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TEMA 44

EL PROCESO DE INDEPENDENCIA DE AMÉRICA LATINA

1– INTRODUCCIÓN.
2– LA CAÍDA DE SEVILLA.
3– LA GUERRA COLONIAL: 1817–1823:
3.1– San Martín y la liberación del sur de América.
3.2. Bolívar y la Campaña del Norte.
3.3. Ecuador y Perú.
3.4. México.
3.5. Independencia de Brasil.
4. CONCLUSIÓN.
5. BIBLIOGRAFÍA

1– Introducción.

El edificio colonial que, a juicio de algunos observadores poco benévolos, había


durado demasiado, entró en crisis a principios del siglo XIX. En 1825 Portugal había
perdido todas sus tierras americanas, y España sólo conservaba Cuba y Puerto Rico. A la
hora de explicar esta realidad, se ha apelado a razones gestadas a partir de la segunda mitad
del XVIII.

Para la América española se han subrayado las consecuencias del pacto colonial:
porque abría nuevas posibilidades a la economía indiana, hacía sentir a las colonias el peso
de una metrópoli que se reserva el papel de intermediario con la nueva Europa industrial: la
lucha colonial tendría así un talante económico, al igual que en el origen de la
Independencia de EE.UU.

Al lado de la reforma económica está la político–administrativa: no se resolvieron


los problemas del gobierno de la América española y portuguesa, en medio de la existencia
de ligas de intereses locales. Sin embargo, la reforma borbónica había asegurado una mejor
administración colonial: para J. H. Parry, paradójicamente en apariencia, ésta era una causa
profunda de su impopularidad, pues los colonos prefieren nadar en aguas revueltas,
obtienen beneficio de la anterior ineficacia administrativa. Pero también es motivo de
disensión el que forman parte de la Administración escasísimos nativos, lo que reforzaba la
idea de una Administración parcial e injusta.

Tanto la enemistad contra los peninsulares favorecidos por la carrera administrativa,


o militar, o religiosa, como la oposición al creciente centralismo Borbón (donde los
inveterados sobornos de los criollos pierden su anterior efectividad), serán elementos de
descontento entre determinadas elites locales.

En todo caso, convendría no exagerar las tensiones que la reforma administrativa

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borbónica creó en las Indias: en todo caso, no existía una oposición tan frontal al español
como para prever un desenlace tan rápido.

Más cuestionable es la incidencia de la renovación ideológica que, junto con la


cultura hispánica en su conjunto, atravesaba la Iberoamérica a lo largo del siglo XVIII.
Pero esa renovación cultural no tenía inicialmente un sesgo político revolucionario. Más
bien se dio durante una muy larga primera etapa en el marco de una escrupulosa fidelidad a
la Corona, que, no debemos olvidarlo, era una de las más fuertes fuerzas renovadoras que
actuaba en Hispanoamérica. La crítica de la economía de la sociedad colonial, la de ciertos
aspectos del marco institucional o jurídico, no implicó una discusión del orden monárquico
o de la unidad imperial. Nos explicamos: la Ilustración de Hispanoamérica estaba lejos,
como la española, de postular una ruptura total con el pasado: en ella sobrevive la tradición
monárquica del siglo anterior, y existe incluso una racionalización de la anterior fe en el
rey como cabeza de ese cuerpo místico que es el reino.

Pero también existían algunos descreídos de esta fe fervorosa a favor del rey
español. En este hecho se ha hallado la explicación para los movimientos sediciosos que
abundan en la segunda mitad del XVIII, y en los que se ven los precedentes de la
independencia. Si bien, esta idea tampoco es enteramente admisible: son protestas locales,
heterogéneas, motivadas por la existencia de burócratas ávidos de enriquecerse abusando
de sus atribuciones: es el caso del alzamiento comunero del Socorro, en Nueva Granada,
con un sentido de protesta local. Más que la presencia de elementos nuevos que anuncian la
crisis, lo que los pone de manifiesto es la persistencia de debilidades estructurales cuyas
consecuencias iban a advertirse cada vez mejor en la etapa de disolución que se avecinaba.

Menos discutibles es la relación entre la revolución de independencia y los signos


de descontento manifestado en círculos estrechos de algunas ciudades de Hispanoamérica
desde finales del siglo XVIII. Antonio Nariño comenzará su carrera de revolucionario
traduciendo la Declaración de los Derechos del Hombre en 1794 en Bogotá, mientras en
Santiago de Chile se descubre una "conspiración de los franceses" en 1790 –¿contagio de
los hechos de la revolución francesa?–, una intentona secesionista y republicana es
descubierta en Brasil en 1789...

Francisco de Miranda, el amigo de Jefferson, antes de fracasar como jefe


revolucionario en su nativa Venezuela, hizo conocer al mundo la existencia de un problema
iberoamericano, incitando a las potencias a recoger las ventajas que la disolución del
imperio español proporcionaría a quienes quisieran apoyarla. Bolívar tiene desde su
juventud muy claro el papel que habría de jugar respecto a Hispanoamérica: no es
irracional ver en estas ideas de juventud un símbolo de las nuevas políticas, pronto
difundidas entre los burócratas más modestos, familiarizados con el nuevo lenguaje
–"fraternidad", "soberanía nacional"...–

Hispanoamérica se interesa crecientemente por los sucesos de la Francia


revolucionaria: en estas condiciones aun los más fieles servidores de la Corona no pueden
dejar de imaginar la posibilidad de que también la corona española, como antes otras,
desaparezca.

En todo caso, ya a finales del XVIII es patente la existencia de una crisis: la guerra
con una Gran Bretaña que domina progresivamente el Atlántico separa progresivamente a
Hispanoamérica y su metrópoli. Hace más difícil mandar allí soldados. Un conjunto de

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medidas económicas se ponen en vigor por orden de Carlos III: apertura del comercio
colonial con las colonias extranjeras y países neutrales, libertad a los colonos para navegar
por las rutas internas del Imperio, etc. Desde la Habana hasta Buenos Aires, todo el frente
atlántico del imperio español aprecia las ventajas y entiende la necesidad de conservarlas
en el futuro: lo que ha sido una situación coyuntural está llamado a instituirse en
permanente... aunque para ello deba desaparecer precisamente el poder que instituye esta
liberalización provisional. El comercio de Buenos Aires se movió por entonces entre
Hamburgo, Baltimore y Estambul. De allí se sentó una conciencia más viva de la
divergencia con España: se ampliaron los horizontes, y con ellos el sueño de la
independencia, la sensación de valerse por sí mismos.

