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Boabdil, Granada y los Reyes Católicos

Antonio Luis Cortés Peña

Universidad de Granada

Uno de los hechos importantes del reinado de los Reyes Católicos fue la
incorporación del reino de Granada al conjunto de territorios que se integraban en la
Corona de Castilla. Su importancia deriva no sólo del acontecimiento en sí mismo, sino,
además, de las consecuencias de todo orden, interno y externo, que marcarían después la
evolución posterior de la política de la Monarquía.

Esta incorporación, producida tras larga y costosa guerra, resultó traumática, ya que,
en un proceso de progresiva e irreversible aceleración, supuso para los granadinos una
dolorosa ruptura con su pasado. En 1492, Granada iniciaba su entrada en el Occidente
europeo; esto significó la imposición de un nuevo sistema de valores y la estructuración
de su existencia dentro de unas coordenadas bien diferentes a las que habían imperado
en los siglos anteriores.

Fue, por tanto, en esta Granada en vías de cambio y de transformación -del Islam a
la Cristiandad-, la ciudad en la que, a su vez, se iban a manifestar las tensiones y
conflictos que la cultura cristiana estaba conociendo con la transición del Gótico al
Renacimiento o, si se quiere una expresión más amplia, de los tiempos medievales a la
época moderna. La Capilla Real y el Palacio de Carlos V, o el mismo conjunto
catedralicio, pueden servir de símbolo de la presencia de estas dos tendencias que
finalizaría con el triunfo de las nuevas ideas. Y esos mismos monumentos son, sin duda,
también símbolos, tanto en su concepción como en su emplazamiento, del triunfo de la
Cristiandad sobre el Islam, triunfo que llevó consigo la completa imposición de la
primera sobre el segundo y, a medio plazo, condujo a la desaparición de este último de
las tierras peninsulares.

Así pues, los años en los que se inició y se desarrolló el Renacimiento en las tierras
granadinas, no pudieron estar cargados de mayor complejidad, por lo que presentaron
muy peculiares tensiones ausentes de otras áreas de Occidente, lo que le confiere al
estudio y conocimiento de este momento histórico granadino una particular atracción.
Es entonces cuando desempeñaron un papel fundamental sus principales protagonistas,
Boabdil, el Rey Chico, y los Reyes Católicos, Isabel y Fernando.

La guerra de Granada
Con anterioridad a la llegada al poder de los jóvenes monarcas Trastámaras, las
relaciones entre el emirato nazarí y Castilla, aunque no habían dejado de conocer
periodos de paz, estuvieron caracterizadas en múltiples ocasiones por el recurso al
enfrentamiento bélico, la mayoría de las veces con frecuentes expediciones que desde
ambos lados de la frontera hacían muy peligroso el modo de vida para los habitantes de
las comarcas limítrofes; no obstante, los distintos monarcas cristianos no se decidieron a
emprender la conquista definitiva del último bastión islámico de al-Andalus, entre otras
razones, por la inestabilidad política y social de la propia Castilla. El panorama
experimentó un cambio definitivo cuando Fernando e Isabel, tras poner término al
conflicto sucesorio, impusieron la autoridad real entre sus súbditos. En ese momento
una serie de factores, entre los que no faltaron los relacionados con la política exterior,
lanzaron a los Reyes Católicos a la conquista final del reino de Granada, cuya sola
existencia suponía una permanente inquietud y potencial peligro debido a que sus tierras
podían servir de cabeza de puente al nuevo poder expansivo islámico presente en el
Mediterráneo, el que representaba el Imperio otomano.

Aunque hoy día no se acepte por muchos historiadores el concepto de Reconquista,


no hay que olvidar, sin embargo, que fue un concepto cultivado a lo largo de los siglos
medievales por grupos dominantes de la sociedad cristiana peninsular, en particular por
el clero, por lo que a fines del siglo XV se había extendido, con distintos grados de
profundización, entre una mayoría de las capas de la sociedad cristiana. Parece claro
que a esta idea de reconquista se unió la de Cruzada, de rancia tradición en la
Cristiandad occidental y que, tras la caída de Constantinopla y el avance turco, volvía a
estar en la boca de los dirigentes cristianos de la Europa Occidental.

