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Juventud y política en la obra de Los Redondos / Solari

POR MARCELO FIGUERAS SEP 1, 2019

El viernes 30 de agosto, FEDUBA —el sindicato de docentes de la UBA— nos entregó


un reconocimiento al Indio y a mí, por la trayectoria de ambos y por el libro que
escribimos en común, Recuerdos que mienten un poco. El texto que sigue es una versión
más prolija de lo que quise expresar entonces, en el escenario que nos prestó la Facultad
de Filosofía y Letras ubicada en Puán al 400.

Uno de mis libros favoritos en materia de estudios culturales fue escrito por Greil Marcus
y se llama Rastros de carmín. Es un ensayo donde Marcus argumenta que ciertos
movimientos de la vanguardia de comienzos de siglo pasado, como el dadaísmo y el
situacionismo, fueron antecedentes del punk. Alguna cabeza parlante de esas que opinan
compulsivamente por las redes y están enfermas de literalidad diría que es un disparate,
desde que gente como Sid Vicious no oyó hablar nunca de Marcel Duchamp. Pero
ninguna explosión es consciente de estar explotando. Si algo hay que concederle a Marcus
es el valor de postular que, en materia de movimientos culturales, no hay combustiones
espontáneas. Por brutalista que parezca, por negador de todo lo que lo antecedió, ningún
movimiento cultural carece de una historia secreta.
«Cada nueva manifestación cultural reescribe el pasado —dice Marcus—, toma a viejos
malditos y los convierte en héroes nuevos… Los actores del presente hurgan el pasado en
busca de antecesores, porque el linaje es legitimidad y la novedad es duda».

Si nunca leyeron el libro, corran a buscarlo. Es


inspirador, en tanto plantea hipótesis que nunca se nos
habrían ocurrido y encuentra ligazones entre
fenómenos que no parecían ligados por nada. Así que
bájanselo de algún sitio, ya que la edición es española
y en este momento debe estar tan cara como un kilo de
yerba Playadito.
Desde que empecé a trabajar con el Indio en su
(auto)biografía, Recuerdos que mienten un poco, no
pasó un mes sin que me viniese a la mente el subtítulo
del libro de Marcus: Una historia secreta del siglo XX.
No porque los libros tuviesen intenciones semejantes
—pertenecen a géneros disímiles: una biografía fija
hechos que pretende indiscutibles, mientras que un
ensayo debería subvertirlos—, sino porque, a medida
que el Indio desovillaba las anécdotas que hasta
entonces había mantenido ocultas, yo adquiría la
sensación de que nuestro libro iba a terminar
constituyendo —de modo involuntario, insisto— una
historia secreta de los últimos 70 años de la Argentina. Cifra que, desde que Macri la
utilizó para ponerle fecha al origen presunto de todos los males nacionales, liga la edad
de Solari con el inicio del peronismo.
El Indio forma parte de lo que podríamos llamar la
generación de los ’70; y se guisó en la matriz cultural
de una ciudad universitaria y por eso plural y creativa
como La Plata. (En la que también, vale señalarlo,
hicieron sus primeras armas por aquellos mismos años
Néstor y Cristina Kirchner.) Pero, quizás porque era
hijo de padres añosos que se lo permitieron todo y
porque tenía un hermano diez años mayor que ya había
actuado ante sus ojos dos sendas del deber ser de la
época—la militancia política formal en la UES, y más tarde la carrera militar—, prefirió
el camino de la experimentación. (O si prefieren, para ponerlo en los términos que se usan
en la calle, de la picardía.)
Las historias de la Argentina contemporánea suelen hacer foco en la militancia
revolucionaria de los jóvenes de los ´70. Pero el derrotero de Solari y del grupo de
delirantes que orbitaban a su alrededor señalaba un camino paralelo, y por ende articulaba
una historia secreta de su tiempo. Una historia también llena de víctimas jóvenes, que en
este caso fueron pasto de las adicciones y la locura; pero que, precisamente por haberse
sustraido a las corrientes del mainstream juvenil de entonces —que empujaban hacia la
militancia política formal—, nos permite entrever que la represión no estaba dirigida de
modo exclusivo a los jóvenes con afinidad partidaria o movimientista. En todo caso, el
brazo militar era la expresión más salvaje de una estructura de poder. Pero esa misma
estructura tenía claro que no sólo era enemiga de los jóvenes militantes: su deseo de
muerte apuntaba, más bien, a todos los jóvenes en general — o para ser más preciso, a
todos lxs jóvenes que estuviesen dispuestos a ser jóvenes.
No olvidemos que, hasta entonces, la juventud no había existido como tal. Según la
Historia atestigua, la especie pasaba de la escuela al taller o la fábrica, a la guerra, a la
responsabilidad familiar. Recién en el mundo de posguerra los baby boomers —aquellos
que nacimos entre 1946 y 1964— pisamos el freno y nos negamos a entrar
automáticamente en aquel túnel para el que hasta entonces no existía alternativa. El
recambio acrítico que había sido la norma, ese recoger la antorcha que nos pasaban
nuestros padres para prolongar la misma carrera, voló en mil pedazos. Y todo fue puesto
en cuestión: el significado del trabajo, el valor del dinero y de la patria como máquina de
guerra, la estética clásica y tantas otras cosas que parecían basales. «Pasar de un trabajo
que no te gusta a mirar una pantalla en la que otros viven más intensamente que vos…
Eso, en los términos más generales, es la vida en los Estados Unidos», escribió el
ensayista y novelista Michael Ventura, tal como Marcus lo cita.

