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LA PANDORGA DE EL ZORZO O LA HISTORIA DE LA

ENCANTÁ

UNA LEYENDA DE CUEVAS DEL ALMANZORA (ALMERÍA) Milagros Soler Cervantes

Entre los pueblos de Vera y Cuevas del Almanzora existe un paraje montañoso
conocido como El Zorzo. En sus inmediaciones existía una cortijada cuyo nombre ya
nadie recuerda, aunque sus destruidos muros de piedra todavía son testigos del
drama que allí tuvo lugar y que daría origen a la leyenda de la Pandorga de El Zorzo.
Cuentan que un grupo de jinetes cristianos se disponía a recoger el pequeño
campamento que habían improvisado para pasar la noche. No querían seguir
avanzando, seguros de que en Vera encontrarían mejores objetivos en los que
centrar su atención. Quiso la fatalidad que en el horizonte, una columna de humo
destacara sobre el paisaje, llamando la atención de algunos de ellos. No mediaron
palabras. Ante la vista de aquella señal, todos parecían saber lo que tenían que
hacer. Con presteza, empezaron a despertar al resto de sus compañeros, que aún
remoloneaban la resaca que había dejado en sus cabezas el vino de la noche
anterior. No podían perder tiempo si querían tener finalizado el negocio antes del
atardecer. Así llamaban, en tono irónico, al asunto que habría de ocuparles buena
parte de esa jornada, rememorando el nombre que Francisco de Córdoba le diera al
asalto conocido como cabalgata de Inox. Nueve hombres, entre veinte y cuarenta
años empezaron a preparar sus monturas. El que parecía al mando de la parda,
exclamó con voz jocosa y autoritaria:

–Compañeros, creo que debemos hacer una visita de cortesía a esos amigos–. Las
risas histriónicas resonaron en el valle como carcajadas siniestras, anunciadoras de
la desgracia. En el interior del cortijo, un grupo de mujeres preparaban afanosas
bandejas de dulces y licores. En la estancia principal se habían retirado los muebles
para dejar el centro de la habitación libre de obstáculos que impidieran el baile. Los
hombres reparan entre ellos instrumentos musicales rudimentarios. Panderetas,
castañuelas, tamboriles y pandorgas. Cántaros, cascabeleros, almireces, dulzainas…
Cada vecino había traído consigo todo aquello que pudiera servir para acompañar el
cante de coplas y villancicos. Los niños correteaban alocados de aquí para allá,
haciendo volar en sus carreras cintas de colores. Los muchachos amontonaban leña
en el patio para formar una hoguera, alrededor de la cual danzarían con las jóvenes
que les miraban con mal disimulada coquetería.

Todos habían participado en una comida colectiva pica de esas erras a base de migas,
caldo de pimentón, fritadas de pimientos con tomate y suculentos asados de carne.
Se disponían a empezar la fiesta, cuando los que preparaban en el exterior la fogata
que habría de servir para festejar la fiesta de la Candelaria, dieron aviso de la parda
de soldados se aproximaban a caballo. El recuerdo de las matanzas que años antes
habían tenido lugar en el Peñón de Inox estuvo presente en la mente de todos. Sin
embargo, pronto esos pensamientos funestos fueron descartados. Apenas eran
ocho o nueve los hombres que se acercaban. Siguieron pues, confiados, pensando
en aceptar en sus celebración a los visitantes, si acaso decidieran parar allí. No
tardaron en llegar. Dijeron haberse siendo atraídos al escuchar la música y las
canciones. Explicaron que, alejados de sus hogares y sus familias, les había animado
la idea de comprar esos sentimientos de añoranza con aquellos que se manifestaban
tan felices. Fueron invitados a pasar, a comer y a beber con ellos. Los recién llegados
nunca se desprendieron ni se alejaron de sus armas, lo que suscitó sospechas entre
algunos de los allí presentes. Sin embargo, cuando los forasteros temieron ser
descubiertos en sus intenciones, antes de que los anfitriones pudieran hacer nada
para defenderse, empezaron con sus espadas a cobrarse víctimas, sembrando de
horror y sangre la estancia.

