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Homenaje a Jorge Luis Borges

Anejos del Boletín de la Academia Argentina de Letras

Anejo I
Academia Argentina de Letras

Académicos de número
-[6]-

Presidenta: Doña Ofelia Kovacci

Secretario general: Don Rodolfo Modern

Tesorero: Don Federico Peltzer

Mons. Octavio N. Derisi

Don Enrique Anderson Imbert

Don Carlos Alberto Ronchi March

Doña Alicia Jurado

Don Antonio Pagés Larraya

Don Jorge Calvetti

Don Adolfo Pérez Zelaschi

Don Horacio Armani

Don José María Castiñeira de Dios

Don Martín Alberto Noel

Don Oscar Tacca

Don José Edmundo Clemente

Don Adolfo de Obieta

Don Horacio Castillo

Don Santiago Kovadloff

Don Antonio Requeni


-[7]-
Académicos correspondientes

Don Pedro Grases (Venezuela)

Don Pedro Laín Entralgo (España)

Don Rafael Lapesa (España)

Don Alonso Zamora Vicente (España)

Don Paulo Estevao de Berredo Carneiro (Brasil)

Don Alberto Wagner de Reyna (Perú)

Don Arturo Uslar Pietri (Venezuela)

Don Ramón García-Pelayo y Gross (Francia)

Don Franco Meregalli (Italia)

Don Diego F. Pró (Mendoza, República Argentina)

Don Léopold Sédar Senghor (Senegal)

Don Daniel Devoto (Francia)

Don Paul Verdevoye (Francia)

Don Juan Bautista Avalle-Arce (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Juan Filloy (Córdoba, República Argentina)

Don Guillermo L. Guitarte (Estados Unidos de Norteamérica)

Doña Emilia Puceiro de Zuleta Álvarez (Mendoza, República Argentina)

Don Gastón Gori (Santa Fe, República Argentina)

Doña Elena Rojas Mayer (Tucumán, República Argentina)

Doña Ángela B. Dellepiane (Estados Unidos de Norteamérica)

Don Roberto Paoli (Italia)

Don Giovanni Meo Zilio (Italia)

Don Raúl Aráoz Anzoátegui (Salta, República Argentina)


Don José Luis Víttori (Santa Fe, República Argentina)

Don Carlos O. Nállim (Mendoza, República Argentina)

Don Hugo Rodríguez Alcalá (Paraguay)

Don Walter Rela (Uruguay)

Don Alejandro Nicotra (Córdoba, República Argentina)

Doña Luisa López Grigera (España)

Don Susnigdha Dey (India)

Don Germán Arciniegas (Colombia)

Don Joaquín Balaguer (República Dominicana)

Don Juan Liscano (Venezuela)

Doña Gloria Videla de Rivero (Mendoza, República Argentina)

Don Dietrich Briesemeister (Alemania)

Don Manuel Alvar López (España)

Doña Nélida E. Donni de Mirande (Rosario, Santa Fe, República Argentina)

Don Aledo Luis Meloni (Resistencia, Chaco, República Argentina)

-[8]-

Don Rafael Felipe Oteriño (Mar del Plata, República Argentina)

Don Oscar Caeiro (Córdoba, República Argentina)

Don Juan M. Lope Blanch (México)

Don José Saramago (Portugal)

Don Bernard Pottier (Francia)

Don Francisco Rodríguez Adrados (España)

Don Néstor Groppa (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Héctor Tizón (San Salvador de Jujuy, República Argentina)

Don Carlos Hugo Aparicio (Salta, República Argentina)

Doña Margherita Morreale (Italia)


Don Gregorio Salvador (España)

Don Humberto López Morales (Puerto Rico)

Don Héctor Balsas Ferreiro (República Oriental del Uruguay)

Don Luis Gómez Macker (Chile)

Don Carlos Jones Gaye (República Oriental del Uruguay)

Don Alfredo Matus Olivier (Chile)

Don José María Obaldía Lago (República Oriental del Uruguay)

Don Wenceslao Roque Amable (Misiones, República Argentina)

Don Dinko Cvitanovic (Bahía Blanca, República Argentina)

Don Jacques Joset (Bélgica)

-9-

Introducción
Borges en el Boletín de la Academia Argentina de Letras

Este volumen, que inaugura la serie de los Anejos del Boletín de la Academia Argentina de
Letras, reúne un conjunto de trabajos -estudios, evocaciones, semblanzas, diálogos- de miembros
de la Corporación como homenaje a Jorge Luis Borges en el año del centenario de su
nacimiento.

Borges fue incorporado a la Academia Argentina de Letras el 28 de diciembre de 1955, y


ocupó con carácter vitalicio el sillón puesto bajo el patrocinio de Dalmacio Vélez Sársfield.
Como testimonio de sus actividades de académico, se incluyeron en el Boletín seis textos suyos,
que -excepto uno- no fueron reproducidos posteriormente en otras publicaciones. En su mayoría,
los temas de esos trabajos son recurrentes en la obra del autor. Cabe en esta Introducción una
breve reseña.

En primer lugar, ¿qué pensaba Borges de las Academias? Su discurso de recepción, de


19621, precisamente -10- versó sobre «El concepto de una Academia y los celtas». Curiosa
asociación, que lo llevó a declarar: «Algunos amigos míos, cuando leyeron el título de la clase,
no conferencia o discurso de hoy [...] creyeron en una arbitrariedad mía» (p. 303). No obstante,
él creía que podía justificarse la afinidad entre los dos temas enunciados, y que «esa afinidad es
profunda» (Ibídem).
En la demostración de esta tesis distingue tres aspectos en las actividades de las academias.
Por una parte, habría una función que califica de «baladí», pensando -dice- «en la policía del
lenguaje, en las autorizaciones o prohibiciones de palabras». En esta caracterización hay una
crítica implícita, basada en un concepto bastante extendido -pero sin base verdadera-, respecto de
las tareas académicas relacionadas con el lenguaje. La realidad es que la Academia lleva a cabo
una labor propia de disciplinas científicas como la lexicografía y la filología: observa y estudia
los usos y sus peculiaridades vigentes en el transcurso del tiempo, y los recoge en léxicos y
diccionarios como contribución al conocimiento de la lengua; no «autoriza» vocablos ni los
«prohíbe»: sólo los registra2.

El segundo aspecto de la función de las academias lo trae la evocación de «aquellos


primeros individuos de la Academia Francesa», que practicaban «el diálogo literario», -11- la
«discusión amistosa», la «comprensión de los hechos literarios y la poesía» (Ibídem). Por último,
el tercer aspecto «sería, quizá, el esencial» y el más importante; se trata de «la organización, la
legislación, la comprensión de la literatura»3 (p. 303), que provocaría «un proceso dialéctico»,
en función de la historia de la literatura, ya que los «revolucionarios» -los innovadores de cada
época- «acaban por ingresar en la Academia, es decir, que la tradición [representada por la
Academia] va enriqueciéndose en todas las direcciones y en todas las evoluciones de la
literatura» (p. 304).

La idea de Academia en esta tercera función es la que Borges consideraba afín a la cultura
de los celtas: «en ninguna parte del mundo la vida literaria ha sido organizada de una manera
más rigurosa [que en estos pueblos]» (p. 307). Basándose en las noticias de César y otros autores
antiguos, señala en el discurso que, en efecto, los galos -pueblo celta- estaban gobernados por los
druidas, sacerdotes que formaban una jerarquía de seis clases, dos de las cuales
institucionalizaban la poesía y el canto: «la primera [...] era la de los bardos, y la tercera, la de los
vates» (p. 306).

Una vez desalojados los celtas de vastas regiones por los romanos y los germanos, o
dominados por ellos, su cultura -recuerda Borges- se refugió en Irlanda; pero con la conversión
al cristianismo en la Edad Media, los druidas pasaron a «la categoría de hechiceros»:

Uno de sus procedimientos era la sátira, a la cual se atribuían


poderes mágicos [...] Así bajo el amparo de la superstición y del
temor, se inició en Irlanda el predominio de los hombres de letras
[...] Si el concepto de academia reside en la organización y
dirección de la literatura, no se descubrirá en la historia país más
académico 4.

(p. 307)

-12-

Finalmente, después de haber recordado «el curioso fenómeno de una legislación de la


literatura en la isla de Irlanda» (y por consiguiente, de una virtual academia), sugiere que la raíz
celta de Francia explicaría «el auge de la Academia» en ese país: la Academia Francesa, la
Academia Goncourt, los cenáculos literarios (p. 312).
El tema de las academias y los celtas no fue tratado por Borges en ninguna otra obra, pero
volvió sobre la idea central del discurso, y se extendió aún más en lo que respecta a la carrera
literaria y la poesía en Irlanda en una conversación de 1962 con María Esther Vázquez5.

Otros textos publicados en el Boletín de la Academia Argentina de Letras versan sobre


poetas. De 19616 es un breve discurso sobre Góngora, a quien, en el ejercicio de su estilo
culterano, Borges adscribe a la teoría de Mallarmé de que «la poesía se escribe con palabras, no
con ideas o sentimientos» (p. 391 ). Esta tendencia -recuerda- también está en el pensamiento de
Raimundo Lulio y de Stevenson, y caracteriza la obra de Joyce7. En el caso de Góngora,
«hombre de tanto talento», sus audacias verbales8 «no -13- constituyen lo más feliz de su
obra» porque no encuentra en ellas «una pasión detrás» (pp. 392-393). No obstante, descubre la
«simple y pura pasión» en el soneto del poeta español que se cierra con el terceto:

Mal te perdonarán a ti las horas;


las horas que limando están los días,
los días que royendo están los años.

Comenta Borges: «Ese tema, que es un lugar común, que tarde o temprano nos alcanza, es el
sentir que corremos como el río de Heráclito, que nuestra sustancia es el tiempo o la fugacidad.
Creo que si tuviéramos que salvar una sola página de Góngora, no habría que salvar una de las
páginas decorativas, sino este poema, que más allá de Góngora pertenece al eterno sentimiento
español» (p. 395)9.

En otro discurso muy breve, de 196710, Borges se refiere a Rubén Darío, de quien destaca
«los dones infinitos que nos ha legado su ejemplo» (p. 79). Aunque considera triviales ciertas
imágenes rubenianas afirma que así como «Garcilaso nos trajo la entonación de Italia», debemos
a Darío «la de Hugo, la del Parnaso y la del simbolismo»11 y, más importante aún, «su
desgarrada y patética intimidad» (p. 80). Destaca sobre todo la renovación que hizo de la métrica
y la prosodia: «Auditivamente, no ha sido superado, ni siquiera igualado» (Ibídem). Por otra
parte, reconoce que «cuanto se ha -14- hecho después, de este o del otro lado del Atlántico,
procede de esa vasta libertad que fue el modernismo» (p. 80)12.

En la también corta nota de 1970 sobre Enrique Banchs13, reitera su aprecio por La urna, de
1911, un «libro impar» cuyos sonetos «son incomparables. No admiten otro rasgo diferencial que
la trémula perfección». Subraya la carencia casi total de connotaciones geográficas o temporales
en el vocabulario de La urna, y el empleo de imágenes tradicionales, a pesar de lo cual la poesía
de Banchs «es reservada, íntima, y, casi a su pesar, conmovida» (pp. 180-181)14; en ella apenas
se advierten huellas del modernismo y no ha formado escuela. Toca también Borges el origen
atribuido a la materia poética de La urna: «la desventura amorosa» del poeta, que se transmuta
«si los propicios astros lo quieren, en poesía o en música» (p. 180), y que lo conduce si no al
silencio, a no publicar otro volumen15.

-15-
Borges también pronunció el discurso de bienvenida a Alicia Jurado para su incorporación
formal a la Academia en 198116. Enmarcó la obra de la nueva académica en el concepto de que
en arte «no se concibe la estética sin la ética». Para el escritor la ética consiste en la fidelidad «no
a la mera realidad histórica, no a las meras efímeras circunstancias, sino a su sueño»; es decir, la
visión individual del mundo, o la creación de mundos posibles. El valor de una obra está en que
el escritor haya podido plasmar ese universo propio:

Y creo que el lector sabe [...] si el escritor ha sido fiel a su


sueño o no. En el caso de Alicia Jurado yo he sentido que todo lo
escrito por ella, sin excluir sus novelas es necesario, no arbitrario,
no puede haber ocurrido de otra manera .

(p. 77)

Más aún, la literatura debe obrar el efecto de crear mundos que trasciendan la temporalidad
y la caducidad de lo histórico, y paradójicamente adquieran una nueva realidad, como le ocurría
a Borges con el Facundo Quiroga de Sarmiento, más real que el Quiroga de los historiadores, o
como don Quijote. Al referirse a los libros de Alicia sobre Hudson y Cunninghame Graham
sintetiza principios de un arte poética; en efecto, afirma:

[ella] ha conseguido que dos hombres meramente históricos


sean, por lo menos para mí, tan eternos como los personajes de
ficción [...] Y ese es uno de los prodigios de la literatura: hacer que
lo meramente temporal sea eterno, traducir a los hombres efímeros
en imágenes [...] que duran más allá de las circunstancias
históricas.

(p. 78)

En una época en que el Boletín incluía obras de creación de los académicos (excepto
ensayos, esta práctica -16- ya no se sigue), en 1958 (XXIII, p. 63), apareció el soneto de
Borges titulado «La lluvia»:

La tarde bruscamente se ha aclarado


porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte generosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

En 1960 Borges incluyó el soneto en El hacedor, con dos afortunadas correcciones. a) En el


primer verso, modifica el orden de las palabras: en lugar de «La tarde bruscamente se ha
aclarado», escribe: «Bruscamente la tarde se ha aclarado». De este modo el poema entero -por la
posición de los acentos- gana en simetría rítmica, y en una sutil precisión semántica; el adverbio
expresa el concepto de cambio repentino, y su colocación en el texto es icónica del comienzo del
nuevo estado: el tema de la lluvia, introducido así sin interrupción in medias res. b) La otra
modificación es el oportuno reemplazo del adjetivo generosa por venturosa: «El tiempo en que la
suerte venturosa / le reveló una flor llamada rosa», ya que generosa indica una cualidad
ocasional de la suerte (que, como se sabe, puede ser favorable o no), mientras que la suerte
venturosa es la que causa ventura: enfoca el efecto de la revelación de la flor y del color en quien
oye caer la lluvia.

Ofelia Kovacci

-17-

Borges y su concepción del mundo17


Enrique Anderson Imbert

Borges ha negado muchas veces ser filósofo. «El filósofo -le dijo a Jean de Milleret-, al
proponer una imagen ordenada de la realidad, tiende a trampear». Conmigo fue aun más lejos y
me confesó que él no tenía la capacidad de pensar discursivamente: «Veo el problema -me dijo-
pero no sé cómo se pasa de una idea a otra hasta llegar a la raíz». Pero no es necesario que él nos
lo diga. Basta leerlo para comprobar que no tenía aptitud filosófica. Sus ensayos de tema
filosófico no intentan proyectar, mediante razonamientos, un pensamiento objetivo, sino
ensimismarse en su subjetividad. En «Nueva refutación del tiempo» (Otras inquisiciones) nos
avisa: «He... presentido una refutación del tiempo de la que yo mismo descreo». Las líneas
curvas de sus ensayos lo encierran en una arquitectura, no de catedral, sino de caracol.

-18-

Borges, como cualquier otro escritor, se ha planteado las cuestiones que han intrigado a
hombres de todos los tiempos; y en las respuestas a esas cuestiones reconocemos lo que aprendió
de los libros. Mencioné el diccionario de Mauthner. Pude haber mencionado también a Berkeley,
Hume, Kant, Croce, Bradley, Bergson... y a su amigo y mentor Macedonio Fernández, que tanta
influencia tuvo sobre él. Todos ellos, idealistas. Según Borges, su pensar se cifra en el título de
un libro: El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. Si nos metemos en su
biblioteca para reconstruir el mapa de sus fuentes terminaremos por encontrar lo que
buscábamos, esto es, una síntesis más o menos personal de las ideas que le impresionaron. Pero
esa síntesis sería superficial: una mera yuxtaposición de semejanzas. Lo profundo sería
instalarnos dentro del pensamiento de Borges.

Su obra, construida con gran variedad de temas y perspectivas, parece compleja, pero si nos
instalamos en ella vemos cómo las partes van encajando unas en otras y todo se reduce a una
intuición poética. Es un punto tan simple, tan esencial, que el escritor jamás consigue expresarlo.
Borges, en su poema «Mateo XXV, 30», imagina una voz interior que le recuerda todo lo que, a
lo largo de una laboriosa vida, ha tratado de decir; y esa voz le dice:

Has gastado los años y te han gastado,


y todavía no has escrito el poema.

Borges ha escrito miles y miles de páginas precisamente porque nunca pudo formular lo que
llevaba en su espíritu. Y no pudo porque, al escribir, se sentía insatisfecho y tenía que corregirse
y corregir su corrección. Rectificándose constantemente, intentando -19- siempre nuevos
modos de decir lo mismo, complicó su pensamiento. En esa complicación hay investigadores que
prefieren observar materiales librescos; por suerte hay también investigadores que prefieren
observar que ese material es transparente y Borges lo atraviesa con su mirada. Más importante
que el material es su transparencia, más importante que esa transparencia es la mirada de Borges.
Una cosa es la intuición simple de Borges, y otra los medios de que se valió para expresarla.
¿Cuál es esa intuición?

Si Borges no logró formularla tampoco el crítico lo va a lograr. Pero -como ha dicho


Bergson de la «intuición filosófica»- quizás alcancemos a asir y a fijar una imagen que sigue al
escritor como si fuera su propia sombra, y esa sombra nos permite adivinar el movimiento del
cuerpo que la proyecta. Porque esa imagen-sombra se caracteriza por el poder de negación que
conlleva. ¿No es evidente -se pregunta Bergson (y lo que él dice de la intuición filosófica vale
para la intuición poética)-, no es evidente que el primer paso del escritor es rechazar
definitivamente ciertas cosas? «Más tarde podrá variar en lo que afirme, pero no variará en lo
que niega». Pues bien: en mi deseo de comprender la concepción del mundo de Borges yo
quisiera, primero, señalar lo que niega, y después adivinar lo que afirma.

Lo que niega es la posibilidad del conocimiento. Borges es un escéptico. ¿Qué clase de


escepticismo?: ¿nominalista, empírico, relativista, agnóstico, psicologista, pragmático? De todo
un poco. Y si tomáramos en serio algunos de sus sofismas nos sentiríamos tentados a clasificar a
Borges como solipsista. El solipsismo es la teoría de que el «yo» está solo -solus ipse- y nada
existe fuera de la conciencia: el universo sería un espejo, un sueño, una invención. Pero Borges
admite una realidad exterior. Las últimas palabras de -20- su libro Otras inquisiciones son
estas: «El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges». No es un
solipsista sino un idealista subjetivo. Las cosas de la naturaleza y los hechos de la historia que él
celebra en sus poemas son contenidos de su conciencia, sí, pero esta conciencia está comunicada
con las de otros hombres. Es la conciencia, no solo de un «yo», sino también de un «nosotros».

Y más allá de la subjetividad humana presentimos una realidad en sí -Kant la llamaba


«noúmeno»- de la que no sabemos nada, como no sea que nos hace y deshace. La única
«verdad» a nuestro alcance es la concordancia del pensamiento consigo mismo. A lo más,
sospechamos que la realidad trans-subjetiva es tan incongruente como nuestros delirios. Tanto da
hablar de realidad como de irrealidad. De esa realidad -o irrealidad- surgió la vida, una de cuyas
especies, la especie humana, ha desarrollado un sistema nervioso que nos ayuda a sobrevivir.
Función del sistema nervioso es la conciencia, y con la conciencia interrogamos el misterio. Ah,
pero las respuestas que nos damos valen solo para nuestra especie. Cada hombre tiene una
conciencia parecida a la del prójimo: todos transformamos la realidad en símbolos, y el lenguaje
es una de las actividades más enérgicas en esa transformación simbólica. A pesar de que el
hombre toma posesión de sí mismo y de sus circunstancias mediante símbolos, el lenguaje es
inepto para la comprensión del universo. No hay relación verificable entre las palabras y las
cosas. El lenguaje crea nuestra imagen de la realidad, y esta imagen es un muro que nos
intercepta el acceso a la realidad. La indagación filosófica es una mera crítica del lenguaje:
analiza palabras que llevan a palabras, y estas a otras, en un regreso al infinito. La filosofía -
como todas las empresas de la conciencia humana- es fútil. Hasta -21- aquí hemos visto el
poder de negación de Borges. O sea, la sombra que arroja el cuerpo de su intuición. Y esta
intuición ¿qué afirma?

Bueno: si el lenguaje, arbitraria combinación de símbolos, es inepto para la filosofía, lo


mejor será renunciar a toda aspiración a la verdad y entregarnos al juego de la literatura. Por lo
pronto, la literatura se beneficia de la arbitrariedad lingüística. El carácter metafórico del habla
armoniza con el carácter onírico de los procesos mentales más primitivos y profundos. En esa
zona de la personalidad donde cada hombre es la suma de todos los hombres porque, como en
una vasta memoria colectiva, compartimos los mismos sueños, la literatura es creadora. Aun la
literatura que quiere ser realista no puede menos que crear. Traduce la realidad, que no es verbal,
en objetos verbales. Pero más creadora es la literatura que se despega de la realidad y, desde
dentro de las palabras, fabrica un mundo autónomo. Es la literatura fantástica. El universo es un
laberinto; la conciencia es un laberinto. Inventemos, pues, laberintos, como en «El jardín de
senderos que se bifurcan». Inventemos hombres, como en «Las ruinas circulares». Inventemos
planetas que reemplacen a nuestro planeta, como en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Ya que no
podemos responder al problema del Ser con la verdad, que nuestra respuesta sea poética. La
literatura no nos dará la verdad, pero nos depara placer, y el placer es un alto valor vital. Por fútil
que sea -todo trabajo intelectual lo es- la literatura es un modo hedónico de vivir. Un placer es
sumergirse en la tradición literaria y reconocer que estamos recreando viejas creaciones. Otro
placer es imponer formas rigurosas a la incoherencia de nuestro pensar. Pero el mayor placer es
llenar el vacío de la realidad con un poderoso ímpetu de libertad. Porque la realidad, puesto que
no la conocemos, es nada; y seríamos -22- nadie sin el acto de la creación, cuando la
temporalidad de nuestra conciencia se intensifica hasta irradiar belleza. El instante se expande y
nos adueñamos del Tiempo. Es lo que le pasa al poeta Hladík en «El milagro secreto». La
intuición de Borges, constante en toda su obra, parecería ser esta: vivimos apresados en un
laberinto de infinitas complicaciones, pero el punto de salida es muy simple: consiste en la lucha
del espíritu contra los obstáculos hasta lograr la plena expresión de la singularidad de nuestra
vida personal. Y la singularidad de Borges consiste en haber visto que la literatura es siempre
ficción y que la realidad misma es ficticia. Precisamente porque presiente que la realidad es una
maraña y que la literatura tiende también a enmarañarse, Borges procura imponerse un orden; de
ahí su preferencia por el cuento de formas nítidas, con principio, medio y fin, uno de cuyos
géneros más humildes es el «cuento de detectives». Este borrar las fronteras entre la fantasía y la
razón, entre el sueño y la vigilia, entre el juego y la angustia, entre el «yo» y el «no yo», entre la
energía nerviosa del hombre y la naturaleza física es lo que ha asegurado el éxito a la obra de
Borges: éxito evidente en la influencia que ha ejercido sobre los narradores de las últimas
generaciones.

Lectores adictos a la llamada «nueva narrativa» suelen asombrarse cuando se enteran de que
Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y otros autores del «boom»
hispanoamericano admiten su deuda con Borges. «¡Cómo puede ser -exclaman- si ellos
experimentan con las formas, y Borges, en cambio, se aferra a formas tradicionales!». Ah, es que
los narradores experimentalistas admiraron, no sus técnicas narrativas, sino su concepción del
mundo. En sus cuentos Borges ofrece soluciones sorprendentes a los problemas del Ser, el
Tiempo, el Yo, el Conocimiento, el Valor, el Lenguaje, la Estética, -23- pero lo hace con
procedimientos poco sorprendentes.

Su Teoría del Ser postula que la realidad es un caos, pero sus cuentos no son caóticos.

Su Teoría del Tiempo refuta relojes y calendarios, pero en sus cuentos la acción avanza
linealmente.

Su Teoría del Yo desintegra la persona, pero en sus cuentos aun los personajes que pierden
la identidad son reconocibles.

Su Teoría del Conocimiento es radicalmente escéptica e iguala la razón con la sinrazón, pero
sus cuentos están construidos con rigurosa lógica.

Su Teoría de los Valores es relativista, pero sus cuentos proponen un heroísmo absoluto: el
de la conciencia libre.

Su Teoría del Lenguaje es idealista y por tanto sabe que las palabras son arbitrarios usos
individuales dentro de un sistema en perpetuo cambio, pero sus cuentos se dejan regular por una
impecable gramática.

Su Teoría de la Estética se funda en el asombro ante una revelación que nunca alcanza a
formularse, pero sus cuentos prefieren comentar revelaciones ya formuladas en la historia de la
cultura.

Y así podríamos seguir enumerando los contrastes entre la subversiva concepción del
mundo de Borges y sus técnicas conservadoras. El caso de Borges es opuesto al de esos
experimentalistas que, en la superficie, rompen las convenciones lingüísticas del género cuento
pero, en el fondo, son convencionales en su filosofía. Borges, aunque escribe y compone con una
prosa normal, nos envía un mensaje revolucionariamente anti-dogmático y anti-sectario. La
revolución de Borges se produce en su espíritu, y su espíritu revolucionario es la razón de su
éxito. Y termino. «Éxito», en latín, significa el resultado de una actividad y la salida de un lugar.
Resultado y salida. El éxito de Borges es su fama como resultado de su actividad de escritor
pero, más que eso, es el haber -24- encontrado una salida a su laberinto mental. La feliz salida
de la imaginación a un mundo libre.
-25-

Evolución de la poesía borgeana18


Horacio Armani

Los poemas iniciales de Borges, los que escribió en Europa en su primera juventud, carecen
en general de interés. Estaban adscriptos a escuelas que ni siquiera existían formalmente como
innovación y apenas si esbozaban un programa: eran, hoy podemos decirlo, meras expresiones
del deseo de concebir una poesía liberada de las formas al uso pero carecían de un núcleo
central; les faltaba la pasión de un motivo fundamental que les diera ese quid que el genio de la
poesía solicita de sus servidores. Por eso los admiradores de Borges consideramos que su poesía
comienza aquí, en la Argentina, o, más certeramente, en Buenos Aires, que fue el motivo inicial
de su pasión creadora. Lo dice él mismo con palabras certeras en las que emplea por primera vez
el «voseo» rioplatense, ese voseo que los poetas cultos no se animaban a utilizar todavía: «Mis
años recorrieron -26- las veredas de la tierra y del agua / y sólo a vos el corazón te ha sentido,
calle dura y rosada».

Su poesía comienza aquí, el corazón entrañable y declamatorio de su poesía, ese que lleva
los matices lejanos de un Whitman que le ayudó a unir el deseo de hacer vanguardia con la
honda percepción de sentirse poeta aquí, solamente en este lugar del mundo, solamente en esa
extraña ciudad adolescente que no tenía para dar más que calles barrosas y veredas, cielos
profundos y «patios con luz de luna». En 1923, fecha de aparición de su primer libro de versos,
Borges hacía dos años que había regresado de su primer viaje a Europa: tenía 24 años y el
conocimiento de las nuevas tendencias europeas de vanguardia, en especial del expresionismo
alemán. Ya por entonces algunas esquinas de Buenos Aires se habían vestido con los cartelones
de Prisma, la primera -y casi me atrevería a decir la última- revista mural de poesía. Borges diría
más tarde que se trató de «una disconformidad hermosa y chambona, un cartelón que ni las
paredes leyeron».

Después de las callejas de Ginebra y el esplendor natural de Mallorca, Borges descubre


América. La ciudad es el laberinto en el que se perderá para sentirse uno y unido a la tierra en
que nació: «Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma», dicen los primeros
versos de su libro inicial, titulado precisamente Fervor de Buenos Aires. Son calles modestas,
calles de arrabal «donde austeras casitas apenas se aventuran -dice- / hostilizadas por inmortales
distancias / a entrometerse en la honda visión / hecha de gran llanura y mayor cielo». En el
cálido tono del poeta se entremezclan figuras y colores de Buenos Aires, la Recoleta, el Jardín
Botánico, la plaza San Martín, Villa Urquiza. Allí están sus pasatiempos y su historia: el truco y
el tirano Rosas, y desde allí, desde sus límites que se pierden desganadamente -27- en la
llanura, intuye la inmensidad americana: la pampa vista en «el traspatio de una casa de Buenos
Aires», acurrucada en «lo profundo de una brusca guitarra». «Vi el único lugar de la tierra /
donde puede caminar Dios a sus anchas», dice, sabiendo que la ternura puede disculpar su
exageración. Y en la madrugada, donde la visión nocturna de la ciudad le rememora «la
tremenda conjetura / de Schopenhauer y de Berkeley / que declara que el mundo / es una
actividad de la mente, / un sueño de las almas / sin base ni propósito ni volumen», cuando solo
algunos trasnochadores conservan la imagen de las calles, cuando son pocos los que sueñan el
mundo, la visión apocalíptica irrumpe en su metafísico contemplar: «Hora en que el sueño
pertinaz de la vida -dice- corre peligro de quebranto, / hora en que le sería fácil a Dios / matar del
todo su obra!».

La pasión del poeta por su ciudad se explaya en sus tres primeros libros de poesía,
publicados entre 1923 y 1929: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San
Martín. «Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría», dice con
fervor. Y en los versos iniciales de otra composición proclama: «La ciudad está en mí como un
poema / que no he logrado detener en palabras». Noches olorosas como «un mate curado»,
muchachas con ojos «hondos como parrales», la ciudad entera está signada para el poeta por una
luz metafísica en la que el tiempo es una obsesión y donde Dios, el azar y la muerte inspiran
estructuras minuciosas y logradas. «Esta ciudad que yo creí mi pasado -dice en el poema
«Arrabal»- es mi porvenir, mi presente: / los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo he
estado siempre (y estaré) en Buenos Aires».

Y los barrios de la ciudad se asoman, viven, inspiran y estremecen sus versos con un sabor
nuevo e inédito -28- en la poesía argentina. Su sobriedad consigue fórmulas de sugerencias no
olvidables fácilmente: «albriciado de luz», «lento de azoramiento», «facones criollos
encrudeciéndose en las gargantas», «las calles que altivece tu hermosura», «la mano jironada del
mendigo», «la luna atorrando por el frío del alba», «pobre como una araña», «barrio que
sobrevives a los otros, que sobremueres»: es poco el tiempo para seguir mostrando la permanente
vigilia del poeta sobre su expresión. Aquí cada palabra, cada conjunción de palabras está avalada
por una seguridad cuya dimensión se conforma por igual en profundidad de pensamiento y
belleza espiritual. «El agua sigue siendo dulce en mi boca y las estrofas no me niegan su gracia. /
Siento el pavor de la belleza; ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna de mi soledad me
perdona?».

Este joven que siente el pavor de la belleza, este hombre que llega de Europa, y renueva el
lenguaje de la poesía y la prosa argentinas, está destinado también a introducir otro cambio
profundo: Borges es, tal vez junto con Martínez Estrada, el primer poeta argentino en quien la
inquietud metafísica se manifiesta casi en cada poema. Esa inquietud está presente en sus
metáforas, en sus imágenes, en las hondas sugerencias de su verso sálmico, construido muchas
veces sentenciosamente, eslabonándose línea a línea. En pocos versos puede describirnos su
vida, como en «Casi juicio final» o en «Mi vida entera», y puede hacerlo dejando sensación de
veracidad, fortaleciéndose en cada línea, como si todo lo vivido hubiera estado sellado con ese
destino único de perpetuación en unas palabras, palabras que simplemente relacionan hechos no
concretos pero que expresan vivencias decisivas: «Aquí otra vez, los labios memorables, único y
semejante a vosotros. / Soy esa torpe intensidad que es un alma. / He persistido en la -29-
aproximación de la dicha y en la privanza del dolor. / He atravesado el mar. / He practicado
muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres hombres. / He querido a una niña altiva y blanca y
de una hispánica quietud. / He visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada
inmortalidad de ponientes. / He mirado unos campos donde la carne viva de una guitarra fue
dolorosa. / He paladeado numerosas palabras. / Creo profundamente que eso es todo y que ni
veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en
riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Es verdad que el poema, por la eslabonada
manera de construir los versículos, debe mucho a Walt Whitman pero la radiografía de una
actitud que es como una profesión de fe es típicamente borgeana.

En el tercer libro de poemas de Borges, Cuaderno San Martín, aparecido en 1929, irrumpe
ya la más famosa composición del período inicial de su creación: se trata de «La fundación
mitológica de Buenos Aires». Es allí donde imagina que la ciudad se fundó en su barrio,
Palermo, y que en un principio solo existió la manzana donde alguna vez vivió. Poema chacotón,
en el que no falta el almacén rosado, el organito de comienzos de siglo, el corralón, el piano que
gemía tangos, el truco entre un duelo de sentencias, más conversado que jugado, tiene un aire
límpido y liviano, como si fuera vano pensar en el nacimiento de la ciudad: «A mí se me hace
cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eterna como el agua y el aire».

En sus caminatas nocturnas con el poeta Francisco Luis Bernárdez no era extraño que se
hallaran de pronto en un velorio, esa ceremonia íntima que en los arrabales se transformaba en
un rito silencioso y grave. El poema «La noche que en el Sur lo velaron» tiene una tensa
graduación, una fluencia contenida que se ahonda en el -30- ámbito metafísico del tema: «Por
el deceso de alguien / -misterio cuyo vacante nombre poseo, cuya realidad no abarcamos- / hay
hasta el alba una casa abierta en el Sur, / una ignorada casa que no estoy destinado a rever, / pero
que me espera esta noche / con desvelada luz en las altas horas del sueño, / demacrada de malas
noches, distinta, / minuciosa de realidad». Y en esa casa reciben al poeta «hombres obligados a
gravedad», hombres «que participaron de los años de mis mayores, / y nivelamos destinos en una
pieza habilitada que mira al patio». Y se habla de «cosas indiferentes» -porque la realidad es
mayor, dice Borges- «y somos desganados y criollos en el espejo / y el mate compartido mide
horas vanas». Y entonces, en medio del velorio que «gasta las caras», surge la pregunta que
anticipa el final: «¿Y el muerto, el increíble / Su realidad está bajo las flores diferentes de él / y
su mortal hospitalidad nos dará / un recuerdo más para el tiempo / y sentenciosas calles del Sur
para merecerlas despacio / y brisa oscura sobre la frente que vuelve / y la noche que de la mayor
congoja nos libra: la prolijidad de lo real».

Muchos años pasaron, después de Cuaderno San Martín, sin que Borges publicara poemas.
De hecho, escribió muy pocos: en la recopilación de su poesía publicada en 1943, además del
texto expurgado de los tres primeros libros ya mencionados, se incluyen dos poemas en inglés,
de 1934; «Insomnio», de 1936; «La noche cíclica», de 1940; «Del infierno y del cielo», de 1942,
y «Poema conjetural», de 1943. Sólo a partir de 1953, cuando comienza a quedarse ciego,
Borges regresa definitivamente a la poesía: en 24 años apenas ha escrito media docena de
poemas.

«Insomnio» nos revela ya una dimensión más intensa: la ciudad se vuelve ahora dramática y
metafísica. «Dios se ha perdido y desesperaciones de miradas lo buscan», -31- exclama.
Estamos en 1936, y el presagio del horror venidero está contenido ya en estos versos:
«Presintiendo el horror de matanzas, los mundos han suspendido el aliento». Porque en la terrible
sucesión de los días y de las noches preñadas de insomnio, todo se une en una espantable
conjunción de basuras que la ciudad produce y que representan su misma condenación:
«Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires. / Creo esta noche en la terrible
inmortalidad: / ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, / porque
esta inevitable realidad de fierro y de barro / tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén
dormidos o muertos / -aunque se oculten en la corrupción y en los siglos- / y condenarlos a
vigilia espantosa».

Los temas que el poeta tratará a partir de 1953 se encuentran ya prefigurados en su poema
«Mateo XXV, 30». Allí, sobre un puente ferroviario, entre el fragor de trenes que tejen laberintos
de hierro, el poeta siente una voz infinita que los enumera: «Estrellas, pan, bibliotecas orientales
y occidentales, / naipes, tableros de ajedrez, galerías, claraboyas y sótanos...». También están ahí
los espejos, las batallas de sus antepasados, el amor, el sueño y la memoria. «Todo eso te fue
dado -dice-, y también / el antiguo alimento de los héroes: la falsía, la derrota, la humillación. /
En vano te hemos prodigado el océano, / en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de
Whitman: / has gastado los años y te han gastado, / y todavía no has escrito el poema».
Pero ese poema lo seguirá escribiendo Borges durante toda su vida; nunca serán
abandonados los rincones de Buenos Aires, las gestas criollas, los personajes que desde joven lo
deslumbraron. Ese poema estaba prefigurado ya en el «Poema conjetural», inspirado en la figura
de Francisco Narciso de Laprida quien, luego de -32- presidir el Congreso de Tucumán, fue
muerto por las montoneras de Aldao. Esta forma de monólogo histórico, copiada después por
sucesivas generaciones de poetas, es una invención feliz de Borges. Este doctor que estudió las
leyes y los cánones, cuya voz declaró «la independencia de estas crueles provincias», derrotado y
perseguido por las huestes bárbaras de un caudillejo, monologa: «Yo que anhelé ser otro, ser un
hombre / de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero
me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto. Al fin me encuentro / con mi destino
sudamericano». En este poema perfecto Borges nos da el destino y la esencia de esos hombres
que construyeron a América. Esa América que fue lucha, coraje y barbarie, pero que iba creando
el rostro nuevo de otro mundo, Y en ese poema, al igual que su protagonista, Borges también se
encuentra con su destino sudamericano.

Estos son algunos de los motivos esenciales de la primera etapa de la poesía borgeana.
Aunque la obra narrativa y ensayística realizada por el autor de Ficciones lo haya hecho olvidar,
el centro de su creación literaria fue siempre la poesía, primera expresión de su genio y también
la última. Cerca ya de los sesenta años, el poeta inició una despedida de las cosas, un nostálgico
adiós a lo amado y perdido: «Creo en el alba oír un atareado rumor de multitudes que se alejan; /
son lo que me ha querido y olvidado: / espacio y tiempo y Borges ya me dejan». El Borges que
es «el otro», como lo dijo en El hacedor, permanecía unido a aquel joven que cantó la ciudad con
pasión: «Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos
con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras
cosas».

Hay un extenso camino por recorrer en la poesía de -33- Borges. La pasión del poeta se
multiplica más tarde y su poesía acumula temas y momentos felices, se disuelve también en
literatura y memorias de lo leído. Pero siempre estará en él la ciudad como una sombra vivida y
desvivida. «Buenos Aires, yo sigo caminando / por tus esquinas, sin por qué ni cuándo», escribe
en «New England, 1967», a los 68 años. Y es esa Buenos Aires la secreta llama que iluminó la
vida del poeta ciego, la luz que en la noche de su ceguera le otorgó las apasionadas vivencias de
la poesía y lo liberó de su mayor padecimiento: «la prolijidad de lo real».

Y mientras «espacio y tiempo y Borges» ya nos dejan, nos queda su poesía, la poesía con
que un muchacho de veinticuatro años redescubrió su patria, y ese solo acto justifica una vida,
vida que sintetizó con singular clarividencia en versos memorables, versos que todavía parecen
resplandecer desde la lejanía del remoto pasado en que fueron escritos y que tienen el sello de un
creador que en un instante de su vida, en un momento de su plena juventud, imaginó en ellos
todo lo que había sido y sería su existencia, quizás equivocándose, pero sintiéndose no más ni
menos que un ser exactamente igual a los demás seres: «Creo profundamente que eso es todo y
que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas. / Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en
pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres».
-34- -35-

Maestría de un comienzo
Oscar Caeiro

1. El propio Borges ha indicado que el verdadero comienzo de su producción narrativa se


produjo entre 1933 y 1934, cuando publicó en un diario de Buenos Aires los relatos después
reunidos en el libro Historia universal de la infamia (1935); así inauguró lo que él mismo ha
caracterizado como el tiempo de su madurez literaria19.

Ahora bien, ya en algunos escritos anteriores había empezado a cultivar el cuento. El texto
«Hombres pelearon», de 1927, ha de considerarse versión inicial de la narración «Hombre de la
esquina rosada»20 -que apareció primero en el periódico firmada con el seudónimo F. Bustos y
titulada «Hombre de las orillas»21. -36- Amado Alonso ha esbozado, un estudio comparativo
entre los dos relatos; las diferencias representan, a su entender, la evolución del autor. El logro
final de este, en opinión del crítico, consiste en haberse instalado con la versión definitiva en el
interior de los personajes, «viviéndolos, creando poéticamente un vivir»22. En el «Prólogo a la
primera edición» (1935) de la Historia universal de la infamia, remitió Borges a su anterior libro
Evaristo Carriego (1930), como si constituyera uno de los orígenes de los cuentos sobre la
«infamia»23. Y de hecho, al definir en este libro al «guapo», personaje típico del arrabal de
Buenos Aires, tal como lo veía el mencionado poeta, trazó el contraste con lo que llamó «su
presente desfiguración italiana de cultor de la infamia» (O. C., p. 128). No solo puso, pues, el
concepto, sino que lo relacionó críticamente con el momento en que escribía. Por otra parte, el
capítulo «Historias de jinetes», agregado en edición posterior del estudio sobre Carriego, expuso
el mismo principio estructural de su primera colección narrativa reuniendo relatos de gauchos y
de mogoles coincidentes en la relación con el caballo, y apuntando su convicción de que,
«remotas en el tiempo y en el espacio, las historias» eran «una sola» (O. C., p. 154). Como si la
mezcla de localismo y exotismo le hiciera penetrar con más profundidad en un determinado tema
de la experiencia humana: ya la barbarie de los jinetes, ya la insistente infamia.

-37-

2. Ha explicado Mariano Baquero Goyanes que la difusión del cuento durante el siglo XIX
se relaciona con su publicación en diarios y revistas, los que pasaron a constituir así, en
sustitución del marco de las colecciones tradicionales, un contexto significativo y
condicionante24. Los relatos de la Historia universal de la infamia aparecieron en el diario
Crítica de Buenos Aires, en la dirección de cuyo suplemento literario Borges hubo de
colaborar25. Quedan en el libro algunas huellas de que el periódico albergó inicialmente los
textos. Al comienzo de «El impostor inverosímil Tom Castro», advierte el narrador que se ocupa
de este personaje como «pasatiempo del sábado» y aclara en nota que «estas biografías infames
aparecieron en el suplemento sabático de un diario de la tarde» (O. C., p. 301). Es obvio el
propósito de brindar un entretenimiento, que se concreta acaso en el aspecto humorístico y
satírico de los cuentos; e importa el vínculo con el periodismo que, de alguna manera, implica
adecuarse al ritmo de los sucesos de actualidad. De ahí que, por ejemplo, al recordar el suicidio
de un almirante chino luego de que hubiera sufrido una derrota (en «La viuda de Ching, pirata»),
comente que es un rito «que nuestros generales derrotados optan por omitir» (O. C., p. 309), en
evidente referencia despectiva a los militares argentinos, que pocos años antes (1930) habían
hecho con un golpe de estado una irrupción en la vida política del país.

No solo por una similar visión crítica de la influencia militar, sino también por la referencia
al poder que podía adquirir «el prestigio de algún crimen notorio» y, en general, -38- la figura
prócer del bandido, se puede reconocer profundo parentesco espiritual entre los relatos de Borges
y la Radiografía de la pampa que por los mismos años escribió Ezequiel Martínez Estrada,
haciendo ejercicio de la paradoja, pero con desgarramiento trágico26. Compartieron los dos
autores en todo caso el escepticismo; Borges, aunque puso algunas alusiones cáusticas, se
distanció humorísticamente y apelando a la «historia universal».

Si bien estas narraciones aparecieron entonces aisladamente en el diario y cada una con su
propio argumento -de modo que difieren en épocas, países y personajes-, forman parte no
obstante de una unidad que no forzó el libro en que posteriormente fueron recopiladas, unidad
que el narrador de tanto en tanto indica. Ora porque presenta uno de los relatos como «capítulo»
(O. C., p. 320), ora porque con regular reiteración designa o califica personajes y
acontecimientos de las distintas historias con la palabra «infame» o derivadas (O. C., pp. 301,
320, 322) reforzando así lo indicado en el título. Es decir, destaca lo que Kundera, al analizar una
trilogía de Hermann Broch, ha señalado como principio unificador de una obra narrativa
moderna: «la continuidad del mismo tema»27, lo que se puede aplicar al ciclo borgiano.

El hecho de que Borges haya cultivado a lo largo de décadas y con creciente éxito la
narración breve pero no haya escrito novelas, bastaría para afirmar que eludió conscientemente
esta forma. Se encuentran por otra parte confidencias o declaraciones al respecto: por ejemplo -
39- que como lector no ha tenido afición a las novelas28; y bastante rotundamente ha desechado
en el conocido «Prólogo» de Ficciones lo que llama «desvarío laborioso y empobrecedor el de
componer vastos libros» (O. C., p. 429). Su interés por exponer «una idea», como dice en este
último pasaje, lo llevó sin duda al cuento.

3. Dispuso para ello de una notoria tradición hispánica y de algunos admirados modelos de
otras literaturas. Entre los textos de la Historia universal de la infamia reunidos en el capítulo
«Etcétera», ha incluido bajo el título «El brujo postergado» una versión libre al castellano
moderno de un fragmento del ejemplo XI de El Conde Lucanor. El viejo libro compuesto en el
siglo XIV por el Infante Don Juan Manuel trata sin duda -aunque no exclusivamente- de la
infamia, y no solo por este relato que caracteriza al desleal Deán de Santiago en su avidez por la
nigromancia; también otros que se refieren a embaucadores o a diversos tipos de maldad, incluso
a un pacto con el diablo, corresponden al tema. Además le ofreció la clásica colección el modelo
del ciclo de cuentos -pero Borges prescindió del marco- y la libertad de ejercitarse
narrativamente con asuntos tomados de la tradición escrita u oral29.

La frase «lo parió un fatigado vientre irlandés», referida al nacimiento de Billy the Kid («El
asesino desinteresado Bill Harrigan», O. C., p. 316), impone naturalmente el recuerdo, hasta en
el empleo del verbo que elude los -40- eufemismos habituales, del comienzo del relato de
Lázaro de Tormes; establece, pues, una conexión con la picaresca. Quizá haya que remitir
también, y no solo por el empleo de la tercera persona -a diferencia de la forma autobiográfica de
la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades-, a Rinconete y Cortadillo. Se
recordará que en el diálogo inicial que trata del encuentro de los dos muchachos -más que
protagonistas, testigos de la novela cervantina-, uno de ellos, entre las ingeniosas y cínicas
presentaciones en que dan a entender que dominan la «ciencia villanesca»30,
indica su serio anhelo de superar la «miserable vida» que padece (p. 195). Toca así fondo,
aludiendo a su desamparada pobreza pero también a la aventurera delincuencia. La organización
que preside el grotesco Monipodio, una «infame academia» (p. 236), sorprende a los dos jóvenes
porque descubren en ella varias situaciones particulares: que hurtar no es «oficio libre, horro de
pecho y alcabala» (p. 205) -tienen que pagar impuestos-; que se puede ser ladrón «para servir a
Dios y a las buenas gentes» (p. 206) y, por lo tanto, con la confianza de «irse al cielo con no
faltar a sus devociones...» (p. 235). Es decisivo el hecho de que en la «tan famosa ciudad de
Sevilla» la justicia está «descuidada» (p. 236), porque la cofradía de Monipodio actúa al servicio
de importantes caballeros, en estrecho contacto con los alguaciles. Otra vez se toca fondo, pero
ya no el fondo individual sino el social, en que arraiga la establecida infamia.

Y entre los modelos de lengua inglesa que Borges menciona en el «Prólogo a la primera
edición» (O. C., p. 289) -41- se puede recordar a Chesterton. No es casualidad seguramente
que hacia el final del primer capítulo de El hombre que sabía demasiado, un personaje se
pregunte si no resulta «infame» guardar silencio, por conveniencia social o política, respecto a
crímenes probados31. Al final de cada una de las aventuras de Horne Fischer, el protagonista de
esta obra, queda claro que no es solo un sagaz detective sino un escéptico crítico de la vida
pública inglesa. Así, por ejemplo, el pozo profundo que hay en una parte del estanque cubierto
por delgada capa de hielo y que aclara el enigma de un crimen, resulta ser, según explica el
personaje, una alegoría de «la historia inglesa» (p. 1124).