Esta transformación es paulatina: pues sólo la batalla de Trafalgar en 1805 da el


golpe de gracia a las comunicaciones atlánticas. Además, si la nueva situación enriquece a
los mercaderes–especuladores, no sucede lo mismo con el conjunto de la economía
colonial: en ese Buenos Aires que durante un tiempo se siente en el centro del mundo, se
alían los cueros sin vender; se interrumpe la exportación de vacuno argentino, suben los
precios de muchos productos de alimentación. Pero también esta crisis económica hará
reflexionar a los iberoamericanos sobre la necesidad de romper esa anterior dependencia
(o, si se prefiere, integración) respecto a la economía metropolitana: se reclama libertad
económica, mientras la metrópoli va quedando aislada por el mar.

Entre 1795 y 1810 se han ido perdiendo los resultados de esa lenta reconquista de
un imperio colonial que había sido una de las hazañas de la España borbónica. Por otra
parte, la Europa de las guerras napoleónicas no está tampoco dispuesta a asistir a una
marginalización de las Indias: se intensifica el contrabando.
Los hechos se precipitarán, con todo, de forma poco previsible: en 1806, en el
marco de la guerra europea, el dominio español en las Indias recibe su primer golpe grave;
en 1810, ante lo que parece ser la ruina inminente de la metrópoli, la revolución se extiende
desde México a Buenos Aires.

En 1806 la capital del virreinato del Río de la Plata es conquistada por sorpresa por
una fuerza británica; la guarnición local fracasa en una breve tentativa de defensa. Los
conquistadores capturan un rico botín de metálico, y asisten asombrados a la proliferación
de adhesiones internacionales. Los funcionarios juran fidelidad a las nuevas autoridades, y
hasta los frailes bendicen el origen divino del nuevo poder. Las conspiraciones, sin
embargo, se suceden, y un oficial naval francés al servicio del rey de España conquista
Buenos Aires con las tropas que ha organizado en Montevideo. Al año siguiente, una
expedición británica más numerosa conquista Montevideo, pero fracasa en Buenos Aires,
donde se han formado milicias de peninsulares y americanos. El virrey huirá, e
interinamente es sustituido por el jefe francés de la reconquista, Liniers, lo que significa
que la legitimidad no se ha roto: pero son las milicias las que hacen su ley, y la Audiencia
debe inclinarse a su voluntad.

Es un anticipo de lo que sucederá más adelante. Pero la guerra de Independencia


española es parte de un conflicto mundial sin el cual no hubiera sido posible la escisión de
Hispanoamérica: se crea mediante ella una imagen de las relaciones entre Francia
(dominadora) y España (por entonces "colonia" gala, asentado José Bonaparte como rey)
análoga a la de las que rigen entre España e Hispanoamérica. Pero la guerra significa
también que España (representada por las Cortes de Cádiz) tiene menos recursos para
influir en sus Indias. En ellas estallan las tensiones acumuladas, las elites españolas y

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criollas desconfían mutuamente: las primeras sospechan del afrancesamiento criollo,
mientras las segundas piensan (también en falso) que los españoles planean una
Hispanoamérica integrada bajo soberanía francesa en la que ellas sigan ostentando su papel
privilegiado.

En México reaccionan ante la inclinación del virrey Iturrigaray a apoyarse en el


cabildo de la capital, predominantemente criollo, para organizar su colaboración una junta
de gobierno que gobernase en nombre de Fernando VII. En un golpe de mano, los
peninsulares capturan y reemplazan al virrey. Algo similar sucede en Argentina con
Liniers, y en otros muchos lugares. Pero esos movimientos criollos se habían mantenido en
los límites –cada vez más imprecisos– de la legalidad: así, por ejemplo, parte de los
cuerpos administrativos se involucran de una u otra forma en esta toma encubierta de
poder, dando supuestamente legitimidad a los movimientos. Pero en 1809 algunos
movimientos avanzan hasta la rebelión abierta: sucede en el Alto Perú, donde el presidente
Pizarro había sido ganado para su causa por la infanta Carlota Joaquina, hermana de
Fernando VII, que había intentado promocionarse como alternativa al vacío de poder.
También los mestizos de La Paz se sublevan. Ambas protestas son sofocadas por los
virreyes de Lima y Buenos Aires, que envían tropas.

También en Quito el intendente fue depuesto en 1809, por una conspiración de


aristócratas criollos, que también son derrotados por el virrey de Nueva Granada al año
siguiente.

Existe una crisis de las anteriores autoridades, que en ocasiones optan por admitir
los influjos de los criollos, conscientes de la ruina del anterior marco administrativo. Ni la
veneración del rey cautivo, ni la fe en un nuevo orden español que surgía –desde Cádiz
parecen dispuestos a revisar el papel de las colonias–, aminoraban las tensiones.

2– La caída de Sevilla.

En 1810 España sólo conserva el territorio leal a Cádiz y alguna isla de su bahía, así
como el reino de Valencia, dentro del cual Alicante nunca fue ocupada. La Junta Suprema
sevillana, depositaria de la soberanía, era disuelta sangrientamente por el pueblo en su
búsqueda de responsables del desastre, y el cuerpo que surge en Cádiz para reemplazarla se
ha designado a sí mismo: es un titular discutible de la soberanía.

Esto proporciona a Hispanoamérica una excusa para definirse nuevamente en


cuanto a sus adhesiones: si en 1808 una oleada de patriotismo y lealtad dinástica recorre el
continente, dos años de experiencia con el trono vacante han cambiado esa adhesión. La
caída de Sevilla es seguida por una revolución colonial generalizada, pacífica y que se
quiere apoyar en la legitimidad. Sin duda hay razones para que un ideario independentista
maduro prefiriese ocultarse que mostrarse, por lo que se presentan externamente como
depositarios de la legitimidad, herederos del poder que ahora en España se desmorona (a
imagen de los representantes de Cádiz): pero también es cierto que los revolucionarios no
se sienten en verdad rebeldes, por lo que no se trata sin más de camuflar su "ilegitimidad"
bajo un discurso que convenciera, por ejemplo, a los ingleses.