En poco minutos el fuego que habían provocado en el granero se extendió por todas
partes. Algunas mujeres que consiguieron escapar con sus hijos, corrían
despavoridas seguidas a caballo por los forajidos, que las pasaron a cuchillo sin
piedad. En el interior de la casa se oían gritos de aquellos que, encerrados en ella,
trataban de librarse de las llamas de aquel infierno que ya habían prendido en sus
cuerpos. Contemplando inmóvil todo ese espanto, en una esquina de la habitación
que había sido preparada para la fiesta, situada junto a la chimenea, una muchacha
miraba absorta, paralizada por el dolor y la sorpresa, su vestido blanco manchado
por la sangre. A sus pies yacían los familiares que apenas unos minutos antes la
acompañaban en sus cantos. Sostenía entre sus manos una pandorga y parecía
formar parte de un tétrico grupo escultórico, rodeada de cadáveres. Cuando
comprendió que su que fin estaba próximo, haciendo sonar con mecánica cadencia
el instrumento que sostenía entre sus manos, entonó una lenta canción, cuyos
versos quedaron para siempre impregnados en el viento. La melodía parecía salir de
las mismísimas entrañas de la era:

Escuchad a quien os habla ya desde la muerte. Malditos


seáis vosotros y vuestros descendientes. No habréis de
tener jamás días de gozo.
Fueron sus últimas palabras. Pasado algún tiempo, contaron sus asesinos que una
especie de llama azul la envolvió durante algunos segundos. Luego, desapareció
sin dejar rastro. Jamás volvieron a ver su cuerpo, ni encontraron jamás su cadáver.
Muchos creyeron que aquel prodigio había sido obra de la Virgen de la Candelaria,
pero nadie habló de un milagro, pues aquella hermosa mujer era de origen
musulmán. Durante muchos días y muchas noches dijeron los vecinos de Vera y de
Cuevas que oyeron gritos desgarradores y ecos de tristes melodías acompañadas
por el sonido grave de una zambomba. Para estar seguros de que sus oídos no les
estaban jugando una mala pasada, solían preguntarse unos a otros si habían
escuchado el lamento de la encantá. Luego, fueron muchos los testigos que
dijeron haber visto por aquellos parajes la figura de una joven señora, caminando
lentamente, repitiendo a todo aquel que se cruzaba con ella, la maldición de los
versos que dijera el día de su muerte. No hubo nadie que comentara haberla visto,
sin sufrir poco después los efectos del maleficio. Según explicaban, era la venganza
de aquella morisca, hacia todos los cristianos que habían permitido aquellos
crímenes.

A partir del trágico día de la matanza de El Zorzo, todos los años por la fiesta de la
Candelaria se escuchaban, en los alrededores de las ruinas del cortijo, los lamentos
de los inocentes que fueron masacrados. El eco de las montañas llevaba hasta los
pueblos vecinos el sonido de la Pandorga y los llantos de los niños sacrificados.
Durante muchas generaciones fueron miles de personas las que tuvieron ocasión
de ser testigos directos de tan extraordinario fenómeno. Los más escépticos
llegaron a organizar expediciones para rastrear la zona, sin llegar a descubrir el
lugar del que salían las voces. Cuando creían acercarse a ellas, el eco huidizo surgía
desde otras montañas.

Los más ancianos cuentan que la última vez que oyeron el lamento de la Pandorga
fue durante las vísperas de la Guerra Civil. Sin embargo hay quien afirma que
todavía en fechas próximas a la Candelaria, han visto deambular por las ruinas del
viejo cortijo la figura serena, pero inclemente y vengativa de la Encantada de El
Zorzo.
LA LEYENDA DE LA TRAGANTÍA

Escrita por Juan Eslava Galán


Texto extraído de su libro "Leyendas de los castillos de Jaén"

Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron angostas los puertos del
Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que
iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel
minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los
cristianos.

Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde


el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas
almunias y un claro río concurrido de norias y molinos.
Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con
clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus
pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban
ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas
y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos
en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas
volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y
de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.
Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que
esperaba a su menguado reino. Como dos años antes
hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y
fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar.
Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán
pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias,
arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían
los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un
rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos
y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.
El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante
preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia
tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado.
Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se
despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus
caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus
devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a
todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales
como en un sueño.

Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio.


Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de
que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado
rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija
permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas
cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de
alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir
incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado
anciano no acababa de resinarse a partir.

Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera,


seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que
humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El
helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas
en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los
maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió
del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el
rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se
levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una
hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.
Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus
ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y
el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres canciones a las eras.
En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y
por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El
salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con
inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería
remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa
del suelo.
La tinieblas del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso
candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de
angustia cada vez que creía escuchar un ruido.
A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego
su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado
de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un
chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río
arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las
mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo
frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una
fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían
un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No
sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni
sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la
adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los
pilares que sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de
San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz:

Yo soy la Tragantía
hija del rey moro,
el que me oiga cantar no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.

Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda
procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.

