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Un astronauta

en el barrio
Eloy Barba
ÍNDICE

La tienda
Delirio lunar
Los mecánicos también sueñan
La huerta prodigiosa
El matasueños
Un negocio productivo
El plan de Teo
Las flores de la paz
Semillas lunares
El desastre
El tiempo es oro
Un favor espacial
Héroes y villanos
La tienda

Las ventas del día habían sido desalentadoras una vez más. Desde
la inauguración de un moderno supermercado cerca de su tienda de
ultramarinos, Gustavo intentaba sobreponerse al pesimismo que le
embargaba. Constantemente se decía a sí mismo que solo se trataba
de una mala racha, otra más, como la que tuvo que soportar cuando
se le inundó el negocio aquel invierno en que la lluvia parecía no tener
fin. Confiaba, aunque cada vez tenía menos motivos para ello, en que
los clientes que habían dejado de acudir a su establecimiento volve-
rían cuando se diesen cuenta que la calidad de los productos y el trato
personal eran más importantes que las atractivas ofertas de tres por
dos. Eso era lo que su padre le había enseñado, el hombre que du-
rante más de treinta años se había levantado cada día a las seis de la
mañana para atender el negocio familiar. Ahora era Gustavo quien se
ocupaba de la tienda, aunque hubiese dado todo lo que tenía por po-
der consultarle a su padre las decisiones que requería una situación
tan delicada como aquella.
Aún quedaban cinco minutos para la hora de cierre, pero Gustavo
sabía que ya no entraría ningún cliente más. Con desgana, recogió el
pan sobrante del día, barrió el suelo una vez más y bajó la persiana
metálica para poder hacer caja con tranquilidad. Apartó dinero para
pagar a los proveedores al día siguiente y se echó al bolsillo un billete
de veinte euros, con la intención de entregárselo a su madre al llegar
a casa. Cuando salió a la calle las farolas ya estaban encendidas; los
demás comercios también habían cerrado sus puertas, a excepción
del bar de Antonio, donde la parroquia habitual tapeaba y bebía des-
preocupadamente mientras discutía con pasión las últimas polémicas
del mundo del fútbol y la política.
Al pasar junto al kiosco de flores, advirtió que el viejo Anselmo
estaba recogiendo el polvoriento toldo que durante el día daba som-
bra a sus macetas. El florista era uno de los comerciantes más popu-
lares y queridos del barrio. El suyo era el negocio con más solera del
vecindario, un coqueto pabellón hexagonal construido con tablones
de madera pintados de blanco; situado en mitad del paseo arbolado
que separaba dos calles amplias y llenas de edificios abigarrados,
constituía un punto de referencia mencionado en varios folletos tu-
rísticos de la ciudad. Anselmo había sido un buen amigo del padre de
Gustavo, don José Luis Calandria, razón suficiente para que el tendero
le tuviese en gran estima. Los dos hombres se saludaron amistosa-
mente y, como sucedía siempre que coincidían a la hora de cerrar sus
respectivos negocios, Gustavo le ofreció ayuda para guardar en el in-
terior de la floristería las macetas de gladiolos, hortensias, tulipanes
o rosas que durante el día lucían sus hermosas flores alineadas sobre
la acera.
—Mis viejos y desgastados huesos te lo agradecerán, Gustavo —
dijo Anselmo llevándose una mano a la cadera—. De un tiempo a esta
parte me siento terriblemente cansado. Debería pensar en jubilarme
pronto.
—No digas tonterías, Anselmo. Eres el alma de los comerciantes
de este barrio, ¿qué haríamos si no te viéramos abrir el kiosco cada
mañana? Además, yo te veo tan joven como cuando jugabas con mi
padre al billar en los recreativos de la calle Ortuña.
—Ja, ja. Qué más quisiera yo que poder regresar a esos tiempos
tan felices. No sé si lo sabes, pero heredaste el mismo talante amable
y generoso que tenía tu padre. Tus palabras me animan como me ani-
maban antaño las de José Luis; pero ya te darás cuenta algún día que
la vejez se lleva por dentro, como un amigo pesado que nunca te deja
en paz. ¡Qué se le va a hacer, así es la vida!
—Quizá lo que te está pidiendo el cuerpo son unas vacaciones —
dijo Gustavo—. Desde luego a mí me sentarían bien unas bien pro-
longadas, que no te quepa duda, ja, ja, ja.
—Ya, pero no tengo a nadie que me sustituya, bien lo sabes. Y tam-
poco me gustaría dejar el negocio en manos de cualquiera. Mis flores
se merecen los mejores cuidados, ellas notan enseguida si no se les
presta la atención que merecen. Cuando decida traspasar el negocio
será a alguien que anteponga el bienestar de las plantas al beneficio
económico.
Gustavo no quiso insistir en el tema y continuó retirando las flores
de la acera. Cuando Anselmo cerró el kiosco, se despidió de él y con-
tinuó caminando hacia su casa. Al alejarse, recordó que el comporta-
miento de Anselmo durante los últimos meses había sido un tanto
extravagante. Le había dado por decir a la gente que estaba ven-
diendo unas flores mágicas, flores que producían efectos asombrosos
en sus compradores. A doña Remedios, la directora de la oficina de
correos, le había vendido unas petunias que, según le aseguró el flo-
rista, olían a mar y aliviaban el calor en los días de verano; y a Gerardo,
el policía municipal, le vendió un ramo de violetas prometiéndole que
su aroma haría que su esposa olvidase al instante el enfado que sentía
por no haber recordado la fecha de su aniversario de boda. El bueno
de Anselmo pregonaba a los cuatro vientos las excelencias de sus su-
puestas flores mágicas, llamando así la atención de las personas que
pasaban por delante de su kiosco. Algunos pensaban que era un
modo de hacer propaganda bastante original; otros consideraban que
les estaba gastando una broma con cámara oculta o algo así, y la ma-
yoría simplemente pensaba que la edad le estaba empezando a jugar
una mala pasada al viejo florista. Lo más curioso de todo, en opinión
de Gustavo, era que la insistencia de Anselmo estaba empezando a
sugestionar a algunos de sus clientes, que habían reconocido en la
carnicería, en la farmacia o en la droguería haber comprobado la ve-
racidad de sus afirmaciones.
Para llegar al vetusto piso de dos habitaciones en el que convivía
con su madre y dos gatos, Gustavo debía recorrer dos calles más y
atravesar las vías del tren por un paso elevado que los grafiteros del
barrio redecoraban continuamente con imaginativas y coloridas com-
posiciones. En la plazoleta de un pequeño parque, al otro lado de las
vías, había una fila de bancos que por las mañanas eran utilizados
como lugar de reunión por animosos jubilados; por las tardes, los an-
cianos eran sustituidos por matrimonios que paseaban a sus bebés
en carritos y por jóvenes parejas de enamorados. Pero a la hora en la
que Gustavo pasaba por allí los bancos estaban desocupados, salvo
por algún corredor ocasional que se detenía durante un momento
para atarse bien los cordones de sus zapatillas deportivas. El joven
tendero eligió uno al azar para sentarse a meditar durante un rato
sobre los asuntos que le preocupaban, pero enseguida su mente se
puso a divagar recordando con melancolía épocas pasadas. Extrañaba
aquellos tiempos en los que iba a la tienda al terminar las clases en la
escuela, una época en la que no le agobiaban las responsabilidades y
en la que el mundo era aún un lugar nuevo y maravilloso por descubrir.
Enfrente del banco donde estaba sentado, unos niños jugaban al
fútbol usando unos bolardos de la plazoleta como porterías; por de-
trás de una de estas, una mujer que iba acompañada por una niña de
entre doce y catorce años de edad acarreaba un oxidado carro de su-
permercado repleto de cartones y metales. Aunque no sabía sus nom-
bres, Gustavo las reconoció porque habían entrado en su tienda unos
días antes. Después de coger una caja de galletas y una tableta de
chocolate, la mujer se había dado cuenta de que las monedas que
llevaba no le alcanzaban para pagar los artículos e hizo ademán de
devolverlos a su estantería. Pero Gustavo no dejó que hiciera tal cosa;
cortésmente, le rogó que se llevase lo que ya había escogido, restán-
dole importancia al asunto y aceptando de buen grado la promesa
que le hizo la mujer de pasarse en otra ocasión por la tienda y saldar
la deuda. Tanto ella como la niña hablaban con un fuerte acento ex-
tranjero, aunque ambas se expresaban correctamente y con educa-
ción. Su apariencia y su comportamiento le llevaron a pensar que se
trataba de personas excluidas socialmente por culpa de alguna cir-
cunstancia desdichada o dramática. ¿De dónde venían y cuál era su
historia? Gustavo hubiese querido hacerle a la mujer estas y otras
preguntas, pero no quiso parecer un entrometido en aquel momento.
Quizá cuando volviera por la tienda para saldar su deuda —Gustavo
estaba convencido de que lo haría —se presentaría la ocasión de co-
nocer algo más sobre los acontecimientos que la habían llevado a ella
y a la niña, seguramente hija suya, hasta el barrio desde su país de
origen.
Gustavo dejó de pensar en ellas y volvió a concentrarse en sus pro-
pios problemas. ¿Qué pasaría si no lograba remontar las ventas de su
negocio? ¿Y si se veía obligado a cerrar la tienda? En tal caso, tendría
que buscar trabajo como reponedor o cajero en algún supermercado;
aunque sería duro, tampoco debía pensar en ello como si fuera una
tragedia. Todavía no era demasiado mayor para volver a empezar en
otra parte. Ante todo, no debía sentir lástima de sí mismo ni compa-
decerse de sus desdichas. Como solía decirle su madre, en la vida
siempre hay solución para cualquier problema, y si no la hay, ¿para
qué preocuparse? Aunque lo cierto era que la situación le agobiaba
tanto que no le dejaba dormir bien por las noches.
De repente, su atención se desvió hacia la extraña figura de un
hombre que acababa de entrar en la plazoleta. Iba disfrazado de as-
tronauta y daba zancadas largas y pausadas, como si quisiera dar a
entender que caminaba sobre la superficie de un planeta con grave-
dad inferior a la que se siente en la Tierra; cualquiera que no lo cono-
ciese hubiese podido llegar a la conclusión que se trataba de un mimo
tratando de llamar la atención de su público o, quizá, un hombre
anuncio que estuviese protagonizando una original campaña publici-
taria. Pero Gustavo conocía al hombre que estaba debajo de aquel
traje espacial y sabía bien que no era un mimo, ni un hombre anuncio,
ni nada parecido. El falso astronauta se llamaba Alejandro; su nombre
completo era Alejandro Barranco Cedilla y tendría más o menos la
misma edad que Gustavo; este lo sabía porque ambos habían sido
compañeros de colegio durante muchos años. Además, vivían en la
misma calle, separados únicamente por dos bloques de apartamen-
tos; el padre de Alejandro, don Ramón Barranco, había trabajado toda
su vida en la compañía de seguros Cormorán, en la que Gustavo, y su
padre antes que él, tenía contratados todos sus seguros. Doña Eulalia
Cedilla, la madre de Alejandro, también era buena amiga de la familia
de Gustavo, aunque hacía mucho tiempo que no se dejaba ver por el
barrio, seguramente para no tener que escuchar los cuchicheos que
se originaban a su paso, a cuenta de la extraña costumbre que había
adoptado su hijo de salir a la calle ataviado como un auténtico astro-
nauta.
Los vecinos que conocían a Alejandro murmuraban sobre las razo-
nes de su estrafalario comportamiento, aunque todas las murmura-
ciones podían resumirse en una sola: Alejandro Barranco Cedilla ha-
bía perdido la cabeza y se había vuelto completamente loco. Gustavo
no compartía del todo esa opinión; muchas veces había sacado a re-
lucir el tema durante la cena, comentándole a su madre que Alejan-
dro había sido siempre un niño sensato y muy normal. Reconocía que
en el instituto se volvió un chico reservado y un poco solitario, pero
siempre fue un excelente compañero que nunca se vio envuelto en
conflictos ni dio motivos de quejas a sus profesores. Gustavo había
perdido el contacto con Alejandro cuando este se fue a estudiar al
extranjero, a una universidad estadounidense que le había concedido
una beca de estudios gracias a sus excelentes calificaciones en cien-
cias. De su estancia allí solo sabía que había vuelto huraño y taciturno,
aunque desconocía los motivos de aquel cambio en su personalidad.
Pero de eso a volverse loco de remate había un buen trecho, y Gus-
tavo estaba convencido de que su viejo amigo no era de ese tipo de
personas.
—Tal vez se enamoró de alguna chica y esta no le correspondió —
aventuró su madre en una ocasión—. Esos infortunios en el amor sue-
len marcar a los jóvenes de formas que la razón no entiende.
—Puede que fuera eso —admitió Gustavo—. A veces me acuerdo
de nuestra época de estudiantes; Alejandro se compró un telescopio
en el último curso de instituto y no desperdiciaba ni una oportunidad
de hablarnos de la pasión que sentía por la astronomía. Puede que
eso tenga algo que ver con la obsesión que tiene de andar siempre
con ese traje de astronauta. La verdad es que no lo sé a ciencia cierta,
porque desde que me puse a trabajar con papá en la tienda hablaba
con él muy esporádicamente. Y desde que volvió del extranjero creo
que no he tenido ocasión de hablar con él. ¿Cuánto tiempo lleva sa-
liendo a la calle así?
—No sé. Más de un año seguro.
—Entonces deben ser cuatro o cinco años los que llevo sin cruzar
una sola palabra con él.
—Una lástima —dijo su madre—. Recuerdo que en el instituto
erais buenos amigos.
Sí que lo eran, pensó Gustavo. Guardaba buenos recuerdos de
aquellos tiempos en el instituto. Lo que ocultaba Gustavo a su madre
era que, en el fondo de su corazón, se sentía enojado con su viejo
amigo a causa de la inexplicable actitud de este ante la vida. Le pare-
cía que se comportaba como un niño inmaduro y caprichoso. Sí, eso
era, un niño caprichoso más que un loco inconsciente. Al mismo
tiempo sentía lástima por él; le dolía ver a la gente cuchicheando so-
bre Alejandro cuando le veían hacer el estúpido con aquel disfraz.
¿Pero cómo podía ayudarlo cuando él mismo tenía tantos problemas
y tanto trabajo en la tienda? Por eso, cuando veía al astronauta cami-
nando de ese modo tan particular por la calle, prefería cambiarse de
acera y agachaba la cabeza para no tener que saludarlo.
Pero en aquel momento, sentado en el banco y con el astronauta
dirigiéndose directamente hacia él con aquellos pasos que trataban
de imitar los paseos de los auténticos astronautas sobre la superficie
de la Luna, le iba a resultar muy difícil evitar el encuentro cara a cara
con su viejo amigo de la infancia. Se había aproximado ya tanto que
Gustavo pudo apreciar algo que no había tenido la oportunidad de
advertir hasta entonces: el traje espacial dentro del cual estaba en-
fundado Alejandro no era un vulgar disfraz adquirido en cualquier
tienda en época de carnavales. Todo lo contrario, se trataba de un
auténtico traje para exploraciones extravehiculares en el espacio. El
casco tenía un visor para proteger al astronauta de las radiaciones so-
lares; el traje, flexible y de un color blanco brillante, llevaba incorpo-
rado una mochila con oxígeno, un tanque de agua y un soporte eléc-
trico con dos potentes linternas, una a cada lado de la cabeza. En la
espalda llevaba acoplados varios inyectores de propulsión, y en el pe-
cho lo que parecía ser un complejo sistema de comunicaciones.
Guantes y zapatos eran como los que Gustavo suponía que debía lle-
var un auténtico astronauta, es decir, suficientemente resistentes
para soportar las extremas condiciones de vida en el vacío.
¿De dónde había sacado toda aquella indumentaria? ¿Y cuánto le
habían costado aquellas prendas tan exclusivas? Quizá, se dijo a sí
mismo Gustavo, había llegado el momento de abordar a su viejo
amigo, decirle a la cara que se había convertido en el hazmerreír del
barrio y convencerle de que dejara de comportarse como un tonto.
Pero antes de que tuviese tiempo de levantarse y dirigirle la pala-
bra, uno de los niños que correteaban por la plazuela le dio un fuerte
puntapié a la pelota, con tan mala fortuna que esta fue a impactar
directamente en el casco del astronauta. La violencia del golpe de-
rribó a Alejandro, haciéndole caer de bruces al suelo. A consecuencia
del fuerte impacto contra el duro pavimento, el casco se agrietó lige-
ramente. Asustados por el inesperado resultado del balonazo, los ni-
ños se escabulleron por las calles adyacentes al parque, como si fue-
sen una bandada de pájaros que huyesen del lugar tras el estruendo
de un disparo de escopeta.
Gustavo tardó unos segundos en reaccionar, pero viendo que Ale-
jandro no se levantaba por sí mismo, se aproximó para interesarse
por su estado. El astronauta había quedado bocabajo y apenas se mo-
vía.
—¿Estás bien, Alejandro? —le preguntó, apoyando una mano so-
bre la mochila de oxígeno de su espalda.
La única respuesta que obtuvo fue una tos débil y entrecortada.
Intranquilo, Gustavo dio media vuelta al astronauta, sujetándole por
el hombro izquierdo y por su cadera. Una vez bocarriba, pudo ver a
través del casco ligeramente resquebrajado que la cara de Alejandro
se estaba volviendo por momentos de un color oscuro azulado. Gus-
tavo comprobó que no sangraba por ningún lado; tampoco había se-
ñales en su rostro de que hubiera recibido golpes contra el suelo al
caerse. El casco le había servido como eficaz protección.
—Dime algo, Alejandro. ¿Qué te pasa? —volvió a preguntarle, esta
vez con ansiedad.
Mientras transcurrían esos segundos angustiosos, la mujer y la
niña que la acompañaba se habían ido acercando a ellos poco a poco,
acarreando consigo el carrito de supermercado cargado de cachiva-
ches inservibles. La luz de una farola que se había encendido automá-
ticamente poco antes alumbraba a las cuatro personas, las únicas pre-
sentes en la plazoleta en aquel momento. Era una noche sin luna y la
oscuridad se cernía rápidamente sobre la ciudad. Había pasado casi
un minuto desde que cayera al suelo, y Alejandro seguía sin recupe-
rarse. No hablaba, se echaba las manos al cuello y emitía unos soni-
dos muy agudos al inhalar.
—Se está asfixiando —dijo la mujer, agachándose a un costado del
astronauta.
Gustavo no podía creer lo que estaba pasando. Trató de quitarle
el casco a su amigo, pero con los nervios de la situación no atinaba
cómo hacerlo.
—¡Deja de hacer el ganso, Alejandro! —exclamó de repente como
si estuviera regañando a un niño desobediente—. Respira de una vez,
vamos; no estás en el espacio vacío, si eso es a lo que estás jugando.
Hay una atmósfera respirable a tu alrededor. ¿Qué te crees que res-
piramos nosotros?
—¿De verdad crees que está fingiendo que se asfixia? —preguntó
asombrada la mujer.
—Mamá, ¿se va a morir este hombre? —dijo la niña bajo una
fuerte impresión.
La situación se estaba agravando por momentos, y Gustavo lo sa-
bía.
—Sé que está fingiendo —dijo a punto de caer en la histeria—. He
visto la caída desde cerca. Ha sido aparatosa, cierto, pero nada grave.
Este maldito traje es como un flotador que protege bien a quien lo
lleva. ¿Ves su rostro? No tiene ni un solo rasguño, no sangra, no se ha
tragado la lengua al caerse… Pero tiene tan asumido el papel de as-
tronauta, que se imagina que le falta el aire solo porque tiene el casco
un poco agrietado.
—¿Se va a morir, mamá? —insistió la niña tirando del brazo de su
madre. Esta, finalmente, le hizo caso a su hija.
—No, Natalia. No va a morir. Nadie puede contener la respiración
voluntariamente hasta ese punto; pero sí que podría desmayarse si
no inhala aire pronto. Corre, saca del carrito las tijeras y la cinta de
embalaje que encontramos esta mañana. ¡Hazlo, ya!
La niña obedeció al instante. En pocos segundos estuvo de vuelta
con los artilugios que le había pedido su madre. Esta, sin perder
tiempo, cortó un pedazo de la cinta y la pegó encima de la grieta que
se había abierto en el casco del astronauta. Luego, cortó otro trozo y
lo pegó encima del anterior, formando así una pequeña cruz. Gustavo
comprendió lo que pretendía la mujer con aquel gesto improvisado,
un gesto que, a ojos del tendero, demostraba bien a las claras lo in-
tuitiva e inteligente que era. Si Alejandro estaba tan loco como para
creerse un astronauta que había sufrido un accidente fatal en el es-
pacio, entonces no parecía tan descabellada la idea de convencerle
de que el casco estaba reparado, y que a través de la fisura ya no se
fugaba el indispensable oxígeno que le mantenía con vida.
El ingenioso truco ideado por aquella mujer surtió un efecto inme-
diato. Alejandro empezó a dar señales de que recobraba la respira-
ción; su piel recuperó el color normal y su cuerpo dejó de temblar.
Aun así, tardó unos minutos en tratar de ponerse en pie, y cuando lo
hizo dio síntomas de estar mareado. Gustavo lo tomó del brazo y le
ayudó a sentarse en el banco.
—Debería verle un médico —comentó entonces la indigente.
—Estoy de acuerdo —admitió Gustavo—. Lo llevaré al hospital
más próximo ahora mismo. ¿Puedes decirme cómo te llamas, por fa-
vor?
La mujer parpadeó varias veces antes de contestar.
—Yo…yo…me llamo…esto…me llamo Valentina.
Gustavo no estaba tan distraído como para no darse cuenta de que
aquel no era su verdadero nombre. Sin que fuera su intención, había
puesto en un compromiso a la desconocida preguntándole por su
nombre.
—Encantado de conocerte, Valentina —repuso educadamente—.
¿Puedo pedirte un favor? Necesito que te quedes aquí un rato cui-
dando a mi amigo mientras yo voy a buscar mi coche. Lo guardo en
un garaje muy cercano. Apenas lo uso, solo lo cojo algunos domingos
para ir con mi madre al campo o para visitar a mis tías.
Gustavo era consciente de que estaba hablando demasiado, pero
lo hacía a propósito con la intención de ganarse la confianza de la mu-
jer. El afán que había puesto por ocultar su verdadera identidad no
hacía sino aumentar el interés de Gustavo por conocerla mejor.
Valentina asintió con la cabeza y luego dijo:
—Ve por tu coche. Mi hija y yo te esperaremos aquí.
Gustavo le dio las gracias y se marchó a paso acelerado. Camino
del garaje llamó a su madre desde su teléfono móvil para contarle lo
que había pasado y avisarle que llegaría tarde a casa.
—No me esperes levantada, mamá. No sé cuánto tiempo tardarán
en atendernos en Urgencias, ya sabes cómo funcionan allá.
—Está bien, hijo. No te preocupes. Pero ahora mismo voy a llamar
a los padres de Alejandro para contarles lo que le ha pasado a su hijo.
No quiero que se angustien demasiado esperando que regrese. Yo sé
que están pasándolo bastante mal por culpa del estado mental de
Alejandro.
—De acuerdo, mamá. Te llamaré desde el hospital en cuanto me
entere de algo.
—Gracias, hijo. Lo que estás haciendo me enorgullece, lo sabes.
Un beso.
Gustavo le devolvió el beso y cortó la llamada sin dejar de caminar.
Estaba siendo una noche muy agitada, de eso no cabía duda. Y para
rematarla, le costó un mundo arrancar el motor de su auto. Llevaba
tiempo sin sacarlo de la plaza de aparcamiento; tendría que haberlo
llevado al taller de Teodoro para que le hicieran una revisión, pero no
lo había hecho por culpa de sus problemas económicos. Hacía un par
de meses que no sacaba a su madre de paseo inventándose cualquier
excusa, cuando la verdad era que intentaba ahorrarse el dinero de la
gasolina.
Sin apagar el motor, estacionó un momento el auto al otro lado de
la valla que rodeaba el parque. La enigmática mujer que se hacía lla-
mar Valentina había cumplido su palabra; ella y su hija Natalia esta-
ban sentadas aún en el banco, una a cada lado de Alejandro.
—¿Todavía está mareado? —le preguntó a Valentina.
—Creo que sí. Ha estado murmurando cosas incoherentes, como
que tenía que recoger muestras del suelo, o que tenía que regresar
pronto al módulo lunar. Hace un momento ha tratado de incorporarse,
pero las fuerzas no le responden aún lo suficiente.
Gustavo había comenzado a asumir que su amigo sí había perdido
el juicio, tal como decía casi todo el vecindario. El extraño incidente
que había tenido ocasión de presenciar por culpa de aquel pelotazo
fortuito le había hecho comprender que durante mucho tiempo había
estado equivocado sobre las causas del inexplicable comportamiento
de Alejandro. Lamentaba haberse tomado a la ligera su estado men-
tal, pero ya empezaba a entender cuál era la manera más práctica de
tratarlo. Si él estaba absolutamente convencido de que era un astro-
nauta llevando a cabo una misión en la Luna o en quién sabe qué otro
lugar del espacio, lo mejor sería seguirle la corriente por el momento
y no llevarle la contraria. Por lo menos hasta que estuviera en manos
de algún especialista que supiese cómo tratar su trastorno mental.
—Alejandro, voy a acompañarte de vuelta a la base. Allí podrán
repararte el casco o sustituirlo por uno nuevo. ¿Qué me dices? ¿Estás
preparado? —le dijo, agachándose frente a él y tratando de parecer
sinceramente involucrado en su historia.
El astronauta reaccionó positivamente a la propuesta, asintiendo
con la cabeza y removiéndose en el asiento con intención de levan-
tarse. Gustavo y Valentina le ayudaron a hacerlo agarrándole por de-
bajo de sus hombros.
—¿Quieres que os deje en alguna parte? —se ofreció Gustavo, sin-
tiéndose en deuda con ellas dos.
—Gracias, pero no podemos dejar el carrito abandonado en el par-
que. Mañana por la mañana tengo que vender la chatarra que hemos
recogido. Necesitamos ese dinero para vivir.
—Como quieras. Ojalá cupiese el carrito en el maletero, pero es
demasiado pequeño. Espero que os vaya bien a las dos, lo digo de
corazón. Gracias por salvarle la vida a mi amigo. Si no hubieses reac-
cionado con tanta premura, no sé lo que le hubiera pasado —dijo
Gustavo.
Valentina le sonrió tímidamente. Lo había reconocido como el ten-
dero a quien le debía dinero, algo que le produjo un poco de ver-
güenza, pues tenía presente que no se había pasado aún por la tienda
para pagarle. Se despidió atolondradamente y se alejó rápidamente
tirando del carrito. La niña la siguió sin dejar de hablarle en su lengua
foránea. Una vez más, Gustavo iba a quedarse con las ganas de hablar
más tiempo con aquella mujer. Los problemas de la tienda le parecían
ahora insignificantes en comparación con la vida tan dura y sacrifi-
cada que llevaba aquella inmigrante misteriosa con su hija. Hubiese
querido preguntarle dónde vivían, saber si Natalia acudía a alguna es-
cuela regularmente y averiguar por qué una mujer aparentemente
tan agradable e inteligente como ella había llegado a tal grado de ex-
clusión social.
Pero antes debía ocuparse de Alejandro. Con mucho cuidado, le
ayudó a sentarse en el asiento trasero, ya que en el delantero no cabía
a causa de lo abultado del traje espacial. Luego, se puso de nuevo al
volante y accionó el intermitente para incorporarse al tráfico; en ese
instante, oyó que Alejandro empezaba a contar hacia atrás en voz alta.
—Diez, nueve, ocho…
A pesar del cansancio y de la triste situación de su amigo, Gustavo
no pudo evitar soltar una carcajada.
—Ja, ja. Eres todo un personaje, Alejandro. Sí, señor. El mundo a
través de tus ojos debe ser muy diferente del que vemos los demás
—le comentó mirándole a través del espejo retrovisor. Y al decirlo no
había aspereza ni desdén en sus palabras; había tomado la decisión
de no criticar más a su viejo amigo por su modo tan peculiar de afron-
tar la realidad.
Delirio lunar

Dos enfermeros se hicieron cargo de Alejandro a su llegada al


hospital. Gustavo se dirigió enseguida al mostrador de admisión para
comunicar los datos personales que conocía de su amigo, y luego fue
a sentarse a la sala de espera. Estuvo jugando un buen rato con el
móvil hasta que se le despertó el apetito y decidió ir a la cafetería del
hospital para tomar algo caliente. Cuando regresó a la sala de espera
vio a los padres de Alejandro, los cuales habían recibido una llamada
del hospital y acababan de llegar. Parecían muy nerviosos, y al
percatarse de la presencia de Gustavo, a quien reconocieron de
inmediato, acudieron a su encuentro ansiosos por recibir noticias
sobre el estado de su hijo.
—Hay que esperar que los médicos le hagan un primer
reconocimiento —les informó Gustavo tratando de calmar su
ansiedad—. Físicamente parecía estar bien, pero han avisado a un
psiquiatra para que evalúe su estado mental. Me prometieron que
vendrían a comunicarme cualquier novedad cuando se produzca.
Don Ramón, intentando mantener la compostura, asintió con la
cabeza comprensivamente, mientras su esposa se abrazaba a Gustavo
sollozando.
—Gustavo, quiero darte las gracias por cuidar de nuestro hijo —
dijo doña Eulalia tratando de contener el llanto—. A él le hacen falta
amigos como tú, es tan desdichado...
—No tiene que agradecerme nada, doña Eulalia. En cierto modo,
me siento culpable por no haberme acercado a Alejandro mucho
antes. Pero ustedes ya saben cómo es la vida, uno se centra
demasiado en los propios problemas y no se interesa lo suficiente por
los que te rodean.
—Hablas con mucha sensatez —dijo don Ramón—. Pero no te
atormentes; ni siquiera yo he podido acercarme a mi hijo lo suficiente
para entender qué pasa por su cabeza. Hemos intentado todo para
conseguir que deponga su actitud y deje de usar ese maldito traje.
—No te alteres, cariño —intervino doña Eulalia al ver que su
marido alzaba la voz más de lo conveniente para una sala de espera
hospitalaria—. Venga, sentémonos un rato hasta que nos llamen los
médicos.
Gustavo se sentó en medio de la pareja y guardó silencio durante
un rato, hasta que se atrevió a formularles una pregunta que le
rondaba por la cabeza desde poco antes del desafortunado balonazo.
—¿Pueden decirme de dónde ha sacado Alejandro ese traje de
astronauta? Quiero decir que parece un atuendo muy realista;
apreciándolo bien de cerca, uno se da cuenta de que no le falta ni un
detalle. Algo así no se consigue en cualquier parte.
—Todo este asunto viene de su paso por los Estados Unidos —
comenzó a responderle don Ramón.
—Estaba tan ilusionado cuando se marchó a estudiar allí —le
interrumpió su esposa con aire melancólico—. Quería convertirse en
un gran astrónomo y graduarse además en Astrofísica.
—Sí, sí, pero su verdadero sueño —puntualizó don Ramón—, el
verdadero sueño que Alejandro ha perseguido durante toda su vida
era el de poner un pie en la Luna. De niño quería ser un astronauta
como los que veía en la tele o en el cine; y nunca renunció a ese sueño,
aunque no se lo dijera a nadie. Cuando alguien en la universidad le
habló de unas pruebas de admisión en el programa espacial no se lo
pensó dos veces. Presentó su solicitud y se preparó a conciencia para
superar las pruebas de ingreso. El día anterior a un duro examen
físico al que debían someterse los aspirantes, a Alejandro le
detectaron una enfermedad congénita cardíaca, inofensiva para la
vida diaria, pero que lamentablemente le inhabilitaba para
pertenecer al plantel de astronautas. La noticia supuso un mazazo
terrible para sus ilusiones, del que no supo reponerse. Para sus
compañeros y profesores la noticia también supuso un duro revés,
pues Alejandro era muy apreciado y querido. Además, y al parecer,
todo el mundo estaba de acuerdo en que era un aspirante ideal para
convertirse pronto en un gran astronauta. En reconocimiento a sus
méritos, el centro espacial le hizo un homenaje de despedida y le
regaló un traje espacial auténtico —un prototipo obsoleto, según
tengo entendido— para que lo guardase toda su vida como un bonito
recuerdo de sus méritos. Pero Alejandro había quedado muy tocado,
severamente trastornado por la frustración de ver que su sueño se
había convertido en irrealizable. Cuando regresó a casa, su madre y
yo nos dimos cuenta enseguida que estaba anclado en sus recuerdos,
ensimismado y completamente alejado de la realidad. Un día
llegamos de la calle y nos lo encontramos ante el espejo con el traje
de astronauta puesto; el resto de la historia ya la conoces.
—Se cree que vive en la Luna —añadió doña Eulalia con pesar—.
Todo el tiempo.
Gustavo miró la hora en el reloj de la sala de espera. Eran ya las
once y media de la noche. No podría quedarse mucho más tiempo o
al día siguiente le costaría horrores despertarse para ir a abrir la
tienda. Decidió que aguantaría hasta las doce y luego, si aún no había
novedades, se despediría con la promesa de llamar por la mañana
para enterarse de lo que hubiesen dicho los médicos. Mientras tanto,
se puso a pensar en la historia que le había contado don Ramón.
Todos los niños tenían sueños que el paso del tiempo se encargaba
de borrar o de relegar a rincones del alma donde se conservaban
como recuerdos hermosos de la infancia. Él mismo había soñado con
ser un futbolista de primera división que ganaba campeonatos
mundiales y marcaba penaltis decisivos; pero, ¿hasta qué punto era
natural y sano mantener vivos esos sueños cuando la realidad se
imponía a la fantasía y la llegada de la adolescencia despertaba
nuevos intereses y aspectos de la personalidad? ¿Qué mecanismos
de la mente habían llevado a Alejandro a mantener la puerta abierta
a sueños que deberían estar enterrados y haber sido sustituidos por
ambiciones más prácticas al alcance de sus posibilidades?
Quedaban minutos para la medianoche cuando los médicos
llamaron a los padres de Alejandro. Como Gustavo le había llevado
hasta el hospital, y ya que don Ramón le presentó como un amigo
íntimo de su hijo, le dejaron entrar también a la consulta del doctor
Palacios, un hombre fornido y de aspecto campechano que lucía una
perilla blanca cuidadosamente perfilada.
—Señores, en primer lugar es mi deber tranquilizarles. Alejandro
se encuentra bien atendido en estos momentos. Estaba muy alterado
por la caída, pero no presenta contusiones en su cuerpo. Hemos
conseguido que se quite el traje espacial haciéndole creer que la
habitación en la que lo hemos internado está totalmente presurizada
y aislada del vacío exterior.
—Eso mismo dice él de nuestro cuarto de baño —señaló doña
Eulalia—. Es el único lugar de la casa donde se viste y desviste. Debe
ser porque le gusta la ventana climatizada que instalamos.
—Le hemos suministrado calmantes para que pueda dormir bien
esta noche —continuó el doctor Palacios—, y mañana empezaremos
a evaluar su estado mental. Personalmente, creo que debería estar
internado varias semanas antes de tomar cualquier decisión.
—Pero díganos, doctor, ¿cree que nuestro hijo está loco? —quiso
saber don Ramón.
—Nunca usamos esa palabra para referirnos a un paciente —
aclaró el psiquiatra—. Me inclino a pensar que Alejandro sufre algún
tipo de delirio o una psicosis, una pérdida severa de contacto con la
realidad. La convicción de que vive en la Luna parece estar
profundamente arraigada en su mente, a pesar de que la evidencia
debería demostrarle lo errado de sus planteamientos ilógicos. De
algún modo, su cerebro opaca todos los detalles que le indican que
vive en la Tierra con todos nosotros. ¿Cómo lo hace? Tardaremos
tiempo en averiguarlo, me temo.
—¿Y qué harán ustedes para devolverlo a la normalidad? —
planteó Gustavo, mostrándose conforme con la opinión del doctor
Palacios.
—Ojalá hubiera una respuesta sencilla a esa pregunta. Desde
luego, y como le estaba explicando, no será un proceso rápido.
Tendrá que someterse a un tratamiento largo de terapias, pastillas y
evaluaciones exhaustivas.
El diagnóstico del psiquiatra deprimió a Gustavo sin saber por qué.
De repente, sintió un fuerte e irracional deseo de rescatar a su amigo
y ahorrarle todo el sufrimiento por el que tendría que pasar. Aun
sabiendo que lo mejor para Alejandro en aquellos momentos era
estar en manos de profesionales cualificados como el doctor Palacios,
no podía evitar pensar que, de algún modo, los médicos modificarían
la personalidad de Alejandro, su manera de ser, sin tener muy en
cuenta lo que él quisiera para sí mismo. Hasta aquel instante, Gustavo
se había sentido molesto porque Alejandro se evadía de la realidad;
su locura casi había puesto en riesgo su vida; pero ahora sentía que
al quitarle el traje y someterlo a un tratamiento psiquiátrico le
estaban arrebatando de algún modo su voluntad. Al darse cuenta de
que estaba teniendo pensamientos contradictorios, Gustavo se dijo
a sí mismo que el cansancio le estaba confundiendo, de modo que
trató de apartar de su mente esos pensamientos aferrándose a la
realidad y convenciéndose de que no podía ser tan pesimista ni
aprehensivo con la situación de su viejo amigo.
El psiquiatra se despidió de ellos excusándose por tener que
atender otros asuntos, y asegurándoles que haría cuanto estuviese
en sus manos para lograr que Alejandro se recuperase
satisfactoriamente. Gustavo quedó de acuerdo con don Ramón y con
doña Eulalia en volver al hospital al día siguiente una vez que cerrase
la tienda, aunque creía que no le dejarían ver aún a Alejandro.
Después, el matrimonio tomó un taxi a las puertas del hospital, el
mismo medio de transporte en el que habían llegado. Gustavo, por
su parte, se dirigió al aparcamiento para coger su auto. No obstante,
la noche iba a depararle un contratiempo más, ya que el viejo motor
se negó a arrancar otra vez. Después de intentarlo hasta la saciedad,
se rindió a la evidencia y cogió un taxi. En el trayecto a su casa decidió
que al día siguiente llamaría al taller de Teodoro y le pediría que su
hijo fuese con la grúa al hospital para recoger el coche averiado del
aparcamiento. Cuando llegó a su casa, habló durante un rato con su
madre mientras se tomaba un vaso de leche caliente con un trozo de
bizcocho. Le contó con detalle lo que había dicho el psiquiatra, así
como la reacción de los padres de Alejandro y lo acontecido con el
auto. Después, ambos se fueron a dormir. Había sido un día agotador
e intenso, pero a Gustavo le costó quedarse dormido, pues de nuevo
le asaltó la preocupación por la mala marcha de la tienda. El sueño le
venció mientras trataba de decidir si sería buena idea o no poner a su
madre al corriente de la situación.
Los mecánicos también sueñan

