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Sirviendo al Señor […] y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas
de los judíos (Hch. 20:19)
2. Lo que implican sobre el carácter y el papel de Pablo como ministro del evangelio
¿Qué quiere decir Pablo cuando afirma: «Vosotros bien sabéis cómo he sido con
vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor […],
con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos»? Prosigue
apelando al conocimiento que tienen, de primera mano, sobre su ministerio; esta vez,
sin embargo, alude a lo que ellos saben acerca de las condiciones o circunstancias en
las que ha servido al Señor en medio de ellos.
El siguiente día de reposo casi toda la ciudad se reunió para oír la palabra del Señor.
Pero cuando los judíos vieron la muchedumbre, se llenaron de celo, y blasfemando,
contradecían lo que Pablo decía (13:44-45).
Y la palabra del Señor se difundía por toda la región. Pero los judíos instigaron a las
mujeres piadosas y distinguidas, y a los hombres más prominentes de la ciudad, y
provocaron una persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de su comarca
(13:49-50).
Aconteció que en Iconio entraron juntos en la sinagoga de los judíos, y hablaron de tal
manera que creyó una gran multitud, tanto de judíos como de griegos. Pero los judíos
que no creyeron, excitaron y llenaron de odio los ánimos de los gentiles contra los
hermanos. Con todo, se detuvieron allí mucho tiempo hablando valientemente confiados
en el Señor que confirmaba la palabra de su gracia, concediendo que se hicieran
señales y prodigios por medio de sus manos. Pero la multitud de la ciudad estaba
dividida, y unos estaban con los judíos y otros con los apóstoles. Y cuando los gentiles
y los judíos, con sus gobernantes, prepararon un atentado para maltratarlos y
apedrearlos, los apóstoles se dieron cuenta de ello y huyeron a las ciudades de
Licaonia, Listra, Derbe, y sus alrededores; y allí continuaron anunciando el evangelio
(14:1-7).
Al llegar a Éfeso, las condiciones no son distintas a los demás lugares donde Pablo ha
intentado servir a su Señor.
¿Por qué estamos en peligro a toda hora? Os aseguro, hermanos, por la satisfacción
que siento por vosotros en Cristo Jesús nuestro Señor, que cada día estoy en peligro
de muerte. Si por motivos humanos luché contra fieras en Éfeso, ¿de qué me
aprovecha? Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos
(1 Co. 15:30-32).
Más tarde, en 2 Corintios, Pablo hablará de la gran variedad de sufrimientos que tuvo
que soportar por amor a Cristo y a su iglesia (cf. 6:3-10; 7:2-5; 11:22-28). Observen, en
especial, esta declaración: «Cinco veces he recibido de los judíos treinta y nueve
azotes» (11:24). Este era el castigo más severo que las autoridades judías podían
aplicar legalmente.
Pablo recuerda a los ancianos efesios que ha servido al Señor en medio de ellos «con
pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos». Lo que está
diciendo con esto es que las circunstancias de su ministerio entre ellos fueron muy
difíciles. Trae a su memoria que su servicio allí había tenido un gran coste personal, y
que había sufrido mucho a causa de los incesantes complots de los judíos en su contra.
Ellos lo sabían de primera mano. Era algo que no se podía negar, y que no debían
ignorar al considerar su ejemplo como ministro del evangelio. Si querían imitarlo en su
servicio a Cristo, su evangelio y su iglesia, también deben estar preparados para
emularlo en sus sufrimientos, sobre todo a manos de aquellos que odian la verdad.
2. ¿QUÉ SUGIEREN ESTAS PALABRAS ACERCA DEL CARÁCTER Y DEL PAPEL
DE PABLO COMO MINISTRO DEL EVANGELIO?
El ejemplo de Pablo muestra que era un hombre generoso, dispuesto (como le dice a
los corintios) «muy gustosamente gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré» por las
almas de los hombres (2 Co. 12:15). Desde el principio, en Damasco, un espíritu de
abnegación y autosacrificio había marcado todo su ministerio anterior. También había
sido el carácter de su ministerio desde el primer día que había puesto sus pies en Asia.
Y, por lo que sigue en 20:22-24, Pablo deja claro a estos hombres que sigue hasta
Jerusalén, con los ojos bien abiertos, sabiendo que las circunstancias no serán distintas
allí.
Y ahora, he aquí que yo, atado en espíritu, voy a Jerusalén sin saber lo que allá me
sucederá, salvo que el Espíritu Santo solemnemente me da testimonio en cada ciudad,
diciendo que me esperan cadenas y aflicciones. Pero en ninguna manera estimo mi vida
como valiosa para mí mismo, a fin de poder terminar mi carrera y el ministerio que recibí
del Señor Jesús, para dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia de Dios.
Pablo no se engaña a sí mismo, esperando ser recibido con respeto y tolerancia por sus
paisanos en Jerusalén. Por el contrario, sabe que puede esperar una oposición enérgica
y violenta por su parte. Con todo, sigue adelante, sin apego a su vida: para él lo más
importante es acabar su carrera y el ministerio recibido del Señor Jesús. Ha sufrido
enormemente. ¡Con toda seguridad, ha cumplido con su parte! Pero no; está dispuesto
a sufrir más aún, si así puede «dar testimonio solemnemente del evangelio de la gracia
de Dios». En su carácter como ministro, Pablo era un hombre generoso, abnegado, con
gran capacidad de autosacrificio.