En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro
que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de
larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla
ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una
solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.
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Martinico
El martinico es un duende muy extendido por la geografía española, encontrandolo

en Castilla, Aragón La Mancha, Andalucía, etc... conocido por su personalidad

traviesa, gamberra y desordenada. No es un ser maligno, simplemente les encanta

gastarle jugarretas y bromas pesadas a los inquilinos de la casa donde él reside, para

desgracia de los inquilinos, que tienen que aguantar como el martinico les cambia

las cosas de sitio, las esconde o hace estrepitoso ruido para despertarlos.

A pesar de que su objetivo hacerle diabluras a los moradores del hogar, detesta ser
interrumpido mientras está realizando una de sus fechorías, enfadándose con
excesiva rapidez. A pesar de sus bromas y sus legendarios cabreos, si se le trata bien,
es generoso y ayuda a los hombres a los que no duda en dar mano en caso de
necesidad.
Físicamente se le ha descrito con un aspecto poco agraciado: regordete,
achaparrado y con algunas deformidades como joroba, narigudo, e hasta con rabo.
Viste con ropajes parecidos a los hábitos de un fraile de color rojo (su color favorito)
aunque también pueden ser de colores oscuros.

Normalmente, están vinculados a una casa, pero cuentan que en ocasiones se


encariña con una familia y cuando esta se muda a otra casa, el martinico recoge sus
cosas en un zurrón y se traslada también al nuevo hogar, para resignación de la
familia.
En Aragón es el duende que trae los sueños, empleándose la expresión "ya viene el
martinico" para aludir a los niños cuando tienen sueño.
ASTARTE. La Diosa de Andalucía.
Cuenta una leyenda sevillana, que Hércules se enamoró de Astarté. La diosa se
escondió en un lado del río Guadalquivir, pero Hércules se equivocó y la buscó en el
lado contrario. Entonces Hércules fundó Sevilla, y Astarte fundó Triana en su lado
del río.
Diosa por excelencia de los pueblos tartésicos, representaba el culto a la Madre
Tierra y la fertilidad, progenitora de todos los seres vivos, era también la diosa de la
fecundidad, el amor y la vida. Al extenderse con el tiempo la costumbre de
consagrarle a ella las armas de los enemigos vencidos en batalla y recibir extraños
cultos sanguinarios de sus devotos, acabó convirtiéndose también en diosa de la
guerra. Se la solía representar desnuda o apenas cubierta con velos, de pie sobre un
león. Sus símbolos eran el león, el caballo, la esfinge, la paloma, y una estrella
dentro de un círculo que indica el planeta Venus.
El símbolo más común de Astarté era la luna creciente (o cuernos). Como tenía a su
servicio prostitutas sagradas, al igual que Isthar, la diosa babilonica los profetas
hebreos condenaron su culto porque era un desafío al de Yahvé por el carácter
licencioso de su culto, llamándola Ashtoret, vocalizando el nombre igual que la
palabra bossheth (vergüenza).
Como Reina de la Estrella del Anochecer era diosa del amor apasionado. Este es el
rasgo más tardío de Astarté donde se concentra su invocación. Astarté aparece
como una bella mujer en un carro dibujado por seis leones, llevando una gran
cantidad de hojas de mirto y acompañada de palomas.
Otro de los muchos nombres de Astarté era el de “estrella de la tarde”. Según
relatan los historiadores griegos y romanos de la antigüedad, en la costa sur de
España habían muchos templos dedicados a la diosa.En el célebre yacimiento
tartésico de El Carambolo (Sevilla) se descubrió una figura de la diosa, desnuda y
tocada con una peluca de estilo egipcio. Data de la 2ª mitad del siglo VIII a. C., y
posee una inscripción que aclara su advocación: “Ofrenda que ha hecho Baal Jaton,
hijo de Dommelek y Abdibaal, hijo de Dommelek, nigromantes de Astarté, como
agradecimiento a Astarté-Ur por haber escuchado sus plegarias”.
Encontrada en la Tumba de la Galera, la antigua Tutugi (Granada). Una hermosa
figura de Astarté, enmarcada por dos esfinges, tiene una abertura en la cabeza y los
pechos, con orificios que se apoyan en un cuenco. Los fieles vertían sobre su cabeza
el líquido que surgía de los senos de la diosa y que llenaba el cuenco.
Los motivos de la desaparición del pueblo de los Tartesos, ocurrida en el siglo VI a.C.,
siguen siendo una incógnita para los historiadores. Independientemente de cual
fuera su causa, con la desaparición de esta cultura, despareció al mismo tiempo la
influencia de Astarté sobre la costa mediterránea y las tierras andaluzas.

Aun así, en la actualidad perviven las peregrinaciones a los lugares de culto de la


diosa Astarté, donde en la época fenicia había algún templo en su honor, como es el
caso de la, mundialmente famosa, peregrinación a la ermita de la Virgen del Rocío
en las marismas de Huelva.

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