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San Agustín

Tema 6:

Teología de la Trinidad

Lic. Francisco Rodríguez Fassio O.P.

6.1 Introducción
Que Dios sea uno y trino es para muchos cristianos una cuestión irrelevante.
¿Qué importancia tiene en nuestra vida la Trinidad? No deja de ser, según ellos, una
doctrina que sólo se acepta por respeto y obediencia a los dogmas de la Iglesia.
Además ¿cómo podría ser de otro modo? ¿No se trata de un Misterio que va más
allá de la razón? ¿Cómo admitir en Dios a la vez una Unidad esencial y una Trinidad de
personas? ¿Cómo no caer en los extremos de pensar en un solo Dios sin las Personas
(monoteísmo mono-personal) o en su contrario: un triteísmo de tres dioses distintos, lo
cual es politeísmo?
El tratado de Dios Uno y Trino mostrará los esfuerzos de la reflexión teológica por
contestar a las diversas herejías que, en un sentido u otro, querían excluir o rebajar una
de las dos realidades: la Unidad de la sustancia o la Trinidad de Personas (Padre, Inicial
hijo y Espíritu Santo).
Nosotros nos vamos a limitar aquí a la doctrina de San Agustín sobre Dios
siguiendo su genial obra De Trinitate, resumen de toda la reflexión anterior a él y prólogo
de toda la posterior sobre el tema.

Pero ¿por qué es crucial en nuestra fe la cuestión trinitaria? La razón está en la

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persona, la función y el sentido de la salvación de Jesús de Nazaret. Si Jesús no es Dios,


no nos ha salvado definitivamente, porque como vimos en el tema de la gracia, la
salvación es la comunión transformante del hombre con Dios. Si Jesús es sólo un
maestro espiritual o un mero profeta nuestra relación con Él no llega al ser mismo de
Dios; tampoco nos podrá dar el Espíritu Santo: “¿Cómo no ha de ser Dios el que da el
Espíritu Santo? O mejor ¿qué Dios tan grande no será el que da a Dios? Ninguno de sus
discípulos dio el Espíritu Santo. Oraban, es cierto, para que descendiese sobre aquellos
a quienes imponían las manos; pero ellos no lo daban. Esta costumbre la observa aún la
Iglesia en sus sacerdotes” (XV, 26, 46). Y a su vez, si este Espíritu es sólo una energía
impersonal pero no Dios en sí, tampoco podrá unirnos en comunión interpersonal con
Dios en sí.
En ambos casos -negar la divinidad del Hijo o negar la divinidad del Espíritu
Santo- convierte la salvación cristiana en una suerte de moralismo bienintencionado pero
ineficaz. Le quita su identidad, su profundidad, su fuerza salvadora.
Por ello es necesario que los cristianos no sólo pensemos en este Misterio sino
que vivamos de y para él. Agustín nos muestra la importancia de esta reflexión orante y
creyente sobre Dios, cuáles son sus límites y cuál su fecundidad. Nos enseña también un
método de comprensión creyente sobre Dios.

6.2 Presupuestos
Agustín se encuentra al comenzar a reflexionar sobre la Trinidad con una larga
tradición que parte de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento: un Dios personal,
amor misericordioso, que forma un pueblo nuevo orientado a un futuro de salvación para
toda la humanidad y toda la creación.

En los últimos estadios de la revelación veterotestamentaria, las corrientes


profética y sapiencial abren a la presencia, todavía simbólica, de la Palabra y el Espíritu
como protagonistas de la acción y revelación de Dios en el interior del hombre, en el
mundo y en la historia.

