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en el barrio
Eloy Barba
ÍNDICE
La tienda
Delirio lunar
Los mecánicos también sueñan
La huerta prodigiosa
El matasueños
Un negocio productivo
El plan de Teo
Las flores de la paz
Semillas lunares
El desastre
El tiempo es oro
Un favor espacial
Héroes y villanos
La tienda
Las ventas del día habían sido desalentadoras una vez más. Desde
la inauguración de un moderno supermercado cerca de su tienda de
ultramarinos, Gustavo intentaba sobreponerse al pesimismo que le
embargaba. Constantemente se decía a sí mismo que solo se trataba
de una mala racha, otra más, como la que tuvo que soportar cuando
se le inundó el negocio aquel invierno en que la lluvia parecía no tener
fin. Confiaba, aunque cada vez tenía menos motivos para ello, en que
los clientes que habían dejado de acudir a su establecimiento volve-
rían cuando se diesen cuenta que la calidad de los productos y el trato
personal eran más importantes que las atractivas ofertas de tres por
dos. Eso era lo que su padre le había enseñado, el hombre que du-
rante más de treinta años se había levantado cada día a las seis de la
mañana para atender el negocio familiar. Ahora era Gustavo quien se
ocupaba de la tienda, aunque hubiese dado todo lo que tenía por po-
der consultarle a su padre las decisiones que requería una situación
tan delicada como aquella.
Aún quedaban cinco minutos para la hora de cierre, pero Gustavo
sabía que ya no entraría ningún cliente más. Con desgana, recogió el
pan sobrante del día, barrió el suelo una vez más y bajó la persiana
metálica para poder hacer caja con tranquilidad. Apartó dinero para
pagar a los proveedores al día siguiente y se echó al bolsillo un billete
de veinte euros, con la intención de entregárselo a su madre al llegar
a casa. Cuando salió a la calle las farolas ya estaban encendidas; los
demás comercios también habían cerrado sus puertas, a excepción
del bar de Antonio, donde la parroquia habitual tapeaba y bebía des-
preocupadamente mientras discutía con pasión las últimas polémicas
del mundo del fútbol y la política.
Al pasar junto al kiosco de flores, advirtió que el viejo Anselmo
estaba recogiendo el polvoriento toldo que durante el día daba som-
bra a sus macetas. El florista era uno de los comerciantes más popu-
lares y queridos del barrio. El suyo era el negocio con más solera del
vecindario, un coqueto pabellón hexagonal construido con tablones
de madera pintados de blanco; situado en mitad del paseo arbolado
que separaba dos calles amplias y llenas de edificios abigarrados,
constituía un punto de referencia mencionado en varios folletos tu-
rísticos de la ciudad. Anselmo había sido un buen amigo del padre de
Gustavo, don José Luis Calandria, razón suficiente para que el tendero
le tuviese en gran estima. Los dos hombres se saludaron amistosa-
mente y, como sucedía siempre que coincidían a la hora de cerrar sus
respectivos negocios, Gustavo le ofreció ayuda para guardar en el in-
terior de la floristería las macetas de gladiolos, hortensias, tulipanes
o rosas que durante el día lucían sus hermosas flores alineadas sobre
la acera.
—Mis viejos y desgastados huesos te lo agradecerán, Gustavo —
dijo Anselmo llevándose una mano a la cadera—. De un tiempo a esta
parte me siento terriblemente cansado. Debería pensar en jubilarme
pronto.
—No digas tonterías, Anselmo. Eres el alma de los comerciantes
de este barrio, ¿qué haríamos si no te viéramos abrir el kiosco cada
mañana? Además, yo te veo tan joven como cuando jugabas con mi
padre al billar en los recreativos de la calle Ortuña.
—Ja, ja. Qué más quisiera yo que poder regresar a esos tiempos
tan felices. No sé si lo sabes, pero heredaste el mismo talante amable
y generoso que tenía tu padre. Tus palabras me animan como me ani-
maban antaño las de José Luis; pero ya te darás cuenta algún día que
la vejez se lleva por dentro, como un amigo pesado que nunca te deja
en paz. ¡Qué se le va a hacer, así es la vida!
