nunca

fue requerido por esto. Como si su entorno estuviera adormecido. Como si ese

tipo de vulneración no tuviese ningún doliente. Solo ellas, las niñas, con su
dolor y con la amargura que produce el estar inmersas en la pérdida de su

infancia. De frente a una sociedad que asume esto como cotidiano, sin ninguna
expresión de repudio.

El hogar de Pánfilo, en un proceso de descomposición acelerado. Un escenario


en donde cada quien asume un rol relacionado con ese proceso. Sus seis

hermanos, herederos de los principios aviesos del padre. Una madre que era
subyugada por sus propias convicciones. Siendo ella un referente confuso.

Porque Raquel, mujer de simplezas y de ansiedades. Como esa de estar


buscando la felicidad en un universo que otorga el derecho a su placer
inequívoco. Añorando a su Pánfilo a cada rato. Buscando saciar sus ganas

perennes. De hecho, cuando estuvo en Puerto Berrio, durante uno de sus viajes
para visitar a su sediento Jorobado, conoció a Santiago. Hombre sin joroba,

pero dueño de principios similares al jorobado. Con él ejerció lo mismo que

con Pánfilo. La diferencia estaba en las sutilezas. Santiago la obnubilaba con

sus palabras tipo. Le susurraba nimiedades a su oído. Poseedor de un falo


continuamente erguido, como el de su Pánfilo. Santiago la hacía llorar y gritar

de gozo. Nunca acabado. A cada instante. Compartía con los dos su

desenfrenada necesidad de ser penetrada. Hizo cuentas y concluyó que hubo

dos hjos con Santiago. Pitágoras y Adrián. Los obsequió a dos familias. Sin

trámites, solo con su visto bueno. Sin rastros y sin remordimientos.

Los seis hermanos fueron decidiendo, cada uno, su rol. Vendedores de

perversiones. Cada quien es cada quien. Se les conocía como la banda de los

Pánfilos. Devastadores. Hacían suyos lo de los demás. Una banda tenebrosa.

Mataban por placer…o por encargo. Uno de ellos poseyó a Raquel, ella lo

quiso así. Porque vio en su músculo horadador, el tamaño del de su Pánfilo. Lo


hacían a cada rato. Un ejercicio sistemático. Lo mismo, erección continua,

receptáculo continuo. Sin importar hora ni lugar. Todos, en casa lo sabían. Ella
nunca lo negó. Porque lo suyo era eso. Placer a cada momento. Raquel de

todos y de nadie. Heterodoxa constante. Solo le importaba eso y nada más.

Pánfilo, hijo, fue creciendo. Se vinculó con grupos que hacían de la vida, una

postal para enmarcar. Asesinatos, robos e inveterados alumnos de quienes


ofrecían tácticas de exterminio. Él estuvo como aprendiz con su maestro

Klein, judío que enseñaba técnicas para matar y permanecer insensible a las
consecuencias.

Muchas experiencias. Aprendió a identificar objetivos, a hacer seguimientos.

A seleccionar víctimas. Todo en un solo paquete. Recorrió todo el país

practicando lo aprendido. Asesor de quien lo necesitara. Realizador de


acciones por encargo. Fue creciendo en importancia. Una experiencia tras otra;

lo consolidaban como sujeto imprescindible. De confianza de los patronos.

Fue creciendo en dinero. A través del negocio de sus jefes. Cada encargo y
cada ejecución lo hacían más importante. Estuvo en Medellín en 1986,

entrenando aspirantes a ejecutores directos. De hecho, allí, ese año, se

conocieron los resultados. En la carretera a Villavicencio tuvo discípulos

aventajados. En Bogotá tejió redes y concluyó encargos. Lo mismo en Soacha,

en 1989.

Pánfilo conoció a Maritza, un día 4 de julio. Ella estaba en el funeral de


Ambrosio. Un conocido suyo desde la infancia. Amigo de ella y de su

hermano Samuel. Hombre vinculado a la trata de etnias. Esa empresa crecía

día a día. Cuando lo mataron, se tejió la versión en el sentido de que había sido
orden de Sinisterra, uno de los secuaces con más recorrido en ese negocio.

Supervisor en el país. Verificador de códigos y de determinaciones. Su aval era


necesario para justificar cualquier acción. Pánfilo estuvo allí, como veedor de
la tarea cumplida. Como su interventor.

Maritza, mujer de unos 25 años. Poseedora de un cuerpo atrayente.

Exuberante. Su padre, Santiago, la había reservado siempre para ocasiones


particulares, importantes. La probó y la entregó a quien la necesitara. Ella era

digna de su padre. Insaciable. No le importaba nada que no estuviera


relacionado con su condición de hembra otorgadora de placer. Tampoco le
importaba su pasado. Cuando sació a su padre. Cuando conoció que su madre

Rosa Eugenia andaba por ahí, prodigándose a quien la necesitara. A


Verdaguer, a Santiago, al Jorobado, a Tapia, a Ismael, etc. No tenía escrúpulos,

Maritza. Lo que ha de ser que sea, su consigna.

Conversaron un rato. Pánfilo la había abordado. Se dijeron palabras

cautivadoras. Ya ella había advertido el tamaño del músculo bajo su bragueta.


Este quería salirse de su contenedor. Él, también, había advertido la ranura de

Maritza. Su tamaño y su ancho no podían ser ocultados por el pantalón que

llevaba puesto. Era como un trofeo exhibido en blanco y negro.

Fueron a casa de ella. Una habitación estrecha. Pánfilo expresó, sin pensarlo,

“tienes que mudarte de esta estreches. Puedo pagarte la amplitud que quieras”.

Fueron a lo suyo. Maritza le mostró lo que él ya prefiguraba. Un cuerpo bien


hecho. Un pubis y unos pezones hermosos y provocadores. Una ranura ancha;

pero unas paredes que parecían no inauguradas. Una y otra vez. Sin pausa. Ni

él ni ella se rendían. Solo el afán de cumplir dos citas contraídas previamente


por Pánfilo, puso fin a su trajín. Le dejó dinero para lo que necesitara, con la

advertencia de que debía cambiar de domicilio. Donde sea y al precio que sea.
Me avisas, dijo al salir. Lo urgía la supervisión de un encargo que le había
hecho a dos de sus hermanos, en la Universidad de la República y en un barrio

de la periferia. Volvieron a verse tres días después. En la ciudad había revuelo


por sucesivas muertes violentas. Todas con un modus operandi similar. Dos

hombres al acecho, baleaban a las víctimas. Sin ninguna pista, decían las
autoridades.
Maritza estaba con su hermano Samuel. Ya este conocía a Pánfilo. Habían
realizado algunas actividades juntas. Una de ellas, tal vez la fundamental, tuvo

que ver con una sesión de entrenamiento, en Puerto Boyacá, impartido por un
ciudadano Israelí. Una reunión amplia. Forjadora de futuros acechantes de

enemigos del orden. Particularmente de aquellos y aquellas que postulaban

opciones en contravía de lo ya establecido, como doctrina y como realización.

Samuel había llegado dos días antes. Ya había realizado con Maritza un
ejercicio pleno que conocían de memoria. Desde su infancia, se tocaban, sus

respectivas zonas. Hoy, una vez llegó, Samuel abordo a su hermana. La hizo

sucumbir con sus conocimientos acerca de acceder a lugares del cuerpo que

hacían explotar. Estuvieron una y otra vez, por dos horas.

Cuando Pánfilo entró, percibió el olor a sexo. No dijo nada. Porque él no tenía

reparos en eso de poseer. Para él era válido cualquier momento y cualquier


mujer. Su experiencia era muy vasta. Con mujeres comprometidas y

ensayadas. Y con mujeres de primera vez. Unas y otras, por la fuerza si era

necesario. Era un individuo que sabía complacer. Era conciente de que su asta
daba para todo. Nunca se veía fláccida. Una erección de mil momentos. Era su

estado natural. Era conciente de ello y se alegraba de que así fuera.

Saludó a su par, Samuel. Este se retiró de allí inmediatamente. Pánfilo le dijo a


Maritza que venía cargado. La ansiedad de los dos trabajos realizados, le
causaron una erección fuera de la normal. Estaba ávido de montar. Maritza se

entregó. Como si fuera la primera vez. Pedía más y más. Pánfilo le daba lo que
pedía. Su erección crecía y crecía. De nunca acabar. La avasalló más de diez

veces. Como en el primer día; solo suspendió la prueba de resistencia, cuando


llamaron a la puerta. Era su madre Raquel. Venía por la dádiva que le había
prometido Pánfilo, su hijo. Ella también olió el entorno. Supo que allí se

habían realizado, por lo menos dos, ejercicios. Para ella no era novedad.
Incluso, se acordó de, cuando su hijo la penetró, a sus quince años. Quisiera

haber retenido ese momento y ese músculo.

Maritza se incorporó de la cama. Había quedado a medio camino, en la

onceava vez. Acechó a Pánfilo y a su madre. Ella intuyó que habían sido
amantes. Por esas condiciones que tienen las mujeres de intuir cualquier

movimiento sexual que no fuera con ella. Pánfilo acompañó a Raquel, hasta la

puerta. Se despidieron sin más. Pánfilo regresó adonde Maritza. Ella estaba

adormilada, más no cansada. Concluyeron lo que dejaron iniciado. Durmieron

largo rato. Ya era de noche, cuando Pánfilo pidió cena a domicilio. Tan

abundante fue la cena; que Maritza le insinuó a Pánfilo la posibilidad de

guardar las sobras, para cuando volviera su madre, Raquel. El accedió.

Pánfilo salió. Fue a visitar a su medio hermano, Pitágoras. Le había

conseguido un domicilio en la ciudad. Había realizado con él todo lo


imaginable. Se surtía de placer con él. Pitágoras era amante de todos los

hombres. Pánfilo ya lo sabía. Pero, como con Maritza, no le preocupa.


Simplemente, le exigía atenderlo cuando él lo necesitara. Llegó con ganas.
Ordenó a Pitágoras que se desvistiera. Él hizo lo propio. Lo tuvo hasta la

madrugada. Un avasallamiento sin límites. Una y otra vez. Su falo estaba


como si nada hubiera sucedido. Pitágoras estaba exhausto. Sin embargo,

Pánfilo no acababa. Una y otra vez. Su músculo seguía erguido. Cuando


Pitágoras le expresó que no podía más, Pánfilo lo golpeó con fuerza. Sus

puños eran de hierro. Lo dejó allí, lacerado, casi muerto


…Cuando Pánfilo se despertó, ya Maritza estaba en pie. Le dijo: dormiste mal.
Gritabas a cada momento. Mencionabas a Pitágoras. Lo insultabas. Le decías:

¡más, más; hombre de todos. Marica vergonzante ¡Pánfilo salió, como si nada
hubiera pasado. Como si nada hubiera escuchado.

Se dirigió al sur de la ciudad. Había concertado una cita de verificación con

Samuel. Lo amaba. Ya se lo había manifestado varias veces. En principio,

Samuel, resistió. Sin embargo, al cabo del tiempo, sucumbió. Este Pánfilo es
ineludible. Era asfixiante. Se recorrieron los cuerpos antes de hablar del

asunto. Una vez Pánfilo. Otra vez él. Montaban y montaban.

Hablaron de los trabajos realizados durante el día. Confirmadas las muertes de

Juliana, Isolina y Pedro. Todo un hito, en relación con el grado de dificultad de

las acciones. Samuel le expresó que era una trama bien realizada. Su

perspectiva no lo era menos. Acechar a sus contradictores. Ya estaba


programado lo sucesivo. Hombres y mujeres que debían morir. Como

escarmiento y como novedad. Un ensayo continuo que no podía prescribir. Por

el contrario; debía prolongarse por el tiempo que fuera necesario. Pánfilo le


pidió más a Samuel. Este estaba saturado. Pero tuvo fuerzas para otorgar lo

que pedía Pánfilo. Lo recibió dos veces más. Quedó dormido, vapuleado por el
cansancio. Cuando Pánfilo salió, fue abordado por dos hombres que lo
hicieron subir a su auto. Pánfilo apareció muerto en un escampado de la

ciudad. Así lo informaron los medios.

Susana Amézquita, tenía nueve años; cuando su madre marchó. Nunca se supo
el motivo ni el destino.

Un padre Itinerante. De aquí y de allá. Sirvió como portador de opciones


políticas. Se dice que estuvo inmerso en mil variantes del ejercicio de hilo

conductor a través de todo el continente. Un sujeto bárbaro, a la hora de fijar

sus principios y convicciones. Trató a su hija como surtidora. Ella lo había


localizado, cada vez, en escenarios diferentes. Un tipo que sabía hacerse en los

lugares necesarios para desarrollar su rol como señor de mil y una

informaciones. Nómada perverso. Estuvo en todos los lugares. Cada que era

requerido, aparecía como fantasma. La democracia era, para él, un ejercicio,


cuando menos, inocuo. No era sujeto de aspavientos. Lo que hacía, lo hacía

con absoluta certeza. Esto le permitió cautivar a diferentes personajes. Jefes de

gobierno y confabuladores. Esos eran sus objetivos. Aun ahora, recuerda su

tránsito por Centroamérica. Y por algunos países del Cono Sur. Perdulario

siempre. Tejiendo, aquí y allá, falacias. Que le permitían todo tipo de

benevolencias para actuar.

Susana lo conocía. Para ella había sido difícil entender esta dinámica. Pero, de

hecho, no solo se acostumbró; sino que heredó el don de la palabra. Para

construir argucias. Para acomodarse a cualquier circunstancia. Cuando

conoció a Samuel, estaba bordeando los quince años. Él tenía 16. Cada viernes
se encontraban, en la noche. Disfrutaban del placer que otorga el sexo. De una

y mil maneras. Como quienes descubren el quehacer y lo prolongan.

Susana no amaba a Samuel. Era insípido, a veces, No tenía continuidad.

Además, era un sujeto extraño. A veces le decía que exploraran más allá. Le
indicaba una posición bocabajo. Él encima. Hasta que ella no resistió más. Le

dijo que ese tipo de posición no le agradaba. Que dolía mucho y, además, no
estaba hecha para eso. Lo suyo era la ortodoxia; por donde lo hacen todas las

parejas. Hasta ese día estuvieron juntos. Lo demás, fueron meras


aproximaciones. Como amantes que habían sido. Pero no más.

Susana se vinculó a una empresa. Un negocio extraño, en comienzo, pero

después se habituó. Una comercialización de etnias y de sus culturas. Un

engranaje a nivel internacional. Con sucursales en casi todas las ciudades


capitales de países en Europa, Asia y África. Era un procedimiento entre sutil

y abierto. Una aplicación nada compleja, del lenguaje inherente a la

globalización. Porque, sin esto, los pueblos no serían pueblos, ni sus culturas
serían culturas. Un discurso engañoso.

Procedimientos bárbaros, aquellos. Un traslado de culturas, a la manera de un

intercambio. Inmigrantes que sufrían los rigores de autoridades que, por un

lado auspiciaban esos procedimientos y que, mañana, hacían aparecer su

ejercicio de autoridad; como algo pulcro, sin ningún tipo de conciliación.

Discursos onerosos que contribuían a la caracterización de nuestros países


como orientadores, sin fin, de opciones para el enriquecimiento.

Samuel se vinculó después. El mismo día en que Nicolás Sinisterra fue

designado como supervisor general de la empresa. Este tipo, Sinisterra, si que

era abominable. Con un rictus en su boca que causaba profundo fastidio; por
lo mismo que era agresivo. Ojos escrutadores. hacia las mujeres, con un tono

lascivo. En principio me apartaba de él y conversaba con Samuel. Sinisterra se


dio cuenta de mis argucias y, entonces, conminó a Samuel para que
permaneciera en el depósito de exportaciones e importaciones. Un trabajo

durísimo; ya que le correspondía realizar inventarios periódicos. A su vez,


cotejar los resultados con las bitácoras existentes en la compañía. Le asignaron

un auxiliar un tanto torpe, Jerónimo. Este se acomodó a las circunstancias, con


Samuel como guía. Un trabajo dispendioso. Se trataba de inventariar el
contenido de cajas que llegaban de diferentes partes del país y, de Europa,

Asia y África. Samuel, le manifestó a Susana algunas inquietudes al respecto.


Esta hizo caso omiso de las mismas. Samuel, nunca más, volvió a manifestarle

algo al respecto.

Entretanto, Las relaciones entre Susana y Samuel se fueron deteriorando.

Samuel sentía celos por la cercanía entre Sinisterra y ella. De por sí, Susana,
era abierta, circunstancial. No la arrobaban los comentarios de los demás. En

el caso particular de Samuel lo desechaba como resentido.

Entre Sinisterra y Susana, fue creciendo una interacción sexuada. Ella y él

eran expertos en eso de otorgarse a cada momento. La esposa de Sinisterra era,

para él, sujeto distante y frío. Con Susana sentía placer con solo miarle e

imaginar sus pechos al desnudo. Imaginar la joya que llevaba entre sus
piernas. Soñaba con montarla. A cada noche. No podía dormir, hasta no

manipular su pene, con la figura de Susana como referente. Una y otra vez;

hasta vaciarse en cantidades enormes. Las sábanas daban cuenta de ello.


Cuando su esposa le requería por esas manchas que dejaba cada noche;

Sinisterra le respondía que era consecuencia de una fijación con respecto a


ella; ya que no podía tenerla debido a las hemorragias continuas que sufría.

Susana tenía precio. No simbólico. Realmente disfrutaba de los ofrecimientos


de Sinisterra. Obsequios diversos que colmaban su vanidad. Desde vestidos de

marca, hasta chocolates importados, los garotos de Brasil. .Se sentía halagada
constantemente. Además, como propuesta de Sinisterra a la gerencia, la

nombraron su asesora. Un sueldo más representativo y unas ínfulas derivadas


de ello. Hasta que no pudo más. Se entregó a Sinisterra en el mismo local de
la empresa. Un mediodía, mientras el personal disfrutaba de su descanso para

el almuerzo; se tumbaron sin ningún recato. Rodaron por la alfombra;


destrozaron sillas en su ajetreo que duró cerca de dos horas.

Susana lamentó, después, no haberle exigido preservativo a Sinisterra. Porque,

desde ese mismo día quedó preñada. Le habló a Sinisterra al respecto. La

respuesta de este fue perentoria: es tu problema. Claro que puedes contar con
mi aporte económico cuando lo necesites. Pero el hijo o hija será tuyo o tuya,

no míos. A pesar de la respuesta, Susana siguió explorando con Sinisterra. Dos

veces por semana. Siempre al mediodía. Desde la primera vez, Jerónimo los

observó desde lejos, aprovechando una grieta que había sido inadvertida,

durante mucho tiempo. El chico se sentía trastornado. No quería a las mujeres;

sentía gran excitación, viendo el palo erguido de Sinisterra y su sincronía para

forcejear con Susana. Siempre, a partir de ahí, quiso ser él el que soportara esa

maniobra, de la sincronía de Sinisterra. Con Samuel, a pesar de su fuerza, no

era lo mismo. No sentía mucho placer. Los movimientos de Samuel eran

torpes y permanecía mudo mientras lo poseía. Ninguna caricia; ninguna


palabra motivadora que delatara su amor por él. Se hizo la promesa de lograr

que Sinisterra hiciera con él, lo mismo que con Susana. Soñaba con eso.
Despertaba en la madrugada, cautivado por la imagen de Sinisterra con su

músculo erguido y llamándolo.

La madre de Susana, había trasegado por mil mundos. Una mujer altiva. Con

una inmensa pasión por lo espiritual. Mientras vivió con el padre de Susana y
de Josefina, le enseñó un ritual complejo, antes de ser penetrada. Un sortilegio

extraño. Por lo menos no era común. Se trataba de danzar desnudos y luego


meditar durante largo rato. Ella decía que así se expulsaban malquerencias que
la acechaban a ella y que, suponía, lo acechaban a él. Una vez concluida

jornada. Invitaba a su macho, para que la montara. Pero, previamente, se


vendaba los ojos. No es conveniente, le decía, verte la cara con esos gestos

acezantes.

Un día cualquiera, Rafaela, salió de casa y nunca más regresó. No se supo de

ella. Había algunas versiones que la localizaban en Manaos. Pero esta versión
nunca pudo ser confirmada. Lo cierto es que, en ausencia de Rafaela, Josefina

satisfizo al padre. Siempre había soñado con esto. Ser amante del padre. Como

rodeo teórico que invierte la opción edípica. Josefina nunca quiso a su madre.

La odiaba por poseer a su padre. Muchas noches estuvo atisbando el ritual.

Abría sus piernas y seguía el ritmo de ella y el de él. Un orgasmo provocado, a

distancia. Después, la absorbía el sueño, dormía sonriendo. Con sus dedos en

su abertura; entrando y saliendo. Con la imagen de su padre sobre ella y no

sobre su madre. Así se mantuvo hasta los 16 años; Hasta que conoció al negro

Burbano. Sucedió un día que estaba en casa de Silvia, su amiga de siempre.

Burbano entró, sin saludarla. Le dijo a Silvia que quería estar solo con ella.
Josefina salió. La había impactado el cuerpo de ese negro. Imaginaba la

largueza de su miembro; a partir de lo que podía observar en su bragueta.

Esperó largo tiempo, hasta que Burbano salió. Lo abordó. Le dijo que

necesitaba hablar con él. Lo llevó a su casa. Una vez allí, se desnudó delante
de él, se acostó en la cama y abrió sus piernas, insinuándoles a Burbano que la

montara. Él era un hombre de constantes experiencias sexuales. Hombre de


grandes batallas. Siempre había sido admirado por las mujeres, que veían él,

un ejemplar inagotable. Entre sí, ellas, hablaban de sus montadas. Sin pausa,
hasta cinco o seis veces. Casi siempre las dejaba exhaustas, mientras él seguía
con su asta erguida.

Burbano avasalló a Josefina. Tres veces la inundó; hasta que ella no resistió

más. Se quedó dormida. Burbano salió por donde había entrado.

Josefina le relató a Susana su entrega. Eran buenas amigas. Susana preguntó si


Burbano había utilizado preservativo. Josefina, dijo que no. Susana le advirtió:

ahora debes estar preñada. Dime donde vive ese tipo, para obligarlo a regresar

donde ti.

No sé dónde vive, respondió Josefina. Lo único que sé es que frecuenta a

Silvia. Son amantes desde mucho tiempo atrás. Silvia recibió a Susana, un

tanto sorprendida. Nunca la había visitado. Sin embargo, la invitó a seguir.

Hablaron en el cuarto que Silvia destinaba para sus escarceos con Burbano.

Después de escuchar la versión de Susana, Silvia dijo: cada quien vive sus

propios placeres. Cada quien asume las consecuencias. Esto lo tradujo Susana;
en términos de que a Silvia no le importaba lo que hubiera su cedido entre

Burbano y Josefina, a pesar de su minoría de edad.

Josefina y Susana, se acompañaron en la preñez casi simultánea. El padre, al

conocer el estado de las dos, abandonó el hogar; no sin antes vilipendiarlas.


Las acusó de ser putas perras que le abren las piernas a cualquiera. No quiso

saber nada de ellas, desde ese momento.

Transcurrió el tempo para las dos gestantes. Entretanto, Susana se le entregaba

a Sinisterra, sin importarle el crecimiento de su vientre. Susana era incansable.


Aun a riesgo de perder a su hijo, ensayaba con Nicolás un gran número de

posiciones diferentes. Lo suyo era un eterno ejercicio erótico, sin límites.


Jerónimo, había cumplido su promesa. Se presentó donde Sinisterra; un día
festivo en que la empresa no tuvo actividades. Le dijo: patrón he venido

porque necesito confesarle algo. Estoy enamorado de usted. Quiero ser suyo,
todos los días; donde usted quiera y a la hora que quiera.

Ese día, Sinisterra inauguró su otra opción. Le sugirió a Jerónimo que se

desvistiera. Luego, desabrochó su bragueta y montó en él. Jerónimo sintió el

placer de ser penetrado por un falo tan inmenso. Le hurgaba las entrañas.
Alejó de si el dolor, gritando más, más, patroncito. Sinisterra lo hizo una y otra

vez. Hasta que Jerónimo empezó a sangrar. Una hemorragia inmensa. No

sirvieron los algodones, las gasas y los trapos que utilizó Nicolás. Era un

torrente inagotable.

