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En la paz de la victoria

En: Plazaola, Juan (1996): Historia y


sentido del arte cristiano. Madrid: BAC.

La victoria de Constantino sobre Majencio en el Puente Milvio y el edicto de Milán en el


año 313 inician una nueva época para la Iglesia y para el Imperio Romano. El cristianismo,
perseguido durante tres siglos, sale a la luz y canta su victoria con magnificencia.

La cristianización, como ha escrito Marrou, es el hecho histórico más importante de la


antigüedad tardía. La expansión cristiana, que hasta entonces había sido un fenómeno
urbano, en el siglo IV se extendió a las masas paganas (los pagos eran las aldeas del
interior). El cristianismo ahora va a rebasar las fronteras del imperio y a extenderse hasta el
Asia Central.

El emperador se proclama protector de la Iglesia y pone la riqueza y el arte al servicio del


culto cristiano. Él fue quien costeó las grandes basílicas y monumentos en Roma y
Palestina. Él intervino también en la controversia teológica.

En el año 330 Constantino funda a las orillas del Mar Negro la gran ciudad que llevará su
nombre y hace de ella la capital del imperio. Como si previera que, 150 años después, los
“bárbaros” iban a entrar a Roma a sangre y fuego, y que sólo una capital imperial a orillas
del Bósforo garantizaría una supervivencia de 1000 años, este acto genial tendría además
consecuencias inmediatas para la cultura y para el arte, como expresión de una fe “católica”
que exigía dimensiones universales.

En el 337 muere Constantino dejando el imperio dividido entre sus tres hijos: Constantino
II, Constante y Constancio. Ni las mutuas rivalidades, ni la muerte violenta de dos de ellos,
ni las intervenciones de Constantino II en favor del arrianismo, constituyeron un obstáculo
para el desarrollo del cristianismo.

A pesar del breve retorno oficial al paganismo en los años del emperador Juliano (360-
363), el cristianismo fue penetrando cada vez más profundamente las capas de la sociedad.
Y Teodosio (379-395), al declararlo religión oficial del Estado, no hizo sino dar
reconocimiento legal a un hecho. Todo lo cual no impidió que, durante todo ese siglo y aún
más tarde, se mantuvieran vivas muchas costumbres y fiestas propias del paganismo.

La división del imperio entre los hijos de Teodosio, Arcadio y Honorio (395), iba a separar
definitivamente el Oriente y el Occidente, acabando así con aquella era de
homogeneización cultural que Alejandro Magno había iniciado siete siglos antes –la época
helenística.

Los Visigodos, empujados por los Hunos, habían cruzado el Danubio en 376. Después de
devastar la Península Balcánica, llegan a Italia. Para defenderla, Roma debe dejar
desguarnecidas las fronteras del Rin. Ante este vacío, avanzan las tribus germanas
(Vándalos, Suevos, Alanos, Burgundios y Alamanes) hacia la Galia: unos se instalas en
ella; otros llegan a la Península Ibérica (409). Entonces los Visigodos, conducidos por
Alarico, invaden Italia y saquean Roma (410).

El siglo IV fue el siglo de grandes polémicas cristológicas, el siglos de los grandes doctores
de la Iglesia: Ambrosio de Milán (c.340-397), Agustín de Hipona (354-430), Hilario de
Poitiers (c.315-367), Martín de Tours (c.316-397) en Occidente; y en Oriente, Atanasio, el
antagonista de Arrio, Gregorio de Nacianzio, Gregorio de Nisa, Basilio el Grande y Juan el
Crisóstomo. Algunos de ellos son grandes impulsores del monacato, iniciado antes por San
Antonio (251-c.356) y San Pacomio (286-366) y promovido luego por el dálmata san
Jerónimo (347-420), que había de vivir una gran parte de su vida en Palestina.

Gracias a la contribución doctrinal de estos grandes maestros, se sentaron las bases de la


teología, sobre todo los dogmas de la divinidad del Verbo (Concilio de Nicea, 325) y de la
Trinidad (Concilio de Constantinopla, 381), se establecieron bases seguras de la moralidad
cristiana, especialmente contra el rigorismo de los donatistas, y se empezó a reglamentar la
liturgia con todo ese riquísimo y variado repertorio de oraciones, cantos, procesiones y ritos
que iban a constituir uno de los sectores más ricos, espléndidos y conmovedores del arte
cristiano.

La querella de las imágenes y sus


secuelas en Bizancio
En: Plazaola, Juan (1999): Historia del
arte cristiano. Madrid: BAC.