—Quizá lo que te está pidiendo el cuerpo son unas vacaciones —
dijo Gustavo—. Desde luego a mí me sentarían bien unas bien pro-
longadas, que no te quepa duda, ja, ja, ja.
—Ya, pero no tengo a nadie que me sustituya, bien lo sabes. Y tam-
poco me gustaría dejar el negocio en manos de cualquiera. Mis flores
se merecen los mejores cuidados, ellas notan enseguida si no se les
presta la atención que merecen. Cuando decida traspasar el negocio
será a alguien que anteponga el bienestar de las plantas al beneficio
económico.
Gustavo no quiso insistir en el tema y continuó retirando las flores
de la acera. Cuando Anselmo cerró el kiosco, se despidió de él y con-
tinuó caminando hacia su casa. Al alejarse, recordó que el comporta-
miento de Anselmo durante los últimos meses había sido un tanto
extravagante. Le había dado por decir a la gente que estaba ven-
diendo unas flores mágicas, flores que producían efectos asombrosos
en sus compradores. A doña Remedios, la directora de la oficina de
correos, le había vendido unas petunias que, según le aseguró el flo-
rista, olían a mar y aliviaban el calor en los días de verano; y a Gerardo,
el policía municipal, le vendió un ramo de violetas prometiéndole que
su aroma haría que su esposa olvidase al instante el enfado que sentía
por no haber recordado la fecha de su aniversario de boda. El bueno
de Anselmo pregonaba a los cuatro vientos las excelencias de sus su-
puestas flores mágicas, llamando así la atención de las personas que
pasaban por delante de su kiosco. Algunos pensaban que era un
modo de hacer propaganda bastante original; otros consideraban que
les estaba gastando una broma con cámara oculta o algo así, y la ma-
yoría simplemente pensaba que la edad le estaba empezando a jugar
una mala pasada al viejo florista. Lo más curioso de todo, en opinión
de Gustavo, era que la insistencia de Anselmo estaba empezando a
sugestionar a algunos de sus clientes, que habían reconocido en la
carnicería, en la farmacia o en la droguería haber comprobado la ve-
racidad de sus afirmaciones.
Para llegar al vetusto piso de dos habitaciones en el que convivía
con su madre y dos gatos, Gustavo debía recorrer dos calles más y
atravesar las vías del tren por un paso elevado que los grafiteros del
barrio redecoraban continuamente con imaginativas y coloridas com-
posiciones. En la plazoleta de un pequeño parque, al otro lado de las
vías, había una fila de bancos que por las mañanas eran utilizados
como lugar de reunión por animosos jubilados; por las tardes, los an-
cianos eran sustituidos por matrimonios que paseaban a sus bebés
en carritos y por jóvenes parejas de enamorados. Pero a la hora en la
que Gustavo pasaba por allí los bancos estaban desocupados, salvo
por algún corredor ocasional que se detenía durante un momento
para atarse bien los cordones de sus zapatillas deportivas. El joven
tendero eligió uno al azar para sentarse a meditar durante un rato
sobre los asuntos que le preocupaban, pero enseguida su mente se
puso a divagar recordando con melancolía épocas pasadas. Extrañaba
aquellos tiempos en los que iba a la tienda al terminar las clases en la
escuela, una época en la que no le agobiaban las responsabilidades y
en la que el mundo era aún un lugar nuevo y maravilloso por descubrir.
Enfrente del banco donde estaba sentado, unos niños jugaban al
fútbol usando unos bolardos de la plazoleta como porterías; por de-
trás de una de estas, una mujer que iba acompañada por una niña de
entre doce y catorce años de edad acarreaba un oxidado carro de su-
permercado repleto de cartones y metales. Aunque no sabía sus nom-
bres, Gustavo las reconoció porque habían entrado en su tienda unos
días antes. Después de coger una caja de galletas y una tableta de
chocolate, la mujer se había dado cuenta de que las monedas que
llevaba no le alcanzaban para pagar los artículos e hizo ademán de
devolverlos a su estantería. Pero Gustavo no dejó que hiciera tal cosa;
cortésmente, le rogó que se llevase lo que ya había escogido, restán-
dole importancia al asunto y aceptando de buen grado la promesa
que le hizo la mujer de pasarse en otra ocasión por la tienda y saldar
la deuda. Tanto ella como la niña hablaban con un fuerte acento ex-
tranjero, aunque ambas se expresaban correctamente y con educa-
ción. Su apariencia y su comportamiento le llevaron a pensar que se
trataba de personas excluidas socialmente por culpa de alguna cir-
cunstancia desdichada o dramática. ¿De dónde venían y cuál era su
historia? Gustavo hubiese querido hacerle a la mujer estas y otras
preguntas, pero no quiso parecer un entrometido en aquel momento.
