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La historia de nuestro cerebro y su relación con la inteligencia emocional.

(¿Cómo nuestros cerebros instintivo, emocional y cognitivo- ejecutivo se


manifiestan en nuestra inteligencia emocional?)

Todos los seres humanos poseemos un cerebro evolucionado que nos


permite adaptarnos a los constantes cambios y transformaciones del medio
ambiente, así como a las tradiciones y culturas que acontecen según los siglos,
años, etc.

Pero este cerebro, sobre el cual hay tantas expresiones que aluden al
mismo como: “¡Qué inteligente!, que gran cerebro tenés”, “dejá de estudiar que el
cerebro te va a explotar”, entre otras, en realidad es el mismo cerebro que
acompañó al hombre desde el inicio de su especie. Es que si bien este cerebro ha
cambiado en muchos otros aspectos, sigue, aún hoy, teniendo una única función:
LA SUPERVIVENCIA.

¡Vaya tarea! Realmente difícil, ya que si bien sobrevivir en medio de la


selva, el monte y otros ambientes naturales no es lo mismo que hacerlo en las
ciudades tecnologizadas de hoy en día, sigue siendo esta su ÚNICA función.

Entonces, ¿hablar de homo sapiens sapiens es una locura? No. El hombre


ha evolucionado como especie y continuará haciéndolo, pero al evolucionar sigue
manteniendo sus estructuras y aprendizajes anteriores, es decir, al evolucionar
sumamos, modificamos o cambiamos tareas, pero no perdemos otras anteriores.
Por ejemplo: cuando aprendemos a escribir en cursiva no perdemos el
conocimiento sobre la imprenta, aunque sí podamos perder la práctica de la
misma.

A nuestro cerebro le pasó algo parecido. Con el paso de los siglos y de las
demandas medioambientales, sociales, culturales, etc. fue evolucionando y (lleva
consigo una información genética) que le permitió ir adquiriendo nuevas tareas
pero no perder las anteriores; es así que en este siglo XXI seguimos teniendo dos
tipos de estímulos muy fuertes: pro-supervivencia y contra-supervivencia.
Ahora bien, esto explica entonces que nuestro cerebro primitivo era un
cerebro instintivo, es decir, más impulsivo y básico, ya que sólo debía responder a
dos manifiestos: el ataque y la huída. Atacar para sobrevivir o huir ante el peligro
inminente.

Sin embargo este cerebro se fue “perfeccionando” y logró empezar a


aprender y a memorizar, es decir a guardar las experiencias vividas en torno a
estas dos grandes clasificaciones: experiencias pro-supervivencia, o sea
PLACENTERAS o experiencias contra-supervivencia, o sea DOLOROSAS.

Y aún así, con todas estas adquisiciones, el cerebro siguió evolucionando y


logro integrar y unificar todas estas tareas a las emociones y a la reflexión, es así
como llegamos a tener un cerebro conocido como cognitivo-ejecutivo. Entre sus
características, podemos destacar que es un cerebro de respuesta más lenta que
los anteriores, ya que no se activa de forma automática. Este es el cerebro que
nos diferencia de las otras especies ya que gracias a los lóbulos pre-frontales
somos capaces de comunicarnos verbalmente, de razonar, de hacer planes a
largo plazo, de pensar, de contener, moderar y manejar los impulsos y evaluar
nuestras acciones.

Gracias a esta última evolución somos capaces de evitar que una emoción
o un sentimiento muy fuerte nos lleven a concretar hechos de los que después
podemos arrepentirnos. Aunque en realidad, el ser humano por ser un SER
SOCIAL, muchas veces sea capaz de actuar según las emociones que
detectamos a nuestro alrededor, por ejemplo, si entramos en un lugar y saludamos
cordialmente y ese saludo es respondido de la misma forma, los sentimientos y
emociones que se desencadenen a partir de ahí serán positivos, pero pasará todo
lo contrario si este no es respondido o es devuelto en un tono poco “afectivo”.

