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Como hemos visto en el anterior recorrido por el pensamiento utópico, la utopía ha ido siempre
acompañada de un idealismo que, contemplado desde un punto de vista crítico y cercano a la
realidad, ha contribuido a su devaluación entre los más escépticos. Así, a lo largo de la historia,
han sido muchos los teóricos que, pese a no centrar su obra en la utopía, han tratado este tema con
cierta profundidad. Es este el caso de dos grandes personajes que, pese a vivir en épocas distintas y
desarrollar sus doctrinas en contextos históricos muy distintos, han marcado con sus teorías,
muchas de las corrientes filosóficas posteriores, valorando crítica y severamente el pensamiento
utópico: Karl Popper y Niccoló Maquiavelo.
"Mi intención ha sido escribir cosas provechosas para aquellos que podrían entenderlas y me
pareció más conveniente seguir la verdad efectiva que las cosas".
Este hecho ocasiona un doble conflicto en el hombre: uno consigo mismo y otro respecto al mundo
que lo envuelve. Por ello, Maquiavelo ni siquiera se ve capaz de garantizar la efectividad de sus
palabras, pues la relatividad de los hechos desemboca en una continua contradicción que anula
todo atisbo de metodología política.
No obstante, este político italiano escribió numerosas obras en las que dejó muestras de un
cuestionable pensamiento, en ocasiones más próximo a la filosofía que a la mera ciencia política.
Obras en las que habló de las relaciones entre los príncipes y el pueblo, resumiendo el papel que
cada uno debería desempeñar dentro del estado por y para el buen funcionamiento de éste. De este
modo, aparece el complejo concepto de "Virtú", con el que Maquiavelo resume cómo debe ser un
buen dirigente. Este calificativo evoca el carácter sensato, enérgico, valeroso y altruista del
gobernante, pero reconoce a su vez, el temor preocupado, eso sí, de no cometer injusticias vanas.
Es la cualidad de mantener el orden, de conducir a los súbditos hacia la estabilidad y, por ello, no
se mide por las propias acciones sino por la relación con el pueblo y las repercusiones en la
historia. Sin embargo, esta característica no es esencial en todo estado, pues hay naciones que,
fruto de un contexto favorable, no precisan de tales contribuciones. Por este motivo, Maquiavelo
se muestra más interesado por las épocas conflictivas y los estados de reciente nacimiento, que por
las naciones estables y consolidadas.
Pese a todo, baraja factores de tan compleja condición como la fortuna. Esa incierta noción que,
lejos de cambiar la naturaleza de los hombres, les conduce hacia uno u otro destino poniendo
aprueba la verdadera "Virtú" que hay en los gobernantes. Así, "la Virtú es el justo medio que
permite ordenar el desorden de las pasiones humanas, darles un marco formal, jurídico, político, y
una explotación pacífica". Una Virtú basada en la ambición y capaz de alentar a los hombres hacia
el combate del poder, una Virtú competente y en ocasiones cruel, apta para canalizar la violencia
hacia la restauración y no hacia la decadencia. Por ello el príncipe debe hacer gala de su imagen.
Saber disimular y aparentar lo que el pueblo necesite, aunque para ello deba recurrir al engaño y la
falacia. Sería algo parecido a lo que Platón promulgaba en "La República". La mentira piadosa
que, lejos de hacer mal a los súbditos, les adoctrina para conducirles a un mejor estado. Es decir, el
príncipe debe ser capaz de alcanzar sus fines políticos consiguiendo el aprecio de sus súbditos y,
para lograrlo, ha de ser razonablemente deshonesto. Por ello, su figura está fuera de las normas y
su conducta no debe responder a ningún tipo de sentimentalismo ético. Simplemente debe ser
capaz de actuar con prudencia y sentido común. Estas afirmaciones de tan dudosa justificación,
están claramente representadas en la obra maquiavélica, y han hecho de su pensamiento una clara
alegoría del cinismo político, pero nada más lejos de la realidad. Maquiavelo afirma que: "Si se
trata de deliberar sobre la salvación de la República, un ciudadano no debe detenerse en ninguna
consideración de justicia o injusticia, humanidad o crueldad, ignominia o gloria",y es evidente que
no podemos estar plenamente de acuerdo con él, pero la experiencia del autor en el seno del
gobierno florentino del siglo XVI, le hizo ver que, a menudo, la conservación del orden imperante
es más importante que la garantía de una política moralista y sentimental, pues sabía que, más allá
de la ética debía permanecer la estabilidad y un gobierno así, jamás sería capaz de garantizarla.