Quizá cuando volviera por la tienda para saldar su deuda —Gustavo
estaba convencido de que lo haría —se presentaría la ocasión de co-
nocer algo más sobre los acontecimientos que la habían llevado a ella
y a la niña, seguramente hija suya, hasta el barrio desde su país de
origen.
Gustavo dejó de pensar en ellas y volvió a concentrarse en sus pro-
pios problemas. ¿Qué pasaría si no lograba remontar las ventas de su
negocio? ¿Y si se veía obligado a cerrar la tienda? En tal caso, tendría
que buscar trabajo como reponedor o cajero en algún supermercado;
aunque sería duro, tampoco debía pensar en ello como si fuera una
tragedia. Todavía no era demasiado mayor para volver a empezar en
otra parte. Ante todo, no debía sentir lástima de sí mismo ni compa-
decerse de sus desdichas. Como solía decirle su madre, en la vida
siempre hay solución para cualquier problema, y si no la hay, ¿para
qué preocuparse? Aunque lo cierto era que la situación le agobiaba
tanto que no le dejaba dormir bien por las noches.
De repente, su atención se desvió hacia la extraña figura de un
hombre que acababa de entrar en la plazoleta. Iba disfrazado de as-
tronauta y daba zancadas largas y pausadas, como si quisiera dar a
entender que caminaba sobre la superficie de un planeta con grave-
dad inferior a la que se siente en la Tierra; cualquiera que no lo cono-
ciese hubiese podido llegar a la conclusión que se trataba de un mimo
tratando de llamar la atención de su público o, quizá, un hombre
anuncio que estuviese protagonizando una original campaña publici-
taria. Pero Gustavo conocía al hombre que estaba debajo de aquel
traje espacial y sabía bien que no era un mimo, ni un hombre anuncio,
ni nada parecido. El falso astronauta se llamaba Alejandro; su nombre
completo era Alejandro Barranco Cedilla y tendría más o menos la
misma edad que Gustavo; este lo sabía porque ambos habían sido
compañeros de colegio durante muchos años. Además, vivían en la
misma calle, separados únicamente por dos bloques de apartamen-
tos; el padre de Alejandro, don Ramón Barranco, había trabajado toda
su vida en la compañía de seguros Cormorán, en la que Gustavo, y su
padre antes que él, tenía contratados todos sus seguros. Doña Eulalia
Cedilla, la madre de Alejandro, también era buena amiga de la familia
de Gustavo, aunque hacía mucho tiempo que no se dejaba ver por el
barrio, seguramente para no tener que escuchar los cuchicheos que
se originaban a su paso, a cuenta de la extraña costumbre que había
adoptado su hijo de salir a la calle ataviado como un auténtico astro-
nauta.
Los vecinos que conocían a Alejandro murmuraban sobre las razo-
nes de su estrafalario comportamiento, aunque todas las murmura-
ciones podían resumirse en una sola: Alejandro Barranco Cedilla ha-
bía perdido la cabeza y se había vuelto completamente loco. Gustavo
no compartía del todo esa opinión; muchas veces había sacado a re-
lucir el tema durante la cena, comentándole a su madre que Alejan-
dro había sido siempre un niño sensato y muy normal. Reconocía que
en el instituto se volvió un chico reservado y un poco solitario, pero
siempre fue un excelente compañero que nunca se vio envuelto en
conflictos ni dio motivos de quejas a sus profesores. Gustavo había
perdido el contacto con Alejandro cuando este se fue a estudiar al
extranjero, a una universidad estadounidense que le había concedido
una beca de estudios gracias a sus excelentes calificaciones en cien-
cias. De su estancia allí solo sabía que había vuelto huraño y taciturno,
aunque desconocía los motivos de aquel cambio en su personalidad.