Más que las ideas políticas de la antigua España, son sus instituciones jurídicas las
que convocan en su apoyo a unos insurgentes que no quieren serlo. Por tanto, no se trata de
una pugna entre partidarios del Antiguo Régimen e independentistas, sino que entre éstos

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también abundan las anteriores autoridades locales, elites y en general partidarios de esa
sociedad vigente hasta entonces.

Las revoluciones que se dan sin violencia tienen su centro en los Cabildos: esta
institución, que representan tan escasamente a las ciudades, tiene por lo menos la ventaja
de no ser delegada de la autoridad central que se derrumba. Por otra parte, los Cabildos
Abiertos –reunión de notables convocada por las autoridades municipales en las
emergencias más graves– augura en todos los casos (incluso en Buenos Aires, donde son
más numerosos los peninsulares) la supremacía de los criollos. Son los cabildos abiertos
los que establecen las juntas de gobierno que reemplazan a los gobernantes designados
desde la metrópoli: en abril de 1810 en Caracas, en mayo en Buenos Aires, en julio en
Bogotá, en septiembre en Santiago de Chile. Los virreyes (en Buenos Aires), capitanes
generales (Caracas) y otras autoridades peninsulares han entregado sin resistencia su
renuncia, lo que es suficiente para que los insurrectos "exhiban" su "probada" legitimidad,
gracias a la cual los criollos altoperuanos se sienten más identificados con la causa del rey,
y la movilización política de los indios no parece de momento fácil de lograr.

En julio de 1811 las fuerzas del virrey del Perú vencen a las de Buenos Aires,
mientras el Alto Perú queda perdido para la causa revolucionaria: el límite de la revolución
quedará así fijado en la separación entre las audiencias de Buenos Aires y Charcas.

Poco a poco los insurrectos del Alto Perú buscan el apoyo de los sectores que la
sociedad colonial colocaba más abajo: indios, clases menos pudientes... En cambio, la clase
revolucionaria de Buenos Aires se mostrará más aislada.

En Montevideo iba a darse un alzamiento encabezado por José Artigas, que pronto
aspirará a romper las anteriores barreras fronterizas impuestas por España. Pero el
movimiento de Artigas no contará con el apoyo de los revolucionarios de Buenos Aires,
que finalmente formarán gobierno. En todo caso, se trata de una muestra de cómo los
propios revolucionarios argentinos no conciben la independencia unida a fines sociales,
sino que persiguen mantener casi invariable las bases del esquema social de fondo.

En 1815, tras la larga cadena de estallidos revolucionarios, como vemos


heterogéneos, sólo quedaba en revolución la mitad sur del virreinato de la Plata. Su
situación era comprometida porque ya la lucha había dejado de ser una guerra civil
americana: la metrópoli, devuelta a su legítimo soberano, comenzaba a enviar hombres y
recursos a quienes durante más de 4 años habían sabido defender con tanto éxito y con sólo
recursos locales el poder de España. Las cosas iban a ocurrir, como es sabido, de otra
manera: la razón de este vuelco suele encontrarse en la política extremadamente severa que
emplearán las autoridades españolas tras su vuelta. Sólo la violencia española, según Tulio
Halperin, impidió que las cosas volvieran (citamos a Fernando VIII) "a su antiguo modo de
ser": no es difícil constatar que buena parte de los revolucionarios se encontraban cansados
de una guerra que había terminado por ser un conflicto civil (borrándose los límites del
enfrentamiento entre independentistas y españolistas, al final del mismo). E, insistimos, no
todos los revolucionarios estaban en contra de los "blandos encantos del antiguo régimen,
mejor apreciados, luego de cuatro años de guerra", según el citado autor.

Guerra civil, entonces, que había calado en reivindicaciones sociales, y por tanto en
la que muchos nativos de clases menos pudientes no se implican o lo hacen sin una
conciencia clara de los motivos. Pero esto no significa que la guerra civil fuera estéril,

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desde el unto de vista del proceso de independencia. Por desagradable que hubiera sido,
supone un campo de pruebas para la posterior acción antiespañola, y una toma de
conciencia de la existencia de un "problema". Sería jugar a futuribles (algo vedado al
historiador) intentar deducir qué hubiera pasado si la represión hispana no hubiera sido tan
contundente: pero no parece ilógico pensar que una política menos vengativa de los
realistas también hubiera encontrado difícil restablecer un orden estable frente a los sin
duda escasos pero irreductibles partidarios de la revolución.

Por otro lado, el afán revanchista hunde también sus raíces en los sucesos de las
generalizadas revoluciones y guerras civiles: a las elites españolas en Buenos Aires, una
vez triunfen los revolucionarios, no les estaba permitido comerciar, andar a caballo,
celebrar reuniones y un largo etcétera. Cuando retornen al poder, lo hacen con la idea fija
de evitar que en el futuro aquella humillación pueda ser repetida, con una encendida alarma
social.

La revolución no había cambiado menos a las zonas realistas que a las


revolucionarias: en unas y otras sus efectos habían sido semejantes: sólo en Venezuela y en
áreas marginales del Río de la Plata se produjo una vasta movilización popular, capaz de
desbordar el marco institucional preexistente; y allí donde la disciplina social había
supuesto una amenaza para las clases dominantes realistas o insurrectas, había surgido el
temor a que la guerra se transformase en un caos de pobres contra ricos, lo que había
puesto límites a las aspiraciones de los revolucionarios. Pero hasta los más prudentes
realistas se ven obligados a asumir la necesidad de ciertos cambios: sin ir más lejos, se
habían visto obligados a armar a un número muy elevado de ciudadanos, en el que las
clases altas sólo están presentes entre los oficiales, y los soldados se reclutan entre la plebe
y las castas: es, pues, preciso, tener contentos a los nuevos soldados, abrir el ejército (y con
él la sociedad) incluso hasta los indígenas menos ricos, asistir al ascenso al generalato de
mestizos como Castilla, Santa Cruz, etc. La riqueza anterior ha quedado además mermada
por la guerra, y son frecuentes los casos de sacrificios de patrimonios personales en el
ínterin de la guerra para apoyar a realistas o insurrectos. Pero además, la economía durante
la guerra ha alcanzado la ansiada pero dudosa bendición de la libertad de comercio: dudosa
por cuanto supone la entrada "a saco" de comerciantes ingleses en Hispanoamérica.
Comienza la ruina de las artesanías de muchas regiones.
La guerra colonial va a ser así una continuación de la guerra civil anterior, pero con
un nuevo carácter: aunque luego del envío de tropas de la metrópoli a Perú y Venezuela los
auxilios vuelven a ser escasos, de todos modos la metrópoli aparece dirigiendo los
esfuerzos de supresión total del movimiento revolucionario, y la transformación de la
guerra civil en guerra colonial no deja de causar tensiones a los realistas: oficiales criollos
y metropolitanos estarían pronto divididos por fuertes tensiones. Frente a la causa realista,
que parecía poder contar a partir de ahora con el sostén continuo de la metrópoli, la
revolución no va a consistir en focos aislados, y se iba a acabar con el zigzagueo entre
revolución y episodios de paz para evitar que ésta tomara un carácter de lucha social: frente
a los anteriores episodios armados periódicos, la nueva será una guerra en toda regla.