El candoroso padre Brown, personaje en el que Chesterton apoyó sus ficciones policiales,
quizá una acabada muestra de la concepción paradójica de este autor, le explica a Flambeau
(delincuente que después será su amigo y colaborador): «¿No comprende Ud. que, trabajando
entre la clase criminal, aprendemos muchísimas cosas?». Alude así a que la experiencia de
confesor, el «oír los pecados de los demás»32, lo ha familiarizado con las peores maldades. El
sacerdote transformado en detective hace que la lucha contra el crimen no sea tanto una defensa
del orden social cuanto un combate contra el mal. Tal sentido más metafisico que moral tiene
también la temática de la infamia desarrollada por el autor argentino, que cultiva la paradoja y el
humor como su admirado modelo inglés. Pero, claro, difieren: Chesterton juega sobre un fondo
religioso, sobre una conciliadora sabiduría de la vida; -42- Borges pone a la vista muchos
interrogantes esenciales, como la misma infamia humana, persistente, incurable, que destruye
por igual a víctimas y victimarios. El delincuente de Borges es un emblema enigmático; el de
Chesterton acaba vencido, en realidad salvado, por el candoroso y sagaz cura. Los dos autores
elaboran sus mundos imaginativos a partir de una base filosófica: a Chesterton se la da Santo
Tomás de Aquino, a Borges se la dan pensadores como Arthur Schopenhauer.

4. Por varios costados, entonces, se manifiesta la posibilidad alusiva de estos relatos; a pesar
de que Borges, veinte años después de haberlos escrito, los descalificó por barrocos y advirtió
que tras los tumultos de las aventuras evocadas en ellos no había nada, nada más que la desdicha
de un hombre que se entretenía (O. C., p. 291).

El título «El atroz redentor Lazarus Morell», que designa a un pistolero norteamericano que
vivió a principios del siglo XIX en la región de las plantaciones algodoneras situadas en las
márgenes del Mississippi, alude a la manera como este hombre supo explotar una de las
inhumanidades de su época: engañaba a los esclavos haciéndoles creer que les daría la libertad,
pero los mandaba a la muerte, practicaba, al decir del narrador, un «fatal manejo de la
esperanza» (O. C., p. 297). El lenguaje paradójico deja de ser, de pronto, un mero despliegue de
ingenio y se transforma en revelación de una perversa conducta social atribuible no solo al
pistolero norteamericano, quien hacia el final de su vida, cuando se vio perdido, intentó provocar
un levantamiento general «donde lo criminal se exaltaba hasta la redención y la historia» (O. C.,
p. 300). Por otra parte el personaje -extremando un aspecto de los integrantes de la «academia»
de Monipodio-, además de ser llamado «redentor», «no desconocía las Escrituras y predicaba -
43- con singular convicción» (O. C., p. 297). La gente sabía que era un adúltero, un ladrón, un
asesino, pero lloraba al oírlo hablar lleno de fervor religioso. Toda una alegoría del moderno
procedimiento de seducción de las masas.

Tiene resonancias políticas el relato de asunto exótico titulado «La viuda de Ching, pirata»,
que trata de lo que pasó en el Mar Amarillo, en China, cuando «los accionistas de las muchas
escuadras piráticas de ese mar fundaron un consorcio...» (O. C., p. 305). Una vez más
desconcierta el lenguaje con sus asociaciones. Ocurrió que Ching murió envenenado y al mando
de la piratería quedó su viuda, que al cabo fue más efectiva que él y se transformó en un peligro
para el imperio. Después de varios triunfos contra la armada imperial se sometió sin embargo,
obtuvo el perdón, «y dedicó su lenta vejez al contrabando de opio» (O. C., p. 310). Logró
conciliar, pues, la delincuencia con el gobierno.

Ciertos datos de «El asesino desinteresado Bill Harrigan» configuran una clave. Bill huye
hacia el Oeste en 1872; actuando como un cowboy elimina a un matón en «una arriesgada
taberna, que está en el todopoderoso desierto»; asciende después a «hombre de frontera»; y su
existencia se resume en la frase: «Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje»
(O. C., pp. 317, 318 y 319). ¿,Cómo no reconocer el paralelo con Martín Fierro, el personaje de
Hernández? La primera parte del poema de este se publicó en 1872; su protagonista, un gaucho,
fue enviado a defender la «frontera» (v. 806); después protagonizó un duelo a muerte en un
«boliche» (v. 1265); pasó largos años (diez) de soledad y peligros (v. 1592) en los que «su ética
fue la del coraje»33. Incluso la designación del título referida -44- al personaje del oeste
norteamericano, «asesino», coincide con la manera como Borges ha calificado la conducta de
Martín Fierro en determinados episodios (O. C., pp. 32 y 62). El cowboy amplifica en cierto
modo esta condición criminal en que incurre circunstancialmente el gaucho; y representa como
este lo que Borges ha llamado esa «dura y ciega religión del coraje» (O. C., p. 168) que, tan
antigua como el mundo, ha echado raíces en las regiones ribereñas del Río de la Plata.

En textos críticos de la época ha dejado el escritor argentino claras huellas de su


preocupación por reconocer una identidad americana común al norte y al sur. Así, en nota (de
1936) sobre el escritor norteamericano Carl Sandburg destaca el idioma empleado por este, que
no está en los diccionarios sino «en las calles americanas» y que es «un inglés criollo, en
suma»34. Da, pues, a la palabra «criollo» la capacidad para expresar la transformación de la
lengua inglesa en los Estados Unidos. Retomando además la posibilidad comparativa establecida
por Sarmiento en Facundo -a partir de la relación entre la experiencia representada por Fenimore
Cooper en El Último de los mohicanos y la vida en la pampa argentina35- sostiene Borges en un
comentario (de 1935) que tras Don Segundo Sombra se puede reconocer Ia gravitación y el
acento de otro libro esencial de nuestra América, el Huckleberry Finn de Mark Twain»36. Ha de
considerarse, respecto a las dos -45- obras así unidas, la expresión «libro esencial de nuestra
América». Primero porque implica descartar lo accidental o pintoresco y buscar, como da a
entender la palabra «esencial», aquello que es inherente a la simple experiencia humana, sin
propósito aleccionador. Y llama la atención en segundo lugar que Borges amplíe la significación
de la fórmula forjada por José Martí solo para la América mestiza en fogosa argumentación
hispanoamericana, y hable de «nuestra América» en referencia también al territorio cultural y
humano de Mark Twain. Aunque, a decir verdad, el novelista norteamericano y el escritor
argentino acabarían suscribiendo sin duda la noción ardientemente proclamada por el prócer
cubano de la «identidad universal del hombre»37, noción aprendida a sangre y a fuego en la
historia de la América hispánica desde los tiempos de Bartolomé de Las Casas. Incluso respecto
a los tipos humanos representativos encuentra Borges un profundo parentesco; así, al comentar
una novela del norteamericano James T. Farrel, considera que la expresión norteamericana «hard
guy» designa exactamente a un «compadre», es decir, a quien «representa el papel del hombre
fuerte», y, como no lo es realmente, incurre en equivocación, en irrealidad, lo que sucede «en
cualquier América» (O. C. IV, p. 241).

La pieza narrativa culminante del americanismo borgiano de esa época es «Hombre de la


esquina rosada». El mismo cuchillero que, para reparar la súbita e inexplicable cobardía del
matón local, ha ultimado en ocasión de un baile arrabalero a un desafiante forastero, aparece
como narrador en primera persona y se lo -46- identifica, al mejor estilo gauchesco, por el
empleo de su lenguaje. Borges representa así de pronto el coraje local desde dentro, desde la
vergüenza del personaje que siente la debilidad de su grupo, «boca y atropellada no más», y que
la indica así como móvil de su acción: «Me dio coraje de sentir que no éramos naides» (O. C., p.
332). Renueva este relato entonces la tradición hernandiana. pero su prosa tiene también el poder
introspectivo de la novela moderna. que revela, a través de las desnudas estructuras del lenguaje,
el mundo interior del primitivo, elemental protagonista. Queda esbozado el método de prosa
narrativa que después seguirían otros, como Julio Cortázar en «Torito»38. Y la dimensión interior
de la infamia es, por lo tanto, presentarla como una piedra de toque por la que se descubre la
«verdadera condición» (O. C., p. 329) de los personajes, es decir, la inesperada cobardía de un
valentón y el coraje -en el que no poco influye la mujer llamada la Lujanera- de un narrador cuya
única jactancia no es atribuirse el hecho sino contarlo parcamente con palabras que son
pensamiento puro. El escepticismo de Borges hace pie, no tanto en los ideales violentos de estos
hombres cuanto, como ha señalado Amado Alonso, en el modo de vivirlos, en su «radical
honradez»39; es la comprobación final del casi vacío regocijo en los fantasmas del delito.

5. No falta en el sistema alusivo de la Historia universal de la infamia una considerable


dimensión religiosa o filosófica, como parte del juego barroco que -47- el autor se atribuyó a
sí mismo. Se cumple así esa suerte de ley general que Ernesto Sábato ha enunciado al decir:
«Todo lo ve Borges bajo especie metafísica»40. Y el humor juega con los contrastes.

La historia de «El impostor inverosímil Tom Castro», de ese oscuro personaje inglés que,
inducido por su sirviente negro, decidió adoptar la identidad del hijo de una aristócrata,
desaparecido en un naufragio, es presentada como una grotesca versión del regreso del hijo
pródigo (O. C., p. 304). La impostura consuela a la madre e indigna a los otros parientes; se
impone por un tiempo pero, al final, fracasa. Actúa para producir este efecto, según dice el
narrador, el «destino», es decir, «la infinita operación incesante de millares de causas
entreveradas» (Ibídem); más exactamente, se podría decir siguiendo a Schopenhauer41: la
combinación de la cadena de causas materiales, objetivas (el vehículo que atropelló en una calle
de Londres al negro Bogle, O. C., p. 304), con la de las causas que solo existen dentro del
individuo (la temprana obsesión del mismo personaje de que algún día le tocaría esa muerte en
un accidente callejero (O. C., p. 301).

Al narrar que en determinado momento los cómplices de Lazarus Morell mataban al negro
fugitivo a quien habían prometido redención, el relato se impregna fugazmente de una reflexión
filosófica bien pesimista: «...lo libraban de la vista, del oído, del tacto, del día [...] y -48- de él
mismo» (O. C., p. 299). La idea paradójica de que además del problema de la muerte está el de
librarse del dolor o del disgusto de la vida, aparece sobre todo en los capítulos 40 y 41 del
segundo tomo de El mundo como voluntad y representación42. El esclavo fugitivo se transforma
en personaje de una parábola schopenhaueriana.

La muerte violenta tenía que ser el «lógico fin» de «El proveedor de iniquidades Monk
Eastman», un delincuente por encargo que bien pudo haber pertenecido a la cofradía del
Monipodio cervantino (este habría anotado en su «libro de memoria»43 las «comisiones» que a
veces Eastman ejecutaba personalmente, O. C., p. 313). Después de apuntar al final de la
narración el hecho de que apareció el cadáver de este personaje en una calle de Nueva York,
comenta el narrador: «Desconocedor feliz de la muerte, un gato de lo más ordinario lo rondaba
con cierta perplejidad» (O. C., p. 315). Una vez más aparece así, incidental mente, una reflexión
del filósofo alemán, quien enunció la tesis de que los animales ignoran la muerte: «El animal
vive sin tener propiamente conocimiento de la muerte»44.

En el prólogo de 1954 Borges ha dicho de sí mismo que, cuando escribió los cuentos de la
Historia universal de la infamia era un hombre «asaz desdichado» (O. C., p. 291). Sin intentar
resolver arbitrariamente -49- tal enigma biográfico, se puede afirmar que el autor aparece en
estos relatos buscando una salida, porque considera con humor el pesimismo schopenhaueriano.
Por otra parte hubo de significar para él una liberación el que pudiera transformar en brillante
materia literaria ese pensamiento filosófico de que estaba ya imbuido. Que hasta el principio
formal del ciclo elaborado en torno a la unidad temática arraiga en la filosofía de Schopenhauer.
Tómense, por ejemplo, sus consideraciones sobre la historia. Primero, la idea de que la historia
muestra en cada página solo lo mismo bajo distintas formas»45; pero también, la resistencia del
filósofo a considerar la historia como ciencia y señalar que «se aproxima a la novela» ya que su
objetivo es contar «el largo, pesado y confuso sueño de la humanidad»46. Así, desde el punto de
vista del autor de El mundo como voluntad y representación, la palabra «historia» del ciclo
borgiano no resulta excesiva y los relatos que lo componen pueden verse como una sustitución
de la novela, quizá como una forma de novela.

El concepto de maestría recorre como un leitmotiv el ajustado comentario crítico de Amado


Alonso; él habla, respecto a este libro de Borges -en especial sobre «Hombre de la esquina
rosada»- de «una prosa magistral»; insiste en la «maestría» de «ese poder plástico en la
presentación de las personas»; destaca los «aciertos de ejecución»47. También reflexiona Alonso
acerca de la -50- capacidad del verdadero poeta y creador para «producir un vivir de toda
autenticidad»48.

Pero es posible además ver la Historia universal de la infamia desde la perspectiva de la


posterior obra narrativa de Borges; y presenta entonces el aspecto de perfecta anticipación. Ya
apuntan en ella elementos de la estructura filosófica que el joven había adquirido en intensas
lecturas juveniles y que el anciano mantendría hasta el fin. Escribe no solo gozando de un
impresionante dominio del arte narrativo, sino también descubriendo, tras sucesos y personajes,
ese fondo de la existencia con el que se ha puesto en contacto a través de obras de pensadores
modernos. El sentido del acontecer humano, las dimensiones de la vida y de la muerte, entre
otros temas, se le presentan como enigmas que crean el particular fondo de misterio
característico de sus relatos. Por otra parte, bajo los juegos del azar que se complace en registrar,
se descubre paulatinamente, en el complejo alusivo de su sugerente lenguaje, el permanente
sondeo de la vida argentina y americana, que lo preocupa hasta bajo la apariencia exótica de
muchos de sus asuntos y personajes. Y no es casual el vínculo estrecho con la época, a través del
medio periodístico en que por primera vez se publicaron los cuentos. Se siente la presencia de la
aciaga década del treinta, del fondo constituido por las fuerzas políticas e ideológicas que
adquirieron entonces notoria influencia en muchos lugares del mundo y en el país. El propio
Borges, años después (en 1945), asociaría la sicología del partidario de Hitler «a la del defensor
del gangster, del Mal»49.

El autor de la Historia universal de la infamia se había -51- situado así en una encrucijada
del siglo XX, y había meditado a su manera, componiendo con rara perfección narraciones
curiosas, quizá divertidas, en el fondo trágicas, sobre el misterio de la iniquidad.
-[52]- -53-

Borges y su sentido de la amistad


Jorge Calvetti

Emerson afirmó con la sutileza y la profundidad natural en él que «la amistad, como la
inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído».

Tiempo después, la realidad le obligó a reconocer que «el alma se rodea de amigos para
tener mejor conocimiento de sí mismo o más grande soledad».

Pensador iluminado, quiero decir con una lucidez -una luz- sorprendente, anticipó, cien años
o más, verdades que hoy son reconocidas universalmente. El último premio Nobel de Literatura,
José Saramago, desarrolla en varias de sus obras, sobre todo en La balsa de piedra la tesis de que
«conocer al otro es conocerse a sí mismo».

La colaboración que aporto al volumen de homenaje a nuestro colega tiene un valor


anecdótico, y por ello, testimonial, de cómo comprobé de modo personal y directo lo que
significaba para Borges la amistad, de cómo la sentía y la practicaba.

Voy a narrar algunos episodios que viví junto a él y -54- que tuvieron como protagonistas
a Carlos Mastronardi, Xul Solar y a los hermanos Julio César y Santiago Dabove.

Constituiría una lamentable redundancia referirme a la conocida amistad que cultivó con
Macedonio Fernández, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, María Esther Vázquez, Manuel
Peyrou o María Kodama, que lo acompañó hasta su partida en Ginebra.

Mis relatos son personales, como he dicho, y agradezco a Dios que me haya permitido
vivirlos y la posibilidad de poder relatarlos.

Con Carlos Mastronardi había escrito en nueve cuadernos un «diario intelectual», obra que
juzgaba de valor. Con los originales a cuestas recorrí varias, casi todas las editoriales de esta
ciudad. Siempre obtuve la misma respuesta: «La obra es muy interesante, pero no es comercial,
esta clase de libros no tiene compradores».

Apesarado por mis fracasos, llegué una tarde a lo de Borges. Le conté el magro resultado de
mis diligencias: «Bueno -me dijo-, vamos a intentar con Frías, gerente de Emecé. Tiene varios
teléfonos pero los conozco a todos». Pude comprobarlo: el teléfono particular, el del estudio
jurídico, el de Emecé y dos más que podríamos considerar «secretos».

En su casa de la calle Maipo, ¡lo vi tantas veces!; el teléfono padecía su silencio sobre una
silla. Para hablar, Borges se arrodillaba en el suelo, no sobre un almohadón -debo aclararlo-, en
el suelo, junto a las sillas y comenzaba a discar. Partía del cero y seguía luego nueve, ocho, siete,
seis, cinco hasta que llegaba al número buscado.
Esa tarde estuvo de rodillas más de una hora y no pudo comunicarse con Frías. Le agradecí
emocionado y sorprendido de ese esfuerzo y le dije que buscaría al nombrado Frías al día
siguiente, en la editorial.

-55-

«No, -me dijo-, no, de ninguna manera. Haremos todo lo posible por Carlos. Lo buscaremos
hasta encontrarlo». Luego de una hora o más, volvió a insistir con paciencia benedictina hasta
que lo encontró. Habló con Frías y convino con él la entrevista que se realizaría al día siguiente.

Con tierna e inolvidable alegría se puso de pie y dijo: «¡Qué suerte! Pude ser útil al poeta»,
y sonriendo agregó: «Al que es amigo jamás lo dejes en la estacada».

Conservo en mi biblioteca un ejemplar de Elogio de la sombra, dedicado a Mastronardi con


estas palabras, escritas con una letra apenas legible pero sí muy reconocible: «Al máximo poeta y
al máximo amigo, con toda la amistad del semi-entrerriano. Georgie, 1967.

Borges no podía hablar de la amistad sin conmoverse. Muchas veces le oí decir con cierto
temblor en la voz: «Caí como herido del rayo cuando lo vi muerto a Cruz». Aquel Cruz a quien
años y años después le inventaría -como ustedes saben- dos nombres: Tadeo Isidoro.

Con Xul Solar

Siempre comprobé que Borges cimentaba, erigía sus monumentos de amistad, en la


admiración. Sus amigos -sus verdaderos amigos- de un modo u otro eran admirados por él, los
admiraba por su talento, sentido del humor, habilidades, por la originalidad de su pensamiento o
por su valor, su coraje.

Para Borges, Xul personificaba al «hombre nuevo». Admiraba en él la vivacidad de su


inteligencia, su sensibilidad, su cultura, su memoria -irrepetibles- y hasta su elegancia.

Le placía íntimamente oírle decir hace sesenta años: «Yo soy un hombre del año 2000.
Ahora nadie ve ni -56- entiende lo que hago, yo lo veo, por eso llegará el día, llegará».

En la inauguración de una muestra de Xul, se acercó el poeta y crítico de arte Córdoba


Iturburu y le preguntó (acompañábamos a Xul, Borges y yo): «¿Cómo te va?». Xul respondió:
«Per Pro». Policho -como se apodaba a Córdoba-, con vacua sonoridad respondió: «¡Cómo Per
Pro, esto es Per estancamiento! Esta muestra es igual a la anterior».

Xul, que no podía huir de su humildad, contestó: «Si te parece así, me alegro, siempre soy el
mismo». Policho se fue.

La explicación de la anécdota es clarísima. Córdoba no entendió nada de la muestra, quiero


decir: humanamente no estaba dotado para entender la obra de Xul, no podía asomarse al mundo
esotérico, luminoso, casi celestial de Xul. Borges no admiraba ni mucho ni poco a Córdoba; lo
borró, lo ignoró en seguida y le preguntó a Xul: «¿Qué quiere decir Per Pro?». El pintor, el sabio
hombre que vivía en Laprida 1214 respondió sonriendo: «Le contesté en neo-criollo para que
entendiera menos», y agregó: «Per es un prefijo que indica permanencia -per-manecer, per-durar,
etcétera- y Pro es adelante: proa, progreso, proseguir. Entonces, en vez de dar lugar a
explicaciones, digo lo que quiero decir, con dos sílabas: Per Pro».
Conviene ahora que informe sobre el neo-criollo. Xul Solar hace más de sesenta años
propugnaba la tesis de que la Argentina y Brasil debían unirse. El neo-criollo es el idioma
híbrido-español-portugués que él inventó para facilitar esa unión.

Muchas veces cenamos, tomamos el té o nos reuníamos en casa de Xul con enorme regocijo
de Borges. Un día me dijo -y estas palabras cobran mucha importancia en sus labios- que Xul era
el hombre que, en -57- este país, conocía más y mejor la literatura inglesa.

Con los Dabove

Cuando Macedonio Fernández decidió radicarse en Morón, Borges solía visitarlo con
frecuencia. Allí conoció a «los Dabove»: Julio César, médico y cuentista parvo y Santiago,
escritor originalísimo, un alcohólico casi genial, que por obra del destino se ganó de modo pleno
la admiración de Borges. Los Dabove descendían de una de las familias fundadoras de Morón.
Estos dos personajes a quienes me refiero, eran una variante provinciana de esos «niños bien» de
Buenos Aires que justificaban e ilustraban su prosapia con dignidad y gran altura; digamos,
valga el juego: Jorge Newbery o Bernardo Duggan, para citar dos ejemplos relevantes.

Cuando contaban episodios de la vida de Santiago, Borges temblaba de emoción. No sé si


Fernández Latour o Farías Alem, criollos de Morón, le dijeron a Borges que Santiago, que estaba
tomando sus copas habituales, al sentirse provocado por un malevo, salió a la calle revólver en
mano y cruzó la calzada; desde atrás de los árboles de la vereda se balearon a lo largo de la
cuadra con suerte para Santiago, que logró herirlo levemente. Luego volvieron al café De la
Sirena, donde atendieron al herido y Santiago siguió sus libaciones lentamente, como si nada
hubiera ocurrido.

Realidades como esta conmovían a Borges de una manera inimaginable.

Yo soy el heredero de los originales de la obra de Santiago Dabove. Cuando logré que mi
amigo Gregorio Selser la editara, le pedí el prólogo a Borges. Me llamó a los dos o tres días para
entregármelo y se publicó así, con el prólogo de don Jorge Luis. Borges incluyó el -58-
hermoso cuento «Ser polvo», de Santiago, al que le dedicó los mejores elogios, en la Antología
de la literatura fantástica que compiló con Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Termino estas líneas evocando una cena en casa de los Dabove; esas cenas eran famosas por
lo magníficamente preparadas.

Eruditos en artes culinarias, con una casa enorme y muy buen servicio de cocina, esos
convites eran inolvidables. A Borges se le había descubierto un principio de úlcera gástrica y -
contra la opinión de la madre- fue a cenar con los Dabove. Pasaban las empleadas con unas
comidas magníficas. Él no aceptaba que le sirvieran. De pronto llama la señora Leonor Acevedo:
quiere hablar con su hijo. Le acercan el teléfono y le escucho decir a Borges: «No te preocupes
madre: estoy ayunando opíparamente».

Después de este oxímoron magnífico, nada más puedo decir, por ahora.
-59-

Borges y Grecia
Horacio Castillo

El interés de Borges por Grecia comienza en su infancia. A los siete u ocho años, según ha
comentado, leía mitología griega; inclusive escribió en inglés -lengua que balbuceó casi antes
que el castellano- un trabajo sobre el tema50. Le impresionaron especialmente los doce trabajos
de Hércules, el viaje de los Argonautas y el mito del laberinto, que -dirá- lo «poseyó para
siempre»51. También otros temas que, con el progreso de sus conocimientos, se fueron fijando en
su imaginación: Ulises, Elena, Endimión, Proteo, las Sirenas, Edipo. A este último le dedica un
poema en El otro, el mismo52 y a -60- Proteo dos en El oro de los tigres (O. C., pp. 1108 y
1109). Ulises, además de ser aludido en numerosos textos, le inspira una de las estrofas de «Arte
poética» (O. C., p. 843):

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,


lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

Su interés por la poesía griega queda demostrado por las citas de Hesíodo, Esquilo, Píndaro,
Teócrito o Apolonio de Rodas y, en particular, por su aproximación a Homero. Esta
aproximación, dado su «oportuno desconocimiento del griego»53, se produjo a través de las
versiones inglesas, a las que dedica un escolio en Discusión. Si bien dicho análisis se refiere al
problema de la traducción, Borges incursiona en la cuestión del epíteto formulario con certera
intuición: «El rapsoda -escribe- sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso
alguno había un propósito estético» (O. C., p. 240). En Historia de la eternidad, al estudiar los
kenningar, vuelve sobre el asunto y señala que tales metáforas no valen por su significado -que
es nulo- sino por «el heterogéneo contacto de sus palabras» (O. C., p. 368).

Sin perjuicio de este interés, el entusiasmo de Borges se orientó, también desde la infancia,
hacia la filosofía griega. Su padre, profesor de psicología, le reveló a edad temprana la aporía de
Aquiles y la tortuga: «Me impresionó profundamente esa singularidad, me pareció una -61-
pesadilla: que la competencia continuaba, que Aquiles no podía alcanzar a la tortuga, que la
tortuga estaba siempre delante de Aquiles y que así seguía eternamente»54. Su atención se
concentró no solo en Zenón sino en Heráclito, el pitagorismo y Platón, de quien cita varios
diálogos: Timeo, Ion, Parménides, República, Político, Fedro, Cratilo. Asimismo se interesó en
Demócrito y Plotino y hasta en Apolodoro, de cuya Biblioteca toma el epígrafe de «La casa de
Asterión». Todo ello enriquecido por obras de las que ha dado expresa cuenta, como Die
Philosophie der Griechen, de Paul Deussen; La philosophie de Platon, de Alfred Fouille;
Passages Illustrating Neoplatonism, de E. R. Doods, entre otras55 (O. C., p. 367).

Borges no presumió del saber académico. Escribe:

No habré sido un filólogo,


no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa mutación de las letras,
la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.

(O. C., p. l016)

No obstante esa limitación, sus muchas lecturas y su gran intuición le bastaron para
conformar un mundo de

-62- ideas que lo acompañaría siempre y, lo que es más, fundó su literatura y hasta su
estilo. Ese mundo de ideas, de filiación griega, puede reducirse a tres cuestiones: todo fluye, todo
vuelve, todo es ilusorio. La primera de ellas, el panta rei heraclíteo, aparece en su libro inicial,
Fervor de Buenos Aires, concretamente en el poema «Final de año». Después lo veremos
reaparecer, una y otra vez, a lo largo de toda su obra, ya como argumento, ya como imagen, así
en «El reloj de arena», «Arte poética» y «Heráclito» (O. C., p. 979):

¿Qué trama es ésta


del será, del es y del fue?
¿Qué río es éste por el cual corre el Ganges?

En «Nueva refutación del tiempo» (O. C., p. 763) y en otro poema titulado «Heráclito»56
cita, con mayor o menor fidelidad, el Fragmento 91: «No se puede entrar dos veces en el mismo
río». Poeta al fin, Borges se detiene en la primera parte del texto de Heráclito que, como
sabemos, continúa así: «...ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que
por la vivacidad y rapidez de su cambio se dispersa y recoge de nuevo (o, mejor, ni de nuevo, ni
sucesivamente, sino al mismo tiempo se compone y se disuelve), se acerca y se aleja». Si hubiera
avanzado en esa otra dirección -lo que añoramos- podría haber iluminado desde otra perspectiva
las alturas de Hegel.

La segunda vertiente griega de Borges es el pitagorismo y la idea del eterno retorno. Se


insinúa, también tempranamente, en el poema «El truco» de Fervor de -63- Buenos Aires (O.
C., p. 22) y en el capítulo del mismo nombre de Evaristo Carriego (O. C., p. 145). Más tarde, en
Historia de la eternidad, le dedica los capítulos «La doctrina de los ciclos» y «El tiempo
circular» (O. C., pp. 385 y 393). En el primero, con apoyo en Rutherford y Cantor y fundándose
en las leyes de la termodinámica, expresa: «Basta proyectar una luz sobre una superficie negra
para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de luz. Esa
comprobación, de aspecto inofensivo e insípido, anula el "laberinto circular" del Eterno Retorno»
(O. C., p. 391). Esta réplica entra en contradicción con su lírica, pues en «La noche cíclica»
profesa la «rotación pitagórica», la doctrina de los «arduos alumnos de Pitágoras» sobre el
regreso cíclico de astros, hombres y átomos (O. C., p. 864):

Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras;


vuelve a mi carne humana la eternidad constante
y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante :
«lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»

Su tercera obsesión, también de fuente griega, es Zenón de Elea. Como dijimos, fue su
padre quien, a edad temprana, te reveló la paradoja de Aquiles y la tortuga. Tanto es su fervor,
que «la tortuga de Zenón» aparece entre los enunciados del «Otro poema de los dones» (O. C., p.
937). Le apasiona ese «pedacito de tiniebla griega» porque -dice en «La perpetua carrera de
Aquiles y la tortuga»- atenta contra la realidad del espacio y del tiempo y, salvo que confesemos
la idealidad de estos, es a su juicio incontestable. «Aceptemos el idealismo, aceptemos el
crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos la pululación de los abismos de la paradoja»
(O. C., p. 248). Sin embargo, tras esta condescendencia idealista, no tarda en aparecer la
contradicción -64- , y en términos dramáticos:

Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo


astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos.
Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del
infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal: es
espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la
sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata,
pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo,
desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

(O. C., p. 771)

Estas tres líneas de pensamiento, de origen griego, convergen en otra idea genuinamente
griega: el laberinto. Si todo -en esa pasmosa cosmogonía- fluye pero permanece inmutable; si
para superar la contradicción hay que admitir que no existen el espacio ni el tiempo ni la materia;
si, para colmo, esa anulación del mundo es puro «consuelo» porque lo real es real, porque yo soy
real, entonces el Ser es efectivamente un laberinto. Esta es la idea central de su obra. Se insinúa
en su glosa sobre el truco, que equipara a un laberinto de cartón pintado, y la vemos, impregnada
de pathos, en el despertar del sueño que cierra «La duración del infierno»: «Pensé con miedo
¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer» (O. C.,
p. 238). Después será un motivo recurrente en sus especulaciones sobre el tiempo o sobre Dios;
en su cuentística: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «El jardín de senderos que se bifurcan», «La
casa de Asterión», «Los dos reyes y los dos laberintos»; en poemas como «Laberinto» y «El
laberinto» -65- , entre otros57. Según esa metáfora, el mundo es una infinita multiplicación de
elementos aparentes, donde el hombre está solo, o más bien es único, y espera como Asterión la
redención de la muerte. Pero, pese a esa índole inexorable, el laberinto abre una esperanza,
porque entonces -dice- existe un objetivo: un proyecto escondido o secreto, en medio del caos
aparente58. «La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
orden (que, repetido, sería un orden; el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza»
(O. C., p. 471).

Desde otro punto de vista -el de Grecia moderna- se han señalado semejanzas entre Borges y
Constantino Kavafis. Según Nasos Vagenás, Borges reconoció haberlo «leído» tardíamente,
cuando ya había perdido la vista, pues -dice- las traducciones del alejandrino tardaron en
aparecer en castellano59. Se trata, más que de influencia, de ciertas afinidades con respecto al
modernismo, la ironía, la historia, el intelectualismo, la «frialdad» y, sobre todo, la forma de
hacer poesía con medios no poéticos, o mejor dicho, con los medios poéticos conocidos. Escribe
Vagenás: «Y por poesía entiendo principalmente sus cuentos -los textos de Borges que se
consideran cuentos- y especialmente aquellos que componen sus libros Ficciones y El Aleph,
porque creo que estos constituyen las más altas conquistas de su arte». Agrega: «Estos textos no
son un nuevo modo de relato, como generalmente se cree, sino -66- un nuevo modo de poesía.
Kavafis hace poesía con los medios de la prosa. Borges hace poesía con los medios del ensayo».
Vagenás dice algo más todavía: «Los textos de Borges no provienen tanto de la vida como de
pensamientos que los hombres han registrado de la vida. Es decir, provienen sobre todo de la
vida del espíritu. Con la misma disposición que Kavafis se vuelve hacia la historia, Borges extrae
sus relatos de la filosofía y la teología, y esa es una de las razones por las cuales los poemas de
Kavafis se parecen a la prosa y los poemas de Borges al ensayo»60

Hay, además, otro tipo de equivalencias que no dejan de llamar la atención, por ejemplo
ciertos títulos:

Kavafis Borges

«Alejandría, 641 A. D.»


«En Alejandría, 31 A. C.»
«Brunanburh, 937 A. D.»

«Días de l903» «1964»

«Días de 1896» «1971»

«Días de 1901» «1891»

«En un viejo libro» «Composición escrita en un ejemplar de la Gesta de Beowulf»

«Ante la tumba de Endimión» «Endimión en Latmos»

«Maren la mañana» «El mar»

«En la tarde» «La tarde»


«Un viejo» «A quien ya no es joven»61
-67-

Pueden encontrarse otras correspondencias, como la preocupación por rescatar personajes y


circunstancias históricas, reminiscencias literarias, ficciones arqueológicas62 o la «asombrosa
semejanza estructural y temática» entre el cuento «Tema del traidor y del héroe», de Borges y el
poema «Demarato», de Kavafis63. Pero sería temerario ir más allá de la mera coincidencia, a lo
sumo de fuentes comunes -la historia, la literatura, la Antología Palatina, los escritores ingleses
del siglo XIX- y de un método también común: «Borges y Kavafis utilizan la mente -de una
manera especial- para formular con mayor evidencia sus sentimientos»64.

Borges percibió la Grecia real. Escribió sobre Atenas, fechó en Cnossos «El hilo de la
fábula» y hasta experimentó la revelación dionisíaca: «Una valerosa y venturosa música griega
nos acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por consiguiente, el
alma perdura cuando su cuerpo es caos»65. Los mismos griegos lo consideraron muy cerca de
ellos, -68- más cerca que ningún otro creador, y también: un Homero, un Dédalo de nuestra
época vagando por las calles de Atenas, como lo pinta Vagenás en su poema «Jorge Luis Borges
en la calle Panepistimíu»66:

Sobreviviente de tu muerte
tanteando un sofocante sol ático
remontas lentamente la calle Panepistimíu con tu fino
y polvoriento bastón de Chesterton.
Ciego Borges.
Famoso.
Tu voz me refresca los huesos.
En el fondo eres griego.
La luz se ha posado sobre tus hombros.
Detrás
de tus oscuras membranas distingues
la embriagadora sombra de Solomós.
Homero te sigue en un taxi negro.
Desvelado.
Sin peinar.
Apagando un cigarrillo tras otro.
Recoge la moneda
que cae cada tanto
de tus dientes brillantes.

El helenismo de Borges no es el exultante de Lugones, ni el de Hölderlin, ni el de Nietzsche;


tampoco el -69- decorativo de Darío o José María de Heredia. Borges fue fundamentalmente
un sofista. Un sofista no en el sentido hostil que acuñó Sócrates, ni en el peyorativo de Platón y
Aristóteles: sofista por la importancia atribuida a la retórica, el placer dialéctico, la sutileza, el
culto de la paradoja y la pretensión de ejercer sobre todas las cosas un espíritu de revisión y de
crítica. Como los metafísicos de Tlön, Borges no buscó la verdad, ni siquiera la verosimilitud:
buscó el asombro, y hasta su estilo participa de esas connotaciones, es en última instancia un
sofisma.

En 1984, al recibir el título de doctor honoris causa en la Universidad de Creta, dijo que
regresaba a Grecia veinticinco siglos después de aquel momento en que todo empezó allí: el
pensamiento, la dialéctica, la poesía, la filosofía. Agregó: «Pueden considerarme como un griego
exiliado en Sud América, que regresa a su patria o como si yo estuviese siempre en Grecia -
quiero decir espiritualmente, no materialmente». Y, sofista al fin, concluyó: «Pueden, pues,
elegir. Sin embargo quisiera que ustedes entendieran -sé que lo entienden, o mejor que lo sienten
(uno siente mejor de lo que entiende)- que es aquí donde me siento feliz; muy feliz de
encontrarme en Grecia y de que me encontraré siempre aquí, aun cuando mi cuerpo esté
ausente»67.

-[70]- -71-

Las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges


José Edmundo Clemente

[I]

La palabra eternidad tenía para Borges el prestigio de las cosas que a uno «se le hace cuento
que empezaron». Sin embargo, como título del célebre poema, prefiere al mito, más cerca de la
inmortalidad, del inicio lejano de la vida, aunque sin final previsto. Eviterna. O tal vez, para no
alejarse demasiado de su querida ciudad. De ahí que reafirmara a mítica la «Fundación
mitológica de Buenos Aires». Así la sentía más propia. («La manzana pareja que persiste en mi
barrio: / Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga»). Al cabo, la eternidad es una vaga flor
intelectual cuyo perfume hay que pensarlo, y la inmortalidad ya es una angustia de nuestra piel,
de los que morimos.

La diferencia está en el tiempo. Que no es poca. El tiempo se mide con la vida del hombre,
con las fechas que marchitan su biografía perecedera y con leyendas que conforman las sombras
de su pasado y se proyectan al futuro lejano. Exageración del tiempo llamada inmortalidad. -72-
. Mito al revés; desmesura de la esperanza. Fatiga, el término es borgeano, que alisa la frescura
de los días cotidianos en tediosa rutina familiar, donde el todo es igual al cero, por cuanto, «en
un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas». Y concluye, «ser todo es lo mismo
que no ser».

Asiduo lector de Homero, restime en «El inmortal» la empecinada trayectoria del genial
poeta a través de ásperos siglos, ciudades, culturas, guerras, traductores artesanales, críticos
vanidosos y profesores apresurados; a más de haber padecido a los «teucros de Zelea que beben
el agua negra del Esepo» y otros avatares troyanos. Al final del cuento, Homero, cansado, se
acerca a un árbol espinoso que le provoca una lenta gota de sangre, con mayor eficacia que la
flecha cretense que lo rozara cuando buscaba la mítica Ciudad de los Inmortales. Entonces
descubre con alegría que es mortal, que la muerte es el descanso buscado. Ya no tendrá que ser
aeda oficioso de palacios efímeros, simular ceguera compasiva, ni alternar con multitudes
callejeras. Ahora está pleno, con la plenitud absoluta del vacío.

Que 2800 años no son nada, puede ser una frase tranquilizadora para un viajero de vuelta a
casa, pero no para el que sigue alejándose. «Dilatar la vida de un hombre es dilatar su agonía y
multiplicar el número de sus muertes», completaría Borges como sutil justificación. Palabras;
palabras que parecen sospechosas de travieso guiño minimizador de la estima homérica, cuando
en verdad se trata de una recurrente ironía borgeana, clave de su literatura. Ironía, pince-sans-
rire le gustaba llamarla, para enfatizar de lo vano que sería matar a un poeta, porque la poesía es
un resplandor sin límites terrenales. Como la emoción, como el sentimiento, como la belleza.
¿Acaso El hacedor no es un homenaje a la condición que en todos los idiomas inmortaliza -73-
a Homero? «El rumor de las Odiseas e Ilíadas que era su destino cantar y dejar resonando
cóncavamente en la memoria humana», completará.

II

Continuando con la inmortalidad ajena, Borges «mata» a Martín Fierro en su cuento «El
fin». Tranquilamente, como quien entretiene el ancho aburrimiento de la tarde pampeana con un
bordoneo de guitarras pendencieras. Con esta folclórica ejecución une -¿sin querer?- a los dos
grandes poetas que Lugones había señalado en El payador y en Los estudios helénicos como los
épicos mayores de la historia literaria. Opinión que Borges comparte con la dedicatoria a
Lugones de El hacedor. Los bordes de la admiración tienen simetría en los bordes de la realidad.
Homero y Hernández, la Ilíada y Martín Fierro, punta y cabo. Comienzo de la cultura occidental
y prestigio de la nuestra.

Al término de la Segunda parte, Hernández despide a sus personajes en la soledad de la


pampa, convertida ahora en la verdadera protagonista del poema. Dominante en su redonda
perfección. Única. Sol horizontal. Fierro, sus hijos y el hijo de Cruz, deciden cambiar sus
nombres y se alejan cada uno por rumbos diferentes, sin rostro ni pasado. Como pueblo en busca
de su destino, pueblo que ahora somos nosotros, para que habitenlos la Tercera parte
premonizada en los versos finales («mi obra he de continuar / hasta dársela concluida»).
Metáfora que nos deja como legado, por ser los destinatarios naturales del mensaje.

Borges corrige el destino de Fierro y lo baja hasta la vieja pulpería donde se realizara aquel
cosmogónico contrapunto con el hermano del negro muerto en el -74- desgraciado duelo, del
que se arrepintiera más tarde. En aquel antológico encuentro nada quedó en pie. Truenos, lluvias,
volcanes; canto del cielo, de la tierra, del mar. Tiempo, medida, peso y cantidad.

Ahora, en el crepúsculo de este costado del cielo, se cruzaron las dagas animosas del
hermano del muerto y la de Fierro, que ya cansado de caminos, de explicaciones y de penurias,
se movía con lentitud. Con los años la sangre avanza a trancos cortos. La tarde caía
despaciosamente como si quisiera demorar el final. La suerte de Fierro anocheció hasta quedar
en completa sombra. Literariamente. Solo literariamente; Martín Fierro es un personaje poético y
nunca muere un héroe literario en manos extrañas. Su inmortalidad se mantiene intacta;
solamente lo puede matar su creador. Y los personajes lo saben.
III

Le contaba Borges a Jean de Milleret (Entretiens) que en ocasión de acudir a un encuentro,


en su casa, con una señorita invitada, preocupado por su retraso, y como el ascensor estaba
descompuesto, trepó rápidamente por la escalera. En el camino tropezó con una ventana mal
cerrada y se golpeó fuertemente la frente. La herida fue muy peligrosa y tuvieron que internarlo
de inmediato por temor a una septicemia. Permaneció internado varios días, con mucha fiebre y
horribles pesadillas, agravadas con insomnios muy dolorosos. Esto fue, agregó Borges, el origen
de «El Sur».

En este hermoso cuento, Juan Dahlmann (Borges) viaja a una estancia del Sur para
convalecer de una operación consecuente de un accidente evocador del verdadero. Dahlmann
(Borges) es un hombre introvertido, -75- lector de Las Mil y Una Noches y con «el hábito de
estrofas del Martín Fierro». El viaje en tren lo reencuentra consigo y disfruta de la tranquila
monotonía del paisaje sureño, recordando antiguas alegrías. Al llegar, hace tiempo en un
almacén local hasta que le preparen la jardinera que lo llevará a su residencia. Sin que nadie lo
previera es provocado por un matón lugareño que lo insulta y desafía a un duelo cuchillero, pero
dada su debilidad y su estado post-operatorio resuelve no hacer caso y salir del lugar. En tanto,
alguien le alcanza una daga. El patrón, queriéndolo ayudar, le dice «señor Dahlmann (Borges) no
haga caso a ese provocador». Al ser reconocido por su nombre, Dahlmann (Borges) sabe que ya
no es nadie, que no puede eludir la pelea. Acepta el desafío desventajoso y cobarde, y sale a la
llanura.

La llanura bonaerense, escenario de esa muerte supuesta, es tan lisa como la eternidad.
Transparente y abierta como el viento. Aquí las palabras vuelven a encontrarse. Eterno es el
tiempo inmóvil, es decir cuando no es tiempo, porque la esencia del tiempo es su latido. La
inmortalidad sería apenas simulacro de perduración futura donde los rumbos semánticos se
demoran para compartir el prestigio de continuidad vital. La inmortalidad es el instinto del alma;
la eternidad, la fe en ese instinto. Abstracción de la esperanza. Por ello, en estas páginas que
recuerdan las tres inmortalidades de Jorge Luis Borges, se nos hace cuento que ya no esté con
nosotros; lo juzgamos «tan eterno como el agua y el aire».

-[76]- -77-

Singulares presencias en el obrador de Borges


Néstor Groppa

Según Pavic «La Eternidad proviene de Dios, el Tiempo, de Satán; ahí donde se cruzan el
Tiempo y la Eternidad se encuentra nuestro momento presente...». Un presente resultado de tan
extraño cruce del Tiempo y de la Eternidad, de Dios y de Satán, ocurrió para tres estudiantes del
secundario el 14 de junio de 1964.
Gerardo Albarracín, Juan Pablo Gruer y Ramiro Carrizo -hoy médico en Tucumán y físico
en Francia, los dos primeros, al promediar sus vidas- tuvieron la ocasión de preguntar a Borges
en una vieja aula del Colegio Nacional Centenario «Teodoro Sánchez de Bustamante».

El escritor había sido enviado por la Comisión Nacional de Cultura para dar una charla en el
anfiteatro del Colegio Nacional. Los alumnos, alentados por algún profesor, con la inocencia
literaria de sus pocos años intentaron un reportaje, que luego fue difundido en el ignoto diario
local.

-78-

El cuestionario es como sigue:

P. Sr. Jorge Luis Borges: cuando Ud. era adolescente, ¿quiénes eran sus autores favoritos?

R. Bueno, yo creo que diría más o menos lo mismo que nombraría ahora: Stevenson,
Kipling, Wallace; también he admirado a otros escritores jóvenes que escribían novelas
policiales. Pero a lo largo de la vida uno va descubriendo autores que, por sus diversos estilos,
gustan a unos u otros. Además, en esta lista de autores figura también, entre mis favoritos, Arthur
Schopenhauer, escritor que me ha impresionado mucho.

Una de mis felicidades es releer, como en otras épocas en que había pocos libros, los cuales
eran leídos en profundidad. En cambio hoy, las numerosas obras surgidas a través del tiempo,
multiplicadas por la diversidad de literatos, sumadas al comercio publicitario, dieron origen a
que el lector se viera rodeado de obras que el tiempo no le permitirá leer tan detenidamente como
se debe leer; porque para interpretar detenidamente una obra, debe releerse: así se tendrá una
idea clara y definida de lo que el autor, con otras palabras, quiere expresar. Hay quienes
sostienen que un libro puede tener una cantidad indefinida de sentidos, como ocurre con la
Biblia. Aunque cada uno de nosotros lea ese mismo libro, siempre logra cambiar o modificar en
algo un poco lo que se lee. Y sobre esto debo recordarles lo que Menéndez y Pelayo dice: «Si no
se leyeran los versos con los ojos de la Historia, cuán pocos versos habrá que sobrevivan».

P. ¿Cuál es la página que recuerda con más cariño de esas lecturas juveniles?

R. Sin duda alguna Stevenson fue, para mí, el autor preferido. Pero a todos, preferí siempre
esa maravillosa obra de la literatura árabe tan ricamente elogiada en el tiempo: Las Mil y Una
Noches. Tiene para mí, un valor -79- extraordinario. Puedo decir que me pasaba leyéndola. El
número de sus traducciones es asombroso; así, en español, figura una admirable versión de Las
Mil y Una Noches, hecha por Rafael Cansinos Assens -la publica una editorial mexicana-.
También otros libros llegaron, sin duda alguna, al fondo de mi alma. Puedo hablarle de las
novelas de Gutiérrez, autor que me agradó mucho. Las fantasías de Julio Verne y las obras de
Stevenson y Las Mil y Una Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.

Estos libros han ejercido, posiblemente, cierta influencia sobre mí.

P. Ud. estuvo en Madrid, ¿Puede decirnos qué impresión le causaron los estudiantes
secundarios? ¿Conocen la literatura argentina? ¿Les interesa lo argentino?

R. De eso puedo hablar poco; pero debo decirles que hacia 1924, las obras de Leopoldo
Lugones eran casi desconocidas. Pero en la actualidad hay libros argentinos que son conocidos,
gustados. Además, Unamuno ha hecho mucho por la gloria de Sarmiento, cuando dijo que
«Sarmiento es el mejor escritor del siglo XIX». Hay algunos escritores contemporáneos que lo
han apoyado, como Bioy Casares. Sobre todo cuando se habla de Facundo y Recuerdos de
provincia.

P. Entendemos que ésta es la primera vez que viene a Jujuy. Con anterioridad a este viaje,
¿conoció personalmente a algún escritor jujeño?

R. Tengo muchos buenos amigos, entre ellos, el literato Jorge Calvetti. Hemos comido
muchas veces juntos. Pero, personalmente, no he tenido muchas oportunidades de entablar
contactos personales, de «conversar», como suele ocurrir en este país, donde la amistad es tan
importante.

P. ¿Cuál es la página que Ud. siente más suya?

-80-

R. Bueno, en eso vamos a suponer que Uds. son muy generosos y me permiten dos páginas.
Una de ellas se llama «El Sur». Creo que el mejor cuento mío podría ser ése. En verso, hay un
poema que se llama «Límites». Este poema me parece que tiene valor: sobre todo cuando se
vive, cuando hay cosas que estamos haciendo por última vez. Por ejemplo, cuando sin saberlo
nos despedimos de alguien a quien ya no veremos más, porque a lo mejor ocurrirá que nosotros o
él, morirá primero.

Hay lugares a los cuales uno no vuelve. Para mí, por ejemplo, en Buenos Aires hay esquinas
que recorrí por última vez...; libros que no volveré a leer... Todo esto he volcado en estas obras,
que son el fiel reflejo de un espejo que me aguarda en vano... Y así llegamos a un cuento, «El
Sur», y vamos a llegar al poema «Límites», y a un ensayo, «La muralla y los libros», que es el
caso muy curioso de un emperador que hace construir una gran muralla china y quemar todos los
libros que se habían escrito hasta esa época, como para borrar el pasado.