Gustavo llamó al taller de Teodoro después de colocar en su lugar


la fruta y la verdura del día, despachar con el proveedor que le
suministraba los huevos de granja y reclamarle a un representante un
pedido de tarros de mermeladas que se estaba demorando
demasiado en llegar.
—¿Mandarás a tu hijo Teo con la grúa? —preguntó al mecánico
tras explicarle su problema con el automóvil.
—Sí, justo ahora lo tengo aquí a mi lado. En cuanto se ha enterado
que eras tú quien estaba al teléfono me ha dicho con señas que él se
encargará de todo; dice que quiere verte para comentarte algo.
—Estupendo. Dile entonces que se pase por la tienda y le daré las
llaves del coche. Me haría un gran favor.
—Cuenta con ello, Gustavo.
Teo se parecía mucho a su padre físicamente. Fortachón, de baja
estatura y con los hombros anchos, llevaba siempre su pelo castaño
cortado al cepillo; desde que entró a trabajar con su padre, las
manchas de grasa y el mono de trabajo azul le acompañaban a todas
partes. La pasión que sentía por todo lo relacionado con el mundo del
motor se remontaba a su más tierna infancia. Los clientes del taller
no dejaban de asombrarse de su precoz pericia al comprobar la
rapidez y exactitud con la que detectaba fallos mecánicos en sus
vehículos, a los cuales solía aplicar mejoras muy imaginativas y
eficaces. Después de terminar sus estudios como técnico de
automoción, Teo comenzó a ahorrar dinero para matricularse en un
centro de formación para mecánicos de carreras de competición, ya
que aspiraba algún día a ser parte integrante del equipo de mecánicos
en alguna escudería de fórmula uno. En realidad, su interés no se
centraba en las carreras en sí, sino en un deseo casi obsesivo de
aprender todo cuanto fuese posible sobre automóviles, los motores
y la tecnología que había encerrada en ellos. Siempre estaba
pensando en cómo mejorar las prestaciones de los monoplazas, y se
le ocurrían ideas muy avanzadas que soñaba con poner en práctica
algún día. Así, en los cuadernos de apuntes que guardaba en su cuarto
había diseños de autos futuristas capaces de alcanzar velocidades
supersónicas, o de motores que podrían funcionar un mes entero con
una sola gota de combustible.
El centro de formación al que soñaba con acudir Teo se hallaba en
Alemania. Era un centro privado y bastante caro, pero la tenacidad de
Teo le había permitido ahorrar el dinero suficiente para pagarse los
estudios y la manutención en el extranjero. Solo tenía que mandar la
solicitud de admisión y aguardar la respuesta. Precisamente esa era
la noticia que ansiaba compartir con Gustavo, a cuya tienda acudía en
numerosas ocasiones para discutir con él las noticias relacionadas con
los campeonatos de fórmula uno, y apostar qué piloto vencería en la
siguiente prueba, ya que a Gustavo le apasionaba también el mundo
de las carreras.
Teo aparcó la grúa en una zona habilitada para carga y descarga;
después entró en la tienda de ultramarinos desplegando una amplia
sonrisa. Gustavo estaba solo en aquel momento, de espaldas a la
puerta, dedicado a colocar mercadería nueva en las estanterías.
—¡Hola, Gustavo! —le saludó animadamente— ¿Qué diantres le
pasa ahora a esa vieja cafetera tuya a la que llamas coche?
Gustavo se dio vuelta al instante, mudando el rostro de
preocupación y cansancio que había tenido durante toda la mañana
por una franca y amplia sonrisa. Hablar con Teo siempre le ponía de
buen humor. Sus bromas y chascarrillos siempre eran bienvenidos en
la tienda.
—Le pasa que me dejó anoche tirado en el aparcamiento del
hospital —contestó—. Al perezoso no le daba la gana de arrancar.
—No creo que sea la batería —dijo el mecánico cambiando el tono
de su voz por uno más formal—. Si no recuerdo mal, se la cambiamos
el invierno pasado. En fin, ya veremos. Dame las llaves y dime dónde
lo dejaste aparcado; me lo llevaré al taller y le meteré mano esta
misma tarde. Mi padre está arreglándole los frenos a un cuatro por
cuatro, así que tendrás que fiarte de mis habilidades, ja, ja.
—No podría dejar mi coche en mejores manos —repuso Gustavo
con sinceridad—. Pero, oye, quería pedirte un favor, si puede ser.
Ando un poco corto de dinero y me vendría bien que tu padre no me
pasara la factura hasta el mes que viene.
—Eso está hecho, Gustavo. Mi padre está forrado de billetes, ja, ja,
así que no notará la diferencia, ja, ja.
—Ja, ja, no bromees con eso. Me da mucha vergüenza pedírtelo.
—Ya, lo siento —dijo Teo—. Pero, en serio, no te preocupes ahora
por la factura. Por cierto, ¿qué hacías anoche en el hospital? Espero
que no fuera por ninguna razón grave. ¿Está bien doña Carmen?
—Mi madre está bien, gracias por preguntar. Para qué estaba
anoche en el hospital es difícil de explicar. Se trata de un viejo amigo
que tiene problemas serios; quizá lo hayas visto por ahí con su traje
de astronauta.
—¡Claro que lo he visto! Resulta imposible no fijarse en él.
Gustavo le contó entonces a Teo el incidente del pelotazo en el
parque, la oportuna intervención de la mujer extranjera, y la
evaluación que un psiquiatra del hospital había hecho sobre la salud
mental de Alejandro, sin dejarse atrás la enfermedad cardíaca que le
había apartado del programa de astronautas.
—¡Qué lástima! —exclamó Teo tras escuchar el relato de los
acontecimientos— Ahora que sé su historia, veo a tu amigo con otros
ojos. Suponía que no era más que otro botarate que había perdido la
cabeza, pero ahora me identifico un poco con él. Yo también tengo un
sueño un poco loco, ya lo sabes, y no sé cómo reaccionaría si me
arrebataran de repente la posibilidad de hacerlo realidad.
Precisamente quería hablarte de eso; ya tengo el dinero ahorrado
para estudiar en Alemania. Así que mi sueño está cada vez más cerca
de realizarse.
—Es una estupenda noticia, Teo. Te felicito. Has sido muy tenaz
ahorrando estos años. A ver si ahora dejas ya de gorronearme cuando
salgamos a tomar cervezas, ja, ja. Si te digo la verdad, yo te
comprendo mejor después de lo sucedido anoche con Alejandro.
Anteayer mismo tenía ciertos prejuicios contra su actitud hacia la vida,
pero desde anoche no dejo de pensar en cómo ayudarle a salir
adelante. ¡Y eso que ya tengo suficiente con mis propios problemas!
Ya ves que no ha entrado nadie en la tienda desde que estamos
hablando.
—Lamento oír eso, Gustavo. Pero yo te compraré algo para que no
te quejes tanto, ja, ja. Dame una lata de refresco. Me la beberé aquí
antes de irme al hospital.
—Me tomaré otra contigo para animarme, ja, ja. Siempre me
acabas animando, eres un buen amigo.
Teo insistió en pagar las dos latas de bebidas. Realmente le
preocupaba la situación de Gustavo. Los pequeños negocios
familiares, bien lo sabía él, no estaban viviendo su mejor época.
Después de pasar otro rato bebiendo y discutiendo sobre el próximo
gran premio de fórmula uno, el mecánico se marchó a recoger el
automóvil averiado al hospital. Lo enganchó a la grúa y después lo
remolcó hasta el taller, aunque ya tras una primera exploración en el
aparcamiento del hospital había localizado la causa del problema: el
motor de arranque se hallaba tan deteriorado que había que
sustituirlo por uno nuevo. Esa noticia no iba a gustarle nada a Gustavo,
pensó al localizar la avería.
Mientras aguardaba la llegada de las piezas de repuesto que había
encargado a una empresa distribuidora de recambios, se dedicó a
revisar a fondo el resto del vehículo. Su padre, dedicado a otros
menesteres en el taller, le observaba a hurtadillas de cuando en
cuando con orgullo indisimulado. Desde siempre había admirado el
empeño y la pasión que su hijo menor ponía en cada vehículo que
pasaba por sus manos.
Aunque Teo solía meterse a menudo con el coche de Gustavo
llamándolo cafetera, viejo cacharro y otros descalificativos por el
estilo, lo cierto era que encontraba muy interesante aquel modelo
antiguo de automóvil. Ya no se fabricaban carrocerías en serie tan
sólidas y elegantes como aquella; su potente motor podría durar
veinte años más si lo cuidaban manos expertas como las suyas.
Dos días más tarde, Teo llegó al taller después de la hora del
almuerzo y encontró a su padre en la oficina hablando con su otro
hijo, el hermano mayor de Teo. Saúl era cocinero en un restaurante
de comida italiana cercano al taller, y desde hacía dos años era padre
de un niño cariñoso y juguetón al que Teo adoraba con todo su
corazón. Frágil y enfermizo, la familia entera se había volcado en
prestar a sus padres toda la ayuda que necesitaban cada vez que
llevaban al pequeño al médico. Teo entró en la oficina con la intención
de conocer las últimas noticias que traía Saúl de su sobrino, pero al
fijarse en el rostro desencajado de su hermano y en la expresión
angustiada de su padre, supo antes de preguntar que aquellas no
eran nada halagüeñas.
—¿Qué sucede? —preguntó finalmente temiendo conocer la
respuesta.
Saúl se abrazó a él sollozando. Estaba frío y temblaba como un
niño indefenso.
—Nuestro pequeño Fede está grave, hermano —atinó a decir con
un nudo en la garganta—. Muy grave. Tienen que operarle
urgentemente o si no…, pero es una operación enormemente costosa
y el seguro no la cubre.
—Tu hermano no tiene dinero suficiente, Teo —intervino su padre,
visiblemente afectado por el dolor—. Estamos pensando de qué
manera podríamos reunirlo entre todos; la familia entera está
colaborando como siempre, pero no creo que alcancemos a tiempo
la cantidad que nos pide el hospital. Es demasiado dinero para
conseguirlo en tan poco tiempo.
—Yo pondré todo lo que tengo; seguro que eso bastará —dijo Teo
sin pensárselo dos veces.
Saúl se separó de él mirándole con cara de asombro, pero también
con un atisbo de esperanza en su mirada.
—No. No, hermano. De ninguna manera; ese es el dinero que has
estado reuniendo para tus cursos en Alemania. Son muchos años
ahorrando, no puedes renunciar a tu sueño tan a la ligera.
—Claro que puedo. Nadie me convencerá de no hacerlo; la salud
de Fede está por encima de cualquier otra consideración, así que no
hay más que hablar. Te haré una transferencia desde mi cuenta hoy
mismo y ya verás cómo conseguimos que mi sobrino se cure pronto.
Para cualquier padre, ver que sus hijos se aman y se respetan
supone un motivo de orgullo y satisfacción. Así se sentía el viejo
Teodoro al ver el comportamiento ejemplar y generoso que Teo tenía
con su hermano mayor. La importante aportación económica de Teo
levantó el ánimo hundido de Saúl, dándole de nuevo las fuerzas
suficientes para luchar por la recuperación de Fede.
Los días que siguieron fueron muy intensos para la familia de Teo,
pero aun así, este no descuidó sus responsabilidades y arregló el auto
de Gustavo, además de otros dos vehículos cuyos propietarios los
necesitaban con urgencia. Pero la mente de Teo siempre estuvo en el
hospital, donde los doctores intervinieron quirúrgicamente a su
sobrino, salvándole la vida y devolviéndole de modo casi milagroso
su salud perdida. La posterior recuperación del pequeño fue lenta y
difícil, pero positiva; tres meses después, Fede jugaba y reía como si
jamás hubiese estado enfermo, dejando atrás la pesadilla que había
estado a punto de destrozar para siempre a su abnegada familia.
Pasada la lógica angustia de aquella extrema situación, Teo volvió
a ser el mismo de siempre; solo entonces se dio cuenta que su sueño
se había esfumado de un plumazo. No es que se arrepintiera de
haberse desprendido de todos sus ahorros; no, jamás se arrepentiría
de haber tomado la que seguramente fuese la decisión más acertada
de su vida. Pero no podía dejar de sentir una desilusión enorme y un
vacío tremendamente doloroso en su corazón. Mientras trabajaba en
el taller y se mantenía ocupado, todo marchaba relativamente bien,
excepto por el hecho de que muchas veces parecía estar distraído y
ausente. Era por las noches, en la soledad de su dormitorio, cuando
se deprimía más y se sentía aprisionado, con la imperiosa necesidad
de huir lejos de todo.
Fue también entonces cuando empezó a comparar su situación
con la del amigo astronauta de Gustavo. Como si hubiese sido una
cruel jugada del destino, Teo había conocido la triste historia del
desdichado Alejandro casi al mismo tiempo que la enfermedad de su
sobrino le obligaba a cerrarse la puerta de acceso a las trepidantes
carreras de fórmula uno. El paralelismo entre ellos dos, que no se
conocían personalmente, era evidente: ambos habían visto sus
sueños truncados por circunstancias ajenas a sus voluntades, y ambos
se negaban a aceptar la dura realidad refugiándose en el laberinto de
sus pensamientos.
Teniendo presente lo que le había pasado a Alejandro, Teo se dijo
a sí mismo una y otra vez que no acabaría como aquel, perdiendo la
noción de la realidad y con la mente anclada en un tiempo que jamás
volvería. Debía ser fuerte como un roble y pensar que una puerta se
abre cuando otra se cierra; si había perdido el tren de un sueño, lo
que debía hacer no era sentarse a llorar para siempre lo perdido, sino
buscar otro tren cargado de ilusiones al que subirse. Durante varias
semanas estuvo buscando su nuevo sueño, la nueva ilusión que le
devolviera las ganas de vivir y de pelear por algo que mereciera
realmente la pena.
Como quien no quiere la cosa, cada vez que el trabajo se lo
permitía se pasaba por la tienda de Gustavo para interesarse por la
evolución de Alejandro. Había creado una especie de vínculo
emocional con él y esperaba que se encontrase mejor para ir a
visitarle y hacerse amigo suyo. Pero el antiguo aspirante a astronauta
no presentaba mejoría alguna, según le informaba Gustavo, pese a
los esfuerzos del experto equipo de médicos que le atendía.
—Sus padres están desesperados —explicaba Gustavo con
desánimo—. Son ya varios meses de tratamientos sin resultados
positivos. Alejandro sigue negándose a respirar fuera del casco o de
la habitación del hospital que él cree aislada del exterior. Se alimenta
exclusivamente de comida deshidratada y envasada al vacío. Ah, y
esto sí que es bueno, sujeta todos sus cubiertos con imanes a la mesa
donde come para que no estén flotando por la habitación. El pobre
infeliz está completamente fuera de este mundo. A veces pienso que
sería más fácil montarlo en un cohete y mandarlo a la Luna; así la
realidad se acomodaría a la que él tiene en su cabeza. Quizá volviese
curado después que llevase un tiempo en el espacio, vete tú a saber.
Naturalmente, Gustavo no hacía semejante reflexión en serio. Solo
exponía con ironía la desesperada situación de Alejandro. Pero la idea
supuso toda una revelación para Teo. Mandar un hombre a la Luna
era un reto tan complejo, difícil y extraordinario que, a su lado, ser
mecánico de coches de carreras le pareció de repente un simple juego
de niños.
—Tengo que irme, Gustavo. Recordé que tengo algo urgente que
hacer. Llámame si tienes alguna noticia nueva de Alejandro.
Y sin darle tiempo a Gustavo de decir nada, salió de la tienda como
alma que lleva el diablo. En su cabeza bullía un nuevo y fantástico plan;
de camino al taller consideró las innumerables dificultades que
presentaría diseñar y construir un coche volador capaz de llegar a la
Luna. Era un desafío sin igual que ningún mecánico en ninguna parte
del mundo se había planteado jamás; todo eso, sin embargo, en lugar
de desalentar a Teo le impulsaba a seguir adelante. Se le ocurrió que
podría modificar y mejorar un vehículo de segunda mano,
transformándolo en un cohete espacial; esa idea podría abaratar
bastante los costes de la operación, pero, ¿cuál sería el modelo más
apropiado para sus fines? ¿Y qué tipo de combustible llevaría? Había
que pensar también en cómo adaptar los sistemas de transmisión, de
refrigeración y de amortiguación al vuelo interplanetario. ¿Y cómo
hacer para que el parabrisas resistiese el impacto de un
micrometeorito? Y así, pregunta tras pregunta, problema tras
problema, Teo se fue metiendo de lleno en el sueño que iba a sustituir
a sus anteriores aspiraciones. Pero ya desde el principio fue
consciente de que iba a necesitar una fuente de financiación externa
que le ayudase a pagar los caros materiales que se precisaban para
llevar a cabo un plan de semejante envergadura.
No tenía manera de saber que, en aquel preciso momento, la
solución a su problema se hallaba muy cerca de él, concretamente en
la popular floristería del viejo Anselmo.
La huerta prodigiosa

Gustavo seguía acumulando días de ventas insuficientes. Cada vez


le resultaba más difícil ocultar su preocupación, reflejada en un rostro
exento de color, con ojeras muy acusadas y cubierto de profundas
arrugas que le surcaban la frente de lado a lado. La responsabilidad
le abrumaba, y el hecho de afrontarla en solitario le estaba
perjudicando seriamente sin que él fuera consciente de ello. Su
aspecto no pasó desapercibido a ojos de quienes le conocían mejor.
Doña Carmen llegó a la conclusión de que su hijo no se estaba
alimentando como debía y, en consecuencia, comenzó a prepararle
comidas más copiosas y grasosas. Aunque había perdido gran parte
de su apetito, Gustavo se comía sin rechistar los platos que su madre
le servía, únicamente para que ella no sospechase más ni se
preocupase en exceso por su salud.
También Anselmo notó el deterioro físico que estaba
experimentando su vecino de negocio, pero a él no pudo ocultarle el
motivo.
—He tenido que echar mano de mis ahorros para cubrir las
pérdidas de la tienda, Anselmo —le confesó—. Pero si este mes no se
endereza, me veré forzado a cerrar la tienda. El banco ya no me
concede más crédito.
—Me da mucha pena oír eso, Gustavo. Sí, los tiempos son difíciles
para los negocios tradicionales como los nuestros, no cabe duda. Si
no hubiera sido por mis flores mágicas, yo mismo habría tenido que
cerrar la floristería hace tiempo. Ah, espera, ya sé lo que haremos. Te
traeré una maceta con una planta del dinero. Esas plantas atraen a la
fortuna y a las monedas con mayor eficacia que cualquier otro
amuleto de la suerte en el que pienses. Aguarda aquí, que ahora
mismo te la traigo.
No tardó en regresar con una planta de hojas carnosas de un color
verde muy intenso. La colocó en un rincón cerca de la entrada, junto
al paragüero que Gustavo había comprado para que lo usaran sus
clientes.
—Déjala aquí y ya verás cómo mejoran las ventas antes de lo que
te imaginas. Procura que no le falte luz, pero mejor que no le dé el sol
directamente. ¿De acuerdo? Y en esta época del año no necesita
mucho riego. Una vez cada diez días o así, ¿entendido?
Gustavo asintió, aunque en su interior pensaba que una simple
planta no tendría influencia alguna en su adversa economía. No
obstante le agradeció el gesto a Anselmo, asegurándole que cuidaría
de la planta del dinero como si fuese una tarjeta de crédito.
Otra de las visitas que recibió fue la de los padres de Alejandro.
Doña Carmen les había contado que Gustavo no se encontraba bien
y ellos se sintieron en la obligación de hacerle una visita para
interesarse por su salud. Doña Eulalia le llevó una docena de tocinos
de cielo pensando que le ayudarían a fortalecerse; don Ramón, por
su parte, lo acribilló con un sinfín de preguntas tratando de
determinar qué enfermedad padecía. Gustavo contestó a todas con
paciencia infinita, y luego aprovechó la ocasión para conocer si había
novedades en torno a la situación de Alejandro en el hospital.
—¿Han hablado recientemente con alguno de los médicos que le
atienden? —le preguntó a don Ramón cuando creyó que este ya se
había quedado tranquilo respecto a su propia salud.
—Sí, sí. El doctor Palacios nos mantiene constantemente
informados. Pero Alejandro sigue igual que siempre, no experimenta
ninguna mejoría significativa. Su mente no quiere renunciar a la
ilusión permanente en la que cree vivir. Sigue caminando por los
pasillos con su traje de astronauta y dirigiéndose a los médicos como
si estos fuesen especialistas pertenecientes al programa espacial.
—Los psicólogos no consiguen desviar sus temas de conversación
hacia asuntos que no sean cálculos orbitales, problemas de
acoplamiento de la sonda y zarandajas por el estilo —añadió doña
Eulalia con tono de desesperación.
—No pierda la esperanza, doña Eulalia. Ya verá cómo surge una
solución cuando menos lo esperemos. Hay que confiar en los médicos,
ellos saben lo que hacen —dijo Gustavo con intención de consolar a
la atribulada madre.
—Una madre nunca pierde la esperanza con sus hijos —contestó
esta—. Ni Ramón ni yo vamos a tirar la toalla; es solo que a veces
pienso que tendremos que acostumbrarnos a ver a nuestro hijo así
por el resto de nuestras vidas.
El matrimonio se marchó poco después, dejando a Gustavo
inquieto y descorazonado. Si sumaba a sus propios problemas la
situación de su amigo Alejandro, a la fuerza debía sentirse
desanimado.
No obstante, otra visita inesperada contribuyó a levantar
momentáneamente su ánimo aquel mismo día. La mujer extranjera
se pasó por la tienda para saldar su pequeña deuda de tiempo atrás.
Pagó la cantidad exacta con monedas pequeñas; después, tras
entregarle Gustavo su correspondiente recibo de pago, ella le
preguntó si sabía algo del hombre con el traje de astronauta al que
había ayudado.
—Oh, sí, claro que sí —respondió este—. Precisamente he
hablado con sus padres hoy mismo. Alejandro se recuperó muy bien
del episodio de asfixia autoprovocada que detuviste a tiempo con tu
oportuna intervención. Pero mentalmente continúa sumergido en la
fantasía de creerse un astronauta en la Luna.
—Cuánto lo lamento. Si sé juzgar a la gente, tu amigo parece una
buena persona.
—Lo es —admitió Gustavo—. Tú también me das esa sensación,
Valentina. Y tienes una hija preciosa y muy educada, por lo que pude
comprobar. Sin ánimo de parecer un entrometido, ¿cómo es que hoy
no ha venido contigo?
A Valentina le brillaron los ojos con la mención de su hija. Su rostro
se iluminó, dejando entrever la admiración que sentía por ella.
—Hoy ha empezado a recibir clases particulares de matemáticas
avanzadas. Me ha costado mucho tiempo reunir el dinero para
pagarle el primer mes, pero merece la pena. Tiene un talento
excepcional para las matemáticas, créeme. Debo confesarte que no
he venido a pagarte antes por esa razón. Ella estaba tan ilusionada
con esas clases…
Después de contarlo, Valentina se sintió incómoda por haberle
dado demasiada información personal a un desconocido.
Avergonzada, apartó la mirada hacia la puerta, como si estuviese
sopesando la opción de marcharse de inmediato. Pero luego pensó
que sería desconsiderado por su parte y decidió quedarse un poco
más. Gustavo le caía bien y creyó que no sería justo desairarlo de un
modo tan descortés. Entonces se fijó en la planta que Anselmo había
colocado junto a la puerta y comentó alegremente:
—Esa de ahí es una Plectranthus verticillatus, ¿no es cierto? La
planta del dinero…
—Eres una caja de sorpresas, Valentina —dijo Gustavo—. Lo
mismo arreglas un casco de astronauta como una MacGyver
cualquiera que me sorprendes con tus conocimientos de Botánica.
¿Lo eres? Quiero decir, ¿realmente eres botánica, bióloga o algo así?
Valentina volvió a adoptar su habitual comportamiento
desconfiado.
—No. Solo sé lo que me enseñó mi marido. En mi país yo era…
Será mejor que me vaya ahora mismo, no quisiera…
Gustavo salió de detrás del mostrador en un intento por impedir
que Valentina se marchara tan precipitadamente. No era consciente
de haber dicho nada impertinente, pero se sentía de alguna manera
culpable por la reacción de la mujer.
—Valentina, por favor, no te ofendas si te pregunto demasiado. No
quiero parecer un entrometido, ya te lo he dicho, pero me gustaría
que me considerases tu amigo.
Valentina salió a la calle atolondradamente, sin mirar atrás. Seguía
nerviosa, luchando en su interior entre la opción de abrirse a una
persona buena y honesta que se le acercaba por primera vez en
mucho tiempo o la opción de continuar protegiéndose a ella y a su
hija de los enemigos invisibles que la habían empujado a una vida de
incógnito.
—Si necesitas ayuda, puedes confiar en mí —continuó hablándole
Gustavo desde la entrada de la tienda—. No hay nada malo en pedir
ayuda cuando se necesita. Todos la necesitamos alguna vez en la vida.
Todos necesitamos amigos, Valentina.
Valentina estuvo a punto de volverse y contarle a aquel buen
hombre el miedo que sentía, el dolor que llevaba en su corazón desde
hacía demasiado tiempo. Pero la costumbre de desconfiar de todo y
de todos venció a su impulso y terminó por alejarse de allí a paso
ligero, con la mirada fija en el suelo y la cabeza llena de pensamientos
contradictorios. ¿Cuándo alcanzaría la paz que tanto anhelaba?, se
iba preguntando.
Gustavo volvió al mostrador de su tienda preguntándose a su vez
qué misterio encerraba la vida de aquella mujer culta e inteligente,
que se aislaba del mundo voluntariamente por alguna razón
desconocida y que incluso parecía estar ocultando su verdadero
nombre. Después de haber conversado con ella, intuía que le había
sucedido algo terrible en el pasado, seguramente en su país de origen.
¿Tenía algo que ver su marido, al que había mencionado de pasada y
el cual evidentemente ya no estaba con ella, en su extraño
comportamiento? Solo podría averiguarlo si Valentina regresaba a la
tienda otra vez, venciendo su desconfianza, y aceptaba el
ofrecimiento sincero de amistad que le había propuesto.
Gustavo no dejó de imaginarse qué acontecimientos terribles
podían haber marcado de aquella manera la vida de Valentina y de su
hija Natalia hasta que llegó la hora de cerrar la tienda. Entonces, al
hacer la caja diaria, se dio cuenta que ni siquiera podría llevarle a su
madre el dinero acostumbrado. Aquello le desanimó por completo.
Miró a la planta del dinero y le reprochó como si aquella pudiese
entenderle:
—Ya podías haberme echado una mano en tu primer día aquí, ¿no
te parece?
Enfadado y desencantado, se dispuso a guardar las frutas y las
verduras sobrantes en la cámara refrigeradora, pero entonces sintió
que alguien llamaba a la puerta. Se dio la vuelta y vio tras el cristal a
un hombre bastante grueso y casi completamente calvo. Usaba
camisa blanca abotonada hasta el cuello, una corbata negra mal
anudada y lucía una sonrisa franca de oreja a oreja. En sus manos
llevaba una cesta de mimbre para picnic con pegatinas de alguna
marca comercial. Gustavo no recordaba haber visto antes a aquel
hombre. ¿Quién sería y qué quería a aquellas horas? ¿Acaso no veía
el cartel de cerrado? Sí, era evidente que lo estaba viendo, pero no le
hacía ningún caso. Continuó llamando a la puerta y saludando con la
mano que tenía libre. A Gustavo le pareció que sería poco caballeroso
no atenderle, de manera que descorrió el cerrojo de la puerta y le
invitó a entrar.
—Gracias por dejarme pasar a su establecimiento —dijo el
hombre nada más traspasar el umbral—. ¿Me permite robarle tan
solo unos minutos de su precioso tiempo? Quisiera ofrecerle unos
productos alimenticios que a buen seguro le interesarán.
Gustavo estuvo a punto de contestarle que era demasiado tarde
para atender visitas comerciales, pero el hombre ya había apoyado la
cesta sobre el mostrador, justo al lado de la máquina de cortar
fiambres, y no paraba de hablar con un lenguaje extremadamente
amable y servicial.
—Permítame que me presente adecuadamente, honrado
propietario de este excelente y prestigioso establecimiento. Me llamo
Servando Aguado, y me considero muy afortunado de haber venido
a visitarle en calidad de representante comercial de nuestra empresa
familiar, La huerta prodigiosa.
Después de eso, abrió la cesta y sacó de ella varios frascos de
cristal con frutas y verduras en conserva, tarros de miel, algunos
botes de salsa y varias botellas de zumos que fue distribuyendo con
mimo sobre la superficie metálica y brillante del mostrador.
Aunque Gustavo estaba cerrado a cualquier posibilidad de
adquirir más mercadería, que solo serviría para que se llenara de
polvo en las estanterías, dejó que el tal Servando Aguado continuase
realizando su propuesta. Siempre que se enfrentaba a una situación
parecida, recordaba las justas palabras de su padre: «atiende bien a
todos los representantes que vengan a ofrecerte sus productos,
aunque no estés interesado en ellos. Recuerda que nunca debes
mirar a nadie por encima del hombro, pues todos son vendedores
igual que tú. Si los rechazas de plano o con palabras desagradables,
te estarás cerrando puertas a las que tal vez tengas que recurrir en el
futuro.»
Una pregunta del representante sacó a Gustavo de sus
pensamientos.
—¿Ha oído hablar alguna vez de nuestros mágicos productos, don
Gustavo?
—La verdad es que no —contestó, y luego, dándose cuenta de que
aún no le había dicho a aquel desconocido cuál era su nombre, le
preguntó: —¿Sabía cómo me llamo antes de entrar aquí?
—Por supuesto que lo sabía, don Gustavo. No le ofrecería nuestros
excepcionales productos a cualquiera. De hecho, mi experiencia me
dice que usted sería la persona idónea para introducir nuestra marca
en la zona. He realizado un detallado estudio de mercado, gracias al
cual he podido constatar que en este vecindario residen varios
clientes potenciales que estarían encantados si alguna tienda luciera
en su escaparate el logo de La huerta prodigiosa, ya que ahora solo
pueden adquirir nuestros productos por catálogo, con los
inconvenientes que ello acarrea. Y debe creerme cuando le digo que
sus ganancias aumentarían considerablemente si accediera a vender
nuestros productos, porque quienes los consumen no discuten jamás
su precio y siempre vuelven por más.
—Bueno, ya que está usted lanzado y que tiene los productos
sobre mi mostrador, explíqueme por qué sus productos son tan
excepcionales. A diario vienen a ofrecerme productos semejantes y a
precios muy baratos, créame.
—Está bien, en lugar de explicárselo con palabras que se llevaría
el viento, le propondré una cosa si le parece bien. Voy a dejarle unas
muestras gratuitas con productos de temporada, y cuando
compruebe usted mismo lo bien que se venden, verá cómo me llama
para pedirme más. Estos productos han sido seleccionados por la
mismísima dueña de la huerta prodigiosa, la señora Amanda Piñera.
Mire este, por ejemplo; es un tarro de miel de montaña que puede
vender a un precio razonable de cinco mil euros; también, le dejaré
este otro tarro de ciruelas en conserva, que de cara al público puede
vender tranquilamente por tres mil quinientos euros, euro arriba,
euro abajo. Además, le dejaré sin compromiso de ningún tipo tres
botellas de jugo de arándanos, los cuales tienen propiedades
rejuvenecedoras increíbles. Y estas zanahorias en escabeche se las
quitará de las manos cierto individuo que yo me sé, en cuanto se
enteré de que su establecimiento distribuye nuestros productos. A él
no le parecerán excesivos los dos mil trescientos euros a los que
suelen venderse los cien gramos que contiene cada lata. Y tenga en
cuenta que su margen de beneficios sería más o menos del sesenta
por ciento. Haga números y verá que lo que le estoy ofreciendo es
una auténtica bicoca.
A Gustavo se le habían puesto los ojos como platos después de
escuchar los astronómicos precios de aquellos alimentos tan
corrientes que podían encontrarse en cualquier tienda de
alimentación. ¿Quién en su sano juicio los compraría?
Pero Servando Aguado era un vendedor experimentado y adivinó
enseguida las reticencias que pasaban por la mente de Gustavo, así
que volvió a insistirle en que no tenía absolutamente nada que perder
con su propuesta.
—Ni siquiera tendría que poner los productos a la vista del público,
don Gustavo —añadió, haciendo uso de todas sus dotes de
persuasión—. Así no se vería obligado a ponerles etiquetas con sus
precios, si es que eso le preocupa. Guárdelos detrás del mostrador, si
lo prefiere. Lo que realmente importa es que en el escaparate esté
bien visible la etiqueta adhesiva que voy a dejarle con el logo de
nuestra firma. Eso hará que quienes conocen La huerta prodigiosa
entren en su tienda a preguntar y a comprar. Puedo darle mi palabra
de que no se arrepentirá. ¿Qué me dice?
Gustavo sopesó durante medio minuto los pros y los contras. Por
un lado, la razón le decía que la propuesta era estrafalaria y que no
sacaría ningún beneficio de ella; pero, por otro lado, era cierto que
no arriesgaba nada aceptando quedarse con aquellos productos.
Además, Servando le había caído bien a pesar de sus excéntricos
métodos de venta.
—Está bien —cedió finalmente—. Me los quedaré con las
condiciones que me ha propuesto. Pero si en dos semanas no he
vendido ni un solo artículo, se los devolveré y quitaré la pegatina del
escaparate.
—Trato hecho —aceptó Servando sin titubear. Su fe en la empresa
que representaba era solo comparable a la de un fanático convencido.
En un instante redactó un pedido en su libreta, hizo que Gustavo
lo firmara al pie de la hoja, y luego le entregó una etiqueta adhesiva
con el logo de La huerta prodigiosa, que consistía en un círculo rojo
dentro del cual estaban representados un campo cultivado con
hortalizas, la silueta de una granja recortada en la línea del horizonte
y un sol surgiendo tras ella que proyectaba largas sombras sobre el
paisaje. Asimismo, le hizo entrega de un catálogo con todos los
productos elaborados por la empresa y una tarjeta de visita en la que
aparecía el logo de la misma, su propio nombre y un número de
teléfono móvil.
—Puede llamarme a cualquier hora del día y de la noche para
encargarme cualquier producto que necesite. En todo caso, si no me
llamase antes, dentro de dos semanas volveré a pasarme por la
tienda con nuevas y atractivas ofertas. Don Gustavo, le deseo toda la
suerte del mundo. Se lo repito, ya verá cómo no se arrepiente de
haber tomado la decisión de empezar a colaborar con nosotros.
Muchas gracias por atenderme y hasta pronto.
Gustavo le tendió su mano amistosamente y Servando se la
estrechó con entusiasmo. Luego, el representante se marchó
llevándose consigo su cesta de muestras y Gustavo se quedó cerrando
la tienda y apagando las luces. Cuando salió a la calle y caminó en
dirección a su casa, Anselmo ya había recogido todas las flores del
quiosco y se había marchado. Algunos gorriones buscaban migas de
pan en la acera frente al bar de Antonio, en cuyo interior sonaban las
mismas voces y risas de costumbre. Gustavo pasó de largo tratando
de no asustar a los gorriones. Iba pensando en La huerta prodigiosa.
¿Cómo diantres conseguía sobrevivir una empresa comercializando
sus productos a esos precios tan abusivos? Cinco mil euros por un
simple tarro de miel. Había sido una pérdida de tiempo hablar con
Servando. En fin, ya no había vuelta atrás. Dentro de dos semanas le
devolvería sus productos y todo quedaría en una simple anécdota
que comentaría con los demás representantes que acudían a su
tienda habitualmente.
El matasueños

