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1– INTRODUCCIÓN.
2– LA CAÍDA DE SEVILLA.
3– LA GUERRA COLONIAL: 1817–1823:
3.1– San Martín y la liberación del sur de América.
3.2. Bolívar y la Campaña del Norte.
3.3. Ecuador y Perú.
3.4. México.
3.5. Independencia de Brasil.
4. CONCLUSIÓN.
5. BIBLIOGRAFÍA
1– Introducción.
Para la América española se han subrayado las consecuencias del pacto colonial:
porque abría nuevas posibilidades a la economía indiana, hacía sentir a las colonias el peso
de una metrópoli que se reserva el papel de intermediario con la nueva Europa industrial: la
lucha colonial tendría así un talante económico, al igual que en el origen de la
Independencia de EE.UU.
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borbónica creó en las Indias: en todo caso, no existía una oposición tan frontal al español
como para prever un desenlace tan rápido.
Pero también existían algunos descreídos de esta fe fervorosa a favor del rey
español. En este hecho se ha hallado la explicación para los movimientos sediciosos que
abundan en la segunda mitad del XVIII, y en los que se ven los precedentes de la
independencia. Si bien, esta idea tampoco es enteramente admisible: son protestas locales,
heterogéneas, motivadas por la existencia de burócratas ávidos de enriquecerse abusando
de sus atribuciones: es el caso del alzamiento comunero del Socorro, en Nueva Granada,
con un sentido de protesta local. Más que la presencia de elementos nuevos que anuncian la
crisis, lo que los pone de manifiesto es la persistencia de debilidades estructurales cuyas
consecuencias iban a advertirse cada vez mejor en la etapa de disolución que se avecinaba.
En todo caso, ya a finales del XVIII es patente la existencia de una crisis: la guerra
con una Gran Bretaña que domina progresivamente el Atlántico separa progresivamente a
Hispanoamérica y su metrópoli. Hace más difícil mandar allí soldados. Un conjunto de
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medidas económicas se ponen en vigor por orden de Carlos III: apertura del comercio
colonial con las colonias extranjeras y países neutrales, libertad a los colonos para navegar
por las rutas internas del Imperio, etc. Desde la Habana hasta Buenos Aires, todo el frente
atlántico del imperio español aprecia las ventajas y entiende la necesidad de conservarlas
en el futuro: lo que ha sido una situación coyuntural está llamado a instituirse en
permanente... aunque para ello deba desaparecer precisamente el poder que instituye esta
liberalización provisional. El comercio de Buenos Aires se movió por entonces entre
Hamburgo, Baltimore y Estambul. De allí se sentó una conciencia más viva de la
divergencia con España: se ampliaron los horizontes, y con ellos el sueño de la
independencia, la sensación de valerse por sí mismos.
Entre 1795 y 1810 se han ido perdiendo los resultados de esa lenta reconquista de
un imperio colonial que había sido una de las hazañas de la España borbónica. Por otra
parte, la Europa de las guerras napoleónicas no está tampoco dispuesta a asistir a una
marginalización de las Indias: se intensifica el contrabando.
Los hechos se precipitarán, con todo, de forma poco previsible: en 1806, en el
marco de la guerra europea, el dominio español en las Indias recibe su primer golpe grave;
en 1810, ante lo que parece ser la ruina inminente de la metrópoli, la revolución se extiende
desde México a Buenos Aires.
En 1806 la capital del virreinato del Río de la Plata es conquistada por sorpresa por
una fuerza británica; la guarnición local fracasa en una breve tentativa de defensa. Los
conquistadores capturan un rico botín de metálico, y asisten asombrados a la proliferación
de adhesiones internacionales. Los funcionarios juran fidelidad a las nuevas autoridades, y
hasta los frailes bendicen el origen divino del nuevo poder. Las conspiraciones, sin
embargo, se suceden, y un oficial naval francés al servicio del rey de España conquista
Buenos Aires con las tropas que ha organizado en Montevideo. Al año siguiente, una
expedición británica más numerosa conquista Montevideo, pero fracasa en Buenos Aires,
donde se han formado milicias de peninsulares y americanos. El virrey huirá, e
interinamente es sustituido por el jefe francés de la reconquista, Liniers, lo que significa
que la legitimidad no se ha roto: pero son las milicias las que hacen su ley, y la Audiencia
debe inclinarse a su voluntad.
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criollas desconfían mutuamente: las primeras sospechan del afrancesamiento criollo,
mientras las segundas piensan (también en falso) que los españoles planean una
Hispanoamérica integrada bajo soberanía francesa en la que ellas sigan ostentando su papel
privilegiado.