Allí mismo murió Jerónimo. El problema para Sinisterra fue mayúsculo.

Llamó al asesor jurídico de la empresa. Este lo advirtió de las consecuencias


jurídicas del caso. Porque no valía la pena mentir; ya que la cotejación del

ADN o, una simple muestra de semen, lo haría vulnerable; por no decir que

responsable de manera directa.

Le propuso deshacerse del cadáver. Primero, encerrándolo en el cuarto que


queda cerca de la bodega principal. Allí no entraba nadie sin ser autorizado y

sin tener la clave de acceso. Después, aprovecharían el vehículo que reparte


mercancías, para tirarlo en cualquier escampado.

Diez días después, el cuerpo de Jerónimo fue encontrado y reportado como


occiso que había sido violado días antes y que había sido reportado como

desaparecido Para Samuel, la noticia, significó un dolor inmenso. Porque


Jerónimo era su vida. Lo amaba profundamente. Cada día, al lado suyo, fue
una experiencia hermosa. Para no hablar de los momentos en que recorrían sus

cuerpos. A pesar de cierta indiferencia por parte de Jerónimo, Samuel lo sentía

como amante que sabía otorgar placer sin límites.

Susana sospechó de Sinisterra. Era como una percepción constante. Como


cuando alguien siente que quien está consigo; tiene un secreto. Como un

viento frío que causa escozor; que penetra todo el cuerpo y obliga a sentir

miedo. La sospecha, se incrementó, cuando Susana observó manchas en el


tapete. Sangre y semen. Ella conocía de esas texturas, desde su lejana infancia,

cuando fue violada por su padre. Allí, ella sangró de manera abundante y su

padre se vacío cien veces sobre ella.

Sin embargo, calló. No estaba dentro de sus propósitos un juicio de

responsabilidades. Entre otras cosas, porque Sinisterra era el padre de su hijo,

aunque él no lo quisiera. Además, porque, las ganancias de la empresa


dependían de él; como sujeto que mueve el negocio; a partir de sus contactos

en el exterior y en el interior, a través de su amigo, el hermano del Ministro

del Interior y de Justicia.

El registro de la muerte de Jerónimo, cumplió su ciclo. Fue caso olvidado, a


pesar de las conjeturas de Samuel, que veía en la muerte de su Jerónimo, un

asesinato con responsable cercano; ahí mismo en la empresa. Pero todo, en él,
eran suposiciones y nunca evidencias demostrables.

Susana llamó a su hijo, Daniel. Josefina, llamó a su hija Isadora. Las dos,
Susana y Josefina, se arrepentían del paso que habían dado. Era un pago

demasiado grande por el placer sentido. Cierta rabia con su hijo y con su hija.
Daniel e Isadora crecieron, en el contexto del resentimiento. Una y la otra, una
amargura extrema que las obligaba a un continuo ejercicio de desdoblamiento,

mostrando hacia fuera una satisfacción absoluta. Siendo, en su interior, una

angustia reprimida. No querer ser madres era el soporte de su quehacer


inmediato.

La vida de Silvia siempre fue extraña. Una mujer con infancia sometida a unos

rigores infames. Una madre deambulando por aquí y por allá. Con un registro

histórico de ineludibles visos de descompensación. Tuvo a su primer hijo,


Samuel, como consecuencia de haber sido violada por un hombre giboso,

residente en Puerto Boyacá. Estuvo a la deriva, como noria constante. Una

pareja, Isolina y Demetrio, la recibieron con bondad y con solidaridad. Sin

embargo, ella, Rosa, se escapó. Encontró a Santiago, en Puerto Berrio, Se

enamoró de él; como había aprendido a hacerlo. Por la vía de su deseo, que

parte desde adentro. Una obsesión patológica. Al ver a un hombre, siempre,

medía su condición, por la imagen de su pene. Casi nunca se equivocaba. En

el caso de Santiago, no fue la excepción. Lo vio en el parque. Calculó su

potencia y su longitud. Así, sin ninguna excitación, era una vara inmensa;

siempre al acecho.

Ese día durmieron allí mismo, en el parque. El piso desnudo fue su


hospitalario lecho. Gimieron cerca de tres horas. Los transeúntes los miraban.
Algunos con envidia de lo que tenía Santiago. Otras con la ansiedad y con el

deseo de que sus parejas les hicieran lo mismo. Algunos. Pasaron las horas
allí. Viendo esa lucha cuerpo a cuerpo. Se abstraían; olvidando sus tareas

inmediatas. Se quedaron, hasta asegurarse de que la pareja cumplió su reto.

Tal parece que Silvia fue engendrada ese primer día del encuentro entre
Santiago y Rosa Elvia. Nació un 8 de marzo. Desde pequeña añoró tener un
amante. Veía en su madre un prototipo a imitar. Cada noche Santiago la

poseía. Era tanto el furor y los espasmos, que la niña terminó por creer que ese
ritual hacía parte de lo cotidiano de una mujer y de un hombre. A su muñeco

lo desvestía y lo colocaba encima de ella, simulando a Rosa y a Santiago.

Tal vez por esto, a sus diez años, ya lo anhelaba. Lo encontró en Daniel; un

amigo de la familia de tiempo atrás. Un joven de estatura mediana; que la


alzaba y la acariciaba desde que tenía tres meses. Daniel, desde ese momento,

la hurgaba con los dedos. Ella sentía dolor y placer. Así fue siempre. Cuando

cumplió diez años, Rosa Elvia solicitó a Daniel que cuidara de su hija,

mientras ella atendía un asunto por fuera de la casa. Daniel ya sabía de cual

asunto se trataba. La espiaba desde hacía tiempo. Seguía sus pasos y se

percató de que se encontraba con un hombre en las afueras del barrio. Se

besaban y caminaban cogidos de la mano, hasta un sitio famoso por ser el

hospital de los amantes. Allí, cada pareja, curaba sus vacíos de amor y su

nostalgia.

Cuando Silvia entró al baño, Daniel la siguió. Entró con ella. La envolvió en

sus brazos. Silvia dejó que las manos de Daniel la recorrieran. Sentía un
estremecimiento gratificante. Cuando él le mostró su pene; Silvia lo tomó,
acariciándolo. Se dejaron caer al piso. Daniel la guiaba. Abre las piernas;

muévete. No llores. Esto no duele tanto.

Dos horas después, Silvia sangraba. Se sentía dichosa. Admiraba lo de Daniel.


La excitaba ese líquido viscoso que salía de él. Lo palpaba, era tibio. Daniel

terminó con ella, porque llamaron a la puerta. Se incorporó, subió sus


pantalones. La niña quedó en el baño, como si apenas empezara a bañarse.
Cuando Rosa entró a la casa miró la bragueta de Daniel, a punto de romperse.

Allí mismo le tocó su músculo tenso. Con Daniel cogido de la mano, lo llevó a
su cuarto y allí continuo lo que había dejado pendiente con Pánfilo.

Creció, Silvia, al lado de sus hermanas y hermanos; excepto Samuel que ya se

encontraba por fuera del hogar. Vivía en un cuarto aparte. Allí pasaba noches y

días. Después de su trabajo. Unas veces con Susana, otras veces con Jerónimo.
Otras con Maritza. La había llevado allí y la poseía cada vez que no tenía a

Jerónimo ni a algunos de sus amantes itinerantes. La primera preñez de

Maritza, fue atendida con un aborto practicado en el mismo cuarto. Desde ahí,

Maritza tuvo hemorragias continuas. Se le calmaron después de conocer a

Pánfilo.

Para Silvia, la vida es y ha sido un eterno murmullo. Un hablar consigo


misma. En esos intentos inveterados que efectúan algunas personas, buscando

sosiego. Tratando de encontrarse; a partir de redefinir sus roles. Ha sido una

itinerante. Desde todos los lados. Desde su condición de mujer; desde sus
pasiones; desde sus nostalgias. Podría decirse que no ha tenido la noción del

significado que adquiere el tránsito por el mundo, en el contexto de una


determinada sociedad. Lo suyo ha sido rodar por un abismo; sin asideros
diferentes a aquellos que la relacionan con sus afugias de amante transitoria de

uno u otro hombre. Inclusive, con hombres de la familia o cercanos a ella. Ella
tiene un estigma. Desde que deseó a Santiago, al verlo actuar con su madre.

Desde aquel día en que Daniel la tuvo.

Pánfilo siempre la ha asediado. No importa que esté con Maritza. Para él, la
promiscuidad es la condición normal de un hombre o una mujer. Lo de Pánfilo
es una exhibición de poder económico y de convencimiento. Así concretó su

relación con Silvia. No tuvo ningún reparo al saber que ella, a sus diez años,
supo que es el placer de sentirse penetrada. Tampoco lo tuvo cuando conoció

que Burbano la tuvo por mucho tiempo. Con él, Silvia, había construido mil y

una maneras de forcejear. Por lo tanto, Pánfilo, encontró en ella una mujer ya

hecha, curtida en posibilidades eróticas.

Silvia conoció de la profesión que asumía Pánfilo. Hombre hecho para

vulnerar a los demás. Con experiencias en todos los ámbitos derivados del

manejo y aplicación de opciones políticas y militares. Su historial era

inmenso. Tenía bajo su mando diferentes zonas del país. Sus empleados (así

llamaba a los que cumplían con sus órdenes) eran distribuidos según las

necesidades. Hombres con sentido de pertenencia con la muerte. Para ellos,

matar, era una profesión y se divertían con ella. En el campo incursionaban a

cualquier hora. Matanzas colectivas o individuales. Sabían convertir cualquier

sitio en fosas comunes. Todo lo suyo estaba medido con un mismo rasero: el

exterminio de quienes no asumieran sus convicciones; las mismas de quien o


quienes estén en el poder. Un cruce de caminos entre exterminio y conducción

política y económica. En la ciudad variaban los métodos. El preferido: matar


en la calle a quienes previamente fueran señalados…O incursionar en las

viviendas, llevándose al (la) requerido (a), para luego matarlo (a). La tortura se
convirtió en modus operandi.

Por vía Pánfilo, Silvia conoció del soporte que tuvieron muchas muertes. De
Isolina; de Juliana; de Pedro Arenas; de Demetrio. Para ella, en principio, fue

difícil la adaptación. Saber que quien exploraba con ella su cuerpo; era la
misma persona que ordenaba las muertes. Por lo mismo no tuvo ningún
problema para asimilar el hecho de que Samuel, Adrián, Pitágoras; eran

agentes encubiertos al servicio de Pánfilo. Como no tuvo ningún problema


asimilar el hecho de que su madre Rosa Elvia, a más de ser otra amante de

Pánfilo; se constituyera en señuelo para adquirir información.

En fin que, Silvia, llegó a ser mujer de todos. Como su madre. Se iniciaron a la

misma edad. Rosa Elvia asumió su primera vez, no como vulneración; sino
como hecho cotidiano que le otorgó placer, a pesar del dolor y de las

hemorragias. Tal vez por esto desechó la protección de Isolina y de Demetrio.

Ella, Silvia, gozó del encuentro con Daniel. Siempre lo consideró como el

primer paso hacia la reivindicación del placer. Con quien sea y como sea.

Disfrutaba con Pánfilo cada que este la requería. Aun sabiendo que horas antes

este había estado con Maritza. A esta, a pesar de que le molestaba, no le

quedaba otra cosa que satisfacerlo; si bien en muchos momentos no lo

disfrutaba. En veces podían más la rabia y los celos. Esto la inhibía para el

placer.

Volvió a conocer de Burbano, cuando supo que había sido muerto. Sospechaba

de Pánfilo como mandante. Sin embargo, nunca tuvo certeza. Como homenaje
silencioso, a partir de ahí, cuando Pánfilo estaba con ella; evocaba a Burbano.
Tuvo su imagen. Como si quien estuviera encima o debajo fuera él y no

Pánfilo.

Cierto día, Pánfilo le solicitó un favor. Se trataba de que sirviera como señuelo
para atraer a un muchacho que debía ser muerto. Un sujeto, decía Pánfilo, que

no merece vivir. Por ser desleal con él. No imaginaba Silvia de qué tipo de
deslealtad hablaba Pánfilo. Lo vino a saber cuándo Samuel le habló de
Jerónimo. Le dijo que habían, Pánfilo y él, conocido de su romance con

Sinisterra. Que se veían en la empresa; al mediodía. Que allí se poseían en


extenso. No se ordenó la muerte de Sinisterra, porque su poder económico y

su quehacer como administrador de la empresa; hacían parte del engranaje. Lo

odiaban como competidor con respecto a Jerónimo. Pero se hacía intocable.

Soñó Silvia, que llamó a Jerónimo, con el supuesto propósito de entregarle un


obsequio de Samuel. Ya que este se había ausentado de la ciudad; para cumplir

con una misión de la empresa. Lo citó al parque central del barrio. Allí fue

acribillado por dos hombres que se movilizaban a pie. Sin ningún problema

huyeron después del asesinato. A pesar de la cercanía de un puesto de policía y

de que algunos vecinos informaron de lo sucedido a los agentes. Silvia vivió

presa de ese sueño, durante el resto de sus días. Ver a Jerónimo muerto…y que

la llamaba…y que la increpaba por haber sido cómplice.

En ese sueño, pudo más el desconcierto y la conmoción. Silvia no pudo

soportar saberse cómplice de la muerte de Jerónimo. Pánfilo la encontró


muerta en su cuarto. Había ingerido veneno, tres horas atrás. Antes de tomar la

decisión de matarse, Silvia había escrito: “Creo que he llegado a la cúspide de


la ignominia. Me avergüenzo por el giro que he dado en mi vida. Nunca
encontré mi rumbo. Me consumió el placer y no me arrepiento de ello. Todo lo

superé, a mi manera. Lo que no pude soportar fue mi condición de vehículo


para la muerte; particularmente de Jerónimo.”... Cuando despertó, se percató

que Pánfilo estaba encima de ella.

Adrián se hizo hombre, en el entendido que serlo, significa capacidad para


realizar acciones que impliquen la utilización de la fuerza para someter a quien
sea. Desde su nacimiento, tuvo vocación de perdulario. De hecho, su infancia,

la cruzó al lado de Santiago, su padre. Con él anduvo todos los caminos que
pudieron. Santiago se preocupó por enseñarle las mañas necesarias para

adquirir poder o, por lo menos, para intentarlo. Nunca jugó con otros niños.

No había tiempo para hacerlo. Para él, era una muestra de debilidad. Maduró

su personalidad, a golpes de acciones recomendadas por Santiago. Desde robar


a un indefenso tendero de barrio; hasta llevar y traer información para pares

más importantes y poderos. Esos fueron los rituales para su iniciación.

Con su madre nunca tuvo un acercamiento diferente que aquel relacionado con

su condición de mujer de todos. Él mismo realizó con ella lo que realizaba

Santiago y Pánfilo y Daniel y Samuel y Sinisterra…Lista de nunca acabar. Así

aprendió a subestimar a las mujeres. Para él, ellas no eran otra cosa que sujetas

de placer. Bien sea comprado o por cualquier otra condición. Lo único cierto,

según aprendió Adrián, es que ellas no saben más allá que de abrir sus piernas

y esperar uno o varios usuarios. Así estuvo con Rosa Elvia; con Maritza; con

Martha; con Susana. Cuando no pudo imponer sus condiciones, como en el


caso de la efímera vida de pareja con Isolina, dirimió el impasse por la vía de

la separación; manteniendo latente su odio por la valentía y la fuerza


conceptual de Isolina. Esto incidió, hasta cierto punto en el acumulado de

hechos que sustentaron la muerte violenta de ella. Porque, le insistió a Pánfilo


que mujeres así no podían seguir viviendo. De hecho ya, Pánfilo, tenía
suficientes motivos para hacerlo. De todas maneras lo que más peso tuvo en la

decisión de darle muerte, fue su cercanía con Juliana, con Pedro Arenas y con
Demetrio; todos ellos y ellas usufructuarios de lo que Pánfilo tipificó como la
franja de la subversión del orden establecido. En todos los sentidos. Incluido,

claro está, el orden político, económico y social del país; liderado por un

auténtico extirpador de tumores sociales malignos.

Con Samuel mantuvo, transitoriamente, una confrontación. Cuando éste


(Samuel) fue infectado por el mal de la discrepancia y la sedición. Tiempo en

el cual Samuel respaldaba las acciones de Isolina, de Juliana, de Pedro Arenas

y de Demetrio. Nunca ha negado que hubiera matado a Samuel, si no hubiera


rectificado su camino. A partir de ahí se hicieron socios en la tarea de matar y

vulnerar. Socios de Pánfilo y de sus adeptos-empleados como asesinos a

sueldo.

Veintidós (El amante de mi madre)

Conoció a Verdaguer, un día en que este visitó a su madre; en ausencia de

Santiago. Adrián tenía nueve años. Fue testigo de la capacidad de Rosa Elvia
para otorgar placer. Ella y Verdaguer consumieron horas y horas. Ella gritaba,

él acezaba, una y otra vez. Fue el origen de su misoginia.

Volvió a verlo con ocasión de un viaje a Montevideo; cumpliendo una


actividad ordenada por Pánfilo. Se trataba de contactar hombres al servicio de

la dictadura, en su lucha contra la oposición, incluidos claro está militantes de


los Tupamaros; o simpatizantes de ellos. Probado o sin comprobar. Justo,

Verdaguer era un cabecilla de los exterminadores; o de los “patriotas” como se


hacían llamar.
En comienzo, Verdaguer no reconoció a Adrián. No atinaba a la cotejación
entre un joven de 20 años y un imberbe de nueve años. Pero Adrián si lo

identificó en el acto. Se lo hizo saber. Inclusive le manifestó que, como él,


había disfrutado de las bondades eróticas de Rosa Elvia. Por indicación de

Verdaguer, Adrián conoció otros integrantes de los grupos de exterminio.

Viajaron a Punta del Este. Se divirtieron y concretaron asesorías para los

grupos en Colombia. Hasta cierto punto la escogencia de esta ciudad obró


como distractor; pues había grupos de inteligencia, compuestos por personas

afines a la oposición. Particularmente, a los Tupamaros; cuyo objetivo era

localizar, identificar y actuar en contra de los mercenarios.

Su regreso al País, se produjo el mismo día en que se cumplió la orden de

matar a Juliana y a Pedro Arenas. Un trabajo perfecto. Un procedimiento

similar al que conoció que estaban perfeccionando en Uruguay. Estuvo

reunido con Pánfilo, Samuel y tres hombres más, de plena confianza de

Pánfilo. Desde ese mismo día se programaron sesiones de trabajo con

ejecutores activos y potenciales. Ya había el antecedente de las enseñanzas de

Klein. Lo de ahora era un reto mayor; pues se trataba de incursionar de lleno


en las ciudades en contra de objetivos previamente identificados por las

labores de inteligencia al servicio de ellos, orientados desde las instituciones


militares y policiales.

Adrián fue designado interventor de los procedimientos en la capital. Un


oficio dispendioso que exigía conocimientos y concentración. Coordinar

búsquedas y ejecuciones. Él era intermediario entre Pánfilo y los realizadores


directos de los encargos; así llamaban ellos los asesinatos.
Desde allí, Adrián conoció pormenores de toda la doctrina al respecto.
Conoció códigos utilizados para concretar reuniones entre militares y policías

institucionalizados, con los grupos de ejecución clandestinos. Desde allí


conoció el rol de los asesores estadunidenses; del rol no publicitado de la

embajada. Conoció de los alcances de la política diseñada por la cúpula

gubernamental, militar y policial. De los objetivos a mediano y largo plazo y

de las tareas inmediatas conducentes a concretarlos.

Por sus manos pasaron listas y códigos con los nombres de los objetivos

militares, paramilitares, policiales y parapoliciales. De todas las edades y

sexos. Con indicaciones precisas para el encubrimiento de las muertes. Con

todos los datos necesarios. Con día y hora de las ejecuciones y con

indicaciones acerca de las modificaciones de último momento.

Una noche, fue secuestrado, en su residencia, por un grupo de hombres y


mujeres. Lo encontraron muerto tres días después en una localidad vecina a la

capital. Luego se supo, después de complicadísimas cotejaciones realizadas

por Pánfilo y la cúpula militar; que había sido ubicado e identificado, a partir
de información vertida por Verdaguer. Este fue tipificado como mercenario de

doble vía y doble aplicación.

Adrián fue reemplazado por Daniel. Este había logrado escalar posiciones en
la estructura; a partir de su relación con Silvia y con Maritza. Desde ahí
empezó a conocer la organización. Pánfilo le tomó confianza, por

recomendación de Silvia que veía en él un amante pleno e imaginativo y, al


mismo tiempo, un prospecto para asumir tareas. Por lo incondicional y por sus

convicciones ajustadas a los requerimientos del oficio liderado por Pánfilo.


Su primer encargo, tuvo que ver con la coordinación de una infiltración en dos
grupos políticos de oposición. Dos objetivos. Uno, interceptar comunicaciones

y enviar información constante. Otro, identificar posibles nexos entre esos dos
grupos y otros movimientos nacionales e internacionales; en una perspectiva

desestabilizadora a gran escala.

De su cosecha, fueron los atentados en contra de, al menos dos dirigentes de

esos dos grupos. Uno de ellos, un ciudadano colombiano, responsable de la


orientación y coordinador del flujo de información con organizaciones no

gubernamentales a nivel internacional, incluida Amnistía Internacional. Otro,

un ciudadano argentino; responsable de la coordinación de ayudas económicas

con diferentes instituciones gubernamentales y no gubernamentales de Europa

y de Asia.

Fueron muertes violentas, con saña. Una, en la capital, mediante la adecuación


de un coche bomba, a la salida de un acto político en el centro de la capital. La

otra, en Buenos Aires, mediante una intervención sicarial. En las dos

ejecuciones hubo personas muertas y heridas, ajenas al conflicto.

Con esa carta de presentación, Daniel fue transferido a una instancia mucho
más compleja. Estando allí, ejerciendo como coordinador operativo; lo

sorprendió la muerte. Mientras andaba por una zona deprimida de la ciudad en


que estaba; fue abordado por dos hombres. Allí mismo fue acuchillado. Según
el reporte pericial, el móvil no fue el robo, porque llevaba toda su

documentación, dinero y tarjetas de crédito.

A Samuel lo sorprendió la decisión que le comunicó Pánfilo. Este había


recibido, el día anterior, la orden de asesinar a Sinisterra. El soporte tiene que
ver, según Pánfilo, con las actuaciones de Sinisterra, y que lesionaron las

finanzas de la empresa. Había transferido, a su nombre, una suma muy

importante de dinero; desde dos bancos en el país, hacia un banco en Suiza.


Tolo, con la garantía que le daba el conocimiento de las claves

correspondientes. Lo hizo sin compartir con nadie. Incluso, ni siquiera Susana

lo supo. A pesar de haber realizado con ella diferentes viajes a Uruguay, Chile

y Argentina; en un proceso de consolidación de sucursales de la empresa.

Sinisterra, además, estuvo en Europa; concretamente en Inglaterra y Holanda.

Viajó solo. Su relación con algunos de los socios más importantes, se había

acrecentado. Precisamente, en este viaje, obtuvo una información bien

importante acerca del movimiento de inmigrantes, desde África hacia España

y Francia. Acreditó sus realizaciones, en términos de la administración de la

empresa. Informó, por ejemplo, de las circunstancias en que se desenvolvía el

negocio en el País y de los nexos adquiridos con funcionarios

gubernamentales, en un proceso que incluía la interacción con grupos

encargados de realizar acciones específicas de seguimiento a algunas

organizaciones opuestas al programa de gobierno, relacionados con el manejo


de la seguridad. Incluía, además, la financiación de estos grupos; manejando

un bajo perfil, no visible; al menos en lo que respecta a la difusión en los


medios de comunicación. Un trabajo, en el cual se habían obtenido logros

importantes.