El doctor Palacios había llegado a un callejón sin salida. Su equipo


de especialistas había probado todas las terapias que la psiquiatría y
la psicología modernas consideraban idóneas para tratar el delirio y
otras enfermedades relacionadas, pero ninguna de ellas había dado
el fruto deseado con Alejandro. Desesperado, el médico pidió ayuda
a sus colegas de profesión más respetados dando a conocer el extraño
caso de su paciente en diversas publicaciones científicas, así como en
los foros médicos más reputados de su campo. Desde los mejores
hospitales del país le llovieron todo tipo de sugerencias, opiniones e
indicaciones sobre cómo podía afrontar la enfermedad del infeliz
astronauta sin cohete.
El caso llegó de ese modo a oídos del doctor Aquilino Mendizábal,
un oscuro y mediocre psiquiatra que incluso había sido acusado de
malas prácticas por algunos de sus pacientes. Durante un congreso
en el que tuvo ocasión de exponer sus teorías, otros psiquiatras
asistentes al mismo le habían bautizado con el sobrenombre de “el
matasueños”. Y el apodo no podía ser más acertado, porque la idea
principal que expuso Aquilino Mendizábal aquel día se basaba en su
convicción de que los sueños inalcanzables y las aspiraciones
desmedidas eran como un virus dañino que se instalaba en la mente
de los individuos débiles, impidiéndoles aferrarse a la realidad y ser
felices con lo que tenían. Aunque sus afirmaciones pudieran tener
alguna base real, el extremismo fanático al que llevaba sus
conclusiones las convertían en ideas sumamente peligrosas. Estaba
convencido de que debían extirparse de raíz los sueños infantiles que
estropeaban las mentes de los niños con falsas expectativas e
ilusiones. En su opinión, un niño carente de sueños se concentraba
mejor en los estudios y se adaptaba a la sociedad mucho más
fácilmente que aquel que siempre estaba en las nubes soñando cosas
fuera de su alcance.
El «matasueños» llevaba años poniendo en práctica sus teorías.
Por su consulta pasaban muchos niños con dificultades para prestar
atención en clase o para concentrarse en actividades monótonas,
niños hiperactivos o desobedientes. Sin que sus padres supiesen
realmente lo que estaba haciendo, Aquilino Mendizábal sonsacaba a
los niños para que le dijeran con qué pensamientos se distraían
cuando los adultos les hablaban, y qué sueños deseaban cumplir
cuando fuesen mayores. Después, se encargaba de frustrar esos
sueños con métodos crueles e inhumanos. Les mentía diciéndoles
que sus padres no querían tener hijos soñadores; y también les
convencía de que serían encerrados en un manicomio durante
muchos años si no modificaban su a tiempo su comportamiento.
Cuando leyó en internet el caso del hombre que vivía la fantasía
de ser un genuino astronauta, el doctor Mendizábal consideró que
era su deber moral acabar con semejante aberración. Su mente
perversa vislumbró la posibilidad de dar un impulso a su carrera
estancada y convertirse en un psiquiatra famoso si conseguía que la
mente de Alejandro dejase de aferrarse a tan ridícula obsesión.
Valiéndose de contactos influyentes, con lisonjas e insistentes
peticiones, y falseando vilmente su currículum, convenció al doctor
Palacios para que le dejase tratar a su paciente durante algunas
semanas. Una vez instalado en el hospital, hora tras hora, con
paciencia de relojero, se dedicó a estudiar los gestos rutinarios de
Alejandro y sus manías; registró y memorizó el comportamiento que
adoptaba para verse a sí mismo como astronauta; en resumen, el
«matasueños» se desvivió por descubrir de qué modo mantenía vivo
Alejandro el espejismo de su falsa realidad.
Cada noche, antes de irse a dormir, Alejandro acostumbraba dar
un paseo por el hospital embutido en su traje espacial, comprobando
que la base lunar en la que imaginaba hallarse estuviese en perfectas
condiciones. Enfermeros, médicos y pacientes se habían habituado a
verlo caminar como un buzo debajo del agua y ya apenas le miraban
cuando pasaba junto a ellos. En su trayecto diario, Alejandro
atravesaba un jardín interior a cielo abierto. Solía ser ya noche
cerrada cuando eso sucedía, y tras seguirlo a una prudente distancia
durante varios días, el doctor Mendizábal se dio cuenta de un hecho
bastante significativo: Alejandro siempre agachaba la cabeza
mientras atravesaba el jardín, caminando con la mirada fija en las
baldosas. El psiquiatra intuyó que aquello no se trataba de un mero
acto reflejo ni una simple casualidad; Alejandro dirigía al suelo su
mirada con el propósito inconsciente de evitar ver la Luna suspendida
en el firmamento. Noche tras noche, Alejandro repetía el mismo
comportamiento, lo cual demostraba que la contemplación del
satélite le era insoportable. Y la razón por la cual le era insoportable
resultaba evidente a los ojos del astuto psiquiatra: ver la Luna en el
cielo significaría que él no se hallaba en ella, sino que tenía los pies
en la Tierra. Su mente había conseguido aislarse del hecho de que
convivía con seres humanos sin trajes espaciales, o que había autos,
animales y edificios en “su” Luna. Pero lo que no podía asimilar era el
hecho de que hubiera una Luna en el cielo cuando se suponía que él
estaba caminando sobre ella.
El doctor Mendizábal decidió utilizar aquel hecho en beneficio de
sus intereses particulares. A espaldas del doctor Palacios, ordenó a
unos enfermeros que acostasen a Alejandro en una camilla de
seguridad, sujetándole con correas y hebillas; de igual modo, les
instruyó para que todas las noches arrimasen la camilla a la ventana
de su habitación, forzándole así a contemplar la Luna en contra de su
voluntad. Era un método cruel, una tortura innecesaria que podía
provocar en la mente de Alejandro secuelas terribles e imprevisibles.
Atado a la camilla, el infeliz astronauta lloraba desconsoladamente
cuando la inalcanzable Luna aparecía ante sus ojos. Hasta que una
noche, de una manera casi fulminante, se derrumbaron en su mente
las murallas imaginarias que había erigido para huir de la aplastante
realidad. Obligado a ver cuán lejos se hallaba el objeto de sus deseos,
ya no pudo seguir escapando de la realidad, como tampoco pudo
hallar refugio por más tiempo en su complicado mundo de fantasías.
A la mañana siguiente, después que los enfermeros hubiesen
desatado las correas que le mantenían sujeto a la camilla, Alejandro
se incorporó tratando de mostrarse digno y solemne; lentamente, se
quitó el casco y luego el resto del traje espacial. Con voz triste y
apagada solicitó ver a un médico lo antes posible; sus enfermeros,
siguiendo las consignas del doctor Mendizábal, se habían llevado ya
la camilla con correas cuando el doctor Palacios acudió a la habitación
precipitadamente y encontró a su paciente vestido con ropa de calle,
amarrándose los cordones de unas zapatillas deportivas que su
madre le había comprado el día siguiente a su ingreso, esperanzada
en que se decidiese a usarlas algún día.
—Alejandro, ¿qué sucede? ¿Por qué este cambio tan repentino?
—le preguntó el médico, atónito con la inesperada y radical
transformación de su paciente más difícil.
—Me voy a casa, doctor —anunció Alejandro con el mismo tono
de melancolía en su voz con el que se había despertado—. Ya no
tienen que preocuparse más por mí. Sé que nunca he caminado sobre
la Luna y que jamás lo haré.
En aquel instante, Alejandro Barranco Cedilla era la viva imagen
del fracaso y la desilusión. El doctor Palacios se dio cuenta
inmediatamente de ello, razón por la cual no experimentó alegría
alguna viendo que los síntomas externos de delirio que él había
intentado eliminar con tanto ahínco habían dejado de manifestarse
tan bruscamente en su paciente. Él no había querido nunca sanarlo
de aquel modo y se preguntaba qué rayos podía haber sucedido.
—Tienes que tomártelo con calma, Alejandro. Hablemos en mi
consulta. Aún debes someterte a varios exámenes de reconocimiento;
sería una temeridad que abandonases el hospital en tu estado.
—Nada hará que cambie de opinión, doctor. Quiero irme a casa
con mis padres ahora mismo. ¿Tendría la amabilidad de llamarles para
que vengan a recogerme? Le firmaré el alta hospitalaria bajo mi única
responsabilidad si es necesario. No quiero perjudicar a nadie, pero he
recuperado la cordura y no deseo permanecer aquí por más tiempo.
La determinación de Alejandro dejó al doctor Palacios sin más
argumentos que esgrimir. A mediodía, el astronauta frustrado
abandonaba el hospital acompañado de sus padres. En una maleta
grande con ruedas iba el traje espacial que había sido su única
vestimenta durante demasiado tiempo.
Intrigado por el repentino cambio de rumbo en la situación de su
paciente, el doctor Palacios abrió una investigación interna con el
propósito de establecer si se había producido algún tipo de
negligencia médica. Cuando supo de las sucias artimañas empleadas
por su colaborador, el doctor Mendizábal, citó a este en su despacho
para echarle en cara el haber abusado de su confianza y recriminarle
duramente por haber infringido todos los códigos éticos de la
profesión médica. Frío e impasible, Aquilino Mendizábal contestó a
su colega.
—No entiendo su queja, doctor Palacios. Usted fue quien reclamó
mi ayuda para terminar con el delirio infantil que había hecho
enloquecer a su paciente. Lo único que yo he hecho es solucionar una
situación que molestaba a todo el mundo, incluida su propia familia.
Todos ustedes deberían darme las gracias.
—¿Las gracias? Es usted un irresponsable. Sí, ha convencido a un
pobre desdichado de que no es lo que él creía ser, ¿pero sabe a qué
precio? Yo se lo diré. Sus métodos estúpidos han sumido a Alejandro
en una profunda depresión de la que será muy difícil sacarle.
—No sabe de lo que habla —replicó el doctor Mendizábal—. Lo
único estúpido aquí son esos inútiles sueños infantiles que crecen en
la mente humana como una plaga incontrolable. Si aprendiésemos a
erradicarlos a tiempo, tendríamos una sociedad más feliz y mucho
más productiva. Cuando publique los resultados que he obtenido
aquí, mucha gente me dará la razón y me considerará un visionario a
la altura de los grandes genios de la humanidad.
El doctor Palacios comprendió que estaba tratando con una
persona desequilibrada, alguien cegado por una ambición desmedida
y por sus convicciones extremistas. Por esa razón, prefirió no
continuar conversando con él. Lamentaba profundamente haber
puesto a Alejandro en manos de alguien tan peligroso. Días después
envió al colegio médico un informe detallado quejándose de la
actuación negligente del doctor Mendizábal. Era lo único que podía
hacer; el asunto ya no era de su competencia.
En lo concerniente a Alejandro, el doctor Palacios no se equivocó.
Sumido en una profunda depresión, el frustrado astronauta se
encerró en su dormitorio sin querer ver a nadie. Se pasaba el día
acostado mirando la televisión; comía muy poco y su aseo personal
dejaba bastante que desear. Al llegar la noche se asomaba al balcón
y contemplaba la Luna sin dejar de lanzar un suspiro detrás de otro,
como si fuera un romántico enamorado que pensase todo el tiempo
en su amada. En el armario de su habitación guardó su vestimenta de
astronauta como una reliquia del pasado a la que no tenía intención
de recurrir nunca más.
Sus padres, quienes se alegraron al principio de tener de nuevo en
casa a su querido hijo, comprendieron pronto que la situación no
había hecho sino empeorar. También ellos se contagiaron de la
tristeza que inundó la casa y andaban cabizbajos y silenciosos todo el
día.
Un negocio productivo

Si Gustavo albergaba dudas sobre la rentabilidad de los productos


de La huerta prodigiosa, la verdad es que aquellas se disiparon muy
pronto. Solo habían transcurrido dos días desde la visita de Servando
Aguado cuando entró en la tienda un hombrecillo con cara de topo y
pinta de despistado empedernido. Durante un rato se dedicó a
husmear por todas las estanterías, leyendo las etiquetas de las latas
de conservas y olisqueando con su nariz de ratoncillo los paquetes de
cereales. Cuando se cansó de curiosear se acercó a la caja y le
preguntó a Gustavo con timidez:
—Señor, ¿dónde tiene las zanahorias en conserva de La huerta
prodigiosa? Entré aquí muy ilusionado al ver en su escaparate la
etiqueta que le identifica como distribuidor de sus productos, pero
no he encontrado ninguno de ellos en sus estanterías. ¿Acaso se les
han agotado todos? No sería extraño, son rarísimos de encontrar.
—Todo lo contrario, señor. Lo cierto es que aún no he vendido
nada de esa marca —contestó Gustavo tratando de pensar en alguna
excusa—. Todavía no me ha dado tiempo a buscarles hueco en las
estanterías, pero déjeme ver si tengo de esas zanahorias que me pide.
Gustavo comenzó a sacar una a una de debajo del mostrador las
muestras que le había dejado Servando Aguado, al tiempo que leía
las etiquetas de las latas y de los frascos en conserva con el fin de
encontrar alguno que contuviese zanahorias peladas, ralladas o
cortadas en cubitos. Mientras lo hacía, el hombrecillo fue perdiendo
su timidez inicial y empezó a hablar con fluidez:
—Ojalá le quede algo que me sirva. Me da igual la forma en la que
estén cortadas las zanahorias. Estoy escribiendo una novela de Julio
Verne sobre un grano de arroz y necesito multiplicar mi vista por mil.
Las zanahorias de La huerta prodigiosa son las únicas que me
producen ese efecto, lo tengo más que comprobado.
—¿Una novela sobre un grano de arroz? —preguntó Gustavo con
un tonillo de incredulidad—. ¿No me estará tomando el pelo?
—Claro que no, le estoy hablando totalmente en serio. A eso me
dedico, si le interesa saberlo. La editorial para la que trabajo me paga
por copiar textos clásicos de cualquier género literario en granos de
arroz; pero también sé escribir sobre lentejas, alubias y pipas de
calabaza.
—Pues reconozco que tiene mucho mérito lo que hace, señor. Ni
con la ayuda del mejor microscopio podría realizar yo una hazaña
semejante. Mi letra es demasiado grande, ja, ja, ja.
—Yo antes utilizaba lupas y microscopios, como los demás colegas
de profesión, pero desde que probé las zanahorias de La huerta
prodigiosa no me hacen falta más instrumentos que mis ojos.
Gustavo encontró al fin una lata de zanahorias en vinagre, y
cuando leyó el precio de venta al público que tenía marcado en la
etiqueta, emitió un silbido de asombro.
—¡Guau! ¡Cinco mil euros por una lata de zanahorias! —
exclamó—. Supongo que la encontrará excesivamente cara.
—Es un precio razonable —dijo el cliente con naturalidad,
aumentando así el asombro de Gustavo—. Su precio no ha subido
desde la última vez que compré una igual para escribir El Quijote en
el envoltorio de un caramelo. Teniendo en cuenta lo que me pagan
por cada trabajo, me sale muy barata. Me llevaré esta lata y, por favor,
consígame otra igual para la semana que viene. Cuantas más
zanahorias consuma, mejor veré y más diminuto escribiré.
Gustavo dio un salto de alegría cuando el hombrecillo salió de su
tienda con la lata de zanahorias, dejando en la caja la suma de dinero
más elevada que había ingresado en la caja desde que él estaba al
frente del negocio. Con esos cinco mil euros del ala, Gustavo salvaba
todo el mes, obteniendo beneficios por primera vez en mucho,
mucho tiempo.
Y las buenas noticias no iban a detenerse ahí. Al día siguiente entró
en la tienda una señora elegantemente vestida; llevaba puesto un
collar de perlas muy hermoso y de sus orejas colgaban dos aros de
piedras preciosas escandalosamente brillantes. Sus dedos estaban
cubiertos de anillos de oro y sus zapatos decorados con diamantes y
rubíes. No hacía falta ser ningún lince para deducir que se trataba de
una mujer muy acaudalada, acostumbrada a frecuentar tiendas de
marcas de lujo. ¿Qué hacía alguien así en una tienda de barrio
modesta y económica como la suya?, se preguntó Gustavo. A la mujer
la acompañaba un chófer uniformado que había dejado aparcada la
limusina blanca que conducía en doble fila, justo enfrente de la tienda.
Fue el hombre quien, tras quitarse la gorra de chófer, se dirigió a
Gustavo para pedirle medio kilo de uvas pasas.
—Pero han de ser uvas pasas de La huerta prodigiosa —añadió
con severidad—. Mi señora ha perdido la memoria y las uvas pasas
de esa marca son las únicas que se la devuelven. Lo tiene más que
comprobado.
Era la segunda vez que Gustavo escuchaba la misma frase
refiriéndose a los productos de aquella marca excepcional.
Disimuladamente, miró a la mujer de reojo, la cual, efectivamente,
parecía mirarlo todo como si no supiese quién era ni por qué estaba
allí.
Después de vender las zanahorias en conserva, Gustavo se había
tomado la molestia de colocar los productos de La huerta prodigiosa
en una estantería detrás del mostrador, y había memorizado además
sus astronómicos precios. Por eso, no se demoró más que unos
cuantos segundos en pesar y entregar al chófer una bolsa con medio
kilo de uvas pasas.
—A mil euros el kilo, me debe quinientos euros, caballero —dijo
Gustavo.
—¿Puedo darle a probar aunque sea solo una pasa a la señora
antes de pagarle? —preguntó el chófer— No es que desconfíe de
usted, pero quisiera comprobar que son pasas genuinas de La huerta
prodigiosa antes de pagarle. Compréndalo, el dinero no es mío.
—No hay problema. Elija una pasa cualquiera y désela a la señora
—aceptó Gustavo, deseando ver qué efecto producía el fruto al
ingerirlo.
Al principio la mujer rechazó comerse la pasa, alegando que no
podía aceptar nada de un desconocido, pues no estaba en
condiciones de reconocer ni a su propio chófer. Pero este la convenció
hablándole con dulzura y buenos modales. Al parecer, según
conjeturó Gustavo, no era la primera vez que se veía obligado a
cumplir con una tarea semejante. Cuando la mujer masticó y se tragó
la pasa, sus pálidas mejillas recobraron el color de inmediato y sus
ojos dejaron de mirarlo todo como si fueran cosas que veía por
primera vez en su vida.
—¡Bartolomé, querido! ¿Qué hacemos aquí? —fueron sus
primeras palabras— No me digas que perdí la memoria de nuevo.
¿Cuánto tiempo llevo así?
—Apenas una hora, señora —respondió el chófer, aliviado al
comprobar que las uvas pasas surtían el efecto deseado—.
Afortunadamente, pasábamos con la limusina por esta céntrica calle
cuando vi en la puerta el adhesivo de La huerta prodigiosa. Le he
comprado a este señor medio kilo de pasas, ¿cree que serán
suficientes?
—Pero mira que llegas a ser tacaño, Bartolomé —le regañó la
señora sin contemplaciones—¿Tan solo medio kilo? Con razón se me
acaban tan pronto las pasas y me quedo sin memoria en cualquier
parte. Compra al menos cinco kilos, que no se van a echar a perder,
alma de cántaro.
—Ahora mismo solo puedo venderle unos tres kilos más, señora
—intervino Gustavo, divertido con la escena que protagonizaban la
mujer y su empleado—. Pero si lo desea, puedo encargarle los kilos
restantes y llamarla cuando los tenga en la tienda. El representante
de la marca me aseguró que podría entregarme su mercancía de un
día para otro.
—Es usted muy amable, caballero —repuso complacida la mujer
millonaria—. Le dejaré pagados los cinco kilos por adelantado, si le
parece bien. Bartolomé, recuerda la dirección de esta tienda. A partir
de ahora vendremos aquí a comprar las uvas pasas para mi memoria.
Mientras su jefa buscaba en su bolso la tarjeta de crédito para
pagar las pasas, el chófer se acercó a Gustavo y le susurró al oído:
—Se ve que usted le ha caído simpático, joven. Ha hecho usted un
buen negocio, porque mi señora tiene que comerse una docena de
estas pasas al día si no quiere perder la memoria. Calcule cuánto
dinero se gasta al mes. Pero es tan rica que para ella es como si
comprase uvas pasas normales y corrientes. Anote por favor su
número de teléfono; vendré por las pasas en cuanto avise a mi señora.
Aquel comentario elevó por las nubes la moral de Gustavo. Nada
más irse la rica desmemoriada con su competente chófer, llamó al
representante de las pasas para encargarle cuatro kilos más.
—Ya le dije que mis productos se venderían con facilidad en su
tienda —le comentó Servando Aguado con una pizca de orgullo en su
voz—. Mañana sin falta le llevaré su pedido, junto con nuevos
productos que debería conocer. La señora Amanda Piñera está muy
satisfecha con la cosecha de este año. Las primeras patatas son
capaces de generar tanta electricidad que una sola podría iluminar
una habitación grande durante una semana.
—No me atrevo a preguntarle por su precio. Deben ser carísimas,
aunque seguro que hay quien las compraría, viendo lo que he visto
hoy —dijo Gustavo con optimismo—. Tráigame un saco de diez kilos,
por favor.
—¡Así se habla! Lo anoto enseguida. Mañana nos vemos.
—Hasta entonces, Servando. Y gracias por salvar mi negocio, no
sabe el favor que me ha hecho.
—Estamos aquí para servir a nuestros clientes, no lo olvide. Adiós.
Gustavo estaba feliz y satisfecho. Cada persona que entraba en su
establecimiento preguntando por alguno de los milagrosos productos
que le proporcionaba Servando representaba una venta segura y
unos ingresos más que abultados. Una famosa cantante de ópera se
convirtió en compradora habitual de la miel de montaña, pues su
consumo diario era su secreto para alcanzar los agudos tonos de voz
que la habían llevado al éxito. Y un farmacéutico que experimentaba
con fármacos contra la depresión se llevaba todas las cebollas —a
doscientos euros el cuarto de kilo—, un precio razonable teniendo en
cuenta que las cebollas de La huerta prodigiosa eran las únicas del
mundo que hacían reír en lugar de llorar a quien las pelara.
En uno de esos días provechosos y emocionantes para su negocio,
olvidadas las angustias y penurias que había pasado, Gustavo tuvo
ocasión de conocer a una clienta muy especial. Era joven, atractiva y
dulce. La primera vez que estuvo en la tienda adquirió dos botellas de
zumo de arándanos. Además, le pidió a Gustavo que le reservara dos
botellas más para recogerlas pasados siete días. La chica advirtió a
Gustavo que su salud y su vida dependían del zumo de arándanos
elaborado por la señora Amanda Piñera.
—Le dejaré mi número de teléfono. Me llamo Rosana. Si no puede
conseguir el zumo llámeme con anticipación, se lo ruego. Como le he
dicho, es cuestión de vida o muerte que tenga siempre una provisión
suficiente de zumo fresco.
Gustavo pensó en aquel momento que la mujer, además de bonita,
se dejaba llevar fácilmente por el dramatismo.
—Ya que lo considera un asunto tan vital, ¿por qué no le encargo
botellas suficientes para que no sienta temor de que vayan a faltarle?
—Ojalá fuera esa la solución a mis problemas, señor —suspiró
Rosana—. Pero el jugo de arándanos pierde sus propiedades muy
rápidamente. Debe ser reciente para poder revertir los efectos de mi
enfermedad.
—Siento oír eso. Es difícil creer que esté enferma, viéndola tan
hermosa y con un aspecto tan saludable.
Gustavo se dio cuenta al instante de que había sido demasiado
sincero, y tal vez un impertinente, dedicándole aquellos piropos a una
clienta desconocida. Pero Rosana no pareció molestarse al oírlas;
antes al contrario, los recibió con una sonrisa y sus mejillas se
ruborizaron ligeramente.
—Es usted muy amable, pero mi aspecto no siempre es tan bueno
como le parece ahora. En fin, muchas gracias por todo, señor. Me
alegro mucho de haber encontrado su tienda. Es acogedora, limpia, y
ordenada. Y su dueño es una persona muy agradable y atenta. No
crea que es fácil encontrar comercios así.
El halago de Rosana llenó de alegría el corazón de Gustavo. Y
aunque no quisiera reconocerlo, aguardó con impaciencia su
siguiente visita. Los siete días de espera se le hicieron eternos, y no
respiró aliviado hasta que Servando le trajo las botellas de zumo de
arándanos recién exprimido por la propia dueña de la huerta. Bajo
ningún concepto quería defraudar a Rosana, pero cuando esta
regresó para recoger el pedido advirtió con gran sorpresa que había
experimentado una llamativa transformación. Había envejecido
notablemente, como si en lugar de una semana hubiesen pasado diez
años desde su anterior visita. Su cabello negro estaba ahora salpicado
de canas, y las arrugas del tiempo habían hecho mella en su cara. Aun
así, seguía siendo una mujer muy bella a los ojos de Gustavo.
—¿Entiende ahora por qué son para mí tan importantes estas
botellas de zumo? —preguntó Rosana antes de que Gustavo tuviera
tiempo de decir nada.
—Nunca hubiese podido imaginarme el motivo si no lo estuviese
viendo con mis propios ojos —confesó el tendero—. ¿Quiere decir
que el jugo de arándanos retarda su envejecimiento?
—Más aún. Lo revierte. Si bebo un vaso, en unas cuantas horas
recupero el aspecto acorde con mi verdadera edad.
—Es extraordinario, inconcebible. El suyo debe ser un caso
rarísimo, me imagino. ¿Pero qué le sucede cuando no es época de
arándanos? Usted misma me dijo que el zumo debía ser fresco para
que surtiera sus efectos.
—Es verdad. Pero, afortunadamente, los arándanos no son los
únicos frutos de la huerta de la señora Piñera beneficiosos para mi
enfermedad. Ella siempre dispone de alguna fruta de temporada con
propiedades rejuvenecedoras.
—Me alivia saberlo —dijo Gustavo—. Será un placer para mí
suministrarle esos jugos de frutas todo el año, señorita Rosana. Si
usted quiere, claro está.
—Por supuesto que querré. Si a usted no le importa atender a una
viejecita fea y arrugada —bromeó ella con cierto tono de amargura
en su voz.
—Incluso con el aspecto que tiene ahora, sigue siendo usted más
guapa que cualquier otra jovencita que conozca, puede estar segura
de ello —se atrevió a piropearla Gustavo una vez más. Y es que
viéndola envejecida, se había dado cuenta de que había empezado a
sentir por ella sentimientos muy profundos, pues fuese cual fuese su
aspecto, ahora sabía en su corazón que para él siempre sería la mujer
más hermosa del mundo.
Los ojos de Rosana, en los que podían apreciarse también los
signos de su prematura vejez, se iluminaron brevemente con el brillo
de la ilusión. Siempre le avergonzaba mostrarse en público cuando los
síntomas de su rara enfermedad se hacían muy evidentes, pero con
Gustavo eso no le había pasado. Ante él podía mostrarse tal cual era,
porque de alguna manera sabía que él podía ver su belleza interior,
más allá de su cambiante aspecto externo. ¿Acaso —se preguntó—,
había encontrado el amor de su vida cuándo y dónde menos lo
esperaba? El tiempo lo diría. Por ahora, lo único que su corazón sabía
con certeza era que no quería estar demasiado tiempo sin ver a
Gustavo, razón por la cual se arriesgó diciéndole que su médico le
había aconsejado aumentar la cantidad de zumo de arándanos que
bebía a diario.
—Voy a tener que venir a comprarte el zumo más a menudo,
Gustavo. Una botella cada dos días sería lo ideal, si pudieras
conseguirla.
—Cuenta con ello —le prometió Gustavo, sintiéndose
inmensamente feliz al saber que la vería mucho más a menudo y al
comprobar que ella comenzaba a tutearle con familiaridad.
Al igual que la tristeza y la preocupación que había experimentado
anteriormente había sido advertida por sus allegados, la alegría que
ahora experimentaba Gustavo fue recibida con agrado y bastante
alborozo por aquellos mismos. Doña Carmen fue la más aliviada,
porque a su hogar volvió la paz y la tranquilidad de los viejos tiempos,
cuando su marido regentaba el negocio y las risas llenaban la casa a
todas horas. Con el coche completamente reparado y mejorado por
las manos de Teo, regresaron también los paseos de los fines de
semana al campo o a la playa.
La planta del dinero que había atraído la buena suerte y la fortuna
hasta la tienda de ultramarinos se convirtió por méritos propios en el
centro de los más exquisitos cuidados por parte de su dueño. De esa
forma, la planta creció sana, frondosa y brillante; Gustavo recibía a
menudo elogios de los clientes por su magnífico aspecto y no le
faltaron ofertas para que la vendiese, proposiciones que eran
amablemente rechazadas fuese cual fuese la cantidad ofrecida.
Anselmo, que estaba al tanto de la buena marcha del negocio de
su amigo, no dejaba escapar nunca la ocasión de recordarle que su
actual éxito se debía en gran medida al regalo que él le había hecho.
—¿Tenía o no tenía yo razón, Gustavo? —le preguntaba de buen
humor— Nadie me cree cuando digo que mis flores son mágicas, pero
quienes las tienen saben que no soy el viejo fanfarrón ni el loco de
atar que pregonan algunos malpensados por el barrio.
—Reconozco que era muy escéptico respecto a las bondades de la
planta cuando me la regalaste, Anselmo. En eso soy tan culpable
como los demás. Pero ahora no me desprendería de ella por nada del
mundo; esta planta es el pilar en el que sustenta mi negocio. ¿Se
puede saber de dónde la sacaste?
—Es una larga historia, amigo mío. No quiero aburrirte con ella.
Durante algún tiempo, Gustavo sospechó que La huerta
prodigiosa era la empresa que se hallaba detrás de las misteriosas
flores de Anselmo, pero acabó descartando esa posibilidad. En primer
lugar, el propio Servando Aguado le negó que estuviera
suministrándole sus productos al florista; y, en segundo lugar, el
kiosco de Anselmo carecía de la etiqueta adhesiva con la que se
identificaban las tiendas que vendían aquella marca, de manera que
el origen de las flores mágicas continuó siendo un misterio para
Gustavo durante un tiempo.
Atento a todo cuanto sucedía en su calle, Anselmo no dejó de
advertir la relación que había empezado a fraguarse entre Gustavo y
la clienta que le compraba dos veces por semana el zumo de
arándanos. Observando que Gustavo también se detenía a conversar
en la calle con aquella extranjera que sobrevivía recogiendo chatarra
por el barrio, quiso saber hacia qué dirección se inclinaban sus
sentimientos formulándole la pregunta de manera muy directa:
—Últimamente te veo rodeado de mujeres muy guapas, Gustavo.
¿Acaso estás pensando en abandonar pronto el club de los solteros
empedernidos? ¿Voy preparando ya las flores para la ceremonia?
—En este barrio hay demasiados ojos atentos a lo que pasa, ja, ja,
ja —respondió Gustavo—. Y tú te estás anticipando demasiado a los
acontecimientos, viejo amigo. Pero no puedo negar que estoy muy
ilusionado con una mujer extraordinaria. La conocí cuando vino a
comprar a la tienda. Ambos nos estamos conociendo poco a poco, y
espero que pronto nuestra relación salga de los límites de esta tienda.
Quiero decir que pienso pedirle una cita formal próximamente, si es
que las cosas entre nosotros marchan tan bien como hasta ahora.
—¿Y qué hay de la mujer que se dedica a recoger chatarra con su
hija? También te he visto varias veces hablar con ella.
—Es un caso diferente. A Valentina, la mujer a la que te refieres,
le he ofrecido mi amistad desinteresada en dos o tres ocasiones, pero
ella mantiene la distancia por razones que se me escapan. Sé que le
caigo bien, pero desconfía de todas las personas que tratan de
acercársele.
—Es cierto que no se fía de nadie —corroboró Anselmo—. A mí ni
se me acerca, aunque de lejos siempre está admirando mis flores, y a
veces la he sorprendido suspirando con nostalgia cuando pasa por
delante del kiosco con su carro del supermercado.
—¿Sabes que su hija es una genio de las matemáticas? Ella se está
sacrificando mucho para costearle clases avanzadas con un profesor
universitario que vive cerca de aquí. Casi todo el dinero que gana
vendiendo chatarra lo dedica a eso. Unas clientas me han dicho que
también se gana un dinerillo extra vendiendo pañuelos de papel en
los semáforos. Las dos viven en un piso abandonado de la calle
Ecuador; de buena gana les pagaba el alquiler de un piso decente
ahora que puedo, pero sé que el orgullo de Valentina le impediría
aceptar mi propuesta.
—¿Sabes qué te digo? —reflexionó Anselmo— Que ojalá se
quedaran por el barrio mucho tiempo. Hay que reconocerles el
mérito que tienen, pues no es nada fácil vivir en condiciones tan
humildes, y siendo inmigrantes mucho menos. Personas así son las
que deberíamos acoger con cariño para mejorar el barrio.
El plan de Teo