Existe una crisis de las anteriores autoridades, que en ocasiones optan por admitir
los influjos de los criollos, conscientes de la ruina del anterior marco administrativo. Ni la
veneración del rey cautivo, ni la fe en un nuevo orden español que surgía –desde Cádiz
parecen dispuestos a revisar el papel de las colonias–, aminoraban las tensiones.
2– La caída de Sevilla.
En 1810 España sólo conserva el territorio leal a Cádiz y alguna isla de su bahía, así
como el reino de Valencia, dentro del cual Alicante nunca fue ocupada. La Junta Suprema
sevillana, depositaria de la soberanía, era disuelta sangrientamente por el pueblo en su
búsqueda de responsables del desastre, y el cuerpo que surge en Cádiz para reemplazarla se
ha designado a sí mismo: es un titular discutible de la soberanía.
Más que las ideas políticas de la antigua España, son sus instituciones jurídicas las
que convocan en su apoyo a unos insurgentes que no quieren serlo. Por tanto, no se trata de
una pugna entre partidarios del Antiguo Régimen e independentistas, sino que entre éstos
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también abundan las anteriores autoridades locales, elites y en general partidarios de esa
sociedad vigente hasta entonces.
Las revoluciones que se dan sin violencia tienen su centro en los Cabildos: esta
institución, que representan tan escasamente a las ciudades, tiene por lo menos la ventaja
de no ser delegada de la autoridad central que se derrumba. Por otra parte, los Cabildos
Abiertos –reunión de notables convocada por las autoridades municipales en las
emergencias más graves– augura en todos los casos (incluso en Buenos Aires, donde son
más numerosos los peninsulares) la supremacía de los criollos. Son los cabildos abiertos
los que establecen las juntas de gobierno que reemplazan a los gobernantes designados
desde la metrópoli: en abril de 1810 en Caracas, en mayo en Buenos Aires, en julio en
Bogotá, en septiembre en Santiago de Chile. Los virreyes (en Buenos Aires), capitanes
generales (Caracas) y otras autoridades peninsulares han entregado sin resistencia su
renuncia, lo que es suficiente para que los insurrectos "exhiban" su "probada" legitimidad,
gracias a la cual los criollos altoperuanos se sienten más identificados con la causa del rey,
y la movilización política de los indios no parece de momento fácil de lograr.
En julio de 1811 las fuerzas del virrey del Perú vencen a las de Buenos Aires,
mientras el Alto Perú queda perdido para la causa revolucionaria: el límite de la revolución
quedará así fijado en la separación entre las audiencias de Buenos Aires y Charcas.
Poco a poco los insurrectos del Alto Perú buscan el apoyo de los sectores que la
sociedad colonial colocaba más abajo: indios, clases menos pudientes... En cambio, la clase
revolucionaria de Buenos Aires se mostrará más aislada.
En Montevideo iba a darse un alzamiento encabezado por José Artigas, que pronto
aspirará a romper las anteriores barreras fronterizas impuestas por España. Pero el
movimiento de Artigas no contará con el apoyo de los revolucionarios de Buenos Aires,
que finalmente formarán gobierno. En todo caso, se trata de una muestra de cómo los
propios revolucionarios argentinos no conciben la independencia unida a fines sociales,
sino que persiguen mantener casi invariable las bases del esquema social de fondo.
Guerra civil, entonces, que había calado en reivindicaciones sociales, y por tanto en
la que muchos nativos de clases menos pudientes no se implican o lo hacen sin una
conciencia clara de los motivos. Pero esto no significa que la guerra civil fuera estéril,
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desde el unto de vista del proceso de independencia. Por desagradable que hubiera sido,
supone un campo de pruebas para la posterior acción antiespañola, y una toma de
conciencia de la existencia de un "problema". Sería jugar a futuribles (algo vedado al
historiador) intentar deducir qué hubiera pasado si la represión hispana no hubiera sido tan
contundente: pero no parece ilógico pensar que una política menos vengativa de los
realistas también hubiera encontrado difícil restablecer un orden estable frente a los sin
duda escasos pero irreductibles partidarios de la revolución.
Por otro lado, el afán revanchista hunde también sus raíces en los sucesos de las
generalizadas revoluciones y guerras civiles: a las elites españolas en Buenos Aires, una
vez triunfen los revolucionarios, no les estaba permitido comerciar, andar a caballo,
celebrar reuniones y un largo etcétera. Cuando retornen al poder, lo hacen con la idea fija
de evitar que en el futuro aquella humillación pueda ser repetida, con una encendida alarma
social.