Pánfilo siempre tuvo con Sinisterra, un conflicto latente.; soportado en dos

aspectos. Uno, relacionado con Susana. Para Pánfilo, ella, representaba un


ícono en su ideario sexuado. No había logrado alcanzarla. Cuando supo que,

las relaciones entre Susana y Sinisterra, habían adquirido un sesgo de amantes;


se sintió en desventaja. Como si Sinisterra lo hubiera derrotado en un duelo no
visible, no pactado, pero si con conocimiento de causa.

El otro aspecto, tenía relación con el posicionamiento adquirido por Sinisterra

en la empresa. Porque, éste, había logrado, no solo escalar posiciones sino, lo


que era más importante, esas posiciones lo ubicaban como un hombre

trascendente en todo el proceso. Incluidas las relaciones con el gobierno.

Llegando, incluso, a ejercer como asesor y consultor en el contexto de las


políticas de seguridad trazadas, desde el inicio mismo del actual presidente.

Cuando Pánfilo recibió la orden, sintió un profundo alivio. Algo así como ver

en ella la posibilidad de revancha que siempre había esperado.

Samuel asimiló la noticia. Recordando, entre otras cosas, que Sinisterra lo

había despojado de Susana. Sintió esto, desde el primer día en que advirtió que

éste había logrado cautivarla y poseerla. La versión que Jerónimo le


comunicó, no hizo otra cosa que consolidar su resentimiento.

Samuel y Pánfilo diseñaron el plan para cumplir con la orden impartida.

Decidieron que debía ser una acción que debía ser realizada, en condiciones

similares a la muerte de Daniel; con la diferencia de que, aquí, se apoyarían en


Jerónimo. En su condición de amante de Sinisterra.

Jerónimo recibió la noticia, por parte de Samuel. Entre los dos se había

producido un distanciamiento, a raíz del enamoramiento absoluto de Jerónimo,


con respecto a Sinisterra. Para este, Sinisterra, se constituyó en una obsesión.
No podía pasar un día sin verlo. Se le hacía eterno el tiempo entre una sesión y

otra. Sesiones que duraban tres o cuatro horas. Sinisterra utilizaba toda su
potencia. Lo penetraba sin descanso. Lo surtía de su líquido que fluía y fluía
todo el tiempo. Jerónimo era insaciable. No importaban las hemorragias

repetidas. Lo hacían cada dos días; sin interrupciones.

Por lo tanto, cuando Samuel le comunicó que Sinisterra le había propuesto

iniciar una relación como amantes y que, esta había empezado ese día; en su
oficina. Que habían utilizado todo el repertorio conocido por ambos. Y que,

Sinisterra, le había confesado que nunca había estado con alguien que lo

cautivara y lo saciara como él. Que, incluso, se había dejado penetrar. Que
valoró su pene como lo más hermoso que había visto en su vida. Que se lo

manipuló; que lamió todo el líquido que vertía Samuel. Que lo besó en todo su

cuerpo. Que gritó de dicha, cada que Samuel lo horadó. Que fueron cinco

horas de absoluto placer de parte y parte.

Jerónimo se sintió desolado. Sintió como si todo se hubiera derrumbado para

él. Como si su vida hubiera terminado. No podía hacerse a la idea de que


Sinisterra lo reemplazara. Recordaba que, cada que estaban juntos, le

susurraba su profundo amor y lealtad. Le decía que era su único amor. Que

Susana era nada, comparado con él. En la sesión siguiente, Jerónimo llegó
donde Sinisterra. Según la costumbre, se besaron largamente, mientras se

desvestían y se acariciaban sus astas erguidas; Jerónimo se mostró mucho más


apasionado y excitado. Le pedía más y más a su amante. En uno de los
descansos, simuló la necesidad de ir al baño. Allí rompió uno de los espejos.

Regresó donde Sinisterra. Sin darle tiempo a reaccionar le hundió una astilla
de vidrio en la garganta. Una y otra vez, sin parar. Se vistió, salió de la oficina;

dejándola cerrada. Sinisterra, se había quedado dormido después de poseer a


Susana. Despertó, conmovido por el aterrador sueño.
Pitágoras se apartó de Santiago. Sintió mucho la situación de Rosa Elvia.
Tanto como entender que ella había sucumbido ante los avatares de la vida.

Valoró su condición de mujer libertaria. Su decisión de asumir lo afectivo


como sucesión de relaciones. En una promiscuidad que no compartía; pero que

respetaba.

Rosa Elvia era, para Pitágoras, ese tipo de personas en angustia constante. Sin

poder redefinir su proceso como itinerante en una sociedad cargada de


situaciones complejas. Un tejido que la sometía. Un entendido de libertad

circunscrito a ensayar variables. Pitágoras la sentía como mujer que nunca

había sido amada. Tal vez, ella, tampoco ha amado. Porque, consideraba, que

amar era más que estar con todos o todas; sin importar cuando o porqué. Un

tipo de satisfacción, de placer, centrado en el arrebato sexual circunstancial.

Vivir esto como condición única; como soporte único. Una distorsión del

hecho de amar y ser amada. Un camino lleno de dificultades asociadas a esa

condición de ser. La reconocía como madre y como mujer. Pero, no fue capaz

de estar al lado de ella. No pudo o no quiso acompañarla en su peregrinar;

mucho menos intentar la persuasión en términos de buscar otra alternativa de


vida.

Sorteando obstáculos, logró terminar sus estudios secundarios. Ingresó a la


universidad en horario nocturno. Trabajaba todo el día como vendedor en un

almacén. Había heredado de su padre la capacidad para cautivar compradores.

Escogió un programa de pregrado que le pareció importante. La antropología


siempre le había llamado la atención. Con el profesor Pedro Arenas y con la

profesora Juliana, a quienes había conocido en el colegio, había departido


muchas veces. Tertulias agradables; que lo situaban en opciones de
interpretación de la cultura y, en general, de la humanidad. Estuvo en muchas

de las actividades realizadas por Isolina; a quien admiraba profundamente. La


mujer que supo valorarse y hacer ruptura con Adrián. Por esa vía conoció a

Demetrio. Le pareció, siempre, un hombre con vocación de servicio.

Demasiado humano. Amigo absoluto, leal y confidente cuando fue necesario.

Pitágoras vivió el proceso angustioso que supuso el asesinato consecutivo de


Pedro Arenas, Juliana, Isolina y Demetrio. Hechos que le hicieron ver la

tragedia de un país que nunca ha conocido la paz, ni la solidaridad, ni la

aceptación del otro o de la otra. País de convicciones torcidas; en el cual ha

predominado el ejercicio de la violencia continua, sistemática. País en donde

no ha existido sitio para la tolerancia y el respeto de los valores y derechos

humanos. Para él, esos asesinatos y muchos más, constituyeron y constituyen

la reiteración del odio, y la tropelía. Acezantes verdugos que nos conducen al

desmoronamiento. Como sociedad y como nación.

Se prometió a si mismo, retomar, a su manera el ideario de ellas y de ellos. A


partir de los logros alcanzados en la universidad y de su interacción con

diversas organizaciones obreras, campesinas y de la población más vulnerable;


fue construyendo escenarios para proponer alternativas. Para postular y
realizar actividades trascendentes. En búsqueda de opciones constantes,

generosas, humanas. La intención de transformar la sociedad, desde una


perspectiva politica de inclusión. De reconocimiento de valores y de

adecuaciones. De tal manera que la vida adquiera otro significado; derrotando


a la muerte inducida por quienes nos han controlado y avasallado.
Al hacerse cargo de ese ideario, logró consolidar su posición como sujeto
creativo, humano, investigador e impulsor de nexos entre la academia y la

población. Con un sentido de pertenencia a la humanidad, por la vía de


expandir el conocimiento de la historia; de tal manera que este conocimiento

se convierta en interacción social no claudicante ante el embate de los

violentos. Ante el embate de esas fuerzas poderosas, casi siempre soterrados,

que manejan los hilos de la política y de la economía, pretendiendo el


beneficio propio; de las clases que siempre se han constituido en el poder y

que no están dispuestos a perder.

Siempre intuyó que sus hermanos y hermanas estaban del lado de los

detentadores de ese poder. Conoció a Pánfilo, de su relación con Maritza y

Silvia. De su amistad con Samuel y con Adrián. Siendo así, para Pitágoras, la

noción de familia fue pragmática. Los vínculos de sangre no cuentan a la hora

de percibir y analizar determinados comportamientos. Por lo mismo, para él,

sus hermanos y hermanas no son otra cosa que auxiliares de los gendarmes.

Con un entendido de la vida similar a quienes asesinan contradictores, el

contexto del afianzamiento de su poder.

Pánfilo ya había hablado con Silvia y con Samuel, acerca de las andanzas de
Pitágoras. Lo asimilaron a la subversión. Para ellos, quedaba claro que no
podía permitir la expansión de esas opciones. No importaba la condición de

hermano. Como sea hay que detener sus avances. Ya conocían que había
retomado las actividades que realizaban Isolina, Pedro, Juliana y Demetrio.

Siendo así, la decisión fue obvia El 8 de marzo, al salir de un acto realizado en


la universidad, con motivo del Día Internacional de las Mujeres; Pitágoras fue

baleado desde un vehículo. Allí mismo murió. Su última visión, estuvo


destinada a Rosa Elvia.

Para Samuel, Pánfilo se había convertido en un socio molesto. Entre otras

razones, porque el afán de poder; le exigía a este, realizar cualquier tipo de

tarea o acción. Ya, una vez muerto Sinisterra, Pánfilo logró acceder a la
administración de la empresa en la capital. Desde allí, empezó una gestión

avasallante. Desde todas las opciones posibles. Hizo recambio en la planta de

personal; gestionó la desvinculación de Verdaguer; en la sucursal uruguaya. Se


apoderó del mercado en Santiago de Chile. En el ámbito más doméstico, se

apoderó de Susana. Ella había lamentado, a su modo, la muerte de su amante.

Pero, aplicado su afilado sentido común, n o tuvo reparos el día en que Pánfilo

se encerró con ella en la oficina y la hizo gritar de placer. Lo de Pánfilo,

observó ella, no es tan largo y voluminoso como lo era el de Sinisterra. Pero,

de todas maneras, acompañó la penetración, con rituales que había aprendido

y que le enseñó a Pánfilo; quien a pesar de su recorrido no había tenido acceso

a ese manual. El hijo de Susana y Sinisterra había nacido hace cerca de un

año. Un niño normal. Con un parecido absoluto a su madre. Para Susana, el

niño, se convirtió en una carga. Su rol estaba condicionado a tener libertad


para asumir los requerimientos de la empresa y, adicionalmente, los

requerimientos de Pánfilo. Centrados en las necesidades sexuales de éste.

Es como entender la situación de muchos niños y niñas que no tienen un padre

o una madre que asuman con ellos y ellas la construcción de opciones de vida
integral. Con una valoración precisa del universo de necesidades. Una

inclusión en la sociedad; de tal manera que la complejidad de esta inserción se


convierta en un hecho efectivo y no, simplemente, latente o como mera

expectativa.
Samuel conoció al niño. Le causó impacto, en el contexto de sus convicciones,
un niño de expresión triste. Como si, a su edad, ya estuviera inmerso en la

angustia particular y colectiva. Un niño que, en principio, no tendría


posibilidades de vivir su infancia. Con lo que esta tiene de lúdica,

imaginación, amplitud y, fundamentalmente, de sensibilidad.

Con Pánfilo, entonces, Samuel asumió una modificación importante en su

relación. En una estructura de vida y de empresa, soportada en intereses


particulares que erosionan cualquier sentimiento de amistad. Ya, antes, había

conocido la posición de Pánfilo con respecto a Jerónimo. Los móviles de su

muerte no le resultaban claros a Samuel. Porque la versión presentada por las

autoridades era un tanto inverosímil. Como aquella de expresar un ajuste

cuentas entre bandas criminales que se disputan territorios para las diferentes

acciones inherentes al proceso de descomposición social vigente en diferentes

ciudades.

Efectuaba un análisis de mayor profundidad, incluida la cotejación entre

momentos y expresiones, en el contexto de la triada Samuel-Jerónimo y


Pánfilo. Porque, lo que si conocía con certeza Samuel, era que Jerónimo

estaba con los dos. Inclusive, arriesgo la conclusión de un asesinato planeado


por Pánfilo, con un único móvil: los celos. Había un hecho adicional en su
reflexión: Jerónimo tenía otro amante. Se trata de Sinisterra. Estaba

convencido, Samuel, de que Jerónimo amaba profundamente a Sinisterra y no


ellos dos.

A través de Silvia y Maritza, Samuel concertó una entrevista con Verdaguer;

conociendo que éste se encontraba en la capital, de paso para Panamá. Había


decidido jugarse la carta de convencer a la dirección de la empresa acerca de
los malos manejos, por parte de Pánfilo, de algunos aspectos específicos de la

actividad; tanto en la capital, como en otras dos ciudades en el País.

Previamente, tejió una urdimbre verosímil. Algo así como efectuar un


seguimiento de las actividades de Pánfilo. Apoyándose en algunos agentes

intermedios. Construyendo una versión, en el sentido de que Pánfilo conoció,

de mucho tiempo atrás, los manejos realizados por Sinisterra; en términos del
manejo de cuentas bancarias, para su beneficio particular. Se trataba, entonces,

de reconstruir alguna documentación, variando contenidos. Para esto se

apoyaron en expertos al servicio de la empresa, cuya labor consiste en

falsificar documentos.

Lograron, por ejemplo, hacer coincidir fechas en los desplazamientos de

Pánfilo y Sinisterra a Europa. Construyendo premisas que permitían deducir


una confabulación en contra de los intereses generales de la empresa,

apropiándose de unas sumas muy importantes de dinero que depositaron en

sus respectivas cuentas. Aparecieron consignaciones subrepticias, coincidentes


en horas y fechas.

Con estos insumos, se presentó Samuel ante Verdaguer. Analizaron la

documentación y concluyeron que notificarían a la máxima dirección de la


empresa. Pánfilo tenía a su favor el hecho de haber reportado realizaciones de
gran impacto positivo para la empresa. Fundamentalmente en lo que tiene que

ver el contenido de los acuerdos con instancias gubernamentales para el buen


manejo de los seguimientos y ejecuciones de algunos dirigentes políticos y

sociales; a partir de identificar sus contradicciones con el programa del actual


gobierno.

Verdaguer, en Panamá, concertó una reunión con Rolando Jiménez, actual

presidente de la empresa, para América Latina. Este, precisamente, había

asistido a una sesión de toda la dirección de la empresa, en San Salvador.

Rolando Jiménez, le expresó a Verdaguer que a Pánfilo se le venía haciendo


un seguimiento. No por el mal manejo de dinero; porque no tenían

información al respecto. Solo la que presentó Verdaguer. El seguimiento tenía

que ver con la sospecha de que Pánfilo era un doble agente. Como prueba, dijo

Rolando a Verdaguer, tenemos información en el siguiente sentido: Pánfilo

estuvo realizando tareas para la CIA, durante el conflicto interno en El

Salvador. Fue artífice para la realización de ejecuciones selectivas; incluida la

del Arzobispo de San Salvador. Además, también de algunos mandos medios

y auxiliadores del Frente Farabundo Martí.

De El Salvador, Pánfilo, pasó a Colombia. Estuvo en todo el proceso de


preparación militar y política, necesarias para desarrollar un esquema similar

al que él Concretó en El Salvador. Particularmente, en lo que respecta a la

concreción d grupos parapoliciales y paramilitares. Inicialmente, dirigió la


creación del movimiento MAS y, más adelante, dirigió la concreción de

grupos de seguimiento y ejecución, durante y posterior al proceso de


acercamiento del gobierno de Belisario Betancur con las organizaciones
subversivas. En concreto, participó, con otros dirigentes, en todo el proceso en

contra de la UP.

Sin embargo, dijo Rolando, Pánfilo empezó a filtrar información a


organizaciones como Amnistía Internacional. Si bien es cierto que, aquí, la
información no es muy precisa; existen evidencias del móvil. Tuvo que ver

con un juego de doble vía, centrado en las contradicciones entre algunos de los

grupos. Particularmente, para desviar la atención con respecto a la


organización que el dirigía. Así, esta, quedaría libre de sospecha y consolidaría

su posición posterior.

Rolando Jiménez, concluyó su relato, con la aseveración, en el siguiente

sentido: Pánfilo está realizando el mismo juego. Está filtrando información.


Tal parece que va dirigida a algunas instancias gubernamentales en España y

Francia. Con el objeto de tejer versiones, en contra nuestra y, por esa vía,

consolidar la posición de los pares que nos hacen competencia.

Particularmente, en el fortalecimiento de una empresa que tiene su sede en

Somalia.

Lo que usted me presenta, Verdaguer, es una información que vamos a


acumular; para tomar una decisión, con respecto a Pánfilo. En mi opinión, no

solo debe salir de circulación; sino que le debemos aplicar el castigo máximo;

es decir su ejecución. Pánfilo se encontraba en su oficina, departía con Susana,


en uno de sus encuentros de rutina.

Recibió una llamada de los empleados de seguridad, en portería; en el sentido

de que lo necesitaban dos personas. Pánfilo bajó a la entrada principal. Él


reconoció a las dos personas. Había trabajado con ellos en Santiago de Chile.
Le llevaban un recado. Se iba a efectuar una reunión plenaria de la dirección

zonal, aquí en la capital. Decidieron informarle personalmente, ya que se


sospechaba una intervención de los teléfonos de la empresa.

Pánfilo subió al vehículo. Durante el recorrido, expresó que se dirigían a un


municipio, fuera de Bogotá. Y que, entonces, la reunión no era en la ciudad.

Le contestaron que, por seguridad, debía ser así.

Tres días después, su cuerpo sin vida fue encontrado en un predio de la ciudad.

Le habían disparado dos veces en la cabeza…Sin saber por qué, Samuel creyó
haber asistido a la muerte de Pánfilo en otras circunstancias

Susana no sintió la muerte de Pánfilo. Para ella, las cosas se dan o no se dan.

Es decir, cada quien debe manejar sus opciones y responsabilidades. Y, en

esto, asumir como camaleón, es un registro que mueve al mundo. Cada quien,

entonces, construye su vida; incluyendo la posición de apoyarse en quien sea

con tal de lograrlo. En lo personal, su único interés estaba centrado en

ascender en calidad de vida. Para ella, esto significa acceder a los recursos

necesarios. No importa cómo. Inclusive, llegó a pensar en la posibilidad de

que la nombraran reemplazo de Pánfilo. Así pensó cuando murió Sinisterra. Si


bien es cierto que, esa vez, no lo logró, abrigaba esperanzas de que ahora si se

daría.

Esta vez tampoco fue así. El reemplazo de Pánfilo fue Silvia (que ejerció

como resucitada). Un giro sorprendente. Entre otras razones, porque Silvia


nunca había participado en actividades de la empresa. Lo de ella, era el

manejo de información en relación con algunas ejecuciones. La administración


del negocio requería de alguien con experiencia. Sin embargo, se ratificó su
designación.

Para Susana fue una desilusión más. Pero, en aplicación de su lógica del

pragmatismo, lo aceptó, interiorizando su resentimiento. Orientó a Silvia en


los pormenores de la administración zonal y el tipo de nexos con las
sucursales en América Latina. En la práctica era ella quien manejaba la

administración. Silvia, simplemente, avalaba las decisiones tomadas por

Susana.

Revivió el pasado. Cuando entre las dos se dio una relación afectiva. Si bien
no fue duradera; al menos vivieron momentos intensos. Las dos sabían que

hacer y como conducir sus encuentros. Las dos manejaban y entendían la

bisexualidad. Silvia era mucho más intensa y apasionada. Expandía su placer,


llegando a zonas siempre nuevas. Recorriendo el cuerpo de sus amantes, con

una imaginación profunda. Por lo tanto, al encontrarse con Susana, le insinuó

la posibilidad de retomar la relación. Hacerla mucho más profunda y

dinámica.

Lo hacían a mañana y tarde. Todos los días. Cada vez más intensamente. Cada

vez más apasionadamente. Orgasmos extendidos. Una y otra vez. A veces se


olvidaban de los asuntos relacionados con la administración, así fueran

asuntos urgentes.

Natalia, una chica joven. Una bella mujer, en la cual coincidían un rostro

hermoso y unas formas bien hechas e insinuantes; se vinculó a la empresa, a


través de Samuel. Este la había conocido en Barranquilla, en una de sus giras.

Ya había realizado con ella encuentros. Ya había explorado todo su cuerpo.


Decidió traerla a la capital. No solo para tenerla cerca; sino también por la
capacidad que Natalia tenía para organizar eventos tan necesarios en la

empresa. Cuando se precisaba concretar determinaciones y postular estrategias


misionales.

Desde el primer momento, Silvia fue cautivada por Natalia. Se imaginaba su


cuerpo desnudo. Imaginaba exploraciones, mucho más allá de las que

realizaba con Susana o de las que realizó con su hermana Maritza.

En principio, Susana, no advirtió los deseos de Silvia; a pesar de haber

observado que Silvia llamaba continuamente a Natalia a su oficina, por


cualquier motivo. La posición de Natalia coincidía, con el pragmatismo de

Susana. A pesar de que nunca había vivido relaciones bisexuales; tampoco era

ajena a ello.

Silvia invitó a Natalia a su casa. Un sábado. Se trataba de una comida a la cual

habían sido invitadas otras personas. Susana no fue invitada. Hablaron,

durante la cena. Compartieron con los comensales. Una sesión que terminó

casi a medianoche. Silvia le sugirió a Natalia, la posibilidad de quedarse en su

casa, hasta el día siguiente. El vino excitaba a Silvia, la hacía mucho más

coloquial; mucho más extrovertida. Para Natalia, era una rutina la ebriedad.
También ella, se exaltaba en esas condiciones.

A Natalia se le asignó un cuarto. Había sido, en un tiempo, el lugar de

encuentro entre Silvia y Maritza. Una historia enorme de pasiones y destrezas.

Unos orgasmos tan placenteros que Silvia nunca había repetido con otra
amante. Se bañaron juntas. Allí se inició el ritual. Se besaron largamente. Una

a una tocaron sus clítoris, No importó el dolor Se lamieron sus pezones.


Recorrieron sus cuerpos. Zona a zona. Juntaron sus pelvis. Olieron sus axilas,
pasaron sus lenguas por ellas. Gritaron de placer. Susurraron palabras llenas de

sensibilidad y de regocijo. Terminaron a las cuatro de la mañana del domingo,


lo que había iniciado tres horas atrás. Extenuadas, durmieron en la misma

cama.
Al despertar lo hicieron una y otra vez. Una jornada tan intensa que las venció,
otra vez, el sueño. Durmieron hasta el anochecer. Hicieron el compromiso de

vivir juntas, a partir de ese día.

A Samuel, esta decisión, lo indignó. Le era insoportable la ausencia de Natalia


en la casa que le había conseguido. Donde llegaba cada vez que lo urgía el

deseo. En donde, se juntaban él, ella y Maritza. En donde ellas y él, realizaban

sesiones inimaginables. Un ir y venir. Ella y ella. Él y ellas. Samuel


conservaba su potencia. Erecciones duraderas. Tanto que terminaba con

Maritza y seguía con Natalia. A todas dos las inundaba. Samuel, se excitaba,

viendo a Natalia y a Maritza besarse, lamerse, hurgarse.

Le exigió a Natalia regresar a su casa. Esta no aceptó. Se había enamorado tan

profundamente de Silvia, que se le hacía inconcebible no estar a su lado. Tanto

en la empresa como en la casa. Se le hacía inconcebible no estar con ella; no


volver, a todo momento, al ritual que era, cada vez, más expandido y

placentero.

