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Créditos de la imagen de portada

Alberto Rocha Valencia y Daniel Efrén Morales Ruvalcaba. El Sistema


Político Internacional de post-Guerra Fría y el rol de las potencias
regionales mediadoras. Los casos de Brasil y México. En: Espiral
Volumen15, No.43, Guadalajara – México, sep./dic. 2008.

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ÍNDICE

Página
Nota Introductoria. 2

A modo de presentación. Wallerstein: el marxista que 3


predijo la caída del muro y la actual crisis económica.

Isidro López.

1. Utopística o las opciones históricas del Siglo XXI. 7

Immanuel Wallerstein.

2. Crisis estructural en el sistema – mundo. Dónde estamos 67


y hacia donde nos dirigimos.

Immanuel Wallerstein.

3. El conflicto de clases en la economía-mundo capitalista. 79

Immanuel Wallerstein.

4. Marx y la historia: la polarización. 91

Immanuel Wallerstein.

5. La americanidad como concepto, o américa en el 102


moderno sistema mundial

Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein.

6. Este es el fin, este es el comienzo. 117

Immanuel Wallerstein.

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NOTA INTRODUCTORIA

Los ensayos y artículos que se reúnen en el presente Dossiers han sido


recogidos de diversas fuentes que se consignan en el pie de página
vinculado a cada uno de los títulos. El objetivo es dar a conocer el
pensamiento de Emmanuel Wallerstein y su legado intelectual para las
nuevas generaciones, que se desprende de él, sin que haya una
contraprestación económica de por medio. Los textos seleccionados, a
nuestro modo de ver, cumplen ampliamente con este propósito. Es
importante señalar que, en todos los casos, se tratan de textos de libre
disponibilidad que se pueden bajar del Internet. Una aproximación más
detallada a las ideas de Wallerstein, obviamente, pasa por la lectura de
sus libros, sobre todo los tres tomos de El Moderno Sistema Mundial, que
han sido traducidos al castellano. Sin más que señalar, dejó a
disponibilidad de los lectores los textos seleccionados.

AOMG

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A MODO DE PRESENTACIÓN

Wallerstein: el marxista que predijo la caída del muro y la


actual crisis económica*

Ayer falleció Immanuel Wallerstein, el representante más destacado de


la teoría de los sistemas-mundo, un enfoque deudor de Karl Marx y el
historiador francés Fernand Braudel, que, frente a los excesos teorizantes
del marxismo estructuralista y post estructuralista francés, puso encima de
la mesa el análisis del capitalismo realmente existente en términos
históricos y geográficos concretos y de larga duración. En los cuatro
volúmenes de 'El Moderno Sistema Mundial', su obra más completa y
conocida, analiza los distintos momentos de expansión política, social y
territorial del capitalismo desde el siglo XVI al siglo XIX, con sus ciclos de
hegemonía genovesa, holandesa, británica y finalmente,
norteamericana. Wallerstein contaba con el cierre de esta monumental
saga con un quinto volumen dedicado al siglo XX.

Las luchas de clases, el sistema de estados, los movimientos de liberación


nacional y descolonización o la huida del capital al este de Asia tras la
crisis de 1973 fueron analizados por Wallerstein desde una perspectiva
que arrancaba en el siglo XVI con la extensión progresiva del capitalismo
al mundo. Wallerstein comienza a escribir en un momento en que los
callejones sin salida teoretizantes de un marxismo europeo que tardó
décadas en recuperarse de las derrotas de los movimientos obreros en el
periodo de entreguerras y al que la reconstrucción de posguerra bajo la
batuta del keynesianismo y los estados de bienestar dejó la reflexión
marxista confinada a las universidades y a la discusión de salón. Sin
embargo, Wallerstein como sucedió con Giovanni Arrighi, otro de los

*Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2019-09-02/immanuel-wallerstein-
muere-
capitalismo_2206099/?utm_source=facebook&utm_medium=social&utm_campaign=B
otoneraWeb

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grandes teóricos de los sistemas mundo, parte de la experiencia política
del 68 norteamericano, con la preeminencia de la guerra de Vietnam y
la expansión imperialista norteamericana, para devolver a Marx a donde
pertenecía, la reflexión histórica orientada a la práctica política.

Un mundo en conflicto permanente

Su concepto flexible de las clases sociales como alianzas políticas antes


que como posiciones sociales prefijadas y su visión de la necesaria
soberanía limitada de los estados en un marco político transnacional
funcional al desarrollo capitalista, dieron al análisis de Wallerstein una
capacidad de análisis muy superior a la de los intérpretes "izquierdistas"
del sistema, anclados en las peculiaridades de un determinado país o
periodo histórico. Para Wallerstein, han sido los llamados movimientos
antisistémicos, la contestación al capitalismo en sus distintas
encarnaciones históricas, los que han llevado la iniciativa política sobre
la que el capitalismo ha movilizado su capacidad para operar en la
escala mundial y dejar a los movimientos antisitémicos confinados en los
espacios del sistema de estados-nación. Pero en cada movimiento de
huida y recomposición del capitalismo aparece un nuevo escenario de
conflicto entre los capitalistas y los trabajadores, que a su vez se concreta
en toda una serie de conflictos entre todas las segmentaciones sociales
que componen la fuerza de trabajo ya sean de género, raza, religión u
orientación sexual. Pero también conflicto de los capitalistas entre sí y con
los ecosistemas.

Ahora que vivimos un repunte del discurso del repliegue sobre los estados-
nación como atajo a la larguísima crisis del capitalismo que estamos
viviendo, es conveniente recordar que, para Immanuel Wallerstein, los
estados-nación solo han servido para que las burguesías nacionales
hayan encontrado nichos internos de protección frente a la
competencia mundial y para contener dentro de las fronteras las
explosiones de las luchas de clases. Y para que la "nación", la "patria",
haya servido de cemento interclasista en situaciones de conflicto interno
latente y para segmentar los mercados de trabajo entre nacionales y
extranjeros en situaciones de crisis. Wallerstein, que vivió tiempo en África
y fue traductor de Frantz Fanon, a quién admiraba profundamente, hacía
un balance crítico de los movimientos de descolonización y de liberación
nacional, precisamente por su incapacidad para operar fuera de los
contextos impuestos por las fronteras inventadas por el poder europeo y
norteamericano.

6
Frente a la quimera de la emancipación en un solo estado-nación, algo
para Wallerstein imposible desde el siglo XVII en adelante y en lo que
coincide más con Rosa Luxemburgo que con Lenin, Wallerstein dejó bien
claro que solo la emergencia de movimientos antisistémicos que
superasen las fronteras nacionales desde la comprensión de un destino
común y no de la buena voluntad internacionalista, tendrían la
posibilidad producir cambios profundos en el sistema-mundo, hasta
llevarlo más a allá de la subordinación capitalista al mandato del
beneficio económico creciente.

La bola del mundo frente a la bola de cristal

Wallerstein ha sido uno de los pocos especialistas en ciencias sociales


capaz de emitir predicciones solventes con décadas de antelación

Esta solidez en sus planteamientos analíticos ha hecho que Wallerstein ha


sido uno de los pocos especialistas en ciencias sociales capaz de emitir
predicciones solventes con décadas de antelación. Wallerstein anticipó
en casi quince años la caída del muro de Berlín basándose en una
concepción de la Unión Soviética como un estado capitalista más
surgido del triunfo de un movimiento antisistémico, cosa que le confería
ciertas peculiaridades internas, pero lo hacía plenamente dependiente
de las evoluciones del capitalismo mundial. Lo mismo podía ser dicho
para sus países satélites y los movimientos del tercer mundo, en la medida
en que estaban protegidos por el paraguas soviético.

Pero también predijo el ascenso de China como receptor de capital que


huía de los crecientes costes salariales, ambientales y fiscales de la crisis
global de rentabilidad que se inicia en 1973 y cierra en falso el auge las
finanzas en los años ochenta. O de los propios Estados Unidos, a quien
también desde finales de los ochenta, ve confinado en un dilema entre
la decadencia de su rol como amo hegemónico del mundo capitalista y
el desgarro interno de la sociedad estadounidense, a la que de forma
absolutamente brillante, ve asediada en lo que entonces era "el futuro" y
hoy el sangrante presente por movimientos populistas xenófobos y
racistas, que intentarían restaurar por la vía ideológica la posición
privilegiada del trabajador blanco americano que estaba perdiendo en
la arena económica global.

7
También esos años, Wallerstein ya situaba en el periodo 2010-2030 una
potente crisis del capitalismo, más allá de una simple recesión, en la que
se dirimiría el futuro político del mundo. Tres crisis de distinta duración,
como dijo en uno de sus últimos artículos de calado en la 'New Left
Review'. Una recesión profunda pero superficial vista en la perspectiva
larga, como la que vivimos desde 2007. Otra crisis del ciclo hegemónico
norteamericano, que se expresa en la forma en que retiene "solo" la
fuerza financiera y militar, pero ha perdido totalmente la posición
dominante del aparato productivo global en términos propiamente
capitalistas, esto es, a través de la competencia, ahora en manos de Asia,
y muy especialmente China. Y todavía otra crisis de un ciclo aún más
largo, de quinientos años, en los que el capital ha podido depredar los
entornos no capitalistas y huir de las demandas populares y democráticas
encontrando lugares con menores costes de producción, reproducción,
fiscales y ambientales. Después de la última huida a Asia el capital no
tiene donde fugarse, sin afrontar las crecientes demandas de
redistribución que le plantean los movimientos antisistémicos heredados
del 68, ya sean en su vertiente obrera, ecologista o feminista.

En su última columna periodística, Wallerstein consciente de que dejaba


su última palabra, recordaba que la lucha sigue en un 50% de
posibilidades de un futuro de mayor dominio y explotación, y un 50% de
posibilidades de una salida de la crisis parecida a una emancipación.
Desde hace años, Wallerstein defendía que ese horizonte de
emancipación era el socialismo. Y ponía tres condiciones para identificar
el socialismo, que ningún estado "socialista" ha cumplido aún:

1) Un sistema en que las decisiones económicas están tomadas en


términos de utilidad social y no de beneficio;

2) Un sistema que reduce las desigualdades y no las amplia; y

3) Un sistema en que las libertades personales y colectivas están tan


enraizadas material y socialmente que no dependen del capricho de
los estados.

Isidro López

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1

UTOPÍSTICA

O las opciones históricas del Siglo XXI*

Immanuel Wallerstein

PRÓLOGO

Esta obra es una versión revisada de las conferencias Sir Douglas Robb
impartidas en la Universidad de Auckland, Nueva Zelanda, los días 16, 22
y 23 de octubre de 1997. Agradezco a la universidad el haberme invitado
a dar estas pláticas y permitirme formular los argumentos de este ensayo.
Parte del capítulo 2 se integró a un artículo publicado en la revista
Canadian Journal of Sociology, en 1998.

1. ¿EL FRACASO DE LOS SUEÑOS, O EL PARAÍSO PERDIDO?

¿Utopías? ¿Utopística? ¿Se trata de un juego de palabras? No lo creo.


Utopía, como todos sabemos, es una palabra acuñada por Tomás Moro
y significa literalmente "ninguna parte". El verdadero problema con todas
las utopías que conozco no es sólo que no han existido en ninguna parte
hasta el momento, sino que, en mi opinión y en la de muchos, parecen
sueños celestiales que nunca podrán hacerse realidad en la Tierra1. Las
utopías cumplen funciones religiosas y a veces también son mecanismos
de movilización política. Pero políticamente tienden a fracasar, ya que
son generadoras de ilusiones y —cosa inevitable— de desilusiones. Las

*Fuente: Wallerstein, Immanuel. Utopística o las opciones históricas del siglo XXI. Madrid,
Siglo XXI Editores, 1998, 91 pp. Disponible en:
https://periferiaactiva.files.wordpress.com/2016/04/wallerstein-e-utopstica.pdf
(Traducción: Adriana Hierro).

1
Véase mi discusión en "El invento de las realidades del Tiempo Espacio: hacia una
comprensión de nuestros sistemas históricos", en pensar las ciencias sociales. Límites de
los paradigmas decimonónicos, México, Siglo XXI, 1998, pp. 149-163.

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utopías pueden usarse —y se han usado— como justificaciones de
terribles yerros. Lo último que necesitamos son más visiones utópicas.

A lo que me refiero con la palabra "Utopística", que inventé como


sustituto, es algo bastante diferente. Es la evaluación seria de las
alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio en cuanto a la
racionalidad material de los posibles sistemas históricos alternativos. Es la
evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociales humanos y
sus limitaciones, así como de los ámbitos abiertos a la creatividad
humana. No es el rostro de un futuro perfecto (e inevitable), sino el de un
futuro alternativo, realmente mejor y plausible (pero incierto) desde el
punto de vista histórico. Es por lo tanto, un ejercicio simultáneo en los
ámbitos de la ciencia, la política y la moralidad. Si en el lazo estrecho
entre ciencia, política y moralidad parece faltar el espíritu de la ciencia
moderna, apelo a lo que dijera Durkheim sobre la ciencia:

Si la ciencia no puede ayudarnos a elegir la meta óptima, ¿cómo puede


determinar el mejor camino para llegar a ella? ¿Por qué ha de sugerirnos
el camino más rápido antes que el más económico; el más seguro en
lugar del más sencillo, o viceversa? Si no puede guiarnos en la
determinación de nuestros fines más elevados, tampoco puede
determinar los fines secundarios y subordinados que llamamos medios2

Por supuesto que nuestros códigos morales también se jactan de


ofrecernos una guía para llegar a las metas óptimas. Y la política es el
logro terrenal de esas metas, o al menos pretende serlo. La utopística
trata de reconciliar lo que la ciencia, la moralidad y la política nos
enseñaron que deben ser nuestras metas: nuestras metas generales, no
los fines subordinados secundarios que llamamos medios. Estos últimos son
sin duda importantes, pero constituyen los problemas permanentes de la
vida cotidiana de un sistema histórico. Establecer con eficiencia nuestras
metas generales suele resultarnos difícil. Sólo en momentos de bifurcación
sistémica de transición histórica, la posibilidad se convierte en realidad. Es
en estos momentos, en lo que llamo Tiempo Espacio transformacional3

2
Emile Durkheim. Las reglas del método sociológico. México. Fondo de Cultura
Económica. 1986.

3Véase mi discusión en “El invento de las realidades del tiempo Espacio: hacia una
comprensión de nuestro sistema histórico”, en Impensar las ciencias sociales. Límites de
los paradigmas de cimonómicos, México, Siglo XXI, 1998 .pp.149 -163.

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que la utopística se convierte en algo no tan sólo pertinente, sino en
nuestro principal interés. Justo en ese momento nos encontramos ahora.

Este análisis se centra necesariamente en el concepto de racionalidad


material concebido por Max Weber en contraste con el de racionalidad
formal. Con esto se refería a la elección de fines desde la perspectiva de
los "postulados de valor" (werlende Postúlate). Weber nos dice que el
concepto está "Lleno de ambigüedades" y que "existe un número infinito
de posibles escalas de valores para este tipo de racionalidad". En este
sentido, agrega, "el concepto 'material' es genérico abstracto"4. Estos
valores, como nos lo dice la expresión original de Weber en alemán, son
"postulados", y obviamente en torno a los postulados podemos disentir.
De hecho, es casi seguro que no estemos de acuerdo. Nuestras
preferencias morales nos llevan directamente a luchas políticas.

¿Dónde entra entonces la ciencia? ¿Cómo es que el conocimiento social


nos ayuda a tomar estas decisiones morales y políticas? En el ámbito
político, en el sentido más amplio de la frase, nadie afirma tan sólo las
elecciones políticas. En el mundo moderno, por lo menos, todos tenemos
que recurrir a un grupo de personas más numeroso que aquel con el que
compartimos nuestros intereses y preferencias comunes en busca de
apoyo para nuestros razonamientos. Eso es lo que cuenta para
legitimarlos. La legitimación es el resultado de un proceso a largo plazo
cuyo componente central es la persuasión de un tipo específico: implica
persuadir a quienes al parecer están teniendo un rendimiento deficiente
en el corto plazo de que van a mejorar mucho más a la larga
precisamente por la estructura del sistema, y que, por lo tanto, deberían
apoyar el funcionamiento de éste y su proceso de toma de decisiones.
Esta pérdida de legitimidad es, a mi juicio, un factor primordial de la crisis
sistémica en que nos encontramos. La recreación de cierta clase de
orden social es cuestión, no sólo de construir un sistema alterno, sino
también, en gran medida, de legitimarlo.

Es posible legitimar los sistemas —todavía lo hacemos en cierta


medidaapelando a la autoridad o a las verdades místicas, pero en la
actualidad también lo hacemos, y quizá en mayor grado, mediante los
llamados argumentos racionales. Éstos forman parte del discurso de la

4Max Weber, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, vol. I,
pp. 64-65 Véase mi análisis de este concepto en "Social science and contemporary
society: The vanishing guarantes of rationality", International Sociology, XI, 1 de marzo de
1996, pp. 7-26.

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ciencia y afirman su validez con base en el conocimiento científico
aceptado. Por supuesto, no todo lo que los científicos afirman que es
cierto necesariamente es correcto. Y existen aún mayores dudas sobre la
validez de las deducciones que las personas del ámbito político extraen
de lo que creen —o fingen creer— ha sido demostrado científicamente.
La validez de nuestro conocimiento colectivo, y en particular las
conclusiones que podemos sacar de él sobre nuestros sistemas históricos,
es un elemento crucial en el afán por definir lo que constituye la
racionalidad material. Por lo tanto, la utopística implica replantear las
estructuras del conocimiento y de lo que en realidad sabemos sobre
cómo funciona el mundo social. Desde que tenemos sueños —sueños
importantes, sueños políticos— hemos sufrido desilusiones. La Revolución
francesa agitó a muchos millones y sorprendió a todos aquellos que
participaron en ella. Parecía el comienzo de una nueva era. Y no mucho
tiempo después uno de sus primeros seguidores, William Wordsworth,
escribió su amargo canto fúnebre, los Preludes, por los terribles estragos
que causó. La Revolución rusa, que empezó como los diez días que
sacudieron al mundo, se convirtió para muchos, una generación
después, en el Dios que falló. Y esta historia, tan clara para las precursoras
revoluciones francesa y rusa, se ha repetido incontables veces en los
muchos otros acontecimientos políticos que denominamos ''revoluciones"
en el mundo moderno.

Para los pensadores conservadores, desde Burke y De Maistre, ésa ha sido


la reflexión de lo que inevitablemente ocurre como resultado de la
ingeniería social. Y, según ellos, cuanto más grande es la ambición, mayor
es el daño. El núcleo del conservadorismo, como ideología moderna, es
la convicción de que los riesgos de una intrusión colectiva consciente en
las estructuras sociales existentes que han evolucionado de forma
histórica y lenta son muy elevados. En el mejor de los casos, arguyen, se
pueden aprobar algunas oportunidades, siempre y cuando se las valore
con mucha prudencia y se las considere absolutamente necesarias. Y
aun entonces deben establecerse con toda cautela y reserva. En esta
doctrina conservadora hay una mezcla de dudas teológicas sobre la
manipulación humana con el mundo de Dios, y de escepticismo con
respecto a la capacidad del hombre para alcanzar la sabiduría, o más
bien para tomar decisiones razonadas, sabias y colectivas.

Sin duda hay una buena razón histórica para tal escepticismo. Y vemos
cómo personas inteligentes y sensibles podrían llegar a la conclusión de
que en general es mejor que el cambio político se vaya gestando

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lentamente, no sea que la situación empeore aún más. El problema con
ese conservadorismo honesto el que representa la posición (y los
intereses) de quienes están mejor en términos de la posición económica
y social y en todas las demás áreas relacionadas con la calidad de vida.
Lo que esta postura les deja a quienes no están tan bien, y en especial a
los que realmente están mal no es otra cosa que el consejo de ejercer
una paciencia temperada con cierto grado de caridad inmediata. Pero
en vista de 5 que la paciencia que se requiere carece en cierto sentido
de límite de tiempo (y los conservadores hablan con frecuencia de la
inevitabilidad de la jerarquía social y. por lo tanto, de la permanente
desigualdad social), representa poco adelanto que para la mayoría de
los mortales sea algo concreto en su vida o en la vida de sus hijos.

Los orígenes de los llamados movimientos revolucionarios en el mundo


moderno constituyen una cuestión muy difícil y polémica y, en lo
personal, acepto que no representan, en su mayor parte, levantamientos
espontáneos de masas oprimidas en busca de transformar el mundo, sino,
más bien, de aprovechar la oportunidad —al menos en un principio—
que se les presenta a grupos particulares en momentos en que se viene
abajo el orden del Estado (al que estos grupos han contribuido sólo
ocasionalmente). Pero, sin importar cómo se pusieron en marcha estas
revoluciones, las que han perdurado son aquellas que han atraído un
considerable respaldo popular. Creo que el respaldo post-hoc tiene una
explicación muy sencilla. La paciencia que los pensadores
conservadores aconsejan a los menos adinerados nunca ha sido
adoptada en forma amplia, profunda o entusiasta, y la fe que estos sub-
grupos tienen en la sabiduría de las estructuras tradicionales y sus líderes
ha sido bastante limitada. Por el contrario, los subgrupos han sufrido a la
autoridad y tienden a verla como inevitable en el peor de los casos o, en
el mejor, como difícil de afectar y mucho menos de anular. Lo que los
levantamientos revolucionarios ofrecen a la población que claman
representar y cuyo apoyo moral y político necesitan, es la perturbación
de las expectativas sociales, la repentina intromisión de la esperanza
(incluso de las grandes esperanzas) de que todo (o al menos mucho) en
verdad puede transformarse, y transformarse rápidamente hacia una
mayor igualdad y democratización entre los seres humanos. Si no
entendernos que es esta esperanza, que abrigan los seres humanos para
sí y para sus hijos, lo que hace que las Madames Deíarges de este mundo
tejan mientras los aristócratas mueren en la guillotina, no podremos
comprender la historia política de los últimos doscientos años del
moderno sistema mundial. Esto no quiere decir que las personas comunes

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y corrientes aplaudan el régimen del Terror o los gulags. Muchas sí lo
hicieron, pero muchas no. Algunas les dieron su apoyo consciente; otras
apoyaron los movimientos revolucionarios a pesar de los regímenes de
terror, y muchas otras se auto convencieron de que ignoraban su
existencia. Pero ciertamente dieron su apoyo a las revoluciones, al menos
durante mucho tiempo, y esto se debió a que las revoluciones inspiraban
esperanza en situaciones que de otra suerte serian desesperadas;
desesperadas no tan sólo antes de las revoluciones, sino, previsiblemente,
después de cualquier contrarrevolución.

Por cierto, las revoluciones de cualquier clase se deterioran, por razones


tanto externas como internas. En lo externo, se las combate, y con ardor.
En lo interno, todas se han degenerado. Quienes detentan el poder caen
en una profunda desunión, en parte a causa de las tácticas, pero en gran
medida como resultado de la rivalidad por el poder. Las revoluciones
comienzan a devorar a sus hijos y a mostrar la fealdad de su rostro, y así
empiezan a perder gran parte del apoyo que se han ganado.

Hoy en día es muy aceptado —aunque no universalmente—, que la


Revolución francesa no fue un movimiento burgués y que la Revolución
rusa no fue una revolución proletaria. Entonces, ¿qué fueron? ¿Fueron
revoluciones? Todo depende, por supuesto, de lo que se quiera decir con
"revolución" (política y/o social). El concepto mismo de una revolución
moderna supone la importancia de las fronteras de los estados para el
análisis y la acción, así como su relativa autonomía en evolución. Supone
que los estados en el mundo moderno pueden caracterizarse como
feudales o capitalistas o socialistas o cualquier otra cosa. De ahí que
podamos hablar sobre las rupturas que marca la transformación de la
estructura de un Estado en particular y llamarlas revoluciones. De ahí
también que podamos provocar de manera deliberada (o tratar de
hacerlo) tales rupturas.

Esto es lo que en esencia queremos decir cuando hablamos de


revoluciones y de actividades revolucionarias. Por cierto, se ha generado
gran inconformidad sobre qué criterios distinguen el llamado cambio
político normal (aun cuando se dé a través de medios violentos) y el
llamado cambio verdaderamente revolucionario. Pero esta
inconformidad no afecta el modelo básico de ambos lados de este
argumento de que las transformaciones básicas pueden ocurrir en el
mismo nivel, y que ciertamente (para muchos, si no para la mayor parte
de los 6 analistas) tales cambios sólo pueden ocurrir en el mismo nivel. Yo

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ofreceré un modelo diferente, uno que sostenga que no ha habido
revoluciones en los estados que conforman el moderno sistema mundial,
y que no podía haberlas si por revolución entendemos un cambio que
transforma la estructura social subyacente y el funcionamiento del Estado
en el que supuestamente se produjo la revolución. Sin embargo, debo
señalar que estas llamadas revoluciones han sido elementos muy
importantes en la historia de la evolución del moderno sistema mundial,
porque ciertamente han cambiado parámetros importantes de cómo es
y de cómo ha venido evolucionando en su conjunto. Por último, debo
también señalar que como resultado de este cambio de énfasis, ni las
ilusiones ni las desilusiones se han justificado y, por lo tanto, no representan
actitudes razonables antes de estos acontecimientos políticos.

El moderno sistema mundial, que es una economía-mundo capitalista, ha


existido desde el siglo XVI. Se creó originalmente sólo en una región del
globo, en casi toda Europa y parte del hemisferio occidental. Con el
tiempo se expandió con una dinámica interna y gradualmente incorporó
a su estructura otras regiones del planeta. El sistema moderno se globalizó
desde el punto de vista geográfico apenas a finales del siglo XIX, y tan
sólo en la segunda mitad del siglo XX se han ido integrando los rincones y
las regiones más recónditas del globo.

La creación de la estructura de los estados (los llamados estados


soberanos, que operan dentro de las restricciones de un sistema
interestatal) fue parte de la creación de un mundo y una economía
capitalistas, y fue un elemento necesario en su estructuración. La
evolución de la estructura de los estados, su capacidad para ganar
fuerza en su interior y en relación con otros estados del moderno sistema
mundial, reflejó la evolución de dicho sistema como un todo integral. Los
estados nunca fueron entidades autónomas, sino más bien una
característica institucional importante del moderno sistema mundial.
Tenían poder, aunque no ilimitado, y desde luego algunos estados tenían
más poder que otros. Podía decirse que el moderno sistema mundial en
su conjunto se caracterizaba por su modo de producción. El moderno
sistema mundial era, y es, un sistema capitalista, es decir, un sistema que
opera sobre la premisa de la acumulación incesante de capital a través
de la mercantilización de todo.

Los estados que figuran dentro de este sistema son instituciones del
mismo, así que cualquiera que sea su forma particular, responden de
alguna manera a la premisa de su impulso capitalista. Por lo tanto, si por

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revolución entendemos que un Estado antes feudal se convierte en
capitalista, o que un Estado antes capitalista se convierte en socialista, el
término no tiene ningún significado operativo y es una descripción
engañosa de la realidad. Para ser exactos, hay muchas clases posibles
de regímenes políticos, y no hay duda de que a las personas que viven
en un Estado en particular les importa muchísimo la naturaleza de ese
régimen.

Pero estas diferencias no han cambiado el hecho básico fue que todos
estos regímenes han sido piezas de la maquinaria del moderno sistema
mundial, es decir, de la economía-mundo. Y tampoco podría haber
marcado una diferencia antiguamente. Puedo oír las objeciones. Las he
oído muchas veces. ¿Cómo afirmar que los antiguos estados socialistas
(o los que siguen estando regidos por partidos marxistas-leninistas) eran (o
son) capitalistas? ¿Cómo asegurar que los estados que están aún bajo el
régimen de jerarquías tradicionales son capitalistas? Yo no afirmo nada
porque no creo que los estados puedan tener esas atribuciones. Lo que
sí aseguro es que estos estados se localizan dentro de un sistema mundial
que opera con una lógica capitalista, y que si las estructuras políticas, o
las empresas, o las burocracias del Estado intentan tomar decisiones en
términos de alguna otra lógica (y desde luego que lo hacen con
frecuencia), tendrán que pagar un precio muy alto. El resultado será que
cambiarán su modo de operar o bien perderán poder o capacidad para
afectar al sistema. Me atrevo a sugerir que la lección más clara que
podemos aprender de la llamada caída de los comunismos — aunque
yo no acepto que lo sea sólo porque los partidos comunistas ya no están
en el poder— es que la supremacía de la ley de los valores ha operado
de manera eficaz en estas áreas. Creo que ya operaban sobre esta base
desde hace mucho tiempo.

La refutación constante que oímos en contra de esa descripción de los


llamados regímenes socialistas es que quizá sea cierta, pero no tenía que
serlo. Ésta es la apreciación que afirma que estos regímenes eran impuros,
inadecuadamente socialistas, hasta traidores al sueño. Tampoco acepto
esta afirmación. La mayor parte de los revolucionarios tratan ciertamente
de ser revolucionarios al principio de sus esfuerzos como tales. Muchos de
los regímenes revolucionarios realmente tratan de cambiar el mundo. No
traicionan sus ideales. Descubren que, como individuos y como
regímenes, las estructuras del sistema mundial los restringen a
comportarse en cierta forma y dentro de determinados parámetros o. de
lo contrario, pierden toda capacidad de ser actores importantes en ese

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sistema mundial. Y así, tarde o temprano, doblegan sus intenciones a la
realidad.

Todo se reduce a comprender cómo operan los sistemas de cualquier


tipo. Los sistemas tienen fronteras, aunque éstas cambien. Los sistemas
tienen reglas, aunque éstas evolucionen y los sistemas cuentan con
mecanismos interconstruidos para recuperar el equilibrio, de manera que
las grandes desviaciones -intencionales o accidentales- de los patrones
esperados tienden a convertirse a mediano plazo en cambios
relativamente pequeños. No es que los sistemas sean estáticos. Nada de
eso. Tienen contradicciones inter-construidas y como resultado de su
intento por hacerles frente manifiestan tendencias seculares. Llegan a
puntos de bifurcación, y el resultado es que se transforman en otro
sistema o son sucedidos por otro.

El punto crucial es distinguir entre la vida normal y continua de un sistema


y sus dos momentos de transformación: su principio y su fin. Las
revoluciones francesas y rusa, y todas las otras sobre las que hemos
hablado tuvieron lugar dentro de la vida normal y continua de la
economía-mundo capitalista. Aunque representaban desviaciones
relativamente grandes con respecto a los patrones esperados, dieron por
resultado, a mediano plazo, cambios relativamente pequeños.

El entusiasmo de algunos por las revoluciones, y la enorme hostilidad de


otros, eran parte de los mecanismos del sistema. El hecho de que el
entusiasmo fuera acumulativo era un mecanismo: el hecho de que el
entusiasmo diera paso a la desilusión era otro.

Las revoluciones nunca funcionaron en la forma en que sus promotores


esperaban o del modo que sus opositores temían. Eso no significa que
fueran irrelevantes. En realidad, el patrón repetido de tales
levantamientos ha sido un elemento importante en el establecimiento de
ciertas tendencias seculares en el sistema, tendencias seculares cuyo
impacto estamos sintiendo apenas desde 1945, y aún más desde 1989.

La mayor parte de las ilusiones y de las desilusiones acerca de las


revoluciones francesa y rusa (y la mayoría de los escritos al respecto)
tienen que ver con su impacto en Francia y en Rusia, y el debate sobre
los méritos de lo que realmente sucedió atrae la retórica de opiniones
encarnizadamente opuestas. Yo asumo una postura similar a la que
adoptara Tocqueville con respecto al impacto interno: la de la longue

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duré (la larga duración). Si uno compara estos países en un momento
determinado, veinte años antes de la revolución, y otros veinte años
después de la fecha en que se considera que ésta terminó, no queda
claro que los cambios que uno ve sean mayores que los encontrados en
países comparables que no atravesaron por una supuesta revolución. Sin
embargo, esto no sería cierto si uno viera el sistema mundial como un
todo. Se pueden rastrear cambios más importantes en la geocultura del
sistema mundial como resultado de esas dos revoluciones, cambios que
se reflejan en las tendencias seculares del sistema mundial en su conjunto.
Y esto es cierto —aunque puede decirse que las revoluciones "fallaron"—
en el sentido de que los gobiernos revolucionarios (y los sucesores
inmediatos que se proclamaron sus herederos o que eran vistos como
tales) fueron derrocados por una contrarrevolución.

Todos conocemos las reivindicaciones básicas de los revolucionarios


franceses. Se oponían a los privilegios hereditarios. Defendían la igualdad
moral y jurídica de los individuos, insistían en la importancia del concepto
de ciudadanía, es decir, de ser miembro de una comunidad llamada
nación que ofrecía, en 8 principio, iguales derechos de participación en
la arena política al menos para todos los varones adultos. Sin duda estas
demandas eran la expresión de una presión aún mayor que la mera
expresión de quienes forjaron la Revolución francesa. Pero fue ésta
precisamente —por su violencia, entusiasmo y empuje— la que hizo que
esas demandas parecieran saltar del reino marginal de las ideas
revolucionarias a la arena de los elementos normales, hasta obvios, de
cualquier sistema político. El hecho de que esas reclamaciones se
difundieran entonces, sin duda en forma bastante ambigua, por medio
de los intentos napoleónicos de conquista, fue importante para su arraigo
en la mentalidad popular.

La importancia de la transformación puede verse después de 1813,


después de la Restauración en Francia, ya que entre 1845 y 1848 los
conceptos básicos de la Revolución francesa siguieron abriéndose paso
hacia la categoría de supuestos generalizados de lo que se acepta como
las premisas legitimas de la acción política. En realidad hubo tres
conceptos que se ganaron esa clase de legitimidad. El primero fue que
el cambio político era continuo y normal más que excepcional y
esencialmente ilegitimo. El segundo fue que la soberanía reside en el
pueblo, más que en el gobernante o en un órgano corporativo
aristocrático. El tercero fue que los individuos que residen en un Estado
constituyen una nación, de la cual son ciudadanos.