En su papel de ministro del evangelio, Pablo reconoció su llamado a sufrir lo que fuera
necesario por el bien de la iglesia de Cristo. A los corintios les dice:
Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios
de toda consolación, el cual nos consuela en toda tribulación nuestra, para que nosotros
podamos consolar a los que están en cualquier aflicción con el consuelo con que
nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque así como los sufrimientos de
Cristo son nuestros en abundancia, así también abunda nuestro consuelo por medio de
Cristo. Pero si somos atribulados, es para vuestro consuelo y salvación; o si somos
consolados, es para vuestro consuelo, que obra al soportar las mismas aflicciones que
nosotros también sufrimos. Y nuestra esperanza respecto de vosotros está firmemente
establecida, sabiendo que como sois copartícipes de los sufrimientos, así también lo
sois de la consolación (2 Co. 1:3-7).
Pablo sabía que, en sus aflicciones como ministro del evangelio, no sufría como persona
privada solamente, sino por el bien del pueblo de Dios. Entendía que el propósito de
Dios en sus aflicciones no se limitaba a su propia santificación, sino al «consuelo y
salvación» del pueblo de Dios (2 Co. 1:6). Lo que soportó fue por amor a ellos, para que
pudieran experimentar el consuelo del evangelio y la salvación de sus almas.
El papel pastoral de Pablo incluía soportar cualquier sufrimiento personal necesario que
beneficiara a aquellos a los que tenía bajo su cuidado. Y esto es lo que tenía en mente
cuando escribió a los Colosenses: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros,
y en mi carne, completando lo que falta de las aflicciones de Cristo, hago mi parte por
su cuerpo, que es la iglesia, de la cual fui hecho ministro conforme a la administración
de Dios que me fue dada para beneficio vuestro, a fin de llevar a cabo la predicación de
la palabra de Dios» (Col. 1:24-25). Por supuesto que Pablo no está diciendo que sus
sufrimientos complementen en modo alguno el padecimiento expiatorio de Cristo. En la
muerte de Cristo y en sus sufrimientos para la remisión de los pecados de su pueblo
nada falta. No son necesarios ni complemento ni socio. Mediante una sola ofrenda (el
sacrificio por los pecados) Cristo perfeccionó para siempre a su pueblo en el perdón
completo de nuestros pecados (cf. Heb. 10:14). No obstante, el padecimiento
sustitutorio de Cristo por nuestro pecado no representa la totalidad de los sufrimientos
que benefician a la iglesia. El pueblo de Dios recibe muchas bendiciones a través del
sufrimiento de sus ministros.
En segundo lugar, el ejemplo de Pablo nos muestra que la porción del pastor
consiste en sufrir por el pueblo de Dios. Está llamado a morir a diario por ellos (1 Co.
15:31). Su nombramiento por parte de Dios y la obra soberana de este requieren que
sea afligido para consuelo y salvación de ellos (2 Co. 1:6). Su papel consiste en
completar lo que falta de las aflicciones de Cristo por amor a su cuerpo, que es la iglesia
(Col 1:24).
En algunos casos, la porción del pastor supone soportar ciertas cosas para que, al final,
pueda ser más comprensivo. Suelo decir a los estudiantes ministeriales que jamás
llegarán a ser gran cosa como pastores hasta que hayan sufrido en un marcado grado,
al menos hasta que les hayan dado una gran patada en la barriga. Solo entonces serán
capaces de entrar en el oficio con una compasión real por los sufrimientos de su gente
y ministrarles verdadero consuelo. La clase de teología pastoral nunca los adecuará
como la experiencia personal. Solo allí, en el crisol de sus propias aflicciones,
aprenderán lo que significa sufrir. Aprenderán la verdadera compasión por los santos
sufrientes de Dios. Estoy absolutamente convencido de que hay pruebas y aflicciones
que los pastores sufren por la razón principal de «que nosotros podamos consolar a los
que están en cualquier aflicción con el consuelo con que nosotros mismos somos
consolados por Dios» (2 Co. 1:4). No pretendo saber todo lo que Dios ha estado
haciendo en las pruebas por las que he pasado, pero una cosa tengo clara: su intención
es que su pueblo se beneficie de que yo sea afligido de estas formas.
En otros casos, el pastor actúa a modo de escudo, absorbiendo golpes para que no
caigan sobre su gente. La mayoría de esto ocurre sin que lo sepan, pero es una parte
real de la porción del pastor. Más tarde (20:29), Pablo hablará de lobos feroces que
vendrán de afuera buscando devorar al rebaño y hombres perversos de en medio de
ellos que intentarán arrastrar discípulos tras ellos. Con frecuencia, y sin que la
congregación lo sepa, el pastor debe salir a enfrentarse con estos enemigos, espada y
escudo en mano. A él no lo ven hasta que ha acabado la batalla, cansado y tal vez
ensangrentado por el conflicto; a pesar de ello, no tienen por qué saber que agotó sus
fuerzas y derramó su sangre por ellos.
