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Descenso

La potente expulsión del mortero presionando dos minutos antes de lo presupuestado por
un error humano arriba el proyectil elevándose sin que muchos todavía lo percaten
explotando en fuertes chispas rojas que nos toman por sorpresa a las 11:58 de los últimos
días artificiales. Un perro chico exaltado de nervios corriendo con sus tímpanos reventados
por el pasillo queriendo escapar del pánico saltando por el balcón de lo que resultaba ser un
veinteavo piso de edificio de departamentos en un sector lleno de edificios de
departamentos cercanos a la segunda explosión de los fuegos de colores brillantes en la
noche, el perrito, desesperado, por un pasillo extraño que se le hace interminable y cada vez
más encima, sincronizado de miedo escalando hacia afuera de ese departamento en que se
había quedado angustiosamente solo, saltando hacia el vacío, y allí encontrándose con la
brisa que le otorga un sentimiento extraño, como de transe, con sus patitas agitándose como
en el agua pero en el aire, se calma pero se preocupa, por estar yendo hacia abajo sin estar
llegando, y mientras cae lentamente en departamentos vecinos se dan los primeros abrazos,
guiados por los fuegos, una anciana despierta de un salto sentada en el baño donde se había
quedado dormida cagando, con el mismo olor desodorante que había en el hospital en que
había estado tantos años atrapada, por eso la cara de desagrado al entrar que su hija había
interpretado como de estar juzgándola por el lugar en el que estaba viviendo, el pelaje
ondulante con la brisa, aire entrando por la boca abierta del perrito cayendo mientras baila
su lengua entregada, la imagen de estar viendo todas las luces desde la altura, postes
amarillos apuntando hacia abajo en la acera negra y sombría, corroída de cementos y
garrapatas, abrazada por un vagabundo vomitado, anestesiado por una petaca de licor de
manzana que compró con la moneda que le dio un niño asustado, los parpados
entrecerrándose por el aire directo llegando hacia la caída del perro en segundos lentos, que
suceden a más abrazos, y golpes, emocionales, largos tragos de alcohol aturdidores, el
frescor negro y el carraspeo, el llanto y los calzones amarillos, el impacto automovilístico
de un elegante vehículo plomo, manejado por un hombre anciano que sale eyectado del
asiento de piloto atravesando el vidrio e impactándose de boca contra el pavimento que
reparte sus sesos, con una moto roja que salió disparada, de una joven que yacía en el suelo
boca arriba sufriendo los últimos espasmos antes de perder la conciencia para luego
despertar meses más tarde con el descubrimiento de no poder mover sus extremidades, pero
sí de hacer correr lágrimas, mientras las sobrinas que esperan al hombre anciano muerto
lamentándose de su atraso que no le permitirá llegar para el abrazo de año nuevo beben cola
de mono y fuman cigarros baratos escuchando la música que sintonizan en la radio,
programada por el gordo triste de espalda encorvada que se quedó controlando por no saber
donde estar sintiéndose cómodo, comiendo una pizza de abundante queso derretido y trozos
de choricillo entregada hace unos minutos por el motociclista manco de una mediana
franquicia, que pasaba lento y ruidoso por calles iluminadas vistas por el perrito en
descenso por los pisos de departamentos, a la crudeza de la intemperie, sosteniéndose en las
vibraciones del proceso, al ritmo de bailes agendados y calores inesperados aplacados
furiosamente en el traqueteo húmedo de la lengua. La alegría de vivir solo para terminar
cayendo, o algo como eso, en la noche vieja a punto de extinguirse, como las chispas
luminosas de esa explosión en el cielo, de amarillo impresionista desapareciendo, junto con
el aire llenando la cabeza del perro chico, con los ojos abiertos y la incertidumbre eterna de
lo fugaz, y la unión ilusoria de todo en una sola gran mancha condensándose en líneas y
vertientes borrosas del paso de los pisos en el descenso simultáneo al apuñalamiento de un
gato y el orgasmo de una niña triste descubriendo la punta de la mesa, el desajuste en la
mandíbula de un viejo defendiendo a su familia, las botellas reventándose contra el
pavimento, arcadas, brazos que tocan más de lo consentido, movimientos empapados del
sudor perentorio agrietándose por el vaivén del encanto sostenido en los cuerpos brincando
mortecinos y desesperados por querer seguir no viendo la otra cara de sus acciones,
apretando las lágrimas que inconscientes se derraman hasta sin darse cuenta inundarlo todo,
los deslizamientos finales, el vértigo de la imagen próxima que se va ensanchando, ya el
fuego desapareciendo del todo encima de las larvas expectantes por el tercer estallido que
pronto vislumbrará mejillas desilusionadas, hojas, sombras de árboles, postes en
movimiento, luces cambiando de ángulo, colores, respiración, proximidad, y entonces
finalmente el explosivo contacto del perro chico con el piso de cemento, la inmediata
quebrazón y las fracturas penetrantes, la bolsa de carne que se revienta en sangre que
mancha agresiva el aura del cadáver, y las tripas, todo repartidas y los ojos reventados que
yacen sin saber que el año se está despidiendo.

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