Casi un año entero se demoró Teo en diseñar un automóvil


propulsado por un motor de helio e hidrógeno capaz de alcanzar la
Luna y de regresar a la Tierra llevando a bordo un solo tripulante. Él
mismo era consciente de que lo que había conseguido sobre el papel
era una hazaña sin precedentes en el mundo de la tecnología y la
mecánica. Haciendo alarde de una inteligencia privilegiada y de una
imaginación sin parangón, había sorteado uno a uno todos los
obstáculos que se le habían presentado en el camino. El resultado
final había sido un vehículo híbrido capacitado para volar o
desplazarse sobre cualquier terreno según las necesidades.
La idea de Teodoro consistía en sustituir la carrocería de una
furgoneta con cinco puertas por otra de materiales ligeros e ignífugos,
que pudiesen resistir las temperaturas extremas a las que se
sometería durante la salida al espacio exterior y la reentrada en la
atmosfera terrestre. Asimismo, planificó el sellado con soldaduras de
todo el vehículo para evitar de ese modo la despresurización del
interior del vehículo. Eliminando los asientos traseros y el del copiloto,
previó que ganaría el espacio suficiente para incluir el tanque de
oxígeno y un contenedor para alimentos y bebidas. El interior se
transformaría en un complejo entramado de cables y tubos que
conectarían los sistemas de refrigeración, dirección y
almacenamiento de residuos. Sobre el techo irían instalados dos
paneles solares, que servirían para alimentar la batería y mantener
constante la temperatura. Inutilizando las dos puertas traseras, halló
la solución para colocar el tanque de combustible a un lado del
vehículo y el tanque del gas oxidante al otro lado. Los espejos
retrovisores llevarían incorporadas cámaras de videograbación, así
como sensores de varias clases; la radio que el fabricante de la
furgoneta instalaba de serie tendría que ser sustituida por un aparato
de radioaficionados de onda corta, con el cual Alejandro podría
comunicarse con la Tierra. Teo estaba convencido de que haciendo
las modificaciones oportunas en el motor, la furgoneta volaría como
si fuera un verdadero cohete espacial.
Sin embargo, existían dos graves dificultades que le impedían
llevar sus revolucionarias ideas a la práctica. En primer lugar, la
construcción de la furgoneta espacial supondría un desembolso
económico que estaba fuera de su alcance. En segundo lugar, viajar a
la Luna no era solo cuestión de disponer de un vehículo apropiado
para ello; era necesario también establecer con exactitud un
elaborado plan para el despegue y el aterrizaje, calcular las órbitas de
vuelo y programar un ordenador que pudiese controlar
automáticamente las complejas maniobras que implicaría una misión
de semejante envergadura. Teo solo entendía de motores, ruedas o
frenos; nadie de su entorno poseía el nivel de conocimientos
necesario para hacerse cargo de una tarea tan complicada.
Una vez más, parecía que la realidad se iba a encargar de frustrar
sus ilusiones. No obstante, estaba tan orgulloso de su furgoneta
espacial, que cogió sus planos y acudió un domingo por la tarde a casa
de Gustavo con la intención de mostrárselos. Doña Carmen,
encantada con la inesperada visita, preparó café para los tres y colocó
una bandeja con pastas y galletas sobre la mesa donde su hijo y Teo
habían desplegado los planos.
—Tu idea es fantástica, amigo mío —declaró Gustavo después de
asimilar la magnitud del proyecto—. Siempre he sabido que tenías un
talento natural excepcional, pero esto que me enseñas supera todos
los límites de la imaginación. En serio te lo digo, me dejas con la boca
abierta.
—Agradezco tus palabras —dijo Teo—, pero déjame terminar y
entonces te darás cuenta de que tus elogios son excesivos. Mi plan no
es tan brillante como crees. Más aún, seguramente es irrealizable. No
cuento con medios materiales para ejecutarlo. Y eso que he reducido
el presupuesto cuanto he podido utilizando materiales reciclables
fáciles de hallar en un desguace. Además, aunque pudiéramos
encontrar un modo de financiar el proyecto, necesitaríamos a alguien
que fuese un cerebrito matemático. No se puede llevar un hombre a
la Luna sin darle importancia a los números; una pequeña desviación
en los cálculos, y el vehículo podría acabar perdido en la inmensidad
del espacio hasta el fin de los tiempos.
Gustavo escuchó atentamente los inconvenientes y dificultades
que Teo planteaba sobre su proyecto, pero eso no hizo que decreciera
su optimismo respecto a la consecución del sueño que representaba.
Meses atrás todo hubiera sido diferente; en ese tiempo pensaba que
Alejandro era un caso perdido, que la tienda se iría a pique
irremediablemente y que nada en realidad merecía la pena en este
mundo. Ahora, sin embargo, el negocio le hacía ganar muchísimo
dinero, estaba enamorado como un colegial y deseaba de corazón
sacar a Alejandro del pozo de la depresión ayudándole a alcanzar la
felicidad. ¿Y qué mejor modo que sufragándole los costos de un viaje
a la Luna?
—¡Yo financiaré tu proyecto, Teo! —exclamó de repente, dejando
a su madre y al incrédulo mecánico con la boca abierta—. Estoy en
condiciones de asumir las cifras que me has presentado, y si hace falta
pediré también un crédito al banco. Ahora estoy bien visto en unos
cuantos, ja, ja. Incluso puedo permitirme contratar a un científico
para que realice esos cálculos de los que me has hablado. Pondremos
un anuncio en los periódicos; seguro que alguien responde a la oferta
de trabajo. Vamos, recoge estos planos que ahora mismo nos vamos
a ver a Alejandro. Tiene que empezar a entrenarse de inmediato; el
pobre tiene una condición física lamentable desde que dejó el
hospital.
Convencer al tripulante de la misión a la Luna no fue tan sencillo
como Gustavo se había imaginado. Alejandro estaba hundido
moralmente, y un plan basado en viajar al espacio en una especie de
cafetera con ruedas le pareció una idea horrible y descabellada.
—¿Acaso habéis venido a burlaros de mí? —les reprochó
abiertamente— ¿No he sufrido ya bastante? Para mí no es fácil dejar
atrás lo que me ha pasado. El doctor Mendizábal me hizo comprender
de un modo cruel que mi sueño es inalcanzable, y que pretender lo
contrario solo sirvió para avergonzar a mi familia.
—No hables así —replicó Gustavo enojado—. Tus padres siempre
han estado orgullosos de ti, incluso en los peores momentos. Estaban
apenados, eso era todo, pero solo porque siempre quisieron verte
feliz. Yo mismo no comprendía lo que estabas haciendo, Alejandro. Y
con respecto a ese horrible psiquiatra, tengo entendido que el doctor
Palacios ya lo puso en su sitio. Mira, yo confío plenamente en Teo y
tengo la certeza de que su plan funcionaría si tú te pusieras al volante
de su furgoneta espacial.
—De ninguna manera —respondió Alejandro—. No quiero
fracasar otra vez; no quiero que la gente se ría más de mí.
Gustavo resopló, dándose por vencido.
—Recoge tus planos, Teo. Al parecer aquí ya no vive ningún
astronauta.
—Tengo copia de estos planos en mi casa —dijo el mecánico
abatido—. Te dejaré estos para que los estudies, Alejandro.
Concédeme al menos el beneficio de la duda. Si los repasas verás que
no te estamos proponiendo embarcarte en una cáscara de nuez ni en
una cafetera como has dicho; si te subes a mi furgoneta pisarías la
Luna antes que con cualquier otro cohete construido por las grandes
potencias mundiales. Sé que suena pretencioso y fantasioso, pero es
la pura verdad.
Alejandro se limitó a cruzarse de brazos y mirar al techo. Sus
decisiones todavía estaban condicionadas por las ideas que el doctor
Mendizábal había introducido en su cabeza, privándole del deseo de
tomar cualquier iniciativa arriesgada. Gustavo y Teo se despidieron de
él desilusionados, y luego hablaron en privado con sus padres antes
de marcharse.
—Don Ramón, doña Eulalia —les dijo Gustavo—, ustedes saben
que jamás pondría en riesgo la vida de su hijo. Solo quiero lo mejor
para él y, francamente, entre verle recorrer el barrio con su traje de
astronauta o verle arrinconado en su habitación como un lúgubre
prisionero, prefería mil veces lo primero.
—Nunca pensé que diría esto, pero estoy de acuerdo contigo —
reconoció don Ramón—, ¿pero qué podemos hacer nosotros aparte
de lo que ya hemos hecho?
—Dejadlo de mi cuenta —dijo entonces doña Eulalia—, yo
convenceré a mi hijo para que vaya a la Luna en vuestro cohete.
Alejandro siempre ha sido muy testarudo, pero yo sé cómo manejarlo.
Ustedes id construyendo el cohete, la furgoneta espacial o lo que sea
ese trasto. Yo me aseguraré de que mi hijo esté listo para el despegue.
¿Cuándo creéis que será eso?
—Faltan aún muchos detalles por concretar, pero yo diría que todo
podría estar listo dentro de tres meses —dijo Teo, calculando a ojo un
plazo que él mismo consideraba demasiado prematuro. Pero no era
el momento de arrugarse ni de echarse atrás.
A partir de ese momento las circunstancias comenzaron a jugar a
favor de la fantástica misión espacial, y todo gracias al empeño de sus
dos principales artífices. Teo y Gustavo publicaron en internet un
anuncio solicitando la ayuda de algún científico interesado en
participar en un proyecto, no muy bien remunerado y poco
prestigioso desde el punto de vista académico, pero de gran
trascendencia para la humanidad. Al objeto de filtrar las respuestas y
evitar que respondiesen al anuncio ociosos bromistas o simples
curiosos, adjuntaron al mismo un desafío matemático que debería
resolver cualquier persona que optase a ocupar el puesto. El desafío
consistía en determinar con exactitud en qué momento debían
encenderse los motores de una nave espacial que entrase en la
atmósfera terrestre a una velocidad de setecientos kilómetros por
hora. La respuesta debía justificarse y desarrollarse de manera que
fuese comprensible para los no iniciados en la ciencia matemática.
Como era de suponer, el requisito redujo a cero los candidatos que
llamaron al teléfono que figuraba en el anuncio, el cual no era otro
que el número de la tienda de Gustavo.
Así estaban las cosas cuando, una semana después de la
publicación del anuncio, entraron en la tienda Valentina y su hija
Natalia. Querían comprar leche y dos kilos de patatas. Mientras
Valentina elegía la marca de leche y Gustavo echaba en la balanza
varias patatas para pesarlas, Natalia se fijó en el anuncio impreso que
Gustavo había dejado sobre el mostrador. Como llevaba sus
cuadernos de clase y sus lápices en una mochila, los sacó sin decir
palabra y se puso a escribir en una hoja en blanco.
—¿Qué tal el día, Valentina? ¿Todo va bien? —le preguntó Gustavo.
Desde su última conversación, había decidido no presionar a la mujer
y comportarse con ella de la manera más sutil y comprensiva posible.
—Oh, todo bien, gracias. Estamos siempre muy ocupadas. Ahora
mismo vengo de recoger a Natalia de sus clases particulares. Va dos
veces por semana.
—Es digno de elogio el sacrificio que estás haciendo para darle la
mejor educación posible a tu hija.
—Gracias. Ella se lo merece todo, es la razón por la que me levanto
cada día—. Sus ojos se iluminaron al hablar de su hija.
Natalia no estaba prestando atención a la conversación en la que
se hablaba de ella. Durante ese breve espacio de tiempo, había
resuelto sin aparente dificultad el problema del anuncio en el
periódico. Después de comprobar dos veces que no había cometido
ningún error, arrancó la hoja del cuaderno y se la entregó a Gustavo.
—¿Crees que servirá de algo mi solución a vuestro problema? —
le preguntó candorosamente.
Gustavo abrió la boca de par en par cuando vio lo que había hecho
Natalia. Él carecía de los conocimientos necesarios para evaluar si
aquellos números eran correctos, pero aun así, la presentación
esmerada y sencilla que la niña había hecho en tan solo un minuto le
hacía pensar que aquel papel constituía un pequeño tesoro.
—Te diré algo, Natalia —le contestó Gustavo hablándole con
absoluta seriedad—. La persona que debe comprobar si has escrito
bien la respuesta es el astronauta al que tu madre salvó la vida. ¿Lo
recuerdas? Ahora mismo se niega a participar en un plan que
tenemos para enviarlo a la Luna, pero si le muestro lo que has hecho
y él ve que tus cálculos son correctos, tal vez eso le anime a ponerse
de nuevo el traje de astronauta y a meterse de lleno en la aventura.
Si eso llegara a producirse, tendrías que hacerme el favor de realizar
muchos más cálculos como este. Dime, ¿estarías dispuesta a asumir
la responsabilidad de guiar a mi amigo a través del espacio?
Naturalmente, te pagaría por los servicios prestados. ¿Qué te parece?
—¿Puedo, mamá? Di que sí, por favor. Si gano dinero tal vez
podríamos mudarnos a un hostal. Te prometo que no me lo gastaría
en caprichos para mí, como libros o calculadoras.
Valentina y Gustavo cruzaron sus miradas por un momento y
después se rieron al unísono, encantados con la dulce inocencia de
Natalia, la cual, pese a la adulta sabiduría que había demostrado
poseer resolviendo un problema tan complicado, seguía siendo
todavía una niña en muchos sentidos.
—Está bien, Natalia —dijo su madre—. Si se dan las circunstancias
que ha dicho Gustavo, podrás trabajar en la misión. Pero tendrás que
prometerme también que antepondrás las tareas de la escuela y tus
clases particulares a cualquier otra cosa.
—Te lo prometo, mamá. ¡Hurra! Voy a ser ayudante de un
astronauta verdadero. ¡Fantástico! ¡Genial! —gritó la niña danzando
alegremente por toda la tienda.
Valentina y Gustavo volvieron a reírse, contagiados por la felicidad
que transmitía Natalia.
Aquel episodio terminó por convencer a Valentina de que Gustavo
era una buena persona en quien se podía confiar. Había estado
pensando mucho en ello durante los últimos días y había llegado a la
conclusión de que no era justo seguir ocultándole al tendero las
tristes vicisitudes que había vivido desde su juventud, y los enemigos
invisibles de los que probablemente tendría que esconderse durante
el resto de su vida.
Pero siendo tantas las cosas que debía explicar, y tantos los
sentimientos que quería expresar, se le ocurrió que la fórmula más
apropiada sería escribir todo lo que quería contar en una carta antes
que afrontar el tema en una conversación cara a cara en la que el
dolor de algunos recuerdos podrían afectarle demasiado. Si hablaba
de ella y de Natalia en tercera persona, como si relatase una historia
que le hubiese sucedido a otras personas, sería más fácil confesarle a
Gustavo que su verdadero nombre era distinto de aquel que conocía
y las razones que la obligaban a vivir fingiendo que era otra persona.
Decidida a abrir las ventanas para que entrase un aire fresco y puro
en su vida, comenzó a trasladar a papel el montón de ideas
desordenadas y confusas que bullían en su cabeza.
Otro hecho que jugó a favor de la misión espacial, quizá el más
decisivo, fue el plan puesto en marcha por doña Eulalia para hacer
cambiar la opinión que su hijo se había formado sobre el proyecto de
Teo. Alejandro acostumbraba a despertarse muy tarde, ya que se
quedaba contemplando el cielo estrellado hasta bien entrada la
madrugada. Cansada de su actitud remolona y perezosa, doña Eulalia
entró una mañana muy temprano en la habitación de su hijo sin
preocuparse por el ruido que hacía. Con una enérgica determinación
en cada uno de sus pasos, descorrió las cortinas para dejar pasar el
sol y abrió la ventana con la clara intención de que el tráfico matutino
actuase a modo de despertador eficaz e irritante.
—¡Arriba, dormilón! Se te van a pegar las sábanas y tienes mucho
que hacer hoy día —exclamó con un torrente de voz.
Alejandro se tapó la cabeza con la almohada en un intento pueril
y desesperado por continuar durmiendo plácidamente, pero la
claridad era tan intensa y su madre armaba tanto escándalo que
terminó por claudicar ante ambas.
—¿Se puede saber qué haces, mamá? Hoy no tengo nada que
hacer; ya te dije que buscaré un trabajo cuando me sienta mejor, si es
que eso llega a suceder alguna vez.
—Ya tienes trabajo. Debes ponerte a punto físicamente para
cuando los muchachos tengan listo tu cohete. No querrás parecer un
astronauta panzón cuando vuelvas de la Luna y los periodistas te
quieran sacar fotos. A propósito, te he lavado a mano el traje de
astronauta y voy a plancharlo en cuanto se seque; no te puedes hacer
una idea de las manchas tan difíciles que le he sacado a base de frotar
y frotar.
—¡Pero, mamá! —gritó Alejandro sacudiéndose las sábanas de
encima y poniendo los pies descalzos en el suelo— ¿Cómo se te
ocurre planchar un traje de astronauta sin tener preparación para ello?
Además, no pienso montarme en ningún cohete de pacotilla; yo
estaba destinado a ser el primer hombre de nuestra nación en pisar
la Luna, y lo iba a hacer en un módulo espacial de ultimísima
generación. Todo lo que me ha pasado después ha sido una jugarreta
del destino de la que deberías compadecerme. Y no quiero que entres
a despertarme como si yo fuera aún un niño pequeño que todavía va
al colegio.
—¡Alejandro Barranco Cedilla! —explotó doña Eulalia— Te seguiré
despertando como a un niño mientras te sigas portando como tal.
Eres cabezota, malcriado y además de eso, ciego y estúpido. Deja de
compadecerte de ti mismo y mira a tu alrededor. Tus amigos te están
brindando una oportunidad única que tú has despreciado a la ligera
y con mucha soberbia. Al menos, concédeles el beneficio de la duda
como te dijo Teo. Estudia sus planos con objetividad. Eres muy
inteligente, al instante te darás cuenta si te han dicho la verdad o no.
Si no lo haces, seguiré entrando aquí cada mañana temprano hasta
que entres en razón.
Alejandro no pronunció ninguna palabra más. Conocía bien a su
madre y sabía que nada podía hacer que cambiara de opinión si creía
estar defendiendo una causa justa. La única manera de lograr que le
dejase en paz era satisfacer su deseo estudiando los planos de esa
dichosa furgoneta voladora y encontrándole los múltiples fallos
técnicos que a buen seguro escondían. Cuando se los mostrase a su
madre, explicándole las mil maneras de morir a las que estaría
expuesto cualquiera que tuviese el valor de aventurarse a volar en
ella, entonces podría volver a dormir tranquilo hasta la hora que se le
antojase.
—Está bien, mamá. Comprobaré esos planos mientras desayuno
si con eso te quedas a gusto; aunque será una pérdida de tiempo
lamentable, te lo advierto. ¡Pero hazme el favor de no tocar mi
uniforme! No quiero que me lo quemes con tu plancha. Es el único
recuerdo que me queda de los buenos tiempos.
—Bueno, no hagas un escándalo de eso; yo nunca quemo la ropa
cuando plancho —repuso doña Eulalia, aunque su tono de voz se
había dulcificado considerablemente—. Ya que has entrado en razón,
te prepararé el desayuno. ¿Qué es lo mejor para un astronauta en
fase de entrenamiento, cereales o café?
—Ay, mamá. Eres incorregible, pero te quiero —resopló Alejandro.
Lo que Alejandro no podía haberse imaginado era que no
descubriría error alguno en el diseño de la furgoneta de Teo por más
empeño que puso en encontrárselo. A la hora del almuerzo todavía
seguía enfrascado en el estudio de los planos. Poco a poco se fue
dando cuenta de que Teo no era un simple mecánico de automóviles,
sino una mente brillante que había concebido un plan maestro; sin
lugar a dudas, su talento estaba a la altura de los mejores ingenieros
aeroespaciales del mundo.
Alejandro no pudo dormir aquella noche. La pasó en vela
anotando en un cuaderno las pertenencias que debía llevar en la
furgoneta para sobrevivir en el espacio y trazando un completo plan
de entrenamiento que le permitiera afrontar el viaje en las mejores
condiciones físicas y psíquicas posibles. Al despuntar los primeros
rayos del sol, sin apenas haber dormido, salió a correr por las calles
una hora, actividad que pensaba hacer diariamente hasta el mismo
día del lanzamiento del cohete. Mientras corría por calles todavía
desiertas, dejaba atrás sin saberlo la horrible experiencia que el
doctor Aquilino Mendizábal le había hecho pasar.
Después de correr volvió a casa, se duchó, desayunó con sus
padres y salió de nuevo a la calle con la intención de pasarse por la
tienda de Gustavo. Necesitaba ponerse de acuerdo con él y con Teo
sobre el mejor modo de organizar una misión de control de vuelo
desde la Tierra. Aquel aspecto no estaba reflejado en los papeles que
le habían dejado, aun cuando se trataba de un asunto trascendental
que ninguno de ellos debería haber pasado por alto.
Gustavo no se encontraba solo en la tienda cuando entró
Alejandro. Había una mujer rubia y de rostro muy agradable hablando
con él. En el mismo momento de entrar por la puerta Alejandro, la
mujer le estaba pasando un sobre a Gustavo. También había en el
establecimiento una niña que guardaba gran semejanza con la mujer;
estaba sentada con las piernas cruzadas en un taburete de madera
junto al mostrador desde donde Gustavo atendía a sus clientes. La
niña tenía la cabeza hundida en un cuaderno, mientras escribía en él
de un modo casi frenético. Alejandro supuso que estaba haciendo las
tareas del colegio mientras su madre compraba en la tienda. No
quería interrumpir ninguna conversación, pero viendo que la mujer y
Gustavo dejaban de hablar para mirarle, aprovechó la ocasión para
aproximarse y saludar.
—Buenos días, Gustavo. Buenos días, señora. Gustavo, cuando
tengas ocasión quisiera hablar contigo sobre lo que tú ya sabes. He
cambiado de opinión, quiero participar en vuestro proyecto.
—¡Eso es maravilloso! ¡Lo mejor que podía pasar hoy!—exclamó
el tendero dando un manotazo sobre el mostrador—. Ya me
explicarás qué te ha hecho cambiar de opinión, aunque barrunto por
dónde van los tiros. Mira, por una feliz circunstancia has coincidido
en la tienda con alguien a quien ardo en deseos de presentarte. Ella
constituirá una pieza clave en nuestro proyecto de ir a la Luna.
Alejandro se volvió instintivamente hacia la mujer diciéndole:
—Ah, entonces, ¿usted también está al tanto de la maravillosa
idea de Teo? ¿Y en calidad de qué nos prestaría usted su ayuda, si no
considera inoportuna la pregunta?
La mujer enrojeció ligeramente, agachando la cabeza al mismo
tiempo; Alejandro empezaba a temer que había sido un indiscreto al
formular a destiempo aquella pregunta, pero entonces Gustavo
intervino para aclarar la situación.
—No, no. Ja, ja. Discúlpame, Alejandro. La persona de quien te
estaba hablando era la pequeña Natalia, a quien ves ahí sentada, no
de su madre. Será mejor que empecemos por las presentaciones.
Alejandro, te presento a Valentina, una buena amiga mía. Valentina,
este es mi amigo Alejandro, a quien ya conoces de aquel día en el
parque. Pero dejemos ese tema de lado ahora, no es momento de
acordarse de cosas tristes que ya se superaron.
—Encantada de conocerlo, señor Alejandro —dijo la mujer.
—Lo mismo digo —contestó Alejandro, quien todavía no
comprendía bien lo que pasaba. ¿De verdad había dicho Gustavo que
aquella niña, la cual no debía tener más de catorce años, podía
contribuir en algo a mandar un hombre a la Luna? En cuanto a lo del
parque, sencillamente no recordaba haber visto nunca a aquella
buena mujer. Su mente había olvidado completamente el episodio
del balonazo.
Gustavo confirmó que Alejandro había escuchado bien cuando
llegó el turno de presentar a Natalia.
—Alejandro, te presento a Natalia. Ella hará los cálculos orbitales
de tu cohete y se encargará de introducir todos los datos en el
ordenador de a bordo. Eso si tú le das el visto bueno a los cálculos
que ya ha hecho, claro está.
Desde que supo quién era aquel hombre, Natalia no dejaba de
observarlo con los ojos con los que cualquier fan miraría a un héroe
legendario del rock o del deporte a quien idolatrase con todo su
corazón.
—¿De verdad es usted nuestro astronauta? —le preguntó con su
encantador y suave acento extranjero—. Es usted muy valiente, a mí
me daría mucho miedo volar sola tan lejos de mi casa. ¿Quiere saber
a qué velocidad y a qué ángulo debería ir cuando esté reentrando en
la atmósfera terrestre? Estaba calculando todo eso justo cuando
usted llegó.
Natalia estiró el brazo mostrándole a Alejandro el cuaderno
abierto donde había estado escribiendo. No eran las tareas comunes
de una escolar de su edad lo que había escrito en sus páginas como
había presumido, sino un montón de ecuaciones resueltas
elegantemente, tablas de datos y gráficas sobre ejes cartesianos
magníficamente dibujadas.
—¿Has hecho todos estos cálculos tú sola sin ayuda de un adulto?
—le preguntó Alejandro sin salir de su asombro. Todavía no
terminaba de asimilar que un mecánico fuese capaz de construir un
cohete espacial, y ahora le presentaban a una niña con el coeficiente
propio de un genio matemático. Empezaba a sentir la presión de no
estar a la altura de un grupo tan talentoso.
—Sí, señor. Gustavo está siendo muy bueno con nosotras, por eso
le dije que le ayudaría. ¿Sabe que va a pagarme por mi trabajo? Es mi
primer empleo y estoy muy emocionada. ¿No es así, mamá?
—Así es, hija. Gustavo es una persona muy amable y generosa. Yo
estoy muy orgullosa de ti por querer ayudarlo a él y a sus amigos. Pero
ahora debemos irnos, vas a llegar tarde a tus clases con el profesor
Torres.
—Bueno, mamá. Las clases del profesor Torres son un poco
aburridas, pero tiene muchos libros interesantes que me ayudarán a
estar lista para esta misión.
Madre e hija se despidieron de los dos hombres y salieron de la
tienda. Alejandro se quedó conversando con Gustavo hasta la hora de
cierre de la tienda, pues estaba ansioso por conocer en detalle cómo
se había fraguado aquella historia desde el principio. A Gustavo se le
ocurrió crear un grupo de whatsapp agregando en él a Teo y a
Alejandro. Una vez informado el mecánico del cambio de opinión del
astronauta, los tres se pusieron a discutir en el grupo qué lugar del
barrio reunía los requisitos idóneos para acoger el lanzamiento de la
furgoneta al espacio.
Fue una mañana provechosa, pero Gustavo estaba deseando que
llegara la tarde, puesto que Rosana había quedado en pasarse por la
tienda para comprar más zumo de arándanos. Su relación iba por
buen camino, y pensaba invitarla a salir el próximo viernes por la
noche. ¿Sería buena idea llevarla a un sitio elegante, o eso sería
demasiado pretensioso para una primera cita? Quizá le pidiera
opinión a su madre, aunque eso implicara tener que responder a un
millón de preguntas.
Doña Carmen ya tenía puesta la mesa cuando su hijo llegó a casa
a la hora del almuerzo. Por toda la casa había un inconfundible olor a
lentejas, el plato favorito de Gustavo. Después de besar a su madre
se lavó las manos y se sentó a comer. Entonces le vino a la mente el
sobre que Valentina le había entregado en la tienda por la mañana.
Ella le había pedido que leyese su contenido solo cuando estuviera
tranquilo y descansado, pues para ella era muy importante que
comprendiese bien el alcance de cuanto se decía en las páginas que
había escrito. Gustavo le había prometido que así lo haría,
agradeciéndole la confianza que demostraba tener en él con aquel
gesto.
Sumamente intrigado, pidió permiso a su madre para apagar la
televisión y luego abrió el sobre. Dentro había varias hojas escritas a
mano con una letra bonita pero temblorosa en algunos pasajes,
según apreció Gustavo tras un primer vistazo. Cuando comenzó a leer
se dio cuenta que no se trataba de una carta propiamente dicha, pues
los hechos relatados estaban escritos en tercera persona. Gustavo
interpretó acertadamente que Valentina lo había hecho así para
distanciarse del dolor que reflejaban sus palabras y poder escribir con
mayor facilidad de sucesos que resucitaban viejos fantasmas en el
corazón de la mujer y reabrían heridas de su alma. Aun así, Gustavo
se sintió intensamente conmovido y afectado por lo que leyó a
continuación.
Las flores de la paz

A la edad en la que sus amigas jugaban todavía con muñecas o


leían cuentos aburridos de princesas y dragones, Vera Gabaski se
divertía realizando experimentos de química en el laboratorio que su
padre le había montado en el sótano de su casa. Antes incluso de
aprender a leer, Vera era capaz de recitar de memoria la tabla
periódica de los elementos químicos, con sus correspondientes pesos
atómicos y todo. Ninguno de sus progenitores pudo explicarse jamás
de dónde procedía aquella pasión tan precoz y desmedida que su hija
sentía por aquella rama de la ciencia. En su pequeño laboratorio, Vera
aprendió a sintetizar cualquier sustancia o compuesto que se le
antojase. Ella misma fabricaba el detergente que se consumía en el
hogar, los jabones con los que se lavaban, y el combustible que
consumía el coche familiar.
Los padres de Vera trabajaron muy duro para que pudiese
desarrollar su talento en las mejores escuelas, y cuando fue admitida
en la Universidad más prestigiosa del país se sintieron felices y
satisfechos al ver sus esfuerzos recompensados. Vera también estaba
muy contenta; en la Universidad tendría al fin todos los medios
necesarios para cumplir su sueño de realizar algún día un gran
descubrimiento científico. Su ilusión e inocencia, sin embargo, le
impidieron ver que su talento despertaba no solo admiración, sino
también envidia malsana en algunos alumnos mediocres y
ambiciosos. El último año de licenciatura, Vera realizó un trabajo de
investigación junto a un compañero de clase llamado Luka Trenzico;
en el transcurso de dicha investigación, Vera compartió con el
estudiante Luka una brillante idea que se le había ocurrido para
sintetizar un innovador compuesto químico que transformaba la
basura en fertilizantes inocuos para el medio ambiente. Con aquel
trabajo, Vera confiaba en que ambos ganarían una importante beca
de investigación en el extranjero. Pero su compañero tenía otros
planes; sin escrúpulos de ningún tipo, se apropió de la idea para
patentarla y crear su propia empresa de fertilizantes. Con el
monopolio de fabricación del milagroso producto, Luka se hizo
multimillonario de la noche a la mañana. De nada le sirvieron a Vera
sus reclamaciones ante la Universidad y los tribunales, pues el traidor
se había asegurado de eliminar cualquier prueba que relacionase a
Vera con el invento.
El carácter de la joven química se agrió tras aquel incidente. Perdió
completamente la confianza en las personas y se aisló en el viejo
laboratorio de la casa de sus padres. Para subsistir y poder adquirir
materiales para su laboratorio, vendía perfumes elaborados por ella
misma en ferias y mercadillos de barrio. La amargura y el desencanto
entristecieron su joven corazón durante mucho tiempo.
Simultáneamente, y sin que a ella pareciera importarle mucho, el
mundo que la rodeaba se transformó de un modo vertiginoso. Viejas
rencillas con países limítrofes renacieron con inusitada virulencia;
algunos líderes políticos airearon irresponsablemente las disputas
con proclamas incendiarias y la palabra guerra empezó a aparecer en
los periódicos y en las conversaciones con demasiada asiduidad. Vera
procuraba salir poco a la calle, pues las manifestaciones y las
algaradas eran cada vez más frecuentes. Sin amigos, acabó perdiendo
todo contacto con la realidad y se concentró por completo en sus
tubos de ensayo y sus probetas.
Un día, sin embargo, llamó a la puerta de la casa un joven
enfundado en un largo y oscuro abrigo de lana, de cuyas solapas
colgaban varias flores. Al cuello llevaba enroscada una bufanda roja
que le llegaba a las rodillas y, tras unas gafas pequeñas y redondas,
sus ojos claros transmitían una intensa energía. Presentándose al
padre de Vera con el nombre de Dimitri Vitaky, solicitó ver a su hija
para tratar con ella un asunto de la máxima importancia.
—¿Mi hija te conoce de algo, joven? Para serte sincero, nunca
viene ningún amigo a visitarla.
—Eso que dice es muy triste, señor —respondió Dimitri haciendo
una mueca de disgusto—. La verdad es que no conozco a su hija
personalmente, pero ella es una leyenda en los pasillos de la
Universidad. Un profesor al que tengo en gran estima me ha
asegurado que Vera es la química más brillante e inteligente que haya
pasado jamás por las aulas de su facultad. Me lo dijo exactamente con
esas palabras, lo cual me convenció de que ella es la persona que
necesito.
—Pareces un chico agradable, hijo, pero no sé si ella querrá
recibirte. Vera no suele fiarse de nadie desde hace un tiempo, y
menos aún de desconocidos.
Su padre no se equivocó. Vera no quiso salir de su laboratorio para
averiguar qué quería el joven que había ido a visitarla. Decepcionado,
Dimitri cogió una de las flores que llevaba en la solapa y se la entregó
al padre de Vera.
—Hágame un favor, señor. Dele esta margarita a su hija y dígale
que la huela antes de que pierda su aroma. Si al olerla cambia de idea
y quiere verme, dígale que puede encontrarme en esta dirección.
Dimitri le entregó una tarjeta de visita con su nombre, en la que
figuraba la dirección de un vivero de plantas y flores ornamentales.
—Ese es mi negocio —explicó el joven—. Me dedico sobre todo al
cultivo de flores para celebraciones de cualquier clase, aunque mi
verdadera pasión es la hibridación de plantas. Es un arte difícil, pero
muy interesante. Bueno, no quiero entretenerle más, señor. Gracias
por atenderme, y no se olvide de darle mi recado a su hija, por favor.
—No lo olvidaré, hijo. Me caes bien, te prometo que intentaré que
Vera vaya a verte un día de estos.
—Gracias de nuevo, señor. Ha sido un placer conocerle.
Pese a sus buenas intenciones, el padre de Vera no creía realmente
que fuese posible convencer a su hija de que respondiese a la
invitación de Dimitri. Lo único que podía hacer por él era entregar el
mensaje y la flor. Vera recibió ambos sin hacer ningún comentario y
continuó realizando un experimento que estaba llevando a cabo para
comprender cómo cambian el color de su piel los camaleones. Al
finalizarlo, cogió la margarita que había dejado sobre la mesa del
laboratorio y aspiró su fragancia. Aunque no lo reconociera, la visita
del joven desconocido que le había contado su padre la había dejado
muy intrigada. ¿Quién era y por qué tenía interés en que ella oliera
aquella flor? Al olerla por segunda vez se dio cuenta de algo muy
extraño. La fragancia de la margarita no parecía diferenciarse de
cualquiera otra flor de su especie, pero al olerla, Vera había sentido
un deseo irrefrenable de viajar. Durante varios minutos solo pudo
pensar en lugares lejanos que quería conocer y en monumentos que
quería visitar desde hacía tiempo. Cuando logró concentrarse de
nuevo en su trabajo, se preguntó si su repentino deseo de viajar había
sido provocado por el aroma de la flor, o si tan solo había sido una
mera casualidad que aquel sentimiento surgiese justo en el momento
de acercar su nariz a ella. Solo había un modo de averiguarlo.
Restregó con suavidad sus dedos por los pétalos de la margarita y se
tocó con ellos la nariz. Al instante volvió a experimentar otra vez el
deseo de realizar un viaje. Ya no le cabía duda de que el aroma de la
flor era la causante de aquella sensación. ¿Pero cómo era eso posible?
Su mente científica trató de hallar una explicación convincente. Vera
sabía que el olor característico de cada flor dependía de compuestos
químicos complejos que servían como señales para atraer a los
insectos. Dicho de otra forma, la flor se comunicaba con los insectos
necesarios para su polinización a través de moléculas que formaban
las palabras de un complicado lenguaje químico. Pero el lenguaje que
utilizaban las plantas y los insectos para comunicarse entre sí había
sido siempre un lenguaje invisible e indescifrable para los seres
humanos. ¿Había descubierto Dimitri un modo de que las flores
transmitiesen mensajes comprensibles para las personas? ¿Podían
los mensajes transmitidos por una flor ser más convincentes que las
palabras de un experto orador? De ser así, Dimitri era un auténtico
genio, pensó Vera.
Tenía que desvelar a toda costa los secretos de aquella misteriosa
margarita. Durante varias semanas se dedicó en cuerpo y alma a
destilar, aislar y descomponer los compuestos químicos que
exhalaban sus pétalos. Finalmente, obtuvo la fórmula química del
mágico producto cuyo olor incitaba a viajar. Condensó el líquido en
un frasco de colonia y le pidió a sus padres que lo oliesen, haciéndoles
creer que se trataba de un nuevo perfume que había inventado.
Ambos progenitores le contaron entonces que aquel perfume había
despertado en ellos un intenso deseo de salir de viaje. Tanto, que al
día siguiente prepararon sus maletas y se marcharon al sur, donde
una tía de Vera tenía una estupenda casa de huéspedes junto al mar.
Vera había conseguido un aroma mucho más concentrado que el
despedido por la flor de Dimitri.
Había llegado el momento de salir del laboratorio y despejar el
secreto de aquella margarita acudiendo al vivero del señor Vitaky,
pensó Vera mientras sostenía en su mano la tarjeta de visita que el
floricultor le había entregado a su padre.
Hacía mucho tiempo que Vera no salía a la calle, y durante el
trayecto que hizo en autobús pudo darse cuenta de que los pasajeros
estaban más alicaídos, callados y serios de lo normal. Casi todos ellos
leían con preocupación las graves noticias de los diarios, los cuales se
hacían eco de roces diplomáticos y rupturas de tratados
internacionales. Cuando se bajó del autobús y se encaminó a la
entrada del vivero, que se extendía de un extremo a otro de la calle,
Vera se preguntó si era la única persona en todo el país a quien no le
importaba nada en absoluto lo que hicieran o deshicieran un atajo de
políticos y militares henchidos de falso orgullo patriótico. En aquel
momento no podía imaginarse que no tardaría mucho en verse
involucrada de lleno en aquellos acontecimientos a los que pretendía
dar de lado.
Un amable jardinero la condujo hasta el lugar donde se hallaba
trabajando el dueño del vivero. Era un invernadero en el que crecían
multitud de flores de todos los colores imaginables; había también
semilleros y un sofisticado sistema de cultivo hidropónico. A Vera le
dio la impresión de que el invernadero se asemejaba mucho a su
laboratorio por el modo en el que estaban organizados sus elementos.
Dimitri estaba sentado en un extremo del invernadero mirando a
través de un microscopio. Levantó la vista al darse cuenta que no
estaba solo, y en su rostro se dibujó una cálida y amplia sonrisa
cuando reconoció a la joven que acompañaba a su empleado.
—Señorita Vera Gabaski, es un honor para mí que haya decidido
venir hasta aquí —le dijo entusiasmado. Se había levantado de su
asiento, acercándose a Vera con la mano tendida. Esta se sintió
confundida, pues no recordaba que se hubieran visto anteriormente.
—¿Cómo sabe que soy Vera Gabaski? ¿Nos conocemos de algo?
—Vi una foto suya en los registros de la Universidad. Y no ha
cambiado usted nada desde entonces, si me permite la indiscreción.
No sabe cuánto trabajo me ha costado localizarla, pero para mí era
vital ponerme en contacto con usted. Eché mano de todos mis
contactos para averiguar dónde estaba usted. En la Universidad me
hablaron maravillas de sus aptitudes y de su ingenio.
Vera no guardaba un buen recuerdo de su paso por la Universidad,
pero no quiso contradecir a Dimitri. A ella solo le interesaba que le
hablase de sus descubrimientos.
—¿Puedo tutearle, señor Vitaky?
—Por supuesto. Sería un placer, señorita Vera.
—Entonces, respóndeme a una pregunta. ¿Qué quieres de mí?
¿Por qué me has confiado tu descubrimiento entregándome la
margarita?
—Veo que te gusta ir al grano, Vera. Me parece una cualidad
excelente, yo también soy así.
Dimitri le pidió a su empleado que los dejase a solas. Luego, tomó
a Vera del brazo y le enseñó el invernadero donde realizaba sus
experimentos con las flores.
—Hace años que me dedico a realizar reproducciones cruzadas
con el fin de obtener flores híbridas que presenten rasgos, por decirlo
de alguna manera, muy poco frecuentes. Así he conseguido criar
ejemplares con propiedades excepcionalmente anómalas y
extraordinarias.
—Como la margarita que induce el deseo de viajar —apuntó Vera,
admirada de la meticulosidad y el orden que Dimitri había implantado
en el invernadero—. Por cierto, quizá debas saber que en mi
laboratorio he logrado reproducir artificialmente el aroma de tu flor.
—Eso es maravilloso, Vera. Y confirma que no estaba equivocado
al buscarte. Eres la persona idónea para lo que tengo en mente. Pero
antes de hablarte de ello, déjame enseñarte otras flores híbridas que
he conseguido sacar adelante, de las cuales me siento muy orgulloso,
aunque suene vanidoso que yo lo diga. Esta rosa roja, por ejemplo,
despide un olor que incita a bailar; y la fragancia de esta otra rosa
amarilla convierte en generosa a la persona más tacaña del mundo.
Ah, y este narciso de aquí no huele demasiado bien, pero si te acercas
demasiado te convencería de que hace un día caluroso aunque te
hallases en el mismísimo Polo Norte.
—Increíble —admitió Vera—. ¿Y por qué compartes todo esto
conmigo? ¿Quieres que descifre de qué moléculas se componen
todos estos olores, como hice con la margarita? Si no es para eso, no
se me ocurre para qué necesitarías incorporar a un químico a tu
proyecto.
—Ese sería un primer paso, pero hay algo más importante, Vera —
dijo Dimitri adoptando un tono más serio que el que había empleado
hasta entonces—. Como bien sabes, el olor de las flores es un
lenguaje de comunicación invisible para el ser humano; gracias a él
transmiten mensajes a los insectos que las polinizan.
—Sí, lo sé. Y tú has conseguido que las flores se comuniquen con
nosotros. Ahora entendemos lo que dicen tus flores mutantes—
apuntó Vera—. Y sus mensajes son tan persuasivos como los que
perciben los insectos.
—Flores mutantes… Sí, es una forma bastante acertada de
llamarlas. Pero las he creado realizando experimentos a ciegas, sin
saber de antemano qué tipo de flor saldría de mis cruces. Y eso es
muy frustrante, porque necesito desesperadamente obtener una flor
que transmita un mensaje concreto que sea sumamente persuasivo.
—¿Qué tipo de mensaje sería ese?
—Un mensaje de paz —respondió Dimitri mirando directamente
a los ojos de Vera. Había llegado finalmente al punto central de sus
investigaciones, y era la primera vez que le confesaba a alguien sus
verdaderos propósitos—. La guerra parece inevitable en estos
tiempos tan convulsos, pero yo quiero evitar a toda costa que eso
suceda. Sueño con cultivar extensos campos de flores que exhalen a
los cuatro vientos un aroma irresistible; una quintaesencia que haga
crecer en nosotros sentimientos pacíficos y antibelicistas. Y no puedo
conseguir ese sueño sin ti. Solo tú podrías descifrar el lenguaje de las
flores y decirme qué tipo de flor tengo que crear exactamente para
que su olor aplaque las ansias de guerra que nos dominan
actualmente.
La declaración de Dimitri impresionó a Vera. La desconfianza que
sentía hacia el resto del mundo por el engaño sufrido en sus años
universitarios desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Dimitri era la
persona con los ideales más altruistas y sinceros que había conocido
en su vida. Podía hacerse multimillonario fácilmente con sus flores
híbridas y, en cambio, estaba allí frente a ella con cara de niño tímido
pidiéndole que se uniese a su causa por evitar la guerra que todos los
demás veían como la única salida a los problemas del país.
—No sé si es posible lo que me pides, Dimitri. Y si lo es, puede que
nos llevara toda una vida encontrar un aroma que incite a la paz.
—Pero, aun así, ¿no crees que merecería la pena intentarlo?
Vera respiró hondo. ¿Cómo negarse si aquel soñador seguía
convicciones tan elevadas y, además, la miraba con aquellos ojos de
cordero degollado?
—Está bien —cedió la química sin demasiada resistencia—, me
has convencido, Dimitri. Pero tendré que trasladar aquí mi laboratorio.
Tengo que analizar los aromas de tus flores mutantes para hallar un
patrón común. Si el aroma es un lenguaje, hay que descubrir las
palabras que lo componen. Si lo consigo, tal vez descubra cómo se
forma la palabra paz en el lenguaje de las flores.
—Y si descubres a qué huele la paz, yo crearé la flor que huela a
paz. Entonces, ¿tenemos un trato, Vera Gabaski?
Vera sonrió tendiéndole su mano abierta. Al estrechársela, Dimitri
sintió un suave calambrazo.
—Vaya —se sonrojó entonces Vera—, parece que saltan chispas
entre nosotros.
Dimitri no supo qué decir. Se sonrojó a su vez y se miró los zapatos
con nerviosismo.
—¿Cuándo puedo empezar? —rompió Vera el incómodo silencio.
—Cuanto antes —respondió atropelladamente Dimitri—. Te
ayudaré a montar aquí tu laboratorio y le diré a mis empleados que
te proporcionen todo lo que te haga falta.
La investigación fue tan ardua y complicada como Vera había
supuesto, pero trabajar codo con codo junto a Dimitri alegró su
espíritu y dulcificó su carácter. Se hizo más sociable y dicharachera, lo
cual no pasó inadvertido a los ojos de sus padres, quienes estaban
encantados con la transformación experimentada por su hija. Todo
ello repercutió positivamente en sus estudios sobre el aroma de las
flores mutantes. Un día, Vera tuvo una intuición muy oportuna
después de estar un rato paseando entre las flores del vivero. Al
detenerse a admirar sus vivos colores, cayó en la cuenta de que el
color de una flor suele asociarse con algún significado concreto. Es
decir, así como el rojo es el símbolo de la pasión y los enamorados se
regalan rosas rojas para expresar su amor, el blanco simboliza la
pureza y la inocencia; el amarillo, la amistad y el verde se suele asociar
con la esperanza. Pero el blanco también representa el color de la paz,
pensó Vera de repente. ¿Y si aquellas tradiciones tenían una base
científica? ¿Y si el mensaje de los colores de una flor estaba
íntimamente relacionado con su aroma? Basándose en dichas
suposiciones, Vera centró sus investigaciones en la composición
química de aquellos aromas pertenecientes a flores blancas que se
hubiesen usado con fines terapéuticos a lo largo de la historia. Y de
ese modo, después de múltiples y complejos experimentos fallidos,
dio con la fórmula de un compuesto químico que, en teoría, debía
suscitar sentimientos pacíficos y amistosos. No obstante, al
sintetizarlo en el laboratorio, el producto resultante carecía de la
suficiente intensidad. Por mucho que Vera se afanó en perfeccionar
el método de fabricación, no lograba subsanar aquel defecto. Pero
como estaba convencida de que sus cálculos eran correctos, dedujo
que solo el compuesto obtenido de forma natural tendría las
propiedades requeridas. Cuando sintetizó el aroma de las margaritas
que incitaban a viajar no se encontró con ese problema, pero era un
campo de la ciencia totalmente novedoso y Vera no podía esperar
saberlo todo sobre el tema. Ahora que sabía de qué aroma se trataba,
solo tenía que deducir qué flor lo produciría. Durante dos meses más
estuvo enfrascada en sus estudios, hasta que finalmente dedujo qué
hibridación produciría la flor idónea.
Ilusionada con su descubrimiento, Vera le indicó a Dimitri qué tipo
de flor tenía que crear para que su aroma fuese exactamente igual al
que ella había obtenido artificialmente. La flor en cuestión resultó ser
una variedad de lirio blanco nacida de la hibridación de otros lirios
puros, procedentes de la selva amazónica y de la península malaya. El
floricultor obtuvo entonces un crédito agrícola para comprar terrenos
en los que poder cultivar los lirios de la paz y luego encomendó la
tarea de sembrarlos a sus mejores jardineros. Vera pasaba mucho
tiempo junto a Dimitri supervisando la siembra y el abono de los lirios;
la amistad entre el floricultor y la científica se fortaleció con largos
paseos y conversaciones interminables, al tiempo que arraigaban los
primeros brotes verdes en el campo.
Un día, Vera formuló a Dimitri una pregunta que pilló a este
totalmente desprevenido.
—Dime la verdad, ¿has hecho crecer alguna flor cuyo aroma haga
que te enamores irremediablemente de alguien?
Dimitri no captó a la primera el bonito mensaje que ocultaba la
pregunta de Vera, respondiéndole espontánea y sinceramente:
—Que yo sepa, nunca he logrado una flor mutante con
semejantes poderes. Ni siquiera me lo había planteado. ¿Por qué me
preguntas eso?
—Tonto, porque me he enamorado perdidamente de ti y quería
saber si esa era la razón. Pero parece que mi amor es natural y
verdadero.
—El mío por ti también lo es, querida Vera —reaccionó al instante
Dimitri, sintiendo que su corazón se hinchaba de felicidad.
Comprobar que el amor que había ido creciendo silenciosamente en
su corazón era correspondido le convertía en el hombre más dichoso
del mundo.
Fue una boda relámpago que no pudo tener una luna de miel
como mandan las tradiciones, pues ambos jóvenes seguían dedicados
en cuerpo y alma al perfeccionamiento de las flores de la paz. Los
últimos lirios eran muy prometedores. Dos hombres enfrentados
entre sí por una disputa familiar que duraba ya demasiado tiempo se
prestaron voluntarios para someterse a un experimento; durante una
hora estuvieron paseando juntos y en silencio por los campos de lirios
blancos mutantes, hasta que salieron de ellos reconciliados y
hablando como si nunca hubiese existido entre ellos discordia alguna.
Simultáneamente a estos experimentos, Vera conoció que estaba
embarazada de su primer hijo, de manera que el matrimonio pasaba
por los momentos más felices de su breve existencia.
Sin embargo, temiendo una declaración de guerra que parecía
más inminente que nunca, Dimitri tomó la decisión de pasar a la
acción.
—He conseguido que me reciban en el Ministerio de Agricultura,
querida —anunció un día a su esposa mientras cenaban—. Mañana
desvelaré ante una comisión de altos cargos las propiedades
pacificadoras de nuestros lirios. Les propondré que sean plantados de
inmediato en todos los parques y jardines de nuestras ciudades; así,
su invisible aroma conseguirá rebajar el ardor beligerante que se
respira en las calles hasta niveles menos peligrosos.
—No te olvides de plantearles la idea que tuvimos de exportar las
flores a todas las naciones. Nuestro hijo podrá crecer en un mundo
libre al fin de guerras y conflictos. ¿Te imaginas un legado mejor?
—No puedo imaginarme algo más hermoso, Vera. A partir de
mañana, cambiaremos el mundo. Tú y yo lo habremos hecho posible.
La reunión en el Ministerio de Agricultura, sin embargo, no salió
como Dimitri había planeado. A ella asistieron, aparte de los técnicos
del ministerio, varios militares de alto rango que no cesaron de
plantear preguntas e inconvenientes a las proposiciones que hacía
Dimitri. Junto a ellos, en un extremo de la mesa de reuniones, había
un civil de aspecto siniestro que no había intervenido en la
conversación. Llevaba un traje oscuro con corbata negra y tenía una
melena teñida de color blanco que ocultaba parcialmente unos ojos
inexpresivos. En un momento dado, aquel hombre interrumpió a
Dimitri para preguntarle cuántos científicos participaban en el
proyecto de las flores mutantes pacificadoras. Cuando Dimitri le
contestó que solo él y su esposa estaban al tanto de las
investigaciones, el hombre misterioso le preguntó por el nombre de
su mujer.
—Vera Gabaski, doctora en Ciencias Químicas. Fue la primera en
dar con la fórmula del aroma de la paz —respondió Dimitri con
orgullo—. Ella merece todo el reconocimiento.
Al oír aquel nombre, el hombre del traje oscuro se removió
incómodo en su asiento y no volvió a decir nada durante el resto de
la reunión. Dimitri expuso su proyecto de ocupar todos los espacios
públicos del país con flores que, silenciosa e invisiblemente,
transmitieran paz y tranquilidad a los ciudadanos. Y no se olvidó de
proponer una exportación masiva de su invento. A la conclusión de la
reunión, no obstante, presintió que sus argumentos no habían
convencido a los militares, y menos aún al misterioso hombre del
traje oscuro, que no dejaba de susurrar cosas al oído de sus
acompañantes.
Dimitri abandonó la sala convencido de que el plan sería
rechazado, y no encontraba explicación de lo que había sucedido. A
las puertas del Ministerio le salió al paso uno de los funcionarios que
había estado presente en la reunión, un subsecretario para
exportaciones agrícolas al que Dimitri conocía desde hacía mucho
tiempo.
—Vayamos a un lugar donde nadie nos observe, Dimitri. Debes
conocer algo importante antes de que sea demasiado tarde —le dijo
tomándole por un brazo y llevándole a paso ligero por un corredor
vacío en el que las pisadas de los dos hombres resonaban con un
sonido hueco enervante. Al final del pasillo, el subsecretario introdujo
a Dimitri en una oficina que tenía en la puerta una placa con su
nombre y su cargo. Pero ni siquiera en su terreno parecía sentirse
totalmente a salvo, pues el subsecretario hablaba a media voz y
pendiente continuamente de la puerta cerrada tras la espalda de
Dimitri—. No sé si te has dado cuenta, pero la reunión era una mera
formalidad. Ellos ya habían tomado la decisión de rechazar tu
proyecto. Lo siento, me vigilan tan de cerca que no pude avisarte con
anticipación. Hay en marcha una conspiración.
—¿Ellos? ¿Te refieres a los militares?
—¿A quién si no? Lo controlan todo. Ya han decidido que habrá
guerra a cualquier precio. Empezará muy pronto, no sé cuándo, pero
más pronto de lo que imaginamos.
—¿Para qué la reunión, entonces?
—¿Es que no lo ves? Tus flores de la paz representan un peligro
para sus planes. Cuando se enteraron de su existencia quisieron saber
todo sobre ellas. Te han dejado hablar para que les contaras cómo las
habías creado, cuán efectivas son para propagar la paz y, sobre todo,
quiénes hay involucrados en la investigación y el desarrollo de las
flores. Sin tú saberlo, te han sometido a un interrogatorio que solo
sirve a sus mezquinos intereses.
—¿Qué me dices del hombre de la melena blanca que los
acompañaba? ¿Quién es?
—Se llama Luka Trenzico.
—Ese nombre no me es desconocido. Lo he oído mencionar en
otra ocasión, aunque ahora mismo no recuerdo en qué circunstancias
—dijo Dimitri.
—Es un químico que posee multitud de empresas del ramo. Se
rumorea que está desarrollando armas químicas para el ejército.
Tiene muchos amigos influyentes, por eso le dejaron asistir a la
reunión; estaba muy interesado en escucharte.
—Claro. Ahora caigo, él fue el estudiante de Química que se portó
de manera despreciable con mi esposa durante su época de
estudiantes. Ese tipo no es de fiar.
—Es más que eso. Es un malvado.
El subsecretario abrió un cajón de su escritorio y sacó de él unos
documentos que puso encima de la mesa, frente a Dimitri.
—Estos son unos pasajes de barco para ultramar —dijo con tono
grave para recalcar la importancia del asunto—. Zarpará dentro de
cuatro días. Llévate a tu mujer antes de que estalle la guerra. Si
permanecéis en el país corréis serio peligro de ser detenidos. Los que
impulsan esta guerra no van a permitir que interfiráis en sus planes.
Al confirmar en la reunión que tu mujer había descubierto una
fórmula para crear el aroma de la paz has sellado su destino sin
quererlo. Lo siento.
—Así es, su vida está en peligro por mi culpa, ahora lo veo claro.
¿De dónde has sacado estos pasajes?
—Eso no importa. Todavía quedamos unos cuantos que nos
oponemos a esta locura de carrera armamentística. Llevamos tiempo
preparándonos para la resistencia.
—Pero…nuestras flores son la solución. Si esparcimos su aroma,
tal vez…
—Olvídalo. Ellos no dejarán que eso suceda. Huid. No hay otra
solución.
Dimitri estaba asustado. No por él, sino por la suerte que podían
correr Vera y su futuro hijo. Aunque todavía no sabía si los utilizaría o
no, recogió los pasajes de la mesa y se despidió del subsecretario
dándole las gracias por su ayuda. Salió del Ministerio observando
continuamente por encima de su hombro. El temor a ser detenido se
había introducido de repente en su vida; estaba ansioso por llegar a
casa y explicárselo todo a Vera. ¿Qué sería de ellos a partir de ahora?
¿Qué pasaría con los cultivos de los lirios de la paz si los abandonaba
a su suerte?
Vera escuchó atentamente el relato de su marido antes de decir
nada. La participación de su antiguo compañero de estudios en
aquella infame trama supuso para ella una enorme decepción que le
hacía revivir recuerdos muy dolorosos. Conociendo bien cómo se las
gastaba Luka Trenzico cuando pretendía salirse con la suya, no le
cabía la menor duda de que no pararía hasta silenciarla e impedir que
se dieran a conocer sus descubrimientos, si sus intereses así lo
requerían.
—Mañana iré a ver a mis padres —decidió al fin Vera—. No quiero
marcharme sin despedirme de ellos y sin qué sepan cuál es nuestro
destino. Después cogeremos ese barco y comenzaremos una nueva
vida lejos del odio y la sinrazón.
Había un tono de amargura y desilusión en su voz que Dimitri
comprendía muy bien. Iban a dejar atrás toda su vida, las personas a
las que amaban y los proyectos por los que tanto habían luchado. El
espectro de la guerra se estaba riendo de ellos. ¿Cómo se había
llegado a ese punto?, se preguntó hondamente decepcionado con el
mundo.
Vera se levantó al día siguiente con una sensación de ahogo y
malestar en el pecho. Dimitri se ofreció a acompañarla hasta la casa
de sus padres, pero ella se negó en redondo.
—Aquí te queda aún mucho trabajo por hacer, cariño. Deberías
guardar en una caja cualquier papel concerniente a nuestras
investigaciones para llevárnosla con nosotros. Luka debe estar
planeando en estos momentos venir y arrasar con todo.
—Está bien. Pero no te quedes mucho tiempo allá, mi vida. Aún
no me creo lo que está pasando —dijo Dimitri.
—Estaré de vuelta antes de las seis, no te preocupes. Le diré a mi
madre que te haga una de esas tartas de manzanas que tanto te
gustan. Anda, dame un abrazo; cuanto antes me vaya, antes volveré.
Vera estaba tan solo a unos kilómetros de la ciudad cuando vio los
aviones pasando en formación sobre su cabeza. Eran decenas de
bombarderos cuyos motores rugían con un sonido aterrador. Vera
detuvo su coche en la cuneta junto a los de otros automovilistas;
luego, gateó hasta la cima de una loma para contemplar desde allí el
espantoso bombardeo que tuvo lugar poco después. El silbido que
hacían las bombas que escupían los vientres de aquellos aviones la
paralizó como si estuviera viviendo una pesadilla de la que le era
imposible escapar. Sabía que estaba despierta, pero era incapaz de
moverse ni de sentir nada.
Cuando cesó el bombardeo regresó a su coche con la mente
puesta en llegar a la ciudad como fuese. Era una misión casi imposible,
pues la carretera se volvió intransitable en poco tiempo; algunos
tramos habían volado por los aires a causa de las bombas, y más
adelante los soldados habían empezado a establecer fuertes
controles de seguridad para que nadie entrase o saliese de la ciudad
sin su autorización. Vera abandonó el automóvil cuando ya no pudo
avanzar más; a pie, burló los controles valiéndose de la espesa y negra
humareda proveniente de los incendios. Llegó al barrio donde vivían
sus padres cuando ya estaba anocheciendo, exhausta y tosiendo
polvo constantemente. El bebé que llevaba en su vientre le había
reclamado que necesitaba descansar dándole patadas
ocasionalmente, pero ella lo apaciguó diciéndole en voz alta que tenía
que ser fuerte y resistir por sus abuelos. Durante todo el viaje había
mantenido la esperanza de volver a ver a sus padres vivos y a salvo,
pero cuando vio la casa donde había nacido y se había criado reducida
a escombros por las bombas, su alma se derrumbó. Fantasmas
vivientes trataban de apartar vigas y cascotes con riesgo de sus
propias vidas para encontrar supervivientes. Vera se unió a ellos sin
importarle la ausencia de luz y de medios; al amanecer habían
encontrado a dos niños y una anciana vivos; entre los cuerpos inertes
que rescataron de las ruinas se hallaban los padres de Vera.
A mediodía llegaron unos soldados repartiendo agua y alimentos.
Llevaban órdenes de escoltar a los supervivientes hasta un
campamento de refugiados. Vera permaneció en él un día entero
recuperando fuerzas y reponiéndose del intenso dolor sufrido por
culpa de la irreparable pérdida de sus progenitores. Lentamente, sin
embargo, se fue abriendo camino en su mente la férrea
determinación de reunirse con Dimitri. Deambulando por el
campamento se enteró por boca de unos soldados que al anochecer
saldría un convoy de camiones con armas y municiones cuyo destino
quedaba cerca del campo de lirios. Sin dudarlo, aprovechó un
descuido de los soldados que custodiaban el convoy para colarse en
uno de los camiones y ocultarse bajo unas lonas que protegían de la
humedad unas cajas con fusiles para el frente. Allí se quedó dormida
hasta que la despertaron los motores de los camiones poniéndose en
marcha. Cuando creyó que era seguro se asomó al exterior para
orientarse; aunque ya era noche cerrada, los faros de los camiones
que marchaban detrás del suyo le permitieron reconocer el camino
por el que transitaban.
Esperaba que el tenue resplandor blanco de los lirios le indicara el
momento más oportuno para saltar del camión en marcha, pero no
fue necesario. Un incendio que se propagaba velozmente desde el
noroeste obligó al convoy a reducir su marcha y a desviarse por una
carretera secundaria. Vera aprovechó la ocasión para arrojarse desde
la parte trasera del camión y rodar hacia los arbustos de la cuneta. El
convoy pasó de largo y ella se levantó, magullada pero dispuesta a
continuar su marcha. Caminó durante media hora, dándose cuenta a
medida que avanzaba que el origen del incendio estaba localizado
justo en los campos de lirios. El fuego había arrasado también las
instalaciones donde ella y Dimitri llevaban a cabo sus experimentos.
Vera comenzó a gritar llamando a su marido, aunque su corazón le
decía que ya no estaba allí. Sus gritos, no obstante, obtuvieron una
respuesta. Del cobertizo en el que se guardaban las herramientas de
jardinería salió uno de los campesinos empleados por Dimitri para
cultivar los lirios, llevando consigo dos cubos llenos de agua. Cuando
vio a su jefa soltó los cubos y corrió hacia ella.
—¡Señora Gabaski, soy yo, Pavel! ¡Qué alegría verla viva!
—¿Qué ha sucedido, Pavel? —le preguntó abrazándose a él
emocionada— ¿Dónde están los demás? ¿Dónde está mi marido?
—Se lo llevaron los soldados, señora Gabaski. Yo lo vi todo. Le
acusaron de ser un espía y de estar preparando un complot en favor
de potencias extranjeras.
—¿Un complot, dices? ¡Qué tontería!
—Eso les dijo el señor Dimitri. Pero ellos no le escuchaban.
Afirmaban que las flores eran parte del complot y que debían ser
destruidas. También querían saber dónde estaba usted, pero el señor
Dimitri se negó a proporcionarles su paradero. Así que le arrestaron
para sonsacarle información sobre usted, o eso es lo que yo creo.
Antes de irse prendieron fuego a las plantas de lirios. El señor Dimitri
se volvió loco, pero no pudo hacer nada para impedirlo. También se
llevaron a mis compañeros, pero yo pude esconderme a tiempo, y en
cuanto se marcharon los soldados traté de apagar el fuego. Pero es
imposible, señora Gabaski; las llamas están consumiéndolo todo.
Aun así, el jardinero Pavel hizo ademán de coger otra vez los cubos
de agua y seguir intentando extinguir el fuego. Vera lo detuvo.
—Mírame, Pavel. Ya no hay nada que hacer, ¿me entiendes? Todo
se acabó. La guerra ha estallado, tienes que irte a tu casa. ¿Oíste algo
más? ¿Sabes adónde se han llevado a mi marido?
Los ojos de Pavel regresaron a la realidad por un momento. Desde
que se quedó solo había actuado mecánicamente, traumatizado por
la terrible escena que había presenciado.
—No lo sé —respondió a la desesperada pregunta de su jefa—.
Pero cuando el señor Dimitri vio llegar a los soldados por la carretera
vino a verme y me entregó algo para usted. Me dijo que debía
esconderme y dárselo en caso de que las cosas se pusieran feas.
El fuego en el campo iluminaba su cara surcada por manchas
negras producidas por el humo, reflejando la pesadumbre y el
agotamiento que le hacían parecer más bajo de lo que era en realidad.
—¿Qué te dio, Pavel? ¿Aún lo tienes?
Pavel se metió la mano por dentro de la camisa y se sacó un sobre
que llevaba escondido en su pecho.
—El señor Dimitri me dijo que debía quedarme por si usted
volvía—repitió el jardinero—. Y también me dio un mensaje para
usted; me dijo que se subiese al barco, que no le esperase y que debía
pensar en el bien de su hijo antes que en ninguna otra cosa. Él
prometió que la buscaría cuando esta locura termine.
Vera cogió el sobre con los pasajes. Tenía un nudo en la garganta.
Primero había perdido a sus padres y ahora su marido le pedía que lo
abandonase, zarpando hacia un futuro incierto y huyendo para
siempre de unos desalmados que querrían impedir a cualquier precio
que revelase a nadie la fórmula del aroma de la paz. Estaba entre la
espada y la pared; su corazón quería quedarse y buscar a Dimitri, pero
su cabeza le decía que él tenía razón. Lo sensato era exiliarse y dar a
luz en el extranjero. Quedándose, condenaría a su hijo a sobrevivir en
medio de la guerra y del hostigamiento hacia su persona.
El propio Pavel y su esposa la llevaron al puerto a la mañana
siguiente. Los muelles eran un hervidero de personas de toda suerte
y condición tratando de embarcarse en cualquiera de los barcos listos
para zarpar. Mezclándose con la multitud, logró pasar desapercibida
a los ojos de numerosos soldados que no dudaban en detener
arbitrariamente a cualquiera que ellos considerasen peligroso o
simplemente sospechoso. Una vez a bordo del barco, se encerró en
su camarote y no salió de él mientras duró la travesía.
Vera intentó integrarse en una comunidad de refugiados y
exiliados de su misma nacionalidad, pero pronto se dio cuenta de que
entre ellos también había espías infiltrados que hacían preguntas
incómodas a las personas de su entorno, tratando de establecer el
paradero de una mujer embarazada que viajaba sola. Vera adivinó
que tras aquellas pesquisas se hallaba la sombra alargada de su
enemigo Luka Trenzico. Seguramente temía aún que ella arruinase
sus negocios con los militares, ofreciendo sus flores de la paz a algún
gobierno extranjero, y la buscaba con intención de silenciarla para
siempre. La única salida que le quedaba a Vera era desaparecer. Fue
entonces cuando decidió adoptar una identidad falsa y renunció a
tener una residencia fija. Registró el nacimiento de su hija Natalia con
documentación falsificada, y sin duda fue eso lo que más le dolió.
La pequeña Natalia creció con unos apellidos que no eran los
suyos y creyendo que el nombre verdadero de su madre era Valentina.
Natalia se acostumbró desde niña a vivir sin recursos, durmiendo a
veces en refugios para indigentes y a veces bajo el manto de las
estrellas; cada cierto tiempo su madre y ella se mudaban a otro sitio,
viajando siempre en autobuses nocturnos y no confiando nunca en
nadie que se les acercara. Natalia siempre iba de la mano de su madre,
preguntándole cuándo conocería a su padre y pidiéndole una y otra
vez que le contase cómo eran los campos de lirios donde se habían
casado antes de que ella naciese. La mujer que ahora se hacía llamar
Valentina adoraba a su hija; ella le enseñó a leer y a escribir, la educó
lo mejor que supo y le inculcó los principios y valores que en el futuro
la apartaran del mal y la violencia.
Valentina se sintió muy orgullosa cuando comprobó que Natalia
había heredado su talento para la ciencia, aunque en el caso de su
hija se manifestase en una habilidad innata para el cálculo y los
problemas matemáticos, en lugar de la pasión que ella había sentido
siempre por mezclar y descomponer sustancias químicas. Desde los
seis años caminaba por la calle recitando de memoria las tablas de
senos y cosenos; se entretenía calculando la velocidad y la
aceleración de los vehículos que pasaban frente a ella cuando
esperaba en los semáforos, y le encantaba escribir con tiza en las
paredes ecuaciones diferenciales muy complejas, solo para no
aburrirse mientras su madre se duchaba en alguno de los albergues
donde pernoctaban.
Ambas mujeres estaban ya acostumbradas a su dura vida cuando
llegaron a una nueva ciudad y a un nuevo barrio. Al tercer día de su
llegada, Natalia vio por primera vez al hombre con el traje de
astronauta paseando por la calle como si fuese la cosa más natural
del mundo.
—Mamá —dijo entonces Natalia casi en tono de súplica—.
Quedémonos en esta ciudad. Me gusta la gente rara, me siento
cómoda estando con ellos.
Acababa de cumplir trece años y nunca se había quejado de la vida
tan dura que llevaba. Vera no podía negarle el único capricho que le
había pedido hasta entonces. Además ella también tenía un buen
presentimiento sobre aquella ciudad.
—De acuerdo, hija. Nos quedaremos todo el tiempo que podamos.
Este barrio es muy bonito, a la gente de aquí le gustan las flores, eso
salta a la vista. Y eso dice mucho de ellas, ¿no te parece?
Semillas lunares