La guerra espiritual que un pastor experimenta es, prácticamente, sin fin. Él es, por
supuesto, el objeto especial de los ataques del diablo, porque el enemigo sabe que si
logra lisiar al pastor, podrá asolar al rebaño. Asimismo, su lucha diaria con la Palabra
suele ir acompañada de intensas batallas con su propio pecado que permanece. Con
frecuencia oigo a cristianos que se lamentan por lo difíciles que les resultan sus
devociones personales, porque tienen que pelear con el pecado que permanece o con
pensamientos errantes. Multipliquen esa experiencia de treinta minutos hasta llegar a
las ocho o diez horas, y sabrán lo que es un día de preparación de sermón. A pesar de
ello, el pastor que quiere alimentar a las ovejas no puede excusarse de este tipo de
sufrimiento y salir de su estudio con algo adecuado para su alimentación.
Existen otras formas en que los pastores son llamados a sufrir por las almas de su gente,
sobre todo en tiempos de persecución; pero me voy a abstener. Con estas descripciones
basta para subrayar el punto que deseo exponer: que quien aspira al oficio de pastor
debe esperar sufrir y ha de estar dispuesto a ello, como autosacrificio por el bien de las
ovejas de Cristo.
Mi propósito al decir estas cosas es instarlos a que oren por sus pastores. No estoy
intentando ganarme su empatía para que hagan algo más por nosotros. Cristo nos ha
apartado para esto, como parte de nuestro llamado, y lo hacemos de forma voluntaria y
sin sentirnos obligados. Aun así, les ruego que oren fervientemente por nosotros, para
que no tengamos apego a nuestra vida, que esta no sea tan importante como terminar
nuestra carrera y el ministerio que recibimos del Señor Jesús, para dar testimonio
solemnemente del evangelio de la gracia de Dios. Somos hombres de carne y hueso; y
el mundo, la carne y el diablo nos instan a evitar el sufrimiento. Oren por nosotros, para
que el enemigo no tome ventaja sobre nosotros, sino que seamos buenos soldados de
Cristo Jesús, fieles en llevar la cruz que nos ha llamado a cargar.
No debemos ser escogedores de cruces. Cada uno ha de tomar la suya propia, la que
le ha sido asignada por sabiduría soberana, que es el mejor juez para decidir cuál es
más adecuada para nosotros. Estamos preparados para pensar que podríamos llevar
otra cruz mejor que la que tenemos delante, pero esto no es sino una mentira del
corazón que está a favor de cambiar la cruz presente y manifiesta una falta de
abnegación.1
Hemos visto que, al describir el ejemplo de su propio ministerio. Pablo dirige la atención
de los ancianos efesios a lo que conocen por experiencia y de primera mano. Habla con
la plena seguridad de un hombre que sabe que tiene un control sobre sus conciencias
logrado por su ministerio coherentemente honorable, idóneo y fiel en medio de ellos.
«Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros todo el tiempo, desde el primer día
que estuve en Asia» (Hch. 20:18).
Cuando detalla cómo se ha comportado entre ellos, Pablo cita en primer lugar su
humildad, su compasión y su abnegación: «Sirviendo al Señor con toda humildad, y con
lágrimas y con pruebas que vinieron sobre mí por causa de las intrigas de los judíos»
(20:19). En el último capítulo, consideramos la primera de estas virtudes y vimos que la
presencia y el ministerio de Pablo habían estado marcados por la cualidad de la
humildad. Había servido al Señor «con toda humildad». En este capítulo tomamos la
segunda virtud de un ministro fiel e idóneo del evangelio, que se exhibe en las palabras
«y con lágrimas».1
¿Qué significan estas sencillas palabas? Al nivel más básico, y tomando sus palabras
de forma literal, el apóstol está diciendo que el llanto ha acompañado su ministerio entre
ellos. Y esto significa, sin duda, que no se limitó a comportarse como un frío funcionario
sin sentimientos, centrado en un programa personal o cumpliendo simplemente con su
trabajo, sin respeto por ellos ni por sus necesidades. Por el contrario, estuvo entre ellos
como un hombre que los amaba, cuyo corazón ansiaba su salvación y su crecimiento
en gracia y que, realmente, lloró por ellos. Posteriormente, al encargar a estos hombres
su propio deber, les recomienda: «Estad alerta, recordando que por tres años, de noche
y de día, no cesé de amonestar a cada uno con lágrimas» (20:31). En otra ocasión,
escribe a los corintios diciendo: «… por la mucha tribulación y angustia del corazón os
escribí con muchas lágrimas» (2 Co. 2:4). En una palabra, las lágrimas de Pablo eran
el desbordamiento de su corazón que se derramaba en amor por los perdidos y por el
pueblo de Dios.
En las palabras «con lágrimas», Pablo afirma que su ministerio entre los efesios había
estado marcado por la virtud de la compasión. ¿Pero qué relevancia tiene esto para
nosotros? De nuevo, asumiendo que el ejemplo de Pablo está recogido para instruirnos
a nosotros, les insto a considerar lo siguiente: el ministerio del evangelio que recibirá la
bendición de Dios, que será digno de imitación por parte de los hombres fieles que
vendrán después y que merecerá el respaldo del pueblo de Dios tendrá la compasión
como una de sus marcas de distinción.
