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EN
DERECHO
SISTEMA NO ESCOLARIZADO
DERECHO PENAL I
CONTENIDO:
MANUAL DEL ESTUDIANTE
GUÍA DIDÁCTICA
TEXTO DE AUTOAPRENDIZAJE
INDICE
PRIMER DOCUMENTO.
MANUAL DEL ESTUDIANTE. Pág.
SEGUNDO DOCUMENTO.
GUIA DIDÁCTICA. INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
Bienvenida....................................................................................... 13
Presentación………………………………….………………………… 14
Créditos............................................................................................. 14
Objetivos Generales……………………………………………………. 14
Descripción del Curso....................................................................... 15
Metodología....…………………………………………………………... 15
Criterios de Evaluación……………………..………………….……… 17
Políticas del Curso………………………………………………….….. 18
Ayudas.............................................................................................. 18
Herramientas y Utilería..................................................................... 19
TERCER DOCUMENTO.
GUIA DE APRENDIZAJE. INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
INTRODUCCION………………………………………………………………………...22
Unidad 01
INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
Objetivos Particulares….…….……………………………………………………….…23
Temas y Subtemas…………...………………………………………………………....23
Lecturas Recomendadas……..…………………………………………………………23
Conceptos y Tópicos a revisar…………………………………………………...….....24
Actividades de Aprendizaje de la Unidad 01………………………………………….24
Actividad Integradora de la Unidad 01..……………………………………………....25
Unidad 02
RAMAS DE LA FILOSOFÍA
Objetivos Particulares….………..………………………………………………………26
Temas y Subtemas………….....………………………………………………………..26
Lecturas Recomendadas……..………………………………………………………...26
Conceptos y Tópicos a revisar………………………………………………………....26
Actividades de Aprendizaje de la Unidad 02………………………………………....27
Actividad Integradora de la Unidad 02..……………………………………………...27
Unidad 03
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA.
Objetivos Particulares….………….…………………………………………………….28
Temas y Subtemas…………...………………………………………………………....28
Lecturas Recomendadas……..………………………………………………………...28
Conceptos y Tópicos a revisar….……………………………………………………...28
Actividades de Aprendizaje de la Unidad 03….……………………………………...28
Actividad Integradora de la Unidad 03………..………………….….………………...29
Unidad 04
INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA.
Objetivos Particulares….………….…………………………………………………….30
Temas y Subtemas…………...………………………………………………………....30
Lecturas Recomendadas……..………………………………………………………...30
Conceptos y Tópicos a revisar….……………………………………………………...31
Actividades de Aprendizaje de la Unidad 04….……………………………………...31
Actividad Integradora de la Unidad 04………..………………….….………………...32
Unidad 05
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO A LO LARGO
DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA.
Objetivos Particulares….………….…………………………………………………….33
Temas y Subtemas…………...………………………………………………………....33
Lecturas Recomendadas……..………………………………………………………...34
Conceptos y Tópicos a revisar….……………………………………………………...34
Actividades de Aprendizaje de la Unidad 05….……………………………………...34
Actividad Integradora de la Unidad 05………..………………….….………………...35
CUARTO DOCUMENTO.
TEXTO DE AUTOAPRENDIZAJE. INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
Presentación………………………………….………………………… 37
Objetivos Generales……………………………………………………. 37
Unidad 01: Introducción..................................................................... 38
Unidad 02: Ramas de la Filosofía…………………………………... 48
Unidad 03: Orige de la Filosofía…………..………………….……… 58
Unidad 04: Introducción a la problemática filosófica…………….….. 62
Unidad 05: Características generales del pensamiento filosófico
a lo largo de la historia de la Filosofía............................................. 106
LICENCIATURA
EN
FILOSOFIA
SISTEMA NO ESCOLARIZADO
Los estudiantes del sistema no escolarizado deben tener la certeza que se cuenta
con los mejores asesores, los cuales han demostrado tener disposición y capacidad
para:
a) Crear ambientes propicios para el aprendizaje.
b) Facilitar la retroalimentación de experiencias y reflexiones que le permita
profundizar y buscar las causas de los problemas, induciendo las alternativas
de solución, buscando respuestas y explicaciones a los mismos.
c) Generar reflexión, confrontación y análisis que permitan la construcción de
conocimientos significativos.
d) Respetar el ritmo de aprendizaje y los intereses del estudiante.
e) No fragmentar el conocimiento, sino integrar lógicamente los contenidos con
una perspectiva interdisciplinaria.
f) Apoyar la investigación como instrumento de generación de respuestas a
interrogantes y soluciones a problemas.
g) Provocar que los estudiantes arriben a la síntesis fundada y motivada del
tema visto, a la aportación de nuevas experiencias de aprendizaje, a generar
preguntas sobre aspectos dudosos, para que al final generen su propia
autoevaluación.
Que respondan a las preguntas: ¿Por qué se elabora el material? ¿A quién está
dirigido? ¿Quién lo selecciona y cómo se va a organizar? ¿Qué medios de
comunicación son los más idóneos?
Al ingresar a la licenciatura en Filosofía se está optando por una carrera cuyo perfil
se enfoca a construir pensamiento, a reflejar lo que se piensa con la propia vida y a
buscar respuestas a las interrogantes que la propia realidad va generando con su ritmo
tan acelerado y cambiante.
Hacer filosofía implica necesariamente entablar un diálogo con los escritos de los
filósofos que nos han precedido; ellos están necesitados de nuestra ayuda para
escapar del monótono silencio en que se encuentran, pero nosotros estamos
urgentemente necesitados de su palabra, especialmente en estos tiempos de
desorientación y vacío intelectual.
No debemos olvidar, sin embargo, que los textos, hablan a quienes saben
conversar con ellos, y es entonces cuando se constituyen en fuentes de experiencia y
en guía para nuestra reflexión presente.
Con este espíritu, es que te pedimos nos permitas participar contigo a partir de este
ciclo escolar, dentro de la Licenciatura en Filosofía que imparte la Facultad de
Filosofía, dependiente de la Universidad Vasco de Quiroga y en especial, en la
asignatura de INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA.
BIENVENIDO SEAS!!!
Ten presente que para poder acreditar el curso debes de realizar las actividades
que te marque tu profesor/asesor y además debes participar activamente en eventos
como son las discusiones en los foros de discusión.
¡Mucho Éxito!
PRESENTACIÓN DE LA GUÍA DE ESTUDIO
Esta guía es un auxiliar para los estudiantes que cursan los estudios en la
modalidad No Escolarizada/Campus Virtual. En especial, busca orientarlos sobre el
contenido de la asignatura de INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA, así como de las
actividades que se realizarán durante la duración del mismo.
CREDITOS
I. INTRODUCCIÓN
II. RAMAS DE LA FILOSOFÍA
III. ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
IV. INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA
V. CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO A LO
LARGO DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Para con todo esto, concluir con una Introducción general a la filosofía, mismo que
servirá de base para el estudio de las diferentes asignaturas que conforman el plan de
estudios.
M E T O D O L O G Í A
Primer Paso.
Segundo Paso.
Una vez conocido el contenido de cada Unidad de forma muy general (y sólo
después de esto, ya que de lo contrario su óptica sería parcial), se dará inicio a la
realización de lo que se denomina ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE, con las cuales
se logrará llegar a comprender, analizar, sintetizar, reflexionar y argumentar cada uno
de los conceptos y problemáticas que se abordan en base al temario, procurando
expresar cuestionamientos filosóficos, argumentaciones filosóficas y criticas
fundamentadas. Esto nos llevará a desarrollar ACTIVIDADES DE AUTOEVALUACION
en las que confrontemos la estructura del pensamiento y posición propia frente al
pensamiento de los filósofos propuestos.
Tercer Paso.
Cuarto Paso.
Quinto Paso.
Por otra parte, los materiales que ahora conoces de la Asignatura Introducción
a la filosofía, también los encontraras digitalizados en la plataforma de la Universidad
Vasco de Quiroga, SEDUVAQ. Es decir, los textos obligatorios, la bibliografía
complementaria y los ejercicios serán colocados en la página Web. Para una
organización de trabajo eficiente, y alto rendimiento del participante, es conveniente
que este dedique dos horas diarias, de lunes a viernes, durante toda la duración del
curso a la búsqueda de información, a la participación en los foros, a la elaboración de
las tareas.
CRITERIOS DE EVALUACIONES
C R I T E R I O S:
ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE 50% DE LA CALIFICACION
ACTIVIDADES INTEGRADORAS 30% DE LA CALIFICACION
En las que se calificará:
a) Precisión y claridad en los Conceptos y Argumentos tratados.
b) Comprensión General y Particular de los contenidos trabajados.
c) Requisitos de forma en los Trabajos presentados.
EXAMEN SEMESTRAL ORDINARIO 20% DE LA CALIFICACION
Para acreditar cada materia en un ciclo escolar, los estudiantes tendrán hasta
tres oportunidades (evaluación ordinaria, evaluación extraordinaria y a título de
suficiencia) si cumplen con las condiciones:
El alumno que cumpla con el 80% de actividades académicas exigidas por la
Universidad-Asesor en la materia respectiva y que haya cubierto el total de sus
cuotas, tendrá derecho a presentar examen ordinario (final del semestre) que
constituye la primera oportunidad. Actividades que serán dadas a conocer a los
estudiantes al inicio de cada materia, llevándose un control minucioso de fechas
de entrega, por parte del asesor.
El alumno que no cumpla en tiempo y forma con el 80% de las actividades
académicas, pero sí más del 60% de las actividades, tendrá derecho a
presentar el examen extraordinario y a título de suficiencia (esto constituye la
segunda y tercera oportunidad) siempre y cuando no esté en esta situación en
más de cuatro materias de las que integra el periodo escolar que cursa.
En caso que alguno de estos exámenes extraordinario y a título de suficiencia no
sea aprobado o no reúna el 60% de las actividades del curso, el estudiante tendrá que
tomar el curso nuevamente.
POLÍTICAS DE CURSO.
Los horarios y fechas para asesorías en línea serán consensadas entre los
participantes del curso y se definirán los canales de comunicación que deberán
ser utilizados para tal fin.
Las actividades serán realizadas según las instrucciones del Asesor, algunas de
ellas tendrán que ser elaboradas individualmente y otras de manera grupal.
En el caso de actividades grupales, el asesor les indicará la metodología a
seguir para que puedan estar en contacto con los demás miembros que
conforman el grupo.
Las actividades a realizar tienen fechas límite de entrega, por lo que se pide se
respeten. En caso de no terminarlas dentro de las fechas establecidas la
calificación correspondiente a esa actividad será de CERO.
Algunas de las actividades requieren que se entreguen por escrito, esto será por
medio de un archivo magnético, en el formato y con el nombre que se les señale
y deberá ser depositado en el BUZÓN DE TAREAS correspondiente para tal
actividad. Este buzón solo permanece abierto por un período determinado de
tiempo.
En el caso de tener problemas para el envío de tareas favor de comunicarlos
oportunamente a su Asesor o al área de soporte técnico del SEDUVAQ (ver
sección de Ayudas de la presente guía para mayor información).
Cualquier situación no contemplada en esta sección será tratada de manera
particular por parte del Asesor.
AYUDAS
Si por alguna situación no puede accesar al sistema, puede hacernos llegar sus
dudas al siguiente correo electrónico.
soporte@sed.uvaq.edu.mx
seduvaq_ayuda
238905776
HERRAMIENTAS Y UTILERÍAS
En caso de no poder utilizar algún material, puede ser el caso de que necesite
instalar alguno de estos programas. Si requiere ayuda para su instalación no dude en
contactarse con el área de soporte técnico del SEDUVAQ.
Para poder visualizar las lecturas deberá tener instalado en su computadora los
programas adecuados, en particular deberá tener el “Acrobat Reader”. Este puede
encontrarse en internet y obtenerse de manera gratuita en la siguiente dirección
electrónica:
http://www.latinoamerica.adobe.com/products/acrobat/readstep2.html
Una lista de todos los programas que puedes obtener de manera gratuita y que es
importante los pudiera tener instalados en su computadora son los mostrados a
continuación:
Acrobat Reader .- Para leer archivos creados en formato “pdf”.
Si necesita ayuda para saber donde obtener estos programas y conocer la forma de
instalar estos programas podemos auxiliarlo con mucho gusto, solo póngase en
contacto con el área de soporte técnico y ellos le darán instrucciones detalladas.
LICENCIATURA
EN
FILOSOFÍA
SISTEMA NO ESCOLARIZADO
GUIA DE APRENDIZAJE
INTRODUCCIÓN
De diferente forma, cada ser humano ha buscado explicarse el sentido de las cosas,
algunos con mayor claridad y razón que otros, pero todos en la incesante búsqueda del
conocimiento.
La luz que guía e ilumina todo este camino ha sido y será la verdad. Cada filósofo,
cada persona desde su posibilidad y conocimiento busca definir las ideas y
argumentos que expliquen y den sentido a la existencia propia y de lo que le rodea. Es
en este punto donde la necesidad de reconocer el entorno de la persona se vuelve
indispensable para valorar cada postulado filosófico. En el estudio de la filosofía es un
error común el hecho de extraer las ideas de cada pensador y querer ajustarlas a la
propia conveniencia, usando argumentos fuera de contexto por usar las palabras más
rebuscadas o “rimbombantes” con tal de hacer creer que se sabe o se ha leído más del
común de la gente. La verdad, por tanto, será la base, la guía y el fin de nuestro
estudio para lograr comprender el desarrollo del pensamiento humano y ubicar el
sentido de la filosofía como la posibilidad de crear conocimiento y dar explicación
desde la propia visión del mundo, de la vida a todas a aquellas cosas que nos rodean e
interpelan.
Este primer capítulo tiene por objeto proporcionar al alumno los elementos necesarios
y la información preliminar básica que permitan introducirlo al quehacer filosófico.
UNIDAD 01
INTRODUCCION
LECTURA BASICA:
ESCOBAR VALENZUELA Gustavo y ALBARRÁN VÁZQUEZ, Filosofía. Un
panorama de su problemática y corrientes contemporáneas, Mc Graw Hill,
México, 2002.
ANGULO PARRA Yolanda, Filosofía, Ed. Santillana, México, 2007.
1.4. CONCEPTOS Y TOPICOS A REVISAR EN LAS LECTURAS.
A) Investigación documental.
B) Registro de clasificaciones.
C) Elaboración de un cuadro sinóptico con la clasificación.
D) Entrega electrónica del producto.
A) Investigación documental.
B) Registro de información.
C) Elaboración de un cuadro comparativo entre los diferentes métodos.
D) Entrega electrónica del producto.
1.6. ACTIVIDAD INTEGRADORA. UNIDAD 01
De forma individual:
GRACIAS.
UNIDAD O2.
RAMAS DE LA FILOSOFÍA
UNIDAD 02.
RAMAS DE LA FILOSOFÍA
LECTURA BASICA:
ESCOBAR VALENZUELA Gustavo y ALBARRÁN VÁZQUEZ, Filosofía. Un
panorama de su problemática y corrientes contemporáneas, Mc Graw Hill,
México, 2002.
PARGA ÍÑIGUEZ Samuel, Manual de filosofía I, Thomson, México, 2005.
Ontología
Epistemología
Teoría del conocimiento
Gnoseología
Antropología
Axiología
Lógica
Metafísica
Ética
Moral
Filosofía de la ciencia
Filosofía de la religión
Filosofía social
Filosofía política
Filosofía del derecho
Filosofía de la cultura
Ciencia
Arte
Política
Sociedad
Religión
E) Investigación documental.
F) Registro de definiciones.
G) Elaboración de un cuadro sinóptico con las diferentes disciplinas.
H) Entrega electrónica del producto.
GRACIAS.
UNIDAD 03
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
UNIDAD 03.
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
BASICA:
CHAVEZ CALDERON Pedro, Historias de las doctrinas filosóficas, Pearson
Educación, México, 2004.
ESCOBAR VALENZUELA Gustavo y ALBARRÁN VÁZQUEZ, Filosofía. Un
panorama de su problemática y corrientes contemporáneas, Mc Graw Hill,
México, 2002.
El estudiante en forma individual deberá explicar desde su personal punto de vista, los
siguientes puntos a tratar:
GRACIAS.
UNIDAD 04
INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA
UNIDAD 04.
INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA
BASICA:
ESCOBAR VALENZUELA Gustavo y ALBARRÁN VÁZQUEZ, Filosofía. Un
panorama de su problemática y corrientes contemporáneas, Mc Graw Hill,
México, 2002.
4.4. CONCEPTOS Y TOPICOS:
EL PROBLEMA COSMOLÓGICO.
EL PROBLEMA ANTROPOLÓGICO
LA PROBLEMÁTICA ONTOLÓGICA Y METAFÍSICA
EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO
EL PROBLEMA DE LA FILOSOFÍA PRÁCTICA
GRACIAS.
UNIDAD 05
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO
FILOSÓFICO A LO LARGO DE LA HISTORIA DE LA
FILOSOFÍA
El alumno identificará las principales corrientes filosóficas que han surgido a lo largo de
la historia: antigua, medieval, moderna, contemporánea.
UNIDAD 05.
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO A LO LARGO
DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
BASICA:
LLEDÓ Emilio y Otros, Historia de la filosofía, Santillana, México, 2004.
Para el desarrollo de esta unidad se dividirá el grupo en cuatro equipos, en los que se
trabajará un periodo, para presentar el resultado de forma electrónica y compartir la
información vía e-mail, generando la experiencia de un foro de discusión por cada
periodo para aclarar conceptos y concretar la información.
En base al trabajo compartido por cada equipo se abrirá una discusión en un foro
durante 2 hrs. y cada semana se irá abordando cada periodo.
Para considerar la participación en el foro se deberán desarrollar comentarios que
favorezcan el profundizar la información, siendo el equipo que realizó el documento los
principales interlocutores del foro. El asesor orientará o aclarará dudas y comentarios.
Esta actividad genera 5% más del porcentaje de cada una de las actividades de
aprendizaje, el criterio de asignación será en base a la profundidad, lo certero y claro
de las intervenciones en los foros.
1. Periodo.
2. Autores principales.
3. Objeto de estudio.
4. Principales propuestas filosóficas.
5. Comentario general de cada periodo.
GRACIAS.
LICENCIATURA
EN
DERECHO
SISTEMA NO ESCOLARIZADO
DERECHO PENAL I
CONTENIDO:
MANUAL DEL ESTUDIANTE
GUÍA DIDÁCTICA
LICENCIATURA
TEXTO DE AUTOAPRENDIZAJE
EN
FILOSOFIA
SISTEMA NO ESCOLARIZADO
TEXTO DE
AUTOAPRENDIZAJE
PRESENTACION
Si bien, el contenido expuesto hasta ahora hace referencia a una gran cantidad de
temas, lo que se presenta a continuación es una selección de textos, que por su
naturaleza, desde un nivel básico, muestran un panorama introductorio al estudio de la
Filosofía.
En su mayoría los textos mantienen su estructura original, han sido omitidas las
imágenes y algunos comentarios de los autores o notas que fueron consideradas no
necesarias para nuestro objetivo al presentar esta selección.
Al fialzar el texto de cada unidad se presenta la bibliografía de las fuentes de las que
se extrajo la información.
OBJETIVOS GENERALES
OBJETIVOS PARTICULARES
TEMAS Y SUBTEMAS:
UNIDAD 01
INTRODUCCION
“Muchas instituciones -seguramente todas las que tienen fuerte resonancia social- poseen signo
distinto del que declaran y la mayoría de las ideas cobran comúnmente un sentido extraño y aun
opuesto al significado original que oficialmente se les reconoce.
Las más variadas formas de conducta y relaciones intersubjetivas, sinnúmero de usos y costumbres
coinciden en esta entidad ambigua, en este funcionar y estar motivados de modo contrario al que
pretendidamente les corresponde. Piénsese en la democracia hispanoa mericana o en la libertad
de empresa, en la administración de la justicia y en los estándares de moralidad, en la religión y
los valores sociales, en la universidad o el Estado, y se verá a que tremenda orientación apuntan
mis consideraciones.
En última instancia vivimos en el nivel consciente según modelos de cultura que no tienen
asidero en nuestra condición de existencia.” 2
Sin embargo, este carácter crítico que esencialmente muestra la filosofía asume otras formas y a ella
corresponden otras características que también se manifiestan a lo largo de la historia, como las que te
vamos a explicar enseguida.
1
Cfr. Cassirer, Ernest. El mito del Estado, FCE, México.
2
Salazar Boundy, Augusto, ¿Existe una filosofía de nuestra América?, Siglo XXI, Colee. Mínima, No. 22, México, 1968, pág. 18.
En estos diálogos escritos por Platón, Sócrates discute con otros personajes de su tiempo (estrategas, artistas,
sofistas...) con el afán de encontrar la verdad mediante intrincadas discusiones vemos el filósofo ateniense (o
sea Sócrates) investiga y pregunta incesantemente qué es la virtud, qué es la belleza, qué es la justicia,
etcétera. Sócrates examina cautelosamente las respuestas que se le ofrecen pero casi nunca está satisfecho
con ellas, porque quisiera llegar a conclusiones más estables y correctas (perfectamente lógicas y exentas
de contradicciones). Esto significa que si bien existen diversas respuestas que los hombres y la sociedad
aceptan sobre las cosas, ello no implica que tales respuestas sean del todo válidas y suficientemente
racionales.
A tal grado era Sócrates tan insistente, tan sistemático en su búsqueda de la verdad y de querer encontrar una
certidumbre a toda prueba de las cuestiones que investigaba, que muy pronto fue conocido en su ciudad natal
como el "aguijón de Atenas", o sea, el que clavaba el aguijón de duda en la conciencia de sus conciudadanos.
La filosofía nos lleva a pensar sobre los fundamentos en que se asientan nuestros conceptos,
conocimientos y creencias, y para esto hace una exhaustiva revisión. De esta manera, J. M. Bochenski
caracteriza la filosofía ciencia de los problemas límite y de las cuestiones fundamentales", como "una
ciencia radical que no se por satisfecha con los supuestos de otras ciencias, sino que quiere investigar
hasta la raíz".4
Ahora bien, estas bases o fundamentos que el filósofo afanosamente busca en el edificio del
conocimiento se principios o "primeros principios" como los llamaban los metafísicos; por cierto que
Aristóteles define la como "ciencia de los primeros principios", idea el filósofo escolástico Tomás de
Aquino retomaría Edad Media al decirnos que la filosofía es "la ciencia los primeros principios y causas
últimas contemplados a la luz natural de la razón".
Los primeros principios son como axiomas del coceamiento, son aquellos elementos que no requieren de
otros principios para tener plena validez. Se trata de principios autosuficientes, que valen por sí y en sí.
3
Platón, Gritón o del deber en Obras Completas de Platón, Compañía Editorial Continental, México, 1957, p.133.
4
Bochenski, J. M., Introducción al pensamiento filosófico. Pequeña Biblioteca Herder, Barcelona, 1973, pág. 30.
De esta necesidad que tiene la filosofía, la de encontrar el fundamento último de las cosas, José Ortega y
Gasset obtiene consecuencias ontológicas, las aplica al mundo, es decir, a la forma de ser del mundo.
El mundo, la realidad que investiga el filósofo -nos dice Ortega y Gasset-, no se basta a sí misma, "no
sustenta su propio ser, grita lo que le falta, proclama su no-ser y nos obliga a filosofar; por que esto es fi -
losofar, buscar al mundo su integridad, completarlo en universo y a la parte construirle un todo donde se
aloje y descanse".5
Si bien Tomás de Aquino busca los primeros principios para desarrollar una filosofía vinculada a la teolo-
gía, la filosofía, nos dice el doctor Angélico, es "la sierva de la teología"; más tarde, René Descartes,
precursor de la modernidad, buscará los principios o fundamentos de la filosofía fuera de la teología o de
cualquier otra cosa, para así conferirle autonomía; es decir, para que la filosofía no dependa ya de la fe
religiosa, de los dogmas, y pueda libremente recorrer su camino para entregarnos una verdad sin
compromisos.
Descartes, el "padre de la modernidad", se plantea un problema absoluto: no quiere partir de creencias
previamente aceptadas; no da nada por sabido. Aplica lo que se llama "duda metódica", con tal de llegar a
los fundamentos mismos del conocimiento.
La duda cartesiana implica poner en duda todo con la finalidad de llegar a algo de lo que ya no sea po -
sible dudar. Y al emprender esta duda radical o duda universal, Descartes llega a la conclusión de que no
es posible dudar de la propia duda y de que al dudar estoy pensando. Por lo tanto, el principio que
Descartes descubre, y que a la postre se convirtió en el leit motiv (o el ideal) de la modernidad, es el
famoso: "dudo luego pienso, pienso luego existo" (evidencia de la razón).
Reflexionando sobre la filosofía cartesiana, José y Gasset nos dice:
“¿Qué queda entonces en el universo? ¿Qué hay entonces indubitablemente en el universo?
Cuando se duda del mundo y aun de todo el universo, ¿Qué es lo que queda? Queda... la duda
—el hecho es que dudo: si dudo de que el mundo existe no puedo dudar de que dudo-: he aquí el
límite de todo posible dudar. Por ancha que dejamos la esfera de la duda nos encontramos con
que ésta tropieza consigo misma y se aniquila. ¿Se requiere algo indubitable? Helo aquí: la
duda. Para dudar de todo tengo que no dudar de que dudo. La duda sólo es posible a cambio de
que al tocarse a sí misma: al querer morderse a sí misma, se rompe su propio diente”. 6
Este modo de entender la filosofía, caracterizándola como arma transformadora, tiene, en la historia, su
expresión más acabada en la filosofía marxista. Como tú sabes, esta filosofía llamada marxista fue fundada
por dos filósofos que eran amigos y colaboradores entre sí: Carlos Marx (1818-1883) y Federico Engels
(1820-1895); en otro capítulo hablaremos de ellos con mayor amplitud. A pesar de que esta filosofía hoy
se encuentra en crisis y discusión con motivo de la llamada caída del socialismo real que imperó en la
Unión Soviética, sus repercusiones han sido muy importantes no sólo en filósofos académicos o
8
Idem, pág. 86
9
Idem, pág. 87
10
Bochenski, La filosofía actual, Colección Breviarios, Núm. 16, FCE, México, 1962, pág. 14.
11
Idem, pág. 13
especialistas que se han ocupado de revisar y depurar las obras de Marx y Engels, sino también en
militantes, en luchadores sociales o revolucionarios que se refugian en las montañas para organizar
guerrillas.
La concepción filosófica que desarrolla Marx parte de una crítica muy inquisitiva y violenta que les hace a
los filósofos especulativos, a los que caracteriza con el nombre de "idealistas", de filósofos que trastocan
todo porque parten del mundo abstracto e ilusorio de las puras ideas, sin partir de la realidad concreta,
material e histórica del hombre. De esta manera, Marx observa que la filosofía tradicional o sea, el filosofar
a la manera idealista, se ha concretado a "contemplar" el mundo, pero de lo que se trata es de
"transformarlo", y hacia esa transformación debe encaminarse la filosofía. De modo, entonces, para
Marx la filosofía no puede ser un instrumento solamente teórico, de conservación o justificación de la
realidad, sino propiciatorio de su transformación.
De acuerdo con lo anterior, Marx critica a los filósofos que separan de manera tajante la teoría de la
práctica. De manera que no existe una teoría pura, pues toda teoría es una forma de actividad que tiene una
situación superestructura! en el todo de la sociedad.
Por otro lado, Marx y Engels se percataron de que para que la filosofía tuviera sentido, para que cumpliera
una función realmente práctica, debía ocuparse de las necesidades de las grandes masas humanas, de los
desprotegidos, así como del conocimiento científico de la naturaleza y de la sociedad. Se trataba de una
filosofía y una ciencia que permitiera al proletariado luchar con éxito por el mejoramiento de sus
condiciones de vida, poniendo fin a la explotación de que era objeto en el seno de la sociedad capitalista.
Vamos a terminar este apartado, proporcionándote un breve texto donde se hace presente esta concepción
de la filosofía como praxis. Léelo con atención y saca tus propias conclusiones:
“Los hombres han sido siempre en política víctimas necias del engaño de los demás y del engaño
propio, y lo seguirán siendo mientras no aprendan a discernir detrás de todas las frases, declaraciones
y promesas morales, religiosas, políticas y sociales los intereses de una y otra clase. Los partidarios de
reformas y mejoras se verán siempre burlados por los defensores de lo viejo mientras no
comprendan que toda institución vieja, por bárbara y podrida que parezca, se sostiene por la fuerza
de una y otras clases dominantes. Y para vencer la resistencia de esas clases, sólo hay un remedio:
encontrar en la misma sociedad que nos rodea, educar y organizar para la lucha a las fuerzas que
puedan —y, por su situación social, deban— formar la fuerza capaz de barrer lo viejo y crear lo
nuevo”.12
12
V I. Lenin, "Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo", en Obras de Lenin, Progreso, Moscú, 1973.
Utilizando métodos y vocabularios propios, la filosofía toma todos esos discursos como objetos de estudio para
plantear los problemas en un nivel de comprensión más abarcador, comprehensivo y profundo, intentando entender
la realidad en cuanto tal, esto es, como una totalidad de sentido, mediante el uso de argumentos racionales y bien
estructurados. Así, podemos decir que, a diferencia de las ciencias, cuyos objetos de estudio son parcelas de la
realidad, el objeto de la filosofía es la realidad en conjunto. Ahora bien, la filosofía también tiene campos de
especialización, como la ética, la epistemología, la ontología, la estética y muchas otras, como veremos en temas
posteriores. Pero eso no significa que lleve a cabo una división de la realidad, sino que centra la atención en un
objeto específico de ella, pero siempre a la luz de una totalidad de sentido.
Los niños, desde pequeños, comienzan a distinguir entre realidad y apariencia, irrealidad, ficciones, quimeras o
fantasías; es común escuchar entre ellos enunciados como "Batman no existe", pues saben perfectamente que se
trata de un personaje ficticio. Así que cuando decimos que el objeto de la filosofía es la realidad, ¿excluye a sus
contrarios? Entre los filósofos no hay consenso para determinar si lo irreal queda o debe quedar fuera del ámbito de la
discusión filosófica.
Últimamente se ha acuñado el concepto de "realidad virtual", que se refiere al mundo paralelo
tecnológicamente creado en videojuegos o en la computadora y que adquiere cada vez más adictos, en
especial entre niños y adolescentes.
La realidad virtual, junto con la reality televisión, en ocasiones ejerce una fascinación incluso mayor que el
mundo verdadero o real. Plantear esta problemática adecuadamente es asunto de la filosofía, así como llevar
a cabo una crítica desde perspectivas distintas, por ejemplo, la dimensión ética.
Aunque para muchos esa "realidad" es inexistente, la filosofía la toma en cuenta como un fenómeno social
digno de ser analizado con el fin de determinar el papel que cumple en determinada cultura, los efectos que
produce en el individuo y en la sociedad, las implicaciones cognitivas, éticas y estéticas que de ahí puedan
surgir y fenómenos similares.
OBJETIVOS PARTICULARES
En esta Unidad:
TEMAS Y SUBTEMAS:
UNIDAD 02
RAMAS DE LA FILOSOFÍA
Etica
La ética es una disciplina filosófica cultivada desde la antigüedad. Su objeto de estudio es la conducta moral
de los hombres que viven en la sociedad. La Etica es, ciertamente, una ciencia que estudia un tipo de
comportamiento humano. Tiene como tarea explicar de manera metódica, sistemática, racional y objetiva
la conducta moral del hombre.
El término "ética" se deriva de la palabra griega ethos que significa originariamente "lugar habitado por
hombres y animales"; pero la acepción más conocida y reciente es la de costumbre, temperamento, carácter,
hábito, o forma de ser. De acuerdo con esto ética sería: una "teoría de las costumbres".
En lo que se refiere a la moral, esta palabra se deriva del latín mos o mores, que quiere decir "costumbre
o costumbres". .
Como podemos ver, el significado etimológico de ética y de moral nos ubica ya en el campo o ámbito de lo
específicamente humano. Es decir, de un comportamiento propiamente moral que sólo los hombres, en
su modo social, practican. En síntesis, podemos decir que la Ética es una disciplina filosófica con las
siguientes características sobresalientes:
Es una rama o parte de la Filosofía.
Su objeto o campo de investigación es la conducta moral.
Solamente el hombre tiene un sentido ético o una conciencia moral.
La moral es un fenómeno eminentemente social ya que rige o regula la vida del hombre en
sociedad.
Lógica
¿De qué trata la lógica? Sin duda del buen y mal razonamiento. Por medio de la lógica se trata de pensar clara y
correctamente. La palabra "lógica" se deriva del griego logos, que significa "pensamiento", "idea",
"espíritu", "razón". Cabe señalar, como dato histórico, que el fundador de esta disciplina filosófica fue
Aristóteles, quien escribió seis libros de lógica, reunidos bajo el nombre de Organon, que significa
"instrumento para la investigación científica".
Una de las características fundamentales de la lógica es la simbolización del lenguaje, lo que nos permite
examinar con facilidad las formas o el orden que deben guardar nuestros razonamientos. Concretamente, la
lógica estudia la relación que se establece entre las premisas y la conclusión de un razonamiento o
argumento. Los pensamientos o formas del pensamiento necesitan ser comunicados y se expresan mediante
enunciados u oraciones. La lógica, en este sentido, sólo se ocupa de los enunciados que pueden ser verdaderos o
falsos, es decir, de oraciones que son declarativas. A estos enunciados u oraciones, en lógica, se les llama
proposiciones.
Estética
Para Miguel de Unamuno, filósofo y poeta español, el hombre no sólo se define como un ser racional y
social. El hombre es también un animal dotado de sentimientos, en especial de sentimientos estéticos, y
ciertamente, todos podemos acceder al sentimiento. El ser humano es, pues, partícipe de lo artístico y de lo
bello, ya sea como contemplador, como crítico o como creador de obras artísticas.
Es importante señalar, primeramente, que la estética es una disciplina filosófica que tiene como campo de
estudio la reflexión sobre la belleza y el arte. La estética, como disciplina autónoma, surge en el siglo XVIII con
Alexander Baumgarten, como ya se dijo anteriormente, y es él quien por primera vez le da a la estética un
sentido originario y un carácter autónomo. La palabra estética viene del griego aisthesis que significa
literalmente "sensación", "percepción sensible", y es a partir de este sentido prístino que Baumgarten
definió la estética como una teoría del saber sensible.
Por lo tanto, la estética se propone como objetivo primordial obtener un conocimiento fundamentador
de lo que es o significa la obra de arte como producto de la cultura. Antes que nada, es importante
darnos cuenta que el arte se halla inmerso en la cultura y que es una creación del hombre para el
hombre; en este sentido es obvio que el arte tiene un origen eminentemente humano.
Por otro lado, debemos señalar que la obra de arte tiene una propiedad particular, y que es la de no poderse
repetir como obra de arte una vez que el artista la ha concluido. Así, el Partenón, la Monalisa, la
Coatlicue, las Pirámides de Teotihuacán, son obras muy singulares e irrepetibles, revestidas de
características y
valores particulares e irreductibles.
La ética, la lógica y la estética no son las únicas ramas que tiene la filosofía para abordar sus proble -
máticas. En el siguiente esquema te presentamos, sintéticamente, otras disciplinas filosóficas:
Metafísica Estudia los caracteres más —¿Cuál es la esencia del ser supremo?
generales del ser. Según — ¿es el alma inmortal?
aristóteles es la ciencia del — ¿qué es la libertad?
ser en tanto que ser. — ¿qué es dlos? ¿Se puede probar ra-
cionalmente su existencia?
13
Villegas, Abelardo, Programa de Filosofía, Semestres I y II. Programa de desarrollo del ciclo superior de la enseñanza media, ANUIES,
México,
1976, pág. 10.
Con el fin de que veas cómo puede la filosofía trabar relación con diversas áreas de la cultura, te
pondremos algunos ejemplos:
a) Filosofía y ciencia
Cuando surgió la filosofía entre los antiguos griegos, no se hablaba de ciencia por un lado y de
filosofía por el otro. Ciencia y filosofía eran la misma cosa. Por ejemplo, para Aristóteles, cumbre del
pensamiento griego, la filosofía y la ciencia eran lo mismo. Posteriormente, las ciencias particulares se
fueron desprendiendo e independizándose de la filosofía: la medicina, la matemáticas, la biología, y en
el siglo XIX, la psicología.
Esta situación tal vez nos llevaría a pensar que la filosofía ha quedado empobrecida y desprovista de ob-
jetos sobre los cuales hacer sus reflexiones y construir su visión del mundo. Sin embargo,
paradójicamente, como nos dice Bochenski, "los hechos demuestran que la filosofía, lejos de morir por el
desenvolvimiento de las ciencias, se vigoriza y enriquece más".14
Esto es así por que por cada ciencia que se forma y consolida, surge, paralelamente, una filosofía que la
explica y trata de fundamentarla, pudiéndose hablar así de una filosofía de la física, de una filosofía de la
matemática, de una filosofía de la medicina, etcétera.
La ciencia, a diferencia de otros sectores de la cultura como el arte y la religión, tiene un origen más
reciente; surge en la época del Renacimiento con los sabios que acudieron a la observación y a la
experimentación para escudriñar el universo (Galileo, Copérnico y otros).
Como observa el filósofo inglés Bertrand Russell:
"en los últimos ciento cincuenta años la ciencia se ha convertido en un factor importante, que
determina la vida cotidiana de todo el mundo..., en ese breve tiempo ha causado mayores cambios
que los ocurridos desde los días de los antiguos egipcios. Ciento cincuenta años de ciencia han
resultado más explosivos que cinco mil años de cultura pre-científica".15
Para la filosofía estos hechos en torno a la ciencia no pasan inadvertidos, y por ello se ve la necesidad de
examinarla, de analizar su estructura íntima e investigar el verdadero lugar que ocupa en la sociedad. Frente a
la ciencia, el filósofo indaga los principios generales que ésta emplea, la representación que de nuestro
mundo nos ofrece, las técnicas y los métodos que utiliza, la función que desempeña en el todo de la vida
social y otras importantes cuestiones.
Como veremos, para posibilitar sus reflexiones sobre la ciencia, la filosofía cuenta con ciertas disciplinas o
ramas de estudio, desarrolladas ex profeso para la realización de su tarea, tales como la filosofía de la ciencia, la
teoría del conocimiento, o epistemología y la lógica.
El hecho de que las ciencias particulares tengan, propiamente, un origen moderno, no significa que en la
antigüedad los filósofos no hayan reflexionado sobre la ciencia o el conocimiento, sobre sus posibilidades,
naturaleza, alcance, etc. Precisamente, los filósofos antiguos de Grecia pusieron las bases de las mencionadas
disciplinas filosóficas. De esta manera, por ejemplo, Platón hace la distinción entre dos formas de
conocimiento: la doxa y la episteme.
RASGOS FUNCIONES
LA FILOSOFÍA COMO CONOCIMIENTO CRITICO CRÍTICA Y DESMISTIFICADORA EN LA MEDIDA EN QUE CONTRIBUYE A
DEMOLER LAS FALSAS IDEAS.
LA FILOSOFÍA COMO CERTIDUMBRE RADICAL CLARIFICADORA Y RACIONALIZADORA PORQUE ANALIZA LAS COSAS A LA
LUZ DE LA RAZÓN.
LA FILOSOFÍA COMO FUNDAMENTADORA EXPLICATIVA Y JUSTIFICADORA PORQUE ANALIZA Y PROPORCIONA LAS
BASES RACIONALES Y LÓGICA DE LOS ARGUMENTOS.
LA FILOSOFÍA COMO TOTALIZADORA INTERPRETATIVA Y GLOBALIZADORA EN LA MEDIDA EN QUE NOS OFRECE
14
Bochenski, I. M., Introducción al pensamiento filosófico, Herder, Barcelona, 1973, pág. 23.
15
Russell, B., La perspectiva científica, Ariel. Barcelona, 1969, pág. 7.
UNA INTERPRETACIÓN TOTAL O UNIVERSAL DE LA REALIDAD.
LA FILOSOFÍA COMO SABIDURÍA PRÁCTICA ORIENTADORA Y MORALIZADORA PORQUE REFLEXIONA SOBRE VALORES
Y EL MEJOR CAMINO PARA LOGRAR LA FELICIDAD HUMANA.
LA FILOSOFÍA COMO PRAXIS TRANSFORMADORA Y REVOLUCIONARIA PORQUE SE ORIENTA A
TRANSFORMAR LA SOCIEDAD.
LA FILOSOFÍA Y SU CARÁCTER HISTÓRICO (LA HISTÓRICA, HERMENÉUTICA O INTERPRETATIVA YA QUE TODA FILOSOFÍA
FILOSOFÍA COMO PROCESO HISTÓRICO)
RESPONDE A LAS NECESIDADES HISTÓRICAS DE CADA ÉPOCA Y CIRCUNSTANCIA
Pero la ciencia no solamente puede analizarse como una serie de teorías puras que explican la realidad que
nos rodea y que presentan una estructura interna, sino también como un producto social con im-
portantes repercusiones en la vida humana. Es un hecho que la ciencia ha desembocado, en nuestro si-
glo, en una técnica y una tecnocracia cada vez más complejas. Ante esta situación, los filósofos contempo-
ráneos también han reflexionado sobre lo que significa vivir en un mundo altamente tecnificado, suma-
mente eficaz para resolver problemas prácticos pero despersonalizado e indiferente respecto a las
esperanzas del hombre.
De manera optimista, los filósofos modernos, desde Descartes o Francis Bacon (siglo XVII) pensaron
que la ciencia resolvería todos los problemas humanos y que tal vez nos proporcionaría, al cabo del
tiempo, la felicidad y plenitud humana.
16
Olivé, León, Cómo acercarse a la filosofía, Limusa, México, 1991, pág. 103.
Así, Francis Bacon (1561-1626), por ejemplo, escribe su obra La nueva Atlántida, en la que nos pinta un
mundo utópico regido por la ciencia, donde los inventos y descubrimientos maravillosos de los científicos
nos permitirían, al fin, ser completamente felices. Sin embargo, hoy en día, vemos que este ideal de
Bacon no ha sido del todo cumplido.
En el desarrollo de la ciencia, Sir Bertrand Russell (1872-1970), también filósofo inglés, advierte dos
grandes momentos: el contemplativo y el manipulador. En el primero -piénsese en los antiguos griegos- priva
el amor desinteresado hacia el conocimiento; en este caso buscamos el conocimiento porque lo ama-
mos y lo apetecemos en sí mismo. En el segundo momento, el manipulador, buscamos el conocimiento
por que deseamos ejercer poder por medio de él. Precisamente Bacon decía que conocer equivalía a
someterse a las leyes de la naturaleza para así adquirir un poder que nos permitiera, después, controlarla
a nuestro favor.
Según Bertrand Russell, en el desenvolvimiento de la ciencia, el impulso-poder ha prevalecido cada vez
más sobre el impulso-amor. El impulso-poder está representado por la industria y por la técnica gubernamental,
así como por ciertas posiciones filosóficas como el pragmatismo, que valora la verdad a partir de sus resul-
tados y efectos. En efecto, filosofías como el pragmatismo y el instrumentalismo sostienen que nuestras
creencias sobre cualquier objeto son verdaderas siempre que nos hagan capaces de manipularlo obte-
niendo ventajas para nosotros.
Lo amenazante de esta hegemonía de impulso-poder, como advierte Russell, es que acabemos per -
diendo la perspectiva de la ciencia en su dimensión propiamente humana. "Lo que es peligroso es el po-
der manejado por amor al poder, y no el poder manejado por amor al bien genuino".17
Debemos tener en cuenta, entonces, que el poder no es uno de los fines primordiales de la vida, sino tan
sólo un medio para la realización de otros fines. "...Y hasta que los hombres tengan presente los fines a
que el poder debiera servir, la ciencia no hará lo que es capaz para procurar la buena vida".18
b) Filosofía y arte
El arte constituye otro producto cultural de gran relevancia en la vida humana y que la filosofía tampoco ha
descuidado. Este sector de la cultura tiene una trayectoria histórica que es casi paralela a la historia del hom-
bre, pues ya se vislumbra desde la época prehistórica, hace aproximadamente quince mil años, en las
asombrosas pinturas rupestres plasmadas, por ejemplo, en la cueva de Altamira, en Santander, España.
Entre las múltiples actividades y experiencias humanas, la filosofía, por medio de una disciplina especial
llamada estética, ha reparado en una muy peculiar, la de la relación estética, que es la que el hombre expe-
rimenta frente a los objetos y que se diferencia, esencialmente, de otras relaciones (como la científica y la
religiosa). La diferencia consiste en que mientras que en la relación científica el hombre busca el conoci -
miento y en la religiosa la vinculación con un ser divino y trascendente, en la Estética se persigue expresar
y descubrir la belleza de los objetos.
Si bien en el arte priva la sensibilidad, la creatividad, la fantasía y el libre juego de la imaginación, esto no
ha impedido que la filosofía, con ayuda de sus métodos, categorías y elementos eminentemente racionales y
argumentativos, haya intentado penetrar en su compleja y al parecer misteriosa estructura.
Casi desde los albores de la filosofía no se ha dejado reflexionar sobre el arte y sus valores, aunque, pro-
piamente, la estética como disciplina filosófica (como verás en el siguiente apartado) surge a mediados del
siglo XVIII por obra de un filósofo alemán llamado Alejandro Baumgarten, el cual elabora por primera
vez una teoría estética.
Baumgarten, el padre de la estética como disciplina autónoma, concibió esta disciplina como una teoría del
saber sensible o conocimiento inferior con respecto a un saber racional, superior, que es objeto de la lógica y
a la teoría de las acciones de la voluntad estudiada por la ética. El estudio detallado de estas disciplinas filo-
sóficas será asunto del siguiente apartado.
Dado que en la antigua Grecia hubo, como tú sabes, un gran florecimiento del arte, patente en sus clásicas es-
culturas y monumentos como el famoso Partenón, no podía prescindirse de una reflexión acerca del mundo
17
Russell, B., op. ctt. pág. 217.
18
Ídem.
de lo bello y sus implicaciones. ¿Qué es lo bello en sí?... Los filósofos griegos empezaron a incursionar
en el ámbito del arte, con esta pregunta capital. Muchas veces, al tratar de definir, de precisar este valor
específico del arte -la belleza-, no lo delimitaron con la claridad de otros conceptos, tales como lo
verdadero, lo bueno o lo útil. Sólo poco a poco se vino a reconocer la naturaleza autónoma, especial, de
lo bello con lo cual fue posible diferenciarlo, plenamente, de otros valores de la cultura.
Entre los filósofos griegos, fue Platón el que, propiamente, emprendió una reflexión más sistemática sobre
los conceptos estéticos a un nivel muy general.
Así, este filósofo inició la investigación de lo que hoy se llaman valores o categorías estéticas, como: lo bello,
lo feo, lo trágico, lo cómico, lo sublime, etcétera.
Más tarde, su discípulo Aristóteles de Estagira (384-322 a. de C.) entra ya al estudio de las artes especiales
-como, por ejemplo, la tragedia, la épica o la música- fundando de este modo lo que se llamará una
Estética especial o monográfica.
El contacto de la filosofía con el arte ha sido fundamental para entender y valorar la vida humana y el
sentido que esta área de la cultura, como creación peculiar, le confiere. Con sus reflexiones sobre el arte, la
filosofía no intenta normar o guiar la creación artística, ofreciéndole a los artistas recetas o panaceas para
realizar sus obras; pero los problemas generales que plantea les sirven, de alguna manera, para darles
un sentido más pleno a su quehacer y a su vida como hombres o mujeres.
¿Qué tipos de problemas serían éstos? La estética -cuya explicación más detallada encontrarás más
adelante- se plantea una gama de cuestiones que nos sirven para forjar nuestra concepción del mundo y de
la vida: ¿Qué es el arte? ¿Acaso el arte es algo privilegiado e inaccesible, fuera del alcance de nuestra vida
cotidiana? ¿Qué es la belleza y cuáles son sus modalidades? ¿En qué consiste la creación artística? ¿Qué
es lo que nos hace disfrutar de un objeto, un amanecer o una puesta de Sol? ¿Qué abarca el arte? ¿Sólo
ciertas obras o también los objetos artesanales? ¿Qué papel le corresponde al arte dentro de un mundo
tecnificado y enajenado? ¿Hay relaciones entre el arte, la moral, la ciencia, la religión y la política? ¿El
arte tiene valor y legitimidad aparte de los contenidos que expresa, o son, justamente, estos contenidos o
mensajes (políticos, morales, religiosos, etc.) los que le dan valor? ¿Podemos tener un criterio firme que
nos permita clasificar las distintas artes y cuál es éste?, etcétera.
c) Filosofía y política
Desde hace ya tiempo, Aristóteles -de quien ya hemos hablado varias veces en este libro- caracterizó al
hombre como un "animal político"; con esto quería decir que el ser humano requiere, necesariamente, vivir
en sociedad para desarrollarse, pues fuera del ámbito social sería una especie de dios o definitivamente una
bestia.
El carácter político y social que el estagirita le adjudicó al hombre se ha reflejado en la historia de la
filosofía, en un intento para conocernos a nosotros mismos, lo cual ya era el deseo de Sócrates al formu-
lar sus inquietantes preguntas.
Los filósofos aspiran, más que otra cosa, a conocer su mundo, a penetrar este complejo entramado de
relaciones humanas que conforma el terreno de la política y de la vida social. Este afán por conocer y
ejercer una acción sobre la sociedad ya se advierte, también, desde los primeros filósofos griegos.
Si bien los filósofos presocráticos iniciaron en el siglo vi (a. de C.) la filosofía, centrando su atención en
la naturaleza y tratando de establecer, en medio de los bruscos cambios que se advierten en el mundo fí-
sico, un principio fundamental (o arjé) como primera causa de las cosas, esta búsqueda, este afán
metafísico, va a obedecer, en última instancia, a la necesidad de comprender bien a la sociedad y a partir
de esa comprensión poder controlarla.
De esta manera, los filósofos griegos pensaban que quien posee los primeros principios que rigen al
cosmos está capacitado, al mismo tiempo, para hacerse cargo de la polis. Así como la naturaleza tiene
un orden subyacente, así también debe tenerla la complicada y cambiante vida social.19
19
Esta idea puedes ampliarla en Zea, Leopoldo, Introducción a la filosofía, UNAM, México, 1983
El filosofar sobre la sociedad y la política constituye una constante en la historia de la filosofía. El desarrollo
de la democracia que tuvo lugar en la Grecia del siglo V (a. de C.) le dio un gran impulso a la naciente
filosofía política. En esta época, llamada de Pericles, participaron Sócrates y los sofistas. Estos últimos
eran maestros que iban de un lugar a otro impartiendo el arte de discutir y la retórica. Al parecer les
interesaba más la elocuencia y belleza de los discursos que sus contenidos verdaderos. Una característica
de los sofistas era su rechazo a una verdad universal y necesaria, como la que pretendía formular Sócrates.
Los tremendos cambios de la sociedad, las diversas costumbres y maneras de pensar que denotaban
pueblos y hombres, hacía posible el ideal socrático, ya que, como afirmaba Protágoras de Abdera (480-410 a.
de C.), el más célebre de los sofistas: "El hombre es la medida de todas las cosas".
Por su parte, Sócrates se apartaba, al igual que los sofistas, de las especulaciones cosmológicas
que habían practicado los presocráticos para querer penetrar de una manera más objetiva en el mundo
de lo propiamente humano.
Sócrates -según Cicerón- fue el primero que hizo bajar a la filosofía del cielo, la hizo residir en las
ciudades, la introdujo hasta en las casas, la forzó a preguntar por la vida y las costumbres, así como
por las cosas buenas y malas.
Pero después de Sócrates, los filósofos siguieron con mayor intensidad ocupándose de la reflexión
sobre la política y la sociedad en general. En la antigüedad clásica, Platón (Diálogos de la República y Las
leyes) y Aristóteles (La Política); en la etapa patrística, San Agustín (La ciudad de Dios); en la Edad
Media, Santo Tomás de Aquino (La Summa Theologica, De Regimine Principium, Comentarios a la política de
Aristóteles), San Bernardo de Claraval (Sobre la reflexión), Juan de Salisbury (El Libro del Hombre de Estado);
en la época moderna, Tomás Moro (Utopía), Maquiavelo (Elpríncipe), J. Locke (Cartas sobre la tolerancia),
Montesquieu (El espíritu de las leyes), Juan Jacobo Rousseau (El contrato social), Manuel Kant (Ensayo sobre la
paz perpetua); en la época actual o contemporánea, Carlos Marx (El Capital, El Manifiesto Comunista),
Herbert Marcuse (El hombre unidimensional), Antonio Gramsci (Cuadernos de la cárcel), José Martí (Ensayo
sobre nuestra América), José Carlos Mariátegui (Siete ensayos sobre la realidad peruana), etcétera.
La vida social, con todas sus implicaciones políticas, por ser lo más próximo al hombre, ha brindado un
foro de discusión apasionante para los grandes filósofos de la historia. ¿Cuál es la mejor sociedad? ¿Qué es
la justicia? ¿Cuáles deben ser los límites del ejercicio del poder? ¿Cuál es el verdadero fundamento que
legitima a la sociedad? ¿Qué debemos entender por democracia y cómo llevarla a cabo? ¿Qué es lo que
justifica determinada forma de gobierno? ¿Es posible tener un control rígido sobre las actividades
económicas del pueblo, sin restringir a éste sus libertades políticas? ¿Cómo librarnos de la explotación y
la deshumanización de las grandes ciudades industrializadas? Estas son tan sólo algunas cuestiones que la
Filosofía política ha intentado resolver con el apoyo de otras disciplinas filosóficas como son: la ética, la
antropología filosófica, la filosofía de la educación, la filosofía social y otras ciencias humanas.
• Objetividad. La validez del conocimiento permite que haya objetividad, la cual exige fundarse en
principios independientes de las meras ciencias subjetivas, de gustos, caprichos o prejuicios; es decir,
debe basarse en los fenómenos tal como ellos son. La objetividad reclama no apartarse de la realidad.
Otra diferencia entre filosofía y ciencia tiene que ver con sus objetos de estudio. Las ciencias particulares
acotan o recortan un sector determinado de la realidad. El físico se interesa por la materia y la energía; el
biólogo, por la estructura de las plantas; el matemático, por los números. Mientras, la filosofía se orienta a
explorar la totalidad; es decir, su objeto de estudio es la totalidad de los campos de estudio formados por las
disciplinas específicas: filosofía de la ciencia, ontología, estética, ética, antropología filosófica; a través de estas
ramas, la filosofía construye una visión general de las cosas.
Es preciso advertir que, pese a las diferencias entre la ciencia y la filosofía, no están divorciadas, al contrario,
se complementan e interrelacionan en la medida en que la filosofía necesita alimentarse de la ciencia para
construir sus teorías. Como dice el filósofo contemporáneo León Olivé, si en la actualidad no aceptamos que
la filosofía enfrente "... los desafíos que presenta la complejidad de las sociedades modernas y el desarrollo de las
otras ciencias, tanto por su contenido como por sus metodologías, entonces podemos atrevernos a predecir
que caerá en programas estériles y degenerativos".
OBJETIVOS PARTICULARES
En esta Unidad:
TEMAS Y SUBTEMAS:
UNIDAD 03
ORIGEN DE LA FILOSOFÍA
En conclusión, en una sociedad donde no había igualdad ni justicia, pero que poseía una sabiduría popular
mítica, surgió la filosofía como una crítica a esa sabiduría y a esas conductas.
OBJETIVOS PARTICULARES
TEMAS Y SUBTEMAS:
UNIDAD 04
INTRODUCCIÓN A LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICA
Ante todo hacen su presentación los cuerpos. Y la hacen mediante unas propiedades que son,
diriase, lo mínimo para acusar su presencia: color, dureza, extensión...
Luego vemos que entran en mayor actividad unos sobre otros, por ejemplo, mediante
movimientos y choques, combinaciones químicas, etc.
Y ese conjunto nos incita y nos ayuda a la vez, al estudio y a la solución del primer problema de la
Metafísica aplicada, el problema del mundo, del ser corporal. ¿Qué son esos cuerpos que forman este
mundo visible que me rodea?
Tal es el primer problema filosófico con que el mundo se enfrentó y, para modestia del hombre, aún
no lo ha resuelto. En el fondo aún seguimos preguntándonos: ¿qué es el cuerpo? El problema del
Hilemorfismo es piedra de toque de la capacidad humana.
Pero si el fondo del problema está aún por explorarse, en el camino se han logrado afianzar, sin
duda, puntos de no ligera importancia: la extensión, el dinamismo múltiple de la materia, la
realidad y cognoscibilidad del movimiento, la finalidad de la actividad cósmica y las leyes a que
obedece. Aun respecto del meollo del problema, se han logrado acotamientos de no escasa
importancia. Se ha podido pronunciar: ni sólo extensión sin fuerzas, ni tampoco energía en seres
inextensos, ni menos aún dinamismo sin sujeto en que resida. Queda tan sólo la disputa encasillada
en el último reducto metafísico del ser: ¿es el cuerpo un compuesto de dos partes sustanciales
realmente distintas? Es cuestión de alguna importancia, quién lo duda, y aún no está resuelta;
pero no es tal que hiciera derrumbarse lo fuerte del edificio cosmológico. La Filosofía tiene a la vez
por qué ser humilde, y de qué estar orgullosa.
Sin ser el objeto de la Cosmología tan importante quizás como pudiera decirse el de la Ética,
tiene, con todo, un gran significado: nos enseña a valuar problemas, a discernir lo importante de lo
secundario, lo cierto de lo dudoso. Nos sitúa en un terreno que en la actualidad ha venido
absorbiendo las mentes humanas, dado el auge de las ciencias positivas, en especial la Físico-
química, a la cual oye de buen grado la Filosofía, y sobre la base que la observación suministra,
ella pronuncia su palabra de un carácter superior. Ni quita a las ciencias su dominio propio, ni se
contenta con la investigación de las causas próximas de los fenómenos cósmicos que ellas
estudian. Va a la esencia de esos seres cuyo dinamismo o pasivismo estudian en sus manifestaciones
las demás ciencias. Ella arranca ahí donde las otras terminan: va a las fuentes del ser; quiere saber su
esencia: es Metafísica especial del mundo corpóreo. (Pueden verse en abono de esta afirmación:
Pesch Tilmann "Philosophia Naturalis" n. 1; Donat José: Lógica, n. 8, Ontología nn. 9-10; De Vries
José "Pensar y Ser", nn. 168-171).
TESIS
Enunciado: La esencia metafísica del cuerpo cuanto y continuo, o sea, del cuerpo matemático
continuo, exige que sus constitutivos sean entidades divisibles sin fin, cuyo ser ya está en el
continuo; pero no así sus posibles límites.
Conexión:
A fin de investigar la naturaleza del cuerpo, la Cosmología procede de las propiedades a la esencia.
Entre las propiedades, como dijimos en la introducción, unas se llaman estáticas: son las que no
tienen más actividad que la indispensable para hacernos la presentación del cuerpo (v. gr.: color,
resistencia...). Así queda a salvo que aun puedan tener cierto carácter dinámico, y sin embargo, siga
en pie la división de la Cosmología en estática, dinámica y sintética.
Cada una de esta serie de propiedades ocupa una sección de la Cosmología. En la tercera se
investiga: cuál es la esencia de un ser que tiene tan diversas propiedades. Es la sección última,
llamada sintética.
Principiando por las estáticas, evidentemente la primera que se nos presenta es la más obvia, la que
aun vulgarmente se pudiera tomar por la esencia del cuerpo, y la que aun a los cie gos se les hace
presente mediante la extensión: es la cuantidad. Mas para proceder de lo más fácil a lo más difícil,
primero la observamos en su ser concreto, en el ser "cuanto", para de ahí pasar a estudiarla en sí
misma, ya la forma misma abstracta, la cuantidad. Más aún: procederemos por pasos: primero
estudiamos lo que exige por su misma esencia el cuerpo cuanto y así equivale esto a decir: el
cuerpo matemático. Sólo que restringimos el problema al "cuanto continuo", porque a él se reducen
las otras clases de cuantos que existan, y porque aquí hay la especial di ficultad de las partes. ¿Son
actuales? Entonces parece que, o no sería divisible sin fin, o habrá una multitud actual infinita si
son divisibles sin fin. ¿No son actuales? Entonces ¿cómo constituyen un ser actual? Tal es el
problema que acometemos en esta primera tesis.
Términos:
1. "Esencia metafísica"; Lo que constituye al ser en su orden, en su especie, y tal que sin ello ni
concebirse puede.
Por lo mismo dondequiera que se dé ese ser deberá darse también eso que es su esencia.
2. "Cuerpo": Al principio de la Cosmología no podemos definirlo con toda perfección. Debemos
tomar una definición en parte descriptiva y que responde al concepto mínimo que todos tenemos
de cuerpo: un ser que se presenta extenso y resistente, y, en cuanto cuerpo, consta de partes
integrantes, o sea tales que son de suyo de la misma esencia que el todo de donde se desprendan; en
cuanto cuerpo tiene eso, si son heterogéneas, será por otra razón especial, no por ser cuerpo.
3. "Cuanto": Una vez más es definición descriptiva; pero no por eso menos buena. "Un ser
divisible en lo que lo integra, seres que son aptos cada uno de ellos para ser un nuevo ser, y este
ser en concreto". Es decir: ya tienen su carácter de todo, de un ser, no de mera parte de un ser, y
también son de la misma especie (de suyo) que el ser de donde provienen.
4. "Continuo": Es el cuanto no dividido internamente (pero divisible, como todo cuanto). O también:
Aquellos seres posibles cuyos límites ahora son comunes. Es una de las especies del cuanto. En
efecto: o el cuanto no tiene división interna, y es continuo en tal caso; o son ya muchos seres
cuyos extremos se tocan, y tenemos el contiguo, o mejor, los contiguos; o, finalmente, son muchos
seres y distan sus extremos: son los separados, o distantes.
5. "Cuerpo matemático": Es decir, el cuerpo en cuanto concebido abstractamente, y
prescindiendo de todo menos de la cuantidad, en el caso, extensión. Por tanto, no se da en la reali-
dad en esa forma: que sea pura extensión; pero sí se puede concebir, prescindiendo de todo lo demás.
6. "Constitutivos": Puesto que el cuanto es divisible, al dividirse resultan seres que antes lo
formaban. A tales seres les llamamos constitutivos, ya que lo constituyen, lo integran.
7. "Exige": Es decir: por necesidad de la esencia de ese cuerpo matemático, y por tanto, por una
necesidad tal que aun para concebirlo se requiere que sean los constitutivos cuales se dice
enseguida.
8. "Divisibles sin fin": Divisible es lo que puede dividirse, y aquí nos referimos a la divisibilidad
mecánica, es decir, según la extensión, no según la esencia como en alma y cuerpo, ni según otra
alguna forma de divisibilidad. De suerte que afirmar que son divisibles sin fin equivale a decir
que nunca se llega, a fuerza de dividir, a un ser que ya no pueda dividirse, a un ser indivisible. Ahora
bien, hay tres clases de indivisibles: I1*: Aparentemente indivisibles: seres que aunque en sí sean
divisibles, son tan pequeños que para nosotros aparecen como indivisibles. 2 9: Físicamente
indivisibles: Prescindiendo de la apariencia en éstos lo que se afirma es la falta de medios üsicos para
dividirlos. Así se consideraba el núcleo del átomo, y antes al á-tomo mismo, como su nombre lo
indica. Finalmente, y son los que nos importan: 3': Absolutamente indivisibles: Los seres que en
ninguna hipótesis se pueden dividir, y para ello, lo que se tiene que ver implicado: no tienen
extensión. En efecto: si la tuvieran, al menos Dios podría tomar menos extensión de otra mayor, en lo
cual consiste la división. Por tanto, si repugna la división en toda hipótesis (aun para Dios) tiene que
ser porque no hay extensión. Así pues, absolutamente indivisible será el ser que carezca de
extensión. Y es lo que afirmamos: que el continuo matemático no está formado de tales seres
indivisibles, sino que al dividirlo nunca se llega a agotar la división, porque siempre serán divisibles.
9. "Ser": Esto es, la misma cosa, cualquiera que ella hubiera de ser, si se considerara verificada. Por
ejemplo: oro, plata, etc. La sustancia misma ya estaría en el continuo. Aquí será la misma extensión,
la cuantidad, aquello de que estén hechas las partes, los seres que al dividir al primero resultan.
10. "Posibles límites": Con esto afirmamos que todavía no están hechos, fijados, trazados en la
realidad dichos límites. Por límite se entiende el final, el acabarse de la cosa, y más allá de lo cual ya
no hay nada de tal cosa.
Precisando el problema:
1. Como los contiguos y los distantes no son sino conglomerados de continuos, sólo del continuo
tratamos al hablar de la cuantidad. También porque la división de los contiguos y distantes no ofrece
dificultad. En cambio la del continuo implica el problema indicado más arriba, al final de la
"conexión".
2. La pregunta es ésta: ¿Al dividir el continuo se llega a agotar la divisibilidad? ¿los elementos de
que consta en último término son indivisibles? ¿o puede continuarse indefinidamente la división, sin
que jamás se le ponga f i n ? Al preguntar, pues, si el continuo (cuanto, por tanto divisible, no
dividido internamen te) está formado por indivisibles en último término, los indivisibles de que se
trata son los "absolutamente indivisibles". Nada importa, pues, que se llegue a topar uno con que ya
llegó a seres "aparentemente o físicamente indivisibles", lo cual puede darse, o aun se da de hecho.
La cuestión es: ¿se forma de seres absolutamente indivisibles, y, como dijimos en los "términos,
n. 8", inextensos?
3. La respuesta es: al dividirse el continuo, nunca se llega a agotar la divisibilidad del continuo;
nunca se llega al fin, sino que se prolongará la división cuanto se quiera, resultarán partes cada
vez menores; pero nunca indivisibles, nunca inextensas.
4. Es de advertirse que aquí se trata del continuo matemático directamente. Pero como se explora
la esencia misma del continuo, si llega a verificarse el continuo en la realidad, también ahí tendrá
que ser así: que al dividirlo no pueda llegarse a agotar la extensión. La dificultad que se originaría
por falta de medios para hacer división para dividir seres más y más pequeños, es dificultad para
nosotros; pero no de la esencia del ser. La única cosa que lo haría imposible de dividirse, como
dijimos, es que no tuviera extensión. Eso es problema de la realidad concreta que ahora no
examinamos. Ahora sólo tratamos de la abstracción matemática, en ese sentido no hay quien no la
admita como extensa, aunque algunos pretenden construirla con indivisibles.
Posiciones diversas:
N. B.: No lo son algunos a quienes falsamente se atribuye lo contrario, como Leibniz, Kant,
Lechelier, Boscovich, Bayma, Palmieri, y en la antigüedad Zenón de Eleata (rechazaba la
divisibilidad, no la extensión del cuerpo, y negaba el movimiento.
Lo refuta Aristóteles, Physica 5, 2 y 9).
Son: Probablemente al menos, los Pitagóricos y algunos Escolásticos como Lugo, Arriaga, Oviedo,
Ulloa, Lossada y Mayr: los sólidos constan de superficies, éstas de líneas, y éstas de puntos.
2. Gutberlet y Lepidi: son infinitamente pequeñas las partes últimas, luego tienen que ser
indivisibles, si no, habría otro límite menor, no sería infinitamente pequeño el anterior. Luego ya
no tienen que tener partes fuera de otras partes.
Demostración:
Parte I: El continuo consta no de indivisibles, sino de divisibles sin fin:
Argumento: El continuo es extenso. Es así que el extenso no puede constar de indivisibles, sino
debe formarse por divisibles. Luego así está formado.
Pruebo la mayor: El continuo es una especie del cuanto (cfr. términos n. 4). Es así que el cuanto es
extenso. Lo pruebo: El cuanto es el ser divisible en sus componentes. Es así que para que sea
divisible tiene que ser extenso, ya que la división consiste precisamente en tomar una extensión
menor de otra mayor. Luego para que sea divisible tiene que ser extenso.,
Pruebo la menor: El extenso no puede formarse de inextensos: 1) ningún ser da lo que no tiene ni
inicialmente, y el inextenso ni inicialmente tiene extensión: su noción es precisamente la de un ser
que carece, que niega la extensión. 2) si constara de seres inextensos, ellos se encontrarían o separados,
o yuxtapuestos, o sobrepuestos. Si lo primero o lo segundo, no darían continuidad, sino contigüidad
o aun separación; si lo tercero, no pueden extenderse seres inextensos sobrepuestos.
Parte II: La entidad de tales seres futuros no tiene límites actualmente :
Argumento: Si los tuviera formarían partes que estarían o en numeró definido, o indefinido, o
infinito. Es así que ninguno de los tres casos es admisible. Luego no hay límites actuales.
Pruebo la menor: 1) No en número definido: porque se agotaría la división, contra lo ya
demostrado en la primera parte. 2) No indefinido: porque lo que es actual no puede ser indefinido.
Así, sería un número determinado de partes, si hay límites. 3) No infinito: porque sería multitud
actual infinita, la cual repugna. Se hace ver esto último: De esa multitud puedo quitar, o a ella
puedo añadir una unidad más. Lo que queda es limitado o ilimitado. Si lo primero, el infinito
estaría compuesto de suma de muchos seres limitados. • Si lo segundo, o sea, si queda un infinito,
tendremos que el primero, era infinito y mayor que este otro infinito que me quedó. Un infinito
mayor que otro in finito, pone de manifiesto los límites de este otro infinito; es decir: es contra el
concepto mismo de infinito (sin límite). Así pues, no se pueden admitir los límites en el continuo
en ningún número ni finito, ni infinito. Luego simplemente no hay límites internos en el
continuo; no hay, pues, partes.
Deducción: Qué es "parte":
Respecto de si están las partes actualmente o no, la raíz de la dificultad está, en gran modo, en la
definición que haya de darse de "parte". Si ha de ser: "entidad menor que el todo, y ceñida por
sus propios límites", como no hay límites (según lo acabamos de hacer ver) no habrá partes
actualmente. Si, en cambio, basta decir: "entidad menor que el todo, y que puede separarse de él, o
al menos se distingue realmente del mismo", entonces, sí había partes actuales en él. En efecto:
ya existían con su propia entidad, pues si no tuvieran entidad propia, nunca podrían existir
separadas, como de hecho existen, una vez que se separan.
Parece que sí debe incluirse en la definición de parte la noción de límite, en esta materia. Si bien,
basta al menos la designación mental de los mismos, ya que decimos la parte derecha, izquierda,
superior, inferior, y no las extendemos más allá de cierta medida. Pero como no están partes
hechas, límites designados, no hay partes en el continuo. Cuando se separan, tampoco son partes,
sino en cuanto que dicen cierta relación previa al todo. Ahora ya son "esto y uno". Por ello, mejor
sería decir que son muchos "seres o entidades", que no partes en potencia.
La Antropología filosófica es la rama de la filosofía que estudia el ser humano como tal. El objetivo de esta
ciencia consiste, pues, en develar las características universales del ser humano, aquello que constituye a
todo hombre por el hecho de serlo.
En cambio, la Antropología social (también llamada Cultural o Antropología, a secas) es una ciencia que
investiga las características concretas del ser humano tal como se manifiestan en alguna zona
determinada del planeta. Su estudio es muy interesante y útil, dado que descubre la inmensa variedad
de costumbres, culturas, sistemas morales, sistemas de gobierno, formas de trabajo, instituciones, etc.,
que el hombre ha realizado en diferentes épocas y regiones del mundo. Los dos tipos de antropología
mencionados tienen su propio método y sus propios méritos, alcances y limitaciones, de tal manera
que una no tendría por qué criticar, rechazar u obstaculizar los puntos de vista y los avances de la otra.
Lo único verdaderamente criticable sería el rechazo de la perspectiva ajena a la propia, como si fueran
opuestas y excluyentes.
En los tiempos antiguos y en la edad media no existía un tratado explícito titulado Antropología,
aun cuando todos los filósofos explicaban su propia idea acerca de lo que consideraban la esencia
del ser humano. A lo sumo se hablaba de una Psicología Racional, que tiene sus orígenes en los
tratados "De Ánima", de Aristóteles. En el siglo XX, gracias a las aportaciones de los filó sofos
existencialistas (Sartre, Marcel, Heidegger y Jaspers), el estudio de lo que constituye el fondo del
ser humano ha cobrado un auge inusitado. Ahora se puede considerar que la Antropología
filosófica es el tema preferido en la atención de los amantes de la filosofía.
Debo advertir que algunos conceptos propios de la Antropología filosófica, como la libertad, los
valores, el conocimiento, el amor, la felicidad y la religiosidad, debido a su capital relevancia en el terreno
filosófico, serán tratados en capítulos especiales. En el presente capítulo nos concretaremos, casi
exclusivamente, al estudio de la persona humana. .
Véase en mi Introducción a la Antropología filosófica, Editorial Esfinge, un estudio más completo acerca de las características
universales del ser humano. En las primeras páginas de dicho libro se puede captar mejor la diferencia con la Antropología
cultural o social. El objeto material de nuestra ciencia es el hombre; su objeto formal es el ser del hombre, es decir, su esencia y
su existencia.
2. Yo PROFUNDO Y YO EMPÍRICO.—Es importante saber distinguir el yo profundo del empírico. Este último
es visible, tangible, captable por medio de los sentidos. Cuando nos vemos en el espejo y señalamos
nuestra propia figura diciendo "ése soy yo", lo que estamos detectando es el yo empírico. En cambio,
el yo profundo es invisible, sólo se capta por medio de un conocimiento suprasensible. Aquí daremos
los conceptos que explican en qué consiste el yo profundo. Pero, indudablemente, es superior el
conocimiento holístico que capta ese yo profundo sin estructuras culturales. Recuérdese lo dicho
acerca de la experiencia trascendental.
En el yo profundo residen la libertad, la moralidad, la voluntad y la conciencia de una persona. El yo
profundo es el que elige, percibe y juzga, el que opta por los valores. El yo profundo es el estrato
interior de nuestro propio ser y gracias al cual permanecemos idénticos a nosotros mismos a través del
tiempo, a pesar de todos los cambios sufridos. Debido a esto, podemos decir que el yo profundo
es un elemento sustancial de nuestro ser, mientras que el yo empírico alberga los elementos mutables
o de orden accidental.
El yo profundo coincide, según veremos, con nuestra calidad de persona; también con nuestro
núcleo de identidad personal. El yo profundo es ese mismo núcleo personal en tanto que es el sujeto y
la causa de nuestros actos humanos.
En el capítulo dedicado a la bondad vamos a estudiar la diferencia entre actos humanos y actos del
hombre. Los primeros son ejecutados por un individuo con plena conciencia y libertad, mientras que
los segundos son ejecutados por el mismo individuo, pero en forma automática, semiinconsciente, de tal
manera que apenas interviene la conciencia y la libertad. Diremos entonces que no es el yo profundo
el que está actuando, sino tan sólo un organismo condicionado por mecanismos e instintos de orden
vegetativo y animal. Como puede inferirse, el valor moral de una conducta sólo se adquiere cuando
es ejecutada por el yo profundo.
La enseñanza pedagógica de estas ideas acerca del yo profundo es de capital importancia. Podemos
asentar, en general, que cierto porcentaje de individuos actúa ordinariamente desde su periferia, es decir,
en completa alienación respecto a su yo profundo. Su conducta es mecánica, predecible, prácticamente
inconsciente, y por tanto, ausente de méritos (y quizá también ausente de culpa). No debería extrañar,
pues, que se dé una enorme cantidad de actos reprochables, insuficientes, egoístas y carentes de valor
moral. Muchas acciones normalmente condenables, no son más que la consecuencia de los
mecanicismos y las pautas de conducta que arrastran a la gente a niveles inferiores de conducta, y
que todavía no merecen el nombre de actos humanos. Muchos actos juzgados como inmorales han sido
ejecutados debido a la oscuridad del inconsciente, a la pesadez de los condicionamientos y a la presión
del castigo social.
La evolución del ser humano a través de los siglos pasa por estas etapas de escaso valor propiamente
humano. Por fortunada se puede constatar la presencia de muchas personas que han tomado a su
cargo una existencia auténtica, pictórica de valores, en donde la libertad, la responsabilidad, la
comunicación abierta con sus semejantes, el respeto, el amor y el trabajo creativo y productivo forman
parte esencial de su vida. Estos individuos actúan desde su yo profundo, (aunque no necesariamente
todo el tiempo), son conscientes de los valores humanos y se realizan con eficacia en algún terreno de la
cultura (ciencia, arte, religión y política).
El descubrimiento del yo profundo y de la acción a partir de ese estrato interior sería el camino real de
todo aquel que pretenda una existencia auténticamente humana. El obstáculo número uno dentro de este
camino de maduración está representado por el narcisismo y el egocentrismo que se derivan de la
exclusiva y excesiva atención a los estratos periféricos de la personalidad (tan fomentada por los
medios masivos de comunicación) con olvido casi total de este núcleo interno de la persona. El estudio
de la filosofía puede ser el medio para iniciar el descubrimiento y el aprecio del yo profundo, que
coincide con nuestra calidad de persona.
En mis libros anteriores (Introducción a la Antropología filosófica, Psicología, Persona y Felicidad) introduzco las siglas NIP
para mencionar el núcleo de identidad personal, que constituye el estrato más profundo de un individuo y que coincide con su
calidad de sujeto, de yo profundo y de persona.
3. PERSONA HUMANA.—Lo más característico y valioso en todo individuo es su calidad de persona. Esta
palabra ha tenido varios significados. Tomando en cuenta algunas ideas de la filosofía tradicional,
podemos sustentar la siguiente definición: Persona es la sustancia que otorga unidad y conciencia a un
individuo. En otras palabras, persona es lo mismo que sustancia pensante. Coincide también con el yo
profundo.
Con la palabra sustancia debemos entender aquello que constituye la esencia fundamental de algo y que
permanece inmutable a pesar de los cambios que se producen a lo largo del tiempo. Las características
que cambian son los accidentes. El término sustancia queda así justificado: es la base estable en la cual se
apoyan todos los demás elementos transitorios de un ente. En un ser humano podemos considerar,
pues, su sustancia y sus accidentes. La sustancia de un individuo es su persona, y sus accidentes son
todos aquellos elementos que cambian a lo largo de la vida (dimensiones, virtudes, conocimientos,
rasgos físicos) y que constiluyen lo que vamos a llamar personalidad, en contraste con la persona.
Conviene subrayar que sustancia en filosofía no significa lo mismo que en física o en el lenguaje común y
corriente. Las raíces de la palabra nos hacen pensar en una especie de plataforma, sea material o
espiritual, en donde se apoyan todos los demás elementos transitorios (los accidentes) de un ente.
Esto se puede expresar gráficamente por medio de dos círculos concéntricos. El interior es la persona, el
núcleo de un individuo. El exterior es una especie de corona o periferia; es la personalidad o el modo
como se manifiesta la persona. Debido a esta posición central de la persona respecto a la personalidad,
bien podemos llamar a la primera "núcleo de identidad personal". En efecto, lo que caracteriza a un
individuo como tal es su propia persona, no sus accidentes, que pueden cambiar. Lo que coloca a un
individuo en el nivel de ser humano es su calidad de persona.
Debido a que los rasgos de la persona son invisibles y, en cambio, los rasgos de la personalidad suelen
ser visibles y notorios, la gente se deja deslumbrar por estos últimos y olvida con facilidad la calidad de
persona de un individuo.
Tomemos en cuenta que en otros contextos la palabra persona se ha utilizado con significados diferentes. (En Derecho, por
ejemplo, se habla de persona física y persona moral.) También se ha utilizado para designar la máscara con la que un individuo
se presenta ante los demás. Este significado está basado en la etimología de la palabra: per-sonare. Se refiere a la máscara que
usaban los actores del teatro antiguo en el momento de representar a su personaje. Este significado (utilizado sobre todo en la
psicología de Cari Jung) difiere notablemente respecto al sentido filosófico que estamos empleando en este libro.
Si analizamos ese substratum profundo del individuo, podemos encontrar, por lo menos, tres
características importantes de todo ser humano: su dignidad fundamental, su conciencia y su voluntad
(que conlleva la libertad, como veremos en un capítulo posterior).
En primer lugar, el valor más importante de un individuo, su dignidad como hombre, no está en sus
accidentes, que son efímeros, sino en su ser sustancial, que es lo que identifica al individuo a lo largo de
todo su desarrollo en la vida. Esto de ninguna manera significa un rechazo o una denigración de los
valores propios de los accidentes. Sin embargo, insistimos, el centro de gravedad de los valores humanos
no reside en la periferia, sino en el núcleo íntimo que constituye a la persona. No es de extrañar el
desequilibrio tan frecuente que se detecta en las gentes debido a su ignorancia respecto al valor íntimo
que conllevan en su propia persona.
Las cualidades de la personalidad son visibles y han sido el objeto propio de todas las culturas, desde la
tragedia griega hasta la televisión. El aprecio pleno de la calidad de persona marca una etapa especial
en la vida, el desarrollo y la maduración de un individuo. Este conocimiento de la propia calidad de
persona es lo que hemos llamado experiencia trascendental.
En segundo lugar, se trata de una sustancia consciente. Gracias a la conciencia, el ser humano toma
contacto cognoscitivo con los entes que lo rodean. Este tema ha sido tratado en los tres capítulos
anteriores, que se refieren al tema del conocimiento.
Y por fin, en tercer lugar, en la persona encontramos la voluntad, gracias a la cual el hombre toma
decisiones y se autodetermina en cierta dirección. Esta autodeterminación en función de valores es
lo que llamaremos libertad, cuya explicación será el tema de un capítulo posterior.
En la periferia (o personalidad), se encuentran las demás cualidades de un individuo que pueden
cambiar a lo largo del tiempo, como sus dimensiones físicas, el tono de su voz, conocimientos,
habilidades, el grado de su inteligencia, etc. Estas cualidades son valiosas, indudablemente, pero ocupan
una jerarquía de segundo orden en comparación con la dignidad de ese núcleo central que llamamos
persona. La falta de contacto, reconocimiento y aprecio de este núcleo personal, junto al apoyo
excesivo en las cualidades de la periferia, suele traer problemas emocionales que la Psicología se ha
encargado de detectar.
Existe, pues, un paralelismo de cuatro términos opuestos. Por un lado están los conceptos de persona, sustancia, plano del ser y
yo profundo. En el polo opuesto hemos considerado, respectivamente, los términos: personalidad, accidente, plano del tener y
yo empírico.
4. EL ALMA HUMANA.—De acuerdo con la teoría aristotélica, el alma es el principio vital de un cuerpo, es
decir, aquello por lo cual un ente tiene vida. Existen, por tanto, tres tipos de alma: vegetal, animal y
racional, que correspoden a los tres reinos superiores a los simples minerales y demás objetos
materiales.
También se ha definido este concepto como: la forma del cuerpo viviente. Forma significa estructura
que proporciona unidad a un conjunto de elementos materiales. En el hombre habría que considerar su
materia y su forma. La materia es el cuerpo, y la forma es el alma. Esta doctrina acerca de la polaridad
entre materia y forma constituye el núcleo de una famosa doctrina aristotélica denominada hilemorfismo.
A partir de este dualismo de materia y forma surge el problema de la relación e integración de ambos
polos. Platón considera al cuerpo como una cárcel (o tumba) para el alma. En cambio, Aristóteles
habla de una unidad sustancial de materia y forma, con lo cual se rechaza la idea pesimista de Platón;
pero al mismo tiempo surge la dificultad para explicar la inmortalidad del alma, pues parecería que
sólo hay alma en tanto que el cuerpo está organizado, esto es, tiene vida. En el siglo xm, Sto. Tomás de
Aquino propone algunos puntos de solución a este debatido tema: el alma no preexiste al cuerpo; sin
embargo, subsiste después de la muerte; el alma humana es inmortal. Desde entonces, la filosofía
tradicional ha defendido tres propiedades del alma humana: la unidad, la espiritualidad y la in-
mortalidad. Ahora, dentro del ambiente materialista que nos circunda, se considera con frecuencia que
el espíritu es un epifenómeno del cuerpo, es decir, los fenómenos espirituales del hombre, como la
inteligencia y la voluntad, resultan de un funcionamiento especialmente organizado del sistema
nervioso. En esta postura, la materia tiene primacía, y es la que produce, con su funcionamiento superior,
todo aquello que la gente llama espíritu, como el pensamiento, la cultura, los valores.
En contraposición al materialismo, el idealismo sostiene la primacía del espíritu, que produce las
manifestaciones materiales que captamos con los sentidos. Una tercera postura sintetizadora pretende
equilibrar los dos extremos anteriores y sostiene que se da una influencia mutua entre los dos principios,
material y espiritual, sin que ninguno tenga prioridad. Platón llegó a sostener la teoría de la transmigración
de las almas, según la cual el alma sobrevive a la muerte del cuerpo y pasa a ocupar otro organismo.
Según el grado de virtud en la vida de un individuo, así será el nuevo organismo que ocupe esa alma en su
nueva reencarnación.
Hoy día, muchos intelectuales prefieren evitar el uso de la palabra alma. Hasta la psicología (cuya raíz
etimológica significa tratado del alma) se ha estructurado sin mencionar dicho concepto.
Es famosa la distinción cartesiana entre res extensa y res cogitans. El dualismo de Descartes no coincide con la polaridad de
cuerpo y alma de la filosofía tradicional. Mientras que el cuerpo y el alma forman una sola sustancia, la distinción cartesiana
considera al hombre formado por dos sustancias.
De mi parte, prefiero referirme al núcleo de identidad personal, NIP, y a la calidad de persona como el
substratum esencial, profundo y auténtico que constituye a cada individuo y lo coloca en el rango de ser
humano.
La idea más generalizada acerca de la dignidad humana suele contener algunas distorsiones: la mayor
parte de la gente, debido a la situación cultural que vivimos en la actualidad, exagera ciertas
cualidades de orden secundario y periférico, y olvida otras que verdaderamente constituyen el valor
fundamental de un hombre.
Para entender esto, adviértase la diferencia explicada entre persona y personalidad. La persona es la
sustancia que constituye al yo, es el núcleo interno en donde reside el carácter propiamente humano.
En cambio, la personalidad es el conjunto de cualidades que se adquieren a lo largo de la vida. Allí
reside el grado de inteligencia, el grado de belleza, las virtudes, los conocimientos, las destrezas de todo
orden, y también, los contenidos del inconsciente y las cualidades del estatus social. La personalidad se
puede comparar con un círculo externo o una corona que rodea al núcleo interno. Se trata de cualidades
accidentales, es decir, pueden estar o no estar en un individuo determinado. En cambio, lo que es propio
del ser humano es su círculo interior, su calidad de persona. En esto reside propiamente la dignidad
humana, lo que nos eleva por encima de todos los demás seres del universo.
La dignidad de un hombre está, pues, en su calidad de persona, que ya hemos descrito en función de
algunas cualidades, como la conciencia, la voluntad y la libertad. Gran parte del sufrimiento humano
se debe a ese desequilibrio que vive mucha gente cuando considera que su principal valor, su
dignidad, está en las cualidades de su personalidad y olvida por completo el valor de su persona. Se
dice entonces que está identificado con sus cualidades accidentales y vive alienado respecto a su calidad
de persona.
La cultura y la civilización de cada época se caracterizan, entre otras cosas, porque enfatizan diversos
valores de la personalidad. En el siglo pasado era usual batirse en duelo por una ofensa que ahora se
considera irrisoria. Ciertas culturas actuales no permiten "por dignidad" que el novio visite a la novia
en el interior de su casa; debe quedarse fuera y retirarse cada vez que llega un familiar. La dignidad de
ciertas personas no les permite pronunciar algunas palabras que consideran obscenas. Muchos castigos,
guerras, venganzas y humillaciones tienen su explicación en un supuesto intento de salvar la propia
dignidad humana. La dignidad de ciertos políticos los obliga a retirarse de un recinto cuando su
propuesta no tiene eco entre los demás.
El sentido del humor, en cambio, es la cualidad de un individuo que sabe tomar en su correcto valor las
cualidades que otros consideran intocables y altamente respetables. Saber burlarse de esa actitud
distorsionante respecto a los valores de la personalidad es lo que le da, al que tiene sentido del humor,
ese nivel de libertad, alegría y superioridad que lo caracteriza.
Con razón se ha utilizado la expresión "tomar las cosas con filosofía". En nuestro contexto actual esa
expresión quiere decir: saber apreciar en su justo valor aquellas circunstancias y eventos que
generalmente se toman con un peso y valor exageradamente negativo.
6. DINAMISMO HUMANO.—Una de las más importantes propiedades del núcleo de identidad personal es su
dinamismo. El ser humano no es estático; el verbo ser es un puro dinamismo o energía. Ahora bien, este
dinamismo se expresa como una tendencia al crecimiento, a la expansión; es un movimiento centrífugo
que se vuelca sobre las demás cosas y personas. Por esta razón, el dinamismo humano puede llamarse
intencionalidad ontológica.
La palabra intencionalidad no tiene que ver aquí con buenas o malas intenciones, sino con la raíz
etimológica: inténdere, que significa tender-hacia. Se llama ontológica porque pertenece al plano del ser.
Este dinamismo del ser humano puede imaginarse como una flecha que surge del núcleo de identidad
personal y se externa en una especie de búsqueda de un objeto. De varias maneras concretas podemos
detectar este dinamismo humano en la vida de una persona:
a) El dinamismo o intencionalidad puede expresarse como atención a un objeto. Tanto los sentidos como
la inteligencia están volcados hacia el exterior, captando, descubriendo, analizando. La curiosidad de los
niños y el afán investigador de un adulto son los mejores ejemplos de este dinamismo humano que se
vuelca a través de las facultades cognoscitivas.
b) El dinamismo se revela también como una búsqueda de valores que de alguna manera complementan
y satisfacen al propio ser. El valor quedará definido posteriormente como aquello que complementa al
ser humano.
El hombre busca naturalmente en los objetos valiosos algo que satisfaga su tendencia al crecimiento.
El alimento, el juguete, las personas que lo quieren, y todo aquello que de alguna manera contribuye al
crecimiento de una persona, son objetos del acto de querer, propio de la intencionalidad ontológica de
todo ser humano.
c) El acto de cuidar a las cosas y a las personas es otro modo de manifestar el dinamismo humano. De
la misma manera que el pastor cuida a sus ovejas, el hombre cuida todo aquello que de alguna manera
le pertenece. Ese cuidado (Sor-ge en alemán) es en beneficio, ya no tanto del propio sujeto, sino del
objeto que recibe esa atención.
El hombre sale de sí mismo y atiende a las cosas, se vuelca hacia ellas, las cuida y las preserva de
algún posible daño. Este es el inicio del amor, que describiremos a continuación.
d) El amor, en su nivel más auténtico, consiste en querer el bien de la otra persona. He aquí la
manifestación más importante del dinamismo humano. Más adelante describiremos con mayor detalle
los diferentes niveles del amor; su significado más amplio es unión y armonía. El dinamismo humano
busca, en el fondo, la unidad y la armonía con las demás personas y cosas.
Freud ha analizado con detalle el fenómeno de la represión humana. El Ello o libido ha sufrido serios obstáculos para expandirse
y realizarse. Uno de los causantes de esa represión es el Su-per yo. Dos efectos se pueden detectar a partir de dicha represión:
por un lado la neurosis, y por otro, la canalización de la energía humana hacia la creación de la cultura. Según Freud, la cultura
es el resultado de una orientación (o sublimación) de las energías reprimidas hacia los terrenos propios del arte, la ciencia, la
filosofía y la religión. El precio que la humanidad ha pagado por el avance en la cultura es la neurosis. Por otro lado, Cari
Rogers ha enfatizado la bondad natural de la energía humana.
El fenómeno de la prohibición y de la manipulación a que se ha visto sometida es el causan- 1 te de una actitud inhibida, desconfiada
y carente de iniciativa y de responsabilidad. Para Rogers, el papel de la educación y de la psicoterapia consiste en restituir en la
persona humana ese poder de crecimiento y de expansión que naturalmente posee el dinamismo humano y que, por una fatal es-
trategia de la cultura actual (y de todos los tiempos) ha sido reprimido y devalorizado desde que el niño empieza a juguetear, a mostrar
curiosidad y ha pretendido abandonar los estrechos límites impuestos por sus padres y por la cultura en general.
7. EL HECHO DE EXISTIR.—De acuerdo con lo anterior, el hombre está siempre orientado hacia el exterior,
está tendido, lanzado, proyectado, arrojado, hacia su entorno. Por naturaleza propia, el hombre busca
objetos que le ayudan a realizar su tendencia fundamental, que es la expansión de su propio ser.
Esta característica humana se da también en las personas introvertidas, sólo que el campo preferido
para su expansión no es el mundo externo, sino su propia dimensión interior.
Ahora bien, lo que estamos detectando no es una simple cualidad seleccionada entre varias de la misma
especie. La tendencia al crecimiento y a la búsqueda de objetos que ayuden a dicho crecimiento es
precisamente la realización del propio ser o existir.
Existir, de acuerdo con la etimología que dan algunos autores, es lo mismo que exsistere, es decir,
estar fuera de sí mismo, lo cual coincide completamente con el símbolo de la flecha surgida en el núcleo
interno. Lo propio, lo característico de la existencia humana reside en el hecho de estar apuntando siempre
hacia otros objetos, para crecer, para desarrollarse, para realizar el propio ser.
Por otro lado, la palabra ser, de acuerdo con los existencialistas contemporáneos, es un verbo transitivo,
es decir, su acción pasa a otros objetos. Ser significa estar presente-a, incluirse de alguna manera en otra
cosa. Ser es salir de la nada para involucrarse en el mundo, en las cosas. Existir es participar del ser.