P. Deseamos que Ud. regrese a nuestra ciudad. Quisiéramos también, como argentinos, que
Ud. recibiera el Premio Nobel de Literatura para el que está propuesto. Muchas gracias, Sr.
Borges, por la entrevista concedida.

R. Mucho me gustaría; pero más bien lo dudo, porque lo viejo no vuelve. En cuanto al
Premio Nobel, son ustedes muy amables, pero no lo espero.

Nadie pensó que ese 14 de junio de 1964 se renovaría el mismo 14 de junio pero de 1986, en
que la Eternidad se cruzaba definitivamente con el Tiempo para Borges:

Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz


alta. Esto es lo mismo de hace treinta años... Conjeturé esa fecha,
época reciente en otros -81- países, pero ya remota en este
cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por
él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que
en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también
intemporal de los grillos. El fácil pensamiento «Estoy en mil
ochocientos y tantos» dejó de ser unas cuantas aproximativas
palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí
percibidor abstracto del mundo, indefinido temor imbuido de
ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber
remontado las primitivas aguas del Tiempo, más bien me sospeché
poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra
«eternidad». Sólo después alcancé a definir esa imaginación...68

Así coincidió aquel famoso cruce de Dios con Satán en un 14 de junio del memorial de
horarios y fechas, decorado por sus rosas de instantes. Un momento con singulares protagonistas,
dispersos en el saber y la vida, aquella vez reunidos en un remoto Colegio Nacional Centenario.
Y como indica Borges en «La cruzada de los niños» citando a Gibbon: «Lo patético suele surgir
de circunstancias menudas».

Instantes, momentos, signos que coinciden, acaso en la misma hora aunque en dos lugares
distintos de la Eternidad. Con delicadeza dejamos revelada esta brizna jujeña en la vastedad del
obrar del tiempo que se llamó Jorge Luis Borges.

-[82]- -83-

Jorge Luis Borges69


Alicia Jurado

Mi separación legal de Eduardo, de común acuerdo y mediante un juicio sin obstáculos, se


llevó a cabo con el mayor grado de civilización. Ninguno discutió por la menor cosa; nuestra
vivienda pertenecía a mi madre y me quedé allí con los chicos, como era natural; permanecieron
los muebles y él se llevó su biblioteca y algunos cuadros, entre ellos un Figari que después
vendió y me habría gustado conservar, pero en la vida no es posible tenerlo todo y retuve en
cambio una témpera de Soldi que le había comprado al pintor en su taller, el día en que lo
conocí. (En un cuaderno anoté, en julio de 1953: Es sencillo, cordial, sin rasgos notables, y
disfraza su talento bajo una apariencia de buen burgués con tricota azul, fumador incansable.)

Coincidió nuestra separación con la época final y más dramática de la dictadura peronista.
Esta había sido tan -84- larga que, como no hay mal a que el hombre no acabe por
acostumbrarse, nos habíamos habituado a seguir viviendo al margen de ella, en la medida de lo
posible. La vida social, artística y literaria seguía su curso y nos servía de evasión ante las
calamidades políticas; venían excelentes compañías teatrales europeas y grandes cantantes al
Colón, había exposiciones y conciertos y, deleitándonos con Jean Louis Barrault en una pieza de
Anouilh o viendo a Pirandello interpretado por el Piccolo Teatro di Milano, nos olvidábamos
pasajeramente del clima opresivo que se respiraba. Aquel gobierno, en una orgía de
autopropaganda, había decretado que la mayor parte de las cosas llevase el nombre de la pareja
reinante, de modo que cuando alguien decía, por ejemplo: Ahora viajaré en el subterráneo de Eva
Perón a Perón para tomar el tren a Eva Perón, eso significaba que iría desde Retiro a
Constitución para viajar luego a La Plata. En los colegios secundarios era lectura obligatoria La
razón de mi vida, obra atribuida a Eva Perón pero escrita por un español cuyo nombre olvido,
quien hizo lo posible por mejorarle el estilo pero poco logró, si es que se lo propuso, en cuanto a
infundirle alguna idea. Los textos de la escuela primaria eran un delirio de propaganda política y
adoctrinamiento oficialista. El diario La Prensa, opositor de admirable valentía, había sido
confiscado y ningún otro se animaba a formular una crítica después de ese ejemplo: las radios
resonaban con loas al gobierno y con los discursos incendiarios del matrimonio, azuzando al
populacho contra los opositores. Luego murió ella y, después de un luto obligatorio muy similar
al que impuso Rosas al morir doña Encarnación, durante el cual todo empleado público debía
llevar corbata negra y guardar diariamente un minuto de silencio para conmemorar el tránsito,
los discursos mermaron en un cincuenta por ciento. No -85- produjo alivio esa disminución,
porque los del cónyuge supérstite aumentaron en virulencia; como les sucede a los tiranos, veía
atentados y revoluciones por doquier y a veces con motivo, porque el fermento de la ciudadanía
amordazada era considerable y en el ejército cundía el malestar. Hubo un golpe fallido que
incluyó un sangriento bombardeo en la Plaza de Mayo y de allí en adelante, tras la prisión de
quienes lo encabezaron, el ambiente empeoró y, en el año previo a la revolución, se había vuelto
poco menos que irrespirable.

En medio de esta desagradable atmósfera, mi amigo Carlos Muñiz había fundado una de
esas revistas literarias que duran, como la niña deplorada por Malherbe, l'espace d'un matin. Se
llamaba Ciudad y estaba muy bien presentada, con una linda tapa dibujada por Rafael Squirru;
entre sus colaboradores figuraban muchos nombres que más tarde serían conocidos. Yo lo había
leído a Carlitos, tímidamente, algunos comentarios sobre libros, que escribí como mero ejercicio
y sin intención de publicarlos; no le parecieron malos, porque me pidió un trabajo para el
segundo número de la revista, dedicado a Jorge Luis Borges, asignándome el cuento en el reparto
de los temas. Fue así como se publicó mi primer breve ensayo y yo sentí ese asombro un poco
temeroso de ver impreso algo que había redactado, con mi firma audazmente colocada al pie.

Ciudad alcanzó los tres números y desapareció sin dejar rastros, pero ese trabajo fue el
punto de partida, un poco casual, de lo que puedo llamar, sin exageración, la amistad más
enriquecedora que me regaló la vida.

El primer libro de Borges que leí, varios años antes, fue Ficciones: vivía aún con mi marido
y estaba en cama con un resfrío u otra molestia pasajera cuando un amigo nuestro, Rodolfo
Martelli, que solía venir a comer con nosotros, me trajo un ejemplar de regalo para ayudarme -
86- a sobrellevar la quietud forzosa. Lo leí de un tirón, admirada y suspensa, porque ese libro
no se parecía a nada que hubiese conocido hasta la fecha. Hallaba en él no solo una mente
original hasta lo desconcertante, sino un estilo literario nada frecuente en nuestro idioma, tan
sintético y despojado de ornato, con una adjetivación admirable y un uso singular de los verbos
que suplían, en esa prosa de concisión espartana, las gracias de la retórica. Pero fue un tiempo
después, al leer su obra poética, cuando mi admiración intelectual se convirtió en entusiasmo
apasionado. Me recuerdo caminando por la casa, libro en mano, leyendo poemas en voz alta
como una poseída e interrumpiéndome a cada rato para lanzar exclamaciones de júbilo, como
solo puede hacerlo la persona que también ama el lenguaje y se exalta al verlo usado por un
maestro.

Teníamos con Borges una amiga común, Estela Canto, y ella fue quien nos reunió. Estela
había sido una de las muchas mujeres que Borges cortejó en su juventud, época en que le dedicó
su cuento «El Aleph» y le regaló el manuscrito original. Curiosamente, Estela militó mucho
tiempo en el Partido Comunista, del que tardó más en desilusionarse de lo que una habría
supuesto conociendo su lúcida inteligencia; pero, como ni la inteligencia ni la razón son móviles
principales de nuestra conducta, inútil es indagar en materia de místicas ajenas. Pese a esta
discrepancia ideológica, nos teníamos afecto y solíamos vernos con cierta regularidad; era muy
buena escritora y yo consideraba una lástima que malgastase su talento haciendo propaganda
marxista en revistas insignificantes, en lugar de escribir las novelas para las que estaba dotada.
Lo cierto es que mi artículo para la efímera Ciudad, que no apareció hasta el año siguiente,
me sirvió de tarjeta de presentación ante Borges: Estela le hizo leer -87- el texto y esto no lo
desalentó para que aceptara conocerme. Finalizaba 1954, punto de partida para una relación que
duró treinta y dos años hasta su muerte en 1986 y que, repito, fue la amistad más importante de
mi vida.

Cuando conversé con Borges por primera vez, él tenía cincuenta y cinco años y yo treinta y
dos. La imagen que me había formado a través de sus libros no parecía coincidir con la persona
real: la mente poderosa, la compleja y sutil erudición, el fino humorismo y la honda inspiración
poética estaban enmascarados por un señor tímido, a veces levemente tartamudo, con un rostro
de rasgos poco firmes que sugerían más la blandura que el rigor y una diestra insegura, que
esbozaba ademanes de los que luego parecía arrepentirse y en el saludo habitual se daba con
flojedad, como queriendo escapar a la presión de aquella que se le tendía.

Para escribir ese artículo yo había leído casi toda su obra y el escritor de carne y hueso que
tenía ante mí no parecía su autor. Elogió mucho mi trabajo, llenándome de alegría porque no
sabía entonces qué pródigo era Borges en el elogio hacia las personas con quienes quería ser
amable, sobre todo cuando se trataba de mujeres. Aún no le había oído decir en público que
Fulana de Tal era la mejor poetisa argentina y señalarme, en tête-à-tête, que sus rimas eran
completamente casuales, ni calificar de admirable la traducción de unos poemas al presentarla y
censurarla duramente esa misma noche, mientras comíamos solos. Hubo escritor a quien elogió
en su presencia, de quien me dijo otro día: Sí, es muy famoso, a pesar de su obra. Cuando le tuve
más confianza, yo, que soy incapaz de cortesía cuando de honestidad intelectual se trata, le
reprochaba ese hábito que juzgaba indigno de él. Borges sonreía con su sonrisa bonachona y
replicaba:

-88-

-Pero ¿qué importancia tiene? Se quedan contentos y con eso no perjudico a la literatura.

En 1954, pues, habiéndonos conocido cuando faltaba un mes apenas para mi habitual
reclusión en el campo con los chicos, solo estuve con Borges dos veces más. La primera, fui a
tomar el té a su casa y conocí a la madre, Leonor Acevedo, a quien llamábamos Leonorcita, gran
señora y excepcional mujer, muy calumniada por psicoanalistas que nunca hablaron una palabra
con ella y por periodistas que se hacían eco de aquellos. La devoción ejemplar de esta madre,
que no vivió sino para ayudar al hijo ciego y resolverle todos los problemas, mientras le
alcanzaron las fuerzas, fue interpretada como deseo de dominio; nada más falso. Por otra parte,
habría sido imposible dominar a Borges ni obligarlo a hacer cosa alguna que él no deseara,
porque era especialista en resistencia pasiva y también en salirse con la suya, no siempre para su
bien.

Después del té fuimos caminando a las oficinas de la revista Sur, en la calle Viamonte, a
visitar a Victoria Ocampo, a quien yo había conocido aquel invierno; estar en el despacho de
ella, conversando con ambos, me parecía tan inverosímil que no podía convencerme de que una
cosa semejante me sucediese a mí. Pocos días después Borges me volvió a invitar a tomar el té,
pero fue en el centro y proseguimos, también a pie, hasta la antigua Sociedad Argentina de
Escritores en la calle México, donde me esperaba una grata sorpresa: encontrar a mi viejo
profesor de castellano del Liceo, don Arturo Capdevila.

En 1955 comencé a ver a Borges con regularidad, acompañándolo a menudo a sus


conferencias y comiendo luego con él, pero solo a partir del año siguiente empezamos a
encontrarnos con mucha frecuencia. Desde entonces, salvo los tres meses del verano en que me
-89- hallaba en la estancia y los viajes que uno u otra hacíamos, nos vimos a un promedio de
una vez por semana durante más de tres décadas. Creo que llegué a conocerlo a fondo y puedo
recordar el testimonio de su propia madre que solía decirme, sonriendo:

-Lo conoces tanto como yo.

Durante su primer matrimonio, nos alejó el curso de un año que dictó en los Estados Unidos
y después, cuando vivía con su mujer en la Avenida Belgrano, no iba yo sin una invitación
formal, lo que no ocurría a menudo; pero solía visitarlo por la tarde en la Biblioteca Nacional, de
la que era director, de modo que nuestra relación no se cortó jamás. Muy parcialmente, me
ayudan a recorrer el largo camino de recuerdos, las anotaciones que hacía de vez en cuando en
unos cuadernos que destruí por indiscretos, aunque debo aclarar que ninguna de las
indiscreciones registradas se refería a él.

Me fui acercando a Borges lentamente. No solo costó vencer su timidez, sino esa barrera
infranqueable de literatura que oponía al interlocutor para impedirle cualquier cosa que se
pareciera a una confidencia. A menudo me regalaba libros, que yo leía con avidez y marcaba en
la primera página con una B para recordar su procedencia: obras de Conrad, De Quincey,
Stevenson, Kipling, Wells, sus preferidos. Durante dos años, en cuanto lo nombraron profesor de
literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras, asistí a los cursos con el interés de la
persona que conoce bastante la materia y está en condiciones de apreciar la originalidad de un
enfoque y el acierto de un juicio; situación en que rara vez se hallaban los alumnos, a juzgar por
los relatos que él me hacía acerca de los exámenes que estaba obligado a oír. Borges no era
sistemático para dictar la materia; arbitrario en sus preferencias y muy -90- capaz de despachar
a Milton en una clase y dedicarle varias a la literatura anglosajona, que lo apasionaba en aquel
momento, era, en cambio, un crítico original y, si un tema lo entusiasmaba, podía contagiar su
fervor. Terminada la clase, tomábamos un café en la calle Florida y yo lo acompañaba a pie hasta
su casa, camino de la mía. Si salíamos de noche, íbamos a comer al Pedemonte antiguo, a El
Tropezón, a La Emiliana, al restaurante de Constitución y a veces al de Retiro, pero siempre
pasábamos horas caminando por la Plaza San Martín y sentándonos de vez en cuando en un
banco a hablar, por supuesto, de literatura.

Solía llevarme a sus lugares preferidos: al puente de Constitución, al Parque Lezama; a


Adrogué, donde veraneaba de chico, para mostrarme las ruinas del Hotel Las Delicias antes de
que lo demolieran, conmovida yo con su nostalgia mientras vagábamos de noche en el jardín
abandonado. Venía a casa a menudo, a tomar el té o a comer; delante de la chimenea encendida,
en el escritorio, le gustaba a veces sentarse en el suelo ante las llamas y a mí me placía que lo
hiciese, porque lo sentía así más próximo y menos defendido.

Al principio o, para ser exacta, después de unos meses, Borges me cortejó un poco, como
acostumbraba hacerlo con casi todas sus amigas, pero tan discretamente que me era fácil simular
que no lo advertía. Yo, que por aquella época tenía otras preocupaciones sentimentales, estaba
con respecto a él en un estado que era incapaz de definir excepto, tal vez, con la palabra hechizo.
No entendía por qué me hallaba pendiente de un hombre que físicamente no me atraía pero, lo
mismo que en el amor, la rara ausencia de su diaria llamada telefónica podía angustiarme. Los
franceses tuvieron una expresión, hoy sin duda desterrada por obsoleta, amitié amoureuse, que
podría describir esa relación platónica -91- hecha no solo de comprensión intelectual, de
gustos compartidos, de un juego de réplicas y de bromas en que nos bastaba la más leve alusión
para entendernos; también había, en el fondo, soterradas corrientes de ternura que no afloraban
por cauces naturales, mientras uno citaba la primera línea de un pasaje de Shakespeare y el otro
continuaba con la segunda, o nos recitábamos uno al otro, alternadamente, las cuartetas del
Rubaiyat de Omar Khayyám en la traducción inglesa de Fitzgerald, con la alegría de pensar que
ese pequeño duelo literario en que nos ufanábamos de nuestras respectivas memorias, no
resultaba de una improvisación sino de entusiasmos antiguos, cuando en épocas en que no nos
conocíamos ni de nombre habíamos, cada uno por su lado, sentido el deleite de esos versos hasta
el punto de adueñarnos de ellos. Borges desplegaba su maravillosa inteligencia y su erudición
increíble sin ningún énfasis -nadie estuvo más lejos del alarde- y yo me solazaba porque podía
admirarlo entendiéndolo y seguirlo sin vacilaciones, como una bailarina sigue dócilmente al
compañero o ser como aquellos oscuros interlocutores de los diálogos socráticos que, sin brillo
propio, permiten sin embargo exponer su tesis al maestro. Treinta años después, en una
conferencia que dimos juntos sobre Música y Literatura y habiéndome pedido Borges que
iniciara el diálogo, expliqué al público que esa tarde sería el segundo violín el que expusiera el
tema y el primero lo desarrollaría luego. Creo que esta metáfora musical puede extenderse al
larguísimo diálogo que mantuvimos a través de los años, fui ese segundo violín que presta apoyo
e introduce variaciones y espero no haber entrado alguna vez a destiempo y, sobre todo, no haber
desafinado nunca.

Un día, ante una queja suya, le dije:

-Usted siempre está haciendo cosas que no tiene ganas de hacer.

-92-

Me contestó:

-No puedo estar todo el tiempo a su lado.

Sonreí y no dije nada. ¿Qué se contesta a una galantería? Pero sentí ganas de responder:

-Esa es también mi desventura. Ayúdeme a remediarla.

Ese curioso estado de contenida exaltación duró más de un año y no escapó a la perspicacia
de Leonorcita quien, lejos de molestarse, me veía con buenos ojos y me invitaba con frecuencia a
tomar el té, a veces en ausencia de su hijo, que llegaba un par de horas más tarde. A mí me
encantaban esas conversaciones: era muy inteligente y, como ella misma decía, una vida entera
dedicada a leerles al marido y al hijo ciegos los libros que ellos elegían, la había cultivado mucho
más que a otras señoras de su generación. Cuando escribí el libro sobre Borges para EUDEBA,
mi mejor fuente de información fue ella y pasé muchas horas a su lado, tomando notas de sus
recuerdos de la vida en Europa y la infancia y adolescencia de sus hijos; ya muy anciana se le
ocurrió dictarme, desde la cama en que estuvo postrada, memorias más antiguas, de su propia
niñez y juventud en un Buenos Aires remoto del que yo tenía noticias por los míos, pero nunca
con la precisión de detalles que ella me daba, matizándolos con toda suerte de anécdotas y hasta
escándalos de las viejas familias que yo anotaba para mi propio archivo, aun sabiendo que no
podría publicarlos. Abandoné el proyecto de dar forma a esos recuerdos cuando me di cuenta de
que Leonor, ya casi centenaria, estaba confundiendo las fechas y los nombres y no me sentí
segura de la fidelidad de los datos; espero hallar el modo, algún día, de hacerlos conocer.
Leonorcita murió faltándole un año para llegar a los cien; estaba tullida, sufriendo dolores
reumáticos y deseando fervorosamente el fin. -93- Cuando una de esas personas de poco seso
se lamentó ante Borges de que su madre no hubiese alcanzado el siglo, este le contestó, con ese
amargo humorismo de que era capaz:

-Señora, usted exagera los encantos del sistema métrico decimal.


Leonorcita vivía pendiente de los acontecimientos políticos, que a la vez la apasionaban y
llenaban de angustia; una tarde en que se afligía, comentando el discurso del presidente de turno,
Borges le dijo en mi presencia:

-Pero Madre, eso te pasa por leer los discursos de Fulano en lugar de los Diálogos de Platón.

Ella se indignó, por supuesto, pero comprendí que la aparente broma del hijo era una verdad
indiscutible. «La gente tiene la superstición de creer que todos los días suceden cosas
importantes», solía decir, refiriéndose a su desinterés por los diarios. Un poema de Borges que
siempre tengo presente, «Límites», habla de que

Para siempre cerraste alguna puerta


y hay un espejo que te aguarda en vano

De las puertas que cerré por última vez, felizmente sin saberlo entonces, una de las que más
echo de menos es la del departamento donde vivieron Borges y su madre, en la calle Maipú.
Llegué a conocerlo tanto y experimentó tan pocos cambios en el largo lapso en que lo visité, que
me lo tengo grabado en sus menores detalles: el balcón florido que lo rodeaba por entero; el
living-comedor con las bibliotecas, el cuadro de su hermana Norah, los daguerrotipos de
antepasados y, en los últimos años, el inmóvil gato Beppo, obeso y blanco, que era preciso quitar
del sofá donde usurpaba el asiento preferido de su amo; el dormitorio de Leonorcita, que -94-
nunca fue modificado y conservó los antiguos muebles de caoba y los retratos de familia como si
ella viviese todavía; el cuarto de Borges, tan estrecho que apenas había lugar para la ascética
cama y alguna biblioteca, en cuyas paredes colgaban un tigre de cerámica azul, regalo de María
Kodama, y el grabado de Durero Ritter, Tod und Teufel, que le inspiró dos sonetos. En el living
nos instalábamos de noche, él en el sofá, yo en el sillón junto a la lámpara y no llevo cuenta de
las páginas que le leí a lo largo de los años, al principio para ayudarlo a preparar sus clases en la
facultad o alguna de sus conferencias; después, cuando trabajé con él en el libro sobre el
budismo; siempre, para su placer, que era también el mío, porque cuanto le interesaba valía la
pena de ser leído. Su curiosidad era insaciable y me tenía a cada momento buscando algún dato
en la Enciclopedia Británica o persiguiendo etimologías en diccionarios especializados.

Después de la primera etapa de nuestro mutuo conocimiento, cuando mi deslumbramiento y


su asiduidad se fueron mitigando, la relación se encauzó hacia una amistad sólida y llena de
afecto, en la que no puedo pensar sin la más profunda gratitud. Tantas cosas recibí de Borges, en
cuanto a enseñanza general y aprendizaje literario; se me dio el privilegio de trabajar a su lado,
viendo paso a paso cómo elaboraba su prodigioso estilo; tuve la suerte de compartir con él
innumerables lecturas y de oír los comentarios y las críticas con que las interrumpía a cada
página; en toda mi trayectoria como escritora, él fue quien me apoyó y orientó, desde que me
acompañó a Sur y a La Nación a llevar mis primeros trabajos hasta que, en el acto de mi
recepción académica, me dio la bienvenida desde el estrado. Pero, además de todo esto ¡cuánto
nos divertimos juntos! ¡Tanto nos reímos de sus ocurrencias, mientras caminábamos -95- por
calles nocturnas, comíamos en casa o en algún restaurante próximo a la suya o viajábamos a
alguna provincia donde lo acompañaba a dar conferencias! Tenía un humorismo muy peculiar,
que solo puedo comparar al de Lewis Carroll, como cuando una vez me comentó, a propósito de
una hoja de propaganda política que recogí en la calle:

-El razonamiento que hay allí es del tipo: dos por dos, igual a lunes.

Un humorismo muy intelectual, desde luego, cuya gracia consistía en el modo de usar las
palabras: la inesperada adjetivación, el verbo disparatado y adecuadísimo que empleaba para
burlarse del universo o para lanzarse a un viaje por el absurdo, razonando con lógica aparente
pero desvariando cada vez más hasta que a mí me dolían los músculos de tanto reír. Él se reía de
mi risa, que lo estimulaba a proseguir por los laberintos de su ingenio y el recuerdo que tengo de
esos diálogos es de una permanente alegría.

Una vez en que ambos pertenecíamos al jurado del Premio La Nación y yo, recién llegada
de un viaje, le pregunté antes de empezar la lectura de los originales qué le habían parecido, me
contestó:

-Mirá, están escritos... bueno, decir que están escritos es una metáfora audaz...

También jugaba con las ideas, con el insólito disparate.

En aquel diálogo sobre música y literatura que mencioné, tuvimos una pequeña discusión
sobre el willow song, la canción del sauce que canta Desdémona en el último acto de Otelo,
porque Borges insistía en que esta pertenecía a Hamlet; cuando le señalé que la estaba
confundiendo con el relato de Gertrudis sobre la muerte de Ofelia, que empieza nombrando ese
árbol, comprendió su error y replicó al instante:

-96-

-¡Ah, claro, me equivoqué de sauce! A vos, como sos botánica, eso no te puede pasar...

A veces, una sola palabra bastaba para la burla. Hablando de La guerra gaucha de Lugones,
le oí decir:

-Se hizo una edición con un glosario que, desgraciadamente, era indispensable.

O la burla estaba en una frase secundaria y final:

-Aquí creen que el fútbol es un invento argentino, como su nombre lo indica.

Si hubiera podido grabar mis incontables conversaciones con Borges, sería dueña de un
tesoro sin par que disipó el olvido. Pero un grabador habría destruido la despreocupación de esas
charlas, y tendré que resignarme a que no queden de ellas sino apuntes escuetos: Anoche comí
con Borges; le estuve leyendo a Henry James; o El año empezó, a las doce de la noche, con el
saludo telefónico de Borges; me pareció un augurio feliz, porque solo a mí pudo llamar en el
primer minuto del año; a otros, por fuerza, hubo de llamar después; o El domingo fui con
Borges a San Isidro, a casa de Victoria; al entrar en el jardín había una magnolia rosada
totalmente florecida, como una fiesta. ¿Solo estas gotas me quedan de aquel río de tiempo,
conservadas por azar como esas flores secas entre las páginas de un libro, en el que una quiso
preservar quién sabe qué fragante primavera?
Desde que le dieron el Premio Nacional en 1955, cuando lo acompañé con Leonorcita a
recibirlo, estuve a su lado en casi todos los acontecimientos importantes, alegres o tristes, de su
vida. Solía invitarme diciendo, con su peculiar modo indirecto:

-Me gustaría mucho que no estuvieras ausente.

Me recuerdo caminando junto a su dolor detrás del féretro de su madre, sentada a su


cabecera de recién operado en la clínica y dándole de comer como a un -97- niño, conmovida
de que la casualidad me deparase esa tierna tarea maternal; nos veo volviendo en colectivo desde
San Luis en un viaje nocturno, porque una nevada inexplicable había inutilizado el aeropuerto,
discutiendo sobre García Lorca, que a él no le gustaba y a quien yo defendía; me oigo, afligida,
susurrarle durante la misa por los noventa años de Leonor, que no hablase del teatro de Bernard
Shaw sin cesar y en voz tan alta.

Borges, insobornable en su actitud contra la dictadura peronista, fue sistemáticamente


perseguido por esta, que no solo pretendió humillarlo transfiriéndolo de su puesto de
bibliotecario municipal a otro de inspector de aves y conejos en las ferias, sino que ni siquiera le
dejaba dar conferencias sobre el hinduismo y el budismo sin mandarlo vigilar por unos policías
que vi dormitando siempre en la última fila. Cuando fueron incendiadas las iglesias en 1955,
quiso llevarme a ver los estragos y compartir su indignación y su tristeza, que eran las de toda
persona de bien, fuese o no creyente. Imágenes de valor y otras de pasta habían sido arrojadas
juntas y parecían pilas de cadáveres en un campo de batalla. Casi no hablábamos. De pronto, en
un rincón oscuro de una iglesia del barrio sur, vi alzarse entre los escombros chamuscados a
Santa Teresa de Ávila, sosteniendo un libro abierto en su brazo mutilado. Llevaba unas palabras
escritas y Borges, que casi no veía ya, me pidió que las leyese y reconocimos uno de los poemas
de la santa:

Nada te turbe
nada te espante
todo se acaba
Dios no se muda.
La paciencia
todo lo alcanza.
Quien a Dios tiene
-98-
nada le falta.
Sólo Dios basta.

Si hubiéramos sido proclives a creer en los símbolos y en la magia, habríamos tomado aquel
poema por un signo que nos estaba especialmente dirigido, ninguno de los dos lo éramos, pero a
pesar de ello nos conmovió.

En aquellos tiempos no había intelectual ni escritor que fuese peronista, salvo dos o tres de
cuyos nombres no quiero acordarme, exaltados hoy por sus méritos de entonces, uno de los
cuales fue sufrir el desprecio unánime de sus colegas durante la dictadura. La Sociedad de
Escritores era un baluarte y amenazaban continuamente con cerrarla; la universidad, otro foco de
resistencia, contaba con el doble apoyo de estudiantes y profesores. Borges, que no se avino a
inspeccionar pollos y renunció a su puesto municipal, tuvo que ganarse la vida dictando cursos
en el Colegio Libre de Estudios Superiores y en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa,
venciendo con mucha dificultad su timidez ante el público que, según él, persistió aun después
de haber dado centenares de conferencias. Cuando le señalaba esa circunstancia me contestaba:

-Es que soy un veterano del pánico.

Después de concluir su exposición, me acercaba a buscarlo e invariablemente murmuraba:

-¡Qué suerte! ¡Ya pasó!

En la última etapa de su vida, abrumado por los reportajes, la televisión, las conferencias y
las presentaciones de libros, creo que acabó por acostumbrarse o por lo menos se resignó a
hablar en público.

Vivía desapegado del mundo, sin leer periódicos ni oír noticias por la radio, informado de
los hechos cotidianos por la conversación de sus amigos. Cuando obtuvo el Premio Cervantes en
1980, recibió, entre los -99- telegramas de felicitación, uno firmado Juan Carlos Sofía y me
dijo que se había devanado los sesos preguntándose quién podría ser ese señor Sofía, hasta que
alguien le explicó que se trataba de los reyes de España. Otra vez, le preguntó un periodista si
conocía de nombre a un famoso jugador de fútbol y contestó que no (¿Quién iba a ir a hablarle
de futbolistas a él?); era absolutamente verdad, aunque nadie creyó que lo fuera.

Para celebrar sus ochenta años hubo un acto multitudinario en el teatro Cervantes,
organizado por la Secretaría de Cultura; entre los oradores de esa tarde estábamos Juan Liscano,
Manuel Mujica Láinez y yo. Anoté luego: El acto fue lindo y cada cual puso en él una nota
diferente: Liscano, la erudita; Manucho, la ingeniosa; yo, la sentimental. Pero estoy muy
preocupada por Georgie, con su diabetes, sus trastornos circulatorios, su avanzada edad y su
estado de debilidad general. La idea de perderlo me desconsuela.

No quería imaginar un mundo que no contuviera a Borges, en el que fuera imposible


llamarlo por teléfono por la mañana para consultarlo sobre cualquier duda o pedirle ayuda a fin
de recordar alguna cita; un mundo en que no pudiera llevarlo del brazo hasta la Cantina del
Norte, a la vuelta de su casa, y leerle a su pedido el menú entero como si no supiéramos que,
después de una breve reflexión, iba a encargar al mozo un arroz con manteca y queso rallado,
que comería con cuchara esparciéndolo por todo el plato mientras yo, con discretos golpes de
tenedor de los que espero no se haya apercibido, lo iba amontonando otra vez en el centro
mientras conversábamos y me ocupaba de que no quedase vacío su vaso de agua, de la que bebía
sin pausa.

En los últimos años viajó mucho, a Europa sobre todo, con María Kodama, a quien yo había
visto infinidad de -100- veces pero conocía apenas, porque Borges solo trabajaba con una
persona por vez y nunca mezclaba a sus amigos ni les hablaba de sus otros visitantes. Con María
no conversé largamente y a solas sino después de muerto él, pero siempre le tuve simpatía y me
tranquilizaba que Borges hubiese hallado, para acompañarlo en sus viajes, a una mujer
inteligente, cultivada y discreta, que nunca se puso en evidencia ni lo utilizó jamás para sus
propios fines, como hicieron otras. Por grata que sea, viajar con un ciego es una tarea
agobiadora; yo, que nunca lo hice durante más de dos o tres días, volvía extenuada de estar
permanentemente atenta a cuanto necesitara, a no dejarlo solo sino cuando quería dormir, a
frenar a los periodistas y a defenderlo del público que se le iba encima cada vez que salía a los
salones del hotel.

Me afligían sus prolongadas ausencias con una salud precaria, pero tardé bastante en
comprender que eran un pretexto para disfrutar continuamente de la presencia de María. Con
todo, el anuncio de su matrimonio con ella me asombró y preocupó un poco, sabiendo que daría
pábulo a los más torpes comentarios del periodismo barato, cosa que sucedió; pero cuando me
llamó por teléfono desde Ginebra, para decirme que lamentaba que me hubiera enterado por los
diarios -fue en la víspera de mi cumpleaños, el último día en que le oí la voz estaba tan contento
y tan lleno de proyectos que me alegró de todo corazón, pensando que había encontrado por fin
una compañera permanente para su soledad en tinieblas. No sabía yo que, sin decírselo a nadie
para no afligir a los amigos, pero conociendo el diagnóstico del cáncer que se lo llevaría poco
después, había resuelto en noviembre del año anterior viajar a Ginebra. Hasta el último día
trabajó en corregir las pruebas de la traducción de sus obras completas al francés y fue un alivio
saber por María, a quien vi en España, que había -101- muerto serenamente y sin sufrimiento.

En esa oportunidad hubo, en la Biblioteca Nacional de Madrid, una importante exposición


de libros de Borges y de publicaciones, algunas rarísimas, en las que colaboró; la examiné
largamente, pero nada me conmovió como hallar dentro de una vitrina el bastón que usó hasta el
final. Ese bastón, uno de los que veía siempre en sus manos, que recibí y le alcancé mil veces en
su casa, en la mía o en el restaurante, se había convertido en un objeto inerte que la gente se
detenía a mirar con curiosidad, pero también en objeto de veneración pública, en pieza de museo.
Ni vi morir a Borges ni pude ir a su entierro y, de alguna manera absurda, para mí no había
muerto del todo; con frecuencia pensaba todavía en llamarlo para contarle algo o hacerle una
pregunta, como siempre, hasta que en el instante siguiente caía en cuenta de que eso ya nunca
sería posible. Pero cuando vi su bastón abandonado en aquella vitrina tuve la brusca certeza de
que no vería más a su dueño y me costó un esfuerzo contener las lágrimas delante de la multitud
que desfilaba por la sala.

Hacía un tiempo que Borges me había dicho, bromeando, después de relatarme alguna
historia fantástica:

-¡Y pensar que dentro de poco seremos dos fantasmas, conversando!

Ninguno de los dos creíamos en esa posibilidad pero confieso que, a pesar de estar de
acuerdo con él cuando decía: quiero morir con ese compañero, mi cuerpo, no me disgustaría la
idea de ser un fantasma si me fuese permitido reunirme con el suyo a conversar.
-[102]- -103-

Carta a un viejo poeta70


Santiago Kovadloff

Hace ya algún tiempo que circula entre nosotros la edición facsimilar en dos volúmenes del
libro Fervor de Buenos Aires. Uno de ellos lo reproduce tal como apareció en 1923. El otro
contiene las correcciones introducidas por Borges en el año 1969. No fueron estos los primeros
ni los últimos retoques estimados por Borges como indispensables. Pero ya son, qué duda cabe,
los del escritor consumado.

La reedición de la obra, sesenta años después de su aparición, fue concebida y


espléndidamente realizada por Alberto Casares. En su librería de la calle Suipacha tuvo lugar, el
22 de diciembre de 1993, la presentación de ese notable tributo bibliográfico que Borges no
hubiera vacilado en calificar como excesivo. La carta que sigue fue leída por mí en esa ocasión.

-104-

Querido Borges:

Permítale a un desconocido que lo llame así. Le debo, como tantos argentinos, la emoción y
aun el asombro de haberme reconciliado conmigo en muchas de sus palabras.

Hay algo que se me impone decirle inicialmente. Solo los hombres como usted -y no los
hombres como yo- son verdaderamente mortales. Los hombres como yo somos eternos. Nada
esencial nos distingue a unos de otros y, generación tras generación, nos sucedemos asegurando,
con la terca monotonía que a todo le imprime nuestra irremediable trivialidad, la subsistencia
tenaz de un prototipo: el del hombre sin relieve, el del hombre ajeno a la bendición y al tormento
de la singularidad. Y ello no es así porque nuestras pasiones sean mediocres sino porque es
mediocre el destino que ellas corren en nuestra imaginación; como es igualmente opaco el curso
que nuestra inteligencia sin fervor les abre en los días y noches que a cada cual le son dados.

En cambio a usted, Borges, le ha tocado morir. Ha muerto porque solo muere lo


excepcional. Por eso, cuando alguien como usted nos deja -y rara vez nos deja alguien como
usted-, el misterio que envuelve esa presencia tan prodigiosa como infrecuente a la que llamamos
espíritu, resalta con una intensidad profunda y dolorosa.

Sé que también usted ha pensado en la inmortalidad como atributo menor, como rasgo
distintivo de lo impersonal, como victoria indigna de lo auténticamente grande.

Lo grande siempre es momentáneo. Un lapsus contundente de lo usual y lo constante. Lo


grande es infrecuente. No puede ser rutina. Sobreviene alguna vez para espanto de la costumbre,
para escándalo del prejuicio, -105- para júbilo de la auténtica sensibilidad. Lo grande es único
como un verdadero amor y usted ha sido grande y por ello su muerte fue real.
Una y otra vez me lo repito: alguien llamado Jorge Luis Borges efectivamente murió. Su
desaparición nos llena aún de congoja. ¿Y sabe usted por qué? Porque en ella adivinamos tanto
el férreo destino que gobierna a lo verdaderamente vivo, como la pavorosa eternidad que nos
aguarda a quienes no hemos sido como usted.

Si estuviera usted esta noche con nosotros seguramente evocaría a Heráclito, el que supo
distinguir entre hombres dormidos y despiertos. A usted le toca cargar con el imperativo de la
vigilia y ser, entre nosotros, uno de esos contados hombres despiertos.

He pensado también con frecuencia que su ceguera fue la piadosa ofrenda que nos hizo su
humildad para que nadie entre nosotros advirtiera que por nuestras calles y por nuestro tiempo
marchaba un hombre que todo lo veía.

La muerte de un hombre grande, vale decir la de un hombre singular, deja un vacío mayor
que aquel que entre nosotros reinaba antes de su nacimiento. Sospecho que el motivo es simple
pero no por eso menos asombroso. Si rara vez muere un hombre excepcional, su partida no
puede sino sumirnos en el desasosiego y la pena de haber sido testigos de la extinción de una
vida real en medio de tantas vidas ficticias.

Hemos sido contemporáneos de Borges como otros lo han sido de Sófocles y de Dante, de
Shakespeare y de Pascal, de Camões y de Goethe. Oscuramente presentimos que en su palabra
algo perdurará de lo que fuimos, que en ella encuentra albergue y sustento lo que en la nuestra no
fue más que efervescencia y vana compulsión.

Esto hemos sido: contemporáneos de Borges. Nos fue -106- dado saber de un escritor
mayor en forma directa, diáfana, palpable.

¿Quién no tuvo trato con usted? ¿Quién no reconoció en su acento nuestro acento? ¿En sus
calles evocadas nuestras calles? ¿En su idioma el esplendor de un castellano que supo ser el
nuestro? Su obra ha hecho de Buenos Aires una metáfora más de lo universal; un nombre más
entre los nombres ineludibles que retratan el vínculo de nuestro tiempo con los dilemas de la
verdad.

A veces una muda emoción puede ser la forma más íntima de la gratitud. Usted, Borges, ha
sido real y por usted hemos dejado nosotros de estar únicamente inscriptos en esa cruenta
irrealidad que es la intrascendencia expresiva. Usted ocurrió entre nosotros. Hubo aquí una vez
un hombre llamado Jorge Luis Borges. Usted nunca supo quien fue. Nosotros, en cambio, bien
sabemos que usted fue por todos nosotros.

Releyendo en la vejez las páginas del libro cuya reedición hoy celebramos, usted se
persuadió de que ellas contenían todo su futuro. Que la vida de un escritor, cuando es afortunada,
constituye siempre el despliegue de una primera y radical intuición.

Si ello es así, habrá que admitir que, a medida que un autor cabal envejece como hombre, va
alcanzando, como creador, una lozanía creciente, una vitalidad expresiva que en él no se advertía
en los años de juventud. De hecho, el lenguaje de Fervor de Buenos Aires era, en 1923,
infinitamente menos borgeano que el suyo y, por eso mismo, más viejo que en 1969, fecha en la
que usted decidió enmendar la versión inicial del libro. Así fue como el joven Borges, a los
setenta años, salvó a su libro de los riesgos de extinción que lo amenazaban al haber sido escrito
por un anciano poeta de algo más de veinte. Sin embargo ya hay un rasgo, en ese muchacho de
1923, -107- que en usted se sostuvo para siempre. A ese rasgo lo llamaría yo, impulsado por el
acoso de las definiciones, su manera sustantiva de ver. Esa que ya entonces le aseguraba que, al
mirar la pampa, había visto usted «el único lugar de la tierra donde puede caminar Dios a sus
anchas». A los setenta años, su frescura expresiva expurga de abusos y propuestas esclerosadas
el lenguaje de aquel jovencito que, más allá de sus desmesuras, era ya el autor de sus libros.
Leyéndolo, usted verifica, con indisimulada perplejidad, que ese muchacho de mano más que
vacilante ya había trazado el orbe esencial donde vendrían a florecer todos sus dilemas y
desasosiegos de escritor.

Un libro inicial no es, necesariamente, el primero que se publica. Bien puede ser, en cambio,
aquel que, reconsiderado desde un futuro al que accedemos mucho después, revela la simiente de
todo lo que luego habríamos de hacer. En usted, Borges, confluyen curiosamente el libro inicial y
el primero publicado. Aquel muchacho de diáfana figura ya es el anciano reposado y ciego que
tantas veces supimos contemplar en el cruce de una avenida, en el recinto de una facultad o en un
café céntrico.

Que yo sepa, usted nunca manifestó admiración por Hegel. Sin embargo, esta convicción -la
de que, de algún modo, lo que habremos de ser está ya contenido en lo que somos y en lo que
fuimos- hubiera complacido al pensador de la Lógica.

Contradicciones sucesivas e incontables jalonan, con su despliegue sin pausa, el


cumplimiento de un destino que solo accede a revelarse como tal una vez consumado. También
esto lo supo usted. Puedo por eso suponer su honda conmoción de anciano al descubrir en los
versos de Fervor de Buenos Aires que aquel lenguaje con frecuencia ampuloso no ahogaba los
acentos decisivos -108- del hombre que logró hacer de Borges nuestro escritor.

Haber sido uno una única vez. Tal el misterio mayor y la máxima epifanía en la que,
seguramente, su agnosticismo muchas veces se deleitó.

Nos hemos reunido aquí, Borges, entre los incontables libros de Alberto Casares, su editor
artesano, más que para rendirle homenaje, cosa que a usted le hubiera resultado un despropósito,
para compartir una emoción que seguramente fue suya: la de que hubiese habido aquel
muchacho que escribió Fervor de Buenos Aires. Sepa usted que a ese chico lo queremos también
nosotros. Él está en nuestro corazón y en la mira de nuestra gratitud porque, con las líneas
trémulas y súbitamente luminosas que trazó hacia 1923, rozaba ya, con extraña sabiduría, el
enigmático fondo de nuestra identidad.

Jorge Luis Borges y Adolfo Ruiz Díaz, una evocación


Rodolfo Modern

Los estudiosos e interesados en general pueden disponer ahora de una profusa bibliografía
acerca de la obra de Borges. Y no solo en castellano. Junto a Julio Cortázar, aunque en mucho
mayor medida, es el autor argentino que merece una atención y lectura universales, aunque
acotado al mundo de los creadores, de los profesores y de un no masivo público provisto de un
paladar espiritual refinado.

Por supuesto que no siempre fue así. Regresado a la Argentina desde Europa publicó su
primer libro, que era de poemas, Fervor de Buenos Aires, en 1923. Contaba entonces
veinticuatro años de edad. Luego fue dando a conocer sus obras donde alternaban la poesía y la
prosa ensayística. A partir de la década del 40 se fue volcando al cuento, sin descuidar los otros
géneros. Esto es sabido, y no resulta ocioso señalar que hasta la década del 50 su obra no fue
conocida ni mucho menos difundida entre el gran público lector. Aunque ciertamente gozaba de
-110- nombradía, con admiradores y detractores incluidos, y ya desde mucho antes participaba
en la vida literaria, aquella que coincidía con su naturaleza e intereses más hondos en los marcos
de una existencia singularmente polémica en el plano literario.

Sin embargo, hasta 1956, es decir cuando Borges era ya un hombre y autor maduro, nadie o
muy pocos se habían animado a realizar una investigación extensa, orgánica, metódica e
inteligente acerca de su escritura, esa que lo ubicaba como un escritor aparte y especial, aquí y en
cualquier otra latitud. Es que Borges abarcaba un panorama excepcionalmente amplio y original,
cosa que todos sus lectores, estuvieran o no de acuerdo con sus páginas, reconocían. Y las
revistas literarias, por elevado que fuera su nivel de excelencia, no configuraban el medio más
directo e idóneo para dar a conocer un autor a ese tipo de público aficionado a textos no
convencionales.

El honor de haber establecido el puente, de haber abierto las compuertas, si se prefiere,


corresponde a Adolfo Ruiz Díaz. Y resulta una feliz circunstancia que la Academia Argentina de
Letras haya albergado a ambos en su seno. A Borges como miembro de número desde 1955. A
Ruiz Díaz en calidad de miembro correspondiente por Mendoza desde 1975.

Por cierto que no pretendemos afirmar que el estudio de Ruiz Díaz, que data de 1955,
sustentado esencialmente en el análisis de algunos de sus cuentos más logrados y famosos
publicados hasta entonces, contribuyera a crearle a Borges el ambiente y la popularidad que fue
adquiriendo y acrecentando en los años sucesivos. Pero sí debe tenerse en cuenta que su aporte,
sólido, y admirablemente escrito, se cuenta entre los de carácter precursor. Y quizás pueda
considerárselo, en este sentido y contexto, como «el» precursor. Es que Ruiz -111- Díaz
adelanta en su Borges71 las áreas de estudio y los puntos centrales que luego se repetirán hasta el
cansancio. Allí se trata, dentro de una enumeración que no deja de ser borgeana, de laberintos,
heresiarcas, tigres, compadritos, bibliotecas, traidores, espejos, talismanes, premoniciones,
filología, sueños, etcétera, etcétera.

Pero estos resultados nunca son casuales, no surgen solo mediante un esfuerzo de voluntad.
Requieren un previo estado de empatía entre estudioso y estudiado, y este rasgo preexistía en la
larga relación amistosa establecida entre ambos. Adolfo Ruiz Díaz había nacido en Buenos Aires
en 1920, es decir, que lo separaba algo más de una generación de la persona y obra de Borges.
Tras algunos años cursados en Medicina se volcó a su vocación indudable, la carrera de Letras,
que siguió en la Facultad de Filosofía y Letras en la entonces Universidad de Buenos Aires,
instalada en el ahora legendario edificio de la calle Viamonte. Egresado con el título de doctor,
se estableció a partir de 1953 en Mendoza y enseñó durante treinta años «Introducción a la
literatura» y «Estética». Allí se desempeñó también como director del Instituto de Literaturas
Modernas, de relevante importancia por el papel que ejerció en los medios universitarios. Su
cultura fue vasta y profunda, y no solo dentro del campo literario. Distintas camadas de alumnos
escucharon y disfrutaron sus clases, plenas de sabiduría y trasmitidas con gracia y una cortesía
exquisita, que reiteraba en la relación amistosa con sus alumnos, los cuales aún hoy lo recuerdan
con una especie de veneración reservada a los grandes maestros, tan escasos en la realidad
actual, donde hasta los mejores -112- no suelen pasar de «especialistas». Porque el profesor
Ruiz Díaz fue mucho más y porque lo humano nunca le fue ajeno.

Con el tono elegante y ameno que le era propio, Ruiz Díaz lo recuerda en un homenaje
dedicado a Borges, en el cual la Universidad Nacional de Cuyo le otorgó durante una ceremonia
celebrada en 1956 el título de Doctor honoris causa, el primero que recibió dentro de una
larguísima lista posterior. Allí agradeció la distinción, que le parecía generosa y, como señala
Ruiz Díaz, «lo alegró que la casa criolla que entonces lo acogía, tuviera un patio al fondo,
parecido a los de su niñez». También hizo hincapié «en el esplendor de su cerezo». Al día
siguiente se realizaba un acto público en el teatro Independencia de Mendoza, rebosante de
público. Borges, a estar a la evocación de Ruiz Díaz, «disertó sobre Yeats y reunió en una
imagen tan sobria como emocionante al poeta irlandés con José Hernández». Comunicaba
entonces a sus oyentes que la conjunción de dos destinos era una de las convicciones definitivas
de su propia vida. Y que comprender a un escritor significaba purificarlo de las contingencias
externas tan gratas a los manuales. Las fechas, las distancias, los idiomas, continuaba, son meras
apariencias inertes y engañosas si no se las refiere a la misteriosa unidad esencial del hombre. Y
le sigue una anécdota graciosa. Borges deploraba en un encuentro con una flamante profesora de
inglés, que algunos poetas antes famosos ya no eran leídos, por ejemplo Robert Browning. En
palabras de Ruiz Díaz, la interlocutora le contestó con aplomo «que sí lo leía y que se contaba
entre sus preferidos. No hacía falta más. Borges se olvidó del gentío que lo rodeaba. Lo único
importante en el mundo eran Browning y una mendocina capaz de recordarlo. Ambos frente a
frente, en una fervorosa payada se pusieron a alternar versos y versos».