Los historiadores no han llegado a la unanimidad sobre las razones que movieron al
emperador León III el Isáurico a decretar la eliminación de las imágenes en su Imperio. Es
posible que le movieran motivos de orden religioso, pero también político, como pudo ser
el deseo de dar cohesión a los diversos territorios de un imperio donde conservaba su fuerza
el aniconismo islámico. Tal vez quiso menoscabar el predominio popular de los monjes, e
incluso acabar con la misma institución monástica para apoderarse de las riquezas de los
monasterios. En todo caso, no hay que olvidar que el uso y el culto de las imágenes no se
había impuesto sin resistencias entre el mismo clero ilustrado, y que el decreto imperial
contra las imágenes, cuyo texto no nos es conocido, encontró inmediata adhesión en
algunos obispos de Oriente, sobre todo en los que alimentaban ideas afines tanto a los
monofisitas como a los nestorianos l.

La persecución se inició a principios de 727. El emperador ordenó destruir el icono de


Cristo que se hallaba sobre la puerta del palacio, y las turbas enfurecidas asesinaron al
espatario imperial y a sus oficiales cuando intentaban cumplir aquella orden. Antes de
tomar decisiones drásticas, el emperador intentó ganar para sus ideas al patriarca Germán y
al mismo papa Gregorio II. Este respondió severamente, y sus escritos de réplica, llenos de
referencias a la Biblia y a la tradición de los Padres de la Iglesia, constituyen el primer
tratado teológico sobre la licitud de las imágenes. León III destituyó al patriarca Germán, y
lanzó una campaña de destrucción y quema de imágenes y una persecución sistemática
contra los iconodulos, especialmente contra los monjes, muchos de los cuales fueron
sometidos a la tortura y al martirio.

Fue en este primer período cuando Juan Damasceno, desde el monasterio de San Sabas, en
Palestina, escribió sus Discursos sobre las imágenes con los que proporcionó a los
iconodulos los argumentos que legitimaban el uso y culto de las imágenes, argumentos que
se fundamentan en el principio de que «la materia es hermosa» y de que mediante la
contemplación de las obras artísticas sensibles ascendemos a la contemplación espiritual.
«El arte es como un lazarillo que nos lleva de la mano hacia Dios». El papa Gregorio III,
que sucedió a Gregorio II en 731, confirmó la doctrina de su predecesor y condenó a
cuantos se opusieran a la veneración de las imágenes y las destruyeran o profanaran.

El hijo y sucesor del Isáurico, Constantino V Coprónimo (740), que tenía pretensiones de
teólogo, acentuó las medidas represivas de su padre; pero actuó con más habilidad
ganándose adeptos entre el clero secular y la clase militar. Y en 754 convocó un concilio
iconoclasta en Hieria en el que encontró el apoyo de muchos obispos. En él se anatematizó
al patriarca Germán de Constantinopla y a Juan Damasceno. A la persecución del
emperador y sus escritos fueron respondiendo con enérgicas condenas los papas que se
sucedieron en Roma durante esos años, hasta que, a la muerte de Constantino V, su hijo y
sucesor León IV moderó la hostilidad iconoclasta y permitió el regreso de algunos monjes
exiliados. A su muerte (780), su viuda Irene, regente durante la minoría de su hijo
Constantino VI, restableció el culto a las imágenes. Fue el momento oportuno para que el
nuevo patriarca Tarasio promoviera la celebración de un concilio ecuménico. Éste se reunió
en Nicea en 787; y con asistencia de los delegados papales, confirmó la doctrina del
Damasceno y, apelando a la tradición, puso los cimientos no sólo del culto a las imágenes,
sino también de una estética cristiana2.

En Bizancio hubo aún, bajo el emperador León Bardas el Armenio (813-820), otra vuelta a
la iconoclasia. En un concilio se desterró al patriarca Nicéforo y se persiguió a los monjes
del monasterio de Studium (Constantinopla), cuyo abad, san Teodoro, se había convertido
en campeón de la iconofilia. Fue Teodoro Estudita quien desarrolló la teología ortodoxa del
culto a las imágenes, insistiendo en que el culto no recae sobre la imagen material, sino
sobre la persona de aquel a quien la imagen representa. Desde entonces, puede decirse que
el cristiano oriental debiera orar delante del icono como delante del mismo Cristo; pero el
icono es sólo el lugar de la presencia de Cristo, sin que corra peligro de convertirse en ídolo
o fetiche. El cristiano oriental se libera de una identificación con la imagen, mediante un
apremiante sentido de presencia en el icono. Esta presencia confiere al icono una especie
de energía sobrenatural que hace de él algo parecido a un sacramental. Este tipo de
argumentación de los teólogos orientales de los siglos vin y ix, que justificaban así el uso y
veneración de las imágenes, no impidió que el pueblo adoptara posturas y hábitos
supersticiosos, muy cercanos a ideologías mágicas y animistas. La adhesión a las imágenes
reemplazó a la devoción a las reliquias. Y se propagaron leyendas sobre prodigios obrados
por los iconos. Y así se fue formando, entre la masa de los fieles, una ideología que atribuía
el poder milagroso no tanto a los santos, sino a los iconos mismos.