Nos cuestionaremos, por último, los motivos por los que cuando los revolucionarios
tenían al borde de la extinción a las tropas realistas (vacío de poder, ausencia de apoyo
material y humano, crisis en la moral de los mandos y autoridades, fragmentación del
poder e inconexión de esfuerzos bélicos, etc.) no triunfan y, sin embargo, cuando la
metrópoli parece recuperada, sí se logra un triunfo bélico en toda regla. La historiografía
tradicional se ciñe a las gloriosas gestas de los semidivinos fundadores, como Bolívar,
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rechazando hablar de las condiciones materiales de la guerra. Sin quitar un ápice de
importancia a su innegable contribución (certeza estratégica, carisma bélico, etc.), hemos
de situar también la nueva situación tras el Congreso de Viena en Europa. El gobierno
británico, que había mantenido una cuidadosa ambigüedad respecto a la "legitimidad"
española en Hispanoamérica, en la práctica ahora que no existe el peligro revolucionario
según el modelo francés va a cerrar los ojos ante la provisión de voluntarios, armas y
provisiones para los insurrectos. También en EE.U., teóricamente neutral, resultará más
fácil comprar armas para los revolucionarios: podemos hablar de una apertura internacional
clandestina a su favor.
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José San Martín, hijo de un funcionario español y una criolla había comenzado una
de esas carreras militares que en el Antiguo Régimen eran preferidas por tantos hijos de
familias distinguidas y sin fortuna. Trasladado a la metrópoli desde niño, su formación
provisional se vio enriquecida por la experiencia de la guerra de Independencia española.
En 1812, por vía de Londres, regresó a Buenos Aires, con otros militares españoles de
origen americano: reconocido como coronel y casado con la hija de una de las casas más
ricas de la aristocracia patriota, organizó el cuerpo de Granaderos a Caballo, una especie de
cuerpo de elite. En 1813 protagoniza una primera victoria contra una incursión fluvial de
los realistas contra San Lorenzo (costa del Paramá), al año derrota a un efímero comando;
por fin, su protagonismo se incrementa cuando decide atacar la fortaleza realista de Perú a
través de Chile y el mar, hasta Lima, dado que la ciudad se mostraba inaccesible por tierra
(dada la abrupta orografía altoperuana) San Martín contó con el apoyo del sector chileno
que apoyaba a O'Higgins: el argentino y el chileno estaban ambos marcados por el sello de
la escuela de honrada seriedad del ejército de la España resurgente del setecientos: ambos
sienten animadversión por las personas que pretenden una carrera militar fulgurante
apoyándose en las nuevas circunstancias, y San Martín no trató de integrar a ese linaje de
díscolos aristócratas amigos de la plebe entre sus apoyos chilenos.
También contará con el apoyo del gobierno de Buenos Aires. Este había resurgido
de las crisis de 1815, cuyas dimensiones la elite criolla de Buenos Aires supo apreciar con
lucidez. Un nuevo director supremo del Congreso celebrado en 1816 –Pueyrredón, de
ideario masón–– iba a mantener unidas a las más de las tierras rioplatenses durante tres
años. Se trató de un gobierno centralista e incluso conservador (si los diputados se
llamaban entre sí en 1813 "ciudadanos", ahora preferirán el nombre de "señores"), en el
que no faltaron proyectos monárquicos que contaba, además, con la adhesión de los jefes
militares, y tenía por objeto último alcanzar la reconciliación con la Europa de la
Restauración.
A comienzos del 1817 éste podía comenzar el avance a través de la cordillera, hacia
Chile, con 3.000 hombres, que vencerán en Chacabuco, llegando tras algunas derrotas a
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Santiago, donde O'Higgins será nombrado director de la república. La nueva república
deberá enfrentar la pesada herencia de disidencias legada por España, e iba a estar marcada
por el autoritarismo de su máximo dirigente. Por otra parte, para lograr una mayor
cohesión, era preciso eliminar al héroe guerrillero de la liberación de Chile, Manuel
Rodríguez, uno de tantos militares arribistas (como Carreras), por medio de prisiones,
confiscaciones, procesos inacabables, etc.
La reconquista de Chile debía ser el primer paso en el avance hacia Lima. Este era
aún más difícil que la etapa anterior. Debía crearse una marina de guerra, que se logrará a
partir de una flotilla de presas conquistadas, y mandadas por un gran aventurero, lord
Cocharen, que la dirigió primero en expediciones de saqueo y destrucción sobre el litoral
peruano; en agosto de 1820 partía para liberar Perú, con algo más de 4.000 soldados,
insuficientes para vencer a los más de 20.000 del rey.