Por otra parte, Isabel y Fernando, preocupados por el afianzamiento de su política de


reconstrucción de la monarquía, debieron ver en la guerra contra el musulmán la
posibilidad de canalizar las energías de la turbulenta nobleza castellana hacia una
empresa que, en virtud de previsibles ganancias materiales, podía frenar las discordias
internas y satisfacer ambiciones de ascenso en aquella sociedad jerarquizada.

Hay que indicar asimismo que en Castilla, de acuerdo con ciertas tendencias
presentes también al otro lado de los Pirineos, se estaban gestando nuevas tendencias
político-ideológicas que propugnaban la unidad de creencias religiosas entre los
súbditos como uno de los instrumentos imprescindibles para construir una nueva
Monarquía, absoluta y centralizada, en la que no era posible la coexistencia con el
Islam, lo que no sólo iba a influir en la contienda bélica, sino, de un modo más claro, en
los acontecimientos inmediatamente posteriores.

La guerra exigió un gran esfuerzo económico, acrecentado por tener que movilizar
en sucesivas campañas un considerable contingente de hombres ante la tenaz resistencia
de los granadinos, quienes, ayudados por la intrincada orografía de su territorio, se
defendieron con inusitado ardor.

Por parte cristiana la organización bélica se efectuó según el sistema tradicional.


Llegaron tropas reales procedentes de una gran parte de los territorios de la Corona de
Castilla, pero el máximo esfuerzo, humano y económico, se exigió a los concejos
andaluces y murcianos; no obstante, las mayores responsabilidades bélicas recayeron
sobre las huestes señoriales andaluzas, mejor entrenadas para la contienda.

A pesar de que las crónicas de la época nos han transmitido que en algunos
momentos los ejércitos cristianos se compusieron de ochenta mil hombres, hay que
tener presente que una mayoría de sus integrantes no eran combatientes propiamente
dichos, sino fuerzas auxiliares dedicadas a la intendencia o a la destrucción de los
territorios asediados. Fue una guerra de corte medieval, con escasas batallas en campo
abierto. Las principales operaciones militares consistían en asedios de ciudades y
fortalezas, que eran conquistadas tras la devastación de los campos cercanos para evitar
su abastecimiento; en caso de no producirse la rendición, se efectuaba el asalto, al que
precedía un bombardeo artillero, uno de cuyos fines principales era lograr la
desmoralización de la población. Este uso sistemático de la artillería fue uno de los
pocos rasgos relativamente modernos, técnicos y tácticos, de la guerra granadina.

Con los recursos de que disponían los monarcas católicos -a pesar de ser muy
superiores a los nazaríes- era imposible la permanente movilización de grandes
contingentes de hombres; de ahí que la guerra tuviera lugar en campañas anuales
iniciadas con la llegada del buen tiempo. Se combatía durante algunos meses en
primavera y verano y luego retornaban a sus hogares. Cada una de estas campañas
supuso un recorte de la reducida superficie (30.000 kms2.) del reino nazarí.

A pesar de tan desesperada situación, los granadinos se hallaban divididos de forma


suicida. Tales eran sus querellas internas, anteriores al estallido de la guerra, que ni
siquiera el inexorable avance cristiano sirvió de aglutinador para ponerles fin.

El sultán Abul-Hasam Alí (el Muley Hacén de los cronistas cristianos) tuvo que
enfrentarse a la insubordinación del poderoso clan de los Abencerrajes; además, otras
circunstancias contribuyeron al descrédito del viejo soberano: su dura fiscalidad, su
pasión senil por la cautiva cristiana Isabel de Solís y su incapacidad para reconquistar
Alhama, caída en el primer empuje de los castellanos. El resultado fue que el sultán,
junto a su hermano Muhammad al-Zagal, tuvo que refugiarse en Málaga, mientras que
el trono granadino pasaba a ser ocupado por su hijo Muhammad XII (Boabdil).