Existir es lo mismo que estar en búsqueda de crecimiento, de objetos para unirse y desarrollarse.
Ser es un verbo y, por lo tanto, implica un dinamismo. El ser humano es el dinamismo con el cual se
involucra en un mundo y tiende siempre a la búsqueda de seres que lo complementan. Da la impresión
de que la insatisfacción mayor del hombre es su propia finitud, su limitación, su pequeñez. En
contraposición, el hombre posee, como por instinto, la tendencia fundamental al crecimiento, y de
aquí su apertura, su búsqueda, su dinamismo y su crecimiento.
Ahora bien, este dinamismo humano se expresa como un crecimiento que busca la unidad, la síntesis,
el acoplamiento con otros seres dentro de una estructura superior. De acuerdo con una famosa idea
propuesta por Fierre Teilhard de Chardin, todos los seres del universo buscan una síntesis (principio de
complejidad creciente) en la cual se crea una estructura superior que unifica y coordina los elementos que
allí ingresan. Así es como se explica la evolución de los seres vivientes. En el hombre, esta tendencia
queda reflejada principalmente en el acto de amar.
Podemos, pues, concluir, diciendo que el ser humano es un centro de energía, es puro dinamismo, que
busca expansión, crecimiento, desarrollo, síntesis. Busca otros seres, pero no sólo para satisfacer sus
instintos biológicos o psicológicos, sino también para realizar una estructura superior, un ser que unifique
y armonice a los seres humanos desde una perspectiva diferente a la simple unión carnal o a la
asociación manipuladora que rebaja al otro al nivel de cosa.
De acuerdo con Martin Heidegger, "la esencia del Dasein (ser humano) es la existencia". Este modo de conceptualizar el asunto
trae confusiones con la estructuración propia de la filosofía tradicional; sin embargo, la idea podría expresarse en términos
congruentes con este sistema: Un ente tiene esencia y existencia; en la esencia están las características que hemos explicado más
arriba; la existencia es el acto de ser ejercido por esa esencia.
8. ALGUNAS TEORÍAS SOBRE EL DINAMISMO HUMANO.—El dinamismo que hemos explicado en estas páginas ha
sido expuesto a lo largo de la historia de la filosofía con varios nombres. Nietzsche lo llamó "lo
dionisíaco". Freud habló de las fuerzas del Ello o libido; Platón, de una fuerza hacia el Bien que es el
Eros. En el fondo, estas posturas coinciden al postular un dinamismo inherente, necesario, esencial, en
el ser humano.
Lo dionisíaco según Nietzsche se opone a lo apolíneo. Mientras que lo dionisíaco es semejante a la fuerza
de un volcán en erupción, lo apolíneo es la serenidad horizontal de una piscina en calma. Lo racional
está representado en lo apolíneo. En cambio, lo dionisíaco es lo turbulento. Las estatuas griegas
clásicas representan esa paz y serenidad apolínea. Apolo era el dios de la luz y de la razón. La tragedia
griega representa la turbulencia. Dionisos es el dios del vino y corresponde a Baco en la mitología
latina. Según Nietzsche, en la historia de la cultura, los científicos y demás pensadores se han inclinado
por el racionalismo, a favor de Apolo, cuando lo cierto es que Dionisos es el verdadero autor y pro-
motor de la evolución, el desarrollo y la valía del género humano.
Según Freud, el Ello es la fuerza de los instintos, entre los cuales se encuentra, en primer lugar, el
sexual. Los conflictos humanos surgen por la oposición entre el Ello y el Super yo. Este es el conjunto
de normas introyectadas en el inconsciente del niño a partir de los mandatos de los padres. Dichas
normas repre-sentan las estructuras sociales que se heredan de generación en generación. El Ello es
la fuerza o dinamismo que logra la evolución, el cambio, la creatividad, el hallazgo de nuevos valores.
Platón habló acerca del Eros. Cada persona posee una energía que lo impulsa a la consecución del Bien.
La vida humana es la historia del ascenso del hombre a la perfección y pureza de la Ideal del Bien.
Mientras que el cuerpo es una cárcel para el alma, el Eros es la fuerza que logra el acercamiento a la
perfección. También se ha traducido Eros como Amor. El amor sería, dentro de esta concepción, la fuerza
que tiende a unirnos con el Bien.
Desde el punto de vista de la Pedagogía contemporánea, este dinamismo interno del hombre es esencial para explicar las
motivaciones de una persona. El hombre está inclinado, por propia naturaleza, hacia los valores. Por lo tanto, lo que motiva a
una persona es el atractivo de un valor que se presenta como tal, en conjunción con la inclinación o dinamismo que por propia
naturaleza tiene todo hombre hacia los valores. El papel del profesor es, pues, presentar los valores superiores, inherentes a su
especialidad, ante la consideración de los educandos. Cuando las instituciones educativas se quejan porque los alumnos no están
motivados para estudiar las materias que se imparten, lo que sucede es que no se han sabido presentar los valores intrínsecos a
dichas materias.
Desgraciadamente el profesor suele estar incapacitado para competir con el cine, el teatro, la televisión y la prensa. En mi
libro Introducción a la Pedagogía Existencial, explico el dinamismo humano con el nombre de intencionalidad ontológica. La
palabra intencionalidad viene del latín intendere, que significa "estar tendido hacia". La idea es, pues, la misma: el ser
humano posee por naturaleza, una tendencia o dinamismo que lo lanza al crecimiento, al desarrollo y, por ende, a la síntesis
con otros objetos o personas. He aquí el origen de la motivación de la conducta humana.
Se pueden ampliar provechosamente estos temas en: K. T. Gallagher, La filosofía de Gabriel Marcel.
10. INCONSCIENTE.—Después de las aportaciones de Freud a principios del siglo xx, ya no es posible
prescindir de la influencia de sus ideas en un contexto an-tropológico. Su concepto más importante es, sin
duda, el inconsciente. De acuerdo con este autor, el inconsciente es un elemento capital en la
personalidad de todo individuo, pues gracias a él es posible explicar la motivación de muchos actos que
anteriormente parecían inexplicables, como los actos fallidos (decir una palabra por otra), los sueños, y
algunos patrones de conducta, fijos y severos.
El inconsciente es el conjunto de ideas, imágenes, valores, normas, tendencias y patrones de conducta
que permanecen grabados en un individuo sin que llegue a tomar conciencia de ello, pero que no dejan
de influir en la conducta del mismo. Generalmente estos contenidos se han alojado en el inconsciente a
partir de un trauma de la infancia, que es una experiencia asociada con violencia, sufrimiento y represión.
El inconsciente ofrece una típica resistencia para emerger voluntariamente a la conciencia de un
individuo. El psicoanálisis freudiano es el método que intenta develar estos elementos del inconsciente
con el objeto de suprimir o disminuir sus efectos nocivos. Así, por ejemplo, una persona siente aversión a
todo espectáculo donde haya sangre, hasta el grado de tener que abandonar su carrera de medicina. El
psicoanálisis se encarga de revelar a esta persona el origen y la causa de tan fuerte aversión. (Véanse
mayores datos en mi Psicología, capítulos 3, 12 y 13.)
Desde el punto de vista filosófico es importante esclarecer cuál es el sitio que le corresponde al
inconsciente en la estructura de la personalidad. Indudablemente, no coincide con el núcleo de
identidad personal, que se ha definido como sustancia consciente. Los contenidos del inconsciente
pertenecen al plano del tener, que es accidental. En efecto, se trata de elementos que se adquieren
principalmente durante la infancia y que, además, es posible desalojarlos del inconsciente. Por lo tanto,
muestran la característica de temporalidad que tiene todo elemento accidental. El inconsciente
pertenece, pues, a la periferia y por lo tanto, es un error identificarse con esos contenidos. Esta
conclusión es importante, pues no han faltado autores que pretenden colocar al inconsciente como si
fuera el núcleo más importante de un individuo, haciendo olvidar la importancia, la energía y las
potencialidades implicadas en el núcleo de identidad personal o yo profundo, que ya hemos explicado.
Así pues, sin perder de vista la importancia del inconsciente, es preciso saber jerarquizar los diversos
elementos que constituyen a un individuo. Entre los elementos de la periferia encontramos, pues,
nuestros conocimientos, habilidades, pautas de conducta, estatus, valores, principios, normas y, por
supuesto, los contenidos del inconsciente, susceptibles de ser manejados a partir del yo profundo.
En mi Introducción a la Antropología filosófica, pág. 46, distingo el inconsciente como contenido y el inconsciente como
continente. El primero corresponde a la descripción de los párrafos anteriores y, por lo tanto, es un elemento accidental. En
cambio, el inconsciente como continente es un elemento que pertenece a la naturaleza humana, sea que almacene algún
contenido o no almacene nada. Todo ser humano tiene la capacidad de almacenar algunos contenidos reprimidos y, por tanto,
rebeldes a la evocación voluntaria. El inconsciente como continente es una especie de memoria en donde se almacenan
aquellos elementos que han sido rechazados de la conciencia a raíz de una experiencia ingrata.
Podemos considerar, además, una instancia especial del inconsciente que se llama el Super Yo. Consiste en una serie de
normas que actúan desde el inconsciente y que influyen fuertemente en la conducta de un individuo. Dada esta influencia en la
conducta humana, el Super Yo se ha confundido con el criterio moral. Es preciso, pues, aclarar las diferencias entre el Super Yo y el
criterio moral. En primer lugar, el Super Yo es inconsciente, mientras que la conciencia moral, como su nombre lo indica, es
consciente. Además, el Super Yo es altamente exigente, no conoce excepciones, y produce un sentimiento de culpa cuando es
infringido. En cambio, la conciencia moral sólo tiene un tono indicativo, sabe considerar excepciones y no produce
sentimientos de culpa cuando es infringido. No es lo mismo tener culpa que sentir culpa. Una persona puede sentir culpa por ha-
ber infringido una norma exagerada del Super Yo (como por ejemplo, pisar una cruz) cuando su conciencia moral está
convencida de que no tiene culpa por tal acto.
En el capítulo dedicado a la Ética volveremos sobre este asunto. Por ahora lo que interesa aclarar es que el Super Yo
participa de las mismas características que hemos descrito más arriba acerca del inconsciente en general. Detectar estas
instancias en un individuo ha sido el mayor éxito del pensamiento freudiano; pero colocarlas en un centro que no les
corresponde, es una exageración que conviene detectar y corregir. Pueden ampliarse estos asuntos en mi Psicología, cap. 3.
11. FELICIDAD.—De acuerdo con Aristóteles, todo hombre persigue, en último término, la felicidad. Esta
doctrina se llama eudemonismo. Lo curioso es que cada uno entiende por felicidad algo muy diferente
a lo que entiende el vecino. Aristóteles define la felicidad como la realización de las potencialidades de
una persona. Así se entiende que la vivencia de la felicidad pueda cambiar en cada sujeto, conforme
atiende a la realización de unas u otras potencialidades. El que tiene capacidad para las matemáticas, es
feliz en el momento mismo en que resuelve problemas matemáticos. El que tiene aptitudes para el
canto, la poesía, o el liderazgo, es feliz en el momento en que realiza esas potencialidades.
Existen varios niveles de felicidad. La más común es la que se vive en función de algún objeto (o
persona) que facilita o condiciona la realización de una potencialidad personal. Así es como se vive la
felicidad en función de los alimentos, de la experiencia sexual, del descanso, de un espectáculo, de una
obra de arte, etc. En todos estos casos, se requiere la presencia o el uso de algún satisfactor.
La felicidad también puede experimentarse como la vivencia de algunas emociones, como la alegría, el
enamoramiento, el afecto, el amor, etc. Es importante añadir que la ausencia de estas emociones y la
vivencia de las contrarias no necesariamente produce infelicidad. Pero para esto se requiere la
adquisición de una plataforma donde la persona pueda asentarse con entera seguridad. Tal es el caso de la
felicidad que proviene de la captación del fondo de la propia persona, como a continuación describiremos.
Cuando una persona toma contacto con su yo profundo, capta un horizonte ilimitado que expande su
conciencia y le da una vivencia de seguridad, confianza, integración y ausencia de toda ansiedad y temor. Esta
es la seguridad ontoló-gica que han mencionado algunos psicólogos, (Cfr. R.D. Laing: El yo dividido) y
constituye la base de una felicidad de nivel muy diferente a la que suele perseguir la mayoría de la gente. Esta
felicidad podría vivirse aun en medio de las desgracias, las contradicciones y los trabajos propios de la vida
común y comente.
Por otro lado, la neurosis se ha definido como el arte de hacerse infeliz. Esto significa que una persona, en
función de sus percepciones distorsionadas, se consigue emociones exageradas, como la ansiedad, la angustia,
el temor y la inseguridad permanentes. Si esta persona no logra una percepción de su yo profundo, lo lógico es
que viva una continua infelicidad. El remedio consiste en deshacerse de las formas que distorsionan la
realidad y captar los estratos profundos de la propia persona.
El tema de la felicidad ha quedado ampliamente desarrollado en mi libro: Persona y Felicidad, publicado en la Editorial
Esfinge, especialmente en el capítulo 9.
12. MALESTAR HUMANO.—La tragedia, el sufrimiento, las lamentaciones románticas, la injusticia, la guerra, la
enfermedad, el hambre, parecen, a los ojos de mucha gente, el constitutivo básico del mundo en que vivimos.
El sentido trágico de la vida es una postura que traspasa los ensayos literarios y se instala como tema
cotidiano en las cafeterías y en las salas de espera. Vivimos en un valle de lágrimas, es la frase favorita de
quien vive quejándose. De mi parte, pienso que no es posible negar las deficiencias que encontramos a cada
paso.
El dolor, la muerte, el hambre y la guerra son realidades que siegan vidas y frustran proyectos. Sin embargo,
es necesario distinguir los dos factores que nos sumergen en el malestar y la infelicidad. Sobre uno de ellos
podemos esgrimir un control personal, no así sobre el segundo, como vamos a ver.
De acuerdo con el principio de la materia y la forma del conocimiento, nuestras percepciones acerca de los
objetos que nos rodean no son necesariamente una fiel copia de la realidad. La materia es el dato que recibimos,
pero la forma es una estruc tura que impone la facultad cognoscitiva, sin que apenas el sujeto se dé cuenta
de ello. Esta forma o estructura es el elemento que ahora queremos señalar como uno de los más
poderosos factores que pueden originar o exagerar el malestar, la infelicidad y el sufrimiento humanos.
Así pues, sin negar la realidad objetiva de la guerra, la enfemedad, el vicio, la corrupción, etc., como
factores materiales en el sufrimiento humano, conviene tomar nota de la fuerte influencia de las
estructuras formales en el momento en que se genera el malestar del hombre.
Un individuo siente el dolor causado por una infección estomacal; pero además de esto, puede sentir el
sufrimiento creado por sus actitudes hipocondriacas ante ese dolor. Una madre siente la pérdida de su
hijo en la guerra; pero además de eso, puede aplicar una estructura de interminable luto y desconsuelo.
Un hombre es injustamente condenado a una pena de varios años en la cárcel; la pérdida de su libertad
es un hecho real, pero además de eso, puede aplicar una estructura de abatimiento y humillación sin límite
(que en alguna ocasión lo pueden llevar al suicidio). He aquí el malestar que intento detectar: el que se
crea el propio sujeto en función de una serie de formas o estructuras generadoras de infelicidad.
A este respecto conviene distinguir entre el dolor y el sufrimiento. El primero es físico, orgánico. Pero el
segundo es producido por un cierto modo negativo de estructurar la situación que se vive. De acuerdo
con Sartre, las cosas son desnudas de sentido. Es el hombre, en función de su libertad, quien les da el
sentido que quiere. Veremos más adelante cómo es posible incrementar esa libertad que imprime un
sentido positivo a las circunstancias vividas.
En conclusión podemos decir que, sin tener que negar la existencia de los males físicos y objetivos,
podemos detectar un tipo de malestar humano que se debe a la forma o estructura que aplica un sujeto al
dato material percibido. Los lentes que se utilizan para percibir las circunstancias que nos rodean pueden
ser pulidos para disminuir ese malestar que en ocasiones es altamente nocivo y paralizante.
13. MUNDO PROYECTADO POR CADA PERSONA.—Con base en una idea de Martin Heidegger, (pero sin coincidir
por completo), podemos asentar que el hombre se caracteriza como ser-en-el-mundo. La palabra
mundo significa (y esto ya no es necesariamente heideggeriano) "el conjunto de relaciones que cada
persona construye alrededor suyo". Una de las tesis más importantes en la filosofía y en la psicología
del siglo XX consiste en sostener que cada persona tiene su propio mundo, construido por ella de un
modo casi inconsciente. En ese mundo habita, se mueve, y desde él intenta trabar comunicación con
las demás personas, que también viven en su propio mundo. La diversificación de cada mundo es lo que
ha dificultado la comunicación expedita entre diversas personas, sobre todo si pertenecen a culturas y
civilizaciones diferentes. La dificultad de entender otro idioma no es tan grande como la dificultad para
entender el mundo tan diverso en el que habitan los demás congéneres.
El procedimiento por el cual cada uno se construye su propio mundo es una consecuencia de la teoría
de la materia y la forma del conocimiento. Cada sujeto aporta una estructura o forma al dato material que
llega a sus sentidos. Esa forma aportada depende de la cultura y la educación recibidas. Cada uno
estructura la situación que vive de un modo diferente. Aquí está el origen de la diversificación del mundo
habitado por cada individuo.
Las consecuencias antropológicas de esta diversidad de mundos, aunadas al hecho de la casi total
ignorancia acerca del origen de esa misma diversidad, son innumerables. Aquí se mencionan
únicamente las más importantes.
a) Cada persona juzga los valores a su manera. El juicio axiológico suele ser la proyección espontánea
de ciertos criterios personales sobre el dato recibido y que se pretende valorar. Esto explica la
dificultad para ponerse de acuerdo en cuestiones morales, estéticas y de simple gusto o afinidad. Lo
anterior, como vamos a estudiar más adelante, no es motivo para caer en el relativismo axiológico, que
defiende la absoluta diversidad de los valores y la ausencia de valores objetivos y universales. Existe
otro procedimiento para captar valores que nos garantiza una mayor objetividad en nuestros juicios. De
esto trataremos en el capítulo referente a la bondad.
b) La neurosis, un desequilibrio psíquico muy extendido en nuestra civilización, consiste en distorsionar
la realidad en función de estructuras o formas particulares que le dan a la situación vivida un cariz
de angustia, peligro y frustración. La infelicidad de mucha gente se debe a esta aportación de formas
exageradas.
c) El conocimiento científico también es el resultado de una proyección de formas o estructuras sobre
el dato recogido en la observación del fenómeno estu diado. En este caso, según la doctrina kantiana, las
formas aportadas son a prio-ñ, es decir, independientes de la experiencia sensible y, por tanto, iguales
para todos los hombres. Esta aprioridad de las formas le da al conocimiento científico el carácter de
universalidad y necesidad de que goza en algunos de sus principios y conceptos.
d) Los diferentes sistemas filosóficos, teológicos, psicológicos, sociológicos, políticos, artísticos y
literarios, también son el resultado inequívoco de una creación humana. El hombre recibe un dato y lo
reviste con una estructura diferente, según su época, cultura, educación y expectativas. El mundo de un
filósofo puede diferir casi totalmente respecto a otro filósofo o a un psicólogo o un sociólogo, con grave
perjuicio en sus intentos de comunicación y comprensión.
e) Las fuertes diferencias y contradicciones que se palpan entre las religiones, los partidos políticos,
las profesiones universitarias, las actividades laborales, las instituciones familiares, sociales y
nacionales, se deben, en gran parte, a esta elaboración inconsciente de mundos diferentes. Cada uno
pretende la primacía en el plano de la objetividad y el realismo. Dado que este ideal no se logra jamás, el
resultado es una actitud de defensividad, de agresividad y de identificación con el mundo propio,
con el consiguiente desprecio o falta de comprensión hacia los mundos diferentes, que se presentan
como enemigos o como "productos de locos visionarios ausentes de realismo".
f) Quizá la principal consecuencia de esta teoría acerca de la imposición de una forma o estructura
en el dato que se recibe en la facultad cognoscitiva es la que nos habla de maya o ilusión. El mundo
que creamos es una ilusión. Pero normalmente no nos damos cuenta de ello. Al contrario, nos
apegamos a dicho mundo y vivimos la ilusión que hemos creado. Defendemos el mundo propio,
atacamos los mundos ajenos, hacemos guerras y elaboramos sistemas morales, convencidos de la
realidad de nuestro propio mundo y de la falsedad de los mundos ajenos. Cual nuevos Quijotes,
arremetemos contra gigantes peligrosos y vivimos y morimos en medio de la ilusión.
g) La filosofía se presenta en este momento como una fuerte posibilidad para salir de la ilusión creada
por las facultades cognoscitivas. Algunos sistemas filosóficos y psicológicos han señalado con
energía el procedimiento adecuado para trascender el mundo que normalmente habitamos y que nos
confunde continuamente. Platón nos indicó, con su Alegoría de la Caverna, la existencia de un mundo
de Ideas que constituye la verdadera realidad, y frente a la cual, todo lo que vemos es como una copia
o una sombra. Los orientales invitan a la meditación, que es el procedimiento para deshipnotizarse
respecto a las categorías, formas y estructuras que aplicamos continuamente en las situaciones que
vivimos. Algunos filósofos existencialistas, como Marcel, nos invitan a trascender hacia el plano del Ser,
en lugar de permanecer tecnificados y cosificados en el plano del tener. La psicología transpersonal nos
exhorta a la trascendencia, al yo cósmico, a la vivencia de la unidad del ser humano.
En este libro veremos que es posible armonizar la multiplicidad del plano material y sensible con la
unidad y la trascendencia del plano espiritual. La principal alienación humana consiste en rechazar uno de
los dos planos, con la ilusoria pretensión de que sólo el propio mundo (espiritual o material) es el único
verdaderamente auténtico.
Metafísica y teología
La metafísica en Aristóteles va a desembocar en lo que se llama una teología o ciencia que estudia a Dios y sus
atributos. Sin embargo, debemos aclararte que el Dios aristotélico es diferente a la Divinidad cristiana que
nosotros estamos más acostumbrados a concebir, pues este Ser metafísico no es una suprema persona, no es
un Dios que se hace hombre para redimir al mundo de sus pecados, sino que es un Dios abstracto, ajeno a los
problemas humanos. Es un primer motor que mueve al mundo sin ser él mismo movido por nada. Es además
un pensamiento que se piensa a sí mismo, ya que para Aristóteles el pensamiento, la theoria, es la más alta y
perfecta actividad que pueda concebirse, por lo que es la actividad permanente, eterna, de Dios.
Podemos decir que la concepción del Dios cristiano y la del Ser supremo que nos pinta Aristóteles marca la
diferencia entre dos visiones del mundo distintas: la griega y la cristiana, las que posteriormente, en la Edad
Media, tratarán de ser sintetizadas, primero por San Agustín y luego por Santo Tomás de Aquino, como veremos.
Refiriéndose al mundo griego, Juan David García Bacca dice que en "un universo donde todo pasa por
necesidad no puede haber ni creación ni aniquilación; ni puede pasar, rigurosamente hablando, nada; por eso la
filosofía griega nos deja una impresión de uniformidad, de seguridad absoluta".2
Sin embargo, con la introducción del Dios cristiano esta necesidad y este orden se rompen, gracias a la idea de la
nada, de la creación a partir de la nada (creación ex-nihilo), de la idea de pecado, gracia y salvación. La
concepción cristiana del mundo, dice García Bacca, está teñida de dramatismo, pues, por ejemplo:
"El orden moral que según la filosofía griega podía cumplirse íntegramente, de modo que
pecado hecho por el hombre pecado que puede reparar, —moralidad perfecta dentro del orden
natural—, resulta que dentro del cristianismo no es posible semejante estado pura y simplemente
natural, pura y simplemente esencial; entra y surge un elemento absolutamente imprevisible:
pecado y gracia; pecado y reparación; pecado y satisfacción".
Además, la metafísica, como dice Aristóteles en otros lugares de su obra, estudia la sustancia, que es otro
concepto fundamental en su metafísica.
Parece ser entonces que tenemos tres definiciones de metafísica: la que dice que estudia al ser en tanto que
ser; la que considera que estudia a Dios y la que, finalmente, se dirige al estudio de la sustancia. Ante esto,
podemos preguntarnos con todo derecho, ¿cuál de ellas es la correcta?
Aristóteles trata de complementarías a todas ellas, pues la metafísica, a juicio del estagirita es una conciencia
única que comprende a la vez el estudio del ser en cuanto ser, el estudio de Dios y de la sustancia.
La metafísica y la ontología
Por otra parte, al incluir Aristóteles en la metafísica tanto el estudio del ser en tanto que ser, como el estudio de un
ser supremo al cual se subordinan todos los demás seres, se empezó a distinguir entre ontología y lo que es
propiamente la metafísica.
La metafísica se referiría a todo cuanto rebasa a los seres visibles y directamente experimentables. Es una
ciencia del ser en sí, del ser último o irreductible. Y si nos fijamos bien, esto es precisamente lo que venimos
entendiendo por metafísica propiamente dicha.
La ontología, a diferencia de la metafísica, tendría como tarea la determinación de aquello en lo cual los entes
consisten y aun de aquello en lo que consiste el ser en sí. Por lo tanto, a diferencia de la metafísica, la
ontología es una ciencia de las esencias y no de las existencias; es, como se ha dicho, contemporáneamente, una
teoría de los objetos.
Heráclito
Dentro de la misma etapa presocrática, en. un momento de mayor madurez, surge el pensamiento de dos
grandes filósofos que se han visto como antagónicos: Heráclito y Parménides, quienes, al igual que los
primeros presocráticos, en su afán de encontrar la esencia de las cosas, de saber qué es el ser, nos dan sus
propias soluciones.
Muy poco se sabe de la vida de Heráclito. Nació en Efeso, hacia el año 544 (a. de C.) en el seno de una familia
aristocrática y ya estaba destinado a ser rey. Se le llamó el filósofo oscuro por sus expresiones y metáforas un
tanto desconcertantes y difíciles de entender.
Según Heráclito, la esencia del mundo está en el cambio, todo cambia y nada permanece. Él compara la
realidad con un inmenso río cuyas aguas están corriendo constantemente; nada está fijo, nada está quieto. El
ser es, en un momento dado, pero en otro momento deja de ser para convertirse en un no-ser. Dice Heráclito: "Nos
embarcamos y no nos embarcamos en los mismos ríos, somos y no somos". (Fragmento 1.) Y en cierta forma
tiene razón Heráclito; cuántas veces, por ejemplo, no observamos una fotografía que nos tomaron de
pequeños, ante la cual exclamamos: "¡Ya no soy el mismo de antes!". Así, entonces, el de la fotografía eres tú
pero al mismo tiempo ya no lo eres, y todo esto por efecto del cambio, ¡del tiempo que no perdona! Y luego,
cuando ya seas un anciano y veas tus fotografías de joven, o incluso en la edad madura, la historia, sin duda, se
volverá a repetir.
La naturaleza es algo que siempre está cambiando, es como un fuego que se enciende y se apaga.
Heráclito, basándose en la tradición cosmológica que imperó en los presocráticos, busca un elemento
capaz de explicar el mundo y así recurre al fuego como símbolo de fuerza y transformación; se trata de un
fuego que se apaga y se enciende conforme a ciertas medidas.
"El Sol —dice Heráclito— es nuevo cada día" (fragmento 32), pues cada día aparece en lucha con las
sombras, con la tiniebla, venciendo para luego ser vencido. Los conceptos fundamentales que encontramos en
la metafísica heraclitiana nos dan siempre la idea de movimiento. Por ejemplo, fuego, tiempo, cambio, ciclo,
evolución. Para sostener esta interpretación dinámica de la realidad, en la cual caben las negaciones y
contradicciones, se ha dicho que Heráclito es un verdadero precursor de la dialéctica. Según Heráclito, la lucha es
el principio que mantiene vivo al mundo, todo surge por obra de la adversidad:
"La guerra es la madre de todo, la reina de todo, y a los unos los han revelado dioses y a los otros los hombres; a los
unos los ha hecho esclavos, a los otros libres" (fragmento 44).
Sin embargo, Heráclito no se queda en el puro cambio. A pesar de que pone énfasis en una realidad siempre
cambiante como el fuego que todo lo consume, no se aparta por completo de la tradición presocrática y en
general de todo el pensamiento griego, toda vez que vislumbra un principio, un logas que trasciende el
cambio.
Así, el enigmático filósofo de Efeso considera que en medio del cambio hay una armonía (idea que
probablemente tomó de los pitagóricos) capaz de unificar el ser de la naturaleza. A pesar del cambio, todo
confluye en la unidad: "bien y mal son una cosa" (fragmento 37).
Si bien es un hecho patente de que el cambio existe, lo cierto es que en medio de él se encuentra lo uno. Lo
uno, esta unidad a la que debería acceder el pensamiento para entender plenamente la realidad que parece
contradictoria, es una noción metafísica, pues no se capta a simple vista. Los hombres comunes sólo ven la
diversidad, sólo ven partes del todo y no se percatan de que en el fondo del todo la multiplicidad coincide con
la unidad. En cambio, el filósofo se esfuerza para alcanzar lo uno; el filósofo es el hombre que está atento al
logos y a las señales que el ser transmite. Aunque a la naturaleza le agrade ocultarse, el sabio se preocupa por
adentrarse en sus secretos. Pero en última instancia sólo los dioses pueden ver con máxima claridad el todo, y
viendo el todo pueden ver la unidad en medio del cambio: "La naturaleza humana no posee la verdad, la
divina es quien la posee" (fragmento 96).
Parménides de Elea
Contra esta visión dinámica de la naturaleza o del ser, va a reaccionar Parménides de Elea. Si para Heráclito el
movimiento forma parte del ser de las cosas, aun cuando en el fondo de éstas haya una armonía que las unifica,
lo que va a hacer Parménides es negar el cambio, al llegar a la inusitada conclusión de que éste es una mera
ilusión. La verdadera realidad, el ser, es estático o inmutable porque el cambio sólo genera contradicciones
imposibles de ser capturadas por el pensamiento.
Parménides era originario de Elea, ciudad del mediodía de Italia. Fundó una escuela que se Hamo eleática,
en honor al nombre de la ciudad; de ahí también que sus seguidores o epígonos, Meliso y Zenón, sean
conocidos, en la historia de la filosofía, con el nombre de los jóvenes eleátas.
Parménides presenta su filosofía a través de un poema sobre la naturaleza, donde dice que es conducido por
doncellas solares que le muestran el camino hacia la luz, para finalmente llevarlo a la morada de la diosa de la
verdad, quien le revelará lo que es el ser verdadero.
En Parménides la filosofía es concebida como un saber revelado, como un don otorgado por los dioses, ya que la
diosa de la sabiduría le revela la verdad de todo. En su poema filosófico, Parménides nos habla, en términos
generales, de dos caminos por los que podría transitar el pensamiento, pero como vamos a ver, uno de ellos es
impracticable e imposible de ser recorrido:
a) El camino de la verdad
Es un camino resplandeciente, lleno de luz. Es el camino de la razón, y nos muestra que aquello que no se
puede decir o pensar no existe. En realidad, el no-ser no existe porque ni siquiera podemos pensarlo.
Parménides llega entonces a la tajante conclusión de que el ser es y el no ser no es.
Aunque los sentidos nos muestren, palpablemente, que las cosas cambian de un momento a otro, que puede
ser y no ser al mismo tiempo, la razón, que es la única que nos proporciona la ver dad, atestigua que el no ser es
absurdo e imposible de ser pensado, pues en la medida en que lo pensamos ya es; que lo único que podemos
pensar entonces es el ser. .
De esta manera resulta que en Parménides ser y pensar es lo mismo. "Es una misma cosa el Pensar con el Ser",
dice él en su célebre poema.
La diosa de la sabiduría le revela al filósofo la verdadera naturaleza del ser. Esta naturaleza es descubierta por
la razón según la cual el movimiento no existe, es mera apariencia, pues si existiera también sería posible el no
ser, lo cual no sería factible, pues como ya vimos, Heráclito, al conferirle realidad al movimiento, concluye
que somos y al mismo tiempo no somos, si bien dicha opinión, por contradictoria, choca con la razón, que sólo
puede pensar el puro ser.
Ahora bien, ¿qué es el ser? De acuerdo con su premisa o idea básica de que el ser es y el no ser no es,
Parménides sólo se concreta a dar algunos atributos o características del ser, que se supone le son reveladas
por la diosa de la sabiduría; éstas son:
• El ser es eterno porque no tiene principio ni fin; si tuviera principio, antes del ser estaría el no ser, que,
como ya vimos, no es posible que sea. Igualmente, si tuviera fin estaríamos ante la misma situación.
• El ser es increado, pues, si se hizo o generó, se dice que fue y entonces ya no es; y si va a llegar a ser,
significa que aún no es, pero esto es imposible porque el no ser no puede pensarse.
• El ser es indivisible. Si el ser fuera divisible, tendría cabida el no ser entre una y otra parte. Por ejemplo,
si dividiéramos el ser en dos partes, sería necesario para que fuesen distintas decir que una es y la otra
no es, y esto, lógicamente, dentro del pensamiento de Parménides no es posible.
• El ser es inmóvil. El ser no puede moverse, si lo hiciera se trasladaría de lo que es a lo que no es.
Nuevamente se presenta aquí la absurda noción de no ser que ya vimos: que no es posible concebirla.
• El ser es pleno y finito. Quiere decir que el ser llena todos los lugares; el ser no puede cambiar de
lugar, es inmóvil. Que sea finito significa que es pleno. Si fuera infinito entonces le faltaría algo, le faltaría
un no ser. La plenitud del ser es representada por Parménides por una esfera, figura que para los griegos era la
más perfecta. La diosa le habla a Parménides de una verdad bellamente circular y de inconmovible
entraña; todo está lleno de ser, de un ser continuo y pleno que no admite destrucción ni indigencia.
La metafísica en Platón
Teoría de las ideas
En una etapa posterior a la de los presocráticos, un brillante discípulo de Sócrates va a retomar el problema
metafísico que plantearon los dos grandes presocráticos Heráclito y Parménides, o sea, la contradicción, el
desgarramiento entre el cambio y la razón, entre el mundo de los sentidos (cambiante y relativo) y el de la
razón (inmutable y absoluto). En efecto, el ateniense Platón, inspirándose en su maestro Sócrates, va a
desarrollar su famosa doctrina metafísica conocida como la teoría de las ideas.
Platón (427-348 a. de C.) junto con su discípulo Aristóteles (384-322 a. de C.) van a representar un nuevo
momento de la filosofía griega, conocido como periodo de las grandes filosofías sistemáticas. En esta etapa, la
inquietud por el hombre y sus problemas se manifiesta dentro de una visión total de la naturaleza y el cosmos.
Platón, cuyo verdadero nombre era Aristocles ("Platón" era un apodo que significa: "el de anchas espaldas"),
procedía de una familia aristócrata ligada a la política. Su educación fue muy amplia y esmerada. Desde sus
primeros años de juventud mostró evidentes habilidades para la poesía, así como para la vida política; sin
embargo, sus firmes anhelos de dedicarse a esta actividad se frustraron cuando Sócrates, su querido maestro, fue
condenado injustamente a muerte. Este hecho le hizo ver que nadie podía mantener por mucho tiempo su
independencia e integridad en el ámbito de la política, ámbito en el cual imperaba la deshonestidad y la
corrupción. A partir de entonces, el filósofo ateniense decide dedicarse plenamente a la tarea filosófica.
Hacia 387 (a. de C.), después de hacer algunos viajes a Sicilia y probablemente a Egipto, Platón fundó una
escuela llamada "La Academia", por el hecho de hallarse ésta situada en un bosque dedicado al héroe griego
"Academo". Esta escuela perduró por mucho tiempo hasta el año 529 d. de C., cuando el emperador Justiniano la
mandó clausurar por considerarla incompatible con las ideas cristianas que él había abrazado.
Las obras de Platón están escritas en forma de diálogos, evocando la manera como Sócrates, su maestro,
presentaba sus pensamientos filosóficos, discutiéndolos, como recordarás, en la plaza pública de Atenas, siempre
con el afán de encontrar la verdad. En casi todos sus diálogos Platón incluye como personaje principal a
Sócrates, quien lleva todo el peso de las discusiones que en tales diálogos se suscitan.
Los diálogos de Platón se han clasificado, siguiendo la evolución del propio maestro griego, de la siguiente
manera:
Apología
Gritón
Eutifrón
Diálogos de la juventud
Protágoras
Gorgias
Eutidemo
Fedón
Simposio o Banquete
Fedro
La República
Teeteto
Parménides
El Sofista
El Político
Diálogos de la madurez
Timeo
Filepo
Diálogos de la vejez Las Leyes
Además de sus célebres diálogos, Platón escribió algunas cartas que nos iluminan sobre aspectos de su
biografía y de sus inquietudes políticas. Es preciso observar que muchos títulos de los diálogos
platónicos nos refieren a nombres de ciertos personajes que vivieron en la época en que dichos diálogos fueron
escritos, o bien en la época de Sócrates, y con los que tal vez este filósofo discutió realmente.
Por ejemplo, Gritón (que es el nombre de un diálogo) era un acaudalado amigo de Sócrates. Un día, consciente
de la injusta condena que se le había impuesto a Sócrates de beber la cicuta, Gritón pretendió sobornar a
los guardias de la cárcel donde el filósofo se hallaba confinado, buscando así que éste se salvara de morir.
Naturalmente, como vemos en este diálogo, Sócrates no estuvo de acuerdo con tal medida y prefirió
aguardar en la prisión, a fin de cumplir fielmente con su fatal sentencia, argumentando que era preferible
ser víctima de una injusticia que desobedecer al Estado, el cual si bien lo había condenado injustamente,
representaba el orden moral y la voluntad general, cuya puntual observancia siempre había aconsejado el
filósofo ateniense.
Por otra parte, en los diálogos de madurez vamos a encontrar referencias a la teoría metafísica de las ideas,
que es un tema fundamental en Platón. Por ejemplo, Fedón trata sobre la inmortalidad del alma; en Simposio o
Banquete aborda el tema del amor o eros y cómo éste nos puede conducir, gradualmente, al mundo de las
ideas; en Pedro nos ofrece una teoría del alma, de como ésta se halla conformada por tres partes funda-
mentales: la parte racional, la parte volitiva y la parte concupiscible o de los apetitos.
En otros diálogos, Platón trata sobre aspectos políticos; se puede decir que en tales diálogos está expuesta so.
filosofía social. Entre ellos figuran La República en el que se aborda el tema de la justicia y cómo es que, en
relación con ésta debe ser un Estado ideal o perfecto; así como Las Leyes, que contiene una segunda versión
de su magistral teoría del Estado.
Adentrándonos ahora, un poco, en su doctrina metafísica, recordaremos que Platón se enfrenta a las teorías de
Heráclito y Parménides y a las dos logra darles cabida en su famosa Teoría de las Ideas,
Según esta teoría la realidad se encuentra escindida en dos mundos: el mundo de las ideas, mundo
metafísico donde impera la verdad, formado por las ideas eternas, increadas, intangibles, invisibles,
imperecederas e inmutables; entes metafísicos que encierran el verdadero ser de las cosas.
Este mundo ideal que Platón ubica en un supramundo o topos urano (región celeste), va a ser para este
filósofo la auténtica realidad. A este mundo real, objetivo, perfecto, que es captado por la razón, por los ojos del
alma, opone Platón el mundo de las apariencias: mundo imperfecto, sensible, cambiante, efímero, el cual se
capta por medio de los sentidos.
A pesar de que estos dos mundos son opuestos, hay una relación entre ellos: las ideas que están en el topos
urano, en ese mundo celeste, son como formas, como modelos o arquetipos de todas las cosas que vemos,
aquí, en la tierra. Cada idea es un modelo o paradigma de las cosas que vemos, oímos y tocamos; pero sin
que estas cosas jamás alcancen la suprema perfección de las ideas o de sus respectivos modelos.
Las cosas que aquí vemos, en este mundo imperfecto y transitorio, no son más que copias o efímeras
sombras de una realidad superior y perfectísima, del mundo de las ideas. Por ejemplo, nosotros tenemos la
idea de la blancura absoluta y perfecta; sin embargo, los objetos blancos que aquí vemos —por ejemplo, unas
hojas blancas— jamás plasmarán la blancura en sí, ya que son más o menos blancas, regularmente blancas, o
tienen diversas tonalidades de blancura: unas son medio azuladas, otras medio amarillentas, otras son más
blancas en comparación eon aquéllas, y a todas las llamamos o las identificamos como "hojas blancas"; sin
embargo, ninguna de ellas llega a ser lo blanco en sí, lo blanco por excelencia. Son blancas en la medida en que
participan de la idea de blanco en sí.
La teoría platónica de que estamos viviendo en un mundo imperfecto, en una realidad o cuasi-realidad aparente e
ilusoria, y de que la auténtica realidad está en un mundo perfecto que trasciende más allá de este mundo
empírico, ha hecho pensar que Platón es un filósofo idealista decepcionado y divorciado de su realidad, un
filósofo que rechaza el mundo social que le tocó vivir para idear un mundo perfecto, un mundo que debiera ser
en contraste con una situación imperfecta y limitada, caracterizada por la corrupción política y social
imperante en su propio tiempo, por el enseñoramiento de las pasiones, las ambiciones y los egoísmos dentro
de una polis donde prevalecía la violencia y la insolencia que nada puede contener.
Si tal teoría es pausible, vemos cómo la metafísica arranca de situaciones bastante reales y concretas.
El conocer como recordar
Mencionamos que Platón, en sus años juveniles, poseía grandes dotes de poeta, cualidad que nunca dejó de
explotar. De modo que muchos de sus diálogos son ilustrados con mitos o narraciones que ejemplifican clara y
sugestivamente su teoría metafísica. Así, la teoría de las ideas es ilustrada con diversos mitos o alegorías que
nos hablan de la manera como conocemos las ideas, de cómo es el alma donde se albergan las ideas, de cómo
también es la condición humana en relación con el mundo de las ideas y los fenómenos o sentidos, etcétera. En
uno de estos mitos, Platón nos cuenta que los hombres vivían, en una época remota, en el topos urano. Ahí se
hallaban desprovistos de cuerpos, como almas puras, de modo que conocían directamente las ideas y, por ello,
eran plenos y felices; sin embargo, debido a una falta cometida en contra de los dioses, los seres humanos fueron
arrojados a la tierra y sus almas encarceladas en trampas materiales o cuerpos. A partir de ese momento tuvieron
que conocer a través de los sentidos corporales; pero no obstante quedar las almas atrapadas en sus cuerpos, al
ver ellas las cosas de este mundo, recuerdan lo que contemplaron en la otra vida; así, al mirar un objeto bello,
por ejemplo, evocan el recuerdo de lo bello en sí, de la belleza perfecta, y es entonces cuando anhelan
poseerla y surge en ellas el impulso de elevarse a lo ideal.
De lo anterior se desprende que para Platón conocer no es más que recordar aquellas ideas que conocimos
previamente en una vida anterior, cuando sólo éramos almas y nos dedicábamos a contemplar las ideas
eternas. El mundo material nos recuerda el mundo ideal, porque es un remedo, una copia de él; sus
limitaciones e imperfecciones evocan la existencia de lo perfecto.
El eros platónico
Según Platón, es necesario que los hombres y sobre todo los filósofos, aspirantes a la verdad, se eleven cada
vez más hacia el mundo de las ideas y que abandonen este mundo sensible lleno de imperfecciones y
miserias; algo que nos ayuda a emprender el vuelo intelectual es el amor, pero no el amor material o carnal, sino
lo que se llama el eros platónico.
El amor o eros para Platón es un phatos, una fuerza intermedia entre el mundo sensible y el mundo de las ideas: una
especie de puente o de demonio entre lo humano y lo divino. El eros tiene una naturaleza muy peculiar. En otro de
sus acostumbrados mitos, Platón nos cuenta que Eros fue concebido el día del nacimiento de Venus. Hijo de
Penia (la pobreza) y de Poros (la riqueza), hereda de su madre el ser consumido, sin abrigo, miserable,
mientras que de su padre le viene el ser fuerte, varonil y emprendedor de las cosas bellas y buenas.
De acuerdo con su naturaleza, el eros nos impulsa al conocimiento a la verdadera realidad, sirviéndose, para ello,
incluso de las cosas de este mundo sensible, pero siempre poniendo la mira en el mundo ideal.
La alegoría de la caverna
Otra alegoría que es importante para comprender la teoría de las ideas es el famoso mito de la caverna, que Platón
nos narra en el libro VII de La República. Según este mito, la condición humana es semejante a la de unos
prisioneros que, desde su infancia, han estado encadenados en una oscura caverna, obligados a mirar siempre la
pared del fondo.
Frente a la caverna cruza una senda escarpada por la que pasan seres diversos. Los resplandores de una gran
hoguera proyectan sobre el fondo de la caverna las sombras vacilantes de los que pasan ante la entrada.
Como los encadenados sólo conocen las sombras, dan a éstas el nombre de las cosas mismas y no creen que
exista otra realidad que la de ellos.
Un prisionero logra escapar de la caverna y al salir de ella sus ojos enceguecen por la intensa luz del exterior,
pero, poco a poco, se va acostumbrando al ambiente hasta lograr observar la verdadera realidad; entonces, al
darse cuenta de que siempre ha vivido engañado, decide retornar a la cueva para liberar a sus compañeros de
infortunio; trata de convencerlos de que existe un mundo ideal y perfecto, pero éstos no le creen, lo declaran
"loco" y prefieren continuar viviendo en el reino de las sombras.10
En este mito, la caverna, junto con las sombras que la rodean, representa el mundo sensible; la hoguera es la
idea del bien, la cual se ha identi ficado con lo que Platón concibe como Dios o la idea suprema. Las cosas
que están fuera de la caverna y que se proyectan como sombras en las paredes, son las ideas o arquetipos de
las cosas: árboles, paisajes y todo tipo de seres. Las cosas de este mundo participan de las ideas y a ello de
ben el caudal de perfecciones, su entidad y lo que verdaderamente son. Los prisioneros son los hombres y
mujeres sin aspiraciones que se conforman con vivir sumidos en la ignorancia. El prisionero que se escapa es el
filósofo que se libera del mundo de los sentidos pero que al regresar a la caverna no es comprendido por sus
congéneres.
La metafísica de Aristóteles
La problemática metafísica en la filosofía antigua llega a su plena madurez con el pensamiento de Aristóteles
de Estagira, para quien ya vimos que la metafísica misma se presenta como una "ciencia del ser en cuanto ser".
Aristóteles no fue un griego puro, sino más bien un macedonio, aunque fue muy influido por la cultura
griega. Nació en Estagira, en la península calcídica en 384 (a. de C.). Su padre se llamaba Nicómano y era
médico de cabecera de su amigo, el rey de Macedonia, Amintas II. Se dice que la ciencia médica que
profesaba su padre influyó notablemente en su filosofía, la cual presenta una orientación empírica y biologista.
Para explicar más claramente la estructura ontológica de la sustancia, Aristóteles recurre a dos conceptos
que son primordiales en su metafísica: la materia y la forma. En efecto, la sustancia es un compuesto formado
por dos elementos, la materia, o sea, aquello de lo que está hecha una cosa, mientras que la forma es lo que
hace que algo sea lo que es, lo que equivaldría a la esencia.
La materia y la forma no pueden estar separadas. Toda materia tiene una forma y toda forma posee
una materia. Es preciso aclarar que por forma Aristóteles no entiende "algo puramente geométrico, sino aquellos
rasgos que confieren al ser su existencia esencial e individual. Tampoco por materia entiende estrictamente lo
que los físicos conciben como tal, sino aquello, sea lo que fuere, de lo que está hecho algo. La materia de un libro
no la constituyen simplemente el papel y la impresión, sino también las palabras, los pensamientos, los
sentimientos en él expresados, etcétera".
El conocimiento.
En el conocimiento encontramos grados, niveles de abstracción, que a su vez se relacionan con las capas de la
realidad; así, a la realidad física le corresponde la menor abstracción y la mayor concreción; a la realidad
matemática le corresponde —en comparación con la realidad física—, una mayor abstracción, aunque
todavía conservando un cierto grado de concreción; en cambio, a la realidad metafísica le pertenece un
máximo de abstracción y un mínimo de concreción.
El conocimiento metafísico es como un leer dentro (intuslegiré), una capacidad de penetrar en el interior del
objeto para captar su forma y reproducirlo en la mente formando conceptos o ideas.
Por medio de esta teoría de la materia, la forma y la sustancia, Aristóteles trata de resolver el problema
metafísico acerca de la pluralidad o diversidad de las cosas que, como ya vimos, inquietó a los presocráticos
provocándoles asombro y deseo de conocer el mundo.
De acuerdo con Aristóteles, las sustancias segundas (géneros, especies) no están, como lo están las ideas
platónicas, separadas de las cosas, sino imbuidas en ellas, informándolas, posibilitando su conocimiento. Los
llamados universales son sustancias de carácter abstracto o momentos abstractos de cada cosa individual y por
ello, Aristóteles, tal como vimos, las, llama sustancias segundas.
El movimiento
Otro problema metafísico era el del movimiento. Como ya vimos, Parménides, en forma sorprendente, negaba
que las cosas se movieran, ya que oponía radicalmente el ser y el no ser, rechazando el no ser dado que era
imposible pensarlo, pues en cuanto lo hacemos éste ya es.
Aristóteles no incurre en esta oposición, pues piensa que entre el ser y el no ser cabe un tercer momento: el
ser que todavía no es pero que llegará a ser, la capacidad de ser, es decir: el ser en potencia. Para Aristóteles
el movimiento sería el tránsito de la potencia al acto, una actualización de diversas potencias, de seres que se están
realizando en forma continua.
De acuerdo con lo anterior, podemos decir que todo ser es en acto y está en potencia. De esta manera, una semilla
es semilla en acto pero un árbol en potencia, y un huevo es en acto pero una gallina en potencia. Así, toda potencia
está implícita en el acto (o sea, que está supuesta en el acto). La gallina lo está en el huevo, el árbol en la
semilla, el adolescente en el niño y así sucesivamente.
No obstante, nos explica Aristóteles, ninguna cosa puede ser aquello que no está potencialmente en acto. Por
ejemplo, un huevo de gallina sólo puede ser gallina en acto y no otra cosa; no podría ser, digamos, un buey.
Como ya observamos, el movimiento para Aristóteles no es el paso del ser al no ser, como creía Parménides, sino
el tránsito de un ser a otro ser. En efecto, en el movimiento pasamos de un ser a otro modo de ser; el ser es así,
siempre permanente, como pensaba Parménides, mas lo que cambia es el modo de ser.
Por otro lado, dice Aristóteles, las cosas no pueden moverse por sí mismas, han de ser movidas por un agente o
motor. Todo móvil requiere de un motor. Por ejemplo, A es movido por B, éste por C y así sucesivamente. Este
asunto nos lleva al problema del primer motor.
El primer motor
En el fenómeno del movimiento, llegará el momento en que habremos de toparnos con un primer motor inmóvil,
que ya no sea movido por otro. Este motor inmóvil, como objeto de amor y del deseo que mueve sin ser movido
es Dios.
Dios es acto puro sin mezcla de potencia, es una forma sin materia. Es, por lo tanto, el máximo ser de la
realidad, el ser cuyas posibilidades son todas reales. Dios es la sustancia plenaria, el ser en cuanto tal, que a su
vez es el superior conocimiento a que aspira la metafísica.
El Dios de Aristóteles es el momento absoluto del mundo. Su misión es hacer posible el movimiento, y más aún, la
unidad del movimiento: es él, pues, quien hace que haya Universo.
El Dios de Aristóteles está separado, y consiste en pura theoría, en pensamiento del pensamiento o visión de la visión:
Sólo en Dios se da, en forma rigurosa, el conocimiento, la contemplación como algo que se ve en forma permanente.
Para Aristóteles la ciencia no trata de cosas individuales, sino que tiene carácter universal o general, en cuanto que
estudia al ser en general y en la medida en que se dirige a la esencia de las cosas. Además, la ciencia es
demostrativa, ya que busca explicar las causas de todo, el porqué de las cosas. La ciencia requiere de principios
para explicar las cosas. Principio es todo aquello que da razón de algo, tanto del ser como del conocer. Los prin-
cipios lógicos (como el de identidad y el de no contradicción) dan razón del conocer, en cambio, los principios
ontológicos dan razón del ser. Y precisamente los principios ontológicos son las causas que explican el ser y
también el conocer. Ahora bien, las causas mediante las cuales se puede explicar la realidad son las que te
presentamos en el cuadro.
Causa formal • Es lo que informa un ser y • El modelo que sirvió de base para hacer la
hace que sea lo que es. estatua.
¿Qué hay que entender por la expresión "teoría del conocimiento"? Para ello habría que mantener en lo posible la
concepción general, pero de cara a delimitar después mejor y con la precisión suficiente el significado. El objetivo
primero lo satisfacemos teniendo en cuenta el uso lingüístico existente, es decir, anticipando una especie de
definición, mientras que el objetivo segundo sólo lo logramos cuando no asumimos sin más el significado existente,
sino que excluimos aquellas formas de aplicación de la expresión «teoría del conocimiento» que resultan demasiado
imprecisas; con otras palabras, empleamos una definición restringida.
La manera más simple de comprobar el uso lingüístico existente es la consulta de un diccionario fiable de la lengua
en la que nos expresamos. En tales diccionarios se dice, por ejemplo, que la teoría o doctrina del conocimiento es «la
ciencia del conocimiento, es decir, de la esencia, alcance y límites del conocimiento». De esa definición tomaremos
el que la teoría del conocimiento es una ciencia del conocimiento; por lo demás -y ahí está el interés por precisar el
significado que se da-, existen otras ciencias del conocimiento, como la psicología de la percepción y del pensa-
miento, la lógica y la teoría de la ciencia, de modo que es necesario señalar con precisión mayor que en la teoría del
conocimiento se trata de la disciplina filosófica que se ocupa del conocimiento (además, no deberíamos formular que
se trata de la esencia del conocimiento, sino decir que se pregunta lo que es el conocimiento).
Con ello podemos proponer como definición -que tiene en cuenta el uso existente del lenguaje- la formulación
siguiente: «Teoría del conocimiento = la ciencia filosófica del conocimiento.»
No puede darse por supuesto que los tres elementos utilizados en esa definición del definiente sean ya lo bastante
concretos y precisos. Debemos también indicar qué es lo que ha de entenderse por «conocimiento», por «ciencia» y
por «filosofía». Puede anticiparse que entre esos tres conceptos existe una relación jerárquica, de modo que la ciencia
constituye una parte del conocimiento, y la filosofía una parte de la ciencia; con lo cual en ese ordenamiento
«conocimiento» es el concepto más amplio, y la «filosofía» el más restringido.
El conocimiento es un hecho eminentemente humano, por lo tanto nos compete a todos. Es evidente que
todos ejercemos el conocimiento. Si preguntamos a una persona de qué color es la puerta de su casa o cuál es
la dirección donde vive, seguramente nos dirá sin titubeos y con toda certeza el color y la dirección requeridos.
Sin embargo, el conocimiento se presenta como problema cuando no sabemos cómo es que éste se hace posible.
De ahí que la pregunta fundamental que nos planteemos no sea si conocemos o no, sino cómo es posible el
conocimiento.
Se puede considerar a la epistemología o gnoseología como una disciplina filosófica que tiene como objeto de
estudio el conocimiento. Desde los inicios mismos de la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles se ocuparon de
este arduo problema Pero es en el siglo XVII, con la publicación de la obra Ensayo sobre el conocimiento
humano de John Locke (1632-1704), aparecida en 1706, donde encontramos el problema del conocimiento plantea-
do tal vez en su más cabal expresión.
La ciencia
A la ciencia se le puede definir como un sistema de proposiciones, a partir de las cuales se pueden deducir
otros conocimientos. Las proposiciones son leyes de mayor o menor generalidad, cuya función consiste en
explicar los hechos o fenómenos naturales. En la ciencia los hechos no se explican sino a partir de
determinadas relaciones permanentes y generales, es decir universales. Por ejemplo, cuando observamos
que un cuerpo se dilata al ser expuesto al calor, o cuando un haz de luz se refleja sobre la superficie de un
espejo. Estos hechos en el campo del conocimiento científico, tendrán que ser explicados por un sujeto, hombre
común o científico, cuyo único interés es "el saber movido por la curiosidad". Cabe destacar que estos hechos
sin un sujeto que los investigue no tienen ningún valor para la ciencia.
El conocimiento, como ya se dijo en otro lugar, comienza a partir de un problema planteado, de una o más
preguntas específicas y, además, de hipótesis que deberán ser comprobadas. Después de reiteradas
observaciones y de repetir el experimento cuantas veces sea necesario, tendremos que establecer una
correlación constante y regular entre las propiedades observadas. Así, el calentamiento y la dilatación del cuerpo,
la incidencia de la luz y el ángulo de reflexión, o bien, la magnitud del ángulo de incidencia y el ángulo de re-
fracción, son propiedades de las que, siempre y cuando fijemos nuestra atención de manera detallada,
podremos identificar las relaciones regulares y constantes entre cada uno de estos hechos.
En fin, cuando investigamos, buscamos explicar los hechos o fenómenos a partir de propiedades constantes en
aquellos fenómenos en cuestión. A este tipo de conocimiento se le denomina generalización. Así, por ejemplo, si
observamos que un cuerpo se dilata al calentarse, y un número determinado de éstos objetos también se dilatan,
entonces tendremos un enunciado general o universal de la forma del tenor siguiente: "todos los cuerpos que se
calientan se dilatan"; o bien, "en todo haz de luz que se refleja, el ángulo de incidencia es igual al ángulo de
reflexión", entre otros. Por lo tanto, explicar es dar cuenta o razón de los hechos a partir de propiedades
regulares y universales, las cuales se formulan en enunciados y a las que toda persona podría tener acceso.
Propósito de la ciencia
La ciencia tiene como finalidad explicar-y predecir los hechos de un determinado dominio de la realidad. El
objetivo de toda investigación es el conocimiento científico, formulado en leyes generales; éstas son enunciados
que hacen referencia a las relaciones constantes y regulares de los mismos hechos o fenómenos. En
conclusión, una ley científica es un enunciado universal que se formula a partir de aquellas relaciones que
previamente han sido observadas, y que son regulares y constantes. La ciencia, según Naglel, consiste en la
formulación de enunciados universales que constituyen explicaciones de los correspondientes acontecimientos.
La ciencia, también podríamos afirmar, tiene por objetivo explicar los fenómenos naturales, aplicando en
su investigación un método que le lleve finalmente a la formulación de una ley científica. Así, la ciencia deberá
tener como producto un conocimiento científico rigurosamente demostrado y comprobado, a fin de constituirse
en un sistema deductivo de proposiciones dentro del cual algunas de estas proposiciones son leyes de
mayor o menor generalidad.
Según Wonfilio Trejo, "si la función fundamental de la ciencia consiste en explicar y predecir hechos de algún
dominio de la experiencia en la forma que los hemos presentado en el punto anterior resulta de aquí que lo
objetivo distintivo de la ciencia está en el establecimiento de las leyes generales, las cuales, como
señalamos no son sino determinados enunciados generales en los que se fijan las relaciones constantes y
regulares a que están sometidas ciertas propiedades cuantitativas de un conjunto de fenómenos pasados,
presentes y futuros, de una misma clase".
Para Wonfilio Trejo, la ciencia establece leyes generales o universales a partir de las relaciones constantes
registradas en los fenómenos, y aunque parecería contradictorio, no son leyes absolutas y verdaderas; más bien,
la ciencia se compone ciertamente de leyes científicas, pero que son comprobables y susceptibles de ser
refutadas.
"La ciencia no es, pues, un conjunto de explicaciones y predicciones absolutamente verdaderas (ya que éstas no
pueden ser confirmadas y refutadas) sino un sistema de explicaciones y predicciones confirmables a lo sumo, y
también, por lo mismo, susceptibles de ser refutadas."
Para concluir, diremos que el objetivo de la ciencia es la comprensión de la naturaleza y que mediante un método
científico, es posible llegar a formular leyes y teorías que explican objetiva y racionalmente un conjunto
determinado de fenómenos naturales. La ciencia es un sistema teórico-científico que explica un conjunto de
conocimientos objetivamente registrables y medibles. Tenemos, por tanto, tres características fundamentales de
la ciencia:
a) La explicación científica ha de formularse en una ley universal que dé cuenta de las relaciones
constantes y regulares de aquellas propiedades o cualidades que le son propias y, a su vez, definan al
objeto o fenómeno natural.
b) Una ley científica debe explicar no sólo este o aquel objeto en particular, sino que tal ley científica debe
ser capaz de explicar un amplio campo de fenómenos, así como todos aquellos que registren las
mismas condiciones y cualidades.
c) Finalmente, la ciencia comprende un sistema de leyes universales capaz de dar cuenta de todo un
donio de fenómenos, confirmables, convalidados y comprobables mediante la observación y
experimentación.
Pero tampoco es esto lo que quiere decir; "pues no es necesario que uno o todos los hombres realicen
semejante deseo". La norma "el hombre debe fomentar la cultura" parece expresar más bien: "todo hombre
que fomente la cultura es hombre bueno". Solamente después de haber reconocido como valioso y digno
fomentar la cultura, puede seguirse el deseo o propósito de fomentar la cultura por el individuo o por la
colectividad.
Toda proposición normativa supone cierta clase de valoración (apreciación, estimación) por obra de la cual
surge el concepto de bueno (valioso) o malo (no valioso) en un sentido determinado y con respecto a cierta
clase de objetos, los cuales se dividen en buenos o malos con arreglo a este concepto. Para poder pronunciar
un juicio acerca de que si algo es bueno o malo, no debemos tomar sólo en cuenta su definición nominal, sino
una valoración general, que permita que sepamos lo que se juzga es bueno o malo, por estar o no dentro de
aquellas cualidades.
La Etica es una disciplina axiológica (axios = valor; logos = tratado o ciencia) en virtud de que, al
interpretar la conciencia normativa, ineludiblemente su objeto de estudio lo constituye, la idea de valor.
La Etica como filosofía de la moralidad, presenta problemas muy complejos, que podemos reducir a los
apartados siguientes:
I. El problema de la esencia del acto moral.
II. El problema de la valoración moral
III. El problema de la obligatoriedad moral y
IV. El problema de la realización de los valores morales.
Vamos a referirnos en forma general a cada uno de estos problemas, a reserva de tratar cada uno de
ellos en toda extensión:
De los valores.
Se entiende por valor toda aceptación en la conciencia, aquello que es apreciado y que se estima como
valioso, esto es, cuya aceptación no opone ninguna resistencia a nuestro cabal conocimiento. Las escuelas
filosóficas inspiradas en la concepción científica de la Filosofía, llamadas crítico-valoraíivas, que son las de
Marburgo y Badén (Marburgo y Badén son dos ciudades alemanas donde existen universidades que sostienen
el pensamiento idealista-crítico), definen los valores como: Una relación "teíeológica" de "preferencia
estimativa". (Teleología = estudio de los últimos fines, teleo = lejos, últimos fines; logos = tratado, ciencia,
etc.).
Aclarando: Se valora un acto ético o moral, que se considera digno, estimado o apreciado. De donde
todo acto digno es valioso (el valor es dignidad). Al valorar se establece un nexo, un enlace, una relación,
entre la persona moral y la acción o actividad, finalidad u objetividad que se quiere realizar y que se tiene
voluntad de cumplir, o también, entre la persona moral y el objeto que se propone, por lo que esas acciones u
objetos se convierten o son en sí mismos fines, son metas por alcanzar, finalidades por lograr, por lo tanto
son teleológicos; pero esos fines, metas u objetos son múltiples, son muchos y variados, entre ellos se'
"prefiere" a aquel que, entre todos, más se estima.
a) Acto ético o moral es una actitud libre, incondicionada. (Incondicionada quiere decir: sin condición,
sin interés propio, personal o individual, sin esperar recompensa.)
b) Persona moral es la portadora del deber, la que lleva en sí misma el deber, como regla o norma,
como lo que debe ser sin poder ser de otro modo; deber como dirección de la conducta que tiene que
cumplir. Persona moral es, pues, el sujeto o individuo que cumple con el deber.
c) Deber es una ley (ley o norma ética es un mandato que tiene que ser obedecido por voluntad propia,
en tanto que la Ley Jurídica se obedece por mandato de una autoridad y cuya desobediencia es motivo de
sanción) que se cumple sin más obligación que el respeto.
d) El preferir supone o contiene la preferibilidad, que es una aptitud o idoneidad (idóneo es lo que está
apto para "algo") de un objeto o una acción para poder lograr un fin. Siempre se prefiere lo que se estima.
(Estimar es apreciar, viene de timé = aprecio, apreciación.) La ciencia o disciplina filosófica que estudia los
valores se llama:
Axiología, que quiere decir tratado de los valores (Axios = valor, dignidad), también se le llama
Timologta. (Timé = honor, dignidad, precio, apreciación.)
Los valores se caracterizan por:
1. Ser universales o generales, quiere decir que valen siempre en todas partes, en todo tiempo, en
cualquier lugar y en las mismas condiciones: Justicia, honor, dignidad, honradez.
2. Son relaciones, son enlaces, nexos entre objetos, condiciones que permiten buscar las causas que
provocan determinados efectos, más bien dicho, causas que conducen a determinados fines, relaciones para
la comunidad de bienes, para la relación recíproca. Por ejemplo: Es valiosa una actitud honrada de un
comerciante que vende una buena mercancía al que se la compra. Una persona da afecto a otra y recíproca-
mente debe recibir la misma calidad de afecto. Esta característica es la relacionalidad.
3. La preferibilidad, por la idoneidad, quiere decir que se prefiere aquello que es idóneo o apto para
lograr un fin. Entre una persona laboriosa y una que no lo es, es claro que se prefiere a la primera. Entre un
medio estricto en el que se actúa con apego a la justicia y otro en el cual no lo es, también se prefiere al
primero.
4. La gradación o sea la mayor o menor aptitud que se concede a un medio para lograr o conseguir un fin.
Existe grado de conocimiento, grado de habilidad, grado de belleza. Si se busca un profesor se le exige mayor
aptitud para enseñar y por lo tanto en el conocimiento. Si se busca una artista se le exigirá mayor grado de
habilidad y de belleza.
5. La polaridad, todo acto de valorar oscila entre dos límites que permiten distinguir entre lo que es
moralmente bueno o valioso y lo que es moralmente malo o "no valioso". Es condición de la eticidad esta
distinción puesto que si existe la justicia, la verdad, la bondad, existen de la misma manera la injusticia, la
falsedad y la maldad.
6. La jerarquía es una resultante de la acción de preferir, de la preferibilidad. Cuando sujetamos a
nuestra reflexión un acto cualquiera lo ponemos en "crisis", esto es, la reflexión supone la critica para poder
elegir entre varios objetos, si preferimos uno es porque le damos jerarquía, por eso para poder jerarquizar ha
sido necesario para algunos filósofos crear una tabla de valores. La jerarquía admite cierta relación de rango
entre los diferentes valores.
7. La materia debe ser considerada como el contenido de cada valor; así existen valores cuya materia o
contenido es ético, otros son artísticos, hay valores cuyo contenido es puramente científico.
Cuando los valores se realizan, cuando se materializan o encarnan en los hechos se llaman bienes; pero
un "bien" no es universal y por lo tanto se singulariza a determinado ambiente y a un tiempo o época preciso.
..
Gran número de teorías y doctrinas han tratado de explicar los "valores o contravalores o desvalores de
los actos morales", naturalmente que se han presentado desde un punto de vista "unilateral", como un
problema que tenía una sola determinada solución.
La Etica, hemos dicho, es normativa en cuanto a su objeto. Pero esto no basta para caracterizarla
plenamente; pues aún no sabemos que sea una norma, ni tenemos una idea clara sobre la índole de la legisla -
ción moral.
Las normas suelen definirse como reglas de conducta que postulan deberes. Estos preceptos siempre se
refieren a la actividad humana, y en tal sentido, se distinguen de las proposiciones enunciativas que alu den al
ser y no al obrar.
Pero entre las reglas de conducta algunas tienen carácter obligatorio, en tanto que otras son facultativas,
como por ejemplo, las reglas que es necesario observar para la construcción de un puente son de orden
práctico en cuanto señalan los medios para el logro de la finali dad, pero su observancia no constituye una
obligación para el sujeto que las aplica. Sin embargo, podemos columbrar una norma que postula un "deber
ser" que no forma parte del conjunto de reglas técnicas que explican cómo debe ejecutarse la obra, sino que,
como algo independiente de ellas, establece imperativamente que tales reglas de arte deben ser aplicadas lo
mejor posible,
Un primer grupo de reglas de conducta está, pues, constituido por las reglas técnicas, es decir, por
aquellos preceptos que señalan medios para el logro de finalidades. El otro grupo lo integran las normas o
reglas de acción, cuya observancia implica un deber para la persona a quien se dirigen. Empleando los
términos de Rodolfo Laun, podríamos decir que las reglas de las artes expresan un "tener que ser", en tanto
que los juicios normativos postilan un "deber ser".
La noción de norma puede precisarse con gran claridad si se compara con el concepto de ley natural.
Entre las leyes físicas y los juicios normativos existen las siguientes diferencias:
a) Las leyes naturales son juicios enunciativos cuya finalidad es la explicación de las relaciones
necesarias que existen entre los fenómenos.
—Los juicios normativos tienen por finalidad provocar un comportamiento.
b) Por la índole de su objeto, las leyes naturales siempre se refieren a lo que es.
—Los juicios normativos o normas estatuyen lo que "debe ser".
c) Las leyes naturales implican la existencia de relaciones necesarias entre los
fenómenos, enuncian procesos que se desenvuelven siempre del mismo modo.
—El supuesto de toda norma es la libertad de los sujetos a quienes obliga, es decir,
exige una conducta que en todo caso debe ser observada, pero que, de hecho, puede no
llegar a realizarse. Los juicios normativos perderían su significación propia si las personas
cuya conducta rigen no pudiesen dejar de obedecerlos.
d) Una ley natural es válida cuando es verdadera, y es verdadera cuando los hechos la
confirman total e indefectiblemente. Una sola excepción destruye un principio científico.
—Las normas son válidas cuando exigen un proceder cuyo contenido sea valioso.
Sólo tiene sentido afirmar que algo "debe ser", si lo que postula como debido es valioso.
La norma que es violada no pierde su valor, sigue siendo norma, vale independientemente
de su incumplimiento.
En síntesis, las leyes naturales y los juicios normativos se distinguen desde los
siguientes puntos de vista: de su finalidad, de su objeto, de su naturaleza y de su validez.
Pero las normas de conducta en sí misma presentan también diversos caracteres que
estudiaremos en los temas subsiguientes.
La conciencia. La voluntad.
Se dice generalmente que la conciencia es un darse cuenta cabal de sí mismo y del mundo circundante. Según
el maestro Kant, para que los diversos datos o elementos de la experiencia se hagan objetos de experiencia
propiamente dichos o científicos, deben ser míos, conscientes para mí como sujeto único, sólo entonces son
comprendidos por mí en un solo concepto de diversos datos y se hacen objetes de experiencia. Los objetos con
cuyo auxilio se hace esta comprensión son las categorías, luego son ellas las condiciones de la posibilidad de
la experiencia, el hilo conductor, la llave y la forma intelectual de la misma. Las categorías imponen las
leyes a la Naturaleza, más aún, la hacen posible y son por esto principios de la ciencia natural pura. Las ca-
tegorías, como hemos dicho, son leyes de referencia objetiva, nos permiten el conocimiento posible. El
conocimiento físico está condicionado por la Naturaleza, esto es, el sujeto cognoscente depende del objeto o
en otras condiciones la Naturaleza está condicionada por el sujeto, el conocimiento depende del sujeto. Pero
ésta sería una explicación demasiado sencilla y no podría averiguarse cuándo la mente distingue y conoce la
verdad; lo primero sería una contradicción, porque la experiencia no puede obtenerse de juicios a priori,
luego queda sólo en pie la segunda explicación.
Juzgar o pensar es reunir representaciones en la conciencia. No se trata de reunir juicios contingentes y
subjetivos, sino juicios objetivos que valen para toda conciencia, y entre éstos no juicios analíticos, sino
sintéticos, porque únicamente éstos pueden constituir la ciencia natural. Por medio de la conciencia se hace
posible el conocimiento.
De la misma manera como se plantea el conocimiento teórico se plantea el conocimiento ético. Pero hay
entre ambos una diferencia esencial; para llegar a descubrir las condiciones del conocimiento físico, teníamos
como punto de partida un hecho. Nos bastó, pues, analizar ese hecho y señalar las primeras hipótesis sobre
las cuales descansan, los principios a priori que sirven de base. Pero ahora carecemos de ese hecho. En el
caso de la Etica, el ideal moral vigente, puede desde luego y debe servirnos de punto de partida. Pero un
ideal moral no es un hecho, no es una expresión de la realidad que existe en la experiencia. Todo ideal moral
posee una especie muy particular de realidad, sólo puede ser expresado en los términos del deber ser. El ideal
moral como no es ni existe, se presenta como norma o ley para la experiencia, como algo que debe ser
realizado, corno un deber ser.
El conocimiento teórico se presenta ante la conciencia tal cual es y está en la experiencia; el
conocimiento práctico está en la idea, es la regla para la experiencia. El carácter fundamental de lo práctico,
de lo moral es: la idea moral, la especie típica de la realidad que posee el idea] práctico y se refiere a la
conciencia en un modo peculiar y característico. No se presenta a la conciencia para ser conocido por el
pensamiento, puesto que no es empíricamente existente, sino para ser realizado. Por lo tanto, no se presenta a
la conciencia que conoce, sino a la conciencia que quiere. No se presenta ante el pensamiento para ser
entendido, sino ante la voluntad. Voluntad e ideal son términos correlativos, como lo son pensamiento o
entendimiento y realidad fisica. El entendimiento es el pensamiento de la realidad física; la voluntad, como
razón práctica .quiere realizar el ideal. La voluntad significa por una parte el uso del pensamiento para un
propósito, es la razón para una concepción de una representación. Pero esa representación aparece en la
conciencia como algo que debe ser realizado, aparece como un ideal y como entre la idea y la experiencia
aparece algo que debe ser franqueado, aunque no puede serlo exactamente, hay aquí un elemento dinámico,
de acción que es necesario añadir y queda expresado en el adjetivo: práctico. La voluntad es la cazón
práctica. La razón cuando no piensa lo que es, sino lo que debe ser, la razón cuando piensa o concibe la idea.
La segunda estructura de la conciencia es la voluntad. Se dice que la voluntad es la posibilidad de obrar
libremente conforme a la razón; es poder determinarse por motivos y razones. W.G. Leibniz afirmaba:
"Preguntar si nuestra voluntad es libre, es lo mismo que preguntarse si nuestra voluntad es voluntad." En
efecto, libre y voluntad significan lo mismo.
4.5.2 La estética.
La Estética es una de las tres principales disciplinas filosóficas, consideradas dentro de la clasificación de
Rickert, como de primee grado. Pertenece a la esfera de la sensibilidad, por eso se ha dicho que es el estudio
de nuestras facultades de conocer por medio del sentimiento.
Considerando a la Filosofía como una axiología, la Estética se ocupa de los valores del Arte, es una
reflexión ¡sobre el Arte. No siempre se llamó así a esa clase de reflexión. Fue Alexander G. Baumbarten
(1714-1762), en el siglo XVIH, el primero en usar la palabra estética, con el significado de teoría de la
sensibilidad, de acuerdo con la etimología griega del término aisthesis.
W. G. Leibniz (1646-1716), intentó esbozar una filosofía, en la que el campo de la Estética no estaba
claramente delimitado, en ella definió el placer "como un sentimiento de perfección el cual se percibe fuera de
nosotros, en algunas ocasiones, ya en nosotros mismos". Esta concepción destruye la idea de convertir a la
Estética en una disciplina con su propio sector, ya que implica el conocimiento, por lo tanto una labor previa
cognoscitiva. Baumgarten separó la ciencia de lo bello de las otras ramas de la Filosofía, a la que le dio el
nombre de Estética. Aisthetsis es en griego sensibilidad y esthetica, mundo de las sensaciones, que se opone a
la Lógica, Por eso Baumgarten, la consideró la hermana menor de la Lógica. Dándole un dominio propio, la
dividió en dos partes: estética teórica y estética práctica.
La primera tiene por objeto establecer qué es la belleza, y en una definición completa intelectualista,
Baumgarten afirma que la estética es la ciencia del conocimiento sensible o gnosiología inferior. No men-
ciona el sentimiento, pero habla del conocimiento sensible, en tanto tal conocimiento no se ocupa más que
de los procesos intelectuales, no de sus resultados. Esta perfección del conocimiento sensible es lo
bello.
La segunda, estética práctica, no estudia la creación artística en general, sino sólo se refiere a la
poética. No acepta más que un signo en el logas, interpretado como la palabra. Investiga las
condiciones internas que hacen posible la creación poética.
En la filosofía moderna, que está en relación con la cultura, se considera fundamental establecer
un criterio valorativo de todas las condiciones de la existencia humana y se establecen los sectores de
cada una de sus disciplinas: a la Lógica le impone distinguir los valores de la Ciencia; a la Etica los
de la Moralidad y a la Estética los del Arte, y de esta manera resulta ser la estética la Filosofía del
Arte. Por eso, en la actualidad se acepta como ciencia que hace posible la expresión de lo bello en el Arte.
Arte y sensibilidad.
Platón, en la Epístola VII dice: "el conocimiento de las formas no puede expresarse en palabras, como
otras clases de conocimientos, sino que, de improviso, tras muchos estudios y larga investigación brota en el
alma la luz con que se las puede ver, como la llama brota del fuego". Luego, agrega, se verá que todas las
cosas bellas, son bellas sólo en cuanto participan del verdadero ser de la belleza. Pedro, expresa además,
que la forma de la belleza es la única de todas las formas que aparece en el mundo tal como realmente es.
Un hombre no puede, en esta vida, llegar a la ciencia absoluta o a la justicia absoluta, pero puede aprehen der
la belleza absoluta.
La exposición de Platón, se explica dentro de la teoría psicológica de la Estética, en la época moderna,
entendiendo que hablaba primero, de una etapa de esfuerzo intelectual sostenido y segundo, de la "idea
feliz", que sigue al proceso de meditación intensa, que es de orden muy distinto al pensamiento mismo. El
pensamiento conduce a ella, pero está muy lejos de implicarla necesariamente. Esto quiere decir, la mente
da un salto decidido y por esa razón la esfera de la ciencia requiere un proceso subsiguiente, el de la
verificación.
Aristóteles, cuando habla de los grados del saber, se refiere al saber por excelencia, en primer lugar, y luego
a la empeirá, en el sentido de la "experiencia de las cosas". No se puede enseñar, sólo se puede poner a otro
en condiciones de adquirir esa misma experiencia. Hay otro saber más alto, la tekhne, que es saber hacer, el
Arte. Pero el Arte no nos da lo individual, sino algo universal, una idea de las cosas; por eso se puede
enseñar, mientras que lo individual sólo se puede ver o mostrarse.
Concepto de Arte.
Aristóteles distingue entre las creaciones y la acciones artísticas, por una parte, y los objetos de la
Naturaleza por otra, el objeto natural es él mismo causa de alteración, mientras que una obra o un acto es es
causado por el autor o creador. De aquí que los actos y las obras de arte estén sometidos al mismo principio
de causalidad que la Naturaleza.
Los límites entre la práctica y la creación artística son muy im precisos; provoca la confusión existente
entre el campo de la práctica y el de la creación, que nos encontramos en todas las estéticas y principalmente
en las de tipo idealista, no hay en ellas poiesis, lo que tiene un f in fuera de sí mismo. Para Aristóteles, el
Arte es técnica. No concibe lo bello y el bien como categorías prácticas o técnicas, sino les atribuye un valor
cósmico o metafísico.
En síntesis, Platón no establece diferencias entre Ciencia y Arte. Aristóteles hizo un distingo, sustrajo el
concepto de Arte del de la Ciencia y también lo separó de la experiencia.
El Arte no es un fenómeno físico, se dice que este fenómeno se concibe y es posible sólo por la
construcción o relación que hace nuestro intelecto entre un hecho que se nos manifiesta y una ley o principio
y, naturalmente, si se nos pregunta si el Arte es un fenómeno físico, asume racionalmente la significación de
si el Arte se puede construir físicamente. Lo que tal vez podría hacerse, pero resultaría algo frío y carente de
lo que debe tener el Arte, sentimiento.
Hay otro modo de entender el Arte, como lo que agrada a los sentidos, como lo que produce placer o
alegría, ésta es una concepción hedonista de la Estética. El Arte para serlo no puede ser utilitario. La vida de
esta doctrina consiste en proponer alternativamente una y otra clase de placeres a la vez, ya sea en el placer
de los sentidos superiores, o el del juego, o la conciencia de nuestra propia fuerza, o el erotismo, etcétera;
también puede ser añadir elementos distintos a lo agradable, lo útil, cuando puede separarse de lo agradable,
satisfacción de necesidades cognoscitivas y hasta prescripciones morales, etc. Pudiera aceptarse la teoría
hedonística de la Estética, siempre que pusiera únicamente en juego el placer como actividad del sentimiento
puro; Estética como una condición del espíritu, que niega cualquier otra que nos restrinja a
condiciones subjetivas. Hay otro tipo de concepción del Arte, como moralidad; el Arte no
ha nacido como una forma del acto práctico, que se acerca necesariamente a lo agradable,
atrayendo el placer y alejando el dolor. No nace como obra de la voluntad, que caracteriza
al hombre honrado, que nada tiene que ver con el Arte.
Derivada de la concepción moralista, está la condición que quiere imponérsele al Arte,
dirigiéndolo hacia el bien, enderezando y aborreciendo lo que es malo, que pretende
corregir y mejorar las costumbres, contribuir a mejorar la plebe, vigorizar al pueblo,
fortalecer el espíritu bélico, como no puede hacerlo la Matemática, ni la Física, sin que al
ser usadas para ello pierdan su respetabilidad.
El Arte es la expresión intuitiva del sentimiento, de esta manera se le niega su carácter
conceptual, lógico...
Esta reivindicación del carácter alógico del Arte, es la más difícil e importante de las
polémicas incluidas en las formas del arte-intuición, ya que las teorías que tratan de
explicar el Arte como una forma del conocimiento puro (Shelling, Hegel), o como una
ciencia natural (H. Taine), o como herbatzianos, que confunden el Arte con las
matemáticas, ocupan la mayor parte de la historia de la Estética.
Hay un objeto del Arte, aquello que es posible únicamente en cuanto que permita la
producción artística.
E. Kant, distinguió entre otros conceptos el de arre estético. Cuando el Arte es
concebido conforme a un objeto de conocimiento posible y cumple solamente las
condiciones necesarias para realizarlo, en cuanto es captado así; pero si, por el contrario,
tiene como finalidad inmediata el sentimiento y el placer no es arte estético. Es placentero
cuando su finalidad es hacer que el placer acompañe a las representaciones, en cuanto
simples representaciones; es bello en cuanto su finalidad es unir el placer a las
representaciones como modos de conocimiento. El arte estético es una captación intuitiva
del sentimiento. Es un producto humano que de cualquier manera expresa una emoción
que se hace perdurable; pero el Arte en cuanto expresión es una doctrina del conocimiento
sensible.
Shaftesbury, Anthony Ashley Cooper, conde de (1671-1713), se dice que fue modelo de
altruismo, de gran probidad moral y ^capacidad intelectual. En su libro The Moralists,
parte del sujeto que conoce y del buen conocedor, experimentado en todos los grados y
órdenes de la belleza, gracias al amor, a un amor más noble que el que inspira la belleza
común, percibe todos los misteriosos encantos de las formas particulares. Pero tales
encantos los percibe intuitivamente a la vez que por grados, en ¡a medida en que se amplía
su concepción sintética, su nobleza amorosa. . . El gusto estético es la intuición por el
encanto, a decir verdad, es menos que una ascensión y que una penetración, creciente
sutilidad y ascesis.
Shaftesbury, posee un sentimiento platónico, en toda su obra se advierte el apego a los
diálogos de Platón: Fiíebo, Timeo, Pedro y El banquete. En su libro Ensayos sobre la
libertad del espíritu y del humor. se refiere al tema de la alianza y de la síntesis indisoluble
de los ideales: "La belleza natural en el mundo es la honestidad —dice—, la verdad moral;
pues toda belleza es verdad. Los rasgos verdaderos son los que hacen la belleza de un
rostro, y las verdaderas proporciones la belleza de la arquitectura, así como las medidas
verdaderas crean las de la armonía y de ¡a música. En la poesía, que es fábula, toda ella; la
verdad también es perfección." A lo que sigue una serie de consejos destinados al pintor.
Vuelve hacia la kalokagathia, que significó entre los griegos a partir de Sócrates, y
principalmente para Platón, un concepto que une lo moral y a lo estético, es una fusión de
la belleza y del bien.
Moisés Mendelssohn (1729-1786), un filósofo alemán, que busca conciliar el
sensualismo inglés y francés, con el racionalismo alemán.
Su estética une dos concepciones: la racionalista de Baumgarten (Wolf y Leibniz) y la
teoría inglesa, para la que el proceso estético del sentimiento y la sensación desempeñan
un papel predominante. Mendelssohn no llega a conciliar estas dos tendencias; las pone
frente a frente dividiendo el proceso en diversos momentos; el sentimiento estético es, de
hecho, un sentimiento compuesto de elementos diferentes que de esta manera aparecen en
el alma. Tras de haber confundido aparentemente lo bello y lo perfecto, nos dice que el
placer que producen en nosotros ciertos objetos, es la razón por la cual nos parecen
perfectos. En todo placer estético considera una triple fuente: la uniformidad en la variedad
o belleza sensible; la armonía de la multiplicidad, o perfección; y el mejoramiento del
estado de nuestro cuerpo o placer sensible.
Si bien no supo separarlos, Mendelssohn percibió tres elementos estéticos: lógico,
metafísico y físico. Con gran penetración vio que el sentimiento estético se inicia por
alguna cosa sensible y que no se refiere a lo inteligible. De aquí que sea el precursor de
Kant, y más todavía, de Herder, quien reprochó a Kant el trazar fronteras infranqueables al alma humana.
Al declinar la sensibilidad, Mendelssohn la sitúa al igual que Kant, entre el conocer y el desear.
La sensibilidad.
La sensibilidad es una estructura integrante de la conciencia, por medio de ella es posible sintetizar
procesos importantes de la vida; tomando del material que le proporcionan los sentidos, los datos esenciales,
los conduce por la reflexión a la captación emocional del mundo; por los sentidos la vida es la unidad de ser
y actuar en una totalidad abierta al ambiente, pero no por su exclusiva condición biosfera, sino por la
interpretación o valoración del mundo, que hace posible conocer el mundo de los objetos. Por medio de la
sensibilidad el individuo vivencia el mundo exterior, los objetos externos, los valores, las leyes, potenciales o
reales, pasados, presentes o futuros o intemporales, o bien se vivencia a sí mismo, sus propios anhelos,
valores, disposiciones, tendencias inarticuladas, anteriores estados de ser, futuras posibilidades.
Para el Arte, la sensibilidad presenta de esta manera mucha importancia, puesto que no es concebible un
objeto del mundo sin que él de algún modo ingrese en nuestra vida por la vía de la sensibilidad; aun cuando
sea conocimiento puro, es la sensibilidad la que en primer termino permitirá en cierta forma despertar el
interés por el conocimiento; de cualquier manera, debemos entender que la conciencia se integra en los tres
aspectos: pensamiento, voluntad y sentimiento.
Expresión artística
Se ha dicho que la Estética debe ser entendida también como autocon-ciencia del Arte, porque su
conocimiento no sólo supone el de las reglas o formas de llevarlo al cabo, sino también su realización y
limitación. Conocer esas reglas equivale a tener conciencia de ellas, saber lo que se puede lograr poniéndolas
en práctica, así como a darse cuenta de cuáles son sus limitaciones, lo que viene a ser una conciencia superior:
conciencia de la conciencia, y a esto se llama autoconciencia.
El Arte puede ser concebido de muy diversas maneras, pero dos son las formas más generales de entenderlo,
primera, como reproducción fiel de la Naturaleza, y segunda, como creación del valor de lo bello, como
expectación y contemplación. El Arte se mantiene en el terreno de la emotividad; de esta manera, se convierte
en algo puramente subjetivo y, por tanto, es un elemento que forma parte de la existencia humana, como un
acto vivido, como una vivencia, o de otro modo, se acepta el Arte como una facultad racional del intelecto.
Ahora es necesario considerar cómo debe ser entendida esa facultad; si como un acto de conocimiento, en
que el sujeto establece una identidad en el pensamiento universal entre un elemento concebido "a priori" y
otro de la realidad, o como una facultad psíquica, interna o individual, que se da por el sentimiento. De esta
manera distinguiremos dos conceptos opuestos: el Arte como darnos cuenta de un sentimiento universal y
expresarlo con símbolos también universales, y otro, darnos cuenta de nuestro sentimiento y expresarlo con
nuestros propios símbolos. De igual modo tenemos que distinguir, si el elemento estético corresponde a la
universalidad y entonces está formando parte de una existencia universal, de la humanidad entera; de otra
manera, si es la sensibilidad de la existencia de cada individuo. En el primer caso lo estético debe ser
entendido por el sentimiento de todo aquel que piensa conforme a una razón, en tanto que de otro punto de
vista, lo estético sólo pertenece al sentimiento de "un artista".
Lenguaje y símbolos.
Mas se cometería un error si no se descubriese en la palabra una belleza propia del
lenguaje; esa belleza que hace de su poder de expresar los pensamientos puede fácilmente
confundirse con la belleza del pensamiento mismo, pero la belleza del pensamiento
transferida a la expresión, la hace aparecer más bella. A pesar de ello, debe distinguirse
entre ambas bellezas. La belleza del lenguaje es, en realidad, distinta. Esta belleza
corresponde a la de los medios adecuados para un fin, el de comunicar los pensamientos y
de aquí se manifiesta, con toda evidencia, que de diversas expresiones que acompañan a
nuestros pensamientos, la más hermosa, en el sentido mencionado, es la que corresponde a
su finalidad más perfecta.
Las pasiones tienen su lenguaje. El Arte es un lenguaje de las emociones. De aquí las
diversas especies de él, según lo que expresa: belleza, grandeza o sublimidad, movimiento
y fuerza, comicidad, dignidad y gracia, ridiculez o espiritualidad y, por encima de todo
ello, el orden y la armonía que crea el equilibrio, entre las similitudes y dispari dades, entre
la uniformidad y la variedad, entre la congruencia y la educación.
En la actualidad se ha definido la esencia del Arte, desde distintos puntos de vista,
como expresión, como expresión de sentimientos. En apoyo de ello se introducen criterios
biológicos-psicológicos. Desde estos puntos de vista el Arte sería una manera de descargar
los afectos intensos. Todo estado afectivo, la cólera, el dolor, la alegría, tienen que
culminar en movimientos de expresión, en movimientos mímicos y a resolverse a la vez en
ellos. En todos los tiempos el hombre rebosante de emoción ha dado escape a sus estados
de ánimo en la danza y en el canto, en el lenguaje lírico y en la música.
Forma y contenido.
Todo arte puede ser juzgado como expresión por el espectador cuando, en presencia de
la obra conclusa, ve en ella cristalizada, expresada, la plenitud de la vida del artista, su
contextura psíquica, sus modos de sentir; pero con esto se deja intacta la esencia de la
creación artís: ca. El dar escape a los sentimientos mediante palabras, notas y gestos no es
de por sí arte genuino; no se señala de ese modo ningún rasgo necesario común a todo lo
artístico. Lo necesario en la actividad artística es más bien la sumisión de la materia a una
forma artística: de la piedra o el bronce a una estatua, del lenguaje a la poesía, del sonido a
la melodía, de los movimientos corporales a ¡a danza. El Arte es plasmación o
configuración, es representación. Una actividad sólo puede declararse artística allí donae
comienza la configuración o donde se introduce al menos la voluntad de obtenerla. Eso es
lo que distingue la poesía más torpe de la conversación más henchida de sentimientos, la
danza más inhábil de la mímica más expresiva. La relación inversa no siempre es exacta;
no toda actividad orientada hacia la configuración es, por eso solo, actividad artística,
UNIDAD 05.
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO
FILOSÓFICO A LO LARGO DE LA HISTORIA DE LA
FILOSOFÍA
OBJETIVOS PARTICULARES
En esta Unidad:
TEMAS Y SUBTEMAS:
UNIDAD 05.
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO A LO
LARGO DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA Lledo Santillana
La filosofía griega trazó los caminos por donde habría de discurrir el pensamiento posterior. Un filósofo de
nuestro siglo expresó esta influencia con una frase que se ha hecho famosa: «La filosofía occidental no es sino
notas a pie de página puestas a los diálogos de Platón».
Efectivamente los griegos iniciaron y, en gran medida, desarrollaron la mayoría de los problemas filosóficos,
orientando los cauces por los que discurrirían después. Los filósofos anteriores a Platón pensaron sobre la
naturaleza, el movimiento, el nacer y el perecer de las cosas. Sus observaciones las expresaron en palabras, y el
logos con el que las manifestaban fue un principio de racionalidad frente al mito y a todas aquellas
narraciones que decían lo que era el mundo real, sin haberse parado a mirarlo con los propios ojos.