Samuel volvió a recordar su pasado. Cuando navegó por la vida, ejerciendo su

capacidad para amar y vulnerar. A su pasado esquizofrénico. Cuando iba y


venía por todos los lugares. Cuando conoció a Isolina; cuando conoció a

Juliana y a Pedro. Cuando horadaba a las niñas; cuando montaba a su madre;


cuando conoció a Demetrio. Cuando mató e hizo matar. Cuando fue recluido;
cuando escapaba. Cuando veía, en sueños, al jorobado encima de Rosa Elvia;

cuando veía a Santiago hacer lo mismo; cuando tuvo a Jerónimo; cuando


asedió y montó a Maritza, a Silvia, a Martha. Cuando inundaba a Susana;

cuando Penetró y fue penetrado por Pánfilo; cuando hizo matar a sus
hermanos; cuando se amó con Verdaguer; cuando penetró a su hermanita, la
hija de Isolina y Demetrio, al cumplir ella cinco años; Cuando estuvo dando

tumbos. Aquí y allá, sin encontrarse; cuando se dio cuenta que ese encuentro
no era posible; cuando triunfó el yo malvado y no el yo sensible y humano;

cuando volvió a nacer, una y otra vez; cuando perdió la memoria y el deseo, al

ser lobotomizado; cuando dirigió grupos de matanza selectiva; cuando le dijo

sí al programa gubernamental de exterminio; cuando estuvo en Villa


Esperanza, buscándose otra ves

Y, al recordar, volvió el impulso patológico. Se hizo irrefrenable el deseo de

acallar voces. Se hizo indispensable la venganza. Como paliativo a su

vergonzosa vida. Volvió a crecer en él, la necesidad matar, de manera directa.

Y, porque no, morir y volver a nacer.

Susana encontró a Silvia y a Natalia, muertas en la oficina. Sin signos de haber


sido violentadas. El dictamen pericial, fue reportado como muerte por

envenenamiento.

Veintitrés (otra vez el sujeto)

Todo lo que he sido es nada. Lugar y tiempo, por ahí tirado. En una

nomenclatura de alma, vacía. Sin las perspectivas que casi todos y todas
tienen. Empecé por acceder a la vida, como cuando se asume una comparsa.

Con sombras chinescas. Y con un vahído presuntuoso que no tuvo lugar


nunca. Manifestaciones como para recordar nunca. En ese juego milenario de
los altavoces, llamando a quien fuere sujeto envuelto en lo inhóspito como

razón puntual de vida. En ese medio camino surtido de veleidades. Como


artesano venido a menos en sus haceres. Por ahí dándole a la palabra como
mero lujo pasajero. Sin poder construir ternura. Este yo que ha andado tanto,

pero que sigo en el mismo punto de partida. Una entelequia en la expresión.

Presuroso e impávido doliente de la vida en plenitud.

Cierto día, en un marzo, por cierto, invité a Pedronel Cipagauta, para que me
acompañara en un ejercicio rudimentario. Como escoger una posición

cualquiera. Para navegar en ella, hasta los límites del Pacífico asfixiante. Una

duermevela, le dije yo. Venía, como yo, de cualquier lado y en cualquier


tiempo. Y, él, surtió voces, rapadas al aire. En una tronera de posibilidades

habladas. Tanto como la ejecución de opciones desprovistas de cualquier

trasunto libertario.

Y, en estas elongaciones de cuerpo, nos fuimos. Caminando al lado de uno al

otro. Circundamos toda la esfera corpórea. Por todos los atajos irreversibles.

En ocasiones como simples ser él y ser yo. En algo parecido a la diatriba


vergonzante. Unos episodios malgastados. Como vena rota. Aludiendo acerca

de esto y de lo otro. Como para no dejar la costumbre de hablar. Pero decires

improvisados y como al viento echados. Sin dirección alguna. Lo que, los


otros y las otras, llaman vocería incompleta. Yendo por ahí. Por donde se

prestara la brújula.

Cipagauta es sujeto anodino. Eso pienso yo, después de haber jerarquizado los
cruces hablados y hechos. Notaba, en él, una figura como barca flotando.
Meciéndose en recordaciones de lo que fue antes. Y sigue siendo ahora. En

este universo de opciones que se pierden a cada momento vivido. Todo esto
hecho con insumos encontrados en cualquier parte. Como inmersos en

espacios acezantes; metidos a lo que a bien tenga quien lo vive. Y nos


pusimos, en la tarde, a ver pasar la vida. Sin ningún esfuerzo. Ni siquiera en lo
mínimo ilustrado, atropellado.

En este septiembre vivo, recurrimos a la búsqueda de la razón de ser de lo que

somos. De nuestro deambular alcahueta. En el querer mismo de dejar pasar lo


que fuere. Sin embargo, le hicimos el escape a toda proclama vituperaría Y

nos situamos en el perfil perdido desde hace setenta veces siete en años. Y yo

lo busqué a él. Él me buscó. Y no nos encontramos en el mismo espacio.


Como si hubiésemos anclado en aguas imperiosas. Demostrativas de lo enjuto

que es el hablar hoy en día.

Lo lúgubre se impuso. Como cantinela abatida desde antes que fuese verbo de

por sí, decantada en el ejercicio postulado. Hecho de mil haberes y decires

agrios. Perdidos, sin huella. Siendo hoy el día de la cisura nostálgica; he

decidido volver vista atrás. Como buscando los remos para enderezar la vida,
hecha rescoldo ahora, por cuenta de los incendiarios vecinos nuestros. Idos en

la contera de escenarios. Suponiendo, él y yo, que habíamos sido dispuestos

para arengar lo que fuese, en nervadura de ocio y de aplicaciones.

Hoy, como ayer, estamos aquí anclados al hacer de lo inhóspito. Sin


ejecuciones previstas antes. Situándonos en posición de inconformes

ordenados de mayor a menor. Por fuera y por dentro. Éramos visires sin
funciones. Perplejos sujetos que no pudieron volver al punto de partida. Ese
que recordamos tanto, como se recuerda lo ansiado, desde casi estar en vientre

de madres nutridas de silencio habidos en todo tiempo.

Yo me inicié con justa causa. Mucho recorrido en lo que llevo de vida, Mi


entorno hosco y presumido. Como cuando surgen las algarabías perplejas de
tanto hacerse paso de recodos inciertos. Ya había perdido esa juntura exótica

que he dado en llamar ingente plusvalía. Un ir mirando, lo digo yo ahora, lo

que se ha hecho puntual de tendencia efímera. Como legado de la estadística


intuitiva, que junta versiones de uno u otro lado. Es ahí, en ese punto de hoyo

negro probabilístico, en el cual encontré la lluvia expiatoria. Un más o menos

de recorrido penoso. No entendido, en comienzo. Y me hice vértigo de mí

mismo. Como eso de no saber pulsar lo que me había sido dado. Un ceniciento
sujeto opaco. La voltereta, en ciernes, sumaba hasta convertirme en ocaso

prematuro. Podría decirse que es nimiedad de conceptos. En eso que tenemos

todos y todas, de andar diciendo cualquier cosa. Como si el único requisito

para hacerlo fuera lo que es una propuesta hecha fuego. Un ton y son

exportado al aire puro o impuro.

Rigoberto era como mi otro yo. Lo conocí en octubre primero. Estaba, él,

recogiendo las bondades de lo humano. En un inventario insípido. Como quera

que fue tomado de la usura puesta como principio y como quehacer. Los dos

rodamos. Habiéndonos hecho cuerpos de hechura simple. Como simple fue lo

que le dije en tiempo preciso. Lo hice reconocer que él solo era punto de
llegada del trajín teológico. En eso aprendido que instauramos con condición

de ser y estar. Una novedad manifiesta, para esa época langaruta. Mecida en el
talismán de los sujetos hechos poder. Y le dije, además, que no entendía su

desarreglo. Habiendo hecho, como en realidad lo hicimos, un tejido societario.


Po por lo mismo, sujeto a las veleidades de los detentadores de poder afanado.
Vuelto gobernanza infinita.

Y, habiendo pasado un siglo, nos juntamos otra vez. Él y yo. Como dualidad

ajena a lo perdulario. Pero que, en misma, era como troccadero de puerto


inasible. Por lo mismo que éramos cuerpos incrustados. Uno en el otro. En
vencimiento de términos y adportas de sucumbir como sujetos venidos desde

ese más allá interior de cada uno. Como si hubiéciimos embadurnado todo el
pasar, pasando. Una especie de galimatías ramplón.

No en vano he dicho lo que ha pasado. Como secreto venido de logros

pereceros. En una inventiva sacrílega, en razón de la contravía de quienes

hablan un creador del universo. Y, él y yo. Empezamos el desmembramiento


del Ilusionario. Hicimos lo grotesco como límite ansiado. Yo quise adelantar

mi vida y principios. Llegué a soñar con el futuro hecho madre bondadosa,

pero anclada en el pasado suyo. En ese que conoció al padre vejatorio,

Y, él, embadurnado de motivos tibios. Tanto como decir que se fue

encumbrando al infinito espacio no conocido, ni por mí siquiera que soy sujeto

de volar amplio. . Hasta que dejé de verlo. Y lo busqué como beneficiario de


los que habíamos sido. Yo, de mi parte, lo seduje con mis planillas

dogmáticas. Siendo, yo, un especulador con los principios vivos y hechos en la

proclama primera. Ya olvidada por todos y todas, Una unión de convocatoria


inelástica.

El lunes 30 de octubre lo maté. Ahí mismo. Entre Luna Y sol. Ya no me

importó su sesera lúcida. Le di muerte ese sábado descosido. Unidos en


lentejuelas picarescas. Como mares que se juntan, por acción nuestra. La mía
y la de los súbditos empalagosos. Como en esa eterna vaguedad en principios

que siempre me cobija

De todas maneras, Daniel, partió el día acordado. No fue fácil desprenderse de


sus dos hijas, América y portuguesa. La decisión había sido tomada a finales
del año anterior. Tal vez, por lo corajudo que era, y sigue siendo, Retuvo en la

memoria la situación que desencadenó la ruptura con Evarista Monsalve, su

amante. Vivieron treinta y seis años juntos. En una exuberancia de locura, de


amor como fuego. Se había conocido en ciudad Ilíada. Desde muy pequeño,

él. Y, muy pequeña, ella. Un barriecito (Talión Verde), iridiscente. Tanto que,

se habían acostumbrado a la radiantes benévola de su entorno. Gentes que iban

y venían. Casi como lugar de tránsito perpetuo para mujeres y hombres. En


esa niñez potente, todo se les daba. Simplemente, como si fuese herencia. De

tiempo y espacio. Las voces y las palabras, se fueron difuminando. Hasta tocar

el fondo de lo que quisiéramos ser. Yo, enfatizando sobre las teorías de la

adultez, aun siendo muy niño. Por lo tanto, la señora Evarista, fue definida por

mí, como sujeta de absoluta entrega. En lo que era su cuerpo, embriagador,

excitante. Y lo que era su magia para percibir a los otros y a las otras. Como

moviola que iba editando los hechos y las acciones. Ella (Evarista) había

llegado con su familia, desde San Juan del Pomar, ciudad casi perdida en la
memoria. Como escenario de leguleyadas patriarcales. Y, en eso, su padre

Benito Monsalve, se hizo célebre. Decantaba todo. Como asumiendo un filtro

necesario para poder interpretar y dilucidar vidas. Una vigencia testaruda, por
lo bajo. Lo suyo (de Benito Monsalve), se fue esparciendo por todo el

territorio. Como maldición propiciadora del ultraje habido y por haber. Como
notario intransigente, perdulario. Era él quien decidía todo. A partir de
jerigonza enhebrado a la historia de los que, él, consideraba epopéyicos

varones. Sacrificados en aras a la continuidad de los valores, como heredades


ciertas. Fundamentales para que la esferita siguiera girando.

Eufrasio fue, desde que teníamos diez años cumplidos, un idólatra,


empecinado en medir las cosas, a partir de la elongación de su mirada. Éramos

niños al vuelo. Yendo por ahí, Siguiendo sus mediciones. Desde saber

interpretar la distancia entre los cuerpos. También, la distancia entre hombres


y mujeres. En un equívoco mandato que él transfería a los y las demás, como

mandatos absolutos. No toleraba las herejías. Las niñas, tenían que ser tasadas

y tratadas como diosas ígneas. En un revoltijo de pasiones, más allá de lo

inmediato. Figura ingrávida. Simplemente predispuestas para parir otros


dioses que, a su vez, eran clasificados como regentes y vigías.

Los juegos eran, para nosotros invenciones terrenas: en donde no cabían ni las

vicisitudes, ni los valores de plenitud lúdica, la danza incorpórea de las

mujeres niñas. Él decidía por todos y todas. Fue, en esas maniobras

vergonzantes, como conoció a Evarista. Siempre la incitaba a asumir retos

relacionados con su visión de las cosas. Como, por ejemplo, a estar con él,

desnuda. En el parquecito del barrio. La obligaba a masajear su falo (de

Eufrasio). Hasta que este surtiera el líquido, o la agüita de la vida, como decía

coloquialmente. Luego la vestía como regenta del territorio de ella y él. Con

overol verde claro y una blusa transparente; de tal manera que todos los
hombres en el barrio la miraran. Con sus pechos erectos. Tensionando la tela

hasta romperla. Y, la exhibía por todas las calles. Como trofeo absoluto para su
potente verga.

Cuando cumplimos (él y yo) quince años, ya era un avezado sujeto. Había
preñado dos veces a Evarista. Dos hijas volantonas. Nacidas, como hembras

hechas. América y portuguesa. Fueron creciendo a ritmo de los haceres en el


barriecito. Fueron acicaladas, desde el comienzo, por mamá Evarista. Les

hablaba de su padre, como potente varón iniciático, dispuesto así por los
dioses venidos de tiempo atrás. Cuando recién comenzó la humanidad, su
andar. De mi parte, y así se lo hice saber a él, fui haciendo historia propia. Ya

había conocido a Valeriano Armendáriz.

Eso fue como a mediados de junio de ese mismo año. Había llegado desde
Calcuta. Un niño indio, hermoso. De tez morena subyugante. Y, unos labios

gruesos, convocantes. Su familia llegó a la ciudad, en un itinerario. Como

crucero de vacaciones indefinidas. Ocuparon la casita de doña Benilda


Cifuentes, en el barrio Mochuelo Alto. Llegué a él, casi de manera fortuita.

Como que fue cualquier sábado. Acompañaba a mi mamá Protocolina, en la

visita que hizo a doña Parentela del Bosque. Una mujer extremadamente bella.

A sus cincuenta años, era radiante en todo su cuerpo y sus palabras. Había

llegado desde Barcelona, desde muy pequeñita. De la mano de su papá

Caisodiaris Salamanca. Su mamá, Libertaria Hinojosa, había terminado

unilateralmente, la relación con el papá de la niña. Vivieron casi cuarenta

años. Padre e hija. Siempre serán recordados y recordadas, como ejecutores de

la expresión de vida, asociada a dejar correr la historia, a lomo de sus cuerpos

y sus realizaciones. Papá Caisodiaris, implantó un estilo de vida en nexo con


la euforia y la lúdica perennes. Instituyó el Carnaval de Las Cosas Juntas.

Todavía se celebra, aún en su ausencia definitiva.

Lo vi jugando a la rayuela, con otro niño. Disfrutaban cada brinco sobre los

espacios del trazado. Reían todo el tiempo. Me acerqué. Me invitaron a jugar


con ellos. Valeriano me miraba siempre. Gozaba con mi falta de gracia y

agilidad. Pero, al mismo tiempo, me rozaba con su cuerpo. Se apretaba al mío.


Tanto así, que sentía su falo erguido. Sentía ese palpitar acechante. Después

del juego, aprovechando que la mamá del otro niño lo llamó, no sentamos en
la banquita. Hablamos de cualquier cosa. Más, dejando volar la libido. En
imaginario envolvente, crecido, diáfano. Arropó sus manos con las mías. Me

besó en la boca. Tan largo y tan sublime, que quedé prendido. Absorto. Con
mi imaginación puesta en cuerpos desnudos, abrazados.

La familia de Valeriano había llegado, en la inmediatez de tiempo. Como

quiera que este vuela sin itinerario. Por ahí, tratando de aterrizar en cualquier

sitio. Lo cierto del caso es que, doña Benilda llegó sola, con su niño de la
mano. Empezó como trabajadora al servicio de la familia Zaldúa, en el norte

de la ciudad. En principio vivieron en casa de inquilinato, hasta que pudo

arrendar la casita, aprovechando que, el señor Zaldúa le otorgó un préstamo,

sin plazo preciso. Valeriano creció al lado de su mamá. Llegó a la escuelita

dispuesto a terminar su educación básica primaria.

Eufrasio supuso que yo estaba enamorado de Evarista. Y que, por eso, me


había apartado de él. A decir verdad, yo apreciaba mucho a la mujer de

Eufrasio. Tanto así, que me juntaba con ella, para leer algunos textos de

psicología. Disfrutábamos mucho. Tratando de dilucidar algunos aspectos del


comportamiento de los humanos. Como volcándonos a una impronta

enhebrada con todos hilos posibles. Cuando leímos La Metamorfosis, de Franz


Kaffa, preparamos una disertación para compartirla con estudiantes que
conocíamos.

Lo que a mí más me mortificó, decía Eufrasio, fue lo del domingo trece de

febrero. Estaban juntos. Mirándose. Como ese embeleso que nos cruza cuando
estamos enamorados. La fiestecita había sido convocada por la mamá y el

papá de Dorance Enjundia. Uno jovencito que había, sido estudiante


aventajado en matemáticas. En La Institución Educativa “Pablo de Almagro”.
Celebraban los veinticinco años de su relación afectiva. Bailaban con sus

cuerpos pegados. Abrazados. En un otorgarse propio de amantes libertarios.


No tuve ninguna reacción primaria. Más bien quise expresar mi rudeza.

Simplemente me fui, por ahí. En una caminata sin rumbo.

Evarista llegó muy tarde a la casa, ese día. Logró entrar a casa, gracias a la

complicidad de su hermano Galimatías. Papá y mamá estaban dormidos. Se


bañó antes de acostarse. El sudor de cuerpo, fundamentalmente en su vagina

que no cesaba de verter ese líquido; que se hace exquisita sensación, cuando se

ha estado con alguien. Casi al bordo del orgasmo. Ahí, bailando con mi amigo

Jején Martínez. De todas maneras, sentía cruzar el nervio de los celos.

Volví al barrio en el cual vivía Valeriano con su mamá. Habían pasado dos

meses, desde nuestro primer encuentro. Todo me daba vueltas, alrededor.


Sentía una ansiedad absoluta. No paraba de recordarlo. Aun bailando con

Evarista. No sentía nada en mi cuerpo pegado al de ella. Lo mío era algo así

como estar en una subaste de convicciones. Yo ya sabía que lo mío no tenía


nada que ver con las mujeres.

Saludé a mi hombre. Y lo besé con absoluta ternura. Estuvimos de pie largo

rato. Me invitó a su casa, aprovechando la ausencia de su mamá. Nos


desvestimos. Él cogía mi pene. Como queriendo arrancarlo con su boca.
Dormimos tanto, que no sentimos a su mamá, cuando avió la puerta. Llegó tan

cansada, que se acostó en su cama y quedó dormida.

Parentela había estudiado hasta el cuarto semestre del pregrado en derecho, en


la universidad Pontificia San Marcos. Se retiró, fundamentalmente, porque
debía trabajar para aportar recursos en su familia.; ya que don Caisodiaris le

daba mucha dificultad trabajar. Tuvo dos amantes, Adrenalino Grisales y

Epaminondas Arbeláez. Vivió con mucha pasión su vida como amante. Cada
rato recuerda a quien más amó, Adrenalino. Un joven arriero en la única

vereda que tenía el municipio de Tatacoa. Se conocieron, estando ella en el

almacén de insumos para ganadería. Un día en el cual le correspondió realizar

una visita a la sucursal de la empresa para la cual trabajaba. Adrenalino,


miraba algunos de los elementos que necesitaba para su trabajo. Iba a la

cabecera municipal, cada quince días. El otro tiempo lo consumía viajando

con sus mulas.

En principio, miradas interminables. Ella decidió hablarle. Le contó

(Adrenalino) muchos pasajes de su vida. Había nacido en Puerto Cachetes,

municipio situado a unos mil trescientos kilómetros de la capital. Estudió hasta

terminar su formación primaria básica. A partir de ahí, empezó su peregrinar

por todo el país. Hasta que llegó aquí con veintinueve años. Y nunca ha tenido

novia. Quedaron en verse en el hotelito en que se hospedaba Parentela.

Una despedida más bien triste. Habían pasado la noche juntos. Todavía sentía

(ella), cierto dolor en su sexo. La potencia del chico, la había colocado en


condición de aguantar. Y sentir ese músculo en erección todo el tiempo.
Parentela abordó el camioncito que prestaba servicio entre el municipio y la

capital.

Sintió que estaba preñada, desde la primera hora, después que Adrenalino,
vació toda su potencia, en ella. Tal parece que la abundancia del líquido, la

inundó. Y Así no hay anticonceptivo que valga. Parece que ese fluido
hermoso buscó en donde quedarse. Cuando Adrenalino lo supo, hizo un
aspaviento. Volcando en la su felicidad. A los tres meses, el feto fue expulsado

hacia afuera. Un aborto no provocado. Adrenalino estuvo largo tiempo


abstraído. Las palabras volaron. No atinaba a nada más. Cierto día, mientras

Parentela atendía a varios clientes en el almacén de insumos agrícolas, su

amiga Hercúlea Romero, llegó acezante. Le comunicó que Adrenalino había

muerto tres días atrás. Simplemente se desbarrancaron; cuando él llevaba un


viaje café. Hercúlea lo supo, a través de una llamada que recibió de don

Jeremías Ibarbo, alcalde del municipio la Tatacoa. Encontraron, en el bolsillo

de la camisa, que llevaba puesta Adrenalino. Unos apuntes sublimes que hacía

casi a diario; y el número telefónico de ella (Hercúlea), ya que en la casa de

Parentela no tenían teléfono.

Sintió que se desmoronaba. Lloró toda la tarde, hasta que don Casimiro, el

dueño del almacén. Le concedió permiso para retirarse más temprano. Ya en

casa, Parentela, empezó a delirar. Su padre no pudo hacer mucho. Ya que,

como el mismo lo decía, una frustración amorosa es la peor enfermedad

terminal que existe.

Valeriano crecía, raudo, de cuerpo. Y de pasión. No siguió estudiando. Solo


estaba pleno y satisfecho cuando estábamos juntos. Y eso era posible cada
mes. Todo por cuenta de mi oficio de tornero en el taller de propiedad de don

Humberto Sinisterra. Además, estaban las lecturas con Evarista. Asunto que,
por ningún motivo podía ni quería dejar. Doña Benilda, se sentía muy

preocupada con esa relación. No era una actitud moralista. Simplemente


viendo pasar el tiempo. Y con las manifestaciones, cada vez más evidentes en

el cuerpo de Valeriano. Hemorragias sucesivas, cada vez más abundantes.


Sentía que su hijo se le iba, Por eso habló con Jején. Le expuso, de una lo que
ella pensaba. Le sugirió que dejara de verse, de manera tan frecuente, con su

niño.

Yo empecé a sangrar, también. Una inmensidad de sangre, cada día. Sin que
mamá lo supiera, estuve varias veces donde el doctor Clementito Borrasca. Un

amigo de la familia. Me juró mantener en reserva lo mío. Me examinó largo

rato. Tenía una hendidura pronunciada en mi ano. Además, mi pene, estaba


enrojeciendo cada día más. Lo único que recetó, coincidía con la opción

asumida por la madre de mi Valeriano.

Tanto tiempo que ha pasado, desde que vi a Valeriano por última vez. De esos

sueños tormentosos en los cuales veía el cuerpo de mi amor. Al lado de

empalizadas, en todos los caminos. Nos amábamos en el parquecito que vio

nacer nuestro idilio. Volábamos hacia el infinito cuerpo planetario.


Desventurada era mi vida, a partir de la obligada soledad. Lo sentía.

Escuchaba palmitar todo lo que él era. Como sujeto pristino, absoluto

La vi pasar, por ahí. Por ese camino andado antes por ella. Lo que pasa, ahora,

es que va de la mano de Ciriaco Cartagena. Negro ramplón. Traicionero de su


propia raza. Hecho como de plomo hechizo. Fundido en otrora expiación

inquisidora. Estuvo en el trajín de llevar y traer mensajes entre obispos y


monseñores. Por allá en ese tiempo de martirologio absoluto. En cuando
ensillaba a la bestia religiosa. Para potenciar decapitaciones en la exponencial.