Más allá del triste desenlace del relato contenido en aquellas


páginas, Gustavo había descubierto con asombro la evidente
conexión entre las flores mutantes de Dimitri y las flores con
propiedades casi mágicas que vendía Anselmo en su kiosco. ¿Era
posible que el desdichado marido de Valentina, o Vera Gabasky como
se llamaba en realidad, tuviese algo que ver con la portentosa planta
del dinero que había llevado la fortuna y el dinero a su tienda?
Gustavo se respondió a sí mismo diciéndose que era improbable,
pero no imposible. A tenor de lo que se decía en la carta, lo último
que se sabía del destino de Dimitri era que los militares se lo habían
llevado detenido. Pero Valentina no tenía medio alguno de saber si su
marido había sido puesto en libertad posteriormente, o si alguien le
había ayudado a escapar de su cautiverio, por poner solo un par de
ejemplos de lo que podía haber pasado. Además, la guerra a la que
se aludía en la carta había concluido dos o tres años atrás, y aunque
los militares de los que se hablaba en la carta seguían gobernando
aquel país con mano de hierro, se sabía que existía una resistencia
interna bien organizada que ayudaba a los disidentes del régimen a
escapar de sus garras.
Gustavo entendía ya por qué Valentina se sentía perseguida y
vigilada en todo momento. El aroma de las flores de la paz que ella
había descubierto era un antídoto contra la guerra y la violencia que
muchas personas malvadas en todo el mundo querrían hacer
desaparecer a cualquier precio. Pero el aislamiento social al que se
había sometido a sí misma y a su hija para protegerse de amenazas
invisibles le había impedido realizar las averiguaciones pertinentes
sobre el paradero actual de su marido. Era lógico sospechar que el
propio Dimitri, en caso de estar vivo, habría buscado los medios de
reunirse con su esposa y con su hija Natalia; pero, ¿cómo podría
haberlas encontrado si estas no tenían residencia fija, si su mujer
había adoptado una identidad falsa y nunca dejaba rastro de sus
movimientos?
Al no relacionarse con la gente del barrio, a los oídos de Valentina
tampoco habían llegado nunca los rumores de que había una
floristería vendiendo flores semejantes a las que ella había creado
junto a su marido, rumores que quizá le hubiesen llevado a plantearse
las mismas preguntas que Gustavo se estaba haciendo en aquellos
momentos. Había sido una tremenda casualidad, o quizá una jugada
del destino, que Gustavo tuviese conocimiento de ambas historias
paralelas. De repente, sintió la necesidad de confirmar sus sospechas
con la única persona que podía disponer de información
trascendental sobre el caso. Recordó que Anselmo no se iba a su casa
a la hora del almuerzo, pues comía en el bar de Antonio todos los días.
Después se quedaba allí jugando al dominó con unos amigos y
tomaba dos o tres tazas de café con leche antes de abrir la floristería.
—Me voy, mamá. Tengo cosas que hacer —dijo súbitamente, al
tiempo que recogía las hojas desperdigadas sobre la mesa.
—Pero si aún no has terminado de almorzar, hijo —protestó doña
Carmen alarmada.
—Perdóname, mamá. Guárdamelo en el frigo, por favor. Esta
noche me lo termino, está todo muy rico, como siempre.
Y dándole dos besos precipitados, salió sin darle a su madre más
explicaciones.

Encontró a Anselmo donde se había imaginado que estaría. El


viejo florista estaba disputando una emocionantísima partida de
dominó con otros tres parroquianos del bar, pero cuando vio a
Gustavo revolotear alrededor de la mesa con claros signos de
impaciencia, perdió la concentración en el juego y se levantó
disculpándose antes sus compañeros de partida.
—Decidle a Fernando que ocupe mi lugar. Este joven parece que
ha venido a decirme algo y no soporta la espera. No entiende como
nosotros que no hay nada más importante que el dominó.
Los tres jugadores sonrieron de mala gana, lamentando la
interrupción y dedicándole a Gustavo miradas poco amistosas.
Anselmo tomó del brazo a este último, llevándoselo hasta una mesa
desocupada al fondo del bar. Llamó al camarero levantando la mano
y pidió que le sirviera un café con leche tibia y un sobrecito de
edulcorante.
—¿Y tú, qué quieres beber?
—Me pediré un refresco, gracias. Pero yo pago —respondió
Gustavo—. Es lo menos que puedo hacer por arruinar tu partida.
—Gracias. Y ahora dime qué es eso tan urgente que no puede
esperar.
—Es por tus flores, Anselmo. Me refiero a las que hacen cosas
extraordinarias. Tienes qué decirme dónde las consigues. ¿Se las
estás comprando a alguien?
—Ja, ja. ¿Acaso quieres hacerme la competencia a estas alturas?
¿No te bastan las riquezas que te proporciona esa huerta prodigiosa
o como se llame?
—No es cuestión de negocios, Anselmo. Se trata de algo más
importante. Es crucial que me cuentes todo lo que sabes de esas
flores tan especiales, te lo suplico.
Anselmo miró a los ojos a Gustavo y se dio cuenta que le estaba
hablando completamente en serio. Entonces dejó aparcadas las
bromas y se acomodó en su silla como si se preparase para una
conversación más larga de lo que había pensado.
—Está bien, amigo. Te diré lo que quieres saber.
El camarero llegó con las bebidas y las sirvió con gran esmero.
Anselmo solía ser generoso a la hora de dar propinas en el bar.
Cuando se retiró, el florista dio comienzo a su relato.
—No sé si te acuerdas, pero hace un par de años asistí a una feria
internacional de floricultura que se celebró en la Toscana italiana.
—Claro que me acuerdo. Ahorraste durante mucho tiempo solo
para hacer ese viaje y hablabas de él a todas horas. Me enseñaste
todas las fotos que sacaste y me dijiste que el viaje fue maravilloso.
—Lo fue, en todos los sentidos. Pero lo que no te conté fue que en
la feria trabé amistad con alguien muy interesante. Al igual que yo, él
viajaba solo y tampoco había estado antes en Italia. Chapurreaba
nuestro idioma y nos alojábamos en el mismo hotel, pero fue nuestra
pasión compartida por las flores lo que hizo que congeniáramos
rápidamente. Él estaba interesado en conocer nuevas variedades de
flores, rarezas de la naturaleza y especies exóticas, aunque puedo
asegurarte que ese hombre sabía absolutamente todo lo que hay que
saber sobre el mundo de las flores. Pasamos muchas horas los dos
juntos, conversando y visitando los stands de la feria. Así me di cuenta
de que aunque conmigo se mostraba hablador y simpático, con el
resto de la gente tenía siempre un comportamiento callado y
reservado. Bueno, ya sabes cómo soy, le caigo bien a todo el mundo.
—Eres un pedazo de pan, Anselmo. No hay duda de eso.
—El caso es que el último día de mi estancia en Italia —siguió
narrando el florista—, mi nuevo amigo me confesó que la vida le
había enseñado a ser desconfiado. Lo lamenté, y entonces me dijo
que muchas personas carentes de escrúpulos pretendían arrebatarle
y destruir las semillas de la paz que llevaba consigo. Así las llamaba,
semillas de la paz. Yo creía que estaba un poco loco, o que hablaba
metafóricamente. Loco o no, estaba muy convencido de la eficacia de
sus semillas; decía que podían haber evitado la guerra que había
asolado su país, y que nunca cejaría en el empeño de esparcirlas por
todo el mundo para que hubiera flores de la paz protegiendo hogares
y familias en el futuro.
—¿Te habló alguna vez de la suya? Quiero decir, de su propia
familia.
—Sí. Me dijo que había perdido contacto con ella a causa de la
guerra y que la estaba buscando desde que logró huir de su país con
la ayuda de unos opositores al régimen. Tenía esposa, la cual estaba
embarazada cuando la vio por última vez. Una historia muy triste, la
verdad.
—¿Y qué pasó con tu amigo? ¿Mantienes el contacto con él? ¿Lo
has vuelto a ver? —preguntó Gustavo ansiosamente.
—No. Me dijo que las personas que odiaban la paz no dejarían
nunca de acosarle ni de perseguirle; no quería ver a sus amigos
sufriendo lo mismo por su culpa, así que prefería vivir solo, buscando
a su esposa sin llamar la atención de sus enemigos. Pero estaba tan
agradecido por los buenos ratos que pasamos juntos que insistió en
hacerme un regalo muy especial. Me dio una caja con semillas
híbridas seleccionadas por él mismo; estaban dentro de sobres
etiquetados en los que se especificaban sus nombres y las
propiedades extraordinarias que desarrollarían al germinar. Tú
conoces los efectos de una de ellas, pues no es otro el origen de la
planta del dinero que adorna tu tienda. Y como esa, dispongo de
muchas otras flores y plantas que he hecho crecer en mi casa a partir
de las semillas mágicas que me dio. Y por si te lo estás preguntando,
no, mi amigo no me confió las semillas de flores de la paz para que
las propagase por nuestra ciudad. Como te digo, lo consideraba tan
peligroso que no quería compartir con nadie esa responsabilidad.
En realidad, no era eso lo que Gustavo se estaba preguntando en
aquel instante.
—Pero entonces, ¿no tienes idea de dónde pueda estar tu amigo
ahora mismo? ¿No te habló de algún medio para que pudieras
ponerte en contacto con él en caso de que se te acabaran las semillas?
—No. Me dio semillas más que suficientes, así que no debo
preocuparme por eso. Pero no, lamentablemente, no creo que vuelva
a ver a esa persona nunca más. Creo que ni siquiera me dio su nombre
auténtico cuando nos conocimos. Dijo llamarse Dimitri, pero
probablemente usaba un alias para protegerse de sus enemigos.
—Quizá usara otro alias para ese propósito, pero a ti te dio su
nombre real —dijo Gustavo con toda la convicción que pudo—. Eso
demuestra que confiaba en ti como en un verdadero amigo.
—¿Qué? ¿Cómo puedes hacer esa afirmación con tanta
rotundidad? —preguntó Anselmo mostrando su extrañeza.
—Porque yo conozco a la esposa del hombre que te entregó esas
semillas portentosas, y ella podría confirmarte que su marido se
llama en realidad Dimitri. He venido aquí para corroborar la
información que ya poseía; tu relato me la ha confirmado plenamente.
—¿De quién hablas? Apenas puedo creerte.
—Hablo de la mujer indigente que ves entrar a menudo en mi
tienda con su hija.
—¿La extranjera? ¿Cómo es posible una coincidencia tan
asombrosa? El mundo es un pañuelo, lo sé, pero esta sería también
una cruel casualidad. Ahora conoceríamos el paradero de la mitad de
una familia, sin saber dónde se halla la otra mitad. ¿Crees que sería
buena idea contárselo a ella? Tal vez se desespere más de lo que está
ya.
—No opino lo mismo, Anselmo. Contándole la verdad a Valentina,
ella sabría que su marido estaba vivo y libre al menos al momento en
que lo conociste, lo cual supondría un alivio a la incertidumbre en la
que ha estado viviendo durante años. Por otra parte, la mera noticia
revivirá las esperanzas de reencontrarse con su marido.
—Visto así, tienes toda la razón. Por mi parte, estoy a disposición
de tu amiga para que conozca de primera mano los pormenores de
los días que pasé con Dimitri. Todos los recuerdos que mi memoria
guarda de él son excelentes.
—Gracias, Anselmo. No esperaba menos de ti. A ella le encantará
saber que eres el guardián depositario de semillas creadas por su
marido. Puedo asegurarte que Valentina es el alma del proyecto para
crear las flores de la paz de las que te habló. Su talento como química
parece que solo es comparable al talento matemático de su hija.
Hacía rato que se habían terminado sus bebidas y no se habían
percatado de lo tarde que era. Antonio, el dueño del bar, se lo recordó
desde la barra:
—¿Ustedes dos no piensan abrir hoy sus negocios? ¡Cómo se nota
que el dinero les sobra!
Gustavo se sobresaltó. No olvidaba que aquella tarde iría Rosana
a la tienda y por nada del mundo deseaba que encontrase el local
cerrado. Anselmo percibió su impaciencia.
—Adelántate tú y abre. Yo pagaré la cuenta.

