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Anejo I
Academia Argentina de Letras
Académicos de número
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-[8]-
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Introducción
Borges en el Boletín de la Academia Argentina de Letras
Este volumen, que inaugura la serie de los Anejos del Boletín de la Academia Argentina de
Letras, reúne un conjunto de trabajos -estudios, evocaciones, semblanzas, diálogos- de miembros
de la Corporación como homenaje a Jorge Luis Borges en el año del centenario de su
nacimiento.
La idea de Academia en esta tercera función es la que Borges consideraba afín a la cultura
de los celtas: «en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera
más rigurosa [que en estos pueblos]» (p. 307). Basándose en las noticias de César y otros autores
antiguos, señala en el discurso que, en efecto, los galos -pueblo celta- estaban gobernados por los
druidas, sacerdotes que formaban una jerarquía de seis clases, dos de las cuales
institucionalizaban la poesía y el canto: «la primera [...] era la de los bardos, y la tercera, la de los
vates» (p. 306).
Una vez desalojados los celtas de vastas regiones por los romanos y los germanos, o
dominados por ellos, su cultura -recuerda Borges- se refugió en Irlanda; pero con la conversión
al cristianismo en la Edad Media, los druidas pasaron a «la categoría de hechiceros»:
(p. 307)
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Comenta Borges: «Ese tema, que es un lugar común, que tarde o temprano nos alcanza, es el
sentir que corremos como el río de Heráclito, que nuestra sustancia es el tiempo o la fugacidad.
Creo que si tuviéramos que salvar una sola página de Góngora, no habría que salvar una de las
páginas decorativas, sino este poema, que más allá de Góngora pertenece al eterno sentimiento
español» (p. 395)9.
En otro discurso muy breve, de 196710, Borges se refiere a Rubén Darío, de quien destaca
«los dones infinitos que nos ha legado su ejemplo» (p. 79). Aunque considera triviales ciertas
imágenes rubenianas afirma que así como «Garcilaso nos trajo la entonación de Italia», debemos
a Darío «la de Hugo, la del Parnaso y la del simbolismo»11 y, más importante aún, «su
desgarrada y patética intimidad» (p. 80). Destaca sobre todo la renovación que hizo de la métrica
y la prosodia: «Auditivamente, no ha sido superado, ni siquiera igualado» (Ibídem). Por otra
parte, reconoce que «cuanto se ha -14- hecho después, de este o del otro lado del Atlántico,
procede de esa vasta libertad que fue el modernismo» (p. 80)12.
En la también corta nota de 1970 sobre Enrique Banchs13, reitera su aprecio por La urna, de
1911, un «libro impar» cuyos sonetos «son incomparables. No admiten otro rasgo diferencial que
la trémula perfección». Subraya la carencia casi total de connotaciones geográficas o temporales
en el vocabulario de La urna, y el empleo de imágenes tradicionales, a pesar de lo cual la poesía
de Banchs «es reservada, íntima, y, casi a su pesar, conmovida» (pp. 180-181)14; en ella apenas
se advierten huellas del modernismo y no ha formado escuela. Toca también Borges el origen
atribuido a la materia poética de La urna: «la desventura amorosa» del poeta, que se transmuta
«si los propicios astros lo quieren, en poesía o en música» (p. 180), y que lo conduce si no al
silencio, a no publicar otro volumen15.
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Borges también pronunció el discurso de bienvenida a Alicia Jurado para su incorporación
formal a la Academia en 198116. Enmarcó la obra de la nueva académica en el concepto de que
en arte «no se concibe la estética sin la ética». Para el escritor la ética consiste en la fidelidad «no
a la mera realidad histórica, no a las meras efímeras circunstancias, sino a su sueño»; es decir, la
visión individual del mundo, o la creación de mundos posibles. El valor de una obra está en que
el escritor haya podido plasmar ese universo propio:
(p. 77)
Más aún, la literatura debe obrar el efecto de crear mundos que trasciendan la temporalidad
y la caducidad de lo histórico, y paradójicamente adquieran una nueva realidad, como le ocurría
a Borges con el Facundo Quiroga de Sarmiento, más real que el Quiroga de los historiadores, o
como don Quijote. Al referirse a los libros de Alicia sobre Hudson y Cunninghame Graham
sintetiza principios de un arte poética; en efecto, afirma:
(p. 78)
En una época en que el Boletín incluía obras de creación de los académicos (excepto
ensayos, esta práctica -16- ya no se sigue), en 1958 (XXIII, p. 63), apareció el soneto de
Borges titulado «La lluvia»:
Ofelia Kovacci
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Borges ha negado muchas veces ser filósofo. «El filósofo -le dijo a Jean de Milleret-, al
proponer una imagen ordenada de la realidad, tiende a trampear». Conmigo fue aun más lejos y
me confesó que él no tenía la capacidad de pensar discursivamente: «Veo el problema -me dijo-
pero no sé cómo se pasa de una idea a otra hasta llegar a la raíz». Pero no es necesario que él nos
lo diga. Basta leerlo para comprobar que no tenía aptitud filosófica. Sus ensayos de tema
filosófico no intentan proyectar, mediante razonamientos, un pensamiento objetivo, sino
ensimismarse en su subjetividad. En «Nueva refutación del tiempo» (Otras inquisiciones) nos
avisa: «He... presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo». Las líneas
curvas de sus ensayos lo encierran en una arquitectura, no de catedral, sino de caracol.
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Borges, como cualquier otro escritor, se ha planteado las cuestiones que han intrigado a
hombres de todos los tiempos; y en las respuestas a esas cuestiones reconocemos lo que aprendió
de los libros. Mencioné el diccionario de Mauthner. Pude haber mencionado también a Berkeley,
Hume, Kant, Croce, Bradley, Bergson... y a su amigo y mentor Macedonio Fernández, que tanta
influencia tuvo sobre él. Todos ellos, idealistas. Según Borges, su pensar se cifra en el título de
un libro: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Si nos metemos en su
biblioteca para reconstruir el mapa de sus fuentes terminaremos por encontrar lo que
buscábamos, esto es, una síntesis más o menos personal de las ideas que le impresionaron. Pero
esa síntesis sería superficial: una mera yuxtaposición de semejanzas. Lo profundo sería
instalarnos dentro del pensamiento de Borges.
Su obra, construida con gran variedad de temas y perspectivas, parece compleja, pero si nos
instalamos en ella vemos cómo las partes van encajando unas en otras y todo se reduce a una
intuición poética. Es un punto tan simple, tan esencial, que el escritor jamás consigue expresarlo.
Borges, en su poema «Mateo XXV, 30», imagina una voz interior que le recuerda todo lo que, a
lo largo de una laboriosa vida, ha tratado de decir; y esa voz le dice:
Borges ha escrito miles y miles de páginas precisamente porque nunca pudo formular lo que
llevaba en su espíritu. Y no pudo porque, al escribir, se sentía insatisfecho y tenía que corregirse
y corregir su corrección. Rectificándose constantemente, intentando -19- siempre nuevos
modos de decir lo mismo, complicó su pensamiento. En esa complicación hay investigadores que
prefieren observar materiales librescos; por suerte hay también investigadores que prefieren
observar que ese material es transparente y Borges lo atraviesa con su mirada. Más importante
que el material es su transparencia, más importante que esa transparencia es la mirada de Borges.
Una cosa es la intuición simple de Borges, y otra los medios de que se valió para expresarla.
¿Cuál es esa intuición?
Lectores adictos a la llamada «nueva narrativa» suelen asombrarse cuando se enteran de que
Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y otros autores del «boom»
hispanoamericano admiten su deuda con Borges. «¡Cómo puede ser -exclaman- si ellos
experimentan con las formas, y Borges, en cambio, se aferra a formas tradicionales!». Ah, es que
los narradores experimentalistas admiraron, no sus técnicas narrativas, sino su concepción del
mundo. En sus cuentos Borges ofrece soluciones sorprendentes a los problemas del Ser, el
Tiempo, el Yo, el Conocimiento, el Valor, el Lenguaje, la Estética, -23- pero lo hace con
procedimientos poco sorprendentes.
Su Teoría del Ser postula que la realidad es un caos, pero sus cuentos no son caóticos.
Su Teoría del Tiempo refuta relojes y calendarios, pero en sus cuentos la acción avanza
linealmente.
Su Teoría del Yo desintegra la persona, pero en sus cuentos aun los personajes que pierden
la identidad son reconocibles.
Su Teoría del Conocimiento es radicalmente escéptica e iguala la razón con la sinrazón, pero
sus cuentos están construidos con rigurosa lógica.
Su Teoría de los Valores es relativista, pero sus cuentos proponen un heroísmo absoluto: el
de la conciencia libre.
Su Teoría del Lenguaje es idealista y por tanto sabe que las palabras son arbitrarios usos
individuales dentro de un sistema en perpetuo cambio, pero sus cuentos se dejan regular por una
impecable gramática.
Su Teoría de la Estética se funda en el asombro ante una revelación que nunca alcanza a
formularse, pero sus cuentos prefieren comentar revelaciones ya formuladas en la historia de la
cultura.
Y así podríamos seguir enumerando los contrastes entre la subversiva concepción del
mundo de Borges y sus técnicas conservadoras. El caso de Borges es opuesto al de esos
experimentalistas que, en la superficie, rompen las convenciones lingüísticas del género cuento
pero, en el fondo, son convencionales en su filosofía. Borges, aunque escribe y compone con una
prosa normal, nos envía un mensaje revolucionariamente anti-dogmático y anti-sectario. La
revolución de Borges se produce en su espíritu, y su espíritu revolucionario es la razón de su
éxito. Y termino. «Éxito», en latín, significa el resultado de una actividad y la salida de un lugar.
Resultado y salida. El éxito de Borges es su fama como resultado de su actividad de escritor
pero, más que eso, es el haber -24- encontrado una salida a su laberinto mental. La feliz salida
de la imaginación a un mundo libre.
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Los poemas iniciales de Borges, los que escribió en Europa en su primera juventud, carecen
en general de interés. Estaban adscriptos a escuelas que ni siquiera existían formalmente como
innovación y apenas si esbozaban un programa: eran, hoy podemos decirlo, meras expresiones
del deseo de concebir una poesía liberada de las formas al uso pero carecían de un núcleo
central; les faltaba la pasión de un motivo fundamental que les diera ese quid que el genio de la
poesía solicita de sus servidores. Por eso los admiradores de Borges consideramos que su poesía
comienza aquí, en la Argentina, o, más certeramente, en Buenos Aires, que fue el motivo inicial
de su pasión creadora. Lo dice él mismo con palabras certeras en las que emplea por primera vez
el «voseo» rioplatense, ese voseo que los poetas cultos no se animaban a utilizar todavía: «Mis
años recorrieron -26- las veredas de la tierra y del agua / y sólo a vos el corazón te ha sentido,
calle dura y rosada».
Su poesía comienza aquí, el corazón entrañable y declamatorio de su poesía, ese que lleva
los matices lejanos de un Whitman que le ayudó a unir el deseo de hacer vanguardia con la
honda percepción de sentirse poeta aquí, solamente en este lugar del mundo, solamente en esa
extraña ciudad adolescente que no tenía para dar más que calles barrosas y veredas, cielos
profundos y «patios con luz de luna». En 1923, fecha de aparición de su primer libro de versos,
Borges hacía dos años que había regresado de su primer viaje a Europa: tenía 24 años y el
conocimiento de las nuevas tendencias europeas de vanguardia, en especial del expresionismo
alemán. Ya por entonces algunas esquinas de Buenos Aires se habían vestido con los cartelones
de Prisma, la primera -y casi me atrevería a decir la última- revista mural de poesía. Borges diría
más tarde que se trató de «una disconformidad hermosa y chambona, un cartelón que ni las
paredes leyeron».
La pasión del poeta por su ciudad se explaya en sus tres primeros libros de poesía,
publicados entre 1923 y 1929: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San
Martín. «Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría», dice con
fervor. Y en los versos iniciales de otra composición proclama: «La ciudad está en mí como un
poema / que no he logrado detener en palabras». Noches olorosas como «un mate curado»,
muchachas con ojos «hondos como parrales», la ciudad entera está signada para el poeta por una
luz metafísica en la que el tiempo es una obsesión y donde Dios, el azar y la muerte inspiran
estructuras minuciosas y logradas. «Esta ciudad que yo creí mi pasado -dice en el poema
«Arrabal»- es mi porvenir, mi presente: / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo he
estado siempre (y estaré) en Buenos Aires».
Y los barrios de la ciudad se asoman, viven, inspiran y estremecen sus versos con un sabor
nuevo e inédito -28- en la poesía argentina. Su sobriedad consigue fórmulas de sugerencias no
olvidables fácilmente: «albriciado de luz», «lento de azoramiento», «facones criollos
encrudeciéndose en las gargantas», «las calles que altivece tu hermosura», «la mano jironada del
mendigo», «la luna atorrando por el frío del alba», «pobre como una araña», «barrio que
sobrevives a los otros, que sobremueres»: es poco el tiempo para seguir mostrando la permanente
vigilia del poeta sobre su expresión. Aquí cada palabra, cada conjunción de palabras está avalada
por una seguridad cuya dimensión se conforma por igual en profundidad de pensamiento y
belleza espiritual. «El agua sigue siendo dulce en mi boca y las estrofas no me niegan su gracia. /
Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me
perdona?».
Este joven que siente el pavor de la belleza, este hombre que llega de Europa, y renueva el
lenguaje de la poesía y la prosa argentinas, está destinado también a introducir otro cambio
profundo: Borges es, tal vez junto con Martínez Estrada, el primer poeta argentino en quien la
inquietud metafísica se manifiesta casi en cada poema. Esa inquietud está presente en sus
metáforas, en sus imágenes, en las hondas sugerencias de su verso sálmico, construido muchas
veces sentenciosamente, eslabonándose línea a línea. En pocos versos puede describirnos su
vida, como en «Casi juicio final» o en «Mi vida entera», y puede hacerlo dejando sensación de
veracidad, fortaleciéndose en cada línea, como si todo lo vivido hubiera estado sellado con ese
destino único de perpetuación en unas palabras, palabras que simplemente relacionan hechos no
concretos pero que expresan vivencias decisivas: «Aquí otra vez, los labios memorables, único y
semejante a vosotros. / Soy esa torpe intensidad que es un alma. / He persistido en la -29-
aproximación de la dicha y en la privanza del dolor. / He atravesado el mar. / He practicado
muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres hombres. / He querido a una niña altiva y blanca y
de una hispánica quietud. / He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada
inmortalidad de ponientes. / He mirado unos campos donde la carne viva de una guitarra fue
dolorosa. / He paladeado numerosas palabras. / Creo profundamente que eso es todo y que ni
veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en
riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Es verdad que el poema, por la eslabonada
manera de construir los versículos, debe mucho a Walt Whitman pero la radiografía de una
actitud que es como una profesión de fe es típicamente borgeana.
En el tercer libro de poemas de Borges, Cuaderno San Martín, aparecido en 1929, irrumpe
ya la más famosa composición del período inicial de su creación: se trata de «La fundación
mitológica de Buenos Aires». Es allí donde imagina que la ciudad se fundó en su barrio,
Palermo, y que en un principio solo existió la manzana donde alguna vez vivió. Poema chacotón,
en el que no falta el almacén rosado, el organito de comienzos de siglo, el corralón, el piano que
gemía tangos, el truco entre un duelo de sentencias, más conversado que jugado, tiene un aire
límpido y liviano, como si fuera vano pensar en el nacimiento de la ciudad: «A mí se me hace
cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eterna como el agua y el aire».
En sus caminatas nocturnas con el poeta Francisco Luis Bernárdez no era extraño que se
hallaran de pronto en un velorio, esa ceremonia íntima que en los arrabales se transformaba en
un rito silencioso y grave. El poema «La noche que en el Sur lo velaron» tiene una tensa
graduación, una fluencia contenida que se ahonda en el -30- ámbito metafísico del tema: «Por
el deceso de alguien / -misterio cuyo vacante nombre poseo, cuya realidad no abarcamos- / hay
hasta el alba una casa abierta en el Sur, / una ignorada casa que no estoy destinado a rever, / pero
que me espera esta noche / con desvelada luz en las altas horas del sueño, / demacrada de malas
noches, distinta, / minuciosa de realidad». Y en esa casa reciben al poeta «hombres obligados a
gravedad», hombres «que participaron de los años de mis mayores, / y nivelamos destinos en una
pieza habilitada que mira al patio». Y se habla de «cosas indiferentes» -porque la realidad es
mayor, dice Borges- «y somos desganados y criollos en el espejo / y el mate compartido mide
horas vanas». Y entonces, en medio del velorio que «gasta las caras», surge la pregunta que
anticipa el final: «¿Y el muerto, el increíble / Su realidad está bajo las flores diferentes de él / y
su mortal hospitalidad nos dará / un recuerdo más para el tiempo / y sentenciosas calles del Sur
para merecerlas despacio / y brisa oscura sobre la frente que vuelve / y la noche que de la mayor
congoja nos libra: la prolijidad de lo real».
Muchos años pasaron, después de Cuaderno San Martín, sin que Borges publicara poemas.
De hecho, escribió muy pocos: en la recopilación de su poesía publicada en 1943, además del
texto expurgado de los tres primeros libros ya mencionados, se incluyen dos poemas en inglés,
de 1934; «Insomnio», de 1936; «La noche cíclica», de 1940; «Del infierno y del cielo», de 1942,
y «Poema conjetural», de 1943. Sólo a partir de 1953, cuando comienza a quedarse ciego,
Borges regresa definitivamente a la poesía: en 24 años apenas ha escrito media docena de
poemas.
«Insomnio» nos revela ya una dimensión más intensa: la ciudad se vuelve ahora dramática y
metafísica. «Dios se ha perdido y desesperaciones de miradas lo buscan», -31- exclama.
Estamos en 1936, y el presagio del horror venidero está contenido ya en estos versos:
«Presintiendo el horror de matanzas, los mundos han suspendido el aliento». Porque en la terrible
sucesión de los días y de las noches preñadas de insomnio, todo se une en una espantable
conjunción de basuras que la ciudad produce y que representan su misma condenación:
«Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires. / Creo esta noche en la terrible
inmortalidad: / ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, / porque
esta inevitable realidad de fierro y de barro / tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén
dormidos o muertos / -aunque se oculten en la corrupción y en los siglos- / y condenarlos a
vigilia espantosa».
Los temas que el poeta tratará a partir de 1953 se encuentran ya prefigurados en su poema
«Mateo XXV, 30». Allí, sobre un puente ferroviario, entre el fragor de trenes que tejen laberintos
de hierro, el poeta siente una voz infinita que los enumera: «Estrellas, pan, bibliotecas orientales
y occidentales, / naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos...». También están ahí
los espejos, las batallas de sus antepasados, el amor, el sueño y la memoria. «Todo eso te fue
dado -dice-, y también / el antiguo alimento de los héroes: la falsía, la derrota, la humillación. /
En vano te hemos prodigado el océano, / en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de
Whitman: / has gastado los años y te han gastado, / y todavía no has escrito el poema».
Pero ese poema lo seguirá escribiendo Borges durante toda su vida; nunca serán
abandonados los rincones de Buenos Aires, las gestas criollas, los personajes que desde joven lo
deslumbraron. Ese poema estaba prefigurado ya en el «Poema conjetural», inspirado en la figura
de Francisco Narciso de Laprida quien, luego de -32- presidir el Congreso de Tucumán, fue
muerto por las montoneras de Aldao. Esta forma de monólogo histórico, copiada después por
sucesivas generaciones de poetas, es una invención feliz de Borges. Este doctor que estudió las
leyes y los cánones, cuya voz declaró «la independencia de estas crueles provincias», derrotado y
perseguido por las huestes bárbaras de un caudillejo, monologa: «Yo que anhelé ser otro, ser un
hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero
me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto. Al fin me encuentro / con mi destino
sudamericano». En este poema perfecto Borges nos da el destino y la esencia de esos hombres
que construyeron a América. Esa América que fue lucha, coraje y barbarie, pero que iba creando
el rostro nuevo de otro mundo, Y en ese poema, al igual que su protagonista, Borges también se
encuentra con su destino sudamericano.
Estos son algunos de los motivos esenciales de la primera etapa de la poesía borgeana.
Aunque la obra narrativa y ensayística realizada por el autor de Ficciones lo haya hecho olvidar,
el centro de su creación literaria fue siempre la poesía, primera expresión de su genio y también
la última. Cerca ya de los sesenta años, el poeta inició una despedida de las cosas, un nostálgico
adiós a lo amado y perdido: «Creo en el alba oír un atareado rumor de multitudes que se alejan; /
son lo que me ha querido y olvidado: / espacio y tiempo y Borges ya me dejan». El Borges que
es «el otro», como lo dijo en El hacedor, permanecía unido a aquel joven que cantó la ciudad con
pasión: «Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos
con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras
cosas».
Hay un extenso camino por recorrer en la poesía de -33- Borges. La pasión del poeta se
multiplica más tarde y su poesía acumula temas y momentos felices, se disuelve también en
literatura y memorias de lo leído. Pero siempre estará en él la ciudad como una sombra vivida y
desvivida. «Buenos Aires, yo sigo caminando / por tus esquinas, sin por qué ni cuándo», escribe
en «New England, 1967», a los 68 años. Y es esa Buenos Aires la secreta llama que iluminó la
vida del poeta ciego, la luz que en la noche de su ceguera le otorgó las apasionadas vivencias de
la poesía y lo liberó de su mayor padecimiento: «la prolijidad de lo real».
Y mientras «espacio y tiempo y Borges» ya nos dejan, nos queda su poesía, la poesía con
que un muchacho de veinticuatro años redescubrió su patria, y ese solo acto justifica una vida,
vida que sintetizó con singular clarividencia en versos memorables, versos que todavía parecen
resplandecer desde la lejanía del remoto pasado en que fueron escritos y que tienen el sello de un
creador que en un instante de su vida, en un momento de su plena juventud, imaginó en ellos
todo lo que había sido y sería su existencia, quizás equivocándose, pero sintiéndose no más ni
menos que un ser exactamente igual a los demás seres: «Creo profundamente que eso es todo y
que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en
pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres».
-34- -35-
Maestría de un comienzo
Oscar Caeiro
Ahora bien, ya en algunos escritos anteriores había empezado a cultivar el cuento. El texto
«Hombres pelearon», de 1927, ha de considerarse versión inicial de la narración «Hombre de la
esquina rosada»20 -que apareció primero en el periódico firmada con el seudónimo F. Bustos y
titulada «Hombre de las orillas»21. -36- Amado Alonso ha esbozado, un estudio comparativo
entre los dos relatos; las diferencias representan, a su entender, la evolución del autor. El logro
final de este, en opinión del crítico, consiste en haberse instalado con la versión definitiva en el
interior de los personajes, «viviéndolos, creando poéticamente un vivir»22. En el «Prólogo a la
primera edición» (1935) de la Historia universal de la infamia, remitió Borges a su anterior libro
Evaristo Carriego (1930), como si constituyera uno de los orígenes de los cuentos sobre la
«infamia»23. Y de hecho, al definir en este libro al «guapo», personaje típico del arrabal de
Buenos Aires, tal como lo veía el mencionado poeta, trazó el contraste con lo que llamó «su
presente desfiguración italiana de cultor de la infamia» (O. C., p. 128). No solo puso, pues, el
concepto, sino que lo relacionó críticamente con el momento en que escribía. Por otra parte, el
capítulo «Historias de jinetes», agregado en edición posterior del estudio sobre Carriego, expuso
el mismo principio estructural de su primera colección narrativa reuniendo relatos de gauchos y
de mogoles coincidentes en la relación con el caballo, y apuntando su convicción de que,
«remotas en el tiempo y en el espacio, las historias» eran «una sola» (O. C., p. 154). Como si la
mezcla de localismo y exotismo le hiciera penetrar con más profundidad en un determinado tema
de la experiencia humana: ya la barbarie de los jinetes, ya la insistente infamia.
-37-
2. Ha explicado Mariano Baquero Goyanes que la difusión del cuento durante el siglo XIX
se relaciona con su publicación en diarios y revistas, los que pasaron a constituir así, en
sustitución del marco de las colecciones tradicionales, un contexto significativo y
condicionante24. Los relatos de la Historia universal de la infamia aparecieron en el diario
Crítica de Buenos Aires, en la dirección de cuyo suplemento literario Borges hubo de
colaborar25. Quedan en el libro algunas huellas de que el periódico albergó inicialmente los
textos. Al comienzo de «El impostor inverosímil Tom Castro», advierte el narrador que se ocupa
de este personaje como «pasatiempo del sábado» y aclara en nota que «estas biografías infames
aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde» (O. C., p. 301). Es obvio el
propósito de brindar un entretenimiento, que se concreta acaso en el aspecto humorístico y
satírico de los cuentos; e importa el vínculo con el periodismo que, de alguna manera, implica
adecuarse al ritmo de los sucesos de actualidad. De ahí que, por ejemplo, al recordar el suicidio
de un almirante chino luego de que hubiera sufrido una derrota (en «La viuda de Ching, pirata»),
comente que es un rito «que nuestros generales derrotados optan por omitir» (O. C., p. 309), en
evidente referencia despectiva a los militares argentinos, que pocos años antes (1930) habían
hecho con un golpe de estado una irrupción en la vida política del país.
No solo por una similar visión crítica de la influencia militar, sino también por la referencia
al poder que podía adquirir «el prestigio de algún crimen notorio» y, en general, -38- la figura
prócer del bandido, se puede reconocer profundo parentesco espiritual entre los relatos de Borges
y la Radiografía de la pampa que por los mismos años escribió Ezequiel Martínez Estrada,
haciendo ejercicio de la paradoja, pero con desgarramiento trágico26. Compartieron los dos
autores en todo caso el escepticismo; Borges, aunque puso algunas alusiones cáusticas, se
distanció humorísticamente y apelando a la «historia universal».
Si bien estas narraciones aparecieron entonces aisladamente en el diario y cada una con su
propio argumento -de modo que difieren en épocas, países y personajes-, forman parte no
obstante de una unidad que no forzó el libro en que posteriormente fueron recopiladas, unidad
que el narrador de tanto en tanto indica. Ora porque presenta uno de los relatos como «capítulo»
(O. C., p. 320), ora porque con regular reiteración designa o califica personajes y
acontecimientos de las distintas historias con la palabra «infame» o derivadas (O. C., pp. 301,
320, 322) reforzando así lo indicado en el título. Es decir, destaca lo que Kundera, al analizar una
trilogía de Hermann Broch, ha señalado como principio unificador de una obra narrativa
moderna: «la continuidad del mismo tema»27, lo que se puede aplicar al ciclo borgiano.
El hecho de que Borges haya cultivado a lo largo de décadas y con creciente éxito la
narración breve pero no haya escrito novelas, bastaría para afirmar que eludió conscientemente
esta forma. Se encuentran por otra parte confidencias o declaraciones al respecto: por ejemplo -
39- que como lector no ha tenido afición a las novelas28; y bastante rotundamente ha desechado
en el conocido «Prólogo» de Ficciones lo que llama «desvarío laborioso y empobrecedor el de
componer vastos libros» (O. C., p. 429). Su interés por exponer «una idea», como dice en este
último pasaje, lo llevó sin duda al cuento.
3. Dispuso para ello de una notoria tradición hispánica y de algunos admirados modelos de
otras literaturas. Entre los textos de la Historia universal de la infamia reunidos en el capítulo
«Etcétera», ha incluido bajo el título «El brujo postergado» una versión libre al castellano
moderno de un fragmento del ejemplo XI de El Conde Lucanor. El viejo libro compuesto en el
siglo XIV por el Infante Don Juan Manuel trata sin duda -aunque no exclusivamente- de la
infamia, y no solo por este relato que caracteriza al desleal Deán de Santiago en su avidez por la
nigromancia; también otros que se refieren a embaucadores o a diversos tipos de maldad, incluso
a un pacto con el diablo, corresponden al tema. Además le ofreció la clásica colección el modelo
del ciclo de cuentos -pero Borges prescindió del marco- y la libertad de ejercitarse
narrativamente con asuntos tomados de la tradición escrita u oral29.
La frase «lo parió un fatigado vientre irlandés», referida al nacimiento de Billy the Kid («El
asesino desinteresado Bill Harrigan», O. C., p. 316), impone naturalmente el recuerdo, hasta en
el empleo del verbo que elude los -40- eufemismos habituales, del comienzo del relato de
Lázaro de Tormes; establece, pues, una conexión con la picaresca. Quizá haya que remitir
también, y no solo por el empleo de la tercera persona -a diferencia de la forma autobiográfica de
la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades-, a Rinconete y Cortadillo. Se
recordará que en el diálogo inicial que trata del encuentro de los dos muchachos -más que
protagonistas, testigos de la novela cervantina-, uno de ellos, entre las ingeniosas y cínicas
presentaciones en que dan a entender que dominan la «ciencia villanesca»30,
indica su serio anhelo de superar la «miserable vida» que padece (p. 195). Toca así fondo,
aludiendo a su desamparada pobreza pero también a la aventurera delincuencia. La organización
que preside el grotesco Monipodio, una «infame academia» (p. 236), sorprende a los dos jóvenes
porque descubren en ella varias situaciones particulares: que hurtar no es «oficio libre, horro de
pecho y alcabala» (p. 205) -tienen que pagar impuestos-; que se puede ser ladrón «para servir a
Dios y a las buenas gentes» (p. 206) y, por lo tanto, con la confianza de «irse al cielo con no
faltar a sus devociones...» (p. 235). Es decisivo el hecho de que en la «tan famosa ciudad de
Sevilla» la justicia está «descuidada» (p. 236), porque la cofradía de Monipodio actúa al servicio
de importantes caballeros, en estrecho contacto con los alguaciles. Otra vez se toca fondo, pero
ya no el fondo individual sino el social, en que arraiga la establecida infamia.
Y entre los modelos de lengua inglesa que Borges menciona en el «Prólogo a la primera
edición» (O. C., p. 289) -41- se puede recordar a Chesterton. No es casualidad seguramente
que hacia el final del primer capítulo de El hombre que sabía demasiado, un personaje se
pregunte si no resulta «infame» guardar silencio, por conveniencia social o política, respecto a
crímenes probados31. Al final de cada una de las aventuras de Horne Fischer, el protagonista de
esta obra, queda claro que no es solo un sagaz detective sino un escéptico crítico de la vida
pública inglesa. Así, por ejemplo, el pozo profundo que hay en una parte del estanque cubierto
por delgada capa de hielo y que aclara el enigma de un crimen, resulta ser, según explica el
personaje, una alegoría de «la historia inglesa» (p. 1124).
El candoroso padre Brown, personaje en el que Chesterton apoyó sus ficciones policiales,
quizá una acabada muestra de la concepción paradójica de este autor, le explica a Flambeau
(delincuente que después será su amigo y colaborador): «¿No comprende Ud. que, trabajando
entre la clase criminal, aprendemos muchísimas cosas?». Alude así a que la experiencia de
confesor, el «oír los pecados de los demás»32, lo ha familiarizado con las peores maldades. El
sacerdote transformado en detective hace que la lucha contra el crimen no sea tanto una defensa
del orden social cuanto un combate contra el mal. Tal sentido más metafisico que moral tiene
también la temática de la infamia desarrollada por el autor argentino, que cultiva la paradoja y el
humor como su admirado modelo inglés. Pero, claro, difieren: Chesterton juega sobre un fondo
religioso, sobre una conciliadora sabiduría de la vida; -42- Borges pone a la vista muchos
interrogantes esenciales, como la misma infamia humana, persistente, incurable, que destruye
por igual a víctimas y victimarios. El delincuente de Borges es un emblema enigmático; el de
Chesterton acaba vencido, en realidad salvado, por el candoroso y sagaz cura. Los dos autores
elaboran sus mundos imaginativos a partir de una base filosófica: a Chesterton se la da Santo
Tomás de Aquino, a Borges se la dan pensadores como Arthur Schopenhauer.
4. Por varios costados, entonces, se manifiesta la posibilidad alusiva de estos relatos; a pesar
de que Borges, veinte años después de haberlos escrito, los descalificó por barrocos y advirtió
que tras los tumultos de las aventuras evocadas en ellos no había nada, nada más que la desdicha
de un hombre que se entretenía (O. C., p. 291).
El título «El atroz redentor Lazarus Morell», que designa a un pistolero norteamericano que
vivió a principios del siglo XIX en la región de las plantaciones algodoneras situadas en las
márgenes del Mississippi, alude a la manera como este hombre supo explotar una de las
inhumanidades de su época: engañaba a los esclavos haciéndoles creer que les daría la libertad,
pero los mandaba a la muerte, practicaba, al decir del narrador, un «fatal manejo de la
esperanza» (O. C., p. 297). El lenguaje paradójico deja de ser, de pronto, un mero despliegue de
ingenio y se transforma en revelación de una perversa conducta social atribuible no solo al
pistolero norteamericano, quien hacia el final de su vida, cuando se vio perdido, intentó provocar
un levantamiento general «donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia» (O. C.,
p. 300). Por otra parte el personaje -extremando un aspecto de los integrantes de la «academia»
de Monipodio-, además de ser llamado «redentor», «no desconocía las Escrituras y predicaba -
43- con singular convicción» (O. C., p. 297). La gente sabía que era un adúltero, un ladrón, un
asesino, pero lloraba al oírlo hablar lleno de fervor religioso. Toda una alegoría del moderno
procedimiento de seducción de las masas.
Tiene resonancias políticas el relato de asunto exótico titulado «La viuda de Ching, pirata»,
que trata de lo que pasó en el Mar Amarillo, en China, cuando «los accionistas de las muchas
escuadras piráticas de ese mar fundaron un consorcio...» (O. C., p. 305). Una vez más
desconcierta el lenguaje con sus asociaciones. Ocurrió que Ching murió envenenado y al mando
de la piratería quedó su viuda, que al cabo fue más efectiva que él y se transformó en un peligro
para el imperio. Después de varios triunfos contra la armada imperial se sometió sin embargo,
obtuvo el perdón, «y dedicó su lenta vejez al contrabando de opio» (O. C., p. 310). Logró
conciliar, pues, la delincuencia con el gobierno.