Pero también preocupó a estos «primeros que filosofaron» enseñar cosas útiles a sus conciudadanos, muchos de
los cuales se iban a hacer a la mar para fundar colonias o para negociar con los pueblos vecinos.
Cuando la democracia se afianzó en Atenas y la educación o paideia se convierte en un instrumento de poder,
los sofistas y Sócrates irán descubriendo la importancia de la comunicación y el lenguaje. Por eso con Platón
la filosofía se hace diálogo: un pensamiento compartido, analizado, desde las múltiples perspectivas del
centenar de personajes que hablan en sus «diálogos».
De este diálogo, en busca de un saber firme como las Ideas que Platón descubre, saldrá la aguda mirada de
Aristóteles que rastrea, en la misma naturaleza, más acá de las ideas, los principios de un conocimiento que
permita el saber y la ciencia. Pero este entusiasmo renovador acabará, en parte, con la filosofía del período
helenístico. Con la expansión política de Alejandro Magno, ya no habrá lugar manejable para pensar en
otra cosa que en la singular y limitada felicidad. La extensión geográfica permitirá también la extensión de
los conocimientos conquistados y su especialización.
Se les suele agrupar bajo el nombre de presocráticos. Un nombre, por cierto, bastante impreciso
y que comprende personajes intelectuales muy distintos. El referirlos, además, a Sócrates, que
había de nacer casi dos siglos después de alguno de ellos, añade a la imprecisión, la
arbitrariedad. Puestos, además, a definirlos en relación con el pensamiento posterior, más claro
sería llamarlos preplatónicos, ya que es Platón quien por sus escritos marca una época nueva en el
desarrollo de la filosofía. Sócrates, que no dejó obra escrita, es más bien un gran silencio que
adquiere voz en los diálogos platónicos, en algunas comedias de Aristófanes y en las páginas de
Jenofonte.
También es hasta cierto punto impreciso llamarlos filósofos, porque a comienzos del siglo VI a.
de C., apenas si encontramos la palabra filosofía a no ser en citas de autores posteriores, referidas,
eso sí, a estos personajes. Aristóteles, que al comienzo de su Metafísica hizo un esbozo de historia
de los que le habían precedido en la investigación de los principios de las cosas, les llamó «los
primeros que filosofaron» (Metafísica, I, 983b6). Insistimos en la cuestión del nombre porque, en
la medida de lo posible, nos gustaría presentar a estos precursores de la manera más sencilla e
inmediata, y sin excesiva carga de terminología. Lo cual no quiere decir que no tengamos que
recurrir a ella en diferentes momentos.
2. Tales de Mileto
1. Un científico práctico
Tales de Mileto es el primer nombre en esta historia- No nos queda ni siquiera un fragmento supuestamente
original de sus escritos, si es que llegó a escribir. Pero tenemos abundantes referencias de sus opiniones
sobre el mundo y los hombres, que nos permiten construir una figura «ideal» del primer «filósofo», y, por
consiguiente, de lo que significó para la filosofía.
Sabemos que vivió en Mileto, la más rica de las ciudades comerciales de la costa de Asia Menor, y que en el
año 585 a. de C. predijo un eclipse. Sería ésta la primera fecha en la historia de la ciencia occidental. Por
supuesto, en relación con la astronomía, tenemos testimonios sobre sus observaciones de los movimientos
celestes.
En efecto, llevaban ya cinco años de guerra -los lidios y los me-dos- con suerte alterna, cuando, en el curso de un combate, acaeció que el
día se transformó, de repente, en noche. Ese cambio de día lo había predicho a los jonios Tales de Mileto, que había afirmado que en ese mismo
año se produciría tal cambio.
Heródoto, I, 74
También se nos ha transmitido que estuvo en Egipto y que se preocupó por buscar una explicación a las
crecidas del Nilo.
En ese viaje a Egipto ideó también un método para calcular la altura de las pirámides por la sombra que
proyectaban. Utilizó estos descubrimientos geométricos para medir las distancias de las naves en el mar.
Eudemo atribuye a Tales el teorema «los triángulos que tienen un lado y sus ángulos adyacentes iguales, son iguales». Por este teorema
medía la distancia de los barcos en el mar.
Proclo(DKllA20)
Heródoto (I, 75) nos cuenta que Tales desvió el cauce del río Halis haciendo una especie de dique para que
el ejército de Creso pudiera, sin necesidad de puentes, vadearlo.
Otra noticia interesante, referida por Heródoto (1,170). es que Tales propuso la unión de las distintas ciudades
griegas de Jonia y que éstas «tuvieran un consejo común» en la ciudad de Teos. Todo ello les daría más fuerza
frente a las amenazas de los persas.
El perfil que del primer filósofo se nos dibuja lo presenta, pues, como un observador de la naturaleza y un
teórico de la política. En definitiva, un hombre de su tiempo, ocupado en dar a sus conciudadanos ideas que
servían para interpretar los fenómenos naturales, y facilitar la solidaridad entre los griegos.
Los pueblos de las costas de Jonia, emprendedores y navegantes, necesitaban «sabios» que los enseñasen a medir
distancias en el mar, a orientarse por las estrellas, a establecer pactos de unión entre las distintas ciudades. La vida
era demasiado apremiante e importante como para que su mundo intelectual se limitara sólo a contar mitos sobre
sus dioses, o a soñar con las hazañas de Aquiles o Ulises. Por supuesto que la cultura mítica siguió presente y que
los rapsodas seguían cantando los poemas de Hornero, pero los barcos reales necesitaban, entre otras cosas,
orientarse por las estrellas que, de verdad, se veían. Nada más opuesto, por consiguiente, a esa idea del saber
«filosófico» como algo alejado del mundo y de los intereses «reales» de los hombres.
2. El sabio distraído
Estos datos se contradicen, por cierto, con una anécdota que recoge Platón y que reproduce, paradójicamente,
la imagen del filósofo ajeno al mundo:
Tales, cuando por observar a los astros, miraba hacia arriba cayó en un pozo. Y se dice también que una muchacha tracia,
llena de humor y picardía, se burlaba de él porque, queriendo saber cosas del cielo, no se daba cuenta de lo que tenía
delante de sus pies.
PLATÓN: Teeteto, 174a
Vemos cómo esta tradición del sabio distraído surge muy pronto en la cultura occidental. Es seguro que hay razones
para justificar esas supuestas «distracciones», pero algunas podrían tener un carácter ideológico para ridiculizar lo
que de creador y revolucionario tuvieran las ideas de estos hombres. No nos resistimos por ello a reproducir la
anécdota opuesta que, tal vez, para defender la tesis de que el sabio era menos distraído de lo que parece, reproduce
Aristóteles:
Como se reprochaba a Tales lo inútil que era su afán de saber -la «filosofía»- cuentan que previendo, por sus conocimientos de
astronomía, que aquel año habría buena cosecha de aceitunas [...] arrendó los molinos de aceite de Mileto y Quíos [...] y,
cuando llegó el momento oportuno, los realquiló al precio que quiso. [...] Demostró, así, que es fácil a los filósofos
enriquecerse, pero que no es eso lo que les interesa.
Política, I, 1259 a 9
Tales afirmaba que el agua es el origen de todo (por eso manifestó que la Tierra estaba sobre el agua) y sin duda opinaba así al ver
que aquello de lo que todo se nutre es húmedo y que el calor mismo nace de la humedad y de ella vive, y aquello de donde
nacen las cosas es su principio. Por ello, sin duda, tuvo esta opinión, y porque las semillas tienen siempre naturaleza
húmeda y por ser el agua, para las cosas húmedas, principio de su naturaleza.
Aunque tal idea tuviese relación con mitologías egipcias, el que la Tierra no fuese ya inmóvil sino que se
sustentaba en otro elemento rompía las opiniones tradicionales. La Tierra era, pues, una pequeña isla sostenida
en el agua como materia originaria. Ésta parece ser la opinión de Tales de Mileto, aunque interpretaciones
posteriores, incluida la de Aristóteles, dedujesen de ahí la tesis de un principio más o menos metafísico, que no
podía estar en la mente de este primer filósofo.
La idea de la humedad de las semillas, del movimiento que supone la vida; de que la naturaleza y la realidad son
algo animado; y de que incluso el imán tiene «alma» porque atrae al hierro (Aristóteles, De mama, 1,405 a 19)
era ya una forma de mirar la naturaleza y de traspasar el mundo y la realidad de los sucesos una nueva mentalidad:
los fenómenos de la naturaleza sólo podían empezar a entenderse partiendo de la observación de la
apariencia de las cosas. Esta forma de percibir el mundo, por muy limitada que fuera, señalaba la única
posibilidad de llegar a su sentido y a su ser.
• El haber escrito un libro «Sobre la naturaleza». Es muy posible, sin embargo, que el hecho de escribir un
«libro» sea ya una interpretación muy posterior; y que solamente hubiese pretendido, utilizando la
incipiente escritura, fijar en papiro alguna de sus ideas «sobre la naturaleza».
• Haber utilizado el gnomon para, por su sombra, medir el tiempo y la altura del Sol.
• Haber sido el primero «en dibujar sobre una tablilla un mapa de la tierra habitada», y construir una
especie de esfera donde estaban representados algunos astros.
• Admitir la pluralidad de mundos y el eterno movimiento de las cosas. En escritores posteriores
encontramos referencias a opiniones de Anaximandro sobre la astronomía, sobre el origen de los seres
vivos y del hombre, así como sobre las causas de los fenómenos meteorológicos basadas en la observación
empírica.
Anaximandro sigue el camino de Tales y, con ello, se empieza a interpretar de una manera más
«racional» la relación del hombre con el universo que lo rodea.
También se atribuye a Anaximandro el haber utilizado el término apeiron «como principio y elemento
de las cosas existentes, y que contiene la causa toda del nacimiento y destrucción del mundo». La palabra
apeiron la encontramos ya en Hornero (Ilíada, I, 350) para hablar del mar inmenso, sin fin (apeiron) y
también un sueño indeterminado, sin límites precisos (Odisea, VII, 286). En Anaximandro, este término
podría tener un sentido semejante; la realidad tiene que ser algo indeterminado, impreciso, como un fondo
originario que sólo se determina cuando se concreta con las múltiples apariencias del mundo.
Anaxímenes de Mileto, hijo de Euristrato, compañero de Anaximandro, dice, como éste, que la naturaleza subyacente es una e
indefinida, pero no inconcreta sino concreta y la llamó aire. Dice también que se convierte en una cosa u otra por rarefacción y
condensación. [...] Hace también eterno el movimiento por el que el cambio se produce.
DKA5
Todas estas opiniones surgían de la observación de los procesos naturales, como la lluvia, la evaporación, la
formación de las nubes e, incluso, de la observación de la propia respiración como principio de la vida. Así
llegó Anaxímenes a la idea de una respiración del cosmos que vive y da vida (DK 13B2). Este universo
que respira y alienta es una imagen original de estos primeros pasos de un pensamiento en lucha ya por la
racionalidad.
Anaxímenes supone también que esas formas más o menos densas del «vapor» que configura el cosmos
son la causa de los distintos fenómenos con que se hace presente la realidad. Esta idea de causa se
desprende de esta manera de su significado moral de culpa o pena, tal como aparece en los primeros textos,
para desplazarse hacia un significado «científico», que es el que predominará posteriormente.
6. Pitágoras de Samos
Un famoso teorema ha hecho que casi en los primeros pasos de nuestra formación en la escuela tropecemos
ya con el nombre de Pitágoras; sin embargo, su existencia está rodeada de misterio. Platón parece evitar su
nombre y el mismo Aristóteles habla de «los llamados pitagóricos». Es verdad que el carácter de escuela o
secta, amiga de secretos y conspiraciones, debió de influir en esa niebla espesa en torno al maestro y a los
suyos.
Los estudiosos de la filosofía griega hablan del pozo sin fondo del «pitagorismo». Suponemos que
existió un personaje con ese nombre que nació en torno al 570 a. de C. en Samos. Heráclito lo menciona
en uno de sus fragmentos: «Pitágoras, hijo de Mnesarco, practicó la investigación más que todos los otros
hombres, y escogiendo de estos escritos hizo para sí una especie de sabiduría farragosa y una mala artimaña»
(frag. 729).
Sabemos que desde Samos emigró al sur de Italia y que se estableció en Cretona. Porfirio, en la Vida de
Pitágoras (DK 148a), habla de su llegada a esa ciudad, en la que fundó una especie de comunidad, donde no
sólo se cultivaron distintos saberes como la matemática, sino que, además, estuvo marcada por
prácticas secretas, que destacaban más el carácter del extraño fundador. Testimonios antiguos hablan de
que Pitágoras era descendiente de Apolo y de que podía hacerse presente al mismo tiempo en distintos
lugares. Todo esto rodeaba al personaje de una leyenda al parecer alejada de la investigación científica y
propia más bien de esa admiración que, entre sus adeptos, provocan ciertos fundadores de sectas religiosas.
De entre las noticias sobre Pitágoras y los suyos destacamos sólo dos: la primera se refiere a la oranización
de la vida común regida por preceptos rigurosos. Diógenes Laercio, en su obra titulada Vida de los
filósofos (VIII, 19), cuenta que «prohibía comer ciertos alimentos como peces y habas» y Porfirio dice que
«huía de carniceros y cazadores y que había que abstenerse de comer seres vivos» (DK 149). También nos
habla Jámblico, un neoplatónico del siglo IV d. de C., «de la obligación de guardar silencio sobre las
enseñanzas dentro de la secta» y este mismo autor reproduce los «mandamientos», algunos realmente
grotescos, a que se sometían los pitagóricos (DK 58c6).
La organización «docente» en la escuela era también muy rígida. Había alumnos acusmáticos, cuya
obligación era aprender en silencio; pero cuando habían aprendido el silencio y lo que el silencio enseña,
podían empezar a preguntar y expresar lo que sentían o pensaban. Entonces se les llamaba matemáticos,
porque «podían profundizar en lo que aprendían y eran instruidos por ello en los fundamentos de la
ciencia, los acusmáticos en cambio atendían sólo a compendios de libros, sin pensar por qué decían lo que
decían» (Porfirio, Vida de Pitágoras, 37).
El otro importante tema relacionado con la escuela pitagórica fue su actividad política. Hay testimonios
contradictorios sobre las razones por las que fueron expulsados de Cretona y perseguidos. Unos afirman
que su estilo de vida, su «elitismo» provocaba el rechazo del pueblo y de los grupos democráticos; otros,
que el resentimiento de Cilón, un ciudadano de Crotona que no había sido admitido en la secta, provocó la
revuelta popular (Porfirio, Vida de Pitágoras, 54-55). Todas estas noticias dejan ver la enorme
importancia que los pensadores pitagóricos tuvieron en la política griega y, sobre todo, en las ciudades del
sur de Italia. Estas luchas obligaron al mismo Pitágoras a retirarse a Metaponto, ciudad donde murió en el
año 500 aproximadamente.
• El alma y el mundo
El pensamiento de los pitagóricos parece que estuvo sumergido en todo ese conglomerado de ideas que
venían del orfismo y sus teorías sobre el alma y las reencarnaciones. Diógenes Laercio (VIII, 36) nos cuenta
que «pasando Pitágoras junto a un cachorro que era apaleado, sintió compasión y dijo:
"cesa de apalearle, pues es el alma de un amigo la que se queja dentro de él"». Esta anécdota nos lleva a otro
aspecto más importante: «eran muy conocidas sus teorías de que el alma es inmortal; que transmigra de
unas especies a otras; que, además, lo que ha sucedido se repite periódicamente; y que todos los seres
vivos están unidos por lazos de parentesco». Un mundo unido así a la vida infunde veneración, respeto. La
relación de los griegos con la naturaleza siempre se sustentó en un respeto casi sagrado. La naturaleza
provocaba el sentimiento de admiración ante una fuerza que se desarrollaba en sí misma y per sí misma y de la
que el hombre era hermano:
¡Magnánimo Tídida! ¿Por qué me preguntas por mi abolengo? Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el
viento las hojas por el suelo y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana
nace y otra perece.
HOMBRO: Ilíada, VI, 145-149
Pero el alma, como la naturaleza, también tiene en sí el principio del movimiento y, según Aristóteles (De
anima, 404a), «los pitagóricos creían que el alma es ese polvillo que hay en el aire y así se introduciría en
el recién nacido con la respiración». Esta idea de respiración se extendía también por todo el universo como
«un espíritu infinito que llena todo vacío» (Aristóteles, Física, IV, 213b 23-26).
Los llamados pitagóricos se dedicaron a las matemáticas e hicieron progresar esta ciencia. Embebidos en su estudio creyeron que los
principios de las matemáticas eran los principios de todos los seres. Y como los números son por naturaleza anteriores a las cosas, los
pitagóricos creían percibir en los números, más bien que en el fuego, la tierra y el aire, mayor semejanza con lo que existe y lo que
está en continuo cambio. Así una cierta modificación de esos números les parecía ser la justicia, otra el alma, otra la ocasión
favorable. [...] Por último veían en los números las razones y proporciones de la armonía. Viendo, pues, que todo estaba formado a
semejanza de los números [...] pensaron que los elementos de los números son los elementos de todos los seres y que la totalidad del
cielo era armonía y número.
I, 985b 20-985a 3
En este texto de Aristóteles se destaca, entre otras cosas, el carácter fundamental de los números. Al
parecer, los trabajos matemáticos de los pitagóricos, a pesar de esa atmósfera misteriosa y elitista que envolvía a
sus miembros, fueron verdaderas aportaciones «científicas». Así, por ejemplo, el teorema de Pitágoras; la
inconmensurabilidad de la diagonal y el lado de un cuadrado; las distribuciones y oposiciones numéricas; las
relaciones geométricas, etcétera.
Parece ser, por último, que Pitágoras utilizó el término filosofía en el sentido que encontraremos después en
Platón: como «pasión por el saber»; Pitágoras fue el primero que usó el término «filosofía» y el primero que se
llamó filósofo, pues ninguno es sabio, sino sólo la divinidad» (Diógenes Laercio, I, 12).
2. El prólogo a un viaje
Parménides compuso un poema en hexámetros al estilo homérico, pero sus protagonistas no son Aquiles,
Patroclo o Ayax, ni combaten junto a las murallas de Troya. Sus personajes son aparentemente pacíficos: la
Verdad, la Justicia, la Opinión, el Camino, el No-ser, el Nacimiento, la Necesidad. De este poema nos quedan
156 versos, que han llegado hasta nosotros por haberlos incluido en sus propias obras autores muy
posteriores, corno Sexto Empírico, Simplicio, Proclo o Clemente de Alejandría.
No nos debe extrañar, sin embargo, que Parménides escribiese un poema para comunicar su pensamiento.
Siempre que estudiamos estos comienzos de la filosofía hay que tener presente la situación concreta de
estos «autores». La escritura era, como hemos visto, un descubrimiento reciente para los griegos y escribir
debía de ser una empresa complicada.
Al mismo tiempo, el que pretendía comunicarse más allá de la simple conversación diaria, y quería
manifestar sus experiencias intelectuales tenía que recurrir a las formas tradicionales, como era, sobre todo,
el poema épico.
Es cierto que al utilizar la forma épica, lo que Parménides quería decir podía quedar confundido entre
formulaciones más aptas para el lenguaje mítico o incluso religioso que para la coherencia y rigor de la
filosofía. Pero estas exigencias tienen más que ver con las de un lector posterior, que exige de la escritura algo
que no podía estar en la mente de aquellos pioneros del saber y la ciencia. Es también muy posible que el
pensamiento aristocrático de Parménides utilizase esa forma épica, en la que se habían educado los
griegos y que expresaba en cierto sentido el aspecto más «conservador» de la tradición. Muy pronto la
tragedia, la comedia, la historia, las controversias de los «diálogos» darían paso a otros moldes para la
comunicación del pensamiento.
Los fragmentos conservados del poema permiten adivinar que se articulaba en tres partes: una especie de
introducción; una exposición de la vía de la verdad, y una tercera parte que trataba de la vía de la opinión
de los mortales.
La introducción del poema nos sumerge en una atmósfera misteriosa donde unas yeguas tiran del carro en
el que va el poeta, a quien escoltan muchachas «hijas del sol»: allí aparecen unas puertas del día y de la
noche, cerradas siempre y cuyas llaves controla la Justicia, una diosa que habla. El personaje que llega ante
ella hace también un viaje, pero un viaje interior muy alejado ya del vagabundo Jenófanes. El mundo de la
experiencia no importa tanto como este recorrido donde el territorio que alcanzamos se extiende por las
palabras de la diosa. Y esas palabras dicen:
- que el viajero ha tenido suerte en llegar hasta allí, porque el camino que le ha conducido está muy
apartado del que hacen los hombres,
- que son la ley y la justicia quienes le han impulsado por ese camino,
- que hay una verdad «bien redonda» e invariable,
- y que lo que los hombres piensan fuera de esa verdad no tiene fundamento.
3. La vía de la verdad
El término verdad que con tanta fuerza aparece en el poema no se funda en la experiencia: «El ser y el pensar
son la misma cosa» (DK 28B3). Esta afirmación va a colocar a la especulación filosófica en el exclusivo
mundo de la mente que vive en sus propios productos. Esta verdad que como el ser se cierra en el círculo
de lo invariable y eterno se opone a:
Los mortales que nada saben, que andan errantes, con dos cabezas, pues la incapacidad que anida en sus pechos dirige su mente
extraviada. Se ven arrastrados, sordos y ciegos, estupefactos, como horda sin criterio a quienes les da lo mismo el ser que el no ser.
DK28B6
A pesar de que el pensamiento de Parménides se mueva en un determinado orden ideal, estos versos permiten,
además, una interpretación sociológica que no era ajena a la ideología de los aristócratas de Elea. Frente a ese
vulgo ignorante, el poeta que recoge el mensaje de la diosa nos da una aparente tautología: «lo que es, es; y lo
que no es, no es». Por supuesto, este «principio» de identidad muestra el arranque del pensamiento
formal tan unido a los planteamientos pitagóricos. Sin embargo, en el contexto en el que aparece deja ver
también otro «principio» supremo al que los mortales, «a quienes les da lo mismo el ser que el no ser», tienen
que someterse.
4. Lo que es el ser
El fragmento octavo en la edición de DK expone los atributos de ese ser, que es «increado, indestructible,
completo, inmóvil y sin fin».
Aunque apenas tiene sentido señalar un enfrentamiento con las ideas de Heráclito que, muy probablemente,
no llegó a conocer, resuena en este ser inmóvil una respuesta al río fluyente del pensador de Efeso:
[Un ser] que no ha sido, ni será, sino que es, a la vez, sin discontinuidad. Porque ¿qué origen quieres buscarle?
¿Cómo y de qué habría crecido? Yo no te dejaría decir ni pensar que ha salido de lo que no es.
DK J8B8
Al estudiar la filosofía de Parménides nos sorprende ese descubrimiento del ser, como objeto
fundamental del pensamiento. Pero esa gran abstracción lo era de la vida.
El ser asume en sí mismo todas las «manifestaciones» de lo real, como si dentro de las cosas hubiese un
vínculo que los sujeta y organiza.
Esto era, sin duda, una idea metafísica, aunque tal palabra no existiera aún. En ese ser más allá de la physis,
se encontraban los rasgos de una determinada forma de filosofar que podríamos resumir:
1. Se sintetiza todo el mundo de la experiencia y la realidad en una estructura que absorbe y elimina
todas las variedades (frag. 3).
2. El ser es el límite del pensamiento (frag. 4), como si todo fuera o estuviera dicho de una sola vez, y
no fuera necesaria la búsqueda, la investigación.
3. Se supera la physis, el cambio; pero no se nos dice qué es ese ser, de qué está hecho, de qué está lleno
(frag. 8).
4. El pensamiento se «intelectualiza», pero, al mismo tiempo, parece deshumanizarse.
5. La historia de la filosofía se moverá desde entonces entre esos dos senderos: uno que lleva a la
realidad; otro que se queda en la mente.
La vía de la opinión, que Parménides menciona también en su poema, se refiere a los objetos de los sentidos
abandonados en la vía de la verdad, que sólo trata con objetos de la mente. La unión de ambos dominios
constituye un problema no sólo en las dos partes del poema de Parménides, sino en toda la filosofía.
8. Zenón de Elea
El filósofo Zenón (490-430 aproximadamente), quien fue discípulo de Parménides, pasaría a la historia por
sus aporías, las cuales se presentaban como una consecuencia de la concepción parmenídea del ser. Los
argumentos formulados por Zenón en defensa de su maestro y para «evitar que se rieran de él» (DK 29) se
centran en el problema de la pluralidad y en el del movimiento. En cuanto al problema de la pluralidad y la
percepción sensible, tenemos abundantes testimonios. Un ejemplo de este argumento es el de «la fanega de
trigo que se vuelca y que sin duda producirá ruido. Pero entonces tendríamos que oír algo cuando cae un
único grano y también cuando cayese una milésima parte de grano. Luego la fanega no consiste en una
multiplicidad» (DK 29A29).
Con respecto al movimiento surgen también parecidas contradicciones. Si un cuerpo se des plaza de
un punto A a un punto B, entonces antes ;e alcanzar B deberá alcanzar el punto intermedio M, y antes de
alcanzar M, tendrá que pasar por Jfr intermedio entre A y M, y así hasta el infinito. El ejemplo más
famoso de esta aporía es el de .Aquiles «el de los pies ligeros» y, por tanto, el más rápido de los
hombres según cuenta Hornero. Aquiles nunca alcanzará a la tortuga, el más lento de los animales.
El eco de estas aporías ha resonado hasta nuestro tiempo. Ya Aristóteles emprende en la Física su
refutación. Pero la agudeza de Zenón el eleata fue un estímulo para la matemática y también para plantear
las oposiciones entre sensación, experiencia y razón.
9. Empédocles
Es muy llamativa la personalidad de Empédocles (490-430). Las noticias de la vida del médico, poeta,
orador, demócrata, ingeniero de Agrigento, en Sicilia, transmitidas sobre todo por Diógenes Laercio, ofrecen
una imagen que ha inspirado a la literatura posterior. Sin embargo, esa extraordinaria personalidad coincide,
en general, con una característica común a todos los grandes personajes de la historia griega antes de Platón.
Tanto Anaximandro como Heráclito, Jenófanes, Zenón, etcétera, son «individuos» que marcan el
lenguaje y lo que en él dicen con su sello peculiar.
La filosofía comienza, pues, destacando la fuerza de unas palabras que brotan de una existencia individual, nacida
en una sociedad determinada y en una determinada historia. Hombres, pues, singulares que rompen el lenguaje
mítico, una de cuyas características es no tener dueño, ser colectivo, para en esa ruptura dejar resonar una voz propia e
individual. Personajes, de carne y hueso, que hacen suyo el lenguaje de lodos, el lenguaje común, y dejan oír en él
un discurso «filosófico» que habla de «otras» cosas distintas de las que normalmente se habla.
De sus escritos nos quedan 500 versos, fragmentos de dos poemas. El primero trataba, como es usual en estos
«filósofos», de la naturaleza. El otro escrito habla, en un tono místico, de purificaciones.
En el primero de ellos se tiene en cuenta el problema planteado por Parménides sobre el ser y su unidad, y sobre la
imposibilidad de que algo surja del no ser, o incluso de que pueda desaparecer. Esta abstracción típica del eleatismo
no le impide, sin embargo, recobrar el impulso que la observación sensible de la naturaleza había dado al
pensamiento de los «primeros que filosofaron» en Mileto o en Éfeso. Empédocles compagina esa tesis del ser,
que él llama «esfera», con una defensa de la importancia de los sentidos:
La «esfera» ideada por Empédocles a semejanza de ese ser «redondo» de Parménides, contenía en sí misma los
cuatro elementos -aire, fuego, tierra, agua-que eran las raíces de todo. Por eso no hay vacío ni aniquilación.
Todo lo que existe no es sino resultado de mezcla y separación de esos elementos, que siempre permanecen por
mucho que las cosas se muden.
• El amor y el odio
El movimiento de la realidad no se debe a principios inertes que casualmente coincidiesen. Una de las ideas
más sugestivas de Empédocles es su descubrimiento del amor y el odio como motores del mundo. Dos
principios que manifiestan esa experiencia de los seres humanos; esa inclinación o rechazo que sentimos y
donde se expresa el origen de lo que une o desune en la naturaleza.
En el imperio del amor que reina en la «esfera» y que constituye el momento de estabilidad y de plenitud,
puede surgir el odio que disgrega y corrompe. Empédocles establece una especie de dialéctica en esta lucha en la
que estos dos principios opuestos están empeñados. Por dialéctica entendemos esa tensión que entrelaza y
separa el movimiento de la realidad y que necesita el amor o el rechazo para dar vida y progreso a esa
tensión.
El descubrimiento del amor como fuente de creatividad es una aportación fundamental en la visión del
mundo que Empédocles nos transmite. Ya en los orígenes de la cultura griega aparece la amistad o el amor,
como una fuerza que arrastra a todos los seres y que, en los humanos, adquiere sus manifestaciones más
sorprendentes. Un impulso que mueve e incluso elige, que desea y asume, y desde el que lo otro empieza a
incorporarse en la propia mismidad y a ser fuente de alegría y de inteligencia.
En las Purificaciones es ya distinto el tono y el contenido de lo que nos dice. Parece más conforme con la
mística órfico-pitagórica donde juega un papel importante el alma, sus transmigraciones y su destino. Pero, a
pesar de todas esas influencias, hay en la concepción del alma de Empédocles rasgos «empíricos» y
«racionales» que el mismo Aristóteles discutió.
Esas almas que transmigran aceptan también una armonía y proporción con los otros seres. Hay un
vínculo que sujeta todo y que hace de la naturaleza una fuerza sagrada de la que los seres humanos son parte
y cuya armonía es fruto del amor.
En la misma semilla hay pelos, uñas, venas, arterias, nervios, huesos. [...] En efecto ¿cómo se generaría pelo de lo que no lo es,
y carne de lo que no es carne? Y hacía esta afirmación no sólo acerca de los cuerpos sino de los colores. Pues hay negro en lo
blanco y blanco en lo negro.
DK59B10
Los elementos no son cuatro -como creía Empédocles-, sino infinitos, tanto como las cosas que existen,
inalterables como pequeñísimos gérmenes de lo que todo brota. Aristóteles los llamó homoiomerías, intentando
precisar con este término lo que Anaxágoras quería decir, y según lo cual lo semejante se une a lo semejante y lo
que no lo es se separa y distancia.
• El nous
Tal vez lo más famoso de Anaxágoras fue su concepción del nous o inteligencia. Es un principio de orden, como
una especie de amor, parecido al de Empédocles, pero libre ya de cualquier elemento mítico; un amor
«intelectual» que la organización del cosmos impulsa. El nous está libre de esas infinitas partículas, semillas de
todo. Existe por sí mismo, es independiente, eterno y luminoso. «Porque si estuviera mezclado con algo
tendría que tener parte de todo y las cosas mezcladas con ese Nous le impedirían que pudiera dominarlas
como lo hace al ser sólo él por sí mismo» (DK 59B12)
Difícilmente se puede hacer una síntesis más clara de lo que constituye el núcleo fundamental del atomismo, en su
relación con la filosofía anterior. El texto es fragmento de una obra perdida de Teofrasto, el discípulo de Aristóteles.
Pero en él se plantea, además, el problema de los dos creadores de esta doctrina con la que culmina toda la filosofía
anterior a Platón.
Efectivamente, se habla de Leucipo como maestro de Demócrito, pero no hay apenas datos sobre su vida y obra e
incluso se llega a dudar hasta de su existencia.
2. Demócrito dé Abdera
Tenemos abundantes noticias de Demócrito, nacido en Abdera en torno al año 470. Abdera había sido fundada por
colonos jonios en las costas de Tracia. Sabemos también que viajó por Egipto y Oriente, pero que regresó a su ciudad
natal, donde se dedicó a la investigación. Murió con más de noventa años.
Como sus años, también fueron muchos sus escritos. Con Demócrito empieza a tomar consistencia la idea de
«escritor». Por ello sorprende que apenas nos hayan llegado más que fragmentos de sus obras. Sus intereses
intelectuales fueron muchos -matemáticas, gramática, ética, técnica, política, etcétera- y uno de sus fragmentos dice
que «prefería conocer las razones verdaderas de las cosas que llegar a ser rey de los persas» (DK 68B118).
Demócrito afirma que el alma es un cierto tipo de fuego o elemento caliente. A los átomos de forma esférica se les llama fuego
y alma -como esas motas suspendidas en el aire y que aparecen cuando los rayos de sol se filtran por las ventanas-; los
átomos esféricos son alma porque por su estructura son capaces de atravesarlotodo y de moverlo todo y ellos mismos están en
movimiento. [...] De donde se supone que esa frontera del vivir está en la respiración. ARISTÓTELES: De anima, I, 404a 1-10
El alma, pues, como principio del movimiento se hace presente en esa «frontera del vivir». Una frontera móvil que
expresa el ritmo de la existencia. Con esa imagen, Demócrito recobra el sentido primitivo del alma como aliento,
como vida que se identifica, en cada exhalación, con el cosmos. En esa frontera se da también la sensación que, por
ejemplo, en la vista, se explica por los efluvios que nos llegan de las cosas:
Así el ver lo explica por el reflejo, pues el reflejo no surge de inmediato en la retina sino que el
aire que hay entre la vista y el objeto visto es modelado, al ser contraído por el objeto visto y el
sujeto que ve.
TEOFRASTO: De sensibus, 50
Tal vez esta participación del sujeto que ve -el sujeto que siente- explica que esos átomos-emisarios que, en
sí, no tienen cualidades, sino sólo forma, adquieran color, sabor, olor, por las combinaciones de nuestra alma
que pone, por así decirlo, su sello especial en las cosas. Parece como si Demócrito anticipase de esta forma
ideas que surgirán mucho después con la filosofía moderna.
Los fragmentos originales que nos quedan no permiten explicar las posibles contradicciones; pero el eco
que encontró y las discusiones que provocaron sus teorías en autores como Aristóteles, Teo-frasto, Lucrecio,
etcétera, muestran la originalidad y fuerza de su pensamiento.
Esa subjetividad de las sensaciones abre una puerta al relativismo y escepticismo: «conocer lo que es
cada cosa en realidad es imposible, porque nosotros no conocemos nada verdadero, sino los cambios que
se producen según la disposición del cuerpo» (DK B8-9). Esta perspectiva corporal enraiza también con la
tradición griega y resonará después en Epicuro:
Por convención existe el color; por convención existe lo dulce y lo amargo; porque en realidad sólo hay átomos y vacíos, pero los
sentidos, el cuerpo protesta de ese mundo sin cualidades. «Mente infeliz» tú que sacas de nosotros tus convencimientos, ¿tratas de
acabar con nosotros? Nuestra caída será tu ruina.
DKB125
La ética
La mayoría de los supuestos fragmentos originales de Demócrito tienen que ver con el comportamiento
humano. En ellos encontramos, una vez más, ese realismo que establece «el principio del placer y el
dolor; como el criterio por el que se rige la vida» (DK B188). Pero, por encima de esta nueva/ron/era,
encontramos unos fines de extraordinario «idealismo». Hay, pues, como una sublimación de esa inevitable y
segura presencia de lo que el cuerpo nos dice, para sobre ello construir un territorio moral. Como regulador de
ese imperio del placer, que en los seres humanos ha de tender a la generosidad y al equilibrio, aparece el
lagos, «que está acostumbrado a ob-„ tener de sí mismo su propio gozo» (DK B146).
La belleza, la justicia, la amistad, la política son temas que surgen, entre otros, en esa búsqueda de una
ética de la razón de la solidaridad:
«La patria de un alma buena es el mundo entero» (DK B247).
«El amor es justo y sereno cuando aspira a la belleza» (B73).
«Vivir no merece la pena para quien no tiene amigos» (B99).
«Por nadie es amado quien a nadie ama» (B103).
«Una ciudad bien administrada y gobernada trae el mayor bienestar a los ciudadanos y en ella se
encuentra todo; pero si se arruina, todo se arruina» (B252). Por eso «es preferible la pobreza en una
democracia al llamado bienestar de los poderosos, en la misma medida en que es preferible la
libertad a la esclavitud» (B251).
Estos fragmentos de las obras de Demócrito que, probablemente, expondrían una ética en la que sería
interesante reconocer sus teorías físicas, llegan a nosotros como escuetas máximas morales, como átomos que
se mueven en el vacío de esas obras perdidas y tal vez contaminadas por la tradición, que nos las ha entregado:
«Vine a Atenas y nadie me reconoció» (Bl 16). Frente a la popularidad de algunos filósofos de su tiempo, ese
desconocimiento fue causa, tal vez, del olvido y pérdida de sus escritos y de que sólo a medias podamos hoy
captar su mensaje.
La palabra «sofista» despierta todavía en nosotros ecos negativos. Un sofista es alguien que engaña; que confunde
nuestras opiniones y, con ello, nuestra posibilidad de entender. Pero en los orígenes de esta significación hay un
conglomerado de sentidos y una realidad cultural mucho más interesante y rica. Vamos a intentar exponerla en lo
que consideramos sus rasgos esenciales y, al mismo tiempo, explicar alguna de las razones que condujeron a este
equívoco.
1.Los sofistas
1. Los sofistas y el pueblo
Como hemos visto, la filosofía griega arranca de la observación de los fenómenos naturales y de un intento
de explicarlos. Pero esta observación estuvo determinada, en buena parte, por las necesidades de la sociedad
jónica que, en las costas de Asia Menor, se vio cerrada y estimulada por el mar, que le ofrecía la posibilidad de
abrirse con las colonizaciones hacia otros horizontes, y por los países que, a sus espaldas, representaban otra
forma de peligro y amenaza. En esta insegura frontera, los primeros filósofos levantaron una especie de muralla
ideal con su interpretación del cosmos y de los hombres.
A. Naturaleza
En el fondo de esta palabra yacía, como vimos, una de las instituciones importantes de la interpretación
del mundo: el descubrimiento de una realidad que se desarrollaba desde sí misma y por sí misma.
Efectivamente, el cambio de las estaciones, el brote o la caída de las hojas, o los latidos de nuestro
corazón, son independientes de la voluntad humana. La naturaleza tiene sus propios ritmos y sus propias
leyes.
B. Ley
A la naturaleza se opone en cierto sentido la ley: aquellas prescripciones que hacen los hombres para
organizar la vida colectiva. La ley depende de las opiniones de los mortales, de sus convenciones. Pero la
ley constituye algo esencial en la vida humana. La naturaleza determina nuestra realidad; pero la ley,
producto de esas convenciones, se debe a principios regidos por una forma humana de buscar el equilibrio y la
armonía, como es la justicia, un invento humano.
C. Técnica
Técnica es el arte de «modificar» o «producir» algo real. Al lado de los seres de la naturaleza
independientes de nosotros (astros, animales, plantas, etcétera), hay otros seres que sí dependen del
hombre y que incluso son productos inventados y construidos por él: barcos, arcos, ánforas, estatuas. Estos
nuevos objetos respondían a determinadas necesidades y con ellos se completaba la insuficiencia de la
propia naturaleza humana.
El barco, por ejemplo, compensaba la limitación del hombre para desplazarse, con sus fuerzas individuales y
naturales, por el mar. El arco alargaba, con su capacidad de herir, la mano que no podía llegar hasta el
enemigo distante; el ánfora era la posibilidad de conservar el agua cuando no pudiésemos disponer del río o
de la fuente. 1 Todos estos objetos no tenían, como la naturaleza, sus propias leyes, sino que estaban
siempre supeditados a la voluntad de quienes los habían inventado.
Por supuesto, la técnica brotaba de las necesidades de los hombres; pero también de la interpretación o
ideología con la que manejaran esas necesidades. Eran la sociedad y las formas de articularse en ella los distintos
intereses, lo que hacía predominar determinadas técnicas: por ejemplo, una sociedad enfrentada a la
amenaza de sus enemigos tenía que acentuar los «productos» que aseguraran esa defensa; la necesidad de una
expansión colonial obligaba a desarrollar las «artes» de la navegación, etcétera. Esta capacidad «técnica» era
resultado, además, de la inestabilidad ante la vida y, al mismo tiempo, de una búsqueda creativa de la seguridad.
D. Ciudad
Al lado de la naturaleza y la técnica, hay otra forma de realidad que también llama la atención de los
griegos. Esta forma -la ciudad- no es sólo el espacio concreto donde se desarrolla la vida de los hombres,
sino un espacio abstracto: una especie de red en la que se tejen las relaciones de los seres humanos que
conviven en ese espacio físico. En definitiva, la ciudad es una empresa colectiva, en la que el impulso
esencial es la necesidad de convivencia, de armonía entre los individuos. Porque, a pesar de que la fuerza
individual y la «personalidad» destaca en toda esta época, el individuo percibe que no puede vivir
«separado» de la ciudad.
La importancia de la comunicación entre los hombres va a ser, tal vez, lo más característico de este período.
Este descubrimiento surge también de la idea de movilidad y ambigüedad que constituirá el fundamento de
la sociedad democrática. La misma estructura del lenguaje manifiesta esa ambigüedad. Incluso los valores en
los que estamos establecidos y que descansan en las palabras son valores que han de discutirse y reconstruirse
por medio del diálogo y de la confrontación de opiniones. Pero, además, el logos es una realidad peculiar. Su
existencia no es tan clara como la percepción de la naturaleza. La naturaleza o los productos de la técnica
están ahí, ante nuestros ojos; pero el logos es una «realidad» inaprensible como tal realidad.
Al logos, en principio, lo oímos, pero no lo vemos. Vemos hombres que hablan, pero el hecho del lenguaje es mucho
más complejo y abstracto. Su ser es un ser ideal. Aunque tenga un fundamento real, como es la boca y la lengua
que articulan los sonidos, el mundo de significados abierto por las palabras es algo que se forma y consolida en el
fondo de nuestra «interioridad». Con una expresión moderna diríamos: el mundo del logos está en nuestra
conciencia personal.
Los sofistas descubren que la vida humana se desarrolla en función de la palabra; de lo que manifestamos
u ocultamos; de la veracidad o falsedad de lo que decimos y, en definitiva, de lo verdaderos o falsos que
somos.
F. Educación
En función de esa ruptura entre el obrar y el decir, los sofistas plantean la educación analizando los
contenidos que transmite la tradición. La fuerza de los valores tradicionales había constituido el
elemento dominante de la educación. Las generaciones que habían de formarse lo hacían desde esos
valores establecidos. Por consiguiente, una nueva educación que estuviera de acuerdo con los principios
democráticos tenía que partir de una crítica de los valores tradicionales que reposaban en las palabras.
El bien, la justicia, la verdad, el logos, la ley, la belleza, etcétera, eran formas que, en sus diversas
expresiones, encerraban una idea de la existencia humana y una manera de entender sus problemas. Pero ese
fondo ideológico forma cuerpo en las palabras, porque son éstas precisamente el único vehículo que permite
aproximarse a cada individualidad. Podemos dominar por la violencia o por el miedo a cada ser humano,
pero sólo por el lenguaje podemos llegar al centro mismo de su vida personal. La educación es, pues,
una cuestión de lenguaje y es a través de la comunicación entre los seres humanos como el lenguaje incide
en la mente y en el centro mismo de la individualidad.
G. Verdad
Este término experimentará en el siglo V una importante revisión. En una sociedad predemocrática, la verdad
estuvo unida al poder. Verdad es el mandato de cualquier autoridad, aunque la experiencia humana fuese, más o
menos conscientemente, intuyendo la independencia que tal concepto debía tener. Pero, con los sofistas, la
verdad entra a formar parte de las estructuras mismas del lenguaje. Verdad tiene que ver con lo que
afirmamos o negamos y depende, en cierto sentido, de las formas de la proposición. Con ello, la verdad
empieza a ser expresión de la ambigüedad de la vida, de las posibilidades de la existencia. La verdad, aunque esté
fundada en el poder y la sustancia de las palabras, se manifiesta en la forma en que la usamos. Por consiguiente,
la retórica, o sea, el uso público del lenguaje, será un arte que manifestará la verdad, la manera de alcanzarla o,
en el peor de los casos, las fórmulas para fingirla.
Estos planteamientos parecieron a algunos contemporáneos y, sobre todo, a algunos filósofos posteriores,
como Platón y Aristóteles, una subversión de valores y una afirmación del escepticismo y la imposibilidad
de conocer e investigar. Es cierto que el nombre de sofistas ocultó también un juego puramente verbal con
conceptos y opiniones. Sin embargo, ese aparente relativismo o escepticismo era también un estímulo para
pensar y enriquecer, con la variada perspectiva de ese pensamiento, nuestro saber del mundo y de la vida
humana.
4. Principales sofistas
Aunque parece que la sofística fue un movimiento intelectual homogéneo, la personalidad de las figuras que
conocemos como sofistas es muy diversa y constituyen por sí mismas personajes singulares y únicos.
Acerquémonos a algunos de ellos a través de los testimonios de autores posteriores y de los fragmentos de su
obra que han llegado hasta nosotros.
• Protágoras
Protágoras de Abdera, nacido en torno al año 480, fue compatriota y, tal vez, discípulo de Demó-crito.
Tenemos testimonios abundantes de su vida viajera y de sus estancias en Atenas, donde ejerció gran
influencia sobre Pericles y otros personajes políticos.
A pesar de ello, como Anaxágoras, también sufrió otro proceso de impiedad debido a las opiniones sostenidas
en un libro suyo «sobre los dioses». Este proceso se inició, parece ser, en el año 411, cuando el golpe de
Estado de los Cuatrocientos. Protágoras pudo huir, aunque pereció en el mar camino de Sicilia. Sus escritos
fueron, sin embargo, quemados públicamente. Hay testimonios sobre esta condena, entre otros, el de
Diógenes Laercio (IX, 55) y Cicerón (De natura deorum, I, 24, 63). Sorprende que ni Platón ni Aristóteles
hayan mencionado este proceso.
Es muy posible que la desaparición de las obras de Protágoras, de las que quedan escasos fragmentos, se
deba a ese rechazo, que se extendió a amplias zonas de la población y, sobre todo, a las clases oligárquicas.
El hombre, medida de todas las cosas
De las obras perdidas destaca un famoso fragmento que, entre otros autores, cita Platón en el Teeteto, el cual
dice así:
El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son (152
a).
Platón explica esta cita aludiendo a la sensación: «¿No ocurre a veces que el soplo del mismo viento, uno
de nosotros lo siente frío y el otro no?» (152 b). Sócrates comenta que «tal como me parece a mí cada cosa, así
es para mí, y así como te parece a ti, así es para ti».
Esta defensa de la «subjetividad» no es únicamente la tesis que expresa el relativismo del conocimiento,
sino, sobre todo, la afirmación de la perspectiva personal que cada vida humana concreta y condiciona.
La verdad tiene, pues, el carácter de una correspondencia entre el sujeto y el supuesto objeto. En el
momento en que Protágoras sostiene semejante tesis, se traslada la idea de una posible verdad objetiva e
independiente del hombre, hacia un horizonte humano y, como todo lo humano, sujeto a error y revisión.
Esta teoría del hombre-medida está en consonancia con la corriente sofística cuyos mejores
planteamientos brotaban de esa humanización del saber y de la verdad. Es cierto que el conocimiento parece
sumergirse, sin un sustento objetivo firme, en el mundo de la interioridad.
Sin embargo, destacar la presencia, en el conocer, de esa medida personal nos lleva al problema más
importante de la frase de Protágoras y que, creemos, no ha sido destacada por sus comentadores: la
educación de la subjetividad.
La educación de la subjetividad
Los seres humanos son, efectivamente, metro y medida de lo que sienten y entienden. Pero ¿cómo mide
el propio hombre? ¿Quién mide en nosotros? ¿Con qué medida medimos? ¿Es posible educar nuestra
capacidad de medir?
Ésta es, tal vez, la consecuencia verdaderamente interesante del texto protagórico. El hombre-medida no es un
ser pasivo que mide con respecto a cánones establecidos por nuestra propia estructura natural. Lo más
interesante de nuestras mediciones no viene de las limitaciones de nuestros sentidos, sino del mundo de
nuestras opiniones.
Eso da a la tesis de Protágoras una actualidad extraordinaria. Medimos el mundo, ponemos nuestra
subjetividad en todo lo que llega a nosotros; pero no todo puede ser igual, no todo puede ser verdad. Lo
importante de esta inevitable «posición» de nuestro yo en las cosas es que podemos aprender a medir, que
podemos mejorar nuestra medida para que enriquezca así nuestra capacidad de juzgar.
El hombre-medida de todas las cosas entra así en un proceso dialéctico, o sea, en un proceso en que la
reflexión, el lenguaje crítico, los ideales que trascienden el simple egoísmo, van enriqueciendo nuestro ser
como individuos y, al mismo tiempo, nuestro modo de convivir.
• Gorgias
Gorgias nació en Leontinos (Sicilia) en torno al año 485. En el 427 fue enviado a Atenas para solicitar
ayuda en la guerra contra Siracusa. Tanto en Atenas como en otras ciudades griegas tuvo gran influencia
por su saber y sus cualidades oratorias. Platón dice en el Pedro (261 c) que podía comparársele con Néstor,
el famoso orador de quien nos habla la Ilíada (1, 247). Se supone que tuvo relación con Empédocles y sus
enseñanzas alcanzaron un eco extraordinario. Influyó en Sócrates que, en su oratoria, imitaba el estilo de
Gorgias. Al final de su vida marchó a Tesalia, donde murió en el 380 aproximadamente, con más de cien
años.
De Gorgias se encuentran referencias y citas más o menos textuales en otros autores. De su escrito Sobre
el no-ser o Sobre la naturaleza nos quedan dos escuetas versiones que no parecen auténticas. Tampoco
pueden considerarse obras directas de Gorgias Elogio a Helena o Defensa de Palamedes.
Del escrito Sobre el no-ser hay una larga referencia en Sexto Empírico:
En el libro titulado Sobre el no-ser o Sobre la naturaleza desarrolla tres argumentos sucesivos. El primero es que nada existe;
el segundo, que aunque exista algo es inaprensible para el hombre; y el tercero, que, aun cuando fuera cognoscible, no puede
ser comunicado ni explicado a otros.
Contra los matemáticos, VII, 65
La explicación que en un escrito Sobre Melisa, Jenófanes y Gorgias, atribuido a Aristóteles, se da a estas
afirmaciones de Gorgias parece fundarse en la oposición a la teoría del ser de Parménides. El escrito
presenta una serie de argumentaciones de gran sutileza lógica para probar esta tesis de la «incognoscibilidad
del ser».
Gorgias no sólo niega cualquier tipo de verdad objetiva, sino que esta negación la extiende, además, a
las normas morales que son distintas en cada pueblo, en cada época e incluso varían a lo largo de la vida
de los individuos. Por eso, Gorgias destacará la importancia de la palabra y del arte de la retórica, que enseña
a manejarla. La palabra es la única forma de realidad, ya que es ella quien la inventa, la modifica y la
comunica. El ser es lo que los hombres hablan y su verdad es la capacidad de persuadir con la magia y el
encanto del lenguaje, aunque no tenga relación con las cosas.
Pues el medio con el que comunicamos las cosas es la palabra, y el fundamento de las cosas así como las cosas mismas no
son palabras. En consecuencia no son las cosas lo que comunicamos a los demás, sino la palabra que es diversa de las cosas
que existen. Al igual que lo visible no puede hacerse audible ni tampoco a la inversa, así también, puesto que lo que es
tiene su fundamento fuera de nosotros, no puede convertirse en palabra nuestra. Y, al no ser palabra, no puede ser revelado a
otro.
SEXTO EMPÍRICO: Contra los matemáticos, VII, 84
En el contexto de este pasaje se llega a posturas muy radicales que separan el mundo de lo objetivo de ese
otro mundo de la mente que sólo podemos intuir a través de las palabras que intentan decirlo.
2. Sócrates: el individuo, las leyes y el saber
1. La muerte de Sócrates
Sócrates, a pesar de que no dejó escrito alguno -cosa, por otra parte, natural, ya que todavía pre-
dominaba la enseñanza oral-, es un nombre que ha resonado sin cesar en la cultura europea. No es su obra,
ni siquiera su vida, lo que ha despertado tanto interés. De Sócrates parece que lo que verdaderamente interesa
es su muerte. Porque en la muerte, al menos en la interpretación de Platón, presenta un aspecto trágico y, al
mismo tiempo, ejemplar. La muerte de Sócrates plantea un problema fundamental: el de la relación que
existe entre el individuo, la sociedad y las leyes, y también el de la relación del individuo con su propia
existencia y con la justicia.
Este carácter ejemplar o simbólico que posee tan singular personaje hace que nuestra manera de
acercarnos a él sea también singular. No podemos oír su voz como oímos, a través de la escritura, a Platón
o a Aristóteles. Tampoco podemos escuchar ecos, como lo hacemos cuando, por medio de la crítica textual
y a pesar del carácter fragmentario de sus escritos, intentamos aproximarnos a Herá-clito, a Parménides o a
Anaxágoras.
Sólo alcanzamos a ver su imagen reflejada en los Diálogos de Platón, en algunos escritos de Jenofonte o
en alguna comedia de Aristófanes. Un juego de espejos en el que tampoco sabemos si son cóncavas o
convexas, deformadas o fieles, las imágenes que hacen llegar a nuestros ojos.
Sócrates es, paradójicamente, el gran ausente de la filosofía. El pensamiento socrático es un gran
silencio, administrado por quienes han intentado llenarlo. Y, sin embargo, pocas figuras han entrado tan vivas
en la historia.
2. Apuntes biográficos
Conocemos algunas noticias de la vida de Sócrates (470-399). Nació en Atenas. Su padre, Sofronisco, era
escultor; su madre, Fenarete, comadrona. Parece que en su juventud siguió la profesión de su padre. Pertenecía,
pues, a la clase popular y hay testimonios que nos hablan de su pobreza.
Es difícil averiguar cómo fue su educación, pero el ambiente de Atenas, la libertad de sus plazas en las que se
transmitía una enseñanza abierta, sostenida en el espíritu de los sofistas, fueron sus maestros. Probablemente quiso
ser él mismo un sofista, seducido por esta generación de grandes hombres algo mayores que él, como
Protágoras, Gorgias, Hipias y Pródico.
Sócrates vive una época donde la guerra del Pelopo-neso (431-403) y la dictadura de los treinta tiranos (404)
marcaron Atenas con violencia e inseguridad. Es muy posible que, tras su participación en la vida pública y su contacto
con los sofistas, Sócrates cultivase el diálogo con un grupo cerrado de aristócratas, entre ellos Critias y Cármides,
parientes de Platón, que tomaron parte en el golpe de Estado de los Treinta.
En el año 403 algunos exiliados que escaparon a la crueldad de los tiranos regresan a Atenas, bajo el mando de
Trasíbulo, e instauran de nuevo la democracia. Atenas ya no volverá, sin embargo, a alcanzar el esplendor de la
democracia de Pericles. Esta decadencia durará a lo largo de la vida de Platón (427-347) y Aristóteles
(384-322). Frente a este panorama se dibuja su perfil histórico:
- Tiene conexión con los sofistas que referirá Platón (Teeteto, 151 b; Protágoras, 341 a; Menón, 96
d; Cármides, 163 d; Cratilo, 384 d; Hipias Mayor, 282 c).
- Toma parte en el cerco de Potidea (entre 432-429), donde salva la vida a Alcibíades (Banquete, 219
e; Cármides, 153 a).
- Participa en las batallas de Delion (424), de Anfípolis (422) (Banquete, 221 a; Laques, 181 a;
Diógenes Laercio, II, 22).
Mi buen amigo, dice a sus conciudadanos, siendo ateniense, de la ciudad más grande y más prestigiosa en sabiduría y poder si no
te avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás riqueza, fama y honores y, en cambio, no te preocupas por la inteligencia y la
verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible [...]. Enseñaré todo esto a aquel con el que me encuentre, joven o viejo, fo-
rastero o ciudadano [...] intentando persuadirles para que no se ocupen ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma, a fin de
que ésta sea lo mejor posible.
Los procesos de impiedad, que implicaban una culpa ante los dioses, ante los muertos, los padres y la
patria, habían sido relativamente frecuentes en Atenas. Ya vimos que Anaxágoras tuvo que abandonar Atenas
por ello, al igual que Protágoras y Aspasia, la segunda mujer de Peri-cles; también Diógenes de Melos,
un poeta. El mismo Eurípides fue acusado por el político conservador Cleón, que veía en la ideología
de las tragedias del gran poeta una acusación a sus desmanes en Mitilene en el año 427.
Una religión como la griega, sin clase sacerdotal que la administrara «dogmáticamente», tenía, a veces, que
acudir al fundamentalismo de ciertos políticos. De todas formas, no parece creíble que fuera realmente esa
acusación de impiedad, tal como la presenta Platón en la Apología, la que justificase la condena de Sócrates.
¿No implicaba la nueva democracia la implantación de nuevos valores? ¿No era la enseñanza y la
educación la fuerza fundamental de la transformación o afianzamiento democrático y el mejor medio de
evitar una de las grandes enfermedades de la democracia de entonces, la demagogia?
La votación contra Sócrates no fue en principio numerosa; pero fue condenado a muerte. Tres diálogos
platónicos han expuesto con extraordinaria belleza sus últimos momentos: la Apología, que es en realidad la
defensa puesta en boca de Sócrates por Platón y con la que intenta rechazar los cargos que le acusan; el
Critón, y, sobre todo, el Fedón.
Entre los muchos rasgos que Platón destaca en Sócrates, el más característico es su negativa a huir, ya
que para Sócrates es más importante acatar las leyes que salvar su propia vida.
Al lado de la imagen que Platón nos ha transmitido, hay dos autores de la época, Jenofonte y Aristófanes, que
descubren otro Sócrates distinto del de Platón. Sobre todo Aristófanes que, en su comedia Las nubes,
ridiculiza a Sócrates.
Todo esto nos conduce al ya famoso problema socrático. ¿Es Sócrates un moralista radical, obsesionado por
el deber y la justicia?
¿Fue Sócrates un continuador de los sofistas? ¿Evolucionó de forma que su pensamiento democrático
acabara acomodándose a oligarcas como Critias? ¿Traicionó los ideales de su juventud? ¿Ese daimon o
duende que hablaba en su interior era un portavoz de la oligarquía?
Las respuestas que podamos dar a estas cuestiones no dejan, sin embargo, de mantener viva esta singular
personalidad filosófica. La figura de Sócrates, con independencia de la investigación histórica que aún
pudiera aportar nuevas fuentes, está ya fijada en las páginas de los autores que nos la transmitieron. Son
esas páginas las que constituyen un excepcional estímulo intelectual, de enorme actualidad, para todo el
que se enfrente a ellas.
4. El método socrático
Quizá lo que diferencia a Sócrates del resto de los sofistas -según la imagen de Platón- es el intento de
superar el relativismo y de alcanzar una cierta verdad absoluta que permita organizar el desmoronamiento
crítico que de la política, la religión y el lenguaje parece haber regido la revolución intelectual de los
sofistas. Sócrates empieza desmontando los conceptos que, sin fundamento, anidan en la mente. Esta
lucha por la claridad le convierte también -y no sólo por su muerte- en un personaje trágico que, como
toda tragedia, arrastra su propia contradicción.
Efectivamente, en la época de Sócrates tiene lugar el desarrollo de la tragedia griega. Y la esencia de esa
tragedia es una especie de teatro filosófico, donde el mundo se hace presente bajo un manto de am-
bigüedad y controversia. Por ello, todo es discutible. Bajo cada «presencia» o «apariencia» se puede en-
contrar un ser distinto del que se presenta. Esta oposición ser-no ser, verdadero-falso, realidad-
apariencia, opinión -saber, que constituye el mundo intelectual de Sócrates y los sofistas, yace también
en las obras de Esquilo, de Sófocles o de Eurípides. Ese juego de equívocos que determina la tragedia y
sus personajes (Edipo, Yocasta, Agamenón, Electra, Antígona, etcétera) marca también la tensión del
conocimiento, la dialéctica que enlaza y desenlaza las ideas en boca de los personajes de los diálogos
platónicos.
El propio individuo que dialoga lo hace viendo aparecer sus opiniones en el entramado de su parti cular
lenguaje. Sócrates continúa, pues, destacando, como los sofistas, ese aspecto «subjetivo» de la reflexión.
¡Asombroso Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente a un forastero que se deja
llevar y no a uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas
sus murallas. -No me lo tomes a mal, Fedro. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme
nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad.
Pedro, 230 c-d
Porque, para un conversador que clava en las palabras una pequeña banderita, ¿qué es? es en los mercados,
en los gimnasios, en la plaza pública donde se da ese montón de opiniones, donde generación tras
generación han ido almacenando los seres humanos su supuesta sabiduría.
Partero de la verdad
Mi arte de hacer dar a luz se parece a estas parteras, pero se diferencia en que yo asisto a los hombres y
no a las mujeres y en que examino las almas, pero no los cuerpos. Ahora bien, lo más grande que hay en
mi arte es la capacidad de poner a prueba si lo que engendra el pensamiento del joven es algo imaginario
y falso o genuino y verdadero [...] muchos me reprochan que siempre pregunto a otros y yo mismo no
doy ninguna respuesta por mi falta de sabiduría [...]. Y es evidente que no aprenden nunca nada de mí,
pues son e//os mismos y por sí mismos los que descubren y engendran muchos pensamientos bellos.
Teeteto, 150d-e
• Ironía y mayéutica
En medio de estos diálogos con sus contemporáneos, Sócrates utiliza una forma especial de preguntas, un
examen de lo que el interlocutor cree saber: la ironía y la mayéutica:
• La ironía consiste en llevar a quien habla con nosotros, seguro de que sabe de qué habla, hasta la
ignorancia que se oculta en ese supuesto saber. Para ello, Sócrates, «que sólo sabe que nada sabe», se
esconde ingenuamente en ese no-saber para dejar al otro ante su propia perplejidad. El no-saber
socrático es, así, un principio positivo, porque sólo en el reconocimiento de la propia ignorancia se es
capaz de llevar al conocimiento.
• La mayéutica, o arte de dar a luz, completa ese proceso irónico al despertar y alumbrar en la
propia alma, en la mente, los conocimientos que dormían en ella a la sombra de las palabras «no
preguntadas», «no puestas en duda». No se trata de poner en el interlocutor un saber distinto de él
mismo, sino dar a leer en él los saberes que ya tiene.
Ese engendrar en sí mismo tiene un nombre, concepto, que alude a todo ese proceso de gestación que
ocurre en la mente del hombre. Alumbrar esos conceptos (de concipio: concebir, captar algo con ayuda
de algo) es el momento esencial del saber. Cuando pensamos, utilizamos el lenguaje interior, despertado
tal vez por las preguntas de otros, o por las palabras de un libro, o por nuestro propio lenguaje que,
desde sí mismo, se hace también preguntas a sí mismo.
5. La ética de Sócrates
Todo este juego intelectual conducía a una meta determinada: la de educar al hombre por medio de un continuo
ejercicio en busca del bien que, en la ciudad, no podía ser otro que el bien colectivo, la justicia. Ese ejercicio
tenía también un nombre, arete, la excelencia humana, la virtud.
La tradición griega había enseñado que los héroes eran, los mejores, pero sus excelentes cualidades se debían al
nacimiento, a dones especiales de los dioses. Esa areté era heredada. Con el nuevo cambio social que tuvo lugar en
el siglo V y con los valores de la democracia, se plantea el problema de si se puede aprender la virtud, como se
aprende matemáticas.
Este planteamiento, en consonancia con el mundo de los sofistas, que enseñaban con la retórica a persuadir y
convencer a los otros, modula en Sócrates una nueva moral. Una moral independiente de la tradición y que ha
de construirse en función de la solidaridad y, sobre todo, de la racionalidad. La inteligencia, el buen sentido y
la armonía de los deseos son las bases de esa «sabiduría ética», levantada desde la experiencia concreta de los
hombres. Por ello, una virtud que tiene como fundamento la racionalidad puede, en consecuencia, enseñarse.
¿Qué opinas de la ciencia?, pregunta Sócrates a Protágo-ras. La mayoría de la gente piensa que no es algo firme y que pueda
dirigir con soberanía [...] e incluso cuando un hombre posee el saber, creen que no domina en él el conocimiento, sino algo muy
distinto: unas veces la pasión, otras el placer, a veces el dolor, algunas el amor, muchas el miedo [...] ¿o crees que la ciencia es
capaz de dominar al hombre y si uno conoce lo que es el bien y lo que es el mal, jamás será vencido por nada ni obrará de
manera distinta a lo que la ciencia y el conocimiento le ordena? En este caso sólo el saber bastaría para ayudar al hombre.
Protágoras, 352 b-c
Por consiguiente, este intelectualismo implica también un cierto dominio (éyxQáTeía) sobre los otros
«habitantes» de la persona. Sólo quien obra sabiendo que obra bien alcanza la moralidad y también la felicidad. La
ética socrática alcanza un nivel de auto-complacencia que no puede confundirse, sin embargo, con un simple
utilitarismo:
¿No te da vergüenza, Sócrates, de haberte dedicado a una ocupación que ahora te pone en peligro de muerte? Pero a quien
así habla yo le diría ahora unas palabras justas: No tienes razón, amigo, si crees que un hombre de provecho ha de tener en
cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el de examinar, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos propios de un hombre
bueno o de un hombre malo.
Apología, 28 b
¿Preferirías tú, más bien, padecer injusticia que cometerla? En verdad que, puesto en esa alternativa, no me gustaría verme
obligado a elegir entre cometer injusticia o padecerla. Pero si tengo que hacerlo, prefiero sufrir la injusticia que cometerla.
Gorgias, 469 b, y Gritón, 49 a, ss.
5.1.3 Platón.
Todo en Platón es original y sorprendente: haber enseñado a filosofar dialogando; haber manifestado la vida
intelectual de Atenas y sus propias preocupaciones intelectuales como un gran diálogo inacabado; haber
descubierto que tras la crítica al lenguaje y al sentido de la palabra había que proyectarse hacia conocimientos
más seguros; haber luchado por encontrar en las Ideas y en conceptos estables el conocimiento que el fluir
de la realidad parecía impedir y, en fin, haber intuido que vivir es convivir y haber trazado, con ello, las
líneas fundamentales de la educación y de la teoría política.
1. Platón y su obra
La época de Péneles (478-432) significó un nuevo desarrollo político (la democracia) acompañado también
de un extraordinario desarrollo cultural. A comienzos del siglo V nacen Sófocles, Heródoto, Eu-ripides, Gorgias,
Protágoras, Pericles, Sócrates. En pleno siglo V se representan las tragedias de Esquilo, Sófocles, Eurípides y las
comedias de Aristófanes. Entre los años 447 y 438 se construye el Partenón y se realizan las esculturas y
bajorrelieves que lo decoraban. Tucídides escribe su Historia de la guerra del Peloponeso. Este siglo, que
también estuvo lleno de catástrofes que se inician con las guerras médicas (490-479), acabará con la terrible
guerra civil entre Atenas y Esparta, la guerra del Peloponeso (431-404), que supondrá el fin del dominio
ateniense.
Es curioso, sin embargo, que en este desgarramiento histórico y cuando se acentúa el desastre de la política
ateniense, con la frustrada expedición para conquistar Sicilia, va a surgir, con Platón (427-347) y con
Aristóteles, que ya pertenece plenamente al siglo IV (384-322), una nueva época de plenitud filosófica.
Probablemente, entre otras causas, fue esta gran conmoción social la que originó la necesidad de reconstruir,
con el pensamiento y el lagos, lo que parecía estaban destruyendo los acontecimientos reales.
Me vi, pues, obligado a reconocer, en honor de la verdadera filosofía, que depende de ella el obtener una clara visión de lo que es
justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesarán los males del género humano hasta que los verdaderos
filósofos lleguen a la política, o que los que tienen ya el poder sean auténticos filósofos.
Carta VII, 326a
Este texto deja ver tres ideas fundamentales sobre las que descansa la biografía de Platón:
Conmovido por la muerte de Sócrates, Platón abandonó Atenas -tenía entonces 28 años- en unión de otros
socráticos. Después de una breve estancia en Megara, ciudad rival de Atenas y Corinto, regresó de nuevo a su
ciudad, Atenas, de donde partió luego a Cirene. Allí conoció a Aristipo y al matemático Teodoro. Pero, sin
duda, el viaje más importante de este período fue el que realizó a Sicilia. Es probable que un político y filósofo
pitagórico, a quien conoció en Tárente, lo animara a ese viaje.
En Siracusa, en la corte de Dionisio I, tirano de la ciudad, encontró a Dión, pariente de Dionisio y al que le
unirá una entrañable amistad. Un accidentado viaje de regreso lo llevó de nuevo a Atenas. Corría el año 387,
Platón tiene ya 40 años. Influido, posiblemente, por la escuela pitagórica, compra un gimnasio en un terreno
próximo a Atenas donde hubo un santuario dedicado al héroe Academo. Allí, en lo que después habría de
llamarse Academia, comienza a reunirse con sus amigos y discípulos, y, durante veinte años, lo que
podríamos llamar primera universidad europea, es el primer centro de formación política e intelectual de los
jóvenes griegos. Tal vez como fruto de estas enseñanzas, escribe en esa época algunos de sus diálogos más
importantes: Banquete, Fedón, República, Pedro.
Entre los años 367 y 361, Platón vuelve a Siracusa, con la esperanza de que su amigo Dión pudiera realizar,
en la corte de Dionisio II, que había sucedido a su padre, las reformas políticas que no pudo llevar a cabo el
anterior tirano. La famosa Carta VII nos cuenta todas las peripecias que rodearon estos empeños
platónicos por construir en la realidad el sueño ideal de la República. Hasta su muerte, que tuvo lugar en el
año 347, Platón continuó dirigiendo y enseñando en la Academia.
Aunque muy resumidamente, hemos querido destacar algunos sucesos de la biografía de Platón, porque nos
parece que expresan el sentido que tiene la filosofía en Grecia. Lo hemos visto ya en los filósofos anteriores
a Platón; pero es, sobre todo, en su obra donde más claramente aparece la unión entre el pensamiento y la
vida, la teoría y la praxis. Por eso no deja de sorprender la etiqueta de «idealismo» que se aplica, con
cierta ligereza, a su filosofía. Es verdad que descubrió un mundo de ideas, paralelo al mundo de las cosas;
pero su obra rebosa de experiencias concretas y, a través de ella, podemos descubrir las preocupaciones de sus
coetáneos y buena parte de la historia de su tiempo.
2. Filosofar dialogando
No sólo los contenidos de los escritos de Platón, sino también la forma en que esos escritos se hicieron
públicos son muestra de un pensamiento vivo y sujeto a los latidos de la vida. Escribió diálogos, en los que un
centenar de personajes contrastan sus opiniones. El protagonista de la mayoría de estas «conversaciones»
suele ser Sócrates, que impone una cierta autoridad entre los interlocutores. Pero, a pesar de ello, no hay
nada más alejado del dogmatismo que esta manifestación de autoridad. Al final de algunos de estos
diálogos, sus personajes no saben ya a qué atenerse. Después de discutir, por ejemplo, en el Lisis, sobre la
amistad, Sócrates cierra el diálogo con estas palabras:
Cuando se vayan éstos, dirán que nosotros creíamos ser amigos... y, sin embargo, no hemos sido capaces de descubrir qué es
serlo.
223b
Pero, a pesar de las divagaciones y las incerti-dumbres, estos «diálogos» son un estímulo constante para el
pensamiento, para entender el sentido de la filosofía y para fundar el lenguaje en el que pretende expresarse.
El que Platón escribiese diálogos es prueba también del dominio que la oralidad tenía en su tiempo. Lo usual
era dialogar y no escribir.
Lo más próximo, pues, a la voz, a la comunicación inmediata del pensamiento, era el diálogo. A esa inmediatez
estaban acostumbrados los griegos, y la revolución pedagógica de los sofistas y sus juegos con el lenguaje habían
sido precursores de este dominio de la palabra viva y «dialogada». Sin embargo, a pesar de la crítica que Platón
hace de la escritura, sus extraordinarias cualidades literarias le sitúan entre los grandes escritores de todos los
tiempos.
2. El escenario de la filosofía
En la República, uno de los grandes diálogos platónicos, se nos narra un mito que puede servir para entender
algunos aspectos de su filosofía.
Al fondo de la caverna se encuentran, atados de pies y manos, unos extraños personajes, obligados a
mirar siempre frente a ellos. A sus espaldas hay una tapia, tras la que pasan porteadores que dejan asomar
por encima de ella los más variados objetos. Próxima a la tapia, la luz de una hoguera hace que esos
objetos se reflejen sobre el fondo. Esta misteriosa prisión se abre, en su salida, a otra luz, la del sol, que
ilumina el mundo real, el mundo de la verdad. Éste sería el escenario donde se representa el primer acto
de la filosofía platónica.
1. La visión en la sombra
Según el simbolismo platónico, podríamos pensar que los hombres nacen encadenados a determinados
esquemas propios de la época en que viven y desde los que contemplan su vida. Esta interpretación plantea
un problema de extraordinaria modernidad. Como si el pensamiento, lo que verdaderamente somos, dependiese
de algo que está fuera de nosotros mismos y que nos condiciona y determina.
Para los prisioneros de la caverna, el mundo es lo que ven. La verdadera realidad está, sin embargo, en otra
parte. Al menos, es lo que nos hace creer el narrador del mito. Los condenados al ver lo que otros les
muestran sólo conocen el mundo por su apariencia. Una apariencia sin sustancia, sin cuerpo y reflejada
en la sombra.
En ese primer estadio, los hombres sólo ven imágenes; pero oyen también las palabras, las que ellos se
dicen y las que vienen de las conversaciones detrás de la pared por donde pasan quienes transportan los
objetos. Seguramente, personajes parecidos a éstos tendrán la misión de atizar el fuego para que no se
acabe el tinglado de la engañadora iluminación y de las engañosas sombras.
Si traspasamos esta frontera del mito y de su simbolismo, podemos pensar que aquí se habla de
conocimiento y de saber. Los encadenados son todos los seres humanos, sujetos a lo que sus sentidos
filtran del mundo. Estamos, pues, atados a un momento del mundo y de la historia. Lo que vemos es lo
que nuestro presente nos deja ver. Y eso que se nos deja ver, con independencia de las naturales
limitaciones de nuestros sentidos, es, en buena parte, lo que el lenguaje en el que nacemos y las
instituciones -familia, escuelas, centros docentes, etcétera- nos enseñan. Ésa es, en cierto sentido,
nuestra caverna. Una caverna que, en principio, no tiene que ser algo negativo, porque es el mundo
presente en el que, queramos o no, nos encontramos.
2. Liberación
Pero el mito describe, además, un segundo estadio. En él se nos presenta la vida como un proceso de
liberación y un camino que hay que andar en una dirección. Al final de ese recorrido se halla la salida y en
ella aparece otro mundo -cosas reales, luz, aire- distinto de las simples «visiones» de imágenes y sombras a
las que el prisionero estaba acostumbrado. El mito platónico marca un sendero desde la tiniebla a la luz, e
indica, al mismo tiempo, que el camino está ahí para recorrerlo. Entre tantas enseñanzas de estas páginas
platónicas se encuentra la de que el saber es siempre progreso, camino. (Tal vez por eso el término método
quiere decir camino por recorrer.)
Todo conocer parece surgir de esa sombra inicial y su meta es, tras el recorrido de nuestros pa sos
«mentales», la inteligencia de la realidad, y la luz que nos lleva a descubrir el mundo, investigarlo y, en
definitiva, hacerlo nuestro, convertirlo en nuestro lenguaje y, por supuesto, poderlo comunicar de manera
fiel.
Pero hay un tercer acto en la «comedia» platónica. El prisionero que haya podido liberarse de sus ataduras y
contemple, al fin, lo que hay al otro lado de la caverna, no se detiene en el gozo que, sin duda, le ofrece la
realidad y la luz con la que ve la verdad. Se levanta en él un sentimiento de solidaridad con los pobres
encadenados que siguen en el fondo, y ese sentimiento le impulsa a comunicar a los antiguos compañeros su
sorprendente descubrimiento. Un componente moral, una actitud de solidaridad parece encontrarse en todo
proceso de conocimiento. El saber no es saber si no se comunica, si no se enseña, si no sirve para sentir en él
la necesidad de compartir y educar.
El mito platónico deja, sin embargo, un sabor pesimista. Los prisioneros, felices entre sus sombras, no quieren
escapar de sus cadenas. Están cómodos allí, al abrigo de la costumbre, y se ríen de quien les habla de otro
mundo verdadero y real; le toman por loco y si le pudieran echar mano acabarían por matarlo. Sin embargo,
entre esos dos mundos, el de la caverna y el de la luz, el de la libertad y el de la prisión, hay una frontera que
representa el movimiento del primer liberado y su necesidad de liberar también a los demás.
Creo que sabes que los que se ocupan de geometría, aritmética y otros estudios similares [...] se sirven de figuras sensibles, pero
no pensando en esas figuras concretas sino en aquello a lo que se parecen, discurriendo, por ejemplo, acerca del cuadrado en sí y
su diagonal, pero no acerca del que ellos dibujan.
República, VI, 510c-e
Esos dibujos son como un intento de aproximarse a la forma ideal «en su deseo de ver aquellas cosas en sí, que no
pueden ser vistas de otra manera sino por medio del pensamiento».
2. La mirada
Con la teoría de las ideas se descubría un motor de gran dinamismo intelectual y no sólo porque iba a ser
la fuente de un término y un horizonte de pensamiento tan usual como el idealismo. Pero éste, y otros
conceptos parecidos, brotaron de una experiencia inmediata del mundo y de la vida. La idea era una
forma de mirar viendo. Efectivamente, la palabra idea tenía una relación etimológica con verbos que
significan ver. Idea es, pues, lo que se ve.
Mirar viendo quiere decir sabiendo lo que se mira. Si sabemos que eso que se acerca es un hombre es
porque lo miramos como hombre. La realidad concreta que percibimos -una serie de colores y de formas-
queda «idealizada», «vista», en esa palabra hombre que se alza desde el fondo de la lengua materna. Nos
comportamos frente a él de una determinada manera, según sea conocido o desconocido, familiar o
extraño. Pero de cualquier modo esa palabra que, como idea, sólo existe en el orden del lenguaje y el
pensamiento, nos sirve para organizar lo real y, al mismo tiempo, para reflejar, o sea para reflexionar, para
volver a pensar lo real. Las ideas tienen, además de ese carácter universal, y, tal vez por ello, un rasgo peculiar.
Al no estar complicadas en los detalles «concretos» con que se construye lo real, su ser es un ser
abstracto y, en consecuencia, resultado de las variadas y múltiples «apariencias» en las que el mundo se
nos hace presente. Por ello, aunque hemos dicho que idea es verdaderamente lo que se ve, el verse de la
idea es una forma especial y sutil de ver. Un ver «interior» del que también tenemos experiencia diaria
en nuestro lenguaje propio y en el pensamiento que lo alienta.
3. Palabras e ideas
El abstracto mundo de las ideas tiene, en principio, su «expresión real» en las palabras, y en ellas se refleja y
proyecta lo que vemos y sentimos. Y ese reflejo -lo que las palabras significan- maneja el mundo de las cosas y
va dejando en la conciencia el fondo de idealidad donde cuaja nuestra manera de ser y entender: nuestra
personalidad.
Por eso, cuando Platón comienza en sus primeros diálogos a intuir ese mundo ideal, lo hace despertando las
palabras, que, en cierto sentido, reposan dormidas en la mente de sus interlocutores. Y, al verlas, cuando las
evocamos, procurarnos situarlas en el marco de ciertas definiciones, que sintetizan lo más importante de sus
oscilantes contornos. Precisamente por esa variabilidad, Platón descubre la riqueza de significados ocultos
en el lenguaje; pero, al mismo tiempo, percibe también la necesidad de que esa diversidad alcance la «forma
ideal» que mejor lo expresa, o, al menos, aquello que constituye el núcleo del que irradian todas sus po-
sibles significaciones. Por ello, buena parte de los «diálogos» de Platón tiene que ver con los significados de
las palabras.
4. Modelos de lo real
Pero las ideas no son sólo conceptos, más o menos generales, que sirvan para ordenar los diversos
sentidos de las palabras, sino que son, además, fundamento y modelo del mundo real.
La experiencia de un mundo en continuo movimiento y cambio, tal como había sido expresado por
Heráclito, debió de crear ciertas dificultades a Platón. Lo que fluye apenas puede pensarse. Los sentidos
nos entregan del mundo imágenes móviles o imágenes, aparentemente estáticas, pero que también
cambian: vemos pasar las nubes, la corriente de un río; pero también vemos la roca inmóvil, el árbol ante
nuestros ojos, aunque sabemos que están sujetos a mutación ideal, independiente de las cosas reales, y
objeto de otro tipo de mirada distinta de la de nuestros ojos.
Y de tantos y varios objetos decimos que se ven pero no se piensan, mientras que de esas formas inmutables, las ideas, se piensan
pero no se ven en la realidad.
República, 507b.
6. Ideas y valores
La teoría de las ideas, que se vinculaba así a la concepción pitagórica de los números, como esencia del universo,
gana en Platón un nuevo horizonte. Las ideas sostienen todo el fondo de valores éticos, de conceptos estéticos, que
se enraizan en la mente y en el lenguaje -bondad, justicia, belleza, amor, etcétera- y forman una parte importante
de nuestra manera de entender la existencia. Si hacemos frases como «esta escultura es bella», «este hombre es
justo» o «este hombre es bueno», es porque hay en nosotros un fondo «teórico» que nos permite saber qué queremos
decir cuando empleamos semejantes expresiones. Tiene que haber algo bello en sí, justo en sí, bueno en sí. Este en sí
significa el ideal de esos conceptos; aquello que no depende de las múltiples proposiciones que podamos hacer al
utilizarlos. Platón supone que la idea que hace posible tales proposiciones es un modelo del que participan las co-
sas y que se hace presente en el lenguaje con que lo decimos. Esa participación (methexis) es una forma subsidiaria e
imperfecta de ser.
A mí me parece que si existe una cosa bella, aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que
participa de eso que es bello [...]. Así pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma
[...] tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o
comunidad en la belleza en sí.
Fedón, lOOc-d
7. Participar
Este carácter de parte de una totalidad, como la idea, aproxima a los individuos y los enlaza en una tarea de
superación. Sentir esa parte de la justicia, de la belleza o bondad que puede haber en nosotros, nos convierte en
buscadores de un ideal en sí que, en cierto sentido, se ejemplifica en la salida del prisionero. Si existe la idea
de libertad, el prisionero de la caverna se ha sentido parte de ella, miembro de esa comunidad ideal y ha
procurado realizarla. Ha ejercitado, pues, su derecho a participar en esa idea y a hacer suya esa parte que le ha
sido asignada.
Las ideas ejercen también, como el eros, el amor, una atracción sobre nosotros. Aunque el eros parece pertenecer
a un ámbito subjetivo y ejerce de motor que arranca nuestra actividad e impulsa la salida de nosotros mismos,
se engarza también con las ideas que están, en principio, fuera de nosotros. Esa participación establece un
vínculo que, en cierto sentido, nos ata a ese mundo inteligible. Una nueva forma de atadura, pero distinta
del amarre en la sombra de la cueva.
Esta atadura en la luz muestra que el lado real y verdadero es el lado del conocimiento y el saber. Por eso,
el amor que nos mueve a conocer, y las ideas de las que participamos y que son el horizonte de nuestro
deseo de conocimiento, acabará llamándose filosofía, o sea, tendencia al conocimiento, pasión por las ideas.
4. El alma y el conocimiento
1. Concepto de alma en Platón
La palabra alma (psique) significa, en los poemas homéricos, vida. Vida como principio, como latido, como
movimiento. Esta idea de que el cuerpo está recorrido por un soplo que lo alienta se encuentra ya en los
primeros testimonios escritos de nuestra cultura. Pero, como hemos visto, estos comienzos de la
terminología filosófica tienen lugar siempre en la observación de la naturaleza, del mundo que nos rodea.
Por ello, alma tiene que ver con el verbo griego que significa respirar. Ese movimiento que se percibe en
nuestros pulmones es, pues, el signo que manifiesta, en el hombre, el proceso de vivir.
Este hecho físico se expresó, al mismo tiempo, no ya en un verbo, sino en un sustantivo, psique, que
significaba no sólo el movimiento, sino su principio originador. Platón determinará ya con claridad
este cambio e iniciará la descripción de lo que posteriormente habrá de llamarse psicología. El alma es,
pues, el principio de la vida del cuerpo y, siguiendo con una cierta concepción dualista, el elemento opuesto
a la corporeidad.
Pero, a pesar de la etiqueta «idealista» que habría de sobrevenirle y a pesar de la influencia órfica y
pitagórica, Platón describe algunos aspectos «empíricos» de ese misterioso principio del ser.
2. Conocer es recordar
Pero al lado de este análisis del alma, como motor de funciones próximas a la experiencia, se levanta en
Platón una doctrina mítica. El alma existía antes de que nosotros existiéramos, se nos dice en el Fedón, pero
precisamente por ello hemos «conocido» antes aquello que luego llegamos a saber.
El alma, en este texto, no es ya ese motor de la vida con distintas posibilidades de entender y percibir el
mundo, sino un recipiente de la memoria; pero de una memoria que nos viene de una vida anterior a aquella
de la que ahora somos conscientes.
La razón que Sócrates aduce para explicar tan sorprendente resultado se funda en el hecho de la
preexistencia. Antes de nuestra vida en el tiempo concreto en el que nos ha tocado existir, hemos tenido otra
vida, y en ella hemos tenido noticia de lo que ahora, al recordar, sabemos.
Estando, pues, toda la naturaleza emparentada y habiendo aprendido el alma todas las cosas, nada impide que quien recuerde una
sola -eso que la gente llama aprender- llegue a descubrir todo lo demás, si se es valeroso y no se cansa de investigar. Porque
investigar y aprender no es otra cosa que recordar (anamnesis).
Menón, 8Id
Tal vez no estaríamos de acuerdo con Platón en esta teoría de la reminiscencia y la memoria sustentada en la
preexistencia, pero hay en ella un esquema teórico que sí podríamos aceptar. Siempre aprendemos desde el
lenguaje en el que hemos nacido. Efectivamente, aunque nacemos a un mundo real de cosas entre los que nos
movemos, más importante aún que ese mundo de cosas es el mundo de «significaciones» en el que también
estamos. Desde nuestro nacimiento nos hablan de las cosas; nos dicen cómo se llaman, nos prohíben o
estimulan con palabras; oímos lo que está bien o está mal, lo que es verdadero o falso. Estas y otras
«significaciones», que se nos dicen, brotan de la memoria colectiva que se almacena en el lenguaje y se impregna
de los matices y contextos de aquellos que nos hablan. Un pensar y entender, desde el presente, el pasado, que
como memoria modela nuestra manera de sentir y estar en el mundo, y que, por supuesto, existe antes que
nosotros.
a) Tener una clara idea de la justicia, tal como se plantea, por ejemplo, en la Apología, y, sobre todo, en
los dos primeros libros de la República.
b) Superar la concepción tiránica de la política,
en la que algunos ciudadanos imponen por la fuerza o por el engaño su particular egoísmo:
El gobernante no está para atender a su propio bien, sino al del gobernado. [...] Por tales motivos, los hombres de bien no
están dispuestos a gobernar ni por dinero ni por honores. No quieren en efecto ser llamados mercenarios por exigir un salario, ni
ser llamados ladrones por apoderarse de riquezas, ocultamente, desde el gobierno.
República, 347b
A no ser que los filósofos reinen en las ciudades, o que los que ahora se tienen por reyes filosofen sincera y auténticamente,
identificando filosofía y poder político y, de esta manera, se excluyan necesariamente tantos como hoy se encaminan por
separado a la filosofía y a la política, no habrá tregua para los males de la ciudad, ni tampoco, según creo, para el género humano.
República, 473 d-e
A. Hay, pues, un nivel superior, que corresponde al logos, a la racionalidad y reflexión. A este nivel
pertenecen los gobernantes (archontes) que han sido elegidos entre los guardianes (phylakes) y que
fundan su superioridad en el saber (sophía); una forma de inteligencia que implica, además,
generosidad, altruismo e «idealismo». La misión de estos gobernantes «filósofos» consiste en legislar
teniendo siempre presente la más rigurosa justicia, puesto que es esta virtud la que hace posible todas
las otras y la que sostiene el entramado del Estado, de la polis.
B. Otro nivel de los ciudadanos es el de los guardianes (phylakes), cuya misión es defender al Estado
de los posibles ataques exteriores. Esta clase tampoco puede, como la de los filósofos, tener bienes
materiales, y su entrega a la tarea común debe ser total. Es interesante el hecho de que Platón dé a las
mujeres de esta clase los mismos derechos y la misma educación que a los hombres; Platón se opone, así,
a las ideas tradicionales que discriminaban a la mujer.
Por tanto, si empleamos a las mujeres en las mismas tareas que a los hombres, será menester darles también las mismas enseñanzas.
República, 45 le
La parte del alma que corresponde a los guardianes es el thymos, el ánimo, la energía, la fuerza, que,
como vimos, corresponde también a esa característica del alma individual, intermedia entre lo racional
(logistikóri) y los movimientos instintivos del alma (epithymetikón). Su virtud es el valor (andreía).
C. Por último, el pueblo forma el sustrato inferior de la ciudad. Son los campesinos, comerciantes,
artesanos, casi exclusivamente ocupados en conseguir el sustento diario. Pero, al mismo tiempo, tienen
la noble misión de mantener a las otras dos clases. Son, pues, fundamento económico de la polis. La
función del alma que les caracteriza es la que tiene que ver con el ansia que acompaña a las más elemen-
tales necesidades del cuerpo y la vida (epithymetikón). Su virtud es la prudencia, que controla y equilibra
esos impulsos.
Aristocracia
El régimen más perfecto, porque es la inteligencia la que, a través de un monarca o de unos hombres
superiores, por su educación y altruismo, domina en el Estado. Esa inteligencia generosa permite establecer
el equilibrio entre las clases sociales.
Es interesante la idea de generosidad y entrega a los otros que yace en la teoría platónica. El egoísmo no es
sólo un defecto moral, sino que es algo más profundo: el olvido de lo que es vivir como ser humano y entre
seres humanos.
A partir de este régimen superior, los otros regímenes manifiestan una inevitable decadencia.
Timocracia
Domina en esta forma de gobierno el elemento pasional sobre el racional. Se ambicionan honores y riquezas.
Predomina la clase militar y sus representantes oprimen a las clases inferiores.
Oligarquía
Es «el gobierno en el que mandan los ricos, sin que el pobre tenga acceso al poder» (República, VIII, 550d). «¿Y
cómo se pasa de la timocracia a la oligarquía?» [...] «Porque la riqueza almacenada destruye a esos gobernantes
que empiezan por inventarse nuevos modos de ganar y gastar dinero y llegan a violentar las leyes [...] de modo
que cuando en una ciudad se admira a la riqueza y a los ricos, se menosprecia a la verdadera virtud y a los
buenos» (República, VIII, 550e-551a). Dada la insaciabilidad de los oligarcas, se crean dos tipos de ciudades:
«una de pobres y otra de ricos que conspiran incesantemente» (55 Id).
Un sistema político de este carácter produce un tipo de «hombre sórdido», que busca en todo la ganancia. Un
«amontonador de tesoros» (554a), que olvida el único tesoro político: el de la educación y la solidaridad. Este
deseo insaciable de riqueza corrompe a los ciudadanos y acaba corrompiendo al régimen entero. Brota, así,
una nueva forma de organización política.
Democracia
«Que nace, creo yo, al vencer los pobres» y extender el poder, por elecciones, a todos. La ciudad se llenará,
así, de libertad y es posible escoger otras formas de vida: «Será también el más bello de los sistemas. Del
mismo modo que un abigarrado manto en que se combinan todos los colores, así también este régimen,
en el que hay tantas posibilidades, puede parecer el más hermoso» (República, 557c).
Pero como los oligarcas negaron la verdadera educación al pueblo, este goce de libertad y ese imperio
de los deseos van corrompiendo a su vez a la democracia y preparando otro régimen más violento: «El
ansia de libertad y el descuido de todo lo demás hace cambiar este régimen político y lo va poniendo en
manos de la tiranía» (562c).
Tiranía *
«El exceso de libertad parece, pues, que no termina en otra cosa sino en exceso de esclavitud, lo mismo para el
individuo que para la polis» (República, VIII, 564a). El pueblo acaba aceptando, por ello, al tirano que
parece establecer un orden, aunque sea falso, «y, para seguir dominando y empobreciendo mental y
materialmente al pueblo, el tirano suscita guerras para que el pueblo tenga necesidad de jefes y para que los
ciudadanos empobrecidos se obsesionen por sus propias necesidades y no conspiren contra él» (República,
556e-557a).
Los análisis que de los regímenes políticos lleva a cabo Platón en el libro VIII de la República son ejemplos,
entre otros muchos de su obra, de una de sus grandes obsesiones: la construcción de una ciudad justa y feliz en
la realidad. Porque, como él mismo había escrito, su obra no era sino una «ciudad en palabras» (473e). Y las
palabras sólo señalan el camino y esas señales no bastan: «el alma no se pone en movimiento sin el cuerpo», sin
la realidad.
5.1.4 Aristóteles.
Se suele plantear el estudio de Aristóteles sobre un equívoco. Por causas que, ahora, no podemos detallar, su
nombre evoca a un autor de complicados «tratados filosóficos». Pero esto no es exacto. Aristóteles no escribió
«tratados» de filosofía, porque, como vimos, la relación de un i autor con su obra era muy distinta de lo que pueda
ser hoy. A pesar de que ya la escritura había comenzado a tener un cierto desarrollo, todavía predominaba la
oralidad en la transmisión del pensamiento. La idea, además, de escribir «libros» fue ajena a una cultura en la que
«hablar» era, en buena parte, la única forma de pensar.
