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K arl S ch ló g el

En el esp acio
leem o s el tie m p o

S o b re H isto ria
de la civilización
y G e o p o lític a

Traducción del alemán de


José Luis Arántegui

B l& tto U a a 2 W í * f 6 o U a Qftfisg*


FL COLEGIO DE M EXICO. A .G .

B ib lio te c a de E n sa y o 55 (S erie M a y o r) E d ic io n e s S ir u e l a
T í t u l o o rig in a l: I m R a u m e lesen w i r die Zeit.
Ü b e r Z i v ilisa tio n sg e s c h ic h te u n d G e o p o litik
C o l e c c i ó n d ir ig i d a p o r I g n a c io G ó m e z de L ia ñ o
D ise ñ o grá fico: G l o r i a G a u g e r
© C a ri H a n s e r Verlag, M ú n i c h - V i c n a 2003
© D e la t r a d u c c i ó n , Jo s é L u is A r á n t e g u i
© E d ic io n e s Siru ela , S, A., 2007
c / A l m a g r o 25 , p p al. deh a.
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P r i n t e d an d made in Spain
ín d ic e

In troducción 13

En el esp acio leem o s el tiem po

I. El retomo del espacio 23


El barco de A lexander von H um boldt. Del arte de m arear 25
Drama didáctico i: La caída del m uro de Berlín (1989) 31
Drama didáctico II: Ground Zero. 11 de septiem bre de 2001 35
«Atrofia espacial». Desvanecimiento del espacio 40
Horror vacui. El m iedo a la sim ultaneidad 52
El caso alemán: el espacio com o obsesión 56
Spartial tum, al fin 64
Ciberia: nuevo espacio, nueva Geopolítica 75

II. Leer mapas 83


Tiempos de mapas. La época, contenida en m apas 85
Qué indican los mapas. C onocim iento e interés 92
Lenguaje de m apa, lenguas de los mapas 100
G uerra y ojo 111
Sarajevo: c o n o c e r el te r r e n o , sobrevivir 113
P la n ta d el g u e to d e K ovno 120
F iloatlas. Vías d e escape 125
Pasajes: el ca m in o de B en jam ín a la Bibliotheque Nationale 130
De fro n te ra s , Razorlike y o tra s cosas 138
Im ág e n es del m u n d o , im ág en e s d e m apas: o tra
fe n o m e n o lo g ía del e s p íritu 148
P aisajes del p a ra íso , y o tro s 153
P o rtu la n o s . A p a rta rse d e la costa. H a c ia nuevas costas 160
«Discours du méridien»: D escartes y C assini 165
El m a p a de J e ffe rs o n : la m atriz d e la d e m o c ra c ia
e s ta d o u n id e n s e 175
M apping an Empire-, la c o n s tru c c ió n g e o g rá fic a d e la In d ia ,
1765-1843 187
M apas m o n o cro m o s: el E stad o n a c io n a l 197
C o m ercio m u n d ia l. L a fu e rz a d e la b u rg u e s ía 209
J a n V erm eer: Interior con geógrafo (1669) 218
D a r n o m b re al m u n d o 223
S á n d o r R adó: el in fo rm a d o r y el a m o r a la c a rto g ra fía 227
M ental Maps / P aisajes en la cabeza: San F ran cisco ,
«el lu g a r de u n o » , «el Este» d e los a le m a n e s, etc. 240
El g esto del e stra te g a . E scenas en la m esa d e m apas 246
El flüneur. fo rm a d e m o v im ien to , fo rm a d e c o n o c im ie n to 257

m. Trabajo visual 263


T ra b a jo visual. C o n fiarse a los ojos. «En el espacio
leem o s el tiem p o » 265
L u g a r de los h ec h o s: D allas, T exas, 22 d e n o v ie m b re
d e 1963, 12:30 270
P av im en to del trotloir. S u p erficies, je ro g lífic o s 272
P aisajes, reliev es 277
L u g ares c a lie n te s, lu g a re s frío s 287
L e e r ciu d a d e s, le e r p la n o s 299
E d ificio s, p lan tas: « H o tel Lux», la «Casa j u n t o al Moscova»
y o tro s 309
P ro u st, in te rio re s 317
D ire c to rio s d e B erlín 324
El c o n o c im ie n to d el lu g ar, subversivo 342
Itin e ra rio s : actas d e civilización 347
H u e lla d a c tila r, reliev e d e l c u e rp o 358
B io g rafía, curriculum vitae 362
M an u al p a ra v iajeros de K arl B aed e k er, o la c o n stru c c ió n
d e C e n tro e u r o p a 366
American Space. La p o e sía del highway 374
E sp acio ruso: ensayo de u n a h e r m e n é u tic a 388
[V. Europa diáfana ' 403
El ra stro de D iag h ilev e n E u ro p a 403
T o p o g ra fía d e l t e r r o r 424
El c e m e n te rio d e E u ro p a 428
La p u e rta d e B irk e n a u 440
Flechas: cam b io de lu g a r, im a g e n d e m o v im ien to 446
E u ro p a m e d id a de n u ev o 455
H e ro d o to en M oscú, B en jam ín en Los A ngeles 467

N otas 495

B ibliografía 521

C réditos de las ilu stracion es 548

A gradecim ientos 549

ín d ice on om ástico 551


Para Helmut Fleischer,
mi amigo y maestro en filosofía
In troducción

La historia no se desenvuelve sólo en el tiem po, tam bién en el espacio.


Ya nuestra lengua n o deja duda acerca de que espacio y tiem po se corres­
p o n d en indisolublem ente. Los sucesos «tienen lugar» en algún sitio. La
historia tiene «escenarios». Hablamos de «lugar de los hechos». Nom bres
de capitales pueden convertirse en rúbrica de épocas e im perios enteros.
Hablamos de «campos de batalla de la historia» y de «campo de acción»,
de esfuerzos «del pueblo llano» o relaciones en un «plano de igualdad» y
tam bién de «altos m andos» y «alturas del poder», de «vía crucis de sufri­
mientos» com o de «horizontes de expectativas». El espacio resuena en las
m etáforas del « p anoram a político» con su «derecha», su «centro» y su
«izquierda». Aun en la abstracción de u n m etalenguaje nos vemos rem iti­
dos a «tópicos» o a la «posición» histórica y social de las ideas. Esos en u n ­
ciados son tan elem entales y parecen e n ten d e rse p o r sí solos hasta tal
p u n to que ráp id a m en te se desechan ju zg án d o lo s «lugar com ún» o ni
siquiera se los en cu entra m erecedores de com entario alguno. Pero a veces
lo nuevo com ienza p o r u n a conversación acerca de algo que p o r m ucho
tiem po se h a venido en tendiendo obvio, o aun p o r el m ero recuerdo de
algo caído en el olvido: en el presente caso, lo espacial de toda historia
hum ana.
Al escribir h isto ria se sigue h ab itu alm en te el o rd e n del tiem po; el
patrón fundam ental de la historiografía es la crónica, la secuencia tem po­
ral de acontecim ientos. Ese predom inio de lo tem poral en la narración
histórica com o en el pensam iento filosófico h a adquirido poco m enos que
un derecho consuetudinario que se acepta tácitam ente sin preguntar más,
com o ya señalaran R einhart Koselleck y O tto Friedrich Bollnow. La caren­
cia de dim ensión espacial no llam a ya la atención. Pero luego hay m om en­
tos históricos en que se diría que u n a venda cae de los ojos. De golpe se
hace claro que «ser y tiem po» no abarcan la entera dim ensión de la exis­
tencia hum ana, que F ernand Braudel tenía razón cuando titulaba al espa­
cio «enemigo n úm ero 1»: la historia hu m an a com o lucha contra el horror

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vacui, esfuerzo incesantem ente encam inado a dom eñar el espacio, dom i­
narlo, y finalm ente apropiárselo. El presente libro p reten d e averiguar qué
ocurre cuando se piensa y describe tam bién en térm inos espaciales y loca­
les procesos históricos. H acerlo así es tom ar e n serio la unidad de acción,
tiem po y lugar, y p re te n d e llegar a hacerse u n a idea de aquello que los
estadounidenses llam an con tino y concisión incom parables Spacing His-
tory. En lo que sigue, el m undo que nos encontrem os se leerá a m odo de
libro d e historia grande y singular en que el ser hum ano h a inscrito sus
jeroglíficos. Pero si ya H ans B lum enberg era cauto sobrem anera al utilizar
la m etáfora «legibilidad del m undo», y señalaba que no se trataba de leerlo
a m odo de libro, ello vale aún más para el presente ensayo: no es tanto leer
textos cuanto salir al m undo y moverse en él en la form a paradigm ática y
prim aria de explorar y descubrir. De ahí que esa frase de Friedrich Ratzel,
«en el espacio leem os el tiempo», parezca el lem a más preciso que quepa
pensar para las incursiones e intentos de descifrar e in terp retar la historia
del m u n d o em prendidos en el presente libro.
E n calidad de historiador que p o r lo dem ás trabaja en temas de historia
de la E uropa oriental, rusa para ser más preciso, quizás deba su autor indi­
car razones p o r las que se ocupa así de cuestiones de historiografía más
generales, teóricas y metodológicas. Es el caso que u n a form a expositiva
que gire en torno al lugar histórico ha resultado ser la más adecuada para
figurarm e y h acerm e presente la historia. Así fue en mis estudios sobre
Moscú, la m odernidad en Petersburgo o el Berlín ruso de entreguerras, así
com o en num erosos ensayos sobre ciudades de la Europa central y orien­
tal. El lugar siem pre se acreditó el más adecuado escenario y m arco de
referencia para hacerse presente una época en toda su com plejidad. El
lugar mismo ya parecía salir fiador de la com plejidad. T enía derecho de
veto frente a esa parcelación y segm entación del objeto favorecida p o r la
división en disciplinas y p o r la del trabajo de investigación. El lugar m ante­
nía en pie al contexto, y directam ente exigía reproducir en lo intelectual
esa yuxtaposición y sincronía de asincrónicos. Referir al lugar conllevaba
siem pre el callado alegato en pro de una histoire totale, al m enos a título de
ideal e im agen de la m eta, aunque seguram ente en la realización no se
lograra. De ah í se d esprendían tam bién registros y m odos narrativos de
exposición: responsables en conjunto de la un id ad tem ática, o tópica pre­
cisam ente, de esa «sincronía de asincrónicos», de la copresencia de los
actores. Eso conllevaba grandes dificultades, había q u e descubrir otras

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fuentes y h acer accesibles desde nuevos costados algunas ya conocidas;
pero tam bién franqueaba form as expositivas totalm ente nuevas. Escribir
historia topográficam ente centrada se deriva prim ariam ente del objeto,
no del propósito de dotar a una historia «árida» de u n a pizca de colorido
o sabor local. Pero no se escribe un libro p o r evitar m alentendidos, ni tam­
poco para entenderse uno. Se trata en prim er térm ino de probar posibili­
dades historiográficas, de pasar revista de m edios expositivos buscando
aquellos que perm itan escribir historia a la altura de la época, es decir, del
siglo XX con todos sus horrores, discontinuidades, rupturas y cataclismos.
Este libro consta de historias, exploraciones y reflexiones, pero aun así
no es u n a recopilación. Todas giran en torno a u n a idea: ¿qué pasa si se
piensa conjuntam ente historia y lugar? Todas responden a la cuestión que
atraviesa el libro com o hilo conductor: ¿qué ganam os en percep ció n y
perspicacia histórica si nos tom am os en serio por fin (de nuevo) espacios y
lugares? Si las introducciones son com o itinerarios, descripciones de ruta
p o r tanto, ¿adonde lleva el viaje de este libro? Son unos cincuenta estu­
dios, que se p o d ría llam ar paradas, incursiones, tentativas, ejercicios. Tie­
nen algo de entradas de m arinos que tantean salientes, islas, cabos. Aun la
m archa de la exposición en lo form al tiene que ver con la clave en que
in te rp re ta el m ovim iento. Sem eja antes ta n te a r y ro n d a r que cam inar
resuelto de A a B. Se funda en la inteligencia, ya vieja, de que a m enudo se
en tera u n o m ejor d ando u n ro d eo q u e yendo p o r lo derecho. A unque
desde luego, ni que decir tiene, hay un rum bo escondido que se expresa
en los cuatro epígrafes principales, a m anera casi de jom adas.

El retomo del espacio. Pese a tanto hablar de «fin de la historia» y tanto


presum ir el «desvanecimiento del espacio», vivimos de lleno en una histo­
ria en m archa, acaso u n a que rom pe a diluviar sobre nosotros, y en m edio
de u n d erru m b am ien to d e ese espacio a cuya estabilidad, y acaso aun
«eternidad», tanto nos habíam os acostum brado du ran te m edio siglo de
G uerra Fría. Ese espacio, el conflicto Este-Oeste, ya n o existe. Algo h a
tocado a su fin. De nuevo nos vemos practicando «exploración del terreno»,
como se llam ara en su día a la Geografía [Erdkunde] , aunque no en su ran­
cio significado p o r cuanto ya n o existe tam poco esa antigua G eografía
antaño com petente en lo tocante a la «naturaleza m uerta». La sentencia
de Schiller, «con crudeza chocan los contrarios en el espacio», vuelve por
sus fueros, entra un buen chorro de materialismo en discursos tanto tiem po

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d an d o vueltas a sim ulacros y virtualidades. A nte nuestros ojos surge un
espacio nuevo, un orden nuevo del m undo, m ientras conceptos y lenguaje
en que captarlo siguen sin preparar. Es época propicia para recobrar u n a
tradición teórica exdnta en Alemania, contam inada p o r el discurso nazi.
«Espacio» no es idéntico con el discurso nazi sobre «espacio vital», «pue­
blo sin espacio», «espacio oriental» y demás. Hay una genealogía del p en ­
sam iento espacial más vieja que u n nazismo con el que nada tiene que ver.
Viene señalada p o r los nom bres de A lexander von H um boldt, Cari Ritter,
Friedrich Ratzel y W alter Benjamín, que rara vez, desde luego, se nom bran
ju n to s de un tirón. Es la situación histórica posterior a 1989 y al 11 de sep­
tiem bre de 2001 la que se ha ocupado de que se vean más nítidos y se pien­
sen de m odo nuevo los aspectos espaciales de lo político. Q uien así lo
quiera, puede llam ar a eso spatial tum ; pero hay algo más im portante que
trabajar en una historia aparte, otra más, la del espacio: renovar la m anera
de co ntar historia. E nriquecida con la percepción de espacio y tiem po, la
narración histórica dejará atrás las estrecheces culturalistas de todo tipo
para p o n er rum bo a una historia de la civilización y reanudar, despachado
hace ya m u ch o el an tig u o d eterm inism o geográfico, u n p en sam iento
vuelto a entornos y contextos espaciales com plejos de lo político. Es más:
ya hace m ucho se atisba que espacialidad y espacialización de la historia
hu m an a se convertirán en el quid de la reorganización y nueva configura­
ción de antiguas disciplinas desde la Geografía a la Semiótica, de la Histo­
ria al Arte, de la L iteratura a la Política. Las fuentes del spatial tum m anan
en abundancia y la corriente que n u tren es poderosa, más poderosa que
diques y barreras entre disciplinas.

Leer mapas. No es éste un capítulo sobre historia de la cartografía, sino


u n a serie de estudios y ejercicios en torno a qué logran los mapas, y qué
no, en tanto formas de representar espacio. A quí los m apas figuran otra
«fenom enología del espíritu», «tiempo contenido» en mapas. Para los his­
toriadores son de ordinario m eros recursos auxiliares, m ientras en verdad
son m ucho más: imágenes, réplicas, proyecciones de m undo para las que
rige todo cuanto de ordinario rige para textos históricos: los criterios de la
crítica de fuentes e ideologías. Los m apas son réplicas de poder, e instru­
m entos de poder. C ada época tiene su propia im agen de que es u n m apa,
su p ro p ia retó rica cartográfica, su p ro p ia narrativa cartográfica. No hay
n ad a que no quepa reproducir y replicar cartográficam ente: guerra, ase­

16
dio, huida, rutas de peregrinación, dom inios imperiales, ám bito de vigen­
cia de valores culturales... P ero la m ayor ventaja de la representación car­
tográfica, rep licar yuxtaposición y sim ultaneidad, tam bién es p a te n te ­
m ente su limitación: los m apas no dejan de ser estáticos, a lo sum o pueden
insinuar movimiento. Los m apas no sólo replican, construyen y proyectan
espacios, y así hacen de espacios territorios por vez prim era. Aquí se repa­
san fugazm ente algunos ejemplos: la m edición de Francia p o r Cassini en
tiempos de la Ilustración, la m edición d e la India británica, la construc­
ción territo rial de Estados U nidos o la form ación del Estado nacional
m oderno. Otros estudios sobre espionaje y cartografía, arte cartográfico y
cartografía en el arte, paisajes im aginarios o uso estratégico de m apas p o r
los poderosos m uestran cuán entretejidos están con las im ágenes cartográ­
ficas todos los aspectos de la vida.

Trabajo visual. No padecem os de falta de imágenes, sino de u n a in u n ­


dación de im ágenes. El ojo tien e antes q u e p ertrech a rse, disponerse,
ponerse en situación de p o d er aún discernir y leer. Así es que no se n ata
de un alegato en p ro del uso de los sentidos, sino de la cuestión de cóm o
se los p u ed e agudizar para la percepción histórica. Se podría hacer una
carrera de Historia que fuera a trechos adiestram iento de sentidos y trai-
ning de la vista: con ciudades y paisajes p o r docum entos. Saber cóm o hacer
ver n o es cuestión de un p ar de trucos literarios o teóricos, presupone para
em pezar el esfuerzo de m irar. Todo recibe entonces otro aspecto y em pieza
a hablam os: aceras, paisajes, relieve, planos de ciudad, perfiles de edifi­
cios. Todo cuanto en otro caso se usa sólo com o recurso auxiliar, guías de
itinerarios, listines telefónicos y directorios, g anan u n a fuerza expresiva
totalm ente nueva tan p ro n to se los trata y se les interroga com o a docu­
m entos sui generis. Nos abren espacios de ciudades arruinadas y despliegan
ante nosotros m ovim ientos grandes y com plejos q u e hace ya m ucho se
paró o se pararon: coreografías del trato hum ano, guiones de socialización
hum ana. Asombrados tom am os conocim iento de que hay relación entre
triángulos geodésicos y huellas dactilares, e n tre m edición de la superficie
terrestre y m edición del cuerpo, aspectos p o r igual de u n a em presa de
dom inio y apropiación. En tres estudios posteriores -construcción de Cen-
troeuropa en el Baedeker, poesía del highway estadounidense y el m ito del
espacio ru so - se p retende señalar hasta d ó n d e p u ed e llegarse con estudios
fenom enológicos de ese género, y qué no p u e d e n dar.

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Europa diáfana. La últim a sección recopila estudios referen tes a
Europa. Estamos solam ente en los comienzos de un m odo de escribir his­
toria que deja atrás el m arco de la historiografía del Estado nacional y con­
cibe E uropa com o un todo. E uropa vuelve a ser m edida, retrospectiva­
m en te y en lo p resen te. La eu ro p eizació n del h o rizonte histórico es
m ucho más dificultosa de lo que perm iten conjeturar retóricas baratas que
tienen a Europa p o r lugar com ún. Hay que em paparse de Europa entera,
no sólo de aquellas partes de que vienen siendo hechura hasta hoy disci­
plinas y cam pos profesionales. Y ahí no se trata ya de conocer, sino de
fam iliarizarse con form as, estilos y usos transnacionales y cóm o se han
m odelado en concreto en cada caso. Europa es más que la sum a de histo­
rias y culturas nacionales. Europa es ante todo escenario de u n a cantidad
inabarcable de histori; ^ entrelazadas; hacerlas transparentes y diáfanas
exigirá el esfuerzo de más de una generación de historiadores. E uropa diá­
fana contiene un par de historias y excursos que insinúan de qué se trata:
de una historia de condensación y difusión cultural (el caso Diaghilev), del
trazado que d iera a E uropa el huracán de violencia que descargó en la
topografía y los m undos de los campos de concentración desde Dachau a
W orkuta, o en los torrentes de fugitivos y desarraigados; de los cem ente­
rios europeos a fuer de im agen insuperablem ente exacta del vivir y m orir
en Europa. E uropa no es sólo u n a idea, una recopilación de valores, sino
un lugar. Y los nom bres del h o rro r de la historia europea no son m etáfo­
ras, sino nom bres de lugares en que E uropa se vino abajo o se irguió de
nuevo, según. El capítulo final sobre H erodoto en Moscú y W alter Benja­
m ín en Los Angeles es u n a fantasía con miras sistemáticas. ¿Qué se pon­
d rían a h acer los m aestros de u n a percep ció n histórica de tantas y tan
grandes dim ensiones, de una exposición histórica de tal riqueza y com ple­
jidad com o la suya, puestos en los lugares históricos del siglo XX o del XXI?
¿Qué p o d ría aprenderse de ellos, pero tam bién de literatura, arte y cine­
m atografía, de cara a encontrar u n lenguaje a la altura de la época? Quizás
cu p iera h allar respuestas a la p re g u n ta de cóm o escribir uno grandes
narraciones tras el fin de la gran narrativa.
El libro no ofrece nin g u n a teoría com pacta, ni instrucciones d e uso
p ara el estudio de la historia, y tam poco lo pretende. No se trata de u n
com pendio abreviado de historia de la cartografía ni de u n a introducción
a Semiótica o Geografía de la cultura, sino de búsquedas y ejercicios, por
ver hasta dónde lleva confiar de nuevo en los sentidos propios y agudizar­

18
los sistem áticam ente. No es m eta de esta exposición ser exhaustiva, y a más
de uno decepcionará que no aparezcan ni Cari Schm itt ni G eorg Simmel,
como tam poco Aby W arburg ni Ernst Cassirer. Tam poco está su m eta en
proclam ar un nuevo paradigm a. A veces m enos es más. En este caso se
trata lisa y llanam ente de aum entar la atención, de la experiencia de que
un m undo visto espacialm ente es más rico, com plejo, m ultidim ensional.
Una vez probada ya no hay vuelta. Fue una experiencia afortunada toparse
en el curso de estas investigaciones con avezados com pañeros de viaje,
movidos o m oviéndose p o r perspectivas y conclusiones pasm osam ente
similares e idénticas en parte. La lectura de contem poráneos, lo mismo se
trate de David Harvey, Edward Soja, Derek Gregory, Paul C árter, Matthew
H. Edney o Alian Pred, fue la m ejor p ru e b a de que nos hallam os hace
m ucho en pleno spatial tum. Algo de esos afortunados encuentros se le
ofrece al lector m ediante citas p o r extenso y la configuración del texto,
que no ve en m ontaje o collage defecto sino cantera: donde seguir u n o p o r
su cuenta sus propias excavaciones.

B e r lín , m a y o d e 2003
Karl Schlógel

19
En el espacio
leem o s el tiem p o
El retorn o d el esp acio
El barco de A lexander von H um boldt
D el arte d e marear

Cuando A lexander von H um boldt con su com pañero A lexandre Aimé


Goujaud B onpland se hizo a la m ar en La C oruña en ju n io de 1799, rum bo
a Suram érica, sus m iradas g u ard aro n la m em orable visión d e aquel
m om ento, las costas del Viejo M undo que iban a d ar a la m ar y se esfuma­
ban de su horizonte. Era u n m om ento estrem ecedor en que se m ezclaban
sentim iento, apego a lo familiar, tem or a lo nuevo y en teram ente distinto.
Pasar a las Indias seguía siendo sum am ente arriesgado, no rutina con pre­
visto desenlace sino aventura en que uno podría perecer. H um boldt volvía
a vivir ese m om ento que antes vivieran generaciones enteras de m arinos,
atravesar u n um bral allende el cual no hay regreso, nada está resuelto, y
sólo tiene u n a opo rtunidad quien m antenga despiertos sus sentidos. Ale­
xander von H um boldt no era ningún aventurero, sino hom bre de curiosi­
dad insaciable, casi anim al, y de u n a capacidad de trabajo p u n to m enos
que inagotable. T odo estaba bien preparado y cavilado, el barco, repleto
hasta el últim o cam arote de papeles científicos, atlas e instrum entos d e
m edición; iban dispuestos a estudiar p o r m ucho tiem po y entre las mayo­
res fatigas u n a porción nueva de m undo, abarcarla y m edirla p o r prim era
vez. La expedición volvió al cabo de más de cinco años de viaje p o r siete
países de Suram érica, Cuba y N orteam érica. V alorar las colecciones, obser­
vaciones y m ediciones que trajo consigo dio q u e h a c e r a los científicos
durante todo el siglo xrx, y, en parte, hasta hoy1.
No nos em barcam os aquí en nada parecido; ni en investigar u n Nuevo
Mundo m edido hace m ucho, ni en una expedición en que podam os nau­
fragar con el barco que nos lleva, ni p o r un botín de 34.000 páginas m anus­
critas e incontables objetos, desde m inerales hasta anim ales disecados. Lo
que nos interesa es qué papel desem peña el espacio en la historia y cóm o
ha venido a ser que se nos haya escurrido entre las m anos.
Pero tam poco es del todo azar que se nos haya venido a la cabeza para
em pezar nuestro trabajo la partida de A lexander von H um boldt a su viaje
suram ericano. La suya tiene que h aber sido u n a curiosidad indom able que

25
quería salir más allá del m undo consabido y familiar, tan fuerte com o para
arrostrar aun los mayores peligros: im agen de una em presa francam ente
m onum ental que hoy vuelve a seducir a un m undo científico en trance de
perder, y sobre todo olvidar, su unidad interna en la estela de la especiali-
zación y división del trabajo. E im agen, al cabo, de devoción a la cosa, de
una entrega al objeto de estudio que incluye arriesgar el entero patrim o­
nio privado, el cuerpo y el alma, y de la que hoy se puede sospechar sólo
haría so nreír discretam ente. De no hacerse ver en A lexander von Hum -
b oldt tam bién ese auténtico animal de tiro dispuesto en todo m om ento y
situación a an otar lo esencial y dibujar con precisión, se reconocería en él
de inm ediato al rom ántico henchido de todo el entusiasm o y desm esura
de la ép o ca rom ántica. No es sólo del eru d ito universal, enciclopedia
am bulante y academ ia en una pieza, de lo que hem os de ocupam os, sino
de u na actitud ante el m undo, de su afinidad con él y la energía con que
esa atención suya se concreta en las formas más diversas. Sin que pareciera
conocer límites: trabajaba con m icroscopio y con instrum entos astronóm i­
cos, extractaba sobre el terreno docum entos de civilizaciones precolom bi­
nas, observaba las poblaciones de m onos en la ju n g la y se sum ía en las rela­
ciones de los m isioneros, adelantado de la Etnología y la A ntropología,
hacía dibujos y se som etía a las tediosas tareas del topógrafo y el cartó­
grafo, y todo en condiciones extrem as, con la hum edad de la selva tropi­
cal, sin los recursos que más tarde habían de hacer posible y soportable el
trabajo en lugares inhóspitos de ese género*. A lexander von H um boldt
encarna una figura del conocim iento en que todavía se aúna cuanto más
tarde ha seguido cursos separados, en disciplinas -M ineralogía, Geografía,
E tnología, Lingüística, Botánica, Zoología, H istoria-, en especialidades
-estadística, topografía, cartografía y descripción del paisaje, densas des­
cripciones de situación y estudios históricos- y en formas distintas de orga­
nización: él en carn a al científico entendido com o erudito al tiem po que
em presario y organizador, todo en la misma persona. Figura una ciencia
en que la teoría aún podía ser a la vez sin ningún problem a em piria y refle­
xión, visión y sistematización, estudio de cam po e investigación de archivo.
A lexander von H u m b o ld t es u n o de los pu n tales de u n a C iencia de
riqueza incontrolable y poco m enos que ilimitada, u n a que parece tener
aú n todo p or delante: en parte alguna reto rn o o retroceso, por doquier
em barques, nuevas singladuras, exploraciones, descubrim ientos. Natural­
m ente, tras casi dos mil años de progresos en todas las ramas científicas, y

