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Sustantivo abstracto

Cecilia es una chica como cualquiera. Tiene buenas notas y, a veces, malas. Usa aparatos fijos
en los dientes y escupe un poco cuando habla como todos los que usan aparatos. Sus padres se
separaron como los padres de Tomás, de Romina y de Luis. Pero nadie está tan triste como ella.
Porque ni Romina ni Luis tienen un perro. Y Cecilia sí. El perro se llama Laica, como el primer
perro que llegó a la Luna. (Cecilia está segura de que, si la dejaran, su Laica podría ser astronauta
también.)
- Las palabras que describen se llaman cualidades o adjetivos –dice la maestra.
Negra, inteligente, guardiana, escribe Cecilia.
Laica es muy negra y tiene una oreja parada y otra que siempre se le dobla por la mitad. Eso no
es una cualidad sino un defecto, opina el padre, y por eso no puede participar de competencias con
otros perros ovejeros. Menos mal; Cecilia piensa que si participara se convertiría en un perro
estúpido como las modelos que mira su hermano por la tele, que cuando hablan sólo dicen pavadas.
Y Cecilia está segura de que, si Laica hablara, sólo diría cosas sensatas. Porque Laica entiende todo
lo que ella le dice. Por eso prefiere hablar con Laica que con Andrés, su hermano, que siempre la
contradice en todo.
Estúpida, sensata, escribe Cecilia. La palabra sensata no entra entera en el renglón.
-Así no se separa sensata, Cecilia –dice la maestra-. Sen – sa - ta.
Cuando los padres de Cecilia se separaron, dividieron prolijamente todo lo que había en la casa.
Hasta la casa misma, porque la vendieron y se repartieron la plata. Para vos el televisor, para mí el
lavarropas; para vos la lámpara, para mí el florero; para vos la radio, para mí la cámara de fotos. Se
dividieron el juego de sábanas y el de toallas. Los cepillos de dientes y la cajita de jabones.
Cuando llegaron al perro, Cecilia temió que con el afán de dividir todo, se les ocurriera dividirlo
también. Para mí la cabeza, para vos la cola. Pero no. Fue mucho peor.
-El perro me lo llevo yo –le dijo el padre a la madre-, vos no estás en todo el día y en un
departamento no lo podés tener.
Las palabras del padre revelaron de golpe tres tragedias: vivirían en un departamento, la madre
volvería a trabajar todo el día y al perro –el padre dijo “el perro” y no Laica- se lo llevaría el padre.
Eso le dijo el padre a la madre. Y la madre no dijo nada. Sólo afirmó tristemente con la cabeza.
-Las palabras que se ven y se tocan son sustantivos –dice la maestra.
Perro no es un sustantivo. Laica tampoco. Si no vive con ella en el departamento nuevo, no la
puede ver ni tocar.
Perro es un sustantivo común. Laica es un sustantivo propio.
Cecilia piensa que lo que era propio ahora le es ajeno: en su casa viven ahora una mujer con
cara de tortuga, un hombre que se cierra mal los botones de su camisa y un chico que, cuando ella
pasa y mira hacia el jardín que era de ella, le saca la lengua.
El departamento en el que ahora viven con su madre, que tiene tres ventanas y las tres dan al
departamento de enfrente, vivía antes una mujer con tres gatos que arañaron todo el empapelado de
la pared. (Cecilia piensa que le gustaría ser gato para poder hacer lo mismo.)
En la nueva casa del padre está el televisor que era suyo y que Cecilia encendía cuando tenía
ganas y ahora, para encenderlo, tiene que pedir permiso a la nueva mujer del padre. En el baño está
el cepillo de dientes que antes estaba en su casa y que ahora está en la casa del padre.
Laica tiene una casa de madera propia en el nuevo jardín del padre pero no puede entrar en la
casa: la nueva mujer del padre no se lo permite.
-Tristeza es un sustantivo abstracto. No se ve ni se toca –dice la maestra.
Laica está triste y tiene las dos orejas dobladas. Ya no puede acostarse en la cama de Cecilia, ni
sobre la alfombra de su pieza, ni mirar televisión con ella.
La tristeza de Laica se ve y se toca.
-Uno, dos, son adjetivos cardinales. Primero, segundo, son adjetivos ordinales –dice la maestra.
“Marisa es como tu segunda madre”, le explicó el padre a Cecilia, haciendo una pausa entre
cada palabra como si estuviera dictando una carta a un idiota.
“Y el hijo que vamos a tener va a ser como tu segundo hermano”. Cecilia piensa que las
segundas partes de las películas siempre son malas. Y la madre de su segunda madre, ¿será su
segunda abuela? Romina, que de eso entiende, dice que si uno tiene una segunda familia, en los
cumpleaños uno recibe más regalos.
El padre le prometió un perro. Un chiguagua. Cecilia le preguntó al padre si también sería como
su segundo perro para ella. El padre no contestó, pero Cecilia imaginó a Laica al lado del chiguagua
y confirmó su teoría de que las segundas partes siempre son malas.
La maestra sigue hablando. Con el pelo enrulado pegado a sus orejas, parece un cocker.
Cuando termine la clase va a preguntarle cómo se transforma un sustantivo abstracto en uno
concreto. Para que los padres puedan ver y tocar su tristeza.

Klein, Irene. 1997. Cuentos de estación.