18
Para ser precisos, ninguno de los tres conceptos fue aceptado como
legítimo por las autoridades del Estado en la era posnapoleónica, al
menos en un principio. Ciertamente la ideología de la Santa Alianza era
a todas luces contraria a estos conceptos; de manera específica y
enfática afirmaba su ilegitimidad y hasta su inmoralidad. Sin embargo, los
conceptos eran suficientemente poderosos como para requerir una
denuncia clara, razonada, no una represión brutal que, de por sí, era el
reconocimiento de su fuerza. De esa manera, la ideología conservadora
se formuló en el rechazo de la Revolución francesa y simuló el desarrollo
de la ideología liberal que, aunque ambivalente con respecto a ciertos
elementos de la Revolución francesa, avaló sus conceptos básicos.

La realidad fue que la Revolución francesa abrió una caja de Pandora y


generó aspiraciones, expectativas y esperanzas populares que todas las
autoridades constituidas, tanto conservadoras como liberales,
encontraron difíciles de contener. En esencia, conservadores y liberales
diferían en sus estrategias básicas sobre cómo contener una posible
insurrección popular. Los conservadores se pronunciaron por fortalecer la
autoridad de las instituciones tradicionales y los líderes simbólicos,
comprendiendo el daño que el cambio legislado podía infligir en el orden
social. De esa manera, la monarquía, la Iglesia, las celebridades locales y
las familias patriarcales eran los puntos de concentración preferidos.

Los liberales argüían que, históricamente, era demasiado tarde para que
tales instituciones funcionaran bien, ya fuese rigiendo, ya aplacando el
descontento popular. Propugnaron los principios teóricos demandados
por las fuerzas populares normalidad del cambio, soberanía popular y
ciudadanía— pero administrando el cambio que podría ocurrir bajo sus
auspicios. Su programa para administrar era poner en práctica
gradualmente estos principios bajo el control de expertos que analizarían
de manera racional el ritmo y la técnica necesarios para asegurar que el
cambio fuera gradual, y que no desplazara a familias y grupos
gobernantes. Los liberales, en pocas palabras, querían un cambio
controlado, y cedían apenas lo preciso para seguir aferrándose a casi
todo lo que tenían. Sin embargo, los liberales pensaban que se requería
cierto cambio, y pronto, mientras que los conservadores tendían a dejar
que su cautela superara su capacidad de juicio, o a recurrir a la acción
represiva para contener el desorden.

19
Esta lucha de conservadores y liberales entre las minorías gobernantes
tuvo lugar en los principales estados del sistema mundial entre 1815 y
1848. La historia de esos años es un incremento constante de la inquietud
popular en diferentes formas y lugares. Aun así, lo que podríamos llamar
la revolución mundial (o del sistema mundial) de 1848 no estaba prevista,
y fue una sorpresa para todo aquel que estaba en el poder. Por un lado,
esto mostró que dos grupos populares podían movilizarse con más
seriedad de lo que nadie podía haber creído antes. Estos grupos eran,
por una parte, los obreros urbanos/industriales y, por la otra, las
nacionalidades/naciones oprimidas. El levanta- miento empezó en
Francia 9 como una revuelta social que se extendió con rapidez a otros
países, con frecuencia como insurrección nacional. Parecía como si la
Revolución francesa empezara de nuevo, pero en esta ocasión no sólo
en contra de los conservadores, sino también en contra de los ideólogos
liberales. Las revoluciones de 1848 constituyeron el surgimiento de una
tercera ideología, una ideología de izquierda que emergió de lo que
ahora se consideraba un liberalismo de centro y que se oponía a éste y
al conservadorismo de derecha. Esta ideología de izquierda recibió
diferentes nombres, pero en general empezó a llamársela socialismo.

Debemos considerar: la revolución mundial de 1848 en dos lapsos: los


hechos y consecuencias inmediatos, y los efectos a largo plazo; Vista
como un conjunto de sucesos ocurridos en un período de; varios años,
podría decirse que era; como un ave fénix. Se inflamó muy rápidamente;
y se extinguió por sí sola casi con la misma rapidez La-época-más radical
en Francia, por; ejemplo sólo duró cuatro meses. Estos levantamientos (e
incluso los; menos radicales) fueron controlados en todas partes con una
fuerza a la que los elementos radicales no pudieron oponerse. Aun así, no
hay duda de que los que detentaban el poder estaban atemorizados
ante estas revueltas, y su miedo tuvo como consecuencia la unión de
conservadores y liberales en defensa del orden establecido. En
retrospectiva, parece como si hubiera habido un acuerdo tácito entre
conservadores y liberales. Los conservadores encontraron él camino en
el corto plazo: la seguridad de la, autoridad represiva y, en; particular la
proscripción de todos los elementos radicales. Pero los liberales
encontraron el camino a mediano plazo: la institución eventual de una
serie de; reformas racionales y graduadas, no sólo con el apoyo
conservador sino con los conservadores compitiendo; para ver; si podían
superar a los liberales en su propio juego.

20
Los socialistas, promotores de la tercera ideología, estaban tan
profundamente afectados por 1848 como los conservadores y .los
liberales. Mientras que los protosocialistas del periodo previo a 1848
estaban comprometidos con el insurreccionismo conspirador (Carbonari,
Blanqui) o la retirada utópica como estrategia (Owen, Cabet, y muchas
otras variantes), los fracasos de 1848 (el hecho de que los levantamientos
espontáneos no tuviesen ningún efecto político significativo) dejaron
caer sobre la izquierda un balde de agua fría de realismo político.
Optaron por organizarse, estrategia que en última instancia sólo podía
tomar la forma de una teoría de acción política en etapas. Conocemos
la que los socialistas prepararon en la segunda mitad del siglo XIX. En la
primera etapa tratarían de obtener el poder en cada Estado soberano;
en la segunda, transformarían la sociedad nacional usando el poder del
Estado. Todavía más adelante los socialistas dividirían las tácticas de la
primera etapa, ya fuera que obtuvieran el poder a través de las urnas o
de una insurrección planeada (que se convertiría en la diferencia teórica
entre la Segunda y la Tercera Internacionales).

Lo que debería subrayarse sobre la estrategia socialista de la búsqueda


organizada del poder del Estado es que, a la larga, no había mucha
diferencia con respecto a la estrategia liberal del cambio racional
administrado por expertos. Sólo que los expertos se ubicaban en la
estructura del partido, más que en la burocracia. Así que en el periodo
posterior a 1848 surgieron dos patrones muy claros. Por un lado teníamos
una tríada de ideologías -conservadores, liberales, socialistas-
compitiendo políticamente casi en todas partes. Por el otro, el liberalismo
centrista se convirtió en la ideología dominante en todo el mundo,
precisamente porque los programas tanto de conservadores como de
socialistas tendían a convertirse en meras variantes del tema liberal
subyacente de reforma administrada. Ambos patrones permanecieron
vigentes no sólo hasta 1917, sino hasta 1968.

En consecuencia, podemos argüir que el resultado a largo plazo de la


Revolución francesa fue que, al legitimar una serie de conceptos que
antes habían sido marginales, dio lugar a un trío de ideologías,
interesadas en contener una presión popular legitimada que buscaba el
cambio. A su vez este conflicto político entre las tres ideologías se tradujo
en que una de las tres —el liberalismo centrista llegaría a dominar y podría
imponerse como la geocultura del sistema mundial, con lo que se
establecieron los parámetros dentro de los cuales habría de tener lugar
toda la acción social, durante, más de un siglo.

21
Toda la evolución podría verse, como una dialéctica de procesos. Las
pasiones populares, desatadas, y en particular la legitimación de los
objetivos populares, forzaron a los grupos dominantes a hacer
concesiones importantes a mediano plazo por medio del programa del
liberalismo; las más-importantes de ellas fueron el sufragio (universal en,
última instancia) y la redistribución económica parcial (el Estado
benefactor). Estas concesiones fueron la consecuencia de la presión
popular alimentada por la esperanza y las expectativas, pero las
concesiones mismas fortalecieron la esperanza y las expectativas. Al final
del arco iris liberal parecía estar la visión de la sociedad democrática
Pero esta esperanza estas expectativas volvieron mucho, más pacientes,
mucho menos insurrectos, a los estratos populares. En pocas palabras, las
concesiones liberales, condujeron a una significativa democratización de
las estructuras sociopolíticas (el supuesto objetivo de la Revolución
francesa), y también a reducir la presión de cambios más fundamentales
(el supuesto deseo de quienes se oponían a la Revolución francesa). En
ese sentido, el liberalismo como ideología logró, con enorme éxito,
mantener el orden político subyacente de la economía-mundo
capitalista. Pero en ese sentido la Revolución francesa dejó su huella en
la estructuración y en las tendencias seculares del moderno sistema
mundial.

El siglo XIX no fue sólo el siglo de las demandas populares de


democratización y del dominio emergente de la ideología liberal como
forma más efectiva de contener las demandas populares. También fue
la época de la aparición del nacionalismo/identidad, del racismo y del
sexismo como temas subyacentes básicos de la geocultura. Esto no
quiere decir que las pasiones o las prácticas detrás de estos temas se
conocieran por primera vez en este siglo, sino que por vez primera se
mostraron como partes explícitas y teorizadas de la geocultura y, por lo
tanto, cobraron un significado nuevo y mucho más peligroso.

A primera vista, los tres temas parecen estar en contradicción directa con
respecto al liberalismo y, por lo tanto, dan la impresión de negar el
dominio confirmado de la ideología liberal. Pero, en realidad, resultaron
estar en una oculta relación simbiótica con el liberalismo. El nacionalismo
tiene dos caras. Es la protesta de los oprimidos en contra de sus opresores.
Pero también es la herramienta de los opresores contra los oprimidos. Así
ha sido en todas partes. ¿Pero qué es lo que da al nacionalismo esa
propiedad? Esencialmente es su vínculo con la ciudadanía. La

22
ciudadanía se inventó como un concepto de inclusión de las personas
en los procesos políticos. Pero aquello que incluye también excluye. La
ciudadanía confiere privilegios, y éstos están protegidos al no incluir a
todos. Lo que la ciudadanía logró fue que la exclusión dejara de ser una
barrera nacional o de clases oculta.

Esta doble característica del nacionalismo -inclusión y exclusión- es


crucial para el objetivo liberal de administrar el cambio, social para
ofrecer concesiones que apacigüen pero no destruyan el sistema
capitalista básico. Incluirlos a todos verdaderamente a todos, habría
hecho imposible, mantener la acumulación interminable de capital
porque habría difundido la plusvalía hasta hacerla. Casi irrelevante. No
incluir a nadie mantener realmente el antiguo régimen, habría hecho
imposible mantener la acumulación interminable de capital porque
habría conducido a la ira popular y a la destrucción de la coraza política
del sistema. La transición de la ciudadanía —la inclusión de algunos y la
exclusión de otros— sirvió precisamente para apaciguar a los estratos más
peligrosos de los países de las zonas neurálgicas —las clases
trabajadoras—sin dejar de excluir de la división de la plusvalía y de; la,
toma de decisiones política, a la gran, mayoría de los pueblos del mundo.

De ahí que el nacionalismo de las naciones poderosas (como


Inglaterra/Gran Bretaña y, Francia) ayudó a preservar el statu quo global.
Pero lo mismo hizo el nacionalismo de las naciones oprimidas, que en el
siglo XIX todavía significaba el nacionalismo de las naciones europeas
llamadas históricas y su transformación de identidades étnicas a estados).
En su caso el nacionalismo significaba la inclusión de las clases medias y,
en cierta medida de las, clase trabajadoras urbanas, en la repartición
global del pastel. Siempre y cuando, algunas de estas naciones se
adueñaran a la vez de su soberanía política, su inclusión no provocaba
más problema que la extensión del sufragio dentro de naciones
poderosas ya soberanas, y era perfectamente compatible con el
programa global del liberalismo. Desde luego, el nacionalismo es un
concepto que en forma inherente no tiene límites geográficos, y esto,
como veremos, habría de ocasionar algunos problemas más adelante.

El nacionalismo/identidad y el racismo han estado entrelazados. El


racismo —la explicación teorizante de la superioridad de la raza blanca,
o de los arios—, floreció durante el siglo XIX en el norte y el occidente de
Europa, así como en los países dominados por colonizadores europeos.
¿Cuál era el mensaje esencial? Que la inclusión en la política liberal

23
implicaba una especie de superciudadanía, una ciudadanía de los
estados poderosos que excluía colectivamente a los pueblos del resto del
mundo, incluidos aquellos originarios étnicamente del resto del mundo
pero residentes actuales en las naciones poderosas, así como a los
pueblos nativos en los países del colonizador blanco. El nacionalismo más
el racismo se unen para justificar ideológicamente el imperialismo, sin
temor a expresar estas opiniones de modo abierto.

El sexismo también formaba parte de este escenario. El sexismo, visto


como una ideología explícita, implicaba la creación y santificación del
concepto del ama de casa. Las mujeres habían trabajado siempre, e
históricamente la mayoría de los hogares habían sido patriarcales. Pero
lo que ocurrió en el siglo XIX era algo nuevo. Representó un intento serio
de excluir a las mujeres de lo que arbitrariamente podría definirse como
trabajo remunerado. Se colocaba al ama de casa detrás del hombre
proveedor de la familia, que dependía de un solo ingreso. El resultado no
fue que las mujeres trabajaran más o más arduamente, sino que su
trabajo se fue devaluando en forma sistemática.

¿A quién podía convenirle eso?, Debemos tener presente que esto


ocurría en un momento en que la clase trabajadora presionaba para ser
incluida en los ámbitos político, económico y social y la clase dominante
se esforzaba por apaciguar, estas demandas ofreciendo una inclusión
limitada mientras seguía reteniendo la mayor parte de; los privilegios,
restringiendo el alcance de la inclusión. La creación del concepto de
ama de casa, sirvió aI logro de este objetivo en tres formas distintas.

La primera era que ocultaba cuanta plusvalía se estaba asignando


realmente a las clases trabajadoras. El hombre proveedor de un único
ingreso podría haber visto acrecentado éste como resultado de la
exclusión de la competencia de mujeres (y niños) en el mercado laboral,
pero parte de estos salarios estaban siendo subsidiados para el ingreso
familiar por el ama de casa y, por lo tanto, el ingreso total real de toda la
familia no iba al ritmo del incremento en los niveles de la acumulación de
capital.} De ahí que, en términos materiales, el resultado puede haber
sido un juego de manos negar con una mano lo que la otra ofrecía a las
clases peligrosas.

La segunda fue un efecto sociopsicológico. El valor de la inclusión


aumentó con la realidad del gran grupo que había sido excluido. Las
mujeres blancas simplemente se sumaron al mundo no blanco como

24
grupos excluidos, y sin duda esto propició qué el sufragio masculino y el
empleo remunerado de los hombres en los estados poderosos parecieran
por demás satisfactorios, o que al menos dieran la impresión de que las
clases trabajadoras masculinas estaban siendo menos humilladas (y por
ende menos revolucionarias).

Por último, no olvidemos que una de las características clave de los


estados liberales construidos en el siglo XIX era que un corolario de la
ciudadanía era el servicio militar (permanente en algunos países; en otros
sólo en tiempo de guerra). El atractivo limitado de tal servicio se
incrementaba claramente al proponerlo como un atributo crucial de los
ciudadanos del sexo masculino: machismo patriótico. Es de dudar que los
ejércitos de masas movilizados en todas partes durante la primera y la
segunda guerras mundiales hubieran sido reclutados tan fácilmente sin
este elemento ideológico.

La ideología liberal propuso la protección de los derechos humanos


supuestamente fundamentales, pero en la práctica siempre se le
brindaba a una minoría de la población mundial. En los regímenes
antiguos un grupo muy pequeño integraba los estratos privilegiados. Los
estados liberales sostenían que, siguiendo los ideales de la Revolución
francesa, se abolirían los privilegios. Lo que realmente querían decir era
que los privilegios (o al menos algunos de ellos) se harían extensivos a un
gran grupo de personas denominadas ciudadanos, pero que este grupo
ya representaba una minoría. La combinación de nacionalismo, racismo
y sexismo definía las fronteras de quién era incluido y quién excluido.

La Revolución rusa marcó otro momento crucial en esta historia. Pero este
momento crucial no era el que sus seguidores u opositores decían que
era. El bolchevismo era originalmente la denuncia de los movimientos
socialistas por haberse convertido en avatares de la ideología liberal. La
solución que proponían residía en la confirmación de la fe socialista por
medio de la creación de un partido comprometido con una verdadera
revolución antisistémica. La Revolución rusa, como sabemos, no fue el
resultado de una insurrección planeada por los bolcheviques, sino más
bien del hecho de que los bolcheviques estaban mejor organizados para
aprovechar la completa desorganización del orden político en Rusia, que
obedecía a una combinación de graves derrotas militares y del hambre
generalizada entre la población. Sabemos también que los bolcheviques,
inmediatamente después de llegar al poder, estaban esperando una
revolución en Alemania, según les hacía creer su posición teórica, y la

25
cual consideraban necesaria para poder continuar con su revolución
nacional.

La revolución alemana nunca tuvo lugar y los bolcheviques tuvieron que


ajustarse; a esa realidad El resultado fue el socialismo en un país: el
stalinismo, los gulags, después Jrushov y Gorbachov, y más adelante el
final de la URSS y del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1991. En
este sentido, la Revolución rusa, como la francesa, parece, haber sido un
fracaso, ya que cuando comparemos a Rusia veinte años antes de la
Revolución- y veinte años después de ella no es seguro que podamos
sostener que cambió más que otros países comparables que no tuvieron
la experiencia de la revolución. Con todo, propongo que la Revolución
rusa tuvo un efecto profundo en la geocultura, pero en una forma
bastante diferente a la que defendía, la teoría bolchevique.

El mensaje de la Revolución rusa tuvo efectos diferentes en el mundo de


las naciones poderosas lo que podríamos llamar el mundo paneuropeo y
en el mundo extraeuropeo. Visto en retrospectiva parece no haber duda
de que la amenaza de una clase trabajadora más militante en las
naciones poderosas, amenaza que parecía simbolizada por el
movimiento comunista mundial, despertó una intensa respuesta de las
clases dominantes de estos países. Logró elevar considerablemente la
oferta inicial que debería contener el paquete liberal para aplacar a las
clases trabajadoras en los países paneuropeos. En particular condujo a
ampliar de manera importante el componente del Estado benefactor, en
especial en el periodo posterior a 1945, cuando la fuerza militar y política
soviética parecía cobrar mucha importancia. Es muy poco probable que
un mundo sin la Revolución rusa hubiera visto la clase de keynesianismo
paneuropeo que hemos experimentado.

Pero sin tomar en cuenta cuán importante pueda ser este resultado —y
creo que lo es mucho— palidece ante el impacto de la Revolución rusa
en el mundo extraeuropeo. Este no formaba parte de la visión
bolchevique original, y cuando Sultán Galiev trató de integrarlo fue
exterminado. Aun así, al iniciarse el Congreso de Bakú de 1920 los
bolcheviques empezaron a reflexionar en torno a esta inesperada
popularidad de la Revolución rusa en el mundo extraeuropeo y trataron,
aunque sin éxito, de canalizar la energía política que generaba.

Lo que realmente sucedió fue que el esfuerzo bolchevique llegó


demasiado tarde para el mundo europeo. Las peligrosas clases

26
paneuropeas habían estado mucho tiempo bajo el control del
compromiso liberal, y la amenaza bolchevique, al mejorar el poder de
negociación de las clases trabajadoras paneuropeas, sólo vino a
fortalecer ese proceso. Mientras tanto el germen del nacionalismo se
había extendido más allá de las fronteras de las "naciones históricas*'
paneuropeas. En los albores del siglo XX no sólo teníamos movimientos y
levantamientos nacionalistas en las tres estructuras imperiales que
quedaban —Austria-Hungría, Rusia y el Imperio Otomano — sino que se
observaban los inicios de movimientos nacionalistas serios en Asia (por
ejemplo China, India, Filipinas), el Medio Oriente (Afganistán, Persia,
Egipto), África: (negros; sudafricanos) y Latinoamérica (por ejemplo.
México).

La lección de la Revolución rusa para todos estos movimientos era que;


un país extraeuropeo (como todos ellos definían a Rusia) podía liberarse
del control europeo y lograr la industrialización y el poderío militar
(especialmente evidente después de la segunda guerra mundial);
Mientras la: Revolución francesa infundió esperanza expectativas e
incrementó las aspiraciones en las clases peligrosas del mundo
paneuropeo; la Revolución Rusa infundio esperanza, expectativas e
incrementó las aspiraciones dé las clases peligrosas del mundo
extraeuropeo.

Esta dinámica del siglo XX tuvo él mismo, impacto ambiguo que el


movimiento análogo del siglo XIX. El inicio de los que se denominaron
movimientos de liberación nacional en Asia, África y Latinoamérica
significó que la ideología liberal tenía que globalizarse, y que sus
concesiones debían tener contenido global. El liberalismo global asumió
la forma de la autodeterminación de las naciones (descolonización) y el
proyecto del desarrollo económico de las naciones en vías de desarrollo
(la versión de un Estado benefactor global). En cierta forma este
programa tenía tanta importancia y éxito como el programa
paneuropeo del siglo XIX. Así como el sufragio universal se convirtió en la
regla, lo mismo sucedió con la descolonización formal en todas partes. Y
así como las clases trabajadoras paneuropeas parecían renunciar
definitivamente a toda idea de insurrección, así también los estados
extraeuropeos parecían renunciar a toda idea de guerra civil global. En
pocas palabras, parecía haberse logrado el objetivo liberal de arreglar
de alguna manera el orden político por medio de concesiones limitadas
sin sacrificar la prioridad básica de la acumulación incesante de capital.

27
Eso parecía hasta la revolución mundial de 1968, que desempeñó un
papel comparable con el de 1848 en términos de su impacto en la
geocultura. La revolución mundial de 1968 representó una combinación
dramática de apoteosis y mutación del espíritu de la Revolución rusa, tal
como 1848 había representado la apoteosis y la mutación del espíritu de
la Revolución francesa. Pero era una mutación en dirección contraria.
Mientras que la revolución mundial de 1848 llevó a la instalación del
liberalismo como el apuntalamiento de la geocultura del sistema
mundial, la revolución de 1968 condujo al derrocamiento del liberalismo
precisamente a partir de ese papel.

Por un lado, los participantes en los levantamientos de 1968 criticaron a


los leninistas por haberse convertido en los avatares del liberalismo tanto
como lo hicieran los leninistas con los social-demócratas. Por otra parte,
eligieron como blanco precisamente el papel dominante del liberalismo
en la geocultura, y trataron por todos los medios de quitarle esa posición.
La revolución de 1968, al igual que la de 1848, debería analizarse en dos
lapsos: los hechos y las consecuencias inmediatas, y los efectos a largo
plazo. Vista como un conjunto de acontecimientos ocurridos durante un
periodo de unos años, podríamos decir aquí también que fue como un
ave Fénix. Se encendió muy rápido (y desde luego más globalmente que
en 1848), y se extinguió casi con la misma rapidez. Pero a la larga sus
efectos hicieron cimbrar el sistema.

El derrocamiento del liberalismo como el evidente metalenguaje del


sistema mundial condujo a alejar tanto a los conservadores como a los
radicales de la ideología liberal. El mundo regresó a una división
ideológica realmente trimodal. La derecha política revivida, que a veces
se etiquetaba como neo-conservadora y otras (en forma confusa) como
neoliberal, representó un conservadurismo social muy tradicional que
defendía el papel socio-moral central de la Iglesia, los personajes locales
y la comunidad, así como hogares patriarcales, más una actitud de
oposición extrema al Estado benefactor (cosas que habían resultado
bastante afines para los conservadores del periodo anterior al
movimiento de 1848), y que se combinaron con una retórica ingenua de
laissez faire que podría haber sorprendido a sus predecesores. El papel
del centro liberal ha sido desempeñado en gran medida por los partidos
que siguen llamándose socialdemócratas, que en su mayoría han
renunciado a todo vestigio de oposición histórica al capitalismo como
sistema y han abrazado abiertamente la tradición del bentamismo-

28
millsianismo de la reforma administrada por expertos, además de una
economía levemente "social".

¿Y los radicales? Las tres décadas siguientes a. la revolución mundial de


1968 fueron años de creciente desorden. Aunque las diversas sectas
maoístas de principios de los setenta subrayaron que 1968 era la
apoteosis de 1917 más que una mutación, pronto desaparecieron. Los
llamados movimientos neoizquierdistas estaban más interesados en la
mutación. Sin embargo, en su calidad de movimientos pronto se vieron
enfrascados en fuertes luchas internas, divididos entre quienes buscaban
una nueva transformación apocalíptica y quienes estaban interesados
primordialmente en revisar los programas reformistas de la política de
Estado. Tarde o temprano los últimos tendieron a prevalecer.

No obstante, concentrarnos en la política interna de los "nuevos"


movimientos posteriores a 1968 equivale a dejar de ver lo general por ver
lo particular. Lo más importante que estaba sucediendo en las tres
décadas posteriores a 1968 era que los movimientos antisistémicos
tradicionales (la llamada Vieja Izquierda) perdió el apoyo popular en
todas partes del mundo donde estaba en el poder, que en realidad, en
la década de 1970, era en muchos lugares. En gran parte de Asia y África
los estados estaban regidos por movimientos de liberación nacional. En
la mayor parte de Latinoamérica lo estaban por gobiernos populistas. En
el llamado bloque socialista estaban encabezados por partidos
marxistas-leninistas. Y en Europa Occidental. America del Norte y
Australasia estaban regidos por partidos de tradición socialdemócrata
(considerando a los demócratas de la Nueva Plata en Estados Unidos
como una variante de esta tradición).

El elemento esencial que provocó el retiro del apoyo popular a estos


partidos fue la desilusión, el sentimiento de que ya habían tenido su
oportunidad histórica, que habían conseguido el apoyo con base en una
estrategia de dos etapas para transformar el mundo (lograr el poder del
Estado, después transformar), y que no habían cumplido con su promesa
histórica. En amplios ámbitos del mundo imperaba el sentimiento de que
la brecha entre los ricos y los pobres, los privilegiados y los desposeídos,
lejos de haberse reducido, había crecido. Y esto después de uno o dos
siglos de lucha continua. Fue algo más que una decepción temporal
ante el desempeño de un equipo gubernamental específico: era la
pérdida de la fe, de la esperanza. Culminó en el desmantelamiento

29
espectacular (y prácticamente incruento) del comunismo en Europa
Oriental y Central y en la antigua Unión Soviética.

La pérdida de esperanza reflejaba una profunda duda de que la


polarización del sistema mundial existente fuera auto-corregible o
pudiera ser contrarrestada de manera efectiva por la acción reformista
del Estado. Por lo tanto, era una pérdida de la convicción en la
capacidad de las estructuras del Estado de lograr el objetivo primordial
de mejorar la mancomunidad. Resultó en un antiestatismo generalizado
y amorfo, de un tipo totalmente desconocido en el largo periodo
transcurrido entre 1789 y 1968. Trajo debilitamiento y generó miedo e
incertidumbre.

El antiestatismo popular era ambivalente. Por un lado, implicaba una


deslegitimación general de las estructuras del Estado y un giro hacia las
instituciones extra-estatales de la solidaridad moral y la auto-protección
pragmática. El movimiento conservador revivido trató de usar este
sentimiento para desmantelar la protección del Estado y se encontró con
una gran resistencia por parte de los estratos populares que trataban de
aferrarse a los beneficios adquiridos y se oponían a las medidas que
disminuirían aún más sus ingresos reales. Siempre que se han aplicado
programas neoliberales se han suscitado reacciones electorales, a veces
muy dramáticas, en todas partes del mundo. Pero tales reacciones
electorales han sido medidas de defensa provisionales y no momentos
triunfales de una transformación social renovada. No ha habido
entusiasmo. La ausencia de esperanza y de fe sigue siendo penetrante y
corrosiva.

Lejos de representar el triunfo del liberalismo, y mucho menos del


conservadurismo renovado, este antiestatismo generalizado, al
deslegitimar las estructuras del Estado ha vulnerado un pilar esencial del
moderno sistema mundial, el sistema de los estados, un pilar sin el cual no
es posible la acumulación incesante de capital La celebración
ideológica de la llamada globalización es en realidad el canto del cisne
de nuestro sistema histórico. Hemos entrado en la crisis de este sistema.
La pérdida de esperanza y el miedo que la acompaña son parte de la
causa y el síntoma principal de esta crisis.

La era del desarrollo nacional como meta plausible ha terminado. La


expectativa de que pudiéramos alcanzar los objetivos de las revoluciones
francesa o rusa cambiando a quien tiene el control de las estructuras del

30
Estado se enfrenta ahora con el escepticismo generalizado que la historia
ha demostrado se merecía. Pero el hecho de que la mayor parte de las
personas hayan dejado de sentirse-optimistas con respecto al futuro y,
por lo tanto, sean pacientes con el presente, no significa que estas
mismas personas hayan abandonado sus aspiraciones de lograr una
buena sociedad, un mundo mejor del que conocen. El deseo es más
fuerte que nunca, lo que hace que sea más desesperante la pérdida de
la esperanza y la fe. Esto 15 garantiza que estamos entrando en una
transición histórica. Garantiza también que adoptará la forma de una
etapa de problemas, un periodo negro que durará tanto como dure la
transición.

2. ¿LA DIFÍCIL TRANSICIÓN, O EL INFIERNO EN LA TIERRA?

Estamos viviendo el tránsito de nuestro sistema mundial vigente, la


economíamundo capitalista, a otro u otros sistemas mundiales. No
sabemos si esto será para bien o para mal. No lo sabremos hasta el final
de esta etapa, que quizás esté a cincuenta años de distancia. Sabemos
con certeza que el periodo de transición será muy difícil para todos los
que lo vivan. Será difícil para los poderosos y para la gente común. Será
una etapa de conflictos y disturbios graves, y para muchos representará
el colapso de los sistemas morales. No paradójicamente, también será un
periodo en el que el "libre albedrío" alcanzará su punto máximo, lo que
significará que la acción individual y colectiva pueden tener un impacto
mayor en la estructuración futura del mundo que en tiempos más
"normales", es decir, durante la vida cotidiana de un sistema histórico. Me
referiré constantemente a las dificultades que enfrentan los poderosos, y
a las que enfrenta la gente común.

Empecemos con lo que hasta ahora parece ser el elemento más fuerte,
pero ciertamente es el eslabón más débil del moderno sistema mundial:
la viabilidad continua del modo de producción capitalista. El capitalismo
es un sistema que permite y valida la incesante acumulación de capital.
Ha tenido un éxito maravilloso en los últimos cuatrocientos o quinientos
años. Desde luego, para poder mantener semejante sistema los
capitalistas (o al menos algunos capitalistas) tienen que obtener
utilidades cuantiosas de sus inversiones. Y eso es menos fácil de lo que
pensamos. Por una parte, la competencia es adversa a la obtención de
utilidades, ya que los competidores reducen los precios y por lo tanto, los
márgenes de ganancia.

31
La fabricación de cualquier producto cuesta x y se vende en y y - x es la
utilidad. A mayor y y menor x. mayor la utilidad. ¿Hasta qué grado puede
una empresa capitalista controlar x o y? La respuesta es: hasta cierto
punto, pero no totalmente. Este control parcial crea los dilemas básicos
de los capitalistas, tanto en el ámbito individual como en el colectivo.
Otra forma de decir lo mismo es afirmar que la "mano" que determina la
oferta y la demanda, el costo y el precio, no es ni invisible ni
completamente visible, sino que se ubica en un mundo de sombras, en
lo que Fernand Braudel denomina las "zonas opacas" del capitalismo.

El precio es lo que se afecta primero, según afirma la teoría capitalista,


con la fuerza de la competencia. Cuanto más monopolizado está el
mercado real al que tienen acceso los productores, más alto puede fijar
el precio el vendedor dentro de los límites que permite la elasticidad de
la demanda. Obviamente, entonces, cualquier capitalista prefiere
incrementar su participación en el mercado, no sólo porque aumenta la
utilidad total (a la tasa de utilidad actual), sino también porque
incrementa la tasa de utilidad futura. E igualmente obvio es que el grado
al que cualquier capitalista puede monopolizar un mercado dado
depende en gran medida de la acción del Estado, que puede legitimar
el monopolio con tan sólo requerirlo (y de esa manera protegerlo), antes
que nada mediante patentes. Las acciones del Estado pueden ser
directas (y por lo tanto se las puede definir como políticas), así como de
largo plazo e indirectas. Un ejemplo de las últimas serían los esfuerzos por
imponer el uso de un lenguaje específico o de una moneda determinada
en el mercado mundial. Tales acciones son designadas por el analista de
efectos culturales, o la mano invisible del mercado mundial, pero con un
poco de esfuerzo se pueden identificar los apoyos del Estado que las
sostienen.

En pocas palabras, los precios responden en gran medida a cuestiones


políticas dentro de ciertos límites que se derivan del hecho de que ningún
Estado puede controlar por completo el mercado mundial, lo que
significa que existe un rango económico construido socialmente (aunque
bastante amplio) dentro del que deben caer los precios. Por lo tanto, los
estados son importantes para los capitalistas que se proponen
incrementar, y sus precios de venta. Pero no se trata de cualquier Estado,
16 sino de preferencia los fuertes, con los que tienen alguna relación. Los
capitalistas japoneses dependen principal, pero no exclusivamente, del
Estado japonés. Quizá también dependan (por lo general en menor
grado) del Estado indonesio y del Estado estadounidense, por ejemplo. El

32
punto es doble. Todos los capitalistas necesitan un Estado o estados. Y sus
competidores pueden depender de un grupo de estados diferentes. La
geopolítica es un elemento de importancia para determinar en qué
grado los productores pueden o no incrementar sus precios de venta de
manera significativa.