Rosana llegó poco después de que Gustavo abriese la persiana


metálica y encendiese las luces interiores. Ella había envejecido
notablemente desde la última vez que estuvo en la tienda. Gustavo
calculó que era una persona veinte años mayor de lo que él recordaba,
aunque se abstuvo de hacerle ningún comentario al respecto que
pudiera herir sus sentimientos. Rosana sintió cierto alivio al no
descubrir en el rostro de Gustavo señal alguna de desagrado o
desilusión. Otras veces había sentido el rechazo de personas que se
apartaban de ella cuando los síntomas de su enfermedad se
manifestaban de forma tan acusada.
—Me alegro mucho de verte de nuevo en mi tienda, Rosana.
¿Cómo estás?
—No muy bien, como puedes apreciar tú mismo —respondió la
mujer con tono triste y apagado. Su voz tampoco era la misma voz
juvenil que a Gustavo le encantaba. Se había vuelto áspera y algo
temblorosa—. Los doctores me han recomendado que aumente el
consumo de zumo de arándanos a un litro y medio diario para
intentar contrarrestar los efectos acelerados de vejez prematura que
padezco. Te confieso que estoy muy preocupada; el ritmo de
envejecimiento es el más alto que he experimentado desde que
llegué a la edad adulta.
—Lamento oír eso, Rosana. Pero no tienes que preocuparte en
exceso; le pediré a Servando que me traiga suficientes botellas de
zumo y te haré un descuento especial para que no te salga tan caro el
tratamiento.
—Eres un sol, Gustavo. Van quedando pocos caballeros como tú.
¿Te confieso algo? Antes de que comenzara esta crisis de salud estaba
reuniendo el valor para pedirte una cita. Cuando estoy contigo me
siento muy a gusto; eres alguien especial, lo presentí cuando te
conocí. Pero ahora entendería perfectamente que no quisieras salir
conmigo; seguro que no querrías que la gente te viera con una vieja
decrépita y que se riera de ti a tus espaldas.
—¿¡Qué me importa a mí lo que la gente piense!? —bramó
enojado Gustavo, como si la situación ya se hubiese dado
realmente—. Lo único que importa es lo que yo piense, y lo que yo
pienso es que eres guapísima, sea cual sea la edad que aparentes.
Llevo días soñando con pedirte lo mismo, así que imagínate la
felicidad que he sentido cuando has dicho que querías salir conmigo.
¿Te apetecería que fuéramos a cenar este viernes por la noche a algún
restaurante de moda?
—Nada me haría más feliz, Gustavo. Solo espero que de aquí al
viernes los arándanos me hayan rejuvenecido y no tengas que
contemplar toda la velada un rostro de anciana.
—Está bien. Pero ya sabes que no me importaría en absoluto.
¿Quedamos a las nueve delante de la tienda?
—No seas tonto. Te daré mi dirección para que vayas a recogerme
a mi casa. A las nueve estaría bien.
—Estupendo. Ya estoy deseando que llegue la hora.
Aunque su felicidad era cierta, Gustavo quedó bastante
preocupado por el deterioro en la salud de Rosana. ¿Podía llegar a
morir si su ritmo de envejecimiento sobrepasaba cierto límite?
Seguramente ella había sentido el mismo temor alguna vez. Su vida
no era nada fácil, pero era evidente que ella la afrontaba con mucha
entereza. Eso la hacía aún más perfecta a los ojos de Gustavo. Lo
único que podía hacer él para ayudarla era tener siempre en la tienda
la suficiente provisión de jugo de arándanos frescos procedente de La
huerta prodigiosa. Al quedarse solo, efectuó una llamada al
representante de la marca para pedirle un lote de botellas que
cubriera las necesidades de Rosana.
Servando Aguado fue a entregarle la mercancía puntualmente al
día siguiente. Además, le ofreció un nuevo producto en el que
Amanda Piñera tenía depositadas muchas esperanzas. Se trataba de
un gel hidratante de aloe vera, muy recomendable para el
tratamiento contra las quemaduras.
—Los geles de aloe vera que hay en el mercado ayudan a sanar las
quemaduras —explicó Servando—, pero nuestro gel actúa
protegiendo la piel para que no se produzcan.
—O sea —replicó escéptico Gustavo—, que es como un protector
solar.
—Es mucho más que eso. Si te lo aplicas en las manos, por ejemplo,
puedes ponerlas en el fuego con total tranquilidad durante más de
diez minutos. La capa de gel impediría que tus manos se quemaran.
—Si no conociera ya los productos que me traes, te diría que eso
es imposible —dijo Gustavo—. La huerta de Amanda es la más fértil
y productiva de todo el mundo. Algún día me gustaría ir a conocerla.
¿Dónde se encuentra exactamente? En las etiquetas de los productos
no sale ninguna indicación precisa sobre su localización.
—Lo cierto es que nos mantenemos casi en la clandestinidad por
razones obvias —respondió Servando—. Sería muy goloso para los
ladrones entrar en las tierras de Amanda. Pero yo puedo llevarte a la
huerta cuando quieras. Como dice Amanda, nuestros vendedores
forman parte de la familia. A ella le encantaría conocerte, le he
hablado mucho de ti. Avísame cuando quieras ir y nos pondremos de
acuerdo.
—Te tomo la palabra. En cuanto al aloe vera, déjame todos los
botes que puedas. Confío en que tenga buena aceptación.
—Seguro que la tiene. Además, ya sabes que puedes devolver la
mercancía que no vendas —le recordó Servando—. No hay problema.
Pero, una vez más, a Gustavo no le hizo falta recurrir a ese extremo,
ya que el gel de aloe vera tuvo un éxito clamoroso. El jefe de
bomberos del distrito, a cuyos oídos había llegado de algún modo la
excelencia del producto, adquirió un bote para probarlo. Una semana
después volvió a la tienda para comprar cincuenta botes más.
—El que me llevé le salvó la vida a un bombero que quedó
atrapado en un incendio. Yo le había prestado el gel poco antes, y
cuando se vio envuelto por las llamas se lo aplicó por todo el cuerpo
como último recurso. Cuando le vimos atravesar el fuego corriendo
desnudo como su madre lo trajo al mundo, todos le dimos por muerto.
Imagínese nuestra sorpresa al comprobar que salía completamente
ileso y con la piel hidratada como si acabara de salir de un spa. Como
podrá imaginarse, todos los integrantes del cuerpo de bomberos me
han encargado que les lleve un bote de gel.
—Me alegra oír eso —dijo Gustavo, haciendo un cálculo mental
del suculento beneficio que le reportaría aquella venta.
Aquellos ingresos llegaron en un momento especialmente
oportuno para la misión lunar. Teo y Alejandro trabajaban a destajo
en la furgoneta dentro de una zona acotada del taller de automóviles.
El espacio era insuficiente para la envergadura del proyecto; Teo no
sabía dónde colocar las piezas que había comprado para armar el
cohete, las herramientas se extraviaban continuamente y los clientes
habituales del taller no dejaban de molestarle preguntándole qué
reparaciones extrañas le estaba efectuando a aquella pobre
furgoneta. Cuando Gustavo se cansó de escuchar las quejas que con
dicho motivo le planteaba Teo, le propuso alquilar una nave industrial
en las afueras y no reparó en gastos con el fin de acondicionarla al
gusto del mecánico y del astronauta.
Natalia también salió favorecida con el traslado de las operaciones
a la nave industrial. Allí dispuso de una acogedora oficina con ventana
propia; Gustavo le compró una mesa de estudio, un sillón giratorio
tapizado en color negro y un sofá cama donde poder echar una siesta
cuando lo necesitara. Ella misma eligió en una tienda de informática
el equipo de ordenadores y los programas más rápidos y potentes del
mercado. Después de instalarlos y configurarlos en su oficina, colgó
en la puerta un letrero escrito a mano en el que decía: “Cerebrito
trabajando, no molestar”.
Ni siquiera Valentina se atrevía a entrar entonces en el santuario
de su hija. Sentada con los brazos cruzados junto a la puerta cerrada
a cal y canto, aguardaba pacientemente que transcurriera la hora y
media que Natalia dedicaba cada tarde al proyecto. A Valentina le
asaltaban a menudo los recuerdos de cuando ella era niña y también
se pasaba horas y horas trabajando en el laboratorio químico de la
casa de sus padres. Sentía entonces una gran nostalgia y su corazón
se entristecía con el recuerdo de la tragedia vivida por sus padres.
Valentina se atormentaba también preguntándose por qué
Gustavo no le había comentado aún nada sobre el contenido de la
esclarecedora carta que le había entregado días atrás. Temía haberse
equivocado confiando de nuevo en la persona equivocada, como le
había sucedido años atrás con el detestable Luka Trenzico. Llegó a
pensar que Gustavo había perdido el interés por ayudarla ahora que
estaba al tanto de las implicaciones tan peligrosas de su situación.
Nada más lejos de la realidad. Gustavo solo estaba buscando la
manera más sutil de abordar el tema y revelarle a Valentina lo que
sabía acerca de su marido sin que pensase que estaba mintiéndole o
burlándose de su desgracia. Temía que la mujer volviese a encerrarse
en su concha como antes. Pero viendo que pasaban los días y no se
le ocurría ningún modo seguro de predecir su reacción, comprendió
que lo único que podía hacer era ser completamente sincero con ella.
Los sábados por la tarde Gustavo no abría la tienda, así que se
dirigió a la nave industrial, donde sabía que encontraría a los cuatro
integrantes de la misión trabajando sin desmayo. Teo y Alejandro
estaban discutiendo algo relacionado con los motores
retropropulsores que Gustavo no fue capaz de descifrar. Pasando de
largo por delante de ambos, caminó directamente hacia Valentina, la
cual estaba sentada como de costumbre junto a la puerta de la
pequeña oficina de su hija.
—Valentina —le dijo, sentándose en una banqueta a su lado—,
perdóname por no haber venido a hablar contigo antes. Por mi
cabeza rondan muchas cosas últimamente.
—Y lo mío no ha hecho más que complicarte la vida, supongo —
repuso Valentina tratando de restarle importancia al asunto, aunque
se sintió feliz porque las disculpas de Gustavo hicieron desaparecer
de golpe todos sus temores.
—En todo caso —admitió Gustavo—, no me la complica de forma
negativa, no temas por eso. La historia de tu vida es increíble,
apasionante, triste y maravillosa, todo al mismo tiempo; pero lo que
nunca podrías imaginar es que tiene un punto de conexión con este
barrio y conmigo mismo.
Valentina dejó de parpadear, mirando a Gustavo con tal intensidad
que este pensó por un momento que iba a fulminarle.
—¿De qué hablas? Todo lo que te he contado sucedió hace mucho
tiempo y muy lejos de aquí. Nadie de mi familia pisó esta tierra hasta
que mi hija y yo llegamos hace unos meses. Así que no hay forma de
que lo que me sucedió tenga algo que ver contigo.
—Y sin embargo, las flores que tu marido creó tiempo atrás habían
llegado ya al barrio, en concreto a la floristería de mi amigo Anselmo,
antes incluso de que ustedes dos llegaseis —le reveló finalmente
Gustavo.
Valentina saltó de su asiento como si hubiese sido impulsada por
un resorte. Agarró a Gustavo por los hombros y le miró aún con más
intensidad, tratando de discernir si le estaba diciendo o no la verdad.
—Lo que dices es imposible. Tiene que serlo —musitó con voz
temblorosa.
—Cálmate, Valentina. Siéntate y te lo explicaré todo —dijo
Gustavo con serenidad.
Valentina obedeció, pero estaba tan nerviosa que hizo que
Gustavo le repitiese varias veces la historia que Anselmo le había
contado sobre su encuentro con Dimitri en Italia. Cuando al fin
asimiló el alcance de la noticia, permaneció callada unos minutos, con
la mirada ausente de quien está sopesando una decisión
trascendental.
—Está vivo —acertó a decir finalmente—. Dimitri está libre y vivo
en algún lugar del mundo. Nos está buscando. Tengo que encontrarlo;
voy a encontrarlo.
—No has comprendido, Valentina. Anselmo perdió todo contacto
con él. Dimitri se esconde de los mismos enemigos que tú; hallarlo en
esas circunstancias se me antoja una misión imposible.
—No, no. Tiene que haber una manera de encontrar a mi marido,
yo la hallaré. Estoy segura. Lo que ha pasado no puede ser una
coincidencia, el destino quiere volver a unirnos. Ahora lo sé, lo
presiento.
Gustavo pensó que había quedado un poco trastornada por la
trascendencia de la noticia, y que eso le hacía concebir esperanzas
infundadas. Creyó que sería una reacción pasajera y temió que
después se hundiera en el desánimo y la decepción. Pero eso no
sucedió. Con el transcurrir de los días, Valentina se fue mostrando
cada vez más concentrada en sus pensamientos; incluso su hija se dio
cuenta del cambio en su comportamiento, aunque Valentina no le
había contado nada para que no afectara al rendimiento en sus tareas.
Súbitamente, Valentina entró unos días más tarde en la tienda de
Gustavo con la ansiedad propia de alguien que tiene que hacer
muchas cosas y dispone de poco tiempo.
—Quiero participar en la misión lunar —declaró, asumiendo que
Gustavo era el director del proyecto.
—De hecho, ya eres partícipe por si no lo recuerdas —le respondió
el tendero mientras terminaba de rotular un cartel con una oferta de
queso al corte—. Tú y yo nos encargaremos de las comunicaciones
por radio con la furgoneta. Teo me ha dicho que la semana que viene
comenzará a darnos un cursillo acelerado para que aprendamos a
usar los aparatos.
—Lo sé. Pero no me refiero a eso; lo que quiero es que Alejandro
realice un experimento científico en la superficie de la Luna. Un
experimento jamás antes concebido ni realizado por ningún científico.
Yo le enseñaré lo que tiene que hacer; y quiero que Anselmo colabore
conmigo.
—Ahora sí que me perdí, Valentina. Haz el favor de empezar por
el principio y explicarme de qué experimento hablas.
—Hablo de sembrar una planta en la Luna. El primer ser vivo que
podrá sobrevivir sin atmósfera y sin agua, creciendo y floreciendo en
el suelo del satélite como cualquier vegetal lo hace en la Tierra. Sé
cómo hacerlo. Lograré crear un sistema bioquímico que pueda
subsistir durante décadas con una sola gota de agua y una cantidad
de oxígeno tan exigua que podría ser almacenada en las raíces de una
planta. Y también conseguiré que sus hojas y su tallo sean resistentes
a la falta de presión atmosférica. He pensado que los cactus son las
plantas más idóneas para mi propósito. Ellos son capaces de soportar
las condiciones más extremas aquí en la Tierra; Anselmo me ayudará
a obtener una nueva especie de cactus que cumpla todos esos
requisitos. Alejandro solo tendrá que plantar la semilla en la Luna y
ver cómo crece delante de sus ojos, porque también haré que la
semilla produzca hormonas de crecimiento acelerado.
La cara de Gustavo tras el discurso de Valentina no podía reflejar
mayor perplejidad.
—A ver, Valentina. Estoy dispuesto a concederte el beneficio de la
duda solo porque tengo en mi tienda una planta que atrae el dinero
como la miel a las moscas; solo por eso estoy dispuesto a creer que
podrías crear un cactus que pueda sobrevivir a la intemperie en la
Luna, aunque suene del todo inverosímil. Pero hay algo que me
desconcierta de tu idea. Hasta ahora no habías mostrado interés
alguno en intervenir de un modo tan intenso en la misión; pero justo
después de revelarte que Dimitri está vivo me vienes con la idea más
revolucionaria de la ciencia desde la invención de la rueda. Eso me
hace sospechar que tu experimento no tiene una finalidad
meramente científica, sino que su intención va más allá. ¿Estoy en lo
cierto?
—Lo estás, Gustavo. El cactus lunar es una idea que se me ha
ocurrido como un modo de encontrar a Dimitri. Muy enrevesado, lo
admito, pero estoy convencida de que funcionaría. El viaje a la Luna
de Alejandro tendrá una gran repercusión mediática, no te descubro
nada nuevo. Si regresara con imágenes de una planta de cactus viva
en el suelo lunar, la noticia daría la vuelta al mundo en poco tiempo.
Sería muy difícil que no llegase a oídos de Dimitri una noticia como
esa; y en cuanto él se enterase sabría que solo yo podría haber creado
un organismo bioquímico tan complejo. Dimitri descubriría al
instante quién estaría detrás de un cactus que pudiese sobrevivir en
el espacio. Tirando del hilo, llegará hasta esta tienda y me encontrará.
Al menos, tengo fe en que eso sería lo que sucedería.
—Pero a la misma conclusión llegarían aquellos que están al
acecho para silenciar vuestras flores de la paz desde hace tanto
tiempo. Las flores de Anselmo no han levantado aún sospechas
porque este es un barrio insignificante y corriente que solo nos
importa a los que vivimos en él; un cactus en la Luna lo cambiaría
todo.
—Sin duda acudirán personas indeseables a este lugar con
propósitos oscuros, pero cuando vengan no podrán encontrarnos.
Natalia y yo nos esconderemos en un lugar seguro en cuanto
Alejandro ponga sus pies en la Tierra. Solo te revelaré a ti nuestro
paradero, y si Dimitri aparece por aquí te dejaría a ti el encargo de
llevarlo hasta nuestro encuentro. Sé que te comprometo en algo que
puede resultar peligroso, Gustavo, pero no tengo a nadie más a quien
recurrir. ¿Harías eso por mí?
—Naturalmente que lo haría, Valentina. Que confiaras en mí como
en un buen amigo es lo que quise desde que nos conocimos, así que
me considero honrado con tu proposición. Si tu plan sale adelante,
cuenta conmigo para lo que sea. ¿Flores en la Luna? Nuestra misión
lleva camino de convertirse en algo épico. Ahora mismo voy a llamar
a Teo y a Alejandro para ponerles al corriente de tu brillante idea. Se
quedarán estupefactos. Y después hablaremos con Anselmo. Estoy
seguro de que le encantará la idea de ponerse a tu servicio para
ayudarte con sus conocimientos de jardinería. Hablando de otra cosa,
¿Todavía no le has contado a Natalia lo que sabemos de su padre?
—Aún no. La pobrecilla ya tiene demasiadas cosas en la cabeza;
no quiero descentrarla por ahora. Esperaré al momento más
adecuado. De todas formas, aún faltan bastantes días para el
lanzamiento. Hay tiempo de sobra.
El desastre

Sin embargo, el tiempo con el que contaba Valentina iba a


acortarse considerablemente, y la misión lunar iba a convertirse de
un día para otro en una cuestión de vida o muerte. El detonante fue
un suceso sin aparente conexión con los preparativos del cohete que
se llevaban a cabo en la nave industrial a las afueras de la ciudad.
Todo comenzó cuando Gustavo no recibió a tiempo un pedido
telefónico que le había hecho a Servando. El pedido incluía las
habituales botellas de zumo de arándanos que mantenían a raya el
envejecimiento prematuro de Rosana. Cuando Gustavo se impacientó,
llamó al representante de La huerta prodigiosa para preguntarle por
la razón de la demora. Sin embargo, el teléfono de Servando estuvo
incomunicado durante varias horas; el buzón de voz se activaba cada
vez que llamaba Gustavo, que al final optó por dejarle un mensaje
suplicándole que le devolviera la llamada lo antes posible.
Servando, sin embargo, no respondió a su solicitud, aumentando
con ello la inquietud y la zozobra que Gustavo sentía en su corazón.
Pero al día siguiente, cuando este se disponía a abrir la tienda por la
mañana, se sobresaltó al oír que un automóvil frenaba en seco detrás
suyo. Al volverse descubrió que se trataba del mismísimo Servando,
con cara de preocupación y signos de haber dormido pésimamente.
Bajando la ventanilla de su auto, rompió el silencio de la calle con un
vozarrón apremiante:
—¡No abras aún la tienda, Gustavo, por favor! Necesito que
vengas conmigo. ¡Algo grave ha sucedido!
Gustavo se guardó las llaves en el bolsillo y se acercó al vehículo,
agachándose hasta la altura de la ventanilla del conductor.
—Buenos días, Servando. ¿Qué sucede? Te llamé ayer varias veces,
pero no me respondiste.
—Lo sé, lo sé, perdóname por no haberte contestado a ninguna
de tus llamadas. Súbete al auto y te contaré lo que ha sucedido de
camino.
—¿De camino? ¿De camino adónde?
—A la huerta de Amanda. Allí ha ocurrido una catástrofe.
La mención de la huerta fue suficiente argumento para convencer
a Gustavo de que debía hacer caso a Servando. Dejar desatendido su
negocio de improviso, sin avisar a sus clientes con algún cartel
informativo rompía una de las reglas de oro que le había inculcado su
padre, pero el suministro de zumo de arándanos para Rosana podía
estar en peligro y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por
reanudarlo.
Rodeando el automóvil por delante del capó, se montó en el
asiento delantero derecho y se colocó el cinturón de seguridad
mientras echaba un vistazo al asiento trasero. Le había llamado la
atención que hubiera un par de palas y varias herramientas más sobre
la tapicería. Antes de que pudiera preguntar nada al respecto,
Servando aceleró bruscamente y callejeó en busca de la salida al sur
de la ciudad.
—Ayer me fue imposible comunicarme con Amanda —explicó el
representante acaloradamente—. Ella y los trabajadores de su
empresa viven en unas cabañas de madera dentro de los límites de la
huerta. Los teléfonos de todos ellos se encontraban apagados o fuera
de cobertura, lo cual era muy extraño. Esa es la razón de que no te
contestara: quería mantener desocupada la línea por si alguno de
ellos me llamaba. Y estaba demasiado nervioso para escribir,
perdóname. Pero hace cosa de una hora me llegó un mensaje de voz
de Amanda; en él me decía que estaba atrapada en la cabaña bajo
una montaña de tierra. El suelo bajo sus pies retumbaba a cada rato
y temía que se hundiera en cualquier instante. Toda la noche había
estado intentando enviarme el mensaje; ha sido un milagro que me
llegara dadas las circunstancias. Después de escuchar el mensaje me
puse tan nervioso que casi me da un patatús. De algún modo se me
ocurrió coger las palas y salir pitando hacia la huerta; al montarme en
el auto pensé que sería bueno contar con ayuda y entonces pensé en
ti. Menos mal que siempre abres la tienda muy temprano.
—¿Por qué no avisaste a los bomberos en lugar de recurrir a mí?
—No sé, tal vez porque a Amanda no le gusta nada que entren
extraños en sus tierras o tal vez porque el mensaje me lo mandó a mí
y no a ellos. Ella podía haber pedido ayuda a los bomberos en lugar
de enviarme ese mensaje. Así que interpreté que su voluntad es la de
que arreglemos el problema por nosotros mismos. Ella cuida tan bien
de la huerta… Ojalá no le haya pasado nada malo.
Gustavo se dio cuenta de que Servando estaba demasiado
alterado para razonar con criterio. Le sudaban las manos y
constantemente apartaba la mirada de la carretera para mirar su
teléfono.
—Será mejor que yo conduzca y tú me indiques el camino,
Servando —le dijo cuando ya no pudo contenerse—. Me preocupa
que tengamos un accidente si sigues tú al volante.
—Tienes razón, tienes toda la razón —admitió Servando. Ya
habían salido de la ciudad; las construcciones empezaban a escasear
y de vez en cuando se veía algún aguilucho sobrevolando la carretera
en busca de algún conejo descuidado o de algún ratón incauto.
Servando paró un momento en la cuneta para ceder el volante a
Gustavo. Después reanudaron la marcha con el sol elevándose por el
este, deshelando la mañana con sus tibios rayos. Se demoraron casi
dos horas en llegar a un pueblecito de casas blancas construidas sobre
la ladera de un monte.
—La carretera principal rodea el pueblo —aclaró Servando
haciendo un semicírculo con la mano para apoyar su explicación—.
Por detrás del monte, a unos quince kilómetros está la huerta de
Amanda. Tendrás que conducir con cuidado de no pasarte el cruce; la
huerta no está señalizada.
—Para evitar curiosos indeseables —concluyó Gustavo, que había
asimilado la política de parcial secretismo con la que Amanda
regentaba su negocio.
Pese a ir sobre aviso, Gustavo casi se saltó el cruce de salida. El
sendero de tierra que llevaba hasta la entrada de la huerta lo
realizaron los dos hombres en completo silencio, expectantes con lo
que podían encontrarse al llegar. La incertidumbre se transformó en
temor y preocupación cuando Gustavo se vio obligado a frenar en
seco para no caer en un socavón abierto en el terreno del tamaño y
profundidad de una bañera. Servando y él se vieron forzados a dejar
el automóvil, llevándose con ellos las palas. Avanzaron sorteando a
cada paso zanjas de considerable hondura, grietas que infundían gran
respeto y agujeros que más parecían pozos secos.
—¡Las cabañas, no están las cabañas! —exclamó Servando
corriendo hacia el lugar que señalaba.
—¡No te confíes! ¡Mira por dónde pisas!—le recomendó Gustavo.
Se había dado cuenta desde el principio de la peligrosidad del terreno,
así como de otra circunstancia notable. Dondequiera que se había
producido un derrumbamiento, la tierra estaba cubierta de raíces
arrancadas, ramas rotas, vegetación cortada de cuajo y frutas
aplastadas. El paisaje era simplemente deprimente, pensó Gustavo
calculando las proporciones del desastre. La huerta era, o más bien
había sido, más grande de lo que Gustavo se había imaginado. Si la
hubiese visto tan solo un día antes, la habría visto en todo su
esplendor; tomateras perfectamente alineadas, manzanos de hojas
brillantes y mazorcas de maíz relucientes como un sol de mediodía.
Todo aquello había sido destruido como si un huracán hubiese
atravesado la huerta con una furia devastadora. Pero si no había sido
un huracán, ¿qué fuerza descontrolada había provocado semejante
desolación?
Gustavo alcanzó a Servando al pie de una hondonada de la que
sobresalían como si fuesen hongos varias chimeneas metálicas.
—¡Gracias al cielo no han quedado obstruidas! —exclamó
Servando—. El aire limpio debe haber mantenido vivos a sus
ocupantes, o eso espero. ¡Saquémosles de ahí abajo cuanto antes,
Gustavo!
A base de vigorosas paletadas, alternándose para no agotarse
rápidamente, ambos hombres consiguieron retirar la tierra que
taponaba la ventana de la primera cabaña. Al hacerlo, Gustavo pudo
comprobar que la tierra allí era pedregosa y grisácea, muy diferente
del suelo característico del resto de la región. Por la ventana pudieron
rescatar a un hombre que dijo llamarse Benito. Se hallaba en buenas
condiciones físicas, por lo que de inmediato se sumó a las labores de
rescate de sus compañeros enterrados. Fueron cuatro en total los
hortelanos —tres hombres y una mujer— que, uno tras otro,
escaparon de sus prisiones de tierra. Todos preguntaron al salir si ya
habían sacado a Amanda, para preguntar a continuación si el topo
había dado más señales de vida.
—¿Se puede saber de qué topo estáis hablando? —les preguntó
Servando cuando se cansó de oír la misma pregunta una y otra vez.
—Del topo gigante —respondió Benito—. Él causó este estropicio.
—Un topo tendría que ser del tamaño de un caballo para
ocasionar un daño tan enorme —replicó Servando.
—Precisamente ese era su tamaño cuando yo lo vi con mis propios
ojos —aseguró otro de los trabajadores de la huerta sin dar muestras
de estar bromeando lo más mínimo.
—Bueno, dejemos ese asunto de lado por el momento y
concentrémonos en buscar a Amanda —agregó el representante.
La propietaria de la huerta vivía en la cabaña más grande. Una de
sus ventanas estaba abierta al momento de hundirse el terreno, pero
Amanda había tenido la frialdad de encerrarse a tiempo en el armario
de su habitación. Desde allí estuvo enviando los mensajes telefónicos
hasta que uno de ellos fue recibido milagrosamente por el móvil de
Servando. Cuando el grupo de rescatadores logró retirar el muro de
tierra que bloqueaba las puertas del armario, Amanda salió de él
diciendo:
—Muchas gracias, chicos. Llegué a pensar que había llegado mi
hora, y que este armario se convertiría en mi tumba.
Aunque nunca había visto una foto suya, Amanda era tal como
Gustavo se la había imaginado. Una mujer bajita y menuda, entrada
en años, jovial y con gran capacidad de liderazgo. Al minuto de ser
rescatada ya estaba dando órdenes a sus empleados para que
procurasen rescatar cualquier cosa que todavía pudiera ser
aprovechable. Cuando aquellos se dispersaron para cumplir sus
órdenes, se dirigió a Gustavo con una expresión más amable:
—Es un placer conocerte en persona, aunque sea en unas
circunstancias tan desagradables. Servando me ha hablado muy bien
de ti en las últimas semanas; te aprecia bastante, y eso significa que
yo también te aprecio. Y dicho esto, os pido a ambos que me ayudéis
ahora a capturar al topo responsable de este desastre, antes de que
vuelva y destruya lo poco que ha quedado en pie.
—¿Cómo? —preguntó Servando— ¿Tú también insistes en echarle
la culpa a un topo? Esto parece más bien el resultado de un terremoto.
—Ni te imaginas el tamaño que ha alcanzado ese topo, Servando.
Y en cierto sentido ha sido culpa mía —dijo Amanda—. Hacía tiempo
que pensaba lanzar al mercado un jugo multivitamínico con
ingredientes procedentes de diversas verduras. Con ese propósito,
acoté una parcela de terreno y sembré en ella coles escogidas,
zanahorias, remolachas, brócolis y coliflores de primerísima calidad.
Pero esta tierra de meteoritos es tan fértil que multiplicó por mil las
propiedades beneficiosas de las verduras que planté. Las vitaminas
del jugo no solo fortalecen la salud de quien las toma, sino que
además estimulan el crecimiento hasta límites insospechados. Lo
descubrí por accidente, cuando se me derramaron unas gotas en el
suelo y una mosca se posó para chuparlas. En cuestión de minutos
quintuplicó su tamaño. A todos nos daba mucho asco encontrárnosla
por aquí, la verdad sea dicha. Menos mal que no duró mucho viva, la
pobrecilla. El incidente me hizo ver la inconveniencia de vender un
producto tan potente, así que me deshice de las verduras que ya
había exprimido. Lo que no sabía es que había un topo viviendo bajo
tierra al que le gustaba mucho mordisquear las raíces y los tubérculos
del sembrado. Al parecer no se conformaba con las apetitosas
lombrices que abundan en la huerta. Y ahora que ha alcanzado un
tamaño descomunal, su apetito es voraz, insaciable. Sospecho que
empezó a excavar nuevas galerías más acordes con su tamaño, sin
tener en cuenta que la tierra sobre su cabeza no podría sostenerse.
—¿Crees que ese topo sigue bajo nuestros pies mientras
hablamos? —preguntó Servando temiendo que el suelo se
derrumbase otra vez en cualquier momento.
—Seguramente. Debe estar asustado por el estruendo del
hundimiento, pero pronto le dará hambre y comenzará a excavar otra
vez —contestó Amanda.
—Hay que atraparlo a cualquier precio para que no siga causando
más desgracias. Una vez que lo atrapemos habrá tiempo de decidir
qué hacemos con él —propuso Gustavo.
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Amanda—. Y creo que sé cómo
hacerlo. Le diré a los muchachos que construyan una jaula resistente,
dentro de la cual pondremos como cebo un cubo repleto de
lombrices. No creo que pueda resistirse a entrar en ella para darse un
festín.
—Me parece una buena idea —admitió Servando—. Pero Amanda,
¿qué será de la huerta ahora? ¿Cuánto tiempo tardará en reponerse
de este descalabro?
—No he tenido tiempo de pensar en eso. Recorramos juntos la
huerta para evaluar los daños. Aunque me temo lo peor, amigo mío.
Han sido muchos años de trabajo tirados por la borda en cuestión de
minutos.
Amanda se puso a llorar desconsoladamente. Servando la consoló
entre sus brazos, recordándole que no estaba sola y que con el apoyo
de todos los que la querían volvería a levantar la empresa. Tras
recorrer la zona afectada, sin embargo, la moral de la dueña de La
huerta prodigiosa se hundió definitivamente.
—Es peor de lo que me imaginaba —sentenció—. Esta tierra jamás
volverá a dar los frutos milagrosos que daba hasta ahora. Al excavar,
el topo también desenterró el abono secreto que transformaba este
suelo convirtiéndolo en el más fértil del mundo. Y una vez expuesto
al aire libre el abono pierde todas sus propiedades rápidamente.
—¿Y cuál es el problema? Solo habrá que aplanar el terreno para
poder abonarlo de nuevo —sugirió Servando, que hasta aquel día
nunca había sospechado que el abono utilizado por Amanda
constituía el auténtico secreto de La huerta prodigiosa.
Los tres caminaban hacia el lugar donde estaban las colmenas, que
afortunadamente habían resistido el caótico paso del topo. El
zumbido de las abejas parecía indicar que ellas continuaban
trabajando y fabricando miel como si nada hubiera pasado. Aunque
era una buena noticia, no supuso consuelo alguno para Amanda.
Volviéndose angustiada hacia Servando, le explicó la crítica situación
a la que se enfrentaban.
—Cuando compré esta tierra la fertilicé con polvo cósmico o polvo
estelar, como queráis llamarlo. Yo estaba convencida de que sería un
fertilizante muy bueno, aunque nunca me imaginé que sería mucho
más que eso. Pero decidme de dónde saco ahora los tres o cuatro
sacos de polvo cósmico necesarios para volver a abonar mis tierras.
—No me considero un experto, Amanda, pero hasta donde yo sé
—respondió Servando—, el polvo cósmico también cae a la tierra
procedente del espacio. Tal vez podamos aprender a distinguirlo del
polvo normal y rellenar los sacos nosotros mismos para traerlo hasta
aquí en la cantidad necesaria.
—No, no. Tiene que ser polvo interplanetario traído del espacio
exterior. Cuando entra en contacto con la atmósfera terrestre pierde
sus efectos mágicos. Hay que traerlo del espacio y enterrarlo con
muchísimo cuidado de no exponerlo al aire libre para que no pierda
sus propiedades mágicas.
Gustavo empezaba a ponerse nervioso con todo lo que oía decir a
Amanda. Él solo podía pensar en Rosana y en que no crecerían más
arándanos en la huerta.
—Perdóname, Amanda, pero si dices que no sirve el polvo cósmico
que llega a la Tierra, ¿de dónde sacaste el que abonaba tu huerta
hasta ahora? —le preguntó con la esperanza de que pudiese
conseguir más, dondequiera que lo hubiese obtenido anteriormente.
—Ah, eso. Resulta que los rusos enviaron un satélite al espacio en
los años setenta preparado para recoger muestras de polvo cósmico.
Sus científicos lo estudiaron y lo analizaron durante décadas; luego,
se olvidaron de las muestras y las arrinconaron en algún oscuro
almacén. Yo las compré a través de una subasta en internet. Llevaba
mucho tiempo rastreando la red en busca de polvo sideral, así que
me gasté todo mi dinero en hacerme con el lote completo. Creo que
sería imposible adquirir ni un solo gramo más en todo el mundo.
—Entonces —insistió Gustavo—, la única opción que nos queda es
viajar al espacio exterior y recolectar el polvo nosotros mismos.
—Querido —dijo Amanda en tono condescendiente—, me parece
que deberías haber usado sombrero mientras recorríamos la huerta.
El sol te ha trastornado la cabeza. Lo que planteas es mera fantasía.
—No, no lo es. Aunque creas que es una locura, dentro de poco
tiempo despegará de nuestro barrio una furgoneta rumbo a la Luna.
Un amigo mío la pilotará. Puedo pedirle que recoja todo el polvo
cósmico que se encuentre por el camino. Al frente de la misión hay
un mecánico portentoso y dos mujeres de extraordinario talento que
a buen seguro idearán el modo de que no se escape ni una mota de
polvo.
Gustavo tuvo que darles muchos más detalles de la misión antes
de que Amanda y Servando se convencieran de que hablaba en serio.
Comprendiendo los motivos por los que Gustavo estaba
particularmente interesado en la recuperación de la huerta, Amanda
le prometió que ella y Servando hablarían con todos sus clientes para
hacer acopio de todas las botellas de zumo de arándanos que aún no
se hubieran vendido. Gustavo les agradeció sus esfuerzos, pero
igualmente se marchó bastante preocupado de la huerta; él sabía que
el jugo de arándanos debía consumirse fresco y recién exprimido.
Acumular botellas no serviría de mucho si el proceso de
envejecimiento de Rosana continuaba agravándose. La única
esperanza descansaba ahora sobre los hombros de un astronauta.
Había, por tanto, que acortar al máximo los plazos para el
lanzamiento de la furgoneta.
El tiempo es oro