No es extraño, pues, que Aristóteles, como su maestro Platón, escribiese «diálogos», en su totalidad perdidos, y que
lo que de él se ha conservado, al contrario de lo que ha pasado con Platón, fueran los otros escritos que elaboró para
discutir con sus discípulos.
I La lógica
II Escritos sobre la naturaleza
III Escritos sobre teoría del comportamiento humano individual o colectivo
IV Teoría del arte
V Filosofía primera o Metafísica 5
Ninguno de nuestros dos filósofos conoció esos términos en el sentido que hoy les damos. Platón, al
descubrir las ideas, no hacía sino entrever la oposición que existe entre el mundo y el lenguaje que lo
dice. Y como el saber tenía que ser algo que sobrenadase al flujo continuo de las cosas, descubrió que este
cambio debía ser superado por un mundo inmutable como el Ser de Parménides, ya que de lo que
siempre cambia no podemos hacer ciencia.
4. De la experiencia al lenguaje
Ese mundo se vislumbraba en el lenguaje. Decimos de las cosas que son, «buenas», «verdes»,
«dulces», pero ese ser está atado al tiempo cuya estructura consiste en estar siempre dejando de ser. Y
esto era, sin duda, una intuición certera que seguirá preocupando a la ciencia y a la filosofía posterior.
El problema es el mismo para Aristóteles. Las cosas, efectivamente, cambian. Pero en eso consiste su ser, y
es ese ser, el ser de las cosas, el ser de lo que cambia, lo que hay que investigar y explicar.
Esta obra tan rica y compleja suele exponerse describiéndola como una serie de disciplinas filosóficas, que
ya Aristóteles hubiese intuido como partes de un sistema. Un autor, pues, que escribiera sobre «asignaturas»
como física, biología, lógica, etcétera. Nada más erróneo.
Su obra escrita provenía, como hemos dicho, de sus notas para «hablar» con sus discípulos, para leerlas
ante ellos y discutirlas. De la misma manera, su obra «pensada», lo que esa obra escrita descubre, no son
campos de saberes como los que a lo largo de la historia habrían de irse condensando en lo que se suele
llamar «disciplinas» filosóficas.
Lo que se descubre en esos escritos es una serie de preocupaciones y ocupaciones intelectuales en las que,
en principio, se recogen muchos de los problemas que plantearon los filósofos anteriores a él, y en los
que, además, aparecen las cuestiones que expresan su propia personalidad, su propia manera de
entender el mundo y a los seres que lo habitan.
Pero, además, esta mirada hacia las cosas se hace desde un hombre concreto, desde cada hombre
concreto situado en el tiempo y en la realidad. Un ejemplo de ello es la importancia que da Aristóteles al
lenguaje que se habla y a las opiniones que en él se sustentan. Así, son frecuentes, en los libros de «Ética»,
expresiones como «se dice que»; «suele afirmarse»; «he oído que». A estas expresiones en las que se
resumen «opiniones» usuales sobre la felicidad, la justicia, la política, añade Aristóteles las suyas
propias.
Esa misma curiosidad que le vuelve hacia las cosas, le hace fijarse también no sólo en ese lenguaje que
oye y que consolida lo que se piensa, sino en lo que, por encima de esas opiniones comunes, han pensado
hombres singulares que Aristóteles comenzó a llamar filósofos o, más concretamente, «los primeros que
filosofaron». Aristóteles muestra la originalidad de su pensamiento en tres ámbitos distintos:
1. El mundo de lo real como objeto de experiencia, o sea, el mundo visto, sentido, percibido por alguien
que lo interpreta y comunica.
2. El mundo oído, y dicho en el lenguaje, o sea, en la tradición de lo que se ha ido pensando en el tiempo
y se ha ido expresando.
3. El mundo de la historia que ya no es sólo el que nos llega por la tradición sostenida en el lenguaje que
se habla, sino en ese otro lenguaje que pretende decir otra cosa que lo que se dice, o sea, el
lenguaje filosófico.
Aristóteles nos deja ver así un momento original y nuevo. Se trataba de decir lo que es el mundo; de pensar la
vida y la sociedad para vivirla y organizarla mejor. Pero Aristóteles percibía también que su obra intelectual era
parte de una historia y que, en ella, él constituía un eslabón del proceso temporal.
La conciencia que Aristóteles tenía del lugar que ocupaba en ese proceso le hizo escribir una pequeña
historia de «los primeros que filosofaron» al comienzo de su Metafísica. La interpretación que hace de estos
filósofos muestra una perspectiva esencial del pensamiento filosófico y, en general, de la cultura que
aparece en Grecia: sentirse miembro de una comunidad, elemento de un proceso que se proyecta hacia el
futuro. Y en ese futuro está inscrito el desarrollo positivo del ser humano, que descubre, como motor, un
ideal de bien y un instrumento para alcanzarlo: la justicia.
2. El hombre en la sociedad
1. Ética y política
El primer círculo de planteamientos que ciñen la vida humana tiene que ver con el comportamiento
individual y colectivo. El amor a la vida que parece presidir la filosofía aristotélica tendrá que analizar las
formas en que esa vida se hace presente y qué valores presiden ese vivir.
Todo arte y todo saber igual que todo lo que hacemos y elegimos parece tender a algún bien; por esto se ha dicho con razón que el bien es
aquello hacia lo que todas las cosas tienden.
EN, 1094a 1-3
Esta confesión preside toda su obra. El bien es, pues, una tendencia natural del hombre. Pero este bien no es,
en principio, algo alejado de los hombres y situado en un horizonte ideal. El bien empieza siendo un objetivo
dentro de la existencia humana.
Por eso, Aristóteles acude a uno de los conceptos fundamentales de la cultura griega: la felicidad. En griego,
felicidad se dice con un nombre poco misterioso, eudaimonía, que quiere decir tener un buen demon. El
término demon no encierra ningún sentido negativo, aunque nuestra palabra demonio proceda de ahí. Demon es
una especie de divinidad, algo que, fuera de nosotros, puede influir en nuestro destino y nuestra suerte. Por
eso, el adverbio (eti), bien, que completa el término eudaimonía, le da ese carácter de buena suerte. Estar en el
mundo es procurar esa buena suerte, esa felicidad. Pero los griegos observaron las enormes desigualdades existentes
en su sociedad. Veían la riqueza más grande junto a la más extrema pobreza. Ese tener tanto, o no tener nada, les
hizo plantearse el porqué de estas diferencias. Antes de que la democracia abriese nuevas perspectivas a la felicidad
posible, los griegos creyeron que esa abundancia de bienes era un regalo de alguna generosa y arbitraria divinidad.
Lo importante era, pues, tener un buen demon, que gratuitamente sorteaba la felicidad. Más que algo que se
consigue, el bien y, en consecuencia, la felicidad, es algo que se recibe.
Pero esta teoría tradicional que, en cierto sentido, respondía a una experiencia de los destinos humanos, hace
con Aristóteles un giro fundamental. Su interpretación de Infelicidad, que arranca de ese tener más, le lleva a
prestar atención al lenguaje de sus contemporáneos, para saber qué dicen que es la felicidad. Una prueba más de ese
espíritu de observación con el que, como veremos, estudiará a los animales, a los seres humanos como seres
«biológicos», a los productos del hombre como el arte y la poesía, etcétera.
• Individuo y sociedad
La mirada del filósofo se posa en la realidad de su tiempo y en los intereses de los seres humanos. Vivir bien
-que es un principio ético fundamental- se basa en tener cosas que satisfagan nuestros deseos.
Casi parece inevitable ese principio de egoísmo que está en la naturaleza humana. A lo largo de la historia,
este planteamiento, en el que predomina el egoísmo del individuo o de una clase social determinada, seguirá
constituyendo un problema esencial de la ética y de la política.
Aristóteles entiende que el comportamiento individual, por muy independiente que pretenda ser, está siempre
sumido en el contexto colectivo. De ahí viene su afirmación de que, en el fondo, la ética es parte de la política,
aunque analiza el bien del individuo.
Pues aunque el bien del individuo y de la ciudad sea el mismo, es evidente que será mucho más grande
y perfecto alcanzar y preservar el bien de la ciudad; porque, ciertamente, es apetecible procurarlo para uno
solo; pero es más hermoso y divino el bien de la sociedad.
EN, I, 1094b7-10
La idea del bien, que según Platón está por encima y más allá del mundo, adquiere en Aristóteles una distinta
perspectiva. Efectivamente, el bien del individuo tiene que sobrepasar sus particulares intereses y, para ello, ha
de recurrir a ese bien «superior» como es el bien de todos, el bien colectivo. Un bien superior, pero humano; un
bien en el mundo.
2. La areté
Esa interpretación del individuo en la sociedad requiere un proceso de «educación» donde la ética sea como una
teoría de la felicidad humana en la que se conjuguen los intereses individuales con los colectivos. La ética es,
por tanto, un saber práctico, «pues no investigamos para saber qué es la areté, sino para que seamos
buenos» (EN, II, 1103b 27-28).
Aquí encontramos una palabra fundamental, areté, que podemos traducir por virtud, aunque
significa más bien la excelencia humana; lo que nos hace mejores en cualquier sentido. Aristóteles nos
ofrece varias definiciones de arete. En una de ellas especifica que «la arete, o excelencia del
hombre, es un hábito por el cual el hombre se hace bueno y realiza bien su función propia» (EN, II, 1106a
20-22).
En griego, hábito se dice con un término que procede del verbo tener. La areté es, pues, algo que se
tiene, que se incorpora a nuestro propio ser. Como el zapatero hace mejores zapatos cuantas más veces los
haga, así nos hacemos buenos practicando actos buenos. Pero en la definición de j Aristóteles hay una
expresión un tanto misteriosa. ¿Qué entiende Aristóteles por función propia del hombre?
Hay una palabra importante para entender esta función del hombre: la energeia, o energía: una
capacidad para actuar. Pero esta intervención en el mundo de los otros hombres tiene que ser «de
acuerdo con el logos». Así como «la excelencia 1 del ojo es hacer que ejecute bien su función de ver»,
de la misma manera la función del hombre es hacer bueno su desarrollo como tal hombre. Y esto es una
forma superior, o sea, excelente de vivir. Esta forma de vida está, pues, unida al logos, a la racionalidad, al
lenguaje que nos une con los otros hombres, y a través de esa unión «dialogada» llegamos a conocerlos y a
conocernos a nosotros mismos. Esta energía o actividad razonada, con la que entramos en contacto con
los demás, es una forma superior de felicidad. Este término que indicaba en principio un tener más y una
simple posesión de cosas, a través de la experiencia socrática se ha transformado en ser más. La felicidad
ya no es un tener, sino un ser. O mejor dicho, es un tener algo tan impreciso como el logos, la palabra; pero
este tener es lo que nos hace seres humanos.
Estas perspectivas que abre la excelencia o virtud de la racionalidad hacen que Aristóteles defina también
la arete como «un hábito de elegir que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado
por la razón» (EN, II, 1106b 35).
• Lo necesario y lo posible
Elegimos porque el mundo se nos presenta como posibilidad. No elegimos, por ejemplo, que dos y dos
sean cuatro. Lo que necesariamente tiene que ser no es objeto de elección. Lo maravilloso de la vida
humana es que estamos situados ante un mundo «posible», ante una ambigüedad que es, precisamente, lo que
da sentido al vivir. Y en ese mundo ambiguo elegimos. Pero esta elección tiene que estar de acuerdo con un
equilibrio, un término medio que ha de determinar el logos, la racionalidad.
Esta mediación del logos armoniza las tensiones del individuo, mitiga su egoísmo y lo convierte, así, en un
ser humano. En la Política hablará Aristóteles de esta necesidad de comunicación del hombre, para la que
el logos y su forma perfecta, el diálogos, constituyen el medio real en el que se desarrolla:
Es evidente que la ciudad es por naturaleza anterior al individuo, porque si el individuo separado no se basta a sí mismo es por ser
parte de un todo, y el que no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino
una bestia o un dios.
I, 1253 la 25-29
La ciudad, la polis, es el espacio adecuado en el que el hombre delibera y elige. Estar en medio del mundo
humano requiere que los impulsos que nos mueven en él puedan ser «libres». Esa posibilidad de elegir e
inclinarnos deliberadamente al bien, plantea la cuestión de que, tal vez, cada uno busca lo que le parece
bien. Así, la voluntad se determina por bienes aparentes. Esta teoría de la apariencia expresa, por tanto, la
fuerza de la perspectiva personal en todas nuestras deliberaciones y decisiones. Por eso, para superar la
simple apariencia, será preciso el cultivo de algunas de las virtudes o excelencias que son lazos que nos unen a
la sociedad.
El amigo es otro yo. Y como es muy difícil conocerse a sí mismo [...] y por otro lado resulta muy agradable este conocimiento, y
como tampoco es posible vernos a nosotros mismos a partir de nosotros mismos como vemos en el espejo nuestro rostro, cuando
queremos conocernos nos vemos en un amigo.
MM, II, 1213a 12-24
3. La política y el Estado
Las cualidades que Aristóteles estudia en la Ética encuentran su sentido en la Política, ya que ésta es «la más
fundamental de todas las ciencias, porque las contiene a todas» (EN, I, 1094a 26-28). Es fundamental, al ser
el hombre, por naturaleza, un «animal político», o sea, un ser que necesita, esencialmente, convivir. Por
consiguiente, la política sirve para construir lo mejor posible una vida humana, y esta vida en común
surgió para suplir la soledad del hombre, su debilidad y su indefensión. Es cierto que la polis griega era una
forma de organización colectiva muy pequeña si se la compara con un Estado moderno, aunque en sus
estructuras fundamentales presentan muchas semejanzas. En torno al año 400 a. de C. la población de
Atenas era de 300 000 habitantes, de los cuales 100 000 eran esclavos. Si no se cuentan niños y mujeres,
entonces la población de ciudadanos libres y atenienses era de 40 000.
Precisamente en la Política da Aristóteles esa famosa definición del hombre como «animal que tiene
lógos», un «animal que habla». Esta definición se encuentra en las páginas donde se expone la natural
sociabilidad del ser humano. La ciudad es, por tanto, un lugar donde el hombre realiza, necesariamente, su
vida; donde habla y se comunica. La esencia del hombre se alcanza en ese espacio de comunicación que es
la ciudad. La convivencia no tiene lugar sólo en un territorio físico, sino en un territorio ideal.
Como Platón, también hace Aristóteles un estudio de los regímenes políticos. Entre ellos destacan la
aristocracia, la oligarquía, la democracia, la tiranía.
El mejor de los regímenes posibles consistirá en una mezcla donde se combine también lo mejor de cada uno
de ellos. Lo mejor de la democracia es la libertad, de la oligarquía, la capacidad de crear riqueza, y de la
aristocracia, su excelencia, capacidad y cualidades intelectuales, ya que aristocracia quiere decir el poder y
la fuerza de los mejores.
En la organización aristotélica del Estado hay tres ideas fundamentales:
1. La armonía de los ciudadanos para que se alcance lo que conviene a todos, ya que nada en el Estado
ha de regirse por principios egoístas.
2. La autarquía, término típicamente aristotélico y en el que se expresa la independencia y autosuficiencia
de la polis. Cuando la ciudad, e incluso el ciudadano, pierde esa independencia que permite vivir y
pensar libremente comienza la destrucción. «Llamamos ciudadano al que tiene la posibilidad de
participar en las deliberaciones, posee la capacidad para juzgar, y, por consiguiente, llamamos ciudad a
la unión de ciudadanos capaces también de vivir con autarquía» (Política, III, 1275b 16-20).
3. La educación, que es tarea esencial del Estado, tiene como meta crear los mejores ciudadanos. La idea
de una cultura moral como fundamento de la sociedad debe presidir la educación. Esta educación
ha de facilitar el desarrollo de lo natural (physis); ha de cuidar también la estructura moral y los
verdaderos valores -solidaridad, generosidad, creatividad- de los jóvenes, y ha de fomentar su inte-
ligencia y capacidad de pensar. Por eso, Aristóteles sostiene que es el Estado quien debe organizaría.
«Puesto que toda ciudad tiene un solo fin, es claro que la educación ha de ser una y la misma para
todos los ciudadanos, y que el cuidado de ella debe ser cosa de la comunidad y no privada, como lo es
en estos tiempos, en que cada uno se cuida privadamente de sus propios hijos y les da la instrucción
particular que le parece» (Política, VIII, 1337a 21-25).
Entre los escritos políticos de Aristóteles ocupa un lugar especial la «Constitución de Atenas», que fue
descubierto en el siglo XIX en Egipto. Esta obra formaba parte de las 158 constituciones que Aristóteles
había reunido para tener una base empírica en la reflexión sobre la teoría política.
Una constitución es el ordenamiento de las distintas magistraturas de un Estado y especialmente de aquella que es la suprema y lo
es en el sentido de que es la autoridad mayor y la que todo lo rige.
Política, III, 1278b6-10
4. La lógica de Aristóteles
Desde el nivel de la ética y la política hemos descubierto en Aristóteles la importancia del logos y de la
comunicación. El estudio del logos le lleva a otro de sus grandes descubrimientos: la lógica. Es curioso que el
nombre que dio a estas investigaciones sobre aspectos formales del lenguaje fue el de Organon, que entiende
como un instrumento de la ciencia.
Proposiciones
El carácter general de este instrumento de investigación no es exclusivamente formal -puras estructuras
mentales que operan según presupuestos establecidos-, sino que esas formas se refieren a lo real, e incluso
parten de ello. En este caso, lo real es la lengua griega que Aristóteles analiza y disecciona para descubrir
sus estructuras esenciales y sus posibilidades de llegar a formas de las que se deduzca verdad. Las
proposiciones con las que decimos el mundo son, pues, «organizaciones» formales de lo que existe.
Categorías
En las categorías, estudia Aristóteles esas formas más generales de la existencia, que son esas diez famosas
categorías, o sea, estructuras fundamentales que organizan la realidad y que al mismo tiempo son formas de
atribuir un predicado a un sujeto.
Estas categorías son, sin embargo, determinaciones reales de las cosas y no son, como ocurrirá a partir de Kant,
puras estructuras subjetivas de la mente.
Pero esto confirma nuevamente ese carácter «empírico», esa manera de pensar que parte siempre de la
experiencia, o sea, de la vida del lenguaje.
• La demostración El silogismo
Los Analíticos son dos colecciones de escritos en lo que se dividen (analizan) las formas del pensamiento
desde su posibilidad de afirmar o negar, de ser verdadero o falso, de ser universal o particular. Aristóteles
inventa la forma del silogismo que había de tener un gran desarrollo en la filosofía medieval y en la lógica
posterior. Partiendo de tres conceptos, Aristóteles juega con sus formas de unión para llegar a
determinadas conclusiones.
La palabra silogismo quiere decir, pues, las posibilidades de unión del logos, donde se establecen los
principios de la demostración. Aristóteles no sólo emplea conceptos como blanco o animal, sino letras del
alfabeto griego, estableciendo así los fundamentos de la lógica formal.
Llamo silogismo al que no precisa de ninguna otra cosa, aparte de lo aceptado en sus proposiciones, para mostrar la necesidad de
la conclusión.
Analíticos, I, 24b 23-25
El silogismo está formado por tres oraciones, dos de las cuales son las premisas y la tercera es la
conclusión que de ellas se deduce. Tres son los términos de un silogismo, dos de los cuales se comparan con
otro que hace la función de término medio y que se repite en las dos premisas.
La inducción
En los Analíticos se estudian, además, las definiciones, la demostración inductiva que partiendo de proposiciones
particulares llega a formas generales o universales de conocimiento. Así como las deducciones, de las que
tanto se alimenta la ciencia, parecen que son en sí más concluyentes y más potentes en su prueba, la inducción,
al partir de lo real y sensible, parece para nosotros más convincente.
• La extensión de un concepto tiene que ver con su amplitud, o sea, con la mayor o menor cantidad de
objetos que caben en él.
• La comprensión de un concepto tiene que ver con las notas que determinan ese concepto. Suele
decirse que a mayor comprensión de un concepto, menor es su extensión, y viceversa, a mayor
extensión, menor es la comprensión.
El concepto hombre tiene más comprensión que el concepto animal, pues lo definimos por una
diferencia específica, la racionalidad, que no tiene el concepto animal. La riqueza de notas que definen un
concepto adquiere su mayor significación en el individuo concreto, por ejemplo, Juan, que tiene un sinfín
de notas: animal, mamífero, hombre, nacido el 1 de mayo de 1979, en Roma, etcétera. Son tantas las
notas que su extensión es mínima: sólo puede predicarse de sí mismo. Por eso, como veremos, «el
individuo es inefable».
Todo el instrumental que Aristóteles prepara tiene como objetivo el llegar a un «organismo
científico», donde se explican las causas de las cosas, y alcanzar así la verdad de su constitución, la
verdad del ser.
5. La metafísica aristotélica
El nombre metafísica, aparentemente tan filosófico y que sirve de título a una serie de escritos
dispersos de Aristóteles, fue totalmente casual. Sin embargo, buena parte de estos escritos trataban de un
tema central para la filosofía: el ser. La tradición griega ya había utilizado este concepto, que aparece en el
horizonte filosófico con Parménides. Pero será Aristóteles su gran teórico y la Metafísica la obra donde
nos exponga su teoría. En ella se habla de los principios de la realidad sensible que, como la materia y
Informa, parecen ser estructuras fundamentales de la realidad; de los números y la matemática; incluso
hay un pequeño vocabulario filosófico en uno de estos libros; y una breve «historia de la filosofía» en el
primero; pero es el ser, la esencia, los modos de ser, lo que constituye el argumento central de la obra.
Pero hay también una consideración esencial y es la que va a desarrollar, de una manera original,
Aristóteles. Ese otro carácter del ser aparece sobre todo cuando predicamos una cualidad de un sujeto: el
hombre es joven; el cielo es azul. Esta presencia del ser estaba en la estructura de la lengua griega e
implicaba una especie de identificación entre dos partes aparentemente separadas por el lenguaje. Los
sentidos me dan una única realidad, cuando digo: Juan es alto. Los sentidos sólo me indican: Juan, como
un bloque masivo de sensaciones.
La relación entre el hombre concreto e «individual» y las distintas cualidades que de él precisamos no está lejana
de esa concepción «existencial» o «realista» de la filosofía aristotélica. Llama la atención, en este sentido, el arranque
de su Metafísica, que traducimos interpretando lo que en ese texto se dice:
Todos los hombres desean por naturaleza mirar y saber lo que miran. Prueba de ello es el gozo que nos dan los sentidos. Porque
gozamos el sentir en sí mismo, con independencia de que nos sirva para algo. Y sobre todo el gozo de mirar. [...] Y la razón es que
la vista es, de entre todos los sentidos, quien nos hace conocer más y nos descubre más diferencias.
980a 22-27
Este comienzo imprescindible de todo conocimiento aparece en el hombre en un nivel distinto que el de
los animales.
Por naturaleza, los animales nacen dotados de sensación; de la sensación nace, en algunos, la memoria [...] los demás animales
viven con imágenes y recuerdos y participan poco de la experiencia; pero el género humano dispone del arte y del razonamiento.
En los hombres, pues, la experiencia viene de la memoria.
980b 24-30
La memoria constituye así un fondo donde las sensaciones se liberan de su carácter efímero. Algo queda en
nosotros de esas sensaciones inmediatas que el tiempo se lleva. La memoria es la posibilidad de salvarlas.
Todos los argumentos con que se intenta probar la existencia de las ideas, no prueban nada. [...] Una de las más difíciles cuestiones
sería demostrar para qué sirven las ideas a los seres sensibles eternos o a los que nacen y perecen, pues no causan en ellos ni
movimiento ni cambio alguno. Tampoco sirven de nada para la ciencia de las demás cosas, pues no son sustancia de éstas, de lo
contrario estarían en ellas.
990b9-991a5
La principal objeción de Aristóteles se refiere a esta separación que Platón pone entre las ideas y las cosas.
Por eso busca un saber lo suficientemente universal y abstracto y que, al mismo tiempo, esté radicado en las
cosas y parta de la experiencia de ellas. Una experiencia que acopla la mirada con el recuerdo, la sensación
con la reflexión.
Aristóteles piensa que los conceptos subjetivos -esas visiones de las ideas- han de tener un fundamento en lo
real, ya que, como veíamos, cualquier conocimiento de lo universal ha de estar precedido de un conocimiento
sensible y no «ideal». No existe la idea que no haya ido levantándose sobre la realidad de la experiencia,
esa mezcla de sensación y memoria. Los hombres empezamos conociendo lo primero en relación con
nosotros y sólo de ello podemos partir para llegar a lo que es primero en la naturaleza.
Lo primero para nosotros son las cosas singulares, lo que perciben mis sentidos, este hombre que es, por
ejemplo, Juan. Aristóteles construirá así toda una nueva interpretación del ser. Los puntos más importantes
de esta interpretación son:
Eso parece decir el texto anterior. En efecto, el verbo ser tiene matices distintos cuando afirmamos: «Juan es
hombre», «Juan es listo» o «Juan es más alto que Carlos». Estas «maneras» de decir expresan formas diferentes
de comportarse el verbo ser. En la primera oración, ser expresa la esencia, lo que verdaderamente es Juan; en
el segundo caso, expresamos una cualidad; en el tercer caso, una cantidad.
Pero Aristóteles insiste en algo fundamental a lo que nos habíamos referido ya. Estas «categorías» que
descubrimos al analizar las formas de atribución del verbo ser, no son categorías del juicio, no son sólo
categorías del lenguaje, sino de la realidad.
Yerra, pues, aquel cuyo pensamiento está en contradicción con las cosas [...] pues tú no eres blanco porque nosotros pensemos
verdaderamente que eres blanco, sino porque tú eres blanco nosotros decimos, con verdad, que lo eres.
Met., IX, 105Ib 4-9
Sustancia primera
«La sustancia llamada así en su sentido más propio es aquella que ni se dice de un sujeto ni está en un sujeto,
por ejemplo, el hombre individual, o el caballo individual.» Efectivamente, este hombre, Juan, no puede
decirse o predicarse de otro, en cuanto tal hombre concreto. Y él mismo no está en otro, como puede
estar el accidente, blanco, en Juan.
Esto daba a las sustancias individuales su marcado carácter de principio de toda reflexión; pero, al mismo
tiempo, surgían ciertas dificultades que la tradición posterior expresó. Como vimos, la famosa frase «el
individuo es inefable» significaba también que cada ser concreto es tan complejo que no podemos decirlo.
No podemos agotar todas sus posibles características. Pero, de todas formas, son sustancias por excelencia,
«porque son sujeto -lo que subyace- a todas las otras cosas; de modo que todas las otras cosas, o bien se
dicen de esas sustancias como de sus sujetos, o bien están en ellas como en sus sujetos» (Categorías, 2b 3-
5). Se dice de Juan que es hombre; se dice de moreno que está en Juan.
Sustancia segunda
«Se llaman sustancias segundas las especies a las que pertenecen las sustancias llamadas primeras, tanto
esas especies como sus géneros. El hombre individual, Juan, pertenece a la especie hombre y el género de
dicha especie es animal; así pues, estas sustancias se llaman segundas: hombre y animal, por ejemplo»
(Categorías, 2a 13-19).
Partiendo, pues, de las sustancias primeras, Aristóteles construía todo un entramado intelectual «pie no
sólo le permite «unlversalizar» la realidad y poder hablar de ella, sino definir sus relaciones, sus identidades
y sus diferencias, que como «hombre» y «animal», en cuanto conceptos abstractos, no existen en la realidad.
• Materia y forma
En su análisis de la realidad, Aristóteles descubre otra distinción. Hay algo de lo que parece que están
hechas las cosas, y una hechura o forma que, sin embargo, las distingue. No existe nunca una materia sin
forma, aunque puede haber superposición de formas en una materia: por ejemplo, el mármol, su forma de
mármol, antes de ser estatua.
La materia no existe como pura materia prima en el mundo real, aunque, tal vez, haya que intuir una
primera materia indeterminada como fundamento último de todo ser y todo cambio.
Se plantea entonces ese deseo de la materia a ser informada, como si la materia saliese en busca de su
forma. Esto presta a la concepción aristotélica del mundo un aire «poético» y creador. Como si hubiese en la
realidad una continua aspiración a ser más o a ser mejor. «La forma no puede desearse a sí misma, pues
nada le falta, ni tampoco puede desearla el contrario, pues los contrarios son mutuamente destructivos; lo que
desea a la forma es la materia, como la hembra desea al macho y lo feo a lo bello, salvo que no sea feo por sí
sino por accidente, ni hembra por sí sino por accidente» (Física, I, 192a 20-25).
• Potencia y acto
Esta pareja de conceptos presenta una semejanza con la anterior división. Porque la forma es algo así
como el acto, la energía que pone en obra la posibilidad de la materia. Pero la potencialidad o posibilidad de
las cosas supone que, en ellas, caben y esperan los actos y energías que se realizan.
Hay relación y tensión entre estos dos conceptos. El estudio de la naturaleza ofreció a Aristóteles suficientes
ejemplos de que las cosas encierran en sí sus propias realizaciones: la semilla contiene ya al árbol. Todo esto
no hacía sino confirmar esa concepción dinámica del mundo y de la vida.
El tiempo
El paso de lo posible a lo real implica el movimiento; pero la estructura de todo el universo en sus
cambios de mutaciones requiere, a su vez, la idea de tiempo, que Aristóteles define como: «medida del
movimiento según el antes y el después [...] y así como el movimiento es siempre distinto, así también el
tiempo» (Física, IV, 219b 1-10). Toda la realidad tiene lugar en este esquema inestable, organizado siempre
desde el pasado y orientado hacia el futuro. El tiempo y el movimiento se exigen, pues, mutuamente. No
pueden existir el uno sin el otro.
Pero es imposible que el movimiento se genere o se corrompa pues, como hemos dicho, ha existido siempre, ni que se genere
o se corrompa el tiempo. No podría haber un antes ni un después si no hubiera tiempo. Y el movimiento, por consiguiente, es
continuo en el mismo sentido que lo es el tiempo.
Metafísica, XII, 1071 b 5-10
El motor inmóvil
Su teoría de la temporalidad y el movimiento lleva a Aristóteles a suponer la existencia de un motor inmóvil que
mueve sin necesidad de pasar de la potencia al acto y, por consiguiente, sin tener que estar supeditado al tiempo.
Es, pues, un acto puro y un pensamiento puro que no necesita cosas para llenar y estimular su pensamiento: un
pensamiento cuyo objeto es su mismo pensar. Lo aparentemente contradictorio y abstracto de estas conclusiones es,
sin embargo, fruto de una serie de reflexiones de gran precisión y en las que se ponen en juego todas las premisas
de la terminología aristotélica. Esas reflexiones constituyen en la historia de la filosofía uno de los momentos más
altos de análisis del lenguaje y de creación conceptual partiendo del lenguaje mismo.
Aristóteles parece aproximarse, en estos momentos, al platonismo. Ese motor inmóvil no puede mover el
universo poniéndose en contacto con él. Surge aquí uno de los pasajes más interesantes de ese fondo que se
transparenta en toda la filosofía griega. Las cosas y el mundo aspiran a una continuada perfección, a pesar de
todas las limitaciones, errores y entorpecimientos.
El motor inmóvil actúa como un horizonte de plenitud al que toda la naturaleza aspira. La teoría del deseo
arraigada en la filosofía de Platón y Aristóteles presenta aquí uno de sus momentos supremos. Ese motor que
no necesita moverse, porque eso supondría que carece de algo hacia lo que se mueve, impulsa el
movimiento del mundo «en cuanto que es amado» (Metafísica, XII, 1072b 3).
Al final, todo el extraordinario edificio levantado por Aristóteles en la lengua griega para analizar la vida, el
mundo, la sociedad, el arte y el hombre mismo se tensa en esa palabra, amor, que, junto con el lenguaje,
constituyen dos conceptos fundamentales de la filosofía griega. Precisamente en el contexto de la ética,
encontramos también uno de estos sorprendentes pasajes en los que aparece una de las claves de la filosofía
aristotélica y uno de los «motores» de su obra:
Todos los creadores aman su propia obra más de lo que serían amados por ella, si ésta fuera animada. Quizá esto ocurre con los poetas
que aman extraordinariamente sus propias obras como si fueran hijos. [...] La causa de ello es que la existencia es, para todos, objeto
de predilección y de amor y existimos por nuestra actividad -es decir, por vivir y actuar-. Y así, la obra es, en cierto sentido, obra de
un creador, y el creador ama su obra porque ama el ser.
EN, IX, 1168a 3-8
La perspectiva de un mundo sin murallas, sin convivencia fácil, como la que se había encontrado en la familiar
Atenas, hizo que se rompiera también el diálogo filosófico. Ante ese cambio de horizontes cabían dos actitudes:
intentar convertir el mundo conquistado por Alejandro en una inmensa Atenas, o bien renunciar a esta, en
principio, utópica conquista, y centrarse en cultivar, con una cierta desilusión, el territorio de la intimidad, de la
pequeña felicidad individual. Los filósofos del helenismo eligieron esta segunda vía. Sin embargo, no
abandonaron el sueño de una comunidad universal a la que hicieron descansar en la familiaridad con una razón
que alcanzaba las últimas fronteras del universo.
Sin embargo, la lucha entre las dinastías de los «diádocos» o sucesores de Alejandro no permitió
reconstruir ese nuevo modelo que la «helenización» de tan amplios territorios exigía. La presión
creciente de Roma, que el año 188 firma, en Apamea, la paz con Antíoco III, significará el fin de este Imperio
«helenístico».
1. Un cierto cosmopolitismo en función del nuevo territorio, no sólo real sino ideal, donde ha de
plantearse la vida humana.
2. Importancia que adquiere la especialización en distintas ciencias experimentales y matemáticas. Interés
por los estudios filológicos como consecuencia del predominio de la escritura sobre el lenguaje hablado. La
manera de comunicarse de los hombres no podía ser ya el encuentro inmediato en el agora o plaza pública
ateniense. Consecuencia también de ello será el nacimiento de un lenguaje griego (Koiné) que, por encima de
las variaciones dialectales, manifestaba en sus rasgos comunes y «populares» esas necesidades de expansión y
homogeneización. 3. En algunos de los palacios de los monarcas helenísticos se establecen bibliotecas y
centros de investigación que, en cierto sentido, amplían y perfeccionan la idea de «comunidad científica»
iniciada ya en la Academia platónica y, sobre todo, en el Liceo aristotélico.
La Biblioteca de Alejandría, que empieza a formarse bajo el mandato de Tolomeo I (305-285), en el «Museo»
o centro cultural establecido en su palacio, es ejemplo de la nueva concepción del saber y la investigación. Una
biblioteca semejante había sido fundada ya en Pergamon por el rey Átalo I.
• Sabiduría y política
Una característica esencial de estos cambios en la organización y orientación del saber será también la pérdida de
significación de algunos conceptos centrales de la cultura griega anterior: physis, logos, ethos, paideia, demos,
polis, empina, nomos, arete, etcétera.
El nuevo uso de estos términos, que tienen que ver con el lenguaje, la educación, la ley, el comportamiento
humano, empieza a olvidar su relación con el mundo real e histórico del que habían surgido. No es extraño
que el bizantinismo, las discusiones vacías de contenido y una cierta superficialidad conceptual hayan sido
objeciones hechas a las nuevas formas de cultura helenística.
La tarea del filósofo va a ser también distinta. Abandonado ya el sueño platónico de un «filósofo-rey», o
sea, de un poder político que expresase la sabiduría de un pensamiento proyectado hacia una «ciudad
ideal», los filósofos se ocuparán en empresas aparentemente más modestas. No hay ya el empeño por crear
concepciones globales del mundo.
La mayoría de los que se dedican a la filosofía serán comentaristas o divulgadores de Platón y Aristóteles. Las
«nuevas» filosofías tendrán principalmente un carácter práctico. Se trata, pues, de salvar al hombre ydar sentido a
2. El epicureismo
su vida individual fuera de los muros de la polis destruida o en decadencia.
(Citaremos los fragmentos de Epicuro según la edición de Usoner, Epicúrea, Teubner, Leipzig, 1887. Los números que
acompañan a las citas de las «cartas» indican los párrafos establecidos en las ediciones de las Vidas de los filósofos de Diógenes
Laercio.)
2. La ética
En la Carta a Meneceo encontramos el resumen de las teorías epicúreas sobre la vida, la felicidad y el placer.
Epicuro acentúa la importancia del cuerpo como fundamento de nuestra existencia. Probablemente se
oponía con ello al platonismo que, de acuerdo con la tradición de la mística órfica y pitagórica, afirmaba
que «el cuerpo es ya una tumba» (soma/sema).
El punto de vista epicúreo consistía en aceptar que el cuerpo, con todas sus limitaciones, es la única realidad
que somos y, por consiguiente, es la verdadera medida de las cosas. Sin embargo, esta «medida» no es
sólo algo intelectual, como parecía indicar el dicho del sofista Protágoras. El cuerpo y sus simples y
elementales necesidades son la originaria garantía de nuestro bienestar. Por consiguiente, el placer del
cuerpo es un índice que nos marca nuestra forma de estar en la existencia.
El placer es el mayor bien que expresa nuestra naturaleza [...] y por eso decimos que el placer es el principio y fundamento de la
vida feliz. Al placer reconocemos como bien primero, connatural a nosotros. De él partimos para todo lo que elegimos o
rechazamos y a él llegamos teniendo como norma de todo bien a la sensación.
Carta a Meneceo, 129
Por supuesto que esta opinión de la importancia del placer se encuentra ya en algunos textos de Platón y del
mismo Aristóteles.
En primer lugar, hay que organizar los deseos, que constituyen un motor de la existencia. Los deseos
actúan sobre un mundo real, sobre una sociedad establecida. Muchas veces, la capacidad de desear no es el
impulso que aspira a ideales de convivencia y concordia, sino que está deformada por las posibilidades con
que el mundo social se presenta para ser deseado:
Y hay que considerar que los deseos unos son naturales y otros son vacíos. De los naturales unos son necesarios y otros son
naturales pero no necesarios. De los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo, otros para la vida misma.
128
El problema consiste en que pueden alimentarse deseos que no son naturales ni necesarios. La «máxima»
XXIX hace un comentario a las distintas clases de deseos:
Por supuesto que en el mundo actual estos placeres no naturales ni necesarios podrían presentar una lista
más interesante y compleja. El haber intuido que la sociedad y los intereses que en ella luchan pueden
«construir artificialmente» deseos es una brillante aportación del epicureismo. Estos «deseos artificiales»
no sólo degradan nuestra verdadera patria, que es el cuerpo y la naturaleza, sino que provocan la violencia e
insolidaridad.
b) Saber elegir
Los deseos falsos, que no están acompañados de la naturaleza, constituyen un mundo imaginario que,
patológicamente, se puede convertir en nuestro único mundo. Cuando desaparece, por el azar e in-
consistencia de todo lo que no está sustentado en la naturaleza, podría ocurrir que hubiéramos olvidado este
mundo propio, el mundo natural.
Un recto conocimiento de estos deseos sabe supeditar toda elección o rechazo a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma.
128
En este texto encontramos ya una modulación del principio de la corporeidad. Nuestro cuerpo, sobre el que todo
se construye, está acompañado de una inteligencia que reconoce, en él, el principio de su estar en el mundo y, al
mismo tiempo, las bases de una construcción ideal alentada por la sabiduría.
• El principio de autarquía
Estar en el mundo significa, por tanto, saber elegir. En esto también el cuerpo ayuda en el encuentro
con los deseos adecuados; pero las elecciones tienen que colaborar en nuestra autarquía y
autosuficiencia.
Esta afirmación del propio yo frente a las posibilidades naturales o antinaturales con las que se presenta el
mundo que vivimos, es indicio de que hemos logrado un equilibrio que Epicuro, siguiendo a Demócrito, llamará
ataraxia o serenidad del alma.
También a la autarquía la consideramos un gran bien, no porque debamos siempre conformarnos con poco, sino para que
si no tenemos mucho, con este poco nos baste, pues estamos convencidos de que gozan más gratamente de la abundancia
quienes menos tienen necesidad de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir, y difícil lo que es vacío y
caprichoso. Además los alimentos sencillos proporcionan el mismo placer que los exquisitos, cuando satisfacen el dolor
que su falta nos causa, y el pan y el agua son motivo del mayor placer cuando de ellos se alimenta quien los necesita.
190-131
Como vemos, por este texto, el placer queda en un lugar casi ascético y tiene poco que ver con la crítica al
desenfreno epicúreo. De todas formas, Epicuro no deja de presentar una postura muy radical en esta defensa
del placer: «Escupo sobre lo bello moral y los que lo admiran cuando no produce placer alguno» (frag. 512). Este
radicalismo se explica cuando se pretenden ocultar esos principios de la naturaleza, como el placer y el dolor,
bajo palabras que pueden haber perdido ya su significación, a pesar de que a la sociedad le sigan sonando bien y
le sirvan para valorar superficialmente la conducta de los hombres. La máxima XX nos presenta una profunda
interpretación de la autarquía en relación con la corporeidad:
La carne pone los límites del placer como ilimitados y querría un tiempo ilimitado para procurárselos. Pero la reflexión que se ha
dado cuenta de la finalidad y límites de la carne y que ha disuelto los temores ante la eternidad nos consigue, una vida perfecta.
La inteligencia es, por consiguiente, la verdadera excelencia o virtud y de ella brotan todas las otras
cualidades solidarias de los hombres. Ese afán de riqueza debe ser controlado por esa inteligencia.
Codiciar el dinero injustamente es impío; codiciarlo justamente es vergonzoso. No está bien ahorrar con sordidez, aun incluso si
se trata de dinero justo.
Gnomologio, 43
• La amistad y la solidaridad
La teoría del placer parecía indicar un cierto predominio del egoísmo, y de los intereses individuales. Si el
cuerpo es nuestro fundamento, el placer y el dolor son las manifestaciones de una sensibilidad preocupada
siempre por sus propios logros o fracasos. La amistad, sin embargo, nos saca de nosotros mismos y nos
proyecta hacia los demás.
La amistad danza en torno a la tierra y, como un heraldo, anuncia a todos que despertemos para la felicidad.
Gnomologio, 52
Ya no es sólo la comunidad de discípulos quienes pueden ser amigos. Esta imagen de una amistad que
preside la unión en la felicidad de todos los seres humanos es expresión del cosmopolitismo helenístico.
Los átomos que constituyen los individuos solitarios, en un mundo cada vez más ajeno, se unen en este lazo
que la amistad establece.
Pero Epicuro traza también las líneas de una moral utilitaria que estaba ya en las reflexiones de
Aristóteles. Necesitamos a los otros porque es la única manera de sobrevivir. «Nadie elegiría la vida si
tuviera que estar solo», había dicho Aristóteles (EN, VIII, 1, 1155a 5).
Ante el mundo que vivían los griegos en la época de Epicuro se vislumbraba la presencia de fuerzas que, con
el azar -la muerte de Alejandro, o la violencia de algunos de sus sucesores eran buenos ejemplos-, tenían
que provocar la búsqueda de refugios colectivos, que llamaran a una ayuda mutua frente a la miseria y al
destino.
Pero la amistad no es, como el placer, algo natural. «Toda amistad es deseable por sí misma pero tiene su
origen en la utilidad» (Gnomologio, 23). La utilidad crea una especie de vinculación que suple así la falta de
un principio natural que la sustente. La amistad aparece entonces como un compromiso que nos hace
solidarios.
Así como la naturaleza nos compromete con nosotros mismos, por el egoísmo originario que nos ata a la
existencia, ese mismo compromiso descubre que los otros también son necesarios para existir.
Sin embargo, sorprende el rechazo a toda participación en la vida política. El lema vive oculto determina la
vida del sabio; de lo contrario se pierde la paz interior. Es muy posible que este rechazo estuviese motivado
por el desconcierto político de aquellos tiempos donde tenía que transformarse la idea misma del Estado y de
su organización.
El famoso fragmento «Vana es la filosofía que no sirve para remediar el sufrimiento de los hombres» (frag.
221) parece que podría perder su sentido si no se establecían las instituciones capaces de canalizar tan
excelente sentimiento.
3. Lógica: el canon del conocimiento
Epicuro había dividido su filosofía en tres partes: ética, física y canónica. Esta última se refiere, sobre todo,
a un criterio de lo verdadero. La canónice, o lógica, ha de establecer los cánones para regir y orientar
nuestras formas de conocimiento. Lo primero que hay que observar es el origen de los distintos niveles del
conocimiento.
La sensación que proviene de una afluencia de átomos muy finos y veloces. Esta corriente produce en
nosotros ídolos o simulacros (eidola) que han penetrado por los ojos y guardan semejanza con los objetos
sensibles. Las sensaciones van acompañadas de sentimientos o afectos que se levantan en nosotros y que están
conectados con nuestra experiencia.
Pero quizá el criterio más interesante es el de las anticipaciones (prolepsis). Este concepto ofrece un territorio
interior que completa y modifica todo lo que nos llega de fuera. Las anticipaciones se quedan en la memoria que
tenemos de toda nuestra experiencia en la vida. Son, en cierto sentido, el lado subjetivo del conocimiento, pero tan
importante que puede interpretar y modificar la posible objetividad de lo que viene de fuera. No existen, sin
embargo, conceptos natos: todas las anticipaciones o premoniciones han .nido su origen en cada concreta
existencia y es, des-je ella, donde juzgamos o prejuzgamos.
3. El estoicismo
El otro criterio o canon son los afectos o pasiones, aquello que padecemos o experimentamos
afectivamente. El placer y el dolor constituyen y forjan un entramado esencial de nuestra manera de
percibir el mundo y nuestros afectos. A través de ellos tenemos criterios que nos orientan sobre el bien y
el mal.
Tanto las anticipaciones como los afectos, descubren en la mente un territorio nuevo que anticipa teorías
modernas. Los seres humanos están, por consiguiente, sometidos al imperio de su propio yo. Es este
dominio subjetivo el que determina muchas de nuestras actitudes y nuestro «modo de pensar». Al ser algo que
se ha hecho en nuestra propia y personal historia, hemos de atender a todo aquello que colabore a dar luz a
esa subjetividad o consciencia, y a lo que también pueda alterar o confundir nuestra forma de
anticiparnos a lo que hemos de saber.
Al lado de las construcciones lógicas de Aristóteles, por ejemplo, parece muy elemental esta explicación
del conocimiento. En realidad no tenemos otros escritos epicúreos que puedan completar estos esquemas.
Pero es evidente que esta insistencia en la realidad del hombre y en los condicionamientos de su propio
cuerpo, por medio del cual comienza todo el proceso del saber, constituye un cambio importante en el
desarrollo de la filosofía.
1. Principales estoicos
El famoso término, como algunas otras palabras importantes de la cultura, tiene un nombre casual. Su
fundador, Zenón de Citión (336-264), nace en la isla de Chipre. Era hijo probablemente de un mercader
fenicio. Viajó e hizo fortuna. Se establece en Atenas. Se dice que su vocación filosófica se acrecentó
leyendo escritos socráticos de Jenofonte (Diógenes Laercio, VII, 2); aunque son muchas las doctrinas que
influyen en su pensamiento: Heráclito, cínicos, peripatéticos, e incluso por sus viajes, la magia de los
sacerdotes persas y de Zoroastro.
Comenzó a enseñar en un pórtico adornado con pinturas de Polignoto, y de ese pórtico, stoa en griego,
habría de venir el nombre de estoicismo. Por Diógenes Laercio sabemos que dejó una abundante obra de la
que apenas quedan fragmentos. Sus escritos fueron muy utilizados por autores posteriores, sobre todo latinos. La
doctrina estoica se extiende a lo largo de seis siglos -desde el IV a. de C. hasta el siglo II d. de C. Destacaremos las
figuras más importantes:
PRIMER ESTOICISMO
Zenón de Citión (336-264)
Cleantes de Assos (330-232)
Crisipo de Soloi (227-204)
ESTOICISMO MEDIO
Panecio de Rodas (180-110)
Posidonico de Apamea (135-51)
ESTOICISMO ROMANO
Séneca de Córdoba (4-65)
Epicteto de Hierápolis (5-125)
Marco Aurelio de Roma (121-180)
La doctrina estoica experimenta diversas modulaciones en sus distintos representantes. Expondremos sus
rasgos característicos basándonos, sobre todo, en el primer estoicismo.
2. La ética estoica. La eudaimonía
El nombre de estoicismo ha entrado en la historia con la aureola de ser una especie de resistencia ante la
adversidad y la mala suerte. Esta opinión responde más bien a la verdad que la consideración del
epicureismo como sinónimo de vida placentera. Además mientras el epicureismo adquiría por ese
significado un tono despectivo, el estoicismo, como resistencia a la adversidad, comportaba algo digno y
noble.
La ética estoica también establece la felicidad o eudaimonía como principio fundamental. La expresión
mayor de la virtud es vivir conforme a la naturaleza y eso nos llena de felicidad. Esta conformidad, es algo
racional que nos hace coincidir con la razón o logos de la naturaleza y de la vida. Pero esa naturaleza, con
la que hay que identificarse, es el universo entero, con su armonía y plenitud, «porque nuestra naturaleza es
parte de la naturaleza del universo» (Diógenes Laercio, VII, 87).
Este punto marca una importante diferencia con el epicureismo. Mientras éste parece afirmar el sentido de la
vida aceptando exclusivamente las condiciones del más acá, el estoicismo propugna una identificación
con un logos que reside más allá de la naturaleza humana. La concordancia se hace sumergiendo al
individuo en una armonía universal. La felicidad queda así establecida en otros niveles más teóricos que
aquella concreta proyección hacia los límites del propio cuerpo, como habían pretendido los epicúreos. Ser
feliz es, pues, ser virtuoso
y entender el momento supremo del hombre en la adecuación con el logos o razón universal. Eso pro-
porciona la autarquía o independencia. Quien la consigue es sabio. El hombre autárquico que alcanza a
entender el más allá de las cosas se contrapone al ignorante. El sabio logra su propia autarquía
sumergiéndose en la común autarquía e indiferencia del universo.
Cleantes, en su famoso «Himno a Zeus», expone esta nueva forma del saber. Frente al sabio que se ajusta a
la armonía de la unidad de esa razón, hay quienes «se precipitan como imbéciles por el ansia de prestigio de
dinero, o de la buena vida. Pero tú, Zeus, que todo lo concedes, el de las negras nubes y el reluciente rayo,
proteges a los humanos de su ignorancia».
Quien alcanza ese nivel de conformidad con la razón está en armonía consigo mismo. Aparece aquí el concepto
de apropiación o afinidad, que tiene que ver con la propia estima. Pero esta tendencia se expande hacia los
demás en círculos concéntricos que, a través de amigos y parientes, alcanza a toda la humanidad.
Encontramos, así, un concepto parecido al del logos individual que sólo se realiza verdaderamente en la
razón del universo.
La proyección hacia los otros es un principio esencial de la cultura griega y una manifestación más de
la amistad. Este sentimiento puede, sin embargo, permanecer desconocido, si se dejan hundir en las opiniones y
quehaceres de los ignorantes, que, desgraciadamente, llegan a dominar el mundo e imponer en él su vaciedad.
Esto parece alimentar un cierto pesimismo si se piensa en la distancia que hay que recorrer para alcanzar el
cosmopolitismo y la comunidad universal. De todas formas, la lucha por una ética universal que homogeneizase a
los seres humanos es una importante aportación del estoicismo.
4. El escepticismo
1. Escuelas y autores
Era explicable que tanto interés por analizar nuestra forma de conocer y lo que podemos alcanzar con estos
análisis produjera una reacción ante cualquier dogmatismo. Pero, además, al contemplar las injusticias y la
violencia, podía caerse en una inestabilidad moral, en una falta de fe hacia las palabras y los valores que, en
ellos, se querían representar. Los distintos períodos del escepticismo son:
Tanto de Pirren como de Timón tenemos noticias interesantes sobre su vida; de Pirrón, por ejemplo,
sabemos que había acompañado a Alejandro en su expedición a Persia, que había tratado con sacerdotes de
la India y que había sido influido por ellos. También que había conocido escritos de Demócrito. Diógenes
Laercio nos cuenta (IX, 61) que era tan coherente con su doctrina que no se preocupaba de nada y que
sus amigos tenían que cuidar de él.
Parece que el nombre de escepticismo se debe a Pirrón, que utilizaba el verbo sképtomai, que significa «mirar
con recelo», «considerar», «acechar».
Pirrón no escribió nada y ya en la Antigüedad sólo se conocían sus teorías por las referencias que en sus
obras hace Timón, de quien tenemos, entre otros escritos, los Silos: una serie de poemas donde ridiculizaba a
los filósofos que creían saber algo.
La orientación escéptica recibe el nombre de zetética por su empeño en investigar y observar; efectiva por la actitud mental que
surge en el estudio de lo que se investiga, y el de aporética, bien -como dicen algunos- por investigar y dudar de todo, bien por
dudar ante la afirmación, la negación. También recibe el nombre de pirronismo por parecemos que Pirrón se acercó al
escepticismo de forma más tangible y expresa que sus predecesores.
SEXTO EMPÍRICO: Esbozos pirrónicos, I, 6-7
2. Contenido filosófico
Resumiremos algunos puntos centrales del escepticismo:
El escepticismo alcanzará un largo desarrollo en la historia de la filosofía, donde muchas veces la disociación
entre lo que los hombres piensan y lo que hacen nos pone a la puerta de esa inseguridad moral que también
preocupó a los escépticos antiguos.
En los mil quinientos años transcurridos entre el colapso del mundo antiguo, por un lado, y la formulación de la
nueva filosofía y la nueva ciencia en el siglo XVII, por otro, asistimos a la formación de la cultura y sociedad de
la Europa occidental.
En el punto de partida se produce la imposición de la religión e Iglesia cristianas y la desaparición del Imperio
romano.
En el plano cultural, Occidente pierde el conocimiento de la lengua griega y de gran parte del legado filosófico-
científico antiguo. De la mano de la Iglesia y con los restos intelectuales salvados del naufragio, comienza la
construcción de una sapientia cristiana unitaria, con el dogma cristiano como principio y fin de la reflexión. La
vasta obra de San Agustín aporta los fundamentos de la teología y antropología cristianas.
En el siglo XIII el aristotelismo se impondrá como paradigma filosófico-científico hasta el siglo XVII y
aportará tanto la imagen del universo finito y geocéntrico como los principios conceptuales de la teología o del
debate político entre el papado y el poder temporal.
A partir del siglo XV, el humanismo reivindica la cultura de la Grecia y Roma paganas, recupera el legado
cultural perdido y proclama la existencia de filosofías alternativas al aristotelismo; en la obra de Erasmo y
Lutero la Reforma religiosa recibirá formulaciones divergentes. Con la obra de Copérnico y la afirmación del
heliocentrismo y el movimiento de la Tierra comenzará en el siglo XVI una revolución astronómico-
cosmológica preñada de implicaciones teológicas y antropológicas y llamada a destruir el universo aristotélico
en la gran revolución científica del siglo XVII. En estrecha relación con la revolución científica, el siglo XVII
verá también la refundación de la filosofía moderna a partir de Descartes y con ella la afirmación progresiva de
las señas de identidad intelectuales del hombre burgués.
San Agustín supo entroncar el pensamiento pagano, sobre todo platónico, en el cristianismo, iniciando lo que
podemos llamar filosofía cristiano-medieval, de gran influencia en la configuración de las mentalidades
europeas. A partir de su pensamiento político, se desarrolló posteriormente la teoría de los dos poderes, las dos
espadas, de las cuales la espiritual i (el papado) es superior a la temporal (el poder civil).
La miniatura superior es una representación alegórica de las diversas influencias presentes en el
pensamiento agustiniano, sobre todo las de la Biblia, la filosofía clásica y el maniqueísmo.
El edicto de Milán promulgado por Constantino en el año 313 ponía fin a las persecuciones del siglo
anterior, que se habían revelado ineficaces, y concedía a la religión cristiana el mismo derecho que a
todas las demás «a rendir culto a Dios libremente» en pro de la paz y del orden político.
A partir de ese momento, la religión e Iglesia cristianas fueron objeto de una especial atención y
protección por parte de la institución imperial, en virtud de la rentabilidad política que podía obtener de la
sólida implantación social y de la riqueza de la nueva religión. En este nuevo marco, los cristianos, desde su
firme convicción de ser la única religión verdadera frente al error y superstición diabólica del paganismo,
desarrollaron una actitud de intolerancia, reclamando la prohibición y persecución de la religión pagana, al
tiempo que en sus escuelas proscribían de la enseñanza a los autores y filósofos paganos.
2. San Agustín
1. La conversión
Agustín de Hipona (354-430), un africano de la provincia imperial de Numidia, es un converso. Su
madre era cristiana y su padre un pagano que no ofrecía obstáculos y no impidió que conociera la
religión cristiana.
En el año 373 la lectura de una obra de Cicerón hoy perdida -el Hortensius- lo convirtió a la filosofía,
que desde la época helenística se ofrecía como una sabiduría integral en la que la razón alcanzaba un
conocimiento de la naturaleza que culminaba en un conocimiento, también racional, de la divinidad
como causa del orden cósmico y que fundamentaba una ética susceptiblede procurar la felicidad y la
unión o «asimilación a lo divino».
No salgas fuera, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad. Y si encuentras tu naturaleza mutable, trasciéndete
también a ti mismo.
De la verdadera religión, 39, 72
En las visiones intelectuales, unas son las cosas que en la misma alma se ven [...]. Otra cosa es aquella luz con la que es
iluminada el alma para ver, en sí misma o en la luz, todas las cosas, que entiende con evidencia plena; la luz es Dios.
Del Génesis a la letra, XII, 31
Esta dependencia de Dios en el conocimiento de la verdad (ya señalada, dice el santo, en Juan 1, 9, donde se
dice de Cristo «era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre») es una muestra de
la remisión a Dios de toda la actividad humana. Volver la espalda o no mirar esa luz en una persecución de
empresas terrenas, naturales, es renunciar a Dios, carecer de su gracia, formar parte de la massa
damnationis.
2. La creación y el tiempo
Este Dios ha creado el mundo, en una creación total, ex nihilo o de la nada. Si el modelo (las ideas del
Verbo) son inmanentes a Dios, la materia con la que se ha creado el mundo no preexiste a la generación de
éste, a diferencia del Timeo, donde el demiurgo se limita a «ordenar» la materia y su movimiento caótico.
También la materia es creación de Dios. Además, en contraste con la tradición platónica, la producción del
mundo no es un proceso necesario e inevitable, sino una decisión voluntaria y libre, un acto espontáneo de
la voluntad libre y del amor divinos. A diferencia del platonismo y de Aristóteles, Agustín piensa que el
amor no es una pasión de lo inferior por lo superior, y por ello imposible en la plenitud divina, sino una
cualidad de lo superior.
El tiempo es criatura, nace como parte de la creación y, por eso, dado que la eternidad de Dios es ajena al
tiempo (no es un tiempo infinito), carece de sentido la pregunta ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?
(Ver texto No. 2, en página 107).
1. Boecio
Boecio (ca. 480-524) fue una de las más importantes auctoritates, junto con San Agustín, para el
pensamiento de estos siglos. Su Consolación de la Filosofía, redactada poco antes de morir bajo la
acusación de conspiración política, transmitió importantes componentes de la filosofía platónica a la cultura
medieval, junto con la noción de una contemplación orientada hacia Dios.
2. El Pseudo-Dionisio
A Boecio cabe unir la obra del autor griego conocido como Pseudo-Dionisio (primera mitad del siglo VI)
que, traducido al latín en el siglo IX, se convirtió también en reconocida autoridad en el campo
teológico. Se trata de un corpus de escritos que recoge la doctrina neoplatónica de Proclo, unida a
componentes de la patrística griega, y que fue atribuido erróneamente al Dionisio Areopagita ateniense,
convertido al cristianismo por San Pablo y discípulo de éste. Ello confirió enorme autoridad a dicho corpus,
considerado como formulación de la teología paulina complementaria de las epístolas del apóstol.
Dionisio transmitió también a la cultura medieval la concepción neoplatónica de Dios como superior al ser
(hyperoúsios, supraessentialis) y las dos vías de la teología: la vía positiva de la atribución a Dios de los
predicados positivos de la criatura, en tanto que ésta es una teofanía o manifestación de Dios (De divinis
nominibus); la vía negativa, por la cual se niega de Dios toda predicación (incluso la neoplatónica de uno
y bien) en tanto que absoluta alteridad sita en una tiniebla que es luz inaccesible (Teología mística). Toda la
teología negativa y mística medievales llevarán la huella inconfundible del Pseudo-Dionisio.
3. Scoto Eriúgena
En el siglo IX aparece la figura de Juan Scoto Eriúgena, cuyo papel de autoridad reconocida se verá
empañado por la condena de algunas de sus obras (Sobre la predestinación, en el mismo siglo IX;
Periphyseon o Sobre la división de la naturaleza, en 1210 y 1225).
Sobre la división de la naturaleza es la obra filosófico-teológica más importante entre San Agustín y el siglo
XII. En ella, la influencia de sus fuentes griegas determina su representación de la relación entre Dios y
la creación y la estructura de ésta. Dios es concebido como superior al ser de acuerdo con el Pseudo-
Dionisio, cuyas teologías positiva y negativa aplica rigurosamente.
La relación de Dios con la criatura es vista de acuerdo con el proceso circular neoplatónico de
derivación y retorno de la criatura. Dios es así principio (naturaleza no creada y creante) y fin
(naturaleza no creada y no creante).
Sin embargo, la creación está llamada a regresar a su principio y la multiplicidad, por tanto, a reintegrarse en
la unidad. La influencia de la cristología griega con su representación cósmica de la mediación de Cristo se
muestra aquí en toda su amplitud, al tiempo que en la configuración circular de la relación de Dios con la
creación se manifiesta la primera realización de un esquema desti nado a repetirse en la filosofía occidental,
con diferentes modulaciones, al menos hasta Hegel.
4. Pedro Damián
En el siglo XI el dominio de la lógica antigua trajo consigo el desarrollo de una corriente dialéctica
partidaria de una aplicación consecuente de la misma a la reflexión teológica.
Entre los detractores de esta corriente figura Pedro Damián (1007-1072), que polemizará con ella
-mostrando, sin embargo, un notable dominio de la disciplina dialéctica- en su De la omnipotencia divina
(1067). Esta obra es en la que por primera vez se trata dialécticamente el problema de la omnipotencia de
Dios y su relación con el mundo; este problema iba a convertirse en fundamental para la teología y
pensamiento medievales.
• El argumento ontológico
San Anselmo desarrolla su teología dialéctica en sus obras Monologion y Proslogion. En la segunda expone
su famoso argumento ontológico, que demuestra la existencia de Dios mediante una prueba racional que
debería ser admitida incluso por el no creyente. Según este argumento, Dios, definido -no puede ser
menos- como «el ser mayor sin el cual nada puede ser pensado», existe necesariamente, puesto que de lo
contrario se podría concebir otro ser idéntico a él con la existencia añadida.
La sociedad occidental latina del siglo XIII asiste a la consolidación de las ciudades y de las clases urbanas.
En el campo de la cultura, la fundación y expansión de las universidades constituye un fenómeno exclusivo
de este espacio, completamente ausente del ámbito islámico y bizantino. Por lo que a la filosofía se refiere, el
hecho fundamental viene dado por la asimilación (en el ámbito universitario y dentro de la general apertura a
la filosofía y ciencia greco-árabes, ya iniciada en el siglo precedente) de «Aristóteles», esto es, de lo que bajo
este rótulo llega a Europa desde el espacio islámico, especialmente desde la península Ibérica. Los
problemas y dificultades de esta asimilación serán enormes, manifiestos en las repetidas prohibiciones que se
suceden a lo largo del siglo XIII y que alcanzan el punto culminante en la condena parisina de 1277, la más
grave y de implicaciones más decisivas de toda la Edad Medía. En el campo teológico y lógico (ontológico),
donde la reflexión se ejerce en gran parte sobre pautas aristotélicas, los problemas centrales son la potencia
de Dios (y su relación con la creación) y los universales. Su proyección sobre la filosofía posterior,
especialmente en el caso del primero, será enorme.
1. La universidad
A partir de las escuelas urbanas del siglo XII, la universidad nace como una asociación espontánea
corporativa, de maestros o estudiantes, con el fin de defender sus intereses. Se propone:
Así aparecen, hundiendo sus raíces en las escuelas del siglo precedente, las primeras universidades: París,
Bolonia, Oxford, Montpellier.
La universidad medieval estaba distribuida en cuatro facultades, no siempre presentes en todas las
universidades: Artes, Teología, Derecho y Medicina.
La facultad de Artes tenía el carácter de facultad preparatoria para las otras tres (superiores) y su función era
enseñar las artes liberales, artes del discurso o sermocinales (gramática, retórica y lógica o dialéctica, y la
filosofía natural y moral). La facultad de Artes (o de Filosofía) estaba subordinada a las demás, determinando
su contenido y la orientación según la facultad superior dominante en la universidad: derecho en Bolonia,
medicina en Padua y Montpellier, teología en París. La facultad de Teología de París será el centro oficial de
la elaboración teológica de Occidente, por voluntad papal, lo cual pesará decisivamente sobre la filosofía que se
elabore y se discuta en esta universidad, la primera de Europa en el campo filosófico y teológico.
- La generación eterna del mundo; la creación mediada, por la cual Dios produce inmediatamente
la primera inteligencia, derivándose de ésta -en un proceso de emanación- el resto de inteligencias y
los sucesivos grados o niveles del ser hasta llegar al mundo inferior sublunar.
- La representación rigurosamente necesi-tarista, tanto en la derivación del mundo a partir de la causa
primera divina como en la constitución, dependencia y gobierno del mundo sublunar y humano con
respecto al mundo celeste (la astrología había recibido además un fortísimo desarrollo en la ciencia
islámica y buena parte de sus autores y obras -Albumasar, Alcabitius, Alfagranus- habían sido
traducidos al latín como parte integrante de esta ciencia «unificada» cuyo núcleo teórico era Aristóteles).
- El intelecto único para toda la especie humana.
Estando todos estos puntos en abierto contraste con la religión cristiana, ¿cómo se podía pensar en
una integración del «aristotelismo» dentro de una concepción de la filosofía como sapientia
christiana tendente a dar razón de la fe? En este punto está la raíz de los conflictos doctrinales del
siglo XIII.
2. Averroes latinas
La penetración de Averroes (1126-1198) en el aristotelismo latino se produce con retraso.
El objetivo de Averroes en su ingente trabajo de comentador de la obra aristotélica había sido liberarla
del fardo deformador de la interpretación neoplatónica, especialmente presente en el avicenismo. Al
restituir el verdadero sentido de la filosofía aristotélica, Averroes restablecía importantes doctrinas del
pensador griego, potencialmen-te conflictivas con la fe religiosa: eternidad del mundo, negación de la
providencia divina sobre los individuos, mortalidad del alma.
Aunque tratados filosóficos importantes de Averroes no fueron traducidos en el siglo Xlll, el Occidente
latino dispuso también, a través de sus comentarios, de doctrinas importantes, cuya interpretación no
siempre fue correcta en la latinidad: la concepción de la religión, teología y filosofía como tres niveles
sucesivos y jerarquizados en el acceso a la verdad única, según la distinta capacidad de los sujetos
humanos.
• La religión era el nivel inferior, accesible al vulgo anclado en la sensibilidad y por eso usaba un
lenguaje mítico y poético para expresar la divinidad, el mundo y las obligaciones humanas para con
Dios, en una perspectiva político-pedagógica.
• La teología constituía el nivel intermedio, propio de aquellos hombres cuya inteligencia superior al
vulgo no alcanzaba, sin embargo, el nivel de la filosofía, y se servía del razonamiento probable
(dialéctico), concediendo una estructura argumentativa (pero no científica) al mito religioso.
• Finalmente, la filosofía era el nivel supremo en el que la minoría de inteligencias capaces alcanzaba
el conocimiento científico de la divinidad y su relación con el mundo y con el hombre,
formulándolo en la forma del silogismo demostrativo científico.
En el ejercicio de la filosofía, la razón humana alcanzaba la perfección y realización plena, esto es, la
facultad que define al sujeto humano y por la cual el hombre es propiamente hombre. Se seguía de aquí
que sólo el filósofo es propiamente hombre y que la mayoría de la humanidad defacto vivía en un nivel
infrahumano, animal; al mismo tiempo, el filósofo, por la fuerza natural de la razón y del intelecto, conocía
y se unía a las Inteligencias separadas e incluso a la causa primera, obteniendo de esta manera la
felicidad suprema accesible al hombre mediante el ejercicio de la contemplación.
El conocimiento filosófico debía, por otra parte, permanecer recluido en el reducido círculo de sus
cultivadores (esoterismo), a causa de la incapacidad del vulgo (y de los teólogos) para entenderlo
correctamente. No se trataba, por tanto, de acceder a verdades distintas y contradictorias (el mundo es
presentado como creado y de duración finita en la religión, mientras que la filosofía demuestra su
necesaria eternidad), sino en niveles distintos de una verdad única y destinados a las diferentes
capacidades humanas de conocimiento. Por eso, el filósofo se plegaba en su comportamiento exterior al
uso religioso de la sociedad en que vivía.
El problema de la omnipotencia divina, cuyo tratamiento presupone los refinamientos conceptuales y las
sutilezas analíticas de la dialéctica, fue planteado ya por Pedro Damián, un enemigo de la dialéctica que trataba
precisamente de advertir, con su ejercicio de hábil dialéctico, del peligro del arma misma de que se servía. En 1067,
Pedro Damián escribía De divina omnipotentia, en forma de carta dirigida a Desiderio, abad de Montecassino,
como balance de la discusión verbal que ambos habían sostenido una noche acerca de la cuestión tratada por San
Jerónimo (siglos rv-v): ¿puede Dios devolver la virginidad a una virgen violada? El santo había respondido
negativamente: Dios, a pesar de su omnipotencia, puede no imputar la pérdida de la virginidad, pero no devolver la
flor perdida.
La posición inicial de Pedro Damián (Dios puede más de lo que quiere y hace) fue asumida por San
Anselmo en la reflexión desarrollada en su obra Cur Deus homo (Por qué Dios se hizo hombre) sobre la
necesidad de la Encarnación del Verbo divino. El santo distingue entre necesidad exterior y necesidad interior,
autoimpuesta en virtud de una libre elección; la primera está ausente de Dios, la segunda está presente como
vinculación permanente a una elección libre previa y establece una necesidad relativa, secundaria o
contingente derivada de la inmutabilidad divina. Así, Dios no estaba obligado inicialmente a ninguna vía u
orden para la redención (la Encarnación no es absolutamente necesaria), pero, una vez adoptada, Dios la
respeta inflexiblemente. El paralelismo entre el orden de la gracia y el orden de la naturaleza como dona-
ciones libres de la voluntad divina permite pensar el orden natural como necesario secundariamente a la libre
elección divina del mismo entre diferentes alternativas inicialmente posibles.
Dios es bueno y el bueno nunca anida ninguna envidia acerca de nada. Al carecer de envidia quería que todo llegara a ser lo
más semejante posible a él mismo. [...] Como Dios quería que todas las cosas fueran buenas y no hubiera en lo posible nada malo,
tomó cuanto es visible, que se movía sin reposo de manera caótica y desordenada, y lo condujo del desorden al orden, porque
pensó que éste es mejor que aquél. Pues al óptimo sólo le estaba y le está permitido hacer lo más bello.
(29 d-30a)
Si Dios, como Bien máximo, no puede querer y hacer sino lo mejor, no cabe duda de que el mundo es el mejor
posible. Dios no ha podido hacer más ni mejores cosas de las que ha hecho. Un Dios ocioso o creador en unos
términos inferiores a su potencia implicaría la presencia en Él de envidia y mezquindad; se sigue que no ha podido
no hacer ni hacer de manera diferente a como ha hecho, pero no por una necesidad exterior a Él que lo fuerce a
obrar, sino por necesidad de su propia naturaleza (es doctrina platónica, que Abelardo conoce además por el
Pseudo-Dionisio, que el bien es difusivo).
El mundo es, en consecuencia, necesario y óptimo en tanto que efecto de una causa que es al mismo
tiempo buena, sabia y potente en grado sumo. No cabe pensar que la voluntad de Dios se haya retraído de
hacer una parte de lo posible; Dios hace, por tanto, todo lo que puede y de la mejor manera que puede.
Potencia y voluntad divinas volvían de nuevo a pensarse como coextensas y la creación del mundo por Dios
y el orden natural como necesarios.
Según Abelardo tampoco se podía pensar que, actuando necesariamente, Dios no actuaba libremente,
puesto que no cabe pensar la libertad de Dios al modo humano (elección libre entre alternativas diferentes),
sino como la determinación espontánea por parte de la perfecta sabiduría divina hacia lo mejor conocido.
Este mundo necesario y óptimo era, por otra parte, el mundo sensible finito de la tradición platónica (y
aristotélica, que Abelardo todavía no conoce), superior a un universo infinito porque en el ser sensible no se
da el infinito y la finitud es perfección en este nivel de ser; además, el mundo sensible finito está
complementado por la creación del ser inteligible formado por las jerarquías angélicas.
Pero si Abelardo está vinculado con una cosmología finitista, su reivindicación de la total explici tación de la
potencia por parte de la voluntad divina preludia el necesitarismo y optimismo metafísicos que, con
posterioridad, autores como Giordano Bruno y Spinoza reafirmarán en el marco de una concepción del universo
infinito y homogéneo.
1.° La potencia divina tiene un radio mayor que su voluntad (Dios puede también cosas que no quiere).
2.° Dios puede, por tanto, más de lo que hace.
3.° Dios es libre y lo que hace no lo hace necesariamente.
4.° Dios puede hacer las cosas que hace mejores, esto es, puede hacer un mundo mejor, porque la
necesidad de lo mejor y la mezquindad de Dios si no lo hace, se plantean sólo en el plano de la
generación ad intra (la producción de las personas divinas coesen-ciales al Padre), no en la creación a
partir de la nada, pues «las cosas que Dios no hace de su sustancia, puede hacerlas mejores».
¿De qué hablamos cuando usamos términos generales? ¿A qué nos referimos cuando decimos «hombre»,
«animal», «triángulo»? Ya Platón había señalado en la República (libro VI, 510d-e) que los geómetras no
se refieren en sus razonamientos sobre el cuadrado y su diagonal a la figura individual y sensible que han
dibujado, sino al cuadrado en sí, accesible únicamente al pensamiento, del cual participan los cuadrados
individuales.
Aristóteles, sin embargo, había replicado en la Metafísica (XIII, 1-3) y también en los Analíticos
posteriores (I, 79a 7-10) que los entes matemáticos no existen en sí mismos (aparte de las cosas individuales
sensibles) ni en éstas, sino que son entes abstractos, resultantes de una separación o abstracción efectuada
por el entendimiento a partir de las cosas individuales.
Pero ¿qué significan los términos generales como «hombre», «caballo», «borrego», «árbol», «animal»? ¿Una
cosa que existe aparte de los hombres, caballos, árboles, animales individuales o en ellos, o bien se trata de
conceptos y palabras en la mente que designan una pluralidad de individuos singulares? El problema que
se plantea es gravísimo: se trata, por un lado, del estatuto ontológico del universal, del tipo y conjunto de
entidades que asumimos como existentes fuera de la mente (o del lenguaje), de establecer lo que hay o de
nuestro compromiso ontológico; por otro lado, se trata de saber cómo se forma o se da en nosotros el univer-
sal (un problema epistemológico o psicológico) y también el de la objetividad del conocimiento científico, si
éste consiste y versa sobre lo general y universal.
Se puede tomar las Formas de tres maneras: en el Principio mismo de la emanación y allí están todas unificadas en el Uno; en tanto
que emanan en la luz difundida por el Primero y allí difieren según razón; en la luz detenida y finalizada en las cosas y allí difieren
según el ser.
ALBERTO MAGNO: De causis et processu universitatis, II, 1, 20
La ciencia (físico-metafísica) real restauraba con su autoridad (y con la presencia larvada de Platón) la realidad
del universal, de estructuras generales, que Abelardo había excluido por la vía de la lógica. Por abstracción
intelectual el universal pasa a asentarse en el intelecto humano (tercer estado del universal; post reñí).
Menos dependientes de las fuentes árabes que neoplatonizan a Aristóteles, más afines a Averroes en este punto,
Siger de Brabante (hacia 1240-1284; jefe de fila de los llamados «averroístas latinos») y Tomás de Aquino adoptan
una posición intermedia entre el realismo y el conceptualismo. Siger, haciéndose fuerte en las fórmulas
aristotélicas, según las cuales «el universal reside en el alma» (Sobre el alma, II, 5, 417b 23) y «parece
imposible que el universal sea sustancia» (Metafísica, VII, 13), rechaza el universal ante rem e in re (el
realismo). El universal es un concepto intelígido por abstracción a partir de los particulares y como tal no es cosa
ni está en las cosas, pero tiene un fundamento en la naturaleza de las mismas (la naturaleza humana de
Sócrates), que es particular, pero inteligida de manera universal en el concepto (hombre) y dicha en los juicios
(no se predica de Sócrates el concepto universal hombre, sino la naturaleza humana).
En los siglos XV y XVI la cultura y la sociedad europeas experimentan unas transformaciones decisivas.
Primeramente, en el siglo XV, el despliegue del Humanismo -cuyo programa había esbozado ya en el siglo
anterior Petrarca- modifica radicalmente las condiciones de la cultura: en una rebelión sin precedentes contra
la cultura de las universidades, que no obstante seguirán cultivando su tradición «escolástica», se restauran
las lenguas clásicas (el latín y el griego), se recupera gran parte del legado literario, filosófico y científico de
la Antigüedad y se desarrollan nuevas orientaciones filosóficas. Componente central de este movimiento
intelectual, que tendrá su eje en la crítica filológica e histórica, es la reforma de la teología y de la religión
cristianas, que se plantea ya el Humanismo del siglo XV, pero recibe sus formulaciones más precisas en los
primeros años del siglo XVI en la obra de Erasmo y de Lutero, para concluir con la fragmentación de la
cristiandad occidental en el largo período de guerras civiles e internacionales de religión que acompaña a la
consolidación de los Estados modernos.
1. El Humanismo septentrional
Los proyectos de reforma de la teología en autores como Valla, Gusano o Ficino manifestaban la amplia
conciencia de crisis irreversible en la disciplina teológica. Esta conciencia se unía a la de una crisis y
necesidad de reforma en la misma institución eclesiástica. Es cierto que la institución pontificia y su poder se
habían recuperado en la segunda mitad del siglo XV, tras el reto del partido conciliarista que afirmaba la
superioridad del concilio sobre el Papa, y que una sucesión de papas políticamente eficaces había
conseguido restablecer el poder temporal sobre los Estados Pontificios. La recuperación había alcanzado
su punto culminante con Julio u (1503-1513), pero las mismas características políticas y bélicas de este
pontificado (que había subordinado abiertamente el magisterio espiritual de la Iglesia a los intereses mundanos
-políticos y económicos-) habían suscitado, junto con el escándalo de la fastuosa corte renacentista romana y,
en general, con el estado imperante en las órdenes religiosas, un clima de opinión bastante generalizado que
llamaba a la reforma de la Iglesia y de la misma religión cristiana, con el fin de recuperar la pureza original
perdida.
Por un momento fue la misma institución eclesiástica quien trató de iniciar una reforma desde arriba
mediante la convocatoria del Concilio v Lateranense (1513) por el nuevo papa León X. El fracaso de aquélla
no acalló, sin embargo, las voces que desde el cuerpo mismo de la sociedad cristiana llamaban a la reforma.
Avanzadilla de esas exigencias, desde hacía ya varios años, era el Humanismo septentrional, con la gran
figura de Erasmo de Rotterdam a la cabeza. Sin embargo, la entrada en escena de Lutero en 1517
terminaría por llevar el desarrollo efectivo de la Reforma por unas líneas de radicalización y
confrontación que iban a desembocar en la fractura irreversible de la cristiandad occidental y en una oleada
de conflictos armados en los que, más allá del fanatismo religioso, se expresaban tanto los conflictos internos
de los diferentes países en la fase de construcción del capitalismo, como la lucha entre los nuevos Estados
nacionales por la hegemonía en Europa.
2 Erasmo de Rotterdam
Erasmo (1466 o 1469-1536) expresó muy pronto su rechazo de la vida monástica (en general del cristianismo
exterior, consistente en el cumplimiento de una serie de preceptos rituales o ceremoniales) y de la teología
escolástica. En los studia humanitatis encontró la vía que le iba a permitir formular una alternativa en
ambos campos. Si inicialmente es un humanista latino, una serie de influencias lo orientan hacia la definición
de su programa. En un primer momento (1499-1500), el humanista inglés John Colet le muestra la
necesidad de la lengua griega y, sobre todo, le abre el territorio del Humanismo cristiano: el estudio directo
del Nuevo Testamento y de la patrística como fuente de una religión cristiana auténtica y de una alternativa a la
estéril teología escolástica. Más tarde, el descubrimiento casual de las Adnotationes in Novum Testamentum de
Valla (1504; editadas por él en 1505) le abren el territorio de la filología bíblica, disciplina en la que Erasmo será su-
prema autoridad hasta el fin de sus días.
Según Erasmo, la enseñanza de Cristo -como logos o sermo del Padre; fue muy discutida la sustitución
erasmiana de Verbum, con sus resonancias ontológicas, por sermo en su traducción latina del Evangelio de
Juan- no fue otra cosa que la perfecta formulación de la ley de la razón (la ley del amor recíproco),
presente en nuestra naturaleza, en un lenguaje accesible a todos y dotado de la fuerza persuasiva de la más
eficaz retórica. De ahí la necesidad de abandonar la teología escolástica, con su vana pretensión de alcanzar
una ciencia de los misterios divinos y su inevitable conclusión en disputas estériles que fracturaban la
convivencia y unidad de los creyentes.
La teología escolástica debía ser sustituida por una teología como la patrística: una teología retórica que,
imitando el sermo de Cristo, moviliza los ánimos en la actualización de la ley moral y racional de la
filantropía. Erasmo denomina a esta enseñanza de Cristo Philosophia Christi, para indicar tanto su
alejamiento de la teología escolástica como su carácter moral y racional de enseñanza que sólo podía formular
la claridad y fuerza de persuasión de la palabra de Cristo, superior a la de los autores antiguos.
Erasmo formula este ideario en el Enchiridion (Manual del caballero cristiano, de 1504; la traducción
castellana en 1526 marcó el despegue del erasmismo español), donde se elimina el privilegio
tradicionalmente asignado al religioso («monachatus non est pietas») y se ofrece al laico la posibilidad
de llevar una perfecta vida religiosa cristiana en el mundo. Al cristianismo exterior (la práctica ceremonial
y mecánica que reduce el cristianismo a superstición), se contrapone la religión interior del cristianismo
espiritual, el diálogo íntimo con Dios en la meditación de las Escrituras y la auténtica imitación de
Cristo en la relación mundana con los demás hombres de acuerdo con el mandato de Cristo.
• Oposición a la guerra
La actitud ante la guerra constituye uno de los puntos en que el discurso erasmiano alcanza sus cotas de mayor
criticismo: para Erasmo, la guerra está totalmente prohibida por Cristo a sus discípulos y, por tanto, a su Iglesia
(Mateo 5, 39); en cambio, la Iglesia contemporánea (Erasmo tiene presente el pontificado de Julio II) hace la
guerra y suscita la guerra general entre los cristianos por sus intereses puramente mundanos de poder temporal
y de riquezas.
El ensayo La guerra es dulce para quienes no la han vivido constituía así un manifiesto de pacifismo
integral que prohibía al cristiano incluso la guerra santa o cruzada contra el infiel, no reconociendo -de
acuerdo con el mandato de Cristo, que puede y debe actualizarse- otro combate que el espiritual contra el
vicio y otras armas que las Escrituras y la fe.
Veremos la distinta respuesta de Lutero y los anabaptistas a esta doctrina erasmiana, pero conviene
señalar que en el planteamiento hasta aquí descrito estaba implícita la concepción de la naturaleza
humana como capaz de cumplir la ley de Cristo, esto es, presuponía la confianza en que el hombre no
había quedado totalmente corrompido por el pecado de Adán.
2. Tomasso Campanella
Monje dominico, desde pequeño se le consideró un niño prodigio y entró a la orden a los catorce años, de
suerte que su formación filosófica y teológica la recibió en conventos dominicos. Desde muy joven mostró
signos de rebeldía respecto a ideas imperantes, como por ejemplo, las aristotélicas. Su contacto con
Giambattista della Porta lo introdujo a la astrología, de manera que poco a poco se fue alejando de la
ortodoxia dominica, hasta que, finalmente fue procesado por herejía. Permaneció recluido en un convento
a partir de 1592. Finalmente, fue hecho prisionero de 1599 a 1626, acusado de participar en una conspiración
contra la dominación española en Calabria. Poco tiempo después fue condenado por la Inquisición a prisión
perpetua, pero salió libre en 1629 por ser declarado loco. Después de haber vivido en terribles condiciones en
la prisión, en 1634 emigró a Francia y allí vivió bajo la protección del Cardenal Richelieu.
Para Campanella, el conocimiento sensible es una relación entre el mundo externo y el sujeto, relación en
la que ambos términos acaban por ser identificados. De este modo, cada sujeto posee distinto saber de
acuerdo con las impresiones recibidas por sus sentidos. En cambio, el conocimiento intelectual se
fundamenta en el saber que el alma posee de sí misma; es así como se eleva desde las ideas hacia la
contemplación de Dios.
Por otro lado, el conocimiento de lo divino no es sólo un ascenso del alma hacia la divinidad, sino también un
descenso de la divinidad hacia el alma, pues las categorías de la Sabiduría, el Amor y el Poder, pertenecientes
a Dios, se proyectan sobre todo ser como un modelo de las cosas.
• La Reforma política
Esta metafísica y teoría del conocimiento están en directa relación con los planes de reforma política y religiosa
forjados por Campanella. En varios escritos sobre la monarquía cristiana y el gobierno eclesiástico, redactados
entre 1593 y 1595, Campanella había propuesto una monarquía universal regida por el Papa. Sus escritos
muestran la preocupación, y hasta obsesión, por el problema de una monarquía universal, por una "Ciudad"
capaz de abarcar a todos los hombres y solucionar de un modo radical el problema de la concordia entre sus
subditos.
En su utopía, expresada en La Ciudad del sol, reina la comunidad de bienes y hasta de mujeres, único
modo, para Campanella, de evitar el instinto de adquisición y de rapiña, origen de tantas guerras. La ciudad se
rige por una red de funcionarios cuya principal misión es la organización y transmisión del saber y de las
técnicas. Estos funcionarios son a la vez sabios y sacerdotes. Así, Campanella propuso con su ciudad una
base de organización regida por la ley natural y por la fe cristiana, las cuales deben coincidir necesariamente.
Cabe resaltar que la mayor parte de su obra fue escrita en la cárcel, en condiciones deplorables, y que de
La Ciudad del sol existen varias versiones, que se van suavizando con el paso del tiempo. Se restringe la
libertad sexual en la ciudad, se desdibuja la práctica de la astrología y, en general, las concepciones ahí
expresadas se van ajusfando a las concepciones de la Iglesia. La fama de Campanella se debe más a su vida
trágica y a esta obra que a su pensamiento filosófico. Se dice que en Calabria aún se le recuerda y circulan
leyendas en torno a sus apariciones en sueños entre la gente del pueblo, para revelar dónde hay escondidos
tesoros.
3. La Reforma
1. Martín Lutero
Lutero (1483-1546) iba a rechazar también la teología escolástica, pero debe a la línea ockhamista en que se
educó (además de a las Escrituras) la concepción de Dios como potencia absoluta y soberano pleno, origen de
la justicia y de la ley, cuyo fundamento no reside en la racionalidad o bondad de ellas, sino en la libre e insondable
voluntad divina. Por otra parte, el reformador conoce la renovación humanis-ta, pero se limita a servirse
instrumentalmente de ella para sus necesidades en el campo teológico (así, traducirá el Nuevo Testamento a la
lengua alemana a partir del texto griego editado por Erasmo), pero permanecerá extraño a ella, muy crítico ante la
concepción humana de la relación hombre-Dios.
• La justificación por la fe
El principio de la Reforma luterana es la doctrina de la justificación por la fe, alcanzada por Lutero en torno a
1515 a partir de una intensa reflexión sobre la epístola a los Romanos. Según esta doctrina, las obras humanas (al
ser realizadas por un hombre que, como tal, es siempre pecador, como consecuencia de la total corrupción de la
naturaleza humana por el pecado de Adán) carecen de valor meritorio; el hombre no puede, por sí mismo,
cumplir la ley divina y hacerse justo (no hay justicia activa en el hombre). Ahora bien, la misericordia divina
ha decidido no imputar el pecado y, por el contrario, imputar la infinita justicia de Cristo, por el sacrificio de la
cruz, a quienes tienen fe en Cristo. El hombre injusto es declarado justo por la fe, una justicia pasiva que es un
acto de liberalidad por parte de Dios, que renuncia a considerar el pecado presente en el hombre (siempre «a la vez
justo y pecador»). Como la fe y la gracia son dones gratuitos e inmerecidos del hombre, la discriminación entre
salvados y condenados descansa en la absoluta libertad divina y en su decreto insondable, que el hombre debe
acatar humildemente, alabando la misericordia divina que ha salvado a los predestinados a la gloria entre la
massa damnationis de la humanidad justamente condenada al infierno por su pecado. Por la doctrina de la
justicia de la fe las obras no son meritorias, pero eso no quiere decir que no tengan ningún sentido ni que el
hombre no deba realizarlas. Son un signo exterior de la fe presente en el hombre y éste las acometerá, sin voluntad
de merecer, por complacer a Dios y por amor al prójimo. Lutero expone esta doctrina en su obra La libertad
cristiana, de 1520.
• Doctrina política
Si en su doctrina de la justicia de la fe Lutero era deudor de la concepción agustiniana del pecado y de su
polémica antipelagiana, esa influencia se deja sentir también en la doctrina política. Lutero desarrolla la
concepción agustiniana de las dos ciudades en su doctrina de los dos reinos, que presenta en su escrito de
1523 Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia.
• El reino de Dios es la comunidad o Iglesia invisible de los santos, los justos por la fe, cuya cabeza es
Cristo (un reino espiritual de libertad e igualdad entre sus miembros, sometidos únicamente a la
autoridad de Cristo y de las Escrituras).
• El reino del mundo es el de los no creyentes, sometido a la autoridad secular, establecida por Dios
tras el pecado como defensa de los buenos frente a los malos; es un reino temporal al que pertenecen los
que no son cristianos, un reino de servidumbre completa al poder.
¿Cuál será el comportamiento del cristiano ante el poder? Aunque por la fe hace el bien y no resiste al mal, el
cristiano -que vive en el reino del mundo y sabe que la autoridad y la espada son necesarias para reprimir a
los malvados- se someterá al poder, tal como por lo demás ordenan las Escrituras. Incluso más: dado que el
poder, la espada, en general la administración secular, son necesarios para la mayoría de los hombres, el
cristiano no se limitará a reconocerlos y someterse pasivamente, sino que se pondrá activamente al servicio
de la autoridad secular-como soldado, verdugo, juez, etcétera- en beneficio de los demás y llevado del amor.
De esta manera Lutero justifica, frente al pacifismo eras-miano, la posibilidad de que el cristiano resista al
mal, empuñe las armas y haga la guerra, no por su interés propio (pues él pertenece al reino del espíritu), sino
por amor al prójimo, para defensa de los buenos e impedir que los no cristianos hagan el mal. De acuerdo
con esta concepción, Lutero justificará y llamará al poder civil en 1525 a la represión violenta de la rebelión
campesina, que, en su opinión, se había sublevado contra la autoridad legítima establecida por Dios y había
subvertido el orden humano y divino al confundir los dos reinos. En el De servo arbitrio (La voluntad
determinada, 1526) Lutero responde al ataque de Erasmo. Contra la espontánea tendencia del humanista
al escepticismo, ante la oscuridad del problema, el reformador señala que el cristiano está llamado a
afirmar, a proclamar dogmáticamente su fe («elimina la afirmación y habrás eliminado el cristianismo»).
El cristiano puede hacerlo, dice, porque -frente a la confusión de Erasmo- si hay misterios en Dios que el
hombre no puede penetrar, las Escrituras en cambio son perfectamente claras -no para la razón humana, sí
para la inteligencia asistida por la fe e iluminada por el espíritu; el libre examen luterano lo es por estar
sometido a la única guía del espíritu- y a la luz de la fe muestran la verdad sobre el punto en disputa.
Según Lutero, Erasmo no ha reconocido el efecto destructor del pecado original, por el cual el linaje humano
se vuelve siervo del pecado y del diablo; el hombre conserva su voluntad, pero, necesariamente vinculada
al mal, quiere pecar «espontánea y gustosamente». Sólo Dios puede cambiar esta situación al tomar posesión,
en su clemencia, del hombre (de algunos nombres) y determinar su voluntad mediante la fe y la gracia hacia el
bien. El discurso erasmiano, humanista, sobre la capacidad humana de contribuir a la propia salvación,
impide que el hombre tome conciencia de la miseria de la propia condición y, por tanto, se humille y alcance
la disposición por la que, según el Evangelio, Dios otorga su gracia (Véase texto No. 3, pág. 107).