Nos cuestionaremos, por último, los motivos por los que cuando los revolucionarios
tenían al borde de la extinción a las tropas realistas (vacío de poder, ausencia de apoyo
material y humano, crisis en la moral de los mandos y autoridades, fragmentación del
poder e inconexión de esfuerzos bélicos, etc.) no triunfan y, sin embargo, cuando la
metrópoli parece recuperada, sí se logra un triunfo bélico en toda regla. La historiografía
tradicional se ciñe a las gloriosas gestas de los semidivinos fundadores, como Bolívar,

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rechazando hablar de las condiciones materiales de la guerra. Sin quitar un ápice de
importancia a su innegable contribución (certeza estratégica, carisma bélico, etc.), hemos
de situar también la nueva situación tras el Congreso de Viena en Europa. El gobierno
británico, que había mantenido una cuidadosa ambigüedad respecto a la "legitimidad"
española en Hispanoamérica, en la práctica ahora que no existe el peligro revolucionario
según el modelo francés va a cerrar los ojos ante la provisión de voluntarios, armas y
provisiones para los insurrectos. También en EE.U., teóricamente neutral, resultará más
fácil comprar armas para los revolucionarios: podemos hablar de una apertura internacional
clandestina a su favor.

Las victorias iniciales realistas de 1814–15 parecían el principio de una


intervención creciente de la fuerza militar metropolitana en América. Pero no fue así: la
restauración absolutista española enfrentaba demasiados problemas internos para poder
consagrar un esfuerzo constante al sometimiento de las colonias aún sublevadas; tenía,
además, que contar con la presencia de fuertes tendencias liberales en el ejército que se
desplaza desde la Península. Además el Erario público está agotado tras la guerra. Por
último, los gobernantes de España muestran una enorme torpeza al pretender pasar sin más
la anterior página histórica, y restituir el viejo orden (al revés que muchos de los
funcionarios en las colonias, que percibían la necesidad de una adaptación).

La revolución liberal, tras el alzamiento de Riego, suponía una situación nueva. No


podemos pensar (como a veces alegremente se ha hecho) que los liberales estaban
dispuestos a liquidar alegremente los dominios ultramarinos: por el contrario, mostraron
una tendencia a renovar solamente los medios, manteniendo los objetivos de la España del
antiguo régimen, que ya habían irritado a tantos americanos en la política de las Cortes de
Cádiz. Es decir, pretenden salvar lo salvable, reconociendo la independencia de las tierras
que se habían revelado inconquistables, o bien crear vínculos de naturaleza distinta a la
anterior entre Hispanoamérica y España, como un conjunto de reinos ligados por una unión
dinástica, proyectos razonables desde el punto de vista peninsular pero inadmisibles desde
América. Los revolucionarios mostraron siempre gran prevención frente a los liberales.

La restauración absolutista de 1823 llegaba demasiado tarde para influir en los


nuevos equilibrios locales que preparan el desenlace de la guerra de Independencia. Pero la
restauración de Fernando VII había sido auxiliada por la Francia de los Cien Mil Hijos de
San Luís, y Gran Bretaña no iba a consentir otra victoria diplomático–militar de los galos
en Hispanoamérica, por lo que cada vez se inclinan los británico más a apoyar a los
insurrectos. Tampoco EE.U, que se hace en 1822 con la Florida española por compra,
tendrá escrúpulos ya con la España fernandina: la doctrina Monroe, declarada en 1823,
manifiesta la hostilidad norteamericana contra la empresa de reconquista española.

3– La guerra colonial: 1817–1823.

La guerra de independencia ya había avanzado en 1823 muy cerca de su final


exitoso: sólo el Alto Perú, la sierra bajoperuana y algunos rincones insulares del sur de
Chile siguen adictos al rey. El avance había sido obra de San Martín y Bolívar, el primero
partiendo desde las provincias del Río de la Plata y el segundo sin partir inicialmente de
ninguna base.

3.1– SAN MARTÍN Y LA LIBERACIÓN DEL SUR DE AMÉRICA.

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José San Martín, hijo de un funcionario español y una criolla había comenzado una
de esas carreras militares que en el Antiguo Régimen eran preferidas por tantos hijos de
familias distinguidas y sin fortuna. Trasladado a la metrópoli desde niño, su formación
provisional se vio enriquecida por la experiencia de la guerra de Independencia española.
En 1812, por vía de Londres, regresó a Buenos Aires, con otros militares españoles de
origen americano: reconocido como coronel y casado con la hija de una de las casas más
ricas de la aristocracia patriota, organizó el cuerpo de Granaderos a Caballo, una especie de
cuerpo de elite. En 1813 protagoniza una primera victoria contra una incursión fluvial de
los realistas contra San Lorenzo (costa del Paramá), al año derrota a un efímero comando;
por fin, su protagonismo se incrementa cuando decide atacar la fortaleza realista de Perú a
través de Chile y el mar, hasta Lima, dado que la ciudad se mostraba inaccesible por tierra
(dada la abrupta orografía altoperuana) San Martín contó con el apoyo del sector chileno
que apoyaba a O'Higgins: el argentino y el chileno estaban ambos marcados por el sello de
la escuela de honrada seriedad del ejército de la España resurgente del setecientos: ambos
sienten animadversión por las personas que pretenden una carrera militar fulgurante
apoyándose en las nuevas circunstancias, y San Martín no trató de integrar a ese linaje de
díscolos aristócratas amigos de la plebe entre sus apoyos chilenos.