En primer lugar, la compasión que Pablo sentía por los efesios y las lágrimas que vertió
por ellos se remontan a su propia experiencia del evangelio de Cristo. Pablo había
llegado a ver, en términos personales, lo que significa estar perdido. Aunque hubo una
época en la que se consideraba hebreo de hebreos y fariseo de fariseos, por la
compasiva misericordia de Dios llegó a convencerse de pecado y se vio tal y como era
en verdad, es decir, un pecador perdido y merecedor del Infierno, sin esperanza y sin
Dios en el mundo. En una palabra, Pablo conocía de primera mano la experiencia de la
perdición. Y sabía perfectamente lo que significaba que, de repente, la propia conciencia
despertara a un entendimiento de tan desesperada condición. Sabía por experiencia
propia lo que quería decir hallarse bajo la maldición de la ley. Conocía los terrores de
tomar conciencia de hallarse bajo la ira de Dios, precipitándose de cabeza al juicio. Por
tanto, sabiendo que «todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de Cristo
[…], conociendo el temor del Señor» afirma: «persuadimos a los hombres» (2 Co. 5:10-
11).
Pablo también había llegado a ver, en términos personales, lo que significa ser
perdonado de sus pecados por la compasiva misericordia de Dios. Si podemos tomar
prestadas las palabras de John Newton en Faith’s Review and Expectation (más
conocido como Amazing Grace [Gracia Sublime]), Pablo sabía lo que significaba poder
cantar
En su propio caso, en la misericordia que le fue mostrada como «el primero de los
pecadores», Pablo había visto la magnitud del corazón de Dios hacia los pecadores y
su disposición a perdonar aun a los más viles y endurecidos ofensores. Como en su
caso, y a pesar de ser el mayor de los pecadores, había sido objeto de tal paciencia y
misericordia, confiaba en que todos los que vinieran a Cristo serían reconciliados con
Dios.
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he
aquí, son hechas nuevas. Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo
mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios
estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los
hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la
reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio
de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios! (2 Co. 5:17-20).
La palabra traducida «os rogamos» (de, omai, 5:20) significa «pedir con urgencia, con
la implicación de una presunta necesidad».2 Pablo predicó como quien entendía la
necesidad de sus oyentes, la urgencia de su perdición. Y con el amor de Cristo (que se
había mostrado tan ricamente en su propio caso) constriñéndolo, instó a los hombres a
ser reconciliados con Dios. Por tanto, cuando predicaba, no hablaba como quien habla
monótonamente, con frialdad e indiferencia, sino como un pecador que había sido
salvado y que hablaba con la urgencia y la compasión de un embajador de la
reconciliación. Comentando este texto, Hughes afirma:
El mensaje de la reconciliación no es algo que el embajador de Cristo anuncie con
desapego impersonal. Se le han confiado unas noticias vitales para las personas que
están en desesperada necesidad. Por esta razón, ruega a sus oyentes. No podemos
dejar de detectar la fuerte nota de urgencia y compasión en el lenguaje del apóstol. Ve
a los hombres como Dios lo hace, en un estado de perdición; en su poder está la palabra
que, por ser la de la reconciliación, ellos deben escuchar por encima de todas las
demás; y, porque está proclamando lo que Dios, en su misericordia y su gracia, ya ha
hecho por ellos en Cristo, su voz conlleva la autoridad de la voz de Dios.3
En segundo lugar, la compasión que Pablo tenía por los efesios y las lágrimas que
derramó por ellos deben remontarse a su imitación personal del ejemplo de Cristo.
¿Dónde aprendió Pablo que su corazón debía desbordar compasión por aquellos a
quienes ministraba? ¿Dónde aprendió que los embajadores de Cristo debían predicar
el evangelio de la reconciliación manifestando así su misma compasión? La respuesta,
en su nivel más básico, es que lo aprendió del ejemplo de Cristo mismo.
Cuando Cristo vio a las multitudes «tuvo compasión de ellas, porque estaban
angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt. 9:36). Leemos que, en
una ocasión, desembarcó y vio a una gran multitud, «y tuvo compasión de ellos y sanó
a sus enfermos» (Mt. 14:14). En otra oportunidad, la compasión de Jesús surgió al ver
a la multitud hambrienta, y dijo: «No quiero despedirlos sin comer, no sea que
desfallezcan en el camino» (Mt. 15:32). Otra vez, cuando dos ciegos clamaron pidiendo
misericordia, fue «movido a compasión» y tocó los ojos de ellos, sanándolos (Mt. 20:34).
Este es el mismo Cristo que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, «lloró sobre ella
diciendo, ¡si tú también hubieras sabido en este día lo que conduce a la paz!» (Lc. 19:41-
42).