2. Los anabaptistas
La aparición pública, predicación y escritos iniciales de Lutero suscitaron muy pronto en Alemania un amplio
movimiento social en el que la inquietud espiritual y la ansiedad religiosa se unían a la protesta política y a las
reivindicaciones económicas. La proclamación de la libertad e igualdad cristianas, la abolición de la
diferencia entre laicos y religiosos, vaciaron los conventos y trajeron consigo un incremento de la
predicación religiosa y la aparición de un amplio movimiento de sectas que -insatisfechas también con las
posiciones de Lulero en puntos doctrinales, eclesiológicos y políticos-configuraron lo que los
historiadores denominan Reforma radical.
La mayoría de estas sectas muestran, de acuerdo con Lutero, una aguda conciencia de estar en los años
finales de la existencia del mundo, es decir, en la inminencia de la segunda venida de Cristo y del Juicio final;
muchas de ellas creían en el Milenio o realización del reino de Dios en la tierra antes del Juicio último.
Son aspectos de la conciencia religiosa -alimentados por una meditación intensa del Apocalipsis y demás
libros proféticos y escatológicos de las Escrituras- que se mantendrían a lo largo del siglo xvn. Estas
creencias, presentes también en otros grupos, eran alimentadas asimismo por cálculos cronológicos sobre la
duración del mundo y por el significado atribuido a ciertos fenómenos celestes en la segunda mitad
del siglo (estrella nueva de 1572, cometas celestes, grandes conjunciones).
En el seno de este movimiento sectario se encuentran los llamados anabaptistas, cuyas primeras
organizaciones aparecen en la década de 1520 para ser víctimas de la persecución tanto en el campo
reformado como católico. Si en algunas de sus manifestaciones el anabaptismo adoptó, en conexión con la
conciencia escatológica del inminente advenimiento del reino de Dios, manifestaciones violentas de auténtica
revolución social (caso, por ejemplo, de Thomas Müntzer y las guerras campesinas de 1524-1525 o la
proclamación de la Jerusa-lén celeste en la ciudad de Münster en 1534-1535), lo cierto es que el anabaptismo
se caracterizó, antes y después mayoritariamente, por su pacifismo integral y la proclamación de la no
violencia.
En la crítica que Lutero había efectuado en La cautividad babilónica de la Iglesia (1520) de la tiranía papal
mediante la falsa doctrina de los sacramentos, el reformador había conservado los sacramentos del bautismo,
la penitencia y la eucaristía, entendiendo que no son eficaces por sí mismos, sino por la fe del creyente que los
recibe. Lutero, sin embargo, como los demás grandes reformadores (Zwinglio en Zurich y, después,
Calvino en Ginebra) conservó el bautismo infantil, aunque evidentemente el recién nacido a quien se
administra el sacramento no posee fe alguna. Razón decisiva para ello era el hecho de que por el bautismo
infantil la sociedad en la que el recién nacido se integraba era una societas christiana. Los anabaptistas,
sin embargo, asumiendo la tesis luterana de que la fe es absolutamente individual y cada uno está por sí
mismo ante Dios sin mediadores de ningún tipo (salvo, obviamente, Cristo), proclamaron -de acuerdo con la
praxis neotestamentaria- el bautismo de los adultos, negando toda validez al bautismo infantil. Con ello, el
anabaptismo rechazaba la confusión de la Iglesia cristiana o la comunidad de los santos y la sociedad civil, el
reino del mundo o del demonio, y pasaba a proclamar la necesidad de constituir la comunidad de los
santos regenerados por el nuevo bautismo en total separación de la sociedad política, como secta (en muchos
casos clandestina por razón de la persecución). De esta manera, el cristiano pasaba a vivir íntegramente en la
comunidad religiosa (haciendo plenamente visible la comunidad de los santos), organizada de acuerdo con la
Iglesia apostólica.
Señalaremos únicamente que en la lógica de este proceso de separación de la comunidad política, que como
ámbito del demonio era abandonada a sí misma, el anabaptismo desarrolló una serie de posiciones -desde la
prohibición del juramento de acuerdo con el mandato de Cristo en Mateo 5, 34-36, hasta la prohibición de
ejercer la magistratura, es decir, cargos públicos de autoridad secular- para concluir en la renuncia a la
violencia y el pacifismo integral. También este punto encontraba, lógicamente, una justificación bíblica en
el mandato de Cristo a sus discípulos de «no resistir al mal» que expresa la ética del sermón de la montaña (véase
texto para dialogar en pág. 149). Pero no es menos cierto que, en muchos casos, influyó decisivamente en ello,
que suponía rechazar la doctrina luterana, la argumentación de Erasmo en su ensayo La guerra es dulce para
quienes no la han vivido.
Otros autores, ya en el siglo XVI, intentaron la reforma -y, al mismo tiempo, la reunificación de
astronomía y cosmología física- mediante la revitalización de la astronomía aristotélica de esferas
homocéntricas, rompiendo enteramente con la astronomía ptolemaica de excéntricas y epiciclos. Es una
propuesta que se dio en estrecha relación con el aristotelismo averroísta italiano. Giovan Battista Amico (De
motibus corporum coelestium iuxta propria principia peripatética sine eccentricis et epicyclis, Venecia
1536, cuyo título es plenamente indicativo de su intención) y Girolamo Fracastoro (Homocentrica, Venecia
1538) trataron de enderezar la astronomía por la vía del realismo aristotélico de las esferas concéntricas.
• El heliocentrismo
Copérnico se propuso ofrecer, con los mismos instrumentos de Ptolomeo, una explicación del movimiento
planetario que respetara escrupulosamente el principio de la uniformidad del movimiento circular con
respecto a su centro (una revolución, pues, conservadora en la astronomía matemática) y ofreciera unos
modelos geométricos capaces de reproducir las posiciones reales de los planetas. Pero, al mismo tiempo,
pretendía superar la separación histórica entre astronomía matemática y filosofía natural ofreciendo una
astronomía o cosmología verdadera, es decir, la verdadera descripción del universo. Para ello, partía de
unos principios cosmológico-astronómicos -el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra- que
estaban en contradicción con la representación aristotélico-ptolemaica del universo. Partía, pues, de unos
principios nuevos, que, sin embargo, eran presentados como viejos (más antiguos que los antagonistas),
puesto que eran la reformulación de la vieja cosmología pitagórica.
Ahora bien, el movimiento (circular) de la Tierra lejos del centro del universo era incompatible con los
principios de la física aristotélica, de aquella disciplina que -más fundamental que la astronomía-daba a ésta
los principios para su descripción del movimiento celeste y establecía la necesaria inmovilidad de la Tierra
central. Por eso, la astronomía (cosmología) copernicana sólo podía ser verdadera si la física aristotélica (y
también la metafísica aristotélica, que procuraba a la física su fundamentación ontológica) era falsa. De ahí
que la afirmación de la astronomía y cosmología copernicanas sólo fuera posible con la destrucción del
entero edificio del aristotelismo y que lo que en principio era una propuesta de reforma astronómica
conservadora se transformara en el punto de partida de una total revolución científica y filosófica de la que iba a
emerger la moderna representación del universo.
2. Giordano Bruno
Bruno (1548-1600) no es un astrónomo. Es un filósofo y uno de los pocos copernicanos realistas de la
segunda mitad del siglo XVI. Su adopción de la cosmología copernicana está marcada por un desarrollo
radical (la infinitud y homogeneidad del universo) estrechamente unido a unas posiciones teológico-religiosas
también radicales que culminan en una polémica con el cristianismo y en el rechazo del misterio cristiano.
Bruno presenta esta concepción en seis diálogos filosóficos en lengua italiana publicados en 1584-1585.
Posteriormente, el poema filosófico en latín De immenso et innumerabilibus o Sobre el infinito \ los mundos
innumerables, publicado en 1591, culminaría su reflexión, a la vez cosmológica, teológico-religiosa y
antropológica. Los seis diálogos (de título alusivo y enigmático: La cena de las cenizas', De la causa,
principio y uno', Del infinito: el universo y los mundos', Expulsión de la bestia triunfante; Cabala del
caballo Pegaso; Los heroicos furores) forman, en realidad, una obra unitaria en la que Bruno se opone
tácitamente a la concepción de la relación de Dios con el universo formulada por el Gusano en su Docta
ignorancia (la mediación de Cristo como máximo absoluto y contracto) y también a las concepciones
cristianas que auguraban, en conexión con las novedades celestes, la apertura del tiempo escatológico a
partir de 1584. Bruno propone incluso una cosmología que no sólo entierra el aristotelismo (interpretadas
las novedades celestes como hechos naturales, que declaran falsa la cosmología aristotélica y niegan la
distinción en la potencia divina que subyace a la conservación de esa cosmología y a su unión con el
escatologismo cristiano), sino que además descristianiza y desescatologiza el universo. Este pasa a ser
necesario, necesariamente infinito (en el espacio y en el tiempo, esto es, eterno), homogéneo e idéntico. En
este universo, la filosofía no se limita a establecer una mediación entre Dios y el hombre que no pasa por
Cristo; sostiene, además, que la presunta mediación de Cristo es una impostura y que su religión es falsa y
socialmente nociva, siendo urgente su reforma en el plano civil y político en el que operan las religiones
como instrumento de moralización del vulgo
3. Johannes Kepler
Johannes Kepler (1571-1630) se convirtió a la cosmología copernicana ya durante sus estudios en la
Universidad de Tubinga, y su primer libro, publicado en 1596, expresaba su convicción de haber hallado,
por medio de razones a priori (geométricas), la demostración concluyeme de la verdad del heliocentrismo.
El título completo de la obra lo decía con claridad: Pródromo de disertaciones cosmográficas que contienen
el secreto del universo, sobre la admirable proporción de los orbes celestes, y sobre las causas auténticas y
verdaderas del número de los cielos, de su magnitud y movimientos periódicos, demostrado por medio de los
cinco cuerpos geométricos regulares.
Bruno hizo de esta nuestra región de los planetas móviles uno de los innumerables mundos, apenas distinto de los otros que lo
rodean. [...] Esta idea conlleva no se qué horror secreto y oculto. Ciertamente uno se encuentra errando en esta inmensidad a la
que se le niegan límites y centro y, por ende, también todo lugar determinado.
Si hubieras encontrado planetas girando en torno a una de las fijas, ya tenía yo reservadas cadenas y cárcel junto a las
innumerabilidades de Bruno, o incluso más bien el exilio en aquel infinito [en cambio para Bruno el infinito es la liberación de la
cárcel cósmica del alma]. Así pues, me libraste ahora del gran temor que me embargó.
1. Nicolás Maquiavelo
Maquiavelo pretende ofrecer en su obra una teoría científica o una descripción realista y veraz del origen del
Estado y de cómo éste (sea una monarquía o una república) se mantiene y conserva, de cómo debe -con
vistas a este fin- comportarse con respecto a otros Estados y con respecto a sus propios subditos o
ciudadanos. El objetivo de esta indagación no es meramente teórico: Maquiavelo persigue con ella,
primeramente, exponer las razones del hundimiento político-militar florentino e italiano, al cual él debe
su desgracia personal e Italia la sumisión a los «bárbaros»; y, en segundo lugar, ofrecer la única vía para la
regeneración política de Herencia e Italia, un objetivo, por tanto, también en cierto modo «utópico»,
pero por realizar de la única manera en que -si es posible- podrá triunfar sobre lafortuna: la virtü, es decir,
la fuerza, la inteligencia, de una personalidad excepcional que imponga a la corrompida materia italiana la
forma de un nuevo orden estatal capaz de perdurar más allá de él mismo. La redención de Italia, de ser
posible en las dificilísimas condiciones del presente, no será, pues, fruto de una intervención de la providencia
divina ni del favor celeste, sino de una iniciativa humana poderosa e inteligente (de lo que Maquiavelo llama
un principe nuovo), capaz de someter las fuerzas adversas mediante una aplicación de las máximas de la
ciencia política, que él ha adquirido «mediante una larga experiencia de las cosas modernas y una continua
lectura de las antiguas» (dedicatoria de El príncipe).
Me aparto [...] de los métodos seguidos por los demás y, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha
parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma.
Muchos se han imaginado repúblicas y principados que nadie ha visto jamás ni se ha sabido que existieran realmente; porque
hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería
hacer, aprende antes su ruina que su preservación: porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de
bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello, es necesario a un príncipe, si se quiere
mantener, que aprenda a poder ser malo y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.
MAQUIAVELO, El príncipe, cap. XV
De este modo, la teoría y la praxis política son ajenas a la moral e independientes de ella. Esto no
significa que las acciones políticas no merezcan un juicio moral y dejen de ser buenas o malas; quiere
decir que la política constituye un territorio en el que la moral no resulta siempre aplicable, un ámbito de
necessitá (de rigurosa concatenación causal) en que el principio de la supervivencia (adquisición y
conservación del poder; mantenimiento del Estado) impone un único curso de acción que hace
frecuentemente el mal inevitable. Por eso, el estadista «debe tener un ánimo dispuesto a moverse según le
exigen los vientos y las variaciones de la fortuna y a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el
mal si se ve obligado» (El príncipe, XVIII).
• La razón de Estado
Esta concepción es solidaria de una visión del hombre como sujeto inmanente al mundo, en el rechazo
implícito de una dimensión trascendente. Por ello, la salud de la patria es el fin y bien supremo del
individuo; el príncipe debe atender exelusivamente a la conservación de su Estado, pero no puede ser distinto
el fin de una República libre. Sus ciudadanos y su gobierno deben aspirar por encima de todas las cosas a la
conservación del Estado. Esto es así porque el Estado, en las condiciones en que Maquiavelo ve las relaciones
naturales humanas, es la única garantía de paz y orden entre los individuos, la salvaguarda de la propia
integridad frente a la agresión interna y externa.
Decir Estado es decir seguridad y autonomía, dependencia exclusiva de sí mismo, pues sólo así puede
cumplir su finalidad de garantía de la convivencia que hace de él la suprema construcción de la humanidad.
El arte de la simulación
No es, por tanto, necesario a un príncipe poseer todas las cualidades mencionadas, pero es muy necesario que parezca tenerlas. E incluso
me atreveré a decir que si las tiene y se las observa siempre son perjudiciales, pero si aparenta tenerlas son útiles; por ejemplo: parecer
clemente, leal, humano, íntegro, devoto y serlo, pero tener el ánimo predispuesto de tal manera que si es necesario no serlo, puedas y
sepas adoptar la cualidad contraria. Y se ha de tener en cuenta que un príncipe -y especialmente un príncipe nuevo- no puede observar
todas aquellas cosas por las que los hombres son tenidos por buenos, pues a menudo se ve obligado para conservar su Estado, a actuar
contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la religión. [...] Debe, por tanto, un príncipe tener gran cuidado de que no le
salga jamás de la boca cosa alguna que no esté llena de las cinco cualidades que acabamos de señalar y ha de parecer, al que lo mira y
escucha, todo clemencia, todo fe, todo integridad, todo religión. Y no hay cosa más necesaria de aparentar que se tiene que esta última
cualidad, pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada
uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen
además la autoridad del estado para defenderlos.
MAQUIAVELO, El príncipe, XVIII
Más allá de la polémica, el punto sobre el que insiste Maquiavelo es la necesidad de que las armas sean
directa expresión del poder político y dependan entera y exclusivamente de él. Sólo entonces el Estado será
verdaderamente autónomo, es decir, dependiente sólo de sí mismo y podrá cumplir su función de garantía de
la convivencia pacífica humana.
También la religión es un ordine estatal. La doctrina de la plenitudo potestatis papal ni siquiera le parece
digna de refutación. Al mismo tiempo, sólo toma en cuenta a la Iglesia como un poder temporal, como un
principado eclesiástico (El príncipe, xi). Por lo que se refiere al aspecto espiritual, Nicolás Maquiavelo -en
sintonía con la tradición del aristotelismo averroísta y con su contemporáneo Pomponazzi- la concibe
(partiendo de la religión romana, pero universalizando el análisis) como un instrumeníum regni, es
decir, como una herramienta o un aparato del poder en el que el inicial sentimiento religioso espontáneo del
hombre natural resulta moldeado por el Estado (incluso recurriendo al artificio de la directa revelación
divina para conseguir una mayor adhesión del pueblo) con vistas a la educación de éste en los valores
cívicos.
La religión será buena o mala en la medida en que sea políticamente útil o inconveniente y para
Maquiavelo está claro que, mientras la religión antigua, la romana, era políticamente eficaz al promover la
virtü política del ciudadano, la religión cristiana en su manifestación histórica es más bien inútil e incluso
nociva. A ello y también a la Iglesia, asentada en Roma, hace responsables Maquiavelo en buena parte del
hundimiento político y la corrupción italiana.
Fundamental, pues, en todo Estado es el buen orden religioso y la fuerza de la religión sobre las conciencias. El
Estado debe atender muy especialmente a este punto, pero como, por otra parte, su acción propia debe
obedecer a la necesidad política, el Estado (el príncipe o el gobierno republicano) transgredirá la religión
cuando sea necesario, simulando siempre el más escrupuloso respeto de la misma. En el comportamiento del
Estado (y no sólo a propósito de la religión) hay así un ejercicio de simulación (de lo que no se es) y de
disimulación (de lo que se es) que dota a la política de un componente de retórica y apariencia que vela la
realidad y que es tan necesario ejercer correctamente como la acción política. (Véase El príncipe xvm.)
Maquiavelo es, por tanto, un teórico de la política como arte de la construcción del Estado y de la
convivencia, pero también como arte del engaño, del mal necesario, de la utilización instrumental de la
religión. Ello es consecuencia de la autonomía de la política con respecto a la moral y, en última instancia,
de la realidad del ser humano. De ahí que, desde la publicación de su obra, fuera atacado como un autor
diabólico (El príncipe será denunciado como «obra escrita por el dedo de Satanás») y asimismo que, por su
afinidad intelectual con Pomponazzi (también Maquiavelo cree que el mundo es eterno y está
sometido a una legalidad celeste que determina la fortuna histórica de las religiones), figurará como una de
las fuentes del libertinismo del siglo XVII.
2. Tomás Moro
• Una propuesta de sociedad
radicalmente diferente :
La Utopía de Moro se publica en 1516 con un éxito inmediato, igual que pocos años antes el Elogio de la
locura de su amigo Erasmo. La obra lleva a cabo, en su libro primero, una crítica de la sociedad europea
contemporánea (en especial la inglesa), denunciando la depauperación de amplias capas de la población
en el proceso de acumulación originaria de capital que tiene lugar en la época, así como la sed de poder y el
expansionismo estatal que multiplicaban las guerras; en suma, una denuncia afín a la efectuada por Erasmo
en aquellas mismas fechas.
En el segundo libro se ofrece una alternativa radical a la irracional (y anticristiana o pseudo-cristiana)
sociedad europea mediante la descripción, apoyándose en los relatos de viajes oceánicos y de las sociedades
aborígenes recién descubiertas, de una sociedad organizada de acuerdo con la razón, presentada como
existente en algún lugar del Nuevo Mundo, al tiempo que el mismo nombre que la designa, Utopía
(etimológicamente «Ningún lugar»), sugiere su inexistencia. Con esta ambigüedad Moro señalaba la
posibilidad de actualizar la exigencia racional de una sociedad justa e igualitaria, dada la bondad natural
del sujeto humano, y, al mismo tiempo, formulaba sus dudas de que tal realización de la razón fuera factible
por la sordera del hombre ante la voz de la razón y la obediencia a las pasiones.
• Características de Utopía
El planteamiento de Moro era el mismo que aquel en que venía insistiendo Erasmo desde el Enchiridion, y ello
hace de esta obra de Moro una manifestación del programa y las exigencias del Humanismo cristiano. Por
otra parte, y como corresponde a su carácter de realización empírica del ideal racional de sociedad justa y
fraterna, la sociedad de Utopía es una sociedad cerrada e inmóvil, rigurosamente reglamentada en
su funcionamiento. El cambio y la comunicación con el exterior, la improvisación y espontaneidad en su
funcionamiento, no podrían sino generar una dinámica de transformación hacia la injusticia, un alejamiento
de la razón. Cabe también pensar que la localización geográfica de la sociedad racional (de la Idea) es
una forma de subrayar la obligación moral que tiene el hombre de actualizarla en un proceso de per-
feccionamiento gradual de las sociedades realmente existentes.
La descripción concreta de la sociedad de Utopía revela tanto la influencia de modelos clásicos,
especialmente la República de Platón o la primitiva Iglesia apostólica, como las aspiraciones del
Humanismo cristiano de Erasmo y Moro. Así, la sociedad utópica es fundamentalmente igualitaria, no
existiendo en ella la propiedad privada, ni el dinero, y caracterizándose por una vida sencilla y sin lujos. El
trabajo es obligatorio para todos, en las actividades productivas -agricultura y oficios- que constituyen la
estructura económica de la sociedad. Ello permite que con una jornada de trabajo moderada (seis horas)
todos los ciudadanos -donde ha desaparecido en gran medida la desigualdad entre los sexos- puedan vivir con
un bienestar general, en la satisfacción de las necesidades verdaderamente naturales y racionales. En el
ámbito de la política los cargos son electos y la educación es universal, abierta a ambos sexos.
Moro dedica una especial atención a la religión en Utopía. Es comprensible, dada la crisis religiosa europea y
dado el interés del Humanismo por el problema. No sorprende que, de acuerdo con las exigencias que el
Humanismo planteaba a la sociedad europea, la religión de Utopía se caracterice -además de por la
presencia de las mujeres en el sacerdocio y aun no siendo cristiana- por una coincidencia con la primitiva
Iglesia apostólica.
El rasgo dominante es la tolerancia: existe una pluralidad de credos en un respeto recíproco, en la sospecha
de que la pluralidad religiosa es una riqueza, con proscripción del fanatismo que niega el derecho a existir y
la verdad de las demás religiones. Los únicos dogmas establecidos, por creer que su negación es una
abdicación de la dignidad humana y un acicate a la subversión civil, son los de la inmortalidad del alma y
la providencia remu-neradoraposí mortem.
Sin embargo, el empleo de la fuerza en materia de religión está prohibido, quedando como único recurso
la amonestación y a lo sumo el exilio, si el fanatismo ha perturbado seriamente la paz pública. De nuevo
Moro muestra aquí, al igual que en el capítulo de la guerra, su coincidencia con el programa pacifista que
Erasmo lanzaba por aquellas mismas fechas en sus ensayos.
De acuerdo también con Erasmo, Moro presenta a los utopianos como partidarios de una moral racional y
natural de carácter hedonista, en la que el placer es «la fuente única y principal de la felicidad humana»,
con rechazo del ascetismo. En suma, Moro toma partido por el epicureismo frente al estoicismo y lleva a cabo
una defensa muy articulada de la teoría epicúrea del placer.
Moro es también un personaje de la obra y, como tal, aparece cuestionando el entusiasmo y radicalismo del
portavoz de Utopía, que querría la realización inmediata del ideal en Europa. Moro, siempre en la línea
erasmiana de la cautela ante la revolución brusca y el corte radical, expresa su preferencia por una reforma
gradual y puntual que vaya acercando nuestras sociedades a la perfección racional. Es también posible que,
en su huida de las condiciones de persecución e intolerancia del Viejo Mundo, las comunidades sectarias
pacifistas (anabaptistas, cuáqueros) que se decidían a buscar en el Nuevo Mundo un nuevo espacio en el que
vivir realizando la comunidad evangélica igualitaria y patriarcal, lejos del Viejo Mundo azotado por la gue-
rra, llevaran consigo, además de la enseñanza pacifista de Erasmo, el sueño de la Utopía moreana.
3. Michel de Montaigne
Los Ensayos de Montaigne reflejan el vasto conocimiento que su autor había alcanzado de la literatura
antigua restaurada por el Humanismo. Montaigne es, ciertamente, hijo de ese Humanismo cuyas carencias y
limitaciones contemporáneas iba a poner de manifiesto en el ensayo «Sobre el pedantismo» (I, 25). Del
Humanismo recibe el escepticismo, aquella orientación filosófica desarrollada en la época helenística y
renovada en el Renacimiento gracias a la recuperación de la obra de Diógenes Laercio (sus Vidas de filósofos,
con la importante «Vida de Pirrón», fueron impresas en traducción latina en 1472) y de Sexto Empírico, que, a
pesar de una notable circulación en el original griego en la transición del siglo xv al xvi, sólo será
publicado en traducción latina en 1562 (Esbozo del pirronismo) y en 1569 (Contra los profesores), precisa-
mente en París.
• El hombre y la costumbre
Esta reducción de nuestros sistemas de creencias a hechos de costumbre y opiniones personales, sin valor
universal, coincide con la crítica radical del antro-pocentrismo, es decir, de la superioridad del hombre sobre el
resto de la creación y de su pretenciosa ilusión de ser el fin de la naturaleza.
Para «estrujar y pisotear el orgullo y la soberbia humana; para hacer sentir la inanidad, la vanidad y la
insignificancia del hombre» («Apología de Raimundo Sabunde»), Montaigne lleva a cabo una reivindicación de
la capacidad y excelencia del animal y efectúa una total inmersión del hombre en el interior de una naturaleza
radicalmente homogénea.
Si de algún modo puede aspirar el hombre a una metamorfosis y divinización será, no por virtud de sus
propias fuerzas, sino gracias a que «Dios milagrosamente le tenderá la mano; se elevará abandonando y
renunciando a sus propios medios y dejándose alzar y levantar por los medios puramente celestiales. Puede
nuestra fe cristiana mas no su virtud estoica, aspirar a esa divina y milagrosa metamorfosis» (Ibídem).
Montaigne se unía aquí a la Reforma, a Lulero, en la crítica del motivo humanista de la dignidad del hombre, con
sus componentes optimistas y pelagianos que hemos vuelto a encontrar en Giordano Bruno (y, además, unidos a
una polémica explícita con el cristianismo).
Montaigne encuentra la dignidad del hombre más bien en un plano en el que difícilmente pensaríamos en un
primer momento. La conciencia de la universalidad de la costumbre, la crítica de la razón dogmática, lleva a la
formación de una personalidad que, consciente de la función social de la costumbre de entramado que posibilita
la convivencia pacífica, se pliega a ella en su acción exterior, liberada no obstante en su interior de la tiranía de la
misma. La libertad de los prejuicios y la construcción de una personalidad propia es un asunto de nuestra vida
interior. Nuestra conducta pública ha de moldearse de acuerdo con la costumbre imperante. Soportar esta fractura,
mantener el juicio crítico de la razón, perseverar en la construcción de nuestro yo auténtico libre; ahí reside nuestra
verdadera dignidad como seres humanos.
No basta con apartarse de la gente; no basta con cambiar de lugar. Es menester apartarse de las condiciones populares que
están dentro de nosotros; es menester secuestrarse y recuperarse de uno mismo. [...] Hemos de retirar nuestra alma y
encerrarla en sí misma. Ésta es la verdadera soledad, de la que puede gozarse en el interior de las ciudades y de las cortes
reales. [...] Hemos de reservarnos una trastienda enteramente nuestra, to talmente libre, en la que establezcamos nuestra
verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad.
MONTAIGNE, «De la soledad» (I, 39)
No es difícil comprender que, más allá de su fideísmo, Montaigne operara sobre la cultura francesa y europea
del siglo siguiente, en unión de Maquiavelo y Pomponazzi, como uno de los maestros del libertinismo, de la
libertad de conciencia frente al yugo de las opiniones establecidas.
1. Galileo Galilei
1. El comienzo de la astronomía telescópica
En una carta a Johannes Kepler de 1597 Galileo (1564-1642) se declaraba adepto de la cosmología
copernicana. Sin embargo, no haría público su copernicanismo hasta que en los descubrimientos astronómicos
realizados mediante el telescopio creyó encontrar, además de una ocasión muy favorable, una cierta
confirmación empírica de su verdad.
En 1609 Galileo construyó, a partir de cierta información oral, un telescopio rudimentario que aplicó a la
observación astronómica. Comenzaba así una nueva fase en la historia de la astronomía e incluso de la ciencia: la
fase instrumental, en la que, por la acción del instrumento científico interpuesto entre el hombre y la realidad, se
constituye una experiencia nueva.
Los pocos aumentos de su aparato mostraron a Galileo una realidad celeste muy distinta de la observada en los
dos mil años anteriores: allí donde dirigía el aparato, el cielo se poblaba de innumerables estrellas nuevas, no vistas
antes por su distancia o por su pequeño tamaño, por lo cual quedaba roto el número tradicional de 1 022 estrellas,
ya superado desde que los descubrimientos geográficos habían llegado a latitudes cada vez más meridionales. La
Vía Láctea, que para Aristóteles era un fenómeno sublunar, aparecía como un cúmulo de estrellas. Aplicado a la
Luna, el telescopio mostraba que su relieve no era liso y pulido, sino rugoso y con un juego oscilante de luces y
sombras que Galileo interpretó como efecto de la acción de la luz solar sobre sus montañas. La Luna se
revelaba, así, un cuerpo afín a la Tierra, y el dualismo aristotélico se cuarteaba.
La confirmación más aplastante de la cosmología copernicana la vio Galileo en el descubrimiento de las cuatro
lunas de Júpiter (bautizadas como astros mediceos), que a sus ojos verificaban la relación copernicana de la Luna
con la Tierra en movimiento alrededor del Sol. Galileo publicó en 1610 sus descubrimientos en un opúsculo
titulado Sidereus Nuncius (La gaceta sideral), que causó enorme impacto y lo hizo famoso en toda Europa. Los
años inmediatos verían nuevos descubrimientos decisivos: las fases de Venus -imposibles en la astronomía
ptolemaica; previstas por los sistemas copernicano y ticónico-mostraban que los planetas reflejaban la luz solar;
las manchas solares y su desplazamiento evidenciaban un movimiento de rotación solar y una mutación que
asestaba un nuevo golpe a la creencia secular en la perfecta inmutabilidad celeste.
No obstante, a pesar de que la ampliación del número de estrellas podía interpretarse como una confirmación de
la enorme extensión del radio de la esfera estelar, Galileo no declaraba al universo infinito. No lo hizo nunca,
tanto por prudencia debido a la muerte de Giordano Bruno (condenado por la Inquisición a la hoguera en
1600) como por considerar que esta cuestión rebasaba la capacidad humana.
2. El movimiento de la Tierra
El Sidereus Nuncius permitió a Galileo mejorar sus condiciones de trabajo: dejó su empleo de profesor de
matemáticas en la universidad de Padua, dotado de un estipendio escaso y de una baja consideración académica,
y se trasladó a Florencia, nombrado matemático y filósofo del Gran Duque de Toscana.
En Florencia, la campaña anticopernicana de algunos miembros de la orden dominica, que insistían en que el
movimiento de la Tierra era contrario a las Escrituras y, por tanto, herético, indujo a Galileo a intervenir en
este frente con su Carta a Cristina de Lorena (1615). En ella, Galileo defiende la cosmología copernicana de
su aparente contradicción con las Escrituras recurriendo a la teoría de la acomodación, según la cual Dios,
cuando revela al género humano lo concerniente a la salvación, se acomoda en aquellas cuestiones que no
tienen que ver con ello a la capacidad de conocimiento de la humanidad indocta. En consecuencia, los
enunciados escriturísticos sobre la naturaleza no pueden ser tomados como verdades literales y,
evidentemente, ello es imposible cuando se encuentran en contradicción con conclusiones de la ciencia a partir
de demostraciones matemáticas necesarias confirmadas por la experiencia.
De este modo Galileo establecía, además, la autonomía de la ciencia, como conocimiento de ese otro libro de
Dios que es la naturaleza, frente a la teología, por la imposibilidad de acomodar o adaptar sus conclusiones
(que tienen el carácter de necesidad de la naturaleza misma, que no puede sino proceder según el curso
inexorable prescrito por Dios) al discurso escriturístico, cuya finalidad es eminentemente moral.
La intervención de Galileo -un laico que pretendía decir a los teólogos y doctores de la Iglesia cómo
debían interpretarse las Escrituras y que lo hacía en contra de la exégesis patrística o tradicional- motivó la
intervención de la Inquisición, que en 1616 condenó el movimiento de la Tierra como una «doctrina falsa y
contraria a la Escritura»-. Se prohibía el De revolutionibus «hasta que fuera corregido», es decir, hasta que las
tesis que afirmaban el movimiento de la Tierra y la centralidad solar fueran presentadas como meras hipótesis
matemáticas sin valor físico, destinadas únicamente a establecer un cálculo para predecir los movimientos
celestes.
La Iglesia hacía suya la recepción o interpretación de Copérnico que se había puesto en circulación en
medios protestantes y que hemos denominado «interpretación de Wittenberg», que, sin embargo, en
medios protestantes, había quedado neutralizada por el apoyo de Calvino a la teoría de la acomodación, lo
que permitía, precisamente (el ejemplo es Kepler), el libre desarrollo del copernicanismo como
cosmología. El 24 de febrero de 1616 el cardenal Belarmino, miembro del Santo Oficio, comunicaba
personalmente a Galileo la resolución del Tribunal y por ello le conminaba a no hablar y defender el
movimiento de la Tierra salvo como hipótesis matemática.
El acceso al pontificado de Urbano VIII, amigo de Galileo e interesado por la ciencia, hace concebir a éste
esperanzas de un cambio de posición en la Iglesia. Galileo consigue permiso para publicar una obra en defensa del
copernicanismo asumido como hipótesis. El Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo:
ptolemaico y copernicano, publicado en 1632, efectúa, no obstante, de hecho -salvo cláusulas hipotéticas al
comienzo y al final- una defensa de la realidad del movimiento de la Tierra y una crítica demoledora del
dualismo cosmológico y de la teoría aristotélica. Al margen queda, descartado como físicamente irrelevante, el
sistema geoheliocéntrico ticónico, que en los últimos años había sido adoptado por los jesuítas. Que el
diálogo sea entre Copérnico y Ptolomeo (Aristóteles), indica que el debate gira en torno a la realidad física
del universo.
La obra fue denunciada de inmediato ante el Papa, a quien se convenció de que su misma persona resultaba
ridiculizada en la figura de Simplicio, el portavoz del aristotelismo. El Diálogo fue prohibido y a Galileo se
le abrió el proceso inquisitorial que terminaría en 1633 con la condena y la abjuración forzada del
movimiento de la Tierra.
Galileo presenta en el Diálogo (última parte) las mareas como evidencia del doble movimiento terrestre de
rotación y traslación. El error de Galileo en este punto no invalida las partes anteriores de la obra donde se
refutan los argumentos tradicionales contra el movimiento de la Tierra y, frente a la teoría aristotélica del
movimiento, el dualismo cosmológico y los lugares naturales, se ponen las bases para una nueva concepción
del movimiento, de la cual se sigue el movimiento de la Tierra.
Autonomía de la ciencia
Me parece que en las discusiones de los problemas naturales no se debería comenzar por la autoridad de textos de la Escritura, sino
por las experiencias sensibles y por las demostraciones necesarias, porque procediendo de igual modo del Verbo divino la Sagrada
Escritura y la naturaleza, aquélla en cuanto inspirada por el Espíritu Santo y ésta como ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios;
y habiendo convenido además que las Escrituras, para acomodarse a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen,
aparentemente y si nos atenemos al significado literal de las palabras, muchas cosas distintas de la verdad absoluta; y, por el
contrario, siendo la naturaleza inexorable e inmutable, y sin que sobrepase jamás los límites de las leyes que le han sido impuestos,
al no preocuparse para nada que sus ocultas razones y modos de obrar estén o no estén al alcance de la capacidad de los hombres,
parece, pues, que aquello de los efectos naturales que o la experiencia sensible nos pone delante de los ojos, o en que concluyen
las demostraciones necesarias, no puede de ninguna manera ser puesto en duda, y tampoco condenado, por citas de las Escrituras
que dijesen aparentemente cosas contrarias, ya que no todo dicho de la Escritura está ligado a obligaciones tan severas como lo
está todo efecto de la naturaleza, ni se nos manifiesta Dios menos excelentemente en tales efectos que en las sagradas palabras de las
Escrituras.
GALILEO: Carta a Cristina de Lorena
Il Saggiatore
Ya en una obra de 1623 (Il Saggiatore) había formulado Galileo la concepción de la naturaleza, la ontología o teoría
de lo real, que subyace a su nueva física: la realidad o naturaleza es geométrica; consiste en corpúsculos
(átomos) dotados de una determinada extensión y figura, en movimiento o reposo; las cualidades sensibles, como
olores, colores, sabores, sonidos, no son objetivas o primarias (no les corresponde como tales nada en la realidad),
sino secundarias, es decir, son un efecto producido en nuestros sentidos por las partículas extensas en movimiento.
La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos (me refiero al universo); pero no
puede entenderse si antes no se aprende a comprender la lengua en que está escrito. Está escrito en lengua matemática y los
caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender humanamente una palabra; sin ellos
es un empeñarse vanamente por un oscuro laberinto.
GALILEO: // Saggiatore, cap. 6
Al punto que concibo una materia o sustancia corpórea, me siento obligado por la necesidad a concebir que está delimitada y
configurada por ésta o aquella figura, que en relación con otras es grande o pequeña, que está en éste o aquel lugar, en éste o
aquel momento, que se mueve o está quieta, que toca o no toca otro cuerpo, que es una, pocas o muchas, y no puedo separarla de
estas condiciones por imaginación alguna. Pero que deba ser blanca o roja, amarga o dulce, sonora o muda, de olor agradable o
desagradable, no siento que mi mente se vea forzada a deberla aprehender acompañada de tales condiciones.
GALÍLEO: // Saggiatore, cap. 42
Como esta realidad o naturaleza es universal, se seguía la inexistencia del dualismo aristotélico; de su carácter
cuantitativo y geométrico se seguía que el instrumento conceptual apropiado para la plena comprensión de la
naturaleza y del movimiento no es otro que la matemática.
Ya en la primera década del siglo había alcanzado Galileo las leyes matemáticas que rigen el movimiento de
caída de los graves y el movimiento de los proyectiles, las cuales no se publicarían hasta 1638 en Holanda
(Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias). Estas leyes mostraban, en el caso
de los dos movimientos más llamativos del mundo sublunar y ante los cuales la física aristotélica
fracasaba completamente, que la física matemática podía dar una explicación completa de los mismos y
que la naturaleza terrestre no estaba menos sometida a la precisión matemática que los cielos.
En suma: se ponía de manifiesto la homogeneidad de la naturaleza, sometida a una única legalidad
matemática de validez universal, y la física matemática sublunar tenía un alcance general. De este modo, la
matematización galileana de la física sublunar venía a unirse al desarrollo kepleriano de la astronomía física
en una única teoría matemática que daba una explicación completa de la totalidad natural por el carácter
homogéneo y matemático de ésta.
De esta concepción del movimiento resultaba que la distinción entre movimiento natural y violento, así
como la explicación del mismo en términos de una causa final carecían de sentido. El estado de movimiento
o reposo en los cuerpos era completamente independiente y ajeno a la naturaleza de los mismos y al lugar.
La implicación recíproca entre la composición del cuerpo, el lugar y su comportamiento en términos de
reposo y uno u otro movimiento, quedaba definitivamente abandonada. Reposo y movimiento eran
equivalentes y el reposo perdía su superioridad ontológica; eran incluso estados inerciales, permanentes de
la materia, a menos que una causa exterior viniera a actuar sobre el cuerpo modificando su estado.
Si para Kepler la inercia era inercia del reposo y resistencia al movimiento, que necesita (aristotélicamente)
una causa permanente, la física de Galileo -aunque no se formula explícitamente- presupone una inercia
del reposo y del movimiento, continuando éste indefinidamente con velocidad constante según una
trayectoria circular, si no interviene una causa exterior. Incluso en un sistema inercial resulta imposible
decir si se encuentra en reposo o en movimiento, salvo por relación a otro cuerpo exterior tomado como
punto de referencia (relatividad física del movimiento).
Esta nueva concepción de la física como ciencia matemática en función de una ontología también matemática
comportaba, además de una revolución científica y epistemológica, una revolución institucional. Los
mecánicos, que hasta el momento habían estudiado algunos efectos naturales a partir de la matemática y que
habían gozado de un prestigio muy inferior, en tanto que estudiosos de un aspecto parcial y secundario de la
naturaleza, resultaban ahora ser quienes estaban llamados a explicar completamente la estructura y
funcionamiento de esta última.
El siglo XVII asistirá, ciertamente, al despliegue del mecanicismo y de la física mecanicista, con un
prestigio creciente a la par que sus conquistas teóricas y la aplicación práctica de las mismas. Por el contrario,
los filósofos (aristotélicos, pero también vitalistas como Bruno), que habían intentado explicar la naturaleza
mediante los esquemas conceptuales de las cualidades y de la finalidad, de las esencias y de las
sustancias, de la potencia y del acto, reteniendo por ello irrelevante la matemática, quedaban desacreditados
junto con su ciencia falsa e inútil. El resultado será que la metafísica como «ciencia de la sustancia»
quedará desconectada de la nueva física y ello planteará a la filosofía moderna un problema fundamental: ¿es
posible adquirir un conocimiento de la realidad sustancial que está más allá de los fenómenos estudiados por
la física? ¿Existe incluso una realidad metafísica más allá de la realidad física estudiada por la nueva física
matemática?
2. Francis Bacon
1. Vida y obra
Francis Bacon (1561-1626) es un hombre del ámbito del derecho: abogado, político y hombre de Estado,
se embarcará en una carrera política que le llevará al Parlamento, pero que sólo en el reinado de Jacobo I
(1603-1625) alcanzará la culminación con su nombramiento (1618-1621) como canciller de Inglaterra. Sin
embargo, ya desde muy joven había mostrado un gran interés por la filosofía y la ciencia, expresando
desde el primer momento su profundo disgusto por el saber heredado de la tradición y su concepción utilitaria
de la ciencia. En una carta de 1591 a su tío lord Burghley afirmaba ya:
He asumido todo el conocimiento como mi territorio y si pudiera limpiarlo de dos clases de bribones que han cometido
innumerables pillerías, los unos con frívolas disputas, refutaciones y palabrerías, los otros con experimentos ciegos y enseñanzas
esotéricas e imposturas, me atrevo a esperar que podría aportar laboriosas observaciones, conclusiones bien fundamentadas y
descubrimientos útiles; en suma, el mejor estado de ese territorio.
La obra filosófica de Bacon consiste, fundamentalmente, en la crítica del saber tradicional y en la formulación
de una nueva concepción de la ciencia, de su formación y de su función social. A ello se dedica a partir de
1603 en una serie de escritos, buena parte de los cuales permanecieron inéditos e inconclusos y se publicaron
postumamente.
No obstante, en 1605 publicó, en lengua inglesa, El avance del saber, donde se desplegaban los temas
señalados junto con la presentación de una clasificación de las ciencias, en la que se insistía de modo
especial en las lagunas que, de acuerdo con la concepción utilitaria del saber, debían ser objeto de atención
inmediata. Traducida al latín en 1623, en una versión muy ampliada, con el título De dignitate et augmentis
scientiarum, aportaría a Dide-rot y D'Alembert la base de la clasificación de las ciencias para su
Enciclopedia, la gran empresa de la Ilustración francesa. La concepción baconiana de una ciencia fruto de
la colaboración y orientada naturalmente hacia la aplicación tecnológica había ganado la conciencia europea,
en estrecha relación con el despliegue del capitalismo, sustituyendo el ideal puramente contemplativo del
saber asociado a la tradición aristotélica y platónica.
Pero la obra más importante e influyente de Bacon se había publicado en 1620 con el título de Instauratio
magna (La gran restauración). En ella, el programa a la vez crítico y constructivo se presentaba en la forma
de la convocatoria a un proyecto de investigación científica cuyo objetivo era la restauración del saber y, por
consiguiente, del poder de que gozó Adán en el Paraíso y del que se había visto privado por el pecado.
Si la humanidad se había reconciliado con el creador mediante la fe y la religión, la segunda pérdida de
Adán (la del saber y el poder sobre la creación) se superaba «mediante las ciencias y las artes», mediante
la Restauración a la que Bacon llamaba querida por Dios, ella pondría fin a los largos siglos de extravío de la
humanidad, durante los cuales los hombres habían sustituido la imagen fiel de la creación por los productos
teatrales de su imaginación, olvidándose, además, del verdadero fin del conocimiento: «dotar a la vida
humana de nuevos descubrimientos y recursos». Bacon aportaba también en esta obra el método (una nueva
inducción de los principios y leyes generales a partir de la experiencia) con el que conseguir esa ciencia, la
verdadera Interpretación de la naturaleza. Muy pocos años antes que Descartes y desde una perspectiva
distinta, Bacon aportaba también a la modernidad otro de sus mitos fundacionales: el del método o
disciplina del entendimiento para la consecución de todo lo accesible a la mente humana.
• El ideal de la ciencia
Aplicado sobre esa base de datos necesaria y suficiente, el nuevo método inductivo produciría en el curso de
no pocos años, en el marco de una sociedad volcada a la empresa científica, la interpretación de la naturaleza,
la ciencia activa que recuperaría el imperio sobre las criaturas perdido con el pecado original.
La reforma baconiana de la ciencia presenta, pues, un claro tono utópico. Pero tan influyente como este
nuevo ideal de ciencia sobre la sociedad inglesa y europea en un primer momento (siglo xvn) fue la
presentación del mismo como legitimado por la Biblia e incluso como expresión de la providencia divina. En
unos momentos en los que las sociedades reformadas, particularmente la inglesa, asistían a una radicalización de
las expectativas escatológicas e incluso milenaristas (espera del advenimiento de la Monarquía del Mesías o
reino de Dios en la tierra), Bacon ofrecía el proyecto de una sociedad cristiana unitariamente volcada a realizar
el designio divino por medio de un reino humano a través de la ciencia.
La imagen baconiana de la ciencia era, pues, la de una empresa colectiva, basada en la colaboración entre
los investigadores y además potenciada y organizada por el Estado. La ciencia era una empresa institucional en
la que el Estado debía emplear sus recursos humanos y económicos. Aquí residía una buena parte de las
esperanzas baconianas en un próximo advenimiento del reino del hombre (paralelo a las esperanzas
contemporáneas en un pronto advenimiento de la Monarquía del Mesías): si el fracaso de la ciencia
tradicional se debía también al carácter individual de la investigación, a la nula implicación del Estado en la
misma, todo sería muy distinto cuando a la necesaria base experimental (ahora posible porque los
descubrimientos geográficos habían dado al hombre un conocimiento de todo el globo terrestre) y al nuevo
método, se uniera la organización colectiva-estatal de la empresa científica, presidida por el correcto fin
utilitario-operacional del saber.
La Nueva Atlántida
Bacon dio expresión a este proyecto en la forma de una utopía inacabada, la Nueva Atlántida, que se publicaría
postuma en 1627. De acuerdo con la estructura propia del género utópico, Bacon aspira a cambiar la conducta de la
sociedad europea presentándole como realizado en acto un ideal, que en su caso no es otro que el de una sociedad
cristiana en la que la institución estatal que construye la ciencia y aplica tecnológicamente sus descubrimientos en
pro de la mejora de la vida humana (llamada significativamente Casa de Salomón) «es el verdadero ojo del reino».
Los fines que Bacon le atribuye pasarían a formar parte del mito de la ciencia en la modernidad: «El fin de nuestra
fundación es el conocimiento de las causas y de los movimientos secretos de las cosas, así como la ampliación de los
límites del imperio humano con vistas a la realización de todas las cosas posibles». No es de sorprender que el
auge de las sociedades científicas (empezando por la Royal Society inglesa), la ética de la colaboración
científica, la autoconciencia de la ciencia como un conocimiento progresivo, basado en la publicidad y
formulación clara de sus resultados y destinado a traducirse en una técnica capaz de mejorar la vida material humana,
un proceso que se inicia ya en la segunda mitad del siglo XVII para triunfar en el siglo siguiente, tuviera
lugar bajo la advocación del autor inglés.
3. René Descartes
1. El ideal científico de Descartes
Descartes (1596-1650) aportó la filosofía general de la nueva ciencia geométrica de la naturaleza que
emergía en su época con las investigaciones de Kepler y Galileo. El objetivo del filósofo francés era
construir una ciencia universal, con rango de verdad necesaria, en la que a partir de unos principios
evidentes se dedujera la totalidad del saber de acuerdo con el procedimiento de los geómetras. En otros
términos, Descartes perseguía sustituir a Aristóteles y a la filosofía-ciencia aristotélico-escolástica,
ofreciendo un sistema total del saber que alcanzara lo que la tradición había perseguido inútilmente: un saber
universal articulado (en el que, por supuesto, quedaría espacio para desarrollos particulares dentro del
sistema) y con el grado de verdad necesaria que, según Aristóteles, debía poseer la ciencia y que la tradición
de él derivada no había podido alcanzar por haberla buscado por un mal camino (con un método equivocado
o sin método alguno).
Descartes confiaba en que su construcción filosófico-científica, tal como él la presentó por ejemplo en sus
Principios de la filosofía (1644), sería finalmente adoptada por las instituciones más avanzadas. Por eso se
esforzó por mantener buenas relaciones con la orden de los jesuitas, en cuyo prestigioso colegio de La Fleche
había cursado sus primeros estudios. Por otra parte, frente al heterodoxo desarrollo bruniano de la cosmología
copernicana, Descartes construía la nueva filosofía-ciencia como un saber que se hallaba en paz con la
religión cristiana y la Iglesia católica; incluso como un saber que llevaba a cabo la apologética de la religión
verdaderamente definitiva, al demostrar con unos argumentos concluyentes y transparentes la existencia de
Dios y la inmortalidad del alma (al menos su separación con respecto al cuerpo).
A pesar de estar situado en la misma orilla que Galileo (tanto por su oposición al viejo saber como por su
representación de una ciencia matemática de la naturaleza), Descartes expresó, no obstante, su insatisfacción
ante el modo de proceder galileano. Veía en Galileo un estudio (correcto, eso sí) de aspectos puntuales, pero
echaba en falta un marco general y unos principios universales a partir de los cuales se dedujeran sus
investigaciones particulares.
Encuentro, en general, que filosofa mucho mejor que el vulgo en la medida en que se separa tanto como puede de los errores
de la Escuela y trata de examinar las materias físicas mediante razones matemáticas. En eso estoy enteramente de acuerdo con él, y
sostengo que no hay otro medio para encontrar la verdad. Pero me parece que falla mucho en que hace continuas digresiones y no
se detiene a exponer por completo ninguna materia. Esto muestra que no las ha examinado por orden y que, sin haber considerado las
primeras causas de la naturaleza, ha buscado tan sólo las razones de algunos efectos particulares, y, así, ha edificado sin
fundamento.
DESCARTES: Carta a Marín Mersenne del 11 de octubre de 1638
Como Galileo, Descartes piensa que la naturaleza es geometría y sólo geometría y que, por tanto, únicamente
una física matemática es capaz de explicarla de forma correcta; también como el científico italiano, sostiene
que las cualidades sensibles secundarias (olores, colores, sabores, sonidos) no son reales, sino el efecto
sobre nuestros sentidos de las cualidades primarias: corpúsculos de materia extensa en movimiento. Su
objetivo, sin embargo, es formular el marco filosófico general (con su on-tología o teoría acerca de lo que
existe) que da sentido a esa nueva ciencia de la naturaleza y presentarlo a partir de los primeros
principios: las primeras verdades evidentes y, por tanto, necesarias descubiertas por la conciencia y Dios
como garantía de la objetividad de nuestras evidencias y como fundamento absoluto e incondicionado de
todo lo que existe.
• La primera es la ley de inercia (formulada por primera vez por Descartes en su versión moderna):
cada cosa permanece en el estado en que está [de reposo o movimiento uniforme] mientras que nada
[ninguna otra cosa] modifica ese estado.
• La segunda ley dice que, si bien la inercia del movimiento es según una trayectoria rectilínea, de
hecho y como consecuencia del ple-num de materia, las trayectorias reales son curvas.
• La tercera ley regula la distribución de la cantidad de movimiento en los choques de cuerpos:
cuando un cuerpo empuja a otro, no podría transmitirle ningún movimiento, a no ser que pierda al
mismo tiempo otro tanto del suyo, ni podría privarle de él, a menos que aumente el suyo en la misma
proporción.
Descartes pone en relación estas tres leyes, su necesidad y su inmutabilidad con la inmutabilidad de Dios.
Por tanto, las leyes que gobiernan el movimiento de la materia (el único cambio existente en la misma) son
universales y la homogeneidad del universo es, como ya vimos en Galileo y en Bruno, absoluta.
La representación cartesiana de la homogeneidad del universo es, pues, afín a la galileana, ya que
pretende ser la plena explicitación articulada y demostrada por razones necesarias del fundamento metafísico
subyacente a la física, pero es muy distinta de la de Giordano Bruno. En efecto, para Bruno alma y materia
(principio activo y pasivo) eran coexistentes a lo largo de la naturaleza infinita, de suerte que en todo cuerpo
y partícula corpórea estaba ínsita el alma como principio interior de movimiento. Para Descartes, alma
(pensamiento, res cogitans) y cuerpo (entendido como res extensa) son sustancias heterogéneas, disjuntas
-salvo en el hombre, el único ser en el que se encuentran unidas- y existen separadamente, no se necesitan
recíprocamente.
La extensión o materia carece, por tanto, de un principio activo interno y por eso no puede alterar su estado
de reposo o movimiento por sí misma, sino que éste sólo es alterado por el choque con otra porción de
materia (primera ley del movimiento). Esto implica también que en el ámbito de la res extensa no hay fines
(causalidad teleológica), sino una mera causalidad eficiente, la acción mecánica de unos cuerpos sobre
otros. La física es, pues, una física matemática y mecanicista. Y el conjunto del universo físico no es un
organismo vivo dotado de un alma e inteligencia internas (con sensibilidad, simpatías y antipatías,
afinidades, virtudes latentes, etcétera), sino una máquina como las construidas por el hombre.
Descartes fundamentaba, pues, la nueva física matemática en una ontología (a su vez conexa a una
teología) que estaba en total ruptura con la ontología bruniana y la ontología aristotélica (ambas atribuían a la
materia un principio interior de movimiento, una capacidad de modificar espontáneamente su estado). De esta
manera, la nueva ciencia y su programa, el programa mecanicista, venían a romper drásticamente con la
tradición intelectual europea y sellaban la superioridad de los modernos sobre la Antigüedad.
Descartes expone su física en Le monde (un tratado cuya publicación no considerará oportuna por la condena
de Galileo en 1633; se publicará postumamente en 1664, dividido en dos partes: Le monde y L'homme), sin su
fundamento metafísico. En 1637 presentará un resumen de la misma en la quinta parte del Discurso del
método, cuya cuarta parte presentaba la metafísica, que expondría de una forma más completa en 1641 en
las Meditaciones metafísicas. Los Principios de la filosofía de 1644 ofrecerían, finalmente, una exposición
unitaria del sistema.
No puedo perdonar a Descartes: él hubiera querido, en toda su filosofía, prescindir de Dios; pero no ha podido evitar, para poner
el mundo en movimiento, hacer que le diese un papirotazo; después de esto ya no necesita a Dios para nada.
4. El animal máquina
Para obtener una idea completa del modelo mecanicista cartesiano, hemos de tener presente que
afectaba a la totalidad de lo existente con la única exclusión de las mentes (res cogitans). Por tanto, la
totalidad de los cuerpos y organismos, por muy complejos que sean, se explican, según el modelo, como
materia en interacción recíproca de acuerdo con las leyes del movimiento.
Esto significa que la biología no es más que una rama de la física, que aplica el esquema mecanicista y
explica la estructura y funcionamiento de todos los organismos (incluyendo el cuerpo humano) como
máquinas (comparables, si bien más complejas, a los artefactos construidos por el hombre). Al igual que
en el resto de la naturaleza, tampoco en los animales y en el cuerpo humano existe ningún principio
interno activo (alma vegetativa o sensible, etcétera), sino que todas sus acciones responden al choque e
impacto de partículas sobre los distintos órganos.
La libertad no existe, pues, en la naturaleza, donde todo está presidido por la necesidad mecánica de las
leyes del movimiento. Los animales, pues, ni tienen sensibilidad, ni sufren; la libertad solamente se
plantea en el reino del espíritu, en la sustancia pensante. El programa cartesiano debió enfrentarse enseguida
a las dificultades de esta reducción mecánica de los seres vivos, y en el hombre -la única criatura conocida en
la que se presentaba una unión de las sustancias pensante y extensa- tuvo que afrontar, además, todos los
problemas emanados de la interacción recíproca de dos sustancias o de dos componentes tan heterogéneos.
4. Isaac Newton
Con Newton (1642-1727) la revolución científica iniciada con Copérnico llega a su conclusión. El autor
inglés aportó el paradigma o núcleo teórico que iba a encauzar la investigación científica hasta comienzos
del siglo XX. El siglo XVII asistió a su expansión por Europa en sustitución del mecanicismo cartesiano
dominante.
Se suele caracterizar la obra de Newton como una síntesis de las diferentes líneas de ruptura abiertas
desde comienzos de siglo en la explicación de los fenómenos naturales: física sublunar matemática galileana,
física celeste kepleriana, atomismo gassendista, mecanicismo cartesiano. Ello es cierto, siempre que no se
entienda dicha síntesis como un simple eclecticismo carente de genio propio y a condición de tener presente el
papel jugado por concepciones filosóficas, como el platonismo que conoció en Cambridge, e incluso teológicas,
las cuales contribuyeron decisivamente a forjar su dinámica universal según un esquema que superaba el
mecanicismo contemporáneo. La síntesis newtoniana, por su formulación conceptual básica y su desarrollo
matemático, es una obra genial, de unificación teórica de desarrollos dispersos en una única disciplina científica: la
mecánica.
1. La gravitación universal
La síntesis newtoniana es la unión de la física matemática sublunar galileana y la dinámica celeste kepleriana:
explica la caída de los graves, descrita matemáticamente por Galileo en una ley precisa que dejaba abierta la
cuestión de la causa; explica, asimismo, las leyes keplerianas del movimiento planetario (que planteaban el
problema de la acción dinámica del Sol en relación con la distancia) como manifestaciones de una misma
fuerza centrípeta, constante, de atracción que hace caer a la piedra sobre la Tierra y a los planetas sobre el Sol,
desviándolos de su trayectoria inercial rectilínea y causando los cambios de velocidad en función de la distancia.
Esta fuerza era universal, extendida por todo el universo, y era la manifestación más patente de la
homogeneidad de la naturaleza y de su legalidad. Por ella todas las masas del universo (átomos y cuerpos
compuestos) están en una interacción constante y se atraen recíprocamente con una fuerza que es
directamente proporcional al producto de las mismas e inversamente proporcional al cuadrado de su distancia.
El resultado más importante de los Principia era que Newton conseguía, mediante la formulación matemática del
ejercicio de dicha fuerza en la ley de atracción universal, dar una explicación unitaria, cuantitativamente precisa y
acorde con los datos de la observación, de multitud de fenómenos, desde la caída de los graves y las órbitas
planetarias a las mareas (como efecto de la acción combinada del Sol y la Luna sobre la masa oceánica) y las
órbitas de los cometas.
No es casual que la revolución científica del siglo XVII, por la que se destruye totalmente la concepción
aristotélica del universo y se elabora la ciencia moderna de la naturaleza, coincida con una refundación de la
filosofía. No se trata únicamente de que aristotelismo y escolástica caigan en el descrédito ante los nuevos
intelectuales, ajenos en su gran mayoría a la universidad; es que, además, la nueva ciencia de la naturaleza
presupone unos principios sobre el ser (la materia), el movimiento y la causalidad que resultan incompatibles
con el aristotelismo y requieren una nueva filosofía. De ahí que con gran frecuencia los formuladores de la
nueva filosofía sean los protagonistas de la revolución científica (caso de Descartes y Leibniz) o al menos
estén perfectamente al corriente de la nueva física (Spinoza, Hobbes, Locke).
La filosofía del siglo XVII enuncia ya claramente los principios del pensamiento burgués que se
consolidarán en el siglo XVIII: racionalismo individualista, atención a la experiencia, libertad de conciencia,
crítica del entusiasmo y dogmatismo religiosos, teoría contractualista del Estado. El hombre comienza su
emancipación de la tutela teológica en una mentalidad cada vez más secularizada e inmanente al mundo
conocido y dominado por la nueva ciencia.
En lugar del gran número de preceptos de que está compuesta la lógica, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes
con tal de que tomase la firme y constante resolución de no incumplir ni una sola vez su observancia. El primero consistía en no
admitir cosa alguna como verdadera si no se la había conocido evidentemente como tal. Es decir, con todo cuidado debía evitar la
precipitación y la prevención, admitiendo exclusivamente en mis juicios aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi
espíritu que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda. El segundo exigía que dividiese cada una de las dificultades a
examinar en tantas parcelas como fuese posible y necesario para resolverlas más fácilmente. El tercero requería conducir por orden
mis reflexiones comenzando por los objetos más simples y más fácilmente cognoscibles, para ascender poco a poco,
gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos y suponiendo también orden entre aquellos que no se preceden
naturalmente los unos a los otros. Según el último de estos preceptos, debería siempre realizar recuentos tan completos y
revisiones tan amplias que pudiera estar seguro de no omitr nada.
DESCARTES, Discurso del método (1637), parte segunda
Como posteriormente dirá en los Principios de la filosofía de 1644, «dado que hemos sido niños antes de
ser adultos» y, por ello, no hemos ejercido siempre nuestra razón ni siempre correctamente, admitiendo
como verdaderas cosas que repugnan a la misma, «es preciso, al menos una vez en la vida, dudar de todas las
cosas acerca de las cuales encontrásemos la menor sospecha de falta de certeza» (I, 1). El objetivo es, por
tanto, un saber seguro, cierto, de la realidad en sí; un saber que sea verdaderamente nuestro, ordenamente
adquirido y construido por nuestra razón, en el que podamos confiar más allá de toda duda, al margen de la
observancia y adhesión externa a la religión y leyes y costumbres heredadas, pues el programa afecta «a la
contemplación de la verdad», en la medida en que ésta es accesible a la razón humana.
Advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese
alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que todas las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo alguno como el
primer principio de la filosofía que yo indagaba.
Descartes, Discurso del método (1637), parte cuarta
3. La res cogitans, Dios y la recuperación del mundo exterior como res
extensa
La evidencia de la existencia personal cuando se piensa es la primera verdad y el modelo de certeza para la
afirmación de las verdades que consiguientemente puedan presentarse: «juzgué que podía admitir como
regla general que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas». A partir del
cogito, ergo sum («pienso, luego soy», entendido no como un silogismo o razonamiento, sino como
captación intuitiva e inmediata de una verdad), Descartes procederá a construir su filosofía (verdadera) como
una secuencia de intuiciones evidentes.
Sé que soy -dice Descartes-, pero ¿qué soy? La respuesta es que soy un sujeto, una cosa o sustancia que
piensa (res cogitans). Se afirma de este modo la existencia de una sustancia cuyo atributo es el
pensamiento (todo aquello que es objeto de conciencia: pensar, dudar, querer, imaginar, incluso sentir). El
pensamiento es la actividad que define o indica la esencia de la sustancia. Ésta es puro pensamiento, no
sólo porque se concibe clara y distintamente como cosa pensante, sin el más mínimo de los atributos de la
sustancia corpórea (de los que no necesita para su subsistencia), sino también porque todo el ámbito de la
corporeidad está dentro del paréntesis abierto por la duda: «el pensamiento es un atributo que me pertenece,
siendo el único que puede separarse de mí». Encontramos aquí la raíz de la radical distinción ontológica car-
tesiana entre el pensamiento y la sustancia extensa, que permitirá pensar el mundo exterior como pura
materia o extensión espacial geométricamente figurada y dotada de una cantidad de movimiento, materia
inerte sin principios activos internos que es el fundamento de la física mecanicista.
Reconozco que es imposible que Dios me engañe nunca, puesto que en todo fraude y engaño hay una especie de imperfección. Y
aunque parezca que tener el poder de engañar es señal de sutileza o potencia, sin embargo, pretender engañar es indicio cierto de
debilidad o malicia y, por tanto, es algo que no puede darse en Dios.
DESCARTES, Meditaciones metafísicas, medit. cuarta
De este modo, podemos afirmar también la realidad del mundo exterior, de la naturaleza, en los términos en
los que la concebimos de forma clara y distinta, no sólo como posible, sino como dada
independientemente de nosotros, esto es: como una res extensa, totalmente heterogénea y separada con
respecto al pensamiento, diversamente figurada, con diferentes magnitudes y movimientos (la concepción
de la res extensa que la hace susceptible de tratamiento matemático, tal como hemos visto en el tema
anterior). Por lo visto hasta aquí, la filosofía parece configurarse como un programa racionalista en el que la
razón, el sujeto humano, procediendo metódicamente, reconoce y determina lo verdadero (lo existente),
quedando Dios como una garantía sancionadora del itinerario de la razón misma. Sin embargo, existe en la
concepción cartesiana de la divinidad y de su relación con el mundo y con el hombre aspectos que modifican
esta representación y establecen la razón como finita y constituida: no absoluta, sino secundaria con res-
pecto a Dios.
5. La definición de sustancia
y el problema de la comunicación entre la res cogitans y la res extensa
En los Principios de la filosofía (I, 51), Descartes define la sustancia como «una cosa que existe en forma
tal que no tiene necesidad sino de sí misma para existir». Como él mismo señala, la definición sólo es
aplicable en propiedad a Dios, pues sólo él es independiente y existe por sí mismo; sólo él es causa sui,
pues «no hay ninguna cosa creada que pueda existir un solo instante sin ser mantenida y conservada por su
poder». La extensión del término sustancia a las criaturas -las sustancias o res pensantes y la sustancia o
res extensa- supone un uso «no unívoco», entendiendo que designa cosas que sólo necesitan el concurso de
Dios para existir, frente a los atributos o cualidades de las cosas, que sólo existen en ellas. En el uso propio,
unívoco, del concepto de sustancia se apoyará Spinoza para afirmar que sólo existe una sustancia: Dios o
la naturaleza infinita.
Además, la concepción de las sustancias pensante y extensa como recíprocamente independientes y
heterogéneas planteaba el problema de explicar su interacción e incluso su unión en el caso del hombre como
sujeto compuesto de un alma puramente espiritual y un cuerpo extenso, perfectamente comprensible en
los términos de la biología meca-niscista como una máquina. ¿Cómo puede actuar el alma inextensa sobre la
sustancia corpórea? ¿Cómo puede afectar el cuerpo a una sustancia espiritual?
Descartes dirá que, mientras la concepción clara y distinta del pensamiento y de la extensión como
sustancias separadas requiere el ejercicio del pensamiento liberado de los sentidos, la unión de ambos en el
hombre es una noción primitiva que se da a los sentidos y en la vida misma. No requiere, pues, tanto de
demostración como de experiencia. A pesar de todo, Descartes trató de dar una explicación teórica de la
interacción de las sustancias en el hombre, viendo en la glándula pineal (la epífisis situada en el cerebro) el
punto en el que el alma toma noticia y queda afectada por los movimientos corporales que hasta allí llevan
los espíritus o corpúsculos de materia sutil del sistema nervioso; a través de esa misma glándula el alma
mueve los espíritus y actúa sobre el cuerpo.
Que Descartes no solucionaba el problema, fue convicción del racionalismo filosófico que trató de desarrollar
su pensamiento y dio en este punto soluciones diversas. Malebranche (1638-1715), desde una perspectiva
espiritualista, desarrolló el ocasionalismo, como teoría general de la causalidad. No sólo no podemos
concebir cómo el espíritu actúa sobre el cuerpo y viceversa, sino que ni siquiera los cuerpos actúan
causalmente los unos sobre los otros. Para Malebranche, ninguna criatura puede ser causa de movimiento en
otra criatura. Dios es la única causa, que actúa con ocasión de la relación o contacto entre las cosas. De ahí el
nombre de ocasionalismo dado a la doctrina, en la cual se veía el punto de piedad de reconocer a Dios en ex-
clusiva la función causal: sólo Dios produce efectos de acuerdo con su omnipotencia; conceder una fuerza
real a las criaturas es divinizarlas (Malebranche se opondrá a la física de la fuerza de Leibniz y Newton) y
perseverar en el error del paganismo, que ignora la total dependencia de las cosas respecto a Dios y les
confiere un poder propio.
1. Dios o la sustancia
Spinoza asume la definición cartesiana de sustancia en su literalidad y de forma rigurosamente unívoca. Por
tanto, si sustancia es «lo que existe en forma tal que no tiene necesidad sino de sí mismo para existir»
(Descartes, Principios de la filosofía, I, 51), re-definida por Spinoza como «aquello que es en sí y se concibe
por sí, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no precisa del concepto de otra cosa» (Ética, def. III), la
sustancia será causa sui, se producirá así misma y será única, necesaria, infinita, eterna: Dios. De ahí que
«no puede darse ni concebirse sustancia alguna excepto Dios» (Ética, I, prop. 14) y «todo cuanto es, es en
Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse» (Ibidem, I, 15). La auto-producción de Dios es
simultáneamente la producción de todo lo que existe, de la naturaleza infinita, la cual es una e idéntica a Dios.
2. El determinismo universal
Así no sólo la serie o sistema infinito de los modos (natura naturatá) es necesaria como acto de la infinita
potencia de Dios y de sus atributos (natura naturanté) y no puede no ser; además, Dios mismo no puede
hacer las cosas de distinta manera de como las hace ni mejor de como las hace (de nuevo el mismo rechazo
que en Bruno de posiciones de la teología tradicional tendentes a salvar la contingencia de la creación y el
erróneo concepto de libertad de Dios como libertad de elección), sino que Dios produce las cosas
necesariamente y con la máxima perfección (Ética, I, 29 y 33).
La naturaleza es, por tanto, un sistema causal absolutamente necesario tanto en el plano de la extensión
como en el del pensamiento (la mente es también un «autómata espiritual»). La presunta libertad de que
los hombres se sienten dotados no es sino una ilusión de la imaginación, resultante de la ignorancia de
las causas de las acciones que llevan a cabo.
En efecto, el hombre es una parte de la naturaleza, sometida a la misma ley que rige el todo e inmersa en
el mecanismo legal que regula el movimiento de la totalidad natural. A este desenmascaramiento del
prejuicio de la libertad y del antropocentrismo se une el desvelamiento de otros prejuicios basados en la
imaginación, es decir, en la ignorancia de la realidad de las cosas: la falsa creencia en que la naturaleza
persigue un fin, que los procesos naturales son gobernados por Dios con vistas al beneficio humano; la
errónea concepción de un bien y un mal, de una perfección e imperfección en las cosas mismas, cuando en
realidad todas las cosas y obras de la naturaleza son perfectas y necesarias, no siendo el bien y el mal
cosas reales, sino entes de razón o valoraciones en función de lo que nos beneficia o perjudica
(aumenta o disminuye nuestro poder o conatus, nuestra capacidad de perseverar en el ser).
3. Leibniz
Con G.W. Leibniz (1646-1716) el racionalismo llega a su culminación con un programa que rectifica
decisivamente el cartesianismo (eliminación del dualismo metafísico, recuperación del finalismo en la
naturaleza) sin caer en el spinozismo. A la indiferencia de Descartes frente a la historia y el pensamiento
anterior, valorado como un conjunto de errores, Leibniz opone un genuino interés por ese pensamiento,
desde la Antigüedad hasta la escolástica reciente y el pensamiento naturalista del Renacimiento.
1. Las mónadas
Para Leibniz la sustancia no es única, no es tan sólo Dios, sino que existe una infinitud de sustancias finitas,
constituyentes del universo y creadas por Dios, sustancia primera e infinita. Estas sutancias son la mónadas,
concebidas por Leibniz como átomos metafísicos, centros de fuerza y de actividad o energía, dotadas de
representación o percepción (inconsciente o consciente). Es más: cada mónada contiene o desarrolla una
representación de todo el universo, si bien desde una perspectiva propia, por lo cual no hay dos mónadas
idénticas. Aunque creadas (Leibniz utiliza el término neo-platónico de «fulguración» para indicar la
creación divina de las sustancias finitas), las mónadas son imperecederas, salvo por aniquilación divina; son
también materiales, pues con excepción de Dios toda mónada tiene un límite en su actividad de percepción y
ese límite o esa insuficiencia de representación es lo que constituye precisamente la materialidad, mayor
o menor en las diferentes sustancias finitas, que están así dispuestas en un orden gradual. Ello comporta la
eliminación del dualismo cartesiano entre pensamiento y extensión como sustancias heterogéneas e
independientes.
Por otra parte, las mónadas constituyen agregados bajo una mónada dominante. Surgen así los cuerpos, los
animales (donde la mónada dominante es el alma como principio vital) y el hombre, en quien la mónada
dominante es el alma espiritual o racional que conoce a Dios y constituye en compañía de los otros hombres
una sociedad con Dios que es la verdadera «ciudad de Dios».
Sin embargo, Leibniz sostiene que las mónadas «no tienen ventanas ni puertas», esto es, su actividad y
representación es puramente interna y autónoma: las mónadas no actúan sobre el exterior, ni padecen del
exterior, por la acción de otras mónadas. De este modo se encuentra también en Leibniz el problema que venía
caracterizando al racionalismo, de la relación entre las sustancias (mónadas) y el de la relación entre alma y
cuerpo (en su caso, en todos los compuestos, no sólo en el hombre).
Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores sirvan en común a todos los hombres, no es menos cierto que cada hombre
tiene la propiedad de su propia persona: Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno sobre ella. Podemos también afirmar
que el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus manos son también auténticamente suyos. Por eso, siempre que alguien saca alguna
cosa del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, ha puesto en esa cosa algo de su esfuerzo, le ha agregado algo que es
propio suyo; y por ello la ha convertido en propiedad suya.
JOHN LOCKE, Segundo tratado sobre el gobierno, cap. V, §26
Nadie puede hacer de un semejante un medio e instrumento para sus propios fines. Bajo la enseñanza de la
razón natural el estado de naturaleza originario no es un estado de guerra; pero la razón persuade a los
hombres de que sus derechos naturales (igualdad, libertad, propiedad) pueden quedar mejor salvaguardados
mediante el establecimiento, por contrato social entre todos, de la sociedad civil o comunidad política y de la
autoridad del Estado.
• La división de poderes
Por el pacto que constituye la sociedad civil y la autoridad estatal el hombre renuncia a su derecho a
ejecutar la ley natural y a ser juez de su propio caso, pero no renuncia al resto de sus derechos
(libertad, igualdad, propiedad; incluso «la salvaguarda de los bienes propios es la finalidad máxima y
principal que buscan los hombres al reunirse en Estados», cap. IX, §124), los cuales deben ser reconocidos
por el Estado, que debe permitir y garantizar su ejerció.
Esto significa que en la constitución del Estado se establecen dos poderes, el legislativo y el ejecutivo, bajo la
preeminencia del primero, en cuyo ejercicio participan en condiciones de libertad e igualdad,
directamente o por delegación, todos los miembros del cuerpo social (varones, propietarios; toda una serie de
cláusulas limitan la igualdad universal de los hombres). La ley emana, pues, de la voluntad de los
ciudadanos y corresponde al poder ejecutivo su aplicación; no hay un único poder soberano que establece y
ejecuta la ley. Puede así decir Locke que el Estado hobbesiano no es, como tampoco la monarquía absoluta
de derecho divino, una sociedad civil.
Resulta, pues, evidente que la monarquía absoluta, a la que ciertas personas consideran como el único gobierno del mundo, es,
en realidad, incompatible con la sociedad civil, y, por ello no puede ni siquiera considerarse como una forma de poder civil [...].
JOHN LOCKE, Segundo tratado sobre el gobierno, cap. VII, §89
El poder supremo en el Estado es el legislativo y éste reside en última instancia siempre en el pueblo, que
posee derecho de resistencia y de deposición del poder legislativo y ejecutivo cuando éstos conculcan los
derechos individuales irrenunciables. Locke enunciaba de este modo los principios de una teoría política
basada en la razón universal y en los derechos naturales (Le. racionales) de los ciudadanos, que iba a
ejercer enorme influencia en el futuro como expresión de las aspiraciones de la clase burguesa a la libertad e
igualdad políticas y a la participación en el gobierno del Estado mediante la voz de la mayoría.
• Laicismo del Estado
Dado, además, que el Estado surge para la defensa y garantía de los intereses civiles de sus miembros, la
religión queda fuera de sus fines. No sólo la fe individual es asunto que afecta exclusivamente a la
conciencia de cada uno; la misma organización de los individuos en iglesias con vistas al culto a la divinidad
queda fuera de la competencia del Estado, que es concebido rigurosamente por Locke como un Estado
laico, no confesional. El Estado deberá garantizar a los ciudadanos el ejercicio de su derecho a la libre
organización y culto religiosos, pero deberá vigilar también que ninguna sociedad religiosa, ninguna Iglesia,
se transforme en poder, capaz de suscitar discordias civiles por disputas sectarias de carácter religioso.
El Estado nunca aceptará castigar civilmente a un ciudadano en conflicto con una Iglesia. De ahí la
exigencia y el ideal de tolerancia religiosa que Locke formuló en su Epístola sobre la tolerancia de 1589 y
de la cual sólo se excluye a los intolerantes mismos, a quienes no reconozcan la libertad religiosa a los demás;
en particular, a católicos y musulmanes, que al someterse, además, a un poder ajeno al Estado costituyen
una amenaza para éste.
También excluye a los ateos, de quienes se piensa que por su negación de Dios disuelven los principios que
subyacen a la sociedad civil. Locke no aceptaba así la tesis de Bayle de la posibilidad de un «ateo virtuoso», pero
establecía el principio del Estado laico y de la libertad religiosa, tanto en el plano exterior como en el de la
conciencia interior. Con ellos, Locke formulaba teóricamente una situación de hecho, vigente en cierta medida
en la Inglaterra contemporánea, que justifica la provocadora declaración de Voltaire en las Cartas filosóficas de
1734:
Éste es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al Cielo por el camino que más le acornada [...]. Si no hubiese en
Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay
treinta, viven en paz y felices.
Cartas IV y V
En el siglo XVIII Inglaterra representará para la inteligencia europea el país de la libertad y Locke será el
abanderado de la misma y de la razón que debe presidir toda manifestación de la vida humana.
En el siglo XVIII, el proyecto ilustrado pasó de Inglaterra a Francia, por obra de Voltaire, donde coincidió con la
crisis de la sociedad y del Estado monárquico. Entonces debe hacerse cargo de la imprevista Revolución, justo
cuando se disponía, con Kant, a lograr su perfección teórica y normativa. Cuando el espíritu ¡lustrado llegó a
Alemania y se reunió con las formas sentimentales y geniales de los prerrománticos, el fruto fue una filosofía
estrictamente alemana, el idealismo. Tras el final del Imperio napoleónico, sin embargo, Alemania, a través de la
filosofía de Hegel, asumió que debía conquistar la forma moderna del Estado y perfeccionarlo.
La síntesis de las consignas ilustradas, dirigidas a la emancipación universal, con el idealismo, impulsó una
reedición del espíritu revolucionario en la obra de Marx. Al proyectar las formas de la guerra revolucionaria a la
propia estructura de la sociedad, (lucha de clases), Marx determinó la historia contemporánea. Al triunfar la
revolución marxista en Rusia (1917), su filosofía penetró en el siglo XX hasta la caída del muro de Berlín.
Todo el siglo XIX se vio amenazado por el peligro de la revolución. Por eso surgieron voces, como las de Comte,
Mili o Dilthey, que pretendían reordenar el mundo social bajo ¡a hegemonía de las formas burguesas. Sin embargo
determinados filósofos, como Schopenhauer, Kierkegaard o Nietzsche, vieron claro que se había intentado
solucionar el problema del hombre desde la potenciación de la igualdad, siendo así que el hombre era ante todo
destino individual.
Cuando hoy miramos hacia atrás, y descubrimos el complejo mundo de la filosofía de estos dos siglos, nos damos
cuenta de que la cultura europea ha desplegado una idea del hombre y de la sociedad en todas las direcciones
posibles. Entre la igualdad del siglo XVIII y la individualidad del siglo XIX no puede haber contradicción.
1. ¿Qué es la Ilustración?
1. De un orden basado en Dios a un orden basado en el hombre
Con aquella sencilla consigna, los ilustrados abrían una época histórica. Antes se había empleado muchas
veces la metáfora de la luz. Sin embargo, para la tradición anterior, la fuente de donde emergía la luz era Dios
o la divinidad. Si el hombre, mediante su esfuerzo y su fe, alcanzaba a liberarse de las cadenas de sus deseos,
de todo lo que lo unía a la tierra y al mundo de las cosas, entonces, en el último rincón de su alma, podía
recibir la luz que le llegaba desde el espíritu de Dios. Esta metáfora era tan platónica como cristiana y así
acompañó a toda la historia de Occidente.
En contraste con esta tradición, los ilustrados querían decir otra cosa. La luz que recibía el hombre no
procedía de una divinidad, sino del propio trabajo y esfuerzo del hombre. Era el propio hombre el que
proyectaba luz a su alrededor, con su trabajo, con su esfuerzo constante, con la mejora permanente de su
atención, de su mirada, de su crítica. En el fondo se trataba de una fe del hombre en sí mismo, como si el
hombre hubiera tenido que creer en Dios mientras se hacía mayor de edad -como nosotros creemos en
nuestros padres hasta que somos mayores-, y una vez maduro, tuviera que emprender su vida por sí mismo.
A finales del siglo XVII ya estaba claro que la ciencia de Newton era una construcción muy estable,
aceptada por todos, y Locke había mostrado que la filosofía era fruto de las operaciones del espíritu
humano, elaborando las impresiones más sencillas en complejos sistemas de ideas.
Estas dos grandes construcciones, una científica y otra filosófica, habían ganado suficiente aceptación en
toda Europa como para convencer a los mejores hombres de que aquél era el camino para ordenar el
mundo. En estas dos grandes hazañas el hombre de primeros del siglo XVIII encontró el punto de apoyo para
creer en sí mismo. Esas fueron las palancas de la nueva fe.
• La Revolución americana
Los puritanos escoceses, alemanes, holandeses o franceses, que habían formado sectas, casi siempre
perdedoras en las grandes luchas religiosas del siglo XVII, sólo conocieron una vía de expansión y de libertad:
la emigración a América. Allí crearon comunidades basadas en el trabajo libre, en la explotación racional de
los recursos, en la igualdad de creencias religiosas, en la homogeneidad de riqueza y de estatuto social. De
hecho, tenían plena conciencia de su condición de elegidos de Dios y veían con naturalidad fenómenos
como la esclavitud o la desigualdad fuera de su comunidad.
El caso es que cuando, un siglo más tarde de sus principales asentamientos, hacia 1768, el Parlamento de
Londres comenzó a tomar medidas económicas contra ellos, comprendieron que la cámara londinense no era
superior a su propio Parlamento y exigieron al rey que se mantuviera neutral entre los Parlamentos, puesto
que el soberano lo era de todos por igual. El rey prefirió dar la razón al Parlamento de Londres y entonces
los Parlamentos de las colonias americanas consideraron roto el juramento de fidelidad al monarca.
Tras la separación de la corona británica, la vida social de las colonias americanas siguió exactamente
igual. Cierto que ahora las colonias americanas se representaban soberanas y libres, y en este sentido
cumplían la consigna de la Ilustración: no depender de nadie, superar la minoría de edad. Tenían resuelto el
problema social, en la medida en que eran comunidades muy recientes y bastante igualitarias por aquel
entonces. Allí, los principios de libertad, igualdad y fraternidad significaban mucho, entre otras cosas porque
la unidad religiosa era muy fuerte. Pero la democracia interna de estas comunidades guardaba mucho del
espíritu restrictivo de las sectas de origen.
• La Revolución francesa
En Francia, como en toda Europa, existían muchos siglos de feudalismo, que producían una profunda
desigualdad económica, social y cultural. La monarquía francesa, como antes la española, se había
convertido en una fuerza extraordinariamente poderosa que había arruinado al país en continuas luchas por
dominar Europa. París era una ciudad inmensa donde la corte reunía todo el lujo imaginable, en perfecto
contraste con la miseria de las capas más humildes de la población. Las desigualdades sociales impedían que
germinase el espíritu de fraternidad que toda religión pretende y que, según la fe católica, debía alcanzar a
todos, y no a una pequeña secta, como había sucedido con las comunidades americanas.
En resumen, mientras que América tenía una vida social ordenada, sobre la cual organizar una política
moderada, Francia sufría una vida social caótica. Mientras que las élites americanas querían, ante todo,
mantener una ciudadanía homogénea, las élites francesas exigían una política racional que eliminara el caos
social y organizara la vida de la sociedad entera. Mientras que en América el Estado se limitaba a poner de
acuerdo los diferentes parlamentos, en Francia el Estado, en las manos del rey, era muy poderoso, ahogaba a la
sociedad con impuestos, intervenía sobre un territorio muy unificado, y se esperaba de él que regulara la vida de
todos los hombres.
La previsión sensata había sido la de una Ilustración paulatina, progresiva; pero el presente puso ante los espíritus
ilustrados una situación revolucionaria, para la que no estaban preparados. El antiguo Estado omnipotente se
hundió y el vacío debía ser llenado revolucionariamente. La razón debía ir por grados, paso a paso. La
Revolución, por el contrario, no podía esperar. De esta forma se le exigió a la razón ilustrada algo imposible, para
ella misma insensato. Por mucho que los fines de la Ilustración fueran las consignas de la Revolución, ésta no
era el escenario previsto por la propia Ilustración.
El teatro que la Ilustración hubiera querido para sí era el del progreso constante. Este cambio de escenario
significó a la larga el fracaso momentáneo de la Ilustración. La razón, que debía permitir la cooperación
humana, se convirtió en soberano político que impuso órdenes autoritarias. Si Luis XIV se había visto
como imitador de Dios, como señor omnipotente, la razón revolucionaria se vio a sí misma como
legisladora omnipotente. Para conseguir sus fines no podía reparar en medios. Así se alteraron todos los
supuestos ilustrados. De creer en el progreso cada vez mejor, se creyó en la perfección. De creer en el
público, se creyó en el conciliábulo, en el club, en la tumultuosa asamblea, en la secta política. La razón quería
de repente la igualdad, la justicia, la libertad y la fraternidad perfectas no para un futuro dorado, sino para el
presente. No admitió demoras. Progresar lentamente parecía un fraude. La paciencia de repente se
convirtió en cobardía.
La pretensión de la Revolución fue la de la omnipotencia. El orden social entero podía ser construido desde la
nada, como si la razón política fuese el mismo Dios en los días de la creación. Los decretos de la Asamblea, o
del Comité revolucionario, podían ser como la palabra creadora. Los hombres, que habían vivido en la
injusticia, en la miseria, la incultura, el odio, la opresión, podrían de repente hacer las obras de la virtud. La
retirada de los obstáculos institucionales se confundió con la retirada de los obstáculos humanos, esos que
anidaban en cada uno de los hombres, envueltos en sus pasiones, en sus deseos, en sus ambiciones y afanes.
Toda esa realidad se transformaba mágicamente, porque los líderes revolucionarios hablaban por boca de la diosa
razón.
De esta manera, la pretensión de la razón política de ser absoluta acabó transformándola en absoluta sinrazón.
La Revolución ni supo, ni quiso ni pudo dejar de considerar el Estado como absoluto, al igual que antes lo
hicieran los reyes. Incapaz de imitar el modelo inglés y americano, como al principio era su deseo, Francia se
entregó a un radicalismo semejante al radicalismo teológico del siglo XVI. Como éste, la Revolución
generó una lucha civil en Francia y una guerra internacional en toda Europa. Una vez más, se vio que cuando la
razón se torna fanatismo de principios, de dogmas, de imposiciones autoritarias, entonces, no une a los
hombres, sino que, al contrario, los separa en interpretaciones rivales y dogmáticas. La Revolución
francesa, inicialmente guiada por las consignas de la razón, generó de esta forma veinte años de guerras. Tras
ellas, la razón había retrocedido en casi todos los frentes, en el político, en el religioso, en el social, en el estético. Sin
embargo, de este período de sufrimientos debía quedar algo claro: que las exigencias de igualdad y libertad no
podían aplazarse.
• Escepticismo ilustrado
Para ser justos, la Ilustración no había apostado nunca por una concepción dogmática del mundo.
Respecto a los grandes sistemas metafísicos, como el de Leibniz o el de Spinoza, la Ilustración se mostró
en unos casos irónica, como Voltaire; en otros casos, ligera, como Diderot, o crítica, como Kant. Respecto
a lo que pudiera ser el fundamento último de la realidad casi siempre se mantuvo escéptica. La vieja
aspiración por conocer cuál era la realidad última, casi siempre obtuvo en la Ilustración una respuesta: la
realidad no era sino materia en movimiento. Pero este juicio no significaba que los ilustrados creyeran
conocer cómo la materia produce la vida y la vida la mente humana. Ese enunciado materialista -la
realidad es materia en movimiento- quería más bien decir que todo lo que había era el mundo.
El materialismo ilustrado no trató de convertirse en un sistema cerrado como el de Spinoza, para deducirlo todo
desde los átomos en movimiento. Sólo los más estrechos y burdos de los espíritus ilustrados, como Helvetius o
D'Holbach fueron por ese camino, de hecho más cercano al cartesianismo de lo que parece y pronto criticado por
los más lúcidos, como Diderot o Kant. Los mejores espíritus o se mostraron escépticos respecto a la posibilidad
de conocer los componentes últimos de la realidad, o se limitaron a afirmar que el mundo era una realidad
evolutiva, sin comprometerse mucho con enunciados concretos.
Así que la Ilustración nunca fue especialmente fundamentalista. Su materialismo no era capaz de formar un
sistema. Más bien significaba que lo que hubiese de orden o desorden en el universo procedía del mismo
universo. Éste habría evolucionado desde los estados más primarios de la existencia hasta los actuales,
sin que pudiésemos describir exactamente cómo. Descartes, que había querido narrar cómo se habían
formado los mundos, desde el estado más sencillo de la materia hasta los meteoros más complicados y
hasta el hombre, había quedado desprestigiado como escritor de novelas de la naturaleza. Más seguro era
que esta evolución no había sido dirigida por un propósito, meta o inteligencia, ni dentro del universo ni fuera
de él.
Esta tesis se podía aplicar a muchos campos. En la cosmología se afirmaba que el movimiento de los átomos
podía llegar a producir galaxias enteras, pero no se exageraba el conocimiento de los pasos intermedios. En
psicología, todo se iniciaba con los sentimientos simples de dolor y placer, desde ahí se iba a las pasiones e
intereses y así se llegaba a la formación de la sociedad y el Estado, pero todos veían que estos
argumentos servían más para los pueblos más bien primitivos que para las sociedades cultas de Europa. En
el fondo, este materialismo era otra forma de ser optimista. Se creía que, dado algo simple y móvil, se
formaría un todo complejo. El movimiento de lo real tendía al orden si se partía de lo simple. Pero era difícil
conocer los extremos, lo simple o el todo. Era más seguro que el hombre estaba en medio de un devenir que no
podía controlar más que de una manera limitada.
Ni el materialismo ni el dogmatismo son responsables de aquel descarrío de la razón ilustrada, tal y como
se verificó en la política revolucionaria. Antes bien, si el materialismo quería ser sistemático, era poco
convincente.
4. Un balance: Ilustración y Revolución
La Revolución se inició con medidas radicales, pero en sí mismas esperanzadoras. Se exigió una nueva
constitución política para Francia. Se rompieron las diferencias entre nobles, burgueses y plebeyos. El
pueblo llano fue la nación y se definió como el soberano. Muchos bienes de la Iglesia fueron puestos al
servicio de ese pueblo llano. Los bienes de la nobleza tenían que legitimarse por su productividad, por el
beneficio que producían y así podían venderse y comprarse. Muchos fueron confiscados y cambiaron de
manos. Se afirmó el derecho del hombre a la igualdad, a la educación, a la propiedad, a la cultura. Nadie
podía dudar de que se trataba de una causa noble. Como dijo Kant, los hombres no quisieron ser sólo felices,
sino ser libremente felices, dignamente felices.
El entusiasmo que despertó estas actuaciones llenó de orgullo a los mejores espíritus europeos. Resultaba
claro que esas medidas eran buenas. Resultaba claro que había muchos miserables intereses en que estas
medidas no llegasen a realizarse. Resultaba claro que estos intereses de la jerarquía eclesiástica, de la
nobleza, de muchos ricos burgueses no podían considerarse buenos, nobles y prudentes. Si estos
intereses triunfaban, todo volvería a estar como antes, o peor. Así que en su afán de asegurar las grandes
conquistas de la Revolución, sus líderes se vieron a sí mismos comprometidos en una batalla definitiva que
entendieron como guerra entre el Bien y el Mal. Se hicieron fuertes en su propia certeza y se pensaron
inmersos en un combate más bien religioso que político. Pronto se atrevieron a juzgar sobre el interior
de los hombres, condenando o absolviendo por su maldad o por su bondad moral, de la misma manera que
los antiguos poderes espirituales hicieron con la bondad o la maldad religiosa.
La propia situación social y política caótica, variable e indomable determinó ese dogmatismo de los actores,
inclinados a tomar decisiones drásticas y radicales sin pestañear. Esa violenta situación, llena de riesgos e
inseguridad, reclamaba una forma de vida parecida a la de los viejos fanáticos religiosos. La Ilustración no
había querido esta situación. Pero tampoco pudo impedirla. Con la Revolución emerge ante nosotros lo
imprevisible, lo impredecible de la historia, lo que ninguna teoría puede anticipar ni dominar en su concreción.