26
Eduard Ender, Alexander von H um boldt y Aimé
Bonpland en la selva virgen, ca. 1850, óleo sobre lienzo.

«Im agen d e u n a e m p r e s a f r a n c a m e n t e m o n u m e n t a l
que hoy vuelve a s e d u c ir a u n m u n d o c ie n t íf i c o e n
trance d e p e r d e r , y s o b r e t o d o olvid ar, su u n i d a d
i n te r n a en la e stela d e la esp e cializa ció n y división
del trabajo.»
tras un desarrollo que ha llevado a la ciencia a la condición de «subsistema
social», no p u ed e darse ningún re to rn o a H um boldt sin más. Evocar la
figura del sabio universal despierta más bien extrañeza; uno se h a vuelto
m odesto tras tanto progreso que se ha dem ostrado cam ino a la catástrofe.
Y aun así, en esa figura sigue habiendo algo paradigm ático: la am plitud de
horizonte, la disposición a salir ah í fuera y hacerse p o r u n o m ismo u n a
im agen de cosas de las que aún no hay ninguna, la inm ediatez de la im pre­
sión p o r la que dejarse estrem ecer de pies a cabeza, el valor de confiar en
los propios ojos, la disposición a e m p ren d er el gran viaje aun cuando toda­
vía no esté todo aclarado y en regla «definitivamente». Hay algo que recu­
p erar en esa audacia de rom per y en el sentim iento correspondiente de
que algo se ju eg a en ello. Hay que hurtarse al m enos p o r u n m om ento a
cuanto de m iedo y de disciplinario hay en las disciplinas, a fin de poder
echar u n vistazo al todo, a la selva y no sólo a los árboles, al m undo y no
sólo a sus partes5.
Con este libro que ahora encaram os nos pasa un poco com o a Alexan-
d er von H um boldt y a Bonpland en ese m om ento de perder de vista las cos­
tas europeas sin tener ante sí otro que el ancho mar, donde a uno pueden
entrarle m areos de tanto vacío y lejanías. Nos gustaría recuperar el impulso
a salir al m undo. Es la hora. El espacio se h a olvidado, ya no lo hay. Presun­
tam ente se ha desvanecido, consum ido p o r una vertiginosa aceleración. Ya
no hay espacio entre rutinas que funcionan, o a lo sumo, cuando p o r un
instante se in terrum pen: una catástrofe, u n a detención forzosa fuera de
program a. Entonces, de repente, lo hay: com o escena, lugar de los hechos,
escenario de la catástrofe. Por un instante vuelve entonces el conocim iento
de que el m undo tiene agujeros negros y pese a toda aceleración hay una
geografía que desem peña un papel hoy com o ayer. Hay cosas de las que no
se habla porque se entienden solas, en todo caso m ientras estén ahí calla­
das o sim plem ente funcionen. Entre tales obviedades se cuenta el espacio.
Ni siquiera hay un lenguaje para él. Es un hecho de nuestra vida cotidiana,
pero no existe en el lenguaje de la teoría. Está ausente, reconstruido y recu­
bierto de historia, sucesos, estructuras y procesos en que todo es im por­
tante, excepto esto: que todos tienen lugar, escenario de la acción, lugar de
los hechos. El espacio parece colonizado p o r las ciencias sociales. Ahora se
trata de dejarle volver en su ser con toda su enorm idad.
El m undo espacial está ocupado p o r intérpretes y adm inistradores de
textos. El m undo parece m etam orfoseado en un gran texto único, y de la

28
«legibilidad del m undo» de Hans B lum enberg la m ayoría se h a quedado
sólo con la letra, no con el espíritu. Percatarse del m undo significa dejar
atrás la fijación exclusiva en el texto y desechar la cóm oda ilusión de que
aquél sea un gran texto único que hasta cierto p u n to podríam os descrifrar
sin más, desde el escritorio o la mesa del café. Los paisajes no son textos,
como tam poco las ciudades. Los textos pueden leerse, a las ciudades hay
que ir. Hay que m irar en torno. No puede leerse un lugar, hay que bus­
carlo para darse u na vuelta. Edificios y plazas son sus reproducciones; los
interiores, la novela en que aparecen. Se trata de relaciones espaciales, de
distancias, cercanía y lejanía, m edida, proporción, volum en, figura. Espa­
cio y lugar plantean ciertas exigencias; p o r m enos, no se dejan tener. Quie­
ren ser franqueados. Y de ellos no se debe decir palabra que no esté feha­
cientem ente acreditada sobre el terreno y en el lugar de autos: lo que no
funciona sin adiestrar la m irada, sin estudios de campo, sin trabajo sobre
el terreno. Y eso significa tam bién que no funciona sin cerrar p o r un ins­
tante los libros, ap artar de ellos los ojos y confiar en éstos directam ente, sin
cubrirse, al descubierto. Entonces resulta rápidam ente que hay otros cami­
nos p or an d ar si uno quiere llegar al m undo. Pero ¿cuáles, p o r cuáles?
A doptam os la form a de moverse de quien p reten d e orientarse en el
espacio. Como querem os proceder, avanzar, nos ponem os en pie. H ace­
mos un plan de viaje, un esbozo, un itinerario. No se trata de la línea orto-
drómica. No estamos consUuyendo un edificio. No es u n a indicación de
cómo alcanzar la meta, sino u n m étodo de moverse sin p erd er la orienta­
ción en te rre n o ab ierto p o r todos los costados. No nos apoyam os en
deducciones a partir de u n concepto que antecede a todo, avanzamos tan­
teando: de ciudad en ciudad, de u n a lengua de tierra en otra, de isla en
isla, de ensenada en ensenada com o p o r antiguos portulanos. Puede ser
bueno engañarnos, que tras la próxim a lengua de tierra no suija el puerto
sino horizonte sin fin, h ab er echado mal las cuentas, en distancias y en
dificultades. No está excluido encallar e irnos a pique. Avanzaremos con
ayuda de m apas y nos toparem os con que lo dicen todo, o lo callan, para
arribar acaso alguna vez a u n a realidad de la que estamos convencidos es
cosa distinta de su representación y de los discursos que sobre ella se sos­
tienen. Q uien usa correctam ente los mapas alcanza alguna vez el m undo
para el que están hechos.
Así com o no es éste u n libro de m apas y cartografía, tam poco intenta
competir con la reproducción de grandes obras cartográficas, las únicas en

29
que se puede desplegar la magia que esconden. C arecería de toda pers­
pectiva q u erer m edirse con ellas. Q u ien las haya tenido en sus m anos
alguna vez sabe que, en cuanto obras de arte, de ciencia y de técnica, sólo
se les causa perjuicio cuando se las in te n ta forzar en rep ro d u ccio n es y
copias reducidas. Para com prenderlas hay que contem plarlas, tal com o se
va al m useo para con tem p lar u n R em brandt. El p resen te texto gira en
torno a otro m odo de andar a vueltas con mapas, de tratar y de m irar los
m apas y el m undo que reflejan. No en torno a la ilustración sino a la refle­
xión, no en to m o a interpretar imágenes, sino a cómo agudizar y aun pro­
ducir una m irada y una atención nuevas a todo cuanto ni está en los textos
ni puede estar, lisa y llanam ente porque el m undo, algo que se olvidó hace
m ucho, no consiste en textos. Este no es un libro para los ojos, sino para
cabezas que tengan los ojos para ver o al m enos quieran trabajar con ellos.
En lo fundam ental, gira en torno a un solo pensam iento, a saber, que sólo
podem os hacernos con una imagen adecuada del m undo si em pezam os a
p en sar otra vez ju n ta m e n te espacio, tiem po y acción. Com o ese pensa­
m iento elem ental está olvidado o desterrado hace bastante tiem po, vale la
p en a ponerlo de nuevo en circulación. Él es tam bién brújula y com pás del
m ovim iento de búsqueda que ahora comienza.

30
Drama d id áctico I:
La caída del muro de B erlín (1989)

En algún m om ento de u n siglo XX a punto de concluir nos habíam os


aprendido lo de que la historia había llegado a su fin; luego vino 1989, no
obstante, y aquello que pareciera tan revelador y tan plausible ya no valía.
También nos habíam os aprendido que el espacio se había desvanecido y
que la Geografía no desem peñaba ya ningún papel. Así, algo que norm al­
mente habría precisado con toda probabilidad discusiones prolongadas y
argumentaciones prolijas se aclaró sin grandes com entarios ni fundam en-
taciones tras las sacudidas de 1989. No sólo se había disuelto un Im perio
sino tam bién un espacio, el que se llam ara «bloque del Este». No había
acontecido sólo u n a revolución política, sino tam bién una «revolución
espacial» que no había dejado intacto aspecto alguno de la vida. 1989 fue la
fecha que señaló el final de la posguerra, y el m uro de Berlín el lugar en
que tocó a su fin. Ante los ojos de unos contem poráneos ya jubilosos de
esperanza, ya angustiados, transcurrió un dram a didáctico p o r el que les
habrían envidiado otras generaciones. Ellos fueron testigos oculares de
cómo pasa el m undo de u n estado a otro, de u n antes a u n después. Casi
medio siglo había vivido E uropa en estado de división, entre fronteras sur­
gidas de las dislocaciones de la Segunda G uerra M undial y las tensiones de
la G uerra Fría. La que discurrió p o r m ás de m edio siglo a través de la
Europa de Yalta no tenía precedente ni respaldo alguno, n o era frontera
étnica, cultural, idiomática o histórica, y desde luego, tam poco «natural».
Ninguna cordillera, n inguna corriente, ningún corte lingüístico discurría
desde el este de L übeck hasta Trieste: sino u n telón de acero p rim ero
improvisado y reform ado luego cada vez m ejor hasta culm inar en la cons­
trucción del m uro de Berlín. En adelante n o hubo E uropa alguna, sino el
Este y el Oeste. D onde u n a vez se hablara de C entroeuropa había ahora
puestos avanzados del cam po socialista y del capitalista. Las m etrópolis de
C entroeuropa se habían tornado en ciudades provincianas en las perife­
rias orientales u occidentales del m undo dividido. H abía que ten er alguna
razón especial para salir de una y pasar a otra, si es que no era totalm ente

31
im posible o prohibido. M antener las relaciones de vecindad con quienes
se habían converüdo en extranjeros requería la mayor tenacidad para ven­
cer las trabas burocráticas, conseguir el visado o el bono de hotel. Era más
sencillo ir de Berlín Este a Pyonyang que al sector occidental, p o r más que
se tratara de la m ism a ciudad. Las viejas vecindades en tre B udapest y
Viena, Helsinki y San Petersburgo, Praga y N úrem berg, ya n o tenían vigen­
cia desde que unas estaban en el Pacto de Varsovia y las otras en la OTAN.
P or más de una generación la vecindad inm ediata quedó fuera de alcance;
en el m ejor de los casos, servían com o lugar de encuentro, congresos inter­
nacionales o playas de terceros neutrales. Ese m undo dividido podía reco­
nocerse y distinguirse a prim era vista: en u n a parte había anuncios que le
asaltaban a uno dondequiera que estuviese, o que se fuese; en el otro, le
salían al paso los vacíos de lienzos desnudos que en todo caso adornaban
de tanto en tanto algún cartel o una bandera del Prim ero de Mayo. Aquí
había propaganda, allá, publicidad. Aquí, colas, allí, aglom eraciones atro­
pelladas ante las superofertas del catálogo. Aquí, el peso abrum ador de los
días siem pre laborables, allí, la insoportable levedad del ser. Cada hem is­
ferio, su iconografía, sus reglas de lenguaje, sus códigos, hasta en los ges­
tos; pagado de sí, triunfador y jactancioso el uno, más bien desm añado,
reservado y avergonzado el otro. Cada hem isferio, su diseño, su esbozo de
u na vida m edianam ente feliz, sus países de ensueño y sus vacaciones soña­
das4. Y cada un o su propia experiencia de qué sean dicha y, sobre todo,
desdicha. En el «bloque del Este» se había experim entado la n ula perspec­
tiva de la revuelta: 1953, 1856, 1968, 1976; en «el Oeste» se había seguido
ad elan te y hacía arriba, de algún m odo. El m uro de B erlín no era sólo
símbolo perfecto, sino perfecta ejecución de una frontera perfecta. Trans­
gredirla, aun cuando se intentaba en m itad de u n a ciudad, era m ortífero;
se disparaba com o a conejo en cam po abierto o a fugitivo en cam po de
concentración. El m uro discurría bajo tierra atravesando p o r m edio túne­
les de m etro, conducciones y alcantarillas, p o r tierra atravesando calles,
edificios y cem enterios, sobre la tierra atravesando u n cielo en que tam ­
bién había pasillos. En ese m uro había esclusas en que u n o era penosa y
m aterialm ente sondeado, radiografiado e investigado, en que se le quitaba
material im preso, en que se producía un estado de am enaza y angustia que
había d e convertirse en equipaje básico de cuantos cruzaban la fro n tera en
la E uropa de la G uerra Fría. Ahora, cuando ya apenas se recuerda la fron­
tera de antaño, ya casi hace falta im aginación o actividades arqueológicas

32
para figurarse aquella E uropa que había llegado a ser u n a situación de
normalidad. Para quienes crecieron a la som bra del m uro hay lugares que
designarán p o r siem pre ese asom broso cosmos de la E uropa de Yalta: los
pasos fronterizos de M arienbom o el laberinto de las estaciones de m etro
v ferrocarril de Berlín-Friedrichstrasse, la sala de espera de los consulados
en que se intentaba conseguir u n visado, y el h e d o r específico que allí rei­
naba, y la en tera econom ía m ental que se fundaba en la tensión de u n
inundo escindido: incluido el «¡pues vete allá enfrente!» que histéricos
berlineses del Oeste gritaban a los estudiantes revoltosos.
1989 cam bió toda la situación. Ju n to con instituciones y legitim idad del
socialismo real se d errum bó tam bién la en tera geografía del poder. Las
capitales del bloque del Este se convirtieron en grandes escenarios en que
el derrocam iento del antiguo p o d er sucedía ante los ojos de todos. Cada
país tenía sus escenarios principales o laterales preferidos, p o r lo general,
plazas o lugares sim bólicos en q u e se m edían las fuerzas y se p o n ía en
escena el cam bio de poder. Los m edios de com unicación pusieron lo suyo
en difundir y sincronizar diversos cursos de acción. Así se vino a que casi
todos los europeos tengan u n a im agen concreta del año 1989; u n a que
incluye siem pre dramatis personae. Mijail Gorbachov, Lech Walesa, Václav
Havel. Y donde siem pre hay un «lugar del suceso»: la calle de la torre de la
televisión en Vilna, la Casa Blanca de Moscú, o ese otro inolvidable, la gran
plaza de B ucarest an te el palacio d e gobierno desde cuyas balaustradas
hubieron de ponerse a salvo Nicolás y Elena Ceausescu en un helicóptero.
Así es que la caída del p o d e r no es m era figura ideológica, sino literal­
mente corporal, com o su ruptura y fragm entación: se bloquean las trans­
misiones de noticias, fallan las conexiones, se acuartela a las tropas, se
abandonan las torres de vigilancia, alguien escala u n a fortificación fronte­
riza que pierde de u n a vez p o r todas su credibilidad. U n paso lleva al otro
donde sólo se adm ite el libre ju eg o de fuerzas: y en el corto verano de la
anarquía eso es más im portante, con m ucho, que todas las llamadas «refor­
mas dem ocráticas» p ara las que no hay fuerza, p o d e r ni com petencia.
Desatado y desanclado de las antiguas relaciones de poder, todo se redis­
tribuye de m odo nuevo, se disuelven coaliciones agotadas, se m ontan n u e­
vas. Las fuerzas civiles que hasta entonces se habían m antenido al m argen
o en la clandestinidad se adelantan hasta el centro de la escena, el escritor
se convierte en presidente y su sala de recibir ya no está en el café Vltava
sino en el Burg. Redactores de samizdat y panfletos en la clandestinidad

33
sacan el mayor periódico del país. De las plazas públicas desaparecen los
m onum entos de déspotas m ediocres, p o r doquier se da nom bre nuevo a
las calles. Cambio de denom inación, de código, la tom a del m onopolio de
la definición está en su apogeo. Nom bres nuevos señalan la tom a de pose­
sión, la apropiación de calles, de edificios y espacios públicos, con toda
clase de com plicaciones subsecuentes. D esaparecen las fortificaciones
fronterizas, ahora cuentan otras fronteras: entre pobres y ricos, o el digital
gap. Ciudades que habían sido fronterizas, avanzadas del frente, recobran
de p ro n to lugar de centros fácilm ente accesibles p o r cualquier costado.
Provincias que se habían quedado en la espalda de E uropa vuelven a estar
francas. Por todas partes tráfico en auge, en particular entre m etrópolis
largam ente descuidadas, m ientras otras se quedan aparte sin saber cóm o
seguir adelante. El espacio europeo se reordena. Las regiones siguen a su
gravitación natural y a antiguas líneas de fuerza. Se com prueba qué fuertes
son los lazos en to m o al Báltico aun tras u n a larga división. Se dem uestra
con qué rapidez se vuelve a encontrar a sí misma C entroeuropa. Y quien
m ira bien reconoce que no son las fronteras de ayer lo que m arca el com­
pás de aceleración o retardo, sino las fronteras entre los nuevos Metropoli­
tan corridors p o r que circulan global Jbws y aquellas provincias rem otas por
que pasan de largo los flujos de energía, dinero, personas e ideas. No en
todas partes se h a alcanzado la transform ación de la gran fro n tera, del
telón de acero en fronteras pequeñas. En algunos lugares se hizo de la
fro n tera línea de dem arcación, y de ésta, un frente. En m uchos otros la red
no se h a reanudado, sino desgarrado. Europa, escenario de deportaciones,
depuraciones violentas, crueldades y guerra; Europa, cam po de batalla tras
m edio siglo sin g u erra abierta. A hí está p a te n te m e n te la o tra cara del
d erru m b am ien to del sueño de p o d e r de la posguerra. M ientras que el
derrum bam iento ha tocado a su fin, la reconstrucción del espacio europeo
sigue aún sobradam ente indefinida y en pleno proceso. La E uropa nueva
es u n espacio social, político y geográfico: algo así n o pu ed e «hacerse»,
crece - o n o -. En eso, a despecho de ideas bienintencionadas pero inútiles,
con decretos y uniones n o hay nada que hacer.

34
Drama d id á c tic o II:
Ground Zero. 11 de sep tiem bre de 2001

El 11 de septiem bre de 2001 nos h a h ech o re co rd a r u n espacio que


habíamos olvidado largo tiem po atrás, uno cuyo som etim iento se cuenta
sin em bargo en tre los supuestos de nuestra civilización. R ecuerdo de lo
obvio. R ecuerdo del océano que había de ser cruzado, que lo fue día tras
día p or m illones de seres, que ya no puede serlo si el espacio aéreo se cie­
rra. Todos habitam os un espacio global producido a lo largo de décadas.
Que ah ora h a sufrido un desgarro. Resulta que el espacio puede desga­
rrarse si se ro m p en «nervios» o líneas de tráfico. Se dem uestra que aun en
tiempos de ciberespacio no se h an vuelto superfluos conocim iento del
lugar y exploración del terreno.
Acaso sea más q ue u n azar que la p rim era g u erra del siglo XXI haya
vuelto allá donde hace casi cien años el oficial y geógrafo británico sir Hal-
ford M ackinder b arruntara el «eje de la historia universal»: en esa «Heart-
land» que se le antojaba Asia central, cuyo dom inio, a su parecer, daría
entrada al del m undo entero. Es com o si no acabáram os de creer im áge­
nes que sin em bargo hem os visto con nuestros ojos. De ahí que m irem os
incrédulos y fascinados desde el borde del cráter a la m ontaña de escom­
bros de que aún se alzan nubes d e polvo y hum o. De ah í q u e al m irar
desde el avión busquem os ese lugar b rillantem en te ilum inado al sur de
M anhattan. Así se m arcan a fuego lugares en la m em oria, así se erigen los
puntos de referencia de la m em oria colectiva, así se configura el horizonte
que dará la m edida a generaciones venideras. El que recordarán por siem­
pre testigos oculares y espectadores: restos d e fachadas aún en pie com o
un decorado teatral o u n a obra de arq u itectu ra deconstructiva; todo el
inventario de protección civil, tiendas de cam paña, camillas, instalaciones
de desinfección, máscaras y mascarillas contra el polvo y el gas.
Nueva York ahora: la ciudad sin torres gemelas, al m enos p o r ahora.
Brooklyn Bridge: el p u en te de los fugitivos de M anhattan, ya no sólo la
maravilla universal de Jo h n Roebling. Wall Street, la calle del m uro ya no
metáfora, sino lugar en que por u n segundo quedó cortada la circulación

35
de la riqueza abstracta. W ashington Square y U nion Square: ya no gratas
plazas urbanas sino m ausoleos en m ovim iento, lugares para el recuerdo
con un m ar de velas ardidas hasta el cabo y derretidas. Nueva York: la ciu­
dad en que se da un nuevo tipo de héroe y un alcalde que expresa lo ocu­
rrido con más tino q u e u n poeta5. Se nos recuerda que no todo es simula­
ción y efecto m ediático, que se aplastan cuerpos y se destruyen casas, no
sólo símbolos; caem os en la cuenta de que hay océano y de que no es indi­
ferente que un país esté rodeado de océanos; advertimos que aun en el glo­
bal space hay nudos y vías no sólo virtuales, que tam bién pueden dañarse y
cortarse en realidad.
El m apa no consigna aquí sólo un lugar físico, sino tam bién parada y
suspensión de obviedades en que descansa nuestra cotidianeidad, y señala
el fin de las rutinas sobre cuyo funcionam iento callado descansa nuestra
civilización. Ground Zero es el pu n to en que se hizo p arar y caer algo, el
pu n to desde donde se m ide el m undo en que vivimos en adelante. D onde
fren tes y guerras de posiciones, fro n teras y soberanías nacionales no
desem peñan apenas papel alguno, pero tanto más espacios im aginarios en
que desem peñan el suyo movimientos de vuelo, huida e infiltración, la for­
m ación de redes, las etapas de la vida de los actores y activistas. Surge un
m undo nuevo con nuevos centros, zonas de peligro, fracturas y fronteras.
Q ue ahora no discurren ya entre Estados, sino a través de ellos, entre quie­
nes pu ed en seguir el ju eg o global y quienes no, y quedan fuera.
El 11 de sep tiem bre n o sólo ha h ec h o desplom arse a las torres del
W orld T rade C enter. Al m enos p o r un instante ha hecho visible el espacio
en cuyo centro estaban. En tiem po histórico fue sólo u n segundo, pero
bastó. Lo que fue alcanzado eran torres, no sólo símbolos. Capitalismo no
es sólo el nom bre de u n sistema, sino un sistema que tiene lugar. Y sus ban­
cos, sus analistas, su estructura inabarcablem ente compleja, sus nudos neu­
rálgicos, sus venas y arterias. Todo dep en d e de que estén en situación de
fu n c io n a r flujos y co rrien tes de inform ación que convergen en puntos
determ in ad o s. Q u ien p re te n d a d estru ir éstos no ataca al C apitalism o,
m era abstracción, sino al capitalismo cristalizado en sedes centrales, bol­
sas, bancos y em presas. P roducir a u n la más abstracta riqueza necesita
seres hum anos que trabajen con dedicación e inteligencia y persigan la
felicidad. Q uien p re te n d a alcanzar de lleno al capitalismo o a O ccidente
p o r fuerza ha de alcanzar a seres hum anos, a plantas concretas de edificios
concretos que lim pian cristaleros y atienden cam areros. Así, quien quiere

36
Ground Zero, o escombros del World Trade Center,
en un modelo digital tridimensional.

«Era el d istrito c e n t r a l de la g r a n c iu d a d d e N ue va
York y c o n e llo el c e n t r o d e l m u n d o m o d e r n o , al
m e n o s d e l o c cid en ta l.»
h erir a un sistema h a de h erir a los seres hum anos en que consiste. Los
cuerpos que se lanzan desde las ventanas son los fragm entos del sistema.
Como dijera H enri Lefebvre en su texto sobre la producción del espa­
cio social, «el cuerpo es el genuino centro, irreducible y subversivo, del
espacio y el discurso del poder»6. Las indicaciones de lugar que u n a y otra
vez recibíam os cegados, «la m anzana sur de M anhattan», no servían de
ilustración, eran localización exacta y necesaria y no un toque de colorido
local. E ran prim erísim o plan o del corazón económ ico y fin an ciero de
Estados Unidos y del entero m undo occidental. Era el distrito central de la
gran ciudad de Nueva York y con ello el centro del m undo m oderno, al
m enos del occidental. Nueva York no es sólo símbolo, sino ciudad, y com o
tal, vulnerable, que puede ser alcanzada7. Q ue se vulnere u n sím bolo es
cosa de la que puede tom arse nota sin más; adm itir que una ciudad com o
N ueva York sea in d efen d ib le p o r p rin cip io y vulnerable e n cualquier
m om ento es cuestión de vida o m uerte. Nueva York y ciudades com o ella
sólo funcionan en tanto ciudades abiertas. C errada, am urallada, com o ciu-
dadela, es inconcebible, y sería sinónim o del final de la form a de vida occi­
dental. Intuir eso, y no pánico o histeria, es lo que subyace a todas las reac­
ciones a ese ataque: que la vida sucum biría a u n a clausura de los túneles
que conectan M anhattan con el resto de la ciudad, que el cierre de las esta­
ciones de m etro dejaría m orir lentam ente al distrito sur de M anhattan. La
sociedad estadounidense n o resistiría social ni culturalm ente, aun si fuera
factible técnicam ente, lo que se conoce com o racial profiling, la com proba­
ción de identidad de todo estadounidense o turista con la m en o r traza de
árabe. La interrupción del correo, las negativas a distribuir o recibir cartas
tras los atentados con antrax, la paralización de todos esos procesos sobre
cuyo silencioso funcionam iento descansa nuestra civilización da un atisbo
de lo vulnerable de nuestras estructuras, sum am ente sensibles.
La suspensión m om entánea de tráfico aéreo sobre Estados Unidos, de
extrapolarse a un p eríodo más prolongado, llevaría al derrum bam iento
del espacio aéreo en que Estados Unidos ocupa un lugar central, a suspen­
d er todos esos movimientos que les u n en con el resto del m undo. Signifi­
caría, n ad a m enos, que p o r un m om ento N orteam érica se había vuelto
inalcanzable y otra vez una gran isla continental. De un solo golpe, y eje­
cutado con m edios simples, se había deshecho la red costosam ente tren­
zada. Los contornos del Nuevo M undo tal com o estaban dibujados en los
globos terrestres antes de Colón hacían u n a reaparición sorprendente.

38
El enem igo era nuevo, y uno de sus rasgos nuevos era que no operase
desde un territo rio estatal fijo, sino surgido de las corrientes del m undo
global, de co m en tes de com unicación (Internet) o financieras (prepara­
ción del apoyo logístico), d e m edios de com unicación (la puesta en escena
del ataque, precisa y ajustada a ellos, que hizo trabajar en favor suyo a los
medios del enem igo), del tráfico (viajes a Estados Unidos y entre ellos), de
canales educativos internacionales y, en fin, de la m agnitud y el anonim ato
de las grandes m etrópolis. Desterritorialización del enem igo y sus opera­
ciones, vulnerabilidad de u n a sociedad abierta abocada a hacer perm ea­
bles y aun d esechar las fronteras: am bas cosas van ju n tas. Se alzaba un
nuevo escenario, se perfilaba u n a am pliación de las zonas de guerra, un
campo de batalla d e un género totalm ente nuevo.
De u n a parte, los centros neurálgicos del capitalismo global, lugares y
m onum entos simbólicos de O ccidente, canales y corredores abiertos, las
grandes praderas incontrolables y las junglas ingobernables de las m etrópo­
lis m odernas. De la otra, retaguardias situadas en el sistema de cuevas de
Tora Bora o en los suburbios y barrios pobres de Islamabad; vastos territo­
rios, meras ruinas ya de un Estado, abandonados a m erced de los señores de
la guerra; rutas del contrabando de instrum entos de alta tecnología, armas o
drogas. Y todo entrelazado p o r un sistema global de comunicaciones capaz
de sacar una historia en vivo para el m undo entero aun del último com bate
en el valle más apartado del Hindokush. Las fronteras ya no discurren entre
Estados, los atraviesan. Las fracturas no discurren entre el m undo árabe-islá­
mico y el occidental, sino en tre los centros enardecidos de un islamismo
radicalizado y un m undo ocupado en m antener su estabilidad".
Fronteras, centros y escenarios se desplazan y apenas nada recuerda el
curso de las fro n teras y las zonas de ten sió n de hace un decenio. Los
mapas que nolens volens nos hem os m odelado nosotros m uestran el arco de
tensión de las nuevas zonas de lucha: alcanza desde las gargantas del
Lower M anhattan hasta el altiplano de Kandahar. El cam po de batalla es
inabarcable: alcanza desde los suburbios de miles de creyentes a los que
nada distingue hasta los aeropuertos totalm ente climatizados que alguien
puede volver infiernos. Desde el Ground Zero se m ide el m undo de nuevo.
La tesis del desvanecim iento del espacio era tan insensata com o la del fin
de la historia. Patentem ente, se precisa u n a y otra vez de grandes aconteci­
mientos para recordar cosas que una vez se entendieran p o r sí solas pero
en determ inadas condiciones h an podido «caer en el olvido».