La historia ha colocado a este último emir granadino, Boabdil, el hombre que tuvo
el triste destino de ser el interlocutor que debía acordar la desaparición del reino nazarí,
frente a unos engrandecidos monarcas cristianos, forjadores de una nueva Monarquía
catapultada de inmediato a ser uno de los ejes sobre los que iba a girar el mundo político
de Occidente. El contraste, pues, entre un monarca, soberano de un reino en estado de
agonía, y unos reyes, titulares de una Corona pujante, enaltecidos por una mayoría de
sus súbditos y en plena gloria personal, no podía ser más fuerte.

No obstante, un rasgo común presenta en principio la trayectoria de Boabdil y de los


Reyes Católicos; me refiero al modo accidentado de su llegada al trono, ya que para
ninguno de ellos su entronización estuvo precedida de un camino de rosas. En el caso de
Boabdil, el movimiento insurreccional que lo llevó al trono (comienzos de 1483) estuvo
protagonizado por los partidarios de la sultana abandonada, Fátima, quienes habían
preparado la conspiración aprovechándose del descontento por la pérdida de Alhama.
Todo empezó con la huida de Boabdil de la Alhambra, donde se encontraba vigilado por
su padre, refugiándose en Guadix donde fue proclamado emir, con lo que surgió la
guerra civil; de inmediato, mientras Muley Hacén se replegó hacia Málaga, su hijo se
apoderó de la capital y de buena parte del reino.

En esta situación, Boabdil necesitaba realizar alguna acción prestigiosa que le


avalara ante sus súbditos como el emir que el reino necesitaba; sobre todo después de
que el Zagal, hermano y auténtico hombre fuerte de Muley Hacén, infringiera una
cruenta derrota a lo más granado de la nobleza cristiana en la comarca malagueña de la
Axarquía (20 de marzo de 1483). Le resultaba, pues, imprescindible protagonizar una
victoria militar frente al enemigo cristiano para reforzar su posición política, por lo que
de inmediato encabezó una expedición con la intención de apoderarse de Lucena; sin
embargo, las consecuencias fueron distintas a las deseadas, ya que la campaña acabó en
derrota y el propio Boabdil fue hecho prisionero. Su captura no sólo se convirtió en una
baza política, de la que pudieron disponer los monarcas cristianos, sino que, además,
marcaría de forma casi determinante las futuras actuaciones del Rey Chico, desde
entonces un verdadero títere de su triste destino, en cuya configuración tanta
importancia tuvo la propia debilidad de su carácter.

En efecto, si hasta entonces los cristianos se habían beneficiado de la división


interna granadina, a partir de ahora los reyes, Isabel y Fernando, iban a poder intervenir
de modo directo en la misma, ya que el compromiso al que se llegó suponía la
posibilidad de controlar el futuro del emirato granadino y, como el mismo Fernando
declaró, «poner en división y perdición aquel reino».

Lo esencial del pacto firmado, que acordó la liberación de Boabdil, era un


reconocimiento de la situación existente en el siglo XIII entre Castilla y Granada con los
acuerdos de Fernando III y Alhamar, el fundador del reino nazarí. Los tres puntos
principales del pacto eran los siguientes:

-Reconocimiento de Boabdil como emir del territorio en su poder, en situación


de vasallaje respecto a Castilla.
-Compromiso de pagar un tributo anual de 12.000 doblas.
-Persistencia en la guerra frente a su padre (de hecho contra el Zagal que era
quien verdaderamente controlaba la situación).

La firma por Boabdil del pacto no pudo ser más negativa para su actuación futura,
como bien pronto pudo darse cuenta, ya que a su regreso de la cautividad no encontró
entre los granadinos el apoyo que esperaba; por el contrario, se hizo patente su
desprestigio.

Se instaló en Guadix, la cual sería su capital durante dos años, y pretendió ganarse
adeptos entre quienes estaban cansados de la actividad bélica, sirviéndose como
propaganda de considerarse el único capaz de asegurar una paz honorable con Castilla.
No obstante, entre los musulmanes granadinos se hallaba más extendida la opinión de
que los acuerdos firmados no sólo eran vergonzosos, sino que suponían una traición
contra el reino.