-113-

La amistad entre Borges y Ruiz Díaz se cimentó a través de charlas y reuniones, no solo allí
en Mendoza, sino antes y después en Buenos Aires. Ruiz Díaz, que poseía una profunda cultura
literaria, filosófica y estética, robustecida por viajes a los principales centros de la civilización
europea, halló en Borges, como en algunos autores del Renacimiento, un paradigma digno del
análisis más fino. Pero no efectuado con el afán de una disección fríamente descriptiva, aséptica,
sino con el ánimo de elucidar la compleja escritura del autor de «La muerte y la brújula». Le
pareció que la obra de Borges, por su singular envergadura, se lo merecía, y supuso que con su
esfuerzo sería mejor comprendida, interpretada y difundida. Y acertó, aunque su estudio, por
razones que no vienen al caso mencionar, no alcanzó probablemente la merecida repercusión al
que era acreedor. A través de los ejemplares relatos borgeanos Ruiz Díaz emprendió el examen
de su erudición y estilo, de la ambigüedad que los caracteriza, del sentido que atribuye a la
biografía, expuso la teoría del destino que el corpus borgeano contiene, analizó los elementos
relativos al tiempo y la memoria, estableció los vínculos mantenidos por Borges entre la palabra
y la realidad, y se ocupó también de otros aspectos, como la eficacia expresiva, su aplicación de
la metáfora, la experiencia poética, y el sentido de patria del creador de «La biblioteca de
Babel».

Desde este punto de vista Ruiz Díaz fue de los primeros en desplegar un amplio panorama,
descubrió un rico venero para futuros estudios, trazó pautas aptas para su exploración posterior,
sembró inquietudes y, en términos generales, abrió un camino ancho para profundas exégesis
posteriores.

Y desde otro punto de vista, puede decirse que, mediante la precisión de su lenguaje,
«tradujo» en términos -114- de una crítica inteligible y accesible la narrativa de Borges a más
amplios públicos.

Con el objeto de ilustrar la penetración de este admirable exegeta nos parece oportuno
transcribir algunos párrafos del volumen dedicado a Borges.

Dice Ruiz Díaz:


La prosa de Borges funciona de acuerdo con rigurosos
postulados que impresionan por su perfección casi autoritaria. Estas
vislumbradas calidades no responden a los modos y fines del
estilismo trivial, sino que antes de discriminar particulares aciertos
de la palabra, el lector se siente ya dentro de un sistema forzoso.
Antes que la reflexión descubra las realas, antes que se sospeche la
existencia de ellas, ya la prosa ha impuesto un ritmo mental inédito.

A poco que el lector cale, interesado ya, el texto, advertirá que


el estilo no radica en prestigios de la voz, sino que esta es movida
por intenciones más complejas, más rigurosas. El estilo de Borges
no es solo un modo de decir, sino un modo de pensar. Redacción,
invención, inquisición, son tres funciones recíprocamente trabadas
y de modo tal que la consideración de una de ellas implica las otras
dos. La personalidad de Borges se mantiene idéntica tanto cuando
aborda notas o ensayos críticos como cuando redacta un relato.
Borges lleva a la literatura un afán incesante, riguroso, de
clarificación intelectual. Podemos estar seguros de que elementos
mínimos de sus cuentos, de su prosa obedecen a una suficiente y
castigada razón que los respalda y autoriza. Pero este inquirir
constante de procedimientos expresivos, discursivos y
constructivos es, a su vez, un modo de invención. Cada relato es la
aplicación de un teorema literario cuya formulación -115-
abstracta Borges posee e indaga metódica y audazmente. Y, por
otra parte, la realización de un relato refluye sobre la inquietud
vigilante de la inteligencia proponiendo problemas, versiones,
variantes. La expresión misma, por último, la filiación en palabras
de razonamientos e imaginaciones, elude cualquier acechanza del
azar y responde en un todo a las premisas que rigen la labor del
espíritu alerta. Más aún, no hay en la obra de Borges hiato alguno
entre cuestiones de índole concretamente verbal, gramatical, y
especulaciones de escarpada metafísica.

Los párrafos transcriptos son un ejemplo, entre tantos, de la integridad y la lucidez


intelectual con que Ruiz Díaz aborda los asuntos y los modos que hacen al proceso creador de
Borges. El libro entero se confirma en estas líneas de su pensamiento exegético. Y, aunque más
no fuera por esto, ante el cúmulo de interpretaciones farragosas, absurdas o superfluas que se
vienen acumulando con el correr de las décadas, creemos que vale la pena, insistimos, leer o
releer este valioso y nada caducado ensayo de un precursor que amaba la obra de Borges y sabía
por qué.

Adolfo Ruiz Díaz sobrevivió pocos años a Borges. Murió el 6 de junio de 1988.
-[116]- -117-

Las «Magias parciales del Quijote», de Jorge Luis Borges


Carlos Orlando Nállim

Si consideramos que Borges es un gran escritor argentino podríamos pensar que en él


influyen las letras neolatinas. En este caso recordamos las numerosas oportunidades en que
demuestra conocer a fondo el Quijote y la Divina Comedia, dos libros de fácil y común acceso a
cualquier lector culto argentino. Sin embargo, quien profundiza en la lectura de Borges advierte
de inmediato la notable presencia de la literatura en inglés a través de los escritores ingleses y
norteamericanos de todos los tiempos. Cuando decimos escritores pensemos también en filósofos
como Berkeley, Hume, Stuart Mill, Bradley, Russell, sin olvidarnos del alemán Schopenhauer.
Ante este panorama del saber borgesiano, podemos concluir que los escritores germánicos o
anglosajones pesan más, en sus conocimientos, que los escritores neolatinos: franceses, italianos,
ibéricos.

Una prueba evidente de las ricas y variadas influencias presentes en Borges nos la da su
«Biblioteca Personal». -118- En la introducción o notas introductorias se puede notar su
formidable memoria de lector que, octogenario, nos refresca o simplemente nos muestra un
panorama a la vez diverso y espléndido de su formación. También nos demuestra que fue un
lector de novelas muy medido: Cervantes, Mark Twain, King, Gide, Dostoievski, Hermann
Hesse, Flaubert. No olvidamos que Borges no solo no oculta sus fuentes de inspiración sino que
por el contrario cita explícitamente a los autores y textos que al momento de escribir surgen de
su thesaurus interior sin que por ello ninguna obra ni ningún repertorio bibliográfico nos
escondan que estamos leyendo a Borges mismo.

A pesar de su profundo conocimiento de las letras inglesas y norteamericanas, sería un error


pensar que cuando se acerca a la literatura española, rusa, italiana o francesa lo hace sin
autoridad, porque indudablemente también de estas literaturas es un lector y un crítico sereno,
memorioso, que siempre se aproxima a la obra con una especial calidad «poética». No ignora,
demás está decirlo, las letras argentinas y sabe evaluar los escritores de su ayer y de su presente,
ya elogiosamente, ya con una sonrisa burlesca. Sus contemporáneos argentinos lo respetaron o lo
agredieron, pero ya en la vejez y sobre todo post-mortem lo admiran y elevan a la categoría de
«poeta» argentino y universal72.

Se suele observar que en el ámbito de la literatura española Borges valora en especial a


Cervantes y Quevedo, aunque podemos incluir también al Arcipreste de -119- Hita, Fray Luis
de León, Pedro Antonio de Alarcón y Ramón Gómez de la Serna. Si bien fue un escritor
universalista, en particular europeísta, sus prejuicios antiespañoles -que comparte con muchos
otros escritores argentinos de la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX- quedan
totalmente atenuados cuando se tiene en cuenta, por ejemplo, que las páginas que dedica al
Quijote de Cervantes, a la obra de Quevedo y al pensamiento y obra de Unamuno resultan
siempre necesarias cuando se los quiere estudiar cabalmente.

En el caso de Cervantes, Borges admira el Quijote, y si queremos ir más allá diremos que
admira más la segunda parte que la primera. Hoy resultaría injusto olvidar su ensayo «Magias
parciales del Quijote»73. Aquí, el escritor argentino plantea -con originalidad y a partir de sus
conocidas preocupaciones sobre la realidad, el sueño, las duplicaciones, la creación literaria, etc.-
algunas cuestiones insoslayables en el estudio de la novela de Cervantes: su particular realismo y
las que llama «ambigüedades» del autor: los juegos realidad/ficción, sueño/vigilia o la obra
dentro de la obra. Sin embargo, de inmediato aclara que no se trata de un realismo al estilo de
Joseph Conrad (1857-1924) sino que Cervantes supo «contraponer a un mundo imaginario
poético, un mundo real prosaico».

Es evidente que Borges adhiere a la tradicional oposición realismo/idealismo y que, por lo


tanto, entiende -120- el término «realismo» en sentido amplio y no en el sentido restringido
del movimiento literario que caracterizó la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX. El
escritor realista tiene una aspiración predominante: captar la vida tal como es, aunque deba
suprimir sus observaciones subjetivas. Precisamente, es una reacción contra el romanticismo que
muchas veces se identifica con el subjetivismo. Generalmente se supone que el realismo, en tanto
que movimiento literario, tiene como ideal la objetividad y que predomina en el género
novelesco, por ejemplo, Flaubert en Francia y Pérez Galdós o Perea en España. Borges, aunque
reconoce explícitamente el realismo del siglo XIX, no teme afirmar el realismo presente en
Cervantes. No nos detendremos acá en las características del realismo porque son muy conocidas
ni analizaremos las consecuencias de exagerarlo llegando a extremos como la literatura
costumbrista y la naturalista. Preferimos pensar más que en un movimiento literario en un
método de estilo narrativo o descriptivo. Generalmente el escritor realista no se apoya con
exclusividad en observaciones directas: por el contrario, unas veces más, otras menos, no
excluye la fantasía. En el caso de las letras españolas casi siempre se insiste en el «realismo» de
sus tipos o arquetipos literarios y el ejemplo paradigmático suele ser Sancho. Claro que de
inmediato se nos ocurre pensar que el escudero también es un personaje mítico como su amo.
Cabe recordar que la idealización también se da en dos direcciones: si la belleza de Dulcinea es
«Ideal», no lo es menos el adefesio de Maritornes74. De todos modos, es importante hacer notar
que todavía hoy, en la crítica, el término «realismo» -121- tiene vigencia, especialmente para
calificar la novelística del siglo XIX postromántica75.

Borges insiste en la contraposición entre un mundo imaginario poético y un mundo real


prosaico. De inmediato afirma que en Cervantes «son antinomias lo real y lo poético». Para
confirmarlo aún más recurre al Amadís, cuyas vastas y vagas geografías se oponen a los
polvorientos caminos y a «los sórdidos mesones de Castilla». Cervantes, según Borges, ha
creado para nosotros la poesía de la España del siglo XVII, aunque aclara que ni aquel siglo ni
aquella España eran poéticas para él. Nunca hubiera entendido las enternecedoras evocaciones de
la Mancha de Unamuno, Azorín o Antonio Machado. Recientemente, en el IX Coloquio
Internacional de la Asociación de Cervantistas76, Francisco Javier Campos Fernández de Sevilla,
del Instituto de Estudios Manchegos, llegó a afirmar que el campo o los campos de Montiel con
sus características muy bien documentadas -que incluye desde accidentes geográficos, a sus
habitantes y ventas- pasaron tal cual eran a su obra. Lector y admirador de Paul Groussac,
Borges lo cita cuando, en 1924, afirmaba que «la cosecha literaria de Cervantes provenía sobre
todo de las novelas pastoriles y de las novelas de caballerías, fábulas arrulladoras del cautiverio».
Tras la evocación de Groussac, concluye que «el Quijote es menos un antídoto de esas ficciones
que una secreta despedida nostálgica». El plan del Quijote vedaba a su autor lo maravilloso, -
122- pero eficazmente «insinuó lo sobrenatural de un modo sutil».

En el Quijote de 1605, el escritor argentino ve un verdadero juego de extrañas


ambigüedades. Pareciera que Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el
mundo del lector y el mundo del libro y nos da varios ejemplos para comprobarlo. Para él «ese
juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la
primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote». Como antecedentes
en el mundo literario nos recuerda Hamlet, el Ramayana y Las Mil y Una Noches.

Tras estos tres ejemplos que ayudan a entender las «extrañas ambigüedades» y su
culminación en la segunda parte, Borges concluye que «tales inversiones sugieren que si los
caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o
espectadores, podemos ser ficticios», a igual que «el barbero, sueño de Cervantes o forma de un
sueño de Cervantes», que lo juzga cuando revisando la biblioteca de don Quijote opina
críticamente sobre la Galatea.

Cuando Borges habla de la ficción que junto al realismo halla en el Quijote, no se refiere al
uso generalizado o vulgar que limita el término a «imaginación» o «suposición» y que más de
una vez se usa peyorativamente como antónimo de realidad. En la crítica literaria, la ficción se
alza como elemento básico de los géneros miméticos, tal como la narrativa y el teatro, sin que
por ello esté ausente en los amiméticos. En otras palabras, la ficción implica que los contenidos
reales o ficticios son verdaderos desde el punto de vista de la verdad poética, nunca se relacionan
con la realidad comprobable empíricamente. Más claro aún, en una novela o en un drama,
«ficticio» es todo lo que en un mundo no real, puede aparecer como real, del mismo modo el
adjetivo -123- «fingido» significa la simulación de una realidad. Hoy ya se habla de
«ficcional» y «no ficcional», términos que hasta no hace mucho resultaban barbarismos o
simplemente neologismos. En nuestros tiempos, tanto en la investigación como en la crítica
literaria su uso se ha generalizado en todas las lenguas neolatinas y resulta de mucha utilidad.

En cuanto al sueño, cabe decir que Borges en este caso lo usa con el sentido de motivo,
subrayando un mundo opuesto a la realidad, que se remonta a la antigüedad sin otra acepción o
apunta a lo que solemos llamar sueño alegórico. En el Siglo de Oro tenemos, valga el ejemplo,
los sueños de Quevedo que, a nuestro entender, son una crítica filosófico-satírica de la sociedad.
Aparecen también en el teatro de Calderón. El Racionalismo le quitó valor para recobrar nueva
vida en el pre-romanticismo. En el romanticismo llegó a considerarse como copia de la realidad
frente al «naturalismo», y el simbolismo le dio una significación medular. No podemos olvidar
que a partir de la Interpretación de los sueños (1900) de S. Freud, el sueño, ya en una nueva
dimensión, pasa a ser expresión de un ultramundo del inconsciente, de la fantasía libre de trabas.
En la literatura el sueño está omnipresente en autores como Dostoievski, Kafka, Claudel, Valle-
Inclán, Antonio Machado, Pirandello, por solo citar algunos nombres. Sus fronteras con otras
formas de expresión de lo irreal se van paulatinamente borrando: ficción, surrealismo, utopía,
visión, etc.

Cuando nos preguntamos por qué Borges se interesa tanto por el sueño, se nos ocurre pensar
que entre algunos de los motivos figura el hecho de que son espontáneos e incontrolados. De allí
que el soñador lo vive como si realmente existiese fuera de su imaginación. Así la conciencia de
la realidad se oblitera y el sentimiento de -125- identidad se enajena o disuelve. Hoy los
estudios de la psiquis sostienen que el sueño es necesario, tanto como el dormir, respirar o
alimentarse, para el equilibrio biológico y mental. La relajación y tensión del psiquismo hacen
que los sueños cumplan una función vital. La falta total de sueños anuncia la demencia o la
muerte. El drama onírico puede ofrecer lo que la vida exterior -que a veces llamamos realidad-
rehúsa y, además, revelar un estado de satisfacción o insatisfacción del hombre. Pero, a veces,
cuando el sueño y la realidad se separan excesivamente, puede caerse en lo patológico y revelar
en la propia libido una desmesura que nada puede compensar. Si asimilamos al sueño las
construcciones imaginarias efectuadas en estado de vigilia, todo sueño sería una realización
irreal, pero que aspira a la realización práctica.
Juan Luis Vives en su Introducción a la sabiduría dice: «No se ha de pensar que lo es de
vida aquel tiempo que se gasta en dormir; porque la vida es vigilia»77. Aunque no recuerdo que
Borges haya leído a Vives en su Introducción, estoy seguro de que le hubiera agradado esta
tajante afirmación de que «la vida es vigilia», cuando usa el término en «Magias parciales del
Quijote». Es decir, vigilia entendida como el estado del que está despierto, particularmente
durante las horas que por lo común se destinan al sueño; el que sabe guardar, observar, velar.
Dicho así la vigilia de la frase de Borges adquiere una amplitud vital digna de tenerse en cuenta.

Ha llamado nuestra atención el hecho de que Borges, al hablar de las ambigüedades de


Cervantes en el Quijote, se retrotraiga a Las Mil y Una Noches, más que cuando cita a Hamlet
pone de relieve que, Shakespeare haya incluido -125- en el escenario de la obra otro escenario,
el teatro dentro del teatro, quizás porque la comparación es evidente. En cuanto a su cita del
Ramayana nos parece solo una curiosidad, pero menos ejemplificadora que el Hamlet y el tercer
libro citado, Las Mil y Una Noches. En este último caso estamos de acuerdo cuando el escritor
nos dice que se trata de una «compilación de historias fantásticas [que] duplica y reduplica hasta
el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar
sus realidades, y el efecto, que debió ser profundo es superficial, como una alfombra persa».
Creemos que Borges olvida que este libro oriental demoró siglos en completarse y que leídos un
episodio tras otro puede dar vértigo; pero no es así si se considera que los juglares trashumantes
cuando lo repetían, cada uno a su modo, entretenían al público solo con su voz y sus gestos, en
ningún caso con una lectura. Por lo tanto la gradación y el efecto del discurso podían ser más o
menos profundos o superficiales según el recitador o el episodio o episodios que seleccionara.
Por otra parte, los copistas no tenían «la necesidad de completar mil y una secciones» pues para
los musulmanes decir ciento y una o mil y una no significa una cantidad determinada, sino más
bien gran cantidad, muchos78. No obstante, a través de los años y de los siglos han ido
aumentando las «interpolaciones de todas clases», como afirma el escritor. Conste también que
el título de la obra se usaba ya en, el siglo IX a pesar de que en el origen el libro contenía un
número de noches -126- muy inferior al enunciado en su título. Otra advertencia, el esquema
de cañamazo de rescate preponderante en la obra salva a la narradora mediante el artilugio de
presentar al rey seres más infelices que él.

Borges ha reconocido reiteradamente su admiración por este libro oriental, que como bien
sabemos se hizo popular en Occidente a partir de la traducción de Jean Antoine Galland (1646-
1715), y que llegó a sus manos cuando era un niño, a través de la traducción de Burton, en
inglés, publicada en Londres en dieciséis volúmenes aparecidos entre 1885 y 1888. En aquellos
tiempos esta edición era considerada pornográfica por sus ilustraciones y referencias sexuales.
Según Borges -que halló el libro en la biblioteca de su padre- lo leía en secreto y se admiraba
entre otras cosas por la esplendidez de su narrativa. También le atrajo la estructura «circular»,
que sostiene tantos episodios en una sola línea argumental básica. Buen ejemplo de su
permanente gusto por este libro es el hecho de que no solo lo frecuentó por la traducción de
Burton sino que usó varias otras79.

El lector de Borges sabe que el autor observa alborozado en Las Mil y Una Noches la
«compilación de historias fantásticas» y, como dijimos, el «cuento central [unido a] cuentos
adventicios», sin cuidarse de graduar su realidad. Mientras que en el Quijote nos recuerda que
«Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo
del libro» y, entre otros ejemplos, nos destaca aquel momento, al que ya aludimos, en que el cura
y el barbero, revisando la -127- biblioteca de don Quijote, se detienen en la Galatea, y «resulta
que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas
que en versos y que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El
barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a Cervantes».
Es así como en el análisis del libro total, estas ambigüedades culminan en la segunda parte,
empezando por el hecho de que los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del
Quijote». Hay evidentemente una permanente relación entre la realidad y la ficción, cuya
discusión preocupó a Borges y muestra de lo cual son estas «Magias parciales del Quijote»,
donde, aunque el tema no sea sencillo, está tratado con sabiduría y sonrisas.

-[128]- -129-

Los temas de Borges


Martín Alberto Noel

Los asuntos que singularizan la prosa de Borges se manifiestan siempre a través de una
concepción de poderosa originalidad. Esta resulta algo connatural al autor, que en momento
alguno deja traslucir el esfuerzo de una búsqueda laboriosa. Dicho de otro modo, lo innovador e
insólito constituyen la identidad del escritor, su ser profundo. Entre Borges y sus expresiones
literarias no se descubren espacios intercalados. Más que la cotidianidad de lo real parece
impulsarlo la necesidad de comunicar las fases sucesivas de su mundo interior, como si se
sintiese urgido por el imperativo de confesar al lector la matizada complejidad de su mente.

Hay una tendencia, en algunos de los comentaristas de Borges, a subrayar en sus páginas un
fondo de irracionalidad. Cabe el desacuerdo con tal dictamen de un sector de sus críticos. Por
cuanto, detrás de la materia estética, se esconde un deliberado propósito de construcción literaria.
El equívoco inherente a la interpretación mencionada aparece cuando se otorga a ciertos pasajes
-130- de la obra borgiana un valor especulativo o la intención de llegar a una conclusión por
medios dialécticos.

Para Borges la existencia no es más que un motivo para ejercitar su pensamiento, un


aliciente portentoso para los juegos del raciocinio y la fantasía.

Los escarceos de la imaginación del escritor, siempre gratuitos, no responden a algo


preconcebido. Bastará para verificarlo con detenerse en los temas que Borges aborda. Las
estructuras cíclicas, la dependencia del azar, de la que no logramos librarnos, la tesis de la
irrealidad planteada por el filósofo Berkeley y el rechazo de la noción misma de la identidad, no
suponen sino pretextos, puntos de arranque, emancipados de cualquier forma de voluntad
demostrativa.

Para Borges, las doctrinas filosóficas, que entreteje en sus libros con otras modalidades de
su inventiva, han de considerarse como posibilidades apenas diferenciables de su narrativa,
forjada con los elementos de una prodigiosa fantasía.

Nunca desconoció Borges el ascendiente de determinados autores sobre él. Más aún,
reconoció explícitamente sus deudas literarias, la gravitación de modelos extranjeros o
nacionales sobre su producción. Con sus lecturas de hombre de biblioteca, transfiguradas por el
talento creador, abrió caminos a la literatura argentina de su tiempo. He ahí un sobresaliente
aporte suyo. Con las influencias asimiladas y a despecho de ellas, remozó y enriqueció el acervo
de temas que prolongaba fórmulas y tópicos archisabidos en nuestro ambiente. Elige, primero
que nadie, puntos de vista desusados para enfocar el fenómeno artístico. Lo adocenado y
remanido agobiaban a nuestra gente de letras. Borges hace prevalecer -cabe la reiteración- la
fantasía en un medio argentino que sigue machacando hasta el hartazgo con el tradicional
realismo y el costumbrismo de raíz española, -131- incansables en el afán de reflejar lo
circundante, la rutina de la vida de las diversas clases sociales, en el marco del «conventillo» o
los grandes salones. Pero no se limitó a echar en olvido la reproducción fiel de lo exterior, sino
que da la espalda al tratamiento psicológico de sus personajes y se concentra en la forja de
ejemplares humanos simbólicos o engendrados por imaginación. Esta doble superación de
realismo y psicologismo encara al ser humano con las dimensiones de lo absoluto y lo
arquetípico. Ya nada se centra en los problemas entre individualidades. La literatura cuestiona
las situaciones conflictivas a la luz del tiempo sin término, de los arcanos de una subyacente
realidad, cuando no de conjeturales designios de Dios.

Por supuesto, Borges presenta individuos con sus rasgos privativos. «Emma Zunz» se nos
viene a la memoria como uno de sus caracteres mejor perfilados. Esto admitido, no puede
cuestionarse que lo trascendente, la abstracción, son su materia favorita. Los filósofos ocupan un
primer plano en lo tocante a sus preferencias temáticas. Y los interrogantes básicos que sirven de
cimiento a la ontología presiden su obra. El desdoblamiento del espacio y el juego con el tiempo
lo auxilian en la osadía de sus estructuras argumentales. Lo maravilloso o meramente extraño
colaboran en sus tramas, las apoyan. Platón, más que Aristóteles, se amolda a los reclamos de su
espíritu. Del sueño platónico de la unidad se nutre su aserto de que «en un hombre alientan todos
los hombres». El género, no el individuo, es en él incitación preponderante. De ahí que poco o
nada cuenten en Borges el contorno social y las vinculaciones entre personajes.

El ser, como se ha dicho, se erige en su preocupación obsesiva. A ese planteo central nos
conduce la irrealidad de nuestra condición humana, trasuntada en los espejos -132- que nos
duplican. Dédalos laboriosamente elucubrados, galerías ilimitadas y tenebrosas simbolizan el
extravío sin remedio del hombre en lo insondable del tiempo y del espacio.

La duda sistemática y la conciencia de lo incognoscible y del misterio dictan una de sus


constantes: la pregunta. Resulta difícil desentrañar en sus poesías, cuentos y ensayos
convicciones arraigadas o la defensa de tal o cual creencia. La fórmula de un arte desinteresado,
tan a menudo punto de controversia, rige para él de un modo irrefutable.

En sus ensayos y en sus glosas sobre temas literarios Borges no cae nunca en la nota
informativa, sin vuelo, sino que luce la brillantez de interpretaciones invariablemente más
atrayentes que los tópicos que las motivan. Su noción de que los vocablos se deterioran con el
uso lo lleva a trascender la lengua, tratando de hallar permanencias, vale decir, lo que trasluce lo
sustantivo del ser humano. Esto explica su tendencia a la creación de mitos poéticos. En
antinomia manifiesta hace contrastar el desgaste de la temporalidad con la esencia eterna del
mito.

En general, Borges explora zonas vírgenes de la literatura y extrae de ellas sus máximas
posibilidades estéticas. Lo raro y lo ignoto acicatean su mente. Siempre consubstanciado con el
platonismo, busca lo que está en el fondo de las cosas y de las almas, ahonda en ellas con la
maestría de su inteligencia. El tiempo, preocupación mayor en Borges como se ha dicho,
configura una de sus inquietudes dominantes. Lo evidencian «El reloj de arena», «Ajedrez», «La
noche cíclica», «Una llave en Salónica», «El Golem», por citar solo algunos de ellos.

El estilo borgiano se nos antoja, en cierto modo, como un tema en sí mismo. En su juventud,
el autor de «El Aleph» muestra afición por los asuntos locales y se regodea -133- con el
empleo de un léxico genuinamente nuestro. Más adelante su lírica se despoja en parte de ese
excluyente sesgo nacional, haciéndose más entrañable y expresiva de su intimidad.

En sus «letras» y, en particular, en sus milongas destinadas a la interpretación con guitarra,


los músicos nacionales han encontrado materia prima para sus canciones. Esta es la senda
escogida por el escritor para acceder al alma popular, a la vez que para perdurar en el recuerdo
comunitario. En las ocasiones en que su yo se transvasa al verso, su acento privativo parece estar
equidistante del patetismo y la modestia. Lo que se complementa con la memoria de fracasos y
borrosas añoranzas.

El cultivo del «suspenso» no es la menor de sus cualidades como narrador. La multiplicidad


de hipótesis que se abren en sus cuentos promueve la sorpresa del lector. Lo imprevisible de sus
sabios finales trasunta el virtuosismo de su oficio literario. En «La forma de la espada», por
ejemplo, el que culpa de una traición a sus ideales a alguien que no se nombra resulta, en el
desenlace, autor él mismo de esa traición. En «El muerto» nos enteramos solo en las últimas
líneas de que se le ha concedido el éxito y la fama al protagonista, porque ya ha sido tomada la
determinación de darle muerte.

La dispersión de rumbos en los cuentos de Borges no justifica la exagerada insistencia con


que se la subraya. El autor rehuye lo que resulta por demás manifiesto, por miedo a caer en el
simplismo de la alegoría. A esta la destruye, además, con los matices de un permanente sentido
del humor. Luego de una inicial fase ultraísta, Borges se afana por el logro de la austeridad
estilística. Artífice de la palabra procura, empero, atenuar su sonoridad, su presencia dominante.
La repulsa de los efectos retóricos y decorativos se erige, así, en una regla -134- que no admite
excepciones.

Para Amado Alonso, eminente profesor español que ocupó la cátedra de Filología Romance
en nuestra Facultad de Filosofía y Letras, la prosa de Borges obedece a una regla de «necesidad».
Cada vocablo debe ir unido al que le sigue, como si un encadenamiento lógico inexorable
imperase sobre la sintaxis de este maestro de la literatura contemporánea. Una sobriedad rayana
con el ascetismo verbal pone su sello a la forma de expresión borgiana en cuentos y ensayos.
Concisión y precisión, tal como lo han recalcado sus mejores críticos, son sus atributos más
valiosos.

Abundan los lugares comunes en las impugnaciones de ciertos comentaristas del autor de
Fervor de Buenos Aires. Se ha llegado por ejemplo a un esquematismo candoroso al plantear la
antítesis del localismo a su vocación de universalidad. En verdad, la visión sin fronteras de su
espíritu no es impedimento para la comprensión de nuestra realidad. Prueba patente de la
comunión espiritual de Borges con su medio nativo la dan sus estudios sobre Almafuerte,
Leopoldo Lugones, Evaristo Carriego, Estanislao del Campo, Hilario Ascasubi y José
Hernández.

Jorge Luis Borges, como ocurrió con Rubén Darío, ha sobrepasado con su obra los límites
de su país y de Hispanoamérica. Convertido en modelo prestigioso, los escritores más
representativos del Viejo Mundo no han tenido reparo en reconocer la tutoría intelectual de este
maestro de las letras argentinas. Así, Borges restituye a su vez, con el toque de su talento, las
enseñanzas recibidas de la cultura europea.

-135-
Jorge Luis Borges o literatura
Adolfo de Obieta

Hijo mental de libros, padre de libros, hermano de libros, abuelo de libros, pariente de
libros.

Nacido entre libros, criado entre libros, circula y transcurre entre libros, hablando de libros,
componiendo libros, proyectando libros; se oculta entre libros luego de enriquecer con sus
propios libros la literatura hispánica y aun la universal.

Pocos habrán leído más literatura de todos los espacios y tiempos, y soñado la venidera.
Pues además de escribir ensayos a menudo sobre libros lejanos o antiguos, y vivido
literariamente en Islandia o en Troya, pocos habrán habitado y celebrado más la Literatura o Yo
mismo.

Hijo de escritor, pariente de escritores, con madre lectora y traductora, hermana artista y
lectora, cuñado escritor, con antepasados y allegados vinculados a la literatura. Si no nace
escribiendo y leyendo, es lo más parecido a un lector innato y un escritor innato, con algo de
innatez prenatal, como si esas vocaciones no pudiera dejar de adivinarse que vienen de algún
antes, de haber -136- Jorge Luis convivido de algún modo en días de Maimónides o de Milton.

«Leer es vivir». «Leo, luego existo». Pero para Borges leer es una experiencia aun mayor
que vivir, y llega a reconocer la suya como una vida «consagrada menos a vivir que a leer».

Su vida como autor dura unos ochenta años; como lector, aun algo más. Su madre confiesa
haber sabido, desde el principio, que su hijo «terminaría siendo escritor», modo de decir que
empezaría siendo escritor; su padre sabía, por confesión de Georgie niño, su deseo de ser
escritor, de modo que cuando más tarde se calificara como «un ser literario» no haría más que
dar fe de su compromiso natal con las letras. Si a los seis años componía un relato de cuatro o
cinco páginas, y a los nueve traducía páginas de Wilde, y en 1912 da a conocer «El rey de la
selva», se ve que aunque acaso nunca concluyó su bachillerato ni cursó oficialmente letras o
humanidades o filosofía, es seguro que como fiel poblador de bibliotecas y enciclopedias, para
nada haya lamentado -ni nosotros lamentemos- no haber poblado universidades y facultades.
Después llegaría el tiempo de ser honrado con doctorados honoris causa y disertar en las
universidades más famosas. Tiempo al tiempo y espacio al espacio del autodidacta magistral.

Ochenta o más años desde sus fantasías verbales de niño hasta las últimas páginas que dicta;
o sea que la idea hablada o escrita o la inventiva literaria, el juego estético con la palabra, dura
esa inmensidad de años, fidelísimo a su infusa consigna vocacional: «ni un día sin una frase leída
y una frase escrita», ni un solo día sin hacer o pensar o soñar o hablar literatura. A lo que habría
que agregar, en un balance justiciero ya sin su presencia física, todas las lecturas y escrituras y
soñaduras literarias inspiradas por su obra.

-137-

Pocos -o nadie más- nacidos entre nosotros para la vida literaria; pocos con más memoria
para recordar centenares o millares de argumentos, escenas, pasajes de relatos o ensayos, versos,
metáforas. Pocos más conocedores de la literatura literaria y de provincias vecinas de la literatura
como la filosofía, la teología, la historia, la mística, el ocultismo, en que curioseó infinitamente.

Quién glorificó más noches o más caminatas conversando sobre tramas, temas, asuntos,
idiomas, sintaxis, cosmogonías, aporías, metafísicas, escrituras. Quién vivió más en palabra,
pensamiento y acción para la Literatura, entre títulos, páginas, mayúsculas, minúsculas,
paréntesis, imágenes, gramáticas, puntos suspensivos, diccionarios, atisbando el sonido y, el
sentido de las palabras, el Verbo y el Logos, lo dicho, lo sugerido. lo callado, lo ambiguo, lo
transparente o lo borroso de las palabras, esos activos átomos constructores o destructores de
universos sustitutos.

Aunque quizá no lo formuló, supongo que profesaba «La Literatura Maestra de Vida», más
que la Historia o la Filosofía Maestras de Vida; qué puede enseñar más que los libros literarios,
que los cosmos verbales, los abismos y los cielos poéticos. Si el Infinito, si la Eternidad, si el
Ser, trasuntan un entrañable secreto primero o final, la Literatura puede y debe acecharlo y
volverlo inteligible. ¿No se habla del Libro de la Vida, del Libro del Destino? La Vida está
escrita en un Libro que hay que aprender a leer; lo mismo el Destino. Inteligencia, inteligir
(inter-leg re) ¿no significa elegir o leer entre? Y la Biblia, ¿no oculta con su nombre griego el
Libro de los Libros? El libro libera, leer libera, la letra libera, la Literatura (excelencia de la
Letra) libera. Pensar puede ser demasiado, o presuntuoso, pero imaginar, inventar, escribir, jugar
religiosamente a la palabra, -138- a las leales y rebeldes letras, o trascender de grafía o signo o
sonido a sentido, a ser; ha comenzado la alquimia del Verbo. Tal vez muchos experimentos se
pierden, pero de todos modos enseñan, o quedaría el recurso de la corrección; tampoco todos los
experimentos de los alquimistas de la Materia triunfaron siempre.

Carisma de la invención genuina, neta, no repetitiva, la que enriquece de novedad y


extensión al propio Cosmos. Inventar es, un poco etimológicamente, venir a existencia,
incorporarse a la realidad física u onírica, refrescar la vida.

Esas andanzas de Jorge Luis Borges por los barrios dialogando efusivamente, pesando el
valor de un frase, la gracia o desgracia de un adjetivo, la creatividad de una errata, el sortilegio
de unos puntos suspensivos dejando que digan lo que no se dice por aquello de que nombrar
puede aniquilar el prestigio persuasivo del Misterio. Saber empezar un texto, saber terminarlo,
pero también saber aquí o allá alargar o retener o cortar, saturar de rasgos o escatimar
precisiones...

Íntimo de libros y bibliotecas y librerías, su primer «empleo» con horario y sueldo fue en
una biblioteca municipal cualquiera en un barrio cualquiera, al que debió renunciar por
circunstancias conocidas, que dan pintoresquismo a su biografía. Pero quién no piensa en las
apasionantes memorias que Jorge Luis Borges hubiera podido dejarnos sobre sus andanzas
vigilando mercados, sus diálogos con oficinistas, orilleros, mercachifles de la economía y la
política, de haber aceptado la permuta de destino burocrático. El emparentado con los Lafinur,
los Acevedo, los Suárez, los Laprida, adquiriendo experiencia de feriantes y viandantes, no
ceñido a transcurrir solitario por la Avenida Quintana donde a pasos de distancia moran los
Borges Acevedo y -139- los Bioy Casares, tan cultos. Qué capítulo de memorias vívidas del
imaginador de reyertas imaginarias entre cuchilleros y taitas, si Jorge Luis Borges al asumir la
transición de bibliotecario a inspector de mercado la hubiera afrontado con el ánimo de sus
antepasados y enfrentado eventualmente la persecución autocrática. Claro que Un imaginativo-
inventivo como Jorge Luis Borges no necesitaba padecer en carne propia las groserías, pero
seguramente, aparte del valor testimonial de la verdad -que poco cuenta para el arte- su crónica
de alguna «unidad básica» no hubiera dejado de enriquecer con experiencias de historia y de
sociología la experiencia literaria o mitológica. (No dejo de recordarlo en días dictatoriales, en
una comida literaria en la zona del Once, aludiendo, con coraje cívico y personal, a la situación
pública imperante, no sin riesgo de suscitar reacción de policías expeditivas. Su madre y su
hermana supieron lo que pudo resultar de cantar Libertad en la calle Florida.)

En fin, en la relación Borges y Estado, o Borges y Fisco, o Presupuesto, o Burocracia,


además del empleo municipal debe computarse un cargo con jerarquía de funcionario: director
de la Biblioteca Nacional. También aquí nos hemos quedado sin lo que pudieron ser sus
memorias sobre sus andanzas programando actos culturales, preocupándose por la conservación
de libros valiosos, firmando planillas de variado carácter, comprobando la asistencia y
promociones del personal, respondiendo a las preguntas del ministro o el subsecretario (a menos
que en el decreto de nombramiento como director de la máxima biblioteca del país, se lo hubiera
dispensado de todas estas mezquindades de la organización burocrática).

Alguna ley sigilosa hizo que Jorge Luis Borges pagara tributo al escalafón administrativo en
los niveles pinche y director, en distintos tiempos y campos de ejercicio pero el -140- mismo
rubro Bibliotecas, Libros; con muy diferente jerarquía entre la bibliotequita de la calle Carlos
Calvo (a la que iba, como todos, en tranvía), y el ámbito de la Biblioteca Nacional con aire de
templo del Libro o las Ideas en la calle México (a la que iría en auto oficial). Pero qué tentación
tantálica para un devoto de la Literatura, transitar entre anaqueles cargados con toda la sabiduría
y toda la fantasía del mundo, con inscripciones herméticas, textos en sánscrito o arameo,
babilonio, celta; pero a la vez qué pena necesitar ojos y tiempo para leer, rodeado de estantes en
que se almacenan millares y millares de papeles encuadernados, la inmensa mayoría quizá
huérfanos de lector, a los que el bibliotecario y sus acólitos deberían en conciencia hojear de vez
en cuando. ¿Alguna vez, en una siesta en la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges se habrá
internado por algún corredor perdido, abriendo al azar un libro por piedad, para que no quedara
doscientos años sin ser hojeado?

Quedaría por escudriñar imaginativamente si este hombre hecho por mitades de vida y de
libro, alguna vez, secretísimamente, sin decir a nadie ni decírselo, no habrá deseado ser algo más,
o algo distinto, de escritor; ser un zoólogo, un explorador, un amante famoso, un anacoreta en el
Aconcagua, un químico, un hombre del montón sin genealogía ni biblioteca, feliz mirando las
nubes o esperando el aguinaldo. La idea del Cosmos como una innumerable Biblioteca Universal
al fin indescifrable, a la que nunca alcanzará a leerle la millonésima página, ¿no lo habrá
entristecido alguna noche agnóstica? ¿Nunca lo habrá tentado un capricho exótico, como
permanecer una semana sin leer ni escribir, preguntándose si el mundo seguía andando?

Me parece oír que Borges, con su gentileza habitual, -141- disipa mis dudas: «Morir
leyendo y escribiendo, soñando versos o cuentos, entre libros bien escritos, es una digna
muerte».

No se trata de enmendar el secular «Pienso, luego Soy», pero se lo podría explicitar con algo
así como «Leer es Ser», «Leo, luego existo», «Ser es Leerse», «Escribo versos, luego soy».

Borges o Literatura. Literatura o Borges. ¿Sinónimos? ¿Alias? ¿A la Literatura no le hubiera


desagradado jugar con el alias Borges, o Borgenia? ¿A Borges no le hubiera desagradado
llamarse Biblión, o Librotón, o Palabro, o Inquisitio?
-[142]- -143-

La escritura como una forma de la felicidad


Rafael Felipe Oteriño

La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras


trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares,
quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido
perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación,
que no se produce, es, quizá, el hecho estético.

«La muralla y los libros» (Otras inquisiciones)

En 1921, Borges regresa a Buenos Aires imbuido de una estética: «el ultraísmo». Tiene
poco más de veinte años, ha realizado su primer viaje a Europa y, al pasar por España, se ha
unido a dicho movimiento. Mucho se ha escrito y mucho ha dicho el propio Borges sobre este
episodio. El cuadro sería, de acuerdo a ello, el siguiente: Borges profesa el ultraísmo durante
esos años -que coinciden con la escritura de sus tres primeros libros de poesía-, para apartarse
luego de sus postulados y concluir señalando, una y otra vez, que se trató, simplemente, -144-
de la «equivocación ultraísta», suerte de pecado de juventud e inexperiencia.

Los hechos pueden haber sido cronológicamente así, pero el pecado -si de pecado puede
hablarse en lo que no sería más que la evolución de una obra y la búsqueda de la propia voz- no
fue tan grande como Borges lo señala. Si se leen con detenimiento esos libros buscando el
imperio de la metáfora sorprendente, puede observarse que ya desde los primeros poemas existe
una voluntad -tal vez inconsciente- de apartarse de las preceptivas del movimiento y buscar una
modulación más cercana al goce verbal que, años más tarde, habría de postular como el
verdadero reino de la poesía. Una voz más próxima al habla corriente, sugestivamente
emparentada con el criollismo que vislumbra en las calles de un Buenos Aires de casas bajas y
de quintas con verjas.

Los poemas de Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, al tiempo
de constituir una meditatio mortis que Borges prolongará a lo largo de toda su obra, no pueden
ser leídos sino desde el intimismo de quien trasmuta su sentimiento a las cosas y busca a su vez
que estas le revelen su misterio. Y esto, al margen de proclamas y manifiestos de fe innovadora,
está más próximo a la elegía que al desafío; a la humildad de quien recibe el fruto de la
inspiración, que a la arrogancia de quien inventa y expone el objeto de su invención.

¿Qué identificación de escuelas puede vincular esos versos iniciales con las afirmativas y
voluntaristas construcciones que realizaban, en ese tiempo, Apollinaire y Huidobro en Francia y
España? Ninguna, salvo el haber hecho descender el verso del pedestal en que lo habían
colocado el romanticismo, primero, entronizando la figura del poeta, y luego el modernismo,
centrando el -145- interés en las posibilidades sonoras del lenguaje. Lo que se advierte, en
todo caso, es la entonación verbal rioplatense, teñida por la imaginería de los antiguos tangos
dichosos»:

Las calles de Buenos Aires


ya son la entraña de mi alma.
No las calles enérgicas
molestadas de prisas y ajetreos,
sino la dulce calle de arrabal
enternecida de árboles y ocasos.

O este otro:

En busca de la tarde
fui apurando en vano las calles.
Ya estaban los zaguanes entorpecidos de sombra.
Con fino bruñimiento de caoba
la tarde toda se había remansado en la plaza,
serena y sazonada,
bienhechora y sutil como una lámpara,
clara como una frente,
grave como ademán de hombre enlutado.

Los elementos insólitos, de una agudeza exigida -«entraña de mi alma», «fino bruñimiento
de caoba», «grave como ademán de hombre enlutado», o, pocos versos más adelante, el adjetivo
«pueril» referido a la estatua-, parecen estar poco menos que injertados en una trama
básicamente lírica. Hay, pues, otra fuerza que lo empuja por detrás de la pretendida modernidad
del canon ultraísta: una vocación estilística aplicada a los dictados de su sentir más íntimo.

No ha de ser casual que en 1928, un año antes de publicar Cuaderno San Martín, Borges
indaga las -146- peculiaridades que acechan al escritor local -el impostado lenguaje de los
saineteros, el no menos falso de los cultos-, inclinándose por el lenguaje de «nuestra pasión, el de
nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad» (El idioma de los argentinos). Esto
es, la lección de nuestra tradición que es, sin duda, la universal, cuestión que retoma en «La
supersticiosa ética del lector» (Discusión, 1932): «Afirmo que la voluntaria omisión de esos dos
o tres agrados menores -distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas
de la interjección o el hipérbaton- suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el
escritor, y eso es todo».
Esta voluntad de abandonar la estética traída de España y de ahondar en una expresión
menos barroca, más llana, directa en el decir aunque lateral en el enfoque del tema -en definitiva,
más clásica en el sentido intemporal del término-, es lo que Borges habrá de hacer en los años
siguientes.

Cuando en 1960 publica El hacedor, su lenguaje poético ya es otro. A la utilización del


verso medido y de la rima -que pueden obedecer a la necesidad nemotécnica de recordar el
poema durante su elaboración, ya que está privado de la vista- se suma una sobriedad en el
lenguaje que sella la suerte de las imágenes gratuitas y se afirma en las que son verdaderamente
necesarias para la intuición. A su vez, lo que antes pudiera ser afectación prosaica, será ahora
fluir narrativo cargado de perplejidad metafísica, otorgando al texto la hondura filosófica que
solo estaba embrionariamente contenida en los poemas juveniles. La idea de pérdida de la
identidad personal que sobre nada el fuerte color local del poema «El truco», por ejemplo,
reaparece universalizada, cuarenta años más tarde, en los versos de «Ajedrez».

-147-

Abandonada la estética ultraísta, libre de las escuelas literarias que se insinuaron en la época
-el neorromanticismo de la primera mitad del siglo, el surrealismo -degradado, según él, a
comercio-, la experimentación vanguardista, el vitalismo latinoamericano, el hermetismo
ungarettiano de posguerra-, Borges define una voz absolutamente personal, lograda en base a tres
componentes: persistencia del elemento narrativo (acompañado a menudo por la práctica de la
enumeración); elaboración del poema a partir de factores culturales enmarcados en un cierto
distanciamiento (míticos, literarios, históricos, geográficos o fruto del entrecruzamiento de lo
autobiográfico y lo ficcional); cuidado de la forma y de la musicalidad del verso (inequívoca
asimilación de las enseñanzas de Valéry e, inclusive, de Flaubert, y entre sus contemporáneos, de
Banchs y de la relectura de Lugones).

Precisión y tacto podrían ser las palabras que lo definirían: precisión, por la búsqueda de la
palabra adecuada, del vocablo nacido para la frase, aquel que sale mejor de los labios, el que no
distrae con su sonoridad exacerbada ni con su colorido inoportuno, el que no nos desvía de la
dirección a que apunta el poema; tacto, pues habrá de evitar el énfasis y todas aquellas palabras
que, teniendo un equivalente más apagado, puedan ser sustituidas sin pérdida para el significado.

«Me jacto de haber llegado a cierta sencillez», responderá a la pregunta sobre si ha


cambiado en la forma de escribir. Que las palabras, aunque armoniosas, no se antepongan entre
el autor y el lector, que la situación dramática sea más nítida que las palabras que la expresan.
Tal es su enseñanza: la poesía hecha no para sorprender por las habilidades retóricas, sino por la
intensidad o belleza del pensamiento.

Prueba de esto es la corrección de sus viejos textos -148- realizada en ocasión de publicar
su obra poética a partir de 1943 y, sobre todo, en la primera edición de su Obra completa de
1974. Con suerte diversa, se observa la voluntad de quitar todo lo que pudiera entenderse como
labia, juego verbal, señal de escuela, recurso estilístico. «Tecniquerías», como da en llamarlas,
apelando a la expresión de Unamuno. Las correcciones son múltiples, aunque de grado
decreciente en cada poema y en cada uno de los libros sujetos a revisión. Donde decía:

Las calles de Buenos Aires


ya son la entraña de mi alma.
quedará reducido al más escueto:

Las calles de Buenos Aires


ya son mi entraña.

Su propósito es claro, no su suerte, pues el poema, corregido desde otra temperatura


espiritual y lejos de la inspiración que le dio vida, sufre la ruptura de su dicción casi conversada.
Mas lo que importa es lo que lleva a Borges a realizar estas correcciones. «Toda obra humana es
deleznable, pero su ejecución no lo es», ha dicho citando a Carlyle. Su propósito no es otro que
el de lograr una expresión en la que se cumpla con eficacia -eficacia, palabra que repite más de
una vez- esa amalgama de música y sentido que el poema es.