39
A trofia espacial». D esvan ecim ien to del esp acio

La tesis de que el espacio se esté desvaneciendo se funda ante todo en


la revolución de las técnicas inform áticas durante los dos o tres decenios
últimos. Incom parablem ente más potentes que cualquiera de los medios
precedentes -vapores, telégrafo, teléfono, radio o televisión-, nuevas tec­
nologías com o Internet, correo electrónico, fax o teléfono móvil no coo­
peran a una m era contracción del espacio, así afirma esa argum entación,
sino más propiam ente a que se esté consum iendo hasta desvanecerse9. Se
ha desarrollado toda una literatura en to m o a esos tópicos, el «desvaneci­
m iento del espacio» o la «inmovilidad vertiginosa» de que habla Paul Vid-
lio: «La idea de que las telecom unicaciones “contraen la distancia” hace
que [el ciberespacio, K. S.] parezca análogo de otras mejoras en transporte
y com unicaciones. Sin em bargo, eso no atina en lo esencial de las teleco­
m unicaciones avanzadas, que precisam ente no está en dism inuir ese “roza­
m ien to ” que es la distancia, sino en quitarle todo significado. Si el tiem po
q ue se precisa p ara com unicarse a diez mil millas no es discernible del
requerido a una milla, se h a llegado a la convergencia de “espacio-tiem po”
en alguna m agnitud fundam ental. Y com o toda relación geográfica se basa
im plícita o ex p lícitam ente en ese rozam iento q u e la distancia genera,
resulta forzosam ente que negarlo en todas sus formas pone en cuestión la
base en que la Geografía descansaba hasta ahora com o en algo obvio»10.
Pero aun esta concepción va dem asiado lejos para los teóricos del ciberes­
pacio. Pues no hay duda, ciertam ente, de que «las tecnologías de inform a­
ción y com unicación interrum pen abruptam ente la lógica de la sociedad
m o d ern a, p ero no la dejan sim plem ente inválida. La G eografía sigue
desem peñando un papel, a título de principio organizador y constituyente
de relaciones sociales; no se la puede elim inar totalm ente... No es admisi­
ble pasar p o r alto que los seres hum anos siguen viviendo en un m undo
m aterial y necesitan alim ento, vivienda y trato hum ano»11. Según esto, la
revolución de los m edios lleva más bien a que el espacio geográfico se
am plíe o se estratifique, no a que se desvanezca: «Al geográfico se super-

40
pone un espacio virtual que perm ite así a personas y organizaciones reac­
cionar con más flexibilidad al espacio geográfico real. Creem os que esas
formas de acum ulación y m ovilidad espaciales, acrecentadas y flexibles,
indican que vivimos u n a era en que la lógica espacial es ya m odernidad tar­
día, u na era en que se construye un nexo socioespacial nuevo»12.
De todos modos, ese argum ento u opinión de que el espacio se desva­
nece es más antiguo que las recientes revoluciones tecnológicas, y se apoya
en estratos más densos, con m ucho, que ese progreso técnico que quiere
hacer constar, con toda razón. La cuestión gira en to m o a u n a form a de
pensar, un hábito, u n a fagon deparler. Una en que el horizonte tem poral y la
narrativa histórica im peran sin más, com o si ello fuera obvio. Su m ateria
prima es el habla, el texto, el discurso. R einhardt Koselleck h a hablado de
una prim acía del tiem po sobre el espacio aceptada esp o n tán eam en te,
como cosa com prensible de suyo. «Puesta ante la alternativa formal tiem po
o espacio, una abrum adora mayoría de historiadores optaría p o r u n a hege­
monía teórica del tiem po sin más que una débil fundam entación teórica»13.
YEdward Soja coloca en el centro de su proyecto de geografía posm odem a
!a tesis del desvanecimiento del espacio, com o reflejo inverso del triunfo de
un historicismo que sólo ahora toca a su fin: «Mi m eta es espacializar la
narrativa histórica (to spatialize the historical narrativé), vincular la durée con
una G eografía H u m an a d u ra d e ra y crítica... h acer que análisis y teoría
social contem poráneos tom en conciencia de una perspectiva espacial crí­
tica. Al m enos durante el siglo pasado, tiem po e historia h an tom ado pose­
sión de un puesto privilegiado en la conciencia práctica y teórica del m ar­
xismo occidental y la teoría crítica. C om prender cóm o se hace historia fue
la más im p o rtan te fu ente de conocim iento em ancipatorio y conciencia
política práctica, receptáculo am plio y variable de interpretaciones críticas
de la vida y práctica sociales. Aun así, hoy son consecuencias del espacio
antes que del tiem po las que nos están ocultas, antes “hacer geografía” que
hacer historia lo que el m undo práctico y teórico pone ante nuestros ojos.
Ahí está, aprem iante, el requisito y prom esa de la geografía posm odem a».
Según Edward Soja, en adelante la cuestión está en «intentar deconstruir y
recom poner de nuevo la rígida narrativa histórica, escapar de la prisión
que es la tem poralidad del lenguaje y de la teoría crítica convencional de
un historicismo sim ilarmente carcelario, para dejar espacio a intuiciones de
una Geografía H um ana comprensiva, a u n a herm enéutica espacial. Con
ello se cortaría el flujo de lo secuencial una y otra vez y se desviaría a recu­

41
p erar y co m p o n er sim ultaneidades y yuxtaposiciones de mapas, con que
sería posible subirse a la narración casi en cualquier punto a voluntad sin
p erd er de vista el planteam iento general del trabajo, que podría parafra­
searse así: crear accesos críticos a la vinculación de tiem po y espacio, histo­
ria y geografía, época y región, sucesión y sim ultaneidad»14.
La obsesión del siglo XIX fue el historicismo, el tiempo: durée, no espace.
El historicismo concebía el cambio en térm inos de consecución tem poral,
no de yuxtaposición. Desplegó la im aginación social, a veces hasta la h ip er­
trofia, e n tanto la geográfica siguió en todo m om ento entum ecida y en
u n a posición periférica. Soja habla incluso de som etim iento del espacio
p o r el pensam iento social crítico.
T am b ién Nicolaus S om bart rem ite a u n estrato situado m u ch o más
h o n d o si se trata de describir y luego explicar abreviaturas textuales y tem ­
porales de nuestras interpretaciones en ciencias del espíritu e historia de
la cultura: «Nuestra herm enéutica se cuenta entre las ciencias del espíritu.
En otras palabras, se refiere a textos y a su cronología a la m anera de Mai-
m ónides, del Talm ud, del protestantism o; interpreta el m undo com o un
libro, co nform e a u n a secuencia de páginas; en el o rd e n de sus letras
in ten ta descifrar u n sentido secreto que supone oculto tras ellas. Todo gira
siem pre en to m o al “desvelamiento". En to m o a la interpretación del sen­
tido de un fen óm eno cultural que es siem pre cifra, en que siem pre hay
que seguir indagando “más atrás”. El m undo de la vida, con toda su con­
creción sensible, no se tom a en serio. Es sólo apariencia que oculta al ser.
La démarche científica tiene p o r m eta d ar con indicios de algún engaño al
que pillar con las m anos en la masa. El “desvelam iento” se torna en “desen­
m ascaram iento”, ése es el gesto de la crítica cultural m oderna. D onde pre­
sen tar pruebas q u iere decir p o r lo general aducir pasajes textuales. La
in te rp re ta c ió n se a ferra a la letra. La topología de esa h erm e n éu tica
carece de lugar... F rente a ella se alzaría u n a herm enéutica de las ciencias
de la cultura que piensa en cuerpos, referida al espacio, tridim ensional,
m orfológica, geográfica. El m undo del ser hum ano es el planeta con sus
continentes y océanos; su historia y su destino terreno están ligados a luga­
res y espacios concretos. La tópica d e esa h erm e n éu tica es topografía.
Cada lugar h a de ser entendido más allá de la iconografía a él asignada. No
son épocas y transcursos tem porales lo decisivo, sino cuerpos sociales y
círculos culturales. Se buscan patrones d e sentido en terrenos y referen­
cias espaciales y geográficas, se percibe el fenóm eno in situ, com o form a y

42
figura que es. No hay, desligados del m undo sensible, unas ciencias y un
m undo del espíritu que sólo existen en un espectral m undo de espíritus
como el de los textos canónicos. Todo es localizable. Podría hablarse de
herm enéutica topográfica. El p atró n fundam ental a q u e se in co rp o ran
todos los datos del continuo histórico-social son los cuatro cuadrantes de
la rosa de los vientos con los rum bos del cielo, Este y Oeste, N orte y Sur; en
el centro, con los dos pies en la tierra, la cabeza bien alta, el ser hum ano
en la trid im en sio n alidad d e su cuerpo, desde el que se define arrib a y
abajo, delante y detrás, derecha e izquierda. N inguna pregunta p o r el sen­
tido de algo pu ed e en contrar respuesta sino en estas coordenadas en que
no vale “indagar” ni “desenm ascarar”, donde cabe hallar respuestas en la
medida en que se le reconozca decisivo sistema de asignaciones simbólicas
que determ ina a una cultura y su fisonom ía»ir'.
¿Y dónde está entonces la cuestión?: «¿Es que al final todo está en que
la topografía cultural de que aquí se habla se h a hecho tan obvia a nuestros
hábitos de p en sam iento y tradiciones intelectuales que cualquier com ­
prensión del m u n d o en cu alq u ier grado del conocim iento, desde el
m undo de la vida cotidiana a u n a “visión del m undo” de fundam ento filo­
sófico o científico, pasando p o r la com prensión de contextos políticos o
históricos, cualquier crítica de ideología o cultura, lo adviertan o no, de un
modo u otro, siem pre se despliegan en u n mismo sistema de coordenadas,
el de localización espacial-geográfica, corporal y antropom órfica...?»16
H ubo u n tiem po en que esas cuestiones aún llegaban a plantearse, en
que el dom inio del tiem po sobre el espacio aún no era algo que se e n ten ­
diera de suyo, en que espacio y tiem po, Geografía e Historia, aún estaban
en una relación com pensada. Antes de p o d er contar la historia del triunfo
del historicism o, que al mismo tiem po lo es de u n destierro, es forzoso
regresar al p u n to de partida. No es preciso retroceder hasta la Antigüedad,
en cuya historiografía siem pre se describe un m undo com plejo donde via­
jes, descripciones del país, observaciones del clima, sucesos, m ito e historia
real, actos cotidianos lo mismo que acciones decisivas o de Estado, coexis­
ten sin necesidad d e explicaciones. Tucídides o Jen o fo n te , H erodoto o
Estrabón, Plutarco o Tácito, siem pre se parte de u n a u n id ad de tiem po,
lugar y acción. O tro tanto vale, si bien de diferente m odo, de los cronistas
medievales, las descripciones de viajes a T ierra Santa y aun parte de la pri­
mera literatura de los descubrim ientos. Con los comienzos de la m oderna
m anera de escribir historia se escinde en el siglo XVIII lo que originaria­

43
m ente se aunaba en una misma m ano o una sola persona. «La contraposi­
ción de las categorías espacio y tiem po en Historia y en Ciencias de la natu­
raleza es m o d ern a. De la antigua “historia’ com o ciencia general d e la
experiencia form aban parte así la doctrina de la naturaleza y la Geografía
en sentido estricto com o la cronología»17. Con el desarrollo de las discipli­
nas los caminos se separaron -e n el Laocoonte de Lessing, donde se dice en
1776 que espacio y cuerpos son asunto del pintor, tiem po y acciones, del
escritor; o en Kant, donde la Historia se define com o disciplina de la suce­
sión, y la Geografía, com o historia de la yuxtaposición1"-, pero aún entra­
ban ambos en un mismo cam po visual.
A comienzos del XIX, sin em bargo, la Geografía ya había ido a d ar a una
posición en que se veía forzada ajustificarse. «Desde entonces la Geografía
h a venido a parar en una precaria posición interm edia, tener que ser parte
de las puras ciencias naturales así com o de las sociales y del espíritu, en
tan to G eografía hum ana, cultural, etcétera»; sólo se p u ed e « en ten d er
correctam ente com o ciencia interdisciplinar, m ientras que la Historia de
aquel entonces, consciente y pagada de sí, la degradaba p o r lo general al
rango de ciencia auxiliar»19. No queda claro en los textos de Cari Ritter,
escritos en la prim era m itad del XIX, si se trata de escaramuzas para cubrir
la retirada de una disciplina que ha pasado a la defensiva y quisiera aún
am pararse en la unidad de la ciencia, o bien de fundam entar de nuevo la
relación entre Historia y Geografía, una vez rota su ingenua com prensión
m utua. En cualquier caso, el gran m érito de Cari Ritter, pero tam bién de
los herm an o s H u m boldt com o más adelante de F riedrich Ratzel y Karl
L am precht, está en «haber hecho tema de la com plexión espaciotem poral
de las historias em píricas»2'’. Cari Ritter form uló toda la riqueza de una
Geografía sabedora de su carácter histórico en su conferencia « Uberdas his-
íorische Element in der geographischen Wissenschaft [Sobre el com ponente his­
tórico en la ciencia geográfica]», pronunciada el 10 de enero de 1833. Ahí
se refiere a la «unidad natural» de lo histórico y lo geográfico en los auto­
res de la A ntigüedad clásica.
«Pues la coexistencia simultánea de las cosas, yuxtaposición puramente
pensada, a efectos de realidad no es manejable sin su sucesión. Así, la cien­
cia de las relaciones espaciales que se cumplen en la Tierra puede prescin­
dir de medida temporal o relación cronológica tan escasamente como
puede la ciencia de las relaciones temporales que se cumplen en la Tierra
prescindir de un escenario en que forzosamente han de desarrollarse. La

44
Cari Ritter (1779-1859). Óleo de A. Bemert,

«D esde e n to n c e s la G e o g ra fía h a v e n id o a p a ra r
e n u n a p re c a ria p o sic ió n in te rm e d ia .»
Historia lo necesita para desplegarse, en sus configuraciones siem pre ten­
drá que dar cabida p or doquier a u n com ponente geográfico, expreso o no,
y otro tanto en sus exposiciones escritas; ya sea que lo anticipe en u n gran
panoram a desde el comienzo mismo, com o Tucídides o Johannes Müller
en sus historias, ya se entreteja al hilo de sus exposiciones como en Hero-
doto, Tácito y otros maestros, o en fin, se pase p o r alto como aún ocurre en
otros, y se m antenga sólo en el tono o la coloración del conjunto. En una
filosofía de la Historia com o la concibieran antes de estos tiem pos Bacon y
Leibniz, la esbozara luego H erder y se haya intentado llevar adelante por
diversos m odos recientem ente, p o r fuerza se ten d ría que d ejar espacio
cada vez más significativo a ese com ponente geográfico, a las relaciones
espaciales del globo terrestre21». Sin em bargo, el peso principal de su argu­
m entación recae sobre lo histórico de la ciencia geográfica y la crítica de
u n a visión «m eram ente de m apa, sin vida»22: «Pero, asimismo, la ciencia
geográfica tam poco p u ed e prescindir del co m p o n en te histórico si p re­
tende ser doctrina viva de las relaciones espaciales terrestres y no artefacto
abstracto, no un com pendio en que ciertam ente se ofrecen m arco y anda­
miaje desde los que escrutar un am plio paisaje, pero no el cum plim iento
mismo del espacio en sus relaciones esenciales, en su regularidad in tem a y
externa... De ah í que desde siempre algo, sentim iento oscuro o necesidad
claram ente sabida, hayan llevado a colocar a las ciencias geográficas a ren­
glón seguido de las históricas». De los geógrafos antiguos, Hecateo, Dicear-
co, Estrabón y los geógrafos árabes y chinos, dice Ritter a título de recono­
cim iento que «configuraron su Geografía de u n m odo casi enteram ente
histórico»2’. Critica Ritter u n a Geografía m eram ente física que nada sabe
de Historia, «el em pobrecim iento y en cierta m edida parálisis que sufre de
inm ed iato la vida d e la ciencia geográfica cada vez que en esos débiles
intentos de com pendio se desprende, p o r depurarse, de toda riqueza que
pudiera proceder de lo histórico»; y proyecta u n a que perciba y analice su
objeto en el cambio y el desarrollo. Señala cóm o el efecto de procesos de
origen natural se va restringiendo m erced al trabajo y la actividad hum ana.
«Es im posible ig n o rar que las fuerzas de la N aturaleza tuvieron q u e ir
cediendo más y más influencia decisiva a los rasgos personales del desarro­
llo de los distintos pueblos, en la misma m edida en que éstos daban pasos
adelante... La hu m anidad civilizada, com o el individuo hum ano, se des­
p ren d e cada vez más de esas cadenas de la naturaleza y de su lugar de resi­
dencia que le condicionan de m anera inm ediata. Así, idénticas relaciones

46
naturales e idénticos emplazam ientos telúricos en el espacio efectivamente
existente no ejercen idéntica influencia en todo tiempo»24. En tanto Ritter
no pierde de vista en ningún m om ento la fuerza del trabajo hum ano para
configurar la n atu raleza en el planeta, «establecim iento educativo del
género hum ano», el pensam iento social en trance de surgir -F ourier, Marx
o Comte—em prenderá raudo el cam ino a u n antropocentrism o que corta o
deja atrás toda vinculación con las fuerzas de atracción del entorno natural.
A diferencia de ese ignorar lo espacial en las ciencias sociales em ergentes,
Ritter despliega p o r su p arte u n a historia de la producción de espacios
sociales, com o lo form ularían más de u n siglo después H enri Lefébvre y
otros. H abla así p o r ejem plo de la transform ación de los Alpes, de barrera
natural en paso transitable, al hilo del desarrollo de los m edios de circula­
ción y transporte. Costas y m ares pierden su función de freno y separación:
«Antes eran costas, mares y océanos tan sólo obstáculos en el orbe del pla­
neta... en el presente los mares no separan com o antaño países y continen­
tes; son ellos quienes vinculan a los pueblos y anudan sus destinos, y aun
con la mayor seguridad desde que la navegación ha m adurado en arte con­
sum ado, y h a venido a ser m edio de enlace e n tre los pueblos cultos un
transporte más rápido y fácil m erced a las fuerzas que anim an a los elem en­
tos líquidos, los que cubren parte mayor con m ucho de la superficie del pla­
neta (3 /5 fren te a 2 /5 )... el progreso d e la navegación transoceánica
incluso ha hecho otra la posición con respecto a tiempos pasados de las par­
tes terrestres, de los continentes y otras islas». Merced a tales «revoluciones
espaciales», dice Ritter, Santa Elena se ha convertido en una «isla vecina a
nuestro continente», el viaje de Europa al cabo de B uena Esperanza, en
rutina, y el viaje hasta la C hina se h a acortado desde el siglo XVIII a la mitad,
cuatro meses. «Así el océano Atlántico se h a transform ado prácticam ente
en un exiguo brazo de m ar o un gran canal gracias a ello [al progreso de la
navegación, K S.].» Abrir al tráfico el sistema fluvial h a hecho accesible el
interior de los continentes, y «la física hasta ahora inamovible de la rígida
corteza terrestre» ha dejado de ser efectiva25. El progreso técnico ha cam­
biado relaciones, desplazado centros y periferias. Trasladado al Adámico su
centro, y en múltiples relaciones con Asia, E uropa ha proyectado «su cen­
tro cultural de antaño a las comarcas litorales, ha vuelto afueras sus aden­
tros y se h a h u n d id o p o r contra rep etid am en te en desiertos centrales».
Indias O rientales y O ccidentales parecen «casi departam entos m arítim os
del m u n d o europeo con que están en contacto ininterrum pido, en ince-

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sante tráfico en ambos sentidos, sin aten d e r a las amplias distancias». Se
h an convertido en «regiones hermanadas» del planeta26. Pero Cari Ritter va
aún más lejos, al tender u n puente entre «ciencias de la Tierra» y «del espí­
ritu» y establecer relación entre «la acción espacial conjunta del entero sis­
tem a natural en cada fenóm eno local» y las «producciones teosóficas, filo­
sóficas y poéticas», al tiem po que p o n e lím ite firm e a las deducciones
m onocausales, y llega casi a insinuar un program a que hoy se suscribe con
el n o m b re de «Geocultura». Así, «la poesía osiánica en las desnudas plani­
cies del áspero y nuboso páram o escocés se corresponde con el carácter
diferenciado de su tierra natal, como el canto del bosque de los canadien­
ses, la canción n eg ra en los arrozales de Yoliba, el canto del oso de los
pobladores de Kamchatka, el canto de pesca de los pueblos insulares, todas
voces singulares de un tono, de un desarrollo aním ico e intelectual predo­
m in an tes que la acción co njunta del sistem a natu ral que les rodea, la
im presión total de su elem ento natural de que form an parte han troque­
lad o en los pueblos naturales, desde los que o tra vez se alza y resuena
luego»27.
Visto desde ese rico program a de u n a Geografía segura de sí en torno a
1830, el desarrollo posterior semeja un continuo descenso, o m ejor, margi-
nalización de u n a disciplina entera. En cualquier caso los pesos se despla­
zan. Paralelam ente llega a su desenlace la incontenible ascensión del his-
toricism o, que es a la vez la historia de la expulsión y m arginalización de lo
espacial. U na que no gira tanto en torno a una hostilidad y u n a im posición
de hegem onía francas, manifiestas y declaradas, sino ante todo a u n desva­
necerse en silencio, un «silencingspatiality» (Edward Soja), a u n desinterés
en trance de volverse constitutivo. Las relaciones espaciales ya sólo son a
m odo de container, black box, escenario pasivo para actores históricos. Mien­
tras la historia y sus actores se ponen en escena a sí mismos con el mayor
derro ch e y aparato y la mayor fidelidad en los detalles, la escena com o tal
sigue m uerta. No tiene ni historia ni tiem po propios. En lo que no dejan
de ten er p arte de culpa la Geografía y los científicos del espacio que han
naturalizado y en ocasiones aun petrificado y «geologizado» las relaciones
espaciales, sin te n e r u n a m irada siquiera p ara el h echo de que había
influencias e injerencias hum anas, no sólo un making of history, sino tam ­
bién u n making of geography.
En Hegel todo concepto y tradición firmes se hacen fluidos, se licúan
en com ponentes y trances de u n proceso, el m ovim iento p o r sí solo del

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espíritu absoluto. Con todo, aun su dialéctica del proceso histórico estaba
referida a un lugar, un territorio: el Estado burgués nacional alias reino de
Prusia. En el vuelco m arxista de esa dialéctica el capital es prom ovido a
m otor de la historia universal, a título de absoluto que se pone a sí mismo
y refiere allende sí mismo; y nadie habría celebrado con más entusiasm o
que Marx la misión histórica del capital en la producción de u n m undo en
figura de m ercado m undial. C ierto que Marx dejó a deb er a los lectores
una exposición p o r extenso del capítulo an u nciado sobre el «m ercado
mundial», pero sus observaciones dispersas apuntan a que disponía de una
com prensión extrem adam ente fina de los condicionantes naturales de la
génesis del m odo capitalista de producción; todo habla en favor de que
tenía vividamente en su cabeza el proceso de producción de u n específico
espacio capitalista e imperialista. En el conjunto de su obra dom ina desde
luego el proceso de producción y plusvalía, de autoconciencia y autodes-
trucción, que incluye la producción de aquella clase que habría de condu­
cir a la salida del capitalismo. En el marxism o que siguió a Marx, sin que se
le pueda h acer responsable de ello, el proceso de form ación social y de
clase, la ejecución de «leyes históricas» y el sujeto revolucionario ascen­
dido a colectivo singular alcanzan plenam ente el lugar central de «el» m ar­
xismo. El discurso crítico y la vulgata m aterialista siem pre habían apostado
por la m u tab ilid ad de ser hu m an o , sociedad y naturaleza, y se hab ían
revuelto co n tra universalizaciones abstractas y ahistóricas tales com o
«naturaleza hum ana», «la esencia d e la sociedad» y sim ilares, d e n u n ­
ciando cualquier alusión que recordara constantes antropológicas o «con­
diciones naturales» com o determ inista, ahistórica, y en su consecuencia
política, fatalista. T odo ello llevó a convertir calladam ente lo espacial en
tabú, o com o lo llamó Edward Soja, a u n a «creation of cntical silence»™.
En Lenin, q u ien verdaderam ente no p erd ía de vista u n m om ento la
topografía social de m etrópolis y periferias europeas, tam bién predom ina
«el» im perialism o e n toda su expansiva extensión, p ero en realidad no
convierte centro y periferia en tema; ni siquiera referido a Rusia, la tierra
extensa par excellence y el lugar de un vivo discurso sobre la relación m utua
entre geografía e historia, desde P iotr Chadaiev hasta P iotr K ropotkin.
Cierto que aparecen en su discurso «ciudad» y «campo», pero nunca desa­
rrollados espacialm ente, sino enajenados siem pre en conceptos com o
«proletariado», «burguesía» y «campesinado». Así, no hay propiam ente en
Lenin aldea, gran país ni Rusia alguna, sólo el lugar abstracto de u n a abs­

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tracta co n figuración de clases. En p arte alguna aparecen horror vacui,
m iedo al espacio y angustia de perderse en el inm enso Im perio ruso con
más claridad que en ese callar de la infinitud del espacio ruso. Dom inio
significa aquí desde el principio dom inio sobre los campesinos, sobre la
aldea, sobre el espacio inm ensurable en que se pierden los enclaves urba­
nos. La sistemática elim inación de la Geografía en el pensam iento produc-
tivista y terrorista de la época de Stalin, o la m era tolerancia en figura de
«Geografía económica» sólo son otro indicio de que aquél ni siquiera en
sueños podía perm itirse pensar en m irar cara a cara las relaciones reales, o
h ab ría estado perdido. El régim en del terro r es tam bién intento desespe­
rado de no capitular ante la extensión, de som eterla a cualquier precio.
Tam bién en otros grandes pensadores de la época venidos a figuras de
las q ue h acen historia, Em ile D urkheim , Max W eber, G eorg Sim m el,
dom inan procesos, estructuras, form aciones tipológicas, aparatos, colecti­
vos singulares, m etáforas de producción, desarrollo de abajo arriba, la ilu­
sión evolucionista de la época, a veces revolucionariam ente pasada de
revoluciones.
Y con todo, p o r lo que tiene de tajante y unilateral no es sostenible la
tesis de Edward Soja, u n a despacialization que recorre el pensam iento de los
siglos XIX y XX. El mismo siglo que hizo del historicismo lugar com ún pro­
dujo tam bién oposición al mismo, y su figura opuesta, una conciencia agu­
dizada del espacio con todo lo que conlleva: acuñación del m o d ern o
Estado nacional y territorial, producción de mental maps que lo respalden
-d e sd e la aparición de las m odernas fronteras estatales hasta la edición
obligatoria de un atlas nacional, establecim iento del m ercado m undial e
interiorización de todos los em blem as de poder de u n a civilización y u n a
cultura m undiales, som etim iento y cartografiado del m undo p o r los pode­
res coloniales, descom unal necesidad de m edios p ara som eter, m ed ir y
cartografiar, im pregnación cultural de territorios ultram arinos adquiridos
p or la violencia, ap ertura al tráfico del m undo entero m ediante vapores,
expresos de O riente, transiberianos y transcontinentales de la U nion Paci­
fic-. Ferrocarril, com ercio, tráfico, y por últim o aunque n o en im portan­
cia, ejércitos y flotas: cabe conjeturar q u e n u n ca en la historia se había
dado tan gran necesidad de mastering space, vencer, dom inar, esclarecer e
investigar el espacio, y a escala m undial. Por eso a la instauración de los
espacios de los m odernos Estados nacionales y la red de dom inio de poten­
cias europeas sobre el m undo entero le sigue com o u n a som bra u n movi­

50
m iento de reflexión cuyo nú cleo constituyen, en lo científico, el naci­
m iento de la Geografía m oderna, y en lo político, el de la m o d ern a Geo­
política. No es azar que se concentre en torno a 1900 la entrada en escena
de los adelantados de la Geografía m oderna, quienes por su parte habían
de crear significadas escuelas nacionales: Friedrich Ratzel, Paul Vidal de la
Blache, Frederick Jackson T urner, Piotr Semionov-Tian-Schanskiy. No es
azar que en esa época se viniera a institucionalizar la Geografía y fundar
sociedades geográficas casi al mismo tiem po en todos los países adelanta­
dos, G ran B retaña, Francia, Alem ania, Rusia o Jap ó n . Y n o es azar que
arrastrada p o r el torbellino de la gran política tome form a u n a disciplina
con sus figuras principales, M ackinder, M ahan, lord Curzon, Karl Hausho-
fer o Rudolf Kiellén. Así, el im perialism o del siglo XIX y com ienzos del XX
no sólo trajo desespacialización y deslocalización, sino tam bién u n a agre­
siva conciencia territorial.
Algo queda de cierto en la crítica de Edward Soja y otros a la «desespa­
cialización»: que las cuestiones tocantes al espacio h an sido desterradas o
desplazadas del pensam iento social e histórico, de suerte que el balance de
resultados que sociólogos críticos com o Alian P red, P ierre B ourdieu,
H enri Lefébvre o A nthony Giddens ofrecían al finalizar el siglo XX tenía su
parte de acierto: «[--] la m ayoría de teorías sociales han descuidado tom ar
suficientem ente en serio no sólo la condición tem poral de las conductas
sociales, sino tam b ién sus cualidades espaciales. A p rim era vista n a d a
parece más banal y sin alcance que afirm ar que el com portam iento social
tiene lugar en el espacio y en el tiem po. Pero ni tiem po ni espacio se h an
in co rp o rad o al c e n tro d e la teo ría social, antes bien h a n sido tratados
como “e n to rn o ” en que aquel com portam iento se incluye»29. Y u n a vez
más, en palabras de A nthony Giddens, «a excepción de los trabajos geo­
gráficos más recientes... los científicos sociales han descuidado rem odelar
su pensam iento en esos modi, espacio y tiem po, en que está constituido
todo sistema social. En cam bio quisiera reafirm arm e en mi posición de
que investigar ese problem a no es un tipo especial o u n cam po particular
de la ciencia social que uno puede tom arse en serio o dejar estar. Antes
bien se trata del corazón de la teoría social, y debiera contem plarse com o
asunto de extraordinaria im portancia a la hora de llevar a cabo investiga­
ción em pírica en ciencias sociales»30.