El Nuevo Testamento da testimonio de que Jesús en su persona y en su obra es


la salvación definitiva; que Él da el Espíritu Santo escatológico prometido. No suplanta a

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Dios, al que llama Abba (padre, papá) y obra en su nombre, aunque con autoridad
propia.
Los mismos autores neotestamentarios siguieron haciéndose las mismas
preguntas de aquellos que fueron testigos contemporáneos del Nazareno: ¿quién es
éste? ¿De dónde vienen las obras que hace? La afirmación de que Jesús de Nazaret es
el Cristo, es decir, el Ungido por el Espíritu Santo de este el Padre, es el comienzo y
núcleo de toda la teología y la espiritualidad cristianas.
Pero ¿dónde situar a Jesús en relación a Dios? ¿Es un simple profeta, aunque
sea el mayor de ellos? ¿Es el mismo Padre que aparece bajo otra manera? ¿Suplanta al
Padre al hacerse Dios? Antes del nacimiento de Jesús ¿había en Dios esa dualidad de
Padre e Hijo?
¿Y el Espíritu Santo? ¿Quién es? ¿Qué relación tiene con el Padre y con Jesús?
¿Es Dios o simplemente criatura de Dios?
¿Son las tres Personas divinas de las que habla la Escritura (Padre, Hijo, Espíritu)
iguales y coeternas? ¿Son simplemente nombres del único Dios, que unas veces se
revela como Padre, otras como Hijo y otras como Espíritu Santo? ¿Es Dios una realidad
sucesiva y en evolución: primero Padre, luego Hijo y, como plenitud final, Espíritu Santo?
En definitiva: ¿son tres dioses o tres Personas en un solo Dios? ¿Un Dios sin Personas
distintas entre sí como piensa el judaísmo y del islam?

6.3 El planteamiento de San Agustín.


Agustín nos puede ayudar en este campo de un modo especialmente significativo.
Se va a enfrentar al arrianismo, el error trinitario más importante en su tiempo y que
supuso una larga controversia de varios siglos en la Iglesia, a pesar de las declaraciones
solemnes de los concilios de Nicea y I de Constantinopla sobre la divinidad del Hijo y la
divinidad del Espíritu Santo respectivamente.
Pero su objetivo no es simplemente un puro especular curioso sobre Dios o
escribir una obra meramente polémica y defensiva. Sobre todo, busca, guiado por la fe,
entrar en el Misterio en lo que es posible a la debilidad humana, para vivir de él y gustar
contemplativamente de él.

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El tratado sobre la Trinidad (De Trinitate) de San Agustín es, quizás su obra
cumbre y una de las más importantes de la teología cristiana. Como dirá M. Schmaus:
"Aventaja en profundidad de pensamiento y en riqueza de ideas a todas las demás obras
de gran Doctor y constituye el monumento más excelso de la teología católica acerca del
augusto misterio de la santísima Trinidad" (1).
Su redacción fue laboriosa. Él mismo escribe: "la empecé joven, la terminé de
viejo" (Epistola 174). Comienza en el año 400, a los 46 de edad. Cuando llevaba escritos
doce libros, se los publican sin su permiso. Agustín se siente descontento, porque no ha
tenido tiempo de revisar y culminar su obra. Se abre un largo paréntesis, ocupado en
otras tareas pastorales, teológicas y literarias. Sin embargo, sigue trabajando en su
proyecto. Por fin, movido por los ruegos de sus amigos y el mandato de Aurelio de
Cartago poner fin a los quince libros en el 419/420.
Procura leer todo lo que sobre el tema cae en sus manos. Como sólo cita a Hilario
de Poitiers no podemos indicar con toda precisión sus fuentes, aunque esté familiarizado
con los distintos lenguajes de Oriente y Occidente para hablar del Misterio trinitario.
Su reflexión parte de la fe eclesial, fundamentada las Escrituras, la tradición y los
concilios. No pretende hacer evidente el Misterio, cosa imposible, sino presentarlo de tal
manera que se corrijan los errores de los herejes y se ilumine la fe de los creyentes.
Agustín termina su libro expresando en una oración la intención que tenía al escribirlo:
"Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis fuerzas y en
la medida que tú me diste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe; y
disfruté y me afané en demasía Señor y Dios mío, mi única esperanza: óyeme para que
no sucumba al desaliento y deje de buscarte; ansíe siempre tu rostro con ardor. Dame
fuerzas para la búsqueda, tú qué hiciste te encontrara y me has dado esperanzas de un
conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva
aquella. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me
cierras el postigo, abre al que llama. Hasta que me acuerde de ti, te comprenda y te ame.
Acrecienta en mi estos dones hasta mi reforma completa" (XV, 28, 51).
Creer en la comunión de la Iglesia para conocer; conocer para amar; amar para
ser salvo. Éste es el motivo, el proceso y el fin de Agustín y de su obra.