Tradicionalmente los teóricos capitalistas, siguiendo a Adam Smith, han


condenado la "interferencia" de los estados en los mercados, y han
manifestado que esta interferencia ha afectado en forma negativa las
tasas de utilidad. En virtud de que en su práctica los empresarios
capitalistas casi no han prestado atención a esta teoría (salvo cuando
arguyen que podría afectar en forma negativa a los competidores
directos), creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que la
aseveración de que el laissez-faire ilimitado es un pilar del capitalismo es
sólo un engaño.

Sin embargo, los precios de venta son una función de dos cosas: no sólo
del grado posible de monopolización de un mercado, sino también de la
demanda efectiva en el mismo. Y esto crea un dilema más para los
capitalistas: la tensión entre los salarios que pagan, que incrementan el
consumo mundial, y los salarios que no pagan, que aumentan sus
ahorros/inversiones. A mayor consumo, mayor la demanda efectiva real;
a mayores ahorros/inversiones, mayor la acumulación de capital. Es en
parte una diferencia en el lapso del objetivo, y en parte son los intereses
de un grupo de capitalistas contra otro en un momento dado. Sin duda
éste es un problema crónico, pero se ha vuelto mucho más agudo en la
actualidad por la forma en qué incide en los costos de producción. La
demanda efectiva es una función del gasto total sobre salarios y sueldos,
ya que al final de toda cadena de artículos básicos debe haber
consumidores. De ahí que sea paradójicamente cierto que cuanto más
grandes sean los costos salariales, mayores serán las utilidades
potenciales y cuanto menos grandes sean los costos salariales, mayores
serán las utilidades inmediatas. El primer enunciado se aplica a la
economía-mundo en su conjunto, el segundo en cuanto a las empresas
individuales.

Veamos ahora la x, los costos de producción. Podemos dividir los costos


en tres categorías principales: salarios, impuestos y adquisición de
maquinaria e insumos. Los costos de la maquinaria y los insumos llevan a
los productores a buscar tecnologías que los reduzcan, pero también
contrapone a los productores capitalistas entre sí. Cuanto menor sea la y

33
de los otros, menor será la x de los productores. Esto explica en parte la
actividad política de cualquier grupo de productores, que tienden a
actuar en contra de las medidas del Estado que resultan en el incremento
de los precios de venta de otros grupos de productores. Sin embargo, la
reducción del costo de los insumos puede no conducir a mayores
utilidades, ya que puede reducir los precios de venta gracias a la
competencia en el mercado, y dejar un margen de utilidad constante o
casi constante.

Los productores capitalistas invierten mucha energía tratando de reducir


los costos de salarios e impuestos. Una vez más, debemos verlo como un
dilema. Si los costos por salarios fueran casi nulos, sin duda el margen de
utilidad inmediato aumentaría, pero el impacto a mediano plazo en la
demanda efectiva sería desastroso. Lo mismo sucede con el pago de
impuestos. Los impuestos son el pago de los servicios que los productores
necesitan, incluidos los esfuerzos de los estados por asegurar la
monopolización parcial de los mercados a determinados grupos de
productores. De manera que una tasa impositiva demasiado baja tendría
los mismos resultados negativos. Por otra parte, los aumentos en los costos
de salarios e impuestos inciden en el margen de utilidad. Están entre la
espada y la pared, y cada productor debe navegar lo mejor que pueda.
Sin duda ésta es la prueba de fuego entre los capitalistas, un juego en el
que gana el más astuto y/o el más influyente desde el punto de vista
político.

Lo que nos interesa a nosotros no son los mecanismos con los que se las
arreglan los capitalistas para tener más éxito que los demás en este difícil
juego, sino las tendencias históricas en general. En los últimos diez o veinte
años hemos visto una embestida ideológica masiva orientada a reducir
en todas partes los costos de salarios e impuestos, y en virtud del éxito
aparente de esta embestida nos olvidamos de que la realidad es que las
reducciones recientes en salarios e impuestos han sido a corto plazo y
menores, en medio de su aumento histórico global a largo plazo por
razones estructurales.

La parte de la plusvalía que se transfiere a los empleados en forma de


sueldos y salarios superiores a los costos de reproducción definidos
socialmente es el resultado de la lucha de clases que se libra en el lugar
de trabajo y en el ámbito político. Veamos en forma esquemática cómo
funciona esto. Un grupo local de trabajadores se organiza, ya sea en el
lugar de trabajo o en el ámbito político, o más probablemente en ambos,

34
y provoca que el costo de que los productores rechacen incrementos
salariales sea mayor que el costo de aceptarlos, al menos en el corto
plazo. Desde luego, un incremento en los costos salariales también es un
incremento en la demanda efectiva y, por ende, es un aumento para
algunos grupos de productores, pero no necesariamente para el que
está ofreciendo mayores sueldos. Cuando tales aumentos empiezan a
parecer onerosos para un grupo de productores y éstos no pueden
combatirlos políticamente en el ámbito local, quizá busquen una solución
en la reubicación de parte de su producción, o la totalidad de la misma,
en áreas donde los sueldos históricos son menores, lo que significa que
por las razones que sean, los trabajadores son más débiles desde el punto
de vista político.

El costo de la mano de obra en el área donde se está reubicando la


producción debe ser significativamente menor, ya que el productor está
pagando no sólo los costos de transferencia de la planta (costo único),
sino también, y con toda seguridad, costos de operación más elevados
(costo continuo). Es por ello que, las reubicaciones, que ocurren
especialmente en tiempos de contracción económica cíclica, tienden a
producirse en las áreas más próximas donde los trabajadores son
políticamente débiles, y a la larga alcanzan aquéllas donde los
trabajadores son los más débiles de todos. En términos históricos, los
grupos de trabajadores más débiles son aquellos que llegan por primera
vez a las zonas de producción urbana (o al menos a zonas más
monetizadas), procedentes de áreas rurales y menos monetizadas. Las
causas de la debilidad política inicial son culturales y económicas. Del
lado cultural, existe cierta desorientación y desorganización debido a la
migración física de la fuerza de trabajo, más un cierto grado de
inexperiencia ante las políticas locales existentes, o al menos falta de
influencia política local. Del lado económico, los sueldos en la zona de
producción urbana, que son extremadamente bajos con respecto a los
estándares mundiales, con frecuencia representan en el ámbito local un
ingreso mayor que el que existía en el área rural, o al menos que el que
podía esperarse desde él punto de vista político.

Ninguna de estas condiciones de debilidad política (de índole cultural y


económica) es inherentemente perdurable. Se podría plantear que
cualquier grupo de trabajadores en tal situación ha sido capaz de
superar estos puntos débiles en un periodo de treinta a cincuenta años, y
en la actualidad es posible hacerlo en mucho menos tiempo. Esto
significa que, desde el punto de vista de los productores reubicados, la

35
ventaja del traslado es más bien temporal, y que si han de conservarla
deben contemplar la posibilidad de reubicarse a mediano plazo en
repetidas ocasiones. Ésta ha sido una de las principales historias del
sistema-mundo capitalista en quinientos años. Pero la curva que señala
el porcentaje del globo donde existen posibles zonas de reubicación está
alcanzando una asíntota, como ocurre con muchas de las curvas que se
trazan para representar las tendencias en un sistema. A esto se llama la
desruralización del mundo, que avanza a un paso vertiginoso. Y a medida
que disminuye el número de esas zonas, el poder de negociación
mundial de los trabajadores aumenta. Esto se ha traducido en una
tendencia global de incremento en los costos salariales. Si los precios de
los productos se pudieran expandir al infinito, esto sería motivo de poca
preocupación. Pero no pueden expandirse por los límites impuestos por
la competencia y la capacidad de los estados para asegurar la
monopolización.

El costo de la mano de obra se analiza con frecuencia en función de algo


que se denomina eficiencia de la producción. ¿Pero qué es la eficiencia?
En parte es una mejor tecnología, pero de igual manera es la voluntad
del trabajador de realizar bien su trabajo a una velocidad razonable.
¿Pero con cuánta rapidez? El taylorismo fue la doctrina que consistía en
que la velocidad debe ser tan grande como sea posible desde el punto
de vista fisiológico. Pero esto parte de la base de que esta alta velocidad
no dañe al organismo. Estamos obteniendo velocidad a corto plazo con
agotamiento a largo plazo de la capacidad del organismo para
sobrevivir. La velocidad máxima en una hora quizá no lo sea en una
semana o un mes. Sin embargo, en este momento aparece en escena
un conflicto de valores; por ejemplo, el valor que tienen para el
trabajador los placeres psíquicos del "tiempo libre" frente a las
necesidades del patrón. Éste podrá invocar los placeres psíquicos de la
"satisfacción del trabajo" como acicate para el trabajador, pero eso
supone que el patrón está dispuesto a estructurar la situación laboral de
manera que exista alguna "satisfacción" en el cumplimiento del trabajo.
El asunto se convierte entonces en político, y se resuelve con el poder de
negociación. De ahí que la definición de eficiencia nos remonte
directamente a la fuerza política de la mano de obra.

En el tema de los impuestos puede apreciarse el mismo problema de una


asíntota que limita una tendencia. La causa básica de la tendencia
histórica para incrementar la carga impositiva ha sido la confluencia de
dos presiones: las demandas que imponen a los estados los productores

36
capitalistas para recibir más y más servicios y redistribuciones financieras,
por un lado, y las demandas del resto de la población, que podemos
ubicar bajo el rubro de "democratización". Esto se traduce, entre otras
cosas, en la exigencia de más y más servicios y redistribuciones
financieras. En pocas palabras, todos quieren que los estados gasten
más, no sólo los trabajadores, sino también los capitalistas, y si los estados
han de gastar más deben incrementar la carga impositiva. Esto da como
resultado una contradicción obvia: en su calidad de consumidores del
gasto público, los contribuyentes demandan más; en su calidad de
proveedores del ingreso público quieren pagar menos, y este sentimiento
crece a medida que aumenta el porcentaje de impuestos que deben
pagar por sus ingresos. La presión que tienen los estados de gastar más,
pero al mismo tiempo cobrar menos impuestos, es lo que denominamos
la "crisis fiscal de los estados".

Hay una tercera curva que está llegando a una asíntota. Se trata ele la
curva de agotamiento de las condiciones de supervivencia. La demanda
de atención que reclama el daño ecológico a la biosfera ha cobrado
mucha fuerza en las últimas décadas. Esto no se debe a que el moderno
sistema mundial se haya vuelto inherentemente más destructivo para el
ecosistema, sino a que hay mucho más "'desarrollo" y por lo tanto mucha
más destrucción, y a que por primera vez esta destrucción ha alcanzado
dos asíntotas: el punto —en algunos casos irreparable— de peligro; y el
punto de total agotamiento, de bienes no económicos sino sociales.
Deberíamos analizar un poco más la última asíntota. Si se talaran todos
los árboles del mundo sería posible inventar sustitutos artificiales para los
usos de los productos de madera como insumes de otros productos, pero
su valor como elemento estético en nuestro entorno, como bien social,
habría desaparecido.

La razón principal por la que el capitalismo como sistema ha sido tan


increíblemente destructivo para la biosfera es que, en gran medida, los
productores que se benefician de la destrucción no la registran como un
costo de producción sino, todo lo contrario, como una reducción de los
costos. Por ejemplo, si un productor arroja desperdicios en un arroyo y lo
contamina, está ahorrándose el costo que representan otras formas más
caras pero más seguras para desechar los residuos. Los productores han
venido haciéndolo por quinientos años, y cada vez en mayor número
conforme ha ido desarrollándose la economía-mundo. A esto se lo llama,
en términos económicos neoclásicos, la externa- lización de los costos.
Con frecuencia se la defiende considerándola como la producción de

37
bienes públicos, pero lo que se crean son males públicos. La
externalización de los costos no es más que el paso de los costos del
productor al Estado o a la "sociedad" en su conjunto. Por lo tanto, la tasa
de utilidad del productor aumenta de manera significativa.

Ahora que este proceso se ha convertido en un asunto político central,


se presiona a los estados para que estudien las formas de preservar el
medio ambiente. La realidad económica esencial es que las medidas
que se lleven a la práctica para enfrentar este problema deben
incrementar los costos de los productores, ya sea directamente,
obligándolos a internalizar los costos que antes se externalizaban,
indirectamente, aumentando los impuestos para suministrar fondos con
los que los estados puedan realizar trabajos de reparación, o ambas
cosas. Sí los costos de tales reparaciones y de la prevención de mayores
daños fueran menores, podríamos pensar que el esfuerzo realizado para
tal efecto no es más que otro beneficio social impuesto a los productores
capitalistas. Pero los costos no son menores son monumentales, y crecen
día con día. Y están aumentando a la vez la compresión de las utilidades
de los productores y la crisis fiscal de los estados, aunque es justo señalar
que los problemas ecológicos apenas están empezando a abordarse
como tales. Si una crisis más urgente llamara la atención de la opinión
pública mundial, como por ejemplo que se requirieran más fondos
porque ha aumentado el tamaño del agujero en la capa de ozono,
podríamos esperar un grave incremento de la compresión mundial de las
utilidades y de la crisis fiscal de los estados.

Recapitulando, existe una tendencia mundial a largo plazo a


incrementar el costo salarial de los productores como consecuencia del
mejoramiento a largo plazo de la posición negociadora mundial de los
trabajadores (principalmente como consecuencia de la desruralización
del mundo).

Hay una tendencia mundial a incrementar el gasto público derivada de


las demandas tanto de los productores capitalistas como de los
trabajadores, que ha aumentado los costos fiscales de los productores.
Hay una tendencia mundial a exigir cada vez más que se pague la
reparación de la ecología global y a que se pongan en práctica las
medidas preventivas adecuadas para el futuro, lo cual amenaza con
incrementar tanto los costos fiscales como los demás costos de la
actividad productiva a los productores. Lo que los capitalistas necesitan
en estos momentos, evidentemente, son presiones para debilitar la

38
posición negociadora de los trabajadores, una reducción de los costos
fiscales sin mermar los servicios públicos (directos o indirectos) a los
productores capitalistas, y límites severos a la internalización de los costos.
Este es desde luego, el programa del neoliberalismo que ha resultado
tener tanto éxito en la última década.

Sin embargo, padece de dos limitaciones inherentes. La posición de


negociación cada vez mayor de los trabajadores es de largo plazo y
estructural y debe conducir — ya lo está haciendo— a un grave rebote
en contra del programa neoliberal en materia de actividad política de
los estados. Pero en segundo lugar —y mucho más importante—, los
productores capitalistas necesitan a los estados mucho más que los
trabajadores, y su principal problema a largo plazo no será que las
estructuras estatales sean demasiado fuertes, sino que, por primera vez
en quinientos años, están en proceso de desaparecer. Sin estados fuertes
no puede haber monopolios relativos, y los capitalistas tendrán que sufrir
las negativas de un mercado competitivo. Sin estados fuertes no pueden
darse las transferencias financieras con la intermediación del Estado ni la
externalización de los costos sancionada por el Estado.

¿Pero por qué los estados están creciendo cada vez con menor fuerza?
En la medida en que los analistas hablan al respecto, generalmente
arguyen que se debe a que las organizaciones transnacionales son ahora
tan globales que pueden burlar a los estados. La naturaleza transnacional
de las empresas no es nada nuevo, sólo que se habla más al respecto.
Por otra parte, este argumento da por sentado que las organizaciones
transnacionales necesitan estados débiles, lo cual sencillamente es falso.
No pueden sobrevivir sin estados con estructuras fuertes, y especialmente
en las zonas centrales. Los estados fuertes son su garantía, su sangre y el
elemento crucial en la generación de utilidades cuantiosas. Los estados
están creciendo con menor fuerza, no debido a la apoteosis de la
ideología del liberalismo y a la fuerza de las organizaciones
transnacionales, sino al colapso creciente de la ideología del liberalismo
y a la vulnerabilidad de las organizaciones, por las razones antes
señaladas. La ideología del liberalismo ha sido la geocultura global desde
mediados del siglo XIX. Apenas en los últimos veinte años perdió la
capacidad de legitimar las estructuras estatales, y era esa capacidad lo
que en realidad había contenido la presión de los trabajadores por más
de un siglo. El liberalismo global prometía reformas, mejoras y la reducción
de la polarización social y económica del sistemamundo capitalista.
Perdió su magia al tomarse conciencia en todo el mundo, en los últimos

39
veinte años, de que no sólo no se había reducido la polarización, sino que
la historia de los últimos 125 -de los últimos quinientos, de hecho- ha sido
de polarización constante y creciente en el ámbito mundial. Y esta
polarización continúa con su ritmo acelerado en la actualidad5.

Las consecuencias de la compresión global de las utilidades podrían


quizá mitigarse con la intervención de estados fuertes, posponiendo así
sus efectos. Pero ni siquiera este consuelo está al alcance de los
productores capitalistas debido a que el poder — y por lo tanto la
voluntad— de los estados se está esfumando. Oímos en todas partes las
voces del antiestatismo. He señalado que las voces neoliberales
antiestatistas son en parte hipócritas, en parte contraproducentes. El
antiestatismo conservador tiene por objetivo debilitar el poder
negociador de la fuerza laboral del mundo. Pero las voces antiestatistas
más significativas provienen de la fuerza laboral misma, y son el producto
del desencanto ante el programa reformista de los estados liberales, ya
sea en el modelo occidental modulado de la "economía social", en el
ahora desacreditado modelo soviético, o en el modelo "desarrollista" del
Tercer Mundo.

La vulnerabilidad creciente de las organizaciones transnacionales se


deriva de la también creciente democratización del mundo y de la
deslegitimación de los estados vinculados a ella. La fuerza laboral del
mundo luchará, por supuesto, por retener los beneficios adquiridos que
genera la redistribución del Estado. Pero ya no legitimará los estados, y ya
no espera que las reformas conduzcan al fin de la polarización mundial.
Es por ello que hemos entrado en una época problemática o en una era
de transición para el actual sistema mundial.

Además del neoliberalismo existe un segundo programa que puede


responder al recorte de las utilidades: la extensión del principio de la
mafia. Las mafias no son del todo una invención del siglo XX. Siempre han
sido un elemento intrínseco del moderno sistema mundial. Por mafia me
refiero a lodos aquellos que tratan de obtener ganancias sustanciales
evadiendo las restricciones legales y los impuestos o extorsionando costos
de protección, y a todos aquellos que están dispuestos a usar la fuerza
privada, el soborno y la corrupción de los procesos formales del Estado
para garantizar la viabilidad de este modo de acumulación de capital.

5El
argumento sobre el papel histórico del liberalismo y la situación actual se explica en
detalle en Después del liberalismo. México. Siglo XXI, 1996.

40
La distinción entre las mafias y lo que se dio en llamar en el siglo XIX los
"barones ladrones" no es muy clara. Lo que podemos decir es que las
mafias se cuentan entre los más importantes acumuladores en gran
escala, y que los principales acumuladores, ya sean mañosos o
técnicamente legales, siempre tratan de legitimar su riqueza por lo menos
en la segunda generación.

Los estados fuertes son una restricción para las mafias, así como éstas
existen para vulnerar la fuerza de los mecanismos del Estado. Con el
tiempo se ha alcanzado un cierto grado de equilibrio: las mafias han
permanecido más o menos marginales al proceso general de
acumulación de capital, y auto-destructivas a través del proceso de la
asimilación personal de los mañosos con éxito (o de sus herederos) en
posiciones de riqueza y poder legítimos; autodestructivas pero, desde
luego, renovándose siempre en algún otro rincón de la economía-
mundo.

La situación es diferente ahora, y es por eso que la prensa mundial


publica tanta información sobre las mafias. Los burócratas y los políticos
de estados débiles (e incluso de los fuertes), que se están debilitando aún
más y están perdiendo su legitimación popular (y por lo tanto cierto
control popular), han tendido en muchos casos a fusionar sus intereses
con los de las mafias externas al Estado. En algunos casos quizá no valga
la pena tratar de distinguir entre los dos grupos. Esta confusión de papeles
puede disolver momentáneamente el problema de cómo contrarrestar
la compresión general de utilidades, pero deslegitima aún más a los
estados.

Hasta ahora sólo he analizado los problemas de los poderosos. ¿Qué


sucede con la gente común? Debería haber señalado al principio que la
"gente común" integra una categoría muy heterogénea. Forma
continentes y culturas y representa numerosas capas de niveles de
ingresos reales. De ninguna manera constituye un grupo. La característica
que comparten —quizá la única— es que ninguna de esas personas es
poderosa en lo individual. Es decir, no están en posición de ganar en las
controversias con las personas poderosas, en asuntos pequeños o
grandes, recurriendo a la influencia de la opinión pública, a alguna
combinación de los favores que les deben con su capacidad de
representar una amenaza real para otros, en el presente o en el futuro
cercano, lo que podría llevar a los otros a tomar decisiones en su favor.
Los poderosos tienen influencia. Eso es lo que los hace poderosos.

41
La gente común por lo general se apoya en la influencia colectiva a
través de los mecanismos del Estado, en el acceso individual a los
poderosos en calidad de clientes, o en la creación de estructuras de
autodefensa colectivas externas al Estado. Al oponerse al Estado, por
haber perdido la confianza en la posibilidad de que este actúe en favor
de los intereses populares, la gente común ha provocado que los estados
pierdan la capacidad de responder a sus demandas. Se trata de un
círculo vicioso en el que ya nos encontramos. Esto significa de manera
inevitable que, en lugar de depender de cambiar las decisiones del
Estado, la gente común tendrá que hacer más hincapié en el clientelismo
individual, en la defensa personal extraestatal, o en una combinación de
ambas. Permítanme señalar que esto equivale a revertir la tendencia
secular del mundo moderno, que por casi quinientos años ha sido la
historia de la reducción del papel del clientelismo y de la autodefensa
extraestatal como formas para que la gente común protegiera sus
intereses. Sin duda las ideologías del mundo moderno se han jactado
precisamente de esa reducción, y con frecuencia han medido el
desempeño de los estados por el grado en que han podido reducir el
clientelismo y los mecanismos de autodefensa dentro de sus fronteras. Esa
presunción suena hueca en la actualidad, toda vez que la tendencia se
está revirtiendo.

Para la gente ordinaria el resultado más grande e inmediato de la


reducción de la legitimidad del Estado es el miedo, el miedo a perder el
sustento, su seguridad personal, su futuro y el de sus hijos. El miedo, como
bien sabemos, no siempre es el mejor consejero. Podemos ver las
expresiones de este miedo en dos realidades evidentes, de las que los
medios nos mantienen informados: la criminalidad y los llamados
conflictos étnicos. Veamos cada uno por separado.

Es un lugar común quejarse, casi en todas partes, del incremento en los


índices de criminalidad, así como de la creciente brutalidad de la misma.
Esta quizá sea en parte una observación empírica justa, pero es una
percepción generalizada. Según nos dijeron hace mucho tiempo los
escépticos, "si los hombres perciben una situación como real, sus
consecuencias serán reales". Así que tan pronto como las personas
perciben un incremento en el índice de la criminalidad actúan en
consecuencia, lo que generalmente significa tres cosas: evitan lugares
asolados por la delincuencia, con lo que al disminuir la densidad de uso
se vuelven más vulnerables a la comisión de actos criminales: presionan

42
a los estados para que incrementen las estructuras represivas v penales,
lo que a la larga representa una mayor carga impositiva para el sistema,
tanto en términos de legitimidad como de recursos fiscales, y quizá sea
un factor a largo plazo en el aumento, más que en la disminución, del
índice de criminalidad; empiezan a auto-procurarse protección
policiaca; compran armas; organizan patrullas comunitarias; levantan
bardas. Y todas estas acciones, aunque reducen algo el riesgo
inmediato, transforman la calidad de vida de todos y disminuyen el
sentido de una comunidad moral.

Todo esto ha venido sucediendo tanto en los países ricos como en los
pobres. Quizá haya algunas excepciones, pero ésta ha sido la constante
en las últimas tres décadas. Una vez más observemos cómo incide esto
en el cambio de la tendencia. La creación del concepto mismo de
fuerzas policíacas data de principios del siglo XIX. La idea era acabar con
un ambiente de miedo que había conducido a la gente a convertirse en
su propia policía. El concepto se difundió por todo el sistema del mundo
y alcanzó su mayor eficiencia en los 25 años siguientes al final de la
segunda guerra mundial. Ahora la tendencia va claramente en la
dirección contraria.

La difusión del crimen, de pequeña y gran escala, está debilitando a los


estados, menos por la actividad criminal misma que por la respuesta
popular a esa actividad. Se expresa en una gran impaciencia popular
ante la incapacidad manifiesta de los estados para hacerle frente. Por
otra parte, en la medida en que la gente invierte en autodefensa externa
al Estado, le ve menos sentido a pagar los impuestos que supuestamente
son para que el Estado le garantice su seguridad. Otro círculo vicioso.

Pero todavía hay un problema más. Conforme aumentan el índice de


criminalidad y de autodefensa, las fuerzas policíacas reaccionan de
manera más enérgica y menos restringida. La línea entre la actividad
criminal ilegal y la actividad policiaca ilegal se reduce en la realidad,
pero aún más en la percepción del público. En la medida en que se
reprime y castiga a "más personas, la acción de la policía empieza a
afectar a un número cada vez mayor de familias. Lo que era una
pequeña minoría ahora es una gran mayoría. Y los grupos que antes
habían legitimado la acción policiaca ahora se muestran más escépticos
o hasta abiertamente hostiles. Lo que era visto por muchos como el
policía protector y amigable ahora es visto como el policía peligroso y
con frecuencia arbitrario.

43
Un buen ejemplo es la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) en los
Estados Unidos. Otrora idealizado como el heroico perseguidor de los
delincuentes, y visto después por la mayoría de los ciudadanos
estadounidenses como el defensor contra la supuesta amenaza del
comunismo, el FBI se ha convertido en los últimos años en una estructura
envilecida por su ilegalidad e incompetencia, y es más probable que este
envilecimiento venga de la derecha política que de la izquierda. No se
trata realmente de que el FBI esté actuando en forma diferente, sino que
se lo percibe en forma distinta.

El tan discutido problema de la drogadicción es real si por real


entendemos que un gran número de personas en todo el mundo
consumen diferentes drogas ilícitas y, por supuesto, alguien tiene que
estarlas produciendo y comercializando. No se trata de que la culpa (o
la explicación) radique en los consumidores o en los vendedores. El
consumo es obviamente un signo adicional de desintegración social, o
de rebelión, o de deslegitimación del sistema histórico existente. Y la
industria es, en consecuencia, una de las más rentables en la actualidad
y necesariamente la dirigen las mafias, que propician la corrupción de
funcionarios públicos en forma masiva. La realidad es que después de
unos treinta años de aparente preocupación por parte de los gobiernos
de todo el mundo, el nivel de rentabilidad y el nivel de consumo son
probablemente más elevados que nunca.

Pero la criminalidad y hasta el narcotráfico palidecen frente al llamado


conflicto étnico, que ha sido redescubierto como una realidad central
del mundo moderno. Dije redescubierto porque el discurso general hace
una década era que el conflicto étnico era un arcaísmo, vestigio de
épocas premodernas y, por lo tanto, un fenómeno agonizante. En la
actualidad es muy evidente que lejos de ser un vestigio, es un fenómeno
creado por el moderno sistema mundial, y que sea lo que sea es probable
que se incremente radicalmente en las décadas venideras.

Cuando existe una lucha homicida entre dos o más grupos que se
autodefinen, y son definidos por otros, en términos muy particulares
(religión, lenguaje, supuesta descendencia común o algo parecido) —
como ha ocurrido de manera espectacular y reciente en Líbano. Bosnia.
Afganistán, Somalia, Ruanda y, por supuesto, Ulster (por mencionar sólo
algunos lugares que son objeto de una amplia cobertura por parte de los
medios)—, el análisis acostumbrado es que se trata de enfrentamientos

44
primordiales. Pero desde luego esto no explica nada. En primer lugar, las
luchas ancestrales con frecuencia son inventos de la imaginación
contemporánea. E incluso cuando no lo son, lo que hay que explicar no
es tanto la hostilidad actual como los largos periodos en los que no se
manifestaron conflictos. No hace mucho tanto Somalia como la antigua
República Federal de Yugoslavia fueron aclamadas como modelos de la
ausencia de luchas interétnicas. Y desde luego existen otras zonas con
poblaciones mixtas donde por el momento no hay indicios de luchas
étnicas.

Debemos empezar haciendo notar que la identidad "étnica" no es algo


en sí misma o para toda la eternidad. Es una identidad afirmada dentro
del marco de la estructura del Estado, una estructura moderna. Es una
identidad que se forja constantemente, tanto a ojos del grupo que la
reclama como a través del reconocimiento de otros de que esa
identidad existe. Los nombres mismos tienen vida histórica. Se dividen, se
fusionan y con bastante frecuencia simplemente desaparecen. La
historia de las identidades está muy vinculada al poder cambiante y a las
estructuras de clase en evolución de los estados, así como a las líneas
divisorias del moderno sistema mundial en su conjunto. Es por demás
irrelevante tratar de reconstruir controversias pasadas para explicar las
actuales. Esa reconstrucción es más un elemento en el proceso de la
movilización y la mitificación étnicas que una forma de análisis erudito o
político.

Las identidades étnicas, en su forma más aguda y combativa son antes


que nada un modo de acción política, y se tornan agudas y combativas
precisamente cuando la estructura del Estado existente queda
deslegitimada como elemento capaz de garantizar un nivel mínimo de
juego limpio, y cuando otras líneas —las líneas divisorias políticas e
ideológicas, supuestamente más aceptables— han perdido relevancia
desde el punto de vista político. El incremento de las luchas étnicas es un
indicador importante de la deslegitimación del Estado. No importa que
con mucha frecuencia surja el llamado a crear una nueva estructura del
Estado, con fronteras étnicas puras o más puras, ya que incluso las nuevas
autoridades, étnicamente puras, enfrentan serios problemas para hacer
valer su legitimidad como líderes.

La clase de lucha étnica que hemos estado observando en las dos


últimas décadas no se compara con la ola de nacionalismo que el
sistema mundial conoció desde principios del siglo XIX hasta mediados

45
del XX. Esos nacionalismos eran en su mayoría estatales, territoriales, y
"étnicos" sólo en la medida en que necesitaban distinguirse de las
embestidas imperialistas. Pero sobre todo eran seculares, optimistas y
modernistas en su orientación. Apelaban a las tradiciones de las
revoluciones francesas y rusa. Los seguidores actuales de la purificación
étnica actúan precisamente en contra de esa tradición. No son
optimistas, sino pesimistas. No esperan un glorioso amanecer, sino que se
remontan a un glorioso ayer que nunca podrá recuperarse. Es por ello
que los conflictos son tan cruentos y además casi imposibles de conjurar.

Este no es como se arguye en ocasiones, un fenómeno de las naciones


pobres, con el subtexto de que se trata de un fenómeno de pueblos
retrógrados, de pueblos primitivos. Es muy evidente que estamos siendo
testigos de la aparición de esta clase de luchas desesperadas en las
naciones más ricas, que pretenden ser más civilizadas. Vemos este
fenómeno en los albores de las estructuras y la legislación mediadoras, en
el surgimiento de un racismo abierto centrado en la invasión de bárbaros,
llamados migrantes, que traen consigo la delincuencia y la
degeneración. Ya habíamos visto esta enfermedad antes, pero el
sistema-mundo reaccionó, aunque demasiado tarde, ante la gravedad
de la enfermedad, y le practicó cirugía al fascismo. Pero esta cirugía se
llevó a cabo como parte de una lucha entre Alemania y los Estados
Unidos por la hegemonía del sistema-mundo, y con la ayuda necesaria
de la URSS. ¿Quién podrá practicar ahora esa cirugía si las nuevas
doctrinas de pureza racial que se están propagado en Norteamérica,
Europa Occidental y Australasia se desplazan de los márgenes de la vida
política al centro de la misma?

Existe otro elemento que debemos agregar a la escena. A medida que


el mundo se adentre en el siglo XXI sin duda habrá un alza Kondratieff,
una expansión renovada de la producción y el empleo en la economía-
mundo y, por lo tanto, oportunidades renovadas para invertir y acumular
capital. Esto debería iniciar una competencia intensa entre los Estados
Unidos, la Unión Europea y Japón para decidir cuál de los tres deberá ser
el principal beneficiario del alza y servirá como principal sede de
acumulación de capital. Esta clase de competencia no será nada
nuevo, y la lucha será muy semejante a las luchas anteriores. Sin
embargo, habrá una diferencia importante. La polarización mundial no
sólo está en un nivel nunca antes alcanzado, sino que la fase Kondratieff
A debería ampliar aún más la brecha. Dada la desesperanza que ya
existe y la ausencia de los movimientos antisistémicos de antaño que han

46
canalizado el descontento y los impulsos reformistas, este periodo será,
como ya he mencionado, especialmente explosivo.

Esta erupción adoptará al menos tres formas diferentes, ninguna de las


cuales es totalmente nueva, pero todas habrán cruzado un umbral de
importancia en la vida del sistema, y comprometido las fuerzas
centrífugas inherentes a la crisis estructural, al periodo de bifurcación. Un
elemento es la deslegitimación de la ideología del progreso inevitable
que fue uno de los pilares principales de la estabilidad mundial por lo
menos durante dos siglos. Veremos movimientos muy fuertes —ya los
estamos viendo—, en particular en las zonas no centrales (que incluyen
no sólo al antiguo Tercer Mundo, sino al otrora bloque de países
socialistas), proclamar su total rechazo a la premisa fundamental de la
economía-mundo capitalista, la incesante acumulación de capital
como principio dominante de la organización social.