La estructura del poder económico y


político respondió con virulencia, porque
tiene tolerancia cero con todo cambio que no
sea cosmético. (Su esencia es gatopardista.
Por eso es posible que los sectores más
reaccionarios de sociedades como la nuestra
se presenten como adalides del cambio sin
ponerse colorados.) Hoy no es posible leer
ciertos acontecimientos desde la ingenuidad
con que fueron recibidos en su momento. Pelis como Érase una vez en Hollywood, de
Quentin Tarantino, y series como Mindhunter, regresan a la obsesión de nuestra cultura
con Charles Manson como momento pivotal: parafraseando al J. G. Ballard más
vanguardista, autor de textos como El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado
como una carrera de autos barranca abajo y Por qué quiero cogerme a Ronald
Reagan, lo que ocurrió el 9 de agosto de 1969 en Los Ángeles debería ser titulado El
asesinato de Sharon Tate considerado como un golpe contrarrevolucionario. Nadie sabrá
nunca qué pasaba dentro de la cabeza de aquel ex convicto diminuto, que le entraba a
cualquier cuento que le permitiese venderse como alguien más importante de lo que tenía
derecho a ser. Lo cierto es que los crímenes perpetrados por sus discípulos fueron
narrados oficialmente de modo que pusiese fin a las aspiraciones de la Era de Acuario: a
partir de entonces los hippies dejaron de ser pacifistas antisistema para convertirse en
drogadictos peligrosos, capaces de apuñalar a una embarazada.

John Ehrlichman y su líder, el Presidente Richard Nixon.

Tampoco hay que olvidar la confesión de uno de los funcionarios de Richard Nixon, John
Ehrlichman, que fue efectuada en 1996 y salió a la luz recién en 2016. Ehrlichman confesó
que la Guerra Contra las Drogas lanzada en 1969 —el mismo año del asesinato de Tate—
, a la que por lo demás no se le ha puesto fin desde entonces, fue en realidad una operación
de inteligencia. Ehrlichman dijo que Nixon era consciente de quiénes representaban la
oposición más feroz a su administración: la izquierda antibelicista y la minoría negra.
«Haciendo que el público asociase a los hippies con la marihuana y a los negros con la
heroína y criminalizando ambas sustancias, podíamos emprenderla contra ambas
comunidades», le dijo Ehrlichman al periodista Dan Baum. «Eso nos habilitaba a arrestar
a sus líderes, meternos en sus casas, disolver sus reuniones y vilipendiarlos noche tras
noche en las noticias. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo respecto de las drogas? Por
supuesto que sí».
A eso se refiere el Indio cuando dice que los ’60 fueron «tres putos años, nomás», lo que
va del ’67 al ’69: el tiempo que le llevó al poder encontrar la manera de aplastar el intento
de una generación de producir un cambio real, copernicano, respecto de los valores de la
sociedad.
Los «baby boomers» que querían ser libres: una insurrección que había que aplastar.