Ciertos datos de «El asesino desinteresado Bill Harrigan» configuran una clave. Bill huye
hacia el Oeste en 1872; actuando como un cowboy elimina a un matón en «una arriesgada
taberna, que está en el todopoderoso desierto»; asciende después a «hombre de frontera»; y su
existencia se resume en la frase: «Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje»
(O. C., pp. 317, 318 y 319). ¿,Cómo no reconocer el paralelo con Martín Fierro, el personaje de
Hernández? La primera parte del poema de este se publicó en 1872; su protagonista, un gaucho,
fue enviado a defender la «frontera» (v. 806); después protagonizó un duelo a muerte en un
«boliche» (v. 1265); pasó largos años (diez) de soledad y peligros (v. 1592) en los que «su ética
fue la del coraje»33. Incluso la designación del título referida -44- al personaje del oeste
norteamericano, «asesino», coincide con la manera como Borges ha calificado la conducta de
Martín Fierro en determinados episodios (O. C., pp. 32 y 62). El cowboy amplifica en cierto
modo esta condición criminal en que incurre circunstancialmente el gaucho; y representa como
este lo que Borges ha llamado esa «dura y ciega religión del coraje» (O. C., p. 168) que, tan
antigua como el mundo, ha echado raíces en las regiones ribereñas del Río de la Plata.
La historia de «El impostor inverosímil Tom Castro», de ese oscuro personaje inglés que,
inducido por su sirviente negro, decidió adoptar la identidad del hijo de una aristócrata,
desaparecido en un naufragio, es presentada como una grotesca versión del regreso del hijo
pródigo (O. C., p. 304). La impostura consuela a la madre e indigna a los otros parientes; se
impone por un tiempo pero, al final, fracasa. Actúa para producir este efecto, según dice el
narrador, el «destino», es decir, «la infinita operación incesante de millares de causas
entreveradas» (Ibídem); más exactamente, se podría decir siguiendo a Schopenhauer41: la
combinación de la cadena de causas materiales, objetivas (el vehículo que atropelló en una calle
de Londres al negro Bogle, O. C., p. 304), con la de las causas que solo existen dentro del
individuo (la temprana obsesión del mismo personaje de que algún día le tocaría esa muerte en
un accidente callejero (O. C., p. 301).
Al narrar que en determinado momento los cómplices de Lazarus Morell mataban al negro
fugitivo a quien habían prometido redención, el relato se impregna fugazmente de una reflexión
filosófica bien pesimista: «...lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día [...] y -48- de él
mismo» (O. C., p. 299). La idea paradójica de que además del problema de la muerte está el de
librarse del dolor o del disgusto de la vida, aparece sobre todo en los capítulos 40 y 41 del
segundo tomo de El mundo como voluntad y representación42. El esclavo fugitivo se transforma
en personaje de una parábola schopenhaueriana.
La muerte violenta tenía que ser el «lógico fin» de «El proveedor de iniquidades Monk
Eastman», un delincuente por encargo que bien pudo haber pertenecido a la cofradía del
Monipodio cervantino (este habría anotado en su «libro de memoria»43 las «comisiones» que a
veces Eastman ejecutaba personalmente, O. C., p. 313). Después de apuntar al final de la
narración el hecho de que apareció el cadáver de este personaje en una calle de Nueva York,
comenta el narrador: «Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba
con cierta perplejidad» (O. C., p. 315). Una vez más aparece así, incidental mente, una reflexión
del filósofo alemán, quien enunció la tesis de que los animales ignoran la muerte: «El animal
vive sin tener propiamente conocimiento de la muerte»44.
En el prólogo de 1954 Borges ha dicho de sí mismo que, cuando escribió los cuentos de la
Historia universal de la infamia era un hombre «asaz desdichado» (O. C., p. 291). Sin intentar
resolver arbitrariamente -49- tal enigma biográfico, se puede afirmar que el autor aparece en
estos relatos buscando una salida, porque considera con humor el pesimismo schopenhaueriano.
Por otra parte hubo de significar para él una liberación el que pudiera transformar en brillante
materia literaria ese pensamiento filosófico de que estaba ya imbuido. Que hasta el principio
formal del ciclo elaborado en torno a la unidad temática arraiga en la filosofía de Schopenhauer.
Tómense, por ejemplo, sus consideraciones sobre la historia. Primero, la idea de que la historia
muestra en cada página solo lo mismo bajo distintas formas»45; pero también, la resistencia del
filósofo a considerar la historia como ciencia y señalar que «se aproxima a la novela» ya que su
objetivo es contar «el largo, pesado y confuso sueño de la humanidad»46. Así, desde el punto de
vista del autor de El mundo como voluntad y representación, la palabra «historia» del ciclo
borgiano no resulta excesiva y los relatos que lo componen pueden verse como una sustitución
de la novela, quizá como una forma de novela.
El autor de la Historia universal de la infamia se había -51- situado así en una encrucijada
del siglo XX, y había meditado a su manera, componiendo con rara perfección narraciones
curiosas, quizá divertidas, en el fondo trágicas, sobre el misterio de la iniquidad.
-[52]- -53-
Emerson afirmó con la sutileza y la profundidad natural en él que «la amistad, como la
inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído».
Tiempo después, la realidad le obligó a reconocer que «el alma se rodea de amigos para
tener mejor conocimiento de sí mismo o más grande soledad».
Pensador iluminado, quiero decir con una lucidez -una luz- sorprendente, anticipó, cien años
o más, verdades que hoy son reconocidas universalmente. El último premio Nobel de Literatura,
José Saramago, desarrolla en varias de sus obras, sobre todo en La balsa de piedra la tesis de que
«conocer al otro es conocerse a sí mismo».
Voy a narrar algunos episodios que viví junto a él y -54- que tuvieron como protagonistas
a Carlos Mastronardi, Xul Solar y a los hermanos Julio César y Santiago Dabove.
Constituiría una lamentable redundancia referirme a la conocida amistad que cultivó con
Macedonio Fernández, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Manuel
Peyrou o María Kodama, que lo acompañó hasta su partida en Ginebra.
Mis relatos son personales, como he dicho, y agradezco a Dios que me haya permitido
vivirlos y la posibilidad de poder relatarlos.
Con Carlos Mastronardi había escrito en nueve cuadernos un «diario intelectual», obra que
juzgaba de valor. Con los originales a cuestas recorrí varias, casi todas las editoriales de esta
ciudad. Siempre obtuve la misma respuesta: «La obra es muy interesante, pero no es comercial,
esta clase de libros no tiene compradores».
Apesarado por mis fracasos, llegué una tarde a lo de Borges. Le conté el magro resultado de
mis diligencias: «Bueno -me dijo-, vamos a intentar con Frías, gerente de Emecé. Tiene varios
teléfonos pero los conozco a todos». Pude comprobarlo: el teléfono particular, el del estudio
jurídico, el de Emecé y dos más que podríamos considerar «secretos».
En su casa de la calle Maipo, ¡lo vi tantas veces!; el teléfono padecía su silencio sobre una
silla. Para hablar, Borges se arrodillaba en el suelo, no sobre un almohadón -debo aclararlo-, en
el suelo, junto a las sillas y comenzaba a discar. Partía del cero y seguía luego nueve, ocho, siete,
seis, cinco hasta que llegaba al número buscado.
Esa tarde estuvo de rodillas más de una hora y no pudo comunicarse con Frías. Le agradecí
emocionado y sorprendido de ese esfuerzo y le dije que buscaría al nombrado Frías al día
siguiente, en la editorial.
-55-
«No, -me dijo-, no, de ninguna manera. Haremos todo lo posible por Carlos. Lo buscaremos
hasta encontrarlo». Luego de una hora o más, volvió a insistir con paciencia benedictina hasta
que lo encontró. Habló con Frías y convino con él la entrevista que se realizaría al día siguiente.
Con tierna e inolvidable alegría se puso de pie y dijo: «¡Qué suerte! Pude ser útil al poeta»,
y sonriendo agregó: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada».
Borges no podía hablar de la amistad sin conmoverse. Muchas veces le oí decir con cierto
temblor en la voz: «Caí como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz». Aquel Cruz a quien
años y años después le inventaría -como ustedes saben- dos nombres: Tadeo Isidoro.
Le placía íntimamente oírle decir hace sesenta años: «Yo soy un hombre del año 2000.
Ahora nadie ve ni -56- entiende lo que hago, yo lo veo, por eso llegará el día, llegará».
Xul, que no podía huir de su humildad, contestó: «Si te parece así, me alegro, siempre soy el
mismo». Policho se fue.
Muchas veces cenamos, tomamos el té o nos reuníamos en casa de Xul con enorme regocijo
de Borges. Un día me dijo -y estas palabras cobran mucha importancia en sus labios- que Xul era
el hombre que, en -57- este país, conocía más y mejor la literatura inglesa.
Cuando Macedonio Fernández decidió radicarse en Morón, Borges solía visitarlo con
frecuencia. Allí conoció a «los Dabove»: Julio César, médico y cuentista parvo y Santiago,
escritor originalísimo, un alcohólico casi genial, que por obra del destino se ganó de modo pleno
la admiración de Borges. Los Dabove descendían de una de las familias fundadoras de Morón.
Estos dos personajes a quienes me refiero, eran una variante provinciana de esos «niños bien» de
Buenos Aires que justificaban e ilustraban su prosapia con dignidad y gran altura; digamos,
valga el juego: Jorge Newbery o Bernardo Duggan, para citar dos ejemplos relevantes.
Yo soy el heredero de los originales de la obra de Santiago Dabove. Cuando logré que mi
amigo Gregorio Selser la editara, le pedí el prólogo a Borges. Me llamó a los dos o tres días para
entregármelo y se publicó así, con el prólogo de don Jorge Luis. Borges incluyó el -58-
hermoso cuento «Ser polvo», de Santiago, al que le dedicó los mejores elogios, en la Antología
de la literatura fantástica que compiló con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.
Termino estas líneas evocando una cena en casa de los Dabove; esas cenas eran famosas por
lo magníficamente preparadas.
Eruditos en artes culinarias, con una casa enorme y muy buen servicio de cocina, esos
convites eran inolvidables. A Borges se le había descubierto un principio de úlcera gástrica y -
contra la opinión de la madre- fue a cenar con los Dabove. Pasaban las empleadas con unas
comidas magníficas. Él no aceptaba que le sirvieran. De pronto llama la señora Leonor Acevedo:
quiere hablar con su hijo. Le acercan el teléfono y le escucho decir a Borges: «No te preocupes
madre: estoy ayunando opíparamente».
Después de este oxímoron magnífico, nada más puedo decir, por ahora.
-59-
Borges y Grecia
Horacio Castillo
El interés de Borges por Grecia comienza en su infancia. A los siete u ocho años, según ha
comentado, leía mitología griega; inclusive escribió en inglés -lengua que balbuceó casi antes
que el castellano- un trabajo sobre el tema50. Le impresionaron especialmente los doce trabajos
de Hércules, el viaje de los Argonautas y el mito del laberinto, que -dirá- lo «poseyó para
siempre»51. También otros temas que, con el progreso de sus conocimientos, se fueron fijando en
su imaginación: Ulises, Elena, Endimión, Proteo, las Sirenas, Edipo. A este último le dedica un
poema en El otro, el mismo52 y a -60- Proteo dos en El oro de los tigres (O. C., pp. 1108 y
1109). Ulises, además de ser aludido en numerosos textos, le inspira una de las estrofas de «Arte
poética» (O. C., p. 843):
Su interés por la poesía griega queda demostrado por las citas de Hesíodo, Esquilo, Píndaro,
Teócrito o Apolonio de Rodas y, en particular, por su aproximación a Homero. Esta
aproximación, dado su «oportuno desconocimiento del griego»53, se produjo a través de las
versiones inglesas, a las que dedica un escolio en Discusión. Si bien dicho análisis se refiere al
problema de la traducción, Borges incursiona en la cuestión del epíteto formulario con certera
intuición: «El rapsoda -escribe- sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso
alguno había un propósito estético» (O. C., p. 240). En Historia de la eternidad, al estudiar los
kenningar, vuelve sobre el asunto y señala que tales metáforas no valen por su significado -que
es nulo- sino por «el heterogéneo contacto de sus palabras» (O. C., p. 368).
Sin perjuicio de este interés, el entusiasmo de Borges se orientó, también desde la infancia,
hacia la filosofía griega. Su padre, profesor de psicología, le reveló a edad temprana la aporía de
Aquiles y la tortuga: «Me impresionó profundamente esa singularidad, me pareció una -61-
pesadilla: que la competencia continuaba, que Aquiles no podía alcanzar a la tortuga, que la
tortuga estaba siempre delante de Aquiles y que así seguía eternamente»54. Su atención se
concentró no solo en Zenón sino en Heráclito, el pitagorismo y Platón, de quien cita varios
diálogos: Timeo, Ion, Parménides, República, Político, Fedro, Cratilo. Asimismo se interesó en
Demócrito y Plotino y hasta en Apolodoro, de cuya Biblioteca toma el epígrafe de «La casa de
Asterión». Todo ello enriquecido por obras de las que ha dado expresa cuenta, como Die
Philosophie der Griechen, de Paul Deussen; La philosophie de Platon, de Alfred Fouille;
Passages Illustrating Neoplatonism, de E. R. Doods, entre otras55 (O. C., p. 367).
No obstante esa limitación, sus muchas lecturas y su gran intuición le bastaron para
conformar un mundo de
-62- ideas que lo acompañaría siempre y, lo que es más, fundó su literatura y hasta su
estilo. Ese mundo de ideas, de filiación griega, puede reducirse a tres cuestiones: todo fluye, todo
vuelve, todo es ilusorio. La primera de ellas, el panta rei heraclíteo, aparece en su libro inicial,
Fervor de Buenos Aires, concretamente en el poema «Final de año». Después lo veremos
reaparecer, una y otra vez, a lo largo de toda su obra, ya como argumento, ya como imagen, así
en «El reloj de arena», «Arte poética» y «Heráclito» (O. C., p. 979):
En «Nueva refutación del tiempo» (O. C., p. 763) y en otro poema titulado «Heráclito»56
cita, con mayor o menor fidelidad, el Fragmento 91: «No se puede entrar dos veces en el mismo
río». Poeta al fin, Borges se detiene en la primera parte del texto de Heráclito que, como
sabemos, continúa así: «...ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que
por la vivacidad y rapidez de su cambio se dispersa y recoge de nuevo (o, mejor, ni de nuevo, ni
sucesivamente, sino al mismo tiempo se compone y se disuelve), se acerca y se aleja». Si hubiera
avanzado en esa otra dirección -lo que añoramos- podría haber iluminado desde otra perspectiva
las alturas de Hegel.
Su tercera obsesión, también de fuente griega, es Zenón de Elea. Como dijimos, fue su
padre quien, a edad temprana, te reveló la paradoja de Aquiles y la tortuga. Tanto es su fervor,
que «la tortuga de Zenón» aparece entre los enunciados del «Otro poema de los dones» (O. C., p.
937). Le apasiona ese «pedacito de tiniebla griega» porque -dice en «La perpetua carrera de
Aquiles y la tortuga»- atenta contra la realidad del espacio y del tiempo y, salvo que confesemos
la idealidad de estos, es a su juicio incontestable. «Aceptemos el idealismo, aceptemos el
crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de los abismos de la paradoja»
(O. C., p. 248). Sin embargo, tras esta condescendencia idealista, no tarda en aparecer la
contradicción -64- , y en términos dramáticos:
Estas tres líneas de pensamiento, de origen griego, convergen en otra idea genuinamente
griega: el laberinto. Si todo -en esa pasmosa cosmogonía- fluye pero permanece inmutable; si
para superar la contradicción hay que admitir que no existen el espacio ni el tiempo ni la materia;
si, para colmo, esa anulación del mundo es puro «consuelo» porque lo real es real, porque yo soy
real, entonces el Ser es efectivamente un laberinto. Esta es la idea central de su obra. Se insinúa
en su glosa sobre el truco, que equipara a un laberinto de cartón pintado, y la vemos, impregnada
de pathos, en el despertar del sueño que cierra «La duración del infierno»: «Pensé con miedo
¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer» (O. C.,
p. 238). Después será un motivo recurrente en sus especulaciones sobre el tiempo o sobre Dios;
en su cuentística: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «El jardín de senderos que se bifurcan», «La
casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»; en poemas como «Laberinto» y «El
laberinto» -65- , entre otros57. Según esa metáfora, el mundo es una infinita multiplicación de
elementos aparentes, donde el hombre está solo, o más bien es único, y espera como Asterión la
redención de la muerte. Pero, pese a esa índole inexorable, el laberinto abre una esperanza,
porque entonces -dice- existe un objetivo: un proyecto escondido o secreto, en medio del caos
aparente58. «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
orden (que, repetido, sería un orden; el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza»
(O. C., p. 471).
Desde otro punto de vista -el de Grecia moderna- se han señalado semejanzas entre Borges y
Constantino Kavafis. Según Nasos Vagenás, Borges reconoció haberlo «leído» tardíamente,
cuando ya había perdido la vista, pues -dice- las traducciones del alejandrino tardaron en
aparecer en castellano59. Se trata, más que de influencia, de ciertas afinidades con respecto al
modernismo, la ironía, la historia, el intelectualismo, la «frialdad» y, sobre todo, la forma de
hacer poesía con medios no poéticos, o mejor dicho, con los medios poéticos conocidos. Escribe
Vagenás: «Y por poesía entiendo principalmente sus cuentos -los textos de Borges que se
consideran cuentos- y especialmente aquellos que componen sus libros Ficciones y El Aleph,
porque creo que estos constituyen las más altas conquistas de su arte». Agrega: «Estos textos no
son un nuevo modo de relato, como generalmente se cree, sino -66- un nuevo modo de poesía.
Kavafis hace poesía con los medios de la prosa. Borges hace poesía con los medios del ensayo».
Vagenás dice algo más todavía: «Los textos de Borges no provienen tanto de la vida como de
pensamientos que los hombres han registrado de la vida. Es decir, provienen sobre todo de la
vida del espíritu. Con la misma disposición que Kavafis se vuelve hacia la historia, Borges extrae
sus relatos de la filosofía y la teología, y esa es una de las razones por las cuales los poemas de
Kavafis se parecen a la prosa y los poemas de Borges al ensayo»60
Hay, además, otro tipo de equivalencias que no dejan de llamar la atención, por ejemplo
ciertos títulos:
Kavafis Borges
Borges percibió la Grecia real. Escribió sobre Atenas, fechó en Cnossos «El hilo de la
fábula» y hasta experimentó la revelación dionisíaca: «Una valerosa y venturosa música griega
nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el
alma perdura cuando su cuerpo es caos»65. Los mismos griegos lo consideraron muy cerca de
ellos, -68- más cerca que ningún otro creador, y también: un Homero, un Dédalo de nuestra
época vagando por las calles de Atenas, como lo pinta Vagenás en su poema «Jorge Luis Borges
en la calle Panepistimíu»66:
Sobreviviente de tu muerte
tanteando un sofocante sol ático
remontas lentamente la calle Panepistimíu con tu fino
y polvoriento bastón de Chesterton.
Ciego Borges.
Famoso.
Tu voz me refresca los huesos.
En el fondo eres griego.
La luz se ha posado sobre tus hombros.
Detrás
de tus oscuras membranas distingues
la embriagadora sombra de Solomós.
Homero te sigue en un taxi negro.
Desvelado.
Sin peinar.
Apagando un cigarrillo tras otro.
Recoge la moneda
que cae cada tanto
de tus dientes brillantes.
En 1984, al recibir el título de doctor honoris causa en la Universidad de Creta, dijo que
regresaba a Grecia veinticinco siglos después de aquel momento en que todo empezó allí: el
pensamiento, la dialéctica, la poesía, la filosofía. Agregó: «Pueden considerarme como un griego
exiliado en Sud América, que regresa a su patria o como si yo estuviese siempre en Grecia -
quiero decir espiritualmente, no materialmente». Y, sofista al fin, concluyó: «Pueden, pues,
elegir. Sin embargo quisiera que ustedes entendieran -sé que lo entienden, o mejor que lo sienten
(uno siente mejor de lo que entiende)- que es aquí donde me siento feliz; muy feliz de
encontrarme en Grecia y de que me encontraré siempre aquí, aun cuando mi cuerpo esté
ausente»67.
-[70]- -71-
[I]
La palabra eternidad tenía para Borges el prestigio de las cosas que a uno «se le hace cuento
que empezaron». Sin embargo, como título del célebre poema, prefiere al mito, más cerca de la
inmortalidad, del inicio lejano de la vida, aunque sin final previsto. Eviterna. O tal vez, para no
alejarse demasiado de su querida ciudad. De ahí que reafirmara a mítica la «Fundación
mitológica de Buenos Aires». Así la sentía más propia. («La manzana pareja que persiste en mi
barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga»). Al cabo, la eternidad es una vaga flor
intelectual cuyo perfume hay que pensarlo, y la inmortalidad ya es una angustia de nuestra piel,
de los que morimos.
La diferencia está en el tiempo. Que no es poca. El tiempo se mide con la vida del hombre,
con las fechas que marchitan su biografía perecedera y con leyendas que conforman las sombras
de su pasado y se proyectan al futuro lejano. Exageración del tiempo llamada inmortalidad. -72-
. Mito al revés; desmesura de la esperanza. Fatiga, el término es borgeano, que alisa la frescura
de los días cotidianos en tediosa rutina familiar, donde el todo es igual al cero, por cuanto, «en
un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas». Y concluye, «ser todo es lo mismo
que no ser».
Asiduo lector de Homero, restime en «El inmortal» la empecinada trayectoria del genial
poeta a través de ásperos siglos, ciudades, culturas, guerras, traductores artesanales, críticos
vanidosos y profesores apresurados; a más de haber padecido a los «teucros de Zelea que beben
el agua negra del Esepo» y otros avatares troyanos. Al final del cuento, Homero, cansado, se
acerca a un árbol espinoso que le provoca una lenta gota de sangre, con mayor eficacia que la
flecha cretense que lo rozara cuando buscaba la mítica Ciudad de los Inmortales. Entonces
descubre con alegría que es mortal, que la muerte es el descanso buscado. Ya no tendrá que ser
aeda oficioso de palacios efímeros, simular ceguera compasiva, ni alternar con multitudes
callejeras. Ahora está pleno, con la plenitud absoluta del vacío.
Que 2800 años no son nada, puede ser una frase tranquilizadora para un viajero de vuelta a
casa, pero no para el que sigue alejándose. «Dilatar la vida de un hombre es dilatar su agonía y
multiplicar el número de sus muertes», completaría Borges como sutil justificación. Palabras;
palabras que parecen sospechosas de travieso guiño minimizador de la estima homérica, cuando
en verdad se trata de una recurrente ironía borgeana, clave de su literatura. Ironía, pince-sans-
rire le gustaba llamarla, para enfatizar de lo vano que sería matar a un poeta, porque la poesía es
un resplandor sin límites terrenales. Como la emoción, como el sentimiento, como la belleza.
¿Acaso El hacedor no es un homenaje a la condición que en todos los idiomas inmortaliza -73-
a Homero? «El rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando
cóncavamente en la memoria humana», completará.
II
Continuando con la inmortalidad ajena, Borges «mata» a Martín Fierro en su cuento «El
fin». Tranquilamente, como quien entretiene el ancho aburrimiento de la tarde pampeana con un
bordoneo de guitarras pendencieras. Con esta folclórica ejecución une -¿sin querer?- a los dos
grandes poetas que Lugones había señalado en El payador y en Los estudios helénicos como los
épicos mayores de la historia literaria. Opinión que Borges comparte con la dedicatoria a
Lugones de El hacedor. Los bordes de la admiración tienen simetría en los bordes de la realidad.
Homero y Hernández, la Ilíada y Martín Fierro, punta y cabo. Comienzo de la cultura occidental
y prestigio de la nuestra.
Borges corrige el destino de Fierro y lo baja hasta la vieja pulpería donde se realizara aquel
cosmogónico contrapunto con el hermano del negro muerto en el -74- desgraciado duelo, del
que se arrepintiera más tarde. En aquel antológico encuentro nada quedó en pie. Truenos, lluvias,
volcanes; canto del cielo, de la tierra, del mar. Tiempo, medida, peso y cantidad.
Ahora, en el crepúsculo de este costado del cielo, se cruzaron las dagas animosas del
hermano del muerto y la de Fierro, que ya cansado de caminos, de explicaciones y de penurias,
se movía con lentitud. Con los años la sangre avanza a trancos cortos. La tarde caía
despaciosamente como si quisiera demorar el final. La suerte de Fierro anocheció hasta quedar
en completa sombra. Literariamente. Solo literariamente; Martín Fierro es un personaje poético y
nunca muere un héroe literario en manos extrañas. Su inmortalidad se mantiene intacta;
solamente lo puede matar su creador. Y los personajes lo saben.
III
En este hermoso cuento, Juan Dahlmann (Borges) viaja a una estancia del Sur para
convalecer de una operación consecuente de un accidente evocador del verdadero. Dahlmann
(Borges) es un hombre introvertido, -75- lector de Las Mil y Una Noches y con «el hábito de
estrofas del Martín Fierro». El viaje en tren lo reencuentra consigo y disfruta de la tranquila
monotonía del paisaje sureño, recordando antiguas alegrías. Al llegar, hace tiempo en un
almacén local hasta que le preparen la jardinera que lo llevará a su residencia. Sin que nadie lo
previera es provocado por un matón lugareño que lo insulta y desafía a un duelo cuchillero, pero
dada su debilidad y su estado post-operatorio resuelve no hacer caso y salir del lugar. En tanto,
alguien le alcanza una daga. El patrón, queriéndolo ayudar, le dice «señor Dahlmann (Borges) no
haga caso a ese provocador». Al ser reconocido por su nombre, Dahlmann (Borges) sabe que ya
no es nadie, que no puede eludir la pelea. Acepta el desafío desventajoso y cobarde, y sale a la
llanura.
La llanura bonaerense, escenario de esa muerte supuesta, es tan lisa como la eternidad.
Transparente y abierta como el viento. Aquí las palabras vuelven a encontrarse. Eterno es el
tiempo inmóvil, es decir cuando no es tiempo, porque la esencia del tiempo es su latido. La
inmortalidad sería apenas simulacro de perduración futura donde los rumbos semánticos se
demoran para compartir el prestigio de continuidad vital. La inmortalidad es el instinto del alma;
la eternidad, la fe en ese instinto. Abstracción de la esperanza. Por ello, en estas páginas que
recuerdan las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges, se nos hace cuento que ya no esté con
nosotros; lo juzgamos «tan eterno como el agua y el aire».
-[76]- -77-
Según Pavic «La Eternidad proviene de Dios, el Tiempo, de Satán; ahí donde se cruzan el
Tiempo y la Eternidad se encuentra nuestro momento presente...». Un presente resultado de tan
extraño cruce del Tiempo y de la Eternidad, de Dios y de Satán, ocurrió para tres estudiantes del
secundario el 14 de junio de 1964.
Gerardo Albarracín, Juan Pablo Gruer y Ramiro Carrizo -hoy médico en Tucumán y físico
en Francia, los dos primeros, al promediar sus vidas- tuvieron la ocasión de preguntar a Borges
en una vieja aula del Colegio Nacional Centenario «Teodoro Sánchez de Bustamante».
El escritor había sido enviado por la Comisión Nacional de Cultura para dar una charla en el
anfiteatro del Colegio Nacional. Los alumnos, alentados por algún profesor, con la inocencia
literaria de sus pocos años intentaron un reportaje, que luego fue difundido en el ignoto diario
local.
-78-
P. Sr. Jorge Luis Borges: cuando Ud. era adolescente, ¿quiénes eran sus autores favoritos?
R. Bueno, yo creo que diría más o menos lo mismo que nombraría ahora: Stevenson,
Kipling, Wallace; también he admirado a otros escritores jóvenes que escribían novelas
policiales. Pero a lo largo de la vida uno va descubriendo autores que, por sus diversos estilos,
gustan a unos u otros. Además, en esta lista de autores figura también, entre mis favoritos, Arthur
Schopenhauer, escritor que me ha impresionado mucho.
Una de mis felicidades es releer, como en otras épocas en que había pocos libros, los cuales
eran leídos en profundidad. En cambio hoy, las numerosas obras surgidas a través del tiempo,
multiplicadas por la diversidad de literatos, sumadas al comercio publicitario, dieron origen a
que el lector se viera rodeado de obras que el tiempo no le permitirá leer tan detenidamente como
se debe leer; porque para interpretar detenidamente una obra, debe releerse: así se tendrá una
idea clara y definida de lo que el autor, con otras palabras, quiere expresar. Hay quienes
sostienen que un libro puede tener una cantidad indefinida de sentidos, como ocurre con la
Biblia. Aunque cada uno de nosotros lea ese mismo libro, siempre logra cambiar o modificar en
algo un poco lo que se lee. Y sobre esto debo recordarles lo que Menéndez y Pelayo dice: «Si no
se leyeran los versos con los ojos de la Historia, cuán pocos versos habrá que sobrevivan».
P. ¿Cuál es la página que recuerda con más cariño de esas lecturas juveniles?
R. Sin duda alguna Stevenson fue, para mí, el autor preferido. Pero a todos, preferí siempre
esa maravillosa obra de la literatura árabe tan ricamente elogiada en el tiempo: Las Mil y Una
Noches. Tiene para mí, un valor -79- extraordinario. Puedo decir que me pasaba leyéndola. El
número de sus traducciones es asombroso; así, en español, figura una admirable versión de Las
Mil y Una Noches, hecha por Rafael Cansinos Assens -la publica una editorial mexicana-.
También otros libros llegaron, sin duda alguna, al fondo de mi alma. Puedo hablarle de las
novelas de Gutiérrez, autor que me agradó mucho. Las fantasías de Julio Verne y las obras de
Stevenson y Las Mil y Una Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.
P. Ud. estuvo en Madrid, ¿Puede decirnos qué impresión le causaron los estudiantes
secundarios? ¿Conocen la literatura argentina? ¿Les interesa lo argentino?
R. De eso puedo hablar poco; pero debo decirles que hacia 1924, las obras de Leopoldo
Lugones eran casi desconocidas. Pero en la actualidad hay libros argentinos que son conocidos,
gustados. Además, Unamuno ha hecho mucho por la gloria de Sarmiento, cuando dijo que
«Sarmiento es el mejor escritor del siglo XIX». Hay algunos escritores contemporáneos que lo
han apoyado, como Bioy Casares. Sobre todo cuando se habla de Facundo y Recuerdos de
provincia.
P. Entendemos que ésta es la primera vez que viene a Jujuy. Con anterioridad a este viaje,
¿conoció personalmente a algún escritor jujeño?
R. Tengo muchos buenos amigos, entre ellos, el literato Jorge Calvetti. Hemos comido
muchas veces juntos. Pero, personalmente, no he tenido muchas oportunidades de entablar
contactos personales, de «conversar», como suele ocurrir en este país, donde la amistad es tan
importante.
-80-
R. Bueno, en eso vamos a suponer que Uds. son muy generosos y me permiten dos páginas.
Una de ellas se llama «El Sur». Creo que el mejor cuento mío podría ser ése. En verso, hay un
poema que se llama «Límites». Este poema me parece que tiene valor: sobre todo cuando se
vive, cuando hay cosas que estamos haciendo por última vez. Por ejemplo, cuando sin saberlo
nos despedimos de alguien a quien ya no veremos más, porque a lo mejor ocurrirá que nosotros o
él, morirá primero.
Hay lugares a los cuales uno no vuelve. Para mí, por ejemplo, en Buenos Aires hay esquinas
que recorrí por última vez...; libros que no volveré a leer... Todo esto he volcado en estas obras,
que son el fiel reflejo de un espejo que me aguarda en vano... Y así llegamos a un cuento, «El
Sur», y vamos a llegar al poema «Límites», y a un ensayo, «La muralla y los libros», que es el
caso muy curioso de un emperador que hace construir una gran muralla china y quemar todos los
libros que se habían escrito hasta esa época, como para borrar el pasado.
P. Deseamos que Ud. regrese a nuestra ciudad. Quisiéramos también, como argentinos, que
Ud. recibiera el Premio Nobel de Literatura para el que está propuesto. Muchas gracias, Sr.
Borges, por la entrevista concedida.
R. Mucho me gustaría; pero más bien lo dudo, porque lo viejo no vuelve. En cuanto al
Premio Nobel, son ustedes muy amables, pero no lo espero.
Nadie pensó que ese 14 de junio de 1964 se renovaría el mismo 14 de junio pero de 1986, en
que la Eternidad se cruzaba definitivamente con el Tiempo para Borges:
Así coincidió aquel famoso cruce de Dios con Satán en un 14 de junio del memorial de
horarios y fechas, decorado por sus rosas de instantes. Un momento con singulares protagonistas,
dispersos en el saber y la vida, aquella vez reunidos en un remoto Colegio Nacional Centenario.
Y como indica Borges en «La cruzada de los niños» citando a Gibbon: «Lo patético suele surgir
de circunstancias menudas».
Instantes, momentos, signos que coinciden, acaso en la misma hora aunque en dos lugares
distintos de la Eternidad. Con delicadeza dejamos revelada esta brizna jujeña en la vastedad del
obrar del tiempo que se llamó Jorge Luis Borges.
-[82]- -83-
Coincidió nuestra separación con la época final y más dramática de la dictadura peronista.