También contará con el apoyo del gobierno de Buenos Aires. Este había resurgido
de las crisis de 1815, cuyas dimensiones la elite criolla de Buenos Aires supo apreciar con
lucidez. Un nuevo director supremo del Congreso celebrado en 1816 –Pueyrredón, de
ideario masón–– iba a mantener unidas a las más de las tierras rioplatenses durante tres
años. Se trató de un gobierno centralista e incluso conservador (si los diputados se
llamaban entre sí en 1813 "ciudadanos", ahora preferirán el nombre de "señores"), en el
que no faltaron proyectos monárquicos que contaba, además, con la adhesión de los jefes
militares, y tenía por objeto último alcanzar la reconciliación con la Europa de la
Restauración.

En el fondo, el debilitamiento comercial surgido por el avance mercantil británico,


había impuesto unos fines políticos más pragmatistas y conservadores.

El régimen de Pueyrredón seguía teniendo un flanco débil: la irreconciliable


disidencia de las tropas de Artigas en el litoral, que llevaron a San Martín a permitir un
avance portugués sobre la Banda Oriental que desde 1816 mantuvo a Artigas absorbido por
la defensa de su tierra. Pero lo que estaba llamado a ser un gran estado unitario rioplatense,
sobre el que se proyecta una constitución mezcla de preceptos republicanos y monárquicos,
se descompondrá ante los intentos separatistas de los partidarios de Artigas. San Martín se
negará a solucionar el problema trayendo tropas de Chile, ya liberado, y el ejército del
norte se rebeló en camino hacia Buenos Aires. Fue el punto de partida de la disolución del
Estado central, que finalmente se certifica cuando los caudillos de Santa Fe y Entre Ríos,
secuaces pero cada vez más independientes de Artigas, se abran camino hacia Buenos
Aires.

Pero la ayuda de las provincias del Río de la Plata, en su conjunto, no fue en la


empresa chilena de San Martín más importante que la que él logró extraer de provincia de
Cuyo, por él gobernada y orientada por entero económicamente hacia la preparación del
ejército.

A comienzos del 1817 éste podía comenzar el avance a través de la cordillera, hacia
Chile, con 3.000 hombres, que vencerán en Chacabuco, llegando tras algunas derrotas a

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Santiago, donde O'Higgins será nombrado director de la república. La nueva república
deberá enfrentar la pesada herencia de disidencias legada por España, e iba a estar marcada
por el autoritarismo de su máximo dirigente. Por otra parte, para lograr una mayor
cohesión, era preciso eliminar al héroe guerrillero de la liberación de Chile, Manuel
Rodríguez, uno de tantos militares arribistas (como Carreras), por medio de prisiones,
confiscaciones, procesos inacabables, etc.

La reconquista de Chile debía ser el primer paso en el avance hacia Lima. Este era
aún más difícil que la etapa anterior. Debía crearse una marina de guerra, que se logrará a
partir de una flotilla de presas conquistadas, y mandadas por un gran aventurero, lord
Cocharen, que la dirigió primero en expediciones de saqueo y destrucción sobre el litoral
peruano; en agosto de 1820 partía para liberar Perú, con algo más de 4.000 soldados,
insuficientes para vencer a los más de 20.000 del rey.

San Martín utilizó a su fuerza como elemento de disolución del ya sacudido orden
realista en el Perú: contaba con las molestias crecientes de una guerra demasiado cercana y
con las derivadas del bloqueo, para sacudir la lealtad monárquica de los grandes señores
criollos de la costa; luego de que los desesperados realistas habían abierto ese camino,
estaba dispuesto también él a emplear el siempre disponible descontento indio de la sierra:
también por esa vía la aristocracia peruana habría de ser ganada a la causa patriota, en la
medida en que vería en su triunfo el atajo hacia la paz que necesitaría para poner término a
la agitación indígena fomentada por ambos bandos.

Primero desembarcó en Prisco, a lo que siguió un levantamiento espontáneo en


Guayaquil, otro en Trujillo y casi todo el norte peruano, en contra del intendente de la
región, el marqués de Torre Tagle.

San Martín y La Serna, general en jefe realista, acordarán la creación de un Perú


independiente y monárquico, a lo que se opondrán finalmente las tropas realistas. Pero en
julio de 1821 ese ejército, debilitado, apenas puede oponerse a la entrada de los
revolucionarios en la capital de Perú, cerrándose un Perú independiente con San Martín
como protector.

El nuevo estado peruano iba a ser el más conservador de todos los formados en el
clima hostil al radicalismo político que dominaba desde 1815: era preciso contar con
apoyos de la aristocracia limeña: pues la aportación militar era insuficiente, y en 1822 no
se había dominado por completo el Sur, debiendo finalmente recurrir a la ayuda externa,
que prestará Bolívar.

3.2– BOLÍVAR Y LA CAMPAÑA DEL NORTE.

Bolívar para entonces ya había realizado lo esencial de su empresa libertadora. Esta


había recomendado en condiciones aún más desventajosas que las encontradas por San
Martín: en 1817 no tenía Bolívar ningún apoyo en Hispanoamérica. Tras su fracaso intento
de 1816, se había refugiado en Haití, contando con escasas simpatías.

Su pensamiento político, tras su largo periplo europeo y conocimiento en persona


del gobierno napoleónico, de las crisis sociales y políticas de aquellos convulsos años en
Europa, estaba muy definido: era un acérrimo republicano, pero pensando siempre en una
república autoritaria, guiada por la virtud y no por la arbitrariedad: una especie, pues, de

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conciencia revolucionariamente virtuosa de la libertad de la nueva Hispanoamérica.

Tal vez, como le será reprochado, su revolución no era entonces liberal. Pero el
autoritario reino de la virtud proyectado por Bolívar nunca será realizable.

Será, por otra parte, erróneo ver en esta diferencia entre la revolución del Norte y
las del Sur tan sólo una consecuencia de la personalidad del libertador norteño. El
liberalismo al que se oponía el autoritarismo boliviano está caracterizado por la fe en un
ideal de gobierno fuertemente impersonal, corporeizado en una elite de funcionarios, fe en
el orden legal que si primero es desobedecido pronto es reclamado. Por eso, era preciso
romper pronto con los mantuanos de Caracas.

Por más que Bolívar iba a extender su dominio desde Colombia hasta Guayaquil, y
su hegemonía hasta Potosí, su primera y más segura base de poder estaba en su Venezuela,
en sus jefes guerrilleros transformados en generales.