O, ese mismo negro, asumiendo que lo suyo era reclamarles a reyes y


gendarmes. Que le facilitaran la pócima para limpiar su piel.

Yo sé que, ella, lo eligió. Siendo que, antes, fue negra de libertad crecida.
Incendiaria, a lo bien. Trepidante mujer, en combate. Ires y venires, a su

nombre. Por ella acicalados con el negro absoluto, potente, libertario. Y verla,

ahora, en ese nudo perdulario con ese sujeto avaro en lo que se dice de
verdades. Henchido de pobre jerigonza vertebrada con palabras aviesas.

Y no lo digo, yo, por resentimiento o por sangrar por herida. La amé. La amo.

La amaré por siempre. Lo que pasa es que uno, como que envuelve la vida y la

cree en enhorabuena perenne. Yo soy, eso sí, un sinfín de contradicciones. Soy,


eso que llaman ahora, sujeto de ir y venir. En diferente, cada vez. Como si,

siendo así, pudiese retornar al comienzo. Cuando era, apenas, sujeto de ida, en

vivo simple. En caída libre, en veces. Diciendo lo que fuere con el énfasis

puesto en el no posible. O, tal vez, será. Siendo yo así, fue que la conocí. En el

villorio relajado. Llamado Hondonada de San Belisario. Un sitio de bravía

hechura. En ese pasado de trochas y de mulas en ellas. Yendo enjalmadas,

inocentes, cansadas. Con arriero irascible. Dador de zurriago y de palos

hendidos en su cuero. Expósitas sujetas nobles. Leales.

Y, sigo en lo que iba, esa negra Incendiaria Soto, se hizo mujer de plena locura
amatoria. Libre. Pasión pura. Iconoclasta. Herética. Y se encontró con el

Ciriaco, allá. En Compostela Moderna. Sitio ajado, ya. Desde tiempos de las
jerarquías apoltronadas en los ribetes de los jalones en tierra. Esos que se
fueron, en el despiste de la libertad, posicionados como instrumentos de

crueldad infinita. Doctorzuelos en el discurso ampuloso. Como si fuesen


veletas que desarropan el viento. Venidos desde tiempos de horizonte hecho

para el abismo. O para el asfixiante yugo de fierros hechos en el incandescente


fuego.
Al verlos pasar, Dije: mírenla y mírenlo. Ella y él ufanados. Con la malparidez
alborotada. Con la ponzoña lista. Paira devastar a todos y todas, los de la otra

orilla. En ese inventario manifiesto. De cosas afanadas. De fisuras puestas al


servicio de lo enervante. De lo que duele. De lo que castiga y destruye.

Un venirse, diría yo, en componenda con la cizaña de la que hablaba el

hablador bíblico. Mero sujeto diciente de cualquier cosa. Pero, a decir verdad,

en eso atinó. Cizañero y cizañera, son ahora ella y él. Como vociferantes,
impío e impía.

Yo me quedé silente. Dije nada. Ahí. Y después. Varado, digo yo. Corcho

oscilante. Para aquí y para allá. Embolaté la iridiscencia. Casi perdida quedó.

Y, lo punzante por lo bajo, fue que no me afanó la tristeza por ello. Como en la

decadencia absoluta. Como vendedor de pasquines insultantes, apenas. Sin la

vehemencia de antes. Metido en esa pocilga agria.

Se me perdieron en el horizonte trazado por mí. Dejé de verlos, casi en la


medianía del pasar. Fijé mis ojos al piso. Me hice sujeto embobado. Inmerso

en la jetuda ignorancia supina. Digno de ser ejecutado en guillotina doble.

Simplemente, porque no les advertía a todos y a todas, lo que vendría encima.


A cargo de los ejércitos depravados. Surtidos por la traición de Incendiaría y

de Ciriaco. Negra y negro en deslealtad con la vida. Naciente. Y la ya hecha.

Isolina, empezó a crecer en conocimientos y en capacidad para aplicarlos. Ella


y su madre, tuvieron que soportar tristezas y privaciones. Hubo momentos de
profunda desprotección. Solo la articulación con sus pares individuales y

colectivos, pudo desatar el nudo de la desolación. Isolina creció en capacidad


organizadora. Juntando ingenio, destrezas e investigaciones acerca de sus
orígenes, como etnia. Acerca del cruce de caminos en los que se han

encontrado similitudes. No solo desde el punto de vista económico y cultural;

sino también en lo que hace referencia al enfrentamiento político con quienes


han insistido, por la fuerza del poder, en asfixiarlos. Restringiendo sus

territorios y conminándolos a ejercer como pueblos y grupos sociales en

condiciones infames. Han sido los usurpadores, de ayer y de hoy. Los que han

expropiado sus tierras; lanzándolos, expulsándolos. A sangre y fuego.

Veinticuatro (Como fuga)

Comenzó un itinerario. Visitando regiones y postulando opciones. Algo así

como lo que hizo María Cano en el movimiento obrero. Estuvo en todos los

municipios y resguardos cercanos a Caloto. Luego expandió su acción a

territorios más alejados. Llegando, inclusive, hasta la frontera con Ecuador,

por el sur, compartiendo conocimientos con los Pastos. Con los cuales
interactuó, a pesar de la pérdida de su dialecto, por la vía de la absorción por

parte del castellano.

Viajó al Amazonas. Comunicando energía y expectativas a los Ticuna.

Recibiendo, en beneficio de inventario cultural, las enseñanzas de los


chamanes, en Puerto Nariño y la Chorrera. Estuvo con los Huitotos en

Caquetá, aprendiendo sus lenguas mika y minika y su acumulado histórico


como cosmovisión de amplio espectro. Visitó a los Mukak-Makú, los nómadas
en el Guaviare.

Aprendió de los Guambianos, en Silvia, Jambaló, Caldono y Toribio. Viajó a

la Guajira, asumió con los Kogi retos en términos de conservar su lengua


ancestral, Chibcha. Conoció de ellos, el culto a la Madre Tierra. Convivió con
los Wayú y su lengua Arawak. Con sus niñas menstruantes, recluidas en su

preparación para el matrimonio. En el intercambio de las familias que asumen

el proceso de casamiento.

Con los Arahuacos en Sierra Nevada. Con su perfil lingüístico Chibcha y sus
ceremonias de casamiento, bajo el régimen matrilocal. Con los Embera en el

Choco y sus variantes Cholos, en el Pacífico, Chamies o memes en Risaralda.

Catíos en Antioquia y los Eperas en Nariño.

Con sus pares en raza, los negros y las negras. Construyendo nexos como

Afrodescendientes; por toda la franja que bordea al Pacífico. Aunando

expresiones de consolidación cultura. Asumiendo roles que reivindican su

potencia cultural-musical. Con sucesivas variantes; en términos de

localización y particularidades. Sin pretender opciones hegemónicas y/o

racistas. Siendo artífice de las organizaciones de mujeres. Organizaciones


inherentes a sus luchas. Como mujeres que asumen la defensa de su raza, de

sus costumbres. Y, fundamentalmente, sus derechos. Ante la despiadada

persecución y aniquilación a que son sometidas ellas, sus hombres, sus niños y
sus niñas. Tratando de forjar lazos de unidad y organización con las etnias. Sin

pretender un intercambio cultural o político, que destruya sus soportes y


registros ancestrales.

Estuvo en Barrancabermeja, cuando el asedio de los grupos armados al


servicio del Estado (abiertos y clandestinos). Actuó con las Mujeres Ruta

Pacifico; buscando justicia. Exigiendo restitución de bienes y derechos.


Comunicando al mundo las acciones de exterminio oficiales y paraoficiales.

Siguiendo, un poco, el mapa construido por las Madres de la Plaza de Mayo,


en Argentina. Siguiendo el registro histórico de Rigoberta Menchú, en
Guatemala y su incidencia en el Caribe y en Centro América.

La actuación de Isolina, entonces, estuvo centrada en propiciar y actuar, en

relación con los derechos conculcados a las minorías étnicas y a los


Afrodescendientes. Nunca olvidó la historia del luchador Álvaro Ocué

Chocué; asesinado de manera infame.

Conoció a Demetrio en Jambaló. (...o, ¿tal vez, ya lo había conocido, siendo

niña?) Durante una de sus actividades. Realizaban una acción comunitaria,

consistente en analizar la situación planteada en torno al despojo territorial de

que habían sido víctimas los Paeces y Nasas. Concretamente de la Hacienda

Emperatriz. De tiempo atrás, terratenientes caucanos habían realizado un

proceso de expropiación, a nombre de la propiedad privada. Para sucesivos

gobiernos, esa interpretación de los terratenientes era válida. Abstrayendo el


significado cultural y organizativo alcanzado por los Resguardos. No solo en

lo que supone el nexo con la Tierra, como parte de su cosmovisión, a la

manera de los Kogi; sino también en lo relacionado con su subsistencia. Había


sido decretada una nueva toma por parte de la dirigencia indígena. A su vez, el

gobierno central, había determinado el desalojo. Una confrontación ineludible.

Demetrio, un hombre sencillo. De mirada fuerte, decidida. Una contextura


física parecida a todos los hombres de su raza. Hercúlea. Había llegado a
Jambaló, desde Quibdó. Allí realizaba tareas de pesquería y estaba asociado a

la eterna lucha por derechos fundamentales inmediatos. El alcantarillado, agua


potable, acueducto, etc. No habían sido nada fáciles su vida y su gestión

comunitaria. De hecho, era un itinerante obligado. Tenía sobre si un estigma.


Una marca que lo colocaba con la placa de subversor del orden público. En el
pasado reciente había sido reportado como auxiliador de guerrillas, por parte

de las fuerzas paraoficiales. Escapó del asedio, por parte de la gendarmería


clandestina, al barrio en donde vivía, en la ciudad de Medellín. Por

coincidencia, estaba alojado en casa de un primo. El barrio Corazón, fue

declarado objetivo militar; en el contexto de la ofensiva de las fuerzas oficiales

y paraoficiales, en la Comuna 13. Salió clandestino para Apartadó, en la zona


adscrita a una forma de región y de organización similar a la reinserción. Allí

estaba cuando el ataque paraoficial. Escapó hacia Turbo. De allí salió para

Arboletes. Siempre huyendo. Como nómada forzado. En un desarraigo brutal.

Por fin logró establecerse en Quibdó.

Isolina presentó, en esa sesión, un análisis preciso. Acerca de la situación de la

etnia y de los Afrodescendientes en el país. Hizo referencia a la dinámica de la

confrontación social y política. Desde antes de la Reforma Constitucional de

1991 y sus antecedentes, hasta la valoración del impacto efectivo del Mandato

Constitucional, que refiere una Nación pluriétnica y pluricultural. Con todos

los agregado estructurales y circunstanciales a que esto conlleva. Como


correlato de ese marco conceptual. Asimismo, enfatizó acerca de las

limitaciones para apropiarse de esos conceptos y su traducción a la acción


común, cotidiana, efectiva.

Uno de los elementos, dijo Isolina, que nos convoca a la reflexión, tiene que
ver con el significado como simple alegoría; o como concreción. Lo que yo

percibo es que se presenta una dicotomía real. La Constitución por un lado y la


realidad por la otra. Porque no solo los particulares hegemónicos y vandálicos;

sino el gobierno actual y su predecesor, han hecho caso omiso de ese mandato.
Y, cuando se produce, como ahora, una lucha exigiendo los derechos
constitucionales para las etnias y los Afrodescendientes; se produce y se

publicita una andanada panfletaria. Pretendiendo localizarnos como eslabones


de la cadena terrorista y” antipatriota”.

En mi opinión, entonces, es la siguiente: a como de lugar. Arriesgando lo que

sea. Incluso nuestras vidas; debemos estar al lado de Paeces y Nasas. No es

este el momento de asumir posiciones dubitativas. Somos pacíficos; pero eso


no implica ser inferiores a quienes nos han precedido y que han sacrificado sus

vidas en nombre de los derechos ancestrales y actuales. Si por solidarizarnos,

efectivamente, con ellos y ellas, nos han de llamar subversivos, que venga ese

nombre.

Demetrio quedó impresionado por la coherencia en las expresiones de Isolina.

Por sus conocimientos, vertidos en lenguaje popular, asequible a todos y a


todas. Se acercó a ella, en la intención de felicitarla. Isolina miró a Demetrio.

Una cautivación instantánea. La conmovieron su mirada y sus gestos.

Respondió con una sonrisa a los halagos de Demetrio. Le preguntó desde


donde venía. A la respuesta de Demetrio, Isolina indagó si tenía en donde

alojarse. Demetrio trató de mentir, con un sí borroso. Ella le ofreció el cuarto


que compartía con su madre.

Al llegar a casa, Isolina lo presentó a su madre Petronila. La negra se encantó


con Demetrio. Tal vez, porque vio en él el hijo que no pudo crecer. El

antecesor a Isolina. Ella siempre había querido un hijo varón. Lo perdió, sin
nacer. Cenaron un menú constante: arroz, sopa de champiñones y pescado.

Conversaron largo rato, hasta las 12 de la noche. De todo hablaron. De la vida,


de la muerte, del gobierno, de su gente, de su familia. En fin, siendo esa hora,
Isolina invitó a Demetrio a dormir en el piso. Con almohadas y cobertores

como contrapeso a la dureza del piso.

Al amanecer, Isolina resbaló al sitio de Demetrio. Petronila estaba dormida.


Demetrio, al sentir el cuerpo de Isolina en su sitio, reaccionó con timidez.

Isolina pegó su cuerpo al de Demetrio. Lo besó en la boca. Le susurró: quiero

compartir contigo. Quiero que estés conmigo. Quiero tu aliento. Quiero tus
brazos. Y tus manos. Y que me recorras el cuerpo. Así, con la fuerza que

tienes. Quiero que me preñes. Ya, lo quiero.

Él sintió un espasmo. Nunca había estado con una mujer, tan cerca. Nunca

había tenido coito. Nunca había amado a una mujer. El calor insinuante de

Isolina, lo aturdió. Sintió crecer lo suyo. Esa largueza y esa dureza que él veía

a diario, cuando se bañaba. En ciertos momentos, de manera subrepticia, se


sentía orgulloso de ese. Porque era un músculo negro, duro, inmenso. Solo

había sentido y palpado el líquido que manaba por ahí. Justo el día en que

despertó, después de haber soñado con una mujer desnuda. Negra, como
Isolina.

No soportó más. Saltó sobre ella. Destruyó todo lo que, al paso de su largueza

y dureza, encontró. Isolina sintió cuando se rompió su respaldo a la virginidad.


Sintió un dolor dulce, infinito. Movía su cuerpo. Como danzando. Demetrio la
dominó. Decía: soy lo que quiero que seas. Negra hermosa. Negra

provocativa. Negra libertaria. Negra absoluta.

Así estuvieron toda la noche. Una y otra vez, sin sentir cansancio. Al
despertar, observaron sus cuerpos desnudos. No pudieron seguir, porque ya
Petronila estaba al pie de ella y de él. Con una mirada de dulzura plena. Como

diciendo: “es lo que siempre desee, que Escolástico me amara así”.

Isaías nació, cuando en Nicaragua los sandinistas accedían al poder; después

de derrotar a Anastasio Somoza. Un día pletórico de enseñanzas y de alegrías.


Demetrio estaba enfrente del recién nacido. Un niño normal, en términos de

físico, peso, talla. Tenía algo que llamaba la atención: una mirada profunda,

escrutadora, por unos ojos inmensos, azabaches. Lo escrutaba todo. Desde el


espacio físico de la habitación; hasta los cuerpos de Demetrio e Isolina. Un

niño precoz. Aún en la manera llorar. Una exigencia prematura. Respecto a la

distancia entre él, su padre y su madre. Un niño de un negro inmenso. Su piel

brillaba. Como el ébano.

Isaías creció rápidamente. En cuerpo y en espíritu A los cinco años sintió que

su padre traspasaba la línea entre el ser y no ser. Lo vio muerto en una fosa
común. Compartida por quienes, como él, nunca se ofrecieron como sujetos

transables. Susceptibles de ser erigidos como imagen de compromiso, con lo

valores impuestos desde su edad temprana.

Isolina le hablaba, en su cubículo, improvisado como cuna y como sitio. Sin


embargo, ella, percibía en él un sujeto extraño. Evasivo. Como cuando

alguien, en la literatura vinculada con el terror, percibe, retiene un personaje


para que ejerza como símbolo de la maldad. Hasta cierto punto, Isolina, hizo
una reflexión inmediata. Algo así como sentirse azarada por la mirada de su

hijo. Pero, insistió a sí misma, en una elucubración posible. Como si quisiera


desentrañar los vericuetos del destino. Percibía a Isaías como sujeto que, con

el tiempo, podría llegar a ser un asesino en serie, o algo así.


Precisamente, el día del décimo aniversario de Isaías, Isolina tuvo un sueño
alucinante, de un gran dolor. Isaías estaba enfrente de ella y de una niña que

parecía ser su hija. Al menos eso aparentaba al observar, fijamente, sus ojos y
su rostro. Isaías andaba desnudo por toda la casa. Hablaba cosas ininteligibles.

Más bien parecía una vocinglería inexplicable. Con términos mendaces,

obscenos. Cuando se acercaba a la niña, Isaías, se tomaba el pene y lo

manipulaba. Sin ningún recato. Luego empezaba a verter litros de líquido


amarillento. Se reía y ahogaba sus voces. La de la niña y la de Isolina.

Cuando despertó, Isolina miró a Isaías que dormía placentero en su cama.

Respiraba tranquilo. Pero, de pronto, despertó. La miró y se desnudó. Gritaba:

¡ven Isolina, ven ¡. Esto es para ti y para tu hija. Ese bastardo de Demetrio lo

hice matar. No me gustaba la manera como te miraba. Mucho menos me

gustaba la manera como te poseía, cada noche. Ustedes dos. Tú y él.

Descifrando códigos de ternura y de placer. Yo, en entre tanto, sollozando,

porque no atinaba a hacer crecer lo mío como el de Demetrio. Te sentía

sollozar, pero de alegría. Con una inmensa felicidad absurda. Yo no creo en la

felicidad. Creo en mí. Le entregué a Demetrio a los gendarmes. Calculé con


ellos el momento más propicio para raptarlo y para matarlo. Con la técnica que

han aprendido, a fuerza de ver pasar la historia. Generaciones y generaciones


de gendarmes. Siempre sumisos, atados al poder de momento o al de siempre.

Lo desollaron. Mientras tú llorabas. Mientras esa niña, la hija de Demetrio y


tuya ululaba y se sentía ajena.

Sentí, dijo Isolina, como si mi pecho explotara en mil pedazos. No sospeché,


ni prefiguré nunca que un hijo pudiera contribuir al asesinato de su padre y a

profundizar el dolor de su madre. Lo veía, allí sentado. Riendo. Celebrando su


triunfo. Sobre mí y sobre Demetrio. A favor de los dueños del poder. Esos que,
siempre han mentido, a propósito de todo. Pero, fundamentalmente, a

propósito de la muerte de los adversarios. Adversarios que solo tienen o han


tenido la culpa de ser diferentes. Ajenos a opciones malvadas. Cercanos a

construcciones solidarias y justas. Tanto en relación con sus pares; como

también en relación con los escenarios de vida.

¿Fue un sueño, de otro sueño? Isolina no podía descifrarlo de inmediato. Lo


cierto es que Demetrio Desapareció. Unas vecinas vinieron a informarme que

había sido violentado y obligado a subir a un vehículo. No tuve fuerzas para

levantarme y seguir a mis vecinas. Mi respiración era entrecortada. Sollozaba.

(… ¿Será que ya viví ese momento, antes?) No como sujeta pusilánime, a la

manera de las plañideras. Pero si como madre y amante. Tanto más el dolor, en

cuanto este era originado por un hijo que entrega a su padre y violenta, por esa

vía a la madre. Son signos inequívocos de una descomposición de los valores.

Cada vez más punzante y más cuantiosa. Todo, relacionado con el Joyero que

ejerce el poder. Que vende cachivaches, a manera de mercancía excelente. Un

joyero abominable. Que rige en el país de las utilidades, de las recompensas,


de las verdades a medias, o simplemente, no verdades. Es la consecuencia del

raponazo a la democracia. Es, en otras palabras, el ejercicio del poder, a


nombre de la democracia. Con una popularidad construida en la manipulación

de datos. O, simplemente, con la aquiescencia de un pueblo mudo, ciego y


deleznable. Al volver a despertar, Isolina, encontró a Isaías, su lado, dormido.
Se estremeció, al recordar su sueño.

Rosa Eugenia, tenía 10 años, cuando conoció a Jerónimo Peralta, un viejo

amigo de la casa. Desde muy temprano, todas las mañanas, asistía a los
ejercicios que pretendía prolongar, en el tiempo, el pasado de cada uno (a) de
lo(as) habitantes de Puerto Boyacá. Un municipio talado por indescifrables

momentos de la historia. Un perfil que, tendencialmente, se identificaba con


aquellas zonas que eran escenarios de hechos insólitos; incluido el de vivir una

dinámica en el tiempo que coincidía con la infamia. Un lugar de expresiones

premonitorias.

Jerónimo, un personaje sacado de las historietas patéticas, entendía el tiempo


como un simple recodo en el camino. Para él, la vida, estaba inmersa en

circunstancias disímiles. Algo así como entender todo contexto, en términos

de la continuidad. Una alucinación constante. Vertía, a cada paso, una sombra

de nostalgia. Como cuando se percibe lo cotidiano, incrustado en el pasado.

Siendo, entonces, sometido a la ley de la continuidad y de la desesperanza.

Cuando conoció a la familia de Rosa Eugenia, había cumplido 23 años. En ese


mismo tiempo conoció a Burbano que, a su vez, tenía el horizonte subsumido

en la lógica trinitaria. Como quiera que ejercía como hombre, en relación con

la orfandad, la miseria y la posibilidad. Esta última, latente, todo el tiempo.

Para él, Rosa Eugenia, era un tipo de doncella erigida en adulta, antes de que
la lógica del tiempo, inaugurara la continuidad enfermiza del tiempo... Esta

que pretende, a cada paso, reelaborar el universo; a partir de unos códigos


preestablecidos. En los cuales no existe lugar para la imaginación. Mucho
menos para ejercer vida plena. Con sus placeres y con sus afugias.

El padre de Rosa, nunca tuvo un horizonte preciso. Nunca ejerció como líder

en un hogar tatuado de miserias. Lo suyo era recorrer la vida, al lomo de la


trivialidad. Nunca supo defender su territorio. Más bien, era sujeto pasivo que
no hacía otra cosa que poseer a la madre de Rosa Eugenia, y a la mayor de las

hijas. Con esta estableció, desde su nacimiento, una relación pútrida, perversa.

Ya, la madre de Rosa, sabía que este perdulario, era un macho sin ton ni son.
Sujeto atado a la vida, por un vínculo circunstancial. No era, ni mucho menos,

heredero de ningún agregado de calidad. Por lo mismo, cuando Jerónimo instó

a Rosa para que lo acompañara, ella sintió un profundo alivio. Por lo menos no

sería su padre quien la convirtiera en mujer preñada a los diez años.

Los ejercicios de Jerónimo eran un anzuelo perfecto. Transitaron hacia el

habitáculo en que vivían él y dos hermanos suyos. Al llegar, le dijo a Rosa

Eugenia: no te preocupes, ya casi llega la gente para empezar la reconciliación

con Dios. En el entretanto, dijo, puedes bañarte. Debemos llegar limpios a la

ceremonia.

No terminaba su baño cuando, Rosa, sintió vértigo. Como cuando alguien se


da cuenta que lo espían. Sin embargo, siguió adelante. Alguien entró al cuarto

de baño. Un hombre desnudo levantó la cortina. Rosa Eugenia, solo atinó a

cubrirse con las manos el pubis. Su abuela le había dicho siempre que esa zona
era fundamental para una mujer. Si la perforan es como si hubieses muerto,

niña. Ya ningún hombre te querrá. Lo único que les interesa es que sea el
primero en hacerlo. De hecho, tu abuelo me examinó exhaustivamente, antes
de pedir mi mano. El hombre jorobado, se acercó a Rosa; tomándose su asta

con ambas manos. La blandía como un trofeo, recién termina la competencia.