Nosotros también recibimos pruebas abundantes de que la estructura del poder actuaba
como Saturno, aquel dios mitológico que devoraba a sus hijos para no ser derrocado.
Porque aún cuando diezmaron a la generación de Solari, los Kirchner y tantos otros, la
guerra contra los jóvenes no cesó. Cambiaron las excusas, nomás. La justificación de la
violencia contra los jóvenes mudó de envase, gatopardistamente: se los odió porque eran
pobres y chorros potenciales, se las odió porque eran jóvenes y pedían a gritos que se las
agrediese sexualmente, se lxs odió porque militaban en política y se parecían —esto no
es invento mío, lo dijo una periodista popular aunque en decadencia— a las Juventudes
Hitlerianas. Lo que no cambió fue el odio hacia los jóvenes, o hacia todos aquellos que
nos rehusásemos a perder la juventud mental.
Los que éramos adolescentes durante la dictadura fuimos obligados a parecer viejos para
sobrevivir, a sacrificar la diversidad propia de la juventud: vestirnos todos iguales, como
chetitos, nos hacía sentir a salvo. Mi generación fue aquella a la que los poderosos
apelaron para que peleásemos por ellos en Malvinas. La repentina inconveniencia de la
música en inglés tuvo el efecto colateral de abrir las puertas a los rockeros que hasta
entonces no tenían llegada a las radios ni a la TV; y entonces comenzó una primavera
para los jóvenes que duró un suspiro, hasta los primeros meses del gobierno democrático.
A partir de ese momento, toda crítica al gobierno de Alfonsín, por tibia que fuese, era
tildada de desestabilizadora. A mí me echaron de Canal 7 por haber preguntado en la
revista Humor por qué el gobierno no transmitía por TV los alegatos del juicio a las
Juntas. Y cuando hubo una asonada militar y acudimos a la Plaza en defensa de la
democracia —la inmensa mayoría éramos jóvenes—, Alfonsín dijo que la casa estaba en
orden y nos mandó a cucha. Y lxs jóvenes volvimos al desierto.
«Felices Pascuas. ¡La casa está en orden!» Hoy, en cambio, el Presidente nos manda a
dormir.