Pablo les dice a los corintios que, en su postura hacia los inconversos, sigue el ejemplo
de Cristo, no buscando su propio provecho, sino el de muchos para que puedan ser
salvos (1 Co. 10:32—11:31). ¿Debemos suponer que su imitación de Cristo se detiene
simplemente con su ejemplo de abnegación? ¿Acaso no deberíamos mirar más allá y
ver la compasión de Cristo que lo impulsó a negarse a sí mismo por la salvación de su
pueblo? ¿No deberíamos decir que, así como Pablo imita la generosidad de Cristo,
también reproduce su corazón de compasión? Al emular a Cristo, el apóstol siente
compasión por las ovejas en apuros y dispersadas. Comportándose como su Señor lo
hizo, Pablo no puede despedir a las personas hambrientas del pan de vida, no sea que
se desmayen por el camino. Actuando como lo hizo su Señor, contempla a los hombres
con amor, piedad y llora por ellos, sintiendo dolores de parto hasta que Cristo sea
formado en ellos (cf. Gá. 4:19). En su compasión, en sus lágrimas, ¡el siervo es como
su Señor!
En tercer lugar, la compasión que Pablo sentía por los efesios y las lágrimas que
derramó por ellos se remontan a su encarnación personal de la presencia de Cristo.
Aquí es importante considerar varios textos que hablan claramente de la presencia
personal de Cristo en la predicación de su palabra.
Porque Él mismo es nuestra paz, quien de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared
intermedia de separación, aboliendo en su carne la enemistad, la ley de los
mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un nuevo
hombre, estableciendo así la paz, y para reconciliar con Dios a los dos en un cuerpo por
medio de la cruz, habiendo dado muerte en ella a la enemistad. Y vino y anunció paz a
vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca; porque por medio de Él los
unos y los otros tenemos nuestra entrada al Padre en un mismo Espíritu (Ef. 2:14-18).
Ahora bien, ¿acaso sería un salto de lógica demasiado grande decir que donde se
escucha la voz de Cristo por medio de Sus siervos, esta tendrá la misma cualidad de
compasión que marcó Su ministerio terrenal? Aun llegando a esta conclusión por
deducción, seguramente es correcto decir que la compasión que resaltó el ministerio
paulino fue, en grado relevante, el fruto de la presencia de Cristo con él, obrando en él
y a través de él para ministrar a su pueblo.
La compasión de Pablo por los perdidos se puede ver en todo lo que hacía por ellos.
¿Cómo, si no, se explican los largos viajes, los abnegados esfuerzos y las repetidas
pruebas, arriesgando hasta su propia vida, de no ser porque tenía un corazón de amor
y compasión por los perdidos? En este punto, consideremos su propio testimonio.
Porque aunque soy libre de todos, de todos me he hecho esclavo para ganar a mayor
número. A los judíos me hice como judío, para ganar a los judíos; a los que están bajo
la ley, como bajo la ley (aunque yo no estoy bajo la ley) para ganar a los que están bajo
la ley; a los que están sin ley, como sin ley (aunque no estoy sin la ley de Dios, sino bajo
la ley de Cristo) para ganar a los que están sin ley. A los débiles me hice débil, para
ganar a los débiles; a todos me he hecho todo, para que por todos los medios salve a
algunos (1 Co. 9:19-22).
A causa de su amor por los perdidos, ¡Pablo se extendió en formas que lo llevaron
mucho por el camino de las pruebas y los inconvenientes! ¿Quién de entre nosotros
puede sondear las profundidades de una compasión que desearía ser «anatema
(maldito) de Cristo» con tal de que solo uno de sus compatriotas se salvara? John Brown
afirma:
En una palabra, la compasión de Pablo por los perdidos era como la de Cristo. Estaba
dispuesto a convertirse en una maldición, si ese sufrimiento personal llevaba el fruto de
liberar a los hombres de la maldición. No podía morir bajo la maldición de Dios en lugar
de los perdidos, pero podía decir: «A todos me he hecho de todo», para que por medio
de esa abnegación como la de Cristo, algunos pudieran aprovecharse del beneficio de
la salvación.
Una vez más, Pablo no se contentaba con que los hombres escaparan a la ira de Dios
contra los pecadores. Anhelaba que, una vez salvos, pudieran crecer en gracia y utilidad
en el reino de Dios. Este deseo se manifestó en un corazón que se derramaba por el
pueblo de Dios, de nuevo a cambio de un gran precio personal. Su compasión por los
santos fue evidente en la forma como trató con ellos y en todo lo que sufrió por ellos.
Solo un corazón lleno de amor y compasión por el pueblo de Dios explica la disposición
de Pablo a sufrir por ellos e incluso a manos de ellos para que pudieran crecer en gracia
y en el conocimiento de Cristo. Consideremos otra vez su propio testimonio.
Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros, orando siempre con gozo
en cada una de mis oraciones por todos vosotros, por vuestra participación en el
evangelio desde el primer día hasta ahora, estando convencido precisamente de esto:
que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo
Jesús. Es justo que yo sienta esto acerca de todos vosotros, porque os llevo en el
corazón, pues tanto en mis prisiones como en la defensa y confirmación del evangelio,
todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia. Porque Dios me es testigo de
cuánto os añoro a todos con el entrañable amor de Cristo Jesús (Fil. 1:3-8).