Rosa Eugenia despertó en un lugar húmedo. Sentía un fuerte dolor abajo del

vientre. Como si un ardor profundo se confundiera con el dolor. Una mujer la


observaba, de pie, a la orilla de la cama. Le habló muy quedo. Como

susurrándole al oído, palabras indescifrables; pero cargadas de tristeza.


Padre y madre; abuela y abuelo llegaron hasta la cama. Habían logrado entrar,
después de muchas demostraciones acerca del parentesco con Rosa. Fueron al

grano: el informe del médico, dijo el padre, se resume en lo siguiente: ya no


eres virgen. Te entregaste a un hombre antes de lo previsto. Ya no sirves. Estás

rota. Ni para cargar agua eres apta, ahora.

Por más que les expliqué lo sucedido, no creyeron mi versión. A partir de este

momento, dijo el padre, no estarás en casa. No eres bienvenida. Busca al


hombre y convéncelo de que se case contigo. Ya le hemos informado a

Januario lo sucedido. Pobre hombre, tanto que te quiere.

No sé qué día salí del hospital. Todavía sentía un fuerte ardor. Este se

mezclaba con el dolor. Caminaba sin rumbo. No tenía adonde ir. Sabor

amargo, este, que me penetraba. Sin un lugar. Adolorida. Estuve caminando

por todo el puerto. El cansancio me rindió. Quedé dormida en la acera. Al


despertar, no recuerdo que día, me percaté de que tenía puesto un traje, a

manera de pijama. Una mujer negra me asistía, al borde de la cama. Esbelta,

parecida a una fotografía que había visto de una atleta en los juegos olímpicos
de Sídney. Me habló con delicadeza. Como queriendo apaciguar mi tormento

con palabras que me parecieron hermosas.

¿Linda niña, de donde has venido?

No sé si te trajo el Sol;

O viniste con la Luna;

¿…O será que mi corazón no recuerda tu hermosura?


¿…De tiempo atrás,

Cuando tú eras mi hermana.

…y yo hermana tuya?

Me abrazó con ternura. Mujer, más que mi madre. No podré olvidar sus

palabras. No podré olvidar que me asistió; en el momento más oneroso de mi

vida. Me dijo: me llamo Isolina. Te encontramos, Demetrio y yo en la calle.


Tenías el cuerpecito tirado en la acera. Te trajimos a nuestra casa. Si tú quieres

puedes quedarte. Necesitamos compañía. Además, nos cautivan las niñas y los

niños. ¿…Quieres comer algo?, …, disculpa que no te llame por el nombre.

No lo sé. ¿Tú lo recuerdas?

Le dije, me llamo Rosa Eugenia. Solo así. Tengo hambre, muchas gracias

señora. Agradezco también a tu patrón, al señor Demetrio. Aquí no hay

patronos ni señores, ni señoras, Rosa Eugenia. Solo amigos y amigas. Ven

sentémonos a la mesa. Demetrio ha preparado el desayuno y lo servirá

enseguida.

¿Ahora bien, ¿Rosa Eugenia, qué pasó?

Conté lo que recordaba. Lo del hombre jorobado en el baño y lo de mis

familiares en el hospital. Después, salí y quedé dormida en la acera. Lo demás


ya ustedes lo saben.

El examen de laboratorio arrojó un resultado infame. Estaba preñada. Ya


estaba por la tercera semana. Isolina respiraba fuerte. Demetrio no dejaba de

llorar. No sé qué pienses tú Rosa Eugenia. Mi recomendación en solo una:


debes abortar. Tu preñez es consecuencia de una violación. Además, tu
cuerpecito, a los diez años, no está para parir. Ya tenemos suficiente con el

hecho de no haber vivido tu infancia.

Yo no atinaba a responder. Porque no sabía cómo hacerlo. Mi madre siempre

vociferaba: los hijos que manda dios, hijos son, hijos serán. A pesar de mi
resentimiento con ella y con mi padre, sentía que esas palabras me calaban

hasta el centro de mis huesos. No quiero ser madre. Y menos de un violador

jorobado. Sin embargo, no quiero ser asesina de mi hijo.

Isolina me dijo, pero ¿qué tipo de hijo va a ser? Un hijo se admite cuando es

resultado de la pasión del amor y del deseo. Lo tuyo no fue ni lo uno ni lo otro.

Mi linda niña. Que sea lo que tú quieras que sea. Solo ten en cuenta mis

palabras, como inventario expreso de lo que ha sido mi vida. Samuel nació. Yo

estaba viviendo con Santiago. Habían transcurrido seis años. Samuel no fue el

último. Después llegaron Silvia, Martha, Maritza, Pitágoras y Adrián. Uno


detrás del otro. Apenas si cumplía mi ciclo de recuperación, cuando ya estaba

encinta otra vez.

Santiago me había conocido en Puerto Berrio. Yo había llegado allí, después

de fugarme, con mi hijo, de la casa de Isolina y Demetrio. Trabajaba como


doméstica en casa de uno de los médicos del hospital. Allí, encontré refugio y

ocupación. Samuelito, era un niño raro. Desde que pudo moverse en la cama;
me atosigaba con sus manos. Iban directo a mis pezones. Me hacía gritar de
dolor. Me hurgaba las piernas. En principio yo no me percaté de sus

intenciones. De las piernas, al pubis y de allá a….No bastaba con decirle:


Samuelito, no me toques así. Duérmete por favor.

Era conductor de una de las ambulancias del Puerto. A decir verdad, me


entregué a él, el primer día. Si alguien me pregunta por qué lo hice; le diría: …

no sé por qué. Tal vez, porque me hallaba desolada. Sin más norte que la calle,

el ruido y los insultos. Santiago, al menos, me recogió. Me llevó a su casa. Allí


se sació conmigo y, después, su padre y su madre, me lanzaron a la calle, de

nuevo. A mí y a Samuel. Lo busqué en el hospital, hasta encontrarlo. Me dijo

que iba a conversar con el doctor Mascheroni, para que me eligiera como

trabajadora en su casa; ya que el doctor le había encargado eso, desde hacía


algunos días.

El doctor Mascheroni, estaba casado con la doctora Cecilia Abril, médica

cirujana que ejercía en Bogotá. Absoluto respeto conmigo y con mi

Samuelito. El trabajo no era complicado; pero si requería de mucha atención.

Las camas, el aseo de los cuartos; de los baños, de piso y…preparar la cena.

Porque el doctor desayunaba y almorzaba en el hospital.

Pasados tres meses, me diagnosticaron otro embarazo. Creí morir. No había

referenciado un hecho como ese. Hablé con Santiago y me dijo: no puedo

llevarte a la casa de mi padre y de mi madre. Mi salario no es suficiente para


atenderte a ti y a mis padres.

Decidí hablar con el doctor Mascheroni. Le conté acerca de mi segundo

embarazo. El doctor, muy sincero, expresó que no podía hacerse cargo de tres
personas. Sin embargo, me referenció a Francisco Peñuela; abogado de casi la
totalidad de los hacendados de la región. Él tenía una hacienda a la salida del

Puerto y necesitaba que alguien le colaborara con la administración. Don


Policarpo, ella es Rosa Eugenia. Ya le había hablado de ella. Tiene un hijo y

espera otro. Pero es muy eficaz en su trabajo. Tanto en cocina, como en


labores de aseo.

El señor Policarpo, me enseñó la casa y la hacienda. Debía alimentar a los

peones. Además, debía asear la casa. Dije sí. Y allí se cerró el negocio. Estuve

en la hacienda de don Policarpo, cerca de seis años. Nacieron, Silvia, Martha y


Maritza. Cuando creí haber cesado en mi función reproductiva, nacieron

Pitágoras y Adrián. Santiago decía responder por Silvia y Maritza. Los demás

no son mis hijos. Porque te has vuelto una puta recatada Rosa, me advertía a
cada rato. Según me cuentan, seguía diciendo a cada rato, te acuestas con la

mitad de los peones de la hacienda. Incluso, ellos, hacen bromas en el bar. Han

llegado, inclusive, a apostar acerca de quien ha durado más contigo. Porque,

según ellos, eres insaciable. Después de uno, viene el otro y…después del otro

el siguiente. Esto para no hablar, decía, de tu primogénito. Ese es de quien te

rompió. De quien hizo de ti una olla rota, sin otro oficio que servir de filtro.

Estuve en Montevideo. Ya Samuel y los (as) demás estaban lejos. Había

conocido a Verdaguer, el mismo día en que llegué a Bogotá. Estaba sentado en

uno de los restaurantes de la terminal de transportes. Yo andaba sin rumbo.


Había salido de Puerto Berrio la noche anterior. Mis hijos e hijas ya no estaban

conmigo. Cada uno (a) tomó su camino. Las niñas quedaron con Santiago. Me
acompañaba el estigma de ser mujer de todos.

Verdaguer me observó, desde el mismo momento en que entré y pedí un café.


Se me acercó. Se sentó a mi lado. Hablamos de todo. Como contando

nostalgias, pesares. Como indagándonos acerca de lo que fuimos y de lo que


somos. Era como efectuar un recorrido inmenso en el tiempo. Una apertura de

vida, a partir de un hecho circunstancial y fortuito, un encuentro. Conocí parte


de su vida. Y él conoció casi toda mi vida. Palabras y palabras, que fluyen y
comunican. Palabras acerca de la dureza del día a día.

Me escrutaba. Unos ojos inmensos, color verde. Un cabello hermoso,

azabache. A decir verdad, me sentía arrobada. Una especie de atracción


primera, sin otra justificación que la necesidad de ser tomada y de sentir ese

placer que me convoca. No sé qué pasa conmigo, los hombres son, para mí,

referentes sexuales. De manera constante. Ahí, en ese momento, ya recorría el


cuerpo de Verdaguer con la mirada y con el deseo.

Supe de su origen. Había nacido en Montevideo, treinta años atrás. Llegó al

país, en busca de aventuras. Un hombre hecho para viajar, sin rumbo. Se

ganaba la vida, haciendo lo que fuera necesario. Desde trabajar en oficios

varios; hasta engañar incautos, como prestidigitador. Estaba alojado en un

hotel sencillo. Situado en uno de los sitios más deprimidos de la ciudad.

Llegamos a su cuarto. Le informó al administrador que yo era una familiar y


que estaría con él hasta el día siguiente. A su vez, el administrador, le informó

que habían estado unos señores indagando por él. Por su aspecto, creo que son

detectives. No respondió. Nos bañamos juntos. De pie hicimos un ejercicio


inmenso. De nunca acabar. Me asombró su capacidad. Tres veces me inundó.

Quería más. Pero, en verdad, yo estaba extenuada. Dormimos largo rato. Nos
despertó la voz del administrador. Decía que habían vuelto los señores que
estuvieron en la mañana. Le informaron que tenía 48 horas para salir del país.

Por su condición de indocumentado itinerante, no podía residir aquí.

Estuvimos errantes. Sin un norte preciso. Aquí y allá. De Bogotá a Popayán y


luego a Pasto. Entramos a Ecuador en un furgón de carga, camuflados.
Hicimos tránsito a Perú y Bolivia en las mismas condiciones. Al entrar a

Chile, nos encontramos con un amigo de Verdaguer. Un tal Patricio Tapia.

Hablaron largo rato. Nos invitó a cenar. Esto me alegró mucho, ya que no
comíamos desde el día anterior.

Tapia, le insinuó a Verdaguer que se quedara en su casa. Tu amiga, también

puede quedarse en casa, dijo. Un barrio inmenso, en la periferia de Santiago.

Tapia nos guiaba. Habló del rol que tuvo ese barrio en 1972 y 1973, durante el
gobierno de Salvador Allende. De las brigadas patrióticas. De las

consecuencias del golpe militar. De la persecución constante. De los muertos;

de los torturados; de los desaparecidos. Él mismo, dijo, perdió a sus hermanos.

Nunca más supo de ellos; desde que allanaron su vivienda y se los llevaron.

Logró escapar, gracias a la colaboración de varios vecinos que le permitieron

escalar techos y saltar al vacío.

Tapia describió un horizonte complicado. Estuvo huyendo todo el tiempo.

Pasó a Argentina. Allí la situación era igual o peor. Militares que absorbían

todo. Aplicaban la opción de gobierno, sustentada en su hegemonía. Y en su


violencia, absoluta. También el vértigo de las desapariciones forzadas. De las

torturas. De execrables métodos para ahogar cualquier vestigio de libertad, de


oposición. En Buenos Aires, recorrió diferentes sitios. Se enroló en milicias
urbanas afines a los peronistas y, después en milicias afines a los Montoneros.

Un recorrido azaroso. Participó en varias acciones directas, de confrontación a


la tropa y a sus informantes. Estuvo en Córdoba. Se enroló en los grupos de

resistencia, dirigidos por los obreros, por los sindicatos, de manera


clandestina. Allí, en Córdoba, la represión fue más cruel. Porque era un

territorio en el cual las organizaciones obreras eran fuertes y decididas.


Pasó a Montevideo. Se enroló en milicias tupamaras. Lo mismo: represión
brutal. Se trataba de hostigar y resistir a la fuerza avasallante, demoledora de

los militares. Estuvo en Punta del Este, territorio no tan azotado por la
violencia. Allí hizo contactos. Sirvió como estafeta entre las secciones en

diferentes sitios. Recorrió mil caminos. Hasta en Brasil estuvo. Recabando

solidaridad. Colaboró con la organización logística. Dinero y pertrechos.

Distribución de los mismos. Coadyuvó con las Madres de la Plaza de Mayo,


en los momentos más cruciales. Admiraba, profundamente, la capacidad de

estas mujeres para resistir y para convocar solidaridad, en el país y en el

exterior.

Tapia, también, estuvo realizando propaganda clandestina, en desarrollo del

campeonato mundial de fútbol, realizado en Argentina en 1978. Labor ardua.

Porque la Junta Militar se la había jugado toda en el impulso a ese evento.

Como terapia forzada. Para presentar otra visión al mundo. Diferente de la

realidad. Se mostró una imagen del país; en donde la paz interna había sido

lograda. Se había derrotado a la subversión, a los antipatriotas. Decían,

además, que los desaparecidos eran un invento de quienes no querían hacerse


a la idea de que Argentina, era una república democrática. Simplemente, ellos,

tuvieron que actuar para impedir que se generalizara en el país y en todo el


Cono Sur, la influencia dañina, pervertida de los comunistas.

Tapia supo, además, que desde mucho tiempo atrás, existía una confabulación
entre la Junta Militar y algunos directivos de la FIFA. Debía quedar claro: a la

Selección Argentina no lo quedaba otra opción que ganar el campeonato. Una


ampliación y profundización de dominio. Por una de esas vías que Gramsci

definía como el poder ideológico. Una superestructura que absorbe lo real.


Una propagación de las verdades construidas a imagen y semejanza de los
detentadores del poder. Si bien es cierto que puede haber algunas diferencias

entre un gobierno burgués anclado en la democracia tradicional; no es menos


cierto que, en últimas, la Junta Militar defendía sus intereses y los de la

burguesía, agazapada; sin decir nada ante las atrocidades de los militares.

Él (Tapia); estuvo, a su vez, durante el conflicto entre Argentina e Inglaterra;

soportado en la reivindicación de la jurisdicción de la primera sobre las Islas


Malvinas. Un enclave inglés, arrebatado por la fuerza. Desde la perspectiva de

los luchadores por la libertad; esta reivindicación es válida. Porque se trata de

un territorio argentino, de su soberanía. Sin embargo, enfatizaban, además, que

la Junta Militar pretendía hacer de ese conflicto una posición de unidad

nacional, pero manteniendo la dictadura, la violencia, el exterminio sobre el

pueblo argentino.

Nos contó de las andanzas de Atanasio, un auriga de los detentadores del

poder. Un hombre curtido en acciones, reivindicando el derecho de los

militares a ejercerlo, incluidas la violencia y las desapariciones forzadas.


Hombre de talla perversa. Se cuenta, decía Tapia, que su hija está atada a un

negocio de tráfico de personas; de un comercio infame con las etnias. No solo


en América Latina, sino también en Europa, Asia y África. Negocio montado
con la complacencia de las autoridades en diversos países.

Yo veía, en Tapia, un hombre sólido. De ideas y actividades recias, decididas.

Hasta cierto punto lo comparaba con Verdaguer, hombre sin principios,


camaleónico, desleal, aventurero por lo bajo. Solo me subyugaba su manera de

hacer explotar mi placer.


Yo veía, en Tapia, un hombre hermoso. Con horizontes. Empezó a cautivarme.
Cierto día, antes de salir de Santiago, me acerqué a él, en un momento en que

Verdaguer salió a pasear por el barrio. Le dije, quiero que estés conmigo.
Quiero palparte, absorberte. Quiero que me poseas. Me miró perplejo. Como

que no se hacía a la idea de que la mujer de su amigo se atreviera a tanto. Le

insistí. Me desvestí delante de él. Lo empujé hacia el baño. Le desaté los

pantalones; le cogí su inmenso músculo. Abrí mis piernas, de pie y lo


introduje en mi abertura. No pudo más. Me asió por las nalgas y empujó. Una

fuerza absoluta. Una y otra vez, sentí su líquido, tibio. Una y otra vez me

hurgaba; me tocaba los pezones. Exploté, grité. Le decía: más, más; quiero

más.

Cuando regresó Verdaguer, todavía estaba un tanto convulsa. Un ardor

hermoso me recorría todo el bajo vientre. Todavía sentía mis pezones

adoloridos, erectos. Intuí en Verdaguer una expresión extraña. Como si oliera

mi vagina y el líquido en ella. Era hombre conocedor de nosotras las mujeres.

Su experiencia en estas bregas con las mujeres; lo había dotado de un gran

olfato. Conocía el olor de lo suyo. Aprendió a conocer los olores del líquido de
otros hombres. Era un animal en celo permanente, que olfatea a su hembra y

sabe si su territorio ha sido invadido.

Viajamos a Buenos Aires. En furgones de carga. Otros trechos los hicimos a

pie, evitando pasar por lugares militarizados. Todos concentrados en la


necesidad de llegar sin obstáculos. Yo miraba a Tapia, a cada momento. El

sabía que yo lo hacía. Aprendió, en su lucha, a mirar sin mirar. A percibir a los
otros y a las otras a distancia. Hablaba con Verdaguer. Sobre trivialidades.

Sobre lo cotidiano. Sobre el paisaje.


Llegamos un martes en la tarde. Me sentía cansada. Casi arrastrando los pies.
Tapia nos condujo a la casa de uno de sus camaradas. Eludiendo sitios. Dando

giros; vigilante. Por fin llegamos a la casa. Ismael, saludó a Tapia y este nos
presentó como un amigo y una amiga que conoció en Santiago. Le susurró al

oído. Supongo que le dijo que no había nada que temer con Verdaguer y yo.

Ismael enteró a Tapia de los últimos acontecimientos. Supimos que seguían en

la lucha; a pesar de la leve apertura que se sentía en el ambiente político.


Habló de Raúl Alfonsín. Del deterioro constante de la Junta. De su

desprestigio a nivel internacional. De la presión que ejercían sobre ella

diferentes gobiernos europeos. Contó que se había conocido, públicamente, lo

que antes era un rumor. La CIA estuvo, todo el tiempo, asesorando a la Junta

Militar. En el contexto de la política de la guerra de baja intensidad. De la

influencia de esta política en casi todos los países Latinoamericanos. Incluido

El Salvador; en donde se desarrollaba una lucha tenaz. Del Frente Farabundo

Martí. Del desarrollo de las actividades del Frente Sandinista que había

triunfado en Nicaragua. De la situación en Guatemala, de la violencia en

contra de las mujeres allí. Misóginos constantes. Nos contó de la situación


interna del movimiento revolucionario en Argentina; de las contradicciones

crecientes; habida cuenta de la heterogeneidad de sus integrantes. Peronistas,


socialistas, los sin partido, etc.

Veinticinco (Viajeros)

Al día siguiente de nuestra llegada, asistimos a un concierto. Ya había


regresado Mercedes Sosa de su exilio. Estuvo León Giecco, quien también

había regresado. Esa misma noche estuvimos bailando en uno de los barrios de
la capital. Al regresar a la casa de Ismael, bebimos unas copas de vino. Casi no
pude conciliar el sueño. Estuve inmersa en una sucesión de imágenes pasadas.

Imágenes de regresión. Me veía asfixiada por el jorobado. Veía a Santiago


encima de mí, a la vez que me susurraba: ¡Puta ¡No vales nada; mujer de

todos! Veía a Samuel. Sentía su odio: Sentía sus manos recorriéndome todo el

cuerpo; recordé sus vesanias; su tránsito hacia la maldad absoluta. Veía a

Silvia; a Martha; a Maritza entregada a Pánfilo; a Pitágoras y a Adrián.


Recordaba a Demetrio y a Isolina; lloré de dolor por mi deslealtad. Cuando

desperté, estaba en Montevideo con Verdaguer. Habíamos huido. No estaban

ni Tapia, ni Ismael. Luego supe que Verdaguer los había traicionado. Los

había delatado. Cobró una recompensa por ello. Aturdida; vagué por las calles,

sin rumbo. Me lancé al vacío desde el octavo piso de un edifico comercial.

Sentí el estruendo de mi propia caída. Fui muriendo lentamente, ante la mirada

horrorizada de los transeúntes.

Pedro Arenas Monserrat, había nacido en Lisboa. Padre portugués, madre

colombiana. Desde los dos años residía en Colombia, con su madre. Su padre

había quedado en Lisboa, ejerciendo funciones de empleado estatal. A los seis


años fue matriculado en una escuela pública en la ciudad de Barranquilla. A

tan temprana edad, dejaba entrever sus capacidades para casi todas las áreas
del conocimiento. Lector innato. Surtidor de un lenguaje preciso, lógico,

creativo.

Transcurridos los años de su educación formal, en la escuela y en el colegio,

Pedro Arenas se vinculó a la universidad en el programa de pregrado de


antropología. Desde allí, empezó un proceso en el cual desarrolló algunas

teorías acerca de la relación entre filosofía y educación. Un acercamiento a la


pedagogía, desde una perspectiva innovadora. Como quiera que formuló
algunos conceptos básicos. Uno de ellos tiene que ver con los modelos

educativos y su incidencia en el conjunto de la formación académica. Una


dinámica que incluye asumir roles protagónicos, por parte de los y las

docentes, pero sin que esto implique la vulneración de la autonomía de los y

las estudiantes. Un proceso que irrumpía en un universo saturado de lugares

comunes y proyectos pedagógicos obsoletos.

Dada su capacidad para relacionarse con contextos sociales diversos; fue

realizando propuestas en todos los niveles. Particularmente en la educación

secundaria. Pero, también incursionó en la educación básica primaria. Con

opciones conceptuales novedosas. Por ejemplo, el nexo entre la formación en

familia y la educación en las aulas. Otro ejemplo, tiene que ver con la noción

de autoridad, en los colegios. En un recorrido que incluyó la realización de

diferentes seminarios y talleres con docentes, madres y padres de familia. En

uno de esos eventos, conoció a Juliana y a Isolina. Dos mujeres que, desde

diferentes ámbitos, manejaban las mismas reflexiones. En el sentido de la

articulación, por ejemplo, de la educación formal, la equidad de género y las


transformación de modelos educativos que no reconocen opciones diferentes

construidas a partir de la cotidianidad.

Isolina, una mujer negra, vinculada al movimiento feminista; con realizaciones

en los barrios, en el campo y, particularmente en los grupos sociales que


sufren el flagelo del desplazamiento forzado. Mujer nacida en el Pacífico

colombiano; autodidacta y dueña de una capacidad inmensa para orientar y


dirigir. De una sensibilidad absoluta para entrever las necesidades de los

pobladores. Ya había, incluso, publicado documentos alusivos a los temas y


realizaciones que la comprometían. Y que sabía manejar, sin producir
distanciamientos con respecto a sus pares; o con respecto a los grupos

sociales. Una de las manifestaciones de esa capacidad, era establecer una


relación colectiva e individual. Con un pasado saturado de nostalgias y

dolores. Por estar inmersa en territorios de conflictos. Con laceraciones

profundas que la marcaron. Pero, sin transformar esto en posiciones de

resentimiento y/o inmovilidad. Su primera experiencia afectiva no fue feliz.