¿Qué poemas salva? Si nos atenemos a su propia selección, podemos destacar: «El general
Quiroga va en coche al muere», «Fundación mítica de Buenos Aires», «La noche que en el Sur
lo velaron», «Poema de los dones», «La noche cíclica», prefigurado, por oposición, en el
irrepetible abrazo de Matilde Urbach; también «Poema conjetural», «El otro tigre», «Página -
149- para recordar al Coronel Suárez», las dos versiones de «Límites», «El Golem», «Una rosa
y Milton».

¿Qué observamos en ellos? Más allá de alguna palabra rebuscada en el primero («y la luna
atorrando por el frío del alba», que en edición posterior será atenuada por «la luna perdida en el
frío del alba») o locuciones coloquiales como «muerte de mala muerte», sustituida luego por «la
muerte, que es de todos», se observan en estos poemas -separados algunos de ellos por más de
veinte años- dos fuerzas que se complementan: por un lado, la apelación a una forma (el verso
medido y musical capaz de sobrevivir al tiempo, el no menos riguroso verso libre portador
también de una cifra); por otro, la idea de dispersión, de pérdida, de desaparición de la
conciencia, de olvido como promesa última, que amenazan a lo existente (Quiroga: «ya muerto,
ya inmortal, ya fantasma»; Buenos Aires: «tan eterna como el agua y el aire»; el tiempo circular
como una fatalidad, más que como una recuperación del pasado, en «La noche cíclica»; la
disolución final en el monólogo de «Poema conjetural»; esa cadena de infinitos tigres que no
permiten dar con el verdadero tigre, en «El otro tigre»; la reducción de la vida a una memoria,
una fecha o un lugar, en «Página...»; la levedad de ambos «Límites»; y, por fin, la rosa de Milton
que es salvada por virtud del verso que, al nombrarla, la construye: «Deja mágicamente tu
pasado / inmemorial y en este verso brilla»).

La síntesis es clara: a las fugas a que nos somete la realidad no hay otra respuesta que el
lenguaje del arte que las organiza. Al acoso del tiempo -que mina todo destino personal,
difuminándolo en una multiplicidad de seres sujetos a desaparecer en su individualidad-, la
asunción de un mundo imaginario y, a la postre, literario como verdadera realidad. Un orden que
es asimismo un orbe superior a la instancia humana que le da origen, -150- pero que configura
esa instancia.

Otros dos poemas vuelven sobre la idea de la justificación de la vida a través de la escritura:
«A un poeta menor de la Antología», a quien, de todas las glorias posibles, solo le está reservado
haber oído al ruiseñor, una tarde: «la voz del ruiseñor de Teócrito»; el referido a Whitman poco
antes de morir («Camden, 1892»): «Casi no soy, pero mis versos riman / la vida y su esplendor».
Y muestra de la invocación de la forma como custodio de lo existente es «A John Keats (1795-
1821)», llamado a perdurar por haber vislumbrado dos arquetipos: «el alto ruiseñor y la urna
griega».

Esto es lo que Borges ha remarcado, a espaldas de escuelas e istmos. Al publicar en 1969


Elogio de la sombra, dice carecer de una estética. Señala que el tiempo le ha enseñado algunas
«astucias»: eludir los sinónimos; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos;
preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; simular pequeñas incertidumbres;
narrar los hechos como si no los entendiera del todo; por fin, recordar que las normas anteriores
no son obligatorias y que el tiempo se encargará de abolirlas. En los libros siguientes reitera la
idea: «Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética particular. Cada
palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco...»; «Las teorías pueden ser
admirables estímulos [...], pero asimismo pueden engendrar monstruos o meras piezas de
museo».

Habrá que buscar en otro libro, La rosa profunda, para encontrar alguna precisión. Allí deja
traslucir que su condición no es otra que la de «vate», en su sentido arcaico: como adivinador,
auscultador, descifrador de lo enigmático que nos rodea; el que somete el misterio. «Trato de
intervenir lo menos posible en la evolución de la obra», menciona. «Hay un don, que se recibe o
no se recibe».

-151-

Una tarea solitaria, pero dichosa en su realización, que se mide por la felicidad que depara
más que por los resultados siempre azarosos. Como en Joyce -otra de sus figuras-, de quien
confiesa no haber leído el Ulises («como el resto del universo»), pero cuya labor destaca: «Qué
importa nuestra cobardía si hay en la tierra / un solo hombre valiente, / qué importa la tristeza si
hubo en el tiempo / alguien que se dijo feliz, / qué importa mi perdida generación, / ese vago
espejo, / si tus libros la justifican».

Esta, entiendo, ha sido su antiestética -o su multiplicidad de estéticas: tantas como escritores


y obras pudieran existir e, inclusive, como lecturas pudieran hacerse de esas obras-: la palabra
circunstancialmente justa, puesta a revelar, en su detalle, lo secreto y maravilloso de la
existencia.
-[152]- -153-

Recurrencias80
Gerardo H. Pagés

También en el campo de las letras tejen y destejen sus combinaciones los juegos del azar.
Pero, según dijera Borges, este es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al mundo
infinito de efectos y de causas.

En 1893, Buenos Aires vivía saturada de efluvios horacianos. Magnasco publicaba,


adelantándose a Mitre, su versión de las Odas del poeta de Venusa, de cuya muerte se cumplían
diecinueve siglos. Lógico era que Rubén Darío, receptor sutil y creativo, alquitarase esos zumos
y publicase en La Tribuna (18-12-1893) porteña su «papiro» en prosa titulado «Respecto a
Horacio», donde presentaba a un imaginario personaje, Lucio Galo, quien, convencido de que el
poeta latino atizaba la pasión «del más odiado de sus rivales», iba a cortar con un hacha el tronco
de aquel árbol que estuvo a punto de aplastar al venusino, según este nos relata, con insistencia
casi -154- obsesiva, en sus piezas lírica (Odas, II, 13, 11 ss.; II, 17, 27 ss.; III, 4, 27).

«Yo, Lucio Galo...», reitera en su confesión el frustrado homicida. Y el mismo Darío, ese
año de 1893, en poesía titulada «Metempsicosis», publicada mucho más tarde en El canto
errante (1907), insiste: «Yo, Rufo Galo...», alterando el nombre.

A través de los versos de Rubén nos llega la voz de Rufo:

Yo fui un soldado que durmió en el lecho


de Cleopatra la reina. [...]
Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.

Con cierto orgullo de amador favorecido, recuerda:

Y yo, liberto, hice olvidar a Antonio.

Pero de nada le valdrá la fugaz preferencia de la tornadiza reina:


Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
Eso fue todo.

Cuatro años más tarde, Leopoldo Lugones, en otra composición que lleva el mismo título
(«Metempsicosis», 1897), aparecida en Las montañas del oro, nos dice:

...sobre el filo más alto de la roca, - ladrando al hosco mar


estaba un perro:

-155-

Sus colmillos brillaban en la noche - pero sus ojos no, porque


era ciego. [...] Vi que mi alma con sus brazos yertos - i en su frente
una luz, hipnotizada - subía hacia la boca de aquel perro, i que en la
hambrienta boca se perdía.

Y concluirá:

Entonces comprendí (¡Santa Miseria!) - el misterioso amor de


los pequeños: [...] i en las prostituciones de tu lecho - vi esparcidas
semillas de azucena. - i aprendí a aborrecer como los siervos; - i
mis ojos miraron en la sombra [...] ¡I yo era un perro!

Borges, que cita ambos poemas en sus obras y que elogia el de Darío como «tal vez el más
hermoso de los suyos» (Siete noches, 1981), nos presenta en su cuento «El inmortal» (El Aleph)
la historia de un personaje que transita por los tiempos. Se nos aparece como Marco Flaminio
Rufo, tribuno que, en clara reminiscencia horaciana, confiesa haber militado sin gloria (et
militavi non sine gloria, Odas, III, 26, 2) en una de las legiones de Roma. Nos dice, además: «Un
hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme...».

Aquí este Rufo, con su bárbaro acompañante, es preanunciado también por Robert Louis
Stevenson, quien en The Silverado squatters (1883), al referirse a la familia Hanson («The
hunter's family»), nos habla de Rufe (a contraction for Rufus?) y de su bestial seguidor, the most
inmitigated Caliban I ever knew. Y continúa Borges:

La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria


la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así te
puse el nombre de Argos -156- y traté de enseñárselo. Argos -le
grité- Argos.

Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una


cosa perdida y olvidada hace ya mucho tiempo, Argos balbuceó
estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin
mirarme: Este perro tirado en el estiércol. [...]

Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le


era penosa; tuve que repetir la pregunta. Muy poco, dijo. Menos que
el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que
la inventé.

Así concluye esta etapa.

El Rufo de Borges no es devorado por los perros, como en Darío, ni sube hacia la boca del
can para asimilarse en él. Ahora quien se metamorfosea es el servidor. el hombre de la tribu que
había seguido a Rufo como un perro encontrado «en la boca de la caverna». La narración, que
Borges supone hallada en un manuscrito, entre las páginas del último tomo de la traducción de la
Ilíada hecha por Pope, al evocar la metempsicosis del pobre troglodita, suscita el recuerdo del
poeta Ennio, que en el siglo II a. C. se creyó inspirado por el propio Homero (Anales, I, frag. 5),
por lo que no faltó el escoliasta que afirmara que el cantor de la Ilíada había transmigrado en el
de los Anales romanos (Schol. ad Pers. Prol. 2-3: Tangit Ennium qui dixit se vidisse per somnium
in Parnaso Homerum sibi dicentem quod eius anima in suo esset corpore), tema al que alude
Cicerón en el Sueño de Escipión (De re publica, VI).

Ocioso parece hurgar en otras fuentes, pues el tema se pierde en los tiempos. En Occidente,
a partir del orfismo, lo hallaremos en la filosofía griega (Pitágoras, Empédocles, Platón y los
neoplatónicos), en Luciano y en los poetas. Si nos orientamos, encontraremos en los Upanisad la
idea del curso indefinido de existencias -157- (sams ra) que influiría en el budismo. Como
sabemos, estos aspectos atrajeron a Borges, quien con Alicia Jurado publicó un trabajo sobre
Qué es el budismo, donde hay un capítulo dedicado a las transmigraciones, y donde se recuerda
que el asesino de un brahmán encarna en el cuerpo de un perro.

Alguna vez dirá (Revista Somos, 8-3-1985): «Puede ser [...] que uno después de todo lo que
tuvo que pasar, en vez de descansar vuelva a renacer y siga viviendo...». En «Otro poema de los
dones» manifiesta, en reminiscencia lingüística paralela a la de Argos:

Gracias quiero dar [...]


por los ríos secretos e inmemoriales
que convergen en mí,
por el idioma que, hace siglos,
hablé en Nortumbria.
Los temas se repiten. Las situaciones, también. Por ello, señalará que «una sola persona ha
redactado cuantos libros hay en el mundo y que todos los autores son un solo autor» (Otras
inquisiciones). Por momentos parece empeñado en probarlo, aunque las transmigraciones le
interesen, por sobre todo, como elemento literario («Los teólogos», «Las ruinas circulares») y no
como ese problema vital que inquietó a Darío, a Lugones y a los «arduos alumnos de Pitágoras»,
aquellos que creían que «los astros y los hombres vuelven cíclicamente» y que «volverá toda
noche de insomnio», si bien Borges previene («La noche cíclica», en El otro, el mismo, 1964):

No sé si volveremos en un ciclo segundo


como vuelven las cifras de una fracción periódica.

-158-

Y agrega a continuación, como afirmándose en la tierra, su tierra:

Pero sé que una oscura rotación pitagórica


noche a noche me deja en un lugar del mundo.
Que es de los arrabales. [...]
Ahí está Buenos Aires.

Con calles que repiten los pretéritos nombres de su sangre y con plazas agravadas por la
noche sin dueño.

Limitémonos, pues, a las recurrencias terrenas, pues el mismo Borges, hablando de


Nietzsche y del eterno retorno, ha dicho que el filósofo, luego de escribir un libro sobre los
presocráticos, donde se ríe de la doctrina de la historia cíclica, con el correr de los años se olvida
de todo eso y entonces cree haber descubierto el eterno retorno de sus lecturas juveniles. Y
nuestro escritor confiesa:

A mí me pasó algo idéntico. Yo escribí un cuento de un


individuo que se encuentra consigo mismo [...] cuando era joven81.
Después descubrí que ese argumento yo lo había leído en un libro
de Papini, que se llama El piloto ciego. Lo leí cuando tenía diez u
once años; lo había olvidado, y después creí inventarlo. La verdad
es que lo había inventado en el sentido etimológico de la palabra,
ya que inventar quiere decir descubrir

(Reportaje en Pájaro de Fuego, abril-mayo de 1978).


En 1984 Borges retorna a Horacio, y en su libro Atlas, que contiene sentidos testimonios,
nos refiere («Las islas del Tigre»):

-159-
Hace muchos años, el Tigre me dio imágenes. [...] Esas
imágenes me servirán para erigir un monumento sin duda menos
perdurable que el bronce de ciertos infinitos domingos82. He
recordado a Horacio, que sigue siendo para mí el más misterioso de
los poetas.

Antes, en «The thing I am» (Historia de la noche, 1977), había declarado:

Soy [...]
el tardío escolar de sienes blancas
que en la penumbra escande un temeroso
hexámetro aprendido junto al Ródano, [...]
el que quiere morir enteramente83.

La alusión a sus estudios clásicos del bachillerato ginebrino se asocia a la reminiscencia


horaciana. Y como en «El inmortal», en que Rufo milita sin gloria, contradiciendo el texto del
venusino, que proclama et militavi non sine gloria, ahora, con un sentido mucho más profundo,
quiere morir enteramente, oponiéndose al «Non omnis moriar» (Odas, III, 30, 6). Para que no
queden dudas de su oposición a perpetuarse, siquiera sea en la fama de los hombres, conforme a
la cumplida esperanza horaciana, repetirá: «Querría ser borrado por la muerte, y luego olvidado»
(El Día, La Plata, 15-6-86). Ante esta declaración, recurre al recuerdo de aquel otro poeta que
pidió, en su última instancia de un recreo -160- del Tigre, que respetaran su deseo de olvido.
Borges, que le había dedicado más de una página, confesaría («Dos palabras antes de morir»,
reportaje en Siete Días, 12-4-79): «¡Qué bueno era poder sentir la gravitación y la presencia de
Lugones!».
-161-

Los «juicios finales» de Borges


Federico Peltzer

I. Introducción

En muchas oportunidades Borges manifestó su predilección por las antiguas sagas, los libros
que contenían relatos cuyos héroes llevaban a cabo hazañas o empresas memorables. Quizá por
eso cultivó con tanto acierto el cuento, género derivado de la épica y donde es usual, más aún,
imprescindible, que la acción no decaiga hasta el desenlace.

Distinta fue su actitud -y no podía ser de otro modo- al abordar la poesía lírica. Si esta
supone la efusión más o menos intensa del yo, según sea la materia propia del poema, el
temperamento del autor y hasta la escuela o el movimiento predominantes en su tiempo, el yo
lírico siempre halla ocasión para manifestar su gozo, sus perplejidades, su dolor o su asombro
ante el mundo que lo alberga. Influirá asimismo el momento en que brote el poema, sea por
circunstancias del destino personal, la edad o la visión condicionada por múltiples factores.

-162-

Borges, conciso y hasta distante en sus narraciones, aparece mucho más cercano en sus
poemas; y si es siempre el mismo -con sus obsesiones y su peculiar cosmovisión-, su modo de
traducirlas en la obra se desnuda ante el lector y se confiesa, con máscaras o sin ellas, en sus
poemas. Podrán aparecer harto visibles en ciertos casos, como en el «Poema conjetural» o en los
sonetos de «El ajedrez», y hasta se advertirá cómo ironiza consigo valiéndose de un personero,
como en «Baltasar Gracián»; pero también se brinda inerme y nostálgico, lúcido para discernir lo
perdido o patético ante su finitud: «espacio y tiempo y Borges ya me dejan» («Límites»).
Siempre surge en sus poemas mejores, a medida que el poeta crece y el hombre declina, la
sensación de lo irreparable en su ausencia, o la puerta de acceso a un paraíso imaginario cerrada
para siempre: «Soy el que ve las proas desde el puerto», escribe en «Yo».

Me propongo abordar lo que podría considerarse un poético repaso de su trayectoria, en tres


momentos de su vida: la juventud, la madurez plena, la vejez. En esos poemas traza un balance
de lo vivido y aventura una especie de «Juicio final» acerca del propio ser. En el primero habla el
joven Borges y enumera lo hecho, lo vivido hasta entonces; en el segundo, ya maduro, cede la
palabra a una voz que le recuerda su tránsito por el mundo y algo esencial le reprocha; en el
tercero, el poeta se vale de una figura ilustre: esta medita sobre sí, pero a nadie escapa que
Borges se está juzgando a sí mismo.
II. El balance juvenil

Luna de enfrente (1925) es el libro que puede esperarse de un joven de regreso en su país.
Se ha educado en Suiza, pasado por España y recibido la influencia del -163- ultraísmo. No le
merecen demasiado respeto las figuras consagradas: decididamente, y como otros, quiere
retorcer el cuello a los cultores del cisne de Darío. Supone haber vivido lo bastante, a esa altura,
como para permitirse un balance. Quizá por eso titula «Casi juicio final» a su poema. No se
anima a proclamarlo definitivo, porque tiene pocos años y quedan vastos horizontes por explorar.
Habla de sí con aprobación y entusiasmo. En los tres primeros versos ensaya una introducción
para lo que se propone enumerar. Se instala en la noche y vaga por las calles de algún barrio,
como hizo tantas veces con sus amigos, según ha referido: «Mi callejero no hacer nada vive y se
suelta por la variedad de la noche». El ocioso está disponible para «soltarse» ante las mil
posibilidades de la noche. Ya que ha invocado a esta cree necesario añadir una metáfora, especie
de cuota debida al credo ultraísta: «La noche es una fiesta larga y sola». Su ocio no ha sido tal,
como se verá; por eso acude a dos verbos: «me justifico» y, más aún: «me ensalzo».

A partir de ese momento comienza la enumeración de sus actos. Ante todo, ha sido testigo.
¿De qué? Del mundo y precisa, «su rareza». Ha cantado una tersura periódica (la luna) y otra
que permanece apetecible para el querer cotidianamente casto: las mejillas. El largo verso que
sigue se vuelve a otro amor: Buenos Aires (no ya aquella Ginebra del joven disciplinado). Lo
prueba la doble referencia contrastante: arrabales y solares, hermanados por su infinitud. Vuelve
a las calles en cuyos horizontes ha visto nacer sus salmos, sus alabanzas, al punto de «soltarlos»
(no pronunciarlos, no cantarlos) como pájaros celebratorios. Esos salmos traen sabor a lejanía,
porque ya sabe de estas el joven.

Los dos versos que siguen marcan una diferencia que suena vagamente a jactancia poética:
ha dicho «el asombro de vivir donde otros dicen solamente costumbre». En -164- otras
palabras, no ha vivido deslizándose, sino descubriendo. El otro verso, también extenso, marca
una distancia literaria. Ha enfrentado a los tibios, a los poetas de las cómodas rutinas, para
encender en ponientes su voz, movida por las dos fuerzas, o las dos evidencias, que sintetizan el
drama del hombre: el «todo amor» y «el horror de la muerte».

Acepta otra dimensión para su quehacer, que pronto identificará: santificar a los antepasados
de su sangre (los hombres del coraje, de cuya memoria jamás se apeó) y los hombres del saber
(que poblaron su visión de un posible Paraíso). Sigue un verso breve que refirma su conciencia
de ser, avalada por su hacer: «He sido y soy». Intenta demostrarlo con el largo verso que sigue y
contrasta: su «pensativo sentir» no se ha limitado a ser tal; lo ha trabado, entretejido con «fuertes
palabras» para que permanezca. Y advierte: tal sentir pensativo pudo haberse disipado en
ternura. Esta no basta, porque es efímera, hay que fijarla a través de la poesía.

Los versos imponen un alto en esta enumeración de satisfacciones: el hombre celebrante, el


hacedor, se ve ensombrecido por algo que no lo abandona: «el recuerdo de una antigua vileza».
Necesita reiterarlo, reforzado con la comparación: «como el caballo muerto que la marea inflige
a la playa». Es harto consciente de aquella vileza cuyo recuerdo pesa tanto a la hora de celebrar.

«Sin embargo», los versos siguientes lo ayudan a disipar esa sombra: las dos compañeras
iniciales aún están a su lado: las calles, la luna. Otros consuelos le permiten echar a un lado el
recuerdo de la vileza: el agua sigue siendo dulce, las estrofas -la poesía- equivalen a otra agua
que no le niega su gracia. Posee, de tal modo, los dones para saciar su doble sed.
El último verso es la confesión de un estado: siente «el pavor de la belleza». Cuando esta,
cualquiera sea la -165- concepción que de ella nos forjemos, se manifiesta como pavor,
cuando aparece con todo lo que de numinoso encierra, el ser es un elegido, no puede renunciar a
su papel. Por eso, en el último verso, comienza por apoyarse en esa afirmación: la belleza inspira
pavor. Y enseguida: es alguien solo, está solo, como lo está siempre el hombre ante los grandes
misterios, el de la belleza entre otros. Su soledad es una gran luna y ella lo perdona. Ha quedado
atrás el recuerdo de la antigua vileza. Lo cotidiano que se insinuaba al comienzo del poema se ha
elevado a otro plano: aquel donde mora lo absoluto. De ahí la indulgencia y el perdón. El joven
Borges está seguro de su lugar en el mundo, ha aprobado el primer juicio final, de la mano -eso
sí- de una peligrosa intercesora: la soledad.

III. La verificación del hombre maduro

Varios años después publicó en el suplemento literario de La Nación un poema, «Mateo


XXV, 30», fechado en 1953, incluido luego en una antología que abarca desde sus libros
juveniles hasta poemas recientes84. Ahora no es el joven Borges quien habla de sí; una «voz
infinita» le dice «estas cosas, no estas palabras», en una situación singular. Ha elegido un buen
escenario: el primer puente de Constitución, desde el cual se puede contemplar el laberinto de
vías por donde circulan trenes que parten para el sur predilecto. No es de extrañar que ante esos
trenes y en el intrincado cruce de vías, experimente una sensación de infinito. Frente a ese
panorama repasa los sucesos de su vida, a través de un inventario caótico (y -166- al par
coherente) de sus obsesiones. Concluye con un lapidario balance de los resultados.

El poema se compone de una brevísima introducción, que consta de tres versos, y luego el
discurso con que la voz enuncia, como he dicho, las obsesiones del poeta; después de lo cual la
voz emite el juicio final, no absolutorio esta vez sino urgente en su reclamo. Hay una
conminación contenida en él, y concuerda con el título que remite al Evangelio: «Y a este siervo
inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes». ¿A quién podemos
llamar «siervo inútil», a quién alude el poeta? Al que no obra de acuerdo con el don que le fue
concedido.

Tras la situación en el lugar hallamos una clara metáfora: «fragor de trenes que tejían
laberintos de acero». La arraigada obsesión por los laberintos se ve aumentada, en este caso, por
su dureza; además, puede imaginárselos en fuga hacia todos los rumbos. La confusión se acentúa
con el verso siguiente: «Humo y silbidos escalaban la noche». Teje el poeta, brevemente, un
panorama casi infernal, o en todo caso previo a una instancia última. No es de extrañar lo que
sigue: «Que de golpe fue el Juicio Universal», el propio, no el de toda la humanidad. Entonces
una voz infinita surge del fondo del ser (porque el juicio solo a él atañe) y dice cosas, no
palabras, cosas que son la pobre traducción de una sola palabra, ya veremos de qué naturaleza.

A partir de ahí, y hasta la reflexión final, que esta vez no asume el poeta como en la poesía
juvenil, sino la voz que le habla, comienza la enumeración.

Su contenido -dije- es caótico, aunque solo aparentemente. Desfilan las obsesiones del
hombre Borges, las mismas que se harán temas en su obra literaria. No pueden guardar un orden
lógico, porque no es observando aquel como afloran en la conciencia. Examinemos su sentido.

-167-
Comienza por lo que supera en altura al hombre y acaso determina su destino: las estrellas.
Sigue el alimento cotidiano, emblema de todo sustento terrenal: el pan. Y, acto seguido, el otro
alimento, «las bibliotecas orientales y occidentales» que ocuparon sus días ávidos de lecturas
interminables. El verso siguiente es más heterogéneo: naipes, asociados al azar grato a Borges, y
hasta con cierto matiz orillero; y también «tableros de ajedrez», el juego de las sutilezas
intelectuales, evocado en dos poemas y elevado a categoría metafísica como imagen del mundo
humano («¿Qué Dios, después de Dios, la trama empieza...?»). Los tres términos que siguen, en
plural, recuerdan un contorno urbano: «galerías, claraboyas y sótanos». Aportan una vaga
reminiscencia de las casas familiares, frecuentadas tiempo atrás; permiten orientar los pasos,
penetrar la luz o preservar claves y misterios (como en el cuento «El Aleph»).

Pasa de inmediato a lo personal: el propio cuerpo que sirve de vehículo «para andar por la
tierra». Y en él las uñas, la parte más inquietante de ese cuerpo mortal, porque son lo que crece
aun después de la muerte. El siguiente verso parece encerrar, en su relativo hermetismo, una
contradicción. Por una parte «sombra que olvida». La sombra es el fantasma del «cuerpo mortal»
y es capaz de olvido, un don que aquel no posee («Sólo una cosa no hay: es el olvido»). Por otra,
el verso alude a los «espejos que multiplican» y ensanchan peligrosamente los confines del
mundo. Tales espejos están calificados con el acierto de costumbre; los personifica con una
palabra: atareados. Tarea afanosa la suya por ensanchar el mundo, o por multiplicar lo que es
único: los seres, las cosas singulares. Como para atenuar el poder de estas inquietantes
presencias, introduce un verso que alude a la música (el arte quizá menos cercano a Borges);
habla de sus declives, es decir, pendientes, -168- deslizamientos dóciles; la música es «forma
del tiempo»; por serlo puede domesticar la rigidez de su transcurso, hacerlo confiable y sin duda
placentero para el hombre: en el tiempo de la música aquel olvida el tiempo de la finitud.

La referencia a las «fronteras del Brasil y del Uruguay» a «caballos y mañanas» trae un
matiz personal reconocible, a través de las múltiples alusiones de su obra acerca de la juventud y
la memoria de los antepasados. Están en sus cuentos, en varias entrevistas, en sus recuerdos: los
paseos con Amorim, la frecuentación de los paisanos, el caballo emblemático de la tradición
heredada por la parte de sangre criolla que le toca, en cuyo torrente se mezclan por igual la
española y la portuguesa originales. Sin interrupción se suceden «una pesa de bronce» (la
inminencia de un objeto de uso, tal vez para sosegar papeles) y una obra literaria: «la Saga de
Grettir», heroína noruega preferida, junto con otras, entre las antiguas literaturas nórdicas que
ocuparon buena parte de sus años de lectura. El álgebra contrasta con lo que evocaba acción; es
la ciencia de los árabes, trasmitida a occidente, instrumento y clave de algunos de sus cuentos. Y
junto a ella -toda elaboración intelectual, cálculo, símbolos-, el fuego consumidor, violento.
Quizá por eso convoca de inmediato a «la carga de Junín en tu sangre». Junín, la batalla donde
solo se peleó al arma blanca, fue un duelo de corajes comprometidos a muerte; en ella se batió
uno de sus antepasados, por eso vive en la sangre deseosa del valor físico ausente.

Mucho ha vivido, y lo expresa con una metáfora: «días más populosos que Balzac», días
apretados entre gentes, sucesos, sin duda pensamientos y obsesiones; populosos como las
novelas de Balzac, abigarradas en su papel de espejos de una sociedad tan variada como -169-
numerosa. Y tras esa convocatoria a multitud de criaturas y sucesos, un verso de sencillez
admirable, porque su presencia importa un salto absoluto, desde el tumultuoso panorama, a la
paz y el recogimiento: «el olor de la madreselva». Queda de tal modo preparado el clima para
una dimensión que parecía demorada: el amor y sus vísperas, evocados sin más comentarios;
aunque las vísperas ahí presentes parecen así más valoradas que el amor cuando irrumpe
reconocible. Ello quizá explica lo que sigue: «recuerdos intolerables». Sin decirlo, las vísperas
rescatadas y el amor convocan inevitablemente recuerdos que duelen hasta lo intolerable.
Otra dimensión falta, aquella en que la conciencia deja de gobernar y da paso al sueño, un
«tesoro enterrado» que solo «el dadivoso azar» puede descubrir. Sigue algo que, a esta altura,
significa una extraña demora, tratándose de Borges: la memoria, que el hombre «no mira sin
vértigo», porque todo él es memoria (y bien lo supo el poeta).

A partir de aquí la voz que ha dicho esas «cosas» intenta recoger los dones enumerados:
«Todo eso te fue dado». Algo más añade, como para justificar el final reproche lapidario. Si ha
desperdiciado esos dones que le prodigó la vida, no le ha sido ahorrado «el antiguo alimento de
los héroes», «la falsía, la derrota, la humillación». Recuerda a «la antigua vileza» sobre la cual
insistía en el otro poema. La falsía no ha evitado la derrota, y esta ha significado humillación.
Poco hay para gloriarse. La voz, entonces, se hace mensajera de quienes prodigan los dones.
Habla en plural, representa a quienes dispensan las mercedes. El comienzo del verso presagia lo
que seguirá: «En vano». ¿Qué fue dado, qué se hizo en vano? Enumera: «te hemos prodigado el
océano», el mar superlativo, con su connotación de infinito y de regazo de la vida. Reitera: «en
vano». Ahora se trata del -170- sol, fuente de luz, motor de esa misma vida, reconocido como
tal por los poetas vitales, cuyo arquetipo es Walt Whitman, con sus ojos de asombro ante la
presencia de tanta maravilla.

Los dos últimos versos importan una sentencia. El primero sintetiza: «Has gastado los años»
(la vida que le fue dada con prodigalidad) «y te han gastado» (el propio yo, poseedor de esa vida,
también está gastado). Y el remate: «Y todavía no has escrito el poema». El escritor ha
malogrado su razón de ser, de vivir: usar el don para escribir el poema que contenga y sintetice
lo recibido, sufrido y gozado; la vida entera.

Ya no nos hallamos ante el joven que se perdona tras repasar lo hecho y lo vivido. Ahora
habla otra voz, una voz interior innominable pero no imposible de identificar. Es el balance del
hombre que se desdobla para mirar su vida y reconocer lo que recibió, lo que hizo con ello y,
fundamentalmente, lo que no hizo. «Mateo XXV, 30» es la toma de conciencia de un fracaso. O,
tal vez, de la distancia que media entre la ambición del creador y lo que sus fuerzas pueden
alcanzar.

IV. Vivir y no vivir

La tercera etapa se relaciona con el hombre que, al borde de la vejez, puede abarcar la vida
con perspectiva suficiente y, más que en la creación literaria, hacer el balance de aquella.

El soneto «Emerson», también aparecido en el suplemento literario de La Nación, está


incluido en la Nueva antología personal85, comprensiva de verso y prosa (1968).

-171-

En él Borges no habla de sí, como en «Casi juicio final», ni repite lo escuchado de una voz
interior, como en «Mateo XXV, 30». Convoca a una figura señera dentro del pensamiento
americano, la del humanista Ralph Waldo Emerson, admirador de Montaigne (padre del ensayo)
y maestro de escritores de su país y de Inglaterra, donde residió temporariamente. El bostoniano
Emerson fue un espíritu marcado por la meditación, el estudio y el afán didáctico, presentes
desde su juventud. Su obra comprende varios géneros (incluida la poesía), pero quizá fueron los
ensayos (transcripción de numerosas conferencias) los que le dieron fama, no solo en el
«continente», como recuerda el verso trece, sino en el mundo. Borges, consciente de lo ya
realizado, intenta una trasposición, se identifica con el maestro del Norte e imagina lo que este
habrá sentido en la vejez, ya realizada la obra y alcanzado renombre, al contemplar su vida.

El soneto comienza por dibujar la silueta del sabio («el alto caballero americano») en una
tarde «que ya exalta el llano». Es significativo el gesto del solitario: cambia la lectura de
Montaigne por la contemplación de otro goce «que no vale menos». La erudición deja paso a la
comunión con la naturaleza.

El segundo cuarteto trae una visión de rico lirismo. El caballero camina «hacia el hondo
poniente y su declive, / hacia el confín que ese poniente dora». Los campos que se ofrecen a su
andar son emblema de lo vivido, el hondo poniente de la vejez; un poniente dorado, porque en
cuanto a su vocación (como se verá muy pronto) ha cumplido. Los dos últimos versos confirman
la identificación del poeta con su modelo: Emerson camina por los campos dorados del poniente,
su nombre por la memoria de Borges.

El cuarteto que sigue (conforme a la estructura del -172- soneto inglés, tantas veces
adoptado) contiene una introspección que es un balance. El poeta se atreve a vislumbrar lo que
piensa el sabio, la breve enumeración de sus tareas y sus hallazgos. Helos aquí: Emerson -como
Borges- leyó «los libros esenciales», casi podría decirse que leyó -y asimiló- todos los libros
cuyas palabras honran a la especie. Pero, además, compuso otros dignos de permanecer en la
memoria de los hombres. En ese aspecto tiene asegurada la inmortalidad: «...el oscuro olvido /
no ha de borrar» los libros por él escritos. Nótese la forma verbal adoptada con un leve matiz de
conjetura. Resume en los dos últimos versos el reconocimiento de un don llegado de la mano de
un «dios» con minúscula. Así lo designa Borges -varias veces confesado agnóstico- adentrado en
la piel del ex pastor Emerson. El don de ese dios es la sabiduría, en cuanto es asequible a los
mortales, con sus limitaciones y la parte reservada al misterio.

Los versos finales -pareados, según exige la forma de soneto adoptada- contiene una
afirmación, una negación y un anhelo. La primera es la certeza de la fama:

Emerson-Borges es consciente de su conquista y no la niega por falsa modestia: «Por todo el


continente anda mi nombre». La obra y la prédica se la han brindado, pero... Sigue una escueta y
al par terrible negación: «No he vivido». El hombre que postergó a Montaigne por un momento
para contemplar el crepúsculo, acepta el saber, admite la validez de su obra y la fama cosechada.
¿Importan algo? Otra evidencia se le impone: para alcanzar esas metas ha resignado nada menos
que la vida, o con mayor propiedad, su calor, su jugo esencial. Equivale a desmentir lo que
escribiera en otro poema célebre: «Yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una
biblioteca». El saber libresco, inclusive la creación literaria, ¿valen el precio de una vida? La
tácita -173- respuesta de Emerson -y la de Borges- es: No. Ese «no» está explicito en las
últimas palabras: «Quisiera ser otro hombre».

V. Conclusión

Podrían sin duda citarse otros claros testimonios del drama interior librado entre el
intelectual y el hombre: la sensación de «última vez» evocada en «Límites» (El otro, el mismo,
1969)86; la nostalgia por un tiempo feliz que no volverá nunca en «Adrogué» (Nueva antología
personal, ya citado); el patético grito de «El remordimiento» (La moneda de hierro, 1976); la
resignada obediencia al don de «Aquél» (La cifra, 1981)87. Creo que los poemas elegidos para el
análisis traducen claramente tres etapas y tres actitudes ante la vida. Inclusive -insisto en este
aspecto- la forma adoptada ayuda a ello. «Casi juicio final», enunciado en primera persona,
revela el impulso juvenil, el entusiasmo de quien, en trance de juzgarse, sale airoso de la prueba.
«Mateo XXV, 30» relega la voz personal a un ámbito interior: aparecen todas las obsesiones que,
entremezcladas caóticamente y sumadas, han gestado la obra, pero no han cuajado en una forma
definitiva, consagratoria. «Emerson» se vale de una trasposición. Cierto pudor último obliga a
declinar la propia voz y atribuye a otro hombre ilustre lo que es uno: a través de Emerson Borges
se vuelve sobre sí. Son suyos el conocimiento, la fama y la gloria que sabe efímeros. Solo una
cosa falta, y ya es tarde para -174- conquistarla y probar su sabor: la vida, nada menos que la
vida.

Las poesías comentadas equivalen a balances de un hombre que reconoce sus obsesiones y
las revive en momentos determinados, pero sub specie aeternitatis; solo que esa «eternidad» no
se presenta con el mismo aspecto para el joven, el hombre maduro, el anciano. Los tres poemas
traen el sello propio de cada etapa, muestran no solo al escritor de genio, sino al hombre de
sinceridad ejemplar, bastante lejos del creador de ficciones, a quien (equivocadamente, a mi
juicio) se pretende achacar una impasibilidad que no es tal. En estos poemas, como en otros, el
lirismo, en cuanto melodía del yo, se percibe a flor de piel en el pudoroso Borges. Por eso nos
hallamos ante un gran poeta que, al par, es dueño de la experiencia que depara ilusiones y
desengaños propios de todos los hombres. Quizá por eso escribió: «Creo que mis jornadas y mis
noches son iguales en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de todos los hombres». Sin duda
así fueron sus jornadas y sus noches, pero solo él supo traducirlas y expresarlas como lo hizo en
sus «juicios finales».

Borges y Lugones
Antonio Requeni

Es sabido que Borges renegaba de sus versos escritos y publicados en revistas juveniles
antes de Fervor de Buenos Aires (1923). Pasados los años, también renegó de sus dos primeros
libros en prosa, Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926). El rechazo de aquellos
libros no se debió solamente a ciertas pedanterías del estilo, como Borges explicaría después,
sino también a una actitud irreverente que en los años maduros derivó hacia una irónica cortesía.
En el caso de El tamaño de mi esperanza, uno de los principales motivos de arrepentimiento fue,
tal vez, el capítulo titulado «Leopoldo Lugones, Romancero», donde calificaba -o descalificaba-
al poeta llamándolo «frangollón» y «ripioso».

Años más tarde, en el ensayo Leopoldo Lugones (1955) escrito en colaboración con Betina
Edelberg, las diatribas y sarcasmos respecto del Romancero lugoniano se convirtieron en elogios.
Dijo, por ejemplo, que en ese libro, Lugones «ahondó en su propia intimidad» y -176- señaló,
a propósito del romance «La palmera», que «la adivinación de la muerte se une al amor y es
entonces cuando el lirismo de Lugones logra su plenitud». Con todo, su más elocuente acto de
contrición aparecería en el prólogo de El hacedor (1967), donde Borges narró un encuentro
imaginario lleno de admiración y respeto por el autor de Odas seculares.

En 1974, al cumplirse el centenario del nacimiento de Leopoldo Lugones, entrevisté a Jorge


Luis Borges para un programa de Radio Nacional. Cuando le propuse el tema, Borges aceptó
inmediatamente. El diálogo se realizó en su departamento de la calle Maipú y el texto que sigue
es la fiel reproducción de sus conceptos grabados en una cinta magnetofónica.

-Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o los valores literarios más importantes de
Lugones?

-Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina.
Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de
existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la
Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo.
Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su «amigo y
maestro Rubén Darío». Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa
mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta.
Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero
sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además, escribió
cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.

-«Las fuerzas extrañas»...

-Sí, quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese -177- libro en el que están esos
admirables cuentos que son «La lluvia de fuego» e «Izur». Creo que además de eso, todo lo que
se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel
Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El
payador -que en mi opinión lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el
Martín Fierro sea un poema épico-, y luego todo ese movimiento ultraísta, muy justificadamente
olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me
equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta.

-¿Cree que la poesía de Lugones tiene aún vigencia o podemos considerarlo un poeta del
pasado?

-Lugones es un contemporáneo. Estamos aún dentro de la órbita de Lugones. Y además de


eso -esto es más importante que esas consideraciones históricas- quiero referirme a la emoción
que me causan los versos de Lugones. Esa emoción, desde luego, es de tipo verbal. Usted me
dirá que todos los poetas lo son, ya que todos hacen uso del lenguaje. Pero en la obra de Lugones
se siente más el lenguaje, se siente tanto que a veces se interpone entre lo que el poeta quiere
decir y lo que nos dice. Pero creo que hay estrofas de Lugones que viven más allá de lo que el
poeta se ha propuesto. Por ejemplo, cuando compara una puesta de sol con «un violento pavo
real verde delirado en oro», esas palabras tienen como una rigidez heráldica, un esplendor, que
hacen de ellas no una comparación del poniente sino un objeto verbal que el poeta agrega al
mundo.

-¿Usted cree que Lugones es un poeta de importancia exclusivamente local, para la


Argentina, o su obra merece una trascendencia más vasta, como la de Darío?
-Sí, creo que sí. Si admiramos a Góngora o a Quevedo, -178- que fueron poetas verbales,
poetas en los que se siente ante todo la palabra más que las emociones que inspiraron las
palabras, creo que no podemos prescindir de Lugones. Y eso está más allá de la mera
circunstancia de que Lugones sea argentino, cordobés, y yo también argentino y de cepa
cordobesa. Por ejemplo no se ha señalado que La pipa de Kif, que es un libro secundario de
Valle-Inclán, procede del Lunario sentimental de Lugones.

-Borges, una vez le oí relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y
Reissig. ¿Por qué no la cuenta?

-Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo -no
sé si usó la palabra plagiario- de Herrera y Reissig. Se basó en la fecha de Los éxtasis de la
montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los
sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el
vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera y
Reissig. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas
composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en
revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en
Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues
bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no
quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se
dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez
Petit y Horacio Quiroga, los que declararon -recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista
Nosotros, que se publicó cuando -179- Lugones se suicidó, en 1938-, ellos aclararon que había
una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y
Lugones el maestro.

-¿Usted conoció a Lugones?

-A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque
era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y
entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de
tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual
los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan
instintivamente la palabra «no», que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a
su juicio. Yo creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un
hombre que, sin duda, se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que
fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos
que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.

-Borges, usted es autor de hermosos poemas conjeturales. Lo invito a conjeturar.


Supongamos que Lugones estuviera vivo y usted se encontrara a su lado. ¿Qué le diría o qué
querría decirle?

-Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay
una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que él hubiera querido que le gustara lo que
yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo, fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado
me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.

-[180]- -181-
¿Quién es Pierre Ménard?88
Oscar Tacca

1. Pierre Ménard, ciudadano del mundo

El conocido cuento de Borges, «Pierre Ménard, autor del Quijote», reducido a su mínima
expresión representa la hazaña de un oscuro poeta simbolista, que decide acometer una empresa
mayor: la de reescribir Don Quijote -sin copiarlo.

Es sorprendente el eco que este breve relato, de tono deliberadamente gris y prosaico, ha
tenido en escritores, pensadores y críticos del mundo entero. Fama y difusión correlativas a la de
la obra total de Borges en la literatura universal. La repercusión de este relato se verifica en los
ámbitos del cuento, la crítica, el pensamiento, la lingüística, la historia. Esa trascendencia no se
ha debido, sin embargo, como en el caso de otros célebres cuentos o relatos universales, a la
implicación moral o -182- sentimental de un tema, un héroe o una intriga (pensemos, por
ejemplo, en la universalidad de otros cuentos famosos) sino a la peculiar sustancia y
circunstancia del relato. Peculiaridad difícil de definir, porque parece escapar a las categorías
más habituales de ficción, o relato imaginario, o narrativa del conocimiento, o literatura
fantástica -a menos que nos contentemos con la de lo fantástico intelectual (pese a la
imprecisión, amplitud e insatisfacción que la denominación puede entrañar).

Al hablar de su extensa repercusión, no nos referimos tanto a los estudios particulares de


que ha sido objeto en la copiosa bibliografía crítica, como, especialmente, a la alusión, mención
o cita en textos o discursos que a él recurren, desde su propio interés y perspectiva. La singular
materia del relato, la extravagante fábula tan rica de implicaciones y posibles derivaciones,
explica que haya servido de ilustración, sustento, apertura o iluminación de teorías, métodos,
hipótesis o conjeturas lingüísticas o literarias.

Sin intención exhaustiva, veamos algunas de esas referencias.

A Gérard Genette, por ejemplo, el relato le sirve para hablar de la práctica hipertextual
consistente en una «transformación puramente semántica», que denomina parodia minimal
(«parodie minimale»). Pierre Ménard asiste aquí al espectáculo de la Intertextualidad.

Umberto Eco recurre a Pierre Ménard para ejemplificar las nociones de «uso» e
«interpretación» textual, en los análisis de semiología general. Pierre Ménard ingresa en el
escenario de la Semiología y en el de la Estética de la recepción.

El relato es para Sábato motivo de interrogación respecto de la vigencia del pasado. ¿No
entra así Pierre Ménard en la Filosofía de la Historia?

Jean-Marie Schaeffer invoca el texto para mostrar que -183- la diferencia de contexto
origina una diferencia genérica, aun dentro de un género determinado. Es decir, Pierre Ménard
incursiona en el antiguo y controvertido ámbito de la Teoría de los géneros literarios.
A Robbe-Grillet le sirve, en defensa del nouveau roman, para condenar -por «deshonestos»,
dice- los argumentos de una crítica que pondera en un autor moderno el estilo clásico o los
elogios del tipo «escribe como Stendhal». «Para escribir como Stendhal -sostiene- ante todo
habría que escribir en 1830». Afirmación que rubrica con la siguiente reflexión: «El novelista del
siglo XX que reprodujese palabra a palabra Don Quijote escribiría de tal modo una obra
totalmente diferente de la de Cervantes».

Para Maurice Blanchot, «Pierre Ménard» tiene que ver con el misterio de la traducción. En
esta, dice, «tenemos la misma obra en un doble lenguaje; en la ficción de Borges tenemos dos
obras en la identidad del mismo lenguaje y, en esa identidad que no lo es, el fascinante espejismo
de la duplicidad de los posibles».

Rodríguez Monegal, por su parte, con motivo de Lezama Lima y Paradiso, vincula «Pierre
Ménard» con «la vanidad de la crítica»: «Ya Borges había alegorizado esa vanidad en el destino
grotesco, y tal vez patético, de Pierre Ménard, autor del Quijote».

Alicia Borinsky cree que Borges en «Pierre Ménard» (como Arenas en El mundo
alucinante) crea una máquina que intenta «enmascararse como una lectura vista como
reescritura». Y este «efecto de repetición» supone olvidarse del libro: «es la teoría del lenguaje
que lo hace posible».

No ha faltado tampoco una referencia explícita de Stanislaw Lem, el autor de ciencia


ficción. Lem sostiene en un artículo (de ficción científica llevada a la crítica literaria), y con
motivo de novelas que intentan prescindir del narrador y aun del contexto histórico, -184-
viviendo solo de la autosuficiencia del lenguaje, que «la autonomía total de la lengua es un
disparate», que «ni las palabras ni las frases enteras tienen atrincheramientos y fronteras». Al
respecto afirma que Borges roza la cuestión con su relato, del que cita literalmente el fragmento
referido a la «historia, madre de la verdad», idéntico y distinto en Cervantes y en Ménard, para
concluir: «Aquí hay algo más que una broma literaria o una burla, las reflexiones de Borges son
estrictamente justas y la verdad en ellas contenida no sufre el menor menoscabo a causa del
absurdo del concepto mismo (¡escribir el Quijote de nuevo!). En efecto, el sentido de las frases se
lee en función del contexto de la época; lo que significaba una retórica inocente en el siglo XVII
adquiere un sentido cínico en el nuestro. Las frases no tienen un sentido in se, y no fue Borges
quien lo decidió así para gastar una broma; el momento histórico modela los significados
lingüísticos: he aquí una realidad inapelable».

Pierre Ménard, como se ve, es un hombre que se pasea por el mundo. O al menos por el
mundo... de la teoría y la crítica literaria.

2. ¿Quién es Pierre Ménard?

Pero dejando de lado ecos y referencias que de manera puntual han tenido y tienen lugar,
debido a la particular condición de la fábula contenida en Pierre Ménard, abordemos otra
cuestión que ha desvelado a más de un crítico o lector, y que podría formularse, un tanto
secamente, así: ¿quién es Pierre Ménard? O mejor dicho, ¿quién está detrás de Pierre Ménard?
¿En qué escritor, o en qué experiencia ajena pudo inspirarse Borges para la creación de su
personaje? Cabe pensar que bien pudo no haberse basado en ningún autor o episodio particular,
-185- que su extraño héroe pudo haber sido simplemente el fruto de una especulación. Pero
pudo existir un modelo. Aun en tal caso, resta el imponderable espacio de la libertad creadora.
Nadie cree que el novelista copia o traslada directamente sus personajes del mundo real a la
ficción. Hay mutilaciones, trasplantes, metamorfosis. Pero a menudo el autor parte de figuras de
la realidad -y es por tales casos que los lectores buscan las «correspondencias».

Tal ejercicio (el de la identificación de «claves») es en muchos casos bastante bizantino. La


individualización o «clave» del Rastignac de Balzac, por ejemplo, o del barón de Charlus de
Proust, basa esencialmente la pesquisa en elementos biográficos o históricos, de escaso provecho
crítico o literario. En el caso de Pierre Ménard solo puede fundarse en aproximaciones o
deducciones de otro orden, que la hace menos trivial y ociosa, más significativa y fértil.