Pero de eso a volverse loco de remate había un buen trecho, y Gus-
tavo estaba convencido de que su viejo amigo no era de ese tipo de
personas.
—Tal vez se enamoró de alguna chica y esta no le correspondió —
aventuró su madre en una ocasión—. Esos infortunios en el amor sue-
len marcar a los jóvenes de formas que la razón no entiende.
—Puede que fuera eso —admitió Gustavo—. A veces me acuerdo
de nuestra época de estudiantes; Alejandro se compró un telescopio
en el último curso de instituto y no desperdiciaba ni una oportunidad
de hablarnos de la pasión que sentía por la astronomía. Puede que
eso tenga algo que ver con la obsesión que tiene de andar siempre
con ese traje de astronauta. La verdad es que no lo sé a ciencia cierta,
porque desde que me puse a trabajar con papá en la tienda hablaba
con él muy esporádicamente. Y desde que volvió del extranjero creo
que no he tenido ocasión de hablar con él. ¿Cuánto tiempo lleva sa-
liendo a la calle así?
—No sé. Más de un año seguro.
—Entonces deben ser cuatro o cinco años los que llevo sin cruzar
una sola palabra con él.
—Una lástima —dijo su madre—. Recuerdo que en el instituto
erais buenos amigos.
Sí que lo eran, pensó Gustavo. Guardaba buenos recuerdos de
aquellos tiempos en el instituto. Lo que ocultaba Gustavo a su madre
era que, en el fondo de su corazón, se sentía enojado con su viejo
amigo a causa de la inexplicable actitud de este ante la vida. Le pare-
cía que se comportaba como un niño inmaduro y caprichoso. Sí, eso
era, un niño caprichoso más que un loco inconsciente. Al mismo
tiempo sentía lástima por él; le dolía ver a la gente cuchicheando so-
bre Alejandro cuando le veían hacer el estúpido con aquel disfraz.
¿Pero cómo podía ayudarlo cuando él mismo tenía tantos problemas
y tanto trabajo en la tienda? Por eso, cuando veía al astronauta cami-
nando de ese modo tan particular por la calle, prefería cambiarse de
acera y agachaba la cabeza para no tener que saludarlo.
Pero en aquel momento, sentado en el banco y con el astronauta
dirigiéndose directamente hacia él con aquellos pasos que trataban
de imitar los paseos de los auténticos astronautas sobre la superficie
de la Luna, le iba a resultar muy difícil evitar el encuentro cara a cara
con su viejo amigo de la infancia. Se había aproximado ya tanto que
Gustavo pudo apreciar algo que no había tenido la oportunidad de
advertir hasta entonces: el traje espacial dentro del cual estaba en-
fundado Alejandro no era un vulgar disfraz adquirido en cualquier
tienda en época de carnavales. Todo lo contrario, se trataba de un
auténtico traje para exploraciones extravehiculares en el espacio. El
casco tenía un visor para proteger al astronauta de las radiaciones so-
lares; el traje, flexible y de un color blanco brillante, llevaba incorpo-
rado una mochila con oxígeno, un tanque de agua y un soporte eléc-
trico con dos potentes linternas, una a cada lado de la cabeza. En la
espalda llevaba acoplados varios inyectores de propulsión, y en el pe-
cho lo que parecía ser un complejo sistema de comunicaciones.
Guantes y zapatos eran como los que Gustavo suponía que debía lle-
var un auténtico astronauta, es decir, suficientemente resistentes
para soportar las extremas condiciones de vida en el vacío.
¿De dónde había sacado toda aquella indumentaria? ¿Y cuánto le
habían costado aquellas prendas tan exclusivas? Quizá, se dijo a sí
mismo Gustavo, había llegado el momento de abordar a su viejo
amigo, decirle a la cara que se había convertido en el hazmerreír del
barrio y convencerle de que dejara de comportarse como un tonto.