A comienzos de 1485, la situación empeoró para el Rey Chico. Almería cayó en


manos del Zagal; dio muerte a su hermano Yusuf y el mismo Boabdil tuvo que huir y
refugiarse en Córdoba al amparo de los Reyes Católicos para poder salvar su vida; allí
recibió ayuda militar para regresar a la zona nororiental que le seguía siendo fiel. Dentro
de este complejo panorama, el Zagal había terminado por proclamarse emir, por lo que
no dejó de ser considerado en algunos sectores como un usurpador; de ahí que meses
más tarde, ya en la primavera de 1486, se produjera un levantamiento en el Albaicín en
nombre de Boabdil. El hecho dio lugar a uno de los episodios más oscuros y cuyos
móviles nos quedan un tanto desconocidos en la vida de nuestro personaje, ya que en
lugar de acudir a ponerse al frente de la insurrección firmó un acuerdo secreto con su
tío, al que reconoció como señor de Granada, Málaga y Almería, hecho que le permitió
instalarse en Loja con el objeto de defenderla del avance de las armas cristianas. Esto
fue considerado por el Rey Católico como un incumplimiento de sus obligaciones de
vasallaje, por lo que, conquistada Loja (30 de mayo), Boabdil quedó prisionero por
segunda vez.
El monarca nazarí, perdonado por los Reyes Católicos, entró en un nuevo plan del
monarca católico. Según el mismo, en el nuevo acuerdo firmado ya no se le reconocía a
Boabdil el título de emir, aunque se le prometió darle en señorío las tierras del noreste
del reino que teóricamente controlaba, con la obligación de que reanudase la lucha
contra su tío el Zagal. El pacto acrecentaba la influencia de los Reyes Católicos sobre la
situación política del cada vez más empequeñecido reino nazarí.

La fidelidad de los habitantes del Albaicín hacia Boabdil se puso de nuevo de


manifiesto en septiembre de 1486, fecha en la que fue acogido en dicho barrio,
volviendo a ser reconocido como emir; allí consiguió resistir gracias a la ayuda militar
proporcionada por los alcaides cristianos de Íllora y Moclín, por lo que la guerra civil
volvió a estar presente en las calles de la capital granadina, esta vez con la presencia
física de contingentes militares castellanos.

1487 fue un año decisivo para el desarrollo posterior de los acontecimientos. En


primer lugar, porque el fracaso del Zagal en su intento de socorrer al asedio de Vélez
Málaga permitió a Boabdil instalarse de nuevo en la Alhambra; en segundo lugar,
porque la conquista de Málaga hizo que el primero se recluyera en Almería ejerciendo
su dominio sobre una porción del oriente del reino. Todo ello propició un nuevo
acuerdo de los Reyes Católicos con el Rey Chico, claro exponente de cual era a estas
alturas el verdadero poder de este último, pues, al margen de otros aspectos contenidos
en el mismo, aceptaba entregarles Granada a cambio de recibir el señorío sobre Guadix,
el Cenete, Baza, los Vélez, Purchena, Vera, Mojácar, comarca del Andarax y otros
territorios no costeros.

En 1488, el territorio que en realidad controlaba se reducía prácticamente a la ciudad


de Granada y su entorno; el resto estaba ya bajo dominio cristiano o, en menor
extensión, era zona controlada por el Zagal, quien muy pronto sucumbiría ante la
ofensiva de las armas castellanas. Efectivamente, a fines de noviembre de 1489, tras
largo asedio, fue conquistada Baza por el ejército cristiano. Era el principio del fin;
antes de que finalizara el año, tras la firma de una capitulación muy favorable, se
entregaron sin resistencia Almería, Guadix y el Cenete.

Por tanto, parecía llegado el momento de exigir a Boabdil el cumplimiento del pacto
de vasallaje en vigor. Los Reyes Católicos anunciaron el fin de la guerra y prepararon su
entrada solemne en Granada, a la vez que reclamaban la entrega de la ciudad al monarca
nazarí. En el mes de enero de 1490 se iniciaron incluso negociaciones al respecto; sin
embargo, las mismas se interrumpieron de inmediato y se entró, una vez más, en una
situación de enfrentamiento. Se especula con las razones que motivaron la nueva
postura del último emir granadino. Se ha sostenido que la causa principal fue el intento
de los reyes de no respetarle la integridad de los territorios que se le habían prometido
en 1487; otros defienden que la razón última estuvo en la fuerza que tenían en la capital
los partidarios de la resistencia hasta sus últimas consecuencias. No olvidemos que una
constante de su actuación política estuvo en su ambigüedad, adaptándose en cada
momento a la postura que pensaba más favorable a sus intereses personales.