Pero esta estabilidad, aún con la ayuda del engaño y la amoralidad, no se encuentra ni mucho
menos asegurada. Esto es así porque, la naturaleza efímera del hombre, hace que el estado pueda
sustentarse por el carisma de éste mientras viva, pero no avala el destino que la nación pueda
tomar a posteriori. Por ello Maquiavelo no confía en el gobierno individual, ni siquiera en el de
varios hombres, sino que afirma la necesidad de mantener unido al pueblo mediante vínculos
supragubernamentales, que confieran a la población unos lazos distintos capaces de proporcionar
un sentimiento colectivo de alianza y coalición, adicional al simple patriotismo político. Este
sentimiento no es otro que la religión. Un concepto que según Maquiavelo es estrictamente
necesario en toda organización estatal, ya que el temor y la fe, aunque se constate su falsedad, es
un valioso instrumento político por su capacidad de transformar egoísmo individual en interés
colectivo y, para un estado, no hay nada mejor que mantener un pueblo unido por intereses
comunes.
Sin embargo, el verdadero pilar que sustenta el estado maquiavélico será la legislación. Ese
conjunto de normas que legitimarán el poder del príncipe y, al contrario de los que muchos
piensan, constituirá las bases de la libertad individual. Maquiavelo sabía que el estado debía crecer
con el crecimiento del pueblo y, por eso, éste debía ser libre. Pero la libertad sólo es realmente
viable si está limitada por la ley y debe ser el príncipe, en nombre de toda la nación, quien ponga
un marco jurídico capaz de abastecer las necesidades de su pueblo.
Este seguido de afirmaciones, doctrinas y teorias maquiavélicas han contribuido, como se indicaba
al comienzo de este punto, a devaluar la concepción de este adjetivo tan comúnmente usado.
Entendemos por maquiavélico algo cínico y falaz, pero tambien algo astuto y audaz. Quizá porque
nuestro mundo sea muy distinto al que envolvió la existencia del autor o, probablemente porque
nos resignamos a creer que el ser humano sea realmente tan oscuro y malicioso como decía
Maquiavelo. Sin embargo, sea cual sea nuestra opinión respecto al pensamiento de este escritor
italiano, es innegable que su obra representa un nuevo modo de entender la política y por tanto el
estado. Un estado que pese estar lejos de la idealización utópica, merece especial mención dentro
de este campo. Maquiavelo contempló la bajeza que puede llegar a mostrar el ser humano y así lo
reflejó en su obra, sustituyendo el idealismo utópico por un candente realismo político. Su estado
no era una magnífica utopía, sino un estudio de los comportamientos humanos y una muestra de
las únicas acciones realmente eficaces, para ordenar al pueblo en el modelo de estado más correcto
posible. Es decir, el autor no confía en un mundo perfecto como lo hicieron otros grandes de la
historia y, consciente de la escasa bondad del hombre, plantea un orden político que, pese a no ser
moralmente honesto, permita organizar a los individuos del modo más efectivo posible.