Sabe que emprende un camino difícil, amenazado por la incomprensión de los

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demás y por el error propio. Conoce que escribir y ser leído es una empresa dialogal:
tanta importancia tiene el que escribe como el que lee. "En consecuencia, quien esto lea,
si tiene certeza, avance en mi compañía; indague si duda; pase a mi campo cuando
reconozca su error, y enderece mis pasos cuando me extravíe. Así marcharemos, con
paso igual, por las sendas de la caridad en busca de Aquel de quien está escrito: Buscad
siempre mi rostro. Esta es la piadosa y segura regla que brindo, en presencia del Señor,
nuestro Dios, a quienes lean mis escritos, especialmente este tratado, donde se defiende
la unidad de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pues no existe materia donde con
más facilidad se desbarre, ni se investigue con más fatiga, o se encuentre con mayor
fruto" (I,3,5).
No busca aplauso, sino la verdad: "La ley de Cristo con suavísimo imperio, es
decir, la caridad, me amonesta abiertamente y mandar preferir ser reprendido por el que
fustiga el error, a la lisonja del hilvanaba, cuando los hombres crean que he defendido en
mis libros algún error que yo no defiendo, y a unos place y a otros desagrada (...) No soy
con razón alabado por el que juzga que defiendo lo que la verdad condena" (I, 3, 6, 137).

6.4 El plan de la obra De Trinitate


El De Trinitate consta de 15 libros redactados, como ya hemos dicho, en un largo
espacio de 20 años separados por un largo intervalo.

Del libro primero al séptimo sus oponentes son los arrianos, representados en la
figura de Eunomio de Cicimo (+395), que también había sido combatido por San Basilio y
San Gregorio de Nisa, por su subordinacionismo: el Padre y el Hijo no eran iguales en su
sustancia.
De los libros 8 al 14, Agustín se enfrenta al neoplatonismo, ya que éste era de
sostén filosófico del arrianismo. En efecto, podemos considerar la doctrina de Arrio como
un intento de explicar la relación entre el Padre y el Hijo según las categorías filosóficas
neoplatónicas.

Se trata en realidad de dos modos de abordar el misterio de Dios. Los


neoplatónicos desde la razón lógica y matemática: el problema que lo Uno y lo Múltiple, y
la división o multiplicación como degradación de la esencia. El cristianismo ortodoxo de

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Nicea, desde la revelación histórico-salvífica personalista bíblica: el amor une lo distinto y


necesita lo distinto para entrar en comunión. Y si Dios es esencialmente amor y es uno
(monoteísmo) ¿qué es lo distinto en Él que hace posible que sea amor?
El libro quince es un resumen de toda la obra, de los catorce libros anteriores,
donde se manifiesta la unidad del proyecto y los resultados de la indagación. Agustín no
ha pretendido nunca tener "su" doctrina de la Trinidad. Tampoco hablar "sobre" Dios de
un modo aséptico y neutral, sino de Dios, desde Dios, con Dios, en comunión con la fe
eclesial. Por eso es lógico que culmine su escrito con una oración: "Señor, Dios Uno y
Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio quede dicho en estos mis libros, conózcanlo los
tuyos. Si algo hay en ellos de mi cosecha, perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos.
Amén (XV, 28, 51).

6.5 Ideas fundamentales


Se ha insistido frecuentemente en el diferente punto de partida a la hora de
reflexionar sobre la Trinidad de los Padre griegos y San Agustín, al que seguirá la
teología latina. Para los orientales, siguiendo el esquema “económico”, es decir de la
revelación de Dios en la “economía” o plan salvífico en la historia, se parte de la Persona
del Padre, que envía al Hijo y al Espíritu Santo; es decir, de las Personas a la Unidad
sustancial. Agustín, tal vez llevado de su neoplatonismo anterior, parte de la Unidad y
desde ahí a las Personas. Por ello, se le reprocha que ha “filosofado” sobre una trinidad
lógica y psicológica más que “teologizado” acerca del Dios de la revelación bíblica en la
historia.
Puede ser que esta “ontologización” y “psicologización” se hayan exagerado en la
teología posterior. Pero san Agustín es más equilibrado, tanto por su continuo referirse a
la Escritura como por su impulso místico (2).