En 1817 ya era Bolívar un veterano de la revolución, que había roto con su grupo
de aristócratas capitalinos –que habían sido tan tímidos revolucionarios– y había mostrado
cómo podía encontrar apoyos entre los agricultores y pastores de los Andes; ahora volverá
a encontrarlos en las poblaciones costeras de color de Cumaná y Margarita, o entre los
llaneros.

La clave de la victoria iba a estar en su alianza con Páez, el nuevo jefe guerrillero
que había surgido en los Llanos, esta vez con bandera patriota. Con sus hombres, los 3.000
que Bolívar trae consigo, se formó la fuerza militar que llegaría al Alto Perú.

La alianza con Páez significó una penetración más intensa en el interior


venezolano, pero provocó la ruptura con los caudillos revolucionarios del este costero: pese
a conquistar Caracas, el litoral había pasado para Bolívar a un segundo plano, y cuando la
resistencia de Morillo le cerró el acceso a la capital retornó al interior llanero.

Desde allí iba a cruzar los Andes con cerca de tres mil hombres: azaña que dará
paso a la victoria de Boyacá, que abrió el camino de Bogotá y de todo el norte y centro de
Nueva Granada excepto Panamá. Así comenzaba a tomar forma la república de Colombia,
que debía abarcar todos los territorios que integraban el virreinato de Nueva Granada.

El Congreso de Angostura le dio sus primeras instituciones provisionales, a


principios de 1819, mientras nacía en la mente de Bolívar la gran nación americana, que
debía abarcar el norte de América del Sur y dirigir el resto mediante un sistema de alianzas.
Angosturas parecía crear un estado federal: se acuerda que cada una de las regiones
parcialmente liberadas –Nueva Granada y Venezuela– debían tener un vicepresidente, que
tendría a su cargo las tareas administrativas, mientras el Libertador presidente proseguía la
guerra.

Ésta se desarrolló primero en Venezuela, donde retomaba por ambos bandos su


carácter de lucha irregular; los mayores esfuerzos de Bolívar debieron encaminarse a
mantener la cohesión de las fuerzas patriotas. En 1821 conquistó una Caracas semidesierta,
mientras Quito era liberado por su lugarteniente Sucre.

Bolívar también anulará la resistencia realista en Pasto, nudo montañés cuya

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población había sido ganada al realismo por la vehemente predicación de su obispo y las
depredaciones de las tropas revolucionarias.

Colombia quedaba libre de amenazas, y Bolívar libre para actuar en Perú. Mientras,
el Congreso de Cúcuta de 1821 sentaba una organización mucho más centralista que la de
Angostura: Venezuela, Nueva Granada y Quito perdían su individualidad.

El nuevo orden, muy dependiente de Venezuela y de su vicepresidente Santander,


intentó remontar la tradición de moderado reformismo administrativo, obsesionado como
estaba con evitar esa revolución que había llegado a Haití a la hegemonía negra.
Finalmente un golpe de estado unirá a los inquietos militares venezolanos y a la oposición
conservadora neogranadina.

3.3– ECUADOR Y PERÚ.

Zonas enteras de la república estaban sometidas no a la administración civil de


Bogotá, sino a la militar ejercida directamente por Bolívar. Era el caso del sur de Nueva
Granada y toda la antigua presidencia de Quito declaradas zona de guerra aun cuando ésta
había cesado de librase allí. Y, por otra parte, la autoridad de Bolívar iba a extenderse más
allá de las fronteras de Colombia; esa iba a ser precisamente la consecuencia del período de
apoyo que le llegada de San Martín.

El resultado inmediato de éste fue una entrevista entre ambos en Guayaquil en


1822, en la que se puso de manifiesto la superioridad de Bolívar como protagonista de la
Independencia de Hispanoamérica: San Martín, tras manifestarse dispuesto a seguir la
lucha bajo el mando de Bolívar, debió anunciar su retirada de Perú; éste era el precio que
tenía que pagar por el auxilio de Bolívar, que era quien, a la altura de 1822, tenía tras de sí
a los recursos de una nación organizada (al contrario que en 1817).

Pero algunas de las razones invocadas por Bolívar para no correr en auxilio de Perú
eran demasiado reales: Pasto, mal sometido, iba a alzarse nuevamente y exigir una más
costosa y sangrienta pacificación, con deportaciones en masa; sólo después de ella pudo
Bolívar pasar a Perú, a mediados de 1823.

Allí encontró a la revolución en estado de herrumbre: la asamblea de 1822 se había


apresurado a aceptar la dimisión de San Martín, y habían optado por proclamar la república
tras el fracaso de las negociaciones de los representantes de San Martín en Europa para
buscar un rey para Perú: se nombró presidente a José de la Riva Agüero, aristócrata limeño,
que tampoco había logrado una pacificación de la resistencia armada, y luego a Torre
Tagla, quien solicitó la presencia de Bolívar en Perú. El Libertador, vendrá así investido de
poderes especiales militares y civiles, que mantendrá hasta el final de la guerra.

Bolívar encontró en Perú una situación más grave que el simple problema del
equilibrio militar: la endeble revolución limeña, tardíamente nacida bajo el estímulo brutal
de la invasión argentino–chilena, que vacilaba sobre su futuro. Riva trataba al tiempo con
Bolívar y con los realistas, proponiendo incluso a éstos un Perú independiente pero bajo un
rey Borbón español. Torre Tagle continúa esta práctica confusa.

Sólo una serie de victorias militares, logradas gracias a los recursos traídos del

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Norte permitió a Bolívar sobrevivir: En Ayacucho, Sucre vencerá a virrey La Serna y lo
hará prisionero, gracia a un ejército de colombianos, chilenos, argentinos y peruanos: su
capitulación pone fin al la resistencia peruana, salvo en Callao, tomado en 1826.

Los últimos rincones de Sudamérica escapan así al dominio español. Desde


Caracas hasta buenos Aires, cañones y campanas anunciaban el fin de la guerra. Esta había
terminado en 1821 en México.

3.4– MÉXICO.

Mientras en el sur la iniciativa había correspondido a las elites urbanas criollas, en


México la revolución comenzó por ser una protesta india y mestiza en la que la nación
independiente tardaría decenios en reconocer su propio origen.