En este contexto, una banda delirante que venía de La Plata empezó a brillar de modo
cada vez más incómodo. La encabezaba un tipo que era más grande que los músicos del
momento; que había sobrevivido a la dictadura exiliándose en las circunvalaciones más
remotas de su propia mente; y que se asumía moldeado por experiencias políticas de otro
cuño, desde que la juventud de los Estados Unidos creó sus propias organizaciones en
vez de meterse en los partidos tradicionales. Sus conciertos daban pie a eventos que
estaban más cerca del happening contracultural que del show rockero; su música era
energética y las letras entre divertidas y surrealistas. Su opción por la autogestión —que
al principio había sido mandatoria, desde que nadie les daba bola, y después persistió para
proteger un kiosko que ya habían puesto en marcha a pulmón— los singularizaba como
rebeldes en un contexto donde los artistas se desvivían por firmar contratos con una
multinacional; su resistencia a aparecer en los medios también contrastaba con la
desesperación general por mostrarse en pantallas y radios (una decisión fundada en el
placer —no dejarse manosear por los del Moro del momento— aparecía como el negativo
perfecto de los artistas dispuestos a hacer cualquier cosa que el medio demandase); y esa
módica rebeldía, tan ideológica como funcional, les confería un filo que les permitió
adquirir pátina de banda cool.
Pero en el contexto de la equívoca «Primavera Alfonsinista», donde la norma eran las
bandas vasodilatadoras —de Viuda e Hijas hasta Los Abuelos de la Nada y Virus—, Los
Redondos no desentonaban. Podrían haberse conformado con ser la versión ilustrada de
Los Twist; o una banda pachanguera, precursora de Los Auténticos Decadentes. Pero el
Indio, que había empezado todo aquello como una joda entre amigos que no paraba de
reinventarse, intuyó que había accedido a una plataforma que podía servir para canalizar
otras, mejores inquietudes. Y por eso, en vez de lanzar Gulp II en 1986 y replicar el éxito
de La gran bestia pop con La gran bestia reggae, concibió un disco que no podía ser más
provocador y se llamaba Oktubre, en doble referencia a eventos históricos que por
entonces estaban mal vistos y carecían de todo prestigio. En plena desmovilización
política alentada por el alfonsinismo, cuando ya se había lanzado el Plan Austral —una
seudo moneda que pretendía evitar la hiperinflación— y Alfonsín había borrado con el
codo del Punto Final lo que había escrito con las Juntas, Los Redondos rescataban la
revolución bolchevique y el mes fundacional del peronismo y ponían en la tapa,
Rocambole mediante, una movilización obrera y una catedral en llamas. Había tres
canciones en las que se hablaba de bombas.
Mucha gente considera que Oktubre es su mejor disco. Yo no estoy de acuerdo, pero
entiendo que sea el más relevante porque es la obra con la cual la banda planteó dónde
quería pararse y a qué aspiraba, aquella que lo cambió todo. A partir de entonces, Los
Redondos dejaron de ser tan sólo una banda para reperfilarse —je— en la dirección del
fenómeno socio-político-cultural que terminarían por detonar. Por aquel entonces el punk
ya había languidecido en el Hemisferio Norte; acá existían todavía bandas que se definían
de ese modo y practicaban la ferocidad musical que caracterizaba al género, pero en la
Argentina el punk como modo de vida nunca superó los confines del arenero donde
juegan las minorías. Yo sé que es riesgoso comparar fenómenos que se verifican en
lugares distintos y en circunstancias diversas, pero —aunque más no sea para honrar la
osadía de Greil Marcus— voy a aventurarme a decir que Los Redondos fueron lo más
parecido al punk que vivimos acá.
No sólo por su ética amateur, que de todos modos no era poca cosa. Hay algo
del approach de Los Redondos a la música que podría asimilarse al espíritu del punk: el
deseo de expresarse por encima del virtuosismo (en aquella época se hablaba del principio
D.I.Y, por do it yourself, hágalo usted mismo), la autogestión al margen de las
corporaciones (aunque gran parte del movimiento terminó fichando para las grandes
discográficas) y la conciencia de que cada concierto era la puesta en escena de un cabaret
político donde hasta una escupida tenía sentido como gesto. Pero lo más punk del
fenómeno Redondos no pasaba tanto por el desempeño estricto de la banda sino por el
efecto que producía en aquellos que la seguían a todas partes.
Presentación de «Oktubre» en Paladium: una insurrección en marcha.

Para empezar, Los Redondos se conducían de un modo que, nuevamente en contraste con
las bandas difundidas y bancadas por las corporaciones, era más bien esotérico. Para
descubrir cuándo iban a volver a tocar y dónde, tenías que esmerarte; en el mejor de los
casos habría un avisito mínimo en algún suplemento, pero lo más seguro era no perder el
contacto con la comunidad que se había creado ad hoc, los miles de grupetes que se
habían bautizado a sí mismos como una extensión del grupo — o sea, los
redonditos. (Marcus rescata las palabras de uno de los difusores del punk en Los Ángeles:
«La escena original dependía de gente que se aventuraba y creaba sentidos a partir de
oscuros fragmentos de información».) Además, asistir a un concierto significaba una
experiencia totalmente distinta a la de los shows de las otras bandas. En cualquier otro
concierto, uno atendía respetuosamente y aplaudía cuando correspondía. Ir a ver a Los
Redondos suponía, en cambio, poner el cuerpo: disponerse a ser empujado y empujar, a
ser bañado por líquidos o licores, a participar del delirio abajo o incluso arriba de la escena
— en suma, a correr riesgos, en un tiempo donde el mainstream le daba la espalda a todo
lo que recordase el peligro de la dictadura.
Uno de los oscuros volantes que circulaban por entonces.