51
H o rro r v a c u i
El m ied o a la sim ultaneidad

La narrativa histórica signe el orden del tiem po. Su prototipo es la cró­


nica. AI arm azón del tiem po cabe incorporar aun el m ayor caos. Todo se
deja inscribir ahí, florecer del R enacim iento, decadencia de la nobleza,
epidem ias devastadoras, m atanzas y guerras m undiales. Hay u n a dirección:
del presente hacia atrás, al pasado, o adelante, hacia el futuro. Nos pode­
mos rem itir a los predecesores, a generaciones precedentes. Hallam os un
asidero en el movimiento. Sólo precisam os seguir al tiempo: día por día,
mes p o r mes, año p o r año, m ilenio por m ilenio. Nos elevamos a la seguri­
dad del sucederse, y la historia que contam os llega a u n a conclusión aun
cuando no llega a ningún happy end. No podem os decir lo mismo del espa­
cio. No hay asidero a que atenerse. Abierto a todos los costados, de noso­
tros d ep en d e p o r en tero en qué dirección ir. En un instante percibim os lo
que nos rodea: todo cuanto hay en torno, sim ultáneo y yuxtapuesto. T odo
lo q u e está ju n to aparece de u n a vez, al m ism o tiem po, sim ultáneo. El
m undo com o totalidad, com plejo, entorno. Q uien tiene que tratar o escri­
b ir d e lugares siem pre ve varias cosas al mismo tiem po. Porque somos seres
espaciales tam bién vemos espacialm ente. «Algo» siem pre tiene superficie,
h o n d u ra , color, m ovim iento, olor. T odo divulga algo: lejanía, cercanía,
prisa, lentitud, palpable certidum bre, excitación o sosiego. Si contem pla­
mos u n a plaza, siem pre es punto d e intersección de movimientos en diver­
sas d ireccio n es. Podem os seguir cada u n o de ellos, consecutivam ente.
P ero el lugar de la incidencia en q u e se en cuentran está definido p o r la
sim ultaneidad de apariencia, de la aparición en escena, de la coincidencia.
S epararlos, sólo podem os al p re cio de d estru ir aquello que el lugar, la
plaza, el n u d o , son. Podem os p o n e r algo en tre paréntesis, p o r así decir,
desligar analíticam ente u n aspecto, p ero eso es sólo un m ovim iento pasa­
je r o que se desvanece. Lo que es, y queda, y constituye, es ese ser con, ser
en tre , la sim ultánea copresencia de diferentes.
E n el fo n d o este problem a alcanza a la descripción de todo objeto,
p e ro sólo aq u í salta a la vista y cobra peso. U no puede contar historias que

52
se despliegan, se desarrollan, tienen principio y final, Pero no puede con­
tar un espacio, tan sólo darlo a ver. Describir un lugar ha de correspon­
derse p o r fuerza con lo yuxtapuesto, no con lo sucesivo. Uno lo hace por
escrito y sucesivamente, cierto, porque tam bién pensam os y form ulam os
sucesivamente, pero alfa y om ega de ese suceder vuelve a ser siem pre la
sim ultaneidad de apariencia sobre el terreno.
Antes de advertir qué se mueve y qué se está desarrollando, advertimos
qué es. Sin que hubiéram os de h ac er n ad a p a ra ello, estam os en este
m undo que nos rodea y sustenta; y que desde el principio nos desborda
con sus requerim ientos porque es «de vez» más de lo que podem os perci­
bir y elaborar «de vez». Nos perdem os en el espacio, abierto p o r todos los
costados, y somos contenidos por él, pues nos rodea. Es, aun sin nosotros.
Y se to m a en nuestro en la m edida en que obrem os a nuestro alrededor y
nos lo apropiem os; un alrededor en que no sólo nos topam os con límites,
los trazam os, en que no sólo nos orientam os p o r lugares, los hacem os,
com o hacem os n u estro espacio del m u n d o que nos apropiam os, que
«espacializamos». Si es que no querem os perd em o s en el espacio hem os
de hacerlo propio, m arcarlo. A unque uno sea escéptico ante toda «lógica»
de cualquier género, es bien visible que la narrativa histórica sigue otra
«lógica» que la espacial: no consecutiva, lateral; no lineal, estereoscópica.
Los espacios no son teleológicos, no siguen teleología alguna. Cierto que
no vale exagerar las contraposiciones, pues si bien se m ira resulta que
espacio y tiem po, concebidos de m odo com plejo y no reduccionista, antes
son paralelos y com plem entarios; sólo que en la práctica historiográfica o
sociográfica se le da mayor significación al eje tem poral. La polém ica con­
tra una historiografía reducida a relatos magistrales no puede perm itirse
perd er de vista que el tiem po, tanto da presente o pasado, n o es m enos
imposible de abarcar de una m irada ni m enos caótico que el espacio. Pero
con todo, liberar a la narración histórica de la «cárcel de u n a tem porali­
dad exclusiva» (Edward Soja) es la liberación más acuciante y tam bién la
más difícil. El esfuerzo necesario puede parafrasearse así: espacializar la
narración histórica y desarrollar u n a h erm e n éu tica d e lo espacial. Pro­
blema que aparece agudizado en el pu n to que Soja cita una y otra vez de El
Aleph de Jo rg e Luis Borges, donde todo gira en to m o al problem a de la
sim ultaneidad cuando uno se hace presente la historia espacialm ente. En
ese contexto habla Soja de linguistic despair: «Aquello que uno ve es inelu­
diblem ente sim ultáneo, pero el lenguaje dicta u n a secuencia p o r pasos, el

53
discurrir lineal de afirmaciones en form a de proposiciones dictado p o r la
más espacial de todas las coerciones de la tierra, a saber, la im posibilidad
de que dos objetos {o palabras) ocupen exactam ente el m ism o lugar (o
puesto en la página). T odo cuanto podem os hacer es, una vez más, com­
p o n er y yuxtaponer con tino sin dejar de acentuar y hacer protesta de lo
espacial frente a la prepotencia del tiem po. Al cabo, la interpretación de la
Geografía posm oderna n o es más que u n com ienzo»5'.
Las consecuencias que esto tiene para la exposición histórica, para la
historiografía por tanto, son imprevisibles, si uno lee p o r ejem plo reflexio­
nes sem ejantes en The Look ofThings (1974) de Jo h n Berger. D onde se des­
pliega u n a estética que se d iría in sp irad a o ilu m in ad a p o r el espacio.
«Oímos hablar m ucho de la crisis de la novela m oderna. Lo que eso signi­
fica fundam entalm ente es un cambio en el m odo de narrar. No es posible
ya seguir contando una historia en línea recta y desplegarla p o r pasos en el
tiem po. Y ello porque estamos dem asiado al tanto de lo que pasa p o r las
líneas del relato, d erecho y sin desviarse, de largo. Eso significa tener claro
que ahí no hay ningún pu n to en calidad de parte infinitam ente pequeña
d e u n a recta, de centro de líneas que concurran en estrella. Ese conoci­
m iento es resultado de que tom am os en cu en ta directam ente y sin desviar­
nos sim ultaneidad y extensión en todas direcciones de acontecim ientos y
posibilidades. Hay m uchas razones para ello: el alcance de los m odernos
m edios de com unicación, el ám bito del p o d e r m oderno, el grado de res­
ponsabilidad política personal con que se h a de cargar p o r sucesos ocurri­
dos en cualquier parte del m undo, el desarrollo y la tasa de explotación en
él. Todas esas cosas desem peñan un papel. Hoy profetizar es asunto geo­
gráfico más que histórico; es el espacio, no el tiem po, aquello cuyas conse­
cuencias no conocem os. Para profetizar hoy tiene u n o que conocer hom ­
bres (y m ujeres) com o los hay p o r todo el m u n d o con toda su desigualdad.
C u alq u ier narrativa c o n te m p o rá n e a q u e n ieg u e lo acuciante d e esa
dim en sió n es in co m p leta y consigue los rasgos sim plificadores de u n a
fábula»52.
U na espacialización de la percepción histórica que parece irrefutable
trae secuelas tam bién p ara la narrativa, y así, p ara la historiografía. Percibir
el m undo estereoscópicam ente o no es algo que forzosam ente h a de m ar­
car u n a diferencia: p o r algo dibujar m apas es la p rim era form a de esbozo,
de m anuscrito. En la hoja blanca dibujam os puntos, líneas, direcciones,
cosificaciones y corporeizaciones. U n m ovim iento infinito. D ibujar cam­

54
pos, intersecciones o líneas que intervienen en la form ación de la red es
una de las form as principales de hacerse p resen te el espacio (otra, no
m enos significativa, es el itinerario, la descripción de viaje). Como no hay
principio ni fin, se plantea la p reg u n ta de dónde em pezar y dónde acabar.
En el fondo uno puede em pezarlo o term inarlo p o r cualquier punto dis­
crecional, p ero eso no significa que hacerlo sea discrecional: es forzoso
haber encontrado ese punto. En tanto las consecuencias para la historio­
grafía siguen siendo cuestión abierta, no lo son en otro campo: la carto­
grafía. Los m apas son desde siem pre el m edio para hacerse presente el
espacio, para fijar lo sim ultáneo y yuxtapuesto sobre lo que tan difícil es
h ablar sin crónicam ente. P ro b ab lem e n te los m apas sean la fo rm a m ás
im portante de las que el ser hum ano se h a creado para escapar del horror
vacui, u na red de líneas y puntos que tiende sobre el m undo para p ro p o r­
cionarse alguna orientación. Sólo q uien pu ed e hallar un p u n to , u n asi­
dero en el espacio, no está ya perdido. Parece que F em and B raudel lla­
maba a veces al espacio «enemigo núm ero uno». Quizás los m apas sean la
forma en que, si ya no abatido, al m enos queda cautivo y dom ado.

55
El caso alemán: e l esp acio com o ob sesión

T iene su razón particular que en Alem ania se haya tachado al espacio


del vocabulario del discurso científico, al m enos d u ran te un tiem po. El
espacio y cuanto tuviera alguna relación eran algo obsoleto, tabú y casi sos­
pechoso después de 1945. Q uien usara el térm ino se declaraba alguien de
ayer, el eterno nostálgico a cuyo parecer todo tiem po pasado fue mejor. El
tono insinuaba o aun delataba literalm ente de qué leche mam ara, «Espa­
cio» arrastrab a tras de sí toda una cadena de asociaciones e im ágenes:
«necesidad de espacio», «pueblo sin espacio», «el espacio oriental», «domi­
nio del espacio», «espacio fronterizo», «espacio de asentam iento», «espa­
cio vital»... Olía a revisionismo, y había buenas razones para estar alerta. El
nacionalsocialismo había absorbido o al m enos contam inado todo el voca­
bulario. «Espacio vital», «espacio oriental», «espacio m acroeconóm ico»...
el vocabulario geográfico, geoeconóm ico y geopolítico del nacionalsocia­
lismo rem ite a nuevas dim ensiones espaciales e implica expansión territo­
rial, m ilitar y económ ica. Con el com ienzo del «Tercer Im perio» se vino a
u n a culm inación de diferentes discursos en to m o al espacio que ligados a
intereses diferentes surgieron ya durante el Im perio anterior y la república
de W eimar33. «Tras todo lo sucedido, el espacio y las disciplinas que de él
se o cu paban h ab ían p erd id o su inocencia»34. Sí, p ero eso había pasado
tam bién con todos los dem ás conceptos, h o n o r, nación, patria, d eber,
com unidad o pueblo: no hay ni uno que no quedara dañado e inutilizable
para m uchos años p o r la reglam entación y em pleo crim inal del lenguaje
de la A lem ania nacionalsocialista. Pero tan cierto com o que el «abuso» no
había hecho inutilizables esos térm inos, ni insensatas las cuestiones de la
patria o el honor, tam poco era posible retroceder sin más m iram ientos a
u n sentido «originario» y «propio». Si u n o no quería com ponendas con
tal contam inación del lenguaje p ero sí p o n er en uso nuevam ente los con­
ceptos, no le quedaba sino recordar, exam inarlos críticam ente, y desvin­
cularlos de asociaciones y com binaciones establecidas en el curso de la
historia.

56
En ese em peño p o r hacer visible un m undo de conceptos y una tradi­
ción intelectual contam inados p o r el nacionalsocialismo y sus crím enes, el
prim er hallazgo es la visión aterradora de hasta qué p u n to ese m undo de
ideas e imágenes y el entero proyecto nacionalsocialista venían configura­
dos y dispuestos efectivam ente en térm inos de espacio y visibilidad. Sólo
así se alcanza a co m prender algo de su ím petu y capacidad de im pregna­
ción. Sus visiones tenían una dim ensión concreta y espacial. Como todo
movimiento histórico de peso, no era sólo fenóm eno ideológico ni se ago­
taba en levantar u na m era agitación, se vinculaba a u n a im aginación, a una
autén tica «visión» del m undo, de ese que «la co m u n id ad del pueblo»
debía tratar de alcanzar y construir; y la m ayoría de los alem anes la com ­
partió y sustentó, al m enos de entrada. C ontenía im ágenes im plícitas de
qué aspecto d ebían o frecer ciudades y pueblos, qué configuración el
«espacio de trabajo», representaciones ideales de plazas públicas e interio­
res, de quién pertenecía a la «com unidad del pueblo» y quién había de ser
apartado y expulsado. El nacionalsocialismo tenía una representación visi­
ble de Europa, donde los «engendros de la civilización urbana» debían ser
aniquilados y los paisajes troquelados p o r «la belleza del trabajo». C onte­
nía paisajes del trabajo industrial com o del turism o de «A la fuerza p o r la
alegría», y planes acerca de cóm o aten u ar la polarización entre centro y
periferia. La «com unidad del pueblo» com o d ec o rad o r colectivo de su
espacio circundante. Esa cisión de una Europa transform ada a lo nacional­
socialista incluía tam bién el sueño d e u n espacio in term in ab lem en te
extenso, de un «Oriente», de «Rusia com o una India ante nuestras mismas
puertas» (Adolf H itler). Incluía espacios muy distantes conectados p o r
autopistas transcontinentales, líneas de vapores, trenes de alta velocidad.
Incluía a la raza germ ánica a título de fuerza que m odela el m undo y le
hace llegar a u n a unidad nueva: lo opuesto a las aborrecibles y am orfas
aglom eraciones de las m odernas m etrópolis, al caos y la anarquía de hervi­
deros urbanos que son incubadoras de epidem ias, enferm edades, elevada
m ortalidad en los patios de atrás de los «mares de acero» y las «junglas de
asfalto». T am bién el paisaje arm onioso en que el hom bre, m iem bro de
un pueblo, ha reencontrado unidad con la naturaleza, y la im agen de un
cuerpo sano frente a la débil figura neurasténica del ciudadano van inclui­
das en ese «complejo patria». Hay algo así com o un espacio del pueblo que
se diferencia de los espacios am enazantes del Este pero tam bién de los del
Oeste: ancho es el Este, sin límites, de suerte que el ser hum ano está a su

57
m erced, p o r él ro n d a n pueblos esteparios, pueblos nóm adas a caballo;
desde allí am enazan peligros. Hay u n a retaguardia que para los volunta­
rios de la G uerra M undial, obviam ente, son cuarteles de invierno llenos de
sospechosos, de civiles, n o guerreros, n o de fiar, los que estuvieron en
situación de retroceder y apuñalarles p o r la espalda. Hay la «profundidad
del espacio oriental-asiático» y cuanto se alza frente a ella: la Marca O rien­
tal, el m uro oriental, los asentam ientos alem anes en el Este, «el impulso
alem án hacia el Este». Y hay, quintasencia de lo ajeno y lo que no form a
parte, lo no alem án, no germ ano, no ario, en figura de lo eslavo pero ante
todo lo judío. «El judío» figura lo ajeno sin más, con todas las connotacio­
nes concebibles: movilidad, carencia de vínculos, de domicilio, de tierra,
de límites, de lugar, de forma, desarraigo, ubicuidad, m odernidad, mun-
daneidad, m undialidad, globalidad.
Al final no son las cualidades del espacio las que dan el tono, sino las de
sangre o raza. Por m ucho que a ojos del nacionalsocialismo suelo, arraigo
y persistencia en el suelo del país o del pueblo son condición de desarro­
llo, en últim a instancia sin em bargo es el p o d er de la sangre el que decide
la figura de la tierra. D onde la raza fuerte ponga m anos a la obra, le es
dad o tran sfo rm ar la figura de la superficie terrestre. C on m ás fuerza
incluso que «fronteras naturales» o la «naturaleza eterna», el tono lo da el
lem a «race not space». Europa, dice H itler en 1939, es un «concepto racial»,
no geográfico. No vale pasar p o r alto los conflictos de ahí resultantes entre
las acciones del T ercer Im perio, a las que se dan razones raciales y biopolí-
ticas, y com pañeros de viaje de los nazis que pensaban en térm inos espa­
ciales y geopolíticos. La biopolítica tenía un com ponente espacial, p o r así
decir geopolítico; ella fue quien se ocupó de que la Europa del Este se con­
virtiera en aparcadero final de naciones y pueblos enteros, de que ahí se
situara el ojo del huracán al rediseñar el m apa etnográfico de Europa, de
que ahí se establecieran los espacios de deportación y los cam pos de exter­
m inio85.
Y con todo, el espacio tenía atributos que le predestinaban a escenario
principal de tales intervenciones etnicoquirúrgicas: la parcelación etn o ­
gráfica de C entroeuropa oriental, donde los alem anes allende las fronte­
ras del Im perio ocu paron hasta el final un puesto especial en desplaza­
m ientos y expulsiones. En la idea de «reunir la sangre valiosa» en u n a
A lem ania nacionalsocialista culm inaba u n a línea de ideas m ás antigua,
con m ucho, que en cualquier caso tuvo u n tiem po de transcurso y u n a

58
curva de trayectoria ascendente. Podría llamarse «ideologización del espa­
cio». Com o todo proceso de ideologización, re p resen ta u n a transición
desde d eterm in ad as suposiciones co rrien tes y fu n d am en tad as en su
m om ento, sobre el papel de la Geografía y el m edio geográfico en la histo­
ria, a la instrum entalización y politización de algunas de ellas. Es el cam ino
que en muy poco tiem po lleva de una antropogeografía en m uchos aspec­
tos radicalm ente nueva e innovadora a una geopolítica fácilm ente instru-
m entalizable, tras la que muy p ro n to se cobijaría el racismo de la biopolí-
tica nacionalsocialista. E ntre u n a y otra hay transiciones, p ero tam bién una
cesura radical. Hay elem entos teóricos e ideológicos de la A ntropogeogra-
íía recogidos p o r la Geopolítica, al m enos a título retórico36. Y aun así, hay
u n a discontinuidad que n o cabe pensar más aguda. No hay cam ino que
lleve de Friedrich Ratzel a A dolf Hitler, tan poco com o de Friedrich Nietzs-
che a H einrich Ilim m ler’7. Friedrich Ratzel, biólogo y zoólogo p o r form a­
ción, aprovechó la teo ría de la evolución de Darwin p ara dinam izar y
hum anizar u n a Geografía paralizada y ten d en te a reducirse a Geología.
Los planes de u n «gran espacio» de los nazis respondían al imperativo de
una nueva o rd en ació n racial y étnica de E uropa. R elaciones espaciales
eran para ellos ante todo relaciones étnicas y raciales, mezclas y parcela­
ciones de pueblos en que pensaban m eter m ano a las bravas y decididos a
llegar hasta el final, en form a de depuración y hom ogeneización a gran
escala que incluía desplazam ientos, reasentam ientos, m uertes en m asa y
genocidios33. Europa, p ara Hitler, precisam ente no era u n concepto geo­
gráfico, sino racial.
No cabe d u d a de que la constelación histórica desem peñó u n papel
central en la evolución de la A ntropogeografía a la Geopolítica, a través de
esa Geografía constituida en disciplina científica prácticam ente nueva aun
antes de la Prim era G uerra M undial, en la era de la expansión colonial,
para p o d e r satisfacer las crecidas exigencias de dom inio e intervención
imperiales; tanto da si de Inglaterra, donde se fundó la Sociedad Geográ­
fica, de Francia, donde la Geografía llegó a su florecim iento, o de Alema­
nia, d o n d e el com ienzo de la disciplina se fecha igualm ente en to m o a
190039.Ju n to a m uchas otras disciplinas, en Alemania la Geografía fue a dar
en el torbellino de la d errota y todo lo que con ella se entendía: pérdida de
im p o rtan cia de la disciplina tradicional, traum as y ofensas asociados a
unos tratados de Versalles que parecían ofender lo mismo al pueblo que a
la inteligencia. Versalles estaba asociado para Alemania con fronteras nue-

59
vas, pérdidas territoriales, y surgim iento de u n a germ aneidad que había
visto m enoscabada su posición en la jera rq u ía de los Im perios desplom a­
dos. U na «germ aneidad allende las fronteras», «dispersa», tan p ro n to
«acosada y cercada» com o «dispersa y descuartizada» en asentam ientos e
«islas lingüísticas». La política de revisión de los tratados, que fue algo así
com o un consenso de partidos a lo largo de toda la época de W eim ar,
in clu ía au to m áticam ente la defensa de los intereses de esos alem anes
extranjeros, o p o r ser más precisos, «alemanes de nación» de otra nacio­
nalidad; y más adelante, en el curso de una rabiosa proclam ación de ru p ­
tu ra con el sistem a de Versalles p o r p a rte d e la A lem ania nazi, pasó a
incluir tam bién la resuelta instrum entanzación de esos grupos a m odo de
q u in ta colum na, de palanca con que desquiciar el sistema de seguridad
europeo: prim ero en Austria, luego en territorios fronterizos de Checoslo­
vaquia, en M emel, en el «resto de Checoslovaquia», y com o siguiente y
últim o punto, en la Alta Silesia y Dantzig, donde com enzó la Segunda Gue­
rra M undial. Los grupos de alem anes de nación allende las fronteras del
Im perio funcionaron com o vehículo de la política revisionista. Sus dere­
chos y com petencias com o m inorías fueron instrum entalizados y territo-
rializados. La ciencia auxiliar en tal operación habla de «suelo cultural ale­
mán» y «suelo de pueblo alemán» y produce esa conjunción de «pueblo y
territorio», de «sangre y suelo», en adelante rayana en indisoluble. T eñir
de étnico Geografía, territorios y espacios culturales es el gran trabajo de
intoxicación que rindió la ciencia alem ana en tre 1918 y 1939: antropólo­
gos, etnólogos, arqueólogos o lingüistas con diferentes papeles y participa­
ciones, cierto, pero en igual m edida. T odo estaba listo cuando entró en
acción el em puje nacionalsocialista. Estudio de poblaciones y geopolítica
se pasaron a H iüer con armas y bagajes, pues éste sólo hizo aquello que los
más no se habían atrevido a soñar siquiera. En la descom posición de las
disciplinas tradicionales es m ero residuo y derivado que tam bién se pusie­
ran a p u n to descubrim ientos o innovaciones de m étodo: com ienzos de
una sociología de la estratificación étnica y cultural, investigaciones sobre
interpenetración de culturas y clases sociales, y aum ento de com plejidad
com o m andaba el objeto, las sociedades de C entroeuropa oriental en el
p erío d o de entreg uerras. M ientras que la h ip ertro fia del p ro b lem a del
espacio en el pensam iento alem án en torno a 1900, en plena era del colo-
nalism o e im perialism o europeo, no h a de verse com o caso especial, sí es
específica la sobrecarga étnica de las am biciones im periales en el ám bito

60
Frente oriental de ciudades de alemanes extranjeros.

«Los g ru p o s d e a le m a n e s d e n a c ió n a lle n d e las


fro n te ra s d e l Im p e rio f u n c io n a ro n c o m o v e h íc u lo
d e la p o lític a re v isio n ista .»
del Im p erio alem án abatido en 1918. La «exportación de la cuestión
social» en figura de colonialismo era un m étodo extendido para arreglár­
selas con el llam ado «problem a de superpoblación» (W ilhelm Liebk-
n echt), pero aun así, tras 1918, tras la d errota y «los dictados de Versalles»,
«despedazado el Im perio alemán» y «recortado el espacio vital alemán»,
esa exigencia de revisar fronteras que la m ayoría de la población com par­
tía con la m ayoría de los partidos parecía casi orgánicam ente ligada a la
«conquista de espacio vital» y el arranque del «pueblo sin espacio» en un
m ovim iento tan p o pular com o agresivo. U n espacio vital que según esta­
ban las cosas sólo cabía conseguir en la E uropa oriental, ante todo en la
G ran Rusia. D onde ya se habían dado experiencias de colonización a lo
g ra n d e d u ra n te la P rim era G uerra M undial y tras el h u n d im ie n to del
Im perio ruso: en las m inas de carbón de la cuenca del Don, en los balnea­
rios m u ndanos de C rim ea, en esa U crania con el inevitable ep íteto del
«granero» a cuestas, en las extensiones del «gran O riente» con sus m uchas
poblaciones y su ajetreo de seres hum anos que presuntam ente aguarda­
b an febriles a la cultura alem ana4".
Pero el «Imperio del Gran O riente» se había hecho pedazos. En Rusia
h ab ía hab id o u n a revolución, y en B erlín tam bién. H acia el O este el
cam ino estaba cerrado. H abría que in ten tarlo otra vez en el Este. En el
ce n tro del revisionism o alem án se e n c u e n tra desde 1918 u n program a
espacial encam inado al Este. En espacio se com pensará lo perdido. El dis­
curso sobre el espacio en Alemania, hipertrofiado a p artir de 1918 y sobre
todo de 1933, es prim ero com pensatorio, p ero luego im perial y expansio-
nista principalm ente. En su centro siem pre se halla u n a «nueva ordena­
ción del espacio europeo oriental» que va desde la rem odelación de for­
mas de propiedad agraria hasta la planificación urbana, del reasentam iento
de poblaciones a los planes de una nueva infraestructura de tráfico, desde
la construcción de oleoductos hasta el aum ento de las cifras de circulación
de los trenes que llevaron a los campos de aniquilación a los ju d ío s de toda
Europa. En el centro del «plan general del Este» se encuentra la «nueva
o rd en ació n etnográfica». Es an te todo un p ro g ram a biopolítico, y sólo
luego geopolítico. Espacializar el nacionalsocialismo, extender a E uropa el
señorío nacionalsocialista es idéntico a alejar, depurar, liquidar pueblos y
grupos que no se correspondan con su program a racial. El program a espa­
cial está tro q u elad o p o r u n o de repoblación, dep o rtació n y genocidio.
Tras H iü er no se halla Friedrich Ratzel, y sólo p o r u n tiem po su com pa­

62
ñero de viaje el general Karl Haushofer, sino el proyecto de una E uropa de
la raza de señores. De la geografía al antiguo estilo a la m oderna antropo-
geografía, de ésta a teñir de étnico lo político, y de ahí al racismo que des­
garraría a Europa, sólo hay un paso dim inuto que sin em bargo lo cam bia
todo.