Proliferaron incluso imágenes llamadas aquiropoietas, es decir, no hechas por mano


humana, sino milagrosamente descendidas del cielo. En algunas ocasiones la autoridad
oficial de algunas iglesias orientales, en lugar de reprimir tales concepciones mágicas y
semipaganas, las utilizaron para combatir la herejía monofisita. Basten estas anotaciones
sobre la disposición espiritual con la que el cristiano oriental contemplaba las imágenes
para comprender el estilo artístico de los iconos: deberán ser imágenes sin referencia a la
historia y menos al artista que los pinta; imágenes más en contacto con un mundo
trascendente que con la humanidad viviente, imágenes capaces de evocar la existencia
sobrenatural de los modelos sagrados, y de canalizar la «energía divina» de la que los
iconos son receptáculos.

La querella de las imágenes y la disensión interna que ella provocó, así como la
inestabilidad del solio imperial, las guerras con enemigos exteriores y las invasiones
islámicas, crearon un clima poco propicio para empresas edilicias y artísticas en el Imperio
bizantino. Según Krautheimer, apenas llegan a una docena las iglesias que han sobrevivido
dentro del Imperio en los 250 años posteriores a Justiniano. De ellas, las que responden
mejor al tipo tradicional de planta cruciforme que ahora se generalizó son la Koimesis de
Nicea (sólo conocida por documentación) y la Santa Sofía de Salónica, de cruz griega con
cúpula sobre pechinas. En Armenia se desarrolló en esta época un tipo de iglesia original:
en unos casos, la planta de salón con cúpula se modifica mediante la adición de tres
ábsides; en otros se prefiere una auténtica planta central de cruz inscrita con nueve tramos,
un modelo que se irá haciendo habitual en el mundo griego y bizantino.

Desde el punto de vista funcional, este modelo se adapta muy bien a los requisitos prácticos
y simbólicos de la liturgia tal como se fue fijando en los siglos posteriores a Justiniano: las
naves laterales, exonártex y tribunas envuelven el núcleo espacial por tres lados como una
zona externa desde la cual el fiel participa en el culto, visual y espiritualmente, pero de
forma pasiva. El presbiterio que precede al ábside es profundo y abovedado con cañón. Y
las cámaras laterales —los pastoforios— que flanquean el coro y están cubiertas con
cúpulas se funden con el presbiterio y las naves laterales mediante puertas.

De la decoración de las iglesias bizantinas nada se ha conservado. Los mosaicos eran


anicónicos, representaban escenas de cacería, juegos circenses, formas geométricas, y
fueron luego destruidos cuando vino la restauración del culto a las imágenes. Estas, a su
vez, fueron desapareciendo cuando las iglesias se convirtieron en mezquitas.

Sin minimizar la catástrofe que para la historia del arte significó la destrucción de los
iconos, hay que advertir que este período no constituyó un vacío absoluto para el arte
bizantino. Al romper una tradición que había echado raíces en las capas populares, los
iconómacos tuvieron que buscar su inspiración en modelos foráneos, en el arte ornamental
antiguo y en las recientes maravillas del arte musulmán. De esta manera el arte decorativo
de Bizancio se fecundó en cierta medida. Leclercq llega a afirmar que, «sin la iconoclasia,
el arte bizantino hubiera decaído en la monotonía» 3. En todo caso, la investigación
creativa dentro de los límites de lo ornamental y anicónico fecundó la sensibilidad cristiana.
Por lo que se refiere al Oriente, se puede pensar que, al término de la crisis, «el arte
bizantino estaba maduro para el gran renacimiento de los siglos ix y x» 4. Y en cuanto a las
preferencias anicónicas del arte carolingio, se puede también creer que ellas prepararon la
gestación de lo que después llamaremos la gran síntesis del glorioso arte románico.

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