San Agustín defiende la unidad de la esencia divina y la Trinidad de Personas


frente a los arrianos. Éstos justificaban un subordinacionismo de esencia entre en Padre
y el Hijo. El Hijo no es igual esencialmente al Padre. Uno de sus argumentos era el texto
de 1Tim 6, 14-16: “(Te exhorto) a que guardes este precepto sin mancha ni culpa hasta
la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en su momento llevará a cabo el

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bienaventurado y único Soberano, el Rey de reyes, el Señor de los señores, el único que
posee la inmortalidad y habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni
puede ver. A Él, honor y poder eterno. Amén”.
El texto parece reservar el ser invisible por naturaleza al Padre (como hacía
Plotino con él Uno). El Hijo y el Espíritu Santo han aparecido en las hierofanías del
Antiguo Testamento. Por tanto, ni el Hijo ni el Espíritu Santo son consustanciales al
Padre.
El Obispo de Hipona hace un estudio de estas hierofanías (manifestaciones de
Dios) y señala que sólo en el contexto de cada una es donde se podrá decir si es
manifestación de la Trinidad entera, o sólo del Padre, del Hijo o de Espíritu Santo.
Aunque él se inclina a pensar que tales hierofanías son obra de los ángeles enviados por
Dios.
Según la filosofía aceptada comúnmente en su tiempo, el ser real sólo puede ser o
sustancia o accidente. En Dios no hay accidentes. Todo en Él es sustancial. Pero, en ese
caso, las Personas divinas y la relación entre ellas ¿qué son? Si son sustanciales
tenemos en tres dioses, tres sustancias; si son meros accidentes, el Hijo y el Espíritu
Santo no son Dios, por lo tanto son meras criaturas. Agustín señala que las relaciones en
Dios, la filiación (que permite hablar de un Padre y un Hijo) y la espiración (que permite
hablar de un Espíritu el padre y de un Espíritu del Hijo) no afectan a la sustancia, ni
tampoco son accidentes. Señalan únicamente la respectividad:

“En Dios, empero, nada se afirma según el accidente, porque nada


mudable hay en Él; no obstante, no todo cuanto de Él se predica se dice
según la substancia. Se habla a veces de Dios según la relación (ad aliquid).
El Padre dice relación al Hijo, y el Hijo dice relación al Padre, y esta relación
no es accidente, porque uno siempre es Padre y el otro siempre es Hijo (…).
En consecuencia, aunque sean cosas diversas ser Padre y ser Hijo, no es
esencia distinta; porque estos nombres no se dicen según la substancia,
sino según lo relativo; y lo relativo no es accidente, pues no es mudable” (V,
5,6).

Señala Piero Coda: “Así pues, san Agustín precisa con un gran tino la antinomia
fundamental del dogma trinitario: cada uno de los Tres “posee” la misma substancia (es

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Dios); en Dios la relación no modifica la substancia (que siempre es la misma), ni es un


accidente, porque define a cada uno de los Tres como Dios, aunque distinguiéndolos de
los otros Dos. Con esto se ve profundamente sacudido el concepto clásico griego del ser:
en Dios, ese concepto no se puede predicar solamente en términos de substancia como
ser-en-sí, sino también de la relación como ser-de-y-para el otro. Y si esto vale para
Dios, vale también, por analogía, para el hombre creado “a imagen de Dios”. La fórmula
agustiniana, recogida por san Anselmo de Canterbury, será canonizada por el concilio de
Florencia (1439-1445), que afirmará: “In Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis
oppositio: En Dios todo es uno, donde no obsta la oposición de relación” (o sea, la
relación entre personas) (Decretum pro Jacobitis, DS 1330). (2)

Tampoco la misión, el hecho de ser enviados el Hijo y el Espíritu Santo por el


Padre implica subordinación. Asimismo la constatación de que en el Nuevo Testamento a
veces aparece Cristo como inferior al Padre es signo de desigualdad sustancial, ya que
hay que distinguir en cada texto cuando se refiere a la naturaleza divina de Cristo es
consustancial al Padre, y cuando se refiere a la naturaleza humana, inferior al Padre e
incluso al mismo Hijo en cuanto Dios.