Buenos Aires. Plus Ultra.
Una historia sencilla

La Juana vendía verduras por las calles de Jujuy. Llegaba a la ciudad desde las quintas de Chisjra,
al otro lado del Puente Pérez. Montaba un viejo caballo tobiano, sobre el que se destacaban, parejas
y repletas, las árganas con papas, lechugas, zanahorias, cebollas y legumbres diversas.
La Juana se enhorquetaba sobre las ancas de la bestia y pasaba por las callejas jujeñas recién
amanecidas. No se bajaba nunca. Hacía que el tobiano trepara la vereda, y desde él, golpeaba con
un pequeño rebenque sobre la puerta, hasta que las chinitillas salían a comprarle cosas.

Su voz era un rumor que moría exactamente en los oídos de sus compradores. Porque la Juana
pertenecía al gremio de los compradores sin pregón. Nunca golpeaba una puerta dos veces.
Esperaba un rato después del llamado, y si nadie salía a atenderla, dirigía su caballo lentamente
hacia otros zaguanes. Lucía la Juana, sobre el tono de su tez -moreno cerril-, un marcado color rojo
artificial, de compostura un tanto desordenada.

Casi siempre una mejilla estaba algo más encendida que la otra. ¿Sabe qué hacía? Pues antes de
cruzar el Puente Pérez y entrar a la ciudad, tomaba de la orilla del camino un puñado de flores
punzó, una de esas campánulas que llaman flor de la maravilla; con esas flores todavía húmedas del
rocío mañanero, encendía el tono de su rostro, refregando los pétalos sobre sus mejillas cobrizas.

Y así, con sus dieciocho años sin lujos ni feriados, sin mantilla ni zapatos, pasaba por las calles,
muda y tímida, sobre el tobiano lerdo, paseando quizás -mientras trabajaba-, un rayito de coquetería
campesina, un pedacito de amalhaya cuya esperanza le entibiaba el anticipado invierno de su
corazón.

Un día, casualmente, sorprendimos su regreso, por la senda que pasa frente al rancho de Tolaba y
toma hacia las playas anchas y pedregosas del río Chisjra. Bajo el sol del mediodía -que hacía
achicar los ojos- vimos a la Juana apearse de su caballo, acercarse a la corriente del río, y lavarse
cuidadosamente el rostro. Estaba quitándose el color encendido de sus mejillas. Claro, en su rancho
no le hubieran permitido tanta audacia.

Desde ese día la Juana fue para nosotros una persona importante. Antes la habíamos visto como un
paisaje; como un pedazo de montaña jujeña desplazándose sobre la mañana de la ciudad, con su
poncho de tres colores, sus fuertes piernas oscuras, sus sandalias indias húmedas y gastadas, su
mano regordeta, mano hombruna, con un pequeño anillito de plata en un dedo; su cara de kolla sin
edad definida, su sombrero de anchas alas y las dos trenzas negrísimas y largas. Era tal su timidez,
que apenas si miraba cuando alguien la saludaba o le preguntaba alguna cosa que no tuviera que ver
con las legumbres.

Un día dejó de aparecer por las calles jujeñas. Ya no se vio al tobiano subir mansamente las veredas
y arrimarse a las puertas. Ya no paseaba la Juana su silencio por las calles, su colorcito prestado, su
figura de muchacha proletaria, de kollita quintera, de verdulerita ambulante, sin pregón ni feriado.
Hasta que una tarde, una vecina nos dijo que la Juana estaba a su servicio, ayudando a una vieja
cocinera. Y nos contó que en mala forma los dueños de esas quintas habían desalojado a los
arrenderos, y entre ellos a la Juana y sus padres. Les habían tirado los catres al camino y unos
milicos a caballo habían hecho rastrojo las hileras de lechugas y verduras. Los tatas de la kollita se
habían ido para el lado de San Pedro y la Juana se había conchabado en la ciudad, cerca de nuestra
casa.

Parecerá esta una historia sin importancia, una sencilla historia de una serranita jujeña. Es posible
que así sea. Tal vez le resulta entretenido leerla a ese sector de gentes curiosas que se asoman al
Reader's Digest para acortar un viaje en tranvía o para discutir luego colaborando con los
corruptores de la esperanza humana.

Pero hay un detalle todavía: la Juana tenía libre salida los domingos. Otras muchachas salían a ver a
sus parientes, a sus amados, a sus amigos. Se iban a los ranchos de los trabajadores, donde no
faltaba una zamba del pago, o una quena desgranando un yaraví nostálgico.

La Juana, sola, se encaminaba hacia el Puente Pérez; cruzaba por la senda frente al rancho de
Tolaba; se allegaba a la playa de Chisjra y se detenía al final sobre el cerco de aquella quinta de
verduras en que nació y trabajó y la que tuvo que abandonar, obligada de mala manera.

Y cuando volvía a la casa de sus patrones, éstos notaban en el rostro de la Juana un color encendido,
primavera prestada por una flor del camino.

Y nosotros pensábamos, desde lo hondo del alma criolla y del amor a la tierra, en todo lo que
tenemos que rendir, con patriótico esfuerzo, para que los proletarios del campo tengan su tierra y la
siembren cantando; para que los desalojos y atropellos a trabajadores rurales sean un día un
recuerdo malo, definitivamente superado; y para que la Juana sienta que la vida es buena, y llene de
alegría su corazón ya sin primaveras prestadas ni limosnas que envilecen.

Atahualpa Yupanqui (Jujuy 1930)

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