Más bien demostramos ser benignos entre vosotros, como una madre que cría con
ternura a sus propios hijos. Teniendo así un gran afecto por vosotros, nos hemos
complacido en impartiros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias
vidas, pues llegasteis a sernos muy amados. Porque recordáis, hermanos, nuestros
trabajos y fatigas, cómo, trabajando de día y de noche para no ser carga a ninguno de
vosotros, os proclamamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y también Dios,
de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes;
así como sabéis de qué manera os exhortábamos, alentábamos e implorábamos a cada
uno de vosotros, como un padre lo haría con sus propios hijos, para que anduvierais
como es digno del Dios que os ha llamado a su reino y a su gloria (1 Ts. 2:7-12).
A lo largo de su larga asociación con los corintios, Pablo tuvo que decirles muchas cosas
duras, cosas difíciles de decir y de oír. A pesar de todo, al final, se hizo con sus oídos y
sus corazones, y ellos recibieron sus amonestaciones. ¿Qué fue lo que logró que estos
necesitados creyentes prestaran oído a Pablo? De nuevo, consideremos su testimonio.
La gracia del Señor Jesús sea con vosotros. Mi amor sea con todos vosotros en Cristo
Jesús. Amén (1 Co. 16:23-24).
Pues por la mucha aflicción y angustia de corazón os escribí con muchas lágrimas, no
para entristeceros, sino para que conozcáis el amor que tengo especialmente por
vosotros (2 Co. 2:4).
No dando nosotros en nada motivo de tropiezo, para que el ministerio no sea
desacreditado, sino que en todo nos recomendamos a nosotros mismos como ministros
de Dios, en mucha perseverancia, en aflicciones, en privaciones, en angustias, en
azotes, en cárceles, en tumultos, en trabajos, en desvelos, en ayunos, en pureza, en
conocimiento, en paciencia, en bondad, en el Espíritu Santo, en amor sincero (2 Co.
6:3-6).
Y yo muy gustosamente gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré por vuestras almas.
Si os amo más, ¿seré amado menos? (2 Co. 12:15).
Al final, los corintios estaban deseando escuchar a Pablo, no solo porque lo que decía
era verdad, sino porque lo creyeron cuando dijo: «Mi amor sea con todos vosotros en
Cristo Jesús. Amén» (1 Co. 16:24).
Pablo dice a los ancianos efesios: «Vosotros bien sabéis cómo he sido con vosotros
todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor con toda
humildad, y con lágrimas […]; por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar
a cada uno con lágrimas» (Hch. 20:18, 19, 31). Estas eran las palabras de un hombre
que no se preguntaba si le escucharían. Su ministerio había estado marcado por la
compasión de un pecador salvado por gracia, por la compasión de un siervo de Cristo
que imitaba a su Señor, por la compasión de un hombre que encarnaba la presencia de
Cristo entre ellos, por la compasión de un hombre que se había gastado a sí mismo por
sus almas. En Pablo habían experimentado, en cierta medida, el amor de Cristo que
este les había ministrado por medio de su siervo. John Dick afirma:
Sus lágrimas expresaban su tierna preocupación por las almas de los hombres, de la
compasión con la que contemplaba a los que perecían en sus pecados, y con su
empatía por los discípulos en sus aflicciones comunes y sus sufrimientos por la religión.
No era un hombre de carácter severo e insensible; en él se conjuntaban un corazón
tierno y un enérgico entendimiento. No predicaba el evangelio con la indiferencia de un
filósofo que resuelve una cuestión abstracta de ciencia; predicaba con todos los afectos
que el evangelio, con su importante diseño y sus interesantes doctrinas, estaba
calculado para provocar. Susceptible de las emociones del amor y la compasión, no se
avergonzaba de derretirse en lágrimas ante la necedad y la perversión de la impiedad.
«Muchos andan como os he dicho muchas veces, y ahora os lo digo aun llorando, que
son enemigos de la cruz de Cristo».7
En el último capítulo sugerí un principio que debería regular nuestro pensamiento sobre
el ministerio pastoral de la iglesia. Y ese principio es que un ministerio que puede
esperar la bendición de Dios, que es digno de imitación por parte de los fieles hombres
que vengan después, y que es digno del respaldo del pueblo de Dios estará marcado
por la coherencia en el despliegue de aquellas virtudes que reflejen el ejemplo de Cristo
y de sus apóstoles, y que encarne los principios del evangelio mismo.
¿Pero dónde adquiriremos semejante compasión? ¡Este tipo de amor no procede de los
genes de Adán! Por naturaleza somos egoístas y no tenemos amor, ni siquiera hacia
quienes nos aman. ¿Acaso no necesitamos la poderosa gracia divina para amar como
deberíamos? ¿No necesitamos el amor de Dios derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo, no solo para persuadirnos del amor que Él tiene por nosotros, sino en
tal medida que lleguemos a ver cuánto amor debemos a los demás pecadores como
nosotros? ¿Acaso no debemos hallar esa compasión única, que adorna el evangelio,
en la misma fuente donde Pablo se imbuyó de ella? Si esto es verdad, hermanos —y
sin lugar a dudas a debemos decir que lo es—, entonces debemos considerar nuestra
propia experiencia del evangelio, nuestra propia imitación del ejemplo de Cristo, y
nuestra propia encarnación de la presencia de Cristo.