Esta concepción del estado y la naturaleza humana, lejos de poner en duda el papel de la utopía en
la sociedad, constituye un nuevo horizonte que nos permitirá observar con más rigor la
importancia de conservar el pensamiento utópico. Observando algunos de los argumentos
anteriores, afloran en nuestra mente preguntas como ¿Es posible pretender un mundo perfecto si
somos incapaces de ponernos límites a nosotros mismos?, ¿Sería prudente iniciar el camino hacia
la utopía si no podemos confiar en la bondad del prójimo?, probablemente no. Pero, antes de
dejarnos llevar por la desilusión, antes de resignarnos ante el peso de la dura realidad, pensemos en
un mundo como el pretendido por Maquiavelo. Un mundo donde el pueblo es, antes que nada, una
masa de súbditos engañados y dirigidos desde el poder, donde los líderes deciden qué es lo bueno
y que es lo que perjudica a la población. Si contemplamos con frialdad el pensamiento
maquiavélico, nos damos cuenta de que sus afirmaciones, pese a ser interesantes, constituían un
modo demasiado negro de ver el mundo, una forma de resignarse ante las limitaciones del ser
humano e intentar convivir con sus carencias de la mejor manera posible. Esto debería llevarnos a
concluir que, aunque en ciertos momentos tuviera razón, Maquiavelo también se ahogó en sus
propios argumentos y su negra concepción del mundo, debería servir no para atentar contra el
idealismo utópico, sino para comprender más fríamente las consecuencias que una excesiva
inocencia podría comportar en este sentido. Sin embargo, debería quedarnos claro que, la obra
maquiavélica no es un invención subjetiva (prueba de ello es la dificultad de rebatir racionalmente
algunos de sus principios), y por ello, al igual que todos los escritos anteriormente comentados,
conserva su vigencia en nuestros días. Así pues, para finalizar, sería interesante hacer una breve
reflexión entorno a una pregunta que resume la base del pensamiento maquiavélico:
Del mismo modo que Maquiavelo, hay un filósofo cuyo pensamiento aporta un nuevo sentido al
concepto de utopía. Karl R. Popper, que nació en Viena en el año 1902, ha sido considerado desde
su juventud como uno de los grandes filósofos de la ciencia. Su teoría del falsacionismo modificó
la concepción de todos los métodos científicos y su crítica del historicismo como justificación de
la sociedad cerrada, le hizo entrar de lleno en el terreno del pensamiento utópico. Así pues, Popper
puede ser el mejor ejemplo para entender el verdadero valor de la utopía en la actualidad, ya que
su inmejorable perspectiva histórica (después de haber vivido dos guerras mundiales entre otros
grandes acontecimientos), unido a un riguroso conocimiento de la ciencia y la filosofía, hacen de
su figura un perfecto instrumento para la crítica del idealismo político.
Para saber con exactitud en que medida estaba o no de acuerdo con la utopía, debemos saber que
Popper, plantea la estructura del estado político a partir de una única bifurcación: el estado que
camina hacia la democracia y el que lo hace en dirección a la tiranía. Así, sólo concibe la
existencia de dos modelos sociales: los que poseen instituciones democráticas, capaces de destituir
a los gobernantes sin necesidad de recurrir a procesos violentos, y los que no poseen estas
instituciones y que, por lo tanto, no hacen sino limitar la libertad de los ciudadanos y oprimir su
derecho a impulsar nuevas realidades.
Con este planteamiento, Popper inicia una profunda disertación entorno a la sociedad abierta y su
antítesis, la sociedad cerrada. La primera es el fruto de un estado democrático capaz de aceptar los
cambios solicitados y habiente de instituciones lo suficientemente civilizadas como para albergar
la posibilidad de sustituir a los gobernantes cuando el pueblo lo requiera y, lo que es mas
importante, sin necesidad de recurrir a violentas revoluciones o conflictos internos. Sin embargo,
la segunda, es la que carece de esas instituciones, impidiendo así la posibilidad de modificar la
organización existente, mediante un totalitarismo tiránico.