63
S p a tia l tu m , al fin

Giros que hagan aparecer bajo una nueva luz todo cuanto hasta enton­
ces fuera familiar no se pueden decretar. Se verifican cuando las cosas han
llegado hasta ese punto, ni antes ni después. Esto depende menos de un
cierto fatalismo que de la peculiaridad de esos giros, a los que se conoce en
la lógica de la investigación y la vida interna de las ciencias como cambios
de paradigma. Lo que puede decirse de un cambio de paradigma es que,
en el instante en que se verifica o se hace efectivo, «opera» de tal modo
que se diría haber estado el nuevo siempre ahí, sólo que la mayoría no lo
había visto. Su rasgo fundamental es plausibilidad, obviedad y rotundidad.
Todo lo artificioso y sofisticado queda eliminado. El tiempo de hacer prue­
bas ha pasado. Cuando el cambio se ha cumplido parece como si siempre
hubiera tenido que ser así, y nunca hubiera podido ser de otra manera. Un
nuevo punto de parüda para explicar e interpretar, una nueva clave, una
desvalorización pero no de valores, sino de patrones interpretativos y
reglas de lenguaje. Su rasgo principal es ausencia de esfuerzo o coerción,
fuerza interpretativa, evidencia. Una vez se ha llegado hasta ahí, un mono­
polio de la interpretación se ha terminado, erosionado, depuesto, y otro es
puesto en su lugar, sin que se pueda señalar ninguna huella de las pasadas
confrontaciones y luchas. Un capítulo está cerrado, otro se ha abierto. El
ángulo de visión ha cambiado, quizás el objeto siga siendo el mismo pero
aparece en otra perspectiva, bajo otra luz, y con ello totalmente nuevo,
como si se percibiera entonces correctamente por primera vez. Es dife­
rente lo que ahora se hunde, cae en la penumbra, a un lado, en la oscuri­
dad, en una peculiar caída de tensión en que todo está resuelto. La otra
cara de tales evidencias nuevas son nuevas oscuridades, con las que se
carga fácilmente, desde luego, porque la perspectiva de nuevo conoci­
miento es infinitamente atractiva y seductora. Algo semejante pasa cada
dos años o dos decenios. El hecho de que sobrevenga es una prueba de
que el pensamiento está vivo, quizás una prueba de que nosotros lo esta­
mos y de que todo sigue adelante. En tales giros se cumple el cambio de

64
piel del saber, el crepúsculo y el amanecer del conocimiento. Una vez que
se han verificado es como si siempre hubiera sido así. Se puede observar
ese proceso también en otras esferas, fuera de las ciencias: en la aparición
de un lenguaje nuevo y seguro de sí mismo, de una nueva manera de llevar
el pincel, de un sonido totalmente nuevo.
Una vez que se ha llegado a ese punto, queda eliminado todo recuerdo
de los dificultosos comienzos, de las peripecias desesperadas, de los erro­
res. Y eso querrá decir algo, puesto que lo habitual es que todo lo nuevo
empiece como movimiento de búsqueda, como inseguridad e incertidum­
bre. El principal aliado de esa búsqueda que se va haciendo progresiva­
mente más segura de cuál sea su objeto es la circunstancia de que el patrón
interpretativo predominante ha envejecido, en el sentido de que ha per­
dido en capacidad de explicación e interpretación, de que ha adoptado
rasgos de artificialidad y de perpetuación en el tiempo, a veces, a cualquier
precio. Por el contrario, trabaja para el nuevo paradigma todo cuanto se
efectúa a espaldas del patrón interpretativo dominante y no puede igno­
rarse impunemente a la larga. La transición de la evidencia fulminante y
deslumbrante a esa banalidad que alberga en sí todo lo que tiene éxito y se
convierte en rutina es muy tenue. Pero la victoria está ganada cuando se ha
cumplido ese paso de lo sensacional a la banalidad, cuando un conoci­
miento individualmente deslumbrante que parece casual se ha convertido
en explicación universal y superficial. Hay giros de lenguaje muy extendi­
dos para describir ese momento en que a todos «se les cae la venda de los
ojos» y a todos se les hace claro como una consigna que «el rey está des­
nudo». Cuando todos afirman que siempre habrían podido llegar averio
así, la victoria del nuevo paradigma es ya inevitable, y ya ha pasado. La
banalización es la otra cara del triunfo y el comienzo de una nueva deca­
dencia. El patrón de cómo triunfa el nuevo en un cambio de paradigmas
incluye que esté cumplido mucho antes de que se hable de él. Algo seme­
jante no sale simplemente de la nada, ocurre cuando se da una determi­
nada constelación. Y ahí no sirve de nada señalar predecesores que ya
habían pensado y preparado todo eso. Quizás su trabajo fuera muy sacrifi­
cado y digno de reconocimiento, pero fue en vano. Se les reservará una
nota en los anales de la ciencia, pero no como a quienes hacen época, sino
como predecesores que no dejaron huella, o una totalmente apócrifa que
sólo los iniciados pueden reconstruir en mente. Es como las aguas que se
vuelven a hundir en el suelo y siguen corriendo un tramo subterráneo por

65
algún tiempo, inadvertidas, y en algún momento salen otra vez a la super­
ficie, si es que llegan a hacerlo. Puede ser que haya muchos de esos arro­
yos, manantiales y corrientes pero no lleguen a encontrarse; pueden
correr paralelos sin saber nada unos de otros. Las chispas intelectuales
pueden saltar paralelamente, los descubrimientos, hacerse por duplicado.
Pero si uno y otro no se reúnen y no se consigue esa masa crítica que algo
necesita para descargar, para abrir una puerta o hacer que otra se cierre
para siempre, mientras sea así será débil e ineficaz y se perderá en la arena
incluso el más ingenioso pensamiento. Quizás en algún momento un
arqueólogo del saber encontrará su rastro perdido, desenterrará ese
curioso fósil y lo guardará.
Es m u ch o lo q ue habla en favor de q u e hoy ya h a m ad u ra d o ese
m om ento en que m ucho se reúne y se encam ina todo p o r la vía de u n spa-
tial tum: la experiencia penetrante y estrem ecedora de cambios radicales
en tiem po y espacio du ran te el siglo XX, la proliferación de procesos de
globalización, el creciente predom inio de nuevas tecnologías, la produc­
ción sincrónica de asincrónicos en el más estrecho espacio, sin olvidar las
revoluciones espaciales ocurridas en los dos últim os decenios, 1989 y 2001.
Esa aceleración se torna en catalizador que activa y pone en m archa cono­
cim ientos largo tiem po silenciados e inoperantes. Conocim ientos que de
golpe descargan y p ro d u c en esa m asa crítica q u e no adm ite retroceso
desde el pu n to ya alcanzado. A hora se da voz a cuanto fuera ignorado o
silenciado, ramas tradicionales enteras convergen a la vez en u n gran capu­
llo. Se topa un o con bibliotecas enteras. Lo que u n a vez fuera pensam iento
en vacío sin aire y sin lugar se torna de pronto en lugar y contexto en que
se entrelazan m uchos y se refuerzan todos. El n u d o está trenzado. Así con­
curren tradiciones que a m enudo nada sabían u n a de otra; pongam os las
reflexiones fu ndam entales del antropólogo norteam ericano Yi-Fu T uan
sobre Place and Space con la obra de O tto Bollnow Mensch und Raum, aún
p o r en tero en la tradición ontológica alem ana41. Laproduction d ’espace social
de H en ri Lefébvre abandona el m arco de la tradición neom arxista y abre
u n nuevo capítulo en el p en sam iento espacial d e relaciones sociales,
conectando así con concepciones y áreas de trabajo configuradas en las
ciencias literarias o históricas: en el círculo de los «Anales» o en la Poética
del espacio de Gastón Bachelard42. El proceso de análisis de neom arxism o y
teoría social crítica en E uropa y en Estados Unidos parece h ab e r sido espe­
cialm ente fructífero a la hora de liberar un pensam iento social reflejado e

66
ilum inado espacialm ente. Con todo, pensadores com o Edward Soja, David
Harvey, Derek Gregory, Alian P red y otros sólo han llegado a ser figuras de
peso en un en to rn o en trance de disolución, perm eable a la reflexión y
aun necesitado de ella: sociedades del capitalismo y la m odernidad tardíos
en que cerrado el capítulo de las clases trabajadoras y el trabajo industrial
tradicionales se abrían horizontes aún oscuros. La crisis de la sociedad
industrial, p ero ante todo de centros urbanos y m etrópolis, era p aten te­
m ente m ateria prim a a la espera de alguien que la hiciera tema. Así, sólo a
prim era vista parecen aislados los trabajos de H enri Lefébvre, Yi-Fu Tuan,
Edward Soja y David Harvey, que se rem ontan todos p o r igual a los años
setenta; golondrinas que en verdad sí hacen verano en un m undo enfren­
tado a la crisis de las grandes ciudades y las secuelas de trem endas destruc­
ciones am bientales43. La ram a de u n marxismo occidental renovado viene
a encontrarse con u n m ovim iento surgido de contexto totalm ente dife­
rente, los urban studies en E uropa y en N orteam érica, a su vez insertos en
una conciencia nueva y en plena propagación acerca del peligro que corre
el m u n d o de la vida co tid ian a p o r causa de factores q u e son o b ra
hum ana44. De ese haz form a parte asimismo el nuevo interés p o r los cuer­
pos, en su calidad de punto final e irrebasable de individualidad y subjeti­
vidad45. Por últim o, las disciplinas se habían vuelto más abiertas y dispues­
tas al diálogo: Antropología46o Semiótica47, ciencias literarias48o históricas49,
ciencias de la inform ación o de la tierra y el espacio50, en todas p o r igual
p ed ía la palabra u n a nueva disposición a arrancarse del aislam iento de
unas ciencias som eüdas a la división del trabajo sin más culpable que ellas
mismas, y aún más de las coerciones y autom aüsm os de la em presa cientí­
fica. T odo eso tenía lugar ante u n telón de fondo de desestabilización y
disolución de unas relaciones estables p o r casi m edio siglo, la entera época
de posguerra, en un escenario en que los fenóm enos más im presionantes
fueron precisam ente las revoluciones espaciales de los años 1989 y 2001, y
la aceleración del m ovimiento de globalización.
Cabe co n jetu rar sin em bargo que tal disposición nueva n o h ab ría
traído consecuencias, ni alcanzado esa masa crítica necesaria para encarri­
lar algo p o r nuevas vías, de no haberse dado la provocación consistente en
la m era subsistencia de u n historicism o descolorido e igualm ente caído
con los años en patentes dificultades para legitimarse. El historicismo tuvo
su gran m om ento, p ero incluso él estaba sentenciado a ocupar un lugar en
la historia, n o sobre ella. «El ascenso de u n historicismo desespacializador,

67
cuya existencia no tenía otro sentido que ser examinada y demostrarse,
coincide con la segunda modernización del capitalismo y la irrupción de
una época de oligopolios en Estado y economía. Ese historicismo ha
ocluido (occluded), devaluado y despolitizado el espacio en tanto objeto del
discurso social crítico, y con tal éxito que aun la posibilidad de una prác­
tica espacial emancipatoria se ha esfumado de la vista durante casi un
siglo»51.
La crisis del historicismo, de la que no es la menor expresión el dis­
curso acerca del «fin de los grandes relatos», tiene una consecuencia inme­
diata en el planteamiento de nuestra cuestión. La forma tradicional de
escribir historia favorece la duración, la durée, el tiempo, y más que en cual­
quier parte en el gran relato. La narrativa histórica ha contribuido esen­
cialmente a acallar el espacio, que en la secuencia temporal no cabe traer
a palabra e intuición sino haciéndolo presente en la yuxtaposición. Esa
conmoción de una forma de narrar hasta aquí incuestionada ha relajado
algo la dictadura del tiempo, ha conmocionado un tanto the prison house of
temporality y creado espacio para probar otras formas y modos en que uno
pueda hacerse presente algo. La crisis del historicismo afloja la presión de
la especialidad, la autocensura de facultades, abre el campo donde con­
fluye en adelante cuanto permaneciera hasta ahora separado, fragmen­
tado, para sí, y con ello, inoperante. Como propiamente no hay genealo­
gía ni desde luego lógica del nuevo pensamiento espacial, es forzoso
renunciar a buscar sucesión histórica alguna, y aun a cualquier panorama
de influencias mutuas, y sólo cabe enumerar en forma relativamente esque­
mática elementos o ramas principales. Más o menos rezaría así:
En Francia, la tradición fundada con la escuela de los «Anales» no sólo
no se había visto interrumpida, había seguido caracterizándose por una
presencia intensa, casi se diría deslumbrante. En palabras de Edward Soja,
«sólo en Francia se había mantenido una tradición sobrevivida a la deses-
pacialización de mediados de siglo, y con ella, vivo el pensamiento espa­
cial»52. En ella se cuentan nombres como Saint-Simon, Fourier, Proudhon,
Elisée Reclus o Vidal de la Blache, entre otros. Quienes hicieron escuela,
sin embargo, fueron los clásicos de los «Anales», pongamos La Méditerranée
de Fernand Braudel, a finales de los años sesenta y comienzos de los
setenta del siglo XX. Ahí tenía uno delante una obra tan fresca y poco
manida en lo metódico como madura ya en el contenido. El pensamiento
espacial recibió en los años sesenta el inesperado aflujo de una disidencia

68
marxista decepcionada pero no resignada. Fue el filósofo marxista Henri
Lefébvre quien partiendo de una crítica de la economía política en Marx
formuló un alegato en pro de espacializar las relaciones de producción o
concebirlas en términos espaciales. El título de su obra La production d’es-
pace social puede resumir su entera crítica posmarxista; y eso que se trataba
de uno de los intérpretes ortodoxos punteros hasta su salida del PCF, de
firmes lealtades a la URSS y el PCUS. La relación «capital» se concibe en
esa obra despliegue antagónico de relaciones espaciales abiertamente físi­
cas y corporales, o poco menos. Ese análisis espacial del capital se amplía
más tarde al proceso histórico y se extiende su campo de aplicación a otras
épocas. Con todo, en el centro de los empeños de Lefébvre sigue estando
el capital o, dicho en términos espaciales, el mundo esencialmente urbano
de la modernidad. El giro con que Lefébvre sale de una economía política
abstracta a una crítica inmanente de la producción del espacio social
«capitalismo» fue de gran significación para el pensamiento social, la Geo­
grafía y la discusión acerca del futuro de las ciudades. Para el primero sig­
nificaba que «la dialéctica vuelve a estar en el orden del día... Para perca­
tarse del espacio, para reconocer qué está “teniendo lugar” ahí y con qué
uso, hay que recuperar la dialéctica; el análisis traerá a primer plano las
contradicciones del espacio»53. La intervención de Henri Lefébvre se con­
virtió en un elemento clave del desarrollo de un nuevo «materialismo his-
tórico-geográfico»54.
También trajo abundantes consecuencias en una disciplina que paten­
temente se había apartado de la discusión en tomo a la modernidad: la
Geografía. Fue el marxista y geógrafo británico David Harvey quien tendió
el puente de la teoría social a la Geografía, de la crítica del capital al análi­
sis de espacios geográficos. Al añadir una buena dosis de Marx a la Geo­
grafía clásica, formuló todos los temas que solía eludir con grandes rodeos
la Geografía: renta inmobiliaria y aprovechamiento del suelo, capital fijo y
variable, formas de entorno construido, asentamientos industriales y rutas
de transporte, urbanización y evolución de las formas urbanas de vida,
difusión de procesos de modernización, jerarquías funcionales de asenta­
mientos, el entero mosaico de desigualdades regionales en el desarrollo
del bienestar de las naciones, formación y transformación de paisajes, con­
figuración de centros y periferias, tensión entre global y local, todo se con­
virtió de golpe en asunto de una Geografía renovada, «crítica». La capaci­
dad de absorción de ese torbellino de innovación e intervención fue

69
grande, como se desprende simplemente de los nombres que de entonces
a esta parte han practicado un análisis social a la par que espacial: Manuel
Castells, Andre Gunder Frank, Immanuel Wallerstein, Samir Amin y otros.
En adelante, lo social y lo espacial estaban ligados indisolublemente y sin
problemas, lo que formulaba así Derek Gregory: «El análisis de estructuras
espaciales no es derivado y segundo respecto al de estructuras sociales, tal
como sugieren los planteamientos estructuralistas: antes bien se condicio­
nan mutuamente. De ahí que las estructuras espaciales no sean mera­
mente el ámbito en que se expresan conflictos de clase, sino también el
campo en que llegan a constituirse las relaciones de clase, y en parte por
medio de él; algún concepto de espacio ha de tener forzosamente un
puesto en la conceptualización de formaciones sociales determinadas... las
estructuras espaciales no se pueden teorizar sin las sociales, y viceversa,
como tampoco las sociales pueden llegar a ser prácticas sin las espaciales, y
viceversa»55. Las repercusiones de esa intervención teórica fueron de
extraordinaria significación. «La imaginación geográfica ha despertado de
un largo sueño, pero su visión sigue siendo limitada y borrosa»50.
De los análisis de Lefébvre de la relación «capital» en tanto relación
espacial y su correspondiente crítica no había ni un paso a análisis concre­
tos de relaciones espaciales creadas por el capital, concretamente en
figura de ciudad. En opinión de David Harvey, «el capital se representa a sí
mismo en figura de paisaje físico generado como fiel retrato suyo, como
valor de uso con que llevar adelante su acumulación progresiva: el paisaje
geográfico, resultado del famoso pasado triunfal de desarrollo capitalista.
Pero a la vez expresión del poder del trabajo muerto sobre el vivo: y en
cuanto tal, algo que encadena y estorba al proceso de acumulación con
trabas físicas concretas... de ahí que el desarrollo capitalista tenga que
caminar por un filo de navaja entre asegurar el valor de cambio de pasadas
inversiones de capital y abrir nuevas posibilidades de acumulación. Bajo el
capitalismo hay una lucha eterna en que el capital construye un paisaje
físico correspondiente a sus necesidades en un determinado punto del
tiempo. El movimiento de flujo y reflujo de inversiones en el entorno cons­
truido sólo admite entenderse en términos de ese proceso»57. O en pala­
bras de Edward Soja: «La ciudad, el entorno urbano construido, está
encastrada en el inquieto paisaje geográfico del capital, y troquelada como
parte de una espacialización social compleja y contradictoria que a un
tiempo promueve y paraliza, crea espacio y lo encadena, ofrece soluciones

70
p ara revocarlas a poco. La historia del capitalism o, d e urbanización e
industrialización, crisis y reconstrucción, acum ulación y lucha de clases, se
convierte necesaria y nuclearm ente en tópico central de u n a Geografía
histórica centrada en lugares. En el caso d e Harvey la com prensión re p en ­
tina de esa necesidad puso fin a las vacilaciones y abrió u n a nueva fase en
el análisis marxista de lo urbano»58.
Este giro im preso a los urban studies, o que lleva a salir de u n a com ­
prensión dem asiado estrecha de los mismos, es tanto más notable y car­
gado de consecuencias p o r cuanto aquí se trata de m ucho m ás que u n
estrecho cam po de trabajo académ ico. Urban studies significa estudiar las
formas más complejas de civilización hum ana en tanto proceso social, cul­
tural y económ ico, de producción, distribución y circulación, de planifica­
ción y construcción urbana, de arquitectura, cultura, recreo, transporte,
asistencia y educación, etc. Con certeza había sido el increm ento y acele­
ración del proceso de urbanización el que había hecho de los urban studies
encrucijada de m uchas disciplinas dispares, pero tam bién fue preciso que
hubiera crecido en cada u n a de ellas la disposición a salir de la cortedad
de miras y la ceguera profesional ligadas a especialización y división del
trabajo. O tro tanto vale y en m ayor m edida para las «cuestiones am bienta­
les», que crecidas en «cuestiones de supervivencia» o au n com o sim ple
adorno sólo podían abordarse p o r varias disciplinas juntas.
Sim ultaneidad y sim ilitud de orientación en movimientos intelectuales
diversos han sido siem pre indicador francam ente bueno de que «algo se
mueve»: así, que en literatura p o r ejem plo el trabajo adelantado de Gastón
B achelard sobre la Poética del espacio halle p o r fin gran resonancia varios
decenios después59; que p o r do q u ier se p ru e b en principios y puntos de
partida desde d o n d e rebasar u n acceso a los textos intertextual y fijado al
texto de m an era dem asiado exclusiva, y que se dejen ver inicios de u n a
topografía de la literatura; o en fin que un antropólogo que proclam a al
siglo xxi «siglo de la Antropología», y llam a a estudiar las nuevas civiliza­
ciones y culturas, declare que «hemos de ap ren d er de nuevo a pensar el
espacio»60, req u erim ien to que ya dirigieran antes a las ciencias sociales
A nthony Giddens y P ierre B ourdieu61. De golpe, cuestiones relativas a la
representación del espacio h an em pezado a interesar a la vez a todo un
gran círculo q u e rebasa a los m eros estudios históricos de m apas p a ra
hacer del cartografiado de culturas m otivo central de cultural studies. Y
todo, sin ningún centro que lo dirigiera, ni a instancias de ninguna supe­

71
rio rid ad en n inguna otra parte, sin p ensador m agistral ni plan m odelo:
que sea así h a de significar forzosam ente que algo se mueve.
Esto vale aun cuando se entienda el discurso acerca de ese tum sin dra­
m atism o alguno, y aun desdram atizándolo. Y ocasiones no es que falten
desde que sincrónica y paralelam ente se habla de linguistic tum, iconic tum
y anthropological tum. La inflación del térm ino tiene de bueno que m ina o
iro n iza cu alq u ier p re te n sió n de singularidad y exclusividad. Y eso esta
bien. Tums, giros o vuelcos no inventan ni descubren de nuevo el m undo,
desplazan puntos de vista y acceso que hasta entonces no perm itían verle
facetas poco o n ad a ilum inadas. Son indicadores de u n a am pliación de
m odos históricos de percepción, n o «lo totalm ente nuevo» o «distinto».
Así es que nun ca puede hab er suficientes cuando la cuestión gira en to m o
al despliegue de u n a realidad histórica y compleja. De ahí que spatial tum
quiera decir nada más acrecentada atención a la faceta espacial del m undo
histórico; n ada más, pero nada menos.
En el despliegue d e la espacialidad de la existencia o la historia
hum ana, un o de los aspectos es el descubrim iento de la m ultiplicidad, de
la pluralidad de espacios. Tam poco puede ser de otro modo..Si no, «están
ahí» a m odo de escenarios pasivos, m uertos; si, antes bien, los espacios se
constituyen históricam ente y pu ed en ten er génesis, constitución y deca­
dencia, y aun final, se desprende tam bién que hay m uchos. Hay los de la
naturaleza, esos espacios en cierto m odo «suprahistóricos» que h an lle­
vado a cabo millones o m iríadas de años y en que apenas deja huella nota­
ble la actividad hum ana. Hay los históricos en que las generaciones llevan
a efecto u n a época o u n Estado, más o m enos constituidos p o r grandes
colectivos, espacios abarcables a u n a m irada de conjunto en que el tiem po,
m edido en siglos o m ilenios, h a dejado huella. Y hay en fin el espacio vital
constituido p o r un individuo y que casi se diría encajado en aquel m arco
mayor, histórico y suprahistórico. La pluralización de espacios tiene de
suyo algo que confunde, lo que Marc Augé llam a «sobredosis de espacio»
con q u e nos h a n obsequiado m o d ern id a d y p o sm o d ern id ad ” . Q ue de
e n tra d a au m en ta la incapacidad p ara ver en conjunto, p ero aun así
devuelve a nuestras representaciones del m undo, en otro caso condenadas
a la simplificación, u n atisbo de la com plejidad que el m undo es. Podría
decirse sum ariam ente que hay tantos espacios com o ám bitos de temas,
objetos, m edios o actores históricos. La pluralización de espacios ya se
expresaba en usos lingüísticos que se han vuelto obvios con el tiem po, que

72
atraviesan disciplinas, am bientes y esferas culturales sin a te n d e r a tales
divisiones. Se habla de espacios del recuerdo y de la m em oria, de espacios
políticos e históricos, de paisajes históricos, de espacios literarios. En
m uchos casos el térm ino «espacio» sin más se h a vuelto sinónim o del viejo
«espacio vital», desacreditado p o r razones conocidas, y del «m undo vital»,
térm ino libre de tales cargas y no m enos plástico.
Si todo esto no engaña, llegamos a u n p u n to en que la cuestión de la
«espacialización» h a quedado vista para sentencia p o r razones m uy diver­
sas y en campos muy distintos. Hem os enum erado algunos indicios princi­
pales para h acer «objetiva» nuestra im presión y dejarnos claro si en el spa-
tial tu m del que estam os hablando se trata de u n proceso com probable
em píricam ente, o sólo de una m anía ideológica o ideeJixe, que m ejor sería
dejar estar hasta que rem itiera p o r sí sola.
El provisional resultado final de las indagaciones aquí em prendidas es
com pletam ente simple: con unas cuantas com probaciones n ad a especta­
culares ni sensacionales hem os vuelto allá de donde partim os, cierto es
que ya no «ingenuam ente» y «sin más», sino «entendiendo». Quizás ahora
entendam os m ejor que determ inados giros d e lenguaje, com o el lenguaje
entero, ofrecen los inequívocos indicios de que hay que tom arse en serio
al lenguaje: es quien m antiene firm e e indisoluble la un id ad de espacio y
tiem po. Es claro que sólo u n acto de violencia puede rom per esa consu­
m ad a am algam a lingüística de la dim ensión espaciotem poral, q u e n o
tiene p o r qué ser aparatosa siem pre ni en todas condiciones. P ero en for­
mas de pensar y h ablar se echa de ver si adoptan esa unidad o la contravie­
nen. Sobre el telón de fondo de u n a historia de separación disciplinaria de
espacio y tiem po, recobrar esa unidad es parte de u n a tarea de reconcilia­
ción y restauración. Son a veces las palabras del com ún, los common places,
quienes guardan verdades elem entales m ejor que las disciplinas eruditas,
que sólo quieren sacar lo que m eten.
Lo que em pezara con conjeturas acerca del spatial tu m term in a en
hablar d e simplezas obvias. Sólo hay que confiar en el lenguaje, tom arle en
serio; pues con cada sílaba atestigua lo indisoluble de espacio y tiem po:
«espacio de tiempo», u n a expresión d e las más herm osas en nuestra len­
gua, en tre las que se cuenta tam bién «espacio vital», espacio del vivir. Vivi­
mos e n horizo n tes de experiencias y expectativas. Salimos al m undo.
Hablamos del cam ino de u n a vida, de curriculum vitae. Escribimos biogra­
fías indicando fechas de nacim iento y m uerte, pero tam bién lugares. No

73
nos arreglam os sin indicaciones de lugar cuando querem os describir u n a
época. Aun cuan d o solam ente querem os h ab lar de pasado, p resen te o
fu tu ro en g en eral utilizam os indicaciones espaciales: retro ced em o s al
pasado, vivimos en el aquí y ahora, o seguimos adelante hacia el futuro.
Las más abstractas caracterizaciones siguen haciéndonos necesario el uso
d e térm inos espaciales: u n a idea nos resulta cercana o lejana, cuando
hablam os de relaciones de dom inio distinguimos arriba y abajo, superior e
inferior, y no nos apañam os sin distinguir entre dentro y fuera. Si quere­
mos d ar una im agen del m undo precisamos representarnos u n centro, un
m edio, com oquiera se defina, dondequiera se asiente. T odo nuestro saber
de historia está apegado a lugares. Hablamos, pars pro tofo, del núm ero 10
de D ow ning Street, del Krem lin o la Casa Blanca. Las fechas históricas
coinciden con lugares de los hechos; la batalla de Alejandro en Iso, el paso
del R ubicón, W aterloo, Stalingrado, o el cruce de avenidas de Dallas
d o n d e sucedió el aten tad o contra Kennedy. Nos «orientam os». No nos
arreglam os sin im ágenes de un escenario, donde todo h a ocurrido. History
takes place, la historia tiene lugar. Si hablam os de culturas pensam os en
lugares en que cristalizan: en «París, capital del siglo XIX», en el «Nuevo
M undo» que h a tom ado figura en los rascacielos de M anhattan, en los raí­
les que van a d ar a las puertas de Auschwitz-Birkenau. Hablam os de espa­
cios públicos y esferas privadas. Al leer a Proust o a Tolstoi tenem os los
interiores del tiem po perdido ante los ojos. Por tener, tenem os au n nolu-
gares, que no tienen ya lugar, que han vuelto a desvanecerse, derruidos, de
que nada qued a fuera de su recuerdo. No hay historia en N inguna Parte.
T odo tiene principio y fin. T oda historia su sitio.
Explicar cóm o puede algo haber ido a caer en el olvido es más difícil
que co m p ren d er p o r qué ocurre así. Spatial tum no es sino hablar de lo
que se da a en ten d e r solo, o en palabras de Yi-Fu Tuan: «Y ahí, en la con­
fianza en el proyecto hum ano, radica el fin últim o de este ensayo: aum en­
tar la carga de u n a conciencia despierta»63.