Sin embargo, este hecho cambió la realidad social e histórica de Europa. Por primera vez las masas
sociales tuvieron acceso a la acción política y la determinaron. Alteró tanto la vida europea y mundial que
obligó a la Ilustración a transformarse profundamente, a mejorar sus estrategias de actuación en la
historia. La Revolución creó poderes nuevos, los Estados contemporáneos, que no se dejaron influir por
las consignas ilustradas en su totalidad. El siglo xix produjo los primeros intentos de esa transformación
de la Ilustración bajo el nuevo contexto de la sociedad de masas y del Estado moderno. Pero el problema
todavía sigue abierto.
2. La Ilustración francesa
1. El programa de la Enciclopedia
• La Enciclopedia
Cuando en 1751 vio la luz la primera edición del primer volumen de este gran diccionario, la época
expresaba con claridad su seguridad de que la humanidad había producido el suficiente saber como para
ordenarlo, distribuirlo masivamente y promover su uso por todos los rincones de Europa. Con esta iniciativa,
la vieja república de los hombres de letras, los estrechos círculos de intelectuales, aspiraba a convertirse en
guía de la renovación y del progreso social. Se recogía así una cosecha que se venía produciendo desde el
Renacimiento.
Los editores de la obra, los filósofos Diderot y D'Alembert, eran muy conscientes de la continuidad histórica
que se acumulaba ya a lo largo de dos siglos y que ahora pasaba a ser su patrimonio. Pero no se propusieron
únicamente transmitir en libros el saber de otros libros. Al contrario: en las páginas de esta obra, además de
todas las palabras importantes para la cultura, las ciencias, las artes, además de todos los saberes y ciencias,
debían publicarse todas las máquinas realizadas por el hombre, todos los inventos, las técnicas, los artefactos.
Sólo los siete primeros volúmenes conformaban un diccionario normal, en el que colaboraban los más im-
portantes hombres de letras y ciencias, ofreciendo cada uno el estado actual de una disciplina o de una
temática. El resto de volúmenes se dedicaban a grabados y dibujos de todos los útiles para promover
actividades económicas y productivas. Finalmente, la Enciclopedia no era un libro resumen de otros libros,
sino un legado de experiencias de todo tipo. Se olvida que el título completo era Diccionario razonado de las
ciencias, de las artes y de los oficios.
La confianza más básica de Diderot era ésta: que una buena comprensión de la filosofía experimental, sin
dogmas ni prejuicios, permitiría al hombre acompañar, intervenir, conocer y acomodarse a los cambios de la
realidad. Esta forma de conocer no podía producir sistemas autoritarios, ni podría permitir grandes
diferencias entre los hombres. Esta ciencia o filosofía experimental no era la que existía en la época. En
universidades y escuelas se impartían conocimientos inútiles, abstractos, aprendidos meramente en los libros,
accesibles sólo a unos pocos y éstos casi siempre obedientes a sus profesores autoritarios y dogmáticos.
Cuando Rousseau estudió el efecto real de los sistemas científicos vigentes en su tiempo, no pudo sino
concluir que más bien tenían efectos negativos que positivos sobre la sociedad. Éste era el origen de su
pesimismo, tal y como lo reflejó en el Discurso sobre las artes y las letras.
Es una ironía que justo en el mismo momento en que se editaba la Enciclopedia, que pretendía ser el esfuerzo
más importante del siglo por asegurar las ciencias y las artes, Rousseau escriba este discurso, donde pone en
duda que ambas cosas, ciencias y ar tes, sirvan para liberar al hombre de la opresión y de la infelicidad. La
ironía es mayor, porque el propio Rousseau era un autor de la Enciclopedia y colaboró con algunos artículos
importantes. Rousseau desprecia en este ensayo todo aquello que busca presentándose al premio: la fama literaria
y la vanidad de destacar entre los hombres de ciencia. Todo ello, sin embargo, le produjo su escrito, que
habría de darle notoriedad en el mundo entero.
¿Hay algún medio de escapar a estas contradicciones? Rousseau es así, contradictorio. Pero, a pesar de ello,
podemos identificar su posición más propia, la que sostiene todo su pensamiento. Podemos decir que hay en
Rousseau dos elementos centrales: su profundo ascendente calvinista y su formación en la lectura del autor
griego Plutarco.
El primer elemento le lleva a considerar las ciencias y las artes de todos los tiempos y países como
ejercicios de la curiosidad que llevó al hombre a salir del Paraíso. En este sentido son obra de la debilidad
humana, del orgullo, de la voluntad de destacar, de hacerse igual a Dios. Así, los vicios humanos son los
verdaderos motores de las ciencias: la ambición y la mentira generaron la elocuencia del orador; la
avaricia del comerciante produjo la aritmética; la superstición produjo la astronomía, etcétera. Rousseau
habla como un moralista, pero en el fondo su lenguaje es una reproducción del lenguaje religioso que en
otro tiempo lanzó Lulero contra la ciencia y la razón. Para esta vieja tradición, la ignorancia era el estado
que la sabiduría divina había previsto para el hombre.
Pero si las ciencias y las artes eran fruto de la vanidad y del orgullo, ¿con qué llenarían los hombres su vida?
Aquí interviene el segundo elemento de Rousseau, su lectura de los grandes hombres de la Antigüedad,
según los pintó Plutarco en sus Vidas paralelas. Ante él pasan ahora los grandes hombres de Esparta, de
Persia, de la antigua Roma, los grandes forjadores de Estados, rudos, primitivos, sencillos, patriotas, virtuosos,
austeros y ascetas, creadores de orden político que mantienen con rigor, con leyes estrictas. Estos hombres
odiaban el lujo, la vanidad, el engaño, la doblez. En la idealización de Rousseau, estos hombres eran
generosos al sacrificarse por la humanidad, al defender la libertad de su patria, al derramar su sangre en el
combate por sus hijos, al honrar a los dioses de su polis.
Si mezclamos los dos elementos, tenemos entonces la tesis más básica de Rousseau: la vida entregada a las
artes y las ciencias no es sino la falsa libertad que los poderosos conceden a los hombres para que éstos no
sientan lo que realmente son: esclavos de un orden político despótico. Las flores de la ciencia cubren las
cadenas de los hombres hasta hacer de ellos esclavos dichosos. Con esto ya vemos la propuesta final: si los
hombres desprecian las artes y las ciencias pronto empezarán a pensar en su esclavitud política, valorarán las
virtudes democráticas y republicanas de los antiguos griegos y romanos, y aspirarán a reformar sus actuales
Estados, a destruir la desigualdad humana sobre la que se basan y a fundar una verdadera igualdad
entre los hombres.
La desigualdad humana
Éste era el tema de un segundo discurso, también premiado, que llevaba por título Sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres. De hecho, el tema más básico de este libro era el
derecho natural, esto es, la definición de aquella vida a la que los hombres tienen derecho por
naturaleza, por el hecho de ser hombres. Curiosamente, Rousseau, en este momento de su vida, que acaba de
recobrar la ciudadanía de Ginebra, su ciudad de origen, cree que aquí, en la democracia ginebrina, se da la
síntesis de las virtudes cristianas (sinceridad, austeridad, amor al trabajo) y de las viejas virtudes patrióticas
(libertad, igualdad ante la ley, espíritu de sacrificio y valor militar para defender la independencia de la
República). En la reflexión sobre las instituciones de Ginebra comienza su andadura como escritor político,
que había de llevarle a su gran obra: El contrato social.
• La democracia, estado natural de la humanidad
Una premisa escondida domina todo el texto de Rousseau: que la democracia es el estado natural del
hombre. Esto significa que la ley natural, que reconoce la igualdad moral y política de todos los hombres,
impone la democracia. El enigma es cómo el pueblo, en principio más fuerte, se esclaviza a unos pocos. El
problema que hay que estudiar es éste: ¿cómo seres iguales acaban reconociendo que unos manden y otros
obedezcan? ¿Cómo la igualdad primitiva dio paso a una desigualdad antinatural? Si el hombre natural es un
ser entregado a su instinto de conservación y dotado de un sentido de compasión por el dolor ajeno, si la
mezcla de estos instintos garantiza que el hombre sea por naturaleza un ser independiente y pacífico, ¿cómo se
convierte en un ser gregario, sociable, dependiente, violento, esclavizado?
Rousseau tiene que explicar la diferencia entre el hombre natural y el hombre civilizado actual por un
instinto diferente del de conservación y del de compasión. Este instinto es la perfectibilidad. En la soledad
del hombre natural, perdido en su bosque, la perfección que un individuo puede adquirir muere con él. Es
preciso, por tanto, que se den otras circunstancias externas para que consoliden una perfección, un
cambio. Por este hecho el hombre saldría de su estado natural y comenzaría su historia, fundaría la
sociedad, las relaciones de dependencia y todos los fenómenos conocidos: la desgracia, la violencia, la
insatisfacción, la vanidad, el lujo.
Rousseau es muy consciente de que propone una conjetura. De hecho, es una conjetura infundada. Entre su
hombre natural y la explicación que nos va a dar, hay una especie de abismo. Uno no se explica bien cómo
un hombre tan individualista puede, de repente, hacer lo que Rousseau dice que hizo: cercar un terreno,
afirmar que es suyo y encontrar otros hombres que lo crean y respeten su cercado. Uno no ve cómo, si el
hombre originario no tenía necesidad de nada, iba a ocurrírsele hacer justo esto. En realidad, cuando
seguimos leyendo, nos damos cuenta de que, antes de la propiedad, tuvo que producirse una institución,
la familia, y que con ella tuvo que introducirse la estabilidad de relaciones humanas y, finalmente, la
agricultura y la tecnología de los minerales.
Sólo entonces se desplegó algo fundamental: la división del trabajo. De hecho, Rousseau, más
sensatamente, funda luego el derecho de propiedad a la tierra en el continuo trabajo sobre ella. Los más hábiles
o fuertes, los más afortunados, o los que poseen mejores aperos, acaban produciendo más frutos. Al
multiplicarse la desigualdad natural por la desigualdad técnica, se desplegó una desigualdad social. Así, el
trabajo es la forma de perfectibilidad humana que produce la desigualdad social. Como en los viejos relatos
bíblicos, el trabajo es así una condena y una maldición.
La inseguridad de la vida entre propietarios ricos y pobres fue creciendo al compás de sus diferencias. Unos
querían defender lo que tenían con la fuerza, otros querían tomarse lo que necesitaban también con
violencia. Así que caían en luchas continuas. Esas luchas eran aprovechadas por otras comunidades
extranjeras para dominar a las dos partes. Así cree Rousseau que se formaron los Estados: para pacificar
las luchas internas, para defenderse de los extranjeros.
Pues en lugar de fundarse sobre la igualdad natural, sobre el derecho natural a la vida y a la libertad, los
Estados se fundaron sin eliminar el derecho meramente convencional de la propiedad, que estaba en el
origen de la misma guerra y violencia que ahora se quería superar. Los hombres se sometieron a los poderosos
para conservar la vida y sus bienes, entregando la igualdad y la libertad. Rousseau admira la fundación del
Estado de Esparta porque los espartanos supieron anular las diferencias de propiedad y edificar sus
instituciones sobre la igualdad.
La historia del hombre no había cesado de aumentar la desigualdad. Quien no pudo aspirar a ocupar el
lugar del más poderoso, aspiró a someter al que tenía a su lado. Así, todos los hombres encontraron en la
opresión que ejercían una compensación de la aún mayor que padecían. Así, toda la sociedad fue
multiplicando sus jerarquías, acumulando poder en un extremo y esclavitud en otro. Resultaba evidente
para él que todo el edificio se caería y que las sociedades se entregarían a revoluciones que no pueden
dominarse.
De esta forma, llegamos a la misma idea del escrito anterior: que el progreso de la humanidad, el aumento de
la ciencia, de la civilización, del espíritu, si se mira bien, no es sino el progreso de la inmoralidad, del
lujo, de la opresión, de la vanidad, del caos. Pero se decía algo más: que el derecho natural del hombre a la
libertad y la igualdad estaba por encima del derecho a la propiedad y que, por eso mismo, todos los
Estados actuales eran ilegítimos y no tenían derecho a existir. Cuando en 1794 los revolucionarios
franceses transporten el cadáver de Rousseau a París no harán sino reconocer que sus teorías habrían inspira-
do la Revolución.
• El contrato social y el nuevo Estado
En El contrato social, Rousseau explica cómo debe fundarse un Estado que esté de acuerdo con el derecho
natural. Este procedimiento es el del contrato social. Mediante este contrato, libremente, los hombres se
asocian y entre todos se dan una ley a la que se someten, de tal manera que no entreguen ni su libertad ni su
igualdad, sino a sí mismos. Esta nueva fundación democrática del Estado debía tener efectos revolucionarios
sobre los Estados y las sociedades existentes, sobre las Monarquías antiguas y el feudalismo. Pero con esta
tesis, Rousseau está dando entrada a una serie de cuestiones tremendamente importantes. De sus ambigüedades
surge buena parte de los problemas políticos modernos.
Debemos partir de la paradoja: ¿cómo es posible que se me dé libremente una ley y la obedezca de tal forma
que no pierda nada de mi libertad? Si me doy una ley a la que tengo que obedecer en el futuro, más bien
parece que libremente me estoy quitando la libertad. Para salir del paso, Rousseau distingue dos formas de
libertad: la natural, que es la que disfruto antes de entrar en el contrato social y que no tiene otra regla que mi
ambición, mi capricho o mi interés, y la libertad civil, que es la que obtengo del propio Estado fundado
por mí a través del contrato social, y que tiene como regla la ley de ese mismo Estado.
Ahora bien, imaginemos que alguien firma el contrato social, forma parte de la comunidad (a la que
Rousseau llama voluntad general) y luego no quiere seguir la regla que él mismo ha conformado. ¿Quién
vence, la libertad natural o la libertad civil? Rousseau dice que, desde luego, la libertad civil. Así que el
cuerpo político entero obligará al individuo a actuar como se había comprometido. Rousseau dice que la
voluntad general obligará al ciudadano a cumplir la ley. A esta disposición a cumplir voluntariamente la ley,
Rousseau la llama libertad moral. Esta libertad dependía de la convicción de que seguir el contrato es mejor
que seguir la inclinación, el interés o el capricho propio.
El peligro de esta tesis es que el cuerpo político, la voluntad general, puede juzgar sobre la moralidad de cada
uno. Quien se niega a cumplir la ley quizá pueda tener un motivo razonable. Es más: puede reconocer
que la cumple porque no tiene más remedio, pero que no está de acuerdo con ella. Este desprecio moral puede
llevar al Estado a señalar al ciudadano que se le opone y, llegado el caso, a tratarlo injustamente. De hecho,
cuando la Revolución francesa guillotine a muchos hombres moderados y sensatos, que se oponían a las
leyes del Directorio, invocará que merecían la muerte porque no eran moralmente dignos.
La ambigüedad no era menor con el asunto de la igualdad. Rousseau era radical: mediante el contrato social,
cada uno entregaba todos sus derechos a la comunidad, se daba por entero a ella. Así, todas las desigualdades
entre los hombres se disolvían: todos sus bienes pasaban al Estado. Naturalmente, el Estado le devolvía a los
hombres una propiedad ya legitimada por el reconocimiento de la voluntad general. Todo esto es muy
ambiguo, como se ve, porque Rousseau no contesta de una forma clara esta pregunta: si el hombre, en el
contrato, daba toda su propiedad al Estado y luego recibía del Estado la misma propiedad legitimada, ¿qué
cambia con el contrato? Si es así, los hombres desiguales tampoco serán iguales después del contrato. Y si
reciben unos menos y otros más, para así quedar iguales, ¿cómo se realiza esta redistribución de la
propiedad?
Rousseau afirmaba que «el Estado es dueño de todos los bienes en virtud del contrato social». Pero, por otra
parte, decía que el hombre da al Estado la posesión de sus bienes y recibe de él la propiedad legítima de los
mismos. Así que, lejos de despojar a los particulares de sus bienes, el Estado parecía asegurarles en su
propiedad, ahora considerada legítima por la voluntad general. ¿Pero qué pasaba si la voluntad común
reconocía como propiedad menos de lo que el hombre poseía antes del contrato? Rousseau reconocía que el
derecho del particular estaba subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos.
Desde este punto de vista, cuando los revolucionarios franceses apliquen el contrato social, unos, los más
moderados, pensarán que el Estado debe garantizar la propiedad como un derecho sagrado; mientras que
otros, los más radicales, creerán que el Estado, como propietario último de la tierra y de los bienes, tiene
derecho a fundar nuevas formas de propiedad, a distribuir la tierra, a fijar los precios, y a muchas otras
intervenciones.
Así que Rousseau está en el fondo de interpretaciones totalitarias del Estado que se sienten legitimadas a
intervenir en la vida moral de los hombres, en la libertad de los individuos, y a reclamar la propiedad de
todos los bienes sociales. Quizá ésta sea una interpretación exagerada de Rousseau. Parece más bien que él
creía algo diferente: que la desigualdad económica excesiva ponía en peligro el sentido comunitario que
debe tener un Estado, si es que los hombres deben mirarse como conciudadanos, como parte de un mismo
cuerpo social. Y que para mantener ese cuerpo unido, la misma voluntad general, el mismo Estado, debería
intervenir para que las diferencias económicas no fueran escandalosas. En este sentido, el derecho del Estado
a intervenir en la vida económica de los individuos era incuestionable para él, como era normal en las polis
griegas. El Estado debía procurar que ningún ciudadano fuese tan rico como para poder comprar a otro, ni
fuese tan pobre como para dejarse vender. Este criterio apenas significa nada hoy, entre nosotros. Pero el
derecho que tiene el Estado de fijar impuestos a los más ricos para permitir que los más desfavorecidos
tengan igual acceso a los bienes del trabajo, de la cultura, de la sanidad y de la felicidad, es una conquista
incuestionable que, en cierto modo, se debe a Rousseau.
3. Hume y la Ilustración inglesa
1. La creencia en la naturaleza humana
Hume, nacido en Edimburgo en 1711, impulsó el argumento empirista de Locke a la extrema coherencia.
Pero empirismo, en manos de Hume, se transformó en otra cosa, más compleja y sutil, que podemos
llamar naturalismo. Hume no está interesado en realizar un mero ensayo sobre los límites y principios del
entendimiento humano, sino en impulsar algo más general: una ciencia sistemática de la naturaleza
humana. Así tituló su obra, escrita con apenas 23 años, Tratado de la naturaleza humana. En ella no aspiraba
sólo a construir esta ciencia del hombre, sino que, como pensaba que la naturaleza humana era el
fundamento de todas las demás ciencias, en realidad deseaba proponer un sistema completo de las ciencias.
2. Impresiones e ideas
En las primeras páginas de su obra más madura, Investigación sobre el entendimiento humano, se viene a
decir que en el hombre existen dos facultades básicas: la percepción inmediata y la reflexión. La primera
nos da impresiones diferentes, mientras que la segunda está en condiciones de diferenciar lo distinto que se
nos da en aquellas impresiones. Ahora bien, además, la reflexión está en condiciones de distiguir entre la
forma en que se nos dan las impresiones y la forma en que se nos dan las reflexiones. Las percepciones
inmediatas se dan con mucha fuerza y vivacidad, y pueden ser las sensaciones (impresiones de los
sentidos), las emociones y las pasiones. Las percepciones reflexionadas, por el contario, se nos presentan
con más suavidad. A las primeras Hume las llama impresiones, y a las segundas, ideas. Puede haber casos
dudosos, como en la fiebre, donde una idea se nos presenta con la fuerza violenta de la impresión, o en el
cansancio, donde una impresión parece tibia, como en un sueño. Pero es una diferencia de fuerza y de
vivacidad. Nada más. Es como un pie y su huella, un rostro y su imagen en el espejo. Hume dice que unas se
corresponden con las otras. En el fondo tenemos aquí el criterio estricto empirista de significado: una idea
simple significa una impresión simple. La idea de rojo significa la impresión de rojo. Si queremos enseñar
a alguien esta idea, lo exponemos a esta impresión. En este terreno no podemos pensar lo que no hayamos
sentido.
A veces es difícil decidir si Kant es el último de los ilustrados o el primero entre los idealistas. Sin embargo,
por mucho que el idealismo opere con las categorías de Kant, a todos los niveles, hay un abismo más
profundo entre el espíritu de este hombre humilde y austero y los entusiastas idealistas que intentaron
perfeccionarlo, que entre él y los anteriores ilustrados. En todo caso, Kant es mucho más que la letra de su
filosofía. En él estimamos, sobre todo, una forma de hacer filosofía rigurosa, honesta, analítica, capaz de
hacerse cargo de todos los fenómenos de la vida humana en su especificidad, sin falsas simplificaciones o
sistematizaciones, sin atajos ni prisas. Pero, en último extremo, insobornablemente comprometida con la de-
fensa de los valores irrenunciables de la dignidad humana, de la libertad y de la igualdad.
2. La razón crítica
1. En busca de la razón universal
¿Qué se había hecho de la defensa de los derechos de la humanidad? ¿Qué tenía que ver una crítica de
la razón pura con esta tarea, en sí misma destinada a hacer al hombre libre? En cierto modo, mucho.
Kant creía que el mayor derecho de la humanidad consistía en ser racional y en vivir en la verdad. Y que,
por tanto, defender un buen concepto de razón era defender el derecho básico de la humanidad. El
derecho no es un asunto de capricho, ni de sentimiento, ni de interés. Yo no tengo derecho porque diga
que tengo derecho a algo. Tengo derecho a lo que es racional. Pero si no tengo una noción de razón,
entonces el derecho es una pretensión vana, una confusión personal, una creencia ilusa que los demás
jamás reconocerán. Sólo la razón puede llevarnos a defender un verdadero derecho. Si no tenemos un
concepto de razón que sirva para todos, no tendremos un concepto de derecho que sirva para todos. Pero cada
uno no puede tener un derecho diferente a los demás, como no puede tener una razón diferente a los
demás. Kant siempre creyó que los conceptos de razón y de derecho tenían un destino común. Si el
derecho era racional, tenía que ser igual para todos. Pero, entonces, la noción de razón tenía que ser la
misma para todos.
La Crítica de la razón pura quiere conseguir justamente esto: que la razón sea la misma para todos los
hombres. Kant no quería exigir que todos los hombres pensaran lo mismo sobre todas las cosas, sino que,
pensaran lo que pensaran, pudieran comunicarlo a los demás con la finalidad de que lo comprobasen, lo
expusiesen a crítica, lo perfeccionaran. Nadie podía decir que es racional lo que él piensa si todos los demás
piensan lo contrario. Nadie puede decir que algo es su derecho a una cosa o a una acción si todos los demás
creen que no lo es. Kant quería demostrar entonces que no podemos concluir nosotros solos que una opi-
nión es racional: cualquier hombre puede y tiene derecho a intervenir en la definición de lo que es
racional.
Si la razón debía ser un derecho del hombre, de todo hombre, debía definir las formas de vivir y de actuar
que todo hombre puede llevar a cabo. En el límite, si la razón debía ser un derecho del hombre, si debía guiar
al hombre en su vida para hacerlo libre, entonces, antes que nada, debía decirle al hombre quién era él. La
razón debía dedicarse a hallar lo que es común a todo hombre en las facetas más importantes de su vida, lo
que es igual a todos los hombres. De esta manera lo entendió Kant: los hombres solamente podían ser libres si en
alguna medida eran iguales.
• La sabiduría
Cuando ponemos estas tres preguntas en relación con los derechos de la humanidad, tenemos que todo
hombre tiene derecho a conocer, a conocer su deber y cumplirlo, y por ello a esperar la felicidad
correspondiente a su actuar. En la medida en que conoce y actúa según su deber, el hombre tiene derecho a
esperar la felicidad. Si no conocemos, no podremos actuar en el mundo. Si no actuamos, no tenemos
derecho a esperar ser felices.
Las tres preguntas por tanto están muy relacionadas. Por eso Kant pensaba que la razón humana, en el fondo,
era sólo una. Cuando nos hacemos estas preguntas, en el fondo, estamos preguntándonos qué hacemos con
nuestra propia vida, con nuestra propia existencia. La razón que contesta a estas preguntas Kant la llama
sabiduría.
• El conocimiento puro
La cuestión era cómo podíamos conocer estos elementos a priori. Suponiendo que el conocimiento llegue
hasta donde ellos estén presenten, ¿cómo sabemos dónde están presentes? Kant pensó algo prudente y
sensato aquí. Puesto que todo conocimiento concreto incluye unos elementos que siempre tienen que estar
presentes para que sea posible, tenemos que poder reconocer estos elementos en todo conocimiento
concreto, pero con independencia de lo concreto que conozcamos en él. Es más, la evidencia de estos
elementos a priori tiene que ser mayor que la de cualquier otro conocimiento concreto que, en el fondo, se
basa en ellos. Así que era preciso hallar alguna forma de conocimiento que nos pusiera ante los elementos a
priori de todo conocimiento objetivo. A ese conocimiento de los elementos a priori Kant lo llamó
conocimiento puro. A los argumentos para hallarlo Kant lo llamó conocimiento transcendental. Éste
explicaba cómo era posible el conocimiento a priori.
Sin embargo, no debemos pensar que existen dos conocimientos. No debemos pensar que la pureza de ese
conocimiento consiste en que conocemos los elementos a priori aislados, solos, por sí mismos. Esta
noción de puro no es la de Kant. De hecho, los elementos a priori siempre están sepultados en el
conocimiento normal concreto, tan sepultados que a veces no reparamos en ellos ni en su necesidad. La
palabra puro hace referencia siempre a lo que se presenta en el argumento trascendental, por el cual el
filósofo, como el médico con el bisturí, separa unos de los otros. Para ello es preciso que el conocimiento se
siente en el quirófano, esté muerto o dormido, dispuesto para la observación y la disección. Ese quirófano es
el banco de la crítica de la razón pura. Lo que Kant quiere es que todo lo que tenemos por conocimiento
debe estar dispuesto a subir a este quirófano y hacer la prueba para ver si efectivamente incluye los
elementos a priori del conocimiento, o si sólo cree incluirlos como una ilusión.
La analogía del mapa del capitán Morgan y de la búsqueda del tesoro -que utilizaremos profusamente en la
páginas siguientes- ha puesto de manifestó que el conocimiento o vale para todos o no es tal. Esto significa
que es algo que cualquiera puede hacer. Si alguien viene y nos dice: «esto es verdad, pero tienes que creerme,
porque sólo yo puedo saberlo de forma directa», éste querrá tener una autoridad sobre nosotros, pero no es un
ilustrado, pues no nos deja actuar por nosotros mismos en la aventura del conocer.
• La categoría sustancia
Si la concha que tenía en mente el capitán Morgan es de esta naturaleza, difícil tengo buscar el tesoro. Quizá
hace tiempo, otra tormenta la taponó. Quizá ya no quede rastro de ella. Sólo podré llegar al tesoro si la concha
señalada es permanente en el tiempo. Kant llamaba a estos fenómenos que permanecen en el tiempo sustancias.
Y defendió que si los fenómenos no fuesen en alguna medida permanente (sustancia), sería imposible el
conocimiento.
Sólo en relación con algo permanente podemos ordenar el mundo de tal manera que sea el mismo para ti y
para mí, de la misma forma que sólo si permanece la concha que señaló Morgan podré llegar al tesoro
y hacer un camino único para los dos. Por eso, la palabra sustancia es una palabra que siempre tiene que
operar en el conocimiento. Siempre indica qué fenómeno permanente usamos como punto de referencia para
ordenar la realidad, de tal forma que ese punto de referencia sea común a varios sujetos.
A este tipo de palabras necesarias, como la de sustancia, Kant las llamó categorías. Así, la palabra
sustancia es una categoría. Espacio y tiempo también se pueden considerar así, sólo que, como vimos,
ellas eran formas de operar con el cuerpo o con la conciencia, y por eso Kant las llamaba intuiciones,
porque no podían explicarse con otras palabras. Las categorías sí pueden explicarse con otras palabras.
Pero las palabras que explican las categorías siempre acaban integrando el espacio y el tiempo, por ejemplo
la categoría extensión es lo que existe en el espacio. Las categorías siempre hacen referencia a las
intuiciones puras del espacio y del tiempo.
La palabra sustancia no es una intuición. Se explica muy fácilmente: sustancia es la existencia -externa o
interna- que permanece en el tiempo. Esta palabra no dice nada de una forma de operar de nuestro cuerpo
o de nuestra mente, sino que habla de una forma de existir la realidad -cuerpo o mente- que percibimos.
A esta realidad de los cuerpos o de las mentes que percibimos Kant la llama fenómeno. Sustancia es lo
temporalmente permanente en la existencia de los fenómenos.
• La categoría relación
Así que ya vemos que en nuestro camino del conocimiento necesitamos orientarnos según sustancias,
según causas y efectos. Pero todavía el capitán Morgan complicó más las cosas. Cuando llegamos al
árbol tenemos que identificar lo que quiso decir con esas palabras de «calavera» y «Polifemo».
Naturalmente, nuestra cultura es parecida a la del capitán Morgan y sabemos más o menos no sólo lo que
quieren decir sus palabras de forma literal, sino también sus sentidos literarios y metafóricos. Trepamos al
árbol y miramos alrededor. Esto es bien fácil: hay una peña a mi derecha pelada, redonda, que brilla en
medio de la vegetación. Sin duda, en medio de la fertilidad de la isla, esa roca es análoga a una calavera. Dos
oquedades simulan sus ojos, y otra inferior parece la boca. Está claro. Camino hacia allí. Subo hasta las
oquedades. Asciendo a la calva. Ahora debo identificar qué querrá decir Polifemo.
Tras muchos ensayos, tras muchas causas sin efecto, tras mucha desesperación pienso si Morgan no
habría utilizado de nuevo el gran árbol para orientarse. Me coloco en la oquedad derecha de la calavera y
miro al centro del árbol, como si fuera un fiel de balanza. Luego me llamo imbécil. En un viejo grabado de
época vi que el capitán Morgan era tuerto del ojo derecho. Así que sólo podía mirar desde la oquedad
izquierda. Y allí, utilizando la rama central del árbol como una flecha, en el fondo de montañas, justo arriba y
en línea recta se divisa una cuevecita. Ahora sé lo que quería decir con Polifemo: un habitante de cuevas,
de una cueva que es única en toda la sierra, que es un solo ojo. Allí debe estar el tesoro.
Lo que ha pasado en el último tramo es especialmente instructivo. Pues no sólo he tenido que identificar
sustancias, sino también causas y efectos. Si no hubiera puesto dos cosas en relación, la calavera y el árbol,
no habría encontrado la cueva de Polifemo. Lo que el capitán quería trazar con sus últimas palabras no era
una secuencia, sino una relación recíproca. Sólo se llegaría a la meta si se mantenían las tres
simultáneamente ante la vista, si se tenía en cuenta a las tres a la vez. Desde el can delabro se veía la
calavera, desde la calavera y el candelabro se veía Polifemo. Ellas definían un único espacio, un sistema de
relaciones espaciales, en el que las tres tenían su función en relación con las otras. En realidad, todas las
cosas en el espacio están así: en relación recíproca. Sólo si identificamos esta relación recíproca llegamos
realmente a conocer. No es sólo una relación recíproca, sino una interacción. Por tanto, para el conocimiento
también a veces es necesario considerar la interacción en que están las cosas. Esta relación recíprocamente
activa es una categoría y puede definirse también como lo que le sucede a las sustancias que, en un espacio da-
do, son causas y efectos al mismo tiempo.
Así que llegamos al final. Para que exista conocimiento, tenemos que emplear no sólo la categoría de
extensión, sino la categoría de sustancia, de causa de efecto, de acción recíproca. Afortunadamente, de
la misma manera que todos tenemos el mismo tipo de cuerpo que puede moverse según a derecha e
izquierda, etcétera, todos tenemos la misma imaginación, que distingue entre lo permanente, lo sucesivo y lo
simultáneo como formas de tiempo. Y, por eso, todos podemos llegar a estar de acuerdo sobre qué significa
sustancia y causa y relación recíproca.
• El deber de perfeccionarnos
La actuación según el deber de perfeccionarnos aspira a descubrir estos bienes potenciales y a desarrollarlos en
obras de máxima excelencia. Kant pensaba que estas inclinaciones se descubren fácilmente si el hombre se
deja en libertad para relacionarse y conectar con las cosas que ya han hecho otros hombres. Para eso debería
servir la educación, a la que todo el mundo tiene derecho: para tener una experiencia inicial de las acciones de
los hombres y experimentar esa alegría tan radical que se descubre cuando brilla la certeza de que uno ha
nacido especialmente para algo, de que uno se siente feliz haciendo algo concreto por lo que pueda ser
admirado, aunque sea un poquito y por unos pocos.
Nuestro deber de perfeccionarnos es el deber de educarnos. Y es el deber de prestar atención a las
acciones de los otros hombres para descubrir en alguna de ellas esa alegría de seguir nuestra inclinación. Pues
sólo si nuestra vida parte de ese dato que otros hombres nos ofrecen, estaremos en condiciones de progresar
en la esfera de acción elegida, en el trabajo socialmente apreciado. Sólo la actividad animada por aquella
alegría interna es creativa: recoge lo que los hombres han hecho, pero lo impregna de esa nota personal, de
esa expresión propia, de esa tensión interna que lo mejora y lo perfecciona. Por eso, un deber adicional
para perfeccionarnos es autoconocernos. Puesto que somos libres, puesto que nosotros somos los únicos
responsables de lo que hagamos, tenemos que conocernos en nuestras inclinaciones y disposiciones, para
que nuestro perfeccionarnos sea efectivo.
Así que éste es el primer deber en relación con nosotros mismos. El imperativo categórico decía que
actuemos de tal manera que seamos siempre fin en nosotros mismos y nunca sólo mero medio.
No decía que no fuésemos medios, que no sirvamos a otros, que sólo pensemos en ser provechosos para
nosotros mismos, sino que no fuésemos sólo meros medios. Así que debemos ser medios útiles para otros, pero
de tal manera que no perdamos nunca nuestra condición de ser fines en nosotros mismos. Ahora podemos
expresarlo de otra manera: aunque lo que hagamos sirva a otros, les sea útil, tenemos que hacerlo de tal manera
que nos perfeccionemos en cada acción en relación con el fin que nos hemos marcado. Ser medio para otros forma
parte de la estructura del deber, pues el deber regula la unidad de la especie humana, y si unos no servimos de
medio para otros, entonces no hay relación social, y si no hay relación social la unidad de la especie es como si
no existiera. Si no hay relación social seríamos como átomos cada uno pendiente de perfeccionarse, pero sin
que esa perfección sirviese para nadie excepto para nosotros mismos. La especie humana sería única, pero de
seres solitarios. Para impedir eso, existe un deber para con otros, de ser útiles para los demás.
Ahora bien, el deber para con otros no puede ser que nosotros carguemos con la responsabilidad que cada
uno tiene de perfeccionarse, educarse, mejorar en su actividad, seguir siendo libre en cada acto, definir sus
fines. Pues si el deber de cada uno fuera perfeccionar al otro, pronto ese otro dependería de nosotros, y
perdería su libertad. Así que el deber respecto de los demás es sólo servirles de medio para su
perfección. Ahora bien, no para marcarle los fines de su acción, no para ordenar sus capacidades, que es
una cosa suya sin la que no sería fin en sí. ¿Para que útiles entonces?
La vida cotidiana está llena de estas formas de conducta que generan injusticia, rabia, resentimiento y
dependencias. Así que nuestra libertad, nuestra posibilidad de ser fines en sí mismos, y la posibilidad de ser
felices, está continuamente amenazada, en la medida en que los hombres no necesariamente cumplen con su
deber. Los seres humanos somos éticamente imperfectos y por eso, si nos confiáramos exclusivamente a la ética,
pensando que todos somos muy buenos, nuestra vida sería quizá mucho peor que si desconfiamos de forma
realista de los hombres. Así que si queremos seguir teniendo nuestro proyecto de felicidad, debemos estar dis-
puestos a defenderlo con decisión contra otros.
Esta defensa decidida, que exige que alguien respete nuestro derecho a ser libres, forma parte de nuestros
deberes. Para que la defensa de ese derecho sea racional, sin embargo, debemos defender nuestra libertad de
arbitrio de tal forma que todo otro hombre pueda tener también libertad de arbitrio. Pues sólo entonces los
demás nos ayudarán en nuestra defensa. Pues si los demás prevén que yo voy a defender mi libre arbitrio de
forma tal que no les deje ser libres a ellos, no me ayudarán a su vez a mí.
Si logramos una asociación de hombres tal que quieran asegurarse de forma común su libertad y su proyecto de
felicidad cooperativa, frente a cualquiera que pretenda hacer triunfar un proyecto que les deje a ellos sin libertad, sin
educación, sin perfección propia, sin fines propios, en suma, sin dignidad ni libertad, entonces tenemos un
Estado. Dado que el hombre, por su propia libertad, continuamente puede incumplir su deber y violar las reglas de
la ética, es un deber para con nosotros mismos fundar un Estado, en el que la mayoría de los que se han hecho
proyectos de felicidad limitados, compatibles entre sí, se opongan y controlen a los que tienen proyectos opresivos,
ambiciosos, a los que por su propia inclinación desean usar a los hombres para su exclusivo provecho.
Por eso, un Estado exige que la mayor parte de los ciudadanos sean moderados en sus proyectos de
felicidad, en la cantidad de objetos de su deseo, pero muy atentos y radicales en la defensa de su libertad y de
su independencia frente a las ambiciones excesivas de los pocos. Por eso, la realidad misma del Estado
aspira a formar una sociedad igualitaria, que rebaje las pretensiones de los más ambiciosos y conceda
derechos a una vida autónoma incluso a los menos ambiciosos. Para construir un Estado no se necesita nada
más: ni pertenecer a la misma raza, o etnia, o nación o tener el mismo idioma. Se necesita sólo la decisión
de concederse iguales derechos y deberes, de defenderlos recíprocamente, de colaborar en la dignidad común
como seres libres, de cooperar recíprocamente en la felicidad de todos. Por eso, el Estado debe motivar cada
vez más a la mayor parte de los hombres a perfeccionarse y vivir libremente. En este sentido, el Estado es
pedagógico. Enseña a los hombres a canalizar su deseo de tal manera que no tenga por qué impedir la vida
de los demás.
Pero, por eso mismo, uno de los derechos fundamentales que tiene que hacerse realidad en el Estado es el de la
educación para todos, una educación igual que conceda las mismas oportunidades a los talentos de los
hombres para encontrar su felicidad y su trabajo digno y socialmente reconocido. Pero hay que pensar siempre
que la base del Estado es la unión social de los que ven en peligro su libre arbitrio por parte de los que, por
poseer en exceso, por desear en exceso, por dominar en exceso, les amenazan con no permitir una genuina
realización de la humanidad en ellos. Por eso, no puede existir una responsabilidad ética sin responsabilidad
política. No puede existir la libertad personal, sin la libertad política. El Estado no es un mal necesario, como di-
cen muchos. Es un bien parcial, pero necesario al hombre y a su libertad. Que finalmente podamos ser felices
en la tierra también depende de que sepamos defender de forma radical nuestros derechos mediante la
actuación política. Pues sólo quien tiene derechos puede sentirse sujeto de deberes.
2. El análisis de lo bello
Para defender que la creencia en la naturaleza sea sensata y racional, y para extenderla entre los hombres,
Kant propuso que reparásemos en lo que sucede cuando nos ponemos delante de una naturaleza bella, un atardecer
en el mar o un amanecer rojo entre montañas. También sirve una experiencia estética, una novela, un poema, en
el que el hombre expresa sus sentimientos. Ante todo, cuando nos vemos ante un paisaje, sentimos que hemos
abandonado el sentido habitual de la realidad: nos daría lo mismo que este paisaje no existiera en realidad,
que fuese sólo una imagen o un sueño. De hecho, lo que nos emociona es justamente eso, la imagen. Esta
imagen no nos sirve para nada, no es útil para nada, no es un medio para otra cosa. Estamos allí ante ella, porque
nos place. Sabemos que no podemos llevárnosla a casa, que no podemos apropiarnos de ella. No tenemos un
interés privado al contemplarla. Cuando sentimos que nos gusta estar allí delante, cuando nos quedamos
extasiados, como si deseásemos que no se acabara nunca de ponerse el sol, no vemos que disfrutemos porque
tengamos un deseo especial, ni una forma de ser propia y específica. Al contrario, comprendemos que todos
los que estén a nuestro alrededor se queden prendados del espectáculo. Si estamos acompañados de alguien
cercano sentimos que su felicidad aumenta la nuestra, y nos sentimos mejor porque compartimos algo que es de
todos.
Kant pensaba que aquí tenemos una razón para confiar en la naturaleza, que nos hizo seres naturales y sensibles, y
también nos hizo seres sociales. Aquí no vemos contradicción en nosotros, sino que podemos aspirar a ser felices
siendo respetuosos con nuestro deber. Allí, ante el espectáculo bello de la naturaleza, nos sentimos libres y al mismo
tiempo felices. Nos damos cuenta de que para ser felices no necesitamos dominar a nadie, sino al contrario, que nos
sentimos todavía más contentos cuando los demás también se sienten libres y felices. Por eso, Kant decía que un
hombre que es capaz de ser feliz ante las cosas bellas testimonia un carácter moral: puede ser feliz sin dominar a otro
hombre.
Pero Kant pensaba que esa felicidad común también se producía en la empresa del conocimiento, y que también
se había producido en los días de la Revolución francesa, en los que el pueblo francés entero recuperó su libertad y se
prometió darse una constitución política como marco en el que ser feliz como pueblo. Así que tenemos razones para
creer que la naturaleza es un ámbito idóneo para nuestra felicidad común, que en ella se pueden ordenar
nuestros deseos si son moderados. Para ello, teníamos que tener un sentido suficientemente amplio de placer y
una actitud general de confianza ante la vida.
Pues si nuestro sentido de placer sólo aspira a tener cosas en propiedad de las que disfrutar absolutamente en
soledad, a tener medios instrumentales y técnicos a nuestro alcance, a disponer deseos de dominio sobre la
naturaleza, como si creyésemos que ha sido mezquina con nosotros, y por eso tuviésemos que forzarla a todo,
entonces, llenos de desconfianza, y dominados por un deseo insaciable, nos llenaríamos de intranquilidad, de
desconfianza ante la realidad y ante los demás seres humanos, y no viendo en ellos sino rivales y enemigos, jamás
podríamos reposar en ese disfrute y esa paz que, como en el momento de la contemplación estética, era la
forma más concreta de felicidad.
Así que sólo si introducimos en nuestro concepto de felicidad ese momento de comunicación humana que
descubrimos en un atardecer, esa búsqueda de cosas bellas que allí experimentamos, sólo si nos abrimos a
los placeres de la amistad, de la cultura, de la belleza, en todas sus expresiones, y no solamente de forma
pasiva, sino de forma activa, tal que podamos expresar lo que realmente sentimos y nos hagamos conocer por
los demás en lo que somos, sólo entonces estaremos en condiciones de ser a la vez sociales y sensibles,
dignos y felices, diferenciados por la libertad e iguales por la felicidad.
6. ¿Qué es el hombre?
Ya hemos visto que el hombre, a través de todos estos análisis, se nos muestra como un ser extre-
madamente complejo: cuerpo y mente, conocedor e ignorante, poderoso e impotente, sociable e insociable,
confiado y egoísta, social y solitario, ético y político, medio y fin, interesado y contemplativo, digno y
feliz. De hecho, el hombre es todos estos opuestos a la vez. Por eso es esencialmente libre. Situado ante
la vida como ante un continuo cruce de caminos, ni puede seguirlos siempre todos a la vez, ni puede
prescindir de ninguno: tiene que decidir entre ellos una jerarquía y tiene que lograr que desde esa
jerarquía sea posible un equilibrio. Sabiendo que todos esos elementos son humanos, no puede
prescindir de entrada de ninguno, pero tiene que estar dispuesto a entregar en un momento dado uno de
ellos antes que otros. Y tiene que entregarlos todos por seguir siendo digno ante sus propios ojos, por se-
guir disfrutando de su estatuto de hombre que trabaja y configura su propia vida.
Pero no sólo ante sus propios ojos. También ante aquellos que se han cruzado con él en formas
cooperativas extremas, unidas por la amistad. Y luego ante aquellos que, sin conocerlos personalmente,
constituyen su mismo Estado. En todos estos ámbitos, el hombre debe dar cuenta de sus razones. Todos
estos ámbitos son en cierto modo racionales y públicos. Al intervenir en ellos, el hombre sigue
comprometido con una forma de vida que reclama de los demás colaboración, en el conocimiento o en la
decisión.
Por eso, Kant piensa quejamos el hombre debe atentar contra otro hombre, contra su libertad, su cuerpo y
su mente, su independencia y su sentido de la felicidad. El cumplimiento de su deber, que es el respeto a la
dignidad del ser humano, el alejamiento de toda forma de crueldad, de toda forma de imposición, es
incondicional. Si no cumplimos ese deber, el proyecto de síntesis de las dimensiones del hombre pierde su
sentido. Pues se pone en tela de juicio la dimensión social del hombre. Por tanto, en la jerarquía de las
dimensiones humanas, siempre domina la de fortalecer el sentido sociable, frente al sentido insociable.
Sobre esta dimensión de confianza, se pueden empezar a realizar las empresas comunes en las que el ser
humano se ha embarcado: la ciencia, la técnica, el Estado. La civilización es esa construcción de confianza
entre los seres humanos, que supone siempre la dimensión moral, la voluntad de fortalecer los
elementos de igualdad, de libertad, de sociabilidad. La libertad en todos estos ámbitos debe garantizar una
participación activa en todos ellos. Nuestro deber primero es el de no permitir que se nos excluya. Pero
también no generar exclusión.
Poner en orden todos estos ámbitos complejos, plurales, llenos de tensiones, nunca será fácil. Nunca se
encontrará una fórmula final y definitiva para decir que ahí el hombre ha llegado a su final. El ser humano
es un ser abierto a la historia y, en este sentido, al cambio. Kant pensaba que era nuestro deber lograr que
ese cambio fuese un progreso. Pero nada asegura este progreso, salvo la decisión del hombre de participar
activamente en los cambios necesarios a la vida de la historia. La secuencia del hombre sobre la tierra ni
empieza en un punto dado ni puede corregirse por decreto de nadie. Un solo acto, una revolución o una
catástrofe no nos hará mejores, ni hará nuestras sociedades más estables ni justas.
Lo único permanente es la capacidad de crítica. Esta crítica debe contemplar la realidad con objetividad,
asegurarnos en la viabilidad de la dignidad humana, discriminar las injusticias que no se pueden tolerar en
un presente dado, y encaminarnos a que otras se puedan resolver en el futuro. La crítica es la actividad
perenne en un ser que, como el hombre, está permanentemente por hacer, y que sólo se tiene a sí mismo
para orientarse en el tiempo. La crítica, finalmente, es el ejercicio supremo de la libertad y el único motivo de
nuestra esperanza. Sapere aude, atrévete a saber, para que puedas atreverte a actuar como debes, para que
puedas atreverte a lo más difícil y complicado: a esperar ser feliz entre otros hombres felices.
A la respuesta de qué es el hombre, finalmente, Kant habría contestado quizá que el hombre es el animal
crítico. Pues crisis continua es su vida en la medida en que es tiempo cada vez nuevo y distinto.
Hegel es el más constante y reflexivo de los pensadores idealistas, el que con más serenidad persigue su
reflexión sobre dimensiones del mundo cambiante tras la experiencia de la Revolución francesa. Muy cons-
ciente de que este suceso obedecía al descubrimiento básico del mundo moderno, la libertad, que alzó el
vuelo en la Reforma protestante, comprendió que frente a él no podía alzarse el espíritu alemán. Al contrario,
Alemania debía asumir que el hecho revolucionario significaba un paso más en esa senda moderna, que era
la más propia, en la medida en que impulsaba la libertad y la igualdad ante la ley como la esencia del Estado.
Más que negar este destino, como en el fondo habían hecho Fichte y Schelling, Alemania debía profundizar
en lo que verdaderamente significaba la vida del Estado, sobre todo en las condiciones de la vida del
presente, atravesadas por las diferencias sociales más profundas. De esta manera, Hegel habría de inspirar el
principio de la justicia social como razón última de la solidaridad estatal.
1. La libertad y el espíritu
• El Buho de Minerva
Wilhem Friedrich Hegel (1770-1831) era cuarenta y seis años más joven que Kant, pero sólo ocho más joven
que Fíente. Aunque coincide con Schelling en el internado de Tübingen, era cinco años más viejo que él, por lo
que los amigos de la facultad lo apodaban «el viejo». También influía en este apodo el carácter de Hegel, más
bien retraído, tímido, distante, reflexivo. Los retratos que se conservan de él, incluso de joven, lo muestran con
ojos muy abiertos, casi inexpresivos, pero con una extraña fuerza de retención, como si automáticamente
estuviese registrando lo que se abre ante sus ojos. Cuando al final de su vida lo vemos con la bata puesta en su
despacho, el cuerpo nos parece cansado, plomizo, pero los ojos siguen siendo los mismos.
Hegel dijo muchas veces que la filosofía era como la buho de Minerva, que inicia el vuelo al anochecer. Esta
frase simboliza el carácter reflexivo de la filosofía, su más íntima actitud. Pues no se dejó dominar por el
frenesí de Schelling ni de Fichte, ni siquiera de Hólderlin. Al contrario, cuanto más deprisa parecían ir sus
amigos, más se encerraba Hegel en sus papeles personales. Esos papeles de juventud forman una obra tan grande
y profunda como la publicada por todos sus amigos e inspiradores. Pero Hegel no la dio a la imprenta. La
dejó crecer lentamente. Era como la mirada del buho: registrando todo lo que se producía a su alrededor,
Hegel pasó la mitad de su vida tomando notas, asimilando, rumiando. Sólo al caer el día, cuando su vida ya había
superado el ecuador, el buho echó a volar.
Estas tres formas de reaccionar a la tensión entre la interioridad y la exterioridad han dominado la modernidad.
Son fenómenos que se pueden observar en nuestra cultura. Forman parte de nuestra historia. Por eso pueden
describirse fácilmente. A esta descripción la llama Hegel «fenomenología». De este tipo de descripciones está llena
su obra fundamental: la Fenomenología del espíritu.
3. La ética de la intención
Pero el fenómeno del alma bella tiene una forma de darse muy vigente en tiempos de Hegel y en la
nuestra: la de la ética de la intención. En efecto, el alma bella tiene que tener la certeza de que en su
interior se da la divinidad, el deber o el valor absoluto. Ante el miedo de que ninguna acción responda a ese
deber, permanece inactiva y cobarde. Así que, si no quiere disolverse como una nube en el aire, la
subjetividad puede pensar que todo lo que siente o piensa es verdadero y todo lo que haga, por el hecho de
hacerlo con plena convicción es bueno. Como se ve, estamos en el extremo opuesto al alma bella: ésta no se
atrevía a hacer nada por miedo a no cumplir el ideal. Ahora, en la medida en que se sabe guiada por la buena
intención, cree que será bueno todo lo que haga.
Naturalmente, hay aquí un paso más allá del alma bella: se ha pasado a la acción. En este sentido estamos en
el terreno de una ética. Pero el contenido de esa ética es meramente hacer lo que yo siento como bueno. Lo
que siento como bueno se convierte automáticamente en bueno, sean cuales sean las consecuencias. Con esto
ya se dice que la acción es lo de menos. Lo de más es que realizo mi buena intención. Donde antes había
una maldición general de la acción, ahora se transforma en una bendición general de mi acción. Esta
indiferencia ante los efectos de mi acción indica que el mundo me importa poco, que sólo estoy pendiente
de mi certeza subjetiva. Su lema es la máxima antigua latina que decía «Hágase la justicia y húndase el
mundo». Hegel se oponía con toda su fuerza a esta ética. Pues para él representaba la forma más baja e
inmadura de espíritu.
Naturalmente, al hombre de la ética de la intención tampoco le interesa si su acción es seguida por otros, o es
acompañada por una comunidad. De esta naturaleza puede ser la acción terrorista: el terrorista encuentra en sí
un ideal, una certeza, y no se pregunta nada más allá de que debe cumplir con ese ideal y esa certeza. Por
regla general, esta ética de la intención cree que el mundo es demasiado perverso como para preocuparse
de las consecuencias destructivas de la acción. El terrorista cree que todo lo que puede pasar es que se destruya
el mundo, pero no ve en esto un mal, sino una liberación. Cuando el mundo responda violentamente ante el
terrorista, éste siempre verá confirmada su hipótesis de la corrupción del mundo. El aumento del mal era una
coartada, que no hará sino despertar por doquier la necesidad de la acción destructora. De esta forma, el
comportamiento terrorista juzga que cuanto peor sea el mundo, mejor le irán a él las cosas y más firme será su
certeza fanática.
Esta forma de vivir es, para Hegel, una degradación de la religión cristiana. Es el regreso al momento en que
Dios ha abandonado el mundo, de tal forma que nada tiene sentido. La corrupción crece tanto que en ningún
sitio se encuentra Dios, salvo en el pecho del ideal del terrorista. Por supuesto, nadie entiende cómo de esa
violencia puede emerger un orden humano. En realidad, la ética de la convicción supone que el actor es el
último hombre y que lo único que importa es la pureza de su salvación ideal. De ahí que estos hombres
actúen como si tras ellos se abriera el exterminio del apocalipsis. Hegel, por el contrario, cree que Dios no
puede abandonar el mundo, precisamente porque existe la verdad.
4. Verdad y trabajo
En el fondo, la ética de la intención no tiene sentido alguno de la verdad. Ni se plantea este problema. Para
ella, es verdadero lo que el sujeto piensa como cierto. El hombre de la ética de la intención es un cartesiano
estrecho. Lo que siente como evidente en sí, eso es verdadero. Aquello de lo que está convencido, es lo justo.
Hegel, como se puede ver, cree que la ética de la intención confunde dos cosas extremadamente
diferentes: la certeza y la verdad. El elemento de la vida del espíritu es la certeza. Pero el verdadero espíritu
no se queda ni en la conciencia desgraciada, ni en Fausto, ni en el alma bella ni en la ética de la
intención. Él quiere investigar cuál de entre sus certezas es además verdadera. No quiere aceptar lo que piensa
sólo porque él lo piense. ¿Cuántas veces hemos estado ciertos de cosas que eran falsas? Quien busca
la verdad no cree que algo es tanto más verdadero cuanto más intensamente domine su ser entero. No
asume todo lo que inmediatamente se le presenta como cierto, ni cree que tiene derecho a hacer todo aquello
que tiene la certeza de que es su derecho. Esto no sería más que una autoafirmación fanática de la propia
personalidad. El espíritu también es negatividad y crítica. Y sólo donde ejerce estas tareas puede abrirse
camino la verdad.
Ahora bien, ¿cómo hallar la verdad? ¿Cómo distinguirla de la certeza subjetiva? Puesto que el lugar de
la verdad es el espíritu, y que el espíritu es justo lo que nos ha llevado a este problema. Hegel dice entonces
que, frente a la ética de la intención, que acepta en el sujeto lo que éste inmediatamente le presenta como su
sentimiento, como su certeza y evidencia, la verdad sólo se halla en el trabajo. ¿Qué quiere decir Hegel
con esto? El razonamiento es un poco largo, pero merece la pena exponerlo.
Ante todo, Hegel quiere decir que la verdad es lo que puede tornar común una convicción. Para ello, un
sentimiento o una certeza debe someterse a la prueba ante los otros. Pero la convicción es interna, y los otros
no la pueden ver. Por eso no basta con afirmar la convicción o exponerla. Los otros quieren entenderla
objetivamente. Para eso quieren ver la convicción, no en la forma de la interioridad de quien la posee, sino
en acción. Quieren ver qué efectos se producen desde ella, y quieren ver si ellos pueden colaborar en esa
práctica. Sólo así estan en condiciones de entender esa convicción y de compartirla. A esa práctica común de
varios seres humanos, dirigida por una convicción que busca ser compartida, con la finalidad de
experimentar su verdad, su contenido real, no el pensado, el imaginado, el fantaseado, sino el que produce
efectos sobre el mundo, Hegel le llama trabajo. A la forma de comportarse los hombres en este trabajo
compartido Hegel le llama eticidad.
Por la eticidad los hombres superan la soledad, la interioridad, ponen a prueba sus convicciones, estiman
lo fuertes que son, si están dispuestos a sacrificarse por ellas y si tienen verdad, esto es, si los demás pueden
compartirlas. Ahora bien, vimos que la subjetividad siempre comprende que la práctica se desvía de su ideal.
Pero los hombres pueden darse recíprocamente el perdón por el mal que producen sus acciones, con la
finalidad de mantenerse unidos en su trabajo. Así que los hombres que actúan éticamente, analizan los
efectos de su acción, ven los efectos que dependían de su convicción común y los que se han derivado de la
incapacidad de perfección propia del hombre. Aquéllos los reforman, los perfeccionan, los critican. Mas se
perdonan los últimos, los derivados de su incapacidad, porque también forman parte de la verdad, de su
trabajo, de su mayor bien, que es mantenerse juntos buscando una forma de ser en la que se origine una
colectividad.
5. Verdad e historia
• La verdad se manifiesta en la historia
La verdad cambia según cambia el trabajo humano éticamente dirigido. La verdad de una convicción
dependerá mucho del nivel que haya obtenido el trabajo en cierta época histórica. Así, determinada certeza
no tendrá verdad en una época y la tendrá en otra. Por ejemplo, en el siglo iv a. de C. determinadas
personas tenían la certeza de que el Sol estaba en el centro de nuestro sistema. Los hombres que
defendían esta convicción podían haber impuesto su forma de ser a los demás, pero aunque hoy sepamos
que su certeza era verdadera, en aquellos tiempos tal imposición no hubiera dejado de ser un fanatismo.
¿Por qué? Porque, según Hegel, la verdad de algo no es separable de las acciones libres por las que
una certeza se torna común. Aquellos hombres del siglo iv a. de C. no podían elaborar un trabajo con
el telescopio, ni con las matemáticas, ni con la observación de los planetas, tal que esa convicción se
extendiese de forma pacífica en cualquier parte. Para que esta certeza tuviera verdad fue preciso que
construyeran telescopios, y para esto fue preciso que los que pulen lentes se dejaran convencer por los
otros científicos de que debían aumentar todavía más su potencia, y que los nobles dejaran en libertad a
los científicos de su ciudad para que pudieran observar el cielo, y fue preciso que en muchas ciudades
muchos hombres tuvieran el mismo interés y se comunicaran sus trabajos, y que cuando la Iglesia
amenazara con quemar a alguna persona, el científico pudiera refugiarse en algún sitio seguro donde
poder seguir su trabajo.
En una palabra: el trabajo depende de los instrumentos que ya se reciben como herencia por la generación
siguiente. Pero también depende de la forma en que se organizan socialmente los hombres: pues no es lo
mismo que se organicen en una secta, como en el siglo iv a. de C., donde no comunican a nadie sus creencias
o que se organicen en sociedades abiertas, donde los hombres colaboran libremente en la búsqueda de una
verdad. En este mundo, en el mundo libre del espíritu, en el mundo germánico atravesado por el
cristianismo, la verdad se hace posible porque cada uno colabora libremente en su búsqueda.
Sabemos, pues, que la verdad se manifiesta en la historia: cada forma de trabajo produce una forma de
organización social de los hombres, una forma de cooperación ética entre ellos y un contenido de la
verdad. Así que la verdad se da en los hombres, es una transformación de sus certezas en verdades
que pueden ser compartidas por los grupos humanos como soporte pacífico de su cooperación y de
su libre vivir. Tenemos, así, una transformación de la noción de lo divino. Pues, al principio, el espíritu
sabía que lo divino se manifiesta en su interior. Ahora sabemos que se muestra también al hilo de la
historia del trabajo humano, que lo divino sostiene el trabajo común de los hombres, que en cierto modo la
propia historia de los hombres es también la historia de Dios, la historia que hace Dios por medio del sen-
timiento de libertad que vive en cada hombre.
Por tanto, la primera obligación ética en relación con la verdad reside en no creer que la tenemos en
nuestro interior de forma inmediata, sin colaborar en el trabajo de los hombres, sin implicarnos en los
procesos de cooperación, sin entrar en los sistemas de eticidad. Nosotros solos, dejados al curso de nuestra
vida interior, no rozamos jamás la verdad. Ésta sólo podemos hallarla en común, pero en común de tal forma
que podemos aspirar a que sea de todos, y por tanto, que los demás puedan aceptarla libremente, no desde un
análisis de su sentido ideal, sino desde un estudio del trabajo que con ella formamos, de los efectos que con
ella producimos.
La segunda obligación ética en relación con la verdad reside en conocer sus formas históricas.
Puesto que sabemos que la verdad no es fija, sino que sigue el movimiento de la historia, no podemos
encerrarnos en el dogmatismo de pensar que sólo se presenta bajo unos conceptos. El pensar, si quiere
seguir el curso de la historia, tiene que mostrar cómo los conceptos con los que pensamos se transforman en
la historia misma. El pensar sigue así un movimiento específico, que Hegel expuso en su Ciencia de la
lógica, y que nos permite a cada uno saber juzgar si ante una certeza cualquiera, nos aferramos a una forma
de pensar superada, que ya se dio en la historia, o si, por el contrario, pensamos de una manera adecuada a
nuestro presente.
2. La eticidad y el Estado
1. La familia
Los hombres se unen libremente, cooperan en su trabajo, ponen en práctica sus convicciones, sus
afectos, sus sentimientos, ante todo en la familia. En la medida en que estas convicciones y afectos
proceden de su deseo natural, la familia es la eticidad natural. En la medida en que el hombre vive, se torna
consciente de sí, se torna crítico de lo que ve, perdona y hereda, siempre en el seno de la familia, en ella se
forja su dimensión de espíritu. Mucho antes que Freud, Hegel reclamó que sólo existe verdadera
dimensión espiritual en una familia bien constituida. Pero al subrayar esta exigencia, Hegel se opuso al autor
más determinante de toda la modernidad, a Hobbes.
Mientras que Hobbes pensó que la vida social se organiza sobre la vida individual, solitaria y opaca de
los hombres, Hegel creyó que la vida social es ante todo vida de las familias. Los lazos entre los hombres no
se tejen entre individuos, sino entre grupos familiares. Por eso, las dimensiones subjetivas que reúnen a
los hombres no son aquellas puramente negativas del miedo, sino los tiernos vínculos de la confianza, del
afecto.
En el hombre no anida aquel secreto que, según Hobbes, siempre es un peligro invisible y una amenaza para
todo otro hombre. Antes bien, lo que el hombre puede tener de interior es fruto de la proyección sobre su propio
espíritu de lo que ha visto en el exterior, en el ámbito de la familia. Si el hombre se estima en algo es porque ha
sido amado y estimado por alguien. Si las relaciones entre los hombres fueran las que pensaba Hobbes, que el
hombre es el lobo para el hombre, no habría sobrevivido la especie humana. Pero si, además, el vínculo entre
los hombres fuese el frío contrato que cambia seguridad por obediencia, jamás habría vínculo social
propiamente dicho: pues el miedo que inspira el hombre jamás se disuelve. La seguridad, en este sentido, jamás
se obtiene, si su origen está en el miedo. Pues el poder que debe asegurarnos con una fuerza absoluta, con tanta
más facilidad puede destruirnos.
Así que la familia, como primer vínculo entre hombres fundado en la confianza y el amor libremente
entregado, en una comunidad de bienes limitada, en la defensa común, en el perdón que promueven los
vínculos de sangre, tiene una repercusión profunda en el trabajo de la eticidad. Pues en el seno de la familia
se es individuo no por sí mismo, sino en tanto que miembro.
La base central de la familia reside en que el individuo no se comprende en ella nunca como valor absoluto y
separado. El sacrificio por el grupo entrega a cada uno de los miembros la certeza de la superioridad del
grupo sobre cada uno de ellos. Por eso, Hegel se oponía con furia a la tesis de Kant, según la cual la familia
era un contrato. Para él, se trata de una forma de relación que supera justamente el contrato. En lo más
profundo de su ser, Hegel veía a la familia como una institución religiosa, quizá la única realmente
existente en el mundo moderno. Por eso, consecuentemente, consideraba que lo que vincula a sus
miembros es la piedad. Como si en él resonara un eco de los romanos, todavía invoca a los penates, a los
dioses de la línea familiar, como aquellos ante los que se eleva el sacrificio de la vida individual. Para él, esos
mismos dioses o penates se exponen en la existencia de los hijos y de ahí las obligaciones sacrificiales de los
padres hacia ellos. Por eso, el amor en el seno de la familia no es hacia divinidades invisibles, sino hacia
individuos reales. En todo caso, Hegel siempre consideró que la familia era la fundamental potencia
antiegoísta y antinarcisista de nuestra sociedad, la única que desde su propia esencia plantaba cara al
afán individualista del hombre moderno. Para Hegel, la familia es ante todo una comunidad.
2. La sociedad civil
Sin embargo, se suele creer que los rasgos del universo hobbesiano se vuelven a introducir cuando Hegel
describe las relaciones entre diferentes familias. Si la familia es una persona, las relaciones entre las familias es
igual a las relaciones entre las personas. Aquí reina la diferencia, dice Hegel. Quiere decir realmente que en las
relaciones entre las familias se han eliminado los rasgos positivos de la confianza, el sacrificio, el amor.
Aquí, la ética parece desaparecer. Pero en modo alguno significa esto que reina la violencia y el miedo.
Cuando las familias se relacionan entre sí lo hacen para satisfacer sus necesidades unas por medio de las
otras. No es el miedo ni el amor lo que las reúne, sino la dependencia recíproca.
Unas familias se necesitan a las otras y sólo se sienten realmente vinculadas cuando se saben recíprocamente
dependientes. Pues en esta dependencia todas se sienten iguales. A este sentirse iguales de las personas
particulares Hegel le llama vivir en la universalidad: pues todas, de forma universal, están dispuestas a hacer lo
mismo.
En la medida en que las familias se necesitan unas a otras, actúan y se forman de tal manera que este
vínculo de dependencia recíproca se haga sólido, podemos decir que las familias pueden entenderse entre sí.
Aquella universalidad es condición de entendimiento. Como ya podemos suponer, esto significa realmente
que las familias se entienden entre sí mediante el trabajo. Esta forma de comprensión recíproca de las
familias genera entre ellas un vínculo que Hegel conoce con el nombre de sociedad civil. En este sentido, la
sociedad civil es una segunda esfera de eticidad, esto es, de acción común destinada a superar las certezas
personales y subjetivas. Pues cuando se trata de atender las necesidades de las familias vinculadas -calzado,
vivienda, comida, educación-, mi subjetividad significa poco: no trabajo como deseo, ni hago lo que quiero,
sino que debo atenerme a la verdadera necesidad expresada por la comunidad de familias. La voluntad
subjetiva vale aquí bien poco: sólo es digna de estima si se atiene a la objetividad de la necesidad.
Mi compromiso de atenerme a esta necesidad reclamada por la sociedad se desvela en mi compromiso
por obtener una educación. Ella es la que me permitirá entrar en la satisfacción de las necesidades sociales.
Desde este punto de vista, toda educación tiene para Hegel una dimensión finalmente económica. Pero, al
mismo tiempo, al estar en función de una sociedad concreta, toda educación es histórica: obedece a deseos
y necesidades concretos y sociales que varían con la propia forma de relación social. La consecuencia de ello
es muy precisa: las necesidades se hacen cada vez más específicas, se multiplican, dan entrada a nuevas for-
mas de deseo, se transforman en lujo. Con ello, la sociedad aumenta al mismo tiempo sus relaciones de
dependencia, la necesidad recíproca que los diferentes grupos tienen unos de otros. Finalmente, el trabajo,
para hacer frente a esta dependencia máxima, tiene que dividirse y especializarse.
De esta manera, la relación entre el trabajar y el producto de consumo se torna cada vez más lejana. El
hombre sólo produce una parte de lo que se ha de consumir como necesidad. A esta forma de trabajar, que
no domina la totalidad del producto, Hegel la llama trabajo abstracto. Pero con una agudeza sin igual,
Hegel contempló que esta división del trabajo y este trabajo siempre parcial simplifica el esfuerzo, lo aisla,
permite que se convierta en algo muy mecánico y prepara la sociedad para que en lugar del hombre trabajen
las máquinas. A pesar de todo, ese continuo de la producción acaba diferenciándose en conjuntos de trabajo
a los que se accede por la misma educación, emplean los mismos medios, realizan los mismos trabajos y
atienden las mismas necesidades.
A estos conjuntos de trabajo Hegel los llama clases. Así que la sociedad civil es una sociedad de clases. Para
Hegel, las clases son la campesina, que él vincula a la nobleza, los industriales, los servidores del Estado o
burócratas, y los profesionales de libre elección, en los que se encarna con especial fuerza el mundo moderno. En
cada una de estas clases, el individuo, reconociendo la necesidad de limitarse a una forma de trabajo, puede
alcanzar el reconocimiento y la dignidad como miembro de la sociedad civil. En esta medida es un burgués.
En la sociedad civil, como hemos visto, cada uno trabaja para sí, pero se ve obligado a trabajar
para todos. Lo que se produce mediante esta red de dependencias y entrelazamientos no es de nadie.
Todos se colocan en esa malla, pero la malla misma no pertenece a nadie. Todos trabajan en ella y
obtienen una propiedad. Pero la malla misma, que hace significativo su propio trabajo, no es propiedad
de nadie. Y, sin embargo, ella es la fuente de todo valor. Cualquier ejemplo puede mostrar esto con
claridad: ¿qué sería del modisto que corta el trabajo de moda sin el contexto social que hace significativa
la moda, el mundo de las inauguraciones, de las fiestas, del prestigio? ¿Qué sería de ese traje si no
existieran las revistas que luego lo fotografiarían? ¿Qué sería de estas revistas sin el moderno sentido del
ocio? La .trama social de necesidades da el valor a nuestra actividad, pero nuestra actividad no la forma:
se integra en ella como un nido preestablecido. Por mucho que podamos innovar, la innovación depende
de la interpretación que hagamos de la trama, no de que la produzcamos.
Esa trama entera no es de nadie, sino que es un patrimonio de la sociedad, porque es la descripción
económica y laboral de la propia sociedad. Esta verdad de perogrullo es la que no quiere reconocer ningún
liberalismo individualista estrecho e inconsciente. Para que el hombre pueda tener esa iniciativa, que nadie
niega, la sociedad tiene que ser de una determina manera. Por lo tanto, si es la sociedad misma la propietaria
de la trama de relaciones productoras de riqueza, ¿cómo debe distribuirla? ¿Debe sencillamente dejarse al
arbitrio de cada cual para que se apropie de la parte de producto social que estime oportuno o que buenamente
pueda? ¿O debe producirse alguna instancia que administre este producto social en representación de la so-
ciedad completa?
3. El Estado
• El Estado ordena
Hegel es de la opinión de que la sociedad civil debe recibir orden desde una instancia superior: el
Estado. Y debe hacerlo desde muy diferentes momentos. Primero, debe existir una regulación del
mercado, capaz de producir una compensación adecuada de mercancías. Hegel cree que, en estricto sentido, la
mejor regulación se debería producir de forma autónoma y por sí misma entre las partes. Pero esta
consideración global no tiene en cuenta algunas cuestiones relevantes. La más importante de ellas es que
hay bienes que no se producen desde particular a particular, sino que, por ser de primera necesidad y de
consumo diario, se producen para la sociedad civil en su conjunto: no se ofrecen al individuo, sino al público
en general, a todos los hombres. Por eso, su precio tiene que ser protegido por todos los hombres, para
garantizar que la necesidad se cumpla.
• El Estado planifica
Segundo, Hegel es partidario de una economía planificada. La razón fundamental ya procede de la
interdependencia mundial de la economía y del mercado. Es tal el azar que soporta la producción
industrial en esa situación de interdependencia mundial, que sólo una decisión superior y única puede
hacer valer la previsión y la dirección capaz de asegurar a la propia sociedad su reproducción.
Pero Hegel contempla razones más sutiles, capaces de tener en cuenta el aspecto humano de la sociedad.
Su argumento es bien nítido. No podemos olvidar, podría decir, que esta planificación, cuando afecta a algo
más que a la provisión de materias primas, esto es, cuando afecta al trabajo de los hombres, choca con el
sentido de la libertad tal como la entendemos en la actualidad y como la entendía el propio Hegel. En este
sentido de la libertad está incluido, desde luego, el trabajo. Por eso, el rigor de la programación laboral no
puede ser excesivo en la vida moderna.
Ahora bien, si esta libertad es invocada para afirmar de una manera salvaje el fin egoísta, la obtención del
máximo beneficio particular, la máxima productividad en el trabajo, la planificación es tanto más necesaria
cuanto más insistentemente se persiga ese único fin. Esta planificación se puede impulsar, sobre todo, porque
garantiza una estabilidad social, que la búsqueda de riqueza de forma incondicionada pone en peligro de forma
endémica.
Como se ve, Hegel ya era perfectamente consciente de las circunstancias que Marx posteriormente
caracterizará como crisis de producción y crisis de mercado. Lo que pasa es que Hegel propone una
solución totalmente diferente a la propuesta por el marxismo para producir orden. Pues su instancia
superior al mercado es siempre el Estado. Aquí tenemos la instancia soberana que, además de cumplir con
todas estas funciones, destinadas a procurar seguridad y estabilidad social, debe propiciar un verdadero
sentido de la justicia, permitiendo que la participación de los hombres en el patrimonio social acumulado sea
al menos la suficiente para resolver sus necesidades inmediatas más urgentes.
• El Estado administra
Por sí misma, desde luego, la sociedad civil es dependencia recíproca, pero también egoísmo. En modo
alguno, por sí misma, puede decirse que la sociedad civil sea un todo armonioso. Al revés, entre sus
miembros, los particulares están arrojados a su propio destino autónomo.
Sin embargo, el Estado, con esa función previsora, planificadora, distribuidora, protectora en definitiva
del ciudadano trabaja para que los miembros de la sociedad civil habiten en ella como si fuesen una gran
familia, en la que todos los hombres tuvieran que recibir los cuidados y las atenciones de sus semejantes.
El derecho del Estado, ésta es la idea de Hegel, convierte a la sociedad civil en una familia universal, que
en cierto modo administra el patrimonio universal de la sociedad en favor de los pobres y
desprotegidos. Aquí, en esta tarea, carece de sentido confiarlo todo a la iniciativa privada: se trata de
un problema estructural endémico de la sociedad civil y tan duradero como ella.
En efecto, no debemos creer que la necesidad de atención a los más desfavorecidos viene motivada por los
accidentes sociales, como la ruina, la pobreza, la desgracia, o por los accidentes humanos, como la
holgazanería, la pereza o la mala fe. Estamos ante un problema inevitable en la sociedad civil. Hegel aquí es,
como siempre, difícil en el lenguaje, pero transparente en la tesis. Con el aumento de la red de
interdependencias de una sociedad, aumenta la producción industrial y la población capaz de alimentarse en
ella. Aumenta también la acumulación de riqueza, pues del mayor tráfico comercial e industrial se extrae la
máxima ganancia. Ahora bien, en el otro polo, tenemos un trabajo cada vez más sustituible por la máquina,
más especializado, más abstracto, más incapaz de sentir y de gozar en su propio ejercicio y, por ello, menos
valorable por la sociedad. Así, es necesario que se produzcan las 1 máximas desigualdades en esta
sociedad: por una ' parte, fortunas inmensas, y por otra, masas enteras de hombres que atraviesan el umbral
de la mínima dignidad y consideración social.
Esta antinomia no tiene solución. Pues si se aumenta la producción, se aumentará la riqueza, y con ella
también la pobreza. Si a estos pobres se les da trabajo, se aumentará la cantidad de bienes en circulación,
con lo que pronto otros estarán desocupados. Tenemos aquí un círculo social que ahora estamos viendo en
su máxima plenitud, por cuanto no contemplamos soluciones fáciles. En medio de la mayor riqueza, la
sociedad no es nunca suficientemente rica para eliminar esa cantidad de trabajadores que no pueden
acceder a nada. ¿Qué hacer entonces? Hegel todavía pensaba que ante esta situación se abrían las salidas
de la emigración. Pero, naturalmente, esta opción es una mera válvula de escape.
Las corporaciones
Hegel entonces optó por una solución muy precisa: las corporaciones. Eran éstas agrupaciones que
organizaban a los trabajadores de una rama de la producción y que cuidaba de ellos ante las
contingencias particulares, como una especie de segunda familia. En el fondo, al proponer una or-
ganización en corporaciones, se impedía que el individuo quedase aislado y se enfrentase en solitario a la
sociedad civil. Hegel sabía que entonces sería aplastado por una maquinaria despiadada. La ayuda que
recibía de la propia corporación, por lo demás, ya no tenía esa forma de caridad pública, un poco
indigna para nuestro sentido de la libertad y la autonomía. Más parecidas a los sindicatos que a otra
cosa, la ayuda en el seno de la corporación era recíproca y se daba entre los reconocidos por la sociedad
como iguales. Pero, sobre todo, la corporación era una institución social en la medida en que la sociedad se
organizaba en un Estado.
Con ello, Hegel rompía la concepción liberal del Estado. Los individuos aislados no entran de forma
inmediata a configurar un Estado. Al contrario: sólo porque el hombre vivía en una familia y en una
corporación reconocida por el Estado, plasmada en su derecho, era alguien visible como individuo,
tenía vida reconocida, valor, función, dignidad. Desde esta tesis, Hegel está obligado a reconocer que el
Estado es lo primero y que sólo de él obtienen los individuos significado. Formar parte del Estado no es,
en modo alguno, una decisión que se entregue al criterio o al arbitrio del ciudadano, sino que su propia
realidad como tal ya viene caracterizada por ser ciudadano de ese Estado. Antes de que él lo decida, e
incluso aunque él no lo quiera subjetivamente, aunque ésa no sea su certeza, la verdad del individuo está
sostenida por su pertenencia al Estado en cuestión.
Este tema tratará del problema social tal y como es analizado en la obra de Kart Marx. En cierto
sentido, este acontecimiento teórico ha sido determinante de toda la historia contemporánea y
proyecta sus efectos hasta nuestro presente, en el que hemos podido conocer la ruina de los regí -
menes socialistas de la Europa Oriental y sus aliados en cualquier parte del mundo. La teoría
fundamental del marxismo es que la sociedad está escindida en dos clases sociales irreconciliables,
que sólo pueden relacionarse entre sí mediante la lucha por el poder. Esa lucha inspiró los ensayos de
revolución en el siglo XIX y determinó la política de Lenin al frente de la Revolución rusa en 1917.
En este sentido, la obra de Marx está en el origen de todos estos importantísimos sucesos. Sin ella no
se puede entender el mundo contemporáneo.
3. La crítica a la religión
Cuando leemos los textos que Marx escribe en su intento de distanciarse de la filosofía alemana de su
tiempo, descubrimos un supuesto central: que los esfuerzos del hombre y de la historia apuntan a la
emancipación de todo el género humano, pero que esta emancipación no puede ser llevada a cabo por todo el
género humano. Esto es: no se podía esperar a que el género humano estuviese convencido de la necesidad
de su emancipación para realizarla. No todos los hombres tienen conciencia ni intereses en la
emancipación. La Revolución francesa había mostrado que no era posible una unidad de acción de la
aristocracia, de la burguesía y de las capas artesanales y populares de la gran ciudad de París. Al final, la
Revolución llegaba hasta donde llegaban los intereses de los más fuertes, en este caso, de la clase burguesa.
Aquí había una pequeña contradicción: una parte de la humanidad, persiguiendo su interés y su anhelo de
igualdad, debería emancipar al resto de la humanidad, incluso contra su voluntad. Para Marx no existía noción
de humanidad antes de que se produjese la emancipación total del género humano. Con anterioridad a este
momento, la humanidad se desangraba en diferencias y luchas sociales. No darse cuenta de este hecho era fatal.
Quienes no lo habían descubierto, pensaban que los hombres, en abstracto, se podrían convencer de que son una
unidad, de que pueden siempre descubrir la hermandad que los une. Esta visión le parecía a Marx esencialmente
religiosa. En cierto modo, la Revolución francesa se había dejado llevar por esta visión religiosa del hombre.
Marx pensó que era imprescindible hacer una crítica a la religión. Esto es lo que emprendió con su crítica a
Feuerbach.
2. El trabajo alienado
Marx comparaba estas condiciones de trabajo con lo que la filosofía clásica de Kant había pensado del
trabajo artesano. Kant pensaba que en el trabajo el hombre se realizaba a sí mismo, que formaba sus fuerzas
humanas, que con los productos de su actividad cubría necesidades sociales y que los demás lo reconocían
por poner a su disposición bienes útiles. El trabajo era una afirmación del hombre como ser individual y
social, y producía bienes materiales y ese bien espiritual que es la dignidad.
El trabajo fabril no podía considerarse así. Ante todo, el trabajador no era libre para definir el tiempo de trabajo.
No tenía su propio taller, que abría cuando decidía, ni poseía las herramientas de trabajo. Cuando acababa de
trabajar un tiempo que se le imponía, por regla general más del que aguantaba un cuerpo sano, se iba a su casa sin
nada: el producto de su trabajo no marchaba con él ni quedaba en su propiedad. De hecho, él no veía el producto de
su trabajo.
Al viejo artesano, tras acabar su par de zapatos, o su vasija, o su traje, todavía le quedaba tiempo de verlo, de
apreciarlo, de sopesarlo. Lo exponía en su vitrina o lo entregaba al cliente que lo había encargado, pero el
objeto estaba allí, fruto de su esfuerzo, de su sentido de la belleza, de su habilidad. Podía sentirse satisfecho
mirándolo. Era su obra. Los demás podían apreciarla como obra suya y podían extender su fama.
El obrero sólo ha apretado las tuercas del producto final, o ha soldado unas juntas. Ante él no ve objetos que
pueda considerar fruto de sus manos: sólo ve la cadena por la que pasan rápidamente determinados
elementos separados que pronto se transforman en una pesadilla. Y cuando se entregaba al sueño, en una
habitación hacinada de la gran ciudad, sólo podía quedarle tiempo para reconocer que aquella forma de
trabajar no podía brindarle dignidad alguna.
Marx pensaba que el obrero tenía que ver pasar su vida sin sentido, si la entregaba a esta forma de trabajo. Cierto,
recibía un salario que le permitía seguir vivo. Pero también cuando se compra una mercancía se entrega un
dinero. Él recibía un dinero por entregarse como una mercancía más. ¡Qué lejos quedaba el imperativo
categórico de Kant, que exigía que el hombre fuera un fin en sí mismo! ¿Cómo iba a sentirse fin último un
trabajador? No podía verse sino como una parte más de la máquina. Cuando se cruzara con las máquinas que
él había contribuido a hacer, estos objetos eran cosas extrañas para él. En relación con el artesano, el
trabajador de las fábricas no tenía mundo propio: era un fantasma que dejaba su energía vital entre mugre y
suciedad.
El hombre había producido las máquinas. Pero ahora él mismo se sometía a la lógica de la máquina para
trabajar como ella, mecánicamente. La paradoja se podía expresar así: el hombre había producido su propia
forma de esclavitud. Así que, para mantener en pie los ideales de emancipación del hombre, Marx tenía
que investigar cómo se había producido esta situación, dónde estaba realmente el motivo más profundo del
desorden social.
Marx no podía aceptar que esto fuera natural, que fuera inevitable. Esta forma de trabajo había sido
creada por los hombres y Marx pensaba, con cierta razón, que lo que los hombres hacen, también pueden
alterarlo. Justo porque los hombres producían su propia vida, sus condiciones de existencia, sus formas
sociales, podían intervenir en ellas y cambiarlas. Así que cuando se preguntó qué hacer para cambiar las
condiciones de vida de los trabajadores, Marx creyó necesario tener una teoría de cómo el hombre había
producido aquella forma de vida miserable.
4. La teoría de la crisis
Marx reclamaba esta transformación radical de la sociedad porque comprendía que no era deseable aquel
futuro del capitalismo basado en la competencia frenética por la acumulación de capital. En la medida en que
había creído detectar que la clave de todo el mal era que los medios de producción no eran propiedad de los
trabajadores, sino propiedad privada, pensó que la solución comenzaría con un simple hecho: que los medios
de producción pasasen a ser propiedad de la sociedad. Al fin y al cabo, los esfuerzos comunes de la sociedad los
había producido. Para realizar este cambio, no sólo todos los trabajadores tenían que entender que sus
intereses eran comunes, sino que se suponía que habría que vencer las resistencias de los propietarios.
Marx no creía que este cambio fuese a realizarse de una manera pacífica. Sus previsiones en este sentido
no eran tanto que los trabajadores unidos vencerían violentamente en su lucha contra los empresarios, sino
que esa forma de trabajar y de vivir, siempre pendientes de la obtención de capital, generaría un mundo en sí
mismo violento, en el que los trabajadores tendrían que saber moverse en el seno de una violencia
endémica de la vida social. Y esto era así porque los que se ponían al servicio de la producción de capital,
en el fondo generaban a su alrededor la más profunda irracionalidad, el más profundo caos: producían
cada vez más cosas para un disfrute cada vez menor. Esta es la teoría de Marx según la cual el mundo
capitalista está condenado a la crisis permanente.
5. La lucha de clases
Si estas previsiones y análisis eran acertados, resultaba muy evidente que la única salida para los
trabajadores era su decisión de luchar por eliminar la propiedad privada de las máquinas. Luego deberían
dirigir toda la producción, no al mercado, sino a resolver las necesidades de toda la población mundial.
Poco a poco, la crisis social se iría convirtiendo en crisis política. Los trabajadores dejarían de adoptar una
actitud pasiva para pasar a unirse en una firme voluntad de lucha.
Así que en esta lucha continua entre burguesía y aristocracia, burguesía reaccionaria y progresista,
burguesía de un país y de otros, el proletariado podía diseñar su estrategia unitaria con bastante
comodidad.
Marx muchas veces es como estos jugadores de ajedrez que se fijan sólo en su propia jugada. Así que
cuando se dan cuenta de lo que hace el rival, éste ya les ha dado jaque mate. Todo parecía beneficiar al
proletariado. Nada a la burguesía. Para colmo, como tras cada crisis una buena parte de los burgueses
quedarían arruinados, éstos, resentidos y empobrecidos, se pasarían a las filas de los trabajadores, con toda su
formación cultural, su capacidad organizativa, su alta cultura. De esta forma, la clase dominante sería cada vez
más débil. Conforme se viera venir su destrucción, muchos de sus miembros, capaces de anticipar el futuro,
se pasarían voluntariamente a las filas del proletariado, guiados por un sano olfato de cuál era el destino
histórico.
Así el proletariado crecería en número y poder hasta hacer irresistible su triunfo.
Con todo esto, ¿qué debía conseguir la táctica de los trabajadores, las luchas del día a día? Esencialmente,
disminuir como fuera la explotación. Pues si diminuía la explotación, disminuiría la capacidad de renovar
el capital, y así disminuiría la capacidad de renovar las máquinas y antes se desataría la crisis. Marx apenas
se daba cuenta de que en esta táctica había un elemento muy discutible. 1 Pero su argumento era, como
siempre, algo mecánico. Puesto que la base del capital era que el empresario compraba el tiempo de trabajo
del obrero, Marx pensaba que si el trabajador conseguía vender cada vez menos tiempo de trabajo, si el
obrero imponía una jornada laboral más corta, el empresario ganaría menos plusvalía y acumularía menos
capital. De esta manera, el obrero tendría más tiempo libre que, con un poco de ingenuidad, Marx creía que
emplearía para su organización política, para su lucha contra el empresario.
Ahora bien, ¿por qué el obrero iba a tener interés en provocar una crisis que, a fin de cuentas, implicaba
hambre y privaciones? Marx creía que un obrero debería aceptar estas consecuencias porque la crisis era el
único medio para tomar el poder político y llegar a ser propietario de las máquinas.
• Nacionalismo e internacionalismo
Quedaba un punto con el que Marx nunca contó realmente, porque quizá no podía entenderlo. Era el punto de la
cuestión nacional, que dependía a su vez del hecho de que los hombres, desde hacía siglos, se habían organizado
en Estados nacionales, con sus rivalidades, sus competencias y sus odios.
Este punto era definitivo contra su estrategia. Los obreros alemanes podían luchar contra los empresarios
alemanes, provocar una crisis de capital, impedir que se renovasen las máquinas, paralizar la revolución técnica,
sembrar la crisis y el hambre por su país. Esto podía ser verdad. Pero ¿quién aseguraba que los obreros
ingleses hicieran lo mismo? Y si ellos no lo hacían, la consecuencia sería una: todos los productos
manufacturados ingleses a la postre conquistarían el mercado alemán. Así que, o bien la organización de los
trabajadores producía una crisis mundial o bien la jugada no estaba clara. Pero si los Estados desde siglos
competían entre ellos, ¿quién aseguraba que los trabajadores de cada uno de estos países se entenderían lo
suficiente como para impulsar una acción común? ¿Es que los trabajadores no compartían los prejuicios, los
odios, las incomprensiones, respecto de los demás pueblos y Estados?
Marx creía que todos éstos eran sentimientos patrióticos que la educación política de la Internacional de
Trabajadores -que él mismo dirigía- acabaría destruyendo a cortísimo plazo. Pero aquí, una vez más, fue un
optimista. Cada vez que los sencillos trabajadores recibían el mensaje de que, sin su colaboración, la nación y
la patria sufrirían un retraso frente a las naciones extranjeras, la revolución mundial retrodecía ante los
sentimientos comunitarios nacionales vigentes desde siglos.
• Evolución distinta de la prevista por Marx
Había más puntos de ingenuidad en Marx. Por ejemplo, el de pensar que la reducción de la joma da de
trabajo tenía efectos directos contra el capital. Por ejemplo, el de pensar que el aumento de tiempo libre
amenazaba el sistema. Hoy vemos que, además de buscar nuevos mercados, una de las formas de aumentar
la producción es aumentar el consumo. Ese tiempo libre podía llenarse con nuevas necesidades de consumo
por parte de los trabajadores. Con ese consumo, el hombre podría aumentar su sentido de la felicidad,
hacer la vida cada vez más compleja. Reforzando su sentido de la propiedad, el trabajador no sólo no
tendría que vivir angustiado en las jornadas interminables del primer capitalismo, sino que, además, gozaría
de un poder autónomo de decisión entregado a su libre arbitrio. Su tensión se vería bastante relajada en mil
ofertas de consumo.
Una vez que esto sucediera, ¿por qué iban a estar los trabajadores interesados en provocar una crisis cuyas
consecuencias no podían ver? ¿No sería mucho más fácil pactar con los empresarios, cuando se produjesen los
momentos más críticos, con la finalidad de que ninguno de los grupos perdiese demasiado de lo que ya tenía?
Así que, en la medida en que estas perspectivas se abriesen, todos los análisis de Marx estarían equivocados:
los operarios trabajarían menos, el capital ganaría más, el consumo aumentaría y con él otras ramas de
producción, el empleo se mantendría suficiente como para permitir una cierta cohesión social y la sensación
de felicidad sería común en un mundo donde abundaran las mercancías.
De este modo, el futuro de la sociedad capitalista era radicalmente distinto al que Marx había previsto. La
jugada de ajedrez finalmente transcurrió por caminos muy distintos a los diseñados. En lugar de que cada vez
hubiera más trabajadores amenazados por el paro y un número menor de capitalistas sin escrúpulos, habría
un buen número de trabajadores y un buen número de empresarios, separados por considerables clases
medias. En lugar de dividirse en dos, la sociedad sería como una línea continua a lo largo de la cual habría
fortunas de todos los tipos, pero, sobre todo, fortunas medias de trabajadores con muchas cosas de su
propiedad y pocas responsabilidades que atender. En este otro modelo de sociedad, con una clase media muy
numerosa, no se entendía bien por dónde iba a prender el espíritu revolucionario.
• La «democracia popular»
Su idea era, como dejó claro en la crítica del Programa de Gotha, la de una democracia popular, una
República popular, donde las empresas eligieran a sus representantes y éstos a otros, y así se organizaría la
producción por ramas de producción y luego en cuerpos asamblearios donde todas las ramas debatieran sus
relaciones. No había una unidad política ajena a esta unidad económica. Aquí, la idea de Marx se acercaba
mucho al Estado como unión de los estamentos productivos de Hegel. Desde el punto de vista político,
Marx sólo preveía que las comunas, las ciudades ordenadas productivamente, también se organizaran en
formas más bien flexibles y revocables de representación, que acabarían con los grandes Estados, con su
centralismo y con su burocracia unitaria y profesional.
Toda esta idea de Marx tiene más bien el aspecto de producir formas organizativas amenazadas de desorden de
forma constante. Pero Marx se negó a ver el Estado como una realidad propia, dotada de principios y
funciones reales. Así que, una vez más, la evolución de la sociedad actual iba por caminos más bien lejanos
de los que él había previsto. Pues la sociedad capitalista no cesó de fortalecer el sistema estatal, justo para
atender las necesidades organizativas del mercado y de la producción. Incluso cuando la Revolución
marxista triunfó en Rusia, y se fundó algo parecido a una dictadura del proletariado, ésta se desarrolló de
una forma muy diferente de la que Marx había pensado. Allí también se hicieron valer burocracias rígidas,
defensores de una centralización de poder jamás conocida hasta la fecha, capaces de ejercer su tarea con una
radical frialdad, sin tener en cuenta para nada la opinión de los ciudadanos. Al final, la tozuda realidad se
impuso: la organización de una producción económica compleja impuso la inflexible organización burocrática
y política.