Antes de que ningún hombre aspire a la obra del ministerio del evangelio, ha de estar
seguro de ser un cristiano concienzudamente convertido, que ama el evangelio y que
ha aceptado a Cristo. Esto es elemental. Y si usted es, en la actualidad, un ministro en
la iglesia de Cristo, haga una buena evaluación de su propio caso. ¿Puede decir con
Pablo: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy
el primero»? ¿Puede decir: «Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive,
sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo
de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí»? Tómese en serio la
amonestación de Pablo: «Poneos a prueba para ver si estáis en la fe; examinaos a
vosotros mismos. ¿O no reconocéis a vosotros mismos que Jesucristo está en vosotros,
a menos de que en verdad no paséis la prueba? (2 Co. 13:5). Asegúrese doblemente
de su propio caso antes de pretender ministrar en el nombre de Cristo a otros.
Tampoco existe sustituto para la imitación personal del compasivo ejemplo de Cristo.
En el mismo lugar donde Pablo habla de su política de abnegación, afirmando: «Así
como también yo procuro agradar a todos en todo, no buscando mi propio beneficio,
sino el de muchos, para que sean salvos», también dice: «Sed imitadores de mí, como
también yo lo soy de Cristo» (1 Co. 11:1). Esta es parte de una verdadera sucesión
apostólica —no como la que reivindica Roma—, pero una sucesión de hombres que
imitarán al apóstol, así como él imita la amorosa abnegación de Cristo. O, como Pablo
dirá a los ancianos efesios en otra ocasión: «Sed, pues, imitadores de Dios como hijos
amados; y andad en amor, así como también Cristo os amó y se dio a sí mismo por
nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma» (Ef. 5:1-2).
De nuevo, como vimos en el último capítulo, detrás del ejemplo de Pablo hay algo más
que el nivel por el cual deberían ser juzgados los ministros. De entrada, la exigencia del
evangelio es que todo cristiano imite el ejemplo de Cristo. La amonestación bíblica a
todos los que llevan el nombre de Cristo es: «Como escogidos de Dios, santos y
amados, revestíos de tierna compasión» (Col. 3:12). «En conclusión, sed todos de un
mismo sentir, compasivos, fraternales, misericordiosos» (1 P. 3:8). «Sed afectuosos
unos con otros con amor fraternal; con honra, daos preferencia unos a otros» (Ro.
12:10). Hermanos, si la virtud de la compasión cristiana no se halla en gran medida
entre nosotros, la vida de la iglesia pronto tendrá el frío helor de la muerte. Cuando la
compasión de Cristo ya no se puede ver en los rostros (y los hechos) de su pueblo, el
Espíritu de Cristo, que produce amor como su primer fruto, se entristecerá y se
marchará. Como Pablo escribe más tarde a estos efesios: «Y no entristezcáis al Espíritu
Santo de Dios, por el cual fuisteis sellados para el día de la redención […]. Sed más
bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como
también Dios os perdonó en Cristo» (Ef. 4:30-32). Esta es una descripción de cómo
actúa el amor de los hermanos. Y sin este tipo de amor en acción, entristecemos al
bendito Espíritu y hacemos que se retire de nosotros.
EL EJEMPLO DE HUMILDAD DE PABLO
Sirviendo al Señor con toda humildad (Hch. 20:19).
Lo primero que hay que resaltar de esta virtud es su gran importancia a la luz de lo que
el Nuevo Testamento afirma sobre la misión de Cristo y su mensaje. Una característica
prominente de la misión de Jesús es la degradación de los orgullosos y la exaltación de
los humildes. Vemos este énfasis, por ejemplo, en el Magnificat de María. Ella habla de
la obra de Dios en su propio caso (es decir, al convertirla en la madre de Cristo), y,
después, mira más allá, al significado de la venida del Hijo de Dios a una mayor escala
del plan divino de la redención.
En una palabra, la humildad o la mansedumbre es una virtud de siervo y aquel que llega
al pueblo de Dios en este espíritu no lo hace como señor para ser servicio, sino como
ministro para servir en el nombre de Dios. ¿Resulta, acaso, sorprendente que Pablo,
cuya pasión de vida y ministerio era la imitación de Cristo, se presentara como lo hace
en Ro. 1:1, afirmando: «Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, apartado
[es decir, en mi papel de siervo y apóstol de Cristo] para el evangelio de Dios» (Ro.
1:1)? ¿Nos extraña que hable de sí mismo como lo hace en 2 Co. 4:5, cuando dice:
«Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a
nosotros como siervos vuestros por amor de Jesús»?
Y esta confianza tenemos hacia Dios por medio de Cristo: no que seamos suficientes
en nosotros mismos para pensar que cosa alguna procede de nosotros, sino que
nuestra suficiencia es de Dios, el cual también nos hizo suficientes como ministros de
un nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da
vida (3:4-6).
No son estas palabras que expresen una falsa humildad. Reflejan el reconocimiento
muy real que Pablo hace: separado de la gracia y la capacitación de Dios, él es
completamente insuficiente para llevar a cabo el ministerio que Cristo le encomendado.