Pero, en definitiva, fuesen cuales fuesen los verdaderos motivos, el hecho es que
Boabdil se inclinó ante la voluntad de éstos últimos resistentes y se dispuso a luchar
hasta el fin. De este modo, a partir de la primavera de 1490 el soberano nazarí, en una
postura reivindicativa -ahora sí- del papel que debía desempeñar ante su linaje y ante su
pueblo, emprendió una serie de expediciones ofensivas para recuperar territorios
perdidos y conseguir un levantamiento de los musulmanes granadinos que ya eran
súbditos de los Reyes Católicos. Pero fue un desesperado canto de cisne, que condujo a
conquistas efímeras, a la cautividad de aquellos pocos mudéjares que se le sumaron y al
agotamiento definitivo de sus recursos humanos y materiales.

Como no se consideraba factible el asalto a las poderosas fortificaciones de la


capital granadina, el ejército cristiano se instaló en la misma Vega, edificando Santa Fe
como cuartel general permanente, con el objeto de preparar un largo cerco de la capital.
El cerco de Granada, bien pronto establecido, mostró de forma bien visible a sus
habitantes, la voluntad de los monarcas castellanos de entrar sin excesiva demora en la
ciudad. Granada, repleta de refugiados, padecía hambre y veía caer a sus principales
jefes militares en las diarias escaramuzas, idealizadas luego por la literatura. Boabdil
hacía tiempo estaba en tratos con los Reyes Católicos, tratos secretos por temor a la
reacción del pueblo granadino. Fruto de esos contactos fue la capitulación, firmada el 25
de noviembre de 1491, y la posterior rendición de la ciudad el 2 de enero de 1492.
Cuatro días más tarde, el monarca musulmán abandonó subrepticiamente la Alhambra y
los Reyes Católicos hicieron su entrada triunfal en la capital granadina.

La desaparición del reino musulmán de Granada fue amplia y gozosamente


celebrada no sólo en toda la Península, sino también en el resto de Europa, que veía con
temor la imparable expansión de los turcos en las tierras del sudeste europeo; se
cantaron tedéums, se compusieron poemas, se programaron actividades festivas y la
mirada se volvió hacia aquella nueva potencia que surgía en occidente en defensa de la
Cristiandad. Renacía la utópica esperanza, nunca extinguida, de reconquistar los Santos
Lugares. Dentro de este contexto, el papa Julio II concedió a Fernando V el título de rey
de Jerusalén; pero el monarca Trastámara tenía unas ambiciones políticas mucho más
pragmáticas que, dejando a un lado quiméricas fantasías, se movían en la consecución
de unos objetivos mucho más realistas y cercanos.

Las capitulaciones
Las capitulaciones habían sido tan generosas, especialmente las últimas, las que
afectaban a la capital granadina, que se puede dudar si los Reyes pensaban cumplirlas
en su integridad o eran una estratagema para conseguir una rápida entrega de la ciudad;
al menos, la benevolencia de los términos de la rendición pueden interpretarse como una
clara muestra de los fervientes deseos de los monarcas cristianos por terminar una
guerra que había costado demasiadas vidas y dinero.

El sultán y los suyos se comprometían a guardar fidelidad a los Reyes Católicos y


éstos, por su parte, se juramentaban a garantizar la seguridad personal y material de
Boabdil, su familia y colaboradores inmediatos, a los que se compensaba con pensiones
generosas y la administración de buena parte de la Alpujarra. Quizás la lectura de
algunos de los puntos de dichas capitulaciones resulte más elocuente para mostrar lo
conseguido por el soberano nazarí tanto para él -sin referirnos a los acuerdos
particulares que también obtuvo-, como para sus súbditos. Helos aquí:
Item es asentado y concordado que sus altezas y sus
descendientes, para siempre jamás dejarán vivir al dicho Rey
Muley Baudili y a los dichos alcaides y alcaldis y sabios y
muftíes -al-faquíes- y alguaciles y caballeros y escuderos y
viejos y buenos hombres y comunidad chicos y grandes,
estar en su ley y no les mandarán quitar sus algimas y
çumaas y almuédanos y torres de los dichos almuédanos para
que llamen a sus açalaes y dejarán y mandarán dejar a los
dichos algimas sus propios y rentas como ahora los tienen y
que sean juzgados por su ley sarracena con consejos de sus
alcaldis según costumbre de los moros y les guardaran y
mandaran guardar sus buenos usos y costumbres.