San Martín utilizó a su fuerza como elemento de disolución del ya sacudido orden
realista en el Perú: contaba con las molestias crecientes de una guerra demasiado cercana y
con las derivadas del bloqueo, para sacudir la lealtad monárquica de los grandes señores
criollos de la costa; luego de que los desesperados realistas habían abierto ese camino,
estaba dispuesto también él a emplear el siempre disponible descontento indio de la sierra:
también por esa vía la aristocracia peruana habría de ser ganada a la causa patriota, en la
medida en que vería en su triunfo el atajo hacia la paz que necesitaría para poner término a
la agitación indígena fomentada por ambos bandos.
El nuevo estado peruano iba a ser el más conservador de todos los formados en el
clima hostil al radicalismo político que dominaba desde 1815: era preciso contar con
apoyos de la aristocracia limeña: pues la aportación militar era insuficiente, y en 1822 no
se había dominado por completo el Sur, debiendo finalmente recurrir a la ayuda externa,
que prestará Bolívar.
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conciencia revolucionariamente virtuosa de la libertad de la nueva Hispanoamérica.
Tal vez, como le será reprochado, su revolución no era entonces liberal. Pero el
autoritario reino de la virtud proyectado por Bolívar nunca será realizable.
Será, por otra parte, erróneo ver en esta diferencia entre la revolución del Norte y
las del Sur tan sólo una consecuencia de la personalidad del libertador norteño. El
liberalismo al que se oponía el autoritarismo boliviano está caracterizado por la fe en un
ideal de gobierno fuertemente impersonal, corporeizado en una elite de funcionarios, fe en
el orden legal que si primero es desobedecido pronto es reclamado. Por eso, era preciso
romper pronto con los mantuanos de Caracas.
Por más que Bolívar iba a extender su dominio desde Colombia hasta Guayaquil, y
su hegemonía hasta Potosí, su primera y más segura base de poder estaba en su Venezuela,
en sus jefes guerrilleros transformados en generales.
En 1817 ya era Bolívar un veterano de la revolución, que había roto con su grupo
de aristócratas capitalinos –que habían sido tan tímidos revolucionarios– y había mostrado
cómo podía encontrar apoyos entre los agricultores y pastores de los Andes; ahora volverá
a encontrarlos en las poblaciones costeras de color de Cumaná y Margarita, o entre los
llaneros.
La clave de la victoria iba a estar en su alianza con Páez, el nuevo jefe guerrillero
que había surgido en los Llanos, esta vez con bandera patriota. Con sus hombres, los 3.000
que Bolívar trae consigo, se formó la fuerza militar que llegaría al Alto Perú.
Desde allí iba a cruzar los Andes con cerca de tres mil hombres: azaña que dará
paso a la victoria de Boyacá, que abrió el camino de Bogotá y de todo el norte y centro de
Nueva Granada excepto Panamá. Así comenzaba a tomar forma la república de Colombia,
que debía abarcar todos los territorios que integraban el virreinato de Nueva Granada.
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población había sido ganada al realismo por la vehemente predicación de su obispo y las
depredaciones de las tropas revolucionarias.
Colombia quedaba libre de amenazas, y Bolívar libre para actuar en Perú. Mientras,
el Congreso de Cúcuta de 1821 sentaba una organización mucho más centralista que la de
Angostura: Venezuela, Nueva Granada y Quito perdían su individualidad.
Pero algunas de las razones invocadas por Bolívar para no correr en auxilio de Perú
eran demasiado reales: Pasto, mal sometido, iba a alzarse nuevamente y exigir una más
costosa y sangrienta pacificación, con deportaciones en masa; sólo después de ella pudo
Bolívar pasar a Perú, a mediados de 1823.
Bolívar encontró en Perú una situación más grave que el simple problema del
equilibrio militar: la endeble revolución limeña, tardíamente nacida bajo el estímulo brutal
de la invasión argentino–chilena, que vacilaba sobre su futuro. Riva trataba al tiempo con
Bolívar y con los realistas, proponiendo incluso a éstos un Perú independiente pero bajo un
rey Borbón español. Torre Tagle continúa esta práctica confusa.
Sólo una serie de victorias militares, logradas gracias a los recursos traídos del
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Norte permitió a Bolívar sobrevivir: En Ayacucho, Sucre vencerá a virrey La Serna y lo
hará prisionero, gracia a un ejército de colombianos, chilenos, argentinos y peruanos: su
capitulación pone fin al la resistencia peruana, salvo en Callao, tomado en 1826.
3.4– MÉXICO.