Esta premisa es, según Popper, la base de la incoherencia utópica, ya que si nos dejamos guiar por
un ideal político y lo llevamos a la realidad como un proyecto concreto basándonos en la creencia
de su perfección, nos encontramos con un estado estancado, un sistema inexorable que no puede
evolucionar por el vago convencimiento de que jamás alcanzaremos algo mejor. Por eso Popper no
confía en la utopía, porque ve en su síntesis un respaldo de la sociedad cerrada y, de ese modo, una
poderosa justificación del totalitarismo. Esta tesis supone un duro golpe para las utopía sociales, ya
que, visto de ese modo, es indudable que bajo un estado supuestamente ideal, la voluntad
progresista del pueblo quedaría completamente anulada por el bien de la estabilidad colectiva y,
así, aunque las recompensas individuales fueran generosas, la libertad sería un espejismo, oculto
tras la religiosidad de una creencia utópica.
No obstante, si observamos fríamente los razonamientos de Popper, nos damos cuenta de que
quizás intenta mostrarnos el único camino viable hacia el modelo social ideal. Es decir, nos
describe los peligros más frecuentes de la idealización política, para conducirnos a un estado social
idóneo o, cuanto menos, razonable. De esta forma, lo que hace realmente Popper en su obra "La
miseria del historicismo", no es, como parece a simple vista, un atentado contra el ideal utópico,
sino una crítica de las teorías políticas que creen hallar en el proceso histórico una ley capaz de
determinar el rumbo de las futuras generaciones, encontrando así un falaz respaldo para sus
creencias. Este hecho se pone claramente de manifiesto cuando el autor hace referencia a las
teorías marxistas que marcaron la historia del siglo XX. Así, Popper expone una valoración
negativa de la condición determinista que la historia ejerce sobre la evolución de las sociedades,
pues no acepta la idea marxista del materialismo histórico, pero, sin embargo, no duda en mostrar
su admiración personal hacia el ideal proteccionista e igualitario que promulgaba Marx en su obra.
Con esto, el autor refleja no su oposición al ideal utópico del socialismo, sino su completo
desacuerdo ante su justificación teórica, basada en un profético determinismo económico que se
aproxima más a las tendencias totalitarias del historicismo hegeliano que al respetable ideal
utópico de una sociedad ejemplar.
Por otro lado, Popper también presta especial atención a la otra gran obra de la literatura utopista.
"La República" de Platón (así como las doctrinas marxistas), es usada para mostrar negativamente
los efectos que conlleva el utopismo político sobre la mencionada sociedad abierta que tan
encarnizadamente defiende Popper. Pero, así como los errores de Marx quedan considerablemente
atenuados por las influencias hegelianas, Platón es considerado por el autor un judas que no hizo
sino traicionar el célebre pensamiento que Sócrates le dejó en herencia. Así, según la filosofía
popperiana, el estado formulado por Platón es una estructura estancada, imperturbable, que bajo el
dominio del "filósofo-rey", anula toda voluntad democrática de modificar el orden existente. Por lo
tanto, al no contemplar evolución alguna en el seno de su nación, sucumbe ante el totalitarismo y
acaba con todo atisbo de libertad individual. Esta feroz crítica de la filosofía política de Platón,
responde, probablemente, a dos concepciones muy distintas del concepto de perfección social. Así,
para Platón, el estado perfecto era equiparable al estado justo, mientras que Popper, desde una
perspectiva más rica de la historia de la humanidad, no dudó en supeditar la justicia a la noción de
libertad.
Con todo esto, podemos comprobar que el autor no pretende acabar con el pensamiento utópico, es
más, se diría que incluso defiende una particular utopía social. Un proyecto político basado no en
una creencia idealista, sino en un estado razonable y flexible, gobernado por instituciones
democráticas y dirigido desde la postura responsable de individuos susceptibles de ser relevados
sin necesidad de cometer atrocidades. Así, según Popper, la utopía no es viable, ni resulta
conveniente por los peligros que puede llegar a comportar, pero ante la imposibilidad de alcanzar
el estado perfecto y bajo la protección de las resabidas instituciones democráticas, sí será posible
caminar hacia una organización política razonable que, si bien no dejará de ser un mal necesario,
proporcionará a sus ciudadanos la libertad que precisan, garantizándoles una vida lo más
placentera posible.