La incapacidad de Marx para entender el principio del Estado corría pareja con su incapacidad para prever el
aumento de las clases medias como resultado del mundo capitalista. Ambas cuestiones estaban muy
estrechamente unidas. Pues aquellas clases medias querían dejar sentir cada vez con más fuerza sus
intereses de estabilidad, de seguridad, de garantías de orden y paz. Nadie mejor que el Estado podía
ofrecérselas. Por ello, frente a lo previsto por Marx, cuando se produjeron grandes crisis en el seno del
mundo capitalista, las masas de las clases medias se entregaron voluntariamente al Estado, exigieron que se
reforzara hasta límites insoportables y que, para el mantenimiento de sus niveles de vida, de consumo, de
seguridad y de bienestar, emprendiera incluso enormes guerras contra los enemigos que, en cada caso,
fuesen los oportunos.
De esta forma, el mundo actual, en la medida en que se construyó alrededor del Estado, no estuvo dominado
realmente por las categorías y las previsiones de Marx. Que la filosofía marxista fuera invocada de forma
constante para la defensa del Estado soviético, en lucha con las demás grandes potencias de la Tierra, no
fue, a fin de cuentas, sino una forma de propaganda. Cuando estos Estados socialistas cayeron, bajo ellos no
había una población verdaderamente implicada en idea socialista alguna. Desde este punto de vista, desde la
Revolución rusa y el New Deal americano, la vigencia del marxismo en todo el mundo no era sino un fraude
intelectual. Pues, realmente, nadie operaba con sus categorías y sus previsiones.
Tras la Revolución francesa, y ya entrado el siglo XIX, Europa conoció una época de profundos desequilibrios,
propia de los períodos de transición. Las fuerzas burguesas innovadoras de la industria y del comercio no eran
suficientemente fuertes como para desalojar del poder a los representantes políticos y sociales del Antiguo
Régimen, pero si como para disputarles la hegemonía. En esta disputa, las fuerzas del mundo del trabajo, cada
vez más fuertes, a veces se aliaban con las fuerzas burguesas contra la nobleza, y a veces luchaban por sus
propios intereses contra las demás clases sociales. Este juego inestable provocó los conocidos bandazos desde
la reacción hasta la revolución. Naturalmente, los pensadores más lúcidos pronto lucharon por una
reordenación global del sistema, bien organizando los intereses sociales de empresarios y trabajadores bajo la
dirección de la ciencia, bien proponiendo un acercamiento del mundo del trabajo al mundo de la cultura y de la
formación burguesa. Positivismo, utilitarismo e historicismo fueron en cierto modo las ofertas de esta
reorganización.
• Utilidad social
Mili no estaba dispuesto a entregarse a ninguno de los excesos de Rousseau, a ninguno de los dogmas de
Marx. Para él seguía siendo relevante la vida individual y la necesidad de que los hombres persiguiesen la
felicidad propia. Carecía de sentido que todos los hombres se sacrificasen totalmente en beneficio del Estado
o en beneficio de una generación futura que no conocían. Pero sí tenía sentido que se sacrificasen por
hacer más feliz la vida de los que tenían a su alrededor. Hasta qué punto llegaría ese sacrificio por la
felicidad de otros podía depender de hasta qué punto compartir el destino con otros sería parte de la
propia felicidad. El sacrificio no era un acto caprichoso o gratuito, no era un dogma impuesto por un
Comité central, ni una decisión indiferente a la felicidad propia: era un acto social concreto, cuyos
beneficiarios eran de carne y hueso, y que aspiraba a extender la felicidad entre todos los interesados,
incluido el que realizaba el propio sacrificio. Así que el utilitarismo podía convertirse en una moral
heroica, tan heroica como la que propugnaba Kant.
Pero jamás renunció Mili a que la inteligencia fuese uno de los elementos integrantes de este heroísmo.
Sólo que ahora, la inteligencia no se usaba meramente para obtener el mejor cálculo de placeres y dolores
expresable en dinero. Por mucho que la inteligencia fuese una virtud del individuo, no se usaba única y
exclusivamente para su provecho. Consciente de que el individuo vive en medio de grupos y de que
despliega su vida de una manera social, la inteligencia podía aplicarse a orientar la acción según lo
mejor para el grupo -sea cual sea su amplitud: pareja, empresa, ciudad, nación, Estado o humanidad-. De
hecho, éstos podían ser los contextos del sacrificio por otros, de superación del mero individualismo.
• Utilidad individual
Pero aquí debemos entender que en este sacrificio siempre se trata de extender la felicidad de todos,
incluida la mía. Así que, a la postre, es un sacrificio útil, no inútil. Y por eso no se trata de que yo lo pierda
todo en beneficio del Estado o de la humanidad, de la familia o de la empresa. El espíritu de objetividad que
preside este sacrificio exige que trate mi felicidad y mis intereses de una manera desapasionada, de una
manera imparcial, como un espectador desinteresado y benevolente. De esta forma, el individualismo
desaparece, pero no desaparece mi exigencia de felicidad personal. Desaparece la búsqueda incondicionada de
la satisfacción en soledad y aparece la búsqueda de la felicidad en compañía. Si mis propias exigencias de
felicidad están expuestas por mí mismo con imparcialidad, podré hacerme cargo de las exigencias del otro,
y este otro se hará cargo de las mías.
Por muy imperfecta que sea la vida regulada de esta forma, al menos superará los defectos del espíritu y la
enfermedad del corazón que Tocqueville observara en América ya unas décadas antes. La humana seguiría
siendo una vida problemática, desde luego una vida que no se contenta con el disfrute garantizado de forma
automática por el confort y la posesión de los objetos. Sería una vida que no se deja llevar por la soledad segura
del fortín del hogar, ni por la otra seguridad de la opinión pública, desde luego. Sería muchas veces una vida
insa-tisfactoria, también. Pero sería, al fin y al cabo, una vida que no se encerraría en una satisfacción mise-
rable, mediocre, sino que se enfrentaría al reto más profundo de la existencia humana: aspirar a la felicidad
propia y extender la ajena, de tal forma que se pueda ganar la confianza de muchos y la amistad de unos
pocos.
3. Comte y el positivismo
1. La apuesta por el orden de la sociedad industrial
Para Tocqueville, la élite de capitanes de empresas industriales, con su dureza, su espíritu férreo, su falta de
contemplaciones para con otras consideraciones de la vida, era la única que podía crear desigualdad en la
sociedad moderna tendente a la asfixia igualitaria. Para él, sin embargo, esta aristocracia industrial implicaba
un peligro para la democracia. No obstante, suponía que, muy pronto, el espíritu democrático de la época
encontraría una contrapartida a esta aristocracia industrial mediante la asociación de los trabajadores, que
reclamarían poder intervenir en la dirección de las industrias. Pero estos fenómenos de asociación obrera
no estaban maduros. Así que para esta época concreta era preciso buscar otros remedios. Estos remedios
debían lograr que los capitanes de empresa dieran a su iniciativa industrial un sentido social, de tal forma
que la nación entera resultase beneficiada de su trabajo y de su iniciativa.
La convicción de que el futuro de la sociedad dependía de las innovaciones industriales y la exigencia de que la
ordenación de la sociedad entera asegurase esta prioridad del trabajo industrial, había prendido en otro aristócrata
francés, el conde de Saint-Simon. Muy consciente de hasta qué punto la Revolución francesa había
desorganizado a la sociedad, sin producir órdenes sociales y políticos estables, Saint-Simon reclamó que el
liderazgo social correspondía a la clase nueva de los industriales. De esta manera, seguía algunos ideales
ilustrados, tal y como los habían expuesto Condorcet y otros. Según estos ideales ilustrados, el crecimiento
económico era la base, la primera condición, para la emancipación humana. Y para asegurar este progreso
económico, que generaría trabajo para todos, y con el trabajo, educación, derechos y participación en los asuntos
sociales, la industria era el motor del futuro.
Saint-Simon tuvo desde 1817a 1824 un secretario especialmente fiel y eficaz, que incluso le escribía buena
parte de los trabajos que él firmaba. Este secretario era Auguste Comte, un francés del Sur, que había nacido
en Montpellier, y que con dieciséis años logró ser admitido en el centro donde se educaba la élite francesa,
la Escuela Politécnica. Estamos en plena época posnapoleónica, cuando Francia buscaba un orden capaz de
asegurar los resultados de la Revolución sin caer en los traumas revolucionarios de nuevo.
En aquella época se consideraba que la filosofía idealista había generado el fanatismo revolucionario y que, de
ahora en adelante, el pensamiento haría muy bien en concentrarse en los problemas reales de la sociedad
e intentar resolverlos con el método científico, tal y como se había configurado desde Hume hasta Kant. La
filosofía debía dejar de ser una metafísica para convertirse en una filosofía social. Con ello no se renunciaba
a los ideales de progreso, pero se afirmaba por doquier que ese progreso debía impulsarse desde unas bases
de orden social. Las sociedades debían mantenerse vivas, dinámicas; pero sobre una organización nítida, sobre
una estructura estable.
El problema era justamente cómo lograr ambas cosas a la vez. Pues la Revolución, impulsada siempre por
dogmas idealistas, había sido muy útil para eliminar los órdenes tradicionales, inamovibles y estériles.
Como instrumento crítico, el radicalismo de la filosofía idealista, con todas sus exigencias abstractas de
igualdad, de justicia, de fraternidad, había sido muy efectivo. Nada había quedado en pie del viejo orden.
Pero justamente éste había sido el problema. La realidad social entera se había sentido amenazada por los
ideales re volucionarios, con lo que los viejos órdenes, ante el peligro total, se habían organizado con la idea
de defenderse hasta la muerte. La revolución había generado, como contrapartida, la reacción. Frente a la
afirmación radical de progreso por parte de la Revolución, la reacción exigió la estabilidad absoluta. Frente al
dinamismo, ella reclamó la parálisis. Así, las dos exigencias simultáneas de una sociedad bien ordenada, el
orden estable y el progreso dinámico, se habían separado.
En lugar de una instancia única que supiera administrar a la vez el orden y el progreso, la sociedad, tras la
Revolución, se había dividido en dos fuerzas irreconciliables y hostiles, pero necesarias. En ese
desorden, los hombres realmente productivos, los industriales, en los que tanto confiaba su maestro Saint-
Simon, apenas podían respirar asfixiados.
Esto era la experiencia común de Francia y de buena parte de Europa. No era, desde luego, la experiencia ni de
Estados Unidos, como sabemos por Tocqueville, ni de Gran Bretaña, como sabemos por J. S. Mili. Estas dos
sociedades eran más estables y allí los intereses industriales habían sabido imponerse socialmente. Sin
embargo, tras la caída de Napoleón, como vimos, surgió un espíritu que quería hacer regresar la historia a la
situación anterior a la Revolución francesa. La Triple Alianza, que había surgido del Congreso de Viena, se
encargó inútilmente de detener el reloj de la historia europea. Pero en Francia, las fuerzas revolucionarias se
habían hecho suficientemente fuertes como para impedir esta política monárquica. La Revolución de 1831
reclamó una constitución más liberal. Posteriormente, la monarquía de Luis Felipe de Orleans cedió ante las
ideas reaccionarias y la Revolución de 1848 acabó con ella, fundando una nueva república. La inestabilidad
social no paró de crecer. Finalmente, el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte introdujo el Segundo
Imperio. Marx dijo que Francia repetía la trágica historia de la Revolución francesa, ahora en términos de
parodia grotesca.
• El estadio teológico
El estadio de la reacción, en el fondo, dependía de una concepción teológica del mundo, donde el
soberano lo era por la gracia de Dios, y el orden social dependía de la herencia del estadio en el que Dios
colocó a los hombres desde el principio. De la misma manera que, para dicho estadio, Dios ha creado el
mundo natural y lo sostiene con su intervención, así Dios ha creado el orden político mismo y lo mantiene. Si
alguien pregunta si ese monarca o gobernante es bueno para la totalidad de la sociedad, se le contestará que
el hombre no tiene derecho a investigar la voluntad de Dios, pues sus designios son insondables. Todo debe
tener su fin último, todo está producido por la voluntad de Dios, y, por eso mismo, el hombre se halla sometido
por doquier al grupo que se especializa en conocer la voluntad de Dios, los sacerdotes. Naturalmente,
este estadio del espíritu humano es máximamente estable, porque todo está previsto para que el hombre no
pueda cambiar el orden social y teórico. Comte pensaba que esto sucede no sólo con las sociedades, sino
con los hombres en general, como individuos. Durante la infancia, se someten sin discusión a la autoridad
paterna, que es como un Dios para ellos. Bajo esas condiciones de máxima estabilidad, el hombre y la
sociedad encuentran la situación óptima para su maduración.
El estadio teológico también sirve para que el hombre se represente el universo como una unidad. Los
hombres lo entienden sometido a leyes unitarias que, en principio, el propio Dios ha revelado en parte y
que, también en parte, pueden ser investigadas. Con esta búsqueda de leyes unitarias, válidas para toda la
realidad, los hombres maduran en su capacidad de conocer la naturaleza. En la medida en que todo depende de
la voluntad de Dios, este conocimiento de la naturaleza no es autónomo.
• El estadio metafísico
Cuando, finalmente, los hombres, cansados de buscar a un Dios que no aparece por sitio alguno, se hacen a
sí mismos dioses, creen que la naturaleza entera está sometida a su poder, que ellos pueden ordenar todas
las cosas según su propia voluntad y que pueden sustituir a Dios. Entran así en el segundo estadio: el
metafísico o crítico.
Así que, pronto, los hombres luchan por realizar su voluntad como si fuera la de Dios, de una forma tan
arbitraria y tan subjetiva que inevitablemente entran en conflicto entre sí. La consecuencia es que los
hombres no se encuentran satisfechos con ningún orden producido por el propio ser humano, finalmente
subjetivo e impuesto a los demás por la violencia. Llevados por su espíritu idealista, fanatizados por su propia
voluntad, los hombres en este estadio metafísico operan con un espíritu más destructivo de las falsas
estabilidades del estadio teológico que capaz de construir nada nuevo. Pues no sólo se critican los
momentos del estadio teológico, sino que también se critican los sistemas metafísicos entre sí, lanzándose unos
contra otros a un individualismo teórico final que no es capaz de concretar sus abstracciones.
• El estadio positivo
El desconcierto que siembra por doquier el estadio metafísico es inmantenible. Para resolver los problemas de
esta crítica permanente, el espíritu debe potenciar una institución que se ha ido formando lentamente, capaz de
poner de acuerdo a los hombres entre sí: el conocimiento científico de la naturaleza mediante la
observación y la experiencia. No se trataba ni de recurrir a Dios ni de ocupar el lugar del Dios muerto. Era
cuestión de atenerse a los fenómenos constantes y visibles, a las reglas capaces de reunir en una ley la
sucesión de los fenómenos observables. Era preciso dar el salto al tercer estadio, el estadio positivo. Cuando la
ciencia es suficientemente fuerte como para dejar atrás a la metafísica y a la teología, el espíritu humano está
maduro para reconocer los problemas reales, para cooperar en su solución y para producir una unión
social sin violencia ni autoritarismo. Si Europa quería escapar a la acción destructiva de la reacción teológica y
de la revolución metafísica, tenía que confiar en la unidad social producida por la ciencia y entrar decididamente
en el estadio positivo.
En el fondo, esta sucesión de estadios era para Comte de una necesidad invariable. Quisieran o no, los
hombres entrarían en este camino, pues, en el fondo, era el único que les permitiría resolver sus problemas
reales. No se trataba de conocer la esencia invisible de las cosas, sino lo que verdaderamente interesaba para la vida
humana. Cuando el hombre viera que, armado con el espíritu positivo, disponía de herramientas suficientes
para penetrar en enigmas científicos concretos y para resolver problemas técnicos útiles, comprendería la
estupidez de dejarse llevar por los ideales de la teología, con su orden sagrado, o por los ideales de la metafísica,
con sus abstracciones en favor de una justicia universal de la que nadie tenía una idea concreta. El científico
identificaría los problemas relevantes para la vida social e individual y confiaría a la ciencia correspondiente su
solución. El líder de la sociedad no era ni el monarca por la gracia de Dios ni el revolucionario por la gracia de su
retórica, de su entusiasmo, sino el hombre de ciencia, que se lo debía todo a su atención, a su rigor y a la
disciplina de su intelecto.
• La sociología positiva
La especialización creciente de las ciencias debía ser compensada con una figura que dictara a cada
ciencia su propio uso. Puesto que toda ciencia tenía que mostrar su función en el todo social, resultaba
claro que la nueva ciencia arquitectónica no podía ser otra que la sociología. Quien dominara la vida
humana tenía que conocer las necesidades de orden y progreso de la sociedad en cada presente y, por tanto,
tenía que conocer también su historia. De hecho, la sociología era la reina de las ciencias, pues era la última
que podía llenar la laguna final del conocimiento de los fenómenos: la propia sociedad.
En efecto, la sistemática de la ciencia partía de los fenómenos menos relativos a nuestra realidad, más
cercanos a la especulación y a la abstracción, más conectados con el sentido de la divinidad, más inútiles
para el hombre concreto. Así, la ciencia siempre se había iniciado con la astronomía, auxiliada por la
matemática, como ciencia de las figuras y ficciones espaciales. Desde ahí se había pasado a las ciencias
físicas, en tanto ciencias de la materia inerte y muerta, como ya defendía D'Alembert, para,
posteriormente, pasar a estudiar la materia química, ya predispuesta a organizarse bajo las formas de la
vida. Luego se estudió la vida organizada en los cuerpos, como cadenas de nervios y de músculos, a través
de la anatomía y la fisiología. La física, química y fisiología ya afectaban al hombre en tanto que él también
era un ser material, orgánico y vivo. Ahora era preciso cerrar esta progresión desde lo más lejano a lo más
cercano al hombre. Era necesario estudiar lo más complicado y concreto de todo, los fenómenos de la
mutua influencia de los seres vivos y racionales entre sí. Era preciso llegar a la cima de las ciencias: a la
física social, a la ciencia de la acción y reacción de los seres humanos, y así descubrir sus leyes y sus
fenómenos más importantes. De esta manera, la sociología sería la ciencia soberana y quien la ejerciese
sería el genuino soberano de la sociedad.
Comte intentaba mostrar cómo todas las demás ciencias estaban en función de ordenar los intercambios
sociales entre los hombres. La ciencia era una institución humana y debía servir al hombre. Al proponer a la
sociología como reina de las ciencias, Comte quería dejar claro que el valor de todas las ciencias era subjetivo.
Aquí Comte era también un heredero de la Ilustración y del espíritu de Kant: la ciencia era el estudio de los
fenómenos tal y como éstos se daban al sujeto humano; no aspiraba a conocer la realidad en sí de la
metafísica, sino la realidad para el hombre. Comte también hablaba en nombre de la humanidad. Sólo el
hombre, sus fines y sus metas, daba a la ciencia la forma de sistema, y no los designios de ningún Dios o la
propia necesidad cósmica de una naturaleza sin alma.
La propia ciencia llevaba en su seno la huella de esa dependencia del hombre y de sus necesidades concretas.
No era verdad que el espíritu humano pudiera desarrollarse plenamente desde la mera inteligencia, desde el
mero afán de conocer. El espíritu humano era de naturaleza práctica y a sus acciones debían acompañarle
siempre el interés y el querer. La ciencia, al relacionar los fenómenos entre sí, establecía asociaciones
económicas y regulares, de tal forma que, dado un fenómeno, siempre se esperaba la presencia de otro.
Analizaba el presente, pero tanto para dominar el pasado como para prever el futuro. De esta forma, el hombre
confesaba que la ciencia era el mayor pacificador de su inquietud, el mayor proveedor de seguridad. No
sólo permitía reconciliarse con la existencia y con su dimensión estática, sino también con su dinamismo,
con su movimiento.
La ciencia operaba con los dos grandes factores que necesitaba la sociedad posrevolucionaria: el devenir
sobre un orden estable. Desde esta perspectiva, también la sociología era la reina de las ciencias. Pues si
el caos dominaba en la sociedad, para nada servía el conocimiento estable de la astronomía, o de la física
por parte de unos pocos: los demás hombres caerían en el desconcierto y en el miedo, y todo se arrumbaría,
como sucedió en la época de los griegos o en la Edad Media. Sólo si la sociedad estaba científicamente
ordenada, la ciencia cumpliría su función y gozaría de estabilidad histórica. Si la sociedad estaba
desorganizada, fuese cual fuese el conocimiento producido por las ciencias, el conjunto de la vida humana
caería en un peligroso primitivismo.
Cuando miramos el fondo más constante de la cultura moderna descubrimos una diferencia que ha determinado la
vida social europea desde el principio de la memoria histórica. Se trata de la interpretación elitista de vida
espiritual frente a la interpretación democrática de la misma. Esta diferencia rige en Grecia y se traslada a la
cultura cristiana, que distingue igualmente entre virtuosos o clers, por una parte, y laicos, por otra. Los primeros
conceden al destino del hombre individual un valor absoluto, mientras que los segundos defienden un sentido de
la igualdad social. Como reacción a la Ilustración, que promociona el valor de la igualdad, que pronto se
presentará como cultura de masas, una corriente de autores del siglo XIX heredará los valores aristocráticos
europeos, ya sea de procedencia cristiana, como Kierkegaard, ya sea de un cristianismo radicalmente traducido a
filosofía, como Schopenhauer, o, finalmente de origen claramente pagano, como Nietzsche. Armados con estos
puntos de vista, los tres luchan por defender el punto de vista del individuo en un mundo que consideran hostil.
1. Introducción
1. La afirmación del destino individual
A todo lo largo del siglo XIX, crece un espíritu que se entiende llamado a defender el destino del hombre
individual y a afirmar aquello que ningún hombre puede compartir con otro, ni entregar a otro: el curso del
tiempo que constituye su propia existencia. Ni la cooperación social con otros hombres, ni la propia
estructura de la sociedad, con sus órdenes de justicia e injusticia, ni la utopía de un futuro perfecto, definen
los intereses de estos otros pensadores. Ellos consideran que cada ser humano, en su individualidad, tiene
que analizar, decidir y experimentar el sentido de su propia vida como si fuera el único ser sobre la faz de la
tierra, como si fuera el último hombre. Para ellos, el individuo tiene un valor absoluto y el sentido de la
plenitud de la vida no procede ni de otros hombres, ni de la sociedad. Sólo yo puedo decirme a mí mismo lo
que es valioso y lo que no lo es. Ninguna otra cosa en el mundo puede limitar mi soberanía para decidir este
juicio. Para estos filósofos, mantener el sentido de mi existencia puede exigir el desprecio del mundo, de
la sociedad entera y del futuro completo.
Estos hombres, que se llaman Arthur Schopenhauer, Soren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche, no retroceden
ante esa posibilidad. Ellos no lo dicen, pero, en el fondo, anhelan vivir sus vidas con la certeza de que
luchan por su salvación personal. Naturalmente, esta expresión procede de la religión cristiana. Pero los
mencionados filósofos han sabido transformar la exigencia de salvación individual en el más allá, procedente
de la religión, en la exigencia de vivir su propia existencia de una manera absolutamente individual, al
margen de la sociedad moderna, pues ésta sólo trata de luchar por el progreso, por la riqueza o por el poder
político, aspiraciones que habían sido condenadas por la interpretación originaria del cristianismo.
Cada uno de estos hombres luchó, a su manera, por no entregar a nadie, absolutamente a nadie, el sentido de
su propia existencia. Situados ante su vida, ante su tiempo, como si tuviera un valor eterno, cada uno luchó
por escapar a la obsesión enfermiza producida por la idea de la muerte. Esta enfermedad, tras el abandono
de las creencias cristianas, apenas podía ser curada. Procedentes todos ellos de una cultura que tenía un alto
sentido de la vida eterna, entusiasmados por altos ideales de perfección, decepcionados por lo que les
ofrecía la vida del presente y la presumiblemente futura, estos hombres se entregaron con pasión a su sole-
dad y disfrutaron con dolor y con orgullo de la experiencia de saberse soberanos absolutos de sus días.
Si Kant había dicho que el hombre era un fin en sí mismo, nadie como ellos se tomó en serio este enunciado y nadie
más que ellos hizo de él la norma de su vida. Fueron, en este sentido, profundos moralistas.
Es dudoso que fueran hombres sanos. Pero tampoco vieron a su alrededor salud alguna. Siguieron con paso
decidido su camino hacia la melancolía, la enfermedad y la soledad. Por ello pasaron a ser emblemas y
héroes para una sociedad que tenía poco que ofrecer para sustituir la vieja cultura cristiana, centrada en la
salvación eterna de los elegidos por Dios. Su sentido aristocrático de la existencia, su aspiración a ser
auténticos hombres, fue la forma en que las nuevas generaciones interpretaron los ideales de perfección
cristiana.
Es probable que hoy no los podamos entender verdaderamente. Pero no podemos a veces separarnos de su
ejemplo, como si fuera nuestra más profunda y secreta tentación, sobre todo cuando se hace asfixiante la
decepción del mundo que nos rodea. En todo caso, sabemos dos cosas: que en ellos no está la salud que
podemos anhelar para nuestra existencia, pero que fueron síntomas de un mal cultural y social que también
puede ser el nuestro.
2. Schopenhauer
1. La despedida del mundo ilustrado
Arthur Schopenhauer reúne de la manera más estrecha el mundo ilustrado del siglo XVIII con el mundo
que ya se asoma al siglo XIX. Pero la fuerza con la que vincula ambos mundos es la decepción. Él se ha
despedido de todos los ideales ilustrados y, tras esa despedida, no ha encontrado otros. Por eso sólo ha
experimentado el destino solitario del individuo plenamente aristocrático, que él contrapone a la estúpida
masa. Como en el cristianismo luterano, el número de los elegidos para Schopenhauer es muy reducido. La
inmensa mayoría de los hombres se pierden tras un rostro anónimo, amontonados en el pantano de la vida
burguesa. Él, sin embargo, desde la cumbre de su pensamiento, domina la comprensión de la vida humana
y, con agudo desdén, desprecia a las masas organizadas de la sociedad democrática.
En el siglo XVIII, en cuyos años finales nació nuestro hombre (1788), todo era tarea, esfuerzo, trabajo. Los
mejores, como Kant, pensaban que los ideales de justicia y de paz acabarían instaurándose en la Tierra, que
así pasaría a ser un verdadero reino de Dios. Para realizarlo no bastaba un hombre, ni siquiera todos los hombres
de un presente dado: eran necesarias todas las generaciones del futuro.
Schopenhauer no cree en estas cosas: ni en la cooperación entre los hombres ni en el progreso histórico.
La experiencia que domina su vida consciente, quizá precozmente lúcida, es la de la melancolía ante todo lo
que el mundo ofrece: su dolor continuo y gratuito en el que no parece abrirse salvación alguna.
Schopenhauer no tiene la certeza, como Kant o como Voltaire, de los avances que la sociedad burguesa ha ido
produciendo, avances que culminaron en el fabuloso sueño de la Revolución francesa. Él ve un mundo que se
desangra en la lucha y en la retirada. La derrota de los ideales es su evidencia más precisa. Los tres
elementos fundamentales que sostenían el mundo burgués, a saber, el Estado surgido de la Revolución francesa,
la filosofía idealista y heroica, y el crecimiento de la riqueza material producido por el comercio y la
industria, él los experimenta en su crisis y en su ruina.
Apostado en la pequeña ciudad de Weimar, Schopenhauer verá pasar, camino de Rusia, a la Gran
Armada napoleónica, perfectamente equipada, compuesta por más de 300 000 hombres. Era el resultado más
simbólico de la Revolución francesa. Aquel ingente movimiento por la libertad de los franceses y del género
humano se había convertido en la maquinaria de guerra más poderosa que habían visto los tiempos, y
cuyo efecto mortífero contra el humilde e indefenso ser humano nadie mejor que Goya había dibujado en
los fusilamientos de Madrid. Aquel ejército era la gloria y el terror del mundo. Mas también la evidencia
de la mentira del mundo. Los grandes ideales de libertad, con Napoleón se habían transformado en ideales de
disciplina. La promesa de emancipación humana ahora se convertía en amenaza de conquista. La fraternidad
aparecía como excusa para la violencia. Las palabras altisonantes ya no podían mantenerse frente a la
desnuda y terrible realidad: las ideas habían cedido ante el poder.
Schopenhauer, apostado tras los visillos de su casa, sólo tuvo que esperar meses para ver cómo aquel gran
ejército regresaba destruido por el frío, el hambre y las epidemias. Allí ya no vio los uniformes arrogantes, ni
a los oficiales orgullosos. Vio sólo a hombres tullidos, mutilados, deformes arrastrarse camino de su infierno.
Los ideales ilustrados quedaban reducidos a escombros. La apuesta por el poder del mundo se quedaba
en nada. El progreso era el camino inconsciente hacia la ruina. Esta experiencia debió de parecerle a
Scho-penhauer una metáfora de la Ilustración y de sus ideales. Decididamente, todo aquel esfuerzo era
absurdo. Tanta ilusión por fin mostraba su verdadero rostro: la nada.
4. La voluntad de vivir
Todo lo que buscamos aspira a mantenernos en vida. ¿Pero por qué aspiramos a mantenernos en vida? Ante
esto, solamente podemos decir que la vida quiere vivir. No hay razón ulterior. La voluntad de vivir no
tiene razón externa: no desea vivir para algo, sino sólo para seguir disfrutando de la vida. Por tanto, no es
un azar que todos los seres vivos se sientan inclinados a mantenerse en la existencia. Al hacerlo, obedecen
a la estructura misma de la vida. Ahora bien, ¿por qué los seres luchan por seguir existiendo bajo la forma
exclusiva de este individuo?
Aquí, Schopenhauer rompe con toda la metafísica moderna, y su certeza de un Yo que se habla a sí mismo en
la soledad de la reflexión. Ahora, para Schopenhauer, esta forma del Yo, dominada por el principio de
individuación, es sólo una ilusión. Con ello, Schopenhauer confiesa la influencia del pensamiento
hindú. La vida aspira a vivir, cierto. Pero no tiene por qué hacerlo bajo la forma de este individuo único y
violentamente opuesto a todos los demás.
Para Schopenhauer, cada uno de los individuos es víctima desde su nacimiento de un error innato (se
opone a Descartes, que había hablado de una verdad innata). Ese error innato, que domina de una
manera invencible a casi todos los individuos, les exige que concentren la voluntad de vivir, que en sí misma
es ciega, en la forma de su individualidad. Como si quisieran agotar la forma de la vida infinita bajo la
especie de su propia individualidad finita, los seres concretos padecen una enfermedad infernal que les lleva
a pretender agotar lo infinito mismo, la voluntad de vivir, bajo la forma de su fi-nitud, de su cuerpo y de su
tiempo concreto, del pequeño ámbito de causas que ellos controlan y de las palabras vacías que pueden
pronunciar en su vida. Es como si el cuerpo finito del hombre quisiera beberse las aguas del océano.
La pretensión de agotar la vida infinita bajo la forma de su presentación finita, en tanto este
individuo, es el error innato que padecemos casi todos. Por eso se produce la lucha cósmica: porque los
individuos finitos se comprenden contrarios y enemigos de los demás individuos finitos. Para el individuo
es como si los demás le quitaran la energía necesaria para garantizarle a él la merecida inmortalidad. Por eso,
en la lucha cósmica, que en el fondo es también la lucha por la propiedad privada que se da en el capitalismo,
los hombres aceleran su propia muerte en una violencia recíproca, en la que la única razón conocida a la
postre es la que asiste al más fuerte.
Ahora bien, ¿por qué esa vida unitaria, la misma en todos, se organiza en seres individuales? ¿Por qué se
somete al principio de individuación? ¿Por qué se expresa en seres que tienen un error innato, una
altísima conciencia de sí, tal que cada uno de ellos se valora como si fuera un valor absoluto? ¿No es la vida
infinita? ¿Por qué, entonces, se manifiesta en seres finitos? En el fondo, ésta era la pregunta metafísica
más básica de la modernidad desde Bruno. Schopenhauer contesta que la individualidad es la forma en
que se expresa la vida misma, la voluntad de vivir, porque en su seno más profundo la vida alberga seres
contradictorios entre sí. Por eso, no puede expresarlos a todos ellos a la vez, sino sucesivamente, bajo la
forma del tiempo. La contradicción se manifiesta en la resistencia de todos a abandonar el tiempo de vida
concedido, en la resistencia a morir para dejar espacio y tiempo a otros seres. Con ello, Schopenhauer ha
invertido el pensamiento de Leibniz: la vida no es la mejor de las vidas posibles porque los seres que
alberga en su seno no son todos ellos posibles al mismo tiempo.
Pero, como estos tipos o formas de seres individuales -hombres, especies animales en general, especies
vegetales de todo tipo- son posibilidades eternas de la vida, no pueden morir en su lucha concreta. Por
eso, para luchar entre sí, estos géneros de seres emplean formas perecederas, seres individuales que, aunque
mueran, siempre dejan su semilla para que su posibilidad de ser, su forma vital, su género y su especie se
reproduzca y se mantenga en el tiempo. Si estas posibilidades eternas de la vida, son llamadas ideas (en
homenaje a Platón), las ideas no luchan entre sí, sino que envían a sus representantes finitos y
mortales, a los individuos, para que libren un combate a muerte por ellas.
Ésta es la estructura de nuestra vida: luchamos un combate que creemos por nosotros mismos, por nuestra
eternidad, por una voluntad de vivir individual, cuando de hecho es por la voluntad de vivir de nuestro
género. Schopenhauer ha introducido en su filosofía el combate y la lucha de potencias ciegas, como
ocurría en el viejo pensamiento mitológico. Pero, fiel al pensamiento cristiano y humanista, ha hecho una excepción
con el hombre. Pues el hombre, cada hombre, posee una idea individual y eterna por la cual lucha. Y su felicidad
y su desgracia dependen de conocerla y seguirla en el tiempo.
3. Nietzsche; el individuo como eterno retorno
1. Individuo y comunidad
Nietzsche, como Schopenhauer, sabía que sólo existían individuos. Pero mientras que para Scho-
penhauer el individuo era en el fondo una ilusión, para Nietzsche el individuo debía configurar un pueblo,
una comunidad y una forma de vida compartida. En la medida en que el héroe lograse construir esa
comunidad nueva, dicho individuo sería excepcional, soberano y, por tanto, superior.
Hay otras diferencias con Schopenhauer. Éste cree firmemente en el destino: nadie sabe si es superior o
inferior, salvado o condenado hasta el momento mismo de la muerte. En todo caso, estos adjetivos sólo se los
puede aplicar uno a sí mismo, no a los demás, por lo que jamás sirven para fundar una comunidad de
juicios y de valores. Nietzsche, por su parte, siempre vive pendiente de una diferencia entre los mejores y
la masa que se haga evidente a todos, que sea reconocida por todos y que, por ello, funde autoridad y
liderazgo. Muy en el fondo, el pensamiento de Nietzsche puede tener una lectura política. El de
Schopenhauer, no. Para Schopenhauer los hombres no podían vivir juntos salvo para luchar entre sí.
Nietzsche aspira permanentemente a formar un pueblo.
Por lo demás, Schopenhauer creía que, justo porque el individuo es una ilusión, convenía deshacerse
cuanto antes de ella, eliminar la voluntad de vivir vinculada a ella, separarse de todos los objetos que nos
inclinan a vivir y distanciarnos de toda pasión. Nietzsche, por el contrario, encomienda una tarea al
individuo: la producción de una gran obra. Pero una gran obra siempre es admirada por otros y siempre
funda una colectividad. Como se ve, la dimensión estética de Nietzsche no es contraria a la dimensión política.
Al contrario, la canaliza. Así que, en resumidas cuentas, donde Schopenhauer tenía que decir un «no», Nietzsche
siempre acaba diciendo un «sí». Schopenhauer quería alejarse de la vida de los demás. Nietzsche sólo daba
un rodeo: se distancia de los hombres, pero para encontrar a los suyos, a los que han de venir, a los
auténticos hombres. El futuro para Schopenhauer consiste en una repetición del mismo fastidioso presente.
Para Nietzsche es siempre algo abierto, una esperanza. Su gesto jamás se olvida de la pretensión de con-
vencer y mover a alguien a una vida más plena. Incluso cuando desprecia, Nietzsche piensa en alguien que
algún día lo reconozca.
Estas diferencias se pueden apreciar por la dispar relación que ambos hombres mantienen con la historia.
Schopenhauer considera la historia como un mero escenario temporal de violencia y de muerte, donde
eternamente se repite el mismo afán de autoafimarción de los individuos que no se resignan a reingresar en
la voluntad de vivir anónima de la que proceden. Cuando se lee la consideración intempestiva que
Nietzsche dedica a la utilidad de la historia, descubrimos que la meta a la que aspira él es seguir produciendo
sucesos, futuro, obra humana, historia. Mientras Schopenhauer busca desilusionarse por todo, Nietzsche
busca ilusionarse de nuevo ante algo grande, espectacular, capaz de asombrar al mundo.
Estudiar la filosofía más próxima a nosotros constituye una tarea particularmente complicada. En parte por la
siempre mencionada falta de distancia, observación que da por supuesto que dicha distancia es condición
imprescindible para el conocimiento de cualquier etapa histórica. En realidad, esta forma de hablar distrae la
atención de lo realmente importante. La razón de más peso por la que el estudio de lo contemporáneo es fuente
inagotable de dificultades teóricas tiene que ver con la imposibilidad de aplicar a este ámbito los criterios y
parámetros que utilizamos para otros períodos.
La cuestión pasa por dilucidar si eso que genéricamente podríamos denominar presente debe ser considerado
también como un momento histórico.
Con frecuencia se habla como si lo contemporáneo -nuestro presente- debiera entenderse como lo que todavía no
es historia (porque, como aquel que dice, todavía está pasando). La opción que se asumirá en lo que sigue es que
dicha contemporaneidad constituye más bien el último episodio, probablemente aún por reflexionar, de una
historia que nos viene del pasado. El presente también forma parte de la historia. También necesita ser puesto en
relación con el pasado para mostrar su sentido. El presente es una historia pendiente de interpretación.
Eso significa que esta última parte será una lectura sesgada, interesada, que atenderá a aquello de entre lo
pensado en el siglo XX que guarda una relación pertinente con nuestra realidad. No es contemporáneo todo
aquel que haya vivido la misma época que nosotros. Esa coincidencia temporal lo acredita únicamente como
coetáneo. Contemporáneo es aquel autor o aquel pensamiento que nos ayuda a entender nuestro mundo. Pero no
forzosamente porque lo haga más confortable o más tolerable. En ocasiones entender lo que hay o lo que ocurre
significa reconocer su condición de insoportable.
Los autores que se estudian en este capítulo representan lo que bien pudiéramos denominar una nueva práctica
de la filosofía, esto es, una nueva manera de entender su ejercicio. De todos ellos cabría predicar un rasgo
fundacional, originario; cada uno de ellos inaugura, en su específico ámbito, una manera distinta de pensar sobre
sus objetos teóricos. No se trata de una coincidencia casual, o de una constelación azarosa. Todos ellos piensan
tras la profunda crisis de la ciencia de finales del siglo XIX (la del ideal mecanicista), crisis que condena a la más
completa obsolescencia a ciertas formas precedentes de entender la filosofía. Así, no cabe seguir hablando ni de
filosofía de la naturaleza ni de ninguna otra declinación del concepto que presuponga un objeto propio. En
adelante, el discurso filosófico deberá reconocer su modesta naturaleza de saber adjetivo, destinado (para no
decir condenado) por ello mismo a servir de ayuda a los saberes y prácticas ellos sí con objeto. Por ejemplo, las
ciencias positivas.
Gottlob Frege nació en Wismar, una activa ciudad comercial alemana a orillas del Báltico, en 1848.
Realizó sus estudios universitarios en Jena y Gotinga entre 1869 y 1873, año este último en que se doctoró.
En 1874 inicia su docencia en la Universidad de Jena, donde trabajó hasta 1918, fecha de su jubilación. Murió
en Bad Kleinen en 1925. En Jena, pronto se le despertó el interés por la fundamentación de la
matemática y por el importante papel que para esta temática posee la lógica. En 1879 publica su
Conceptografía. Pese al valor de la obra y a lo esperado por Frege, tanto éste como los restantes escritos
suyos encontraron una casi total incomprensión en la comunidad matemática. Sus libros fueron juzgados
desfavorablemente por los más importantes matemáticos de la época, vio rechazados sus artículos por las
revistas especializadas -el director de una de ellas calificó a Frege de «lógico doctrinario»- y los editores
examinaron con desconfianza sus proyectos (hasta el extremo de que tuvo que pagar de su propio bolsillo la
edición del segundo volumen de sus Leyes básicas de la aritmética).
Su obra filosófica tardaría mucho en ser valorada, cosa que no ocurrió hasta mediados del presente siglo.
Entre los factores que lo hicieron posible hay que mencionar, además de la labor de Carnap, la circunstancia
de que Wittgenstein hiciera uso de diversas ideas fregeanas en su Tractatus logico-philosophicus, sin duda
una de las obras más influyentes del siglo XX. Otro factor importante, por más que en su momento
provocara a Frege importante sinsabor, es el hecho de que Bertrand Russell debatiera su programa teórico.
Dicho programa es conocido como programa logicista y es la forma en la que Frege considera que
puede alcanzar su propósito de situar la matemática, y, especialmente, la aritmética, sobre unos fundamentos
conceptuales y demostrativos firmes. El objetivo final consiste en reducir la aritmética y el análisis a la
lógica, definiendo las nociones aritméticas a partir de nociones puramente lógicas y deduciendo los
axiomas aritméticos a partir de principios lógicos. Como la lógica tradicional no bastaba para llevar a cabo
esta tarea, se vio impulsado a crear una nueva lógica, suficientemente precisa y potente como para poder
desarrollar la matemática a partir de ella.
3. El «filósofo de la lógica»
Aunque, tras completar su obra fundamental en el campo de la lógica, los intereses de Russell se centraron en
problemas más tradicionales de la filosofía, en particular los de la teoría del conocimiento, los concernientes a
la mente y la materia y, posteriormente, los relativos al lenguaje y al significado, puede decirse que toda su
obra posterior se halla regida por una especie de principio tutelar, que bien pudiera formularse así:
antes de llegar a una decisión en cualquier problema filosófico, hemos de ocuparnos en consultar
minuciosamente los últimos hallazgos de todas las ciencias al respecto. La aplicación de este principio
convierte las teorías filosóficas (incluyendo las del propio Russell) en muy vulnerables, pero, al mismo
tiempo, es la única forma de acabar con la vacía retórica de la metafísica, retórica que lleva impresa en el dorso
su fecha de caducidad, a saber, el momento en que la ciencia las aborde con su metodología. La imagen
del Russell «filósofo de la lógica» se encuentra directamente conectada con este principio. En un trabajo
titulado precisamente Sobre el método científico en filosofía, Russell explica que hay dos maneras diferentes por
las que una filosofía puede tratar de basarse en la ciencia: fijándose en los resultados o haciéndolo en los
métodos. La primera ha provocado que muchas teorías filosóficas se hayan extraviado. Por el contrario, «no
son resultados, sino métodos lo que es necesario transferir con provecho de la esfera de las ciencias
especiales a la esfera de la filosofía».
Pero ¿qué métodos son esos? ¿La experimentación, la medición y la formulación de hipótesis?
De aceptar esta respuesta, incurriríamos en una manifiesta circularidad, puesto que a lo que conduce el empleo
de estos métodos es, justamente, a esos resultados de los que acabamos de desmarcarnos. Los métodos que hay
que transferir son los de las ciencias formales, como la lógica y la matemática.
Subyace a esta propuesta un conjunto de opiniones que tal vez fuera excesivo calificar de metafísicas, pero
que por lo menos merecen el calificativo de concepción del mundo. Nos referimos a lo que el propio
Russell denomina atomismo lógico, mediante el cual intenta describir la clase de hechos que hay. Según
esta concepción, el mundo consiste en una serie de entidades diferentes a las que denomina hechos atómicos.
Un hecho atómico consiste en un particular calificado por una propiedad -del tipo «esto es grande»- o dos
o más particulares conectados por una relación -como sería «a es más pequeño que &»-. Un particular no
se identifica con una cosa individual de nuestra experiencia cotidiana. En realidad, lo único común a todo
hecho atómico es el no ser ya analizable.
Todas las proposiciones moleculares se pueden expresar como «funciones de verdad» de proposiciones
atómicas, lo que es como decir que su verdad o falsedad se halla totalmente determinada por la verdad o
falsedad de las proposiciones atómicas que entran en su composición: conociendo la verdad o falsedad de
las proposiciones atómicas a partir de las cuales están construidas, podemos conocer la verdad de las
proposiciones moleculares correspondientes. En cambio, la verdad de una proposición atómica sólo se
puede decidir yendo más allá de la proposición, hasta el hecho que expresa. No podía ser de otro modo desde
el momento que las proposiciones atómicas son indeducibles de otras proposiciones.
Si para Russell la filosofía tiene por cometido llevar el análisis de la construcciones lógicas al nivel de sus
partes constituyentes y de sus componentes últimos, entonces el modelo de análisis que está proponiendo
difícilmente puede evitar el reproche de reductivismo. Si los valores de verdad de cualquier expresión
compleja se resuelven en los valores de verdad de las proposiciones elementales que la conforman, entonces,
dada una proposición, hay un análisis determinado que la explícita y el análisis es un proceso finito y
definitivo, capaz de llegar a los elementos últimos. Por aquí han ido las principales críticas a Russell de parte
de los filósofos posteriores de su misma comente. Ambas tesis son para ellos, como mínimo, dudosas -si no
falsas-. Porque permanecen encerradas en el interior de una imagen del análisis filosófico errónea. No hay un
análisis absoluto de las proposiciones, ya que, a fin de cuentas, el análisis es esencialmente dependiente de los
propósitos que con él se persiguen.
Me parece que en ética, al igual que en todas las demás ramas filosóficas, las dificultades y desacuerdos, de los que su historia está
llena, se deben principalmente a una causa muy simple, a saber: al intento de responder a preguntas sin descubrir primero cuál es la
pregunta que deseamos responder.
Moore suele ir siempre, en ese sentido, a contracorriente: intenta remontarse desde la propuesta de respuestas
al planteamiento de problemas. La observación es importante porque, de ser cierta, alejaría a nuestro autor
de la imagen de un filósofo meramente técnico, centrado en la discusión de cuestiones escolásticas, tan
frecuente entre los analíticos, y le aproximaría a un talante, si se quiere, más clásico. Tanto por su talante,
como -añadamos ya para introducir la siguiente razón- por los temas que aborda.
Una segunda razón para intentar explicar la variable fortuna que su posteridad concedió a Moore remitiría, desde
el interior de su filosofía, al contexto de la época. Sería la del relevante papel jugado por este filósofo en el
combate teórico contra el idealismo dominante en su época en el ámbito de la filosofía angloamericana. Esta
segunda razón, por lo demás, puede proporcionarnos la clave para leerlo. Al igual que Bertrand Russell,
Moore había dado sus primeros pasos filosóficos de la mano del idealismo. Ellis McTaggart ejerció sobre él
una notable influencia y Francis Herbert Bradley fue el punto de referencia fundamental que Moore utilizó
para romper con el empirismo inglés, ruptura con la que inició su andadura teórica (en concreto, en el artículo
La naturaleza del juicio). Moore atacaba en ese momento lo que, a su modo de ver, constituía el principal
equívoco de estas tesis, a saber, la confusión que en ellas se da entre dos sentidos de la palabra idea, que
lo mismo sirve para mencionar el acto psíquico de conocimiento que para nombrar lo conocido. Moore
consideraba que no es la idea misma, en tanto que fenómeno psíquico, lo que es un ingrediente de nuestro
juicio, sino aquello que nuestras ideas indican -lo que Moore llama «concepto» (y Bradley había llamado
«significado universal»)-. Le molestaba de este empirismo el hecho de que, al final, terminara resolviéndose en
un idealismo objetivo, según el cual no podemos conocer más que contenidos de conciencia (con lo cual el
mundo exterior al sujeto se sustrae a nuestro conocimiento); pero, sobre todo, le molestaba el psicologismo
de esta tesis.
A partir del posterior trabajo La refutación del idealismo, de 1903, Moore se va a proponer el desarrollo de
una crítica más elaborada a las tesis idealistas, y, en particular, a la de que ser es ser percibido. Se
centra en esta tesis y no en la, tal vez más clásica, de que la realidad es espiritual, porque en ella cree reconocer
un error conceptual simétrico al que había denunciado en su primer trabajo.
Puedo probar ahora, por ejemplo, que existen dos manos humanas. ¿Cómo? Levantando las dos manos y diciendo, a la vez que
hago un gesto con mi mano derecha, «aquí está una mano», y añadiendo, a la vez que hago otro con la izquierda, «aquí está la
otra». Si al hacer esto he demostrado ipso facto la existencia de cosas externas, todo el mundo verá que puedo hacerlo también de
muchísimos modos diferentes; no hace falta multiplicar los ejemplos.
Importa subrayar no sólo la existencia, sino también la calidad, de estas evidencias. Los hechos mencionados
son verdaderos con una certeza que no admite calificativo alguno. De ellos no cabe decir nada parecido a que sean
en parte verdaderos o en parte falsos. Por eso constituyen el más firme suelo en el que arraigar cualquier
construcción filosófica. La misma cosa se puede enunciar de dos maneras:
a) Diciendo que los hechos relevantes para la filosofía son los que configuran la visión del mundo
encarnada en nuestro sentido común.
b) Diciendo que la visión del mundo que proviene del sentido común es perfectamente cierta.
Esta última manera tiene la ventaja de anunciar contra quién se está hablando: contra todas aquellas filosofías
que alberguen conceptos filosóficos que vayan contra dicha visión. Serán sin duda falsas.
A pesar de todo esto, y en contra de lo que tal vez a primera vista pudiera parecer, Moore no es un pensador
dogmático ni, mucho menos, simplista. No propone una especie de muerte súbita para el pensamiento al
remitirse a lo que desde siempre todos hemos sabido. Para ese viaje, ciertamente, no hubieran hecho falta
demasiadas alforjas. El matiz es éste: la verdad de las creencias de sentido común está fuera de toda duda,
pero el análisis correcto de tales creencias, esto es, su exacta interpretación, está lejos de ser algo fácil. Moore
pretende defender las creencias ordinarias, y no el uso ordinario en cuanto tal. Lo cual, por sí sólo, ya es
indicativo. Como reconoce el filósofo, si el sentido común necesita una defensa es porque no se basta a sí
mismo -no es ni autosuficiente ni transparente.
1 .a La negación de la metafísica.
2.a El fisicalismo y la unidad de las ciencias.
3.a La verificabilidad empírica.
Pero, más que de una teoría, se trataba de un programa. De hecho, el empirismo lógico, estrecho y rígido,
de la primera época se fue abriendo y matizando cada vez más hasta desembocar en diversas corrientes de
filosofía analítica. Añadamos también que este desenlace se produjo, en gran medida, como resultado del
esfuerzo por completar aquel programa.
2. Negación de la metafísica
De los tres rasgos señalados, con toda probabilidad ha sido el primero, el enérgico rechazo de toda metafísica,
el que ha terminado por considerarse como el rasgo «externo» más característico del filósofo neopositivista.
Y no ya sólo por razones polémicas (oponerse a toda metafísica equivale a oponerse a la casi totalidad de la
filosofía precedente), sino tam bien metodológico-historiográfica: el neopositivis-mo cree que descartar el
discurso metafísico es la única forma de cortar el nudo gordiano de las polémicas filosóficas
tradicionales que, en contra de lo que piensan sus defensores, con su venerable antigüedad han demostrado
ser tan inútiles.
Este es, por tanto, el núcleo duro de la argumentación (o de la exclusión, que bien podríamos llamarla así, pues no
a otra cosa apunta): sólo la ciencia puede hablarnos con conocimiento de causa del mundo real. Cualquier
intento de trascender los límites del conocimiento científico del mundo desemboca en el absurdo. Resuena, sin
duda, en este punto la crítica kantiana a la metafísica, pero adecuadamente actualizada. Las hipótesis metafísicas
son rechazables por inservibles, pero nunca por falsas (si optaran a ese rango ya no serían metafísicas).
No es casual en semejante contexto la atención dispensada por estos autores a los análisis que hizo Stuart
Mili del problema del mal. Dicho problema ejemplifica casi a la perfección los apuros por los que ha de
pasar el metafísico empeñado en mantener contra viento y marea (esto es, contra los mismos hechos) la
hipótesis de que en el mundo resplandecen la sabiduría y la bondad de Dios. Está claro que quien mantiene
una hipótesis semejante no lo hace desde la ignorancia o el desconocimiento de la existencia del mal en
el mundo, sino desde su decidida voluntad de no tomarlo en consideración. El desastroso curso de los
acontecimientos basta para desalentar al metafísico defensor de que en la realidad mundana se revela la pre-
sencia de algún designio superior. Tiene poco secreto el resultado: la hipótesis se planteó de tal manera
que se acomodara a cualquier orden de cosas concebible. O, en términos más generales: las hipótesis
metafísicas resultan por principio insusceptibles de contraste empírico. Formulación de la que los
neopositivistas extraen una consecuencia práctica. Si aquéllas no admiten parangón con las hipótesis
científicas (recuérdese: las únicas que se refieren al mundo real), no se ve de qué puede servir aventurarlas.
Si se abandona el esquema según el cual existe una nítida línea divisoria entre enunciados significativos y
asignificativos, resulta inevitable reconsiderar las rotundas afirmaciones iniciales y pasar a defender, como
hicieron algunos autores de la llamada escuela de Oxford, que «es un sinsentido pensar que la metafísica
es un sinsentido».
4. La verificabilidad empírica
Por último, la tesis de la verificabilidad empírica bien pudiera decirse que ofrece un doble frente de
desarrollo: de un lado, hacia las cuestiones de fundamentación metacientífíca y, de otro, hacia los problemas
de significadvidad de los enunciados. No son, en realidad, dos líneas completamente separadas, sino en algún
sentido complementarias, como queda resumido en la afirmación neopositivista «el significado de una
proposición consiste en su método de verificación». En todo caso, esta dimensión complementaria no
excluye que ahora, y a los solos efectos de la exposición, las abordemos separadamente.
Pero apresurémonos a recordar que de tan riguroso criterio quedaban excluidas las proposiciones de la lógica
y de la matemática, siendo esta exclusión absolutamente central en el planteamiento neopositivista, como
ha señalado Quine en su célebre trabajo Dos dogmas del empirismo.
El recordatorio no es irrelevante, si nos fijamos en los términos de la crítica. Porque lo que Quine reprocha
a este principio -y por eso lo denomina peyorativamente «dogma»- es que se apoya en una creencia, la de la
analiticidad, según la cual existen verdades de razón que no tienen nada que ver con los hechos. Es esa
creencia en cuanto tal la que, en definitiva, debe ser repensada. Pero hacerlo equivale a lanzar una carga en
profundidad al proyecto de Carnap, para el cual la distinción entre lo analítico y lo sintético es una
distinción tajante y exhaustiva.
Para Quine, por el contrario, la línea de separación entre enunciados analíticos (aquellos que «no dicen
en el predicado otra cosa que lo que en la noción del sujeto era ya verdaderamente pensado», según la
clásica definición de Kant) y enunciados sintéticos (aquellos en los que el predicado contiene algo que no
era pensado en el sujeto y que, por tanto, aumentan el conocimiento), línea de separación que era, ella
misma, consecuencia de suponer que la verdad de un enunciado es algo analizable en una componente
lingüística y una componente fáctica, no se consigue trazar.
Esta crítica repercute de manera directa en el segundo «dogma del empirismo», el del reductivismo y la
teoría de la verificación, que se presentan como procedimientos para resolver el problema de la naturaleza
de la relación entre un enunciado y las experiencias que eventualmente puedan confirmarlo. La concepción
más ingenua de esta relación es el reductivismo radical, que sostiene que todo enunciado con sentido es
traducible a un enunciado acerca de la experiencia inmediata. La tarea de este reductivismo es especificar
un lenguaje de los datos sensibles y mostrar la forma de traducir a él, enunciado por enunciado, el resto del
discurso significante. Quine observa que el dogma reductivista sobrevive en la suposición de que todo
enunciado, aislado de sus compañeros, puede tener confirmación o validación.
Pero semejante suposición es demasiado simple para ser verdad. Nunca es el enunciado suelto, aunque lo
denominemos «consecuencia verificable deducida de la teoría», el que se somete directamente al veredicto
de la experiencia. En realidad, la deducción misma lleva consigo siempre la suma de hipótesis
suplementarias que van más allá de la teoría en cuestión y, por consiguiente, la ponen en peligro, pese a
salvarla del aislamiento en relación con la experiencia. A esto se le podrían sumar las simplificaciones
que el científico lleva a cabo (por ejemplo, en las soluciones e incluso en las ecuaciones de base), pero
bastará con lo indicado para poner de relieve la idea de que lo que se elige para someter a la prueba
empírica no es la teoría entera y pura, sino un pequeño conjunto de teoremas obtenidos con la ayuda de la
teoría, enriquecido por algunas hipótesis suplementarias y empobrecido por algunas simplificaciones.
Dicha idea parece haber sido muy tenida en cuenta por Quine para elaborar su propia propuesta crítica,
que es la de que los enunciados deben entenderse como cuerpo total -lo que se acostumbra a rotular por los
filósofos como holismo-. Subyace a la propuesta el convencimiento más general de que «el todo de la
ciencia es como un campo de fuerzas cuyas condiciones-límite da la experiencia». En suma, ninguna
experiencia concreta y particular está ligada, desde esta perspectiva, con un enunciado concreto y
particular. Es erróneo hablar del contenido empírico de un determinado enunciado.
A la crítica quineana debería sumársele, para obtener una imagen de conjunto lo más fiel posible de los
avalares de la propuesta, la autocrítica que los propios neopositivistas plantearon al cabo de no
demasiado tiempo a las primeras formulaciones del criterio empirista de la significatividad. Así, por
poner sólo dos ejemplos, Ayer, en la introducción a la segunda edición de su libro Lenguaje, verdad y lógica, y
Cari G. Hempel, en su trabajo «Problemas y cambios en el criterio empirista de significado», señalaron,
con las diferencias pertinentes, la dirección de los cambios que debería sufrir el criterio para mantener alguna
plausibilidad, visto que la formulación según la cual una sentencia es significativa si, y sólo si, la proposición
que expresa es analítica o verificable empíricamente, resultaba inaceptable.
Por lo pronto, hay que abandonar por completo la verificación como expectativa metodológica y hablar en
su lugar de verificabilidad. Asumir la verificabilidad como condición de significatividad no supone afirmar que
sólo sean significativas las oraciones que han sido verificadas. Ello equivaldría a posponer la comprensión de
cada enunciado a su verificación, cuando resulta evidente que hay oraciones perfectamente significativas que
aún no han sido contrastadas, e incluso que las hay de muy difícil contrastación. En cambio, exigir
verificabilidad es exigir, simplemente, que sea posible especificar cómo podría ser esa prueba, sin pretender
que la prueba se haya llevado a cabo. Verificabilidad, como la propia palabra indica, se limita a ser posi-
bilidad de verificación. Un criterio así queda satisfecho proporcionando una especificación inteligible de las
observaciones que establecerían la verdad o falsedad de un enunciado.
La conciencia se ha dicho de muchas maneras a lo largo del siglo XX, pero probablemente las tres
seleccionadas aquí permitan componerse una imagen inicial de la distancia que separa esta nueva conciencia
contemporánea de la pensada en épocas anteriores. No en vano la filosofía del siglo que se ha interesado por
el tema de la conciencia tuvo que enfrentarse con el desafío representado por la emergente ciencia
psicológica. El modo de responder a ese desafío ha sido diferente en cada caso, por supuesto (incluso hay
aquí una respuesta desde dentro), pero, más allá de las diferencias, lo cierto es que los autores analizados en
este capítulo han conseguido sentar unas nuevas bases sobre las que colocar el tema de la conciencia y, más
allá, el de la subjetividad. Y es en este punto donde reside su valor. Porque, a fin de cuentas, nuestro
problema hace tiempo que dejó de ser el sueño narcisista para pasar a ser la pesadilla de un mundo sin alma.
Henri Bergson nació en París el 18 de octubre de 1859 y murió el 4 de enero de 1941. Fue profesor durante
muchos años en el Colegio de Francia. Su filosofía tuvo una gran audiencia, sobre todo en Francia, hasta
la última guerra mundial. De origen judío -su padre, Michael Bergson, era un músico, compositor y
pianista, de procedencia polaca-, tras la publicación en 1932 de su libro Las dos fuentes de la moral y de la
religión fue orientándose cada vez más hacia el catolicismo, en el cual declaró que veía el complemento del
judaismo. Pero, como se dice en un pasaje de su testamento, escrito en 1937 y revelado por su esposa,
renunció a su verdadera conversión ante la ola de antisemitismo que iba propagándose por el mundo: «He
querido permanecer entre los que mañana serán los perseguidos».
• El tiempo porque quedaba en último término reducido a espacio (escribe Bergson: cuando, por ejemplo,
en los cálculos astronómicos medimos la duración de un movimiento, «no mido la duración, como parece
creerse; me limito a contar simultaneidades, que es muy diferente»).
Bergson cree que el mundo dibujado por la ciencia de la naturaleza es sólo uno de los ámbitos de lo real.
Al lado de esta materia espacial y rígida, hay otro ámbito, el que él llama «el campo de la vida y de la
conciencia que dura», a cuyo conocimiento va a consagrar los mayores esfuerzos de su trabajo filosófico.
• La conciencia
La duración real se revela en la vida interior, lugar al que se accede a través de la experiencia interna.
Bergson dirá en algún momento que la duración es «de esencia psicológica», lo que en su caso equivale a
afirmar que la duración real es cosa espiritual o impregnada de espiritualidad. Dicha existencia espiritual
es un cambio incesante, una corriente continua e ininterrumpida que varía sin tregua. No es espacial ni
calculable. No es posible reducir la duración de la conciencia al tiempo homogéneo de que habla la ciencia,
constituido por instantes iguales que se suceden. El continuo sucederse de los estados de conciencia en
modo alguno queda fielmente reflejado en la imagen de los peldaños de una escalera, de una línea de
puntos o de anillos de una cadena. Los estados de conciencia, por el contrario, no se sustituyen los unos
a los otros (son heterogéneos), sino que se disuelven en una continuidad fluida. La conciencia no es una
multiplicidad numérica de estados, sino una «multiplicidad indistinta o cualitativa» (es la expresión de Berg-
son) de un solo estado, que, como un élan (un torrente, gustaba de decir W. James), dura y se distiende sin
corte alguno.
• La inteligencia
La facultad humana que capta la materia espacial es la inteligencia. La inteligencia mantiene una afinidad
esencial con su objeto -está hecha a su medida, podríamos decir con una cierta propiedad-, lo que de
alguna manera implica su grandeza y su miseria. Frente al fenomenismo de Kant y de los positivistas,
Bergson en La evolución creadora atribuye a la inteligencia la capacidad, no sólo de captar los
fenómenos, sino también de penetrar en la esencia de las cosas. La estructura de la inteligencia se
encuentra perfectamente adecuada a la función que, por naturaleza, le viene encomendada: utilizar y
fabricar instrumentos inertes. La ciencia obtiene los mayores éxitos en el mundo de la naturaleza
inorgánica, donde la duración real de la conciencia es sustituida por un tiempo homogéneo y uniforme
(constituido por instantes iguales), que en realidad, como vimos, no es tiempo, sino espacio.
• La intuición
Pero, del otro lado, su perfecto ajuste con la materia da lugar a su principal limitación. De ahí su impotencia
para comprender la duración real, la vida. Modelada de acuerdo con la materia, la inteligencia traslada las
formas materiales (extensas, calculables, claras y determinadas) al mundo de la duración. Pero el tiempo
verdadero, la duración, no es susceptible de medida, porque no presenta ninguna uniformidad y es creación
continua. El resultado sólo puede ser el fracaso: ni siquiera el más sencillo movimiento espacial puede ser
comprendido por una inteligencia empeñada en dividir, seccionar, paralizar en suma. Botón de muestra: las
paradojas de Zenón, brillantemente analizadas por Bergson en su libro Ensayo sobre los datos inmediatos
de la conciencia.
Pues bien, el único medio por el que podemos comprender aquello donde fracasan la inteligencia y su
análisis (el movimiento real) es la intuición. El hombre resulta así estar desdoblado en sus potencialidades
de relación con el mundo, adaptándose a la dualidad ontológica de la misma realidad: la materia inorgánica de
un lado, el espíritu y la vida por otro. Se percibirá lo inútil de intentar contraponer inteligencia e intuición.
Ambas responden a funciones vitales opuestas.
La inteligencia nos ha sido dada («como el instinto a la abeja») para dirigir nuestra conducta, es un
conocimiento fundamentalmente práctico. Capta la materia para transformar los cuerpos en instrumentos.
La intuición, en cambio, piensa en términos de duración: persigue captar la duración constitutiva de las
cosas. Porque todas ellas son impulso o tensión dinámica interna: ser es siempre en una u otra forma
duración, esa específica determinación espiritual que todo lo empapa. De ahí la frase de Bergson: la
intuición consiste en «la visión del espíritu por parte del espíritu».
Pero la intuición es también conocimiento, sólo que de otro orden. Es un conocimiento que intenta sustraerse
a los tradicionales procedimientos analí ticos o discursivos propios de la inteligencia, a base de afirmar el
acceso directo, la simpatía «por la cual penetramos en el interior de un objeto, para coincidir en él en lo
que tiene de único y, por tanto, de inefable», como puede leerse en El pensamiento y lo moviente.
La intuición bergsoniana -tercero y último desdoblamiento, tras el ontológico y el gnoseológico- es, a la
vez, facultad del espíritu y experiencia metafísica, que exige una actitud, una purificación del espíritu
para liberarse de las ataduras que le impiden alcanzarla. Por ejemplo, requiere reconsiderar la validez del
lenguaje, sospechoso de inadecuación al nuevo objeto; frente al análisis intelectual, necesitado de
símbolos, Bergson defiende que la intuición capta la realidad fuera de toda expresión, traducción o
representación simbólica. De idéntica forma que reclama someter a una severa crítica a los conceptos,
fijos frente a la movilidad de lo real y rígidos frente al carácter ligero y huidizo de lo que pretenden
captar. Pero al final del recorrido tenemos fundadas esperanzas de encontrar el objeto. La presencia en
el hombre de la intuición estética, que da lugar al arte, prueba la viabilidad de la empresa. La intuición
estética, en el fondo, no es otra cosa que la percepción de aquella individualidad de las cosas que se le
escapa al común de los hombres, ocupados como están en retener de los objetos únicamente lo relevante
para los fines de la acción. Con otras palabras, lo que hace esa intuición es retirar los obstáculos que las
exigencias de la acción habían colocado entre nosotros y las cosas. Utilizando esta misma clave,
podríamos resumir el sentido global del proyecto bergsoniano como el intento de liberarnos de todas las
trabas que nos impiden percibir la vida y su esencia, la duración.
3. La fenomenología trascendental
La cuestión que se va a plantear en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental,
auténtico testamento filosófico husserliano, es la de la pieza que falta para completar el esquema, la de la
consideración ausente hasta ahora que nos puede permitir llevar el discurso a la altura de sus auténticas
dificultades. Porque lo que en este momento se le hace evidente a Husserl es el calado de la crisis actual de las
ciencias. El problema que se plantea es el del modelo de objetividad por el que en un determinado momento el
pensamiento occidental optó, modelo que se constituyó en un auténtico obstáculo para un adecuado tratamiento de
lo subjetivo.
Pero no basta con debatir las funciones o la utilización de la ciencia. Lo que parece estar en juego es su mismo
sentido como saber y su significación respecto a la vida humana. Con otras palabras, las acusa de defender
una imagen insosteniblemente estrecha de la racionalidad:
Ya no está en cuestión el racionalismo de la época de la Ilustración, no podemos seguir a sus grandes filósofos como tampoco a
los del pasado. Pero no debe nunca caducar en nosotros su intención, tomada en su sentido más general. Vuelvo, pues, a recalcarlo:
verdadera y auténtica filosofía y ciencia, y verdadero y auténtico racionalismo son una sola y misma cosa.
El problema, claro está, es el de cómo conjugar ese racionalismo de manera que, aplicado al saber, permita
superar la crisis de las ciencias europeas.
La solución husserliana empezará por un desplazamiento terminológico, del que se van a derivar
consecuencias teóricas de alcance. Husserl propondrá dejar de hablar de la experiencia vivida o de la
corriente de experiencias vividas, para pasar a hacerlo, en su lugar, de mundo de la vida. Ese nuevo nombre
para la antigua «totalidad de las experiencias vividas» comporta un cambio de énfasis. Acentúa, por
supuesto, el carácter unitario y sintético de aquella totalidad, pero, sobre todo, constituye dicho mundo como
un espacio claramente diferenciado del «mundo objetivo» de las ciencias: como el espacio en el que ubicar
de pleno derecho la intersubjetividad.
No la crisis de la teoría física o de cualquier otra teoría científica particular, sino de la que afecta a la
significación de las ciencias para la misma vida.
Sabemos que lo que caracteriza el espíritu moderno es la formalización lógico-matemática y la
matematización del conocimiento natural. Esta segunda característica se encuentra emblemáticamente
representada por la nueva metodología de Galileo, y en ella se lleva a cabo una operación intelectual a la que
Husserl va a prestar una muy especial atención. En concreto, la distinción galileana entre cualidades
primarias y secundarias -«primeros y reales accidentes» y «meros nombres» son denominadas en //
Saggiatore- sirve para reducir lo que la observación sensible nos muestra a los aspectos cuantitativos de
figura, magnitud y movimiento de los componentes últimos de la materia. Sólo se debe atender, propone
Galileo, a lo expresable matemáticamente.
El mundo concreto de la vida es el terreno en que se funda el mundo científicamente verdadero y, al mismo tiempo, lo engloba
en su propia concreción universal.
Hemos querido, deliberadamente, terminar este apartado con esta cita en la que se habla en términos de
«mundo concreto» para subrayar un aspecto. Por más que en muchas ocasiones tengamos la tendencia a
considerar idealista a todo filósofo o filosofía que plantea sus problemas en términos muy abstractos o
especulativos, en el caso de Husserl no tiene fundamento. Husserl en ningún momento niega la existencia
real del mundo y de los objetos. Se limita a mostrar su carácter esencialmente relativo a la subjetividad. Sin
olvidar un último aspecto que merece ser destacado: el mundo de la vida nunca nos puede ser dado de una
vez por todas, sino que se desarrolla históricamente. Y la historia, en definitiva, no es otra cosa que el despliegue
temporal de la existencia de una comunidad de hombres. Porque participamos de la estructura universal común
del mundo de la vida, conectamos y comunicamos con los demás. Nos damos cuenta de que somos, de manera
irrenunciable, también esos otros.
3. Freud: la conciencia en cuestión
1. Impacto social del pensamiento freudiano
Las ideas de Freud forman parte de los tópicos del hombre contemporáneo. Sus categorías se han integrado en
esa especie de magma indiferenciado que es el sentido común de las gentes de hoy (que hablan, con apabullante
normalidad, de problemas psicoanalíticos, motivaciones subconscientes, lapsus del lenguaje, etcétera).
Sin embargo -conviene recordarlo-, el proceso que ha llevado hasta esta situación ha estado plagado de
dificultades. Constatarlas debiera servir para conocernos mejor, para darnos cuenta de en qué medida también
-y, a veces, especialmente- es en la historia de la filosofía donde mejor se perciben, donde con más claridad
resuenan, las transformaciones que se van produciendo en la sociedad, en el mundo real (las referencias
biográficas de Freud que vienen a continuación pretenden colocarlo en el trasluz de su época).
Tan verdad como es que la totalidad de la obra de Freud estuvo al alcance de la mano del lector castellano
desde bien temprano (sus Obras completas se tradujeron en la década de 1920), lo es también el dudoso
reconocimiento que en el ámbito de la filosofía se le ha concedido a su propuesta.
Ahora, y gracias precisamente a su obra, estamos en condiciones de ver hasta qué punto la propuesta psicoanalítica
-junto con alguna otra, constituyentes de lo mejor de nuestra contemporaneidad-, se enfrentaba directamente al
orden existente, al mundo heredado.
2. Biografía intelectual
Sigmund Freud nació en Freiberg (actualmente Pribor, en la República de Chequia) el 6 de mayo de 1856.
Sus padres se trasladaron a Viena en 1860, donde cursó estudios secundarios. En la universidad de esta ciudad
estudió medicina, al tiempo que seguía algunos cursos de filosofía con Franz Brentano, quien también influyó
de manera decisiva en Husserl y la fenomenología (Brentano consideraba los hechos psíquicos como algo inmediato
y seguro, a diferencia de los hechos físicos y externos, puestos en cuestión por la teoría del conocimiento). Trabajó
desde 1876 con Brücke, quien le inculcó el ideal de la ciencia positiva, rigurosa y experimental. En 1885
marchó a París con una beca para estudiar con Charcot, psiquiatra famoso en aquel momento por aplicar el
hipnotismo y la sugestión para la curación de la histeria, lo que tendría una notable importancia para el
desarrollo posterior de las ideas y métodos freudianos.
275
La tópica definitiva, propuesta por Freud en 1923, en su texto El yo y el ello, constituye el intento más elaborado
por parte del autor de resolver algunas de las dificultades abiertas por su primera tópica. En esta otra se considera que el
hombre se encuentra estructurado en tres instancias: El ello, el yo y el su-per-yo.
• El ello representa el mundo pulsional orgánico, el sustrato biológico en el que se asienta la existencia humana
en tanto que especie. El ello es inconsciente.
• El yo es algo parecido al administrador de las fuerzas del ello para la oportuna inserción del sujeto en la
realidad. El yo adapta al hombre para vivir en el mundo. Es consciente en un sentido amplio.
• Finalmente, el super-yo representa tanto el conjunto de ideales del yo, a los que éste intenta ajustarse, como
las normas morales, reflejo de las prescripciones morales de la propia cultura.
El viejo individuo queda así convertido en un lugar residual o, tal vez mejor, en el espacio de un conflicto -si no en el
escenario de una batalla-. Este yo con minúscula, nítidamente diferenciado (hasta en la ortografía) del Yo prepotente
de algunos idealistas, es fundamentalmente un cuerpo vivido, atravesado por múltiples tensiones. Por ejemplo, la
tensión naturaleza-cultura o la tensión deseo-moralidad, que de ambas maneras se expresa la relación ello-superyo.
De cualquier forma, el nuevo esquema incorpora aspectos poco destacados en la primera tópica. Hablando muy en
general, podría decirse que esta segunda tópica desnaturaliza el esquema anterior, dando entrada a todas esas
dimensiones relacionadas con los variados mecanismos de socialización del individuo. La interiorización de las pautas
sociales de conducta pasa a constituir un momento esencial en el proceso de constitución de la propia identidad, en
reñida competencia con ese fondo natural que nos acompaña permanentemente como el recuerdo ineludible de
nuestro origen -como nuestra prehistoria-.
Los filósofos abordados a continuación son tanto filósofos de la ciencia como filósofos del lenguaje. Esta doble
cualifícación ejemplifica de alguna manera el doble frente en el que ha trabajado la tradición analítica. Son todos los
tratados aquí, por así decirlo, clásicos de segunda generación (en el siglo XX), lo que viene a ser lo mismo, representan un
punto de referencia inesquivable para entender la evolución de un pensamiento empeñado en elaborar una nueva idea de
racionalidad basada en la adecuada conciencia de la naturaleza lingüística de todo pensar, pero también preocupado en
clarificar el problema del desarrollo del conocimiento. Un indicador de la pertinencia de los análisis de estos filósofos, de la
ajustada corrección de sus planteamientos, podría ser el prefijo post a que han condenado a todos los autores que han
reflexionado después sobre lo mismo. Pero, al margen de un detalle de este tipo, acaso la prueba más contundente del
vigor de las propuestas presentadas por aquéllos sea el hecho de que no hayamos sido capaces de encontrar un lugar
teórico más potente para pensar tales asuntos.
• Regreso a la filosofía
En marzo de 1928, oyó en Viena una conferencia sobre la fundamentación de las matemáticas y decidió que ya era
tiempo de regresar a la tarea filosófica.
Volvió a Cambridge en 1929 y se estableció en aquella universidad. Desde entonces hasta su muerte vivió en
Inglaterra. Forzado por la anexión hitleriana de Austria, Wittgenstein se hizo británico, pero nunca amó la forma de
vida inglesa y, en particular, detestaba la atmósfera académica de Cambridge, hasta el punto de que pensó en
trasladarse a la Unión Soviética, que llegó a visitar en septiembre de 1935. Sus nuevas ideas -de hecho,
empezó a dudar del Tractatus poco después de publicarlo-eran expresadas oralmente o por la circulación, de
mano en mano, de Los cuadernos azul y marrón. Quiere decirse que cierta aura de misterio rodeó las «nuevas
enseñanzas» de Wittgenstein. En 1939 sucedió a Moore en la cátedra de Cambridge, a la que renunció en 1947 para
poder dedicarse con intensidad a sus escritos. En realidad, había renunciado antes, en 1941, para alistarse, cuando
estalló la Segunda Guerra Mundial, como ayudante del Guy's Hospital de Londres. Murió de cáncer el 29 de
abril de 1951.
A todos estos datos, ya de por sí suficientemente insólitos, habría que añadir la referencia a su homosexualidad,
planteada por William Warren Bartley en su biografía sobre nuestro autor, referencia que en su momento levantó
una considerable polvareda en determinados ambientes académicos. Nos hemos demorado en la biografía de
Wittgenstein, no sólo por lo que tiene de insólito, sino porque se puede sospechar que alguien que vivió así no
podía pensar cualquier cosa.
277
2. El análisis lógico del lenguaje
Aludíamos al principio a dos épocas en Wittgenstein: la del Tractatus («primer Wittgenstein»), que influyó en el
positivismo lógico, y la de las Investigaciones filosóficas («segundo Wittgenstein»), que lo hizo en la filosofía
analítica anglosajona.
Más allá de este uso figurativo y de las tautologías -tan legítimas como vacías-, no existe ningún otro uso
aceptable del lenguaje, y cualquier intento de usarlo de modo diferente no tendrá sentido («el sentido del mundo
debe quedar fuera de él»):
• En particular, todos los enunciados éticos o metafísicos no serán más que pseudoproposiciones,
violaciones sin sentido del uso adecuado del lenguaje. Wittgenstein está convencido de que en el mundo no hay
ningún valor (y llega a añadir, se diría que por si acaso: «aunque lo hubiera, no tendría valor alguno»).
• De donde extrae la imposibilidad de las proposiciones éticas, dado que las proposiciones no pueden
expresar nada que pertenezca a un ámbito superior. El dictamen final no puede ser más rotundo: «Está claro
que la ética es inexpresable».
• Por lo que respecta, en fin, al lenguaje corriente, Wittgenstein reconoce su carácter imperfecto,
defectuoso. Hay que ir al fondo de él, a su estructura, a su esqueleto, a eso que se suele llamar lenguaje
ideal.
La objeción surge fácilmente: y las proposiciones mediante las que se descubre ese lenguaje ideal, ¿a qué ámbito
pertenecen? Respuesta: no pertenecen a ninguno de los ámbitos señalados, puesto que, en realidad, carecen ellas
mismas de significado. «Lo que se expresa por sí mismo en el lenguaje no podemos expresarlo mediante el
lenguaje», se dice en el Tractatus. Este mismo planteamiento es un sinsentido útil o importante que ayuda a
que uno lo reconozca en esa condición y que reconozca a los demás sinsentidos como tales. Todo el Tractatus tiene
este carácter de instrumento, de escalera que se tira una vez usada, es decir, una vez que nos ha permitido acceder al
lenguaje ideal.
278
Por el contrario, piensa ahora, la base de la comprensión del lenguaje no está en la «relación figurativa»,
sino en la objetividad («publicidad») de sus usos. Es más, la relación figurativa ha llevado a un lenguaje
incomunicable, un lenguaje privado, en la medida en que su fundamento son los datos sensibles, concebidos como
un suceso estrictamente privado.
También abandona la vieja creencia en el carácter único y completo del análisis. Esta idea se basaba en la
superstición de que en el lenguaje hay una esencia oculta, que el análisis consigue descubrir, cuando lo
cierto es que el lenguaje no tiene otra realidad que la de sus usos, variados y múltiples. Uno de ellos es el de
la descripción, en igualdad de condiciones con cualquier otro (éste fue el error del neopositivismo: identificar
significado con significado descriptivo). Sólo hay lo que está a la vista, juegos de lenguaje, que son en el límite
formas de vida. No puede hablarse de una función del lenguaje, como no puede hablarse de una función de
una caja de herramientas. El mundo está hecho de innumerables clases de expresiones e innumerables modos de
usarlas.
La filosofía se limita a ponerlo todo delante, sin explicar ni inferir nada de ello. Como todo está a la vista, nada hay tampoco que
explicar. Porque lo que pudiera latir escondido, pongamos por caso, no es de nuestra incumbencia. [...] ¿Cuál es tu objetivo en la
filosofía? Mostrar a la mosca la salida del mosquitero.
Se entiende entonces que Wittgenstein haya podido propiciar, entre otras cosas, un punto de vista abierto en
filosofía de las ciencias sociales. Wittgenstein tiene seguidores en el campo de la sociología, de la filosofía de la
acción, de la historia o de la ética, que han recogido este espíritu, defendiendo un modo amplio, distinto, de entender el
conocimiento.
Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él más todo lo que no he escrito. Y es esa segunda parte precisamente lo que es lo
importante. [...] He acertado en mi libro a ponerlo todo en su sitio de una manera firme, guardando silencio sobre ello.
La filosofía nos deja a solas (esto es, sin palabras) con lo que merece la pena. O más sencillo: nos dice de qué debemos
liberarnos para aproximarnos a la felicidad. Porque no hay más felicidad que la que se desprende de alcanzar un
acuerdo con el mundo. El filósofo sabe que el hombre no puede convertirse sin más -y como a quien le viene dada la
cosa- en un ser feliz. El, que hacia 1930 había declarado que su ideal de vida era una cierta indiferencia, «un templo
que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse con ellas», cuando llega el momento de enfrentarse con la
muerte, cuando recibe de labios del médico que le atendía la noticia de que sólo viviría unos días más, reacciona con
esa rara grandeza que únicamente se encuentra en los espíritus más generosos. Pidió que transmitiera este mensaje a
sus amigos: «dígales que he tenido una vida maravillosa».
En resumen: Popper rechaza que el método de la ciencia es el método inductivo, es decir, disiente de esa idea de la
ciencia, según la cual hay que partir de la observación, basarse en ésta y, a partir de ella, elaborar las leyes umversalmente
válidas. No se trata de que Popper niegue el hecho de que habitualmente procedemos así, de lo particular a lo
general, ni de que discuta el principio según el cual un enunciado universal, para ser aceptado, debe basarse en la
experiencia (o conocerse por experiencia), sino de algo más simple y más básico al mismo tiempo: hay que
examinar en qué medida ese proceder constituye un lugar suficientemente firme y sólido teóricamente como para
edificar sobre él una metodología científica.
Para los inductivistas no hay duda al respecto: sin un principio de inducción que permita el tránsito de las
observaciones de datos sensibles particulares a generalizaciones o leyes generales, no hay forma de decidir la
verdad o falsedad de las teorías. Con la consecuencia inevitable que de ello se desprende y es que entonces
(renunciando a la aspiración a verdad) no hay modo de distinguir entre teorías científicas y cualquier otro producto
del espíritu (por ejemplo, dirá un neopositivista, «las creaciones arbitrarias y fantásticas de los poetas»).
2. El criterio de falsabilidad
281
Si no existe nada que pueda llamarse inducción, es inadmisible, desde la lógica, inferir teorías a partir de enunciados
singulares «verificados por la experiencia». Así, pues, las teorías no son nunca verificables empíricamente. El criterio
para distinguir entre ciencia y pseudo-ciencia es fafalsabilidad. Una teoría es científica cuando, siendo falsable en
principio, no está de hecho falsada a pesar de que hemos intentado falsaria con todos los medios disponibles. Por
consiguiente, una teoría que no es refutable por ningún caso concebible no es científica.
Lo que es como decir que la irrefutabilidad no es una virtud, sino un vicio. Hay que precisar, no obstante, que en este
caso «vicio» no es sinónimo de «falsedad» o de «asignificatividad», sino de «descontrol». Sólo es controlable una
teoría que afirme o implique que ciertos acontecimientos concebibles no acaecerán de hecho. En otros términos:
toda teoría que pueda ser sometida a control prohibe que sucedan ciertos acontecimientos. Popper ha sido a este respecto
extremadamente claro:
Cada vez que un científico pretenda que su teoría está apoyada por la experiencia y la observación debemos plantearle la siguiente cuestión:
¿puedes describir alguna posible observación que, de llevarse efectivamente a cabo, refutaría tu teoría?
Este punto, dicho sea de paso, resulta central para entender otro aspecto de la obra popperiana en el que no nos
detendremos aquí: el aspecto de su crítica al marxismo en cuanto historicismo.
• Crítica al marxismo
En su libro Conjeturas y refutaciones, Popper explica en clave autobiográfica su desencanto respecto a las doctrinas
de Marx. Los motivos fundamentales de su decepción se plantean bajo un aspecto aparentemente paradójico. Lo que
en un principio hizo que, a los ojos de Popper, la teoría de Marx resultase atractiva, a saber, que parecía poder
explicar prácticamente todo lo que sucedía, fue lo que finalmente le llevó a rechazarla. Cayó en la cuenta del frenesí con-
firmatorio en el que incurrían los partidarios de la misma: el mundo estaba lleno de verificaciones. Todo lo que
sucedía les daba la razón. Pero esa incesante corriente de confirmaciones y observaciones que «verificaban» las
teorías en cuestión (aspecto que, por lo demás, era constantemente destacado por su adherentes) era, precisamente, lo
que más revelaba acerca de su debilidad.
En efecto, si todas las observaciones concebibles proporcionan materiales para el acuerdo, entonces no se tiene
derecho a pretender que una observación particular cualquiera ofrezca un apoyo empírico a su teoría. O bien,
para decirlo en pocas palabras: sólo si se puede decir de qué modo puede ser refutada o falsada tu teoría, podemos
aceptar la pretensión de que esa teoría tiene el carácter de una teoría empírica. Los partidarios de las teorías de
Marx (homologables para Popper en este punto con los partidarios de las teorías de Freud, o de Adler) no
entendieron el tipo de relación con el mundo que debemos exigir a nuestros discursos para que podamos
llamarles de conocimiento. Lo que aquéllos consideraron que constituía el argumento más fuerte en favor de tales
teorías -su óptimo ajuste con la realidad- es, justamente, lo que más en evidencia las deja.
282
Lo que se ha llamado «precariedad de cualquier teoría científica» podemos reformularlo como tesis y afirmar
que todo el conocimiento científico es hipotético o conjetural. Se desprende de ella una consideración que ya no
cabe considerar como una simple exhortación retórica o meramente bienintencionada, sino como una consigna de
claro valor epistemológico: el crecimiento del conocimiento, y, en especial, del conocimiento científico, consiste en
aprender de los errores que hayamos cometido. Lo que podemos llamar el método de la ciencia consiste en
aprender sistemáticamente de nuestros errores, de dos maneras:
• La objetividad
¿Subsiste entonces algo a lo que podamos continuar denominando objetividad? Sí, siempre que tengamos en
cuenta las determinaciones señaladas. La llamada objetividad científica sólo puede consistir en la aproximación
crítica; en el hecho de que si tuviéramos prejuicios respecto a nuestra teoría favorita, cualquiera de nuestros
amigos o de nuestros colegas (o, a falta de éstos, alguno de los científicos de la generación siguiente) se
supone que estaría ansioso por criticarnos, es decir, por refutar, si puede, nuestra teoría favorita.
No obstante, sería un error pensar que los científicos son más «objetivos» que el resto de la gente. Lo que nos hace
tender, según Popper, a la objetividad no es la objetividad o el desinterés del científico particular, sino la propia ciencia
o lo que podríamos llamar la cooperación entre los científicos, es decir, su presteza para criticarse rápidamente. Dicha
cooperación ha sido definida alguna vez por Popper como «al mismo tiempo amigable y hostil», matiz que sugiere una
especie de lógica de la cooperación, de reglas del juego que establecen los procedimientos a los que se debe atener la
discusión crítica.
1. GilbertRyle
Gilbert Ryle (1900-1970) fue profesor de la Universidad de Oxford desde 1945 hasta su retirada como
docente en 1967. Fue tenido por el patriarca de la filosofía inglesa hasta la fecha de su muerte, y su libro El
concepto de lo mental ha sido considerado como uno de los más influyentes libros filosóficos publicados después de
la Segunda Guerra Mundial.
Ryle había empezado a dibujar su posición filosófica bastante antes de aquel libro, en 1931 y 1932, cuando publicó
su ensayo «Expresiones que inducen sistemáticamente a error». En él advertía de la existencia de gran cantidad de
expresiones de la vida cotidiana que, debido a su forma gramatical, resultan «sistemáticamente confundentes».
Observaba en qué forma el hecho de que una oración, por ejemplo, metafísica, sea gramaticalmente análoga a otra,
pongamos por caso, descriptiva, puede inducir a error. Que «la justicia es un valor» tenga la misma forma gramatical
que «María es una mujer» puede arrastrar a algunos filósofos a creer que «la justicia» es nombre igual que lo es
«María». Afortunadamente, esta creencia no se puede mantener indefinidamente. Llega un momento en el que la
diferencia entre oraciones emerge a la superficie del lenguaje en forma de paradojas y de antinomias. Para Ryle,
éstas constituían la mejor prueba de que una expresión pertenece al grupo de las sistemáticamente confundentes.
En otro de sus textos más importantes, Dilemas, Ryle profundizó en este argumento. Sostenía en él que el tipo de
problema filosófico por excelencia es el denominado dilema. Dilema es ese problema filosófico ante el que «no
sabemos qué camino tomar» entre opciones que no aparecen como soluciones rivales a un mismo problema.
Pongamos uno de los ejemplos propuestos por el propio Ryle, el que se refiere a la responsabilidad que tienen los
padres en la educación de sus hijos. De un lado, todos suelen estar de acuerdo en que es deber de los padres
moldear la conducta, sentimientos y pensamientos de sus hijos. De otro, cuando se juzga la conducta del hijo, no
presenta dudas que es a él, y no a sus padres, a quien hay que recriminar por algunas de las cosas que hace. ¿Cuál de
los dos puntos de vista es el verdadero? ¿El que sostiene la libertad del hijo o el que lo cifra todo en la
importancia causal de la educación?
• Conflictos de categorías
En realidad, las dos opciones señaladas no eran soluciones alternativas, sino respuestas de diferentes preguntas. Pues
bien, lo que ocurre en este ejemplo es lo que sucede en la inmensa mayoría de debates filosóficos. No tienen solución
porque, sin saberlo, se apoyan en parecida equivocidad: son conflictos de categorías. De ahí la tarea propuesta por
Ryle con el propósito de disolver ese tipo de problemas: hay que establecer una geografía de los conceptos que, me-
diante el análisis, sirva para diferenciar los niveles de significación, las reglas de cada uno, etcétera.
Probablemente, el mejor ejemplo de dicha metodología es el que se nos ofrece en El concepto de lo mental. En
esta obra, Ryle se propone establecer la geografía lógica de los conceptos fundamentales que utilizamos en la
descripción y en la interpretación de nuestra vida mental. A su entender, la forma en que nos referimos a las
operaciones psíquicas, inocua cuando se aplica al ámbito de la vida diaria, genera, cuando se intenta utilizar en
la esfera de la especulación, una serie de problemas filosóficos sin solución. El cartesianismo, según Ryle,
representa la viva encarnación de este error. Los filósofos cartesianos han cosificado las referencias aparentes de
nuestro vocabulario acerca de lo mental y han terminado por configurar lo que Ryle denomina «el mito del
fantasma en la máquina».
De acuerdo con este mito, las expresiones relativas a la conducta mental se refieren a una peculiar clase de entidad,
la «mente» o «espíritu», la cual puede distinguirse del cuerpo por ser privada, no-espacial y cognoscible
únicamente por introspección. Dicha entidad inmaterial se hallaría alojada en el cuerpo y gobernaría su conducta.
He aquí, se sostiene en El concepto de lo mental, un flagrante ejemplo de error categorial. Es erróneo querer ha-
cer del espíritu una sustancia diferente al mundo material, del que sería una especie de duplicado. Decir que el
espíritu es distinto del cuerpo es cometer el mismo error que establecer una distinción entre un equipo de fútbol
y los jugadores que lo componen.
284
Frente a todo esto, Ryle mantiene que los denominados «actos mentales» (o «actos psíquicos») son simplemente
los modos de disponerse a actuar en vista de tales o cuales circunstancias. Es conveniente, por tanto, encontrar
formulaciones alternativas que dejen claro tanto el lugar del equívoco como la manera de solucionarlo. Ryle pone el
ejemplo del enunciado «sus actos obedecen a una gran vanidad». ¿Cómo debemos entenderlo en su perspectiva?
Considerando que lo que se está expresando es lo siguiente: que la persona en cuestión está hablando, cuando se
presenta la ocasión, cree, piensa o siente como un ser vanidoso. Con otras palabras, interpretando que el
enunciado hace referencia a una disposición objetiva del sujeto aludido.
Esta interpretación tiene una importante consecuencia teórica. Porque si ya no existen esas entidades íntimas
(vanidad, prudencia, codicia, etcétera) a las que cada cual accede buceando en su propio interior, entonces ya no
existe razón para mantener la diferencia entre el conocimiento de uno mismo y el conocimiento de los otros. Para
Ryle, no hay modo privilegiado de acceder a los hechos mentales. Descubro mis propios estados mentales de una
forma muy similar a como descubro los estados mentales ajenos. La diferencia que pueda haber entre ambos
conocimientos es sólo de grado.