Pero antes de que tuviese tiempo de levantarse y dirigirle la pala-
bra, uno de los niños que correteaban por la plazuela le dio un fuerte
puntapié a la pelota, con tan mala fortuna que esta fue a impactar
directamente en el casco del astronauta. La violencia del golpe de-
rribó a Alejandro, haciéndole caer de bruces al suelo. A consecuencia
del fuerte impacto contra el duro pavimento, el casco se agrietó lige-
ramente. Asustados por el inesperado resultado del balonazo, los ni-
ños se escabulleron por las calles adyacentes al parque, como si fue-
sen una bandada de pájaros que huyesen del lugar tras el estruendo
de un disparo de escopeta.
Gustavo tardó unos segundos en reaccionar, pero viendo que Ale-
jandro no se levantaba por sí mismo, se aproximó para interesarse
por su estado. El astronauta había quedado bocabajo y apenas se mo-
vía.
—¿Estás bien, Alejandro? —le preguntó, apoyando una mano so-
bre la mochila de oxígeno de su espalda.
La única respuesta que obtuvo fue una tos débil y entrecortada.
Intranquilo, Gustavo dio media vuelta al astronauta, sujetándole por
el hombro izquierdo y por su cadera. Una vez bocarriba, pudo ver a
través del casco ligeramente resquebrajado que la cara de Alejandro
se estaba volviendo por momentos de un color oscuro azulado. Gus-
tavo comprobó que no sangraba por ningún lado; tampoco había se-
ñales en su rostro de que hubiera recibido golpes contra el suelo al
caerse. El casco le había servido como eficaz protección.
—Dime algo, Alejandro. ¿Qué te pasa? —volvió a preguntarle, esta
vez con ansiedad.
Mientras transcurrían esos segundos angustiosos, la mujer y la
niña que la acompañaba se habían ido acercando a ellos poco a poco,
acarreando consigo el carrito de supermercado cargado de cachiva-
ches inservibles. La luz de una farola que se había encendido automá-
ticamente poco antes alumbraba a las cuatro personas, las únicas pre-
sentes en la plazoleta en aquel momento. Era una noche sin luna y la
oscuridad se cernía rápidamente sobre la ciudad. Había pasado casi
un minuto desde que cayera al suelo, y Alejandro seguía sin recupe-
rarse. No hablaba, se echaba las manos al cuello y emitía unos soni-
dos muy agudos al inhalar.
—Se está asfixiando —dijo la mujer, agachándose a un costado del
astronauta.
Gustavo no podía creer lo que estaba pasando. Trató de quitarle
el casco a su amigo, pero con los nervios de la situación no atinaba
cómo hacerlo.
—¡Deja de hacer el ganso, Alejandro! —exclamó de repente como
si estuviera regañando a un niño desobediente—. Respira de una vez,
vamos; no estás en el espacio vacío, si eso es a lo que estás jugando.
Hay una atmósfera respirable a tu alrededor. ¿Qué te crees que res-
piramos nosotros?
—¿De verdad crees que está fingiendo que se asfixia? —preguntó
asombrada la mujer.
—Mamá, ¿se va a morir este hombre? —dijo la niña bajo una
fuerte impresión.
La situación se estaba agravando por momentos, y Gustavo lo sa-
bía.
—Sé que está fingiendo —dijo a punto de caer en la histeria—. He
visto la caída desde cerca. Ha sido aparatosa, cierto, pero nada grave.
Este maldito traje es como un flotador que protege bien a quien lo
lleva. ¿Ves su rostro? No tiene ni un solo rasguño, no sangra, no se ha
tragado la lengua al caerse… Pero tiene tan asumido el papel de as-
tronauta, que se imagina que le falta el aire solo porque tiene el casco
un poco agrietado.
—¿Se va a morir, mamá? —insistió la niña tirando del brazo de su
madre. Esta, finalmente, le hizo caso a su hija.
—No, Natalia. No va a morir. Nadie puede contener la respiración
voluntariamente hasta ese punto; pero sí que podría desmayarse si
no inhala aire pronto. Corre, saca del carrito las tijeras y la cinta de
embalaje que encontramos esta mañana. ¡Hazlo, ya!