Esta había sido tan -84- larga que, como no hay mal a que el hombre no acabe por
acostumbrarse, nos habíamos habituado a seguir viviendo al margen de ella, en la medida de lo
posible. La vida social, artística y literaria seguía su curso y nos servía de evasión ante las
calamidades políticas; venían excelentes compañías teatrales europeas y grandes cantantes al
Colón, había exposiciones y conciertos y, deleitándonos con Jean Louis Barrault en una pieza de
Anouilh o viendo a Pirandello interpretado por el Piccolo Teatro di Milano, nos olvidábamos
pasajeramente del clima opresivo que se respiraba. Aquel gobierno, en una orgía de
autopropaganda, había decretado que la mayor parte de las cosas llevase el nombre de la pareja
reinante, de modo que cuando alguien decía, por ejemplo: Ahora viajaré en el subterráneo de Eva
Perón a Perón para tomar el tren a Eva Perón, eso significaba que iría desde Retiro a
Constitución para viajar luego a La Plata. En los colegios secundarios era lectura obligatoria La
razón de mi vida, obra atribuida a Eva Perón pero escrita por un español cuyo nombre olvido,
quien hizo lo posible por mejorarle el estilo pero poco logró, si es que se lo propuso, en cuanto a
infundirle alguna idea. Los textos de la escuela primaria eran un delirio de propaganda política y
adoctrinamiento oficialista. El diario La Prensa, opositor de admirable valentía, había sido
confiscado y ningún otro se animaba a formular una crítica después de ese ejemplo: las radios
resonaban con loas al gobierno y con los discursos incendiarios del matrimonio, azuzando al
populacho contra los opositores. Luego murió ella y, después de un luto obligatorio muy similar
al que impuso Rosas al morir doña Encarnación, durante el cual todo empleado público debía
llevar corbata negra y guardar diariamente un minuto de silencio para conmemorar el tránsito,
los discursos mermaron en un cincuenta por ciento. No -85- produjo alivio esa disminución,
porque los del cónyuge supérstite aumentaron en virulencia; como les sucede a los tiranos, veía
atentados y revoluciones por doquier y a veces con motivo, porque el fermento de la ciudadanía
amordazada era considerable y en el ejército cundía el malestar. Hubo un golpe fallido que
incluyó un sangriento bombardeo en la Plaza de Mayo y de allí en adelante, tras la prisión de
quienes lo encabezaron, el ambiente empeoró y, en el año previo a la revolución, se había vuelto
poco menos que irrespirable.
En medio de esta desagradable atmósfera, mi amigo Carlos Muñiz había fundado una de
esas revistas literarias que duran, como la niña deplorada por Malherbe, l'espace d'un matin. Se
llamaba Ciudad y estaba muy bien presentada, con una linda tapa dibujada por Rafael Squirru;
entre sus colaboradores figuraban muchos nombres que más tarde serían conocidos. Yo lo había
leído a Carlitos, tímidamente, algunos comentarios sobre libros, que escribí como mero ejercicio
y sin intención de publicarlos; no le parecieron malos, porque me pidió un trabajo para el
segundo número de la revista, dedicado a Jorge Luis Borges, asignándome el cuento en el reparto
de los temas. Fue así como se publicó mi primer breve ensayo y yo sentí ese asombro un poco
temeroso de ver impreso algo que había redactado, con mi firma audazmente colocada al pie.
Ciudad alcanzó los tres números y desapareció sin dejar rastros, pero ese trabajo fue el
punto de partida, un poco casual, de lo que puedo llamar, sin exageración, la amistad más
enriquecedora que me regaló la vida.
El primer libro de Borges que leí, varios años antes, fue Ficciones: vivía aún con mi marido
y estaba en cama con un resfrío u otra molestia pasajera cuando un amigo nuestro, Rodolfo
Martelli, que solía venir a comer con nosotros, me trajo un ejemplar de regalo para ayudarme -
86- a sobrellevar la quietud forzosa. Lo leí de un tirón, admirada y suspensa, porque ese libro
no se parecía a nada que hubiese conocido hasta la fecha. Hallaba en él no solo una mente
original hasta lo desconcertante, sino un estilo literario nada frecuente en nuestro idioma, tan
sintético y despojado de ornato, con una adjetivación admirable y un uso singular de los verbos
que suplían, en esa prosa de concisión espartana, las gracias de la retórica. Pero fue un tiempo
después, al leer su obra poética, cuando mi admiración intelectual se convirtió en entusiasmo
apasionado. Me recuerdo caminando por la casa, libro en mano, leyendo poemas en voz alta
como una poseída e interrumpiéndome a cada rato para lanzar exclamaciones de júbilo, como
solo puede hacerlo la persona que también ama el lenguaje y se exalta al verlo usado por un
maestro.
Teníamos con Borges una amiga común, Estela Canto, y ella fue quien nos reunió. Estela
había sido una de las muchas mujeres que Borges cortejó en su juventud, época en que le dedicó
su cuento «El Aleph» y le regaló el manuscrito original. Curiosamente, Estela militó mucho
tiempo en el Partido Comunista, del que tardó más en desilusionarse de lo que una habría
supuesto conociendo su lúcida inteligencia; pero, como ni la inteligencia ni la razón son móviles
principales de nuestra conducta, inútil es indagar en materia de místicas ajenas. Pese a esta
discrepancia ideológica, nos teníamos afecto y solíamos vernos con cierta regularidad; era muy
buena escritora y yo consideraba una lástima que malgastase su talento haciendo propaganda
marxista en revistas insignificantes, en lugar de escribir las novelas para las que estaba dotada.
Lo cierto es que mi artículo para la efímera Ciudad, que no apareció hasta el año siguiente,
me sirvió de tarjeta de presentación ante Borges: Estela le hizo leer -87- el texto y esto no lo
desalentó para que aceptara conocerme. Finalizaba 1954, punto de partida para una relación que
duró treinta y dos años hasta su muerte en 1986 y que, repito, fue la amistad más importante de
mi vida.
Cuando conversé con Borges por primera vez, él tenía cincuenta y cinco años y yo treinta y
dos. La imagen que me había formado a través de sus libros no parecía coincidir con la persona
real: la mente poderosa, la compleja y sutil erudición, el fino humorismo y la honda inspiración
poética estaban enmascarados por un señor tímido, a veces levemente tartamudo, con un rostro
de rasgos poco firmes que sugerían más la blandura que el rigor y una diestra insegura, que
esbozaba ademanes de los que luego parecía arrepentirse y en el saludo habitual se daba con
flojedad, como queriendo escapar a la presión de aquella que se le tendía.
Para escribir ese artículo yo había leído casi toda su obra y el escritor de carne y hueso que
tenía ante mí no parecía su autor. Elogió mucho mi trabajo, llenándome de alegría porque no
sabía entonces qué pródigo era Borges en el elogio hacia las personas con quienes quería ser
amable, sobre todo cuando se trataba de mujeres. Aún no le había oído decir en público que
Fulana de Tal era la mejor poetisa argentina y señalarme, en tête-à-tête, que sus rimas eran
completamente casuales, ni calificar de admirable la traducción de unos poemas al presentarla y
censurarla duramente esa misma noche, mientras comíamos solos. Hubo escritor a quien elogió
en su presencia, de quien me dijo otro día: Sí, es muy famoso, a pesar de su obra. Cuando le tuve
más confianza, yo, que soy incapaz de cortesía cuando de honestidad intelectual se trata, le
reprochaba ese hábito que juzgaba indigno de él. Borges sonreía con su sonrisa bonachona y
replicaba:
-88-
-Pero ¿qué importancia tiene? Se quedan contentos y con eso no perjudico a la literatura.
En 1954, pues, habiéndonos conocido cuando faltaba un mes apenas para mi habitual
reclusión en el campo con los chicos, solo estuve con Borges dos veces más. La primera, fui a
tomar el té a su casa y conocí a la madre, Leonor Acevedo, a quien llamábamos Leonorcita, gran
señora y excepcional mujer, muy calumniada por psicoanalistas que nunca hablaron una palabra
con ella y por periodistas que se hacían eco de aquellos. La devoción ejemplar de esta madre,
que no vivió sino para ayudar al hijo ciego y resolverle todos los problemas, mientras le
alcanzaron las fuerzas, fue interpretada como deseo de dominio; nada más falso. Por otra parte,
habría sido imposible dominar a Borges ni obligarlo a hacer cosa alguna que él no deseara,
porque era especialista en resistencia pasiva y también en salirse con la suya, no siempre para su
bien.
Después del té fuimos caminando a las oficinas de la revista Sur, en la calle Viamonte, a
visitar a Victoria Ocampo, a quien yo había conocido aquel invierno; estar en el despacho de
ella, conversando con ambos, me parecía tan inverosímil que no podía convencerme de que una
cosa semejante me sucediese a mí. Pocos días después Borges me volvió a invitar a tomar el té,
pero fue en el centro y proseguimos, también a pie, hasta la antigua Sociedad Argentina de
Escritores en la calle México, donde me esperaba una grata sorpresa: encontrar a mi viejo
profesor de castellano del Liceo, don Arturo Capdevila.
Durante su primer matrimonio, nos alejó el curso de un año que dictó en los Estados Unidos
y después, cuando vivía con su mujer en la Avenida Belgrano, no iba yo sin una invitación
formal, lo que no ocurría a menudo; pero solía visitarlo por la tarde en la Biblioteca Nacional, de
la que era director, de modo que nuestra relación no se cortó jamás. Muy parcialmente, me
ayudan a recorrer el largo camino de recuerdos, las anotaciones que hacía de vez en cuando en
unos cuadernos que destruí por indiscretos, aunque debo aclarar que ninguna de las
indiscreciones registradas se refería a él.
Me fui acercando a Borges lentamente. No solo costó vencer su timidez, sino esa barrera
infranqueable de literatura que oponía al interlocutor para impedirle cualquier cosa que se
pareciera a una confidencia. A menudo me regalaba libros, que yo leía con avidez y marcaba en
la primera página con una B para recordar su procedencia: obras de Conrad, De Quincey,
Stevenson, Kipling, Wells, sus preferidos. Durante dos años, en cuanto lo nombraron profesor de
literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras, asistí a los cursos con el interés de la
persona que conoce bastante la materia y está en condiciones de apreciar la originalidad de un
enfoque y el acierto de un juicio; situación en que rara vez se hallaban los alumnos, a juzgar por
los relatos que él me hacía acerca de los exámenes que estaba obligado a oír. Borges no era
sistemático para dictar la materia; arbitrario en sus preferencias y muy -90- capaz de despachar
a Milton en una clase y dedicarle varias a la literatura anglosajona, que lo apasionaba en aquel
momento, era, en cambio, un crítico original y, si un tema lo entusiasmaba, podía contagiar su
fervor. Terminada la clase, tomábamos un café en la calle Florida y yo lo acompañaba a pie hasta
su casa, camino de la mía. Si salíamos de noche, íbamos a comer al Pedemonte antiguo, a El
Tropezón, a La Emiliana, al restaurante de Constitución y a veces al de Retiro, pero siempre
pasábamos horas caminando por la Plaza San Martín y sentándonos de vez en cuando en un
banco a hablar, por supuesto, de literatura.
Al principio o, para ser exacta, después de unos meses, Borges me cortejó un poco, como
acostumbraba hacerlo con casi todas sus amigas, pero tan discretamente que me era fácil simular
que no lo advertía. Yo, que por aquella época tenía otras preocupaciones sentimentales, estaba
con respecto a él en un estado que era incapaz de definir excepto, tal vez, con la palabra hechizo.
No entendía por qué me hallaba pendiente de un hombre que físicamente no me atraía pero, lo
mismo que en el amor, la rara ausencia de su diaria llamada telefónica podía angustiarme. Los
franceses tuvieron una expresión, hoy sin duda desterrada por obsoleta, amitié amoureuse, que
podría describir esa relación platónica -91- hecha no solo de comprensión intelectual, de
gustos compartidos, de un juego de réplicas y de bromas en que nos bastaba la más leve alusión
para entendernos; también había, en el fondo, soterradas corrientes de ternura que no afloraban
por cauces naturales, mientras uno citaba la primera línea de un pasaje de Shakespeare y el otro
continuaba con la segunda, o nos recitábamos uno al otro, alternadamente, las cuartetas del
Rubaiyat de Omar Khayyám en la traducción inglesa de Fitzgerald, con la alegría de pensar que
ese pequeño duelo literario en que nos ufanábamos de nuestras respectivas memorias, no
resultaba de una improvisación sino de entusiasmos antiguos, cuando en épocas en que no nos
conocíamos ni de nombre habíamos, cada uno por su lado, sentido el deleite de esos versos hasta
el punto de adueñarnos de ellos. Borges desplegaba su maravillosa inteligencia y su erudición
increíble sin ningún énfasis -nadie estuvo más lejos del alarde- y yo me solazaba porque podía
admirarlo entendiéndolo y seguirlo sin vacilaciones, como una bailarina sigue dócilmente al
compañero o ser como aquellos oscuros interlocutores de los diálogos socráticos que, sin brillo
propio, permiten sin embargo exponer su tesis al maestro. Treinta años después, en una
conferencia que dimos juntos sobre Música y Literatura y habiéndome pedido Borges que
iniciara el diálogo, expliqué al público que esa tarde sería el segundo violín el que expusiera el
tema y el primero lo desarrollaría luego. Creo que esta metáfora musical puede extenderse al
larguísimo diálogo que mantuvimos a través de los años, fui ese segundo violín que presta apoyo
e introduce variaciones y espero no haber entrado alguna vez a destiempo y, sobre todo, no haber
desafinado nunca.
-92-
Me contestó:
Sonreí y no dije nada. ¿Qué se contesta a una galantería? Pero sentí ganas de responder:
Ese curioso estado de contenida exaltación duró más de un año y no escapó a la perspicacia
de Leonorcita quien, lejos de molestarse, me veía con buenos ojos y me invitaba con frecuencia a
tomar el té, a veces en ausencia de su hijo, que llegaba un par de horas más tarde. A mí me
encantaban esas conversaciones: era muy inteligente y, como ella misma decía, una vida entera
dedicada a leerles al marido y al hijo ciegos los libros que ellos elegían, la había cultivado mucho
más que a otras señoras de su generación. Cuando escribí el libro sobre Borges para EUDEBA,
mi mejor fuente de información fue ella y pasé muchas horas a su lado, tomando notas de sus
recuerdos de la vida en Europa y la infancia y adolescencia de sus hijos; ya muy anciana se le
ocurrió dictarme, desde la cama en que estuvo postrada, memorias más antiguas, de su propia
niñez y juventud en un Buenos Aires remoto del que yo tenía noticias por los míos, pero nunca
con la precisión de detalles que ella me daba, matizándolos con toda suerte de anécdotas y hasta
escándalos de las viejas familias que yo anotaba para mi propio archivo, aun sabiendo que no
podría publicarlos. Abandoné el proyecto de dar forma a esos recuerdos cuando me di cuenta de
que Leonor, ya casi centenaria, estaba confundiendo las fechas y los nombres y no me sentí
segura de la fidelidad de los datos; espero hallar el modo, algún día, de hacerlos conocer.
Leonorcita murió faltándole un año para llegar a los cien; estaba tullida, sufriendo dolores
reumáticos y deseando fervorosamente el fin. -93- Cuando una de esas personas de poco seso
se lamentó ante Borges de que su madre no hubiese alcanzado el siglo, este le contestó, con ese
amargo humorismo de que era capaz:
-Pero Madre, eso te pasa por leer los discursos de Fulano en lugar de los Diálogos de Platón.
Ella se indignó, por supuesto, pero comprendí que la aparente broma del hijo era una verdad
indiscutible. «La gente tiene la superstición de creer que todos los días suceden cosas
importantes», solía decir, refiriéndose a su desinterés por los diarios. Un poema de Borges que
siempre tengo presente, «Límites», habla de que
De las puertas que cerré por última vez, felizmente sin saberlo entonces, una de las que más
echo de menos es la del departamento donde vivieron Borges y su madre, en la calle Maipú.
Llegué a conocerlo tanto y experimentó tan pocos cambios en el largo lapso en que lo visité, que
me lo tengo grabado en sus menores detalles: el balcón florido que lo rodeaba por entero; el
living-comedor con las bibliotecas, el cuadro de su hermana Norah, los daguerrotipos de
antepasados y, en los últimos años, el inmóvil gato Beppo, obeso y blanco, que era preciso quitar
del sofá donde usurpaba el asiento preferido de su amo; el dormitorio de Leonorcita, que -94-
nunca fue modificado y conservó los antiguos muebles de caoba y los retratos de familia como si
ella viviese todavía; el cuarto de Borges, tan estrecho que apenas había lugar para la ascética
cama y alguna biblioteca, en cuyas paredes colgaban un tigre de cerámica azul, regalo de María
Kodama, y el grabado de Durero Ritter, Tod und Teufel, que le inspiró dos sonetos. En el living
nos instalábamos de noche, él en el sofá, yo en el sillón junto a la lámpara y no llevo cuenta de
las páginas que le leí a lo largo de los años, al principio para ayudarlo a preparar sus clases en la
facultad o alguna de sus conferencias; después, cuando trabajé con él en el libro sobre el
budismo; siempre, para su placer, que era también el mío, porque cuanto le interesaba valía la
pena de ser leído. Su curiosidad era insaciable y me tenía a cada momento buscando algún dato
en la Enciclopedia Británica o persiguiendo etimologías en diccionarios especializados.
-El razonamiento que hay allí es del tipo: dos por dos, igual a lunes.
Un humorismo muy intelectual, desde luego, cuya gracia consistía en el modo de usar las
palabras: la inesperada adjetivación, el verbo disparatado y adecuadísimo que empleaba para
burlarse del universo o para lanzarse a un viaje por el absurdo, razonando con lógica aparente
pero desvariando cada vez más hasta que a mí me dolían los músculos de tanto reír. Él se reía de
mi risa, que lo estimulaba a proseguir por los laberintos de su ingenio y el recuerdo que tengo de
esos diálogos es de una permanente alegría.
Una vez en que ambos pertenecíamos al jurado del Premio La Nación y yo, recién llegada
de un viaje, le pregunté antes de empezar la lectura de los originales qué le habían parecido, me
contestó:
-Mirá, están escritos... bueno, decir que están escritos es una metáfora audaz...
En aquel diálogo sobre música y literatura que mencioné, tuvimos una pequeña discusión
sobre el willow song, la canción del sauce que canta Desdémona en el último acto de Otelo,
porque Borges insistía en que esta pertenecía a Hamlet; cuando le señalé que la estaba
confundiendo con el relato de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia, que empieza nombrando ese
árbol, comprendió su error y replicó al instante:
-96-
-¡Ah, claro, me equivoqué de sauce! A vos, como sos botánica, eso no te puede pasar...
A veces, una sola palabra bastaba para la burla. Hablando de La guerra gaucha de Lugones,
le oí decir:
-Se hizo una edición con un glosario que, desgraciadamente, era indispensable.
Si hubiera podido grabar mis incontables conversaciones con Borges, sería dueña de un
tesoro sin par que disipó el olvido. Pero un grabador habría destruido la despreocupación de esas
charlas, y tendré que resignarme a que no queden de ellas sino apuntes escuetos: Anoche comí
con Borges; le estuve leyendo a Henry James; o El año empezó, a las doce de la noche, con el
saludo telefónico de Borges; me pareció un augurio feliz, porque solo a mí pudo llamar en el
primer minuto del año; a otros, por fuerza, hubo de llamar después; o El domingo fui con
Borges a San Isidro, a casa de Victoria; al entrar en el jardín había una magnolia rosada
totalmente florecida, como una fiesta. ¿Solo estas gotas me quedan de aquel río de tiempo,
conservadas por azar como esas flores secas entre las páginas de un libro, en el que una quiso
preservar quién sabe qué fragante primavera?
Desde que le dieron el Premio Nacional en 1955, cuando lo acompañé con Leonorcita a
recibirlo, estuve a su lado en casi todos los acontecimientos importantes, alegres o tristes, de su
vida. Solía invitarme diciendo, con su peculiar modo indirecto:
Nada te turbe
nada te espante
todo se acaba
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
-98-
nada le falta.
Sólo Dios basta.
Si hubiéramos sido proclives a creer en los símbolos y en la magia, habríamos tomado aquel
poema por un signo que nos estaba especialmente dirigido, ninguno de los dos lo éramos, pero a
pesar de ello nos conmovió.
En aquellos tiempos no había intelectual ni escritor que fuese peronista, salvo dos o tres de
cuyos nombres no quiero acordarme, exaltados hoy por sus méritos de entonces, uno de los
cuales fue sufrir el desprecio unánime de sus colegas durante la dictadura. La Sociedad de
Escritores era un baluarte y amenazaban continuamente con cerrarla; la universidad, otro foco de
resistencia, contaba con el doble apoyo de estudiantes y profesores. Borges, que no se avino a
inspeccionar pollos y renunció a su puesto municipal, tuvo que ganarse la vida dictando cursos
en el Colegio Libre de Estudios Superiores y en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa,
venciendo con mucha dificultad su timidez ante el público que, según él, persistió aun después
de haber dado centenares de conferencias. Cuando le señalaba esa circunstancia me contestaba:
En la última etapa de su vida, abrumado por los reportajes, la televisión, las conferencias y
las presentaciones de libros, creo que acabó por acostumbrarse o por lo menos se resignó a
hablar en público.
Vivía desapegado del mundo, sin leer periódicos ni oír noticias por la radio, informado de
los hechos cotidianos por la conversación de sus amigos. Cuando obtuvo el Premio Cervantes en
1980, recibió, entre los -99- telegramas de felicitación, uno firmado Juan Carlos Sofía y me
dijo que se había devanado los sesos preguntándose quién podría ser ese señor Sofía, hasta que
alguien le explicó que se trataba de los reyes de España. Otra vez, le preguntó un periodista si
conocía de nombre a un famoso jugador de fútbol y contestó que no (¿Quién iba a ir a hablarle
de futbolistas a él?); era absolutamente verdad, aunque nadie creyó que lo fuera.
Para celebrar sus ochenta años hubo un acto multitudinario en el teatro Cervantes,
organizado por la Secretaría de Cultura; entre los oradores de esa tarde estábamos Juan Liscano,
Manuel Mujica Láinez y yo. Anoté luego: El acto fue lindo y cada cual puso en él una nota
diferente: Liscano, la erudita; Manucho, la ingeniosa; yo, la sentimental. Pero estoy muy
preocupada por Georgie, con su diabetes, sus trastornos circulatorios, su avanzada edad y su
estado de debilidad general. La idea de perderlo me desconsuela.
En los últimos años viajó mucho, a Europa sobre todo, con María Kodama, a quien yo había
visto infinidad de -100- veces pero conocía apenas, porque Borges solo trabajaba con una
persona por vez y nunca mezclaba a sus amigos ni les hablaba de sus otros visitantes. Con María
no conversé largamente y a solas sino después de muerto él, pero siempre le tuve simpatía y me
tranquilizaba que Borges hubiese hallado, para acompañarlo en sus viajes, a una mujer
inteligente, cultivada y discreta, que nunca se puso en evidencia ni lo utilizó jamás para sus
propios fines, como hicieron otras. Por grata que sea, viajar con un ciego es una tarea
agobiadora; yo, que nunca lo hice durante más de dos o tres días, volvía extenuada de estar
permanentemente atenta a cuanto necesitara, a no dejarlo solo sino cuando quería dormir, a
frenar a los periodistas y a defenderlo del público que se le iba encima cada vez que salía a los
salones del hotel.
Me afligían sus prolongadas ausencias con una salud precaria, pero tardé bastante en
comprender que eran un pretexto para disfrutar continuamente de la presencia de María. Con
todo, el anuncio de su matrimonio con ella me asombró y preocupó un poco, sabiendo que daría
pábulo a los más torpes comentarios del periodismo barato, cosa que sucedió; pero cuando me
llamó por teléfono desde Ginebra, para decirme que lamentaba que me hubiera enterado por los
diarios -fue en la víspera de mi cumpleaños, el último día en que le oí la voz estaba tan contento
y tan lleno de proyectos que me alegró de todo corazón, pensando que había encontrado por fin
una compañera permanente para su soledad en tinieblas. No sabía yo que, sin decírselo a nadie
para no afligir a los amigos, pero conociendo el diagnóstico del cáncer que se lo llevaría poco
después, había resuelto en noviembre del año anterior viajar a Ginebra. Hasta el último día
trabajó en corregir las pruebas de la traducción de sus obras completas al francés y fue un alivio
saber por María, a quien vi en España, que había -101- muerto serenamente y sin sufrimiento.
Hacía un tiempo que Borges me había dicho, bromeando, después de relatarme alguna
historia fantástica:
Ninguno de los dos creíamos en esa posibilidad pero confieso que, a pesar de estar de
acuerdo con él cuando decía: quiero morir con ese compañero, mi cuerpo, no me disgustaría la
idea de ser un fantasma si me fuese permitido reunirme con el suyo a conversar.
-[102]- -103-
Hace ya algún tiempo que circula entre nosotros la edición facsimilar en dos volúmenes del
libro Fervor de Buenos Aires. Uno de ellos lo reproduce tal como apareció en 1923. El otro
contiene las correcciones introducidas por Borges en el año 1969. No fueron estos los primeros
ni los últimos retoques estimados por Borges como indispensables. Pero ya son, qué duda cabe,
los del escritor consumado.
-104-
Querido Borges:
Permítale a un desconocido que lo llame así. Le debo, como tantos argentinos, la emoción y
aun el asombro de haberme reconciliado conmigo en muchas de sus palabras.
Hay algo que se me impone decirle inicialmente. Solo los hombres como usted -y no los
hombres como yo- son verdaderamente mortales. Los hombres como yo somos eternos. Nada
esencial nos distingue a unos de otros y, generación tras generación, nos sucedemos asegurando,
con la terca monotonía que a todo le imprime nuestra irremediable trivialidad, la subsistencia
tenaz de un prototipo: el del hombre sin relieve, el del hombre ajeno a la bendición y al tormento
de la singularidad. Y ello no es así porque nuestras pasiones sean mediocres sino porque es
mediocre el destino que ellas corren en nuestra imaginación; como es igualmente opaco el curso
que nuestra inteligencia sin fervor les abre en los días y noches que a cada cual le son dados.
Sé que también usted ha pensado en la inmortalidad como atributo menor, como rasgo
distintivo de lo impersonal, como victoria indigna de lo auténticamente grande.
Si estuviera usted esta noche con nosotros seguramente evocaría a Heráclito, el que supo
distinguir entre hombres dormidos y despiertos. A usted le toca cargar con el imperativo de la
vigilia y ser, entre nosotros, uno de esos contados hombres despiertos.
He pensado también con frecuencia que su ceguera fue la piadosa ofrenda que nos hizo su
humildad para que nadie entre nosotros advirtiera que por nuestras calles y por nuestro tiempo
marchaba un hombre que todo lo veía.
La muerte de un hombre grande, vale decir la de un hombre singular, deja un vacío mayor
que aquel que entre nosotros reinaba antes de su nacimiento. Sospecho que el motivo es simple
pero no por eso menos asombroso. Si rara vez muere un hombre excepcional, su partida no
puede sino sumirnos en el desasosiego y la pena de haber sido testigos de la extinción de una
vida real en medio de tantas vidas ficticias.
Hemos sido contemporáneos de Borges como otros lo han sido de Sófocles y de Dante, de
Shakespeare y de Pascal, de Camões y de Goethe. Oscuramente presentimos que en su palabra
algo perdurará de lo que fuimos, que en ella encuentra albergue y sustento lo que en la nuestra no
fue más que efervescencia y vana compulsión.
Esto hemos sido: contemporáneos de Borges. Nos fue -106- dado saber de un escritor
mayor en forma directa, diáfana, palpable.
¿Quién no tuvo trato con usted? ¿Quién no reconoció en su acento nuestro acento? ¿En sus
calles evocadas nuestras calles? ¿En su idioma el esplendor de un castellano que supo ser el
nuestro? Su obra ha hecho de Buenos Aires una metáfora más de lo universal; un nombre más
entre los nombres ineludibles que retratan el vínculo de nuestro tiempo con los dilemas de la
verdad.
A veces una muda emoción puede ser la forma más íntima de la gratitud. Usted, Borges, ha
sido real y por usted hemos dejado nosotros de estar únicamente inscriptos en esa cruenta
irrealidad que es la intrascendencia expresiva. Usted ocurrió entre nosotros. Hubo aquí una vez
un hombre llamado Jorge Luis Borges. Usted nunca supo quien fue. Nosotros, en cambio, bien
sabemos que usted fue por todos nosotros.
Releyendo en la vejez las páginas del libro cuya reedición hoy celebramos, usted se
persuadió de que ellas contenían todo su futuro. Que la vida de un escritor, cuando es afortunada,
constituye siempre el despliegue de una primera y radical intuición.
Si ello es así, habrá que admitir que, a medida que un autor cabal envejece como hombre, va
alcanzando, como creador, una lozanía creciente, una vitalidad expresiva que en él no se advertía
en los años de juventud. De hecho, el lenguaje de Fervor de Buenos Aires era, en 1923,
infinitamente menos borgeano que el suyo y, por eso mismo, más viejo que en 1969, fecha en la
que usted decidió enmendar la versión inicial del libro. Así fue como el joven Borges, a los
setenta años, salvó a su libro de los riesgos de extinción que lo amenazaban al haber sido escrito
por un anciano poeta de algo más de veinte. Sin embargo ya hay un rasgo, en ese muchacho de
1923, -107- que en usted se sostuvo para siempre. A ese rasgo lo llamaría yo, impulsado por el
acoso de las definiciones, su manera sustantiva de ver. Esa que ya entonces le aseguraba que, al
mirar la pampa, había visto usted «el único lugar de la tierra donde puede caminar Dios a sus
anchas». A los setenta años, su frescura expresiva expurga de abusos y propuestas esclerosadas
el lenguaje de aquel jovencito que, más allá de sus desmesuras, era ya el autor de sus libros.
Leyéndolo, usted verifica, con indisimulada perplejidad, que ese muchacho de mano más que
vacilante ya había trazado el orbe esencial donde vendrían a florecer todos sus dilemas y
desasosiegos de escritor.
Un libro inicial no es, necesariamente, el primero que se publica. Bien puede ser, en cambio,
aquel que, reconsiderado desde un futuro al que accedemos mucho después, revela la simiente de
todo lo que luego habríamos de hacer. En usted, Borges, confluyen curiosamente el libro inicial y
el primero publicado. Aquel muchacho de diáfana figura ya es el anciano reposado y ciego que
tantas veces supimos contemplar en el cruce de una avenida, en el recinto de una facultad o en un
café céntrico.
Que yo sepa, usted nunca manifestó admiración por Hegel. Sin embargo, esta convicción -la
de que, de algún modo, lo que habremos de ser está ya contenido en lo que somos y en lo que
fuimos- hubiera complacido al pensador de la Lógica.
Haber sido uno una única vez. Tal el misterio mayor y la máxima epifanía en la que,
seguramente, su agnosticismo muchas veces se deleitó.
Nos hemos reunido aquí, Borges, entre los incontables libros de Alberto Casares, su editor
artesano, más que para rendirle homenaje, cosa que a usted le hubiera resultado un despropósito,
para compartir una emoción que seguramente fue suya: la de que hubiese habido aquel
muchacho que escribió Fervor de Buenos Aires. Sepa usted que a ese chico lo queremos también
nosotros. Él está en nuestro corazón y en la mira de nuestra gratitud porque, con las líneas
trémulas y súbitamente luminosas que trazó hacia 1923, rozaba ya, con extraña sabiduría, el
enigmático fondo de nuestra identidad.
Los estudiosos e interesados en general pueden disponer ahora de una profusa bibliografía
acerca de la obra de Borges. Y no solo en castellano. Junto a Julio Cortázar, aunque en mucho
mayor medida, es el autor argentino que merece una atención y lectura universales, aunque
acotado al mundo de los creadores, de los profesores y de un no masivo público provisto de un
paladar espiritual refinado.
Por supuesto que no siempre fue así. Regresado a la Argentina desde Europa publicó su
primer libro, que era de poemas, Fervor de Buenos Aires, en 1923. Contaba entonces
veinticuatro años de edad. Luego fue dando a conocer sus obras donde alternaban la poesía y la
prosa ensayística. A partir de la década del 40 se fue volcando al cuento, sin descuidar los otros
géneros. Esto es sabido, y no resulta ocioso señalar que hasta la década del 50 su obra no fue
conocida ni mucho menos difundida entre el gran público lector. Aunque ciertamente gozaba de
-110- nombradía, con admiradores y detractores incluidos, y ya desde mucho antes participaba
en la vida literaria, aquella que coincidía con su naturaleza e intereses más hondos en los marcos
de una existencia singularmente polémica en el plano literario.
Sin embargo, hasta 1956, es decir cuando Borges era ya un hombre y autor maduro, nadie o
muy pocos se habían animado a realizar una investigación extensa, orgánica, metódica e
inteligente acerca de su escritura, esa que lo ubicaba como un escritor aparte y especial, aquí y en
cualquier otra latitud. Es que Borges abarcaba un panorama excepcionalmente amplio y original,
cosa que todos sus lectores, estuvieran o no de acuerdo con sus páginas, reconocían. Y las
revistas literarias, por elevado que fuera su nivel de excelencia, no configuraban el medio más
directo e idóneo para dar a conocer un autor a ese tipo de público aficionado a textos no
convencionales.
Por cierto que no pretendemos afirmar que el estudio de Ruiz Díaz, que data de 1955,
sustentado esencialmente en el análisis de algunos de sus cuentos más logrados y famosos
publicados hasta entonces, contribuyera a crearle a Borges el ambiente y la popularidad que fue
adquiriendo y acrecentando en los años sucesivos. Pero sí debe tenerse en cuenta que su aporte,
sólido, y admirablemente escrito, se cuenta entre los de carácter precursor. Y quizás pueda
considerárselo, en este sentido y contexto, como «el» precursor. Es que Ruiz -111- Díaz
adelanta en su Borges71 las áreas de estudio y los puntos centrales que luego se repetirán hasta el
cansancio. Allí se trata, dentro de una enumeración que no deja de ser borgeana, de laberintos,
heresiarcas, tigres, compadritos, bibliotecas, traidores, espejos, talismanes, premoniciones,
filología, sueños, etcétera, etcétera.
Pero estos resultados nunca son casuales, no surgen solo mediante un esfuerzo de voluntad.
Requieren un previo estado de empatía entre estudioso y estudiado, y este rasgo preexistía en la
larga relación amistosa establecida entre ambos. Adolfo Ruiz Díaz había nacido en Buenos Aires
en 1920, es decir, que lo separaba algo más de una generación de la persona y obra de Borges.