5. Conclusión final
Tras este modesto repaso de las tendencias ideológicas que han marcado el pensamiento utópico de
la historia de la humanidad, la única conclusión realmente cierta a la que he podido llegar es que,
la filosofía política y los sueños del idealismo social, son tan complejos y relativos que resulta
imposible deducir verdades axiomáticas de sus entrañas. Con esto, no muestro mi oposición a
estos ideales, ni pretendo desengañar a todos aquellos que, alguna vez, depositaron sus esperanzas
en el sueño de una sociedad mejor, simplemente expreso mi convencimiento ante la imposibilidad
práctica del pensamiento utópico, creyéndome así en el deber de advertir sobre sus peligros y
vanidades.
Sin embargo, la escasa dimensión práctica de la noción no debería ser excusa para frenar su curso.
Estaría de acuerdo en relegarla del ámbito político por los peligros que podría suscitar en el seno
de una sociedad huérfana de ideales razonables, pero bajo ningún concepto respaldaría las
opiniones de quienes se han empeñado en hundirla con argumentos falaces y demagogias baratas.
Porque la utopía esta detrás de todo aquel que no se conforma con las injusticias, de todos los que
se indignan cuando contemplan la represión de sus libertades y, en definitiva, detrás de todo ser
humano consciente y comprometido con sus ideales, unos ideales en constante cambio, que
deberían moverse, como la utopía, al mismo paso que avanza la humanidad.
Para comprender esto, no hay mas que echar una mirada atrás y tratar de imaginar que habría sido
de nosotros si la utopía nunca hubiera existido. Si, por ejemplo, los revolucionarios franceses se
hubieran conformado con el absolutismo monárquico y el liberalismo nunca hubiera llegado a
extenderse o si la burguesía se hubiera rendido ante los privilegios nobiliarios y el capitalismo del
que tanto nos quejamos ahora hubiera sido tan sólo un espejismo, oculto tras la rigidez del sistema
feudal. De haber sido así, de habernos quedado estancados en el conformismo y la comodidad,
probablemente hoy no seriamos el pueblo crítico, libre y cívico (hablando, claro esta, en términos
relativos, pues ni todo el mundo goza de nuestra situación, ni ésta es la más idónea para hablar de
utopía), del que tanto nos enorgullecemos.
Así pues, parece obvio que la utopía es el único instrumento de la evolución social, una
herramienta sin la cual difícilmente seriamos lo que somos, pero debo reiterar que no es ni mucho
menos una arma inofensiva. Al igual que lo fue la dinamita en su día o la energía nuclear más
tarde, su poder constructivo es colosal, pero la facilidad con que se vuelve en contra nuestra,
provocando situaciones antes inimaginables, es sencillamente sorprendente. Que decir, sin ir más
lejos, del nazismo, que encontró en la utopía de una sociedad superior, la excusa necesaria para
suprimir y apartar de su camino a los miles de ciudadanos que, simplemente, no eran lo que se
esperaba de ellos. ¿A caso no era el "Mein Kampf" la justificación escrita de una utopía y el
holocausto nazi un mal necesario para preservar la integridad de una sociedad perfecta?, Sería
imposible rebatir estas cuestiones si considerásemos la viabilidad de la utopía en el terreno
político, porque el mismo derecho tenia Hitler a poner en practica su proyecto político que, por
ejemplo, Marx a llevar a la realidad su utopía socialista. Empero, nos indignamos ante la primera
afirmación porque nos parece obvio y acertado negarle el derecho a gobernar al ideólogo del
mayor genocidio de la humanidad, mientras que respetamos la segunda porque nos parecen
razonables algunos de sus principios. Probablemente, las distancias sean tan evidentes como
parece, pero quizá, la única diferencia resida en hecho de que uno, desgraciadamente lo mostró y,
el otro, nunca llegó a hacerlo. Estamos pues ante una de las más complejas cuestiones del
pensamiento utópico: ¿Debemos consentir la instauración de la utopía política? Mi respuesta,
aunque no exenta de vacilaciones, es no. No, porque, como afirma Popper, se encuentra demasiado
próxima al totalitarismo y un denominador común de todas sus variantes es la inmutabilidad de su
estructura, la imposibilidad de cambiar los aspectos con que no estemos de acuerdo y, por
consiguiente, de evolucionar. Popper se dio cuenta y tras exponer su teoría sobre el historicismo,
explicó que la utopía implicaba la creación de una sociedad cerrada y con ella, de un
totalitarismo.Por todo esto no puedo apoyar la vertiente práctica de la utopía, pues considero una
temeridad el hecho de involucrar a toda la ciudadanía en un proyecto político que impide los
cambios sociales, por muy razonable e idílico que parezca.