El topo fue capturado un día después gracias a la trampa


construida por los empleados de Amanda. El inocente animal no
entendía qué había hecho para terminar encerrado en una jaula; él
solo quería seguir excavando galerías bajo tierra y degustando los
ricos manjares que aquel fértil suelo le dispensaba. A Amanda le
disgustaba saber que ella era en gran medida responsable de la triste
situación del topo. Debido a su desproporcionado tamaño, no podía
arriesgarse a dejarlo en libertad, y como tampoco quería convertirlo
en una atracción de circo, buceó en internet —una de sus aficiones
favoritas— tratando de encontrar una posible solución con la que
todos salieran ganando. Tras horas de desgastarse la vista en la
pantalla de su notebook, dio con una noticia referente a la excavación
de un túnel para la construcción de una carretera de montaña. Al
parecer, los ingenieros encargados de hacer el túnel estaban
desesperados porque la carísima máquina encargada de perforar la
montaña se había averiado, y sustituirla por una nueva iba a
demorarse varios meses. Amanda le escribió un correo a la empresa
constructora ofreciéndole los servicios del topo a cambio de un buen
trato para el animal y garantías de que sería bien alimentado. En el
correo adjuntó fotos del topo y vídeos de los túneles que había
perforado en la huerta.
Los directivos de la empresa aceptaron encantados las
condiciones exigidas, asegurándole a Amanda que contratarían a un
biólogo exclusivamente para que cuidase del topo y estuviese
pendiente de todas sus necesidades. Satisfecha con la respuesta,
Amanda les llevó personalmente el topo dentro de un remolque para
caballos enganchado a su todoterreno. A la vuelta del viaje, pudo al
fin concentrarse en las tareas de desescombro y restauración de la
huerta que habían comenzado sus empleados. Muy pronto, el campo
recobró su mejor aspecto. Parecía no haber sufrido nunca la
furibunda embestida del topo gigante. Restaba tan solo abonar la
tierra para poder sembrar de nuevo; pero el abono debía llegar del
cielo y eso ya no dependía de Amanda. Expectante, se recluyó en su
nueva cabaña aguardando a que Servando le contase los progresos
diarios que hacían los amigos de Gustavo.
Informados de la urgencia por conseguir polvo cósmico en el
espacio exterior, todos los participantes en el proyecto pusieron de
su parte para trabajar a mayor ritmo y acortar el plazo del
lanzamiento. Actuando como director de la misión, Gustavo añadió a
varias personas más al proyecto. Así, Teodoro padre accedió a realizar
horas extras en su taller ajustando y engrasando piezas mecánicas
que debían acoplarse al vehículo espacial. Doña Eulalia se pasó días
enteros cepillando y revisando las costuras del traje de astronauta de
su hijo; no se lo dijo a nadie, pero le aterraba saber que un simple
rasguño en el traje acabaría con la vida de su hijo. A su cargo quedó
también la responsabilidad de llenar el compartimento de
suministros del cohete con alimentos y bebidas apropiadas para un
astronauta.
A don Ramón se le encargó la tarea de conseguir una autorización
del ayuntamiento para usar el campo de fútbol del barrio como pista
de lanzamiento. Natalia había hecho los cálculos pertinentes; la
longitud del estadio era suficiente para que la furgoneta alcanzase la
velocidad requerida para escapar de la gravedad terrestre. Don
Ramón presentó la solicitud en el ayuntamiento adjuntando el
proyecto completo, el cual incluía la instalación de una rampa de
aceleración sobre una de las porterías del terreno de juego. Desde allí,
la furgoneta saldría volando por encima de las gradas directamente
hacia el cielo. En el ayuntamiento pensaron que el proyecto
presentado por don Ramón era algún tipo de representación teatral
vanguardista, así que lo enviaron al concejal de festejos, el cual otorgó
el permiso bajo la condición de que se respetasen todas las normas
de seguridad municipales; asimismo, debía garantizarse el acceso
libre y gratuito de los vecinos hasta completarse el aforo del estadio.
A nadie en el ayuntamiento se le pasó por la cabeza en ningún
momento que detrás de aquel evento hubiese algo más que un
simple espectáculo. El caso es que don Ramón salió del ayuntamiento
con los papeles en regla y la sensación de haber sido él quien había
dado el pistoletazo de salida para el viaje a la Luna de su hijo. Así se
lo reconocieron todos cuando les enseñó la autorización del
ayuntamiento.
Después de hacer los cálculos del lanzamiento, Natalia se quedó
sin nada más que hacer para la misión. A partir de ese momento, se
dedicó a jugar y correr por el hangar como lo hubiese hecho cualquier
niña de su edad. La alegría y la despreocupación de Natalia
contagiaron de optimismo a los adultos, aunque también es cierto
que estos llegaron a sentir un poco de envidia al ver cómo disfrutaba
de su despreocupada libertad. Valentina, que andaba más estresada
de lo normal porque sentía la presión de crear a contrarreloj la planta
lunar, regañó duramente a su hija cuando esta, jugando con una
pelota de baloncesto, rompió una de las macetas en las que Anselmo
había plantado semillas experimentales.
—Cuando tú trabajabas no querías que nadie te molestase —la
reprendió con un tono demasiado áspero—. Incluso pusiste un cartel
de aviso en la puerta que a todos nos hizo bastante gracia. ¿Con qué
derecho vienes entonces a molestarnos ahora, Natalia? Te estás
convirtiendo en una mujercita pesada y molesta. Vete de aquí
enseguida.
Natalia se quedó paralizada. Acostumbrada a los mimos de su
madre, la reprimenda, aunque justificada, le afectó sensiblemente.
Corrió a llorar a un rincón de la nave, mezclándose su llanto con los
estridentes ruidos de las soldaduras que efectuaba Teo en aquel
instante.
Anselmo, que había presenciado el desagradable incidente entre
madre e hija, creyó oportuno intervenir al considerar excesivamente
dura la reacción de Valentina. Después de esperar un rato que los
ánimos se calmasen, fue a hablar con ella.
—Solo hace unos cuantos días que te conozco, Valentina, pero
puedo decirte que han bastado para que os coja bastante cariño a ti
y a tu hija. Por eso me tomo la libertad de decirte que no deberías
dejar las cosas así ni un minuto más. Ve a hablar con Natalia y
consuélala. Ella lo necesita, y a ti te hará mucho bien terminar con
esta disputa.
—Lo sé. Es que me angustia no tener a tiempo las semillas. Hay
tanto en juego, Anselmo. Mi marido…
—Aún no se lo has contado a Natalia, ¿verdad?
—No, todavía no.
—En mi opinión, creo que ha llegado el momento de hacerlo. Ella
es muy lista, lo entenderá mejor de lo que esperas. Los niños asumen
los cambios con mayor naturalidad que nosotros. Tan solo debes
tener fe en ella.
Valentina asintió esbozando una sonrisa. Realmente tenía que
reconocer que había tenido mucha suerte al haber sido aceptada por
un grupo de personas tan comprensivas. Asumiendo que debía hacer
justamente lo que Anselmo le había aconsejado, dejó de lado el
microscopio con el que estaba analizando el tejido celular de un
cactus y se dirigió al rincón donde su hija seguía sollozando a solas.
Después de consolarla con una catarata de besos y caricias
maternales, le pidió perdón por su desmedida reacción.
—Yo también te pido perdón por romper la maceta, mamá. ¿Crees
que el señor Anselmo me perdonará también?
—Él ya lo ha hecho, querida. Es un hombre excepcional. Ahora
escúchame con atención, Natalia. Debes saber algo importante.
Anselmo y yo estamos trabajando en un experimento que podría
hacer que encontrásemos pronto a tu padre. Debí habértelo dicho
mucho antes; seguramente habría evitado que nos peleásemos.
—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver el viaje a la Luna con papá? No
lo comprendo.
—Verás, yo albergo la esperanza de que papá venga a vernos al
barrio cuando se entere que hay una planta sembrada en la Luna. ¿Lo
entiendes así?
Natalia reflexionó unos segundos.
—¿Es porque él sabrá que fuiste tú quien la creaste? Es una buena
idea, mamá. ¿Y cómo sabes que papá está vivo? Siempre me habías
dicho que no sabías si lo estaba.
Valentina le refirió entonces a su hija todo lo que Gustavo y el
propio Anselmo le habían contado. Al hacerlo, se liberó de un enorme
peso que la había estado agobiando los últimos días.
—Si quieres, puedo ayudarte a inventar esa planta, mamá —se
ofreció Natalia nada más escuchar el relato completo—. Ya terminé
mis tareas y me aburro sin nada que hacer.
—Está bien, hija —sonrió Valentina—. Quédate a mi lado y dime
todas las ideas que se te ocurran para que la planta que enviemos a
la Luna sea una que haga que tu padre se sienta orgulloso de nosotras.
Alejada de los laboratorios durante años, a Valentina le estaba
costando mucho esfuerzo poner en práctica sus excepcionales e
innatos conocimientos de química, así como el inmenso caudal de
conocimientos botánicos que su marido había tenido tiempo de
transmitirle mientras estuvieron juntos. Pero con Natalia a su lado
estimulándola, su mente se despejó y comenzó a funcionar de nuevo
como una máquina bien engrasada. Madre e hija concibieron
entonces una semilla híbrida inexistente hasta entonces en la
naturaleza.
Se trataba de una variedad mutante de un cactus conocido
popularmente como planta piedra o piedra viva. El nuevo cactus era
capaz de absorber el titanio del suelo lunar para fortalecer su tallo y
su estructura floral, haciéndose resistente a las condiciones más
adversas. Sus células estaban programadas para asimilar el tenue
porcentaje de dióxido de carbono presente en la atmósfera lunar y
transformarlo en oxígeno puro. En cuanto a sus necesidades de agua,
la propia semilla albergaba ya la cantidad que iba a utilizar durante
toda su vida.
Anselmo se encargó de hacer crecer varios de aquellos cactus de
piedra mutantes en sus macetas; después, enseñó a Alejandro cómo
cuidar de las semillas durante el viaje para que no se echasen a perder
y, lo más difícil y delicado, cómo sembrarlas en el suelo lunar.
Teo terminó de ajustar las piezas de la furgoneta cohete una
semana antes del lanzamiento. Con la ayuda de su padre, comprobó
la presión de los neumáticos, los niveles de aceite y llenó los
depósitos de combustible. Un lavado a mano con agua osmotizada
dejó el vehículo impecable y listo para el despegue.
El nerviosismo aumentaba a medida que se aproximaba la fecha
de lanzamiento. El más preocupado del grupo era, sin lugar a dudas,
Gustavo. Se le habían agotado las existencias del zumo de arándanos;
Rosana se había llevado las últimas botellas una semana antes y
desde entonces no tenía noticias suyas. Como tampoco contestaba al
teléfono, Gustavo tomó la decisión de ir a visitarla a su departamento
un día miércoles en que no tuvo que abrir la tienda por ser festivo en
la localidad. Había acompañado a Rosana un par de veces hasta su
domicilio después de sus citas, así que no tuvo problemas para
encontrar la dirección. Al llamar a su puerta le abrió una mujer joven
y alta que guardaba cierto parecido físico con Rosana.
Gustavo, con un ramo de rosas amarillas en la mano izquierda,
sonrió tratando de causar una buena impresión.
—Buenos días, señorita —se presentó—. ¿Está Rosana en casa?
¿Puede decirle que su amigo Gustavo ha venido a interesarse por su
salud?
La joven miró el ramo de flores y luego le invitó a pasar
dirigiéndose a él con una amable familiaridad.
—Pase, pase. No se quede ahí, por favor. Sé quién es usted. Mi
hermana Rosana no habla de otra cosa que no sea usted desde que
llegué. Me presentaré, yo soy Minerva, su hermana mayor.
—Lo supuse en cuanto la vi, Minerva. Es usted tal como me la
había descrito Rosana.
—Entonces, ya es como si nos conociéramos, ¿no cree que
deberíamos tutearnos? Yo sí lo creo, Gustavo. Y debo decirte que me
alegra que hayas venido. Tal vez tu visita consiga que Rosana se sienta
mejor. Ella…ella se está apagando como una vela, Gustavo. No puedo
ocultarte que en la familia estamos hondamente preocupados; cada
vez que entro en su habitación la veo más y más avejentada,
consumida por esa extraña enfermedad que padece.
—Lamento de veras oír esa noticia —dijo Gustavo compungido—.
¿Puedo entrar a verla si es posible?
—Naturalmente. Voy a ver si está despierta y le anunciaré tu visita
—respondió Minerva dirigiéndose hacia el final del pasillo.
Desapareció unos segundos tras la puerta del fondo y cuando volvió
a salir la dejó entreabierta. Una luz amarillenta y precaria iluminaba
débilmente el cuarto.
—Dice que estaba dormida, pero oyó tu voz y eso la despertó —
susurró Minerva, apartándose para que Gustavo pudiese entrar en la
habitación—. Iré por un jarrón con agua para las rosas mientras
conversas con ella.
—Gracias, Minerva. Tu hermana tiene mucha suerte de contar
contigo.
La joven hizo un gesto de agradecimiento y se retiró procurando
no hacer ruido con sus pasos; Gustavo entró en la habitación y vio a
Rosana postrada en su cama, con la cabeza reclinada sobre unos
almohadones blancos. Se adelantó unos pasos tratando de borrar de
su cara la impresión que le causaba verla tan demacrada. La vejez se
reflejaba en cada uno de sus miembros; era como si su reloj biológico
se hubiese desbocado y sus manecillas avanzasen a una velocidad
vertiginosa. Gustavo sintió que su corazón se quebraba a causa de la
tristeza; de su boca salieron un saludo casi inaudible y unos besos
delicados, como si pensara que podían dañar el frágil cuerpo de su
amada.
Rosana le devolvió los besos, exigiéndole con una mano
temblorosa que se sentase en el borde de la cama. Cuando lo hizo, le
tomó de la mano cariñosamente.
—Has venido —dijo ella, y en esas dos palabras era fácil adivinar
que estaba convencida de que Gustavo no la abandonaría nunca.
—No podía dejar de hacerlo, Rosana. Te extraño mucho —
respondió él cálidamente —. ¿Cómo te sientes?
Ella trató de incorporarse en la cama, pero sus fuerzas le fallaron.
—Muy débil. Mi metabolismo va tan rápido que siempre estoy
agotada. Ni siquiera el sueño alivia mi cansancio. Siempre tengo
hambre, mas hago tan rápida la digestión que nunca estoy satisfecha.
Pero eso no es lo peor.
—¿Qué es, entonces?
—Lo peor es tener la sensación de que el tiempo me aleja de ti sin
misericordia. Cada vez que me quedo dormida sueño que voy en un
tren a punto de descarrilar; entonces, me asomo a una ventanilla y
alcanzo a verte de pie, esperándome en el andén de una estación
solitaria. El tren pasa de largo sin detenerse y yo veo cómo te vas
alejando, haciéndote más y más pequeño rápidamente hasta que la
estación se desvanece en el horizonte.
Gustavo se estremeció sentado en el borde de la cama. Aquel
sueño era una imagen desoladora y desesperanzadora. Él no quiso
decírselo, pero también había tenido un sueño recurrente muy similar,
en el que Rosana partía de viaje por mar en un crucero, desde un
muelle abarrotado de personas que habían acudido para despedir a
sus familiares y amigos. Él trataba de abrirse paso entre la multitud y
subir también al barco; pero la gente se lo impedía tirándole de la
ropa o cerrándole el camino. Entonces el barco se alejaba haciendo
oír su sirena con un tono lúgubre. Sin embargo, no había ido a visitarla
para aumentar sus preocupaciones ni hundirle aún más el ánimo, sino
todo lo contrario. Escondiendo su propio dolor, trató de infundirle
nuevas esperanzas de recuperación apelando a su espíritu de lucha.
—Tienes que seguir siendo fuerte y aguantar un poco más, Rosana.
El lanzamiento es inminente. Alejandro volverá de la Luna dentro de
diez días con un cargamento de abono espacial para la huerta. Ya me
he puesto de acuerdo con Amanda. Ella confía en que los arándanos
maduren apenas diez o quince días después de haberlos abonado con
polvo sideral. Al parecer, con ese abono se consigue una maduración
de las frutas mucho más temprana que con los abonos corrientes. Y
otra vez es temporada de arándanos. Como ves, el tiempo en este
caso jugará a nuestro favor aunque sea por una vez. Solo debes
resistir un poco más. Un mes a lo sumo. Conseguiremos revertir tu
situación y volverás a ser la joven, hermosa y vitalista mujer que
conozco.
—Un mes —repuso Rosana girando la cabeza hacia la ventana—.
Un mes significa una eternidad para mí. Un mes más quizá supongan
diez o doce años al ritmo que estoy envejeciendo ahora; y tal vez
empeore. No puedes engañarme, Gustavo. Ahora soy una anciana de
noventa años y me pides que viva hasta más allá de los cien. Quiero
tener esperanzas, pero dudo que llegue a vivir tanto. En mi familia no
somos especialmente longevos; Minerva puede decírtelo.
—No hace falta. Solo debes creer que lo lograrás. Debes creer que
vivirás para rejuvenecer de nuevo, para casarte conmigo y tener una
vida larga y próspera en la que formaremos una familia y seremos
felices para siempre.
—¿Le acabas de proponer matrimonio a una vieja moribunda? —
le preguntó Rosana con el corazón rebosante de felicidad.
—Acabo de proponerle matrimonio a la mujer que amo. Y ella
todavía no me ha contestado.
—Mi respuesta es que yo también te amo con toda mi alma,
Gustavo. Te amo desde la primera vez que entré en tu querida tienda.
Y prometo que me casaré contigo si mi cara representa mi verdadera
edad cuando tenga que darte el sí quiero.
La pareja selló con un beso de amor su inesperado compromiso.
De pie junto a la puerta, a la hermana de la novia se le humedecieron
los ojos con lágrimas de emoción. Gustavo se sacó del bolsillo una
cajita de terciopelo y se la ofreció a Rosana. Dentro había un precioso
anillo de diseño sencillo y tradicional al que Rosana calificó al instante
como la joya más hermosa que había visto nunca, pese a que su vista
en ese momento estaba muy deteriorada por las cataratas.
Pero la cajita contenía algo más. Era un frasquito diminuto de
cristal con unas gotas de un líquido espeso de un color rojo muy
intenso.
—¿Qué es esto? ¿También es para mí?—preguntó Rosana.
—Sí, amor mío. Son gotas de zumo de arándano —respondió
Gustavo—. Amanda encontró un arándano maduro mientras
rastrillaba su huerta el otro día. Lo exprimió pensando en ti, Rosana.
Me lo hizo llegar ayer mismo por medio de Servando, su
representante.
—Que lindos. Pienso invitarles a nuestra boda.
Gustavo asintió. Se volvió a Minerva enseñándole el frasquito.
—Por favor, dale una gota a tu hermana cada veinticuatro horas.
Haz que le dure. Amanda dice que el efecto será mínimo,
probablemente, porque no será un jugo fresco dentro de unos días,
pero ella espera que el hecho de que sea muy concentrado lo
compense. Cada hora y cada minuto que desacelere su
envejecimiento puede ser crucial.
Minerva cogió el frasquito como si estuviera sosteniendo en sus
manos un tesoro valiosísimo.
—Puedo asegurarte que dejaré completamente seco este
recipiente.
Gustavo estaba convencido de que lo haría. Se sintió más tranquilo
al saber que Minerva se quedaría al cuidado de Rosana todo el
tiempo que fuese necesario. Tras prometerles que se pasaría a verlas
cada día después de cerrar la tienda, se despidió de ellas. Mientras
bajaba en el ascensor miró en su teléfono la alarma que había
programado. Restaban veintiocho horas, treinta minutos y doce
segundos para el lanzamiento desde el campo de fútbol. El tiempo se
le hacía eterno últimamente.
Un favor espacial