En octubre, la ola se acerca a México, ya con 80.000 hombres, que sin embargo
serán derrotados por un ejército de 7.000 soldados mandados por el general Trujillo, que
sin embargo apenas podrá hacer otra cosa que refugiarse en la capital. Pero Hidalgo no se
decidió a intentar conquistarla, retirándose para reorganizarse. La revolución se derrumbó;
tras una retirada que terminó en fuga, Hidalgo fue capturado y ejecutado en Chihuahua,
tras retractarse.
Otro eclesiástico, José María Morelos, tomará su relevo, pero en el sur. Lentamente
gana el predominio sobre los demás jefes de pequeños grupos revolucionarios.
En 1812 domina el sur; organiza fuerzas más disciplinadas que las anteriores,
elabora un programa que incluye la independencia, la supresión de las diferencias de casta
y la división de la gran propiedad. Morelos convocó un congreso en Chilpacingo, que
supondrá poner de manifiesto las grandes contradicciones internas de los insurrectos, lo
que provocará el derrumbe de la segunda revolución mejicana: en el fondo, existe un
enfrentamiento entre el proyecto moderado en su estilo pero radical en su programa –
basado en el apoyo de los indígenas– y otra tendencia de los realistas sumados a la
revolución que temen el papel otorgado a los criollos. Morelos será vencido y ejecutado en
1815.
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Tanto el alzamiento de Hidalgo como el de Morelos habían llevado al frente
imágenes religiosas. Pero al mismo tiempo, la revolución amenazaba la estructura
eclesiástica y la riqueza de congregaciones y sede episcopales. No es extraño que la
jerarquía eclesiástica se haya constituido en aliada del orden realista, y que éste busque
justificación en la defensa de la religión amenazada por turbas declaradas sin Dios ni ley.
Pero con los sucesos liberales de España de 1820, los realistas temían un
entendimiento entre los sublevados y Riego, lo que les dejaría en una situación muy
delicada, por lo que surge la duda de si no pactar una solución intermedia.
Un oficial criollo, que había hecho rápida carrera en sus victorias sobre Morelos,
Agustín Iturbide, se pronunció y pacto con el revolucionario Guerrero el plan de Iguala,
que consagraba la independencia, unidad de la fe católica, igualdad para los peninsulares
respecto de los criollos y creación de un México independiente gobernado por un infante
español cuya elección se dejaba a Fernando VII.
En Brasil la independencia se alcanzó sin una lucha que mereciese ese nombre. La
historia del Brasil independiente está agitada por los mismos problemas esenciales que van
a dominar las de los países surgidos en la América española.
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Río transformada en corte regia. Se hacía imposible cualquier resistencia a la creciente
intervención británica en Brasil, sin fuerzas que oponer.
El imperio de Brasil, surgido sin lucha casi y en armonía con el nuevo clima
político mundial, poco adicto a las formas republicanas, iba a ser reiteradamente propuesto
como modelo para la turbulenta América española: la corona imperial iba a ser vista como
el fundamento de la salvada unión política de la América portuguesa, frente a la
disgregación creciente de los territorios españoles. Pero en 1824 surge una confederación
republicana en el norte de Brasil, siendo también problemáticas las relaciones con la región
sureña de Cisplatina, formada por tierras antes españolas, por lo que las dificultades no
serán en el futuro tan pocas como su apacible proceso de independencia auguraba.
4– Conclusión.
1. Pese a su contexto cronológico, no parece posible incluir este episodio dentro del
ciclo de las revoluciones atlánticas sin más matizaciones. Es decir, hemos de cuestionarnos
el carácter de revolución liberal de la independencia hispanoamericana: las bases sociales y
organización política sobre las que se basarán los nuevos países emergentes tienen poco o
nada que ver con las características propias de un Estado liberal contemporáneo; los
presupuestos ideológicos, una vez pasadas las iniciales proclamas liberales, no ocultan su
talante socialmente conservador, elitista, aristocratizante.
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local sustituye a las anteriores autoridades), pero no en cuanto a lo que podríamos llamar
las estructuras de poder.
Parece un aforismo histórico que no hay peor revolución que una que no lo sea en
suficiente grado. Ese será el caso de Hispanoamérica: las expectativas de parte de la
población menos favorecida socialmente se ha visto disparadas, sin que los resultados las
acompañen.
5- BIBLIOGRAFÍA.
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Barcelona, 1987.
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Buenos Aires, 1968.
VV.AA.: Historia General de España y América. Madrid, Rialp, 1984, vol. X.
Ver la Bibliografía actualizada y más adecuada en mi versión didáctica del tema. GRA.
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