Por su parte, el Espírito Santo no es mera criatura: "no podrá ser excluido de esta
unidad el Espíritu de ambos, es decir el Espíritu de Padre y del Hijo. Este Espíritu Santo
se dice "Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir" (Jn 14, 17). Nuestro gozo
será plenitud cuando disfrutemos del Dios Trinidad (frui Trinitate Deo) a cuya imagen
hemos sido creados. Por eso se habla, de vez en cuando, de Espíritu Santo como si
bastase para nuestra bienaventuranza, y basta porque es inseparable que Padre y de
Hijo, como también es suficiente el Padre, pues no puede existir separado de Hijo y del
Espíritu Santo; como asimismo es suficiente el Hijo, por inseparablemente unido al Padre
y al Espíritu Santo" (I, 8, 18).

6.6. El alma, imagen de la Trinidad.


Agustín busca en el hombre, que es imagen de Dios, la imagen de la Trinidad. No
se trata de establecer una mera comparación, sino de señalar un verdadero camino
espiritual. Dios y las criaturas son ontológicamente diferentes: éstas son mudables,

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limitadas, contingentes. Él es eterno, inmutable, necesario. Nunca podremos tener


conocimiento evidente de Dios, pero al menos, conoceremos lo que no es, y, por medio
de la fe, la esperanza y el amor llegaremos a participar ya en esta vida imperfectamente
y plenamente en la otra del Dios Trinidad:

"antes de contemplar y conocer a Dios como es dado contemplarlo y


conocerlo, cosa asequible a los limpios el corazón: "Bienaventurados los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8), es menester amarle
por la fe; de otra manera el corazón no puede ser purificado, ni hacerse
idóneo para la visión. ¿Dónde pues, encontrar las tres virtudes que el artificio
de Los Libros santos tiende a edificar en nuestras almas, la fe, la esperanza
y la caridad, sino en el alma que cree lo que intuye, y espera y ama lo que
cree? Se ama, pues, lo que se ignora, pero se cree" (VIII, 4, 6).

"No nos referimos a una las cosas de allá arriba (...) no nos referimos al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, sino a esta imperfecta imagen, pero al fin
imagen; es decir, al hombre; estudio quizás más familiar y asequible a la
debilidad de nuestra inteligencia" (IX, 2,2).

Dos ámbitos del hombre le parecen especialmente claros a nuestro Autor para
encontrar esa trinidad en la unidad: el del amor y el del conocimiento.

"Yo mismo, al discurrir sobre estas cosas, veo en mí cuando amo, tres
elementos: yo, lo que amo y el amor" (IX, 2,2).

"La mente no puede amarse así misma si no se conoce; porque ¿cómo


ama lo que ignora? (IX, 3,3).

“La mente, su conocimiento de sí misma y su amor a sí forman una especie de


trinidad: "la mente, su amor y su conocimiento (mens, amor et notitia eius) son
como tres unidades y las tres son unidad; y si son perfectas, son iguales (...) La
mente, cuando plenamente se conoce, no es superior a su conocimiento, pues ella
es lo que conoce y es también la que se conoce. Y cuando íntegramente se
explora y nada exterior a ella conoce, su conocimiento es entonces igual a su
mente, pues su ciencia participa en esta ocasión de su naturaleza; y cuando
totalmente se conoce y ninguna otra cosa percibe, no es mi mayor y menor. Con

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razón pues, dijimos que estas tres realidades, cuando son perfectas, son
necesariamente iguales" (IX, 4, 5).