Esto es en cierto sentido mucho más fuerte que el rechazo marxista hacia
el capitalismo, que implicaba la idea de que el capitalismo era una
etapa histórica necesaria en dirección al comunismo, que por lo tanto
era históricamente progresista y que sus avances tecnológicos
representaban su principal virtud. Los argumentos que ahora oímos
rechazan todo progreso hacia el sistema existente y, por lo tanto,
cualquier forma de adaptación intelectual al mismo. El gran número de
movimientos que con tanta ligereza llamamos “fundamentalistas”, refleja
esta actitud, que con frecuencia reviste el argumento con un lenguaje
religioso.

Hay varias cosas que debemos hacer notar sobre este fenómeno. No está
restringido al mundo islámico. Hay judíos, cristianos, hindúes, budistas y
otras variedades de esta especie. Lo que comparten es el rechazo
teórico a la modernidad occidental y al espíritu capitalista. El origen de
su respaldo popular tan amplio reside en la desilusión experimentada con
los movimientos antisistémicos clásicos y las estructuras del Estado que
ellos erigieron, debido a su incapacidad manifiesta de superar la
polarización inherente al sistema mundial existente. Su énfasis común es
el antagonismo al concepto mismo de un Estado secular, de tal modo
que propagan un antiestatismo agravado. Esos movimientos no tienen
ningún interés en ayudar a las estructuras del sistema-mundo a superar
sus dificultades. Constituyen una fuerza que lleva a la desintegración.
Para ser más precisos, estos movimientos probablemente ejercerían muy
pocos cambios fundamentales. Pero en el contexto de los factores que

47
están fuera de su alcance —la compresión global de las utilidades y el
desencanto global hacia el liberalismo reformista— esos movimientos
provocan grandes estragos a la estructura.

Una fuerza aún más desintegradora es la democratización de los


arsenales mundiales. La historia armamentista, por varios miles de años,
ha consistido en que los poderosos toman la delantera con sus caras
innovaciones tan pronto como los débiles tienen acceso a la generación
anterior de armamentos. Aunque esto no ha cambiado todavía, la
capacidad para infligir daño sí se ha transformado. Unas cuantas armas
atómicas anticuadas pueden hacer un daño increíble; la guerra
bacteriológica no es muy difícil, técnicamente hablando. Desde mi punto
de vista, la proliferación de armas nucleares es incontenible. Los Estados
Unidos han trabajado arduamente para frenarla, con cierto éxito, pero
es probable que haya una docena de países, además de los seis oficiales,
que tienen o que podrían producir rápidamente armamento nuclear en
la actualidad, y apostaría a que habrá veinte más en la próxima década.
Por otra parte, algunas armas quizá ya estén (o estarán pronto) en manos
de grupos ajenos al Estado. Lo mismo podría decirse de las armas
bacteriológicas y químicas. Aum Shinryiko nos ha mostrado el daño que
un grupo ajeno al Estado puede provocar con armas químicas. Sin duda
los países fuertes son más fuertes que los débiles, pero los débiles o
intermedios son lo suficientemente fuertes ahora como para provocar
daños reales a los fuertes.

Lo que podemos deducir de esto es realmente muy sencillo. Las naciones


de fuerza intermedia localizadas en las zonas no centrales podrán
desafiar militarmente a los estados poderosos, solas o en forma colectiva.
Saddam Hussein nos mostró el camino. Y aunque perdió el primer round,
fue necesaria una intensa movilización política de los Estados Unidos para
contenerlo, algo que quizá no puedan volver a hacer y que no habrían
podido manejar de haberse presentado más o menos simultáneamente
varias situaciones parecidas. Creo que seremos testigos de otros desafíos
como ése en los próximos veinticinco o cincuenta años.

Finalmente, el último reto sin duda estará en el acto menos violento y


menos susceptible de ser contenido: el de la migración individual de los
países más pobres a los más ricos. Ha tenido lugar desde hace quinientos
años, y con el progreso del transporte se ha dado aun ritmo mucho mayor
en los últimos cincuenta. La realidad estructural es que el mundo está
polarizado, no sólo económica y social-mente, sino también desde el

48
punto de vista demográfico. Las zonas centrales necesitan cierto grado
de inmigración, pero no quieren admitir a todos los que desean migrar,
en especial durante las contracciones Kondratieff. De tal modo que
construyen barreras, cada vez más despreciables. Pero las barreras son
por demás ineficaces y reducen el flujo en un porcentaje muy bajo.

De ahí que el mundo blanco paneuropeo se esté volviendo, defacto,


cada vez menos blanco. No todos los migrantes son no blancos, pero
todos están así definidos socialmente. Si bien es probable que el bloque
de países paneuropeos no puede; detener el flujo real de migrantes y su
multiplicación demográfica subsecuente dentro del mundo paneuropeo,
puede organizar la estructura política para que estos migrantes no
tengan los mismos derechos políticos y sociales que líos "ciudadanos", y
ciertamente también para que tengan acceso a los empleos peor
remunerados. De hecho, cada vez en más países se está aprobando la
legislación para tal efecto.

Esta clase de manipulación podría no afectar la estabilidad política


interna si los grupos definidos como migrantes (con frecuencia definidos
en formas que incluyen la segunda, tercera e incluso cuarta generación
de descendientes de migrantes verdaderos) fueran relativamente
pequeños. Pero cuando ese grupo alcanza un porcentaje significativo,
tenemos una receta para la guerra civil. Por otra parte, los migrantes (o
los que socialmente se definen como tales), a los que con frecuencia se
reconoce físicamente y que muy probablemente adquirirán un fuerte
sentimiento de identidad étnica, se confrontarán con nacionalistas
racistas y derechistas que buscan la purificación étnica. Puesto que
también es de esperar una cuasi segregación por vecindarios y áreas, no
será difícil hacer que se organicen los dos elementos en conflicto. Y en
vista de que todos los países tendrán su propio polvorín, cualquier brote
de hostilidades podría extenderse fácilmente más allá de sus fronteras,
como un incendio forestal sin control.

A estas alturas ya no estamos hablando de fundamentalistas en zonas


alejadas de los países ricos, o de los llamados países bravos, prestos a
probar qué tal les va en la guerra, sino de una gran inestabilidad en el
corazón de la economía-mundo capitalista. Los empresarios capitalistas
no sólo tendrán que preocuparse acerca de la compresión de utilidades,
sino también de su seguridad personal. La inseguridad que ya
experimentan, digamos, en Colombia, por no hablar del factor de alto

49
riesgo si se es banquero en Rusia hoy en día podría extenderse a Canadá
o Dinamarca.

El panorama que he pintado no es agradable. Es un escenario de mucho


desorden e incertidumbres e inseguridad personal; de problemas
estructurales fundamentales para los que no sólo no hay solución fácil,
sino quizá ninguna posibilidad de mitigación. Es el escenario de un
sistema histórico en grave crisis. Algunos dirán que soy pesimista. Yo creo
que soy realista, pero no necesariamente pesimista. Desde luego, si uno
tiene la certeza de haber estado viviendo en el mejor de todos los
mundos posibles, no le agradará oír que se está acabando. Pero si se
duda aunque sea un poco de que así sea, se hará frente al futuro con un
poco más de sangre fría.

Se deben subrayar tres aspectos sobre el presente y el periodo venidero


de desorden y desintegración. Aunque la experiencia será terrible, no
será eterna. Sabemos que las situaciones caóticas producen por sí solas
nuevos sistemas ordenados. Esto quizá no sirva de gran consuelo si
agregamos que ese proceso podría tomar hasta cincuenta años. Lo
segundo que-debemos tener presente es que la ciencia de la
complejidad nos enseña que en situaciones caóticas derivadas de una
bifurcación el resultado es inherentemente impredecible. No sabemos,
no podemos saber, cómo terminará todo esto. Lo que sí sabemos es que
el sistema presente no puede sobrevivir como tal. Habrá un sistema que
lo suceda, o varios. Podrá ser mejor o peor, pero no será demasiado
diferente en su calidad moral.

Es el tercer aspecto de las situaciones caóticas el que ofrece el lado


amable de la historia. En los sistemas históricos, como en todos los sistemas
funcionales vigentes, incluso las grandes fluctuaciones tienen efectos
relativamente menores. Eso es lo que queremos decir con sistema. Un
sistema tiene mecanismos que tratan de reinstaurar el equilibrio, y han
tenido cierto éxito. Es por eso que a largo plazo las revoluciones francesa
y rusa podrían percibirse como "fracasos". Ciertamente lograron menos
en cuanto a transformación social de lo que sus partidarios esperaban.
Pero cuando los sistemas se alejan mucho del equilibrio, cuando se
bifurcan, las pequeñas fluctuaciones pueden tener efectos serios. Ésta es
una de las razones principales por las que el resultado es tan
impredecible. No podemos siquiera imaginar la multitud de pequeños
detalles que tendrán un impacto crucial.

50
Traduzco este marco conceptual al lenguaje antiguo de la filosofía
griega. Opino que cuando los sistemas funcionan normalmente el
determinismo estructural pesa más que el libre albedrío individual y
colectivo. Pero en tiempos de crisis y transición el factor del libre albedrío
se vuelve fundamental. El mundo del 2050 será lo que hagamos de él.
Esto nos deja carta blanca para que nos comprometamos y ejerzamos
nuestro juicio moral. También significa que este periodo será una etapa
de terrible lucha política porque hay más en juego que en la llamada
etapa normal. Ahora pasaré a la cuestión de la naturaleza de esta lucha,
y a los problemas de la misma.

3. UN MUNDO MATERIALMENTE RACIONAL, O ¿SE PUEDE RECUPERAR EL


PARAÍSO?

Si en realidad, como he estado argumentando, estamos en una


transición, larga y difícil, de nuestro sistema mundial existente a otro u
otros, y si el resultado es incierto, nos enfrentamos a dos grandes
preguntas: ¿qué tipo de mundo realmente deseamos? y, ¿por qué medio
o camino tenemos más probabilidades de llegar a él? Éstas, son antiguas
interrogantes que muchos se han hecho por largo tiempo; durante los
últimos dos siglos, para ser precisos. Pero la primera pregunta
generalmente se ha formulado en términos de utopías y yo deseo
referirme a ella en términos de utopística, es decir, de la evaluación seria
de alternativas históricas, del ejercicio de nuestro juicio en lo que toca a
la racionalidad fundamental de posibles sistemas históricos alternativos. Y
la segunda pregunta se ha hecho en términos de la inevitabilidad del
progreso, y yo deseo presentarla en términos del fin de la certeza, la
posibilidad pero también la no ineludibilidad del progreso.

Todos conocemos las principales afirmaciones acerca de nuestro sistema


histórico vigente. Aquellos que aseguran que representa el mejor de
todos los mundos posibles tienden a destacar tres virtudes que se han
reivindicado: la abundancia y la conveniencia material; la existencia de
estructuras políticas liberales y la prolongación del promedio de vida.
Cada una de éstas se ha sostenido al compararse con todos los sistemas
históricos anteriores que se conocen. Por otro lado, la causa en contra de
los méritos de nuestro sistema histórico existente defiende virtualmente lo
opuesto a la misma lista de tres. Donde los defensores ven la abundancia
y la conveniencia materia), los críticos ven la iniquidad y la polarización
marcadas, y sostienen que la abundancia material y la conveniencia sólo
existen para unos cuantos. Donde los defensores ven estructuras políticas

51
liberales, los críticos ven la ausencia de una importante participación
popular en la toma de decisiones. Donde los defensores ven una
expectativa de vida más prolongada, los críticos resaltan la calidad de
vida seriamente degradada.

De hecho, éstos son debates antediluvianos, pero podría resultar útil


revisar las críticas a la luz de las evaluaciones positivas con el fin de ver a
qué conclusiones podemos llegar acerca de lo que se necesita satisfacer
en cualquier sistema alternativo que deseemos construir, ahora que la
cuestión se presente ante nosotros. Por lo que ya he dicho, debe ser
evidente que estoy del lado de los críticos, y no considero que el sistema
mundial presente sea el mejor de todos los mundos posibles. Ni siquiera
estoy seguro de que sea el mejor de los mundos que ya conocemos. Sin
embargo, no deseo volver a tratar este asunto aquí6. En cierto modo
resulta irrelevante demostrar las que considero limitaciones de nuestro
actual sistema mundial. He estado afirmando que un número suficiente
de personas piensan que tiene tantas limitaciones que no va a sobrevivir.
La cuestión real que se nos presenta es qué deseamos sustituir.

Pero antes de concentrarme en esa pregunta debo dejar que descanse


en paz un fantasma. Se trata de las fechorías de lo que en años recientes
a algunos les ha dado por llamar "socialismo histórico", para referirse
principalmente al conjunto de estados marxistas-leninistas que alguna vez
fueron denominados "bloque socialista". Pero por analogía y extensión
con frecuencia se usa el término para designar a muchos de los
movimientos de liberación nacional y hasta a los partidos
socialdemócratas en el mundo paneuropeo. Repasemos esta historia
brevemente, ya que se ha usado para explicar que ninguna alternativa
a nuestro sistema actual es realista o ni siquiera remotamente deseable.
Los tres, principales cargos contra el socialismo histórico son: l) el uso
arbitrario de la autoridad del Estado (y del partido); en el peor de los
casos, el terror infundido por el Estado; 2) la extensión de los privilegios a
una nomenklatura, y 3) extensas deficiencias económicas derivadas de
la participación del Estado en la economía y que ocasionaron un
retroceso, en lugar de promover el aumento del valor social.

Permítanme comenzar por admitir que estas imputaciones son, en gran


medida, verdaderas, con toda certeza las dos primeras, como una
evaluación histórica de los regímenes de Estado que existieron bajo los

6Véase El futuro de la civilización capitalista. Barcelona, Icaria, 1997.

52
auspicios de estos partidos. Sin embargo, lo que uno puede replicar de
inmediato es que también es cierto que muchos regímenes no
auspiciados por estos partidos también hicieron uso arbitrario de la
autoridad del Estado y hasta del terror infundido por el Estado, que
concedieron privilegios extensos y excesivos a grupos vinculados o
favorecidos por las autoridades del Estado, y que han sido increíblemente
ineficientes, por lo que sin duda alguna retardaron el aumento del valor
social.

No es excusa para las autoridades de cualquiera de los llamados estados


socialistas mencionar que estas características han sido comunes a la
mayor parte de los regímenes de Estado a lo largo de la trayectoria
histórica del moderno sistema mundial. De hecho, estas prácticas están
tan difundidas que uno se podría preguntar por qué sus vicios no se
atribuyen al sistema mismo, en lugar de a las instituciones (regímenes)
dentro del sistema. ¿No será que fue el sistema en su conjunto el que creó
dichos regímenes porque los necesitaba para su funcionamiento regular?

Seguramente algunos responderán que no todos los regímenes de Estado


han sido así. Pero ni el mejor de los regímenes, en el mejor de sus
momentos, estuvo exento de estos diversos vicios. Lo que es más
importante, en la medida en que algunos regímenes eran (o parecían)
mejores, se los consideraba estados liberales. Todos estos estados liberales
se encontrarían en un rincón muy estrecho del sistema mundial,
localizado en las áreas de riqueza y conocido únicamente en tiempos
recientes. No es difícil explicar las razones, pues son las que suelen
esgrimirse: el extenso estrato medio que reside dentro de las fronteras de
estos países: la relativa satisfacción de este grupo con la parte que le
corresponde del reparto global: la consecuente institucionalización del
"Estado de derecho", que protegió a este estrato medio, aunque de
alguna manera también sirvió para proteger a otros. Pero todas estas
características dependían de la realidad de la polarización del sistema-
mundo existente. Afirmar que las raíces de los regímenes liberales eran
internas y "culturales" es dar una interpretación incorrecta de la historia y
pasar por alto la fuerza relativa de diversos factores que contribuyeron a
los resultados globales. En cualquier caso, como hemos visto con
frecuencia, el liberalismo de los estados liberales fue siempre más
precario de lo que solemos admitir.

Cualquiera que sea la explicación de estas limitaciones de los llamados


estados socialistas, se debe recordar que nunca fueron entidades

53
autónomas, que siempre operaron dentro del marco de la economía-
mundo capitalista, limitada por las operaciones del sistema interestatal, y
que no representaron —no pudieron representar— el funcionamiento de
un sistema histórico alternativo. Sin embargo, esto no quiere decir que no
podamos aprender de esta experiencia en nuestros esfuerzos por ejercer
la utopística. Hemos aprendido lecciones útiles acerca de las
consecuencias de mecanismos particulares que en el último de los casos
son un alimento para el pensamiento.

Si hacemos una elección histórica fundamental en los próximos


cincuenta años, ¿qué hay mientras tanto? Es claro que nuestra opción se
encuentra entre un sistema (análogo al actual en algunos de sus
fundamentos) en el que unos tienen privilegios muy superiores que otros,
y otro que es relativamente democrático e igualitario. De hecho, todos
los sistemas históricos que se conocen han sido del primer tipo hasta llegar
al de ahora, aunque algunos han sido peores que otros en este aspecto.
En realidad, afirmaría que es muy posible que nuestro sistema existente
ha sido el peor, por haber mostrado la mayor polarización precisamente
debido a su supuesta virtud, la increíble expansión de la producción de
valor. Con mucho más valor producido, la diferencia entre el estrato
superior y el resto podría ser y ha sido mucho mayor que en otros sistemas
históricos, aun cuando sea verdad que el estrato superior del sistema
presente ha abarcado un porcentaje mayor de la población total que el
de los sistemas históricos precedentes.

No obstante, el simple hecho de que todos los sistemas históricos previos


hayan sido sistemas no democráticos, desiguales, no quiere decir que no
se pudiera avizorar un sistema relativamente democrático e igualitario.
Después de todo, hemos estado mucho tiempo hablando acerca de
esta posibilidad, y es claro que le resulta atractiva a mucha gente. En
nuestro actual sistema lo que garantiza las iniquidades y por consiguiente,
necesariamente, la ausencia de una verdadera participación
democrática en la toma colectiva de decisiones, es la prioridad de la
acumulación incesante de capital. Lo que la gente teme es que si se
elimina esta prioridad se tendría que sacrificar la relativa eficiencia
productiva o una sociedad libre y abierta. Averigüemos si cualquiera de
estas consecuencias tiene una correlación imprescindible con la
eliminación de la prioridad de acumulación incesante de capital. ¿Se
podría idear una estructura que le diera prioridad a maximizar la calidad
de vida para todos (supuestamente el original ideal liberal benthamita)
al tiempo que se limitasen y controlasen los medios de violencia colectiva

54
de tal modo que todos se sintieran relativa e igualmente seguros en su
persona y disfrutaran la variedad más amplia posible de opciones
individuales sin poner en riesgo la supervivencia o la igualdad de
derechos de los demás (supuestamente el ideal original de John Stuart
Mili)? A esto se lo puede llamar la realización de ideales liberales en todo
el mundo en el contexto de un sistema igualitario, o una democracia,
como dicta la teoría, en oposición a las autocracias modificadas y
ocultas que engañosamente hemos calificado de regímenes
democráticos.

Esto, por sí mismo, no cumpliría con el objetivo de un sistema democrático


e igualitario. Tendría que suceder que todos pudieran trabajar en el
empleo o empleos que les satisficieran y que, en caso de una necesidad
especial e inesperada, se contara con asistencia social. Y, por último,
necesitaríamos saber que los recursos de la biosfera se preservaban
adecuadamente, de modo que no hubiera pérdidas intergeneracionales
y, por lo tanto, no hubiera explotación intergeneracional.

¿Qué podría lograr esto? Comencemos con el asunto de la


remuneración. Por lo general se afirma que la retribución monetaria es un
incentivo para el trabajo de calidad. Supongo que en ocasiones es
verdad, pero una cosa es retribuir a un artesano por la artesanía de
calidad y otra retribuir a un ejecutivo por lograr extraordinarias ganancias
para una empresa. Son diferentes en dos sentidos. Es claro que una
buena artesanía es un trabajo de calidad. Pero la obtención de
extraordinarias ganancias sólo es trabajo de calidad si uno acepta la
prioridad de la acumulación incesante de capital. Es difícil justificarlo en
cualquier otro terreno. La segunda diferencia es la dimensión de la
retribución. Aumentar el ingreso de un artesano en un 10 o hasta 25% por
su trabajo de calidad es muy diferente de aumentar el ingreso de un
ejecutivo en un 100 o hasta un 1000 por ciento.

¿Es realmente cierto que un gerente industrial sólo trabajará bien si recibe
el tipo de incentivos que puede obtener en el sistema presente?
Considero que es absurdo pensar así. Tenemos el claro ejemplo de
muchos tipos de profesionales (como los profesores universitarios) cuyo
principal estímulo para trabajar bien no es el aumento relativamente
pequeño en las retribuciones materiales sino más bien una combinación
de reconocimiento y mayor control sobre su propio tiempo de trabajo.
Por lo general la gente no gana premios Nobel bajo el estímulo de la
acumulación incesante de capital. Además, hay un número

55
notablemente mayor de personas en nuestro sistema actual cuyos
incentivos no son en gran medida monetarios. De hecho, si el
reconocimiento y el control cada vez mayor del propio tiempo de trabajo
se ofrecieran de manera general como incentivos ¿no habría mucha más
gente que los encontrara satisfactorios por sí mismos?

Si luego agregáramos a este conjunto un tanto modificado de


prioridades sociales un sistema mucho mejor de elección de carreras, de
tal modo que la gente pudiera hacer el tipo de trabajo que por cualquier
razón encontrara más satisfactorio, tal vez se reduciría de manera
importante la anomia. Y si permitiéramos, estimuláramos y organizáramos
múltiples funciones dentro de una carrera, cada año y/o sucesivamente
a lo largo del tiempo, ¿quién sabe con qué esquema podríamos
incrementar la satisfacción general? Además, esto aumentaría las
posibilidades de igualar las responsabilidades familiares, sobre la cuales
hemos hablado tanto en años recientes... y hecho tan poco, agregaría.

La codicia es una emoción muy corrosiva, y nuestro actual sistema la


fomenta, la alaba, prácticamente, pues la retribuye. ¿Queremos decir
con esto que ninguna sociedad puede ser libre si no se pone algún freno
moral a la codicia y si en esa sociedad se incorporan contravalores en
nuestro superyó? Algunas personas afirman que la caridad puede
equilibrar la codicia, pero la caridad no demuestra la ausencia, ni siquiera
la disminución, de la codicia. Bien puede ser meramente la expresión de
la culpa derivada de la codicia. Las contribuciones caritativas sólo
representan la verdadera caridad —es decir, cariño, afecto,
consideración, como nos lo dice su etimología— cuando se realizan
como una obligación derivada del clamor por justicia, no cuando se trata
de una ofrenda de paz a los dioses.

La eficiencia es un fenómeno deseable, pero sólo es un medio para llegar


a un fin. ¿Para qué fin la hemos estado utilizando? ¿La podemos emplear
para otros? Por ejemplo, si aumentamos la producción de acero o de
computadoras o de granos —es decir, si demostramos que se pueden
producir con el mismo nivel de calidad con costos menores de insumos
reales—, ¿por qué lo hacemos? Si no hubiera retribuciones por aumentar
la acumulación de capital pero sí por satisfacer las necesidades reales ó
por extender la distribución, ¿es realmente inconcebible que quienes
realizaron la operación no hubieran trabajado con eficiencia? Seguro
que eso no puede ser, o no podríamos justificar toda la variedad de
actividades que llamamos profesionales. ¿Es realmente cierto que, en

56
promedio, los grandes hombres de negocios de la actualidad son más
eficientes que los arquitectos o los mecánicos de las poblaciones
pequeñas? Nunca he visto nada que lo demuestre, y eso contradice mis
observaciones iniciales del ámbito social. Si la eficiencia en la
acumulación de capital fuera la única consideración, los zares de la
droga que hay en el mundo serían magníficos modelos de los alcances
de la codicia por estimular la productividad.

¿Las grandes organizaciones son más eficientes que las pequeñas? Una
vez más, depende del criterio. Por supuesto que el tamaño afecta los
costos, pero no siempre en una dirección estrictamente lineal. En
cualquier caso, en nuestro sistema actual el tamaño de las operaciones
productivas tiene que ver con mucho más que con una eficiencia
productiva. Tiene que ver con optimizar la evasión de impuestos y de
reglamentaciones, o con los beneficios del monopolio relativo ante los
beneficios de reducir los costos de coordinación, o de cambiar las cargas
de riesgos en tiempos de expansión económica mundial contra los
tiempos de contracción económica mundial. Éstas son todas las
consideraciones que desaparecen una vez que se elimina la prioridad de
la acumulación incesante de capital. En sí mismas, las consideraciones
de eficiencia probablemente llevarían a una gran variedad de tamaños
de actividad económica. Sin duda alguna habría menos estructuras
gigantes y un mayor número de estructuras medianas, en lugar del
implacable gigante del aumento de tamaño —la concentración mundial
de capital y, por lo tanto, de propiedad y estructuras organizadas— que
existe en el sistema actual.

Supongamos que todas las estructuras económicas se definieran como


estructuras no lucrativas, pero que el control privado fuera una opción
abierta, hasta ampliamente usada. Desde hace varios siglos hemos
conocido este sistema en los llamados hospitales no lucrativos. ¿Son
notoriamente menos eficientes y menos competentes desde el punto de
vista médico que los hospitales privados y del Estado? De ninguna
manera, por lo que sé. En realidad, probablemente sea todo lo contrario.
¿Por qué se debe limitar esto a los hospitales? ¿No se podría tener una
compañía de luz no lucrativa con el modelo del hospital no lucrativo?
Desde luego que se puede argumentar que la tendencia en la
actualidad, incluso en los hospitales, es avanzar hacia el modelo de
estructuras privadas y lucrativas. No cabe duda, pero éste es
precisamente el resultado de la mercantilización de todo, que es la base
de nuestro sistema actual. ¿Esto ha mejorado la eficiencia? ¿Ha

57
mejorado la atención médica? El principal argumento en el que se basan
quienes lo propusieron es que mantendrá reducidos los costos de la
atención médica. Personalmente, dudo que lo logre. Lo más probable es
que se logre redistribuir el dinero que hasta la fecha se había gastado en
la atención médica para aplicarlo a la acumulación de capital. ¿Esto es
realmente deseable? ¿Quién lo desea?

Entonces, el primer elemento estructural que propongo como una posible


base de un sistema alternativo es la construcción de unidades
descentralizadas no lucrativas como modo subyacente de producir
dentro del sistema. Podría ofrecer los mismos incentivos para la eficiencia
que los de nuestro actual sistema — probablemente mayores— y evitaría
el temor de que la centralización, sobre todo a través de los mecanismos
del Estado, haga poco probable la experimentación y la diversidad, y
con el tiempo lleve a una toma de decisiones autoritaria y a una pereza
burocrática. Pero esto aún deja en pie preguntas sobre cómo se podrían
relacionar entre sí estas unidades, y sobre qué bases. Tampoco trata el
asunto de la organización interna dé estas unidades de producción, lo
que podríamos llamar democracia en el lugar de trabajo.

¿Cómo se entrelazan múltiples empresas productivas no lucrativas? Tal


vez precisamente en la forma que dicta el modelo teórico del laissez-
faire: mediante el mercado, el mercado real y no el mercado mundial
controlado de manera monopólica que tenemos en el actual sistema.
¿Necesitamos algún tipo de regulación? Por supuesto que sí, tal vez sí,
alguno parecido a las luces del semáforo en una vía transitada. No se
requieren oficinas encargadas de planear la producción. La regulación
se puede limitar a contrarrestar el fraude, mejorar las deficiencias de
información y enviar señales de advertencia ante una sobreproducción
o subproducción.

Tampoco es necesario que estas unidades de producción no lucrativas


sean internamente autocráticas. Aun así, los intereses de los trabajadores
pueden diferir de los intereses de los administradores. Seguirá siendo
esencial algún modo de negociación, con sindicatos o con alguna
institución similar que represente los intereses colectivos del trabajador:
además también se necesitará instrumentar alguna forma de
participación del trabajador en la toma de decisiones en los altos niveles.
Se necesitaría establecer un modo de libertad del trabajador para
moverse entre las organizaciones contratantes sin perder las prestaciones
vitalicias. (Es decir, las prestaciones vitalicias tendrían que asignarse a una

58
estructura ajena a la organización misma de la producción). Además, se
tendría que idear un método para ajustar el tamaño de la fuerza laboral
a las necesidades de la producción, junto con algún tipo de mecanismo
para asegurar que los trabajadores puedan encontrar un empleo
alternativo satisfactorio. Por último, se tendría que construir un sistema de
penalización para la pereza y la incompetencia verdaderas. Podríamos
debatir durante mucho tiempo los detalles de cómo cumplir cada una
de estas necesidades. Y cuando va se hayan decidido, seguirán estando
en discusión constante. La cuestión es que ninguno de ellos representa
un obstáculo inherentemente insuperable que la gente de buena
voluntad no pueda resolver, más o menos bien, dentro del marco de un
sistema mundial no impulsado por la acumulación incesante de capital.

¿Entonces qué sucede con las cuestiones que tanto y tan enérgicamente
hemos estado discutiendo en los últimos años: las inequidades raciales,
de género y nacionalidad? No vale la pena luchar por ningún sistema
mundial que no haga un mayor esfuerzo que el actual para tratar estos
aspectos. Yo no diría que eliminando la prioridad dada a la acumulación
incesante de capital se asegurará de manera automática la igualdad
racial, de género y de nacionalidad. Lo que pienso es que eliminaría una
de las razones más poderosas de las inequidades. Después de todo, el
verdadero trabajo comienza libre de esta onerosa limitación. Tal vez con
la eliminación de los temores económicos —o por lo menos su
reducción—, en el último de los casos desaparecerá el elemento letal.

Uno de los principales asuntos que ha estado en discusión se refiere a los


resultados, dentro del sistema actual, de lo relativo a la distribución de las
posiciones y retribuciones. La realidad del actual sistema es que los
resultados de la asignación de trabajos y de verdadera calidad de vida
están marcadamente sesgados según la raza, el género y la
nacionalidad. Los defensores del sistema actual argumentan que esto es
simplemente el resultado de usar como criterio la meritocracia, y que este
criterio representa un modo moralmente virtuoso de distribución. Los
críticos afirman que la meritocracia oculta las tendencias
institucionalizadas en la distribución, las cuales afectan la capacidad de
competir en "pruebas" para adultos mucho antes de que los candidatos
lleguen a la línea de inicio.

De hecho, ambas opiniones son correctas. La meritocracia sí representa


una presión democratizadora, pero también es verdad que en nuestro
actual sistema los dados están cargados. No obstante, analizaremos lo

59
que en realidad implica la meritocracia. Supongamos que le ponemos
una prueba, cualquier prueba, a un grupo de cien personas, y
obtenemos resultados cuantificados. ¿Acaso la persona que obtiene el
lugar 38 es en realidad más competente que la persona 39? La idea
misma es absurda. Lo que probablemente podríamos decir, si ésta es una
prueba de competencia, es que las 10 primeras son muy buenas y las 10
últimas son muy deficientes, y que las 80 intermedias son sólo eso,
intermedias. Supongamos que luego se nos pidiera que asignásemos 50
puestos según el resultado de esta prueba, ¿Debemos darlos a los
primeros 50? Otra posibilidad sería otorgar 10 puestos a los 10 primeros,
descartar a los 10 últimos y sortear a los 80 intermedios para ocupar los 40
puestos restantes. Por supuesto que estoy inventando los porcentajes
exactos, pero las pruebas de cualquier tipo son un mecanismo limitado
para discernir la capacidad, y en realidad no siempre califican de
manera convincente a las personas. Sin embargo, es verdad que siempre
hay una minoría que es excepcionalmente apta y otra minoría que es
excepcionalmente no apta. Siempre que tomemos en cuenta este
hecho, pero recordemos que estas dos categorías son relativamente
pequeñas, podremos realizar una distribución al azar de los puestos entre
los demás. El simple hecho de seguir esta práctica reduciría el racismo y
el sexismo institucionalizados.

Recordemos que no estoy proponiendo una utopía, sino rutas para una
racionalidad material mayor. La reducción seria de estas inequidades
requerirá mucho trabajo colectivo. No obstante, sería intrínsecamente
posible idear un mundo social en el que las discriminaciones lleguen,
cuando mucho, a ser menores, en lugar de continuar siendo
fundamentales para la operación del sistema histórico como lo son hoy.
En la actualidad envenenan toda la vida social, en cualquier parte;
dominan nuestra mentalidad; causan indecibles estragos, tanto físicos
como psicológicos, no sólo entre quienes pertenecen a los grupos
oprimidos, sino también entre quienes pertenecen a los grupos
dominantes. Los fatales resultados no han mejorado, sino empeorado.
Estas inequidades son inaceptables desdé el punto de vista moral, e
irresolubles dentro del marco de nuestro actual sistema mundial.
Afortunadamente, este sistema está por extinguirse. La pregunta es, ¿qué
está por llegar? ¿Tendremos entonces una sociedad sin clases? También
dudo esto, en el sentido de que acabar con la polarización no significa
acabar con la variación, incluyendo la variación en la posición de las
clases. Pero al igual que con la raza, género y nacionalidad, significa
transformar la distinción, de una profundamente arraigada y corrosiva, a

60
otra que podría tener un impacto relativamente menor y limitado. No hay
ninguna razón fundamental por la que no podamos superar estas tres
grandes consecuencias de la diferencia de clases: acceso desigual a la
educación, a los servicios de salud y a un ingreso honorable garantizado
de por vida. No debería ser dejar estas tres necesidades fuera de la
mercantilización para proporcionarlas mediante instituciones no
lucrativas y pagadas de manera colectiva. En la actualidad así lo
hacemos con el suministro del agua y, en muchos países, con el servicio
de bibliotecas. Hay quienes afirman que entonces los costos mundiales
se saldrían de control. Podría ser, pero hay muchas respuestas para las
asignaciones colectivas de costos que no pasen por la mercantilización.
Se trata de una decisión social que no podemos evitar y no debemos
querer evitar.