Y porque abundan los datos, indicios, mimetismos o «guiños», que asoman en el texto como
enigma, provocación o desafío, muchos han tenido (otros tal vez sigan teniendo) la impresión de
que detrás de Pierre Ménard está la admiración, la caricatura o la extrapolación de un escritor
determinado.

La pregunta sobre quién es Pierre Ménard puede inducir a muy distinta respuesta según
atienda de preferencia a su obra visible o invisible. Porque podrían ser muy distintos los modelos
de una y otra. La primera es tan heterogénea (recuérdense los diecinueve artículos, sonetos,
monografías del inventario) que la clave podría apuntar (conjugando cuestiones tan disímiles
como asuntos de autoría y traducción, atribuciones y falsías, plagios y coincidencias, vida social
y literaria) a autores subyacentes, a los que solo habría que restituir el nombre: ¿el de aquel
erudito «a la violeta»? ¿el de tal poeta neoclásico? ¿el de aquel crítico inocente? ¿el del traductor
-186- falaz? ¿el de uno que es varios? ¿el de varios que hacen uno? Pueden lucubrarse muy
distintas «correspondencias»...

Pero la verdadera clave, la que sin distinguirlo expresamente buscan todos, es la del autor de
la obra invisible, la del moderno autor del Quijote. Hagamos, pues, un somero repaso de las
propuestas que, en textos de categoría, género, tiempo y espacio muy diversos, han creído dar
con el germen, probable o preciso, de Pierre Ménard.

3. ¿Es Paul Groussac?

En Respiración artificial, Ricardo Piglia ve detrás de Pierre Ménard a Paul Groussac. En


rigor no es Piglia, sino uno de sus personajes: Renzi. Piglia puede compartir o no la idea de
Renzi. En un sabroso diálogo de la novela, con motivo de algunos inmigrantes europeos que
cumplieron una función en nuestra vida cultural, surge el nombre de Groussac. Se lo evoca con
poco miramiento (y bastante humor). Uno de los personajes, que expone el pensamiento de otro,
ausente, (el profesor Marcelo Maggi) dice que Groussac era «el intelectual del ochenta por
excelencia», quien, en su condición de auténtico europeo, ejercía «el papel de árbitro, de juez y
verdadero dictador cultural». En el fondo -opinaba Renzi- Groussac no era más que un
«francesito pretensioso» que, si hubiese continuado en Francia, no habría salido del anonimato,
o, en el mejor de los casos, no hubiera sido más que un «periodista de quinta categoría».

Pero Groussac, en sus afanes críticos, había publicado también un ensayo en el que creía
resolver, con gran aparato argumental, la discutida autoría del Quijote -187- apócrifo. Atribuía
esta falsa continuación de la primera parte del libro a un tal José Martí (homónimo casual del
héroe cubano). La conclusión de Groussac tiene, según Renzi, «como es su estilo, un aire a la
vez definitivo y compadre». Pero la solución enunciada, como se demostró después, tropezaba
con un grave inconveniente: el autor propuesto había muerto en 1604, antes de que apareciera el
Quijote. Renzi infiere: «Cómo no ver en esa chambonada del erudito galo [...] el germen, el
fundamento, la trama invisible sobre la cual Borges tejió la paradoja de "Pierre Ménard, autor del
Quijote?"».

El razonamiento de Renzi es el siguiente: si un escritor muerto antes de la aparición del


Quijote era capaz de escribir su continuación, ¿por qué otro escritor, tres siglos después, no iba a
poder reescribirlo? Y el corolario: «Ha sido Groussac, entonces, [...] quien, por primera vez,
empleó esa técnica de lectura que Ménard no ha hecho más que reproducir». Y agrega: «Ha sido
Groussac en realidad quien [...] enriqueció, acaso sin quererlo, mediante una técnica nueva, el
arte detenido y rudimentario de la lectura; la técnica del anacronismo deliberado y de las
atribuciones erróneas».

En otro lugar, y con motivo del estilo de Borges, Piglia dice también: «Borges lleva a la
perfección un estilo construido a partir de una relación desplazada con la lengua materna.
Tensión entre el idioma a en que se lee y el idioma en que se escribe que Borges condensó en
una sola anécdota (sin duda apócrifa). El primer libro que leí en mi vida, dijo, fue el Quijote en
inglés. Cuando lo leí en el original pensé que era una mala traducción. (En esa anécdota ya está,
por supuesto, el "Pierre Ménard")». Piglia entiende que el dilema consistía en lograr un español
que, conservando los ritmos y tonos del habla nacional, tuviese la precisión del inglés. Cuando lo
consiguió, «Borges constituyó una de las -188- mejores prosas que se han escrito en esta
lengua de Quevedo».

4. ¿Es Unamuno?

Emilio Carilla ha consagrado varios artículos al cuento. En el que más directamente aborda
la cuestión de la identificación, después de señalar algunas posibles aproximaciones de Ménard
con autores de remedos, imitaciones o continuaciones del Quijote -posible incitación de Borges
para el cuento- Carilla procura «buscar para él un nombre real que lo respalde». Su tesis será,
pues, que detrás de Pierre Ménard está Unamuno. Para ello se basa fundamentalmente en el libro
Vida de Don Quijote y Sancho. En él, como se recordará, Unamuno sostiene que, en Don
Quijote, Cervantes se mostró «muy por encima de lo que podríamos esperar de él juzgándole por
sus obras», es decir, la idea de una creación superior a su autor, la paradoja de un Cervantes hijo
de Don Quijote y no al revés.

Carilla funda su tesis en algunas coincidencias entre Unamuno y Pierre Ménard. La primera
es un común desmerecimiento: el de Cervantes por parte de Unamuno («mostró en sus demás
trabajos la endeblez de su ingenio»), el del Quijote por parte de Ménard («un libro contingente»,
«innecesario»).

La segunda es la idea de que ambos «mejoran» el Quijote: Unamuno como «explicador y


comentador». Pierre Ménard como «reconstructor».

Una tercera radicaría en esa especie de común condena de los cervantistas, imitadores y
renovadores, que tanto el autor español como el protagonista del cuento expresan. Pero es del
caso observar que -como Carilla lo señala- el mismo Unamuno podría quedar comprendido -
189- en ese grupo de rehacedores y seudocontinuadores que el propio cuento repudia.

Carilla abre prudentemente el paraguas: al comienzo afirma que la identificación que


propone entre Pierre Ménard y Unamuno podría ser un «espejismo», que «Borges no tuvo en su
relato ninguna intención de aproximar Unamuno y Ménard». Pero acude luego a un gran acopio
de argumentos que, sin el peso o evidencia de los anteriores paralelismos, van desde los que
pueden ofrecer alguna posibilidad de persuasión, como el de que ambos «reconstruyen» el
Quijote, o el de que para los dos, este había sido una obra «vigente» convertida ahora en
«colección de modelos para los tratados de preceptiva» (Unamuno) o «ocasión de brindis
patrióticos» (Ménard), pasando por el de signo negativo: «Ni uno ni otro pretenden pasar por
"Cervantes" renacidos», hasta otros muy tenues e inconvincentes como el de la pretendida
semejanza o «proximidad» entre los nombres «Pierre Ménard-Unamuno» (?).

Esa multiplicación de coincidencias debilita la convicción de la tesis, que apela finalmente a


una vaga relación entre Cervantes y Unamuno, o entre Unamuno y Borges. Tal vez sea por esta
sensación que el autor de la propuesta aduce: «La identificación resulta de la suma de pruebas
parciales».

Los artículos de Carilla dedicados a «Pierre Ménard», que iluminan facetas y descubren
sutiles concomitancias, nos merecen (como el resto de su obra) especial respeto y estima. Ello,
unido a la amistad que nos brindara, autoriza nuestro disenso. Discrepancia referida solo al
aspecto que nos ocupa, el de la identidad «clave» de Pierre Ménard. Al respecto creemos que su
propuesta de correspondencia o aproximación entre Unamuno y Ménard resulta poco
convincente, por la enorme distancia que separa los atributos de ambos personajes -191-
(abstracción hecha de su condición real o imaginaria). Pero más especialmente en razón de una
decisión teórica que lleva a Carilla a insistir en el carácter ensayístico del texto.

En efecto, se reiteran las afirmaciones en tal sentido: la prosa de Borges «enfila [...] del
ensayo al cuento»; «predominio ostensible del primero sobre el segundo»; Pierre Ménard «una
ficción con mucho de ensayo»; «confluencia de ensayo y ficción»; «ensayo-cuento»; «relato
(entre ensayo y ficción)».

En este orden de cosas, y curiosamente, Carilla consigna en una nota al pie de la página 24:
«El nombre genérico de "cuento" aparece en James E. Irby; el de "historia", en Georges
Charbonnier». Ambas denominaciones, sin duda, aluden al carácter ficticio de Pierre Ménard.

En nuestra opinión, se trata cabalmente de una ficción. En todo caso, de una ficción cuya
sustancia o tema narrativo es el ensayo (más precisamente, la «nota» bibliográfica, el comentario
crítico o erudito) o que adopta (paródicamente) la forma del ensayo. Pero el relato es plenamente
un cuento, una ficción. No parece conveniente ver en este texto a un Borges en acto de ensayista:
la fantasía, el humor, la ironía resultan evidentes. Es un cuento intelectual que juega con los
hábitos y remeda los vicios del ensayo, la crítica y la erudición. Esta consideración no es, por lo
demás, una especulación intrascendente: sabido es que la diferencia entre el ensayo y el cuento
implica la cuestión de la autoría.

Es, probablemente, por haber visto el cuento como un ensayo, o como un híbrido de ensayo
y cuento, que se ha disminuido o abolido la distancia -esencial- entre el autor del relato (Borges)
y el de la «nota» (el narrador). En otras palabras, no es lícito, sin más, atribuir a Borges las ideas
del comentarista y biógrafo de Pierre Ménard. -191- De ahí, algunas afirmaciones que
confunden los planos: «Borges nos da la sensación de respaldar ese carácter indeciso al llamar a
su obra "nota"»; «Borges declara, ahora con notoria rotundidad: "...Pierre Ménard. Resolvió
adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; etc."».

No se trata de Borges, se trata del imaginario narrador.


5. ¿Paul Mallarmé?

Rafael Gutiérrez Girardot, crítico colombiano radicado en Alemania desde hace años, es
autor de un artículo titulado «Pierre Ménard o Paul Mallarmé». En el primer momento uno
creería que hay una pintoresca errata. Ya veremos que no.

Girardot desecha la hipótesis «Groussac». Para él, es solo una de esas «conjeturas
inexpresas» de Piglia (como el encuentro de Hitler y Kafka) a la manera de Borges. Rechaza
también la propuesta «Unamuno» porque, a pesar de algunas afinidades («imperfectas
simpatías») entre Borges y el autor español, la disparidad entre ambos es tan grande, que solo
podría admitírsela por la vía del absurdo y la contradicción: «Unamuno disfrazado de poeta
simbolista y erudito francés, aficionado a la filosofía racionalista, mundano, defensor de una
aristócrata, es decir, Unamuno disfrazado de Anti-Unamuno, Unamuno traidor de sí mismo».

El artículo de Girardot es rico e ingenioso. El autor destaca aquella célebre aserción de


Mallarmé: «Tout, au monde, existe pour aboutir a un livre». Se trataba, pues, de la obsesión de
«el Libro». También Ménard tenía esa obsesión. Pero para él, el Libro debía ser el Quijote. «Pues
lo que importa a Borges -dice Girardot- no es la obra que Pierre Ménard pretende reescribir, sino
llevar -192- a sus últimas consecuencias la obsesión de Mallarmé o, más exactamente, el
pathos de esa obsesión». Uno y otro, nueva concomitancia, no concluyeron -como observa
Girardot- su obra. «El Libro del uno y el Quijote del otro permanecieron inéditos».

Pero quien compartía verdaderamente aquellas aspiraciones de Mallarmé era Valéry.


Girardot señala una «comunidad de intereses, como el lenguaje y la reflexión sobre el arte y la
poesía, en la fervorosa devoción del segundo por el primero y en la afición por lo mundano.
Valéry y Mallarmé rechazaban, además, la historia, y esto justificaría la empresa ahistórica de
Pierre Ménard».

Esta es, por un lado, la convergencia que Girardot señala entre las ideas y ambiciones de
Valéry y Mallarmé. Por otro lado, recuerda aquellas primeras obras de Bustos Domecq
(seudónimo fraguado con los apellidos de los abuelos, uno de Borges, el otro de Bioy Casares),
un escritor para el cual, de acuerdo con Rodríguez Monegal, «la única manera de enfrentar la
proliferación era silenciarla». Para Girardot (que se mofa y discrepa) «en vez de proliferación es
preciso decir agotamiento». Girardot opina que las parodias y ocultamientos de Bustos Domecq
sirvieron a los procedimientos que Borges perfeccionó con «Pierre Ménard autor del Quijote». Y
aquí encontramos lo esencial de su propuesta, y la razón del ocurrente título de su artículo:

En esta narración ya no parodia solamente el estilo intelectual


y literario de un determinado grupo, sino el de dos escritores
concretos [...] que encubre bajo un nombre, Pierre Ménard,
imitando el estilo de los títulos y de los temas preferidos y ciertas
circunstancias de su vida literaria, a Stephan Mallarmé y Paul
Valéry. Y así como construyó los apellidos de Bustos Domecq
acudiendo a los apellidos de dos abuelos: uno suyo y otro -193-
de Bioy Casares, así construyó el nombre de Pierre Ménard con las
iniciales del nombre propio de Valéry y del apellido de Mallarmé:
Pierré Ménard es una doble parodia de Paul Valéry y Stephan
Mallarmé.
Como insistimos particularmente en el carácter de «cuento» del relato (en rigor, también
Gutiérrez Girardot, pues habla de «apariencia de ensayo») reiteraremos la inconveniencia de
algunas formulaciones que establecen relaciones cuestionables entre opiniones de distinto plano.
Así, por ejemplo, cuando leemos: «como dijo Ménard a Borges» [la gloria es una incomprensión,
etc.] (en todo caso, se lo dijo al comentarista, autor de la nota). O bien: «Ménard cede la palabra
a su amigo Borges» (se la cede al comentarista).

Queda, en fin, clara la propuesta de Gutiérrez Girardot: Paul Mallarmé.

6. ¿Otro Ménard

No podía estar ausente en la producción de Anderson Imbert el tema de Pierre Ménard.


Aparece en un artículo publicado con el título de «Borges y Ménard». La opinión de Anderson
Imbert no es benévola con Pierre Ménard (un «papanatas»). Cree que para Borges el relato «no
es un modelo de crítica "neoplatónica", "neoestructuralista", "ontológica", "deconstructivista",
"hermenéutica", "intertextual" sino un curioso caso patológico».

Anderson se asombra de que la bibliografía ponderativa de Pierre Ménard siga creciendo,


viendo en él, por ejemplo, a un erudito «extremadamente inteligente», «lejos de ser un personaje
ridículo, como me parece a mí». Alude a la crítica que, entre otras direcciones, ha preconizado la
primacía del lector. Anderson, contrariamente, -194- la posición sostenida en trabajos
anteriores, «afirmativa de la autoridad del autor sobre el lector». Cree que el cuento «fue una
tomadura de pelo a intelectuales que pierden el tiempo con tareas inútiles, una fingida excusa
para el plagio y una reducción al absurdo de la teoría del lector como co-autor».

Como quiera que sea, nos complace leer en Anderson Imbert que Borges simulaba «que
Pierre Ménard no era un cuento sino un ensayo necrológico», para abundar luego sobre el error
de «figurarse que el "yo" de un cuento designa al escritor de carne y hueso y no al narrador
ficticio a quien el escritor ha cedido la responsabilidad de narrar».

De cualquier modo, para Anderson Imbert Pierre Ménard es un sofisma. Su protagonista una
especie de «alienado», y no un cultor de «la llamada "Estética de la Recepción", "Teoría del
Impacto", "Fenomenología del arte de leer", "Crítica de la Respuesta" o "Retórica de la
Lectura"».

No es este el lugar para discutir sus ideas sobre el relato en cuestión. Pero el artículo de
Anderson encierra una revelación. Recordemos que si algo nunca fue puesto en duda ha sido el
carácter original e insólito de la empresa de Pierre Ménard. «Tarea, en síntesis, -decía Carilla- de
paciencia, de denodado estudio y ambiciosa realización. En definitiva, ejemplo casi único en los
anales literarios...». Carilla atenúa, con prudencia (y con acierto), su afirmación casi único...

Hasta hace poco (que sepamos) nadie había dudado del carácter singular («casi único») de la
hazaña de Pierre Ménard.

Anderson Imbert (que parece haber leído todos los cuentos del mundo) ha encontrado uno,
que resulta una perla en el tema que nos ocupa. Se trata de un relato que lleva un título muy
extraño, «Corputt», y que pertenece a un escritor muy extraño también (o muy poco conocido: -
195- Tupper Greenwald. El autor, es un polaco-norteamericano, y el cuento fue publicado
dieciséis años antes de «Pierre Ménard»89. Refiere la historia -sintetizamos el resumen que del
mismo hace Anderson- de un admirador fervoroso de Shakespeare, en particular de King Lear.
Corputt, el protagonista, era catedrático en una universidad norteamericana, mantiene durante
toda su vida el sueño de llegar a escribir un drama semejante en perfección al Rey Lear. Ese
sueño lo acompaña hasta el lecho final. Muy próximo a morir, ante la presencia de un colega, ex
discípulo, le recuerda su antigua ambición y le confiesa que la noche anterior ha dado fin al
drama que siempre había querido escribir. Saca de abajo de la almohada un manuscrito, del que
lee a su amigo algunos versos que considera los mejores. El texto del manuscrito coincide
literalmente con King Lear de Shakespeare.

Es muy improbable que Borges conociera el cuento de Greenwald. Por consiguiente, no se


sustenta ni se deduce ninguna hipótesis sobre el interrogante de quién es Pierre Ménard. Pero la
sorprendente coincidencia -como se ve- hace el caso digno de mención aquí, con el mérito de
Anderson Imbert por su descubrimiento y relevancia en conexión con «Pierre Ménard».

Tal vez podría agregarse que, sin llegar a su concreción, la aventura de Ménard es el pecado
original de todo escritor: escribir una obra maestra del pasado. Permítasenos un testimonio entre
tantos:

-196-
El libro que hubiera querido escribir es una novela: El lobo
estepario. Sé que hay libros mejores: pero cuando lo leí, a los
dieciséis años, sentí que quería ser escritor, no para escribir un libro
como ese, sino, sencillamente, para escribir ese mismo libro.
Cualquier día, disimulando un poco, consigo hacerlo.

Abelardo Castillo

7. ¿Valéry?

Llegado aquí, el lector podría preguntarse cuál es la opinión personal del que esto escribe.
Desde las primeras lecturas del cuento tuvimos nuestra propia hipótesis. Pero ella nos llevó,
entonces, a darle forma de ficción90.

Teniendo en cuenta las afinidades y coincidencias que suele haber entre un par de amigos,
especialmente cuando la amistad es preponderantemente intelectual o literaria, imaginamos la de
esas dos figuras -Ménard y Valéry- que tenían tales afinidades (en gustos, ideas, conductas,
preferencias). La ficción era, por consiguiente, leve. Aproximaciones y analogías no están
supuestas o inventadas, sino que surgen expresamente del texto de Pierre Ménard y de la vida y
obra de Valéry. Por prurito de exactitud, sin embargo, no quisimos dar a nuestra hipótesis el
carácter asertivo de un artículo sino el conjetural del cuento. Un cuento en el que subyace una
hipótesis (anterior a las que se enunciaron o conocimos luego).

En efecto, nos sorprendían las semejanzas: meridionales ambos, fueron fieles a ese espíritu.
Sintieron inclinación por las lenguas más fraternas de la propia (el -197- español, Ménard; el
italiano, Valéry). Precoces en el éxito de la poesía, colaboraron tempranamente en publicaciones
de Nîmes o de Montpellier, más tarde en la N. R. F. Tuvieron ambos un perfil social y mundano:
tertulias y salones, versos en álbumes voraces, amistades de abolengo: los «mardis» de la rue de
Rome (Valéry), los «vendredis» de la baronesa de Bacourt (Ménard). Deudores de Poe, los dos
recusaron la noción de autor, insuflaron nuevo aire en la forma del soneto y honraron La Conque
de Pierre Louys. Tenuemente agnósticos, ambos mantuvieron el respeto por el catolicismo.
Profesaron un gusto común por la lógica, por Leibniz y Descartes. Se impusieron largos años de
silencio, que Ménard cerró con una trasposición en alejandrinos del Cementerio marino de
Valéry y una invectiva contra este (de la que Ménard dice ser el reverso de su verdadera
opinión). Modestos y recoletos, coincidieron en el gusto perverso de la corrección indefinida, del
trabajo del trabajo, del rechazo del azar. Compartieron el interés de la literatura como ejercicio
de transformaciones en que el lenguaje desempeña un papel capital.

Pero desearíamos todavía acudir a una página de Valéry, reveladora de esas concordancias,
si no en la identidad de emprendimiento como el de Topper Greenwald, en la de órdenes muy
variados y significativos. Se trata del fragmento final de «Au sujet d'Adonis», texto que parecería
cuasi premonitorio, si es verdad que cada texto, como «cada escritor, crea a su precursores»:

Cet Adonis de La Fontaine a été écrit il y a environ deux cent


soixante ans. Dans cet espace, la langue française n'a pas été sans
varier. Puis, le lecteur d'aujourd'hui est bien éloigné du lecteur de 1660.
Il a d'autres souvenirs, et une tout autre «sensibilité»; il n'a pas la même
culture, en supposant qu'il en ait une (il -198- en a quelquefois
plusieurs, il arrive qu'il n'en ait point du tout); il a perdu et il a gagné; il
n'est presque plus de la même espèce. Mais la considération du lecteur
le plus probable est l'ingrédient le plus important de la composition
littéraire; l'esprit de l'auteur, qu'il le veuille, qu'il le sache, ou non, est
comme accorde sur l'idée qu'il se fait nécessairement de son lecteur; et
donc le changement d'époque, qui est un changement de lecteur, est
comparable á un changement dans le texte même, changement toujours
imprévu, et incalculable.

Réjouissons-nous de pouvoir encore lire Adonis, et presque tout


avec délices; mais ne pensons pas que nous lisions celui même des
contemporains de l'auteur. Ce qu'ils prisaient le plus, peut-être nous
échappe-t-il; ce qu'ils regardaient á peine nous touche quelquefois
étrangement. Certaines choses charmantes se sont faites profondes;
d'autres, tout insipides. Songez aux attraits et aux dégoûts que ce texte
peut exciter chez un homme de nos jours, nourri des poétes modernes;
toutes ces lectures prochaines l'ont harmonisé á elles; et son esprit
comme son oreille sont devenus sensibles á des impressions que l'auteur
n'avait jamais pensé de produire; insensibles á des effets qu'il avait
soigneusement étudiés. Jamais Racine, par exemple, quand il a écrit son
illustre vers:

Dans l'Orient désert quel devint mon ennui!


ne s'est imaginé de peindre autre chose que le désespoir d'un amant.
Mais l'accord magnifique de-ces trois mots, quand le temps le transporte
et le fait traverser le XIXe siécle, trouve un renforcement inattendu et
une résonance extraordinaire dans la poésie romantique; dans une âme
de notre époque, il se mélange merveilleusement à quelques-uns des plus
beaux vers de Baudelaire. Il se détache d'Antiochus, il prend une
généralité pure et nostalgique. Son élégance finie se -199- transforme
en beauté infinie: cet «Orient», ce «désert», cet «ennui», combinés sous
Louis XIV, acquièrent un sens illimité, et la puissance d'un charme, par
le fait d'un autre siècle qui ne peut plus les concevoir que dans sa
couleur.

Il en est ainsi d'Adonis.

La Graulet, 1920.

Cabe preguntarse si Borges no tuvo conocimiento, un conocimiento reflexivo, de este texto,


aparecido unos veinte años antes de «Pierre Ménard, autor del Quijote»91 De cualquier modo, las
correspondencias subterráneas son múltiples. El texto de Valéry surge dos siglos y medio
después de Adonis; el de Pierre Ménard, tres siglos después de Don Quijote. Ambos subrayan la
variación de la lengua (el francés, el español) así como la distancia que separa a los lectores de
hoy de aquellos del siglo XVII. El placer de la lectura actual no debe hacernos creer que leemos
lo mismo que leían los contemporáneos de La Fontaine o de Cervantes: algunos aciertos del
primero se han vuelto «profundos», otros «insípidos»; algún texto del segundo más «rico (más
ambiguo, dirán sus detractores)». Un verso contemporáneo como

-200-

Dans l'Orient désert quel devint mon ennui!

de Racine (o cualquier otro de Adonis) que solo describía el desencanto, obtiene una
sobrecarga de sentido al atravesar la poesía romántica y despertar los ecos del Simbolismo. No
de otro modo una aserción como «la historia, madre de la verdad», simple elogio retórico en el
siglo XVII, adquiere un sentido «descaradamente pragmático» en el siglo XX. Este cambio de
lectura ¿qué es, sino un cambio de lector? Lo dice Valéry al hablar de «la considération du
lecteur le plus probable»92.

Las experiencias de Valéry y de Ménard son semejantes en el terreno de la especulación,


con una diferencia cardinal en el de la estimación de los textos precursores: admiración en el
caso de Adonis, «indiferencia» (cuando menos) en el de Don Quijote.
Vidas paralelas, en fin, entre el personaje histórico y el de la ficción. Tan paralelas y
semejantes, que nos cuesta creer que en el espíritu de Borges no hubiera estado presente -de
manera consciente o subconsciente- el genio y la figura de Paul Valéry, cuando diera nacimiento
a Pierre Ménard.

8. ¿El mismo Borges?

Por supuesto, cabe una hipótesis más transparente, y es la de Pierre Ménard como un alter
ego de Borges. Es lo que parece desprenderse de numerosos artículos que vinculan directamente
el propósito, las ideas o el arte poética de Pierre Ménard con los del autor de la ficción.

-201-

Tal lo que puede deducirse del siguiente párrafo de un artículo en que sus autores, Tamara
Holzapfel y Alfred Rodríguez, abordan con sagacidad las probables razones de la elección de los
tres capítulos cervantinos en la obra de Ménard:

Pero el porqué del Quijote queda de nuevo ofuscado en la


conclusión de la misma carta: «Componer el Quijote a principios
del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso
fatal». Pues lo que difícilmente puede ser el Quijote es obra a la vez
fortuita e innecesaria y necesaria e inevitable. La paradoja que
encierra esta cita de Ménard nos deja perplejos. La explicación
original de la criatura borgiana se desvanece ante nuestros ojos y
nos conduce, con la interrogación intacta, ante el propio autor-
creador, ya desenmascarado. El laberinto de las sucesivas razones,
la misma artificiosidad, nos ha conducido hasta el propio Borges.

Otro tanto sucede con un interesante artículo de Julio Rodríguez-Luis sobre los borradores
de Ménard. El autor recuerda que Ménard, como Borges en 1939, no había escrito aún nada
perdurable, y más adelante afirma:

Ménard, el crítico y poeta de segunda fila cuyo más alto logro,


aquel al que dedicó el más continuado e intenso de sus esfuerzos,
fue re-escribir el Quijote, se nos aparece así como una imagen de
Borges según se ve él a sí mismo en relación con Don Quijote, obra
que, como máximo representante de la cultura hispánica, participa
de la barbarie que Borges, por ser el país bárbaro donde le tocó
nacer a parte de esa cultura, hace consustancial a ella.

-202-

Por supuesto, esta correspondencia queda también implícita en la mayoría de los autores
mencionados al comienzo del presente artículo, que atribuyen al emprendimiento de Pierre
Ménard postulados que incumben, como se dijo, a la teoría del lenguaje, del conocimiento o de
la traducción.

Pero a través del escritor que transparece en la figura de Pierre Ménard no se da la


«mismidad» sino la «alteridad». En un original artículo en el que analiza las coincidencias entre
Borges y Pessoa, Santiago Kovadloff afirma:

Borges ejecuta con igual resolución y acierto ese movimiento destinado a iluminar la
ruptura entre identidad biográfica y personalidad artística. ¿Cómo lo hace? Mediante la
exaltación de una voluntad apócrifa vertebradora de toda su práctica literaria. Borges, en efecto,
se empeña con inflexible tenacidad en adjudicar a otros todo lo que brota de su pluma, siempre
interesado en presentar como ajeno lo que es propio. Así, entre el escritor y su persona se abre un
abismo cuya existencia y sentido Borges cultiva con obstinación y deleite.

En esa distancia entre autor y personaje finca la analogía de ambos escritores. «Borges y
Pessoa jerarquizan con pasión esa diferencia. La teoría de los heterónimos y los postulados
borgeanos de la composición apócrifa se nutren en la convicción de que es la alteridad y no la
mismidad nuestro destino».

9. Epílogo

Máscara transparente o personaje de humo, como se -203- ve, las hipótesis sobre quién es
Pierre Ménard cubren un amplio abanico que va desde la identificación más o menos precisa con
un autor determinado hasta la de la fusión de varios muy distintos entre sí, desde la de una pura
entelequia hasta la de una copia fiel, o desde la de un individuo real hasta la de un alter ego del
propio Borges, en su dimensión más autocrítica y acerba. Se podría añadir que va desde una
exploración detectivesca para descubrir in fraganti al soterrado modelo hasta una indagación
genealógica remontándose a las fuentes. A menos que baste con otra, más ortodoxamente
borgeana: así como en la Biblioteca de Babel todos los libros son un solo Libro, un Autor puede
ser «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás».

Desentrañar las claves no es, por supuesto, el camino sustituto para desentrañar un texto.
Pero el caso de Pierre Ménard alcanza una mayor proyección que el de las claves habituales,
cuyo interés es primordialmente erudito: la originalidad del mito y el carácter excéntrico del
personaje inducen a que las hipótesis alimenten nuevas propuestas de sentido para este
«memorable absurdo». Lo importante no es la clave en sí sino la reflexión gnoseológica que cada
caso entraña. Sin olvidar, por lo demás, aquella sabia frase de Valéry: Toute oeuvre est l'oeuvre
de bien d'autres choses qu'un «auteur».

P. S. Ya en prensa este artículo, leemos un curioso relato ficticio de Luísa Costa Gomes
(escritora portuguesa). aparecido en el n.º 522 de La Nouvelle Revue Frainçaise (1996) con el
título «Belisa Davies auteur du "Pierre Ménard autor del Quijote"». La Multiplicación de los
espejos...
Los ángeles de Borges
Gloria Videla de Rivero

El motivo de los ángeles aparece en varios textos de Borges, pero en algunos de ellos tienen
relieve protagónico, particularmente en el ensayo «Historia de los ángeles», que apareció por
primera vez en La Prensa, el 7 de marzo de 1926 y fue incluido en El tamaño de mi esperanza
(1926)93; en el ensayo «Los Ángeles de Swedenborg», perteneciente a El libro de los seres
imaginarios (1967)94 y en el poema «El Ángel», que apareció en La Nación del 25 de marzo de
1979 y fue luego incluido en La cifra (1981)95.

-206-

Me centraré en el análisis de estos tres textos, aunque un corte longitudinal a través de la


obra de Borges podría ampliar el registro de este motivo. Me referiré además, como corpus
auxiliar, al poema «Campos atardecidos» de Fervor de Buenos Aires (1923)96 y a la nota «El
Ángel de la Guarda en Avellaneda», una de las «Anotaciones» hechas a Cuaderno San Martín97.

En este estudio me propongo establecer cuáles son las modulaciones que ofrece el tema en
la obra de Borges. También trataré de determinar algunas de las fuentes y las actitudes del
ensayista o del poeta hacia los ángeles.

«Historia de los ángeles»

Este ensayo, incluido, como dijimos, en El tamaño de mi esperanza (1926), pertenece al


período juvenil y martinfierrista de Borges. Pueden captarse varias notas de su estilo juvenil:
frescura, desparpajo, humor, irreverencia y -a pesar de la universalidad del tema- algunas marcas
del criollismo literario.

No obstante la brevedad del ensayo y su evidente voluntad de síntesis, Borges se muestra


como un bien documentado angelólogo, que nos brinda una mirada histórica sobre los ángeles,
desde su creación hasta su supervivencia en la cultura contemporánea. Podemos -207-
distinguir en el artículo la siguiente estructura interna: en una primera parte el ensayista hace
referencia a los ángeles según aparecen en el Antiguo y en el Nuevo Testamento; en segundo
lugar, hace referencia a los ángeles en el Islam; luego examina la evolución de la teología sobre
ellos durante la Edad Media; a continuación alude a la presencia angélica en las doctrinas
cabalísticas; revisa algunos ejemplos de esa presencia a través de la poesía española; finalmente
cierra el artículo con consideraciones personales sobre el tema, que amplían las que había ido
intercalando a lo largo del artículo. El escritor no es un mero expositor o historiador, sino que es,
en todo momento, un yo opinante, que a través de indicios estilísticos o por la directa
intercalación de juicios, da a su escrito un claro carácter ensayístico.

Haremos algunas consideraciones con respecto a cada una de estas partes. En la primera,
que se configura en dos largos párrafos, el ensayista nos dice:

Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles:
el Señor los creó el cuarto día y entre el sol recién inventado y la
primera luna pudieron balconear la tierra nuevita que apenas era
unos trigales y unos huertos cerca del agua. Estos ángeles
primitivos eran estrellas. A los hebreos era facilísimo el maridaje
de los conceptos ángel y estrella: elegiré, entre muchos, el lugar del
Libro de Job (capítulo treinta y ocho, versillo séptimo) en que el
Señor habló entre el torbellino y recordó el principio del mundo
cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se
regocijaron todos los hijos de Dios.

(p. 63).

En realidad, no hay acuerdo entre los exegetas bíblicos con respecto al momento en que
fueron creados los ángeles, pues este dato no está explícito en las Escrituras. -208- Muchos
Padres de la Iglesia han opinado que el mundo invisible precede al visible, otros entienden que la
creación de la luz el día primero se refiere también a la creación de la luz espiritual, que
representa el mundo angélico98. Borges -y sus fuentes- atribuyen la creación de los ángeles al
cuarto día, cuando Dios creó «los dos luceros mayores [...] y las estrellas; y púsolos Dios en el
firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra» (Génesis, 1, 16-17). Esta hipótesis se explica
por la relación que los hebreos establecieron entre ángeles y estrellas, a la que también se alude
en el ensayo.

Los párrafos dedicados a exponer sobre la presencia de los ángeles en las Sagradas
Escrituras demuestran una lectura de numerosos textos bíblicos en los que se hace referencia a
ellos, a veces con mención bibliográfica precisa (por ejemplo la cita de Job ya transcripta). Pero
frecuentemente el escritor sacrifica la precisión de la cita a un estilo más literario, más ágil, más
sintético, no exento, como anticipamos, de criollismo. Destaco en el fragmento transcripto la
imagen de los ángeles «balconeando» desde las estrellas y el uso de diminutivos (uno de los
recursos literarios frecuentes en esta etapa borgeana, mediante el cual acriolla y coloquializa su
estilo). Y podríamos agregar otros ejemplos con estas connotaciones a lo largo de todo el
artículo: aparecen «caterva de ángeles», «ángeles que vienen por el camino derecho de la
llanura», «ángeles que son como baquianos en la soledad», ángeles que se relacionan con
«tardecitas, arrabales y descampados».

El ensayista hace una enumeración sintética y abigarrada de las diferentes figuras y


funciones angélicas que aparecen en las Escrituras y nos deja a los lectores -209- la tarea
investigativa de localizar las referencias, ayudados tal vez por las clasificaciones temáticas que
aparecen al final de las diversas versiones de la Biblia, o por las precisiones que nos dan diversas
Enciclopedias, como la Británica o el Diccionario de Teología Católica99 (que él menciona en
otros ensayos) o el más moderno Catecismo de la Iglesia Católica100 (que él no pudo haber
consultado por aquella época). Pero a la lectura que Borges evidencia de las fuentes bíblicas, hay
que sumar su extraordinaria cultura literaria, que relaciona esas citas con versos de Quevedo, o
con traducciones de Fray Luis de León o que -avanzando el artículo- rastrea el motivo angélico
en diversos poetas hasta la actualidad.

Decíamos que Borges hace una mención sintética, alusiva y sugerente de algunos de los
ángeles bíblicos y que nos deja la tarea de localizar las referencias. Nos dice, por ejemplo: «Hay
ángeles forzudos como gañanes, como el que luchó con Jacob toda una santa noche, hasta que se
alzó la alborada». Alude aquí al episodio narrado en el Génesis 32, 22-31. Dice también: «Hay
ángeles de cuartel, como ese capitán de la milicia de Dios que a Josué le salió al encuentro»,
aludiendo al episodio en el que un ángel con espada desenvainada aparece ante Josué y le manda
que se quite las sandalias porque está pisando un lugar santo (Josué 5, 13-15). Y agrega: «Hay
dos -210- millares de miles de ángeles en los belicosos carros de Dios», probablemente
refiriéndose a la visión narrada en Daniel 7, 10, en la que el profeta contempla a un Anciano en
su trono: «Miles de millares le servían, miríadas de miríadas estaban en pie delante de él». En
general, los textos bíblicos y la doctrina patrística coinciden en que el número de los ángeles es
muy numeroso101.

Continúa refiriéndose así a varios episodios del Antiguo Testamento y luego transita hacia
el Nuevo con tono juvenilmente irrespetuoso: «Pero el angelario o arsenal de ángeles mejor
abastecido es la Revelación de San Juan: allí están los ángeles fuertes, los que debelan al dragón,
los que pisan las cuatro esquinas de la Tierra para que no se vuele, los que cambian en sangre
una tercera parte del mar [...] los que son algarabía de águila y de hombre». Efectivamente, el
Apocalipsis es pródigo en ángeles, por lo cual seleccionaremos para dar referencias más precisas
solo algunas de las citas a las que alude el joven Borges: «los cuatro Ángeles de pie en los cuatro
extremos de la tierra, que sujetaban los cuatro vientos de la tierra» aparecen en Ap. 7, 1; los
mencionados «ángeles fuertes» son múltiples: ante el libro sellado aparece «un Ángel poderoso
que pregona a gran voz» (5, 2); siete están de pie delante de Dios, con trompetas de oro y al
sonido de esas trompetas acaecen infinitos horrores en el mundo (8, 2 y ss.); un Ángel con
incensario de oro que está junto al altar, llena el incensario con fuego y lo arroja a la tierra (7, 5)
y por fin, aparece en la visión de San Juan, el Ángel más poderoso de todos, el que «desciende
del cielo revestido de una nube, con un arco iris sobre su cabeza, cuyo rostro es como el sol y
cuyos pies son como columnas de fuego -211- [...] el pie derecho sobre el mar, y el izquierdo
sobre la tierra», que clama «con voz grande, de la manera como ruge el león» (10, 1-3). Estos y
otros ángeles apocalípticos son englobados con gran economía expresiva -que ya es característica
desde este período juvenil- en un solo párrafo pleno de sugerencias.

Hace luego el ensayista, como anticipamos, una breve referencia a los ángeles en el Islam,
donde los musulmanes «viven desaparecidos por ángeles [...] ya que según Eduardo Guillermo
Lane102, a cada seguidor del profeta le reparten dos ángeles de la guarda o cinco, o sesenta, o
ciento sesenta».

Luego menciona otro hito en la angelología: la Jerarquía Celestial, según él «atribuida con
error al converso griego Dionisio y compuesta en los alrededores del siglo V». El escritor se
refiere, no sin ironía, al «documentadísimo escalafón del orden angélico», aludiendo así a la
doctrina ya esbozada por San Pablo (Efesios, 1, 21 y Colosenses 1, 16), luego establecida por
Dionisio y modulada por otros teólogos posteriores, según la cual los ángeles están organizados
en nueve coros, que se subdividen a su vez en tres jerarquías cada uno. Romano Guardini103 nos
explica este orden diciendo que la existencia de los Ángeles, después de haber optado por Dios
en un acto de libertad personal, consiste en la coejecución de la vida de Dios mediante la
contemplación, el amor, la alabanza y el servicio. La «alabanza» significa el acto por el cual la
criatura reconoce que Dios «es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la -212-
fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Ap. 5, 12). El «servicio» es la actividad que cumplen
los ángeles en la obra universal de Dios.

El hecho de que lo distinto encuentre justificación, pero forme parte de la unidad del todo,
en el orden del santo dominio y del santo servicio, determina la «Jerarquía». En ella, los ángeles
pertenecientes a las tres órbitas superiores viven en la contemplación directa de Dios, vueltos por
entero hacia él. Son los Serafines, los ángeles cuyo acto existencial es todo amor, los
Querubines, que tienen su esencia en el conocimiento de Dios y los Tronos, que la tienen en la
realización del eterno presente de Dios. Los ángeles de la segunda órbita (Dominaciones,
Virtudes y Potestades) representan distintas formas de una existencia que consiste en la
realización contemplativa y amorosa de los designios universales de Dios, de la plenitud y de la
ley de estos. Las tres últimas órbitas, los Principados, los Arcángeles y los Ángeles, viven en la
realización del crear y del regir mismos de Dios, del acaecer del mundo y de la historia humana.
Los ángeles viven en Dios pero son asimismo los enviados a través de los cuales Él obra en el
mundo (Guardini, pp. 85-88). Borges selecciona de la descripción jerárquica atribuida a
Dionisio, la distinción «entre los querubim y los serafim, adjudicando a los primeros la perfecta
y colmada y rebosante visión de Dios y a los segundos el ascender eternamente hacia Él, con un
gesto a la vez extático y tembloroso, como de llamaradas que suben» (pp. 64-65). Relaciona
también la Jerarquía con unos versos de Alejandro Pope: «As the rapt seraph, that adores and
burns» («Absorto serafín que adora y arde»).

Revisa luego la evolución de la angelología a través de los teólogos, deteniéndose en las


especulaciones del teólogo alemán Rothe sobre las facultades y atributos

-213- angélicos, que incluyen la fuerza intelectual, el libre albedrío, la inmaterialidad,


inespacialidad, la duración perdurable (con principio pero sin fin), la invisibilidad y la
inmutabilidad.

Al resumir después la presencia de los ángeles en los cabalistas, menciona como sus fuentes
bibliográficas para este punto el libro en alemán Los elementos de la cábala (Berlín, 1920) del
doctor Erich Bischoff y la obra Literatura rabínica de Stehelin. El primero, nos dice, «enumera
los diez sefiroth o emanaciones eternas de la divinidad, y hace corresponder a cada una de ellas
una región del cielo, uno de los nombres de Dios, un mandamiento del decálogo, una parte del
cuerpo humano y una laya de ángeles». Refuta la acusación de vaguedad hecha a los cabalistas,
sosteniendo que, por el contrario, eran fanáticos de la razón y la causalidad.

Pasa luego a revisar el motivo angélico en la literatura, seleccionando ejemplos de Juan de


Jaúregui, Góngora, Lope y Juan Ramón Jiménez. El ensayo termina manifestando el casi milagro
que significa la supervivencia del ángel en la literatura a través de los siglos, hasta la actualidad.
Dice el ensayista:

La imaginación de los hombres ha figurado tandas de


monstruos (tritones, hipogrifos, quimeras, serpientes de mar,
unicornios, diablos, dragones, lobizones, cíclopes, faunos,
basiliscos, semidioses, leviatanes y otros que son caterva) y todos
ellos han desaparecido, salvo los ángeles.

(p. 67)

Los ensayos contenidos en El tamaño de mi esperanza (como los poemas de Fervor de


Buenos Aires) tienen en germen su mundo literario posterior. Si bien Borges tenía valederas
razones para no querer reeditar estos ensayos juveniles, adscriptos a premisas artísticas como -
214- el criollismo voluntario que él superó en su obra madura, creo que fue acertada la decisión
de María Kodama de ponerlos a nuestro alcance. En el párrafo que acabo de trascribir están en
germen dos de sus libros posteriores: Manual de zoología fantástica (1957) y el Libro de los
seres imaginarios. Si se tiene en cuenta el altísimo lugar que los ángeles ocupan en las Sagradas
Escrituras, en la tradición teológica católica elaborada desde la Patrística y, en general, en las
grandes religiones, la mezcla con otros «seres imaginarios» de naturaleza y categoría diversas
puede tener cierto toque irreverente. También es verdad que en El libro de los seres imaginarios
se recogen figuras con una muy rica tradición cultural, que con frecuencia tienen importantes
simbolismos psicológicos e inclusive religiosos.

Pero la ironía borgeana se manifiesta también en otros niveles: en algunas de las opiniones
intercaladas, en algunos adjetivos, en algunas imágenes. La más notable es la que asimila los
ángeles a los pájaros104, que se desarrolla con voluntad artística pero también bromista, dispersa
en diferentes párrafos: «Tanta bandada de ángeles no pudo menos que entremeterse en las letras»
(p. 66), dice. Y más adelante añade: «pero a cualquier poesía, por moderna que sea, no le
desplace ser nidal de ángeles» (p. 67). Y concluye: «son las divinidades últimas que hospedamos
y a lo mejor se vuelan» (p. 67). Sin embargo, la actitud del ensayista hacia los ángeles no es
permanentemente irreverente, es ambigua y -215- oscilante. El tema ha merecido su curiosidad
intelectual, todo un trabajo de investigación, lectura, síntesis y elaboración artística105. A pesar
de las notas irrespetuosas, se admira de la supervivencia de los ángeles y pone, finalmente, un
toque personal, más íntimo:

Yo me los imagino siempre al anochecer, en la tardecita de los


arrabales o de los descampados, en ese largo y quieto instante en
que se van quedando solas las cosas a espaldas del ocaso y en que
los colores distintos parecen recuerdos o presentimientos de otros
colores

(p. 67).

Este párrafo en el que el atrevimiento que ostenta el ensayo se arremansa y dulcifica, se


relaciona con un poema muy juvenil del autor: «Campos atardecidos», que fue incluido en
Fervor... (1923), pero que ya había sido publicado con leves variantes en Ultra (Madrid, núm.
21, 1 enero 1922)106 durante su período ultraísta:

El poniente de pie como un Arcángel


tiranizó el camino.
La soledad poblada como un sueño
se ha remansado alrededor del pueblo.
Los cencerros recogen la tristeza
dispersa de la tarde. La luna nueva
es una vocecita desde el cielo.
Según va anocheciendo
vuelve a ser campo el pueblo...

-216-

El Arcángel no es aquí el referente, el ser del que se habla, sino el término comparativo que
describe un atardecer, comparación que surge del atrevimiento vanguardista, empeñado en
aproximar realidades disímiles. Sin embargo la imagen es tan llamativa, que el término
metafórico se impone como imagen dominante.
«Los Ángeles de Swedenborg»

Esta breve obra en prosa está incluida en El libro de los seres imaginarios (1967)107, escrito
en colaboración con Margarita Guerrero. En esta obra, que amplía y reelabora el Manual de
zoología fantástica (1957), se insertan los dos trabajos referidos a Swedenborg, sus ángeles y sus
demonios, entre las descripciones de otros seres más o menos fantásticos, muchos de los cuales
fueron enumerados en el párrafo de «Historia de los ángeles» que transcribí más arriba. Los
ángeles aparecen, pues, mezclados en el libro con seres mitológicos, fantásticos o folclóricos.

En este contexto, Borges hace una síntesis de las características principales que tienen los
ángeles en la obra del hombre de ciencia y filósofo sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772)108.
No indica en este ensayo la fuente de la que extrae este resumen aunque un breve cotejo permite
inferir que se trata del libro Del cielo y sus maravillas y del infierno (Coelo et inferno, 1758)109.
-217- En otras ocasiones menciona las tres principales obras de Swedenborg relacionadas con el
tema: Los arcanos celestes (Arcana coelestia) publicada en Londres, en latín, entre 1747 y 1758;
La verdadera religión cristiana (Vera christiana religio,1771) y la que acabamos de mencionar.
Borges hace, a lo largo de diversas obras, no menos de veintiséis referencias al místico
heterodoxo sueco110. Éste, en sus obras, «propone un sistema teosófico y salvacionista basado
ante todo en una interpretación analógica y alegórica de las Escrituras y de los hechos sagrados,
concepción que se vincula con toda la tradición del pensamiento esotérico. El autor refiere sus
experiencias y visiones, en especial aquellas en las que sostuvo largas conversaciones con «los
ángeles y otros seres celestes»111. Borges sintetiza:

Los Ángeles de Swedenborg son las almas que han elegido el


Cielo. Pueden prescindir de palabras; basta que un Ángel piense en
otro para tenerlo junto a él. Dos personas que se han querido en la
tierra forman un solo Ángel. Su mundo está regido por el amor;
cada Ángel es un Cielo. Su forma es la de un ser humano perfecto.
La del cielo lo es asimismo...112

Estas y otras características definidas por Swedenborg y seleccionadas e interpretadas por


Borges, difieren de la angelología judeo-cristiana ya que muchos de los caracteres del Cielo y de
sus habitantes descriptos por el -218- místico, provienen -según él- de sus propias visiones y
conversaciones celestiales.