Para entender la argumentación, hemos de comprender que: "en la antropología


agustiniana, la memoria corresponde a la esencia misma del hombre; viene identificada
con "spiritus", "animus" y "mens". En Confesiones 10, 21 -"cum animus sit ipsa memoria"-
Agustín paragona la memoria con la naturaleza del "animus" mismo del hombre, centro
fundante de la interioridad humana. El vocablo "animus" designa el principio pensante, el
"grado sumo del alma" en De Civitate Dei 23, 1, que en el De Trinitate 15, 1,1 y 7, 6, 11
es identificado como la "mens". A su vez, "mens" y "spiritus" según De Trinitate 9,2 y
14,22 "no se dicen en sentido relativo, sino que designan la esencia" (3).
La "memoria", por tanto, es para San Agustín mucho más que el depósito de
nuestros recuerdos, y la mente es mucho más que la capacidad intelectiva. Se trata del
fundamento del hombre, su ser más profundo, de donde brota su conocer y su amar. Su
propia identidad.
Memoria, inteligencia y amor son tres, pero la vez son una sola: "Y estas tres
facultades, memoria, entendimiento y voluntad, así como no son tres vidas, sino una
vida, ni tres inteligencias, sino una sola inteligencia, tampoco son tres sustancias, sino
una sola sustancia" (X, 11, 18).

Si el alma humana es imagen de la Trinidad, hay otro ámbito más exterior en el


que podemos encontrar no ya imágenes de la Trinidad sino vestigios. Agustín señala dos
procesos: el de la visión, donde se da una trinidad en la unidad entre el objeto exterior, la
sensación producida en el sentido y la voluntad del sujeto, que al querer ver, aplica la
vista al objeto; pero, señala, esta semejanza, es bastante inapropiada porque no se da
la igualdad de estos tres elementos entre sí en una misma sustancia. Otro vestigio es el
mecanismo del recuerdo: hay una trinidad y una unión entre la forma o contenido del
recuerdo en la memoria, el conocimiento o visión interior que la alcanza y expresa, y la
voluntad del que quiere recordar que une las dos anteriores. Tampoco es que sea, según
Agustín, una comparación muy apropiada, aunque tenga su utilidad pedagógica.
Más semejantes son las comparaciones que podemos encontrar en la fe y de la
sabiduría cristiana. Aquí además se da un proceso doble: el alma descubre en su actuar
una imagen de la Trinidad, pero en ese creer, esperar y amar se va, a su vez,

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transformando más y más en su ser más profundo e identitario: yo como imagen de la


Trinidad: "en otras palabras, cuando el alma o espíritu recuerda a Dios, lo conoce y lo
ama, una trinidad de sabiduría y irradia la imagen de Dios en el alma. El alma ha sido
creada capaz de Dios y, sólo cuando ella se une a Dios, puede encontrarse de nuevo.
Sólo cuando recuerda a Dios, lo conoce y lo ama, recuerda, conoce y ama a sí misma,
es decir, realiza verdaderamente en sí misma aquella imagen que le convierte en imagen
de Dios: la mente descubre la sabiduría verdadera y se comprende a sí misma" (XIV, 12,
15).
Esta imagen se forma por la renovación interior y moral, la cual requiere conocer a
Dios por la memoria y la conciencia (cf. XIV, 15, 21), perseverancia intelectual para
alcanzar justicia y santidad verdaderas (cf. XIV, 16, 22), abrir el corazón a Dios para que
su amor se transforme en caridad pura (cf. XIV, 17, 23).
De esta manera, la trinidad humana -memoria, entendimiento y voluntad- llega a
ser imagen perfecta de Dios (XIV, 12, 15) y comparte la condición divina (cf. XIV, 12, 15).
Haciendo esto el alma adquiere sabiduría (cf. XIV, 12, 15). San Agustín enseña de la
mirada del justo tras su purificación es la visión clara, intuitiva, intelectual de Dios trino:
"Efectivamente, perfecta será en esta imagen la semejanza de Dios, cuando sea perfecta
visión" (XIV, 17, 2,3).
De este modo concluye su itinerario San Agustín. Verdaderamente ha sido un
camino arduo, que partiendo de la fe eclesial se ha esforzado en captar el sentido de la
Escritura y con la ayuda de sus conocimientos filosóficos y, sobre todo, con su aguda
introspección psicológica ha sido capaz de aportar luz al Misterio central de nuestra fe.
No ha sido un esfuerzo meramente intelectual. El amor afectivo y efectivo y la
importancia dada a Cristo como Dios, Maestro y Guía han convertido la investigación en
un proceso espiritual que lo une con la Trinidad y lo transforma.
Agustín, por tanto, no sólo ha logrado una obra teológica que influirán
decisivamente en el estudio del tema en todos los siglos posteriores, sino que también
nos ha mostrado un método teológico y un camino espiritual.