Un individuo ambiguo, autoritario e insensible, fue su primer amante. Pero,

ella, tuvo la capacidad para efectuar la ruptura; sin que esto implicara

posiciones de desasosiego. Sin que esto la limitara en sus acciones.

Conoció a su segundo amante, en un escenario social, en donde prevalecían

condiciones de miseria, represión, olvido, matanzas. Demetrio, un hombre

forjado en duras batallas por la vida y por la sociedad. Amaba profundamente

a Isolina y, con ella, desarrollaba las actividades que los vinculaban con el

proceso ya descrito

Juliana, maestra en un colegio de educación secundaria en la capital, se había


forjado como investigadora de los proyectos educativos en Colombia y en

América Latina. Mujer hermosa; de un temple espiritual privilegiado. Su


trabajo, en el área de humanidades, trascendía en la institución educativa en
donde laboraba. Una exigencia constante, consigo misma y con sus alumnos y

alumnas. Esto último no implicaba, sin embargo, una postura autoritaria. Sus
clases, eran reuniones para la reflexión. Los resultados, desde el punto de vista

académico, se medían por la capacidad adquirida por sus estudiantes, para


exponer con independencia y con calidad, los temas vistos durante los

sucesivos períodos académicos.


Juliana consignó en un documento, algunas anécdotas y experiencias. Una de
ellas, tuvo que ver con un estudiante en décimo grado, llamado Samuel. Un

joven extraño, decía Juliana, me conmovió desde el primer momento. Porque


tenía una expresión similar a los esquizofrénicos. De gran capacidad para

entender los temas vistos en clase. Además, dueño de una capacidad, casi

innata, para la reflexión de largo aliento; trascendiendo lo inmediato y

vinculando contextos necesarios para elaborar sus conclusiones.

Sin embargo, dice Juliana en su documento, en veces, aparecía un perfil un

tanto perdulario. Como si emergiera, de pronto, ese otro yo que expresaba una

tendencia sicótica, aunada con cierta dosis infamia y violencia. A pesar de su

relación cercana con Samuel, Juliana nunca exhibió ninguna posición afectiva,

a la manera de amante. Tal parece que este chico si había construido una

interioridad que fluía en esa dirección. Este relato, extenso, constituye un

ejercicio de interpretación de la personalidad. En una opción, desde la

perspectiva freudiana y piagetiana. Estuvo con él en diferentes actividades

académicas. Además, trató de conocer esa instancia perdida de su infancia.

Dejaba entrever la incidencia en su formación, de situaciones difíciles en su


infancia. Incluida una relación con la madre y el padre, con aristas punzantes y

vulneradoras. De hecho, un día, Juliana encontró a Samuel, tratando de forzar


a una compañera de clase. Expresaba un extravío tal, que convocaba a la

tristeza, independientemente de la acción que estaba realizando. Otro día,


estando a solas con él, revisando unos de trabajos académicos, Samuel le
insinuó que estaba enamorado de ella; que la deseaba, que era su obsesión. Es

decir, una posición unilateral de Samuel; porque no había mediado, en


absoluto, alguna acción provocadora por parte de Juliana.
Lo cierto, es que Pedro Arenas propuso a Isolina y a Juliana, la realización de
diferentes ejercicios académicos, a manera de seminarios, sobre diferentes

aspectos de la condición humana; por fuera del ámbito restringido de las aulas.
Un proyecto permeado por la necesidad de profundizar e interpretar algunos

textos fundamentales diseñados para proponer reflexiones y opciones en el

proceso educativo. Uno de los aspectos que reivindica Pedro Arenas tiene que

ver con un recorrido, en profundidad, por los territorios y por los maestros y
maestras de América. En uno de sus documentos, Pedro, ensaya un ir y venir

crítico, pero asertivo; por las propuestas de José Martí. Muchas de ellas

vertidas en el texto El siglo de oro y la vinculación que se desprende de sus

escritos recogidos en Nuestra América. Con una visual periférica, en términos

de la necesidad de recomponer los proyectos educativos; para ajustarlos a los

requerimientos. En un entendido básico, que denota el respeto por la

diversidad cultural y étnica; así como, fundamentalmente, por la autonomía de

los niños y las niñas. Un paisaje, en donde la cultura es un escenario de vida


que se modifica de manera perenne.

O, sigue diciendo Pedro, los esbozos delineados por Pablo Freyre, en ese
recorrido suyo que nos habla de la administración del conocimiento en general

y de la pedagogía en particular; vinculando propósitos, a partir de los entornos


inmediatos y mediatos; con los cuales se identifica a la población y de los

cuales podemos entresacar elementos visuales y abstractos. Claro está que no


se trata de un aislamiento parroquial; sino de una universalización progresiva.
Referentes ya, de por sí, atractivos. Como opciones políticas y sociales; a

partir de un continente tan disímil como lo es América. Pero entendiendo,


también que África y Asia, son territorios inmensamente diversos, en cuanto a
etnias, religiones, lenguas, culturas. Solo avanzando en la perspectiva de

interactuar (pero no a la manera en que lo proponen los difusores de la teoría

del pensamiento complejo); sino por la vía de internacionalizar el


conocimiento de tal manera que los pueblos se apropien de el. Con un

elemento conceptual adicional: el que hace referencia a la necesidad de

promover, elaborar y respaldar propuestas inclusivas. Uno de los aspectos más

relevantes de esto último, hace referencia a los niños, niñas y adultos en


condiciones de discapacidad.

Precisamente, en uno de los eventos programados y realizados, se presenta una

opción de interpretación de los procedimientos pedagógicos para los niños

autistas. El evento se realizó en la Universidad de la República. En su

preparación estuvieron haciendo eje, Isolina, Juliana y Pedro. Se invitaron

disertadores y asistentes de las diferentes áreas académicas. Obviamente, con

énfasis en maestros y maestras.

La conferencista expuso y sustentó un documento elaborado, a manera de

investigación sobre un evento específico. Samuelito Arregocès, ha estado


mucho tiempo en silencio. Tal vez, más tiempo del que reporta su edad. Una

travesía profunda por la vida. Llena de expresiones nefandas. Que involucran


opciones cuyo contenido permite posiciones onerosas. Ante todo, para un niño
como Samuel, cuya madre, Rosa Eugenia, pertenece a la tipología clásica del

desvarío. En donde no se sabe si la vida empezó con ella o si, por el contrario,
la vamos construyendo a cada paso. Como si fuésemos arquitectos de futuros.

Pero con las cargas y los estigmas de un pasado que no conocimos. Pasado
cargado de latencias. Esas mismas que nos pesan al nacer. Que las traemos

cuando aparecemos, como hecho fortuito, en el mundo.


Entonces, quien presenta el trabajo, se constituye en rastreadora de esas
lejanas opciones que vivieron otros y otras. De esas vivencias soportadas por

quienes nos antecedieron. Pero que, de alguna manera, nos tocan al momento
en que emergemos y que, si se quiere, nos acompañarán toda la vida. Un

desasosiego constante. Que nos sitúan, como a Samuel, en condiciones de

indefensión. Haciéndonos mucho más vulnerables de lo que creemos.

Aquí, vuela la imaginación. Pero también se ve recortada, en pleno vuelo. Y,


entonces, nos precipitamos al vacío. Que dura lo que dura una vida. Como la

de Samuelito. Con vestigios opacos. En donde los colores hay que inventarlos.

No vienen con nosotros. En este sentido, en consecuencia, resulta válido

asumir la desesperación. Como cuando no sabemos que estamos hechos, ni

para que servimos. Solo sabemos que estamos ahí, en donde los otros y las

otras, también están buscando lo mismo. Tan cierto como que no alcanzamos a

identificarnos. A establecer relaciones creativas, asertivas, llenas de

tonalidades diferentes; como diferentes que somos. Samuelito, vino ya. Pero el

no sabe que está aquí. Ni allá. Lo único posible para él, es la envoltura que,

todavía, lo retiene y lo impulsa a seguir viviendo. Pero sin ver alrededor. En


un entorno agresivo. Tal vez, por esto mismo, él no se atreve a despertar, a

pesar de que sus ojos miran desde el mismo momento del nacimiento. Una
acción de mirar que no parece verbo. Un estar ahí, sin saber porque…y, de

pronto, sin quererlo. En lo que sigue, la exposición de la maestra Adelina


Santacruz.


Veintiséis (Mujeres braveras, mujeres mártires, las anécdotas)

¡Lo dicho, está dicho ¡Eso me dijo Herminio Pérez; alcalde de la localidad San

Bonifacio! Y es que venía desde mucho tiempo atrás. Una confrontación de

nunca acabar. Por lo mismo que estaba de por medio las ilusiones que
motivaban a José Buelvas. Sujeto, este, de violencias acabadas en él mismo.

Como quiera que todo se centraba en las posibilidades. En términos de las

consideraciones. Como vigía de sí mismo. Mucho después de la muerte de


mamá Protocolaria Martínez. La quiso tanto que no dudó en convocar a toda la

localidad para realizar jornadas de desagravio. Un poco en el mismo hilo

conductor, con el cual se miden las obligaciones perennes. En esa postura de

las mujeres madres. Que perciben lo que ha de venir. Y recuerdan la historia

de los hechos y sus orígenes. Ante todo, cuando cada quien ha observado, en

su camino, los rigores del tempo. Hablado y vivido. Así no más.

A Este vergajo de Herminio, se le metió en la cabeza, alzarse en armas contra

las matronas potentes. Ese ramillete de mujeres, veloces de pensamiento y

realizaciones. Por esa vía promovió la primera batalla, en contra de


Protocolaria. Ya llevaba mucho tiempo en la planeación de ejecuciones. Como

ensayo general, había elegido a Estanislao Birbiezcas. Este, envalentonado con


la misión, reunió a cuatro hombres jóvenes, para empezar.

Fueron, primero, a la casa de María Epimenia Busquets. Mujer de fuerte


convicción y mejores decisiones al momento de cualquier batalla. Estaba sola

en casa. Saturnino Mascachochas Bocanumen, su compañero estaba en su


rutina cotidiana como cargador en el puerto. Primero tumbaron las puertas con

hachas y machetes. La levantaron, a la fuerza, de su cama. La enmudecieron.


Y los cinco vulneraron su cuerpo. Un ultraje espantoso. Cuando terminaron, la
mataron. Cuatro balazos en su cabecita, casi yerta.

Luego fueron donde Belisaria Pocahontas Martínez. Hija de Barbarita Libertad

Fuego. Mujer de ostentación solidaria, a la enésima potencia. Rodearon la


casita. Entraron por la ventana. La colgaron, de las muñecas. Atadas al

travesaño primero. Sus ojazos negros absolutos, fueron quemados. Ya, después

de ahí, todos los ojos de todas las mujeres aprendieron a mirar con las tristezas
siempre hechas, puestas.

En velocidad tendida, por su ejército de mujeres negras, de cuerpos hechos

para la danzar. Siguiendo la tambora y la chirimía. Pero, también, para acceder

a la correría. Y habilitaron trincheras en todas las ciudades. Trazaron ofensivas

a las casas de extermino y de torturas. Las arrasaron con todos los matones

adentro. Y fueron, pronto, seis en ciudad Chiquita. Y doce en ciudad Ternera.


Todo se volvió una avalancha de aguerridas mujeres. Cenicientas en batalla,

Feroces, vengativas. Para las cuales, no habrá paz, si no ejecutan a los

perdularios.

Y las derrotaron, ese tres de noviembre. Cuando llegaron “Los Caballeros de


la Legión de María Virgen.” Cruzados. Pervertidos. Arropados por la sabana

que cubrió el cuerpo del Nazareno. Además, por Trinitario Ordóñez. Con su
aureola pendenciera, por lo bajo. Se reforzaron los ejércitos inmundos,
apestosos.

A Esas mujeres que sobrevivieron; El alcalde Herminio, enterró vivas. Eso fue

lo que dijo, siempre “lo dicho, dicho está” Cuando estaba dispuesto a seguir su
perorata, lo maté. Le enhebré mi puñal, en esa garganta ampulosa. Tal vez,
tratando de mutilar sus palabras, para siempre.

Pitágoras se apartó de Santiago. Sintió mucho la situación de Rosa Elvia.

Tanto como entender que ella había sucumbido ante los avatares de la vida.

Valoró su condición de mujer libertaria. Su decisión de asumir lo afectivo


como sucesión de relaciones. En una promiscuidad que no compartía; pero que

respetaba.

Rosa Elvia era, para Pitágoras, ese tipo de personas en angustia constante. Sin

poder redefinir su proceso como itinerante en una sociedad cargada de

situaciones complejas. Un tejido que la sometía. Un entendido de libertad

circunscrito a ensayar variables. Pitágoras la sentía como mujer que nunca

había sido amada. Tal vez, ella, tampoco ha amado. Porque, consideraba, que

amar era más que estar con todos o todas; sin importar cuando o porqué. Un

tipo de satisfacción, de placer, centrado en el arrebato sexual circunstancial.


Vivir esto como condición única; como soporte único. Una distorsión del

hecho de amar y ser amada. Un camino lleno de dificultades asociadas a esa

condición de ser. La reconocía como madre y como mujer. Pero, no fue capaz
de estar al lado de ella. No pudo o no quiso acompañarla en su peregrinar;

mucho menos intentar la persuasión en términos de buscar otra alternativa de


vida.

Sorteando obstáculos, logró terminar sus estudios secundarios. Ingresó a la


universidad en horario nocturno. Trabajaba todo el día como vendedor en un

almacén. Había heredado de su padre la capacidad para cautivar compradores.

Escogió un programa de pregrado que le pareció importante. La antropología


siempre le había llamado la atención. Con el profesor Pedro Arenas y con la
profesora Juliana, a quienes había conocido en el colegio, había departido

muchas veces. Tertulias agradables; que lo situaban en opciones de

interpretación de la cultura y, en general, de la humanidad. Estuvo en muchas


de las actividades realizadas por Isolina; a quien admiraba profundamente. La

mujer que supo valorarse y hacer ruptura con Adrián. Por esa vía conoció a

Demetrio. Le pareció, siempre, un hombre con vocación de servicio.

Demasiado humano. Amigo absoluto, leal y confidente cuando fue necesario.

Pitágoras vivió el proceso angustioso que supuso el asesinato consecutivo de

Pedro Arenas, Juliana, Isolina y Demetrio. Hechos que le hicieron ver la

tragedia de un país que nunca ha conocido la paz, ni la solidaridad, ni la

aceptación del otro o de la otra. País de convicciones torcidas; en el cual ha

predominado el ejercicio de la violencia continua, sistemática. País en donde

no ha existido sitio para la tolerancia y el respeto de los valores y derechos

humanos. Para él, esos asesinatos y muchos más, constituyeron y constituyen

la reiteración del odio, y la tropelía. Acezantes verdugos que nos conducen al

desmoronamiento. Como sociedad y como nación.

Se prometió a si mismo, retomar, a su manera el ideario de ellas y de ellos. A

partir de los logros alcanzados en la universidad y de su interacción con


diversas organizaciones obreras, campesinas y de la población más vulnerable;
fue construyendo escenarios para proponer alternativas. Para postular y

realizar actividades trascendentes. En búsqueda de opciones constantes,


generosas, humanas. La intención de transformar la sociedad, desde una

perspectiva politica de inclusión. De reconocimiento de valores y de


adecuaciones. De tal manera que la vida adquiera otro significado; derrotando

a la muerte inducida por quienes nos han controlado y avasallado.


Al hacerse cargo de ese ideario, logró consolidar su posición como sujeto
creativo, humano, investigador e impulsor de nexos entre la academia y la

población. Con un sentido de pertenencia a la humanidad, por la vía de


expandir el conocimiento de la historia; de tal manera que este conocimiento

se convierta en interacción social no claudicante ante el embate de los

violentos. Ante el embate de esas fuerzas poderosas, casi siempre soterrados,

que manejan los hilos de la política y de la economía, pretendiendo el


beneficio propio; de las clases que siempre se han constituido en el poder y

que no están dispuestos a perder.

Siempre intuyó que sus hermanos y hermanas estaban del lado de los

detentadores de ese poder. Conoció a Pánfilo, de su relación con Maritza y

Silvia. De su amistad con Samuel y con Adrián. Siendo así, para Pitágoras, la

noción de familia fue pragmática. Los vínculos de sangre no cuentan a la hora

de percibir y analizar determinados comportamientos. Por lo mismo, para él,

sus hermanos y hermanas no son otra cosa que auxiliares de los gendarmes.

Con un entendido de la vida similar a quienes asesinan contradictores, el

contexto del afianzamiento de su poder.

Pánfilo ya había hablado con Silvia y con Samuel, acerca de las andanzas de
Pitágoras. Lo asimilaron a la subversión. Para ellos, quedaba claro que no
podía permitir la expansión de esas opciones. No importaba la condición de

hermano. Como sea hay que detener sus avances. Ya conocían que había
retomado las actividades que realizaban Isolina, Pedro, Juliana y Demetrio.

Siendo así, la decisión fue obvia.

El 8 de marzo, al salir de un acto realizado en la universidad, con motivo del


Día Internacional de las Mujeres; Pitágoras fue baleado desde un vehículo.
Allí mismo murió. Su última visión, estuvo destinada a Rosa Elvia.

Para Samuel, Pánfilo se había convertido en un socio molesto. Entre otras

razones, porque el afán de poder; le exigía a este, realizar cualquier tipo de


tarea o acción. Ya, una vez muerto Sinisterra, Pánfilo logró acceder a la

administración de la empresa en la capital. Desde allí, empezó una gestión

avasallante. Desde todas las opciones posibles. Hizo recambio en la planta de


personal; gestionó la desvinculación de Verdaguer; en la sucursal uruguaya. Se

apoderó del mercado en Santiago de Chile. En el ámbito más doméstico, se

apoderó de Susana. Ella había lamentado, a su modo, la muerte de su amante.

Pero, aplicado su afilado sentido común, n o tuvo reparos el día en que Pánfilo

se encerró con ella en la oficina y la hizo gritar de placer. Lo de Pánfilo,

observó ella, no es tan largo y voluminoso como lo era el de Sinisterra. Pero,

de todas maneras, acompañó la penetración, con rituales que había aprendido

y que le enseñó a Pánfilo; quien a pesar de su recorrido no había tenido acceso

a ese manual.

El hijo de Susana y Sinisterra había nacido hace cerca de un año. Un niño

normal. Con un parecido absoluto a su madre. Para Susana, el niño, se


convirtió en una carga. Su rol estaba condicionado a tener libertad para asumir
los requerimientos de la empresa y, adicionalmente, los requerimientos de

Pánfilo. Centrados en las necesidades sexuales de éste.

Es como entender la situación de muchos niños y niñas que no tienen un padre


o una madre que asuman con ellos y ellas la construcción de opciones de vida

integral. Con una valoración precisa del universo de necesidades. Una


inclusión en la sociedad; de tal manera que la complejidad de esta inserción se
convierta en un hecho efectivo y no, simplemente, latente o como mera

expectativa.

Samuel conoció al niño. Le causó impacto, en el contexto de sus convicciones,


un niño de expresión triste. Como si, a su edad, ya estuviera inmerso en la

angustia particular y colectiva. Un niño que, en principio, no tendría

posibilidades de vivir su infancia. Con lo que esta tiene de lúdica,


imaginación, amplitud y, fundamentalmente, de sensibilidad.

Con Pánfilo, entonces, Samuel asumió una modificación importante en su

relación. En una estructura de vida y de empresa, soportada en intereses

particulares que erosionan cualquier sentimiento de amistad. Ya, antes, había

conocido la posición de Pánfilo con respecto a Jerónimo. Los móviles de su

muerte no le resultaban claros a Samuel. Porque la versión presentada por las


autoridades era un tanto inverosímil. Como aquella de expresar un ajuste

cuentas entre bandas criminales que se disputan territorios para las diferentes

acciones inherentes al proceso de descomposición social vigente en diferentes


ciudades.

Efectuaba un análisis de mayor profundidad, incluida la cotejación entre

momentos y expresiones, en el contexto de la triada Samuel-Jerónimo y


Pánfilo. Porque, lo que, si conocía con certeza Samuel, era que Jerónimo
estaba con los dos. Inclusive, arriesgo la conclusión de un asesinato planeado

por Pánfilo, con un único móvil: los celos. Había un hecho adicional en su
reflexión: Jerónimo tenía otro amante. Se trata de Sinisterra. Estaba

convencido, Samuel, de que Jerónimo amaba profundamente a Sinisterra y no


ellos dos.

A través de Silvia y Maritza, Samuel concertó una entrevista con Verdaguer;

conociendo que éste se encontraba en la capital, de paso para Panamá. Había

decidido jugarse la carta de convencer a la dirección de la empresa acerca de


los malos manejos, por parte de Pánfilo, de algunos aspectos específicos de la

actividad; tanto en la capital, como en otras dos ciudades en el País.

Previamente, tejió una urdimbre verosímil. Algo así como efectuar un

seguimiento de las actividades de Pánfilo. Apoyándose en algunos agentes

intermedios. Construyendo una versión, en el sentido de que Pánfilo conoció,

de mucho tiempo atrás, los manejos realizados por Sinisterra; en términos del

manejo de cuentas bancarias, para su beneficio particular. Se trataba, entonces,

de reconstruir alguna documentación, variando contenidos. Para esto se

apoyaron en expertos al servicio de la empresa, cuya labor consiste en


falsificar documentos.

Lograron, por ejemplo, hacer coincidir fechas en los desplazamientos de

Pánfilo y Sinisterra a Europa. Construyendo premisas que permitían deducir

una confabulación en contra de los intereses generales de la empresa,


apropiándose de unas sumas muy importantes de dinero que depositaron en

sus respectivas cuentas. Aparecieron consignaciones subrepticias, coincidentes


en horas y fechas.

Con estos insumos, se presentó Samuel ante Verdaguer. Analizaron la


documentación y concluyeron que notificarían a la máxima dirección de la

empresa. Pánfilo tenía a su favor el hecho de haber reportado realizaciones de


gran impacto positivo para la empresa. Fundamentalmente en lo que tiene que
ver el contenido de los acuerdos con instancias gubernamentales para el buen

manejo de los seguimientos y ejecuciones de algunos dirigentes políticos y

sociales; a partir de identificar sus contradicciones con el programa del actual


gobierno.

Verdaguer, en Panamá, concertó una reunión con Rolando Jiménez, actual

presidente de la empresa, para América Latina. Este, precisamente, había

asistido a una sesión de toda la dirección de la empresa, en San Salvador.

Rolando Jiménez, le expresó a Verdaguer que a Pánfilo se le venía haciendo

un seguimiento. No por el mal manejo de dinero; porque no tenían

información al respecto. Solo la que presentó Verdaguer. El seguimiento tenía

que ver con la sospecha de que Pánfilo era un doble agente. Como prueba, dijo

Rolando a Verdaguer, tenemos información en el siguiente sentido: Pánfilo

estuvo realizando tareas para la CIA, durante el conflicto interno en El


Salvador. Fue artífice para la realización de ejecuciones selectivas; incluida la

del Arzobispo de San Salvador. Además, también de algunos mandos medios

y auxiliadores del Frente Farabundo Martí.

De El Salvador, Pánfilo, pasó a Colombia. Estuvo en todo el proceso de

preparación militar y política, necesarias para desarrollar un esquema similar


al que él Concretó en El Salvador. Particularmente, en lo que respecta a la

concreción d grupos parapoliciales y paramilitares. Inicialmente, dirigió la


creación del movimiento MAS y, más adelante, dirigió la concreción de

grupos de seguimiento y ejecución, durante y posterior al proceso de


acercamiento del gobierno de Belisario Betancur con las organizaciones
subversivas. En concreto, participó, con otros dirigentes, en todo el proceso en

contra de la UP.