Tras algunos años cursados en Medicina se volcó a su vocación indudable, la carrera de Letras,
que siguió en la Facultad de Filosofía y Letras en la entonces Universidad de Buenos Aires,
instalada en el ahora legendario edificio de la calle Viamonte. Egresado con el título de doctor,
se estableció a partir de 1953 en Mendoza y enseñó durante treinta años «Introducción a la
literatura» y «Estética». Allí se desempeñó también como director del Instituto de Literaturas
Modernas, de relevante importancia por el papel que ejerció en los medios universitarios. Su
cultura fue vasta y profunda, y no solo dentro del campo literario. Distintas camadas de alumnos
escucharon y disfrutaron sus clases, plenas de sabiduría y trasmitidas con gracia y una cortesía
exquisita, que reiteraba en la relación amistosa con sus alumnos, los cuales aún hoy lo recuerdan
con una especie de veneración reservada a los grandes maestros, tan escasos en la realidad
actual, donde hasta los mejores -112- no suelen pasar de «especialistas». Porque el profesor
Ruiz Díaz fue mucho más y porque lo humano nunca le fue ajeno.
Con el tono elegante y ameno que le era propio, Ruiz Díaz lo recuerda en un homenaje
dedicado a Borges, en el cual la Universidad Nacional de Cuyo le otorgó durante una ceremonia
celebrada en 1956 el título de Doctor honoris causa, el primero que recibió dentro de una
larguísima lista posterior. Allí agradeció la distinción, que le parecía generosa y, como señala
Ruiz Díaz, «lo alegró que la casa criolla que entonces lo acogía, tuviera un patio al fondo,
parecido a los de su niñez». También hizo hincapié «en el esplendor de su cerezo». Al día
siguiente se realizaba un acto público en el teatro Independencia de Mendoza, rebosante de
público. Borges, a estar a la evocación de Ruiz Díaz, «disertó sobre Yeats y reunió en una
imagen tan sobria como emocionante al poeta irlandés con José Hernández». Comunicaba
entonces a sus oyentes que la conjunción de dos destinos era una de las convicciones definitivas
de su propia vida. Y que comprender a un escritor significaba purificarlo de las contingencias
externas tan gratas a los manuales. Las fechas, las distancias, los idiomas, continuaba, son meras
apariencias inertes y engañosas si no se las refiere a la misteriosa unidad esencial del hombre. Y
le sigue una anécdota graciosa. Borges deploraba en un encuentro con una flamante profesora de
inglés, que algunos poetas antes famosos ya no eran leídos, por ejemplo Robert Browning. En
palabras de Ruiz Díaz, la interlocutora le contestó con aplomo «que sí lo leía y que se contaba
entre sus preferidos. No hacía falta más. Borges se olvidó del gentío que lo rodeaba. Lo único
importante en el mundo eran Browning y una mendocina capaz de recordarlo. Ambos frente a
frente, en una fervorosa payada se pusieron a alternar versos y versos».
-113-
La amistad entre Borges y Ruiz Díaz se cimentó a través de charlas y reuniones, no solo allí
en Mendoza, sino antes y después en Buenos Aires. Ruiz Díaz, que poseía una profunda cultura
literaria, filosófica y estética, robustecida por viajes a los principales centros de la civilización
europea, halló en Borges, como en algunos autores del Renacimiento, un paradigma digno del
análisis más fino. Pero no efectuado con el afán de una disección fríamente descriptiva, aséptica,
sino con el ánimo de elucidar la compleja escritura del autor de «La muerte y la brújula». Le
pareció que la obra de Borges, por su singular envergadura, se lo merecía, y supuso que con su
esfuerzo sería mejor comprendida, interpretada y difundida. Y acertó, aunque su estudio, por
razones que no vienen al caso mencionar, no alcanzó probablemente la merecida repercusión al
que era acreedor. A través de los ejemplares relatos borgeanos Ruiz Díaz emprendió el examen
de su erudición y estilo, de la ambigüedad que los caracteriza, del sentido que atribuye a la
biografía, expuso la teoría del destino que el corpus borgeano contiene, analizó los elementos
relativos al tiempo y la memoria, estableció los vínculos mantenidos por Borges entre la palabra
y la realidad, y se ocupó también de otros aspectos, como la eficacia expresiva, su aplicación de
la metáfora, la experiencia poética, y el sentido de patria del creador de «La biblioteca de
Babel».
Desde este punto de vista Ruiz Díaz fue de los primeros en desplegar un amplio panorama,
descubrió un rico venero para futuros estudios, trazó pautas aptas para su exploración posterior,
sembró inquietudes y, en términos generales, abrió un camino ancho para profundas exégesis
posteriores.
Y desde otro punto de vista, puede decirse que, mediante la precisión de su lenguaje,
«tradujo» en términos -114- de una crítica inteligible y accesible la narrativa de Borges a más
amplios públicos.
Con el objeto de ilustrar la penetración de este admirable exegeta nos parece oportuno
transcribir algunos párrafos del volumen dedicado a Borges.
Adolfo Ruiz Díaz sobrevivió pocos años a Borges. Murió el 6 de junio de 1988.
-[116]- -117-
Una prueba evidente de las ricas y variadas influencias presentes en Borges nos la da su
«Biblioteca Personal». -118- En la introducción o notas introductorias se puede notar su
formidable memoria de lector que, octogenario, nos refresca o simplemente nos muestra un
panorama a la vez diverso y espléndido de su formación. También nos demuestra que fue un
lector de novelas muy medido: Cervantes, Mark Twain, King, Gide, Dostoievski, Hermann
Hesse, Flaubert. No olvidamos que Borges no solo no oculta sus fuentes de inspiración sino que
por el contrario cita explícitamente a los autores y textos que al momento de escribir surgen de
su thesaurus interior sin que por ello ninguna obra ni ningún repertorio bibliográfico nos
escondan que estamos leyendo a Borges mismo.
En el caso de Cervantes, Borges admira el Quijote, y si queremos ir más allá diremos que
admira más la segunda parte que la primera. Hoy resultaría injusto olvidar su ensayo «Magias
parciales del Quijote»73. Aquí, el escritor argentino plantea -con originalidad y a partir de sus
conocidas preocupaciones sobre la realidad, el sueño, las duplicaciones, la creación literaria, etc.-
algunas cuestiones insoslayables en el estudio de la novela de Cervantes: su particular realismo y
las que llama «ambigüedades» del autor: los juegos realidad/ficción, sueño/vigilia o la obra
dentro de la obra. Sin embargo, de inmediato aclara que no se trata de un realismo al estilo de
Joseph Conrad (1857-1924) sino que Cervantes supo «contraponer a un mundo imaginario
poético, un mundo real prosaico».
Tras estos tres ejemplos que ayudan a entender las «extrañas ambigüedades» y su
culminación en la segunda parte, Borges concluye que «tales inversiones sugieren que si los
caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o
espectadores, podemos ser ficticios», a igual que «el barbero, sueño de Cervantes o forma de un
sueño de Cervantes», que lo juzga cuando revisando la biblioteca de don Quijote opina
críticamente sobre la Galatea.
Cuando Borges habla de la ficción que junto al realismo halla en el Quijote, no se refiere al
uso generalizado o vulgar que limita el término a «imaginación» o «suposición» y que más de
una vez se usa peyorativamente como antónimo de realidad. En la crítica literaria, la ficción se
alza como elemento básico de los géneros miméticos, tal como la narrativa y el teatro, sin que
por ello esté ausente en los amiméticos. En otras palabras, la ficción implica que los contenidos
reales o ficticios son verdaderos desde el punto de vista de la verdad poética, nunca se relacionan
con la realidad comprobable empíricamente. Más claro aún, en una novela o en un drama,
«ficticio» es todo lo que en un mundo no real, puede aparecer como real, del mismo modo el
adjetivo -123- «fingido» significa la simulación de una realidad. Hoy ya se habla de
«ficcional» y «no ficcional», términos que hasta no hace mucho resultaban barbarismos o
simplemente neologismos. En nuestros tiempos, tanto en la investigación como en la crítica
literaria su uso se ha generalizado en todas las lenguas neolatinas y resulta de mucha utilidad.
En cuanto al sueño, cabe decir que Borges en este caso lo usa con el sentido de motivo,
subrayando un mundo opuesto a la realidad, que se remonta a la antigüedad sin otra acepción o
apunta a lo que solemos llamar sueño alegórico. En el Siglo de Oro tenemos, valga el ejemplo,
los sueños de Quevedo que, a nuestro entender, son una crítica filosófico-satírica de la sociedad.
Aparecen también en el teatro de Calderón. El Racionalismo le quitó valor para recobrar nueva
vida en el pre-romanticismo. En el romanticismo llegó a considerarse como copia de la realidad
frente al «naturalismo», y el simbolismo le dio una significación medular. No podemos olvidar
que a partir de la Interpretación de los sueños (1900) de S. Freud, el sueño, ya en una nueva
dimensión, pasa a ser expresión de un ultramundo del inconsciente, de la fantasía libre de trabas.
En la literatura el sueño está omnipresente en autores como Dostoievski, Kafka, Claudel, Valle-
Inclán, Antonio Machado, Pirandello, por solo citar algunos nombres. Sus fronteras con otras
formas de expresión de lo irreal se van paulatinamente borrando: ficción, surrealismo, utopía,
visión, etc.
Cuando nos preguntamos por qué Borges se interesa tanto por el sueño, se nos ocurre pensar
que entre algunos de los motivos figura el hecho de que son espontáneos e incontrolados. De allí
que el soñador lo vive como si realmente existiese fuera de su imaginación. Así la conciencia de
la realidad se oblitera y el sentimiento de -125- identidad se enajena o disuelve. Hoy los
estudios de la psiquis sostienen que el sueño es necesario, tanto como el dormir, respirar o
alimentarse, para el equilibrio biológico y mental. La relajación y tensión del psiquismo hacen
que los sueños cumplan una función vital. La falta total de sueños anuncia la demencia o la
muerte. El drama onírico puede ofrecer lo que la vida exterior -que a veces llamamos realidad-
rehúsa y, además, revelar un estado de satisfacción o insatisfacción del hombre. Pero, a veces,
cuando el sueño y la realidad se separan excesivamente, puede caerse en lo patológico y revelar
en la propia libido una desmesura que nada puede compensar. Si asimilamos al sueño las
construcciones imaginarias efectuadas en estado de vigilia, todo sueño sería una realización
irreal, pero que aspira a la realización práctica.
Juan Luis Vives en su Introducción a la sabiduría dice: «No se ha de pensar que lo es de
vida aquel tiempo que se gasta en dormir; porque la vida es vigilia»77. Aunque no recuerdo que
Borges haya leído a Vives en su Introducción, estoy seguro de que le hubiera agradado esta
tajante afirmación de que «la vida es vigilia», cuando usa el término en «Magias parciales del
Quijote». Es decir, vigilia entendida como el estado del que está despierto, particularmente
durante las horas que por lo común se destinan al sueño; el que sabe guardar, observar, velar.
Dicho así la vigilia de la frase de Borges adquiere una amplitud vital digna de tenerse en cuenta.
Borges ha reconocido reiteradamente su admiración por este libro oriental, que como bien
sabemos se hizo popular en Occidente a partir de la traducción de Jean Antoine Galland (1646-
1715), y que llegó a sus manos cuando era un niño, a través de la traducción de Burton, en
inglés, publicada en Londres en dieciséis volúmenes aparecidos entre 1885 y 1888. En aquellos
tiempos esta edición era considerada pornográfica por sus ilustraciones y referencias sexuales.
Según Borges -que halló el libro en la biblioteca de su padre- lo leía en secreto y se admiraba
entre otras cosas por la esplendidez de su narrativa. También le atrajo la estructura «circular»,
que sostiene tantos episodios en una sola línea argumental básica. Buen ejemplo de su
permanente gusto por este libro es el hecho de que no solo lo frecuentó por la traducción de
Burton sino que usó varias otras79.
El lector de Borges sabe que el autor observa alborozado en Las Mil y Una Noches la
«compilación de historias fantásticas» y, como dijimos, el «cuento central [unido a] cuentos
adventicios», sin cuidarse de graduar su realidad. Mientras que en el Quijote nos recuerda que
«Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo
del libro» y, entre otros ejemplos, nos destaca aquel momento, al que ya aludimos, en que el cura
y el barbero, revisando la -127- biblioteca de don Quijote, se detienen en la Galatea, y «resulta
que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas
que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El
barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes».
Es así como en el análisis del libro total, estas ambigüedades culminan en la segunda parte,
empezando por el hecho de que los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del
Quijote». Hay evidentemente una permanente relación entre la realidad y la ficción, cuya
discusión preocupó a Borges y muestra de lo cual son estas «Magias parciales del Quijote»,
donde, aunque el tema no sea sencillo, está tratado con sabiduría y sonrisas.
-[128]- -129-
Los asuntos que singularizan la prosa de Borges se manifiestan siempre a través de una
concepción de poderosa originalidad. Esta resulta algo connatural al autor, que en momento
alguno deja traslucir el esfuerzo de una búsqueda laboriosa. Dicho de otro modo, lo innovador e
insólito constituyen la identidad del escritor, su ser profundo. Entre Borges y sus expresiones
literarias no se descubren espacios intercalados. Más que la cotidianidad de lo real parece
impulsarlo la necesidad de comunicar las fases sucesivas de su mundo interior, como si se
sintiese urgido por el imperativo de confesar al lector la matizada complejidad de su mente.
Hay una tendencia, en algunos de los comentaristas de Borges, a subrayar en sus páginas un
fondo de irracionalidad. Cabe el desacuerdo con tal dictamen de un sector de sus críticos. Por
cuanto, detrás de la materia estética, se esconde un deliberado propósito de construcción literaria.
El equívoco inherente a la interpretación mencionada aparece cuando se otorga a ciertos pasajes
-130- de la obra borgiana un valor especulativo o la intención de llegar a una conclusión por
medios dialécticos.
Para Borges, las doctrinas filosóficas, que entreteje en sus libros con otras modalidades de
su inventiva, han de considerarse como posibilidades apenas diferenciables de su narrativa,
forjada con los elementos de una prodigiosa fantasía.
Nunca desconoció Borges el ascendiente de determinados autores sobre él. Más aún,
reconoció explícitamente sus deudas literarias, la gravitación de modelos extranjeros o
nacionales sobre su producción. Con sus lecturas de hombre de biblioteca, transfiguradas por el
talento creador, abrió caminos a la literatura argentina de su tiempo. He ahí un sobresaliente
aporte suyo. Con las influencias asimiladas y a despecho de ellas, remozó y enriqueció el acervo
de temas que prolongaba fórmulas y tópicos archisabidos en nuestro ambiente. Elige, primero
que nadie, puntos de vista desusados para enfocar el fenómeno artístico. Lo adocenado y
remanido agobiaban a nuestra gente de letras. Borges hace prevalecer -cabe la reiteración- la
fantasía en un medio argentino que sigue machacando hasta el hartazgo con el tradicional
realismo y el costumbrismo de raíz española, -131- incansables en el afán de reflejar lo
circundante, la rutina de la vida de las diversas clases sociales, en el marco del «conventillo» o
los grandes salones. Pero no se limitó a echar en olvido la reproducción fiel de lo exterior, sino
que da la espalda al tratamiento psicológico de sus personajes y se concentra en la forja de
ejemplares humanos simbólicos o engendrados por imaginación. Esta doble superación de
realismo y psicologismo encara al ser humano con las dimensiones de lo absoluto y lo
arquetípico. Ya nada se centra en los problemas entre individualidades. La literatura cuestiona
las situaciones conflictivas a la luz del tiempo sin término, de los arcanos de una subyacente
realidad, cuando no de conjeturales designios de Dios.
Por supuesto, Borges presenta individuos con sus rasgos privativos. «Emma Zunz» se nos
viene a la memoria como uno de sus caracteres mejor perfilados. Esto admitido, no puede
cuestionarse que lo trascendente, la abstracción, son su materia favorita. Los filósofos ocupan un
primer plano en lo tocante a sus preferencias temáticas. Y los interrogantes básicos que sirven de
cimiento a la ontología presiden su obra. El desdoblamiento del espacio y el juego con el tiempo
lo auxilian en la osadía de sus estructuras argumentales. Lo maravilloso o meramente extraño
colaboran en sus tramas, las apoyan. Platón, más que Aristóteles, se amolda a los reclamos de su
espíritu. Del sueño platónico de la unidad se nutre su aserto de que «en un hombre alientan todos
los hombres». El género, no el individuo, es en él incitación preponderante. De ahí que poco o
nada cuenten en Borges el contorno social y las vinculaciones entre personajes.
El ser, como se ha dicho, se erige en su preocupación obsesiva. A ese planteo central nos
conduce la irrealidad de nuestra condición humana, trasuntada en los espejos -132- que nos
duplican. Dédalos laboriosamente elucubrados, galerías ilimitadas y tenebrosas simbolizan el
extravío sin remedio del hombre en lo insondable del tiempo y del espacio.
En sus ensayos y en sus glosas sobre temas literarios Borges no cae nunca en la nota
informativa, sin vuelo, sino que luce la brillantez de interpretaciones invariablemente más
atrayentes que los tópicos que las motivan. Su noción de que los vocablos se deterioran con el
uso lo lleva a trascender la lengua, tratando de hallar permanencias, vale decir, lo que trasluce lo
sustantivo del ser humano. Esto explica su tendencia a la creación de mitos poéticos. En
antinomia manifiesta hace contrastar el desgaste de la temporalidad con la esencia eterna del
mito.
En general, Borges explora zonas vírgenes de la literatura y extrae de ellas sus máximas
posibilidades estéticas. Lo raro y lo ignoto acicatean su mente. Siempre consubstanciado con el
platonismo, busca lo que está en el fondo de las cosas y de las almas, ahonda en ellas con la
maestría de su inteligencia. El tiempo, preocupación mayor en Borges como se ha dicho,
configura una de sus inquietudes dominantes. Lo evidencian «El reloj de arena», «Ajedrez», «La
noche cíclica», «Una llave en Salónica», «El Golem», por citar solo algunos de ellos.
El estilo borgiano se nos antoja, en cierto modo, como un tema en sí mismo. En su juventud,
el autor de «El Aleph» muestra afición por los asuntos locales y se regodea -133- con el
empleo de un léxico genuinamente nuestro. Más adelante su lírica se despoja en parte de ese
excluyente sesgo nacional, haciéndose más entrañable y expresiva de su intimidad.
Para Amado Alonso, eminente profesor español que ocupó la cátedra de Filología Romance
en nuestra Facultad de Filosofía y Letras, la prosa de Borges obedece a una regla de «necesidad».
Cada vocablo debe ir unido al que le sigue, como si un encadenamiento lógico inexorable
imperase sobre la sintaxis de este maestro de la literatura contemporánea. Una sobriedad rayana
con el ascetismo verbal pone su sello a la forma de expresión borgiana en cuentos y ensayos.
Concisión y precisión, tal como lo han recalcado sus mejores críticos, son sus atributos más
valiosos.
Abundan los lugares comunes en las impugnaciones de ciertos comentaristas del autor de
Fervor de Buenos Aires. Se ha llegado por ejemplo a un esquematismo candoroso al plantear la
antítesis del localismo a su vocación de universalidad. En verdad, la visión sin fronteras de su
espíritu no es impedimento para la comprensión de nuestra realidad. Prueba patente de la
comunión espiritual de Borges con su medio nativo la dan sus estudios sobre Almafuerte,
Leopoldo Lugones, Evaristo Carriego, Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y José
Hernández.
Jorge Luis Borges, como ocurrió con Rubén Darío, ha sobrepasado con su obra los límites
de su país y de Hispanoamérica. Convertido en modelo prestigioso, los escritores más
representativos del Viejo Mundo no han tenido reparo en reconocer la tutoría intelectual de este
maestro de las letras argentinas. Así, Borges restituye a su vez, con el toque de su talento, las
enseñanzas recibidas de la cultura europea.
-135-
Jorge Luis Borges o literatura
Adolfo de Obieta
Hijo mental de libros, padre de libros, hermano de libros, abuelo de libros, pariente de
libros.
Nacido entre libros, criado entre libros, circula y transcurre entre libros, hablando de libros,
componiendo libros, proyectando libros; se oculta entre libros luego de enriquecer con sus
propios libros la literatura hispánica y aun la universal.
Pocos habrán leído más literatura de todos los espacios y tiempos, y soñado la venidera.
Pues además de escribir ensayos a menudo sobre libros lejanos o antiguos, y vivido
literariamente en Islandia o en Troya, pocos habrán habitado y celebrado más la Literatura o Yo
mismo.
Hijo de escritor, pariente de escritores, con madre lectora y traductora, hermana artista y
lectora, cuñado escritor, con antepasados y allegados vinculados a la literatura. Si no nace
escribiendo y leyendo, es lo más parecido a un lector innato y un escritor innato, con algo de
innatez prenatal, como si esas vocaciones no pudiera dejar de adivinarse que vienen de algún
antes, de haber -136- Jorge Luis convivido de algún modo en días de Maimónides o de Milton.
«Leer es vivir». «Leo, luego existo». Pero para Borges leer es una experiencia aun mayor
que vivir, y llega a reconocer la suya como una vida «consagrada menos a vivir que a leer».
Su vida como autor dura unos ochenta años; como lector, aun algo más. Su madre confiesa
haber sabido, desde el principio, que su hijo «terminaría siendo escritor», modo de decir que
empezaría siendo escritor; su padre sabía, por confesión de Georgie niño, su deseo de ser
escritor, de modo que cuando más tarde se calificara como «un ser literario» no haría más que
dar fe de su compromiso natal con las letras. Si a los seis años componía un relato de cuatro o
cinco páginas, y a los nueve traducía páginas de Wilde, y en 1912 da a conocer «El rey de la
selva», se ve que aunque acaso nunca concluyó su bachillerato ni cursó oficialmente letras o
humanidades o filosofía, es seguro que como fiel poblador de bibliotecas y enciclopedias, para
nada haya lamentado -ni nosotros lamentemos- no haber poblado universidades y facultades.
Después llegaría el tiempo de ser honrado con doctorados honoris causa y disertar en las
universidades más famosas. Tiempo al tiempo y espacio al espacio del autodidacta magistral.
Ochenta o más años desde sus fantasías verbales de niño hasta las últimas páginas que dicta;
o sea que la idea hablada o escrita o la inventiva literaria, el juego estético con la palabra, dura
esa inmensidad de años, fidelísimo a su infusa consigna vocacional: «ni un día sin una frase leída
y una frase escrita», ni un solo día sin hacer o pensar o soñar o hablar literatura. A lo que habría
que agregar, en un balance justiciero ya sin su presencia física, todas las lecturas y escrituras y
soñaduras literarias inspiradas por su obra.
-137-
Pocos -o nadie más- nacidos entre nosotros para la vida literaria; pocos con más memoria
para recordar centenares o millares de argumentos, escenas, pasajes de relatos o ensayos, versos,
metáforas. Pocos más conocedores de la literatura literaria y de provincias vecinas de la literatura
como la filosofía, la teología, la historia, la mística, el ocultismo, en que curioseó infinitamente.
Quién glorificó más noches o más caminatas conversando sobre tramas, temas, asuntos,
idiomas, sintaxis, cosmogonías, aporías, metafísicas, escrituras. Quién vivió más en palabra,
pensamiento y acción para la Literatura, entre títulos, páginas, mayúsculas, minúsculas,
paréntesis, imágenes, gramáticas, puntos suspensivos, diccionarios, atisbando el sonido y, el
sentido de las palabras, el Verbo y el Logos, lo dicho, lo sugerido. lo callado, lo ambiguo, lo
transparente o lo borroso de las palabras, esos activos átomos constructores o destructores de
universos sustitutos.
Aunque quizá no lo formuló, supongo que profesaba «La Literatura Maestra de Vida», más
que la Historia o la Filosofía Maestras de Vida; qué puede enseñar más que los libros literarios,
que los cosmos verbales, los abismos y los cielos poéticos. Si el Infinito, si la Eternidad, si el
Ser, trasuntan un entrañable secreto primero o final, la Literatura puede y debe acecharlo y
volverlo inteligible. ¿No se habla del Libro de la Vida, del Libro del Destino? La Vida está
escrita en un Libro que hay que aprender a leer; lo mismo el Destino. Inteligencia, inteligir
(inter-leg re) ¿no significa elegir o leer entre? Y la Biblia, ¿no oculta con su nombre griego el
Libro de los Libros? El libro libera, leer libera, la letra libera, la Literatura (excelencia de la
Letra) libera. Pensar puede ser demasiado, o presuntuoso, pero imaginar, inventar, escribir, jugar
religiosamente a la palabra, -138- a las leales y rebeldes letras, o trascender de grafía o signo o
sonido a sentido, a ser; ha comenzado la alquimia del Verbo. Tal vez muchos experimentos se
pierden, pero de todos modos enseñan, o quedaría el recurso de la corrección; tampoco todos los
experimentos de los alquimistas de la Materia triunfaron siempre.
Esas andanzas de Jorge Luis Borges por los barrios dialogando efusivamente, pesando el
valor de un frase, la gracia o desgracia de un adjetivo, la creatividad de una errata, el sortilegio
de unos puntos suspensivos dejando que digan lo que no se dice por aquello de que nombrar
puede aniquilar el prestigio persuasivo del Misterio. Saber empezar un texto, saber terminarlo,
pero también saber aquí o allá alargar o retener o cortar, saturar de rasgos o escatimar
precisiones...
Íntimo de libros y bibliotecas y librerías, su primer «empleo» con horario y sueldo fue en
una biblioteca municipal cualquiera en un barrio cualquiera, al que debió renunciar por
circunstancias conocidas, que dan pintoresquismo a su biografía. Pero quién no piensa en las
apasionantes memorias que Jorge Luis Borges hubiera podido dejarnos sobre sus andanzas
vigilando mercados, sus diálogos con oficinistas, orilleros, mercachifles de la economía y la
política, de haber aceptado la permuta de destino burocrático. El emparentado con los Lafinur,
los Acevedo, los Suárez, los Laprida, adquiriendo experiencia de feriantes y viandantes, no
ceñido a transcurrir solitario por la Avenida Quintana donde a pasos de distancia moran los
Borges Acevedo y -139- los Bioy Casares, tan cultos. Qué capítulo de memorias vívidas del
imaginador de reyertas imaginarias entre cuchilleros y taitas, si Jorge Luis Borges al asumir la
transición de bibliotecario a inspector de mercado la hubiera afrontado con el ánimo de sus
antepasados y enfrentado eventualmente la persecución autocrática. Claro que Un imaginativo-
inventivo como Jorge Luis Borges no necesitaba padecer en carne propia las groserías, pero
seguramente, aparte del valor testimonial de la verdad -que poco cuenta para el arte- su crónica
de alguna «unidad básica» no hubiera dejado de enriquecer con experiencias de historia y de
sociología la experiencia literaria o mitológica. (No dejo de recordarlo en días dictatoriales, en
una comida literaria en la zona del Once, aludiendo, con coraje cívico y personal, a la situación
pública imperante, no sin riesgo de suscitar reacción de policías expeditivas. Su madre y su
hermana supieron lo que pudo resultar de cantar Libertad en la calle Florida.)
Alguna ley sigilosa hizo que Jorge Luis Borges pagara tributo al escalafón administrativo en
los niveles pinche y director, en distintos tiempos y campos de ejercicio pero el -140- mismo
rubro Bibliotecas, Libros; con muy diferente jerarquía entre la bibliotequita de la calle Carlos
Calvo (a la que iba, como todos, en tranvía), y el ámbito de la Biblioteca Nacional con aire de
templo del Libro o las Ideas en la calle México (a la que iría en auto oficial). Pero qué tentación
tantálica para un devoto de la Literatura, transitar entre anaqueles cargados con toda la sabiduría
y toda la fantasía del mundo, con inscripciones herméticas, textos en sánscrito o arameo,
babilonio, celta; pero a la vez qué pena necesitar ojos y tiempo para leer, rodeado de estantes en
que se almacenan millares y millares de papeles encuadernados, la inmensa mayoría quizá
huérfanos de lector, a los que el bibliotecario y sus acólitos deberían en conciencia hojear de vez
en cuando. ¿Alguna vez, en una siesta en la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges se habrá
internado por algún corredor perdido, abriendo al azar un libro por piedad, para que no quedara
doscientos años sin ser hojeado?
Quedaría por escudriñar imaginativamente si este hombre hecho por mitades de vida y de
libro, alguna vez, secretísimamente, sin decir a nadie ni decírselo, no habrá deseado ser algo más,
o algo distinto, de escritor; ser un zoólogo, un explorador, un amante famoso, un anacoreta en el
Aconcagua, un químico, un hombre del montón sin genealogía ni biblioteca, feliz mirando las
nubes o esperando el aguinaldo. La idea del Cosmos como una innumerable Biblioteca Universal
al fin indescifrable, a la que nunca alcanzará a leerle la millonésima página, ¿no lo habrá
entristecido alguna noche agnóstica? ¿Nunca lo habrá tentado un capricho exótico, como
permanecer una semana sin leer ni escribir, preguntándose si el mundo seguía andando?
Me parece oír que Borges, con su gentileza habitual, -141- disipa mis dudas: «Morir
leyendo y escribiendo, soñando versos o cuentos, entre libros bien escritos, es una digna
muerte».
No se trata de enmendar el secular «Pienso, luego Soy», pero se lo podría explicitar con algo
así como «Leer es Ser», «Leo, luego existo», «Ser es Leerse», «Escribo versos, luego soy».
En 1921, Borges regresa a Buenos Aires imbuido de una estética: «el ultraísmo». Tiene
poco más de veinte años, ha realizado su primer viaje a Europa y, al pasar por España, se ha
unido a dicho movimiento. Mucho se ha escrito y mucho ha dicho el propio Borges sobre este
episodio. El cuadro sería, de acuerdo a ello, el siguiente: Borges profesa el ultraísmo durante
esos años -que coinciden con la escritura de sus tres primeros libros de poesía-, para apartarse
luego de sus postulados y concluir señalando, una y otra vez, que se trató, simplemente, -144-
de la «equivocación ultraísta», suerte de pecado de juventud e inexperiencia.
Los hechos pueden haber sido cronológicamente así, pero el pecado -si de pecado puede
hablarse en lo que no sería más que la evolución de una obra y la búsqueda de la propia voz- no
fue tan grande como Borges lo señala. Si se leen con detenimiento esos libros buscando el
imperio de la metáfora sorprendente, puede observarse que ya desde los primeros poemas existe
una voluntad -tal vez inconsciente- de apartarse de las preceptivas del movimiento y buscar una
modulación más cercana al goce verbal que, años más tarde, habría de postular como el
verdadero reino de la poesía. Una voz más próxima al habla corriente, sugestivamente
emparentada con el criollismo que vislumbra en las calles de un Buenos Aires de casas bajas y
de quintas con verjas.
Los poemas de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, al tiempo
de constituir una meditatio mortis que Borges prolongará a lo largo de toda su obra, no pueden
ser leídos sino desde el intimismo de quien trasmuta su sentimiento a las cosas y busca a su vez
que estas le revelen su misterio. Y esto, al margen de proclamas y manifiestos de fe innovadora,
está más próximo a la elegía que al desafío; a la humildad de quien recibe el fruto de la
inspiración, que a la arrogancia de quien inventa y expone el objeto de su invención.
¿Qué identificación de escuelas puede vincular esos versos iniciales con las afirmativas y
voluntaristas construcciones que realizaban, en ese tiempo, Apollinaire y Huidobro en Francia y
España? Ninguna, salvo el haber hecho descender el verso del pedestal en que lo habían
colocado el romanticismo, primero, entronizando la figura del poeta, y luego el modernismo,
centrando el -145- interés en las posibilidades sonoras del lenguaje. Lo que se advierte, en
todo caso, es la entonación verbal rioplatense, teñida por la imaginería de los antiguos tangos
dichosos»:
O este otro:
En busca de la tarde
fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde toda se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como ademán de hombre enlutado.
Los elementos insólitos, de una agudeza exigida -«entraña de mi alma», «fino bruñimiento
de caoba», «grave como ademán de hombre enlutado», o, pocos versos más adelante, el adjetivo
«pueril» referido a la estatua-, parecen estar poco menos que injertados en una trama
básicamente lírica. Hay, pues, otra fuerza que lo empuja por detrás de la pretendida modernidad
del canon ultraísta: una vocación estilística aplicada a los dictados de su sentir más íntimo.
No ha de ser casual que en 1928, un año antes de publicar Cuaderno San Martín, Borges
indaga las -146- peculiaridades que acechan al escritor local -el impostado lenguaje de los
saineteros, el no menos falso de los cultos-, inclinándose por el lenguaje de «nuestra pasión, el de
nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad» (El idioma de los argentinos). Esto
es, la lección de nuestra tradición que es, sin duda, la universal, cuestión que retoma en «La
supersticiosa ética del lector» (Discusión, 1932): «Afirmo que la voluntaria omisión de esos dos
o tres agrados menores -distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas
de la interjección o el hipérbaton- suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el
escritor, y eso es todo».
Esta voluntad de abandonar la estética traída de España y de ahondar en una expresión
menos barroca, más llana, directa en el decir aunque lateral en el enfoque del tema -en definitiva,
más clásica en el sentido intemporal del término-, es lo que Borges habrá de hacer en los años
siguientes.
-147-
Abandonada la estética ultraísta, libre de las escuelas literarias que se insinuaron en la época
-el neorromanticismo de la primera mitad del siglo, el surrealismo -degradado, según él, a
comercio-, la experimentación vanguardista, el vitalismo latinoamericano, el hermetismo
ungarettiano de posguerra-, Borges define una voz absolutamente personal, lograda en base a tres
componentes: persistencia del elemento narrativo (acompañado a menudo por la práctica de la
enumeración); elaboración del poema a partir de factores culturales enmarcados en un cierto
distanciamiento (míticos, literarios, históricos, geográficos o fruto del entrecruzamiento de lo
autobiográfico y lo ficcional); cuidado de la forma y de la musicalidad del verso (inequívoca
asimilación de las enseñanzas de Valéry e, inclusive, de Flaubert, y entre sus contemporáneos, de
Banchs y de la relectura de Lugones).