La niña obedeció al instante. En pocos segundos estuvo de vuelta
con los artilugios que le había pedido su madre. Esta, sin perder
tiempo, cortó un pedazo de la cinta y la pegó encima de la grieta que
se había abierto en el casco del astronauta. Luego, cortó otro trozo y
lo pegó encima del anterior, formando así una pequeña cruz. Gustavo
comprendió lo que pretendía la mujer con aquel gesto improvisado,
un gesto que, a ojos del tendero, demostraba bien a las claras lo in-
tuitiva e inteligente que era. Si Alejandro estaba tan loco como para
creerse un astronauta que había sufrido un accidente fatal en el es-
pacio, entonces no parecía tan descabellada la idea de convencerle
de que el casco estaba reparado, y que a través de la fisura ya no se
fugaba el indispensable oxígeno que le mantenía con vida.
El ingenioso truco ideado por aquella mujer surtió un efecto inme-
diato. Alejandro empezó a dar señales de que recobraba la respira-
ción; su piel recuperó el color normal y su cuerpo dejó de temblar.
Aun así, tardó unos minutos en tratar de ponerse en pie, y cuando lo
hizo dio síntomas de estar mareado. Gustavo lo tomó del brazo y le
ayudó a sentarse en el banco.
—Debería verle un médico —comentó entonces la indigente.
—Estoy de acuerdo —admitió Gustavo—. Lo llevaré al hospital
más próximo ahora mismo. ¿Puedes decirme cómo te llamas, por fa-
vor?
La mujer parpadeó varias veces antes de contestar.
—Yo…yo…me llamo…esto…me llamo Valentina.
Gustavo no estaba tan distraído como para no darse cuenta de que
aquel no era su verdadero nombre. Sin que fuera su intención, había
puesto en un compromiso a la desconocida preguntándole por su
nombre.
—Encantado de conocerte, Valentina —repuso educadamente—.
¿Puedo pedirte un favor? Necesito que te quedes aquí un rato cui-
dando a mi amigo mientras yo voy a buscar mi coche. Lo guardo en
un garaje muy cercano. Apenas lo uso, solo lo cojo algunos domingos
para ir con mi madre al campo o para visitar a mis tías.
Gustavo era consciente de que estaba hablando demasiado, pero
lo hacía a propósito con la intención de ganarse la confianza de la mu-
jer. El afán que había puesto por ocultar su verdadera identidad no
hacía sino aumentar el interés de Gustavo por conocerla mejor.
Valentina asintió con la cabeza y luego dijo:
—Ve por tu coche. Mi hija y yo te esperaremos aquí.
Gustavo le dio las gracias y se marchó a paso acelerado. Camino
del garaje llamó a su madre desde su teléfono móvil para contarle lo
que había pasado y avisarle que llegaría tarde a casa.
—No me esperes levantada, mamá. No sé cuánto tiempo tardarán
en atendernos en Urgencias, ya sabes cómo funcionan allá.
—Está bien, hijo. No te preocupes. Pero ahora mismo voy a llamar
a los padres de Alejandro para contarles lo que le ha pasado a su hijo.
No quiero que se angustien demasiado esperando que regrese. Yo sé
que están pasándolo bastante mal por culpa del estado mental de
Alejandro.
—De acuerdo, mamá. Te llamaré desde el hospital en cuanto me
entere de algo.
—Gracias, hijo. Lo que estás haciendo me enorgullece, lo sabes.
Un beso.
Gustavo le devolvió el beso y cortó la llamada sin dejar de caminar.
Estaba siendo una noche muy agitada, de eso no cabía duda. Y para
rematarla, le costó un mundo arrancar el motor de su auto. Llevaba
tiempo sin sacarlo de la plaza de aparcamiento; tendría que haberlo
llevado al taller de Teodoro para que le hicieran una revisión, pero no
lo había hecho por culpa de sus problemas económicos. Hacía un par
de meses que no sacaba a su madre de paseo inventándose cualquier
excusa, cuando la verdad era que intentaba ahorrarse el dinero de la
gasolina.
Sin apagar el motor, estacionó un momento el auto al otro lado de
la valla que rodeaba el parque. La enigmática mujer que se hacía lla-
mar Valentina había cumplido su palabra; ella y su hija Natalia esta-
ban sentadas aún en el banco, una a cada lado de Alejandro.