El cura de Dolores, Miguel Hidalgo, corresponde a ese grupo escaso de sacerdotes


ilustrados, que pese a sus limitaciones como jefe revolucionario, contó con el apoyo de
multitudes fervorosas que sin él no se advierte cómo hubiesen podido orientarse hacia ese
proceso revolucionario.

En septiembre de 1810 proclamó su revolución ("El Grito de Dolores"): por la


independencia, por el rey, por la religión, por la Virgen india de Guadalupe, contra los
peninsulares. Peones rurales, luego mineros, se unen a las fuerzas revolucionarias, que
tomaron Guanajuato, provocan matanzas que alejan a los criollos ricos de la revolución, y
poco a poco extienden su dominio gracias a las inmensas multitudes que, pese a estar mal
armadas, se van sumando a la columna.

En octubre, la ola se acerca a México, ya con 80.000 hombres, que sin embargo
serán derrotados por un ejército de 7.000 soldados mandados por el general Trujillo, que
sin embargo apenas podrá hacer otra cosa que refugiarse en la capital. Pero Hidalgo no se
decidió a intentar conquistarla, retirándose para reorganizarse. La revolución se derrumbó;
tras una retirada que terminó en fuga, Hidalgo fue capturado y ejecutado en Chihuahua,
tras retractarse.

Otro eclesiástico, José María Morelos, tomará su relevo, pero en el sur. Lentamente
gana el predominio sobre los demás jefes de pequeños grupos revolucionarios.

En 1812 domina el sur; organiza fuerzas más disciplinadas que las anteriores,
elabora un programa que incluye la independencia, la supresión de las diferencias de casta
y la división de la gran propiedad. Morelos convocó un congreso en Chilpacingo, que
supondrá poner de manifiesto las grandes contradicciones internas de los insurrectos, lo
que provocará el derrumbe de la segunda revolución mejicana: en el fondo, existe un
enfrentamiento entre el proyecto moderado en su estilo pero radical en su programa –
basado en el apoyo de los indígenas– y otra tendencia de los realistas sumados a la
revolución que temen el papel otorgado a los criollos. Morelos será vencido y ejecutado en
1815.

También en México la guerra de Independencia de España había abierto el ejército


y la administración a criollos en cantidades desconocidas, lo que había creado un partido
local más hostil a la revolución que adicto a la metrópoli.

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Tanto el alzamiento de Hidalgo como el de Morelos habían llevado al frente
imágenes religiosas. Pero al mismo tiempo, la revolución amenazaba la estructura
eclesiástica y la riqueza de congregaciones y sede episcopales. No es extraño que la
jerarquía eclesiástica se haya constituido en aliada del orden realista, y que éste busque
justificación en la defensa de la religión amenazada por turbas declaradas sin Dios ni ley.

Pero con los sucesos liberales de España de 1820, los realistas temían un
entendimiento entre los sublevados y Riego, lo que les dejaría en una situación muy
delicada, por lo que surge la duda de si no pactar una solución intermedia.

Un oficial criollo, que había hecho rápida carrera en sus victorias sobre Morelos,
Agustín Iturbide, se pronunció y pacto con el revolucionario Guerrero el plan de Iguala,
que consagraba la independencia, unidad de la fe católica, igualdad para los peninsulares
respecto de los criollos y creación de un México independiente gobernado por un infante
español cuya elección se dejaba a Fernando VII.

Al pronunciamiento siguió un paseo militar: en el vasto país, Iturbide no recibió


sino adhesiones, y con ellas tras de sí entraba en la capital. Como era de esperar, Fernando
VII rehusaba a designar un soberano por su propio reino sublevado, pero sólo la fortaleza
de San de Ulúa seguía fiel a España, por lo que la consumación independentista fue
inevitable.

3.5– INDEPENDENCIA DE BRASIL.

En Brasil la independencia se alcanzó sin una lucha que mereciese ese nombre. La
historia del Brasil independiente está agitada por los mismos problemas esenciales que van
a dominar las de los países surgidos en la América española.

Portugal había renunciado a cumplir plenamente su función de metrópoli


económica respecto de sus tierras americanas, integradas junto con la madre patria en la
órbita británica; aun los esfuerzos muy reales del despotismo ilustrado portugués por
aumentar la participación metropolitana en la vida brasileña habían sido necesariamente
menos ambiciosos que los de la España de Carlos III; esta segunda conquista contra la cual
se había dado, acaso más que contra la primera, la revolución emancipadora
hispanoamericana, era en Brasil menos significativa.

Diferente en el marco local, la situación de Brasil era también diferente en cuanto a


la perspectiva proporcionada por la política internacional, que adquirió importancia
creciente a partir de las guerras revolucionarias y napoleónicas. Portugal, luego de una
primera etapa que los mostró integrando muy en segundo plano el bloque
contrarrevolucionario, se había acogido a una neutralidad fundada en el doble temor a la
potencia naval británica y a la potencia terrestre francesa.
Cuando el bloqueo continental impidió al reino portugués seguir eludiendo la
opción, quiso seguir manteniendo su neutralidad sin sacrificar por ellos sus
comunicaciones ultramarinas. La fuga de la corte lusa acosada por Napoleón a Río de
Janeiro se transformó en casi un secuestro perpetrado por la fuerza naval británica que
protegía a Lisboa.

La pérdida de la metrópoli significó un cambio profundo en la vida brasileña, con

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Río transformada en corte regia. Se hacía imposible cualquier resistencia a la creciente
intervención británica en Brasil, sin fuerzas que oponer.

Cuando el peligro napoleónico ya ha pasado, en 1815, la corte portuguesa duda en


regresar a Lisboa, a sabiendas de que es dudoso que Brasil aceptara volver a ser gobernada
desde ella: en 1817, una revolución republicana estalló en el Norte, costando mucho
someterla. Pero en 1820 la revolución liberal estalló a su vez en Portugal: el rey se decidió
a retornar, dejando a su hijo Pedro como regente del Brasil.

La ruptura fue acelerada por la difusión de tendencias republicanas en Brasil, y por


la tendencia dominante en las cortes liberales portuguesas a devolver a la colonia una
situación de veras colonial, mal disfrazada de unión estrecha entre las provincias europeas
y americanas, sin que éstas estuviesen representadas en el Gobierno central.