¿Podemos evitar la creación de nomenklaluras? Puesto que el cargo


público ya no debe ser la única garantía rápida de un mejor acceso a la
educación, la salud y el salario mínimo de por vida (porque éstos serian
universales), y puesto que río habría establecimientos para estructuras
económicas lucrativas, ¿cuál sería el objetivo de una nomenklatura? Por
primera vez podríamos alcanzar el ideal de Weber: un servicio civil
desinteresado en el que todos los miembros participasen por satisfacción
laboral y no por todas las demás razones por las que participan en la
actualidad. Desde luego que un elemento esencial para evitar una
nomenklatura sería un conjunto verdaderamente democrático de
instituciones políticas. Y en este caso puede ser útil la idea de los periodos
de ejercicio limitados, tan apreciada por las fuerzas conservadoras de la
actualidad. Pero nada funcionará a menos que la mayoría de la
población considere que en realidad tiene una importante influencia en
la toma de decisiones políticas, un impacto que tiene que ir mucho más
lejos que el simple poder de veto para votar una vez cada cuantos años
en contra de los que están en el poder.

Aquí llegamos a la pregunta sobre cómo se obtienen una participación


y un sentido de participación amplios, en formas que no se puedan
canalizar y. por lo tanto, distorsionar, mediante la inversión masiva de
dinero en campañas en los medios de comunicación. De nuevo tenemos
una cuestión problemática, pero apenas insalvable. Para empezar, ¿de
dónde vendrán las inmensas sumas si no hay una acumulación incesante
de capital: Y. dados los avances tecnológicos en los flujos de información
de estos días?, ¿no se podrían organizar las cosas de tal modo que no
hubiese desequilibrios financieros entre las perspectivas opuestas?.- Otra

61
vez tenemos algo no del todo imposible desde el punto de vista técnico.
Esto puede no ser suficiente para garantizar un sentido de democracia
real, pero sería un comienzo. Aquí también apenas se iniciaría, no
terminaría, el trabajo verdadero con el establecimiento de este tipo de
sistema histórico.

En lo concerniente a la preservación de la biosfera, sólo hay un elemento


sencillo, viable y necesario para lograrla. Debemos exigir que todas las
organizaciones de producción incorporen todos los costos, incluso los
necesarios para garantizar que su actividad, productiva no contamine ni
agote los recursos de la biosfera. Es decir, los costos de restauración y/o
limpieza inmediata serían integrados al proceso de producción y, por lo
tanto, a los costos de producción. Desde luego que esto no bastaría por
sí mismo, pero por lo menos garantizaría que el desperdicio nunca fuera
un asunto superficial. Aún puede haber diferencias de opiniones acerca
de las consecuencias que tiene una actividad productiva particular para
la biosfera. No hay respuestas científicamente definitivas. Estas cuestiones
acaban por convertirse en decisiones políticas. ¿Es x en realidad más
importante que y? Con frecuencia ésta es una elección entre el consumo
presente y el futuro, entre las generaciones actuales y las que todavía no
nacen, entre los riesgos calculados en un dominio del universo contra los
riesgos calculados en otro. Éstos son juicios sociales que deben hacerse
de manera democrática, con la participación de todos los que resulten
afectados por las decisiones.

El asunto subyacente es la evaluación medida de los costos sociales, y el


problema es cómo hacer que dicha evaluación sea realmente colectiva.
No es una cuestión restringida a los asuntos ecológicos. Cuando
consideramos los costos de salud, ¿debemos gastar más en los niños o en
los ancianos? El ingreso real de la población trabajadora más saludable,
de edad intermedia, ¿debería reducirse para cubrir los gastos de salud
marginales para los jóvenes, los ancianos y quienes necesitan atención
especial? ¿Cuánto debería reducirse? En nuestro sistema actual estas
decisiones se toman con base en intereses individuales, tal vez
moderados por una limitada interferencia colectiva. A medida que
suben todos los costos y aumenta la demanda social de democracia e
igualdad, los resultados de nuestro sistema actual cada vez parecen más
absurdos e irracionales. ¿Pero cómo evaluamos esto de manera
colectiva? ¿Qué es fundamentalmente racional en términos de la
asignación de nuestros recursos no ilimitados? Seguro que no podemos
saberlo sin una plática abierta, con una amplia variedad de gente y en

62
la mayor cantidad posible. Pero, ¿cuál es la mejor manera de
institucionalizar esto, y a escala mundial, sin retirar el terreno de decisiones
de las aportaciones y el control de la gente común?

Hay una cosa de nuestra parte en esta búsqueda de racionalidad


fundamental para la buena sociedad (o por lo menos para una sociedad
mejor): la creatividad humana. En este aspecto no hay límite para el
potencial. Lo que sabemos acerca de los sistemas complejos es que se
organizan a sí mismos y que repetidamente inventan nuevas fórmulas,
nuevas soluciones para los problemas existentes. Sin embargo, no deseo
introducir aquí furtivamente un concepto de progreso inevitable, ya que
la creatividad no siempre es positiva. Lo que funciona no es
necesariamente lo que es bueno desde el punto de vista moral, y lo que
es bueno desde el punto de vista moral no se logra con sólo predicarlo.
Como nos dicen casi todas las religiones del mundo. Dios nos dio el libre
albedrío y, por lo tanto, la posibilidad intrínseca de hacer el bien y el mal.
Así, llegamos a la cuestión política; ¿cómo podemos lograrlo o qué
podemos hacer en los próximos 25 a 55 años para alcanzar un sistema
histórico y social materialmente más racional?

Esto nos hace retroceder al periodo de transición, al periodo del infierno


en la tierra. No presenciaremos un simple debate político que vuelva a lo
anterior, una discusión amistosa entre angelitos. Será una lucha de vida o
muerte, pues estamos hablando de sentar las bases para el sistema
histórico de los siguientes quinientos años, y estamos debatiendo si sólo
deseamos un tipo más de sistema histórico en el que prevalezca el
privilegio y se minimicen la democracia e igualdad, o si deseamos
avanzar en la dirección opuesta, por primera vez en la historia conocida
de la humanidad.

Lo primero que hay que tomar en cuenta es cómo reaccionarán —y de


hecho están reaccionando— los actuales privilegiados. No se puede
esperar que un segmento importante de quienes gozan de privilegios, los
cedan sin luchar, simplemente por cumplir con sus responsabilidades
éticas o hasta por su visión histórica. Se debe suponer que buscarán
preservar el privilegio. Cualquier otra suposición es inverosímil y alejada
de la realidad. Aun así, no sabemos cuál será su estrategia.

La estrategia óptima para defender el privilegio —la que tiene más


probabilidades de resultar eficaz— ha sido desde hace mucho tiempo
tema de debate entre los privilegiados, y no es una cuestión sobre la que

63
hasta ahora las ciencias sociales nos hayan ofrecido una evidencia
definitiva. Para comenzar por lo más fácil, existe una divergencia de
opiniones entre los que consideran que la clave es la represión (por lo
menos la represión sensata) y quienes piensan qué el secreto son las
concesiones de un poquito de participación con el fin de preservar el
resto. Por supuesto que se puede intentar hacer una mezcla de ambas
fórmulas, pero sigue en pie una pregunta: en qué proporción y en que
secuencia.

El hecho de que históricamente se hayan utilizado ambos métodos no es


por sí mismo una evidencia de que los dos funcionen igual de bien, o de
que alguno o algunos que funcionaron bien en el pasado funcionen bien
en el presente, o de que alguno que funcionó bien durante la trayectoria
continua normal de nuestro actual sistema histórico funcionará bien en el
periodo de bifurcación y transición. Lo que podemos decir es que el
conocimiento acumulado de historia mundial y los medios de 33
comunicación global, en gran medida mejorados, garantizan que
durante esta transición histórica habrá más reflexión inteligente, una toma
de decisiones más consciente por parte de los privilegiados, que durante
cualquier otra transición anterior. Los privilegiados inevitablemente están
mejor informados y, por lo tanto, tienen más conciencia social que antes.
También son mucho más ricos y tienen medios de destrucción y represión
mucho más fuertes y efectivos que nunca.

Podría pensarse que cuentan con la capacidad para desempeñarse


bien. Desde luego que tendrán el problema de siempre. No son un grupo
sectario organizado y disciplinado. Son un grupo amorfo, muy variado,
de beneficiarios de las circunstancias actuales. Algunos son más
poderosos y acaudalados que otros, y por mucho. Algunos son más
inteligentes y sofisticados que otros. Algunos están realmente organizados
en grupos más bien pequeños, otros un tanto a la deriva, y por supuesto
compiten entre sí en la medida en que tienen un interés colectivo, de
clase, sobre ciertos resultados.

Aun así, como he afirmado, se encuentran colectivamente en


dificultades estructurales. Esto significa que tienen que hacer algo. Pero
la pregunta no es sólo qué, sino también cuándo, ¿Se deben limitar a
buscar ventajas a corto plazo hasta que el sistema muestre signos más
visibles de derrumbe, o deben aceptar sus pérdidas de inmediato bajo la
suposición de que una puntada a tiempo ahorra ciento? Esta pregunta
es más difícil dependiendo: de quién estemos hablando, si se trata de los

64
superpoderosos o simplemente de los privilegiados comunes. Los primeros
pueden aceptar con mayor facilidad las pérdidas a corto plazo que los
segundos, con el fin de salvaguardar sus privilegios a largo plazo. El
problema más grande para los privilegiados surge con la conciencia de
una crisis sistémica, cuando finalmente les llega (si les llega), e integran
esta expectativa a sus procedimientos operacionales. En ese punto es
posible que busquen poner en práctica el principio de Lampedusa
cambiarlo, todo (o fingir que lo cambian) con el fin de que nada cambie
(aunque parezca que sí). Este procedimiento es extremadamente
engañoso. El primer problema es inventar el cambio (menos fácil y obvio
de lo que uno podría pensar). El segundo es engañar a una gran parte
del bando del que se forma parte. El tercero es engañar a los oponentes.

¿Qué tipo de alternativa pueden inventar? No tengo la menor idea.


¿Alguien en la Europa del siglo XV pudo haber predicho qué tipo de
alternativa inventaría un estrato feudal en desintegración para salvarse a
sí mismo? Y si alguno lo hubiera predicho, ¿cuán probable era que
hubiera previsto nuestra actual economía-mundo capitalista, que
precisamente ha tenido el resultado de Lampedusa: un sistema
capitalista que es en la mayor parte de los aspectos diferente del sistema
feudal, excepto en la consecuencia crucial de asegurar resultados
desiguales, y en muchos casos hasta los mismos estratos, por lo menos en
los siglos iniciales?. Ciertamente no voy a tratar reinventarlos. Sin
embargo, supondré que el método con más probabilidades de triunfar
sería aquel que incluyera muchos de los términos de los inconformes.
Hace veinte años hubiera dicho que el programa vendría bajo ala
apariencia del marxismo, pero por muchas razones ahora esto parece
muco menos probable. Puede venir con el pretexto de la ecología o del
multiculturalismo o de los derechos de la mujer. No estoy sugiriendo nada
sospechoso acerca de quienes hoy apoyan estas diversas causas; las tres
me parecen formas indispensables de rebelión contra los abusos de
nuestro actual sistema mundo. Pero la retórica es proselitista, aun cuando
los movimientos se resistan al proselitismo. Y como hemos visto, es muy
difícil para los movimientos no dejarse llevar por la corriente al paso del
tiempo, en especial si por este medio pueden obtener parte de sus
objetivos inmediatos.

No obstante, los privilegiados necesitan algo más que limitarse a adoptar


una retórica radicalmente diferente. Tienen que usar la retórica para
establecer un conjunto de instituciones radicalmente diferentes. Es aquí
donde se enfrentan a dos problemas más. Uno yace en su propio bando

65
y en dos formas. La primera es que lo que puede ser bueno para un todo
mundial puede no serlo para subgrupos entre los privilegiados. Desde
luego que los subgrupos perdedores no desearán continuar, lo que
puede alterar la viabilidad política de la operación. Es imposible incluso
intentar predecir los detalles.

Pero la segunda forma de dificultad dentro del bando de los privilegiados


presenta dilemas aún más grandes. Supongamos que algún grupo astuto
idea una estrategia efectiva conforme al principio de Lampedusa. Es
posible que muchos de los de su bando no comprendan lo que está
sucediendo, por lo que pueden mostrarse renuentes a dar su apoyo
político (o financiero en realidad). ¿Qué hacer en este caso? Por
supuesto que los proponentes podrían dar una explicación clara, pero
eso frustra el propósito mismo de una estrategia de Lampedusa. Entonces
tendrán que defenderla discreta e indirectamente, lo cual puede o no
convocar a los demás.

Y esto conduce directamente a la tercera forma de dificultad: como


persuadir a la gran mayoría de que el no cambio es en realidad un
cambio, de que la transformación va en dirección de un mundo
materialmente más racional que el solo cambiar la forma de
irracionalidad material. El elemento clave de una estrategia de
Lampedusa es nunca proclamar la verdadera estrategia muy
abiertamente, sin insistir es una estrategia superficial. Hasta donde yo sé
nunca ha funcionado en realidad un enfoque tipo Ayn Rand de, la
glorificación del derecho de los individuos fuertes a recoger sus
ganancias desiguales.

Es aún menos probable que funcione ahora, aunque la atracción


momentánea de la teoría neoliberal puede parecer evidencia de lo
contrario. Yo sostendría que la reacción pública ya se está mostrando y
es muy visible, y que oiremos cada vez menos argumentos neoliberales a
medida que avanzamos hacia el siglo XXI. Si embargo, el bando de los
privilegiados debe tender una peligrosa cuerda floja dar suficientes
explicaciones a favor para congregar a sus partidarios, pero no tantas
como para sostener la evidencia y los motivos de fiera oposición del otro
bando. No será fácil, y éste es otro elemento absolutamente imposible de
prever con detalle.

En cuanto a los oprimidos en nuestro sistema actual, ¿cómo actuarán?


Tienen por lo menos tantos problemas como los privilegiados. Si estos

66
constituyen un grupo heterogéneo y amorfo, los oprimidos lo son aún
más. Si el bando de los privilegiados contiene una amplia variedad de
intereses inmediatos e incluso a largo plazo, lo mismo ocurre con el bando
de sus oponentes. Y, desde luego, en comparación con los privilegiados,
los oprimidos tienen en la actualidad menos poder, menos organización,
menos recursos a su disposición para librar cualquier batalla política
global. Sobre todo, cabría agregar que se librará una lucha en formas
múltiples: violencia abierta, batallas electorales y legislativas casi
corteses, debates teóricos dentro de las estructuras del conocimiento y
llamamientos públicos a una retórica desconocida y con frecuencia
acallada.

En realidad, no puedo decir más acerca de esto, excepto que el


concepto de una coalición de arco iris es probablemente el único viable,
pero es tremendamente difícil de poner en práctica. Además, la táctica
de exigir que los privilegiados estén a la altura de la retórica liberal sin
duda causara estragos, pero también es muy difícil de poner en práctica.
Lo que debe quedar claro es que no he propuesto un programa, sino sólo
algunos elementos que deben incluirse en la dilucidación de un
programa, sobre cómo se puede institucionalizar un sistema histórico
materialmente más racional y cómo se puede atravesar el periodo de
transición con el fin de lograr el objetivo planteado. Estas propuestas
deben debatirse, complementarse o remplazarse por otras mejores, y el
debate debe ser mundial.

Ahora debemos regresar a las afirmaciones originales acerca de la


estructura de los sistemas. Recordemos el patrón nacen, perduran según
las reglas y en algún punto entran en crisis, se bifurcan y transforman en
otra cosa. El último periodo, el de transición, es en particular
impredecible, pero también está particularmente sujeto a aportaciones
individuales y de grupo, lo que yo he llamado el factor del aumento del
libre albedrío. Si deseamos aprovechar nuestra oportunidad, lo que me
parece una obligación moral y política, primero debemos reconocer la
oportunidad por lo que es y lo que consiste. Esto exige reconstruir la
estructura del conocimiento de modo que podamos entender la
naturaleza de nuestra crisis estructural y, por lo tanto, nuestras opciones
históricas para el siglo XXI. Una vez que entendamos nuestras opciones,
debemos estar listos para participar en la batalla sin ninguna garantía de
ganarla. Esto es crucial, ya que las ilusiones sólo engendran desilusiones,
con lo que se vuelven despolitizantes. Por último, nuestra acción táctica
—nuestros juicios intelectuales, morales y políticos— debe ser directa y

67
clara sin dejar al mismo tiempo de ser sutil y a mediano plazo. Se nos insta
a que tengamos cuidado con un oponente engañoso y que confiemos
en la buena fe fundamental de los aliados que no comparten todos
nuestros antecedentes, necesidades o predisposiciones, o de hecho
nuestros intereses. Esto puede parecer una fórmula para superpersonas.
Considero que lo es más bien para aquellos que esperan alcanzar un
mundo materialmente racional, mejor que el que vivimos hoy.

Me gustaría plantear una última pregunta. ¿La gente que está en el


poder sólo construye su privilegio? Por supuesto que no; nunca ha sido
así. Algunas veces cede algo de éste, pero sólo como una táctica para
mantener la mayor parte. La gente que está en el poder nunca ha sido
tan poderosa o acaudalada como lo es en el mundo contemporáneo.
Y, ciertamente, la que no está en el poder (o por lo menos mucha de ella)
nunca ha estado en tan malas condiciones, en un sentido relativo y, en
grado considerable, en un sentido absoluto. Por lo tanto, la polarización
nunca ha sido tan grande como ahora, lo que significa que la
probabilidad de una renuncia noble al privilegio es el resultado menos
factible.

Que se diga eso es irrelevante para mi tesis. He afirmado que existen


limitaciones estructurales para el proceso de acumulación incesante de
capital que rige nuestro mundo actual, y que esas limitaciones en la
actualidad saltan a la primera plana como un freno para el
funcionamiento del sistema. He señalado que estas limitaciones
estructurales —que he llamado las asíntotas de los mecanismos
operativos— han creado una situación estructuralmente caótica, difícil
de soportar y que tendrá una trayectoria por completo impredecible. Por
último, he sostenido que un nuevo orden surgirá de este caos en un
periodo de cincuenta años, y que este nuevo orden se formará como
una función de lo que todos hagan en el intervalo, tanto los que en el
actual sistema tienen el poder como quienes no lo tienen. Este análisis no
es optimista ni pesimista, en el sentido de que no predigo y no puedo
predecir si el resultado será mejor o peor. Sin embargo, es realista al tratar
de estimular las discusiones sobre los tipos de estructuras que en realidad
mejor nos pueden servir a todos nosotros y los tipos de estrategias que nos
pueden impulsar en esas direcciones. Así que, como dicen en África
Oriental, ¡harambee!

68
2

CRISIS ESTRUCTURAL EN EL SISTEMA-MUNDO.


DÓNDE ESTAMOS Y A DÓNDE NOS DIRIGIMOS*

Immanuel Wallerstein

He escrito repetidamente acerca de la crisis estructural del sistema-


mundo; la ocasión más reciente, en la New Left Review de febrero de
20107, por lo que me limitaré aquí a resumir mi posición sin entrar en los
argumentos detallados de la misma. Estableceré mi posición en forma de
un conjunto de premisas. No todo el mundo las comparte, aunque son la
composición que hago acerca de dónde nos encontramos hoy. Sobre la
base de esa composición, me propongo abordar la pregunta de a
dónde dirigirnos desde este punto.

Premisa 1

Todos los sistemas, desde el universo astronómico hasta el más pequeño


de los fenómenos físicos, incluyendo por supuesto los sistemas sociales
históricos, tienen una vida. Empiezan su existencia en un cierto momento,
un hecho que es necesario explicar, y tienen una vida «normal» cuyas
reglas también es preciso explicar. A lo largo del tiempo, el
funcionamiento de su vida normal tiende a llevarlos lejos del equilibrio,
momento en el que entran en una situación de crisis estructural, y a su
debido tiempo dejan de existir. El funcionamiento de su vida normal tiene
que analizarse en términos de ritmos cíclicos y tendencias seculares. Los
ritmos cíclicos son conjuntos de fluctuaciones sistémicas (ascendentes o
descendentes) con las que el sistema, regularmente, retorna a una

*Fuente: https://kmarx.wordpress.com/2012/09/24/crisis-estructural-en-el-sistema-
mundo-donde-estamos-y-a-donde-nos-dirigimos/

Immanuel Wallerstein, «Structural crises» [Crisis estructurales], New Left Review, nº 62,
7

marzo-abril de 2010, pp. 133-142. Una discusión previa y más extensa de la temática se
puede consultar en Utopistics, or Historical Choices of the XXIth Century, The New Press,
Nueva York, 1998, especialmente el capítulo 2; versión castellana: Utopística. O las
opciones históricas del siglo XXI, UNAM: Siglo XXI Editores, 1998.

69
situación de equilibrio. Se trata no obstante de un equilibrio dinámico,
puesto que, al terminar un ciclo a la baja, el sistema no retorna nunca
exactamente al lugar donde se encontraba al iniciarse un ciclo
ascendente. Esto ocurre porque las tendencias seculares (que implican
incrementos lentos y a largo plazo de algunas características sistémicas)
empujan la curva a un parsimonioso movimiento ascendente que se
puede medir por un cierto porcentaje de esas características del sistema.
Al final, las tendencias seculares mueven al sistema demasiado cerca de
sus asíntotas, con lo cual aquél se muestra incapaz de mantener su lento,
regular, normal, impulso ascendente. A partir de ahí, el sistema empieza
a fluctuar violenta y repetidamente en su camino hacia una bifurcación,
esto es, hacia una situación caótica en la que no puede mantenerse un
equilibrio estable. En tal situación caótica, existen dos posibilidades
notablemente divergentes de crear un nuevo orden a partir del caos, o
sea, de alcanzar un nuevo sistema estable. Podemos denominar este
período la crisis estructural del sistema, en cuyo seno se produce una
batalla —política en el caso de sistemas sociales históricos—, que abarca
todo el sistema y que sirve para dilucidar cuál de los dos resultados
posibles y alternativos será el que colectivamente se «elija».

Premisa 2

Se trata de la descripción de las características más importantes con las


que la economía-mundo capitalista, en tanto que sistema social histórico,
ha operado. El impulso implícito que guía la conducta de los capitalistas
en un sistema de mercado es la acumulación sin fin de capital,
independientemente de dónde y cómo se alcance esa acumulación.
Puesto que dicha acumulación tiene como condición de existencia la
apropiación de plusvalía, ese mismo impulso produce también la lucha
de clases.

Acumular capital de manera sustantiva solo es posible si una empresa, o


grupo de empresas, tiene una posición de cuasi-monopolio sobre la
producción en el nivel de la economía-mundo. Y que se alcance esa
posición depende del apoyo activo de uno o más estados. Llamaremos
a esos cuasi-monopolios industrias dominantes, empresas que presentan
importantes cadenas de vínculos comerciales y de intereses tanto con
proveedores («hacia atrás») como con clientes («hacia delante»). Con el
paso del tiempo, sin embargo, todos los cuasi-monopolios se
autocancelan o se extinguen, puesto que nuevos productores, atraídos
por el muy alto nivel de ganancias, adquieren la capacidad, de una u

70
otra manera, de entrar en el mercado y reducir el grado de monopolio.
La competencia acrecentada reduce los precios de venta pero también
el nivel de ganancia y, con ello, la posibilidad de una acumulación de
capital significativa. Podemos denominar la relación entre actividades
productivas monopolísticas y competitivas una relación del tipo centro-
periferia.

La existencia de un cuasi-monopolio permite la expansión de la


economía-mundo —en términos de crecimiento—, así como un cierto
goteo o una filtración de los beneficios hacia enormes grupos de las
capas sociales inferiores de las poblaciones del sistema-mundo. El
agotamiento de un cuasi-monopolio conduce a un estancamiento de
alcance sistémico que reduce el interés de los capitalistas en la
acumulación por medio de empresas productivas. Las antiguas empresas
dominantes proceden a un cambio de ubicación hacia zonas con
menores costes de producción, y aceptan el incremento de los costes de
transacción a cambio de la reducción de los costes productivos, en
particular, de los costes salariales. Los países donde se reubican esas
industrias consideran que tal cambio conlleva «desarrollo», pero son
esencialmente los receptores de operaciones que antes eran
características del centro y que allí ya han sido descartadas. Entre tanto,
el desempleo crece en las zonas desde las que se deslocalizan esas
industrias y el antiguo goteo, o filtración, de beneficios hacia las capas
inferiores queda invertido o se detiene, al menos en parte.

Este proceso cíclico suele conocerse como «ciclos largos de Kondratiev»,


que en el pasado han tendido a durar un promedio de 50 o 60 años para
el ciclo entero8. Ciclos como este se han sucedido durante los pasados
quinientos años. Y una consecuencia sistémica de los mismos es una
constante y lenta reorientación en lo que se refiere a la ubicación de las
zonas más favorecidas económicamente, sin que, no obstante, cambie
la proporción de las zonas así aventajadas.

Un segundo ritmo cíclico fundamental de la economía-mundo capitalista


es el que implica al sistema interestatal. Todos los estados del sistema-
mundo son teóricamente soberanos, pero, en la práctica, se encuentran
altamente constreñidos por los procesos que afectan al sistema
interestatal. Sin embargo, algunos estados son más poderosos que otros,

8Para una explicación más amplia de cómo funcionan los ciclos de Kondratiev, véase
el Prólogo a la nueva edición del volumen III de The modern world-system, University of
California Press, Berkeley, 2011.

71
en el sentido de que poseen un mayor control sobre la fragmentación
interna y la intrusión externa. Ningún Estado, no obstante, es totalmente
soberano.

En un sistema de multiplicidad de estados, hay ciclos notablemente


largos durante los cuales un Estado se las arregla para convertirse, de
forma relativamente breve, en el poder hegemónico. Y ser un poder
hegemónico equivale a hacerse con un poder geopolítico cuasi-
monopolístico en el cual el Estado en cuestión está capacitado para
imponer sus reglas, su orden, al sistema en su conjunto y de hacerlo de
maneras que favorezcan la maximización de la acumulación de capital
a empresas ubicadas dentro de sus fronteras.

No es fácil alcanzar la posición de poder hegemónico, por lo que solo ha


sido verdaderamente el caso en tres ocasiones en los quinientos años de
historia del moderno sistema-mundo: las Provincias Unidas o Países Bajos,
a mediados del siglo XVII; el Reino Unido, a mediados del siglo XIX, y los
Estados Unidos, a mediados del siglo XX9.

La hegemonía de verdad ha durado, en promedio, solo veinticinco años.


Al igual que los cuasi-monopolios de las industrias dominantes, los cuasi-
monopolios de poder geopolítico se autoextinguen. Otros estados
mejoran su posición económica y, por ende, la cultural y la política, y
acaban por disminuir su disposición a aceptar el «liderazgo» del antiguo
poder hegemónico.

Premisa 3

Esta premisa equivale a una lectura de lo que ha ocurrido en el moderno


sistema mundial entre 1945 y 2010. Divido este lapso en dos períodos:
aproximadamente de 1945 a 1970, y de 1970 a 2010. Sintetizo aquí,
nuevamente, lo que he argumentado a fondo con anterioridad. El
período que va desde 1945 hasta alrededor de 1970 constituye uno de
los grandes momentos de expansión en la economía-mundo; de hecho,
de lejos, la más expansiva fase A de Kondratiev de la historia de la
economía-mundo capitalista. Cuando los cuasi-monopolios fueron
quebrados, el sistema mundial entró en una fase B descendente de
Kondratiev en la cual todavía se encuentra. Como era previsible, los

9Para una explicación más amplia de cómo funcionan los ciclos de hegemonía, véase
el Prólogo a la nueva edición del volumen II de The modern world-system, University of
California Press, Berkeley, 2011.

72
capitalistas, desde la década de 1970, han reorientado su actividad
central desde el área productiva a la financiera. A continuación, el
sistema mundial entró en la más extensa y sostenida serie de burbujas
especulativas de la historia del moderno sistema mundial, que ha
generado los mayores niveles de endeudamiento múltiple.

El período que va aproximadamente de 1945 a 1970 fue también el


período de hegemonía completa de los Estados Unidos en el sistema-
mundo. Una vez ese país llegó a un acuerdo (llamado retóricamente
«Yalta») con la Unión Soviética, el único entre los restantes estados
militarmente fuerte, la hegemonía norteamericana fue esencialmente
incontestada. Pero, a continuación, una vez quebrado el cuasi-
monopolio geopolítico, los Estados Unidos iniciaron un período de declive
hegemónico que ha escalado desde un declive lento a uno precipitado
durante la presidencia de George W. Bush10. La hegemonía
norteamericana fue de lejos mucho más extensa y total que la de los
previos poderes hegemónicos, y su declive pleno promete ser el más
veloz y más completo.

Hay otro elemento que debe introducirse en la imagen, a saber, la


revolución mundial de 1968, que tuvo lugar esencialmente entre 1966 y
1970 en las tres regiones geopolíticas principales del sistema mundial: el
mundo paneuropeo («Occidente»), el bloque socialista («Oriente») y el
Tercer Mundo (el «Sur»)11.

Dos elementos comunes confluyeron en estos levantamientos políticos


locales. El primero fue la condena, no solo de la hegemonía
norteamericana, sino también de la connivencia soviética con los
Estados Unidos. El segundo consistió en el rechazo, no solo del «liberalismo
centrista» dominante, sino también del hecho de que los movimientos
antisistémicos tradicionales (la «Vieja Izquierda») se hubieran convertido

10Véase mi «Precipitate decline: the advent of multipolarity» [Se precipita el declive: el


advenimiento de la multipolaridad], Harvard International Review, primavera de 2007,
pp. 54-59.

11Véase mi «1968: Revolution in the world-system, thesis and queries» [1968, revolución en
el sistema-mundo: tesis e interrogantes], en Theory and Society, XVIII, 4 de julio de 1989,
pp. 431-449, y también, con Giovanni Arrighi y Terence K. Hopkins, «1989, the
Continuation of 1968» [1989, la continuación de 1968], Review, XV, nº 2, primavera de
1991, pp. 221-242.
.

73
en lo esencial en encarnaciones del liberalismo de centro (como lo
habían hecho los movimientos conservadores de la corriente principal)12.

A pesar de que los levantamientos en sí de 1968 no duraron mucho, se


produjeron dos consecuencias políticas principales en la esfera
ideológico-política. La primera fue que el liberalismo centrista terminó su
prolongado reinado (1848-1968) en tanto que única posición ideológica
legítima y tanto la izquierda radical como la derecha conservadora
recuperaron sus papeles contestatarios autónomos en el sistema mundial.
La segunda consecuencia, para la izquierda, fue el fin de la legitimidad
de la reivindicación de la Vieja Izquierda de ser el actor político nacional
primordial en representación de la izquierda, a la que debían
subordinarse todos los demás movimientos. Las denominadas gentes
olvidadas (mujeres, «minorías» religiosas, raciales y étnicas, naciones
«indígenas», personas de orientación sexual no-heterosexual), así como
las comprometidas con temas relativos a la ecología y la paz, reafirmaron
su derecho a ser considerados actores primordiales con el mismo nivel
que los sujetos históricos de los movimientos antisistémicos tradicionales.
Esos grupos rechazaron definitivamente la pretensión de los movimientos
tradicionales de controlar sus actividades políticas y culminaron con éxito
su demanda de autonomía. Después de 1968, los movimientos de la Vieja
Izquierda accedieron a la reivindicación política de esos grupos de que
sus demandas gozaran del mismo trato habitual en lugar de relegarlas a
un futuro postrevolucionario.

Desde el punto de vista político, lo que ocurrió en los veinticinco años que
siguen a 1968 fue que una derecha mundial revigorizada se reafirmó de
manera más efectiva que el más fragmentado mundo de la izquierda. La
derecha mundial, liderada por los republicanos de Reagan y los
conservadores de Thatcher, transformó el discurso y las prioridades
políticas del mundo.

El pomposo término «globalización» sustituyó al pomposo término previo


de «desarrollo». El denominado Consenso de Washington exhortó a la
privatización de las empresas productivas estatales; a la reducción del
gasto público; a la apertura de las fronteras para un incontrolable flujo de

12Para una explicación de cómo radicales y conservadores se convirtieron en


encarnaciones del liberalismo centrista, véase «Centrist liberalism as an ideology» [El
liberalismo centrista como ideología], capítulo 1 de The modern world-system, IV, The
triumph of centrist liberalism, 1789-1914 [El moderno sistema-mundo, El triunfo del
liberalismo centrista, 1789-1914], University of California Press, Berkeley, 2011.

74
entrada de mercancías y capital, y a orientar la producción hacia la
exportación. Sus objetivos primordiales eran invertir el avance de los
estratos bajos durante la fase A de Kondratiev. La derecha mundial buscó
la reducción de la totalidad de los costes principales de producción,
destruir el Estado de bienestar en todas sus versiones y reducir el ritmo del
declive del poder norteamericano en el sistema-mundo.