—¿Todavía está mareado? —le preguntó a Valentina.
—Creo que sí. Ha estado murmurando cosas incoherentes, como
que tenía que recoger muestras del suelo, o que tenía que regresar
pronto al módulo lunar. Hace un momento ha tratado de incorporarse,
pero las fuerzas no le responden aún lo suficiente.
Gustavo había comenzado a asumir que su amigo sí había perdido
el juicio, tal como decía casi todo el vecindario. El extraño incidente
que había tenido ocasión de presenciar por culpa de aquel pelotazo
fortuito le había hecho comprender que durante mucho tiempo había
estado equivocado sobre las causas del inexplicable comportamiento
de Alejandro. Lamentaba haberse tomado a la ligera su estado men-
tal, pero ya empezaba a entender cuál era la manera más práctica de
tratarlo. Si él estaba absolutamente convencido de que era un astro-
nauta llevando a cabo una misión en la Luna o en quién sabe qué otro
lugar del espacio, lo mejor sería seguirle la corriente por el momento
y no llevarle la contraria. Por lo menos hasta que estuviera en manos
de algún especialista que supiese cómo tratar su trastorno mental.
—Alejandro, voy a acompañarte de vuelta a la base. Allí podrán
repararte el casco o sustituirlo por uno nuevo. ¿Qué me dices? ¿Estás
preparado? —le dijo, agachándose frente a él y tratando de parecer
sinceramente involucrado en su historia.
El astronauta reaccionó positivamente a la propuesta, asintiendo
con la cabeza y removiéndose en el asiento con intención de levan-
tarse. Gustavo y Valentina le ayudaron a hacerlo agarrándole por de-
bajo de sus hombros.
—¿Quieres que os deje en alguna parte? —se ofreció Gustavo, sin-
tiéndose en deuda con ellas dos.
—Gracias, pero no podemos dejar el carrito abandonado en el par-
que. Mañana por la mañana tengo que vender la chatarra que hemos
recogido. Necesitamos ese dinero para vivir.
—Como quieras. Ojalá cupiese el carrito en el maletero, pero es
demasiado pequeño. Espero que os vaya bien a las dos, lo digo de
corazón. Gracias por salvarle la vida a mi amigo. Si no hubieses reac-
cionado con tanta premura, no sé lo que le hubiera pasado —dijo
Gustavo.
Valentina le sonrió tímidamente. Lo había reconocido como el ten-
dero a quien le debía dinero, algo que le produjo un poco de ver-
güenza, pues tenía presente que no se había pasado aún por la tienda
para pagarle. Se despidió atolondradamente y se alejó rápidamente
tirando del carrito. La niña la siguió sin dejar de hablarle en su lengua
foránea. Una vez más, Gustavo iba a quedarse con las ganas de hablar
más tiempo con aquella mujer. Los problemas de la tienda le parecían
ahora insignificantes en comparación con la vida tan dura y sacrifi-
cada que llevaba aquella inmigrante misteriosa con su hija. Hubiese
querido preguntarle dónde vivían, saber si Natalia acudía a alguna es-
cuela regularmente y averiguar por qué una mujer aparentemente
tan agradable e inteligente como ella había llegado a tal grado de ex-
clusión social.
Pero antes debía ocuparse de Alejandro. Con mucho cuidado, le
ayudó a sentarse en el asiento trasero, ya que en el delantero no cabía
a causa de lo abultado del traje espacial. Luego, se puso de nuevo al
volante y accionó el intermitente para incorporarse al tráfico; en ese
instante, oyó que Alejandro empezaba a contar hacia atrás en voz alta.
—Diez, nueve, ocho…
A pesar del cansancio y de la triste situación de su amigo, Gustavo
no pudo evitar soltar una carcajada.
—Ja, ja. Eres todo un personaje, Alejandro. Sí, señor. El mundo a
través de tus ojos debe ser muy diferente del que vemos los demás
—le comentó mirándole a través del espejo retrovisor. Y al decirlo no
había aspereza ni desdén en sus palabras; había tomado la decisión
de no criticar más a su viejo amigo por su modo tan peculiar de afron-
tar la realidad.
Delirio lunar
FIN