• La «falacia descriptiva»
La propuesta fundamental de Austin está expresada en el título mismo de su texto más conocido: Cómo hacer
cosas con palabras. Si Wittgenstein nos había hecho saber que hablar una lengua es sumergirse en un
complejo sistema de prácticas y actividades, Austin desarrolla y completa ese proyecto. Recoge la idea de la
multiplicidad de usos con que el lenguaje puede ser utilizado, e intenta llevar a cabo una investigación
sistemática de dicha multiplicidad. Al igual que en el caso de Wittgenstein, esta actitud se enfrenta a la de
quienes sostienen que el uso fundamental y corriente del lenguaje es hacer afirmaciones o descripciones. Esta
creencia es descalificada por Austin denominándola falacia descriptiva, que no es otra cosa que la suposición de
que las palabras se usan únicamente para describir.
Esta falacia es a su vez efecto de otro error más general: el de tipificar el significado de una sentencia como aquello
a lo que ésta se refiere, sin tener en cuenta el uso de la misma. El error puede considerarse representativo de uno de
los vicios más típicos de los filósofos, a saber, el desdén hacia lo común, sea en el lenguaje o sea en el
pensamiento. Frente a ellos, Austin defiende la conveniencia de empezar precisamente por ahí. No se trata,
quede claro, de convertir al lenguaje ordinario o al sentido común en el tribunal de última instancia. En ningún
campo se está diciendo que tengan la última palabra: lo que Austin propone es que tenga la primera, es decir, que
sean examinados antes de ser descartados. Entre otras cosas, porque tenemos fundadas razones (la humanidad
lleva largo tiempo recurriendo a ellos) para pensar que tal vez no anden del todo equivocados.
285
tener un poder real, en el primer ejemplo, o he de estar autorizado por la Iglesia para administrar sacramentos).
De no darse tales circunstancias, los enunciados carecen por completo de valor ejecutivo. Diremos entonces
-puesto que no pueden ser verdaderos o falsos- que nos hallamos ante emisiones desafortunadas de los mismos.
Los problemas se plantean cuando, en el transcurso de su texto, Austin va comprobando que los infortunios que
pueden afectar a un realizativo los pueden sufrir igualmente los constativos. A fin de cuentas, se pregunta, ¿acaso
no sería más adecuado considerar los enunciados que se refieren a algo inexistente como nulos en vez de como
falsos? A la vista de esto, Austin termina renunciando a dar con un criterio divisorio entre lo constativo y lo
realizativo, y propone en su lugar una clasificación (provisional) de los actos de habla. Habría, según esto, actos
locutivos, inlocutivos y perlocutivos. Un acto locutivo es un acto consistente en decir algo, mientras que un acto
inlocutivo es el que se realiza al decir algo, y acto perlocutivo el que se realiza por el hecho de haber efectuado
un acto inlocutivo. Las palabras «¡el dinero o te mato!» proferidas por un asaltante callejero son un acto locutivo.
El que me amenace con esas palabras es el acto inlocutivo asociado con el anterior. Y que esta amenaza provoque
mi intimidación es el acto perlocutivo. Como se podrá observar, el desplazamiento de perspectiva que se ha ido
produciendo a lo largo de Cómo hacer cosas con palabras resulta, visto desde el final, bien significativo. El propio
Austin localiza su principal hallazgo en la idea de que «el acto lingüístico total, en la situación lingüística
total, constituye el único fenómeno real que, en última instancia, estamos tratando de elucidar».
• El «equipamiento conceptual»
Ahora bien, probablemente lo más específico de Strawson, lo que marca su diferencia no sólo respecto a Austin,
sino también respecto al resto del grupo de Oxford, sea el desarrollo que lleva a cabo de las premisas compartidas.
Por lo pronto, Strawson toma distancia de aquella concepción del análisis del lenguaje que entendía que la labor del
filósofo consistía en disolver los problemas filosóficos devolviendo las palabras a su uso cotidiano. Strawson
propone en lugar de esto la analogía del filósofo como gramático, esto es, como alguien que se dedica a descubrir y
enunciar los principios abstractos que subyacen a la competencia que todos tenemos sobre nuestra propia lengua,
aquellos que tácitamente seguimos cuando hablamos y comprendemos nuestro lenguaje. Pues bien, la estructura
subyacente que el filósofo busca poner al descubierto es lo que Strawson denomina nuestro «equipamiento
conceptual», esto es, los conceptos en términos de los cuales se nos hace comprensible el mundo y gracias a los
cuales tenemos una experiencia de él.
Si ahí hay un trabajo por hacer es porque el lenguaje no es transparente. La metafísica de Strawson tiene como objeto
ese equipamiento conceptual que utilizamos para nuestras relaciones con el mundo. Tal equipamiento está
compuesto por los conceptos y por su estructura, esa estructura conceptual cuya importancia tanto destaca
Strawson. Porque, como se puede leer en las primeras páginas de Individuos, «hay una sólida médula central del
pensar humano que no tiene historia -o no tiene ninguna registrada en las historias del pensamiento-; hay categorías
y conceptos que, en su carácter más fundamental, no cambian en absoluto». Esos ingredientes más generales y
286
omnipresentes de nuestro sistema conceptual y las conexiones más fundamentales entre ellos constituyen el
contenido de la metafísica descriptiva de Strawson. Se trata, por tanto, de una metafísica de nueva planta, consciente de
que posee una estructura metodológica lingüística y de que el análisis conceptual es su objetivo.
5.4.4 Marxismo(s).
En cierta ocasión, un sociólogo norteamericano, Wright Mills, hizo una afirmación que puede servirnos ahora a
modo de señal indicadora de la dirección por la que queremos transitar, que no es otra que la del peculiar carácter de
la filosofía marxista. Dijo: «Nadie que no se adentre a fondo en las ideas del marxismo puede ser un científico social
idóneo; nadie que crea que ha dicho la última palabra puede serlo tampoco». Leyendo estas palabras, se siente con
una especial intensidad la tentación de atribuirle a su autor el calificativo de premonitorio.
Nuestra valoración espontánea del marxismo hoy tiene que ver necesariamente con lo ocurrido en los últimos años.
A todo ese conglomerado de sucesos lo podemos denominar de diferentes formas, según el aspecto sobre el que se
quiera poner el acento (fracaso de la revolución en Occidente, pérdida del sujeto revolucionario, agotamiento de los
viejos modelos, final de los grandes relatos de legitimación...). El resultado final, el efecto último indiscutible, ha sido
el de una crisis, una importante crisis, del lugar y de la función que venía desarrollando el marxismo en el conjunto
de una entidad mayor que bien pudiéramos denominar la visión del mundo del hombre moderno. Probablemente la
tarea de la hora presente tenga que ver con el intento de ponderar, de aproximarse a una estimación adecuada de las
transformaciones iniciadas en nuestro propio pensamiento. En pocas ocasiones como ésta (como las de este tipo) se
le hace más difícil al hombre distinguir qué hay de nuevo y qué hay de viejo en su manera de pensar.
Al hacer esta serie de afirmaciones, estábamos atribuyéndole a Marx y al marxismo lo que en realidad ha sido una
vieja aspiración del conocimiento en general desde siempre: ser algo más que mero conocimiento.
Pues bien, es precisamente la distinción entre los elementos descriptivo, valorativo y prescriptivo del marxismo la
que nos aboca al siguiente paso: lo que ha hecho crisis en ese pensamiento ha sido el objetivo fijado, el fin
propuesto. Los ciudadanos que a finales de los años ochenta reclamaban en la Alemania oriental un orden
político democrático para su país -como lo habían reclamado otros en los años cincuenta en Hungría y en los
sesenta en Checoslovaquia- no estaban emitiendo un juicio epistemológico acerca de la cientificidad de la pro-
puesta marxiana. Su gesto de rechazo hacia el viejo orden, presuntamente inspirado en los textos de Marx, no
debe ser en lo esencial pensado desde el conocimiento, sino desde la voluntad. No ha habido refutación sino
rechazo, y es en esa desafección en la que ante todo deberían pensar los marxistas, acaso para recuperar todos
esos elementos que en el origen también formaban parte de su tradición y que en algún momento fueron desdeñosa-
mente relegados a la consideración de «ideología burguesa». Éste fue, según parece, el error: abandonar el
proyecto ilustrado, del que podían haber sido el mejor episodio, sin haberlo cumplido.
288
1. El marxismo es una filosofía radicalmente original
Gramsci comparte con Croce la idea de que la filosofía del marxismo está por elaborar, de que existe en forma de
criterios metodológicos o aforismos cuya significación filosófica aún no se ha extraído.
Croce derivaba de aquí la consecuencia, en la que Gramsci ya no le sigue, de que Marx es sólo un revolucionario
que sustituye la filosofía por la práctica. Frente a esto, el convencimiento gramsciano es que disponemos de
criterios con los que abordar esta tarea. Hay que emprender la búsqueda de la dialéctica perdida por una
determinada interpretación del marxismo.
La apuesta es a favor de la radical originalidad de la filosofía del marxismo, que se le aparece a Gramsci como
absolutamente independiente de cualquier otra filosofía. De ahí su crítica al materialismo tradicional. La actitud
materialista se resume, en lo esencial, en tres puntos. El primero afirma la primacía de la materia sobre el
espíritu, el segundo defiende la realidad del mundo exterior y el tercero considera el conocimiento como el reflejo
en el pensamiento de lo real objetivo.
289
son, según esto, ajenos al hombre y a la historia. La realidad estaba desde antes, creada por Dios, y el
conocimiento no es más que el gesto por el que levantamos acta de la presencia de esa realidad preexistente.
Pero hay que decir que ese gesto no es, en el fondo, más que un torpe remedo, una burda imitación de una facultad
divina. Un tal conocimiento del mundo-por-siempre-en-sí, sólo resulta posible a Dios. De ahí que Gramsci
califique a esta gnoseología como metafísica, por cuanto que, a imagen y semejanza de Él, convierte el conocimiento
humano en reflejo (eterno) de la materia (eterna) en sí. En definitiva, la concepción de una «objetividad extra-
histórica y extrahumana» (Gramsci) resulta inseparable de la teología y del creacionismo. «¿Quién po drá colocarse
en esta especie de "punto de vista del cosmos en sf' y qué significará un punto de vista semejante?», se pregunta
Gramsci. Sólo Dios, se responde. No es fortuito que esta ontología y esta gnoseología realistas se encuentren también
en filósofos como Descartes o Tomás de Aquino. En realidad, se trata de la doctrina oficial de la Iglesia, para la que
«mundo exterior» y pensamiento humano (que lo refleja objetivamente) son creaciones de Dios.
• Autoconciencia
Para Gramsci la filosofía es reflexión, conocimiento que el hombre va adquiriendo progresivamente acerca de sí
mismo. Autoconciencia, en suma. Y es aquí donde ya interviene la dimensión histórica. Si el hombre no es algo
ya dado de una vez por todas, sino que, por el contrario, despliega sus determinaciones en el transcurso del devenir
histórico, su autoconciencia vendrá indisolublemente ligada a su autoproducción como ser humano.
Dicho de otra forma, la filosofía se identifica con la historia, es la «metodología de la historiografía» en
expresión de Croce, sin que ello deba ser entendido como una disolución instrumental de la filosofía en la ciencia
de la historia. La filosofía tiene como pretensión ayudar al hombre a tomar conciencia de sí mismo. De ahí
que no sea fundado el temor de que ésta pudiera verse reducida a sociología, economía, política, etcétera, aban-
donando así, paradójicamente, el tema del hombre, puesto que ello significaría la renuncia a su dimensión práctica
-esto es, moral y política.
Lo que sucede es que Gramsci, con esta formulación, está apuntando hacia ese problema gnoseológico fundamental
al que ya hemos hecho alusión: el de la llamada «teoría materialista del conocimiento», con la que polemizará de
una manera explícita. Lo importante de la polémica es que nos permite transitar directamente al debate sobre la
especificidad de la filosofía marxista con respecto a las filosofías del pasado, en la medida en que Gramsci niega que
el materialismo sea la filosofía del marxismo, cortando así las tradicionales amarras que ligaban a éste con la
historia de la filosofía precedente.
Ahora bien, importa precisar este último elemento. Gramsci considera como filosofía moderna el hegelianismo y su
teoría del espíritu. Ya ha quedado suficientemente señalada la distancia que, en la concepción gramsciana, separa al
marxismo de las filosofías materialistas y realistas. Éstas ignoran la actividad humana y conciben el conocimiento
de lo real como una mera actividad receptiva, desgajándolo así de la actividad práctica. Por el contrario, al idealismo
le cabe el mérito de haber pensado la verdad no como mera contemplación, sino como construcción del espíritu
290
humano. De ahí que, para Gramsci, la filosofía de la praxis derive de la filosofía clásica alemana, del idealismo
en definitiva. Cierto que el idealismo ha entendido la dimensión activa del hombre de una manera ilimitada,
como actividad teórica ignorante de la praxis concreta, pero, a pesar de ello y de los absurdos solipsistas a los que
conduce lógicamente, la identificación que lleva a cabo entre conocimiento de lo real y construcción de lo real le
constituyen en el precedente más inmediato del marxismo como filosofía de la praxis.
La ciencia experimental ha constituido hasta el momento la base sobre la que una unidad cultural semejante ha alcanzado la más
grande extensión: ha sido el elemento de conocimiento que ha contribuido más a unificar el espíritu, a hacerlo más universal; es la
subjetividad más concretamente objetivada y unlversalizada.
4. El papel de la ciencia
Sin embargo, esta consideración histórica de las ciencias de la naturaleza podría, en un primer momento,
sorprender a quien interpretase dicho carácter superestructural como incompatible con su presunción de verdad
y objetividad. El más superficial análisis de la historia de la ciencia muestra sobradamente el error de tal
291
interpretación. La validez de una teoría científica está en función de las necesidades de la comunidad científica, en
primera instancia, y de la comunidad social, en última. Cuando a dicha teoría se le acumulan los rompecabezas
(por utilizar la expresión de Kuhn) sin resolver, es abandonada por otra de la que se espera dé mejor cuenta del
conjunto de problemas existentes en el momento. Por lo demás, la ciencia no se presenta nunca como una noción
puramente objetiva; siempre va envuelta en una ideología, lo que viene a demostrar que los conceptos
científicos, en su relación con la historia del resto de creaciones intelectuales humanas, deben ser entendidos con
el conjunto de la superestructura.
Pero esto no implica la disolución de la especificidad del conocimiento científico. La ciencia se esfuerza en objetivar
la realidad, en eliminar la subjetividad, en unlversalizar el conocimiento. Puesto que éste no es algo dado de una
vez por todas -como vimos que pretendía la metafísica materialista-, su aprehensión será un proceso, realizado a
través de una praxis original, la actividad práctico-experimental. Si la ciencia de la naturaleza constituye un sector
privilegiado en el ámbito de la superestructura, ello es debido a la especificidad de su praxis:
La ciencia experimental ha constituido hasta el momento la base sobre la que una unidad cultural semejante ha alcanzado la más
grande extensión: ha sido el elemento de conocimiento que ha contribuido más a unificar el espíritu, a hacerlo más universal; es la
subjetividad más concretamente objetivada y unlversalizada.
292
3. Marxismos cientificistas: el caso de Althusser
Louis Althusser (1918-1990) pasó los últimos años de su vida encerrado en un sanatorio psiquiátrico. Fue
la condena que recibió por haber dado muerte a su mujer. Alguien escribió, cuando se conoció la noticia, que
Althusser «andaba perdido por los montes de la locura». Paradójico final para quien apareció, a los ojos de sus
contemporáneos, como el apóstol de la racionalidad científica, como el crítico implacable de debilidades humanis-
tas. Si hubo un momento en que pareció correcto hablar de un primero y un segundo Althusser, separados por el
famoso mayo francés (o por una crítica congresual del Partido Comunista francés, según algunos exegetas más
escrupulosos), lo más propio sería ahora referirse a un tercero.
El tercer Althusser es el que dejó de existir, porque se quedó sin posibles lectores. ¿Quién podría volver a leer con
ojos limpios a un asesino al que la justicia, los médicos y alguno que otro periodista condenaron a la locura?
Ahora bien, antes de entrar propiamente en el comentario de su propuesta, resultará muy ilustrativo leer la
consideración que hacía Althusser de los filósofos:
No nos engañemos: los filósofos son como «moscas en continuo aleteo». Son intelectuales sin práctica. Distanciados de todo: su
discurso no es más que el comentario y la negación de esta distancia.
Es claro que no se puede pensar esto sin tener una consideración igualmente recelosa de la propia filosofía. De
ahí su respuesta a la pregunta «¿y la filosofía?»:
Se convierte en el discurso de la impotencia teórica sobre el verdadero trabajo de los demás (la práctica científica, artística, política,
etc.). La filosofía: tanto más pretenciosa se vuelve cuantos menos atributos posee. Esta pretensión produce preciosos discursos: la
filosofía como pretensión deberá figurar entre las bellas artes.
Curso de filosofía para científicos
Hay que advertir que estas consideraciones no agotan, ni siquiera para el propio Althusser, el ser de la filosofía,
como tendremos ocasión de ver.
293
ideología alemana) y a continuación las «obras de madurez». De entre las de este último Marx, Althusser destaca
El capital. A su lectura dedicó un seminario en 1965, del que salió su otro gran libro, Para leer «El capital».
• Papel de la religión
Conviene llamar la atención sobre la dimensión histórica del proceso, sobre el hecho de que las cosas no se
plantean de la misma manera en las diferentes épocas. Entre otras razones, porque se ha convertido en un lugar
común teórico la asignación a la superestructura (por hablar en términos generales) del papel dominante en los
modos de producción precapitalista. Se contraponen, de este modo, la época feudal, en la que la ideología
religiosa ocultaría las relaciones de producción, a la época capitalista en la que, al coincidir determinación y
dominación, el papel de lo económico resultaría «evidente», como se señalaba hace un momento.
El asunto es doblemente importante porque permite recuperar un tema que ha sido históricamente muy importante
en el combate ideológico del marxismo. Quienes plantean las cosas de la manera se ñalada parecen olvidar -o
desconocer- la concepción de la cuestión religiosa presentada por el propio Marx. «La miseria religiosa es a la vez
expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el
ánimo de un mundo sin corazón, el alma de una situación desalmada. Es el opio del pueblo». («La religión
popular es crasamente materialista» dirá, años más tarde, Gramsci). Así, pues, la función que desempeña tal
ideología es la de atenuar, hacer más soportable, las agresiones de la naturaleza. Para Marx la ideología religiosa
-forma ideológica dominante bajo el feudalismo- es algo que brota en los mismos oprimidos, es la forma en
que éstos viven su relación con una naturaleza hostil. Entretanto, las relaciones de producción son abso-
lutamente diáfanas. Por el contrario, bajo el modo capitalista, la ideología oculta las relaciones de producción, que
ya no son «evidentes», y el acceso a la comprensión del mecanismo (al «corazón secreto del reloj», como diría
Canetti) requiere un trabajo teórico de disipación de las ilusiones de la ideología en cuanto forma en que los
hombres tienden a vivir su lugar en lo económico.
Se entenderá nuestra insistencia en dejar claro que un tal procedimiento sólo es posible en una sociedad como la
capitalista, que oculta su dispositivo último. En el feudalismo, por ejemplo, la apropiación por parte del señor
de la riqueza producida por el siervo tiene lugar de forma completamente transparente. La religión, en ese
contexto, no puede ser entendida como una forma de ideología: es el lamento de los oprimidos, no la argucia de los
opresores. En el modo de producción capitalista, por el contrario, la forma en la que el empresario, según Marx, se
apropia de parte de la riqueza producida por el trabajador, esto es, lo que técnicamente se denomina la extracción
de plusvalía, no es algo «evidente» por sí mismo. El acceso a ese concepto de plusvalía requiere un trabajo
teórico previo: se ve gracias y a través de la teoría. (Cosa que, por lo demás, no dejaría de estar conectada con
la afirmación de Lenin de que, espontáneamente -esto es, a nivel de apariencia- el proletariado sólo alcanza una
actitud sindicalista, en el sentido de meramente reivindicativa de sus derechos, pero sin acceder al punto de vista
de la totalidad). Sin dicho trabajo, la forma aparencial de comprender la realidad debe ser considerada como falsa
conciencia, ya que la realidad esta «fetichizada».
295
• La ciencia y el conocimiento
Marx es consciente del problema gnoseológico clave planteado por Kant, e intenta superarlo tomando pie en Hegel.
Con él piensa Marx, en efecto, que «todo el ser está en el fenómeno» frente al incognoscible transmundo
kantiano. El conocimiento debe profundizar en la apariencia, ya que el fenómeno manifiesta la esencia, es
aparición de la esencia. La realidad, por utilizar las palabras de Marx en La Sagrada Familia, se agota
totalmente en los fenómenos y más allá de éstos no existe nada. Por lo demás, como es sabido, la interpretación del
noúmeno como incognoscible por ser el falso objeto «absoluto» de las viejas metafísicas racionalistas constituye
precisamente uno de los argumentos en la defensa que de Kant han hecho algunos marxistas.
El debate sobre la ideología apunta, pues, un alcance mayor del que un determinado tratamiento le acostumbra a
conceder, y permite a la crítica penetrar en el corazón de la argumentación althusseriana, desde una doble
perspectiva.
• Por un lado, y en un primer momento, el tratamiento racionalista presentado por Althusser que oponía la
ciencia, entendida como la verdad, a la ideología, entendida como el error, quedaba consagrado en
aquella tesis especulativa que definía a la filosofía como «teoría de la práctica teórica»: «La filosofía era
la Epistemología y nada más que la Epistemología» (Louis Althusser, Elementos de autocrítica).
• Por otro lado, y situados ya en una perspectiva más global, hemos presentado un planteamiento de la
cuestión de la ideología que difícilmente puede ser conciliado con el de Althusser. Si aquél es correcto, la
gnoseología marxiana, aun escapando al presunto agnosticismo kantiano, recogería su criticismo, lo cual
viene a significar, en definitiva, la aceptación de que el hombre es el centro de la reflexión gnoseológica.
Se observará que para poder oponerse de forma tan frontal a las tesis humanistas, Althusser ha necesitado usar de
aquella cláusula inicial, la de los dos Marx, que le servía para no tomar en consideración el reproche de que en
algunos textos mámanos sí se habla de hombre. El problema para Althusser es que este planteamiento no acaba con
todas las objeciones. Hay otra, que probablemente sea la que desde el punto de vista filosófico presente mayor interés,
y es la de si está presente o no a lo largo de la totalidad de la obra marxiana el concepto de ser humano, posibilidad
que pondría ciertamente en apuros al planteamiento althusseriano.
A todo el mundo le gusta construirse unos enemigos a su medida, y Althusser no es en esto una excepción. Pero
hay que advertir que esta otra objeción no se identifica con la pregunta por la existencia de algún tipo de
antropología filosófica, si por ello entendemos la descripción de rasgos humanos independientes de la historia.
En ese caso está claro que Marx no dispone de antropología alguna precisamente porque rechaza su utilidad
para conocer el ser del hombre (y en este sentido, por tanto, no habría nada que objetar a las tesis
althusserianas). Sin embargo, el rechazo de una antropología filosófica así entendida no implica que, en el
mismo movimiento, deba desecharse asimismo la cuestión del ser del hombre -en esto consiste la «grave
simplificación» a que acabamos de aludir.
Planteadas así las cosas, cabe oponer a la perspectiva althusseriana (una oposición, por cierto, que valdría
igualmente para cualesquiera otras perspectivas antihumanistas) la tesis de la presencia en la obra de Marx del
concepto de «esencia humana». Dicho concepto -explícito en los Manuscritos económico-filosóficos e implícito
en los desarrollos del resto de sus obras- caracteriza al hombre como ser natural, social y consciente. El hombre
es en primer lugar un ser natural, biológico, que se distingue del resto de seres de la naturaleza en su específica
actividad vital: el trabajo. Actividad, en segundo lugar, que no es meramente individual, sino que se produce en el
marco de una estructura colectiva. Pero, además -y acaso sea éste el aspecto que mejor defina ese ser del hombre-
es una actividad consciente. Constituye, según el Marx de El capital, la actividad teleológica por excelencia, la
que mejor ejemplifica la forma en que los hombres nos proponemos fines.
Que el hombre tome las riendas de su propio destino -objetivo último del programa marxiano-significa, en
definitiva, que sea capaz de poner su voluntad al servicio de su conciencia.
296
Perteneciendo a un inequívoco tronco común (en el que se incluyen filósofos como Husserl o Dilthey), los
autores de los que se tratará en este capítulo se han esforzado por reivindicar su especificidad teórica, cada uno
bajo una diferente clave. En todo caso, lo cierto es que, más allá de los rótulos que los acostumbran calificar,
la importancia que ellos presentan para nosotros casi podría decirse que está en relación inversa a su
identificación con ningún grupo o escuela. El asunto no tiene que ver únicamente con la comprensible
resistencia de todo pensador a verse disuelto en las aguas de una corriente: advierte sobre la dudosa eficacia de
tantos ismos, esto es, sobre el carácter efímero de las etiquetas historiográficas al uso. Lo de menos es si
Heidegger encaja o no en el retrato-robot del perfecto existencia-lista: lo de más es el destacado lugar que
ocupa su vigorosa crítica a la metafísica occidental. Poco importa la gestualidad sartreana, si la comparamos
con la lección moral de su compromiso. Mal haríamos, en fin, en confinar a Gadamer en el privilegiado rincón
del más eximio representante de la hermenéutica en el siglo XX, olvidando en qué forma se ha esforzado en
articular historia y palabra.
A Martin Heidegger (1889-1976) no le agradaba que le tipificasen como existencialista. A lo largo de su vida
insistió reiteradamente en tomar distancia de la corriente existencialista. Sin embargo, hay coincidencia entre
los historiadores de la filosofía contemporánea en encuadrarlo en este grupo. Y ello por diferentes motivos:
Ahora bien, estos elementos de coincidencia no debieran oscurecer lo que separa a Heidegger del resto de
existencialistas, que no es otra cosa que el interrogante del que va a hacer derivar la totalidad de su propuesta.
Heidegger parte de la siguiente pregunta: ¿qué es el Ser?, ¿qué es lo que es? No la existencia personal o sus
intereses éticos, sino nada más y nada menos que el Ser.
298
empeñarse, por ejemplo, la ciencia en aparecer como la detentadora de la única mirada desinteresada sobre el mundo,
la articulación entre las dos perspectivas resultaría impensable.
• «Nuestro-ser-con-otros»
Ese ser-en-el-mundo que, como dijimos, constituye al hombre, no queda agotado en su relación con los objetos.
Involucra mi-ser-con-otros, esto es, a quienes también están en el mundo en el mismo sentido. No se está hablando de
una mera coexistencia exte rior, de un compartir accidentalmente el mismo escenario, sino de algo fundamental:
pertenece a la naturaleza de la existencia humana el hecho de ser una existencia compartida. Todos y cada uno de
nosotros estamos constituidos a la vez por nuestras preocupaciones, en las cuales hacemos uso de los objetos en
cuanto útiles, y por nuestra solicitud por las personas (y aquí el anterior ejemplo de la aguja y el hilo encontraría una
clara correspondencia: el profesor como profesor implica al alumno, del mismo modo que el médico implica al
paciente). Son éstas, conviene subrayarlo, afirmaciones que se pretenden meramente descriptivas, desprovistas de las
connotaciones ético-sociales que suelen venir asociadas a este tipo de expresiones.
299
se hagan cargo de ella: un hecho simple, en definitiva, del cual tengo que soportar la carga sin saber por qué ni
de dónde ni adonde. He aquí la verdad de mi existencia, que la mirada auténtica no puede ocultar ni negar. Pero
esta experiencia -a pesar de los tonos sombríos-, lejos de oscurecer el mundo, lo ilumina. Porque esta
experiencia no es un mero estado subjetivo. La angustia, por ejemplo, no es un estado psicológico que luego se
proyecte a un mundo «exterior». Pensar así implicaría permanecer en el interior de un esquema dualista sujeto-
objeto, del todo ajeno a la perspectiva heideggeriana. A esa artificiosa distinción (primero me siento de una
determinada manera, y luego atribuyo ese particular estado de ánimo a la realidad exterior), Heidegger
opone la idea de que la existencia es ya, siempre y constitutivamente, relación con el mundo.
• El yo auténtico
Con todo lo expuesto aún no hemos accedido al yo auténtico. Nos hemos limitado a señalizar sus condiciones de
posibilidad. El acceso al yo auténtico únicamente lo proporciona la angustia. Sólo ella puede liberar a la
existencia de la dictadura del «uno», del «se». En el bien entendido de que angustia no equivale a miedo. La
angustia se distingue del miedo porque en ella no hay amenaza.
Aquello ante lo cual el hombre se angustia, aquello por lo cual se angustia, es el mundo como tal. Lo que
inspira su angustia es el reconocimiento de lo que significa estar-en-el-mundo, que se produce cuando lo ve en su
totalidad y no sólo en las perspectivas de sus preocupaciones particulares.
Pero el acceso a esa perspectiva de la totalidad, única que nos permite reconocer la común futilidad de todas las
cosas del mundo, sólo se alcanza de una manera: anticipando la propia muerte. No es éste, ciertamente, un
lugar fácil. La mayoría de los hombres prefiere abandonarse al vértigo de la vida cotidiana, en la que lo familiar y
lo próximo ocultan el estado de ánimo fundamental de la angustia. Se comprende la actitud: al desaparecer las
preocupaciones habituales, se le revela a la existencia humana el extrañamiento de la soledad. Es el momento
en el que el hombre puede optar entre continuar en la existencia inauténtica, impersonal-mente determinada, o
hacerse cargo personalmente, mediante un esfuerzo heroico, de su propia existencia. Pero esto último -de ahí su
desmesurada dificultad- no se resuelve en un gesto en el que podamos asumir una esencia preexistente. No se
puede experimentar la existencia como totalidad en el sentido de la simple presencia, de encontrarnos delante de
ella. Es constitutivo de la misma, ser posibilidad abierta. En Heidegger el lema «sé tú mismo» emplaza a una
tarea: nunca soy, sino que siempre seré, porque puedo ser.
Es en este punto donde la idea de la propia muerte irrumpe en el planteamiento heideggeriano con toda su fuerza.
Porque para alcanzar la auténtica medida de mis posibilidades he de ser capaz de pensar la muerte, esto es, de
entenderla como mi última y definitiva posibilidad. Considerarla así significa tomar distancia respecto de otras
interpretaciones. Por ejemplo, respecto de la epicúrea, según la cual mientras yo estoy vivo mi muerte no existe, y para
cuando llega, no estoy yo, con lo que la muerte no me incumbe. Hablar, tal como hace Heidegger, de la muerte
como posibilidad de la existencia es ir más allá de considerarla como un hecho que les ocurre a los demás y que a mí
todavía no me ha ocurrido.
300
colonialismo es un sistema). De entre sus novelas, la que obtuvo más notoriedad fue La náusea (1938), y de su
producción dramática las obras más destacadas son Las moscas (1943), A puerta cerrada (1945), La puta
respetuosa (1946), Las manos sucias (1948) y Los secuestrados de Aliona (1960).
Por lo que respecta a la producción filosófica sartreana -en la que, como es natural, nos centraremos aquí- se
acostumbra a dividir en cuatro etapas.
• La primera engloba ensayos como La trascendencia del ego, Lo imaginario, La imaginación o Esbozo de una
teoría de las emociones, redactados todos ellos entre 1934 y 1938.
• La segunda etapa tiene como obra más representativa El ser y la nada, de 1943, aunque también tuvieron
una enorme repercusión en su momento textos como ¿Qué es la literatura? o El existencialismo es un
humanismo, hoy convertido en un clásico.
• La tercera se abre a partir de los primeros años cincuenta, cuando Sartre inicia una aproximación al
marxismo que alcanza la máxima expresión en su libro Crítica de la razón dialéctica, de 1960.
• Finalmente, su cuarta etapa, dominada por la radicalización política, tiene como texto emblemático -un punto
paradójicamente- el monumental L'idiot de la famule. Gustave Flaubert de 1821 á 1857, publicado en tres
tomos en 1971 y 1972.
En lo que sigue nos centraremos en las dos primeras -sobre todo en la segunda- por ser las que contienen las
posiciones propiamente existencia-listas de la filosofía sartreana.
El en sí no puede fundamentar nada; si se fundamenta a sí mismo lo hace dándose la modificación del para sí. Es fundamento de sí
mismo en cuanto que deja de ser en sí [...], el fundamento en general viene al mundo a través del para sí [...], con él aparece el
fundamento por vez primera.
La incapacidad del en sí para jugar ese papel fundamentante se deriva de su propia naturaleza. En El ser y la nada,
Sartre se refiere al en sí como una masa indiferenciada, una entidad opaca y compacta en la que no puede haber
fisuras, pero de la que tampoco tiene sentido esperar nada: el ser en sí es siempre completo, siempre lleno. Tal
vez una forma más sencilla de enunciar esto sea a través de ese escéptico «las cosas son lo que son», que utilizamos
cuando queremos señalarle a alguien que las expectativas que albergaba respecto a alguna realidad carecían de
fundamento.
Frente a este ser macizo y estático que es el en sí, el para sí-\a conciencia- representa la afirmación de lo
indeterminado. Si se prefiere, podemos decir que el para sí funda la posibilidad de la libertad frente al determinismo
del en sí. Siempre que con ese decir no perdamos de vista la condición radicalmente incompleta de la conciencia. Así,
las posibilidades que constituyen la realidad humana son interpretadas por Sartre bajo el signo de la carencia: «lo
posible es aquello de que carece el para sí para ser en sí». En general, todos los rasgos de la realidad humana que
en el análisis de la existencia humana llevado a cabo por Heidegger presentaban un carácter positivo, para Sartre son
considerados, al tratar el tema del para sí, en clave de negación.
Alguien podrá pensar que el fundamento que una instancia así puede proporcionar se encuentra muy alejado del que
proporcionaban los Dios, Naturaleza u Hombre de otras filosofías del pasado. No le faltará razón por pensar eso.
Incluso se puede añadir un argumento de refuerzo para la decepción: para Sartre la existencia no pertenece a la
esfera del para sí, sino a la del en sí. En cuanto tal, ahí ubicada, de ella no cabe predicar, ni reclamar, ni esperar,
nada parecido al sentido. Le ocurre lo que a cualquier otro ente: no tiene ser ni tampoco lo ha recibido. No existe
razón para la existencia, que es radicalmente contingente, inexplicable y absurda.
• La libertad y la nada
Y, sin embargo, el para sí sigue siendo el único lugar desde el que postular la idea de libertad. La primacía del
para sí sobre el en sí es indispensable para el pensamiento: de lo contrario, nos veríamos abocados de forma
inexorable al determinismo. Lo señalado anteriormente no pretendía devaluar el papel fundamentante de la
conciencia, sino señalar su modo de operar, que pasa a través del concepto de nada. Gracias a su mediación, podrá
obtener respuesta la pregunta de cómo es posible que en un mundo tan rígido, inmóvil y determinista pueda
existir algún hombre libre.
Es posible porque en el mundo, además de los entes plenos, rígidos, determinados por lo en sí, hay ese otro
tipo de ser específicamente humano que es el para sí. Pero como todo lo que es, debe ser ente, es decir, un en
sí, no queda más remedio que deducir que ese otro tipo de ser no puede ser sino un no-ser, es decir, que consiste
en nada. Como ha escrito el propio Sartre: «Si se puede dar la nada, no es ni antes ni después del ser, ni, en general,
fuera del ser, sino en el mismo seno del ser, en su corazón, como un gusano». Ahora bien, la nada no puede
proceder de lo en sí, que se caracterizó justamente por ser completo, siempre lleno (por no carecer de nada, en
definitiva). Luego la nada viene al mundo por el hombre. Lo que no significa que el hombre en su totalidad sea
nada. El hombre es también para sí: su cuerpo, sus costumbres, incluso su existencia, como dijimos, forman parte
de esa esfera. Lo que significa es que la especificidad de lo humano consiste, precisamente, en nada.
302
• Libertad y acción
Tal vez desde aquí se perciba con más claridad hasta qué punto aquel trabajo de vaciado previo de la conciencia,
realizado en la primera etapa, preparaba el terreno desde el punto de vista antropológico para estas afirmaciones de
ahora, de carácter más marcadamente ontológico. Y se entiendan también mejor algunas de las tesis por las que se
suele identificar la propuesta sartreana. Como, por ejemplo, la de que el hombre como tal no posee ninguna esencia
determinada, sino que su esencia es la indeterminación (ahora podríamos decir su parte de nada). O, sobre todo,
aquella otra tesis en la que radicaliza la idea de que la existencia precede a la esencia (aplicable a todo en sí), afirmando
que la esencia del para sí es su existencia. Pero ninguna de estas tesis, importa destacarlo, equivale a una propuesta
abandonista o quietista. La filosofía sartreana ha sido tipificada en alguna ocasión, creemos que con acierto, como
una filosofía de la acción. Pero no ya sólo porque permita la acción, sino por algo mucho más importante: porque
obliga a ella.
Probablemente, una de las razones por las que Sartre alcanzó en su tiempo una considerable notoriedad fuera de los
círculos filosóficos especializados, al margen de por su mencionada producción literaria, fue por su capacidad
para dar con formulaciones que resumían, de forma contundente y precisa, alguna de sus tesis mayores. Una de
ellas es la famosa «estoy condenado a ser libre», presentada en El ser y la nada, en la que intentaba definir su
forma de entender el contenido de la existencia humana, su condición de proyecto fundamental en el cual están
comprendidos cualesquiera actos y voliciones particulares.
No podía ser de otro modo, a la vista de las premisas que el propio Sartre había planteado. El para sí, como
dijimos, es nada (si fuera un ente sería algo compacto y lleno): surge como libertad de la conciencia respecto a
lo que es. La conciencia es, por utilizar otra expresión sartreana, una «descomprensión del ser», una especie
de grieta abierta en el ser. De donde se sigue uno de los rasgos más claros de esta libertad, a saber, su
facticidad. Ni rastro, pues, de una idea de libertad entendida como posibilidad de escapar del mundo. La
libertad permanece dentro de los límites del mundo, sin por ello perder su condición de indeterminada. La libertad es,
precisamente, introducir esta indeterminación del propio proyecto, de la propia elección, en el seno del ser.
La nada sartreana, ciertamente, da mucho de sí. Esta nada, abocada a las cosas que es la conciencia humana,
es la que permite entender su esencial libertad, el hecho de que no podamos decir que el hombre dispone de
libertad -como si la libertad fuera una propiedad del para sí-, sino que su ser es ser libre. El hombre ha
pasado a ser entendido como una nada en ejercicio. Escoger, por ejemplo, tiene mucho de aniquilar el pasado,
de enfrentarse a la determinación que pretende el pasado. El pasado, ciertamente, está determinado de forma
irremediable, pero el papel que juegue en la vida depende de la propia elección cara al futuro. Cuando
alguien asume la tradición a la que pertenece o, por el contrario, la rechaza e intenta romper con ella está
convirtiendo su pasado en un motivo de diferente tipo. Pero, de otro lado, el objetivo escogido en cuanto tal al
encarar el futuro de una determinada manera tampoco es (es otra nada que aspira a perder esa condición).
Conviene destacar el alto costo que tienen estas afirmaciones. Suponen introducir, sin posibilidad de
escamoteo, la idea de responsabilidad. Porque todo cuanto hay en el mundo que no sea mero perseverar en el
en sí originario, le es debido al hombre, a los efectos, próximos o remotos, de su elección originaria. Sin
posibilidad alguna de excusa: «no se pueden encontrar otros límites de mi libertad que la libertad misma; o, si
se prefiere, [...] no somos libres de dejar de ser libres».
• Lo humano en lo inhumano
Si trasladamos estas ideas al ámbito de la vida real, podremos comprobar que el nivel de exigencia que nos plantean
es enorme. Empezando por el final: nada de cuanto le ocurre al hombre merece el calificativo de inhumano. Lo más
espantoso que seamos capaces de imaginar, el mayor horror que haya podido acontecer en el pasado, tienen que ser
cargados en la cuenta de los hombres. Aquello que en el Esbozo de una teoría de las emociones se empezó a llamar el
«coeficiente de adversidad» de las cosas, e incluso su misma aparente imprevisibilidad, es el resultado, más o menos
mediado, de una decisión acerca de mí mismo. No existen, en definitiva, los hechos accidentales.
Alguien podrá pensar, leyendo estas afirmaciones, que resultan francamente exageradas (o, si no, metafóricas). Hay
un determinado tipo de acontecimientos que debido, por ejemplo, a su magnitud parecen escapar a la posibilidad
misma de intervención de un agente individual. Pero esta argumentación intenta desplazar hacia la estadística un
asunto que Sartre plantea en la frontera misma de la moral. No rehuye el ejemplo desmesurado (y que por lo de-
más tuvo muy a la mano) de la guerra. De forma provocadora planteará: si yo soy movilizado en una guerra, ésta es mi
guerra. Para no serlo, tendría que ser imposible tomar ninguna decisión respecto a ella, y no es el caso. Yo puedo
303
suicidarme, o desertar: nadie me puede sustraer estas posibilidades últimas. Si no las ejerzo, estoy tomando una
decisión, me estoy haciendo cargo de lo que ocurra (me estoy haciendo merecedor de ello, en la formulación
sartreana).
• El diálogo
El diálogo no es únicamente la categoría que nos permite visualizar el contenido de la tarea hermenéutica, sino
el horizonte existencial desde el que podemos entender la comunicación humana y sus realizaciones culturales.
Lo que Gadamer persigue es integrar el monólogo de las ciencias particulares en el diálogo de la existencia
comunicativa. La objeción que de inmediato en nuestros días surge ante un empeño así es: ¿a qué viene esta
compulsión por entrar en diálogo con lo diferente? La respuesta está relacionada con lo que podríamos llamar el im-
perativo de la comunicación. Se entiende la desazón que provocan las tesis gadamerianas entre buena parte de relativistas
(que son los que piensan que cualquier producto histórico-cultural sólo puede ser entendido desde el interior del marco
en el que surge).
Gadamer comienza donde éstos terminan -por abandono o desfallecimiento-. La hermenéutica no se echa atrás ante
esas situaciones en las que la comunicación parece imposible porque se hablan distintos lenguajes. Al contrario, se diría
que es en esos lugares donde encuentra el principal estímulo para su tarea interpretativa (con sus propios términos:
«donde se plantea justamente en su pleno sentido»). Lo que significa, obvia precisión, que ese imperativo de un lenguaje
común nunca es un hecho dado, sino una aspiración. Tan necesaria como deseable:
Nunca se puede negar la posibilidad de entendimiento entre seres racionales. Ni el relativismo que parece haber en la pluralidad de
lenguajes humanos constituye una barrera para la razón, cuya palabra es común en todas las lenguas, como ya sabía Heráclito.
305
• Influencia de Platón
Convendrá añadir algo respecto al modo concreto en que Gadamer entiende el diálogo. El diálogo tiene una
estructura precisa, que es el juego de la pregunta y la respuesta. Juego que tiene sus reglas: de ahí que
Gadamer pueda hablar de lógica de la pregunta y la respuesta.
Y es que al autor de Verdad y método le pesa la influencia de Platón. De él aprendió que preguntar es más difícil
que contestar, en contra de lo que algunos acostumbran a creer. Los que al hablar sólo buscan cargarse de razón
(en vez de darse cuenta de cómo realmente son las cosas) prefieren no correr nunca el riesgo de tener que ofrecer
la callada por respuesta. Pero buscan inútilmente el lugar más cómodo: no tiene nada que preguntar aquel
que ya está convencido de saberlo todo. Por ello, una buena definición del dogmático es la que lo caracteriza
como alguien que, a cualquier cosa que sea la que se le diga, contesta «más a mi favor».
Frente a esta actitud, el auténtico filósofo está en condiciones de querer saber, justamente porque sabe que no
sabe. Por ello, tiene por donde empezar: preguntando
a) La pregunta
Preguntar es una forma inicial de producir conocimiento. La pregunta configura, modela, establece el territorio en el
que la respuesta habrá de resultar inteligible. Como dice el propio Gadamer en Verdad y método: «el sentido de la
pregunta es... la única dirección que puede adoptar la respuesta si quiere ser adecuada, con sentido». Preguntar abre
un camino, propone una senda por la que la respuesta debe transitar. Con la pregunta, efectivamente, lo preguntado es
colocado bajo una determinada perspectiva. Preguntar significa, asimismo, poner en cuestión aquello acerca
de lo que se pregunta, es decir, dejar al descubierto la íntima fragilidad (la cuestionabilidad) de lo dado y proponer un
recorrido en dirección al conocimiento.
b) La respuesta
La respuesta, por su parte, no es el efecto inevitable, el recorrido forzoso por la senda señalada en la pregunta. Quien
pregunta de verdad, expresando en la interrogación sus más genuinas carencias, corre el riesgo de dejarse
sorprender por la respuesta (por eso, ni las preguntas retóricas, ni las preguntas pedagógicas son propiamente tales: en
unas no hay nada que preguntar; en las otras, no hay nadie que pregunte). Estas consideraciones tienen una fácil
aplicación a ese particular ejercicio interrogativo que es la lectura de un texto. Cuando se pretende comprender un
texto, se ha de estar dispuesto a dejarse decir algo por el texto. Una conciencia preparada para la interpretación,
piensa Gadamer, ha de tener una sensibilidad previa hacia la alteridad del texto. El sujeto debe estar dispuesto a
escuchar lo que el objeto dice: sólo así se le revelará (o desvelará) el objeto al sujeto que pregunta. Si esta relación
es abierta es porque la llamada «respuesta» no cierra el círculo, sino que lo abre de nuevo, ya que entender (com-
prender) una respuesta es, a su vez, otra pregunta.
306
Para Gadamer no existe un lugar exterior a la historia desde el cual quepa pensar la identidad de un problema en
la evolución de los intentos históricos de resolverlo.
Gadamer, en cambio, considera desde dentro la comprensión, y la ve como un diálogo en el seno de la tradición.
La interpretación de una tradición es parte, en efecto, de esa misma tradición, pero eso significa que sólo se
puede interpretar una tradición desde ella misma, no que esté garantizada la correcta interpretación. (También la
mala interpretación forma parte de la tradición).
El concepto gadameriano de tradición, que había servido en principio para el exclusivo propósito de hacer
inteligible -esto es, fundamentar- la comprensión, se irá revelando a lo largo de la obra de Gadamer como un
concepto máximamente ambicioso hasta llegar a constituir la pieza básica en su configuración de la idea de razón
-y probablemente el elemento más definitorio de su propuesta.
Es importante resaltar esto porque, a menudo, su énfasis en la tradición ha sido valorado como si el autor de Verdad
y método se estuviera alineando junto al irracionalismo frente al racionalismo ilustrado, cuando en realidad,
según Gadamer, no hay conflicto entre tradición y razón. El malentendido proviene, sin asomo de duda, de la
arraigada tendencia a considerar la tradición como mera persistencia, como irracional afán de conservar frente a las
arro-lladoras novedades de la historia. Cuando se pronuncia a favor de la dignidad de la tradición, no se refiere a la
tradición en general, sino a aquellas tradiciones cuyo poder se funda en su racionalidad.
La denominada Escuela de Frankfurt tiene su origen en el Instituto de Investigación Social, creado en Alemania
en 1923. Fue su segundo director, Max Horkheimer (1895-1973), quien consiguió aglutinar, a partir de 1930, a
308
una serie de pensadores, cuyos vínculos con la Escuela fueron de diverso carácter, tanto por el grado de
colaboración como por los intereses que les movían. Th. W. Adorno (1903-1969) llegará a ser el cabeza de fila,
junto a Horkheimer, de la llamada primera generación, pese a que no se integró oficialmente hasta 1938,
cuando el Instituto se había visto obligado a emigrar a Estados Unidos (se cerró en 1933, al tomar los
nacionalsocialistas el poder). Además de ellos, otros dos miembros de la Escuela que alcanzaron una gran
notoriedad fueron Erich Fromm (1900-1980), que se separaría sin embargo paulatinamente del grupo, y Herbert
Marcuse (1898-1979), que, incorporado en los años treinta, siendo discípulo de Heidegger, desarrollaría una tarea
esencial en la etapa americana. También se debe mencionar a Walter Benjamín (1892-1940), que moriría en el transcur-
so de la Segunda Guerra Mundial (se suicidó en la frontera franco-española huyendo de la persecución de la
Gestapo). Tras el final de la guerra, el grupo, dirigido aún por Horkheimer, volvería a restablecer en 1950 el
Instituto en Frankfurt, aunque alguno de sus miembros -es el caso de Marcuse- permanecerían en Estados Unidos,
donde publicarían sus obras más influyentes. Después de la muerte de Adorno y Horkheimer, será Jürgen Habermas
(1929) el principal representante de la Escuela.
2. Max Horkheimer
• La teoría crítica
En 1937, Horkheimer publica lo que para algunos es el verdadero manifiesto fundacional de la Escuela de
Frankfurt, el trabajo titulado Teoría tradicional y teoría crítica. En él aparece por vez primera la expresión teoría
crítica que luego quedará acuñada como defmitoria de la propuesta del grupo. Su caracterización la lleva a cabo
Horkheimer más por contraposición a la teoría tradicional que por definición de sus propios rasgos. Se trata de
presentar una propuesta teórica que asuma las transformaciones que se están produciendo en las sociedades
desarrolladas avanzadas, transformaciones que quedan insuficientemente entendidas en las doctrinas existentes,
incluyendo en este capítulo al mismo marxismo. En concreto, las formas de dominación y de manipulación de la
conciencia características de las nuevas fases del desarrollo capitalista han variado y requieren una respuesta teórica
acorde con esas variaciones. Hay que promover un debate que discuta acerca de los supuestos ideológicos que
operan bajo nuestras formas habituales de conocimiento y, más allá, plantee la cuestión de qué idea de razón (si es
que existe alguna) nos parece deseable.
Horkheimer no considera necesario discutir ni la eficacia ni la validez lógica de la teoría tradicional. No hay duda de
que el modelo tradicional de ciencia funciona: «los progresos técnicos de la época burguesa son inseparables de esta
función de cultivo de la ciencia». Lo que merece la pena debatir es, además de su concepción de la razón, la forma
en que entiende la función social de la teoría. Esto es precisamente lo que, a los ojos de Horkheimer, resulta más
característico y más criticable de la teoría tradicional: su pretensión de neutralidad. Él piensa, con Hegel y con
Lukács, que el análisis de la sociedad existente es en sí un elemento de esa sociedad, una forma de autoconciencia.
Lo que significa, por lo pronto, que no hay teoría que permanezca al margen de la realidad social,
fundamentalmente porque no existe ese lugar imaginario incontaminado.
La línea de demarcación entre teoría tradicional y teoría crítica no pasa, pues, por el hecho de que una sea neutral y la
otra comprometida, sino por la diferente relación que cada una de ellas mantiene con el proceso de reproducción
social. Horkheimer le reprocha a la teoría tradicional que contribuya al proceso de reproducción a base de no
cuestionarlo. El pensamiento burgués, por supuesto, ha promovido esa idea, ha intentado separar tajantemente el
trabajo teórico específico (del sociólogo, del economista, del historiador...) de la reflexión acerca de la naturaleza del
mismo. La expresión práctica de esta separación es ese dualismo esquizofrénico, tan frecuente en nuestra sociedad:
alguien habla «como científico» en unas ocasiones, «como ciudadano» en otras.
309
Al plantear las cosas de esta manera, Horkheimer está evitando al mismo tiempo un enfoque que atribuyera los
errores de la teoría tradicional a los propios teóricos -por ejemplo, a los sociólogos burgueses-. En ningún caso
es culpa de éstos: ellos mismos se encuentran ya desde el principio operando en el seno de una estructura
discursiva que objetivamente (por tanto, más allá de las intenciones y opiniones particulares de cada uno) desarro-
lla una determinada función social. Así pues, lo que hace que el científico social sea ciego a la realidad de la
función que cumple su propio discurso, lo que hace que no sea consciente de cómo sus palabras expresan la
realidad en que han surgido, es una limitación de fondo: carece de los instrumentos con los que percibir esa
realidad.
Un poco a la manera en que no vemos aquello que no sabemos nombrar, así también la carencia de los conceptos
adecuados provoca que el teórico tradicional no se dé cuenta de que la razón científica es una razón instrumental,
orientada a intervenir en una sociedad fraccionada y conflictiva. Y así, la sociología o la economía tratan como
simples disfunciones o, a la inversa, fenómenos estructurales inamovibles, precisamente aquellas realidades que la
teoría crítica estima que deben ser denunciadas. Probablemente sea éste uno de los aspectos en los que la
propuesta de Horkheimer resulte más vigente. Sus palabras, escritas en la década de 1930, parecen la respuesta a los
argumentos que suelen utilizar los tecnócratas conservadores en la actualidad:
Paros, crisis económicas, militarismo, terrorismo, la situación total de las masas -tal como éstas la experimentan-no se deben a
escasas posibilidades técnicas, tal como podía ocurrir en el pasado, sino a unas relaciones productivas que no son ya adecuadas a la
situación actual.
Pues bien, la herramienta categorial de la que carece la teoría tradicional (y sí posee, en cambio, la teoría crítica) es
la categoría de totalidad. Gracias a ella el filósofo puede situar los fenómenos de la realidad con la que se enfrenta en
el marco global que les corresponde. Pero situarlos ahí significa reintroducir todas esas dimensiones que la teoría
tradicional había expulsado: verlos en su integridad como fenómenos con una inexcusable dimensión económica,
social, política e histórica. Ver, por ejemplo, ciertas situaciones como episodios de la lucha de clases (en vez de como
fatalidades o como desajustes técnicos). Con lo cual determinadas dicotomías, como la dicotomía teoría/práctica, deben
ser consideradas en este nuevo esquema como inservibles.
En el ámbito del pensamiento social hay cuestiones teóricas cuya solución depende de que efectivamente cambien
las condiciones reales que las hicieron surgir como problema. Ahora bien, no es suficiente con poner el énfasis en
la indisoluble relación entre teoría y práctica. Si el compromiso en la transformación de las relaciones sociales es
parte integrante de la teoría, eso significa que dicha teoría no puede limitarse a ser una mera crítica de lo
existente, sino que debe enseñar cómo aproximarse al horizonte de la emancipación. Debe mostrar cómo se
hace práctica su crítica. En esta época (finales de la década de 1930), Horkheimer todavía piensa que la teoría
se hace fuerza real cuando se convierte en autoconciencia de los sujetos que producen el cambio social.
Con el tiempo, esta confianza se irá debilitando.
3. Theodor W. Adorno
• La dialéctica negativa
La sospecha de que no basta apelar a la subjetividad para transformar la realidad se irá agrandando en los trabajos
posteriores, tanto de Horkheimer como de otros miembros de la Escuela. Tal ocurre en la obra de Adorno
Dialéctica negativa, que puede ser considerada como un desarrollo máxi mámente consecuente del programa
frankfurtiano. Adorno comparte algunas ideas fundamentales con el resto del grupo:
a) Que en última instancia cualquier pensamiento debe ser puesto en relación -si aspiramos a alcanzar
una justa comprensión de él- con las condiciones sociales del momento en el que surge.
b) Que ha de variar nuestra disposición teórica frente al mundo.
No tiene sentido seguir construyendo quiméricas fábulas de un estado ideal en el que se hubieran solventado los
problemas actuales, sino que se trata de cambiar el sentido de nuestra búsqueda y centrarse en una especie de
crítica que persiga localizar las discontinuidades, las fracturas, en el seno de la realidad. Fracturas y
discontinuidades que nos proporcionen una pista, no ya sólo de lo que no hay, sino acaso, muy especialmente, de
lo que no hubo, de todo aquello que ha sido silenciado, enmascarado o reprimido. No se trata tanto de un
cambio de escala como de un desplazamiento de la perspectiva. Es en otro lugar -y, añadamos, en otros sujetos-
310
donde se alberga la última esperanza de que las cosas puedan ser de otra manera (el libro de Marcuse El hombre
unidimensional se cierra precisamente con esta cita de Benjamín: «sólo por amor a los desesperados mantenemos
la esperanza»).
4. Jürgen Habermas
Podría pensarse, con razón, que los planteamientos de Adorno constituyen un auténtico callejón sin salida, que lo
que estos autores han acabado haciendo es algo así como una teoría de la desesperación histórica. Que en gran
parte es así lo prueba el hecho de que algunos epígonos de la Escuela de Frankfurt se hayan dedicado a
311
desplazar el discurso originario hacia los ámbitos de la estética y de la religión. Habermas, en cambio, ha
seguido otro camino, el de intentar introducir nuevos elementos discursivos en el esquema heredado como forma
de intentar dar solución a los problemas de sus predecesores.
Habermas coincide con Adorno y Horkheimer (y Max Weber) en que vivimos en una época en que el modelo
de razón dominante es la razón instrumental. Pero, a diferencia de ellos, Habermas no cree que la tarea por
desarrollar sea la de proponer alternativas a esa racionalidad científico-técnica. Lo que hay que hacer es elaborar
una noción más amplia de racionalidad, en la que tenga cabida, como un momento necesario pero no suficiente, esa
voluntad del hombre por controlar el mundo objetivado (voluntad que por sí sola no le parece condenable).
No crítica la forma de conocimiento científico natural, tan denostada por los primeros miembros de la Escuela.
Hay en el proyecto habermasiano elementos de coincidencia y de diferencia respecto a los planteamientos de
Marx. Podría decirse que, por un lado, Habermas recupera el espíritu de éste (que era también el espíritu fundacional
de la Escuela) al defender la necesidad de elaborar una ciencia social crítica. Su propósito de apropiarse de los
desarrollos más prometedores de las ciencias sociales e integrarlos en una ciencia social crítica conecta con el
intento marxiano de forjar una nueva síntesis dialéctica de la filosofía y la comprensión científica de la sociedad.
Habermas percibe bien los peligros de la evolución final de Adorno y Horkheimer. El deslizamiento de éstos hacia
planteamientos estrictamente filosóficos, como sería el de la dialéctica negativa, pone en peligro la función
diagnóstico-explicativa de la teoría crítica. Y una teoría crítica sin contenido empírico fácilmente puede
degenerar en un gesto retórico vacío.
Pero, por otro lado, Habermas se distancia de los enfoques de Marx en un aspecto central. Le reprocha, en suma,
un reduccionismo de la producción que tiene consecuencias teóricas importantes. Al haber privilegiado la
categoría de trabajo en detrimento de los aspectos de interacción de la práctica humana, todos los problemas
que se plantean en el ámbito de las relaciones sociales tiende a verlos como la manifestación, en el plano super-
estructural de la política, de conflictos de carácter económico.
En el fondo, el proyecto marxiano está lastrado por una determinada concepción del hombre, aquella que lo
considera como el animal que fabrica instrumentos. Habermas, en cambio, piensa que, si en vez de darle tanta
importancia a la idea de trabajo, ponemos en el centro del análisis la de familia, como hizo Freud, la imagen
resultante del hombre resulta más convincente.
Apliquemos la diferencia. ¿Cómo valorar el anhelo de los hombres por la emancipación? En el esquema
marxista clásico, como un mero ideal -intuitivo, pasional- pendiente de racionalización. Para Habermas, en
cambio, los intereses humanos, entre ellos el interés emancipatorio, deben ser englobados en un nuevo modelo
global de razón. El hombre es un ser racional y su aspiración a la libertad de todos en todo es la expresión
máxima de esa condición.
El estructuralismo está representado por un amplio número de autores, entre los que hemos seleccionado a tres,
Claude Lévi-Strauss, Michel Foucault y Jacques Lacan. No hace falta destacar su importancia para este tema.
El cuarto autor que inevitablemente se menciona al hablar de estructuralismo, Louis Althusser, ya ha sido tratado.
Otro autor, considerado habitualmente como es-tructuralista, y que desarrolló su trabajo en el campo de la crítica
literaria, Roland Barthes, definía en cierta ocasión el estructuralismo como una actividad teórica, esto es, como
«la sucesión regulada de cierto número de operaciones mentales». Señalaba que los estructuralistas compartían un
vocabulario o, todo lo más, un método, por lo que considerarlos una escuela o un movimiento resultaba excesivo. No
le faltaba razón en su temprano (1963) diagnóstico. Veamos si no qué comparten los autores habitualmente
considerados estructuralistas.
La respuesta más obvia es ésta: comprenden una determinada noción de estructura. El término estructura ha
tenido diversas acepciones, pero podría aceptarse que hoy se entiende por estructura el modo en que las partes de
un todo de la clase que sea se conectan entre sí. Para descubrir dicha estructura es preciso hacer un análisis
312
interno de la totalidad, distinguiendo los elementos y el sistema de sus relaciones. La operación se asemejaría a la de
radiografiar un objeto para acceder a su estructura profunda, oculta en primera instancia. Lo que la radiografía nos
permite ver no sustituye nuestra antigua percepción, ni la convierte en falsa (el esqueleto que vemos en la pantalla
no convierte en falso el cuerpo que vemos habitualmente). Para lo que sirve es para considerar el conjunto bajo una
nueva luz, para distinguir lo esencial y lo accesorio, para entender su mecanismo de funcionamiento, etcétera.
Interpretado de esta forma, el estructuralismo podría definirse como una atenta disposición por tener en cuenta
la interdependencia y la interacción de las partes dentro del todo. Un estructuralismo así resulta aplicable a la
lingüística, a la economía, a la estética, etcétera. Con otras palabras, podría aspirar a una validez universal.
Nada tiene de extraño, a la vista de esto, que la relación habitual de estructuralistas incluya autores provenientes de
diversas disciplinas y saberes. El problema -el primer problema- que tanta amplitud suscita es que, de no
precisarse un poco más, corre el riesgo de confundirse con cualquier planteamiento, filosófico o no, que enfatice
la conveniencia del punto de vista totalizador.
Quizá un rasgo característico del estructuralismo esté relacionado con algo que se acaba de señalar. El
estructuralismo no surge, por lo menos en primera instancia, como un fruto del discurso filosófico. Parece, más
bien, el resultado indirecto y remoto de la irrupción de la conciencia lingüística en el pensamiento
contemporáneo. Se suele decir que el modelo de estructura en el que los primeros estructuralistas pensaban era
precisamente el lenguaje tal como lo entendía Ferdinand de Sau ssure, quien había planteado en su clásico
Curso de lingüística general (1916) la idea de que «es preciso partir de un todo solidario para obtener, por
medio del análisis, los elementos que contiene». El objeto de la lingüística no es una realidad empírica, aunque se
nos ofrezca en la realidad de la experiencia. Es una construcción formal que permite dar cuenta de cualquier acto
formal que el hablante pueda realizar. La estructura lingüística es una abstracción del científico para poner de
manifiesto el sustrato formal subyacente a todo hablar.
2. Claude Lévi-Strauss
La inspiración lingüística resuena en los pensadores estructuralistas con toda claridad. En el caso de Claude Lévi-
Strauss (1908), el autor con el que se inicia el estructuralismo, dicha inspiración le llega a través del lingüista
Román O. Jakobson (con quien coincidió en Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial). Lévi-Strauss
intenta extender el estudio de las estructuras lingüísticas -en concreto, las presentadas por la fonología
estructuralista de Jakobson- a otros sistemas, de configuración parecida a los lingüísticos, como son, según él, los
sistemas de parentesco, el pensamiento primitivo o las narraciones míticas. En todos estos ámbitos cree
posible encontrar, a través del análisis, un mecanismo común constituido por un conjunto de formas
invariables, cuya diferente combinatoria dé lugar a las diversas configuraciones visibles a lo largo de la historia.
Los sistemas de parentesco, estudiados en su libro Las estructuras elementales del parentesco, son analizados
desde esta perspectiva como el ejercicio de una opción. La enorme variedad de reglas que prohíben, obligan o
favorecen los intercambios de parentesco en las más diversas culturas están regidas por unos principios básicos.
Cuando una comunidad limita las posibilidades de combinación en el parentesco, está haciendo emerger un
orden social humano como tal, más allá del orden meramente natural, está reconduciendo el fenómeno
biológico de la reproducción hacia el ámbito de la cultura. Así, por ejemplo, la prohibición del incesto no puede ser
considerada como de origen puramente natural, sino como una prohibición endogámica, simétricamente opuesta a la
prescripción exogámica de casarse fuera del grupo. La articulación de ambas crea las condiciones de posibilidad para
la alianza entre grupos humanos.
Consideraciones parecidas presenta Lévi-Strauss respecto al pensamiento salvaje y a los mitos, las otras dos
manifestaciones humanas estudiadas en su obra. Tanto en un caso como en otro podemos hablar de una lógica
profunda, que subyace a la aparente arbitrariedad de religiones y narraciones míticas. Lo que ocurre es que en
estos otros casos
-sobre todo en el de los mitos- pudiera pensarse que la expectativa de alcanzar una estructura profunda común
parece desmesurada. Lo dice Lévi-Strauss en su libro Antropología estructural: «todo puede ocurrir en un mito».
En ellos cualquier relación imaginable puede ser planteada. Y, sin embargo, señala el propio autor, el caso es que
podemos constatar que los mitos se parecen extraordinariamente en todo el planeta (por ejemplo, los mitos del
origen del fuego, los cuales, más allá de sus múltiples combinaciones, nos narran aquella originaria ordenación
313
del hogar, de la cocina, que es, en definitiva, la forma en que los hombres asumen -esto es, convierten en
cultural- la actividad natural de la alimentación). ¿Cómo explicar este fenómeno? Pues precisamente entendiendo
las múltiples combinaciones de un mito como mensajes de un mismo código. Las diversas manifestaciones
humanas estudiadas por Lévi-Strauss deben ser consideradas, pues, como lenguajes para descifrar los cuales es
preciso conocer su sintaxis.
• El relativismo cultural
Sin embargo, y a pesar de su importancia, no es por este tipo de reflexiones por las que Lévi-Strauss es más
conocido entre los filósofos. Lo que realmente le ha concedido notoriedad dentro de este gremio ha sido su
posición dentro de algunos debates que en los últimos años han adquirido gran importancia. En concreto en el
debate, cada vez más apasionado, a propósito de multiculturalidad, tolerancia, etcétera, debate que, entre otras
razones, como consecuencia de las avalanchas migratorias que se vienen produciendo en los últimos años desde
los países del Tercer Mundo hacia las sociedades occidentales desarrolladas, se ha situado en el centro de la
reflexión sociopolítica actual.
Sus tesis acerca de la no-existencia de un «pensamiento salvaje», opuesto a un presunto «pensamiento civilizado» se
complementa con la afirmación de que la estructura de nuestra cultura es tan mítica como cualquier otra. A partir de
aquí es fácil imaginarse cuál será su actitud en el mencionado debate. Lévi-Strauss defiende -en un sentido profundo:
en el de sus respectivas estructuras- la indiferenciación de las culturas. En la medida en que esto significa
rechazar que exista una cultura privilegiada, superior, desde la cual sea posible llevar a cabo la crítica de
cualesquiera otras culturas, se puede calificar a esta actitud de relativismo cultural.
Sin embargo, esta defensa del relativismo cultural -o, lo mismo formulado a la inversa, esta crítica al etnocentrismo-
no queda suficientemente explicada atendiendo en exclusiva a razones epistemológicas, sino que es también en gran
medida resultado de la aplicación de unos supuestos de carácter filosófico. Un buen ejemplo de lo que estamos
diciendo lo constituye la idea de progreso. Lévi-Strauss discrepa del tópico según el cual sólo tiene sentido hablar de
progreso en relación con nuestra cultura. Es cierto, reconoce, que en ella tienen lugar unos ritmos de
transformación notables, que han demostrado una muy importante capacidad para asimilar todo tipo de
novedades, pero de ahí no se desprende que en sociedades menos aceleradas que la nuestra no haya progreso. Lo
hay, de la misma forma que la historia de la civilización occidental parece frecuentemente, más que un avance, un
retroceso, el de la desintegración y destrucción. Podríamos decir que Lévi-Strauss, consecuente con lo que ha
venido planteando, lo que propone no es rechazar el concepto, sino relativizarlo.
• La «deshumanización de la ciencia»
El concepto de progreso, está profundamente asociado a la idea de hombre -protagonista y motor de aquél-. Lévi-
Strauss, lejos de rehuir esta discusión, la va a plantear abiertamente en el último capítulo de El pensamiento
salvaje. Sostiene allí frente a Sartre, utilizado retóricamente como representante de las filosofías
fenomenológicas y existencialistas, que la pretensión de fundamentar el conocimiento de la sociedad en el
conocimiento de los propios hombres, de basarse en lo que llama «las evidencias del yo», es colocarse en un
camino sin salida. Para conocer la sociedad no hay que partir de los hombres, efecto desde el primer momento
de su medio, sino de la sociedad misma. Lo que a mí me pasa no es generalizable a toda la humanidad: ése es el
gran error del cogito cartesiano. Por eso conduce sin remedio a un psicologismo individual o social.
En este punto del rechazo a la idea de hombre, se puede afirmar sin miedo a la equivocación que Lévi-Strauss es
muy representativo del pensamiento de los filósofos estructuralistas. Para la mayoría de ellos el hombre -se le
entienda como sujeto, como agente o como conciencia- no es una entidad susceptible de afirmación. Ni tiene lugar
ni desarrolla función en estructura alguna. Nuestro autor ha sido rotundo a este respecto en algunas ocasiones. Por
ejemplo, cuando declaró que «las ciencias humanas sólo pueden llegar a ser ciencias dejando de ser humanas», o
cuando escribía en El pensamiento salvaje que «el fin de las ciencias humanas no es el de construir el hombre, sino el
de disolverlo».
3. Michel Foucault
314
Procederemos con Michel Foucault (1926-1984) en forma análoga a como lo hicimos con Sartre, esto es, nos
referiremos únicamente a aquella etapa de su pensamiento en la que defendió posiciones teóricas próximas a las del
resto de estructuralistas. Este período corresponde a lo que la mayoría de estudiosos de la obra de Foucault ha
denominado la «etapa arqueológica» de su pensamiento, que va desde su primer libro, titulado Enfermedad mental
y personalidad, publicado en 1954, hasta Arqueología del saber, aparecido en 1969. En medio se sitúan Historia de
la locura, de 1961; el Nacimiento de la clínica, de 1963, y, sobre todo, el libro con el que irrumpió con escándalo
en 1966 en el panorama filosófico de la época, Las palabras y las cosas.
Se han detallado los títulos de los libros para empezar a mostrar un rasgo característico de Foucault, que de
alguna manera lo emparenta con los otros dos estructuralistas, a saber, el hecho de que su obra no aparece como la
de un filósofo profesional, o filósofo en sentido clásico. Eso no significa que no trabaje con autores de este ámbito
o que no incursione a veces en cuestiones filosóficas, sino que intenta enriquecer su análisis con elementos
procedentes de otros ámbitos. Por ejemplo, en sus primeros textos, con materiales procedentes de la psiquiatría o
de la historia de la medicina.
Otro filósofo francés, Gilíes Deleuze, ha resumido las cuestiones que Foucault se plantea en esta etapa
arqueológica con una sola pregunta: «¿qué puedo saber?». Las preguntas que dibujan su evolución posterior, a la
que no nos referiremos, son: «¿qué puedo hacer?» y «¿quién soy yo?». Debe entenderse que ésa es la pregunta
de fondo, el marco global en el que se inscriben sus investigaciones particulares, el horizonte teórico que se trata de
alcanzar. Pero Foucault, obviamente, no empieza por ahí. El cabo por el que empezará tirando es otra pregunta, de
carácter aparentemente histórico: «¿cuándo surge el hombre del humanismo?».
Lo que ocurre es que una pregunta así no puede ser respondida por un discurso histórico cualquiera. Dicho de
otra manera: para aproximarse a una respuesta aceptable, Foucault se verá obligado a revisar las formas
tradicionales de hacer historia. Así, en su Historia de la locura, intentará empezar a configurar un modo de
hacer historia que aporte auténtico conocimiento. Porque, en su opinión, el discurso historiográfico tradicional
ha servido en el pasado para cumplir una función os-curecedora. Tras el ropaje de las grandes palabras (la
Verdad, el Sentido, etcétera) lo que realmente hacía ese discurso era operar como un espejo en el que
reconocernos, como una forma de ratificar lo que queríamos saber. Buscábamos con su ayuda en el pasado
aquello que nos reafirmaba en el presente, sin preocuparse por las auténticas realidades que en el fondo de dicho
pasado yacían.
Las obras de esta primera etapa de Foucault pueden ser leídas, bajo esta luz, como el esfuerzo por elaborar un
conjunto de precauciones teóricas que le permitan esquivar tal error. Para ello hay que empezar por oponerse,
en general, a cualquier forma de eso que Nietzsche llamaba racionalidad retrospectiva (práctica por la que
proyectamos hacia el pasado los órdenes que ahora tenemos; nos decimos cosas como «desde siempre los
hombres han perseguido...», y aquí ponemos de relieve que nuestros objetivos de ahora están avalados por toda la
tradición), pero luego hay que concretar esa actitud intentando analizar con la máxima precisión las condiciones
que han hecho posible el surgimiento de las ideas que nos proponemos estudiar (en este caso, la de hombre).
Estos matices debieran permitirnos entender correctamente las tesis mantenidas por Foucault en su obra Las
palabras y las cosas, y que tanto revuelo produjeron en su momento. Si la pregunta foucaultiana inicial era
«¿cuándo surge el hombre del humanismo?», entonces ahora se proporcionan algunas respuestas. La muerte del
nombre propugnada en este libro lo es del concepto en cuanto nudo epistémico.
La tesis es merecedora de críticas, sin duda, pero no de cualquiera. La fragilidad del concepto de hombre, como
la de cualquier otro, deriva de su condición histórica. Lo que se afirma es que si las disposiciones básicas del
saber en que la idea de hombre se fundamenta variaran, como varió a fines del XVIII el suelo del pensamiento
clásico, entonces «podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena».
La muerte del hombre que se propugna al final del libro lo es del concepto en cuanto obstáculo para el
conocimiento.
Con Arqueología del saber se cierra la primera etapa del pensamiento de Foucault. Se podría decir que éste es un
libro de metodología -entendiendo aquí por metodología el conjunto organizado de precauciones y estrategias
adecuadas al propósito cognoscitivo declarado- y que, precisamente por eso, es en el que se contienen más elementos
para responder a la pregunta deleuziana, «¿qué puedo saber?». Tal vez, por esa misma ambición, sea el trabajo que me-
jor permite mostrar lo que une y lo que separa a Foucault del estructuralismo. La perspectiva del tiempo transcurrido
hace que los vínculos, aunque sea sólo de los textos foucaultianos de la primera etapa, se hayan ido debilitando con esta
comente. La insistencia en la necesidad de relacionar al hombre con esos órdenes subyacentes (económicos,
antropológicos, psicológicos...) que le preexisten y determinan, sólo simplificando brutalmente las cosas equivale al
315
típico eslogan estructuralista «el hombre no es otra cosa que el resultado de un conjunto de estructuras». La
simplificación por sí sola no sería nada grave si no fuera porque desplaza el asunto hacia un ámbito diferente a aquel
en que lo había planteado Foucault, a saber, la denuncia de los abusos que a lo largo de la historia han padecido los
individuos con la excusa de los discursos humanistas. Tal vez en esta sospecha se sustancie lo mejor de la propuesta
foucaultiana.
4. Jacques Lacan
Jacques Lacan (1901-1980) tampoco es filósofo. Es un psicoanalista de formación freudiana que se propone un
tipo de tarea intelectual análoga a la emprendida por otros estructuralistas como Lévi-Strauss o Althusser.
Como ellos, pretende hallar las estructuras que permitan conferir al psicoanálisis un estatuto científico (o, con
palabras de Althusser, «dar al descubrimiento de Freud conceptos teóricos adecuados»). Empezaremos por
formularle un reproche a esta pretensión. Porque si lo que Lacan propone es una nueva lectura de un clásico, la
pregunta que cabe formularse es: ¿qué hay en esto de estructuralista? En lo que sigue intentaremos desarrollar
esta respuesta: hay sintonía con el estructuralismo por los instrumentos con los que se la plantea y por las
conclusiones que de ella extrae.
El sueño sirve para mostrar en general el funcionamiento del inconsciente, cuyo elemento constitutivo es el
significante. La famosa distinción saussureana entre significado (concepto) y significante (imagen fónica o
acústica) es asumida por Lacan, pero replanteada en una nueva forma. A diferencia de lo que se sostenía en el
Curso de lingüística general, donde aquellos términos eran pensados en correspondencia paralela, como las
dos caras de una misma moneda, en el esquema lacaniano significante y significado no se hallan en el mismo
nivel. En su relación se da un corte o barrera, teniendo el significante autonomía y primacía respecto al significado.
Lo que nos permite pasar a la segunda parte de la pregunta: ¿qué hay de estructuralista en volver a los clásicos? Las
conclusiones que de aquí extrae ya las habíamos anunciado como respuesta. Pues bien, se desprende de lo que
hemos expuesto la imagen del hombre como un ser habitado por el significante, significante cuya lógica es
retórica, siendo fundamental en ella los procesos metafóricos y metonímicos: «el síntoma es una metáfora, queramos o
no decirlo, como el deseo es una metonimia, incluso cuando el hombre se ríe de él». Tanta insistencia en el es
(las cursivas las pone el propio Lacan) debe entenderse en clave polémica. No se trata, como tantos psicoanálisis
blandos han propuesto, de que la tesis de que el hombre en general (y el paciente en particular) se revela en el lenguaje
equivalga a que hay un yo o un sujeto oculto por el lenguaje. Interpretarla así supondría recaer en una concepción
humanista del individuo, expresamente criticada por Freud.
3. El debate de la posmodernidad
1. Los términos del debate
Éste es el único inciso de la parte dedicada a la filosofía contemporánea que no lleva por título ni un autor, ni una
corriente, ni un grupo, sino una discusión. No es por casualidad. Para empezar, eso que se suele llamar
posmodernidad presenta una doble dificultad. Una referida a su objeto y otra referida a sus protagonistas. Por lo
que hace a lo primero, es llamativo que el término posmodernidad no haga referencia a ningún contenido teórico
propio (como lo hacía el estructuralismo, o el existencialismo, por citar un par de casos próximos), sino a su
relación con la filosofía precedente. En todo caso, esa forma de definirse proporciona una primera información
respecto a lo que podemos esperar de esta discusión: una revisión del legado de la modernidad. Es una
información útil porque, como hemos tenido ocasión de ver, esta actitud crítica respecto a la herencia de la
Ilustración constituye un rasgo muy característico de la filosofía del siglo XX.
• De quiénes hablamos
Luego está la dificultad para identificar a quiénes podemos considerar, con todo derecho, protagonistas de este
debate o, lo que es lo mismo, a quiénes podemos definir como posmodernos. No hay unanimidad al respecto.
Habermas, por ejemplo, hace un uso muy amplio del concepto de posmodernidad que abarca a la práctica
totalidad de filósofos franceses posteriores al estructuralismo y a los seguidores de las ideas estéticas de
Nietzsche. Este uso implica incluir entre los posmodernos al mismo Foucault (puesto que hay un Foucault
posarqueológico, esto es, posestructuralista), a Deleuze, a Derrida y a Lyotard, autores que no siempre son
incluidos en este grupo.
Sin duda que Habermas tiene buenas razones para defender su propuesta, pero hay que decir que esta visión no
es la más extendida. Desde el punto de vista publicístico, de los pensadores franceses mencionados el único que
acostumbra a ser considerado como posmoderno sin demasiada discusión es Jean-François Lyotard. Sin entrar
317
todavía en el capítulo de los contenidos, probablemente la asociación sea debida a que el propio autor ha asu-
mido en diversas ocasiones la etiqueta, por ejemplo en el título de algunas obras, como La condición
posmoderna y La posmodernidad explicada a los niños. Junto a él, el otro filósofo cuya adscripción a la
posmodernidad no suele plantear demasiados problemas es el italiano Gianni Vattimo, quien irrumpió en el
escenario de la filosofía europea de principios de los años ochenta con unos planteamientos renovadores. Para
ser un poco precisos, lo que él proponía en aquel momento era el llamado pensamiento débil. Pero la propuesta
no era ajena al debate modernidad/posmodernidad, como lo prueba el hecho de que su libro El fin de la
modernidad se subtitule Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna.
Nos referiremos en lo sucesivo a estos dos autores, pero no tanto con la pretensión de ofrecer una reconstrucción
ordenada y sistemática de su propuesta, como con el objetivo de mostrar, de manera parcial e interesada, los
términos en que plantean el debate entre la posmodernidad y el proyecto ilustrado. Antes de entrar en el detalle del
mismo, será de utilidad formular una advertencia. Probablemente el momento álgido de esta discusión ya haya pa-
sado. Pero sería un error valorar esto como un índice de la caducidad de la misma discusión. Con la
posmodernidad es fácil que termine por ocurrir algo parecido a lo que comentamos que ya ocurrió con el
estructuralismo, esto es, que el rótulo caiga en desuso pero los autores subsumidos en él y los temas que
abordaban continúen concitando interés.
• De qué hablamos
El debate, que viene de atrás, dista ciertamente de estar cerrado. Pasó por un mejor momento cuando se dio la
coincidencia de diversas circunstancias que contribuyeron a dar una imagen profundamente renovadora, casi
alternativa, de los posmodernos. Qué duda cabe que la reivindicación de una filosofía, una política y una sociedad
débiles tiende a generar simpatías en un momento en que la fortaleza en esos ámbitos se identifica con ciencias
duras, aparatos políticos verticales y sociedades rígidamente intolerantes. Pero bien sabemos que estas
constelaciones fácilmente pueden invertir su signo (por ejemplo, en una época reciente algunos intelectuales
saludaban gozosos la aparición de determinados movimientos fundamentalistas, a los que atribuían un valor
positivo en la lucha contra el etnocentrismo imperialista de la cultura occidental). Por tanto, lo mejor será hacer
una relativa abstracción de la mayor o menor actualidad coyuntural de las tesis posmodernas y atender
fundamentalmente a su coherencia teórica.
Hay un punto en el que no parece faltarles razón a los posmodernos. Las sospechas del pasado han mudado en
certezas. Todas aquellas reservas respecto a la bondad y viabilidad del proyecto ilustrado que se fueron planteando
a lo largo del último siglo y medio, hoy son convencimientos negativos. Los posmodernos en este sentido se
inscriben en una tradición crítica prestigiosa. Y lo hacen intentando enriquecerla con los elementos de novedad
necesarios. Efectivamente, los últimos años han traído consigo un número tal y tan importante de
transformaciones en todos los ámbitos de la vida colectiva e individual, que se impone actualizar aquellas
antiguas críticas a la modernidad.
2. Jean-François Lyotard
J.-F. Lyotard, en uno de sus libros más conocidos, el citado La condición pasmoderna, se propone examinar los
cambios que tienen lugar en el saber cuando las sociedades modernas entran en la edad llamada posindustrial.
La obra, pues, podemos decir que es un libro de epistemología, o de sociología de la cultura. Lo que ocurre es
que las conclusiones que se extraen del análisis desbordan los límites de esos dos campos para entrar de lleno en la
especulación filosófica más general.
Lo más importante: el saber ha cambiado de estatuto. La diferencia fundamental respecto a lo que ocurría en
épocas anteriores es que la cuestión de la legitimidad se plantea de otra manera. En las sociedades premodernas la
función legitimadora, es decir, la tarea de proporcionar una cohesión y una unidad imaginaria a la sociedad, era
tarea de discursos de naturaleza mítica y religiosa (las leyendas en las que se narra el nacimiento de una
nación o las narraciones de la religión).
A partir de la modernidad el panorama cambia, y en una dirección que nos concierne directamente, en la medida
en que todavía vivimos en gran parte sumergidos en una atmósfera ideológica moderna. La función
legitimadora le corresponderá en este segundo momento a una determinada idea de razón. Aunque se debe
advertir que esa idea se puede presentar con diferentes aspectos.
318
Los ingenuos discursos rousseaunianos acerca de la liberación de la esclavitud de la ignorancia por medio del
conocimiento responden al mismo mecanismo de fondo que las proclamas marxistas acerca del avance del
proletariado en dirección a una sociedad sin clases, o que las justificaciones neoliberales acerca de la
necesidad de producir el máximo de riqueza que en algún momento se redistribuirá por imprecisos medios.
Todos ellos comparten una misma idea de razón, unitaria y totalizadora.
Pues bien, en las sociedades posmodernas se produce un tipo de transformaciones que hacen que esta idea
de razón ya no pueda ser mantenida por más tiempo. La función legitimadora en el ámbito científico y social o es
abandonada o se produce por otros medios, y ello obliga a reconsiderar aquella noción de racionalidad basada en la
aspiración a la universalidad. La condición posmoderna es, precisamente, un estudio de los cambios que han tenido
lugar en la situación del saber en nuestras sociedades, dedicándole una atención preferente a las variaciones
producidas en la institución universitaria. Analizando el modelo de la universidad alemana decimonónica, señala
hasta qué punto se apoyaba sobre una pretensión ya superada. La pretensión era la de fundir el discurso del
conocimiento y el de la acción, educar ciudadanos aplicados al mismo tiempo en la búsqueda de las auténticas causas
y en la persecución de los adecuados fines.
El fracaso de esta pretensión obedece a diversos motivos. A Lyotard le interesan especialmente los relacionados con la
teoría. Ninguno de los dos discursos ha mostrado la consistencia que se esperaba de ellos. De un lado, no ha habido
manera de señalar cuáles serían esos fines en los que hay completa unanimidad: la crítica nietzscheana a la falta de
fundamento de todo valor ha sido demasiado contundente para hacer como si nada hubiera pasado. Del otro, la ciencia
ya no puede mantener la antigua pretensión de discurso universal. Sus competencias han sido drásticamente
recortadas. Por ejemplo, la ciencia no tiene autoridad para decirnos lo que se debe hacer. Ni siquiera puede pretender
-puesto que la universalidad se ha revelado vana- legitimarse a sí misma. Los criterios científicos no tienen la validez
suficiente para legitimar la propia ciencia.
Que ello es así lo muestra la forma en que hoy en día se habla de la ciencia en nuestra sociedad. Se han ido
abandonando poco a poco los viejos discursos retóricos acerca de cómo la actividad científica contribuye al
desarrollo de la humanidad y similares, para dejar paso a una consideración descarnada sobre el lugar que ocupa
la ciencia para el desarrollo económico. Pero insertarla ahí, convertirla en fuerza productiva o, como información,
en un producto de consumo más, implica abandonarla a la lógica del mercado, aceptar que debe ser juzgada con
los mismos criterios que cualquier otro producto económico, esto es, los criterios de rentabilidad y eficacia. A
los lectores de estas páginas les costará menos que a ninguna otra persona encontrar ejemplos del proceso que
señala Lyotard. La forma en que se ha convertido en normal valorar los conocimientos particulares (los adultos,
tras preguntar al joven ¿tú qué quieres estudiar?, casi siempre le formulan este otro interrogante: ¿y eso para qué
sirve?) muestra bien a las claras el olvido en el que han caído cuestiones como la finalidad o el uso adecuado del
saber.
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históricos de las últimas décadas -finalizando, cómo no, en ese símbolo del fracaso del modelo socialista repre-
sentado por la caída del muro de Berlín- parecen darle la razón.
Lo cual no significa que Lyotard acierte en todo. Él presenta el agotamiento del discurso marxista como un
episodio de la crisis de todos los grandes discursos de legitimación. De ser ello verdad, viviríamos en un mundo
en el que el hueco dejado por los grandes relatos explicativos de la historia lo habría ocupado un complejo práctico
de información multimediática y lenguajes técnicos. Ahora bien, si echamos un vistazo a nuestro alrededor,
comprobamos que los que han desaparecido (o se baten en franca retirada) han sido únicamente los grandes
metarrelatos de emancipación, los que, por así decir, albergaban una promesa de progreso y libertad. Otros
metarrelatos, en cambio, no parecen haber sido afectados por la misma crisis. Podríamos citar como ejemplo
discursos de impronta religiosa, o determinadas concepciones histórico-po-líticas, como la del nacionalismo.
Puestos a buscar qué traducción política tendrían sus posiciones filosóficas, lo más destacable es el paralelismo
entre su énfasis en las fracturas y los fragmentos -muy posmoderno por lo demás en la medida en que se
desprende del rechazo a las visiones totalizadoras- y su compromiso con todo tipo de minorías -sexuales,
políticas, étnicas...-.
En todo caso, y aun representando tan sólo una de las posmodernidades posibles (ahora hablaremos de otra, la
de Vattimo), lo cierto es que Lyotard puede servir en cierto aspecto para mostrar alguna de las dificultades y
callejones sin salida propios del discurso posmoderno. Y es que la crítica de los filósofos posmodernos al
proyecto ilustrado parece haber topado con uno de sus límites mayores. Ya no tienen dudas respecto al panorama
de desastres y excesos debidos a los procesos de modernización, pero no consiguen hacer aflorar una visión
global alternativa a la de la modernidad. Vuelven una y otra vez sobre los aspectos críticos en los que todo el
mundo está de acuerdo (por ejemplo, la capacidad destructora de ciertas aplicaciones del conocimiento
científico), pero sin conseguir hacer de esta constatación una propuesta. Tiende a confinarse en lo que
podríamos llamar una condena moral de la modernidad.
3. Gianni Vattimo
La diferencia fundamental entre Vattimo y el resto de posmodernos consiste básicamente en una diferente forma de
valorar su relación con la modernidad. Él es tan crítico como lo puedan ser aquéllos respecto a la crisis de los
grandes relatos, pero no los acompaña hasta el final en sus conclusiones. Su actitud, podríamos decir simplificando, es
más constructiva, más positiva o, si se prefiere al revés, menos catastrofista que la de, por ejemplo, un Lyotard. La
diferencia tiene que ver con la cuestión teórica a la que se acaba de aludir. Vattimo analiza la modernidad a partir de
Nietzsche y Heidegger, lo que significa en concreto que utiliza como nociones-guía para sus análisis la idea de la
muerte de Dios y la del final de la metafísica. Opera así porque está convencido de que las teorizaciones del período
posmoderno, dispersas y no siempre coherentes, únicamente adquieren rigor y dignidad filosóficas poniéndolas en
relación con aquellas ideas.
Pues bien, lo que en concreto le enseña la concepción heideggeriana de la metafísica es que ésta no es una forma de
pensamiento, una forma de teoría intercambiable o sustituible en cuanto tal por otra, sino un modo de estar en el mundo,
el modo de configurarse el mundo que define la historia de Occidente. En la medida en que la época en la que
habitamos ha dejado de vivir metafísicamente, podemos empezar a intuir qué podría significar un pensamiento no
metafísico. Pero lo que no podemos creer, como le sucede a Lyotard, es que hayamos dejado a la modernidad a
nuestras espaldas. En realidad, la pretensión misma está prisionera de lo que dice criticar. Como han señalado tanto
Nietzsche como Heidegger, la aspiración a una superación crítica del pensamiento precedente es una actitud típica de
la modernidad, en la que encontramos en acto alguno de sus supuestos teóricos más característicos. Como son, por
ejemplo, la idea de historia o el concepto de progreso.
Procede empezar, por tanto, replanteando las cosas desde la raíz. La obsesión posmoderna por la ubicación -por
determinar con exactitud si por fin hemos traspasado los límites de la modernidad y por establecer en qué punto de
la historia nos encontramos- debe ser reconsiderada. Estamos, eso no lo discute Vattimo, en una nueva situación. Una
cierta idea de la historia, de clara inspiración judeo-cristiana (la humanidad en busca de sus metas sería como el pueblo
de Israel en busca de la tierra prometida), ha llegado a su final: no podemos seguir pensando con ella. El problema
se encuentra en la interpretación de este final de la historia, que Vattimo prefiere denominar final de la historicidad.
Hemos entrado en una etapa poshistórica, en una nueva manera de vivir la experiencia de cuyo nuevo discurso
todavía no disponemos. Pero algo cree intuir Vattimo: las nuevas categorías deberán surgir del correcto análisis, de la
profundización, de la crisis actual. La intuición tiene una primera aplicación práctica: el típico empeño posmoderno por
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caracterizar su novedad respecto a lo moderno no sirve. Lo que hay que hacer es poner en cuestión la idea misma de lo
nuevo.
Pero este cuestionamiento no ha de llevarse a cabo discutiendo filológicamente sobre el concepto novedad, sino
diseccionando las situaciones en las que suponemos que hay algo de nuevo. Aplicando este criterio, Vattimo propone
esta formulación aparentemente paradójica:
Creo que no podemos hacer ética y política sin una filosofía de la historia, aunque la única filosofía de la historia que es posible en este
momento es la filosofía que narra la historia del fin de la filosofía de la historia.
No hay aquí juego de palabras, sino una propuesta concreta: hay que analizar la experiencia del final de la historia. O,
planteado como pregunta, ¿hasta qué punto sostener que los metarrelatos han sido invalidados no equivale a proponer
un metarrelato?
La pregunta de Vattimo no persigue desarmar, sino rearmar. Se halla en juego la posibilidad de que la historia del
final de la historia pueda operar como un relato legitimador. Tal vez contándonoslo fuéramos capaces de encontrar
objetivos por los que pelear, criterios con los que elegir y, por tanto, alguna posibilidad de sentido para nuestro obrar.
¿Sería una desgracia que extrajéramos una lección así (o cuanto menos parecida) de lo que nos está ocurriendo? ¿De-
bemos rechazar la aspiración a entender lo que nos pasa, porque eso se parezca a concederle a la historia, acaso por
última vez, el rango de maestra de la vida?
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