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Bibliografía
(1) M. SCHMAUS, Die psychologische Trinitätslehre des hl. Augustinus, Münster,
1921, 2.

(2) Cf. Y.M. CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona, Herder, 1983. 521-523.

(3) P. CODA, Dios uno y trino. Revelación, experiencia y teología del Dios de los
cristianos, Salamanca, Secretariado trinitario, 1993, 199.

(4) SANTI, G., La memoria e l'ermeneutica del segno in sant'Agostino en SEA 25


(1987) 433-444.

Textos
“Agustín no cesa de decir que ni nuestras palabras ni nuestros
conceptos pueden dar razón de lo infinito de Dios: Si comprehendis, non est
Deus, dice por ejemplo en el sermón 117. Pero, precisamente el papel de la
razón humana es buscar, a pesar de todo, por medio del ejercicio normal de
sus facultades, a fin de aproximarse lo más posible. Si Dios se ha revelado
como Trinidad a través de las teofanías en el Antiguo y en el Nuevo
Testamento, tienen que existir en el alma humana algunos rasgos de esa
estructura divina, analogías gracias a las cuales podamos considerar algo de
este misterio de Dios. A través de toda la creación, Agustín halla un ritmo
ternario: medida, número, peso; unidad, forma, orden; ser, forma,
subsistencia; física, lógica, ética; natural, racional, moral; por todas partes, la
sutileza del análisis agustiniano descubre imágenes trinitarias que lo
maravillan. Pero es sobre todo en el hombre donde descubre que las
facultades psicológicas son también imagen trinitaria: espíritu, conocimiento,
amor; memoria, inteligencia, voluntad; memoria de Dios, inteligencia, amor.
No se contenta con esa especie de tríadas antropomórficas: las depura para
mostrar su valor analógico. Así la memoria puede acordarse del hombre y
también de Dios; el alma piensa en Dios y lo ama. En fin, afirma que todo
ello sólo es una imagen, una aproximación, una manera de hablar y que todo

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cuanto podamos concebir más próximo a Dios nunca lo alcanzará. En un


camino místico, pasa así con toda naturalidad del conocimiento por analogía
a la teología apofática, negativa, muy apreciada por los padres griegos
contemporáneos suyos. Sin embargo, por débil que sea el espíritu humano,
viciado por el pecado, el alma humana “siempre racional e
inteligente...porque ha sido hecha a imagen de Dios, puede, con la ayuda de
la razón y dela inteligencia, comprender y ver a Dios (De Trinitate 14, 4). No
es necesario insistir: en otras obras y bajo el efecto de la polémica Agustín
puede parecer a veces hombre profundamente pesimista –sus adversarios
no perderán ocasión de decirle que continúa siendo maniqueo-, pero en el
fondo de su pensamiento muestra gran confianza: el hombre es pecador,
pero es “capaz de Dios”. La naturaleza humana está ordenada a recibir la
naturaleza soberana de Dios; puede poseerlo por participación; es una gran
naturaleza. Todos los valores terrestres a los que el hombre está ligado,
porque son reflejo del único valor divino, no deben ser obstáculo para
realizarse: el hombre no está en la tierra para sí mismo, ni para dichos
valores, sino sólo para encontrar a Dios, que lo ha creado para él”.

E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana. T. I: De los orígenes al siglo XV,


Barcelona, Herder, 1987, 234-235.

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