74
Ciberia: nuevo esp a cio , nueva G eop olítica

«¿Está m uerta la Geopolítica?», se preguntan los editores d e un volu­


m en en q u e se trata d e esbozar u n a «G eopolítica crítica», G earóid Ó
Tuathail y Simón Dalby; y se contestan al punto con un resuelto «no»: «A
prim era vista, el final de la G uerra Fría, el creciente influjo de la “globali-
zación” y las determ inantes consecuencias de las nuevas tecnologías de la
inform ación parecen haber clavado u n a estaca en el corazón de la Geopo­
lítica»64. Fin de la historia, nueva invisibilidad, lucha de culturas, las con­
signas de la nueva época p arece n adecuadas a la nueva situación. «En
m uchos análisis se h a declarado m uerta a la Geopolítica»65. Para esos auto­
res la cuestión está en u n a nueva Geopolítica crítica donde a su en ten d e r
ya no se separan tradición precrítica y «clásica», ante todo la Geopolítica
alem ana. La desenvoltura de tal afirm ación, si es que n o inadvertencia,
pudiera ser incluso una gran ventaja. A su m odo de ver ía Geopolítica se
desliga de su estrecha vinculación al espacio geográfico; a estos defensores
de la Geopolítica crítica se les queda estrecha aun la holgada form ulación
de tareas de la G eopolídca que expusiera la Zeitschrift fü r Geopolitik en sus
tesis fundacionales, fo m en tar «la conciencia espacial en la acción polí­
tica». La Geopolítica no tiene que ver prim ordialm ente con espacios geo­
gráficos, sino ante todo con constructos y conceptos políticos referentes al
m odelado y dom inio del espacio. Desvincularse así del espacio en estrecho
sentido geográfico corta toda conexión con la antigua Geopolítica y abre
nuevo capítulo. Al parecer de sus adelantados intelectuales, la Geopolítica
crítica es ante todo u n «fenóm eno cultural». Analiza «la imagi-nación del
Estado, sus mitos fundacionales y su doctrina nacionalista de exclusión».
Se ocupa de procesos elem entales com o form ación de identidad, autodife-
renciación de n aciones y form as d e re p resen tació n correspondientes.
Investiga actos de creación de «nation-space and nation-time», proyecciones
de la «community imaginaria», «hom ogeneización del nation-space» y «peda-
gogización de la historia». Se ocupa de cóm o se hace visual ese espacio, de
cómo, en particular, se capta e ilustra en aüas nacionales. Indaga cóm o se

75
to rn an territorios en unidades y espacios culturales, y seres hum anos, en
pueblo o nación. Por consiguiente, se interesa en especial por procesos y
proyectos de autodiferenciación, trazados de fronteras culturales, y p o r
m apas sem ánticos (maps of meaning) no m enos que p o r los estatales. En lo
fundam ental, la nueva G eopolítica sólo habla de geopolíticas p orque parte
de la pluralidad de identidades culturales, y al transform ar todo en cul­
tura, en puridad disuelve el concepto de Geopolítica en sentido estricto.
P o d ría hablarse de culturalización de la política y despolitización de la
acción geoestratégica. En los horizontes de tales análisis geopolíticos críti­
cos en tra francam ente de todo: representaciones de lo propio y lo ajeno
en m edios de com unicación, análisis de caricaturas políticas, im ágenes del
extranjero en literatura, análisis de contenido de películas, etc. La Geopo­
lítica crítica m antiene abiertos sus supuestos y hace cuestión de sí misma,
destruyendo así toda ilusión de neutralidad valorativa. Sólo en u n aspecto
recu erd a aún al análisis geopolítico en sentido estricto: la reflexión teórica
sobre condiciones histórico-espaciales de la acción política. Lo nuevo está
en entenderlas, u n a vez más, en un holgado sentido histórico-cultural, no
geográfico. Se pregunta de qué m odo fom entan o estorban al proceso de
territorialización e «imagi-nación» cosas tales como, p o r ejem plo, técnicas
de m ed ició n y visualización com o C artografía o G eografía, estableci­
m iento de redes técnico-territoriales com o ferrocarril, telégrafo o autopis­
tas, instituciones integrales com o las uniones aduaneras, o innovaciones
técnicas66. Así pues, podría decirse prim eram ente que en la nueva Geopo­
lítica lo nuevo es la culturalización de lo político y de los espacios políticos.
Ello trae significativas consecuencias. Así en ten d id a, la G eopolítica ale­
m ana pasa a incluir n o sólo las representaciones organicistas del espacio
de u n Ratzel o la idelogía continental de u n H aushofer, sino tam bién una
serie de ideas extendidas entre la población acerca de epidem ias y plagas
que se piensa introducidas desde el Este, o de la plausibilidad de m edidas
de desinfección y cuarentena, o del definitivo «alejam iento del espacio
vital alemán» de determ inados grupos de población. Y la Geopolítica de la
G uerra Fría en que se vino a repartir el m undo no sólo incluye entonces
u n a confrontación global política y m ilitar en tre «dem ocracia y falta de
libertad», sino que tam bién pasan a desem p eñ ar u n papel en la «lucha
en tre sistemas» im ágenes de autoidentificación com o «Oeste» u «Occi­
dente», de atraso y confort, y hasta el fetichism o de la m asculinidad de
anuncios de M arlboro o películas de Schwarzenegger. Y las bom bas de

76
O klahom a que saltaron p o r los aires en el Medio Oeste, en el heartland de
Estados Unidos, causando un baño de sangre, tam bién son entonces Geo­
política que cambió el espacio de la acción política y la im agen de unos
Estados Unidos invulnerables. Por no hablar de las im plicaciones geopolí­
ticas del 11 de septiem bre de 2001.
Pues esa Geopolítica, con todo, no saca su novedad sólo de am pliar la
dim ensión geopolítica en «geocultural», sino tam bién de introducir en la re ­
flexión teórica la situación de la producción de espacio social en la época
del ciberespacio, situación nueva y en cierto m odo definitiva. «Ciberia» es
el nuevo espacio que ha em pezado a tenderse sobre los espacios históricos
con que estábamos familiarizados. La nueva Geopolítica sólo es posible, o
se provoca, colocándose en ese nuevo espacio.
Los rasgos de esa térra incógnita de nom bre C iberia ya h an sido elabora­
dos en los últimos años p o r los adelantados del saber ciberespacial.
Revolucionar los m edios de com unicación h a hecho surgir u n a nueva
m orfología social con nuevas prácticas espaciales. Como m ejor adm ite des­
cribirse es com o sociedad reticular, consistente en nudos y conexiones que
perm iten y controlan flujos decisivos d e inform ación: com putadores, fax,
satélites, Internet. «C onm utadores que conecten redes son los instrum en­
tos privilegiados del poder», dice M anuel Castells. «Quien los m aneja tiene
el p o d er en sus m anos»6’. El andguo régim en espacial no se cancela del
todo, p ero sí se transform a y traslada. En lo esencial venía definido p o r el
espacio del Estado, el territorio del Estado nacional. Éste era «señor del
espacio», el agente que sustentaba y organizaba apertura, dom inio y pene­
tración del espacio. Las nuevas redes globales y el personal co rresp o n ­
diente, diseñadores, program adores, ingenieros, fabricantes y concesiona­
rios de licencias, devalúan y erosionan la m orfología social tradicional. «La
nacionalidad de las corporaciones significa cada vez m enos a m edida que
corporaciones antes centralizadas se reestructuran en organizaciones reti­
culares de ám bito global»68. El espacio geográfico «real» hasta ah o ra dom i­
nante pasa a ser un o entre otros, en opinión de B runo Latour: «La idea de
red nos ayuda a sacudirnos la tiranía de los geógrafos al definir el espacio,
y nos p ro p o rcio n a u n a representación del m ism o que n o es ni espacio
social ni “real”, la tradicional Geografía del “espacio real” es tan sólo u n a
red entre m uchas otras»69. Así com o al clásico Estado nacional y territorial
co rresp o n d e u n a técnica d eterm in ad a, corpórea, sólida, localizada, tal
como canales, carreteras, teléfonos o vapores, al contexto político posmo-

11
«La d ig ita liz a c ió n p ro d u c e u n a n u e v a e sp a c ia iid a d .
El trá n s ito d e g e o -g ra fía a in fo -g ra fía p a re c e h a b e rs e
c o n su m a d o .»
d ern o co rrresp o nde u n a infraestructura reticular. Ese nuevo paisaje de
inform aciones, m edios de com unicación y redes, el paisaje de Ciberia,
conoce tam bién un tipo nuevo d e actores: digerati, letrados d e la nueva
época que saben moverse en él; digital nations constituidas sobre la base de
la red y no sobre la p ertenencia al Estado; info-insurrectionists, inforrebeldes
que consideran los nuevos m edios su cam po de operaciones y com o tal lo
aprovechan; u n paisaje con vías inform áticas y autopistas telem áticas.
H acen aparición nuevas desproporciones y desigualdades, nuevas tensio­
nes y antagonismos: ya no telón de acero sino digital divide, ya no prim er
m u n d o , segundo y tercero, sino zonas del m u n d o entrelazadas en alto
grad o y otras q ue caen fu e ra de la red. La digitalización p ro d u c e una
nueva espacialidad. El tránsito de geo-grafía a info-grafía parece haberse
consum ado. Tal com o el m u n d o antiguo estuvo cen trad o en to rn o al
M editerráneo, el medieval, orientado hacia Jerusalén, Roma o La Meca, y
el del colonialismo e imperialismo, hacia Lisboa, Londres y París, el digita­
lizado se o rienta al p u n to de m áxim a densidad en el espacio transatlán­
tico-norteam ericano: Nueva York. La nueva infograffa reproduce tam bién
las nuevas relaciones de poder, de infopodcr'". Ya no se apoya en armas
tradicionales, incluidas las nucleares, sino en la posibilidad de desarrollo
de tecnologías de inform ación. El p o d e r d e los «Bit-States» ya n o está
ligado a territorios, algo que valía aún para las potencias atómicas. El cibe-
respacio es «territorio» constituido y cohesionado por inform ación digital.
No se para en fronteras de estados nacionales soberanos, las pone funda­
m entalm ente en cuestión. En conexión con el m undo entero traspasa los
límites de toda vinculación local. Ciberia es lo que un día fueran los esta­
dos nacionales, imagined community, digital nation’1. «Sus ciudadanos son
jóvenes, form ados, pudientes. O cupan instituciones e industrias conecta­
das en redes, universidades, em presas de com putadores y telecom unica­
ciones, Wall Street e instituciones financieras, m edios de com unicación...
predom inantem ente masculinos, si bien enorm es cantidades d e m ujeres
em pujan y los abren cada vez más. Los m iem bros de u n a nación digital no
son representativos del conjunto de la población: son más ricos, con m ejor
form ación y de piel blanca en porcentaje superior al prom edio. G anan
bastante y tienen bastante tiem po. Su form ación es a m enudo poco con­
vencional y nu n ca term ina, tienen acceso casi sin restricciones a la masa de
inform ación disponible en el m undo»78. Los nuevos procesos no respetan
fronteras territoriales ni políticas. Ya no están ligados a lugares preexisten­

79
tes. De ah í que discurran hacia u n a desterritorialización, si es que no des­
vanecim iento del espacio. Vueltas insignificantes, las fronteras tradiciona­
les se disuelven. En esta perspectiva el estado nacional es casi u n a ficción
nostálgica. El enem igo se desterritorializa, los peligros ya no son localiza-
bles, am enazas terroristas, proliferación de m edios d e aniquilación en
masa ya n o son localizables, o en todo caso, no p o r taskf'orces a la antigua
que se ocupan de localizaciones fijas, d e em plazam ientos fijos y silos de
cohetes atómicos. Las nuevas amenazas desterritorializadas son tan inasi­
bles com o vulnerables los puntos neurálgicos del m undo global y abierto:
ae ro p u erto s y líneas aéreas, redes d e com putadores, sistemas de datos,
grandes ciudades y rascacielos. Q uien quiera em prenderla con esas am e­
nazas h abrá de seguir su rastro en el m undo del ciberespacio. El «espíritu
de la frontera» ha de acreditarse hoy en las líneas prescritas del ciberespa­
cio. Q u ien q u iera e m p re n d e r la lucha tiene q u e seguir allí al retad o r,
com o notó el m inistro de Defensa Donald Rumsfeld tras el 11 d e septiem ­
bre de 2001. Los verdaderos herederos de sir H alford M ackinder en Geo­
política son hoy los activistas de la re d 73. C uando los procesos esenciales
que determ in an nuestra vida discurren com o hoy allende o a través de las
fronteras de los antiguos Estados territoriales -im perios y reinos m ultiétni-
cos o Estados nacionales m odernos-, cam bia el escenario entero del thea-
trum mundi. Las barreras entre Estados territoriales, y au n las continenta­
les, se vienen abajo reventadas p o r corrientes globales de inform ación,
tráfico y finanzas. La gobalización produce sim ultaneidad de asincrónicos
en el más estrecho espacio m erced a la radical dism inución de las distan­
cias. Aquello que estuvo separado p o r continentes, «metrópolis adelanta­
das» y «colonias atrasadas», centro dinám ico y periferia estacionaria, se ha
aproxim ado y form a un tapiz entretejido de culturas, civilizaciones y tiem­
pos diferentes. C onectando con las tesis de Michel Foucault74, Charles M.
M aier opina que la nuestra será u n a época de sim ultaneidad y espacio, y
con las de H om i B habha -según las cuales han venido a ser cuna de cul­
tu ra los espacios transnacionales de em igrantes, fugitivos y hom bres de
negocios, y ya no las culturas nacionales75- , que la desaparición de la terri­
torialidad en la era de la globalización ten d rá profundas im plicaciones:
«Desvanecimiento de la territorialidad significa que en lugar del espacio
son cultura o civilización las que se convierten en centro de conflictos loca­
les o internacionales. Sea p o r em igración directa, sea p o r com petencia
económ ica, los habitantes pudientes y form ados de O ccidente se verán for­

80
zados a vivir en la inm ediata vecindad de seres hum anos con otras tradi­
ciones culturales sin el am paro d e territo rio m ed ian te alguno. Aun
cuando se vayan lejos y n o sólo al otro extrem o de la ciudad, la ru p tu ra de
la espacialidad les hace vecindario potencial. P ero sin el am paro de un
territorio ¿estamos sentenciados, tal es la tesis, a vivir en u n conflicto p er­
m anente de civilizaciones y culturas?»76
La fantasía, incluida la «imaginación geográfica», está ocupada m ucho
más con ciberespacios em ergentes que en explorar zonas que se extienden
al m argen y más allá de éstos; sabemos m ucho m enos de las regiones des­
colgadas de la civilización. Figurarse cóm o funcionan sociedades en la red
resulta m ucho más fácil que hacerlo con m undos cuyo sentido ya no se
capta desde dentro. Allende los nuevos centros m undiales surgen nuevos
desiertos, nuevas provincias del m undo. El discurso acerca de la globaliza-
ción, p o r tan to de la conexión e n tre lo global y lo local, procesos de
ám bito m undial y condiciones locales, es com o la tríada de Hegel, tesis,
antítesis, síntesis: tiene algo de apaciguador, de reconciliador, cuando lo
cierto es que todo apunta a que la segunda oleada de globalización entrará
con rupturas catastróficas, de la misma m anera y sin em bargo distinta por
com pleto a la ru p tu ra de 1914-1917, cuando el sistema m undial se rom pió
p o r «el eslabón más débil».

81
n
L eer m apas
T iem p os d e m apas
La ép oca, con ten id a en mapas

Es cierto que la m ayoría de los m apas ya están atrasados cuando apa­


recen. Pero cuando d e verdad se cum ple esto es en üem pos de cam bio
acelerado. El plano de Berlín de 1989, «edición actualizada» que aún con­
signaba el curso del m uro con los vitales pasos fronterizos, ya era de allí a
poco pasto de andcuarios, y no es que sirviera de m ucho a quien p re te n ­
d iera situarse en el trazado vial de la ciudad reunificada. Q uien se hubie­
ra confiado en 1994 a u n plano de 1990 del M etro de Moscú se habría p er­
dido. M uchas estaciones h a b ía n recib id o o tro n o m b re: e n lu g ar de
«Plaza C herchinski», de nuevo «Lubianka»; en lugar de «Avenida Marx»,
de nuevo «Ojotni Riad» [Fila de Cazadores], y en lugar de «Kirovskaya» de
nuevo «Krasnaia vorota» [P uerta Roja]. P ero esas renom inaciones, que
p o d ían añadirse a los planos u rb a n o s sim plem ente con u n a e n tra d a
nueva o un adhesivo, eran m inucias com paradas con los cambios resul­
tantes de la disolución de Estados y sistem as federales en tero s. En los
prospectos de vacaciones de agencias de viaje que se habían especializado
en Yugoslavia, la costa dálm ata, Istria y M o ntenegro, seguía h ab ien d o
Yugoslavia p o r más que políticam ente h u b iera dejado de existir y playas y
calas p erte n ecie ran hacía tiem po a Estados distintos. En los m apas de
carreteras aparecía m arcada con trazo grueso la línea del autoput p o r la
que año tras año cientos de miles de trabajadores turcos de la R epública
Federal y Austria habían em prendido el viaje de vacaciones a casa; y con
todo detalle: pasos fronterizos, gasolineras, bares, m oteles y salidas. Pero
las guerras de Yugoslavia la habían convertido en u n a autopista vacía y
fantasmal d o n d e muy p ro n to em pezó a crecer la yerba entre el horm igón
de sus calzadas. N ada coincidía ya con atlas que se suponían precisos, fia­
bles y panorám icos. Era otra la form a de escribir los topónim os, lo eran
en ocasiones hasta los nom bres. D onde u n a vez se pu d iera pasar sin p ro ­
blem a había que co ntar ah o ra con dificultades y trabas. Podía ser que los
puentes señalados en el m apa hubieran sido volados, y carreteras que fue­
ran enlace sin pro b lem as quizás estuvieran m inadas. Sólo algo seguía

85
igual, la distancia en kilómetros: que poco significa cuando lugares veci­
nos se h an vuelto inaccesibles.
La demanda de mapas en tiempos de ru p tu ra com o 1989 es inhabitual­
m ente grande. Los cartógrafos apenas pu ed en seguir el ritm o de los cam­
bios. Los locutores de noticiarios nocturnos tienen que familiarizarse con
más y más nombres nuevos. El m ercado de mapas se dispara cuando pobla­
ciones enteras quieren ponerse en cam ino p o r el ancho m u n d o tras la
a p e rtu ra de fronteras. La necesidad de itinerarios e n todas sus form as,
desde el clásico Baedeker hasta los GIS (Geographisches Informationssys-
tem ) con su website correspondiente, pasando p o r el guía turístico, es
grande cuando se exploran nuevos caminos. U no tiene que familiarizarse
y arreglárselas en ciudades en que se hacen nuevos contactos y negocios.
Cuanto mayores las sacudidas y más lejos arrojan, mayor la necesidad de
ayudas para orientarse. Cuanto mayores las posibilidades de darse u n a
vuelta por cualquier parte del m undo y aun establecerse, tanto m ayor la
necesidad de indicadores e informaciones. Algo que rige p ara toda época
de ruptura, no sólo para aquellas de que hem os venido a ser testigos.
En tiempos de rupturas históricas se m uestra en form a ú nicam ente más
concentrada y reconocible a simple vista algo q u e rige en general: que
grandes transformaciones históricas, nuevos descubrim ientos, form ación
de Estados y derrumbamiento de imperios, grandes conquistas y enfrenta­
m ientos militares, que despliegue de culturas y civilización o desarrollos a
largo plazo como el de la propia Tierra, todos «sedimentan» y cuajan en la
reproducción cartográfica. Así como épocas de ru p tu ra histórica lo son de
revisión cartográfica, de nuevos trazados, y en sentido em inente tiem pos
de mapas, así también el tiempo histórico en general es captable y captado
cartográficamente. Cada paso en la transform ación o en la percepción y
reconocimiento del mundo transform ado sedim enta en rep resen tació n
cartográfica de uno u otro modo, no siem pre de inm ediato, ni siem pre en
form a «lógica» y «consecuente». Algo en que desem peña su papel el que
cada época tenga su propia medida. Al confeccionar m apas geológicos
apenas desempeña alguno una diferencia de unos cuantos m ilenios, m ien­
tras que al preparar mapas meteorológicos u n a de pocas horas d eterm in a
su precisión y capacidad predictiva, que significa tam bién su utilidad.
Puede hablarse de una época de boom cartográfico en que la revisión de
m apas es algo comprobable a simple vista. El m ism o a ñ o del d esc u b ri­
m iento de América, 1492, se acababa la célebre «m anzana terrestre» de

86
M artin Behaim, suma de todo conocim iento geográfico y destreza carto­
gráfica de la época. No sólo es el globo terrestre más antiguo que haya lle­
gado hasta nosotros, sino que m uestra el m undo justo antes del regreso de
Colón de su prim era travesía del Atlántico. Aún sigue a la im agen ptole-
m aica del m undo, au nque in co rp o ra inform aciones sobre Asia oriental
desconocidas hasta los viajes de Marco Polo. Eurasia casi se extiende sobre
el globo en tero , de su erte q u e E u ro p a y Asia casi se tocan A tlántico
m ediante; es decir, en te ra m e n te la idea d e C olón, q u e zarpó hacia el
O este p ara alcanzar las Indias77. Fue el descubrim iento de Colón lo que
haría desechar la vieja im agen del m undo y desataría u n a oleada de n u e­
vos mapas: la carta de Ju a n de la Cosa de 1500, prim er m apa general del
Nuevo M undo en Europa; la de Alberto Can tino, que ya m uestra al m undo
dividido conform e al tratado de Tordesillas de 1494, y la célebre de M artin
W aldseem üller de 1507, que, inspirada p o r las noticias de Américo Vespuc-
cio en el Novus Orbis, dio nom bre al nuevo continente78. Todos los viajes de
descubrim iento y circunnavegaciones del globo que siguieron, com o la de
F em ando de Magallanes y ju a n Sebastián Elcano de 1519 a 1522, no sólo
hicieron surgir una industria cartográfica en toda regla: revolucionaron la
im agen de la T ierra y del Universo en su totalidad. Poco a poco se llenaron
las m anchas en blanco, provistas de nom bres y consignadas en el globo: se
fueron precisando en el Extrem o O riente las fronteras de los dom inios
portugués y español, los contornos del paso de Magallanes y el cabo de
B uena Esperanza, o los de la Terra Australis, ciertam en te no hasta la
segunda m itad del XVIII gracias al capitán Jam es Cook79. Al analizar el desa­
rrollo del m apa a fines del siglo XV y com ienzos del xvi, N orm an Throw er
h a hablado de «Age of Atlases». Los cartógrafos más célebres de la historia,
A braham Ortelius de Amberes, M ercator de Duisburgo, H ondius y Jansso-
nius, Blaeu y Visscher, trabajaron en esa época, y casi todos se concentran
en los Países Bajos y el Bajo Rin™. D espués sólo h a vuelto a h ab e r u n a
explosión com parable de cambios en la im agen cartográfica, entre el des­
cubrim iento de Australia y la apertura de los espacios interiores del conti­
nente negro y Asia central en el siglo xix8'.
Estrecham ente em parentadas con las revisiones provocadas p o r descu­
brim ientos geográficos están las desatadas p o r rupturas o derrum bam ien­
tos políticos. Guerras, revoluciones y cam pañas significan siem pre coyun­
turas sum am ente favorables p ara los cartógrafos. Los m ovim ientos de
ejércitos son inconcebibles sin conocim iento del terreno y de las condicio­

87
nes logísticas y de transporte, en particular en los tiem pos m odernos. La
estrategia precisa inspecciones y visiones de conjunto. C uando se trata de
reparto de territorios siem pre hay que sacar a relucir mapas d e los archi­
vos. Los cartógrafos se sientan a la mesa de negociaciones en que se trata y
establece el curso de las futuras fronteras. Todo tratado de paz trae anejos
m apas en que se dejan sentados m etro p o r m etro, jaló n p o r jaló n , las nue­
vas situaciones y ámbitos de atribuciones. P ero do nde de verdad rige esto
es en la época del m oderno Estado nacional, territorial par excellence. Sobe­
ranía y plenos poderes se dem uestran en las fronteras, así se trate sólo de
u n p ar de kilómetros cuadrados, más que en potencia económ ica o esplen­
d o r cultural. Todos los acuerdos de paz que h an llegado a ser canónicos en
derecho internacional y h an configurado el m u n d o están secundados o
ilustrados p o r mapas: la paz de Westfalia, con que toca a su fin la época de
las guerras de religión y se establece firm em ente el principio cuius regio,
eius religio-, la paz de H ubertusburg, con que tocó a su fin la guerra de suce­
sión española y se selló el reparto de N orteam érica; las conclusiones del
Congreso de V iena de 1815, que tras las turbulencias de la era napoleónica
definieron las fronteras en Europa casi para u n siglo, en particular las de
los im perios de las «tres águilas negras»; los tratados de paz de París -los
de Versalles, T rianon, Sévres, St. G erm ain- al final de la G ran G uerra, que
h iciero n surgir en E uropa u n m undo de Estados totalm ente nuevo; las
conclusiones de la conferencia de M unich de 1938, donde se sancionó la
«fragm entación» de C hecoslovaquia, o el p ro to co lo secreto anejo al
«pacto de no agresión» de 1939, al que se adjuntaban los m apas relativos a
las futuras «zonas de influencia» de Alem ania y la U nión Soviética en Polo­
nia. No hay guerra que em piece sin mapas, ni guerra que acabe sin ellos.
Los m apas de los tratados de paz sancionan el nuevo statu quo, y cuanto
más com plicadas las nuevas relaciones, tanto m ás costosos los m apas a
p lan tea r y más fan ática la voluntad d e re g u lar y d ejar sentado hasta el
últim o detalle. Es p ro b ab le que n u n ca se haya vuelto a confeccionar y
difundir tantos mapas com o en Europa tras el fin de los grandes im perios
en 1918: mapas de fronteras, de m inorías, de com unidades religiosas, de
tráfico, de territorios plebiscitarios en litigio. Y tam poco hay tratado de paz
que no concluya con u n a gran destrucción de mapas. A aquellos en que
estaban fijadas las antiguas relaciones, a los viejos mapas im periales en que
se enseñara a generaciones d e párvulos de quién eran súbditos, no les que­
daba o tro cam ino en el m om ento de la revolución y el nuevo estado de