Precisión y tacto podrían ser las palabras que lo definirían: precisión, por la búsqueda de la
palabra adecuada, del vocablo nacido para la frase, aquel que sale mejor de los labios, el que no
distrae con su sonoridad exacerbada ni con su colorido inoportuno, el que no nos desvía de la
dirección a que apunta el poema; tacto, pues habrá de evitar el énfasis y todas aquellas palabras
que, teniendo un equivalente más apagado, puedan ser sustituidas sin pérdida para el significado.
Prueba de esto es la corrección de sus viejos textos -148- realizada en ocasión de publicar
su obra poética a partir de 1943 y, sobre todo, en la primera edición de su Obra completa de
1974. Con suerte diversa, se observa la voluntad de quitar todo lo que pudiera entenderse como
labia, juego verbal, señal de escuela, recurso estilístico. «Tecniquerías», como da en llamarlas,
apelando a la expresión de Unamuno. Las correcciones son múltiples, aunque de grado
decreciente en cada poema y en cada uno de los libros sujetos a revisión. Donde decía:
¿Qué poemas salva? Si nos atenemos a su propia selección, podemos destacar: «El general
Quiroga va en coche al muere», «Fundación mítica de Buenos Aires», «La noche que en el Sur
lo velaron», «Poema de los dones», «La noche cíclica», prefigurado, por oposición, en el
irrepetible abrazo de Matilde Urbach; también «Poema conjetural», «El otro tigre», «Página -
149- para recordar al Coronel Suárez», las dos versiones de «Límites», «El Golem», «Una rosa
y Milton».
¿Qué observamos en ellos? Más allá de alguna palabra rebuscada en el primero («y la luna
atorrando por el frío del alba», que en edición posterior será atenuada por «la luna perdida en el
frío del alba») o locuciones coloquiales como «muerte de mala muerte», sustituida luego por «la
muerte, que es de todos», se observan en estos poemas -separados algunos de ellos por más de
veinte años- dos fuerzas que se complementan: por un lado, la apelación a una forma (el verso
medido y musical capaz de sobrevivir al tiempo, el no menos riguroso verso libre portador
también de una cifra); por otro, la idea de dispersión, de pérdida, de desaparición de la
conciencia, de olvido como promesa última, que amenazan a lo existente (Quiroga: «ya muerto,
ya inmortal, ya fantasma»; Buenos Aires: «tan eterna como el agua y el aire»; el tiempo circular
como una fatalidad, más que como una recuperación del pasado, en «La noche cíclica»; la
disolución final en el monólogo de «Poema conjetural»; esa cadena de infinitos tigres que no
permiten dar con el verdadero tigre, en «El otro tigre»; la reducción de la vida a una memoria,
una fecha o un lugar, en «Página...»; la levedad de ambos «Límites»; y, por fin, la rosa de Milton
que es salvada por virtud del verso que, al nombrarla, la construye: «Deja mágicamente tu
pasado / inmemorial y en este verso brilla»).
La síntesis es clara: a las fugas a que nos somete la realidad no hay otra respuesta que el
lenguaje del arte que las organiza. Al acoso del tiempo -que mina todo destino personal,
difuminándolo en una multiplicidad de seres sujetos a desaparecer en su individualidad-, la
asunción de un mundo imaginario y, a la postre, literario como verdadera realidad. Un orden que
es asimismo un orbe superior a la instancia humana que le da origen, -150- pero que configura
esa instancia.
Otros dos poemas vuelven sobre la idea de la justificación de la vida a través de la escritura:
«A un poeta menor de la Antología», a quien, de todas las glorias posibles, solo le está reservado
haber oído al ruiseñor, una tarde: «la voz del ruiseñor de Teócrito»; el referido a Whitman poco
antes de morir («Camden, 1892»): «Casi no soy, pero mis versos riman / la vida y su esplendor».
Y muestra de la invocación de la forma como custodio de lo existente es «A John Keats (1795-
1821)», llamado a perdurar por haber vislumbrado dos arquetipos: «el alto ruiseñor y la urna
griega».
Habrá que buscar en otro libro, La rosa profunda, para encontrar alguna precisión. Allí deja
traslucir que su condición no es otra que la de «vate», en su sentido arcaico: como adivinador,
auscultador, descifrador de lo enigmático que nos rodea; el que somete el misterio. «Trato de
intervenir lo menos posible en la evolución de la obra», menciona. «Hay un don, que se recibe o
no se recibe».
-151-
Una tarea solitaria, pero dichosa en su realización, que se mide por la felicidad que depara
más que por los resultados siempre azarosos. Como en Joyce -otra de sus figuras-, de quien
confiesa no haber leído el Ulises («como el resto del universo»), pero cuya labor destaca: «Qué
importa nuestra cobardía si hay en la tierra / un solo hombre valiente, / qué importa la tristeza si
hubo en el tiempo / alguien que se dijo feliz, / qué importa mi perdida generación, / ese vago
espejo, / si tus libros la justifican».
Recurrencias80
Gerardo H. Pagés
También en el campo de las letras tejen y destejen sus combinaciones los juegos del azar.
Pero, según dijera Borges, este es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al mundo
infinito de efectos y de causas.
«Yo, Lucio Galo...», reitera en su confesión el frustrado homicida. Y el mismo Darío, ese
año de 1893, en poesía titulada «Metempsicosis», publicada mucho más tarde en El canto
errante (1907), insiste: «Yo, Rufo Galo...», alterando el nombre.
Cuatro años más tarde, Leopoldo Lugones, en otra composición que lleva el mismo título
(«Metempsicosis», 1897), aparecida en Las montañas del oro, nos dice:
-155-
Y concluirá:
Borges, que cita ambos poemas en sus obras y que elogia el de Darío como «tal vez el más
hermoso de los suyos» (Siete noches, 1981), nos presenta en su cuento «El inmortal» (El Aleph)
la historia de un personaje que transita por los tiempos. Se nos aparece como Marco Flaminio
Rufo, tribuno que, en clara reminiscencia horaciana, confiesa haber militado sin gloria (et
militavi non sine gloria, Odas, III, 26, 2) en una de las legiones de Roma. Nos dice, además: «Un
hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme...».
Aquí este Rufo, con su bárbaro acompañante, es preanunciado también por Robert Louis
Stevenson, quien en The Silverado squatters (1883), al referirse a la familia Hanson («The
hunter's family»), nos habla de Rufe (a contraction for Rufus?) y de su bestial seguidor, the most
inmitigated Caliban I ever knew. Y continúa Borges:
El Rufo de Borges no es devorado por los perros, como en Darío, ni sube hacia la boca del
can para asimilarse en él. Ahora quien se metamorfosea es el servidor. el hombre de la tribu que
había seguido a Rufo como un perro encontrado «en la boca de la caverna». La narración, que
Borges supone hallada en un manuscrito, entre las páginas del último tomo de la traducción de la
Ilíada hecha por Pope, al evocar la metempsicosis del pobre troglodita, suscita el recuerdo del
poeta Ennio, que en el siglo II a. C. se creyó inspirado por el propio Homero (Anales, I, frag. 5),
por lo que no faltó el escoliasta que afirmara que el cantor de la Ilíada había transmigrado en el
de los Anales romanos (Schol. ad Pers. Prol. 2-3: Tangit Ennium qui dixit se vidisse per somnium
in Parnaso Homerum sibi dicentem quod eius anima in suo esset corpore), tema al que alude
Cicerón en el Sueño de Escipión (De re publica, VI).
Ocioso parece hurgar en otras fuentes, pues el tema se pierde en los tiempos. En Occidente,
a partir del orfismo, lo hallaremos en la filosofía griega (Pitágoras, Empédocles, Platón y los
neoplatónicos), en Luciano y en los poetas. Si nos orientamos, encontraremos en los Upanisad la
idea del curso indefinido de existencias -157- (sams ra) que influiría en el budismo. Como
sabemos, estos aspectos atrajeron a Borges, quien con Alicia Jurado publicó un trabajo sobre
Qué es el budismo, donde hay un capítulo dedicado a las transmigraciones, y donde se recuerda
que el asesino de un brahmán encarna en el cuerpo de un perro.
Alguna vez dirá (Revista Somos, 8-3-1985): «Puede ser [...] que uno después de todo lo que
tuvo que pasar, en vez de descansar vuelva a renacer y siga viviendo...». En «Otro poema de los
dones» manifiesta, en reminiscencia lingüística paralela a la de Argos:
-158-
Con calles que repiten los pretéritos nombres de su sangre y con plazas agravadas por la
noche sin dueño.
-159-
Hace muchos años, el Tigre me dio imágenes. [...] Esas
imágenes me servirán para erigir un monumento sin duda menos
perdurable que el bronce de ciertos infinitos domingos82. He
recordado a Horacio, que sigue siendo para mí el más misterioso de
los poetas.
Soy [...]
el tardío escolar de sienes blancas
que en la penumbra escande un temeroso
hexámetro aprendido junto al Ródano, [...]
el que quiere morir enteramente83.
I. Introducción
En muchas oportunidades Borges manifestó su predilección por las antiguas sagas, los libros
que contenían relatos cuyos héroes llevaban a cabo hazañas o empresas memorables. Quizá por
eso cultivó con tanto acierto el cuento, género derivado de la épica y donde es usual, más aún,
imprescindible, que la acción no decaiga hasta el desenlace.
Distinta fue su actitud -y no podía ser de otro modo- al abordar la poesía lírica. Si esta
supone la efusión más o menos intensa del yo, según sea la materia propia del poema, el
temperamento del autor y hasta la escuela o el movimiento predominantes en su tiempo, el yo
lírico siempre halla ocasión para manifestar su gozo, sus perplejidades, su dolor o su asombro
ante el mundo que lo alberga. Influirá asimismo el momento en que brote el poema, sea por
circunstancias del destino personal, la edad o la visión condicionada por múltiples factores.
-162-
Borges, conciso y hasta distante en sus narraciones, aparece mucho más cercano en sus
poemas; y si es siempre el mismo -con sus obsesiones y su peculiar cosmovisión-, su modo de
traducirlas en la obra se desnuda ante el lector y se confiesa, con máscaras o sin ellas, en sus
poemas. Podrán aparecer harto visibles en ciertos casos, como en el «Poema conjetural» o en los
sonetos de «El ajedrez», y hasta se advertirá cómo ironiza consigo valiéndose de un personero,
como en «Baltasar Gracián»; pero también se brinda inerme y nostálgico, lúcido para discernir lo
perdido o patético ante su finitud: «espacio y tiempo y Borges ya me dejan» («Límites»).
Siempre surge en sus poemas mejores, a medida que el poeta crece y el hombre declina, la
sensación de lo irreparable en su ausencia, o la puerta de acceso a un paraíso imaginario cerrada
para siempre: «Soy el que ve las proas desde el puerto», escribe en «Yo».
Luna de enfrente (1925) es el libro que puede esperarse de un joven de regreso en su país.
Se ha educado en Suiza, pasado por España y recibido la influencia del -163- ultraísmo. No le
merecen demasiado respeto las figuras consagradas: decididamente, y como otros, quiere
retorcer el cuello a los cultores del cisne de Darío. Supone haber vivido lo bastante, a esa altura,
como para permitirse un balance. Quizá por eso titula «Casi juicio final» a su poema. No se
anima a proclamarlo definitivo, porque tiene pocos años y quedan vastos horizontes por explorar.
Habla de sí con aprobación y entusiasmo. En los tres primeros versos ensaya una introducción
para lo que se propone enumerar. Se instala en la noche y vaga por las calles de algún barrio,
como hizo tantas veces con sus amigos, según ha referido: «Mi callejero no hacer nada vive y se
suelta por la variedad de la noche». El ocioso está disponible para «soltarse» ante las mil
posibilidades de la noche. Ya que ha invocado a esta cree necesario añadir una metáfora, especie
de cuota debida al credo ultraísta: «La noche es una fiesta larga y sola». Su ocio no ha sido tal,
como se verá; por eso acude a dos verbos: «me justifico» y, más aún: «me ensalzo».
A partir de ese momento comienza la enumeración de sus actos. Ante todo, ha sido testigo.
¿De qué? Del mundo y precisa, «su rareza». Ha cantado una tersura periódica (la luna) y otra
que permanece apetecible para el querer cotidianamente casto: las mejillas. El largo verso que
sigue se vuelve a otro amor: Buenos Aires (no ya aquella Ginebra del joven disciplinado). Lo
prueba la doble referencia contrastante: arrabales y solares, hermanados por su infinitud. Vuelve
a las calles en cuyos horizontes ha visto nacer sus salmos, sus alabanzas, al punto de «soltarlos»
(no pronunciarlos, no cantarlos) como pájaros celebratorios. Esos salmos traen sabor a lejanía,
porque ya sabe de estas el joven.
Los dos versos que siguen marcan una diferencia que suena vagamente a jactancia poética:
ha dicho «el asombro de vivir donde otros dicen solamente costumbre». En -164- otras
palabras, no ha vivido deslizándose, sino descubriendo. El otro verso, también extenso, marca
una distancia literaria. Ha enfrentado a los tibios, a los poetas de las cómodas rutinas, para
encender en ponientes su voz, movida por las dos fuerzas, o las dos evidencias, que sintetizan el
drama del hombre: el «todo amor» y «el horror de la muerte».
Acepta otra dimensión para su quehacer, que pronto identificará: santificar a los antepasados
de su sangre (los hombres del coraje, de cuya memoria jamás se apeó) y los hombres del saber
(que poblaron su visión de un posible Paraíso). Sigue un verso breve que refirma su conciencia
de ser, avalada por su hacer: «He sido y soy». Intenta demostrarlo con el largo verso que sigue y
contrasta: su «pensativo sentir» no se ha limitado a ser tal; lo ha trabado, entretejido con «fuertes
palabras» para que permanezca. Y advierte: tal sentir pensativo pudo haberse disipado en
ternura. Esta no basta, porque es efímera, hay que fijarla a través de la poesía.
«Sin embargo», los versos siguientes lo ayudan a disipar esa sombra: las dos compañeras
iniciales aún están a su lado: las calles, la luna. Otros consuelos le permiten echar a un lado el
recuerdo de la vileza: el agua sigue siendo dulce, las estrofas -la poesía- equivalen a otra agua
que no le niega su gracia. Posee, de tal modo, los dones para saciar su doble sed.
El último verso es la confesión de un estado: siente «el pavor de la belleza». Cuando esta,
cualquiera sea la -165- concepción que de ella nos forjemos, se manifiesta como pavor,
cuando aparece con todo lo que de numinoso encierra, el ser es un elegido, no puede renunciar a
su papel. Por eso, en el último verso, comienza por apoyarse en esa afirmación: la belleza inspira
pavor. Y enseguida: es alguien solo, está solo, como lo está siempre el hombre ante los grandes
misterios, el de la belleza entre otros. Su soledad es una gran luna y ella lo perdona. Ha quedado
atrás el recuerdo de la antigua vileza. Lo cotidiano que se insinuaba al comienzo del poema se ha
elevado a otro plano: aquel donde mora lo absoluto. De ahí la indulgencia y el perdón. El joven
Borges está seguro de su lugar en el mundo, ha aprobado el primer juicio final, de la mano -eso
sí- de una peligrosa intercesora: la soledad.
El poema se compone de una brevísima introducción, que consta de tres versos, y luego el
discurso con que la voz enuncia, como he dicho, las obsesiones del poeta; después de lo cual la
voz emite el juicio final, no absolutorio esta vez sino urgente en su reclamo. Hay una
conminación contenida en él, y concuerda con el título que remite al Evangelio: «Y a este siervo
inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes». ¿A quién podemos
llamar «siervo inútil», a quién alude el poeta? Al que no obra de acuerdo con el don que le fue
concedido.
Tras la situación en el lugar hallamos una clara metáfora: «fragor de trenes que tejían
laberintos de acero». La arraigada obsesión por los laberintos se ve aumentada, en este caso, por
su dureza; además, puede imaginárselos en fuga hacia todos los rumbos. La confusión se acentúa
con el verso siguiente: «Humo y silbidos escalaban la noche». Teje el poeta, brevemente, un
panorama casi infernal, o en todo caso previo a una instancia última. No es de extrañar lo que
sigue: «Que de golpe fue el Juicio Universal», el propio, no el de toda la humanidad. Entonces
una voz infinita surge del fondo del ser (porque el juicio solo a él atañe) y dice cosas, no
palabras, cosas que son la pobre traducción de una sola palabra, ya veremos de qué naturaleza.
A partir de ahí, y hasta la reflexión final, que esta vez no asume el poeta como en la poesía
juvenil, sino la voz que le habla, comienza la enumeración.
Su contenido -dije- es caótico, aunque solo aparentemente. Desfilan las obsesiones del
hombre Borges, las mismas que se harán temas en su obra literaria. No pueden guardar un orden
lógico, porque no es observando aquel como afloran en la conciencia. Examinemos su sentido.
-167-
Comienza por lo que supera en altura al hombre y acaso determina su destino: las estrellas.
Sigue el alimento cotidiano, emblema de todo sustento terrenal: el pan. Y, acto seguido, el otro
alimento, «las bibliotecas orientales y occidentales» que ocuparon sus días ávidos de lecturas
interminables. El verso siguiente es más heterogéneo: naipes, asociados al azar grato a Borges, y
hasta con cierto matiz orillero; y también «tableros de ajedrez», el juego de las sutilezas
intelectuales, evocado en dos poemas y elevado a categoría metafísica como imagen del mundo
humano («¿Qué Dios, después de Dios, la trama empieza...?»). Los tres términos que siguen, en
plural, recuerdan un contorno urbano: «galerías, claraboyas y sótanos». Aportan una vaga
reminiscencia de las casas familiares, frecuentadas tiempo atrás; permiten orientar los pasos,
penetrar la luz o preservar claves y misterios (como en el cuento «El Aleph»).
Pasa de inmediato a lo personal: el propio cuerpo que sirve de vehículo «para andar por la
tierra». Y en él las uñas, la parte más inquietante de ese cuerpo mortal, porque son lo que crece
aun después de la muerte. El siguiente verso parece encerrar, en su relativo hermetismo, una
contradicción. Por una parte «sombra que olvida». La sombra es el fantasma del «cuerpo mortal»
y es capaz de olvido, un don que aquel no posee («Sólo una cosa no hay: es el olvido»). Por otra,
el verso alude a los «espejos que multiplican» y ensanchan peligrosamente los confines del
mundo. Tales espejos están calificados con el acierto de costumbre; los personifica con una
palabra: atareados. Tarea afanosa la suya por ensanchar el mundo, o por multiplicar lo que es
único: los seres, las cosas singulares. Como para atenuar el poder de estas inquietantes
presencias, introduce un verso que alude a la música (el arte quizá menos cercano a Borges);
habla de sus declives, es decir, pendientes, -168- deslizamientos dóciles; la música es «forma
del tiempo»; por serlo puede domesticar la rigidez de su transcurso, hacerlo confiable y sin duda
placentero para el hombre: en el tiempo de la música aquel olvida el tiempo de la finitud.
La referencia a las «fronteras del Brasil y del Uruguay» a «caballos y mañanas» trae un
matiz personal reconocible, a través de las múltiples alusiones de su obra acerca de la juventud y
la memoria de los antepasados. Están en sus cuentos, en varias entrevistas, en sus recuerdos: los
paseos con Amorim, la frecuentación de los paisanos, el caballo emblemático de la tradición
heredada por la parte de sangre criolla que le toca, en cuyo torrente se mezclan por igual la
española y la portuguesa originales. Sin interrupción se suceden «una pesa de bronce» (la
inminencia de un objeto de uso, tal vez para sosegar papeles) y una obra literaria: «la Saga de
Grettir», heroína noruega preferida, junto con otras, entre las antiguas literaturas nórdicas que
ocuparon buena parte de sus años de lectura. El álgebra contrasta con lo que evocaba acción; es
la ciencia de los árabes, trasmitida a occidente, instrumento y clave de algunos de sus cuentos. Y
junto a ella -toda elaboración intelectual, cálculo, símbolos-, el fuego consumidor, violento.
Quizá por eso convoca de inmediato a «la carga de Junín en tu sangre». Junín, la batalla donde
solo se peleó al arma blanca, fue un duelo de corajes comprometidos a muerte; en ella se batió
uno de sus antepasados, por eso vive en la sangre deseosa del valor físico ausente.
Mucho ha vivido, y lo expresa con una metáfora: «días más populosos que Balzac», días
apretados entre gentes, sucesos, sin duda pensamientos y obsesiones; populosos como las
novelas de Balzac, abigarradas en su papel de espejos de una sociedad tan variada como -169-
numerosa. Y tras esa convocatoria a multitud de criaturas y sucesos, un verso de sencillez
admirable, porque su presencia importa un salto absoluto, desde el tumultuoso panorama, a la
paz y el recogimiento: «el olor de la madreselva». Queda de tal modo preparado el clima para
una dimensión que parecía demorada: el amor y sus vísperas, evocados sin más comentarios;
aunque las vísperas ahí presentes parecen así más valoradas que el amor cuando irrumpe
reconocible. Ello quizá explica lo que sigue: «recuerdos intolerables». Sin decirlo, las vísperas
rescatadas y el amor convocan inevitablemente recuerdos que duelen hasta lo intolerable.
Otra dimensión falta, aquella en que la conciencia deja de gobernar y da paso al sueño, un
«tesoro enterrado» que solo «el dadivoso azar» puede descubrir. Sigue algo que, a esta altura,
significa una extraña demora, tratándose de Borges: la memoria, que el hombre «no mira sin
vértigo», porque todo él es memoria (y bien lo supo el poeta).
A partir de aquí la voz que ha dicho esas «cosas» intenta recoger los dones enumerados:
«Todo eso te fue dado». Algo más añade, como para justificar el final reproche lapidario. Si ha
desperdiciado esos dones que le prodigó la vida, no le ha sido ahorrado «el antiguo alimento de
los héroes», «la falsía, la derrota, la humillación». Recuerda a «la antigua vileza» sobre la cual
insistía en el otro poema. La falsía no ha evitado la derrota, y esta ha significado humillación.
Poco hay para gloriarse. La voz, entonces, se hace mensajera de quienes prodigan los dones.
Habla en plural, representa a quienes dispensan las mercedes. El comienzo del verso presagia lo
que seguirá: «En vano». ¿Qué fue dado, qué se hizo en vano? Enumera: «te hemos prodigado el
océano», el mar superlativo, con su connotación de infinito y de regazo de la vida. Reitera: «en
vano». Ahora se trata del -170- sol, fuente de luz, motor de esa misma vida, reconocido como
tal por los poetas vitales, cuyo arquetipo es Walt Whitman, con sus ojos de asombro ante la
presencia de tanta maravilla.
Los dos últimos versos importan una sentencia. El primero sintetiza: «Has gastado los años»
(la vida que le fue dada con prodigalidad) «y te han gastado» (el propio yo, poseedor de esa vida,
también está gastado). Y el remate: «Y todavía no has escrito el poema». El escritor ha
malogrado su razón de ser, de vivir: usar el don para escribir el poema que contenga y sintetice
lo recibido, sufrido y gozado; la vida entera.
Ya no nos hallamos ante el joven que se perdona tras repasar lo hecho y lo vivido. Ahora
habla otra voz, una voz interior innominable pero no imposible de identificar. Es el balance del
hombre que se desdobla para mirar su vida y reconocer lo que recibió, lo que hizo con ello y,
fundamentalmente, lo que no hizo. «Mateo XXV, 30» es la toma de conciencia de un fracaso. O,
tal vez, de la distancia que media entre la ambición del creador y lo que sus fuerzas pueden
alcanzar.
La tercera etapa se relaciona con el hombre que, al borde de la vejez, puede abarcar la vida
con perspectiva suficiente y, más que en la creación literaria, hacer el balance de aquella.
-171-
En él Borges no habla de sí, como en «Casi juicio final», ni repite lo escuchado de una voz
interior, como en «Mateo XXV, 30». Convoca a una figura señera dentro del pensamiento
americano, la del humanista Ralph Waldo Emerson, admirador de Montaigne (padre del ensayo)
y maestro de escritores de su país y de Inglaterra, donde residió temporariamente. El bostoniano
Emerson fue un espíritu marcado por la meditación, el estudio y el afán didáctico, presentes
desde su juventud. Su obra comprende varios géneros (incluida la poesía), pero quizá fueron los
ensayos (transcripción de numerosas conferencias) los que le dieron fama, no solo en el
«continente», como recuerda el verso trece, sino en el mundo. Borges, consciente de lo ya
realizado, intenta una trasposición, se identifica con el maestro del Norte e imagina lo que este
habrá sentido en la vejez, ya realizada la obra y alcanzado renombre, al contemplar su vida.
El soneto comienza por dibujar la silueta del sabio («el alto caballero americano») en una
tarde «que ya exalta el llano». Es significativo el gesto del solitario: cambia la lectura de
Montaigne por la contemplación de otro goce «que no vale menos». La erudición deja paso a la
comunión con la naturaleza.
El segundo cuarteto trae una visión de rico lirismo. El caballero camina «hacia el hondo
poniente y su declive, / hacia el confín que ese poniente dora». Los campos que se ofrecen a su
andar son emblema de lo vivido, el hondo poniente de la vejez; un poniente dorado, porque en
cuanto a su vocación (como se verá muy pronto) ha cumplido. Los dos últimos versos confirman
la identificación del poeta con su modelo: Emerson camina por los campos dorados del poniente,
su nombre por la memoria de Borges.
El cuarteto que sigue (conforme a la estructura del -172- soneto inglés, tantas veces
adoptado) contiene una introspección que es un balance. El poeta se atreve a vislumbrar lo que
piensa el sabio, la breve enumeración de sus tareas y sus hallazgos. Helos aquí: Emerson -como
Borges- leyó «los libros esenciales», casi podría decirse que leyó -y asimiló- todos los libros
cuyas palabras honran a la especie. Pero, además, compuso otros dignos de permanecer en la
memoria de los hombres. En ese aspecto tiene asegurada la inmortalidad: «...el oscuro olvido /
no ha de borrar» los libros por él escritos. Nótese la forma verbal adoptada con un leve matiz de
conjetura. Resume en los dos últimos versos el reconocimiento de un don llegado de la mano de
un «dios» con minúscula. Así lo designa Borges -varias veces confesado agnóstico- adentrado en
la piel del ex pastor Emerson. El don de ese dios es la sabiduría, en cuanto es asequible a los
mortales, con sus limitaciones y la parte reservada al misterio.
Los versos finales -pareados, según exige la forma de soneto adoptada- contiene una
afirmación, una negación y un anhelo. La primera es la certeza de la fama:
V. Conclusión
Podrían sin duda citarse otros claros testimonios del drama interior librado entre el
intelectual y el hombre: la sensación de «última vez» evocada en «Límites» (El otro, el mismo,
1969)86; la nostalgia por un tiempo feliz que no volverá nunca en «Adrogué» (Nueva antología
personal, ya citado); el patético grito de «El remordimiento» (La moneda de hierro, 1976); la
resignada obediencia al don de «Aquél» (La cifra, 1981)87. Creo que los poemas elegidos para el
análisis traducen claramente tres etapas y tres actitudes ante la vida. Inclusive -insisto en este
aspecto- la forma adoptada ayuda a ello. «Casi juicio final», enunciado en primera persona,
revela el impulso juvenil, el entusiasmo de quien, en trance de juzgarse, sale airoso de la prueba.
«Mateo XXV, 30» relega la voz personal a un ámbito interior: aparecen todas las obsesiones que,
entremezcladas caóticamente y sumadas, han gestado la obra, pero no han cuajado en una forma
definitiva, consagratoria. «Emerson» se vale de una trasposición. Cierto pudor último obliga a
declinar la propia voz y atribuye a otro hombre ilustre lo que es uno: a través de Emerson Borges
se vuelve sobre sí. Son suyos el conocimiento, la fama y la gloria que sabe efímeros. Solo una
cosa falta, y ya es tarde para -174- conquistarla y probar su sabor: la vida, nada menos que la
vida.
Las poesías comentadas equivalen a balances de un hombre que reconoce sus obsesiones y
las revive en momentos determinados, pero sub specie aeternitatis; solo que esa «eternidad» no
se presenta con el mismo aspecto para el joven, el hombre maduro, el anciano. Los tres poemas
traen el sello propio de cada etapa, muestran no solo al escritor de genio, sino al hombre de
sinceridad ejemplar, bastante lejos del creador de ficciones, a quien (equivocadamente, a mi
juicio) se pretende achacar una impasibilidad que no es tal. En estos poemas, como en otros, el
lirismo, en cuanto melodía del yo, se percibe a flor de piel en el pudoroso Borges. Por eso nos
hallamos ante un gran poeta que, al par, es dueño de la experiencia que depara ilusiones y
desengaños propios de todos los hombres. Quizá por eso escribió: «Creo que mis jornadas y mis
noches son iguales en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Sin duda
así fueron sus jornadas y sus noches, pero solo él supo traducirlas y expresarlas como lo hizo en
sus «juicios finales».
Borges y Lugones
Antonio Requeni
Es sabido que Borges renegaba de sus versos escritos y publicados en revistas juveniles
antes de Fervor de Buenos Aires (1923). Pasados los años, también renegó de sus dos primeros
libros en prosa, Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926). El rechazo de aquellos
libros no se debió solamente a ciertas pedanterías del estilo, como Borges explicaría después,
sino también a una actitud irreverente que en los años maduros derivó hacia una irónica cortesía.
En el caso de El tamaño de mi esperanza, uno de los principales motivos de arrepentimiento fue,
tal vez, el capítulo titulado «Leopoldo Lugones, Romancero», donde calificaba -o descalificaba-
al poeta llamándolo «frangollón» y «ripioso».
Años más tarde, en el ensayo Leopoldo Lugones (1955) escrito en colaboración con Betina
Edelberg, las diatribas y sarcasmos respecto del Romancero lugoniano se convirtieron en elogios.
Dijo, por ejemplo, que en ese libro, Lugones «ahondó en su propia intimidad» y -176- señaló,
a propósito del romance «La palmera», que «la adivinación de la muerte se une al amor y es
entonces cuando el lirismo de Lugones logra su plenitud». Con todo, su más elocuente acto de
contrición aparecería en el prólogo de El hacedor (1967), donde Borges narró un encuentro
imaginario lleno de admiración y respeto por el autor de Odas seculares.
-Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o los valores literarios más importantes de
Lugones?
-Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina.
Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de
existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la
Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo.
Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su «amigo y
maestro Rubén Darío». Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa
mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta.
Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero
sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además, escribió
cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.
-Sí, quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese -177- libro en el que están esos
admirables cuentos que son «La lluvia de fuego» e «Izur». Creo que además de eso, todo lo que
se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel
Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El
payador -que en mi opinión lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el
Martín Fierro sea un poema épico-, y luego todo ese movimiento ultraísta, muy justificadamente
olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me
equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta.
-¿Cree que la poesía de Lugones tiene aún vigencia o podemos considerarlo un poeta del
pasado?
-Borges, una vez le oí relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y
Reissig. ¿Por qué no la cuenta?
-Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo -no
sé si usó la palabra plagiario- de Herrera y Reissig. Se basó en la fecha de Los éxtasis de la
montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los
sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el
vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera y
Reissig. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas
composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en
revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en
Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues
bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no
quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se
dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez
Petit y Horacio Quiroga, los que declararon -recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista
Nosotros, que se publicó cuando -179- Lugones se suicidó, en 1938-, ellos aclararon que había
una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y
Lugones el maestro.
-A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque
era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y
entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de
tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual
los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan
instintivamente la palabra «no», que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a
su juicio. Yo creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un
hombre que, sin duda, se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que
fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos
que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.
-Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay
una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que él hubiera querido que le gustara lo que
yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo, fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado
me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.
-[180]- -181-
¿Quién es Pierre Ménard?88
Oscar Tacca
El conocido cuento de Borges, «Pierre Ménard, autor del Quijote», reducido a su mínima
expresión representa la hazaña de un oscuro poeta simbolista, que decide acometer una empresa
mayor: la de reescribir Don Quijote -sin copiarlo.
Es sorprendente el eco que este breve relato, de tono deliberadamente gris y prosaico, ha
tenido en escritores, pensadores y críticos del mundo entero. Fama y difusión correlativas a la de
la obra total de Borges en la literatura universal. La repercusión de este relato se verifica en los
ámbitos del cuento, la crítica, el pensamiento, la lingüística, la historia. Esa trascendencia no se
ha debido, sin embargo, como en el caso de otros célebres cuentos o relatos universales, a la
implicación moral o -182- sentimental de un tema, un héroe o una intriga (pensemos, por
ejemplo, en la universalidad de otros cuentos famosos) sino a la peculiar sustancia y
circunstancia del relato. Peculiaridad difícil de definir, porque parece escapar a las categorías
más habituales de ficción, o relato imaginario, o narrativa del conocimiento, o literatura
fantástica -a menos que nos contentemos con la de lo fantástico intelectual (pese a la
imprecisión, amplitud e insatisfacción que la denominación puede entrañar).
A Gérard Genette, por ejemplo, el relato le sirve para hablar de la práctica hipertextual
consistente en una «transformación puramente semántica», que denomina parodia minimal
(«parodie minimale»). Pierre Ménard asiste aquí al espectáculo de la Intertextualidad.
Umberto Eco recurre a Pierre Ménard para ejemplificar las nociones de «uso» e
«interpretación» textual, en los análisis de semiología general. Pierre Ménard ingresa en el
escenario de la Semiología y en el de la Estética de la recepción.
El relato es para Sábato motivo de interrogación respecto de la vigencia del pasado. ¿No
entra así Pierre Ménard en la Filosofía de la Historia?
Jean-Marie Schaeffer invoca el texto para mostrar que -183- la diferencia de contexto
origina una diferencia genérica, aun dentro de un género determinado. Es decir, Pierre Ménard
incursiona en el antiguo y controvertido ámbito de la Teoría de los géneros literarios.
A Robbe-Grillet le sirve, en defensa del nouveau roman, para condenar -por «deshonestos»,
dice- los argumentos de una crítica que pondera en un autor moderno el estilo clásico o los
elogios del tipo «escribe como Stendhal». «Para escribir como Stendhal -sostiene- ante todo
habría que escribir en 1830». Afirmación que rubrica con la siguiente reflexión: «El novelista del
siglo XX que reprodujese palabra a palabra Don Quijote escribiría de tal modo una obra
totalmente diferente de la de Cervantes».