Sin embargo, dijo Rolando, Pánfilo empezó a filtrar información a

organizaciones como Amnistía Internacional. Si bien es cierto que, aquí, la


información no es muy precisa; existen evidencias del móvil. Tuvo que ver

con un juego de doble vía, centrado en las contradicciones entre algunos de los

grupos. Particularmente, para desviar la atención con respecto a la


organización que el dirigía. Así, esta, quedaría libre de sospecha y consolidaría

su posición posterior.

Rolando Jiménez, concluyó su relato, con la aseveración, en el siguiente

sentido: Pánfilo está realizando el mismo juego. Está filtrando información.

Tal parece que va dirigida a algunas instancias gubernamentales en España y

Francia. Con el objeto de tejer versiones, en contra nuestra y, por esa vía,
consolidar la posición de los pares que nos hacen competencia.

Particularmente, en el fortalecimiento de una empresa que tiene su sede en

Somalia.

Lo que usted me presenta, Verdaguer, es una información que vamos a


acumular; para tomar una decisión, con respecto a Pánfilo. En mi opinión, no

solo debe salir de circulación; sino que le debemos aplicar el castigo máximo;
es decir su ejecución. Pánfilo se encontraba en su oficina, departía con Susana,
en uno de sus encuentros de rutina.

Recibió una llamada de los empleados de seguridad, en portería; en el sentido

de que lo necesitaban dos personas. Pánfilo bajó a la entrada principal. Él


reconoció a las dos personas. Había trabajado con ellos en Santiago de Chile.
Le llevaban un recado. Se iba a efectuar una reunión plenaria de la dirección

zonal, aquí en la capital. Decidieron informarle personalmente, ya que se

sospechaba una intervención de los teléfonos de la empresa. Pánfilo subió al


vehículo. Durante el recorrido, expresó que se dirigían a un municipio, fuera

de Bogotá. Y que, entonces, la reunión no era en la ciudad. Le contestaron

que, por seguridad, debía ser así.

Tres días después, su cuerpo sin vida fue encontrado en un predio de la ciudad.
Le habían disparado dos veces en la cabeza…Sin saber por qué, Samuel creyó

haber asistido a la muerte de Pánfilo en otras circunstancias.

Susana no sintió la muerte de Pánfilo. Para ella, las cosas se dan o no se dan.

Es decir, cada quien debe manejar sus opciones y responsabilidades. Y, en

esto, asumir como camaleón, es un registro que mueve al mundo. Cada quien,

entonces, construye su vida; incluyendo la posición de apoyarse en quien sea


con tal de lograrlo. En lo personal, su único interés estaba centrado en

ascender en calidad de vida. Para ella, esto significa acceder a los recursos

necesarios. No importa cómo. Inclusive, llegó a pensar en la posibilidad de


que la nombraran reemplazo de Pánfilo. Así pensó cuando murió Sinisterra. Si

bien es cierto que, esa vez, no lo logró, abrigaba esperanzas de que ahora si se
daría.

Esta vez tampoco fue así. El reemplazo de Pánfilo fue Silvia (que ejerció
como resucitada). Un giro sorprendente. Entre otras razones, porque Silvia

nunca había participado en actividades de la empresa. Lo de ella, era el


manejo de información en relación con algunas ejecuciones. La administración

del negocio requería de alguien con experiencia. Sin embargo se ratificó su


designación.

Para Susana fue una desilusión más. Pero, en aplicación de su lógica del

pragmatismo, lo aceptó, interiorizando su resentimiento. Orientó a Silvia en

los pormenores de la administración zonal y el tipo de nexos con las


sucursales en América Latina. En la práctica era ella quien manejaba la

administración. Silvia, simplemente, avalaba las decisiones tomadas por

Susana.

Revivió el pasado. Cuando entre las dos se dio una relación afectiva. Si bien

no fue duradera; al menos vivieron momentos intensos. Las dos sabían que

hacer y como conducir sus encuentros. Las dos manejaban y entendían la

bisexualidad. Silvia era mucho más intensa y apasionada. Expandía su placer,

llegando a zonas siempre nuevas. Recorriendo el cuerpo de sus amantes, con

una imaginación profunda. Por lo tanto, al encontrarse con Susana, le insinuó


la posibilidad de retomar la relación. Hacerla mucho más profunda y

dinámica.

Lo hacían a mañana y tarde. Todos los días. Cada vez más intensamente. Cada

vez más apasionadamente. Orgasmos extendidos. Una y otra vez. A veces se


olvidaban de los asuntos relacionados con la administración, así fueran

asuntos urgentes.

Natalia, una chica joven. Una bella mujer, en la cual coincidían un rostro
hermoso y unas formas bien hechas e insinuantes; se vinculó a la empresa, a
través de Samuel. Este la había conocido en Barranquilla, en una de sus giras.

Ya había realizado con ella encuentros. Ya había explorado todo su cuerpo.


Decidió traerla a la capital. No solo para tenerla cerca; sino también por la
capacidad que Natalia tenía para organizar eventos tan necesarios en la

empresa. Cuando se precisaba concretar determinaciones y postular estrategias

misionales.

Desde el primer momento, Silvia fue cautivada por Natalia. Se imaginaba su


cuerpo desnudo. Imaginaba exploraciones, mucho más allá de las que

realizaba con Susana o de las que realizó con su hermana Maritza.

En principio, Susana, no advirtió los deseos de Silvia; a pesar de haber

observado que Silvia llamaba continuamente a Natalia a su oficina, por

cualquier motivo. La posición de Natalia coincidía, con el pragmatismo de

Susana. A pesar de que nunca había vivido relaciones bisexuales; tampoco era

ajena a ello.

Silvia invitó a Natalia a su casa. Un sábado. Se trataba de una comida a la cual

habían sido invitadas otras personas. Susana no fue invitada. Hablaron,

durante la cena. Compartieron con los comensales. Una sesión que terminó
casi a medianoche. Silvia le sugirió a Natalia, la posibilidad de quedarse en su

casa, hasta el día siguiente. El vino excitaba a Silvia, la hacía mucho más

coloquial; mucho más extrovertida. Para Natalia, era una rutina la ebriedad.
También ella, se exaltaba en esas condiciones.

A Natalia se le asignó un cuarto. Había sido, en un tiempo, el lugar de

encuentro entre Silvia y Maritza. Una historia enorme de pasiones y destrezas.


Unos orgasmos tan placenteros que Silvia nunca había repetido con otra
amante. Se bañaron juntas. Allí se inició el ritual. Se besaron largamente. Una

a una tocaron sus clítoris, No importó el dolor Se lamieron sus pezones.


Recorrieron sus cuerpos. Zona a zona. Juntaron sus pelvis. Olieron sus axilas,
pasaron sus lenguas por ellas. Gritaron de placer. Susurraron palabras llenas de

sensibilidad y de regocijo. Terminaron a las cuatro de la mañana del domingo,

lo que había iniciado tres horas atrás. Extenuadas, durmieron en la misma


cama.

Al despertar lo hicieron una y otra vez. Una jornada tan intensa que las venció,

otra vez, el sueño. Durmieron hasta el anochecer. Hicieron el compromiso de

vivir juntas, a partir de ese día.

A Samuel, esta decisión, lo indignó. Le era insoportable la ausencia de Natalia

en la casa que le había conseguido. Donde llegaba cada vez que lo urgía el

deseo. En donde, se juntaban él, ella y Maritza. En donde ellas y él, realizaban

sesiones inimaginables. Un ir y venir. Ella y ella. Él y ellas. Samuel

conservaba su potencia. Erecciones duraderas. Tanto que terminaba con

Maritza y seguía con Natalia. A todas dos las inundaba. Samuel, se excitaba,
viendo a Natalia y a Maritza besarse, lamerse, hurgarse.

Le exigió a Natalia regresar a su casa. Esta no aceptó. Se había enamorado tan

profundamente de Silvia, que se le hacía inconcebible no estar a su lado. Tanto

en la empresa como en la casa. Se le hacía inconcebible no estar con ella; no


volver, a todo momento, al ritual que era, cada vez, más expandido y

placentero.

Samuel volvió a recordar su pasado. Cuando navegó por la vida, ejerciendo su


capacidad para amar y vulnerar. A su pasado esquizofrénico. Cuando iba y
venía por todos los lugares. Cuando conoció a Isolina; cuando conoció a

Juliana y a Pedro. Cuando horadaba a las niñas; cuando montaba a su madre;


cuando conoció a Demetrio. Cuando mató e hizo matar. Cuando fue recluido;
cuando escapaba. Cuando veía, en sueños, al jorobado encima de Rosa Elvia;

cuando veía a Santiago hacer lo mismo; cuando tuvo a Jerónimo; cuando

asedió y montó a Maritza, a Silvia, a Martha. Cuando inundaba a Susana;


cuando Penetró y fue penetrado por Pánfilo; cuando hizo matar a sus

hermanos; cuando se amó con Verdaguer; cuando penetró a su hermanita, la

hija de Isolina y Demetrio, al cumplir ella cinco años; Cuando estuvo dando

tumbos. Aquí y allá, sin encontrarse; cuando se dio cuenta que ese encuentro
no era posible; cuando triunfó el yo malvado y no el yo sensible y humano;

cuando volvió a nacer, una y otra vez; cuando perdió la memoria y el deseo, al

ser lobotomizado; cuando dirigió grupos de matanza selectiva; cuando le dijo

sí al programa gubernamental de exterminio; cuando estuvo en Villa

Esperanza, buscándose otra ves

Y, al recordar, volvió el impulso patológico. Se hizo irrefrenable el deseo de

acallar voces. Se hizo indispensable la venganza. Como paliativo a su

vergonzosa vida. Volvió a crecer en él, la necesidad matar, de manera directa.

Y, porque no, morir y volver a nacer. Susana encontró a Silvia y a Natalia,

muertas en la oficina. Sin signos de haber sido violentadas. El dictamen


pericial, fue reportado como muerte por envenenamiento

Veintisiete (el embrujo y la muerte, por fin)

Susana había arribado a sus cuarenta años. Siempre reflexionaba acerca de su


vida. Pero, en el contexto de su ética de lo posible. Ese día recordó su primer

encuentro con su madre. Era una mujer un tanto extraña. Una mujer parecida a
una opción robótica de vida. Transeúnte en la vida. Nunca se le conoció una

meta alcanzada. Todas sus relaciones fueron de un contenido insípido. Ni


siquiera cuando Santiago la preñó por primera vez, sintió placer. Ni eso, ni
odio. Simplemente estuvo ahí. Abrió sus piernas y las cerró cuando Santiago

termino. Inmediatamente se bañó. Le fastidiaba ese líquido viscoso y


amarillento pegado a sus piernas. Consecuencia de eso nació Susana. Desde

pequeña le hizo creer que su padre había emigrado a recorrer el mundo.

Inclusive le inventó un nombre. Cuando Daniel la preñó; ella, simplemente,

cerró los ojos. Otra vez se bañó. Limpio sus piernas y asumió otro trajín. Otra
vez nació mujer.

Lo conoció Susana, atando cabos. Nunca habló del hecho de que su padre era

el mismo padre de Adrián, Maritza, Silvia, Martha, Adrián y Pitágoras.

Además, conoció que su madre viajó al Brasil y que allí fue preñada por

Thiago Ronaldo. Y que nació otra mujer. Y que, esta hermana suya, fue

avasallada por el mismo Thiago, cuando cumplió nueve años. Y que se

llamaba Úrsula. Y que no tuvo apellido. Y que murió cuando acompañaba a su

marido en una tala de árboles en el Amazonas Brasileño. Y que su muerte se

produjo por la mordedura de una serpiente. Y que fue sepultada allí. Y que

había tenido una hija a sus once años. Y que el padre de la niña, era Thiago. Y
que había conocido el pene de cien hombres, incluidos los dependientes de su

marido. Allí mismo, en el campamento. Y que la muerte por mordedura de


serpiente fue preparada por su marido, cuando la dejó bajo los trapos que la

cubrían, Y que, una vez muerta, su marido la montó una y otra vez. Y que le
decía puta desgraciada, ahora estoy feliz, porque después de este día no habrá
ninguno más.

Susana se blindó para todo quehacer. Gratificante o no. Hizo de su vida un

peregrinar por todos los escenarios posibles. La primera vez que fue penetrada
tenía nueve años. Lo hizo Adrián. Ella estaba sola en casa. Adrián fingió una
visita de cortesía para comunicarle que había conseguido un cupo en la

escuelita, para ella. Una vez allí, la abordó. Ella no resistió. Ya había conocido
este episodio en uno de sus sueños. Lo anhelaba, lo esperaba. Entonces, abrió

sus piernas y siguió el ritmo que imponía Adrián. Desde ese día, siempre quiso

más. La obsesionaba ese entrar y salir. La fascinaba ese palo erecto que tenía

Adrián. Volvió a ver algo similar, cuando Verdaguer le hizo lo mismo. Con
éste disfrutó más. Tenía catorce años y ya sabía diferenciar entre uno y otro

palo. La apasionaba y la excitaba uno grueso y largo. Inclusive practicaba a

solas, hendiéndose un palo envuelto en hule, Lo entraba y sacaba, como había

aprendido. Y llegaba al orgasmo. Su primera preñez fue a los dieciséis años.

Abortó, asistida en su cuarto. Dos días después estaba lista para conocer otro

palo. Era su obsesión. Por lo tanto, cuando conoció a Samuel, ya era experta.

Lo condujo por todo su cuerpo. Le enseñó a introducirlo sin necesidad de ser

guiado por su mano. Cada que estaban le apretaba su palo, tan fuerte que
Samuel sentía dolor. Pero callaba.

Después vino lo de Adrián y lo de Verdaguer y lo de Jerónimo, el imberbe que


la hizo aullar de pasión, al sentir su asta hurgándole hasta sus vísceras. Lo

amaba profundamente. No le importaba su doble condición. Por eso sufría


cuando Sinisterra lo montaba; cuando Pánfilo hacía con él uno y mil

ejercicios. Cuando Samuel lo revolcaba, lo insultaba y lo golpeaba por


deslealtad. Sufrió mucho al conocer su muerte.

Después de la muerte de Silvia y Natalia, Susana abandonó su trabajo. Sentía


asco de si misma, como copartícipe de los asesinatos. Siempre estuvo con

Samuel en la preparación de los mismos. Incluido el proceso de mezclar el


licor con el veneno que bebieron Silvia y Natalia. Tenía algunos ahorros que le
permitirían subsistir, holgadamente, por algunos años. Volvió a su hijo. Lo

hizo, por fin suyo. Había desistido de esa opción torcida de abandonarlo a su
suerte. A través de una mujer que se encontraba inscrita en el programa de

protección de testigos, tuvo una entrevista en el Ministerio del interior. Allí

ofreció otorgar información de las actividades sórdidas de la empresa. Solicitó,

a cambio, ubicación en el exterior y protección para ella y para su hijo.

Su destino era Londres. La capital se conmocionó al observar la explosión de

un avión en el aire. Acababa de decolar del aeropuerto. En él, iban Susana y su

hijo. Samuel comunicó al mando central que la tarea había sido cumplida de

manera exitosa. Verdaguer logró escalar algunas posiciones. Desde su

entrevista con Rolando Jiménez, en Panamá, la dirección central de la empresa

lo colocó como uno de sus empleados de mayor relevancia. Asistió a una de

las reuniones plenarias, en ciudad Méjico. Allí fue condecorado con la

mención de honor con la que la que se exalta la labor de los empleados que

han logrado metas importantes. En concreto, la justificación hablaba del logro

adquirido, al contribuir a la ubicación de los manejos de Pánfilo. Con Federica


Maidana, logró estabilizar su vida afectiva. Por lo menos, en el sentido de

tener un refugio fijo, en casa de la madre de ésta y de hacer de su relación la


principal. Las otras no importaban, eran transitorias. Y, así, lo sabían sus

amantes ocasionales. Incluidas Rosa Elvia, Silvia y Maritza. También sus


amantes masculinos. Incluidos Samuel, Jerónimo, Daniel y Adrián.

De los dos hijos que tuvo con Francesca, uno de ellos lo llamaron Everardo, en
recuerdo de su camarada. Este, al lado de Patricia, habían sido muertos en un

atentado cuando realizaban labores de infiltración al Frente Farabundo Martí,


como parte de su trabajo con la CIA.

Julián, el otro hijo, logró alcanzar algunas posiciones en la empresa, a partir de

la influencia suya. Julián fue destinado a labores de inteligencia, a nombre de

la compañía,; en Chile y Paraguay. Entre tanto, Everardo, se vinculó con la C


IA, como informante calificado. En los dos, Verdaguer y Federica, veían la

continuación del oficio.

Para la compañía era necesario efectuar seguimiento a Samuel. Desde su

ascenso, recomendado por Rolando y por Verdaguer, Samuel no había

reportado logros importantes. Es como si la empresa hubiese caído en un vacío

de poder. Unas actividades que se reducían a vincular algunos colaboradores

que fracasaron en dos tareas fundamentales. Una de ellas tuvo que ver con el

cumplimiento del mandato para desaparecer y matar al presidente del

Sindicato de Trabajadores Agrarios. El otro, la recaudación de información


que permitiese la localización de Isaías, miembro activo de la organización no

gubernamental, que venía trabajando la investigación de las muertes sucesivas

de algunos de sus dirigentes. En los dos casos, Samuel era el directo


responsable; habida cuenta de su condición de administrador general de la

zona.

Estos hechos, fueron tipificados como un fracaso absoluto. Algo tenía que
andar mal. Porque no es posible aceptar que los fracasos fueran justificados
por la inexperiencia. De hecho, Samuel, era uno de los agentes más avezados.

Verdaguer y su hijo Everardo, se hicieron cargo de la situación. Confrontación

de los datos informados por Samuel a la dirección central; con versiones en


contrario. Un desfase preocupante. Porque, era cierto que hubo un desarreglo
fundamental. Una rueda andaba suelta y no era, precisamente, en la dirección.

Una vez concluida la labor, presentaron un informe que destacaba a Samuel

como el directo responsable. Adicionalmente, encontraron que se había

configurado un desfase en términos de la información transmitida a la


dirección; acerca de dineros pagados a supuestos informantes. Estos no solo

no existían, sino que Samuel había reportado cuantías muy superiores al costo

de los servicios en el mercado cotidiano. Además, lograron recaudar


información que vinculaban a Samuel con la muerte de Silvia y de Natalia.

Versiones muy diferentes a las que había transmitido Samuel. Él informó que

había procedido a ejecutarlas, en razón a que las dos estaban filtrando

información a algunas organizaciones no gubernamentales. Todo el material

recaudado indicaba, inclusive, que era él quien estaba filtrando esa

información. Coincidían estos datos con la frustración de tareas en Cali y en

Bucaramanga, ordenadas por la dirección general y que habían sido

encomendadas a agentes uruguayos.

Una vez presentado el informe, por parte de Everardo y su padre; la dirección


central, decidió coloca r a Samuel en cuarentena. Esto significaba una

suspensión temporal de sus actividades. Everardo lo reemplazaría mientras


duraba la cuarentena. Era una forma muy peculiar de aplazar su muerte.

Así lo entendió, también, Samuel. Tan pronto fue notificado de la decisión, se


comunicó con Juan Pablo Tenorio, uno de sus enlaces en el Ministerio del

Interior. Concertó una reunión con el Ministro. Le hizo saber a este, que se
estaría fraguando un atentado en contra del Asesor en seguridad designado por

el gobierno norteamericano. Se trata, dijo Samuel, de un asunto que exigía la


perentoria disposición de mecanismos para frustrarlo. Él se ofreció para
efectuar la coordinación de la decisión que fuera adoptada. Presentó pruebas

elaboradas con el mismo método que utilizó para justificar la muerte de


Pánfilo. Delató a Verdaguer y a sus hijos Julián y Everardo. Otorgó datos de

su ubicación precisa en Uruguay. Asimismo, ofreció agentes que, según él,

venían desarrollando la acción del seguimiento.

Verdaguer y Julián estaban con Federica, en su casa de Montevideo. Después


de su visita a Colombia, habían convenido separarse, previendo cual situación

anómala. Porque Verdaguer conocía de la capacidad de Samuel para conocer

lo confidencial. Tenía agentes muy especializados en esa labor. Decidieron que

Julián se desplazaría a Paysandú y que Verdaguer se instalaría en Córdoba. El

puente, siempre, sería Federica.

Cuando Samuel llamó a Federica, por teléfono. Esta recordó los momentos
vividos con él. Ante todo, su estadía en Punta del Este. Allí, Federica, conoció

lo que es el placer. Horas enteras forcejeando con él. La potencia de Samuel

era ilimitada. Ella sucumbió a las tres horas, mientras que él seguía dispuesto
con su vara erguida, esperando otra oportunidad. Federica tenía la convicción

de que Everardo era hijo de Samuel y no de Verdaguer. Así lo deducía de las


cuentas realizadas; como solo lo saben hacer las mujeres.

Acordaron una entrevista en La Plata. Allí, Federica le informó a Samuel de la


ubicación de Verdaguer y Julián; con la promesa, solicitada por Federica, de

que no los matarían. Que fuera algo de simple rutina.

Verdaguer fue ubicado en Córdoba. Un hombre que llamó a la puerta, le


propinó seis disparos a quemarropa. Murió en el acto. Julián apareció muerto
en su casa. Lo asfixiaron con una almohada y luego fue apuñalado.

Federica sufrió la muerte de sus hijos y la de Verdaguer. Sin embargo, silenció

su voz. Pudo más su lealtad a Samuel, el amante apasionado y dador de

placeres sin fin. Después de la muerte de Verdaguer y Julián, Everardo se puso


en contacto con la dirección central. Consiguió una licencia, argumentando

razones personales urgentes. Una vez instalada la reunión de la dirección en

Nueva York; solicitó la investigación exhaustiva del asesinato de su padre y de


su hermano Julián. Él sospechaba que Samuel estaba detrás de las muertes.

Qué solo él, era capaz de una acción de ese calado.

De otra parte, se apoyó en empleados de la CIA, para fraguar la muerte de

Samuel. Opciones paralelas. Ubicaron Samuel en la ciudad de Cúcuta. Se

había desplazado hasta allá, previendo una retaliación. Dispuso de una

gendarmería inmensa para que lo guardara, ante cualquier evento. Por eso,
cuando tres hombres lo esperaban a su salida de la casa, no se percataron del

dispositivo instalado por Samuel. Los victimarios fueron víctimas. Fuego

simultáneo de treinta hombres, localizados en la periferia, acabó con la vida de


dos de los tres hombres. Después se supo que eran de nacionalidad brasilera.

El otro huyó herido.

Cuando Samuel se instaló como administrador de la empresa en la zona,


encontró anomalías acumuladas. Reportes sin procesar; mercancías sin
transportar; contactos difusos. Se dio a la tarea de superar esas dificultades.

Además, logró reabrir plenamente la comunicación con el gobierno central,


que había sido suspendida o., por lo menos debilitada. Personalmente asumió

esa comunicación. Logró recaudar evidencias de filtraciones muy peligrosas.


Además, propuso y obtuvo una línea especial y secreta con el Ministro del
Interior. Por esa vía comunicaba informes de doble vía. Alcanzó gran estima y

confianza a partir de los certeros informes transmitidos y de sus resultados.


Desmantelamiento de oficinas paralelas de informantes; ubicación de redes

coordinadas por la dirección central y que no habían sido reportadas, por lo

mismo que significaban una traición a los acuerdos previamente realizados.

Fue laureado con los más representativos honores. Volvió a aparecer en la


Embajada Colombiana en Kenia. Desde allí continuó su labor al servicio del

ejecutivo gubernamental.

Testamento: Así como empezaron mis vidas, asimismo terminaron. Esta

última no es otra cosa que la corroboración del hecho de que mi yo perdulario

pudo más que el yo quise ser. Ese que me enseñó Isolina. Al final de mi vida,

quiero presentar el siguiente documento que entregué como prerrequisito para


estudiar en la universidad. En mi valija diplomática, se hallan documentos que

no han sido conocidos. No son de mi autoría; pero espero procesarlos como si

lo fuesen.

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