88
cosas sino el del basurero, el m olino de papel o, en el m ejor de los casos, el
del librero de viejo o el anticuario. El reverso de los m apas retirados de la
circulación puede aprovecharse com o superficie en blanco para im prim ir
m apas nuevos o sim plem ente para tom ar notas. Mapas viejos en situacio­
nes nuevas no son sólo inútiles, sino quizás aun sospechosos.
El final de los im perios es la gran h o ra de los aüas nacionales. Por fin
cada nación tiene su mapa, cada sociedad, su topografía, con la que siem­
pre soñara. Por fin ciudades y lugares pueden llevar los nom bres que siem­
pre tuvieron, o debieran h ab e r tenido pero se les vedó, los orgullosos nom ­
bres de la nación propia. Por fin sus calles y plazas pu ed en ostentar los
nom bres que hace m ucho debieran: los de héroes locales y nacionales. Por
fin el país tiene perm itido lucir sus propios colores. Así se repinta en tiem­
pos de ruptura, revolución nacional y liberación todo un m undo de Estados.
T oda gran ru p tu ra es derrum bam iento y nueva form ación de espacios,
sociales, políticos y culturales. El m undo d en e que m edirse de nuevo, car-
tografiarse, denom inarse, y así, redefinirse. Tocan a su fin m onopolios de
definición de grandes territorios y espacios, se establecen nuevos. Es u n a
grey variopinta la que se reparte el descubrim iento y som etim iento de la
nueva «fierra virgen»: aventureros y eruditos, fracasados y osados em pren­
dedores, naturales descubridores y oportunistas, y en tre ellos, no e n el
últim o lugar, «expertos en pueblos», antropólogos, geógrafos y cartógra­
fos. D onde pone pie el hom bre blanco deja huella y la dibuja en mapas: las
fuentes del Nilo y las cataratas que se habrán de llam ar Victoria, o la cum ­
bre de ese C hom ulungm a al que u n día se había de llam ar p o r el apellido
de sir Everest. La carrera p o r colm ar las lagunas en blanco y tom ar pose­
sión de los últimos pedazos de superficie terrestre p o r repartir term inó en
u n rush que tam bién lo fue entre m apas82. Cien años más tarde, en tiempos
d e la descolonización, aquellos que trazaran los poderes coloniales se reti­
raro n de la circulación y se alzaron nuevos, correspondientes a las metas,
hon o res y autoestim as propios.
P ero tan tornadizos com o son en guerras, revoluciones y d erru m b a­
m ientos de Estados los nom bres de países, colores de territorios y cursos
de fronteras, son pertinaces y duraderas las líneas que la práctica del vivir
ha hecho surgir en las cabezas. Así, puede ocurrir que a los niños en las
escuelas se les esté enseñando ya con nuevos atlas y enciclopedias m ientras
la generación de sus padres sigue rodando p o r ahí llevando en la cabeza
aquellos mapas con los que creció. Las im ágenes d e los m apas se cuentan

89
e n tre las «visualizaciones» político-espaciales m ás p enetrantes que cabe
concebir, pues en efecto solían ser expresión de relaciones duraderas fir­
m em ente establecidas. Esas im ágenes perviven en las cabezas lo que vivan
las generaciones. No se im plantan ni se extirpan p o r decreto. No quedan
aniquiladas porque se concluya un tratado o se cuelgue u n m apa nuevo en
la pared de las escuelas. Así los ciudadanos de la segunda república polaca
siguieron viviendo en contextos de ex p erien cia austríacos, alem anes o
rusos largo tiem po después de ser ciudadanos de la R epública tanto
tiem po añorada y al fin renacida. O tro tanto acaeció a los ciudadanos del
Estado soviético, que u n a vez fueran súbditos del Im perio ruso, y así acae­
ce hoy a los ciudadanos de los Estados herederos de la URSS que u n a vez
p ertenecieron a un gran Estado sin fronteras. En las cabezas los mapas no
se trazan de nuevo, se rem odelan con el curso de la vida y se extinguen con
ella. Así p u ed e ser que el horizonte del m undo colonial en que aún cre­
cieran los padres sólo se extinga definitivam ente en los nietos83.
Los m apas tienen su propio ritm o de decadencia y envejecim iento. Al
respecto ha dicho Mark M onm onier que «el contenido informativo de un
m apa es p erecedero com o la leche, de ahí que se recom iende ver la fecha
antes de usarlos»8'1. Nos rem iten así a una circunstancia de significación
m ucho más fundam ental: nos las habernos ahí con la historicidad de las
representaciones espaciales, a su vez simple «expresión» de la historicidad
de los espacios en ellos representados. C ondición que nos conduce a un
aspecto central y dram ático: que entendidos com o docum ento histórico
los m apas nos hablan del dram a del surgim iento y desaparición de lugares,
espacios e im ágenes espaciales; que presentan siem pre, y n o sólo en los
desenlaces dram áticos de viejas situaciones, tiem po contenido en planos,
contornos y sombreados. No son sólo representaciones del presente, con
mapas puede u n o h acer visibles pasados. Y aun a veces son lo único a que
puede asirse el ser h um ano arrollado p o r el tiem po vertiginoso. En ellos se
po n e a salvo y se fijan perfiles de otro m odo extintos y olvidados.
Y con todo, los m apas no son sólo copia pasiva, im presión o expresión
de u n tiem po, sino construcción, proyecto y proyección en el fu tu ro 85.
Dicen algo de poder, expansión, agresión y dom inio, de apetitos, am bicio­
nes y pasiones. Si quiere realm ente convencer y arrastrar, todo gran pro­
yecto, visión o esbozo de fu tu ro es tam bién espacial. Es inconcebible
hablar del paraíso terrenal sin las fuentes y arroyos p o r que m anan leche y
miel. La prom esa de u n porvenir dichoso sin el lugar en que debe hacerse

90
realidad n o es creíble sin u n a perspectiva de la City Upon the HUI Q uien
quiere p in tar visible el futuro no descuida situarlo en algún escenario con­
creto. Así, hay m apas de reinos de este m undo aún p o r surgir, de ciudades
p o r erigir y de casas que serán más cóm odas y herm osas que cuantas se
haya construido nunca.
Siem pre que u n m undo llega a su fin y se inicia uno nuevo es tiem po de
mapas. Tales épocas señalan el tránsito de u n orden espacial a otro. En
tiem pos de sociedad y producción en masa eso se despliega ante los ojos
de todos, y a la inversa: sin masas, sin publicidad, ya n o funciona. Los
medios de masas, tanto da periódico, m apa escolar o pantalla televisiva, se
to rn an en gran m u ro en que se proyectan las cam biantes im ágenes del
ord en del m undo: puede ser la Europa de los grandes im perios y colonias,
la m archa de los ejércitos en las guerras m undiales, la m ulticolor puesta en
escena de Estados nacionales, el reparto del m undo en la G uerra Fría o
tam bién, hoy, los nudos que m antienen trabado el m undo global.
Los m apas son custodios de tiem pos, pasados, presentes, futuros,
depende. Por lo regular sólo lo advertimos cuando u n tiem po llega a su
fin, los mapas se quedan viejos, y los nuevos están p o r dibujar.

91
Q ué indican lo s mapas
C on ocim ien to e interés

No hay nada, o casi nada, que no quepa representar y se represente en


u n m apa. T enem os los habituales m apas de carreteras que nos indican
cóm o alcanzar B desde A, y mapas que hacen visibles viejos linderos de fin­
cas. Se puede cartografiar distribución de rentas y frecuencia de infeccio­
nes o epidemias, probabilidad de terrem otos y densidad de asesinatos. Hay
mapas que consignan tem peraturas de superficie y dirección de corrientes
atmosféricas, tipos de vegetación y tasas de alfabetización. En mapas se dis­
cierne con facilidad los centros donde se condensa la mayor densidad de
población y esas zonas blancas en que vagan perdidos puntos que repre­
sentan m il habitantes. En mapas se m uestra radiación nuclear en territo­
rios, rutas de tráfico de armas o drogas, difusión de religiones a lo largo de
siglos y dism inución de esperanza de vida en determ inadas regiones. Basta
pulsar en sitios de la Red dedicados a adas y mapas y seguir algunos de los
enlaces indicados para com probar que los títulos son miles y miles, desde
adas de guerra nuclear pasando por adas universales del vino hasta adas del
ADN. En el catálogo de mapas se ofrece de todo. Esto indica dos cosas: pri­
m ero, que todo cuanto sucede no sólo sucede en el tiem po sino tam bién en
el espacio, que todo tiene lugar, que los m apas son representaciones del
m undo y podem os encontrarle alguna correspondencia espacial en form a
de m apa a cualquier cosa, a la poesía dedicada al espacio com o a los espa­
cios dedicados a poesía, al crecim iento del ciberespacio como a la erradica­
ción de la peste. Con mapas se pueden hacer visibles pasados, reproducir un
presente y esbozar el futuro, esto es, una cartografía de estratos tem porales,
tanto de los «suprahistóricos» de que se ocupan Geografía y Geología como
de épocas y sucesos con que se ocupa p o r lo general el historiador. Pero el
uso extensivo de los térm inos «mapa», «atlas», «map» o «chart», que casi se
dirían inflacionarios y aun se em plean p o r «obra de consulta, enciclopedia
o antología», significa en segundo lugar que atlas y m apas han sido prom o­
vidos a m etáfora de un m odo de exposición a que se atribuye patentem ente
u n a aptitud particular para producir visibilidad y visión de conjunto86.

92
No parece carente de perspectivas la idea de introducir algún ord en y
dirección en sem ejante abundancia. Significado prim ario y el terreno de
origen del m apa es naturalm ente el espacio geográfico: partes de la Tierra,
océanos, países, m ontañas, ríos y ciudades. Nos pone a la vista la figura de
la superficie terrestre, su conform ación geológica, hidrológica, climática u
orográfica. P odem os escoger plano: panorám ico, del globo en tero , o
plano corto: planta de ciudades, disposición de u n a red viaria o linderos
de parcelas.
El sentido traslaticio más cercano es la visión de conjunto de la figura
política de la Tierra, esto es, la división en Estados y sistemas de gobierno,
organizaciones políticas y alianzas, con sus fronteras, capitales y zonas de
conflicto.
Se puede prolongar sin esfuerzo este esquema. Cabe conjeturar que a
continuación seguiría la reproducción de distribuciones de pueblos y len­
guas, grandes religiones y credos. Acaso tam bién de form as de Estado y
gobierno, de m aterias primas y principales ramas económicas, así com o de
rutas y vías de com unicación principales.
Es fluido ese paso del significado fundam ental al traslaticio de m apas y
atlas, de figurar espacio geográfico a plasm ar otros aspectos de representa­
ción espacial, política, econom ía, cultura, lengua, etcétera. En lo funda­
m ental, no hay límites im puestos al desarrollo de los llam ados m apas tem á­
ticos. Si todo aspecto de la vida hu m an a tiene dim ensión espacial, y si el
espacio se presenta com o com plejo de infinitos aspectos, entonces hay tan­
tos m apas com o aspectos de la vida hum ana. No hay nada que n o se pueda
espacializar: vías aéreas y rutas de la droga, campos de batalla y de concen­
tración, form aciones tectónicas y difusión de la novela burguesa, centros
del arte gótico y ciudades mayas crecidas de la jungla, la red de calzadas
rom anas y los barrios chinos de las grandes ciudades, el curso de una vida
y campos de batalla, las alcantarillas de Londres y los pasillos aéreos a Ber­
lín Oeste, las rutas escolares de los niños y el plan Schlieffen, paisajes de
ensueño para turistas y topografía de la violencia. Es im portante recordar
esa plétora de m apas temáticos porque sólo en ellos se hace visible de ver­
d ad la capacidad del m edio, su registro poco m enos que inagotable de for­
mas de representación compleja. Nos percatam os entonces de que esa car­
tografía que en las facultades se en tie n d e y d en o m in a h ab itu alm en te
«ciencia auxiliar», y com o tal h a de estar ante todo al servicio de las princi­
pales, es decir, la Historia, aún tiene p o r delante la tarea de desvincularse

93
y em anciparse conscientem ente. Así com o hay ju n to a una narrativa litera­
ria u n a sociológica o antropológica, hay tam bién u n a cartográfica. Hace
m ucho que llegó la hora de la disolución de relaciones jerárquicas entre
disciplinas, de la asociación libre y nueva de cuantas tengan algo que decir.
Condición para en trar en conversaciones es superar u n a idea de la Carto­
grafía e n que ésta no deja de ten er alguna culpa, la de u n a disciplina a
caballo entre Geografía y Matemática, o exclusivamente científico-natural,
im agen que hace casi im posible contem plarla com o m edio de u n a «her­
m enéutica topográfica» (Nicolaus Som bart).
Com o los m apas no tratan sólo de aquellos espacios en que viven seres
hum anos, sino tam bién de otros que éstos h an «hecho» o «admitido», hay
m uchas conexiones entre historiografía y cartografía, entre las retóricas de
u n a y otra. Y aun p u ed e hablarse de paralelism o, aunque resulte asom­
broso a prim era vista. Tam poco puede ser de otro modo: los m apas tienen
au to r o autoría; están ligados a un lugar y un m om ento; presentan puntos
de vista y ángulos de visión; no son valorativamente neutrales, están envuel­
tos e n problem as d e objetividad, subjetividad y partidism o ju stam en te
com o las ciencias históricas; son producciones científicas e ideológicas; los
cartógrafos h an de plantearse forzosam ente im portancia y pertinencia de
su quehacer no m enos que quienes cuentan o escriben u n a historia; la car­
tografía p articipa del com plejo ideológico, del poder; en sum a, es p ro ­
ducto histórico que h a de rendir cuentas de su actividad, alcance y efectos
no m enos que cualquier otra disciplina de las ciencias hum anas.
Los m apas tien en autor, individual o colectivo. T ienen u n a caligrafía
específica, y no es azar que las grandes innovaciones.en la representación
cartográfica del m undo estén asociadas a los nom bres de grandes cartógra­
fos. Algo que vale de Claudio Ptolomeo, el bibliotecario de A lejandría en el
siglo II antes de Cristo, o de su gran predecesor Eratóstenes, tanto com o de
Abraham Cresques y Gerardus M ercator en los siglos XV y XVII. Sus nom bres
n o sólo aparecen en el contexto de u n a cartografía estrecham ente enten­
dida, son rúbricas de revoluciones en la im agen del m undo, de rupturas car­
gadas de consecuencias en el desarrollo de las im ágenes que los seres hum a­
nos se han hecho del m undo, de la posición de la T ierra en el Cosmos, de
Europa respecto a otros continentes, etcétera. Sus mapas o los que se les atri­
buyen h an llegado a ser textos fundam entales de la civilización occidental.
C on todo, n o existe la Cartografía, sino m uchas cartografías que se han
desarrollado ind ep endientem ente: los m apas de los isleños del Pacífico,

94
los célebres mapas tejidos de los habitantes de las Marshall, que perm iten
orientarse en la mar; los grandiosos m apas de las antiguas culturas am eri­
canas que se en co n traron Colón y Cortés; los m apas de los esquimales, o
los de las prim eras dinastías chinas con su increíble precisión en los deta­
lles y sus refinadísim os m étodos proyectivos. No hay más criterios para
identificar la autoría de obras cartográficas que para cualquier o tro «docu­
m ento» histórico.
Los mapas están ligados a u n lugar y un tiem po, no se ciernen en u n
abstracto espacio vacío, se hallan en determ inado contexto histórico y cul­
tural. Identificar mapas, asignarles persona y fecha, no sólo se cuenta entre
los d ep o rtes intelectuales más excitantes, es tam bién u n paso analítico
inexcusable p ara in te rp re ta r y o rd e n a r esos «docum entos» exhaustiva­
m ente y con sentido. De los conocim ientos e intereses introducidos en los
m apas vale decir que n o son intem porales ni supratem porales, sino que
están constituidos históricam ente; algo que no reduce el valor de sus afir­
m aciones, antes b ien nos p ro p o rcio n a la clave para desplegar el en tero
registro interpretativo y analítico. Cada m apa tiene su tiem po y su lugar, su
ángulo de visión, su perspectiva, y leídos correctam ente nos proporcionan
u n a clave p ara ver o e n te n d e r no sólo el m u n d o figurado sino tam bién
orientación y propósitos de quienes se hicieron tal im agen del m undo. Así,
u n a historia de la representación espacial, de la cartografía, siem pre lo es
tam bién de su proceso de constitución. Así se hace transparente n o sólo la
historia de la Cartografía, sino la de sus condiciones históricas de posibili­
dad, la de u n progreso pagado a m enudo con retrocesos en otros aspectos.
Desde los comienzos de la Cartografía hasta hoy la inteligencia hum ana
h a dejado atrás u n cam ino im presionante y gigantesco en la figuración y
representación del m undo espacial ¡Qué aum ento en conocim iento del
m u n d o n o habrá en tre el plano detallado de u n ja rd ín o u n a m ina nubia
com o los encontrados en Egipto, o entre los m apas acadios que en to m o al
2300 a. C. m uestran el nacim iento del Eufrates en las m ontañas arm enias y
la ciudad de Babilonia, y las m ediciones p o r satélite de la superficie terres­
tre en que pued e identificarse hasta u n a som bra cualquiera proyectada
sobre ella! ¡Qué progreso descom unal desde esas conjeturas audaces en
los mapas de Ptolom eo sobre la existencia en el otro extrem o del m undo
de u n a India y u n a India Ulterior, o sobre el Japón, y la precisión con que
hoy se capta hasta el últim o atolón del Pacífico! Y n o m enos asom broso
que tal progreso y crecim iento de saber es la evolución d e las im ágenes del

95
m u n d o depositadas en los mapas: m apas para el viaje al más allá en el anti­
guo Egipto; mapas de T ierra Santa con Jerusalén en el centro del m undo;
m apas con la E uropa de los peregrinos en que los lugares más im portantes
son Roma, Jerusalén y Santiago de Com postela; el m undo m edido en la
red cartesiana de la Ilustración; el m undo visto desde las alturas de la civi­
lización occidental que se dispone a enviar misiones al resto del m undo; el
m u n d o com o one world de corrientes m igratorias o financieras, «planeta
azul» en víspera de catástrofes globales. Hay tantas im ágenes del m undo
com o épocas, y tantas de m apas com o del m undo: el camino parece llevar
de cosm ogonías míticas a cosmologías cada vez más susceptibles de prueba
y verificación em pírica, y al cabo llevan a descubrir tanto el espacio abs­
tracto com o el histórico hum ano, em píricam ente m ensurable.
El único m undo tam bién cambia de aspecto en los m apas que de él se
hacen según el ángulo de visión y la posición desde la que se mira. La Stan­
d ard Oil tiene de la superficie terrestre otra im agen que los m eteorólogos.
A los satélites del P entágono les interesan otros detalles que a los teams
de arqueólogos que organizan sus excavaciones en Crimea. Esos grupos de
fugitivos afganos que quisieran alcanzar E uropa necesitan otros m apas
de Asia q ue los aviadictos de la A ldea G lobal q u e pasan volando por
encim a. U n mismo barrio se ve de distinto m odo desde la perspectiva de la
M adre Teresa que desde el m ercado inm obiliario. Los m apas del pensa­
m iento h u m an o se basan en otras m ediciones que las cartas m arinas de
acceso a los puertos de R otterdam o Sidney. Hay m apas en que figuran los
m o n u m en to s dignos de verse y otros en q u e ap a rec en consignados los
shopping malls. Algunos mapas hacen visible lo invisible, cem enterios aban­
donados, tem plos apartados, aldeas perdidas. O tros advierten de fronteras
que no debem os transgredir. Algunos escogen u n plano largo, una escala
grande, y hacen así invisible aquello que uno sólo p u ed e ver si se m antiene
en plano corto, a p equeña escala. Q uien se decide p o r dar realce y señalar
a lo un o tam bién se decide p o r no dárselo ni señalar a lo otro. Las imáge­
nes de los m apas descansan sobre decisiones, prejuicios, elección. Todas
las cuestiones clásicas de las ciencias históricas se plantean tam bién a la
representación cartográfica, a la narrativa cartográfica. Alzar mapas, map-
ping en su sentido más am plio y p o r tanto tam bién en el figurado, está
incluido en el discurso cartográfico-espacial. Q ué sea lo tratado ahí, cómo
se hace presente el espacio, se descubre con un análisis p en etran te que dé
voz a los intereses históricos, técnicos y de oficio, y a cuantos p u ed an caber

96
FIGUEROA STREET GANG
EAST SIDE CRIPS
Slauson Av /
62nd St
WEST SIDE CRIF3 Florence Av
79th St
Manchestsr Av
INGLEWOOD
CRIPS AVALGN
GARDENS
CRIPS
WATTS
EOUNTY
HUNTERS
Imperial Highway

BISIÍCPS

FAMILY

PIRU GANG
Artesia Boulevard
San Diego Freeway

Street-gangs y sus territorios en Los Ángeles, 1972.

«El ú n ic o m u n d o ta m b ié n c a m b ia d e a sp e c to e n los m ap as
q u e d e él se h a c e n se g ú n el á n g u lo d e visión y la p o sic ió n
d e sd e la q u e se m ira.»
en u n discurso. T om arán la palabra entonces lo subjetivo, lo individual, lo
que en tra a título de constituyente en tales im ágenes de mapas y del espa­
cio, al igual que todos esos límites que se discuten y p rueban con más pre­
cisión en el cam po de lo «intersubjetivo». Y conform e a toda experiencia
u n análisis así no va a p arar en discutir «la verdad» o la «verdadera repre­
sentación cartográfica» sino u n a mayor o m enor aproxim ación a la reali­
dad; u n a postura m enos esencialista, p o r tanto, y más descriptiva y gradual.
Así com o en las ciencias históricas pudiera ser más fructífero preguntarse
«cómo podía h ab er sido» en lugar de «cómo h a sido en verdad» (H elm ut
Fleischer), así tam bién en la narrativa cartográfica pudiera llevar más lejos
no preguntarse qué representación es la «real y verdadera», sino más bien
cuál aporta más a la h o ra de hacer justicia a u n a realidad compleja. Y esto
no es ni p o r asomo u n alegato en pro de la construcción a capricho de
im ágenes cartográficas y del m undo, ni de que se ponga a las proyecciones
«subjetivas» en pie de igualdad. No todas las representaciones cartográfi­
cas son «verdad», y ni siquiera son todas igualm ente apropiadas para hacer
visible aquello de que se trate en cada caso. Como en toda cuestión de h er­
m enéutica histórica o en ciencias del espíritu, tam bién aquí hay un dere­
cho de veto que ostentan fuentes, datos y hechos com probables «intersub­
jetivam ente». Y no hay gran dificultad en distinguir u n m apa real de un
fake, al igual q ue cabe discernir hechos de ficciones. Los m apas n o son
neutrales, sino «partidistas», selectivos en un sentido fundam ental. Y tam­
poco aquí puede estar la cosa sino en hacer explícitos los condicionantes.
En tan to haya intereses diferentes, y aun antagónicos, representaciones
antagónicas del m undo en mapas no sólo son inevitables sino com ponente
de la verdad social. En tanto es así, no hay sino vivir con m uchos m apas de
la misma cosa y del mismo m undo, y la decisión final se vuelve cuestión de
puntos de vista e interés de cada cual, com o tam bién quizás de tem pera­
m ento o gusto individual. Por ser uno de los m edios de visualización del
m u n d o con mayor penetración, los m apas desem peñan papel destacado
en la lucha p o r la hegem onía cultural e intelectual. Eso no significa que
ten g an que h acerlo en form a explícita o com o p ro p ag an d a m anifiesta,
antes al contrario, registro y caligrafía de los cartógrafos son tan amplios y
variados com o los del carácter hum ano: van de lo aprem iante e im portuno
a lo contenido y reservado, de lo neutral y discreto al alarde jactancioso, de
lo calm ado a lo aterrador. Sólo hay que ojear m apas alguna vez: los de
aerolíneas, que sugieren al pasajero que puede alcanzar cualquier punto

98
de la tierra precisam ente con esa com pañía; los de la antigua URSS, que
colo read a de rojo chillón y a título de «un sexto de la Tierra» parece
m enos «reducto de la Revolución» que am enaza que se cierne con todo el
peso de su extensión sobre el resto del m undo; o los mapas de big compa-
nies y bancos para quienes la presencia global es u n hech o a que nadie
puede ya sustraerse en parte alguna, sea en Tokio, Lagos o Asunción; o
esas im ágenes del Kremlin y la Plaza Roja, que para la generación de la
G uerra Fría serán p o r siem pre lugares de desfdes y cohetes. Y luego están
esos mapas que flotan suspensos p o r encim a de todo antagonism o, de toda
dualidad polídca o de visiones del m undo, esos en que nada hay dibujado
salvo finos contornos de costas y el som breado aun más tenue de valles y
m ontañas. Las im ágenes de m apas pueden invitar pero tam bién am edren­
tar y angustiar. Así, no se debe hablar sólo de la responsabilidad de los físi­
cos y sus bom bas atómicas, sino tam bién de los cartógrafos que indican
d ó n d e hacerlas explotar; d e la ru ta d e escape que señalen o silencien
puede d ep en d er todo en un caso serio.
Como textos o imágenes, los mapas son representaciones de realidad.
H ablan la lengua de sus autores y callan aquello de que el cartógrafo no
quiere hablar o no sabe cómo. U n m apa dice más que mil palabras. Pero
tam bién calla más de lo que podría decirse en mil palabras.

99
Lenguaje de m apa, len guas de lo s mapas

¿Cóm o h a c e r h ab lar a los m apas? C om o señala D erek G regory, los


m odelos geográficos y cartográficos son «pietures of the world», que signi­
fica a la vez algo m enos y acaso algo más que la expresión alem ana « Welt-
bild»87. La situación clásica de d ar voz a m apas m udos es fam iliar a cual­
quiera, de los pupitres de la escuela o el aula de conferencias y tam bién
de la televisión: in terp re tar superficies, líneas, signos y símbolos. Un con­
tem p o rán eo del gran geógrafo Cari Ritter, quien siem pre fue enem igo
de «dar a m irar m apas sin vida»"8, describe m uy gráficam ente esa situa­
ción de hacerse presente el m undo m ediante mapas: «En otra de las aulas
d a clase m agistral en un cuidado lenguaje u n caballero de gran estatura y
pu lid o s gestos, de ro stro en érgico y fre n te despejada. Ese h o m b re ha
inventado la Geografía. Es Cari Ritter. H asta él consistía en saber listas de
nom bres; m erced a él se ha tornado en ciencia, y acaso en la m ás intere­
sante del m u n d o . E ntre sus m anos la T ierra ha cobrado vida espiritual
m ultiplicada. El árbol habla, la hoja enseña, y piedras, extrañas bestias,
m ares y pueblos extraños despiertan pensam ientos y ayudan a la investi­
gación».
«Cualquiera que pase al d ar las doce por la plaza de la O pera puede ver
a ese hom bre alto en su frac negro cam ino a la universidad. Ritter infunde
vida a la T ierra ante su auditorio de tan interesante m anera com o no fue
capaz el idealismo en sus mayores derroches. La m aneja en la tarim a como
u n a ligera pelota. Con un trozo de tiza esboza en la pizarra en cuatro tra­
zos característicos algún rem oto paisaje m ientras no deja de citar fuentes
de las literaturas más antiguas o recientes, a hindúes, griegos o ingleses.
U no oye pasar guerras y m igraciones que aquí anim an el paisaje, ve rondar
a los animales de esas comarcas, aparecen los hum anos con sus peculiari­
dades, astros, niebla y vientos dejan su m arca en el paisaje, todo u n m undo
de color, vivo, m atizado de luces y de sombras h a nacido de nuevo en un
cuarto de hora. Pasa la esponja, el cam ino sigue, u n a nueva parte de la Tie­
rra desfila ante nuestros ojos»89.

