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Historia de la filosofía.

Sin temor ni temblor


Fernando Savater
El cuidado de uno mismo
(Extracto)

El cuidado de uno mismo


(Extracto)

(…) La democracia, ese gran invento de los griegos que aún seguimos
defendiendo hoy como la forma más verdaderamente humana de gobierno, quedó muy
dañada por las ambiciones imperiales de Alejandro Magno, poco o nada inclinado a
compartir el poder con otros. El resultado de sus conquistas fue una serie de ciudades
sumidas en desórdenes y luchas intestinas, en las que los ciudadanos se fueron
desinteresando cada vez más de las cuestiones políticas. Cada cual se descubrió como
simple individuo, cuyas opiniones sobre el gobierno de la comunidad no tenían ninguna
importancia ante la fuerza bruta de los ejércitos y las intrigas de quienes los dirigían o
se beneficiaban con su apoyo. De modo que muchos decidieron que lo mejor era
dedicarse a cuidarse a sí mismos y desentenderse de una vida colectiva en la que ya
no tenían ni voz ni voto realmente eficaces.
El problema es que todos los humanos –antes y ahora- necesitamos algunas
normas dignas de respeto para organizar nuestro comportamiento. Puedo hacer lo que
quiera, más o menos, pero necesito saber por qué quiero hacer esto mejor que aquello
otro. Elijo hacer esto porque supongo que me conviene, pero… ¿por qué me conviene?
A quienes estaban empeñados en que se escapara de la cárcel y salvase su vida,
Sócrates les respondió que eso no era conveniente para él y que prefería quedarse.
Sócrates se consideraba ante todo un ciudadano ateniense y durante toda su vida
había vivido respetando las leyes de su ciudad: no pensaba cambiar en su vejez,
porque si lo hiciera ya no sabría cómo justificar su conducta. Para un buen ciudadano
demócrata, cumplir las leyes de la ciudad que gobierna junto a sus iguales es lo más
conveniente, aunque de vez en cuando le parezca que esas leyes no son justas o que
se aplican equivocadamente. La ley puede equivocarse a veces, pero quien no la
cumple se equivoca siempre, porque renuncia a su ciudadanía.
Pero ¿qué pasa cuando la democracia desaparece y cuando ser “ciudadano” no
significa nada más que vivir sometido a un poderoso Dueño o a sus intrigantes

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servidores? Pues entonces, muchos de los que antes fueron buenos ciudadanos
deciden que ya no cree en la política ni en los valores de la sociedad en que vive, no le
queda más remedio que buscar en otra parte las normas para saber cómo damos a
nosotros mismos dejan de servirnos, hay que buscar otras leyes más fiables. ¿Dónde?
Pues fuera de la sociedad, fuera de la política… por ejemplo, en la naturaleza.
No creáis que aquellos sabios decepcionados por la vida social y sus
convenciones renunciaron a la virtud: todo lo contrario, estaban convencidos de que
es la virtud la que hace felices a los hombres y querían ser más virtuosos que
nadie…pero consideraban que la virtud era comportarse como manda la naturaleza, no
como manda la sociedad. Uno de los primeros en seguir ese camino fue Diógenes, al
que llamaron el Cínico, es
decir, el can o el perro. Y es
que efectivamente Diógenes
se empeñaba en vivir en todo
como un animal… salvo
porque hablaba y no dejaba
de criticar a los que vivían de
otro modo, cosa que los
animales nunca hacen. No
respetaba ninguna de las
convenciones sociales: se
burlaba de la autoridad, no
quería tener dinero ni grandes propiedades, comía cualquier cosa que le daban o que
se encontraba entre los desperdicios y en el campo, bebía agua del río, se vestía con
harapos que cosía él mismo y no le importaba cagar y mear a la vista de todos, como lo
hacen los perros. Se burlaba constantemente de los ricos, de quienes viven en casas
suntuosas o se esfuerzan por poseer objetos preciosos, y se contentaba con refugiarse
en una gran tinaja abandonada para dormir. Decía a quien quisiera oírle –y sobre todo a
quienes no querían, que eran la mayoría- que basta con satisfacer las necesidades
naturales para ser virtuoso y por tanto feliz: la sociedad no hace más que crearnos
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falsas necesidades que nos hacen vivir agobiados y sufriendo por no conseguir lo que
vemos lograr a otros.
(…) No todos los filósofos que se centraron en el cuidado de sí mismos fueron
tan extravagantes ni agresivos como Diógenes y otros cínicos. Los llamados estoicos
(se reunían en la Stoa, una plaza ateniense), cuyo líder intelectual fue Zenón,
coincidían con los cínicos en considerar la virtud como lo único realmente
importante de la vida humana. Pero no despreciaban el estudio ni la ciencia –de la
que se reía Diógenes- como algo innecesario: al contrario, estaban convencidos de que
la virtud es cuestión de conocimiento (en eso se parecían más a Sócrates). Por
supuesto, la virtud consiste en comportarnos de acuerdo con lo que manda la
naturaleza, pero para saber qué nos manda hay que estudiarla: porque no tiene las
mismas órdenes para un animal cualquiera, por ejemplo un perro, y para un hombre
capaz de razonar. Según Zenón, llamamos “naturaleza” a lo que otros llaman “Dios”, es
decir, al orden riguroso de acuerdo con el cual funciona todo lo que existe y del cual
formamos parte los hombres, sin más ni menos privilegios que cualquier otro ser. De
modo que la ciencia estoica tenía tres campos de trabajo: por un lado se ocupaba de la
naturaleza material en general, lo que ellos llamaban “física”; después se centraba en el
estudio de lo humano, que es lo que más nos interesa ya que somos piedras o
animales, y pretendía conocer cómo pensamos (era la “lógica”) y cómo debemos
comportarnos: la “ética”. De la combinación de esos saberes dependerá que
aprendamos a vivir bien, que es de lo que se trata.
Vivir bien es cumplir nuestro deben de hombres de acuerdo con nuestra
naturaleza, y que es distinto por tanto al “deber” de los tigres o las acacias. A ese deber
es a lo que los estoicos llaman virtud. En la vida padecemos muchas cosas que no
dependen de nuestra voluntad: ser guapo, que me gane la lotería, vivir sano hasta los
cien años, que mi familia no sufra desgracias o que mi país no padezca una tiranía o
una plaga… son circunstancias que ocurren quiera yo o no; en cambio, decir la verdad,
cumplir mis promesas, tratar a los demás con bondad y cortesía o no traicionar a
quienes confían en mí son asuntos sobre los que yo puedo decidir. De modo que la
virtud –y por tanto la felicidad- tiene que tratar de aquello que está en mi mano y
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depende de mí, no de lo que me trae el azar o las decisiones de otros. La mayoría