La Sra. Thatcher acuñó el eslogan «No hay alternativa», o TINA por sus
siglas en inglés. Para asegurarse de que, en efecto, no hubiera
alternativa, el Fondo Monetario Internacional, respaldado por el Tesoro
norteamericano, puso como condición de cualquier asistencia financiera
a países con crisis presupuestarias su adhesión a las estrictas condiciones
neoliberales del FMI. Esta draconiana táctica funcionó durante unos
veinte años, conllevó el colapso de los regímenes liderados por la Vieja
Izquierda o la conversión de los partidos de esa Vieja Izquierda a la
doctrina de la primacía del mercado. Pero hacia mediados de la
década de 1990 emergió una resistencia popular al Consenso de
Washington de intensidad significativa y cuyos tres momentos principales
fueron los siguientes: el alzamiento neozapatista en Chiapas el 1 de enero
de 1994; las manifestaciones de Seattle contra la reunión en dicha ciudad
de la Organización Mundial de Comercio, que echó por tierra el intento
de aprobar medidas de ámbito mundial que constreñían los derechos de
la propiedad intelectual, y la fundación del Foro Social Mundial de Porto
Alegre en 2001.

La crisis asiática de la deuda de 1997 y el colapso de la burbuja de la


vivienda en los Estados Unidos, en 2008, nos condujeron a la actual
discusión pública sobre la denominada crisis financiera del sistema
mundial que no es, de hecho, otra cosa que la penúltima burbuja en la
serie de crisis de la deuda en cascada desde la década de 1970.

Premisa 4

Esta premisa consiste en la descripción de lo que ocurre en una crisis


estructural, que es lo que afecta en la actualidad al sistema mundial, ha
estado presente al menos desde los años de la década de 1970 y
continuará presente hasta probablemente alrededor de 2050. La
característica primordial de una crisis estructural es el caos. Caos no
equivale a una situación hecha de acontecimientos totalmente fortuitos.
Es una situación de fluctuaciones rápidas y constantes que afectan a
todos los parámetros del sistema histórico, lo que incluye no solo a la

75
economía mundial, el sistema interestatal y las corrientes cultural-
ideológicas, sino también la disponibilidad de recursos vitales, la
naturaleza adversa de las condiciones climáticas y la presencia de
pandemias.

Los virajes constantes y relativamente rápidos en las condiciones


inmediatas convierten en extremadamente problemáticos incluso los
cálculos a corto plazo que llevan a cabo estados, empresas, grupos
sociales y unidades domésticas. La incertidumbre hace que los
productores sean muy cautos acerca de la producción, porque están
lejos de saber con certeza si hay clientes para sus productos. Se trata de
un círculo vicioso, puesto que una reducción de la producción significa
una reducción del empleo, lo que significa menos clientes para los
productores. La incertidumbre se agrava debido a los cambios rápidos
en los tipos de cambio de las monedas.

Para los que poseen recursos, la especulación en los mercados es la mejor


alternativa. Pero incluso la especulación exige un cierto nivel de garantías
a corto plazo que reduzca el riesgo hasta proporciones manejables. A
medida que el riesgo aumenta, la especulación se convierte cada vez
más en un juego de puro azar en el que hay grandes ganadores de vez
en cuando y, mayormente, grandes perdedores.

Si nos situamos en el nivel de las unidades domésticas, el grado de


incertidumbre que existe empuja a la opinión popular tanto hacia la
formulación de demandas de protección y de proteccionismo, como
hacia la búsqueda de chivos expiatorios y de los verdaderos
especuladores. El malestar popular determina la conducta de los actores
políticos, a los que empuja a lo que se denomina posiciones extremistas.
El ascenso del extremismo («el centro ya no sirve») provoca la parálisis de
la situación política en los niveles nacional e internacional.

Puede que haya momentos de respiro para algunos estados concretos o


para el sistema mundial en su conjunto, pero esos momentos pueden
acabarse también rápidamente. Uno de los elementos que interrumpe
esos momentos de respiro son las marcadas subidas de los costes de
todos los insumos básicos, tanto para la producción como para la vida
cotidiana: energía, alimentos, agua, aire respirable, a lo que debe
añadirse la insuficiencia de los fondos destinados a prevenir, o al menos
reducir, los daños derivados del cambio climático y las pandemias.

76
Finalmente, el aumento significativo de los estándares de vida de
segmentos de la población de los denominados países BRIC (Brasil, Rusia,
India, China y algunos otros) ha venido a agravar, de hecho, los
problemas de acumulación de los capitalistas, al diseminar la plusvalía y,
con ello, reducir el monto disponible para la delgada capa superior de la
población de las sociedades mundiales. El desarrollo de las denominadas
«economías emergentes» agrava de hecho la tensión sobre los recursos
existentes en el mundo y, en esa medida, agrava también el problema
de demanda efectiva de esos países, con lo que amenaza su capacidad
de mantener el crecimiento económico de la última o dos últimas
décadas.

Davos contra Porto Alegre

Si se toman en cuenta todos los datos, el cuadro resultante no es atractivo


y nos conduce a la siguiente pregunta política: ¿qué podemos hacer
ante una situación como esta? Pero ante todo: ¿quiénes son los actores
en la batalla política? En una crisis estructural, la única certeza es que el
sistema existente, la economía-mundo capitalista, no puede sobrevivir. Lo
que se hace imposible saber es cuál será el sistema sucesor. Se puede
concebir la batalla como una batalla entre dos grupos que he
etiquetado como «el espíritu de Davos» y «el espíritu de Porto Alegre».

El objetivo de cada grupo es totalmente opuesto al del otro. Los que


proponen «el espíritu de Davos» quieren un sistema diferente: un sistema
que es, en realidad, «no capitalista», pero que aún retiene tres de las
características esenciales del sistema actual: jerarquía, explotación y
polarización. Los que proponen «el espíritu de Porto Alegre» pretenden
una clase de sistema que nunca ha existido hasta ahora: relativamente
democrático y relativamente igualitario. Denomino «espíritu» a cada una
de esas posiciones porque no hay organizaciones centrales en ninguno
de los lados de esta lucha y porque, por cierto, los patrocinadores dentro
de cada corriente se hallan profundamente divididos sobre qué
estrategia adoptar.

Los patrocinadores del espíritu de Davos están divididos entre quienes se


inclinan por el puño de hierro y buscan aplastar a sus oponentes en todos
los niveles, y los que desean cooptar a los que favorecen la
transformación mediante falsas señales de progreso (como es el caso del
«capitalismo verde» o la «reducción de la pobreza»).

77
Existe también división dentro de quienes promueven el espíritu de Porto
Alegre. Están los que quieren una estrategia y un mundo reconstruido que
sea horizontal y descentralizado organizativamente; son los que insisten
en los derechos de los grupos, tanto como de los individuos, como
característica permanente del futuro sistema mundial. Y están los que,
una vez más, buscan crear una nueva Internacional que, por lo que se
refiere a su estructura, sea vertical y, por lo que se refiere a sus objetivos
de largo plazo, sea homogeneizadora.

Esta es una situación política confusa, agravada por el hecho de que


grandes sectores del establishment político y de sus reflejos en los medios
de comunicación —los expertos presentes en el espacio público y
académico—, insisten todavía en utilizar el discurso de que el sistema
capitalista pasa por dificultades momentáneas y transitorias pero que, en
lo esencial, se mantiene equilibrado. Eso crea una nebulosa en cuyo
interior se hace difícil debatir los temas reales. Sin embargo, debemos
hacerlo.

En mi opinión, es importante distinguir entre la acción política a corto


plazo (entendiendo por corto plazo, a lo sumo, los próximos tres a cinco
años) y la acción a medio plazo, que busca que el espíritu de Porto Alegre
prevalezca en la batalla por el nuevo «orden a partir del caos»,
colectivamente «elegido».

En el corto plazo, hay una consideración que alcanza preeminencia


sobre todas las demás, a saber: minimizar el dolor. Las fluctuaciones
caóticas infligen enormes dosis de dolor en los estados más débiles, en los
grupos más débiles y en las unidades domésticas más débiles en todos los
segmentos del sistema-mundo. Los gobiernos de todo el mundo,
crecientemente endeudados y carentes de recursos financieros, toman
constantemente decisiones de todo tipo. La lucha para garantizar que
los recortes en la asignación de las rentas recaigan en menor medida
sobre los más débiles y en mayor medida sobre los más fuertes constituye
una batalla permanente. Es una batalla que, en el corto plazo, requiere
que las fuerzas de izquierda escojan siempre el llamado mal menor, por
muy desagradable que pueda ser. Desde luego, uno puede siempre
debatir cuál es el mal menor en una situación dada, pero en el corto
plazo nunca hay una alternativa a esa elección. Si no es así, lo que se
consigue es maximizar el dolor en lugar de minimizarlo.

78
La opción de medio plazo es exactamente el caso opuesto. No hay aquí
posada a medio camino equidistante de los espíritus de Davos y de Porto
Alegre: no hay compromisos. O alcanzamos un sistema-mundo
significativamente más satisfactorio, que sea relativamente democrático
y relativamente igualitario; o bien obtendremos uno al menos tan malo
como el actual o, muy posiblemente, mucho peor. La estrategia que
corresponde a esta alternativa consiste en movilizar apoyos en todas
partes, en cada momento y de todas las formas posibles. La concibo
como una mezcolanza de tácticas que nos ayuden a transitar en la
dirección correcta.

La primera consiste en otorgar gran importancia al análisis intelectual


serio, no en una discusión conducida meramente por intelectuales, sino
a lo largo y a lo ancho de las poblaciones del mundo. Debe ser una
discusión animada por una gran apertura de espíritu entre los que se
inspiran en el espíritu de Porto Alegre, lo definan como lo definan. Parece
una recomendación anodina. Pero el hecho es que, en el pasado, jamás
hemos tenido realmente algo parecido y, sin ello, no podemos esperar
avanzar ni, mucho menos, prevalecer.

Una segunda táctica consiste en rechazar categóricamente el objetivo


del crecimiento económico y reemplazarlo por el de una máxima
desmercantilización (eso que los movimientos de las naciones indígenas
de las Américas llaman «buen vivir»). Lo que significa, no solo resistirse al
impulso acrecentado hacia la mercantilización de los últimos treinta años,
en educación, en las estructuras de salud, en lo que se refiere al cuerpo,
el agua y el aire, sino desmercantilizar asimismo la producción agrícola e
industrial. Cómo se hace eso no es algo inmediatamente obvio, y lo que
implique en la práctica solo lo podemos saber experimentando con ello
ampliamente.

Un esfuerzo por crear mecanismos de autosuficiencia, en especial por lo


que se refiere a los elementos básicos de la vida, como es el caso de
alimentos y refugio, es una tercera manera de enfocar la cuestión. La
globalización que deseamos no consiste en una división del trabajo única
y totalmente integrada, sino en una «alterglobalización» de entes
autónomos múltiples que se interconectan en su búsqueda por crear un
«universalismo universal» compuesto de los universalismos múltiples que
existen. Tenemos que socavar las reivindicaciones provincianas de los

79
universalismos particulares que se imponen sobre el resto de nosotros y
nosotras13.

Una cuarta táctica surge de inmediato de la importancia de la


autonomía. Estamos obligados a luchar de inmediato para poner fin a la
existencia de bases militares extranjeras por parte de quien sea,
independientemente de su ubicación o de cualquier otra razón. Los
Estados Unidos poseen la más amplia colección de bases, pero no es el
único Estado que las tiene. Por supuesto que la reducción de bases nos
permitirá también reducir la cantidad de recursos mundiales empleados
en maquinaria, equipo y personal militares, a la vez que permitirá asignar
esos recursos a usos más adecuados.

La quinta táctica, que tiene que ver con las autonomías locales, consiste
en un agresivo esfuerzo por acabar con las desigualdades sociales
fundamentales: las de género, raza, etnicidad, religión y sexualidades
(entre otras). Actualmente, estas actividades son asumidas con fervor por
la izquierda mundial, pero ¿ha sido una prioridad real para todos
nosotros? No lo creo.

Y por supuesto, no podemos esperar un sistema-mundo mejor alrededor


de 2050 si, entretanto, estalla alguna de las tres supercalamidades
pendientes: cambio climático irreversible, pandemias de largo alcance y
guerra nuclear.

¿Es lo que he presentado una lista inocente de tácticas irrealizables por


parte de la izquierda mundial, la que patrocina el espíritu de Porto Alegre,
para los próximos treinta a cincuenta años? No lo creo. La única
característica esperanzadora de una crisis sistémica es el grado en que
acrecienta la viabilidad de la agencia, de lo que llamamos «libre
albedrío». En un sistema histórico que funciona con normalidad, incluso
los grandes esfuerzos sociales tienen efectos limitados a causa de la
eficacia de las presiones para retornar al equilibrio. Pero cuando el
sistema está lejos de una situación de equilibrio, cada pequeño elemento
que se añade provoca grandes efectos, y la totalidad de nuestros
elementos, que se producen cada nanosegundo en cada nanoespacio,
puede (puede, no debe) marcar la diferencia para inclinar la balanza de
la decisión «colectiva» en la bifurcación.

13He
presentado argumentos en esa dirección en European universalism. The rhetoric of
power [El universalismo europeo. La retórica del poder], The New Press, Nueva York, 2006.

80
3

EL CONFLICTO DE CLASES EN LA ECONOMÍA-MUNDO


CAPITALISTA*

Immanuel Wallerstein

El concepto de clase social no fue inventado por Karl Marx. En Grecia ya


se conocía, y volvió a aparecer en el pensamiento social europeo del
siglo XVIII y en las obras que siguieron a la Revolución Francesa. La
aportación de Marx se basa en tres tesis. En primer lugar, considera
que toda la historia es la historia de clases. En segundo término, señala el
hecho de que una clase an sich (en sí) no es necesariamente una
clase für sich (para sí). Por último, mantiene que el conflicto fundamental
del modo de producción capitalista es el que enfrenta a burgueses y
proletarios, a quienes poseen los medios de producción y quienes no los
poseen. (Esta tesis es contraria a la idea de que el antagonismo principal
se registra entre un sector productivo y un sector no productivo conflicto
en el que propietarios activos y trabajadores se alinean en el misino
bando como personas productivas frente a los rentistas no productivos).
Cuando el análisis de clase comenzó a utilizarse con fines revolucionarios,
los pensadores no revolucionarios lo rechazaron en términos generales y
muchos de ellos, tal vez la mayoría, negaron apasionadamente su
legitimidad. Desde entonces, cada una de estas tres afirmaciones
fundamentales de Marx sobre las clases ha suscitado violentas
controversias.

A la tesis según la cual el conflicto de clases representa la forma


fundamental del conflicto entre grupos sociales, Weber respondió
afirmando que la clase solamente era una de las tres dimensiones de la
formación de grupos; las dos restantes serían la posición social y la
ideología. Y las tres tendrían parecida importancia. Muchos de los

*Fuente: kmarx.wordpress.com/2011/07/28/el-conflicto-de-clases-en-la-economia-
mundo-capitalista/

81
discípulos de Weber fueron más lejos e insistieron en que el conflicto
fundamental o “primordial” entre los grupos era el determinado por la
posición social.

Frente a la tesis que mantiene que las clases existen an sich, con
independencia de que en determinados momentos sean für sich,
diversos psicólogos sociales han insistido en que la única concepción
significativa era la supuestamente “subjetiva”. Los individuos solamente
son miembros de las clases a las cuales ellos mismos reconocen
pertenecer.

Por último, a la tesis que defiende que la burguesía y el proletariado son


dos grupos hegemónicos y antagónicos en el modo de producción
capitalista, numerosos analistas han respondido afirmando que existen
más de dos “clases” (citando al propio Marx), y que el “antagonismo” no
se intensifica con el tiempo, sino que se atenúa.

Cada uno de estos contraataques a las propuestas marxianas, en la


medida en que fueron aceptadas, surtió el efecto de viciar la estrategia
política derivada del análisis marxista original. Una de las réplicas
frecuentes ha consistido en señalar las bases ideológicas de estos
contraataques. Sin embargo, dado que las distorsiones ideológicas
implican incorrecciones teóricas, a largo plazo es más eficaz, tanto en el
plano intelectual como en el político, centrar el debate en la utilidad
teórica de los conceptos en cuestión.

Por otra parte, el ataque permanente contra las propuestas marxianas


sobre las clases y el conflicto de clases se ha unido a la realidad mundial
para crear una incertidumbre intelectual interna en el campo marxista
que con el tiempo ha tomado tres dimensiones: debate sobre la
importancia de la denominada “cuestión nacional”; debate sobre la
función de determinados estratos sociales (en particular el
“campesinado”, la “pequeña burguesía” y/o la “nueva clase
trabajadora”); debate sobre la utilidad de los conceptos de
jerarquización espacial global (“centro” y “periferia”) y del concepto afín
de “intercambio desigual”.

La “cuestión nacional” comenzó a intoxicar los movimientos marxistas (y


socialistas) en el siglo XIX, sobre todo en los imperios austrohúngaro y ruso.
La “cuestión campesina” comenzó a ocupar un lugar destacado entre
las dos guerras mundiales, con ocasión de la Revolución China. El papel

82
dependiente de la “periferia” se convirtió en una cuestión fundamental
después de la II Guerra Mundial, siguiendo la estela de Bandung, de la
descolonización y del “tercermundismo”. Estas tres “cuestiones” son en
realidad variaciones sobre un mismo tema: ¿cómo interpretar las
propuestas de Marx? ¿En qué se basa la formación de las clases y la
conciencia de clase en la economía-mundo capitalista en su evolución
histórica? ¿Cómo se concilian las explicaciones del mundo basadas en
las corrientes con las definiciones políticas que proyectan sobre el mundo
de los grupos que las formulan?

Partiendo de estos debates históricos, examinaremos qué nos dice la


naturaleza del modo de producción capitalista acerca de quiénes son
en realidad los burgueses y los proletarios, y cuáles son las
consecuencias políticas de las diferentes posiciones ocupadas por
burgueses y proletarios en la división capitalista del trabajo.

¿Qué es el capitalismo como modo de producción? No es fácil responder


a esta pregunta, y por ello no ha sido objeto de grandes debates. Me
parece que son varios los elementos que se unen para formar el
“modelo”. El capitalismo es el único modo de producción en el que
la maximización de la creación de excedentes se recompensa por sí
misma. En todos los sistemas históricos ha habido una parte de la
producción destinada al uso y otra reservada al cambio, pero sólo en el
capitalismo todos los productores reciben una recompensa cuya cuantía
depende ante todo del valor de cambio que producen y son penalizados
en la medida en que no producen ese valor. Las “recompensas” y las
“penalizaciones” se materializan a través de una estructura denominada
“mercado”. Se trata de una estructura, no de una institución; una
estructura modelada por muchas políticas, económicas, sociales e
incluso culturales), y es el principal escenario de la lucha económica.

No sólo se otorga la máxima importancia al excedente por sí mismo, sino


que reciben más recompensa que utilizan los excedentes para acumular
más capital con el fin de producir aún más excedentes. Así pues, la
presión se ejerce en el sentido de una expansión constante, aunque
simultáneamente la propuesta individualista del sistema haga imposible
la expansión constante.

¿Cómo funciona la búsqueda de beneficios? Mediante la creación de


protecciones legales para que empresas concretas (cuyas dimensiones
pueden ir desde las empresas individuales hasta las grandes sociedades,

83
incluidas las entidades paraestatales) se apropien de la plusvalía creada
por el trabajo de los productores directos. Si toda la plusvalía o su mayor
parte fuera consumida por la minoría que posee o controla las
“empresas”, el capitalismo no existiría. Esta era la situación aproximada
de los distintos sistemas precapitalistas.

El capitalismo implica además estructuras e instituciones que


recompensan fundamentalmente al subsegmento de propietarios y
controladores que sólo utilizan una parte de la plusvalía para su propio
consumo, y otra (habitualmente mayor) para la reinversión. La estructura
del mercado garantiza que quienes no acumulan capital sino que se
limitan a consumir la plusvalía acaban por perder terreno
económicamente con el tiempo en beneficio de quienes acumulan el
capital.

Podemos decir por tanto que la burguesía está formada por aquellos que
reciben una parte de la plusvalía que no han creado y que utilizan en
parte para acumular capital. Lo que define a la burguesía no es una
profesión determinada, ni siquiera el estatuto jurídico de propietario (por
importante que haya sido históricamente), sino el hecho de que el
burgués obtiene, a título individual o como integrante de una
colectividad, una parte de los excedentes que no ha creado, estando
en condiciones de invertir, individual o colectivamente, una parte de esos
excedentes en medios de producción.

La gama de modalidades de organización de la producción que


permiten la situación expuesta es muy amplia, y entre ellas el modelo
clásico de “empresario libre” es sólo un ejemplo. Las formas de
organización que prevalecen en determinados momentos en Estados
concretos (ya que estas formas dependen del marco jurídico) están en
función de la fase de desarrollo de la economía-mundo en su conjunto (y
del papel del Estado concreto en esa economía-mundo), por una parte,
y de las formas consiguientes de la lucha de clases en la economía-
mundo (y en el Estado concreto), por otra. Así pues, al igual que los
restantes conceptos sociales, el término “burguesía” no es un fenómeno
estático, sino que designa una clase en el proceso de recreación
perpetua y, por ende, de cambio constante en cuanto a la forma y el
contenido.

En cierto sentido, esto es tan evidente (al menos si admitimos ciertas


premisas ideológicas) que parece una perogrullada. Sin embargo, la

84
literatura al respecto está repleta de especulaciones para saber si
determinado grupo local es o no es “burgués” (o “proletario”) de
acuerdo con un modelo organizativo procedente de otro tiempo y otro
lugar del desarrollo histórico de la economía-mundo capitalista. No existe
un tipo ideal. (Por curioso que pueda parecer, aunque el concepto
metodológico de “tipo ideal” tenga su origen en Weber, muchos
weberianos son conscientes de esta realidad y, a la inversa, muchos
marxistas recurren constantemente a los “tipos ideales”).

Si admitimos que no existe un tipo ideal, no podemos definir (es decir,


abstraer) en términos de atributos, sino únicamente en términos de
procesos. ¿Cómo un individuo llega a ser burgués, sigue siendo burgués
y deja de ser burgués? La fórmula clásica para convertirse en burgués es
el éxito en el mercado. La manera en que inicialmente se llega a una
posición propicia para triunfar es una cuestión secundaria. Hay muchas
formas de hacerlo. Tenemos el modelo de Horatio Alger: diferenciación
de la clase trabajadora a base de un esfuerzo adicional. (Resulta
sorprendente el parecido con la vía “verdaderamente revolucionaria”
del feudalismo al capitalismo de Marx). También está el modelo de Oliver,
Twist: cooptación en función del talento. Por último, existe el modelo de
Horace Mann: demostración de las posibilidades a través del rendimiento
en el sistema educativo oficial.

El camino que conduce al trampolín es menos importante. La mayor


parte de los burgueses son burgueses por herencia. El acceso a la piscina
es desigual y a veces caprichoso, pero la pregunta crucial es si una
persona o empresa determinadas saben nadar o no. La condición de
burgués exige aptitudes que no todo el mundo posee: astucia, dureza,
diligencia. En un momento dado, cierto porcentaje de burgueses fracasa
en el mercado.

Sin embargo, más importante es el hecho de que un nutrido grupo triunfa,


y que muchos de sus componentes, tal vez la mayoría, aspiran a disfrutar
de las ventajas que ofrece la situación. Una de las posibles ventajas
consiste en no tener que competir con tanta intensidad en el mercado.
Pero habida cuenta de que presumiblemente fue el mercado el que
proporciono los ingresos iniciales, se ejerce una presión organizada para
encontrar los medios de mantener el nivel de ingresos sin mantener un
nivel equivalente de aportación de trabajo. Se trata del esfuerzo -social y
político- para transformar el éxito en la posición social. La posición social

85
no es sino la fosilización de las recompensas generadas por el éxito
pasado.

El problema de la burguesía es que la dinámica del capital está


localizada en la economía y no en las instituciones políticas o culturales.
Por consiguiente, siempre hay nuevos burgueses que carecen de
posición social y reivindican el derecho a acceder a ella. Dado que la
posición social elevada carece de valor si demasiadas personas la
comparten, los nuevos ricos (los nuevos triunfadores) siempre tratan de
expulsar a los demás para hacerse sitio. El objetivo evidente es ese
subsegmento compuesto por los viejos triunfadores que disfrutan
pasivamente de su status pero que ya no intervienen en el mercado.

Así pues, en todo momento coexisten tres segmentos de la burguesía: los


nuevos ricos, los “rentistas” y los descendientes de burgueses que siguen
obteniendo resultados satisfactorios en el mercado. Para comprender las
relaciones entre estos tres subgrupos, debemos tener presente que casi
siempre la tercera categoría es la más numerosa, y habitualmente
representa una proporción que supera a la suma de las otras dos. Esta es
la razón de la estabilidad y la “homogeneidad” relativas de la clase
burguesa.

Sin embargo, hay momentos en que aumenta el porcentaje de “nuevos


ricos” y de “rentistas” entre la burguesía. En mi opinión, suelen ser
momentos de contracción económica en los que se asiste
simultáneamente a un incremento del número de quiebras y al
crecimiento de la concentración del capital.

En estos momentos ha sido habitual que se agudicen las disensiones


políticas internas de la burguesía. Para definir estos conflictos suele
hablarse de la lucha de los elementos “progresistas” contra los
“reaccionarios” en la que los grupos “progresistas” exigen que
los “derechos” institucionales se definan o redefinan en función de los
resultados del mercado (“igualdad de oportunidades”), mientras que los
grupos “reaccionarios” ponen el énfasis en el mantenimiento del
privilegio adquirido anteriormente (la supuesta “tradición”). La
Revolución Inglesa ilustra perfectamente esta forma de conflicto interno
de la burguesía.

Lo que hace que el análisis de estas luchas políticas se preste tanto a la


controversia y que su resultado real sea a menudo tan ambiguo (y

86
esencialmente “conservador”) es el hecho de que el segmento más
numeroso de la burguesía (incluso durante el conflicto) posea tantos
privilegios de “clase” como de “posición social”. Es decir, con
independencia de la definición que prevalezca, ni como individuos ni
como subgrupos tienen las de perder automáticamente. Por
consiguiente, ha sido normal que se muestren políticamente indecisos o
vacilantes y que busquen “compromisos”. Si no pueden alcanzar
inmediatamente esos compromisos debido a las pasiones que agitan a
los demás subgrupos, esperan el momento oportuno hasta que la
situación esté madura. (Por ejemplo, 1688-1689 en el caso de Inglaterra).
Aunque un análisis de este tipo de conflictos internos de la burguesía en
términos de la retórica de los grupos enfrentados sería engañoso, no
quiero decir que tales conflictos carezcan de la importancia o que no
afecten a los procesos en curso en la economía-mundo capitalista.

Estos conflictos internos de la burguesía forman parte precisamente de


las conmociones periódicas que imponen al sistema las contracciones
económicas, y pertenecen al mecanismo de renovación y revitalización
del motor fundamental del sistema: la acumulación de capital. Son
conflictos que limpian al sistema de cierto número de parásitos inútiles,
ponen las estructuras sociopolíticas en consonancia más estrecha con las
redes económicas cambiantes de la actividad y dotan de un barniz
ideológico al cambio estructural en curso. Si se desea, esto puede
llamarse “progreso”, pero yo prefiero reservar el término para
transformaciones sociales más trascendentales.

Las transformaciones sociales a las que me refiero no son consecuencia


del carácter evolutivo de la burguesía sino del carácter evolutivo del
proletariado. Si hemos definido a la burguesía como el conjunto de
personas que reciben una plusvalía que no crean y que utilizan una parte
de ella para acumular capital, debemos concluir que el proletariado está
formado por aquellas que entregan a otras una parte del valor que han
creado. En este sentido, en el modo de producción capitalista sólo hay
burgueses y proletarios. El antagonismo es estructural.

Seamos precisos en lo que se refiere a los efectos de este enfoque del


concepto de proletariado. Este concepto elimina como
característica definitoria del proletario el pago de salarios al productor y
parte de otra perspectiva. El productor crea valor. ¿Cuál es el destino de
ese valor? Las posibilidades lógicas son tres: el productor “posee” (y por
lo tanto guarda) la totalidad, una parte o nada del valor. Si no lo guarda

87
en su totalidad, sino que lo “transfiere” total o parcialmente a otro (o a
una empresa), recibe a cambio, o nada, o mercancías, o dinero, o
mercancías además de dinero.

Si el productor guarda realmente todo el valor producido por él a lo largo


de su vida no interviene en el sistema capitalista. Pero, en el marco de la
economía-mundo capitalista, ese productor es un fenómeno mucho
menos común de lo que suele admitirse. Si profundizamos en la cuestión,
resulta que la denominada “agricultura de subsistencia” transfiere con
cierta frecuencia plusvalía a alguien por algún medio.

Si eliminamos a este grupo, las demás posibilidades lógicas forman una


matriz de ocho variedades de proletarios, de las cuales sólo una se ajusta
al modelo clásico: el trabajador que transfiere todo el valor que ha
creado al “propietario” y recibe dinero a cambio (es decir, salarios). En
otras casillas de la matriz podemos colocar variedades que nos son tan
familiares como el pequeño productor (o “campesino medio”), el
arrendatario, el aparcero, el bracero y el esclavo.

En la definición de cada una de las “variedades” hay que considerar otro


aspecto. Tenemos, por una parte, la cuestión de en qué medida el
trabajador acepta desempeñar su papel de una manera determinada
debido a las presiones del mercado (lo que cínicamente llamamos
“libertad” de trabajo) o a causa de las exigencias de cierto aparato
político (lo que de modo más sincero llamamos trabajo “forzado” o
trabajo “obligado”). Otra cuestión es la duración del contrato: días,
semanas, meses, años o toda una vida. Una tercera cuestión es saber si
la relación del productor con un propietario determinado puede
transferirse a otro propietario sin consentimiento del productor.

El grado de sujeción y la duración del contrato están vinculados al modo


de pago. Por ejemplo, la mitad del siglo XVII en Perú era un trabajo
asalariado forzado pero de duración determinada. El trabajo mediante
contrato de aprendizaje era una forma de trabajo en la que el productor
transfería todo el valor creado, recibiendo a cambio generalmente
mercancías; su duración era limitada. El bracero transfería todo el valor y
recibía en teoría dinero, aunque en la práctica mercancías y el contrato
era en teoría anual y en la práctica indefinido. La diferencia entre un
bracero y un esclavo existía en la teoría, pero también en aspectos en la
práctica. En primer lugar, un propietario podía “vender” a un esclavo,
pero normalmente no podía hacerlo con un bracero. En segundo lugar,

88
si un tercero entregaba dinero a un bracero, éste podía rescindir el
“contrato”, lo cual no sucedía en el caso del esclavo.

No he elaborado una morfología para sí, sino para clarificar procesos de


la economía-mundo capitalista. Hay grandes diferencias entre las
diversas formas de trabajo en lo que se refiere a sus implicaciones
económicas y políticas.

En el aspecto económico, puede decirse que, de todos los procesos de


trabajo que pueden supervisarse fácilmente (es decir, con un coste
mínimo), el trabajo asalariado es probablemente la forma de trabajo
mejor pagada. Por consiguiente, siempre que sea posible, el beneficiario
de la plusvalía preferirá no relacionarse con el productor como
asalariado sino como algo otro. Naturalmente, los procesos de trabajo
que exigen una supervisión más costosa resultan menos costosos
si parte del excedente que de otro modo se hubiera gastado en
supervisión regresa al productor. El método más sencillo es a través del
salario: ésta es la fuente histórica (y permanente) del sistema salarial.

Dado que la modalidad del trabajo asalariado resulta relativamente


costosa, es fácil comprender por qué el trabajo asalariado nunca ha sido
la única forma de trabajo de la economía-mundo capitalista, y hasta
hace poco ni siquiera la principal.

El capitalismo tiene sus contradicciones, y una de las fundamentales


estriba en que lo que es rentable a corto plazo no lo es necesariamente
a largo plazo. La capacidad de expansión del sistema en su conjunto
(necesariamente para mantener la tasa de beneficio) se precipita
regularmente en el callejón sin salida de una demanda mundial
insuficiente. Una de las fórmulas para salir de esa situación consiste en la
transformación social de algunos procesos productivos de trabajo no
asalariado para convertirlos en trabajo asalariado. Con esta actuación
se tiende a incrementar la parte de valor producido que el productor
conserva, y por tanto a incrementar la demanda mundial. En
consecuencia, el porcentaje global a escala mundial del trabajo
asalariado como forma de trabajo ha crecido sin cesar a lo largo de la
historia de la economía-mundo capitalista: es lo que habitualmente se
denomina “proletarización”.

La forma de trabajo también reviste gran importancia en el aspecto


político. Puede afirmarse que, a medida que aumentan los ingresos reales

89
de los productores y se amplían los derechos legales formales, la
conciencia de clase proletaria crece hasta cierto punto. Digo hasta
cierto punto porque, al alcanzar cierto nivel de crecimiento de los
ingresos y los “derechos”, el “proletario” se convierte en realidad en un
“burgués” que vive de la plusvalía producida por los demás, lo que
afecta de modo más inmediato a la consciencia de clase. El
burócrata/profesional del siglo XX es un ejemplo claro de este cambio
cualitativo que a veces es visible en las pautas de vida de determinados
círculos.

Aunque este enfoque de las categorías de “burgués”, “proletario” sea de


clara aplicación a los “campesinos”, los “pequeños burgueses” o la
“nueva clase trabajadora”, podemos preguntarnos si sigue siendo válido
para la cuestión “nacional” y para los conceptos de “centro” y
“periferia”.

Para abordar este aspecto debemos considerar una cuestión muy en


boga actualmente: el papel del Estado en el capitalismo. El papel
fundamental del Estado como institución en la economía-mundo
capitalista consiste en acrecentar la ventaja en el mercado de unos en
detrimento de otros; es decir, en reducir la “libertad” del mercado. Todos
están a favor de esta actuación, en la medida en que les beneficie “la
distorsión” y todos están dispuestos a oponerse en la medida que les
toque perder. Sólo depende de quién sea el dueño del buey que se va a
sacrificar.