Esta breve prosa borgeana es ampliada en su conferencia sobre el escritor sueco,


pronunciada el 9 de junio de 1978 en la Universidad de Belgrano113. Sin embargo, en ella la
focalización sobre el tema que nos ocupa es menos puntual, ya que se refiere a la vida y la obra
de Swedenborg; después de presentarnos al autor, de seguirlo a través de su evolución biográfica
hasta el momento en que Jesús se le aparece y le pide que cree una tercera iglesia, la de
Jerusalén, el conferencista comenta la obra y refuta que sea la de un loco, como algunos opinan;
considera que está escrita en un estilo muy sereno y que expone con mucha autoridad, que es la
obra de un viajero que ha recorrido tierras desconocidas y que las describe tranquila y
minuciosamente. Borges atestigua haber leído los cuatro volúmenes de Swedenborg, traducidos
al inglés y publicados por la Everyman's Library.
En «Otro poema de los dones» encontramos otra referencia a los ángeles de Swedenborg
cuando da gracias «al divino / laberinto de los efectos, y las causas»: «Por Swedenborg, / que
conversaba con los ángeles en las calles de Londres»114. Nuestro escritor, tan frecuentemente
burlón, habla de la experiencia sobrenatural relatada por el vidente escandinavo con notable
respeto y parece dar crédito a sus visiones y a sus ángeles.

-219-
«El Ángel»

Este poema apareció -como dijimos- en La Nación del 25 de marzo de 1979 y fue luego
incluido en La cifra (1981). La actitud del yo literario con respecto al ángel es muy diferente a la
que analizamos en su ensayo juvenil. El poema está escrito ya hacia el final de la vida de su autor
y denota un sustancial cambio de actitud frente al tema. Aunque no ignoramos los aportes de la
teoría literaria que distinguen al autor del hablante lírico (teoría que el propio Borges contribuyó
a establecer), postulamos que son muchos los vasos comunicantes entre el yo lírico y un Borges
que imagina la dimensión espiritual de su vida, su momento final y el enfrentamiento con lo
Sagrado115. La madurez humana alcanzada y la gravedad del momento que avizora excluyen la
irreverencia e imagina al Ángel (cuyo nombre se escribe ahora sistemáticamente con
mayúsculas) con serena pero fuerte grandeza.

El poema consta de dos núcleos o estrofas, la segunda muy breve. La primera agrupa una
serie de oraciones desiderativas que pueden interpretarse básicamente como expresiones de
deseo pero también como signos de una actitud de ruego religioso:

-220-

Que el hombre no sea indigno del Ángel


cuya espada lo guarda
desde que lo engendró aquel Amor
que mueve el sol y las estrellas
hasta el último Día en que retumbe
el trueno en la trompeta.

En la primera oración se presenta al Ángel en relación con el hombre, marcando ya


claramente la superioridad de la criatura celestial con respecto a aquel. El Ángel guarda al
hombre, pero su figura está lejos de la dulce iconografía de los Ángeles de la Guarda producida
para la recepción infantil. Por el contrario, la atribución de una espada le confiere en nuestra
imaginación un aspecto erguido, imponente y guerrero, imagen de raigambre bíblica y con
desarrollo iconográfico, muy alejada también de los rollizos ángeles del barroco o del arte
rococó. La solemnidad de la presentación se refuerza por la evidente alusión a la Divina
Comedia de Dante, en los versos que nombran a Dios como «el Amor / que mueve el sol y las
estrellas» (Paraíso, Canto XXXIII). Esta alusión vincula también al Ángel con los que aparecen
en la obra de Dante, delegados, mensajeros o contempladores de Dios116. La referencia al
«último Día en que retumbe / el trueno en la trompeta», por sus resonancias apocalípticas, por su
alusión al día del Juicio Universal y por la solemnidad del momento imaginado, solemniza
también la figura sugerida del Ángel. Es notable la economía descriptiva ya que la imagen se
presenta sin adjetivación, sólo a través de un sistema de relaciones culturales.

Si bien el Ángel de la Guarda es permanente compañero -221- del hombre y es el


intermediario o mensajero de las mociones divinas, el hombre es libre y puede aceptarlas o
desoírlas. Es por ello que, en el poema, es el hombre quien puede conducir al Ángel a lugares
degradantes. Las tres oraciones desiderativas siguientes nos presentan una ética, que coincide
con la ética cristiana, pero también con la particular concepción ética borgeana.

Que no lo arrastre a rojos lupanares


ni a los palacios que erigió la soberbia
ni a las tabernas insensatas.
Que no se rebaje a la súplica
ni al oprobio del llanto
ni a la fabulosa esperanza
ni a las pequeñas magias del miedo
ni al simulacro del histrión;
el Otro lo mira.

Con gran capacidad de síntesis se sugieren los pecados de la carne (lupanares, tabernas) y
los pecados del espíritu (la soberbia). Desde el punto de vista de las técnicas literarias, es notable
el uso de un recurso que Borges asimiló del expresionismo y que se convirtió en una constante
de su estilo: el desplazamiento calificativo o hipálage: «tabernas insensatas», «fabulosa
esperanza». Me refería antes a modalidades de la ética borgeana. Las expresiones: «el oprobio
del llanto» o «que no macule su cristal una lágrima» nos recuerdan al «Nadie rebaje a lágrima o
reproche» del «Poema de los dones», motivo que se reitera en poemas que atestiguan actitudes
estoicas de antepasados y familares frente al dolor, la enfermedad o la muerte.

Cuando el hablante lírico nos exhorta o se exhorta a recordar «que nunca estará solo» pues
«el Otro lo mira», -222- de algún modo hace una opción teológica por la alteridad de Dios117.
Las doctrinas gnósticas que penetraron el romanticismo, el simbolismo y sus derivados en el
siglo XX, contribuyeron a instaurar en gran número de escritores un panteísmo indiferenciado: el
yo del poeta era o es -de algún modo- parte de la divinidad. El hablante lírico es aquí categórico:
Dios es el Otro (aunque existan infinitos puentes, canales de la vida divina y posibilidades de
unión). Si bien Dios es Otro, penetra y mira permanentemente al hombre. El poeta concuerda con
múltiples testimonios bíblicos, como el salmo 139: «Yahveh, tú me escrutas y me conoces; /
sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, / mi pensamiento calas desde lejos...»118. Por ello
dice:

Que recuerde que nunca estará solo.


En el público día o en la sombra
el incesante espejo lo atestigua;
que no macule su cristal una lágrima.

La idea procede también de los Evangelios: nada quedará oculto. «El incesante espejo» es
metáfora de la eternidad, de la Memoria divina, de la «Memoria que no acaba nunca», según
palabras de Francisco Luis Bernárdez.

En la última estrofa el poeta pasa de la tercera a la primera persona gramatical en la oración


desiderativa:

Señor, que al cabo de mis días en la tierra


yo no deshonre al Ángel.

-223-

Hay una gradualidad en la confesión de la intimidad y aquí queda explícita la intención de


ruego, que en la primera larga estrofa solo estaba sugerida.

¿Tiene el poema valor autobiográfico? Podría tratarse de un ejercicio retórico, de un modo


de dar otra respuesta estética al desafío del tema angélico, que incitó a Borges desde su juventud.
Pero también, de un aflorar sincero de tina de las facetas del espíritu borgeano: la sembrada por
doña Leonor Acevedo de Borges, católica ferviente. «La discordia de sus dos linajes», la
dicotomía interior entre los valores de la madre y los de su padre, librepensador, ha sido
atestiguada por biógrafos como Emir Rodríguez Monegal119.

Como observó el mismo Borges, también la poesía contemporánea buscó esplendores en el


tema angélico: Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, entre otros,
poblaron sus poemas con diferentes textualizaciones y simbolismos de estas criaturas. La noticia
de que Francisco Luis Bernárdez iba a dedicar un libro al Ángel de la Guarda motivó la nota de
Borges «El Ángel de la Guarda en Avellaneda». En ella nos dice: «Por Carlos Mastronardi, en
noche de discusión y de caminata, supe que Francisco Luis Bernárdez, compartida amistad,
pensaba dirigir un poema al Ángel de la Guarda». Se plantea a continuación, con leve ironía,
cómo podría esbozarse el poema: una aparición del ángel en ternura, en un lugar odioso e
insípido120. Sin embargo, él mismo plasmó el tema años más tarde, con gran altura,
enmarcándolo no en «un barrio de fábricas» sino en la superior atmósfera de la Divina Comedia
del Dante. -224- ¿Había quedado el tema rondando en su mente como un desafío poético? Su
hermana Norah hizo de los ángeles su tema preferido, con un estilo que Rafael Squirru ha
considerado «visionario»121. Xul Solar, amigo de Borges, hizo también curiosos y bellos aportes
a la iconografía angélica.

Aunque el ruego final del poema de Borges sea mucho más abarcador, nos es lícito afirmar
que este texto «no deshonra al Ángel».
-225-

«Como decía Borges...». Notas sobre sus ideas estéticas122


José Luis Víttori

La lengua es un sistema de citas.

Jorge Luis Borges, El libro de arena, 86.

El lenguaje

El idioma es la sustancia de todas las formas de arte que llamamos literatura. A los
escritores nos dijo Borges desde el comienzo, que «el idioma apenas si está bosquejado y que es
gloria y deber suyo (nuestro y de todos) -226- el multiplicarlo y variarlo», pues palabras hay
«cuyo sentido dependen del escritor que use de ellas», de allí su deber de «engendrar vocablos
que alcancen vida de inmortalidad en las mentes», más allá, con más audacia que la de quienes
«sólo buscan en las palabras su ambiente, su aire de familia, su gesto», y bien lejos de «ese
cambalache de palabras que no nos ayuda ni a sentir ni a pensar» cuando solo nos atenemos a la
«autorizada costumbre» o a «un puñadito de gramatiquerías» («El idioma infinito», en El tamaño
de mi esperanza, 39 y ss.).

Si el mundo aparencial «es un tropel de percepciones barajadas», el lenguaje «es un


ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia» -nos dice-. De donde, «los sustantivos se los
inventamos a la realidad», abreviándola. «En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable,
brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de alejamiento de sol y profesión de
sombra, decimos atardecer» («Palabrería para versos», en loc. cit., 46-47).

Si los hechos (de la realidad) no requieren definición es «porque ya poseen nombre, vale
decir, una representación compartida» (Evaristo Carriego, 54). Solo de ese modo la lengua es
edificadora de realidades y de vocabularios en los que se especializa el conocimiento. Pero la
poesía (también la narrativa), «arte de poner en juego la imaginación por medio de palabras» -
según Schopenhauer- «es limosnera del idioma de todos» (del «español general» -dirá después),
del sermo plebeius al que debemos prestarle un estreno de expresiones simbólicas -por ejemplo:
diluviar, confluir, extremar, desalmar- cuya invención supere el «memorioso y problemático
español de los diccionarios» (El idioma de los argentinos, 145), el fanatismo de quienes han
reemplazado «el auto de fe con el diccionario de galicismos» (Carriego, 37) o las vanidades que
los preceptistas quieren hacer pasar por lenguaje poético, «como corcel y céfiro y purpúreo -
227- y do en vez de donde» («El idioma infinito», en El tamaño..., 48).

Sobre la aconsejada búsqueda de términos flamantes, en la esperanza de su posibilidad (de


allí el «tamaño de la esperanza» que da título al libro), propone la adjetivación como «intención
de belleza» (loc. cit., «Palabrería para versos», 45 y ss.).
«Los poetas actuales hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación», como lo
afianzó Quevedo en su tiempo, al ubicar «epítetos tan clavados, tan inmortales de antemano, tan
pensativos...» («humilde soledad», «viento mudo y tullido», «boca saqueada»), al contrario de
«la adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare», «esa retahíla baratísima de sinónimos» como
«tiempo devorador (o) gastador (o) infatigable» -dice-, amonestando en su exigencia las
invocaciones del gramático Ricardo Spiller; de epítetos balbucientes: «Tu busto albar su
delgadez de ondina», en Herrera y Reissig; de adjetivación embustera: «Apuntó en su matiz
crisoberilo», en Lugones.

En suma: si los epítetos demandan siempre «un esfuerzo de figuración», «no hay que
dejarlos haraganear». «Cualquier adjetivo, aunque sea pleonástico o mentiroso, ejerce una
facultad: la de obligar a la atención del lector a detenerse en el sustantivo a que se refiere, virtud
que se acuerda bien con las descripciones, no con las narraciones». Y asesta su ejemplo
empático: unos versos del Fausto en los cuales, con adjetivación ajada («overo», «lindo»,
«rosao»), Estanislao del Campo inventa un caballo «overo rosao» y dispone una «agradabilísima
interjección final: ¡Lindo el overo rosao!» que pasa también por una delicada codicia (loc. cit.,
«La adjetivación», 51 y ss.).

Llegados a El idioma de los argentinos, topamos en uno de sus trabajos, «Otra vez la
metáfora», con la -228- denegación de esta figura (y de todas las figuras) tan postulada con
anterioridad como representativa e impulsora de la manifestación poética. «La más lisonjeada
equivocación de nuestra poesía es la de suponer que la invención de ocurrencias y de metáforas
es tarea fundamental del poeta... Desde luego confieso mi culpabilidad en la difusión de ese
error» pues, siendo la metáfora «asunto acostumbrado de mi pensar [...] ayer he manejado los
argumentos que la privilegian [...]; hoy quiero manifestar su inseguridad...» (loc. cit., 49).

¿Debemos calificar la actitud contradictoria de un ayer que afirma con énfasis y de un hoy
que niega con parecida ceremonia? Inclinados a cierta malignidad lo haríamos, pero preferimos
la benigna explicación fenomenológica del aprendizaje sucesivo que permite descreer y cambiar
en la no detenida perfección del yo y de su hipóstasis verbal, todo a título de una permanente
denuncia de la facilidad, el descuido o la pereza. A las «contrarias lealtades» que más, adelante
declarará, debemos sumar sus porfiados lectores estas razonadas apostasías: «Creo de veras que
la metáfora no es poética; es más bien pospoética, literaria, y requiere un estado de poesía ya
formadísimo» (loc. cit., 51) vinculado a nuestro vivir, a la costumbre de pensar las cosas «con
devoción». En la fórmula de Unamuno: «Los mártires hacen la fe» (loc. cit., 50). Valga para él y
también para nosotros el epílogo de su casuística metafórica: «Me parece bien que haya
metáforas, para festejar los momentos de alguna intensidad de pasión. Cuando la vida nos
asombra con inmerecidas penas o inmerecidas venturas, metaforizamos casi instintivamente.
Queremos no ser menos que el mundo, queremos ser tan desmesurados como él» (loc. cit., 55).

En un ensayo posterior, «sobrecaliente» diríamos: «La simulación de la imagen» (loc. cit.,


77 y ss.) vuelve sobre el -228- debate para afirmar que «casi todas las que se dicen metáforas
no pasan de incontinencias de lo visual». Y alega que «esas negligencias [...] cuentan siempre,
con la complicidad del lector» (su haraganería o cortesía o visible superstición de creer en «las
naturalezas distintas de la conversación y de la escritura...»).

Y nos parece cierto. De igual modo aceptaremos creerle cuando nos diga al acaso en un
página de «La señora mayor» (El informe de Brodie, 1970) que «las metáforas comunes [como
«había ido apagándose poco a poco»] son las mejores, porque son las únicas verdaderas» (79);
las que ya han sido dichas, las sencillas invenciones del habla común, pensamiento melancólico
y epilogal, si se quiere, de un escritor que brilló y asombró con la «efusividad retadora» de sus
intuiciones. Baste señalar unas pocas al correr de las páginas: «Ignorar con plenitud»,
«fundamental vaguedad», «el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas», «con un
perceptible y tenue temblor de pájaro dormido latía misteriosamente una brújula», «la fogosa
caña», «el cóncavo recuerdo», figuras estas colectadas solo en las veintidós páginas de «Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius», es decir, entre los cuentos de Ficciones, su libro de 1941. Y así fue
siempre, entendiendo que, «dentro de la comunidad del idioma (es decir, dentro de lo
entendible), el deber de cada uno es dar con su voz», y su voz se deja oír en un tono de cierta
afectación «muy suya» (para decirlo con una sencilla atribución popular), cultivada, tal vez
querida pero no impostada -no para escucharse como se escuchaban Darío o Lugones- sino para
alcanzar una serena excelencia en el lenguaje que en un comienzo conoció la pasión creadora del
desafío: «Acontecen gigantescas puestas de sol que sublevan la hondura de la calle y apenas
caben en el cielo» -nos dijo en «Buenos Aires» (Inquisiciones)-, y también: «la enormidad de la
-230- absoluta y socavada llanura», o «esos ponientes pavorosos como arrebatos de la carne y
más apasionados que una guitarra» (89), al punto que declaraba: «Ejercimos la imagen, la
sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos...» (84).

Pero esas efusiones se van atenuando, en pos de la «serenidad eficiente»: «Hay una hora de
la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo
entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...» («El fin», en Ficciones,
180).

Dicho así, así hecho y declarado en más de una confidencia, para no incurrir él mismo en los
sagaces reproches que supo hacerle a Lugones -especie de «fijación edípica», escribimos alguna
vez o más de una vez al palpar su encono-; Lugones, «cuyos libros despertaron la admiración,
pero no el afecto, y que murió, tal vez, sin haber escrito la palabra que lo expresara», a fuerza de
querer ser original y de no resignarse, en su falta de rigor, en sus deliberados juegos retóricos, en
su barroquismo, a sacrificar el menor hallazgo (Leopoldo Lugones, 30 y ss.).

«La pompa de ciertas descripciones, algo mecánicas, traduce la fatiga del escritor y su
alejamiento de los temas tratados» -acusa Borges en «Cuentos fatales»- esto es, la ampulosidad
exterior del lenguaje disociada de la temática; la atención de la palabra escapándose de su
necesidad; la habilidad técnica despegada de su inevitable cauce espiritual. «Lugones está, por
decirlo así, un poco lejos de su obra; ésta no es casi nunca la inmediata voz de su intimidad sino
un objeto elaborado por él...» (97).

Este diagnóstico no se limita a sopesar el «caso Lugones»; enuncia juicios válidos, esto es,
aplicables, a toda la literatura argentina, a todo nuestro hacer o querer -231- hacer arte con la
palabra, al lenguaje que es «materia» e «instrumento» de la literatura, y a la literatura en cuanto
lenguaje de formas verbales capaces de animar historias y de comunicar emociones.

Wordsworth juzgó que a las composiciones de Goethe les


faltaba inevitabilidad; el dictamen es aplicable a buena parte de la
literatura de Lugones y aun de la literatura argentina. Muchos libros
argentinos adolecen del pecado original de ser innecesarios. Los
leemos con respeto o admiración, pero sentimos que el autor pudo
haber redactado con pareja felicidad libros del todo opuestos.

(loc. cit., 95)


El dictamen es provocador, es severo, es irreverente, pero en el real ensamble del lenguaje y
del pensamiento, o del lenguaje y de la imaginación, o del lenguaje y el despojado sentir esto es,
en el pleno obrar de la literatura, más de una vez se ajusta a la verdad. Muchos de nosotros y en
particular los escritores de mi generación, seducidos al principio por la voz barroca de William
Faulkner más que por su «mundo alucinatorio», cometimos el error de creer que la realidad es
verbal, y para decirla ahuecamos la voz, embelesándonos con la audición de nuestro propio
discurso y olvidando las honestas emociones de nuestra propia vida. El reproche de Borges
puede admitirse no solo por el lado vano de la retórica, sino también por la arrogante sencillez de
algunos seguidores del realismo, en las composiciones planas y envanecidas de reclamos
políticos que empalagaron nuestro medio siglo. Y a casi toda la veleidosa versificación que ha
producido este país,

El idioma de los argentinos

Si entendemos la literatura como un lenguaje en el -232- lenguaje, esto es, como el íntimo
acuerdo del idioma y de la obra, acuerdo o ensamble mediante el cual encuentra su forma el
modo de sentir del escritor, las precedentes observaciones de Borges, transcriptas en «buen
español» y claramente aplicadas a un caso visible, son el fundamento de un oficio llamado a
trascender el día. Otros lo habrán dicho antes, sin duda, en la espaciosa historia de la estética,
pero él recreó esas ideas en justos términos de actitud y valor para las secuencias de la crítica
argentina -tan o más carenciada que la poesía-.

El idioma y la consideración crítica del habla, de la escritura y de la obra fueron


preocupaciones insistentes en Borges. ¿Es que esos tiempos del suceso literario eran
incompatibles por algún motivo en nuestro país?

En El idioma de los argentinos, Borges se preguntaba:

¿Qué zanja insuperable hay entre el español de los españoles y


el de nuestra conversación argentina? Yo les respondo que ninguna,
venturosamente para la entendibilidad general de nuestro decir. Un
matiz de diferenciación sí lo hay: matiz que es lo bastante discreto
para no entorpecer la circulación total del idioma y lo bastante
nítido para que en él oigamos la patria.

Esto es lo esencial de su entender el lenguaje y lo sostendrá siempre: una saludable


equidistancia de sus copias -«la dicción de la fechoría» y la del «memorioso y problemático
español de los diccionarios»-; en suma, el idioma que nos dice, «el de nuestra pasión, el de
nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad». El idioma de nuestros mayores,
para quienes «su escritura fue la de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron
argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un mal humor.
Escribieron el dialecto usual de sus días: ni -233- recaer en españoles ni degenerar en malevos
fue su apetencia. Pienso en Esteban Echeverría, en Domingo Faustino Sarmiento, en Vicente
Fidel López, en Lucio V. Mansilla, en Eduardo Wilde. [Ellos] dijeron bien en argentino [...] No
precisaron disfrazarse de otros ni dragonear de recién venidos» (op. cit., 145).
Y rezonga un cargo que desde ayer a hoy nos toca: si aquella «naturalidad*123 se gastó», es
que «dos deliberaciones opuestas, la seudo plebeya y la seudo hispánica, dirigen las escrituras. El
que no se aguaranga para escribir [...] trata de españolarse o asume un español gasesoso,
abstraído, internacional...» (op. cit., 146).

En estos días, me permito añadir, se está imponiendo acaso con mayor ensañamiento que en
los días pretéritos, una tercera deliberación seudomundana o seudoculta; esta acompaña bien o
mal (generalmente mal) la invasión de tecnicismos aportados por los medios electrónicos y
adopta los prestigios del inglés con una pretenciosa pronunciación no fundada en el pleno
conocimiento de ese idioma. Esta actitud frívola excluye no se sabe por qué (¿temerosos de lesa
ignorancia o pudorosos de inferioridad?) la decisión optativa pero mejor de traducir por su
nombre español aquellos tecnicismos. Al no hacerlo, nos acostumbramos a escuchar unas
cadencias desvencijadas por el intérprete y a adoptar formas de construcción extrañas a la
sintaxis del español y aun -como Borges advirtió (a la inversa) al imponerse en el cine y en la
televisión el doblaje de filmes y vídeos-, a la espontaneidad de los gestos que, en la conversación
(también en la escritura en cuanto transcripción dialogal), acompañan expresivamente al hablante
(cf. «Sobre el doblaje», en Discusión).

Si fuese necesario acudir aquí a un ejemplo convincente de buena escritura en «español


argentino» -como dice el poeta José Mascotti- citaríamos in extenso -234- un relato que
Borges tituló «Dos esquinas: Sentirse en muerte». En esas páginas de admirable despojamiento
están dados el pulso, el tono y el ambiente de nuestro lenguaje:

... una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos


barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan
reverencia en mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el
preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas
inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en
realidad, vecino y mitológico a un tiempo.

(El idioma de los argentinos, 124)

Idioma, identidad y destino

Al examinar el idioma de los argentinos, Borges pensaba «en el ambiente distinto de nuestra
voz, en la valoración irónica o cariñosa que damos a determinadas palabras, en su temperatura no
igual. No hemos variado el sentido intrínseco de las palabras (españolas), pero sí su
connotación», su «representación compartida».

«Dentro de la comunidad del idioma (español, es decir, dentro de lo entendible...) el deber


de cada uno es dar con su voz. El de los escritores más que nadie*...» (148-149). «Dar con su
voz» no es otra cosa para un escritor que hallar o descubrir su identidad. Y hallar la propia
identidad significa aceptar o entender que «toda literatura es autobiográfica finalmente» -nos
dice aquí como lo había dicho en El tamaño de..., p. 127 y ss.- que «todo es poético en cuanto
nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él», refutando críticas aparecidas en
los diarios a «unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban
entreveradísimos -235- con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y
padeció un amor que quizá fue grande».

«En la poesía lírica -remacha- este destino suele mantenerse alerta, bosquejado por símbolos
que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo»: en el orden de ese «rastreo»,
parte de la esencial «explicación de textos» que los franceses ejercían con obstinado rigor,
integraría décadas más tarde el repertorio bichador de las pesquisas fenomenológicas,
hermenéuticas, semiológicas, estructurales, etc., sin escándalo de la crítica rotativa.

Años después, en el epílogo de El hacedor (1960), refirmará la idea de la índole


autobiográfica de la literatura con experimentado convencimiento:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo


de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de
habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas.
Poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas
traza la imagen de su cara*.

(109)

En el poema «La luna», apuntala dicha intuición al invocar «...el maleficio / De cuantos
ejercemos el oficio / De cambiar en palabras nuestra vida» (Cf. El hacedor, 67).

Y bien: en los remansos de su autobiografía -de los símbolos inventados para decirla-, evoca
la imagen del suburbio (Palermo, Adrogué, el Sur), de Carriego, del lenguaje abastecido por
Carriego y, siempre, de la «desaforada llanura».

La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación -236-


argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos
habla. Escriba cada uno su intimidad y, ya la tendremos. Digan el
pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia
filológica se precisa*.

(El idioma de los argentinos, 150)

Referencias

Consta en primer lugar la fecha de las primeras ediciones de las obras anteriores al medio
siglo. Las citas responden a las obras de Jorge Luis Borges editadas o reeditadas a partir de 1950
en volúmenes separados.

Evaristo Carriego [1930]. Buenos Aires, Emecé, 1955.


Leopoldo Lugones. Esta edición incluye «Las nuevas generaciones literarias» (cf. El hogar,
1937) y «Lugones» (cf. Nosotros, 1938). Buenos Aires, Troquel, 1955.

Ficciones (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941. Artificios, 1944). Buenos Aires,
Emecé, 1956.

Discusión [1932]. Buenos Aires, Emecé, 1957.

El hacedor. Buenos Aires, Emecé, 1960.

El informe de Brodie. Buenos Aires, Emecé, 1970.

El libro de arena [1975]. Barcelona, Plaza y Janés, 1977.

El tamaño de mi esperanza [1926]. Buenos Aires, Seix Barral, 1993.

Inquisiciones [1925]. Buenos Aires, Seix Barral, 1994.

El idioma de los argentinos [1928]. Buenos Aires, Seix Barral, 1997.

-237-

Borges y España
Emilia de Zuleta

Hablar de Borges y España es hacer la historia de una relación conflictiva que se extiende
desde la adolescencia hasta la muerte del gran escritor. Esa historia debe ser percibida no solo
como una evolución a través de los diversos momentos y circunstancias de su vida, sino también
como un proceso cíclico que abarca en espiral una compleja, ambigua, cambiante relación de
atracción y rechazo estructurada sobre tres factores principales. El primero corresponde a los
condicionamientos sociales y culturales de las relaciones entre España y América, tales como
eran vividos en el entorno en que Borges creció y vivió como persona y como escritor.

El segundo consiste en el desarrollo de su propia relación con la lengua española, conflictiva


y problemática, y con su tradición cultural y literaria.

El tercero procede del propio temperamento de Borges, el carácter caprichoso y


contradictorio de sus opiniones que apuntan, muchas veces, a provocar la -238- reacción de su
interlocutor, y que llegarían a configurar el personaje Borges que se superpone a su persona,
sobre todo en los últimos años de intensa exposición pública.

En cuanto al primer factor, es indudable que en el sector de los criollos cultos de mediana o
alta posición social, los españoles fueron vistos como pertenecientes a los niveles más bajos. El
mismo Borges recuerda en su Autobiografía: «En Buenos Aires, los españoles siempre tuvieron
trabajos de nivel inferior, como sirvientes domésticos, o camareros, o peones, o eran pequeños
comerciantes, y los argentinos nunca pensamos en nosotros mismos como españoles». En estas
vivencias se crió y formó, y en la construcción de su propia biografía puso siempre el acento en
que aprendió a leer en inglés antes que en español, y hasta llegó a insistir en que leyó el Quijote
en una traducción inglesa antes de hacerlo en español. Quien haya oído hablar a Borges en inglés
puede poner en duda estas afirmaciones: si bien tenía un amplio dominio del vocabulario y de la
sintaxis inglesa, su entonación y su pronunciación no lo acreditaban como bilingüe, nivel de
insuficiencia que, por otra parte, era común a los criollos cultos de su generación.

Paralelamente, en la Argentina discurría un proceso de asentamiento y de mejoramiento de


las relaciones con España que he descripto en otras ocasiones. Primero, la llegada de un núcleo
de inmigrantes ilustrados ya desde 1874; luego, aquellas acciones que, desde España, se
encaminaban hacia un «hispanismo práctico» desde la celebración del Cuarto Centenario del
Descubrimiento de América, en 1892. Luego, vendrían los contactos directos de los viajes en una
y otra dirección: Benavente, Valle-Inclán, los Ortega, Larreta, Reyles, Gálvez, Rojas. Hubo,
además, dos centenarios argentinos en 1910 y 1916, celebrados con fuerte presencia española, la
cual -239- se manifestaba, además, en nuestros grandes diarios y revistas, sobre todo a partir
de 1898.

Sin embargo, hubo un importante sector de la intelectualidad argentina que se mantuvo


ajena, indiferente o reticente a esta relación con España. Para otros, el hispanismo fue cosa
adquirida que había que conquistar en medio del flujo y reflujo de simpatías hacia o contra
España.

Otro factor que hemos mencionado es la personalidad, singular e independiente como pocas,
del joven Borges, y eso es lo que trataremos de explorar a través de tres ciclos: la iniciación, la
transición hacia la madurez y la madurez.

1. La iniciación

La experiencia española de Borges se inicia con su contacto directo con la vida en aquel país
que, si bien fue breve y parcial, lo marcó decisivamente y quedó presente en su autoconciencia
hasta los años finales.

Como se sabe, la familia Borges partió hacia Europa en 1914, poco antes de la primera
guerra mundial y el joven Borges, con apenas quince años, reanudó su formación escolar en
Ginebra. Luego, se trasladan a España, primero a Barcelona y Sevilla y luego a Palma de
Mallorca y Madrid. Sevilla y Palma representan para Borges las primeras experiencias como
integrante de grupos generacionales. En Sevilla entró en contacto con el ultraísmo y el grupo de
la revista Grecia, donde publicaría varios poemas. Luego viene la primera estadía en Palma
adonde llega como abanderado del ultraísmo, publica algunos poemas y, junto con otros poetas,
firma un Manifiesto ultraísta. Entre 1919 y 1922 alcanzan a aparecer una veintena de poemas
suyos, algunos de tema -240- político y otros sentimentales y eróticos que Carlos Meneses ha
descripto y analizado124.

¿Cómo era el joven Borges a los veinte años, en el momento de su llegada a Madrid?
Guillermo de Torre lo recuerda en su libro Literaturas europeas de vanguardia (1925) como un
«espíritu genuinamente inquieto», como un «temperamento polémico» y con un «raro sentido del
Verbo». Tres rasgos que componen un retrato que se mantendría a lo largo de su vida. Y agrega:
«Llegaba ebrio de Whitman, pertrechado de Stirner, secuente de Romain Rolland, habiendo visto
de cerca el impulso de los expresionistas germánicos, especialmente de Ludwig Rubiner y de
Wilhem Klemm»125.

Escribía poemas de «cierta intención social o de comunión social o de comunión mística»


con «una visión maximalista». Muestras de esta poesía, que debió integrar su libro Los salmos
rojos, nunca publicado, se conservan en las revistas de la vanguardia española. Por entonces
escribía, asimismo, un libro en prosa, también inédito, Los naipes del tahúr, hecho de reflexiones
y relatos.

El ultraísmo se hallaba en su momento de auge. En este núcleo se reunían diversas


corrientes de la vanguardia en cuanto corporizaba lo que llama Renato Poggioli el mito de lo
nuevo126: en especial, el cubismo, el dadaísmo, el futurismo. Tuvo un promotor, Rafael Cansinos
Assens y un abanderado entusiasta, Guillermo -241- de Torre, creador del nombre mismo de
Ultra, poeta ultraísta y, luego, historiador puntual y erudito del movimiento. En noviembre de
1920 Torre publica un curioso Manifiesto vertical ultraísta, con grabados de Norah Borges,
escrito en un lenguaje oscuro, cargado de caprichosos neologismos, una actitud vital enérgica y
un auténtico vértigo de aspiraciones. Lo esencial de esta doctrina se había acuñado en la tertulia
del café Lyon d'Or por obra de Torre, Eugenio Montes y Jorge Luis Borges.

El joven Borges participaba, además, de las tertulias de Cansinos Assens en el café Colonial
y, ya en su segundo viaje a España, de las de Ramón Gómez de la Serna, opositor del primero, en
el Café de Pombo. Como se sabe, las relaciones de Borges con Cansinos componen un curioso
capítulo de su biografía. Desde el comienzo declara una admiración sin límites hacia este
traductor y prosista, y reconfirma esta admiración hasta el final de su vida. La admiración por
Ramón, también conservada, sufrió algunas rectificaciones.

Torre, por el contrario, ha calificado a Cansinos como un mero «inductor de entusiasmos»,


puesto que su obra poco tiene que ver, estéticamente, con el nuevo movimiento y más bien se
caracteriza por su preciosismo y por un hebraísmo que la sitúan como más próxima al
modernismo que a las vanguardias.

En marzo de 1921 la familia Borges se embarca rumbo a Buenos Aires. Apenas dos años y
unos meses de residencia en España, aunque luego vendría un segundo viaje, en 1923, repartido
entre Andalucía, Mallorca y Portugal.

De aquel primer viaje quedaría, además, un artículo importante, «Ultraísmo», reproducido


en la revista Nosotros de Buenos Aires, en diciembre de 1921. Allí Borges define la misión de
los poetas ultraístas: abolir -242- el rubenismo y el anecdotismo vigentes y, además, el
sencillismo y, ya con la mirada puesta en la vanguardia argentina, la introducción de «palabrejas
en lunfardo». Ratifica su admiración por Cansinos Assens y describe con tal acierto el programa
ultraísta que Guillermo de Torre lo transcribirá en sus Literaturas europeas de vanguardia:

1.º Reducción de la lírica a su elemento primordial: la


metáfora. 2.º Tachadura de las frases medianeras, los nexos y los
adjetivos inútiles. 3.º Abolición de los trebejos ornamentales, el
confesionalismo, la circunstanciación, las prédicas y la nebulosidad
rebuscada. 4.º Síntesis de dos o más imágenes en una, que ensancha
de ese modo su facultad de sugerencia. Los poemas ultraístas
constan, pues, de una serie de metáforas, cada una de las cuales
tiene sugestividad propia y compendia una visión inédita de algún
fragmento de la vida127.

Guillermo de Torre ha examinado estos antecedentes en su artículo «Para la prehistoria


ultraísta de Borges». Aquel entusiasmo ultraísta de los años 1919 a 1922 «pronto se trocó en
desdén y agresividad», dice. Y tras asombrarse de ese afán de pasarse rotundamente al extremo
opuesto, documentado en el primer libro de Borges, Fervor de Buenos Aires, de 1923, de donde
se excluyen todas sus composiciones ultraístas, salvo una de ellas, recoge los principales
testimonios de aquella adhesión. En primer lugar, su repudio de Lugones, a quien años más tarde
enaltecería hasta los mayores -243- extremos. En segundo lugar, la intensidad y frecuencia de
sus colaboraciones en las revistas ultraístas, Grecia, Ultra, Tableros128.

Y, sin embargo, Borges había llegado a Buenos Aires conservando su entusiasmo ultraísta.
Como tal lo recuerda Leopoldo Marechal al diferenciar su propia generación como
«martinfierrista»: «En rigor de verdad sólo fueron ultraístas dos o tres compañeros que recién
llegaban de España o que conocían ese movimiento de suyo tan objetable por su originalidad». Y
agrega explícitamente que Borges era uno de esos pocos129.

Lo cierto es que, aunque pronto Borges rechaza su ultraísmo, conserva su devoción por
Cansinos Assens. Marinetti, en su manifiesto El futurismo mundial, del 11 de diciembre de 1924,
menciona entre los futuristas declarados o sin saberlo a Luis [sic] Borges130.

2. Hacia la madurez

Por entonces, hacia 1924, Borges, como sus camaradas argentinos, se hallaba en una nueva
etapa de las vanguardias, muy diferente pero, a la vez, paralela con la que se iba delineando en
España dentro del grupo de poetas y prosistas que se llamarían del 27.

Traía un rico repertorio de lecturas españolas que se mantendrían en Buenos Aires:


«Sabíamos de memoria a -244- Fray Luis de León, a San Juan de la Cruz, a Quevedo, a
Góngora, a Lope, a Darío, a Lugones»131, recordaría muchos años más tarde, en ocasión de la
muerte de Francisco Luis Bernárdez.

Sus contactos con la Península continúan al comienzo de esta etapa y conservan, en general,
un signo positivo. Su primer libro, Fervor de Buenos Aires, es comentado por uno de los
mayores críticos de poesía de aquel momento, Enrique Díez Canedo, en la revista España, en un
artículo que fue reproducido en Buenos Aires por Nosotros.

Señalaba allí su condición de poeta clásico, aunque indica como rasgo fundamental «un
nuevo acoplarse de adjetivos y sustantivos», apuntando certeramente a lo que transparentaba la
lucha por la expresión en que se hallaba empeñado el joven Borges132. El libro también fue
comentado por Gómez de la Serna en la Revista de Occidente, quien destacaba su calidad de
gran poeta y subrayaba su filiación gongorina.

En los años siguientes la crítica española prestó atención a sus libros de 1925: Luna de
enfrente, comentado por Guillermo de Torre en la Revista de Occidente, e Inquisiciones, en el
mismo lugar, por Benjamín Jarnés. Este último lo hace con una concisión, una profundidad y una
perspectiva que parecen prefigurar el desarrollo posterior de la obra de Borges:

Lo plausible de este austero poeta que canta a los suburbios


porteños en el mismo tono sentencioso con que inicia una
escaramuza con Berkeley, es su patente -245- amor a la tradición
castellana, que le convierte en nieto adoptivo de Quevedo, por
quien forja sus páginas más intensas, y cuya esencia tan
certeramente define133.

Recuerdo haberle leído este texto a Borges en 1963 y que lo rechazó sin mayores
comentarios. ¿No le gustaba que hablaran de su obra? Posiblemente, porque hay otros
testimonios de ello. ¿No le gustaba que se le atribuyera aquella filiación castellana y
quevedesca? Ambas cosas son posibles.

Por esos mismos años Borges publica algunos artículos sobre autores españoles en revistas
porteñas. El primero de ellos, «Acerca de Unamuno poeta» apareció en Nosotros, en noviembre
de 1923. Allí confiesa: «Hace bastante tiempo que mi espíritu vive en la apasionada intimidad de
sus versos»134. Esa intimidad, prosigue, le permite bucear tanto en el carácter metafísico de esa
poesía como en su orientación conceptista: «...hay una más entrañable y conmovedora valía en
las rebuscas del pensar que en las vistosas irregularidades del idioma», dice. Esos versos, según
Borges, son tan españoles que, precisamente por ello, resultan humanamente universales. Como
ocurre en el caso de otros poetas, con estas lecturas está autodefiniéndose por esos rasgos
capitales en los cuales su propia obra converge con la de Unamuno: hondura metafísica,
precisión conceptista, universalidad.

También escribió por entonces sobre Quevedo, Torres Villarroel, Cansinos Assens. Elogió
el intelectualismo de Quevedo: «Fue perfecto en las metáforas, en la -246- antítesis, en la
adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es
discernible por la inteligencia». Y agrega: «Una realzada gustación verbal, sabiamente regida por
una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma, constituye la esencia de Quevedo»135.
Prácticamente está caracterizando las notas que presiden sus propias búsquedas idiomáticas de
aquel momento.

Todavía va más allá en esta filiación quevedesca al hablar de Torres Villarroel: «Quiero
puntualizar la vida y la pluma de Torres Villarroel, hermano de nosotros en Quevedo y en el
amor de la metáfora». Compara, asimismo, la «atropellada numerosidad de figuras» con los
Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo, y afirma que Torres Villarroel
está «enquevedizado»136.

En noviembre de 1924 había publicado en Martín Fierro un artículo titulado «Definición de


Cansinos Assens», donde lo señala «como el más admirable anudador de metáforas de cuantos
manejan nuestra prosodia»137. Continúa con un elogio desmesurado de la gran calidad literaria de
Cansinos: su dominio de todos los géneros literarios, su conocimiento de lenguas, la «intensa y
asombrosa emoción estética que provoca su obra».

Otra devoción suya de los años españoles que perduraba en los comienzos de la década de
los veinte fue Ramón Gómez de la Serna. En enero de 1925 escribió -247- sobre el sentido de
su obra en la revista Martín Fierro bajo el título de «Ramón y Pombo»: «Yo pondría sobre ella el
signo de Alef», dice utilizando por primera vez este concepto que daría el título a su famosísima
narración de 1949. Compara sus enumeraciones con las de La Celestina, Rabelais, Burton y
Whitman138. Durante ese mismo año de 1925, Borges participará en un Homenaje que publica
Martín Fierro con motivo de un viaje de Ramón a Buenos Aires que, en definitiva, no se realiza.

En 1927, y en el primer número de la revista Síntesis, Borges presenta a Rafael Cansinos


Assens cuyo ensayo «El misterio de las cosas bellas» se introduce como la «primera página
inédita publicada en América por este autor»139.

También es Borges el presentador de Primitivo E. Sanjurjo, intelectual coruñés, a quien


califica como «una de las apasionadas e indignadas inteligencias de la España de esta época». De
este autor se publican dos entregas del ensayo titulado «A toda la nueva estética»140.

Pero la nota más acusada de la obra de Borges durante este ciclo de mediados de la década
de los veinte es su lucha denodada por la expresión lingüística. En la base de su actitud estaba
aquella «austera desconfianza sobre la eficacia del idioma» que él atribuyera a Quevedo.
Abundan sus textos en ese sentido. Me detendré únicamente en tres de ellos. El primero, incluido
en noviembre de 1925 en la revista Martín Fierro, es el -248- prólogo de su libro de ese año,
Luna de enfrente. Dice allí que sus poemas son hablados en criollo, no en gauchesco ni
arrabalero, sino en «la heterogénea lengua vernácula de la charla porteña». Es decir, búsqueda de
la lengua propia en el nivel coloquial de los porteños, lo cual no implica un rechazo del español,
sino su modificación por el uso en la Argentina141.

El segundo texto, aparecido en Nosotros, en enero de 1926, se titula «Las coplas


acriolladas». «Una de las tantas virtudes que hay en la copla criolla es la de ser copla
peninsular», dice allí. Pero lejos de detenerse en las semejanzas, apunta a las diferencias: muchas
de aquellas coplas no tienen parangón en español, por ejemplo, las que llama las coplas de
hombría serena «en que se manifiesta el yo totalmente». La copia española pierde entre nosotros
su envaramiento, afirma: «Pienso que sí: la de que hay espíritu criollo, la de que nuestra raza
puede añadirle al mundo una alegría y un descreimiento especiales. Esa es mi criollez. Lo demás
-el gauchismo, el quichuismo, el juanmanuelismo [se refiere a Juan Manuel de Rosas]-, es cosa
de matemáticos». Y concluye con una fórmula que se ha hecho famosa: «Lo inmanente es el
espíritu criollo y la anchura de su visión será el universo»142.

Esta idea de que el ahondamiento en el espíritu criollo, sin entorpecer «la circulación total
del idioma», llevará al logro de la expresión idiomática propia y, por esa vía, a la universalidad,
domina también en el tercero de estos textos, su muy conocida exposición sobre «El idioma de
los argentinos», leída en el Instituto Popular -249- de Conferencias por su amigo Pedro
Henríquez Ureña. (Aún no había nacido el Borges conferencista, con su singular elocución
vacilante, entre dubitativa y asertiva, que potenciaba con su ritmo entrecortado el valor de cada
palabra.)

Comenzaba señalando dos influencias antagónicas: «Una es la de quienes imaginan que esa
habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o
españolados que creen en lo cabal del idioma y en la impiedad o inutilidad de su refacción». Ve
en aquel arrabalero del sainete y de los tangos nuevos una divulgación del lunfardo, jerigonza de
los ladrones que no puede arrinconar al castellano, pero que es utilizada con intención de añadir
color local, cosa que no intentaron ni Fray Mocho, ni Carriego, ni Sicardi.

También es ilógico e inmoral el alarde de riqueza y la gran cantidad de palabras difuntas que
usan los españolizantes. Cree, sin embargo, que «...algún ejemplo de genialidad española vale
por literaturas enteras: don Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes». Algunos, dice, añaden
Góngora, Gracián, el Arcipreste. «El que no es genio es nadie; el único recurso español es
genialidad». El resto es difuso y mediocre. El idioma argentino se halla entre ambas tensiones y
así escribieron nuestros mayores, Echeverría, Sarmiento, Vicente F. López, Mansilla: en «el
dialecto usual de sus días», sin recaer en españoles ni degenerar en malevos. «Dijeron bien en
argentino: cosa en desuso». La diferencia está en el matiz, en las connotaciones. Y da diversos
ejemplos de ello para concluir: «Quisiera que el idioma hispano, que fue de incredulidad serena
en Cervantes y de chacota dura en Quevedo y de apetencia de felicidad -no de felicidad- en Fray
Luis y de nihilismo y prédica siempre, fuera de beneplácito y pasión en -250- estas
repúblicas»143. Quedan así declarados sus modelos idiomáticos españoles a esa altura -Cervantes,
Quevedo, Fray Luis-, y su programa de distanciamiento: el uso coloquial de los criollos, tan
alejado de casticismos como de aplebeyamientos degradadores y falsos.

En ese mismo año de 1927 se conmemoraba en España el Centenario de Góngora, como


acto de reafirmación generacional de la joven vanguardia en evolución hacia un renovado
clasicismo. Es sugestivo que esta celebración tuviera su eco en Buenos Aires en la revista Martín
Fierro, que abre su número 41, del 28 de marzo de 1927, con colaboraciones de Pedro Henríquez
Ureña y Arturo Marasso y unos sonetos de Góngora. Es, también, el momento en que en la
revista porteña habían ido apareciendo colaboraciones de Benjamín Jarnés, Ramón Gómez de la
Serna, José Bergamín, César Arconada, entre otros. Ya durante el año anterior Guillermo de
Torre había publicado allí pedidos de colaboración para La Gaceta Literaria.

Sin embargo, se estaba gestando un nuevo distanciamiento entre el grupo porteño y su


equivalente en España. Me refiero al llamado «pleito del Meridiano», motivado por una nota
editorial sin firma, pero cuya autoría reconocería Guillermo de Torre, titulada «Madrid
meridiano intelectual de Hispanoamérica», que había aparecido en La Gaceta Literaria, en abril
de 1927. En ella se rechazaban por espurios los términos de «América Latina» y
«Latinoamérica» y se exhortaba a estudiantes, intelectuales y artistas a penetrar en la atmósfera
intelectual de España144.

-251-

La reacción en Buenos Aires fue inmediata y tuvo su foco central en Martín Fierro para
extenderse luego a otras publicaciones rioplatenses y extranjeras145. En el número 42 de aquella
revista, correspondiente al 10 de junio de 1927, y bajo el título general de Un llamado a la
realidad, opinan sobre el asunto varios escritores, entre ellos Ricardo Molinari, Ildefonso Pereda
Valdés, Nicolás Olivari, Santiago Ganduglia, Raúl Scalabrini Ortiz y el propio Borges. Me
detendré únicamente en la breve nota de Borges, «Sobre el meridiano de una Gaceta»,
sumamente despectiva y tajante, donde de forma al parecer definitiva, divide no solo dos
modalidades estéticas y lingüísticas enfrentadas a través del Atlántico. Dice allí:

Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas orquestas no


pueden intentar un tango sin desalmarlo; una ciudad cuyos
estómagos no pueden asumir una caña brasilera sin enfermarse; una
ciudad sin otra elaboración intelectual que las greguerías; una
ciudad cuyo Irigoyen es Primo de Rivera; una ciudad cuyos actores
no distinguen a un mejicano de un oriental; una ciudad cuya sola
invención es el galicismo -a lo menos en ninguna otra parte hablan
tanto de él-; una ciudad cuyo humorismo está en el retruécano; una
ciudad que dice «envidiable» para elogiar ¿de dónde va a
entendernos, qué va a saber de la terrible esperanza que los
americanos vivimos?146.
-252-

Greguerías, la alusión a Gómez de la Serna es inequívoca; retruécanos, la alusión al


conceptismo también lo es; galicismo, vale decir purismo casticista. La enumeración es sintética,
pero dura y arrasadora y culmina con una afirmación: ni en Montevideo ni en Buenos Aires hay
simpatía hispánica, la hay en cambio italianizante. ¿Representa este texto el final de una
evolución y, por ende, una posición irreversible de Borges? De ningún modo, porque asistiremos
a varias rectificaciones posteriores.