Item es asentado y acordado que no les tomarán ni mandarán


tomar sus armas y caballos ni otra cosa alguna, ni en tiempo
alguno para siempre jamás, excepto todos los tiros de
pólvora grandes y pequeños que han de dar y entregar luego
a sus altezas.

Item es asentado y acordado que ningún judío no sea


recaudador ni receptor ni tenga mando ni jurisdicción sobre
ellos.

Item es asentado y acordado que a ningún moro o mora non


haga fuerza a que se torne cristiano ni cristiana.

Se permitía asimismo a los granadinos emigrar libremente al otro lado del mar
durante el plazo de tres años, periodo durante el cual podían enajenar sus propiedades.
En caso de que optasen por permanecer en sus tierras, disfrutarían de franquicias
fiscales durante dicho período, transcurrido el cual, volverían a tributar de acuerdo con
el régimen impositivo nazarí. También se acordaba que el derecho islámico sería
seguido en todo pleito entre granadinos musulmanes; en caso de fricción con cristianos,
las partes litigantes deberían someterse a la decisión de jueces mixtos nombrados al
efecto. Incluso, con objeto de facilitar el desarrollo de la vida colectiva, los monarcas se
apresuraron a nombrar una especie de «Ayuntamiento» o «concejo» musulmán
integrado por 21 regidores, de los que dos eran alfaquíes, tres escribanos, un intérprete y
una larga serie de «alamines» que representan a los distintos oficios existentes en la
ciudad.

A pesar de tan generosas concesiones, la mayoría de los integrantes de los sectores


más elevados de la sociedad nazarí emigraron, en parte por no ver muy claro el porvenir
y, sobre todo, al sentirse incómodos en la nueva situación. Este hecho resultaba muy
beneficioso para las pretensiones de los vencedores, quienes facilitaron estas salidas, ya
que así se favorecía la desarticulación de la sociedad musulmana, privándola de sus
minorías dirigentes, algo fundamental en caso de que surgieran protestas ante la
actuación de las nuevas autoridades.
El mismo Boabdil, con gran alivio de los Reyes y de las autoridades cristianas
instaladas en Granada, no permanecería mucho tiempo en su señorío alpujarreño, y así,
en octubre de 1493, tras haber trocado sus posesiones por una fuerte indemnización en
dinero, marchó a Marruecos con más de seis mil seguidores. El que había sido último
emir nazarí, abatido por la marcha al exilio y por la muerte de su esposa, Moraima,
desembarcó en Melilla desde donde se trasladó a Fez, cuyo rey le había dado
previamente permiso para instalarse allí, donde aún vivió hasta el año 1533, siempre
acompañado por la amargura de la pérdida de su reino, que en realidad nunca había sido
completamente suyo, y la contemplación del dramático vivir por el que discurría la vida
de sus antiguos súbditos. La leyenda lo apodó al-Zuguybi, el malhadado, culpando al
destino de todos los desventurados derroteros de su vida y librándole, por ello, de
responsabilidad alguna sobre los mismos. Leyenda, magnificada y divulgada por el
Romanticismo -y que hoy vuelven a resucitar los nostálgicos del pasado andalusí-, que
está en total contradicción con los documentos coetáneos, tanto cristianos como
musulmanes, que nos hablan de él como un monarca débil y con escasa capacidad
política. Su marcha significó la ruptura definitiva con el pasado. Para los granadinos que
permanecieron aquí se inició una dura y difícil etapa de convivencia, cuyo final no pudo
ser más trágico.