Para Maurice Blanchot, «Pierre Ménard» tiene que ver con el misterio de la traducción. En
esta, dice, «tenemos la misma obra en un doble lenguaje; en la ficción de Borges tenemos dos
obras en la identidad del mismo lenguaje y, en esa identidad que no lo es, el fascinante espejismo
de la duplicidad de los posibles».
Rodríguez Monegal, por su parte, con motivo de Lezama Lima y Paradiso, vincula «Pierre
Ménard» con «la vanidad de la crítica»: «Ya Borges había alegorizado esa vanidad en el destino
grotesco, y tal vez patético, de Pierre Ménard, autor del Quijote».
Alicia Borinsky cree que Borges en «Pierre Ménard» (como Arenas en El mundo
alucinante) crea una máquina que intenta «enmascararse como una lectura vista como
reescritura». Y este «efecto de repetición» supone olvidarse del libro: «es la teoría del lenguaje
que lo hace posible».
Pierre Ménard, como se ve, es un hombre que se pasea por el mundo. O al menos por el
mundo... de la teoría y la crítica literaria.
Pero dejando de lado ecos y referencias que de manera puntual han tenido y tienen lugar,
debido a la particular condición de la fábula contenida en Pierre Ménard, abordemos otra
cuestión que ha desvelado a más de un crítico o lector, y que podría formularse, un tanto
secamente, así: ¿quién es Pierre Ménard? O mejor dicho, ¿quién está detrás de Pierre Ménard?
¿En qué escritor, o en qué experiencia ajena pudo inspirarse Borges para la creación de su
personaje? Cabe pensar que bien pudo no haberse basado en ningún autor o episodio particular,
-185- que su extraño héroe pudo haber sido simplemente el fruto de una especulación. Pero
pudo existir un modelo. Aun en tal caso, resta el imponderable espacio de la libertad creadora.
Nadie cree que el novelista copia o traslada directamente sus personajes del mundo real a la
ficción. Hay mutilaciones, trasplantes, metamorfosis. Pero a menudo el autor parte de figuras de
la realidad -y es por tales casos que los lectores buscan las «correspondencias».
Y porque abundan los datos, indicios, mimetismos o «guiños», que asoman en el texto como
enigma, provocación o desafío, muchos han tenido (otros tal vez sigan teniendo) la impresión de
que detrás de Pierre Ménard está la admiración, la caricatura o la extrapolación de un escritor
determinado.
La pregunta sobre quién es Pierre Ménard puede inducir a muy distinta respuesta según
atienda de preferencia a su obra visible o invisible. Porque podrían ser muy distintos los modelos
de una y otra. La primera es tan heterogénea (recuérdense los diecinueve artículos, sonetos,
monografías del inventario) que la clave podría apuntar (conjugando cuestiones tan disímiles
como asuntos de autoría y traducción, atribuciones y falsías, plagios y coincidencias, vida social
y literaria) a autores subyacentes, a los que solo habría que restituir el nombre: ¿el de aquel
erudito «a la violeta»? ¿el de tal poeta neoclásico? ¿el de aquel crítico inocente? ¿el del traductor
-186- falaz? ¿el de uno que es varios? ¿el de varios que hacen uno? Pueden lucubrarse muy
distintas «correspondencias»...
Pero la verdadera clave, la que sin distinguirlo expresamente buscan todos, es la del autor de
la obra invisible, la del moderno autor del Quijote. Hagamos, pues, un somero repaso de las
propuestas que, en textos de categoría, género, tiempo y espacio muy diversos, han creído dar
con el germen, probable o preciso, de Pierre Ménard.
Pero Groussac, en sus afanes críticos, había publicado también un ensayo en el que creía
resolver, con gran aparato argumental, la discutida autoría del Quijote -187- apócrifo. Atribuía
esta falsa continuación de la primera parte del libro a un tal José Martí (homónimo casual del
héroe cubano). La conclusión de Groussac tiene, según Renzi, «como es su estilo, un aire a la
vez definitivo y compadre». Pero la solución enunciada, como se demostró después, tropezaba
con un grave inconveniente: el autor propuesto había muerto en 1604, antes de que apareciera el
Quijote. Renzi infiere: «Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo [...] el germen, el
fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de "Pierre Ménard, autor del
Quijote?"».
En otro lugar, y con motivo del estilo de Borges, Piglia dice también: «Borges lleva a la
perfección un estilo construido a partir de una relación desplazada con la lengua materna.
Tensión entre el idioma a en que se lee y el idioma en que se escribe que Borges condensó en
una sola anécdota (sin duda apócrifa). El primer libro que leí en mi vida, dijo, fue el Quijote en
inglés. Cuando lo leí en el original pensé que era una mala traducción. (En esa anécdota ya está,
por supuesto, el "Pierre Ménard")». Piglia entiende que el dilema consistía en lograr un español
que, conservando los ritmos y tonos del habla nacional, tuviese la precisión del inglés. Cuando lo
consiguió, «Borges constituyó una de las -188- mejores prosas que se han escrito en esta
lengua de Quevedo».
4. ¿Es Unamuno?
Emilio Carilla ha consagrado varios artículos al cuento. En el que más directamente aborda
la cuestión de la identificación, después de señalar algunas posibles aproximaciones de Ménard
con autores de remedos, imitaciones o continuaciones del Quijote -posible incitación de Borges
para el cuento- Carilla procura «buscar para él un nombre real que lo respalde». Su tesis será,
pues, que detrás de Pierre Ménard está Unamuno. Para ello se basa fundamentalmente en el libro
Vida de Don Quijote y Sancho. En él, como se recordará, Unamuno sostiene que, en Don
Quijote, Cervantes se mostró «muy por encima de lo que podríamos esperar de él juzgándole por
sus obras», es decir, la idea de una creación superior a su autor, la paradoja de un Cervantes hijo
de Don Quijote y no al revés.
Carilla funda su tesis en algunas coincidencias entre Unamuno y Pierre Ménard. La primera
es un común desmerecimiento: el de Cervantes por parte de Unamuno («mostró en sus demás
trabajos la endeblez de su ingenio»), el del Quijote por parte de Ménard («un libro contingente»,
«innecesario»).
Una tercera radicaría en esa especie de común condena de los cervantistas, imitadores y
renovadores, que tanto el autor español como el protagonista del cuento expresan. Pero es del
caso observar que -como Carilla lo señala- el mismo Unamuno podría quedar comprendido -
189- en ese grupo de rehacedores y seudocontinuadores que el propio cuento repudia.
Los artículos de Carilla dedicados a «Pierre Ménard», que iluminan facetas y descubren
sutiles concomitancias, nos merecen (como el resto de su obra) especial respeto y estima. Ello,
unido a la amistad que nos brindara, autoriza nuestro disenso. Discrepancia referida solo al
aspecto que nos ocupa, el de la identidad «clave» de Pierre Ménard. Al respecto creemos que su
propuesta de correspondencia o aproximación entre Unamuno y Ménard resulta poco
convincente, por la enorme distancia que separa los atributos de ambos personajes -191-
(abstracción hecha de su condición real o imaginaria). Pero más especialmente en razón de una
decisión teórica que lleva a Carilla a insistir en el carácter ensayístico del texto.
En efecto, se reiteran las afirmaciones en tal sentido: la prosa de Borges «enfila [...] del
ensayo al cuento»; «predominio ostensible del primero sobre el segundo»; Pierre Ménard «una
ficción con mucho de ensayo»; «confluencia de ensayo y ficción»; «ensayo-cuento»; «relato
(entre ensayo y ficción)».
En este orden de cosas, y curiosamente, Carilla consigna en una nota al pie de la página 24:
«El nombre genérico de "cuento" aparece en James E. Irby; el de "historia", en Georges
Charbonnier». Ambas denominaciones, sin duda, aluden al carácter ficticio de Pierre Ménard.
En nuestra opinión, se trata cabalmente de una ficción. En todo caso, de una ficción cuya
sustancia o tema narrativo es el ensayo (más precisamente, la «nota» bibliográfica, el comentario
crítico o erudito) o que adopta (paródicamente) la forma del ensayo. Pero el relato es plenamente
un cuento, una ficción. No parece conveniente ver en este texto a un Borges en acto de ensayista:
la fantasía, el humor, la ironía resultan evidentes. Es un cuento intelectual que juega con los
hábitos y remeda los vicios del ensayo, la crítica y la erudición. Esta consideración no es, por lo
demás, una especulación intrascendente: sabido es que la diferencia entre el ensayo y el cuento
implica la cuestión de la autoría.
Es, probablemente, por haber visto el cuento como un ensayo, o como un híbrido de ensayo
y cuento, que se ha disminuido o abolido la distancia -esencial- entre el autor del relato (Borges)
y el de la «nota» (el narrador). En otras palabras, no es lícito, sin más, atribuir a Borges las ideas
del comentarista y biógrafo de Pierre Ménard. -191- De ahí, algunas afirmaciones que
confunden los planos: «Borges nos da la sensación de respaldar ese carácter indeciso al llamar a
su obra "nota"»; «Borges declara, ahora con notoria rotundidad: "...Pierre Ménard. Resolvió
adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; etc."».
Rafael Gutiérrez Girardot, crítico colombiano radicado en Alemania desde hace años, es
autor de un artículo titulado «Pierre Ménard o Paul Mallarmé». En el primer momento uno
creería que hay una pintoresca errata. Ya veremos que no.
Girardot desecha la hipótesis «Groussac». Para él, es solo una de esas «conjeturas
inexpresas» de Piglia (como el encuentro de Hitler y Kafka) a la manera de Borges. Rechaza
también la propuesta «Unamuno» porque, a pesar de algunas afinidades («imperfectas
simpatías») entre Borges y el autor español, la disparidad entre ambos es tan grande, que solo
podría admitírsela por la vía del absurdo y la contradicción: «Unamuno disfrazado de poeta
simbolista y erudito francés, aficionado a la filosofía racionalista, mundano, defensor de una
aristócrata, es decir, Unamuno disfrazado de Anti-Unamuno, Unamuno traidor de sí mismo».
Esta es, por un lado, la convergencia que Girardot señala entre las ideas y ambiciones de
Valéry y Mallarmé. Por otro lado, recuerda aquellas primeras obras de Bustos Domecq
(seudónimo fraguado con los apellidos de los abuelos, uno de Borges, el otro de Bioy Casares),
un escritor para el cual, de acuerdo con Rodríguez Monegal, «la única manera de enfrentar la
proliferación era silenciarla». Para Girardot (que se mofa y discrepa) «en vez de proliferación es
preciso decir agotamiento». Girardot opina que las parodias y ocultamientos de Bustos Domecq
sirvieron a los procedimientos que Borges perfeccionó con «Pierre Ménard autor del Quijote». Y
aquí encontramos lo esencial de su propuesta, y la razón del ocurrente título de su artículo:
6. ¿Otro Ménard
Como quiera que sea, nos complace leer en Anderson Imbert que Borges simulaba «que
Pierre Ménard no era un cuento sino un ensayo necrológico», para abundar luego sobre el error
de «figurarse que el "yo" de un cuento designa al escritor de carne y hueso y no al narrador
ficticio a quien el escritor ha cedido la responsabilidad de narrar».
De cualquier modo, para Anderson Imbert Pierre Ménard es un sofisma. Su protagonista una
especie de «alienado», y no un cultor de «la llamada "Estética de la Recepción", "Teoría del
Impacto", "Fenomenología del arte de leer", "Crítica de la Respuesta" o "Retórica de la
Lectura"».
No es este el lugar para discutir sus ideas sobre el relato en cuestión. Pero el artículo de
Anderson encierra una revelación. Recordemos que si algo nunca fue puesto en duda ha sido el
carácter original e insólito de la empresa de Pierre Ménard. «Tarea, en síntesis, -decía Carilla- de
paciencia, de denodado estudio y ambiciosa realización. En definitiva, ejemplo casi único en los
anales literarios...». Carilla atenúa, con prudencia (y con acierto), su afirmación casi único...
Hasta hace poco (que sepamos) nadie había dudado del carácter singular («casi único») de la
hazaña de Pierre Ménard.
Anderson Imbert (que parece haber leído todos los cuentos del mundo) ha encontrado uno,
que resulta una perla en el tema que nos ocupa. Se trata de un relato que lleva un título muy
extraño, «Corputt», y que pertenece a un escritor muy extraño también (o muy poco conocido: -
195- Tupper Greenwald. El autor, es un polaco-norteamericano, y el cuento fue publicado
dieciséis años antes de «Pierre Ménard»89. Refiere la historia -sintetizamos el resumen que del
mismo hace Anderson- de un admirador fervoroso de Shakespeare, en particular de King Lear.
Corputt, el protagonista, era catedrático en una universidad norteamericana, mantiene durante
toda su vida el sueño de llegar a escribir un drama semejante en perfección al Rey Lear. Ese
sueño lo acompaña hasta el lecho final. Muy próximo a morir, ante la presencia de un colega, ex
discípulo, le recuerda su antigua ambición y le confiesa que la noche anterior ha dado fin al
drama que siempre había querido escribir. Saca de abajo de la almohada un manuscrito, del que
lee a su amigo algunos versos que considera los mejores. El texto del manuscrito coincide
literalmente con King Lear de Shakespeare.
Tal vez podría agregarse que, sin llegar a su concreción, la aventura de Ménard es el pecado
original de todo escritor: escribir una obra maestra del pasado. Permítasenos un testimonio entre
tantos:
-196-
El libro que hubiera querido escribir es una novela: El lobo
estepario. Sé que hay libros mejores: pero cuando lo leí, a los
dieciséis años, sentí que quería ser escritor, no para escribir un libro
como ese, sino, sencillamente, para escribir ese mismo libro.
Cualquier día, disimulando un poco, consigo hacerlo.
Abelardo Castillo
7. ¿Valéry?
Llegado aquí, el lector podría preguntarse cuál es la opinión personal del que esto escribe.
Desde las primeras lecturas del cuento tuvimos nuestra propia hipótesis. Pero ella nos llevó,
entonces, a darle forma de ficción90.
Teniendo en cuenta las afinidades y coincidencias que suele haber entre un par de amigos,
especialmente cuando la amistad es preponderantemente intelectual o literaria, imaginamos la de
esas dos figuras -Ménard y Valéry- que tenían tales afinidades (en gustos, ideas, conductas,
preferencias). La ficción era, por consiguiente, leve. Aproximaciones y analogías no están
supuestas o inventadas, sino que surgen expresamente del texto de Pierre Ménard y de la vida y
obra de Valéry. Por prurito de exactitud, sin embargo, no quisimos dar a nuestra hipótesis el
carácter asertivo de un artículo sino el conjetural del cuento. Un cuento en el que subyace una
hipótesis (anterior a las que se enunciaron o conocimos luego).
En efecto, nos sorprendían las semejanzas: meridionales ambos, fueron fieles a ese espíritu.
Sintieron inclinación por las lenguas más fraternas de la propia (el -197- español, Ménard; el
italiano, Valéry). Precoces en el éxito de la poesía, colaboraron tempranamente en publicaciones
de Nîmes o de Montpellier, más tarde en la N. R. F. Tuvieron ambos un perfil social y mundano:
tertulias y salones, versos en álbumes voraces, amistades de abolengo: los «mardis» de la rue de
Rome (Valéry), los «vendredis» de la baronesa de Bacourt (Ménard). Deudores de Poe, los dos
recusaron la noción de autor, insuflaron nuevo aire en la forma del soneto y honraron La Conque
de Pierre Louys. Tenuemente agnósticos, ambos mantuvieron el respeto por el catolicismo.
Profesaron un gusto común por la lógica, por Leibniz y Descartes. Se impusieron largos años de
silencio, que Ménard cerró con una trasposición en alejandrinos del Cementerio marino de
Valéry y una invectiva contra este (de la que Ménard dice ser el reverso de su verdadera
opinión). Modestos y recoletos, coincidieron en el gusto perverso de la corrección indefinida, del
trabajo del trabajo, del rechazo del azar. Compartieron el interés de la literatura como ejercicio
de transformaciones en que el lenguaje desempeña un papel capital.
Pero desearíamos todavía acudir a una página de Valéry, reveladora de esas concordancias,
si no en la identidad de emprendimiento como el de Topper Greenwald, en la de órdenes muy
variados y significativos. Se trata del fragmento final de «Au sujet d'Adonis», texto que parecería
cuasi premonitorio, si es verdad que cada texto, como «cada escritor, crea a su precursores»:
La Graulet, 1920.
-200-
de Racine (o cualquier otro de Adonis) que solo describía el desencanto, obtiene una
sobrecarga de sentido al atravesar la poesía romántica y despertar los ecos del Simbolismo. No
de otro modo una aserción como «la historia, madre de la verdad», simple elogio retórico en el
siglo XVII, adquiere un sentido «descaradamente pragmático» en el siglo XX. Este cambio de
lectura ¿qué es, sino un cambio de lector? Lo dice Valéry al hablar de «la considération du
lecteur le plus probable»92.
Por supuesto, cabe una hipótesis más transparente, y es la de Pierre Ménard como un alter
ego de Borges. Es lo que parece desprenderse de numerosos artículos que vinculan directamente
el propósito, las ideas o el arte poética de Pierre Ménard con los del autor de la ficción.
-201-
Tal lo que puede deducirse del siguiente párrafo de un artículo en que sus autores, Tamara
Holzapfel y Alfred Rodríguez, abordan con sagacidad las probables razones de la elección de los
tres capítulos cervantinos en la obra de Ménard:
Otro tanto sucede con un interesante artículo de Julio Rodríguez-Luis sobre los borradores
de Ménard. El autor recuerda que Ménard, como Borges en 1939, no había escrito aún nada
perdurable, y más adelante afirma:
-202-
Por supuesto, esta correspondencia queda también implícita en la mayoría de los autores
mencionados al comienzo del presente artículo, que atribuyen al emprendimiento de Pierre
Ménard postulados que incumben, como se dijo, a la teoría del lenguaje, del conocimiento o de
la traducción.
Borges ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la
ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la
exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto,
se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre
interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un
abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.
En esa distancia entre autor y personaje finca la analogía de ambos escritores. «Borges y
Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados
borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la
mismidad nuestro destino».
9. Epílogo
Máscara transparente o personaje de humo, como se -203- ve, las hipótesis sobre quién es
Pierre Ménard cubren un amplio abanico que va desde la identificación más o menos precisa con
un autor determinado hasta la de la fusión de varios muy distintos entre sí, desde la de una pura
entelequia hasta la de una copia fiel, o desde la de un individuo real hasta la de un alter ego del
propio Borges, en su dimensión más autocrítica y acerba. Se podría añadir que va desde una
exploración detectivesca para descubrir in fraganti al soterrado modelo hasta una indagación
genealógica remontándose a las fuentes. A menos que baste con otra, más ortodoxamente
borgeana: así como en la Biblioteca de Babel todos los libros son un solo Libro, un Autor puede
ser «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás».
Desentrañar las claves no es, por supuesto, el camino sustituto para desentrañar un texto.
Pero el caso de Pierre Ménard alcanza una mayor proyección que el de las claves habituales,
cuyo interés es primordialmente erudito: la originalidad del mito y el carácter excéntrico del
personaje inducen a que las hipótesis alimenten nuevas propuestas de sentido para este
«memorable absurdo». Lo importante no es la clave en sí sino la reflexión gnoseológica que cada
caso entraña. Sin olvidar, por lo demás, aquella sabia frase de Valéry: Toute oeuvre est l'oeuvre
de bien d'autres choses qu'un «auteur».
P. S. Ya en prensa este artículo, leemos un curioso relato ficticio de Luísa Costa Gomes
(escritora portuguesa). aparecido en el n.º 522 de La Nouvelle Revue Frainçaise (1996) con el
título «Belisa Davies auteur du "Pierre Ménard autor del Quijote"». La Multiplicación de los
espejos...
Los ángeles de Borges
Gloria Videla de Rivero
El motivo de los ángeles aparece en varios textos de Borges, pero en algunos de ellos tienen
relieve protagónico, particularmente en el ensayo «Historia de los ángeles», que apareció por
primera vez en La Prensa, el 7 de marzo de 1926 y fue incluido en El tamaño de mi esperanza
(1926)93; en el ensayo «Los Ángeles de Swedenborg», perteneciente a El libro de los seres
imaginarios (1967)94 y en el poema «El Ángel», que apareció en La Nación del 25 de marzo de
1979 y fue luego incluido en La cifra (1981)95.
-206-
En este estudio me propongo establecer cuáles son las modulaciones que ofrece el tema en
la obra de Borges. También trataré de determinar algunas de las fuentes y las actitudes del
ensayista o del poeta hacia los ángeles.
Haremos algunas consideraciones con respecto a cada una de estas partes. En la primera,
que se configura en dos largos párrafos, el ensayista nos dice:
Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles:
el Señor los creó el cuarto día y entre el sol recién inventado y la
primera luna pudieron balconear la tierra nuevita que apenas era
unos trigales y unos huertos cerca del agua. Estos ángeles
primitivos eran estrellas. A los hebreos era facilísimo el maridaje
de los conceptos ángel y estrella: elegiré, entre muchos, el lugar del
Libro de Job (capítulo treinta y ocho, versillo séptimo) en que el
Señor habló entre el torbellino y recordó el principio del mundo
cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se
regocijaron todos los hijos de Dios.
(p. 63).
En realidad, no hay acuerdo entre los exegetas bíblicos con respecto al momento en que
fueron creados los ángeles, pues este dato no está explícito en las Escrituras. -208- Muchos
Padres de la Iglesia han opinado que el mundo invisible precede al visible, otros entienden que la
creación de la luz el día primero se refiere también a la creación de la luz espiritual, que
representa el mundo angélico98. Borges -y sus fuentes- atribuyen la creación de los ángeles al
cuarto día, cuando Dios creó «los dos luceros mayores [...] y las estrellas; y púsolos Dios en el
firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra» (Génesis, 1, 16-17). Esta hipótesis se explica
por la relación que los hebreos establecieron entre ángeles y estrellas, a la que también se alude
en el ensayo.
Los párrafos dedicados a exponer sobre la presencia de los ángeles en las Sagradas
Escrituras demuestran una lectura de numerosos textos bíblicos en los que se hace referencia a
ellos, a veces con mención bibliográfica precisa (por ejemplo la cita de Job ya transcripta). Pero
frecuentemente el escritor sacrifica la precisión de la cita a un estilo más literario, más ágil, más
sintético, no exento, como anticipamos, de criollismo. Destaco en el fragmento transcripto la
imagen de los ángeles «balconeando» desde las estrellas y el uso de diminutivos (uno de los
recursos literarios frecuentes en esta etapa borgeana, mediante el cual acriolla y coloquializa su
estilo). Y podríamos agregar otros ejemplos con estas connotaciones a lo largo de todo el
artículo: aparecen «caterva de ángeles», «ángeles que vienen por el camino derecho de la
llanura», «ángeles que son como baquianos en la soledad», ángeles que se relacionan con
«tardecitas, arrabales y descampados».
Decíamos que Borges hace una mención sintética, alusiva y sugerente de algunos de los
ángeles bíblicos y que nos deja la tarea de localizar las referencias. Nos dice, por ejemplo: «Hay
ángeles forzudos como gañanes, como el que luchó con Jacob toda una santa noche, hasta que se
alzó la alborada». Alude aquí al episodio narrado en el Génesis 32, 22-31. Dice también: «Hay
ángeles de cuartel, como ese capitán de la milicia de Dios que a Josué le salió al encuentro»,
aludiendo al episodio en el que un ángel con espada desenvainada aparece ante Josué y le manda
que se quite las sandalias porque está pisando un lugar santo (Josué 5, 13-15). Y agrega: «Hay
dos -210- millares de miles de ángeles en los belicosos carros de Dios», probablemente
refiriéndose a la visión narrada en Daniel 7, 10, en la que el profeta contempla a un Anciano en
su trono: «Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él». En
general, los textos bíblicos y la doctrina patrística coinciden en que el número de los ángeles es
muy numeroso101.
Continúa refiriéndose así a varios episodios del Antiguo Testamento y luego transita hacia
el Nuevo con tono juvenilmente irrespetuoso: «Pero el angelario o arsenal de ángeles mejor
abastecido es la Revelación de San Juan: allí están los ángeles fuertes, los que debelan al dragón,
los que pisan las cuatro esquinas de la Tierra para que no se vuele, los que cambian en sangre
una tercera parte del mar [...] los que son algarabía de águila y de hombre». Efectivamente, el
Apocalipsis es pródigo en ángeles, por lo cual seleccionaremos para dar referencias más precisas
solo algunas de las citas a las que alude el joven Borges: «los cuatro Ángeles de pie en los cuatro
extremos de la tierra, que sujetaban los cuatro vientos de la tierra» aparecen en Ap. 7, 1; los
mencionados «ángeles fuertes» son múltiples: ante el libro sellado aparece «un Ángel poderoso
que pregona a gran voz» (5, 2); siete están de pie delante de Dios, con trompetas de oro y al
sonido de esas trompetas acaecen infinitos horrores en el mundo (8, 2 y ss.); un Ángel con
incensario de oro que está junto al altar, llena el incensario con fuego y lo arroja a la tierra (7, 5)
y por fin, aparece en la visión de San Juan, el Ángel más poderoso de todos, el que «desciende
del cielo revestido de una nube, con un arco iris sobre su cabeza, cuyo rostro es como el sol y
cuyos pies son como columnas de fuego -211- [...] el pie derecho sobre el mar, y el izquierdo
sobre la tierra», que clama «con voz grande, de la manera como ruge el león» (10, 1-3). Estos y
otros ángeles apocalípticos son englobados con gran economía expresiva -que ya es característica
desde este período juvenil- en un solo párrafo pleno de sugerencias.
Hace luego el ensayista, como anticipamos, una breve referencia a los ángeles en el Islam,
donde los musulmanes «viven desaparecidos por ángeles [...] ya que según Eduardo Guillermo
Lane102, a cada seguidor del profeta le reparten dos ángeles de la guarda o cinco, o sesenta, o
ciento sesenta».
Luego menciona otro hito en la angelología: la Jerarquía Celestial, según él «atribuida con
error al converso griego Dionisio y compuesta en los alrededores del siglo V». El escritor se
refiere, no sin ironía, al «documentadísimo escalafón del orden angélico», aludiendo así a la
doctrina ya esbozada por San Pablo (Efesios, 1, 21 y Colosenses 1, 16), luego establecida por
Dionisio y modulada por otros teólogos posteriores, según la cual los ángeles están organizados
en nueve coros, que se subdividen a su vez en tres jerarquías cada uno. Romano Guardini103 nos
explica este orden diciendo que la existencia de los Ángeles, después de haber optado por Dios
en un acto de libertad personal, consiste en la coejecución de la vida de Dios mediante la
contemplación, el amor, la alabanza y el servicio. La «alabanza» significa el acto por el cual la
criatura reconoce que Dios «es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la -212-
fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap. 5, 12). El «servicio» es la actividad que cumplen
los ángeles en la obra universal de Dios.
El hecho de que lo distinto encuentre justificación, pero forme parte de la unidad del todo,
en el orden del santo dominio y del santo servicio, determina la «Jerarquía». En ella, los ángeles
pertenecientes a las tres órbitas superiores viven en la contemplación directa de Dios, vueltos por
entero hacia él. Son los Serafines, los ángeles cuyo acto existencial es todo amor, los
Querubines, que tienen su esencia en el conocimiento de Dios y los Tronos, que la tienen en la
realización del eterno presente de Dios. Los ángeles de la segunda órbita (Dominaciones,
Virtudes y Potestades) representan distintas formas de una existencia que consiste en la
realización contemplativa y amorosa de los designios universales de Dios, de la plenitud y de la
ley de estos. Las tres últimas órbitas, los Principados, los Arcángeles y los Ángeles, viven en la
realización del crear y del regir mismos de Dios, del acaecer del mundo y de la historia humana.
Los ángeles viven en Dios pero son asimismo los enviados a través de los cuales Él obra en el
mundo (Guardini, pp. 85-88). Borges selecciona de la descripción jerárquica atribuida a
Dionisio, la distinción «entre los querubim y los serafim, adjudicando a los primeros la perfecta
y colmada y rebosante visión de Dios y a los segundos el ascender eternamente hacia Él, con un
gesto a la vez extático y tembloroso, como de llamaradas que suben» (pp. 64-65). Relaciona
también la Jerarquía con unos versos de Alejandro Pope: «As the rapt seraph, that adores and
burns» («Absorto serafín que adora y arde»).
Al resumir después la presencia de los ángeles en los cabalistas, menciona como sus fuentes
bibliográficas para este punto el libro en alemán Los elementos de la cábala (Berlín, 1920) del
doctor Erich Bischoff y la obra Literatura rabínica de Stehelin. El primero, nos dice, «enumera
los diez sefiroth o emanaciones eternas de la divinidad, y hace corresponder a cada una de ellas
una región del cielo, uno de los nombres de Dios, un mandamiento del decálogo, una parte del
cuerpo humano y una laya de ángeles». Refuta la acusación de vaguedad hecha a los cabalistas,
sosteniendo que, por el contrario, eran fanáticos de la razón y la causalidad.
(p. 67)
Pero la ironía borgeana se manifiesta también en otros niveles: en algunas de las opiniones
intercaladas, en algunos adjetivos, en algunas imágenes. La más notable es la que asimila los
ángeles a los pájaros104, que se desarrolla con voluntad artística pero también bromista, dispersa
en diferentes párrafos: «Tanta bandada de ángeles no pudo menos que entremeterse en las letras»
(p. 66), dice. Y más adelante añade: «pero a cualquier poesía, por moderna que sea, no le
desplace ser nidal de ángeles» (p. 67). Y concluye: «son las divinidades últimas que hospedamos
y a lo mejor se vuelan» (p. 67). Sin embargo, la actitud del ensayista hacia los ángeles no es
permanentemente irreverente, es ambigua y -215- oscilante. El tema ha merecido su curiosidad
intelectual, todo un trabajo de investigación, lectura, síntesis y elaboración artística105. A pesar
de las notas irrespetuosas, se admira de la supervivencia de los ángeles y pone, finalmente, un
toque personal, más íntimo:
(p. 67).
-216-
El Arcángel no es aquí el referente, el ser del que se habla, sino el término comparativo que
describe un atardecer, comparación que surge del atrevimiento vanguardista, empeñado en
aproximar realidades disímiles. Sin embargo la imagen es tan llamativa, que el término
metafórico se impone como imagen dominante.
«Los Ángeles de Swedenborg»
Esta breve obra en prosa está incluida en El libro de los seres imaginarios (1967)107, escrito
en colaboración con Margarita Guerrero. En esta obra, que amplía y reelabora el Manual de
zoología fantástica (1957), se insertan los dos trabajos referidos a Swedenborg, sus ángeles y sus
demonios, entre las descripciones de otros seres más o menos fantásticos, muchos de los cuales
fueron enumerados en el párrafo de «Historia de los ángeles» que transcribí más arriba. Los
ángeles aparecen, pues, mezclados en el libro con seres mitológicos, fantásticos o folclóricos.
En este contexto, Borges hace una síntesis de las características principales que tienen los
ángeles en la obra del hombre de ciencia y filósofo sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772)108.
No indica en este ensayo la fuente de la que extrae este resumen aunque un breve cotejo permite
inferir que se trata del libro Del cielo y sus maravillas y del infierno (Coelo et inferno, 1758)109.
-217- En otras ocasiones menciona las tres principales obras de Swedenborg relacionadas con el
tema: Los arcanos celestes (Arcana coelestia) publicada en Londres, en latín, entre 1747 y 1758;
La verdadera religión cristiana (Vera christiana religio,1771) y la que acabamos de mencionar.
Borges hace, a lo largo de diversas obras, no menos de veintiséis referencias al místico
heterodoxo sueco110. Éste, en sus obras, «propone un sistema teosófico y salvacionista basado
ante todo en una interpretación analógica y alegórica de las Escrituras y de los hechos sagrados,
concepción que se vincula con toda la tradición del pensamiento esotérico. El autor refiere sus
experiencias y visiones, en especial aquellas en las que sostuvo largas conversaciones con «los
ángeles y otros seres celestes»111. Borges sintetiza:
-219-
«El Ángel»
Este poema apareció -como dijimos- en La Nación del 25 de marzo de 1979 y fue luego
incluido en La cifra (1981). La actitud del yo literario con respecto al ángel es muy diferente a la
que analizamos en su ensayo juvenil. El poema está escrito ya hacia el final de la vida de su autor
y denota un sustancial cambio de actitud frente al tema. Aunque no ignoramos los aportes de la
teoría literaria que distinguen al autor del hablante lírico (teoría que el propio Borges contribuyó
a establecer), postulamos que son muchos los vasos comunicantes entre el yo lírico y un Borges
que imagina la dimensión espiritual de su vida, su momento final y el enfrentamiento con lo
Sagrado115. La madurez humana alcanzada y la gravedad del momento que avizora excluyen la
irreverencia e imagina al Ángel (cuyo nombre se escribe ahora sistemáticamente con
mayúsculas) con serena pero fuerte grandeza.
El poema consta de dos núcleos o estrofas, la segunda muy breve. La primera agrupa una
serie de oraciones desiderativas que pueden interpretarse básicamente como expresiones de
deseo pero también como signos de una actitud de ruego religioso:
-220-
Con gran capacidad de síntesis se sugieren los pecados de la carne (lupanares, tabernas) y
los pecados del espíritu (la soberbia). Desde el punto de vista de las técnicas literarias, es notable
el uso de un recurso que Borges asimiló del expresionismo y que se convirtió en una constante
de su estilo: el desplazamiento calificativo o hipálage: «tabernas insensatas», «fabulosa
esperanza». Me refería antes a modalidades de la ética borgeana. Las expresiones: «el oprobio
del llanto» o «que no macule su cristal una lágrima» nos recuerdan al «Nadie rebaje a lágrima o
reproche» del «Poema de los dones», motivo que se reitera en poemas que atestiguan actitudes
estoicas de antepasados y familares frente al dolor, la enfermedad o la muerte.