Pero Popper era demasiado escéptico. La crueldad del mundo en que desarrolló su obra (primera
mitad del s. XX), le hizo ver que la mejor postura ante el idealismo político era el realismo y la
crítica de las justificaciones historicistas. Así se opuso a la utopía y se mostró reacio a consentir su
ideología, pero a diferencia del realismo maquiavélico que ni siquiera se molestó en contemplar
sus aportaciones en el terreno de la política, Popper sí se mostró más transigente con su voluntad
reformadora.
Sin embargo, pese a las críticas, los continuos mazazos de la historia y los frecuentes desengaños
sufridos, el pensamiento utópico nunca ha desaparecido de nuestras vidas, siempre ha estado junto
a nosotros, caminando sereno y cuerdo, sin detenerse en los errores de sus mayores abanderados.
Así, aunque a menudo se mantuviera oculta tras la censura o la temeridad, la utopía siempre ha
vuelto para conducirnos hacia un mundo mejor. Resulta difícil saber porqué, pues lo más lógico
habría sido morir en el intento. Por ello, pienso que, si el pensamiento utópico sigue presente (y es
evidente que sí) en la mente de la humanidad, es porque forma parte de ella. Es por tanto un
elemento básico del progreso y su permanencia entre nosotros es, ha sido, y será siempre, el mejor
aval de la evolución social. Así pues, cuando alguien se pregunte si la utopía dejará algún día de
tener sentido, sólo debe pensar que ésta, es sencillamente un sueño, y como soñar es inevitable,
también lo es especular entorno a un mundo mejor.
Así pues, por todo cuanto he expuesto en este escrito y todo aquello que aunque me hubiera
gustado, me ha sido imposible mostrar, considero una obligación de todos el hecho de conservar y
perpetuar el pensamiento utópico. No por su importancia en la dimensión real de nuestro mundo,
sino, más que nada, porque cuando la voz de la palabra y el poder de las ideas sean el último
recurso, la utopía será nuestra única arma para alentar de nuevo a los vencidos y cambiar el mundo
que la vio nacer.
6. Bibliografía
Libros:
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· ORWELL, George. Mil nou-cents vuitanta-quatre. Barcelona: Llibres a má, 1984.
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Barcelona: Editorial Herder, 1995.
Páginas web:
· MORE, Thomas. Utopía.
http://www.inicia.es/de/diego_reina/moderna/revolcient/tmoro_utopia.htm
· MARX, Karl y ENGELS, Frederich. Manifiesto del Partido Comunista.
http://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm
· http://www.inisoc.org/
· http://www.lainsignia.org/dialogos.html
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· http://etpclot.jesuitescat.edu/~37272647/utopies.htm
· http://www.lafacu.com/
· http://www.geocities.com/Athens/Olympus/4723/Utopia.html
· http://www.artehistoria.com
· http://www.epdlp.com/literatura.html