Mudéjares y repobladores
La conquista había significado para la mayor parte de los granadinos su paso a la
condición de mudéjares, regulada por los términos contenidos en las capitulaciones. En
general, dichas capitulaciones permitieron mantener la tranquilidad hasta fin de siglo,
pues su letra se cumplió en parte, aunque con la conciencia, entre los vencedores, de que
la conquista no había terminado mientras no se consolidase la implantación castellana.
Por ello no fue extraño que en algunos casos pronto comenzara a alterarse el espíritu de
las mismas; estos incumplimientos, en principio leves, hicieron sin embargo inevitable
el empeoramiento de la situación de los musulmanes, agravada porque desde la misma
Corona comenzaron a ser tratados, dentro de la legalidad, con la peor medida posible.
Mientras que la población musulmana del antiguo reino, primero por la guerra y,
después por la emigración, vio disminuidos sus efectivos de modo considerable, la
entrada de repobladores cristianos fue intensa entre 1485 y 1499: se han calculado entre
treinta y cinco mil a cuarenta mil, con sus familias la inmensa mayoría, que llegaron de
Andalucía y, en menor proporción, de Castilla la Nueva y Murcia.

La Corona procedió, en consecuencia, a numerosos repartos de tierras y otros bienes


raíces y, cuando no era posible debido a lo estipulado en las capitulaciones, apoyó su
compra por los repobladores. En general, se siguieron los métodos de repartimiento que
se habían utilizado durante el siglo XIII en el valle del Guadalquivir y en Murcia. Se
poblaron por completo todas las grandes plazas del interior: Ronda, Alhama, Loja y las
villas de la Vega, Baza, Guadix. Con la excepción del litoral de la Alpujarra, donde
apenas había pequeñas aldeas y alguna fortificación, también las de la zona costera:
Marbella, Málaga, Vélez-Málaga, Almuñécar, Salobreña Almería y Vera fueron los
puntos más destacados. En la capital hubo nuevos avecindamientos de cristianos viejos
gracias a las facilidades existentes para comprar bienes de los musulmanes que optaron
por la emigración; de modo que en 1498 los pobladores cristianos eran ya muchos, y los
musulmanes, tras un acuerdo forzado, se concentraron en el Albaicín, la Antequeruela y
otros arrabales.

La administración municipal, organizada y encabezada por corregidores y


pesquisidores, se basaba en <<regimientos>> reducidos, que, por la primera vez, fueron
de directo nombramiento regio. En los primeros años, lo fundamental fue la presencia
de organizadores, delegados de la Corona: son los mismos repartidores, los
reformadores de repartimientos y, por encima, el eficaz secretario real Hernando de
Zafra, que se afincó en Granada en 1492 y, junto con el Capitán General, el conde de
Tendilla y el arzobispo fray Hernando de Talavera, formaron la cúspide de la nueva
organización castellana del reino.

La actitud de la Iglesia
La Iglesia que se implanta en Granada fue una Iglesia vencedora y triunfante: la
advocación de muchos templos a la Encarnación -uno de los dogmas cristianos más
inasimilables por la mentalidad islámica- muestra bien la firmeza con la que se quería
cimentar el nuevo edificio religioso, al que se veía como restauración de la cristiandad
anterior a la invasión islámica.

Por otro lado, la concesión pontificia de Patronato Real no sólo convirtió a la Iglesia
granadina en modelo de lo que iba a ocurrir después en las Indias, sino que involucró de
modo más profundo y directo a la propia Corona con el proceso de asimilación religiosa
iniciado desde el primer momento de la conquista. La atracción hacia el cristianismo de
los vencidos comenzó sin violencia debido a lo estipulado en las capitulaciones y,
también, a la mansedumbre evangelizadora desplegada por el arzobispo Talavera.

Hacia 1499, cuando volvieron los Reyes Católicos a la ciudad, ya se habían produ-
cido conversiones al cristianismo entre los mudéjares, pero en cantidades poco impor-
tantes, lo que convirtió a Talavera en blanco de críticas severas ante lo escasamente
conseguido con sus métodos de cristianización.