Cuando el hablante lírico nos exhorta o se exhorta a recordar «que nunca estará solo» pues
«el Otro lo mira», -222- de algún modo hace una opción teológica por la alteridad de Dios117.
Las doctrinas gnósticas que penetraron el romanticismo, el simbolismo y sus derivados en el
siglo XX, contribuyeron a instaurar en gran número de escritores un panteísmo indiferenciado: el
yo del poeta era o es -de algún modo- parte de la divinidad. El hablante lírico es aquí categórico:
Dios es el Otro (aunque existan infinitos puentes, canales de la vida divina y posibilidades de
unión). Si bien Dios es Otro, penetra y mira permanentemente al hombre. El poeta concuerda con
múltiples testimonios bíblicos, como el salmo 139: «Yahveh, tú me escrutas y me conoces; /
sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, / mi pensamiento calas desde lejos...»118. Por ello
dice:
La idea procede también de los Evangelios: nada quedará oculto. «El incesante espejo» es
metáfora de la eternidad, de la Memoria divina, de la «Memoria que no acaba nunca», según
palabras de Francisco Luis Bernárdez.
-223-
Aunque el ruego final del poema de Borges sea mucho más abarcador, nos es lícito afirmar
que este texto «no deshonra al Ángel».
-225-
El lenguaje
El idioma es la sustancia de todas las formas de arte que llamamos literatura. A los
escritores nos dijo Borges desde el comienzo, que «el idioma apenas si está bosquejado y que es
gloria y deber suyo (nuestro y de todos) -226- el multiplicarlo y variarlo», pues palabras hay
«cuyo sentido dependen del escritor que use de ellas», de allí su deber de «engendrar vocablos
que alcancen vida de inmortalidad en las mentes», más allá, con más audacia que la de quienes
«sólo buscan en las palabras su ambiente, su aire de familia, su gesto», y bien lejos de «ese
cambalache de palabras que no nos ayuda ni a sentir ni a pensar» cuando solo nos atenemos a la
«autorizada costumbre» o a «un puñadito de gramatiquerías» («El idioma infinito», en El tamaño
de mi esperanza, 39 y ss.).
Si los hechos (de la realidad) no requieren definición es «porque ya poseen nombre, vale
decir, una representación compartida» (Evaristo Carriego, 54). Solo de ese modo la lengua es
edificadora de realidades y de vocabularios en los que se especializa el conocimiento. Pero la
poesía (también la narrativa), «arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras» -
según Schopenhauer- «es limosnera del idioma de todos» (del «español general» -dirá después),
del sermo plebeius al que debemos prestarle un estreno de expresiones simbólicas -por ejemplo:
diluviar, confluir, extremar, desalmar- cuya invención supere el «memorioso y problemático
español de los diccionarios» (El idioma de los argentinos, 145), el fanatismo de quienes han
reemplazado «el auto de fe con el diccionario de galicismos» (Carriego, 37) o las vanidades que
los preceptistas quieren hacer pasar por lenguaje poético, «como corcel y céfiro y purpúreo -
227- y do en vez de donde» («El idioma infinito», en El tamaño..., 48).
En suma: si los epítetos demandan siempre «un esfuerzo de figuración», «no hay que
dejarlos haraganear». «Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una
facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud
que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones». Y asesta su ejemplo
empático: unos versos del Fausto en los cuales, con adjetivación ajada («overo», «lindo»,
«rosao»), Estanislao del Campo inventa un caballo «overo rosao» y dispone una «agradabilísima
interjección final: ¡Lindo el overo rosao!» que pasa también por una delicada codicia (loc. cit.,
«La adjetivación», 51 y ss.).
Llegados a El idioma de los argentinos, topamos en uno de sus trabajos, «Otra vez la
metáfora», con la -228- denegación de esta figura (y de todas las figuras) tan postulada con
anterioridad como representativa e impulsora de la manifestación poética. «La más lisonjeada
equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas
es tarea fundamental del poeta... Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese
error» pues, siendo la metáfora «asunto acostumbrado de mi pensar [...] ayer he manejado los
argumentos que la privilegian [...]; hoy quiero manifestar su inseguridad...» (loc. cit., 49).
¿Debemos calificar la actitud contradictoria de un ayer que afirma con énfasis y de un hoy
que niega con parecida ceremonia? Inclinados a cierta malignidad lo haríamos, pero preferimos
la benigna explicación fenomenológica del aprendizaje sucesivo que permite descreer y cambiar
en la no detenida perfección del yo y de su hipóstasis verbal, todo a título de una permanente
denuncia de la facilidad, el descuido o la pereza. A las «contrarias lealtades» que más, adelante
declarará, debemos sumar sus porfiados lectores estas razonadas apostasías: «Creo de veras que
la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía ya
formadísimo» (loc. cit., 51) vinculado a nuestro vivir, a la costumbre de pensar las cosas «con
devoción». En la fórmula de Unamuno: «Los mártires hacen la fe» (loc. cit., 50). Valga para él y
también para nosotros el epílogo de su casuística metafórica: «Me parece bien que haya
metáforas, para festejar los momentos de alguna intensidad de pasión. Cuando la vida nos
asombra con inmerecidas penas o inmerecidas venturas, metaforizamos casi instintivamente.
Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como él» (loc. cit., 55).
Y nos parece cierto. De igual modo aceptaremos creerle cuando nos diga al acaso en un
página de «La señora mayor» (El informe de Brodie, 1970) que «las metáforas comunes [como
«había ido apagándose poco a poco»] son las mejores, porque son las únicas verdaderas» (79);
las que ya han sido dichas, las sencillas invenciones del habla común, pensamiento melancólico
y epilogal, si se quiere, de un escritor que brilló y asombró con la «efusividad retadora» de sus
intuiciones. Baste señalar unas pocas al correr de las páginas: «Ignorar con plenitud»,
«fundamental vaguedad», «el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas», «con un
perceptible y tenue temblor de pájaro dormido latía misteriosamente una brújula», «la fogosa
caña», «el cóncavo recuerdo», figuras estas colectadas solo en las veintidós páginas de «Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius», es decir, entre los cuentos de Ficciones, su libro de 1941. Y así fue
siempre, entendiendo que, «dentro de la comunidad del idioma (es decir, dentro de lo
entendible), el deber de cada uno es dar con su voz», y su voz se deja oír en un tono de cierta
afectación «muy suya» (para decirlo con una sencilla atribución popular), cultivada, tal vez
querida pero no impostada -no para escucharse como se escuchaban Darío o Lugones- sino para
alcanzar una serena excelencia en el lenguaje que en un comienzo conoció la pasión creadora del
desafío: «Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas
caben en el cielo» -nos dijo en «Buenos Aires» (Inquisiciones)-, y también: «la enormidad de la
-230- absoluta y socavada llanura», o «esos ponientes pavorosos como arrebatos de la carne y
más apasionados que una guitarra» (89), al punto que declaraba: «Ejercimos la imagen, la
sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos...» (84).
Pero esas efusiones se van atenuando, en pos de la «serenidad eficiente»: «Hay una hora de
la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo
entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...» («El fin», en Ficciones,
180).
Dicho así, así hecho y declarado en más de una confidencia, para no incurrir él mismo en los
sagaces reproches que supo hacerle a Lugones -especie de «fijación edípica», escribimos alguna
vez o más de una vez al palpar su encono-; Lugones, «cuyos libros despertaron la admiración,
pero no el afecto, y que murió, tal vez, sin haber escrito la palabra que lo expresara», a fuerza de
querer ser original y de no resignarse, en su falta de rigor, en sus deliberados juegos retóricos, en
su barroquismo, a sacrificar el menor hallazgo (Leopoldo Lugones, 30 y ss.).
«La pompa de ciertas descripciones, algo mecánicas, traduce la fatiga del escritor y su
alejamiento de los temas tratados» -acusa Borges en «Cuentos fatales»- esto es, la ampulosidad
exterior del lenguaje disociada de la temática; la atención de la palabra escapándose de su
necesidad; la habilidad técnica despegada de su inevitable cauce espiritual. «Lugones está, por
decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino
un objeto elaborado por él...» (97).
Este diagnóstico no se limita a sopesar el «caso Lugones»; enuncia juicios válidos, esto es,
aplicables, a toda la literatura argentina, a todo nuestro hacer o querer -231- hacer arte con la
palabra, al lenguaje que es «materia» e «instrumento» de la literatura, y a la literatura en cuanto
lenguaje de formas verbales capaces de animar historias y de comunicar emociones.
Si entendemos la literatura como un lenguaje en el -232- lenguaje, esto es, como el íntimo
acuerdo del idioma y de la obra, acuerdo o ensamble mediante el cual encuentra su forma el
modo de sentir del escritor, las precedentes observaciones de Borges, transcriptas en «buen
español» y claramente aplicadas a un caso visible, son el fundamento de un oficio llamado a
trascender el día. Otros lo habrán dicho antes, sin duda, en la espaciosa historia de la estética,
pero él recreó esas ideas en justos términos de actitud y valor para las secuencias de la crítica
argentina -tan o más carenciada que la poesía-.
En estos días, me permito añadir, se está imponiendo acaso con mayor ensañamiento que en
los días pretéritos, una tercera deliberación seudomundana o seudoculta; esta acompaña bien o
mal (generalmente mal) la invasión de tecnicismos aportados por los medios electrónicos y
adopta los prestigios del inglés con una pretenciosa pronunciación no fundada en el pleno
conocimiento de ese idioma. Esta actitud frívola excluye no se sabe por qué (¿temerosos de lesa
ignorancia o pudorosos de inferioridad?) la decisión optativa pero mejor de traducir por su
nombre español aquellos tecnicismos. Al no hacerlo, nos acostumbramos a escuchar unas
cadencias desvencijadas por el intérprete y a adoptar formas de construcción extrañas a la
sintaxis del español y aun -como Borges advirtió (a la inversa) al imponerse en el cine y en la
televisión el doblaje de filmes y vídeos-, a la espontaneidad de los gestos que, en la conversación
(también en la escritura en cuanto transcripción dialogal), acompañan expresivamente al hablante
(cf. «Sobre el doblaje», en Discusión).
Al examinar el idioma de los argentinos, Borges pensaba «en el ambiente distinto de nuestra
voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no
igual. No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras (españolas), pero sí su
connotación», su «representación compartida».
«En la poesía lírica -remacha- este destino suele mantenerse alerta, bosquejado por símbolos
que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo»: en el orden de ese «rastreo»,
parte de la esencial «explicación de textos» que los franceses ejercían con obstinado rigor,
integraría décadas más tarde el repertorio bichador de las pesquisas fenomenológicas,
hermenéuticas, semiológicas, estructurales, etc., sin escándalo de la crítica rotativa.
(109)
En el poema «La luna», apuntala dicha intuición al invocar «...el maleficio / De cuantos
ejercemos el oficio / De cambiar en palabras nuestra vida» (Cf. El hacedor, 67).
Y bien: en los remansos de su autobiografía -de los símbolos inventados para decirla-, evoca
la imagen del suburbio (Palermo, Adrogué, el Sur), de Carriego, del lenguaje abastecido por
Carriego y, siempre, de la «desaforada llanura».
Referencias
Consta en primer lugar la fecha de las primeras ediciones de las obras anteriores al medio
siglo. Las citas responden a las obras de Jorge Luis Borges editadas o reeditadas a partir de 1950
en volúmenes separados.
Ficciones (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Artificios, 1944). Buenos Aires,
Emecé, 1956.
-237-
Borges y España
Emilia de Zuleta
Hablar de Borges y España es hacer la historia de una relación conflictiva que se extiende
desde la adolescencia hasta la muerte del gran escritor. Esa historia debe ser percibida no solo
como una evolución a través de los diversos momentos y circunstancias de su vida, sino también
como un proceso cíclico que abarca en espiral una compleja, ambigua, cambiante relación de
atracción y rechazo estructurada sobre tres factores principales. El primero corresponde a los
condicionamientos sociales y culturales de las relaciones entre España y América, tales como
eran vividos en el entorno en que Borges creció y vivió como persona y como escritor.
En cuanto al primer factor, es indudable que en el sector de los criollos cultos de mediana o
alta posición social, los españoles fueron vistos como pertenecientes a los niveles más bajos. El
mismo Borges recuerda en su Autobiografía: «En Buenos Aires, los españoles siempre tuvieron
trabajos de nivel inferior, como sirvientes domésticos, o camareros, o peones, o eran pequeños
comerciantes, y los argentinos nunca pensamos en nosotros mismos como españoles». En estas
vivencias se crió y formó, y en la construcción de su propia biografía puso siempre el acento en
que aprendió a leer en inglés antes que en español, y hasta llegó a insistir en que leyó el Quijote
en una traducción inglesa antes de hacerlo en español. Quien haya oído hablar a Borges en inglés
puede poner en duda estas afirmaciones: si bien tenía un amplio dominio del vocabulario y de la
sintaxis inglesa, su entonación y su pronunciación no lo acreditaban como bilingüe, nivel de
insuficiencia que, por otra parte, era común a los criollos cultos de su generación.
Otro factor que hemos mencionado es la personalidad, singular e independiente como pocas,
del joven Borges, y eso es lo que trataremos de explorar a través de tres ciclos: la iniciación, la
transición hacia la madurez y la madurez.
1. La iniciación
La experiencia española de Borges se inicia con su contacto directo con la vida en aquel país
que, si bien fue breve y parcial, lo marcó decisivamente y quedó presente en su autoconciencia
hasta los años finales.
Como se sabe, la familia Borges partió hacia Europa en 1914, poco antes de la primera
guerra mundial y el joven Borges, con apenas quince años, reanudó su formación escolar en
Ginebra. Luego, se trasladan a España, primero a Barcelona y Sevilla y luego a Palma de
Mallorca y Madrid. Sevilla y Palma representan para Borges las primeras experiencias como
integrante de grupos generacionales. En Sevilla entró en contacto con el ultraísmo y el grupo de
la revista Grecia, donde publicaría varios poemas. Luego viene la primera estadía en Palma
adonde llega como abanderado del ultraísmo, publica algunos poemas y, junto con otros poetas,
firma un Manifiesto ultraísta. Entre 1919 y 1922 alcanzan a aparecer una veintena de poemas
suyos, algunos de tema -240- político y otros sentimentales y eróticos que Carlos Meneses ha
descripto y analizado124.
¿Cómo era el joven Borges a los veinte años, en el momento de su llegada a Madrid?
Guillermo de Torre lo recuerda en su libro Literaturas europeas de vanguardia (1925) como un
«espíritu genuinamente inquieto», como un «temperamento polémico» y con un «raro sentido del
Verbo». Tres rasgos que componen un retrato que se mantendría a lo largo de su vida. Y agrega:
«Llegaba ebrio de Whitman, pertrechado de Stirner, secuente de Romain Rolland, habiendo visto
de cerca el impulso de los expresionistas germánicos, especialmente de Ludwig Rubiner y de
Wilhem Klemm»125.
El joven Borges participaba, además, de las tertulias de Cansinos Assens en el café Colonial
y, ya en su segundo viaje a España, de las de Ramón Gómez de la Serna, opositor del primero, en
el Café de Pombo. Como se sabe, las relaciones de Borges con Cansinos componen un curioso
capítulo de su biografía. Desde el comienzo declara una admiración sin límites hacia este
traductor y prosista, y reconfirma esta admiración hasta el final de su vida. La admiración por
Ramón, también conservada, sufrió algunas rectificaciones.
En marzo de 1921 la familia Borges se embarca rumbo a Buenos Aires. Apenas dos años y
unos meses de residencia en España, aunque luego vendría un segundo viaje, en 1923, repartido
entre Andalucía, Mallorca y Portugal.
Y, sin embargo, Borges había llegado a Buenos Aires conservando su entusiasmo ultraísta.
Como tal lo recuerda Leopoldo Marechal al diferenciar su propia generación como
«martinfierrista»: «En rigor de verdad sólo fueron ultraístas dos o tres compañeros que recién
llegaban de España o que conocían ese movimiento de suyo tan objetable por su originalidad». Y
agrega explícitamente que Borges era uno de esos pocos129.
Lo cierto es que, aunque pronto Borges rechaza su ultraísmo, conserva su devoción por
Cansinos Assens. Marinetti, en su manifiesto El futurismo mundial, del 11 de diciembre de 1924,
menciona entre los futuristas declarados o sin saberlo a Luis [sic] Borges130.
2. Hacia la madurez
Por entonces, hacia 1924, Borges, como sus camaradas argentinos, se hallaba en una nueva
etapa de las vanguardias, muy diferente pero, a la vez, paralela con la que se iba delineando en
España dentro del grupo de poetas y prosistas que se llamarían del 27.
Sus contactos con la Península continúan al comienzo de esta etapa y conservan, en general,
un signo positivo. Su primer libro, Fervor de Buenos Aires, es comentado por uno de los
mayores críticos de poesía de aquel momento, Enrique Díez Canedo, en la revista España, en un
artículo que fue reproducido en Buenos Aires por Nosotros.
Señalaba allí su condición de poeta clásico, aunque indica como rasgo fundamental «un
nuevo acoplarse de adjetivos y sustantivos», apuntando certeramente a lo que transparentaba la
lucha por la expresión en que se hallaba empeñado el joven Borges132. El libro también fue
comentado por Gómez de la Serna en la Revista de Occidente, quien destacaba su calidad de
gran poeta y subrayaba su filiación gongorina.
En los años siguientes la crítica española prestó atención a sus libros de 1925: Luna de
enfrente, comentado por Guillermo de Torre en la Revista de Occidente, e Inquisiciones, en el
mismo lugar, por Benjamín Jarnés. Este último lo hace con una concisión, una profundidad y una
perspectiva que parecen prefigurar el desarrollo posterior de la obra de Borges:
Recuerdo haberle leído este texto a Borges en 1963 y que lo rechazó sin mayores
comentarios. ¿No le gustaba que hablaran de su obra? Posiblemente, porque hay otros
testimonios de ello. ¿No le gustaba que se le atribuyera aquella filiación castellana y
quevedesca? Ambas cosas son posibles.
Por esos mismos años Borges publica algunos artículos sobre autores españoles en revistas
porteñas. El primero de ellos, «Acerca de Unamuno poeta» apareció en Nosotros, en noviembre
de 1923. Allí confiesa: «Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de
sus versos»134. Esa intimidad, prosigue, le permite bucear tanto en el carácter metafísico de esa
poesía como en su orientación conceptista: «...hay una más entrañable y conmovedora valía en
las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades del idioma», dice. Esos versos, según
Borges, son tan españoles que, precisamente por ello, resultan humanamente universales. Como
ocurre en el caso de otros poetas, con estas lecturas está autodefiniéndose por esos rasgos
capitales en los cuales su propia obra converge con la de Unamuno: hondura metafísica,
precisión conceptista, universalidad.
También escribió por entonces sobre Quevedo, Torres Villarroel, Cansinos Assens. Elogió
el intelectualismo de Quevedo: «Fue perfecto en las metáforas, en la -246- antítesis, en la
adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es
discernible por la inteligencia». Y agrega: «Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por
una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo»135.
Prácticamente está caracterizando las notas que presiden sus propias búsquedas idiomáticas de
aquel momento.
Todavía va más allá en esta filiación quevedesca al hablar de Torres Villarroel: «Quiero
puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el
amor de la metáfora». Compara, asimismo, la «atropellada numerosidad de figuras» con los
Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo, y afirma que Torres Villarroel
está «enquevedizado»136.
Otra devoción suya de los años españoles que perduraba en los comienzos de la década de
los veinte fue Ramón Gómez de la Serna. En enero de 1925 escribió -247- sobre el sentido de
su obra en la revista Martín Fierro bajo el título de «Ramón y Pombo»: «Yo pondría sobre ella el
signo de Alef», dice utilizando por primera vez este concepto que daría el título a su famosísima
narración de 1949. Compara sus enumeraciones con las de La Celestina, Rabelais, Burton y
Whitman138. Durante ese mismo año de 1925, Borges participará en un Homenaje que publica
Martín Fierro con motivo de un viaje de Ramón a Buenos Aires que, en definitiva, no se realiza.
Pero la nota más acusada de la obra de Borges durante este ciclo de mediados de la década
de los veinte es su lucha denodada por la expresión lingüística. En la base de su actitud estaba
aquella «austera desconfianza sobre la eficacia del idioma» que él atribuyera a Quevedo.
Abundan sus textos en ese sentido. Me detendré únicamente en tres de ellos. El primero, incluido
en noviembre de 1925 en la revista Martín Fierro, es el -248- prólogo de su libro de ese año,
Luna de enfrente. Dice allí que sus poemas son hablados en criollo, no en gauchesco ni
arrabalero, sino en «la heterogénea lengua vernácula de la charla porteña». Es decir, búsqueda de
la lengua propia en el nivel coloquial de los porteños, lo cual no implica un rechazo del español,
sino su modificación por el uso en la Argentina141.
Esta idea de que el ahondamiento en el espíritu criollo, sin entorpecer «la circulación total
del idioma», llevará al logro de la expresión idiomática propia y, por esa vía, a la universalidad,
domina también en el tercero de estos textos, su muy conocida exposición sobre «El idioma de
los argentinos», leída en el Instituto Popular -249- de Conferencias por su amigo Pedro
Henríquez Ureña. (Aún no había nacido el Borges conferencista, con su singular elocución
vacilante, entre dubitativa y asertiva, que potenciaba con su ritmo entrecortado el valor de cada
palabra.)
Comenzaba señalando dos influencias antagónicas: «Una es la de quienes imaginan que esa
habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o
españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción». Ve
en aquel arrabalero del sainete y de los tangos nuevos una divulgación del lunfardo, jerigonza de
los ladrones que no puede arrinconar al castellano, pero que es utilizada con intención de añadir
color local, cosa que no intentaron ni Fray Mocho, ni Carriego, ni Sicardi.
También es ilógico e inmoral el alarde de riqueza y la gran cantidad de palabras difuntas que
usan los españolizantes. Cree, sin embargo, que «...algún ejemplo de genialidad española vale
por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes». Algunos, dice, añaden
Góngora, Gracián, el Arcipreste. «El que no es genio es nadie; el único recurso español es
genialidad». El resto es difuso y mediocre. El idioma argentino se halla entre ambas tensiones y
así escribieron nuestros mayores, Echeverría, Sarmiento, Vicente F. López, Mansilla: en «el
dialecto usual de sus días», sin recaer en españoles ni degenerar en malevos. «Dijeron bien en
argentino: cosa en desuso». La diferencia está en el matiz, en las connotaciones. Y da diversos
ejemplos de ello para concluir: «Quisiera que el idioma hispano, que fue de incredulidad serena
en Cervantes y de chacota dura en Quevedo y de apetencia de felicidad -no de felicidad- en Fray
Luis y de nihilismo y prédica siempre, fuera de beneplácito y pasión en -250- estas
repúblicas»143. Quedan así declarados sus modelos idiomáticos españoles a esa altura -Cervantes,
Quevedo, Fray Luis-, y su programa de distanciamiento: el uso coloquial de los criollos, tan
alejado de casticismos como de aplebeyamientos degradadores y falsos.
-251-
La reacción en Buenos Aires fue inmediata y tuvo su foco central en Martín Fierro para
extenderse luego a otras publicaciones rioplatenses y extranjeras145. En el número 42 de aquella
revista, correspondiente al 10 de junio de 1927, y bajo el título general de Un llamado a la
realidad, opinan sobre el asunto varios escritores, entre ellos Ricardo Molinari, Ildefonso Pereda
Valdés, Nicolás Olivari, Santiago Ganduglia, Raúl Scalabrini Ortiz y el propio Borges. Me
detendré únicamente en la breve nota de Borges, «Sobre el meridiano de una Gaceta»,
sumamente despectiva y tajante, donde de forma al parecer definitiva, divide no solo dos
modalidades estéticas y lingüísticas enfrentadas a través del Atlántico. Dice allí:
Sin embargo, este estallido no parece haber sido accidental porque venía gestándose dentro
del grupo desde hacía algún tiempo. Dos años antes, en mayo de 1925, Pablo Rojas Paz en un
artículo titulado «Hispanoamericanismo», decía: «Posiblemente, este sentimiento de
hispanoamericanismo debe existir en alguna parte para que se hable de él. Pero lo que es en
nuestro país, creo que algunos fingen tenerlo por conveniencias personales». «El menos español
de los países sudamericanos es la Argentina». «En definitiva, la Argentina no tiene nada que ver
con el hispanoamericanismo»147.
Apenas un año después del famoso pleito, Guillermo de Torre, ya en Buenos Aires,
reconocerá que aquel «entraña más bien un problema editorial y librero que una cuestión
literaria»149, y se lanza con gran entusiasmo a la promoción de este tipo de intercambio entre
España y América. Pero el abismo entre quienes poco tiempo después serían cuñados, al casarse
Torre con Norah Borges, ya había comenzado a abrirse y debajo de la exaltación de Cansinos
hecha por Borges, contra la opinión del español, y de las duras, excesivas palabras del argentino
que he citado antes, creo que había más que meras disensiones literarias. Emir Rodríguez
Monegal, en su Borges, una biografía literaria, menciona como documento de una indisimulable
falta de simpatía de Borges hacia Torre, una filmación casera de 1934, hecha por Enrique
Amorim150.
3. La madurez
Al ingresar a la década de los treinta y los cuarenta, el prestigio de Borges se había asentado
en la Argentina y era una figura reconocida en el campo intelectual. Durante esa etapa, su
relación con España se abre con nuevas referencias a la literatura española y al problema de la
lengua.
-254-
Con respecto a lo primero, registramos los artículos que publicara a comienzos de 1937, con
motivo de la muerte de Unamuno, los cuales sobresalen por el espíritu de justicia con que están
encarados, sobre todo en un momento en que las contradicciones últimas del escritor español
durante la guerra civil española habían provocado el rechazo de muchos intelectuales. Nos
referimos a «Inmortalidad de Unamuno», publicado en Sur y a «Presencia de Unamuno»,
aparecido en El Hogar, el 29 de enero de 1937. En este último evalúa la obra unamuniana
señalando su preferencia por El sentimiento trágico de la vida, obra capital, a su juicio, y por una
obra menor, Rosario de sonetos líricos (la misma que había elogiado en 1923), porque en ella
están todos los temas del escritor. Y reconfirma su admiración hacia él: «Yo entiendo que
Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma»151.
Con respecto al problema de la lengua, los artículos de esta etapa prolongan la posición
sostenida en El idioma de los argentinos. Así, a propósito de un libro francés vuelve sobre la
falsa disyuntiva entre dos dialectos, el arrabalero o sainetero y el académico:
-255-
Pocos años después se enzarza en una polémica que tuvo cierta resonancia y, como veremos
más adelante, una consecuencia inesperada. Me refiero al artículo que Borges publicó sobre «La
peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico» (1941), de Américo Castro, en la
revista Sur, en noviembre de 1941, y luego recogido en su libro Otras inquisiciones (1952). Allí
objeta la referencia que el filólogo español hace a jergas rioplatenses. Salvo el lunfardo, no hay
jergas en este país, afirma Borges. Sostiene, además, que los españoles no hablan mejor que
nosotros, aunque lo hagan en voz más alta y con mayor seguridad. Pero confunden el dativo con
el acusativo y tienen dificultades para pronunciar palabras como Atlántico o Madrid. Luego,
califica duramente la erudición, el estilo y el ejercicio del terrorismo en materia lingüística del
autor y, por elevación, del Instituto de Dialectología. Amado Alonso, director del Instituto de
Fitología, no tarda en salir al paso de cada una de estas afirmaciones: no hay un Instituto de
Dialectología sino de Filología, el cual no ha inventado ninguna jerga ni ha reprobado nada,
porque esa no es su misión. Y concluye calificando el escrito de Borges como de estilo
excelente, información errónea y estimación injusta. Ello no impidió que el nombre de Alonso
figurara al año siguiente entre los participantes de un Desagravio a Borges153.
Alonso se hallaba empeñado desde hacía una década en la labor de definir el castellano
como lengua común de los hispanohablantes, había abordado repetidas veces lo que llamaba «el
problema argentino de la lengua», -256- había redactado en 1935 los nuevos programas para la
enseñanza del castellano en las escuelas secundarias argentinas y había escrito, junto con Pedro
Henríquez Ureña, una Gramática basada en las doctrinas lingüísticas más actualizadas. En este
contexto hay que interpretar el sentido de la polémica.
Dije antes que tuvo una consecuencia inesperada. No hace mucho nos hemos enterado, a
través de la correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén, del siguiente episodio. Borges
había enviado una carta de aceptación para una cátedra en Baltimore a la cual había sido invitado
por una profesora norteamericana, y allí se produjo la intervención de Amado Alonso. Le cuenta
Salinas a Guillén:
Así fue como Borges no viajó a Estados Unidos en 1951, en un momento para él asfixiante
debido al clima político instaurado por el peronismo. Lo haría en 1961, inaugurando el ciclo de
viajes vinculado con la internacionalización de su figura y de su obra.
El juicio de Amado Alonso era excesivo: es evidente que Borges mantenía su lectura de
autores españoles; de hecho había escrito nuevos artículos sobre Quevedo y Cervantes, durante la
década de los cuarenta, que luego serían reunidos en su libro Otras inquisiciones (1952). -257-
En 1946, como director de la revista Los Anales de Buenos Aires, dio cabida a autores españoles.
En el ciclo de conferencias de la entidad homónima, sobre un total de trece, cuatro estuvieron a
cargo de españoles: Gómez de la Serna, Amado Alonso, Niceto Alcalá Zamora y Manuel de
Góngora. En la revista Los Anales se publicaron textos de Guillermo de Torre, Ramón Gómez de
la Serna, Ramón Pérez de Ayala, Rosa Chacel, Ricardo Baeza, Rafael Alberti, Pedro Salinas,
Alejandro Casona y Arturo Barea, entre otros. Y en 1948, con motivo de la invitación a Buenos
Aires de Juan Ramón Jiménez, se le dedicó un número especial, el último de la publicación.
Ya entrada la década de los sesenta, se ensancha una nueva vertiente para el registro de las
lecturas españolas de Borges: sus poemas y textos líricos en prosa. No haré el inventario
detallado de los mismos, desde el famosísimo relato «Pierre Ménard autor del Quijote», pero
recordaré que en El hacedor (1960), se recoge una breve «Parábola de Cervantes y de Quijote»
donde se contraponen el soñador en su mundo cotidiano y común del siglo XVII, y lo soñado, el
mundo irreal de los libros de caballería. Y en el mismo libro se incluye «Un soldado de Urbina»,
poema sobre el mismo Cervantes en su dimensión épica, un aspecto de su biografía que siempre
estuvo presente en las recreaciones literarias y en los comentarios de Borges.
Este ciclo de la poesía de Borges, desde los años sesenta hasta el final, repetimos,
documenta esa permanencia de sus devociones españolas y la creciente intensidad de sus
lecturas: basta releer «Un soldado de Urbina», «Baltasar Gracián», «Góngora». El destino de
Cervantes, soldado, cautivo, escritor; Góngora, cercado por la mitología; Gracián, prisionero de
sus arquetipos, retruécanos y emblemas.
Su primer viaje europeo de esta etapa se realiza en 1964, invitado por los Cuadernos por la
libertad de la cultura y acompañado por María Esther Vázquez. De vuelta pasaron por Madrid y
Santiago de Compostela: «Entre las ciudades más inolvidables que he visto, junto a Estocolmo,
están San Francisco, Edimburgo, Ginebra y Santiago de Compostela», diría156. De vuelta de ese
viaje le confesaba a María Esther Vázquez sus recuerdos más gratos de ese viaje: «De España,
mi diálogo con mi maestro, el gran maestro judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens, a quien vi
después de cuarenta años»157.
Pocos años más tarde le comentaba a César Fernández Moreno: «Estaba con los ojos llenos
de lágrimas, la última noche en Madrid, oyendo a un cantaor de "cante jondo" andaluz, y al
mismo tiempo [...] recordaba a los payadores de Buenos Aires», y confesaba que él nunca podría
escribir una letra de cante jondo158.
En 1973 hubo un nuevo viaje a España y una conferencia suya en Cultura Hispánica. De
esta década datan sus diálogos con M. P. Montecchia, donde vuelve a declarar su rechazo del
barroco con ejemplos de Quevedo y Góngora, y emite juicios sobre otros escritores españoles.
Entre ellos, sobre Ortega y Gasset, que repetiría en otras ocasiones: «...Ah, no. Ortega era de un
mal gusto espantoso. Yo creo que ha escrito las peores prosas españolas». Pensaba bien, pero
«era muy cursi». (Es muy conocida, también, la anécdota sobre Borges -260- sorprendiendo a
sus interlocutores con un texto aprendido de memoria, efectivamente muy cursi, y que resultaba
ser de Ortega.)
En 1980 Borges recibe el Premio Cervantes, compartido con Gerardo Diego. Muchos se
preguntaron entonces quién era Gerardo Diego, buen poeta del grupo del 27, pero relegado
siempre a un segundo plano. Y muchos más, sobre el sentido de este premio, subdividido entre
un poeta, narrador, ensayista de fama universal, traducido a muchos idiomas, admirado por
escritores e intelectuales de todos los países, predilecto de la prensa internacional, asimilado ya
por los sectores ideológicos que lo habían anatematizado antes, y ese otro poeta limitado al
ámbito español, ni siquiera al mundo hispánico. ¿Razones políticas, refracción del siempre
anunciado y nunca concedido Premio Nobel? ¿Resabio ante sus opiniones sobre la literatura y la
lengua hablada por los españoles? El jurado era insospechable de parcialidad, las razones de su
decisión nunca se sabrán, pero fue un premio a medias, pese a que Borges lo aceptó complacido
como había aceptado muchos otros.
«No hay literatura española fuera de Cervantes y Quevedo», reconoce haberlo dicho, pero
ahora le reprocha a Quevedo que esté cargado de dogmatismo y de barroquismo, y disiente,
además, de sus ideas: «Quevedo sin duda no entendió su época. Yo siempre digo que si Quevedo
viviera ahora, sería un insoportable nacionalista [...] no me cabe duda que si Quevedo hubiera
vivido en la Argentina de estos años hubiera sido otro peronista». (Es bien sabido que para
Borges «nacionalista» y, sobre todo, «peronista», no eran datos de filiación política, sino
calificativos denigrantes en extremo.)