Lo definitorio era la forma en que el show hacía sentir a sus participantes. Para describirlo,
nada mejor que apelar a un textual de Joe Strummer, cantante y guitarrista de The Clash.
Cuando sus amigos le preguntaron por qué había formado una banda, Strummer dijo:
«Ayer yo pensaba que era una mierda, una mugre. Entonces vi a los Sex Pistols y me
convertí en un rey».
Puede que no sea adecuado describir a Los Redondos como una banda punk, pero ese era
el efecto que tenían en la gente que iba a escucharlos. Tan pronto como dejaron de ser la
novedad que consumía un público selecto y empezaron a seguirlos los pibes desangelados
de la periferia, Los Redondos fidelizaron a una juventud —masiva, por cierto— que no
encontraba cobijo en ningún otro lado. Aquellos a quienes la desmovilización política del
alfonsinismo había dejado huérfanos de norte, sumados a las legiones que el menemismo
iría expulsando del sistema convirtiéndolas en indeseables —recordemos que la obsesión
por la inseguridad y la transformación de los pibes desocupados en amenazas se inició
entonces—, peregrinaron en números crecientes donde fuera que Los Redondos
decidiesen tocar. En su vida diaria, esos pibes y pibas eran ninguneados, sospechados,
despreciados, perseguidos, humillados. El único lugar donde se sentían acogidos, donde
se les reconocía que tenían tanto derecho a ser felices como un egresado del Cardenal
Newman y del que se iban sintiéndose reyes y reinas, era aquel donde ocurriese un
concierto de Los Redondos.

Fue en los ’90 que se convirtieron en un fenómeno que excede lo artístico, y que se
prolongaría y multiplicaría en este siglo durante la travesía del Indio solista. Por eso
resulta difícil seguir su desarrollo a través de las páginas culturales de los medios. El Indio
bromea que es más fácil ubicar las huellas de la banda en las páginas policiales o de
interés general, que sólo potenciaron el equívoco que suele adherirse a los fenómenos que
desafían las herramientas tradicionales de comprensión y producen mareos en la
Academia. En la Inglaterra de los ’70, los Sex Pistols fueron denunciados en el
Parlamento como una amenaza al estilo británico de vida, condenados por los socialistas
como fascistas y por los fascistas como comunistas. En la Argentina de los ’90 en
adelante, Los Redondos y Solari fueron denunciados como plaga social, nihilistas,
responsables de un culto pagano, pornógrafos, vándalos, comerciantes disfrazados de
anarquistas, delincuentes anticapitalistas, conservadores y avantgardistas. No eran nada
de eso, al menos no exactamente, pero al mismo tiempo no cabe duda de que algo debían
estar haciendo bien. Marcus recuerda disfrutar de los Sex Pistols aunque más no fuese
porque hacían subir la presión de cierta gente. Cuando uno repara en la clase de gente a
quien Los Redondos entonces y Solari ahora siguen poniendo nerviosa, podrá no saber a
ciencia cierta qué etiqueta corresponde pegar a su obra pero aún así entiende que algo en
ella debe valer bien la pena.
Típica cobertura mediática de un show de Los Redondos.

