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la Corte ha observado la necesidad que esta delicada relación entre la Nación y los
estados locales se desenvuelva armónicamente, cuidándose una de no entorpecer la
acción exclusiva de la otra y viceversa. Según el principio de reparto establecido en el
artículo 121, las provincias conservaron para sí todo el poder no delegado por la
Constitución al Gobierno Federal. En razón de su autonomía ostentan -entre otras
atribuciones el dominio de los bienes públicos y la potestad ejercer el poder de policía
en su territorio. De otro lado, las provincias delegaron en el Gobierno Federal ciertas
facultades que ejercen el Congreso de la Nación o el Presidente, conforme lo
determina la Ley Fundamental. Así por ejemplo en su carácter de Jefe de Estado
compete al presidente de la República el manejo de las relaciones internacionales. Las
provincias conservan competencias diversas que no han sido delegadas en el gobierno
federal” (artículos 121 y siguientes de la Constitución Nacional).
En un precedente de 1869 la Corte Suprema reconoció que “es un hecho y también un
principio constitucional, que la policía de las provincias está a cargo de sus gobiernos
locales, entendiéndose incluido en los poderes que se han reservado; el de proveer lo
concerniente a la seguridad, salubridad y moralidad de sus vecinos; y que por
consiguiente, pueden lícitamente dictar leyes y reglamentos con estos fines. “Las
provincias no ejercen el poder delegado a la Nación. No pueden celebrar tratados
parciales de carácter político; ni expedir leyes sobre comercio, o navegación interior o
exterior; ni establecer aduanas provinciales; ni acuñar moneda; ni establecer bancos
con facultad de emitir billetes, sin autorización del Congreso Federal; ni dictar los
Códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería, después que el Congreso los haya
sancionado; ni dictar especialmente leyes sobre ciudadanía y naturalización,
bancarrotas, falsificación de moneda o documentos del Estado; ni establecer derechos
de tonelaje; ni armar buques de guerra o levantar ejércitos, salvo el caso de invasión
exterior o de un peligro tan inminente que no admita dilación dando luego cuenta al
Gobierno federal; ni nombrar o recibir agentes extranjeros.”
El experimento unitario
El Congreso de Tucumán proclamó la independencia del país, pero no resolvió
el problema de la organización nacional. La Constitución de 1819 reafirmaba la
supremacía de Buenos Aires, reducía la autonomía política y fiscal de las
provincias, y excluía al pueblo de la vida política de la Nación. Las provincias
del litoral fueron las primeras en desafiar a la autoridad del Congreso de
Tucumán y la dirección de Buenos Aires. Lo que trababa la organización
Nacional era que el gobierno de Buenos Aires no renunciaba a sus
pretensiones de autoridad fuera de los límites de la provincia. La igualdad
absoluta de las provincias era fundamental.
El problema de la organización nacional provocó el surgimiento de partidos
políticos basados en doctrinas. Existían dos: la doctrina unitaria y la federal. La
primera establecía un sistema estatal centralizado, y la segunda, establecía la
unión de provincias encabezadas por un gobierno federal.
En el caso de la doctrina unitaria, aseguraban una distribución equitativa de los
beneficios obtenidos. Las provincias quedarían reducidas a la posición de
distritos administrativos cuya autonomía seria vigilada y fiscalizada por el
gobierno central.
Aunque apoyaban la nacionalización de los derechos de la aduana, se oponían
a toda acción destinada a dividir la autonomía fiscal de las provincias. Eran una
minoría compacta y homogénea, muy unida, consciente de sus objetivos y
colocada en una posición estratégica en la sociedad y en la economía.
La doctrina federal, en cambio, defendía la más amplia autonomía económica,
fiscal y política para cada provincia.
Mediante el pacto interprovincial (Tratado de Pilar), se dejaba a BA el manejo
del puerto más grande del país, o sea de la fuente más importante de ingresos
de la nación.