de la gente es desdichada porque se empeña en que su felicidad sea cosa de la
fortuna, o el azar (naturalmente, piensa Zenón, todos preferimos que nos pasen cosas
buenas, pero eso no puede ser nunca lo imprescindible) en lugar de considerar como lo
único relevante la acción correcta y virtuosa en la que sí mando yo.
(…) En las sociedades organizadas hay siempre leyes, costumbres, etc., que
sirven como pautas para orientar la conducta de las personas. Pero la naturaleza
¿cómo se las arregla para indicar a los seres vivos lo que les conviene o les perjudica?
Parece evidente que tiene dos mecanismos muy eficaces: el placer y el dolor. El
hambre, por ejemplo, es una forma de dolor y señala que necesitamos comer, lo mismo
la sed indica la necesidad de beber también dolorosamente; lo mismo ocurre con el
excesivo frío o el demasiado calor, que nos obligan a buscar refugio. Por el contrario,
cuando hemos comido y bebido convenientemente o estamos a una temperatura
adecuada, sentimos una sensación placentera. Es como si, por medio de ese placer, la
naturaleza nos dijera: “Te has portado bien, así me gusta”.
De modo que quien pretenda vivir de acuerdo con la naturaleza ya tiene un
criterio de felicidad para orientar sus acciones: el placer. Éste fue precisamente el lema
que presidio la filosofía de Epicuro. Como otros filósofos de esta época, Epicuro no
entendía su tarea como una búsqueda de grandes conocimientos sobre el mundo
o como un recetario para alcanzar la mejor sociedad posible, sino que sólo le
interesaba lograr estar sereno y contento utilizando para ello la inteligencia. Es
decir, según él debemos aprender a no estropear nuestra vida y a pasarla
disfrutando del mejor modo posible. Para esta búsqueda, la filosofía es
imprescindible: en una carta a uno de sus amigos de asegura que “nunca se es
demasiado joven para empezar a filosofar ni demasiado viejo para seguir filosofando”. Y
es que la vida no espera y hay que vivirla bien hasta el final.
(…) Pero no todos los placeres se refieren a comer, beber y estar calentitos
cuando hace frío: formamos para de la naturaleza como los demás seres vivos, pero
nos somos (solamente) animales. Hay placeres naturalmente humanos que son de lo
más deliciosos: por ejemplo, el conocimiento de las cosas y sobre todo la amistad. Para
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el ser humano, estudiar y comprender cómo funciona la naturaleza puede ser algo
placentero, siempre que no se convierta en una obsesión para destacar por
encima de los otros y tener siempre la razón. También, desde luego, la amistad con
gente inteligente y amable: en este punto Epicuro coincide con Aristóteles. En un jardín
próximo a su casa, Epicuro se reunía todos los días con amigos y discípulos: charlaban
de todo un poco, tanto de asuntos científicos o filosóficos como de aspectos cotidianos,
y siempre de modo relajado, con buen humor. En cambio, ni Epicuro ni sus seguidores
se mezclaban nunca en los asuntos políticos, demasiado turbios y llenos de ambiciones
malsanas para su gusto. Al contrario, su lema era lathe biosas, es decir, “vive oculto”.
Dedícate a tus cosas y no te conviertas en foto de atención pública: si en aquella
hubiera habido televisión, seguro que nunca habríamos visto a Epicuro en ninguna
tertulia política ni aún menos en programas de famosos.
En líneas generales, todos los filósofos de esta época tienen preocupaciones
parecidas y sus soluciones también son bastante semejantes. Cínicos, estoicos y
epicúreos consideran que el problema fundamental de la filosofía es cómo vivir mejor y
que cada persona debe intentarlo por sí misma, sin esperar a que cambien los
gobernantes o se regenere el ser humano en su conjunto. Todos ellos se preocupan de
la vida, pero le tienen un poco de miedo: hay que cuidarse, o sea que… ¡cuidado con la
vida! Porque la vida humana está llena de pasiones que nos arrastran, de deseos
desaforados que tienen poco que ver con las sencillas necesidades naturales y
de ambiciones provocadas por el afán de sobresalir sobre los demás y dejarles
con la boca abierta: la vida, francamente, es una exageración. De modo que estos
filósofos recomiendan moderación, autocontrol, no dejarse arrastrar a ningún
exceso y no contagiarse de los apetitos más peligrosos de la sociedad: el apetito
a poseer más y más (sobre todo, más que los demás) y el apetito de mandar más
que nadie.

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