¿Era este un efecto buscado por la banda? Creo que no. Pero, al mismo tiempo, asumo
que en una sociedad que procuraba sistemáticamente la sumisión de los jóvenes, la firme
adhesión de estos artistas al principio del placer —eso de hacer lo que deseo hacer y nada
más, siempre y cuando no perjudique involuntariamente a nadie— no podía sino
propagarse por el tejido social como un virus de esos que en los cómics te convierten en
superhéroe.
He dicho más de una vez, sólo a medias en joda, que Los Redondos araron el terreno
donde germinó más tarde el kirchnerismo. No insistiré en la hipótesis, para no ser injusto
ni con los artistas ni con el movimiento político. Pero de todos modos creo que Los
Redondos reunieron a una juventud que estaba cayéndose del mapa, la dotaron de un
sentido de pertenencia, le regalaron rituales que la identificaban como parte de una
comunidad y le ofrecieron banderas que establecían un código ético-político propio: las
frases que lxs pibxs usan para entenderse y trazar una línea de arena desde entonces — lo
que va de la invocación a no dejar que nos secuestren el estado de ánimo que
cerraba Oktubre al si no hay amor, que no haya nada del Indio solista.
Tan pronto la política volvió a pensar en lxs jóvenes como protagonistas, no sólo los
encontró dispuestos: los halló preparados para militar y a la vez cuidarse entre ellos,
después de oír durante años la pedagogía que el Indio impartía desde los escenarios. Los
Redondos fueron un puente que permitió a más de una generación de argentinos seguir
siendo joven sin perder la ternura. Lejos de bestializarse como pretendía la otra
pedagogía, aquella que baja desde las alturas del poder —que los quiere bestias porque
los animales sólo se dividen en dos categorías: los sumisos y por ende domesticables o
comestibles y los salvajes, a los que se reprime y/o encarcela—, los jóvenes se
aproximaron a la política como un ámbito natural, donde se amasa una noción con la cual
se habían familiarizado escuchando la música y asistiendo a los conciertos de Los
Redondos: el bien común. La adscripción partidaria era lo de menos, siempre y cuando
se mantuviese dentro del arco definido por Oktubre: respetando los principios de la
izquierda internacional cocinada en los ’60 y sin sacar nunca los pies del plato del campo
popular.
Esas canciones habían descripto para ellos el mundo de los adultos, lleno de pícaros y de
psicópatas de los que había que cuidarse; en cambio, cuando hablaban de jóvenes, las
canciones los pintaban siempre llenos de gracia aun cuando lidiasen con las situaciones
más indignas. («Nunca pudo comer del queso / sin que la trampera la aplaste», dice el
Indio en La murga de la virgencita, esa canción sobre una prostituta de 13 que se ve
obligada a entregarse a los camioneros y que, habiendo sido editada en el año 2000, podría
ser escrita hoy para describir la Argentina post-Macri.) Aun cuando la violencia que
mamaron desde el vientre materno los ha envilecido, conservan una elegancia que
reclama nuestra entera atención: pueden ser «siniestros», como el protagonista de Rato
molhado, pero nunca dejan de ser a la vez «gentiles» — «Una sombra chinesca / que
encandila a la muerte / y se va». ¿Acaso existe otra canción o poesía que rinda mejor
homenaje a la dignidad de estxs pibxs a los que el poder tortura a diario ante nuestra
impotencia?
Sin las canciones de Los Redondos y del Indio, no hay forma de entender la Argentina de
los últimos cuarenta años. Son la versión sonora de nuestra Gran Novela, aquel relato que
encapsula la totalidad de nuestro tiempo —desde el indio posta hasta el psicópata que
heredará el futuro— mientras cuenta lo más hondo de nuestra vileza y describe el sueño
al que aspiramos todavía. Más temprano que tarde, la Argentina terminará siendo
gobernada por las generaciones moldeadas por su sensibilidad. Déjenme, entonces,
alentar la esperanza de que los adultos que crecieron al calor de esta obra nos empujarán
a salir definitivamente de estos ciclos de muerte que regurgitamos por enésima vez,
alternando comedia y tragedia.
«El nuestro —dice Greil Marcus, hablando del punk cuando podría estar hablando de Los
Redondos y Solari— es el mejor de los esfuerzos concebidos hasta ahora para ayudarnos
a salir de una vez por todas del siglo XX». Yo sé que explicar este fenómeno es tan difícil
como explicar el peronismo, pero eso no nos impide avanzar de su mano. Por eso Marcus
afirma que, aunque los misterios reales suelen no tener solución, convertirlos en misterios
mejores está ahora y para siempre en nuestras manos.

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