Son muchas las maneras de acrecentar la ventaja. El Estado puede


transferir ingresos tomándolos de unos y entregándoselos a otros. El Estado
puede restringir el acceso al mercado (de bienes o de trabajo), lo cual
favorece a quienes ya se lo reparten en los oligopolios u oligopsonios. El
Estado puede impedir que las personas se organicen para modificar la
actuación del Estado. Y, desde luego, el Estado puede actuar no sólo
dentro del marco de su jurisdicción, sino fuera de él. Esta actuación
puede ser licita (normas relativas a la circulación a través de las fronteras)
o ilícita (injerencia en los asuntos internos de otro Estado). La guerra es
uno de esos ‘mecanismos.

Es crucial entender el Estado como una organización de carácter


especial. Su “soberanía”, una idea del mundo moderno, es la
reivindicación del monopolio (o regulación) del empleo legítimo de la
fuerza dentro de sus fronteras y le pone en una situación de fuerza relativa

90
para inmiscuirse eficazmente en el flujo de los factores de producción. Es
obvio que también puede ocurrir que determinados grupos sociales
modifiquen la ventaja modificando las fronteras del Estado: aquí tienen
su espacio los movimientos secesionistas (o autonomistas) y los
movimientos anexionistas (o unionistas).

Esta capacidad efectiva de los Estados para interferir en el flujo de los


factores de producción proporciona la base política de la división
estructural del trabajo en la economía-mundo capitalista en su conjunto.
Las circunstancias normales del mercado pueden explicar las tendencias
iniciales a la especialización (ventajas naturales o sociohistóricas en la
producción de uno u otro producto), pero es el sistema de Estados el que
solidifica, impone y amplifica los modelos y ha sido preciso recurrir
regularmente al aparato del Estado para modificar la división mundial del
trabajo.

Por otra parte, la capacidad de los Estados para interferir en los flujos
económicos es cada vez más diferenciada. Es decir, los Estados del
centro se hacen más fuertes que los de la periferia y utilizan esta
diferencia de poder para mantener un grado diferente de libertad de
circulación entre los Estados. Concretamente, los Estados del centro han
dispuesto históricamente que, en todo tiempo y lugar, el dinero y las
mercancías circulen más “libremente” que el trabajo. La razón es que, de
este modo, los Estados del centro han sido los beneficiarios del
“intercambio desigual”.

En efecto, el intercambio desigual es simplemente parte del proceso de


apropiación de excedentes a escala mundial. Sería un error tratar de
adoptar literalmente el modelo de un solo proletario ante un solo
burgués. De hecho, la plusvalía que el productor crea pasa a través de
una serie de personas y empresas. Lo que ocurre, por tanto, es
que muchos burgueses comparten la plusvalía de un proletario. La
proporción exacta que corresponde a los diferentes grupos de la cadena
(propietarios, comerciantes, consumidores intermedios) está sujeta a
grandes cambios históricos y es, a su vez una variable analítica
fundamental en el funcionamiento de la economía-mundo capitalista.
Esta cadena de la transferencia de la plusvalía cruza habitualmente (¿a
menudo? ¿casi siempre?) las fronteras nacionales y al hacerlo, la
actuación del Estado interviene para inclinar el reparto entre los
burgueses hacia los situados en los Estados del centro. Este es el

91
intercambio desigual, un mecanismo presente en todo el proceso de
apropiación de la plusvalía.

Una de las consecuencias sociogeográficas de este sistema es la desigual


distribución de la burguesía y el proletariado en los diferentes Estados: el
porcentaje de burgueses es superior en los Estados del centro que en los
de la periferia. Por otra parte, hay diferencias sistemáticas en los tipos de
burgueses y proletarios de cada zona. Por ejemplo, el porcentaje
de asalariados es sistemáticamente más elevado en los Estados del
centro.

Dado que los Estados son el principal escenario del conflicto político en
la economía-mundo capitalista, y como quiera que el funcionamiento de
la economía-mundo es tal que la composición de las clases nacionales
varía considerablemente, es fácil entender por qué debe haber tantas
diferencias entre la política de los Estados según su ubicación en la
economía-mundo capitalista. También es fácil comprender que la
utilización del aparato político de un Estado determinado para modificar
la composición social y la función de la producción nacional en la
economía mundial no modifica por sí misma el sistema-mundo capitalista
como tal.

Es evidente, sin embargo, que las diversas iniciativas nacionales para


cambiar la posición estructural (que a veces llamamos engañosamente
“desarrollo”) afectan de hecho al sistema-mundo y a largo plazo lo
transforman. Pero esto ocurre gracias a la intervención de la variable de
su repercusión en la conciencia de clase del proletariado a escala
mundial.

Así pues, centro y periferia sólo son expresiones que se emplean para
identificar una parte crucial del sistema de apropiación de excedentes
por la burguesía. Simplificando en exceso, el capitalismo es el sistema en
el que el burgués se apropia la plusvalía producida por el proletariado.
Cuando este proletario se encuentra en un país diferente que el burgués,
uno de los mecanismos que influye en el proceso de apropiación es la
manipulación del control de la circulación en las fronteras de los Estados.
De aquí se derivan modelos de “desarrollo desigual” que se resumen en
los conceptos de centro, semiperiferia y periferia. He aquí un instrumento
de trabajo intelectual que ayuda a analizar las múltiples formas de los
conflictos de clases de la economía-mundo capitalista.

92
4

MARX Y LA HISTORIA: LA POLARIZACIÓN*

Immanuel Wallerstein

Por regla general; la mayor parte de los analistas (y en particular los


marxistas) tienden a conceder mayor importancia a las ideas
historiográficas más dudosas de Marx y, en ese proceso, tienden a
descuidar sus ideas más originales y fructíferas. Quizá sea lo lógico, pero
no resulta de gran utilidad.

Suele decirse que cada cual tiene su Marx, y sin duda es cierto. De hecho,
yo añadiría que cada cual tiene dos Marx, como nos recuerdan los
debates de los últimos treinta años sobre el joven Marx, la ruptura
epistemológica, etc. Mis dos Marx no son cronológicamente consecutivos
y tienen su origen en lo que me parece una contradicción interna
fundamental de la epistemología de Marx, que se traduce en dos
historiografías diferentes.

Por una parte, Marx es la rebelión suprema contra el pensamiento liberal


burgués, con su antropología centrada en el concepto de naturaleza
humana, sus imperativos categóricos kantianos, su creencia en la mejora
lenta aunque inevitable de la condición humana, su preocupación por
el individuo en busca de la libertad. Contra este conjunto de conceptos,
Marx sugirió la existencia de múltiples realidades sociales, cada una de
ellas dotadas de una estructura diferente y localizada en mundos
distintos, cada uno de los cuales se definía por su modo de producción.
La cuestión estribaba en descubrir el funcionamiento de estos modos de
producción tras sus pantallas ideológicas. Creer en “leyes universales” nos
impide precisamente reconocer las particularidades de cada modo de
producción, descubrir los secretos de su funcionamiento y, por
consiguiente, examinar claramente los caminos de la historia.

*Fuente: https://kmarx.wordpress.com/2011/08/17/marx-y-la-historia-la-polarizacion/

93
Por otra parte, Marx aceptó el universalismo en la medida en que aceptó
con su antropología lineal la idea, de un avance histórico inevitable hacia
el progreso. Sus modos de producción parecían estar en fila, como
colegiales, por estaturas, es decir, según el grado de desarrollo de las
fuerzas productivas. (Aquí se encuentra en realidad el origen del gran
desconcierto que provoca el concepto de modo de producción
asiático, que parecía desempeñar el papel de escolar travieso,
negándose a seguir las normas y a colocarse en su sitio).

Es obvio que el segundo Marx es mucho más aceptable para los liberales,
y es con este Marx con el que han estado dispuestos a ponerse de
acuerdo, tanto intelectual como políticamente. El otro Marx es mucho
más molesto. Los liberales temen y rechazan a Marx y, desde luego, le
niegan legitimidad intelectual. Héroe o demonio, el primer Marx es el
único que me parece interesante y el que todavía tiene algo que
decirnos hoy.

Lo que está en juego en esta distinción entre los dos Marx son las
diferentes expectativas de desarrollo capitalista que se deducen de los
mitos históricos opuestos. Podemos construir nuestra historia del
capitalismo en torno a uno de los dos protagonistas: el burgués triunfante
o las masas empobrecidas. ¿Cuál de ellas es la figura clave de los cinco
siglos de historia de la economía mundo capitalista? ¿Cómo valoraremos
la época del capitalismo histórico? ¿Globalmente positiva porque
conduce, dialécticamente, a su negación y a su Aufhebung? ¿O como
globalmente negativa porque trae consigo el empobrecimiento de la
gran mayoría de la población mundial?

Me parece incuestionable que esta elección de óptica se refleja en


cualquier análisis detallado. Sólo voy a citar un ejemplo, el de una
observación realizada de pasada por un autor contemporáneo. La cito
precisamente porque es una observación hecha de pasada, y por tanto
podemos decir que de manera inocente. En un debate erudito y
perspicaz sobre las ideas de Saint-Just acerca de la economía durante la
Revolución Francesa, el autor llega a la conclusión de que sería
adecuado calificar a Saint-Just de “anticapitalista”, y de que este
calificativo podría ampliarse de hecho al capitalismo industrial. El autor
añade: “En este sentido, podemos decir que Saint-Just es menos
progresista que algunos de sus predecesores contemporáneos ¿Por qué

94
“menos” progresista y no “más” “progresista”? Ahí está el quid de la
cuestión.

Marx era, desde luego, un hombre de la Ilustración, smithiano, jacobino y


saint-simoniano. El mismo lo decía. Estaba profundamente imbuido de las
doctrinas del liberalismo burgués, al igual que todos los buenos
intelectuales de izquierda del siglo XIX. Es decir, compartía con todos sus
colegas la protesta permanente y casi instintiva contra todo lo que oliera
al Antiguo Régimen: privilegio, monopolio, derechos señoriales,
holgazanería, piedad, superstición. Frente a este mundo caduco, Marx
defendía lo racional, serio, científico y productivo. El trabajar duro era una
virtud.

Aun cuando Marx tuviera algunas reservas sobre esta nueva ideología (y
no tenía demasiadas), consideró útil desde el punto de vista táctico
afirmar su lealtad hacia estos valores y utilizarlos después políticamente
contra los liberales, atrapándolos en sus propias redes. No le resultó muy
difícil mostrar que los liberales abandonan sus principios siempre que el
orden se ve amenazado en sus Estados. Así pues, para Marx fue tarea
fácil hacer que los liberales se atuvieran a su palabra; llevar la lógica del
liberalismo hasta su extremo y hacer así que los liberales tragasen la
medicina que prescribían para los demás. Podría decirse que una de las
consignas fundamentales de Marx fue más libertad, más igualdad, más
fraternidad. Sin duda, a veces estuvo tentado de dar un salto con la
imaginación hacia un futuro saint-simoniano; pero es evidente que dudó
a la hora de ir demasiado lejos en esa dirección, tal vez por temor a
aportar su granito de arena al voluntarismo utópico y anarquista que
siempre había considerado desagradable y, desde luego, pernicioso. Es
precisamente a las ideas de ese Marx, el Marx burgués y liberal, a las que
debemos acercarnos con una gran dosis de escepticismo.

Es en cambio al otro Marx, al que veía la historia como una realidad


compleja y sinuosa, al que insistía en el análisis del carácter especifico de
los diferentes sistemas históricos, al Marx que era, por tanto, crítico del
capitalismo como sistema histórico, a quien debemos devolver al primer
plano. ¿Qué encontró Marx cuando examinó a fondo el proceso histórico
del capitalismo? Encontró no sólo la lucha de clases, que a fin de cuentas
era el fenómeno “desde las sociedades existentes hasta el presente”, sino
también la polarización de las clases. Esta fue su hipótesis más radical y
atrevida y, por consiguiente, la más criticada.

95
Al principio, los partidos y los pensadores marxistas esgrimieron este
concepto que, por su carácter catastrofista, parecía asegurar el futuro.
Sin embargo, al menos desde 1945, a los intelectuales antimarxistas les
resultó relativamente fácil demostrar que, lejos de empobrecerse, los
trabajadores de los países industriales occidentales vivían mucho mejor
que sus abuelos y que, en consecuencia, no se había producido
empobrecimiento, ni siquiera relativo, ni mucho menos absoluto.

Por lo demás, tenían razón. Nadie lo sabía mejor que los propios obreros
industriales que constituían la base social fundamental de los partidos de
izquierda en los países industrializados. Así pues, los partidos y los
pensadores marxistas comenzaron a batirse en retirada en lo que se
refiere a este tema. Tal vez no fue una desbandada, pero al menos a
partir de ahí, tuvieron sus dudas a la hora de sacar a colación el tema.
Poco a poco, las referencias a la polarización y al empobrecimiento (al
igual que al debilitamiento del Estado) disminuyeron radicalmente o
desaparecieron, al parecer refutadas por la propia historia.

De este modo se produjo una especie de descarte imprevisto y


desordenado de una de las ideas más perspicaces de nuestro Marx,
porque Marx fue más absoluto en lo que se refiere a la perspectiva a largo
plazo de lo que solemos pensar. La realidad es que la polarización es una
hipótesis históricamente correcta, no falsa, y podemos demostrarlo
empíricamente, siempre que utilicemos como unidad de cálculo la única
entidad que realmente importa para el capitalismo, la economía-mundo
capitalista. En esta entidad, hace más de cuatro siglos que se registra una
polarización de las clases no solo relativa sino absoluta. Y si esto es cierto,
¿dónde reside el carácter progresista del capitalismo?

Huelga decir que hemos de concretar qué entendemos por polarización.


La definición no es en modo alguno evidente. En primer lugar, debemos
distinguir entre la distribución social de la riqueza material (en sentido
amplio), y la bifurcación social que es resultado de los procesos
inseparables de proletarización y burguesificación.

Por lo que se refiere a la distribución de la riqueza, puede calcularse de


diversas formas. Debemos elegir inicialmente la unidad de cálculo, no
sólo espacial (ya hemos indicado nuestra preferencia por la economía-
mundo sobre el Estado nacional o la empresa), sino también temporal.
¿Hablamos de distribución por hora, por semana, por año o por treinta
años? Cada uno de estos cálculos podría ofrecer resultados diferentes,

96
incluso contradictorios. En realidad, a la mayoría de las personas les
interesan dos cómputos temporales. El primero de ellos es un plazo muy
corto, que podemos denominar cálculo de supervivencia; al segundo
podemos llamarlo cálculo de vida, y se emplea para medir la cantidad
de vida, la valoración social de la vida diaria. El cálculo de supervivencia
es por naturaleza variable y efímero. El cálculo de vida es el que nos
ofrece la mejor medida, objetiva y subjetivamente, de si ha tenido lugar
o no una polarización material. Debemos establecer comparaciones
intergeneracionales y a largo plazo de estos cálculos de vida. Sin
embargo, no nos referimos a comparaciones entre generaciones de un
solo linaje, porque de este modo se introduciría un factor no pertinente
desde la perspectiva del sistema-mundo en su conjunto: el índice de
movilidad social en zonas concretas de la economía-mundo. Por el
contrario, debemos comparar estratos semejantes de la economía-
mundo en momentos históricos sucesivos, midiendo cada estrato a lo
largo de la vida de sus integrantes. La pregunta es si, para un estrato
dado, la experiencia de vida en un momento histórico es más o menos
dura que en otro, y si con el tiempo ha aumentado o no el espacio que
separa a los estratos superiores de los inferiores.

El cálculo debe incluir, no sólo el total de ingresos de la vida, sino también


estos ingresos divididos por el total de horas de trabajo de la vida
dedicadas a la adquisición (en la forma que sea) con el fin de obtener
cifras que sirvan de base para el análisis comparativo. Debe considerarse
también la duración de la vida, calculada preferiblemente a partir de la
edad de un año o incluso de cinco (con el fin de eliminar el efecto de las
mejoras sanitarias que puedan haber reducido la tasa de mortalidad
infantil, sin afectar necesariamente a la salud de los adultos). Por último,
debemos introducir en el cálculo (o índice) los diversos etnocidios que, al
privar a muchas personas de descendientes, desempeñaron un papel en
la mejora de la suerte de otras.

Si finalmente se llega a algunas cifras razonables, calculadas a largo


plazo y en el conjunto de la economía-mundo, creo que esas cifras
demostrarían con claridad que en los últimos 400 años ha tenido lugar
una importante polarización material en la economía-mundo capitalista.
Hablando claro, quiero decir que en la actualidad la gran mayoría
(todavía rural) de Ia población de la economía-mundo trabaja más y
durante más tiempo y por una recompensa material menor que hace 400
años.

97
No tengo la menor intención de idealizar la vida de las masas en épocas
anteriores; sólo deseo valorar el nivel global de sus posibilidades humanas
comparándolo con el de sus descendientes actuales. El hecho de que los
trabajadores especializados de un país occidental disfruten de una
situación económica mejor que la de sus antepasados dice muy poco
de la vida de un obrero no especializado de la Calcuta actual, por no
hablar de un jornalero agrícola peruano o indonesio.

Tal vez pueda objetarse que soy demasiado “economicista” al utilizar


como medida de un concepto marxista como la proletarización el
estado de cuentas de los ingresos materiales. Después de todo,
mantienen algunos, lo importante son las relaciones de producción. Sin
duda es un comentario acertado. Por consiguiente, consideremos la
polarización como una bifurcación social, una transformación de
múltiples relaciones en la antinomia burgués-proletario. Es decir,
consideremos no sólo la proletarización (un elemento permanente de la
literatura marxista), sino también la burguesificación (su compañero
lógico, del que sin embargo apenas se habla en esta misma literatura).

También en este caso debemos concretar qué entendemos por estos


términos. Si aceptamos que, por definición, sólo puede ser burgués el
típico industrial de la “Franglaterra” de comienzos del siglo XIX, y sólo
puede proletario ser la persona que trabaja en la fábrica de ese industrial,
es completamente cierto que no se ha registrado una gran polarización
de las clases en la historia del sistema capitalista. Podemos defender
incluso que la polarización se ha reducido. Sin embargo, si por burgués y
proletario auténticos entendemos aquellos que viven de sus ingresos
actuales, es decir. Sin depender de ingresos procedentes de fuentes
heredadas (capital; propiedades, privilegios, etc.), y hacemos la
distinción entre aquellos (los burgueses) que viven de la plusvalía que los
otros (los proletarios) crean, sin que intervengan en exceso los roles mixtos,
podemos afirmar que a lo largo de los siglos ha ido aumentando el
número de personas que se han situado inequivocadamente en una u
otra categoría y que esto es consecuencia de un proceso estructural que
dista mucho de haber terminado.

El razonamiento quedará más claro si analizamos a fondo todos estos


procesos. ¿Qué ocurre realmente en la “proletarización”? Los
trabajadores de todo el mundo viven en grupos reducidos de “estructuras
familiares” en la que se comparten los ingresos. No es habitual que estos
grupos que no están ni necesaria ni totalmente vinculados al parentesco

98
ni comparten necesariamente la misma residencia, prescindan de ciertos
ingresos salariales. Pero tampoco es habitual que subsistan
exclusivamente gracias a sus ingresos salariales. Redondean sus ingresos
salariales con pequeñas producciones de bienes de primera necesidad,
arrendamientos, regalos y pagos de transacciones y, por último aunque
no lo menos importante, producción de subsistencia. Así comparten
múltiples fuentes de ingresos, naturalmente en proporciones muy distintas
en lugares y tiempos distintos. Por consiguiente, podemos pensar que la
proletarización es el o de crecimiento de la dependencia de los ingresos
salariales en relación con el conjunto de ingresos. Es totalmente ahistórico
pensar que una estructura familiar pasa súbitamente del cero por ciento
al ciento por ciento en su dependencia de los salarios. Es más probable
que se pase, por ejemplo, de una dependencia del veinticinco por ciento
a una dependencia del cincuenta por ciento, habida cuenta de los
cambios operados en las estructuras familiares, a veces en períodos
reducidos. Así ocurrió más o menos, por ejemplo, en un locus classicus, los
“enclosures” ingleses del siglo XVIII.

¿A quién beneficia la proletarización? Dista mucho de ser cierto que sea


a los capitalistas. A medida que aumenta el porcentaje de los ingresos
de la estructura familiar que proceden de los salarios, el nivel salarial debe
aumentar simultáneamente y no descender, con el fin de acercarse al
nivel mínimo necesario para la reproducción. El lector tal vez piense que
el razonamiento es absurdo. Si estos trabajadores no hubieran recibido
previamente el salario mínimo biológico, ¿cómo podrían haber
sobrevivido? Sin embargo, la verdad es que no es absurdo. Si los ingresos
salariales sólo equivalen a una pequeña proporción del total de ingresos
de la estructura familiar, el patrón del trabajador asalariado puede pagar
un salario por hora inferior al mínimo, obligando a los demás
“componentes” del total de ingresos de la estructura familiar a
“completar” la diferencia existente entre el salario pagado y el mínimo
necesario para sobrevivir. Así pues, el trabajo exigido para conseguir unos
ingresos superiores al nivel mínimo, a partir del trabajo de subsistencia o
de la producción de bienes de primera necesidad a pequeña escala,
con el fin de “alcanzar el promedio” en un nivel mínimo para el conjunto
de la estructura familiar actúa de hecho como una “subvención” para el
empresario del trabajador asalariado, como una transferencia a este
empleador de una plusvalía adicional. Así se explican las escalas
salariales escandalosamente bajas de las zonas periféricas de la
economía-mundo.

99
La contradicción fundamental del capitalismo es bien conocida. Se trata
de la existente entre el interés del capitalista como empresario individual
que pretende conseguir el máximo de beneficios (y por tanto reducir al
mínimo los costes de producción, incluidos salarios) y su interés como
miembro de una clase que no puede ganar dinero a menos que sus
miembros realicen sus beneficios, es decir, vendan lo que producen. Por
consiguiente, necesitan que se incrementen los ingresos en efectivo de
los trabajadores.

No voy a examinar aquí los mecanismos en virtud de los cuales los


reiterados estancamientos de la economía-mundo conducen a
incrementos discontinuos, aunque necesarios (es decir, repetidos) del
poder adquisitivo de algún (nuevo en cada ocasión) sector de la
población (mundial). Sólo diré que uno de los mecanismos más
importantes en el incremento del poder adquisitivo real es el proceso que
llamamos proletarización. Aunque la proletarización pueda redundar a
corto plazo en beneficio (sólo a corto plazo) de los capitalistas como
clase, va en detrimento de sus intereses como empleadores individuales
y, por tanto, la proletarización tiene lugar normalmente a pesar de ellos y
no causa de ellos. La exigencia de proletarización tiene otro origen. Los
trabajadores se organizan de diversas formas y así consiguen algunas de
sus reivindicaciones, lo cual les permite de hecho alcanzar el umbral de
unos verdaderos ingresos salariales mínimos. Es decir, los trabajadores se
proletarizan gracias a sus propios esfuerzos, y después cantan victoria.

El verdadero carácter de la burguesificación es asimismo muy distinto del


que nos han hecho creer.

La descripción sociológica clásica del burgués que hace el marxismo está


llena de contradicciones epistemológicas que residen en la base del
propio marxismo. Por una parte, los marxistas insinúan que el burgués-
empresario-progresista es lo contrario del aristócrata-rentista-ocioso. Entre
los burgueses se distingue entre el capitalista comerciante que compra
barato y vende caro (por tanto, también especulador-financiero-
manipulador-ocioso) y el industrial que “revoluciona” las relaciones de
producción. Este contraste es más marcado cuando el industrial ha
tomado el camino “auténticamente revolucionario” hacia el capitalismo,
es decir, cuando el industrial se parece al héroe de las leyendas liberales,
un hombre pequeño que con su esfuerzo se ha convertido en un gran
hombre. De esta manera, inaudita pero profundamente arraigada, los

100
marxistas se han convertido en algunos de los mejores proveedores de
alabanzas para el sistema capitalista.

Esta exposición hace que casi nos olvidemos de la otra tesis marxista
sobre la explotación del trabajador, que adopta la forma de obtención
de plusvalía de los trabajadores por parte del mismo industrial que, a partir
de ese momento engrose lógicamente las filas de los ociosos, junto con
el comerciante y el “aristócrata feudal”. Pero si todos son iguales en este
aspecto esencial, ¿por qué debemos dedicar tanto tiempo a explicar las
diferencias, -a estudiar la evolución histórica de las categorías, las
supuestas regresiones (por ejemplo, la “aristocratización” de las
burguesías que se niegan, según parece, a “desempeñar su papel
histórico”)? ¿Es correcta esta descripción sociológica? Del mismo modo
que los trabajadores viven en estructuras familiares cuyos ingresos
proceden de múltiples fuentes (sólo una de las cuales son los salarios), los
capitalistas (especialmente los grandes capitalistas) viven en empresas
que en realidad obtienen ingresos de diversas inversiones (rentas,
especulación, beneficios comerciales, beneficios “normales” de
producción, manipulación financiera). Cuando estos ingresos adquieren
la forma de dinero, son idénticos para los capitalistas: un medio para que
continúe esa acumulación incesante e infernal a la que están
condenados.

En este punto entran en escena las contradicciones psicosociológicas de


sus respectivas posiciones. Hace mucho tiempo, Weber señaló que la
lógica del calvinismo está en contradicción con el aspecto “psicológico”
del hombre. La lógica nos dice que es imposible que el hombre conozca
el destino de su alma porque, si pudiera conocer las intenciones del
Señor, ese mismo hecho limitaría Su poder y El ya no sería omnipotente.
Pero psicológicamente el hombre se niega a aceptar que no pueda
influir en modo alguno en su destino. Esta contradicción condujo al
“compromiso” teológico calvinista. Si pudiéramos conocer las
intenciones del Señor, podríamos reconocer al menos una decisión
negativa por medio de “signos externos”, sin extraer necesariamente la
conclusión inversa en ausencia de tales signos. Así, la moraleja llegó a la
siguiente formulación: llevar una vida recta y próspera es una condición
necesaria, aunque no suficiente, para la salvación.

En la actualidad, la burguesía sigue haciendo frente a esta misma


contradicción, aunque con una apariencia más secular. Lógicamente, el
Señor de los capitalistas exige que el burgués no haga otra cosa que

101
acumular, y castiga a quienes vulneran este mandamiento,
empujándolos antes o después a la quiebra. Pero la verdad es que no es
tan divertido no hacer otra cosa que acumular. En ocasiones se desea
saborear los frutos de la acumulación. El demonio del “aristócrata-feudal”
ocioso encerrado en el alma burguesa emerge de las sombras, y el
burgués pretende “vivir noblemente”. Sin embargo, para “vivir
noblemente” hay que ser rentista en sentido amplio, es decir, disponer de
fuentes de ingresos que exijan poco esfuerzo, que estén “garantizadas”
políticamente y que puedan “heredarse”.

Así pues, lo “natural”, lo que “pretenden” todos los actores privilegiados


de este mundo capitalista no es cambiar el status de rentista por el de
empresario sino precisamente lo contrario. Los capitalistas no quieren
convertirse en “burgueses” sino que prefieren con mucho convertirse en
“aristócratas feudales”.

Si es cierto que, no obstante, los capitalistas se burguesifican cada vez


más, no es por su voluntad, sino a pesar de ella. La situación guarda
grandes semejanzas con la proletarización de los trabajadores, que no se
produce por la voluntad de los capitalistas sino a pesar de ella. El
paralelismo va más allá. Si el proceso burguesificación avanza, se debe
en parte a las contradicciones del capitalismo y en parte a las presiones
de los trabajadores.

Objetivamente. a medida que se extiende, el sistema capitalista se


racionaliza, provoca una mayor concentración, la competencia se hace
cada vez más dura. Quienes descuidan el imperativo de la acumulación
sufren los contraataques cada vez más rápidos, certeros y feroces de los
competidores. Por consiguiente, cada paso en dirección a la
“aristocratización” se penaliza de modo aún más severo en el mercado
mundial, y exige una adecuación interna de la “empresa”, sobre todo si
es de grandes dimensiones y está (cuasi) nacionalizada.

Los niños que pretendan heredar la dirección de una empresa deben


recibir una formación externa, intensiva y “universalista”. El papel del
ejecutivo tecnócrata se ha ido ampliando poco a poco. Este directivo es
quien personifica la burguesificación de la clase capitalista. La
burocracia estatal, si pudiera monopolizar realmente la obtención de
plusvalía, la personificaría a la perfección, haciendo que la totalidad de
los privilegios dependieran de la actividad presente y no una parte de la
herencia individual o de clase.

102
Es evidente que la clase trabajadora hace avanzar este proceso. Todos
sus esfuerzos por apropiarse de los mecanismos que dominan el
funcionamiento de la vida económica y eliminar la injusticia tienden a
presionar a los capitalistas y hacerles retroceder hacia la
burguesificación. La ociosidad feudal-aristocrática se torna demasiado
obvia y demasiado peligrosa políticamente,

De este modo se cumple el pronóstico historiográfico de Karl Marx: la


polarización material y social en dos grandes clases: burguesía y
proletariado. Pero ¿por qué tiene importancia esta distinción entre los
enfoques útiles e inútiles que pueden derivarse de la lectura de Marx?
Importa mucho cuando se aborda la formulación de una teoría de la
“transición” al socialismo, en realidad de una teoría de las “transiciones”
en general. El Marx que calificó al capitalismo de “progresista” frente a la
realidad anterior también habla de las revoluciones burguesas, de la
revolución burguesa, como una especie de piedra angular de las
múltiples “transiciones” nacionales del feudalismo al capitalismo.

El mismo concepto de “revolución” burguesa, prescindiendo de sus


dudosas cualidades empíricas, nos lleva a pensar en una revolución
proletaria a la que de algún modo está vinculada como precedente y
como condición previa. La modernidad se convierte en la suma de estas
dos “revoluciones” sucesivas. Naturalmente, la sucesión no se produce sin
dolor ni es gradual, sino violenta y disyuntiva; es, sin embargo, inevitable,
como lo fue la transición del feudalismo al capitalismo. Estos conceptos
implican una estrategia para la lucha de las clases trabajadoras, una
estrategia llena de vergüenza moral para los burgueses que descuidan
su papel histórico.

Sin embargo, si es cierto que no hay revoluciones burguesas, sino


simplemente luchas intestinas entre sectores capitalistas, rapaces,
tampoco hay un modelo que copiar ni un “retraso” político que superar.
Puede darse el caso de que incluso haya que huir de la estrategia
“burguesa”. Si es cierto que la “transición” del feudalismo al capitalismo
no fue progresista ni revolucionaria, si esta transición fue la gran salvación
de los estratos dominantes, que les permitió reforzar su control sobre las
masas trabajadora y aumentar el grado de explotación (ahora hablando
el idioma del otro

103
Marx), podemos concluir que, aunque hoy sea inevitable una transición,
no es inevitablemente una transición al socialismo (es decir, una
transición hacia un mundo igualitario en el que la producción se destine
a valor de uso). Podemos concluir que la cuestión clave en la actualidad
es la dirección de la transición global.

Que veremos la defunción del capitalismo en un futuro no demasiado


lejano me parece a la vez cierto y deseable. Es fácil demostrarlo
mediante un análisis de sus contradicciones endógenas “objetivas”. Que
la naturaleza de nuestro mundo futuro sigue siendo una cuestión abierta
que depende del resultado de las luchas actuales, me parece
igualmente cierto. La estrategia de la transición es, de hecho, la clave de
nuestro destino. No es probable que encontremos una buena estrategia
si nos entregamos a la apología del carácter progresista histórico del
capitalismo. Esa forma de énfasis historiográfico corre el riesgo de implicar
una estrategia que nos lleve a un “socialismo” no más progresista que el
sistema actual, un avatar, por así decirlo, del sistema.

104
5

LA AMERICANIDAD COMO CONCEPTO, O AMÉRICA EN EL


MODERNO SISTEMA MUNDIAL*

Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein

El moderno sistema mundial nació a lo largo del siglo XVI. América -como
entidad geosocial- nació a lo largo del siglo XVI. La creación de esta
entidad geosocial, América, fue el acto constitutivo del moderno sistema
mundial. América no se incorporó en una ya existente economía-mundo
capitalista. Un a economía mundo capitalista no hubiera tenido lugar sin
América.

En el primer volumen de El Moderno Sistema Mundial (Wallerstein, Siglo XXI


Editores, 1976, Madrid), se señala que:

«El argumento de este libro será que para el establecimiento de tal


economía-mundo capitalista fueron esenciales tres cosas: una expansión
del volumen geográfico del mundo en cuestión, el desarrollo de variados
métodos de control del trabajo para diferentes productos y zonas de
economía-mundo, y la creación de aparatos de Estado relativamente
fuertes en lo que posteriormente se convertirían en Estados del centro de
esta economía-mundo capitalista» (pp. 53-54).