Del teatro del Siglo de Oro no salva a ninguna de sus figuras principales: «Calderón fue un
versificador muy pobre, sus obras están demasiado afectadas de teatralismo, sus personajes no
tienen perfiles, imposible distinguir a un personaje de otro [...] y este juicio me parece aplicable
al conjunto del teatro clásico español», llega a decir. Lope le resulta «pesado, casi intolerable»,
pero lo juzga «infinitamente más valioso» como poeta.
Juzga que el siglo XVIII fue muy pobre y que el XIX, «lamentable, una gran vergüenza».
-262-
Tampoco cree que luego haya un renacimiento de la literatura española, y piensa que los
mejores escritores españoles «se nutrieron del modernismo y el modernismo vino de América».
Su juicio sobre los escritores del 98 también es severo: Azorín le parece «absolutamente
deleznable» y las mejores páginas de Manuel Machado, «muy superiores a las mejores de
Antonio». Incluso Unamuno, a quien reconoce haber tenido por un gran escritor, le resulta ahora
«insoportable»: no tolera sus juegos bobos de palabras ni su afán de inmortalidad.
También piensa que la obra última de Juan Ramón Jiménez evidencia su declinación como
escritor. Y, para escándalo de los españoles, dice que Lorca es un «andaluz profesional»,
afortunado porque lo fusilaron, y que su andalucismo le parece «aburrido y falso». Seguramente,
esta serie de afirmaciones -y no reproducimos todas-, y algunas de ellas en particular, sobre
Antonio Machado y Lorca, confirmarían aquel remoto juicio de Amado Alonso y, sin embargo,
Borges, maestro en el arte de desconcertar, emite una opinión global que contradice muchas
anteriores: «Quisiera decir ante todo que no es cierto que los españoles y su literatura me resulten
antipáticos. Creo que España tiene grandes defectos y grandes virtudes. Una gran virtud de
España es que todo se da a lo grande». Y sigue: «No he conocido a un solo español cobarde.
Tampoco he conocido a un solo español deshonesto. Pienso que comparativamente los españoles
tienen una superioridad ética». Y, agrega, sentido del honor y coraje. Como se ve, es un elogio
de España y de los españoles en las dimensiones que Borges admiraba más: la honestidad, el
sentido del honor y el coraje.
-263-
A esta altura Borges era un personaje preferido del periodismo, que ya había asimilado sus
opiniones políticas de un anarquismo conservador, y le preguntaba sobre todo lo divino y lo
humano. Hay muchas entrevistas de los años finales, donde vuelve una y otra vez sobre la lengua
y la literatura española. Me detendré especialmente en los Diálogos con Osvaldo Ferrari, para
Radio Municipal de Buenos Aires, entre marzo y setiembre de 1985.
En cuanto a lo primero, la lengua, repite lo que ya había dicho muchas veces en los últimos
años y había puesto en aquellos versos que encabezan su poema «Al idioma alemán»: «...mi
destino es la lengua castellana y por eso soy muy sensible a sus obstáculos y a sus torpezas,
precisamente porque tengo que manejarla»162. Como para los poetas barrocos, de quienes se
había venido apartando, la preocupación por la lengua castellana, específicamente por el «idioma
de los argentinos», seguía siendo una obsesión para él, aunque ahora ya no buscara la sorpresa
verbal, los efectos de contraste, las asociaciones insólitas, sino la austeridad y la concisión eficaz.
El barroco estaba presente en él, aunque -264- fuera para apartarse de sus formas más
ostensibles y para conservar, sintéticos y esbozados, los recursos conceptistas.
Vuelve a hablar largamente del Quijote, un clásico donde cada línea «está justificada» y
cuya figura protagónica «es parte de la memoria de la humanidad».
Revela, además, que quien tenía el culto del Quijote era Macedonio Fernández, a quien no le
gustaba lo español, pero el Quijote sí. Dice: «Y demagógicamente, Macedonio Fernández
propuso que todos los americanos del sur y todos los españoles nos llamáramos "La familia de
Cervantes"; ya que Cervantes vendría a ser un vínculo [...] que atraviesa el Atlántico»163. Y a
continuación comenta su poema «Sueña Alonso Quijano», donde prima una idea análoga a la
desarrollada por Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho: Cervantes fue soñado por Dios,
a su vez él sueña a Alonso Quijano y este sueña a don Quijote. En otro diálogo con Ferrari,
Borges disiente de la idea de Unamuno de que don Quijote fuera un personaje ejemplar: más
bien le parece un señor colérico e irritable.
Vuelve en estos diálogos sobre Quevedo y confiesa que ha ido apartándose de él porque,
como a Lugones, se le nota demasiado el esfuerzo. Y comenta, una vez más, uno de sus poemas
predilectos, el que comienza «Retirado en la paz de estos desiertos». Y vuelve sobre Góngora
ampliando la idea de su poema anterior: «Veía mitológicamente, y veía mitológicamente a través
de una mitología muerta para él»164.
Estos textos finales -Borges moriría un año y medio después-, ratifican la continuidad y la
profundidad de -265- sus lecturas españolas, a pesar de las rectificaciones o rechazos más o
menos lapidarios. A la hora del balance final, que es el que cuenta, aquellas lecturas de juventud,
en medio del torbellino vanguardista, aquella decantación progresiva, desde la distancia, a la luz
de muchas otras lecturas, aquellas luchas por la expresión, han cristalizado, no en la apreciación
definitivamente serena, sino en el único equilibrio posible en un viejo genial que conservaba
intacta la rebeldía adolescente.
España y Borges, ¿un amor complicado y difícil? Necesariamente lo fue en quien chocaban
el rechazo por los aspectos bastos o cursis de ciertos españoles, su desmesura, pues cultivaba el
pudor criollo, el distanciamiento irónico, pero que se sentía atraído por la grandeza española en
sus virtudes y defectos.
NOTAS
1
«Discurso de don Jorge Luis Borges en su recepción académica», BAAL, XXVII, pp. 303-
312, 1962.
2
Borges, en actitud selectiva, legítima en un escritor, a partir de su madurez sí se propuso
eliminar de su obra ciertos vocablos: «hispanismos, argentinismos, arcaísmos, neologismos»
(«Prólogo» de Elogio de la sombra, 1969). Creía que «debemos acentuar nuestras afinidades y
no nuestras diferencias» y «que la Academia Argentina se equivoca al coleccionar
regionalismos» (en Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos
Aires, Casa Pardo, 1973, p. 26). No obstante, posteriormente no pudo dejar de emplear
regionalismos argentinos; por ejemplo, en El libro de arena (1975): compadrito, hacendados,
almacén («El Congreso»); vistear, empilchado, palenque, batón, orilleros, rubiona, compadre,
cortes («La noche de los dones»); gauchaje, matear, petiso, tubiano («Avelino Arredondo»); en
La cifra (1981): godo («Yesterdays»), canilla («La trama»), bagual («Andrés Armoa»).
3
Los subrayados de este texto de Borges y de los que siguen son míos.
4
Borges, que había leído las conferencias de Matthew Arnold sobre el estudio de la literatura
céltica, abunda en detalles: «La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que
abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía, el derecho, [además de] la gramática
y las diversas ramas de la retórica. [...] con todo el corpus de la literatura anterior» (p. 307).
5
M. E. Vázquez, Borges, sus días y su tiempo, Buenos Aires, Javier Vergara, 1999, pp. 194-
199.
6
«Discurso de don Jorge Luis Borges», BAAL, XXVI, pp. 391-395. La Academia efectuó un
homenaje a Góngora en el cuarto centenario de su nacimiento.
7
La asociación entre Góngora y Joyce aparece también en otros escritos, como el «Prólogo»
de El otro, el mismo (1964) y el de Los conjurados (1985). Ya en 1939 Borges consideraba a
Joyce «uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero»
(Textos cautivos, Buenos Aires, Tusquets Editores, 1986, p. 328).
8
El reconocimiento de Góngora como poeta («uno de los mejores») se enlaza con la crítica de
su estilo culterano ya en «Examen de un soneto de Góngora», de El tamaño de mi esperanza
(1926). El poema «Góngora» de Los conjurados (1985) es un homenaje: en él la idea del «arduo
laberinto» gongorino se contrapone con la de la poesía «de las comunes cosas», pero la primera
se ve como destino ineludible del poeta.
9
En «El culteranismo», de El idioma de los argentinos (1928) cita el mismo terceto y expresa
igual juicio. En otros lugares reconoce el valor de Góngora como poeta y rescata sus sonetos, en
los que «hay espontaneidad» (cf. F. Sorrentino, loc. cit., pp. 97-98).
11
Retoma el concepto en el «Prólogo» de El otro, el mismo (1964). En Evaristo Carriego
(1930), cap. III, se había referido en términos despectivos a Darío; pero en 1954, en nota aclara:
«Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito».
12
Esta apreciación aparece en otros lugares, como «El modernismo», en Leopoldo Lugones
(1955), el «Prólogo» de El oro de los tigres (1972), y el de Prólogos con un prólogo de prólogos
(1975).
13
«Enrique Banchs», BAAL, XXXV, pp. 179-181, con motivo de la muerte del poeta.
14
Borges consideraba este poemario no menos argentino que el Martín Fierro, porque estaban
en aquél esas «otras condiciones argentinas» más sutiles, que son «el pudor argentino, la
reticencia argentina» (en «El escritor argentino: y la tradición», Discusión, 1932). En cuanto a la
valoración del libro, la ha corroborado en varios lugares (cf. por ejemplo, F. Sorrentino, loc. cit.,
p. 52).
15
El ensayo de 1936 «Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el
silencio» (Textos cautivos, 1986), también juzgaba La urna como «un libro nuevo. Un libro
eterno, mejor dicho»; pero en cuanto a las causas del silencio de Banchs, propone tres hipótesis,
ninguna de las cuales alude al abandono de una mujer. En cambio, el soneto «Enrique Banchs»
de Los conjurados (1985) transmuta en apasionada poesía todos los conceptos del discurso de
1970. Cabe recordar que el motivo de la desventura amorosa es frecuente en la poesía de Borges,
sea en un pasaje, sea en poemas enteros (así, entre varios otros. «Ausencia», de Fervor de
Buenos Aires, 1923; «Mayo 20, 1928», de Elogio de la sombra, 1969; «H. O.», de El oro de los
tigres, 1972; «Elegía del recuerdo imposible», de La moneda de hierro, 1976; «Posesión del
ayer», de Los conjurados, 1985).
16
BAAL, XLVI, pp. 75-79.
17
De Enrique Anderson Imbert, El realismo mágico y otros ensayos, Caracas, Monte Ávila
Editores, 2ª. ed., 1992.
18
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LXI, 241-242, 1996.
19
Jorge Luis Borges, «Autobiographischer Essay», en sus Gesammelte Werke, Band 9,
München, Carl Hanser Verlag, 1980, pp. 42-43.
20
Ibídem, p. 42.
21
Ana María Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de Borges, Buenos Aires,
Centro Editor de América Latina, 1984, p. 11.
22
Amado Alonso, «Borges, narrador», en su Materia y forma en poesía, Madrid, Editorial
Gredos, 1960, p. 351.
23
Jorges Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, p.
289. En adelante esta edición se citará como O. C.
24
Mariano Baquero Goyanes, Qué es el cuento, Buenos Aires, Editorial Columba, 1967, pp.
59-60.
25
María Angélica Bosco, Borges y los otros, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora,
1967, p. 39.
26
Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, Buenos Aires, Editorial Losada, 1953;
pp. 51-52 y pp. 311-323.
27
Milan Kundera, El arte de la novela, Barcelona, Tusquets Editores, 1987, pp. 59-60.
28
Jorge Luis Borges, Gesammelte Werke, Band 9, op. cit., p. 42.
29
Se podría aplicar a Borges lo que dice Menéndez y Pelayo sobre el Infante Don Juan
Manuel: el crítico español, en efecto, después de indicar las fuentes a que acudió el autor de El
Conde Lucanor, elogia el sello «tan personal» que imprimió en las narraciones (Marcelino
Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, t. I, Buenos Aires, Emecé Editores, 1945, p. 154.
30
Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, Barcelona, Editorial Bruguera, 1978, p. 197. Las
citas siguientes de Rinconete y Cortadillo remiten a esta edición.
31
G. K. Chesterton, Obras completas II, Buenos Aires, Plaza y Janés, 1961, p. 1043.
32
G. K. Chesterton, El candor del Padre Brown, Buenos Aires, Losada, 1939, pp. 27-28.
33
Jorge Luis Borges, El «Martín Fierro», Buenos Aires, Editorial Columba, 1960, p. 62.
34
Jorge Luis Borges, Obras completas IV, 1975-1988, Buenos Aires, Emecé, 1996, p. 212.
(Esta edición se abreviará O. C. IV).
35
Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires. Ediciones Culturales Argentinas,
1961. pp. 41-43.
36
Jorge Luis Borges, Borges en Sur. 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 16.
37
José Martí, Páginas escogidas, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1953, p. 121.
38
Julio Cortázar, Final del juego, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969, pp. 127-130.
39
A. Alonso, op. cit., p. 349.
40
Ernesto Sábato, Uno y el universo, Buenos Aires, Seix Barral, 1995, p. 22.
41
Arthur Schopenhauer, «Transscendente Spekulation über die anscheinende Absichtlichkeit
im Schicksale des Einzeinen», en su Parerga und Paralipomena, 1. Band, Leipzig, Brockhaus,
1891; p. 234. Véase nuestra traducción al castellano, Arthur Schopenhauer, Una fantasía
metafísica, Córdoba, Alción Editora, 1995.
42
Arthur Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung, Zweiter Band, Leipzig, Hesse &
Becker Verlag, 1919, pp. 568 y ss.
43
Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. cit., p. 231.
44
«Das Thier lebt ohne eigentliche Kenntnis des Todes...», Arthur Schopenhauer, Die Welt als
Wille und Vorstellung, 2. Band, op. cit., p. 570. En Historia de la eternidad Borges cita un
extenso párrafo del «apasionado y lúcido Schopenhauer» respecto al mismo asunto (Obras
completas. 1923-1972, op. cit., p. 357).
45
«Die Geschichte zeigt auf jeder Seite nur das Selbe, unter verschiedenen Formen», Arthur
Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung, 2. Band, op. cit., p. 547.
46
«... Nähert sich (...) dem Romane...», «... Der lange, schwere und verworrene Traum der
Menschheit...», Ibídem, pp. 546 y 549.
47
Amado Alonso, op. cit., pp. 345, 347, 348.
48
Ibídem, p. 349.
49
Jorge Luis Borges, Borges en Sur, op. cit., p. 34.
50
Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, EUDEBA, 1980, p. 38;
Universidad de Creta, Borges en Creta (O Borges stin Criti), Atenas, Stigmí, 1985, p. 58; Carlos
Spinedi, «Borges en el país del Minotauro», Logos Helénico (Revista del Instituto Griego de
Cultura de Buenos Aires), N.º 3, 1986, p. 39.
51
Universidad de Creta, op. cit., p. 58.
52
Jorge Luis Borges, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 929. (En adelante, esta
edición se cita como O. C.).
53
Universidad de Creta, op. cit., p. 57.
54
Universidad de Creta, op. cit., p. 58. «Recuerdo que preguntaba a mi padre qué significaban
las palabras Magna Grecia. Y él me decía que significaban el sur de Italia y Sicilia, y después
monologando continuaba: Quizás Magna Grecia sea el mundo entero».
55
Cuenta Ernesto Sábato: «Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las
conversaciones sobre Platón y Heráclito de Éfeso, siempre con el pretexto de vicisitudes
porteñas». Ernesto Sábato, Antes del fin, Buenos Aires, Seix Barral, 1998, p. 96.
56
Jorge Luis Borges, Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 508.
57
O. C.; pp. 431, 472, 569, 607, 986 y 987.
58
Universidad de Creta, op. cit., p. 58.
59
Universidad de Creta, op. cit., p. 34.
61
K. P. Kavafis, Obra completa (Apanda), Atenas, Ikaros, 1975; pp. I, 41, 92; II, 33; I, 65, 52,
87, 98; Jorge Luis Borges, O. C.; pp. 519, 452, 248, 382, 404, 226, 376, 655, 218.
62
Véanse los poemas «En el mes de Athir» (En to mini Athir) de Kavafis, op. cit., I, p. 78, y
«Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867», de Borges, O. C.,
p. 660.
63
Universidad de Creta, op. cit., p. 30.
64
Ibídem, p. 23. Sobre las afinidades entre Borges y Kavafis cf. Nasos Vagenás, «El lenguaje
irónico» (I ironikí glosa), periódico Kathimeriní, Atenas, 30 de enero de 1977; William
Barnstone, «Real and Imaginary History in Borges and Cavafy», Comparative Literature,
Invierno 1977, pp. 54-73; Eugenio Aranitsis, «Borges, Kavafis», revista To Dendro (El Árbol),
Atenas, N.º 12, enero-febrero de 1980, pp. 17-23.
65
El texto sobre Atenas, que refiere un sueño, está incluido en Atlas, libro escrito por Borges
en colaboración con María Kodama, Buenos Aires, Sudamericana, 1984; p. 37; «El hilo de la
fábula» pertenece a Los conjurados (Jorge Luis Borges, O. C.; p. 676, y la cita sobre la música
griega corresponde a «Abramowicz», ibídem; p. 658).
66
«Calle Panepistimíu» significa calle de la Universidad. El poema de Nasos Vagenás
pertenece a su libro Vagancia de un no viajero (Periplánisi enós mi taxidioti), Atenas, Kedros,
1986, p. 36. Ver traducción en Horacio Castillo, Poesía griega moderna, Buenos Aires, Instituto
Griego de Cultura de Buenos Aires-Fundación de la Cultura Helénica de Atenas, 1997, p. 223.
67
Universidad de Creta, op. cit., p. 59.
68
Jorge Luis Borges, Nueva refutación del tiempo, Ed. Oportet & Haereses, Buenos Aires,
1947, p. 23.
69
De Alicia Jurado, El mundo de la palabra. Memorias (1952-1972) II, Buenos Aires, Emecé
Editores, 1990.
70
De Santiago Kovadloff, Sentido y riesgo de la vida cotidiana, Buenos aires, Emecé, 1998.
71
Borges, enigma y clave, (en colaboración con M. Tamayo), Buenos Aires, ed. Nuestro
Tiempo, 1955. La colaboración de M. Tamayo fue, más que nada, de carácter simbólico.
72
Sobre sus ataduras al suelo patrio y sus vuelos por el mundo de las letras inusitadamente
variado e inaudito por su profundidad se ha escrito mucho y bien. Aquí podemos señalar un
excelente resumen sobre el particular titulado «Per un atlante del sapere di Borges», en Roberto
Paoli, Tre saggi su Borges, Roma, Bulzoni, 1992.
73
Este ensayo aparece por primera vez en Otras inquisiciones (1937-1952), Buenos Aires,
Sur, 1952. Citaremos por esta edición. Se incluye también en páginas de Jorge Luis Borges
seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982, con un estudio preliminar de Alicia
Jurado. También en sus Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974; y tenemos una traducción
al inglés de Ruth L. C. Simms e introducción de James E. Irby, New York, Washington Square
Press, 1966, etc.
74
Vid. Américo Castro, «La palabra escrita y el Quijote», Cuadernos de Ínsula, Madrid, 1947,
p. 13.
75
Para una visión más cercana en el tiempo sobre el realismo conviene ver el artículo
respectivo del Diccionario terminológico de las literaturas románicas, de Rainer Hess, Gustav
Siebenmann, Mireille Frauenrath y Tilbert Stegmann, Madrid, Gredos, 1995.
76
Este Coloquio se realizó entre el 29 de abril y el 2 de mayo de 1999, en Villanueva de los
Infantes, Ciudad Real.
77
Juan Luis Vives, Introducción a la sabiduría, Obras completas, I, Madrid, Aguilar, 1947, p.
1215, par. 122.
78
Vid. Juan Vernet en la Introducción a Las Mil y Una Noches, Barcelona, Planeta, 1964, t. I.
Creemos que las casi sesenta páginas que componen esta Introducción constituyen un excelente
y breve estudio sobre el tema. Este arabista es también el autor de la traducción del árabe y de las
notas.
79
Para conocer sus opiniones sobre algunas de las traducciones puede leerse «Los traductores
de las 1001 noches», incluido en Historia de la eternidad [1936], en Obras completas, Buenos
Aires, Emecé, 1974, pp. 397-415.
80
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LVIII, 227-228, 1993.
81
Es el argumento de «El otro» (El libro de arena, 1975).
82
Ya en «Inventario» (La rosa profunda, 1975) había dicho: «Al olvido, a las cosas del olvido,
acabo de erigir este monumento / sin duda menos perdurable que el bronce...» (cfr. Horacio,
Odas, III, 30, 1: Exegi monumentum aere perennius...).
83
«Tú quisiste morir enteramente...» («A mi padre», en La moneda de hierro, 1976).
84
Jorge Luis Borges, Poemas 1923-1958, Buenos Aires, Emecé, 1958.
85
Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Buenos Aires, Emecé, 1968.
86
Jorge Luis Borges, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé, 1969.
87
Jorge Luis Borges, La moneda de hierro, Buenos Aires, Emecé, 1976; La cifra, Buenos
Aires, Emecé, 1981.
88
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LXI, 241-242, 1996.
89
El resumen del cuento fue publicado en un artículo de E. Anderson Imbert con el título de
«Borges y Ménard» en Letras de Buenos Aires, n.º 28, mayo de 1994. Lo reprodujo en su libro
Reloj de arena, entre otras parejas de cuentos que «comparten un asunto semejante», en pendant,
naturalmente, con «Pierre Ménard, autor del Quijote» (Reloj de arena, Buenos Aires, El
francotirador, 1995).
90
El cuento fue publicado con el título de «Imagen de Pierre Ménard», La Nación, Buenos
Aires, 1-9-1991.
91
Dos décadas antes de Pierre Ménard (1939). Y una década después Borges escribe:
«Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque
confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un
punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia» («La flor de Coleridge», Otras inquisiciones,
Buenos Aires, Sur, 1952, p. 20). Creemos que, al escribir esto, no podía dejar de acordarse de
Pierre Ménard. Borges comienza el artículo de esta manera: «Hacia 1938, Paul Valéry escribió:
"La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su
carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de
literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor"».
92
En 1920, Valéry se adelanta a la «expectativa del lector», etc.
93
Buenos Aires, Proa, 1926; 2.ª ed. Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina / Seix Barral, 1993,
pp. 63-69. Citaré por esta edición, 3.ª reimpresión, marzo 1994.
94
1.ª ed. Buenos Aires, Kier, 1967, 159 p. (en colaboración con Margarita Guerrero), libro
incluido en Obras completas en colaboración, Buenos Aires, Emecé, 1979, pp. 567-714. En esta
edición, por la que citaré, el ensayo mencionado está en la p. 547.
95
La cifra, Buenos Aires, Emecé, 1981, p. 67 (citaré por esta edición). El poema permanece
en todas las ediciones posteriores de ese libro y pasa así a las Obras completas.
96
Citaré por la edición de Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 49.
97
En la versión incluida en Poemas 1923-1953, Buenos Aires, Emecé, 1954. Estas
«Anotaciones» no figuran en las Obras completas, pero sí están incluidas en la reedición de Luna
de enfrente, Cuaderno San Martín, Buenos Aires, Emecé, 1995, pp. 96-97.
98
Cf. «Los ángeles», en Iniciación teológica, Barcelona, Herder, 1957, t. I, pp. 502-503.
99
Dictionnaire de Théologie Catholique commencé sous la Direction de A. Vacant et E.
Mangenot; continué sous celle de E. Amann, troisième tirage, Paris, Librairie Letouzcy et Ané,
1923, t. I, pp. 1190-1271.
100
Montevideo, Lumen, 1992, ítems 328 a 336. Sobre este tema puede verse también el
capítulo «Los ángeles», en Iniciación teológica, ed. cit., t. I, pp. 491-518; Ulric Simon, Heaven
in the Christian Tradition, New York, 1958; Dom García Colomás, Paraíso y vida angélica,
Monserrat, 1958; Peter Lamborn Wilson, Angels, London, Thames and Hudson, 1980 (incluye
excelente iconografía).
101
Cf. Iniciación teológica, cap. cit., pp. 503-504.
102
Es esta una posible fuente bibliográfica borgeana, que no he podido localizar.
103
Romano Guardini, El Ángel en la Divina Comedia, Buenos Aires, Emecé, 1961, pp. 86-87.
104
Dante también lo hace, pero con otro tono, cuando habla del «divino pájaro», en La Divina
Comedia (Purgatorio, II, 2): «Cuanto más se acercaba a nosotros el ave divina, más brillante
aparecía: por lo cual, no pudiendo resistir su resplandor mis ojos, los incliné». (Cito por la
versión editada en París, Garnier, s/f, p. 148, versión castellana de Enrique de Montalbán).
105
Nos preguntamos si todas las referencias bibliográficas intercaladas en el artículo son
auténticas, no he podido corroborarlas en su totalidad y son conocidas las travesuras borgeanas a
este respecto.
106
Cito por Obras completas, ed. cit., p. 49. Puede verse la primera versión en mi libro El
ultraísmo, Madrid, Gredos. 1963, p. 146.
107
Ed. cit., p. 547.
108
Si bien la obra está escrita en colaboración, las reiteradas referencias a Swedenborg en otras
obras nos permiten inferir que este capítulo se debe a Borges.
109
He consultado la edición Heaven and its Wonders and Hell; From Things Heard and Seen,
New York, Swedenborg Foundation Inc., 1956.
110
Cf. el catálogo de citas borgeanas sobre este autor en Borges, Madrid, Biblioteca Nacional,
1986, p. 174.
111
J. R. (Jaime Rest), Diccionario de literatura universal, Buenos Aires, Muchnik Editores,
1965, t. I, p. 117.
112
J. L. Borges, El libro de los seres imaginarios, ed. cit., p. 574.
113
Cf. «Emanuel Swedenborg», en Jorge Luis Borges, Borges oral, Barcelona, Bruguera, 1980,
pp. 47-67.
114
En El otro, el mismo, Obras completas, ed. cit., p. 936. También toca el tema en el poema
«Emanuel Swedenborg»: «Más alto que los otros, caminaba / Aquel hombre lejano entre los
hombres / Apenas si llamaba por sus nombres / Secretos a los ángeles. Miraba / Lo que no ven
los ojos terrenales: / La ardiente geometría, el cristalino / Edificio de Dios y el remolino /
Sórdido de los goces infernales... (Ibídem, p. 909).
115
Borges (el hombre Borges, el hablante literario) tiene oscilaciones con respecto a la fe en la
existencia de un Más Allá. Por ejemplo en su poema «Del Infierno y del Cielo», inserto en El
otro, el mismo (1964) pero datado en 1942 (se publicó primero en Otros poemas, 1943; en Otras
composiciones, 1954, 1958; en Libro del Cielo y del Infierno, 1960), expresa su descreimiento
con respecto a la existencia de un Cielo y de un Infierno. Vuelve allí a referirse negativamente al
tema de la Jerarquía angélica: «Dios no requiere / para alegrar los méritos del justo, / orbes de
luz, concéntricas teorías / de tronos, potestades, querubines, / ni el espejo ilusorio de la música /
ni las profundidades de la rosa...» (en Obras Completas, ed. cit. p. 864).
116
Cf. R. Guardini, El Ángel en la Divina Comedia, ed. cit.
117
Cf. también el poema «El otro» en El otro, el mismo. Una revisión de la obra total de Borges
desde este ángulo podría dar otras respuestas.
118
«Tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
Mt., 6, 6 y 6, 18.
119
Borges, una biografía literaria, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.
120
Ed. cit.
121
«Norah Borges», en La Nación, Buenos Aires, domingo 3 de octubre de 1982, 4.ª Secc., p.
2.
122
Este trabajo forma parte de un estudio en elaboración, que se desarrolla en varios capítulos:
1. Introducción a las ideas estéticas; 2. Literatura; 3. De la estética a la metafísica; 4. Profesión
de fe literaria; 5. El lenguaje; 6. Evaristo Carriego y Almafuerte; 7. El otro Borges: Discusión; 8.
Otra vez el tiempo y la eternidad; 9. Textos breves sobre la cultura; 10. Textos sobre la cultura;
11. La estética a modo de máximas; 12. El arte de novelar; 13. De los símbolos y los mitos; 14.
Repertorio de ideas.
123
Todos los asteriscos indican subrayados míos, J. L. V.
124
Carlos Meneses, Poesía juvenil de Jorge Luis Borges, Barcelona, Olañeta, 1978. Id., «Una
provechosa amistad; Borges y Mallorca», en España en Borges, Madrid, El Arquero, 1990, pp.
95-110.
125
G. de Torre, Literaturas europeas de vanguardia, Madrid, Caro Raggio, 1925, p. 62.
126
R. Poggioli, Teoría del arte de vanguardia, Madrid, Revista de Occidente, 1964, p. 218.
127
J. L. Borges, «Ultraísmo», Nosotros, 151, dic. 1921, pp. 467-471. G. de Torre, Literaturas
europeas de vanguardia, p. 60.
128
G. de Torre, «Para la prehistoria ultraísta de Borges», Cuadernos Hispanoamericanos, 169,
enero 1964, pp. 5-15.
129
L. Marechal, «Distinguir para entender», Mundo Nuevo, 18, diciembre 1967, pp. 59-64; en
Obras completas, t. V, Buenos Aires, Perfil, 1998, pp. 331-333.
130
G. de Torre, Historia de las literaturas europeas de vanguardia, Madrid, Guadarrama,
1965, p. 172.
131
J. L. Borges, «En la muerte de F. L. Bernárdez; Entrevista de María Esther Vázquez», La
Nación, 26-11-1978. Sup. p. 1.
132
E. Díez Canedo, «Fervor de Buenos Aires», España, 413, reproducido en Nosotros, 178,
marzo 1924, pp. 433-434.
133
B. Jarnés, Jorge Luis Borges, Inquisiciones, Revista de Occidente, 27, setiembre 1925.
134
J. L. Borges, «Acerca de Unamuno poeta», Nosotros, 175, diciembre 1923, pp. 405-410.
135
Ídem, «Menoscabo y grandeza de Quevedo», en Inquisiciones [1925], Buenos Aires, Seix
Barral, 1994, pp. 43-49.
136
Ibídem, «Torres Villarroel», pp. 9-15.
137
Ídem, «Definición de Cansinos Assens», Martín Fierro, 12-13, 20-11-1924, p. 83,
138
Ídem, «Ramón y Pombo», Martín Fierro, 14-15, 24-1-1925, p. 93.
139
R. Cansinos Assens, «El misterio de las cosas bellas», Síntesis, 1, junio 1927, pp. 25-31. (La
presentación de Borges en p. 110).
140
P. R. Sanjurjo, «A toda la nueva estética», Síntesis, 2, julio 1927, pp. 61-74. Ibídem, 15,
agosto 1928, pp. 375-390.
141
«Al tal vez lector», Martín Fierro, 25, 14 noviembre 1925.
142
Ídem, «Las coplas acriolladas», Nosotros, 200-201, enero-febrero 1926, pp. 74-79.
143
Ídem, «El idioma de los argentinos» [1928], Buenos Aires, Peña Del Giúdice, 1952, pp. 11-
33.
144
«Madrid meridiano intelectual de Hispanoamérica», La Gacela Literaria, 8, 15-4-1927, p. 1.
145
Me he ocupado más extensamente del tema en varios trabajos. Ver, por ejemplo, Guillermo
de Torre entre España y América, Mendoza, EDIUNC, 1993, pp. 18-20.
146
J. L. Borges, «Sobre el meridiano de una Gaceta», Martín Fierro, 42, 10-7-1927, p. 7.
147
P. Rojas Paz, «Hispanoamericanismo», Martín Fierro, 17, 17 5-1925, p. 2.
148
El Director, «Asunto fundamental», Martín Fierro, 31 agosto-15 noviembre, pp. 44-45.
149
G. de Torre, «Preliminares; ante la exposición del libro uruguayo en Madrid», La Gacela
Literaria, 39, 1-8-1928, p. 1.
150
E. Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, México, F. C. E., 1987, p. 233.
151
J. L. Borges, «Presencia de Unamuno», El Hogar, 29-1-1937, en Textos cautivos,
Barcelona, Tusquets, 1986, p. 79.
152
Ídem, «La langue verte, de Pierre Devaux», El Hogar, 11-12-1936, en Textos cautivos, pp.
59-60.
153
J. L. Borges, «La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico», Sur, 86,
noviembre 1941, pp. 66-70; A. Alonso, «A quienes leyeron a Jorge Luis Borges en Sur, número
86», Sur, 89, febrero 1942, pp. 79-81.
154
«Carta de P. Salinas a J. Guillén, 24-4-1951», en Pedro Salinas/Jorge Guillén.
Correspondencia (1923-1951), Ed. Andrés Soria Olmedo, Barcelona, Tusquets, 1992, p. 571.
155
G. de Torre, «Lo barroco en el pensamiento y en el arte de España», Revista de
Humanidades, Mérida, 5 marzo 1960, pp. 5-14.
156
M. E. Vázquez, Borges, Esplendor y derrota, Barcelona, Tusquets, 1996, p. 247.
157
Ídem, Borges; imágenes, memorias, diálogos, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 69.
158
J. L. Borges, «Diálogo con C. Fernández Moreno», Mundo Nuevo, 18, diciembre 1967, p.
20.
159
M. P. Montecchia, Reportaje a Borges, Buenos Aires, Crisol, 1977, pp. 63 y 72.
160
E. Zaratiegui, «Borges enjuicia a los grandes de la literatura española», Mendoza, 27-1-
1980, Supl., p. 1.
161
E. Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, p. 424.
162
J. L. Borges y O. Ferrari, Diálogos, Barcelona, Seix Barral, 1992, p. 48.
163
Ibídem, p. 111.
164
Ibídem, p. 338.