Así llegamos al punto donde podemos empezar a entender qué nos pasa
cuando vemos a alguien triste, alegre, agresivo, etc. Tenemos la habilidad de
detectar las emociones que están a nuestro alrededor, que forman parte de
nuestro medioambiente, de nuestra cotidianeidad.
Nosotros somos capaces de ver un rostro y de percibir qué es lo que le
pasa al otro, que emoción lo invade en un determinado momento o qué
sentimientos empiezan a influir en sus acciones.

Pero además de esta capacidad, también podemos identificarnos con lo


que le está sucediendo al otro, somos capaces de tener una empatía tal que hasta
podemos llegar a “contagiarnos” esa emoción que otro está vivenciando y que le
es propia.

Todo esto explica por qué determinadas imágenes o situaciones nos


pueden generar ternura, compasión, rechazo, etc.

Esto sucede no sólo en el ámbito laboral, sino también en el familiar y el


escolar. Cabe entonces decir, que no hay ninguna excusa más para afirmar que
un ámbito afectivo, donde los sentimientos favorables son los que llevan al
desarrollo de emociones positivas es el mejor ambiente para el desarrollo de un
aprendizaje efectivo y mucho más significativo que el meramente académico.

Aquellos recuerdos negativos que tenemos de nuestra infancia,


seguramente son mayores que los positivos porque el cerebro archiva “con más
fuerza” aquellas cosas que nos lastiman, que nos causan daño, para poder así
detectar con más facilidad de qué huir. Pero aquellos recuerdos que asociamos
con la felicidad, con lo afectivamente positivo, nos rememoran a emociones
totalmente satisfactorias.

Si hacemos memoria y pensamos en aquel recuerdo escolar afectivo y


agradable, seguramente este estará asociado a nuestra primera infancia, a
cuando éramos más pequeños, y este recuerdo nos producirá satisfacción en el
rostro y hasta nos causará una emoción positiva, y seguramente rememoremos
qué nos estaban enseñando en ese momento, pero si pensamos en una
experiencia escolar, laboral o de alguna otra especie poco satisfactoria, en
seguida aparecerá en nosotros el rechazo, la frustración y hasta seguramente
rememoremos la angustia vivida.

Es por todo esto que nosotros estamos acostumbrados (como


“programados”) a detectar emociones en otros, y también en nosotros mismos;
pero poder detectar estas emociones no nos hace automáticamente capaces de
controlarlas.

Todos somos capaces de demostrar un nivel de “inteligencia” según lo


aprendido académicamente, pero también hay una inteligencia que depende de lo
mucho o poco que nos conozcamos a nosotros mismos y, en base a eso, a ser
capaces de controlar nuestras emociones.

Este tipo de inteligencia, la emocional, nos permitirá controlar nuestros


impulsos, de evitar acciones que puedan ser irremediables una vez finalizadas o
de las que luego nos arrepentiríamos, pero también es este tipo de inteligencia es
la que puede llevarnos a controlar un estado emocional que nos juegue en contra
en un momento de mucho nerviosismo, presión o estrés.

Poder ver en los otros cuáles son las emociones que lo están afectando en
un determinado momento u ocasión específica, y, a su vez ser capaces de
identificar y controlar las propias nos hace diferentes de otras especies y nos
demuestra la evolución por la que hemos pasado desde ese cerebro primitivo
instintivo hasta este cerebro reflexivo, ejecutivo y también emocional.

De hecho, hay estructuras específicas en nuestro cerebro cuya especialidad


es detectar las experiencias emocionales.

Todas las experiencias negativas, de huída, de contra- supervivencia son


detectadas por la amígdala (ubicada en el tálamo) y, aquellas experiencias que
son atractivas, positivas, pro-supervivencia son detectadas por el núcleo
accumbens (ubicado en el mismo lugar).

Por eso es importante empezar a prestarle atención a todos los estímulos


provenientes del exterior (mundo) y del interior (nosotros mismos) que puedan
llevarnos a una situación placentera o dolorosa que pueda marcar nuestra forma
de vida, de aprendizaje, de trabajo, de intercambio social y de vida misma. Es en
ese momento donde podremos llamarnos emocionalmente inteligentes.

Lic. Prof. Yamila Herrera

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