América fue esencial para las primeras dos de estas tres necesidades.
Ofrecieron espacio y constituyeron el locus y el primer terreno
experimental de los «variados métodos de control del trabajo». Se podría
decir, quizás, lo mismo acerca de la Europa Central y del Este y partes de

*Fuente: Revista Internacional de Ciencias Sociales. UNESCO. Vol. XLIV, Número 4, 1992,
pp. 583 – 591. Disponible en:
https://antropologiadeoutraforma.files.wordpress.com/2013/04/quijano-anibal-la-
americanidad-como-concepto-o-america-en-el-moderno-sistema-mundial-
revista.pdf?fbclid=IwAR0rAC6TgjHXtqTBdaDHUcfu7sdGE99p_QZJWKDiLx1R_53F8EK-
P6fHEeA

105
Europa del Sur. Hubo, sin embargo, una diferencia crucial entre estas
áreas y América, que es por la cual hablamos de americanidad como
concepto. En estas zonas periféricas de la nueva economía-mundo
capitalista que se hallaban localizadas en el continente europeo (por
ejemplo, en Polonia o Sicilia), el vigor de las comunidades agrícolas y de
sus noblezas indígenas era considerable. Por eso, enfrentados a la
reconstrucción de sus instituciones económicas y políticas, lo que ocurría
en el proceso de periferización, estaban en condiciones de fundar en su
historicidad su resistencia cultural a la explotación, y esa base les ha sido
útil incluso hasta el siglo XX.

En América, sin embargo, hubo una destrucción tan vasta de las


poblaciones indígenas y una importación tan abundante de mano de
obra, que el proceso de periferización generó menos una reconstrucción
de instituciones políticas y económicas, que su construcción, virtualmente
ex-nihilo toda-parte (salvo tal vez en las zonas mejicanas y andinas).
Incluso, desde el principio, la forma de resistencia cultural a las
condiciones opresivas fue menos en términos de historicidad que en
términos de un salto hacia la «modernidad». La americanidad ha sido
siempre, permanece como tal hasta hoy, un elemento esencial en lo que
entendemos como «modernidad». América fue el «Nuevo Mundo», un
estandarte y una carga asumida desde la partida. Pero a medida que
pasaban los siglos, el Nuevo Mundo se convirtió en el patrón, en el modelo
del entero sistema mundial.

¿En qué consistía esta «novedad»? Las novedades fueron cuatro, una
pegada a la otra: colonialidad, etnicidad, racismo y el concepto de la
novedad misma.

La colonialidad se inició con la creación de un conjunto de estados


reunidos en un sistema interestatal de niveles jerárquicos. Los situados en
la parte más baja eran formalmente las colonias. Pero eso era sólo una
de sus dimensiones, ya que incluso una vez acabado el status formal de
colonia, la colonialidad no terminó, ha persistido en las jerarquías sociales
y culturales entre lo europeo y lo no europeo. Es importante entender que
todos los estados de este sistema interestatal eran creaciones novedosas
-desde aquellos situados en la cúspide hasta aquellos situados en la parte
más baja. Las fronteras de estos estados han cambiado constantemente
a lo largo de los siglos, a veces en mayor medida, casi siempre en menor
medida. A veces las fronteras mostraban algún tipo de continuidad
histórica con los sistemas políticos premodernos; pero por lo general no lo

106
hacían. En América todas las fronteras eran nuevas. Y durante los tres
primeros siglos del moderno sistema mundial, todos los estados de
América fueron colonias formales, subordinadas políticamente a un
puñado de estados europeos.

La jerarquía de la colonialidad se manifestaba en todos los dominios -


político, económico, y no menos en lo cultural. La jerarquía se reprodujo
a través de los años, aunque siempre fue posible para algunos estados
escalar de rango en la jerarquía. Pero un cambio en el orden jerárquico
no alteraba la continua existencia de lo jerárquico. América se convertiría
también en el primer campo experimental para que algunos, nunca sino
unos pocos, pudieran alterar su lugar en el ranking. La instancia ejemplar
fue la bifurcación de los caminos de Norteamérica y de América Latina,
desde el siglo XVIII.

La colonialidad fue un elemento esencial en la integración del sistema


interestatal, creando no sólo un escalafón sino conjuntos de reglas para
la interacción de los estados entre ellos mismos. Fue así como el denotado
esfuerzo de aquellos situados en la parte más baja del escalafón por
ascender en el ranking, sirvió de diversas maneras para consolidar al
sistema de ranking mismo. Las fronteras administrativas establecidas por
las autoridades coloniales requerían tener cierta fluidez, de mod o tal que
desde la perspectiva de la metrópoli, la línea fronteriza esencial fuera la
del imperio frente a los otros imperios metropolitanos. Fue la
descolonización la que fijó la situación estatal de los estados
descolonizados. Los virreinatos españoles fueron compartidos en el
proceso de las guerras de independencia hasta erigir, más o menos, los
estados que hoy conocemos. Trece de las más de treinta colonias de la
corona británica pelearon juntas en una guerra de independencia y se
convirtieron en un nuevo estado, los Estados Unidos de Norteamérica. Las
independencias cristalizaron la situación de estos estados como el medio
por el cual el sentimiento común de nacionalismo podía cultivarse y
florecer. Reafirmaron a los estados en su jerarquía. La independencia no
deshizo la colonialidad; sencillamente transformó su contorno.

Fue la estadidad de los estados, y ante todo la de los estados de las


Américas, producida en las condiciones de la colonialidad, la que hizo
posible que la etnicidad emergiera como un elemento constitutivo del
moderno sistema mundial. La etnicidad es el conjunto de límites
comunales que en parte nos colocan los otros y en parte nos los
imponemos nosotros mismos, como forma de definir nuestra identidad y

107
nuestro rango con el estado. Los grupos étnicos reivindican su historia.
Pero ellos crean su historia, en primer término. Las etnicidades son siempre
construcciones contemporáneas, de manera que son siempre
cambiantes. Pero todas las grandes categorías por medio de las cuales
dividimos hoy en día a América y el mundo (americanos nativos o «indios»,
«negros», «blancos» o «criollos» / europeos, «mestizos» u otro nombre
otorgado a las supuestas categorías «mixtas»), eran inexistentes antes del
moderno sistema mundial. Son parte de lo que conformó la
americanidad. Se han convertido en la matriz cultural del entero sistema
mundial.

Que ninguna de estas categorías está anclada ni en lo genético, ni en


una antigua historia cultural, es evidente con sólo mirar las modificaciones
de sus usos en las Américas, estado por estado y siglo por siglo. La
categorización entre cada estado en un determinado momento fue
compleja o simple según la situación local requerida. En situaciones y
momentos de agudo conflicto social, las categorías étnicas fueron a
menudo reducidas en su cantidad. En situaciones y momentos de
expansión económica, las categorías se expandían para calzar
diferentes grupos en una más elaborada división del trabajo.

La etnicidad fue la consecuencia cultural inevitable de la colonialidad.


Delineó las fronteras sociales correspondientes a la división del trabajo. Y
justificó las múltiples formas de control del trabajo inventadas como parte
de la americanidad: esclavitud para los «negros» africanos; diversas
formas de trabajo forzado (repartimiento, mita, peonaje) para los
indígenas americanos; enganches, para la clase trabajadora europea.
Desde luego éstas fueron las formas iniciales de distribución étnica para
participar en la jerarquía laboral. A medida que avanzamos hacía el
período posindependencia, las formas de control del trabajo y los
nombres de las categorías étnicas fueron puestas al día. Pero siempre se
mantuvo una jerarquía étnica.

La etnicidad sirvió no sólo como una categorización impuesta desde


arriba, sino como una reforzada desde abajo. Las familias socializaron a
sus hijos en las formas culturales asociadas con las identidades étnicas.
Esto fue un calmante político (aprender cómo adaptarse y así
sostenerse); pero a la vez radicalizante (aprender la naturaleza y el origen
de las opresiones). La insurrección política asumió una coloración étnica
en las múltiples revueltas de esclavos africanos y de indígenas
americanos. La etnicidad coloreó también el conjunto de movimientos

108
independentistas de fines del siglo XVIII y de principios del XIX, en la
medida en que varios de ellos se hicieron cada vez más claramente
movimientos de los colonos blancos, horrorizados por los espectros de
repúblicas de ex - esclavos negros como en Haití o por los reclamos de
indígenas americanos rurales de echar por tierra la jerarquía étnica,
como en la rebelión de Túpac Amaru.

En consecuencia, la etnicidad no bastó para mantener las nuevas


estructuras. En tanto que la evolución histórica del moderno sistema
mundial, trajo el final del dominio colonial formal (primero en las
Américas) y la abolición de la esclavitud (ante todo un fenómeno de
América), la etnicidad fue reforzada por un consciente y sistemático
racismo. Por supuesto, el racismo estuvo siempre implícito en la etnicidad,
y las actitudes racistas fueron parte y propiedad de la americanidad y la
modernidad desde sus inicios. Pero el racismo hecho y derecho, teorizado
y explícito, fue en gran medida una creación del siglo XIX, como una
manera de apuntalar culturalmente una jerarquía económica cuyas
garantías políticas se estaban debilitando eh la era de la «soberanía
popular» después de 1789.

La realidad subyacente al racismo no siempre requiere la acción verbal


o incluso la exteriorizada postura social que hay en la conducta racista.
En las zonas más periféricas de la economía-mundo capitalista, por
ejemplo, en la América Latina de los siglos XIX y XX, el racismo podía
disimularse detrás de los pliegues de la jerarquía étnica. La segregación
formal o incluso la discriminación menos formal no necesariamente
fueron practicadas. Así, la existencia de racismo en países como Brasil o
Perú suele ser negada firmemente.

Los Estados Unidos del siglo XIX, por otro lado, tras la abolición formal de
la esclavitud, fue el primer estado en el sistema moderno en aplicar la
segregación formal, así como el primero en estacionar a los indígenas
americanos en reserva. Aparentemente, fue precisamente a causa de su
fuerte posición en la economía mundo que Estados Unidos requirió
semejante legislación. Es un país en el cual el tamaño del estrato social
más elevado crecía como el mayor porcentaje de la población nacional;
y en el cual, consecuentemente, había tanta movilidad individual
ascencional, las restricciones étnicas más informales parecían ser
insuficientes para mantener el control del trabajo y las jerarquías sociales.
Así, el racismo formal devino una contribución más de la americanidad
al sistema mundial.

109
La ascensión de Estados Unidos, después de 1945, a la hegemonía del
sistema mundial, hizo ideológicamente insostenible el mantenimiento de
la segregación formal en este país. Por otro lado, la misma hegemonía
hizo necesario para los Estados Unidos permitir una vasta inmigración
legal e ilegal desde los países no-europeos, tanta que dio origen al
concepto de «tercer mundo interno». Una contribución más de la
americanidad al sistema mundial.

La etnicidad necesitaba aún ser mantenida a flote por el racismo, pero


el racismo necesitaba ahora una carta más sutil. El racismo se refugió en
su aparente opuesto, el universalismo y, su derivado, el concepto de
meritocracia. Es en los debates de los últimos veinte años que
encontramos esta última contribución de la americanidad. Dada una
jerarquización étnica, un sistema de exámenes favorece,
inevitablemente, de manera desproporcionada a los estratos étnicos
dominantes. Esa ventaja adicional es lo que en el sistema meritocrático
justifica las actitudes racistas sin necesidad de verbalizarias: aquellos
estratos étnicos que se desempeñan más pobremente lo hacen así
porque son racialmente inferiores. La evidencia parece ser estadística; de
allí, «científica».

Esto nos lleva a la cuarta contribución de la americanidad, la deificación


y la reificación de la novedad, ella misma un derivado de la fe en la
ciencia, la cual es un pilar de la modernidad. El Nuevo Mundo era nuevo,
esto es, no viejo, no atado a la tradición feudal del pasado, al privilegio,
a las maneras anticuadas de hacer las cosas. Cualquier cosa que fuera
«nueva» y más «moderna» era mejor. Más aún, todo era presentado
siempre como nuevo. Puesto que el valor de la profundidad histórica fue
moralmente denigrado, su uso como herramienta analítica fue
igualmente desechado.

Fueron las independencias de América las que representaron la


realización política de esa novedad que se reputaba de mejor. A partir
de ahí, a medida que Norte América se separaba de Latinoamérica, su
ventaja fue adscrita por mucha gente al hecho de que encarnaba mejor
lo «nuevo», de que era más «moderna». La modernidad se convirtió en la
justificación del éxito económico; pero también en su prueba. Se trataba
de un argumento circular perfecto que desviaba la atención del
desarrollo del subdesarrollo. El concepto de la «novedad» fue así la cuarta
y quizás la más eficaz contribución de la americanidad al desarrollo y la

110
estabilización de la economía-mundo capitalista. Bajo la apariencia de
ofrecer una salida a las desigualdades del presente, al concepto de lo
«nuevo» empujaba e insertaba su inevitabilidad en el superego colectivo
del sistema mundial.

De ese modo, la americanidad fue la erección de un gigantesco escudo


ideológico al moderno sistema mundial. Estableció una serie de
instituciones y maneras de ver el mundo que sostenían el sistema, e
inventó todo esto a partir del crisol americano. Sin embargo, la
americanidad constituyó su propia contradicción. Porque la
americanidad ha existido demasiado tiempo en América; porque sus
consecuencias indirectas han llevado a tanto alboroto político-
intelectual durante cuatro siglos, la americanidad se ha expuesto a la
mirada crítica, y primero que todo en América. No fue casualidad el
hecho de que el análisis centro periferia se propagara en la escena
intelectual del mundo desde la CEPA L (Comisión Económica para
América Latina). No fue casualidad que la movilización política
antirracista recibiera su primer y más grande impulso en Norte América.

II

Separadas en el período colonial, las Américas se han articulado entre sí


directamente, desde el siglo XIX, hasta llegar a constituir juntas una parte
específica del sistema-mundo, en una estructura de poder cuya
hegemonía es detentada por Estados Unidos.

Desde fines del siglo XV hasta el siglo XVIII, fue en las colonias ibéricas
donde la producción era más variada y más rica y la sociedad y la cultura
más enraizadas y más densas. Sin embargo, esa situación es revertida
desde mediados de siglo XVIII. Al final del siglo, el Sur es periferalizado y
es derrotado el primer proyecto de independencia con real potencial
descolonizador (Túpac Amaru, en el Virreinato del Perú. El Norte, Estados
Unidos, conquista su independencia. Y desde el siglo XIX, su poder ha sido
continuamente dilatado hasta constituir la sede del primer poder
realmente mundial de la historia.

¿Qué condujo por tan distintos cursos la historia de América? La


explicación fundamental debe encontrarse en las diferencias en la
constitución del poder y en sus procesos, en cada momento y en cada
contexto históricos.

111
Para partir, la colonialidad en el área iberoamericana, no consistió
solamente en la subordinación política a la Corona metropolitana, sino,
sobre todo, en la dominación de los europeos sobre los aborígenes. En
cambio, en el área britano-americana, consistió de manera virtualmente
exclusiva en la subordinación política a la Corona inglesa. Eso quiere
decir que las colonias británicas se constituyeron, inicialmente, como
sociedades-de-europeos-fuera-de-Europa. Las ibéricas, como
sociedades de europeos y aborígenes. Sus procesos históricos serían,
pues, muy diferentes.

Eso responde a las conocidas diferencias entre las sociedades


aborígenes de cada una de las áreas. Pero que eso no fue lo único
importante salta a la vista si se recuerda que los británicos llamaron
naciones a las sociedades aborígenes del Norte y durante el período
colonial la trataron como a tales naciones, ciertamente subordinadas,
pero desde fuera de sus respectivas sociedades, como proveedoras de
pieles y otros materiales y aliadas en las guerras, entre los europeos.
Después de la Independencia, los norteamericanos prefirieron
exterminarlos en lugar de colonizarlos.

Los ibéricos, en cambio, discutían ardorosamente si los «indios» era


realmente humanos y tenían «alma», mientras conquistaban y destruían,
precisamente, sociedades aborígenes de alto nivel de desarrollo.
Esclavizaron y, en las primeras décadas, casi exterminaron a sus
poblaciones, sobre todo empleándolas como mano-de-obra-
desechable. Y a los supervivientes, en los escombros de sus sociedades,
los sometieron a relaciones de explotación y dominación, sobre las cuales
fueron organizadas las sociedades coloniales.

Es necesario, en consecuencia, volver la vista hacia las sociedades


colonizadoras para encontrar otros factores en la historia colonial.

Hay que recordar, primero, que con la conquista, colonización y


bautismo de América, al terminar el siglo XV, comienza la historia del
mercado mundial, del capitalismo y de la modernidad. La llegada de los
británicos a la otra América, poco más de un siglo después, ocurre ya
cuando esa nueva historia está en pleno proceso. En consecuencia, las
sociedades colonizadoras eran radicalmente diferentes y lo serán
también las modalidades de colonización y sus implicaciones sobre cada
metrópoli y sobre cada sociedad colonial.

112
En el momento del primer encuentro con América, España está
terminando la Reconquista e iniciando la formación del estado central. El
establecimiento de la dominación colonial en esas condiciones, tuvo
implicaciones peculiares en la sociedad ibérica. Durante el siglo XVI, la
Corona combina la centralización del estado con un modelo señorial de
poder, ya que destruye la autonomía, la democracia y la producción de
los burgos, para ponerlos bajo el señorío de la nobleza cortesana. La
Iglesia encarna la Contrarreforma y es dominada por la Inquisición. La
ideología religiosa legitima la expulsión de los agricultores y artesanos
mozárabes y mudéjares, así como de los comerciantes y financistas
judíos. Eso no evita que las riquezas coloniales estimulen la difusión de las
prácticas materiales y subjetivas del mercantilismo. Pero queda
estancado el tránsito entre el capital mercantil y el industrial en la
Península, lo que además se agrava durante la crisis europea del siglo
XVII.

La simultaneidad y el desencuentro entre las prácticas sociales


mercantilistas y los patrones y valores formales de origen señorial en la
sociedad ibérica, es el producto característico de ese proceso. Son la
sociedad y el momento fijados para siempre en la más grande imagen
histórica de la literatura europea: Don Quijote aún ve gigantes y contra
ellos arremete lanza en ristre; pero, no por casualidad, son molinos de
viento que lo reciben y dan en tierras con él.

Todo ello no habría sido, quizás, posible sin la súbita adquisición de las
inmensas metalíferas y del trabajo gratuito virtualmente inagotable de la
América colonial, que permitían el reemplazo de la producción local y
de las clases y grupos productores. De otro lado, la Corona se lanza a
expandir su poderío europeo, por motivaciones dinásticas de prestigio,
no de beneficios mercantilistas. Los ingentes gastos respectivos son
sostenidos por las riquezas coloniales; pero con la producción local
estancada, ellas son transferidas en beneficio de los banqueros
centroeuropeos y de los industriales y comerciantes británicos, franceses,
holandeses o flamencos. Como consecuencia, durante el siglo XVII
España pierde la lucha europea frente a Inglaterra, y las sociedades
ibéricas ingresan en un largo período de periferalización.

Las implicaciones de todo ello en la conformación de la sociedad


colonial fueron decisivas. El conquistador ibérico es mentalmente
portador de modelos de poder y de valores sociales de carácter señorial,
a pesar de que sus actos y motivaciones en la conquista corresponden a

113
las tendencias del mercantilismo. Por ello, en el primer momento de la
organización del poder colonial, detrás de la «encomienda indiana» y del
«encomendero» es discernible la sombra del patrón feudal. Pero en el
desmantelamiento del régimen encomendero, no mucho después, y en
la imposición de la centralización político-burocrática de las colonias
bajo el poder de la Corona, actúan ya las necesidades del mercantilismo.

Aquel orden político fue centralizado y burocrático, y en ese sentido no


feudal. Pero fue también señorial, arbitrario, patrimonialista y formalista.
La estructura productiva fue montada ante todo para el mercado
externo y fue desmedrado el mercado interno (lo que no equivale al
consumo interno, que ciertamente fue muy grande, especialmente el
señorial y el eclesiástico, pero cuyos elementos no pasaban, en su mayor
parte, por el mercado). El señorío se exacerbó en las relaciones con los
«indios» y los «negros», con todas sus implicaciones psicosociales (el
desprecio al trabajo, sobre todo el manual; el cuidado del prestigio social,
la «honra», y sus correlatos: la obsesión con las apariencias, la intriga, el
chisme, la discriminación).

El cambio dinástico por los Borbones en el siglo XVIII, no fue ventajoso


para las colonias. La nueva geografía de la administración colonial
española, benefició en la práctica los intereses del comercio inglés por el
Atlántico. Desarticuló la estructura productiva y comercial producida;
desangró financieramente las áreas más ricas en servicio de las guerras
de la Corona y estancó su producción manufacturera en favor de las
importaciones de la producción de las hasta entonces productivas
regiones. Y poca duda cabe de que fundó las bases de la
«balcanización» de las ex - colonias en el siglo XIX.

Por contraste, cuando los primeros colonizadores británicos


desembarcan en la otra América, ya a comienzos del siglo XVII, Inglaterra
procesa todas las tendencias sociales e intersubjetivas de la transición
capitalista que, inclusive, llevarán pronto a la primera revolución política
específicamente burguesa de Europa (Cromwell) y al primer debate
político - filosófico propiamente moderno de la historia europea, aunque
producido y moldeado en el matrimonio del poder con la inteligencia. Y
desde fines del siglo XVI, logra el dominio marítimo y la dominación del
mercado mundial en plena expansión.

La sociedad colonial britano-americana no fue el resultado de ninguna


conquista y destrucción de las sociedades aborígenes. Se organizó como

114
una sociedad de europeos en tierra americana. Pero, por encima de
todo, fue el caso excepcional de una sociedad que se configura
directamente, desde sus inicios, como sociedad capitalista, sin los
agrupamientos e intereses sociales, instituciones, normas y símbolos que
en Inglaterra correspondían aún a la historia señorial. Y con recursos
naturales largamente superiores. La producción se organiza primero para
el mercado interno y no al revés. Y se articula a la economía
metropolitana no solamente como proveedora de materias primas, sino
como parte del proceso de producción se organiza primero para el
mercado interno y no al revés. Y se articula a la economía metropolitana
no solamente como proveedora de materias primas, sino como parte del
proceso de producción industrial. El estado regula y dicta las normas,
pero no controla, ni es propietario de los recursos, ni de la producción,
como en el caso ibérico. Y ninguna iglesia es todopoderosa, ninguna
Inquisición se opone al desarrollo de la modernidad y de la racionalidad,
como en el área iberoamericana antes de los Borbones.

Inclusive el régimen esclavista se establece ya formando parte del


engranaje del capitalismo. Es verdad que produce y permite al señorío
en las relaciones sociales; pero modulado por el hecho de operar con
mercancías (incluido el esclavo), para producir mercancías, por
motivaciones y necesidades de beneficio. No se opone, sino impulsa la
innovación tecnológica que hace parte de la revolución industrial, al
revés del señorío ibérico sobre mano de obra «india» gratuita, cuya fuerza
de trabajo no es mercantilmente producida.

Los procesos de independencia tienen, por todo ello, lógicas e


implicaciones muy distintas en cada lado. Las colonias iberoamericanas
llegan al final del siglo XVII con economías estancadas, con patrones de
poder social y político en crisis. Derrotados el movimiento de Túpac
Amaru en 1780, las revueltas independentistas sólo corresponden muy
parcialmente a la revuelta anticolonial «india» o a las necesidades de la
expansión capitalista y de su control nacional. De hecho, en los centros
coloniales principales, la emancipación sólo culmina exitosamente
cuando los señores dominantes deciden autonomizarse respecto del
régimen liberal en la España de comienzos del siglo XIX. Se está lejos de
una revolución. Al terminar el colonialismo ibérico, en las excolonias no
están presentes fuerzas sociales hegemónicas o capaces de articular y
dirigir coaliciones hegemónicas para preservar la unidad política del área
iberoamericana, y ni siquiera para erigir y sostener establemente un

115
estado local. El caso de Brasil fue diferente. Pero no se independizó sino
mucho más tarde.

En cambio, las ex - colonias britanoamericanas se organizan


inmediatamente como los Estados Unidos de América, con un orden
político bajo una hegemonía social muy clara, con un estado fuerte, pero
con una sociedad civil provista de mecanismos para regular sus
relaciones con las instituciones estatales. La independencia combina las
exigencias del desarrollo capitalista nacional y las del debate político
ordenado sobre las nuevas bases de modernidad/racionalidad. Nada
sorprendente, en consecuencia, que en la perspectiva norteamericana
la independencia tenga el lugar de toda una revolución: la Revolución
Americana.

Las dos Américas ingresaron en el s. XIX son muy desiguales condiciones


y por caminos muy distintos.

Estados Unidos siguió un patrón de desarrollo, de nuevo, excepcional: se


fue constituyendo como nación al mismo tiempo que como centro
hegemónico imperial. De ello, el «destino manifiesto» es una ceñida
expresión ideológica.

Ese patrón ha tenido varias etapas y modalidades históricas. Primera, la


expansión territorial violenta que permitió a Estados Unidos duplicar en
menos de 80 años el territorio continental heredado, a costa del territorio
de los «indios» del Oeste y de la mitad del mexicano. Segunda, la
imposición de un cuasi protectorado sobre los países del Caribe y
Centroamérica, incluyendo el «rapto» de Panamá y la construcción y
control del Canal de Panamá, así como sobre Filipinas y Guam. Tercera,
la imposición de una hegemonía económica y política sobre el resto de
América Latina, desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Cuarta, desde
la Segunda Guerra Mundial, la imposición de su hegemonía sobre todo
el mundo, conduciéndolo a integrarse en un orden global de poder.

Dos factores decisivos deben ser anotados a ese respecto. Uno, el rápido
desarrollo capitalista de Estados Unidos, que ya a fines del s. XIX le permite
competir con Europa y con Inglaterra en particular. Dos, su asociación
hegemónica con Inglaterra después de la Primera Guerra Mundial frente
a Europa y América Latina, lo que finalmente llevará al apoyo británico
a la hegemonía mundial de los Estados Unidos.

116
Durante el mismo período, América Latina se «balcaniza»; se desangra en
guerras de frontera y en guerras civiles en cada país; el poder se organiza
sobre bases señorial-mercantiles; se estanca el desarrollo del capital y de
sus respectivas relaciones sociales. El pensamiento moderno, en esas
condiciones, sufre la kafkiana tortura del exilio interior o de la fuga
utópica. Las clases dominantes, eurocentristas, adoptan el mistificado
modelo europeo de estado-nación, para sociedades cuyo rasgo
fundante es aún la colonialidad entre lo europeo y lo no-europeo; y el
modelo liberal de orden político, para sociedades dominadas mercantil-
señorialmente. Todo ello permite la perduración del carácter
dependiente del patrón de desarrollo histórico y la subordinación al
imperialismo europeo, primero, y estadounidense después.

Durante el siglo XX, América Latina ha permanecido en gran medida


apresionada en el nudo histórico formado por el entrelazamiento entre
las cuestiones de nación, identidad y democracia; cuestiones y
problemas que en otros contextos, como los europeos, se sucedieron en
etapas. El desenlace o corte de tal nudo histórico pareció comenzar con
la revolución mexicana; pero la derrota de la revolución democrático-
nacional en los demás países, no solamente no resolvió el problema, sino
que abrió una crisis de poder no resuelta, cuya más ajustada expresión
es, seguramente, la perduración de ese peculiar animal político,
específicamente latinoamericano: nacionalista-populista-desarrollista-
socialista, cuyos componentes se combinan de muchos modos en cada
país y en cada situación.

III

Las Américas se preparan a ingresar en el siglo XXI casi con las mismas
desigualdades que en el siglo XIX. Pero a diferencia de entonces, no lo
harán ni separadas, ni por caminos diferentes, sino como partes de un
mismo orden mundial en el cual Estados Unidos ocupa, aún, el lugar
primado, y América Latina, un lugar subordinado y está afectada por la
crisis más grave de su historia postcolonial.

En la perspectiva americana del futuro, ciertos procesos merecen ser


puestos de relieve. Uno, la tendencia a una más sistemática articulación
entre las Américas, bajo la hegemonía de América del Norte (lo que
incluye tan secundaria como tardíamente a Canadá). Eso incluye el
creciente flujo migratorio desde todas las Américas hacia el Norte y en
particular hacia Estados Unidos. Dos, la mayor articulación interna de

117
América Latina, a pesar de las presiones en contra desde el capital
global, Europa, Japón, Estados Unidos. Tres, el desarrollo de la
descolonización en la producción de la cultura, del imaginario, del
conocimiento. En breve, la maduración de la americanización de las
Américas.

Las Américas son el producto histórico de la dominación colonial


europea. Pero no fueron nunca sólo una prolongación de Europa, ni
siquiera en el área britanoamericana. Son un producto original, cuyo
propio y sui generis patrón de desarrollo histórico, ha tardado en madurar
y abandonar su condición dependiente de su relación con Europa, sobre
todo en América Latina. Pero actualmente, si se atiende a los sonidos, a
las imágenes, a los símbolos, a las utopías americanas, es lícito admitir el
tiempo de maduración de ese patrón autónomo, la presencia de un
proceso de reoriginalización de la cultura en las Américas. Eso es lo que
podemos llamar la americanización de las Américas. El proceso es
apoyado por la crisis del patrón europeo.

La formación de Estados Unidos directamente como sociedad


directamente capitalista, fundó allí la utopía de la igualdad social y de la
libertad individual. Esas imágenes velan, por supuesto, las muy reales
jerarquías sociales y su articulación en el poder; pero también impiden su
sacralización y mantienen el espacio del debate y legitiman la
capacidad de regular desde la sociedad la acción del estado. En
América Latina, la persistencia del imaginario aborigen bajo las
condiciones de la dominación, ha fundado la utopía de la reciprocidad,
de la solidaridad social y de la democracia directa. Y bajo la crisis
presente, una parte de los dominados se organiza en torno de esas
relaciones, dentro del marco general del mercado capitalista.

Tarde o tempano, esas utopías americanas se encontrarán para formar y


ofrecer al mundo la específica utopía americana: La migración de
pueblos y de culturas entre las Américas y la gradual integración de todas
ellas en un único marco de poder, es o puede ser uno de sus vehículos
más eficaces.

118
6

ESTE ES EL FIN, ESTE ES EL COMIENZO*

Immanuel Wallerstein

Mi primer comentario apareció el 1º de octubre de 1998. Fue publicado


por el Centro Fernand Braudel (FBC) en la Universidad de Binghamton. He
producido comentarios el primero y el 15 de cada mes sin excepción. Este
es el comentario 500. Este será el último comentario que escriba.

Me he dedicado a escribir estos comentarios con total regularidad. Pero


nadie vive para siempre y no hay modo de que pueda seguir haciendo
estos artículos por más tiempo.

Así, hace algún tiempo me dije que haría el número 500 y después me
retiraría. Ya hice el número 500 y me retiro.

Mis comentarios tienen un formato especial. No son blogs, que son


escritos en que los escritores los van cambiando a su voluntad. Por el
contrario, se supone que mis comentarios sean permanentes y que no
cambien nunca.

Los comentarios han tenido un formato claro. Algunos, como en el


comentario número uno, el título es el tema. Pero con más frecuencia el
título es el tema según el modo particular que anoto a continuación.

El comentario abre con algunas cuantas palabras para atraer la atención


del lector, seguidas ya sea por una pregunta o por dos puntos. De ahí
sigue lo que podría decirse un subtítulo en que hago referencia concreta
a lo que este comentario alude. Éstas son unas cinco o seis palabras
adicionales.

*Fuente: https://billieparkernoticias.com/immanuel-wallerstein-este-es-el-fin-este-es-el-
comienzo-ultima-columna-en-la-jornada/

119
Pueden traducirse todos los comentarios y yo he intentado que se
traduzcan los más posibles. Las traducciones tienen un formato estricto.
Concedemos derechos de traducción gratis para las primeras mil copias
de la traducción inicial. Esto es para pagar los costos de traducirlos.

De nuevo, los comentarios deben seguir ciertas reglas. Nada puede


añadirse y nada puede suprimirse del comentario, que debe ser
reproducido en total fidelidad. Con el fin de garantizar que éste sea el
caso, la propuesta de una nueva traducción debe responderse de la
siguiente manera.

Primero, revisamos si antes se ha traducido un comentario. Si éste es el


caso, agradecemos a la o el proponente su interés y le indicamos que ya
se hizo. Les indicamos dónde puede hallar la traducción completa. Sólo
puede haber una traducción, y sólo puede haber una versión en inglés.

Hay un solo lenguaje al que se tradujeron todos los 500 comentarios. Este
lenguaje es el chino mandarín. Es más, la traductora siempre fue la misma
persona. Ella es una antigua estudiante mía y está muy familiarizada con
mi pensamiento. Otros lenguajes cuentan con muchos artículos
traducidos, pero sólo el mandarín los tiene todos.

Desde hace tiempo, están disponibles para su compra por publicaciones


con fines de lucro. Pueden entrar en contacto con mi agente: la Agence
Global. Aprovecho la ocasión para agradecer a todas las personas
involucradas en cumplir con estos acuerdos.

Soy yo, y nadie más, quien elige el tema del comentario y quien garantiza
la singularidad de la traducción. Todos los comentarios y todas sus
traducciones están archivados y están disponibles para cualquiera, sea
la persona que nos escribe con regularidad o simplemente alguien que
se sintoniza con nosotros por una sola ocasión. Estos comentarios son
miembros permanentes de la comunidad de los comentarios.

Es en este sentido que el presente comentario está llegando a su fin.

Es el futuro lo que es más importante y más interesante, pero es


inapresable inherentemente. Debido a la crisis estructural del moderno
sistema-mundo, es posible, posible pero no absolutamente cierto, que un
uso transformador de un complejo 1968 sea logrado por alguien o algún
grupo. Probablemente llevará mucho tiempo y continuará mucho

120
después del final de los comentarios. Es difícil predecir lo que configura
esta nueva actividad.

Así, el mundo puede seguir recorriendo senderos paralelos. O no. He


indicado en el pasado que pienso que hay una lucha crucial, que es la
lucha de clases, entendiendo clase en su sentido más amplio. Lo que
puedan hacer quienes vivan en el futuro es luchar consigo mismos para
que este cambio sí sea uno real. Sigo pensando, por tanto, que hay una
probabilidad de 50-50 de que ocurra un cambio transformador, pero sólo
50-50.

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