El regente don Pedro ensayaba mientras una política intermedia; la guerra de


independencia se libraba ya de modo informal en el sitio de las fuerzas portuguesas,
encerradas en Bahía, por las tropas brasileñas. Finalmente, ante las exigencias de las cortes
liberales, que caminaban al infante a volver a una estricta obediencia a sus directivas
centralizadoras, don Pedro proclamó la independencia en Ipirgana (septiembre de 1822). El
reconocimiento de ese cambio se logró sin problemas por mediación de Gran Bretaña ante
Portugal.

El imperio de Brasil, surgido sin lucha casi y en armonía con el nuevo clima
político mundial, poco adicto a las formas republicanas, iba a ser reiteradamente propuesto
como modelo para la turbulenta América española: la corona imperial iba a ser vista como
el fundamento de la salvada unión política de la América portuguesa, frente a la
disgregación creciente de los territorios españoles. Pero en 1824 surge una confederación
republicana en el norte de Brasil, siendo también problemáticas las relaciones con la región
sureña de Cisplatina, formada por tierras antes españolas, por lo que las dificultades no
serán en el futuro tan pocas como su apacible proceso de independencia auguraba.

4– Conclusión.

Compete al historiador, más que describir hechos, analizarlos, caracterizarlos: hacer


una lectura de las estructuras movilizadas, de los horizontes de fondo de cada uno de los
hechos históricos. Así pues, es preciso intentar reflexionar sobre lo que significaron los
procesos de independencia de Hispanoamérica.

1. Pese a su contexto cronológico, no parece posible incluir este episodio dentro del
ciclo de las revoluciones atlánticas sin más matizaciones. Es decir, hemos de cuestionarnos
el carácter de revolución liberal de la independencia hispanoamericana: las bases sociales y
organización política sobre las que se basarán los nuevos países emergentes tienen poco o
nada que ver con las características propias de un Estado liberal contemporáneo; los
presupuestos ideológicos, una vez pasadas las iniciales proclamas liberales, no ocultan su
talante socialmente conservador, elitista, aristocratizante.

2. El cambio en Hispanoamérica entre el dominio español y el de las nuevas elites


podría más bien conceptuarse como una variación sin alterar los presupuestos de fondo:
una sustitución incompleta, si se prefiere: sí en cuanto a las personas (pues la aristocracia

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local sustituye a las anteriores autoridades), pero no en cuanto a lo que podríamos llamar
las estructuras de poder.

En contra de lo que auguraban los levantamientos, y en ocasiones las proclamas


revolucionarias, la independencia de Hispanoamérica es un proceso escasamente
"revolucionario", "aprogramático" más allá de esa reacción antiespañola.

Parece un aforismo histórico que no hay peor revolución que una que no lo sea en
suficiente grado. Ese será el caso de Hispanoamérica: las expectativas de parte de la
población menos favorecida socialmente se ha visto disparadas, sin que los resultados las
acompañen.

3. El problema social y político devenido del peculiar proceso de independencia


(antes o después las elites criollas acaban por llevar al terreno de su conveniencia los
procesos independentistas; acaban por definir un modelo político a su conveniencia) tendrá
una repercusión muy a largo plazo: se dejan sin resolver problemas como la integración
racial (caso de Guatemala; y en general, tardía e incompletamente resuelta, pese a la
evidente tendencia al fin del sistema de castas: los primeros censos apuntan la raza de los
habitantes), la reforma de la propiedad de la tierra, o en general una estructura social y
económica "dual", aspectos dominantes todavía en la actualidad.

4. Terminaba así la guerra de independencia, que dejaba una Hispanoamérica muy


distinta de la que había encontrado, y distinta también de la que se esperaba que surgiera
una vez disipado el ruido y furia de las batallas. La guerra misma, su inesperada duración,
la trasformación que había obrado en el rumbo de la revolución, que en casi todas partes
había debido ampliar sus bases (el mismo tiempo que las ampliaba el sector
contrarrevolucionario), parecía la causa más evidente de ese escándalo la diferencia entre
el futuro entrevisto en 1810 y la sombría realidad de 1825.

En dicho año terminaba la guerra de independencia, dejando un legado nada


liviano: ruptura de las estructuras coloniales, provocada a la vez por una transformación de
las estructuras coloniales, por la persecución de los grupos más vinculados a la antigua
metrópoli, militarización que obligaba a compartir el poder con grupos antes privados de
él...

No concluía la lucha, no desaparecía la gravitación del poder militar. La guerra de


la independencia había cambiado demasiado poco que no había provocado una ruptura
suficientemente honda con el antiguo orden, cuyos herederos eran ahora los responsables
de buena parte de los problemas futuros.

5. La violencia había sustituido al patrón de guerra más convencional, lo que será


otra herencia negativa para el futuro, imponiendo su huella también en la vida cotidiana.
Los nuevos estados se muestran remisos a abolir la esclavitud (prefieren soluciones de
compromiso que incluyen la prohibición de la trata y la libertad de los hijos futuros de los
esclavos); mientras que se produce una evidente ascensión de los propietarios
terratenientes (muchos de los cuales ya han financiado las endebles arcas de los ejércitos
libertadores), un sometimiento de la Iglesia a las estructuras de poder (especialmente allí
donde no goza del prestigio popular que sí tiene en México, Guatemala, etc.)

5- BIBLIOGRAFÍA.

15
AVILÉS, M. y ESPADAS, M. (eds.): Manual de Historia Universal. T. VI. Ed. Nájera,
Barcelona, 1987.
BEYHATU, G.: Raíces contemporáneas de América latina. Buenos Aires, 1964.
VV.AA.: Historia de España. Historia 16, Madrid, 1986.
CHONCHO, J.: El desarrollo de América latina y la reforma agraria. Santiago de Chile,
1965.
ECHAVARRÍA, J.M.: Consideraciones sociológicas sobre el desarrollo de América
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HALPERIN DONGHI, T.: Historia contemporánea de América Latina. Madrid, Alianza
Editorial, 1986.
PRESBICH, R.: El desarrollo económico de América latina y sus principales problemas.
México, 1964.
SÁNCHEZ–ALBORNOZ, N.M.: La población en América latina. Bosquejo histórico.
Buenos Aires, 1968.
VV.AA.: Historia General de España y América. Madrid, Rialp, 1984, vol. X.

Ver la Bibliografía actualizada y más adecuada en mi versión didáctica del tema. GRA.

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