Sin embargo, este estallido no parece haber sido accidental porque venía gestándose dentro
del grupo desde hacía algún tiempo. Dos años antes, en mayo de 1925, Pablo Rojas Paz en un
artículo titulado «Hispanoamericanismo», decía: «Posiblemente, este sentimiento de
hispanoamericanismo debe existir en alguna parte para que se hable de él. Pero lo que es en
nuestro país, creo que algunos fingen tenerlo por conveniencias personales». «El menos español
de los países sudamericanos es la Argentina». «En definitiva, la Argentina no tiene nada que ver
con el hispanoamericanismo»147.

Volviendo al año 1927, y más precisamente al mes de noviembre, encontraremos que un


editorial firmado por «El Director» de Martín Fierro, cierra la discusión bajo el título de
«Asunto fundamental». Allí se describen en detalle los antecedentes del americanismo de la
revista, desde su primer número. Pero, simultáneamente, se rechaza la expresión
hispanoamericanismo «vocablo imbécil que nada tiene que ver con nosotros». Y concluye:
«Deseamos, sinceramente, que todo esto tenga el valor de una enseñanza útil para los españoles,
entre quienes se impone una revisión urgente de sus ideas con -253- respecto a América y
encarar un distinto sistema de relaciones»148.

Apenas un año después del famoso pleito, Guillermo de Torre, ya en Buenos Aires,
reconocerá que aquel «entraña más bien un problema editorial y librero que una cuestión
literaria»149, y se lanza con gran entusiasmo a la promoción de este tipo de intercambio entre
España y América. Pero el abismo entre quienes poco tiempo después serían cuñados, al casarse
Torre con Norah Borges, ya había comenzado a abrirse y debajo de la exaltación de Cansinos
hecha por Borges, contra la opinión del español, y de las duras, excesivas palabras del argentino
que he citado antes, creo que había más que meras disensiones literarias. Emir Rodríguez
Monegal, en su Borges, una biografía literaria, menciona como documento de una indisimulable
falta de simpatía de Borges hacia Torre, una filmación casera de 1934, hecha por Enrique
Amorim150.

3. La madurez

Al ingresar a la década de los treinta y los cuarenta, el prestigio de Borges se había asentado
en la Argentina y era una figura reconocida en el campo intelectual. Durante esa etapa, su
relación con España se abre con nuevas referencias a la literatura española y al problema de la
lengua.

-254-
Con respecto a lo primero, registramos los artículos que publicara a comienzos de 1937, con
motivo de la muerte de Unamuno, los cuales sobresalen por el espíritu de justicia con que están
encarados, sobre todo en un momento en que las contradicciones últimas del escritor español
durante la guerra civil española habían provocado el rechazo de muchos intelectuales. Nos
referimos a «Inmortalidad de Unamuno», publicado en Sur y a «Presencia de Unamuno»,
aparecido en El Hogar, el 29 de enero de 1937. En este último evalúa la obra unamuniana
señalando su preferencia por El sentimiento trágico de la vida, obra capital, a su juicio, y por una
obra menor, Rosario de sonetos líricos (la misma que había elogiado en 1923), porque en ella
están todos los temas del escritor. Y reconfirma su admiración hacia él: «Yo entiendo que
Unamuno es el primer escritor de nuestro idioma»151.

Con respecto al problema de la lengua, los artículos de esta etapa prolongan la posición
sostenida en El idioma de los argentinos. Así, a propósito de un libro francés vuelve sobre la
falsa disyuntiva entre dos dialectos, el arrabalero o sainetero y el académico:

Que discutamos o ignoremos las decisiones de los treinta y


seis individuos de la Academia de la Lengua, domiciliados en
Madrid, me parece bien; que los queramos sustituir por los treinta y
seis mil compadritos, domiciliados en el almacén de la esquina, me
parece pasmoso152.

-255-

Pocos años después se enzarza en una polémica que tuvo cierta resonancia y, como veremos
más adelante, una consecuencia inesperada. Me refiero al artículo que Borges publicó sobre «La
peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico» (1941), de Américo Castro, en la
revista Sur, en noviembre de 1941, y luego recogido en su libro Otras inquisiciones (1952). Allí
objeta la referencia que el filólogo español hace a jergas rioplatenses. Salvo el lunfardo, no hay
jergas en este país, afirma Borges. Sostiene, además, que los españoles no hablan mejor que
nosotros, aunque lo hagan en voz más alta y con mayor seguridad. Pero confunden el dativo con
el acusativo y tienen dificultades para pronunciar palabras como Atlántico o Madrid. Luego,
califica duramente la erudición, el estilo y el ejercicio del terrorismo en materia lingüística del
autor y, por elevación, del Instituto de Dialectología. Amado Alonso, director del Instituto de
Fitología, no tarda en salir al paso de cada una de estas afirmaciones: no hay un Instituto de
Dialectología sino de Filología, el cual no ha inventado ninguna jerga ni ha reprobado nada,
porque esa no es su misión. Y concluye calificando el escrito de Borges como de estilo
excelente, información errónea y estimación injusta. Ello no impidió que el nombre de Alonso
figurara al año siguiente entre los participantes de un Desagravio a Borges153.

Alonso se hallaba empeñado desde hacía una década en la labor de definir el castellano
como lengua común de los hispanohablantes, había abordado repetidas veces lo que llamaba «el
problema argentino de la lengua», -256- había redactado en 1935 los nuevos programas para la
enseñanza del castellano en las escuelas secundarias argentinas y había escrito, junto con Pedro
Henríquez Ureña, una Gramática basada en las doctrinas lingüísticas más actualizadas. En este
contexto hay que interpretar el sentido de la polémica.

Dije antes que tuvo una consecuencia inesperada. No hace mucho nos hemos enterado, a
través de la correspondencia entre Pedro Salinas y Jorge Guillén, del siguiente episodio. Borges
había enviado una carta de aceptación para una cátedra en Baltimore a la cual había sido invitado
por una profesora norteamericana, y allí se produjo la intervención de Amado Alonso. Le cuenta
Salinas a Guillén:

Por fortuna Amado dijo con toda claridad que [Borges] es un


enemigo profesional de la literatura española, y que no se le podría
dar ningún curso sobre ella. ¡Es un pequeño inconveniente, entre
otros, para un profesor de español!154.

Así fue como Borges no viajó a Estados Unidos en 1951, en un momento para él asfixiante
debido al clima político instaurado por el peronismo. Lo haría en 1961, inaugurando el ciclo de
viajes vinculado con la internacionalización de su figura y de su obra.

El juicio de Amado Alonso era excesivo: es evidente que Borges mantenía su lectura de
autores españoles; de hecho había escrito nuevos artículos sobre Quevedo y Cervantes, durante la
década de los cuarenta, que luego serían reunidos en su libro Otras inquisiciones (1952). -257-
En 1946, como director de la revista Los Anales de Buenos Aires, dio cabida a autores españoles.
En el ciclo de conferencias de la entidad homónima, sobre un total de trece, cuatro estuvieron a
cargo de españoles: Gómez de la Serna, Amado Alonso, Niceto Alcalá Zamora y Manuel de
Góngora. En la revista Los Anales se publicaron textos de Guillermo de Torre, Ramón Gómez de
la Serna, Ramón Pérez de Ayala, Rosa Chacel, Ricardo Baeza, Rafael Alberti, Pedro Salinas,
Alejandro Casona y Arturo Barea, entre otros. Y en 1948, con motivo de la invitación a Buenos
Aires de Juan Ramón Jiménez, se le dedicó un número especial, el último de la publicación.

Ya entrada la década de los sesenta, se ensancha una nueva vertiente para el registro de las
lecturas españolas de Borges: sus poemas y textos líricos en prosa. No haré el inventario
detallado de los mismos, desde el famosísimo relato «Pierre Ménard autor del Quijote», pero
recordaré que en El hacedor (1960), se recoge una breve «Parábola de Cervantes y de Quijote»
donde se contraponen el soñador en su mundo cotidiano y común del siglo XVII, y lo soñado, el
mundo irreal de los libros de caballería. Y en el mismo libro se incluye «Un soldado de Urbina»,
poema sobre el mismo Cervantes en su dimensión épica, un aspecto de su biografía que siempre
estuvo presente en las recreaciones literarias y en los comentarios de Borges.

En El otro, el mismo, de 1964, se recogieron los poemas «Baltasar Gracián», «Rafael


Cansinos Assens» y «España». En El oro de los tigres, de 1972, hay un cuarteto dedicado a
Cervantes y otro poema también muy conocido, que reeditaría en La rosa profunda, de 1975,
«Sueña Alonso Quijano», y también en ese libro figura «Al idioma alemán», encabezado por dos
versos que Borges repetiría muchas veces: «Mi destino es la lengua -258- castellana, / el
bronce de Quevedo».

Ya hacia al final, en Los conjurados (1985), se incluyen «De la diversa Andalucía» y


«Góngora». En el primero, una amplia enumeración abarca desde Lucano y los árabes hasta
Góngora y Cansinos Assens. En el segundo, enunciado en primera persona, el poeta cordobés,
que se presenta «cercado» por la mitología, confiesa al final: «Quiero volver a las comunes
cosas: / el agua, el pan, un cántaro, unas rosas...».

Revelador de una lectura comprensiva, en profundidad, que llevaba décadas, es también, en


cierta medida, un testimonio del proceso que llevó al propio Borges desde la atracción por el
barroco de su juventud, nunca abandonado del todo, a la depuración y contención de los poemas
últimos. Decía Guillermo de Torre que todo el arte español es barroco y que eliminar esta
herencia ha sido el esfuerzo de todo artista español155.

Este ciclo de la poesía de Borges, desde los años sesenta hasta el final, repetimos,
documenta esa permanencia de sus devociones españolas y la creciente intensidad de sus
lecturas: basta releer «Un soldado de Urbina», «Baltasar Gracián», «Góngora». El destino de
Cervantes, soldado, cautivo, escritor; Góngora, cercado por la mitología; Gracián, prisionero de
sus arquetipos, retruécanos y emblemas.

Paralelamente, Borges había comenzado a viajar por el mundo y a multiplicar


conversaciones, diálogos, declaraciones, convertido en escritor «vedette», papel que
desempeñaba con gusto y picardía, con evidente placer de sorprender a sus interlocutores. Por
ello sus opiniones sobre España, los españoles y su literatura suelen resultar contradictorias y
parecen contradecir, también, aquellas -259- devociones de lector acreditadas en su poesía.

Su primer viaje europeo de esta etapa se realiza en 1964, invitado por los Cuadernos por la
libertad de la cultura y acompañado por María Esther Vázquez. De vuelta pasaron por Madrid y
Santiago de Compostela: «Entre las ciudades más inolvidables que he visto, junto a Estocolmo,
están San Francisco, Edimburgo, Ginebra y Santiago de Compostela», diría156. De vuelta de ese
viaje le confesaba a María Esther Vázquez sus recuerdos más gratos de ese viaje: «De España,
mi diálogo con mi maestro, el gran maestro judeo-andaluz Rafael Cansinos Assens, a quien vi
después de cuarenta años»157.

Pocos años más tarde le comentaba a César Fernández Moreno: «Estaba con los ojos llenos
de lágrimas, la última noche en Madrid, oyendo a un cantaor de "cante jondo" andaluz, y al
mismo tiempo [...] recordaba a los payadores de Buenos Aires», y confesaba que él nunca podría
escribir una letra de cante jondo158.

En 1973 hubo un nuevo viaje a España y una conferencia suya en Cultura Hispánica. De
esta década datan sus diálogos con M. P. Montecchia, donde vuelve a declarar su rechazo del
barroco con ejemplos de Quevedo y Góngora, y emite juicios sobre otros escritores españoles.
Entre ellos, sobre Ortega y Gasset, que repetiría en otras ocasiones: «...Ah, no. Ortega era de un
mal gusto espantoso. Yo creo que ha escrito las peores prosas españolas». Pensaba bien, pero
«era muy cursi». (Es muy conocida, también, la anécdota sobre Borges -260- sorprendiendo a
sus interlocutores con un texto aprendido de memoria, efectivamente muy cursi, y que resultaba
ser de Ortega.)

En el reportaje de Montecchia habla, también, de Gómez de la Serna, escritor a quien


admiró mucho, pero a quien ahora consideraba frustrado: «Por ejemplo, Gómez de la Serna tenía
talento, pero desgraciadamente leyó ese libro Regard, de Jules Renard, y nacieron las greguerías
y se dedicó a hacer eso; al final era incapaz de reflexionar; todo su pensamiento se resolvía en
aquellas burbujas»159.

En 1980 Borges recibe el Premio Cervantes, compartido con Gerardo Diego. Muchos se
preguntaron entonces quién era Gerardo Diego, buen poeta del grupo del 27, pero relegado
siempre a un segundo plano. Y muchos más, sobre el sentido de este premio, subdividido entre
un poeta, narrador, ensayista de fama universal, traducido a muchos idiomas, admirado por
escritores e intelectuales de todos los países, predilecto de la prensa internacional, asimilado ya
por los sectores ideológicos que lo habían anatematizado antes, y ese otro poeta limitado al
ámbito español, ni siquiera al mundo hispánico. ¿Razones políticas, refracción del siempre
anunciado y nunca concedido Premio Nobel? ¿Resabio ante sus opiniones sobre la literatura y la
lengua hablada por los españoles? El jurado era insospechable de parcialidad, las razones de su
decisión nunca se sabrán, pero fue un premio a medias, pese a que Borges lo aceptó complacido
como había aceptado muchos otros.

Han quedado innumerables entrevistas de aquellos días en periódicos españoles y


argentinos. Me detendré únicamente en una de ellas porque se refiere exclusivamente -261- a
España y a sus escritores. El periodista, Eduardo Zaratiegui, la ha titulado «Borges enjuicia a los
grandes de la literatura española»160.

«No hay literatura española fuera de Cervantes y Quevedo», reconoce haberlo dicho, pero
ahora le reprocha a Quevedo que esté cargado de dogmatismo y de barroquismo, y disiente,
además, de sus ideas: «Quevedo sin duda no entendió su época. Yo siempre digo que si Quevedo
viviera ahora, sería un insoportable nacionalista [...] no me cabe duda que si Quevedo hubiera
vivido en la Argentina de estos años hubiera sido otro peronista». (Es bien sabido que para
Borges «nacionalista» y, sobre todo, «peronista», no eran datos de filiación política, sino
calificativos denigrantes en extremo.)

Incluso ahora considera a Góngora superior a Quevedo por su inocencia.

Del teatro del Siglo de Oro no salva a ninguna de sus figuras principales: «Calderón fue un
versificador muy pobre, sus obras están demasiado afectadas de teatralismo, sus personajes no
tienen perfiles, imposible distinguir a un personaje de otro [...] y este juicio me parece aplicable
al conjunto del teatro clásico español», llega a decir. Lope le resulta «pesado, casi intolerable»,
pero lo juzga «infinitamente más valioso» como poeta.

Naturalmente, rescata el Quijote y algunas páginas de Fray Luis de León. El Cid es un


poema pesado, torpe, sin imaginación, y lo mismo el Libro del Arcipreste. Garcilaso, San Juan
de la Cruz se salvan en su inventario, más aún, habla de ellos con entusiasmo y admiración.

Juzga que el siglo XVIII fue muy pobre y que el XIX, «lamentable, una gran vergüenza».

-262-

Tampoco cree que luego haya un renacimiento de la literatura española, y piensa que los
mejores escritores españoles «se nutrieron del modernismo y el modernismo vino de América».

Su juicio sobre los escritores del 98 también es severo: Azorín le parece «absolutamente
deleznable» y las mejores páginas de Manuel Machado, «muy superiores a las mejores de
Antonio». Incluso Unamuno, a quien reconoce haber tenido por un gran escritor, le resulta ahora
«insoportable»: no tolera sus juegos bobos de palabras ni su afán de inmortalidad.

Vuelve a repetir su reconocimiento de la valía del pensamiento de Ortega, a la vez que lo


califica de escritor lamentable, cursi y pedante.

También piensa que la obra última de Juan Ramón Jiménez evidencia su declinación como
escritor. Y, para escándalo de los españoles, dice que Lorca es un «andaluz profesional»,
afortunado porque lo fusilaron, y que su andalucismo le parece «aburrido y falso». Seguramente,
esta serie de afirmaciones -y no reproducimos todas-, y algunas de ellas en particular, sobre
Antonio Machado y Lorca, confirmarían aquel remoto juicio de Amado Alonso y, sin embargo,
Borges, maestro en el arte de desconcertar, emite una opinión global que contradice muchas
anteriores: «Quisiera decir ante todo que no es cierto que los españoles y su literatura me resulten
antipáticos. Creo que España tiene grandes defectos y grandes virtudes. Una gran virtud de
España es que todo se da a lo grande». Y sigue: «No he conocido a un solo español cobarde.
Tampoco he conocido a un solo español deshonesto. Pienso que comparativamente los españoles
tienen una superioridad ética». Y, agrega, sentido del honor y coraje. Como se ve, es un elogio
de España y de los españoles en las dimensiones que Borges admiraba más: la honestidad, el
sentido del honor y el coraje.

-263-

En 1983 Borges recibió la Orden de Alfonso El Sabio en la Universidad Menéndez Pelayo.


Lo acompañaban el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal y María Kodama. Hubo nuevas
salidas borgeanas que los medios de comunicación recogieron inmediatamente. Fue entonces
cuando al ser interrogado sobre Antonio Machado, declaró que no sabía que Manuel tenía un
hermano...161

A esta altura Borges era un personaje preferido del periodismo, que ya había asimilado sus
opiniones políticas de un anarquismo conservador, y le preguntaba sobre todo lo divino y lo
humano. Hay muchas entrevistas de los años finales, donde vuelve una y otra vez sobre la lengua
y la literatura española. Me detendré especialmente en los Diálogos con Osvaldo Ferrari, para
Radio Municipal de Buenos Aires, entre marzo y setiembre de 1985.

En cuanto a lo primero, la lengua, repite lo que ya había dicho muchas veces en los últimos
años y había puesto en aquellos versos que encabezan su poema «Al idioma alemán»: «...mi
destino es la lengua castellana y por eso soy muy sensible a sus obstáculos y a sus torpezas,
precisamente porque tengo que manejarla»162. Como para los poetas barrocos, de quienes se
había venido apartando, la preocupación por la lengua castellana, específicamente por el «idioma
de los argentinos», seguía siendo una obsesión para él, aunque ahora ya no buscara la sorpresa
verbal, los efectos de contraste, las asociaciones insólitas, sino la austeridad y la concisión eficaz.
El barroco estaba presente en él, aunque -264- fuera para apartarse de sus formas más
ostensibles y para conservar, sintéticos y esbozados, los recursos conceptistas.

Vuelve a hablar largamente del Quijote, un clásico donde cada línea «está justificada» y
cuya figura protagónica «es parte de la memoria de la humanidad».

Revela, además, que quien tenía el culto del Quijote era Macedonio Fernández, a quien no le
gustaba lo español, pero el Quijote sí. Dice: «Y demagógicamente, Macedonio Fernández
propuso que todos los americanos del sur y todos los españoles nos llamáramos "La familia de
Cervantes"; ya que Cervantes vendría a ser un vínculo [...] que atraviesa el Atlántico»163. Y a
continuación comenta su poema «Sueña Alonso Quijano», donde prima una idea análoga a la
desarrollada por Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho: Cervantes fue soñado por Dios,
a su vez él sueña a Alonso Quijano y este sueña a don Quijote. En otro diálogo con Ferrari,
Borges disiente de la idea de Unamuno de que don Quijote fuera un personaje ejemplar: más
bien le parece un señor colérico e irritable.

Vuelve en estos diálogos sobre Quevedo y confiesa que ha ido apartándose de él porque,
como a Lugones, se le nota demasiado el esfuerzo. Y comenta, una vez más, uno de sus poemas
predilectos, el que comienza «Retirado en la paz de estos desiertos». Y vuelve sobre Góngora
ampliando la idea de su poema anterior: «Veía mitológicamente, y veía mitológicamente a través
de una mitología muerta para él»164.

Estos textos finales -Borges moriría un año y medio después-, ratifican la continuidad y la
profundidad de -265- sus lecturas españolas, a pesar de las rectificaciones o rechazos más o
menos lapidarios. A la hora del balance final, que es el que cuenta, aquellas lecturas de juventud,
en medio del torbellino vanguardista, aquella decantación progresiva, desde la distancia, a la luz
de muchas otras lecturas, aquellas luchas por la expresión, han cristalizado, no en la apreciación
definitivamente serena, sino en el único equilibrio posible en un viejo genial que conservaba
intacta la rebeldía adolescente.

España y Borges, ¿un amor complicado y difícil? Necesariamente lo fue en quien chocaban
el rechazo por los aspectos bastos o cursis de ciertos españoles, su desmesura, pues cultivaba el
pudor criollo, el distanciamiento irónico, pero que se sentía atraído por la grandeza española en
sus virtudes y defectos.

NOTAS
1
«Discurso de don Jorge Luis Borges en su recepción académica», BAAL, XXVII, pp. 303-
312, 1962.

2
Borges, en actitud selectiva, legítima en un escritor, a partir de su madurez sí se propuso
eliminar de su obra ciertos vocablos: «hispanismos, argentinismos, arcaísmos, neologismos»
(«Prólogo» de Elogio de la sombra, 1969). Creía que «debemos acentuar nuestras afinidades y
no nuestras diferencias» y «que la Academia Argentina se equivoca al coleccionar
regionalismos» (en Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos
Aires, Casa Pardo, 1973, p. 26). No obstante, posteriormente no pudo dejar de emplear
regionalismos argentinos; por ejemplo, en El libro de arena (1975): compadrito, hacendados,
almacén («El Congreso»); vistear, empilchado, palenque, batón, orilleros, rubiona, compadre,
cortes («La noche de los dones»); gauchaje, matear, petiso, tubiano («Avelino Arredondo»); en
La cifra (1981): godo («Yesterdays»), canilla («La trama»), bagual («Andrés Armoa»).

3
Los subrayados de este texto de Borges y de los que siguen son míos.

4
Borges, que había leído las conferencias de Matthew Arnold sobre el estudio de la literatura
céltica, abunda en detalles: «La carrera literaria exigía más de doce años de severos estudios, que
abarcaban la mitología, la historia legendaria, la topografía, el derecho, [además de] la gramática
y las diversas ramas de la retórica. [...] con todo el corpus de la literatura anterior» (p. 307).

5
M. E. Vázquez, Borges, sus días y su tiempo, Buenos Aires, Javier Vergara, 1999, pp. 194-
199.
6
«Discurso de don Jorge Luis Borges», BAAL, XXVI, pp. 391-395. La Academia efectuó un
homenaje a Góngora en el cuarto centenario de su nacimiento.

7
La asociación entre Góngora y Joyce aparece también en otros escritos, como el «Prólogo»
de El otro, el mismo (1964) y el de Los conjurados (1985). Ya en 1939 Borges consideraba a
Joyce «uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero»
(Textos cautivos, Buenos Aires, Tusquets Editores, 1986, p. 328).

8
El reconocimiento de Góngora como poeta («uno de los mejores») se enlaza con la crítica de
su estilo culterano ya en «Examen de un soneto de Góngora», de El tamaño de mi esperanza
(1926). El poema «Góngora» de Los conjurados (1985) es un homenaje: en él la idea del «arduo
laberinto» gongorino se contrapone con la de la poesía «de las comunes cosas», pero la primera
se ve como destino ineludible del poeta.

9
En «El culteranismo», de El idioma de los argentinos (1928) cita el mismo terceto y expresa
igual juicio. En otros lugares reconoce el valor de Góngora como poeta y rescata sus sonetos, en
los que «hay espontaneidad» (cf. F. Sorrentino, loc. cit., pp. 97-98).

11
Retoma el concepto en el «Prólogo» de El otro, el mismo (1964). En Evaristo Carriego
(1930), cap. III, se había referido en términos despectivos a Darío; pero en 1954, en nota aclara:
«Conservo estas impertinencias para castigarme por haberlas escrito».

12
Esta apreciación aparece en otros lugares, como «El modernismo», en Leopoldo Lugones
(1955), el «Prólogo» de El oro de los tigres (1972), y el de Prólogos con un prólogo de prólogos
(1975).

13
«Enrique Banchs», BAAL, XXXV, pp. 179-181, con motivo de la muerte del poeta.

14
Borges consideraba este poemario no menos argentino que el Martín Fierro, porque estaban
en aquél esas «otras condiciones argentinas» más sutiles, que son «el pudor argentino, la
reticencia argentina» (en «El escritor argentino: y la tradición», Discusión, 1932). En cuanto a la
valoración del libro, la ha corroborado en varios lugares (cf. por ejemplo, F. Sorrentino, loc. cit.,
p. 52).

15
El ensayo de 1936 «Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el
silencio» (Textos cautivos, 1986), también juzgaba La urna como «un libro nuevo. Un libro
eterno, mejor dicho»; pero en cuanto a las causas del silencio de Banchs, propone tres hipótesis,
ninguna de las cuales alude al abandono de una mujer. En cambio, el soneto «Enrique Banchs»
de Los conjurados (1985) transmuta en apasionada poesía todos los conceptos del discurso de
1970. Cabe recordar que el motivo de la desventura amorosa es frecuente en la poesía de Borges,
sea en un pasaje, sea en poemas enteros (así, entre varios otros. «Ausencia», de Fervor de
Buenos Aires, 1923; «Mayo 20, 1928», de Elogio de la sombra, 1969; «H. O.», de El oro de los
tigres, 1972; «Elegía del recuerdo imposible», de La moneda de hierro, 1976; «Posesión del
ayer», de Los conjurados, 1985).

16
BAAL, XLVI, pp. 75-79.

17
De Enrique Anderson Imbert, El realismo mágico y otros ensayos, Caracas, Monte Ávila
Editores, 2ª. ed., 1992.

18
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LXI, 241-242, 1996.

19
Jorge Luis Borges, «Autobiographischer Essay», en sus Gesammelte Werke, Band 9,
München, Carl Hanser Verlag, 1980, pp. 42-43.

20
Ibídem, p. 42.

21
Ana María Barrenechea, La expresión de la irrealidad en la obra de Borges, Buenos Aires,
Centro Editor de América Latina, 1984, p. 11.

22
Amado Alonso, «Borges, narrador», en su Materia y forma en poesía, Madrid, Editorial
Gredos, 1960, p. 351.

23
Jorges Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé Editores, 1974, p.
289. En adelante esta edición se citará como O. C.

24
Mariano Baquero Goyanes, Qué es el cuento, Buenos Aires, Editorial Columba, 1967, pp.
59-60.

25
María Angélica Bosco, Borges y los otros, Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora,
1967, p. 39.

26
Ezequiel Martínez Estrada, Radiografía de la pampa, Buenos Aires, Editorial Losada, 1953;
pp. 51-52 y pp. 311-323.

27
Milan Kundera, El arte de la novela, Barcelona, Tusquets Editores, 1987, pp. 59-60.

28
Jorge Luis Borges, Gesammelte Werke, Band 9, op. cit., p. 42.
29
Se podría aplicar a Borges lo que dice Menéndez y Pelayo sobre el Infante Don Juan
Manuel: el crítico español, en efecto, después de indicar las fuentes a que acudió el autor de El
Conde Lucanor, elogia el sello «tan personal» que imprimió en las narraciones (Marcelino
Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, t. I, Buenos Aires, Emecé Editores, 1945, p. 154.

30
Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, Barcelona, Editorial Bruguera, 1978, p. 197. Las
citas siguientes de Rinconete y Cortadillo remiten a esta edición.

31
G. K. Chesterton, Obras completas II, Buenos Aires, Plaza y Janés, 1961, p. 1043.

32
G. K. Chesterton, El candor del Padre Brown, Buenos Aires, Losada, 1939, pp. 27-28.

33
Jorge Luis Borges, El «Martín Fierro», Buenos Aires, Editorial Columba, 1960, p. 62.

34
Jorge Luis Borges, Obras completas IV, 1975-1988, Buenos Aires, Emecé, 1996, p. 212.
(Esta edición se abreviará O. C. IV).

35
Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, Buenos Aires. Ediciones Culturales Argentinas,
1961. pp. 41-43.

36
Jorge Luis Borges, Borges en Sur. 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 16.

37
José Martí, Páginas escogidas, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1953, p. 121.

38
Julio Cortázar, Final del juego, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969, pp. 127-130.

39
A. Alonso, op. cit., p. 349.

40
Ernesto Sábato, Uno y el universo, Buenos Aires, Seix Barral, 1995, p. 22.

41
Arthur Schopenhauer, «Transscendente Spekulation über die anscheinende Absichtlichkeit
im Schicksale des Einzeinen», en su Parerga und Paralipomena, 1. Band, Leipzig, Brockhaus,
1891; p. 234. Véase nuestra traducción al castellano, Arthur Schopenhauer, Una fantasía
metafísica, Córdoba, Alción Editora, 1995.
42
Arthur Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung, Zweiter Band, Leipzig, Hesse &
Becker Verlag, 1919, pp. 568 y ss.

43
Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, ed. cit., p. 231.

44
«Das Thier lebt ohne eigentliche Kenntnis des Todes...», Arthur Schopenhauer, Die Welt als
Wille und Vorstellung, 2. Band, op. cit., p. 570. En Historia de la eternidad Borges cita un
extenso párrafo del «apasionado y lúcido Schopenhauer» respecto al mismo asunto (Obras
completas. 1923-1972, op. cit., p. 357).

45
«Die Geschichte zeigt auf jeder Seite nur das Selbe, unter verschiedenen Formen», Arthur
Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung, 2. Band, op. cit., p. 547.

46
«... Nähert sich (...) dem Romane...», «... Der lange, schwere und verworrene Traum der
Menschheit...», Ibídem, pp. 546 y 549.

47
Amado Alonso, op. cit., pp. 345, 347, 348.

48
Ibídem, p. 349.

49
Jorge Luis Borges, Borges en Sur, op. cit., p. 34.

50
Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, EUDEBA, 1980, p. 38;
Universidad de Creta, Borges en Creta (O Borges stin Criti), Atenas, Stigmí, 1985, p. 58; Carlos
Spinedi, «Borges en el país del Minotauro», Logos Helénico (Revista del Instituto Griego de
Cultura de Buenos Aires), N.º 3, 1986, p. 39.

51
Universidad de Creta, op. cit., p. 58.

52
Jorge Luis Borges, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 929. (En adelante, esta
edición se cita como O. C.).

53
Universidad de Creta, op. cit., p. 57.

54
Universidad de Creta, op. cit., p. 58. «Recuerdo que preguntaba a mi padre qué significaban
las palabras Magna Grecia. Y él me decía que significaban el sur de Italia y Sicilia, y después
monologando continuaba: Quizás Magna Grecia sea el mundo entero».
55
Cuenta Ernesto Sábato: «Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las
conversaciones sobre Platón y Heráclito de Éfeso, siempre con el pretexto de vicisitudes
porteñas». Ernesto Sábato, Antes del fin, Buenos Aires, Seix Barral, 1998, p. 96.

56
Jorge Luis Borges, Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 1989, p. 508.

57
O. C.; pp. 431, 472, 569, 607, 986 y 987.

58
Universidad de Creta, op. cit., p. 58.

59
Universidad de Creta, op. cit., p. 34.

61
K. P. Kavafis, Obra completa (Apanda), Atenas, Ikaros, 1975; pp. I, 41, 92; II, 33; I, 65, 52,
87, 98; Jorge Luis Borges, O. C.; pp. 519, 452, 248, 382, 404, 226, 376, 655, 218.

62
Véanse los poemas «En el mes de Athir» (En to mini Athir) de Kavafis, op. cit., I, p. 78, y
«Fragmentos de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867», de Borges, O. C.,
p. 660.

63
Universidad de Creta, op. cit., p. 30.

64
Ibídem, p. 23. Sobre las afinidades entre Borges y Kavafis cf. Nasos Vagenás, «El lenguaje
irónico» (I ironikí glosa), periódico Kathimeriní, Atenas, 30 de enero de 1977; William
Barnstone, «Real and Imaginary History in Borges and Cavafy», Comparative Literature,
Invierno 1977, pp. 54-73; Eugenio Aranitsis, «Borges, Kavafis», revista To Dendro (El Árbol),
Atenas, N.º 12, enero-febrero de 1980, pp. 17-23.

65
El texto sobre Atenas, que refiere un sueño, está incluido en Atlas, libro escrito por Borges
en colaboración con María Kodama, Buenos Aires, Sudamericana, 1984; p. 37; «El hilo de la
fábula» pertenece a Los conjurados (Jorge Luis Borges, O. C.; p. 676, y la cita sobre la música
griega corresponde a «Abramowicz», ibídem; p. 658).

66
«Calle Panepistimíu» significa calle de la Universidad. El poema de Nasos Vagenás
pertenece a su libro Vagancia de un no viajero (Periplánisi enós mi taxidioti), Atenas, Kedros,
1986, p. 36. Ver traducción en Horacio Castillo, Poesía griega moderna, Buenos Aires, Instituto
Griego de Cultura de Buenos Aires-Fundación de la Cultura Helénica de Atenas, 1997, p. 223.
67
Universidad de Creta, op. cit., p. 59.

68
Jorge Luis Borges, Nueva refutación del tiempo, Ed. Oportet & Haereses, Buenos Aires,
1947, p. 23.

69
De Alicia Jurado, El mundo de la palabra. Memorias (1952-1972) II, Buenos Aires, Emecé
Editores, 1990.

70
De Santiago Kovadloff, Sentido y riesgo de la vida cotidiana, Buenos aires, Emecé, 1998.

71
Borges, enigma y clave, (en colaboración con M. Tamayo), Buenos Aires, ed. Nuestro
Tiempo, 1955. La colaboración de M. Tamayo fue, más que nada, de carácter simbólico.

72
Sobre sus ataduras al suelo patrio y sus vuelos por el mundo de las letras inusitadamente
variado e inaudito por su profundidad se ha escrito mucho y bien. Aquí podemos señalar un
excelente resumen sobre el particular titulado «Per un atlante del sapere di Borges», en Roberto
Paoli, Tre saggi su Borges, Roma, Bulzoni, 1992.

73
Este ensayo aparece por primera vez en Otras inquisiciones (1937-1952), Buenos Aires,
Sur, 1952. Citaremos por esta edición. Se incluye también en páginas de Jorge Luis Borges
seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982, con un estudio preliminar de Alicia
Jurado. También en sus Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974; y tenemos una traducción
al inglés de Ruth L. C. Simms e introducción de James E. Irby, New York, Washington Square
Press, 1966, etc.

74
Vid. Américo Castro, «La palabra escrita y el Quijote», Cuadernos de Ínsula, Madrid, 1947,
p. 13.

75
Para una visión más cercana en el tiempo sobre el realismo conviene ver el artículo
respectivo del Diccionario terminológico de las literaturas románicas, de Rainer Hess, Gustav
Siebenmann, Mireille Frauenrath y Tilbert Stegmann, Madrid, Gredos, 1995.

76
Este Coloquio se realizó entre el 29 de abril y el 2 de mayo de 1999, en Villanueva de los
Infantes, Ciudad Real.

77
Juan Luis Vives, Introducción a la sabiduría, Obras completas, I, Madrid, Aguilar, 1947, p.
1215, par. 122.
78
Vid. Juan Vernet en la Introducción a Las Mil y Una Noches, Barcelona, Planeta, 1964, t. I.
Creemos que las casi sesenta páginas que componen esta Introducción constituyen un excelente
y breve estudio sobre el tema. Este arabista es también el autor de la traducción del árabe y de las
notas.

79
Para conocer sus opiniones sobre algunas de las traducciones puede leerse «Los traductores
de las 1001 noches», incluido en Historia de la eternidad [1936], en Obras completas, Buenos
Aires, Emecé, 1974, pp. 397-415.

80
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LVIII, 227-228, 1993.

81
Es el argumento de «El otro» (El libro de arena, 1975).

82
Ya en «Inventario» (La rosa profunda, 1975) había dicho: «Al olvido, a las cosas del olvido,
acabo de erigir este monumento / sin duda menos perdurable que el bronce...» (cfr. Horacio,
Odas, III, 30, 1: Exegi monumentum aere perennius...).

83
«Tú quisiste morir enteramente...» («A mi padre», en La moneda de hierro, 1976).

84
Jorge Luis Borges, Poemas 1923-1958, Buenos Aires, Emecé, 1958.

85
Jorge Luis Borges, Nueva antología personal, Buenos Aires, Emecé, 1968.

86
Jorge Luis Borges, El otro, el mismo, Buenos Aires, Emecé, 1969.

87
Jorge Luis Borges, La moneda de hierro, Buenos Aires, Emecé, 1976; La cifra, Buenos
Aires, Emecé, 1981.

88
Se publicó en el Boletín de la Academia Argentina de Letras, LXI, 241-242, 1996.

89
El resumen del cuento fue publicado en un artículo de E. Anderson Imbert con el título de
«Borges y Ménard» en Letras de Buenos Aires, n.º 28, mayo de 1994. Lo reprodujo en su libro
Reloj de arena, entre otras parejas de cuentos que «comparten un asunto semejante», en pendant,
naturalmente, con «Pierre Ménard, autor del Quijote» (Reloj de arena, Buenos Aires, El
francotirador, 1995).
90
El cuento fue publicado con el título de «Imagen de Pierre Ménard», La Nación, Buenos
Aires, 1-9-1991.

91
Dos décadas antes de Pierre Ménard (1939). Y una década después Borges escribe:
«Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque
confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un
punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia» («La flor de Coleridge», Otras inquisiciones,
Buenos Aires, Sur, 1952, p. 20). Creemos que, al escribir esto, no podía dejar de acordarse de
Pierre Ménard. Borges comienza el artículo de esta manera: «Hacia 1938, Paul Valéry escribió:
"La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su
carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de
literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor"».

92
En 1920, Valéry se adelanta a la «expectativa del lector», etc.

93
Buenos Aires, Proa, 1926; 2.ª ed. Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina / Seix Barral, 1993,
pp. 63-69. Citaré por esta edición, 3.ª reimpresión, marzo 1994.

94
1.ª ed. Buenos Aires, Kier, 1967, 159 p. (en colaboración con Margarita Guerrero), libro
incluido en Obras completas en colaboración, Buenos Aires, Emecé, 1979, pp. 567-714. En esta
edición, por la que citaré, el ensayo mencionado está en la p. 547.

95
La cifra, Buenos Aires, Emecé, 1981, p. 67 (citaré por esta edición). El poema permanece
en todas las ediciones posteriores de ese libro y pasa así a las Obras completas.

96
Citaré por la edición de Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 49.

97
En la versión incluida en Poemas 1923-1953, Buenos Aires, Emecé, 1954. Estas
«Anotaciones» no figuran en las Obras completas, pero sí están incluidas en la reedición de Luna
de enfrente, Cuaderno San Martín, Buenos Aires, Emecé, 1995, pp. 96-97.

98
Cf. «Los ángeles», en Iniciación teológica, Barcelona, Herder, 1957, t. I, pp. 502-503.

99
Dictionnaire de Théologie Catholique commencé sous la Direction de A. Vacant et E.
Mangenot; continué sous celle de E. Amann, troisième tirage, Paris, Librairie Letouzcy et Ané,
1923, t. I, pp. 1190-1271.

100
Montevideo, Lumen, 1992, ítems 328 a 336. Sobre este tema puede verse también el
capítulo «Los ángeles», en Iniciación teológica, ed. cit., t. I, pp. 491-518; Ulric Simon, Heaven
in the Christian Tradition, New York, 1958; Dom García Colomás, Paraíso y vida angélica,
Monserrat, 1958; Peter Lamborn Wilson, Angels, London, Thames and Hudson, 1980 (incluye
excelente iconografía).

101
Cf. Iniciación teológica, cap. cit., pp. 503-504.

102
Es esta una posible fuente bibliográfica borgeana, que no he podido localizar.

103
Romano Guardini, El Ángel en la Divina Comedia, Buenos Aires, Emecé, 1961, pp. 86-87.

104
Dante también lo hace, pero con otro tono, cuando habla del «divino pájaro», en La Divina
Comedia (Purgatorio, II, 2): «Cuanto más se acercaba a nosotros el ave divina, más brillante
aparecía: por lo cual, no pudiendo resistir su resplandor mis ojos, los incliné». (Cito por la
versión editada en París, Garnier, s/f, p. 148, versión castellana de Enrique de Montalbán).

105
Nos preguntamos si todas las referencias bibliográficas intercaladas en el artículo son
auténticas, no he podido corroborarlas en su totalidad y son conocidas las travesuras borgeanas a
este respecto.

106
Cito por Obras completas, ed. cit., p. 49. Puede verse la primera versión en mi libro El
ultraísmo, Madrid, Gredos. 1963, p. 146.

107
Ed. cit., p. 547.

108
Si bien la obra está escrita en colaboración, las reiteradas referencias a Swedenborg en otras
obras nos permiten inferir que este capítulo se debe a Borges.

109
He consultado la edición Heaven and its Wonders and Hell; From Things Heard and Seen,
New York, Swedenborg Foundation Inc., 1956.

110
Cf. el catálogo de citas borgeanas sobre este autor en Borges, Madrid, Biblioteca Nacional,
1986, p. 174.

111
J. R. (Jaime Rest), Diccionario de literatura universal, Buenos Aires, Muchnik Editores,
1965, t. I, p. 117.

112
J. L. Borges, El libro de los seres imaginarios, ed. cit., p. 574.
113
Cf. «Emanuel Swedenborg», en Jorge Luis Borges, Borges oral, Barcelona, Bruguera, 1980,
pp. 47-67.

114
En El otro, el mismo, Obras completas, ed. cit., p. 936. También toca el tema en el poema
«Emanuel Swedenborg»: «Más alto que los otros, caminaba / Aquel hombre lejano entre los
hombres / Apenas si llamaba por sus nombres / Secretos a los ángeles. Miraba / Lo que no ven
los ojos terrenales: / La ardiente geometría, el cristalino / Edificio de Dios y el remolino /
Sórdido de los goces infernales... (Ibídem, p. 909).

115
Borges (el hombre Borges, el hablante literario) tiene oscilaciones con respecto a la fe en la
existencia de un Más Allá. Por ejemplo en su poema «Del Infierno y del Cielo», inserto en El
otro, el mismo (1964) pero datado en 1942 (se publicó primero en Otros poemas, 1943; en Otras
composiciones, 1954, 1958; en Libro del Cielo y del Infierno, 1960), expresa su descreimiento
con respecto a la existencia de un Cielo y de un Infierno. Vuelve allí a referirse negativamente al
tema de la Jerarquía angélica: «Dios no requiere / para alegrar los méritos del justo, / orbes de
luz, concéntricas teorías / de tronos, potestades, querubines, / ni el espejo ilusorio de la música /
ni las profundidades de la rosa...» (en Obras Completas, ed. cit. p. 864).

116
Cf. R. Guardini, El Ángel en la Divina Comedia, ed. cit.

117
Cf. también el poema «El otro» en El otro, el mismo. Una revisión de la obra total de Borges
desde este ángulo podría dar otras respuestas.

118
«Tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».
Mt., 6, 6 y 6, 18.

119
Borges, una biografía literaria, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.

120
Ed. cit.

121
«Norah Borges», en La Nación, Buenos Aires, domingo 3 de octubre de 1982, 4.ª Secc., p.
2.

122
Este trabajo forma parte de un estudio en elaboración, que se desarrolla en varios capítulos:
1. Introducción a las ideas estéticas; 2. Literatura; 3. De la estética a la metafísica; 4. Profesión
de fe literaria; 5. El lenguaje; 6. Evaristo Carriego y Almafuerte; 7. El otro Borges: Discusión; 8.
Otra vez el tiempo y la eternidad; 9. Textos breves sobre la cultura; 10. Textos sobre la cultura;
11. La estética a modo de máximas; 12. El arte de novelar; 13. De los símbolos y los mitos; 14.
Repertorio de ideas.
123
Todos los asteriscos indican subrayados míos, J. L. V.

124
Carlos Meneses, Poesía juvenil de Jorge Luis Borges, Barcelona, Olañeta, 1978. Id., «Una
provechosa amistad; Borges y Mallorca», en España en Borges, Madrid, El Arquero, 1990, pp.
95-110.

125
G. de Torre, Literaturas europeas de vanguardia, Madrid, Caro Raggio, 1925, p. 62.

126
R. Poggioli, Teoría del arte de vanguardia, Madrid, Revista de Occidente, 1964, p. 218.

127
J. L. Borges, «Ultraísmo», Nosotros, 151, dic. 1921, pp. 467-471. G. de Torre, Literaturas
europeas de vanguardia, p. 60.

128
G. de Torre, «Para la prehistoria ultraísta de Borges», Cuadernos Hispanoamericanos, 169,
enero 1964, pp. 5-15.

129
L. Marechal, «Distinguir para entender», Mundo Nuevo, 18, diciembre 1967, pp. 59-64; en
Obras completas, t. V, Buenos Aires, Perfil, 1998, pp. 331-333.
130
G. de Torre, Historia de las literaturas europeas de vanguardia, Madrid, Guadarrama,
1965, p. 172.

131
J. L. Borges, «En la muerte de F. L. Bernárdez; Entrevista de María Esther Vázquez», La
Nación, 26-11-1978. Sup. p. 1.

132
E. Díez Canedo, «Fervor de Buenos Aires», España, 413, reproducido en Nosotros, 178,
marzo 1924, pp. 433-434.

133
B. Jarnés, Jorge Luis Borges, Inquisiciones, Revista de Occidente, 27, setiembre 1925.

134
J. L. Borges, «Acerca de Unamuno poeta», Nosotros, 175, diciembre 1923, pp. 405-410.

135
Ídem, «Menoscabo y grandeza de Quevedo», en Inquisiciones [1925], Buenos Aires, Seix
Barral, 1994, pp. 43-49.

136
Ibídem, «Torres Villarroel», pp. 9-15.
137
Ídem, «Definición de Cansinos Assens», Martín Fierro, 12-13, 20-11-1924, p. 83,

138
Ídem, «Ramón y Pombo», Martín Fierro, 14-15, 24-1-1925, p. 93.

139
R. Cansinos Assens, «El misterio de las cosas bellas», Síntesis, 1, junio 1927, pp. 25-31. (La
presentación de Borges en p. 110).

140
P. R. Sanjurjo, «A toda la nueva estética», Síntesis, 2, julio 1927, pp. 61-74. Ibídem, 15,
agosto 1928, pp. 375-390.

141
«Al tal vez lector», Martín Fierro, 25, 14 noviembre 1925.

142
Ídem, «Las coplas acriolladas», Nosotros, 200-201, enero-febrero 1926, pp. 74-79.

143
Ídem, «El idioma de los argentinos» [1928], Buenos Aires, Peña Del Giúdice, 1952, pp. 11-
33.

144
«Madrid meridiano intelectual de Hispanoamérica», La Gacela Literaria, 8, 15-4-1927, p. 1.

145
Me he ocupado más extensamente del tema en varios trabajos. Ver, por ejemplo, Guillermo
de Torre entre España y América, Mendoza, EDIUNC, 1993, pp. 18-20.

146
J. L. Borges, «Sobre el meridiano de una Gaceta», Martín Fierro, 42, 10-7-1927, p. 7.

147
P. Rojas Paz, «Hispanoamericanismo», Martín Fierro, 17, 17 5-1925, p. 2.

148
El Director, «Asunto fundamental», Martín Fierro, 31 agosto-15 noviembre, pp. 44-45.

149
G. de Torre, «Preliminares; ante la exposición del libro uruguayo en Madrid», La Gacela
Literaria, 39, 1-8-1928, p. 1.

150
E. Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, México, F. C. E., 1987, p. 233.

151
J. L. Borges, «Presencia de Unamuno», El Hogar, 29-1-1937, en Textos cautivos,
Barcelona, Tusquets, 1986, p. 79.
152
Ídem, «La langue verte, de Pierre Devaux», El Hogar, 11-12-1936, en Textos cautivos, pp.
59-60.

153
J. L. Borges, «La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico», Sur, 86,
noviembre 1941, pp. 66-70; A. Alonso, «A quienes leyeron a Jorge Luis Borges en Sur, número
86», Sur, 89, febrero 1942, pp. 79-81.

154
«Carta de P. Salinas a J. Guillén, 24-4-1951», en Pedro Salinas/Jorge Guillén.
Correspondencia (1923-1951), Ed. Andrés Soria Olmedo, Barcelona, Tusquets, 1992, p. 571.

155
G. de Torre, «Lo barroco en el pensamiento y en el arte de España», Revista de
Humanidades, Mérida, 5 marzo 1960, pp. 5-14.

156
M. E. Vázquez, Borges, Esplendor y derrota, Barcelona, Tusquets, 1996, p. 247.

157
Ídem, Borges; imágenes, memorias, diálogos, Caracas, Monte Ávila, 1977, p. 69.

158
J. L. Borges, «Diálogo con C. Fernández Moreno», Mundo Nuevo, 18, diciembre 1967, p.
20.

159
M. P. Montecchia, Reportaje a Borges, Buenos Aires, Crisol, 1977, pp. 63 y 72.

160
E. Zaratiegui, «Borges enjuicia a los grandes de la literatura española», Mendoza, 27-1-
1980, Supl., p. 1.

161
E. Rodríguez Monegal, Borges, una biografía literaria, p. 424.

162
J. L. Borges y O. Ferrari, Diálogos, Barcelona, Seix Barral, 1992, p. 48.

163
Ibídem, p. 111.

164
Ibídem, p. 338.

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