Nadie se preocupó de publicitar el lanzamiento de la furgoneta al


espacio. Nadie pegó carteles ni puso anuncios en los periódicos; pero
el boca a boca entre los vecinos del barrio se encargó de propagar la
noticia como un reguero de pólvora. El resultado de ello fue que el
aforo del estadio municipal se hallaba ocupado en su totalidad una
hora antes del despegue. Casi todos los allí presentes seguían
creyendo que iba a tener lugar algún tipo de espectáculo o
representación teatral; los más exigentes esperaban fervientemente
que el espectáculo incluyese lanzamiento de fuegos artificiales,
reparto de camisetas conmemorativas y bailes de animadoras. Por el
momento, se distraían viendo cómo tres hombres —Teo junto a su
padre y su hermano— instalaban una pista hecha con placas
metálicas que encajaban las unas con otras milimétricamente. La
pista iba de una portería a otra, curvándose hacia arriba desde el
centro del campo hasta hacerse completamente vertical sobre el
larguero de la portería de la grada sur. En ese extremo del estadio no
estaba permitida la presencia de espectadores por razones de
seguridad. Gustavo contrató los servicios de una empresa
especializada para acordonar la zona e impedir que se produjera
cualquier accidente.
A los niños se les permitió acercarse a la furgoneta para admirarla
y sacarse selfies hasta treinta minutos antes del lanzamiento. Los
pequeños alucinaban con las ruedas reforzadas con mallas de acero,
la enorme antena parabólica desplegada en el techo y los paneles de
protección térmica que Teo había tuneado, pintando sobre ellos
llamaradas de colores rojo y amarillo. A media hora para el comienzo
de la cuenta atrás, Gustavo anunció a través del sistema de megafonía
que todos los asistentes debían despejar el terreno de juego y ocupar
sus asientos. Esa era la señal convenida para que Anselmo entrase en
el vestuario del equipo local y avisase a Alejandro que debía terminar
de colocarse el traje. Los padres de este le habían ayudado a vestirse
y ponerse el casco, comprobando hasta tres veces cada cierre y
cremallera del traje. El rostro del astronauta reflejaba una
concentración absoluta y una confianza ciega en el éxito de la misión.
Hablaba con frases cortas y tajantes, sin dejar nada al azar o a la
improvisación. Don Ramón no entendía mucho de eso, pero
observando el comportamiento de su hijo habría jurado que no
existía en el mundo un astronauta más profesional ni competente que
él.
—No te olvides de hidratarte a menudo —volvió a reiterarle doña
Eulalia una vez más—. Y no te saltes ninguna comida. Me da miedo
que estando solo se te vaya el santo al cielo y no te cuides lo suficiente
allá arriba.
—No te preocupes, mamá. Sé lo que me hago.
—Lo sé, hijo. Aunque me hubiera gustado ir contigo para
asegurarme de que todo sale bien.
—Lo que faltaba —intervino don Ramón—. Las mamás de los
astronautas persiguiéndolos hasta el espacio.
Anselmo volvió a golpear la puerta del vestuario para que
Alejandro se diera prisa. El astronauta se levantó parsimoniosamente;
y con igual tranquilidad se miró en un espejo para comprobar que
estaba listo para salir. Después, se volvió hacia sus padres y les sonrió
cariñosamente.
—Mamá, papá. Gracias por todo. Si no fuera por ustedes, jamás
habría llegado hasta aquí. Nunca habría cumplido mi sueño.
Se le notaba en la voz que estaba nervioso y emocionado. Sus
padres se fundieron con él en un largo abrazo y luego le dejaron
marchar.
El público recibió su salida por el túnel de vestuarios con una
atronadora ovación. Alguien soltó globos al aire y se coreó el nombre
de Alejandro como si fuera el de un héroe deportivo. El astronauta
saludó a la gente levantando las manos y haciendo gestos de
agradecimiento con la cabeza; siguiendo las líneas de banda pintadas
sobre el césped, caminó hacia la portería donde le aguardaba su
vehículo lunar. Al borde del área grande, Valentina se despidió de él
recordándole que en la guantera de la furgoneta llevaba la bolsa de
semillas de cactus piedra y las instrucciones para sembrarlas
correctamente.
—Yo no poseo las hábiles manos de jardinero que tiene Anselmo,
pero ya te he dicho que pondré todos mis sentidos en hacerlo bien
allá arriba, Valentina —dijo Alejandro, consciente de la importancia
que tenía para la mujer que aquel experimento fuese un éxito
rotundo —. Intentaré estar a la altura que merece un desafío
científico como el que has puesto en mis manos.
—Muchas gracias, Alejandro —repuso Valentina—. Sé que no es
nada fácil manipular semillas con esos guantes tan aparatosos que
tendrás que usar, pero en los ensayos lo has hecho bastante bien. Y
recuerda que, pase lo que pase, nadie podrá quitarte el honor de
convertirte en el primer jardinero del espacio.
Junto a la furgoneta le estaban aguardando Teo y Gustavo. El
mecánico le entregó las llaves del cohete, y luego le estrechó la mano
afirmando:
—Tu sueño es también mi sueño, Alejandro. Tu gesta servirá de
inspiración a miles de niños que también sueñan con gestas
imposibles como nosotros. No debes olvidar eso cuando allá arriba se
presenten dificultades y te asalten las dudas.
Eran unas palabras llenas de significado y profundamente
humanas. Elevaron la moral de Alejandro y contribuyeron a disminuir
los nervios del momento. Gustavo le abrió la puerta del piloto y le
ayudó a sentarse y a colocarse el cinturón de seguridad.
—Conduce con cuidado, viejo amigo —fue lo único que le dijo,
empleando un tono distendido. En el fondo, sentía una tristeza
indefinida por la partida de Alejandro, y una especie de nostalgia
causada por la sensación de que finalizaba una época irrepetible de
sus vidas. A partir de aquel día ya nada sería lo mismo para todos ellos.
También, aunque no quisiera reconocerlo, Gustavo tenía miedo de
que algo saliera mal durante el despegue y la furgoneta explotase en
el aire; al fin y al cabo, ni siquiera las misiones espaciales
desarrolladas por las grandes potencias mundiales estaban exentas
de accidentes fatales.
Alejandro le respondió levantando el pulgar de su mano derecha
para indicarle que estaba preparado. Gustavo le dio una última
palmada de apoyo en el hombro y luego cerró la puerta. Desde una
cabina de prensa en la grada principal, Natalia tenía una buena
panorámica del terreno de juego. Cuando vio que Gustavo se alejaba
de la furgoneta, entendió que era el momento de que ella asumiese
el control de la misión. En la pantalla de su notebook podía ver las
mediciones de decenas de sensores que Teodoro había instalado en
la furgoneta espacial. Todos los indicadores estaban en verde, lo cual
significaba que Natalia podía avanzar a la siguiente fase. A través del
receptor de radio instalado en el casco del astronauta, la joven le
anunció que iba a dar comienzo la cuenta atrás desde treinta.
—Treinta, veintinueve, veintiocho…
Alejandro encendió los motores, y la gente que había acudido con
la idea de presenciar un espectáculo se dio cuenta finalmente de que
aquello iba en serio, porque los motores rugieron con una potencia
digna de Cabo Cañaveral.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Ignición!
La tobera trasera expulsó una nube de gases blancos, propulsando
hacia delante la furgoneta a una velocidad vertiginosa. Al llegar al
centro del campo comenzó a ascender por una rampa con pendiente
muy inclinada, que finalizaba verticalmente en la otra portería. Al
terminarse la rampa, las ruedas de la furgoneta se plegaron hacia
adentro como si fuesen el tren de aterrizaje de cualquier avión y,
finalmente, voló. Voló ante la mirada atónita de los espectadores en
el estadio, quienes con sus teléfonos móviles grababan en vídeo el
acontecimiento o sacaban fotos hasta quedarse sin espacio en sus
tarjetas de memoria.
Los humos y gases expelidos por el cohete quemaron todo el
césped del área ante el regocijo general, exceptuando al concejal de
deportes, que se echó las manos a la cabeza imaginándose el alto
coste de la restauración. No sabía que Gustavo también había
previsto lo que pasaría y le había pedido a Natalia que calculase los
daños y perjuicios del lanzamiento en sus ratos libres; antes de que el
concejal tuviese tiempo de protestar, Gustavo le hizo llegar un
generoso cheque de indemnización. Cuando el concejal leyó la cifra
se tranquilizó al instante y siguió disfrutando del evento.
Mientras tanto, la furgoneta se había ido alejando rápidamente
del suelo hasta convertirse en un mero punto brillante en el cielo.
Cuando dejó de distinguirse la estela de humo que dejaba atrás, el
público comenzó a abandonar el estadio; emocionados, iban
compartiendo sus fotos y vídeos a través de las redes sociales. Antes
incluso de llegar a sus casas se habían hecho virales y millones de
personas en todo el mundo estaban enteradas de la noticia. Los
diarios digitales se hicieron eco de la misma, publicando titulares del
siguiente tenor:
«Furgoneta transformada en cohete es lanzada al espacio por un
grupo de científicos aficionados.»
O bien este otro:
«Conductor de furgoneta voladora se propone poner un pie en la
Luna después de espectacular despegue desde un campo de fútbol.»
Mientras tanto, el grupo de personas que había hecho posible la
colosal hazaña permanecía aún en el estadio mirando al cielo,
abrazándose y derramando lágrimas de emoción. Cada uno de ellos
tenía distintos motivos para llorar, aunque todos eran conscientes de
que aquel momento histórico les había unido para siempre.
A centenares de kilómetros, el cielo se oscurecía más y más a los
ojos del piloto de la furgoneta cohete. El firmamento se llenó de
estrellas brillantes y la sensación de ingravidez aumentaba cada
segundo. Alejandro estaba extasiado contemplando el paisaje que se
extendía tras el parabrisas de su vehículo; a través de la ventanilla
pudo ver una fantasmagórica aurora boreal, y quedó fascinado con la
silueta azul de la Tierra que había visto miles de veces en fotografías.
En el silencio del espacio, Alejandro se fue acostumbrando poco a
poco a los nuevos ruidos que generaba la nave, pero eran tantos los
estímulos externos que tardó en concentrarse en un pitido agudo y
constante procedente del panel de indicadores situado detrás del
volante. Una luz verde parpadeaba frenéticamente tratando de
llamar su atención. Alejandro había memorizado cada interruptor,
cada botón y palanca del panel, así que de inmediato supo identificar
el significado de aquella luz. Era la señal convenida para que activase
la aspiradora de polvo estelar. Desvió su mirada hacia el altímetro y
vio que marcaba nueve mil seiscientos kilómetros. Había llegado al
límite entre la exosfera y el espacio exterior. Apretó el botón de
encendido de la aspiradora, la luz de alarma se apagó y al instante
percibió por encima de su cabeza, al otro lado del techo, cómo se
extendía el tubo telescópico con el filtro para atrapar polvo cósmico
que había acoplado Teo a última hora. En el salpicadero de la
furgoneta también había instalado un medidor del nivel de llenado
del depósito, el cual le indicaría la cantidad de polvo aspirada; pero
por el momento permanecía estancado en el cero.
El altavoz de la radio crepitó con un desagradable ruido de fondo;
después se oyó una voz femenina.
—Tierra llamando a astronauta, tierra llamando a astronauta.
¿Estás ahí, Alejandro? Responde, por favor.
Alejandro conectó el «manos libres», y a continuación habló por
el micrófono de la radio.
—Astronauta llamando a tierra. Saludos desde el espacio exterior,
Valentina. Todo marcha bien por aquí arriba. Felicita a tu hija de mi
parte por su excelente trabajo; el despegue ha salido a la perfección
y el sistema de navegación señala que la furgoneta no se ha desviado
de la órbita calculada.
—Es estupendo oír eso. Teo quiere saber si has notado
turbulencias durante el viaje.
—Apenas dos o tres, muy suaves. Dile a Teodoro que su nave es
una maravilla.
—También se alegrará de oírlo. Todos te mandan saludos. Cuídate,
no te olvides de hidratarte a menudo.
—Así lo haré, Valentina. Gracias.
Después de cortar la comunicación con la Tierra, Alejandro pudo
al fin relajarse y disfrutar del viaje. Se sentía inmensamente feliz,
como un niño que recién comenzase a disfrutar de sus vacaciones de
verano. Cuando pensaba que realmente aquello estaba sucediendo,
que no era un sueño ni una alucinación, un hormigueo eléctrico le
recorría el cuerpo de punta a punta. Había sufrido mucho hasta llegar
donde estaba; había cometido errores y había estado al borde de la
locura, pero todo cobraba sentido ahora que estaba al volante de
aquella increíble máquina voladora.
Alejandro disfrutó cada segundo del viaje, atesoró todos los
instantes, cada una de las experiencias que vivió y las imágenes que
sus retinas registraron. Sabía que era así como debían hacerse todos
los viajes y supo en su interior que así lo vivieron personajes históricos
como Marco Polo, Cristóbal Colón o el explorador Amundsen. Desde
la base de control en la Tierra se dieron cuenta que Alejandro era un
astronauta competente y excepcional. Cumplió a rajatabla todas las
instrucciones, y no se desvió un solo milímetro de la órbita
establecida. A medida que fueron pasando las horas y los días, el
globo lunar se fue haciendo más y más grande, al tiempo que la esfera
terrestre que podía ver por los retrovisores de la furgoneta se
achicaba paulatinamente. El nivel del polvo sideral recogido por la
aspiradora fue elevándose poco a poco hasta situarse justo en la
mitad, por lo que podía decirse que todo estaba saliendo a pedir de
boca.
El alunizaje también se produjo sin mayores sobresaltos. Los
amortiguadores aguantaron el impacto según lo previsto; los
neumáticos no se reventaron al contacto con el suelo, y los frenos
funcionaron a las mil maravillas. La temperatura del motor subió más
de lo aconsejable, pero Alejandro lo apagó enseguida para que se
enfriara. Los faros del vehículo iluminaban una explanada grisácea
salpicada de rocas oscuras; a lo lejos se divisaba el borde de un cráter
y, más allá, el contorno de una cadena montañosa. Era un paisaje
austero, silencioso y hermoso.
Alejandro se quitó el cinturón de seguridad; tenía los músculos
entumecidos y agarrotados. Le invadió un deseo ardiente de salir al
exterior y estirar las piernas, pero su entrenamiento disciplinado le
dictó que antes debía llamar por radio a la Tierra. A cientos de miles
de kilómetros de distancia, la noticia del alunizaje fue acogida con
alborozo. El astronauta recibió las felicitaciones de sus padres y
amigos; Valentina le comunicó que el mundo entero estaba
pendiente de su viaje y que estaba recibiendo ya mensajes de
numerosos medios de comunicación solicitándole entrevistas en
exclusiva para cuando regresase de la Luna.
—En el barrio estás considerado un auténtico héroe —le anunció
Gustavo cuando le tocó el turno de coger el micrófono—. En el
ayuntamiento ya se han repuesto de la sorpresa del despegue y te
están organizando una fiesta de bienvenida por todo lo alto. Van a
nombrarte hijo adoptivo de la ciudad.
Alejandro agradeció las muestras de apoyo de todos, pero al cortar
la comunicación se sintió aliviado de estar a salvo del bullicio que le
aguardaba en la Tierra. El silencio y la soledad del espacio siempre le
habían fascinado, y ahora que había llegado a la Luna quería
aprovechar cada momento para disfrutar de su tranquilidad. Después
de alimentarse convenientemente y echarse una siesta reparadora se
dispuso por fin a salir al exterior. Se pasó al asiento trasero para
colocarse bien el casco y los guantes para paseos extravehiculares; de
la guantera sacó el paquete de semillas de Valentina y luego cogió el
kit de herramientas de jardinería anclado bajo el asiento del copiloto.
Antes de introducirse en la estrecha cámara estanca de
descompresión que Teodoro había instalado entre el asiento y las
puertas traseras del cohete, comprobó que su tanque de oxígeno
estuviese a tope de carga y se cercioró de llevar en el bolsillo las llaves
de la furgoneta. No podía permitirse ningún despiste estúpido en
aquellas circunstancias.
Sus primeros pasos en la Luna fueron unos pasos de baile que le
había visto hacer a un futbolista en la tele celebrando un gol. Se sintió
un poco ridículo haciendo aquello, pero le había prometido a Natalia
que se marcaría aquel bailecito y no quería defraudar a una criatura
tan encantadora.
No tardó mucho tiempo en acostumbrarse a la débil gravedad del
satélite. Sus antiguos entrenamientos en el programa espacial y su
innato talento contribuyeron en gran medida a ello. Cuando se sintió
lo bastante seguro se agachó para abrir el maletín de jardinería. Cogió
el instrumento analizador de suelos; lo programó tal como le había
enseñado Valentina y apuntó hacia el suelo el extremo que terminaba
en una especie de antena. El aparato emitió un beep corto y agudo;
tras unos segundos, aparecieron en su pantalla digital una serie de
cifras, palabras y porcentajes. Valentina también le había enseñado a
interpretar los datos. Constituían un análisis completo de los
integrantes minerales y orgánicos del suelo lunar. De todas formas,
Alejandro no debía preocuparse por los resultados del análisis;
después de mostrarlos por la pantalla, el mismo aparato se encargó
de decirle con una voz sintética lo que quería saber: “Suelo no apto.
Repita el análisis, por favor”.
El resultado no desalentó al astronauta. Valentina ya le había
advertido que sería difícil encontrar el terreno perfecto para la
siembra de las semillas. «No te conformes con plantarlas en cualquier
parte o no germinarán», le había insistido una y otra vez durante la
fase de instrucción. Natalia se había encargado de programar el
artefacto para que solo reconociese como suelo apto aquel que
estuviese compuesto por la proporción exacta de elementos que
Valentina consideraba ideal para el éxito del experimento.
En consecuencia, se fue alejando de la furgoneta caminando en
círculos y analizando la tierra bajo sus pies cada pocos pasos. Su
reserva de oxígeno estaba a punto de agotarse cuando el analizador
le indicó mediante señales luminosas y acústicas que estaba pisando
el lugar idóneo para plantar. Marcó el lugar con una banderita, dejó
allí el maletín con los utensilios de jardinero y regresó a su vehículo
para recargar la mochila de aire. Después, siguiendo un plan
metódicamente trazado de antemano, arrancó la furgoneta y la
condujo lentamente hasta aparcarla muy cerca de la banderita.
Al plantar las semillas siguiendo las recomendaciones de Anselmo,
no se olvidó de enterrar junto a ellas una cápsula con nutrientes
concentrados para que los absorbiesen los embriones de cactus.
Después mató el tiempo leyendo un libro, escuchando música o
jugando solitarios con una baraja de cartas. Cuando se aburrió de
estar enclaustrado en el espacio reducido de la furgoneta, sacó los
palos de golf y se dedicó a lanzar pelotas apuntando a los cráteres
que agujereaban la planicie.
Antes de dormirse en su estrecho catre conectó la radio para
hablar con Valentina. Esta se mostró muy satisfecha con el trabajo
realizado por Alejandro.
—Si absorbe bien la cápsula de nutrientes, el primer brote debería
nacer mañana a primera hora, Alejandro.
—Me levantaré muy temprano para comprobarlo —afirmó el
astronauta—. Sacaré fotos en cuanto el cactus salga de la tierra.
—Estoy ansiosa por verlas. Oye, Gustavo está a mi lado. Quiere
decirte algo importante. Te paso con él.
—Está bien. Gracias.
Tras una breve espera, Gustavo tomó el micrófono y saludó a su
amigo.
—¿Qué tal estás, Alejandro? ¿Cómo te sienta estar en la Luna?
—Maravillosamente bien, amigo mío. Y pensar que al principio fui
tan escéptico con el plan que me propusisteis Teo y tú.
—Olvida eso y disfruta del momento, ¿quieres?
—Eso haré. ¿De qué querías hablarme? Valentina dijo que era
importante.
—Verás, los rusos se han puesto en contacto con nosotros. Al
parecer tienen un problema en la estación espacial internacional.
—¿La estación? Por lo que yo sé, ahora mismo no hay ningún
cosmonauta habitándola —recordó Alejandro.
—Ese es el problema —continuó Gustavo—. El último astronauta
que estuvo viviendo en ella olvidó desconectar un aparato eléctrico
que está consumiendo energía innecesariamente. Los ingenieros
piensan que ese consumo excesivo de electricidad acortará la vida útil
de la estación o que, incluso, podría provocar un cortocircuito por
sobrecalentamiento.
—¿¡No me estarás diciendo que los rusos quieren que yo vaya a la
estación espacial internacional a desconectar ese aparato¡?
—Eso es precisamente lo que nos piden. Parece que el asunto los
tiene muy nerviosos. Los rusos no estarán en condiciones de enviar
otra expedición al espacio hasta dentro de seis meses. En cambio tú
no tendrías que desviarte demasiado en tu viaje de vuelta. Natalia ya
ha hecho los cálculos y lo ve factible.
—No me importaría en absoluto hacerles el favor. Los astronautas
debemos ayudarnos los unos a los otros en cualquier situación. Pero
hay un problema. Teodoro no diseñó la furgoneta para que se
acoplase a la estación espacial internacional.
—Él me ha dicho lo mismo. La única solución que se le ocurre es
que enganches la furgoneta a la estación usando el gancho de
remolque que llevas debajo de la rueda de repuesto. Claro que
tendrías que saltar desde la furgoneta hasta la escotilla de la estación,
lo cual encierra cierto riesgo.
—No es tan peligroso, la distancia será muy corta. Estoy preparado
para hacerlo. Diles de mi parte que lo haré encantado.
—Les quitarás un peso de encima, eso seguro. Mañana les pasaré
esta frecuencia para que se pongan en contacto contigo y te digan
dónde está el aparato de marras que quieren desconectar. Ahora ve
a descansar; por tu voz deduzco que lo estás necesitando.
—Sí, se me cierran los párpados. Voy a dormirme enseguida. Hasta
mañana, Gustavo. Saluda a todos de mi parte.
—Así lo haré. Que duermas bien, Alejandro. Y buena suerte.
Alejandro durmió de un tirón doce horas seguidas. Ni la
incomodidad de su catre perturbó su sueño lo más mínimo. Solo le
despertó el hambre. Después de ir al baño portátil sacó de la mini
nevera un paquete de comida deshidratada y un batido
multivitamínico. No era un desayuno sabroso, pero Alejandro lo
devoró como si todo acabase de salir de un restaurante de cinco
tenedores. Estaba guardando los residuos en su depósito
correspondiente cuando miró hacia el exterior por la ventanilla; de
repente, le pareció ver una especie de botón verde en el mismo lugar
donde había plantado las semillas y su corazón se aceleró. Instantes
después divisó otro botón y luego dos más. Sin demorarse más de lo
preciso, se colocó el casco y los guantes, y salió al exterior para
comprobar si sus ojos le estaban engañando. Pero su vista no le
mentía; realmente estaban surgiendo brotes verdes en aquella tierra
infértil, bajo una atmósfera irrespirable y desprotegidos de las
radiaciones cósmicas. Consciente de la trascendencia del momento,
Alejandro se arrodilló emocionado ante las primeras plantas que el
ser humano hacía crecer fuera de la Tierra. Nunca pensó que él
aportaría su granito de arena para conseguir algo tan maravilloso;
creía que viajaría a la Luna simplemente para caminar por sus cráteres
y tomar muestras de algunas rocas. Lo típico, vamos. Pero el proyecto
de Valentina había convertido la misión en algo más que un viaje
caprichoso para hacer cumplir el sueño de un joven lunático como él.
Si aquellos pequeños retoños lograban sobrevivir allí, la historia de la
humanidad cambiaría para siempre, y el hecho de haber lanzado una
furgoneta al espacio se convertiría en una simple anécdota a la que
nadie concedería importancia en el futuro.
De repente recordó que debía grabar aquellos momentos únicos
e irrepetibles con su videocámara. La colocó en un trípode y se grabó
a sí mismo junto a los brotes de cactus. Luego dejó que la cámara
continuara grabando para que registrase el crecimiento de las plantas,
el cual, si Valentina tenía razón, sería extraordinariamente rápido.
Mientras tanto, se dedicó a limpiar y ordenar el interior de la
furgoneta; era el primero de los pasos programados para el retorno a
casa y Alejandro se sintió triste al pensar en ello. ¡Se estaba tan bien
en la Luna! Pero inmediatamente apartó de sí esos pensamientos,
pues un buen astronauta es el que concluye bien su trabajo, y la
misión no estaría completa hasta que regresase a la Tierra. ¡Y ahora
hasta los rusos dependían de él!
Después de comprobar que todos los componentes de la
furgoneta funcionaban correctamente y de limpiar a conciencia el
parabrisas y los espejos retrovisores, fue a ver cómo marchaban las
cosas en el pequeño huerto lunar. Su sorpresa fue mayúscula cuando
comprobó que los cactus habían completado su fase de crecimiento.
Alejandro se paseó entre ellos maravillado de su apariencia robusta,
casi pétrea. Algunos habían desarrollado hojas y estaban a punto de
florecer. Era una visión mágica y milagrosa, pensó Alejandro. Sin
perder más tiempo, se comunicó con la Tierra para compartir el
histórico suceso con Valentina y los demás. Todos recibieron la noticia
con entusiasmo, pues sabían cuánto hacía crecer las esperanzas de
encontrar a Dimitri. Después volvió al primer jardín de cactus
extraterrestre y lo inmortalizó para la posteridad con vídeos y fotos
suficientes para disipar cualquier duda que en la Tierra pudiese
suscitar el logro científico alcanzado por Valentina.
Doce horas después, cuando Alejandro hizo rodar la furgoneta por
una ladera de pendiente muy pronunciada y despegó rumbo a la
Tierra, el pequeño jardín de cactus que dejaba atrás tenía un aspecto
magnífico. Al astronauta le parecía increíble que Valentina hubiese
tenido el talento y la imaginación de crear una planta tan resistente
que no necesitase de ningún cuidado para sobrevivir en condiciones
tan inhóspitas. Desde el cielo grabó una vez más los cactus de piedra
que se quedaban allá abajo, solitarios y recios, bellos y fuertes como
luchadores invencibles.
Venciendo el deseo de quedarse más tiempo en la Luna, Alejandro
conectó la aspiradora de polvo estelar y orientó la antena de
comunicaciones hasta alinearla con su nuevo destino. El satélite fue
quedando atrás lentamente y el globo terráqueo fue abarcando cada
vez más espacio en su campo de visión.
Los ingenieros rusos le llamaron por radio para proporcionarle la
información que necesitaba para completar su imprevista misión en
la estación espacial internacional, así como darle las instrucciones
para que pudiese abrir sin problemas la escotilla de la cámara de
descompresión. La estación, que desde la distancia no era más que
una mota de polvo en el espacio, se fue transformando en un objeto
con forma definida hasta que Alejandro pudo distinguir la silueta que
le era familiar de tanto verla en los programas informativos de
televisión. Era una estructura colosal que recordaba vagamente a la
figura de una libélula, cuyas alas se hubiesen convertido en
gigantescos paneles solares.
Alejandro realizó las maniobras de aproximación con mucha
precaución. Todavía se asombraba de la precisión con la que Teodoro
había conseguido que el pedal del freno de la furgoneta controlase
los retropropulsores, así como que el volante dirigiese la dirección de
estos. Hábilmente, rodeó la estación para aproximarse a la cámara de
descompresión, la cual servía como puerto de atraque de la estación.
Una vez alineada con la furgoneta, Alejandro se preparó para salir al
exterior; abrió las puertas traseras y buscó dónde enganchar el
gancho de remolque. Al primer vistazo, localizó una manilla que
parecía perfecta para dicho propósito y a continuación sujetó el cable
a la escotilla. Era la parte más delicada y difícil de la misión, pero, una
vez más, Alejandro la realizó con eficacia y brillantez, como si no
hubiese hecho otra cosa durante toda su vida. Cerró la furgoneta y
abrió la escotilla para introducirse en la esclusa. Ya estaba
acostumbrándose a la soledad y el silencio en el espacio, pero en el
interior de la estación eran mucho más palpables.
La estación podía considerarse como una casa deshabitada en la
que uno todavía cree percibir las voces y la presencia de sus antiguos
moradores. Flotando a través de las galerías, se desplazó hasta el
módulo de investigación ruso, localizó la consola donde se hallaba el
interruptor que algún cosmonauta despistado había dejado
encendido por error y lo pulsó. Una lucecita roja le indicó que el
sistema estaba apagado. Y eso era todo; ya no tenía que hacer nada
más en aquella nave vacía. A su lado, la furgoneta espacial de Teodoro
le pareció de repente un verdadero hogar, pequeño pero acogedor,
una cáscara de nuez navegando en la inmensidad del espacio con la
foto de sus padres colgando del espejo retrovisor. Se apresuró a
volver cuanto antes a él, no sin antes darse el capricho de escribir
sobre las paredes del módulo el siguiente mensaje: «Alejandro
Barranco Cedilla estuvo aquí.»
Al salir por la escotilla de la esclusa, sin embargo, le aguardaba una
sorpresa aterradora. ¡La furgoneta no estaba donde la había dejado
aparcada!
En cuestión de segundos comprendió lo que había sucedido. La
manilla a la que había sujetado el gancho de remolque se había
desprendido de la escotilla. Su primera impresión fue que, mientras
él se encontraba en el interior de la estación, la manilla había sufrido
el impacto de un micrometeorito. La furgoneta se había alejado ya
unos veinte metros de la estación, obedeciendo únicamente a la ley
de la gravedad.
El pulso de Alejandro se aceleró considerablemente. ¿Qué podía
hacer? Era consciente de que apenas disponía de tiempo para pensar.
Estaba a punto de entrar en pánico. Sintió mareos y pensó que iba a
desmayarse. La enfermedad cardíaca que le había apartado del
programa de astronautas parecía estar manifestándose en el peor
momento posible. Por un instante, pensó que lo mejor era quedarse
en la estación y esperar que fuesen a rescatarle. Era lo más sensato.
Pero el rescate podía tardar varios meses. Si no recuperaba la
furgoneta, el contenedor de polvo cósmico se perdería; la huerta de
la señora Amanda se quedaría sin abono y Rosana, la novia de
Gustavo, nunca llegaría a beber el zumo de arándanos que podía
salvarla de la muerte.
No. Definitivamente no podía perder su billete de vuelta a la Tierra.
Respiró hondo y trató de recuperar la calma. Los latidos de su corazón
recuperaron su ritmo normal y los mareos desaparecieron. Alejandro
volvió a pensar con claridad. La furgoneta se alejaba más, pero él aún
podía alcanzarla si usaba la escotilla como apoyo para impulsarse y
saltar con todas sus fuerzas. Sería como intentar atrapar un globo que
ascendiese lentamente dando un salto con las manos extendidas.
No se lo pensó más. Cerró la escotilla, flexionó las rodillas
agachándose para darse el impulso más fuerte posible y luego se
lanzó al vacío como una flecha en pos de una diana.
Gustavo empezaba a preocuparse. Los rusos le habían dicho por
radio a Valentina que Alejandro había cumplido la misión a la
perfección y que no se encontraba ya en el interior de la estación. Y
sin embargo, el astronauta llevaba un rato sin responder a las
reiteradas llamadas que le hacía. De repente, cuando la preocupación
se estaba tornando en temor, la radio empezó a crepitar de forma
intermitente, hasta que la comunicación se restableció. Cual ave fénix
renacida de sus cenizas, se oyó la voz jadeante pero nítida de
Alejandro.
—Astronauta llamando a Tierra. ¿Me oyen? ¿Hay alguien ahí?
Gustavo se abalanzó sobre el micrófono para contestar. A su
alrededor había un numeroso grupo de personas conformado por
clientes habituales y de nuevo cuño que ansiaban conocer al minuto
las andanzas del famoso astronauta del barrio. Gustavo había
instalado altavoces en la tienda al objeto de mantener informado a
todo el mundo que entraba con el pretexto de comprar cualquier cosa.
Cuando esas personas oyeron a Alejandro después de varios minutos
de angustioso silencio, prorrumpieron en gritos y vítores coreando el
nombre de su nuevo héroe.
—Te escuchamos alto y claro, Alejandro —trató de hacerse oír
Gustavo por encima del clamor de la multitud—. Estábamos en vilo
esperando oírte de nuevo, amigo. ¿Por qué has tardado tanto en
comunicarte con nosotros?
La respuesta tardó en llegar algunos segundos.
—Todas las misiones espaciales deben salvar un momento crítico,
Gustavo. Y yo acabo de pasar uno especialmente peligroso. Te lo
contaré mejor cuando nos veamos. Lo importante es que llevo a tope
el depósito de polvo estelar. Espero que eso te alegre.
—Ni te lo imaginas, amigo. Todos estamos esperándote con los
brazos abiertos.
Héroes y villanos
Alejandro no quiso preocupar a Gustavo contándole que se había
dislocado el hombro izquierdo al agarrarse por la manilla a la puerta
trasera de la furgoneta. Volaba en caída libre a una velocidad
considerable cuando consiguió interceptar la nave; de haber
impactado contra ella habría sufrido lesiones muy serias. Por suerte
el choque no se produjo; en el último instante, cuando creía que
pasaría de largo y continuaría cayendo atrapado por la gravedad
terrestre, logró aferrarse a la manilla. Con el hombro fuera de su sitio
y lanzando un grito de dolor destinado a perderse en el interior de su
propio casco, accedió al interior del vehículo por la cámara de
descompresión.
Tuvo que arreglárselas solamente con su brazo derecho para
administrarse un calmante contra el dolor, comunicarse por radio con
la Tierra y coordinar con Natalia las maniobras de aterrizaje. La
negrura que lo rodeaba fue dando paso a un cielo azul oscuro, y luego
la furgoneta se perdió en un mar de nubes blancas y esponjosas.
Alejandro encendió las luces antiniebla y fijó su mirada en el radar
por si se veía obligado a dar un volantazo para evitar el choque con
algún avión en ruta comercial.
La expectación creada por el lanzamiento se quedó en pañales al
lado de la generada con el aterrizaje. Previsto para las seis de la tarde
—hora local— de un domingo que había amanecido soleado y
caluroso, en las inmediaciones del estanque en el parque donde
aterrizaría la furgoneta se agolpaba una multitud ávida por presenciar
el desenlace de aquella aventura. Natalia contuvo la respiración
durante los minutos que duró la reentrada de la nave en la atmósfera,
tiempo durante el cual se perdió el contacto radiofónico. Fue Teodoro
padre el primero que, alzando el brazo y señalando con el dedo hacia
el cielo, exclamó:
—¡Allí, allí arriba se ve algo! ¡Entre aquellas nubes se divisa un
brillo metálico!
Y efectivamente así era. Cuando todos miraron en la dirección que
señalaba Teodoro, pudieron ver la silueta de una furgoneta en caída
libre, con las placas ignífugas que cubrían su chasis al rojo vivo. Más
de uno pensó, incluso lo expresó en voz alta, que la furgoneta se
estrellaría contra el suelo y explotaría.
—Nunca he visto a una furgoneta volar, pero me parece a mí que
no podrá frenar a tiempo. La aceleración de la gravedad es muy fuerte
para un vehículo tan endeble—comentó alguien pasándose de listillo.
Teodoro hijo y Natalia eran los únicos que confiaban ciegamente
en el vehículo, pues ellos se habían encargado de no dejar ningún
cabo suelto que hiciera fracasar la misión. En el momento oportuno,
se desplegó un doble paracaídas instalado en el techo de la furgoneta,
al tiempo que cuatro pequeños cohetes retropropulsores se
encendían a ambos lados del eje del cigüeñal deteniendo la caída
libre.
Finalmente, entre exclamaciones de asombro e incredulidad, la
furgoneta se posó suavemente sobre el estanque. El agua la cubrió
unos veinte centímetros, enfriando los deteriorados neumáticos.
Algunos vecinos, en su afán por colaborar, quisieron meterse en el
estanque y ayudar al astronauta a salir del mismo, pero Gustavo les
pidió altavoz en mano que se abstuvieran de hacerlo.
—Gracias por su interés, damas y caballeros, pero les rogamos que
permanezcan alejados del cohete hasta que la misión haya concluido.
La seguridad es lo primero, muchas gracias.
Alejandro se tomó su tiempo para abandonar la furgoneta.
Actuando con profesionalidad hasta el último segundo, comprobó
que ninguna luz de alerta estuviese encendida; luego, desconectó la
radio, apagó el motor y se quitó el cinturón de seguridad.
Seguidamente, anotó en su cuaderno de bitácora la hora del
aterrizaje, cogió la videocámara y sacó las llaves del contacto. Ahora
sí que estaba listo. Su salida fue recibida con gritos de ¡astronauta,
astronauta! El aludido caminó pesadamente por el estanque seguido
de una familia de patos que le picoteaban los pantalones de su
uniforme y le reclamaban comida. La banda municipal empezó a tocar
música alegre desde el templete del parque. Al salir del estanque, los
vecinos estaban dispuestos a subir a hombros al astronauta y
pasearlo así por las calles del barrio, pero él se opuso aduciendo que
estaba seriamente lesionado de su hombro izquierdo. Al oír esto, don
Ramón y doña Eulalia se abrieron paso entre los vecinos más fogosos
y escoltaron a su hijo hasta la ambulancia que el ayuntamiento había
contratado para cubrir el evento. Pero antes de salir rumbo al centro
hospitalario, Alejandro quiso saludar a sus compañeros de misión. Allí
estaban todos, dichosos, enormemente felices de haber hecho
realidad el sueño de una buena persona. El astronauta tuvo palabras
de agradecimiento para todos. Orgullosamente, informó a Gustavo
que el depósito de polvo cósmico había llegado intacto y repleto.
—No pierdas el tiempo aquí conmigo —le dijo—. Yo me encuentro
bien. Ayúdale a Teo a desacoplar el depósito del techo y llévaselo a
Amanda de inmediato.
El aplomo con que lo dijo le demostró a Gustavo que el viaje a la
Luna había hecho madurar a su amigo muy positivamente. Siguiendo
su consejo, fue en busca de Teo, que ya estaba remolcando la
furgoneta fuera del estanque con la ayuda de una grúa.
—¿Te lo puedes creer, Gustavo? —le dijo a este cuando le vio
llegar— La furgoneta se ha comportado como una auténtica
campeona. Incluso creo que podría prepararla para otro viaje en uno
o dos meses. ¿Crees que Alejandro querría pilotarla otra vez?
—Sin dudarlo. Lo haría incluso con los ojos cerrados. Oye, ¿puedes
bajar del techo el depósito del polvo cósmico? Quiero llevármelo
cuanto antes.
—Eso está hecho, amigo. Te lo bajo enseguida.
El depósito tenía la forma de un bidón de gasolina y pesaba unos
diez kilos. Gustavo llamó por teléfono a Servando y le pidió que
estuviera en la puerta de su tienda en quince minutos. Habían
quedado de acuerdo previamente en que irían los dos a la huerta para
entregarle a Amanda el abono espacial que esta aguardaba
impacientemente desde hacía días. Cuando la dueña de la huerta vio
llegar a los dos hombres en el automóvil de Servando, salió a su
encuentro seguida por su cuadrilla de trabajadores.
—Hemos visto el aterrizaje por internet —les anunció sin esperar
a que se bajasen del auto—. Estamos listos desde hace rato para
echar el abono y resembrar.
—Entonces no perdamos el tiempo —dijo Gustavo, bajándose del
vehículo antes incluso de que Servando parase el motor.
Fue un día muy intenso en la huerta de Amanda. Nadie quiso dejar
de trabajar hasta que todo el campo estuvo convenientemente
fertilizado. Gustavo y Servando también se arremangaron las camisas
y cogieron azadas y rastrillos para poner su granito de arena. Cuando
se fueron, casi al anochecer, lo hicieron con la sensación de que el
esfuerzo había merecido la pena. Como había hecho cada noche
desde que Alejandro partiera rumbo a la Luna, Gustavo fue a visitar a
su amada Rosana antes de volver a casa. Y cada noche se le rompía el
corazón al verla consumirse lentamente en su cama sin poder hacer
otra cosa que esperar. Cuando estaba con ella trataba de disimular su
angustia y de irradiar solo emociones positivas, aunque lo cierto era
que cada vez tenía menos esperanzas de que el jugo de arándanos
que podía salvarla llegara a tiempo.
Al menos, la llegada del cohete supuso una importante inyección
de optimismo. Por primera vez, Gustavo abrió su tienda al día
siguiente sin el presentimiento de que la hermana de Rosana lo
llamaría para comunicarle la terrible noticia de su fallecimiento. La
tienda se llenó de clientes, curiosos y periodistas, pero pronto se
vació cuando Gustavo les dijo a todos que no podía darles ninguna
información nueva, ya que no había visto a Alejandro desde el
aterrizaje.
Los periodistas averiguaron que el astronauta ya había recibido el
alta médica y rodearon su casa en busca de alguna primicia. Lo que
no sabían era que había una reunión secreta programada en el hogar
del astronauta aquella misma noche. Cuando los periodistas se
aburrieron y se marcharon del lugar, fueron entrando sucesivamente
en el bloque de pisos Valentina y su hija, Anselmo, y Gustavo con su
madre. Nadie más estaba enterado de la reunión. Durante la misma,
pudieron visionar todas las grabaciones que Alejandro había hecho
de los cactus lunares.
—Bien, el plan es el siguiente —anunció Anselmo después que
todos se cansaron de admirar aquellas plantas milagrosamente
vivas—. Natalia colgará estos vídeos en internet esta misma noche
para que todo el mundo pueda verlos; enviará los enlaces a las
principales agencias de noticias y los divulgará a través de las redes
sociales. Después de eso, la propia Natalia, Valentina y yo nos
marcharemos y nos esconderemos en un lugar del cual solo Gustavo
conocerá su localización. Ya nos hemos encargado de planificar
nuestra «fuga» hasta el más mínimo detalle.
—¡Qué lástima! ¿De verdad no hay otra solución? —preguntó
doña Eulalia.
—Quedarnos aquí sería demasiado peligroso —aclaró Valentina—.
Incluso para ustedes. Créanme, la gente que me persigue desde hace
tiempo carece de escrúpulos. No se detendrá ante nada ni ante nadie.
—¿Y qué pasará con tu floristería, Anselmo? —le preguntó doña
Carmen, dolida con el hecho de perder a alguien que había sido parte
fundamental del barrio durante tantos años.
—Bueno, pronto iba a tener que jubilarme, así que se la he
traspasado a una joven florista con excelentes referencias que me
hizo una oferta muy generosa. La floristería seguirá funcionando
como hasta ahora, aunque ya no se venderán en ella las flores
especiales de Dimitri. Esas semillas se irán conmigo al destino secreto
que nos aguarda. Allí podré seguir vinculado al mundo de la jardinería,
así que para mí será un retiro dorado, no puedo quejarme.
Aclarado este y otros asuntos que interesaban a todos, se
desconvocó la reunión entre muestras de afecto y solidaridad. Al día
siguiente, el mundo entero se volvió loco con la noticia de que unos
cactus plantados en la Luna por el astronauta amateur Alejandro
Barranco habían germinado con éxito y estaban creciendo con
normalidad.
Los medios de comunicación atosigaron a Alejandro con cientos
de preguntas. Querían saberlo todo acerca de los cactus piedra y,
principalmente, averiguar quién le había proporcionado las increíbles
semillas que llevó a la Luna. Alejandro no soltó prenda sobre el origen
de las semillas, obligando a la prensa a desviar sus preguntas hacia
otro lado. Gustavo fue su siguiente objetivo, pero como tampoco
consiguieron arrancarle palabra alguna, a continuación molestaron a
Teodoro; y cuando ya no supieron a quién acudir, se dedicaron a
investigar por el barrio, entrevistando a cualquier persona que se
pusiera al alcance de sus micrófonos. Su persistencia les llevó a
enterarse de los rumores que circulaban sobre las extrañas flores que
vendía Anselmo, así como de la existencia de una misteriosa
indigente extranjera que había estado muy ligada al proyecto espacial.
Los periodistas emplearon todos los medios a su alcance para
localizar a dichas personas, pero no lograron obtener ni una sola pista
sobre su paradero. Frustrados, poco a poco perdieron el interés y
abandonaron el barrio. La tranquilidad retornó a la vida del
vecindario, aunque Gustavo no bajó la guardia en ningún momento,
pues sabía que más temprano que tarde recibiría visitas incómodas.
Por eso sospechó al principio cuando, al ir a abrir una mañana la
tienda, se encontró un paquete junto a la puerta. Era algo inusual,
pues el cartero solía pasar bastante más tarde y nunca dejaba
paquetes en la calle. Al recogerlo, sin embargo, comprobó que el
paquete llevaba una tarjeta adhesiva en la que podía leerse lo
siguiente: «De parte de Servando. Hola Gustavo. Estas son las dos
primeras botellas de zumo de arándanos que han salido de la nueva
cosecha. Te las he traído tan pronto como he podido. Tengo que salir
de ruta muy temprano, así que te dejo las botellas en la puerta en
lugar de esperar a entregártelas a mi regreso, pues conozco la
urgencia con la que las necesitas».
Si lo hubiese tenido cerca, Gustavo le habría plantado dos besos
en la cara a Servando. Al instante se olvidó de la tienda y corrió con
el paquete hasta la parada de taxis. Allí tomo uno que lo dejó frente
a la casa de Rosana en diez minutos. Minerva lo recibió en bata y con
aspecto de haber pasado una mala noche.
—¡Gustavo! ¿Qué haces aquí tan temprano?
—¡Rápido, Minerva! ¡Traigo la cura para tu hermana, no hay
tiempo que perder!
Minerva lo acompañó hasta el dormitorio donde yacía casi
moribunda su hermana. Allí Gustavo abrió el paquete y sacó una de
las botellas. El vidrio transparente dejaba ver un jugo rojo, brillante y
denso. Gustavo y Minerva lo contemplaron como si estuviesen
admirando un tesoro valiosísimo. Y realmente lo era.
—Rosana se niega a comer desde ayer —declaró Minerva con
tristeza—. Y rechaza los vasos de agua que le acerco a su boca. No sé
si aceptará el zumo.
—Yo se lo daré —dijo Gustavo—. Tráeme una cucharilla, por favor.
Empezaré dándoselo de a poco; su estómago debe estar muy
delicado.
Minerva se marchó precipitadamente del cuarto; mientras
regresaba, Gustavo se situó a la cabecera de la cama y comenzó a
acariciar el cabello blanco de su amada.
—Rosana, soy yo, Gustavo. ¿Cómo estás, mi vida? Te he traído al
fin el zumo de arándanos que te hará rejuvenecer. ¿Me oyes?
Rosana tenía los ojos cerrados y no demostró reacción alguna a las
palabras de Gustavo. Minerva regresó con la cucharilla y se la pasó a
Gustavo sin demora. Este abrió la botella y llenó la cucharilla
rápidamente. El zumo desprendía un olor fresco y delicioso. Lo acercó
a la nariz de Rosana tratando de despertar en ella el deseo de
probarlo y luego llevó la cucharilla a su boca. Pero Rosana continuaba
profundamente dormida, como si estuviese ya en otro mundo.
Minerva se echó a llorar sobre la colcha que cubría la cama. A
punto también de sucumbir al llanto, Gustavo murmuró al oído de
Rosana:
—No te vayas aún, amor mío. No permitas que el tiempo siga
siendo para ti ese enemigo cruel e implacable que ha sido hasta ahora;
no dejes que te prive de una vida junto a mí. Nos la merecemos, nos
merecemos tiempo para formar una familia, para tener un hogar y ser
felices en él. Un día nos llegará la hora de partir y entonces será el
momento de sufrir y llorar, pero hoy no es ese momento. Aún no ha
llegado. Tú solo abre la boca y bebe, lucha, lucha, lucha contra ese
tiempo veloz e ingrato. ¡Derrótalo una vez más!
De repente, Rosana apretó los puños debajo de las sábanas y
contrajo sus músculos. Un hilo de voz inteligible salió de su boca y
Gustavo aprovechó la oportunidad para hacerle tomar la cucharada
con el líquido rojo que sostenía en su mano. La enferma lo tragó con
dificultad y su cuerpo se agitó durante unos segundos. Seguidamente,
abrió la boca como un niño esperando recibir de su madre otra
cucharada de papilla. Gustavo ya estaba preparado; le hizo tomar una
segunda cucharada y luego varias más. Minerva le limpiaba la barbilla
con una servilleta cada vez que bebía. El cuerpo de Rosana comenzó
a dar síntomas de que el brebaje le sentaba bien; su respiración se
hizo más regular, la rigidez de sus extremidades se suavizó y la palidez
de su piel desapareció gradualmente.
Tan solo una hora después de la primera cucharada de zumo,
Rosana podía beber directamente del vaso. Eso aceleró su
recuperación; abrió los ojos y sonrió al reconocer a las personas que
la rodeaban. Consumida la primera botella, empezó a hablar con
normalidad y pudo sentarse en la cama para comer algo sólido que le
preparó Minerva. Cada progreso era una victoria que la alejaba de la
muerte y de la vejez; recuperó todos sus recuerdos, caminó con ayuda
de un bastón, y posteriormente prescindió de él.
Gustavo no abrió la tienda aquel día, ni tampoco el siguiente. No
quería perderse ni un instante del portentoso proceso de
rejuvenecimiento que experimentó Rosana. De ser una anciana
adorable, pasó a ser una mujer madura entre cuyas canas empezaban
a aparecer cabellos dorados. A medida que las botellas vacías se
acumulaban en la cocina, Rosana se quitaba años de encima. Una
segunda remesa de botellas de zumo de arándanos enviada por
Amanda bastó para equiparar la edad real de Rosana con su
apariencia física. Su metabolismo se estabilizó y ya solo necesitaba
tomar tres vasos al día para sentirse normal. Asistía a un gimnasio tres
veces por semana para mejorar su elasticidad y se apuntó a clases de
bailes de salón con Gustavo los miércoles por la noche.
La boda se celebró en la parroquia de la novia tan solo quince días
después. Y pese a lo precipitado del acontecimiento, la iglesia se llenó
con invitados de ambas partes. Fue una ceremonia sobria pero muy
emotiva. Durante el banquete, Gustavo tuvo ocasión de hablar con
Alejandro y con Teo. Desde la aventura lunar, al mecánico le llovían
ofertas de las principales marcas automovilísticas para que se
incorporase a sus equipos de investigación e innovación, pero él las
había rechazado todas. Actualmente trabajaba codo con codo con
Alejandro en mejorar la furgoneta con vistas a un segundo viaje a la
Luna, al tiempo que ultimaba los trámites para abrir una empresa que
se dedicaría a transformar motos acuáticas en motos submarinas.
—Y tú, Alejandro, ¿cómo llevas el asunto de la popularidad? —
preguntó Gustavo al astronauta.
—Bien, bien. Acudir a platós de televisión y rodar anuncios
comerciales llega a resultar aburrido, pero siempre pienso que eso
me ayuda a recaudar dinero para la siguiente misión.
—¿Te preguntan mucho por los cactus, verdad? —intervino Teo en
la conversación—. A mí todavía me molestan algunos periodistas que
vienen al taller tratando de sonsacarme alguna información. Y
sospecho que algunos no eran periodistas verdaderos.
—Así es —respondió Alejandro—. El misterio de su origen sigue
estimulando la imaginación de mucha gente. El último rumor que ha
llegado a mis oídos asegura que, en realidad, yo jamás estuve en la
Luna, y que esos cactus los planté en mitad de algún desierto. ¿Os lo
podéis creer?
—¡Ja, ja, ja! —se rio Gustavo— Bueno, quizá sea mejor así.
Cuantas más especulaciones y teorías conspirativas oculten la verdad,
más a salvo estarán nuestros compañeros.
—A propósito, ¿qué noticias tienes de ellos? —preguntó Teo en
voz baja mirando a su alrededor.
Gustavo se aseguró de que nadie les estaba prestando atención
antes de responder.
—Están perfectamente adaptados a su nuevo entorno —dijo—.
Pero Valentina está muy nerviosa porque aún no hemos tenido
noticia alguna de Dimitri. Empieza a creer que su idea para atraerlo
hasta aquí no funcionará.
—Es prácticamente imposible que él no se haya enterado del
descubrimiento científico de su esposa. La noticia ha recorrido el
mundo entero. Si Dimitri no acude a nuestro encuentro, es que ha
muerto o que no ha relacionado el asunto con su esposa. Tan simple
como eso.
—Ya veremos —dijo Gustavo—. Supongo que es cuestión de
seguir teniendo paciencia.
Nadie entendió por qué Gustavo no cerró la tienda para irse de
luna de miel con Rosana. Incluso algunos vecinos metomentodos lo
tacharon de tacaño en sus conversaciones privadas. El tendero, por
su parte, se inventó algunas excusas falsas para ocultar la verdadera
razón de tan extraña decisión, cuando la única verdad era que no
cerraba la tienda porque esperaba que Dimitri entrara en cualquier
momento a preguntar si conocía a una tal Vera Gabasky. La tienda era
el único eslabón de unión entre ambos cónyuges, y Gustavo no iba a
permitir que ese eslabón se perdiera mientras hubiese esperanza.
Además, no podía dejar desatendidos a los clientes de La huerta
prodigiosa, quienes después de verse desabastecidos durante un
tiempo acudían con más frecuencia de lo habitual a la tienda para
reponer sus despensas vacías.
Aproximadamente quince días después de comenzado el verano,
un verano especialmente caluroso, Gustavo vio entrar en su tienda a
un nuevo cliente. Al instante supo que había entrado para preguntar
por algún producto de La huerta prodigiosa; hacía tiempo que había
aprendido a reconocer a ese tipo de clientes porque todos llamaban
la atención por uno u otro motivo. Este la llamaba por usar ropa de
invierno, bufanda incluida, cuando afuera la temperatura ya rozaba
los treinta grados a las once de la mañana. Sin mediar palabra, el
hombre —con signos evidentes de estar pasando por un proceso
gripal muy fuerte— arrancó una hoja de una libreta que llevaba y la
dejó sobre el mostrador para que Gustavo pudiese leerla. El texto
decía lo siguiente: «Siento no poder hablarle, pero tengo la voz tan
ronca que oírla le haría daño a sus oídos. Por favor, necesito una miel
que sea buena para suavizar la irritación de mi garganta. Pero que sea
miel de La huerta prodigiosa, por favor; no aceptaré miel de ninguna
otra marca. Gracias.»
—Seguro que encuentro algo para usted, caballero —afirmó
Gustavo después de leer la nota—. La huerta prodigiosa dispone de
varios tipos de miel que pueden combatir sus síntomas. En aquel
estante de allá están los frascos. Usted mismo puede leer las
etiquetas descriptivas y decidir cuál le conviene más. Hay miel de
brezo, de abedul, de limonero…
El caballero hizo un gesto levantando el pulgar para hacer notar
que la respuesta de Gustavo satisfacía sus pretensiones, y a
continuación se dirigió hacia la estantería donde estaban los frascos
de miel. Justo en ese momento entró otro hombre en la tienda. Este,
al contrario que el primero, sí que usaba una vestimenta apropiada
para el verano, además de llevar unas gafas de sol muy oscuras y un
jockey calado hasta las cejas que impedían reconocer su rostro con
detalle. Caminó hasta el mostrador con una actitud que parecía
reflejar cierto nerviosismo, y cuando estuvo frente a Gustavo dijo con
un tono amenazante:
—Dígame ahora mismo dónde se encuentran la mujer y la niña.
No se lo repetiré dos veces.
Gustavo le miró las manos y cuando vio que el individuo portaba
una pistola se asustó bastante. Aunque estaba prevenido para
enfrentarse a gente peligrosa, jamás pensó que llegarían a esos
niveles de intimidación. No obstante, trató de engañar al sujeto
fingiendo que no sabía de qué le estaba hablando.
—¿Qué mujer? ¿Qué niña? Oiga, aparte esa pistola de mi cara, no
sé de qué me habla.
—Lo sabe perfectamente —respondió el asaltante levantando
más la pistola—. Le hemos investigado, así que no se haga el tonto.
Usted y su amigo el florista, que curiosamente también ha
desaparecido, han estado ayudando a esa científica subversiva y a su
hija a ocultarse en este barrio. Dígame adónde han ido y le dejaré en
paz. De lo contrario…
—¡Eh, oiga! —la bravata del delincuente fue interrumpida desde
el fondo de la tienda por el cliente de la miel. Y cuando aquel se volvió
hacia él apuntándole también con su arma, el hombre lanzó un grito
ronco, grave y fuerte, que resonó en el local como un trueno que
hubiese estallado al mismo tiempo que un volcán entrase en erupción.
Las paredes retumbaron y varios artículos estuvieron a punto de
caerse de los estantes donde estaban expuestos; el cristal del
escaparate se resquebrajó y saltaron las alarmas de los vehículos
estacionados cerca de la tienda. Gustavo se tapó los oídos para
protegerse del grito, que bien podía haberse confundido con el rugido
de un león, y el asaltante también reaccionó instintivamente de la
misma manera. Al hacerlo se le cayó la pistola al suelo, momento que
aprovechó el hombre que había lanzado el grito para apoderarse de
ella. Ni siquiera tuvo que encañonar con ella al delincuente para
hacerlo huir; bastó con hacerle una simple advertencia:
—Salga ahora mismo de aquí, si no quiere que grite otra vez.
Cuando el hombre se dio media vuelta y salió corriendo, aún con
las manos tapándose las orejas, añadió:
—¡Y no se le ocurra volver nunca más!
Gustavo salió de detrás del mostrador para agradecerle a su
cliente que le hubiese salvado de aquella situación tan comprometida.
Este sacó su libreta y escribió en ella: «Ya le dije que mi voz podía
dañar los oídos. No estaba exagerando. Elegí la miel de eucalipto,
aunque todas son buenas. Me llevaré dos frascos.»
—Uno se lo regalo yo —dijo Gustavo—. Es lo menos que puedo
hacer por usted.
El hombre volvió a escribir en su cuaderno: «Gracias, es usted muy
amable. Volveré pronto a comprarle, su tienda me gusta mucho;
aparte de buenos productos, parece un lugar muy entretenido.»
A raíz de aquel incidente, Gustavo extremó sus precauciones.
Instaló cámaras de vigilancia y sustituyó la luna del escaparate por
una blindada a prueba de martillazos. En la caja registradora guardó
un espray de pimienta por si tenía que enfrentarse de nuevo a algún
intruso indeseable, aunque creía firmemente que nunca más volvería
a ver al hombre de la pistola después del susto que este había pasado
en su tienda. Además, la policía ya había tomado huellas de la pistola
y estaba tratando de identificarlo.
Sin embargo, una semana después de lo sucedido, entró en la
tienda otro hombre con aspecto sospechoso. A este tampoco lo había
visto Gustavo antes. Anduvo ojeando las estanterías sin sacar nada de
ellas; de vez en cuando miraba a Gustavo de reojo, y su
comportamiento en general despertó la desconfianza del tendero.
Anticipándose a una previsible situación desagradable, sacó el espray
de pimienta de la caja y se preparó para llamar a la policía si la
situación lo requería.
El hombre se decidió al fin por coger una lata de refrescos y se
dirigió al mostrador para pagarla.
—Me dice qué le debo, por favor —dijo con un tono de timidez
que extrañó a Gustavo, pues estaba esperando la arrogancia y el
desprecio típico de los malhechores.
—Son noventa céntimos si no desea algo más, señor.
—No, nada más. Bueno, sí, ya que lo menciona… —repuso el
hombre con indecisión—, me han dicho que tal vez usted podría
conocer el paradero de una mujer a la que quisiera encontrar. Ella es
extranjera, rubia, alta y tiene unos ojos verdes muy llamativos. Sus
modales son los de una persona culta y seguramente la habrá visto
acompañada de una niña de unos catorce años.
Gustavo pensó al instante que los perseguidores de Valentina
habían cambiado de estrategia y habían creído que con alguien
amable y educado conseguirían sonsacarle lo que no habían podido
obtener con la violencia. Pero él no estaba dispuesto a dejarse
engañar por una maniobra tan burda.
—No, lo siento —le respondió tratando de parecer lo más sincero
posible—. No conozco a nadie que responda a esas características.
El hombre pareció decepcionado.
—Discúlpeme entonces. Me han informado mal —dijo.
Se sacó una moneda del bolsillo y pagó la lata de refrescos.
Cuando recibió el cambio se dio vuelta para marcharse, pero de
repente volvió a girarse hacia el mostrador y dijo algo más:
—De cualquier modo, si esa persona entrase en su tienda y usted
se acuerda de lo que le dicho, por favor dígale que Dimitri la está
buscando. Dígale que me alojo en el hostal Paloma, a solo dos
manzanas de aquí.
Gustavo miró entonces al individuo con mayor detenimiento.
Valentina no había podido enseñarle ninguna foto de su marido, pero
sí le había dado una descripción bastante detallada. Basándose en
ella no podía descartar que el hombre fuese quien decía ser, aunque
Gustavo se había imaginado a Dimitri un poco más alto y más delgado.
Solo había una forma de salir de dudas, y era hacerle pasar por la
prueba que Valentina le había propuesto mientras planificaban su
desaparición. Con esa idea en su mente, le pidió al hombre que no se
marchase todavía; a continuación, cerró la tienda colgando el letrero
de «vuelvo en cinco minutos» y, finalmente, dirigió al supuesto
Dimitri una mirada inquisidora.
—¿Tiene usted algún documento que pruebe lo que dice?
—La verdad es que no —respondió el hombre bajando la cabeza y
los hombros—. Abandoné a mi mujer en unas condiciones muy
difíciles que me llevaría mucho tiempo explicarle ahora. No me dio
tiempo a llevarme conmigo ninguna prueba que acredite quién soy.
No tengo fotos de nosotros juntos, ni carnet de identidad, ni nada de
nada. He vivido como un fantasma todos estos años. Así que le suplico
que no me torture más y me diga si sabe algo o no de mi esposa y de
mi hija.
—Se lo diré solo si usted me contesta una pregunta.
—¿Una pregunta? ¿Qué pregunta?
—¿Cuál fue el primer regalo que le hizo a su mujer?
—¿El primero? El primero de todos se lo hice cuando ni siquiera la
conocía. Fue una margarita; yo la llevaba en mi solapa y me la quité
para dársela a su padre. Él se la entregó a Vera en mi nombre, junto
con una tarjeta de visita de mi negocio. Sí, estoy convencido de que
ese fue mi primer regalo.
Ningún impostor podía conocer con tanto detalle las
circunstancias de aquella ocasión en la que Dimitri intentó ver a su
mujer por primera vez. Además, la había llamado por su verdadero
nombre. Valentina, o sea, Vera y Gustavo habían determinado con
antelación que esa pregunta serviría para delatar a cualquiera que
tratase de hacerse pasar por Dimitri.
—Realmente eres tú —dijo Gustavo tras oír la respuesta—. No
puedo creer que hayas llegado hasta mi tienda. El plan de Valentina
funcionó, ja, ja, ja. Los cactus en la Luna te han traído hasta mi tienda,
ja, ja, ja. Es un momento realmente emocionante.
Dimitri no comprendía la alegría repentina del tendero.
—Y bien, ¿va a decirme algo sobre mi mujer?
Gustavo fue hacia él y, tomándole por los hombros, le dijo:
—Haré mucho más que eso, querido amigo. Hoy mismo te
reunirás con tu mujer y conocerás al fin a tu hija.

El lugar secreto donde Anselmo, Valentina y Natalia habían


encontrado un refugio ideal no era otro que la huerta prodigiosa de
Amanda. Allí disfrutaban de la hospitalidad de la dueña, quien había
dispuesto todo para que sus tres invitados se sintieran como tres
integrantes más de su equipo. Le había cedido a Valentina una parte
de su terreno para que sembrara en él lo que quisiera; agradecida,
Valentina había reanudado sus experimentos con los cactus lunares,
sembrando allí nuevos ejemplares mejorados. Anselmo le ayudaba en
las tareas de jardinería; el viejo florista se sentía rejuvenecido con sus
nuevas responsabilidades y con el aire limpio del campo. Natalia era
también feliz en la huerta después de una vida deambulando sin un
lugar fijo donde residir; pronto empezaría a ir a la escuela del pueblo
más cercano y estaba encantada con la idea de poder hacer nuevas
amistades.
Fue precisamente Natalia la primera que vio llegar el viejo coche
de Gustavo. Estaba ayudando a su madre y a Anselmo a sacar
muestras de savia de los cactus; al ver que en el coche iba alguien más
sentado al lado de Gustavo, se lo hizo saber a su madre. Valentina se
preguntó quién sería. No había visto a Gustavo desde que se fueron
del barrio, y se le pasó por la cabeza que podía traer malas noticias.
Temerosa, dejó la tarea que estaba realizando, se quitó los guantes
de jardinera y trató de arreglarse un poco el pelo mientras veía cómo
Gustavo detenía el auto en el camino de los almendros. El sol le daba
de frente, por lo cual no logró distinguir al principio la figura que se
bajó del auto y comenzó a caminar al lado de Gustavo en dirección
hacia ellas. Entonces se puso la mano sobre los ojos a modo de visera
y entornó los ojos. Cuando pudo distinguir mejor las facciones del
hombre que le sonreía y alzaba la mano para saludarla, sus piernas
flaquearon, y en su pecho sintió el agudo pinchazo de la felicidad.
Tomando a su hija de la mano y con la voz temblándole por la
emoción, le dijo:
—Natalia, ven a conocer a tu padre.
Dimitri miró a su mujer con los ojos llenos de lágrimas, y luego se
fundió con ella y con su hija en un abrazo que le hizo olvidar todas las
penurias y sufrimientos vividos a lo largo de más de una década.
Gustavo contempló la merecida felicidad de aquella familia
durante un rato sin poder contener tampoco sus propias lágrimas.
Después, los dejó a solas para que pudiesen decirse todo lo que
llevaban años esperando poder contarse y fue a hablar con Anselmo
y con Amanda. Ambos se mostraron encantados de volver a verlo y al
final del día le cargaron el coche con nuevos y maravillosos productos
de la huerta. Entre ellos no faltaron varias botellas de zumo de
arándanos, que con el nuevo abono cósmico estaban consiguiendo
que Rosana estuviese cada día más bella y lozana.
Gustavo se despidió de todos prometiendo volver con su madre y
con su esposa el fin de semana siguiente para hacer una barbacoa al
aire libre. Durante el viaje de vuelta a la ciudad recordó todo lo vivido
durante el último año.
«¿Qué te parece, papá? —a veces le gustaba hablar en voz alta
cuando estaba a solas, imaginándose que su padre podía
escucharle— ¿Puedes creerte lo bien que ha salido todo? La tienda
marcha bien, me he casado con la mujer más maravillosa del mundo
y mamá se lleva muy bien con ella. Cuánto me gustaría que estuvieras
aquí y vieras en lo que se ha convertido la tienda. Ahora es un lugar
que ayuda a cumplir sueños imposibles. ¿Te lo puedes creer? En fin,
tú siempre me dijiste que en este negocio nunca se sabe qué va a
entrar por la puerta. Algún día, cuando lleve tantos años al frente de
la tienda como tú, espero ser igual de sabio, ja, ja, ja.»
Al doblar una curva vio la Luna flotando como un globo sobre la
carretera. Le pareció más hermosa que nunca. Quizá, pensó,
Alejandro podría llevarlo a él y a Rosana en alguno de sus viajes. Así
verían de cerca cómo habían crecido los cactus allá arriba. ¿Quién
podía decir que eso no sucedería? La vida le había demostrado que
no existen los sueños imposibles.

FIN

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