Poco antes de la nueva marcha de los Reyes de Granada, llegó a la corte fray
Hernando Jiménez de Cisneros, ya arzobispo de Toledo, quien se convierte en el adalid
del sector que preconiza unas medidas más duras para conseguir que los musulmanes
granadinos aceptasen el bautismo. Su celo se iba a manifestar de modo especial con los
«elches» o renegados y sus descendientes, tomándose sobre ellos radicales medidas
evangelizadoras, apoyadas en un principio por los monarcas. Si las relaciones entre
vencedores y vencidos habían atravesado hasta entonces tensiones y pruebas difíciles, la
intransigente actuación de Cisneros iba a resultar determinante de la inmediata
insurrección armada de los mudéjares.

Las revueltas de fin de siglo


El 18 de diciembre de 1499 los habitantes del Albaicín se sublevaron, pero la rápida
actuación del conde de Tendilla consiguió controlar la situación en toda la ciudad, lo
que fue seguido -ante la promesa del perdón- por la «conversión» al cristianismo de un
crecido número de musulmanes.

Mientras tanto, la inquietud y los rumores más diversos se propagaron fuera de


Granada y, a principios de año, se levantan los mudéjares de la Alpujarra y sierras de
Almería, los cuales mantendrán en jaque a los cristianos hasta fines del verano de 1500.
Por su parte, el rey Fernando opta por suspender las capitulaciones al entender que éstas
habían sido rotas por los mudéjares al sublevarse, y ofrece a los rebeldes la alternativa
de aceptar el bautismo o sufrir castigos severos.

Para el otoño de 1500 la situación parecía controlada. Pero, en enero del año
siguiente se sublevaron los mudéjares de las sierra de Ronda y Marbella, quienes
obtuvieron una importante victoria sobre las tropas cristianas -marzo de 1501-. Para
estas fechas los Reyes decidieron que ya no quedaba otra opción que la planteada años
antes a los judíos: o los mudéjares, rebeldes o no, aceptaban el bautismo, o se verían
obligados a salir del territorio peninsular. Forzados por las circunstancias, la inmensa
mayoría se inclinó por la conversión.

A cambio de convertirse y la imposición del régimen fiscal castellano, que sustituyó


al nazarí, los cristianos nuevos se vieron libres del castigo por haberse sublevado,
pudiendo conservar los baños públicos, sus vestimentas tradicionales y el uso de la
lengua árabe. Por parte cristiana, se sabía la falsedad de la conversión, pero se pensaba
que era el primer paso para que fuese auténtica en un futuro más o menos próximo.

En la ciudad de Granada la situación se había normalizado en fecha temprana.


Desde el momento en que concluyeron los bautismos masivos ya no había motivo para
mantener la dualidad administrativa hasta entonces vigente en el reino. El propio
régimen municipal granadino se fue completando a lo largo del año 1500 hasta que se
asemejó al de otras grandes ciudades del territorio.

Las autoridades cristianas de Granada iban a intensificar ahora el proceso de


transformación de la ciudad, iniciado en realidad al mismo tiempo que la conquista.
Este proceso iba más allá de modificar la situación religiosa, por importante que ésta
fuese; se trataba de poner en marcha un proyecto de castellanizar la vida de los
granadinos, intentando, incluso, cambiar la propia fisonomía urbana.

La ciudad, aunque atrayente y admirada por sus bellezas, parecía extraña e


inquietante a todos los que llegaban del norte y, por ello, no se iban ahorrar esfuerzos
para transformarla hasta en los menores detalles. Se buscaba la extirpación del Islam del
ambiente granadino, pero esta era una empresa que requería tiempo. Así, aunque en
1501 se planeó un verdadero programa, vasto y ambicioso, casi nada fue construido
hasta el advenimiento de Carlos V, continuándose, en menor medida, en el reinado de
Felipe II. Pero esto ya es otra historia, en la que los principales protagonistas de la
guerra de Granada habían desaparecido: el desdichado Boabdil, bien pronto por su
exilio al norte africano, Isabel debido a su temprana muerte en 1504, mientras que
Fernando, salvo el intermedio propiciado por Felipe el Hermoso, siguió con la
responsabilidad del gobierno en las tierras de la corona castellana hasta su muerte en
enero de 1516, ambos monarcas desplegaron una actividad que sirvió para encauzar la
potencial energía de la sociedad cristiana peninsular hacia un objetivo, la conquista de
Granada, cuya consecución supuso granjearse el respeto y la simpatía de la gran
mayoría de los poderes de la Cristiandad.

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