La virtud más básica del carácter de Pablo, forjado por el Espíritu, que con tanta riqueza
adornó su ministerio, era su humildad. Esta le había abierto más puertas y asegurado
más utilidad que toda la agresividad de los hombres que continuamente se lanzaban
sobre el pueblo de Dios. Fue esta cualidad la que lo capacitó para predicar el evangelio
sin hipocresía. Y fue ella también la que le permitió controlar la conciencia del pueblo
de Dios cuando los exhortó como lo hace con estos efesios, a vivir «de una manera
digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre»
(Ef. 4:1-2). ¿Podemos imaginar la respuesta de los efesios a esta exhortación, de no
haber sido verdad las palabras de Pablo: «Vosotros bien sabéis cómo he sido con
vosotros todo el tiempo, desde el primer día que estuve en Asia, sirviendo al Señor con
toda humildad»? Si Pablo no hubiera sido lo que afirmaba ser, los oídos de los ancianos
efesios se habrían cerrado a todo lo demás que profiriera.
Considerando lo que hemos visto (hasta este momento de nuestro estudio), quiero
sugerir un principio que debería regular nuestro pensamiento en cuanto al ministerio
pastoral de la iglesia. Ese principio es que un ministerio digno de imitación y del respaldo
del pueblo de Dios estará marcado por la coherencia en la exhibición de aquellas
virtudes que reflejen el ejemplo de Cristo y de sus apóstoles, y que encarne los principio
del evangelio mismo. Ningún hombre debería estar en el ministerio del evangelio si no
ordena su vida y su ministerio según los principios hallados en este texto, es decir, de
acuerdo con el ejemplo apostólico presentado en el ministerio de Pablo.
Hasta aquí hemos considerado el ejemplo de la humildad de Pablo. Durante los pasados
cuarenta y cinco años he tenido el privilegio de ayudar a formar a hombres para el
ministerio del evangelio. He visto a muchos aspirantes a dicho cargo. Aquellos que han
resultado ser prometedores y de utilidad potencial en el ministerio para los hombres han
poseído la virtud de la humildad. Por el contrario, los que han estado llenos de sí mismo,
siempre con afán de protagonismo, nunca abiertos a la valoración de sus hermanos, se
han convertido en una lacra para las iglesias y, a pesar de la imagen que han intentado
proyectar, no han servido a Cristo ni al evangelio, ni a los santos.
Tenemos el solemne deber de ordenar la casa de Dios según un nivel bíblico que incluye
el respeto adecuado a la imagen del ministro del evangelio que Cristo ha colocado en
su Palabra. Ese nivel requiere (en parte) coherencia en la humildad. Todo hombre que
carezca de esta cualidad no podrá ser hallado «irreprochable» e «irreprensible» (1 Ti.
3:2; Tit. 1:6-7). No tenemos la libertad de dejar a un lado el parámetro bíblico, por mucho
que tengamos otras razones para juzgar que un hombre es adecuado para la obra. Si
este fue el nivel por el que la iglesia debía juzgar la adecuación incluso de los apóstoles,
no podemos dejarlo a un lado como si no tuviera importancia.
El ejemplo de humildad de Pablo tiene, por supuesto, más relevancia que el nivel por el
cual han de ser juzgados los ministros. En última instancia está la exigencia del
evangelio de que todo cristiano imite el ejemplo de Cristo. El Pablo que se dirigió a los
ancianos efesios es, primeramente, un hombre cristiano y apóstol solo en segundo
lugar. Tiene dos llamados: primero, a ser un cristiano piadoso y solo después de esto a
ser un ministro del evangelio. Su deber de ser humilde está arraigado en primer lugar a
su primer llamado. Cristo le ordena a Pablo que se revista de humildad primordialmente
como hombre cristiano. Y, a partir de la realidad de lo que él es como cristiano humilde
y piadoso, es como sirve a Cristo en su iglesia.
La amonestación de la Biblia a todos los que llevan el nombre de Cristo es: «…todos,
revestíos de humildad (tapeinofrosu, nh) en vuestro trato mutuo, porque Dios resiste a
los soberbios, pero da gracia a los humildes» (1 P. 5:5). La dinámica de la vida de la
iglesia requiere esto de todos nosotros. Por esta razón, la Biblia nos amonesta: «Siendo
del mismo sentir, conservando el mismo amor, unidos en espíritu, dedicados a un mismo
propósito. Nada hagáis por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde
(tapeinofrosu, nh) cada uno de vosotros considere al otro como más importante que a
sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los intereses de
los demás. Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús […]
se humilló (tapeino, w) a sí mismo» (Fil. 2:2-8).
Aquel que se juzga correctamente, mide cada día su religión por su humildad, y su
humildad por el grado de influencia que tiene en la mente, revistiéndola de los estados
de ánimo suaves, benevolentes y celestiales que se adaptan al miserable pecador que
vive por la paciencia y la misericordia de Dios, y adornando la totalidad del hombre
exterior con la conducta afable, humilde y cortés convirtiéndolo en alguien que no puede
gloriarse de algo bueno como si no lo hubiera recibido.2