100
Cari R itter es aq u í actor en sentido am plio: dibuja, lee, pasea d e u n
lado a otro, gesticula, in terp reta, en pocas palabras, recurre a todos los
m odos expresivos y todos los «medios de com unicación» a disposición de
u n hom bre culto para hacer presente el m undo ante u n auditorio. El es
quien lee, interpreta, dinam iza los mapas, todo en él parece pendiente de
que el m apa rom pa a hablar. Pero ¿cómo se plantea el lenguaje del m apa
mismo?
Cada objeto tiene el suyo: lenguaje de la econom ía, de la arquitectura o
de las artes plásticas. El m apa habla de espacio, y com o hay muchos, geo­
gráfico, político, cultural, vale asimismo partir de m uchos lenguajes o idio­
mas de mapa. El problem a fundam ental de la cartografía radica com o es
sabido en figurar relaciones espaciales, tridimensionales por tanto, en una
superficie, en dos dimensiones. Proceso fundam ental e im presionante tras
el que puede imaginarse sin dificultad cuánto desarrollo de la hum anidad y
cuánta capacidad de abstracción se esconden. Con el lenguaje cartográfico
se logra nada m enos que figurar la dim ensión espacial del m undo. Donde
figurar sim ultaneidad es propiedad y logro fundam ental, sin que tam poco
quepa otra cosa que figurar sim ultáneam ente, esto es, todo cuanto en un
m om ento dado puede captar una m irada y se encuentra en un punto, lugar
o espacio. Esa cualidad fundam ental de la representación cartográfica tiene
u n a lim itación cualitativa: es estática, no p u ed e d ar figura a ninguna
secuencia ni relación tem poral, a lo sumo insinuarla o simbolizarla.
La historia de la representación cartográfica gira en to m o a desarrollar
reglas fu n d am en tales de rep resen tació n y m anejarse con sus límites.
Cierto que quedan lejos los tiempos de una figuración esquem ática y casi
petrificada desde que el desarrollo d e nuevos m edios h a puesto a los
mapas en movimiento. «Los sistemas m ultim edia no sólo superan a la pre­
sentación estática y perm iten figurar de m odo visible e informativo fenó­
menos dinám icos com o guerras o investigaciones científicas, tam bién favo­
recen la integración de mapas, diagramas, imágenes, texto y sonido en un
producto m ultim edia de m uchos estratos»9". Los sistemas de inform ación
geográfica (GIS) han influido fuertem ente en el desarrollo de los m apas y
retroactivam ente sobre los tradicionales m apas en papel. A esos m apas
interactivos se les puede preguntar prácticam ente p o r todo, tasas de naci­
m iento, cifras de m ortalidad, tasas de divorcio, grado de educación, etc.,
algo que nunca habría podido lograr la rotulación de m apas al estilo clá­
sico. Y no obstante subsisten coerciones in herentes a la «lógica gráfica»

101
que n o p u e d e n despreciarse im p u n em en te. En el lenguaje en q u e se
en tien d en y hacen en ten d e r los cartógrafos rige lo que en el lenguaje en
general, que sigue reglas de gramática, retórica o semántica. C om oquiera
que hablen, serenos yjuiciosos o agresivos y difam atorios en exageraciones
propagandísticas, algo les resulta tan imposible com o a sus colegas historia­
dores, moverse allende las reglas de «sintaxis» y «gramática» cartográficas.
El lenguaje de la cartografía com parte con los de otras profesiones
dichas y quebrantos91. Se trata de lenguaje de personas, autores, personali­
dades, que pu ed en ser tam bién muy a m enudo autores colectivos. H ablan
el lenguaje de la época. T ienen su caligrafía o su «toque» personal. Algu­
nos autores lo p o n en todo en la claridad, y a m en u d o p u ed e n aburrir;
otros, en exagerar y surtir efecto. Como en todas partes, hay grandes sim-
plificadores y hay detallistas que de tanto árbol ya n o ven el bosque. Los
m apas tienen sus «glosarios». Los idiomas de los m apas hay que ap ren d er­
los. Pues hay tam bién un analfabetism o cartográfico que p o r lo general
pasa inadvertido y sin consecuencias. Los mapas son selectivos y partidis­
tas. Y, com o con otros textos, puede hacerse con ellos de todo, o casi todo;
p o r ejem plo sacarlos de contexto y así m anipularlos. Siguen un código
definido y ju eg an con u n a sem ántica definida. Como toda obra hum ana
son construcciones ideológicas y productos históricos. Siguen sus propias
iconografías: «El m apa es un supersigno sum am ente complejo»92. Hay atlas
propagandísticos y polémicos, y otros a los que se puede llam ar objetivos
porque satisfacen las reglas de crítica de fuentes, lógica y univocidad. Los
hay cu idadosam ente dibujados y chapuceros con defectos indignantes.
Hay m apas que siguen una tendencia política, «tendenciosos» que tom an
partido, «com prom etidos», es decir, con las mismas sombras que abundan
p o r igual a diestro y siniestro en la historiografía. Ni siquiera los mapas
puram ente territoriales están «libres de valores», y hasta la coloración con­
tiene afirmaciones que precisarían com entario.

Sintaxis, gramática y vocabulario de la Cartografía. «Los mapas tienen tres


com ponentes fundam entales: escala, proyección y signos convencionales»,
escribe Mark M onm onier en su investigación crítica de la cartografía How
to Lie With Mapsm. La escala designa la relación entre distancia real y figu­
rada, 1:100, 1:1.000, 1:10.000, etc.; es decir, que u n centím etro del m apa
corresponde a un kilóm etro en la realidad. Sólo la utilización de la escala
perm ite la figuración, pues todo lo demás iría a d ar en u n a copia 1:1, así

102
pues, en replicar el m undo, lo que a veces tam bién han propuesto teóricos
radicales. Esto tiene im plicaciones significativas. «En una proyección car­
tográfica no puede h aber nada parecido a una “figura correcta”, aunque
sólo fuera porque los m apas tienen “cortes” en los bordes»1-14. Las proyec­
ciones figuran «la superficie terrestre, curva y tridim ensional, en un plano
bidim ensional, de ah í que puedan deform ar considerablem ente la escala.
M ientras el globo pu ede considerarse m odelo sin deform ación en que la
escala es constante en todo pu n to y dirección, en los mapas planos se esti­
ran algunas distancias y se encogen otras, de m odo que la escala puede
variar d e lugar a lu g ar y a m en u d o incluso en direcciones distintas»94.
«Para cada plano de proyección puede escoger el cartógrafo en tre gran
cantidad de tramas o retículas, cada una con sus correspondientes rasgos
proyectivos totalm ente definidos. Algunas proyecciones son [aplicaciones]
equivalentes y perm iten al cartógrafo m an ten er correctam ente las pro p o r­
ciones en superficies. De tal m odo, si Suram érica es en la superficie terres­
tre ocho veces mayor que G roenlandia en una proyección de ese tipo apa­
recerá asim ism o ocho veces mayor». P ero sigue siendo decisivo que
«ningún m apa plano, bidim ensional, puede figurar sim ultáneam ente sin
deform ación de superficie, ángulos, contornos, distancias y direcciones»96.
«Las proyecciones d efo rm an cinco relaciones geográficas: superficie,
ángulo, form a, distancia y dirección. Así hay p o r ejem plo proyecciones
que son localm ente conform es, fieles a los ángulos pero no a las superfi­
cies, y otras que a las superficies, pero n o a los ángulos. T oda proyección
distorsiona considerablem ente la form a de grandes estructuras espacia­
les»97. Así, los mapas [en coordenadas] rectangulares le quitan al m undo
sus arrugas: «Hacen que cada grado en longitud y latitud aparezca recto y
no curvo, y dan al globo la engañosa apariencia de ángulos rectos y bordes
claram ente marcados»98.
En el curso de los siglos se h a probado toda u n a serie de proyecciones,
entre las que se im puso e n lo fundam ental la desarrollada en el año 1569
por el flam enco G erhard Kremer, llam ado M ercator (1512-1594), que con­
tem plaba el m undo com o cilindro de suerte que los grados de longitud se
sucedían paralelos en lugar de converger en los polos. Así, las zonas pola­
res pasaban a abarcar tanto com o las ecuatoriales, y masas terrestres más
m oderadas crecían a costa de las tropicales. En to rn o a esa proyección
hubo luchas en que estaban envueltas visiones del m undo, y así,' en clara
contraposición con ella, se plantea el m apa del m arxista Peters, que repro­

103
duce las masas reales de tierra, con el resultado de que aum enta significa­
tivam ente la superficie del «Tercer m undo», d o n d e se incluyen Africa,
Asia y Suram érica. La figuración cartográfica exige ciertam ente un com­
prom iso, pues «conform idad y equivalencia, fidelidad a los ángulos y a la
superficie se excluyen m utuam ente»99.
T erc e r elem en to son los sím bolos gráficos. «Los sím bolos gráficos
hacen visibles en el m apa puntos de referencia escogidos, lugares y otras
inform aciones espaciales; con escala y proyección constituyen el tercer
com ponente fundam ental de los mapas. Al describir y diferenciar lugares
y otros puntos sirven a m odo de código gráfico para introducir y recuperar
datos en un sistema geográfico de referencia bidimensional.» Por lo regu­
lar esos signos son puntos, líneas y superficies; casi siem pre, puntos por
localidades o sitios de interés, líneas, p o r ríos o calles, y superficies, por
áreas de ciudades, parques o territorios de un Estado. Los signos deben ser
unívocos, esclarecedores y fácilmente reconocibles. «Para interpretar dife­
rencias geográficas los mapas necesitan signos contrastantes», que varían
en tam año, form a, color, matiz, lum inosidad, saturación o d en sid ad 100.
Con p u ntos se p u ed en fijar densidades, con flechas o similares, indicar
direcciones. Pero de ese «lenguaje de signos» tam bién form an parte abre­
viaturas, nom bres propios o coloración.
Tras el desarrollo de cada u n a de esas formas de representación espa­
cial, esto es, de escala, proyección y símbolos cartográficos, hay u n a histo­
ria larga y fascinante del ingenio hum ano. T oda historia de la cartografía
es tam bién genealogía del lenguaje cartográfico101.

Generalización cartográfica, narrativa cartográfica. «Los mapas son repre­


sentaciones selectivas de realidad, y han de serlo forzosam ente»"1'. Un
m apa que represente todo no representa nada y es u n a insensatez, no sería
sino caos y confusión. Los m apas sólo llegan a enunciar algo dando realce
a esto y desechando aquello. «Para garantizar legibilidad a los m apas son
forzosas simplificaciones geométricas, pues a m enudo los símbolos requie­
ren en el m apa más espacio del que por escala les corresponde»103. Calles,
ríos o fronteras no se incorporan al m apa a 1:1 sino reducidos, simplifica­
dos; ello significa que se suprim en ciertas cosas com o aceras, casas o pasa­
relas, m ientras se incorporan otras que en la realidad no existen en forma
corpórea o no necesariam ente, pongam os una frontera de país, Estado o
lengua. M onm onier dice provocadora y atinadam ente: «Un b u en m apa

104
adorna o silencia la verdad para ponerle fácil al usuario reconocer lo más
im portante. La realidad tridim ensional es m ucho más com pleja y rica en
detalles, dem asiado para poderse figurar com pleta sin que se p ierd a la
visión de conjunto en un m odelo gráfico bidim ensional y a escala fiel. U n
m apa que no se propusiera ninguna generalización (simplificación) sería
incluso totalm ente inútil»104. Por tal razón resulta inadecuada para trazar
mapas «la rep ro d u cción más precisa» de todas, la fotográfica: contiene
demasiadas respuestas a preguntas que no se plantean. Jerem y Black dice:
«Los m apas generalizan, abstraen, exageran, sim plifican y clasifican, y
cada una de esas operaciones conduce a errores específicos. No sólo la ver­
dad es más compleja, tam bién lo es el hecho mismo de la com plejidad. El
defecto capital de un mapa, transm itir inexactitudes, es grave p o r razones
tanto analíticas com o pedagógicas»
Cinco formas distintas de generalización son cuestión específica en car­
tografía: escoger, simplificar, desechar, igualar y tipificar. En todas ellas la
cuestión gira en to m o a reducir la plétora de detalles, graduar, hacer visi­
ble, estilizar, simplificar. De un m eandro resulta u n trazo curvo; de una
carretera llena de curvas, una raya; de una yuxtaposición de líneas que se
en trecru zan , carretera, tren y río, u n a yuxtaposición o rd en ad a. De
m uchos puntos en u n trayecto lleno de curvas sale una relación sencilla,
casi una línea ortodróm ica entre A y B. No cabe sino escoger, establecer
prioridades, y c o rresp o n d ien tem e n te desechar, resum ir, reducir. Aun
m apas que cu m p len la norm a d efo rm an inevitablem ente. Los m apas
m uestran distancias planim étricas, esto es, en horizontal. No se contem ­
plan diferencias de altura. De ahí que el m apa planim étrico ofrezca entre
dos puntos a diferente altitud una distancia inferior no sólo a la verdadera
distancia p o r tierra, sino incluso a la distancia tridim ensional de las orto-
drómicas. «La distancia planim étrica entre A y B no sólo es más corta que
la distancia p o r tierra entre A y B, sino aun más corta que la correspon­
dien te distancia p o r las líneas ortodróm icas. Los m apas planim étricos
deform an las relaciones naturales de distancia al proyectar todos los pun­
tos del terreno sobre una superficie horizontal»"’".
Mapas que hayan de ser utilizables se ven forzosam ente rem itidos a
generalizar, esquematizar, estilizar. Se las lian de arreglar con un m ínim o
de texto aclaratorio. Deben decir a prim era vista aquello de que se trate,
pues se precisa m ucho tiem po para leer rótulos. Sirven a u n a finalidad,
orientarse, y organizan la im agen del m apa conform e a la necesidad espe­

105
cífica. Los planos del M etro no deben m ostrar cuanto se halla en las inm e­
diaciones de las estaciones. Aquí la cosa ni siquiera está en indicar distan­
cias, sino posición relativa, red de enlaces, vecindad y accesibilidad. El
plano del M etro vive precisam ente de desechar p o r sistema la «geografía
real». Coloca en lugar central la geografía del m ovim iento de avance efec­
tivo. «Justo p o r renunciar a la exactitud geom étrica los mapas esquem áti­
cos tom an en cuenta particularm ente bien la necesidad fundam ental del
usuario: orientarse. Con su ayuda puede u n o contestarse sin problem as
preguntas com o “¿dónde m e encuentro en la red de transporte, dónde, mi
destino, d ó n d e m e tengo que bajar, y en qué línea, cóm o se llam an las
cabeceras de línea, y cuántas estaciones tienen que pasar para bajarm e?”.
La form a está subordinada a la función, y u n m apa “preciso" en el sentido
co rrien te no sería tan adecuado»107. Ejem plo clásico de ese rasgo funda­
m ental del trabajo cartográfico es el m apa del M etro de Londres. Hasta
1931 había m apas que daban exactam ente las distancias con num erosos
detalles com plem entarios. Resultaba u n a fuente de confusión. El diseña­
d o r del nuevo plano del Metro, H enry Beck, com prendió el prim ero que a
los m illones de pasajeros que usaban a diario el subway londinense nada les
iba en u n a representación exacta de los perfiles de la ciudad, tan sólo en la
rapidez con que p u d ieran alcanzar su destino. Los suburbios fueron así
«acercados» a la ciudad de m odo que súbitam ente ya no estaban fuera de
L ondres, se habían convertido en parte de la circulación londinense. Así,
en cierto m odo el plano se convirtió en invitación a la ciudad en lugar de
testim onio de distanciam iento y resignación ante lo gigantesco del Greaí
London. Estaciones, trazados de líneas, tipografía, colores, todo debía ser
tan visible a prim era vista que uno pudiera verlo al pasar. Si bien ese plano
es casi caricatura de la topografía urbana «real», o precisam ente p o r serlo,
sigue intacto hasta hoy, y se convirtió en m odelo de todos los planos de
M etro que le siguieron. Es u n m apa estilizado y esquem ático que a la vez
sigue los principios cartográficos de un m odo casi ideal.
Como ya se h a apuntado, en la configuración de m apas no sólo es fun­
dam ental la generalización geom étrica, sino ante todo la tem ática o de
contenido. La cuestión es «qué debe indicarse», con lo que tam bién queda
dicho casi siem pre qué no será indicado. Algo tan inevitable com o que el
historiador se decida p o r u n a línea principal y descuide las dem ás a la hora
de red actar u n a exposición histórica; o que u n sociólogo o etnólogo se
d ecid a p o r c e n tra r su investigación en esto, y así, c o n tra aquello otro.

106
«El p l a n o del M e tr o vive p r e c i s a m e n t e d e d e s e c h a r p o r
siste m a la “g e o g r a f í a r e a l ”.»
Donde la única cuestión pertinente es si los concernidos lo tienen claro y
rinden cuentas al respecto, o no. «Los mapas generales reflejan casi siem­
pre un juicio de valor sobre la significación e importancia cartográfica
relativa de marcas y detalles representables»108. Por consiguiente, cada
mapa introduce en un espacio diferente.

Génesis del lenguaje. Hubo de pasar largo tiempo hasta que estuvo a
punto ese lenguaje de los mapas que entretanto ha venido a ser de com­
prensión común y más o menos unificado internacionalmente. En él ha
cristalizado la experiencia de muchas generaciones. Generaciones de mer­
caderes y comerciantes que resumían experiencias y observaciones de sus
viajes y dejaban constancia así de algún modo, con lo que ponían la pri­
mera piedra del itinerario, forma fundamental de descripción de viajes y
topografías. Experiencias de muchas generaciones de peregrinos, los del
helenismo, los islámicos, los cristianos o los hinduistas, que midieron con
sus pasos el mundo de parte a parte y redactaron descripciones de sus via­
jes. Los marinos trazaron desde comienzos de la Edad Moderna cartas de
marear, los llamados portulanos, que consignaban puntos de referencia
importantes, islas, ensenadas, cabos, vientos. Se necesitaban métodos ente­
ramente nuevos de observar y medir, los que hicieron posible la medición
sistemática de la Tierra iniciada en la época renacentista e ilustrada, a par­
tir de la medición de Francia emprendida en el siglo XVIII por Cassini,
hasta llegar a la medición topográfica del entero subcontinente indio:
para ello fue necesario desarrollar el entero conjunto de aparatos de
observación y procedimientos e instrumentos de medición junto con
observaciones continuadas de la naturaleza durante largo tiempo (brújula,
astrolabio, teodolito, triangulación, plomada, cronómetro, y muchos
otros). Lo uno lleva a lo otro: mediciones barométricas, puesta a punto de
registros de fauna y flora, de mapas catastrales, sacar partido de la mon-
golfiera para echar una mirada distante a la Tierra, la fotografía por saté­
lite. Tras cada emblema que hoy nos parece obvio y canónico hay una
larga historia de experiencia, estilización y pruebas: así por ejemplo la
introducción de contornos para formas del terreno, el sombreado para
indicar diferencias de altura, el entero espectro de elaborados matices que
se fueron ofreciendo con las diferentes técnicas, calcografía, punta fría o
litografía, y que desde la invención de la imprenta se pudieron precisar y
mantener. El desarrollo del lenguaje cartográfico es en sentido literal obra

108
de muchas culturas y círculos culturales que, separados p o r grandes dis­
tancias tem porales o geográficas, habían desarrollado sus propios idiomas
e im aginerías cartográficos y sus propios sistem as de navegación -lo s
mayas, el Im perio del C entro, los esquimales, el Islam, el m undo helénico-
judío-cristiano-, y aun así habían estado en contacto e influido unos en
otros m erced a m últiples procesos de intercam bio. La revolución cartográ­
fica en la Europa del Renacim iento no hubiera sido posible sin el redescu­
brim iento de Ptolom eo vía Bizancio; el conocim iento del m undo asiático
se hubiera visto radicalm ente restringido sin la experiencia de los m arinos
árabes; com o la transm isión de la brújula y diversos procedim ientos de
m edición probados en C hina que llegaron a E uropa con Marco Polo, son
los ejem plos m ás conocidos de transferencia de «saber cartográfico».
A contecim ientos com o la unificación del tiem po y el acu erd o sobre el
M eridiano Cero en la conferencia internacional de 1884 en W ashington DC,
así com o la unificación del sistema de m edidas o la resolución d e 1891 de
establecer com o obra del siglo un «International Map of the World» fueron
sólo conclusión provisional de un proceso de form ación de un lenguaje
cartográfico global del que hoy nos servimos com o de algo obvio.

Qué callan los mapas. Los mapas físicos parecen hallarse p o r encim a de
toda duda y más allá de todo matiz o valoración ideológicos. En cualquier
caso, estos últimos parecen tenerlo más difícil que en m apas que figuren
Estados o procesos políticos o económicos. Aquéllos m uestran diferencias
de altitud, valles, m ontañas m edianas, m ontañas altas, marismas, depresio­
nes, pantanos o pólderes. Pero incluso tales mapas «puram ente naturales»
son ya paisajes culturales que incluyen sistemas de desecación o control de
aguas, diques y similares. Si se hace desaparecer del paisaje ese carácter
antropógeno, o en todo caso influido p o r seres hum anos, surge un cuadro
bien distinto. El siglo XX fue durante grandes tramos un siglo muy deter­
minista, y una de sus ideologías fue la naturalización de procesos y desa­
rrollos sociales. D ar realce a crestas, desfiladeros o estrechos es recurso
que celebró precisam ente su jubilosa resurrección en la ideología de las
«fronteras naturales» con que se llevaron ad elan te o se rechazaron no
pocas pretensiones territoriales. De ahí que aun los mapas «naturales», es
decir, físicos o geológicos, se m erezcan u n a m irada crítica'"9.
Los m apas turísticos, otro caso de mapas inocentes y apolíticos, mues­
tran con qué rapidez se alcanza la costa o la m ontaña, dónde está la salida

109
más próxima a un hotel o motel. Michelín, Shell, Esso, que producen sus
propios mapas y atlas no poco influyentes, muestran un territorio de veloci­
dad y cómodos caminos con sus correspondientes áreas de servicio hacia
lugares dignos de visitarse. Incluso las más simples imágenes de mapa tie­
nen gran poder: implantan en las cabezas imágenes de qué es central y qué
periférico, y establecen jerarquías, aun cuando sean casi siempre inocuas.
La «naturaleza pura» siempre se ha convertido en ideología militante o
poco menos allá donde se inspeccionaban y cartografiaban territorios
recién descubiertos, franqueados y sometidos. Continentes enteros, como
Norteamérica en los siglos XVI y XVII o el África negra en el XIX, aparecen
«vírgenes», «despoblados», como «tabula rasa». Los mapas infantiles y
escolares de finales de la época colonial estaban poblados de elefantes,
leones, antílopes y chimpancés; humanos, raramente. En esos mapas el
espacio extraeuroepo sólo llega a aparecer propiamente en tanto en
cuanto esté siendo colonizado y poblado por blancos. Son las ciudades y
bases de apoyo por ellos fundadas las que se consignan, no las que ya
hubiera; es a ríos y maravillas naturales a lo que se da nombre. El idioma
del mapa es ahí el del cartógrafo en un sentido totalmente explícito: es el
silenciamiento de un mapa prerio que se borra. Y es dramático y excitante
seguir el nuevo trazado de los mapas tras el fin del dominio colonial y su
cartografía. El mero hecho de que los mapas del mundo se hayan mante­
nido por regla general en inglés, y en inglés consignen nombres de ciuda­
des y países, ya podría bastar a insinuar silenciamiento, uno de que han
hecho tema Geografía y Cartografía poscoloniales, y así, que se oyera
hablar de ello. Quizás la experiencia más importante sea entonces ésta:
que no hay tal cosa como «el lenguaje de los mapas», sino muchos y diver­
sos. También en Cartografía tiene el mundo muchas caras, conque por
fuerza ha de hablar en muchas lenguas si quiere hacerse entender.

110
Guerra y ojo

«Se podría escribir un capítulo específico acerca de la significación del


ojo humano en esta guerra. ¡En verdad que sí! Se tendría ahí uno de los
comentarios más dignos de lectura entre los incontables escritos de oca­
sión aparecidos en las librerías con el título “La guerra y..,”: la guerra y el
ojo. En concreto, aquellos soldados procedentes de grandes ciudades, que
se encontraban como en su casa a mediodía bajo la luz eléctrica a media­
noche, ya no sabían qué importante papel tiene el ojo como herramienta
sensorial. Ya sólo lo usaban ante todo para leer y escribir. Para andar por
las seguras calles de las ciudades apenas Ies era necesario. En cualquier
caso, no era preciso forzarlo. Pero ¡cuántos no habrán tenido que volver a
agudizarlo como animales del bosque allá fuera, en la guerra! Esos senti­
dos agudos del indio que oíamos elogiar de chavales en relatos de taparra­
bos, salvajes matadores de hombres y nómadas de los bosques, le salieron
de golpe a más de uno vestido de caqui. Sí, aun de noche valía a menudo
lo de tener vista de lechuza, y oído de turón por añadidura. En particular
en los puestos de observación elevados muchos se han dejado los ojos otean­
do. En Curlandia esos puestos se encontraban a veces preparados, en las
torres de vigilancia de incendios que hay allí en casi todo paraje poblado.
Desde ellas se ve antes algún fuego forestal que arrolle humeante a su paso
esa comarca escasamente poblada, en que no hay voz que dé la alarma
rápidamente ni siquiera con ese rumor de mil lenguas. Donde faltaban
esas torres se habilitaba rápidamente una atalaya con planchas y maderos.
Palo arriba se arrastraba el vigía hasta su palomar para escrutar los movi­
mientos del enemigo desde tales castillos en al aire. Más de uno ha vivido
así semanas y meses, mirando y escuchando como un águila en su nido allá
en lo alto, vecino del Sol, hermano de las nubes. Y se ha visto como otro
Linceo, el torrero del Fausto, recitándose a menudo sus versos para matar
el aburrimiento, “nacido para ver, para mirar dotado”...»110

111


-I
¡
F o t o g r a f ía p o r s a té lite d e B a g d ad a n te s d e los
a t a q u e s a é r e o s d e los a lia dos.

«Más d e u n o ha vivido así s e m a n a s y m eses, m ir a n d o


y e s c u c h a n d o c o m o u n á g u ila e n su n i d o allá e n lo
1
alio, ve cin o d e l Sol, h e r m a n o d e las nubes.»
m

i
Sarajevo: c o n o c e r el te r r e n o , sob rev iv ir

En escaparates de librerías p o r d o n d e pasan sin prisa m iem bros de


organizaciones internacionales y ahora ya otra vez turistas se expone el
m apa que m uestra a Sarajevo du ran te el sitio de 1994 a 1998'“. Q uien lo
com pra tiene en sus m anos un m apa de cam paña. Mira la ciudad con los
ojos del enem igo desde las m ontañas circundantes, com o un gran anfitea­
tro allá abajo, un escenario en que se puede seguir con precisión cualquier
m ovimiento y aun percibir las voces con nitidez si se presta oído. Y ve con
los ojos del sitiado que está allá abajo, en el ruedo, y se deja los ojos p o r ver
qué pasa allá arriba. A parecen consignadas las alturas desde donde se lan­
zaban granadas co ntra el Bazar, que repleto de seres hum anos se había
transform ado en pandem onio de cuerpos desgarrados, m iem bros arranca­
dos, partes de cuerpos colgando de barandillas y sangre, p o r todas partes
sangre. El Bazar, encerrado entre casas de uno o dos pisos, centro vital al
que hay que ir en cu alq u ier m om ento en u n a ciudad que de alguna
m anera ha de abastecerse y salir del paso: una diana m ortífera y segura
donde no hay que ser profesional del asesinato para m ontar un baño de
sangre. La ciudad con sus torres, sus edificios altos y las cúpulas de sus igle­
sias, escuelas, sinagogas y bibliotecas. Blancos com o de lám ina para quien
tenga ganas de em prenderla con la ciudad. Y así dieron fuego a edificios
que aún se alzan com o esculturas Imsh, chatarra fresca porque la prim a­
vera de nuevo ha em pezado a florecer a su alrededor. Altos edificios de
veinte plantas con los costados desgarrados, rejas de balcones retorcidas,
cortinas o n d e a n d o en el vacío p o r ventanas vanas y abrasadas; el gran
triángulo que fue la Biblioteca Nacional, procedente de los tiempos de los
Habsburgo, donde se han quem ado los tesoros de la literatura bosnia; a lo
largo de calles em pinadas, casas de pisos incendiadas que son ahora brusca
interrupción en el frente de fachadas. ¿Cómo se ve Sarajevo desde el lado
de los sitiadores? La ciudad está atrapada en una hoya, cualquiera puede
atacarla, no hace falta valor, sólo una posición propicia para apuntar y dis­
parar. Precisam ente el disparo im predecible es el que más terror difunde,

113
pues ése dice «ya no hay lugar seguro, ni mucho ni poco». Todo el espacio
de la ciudad está expuesto a los ataques de su sidador. El sitiador de Sara­
jevo es el conocedor de la ciudad par excellence. Ha vivido aquí, ha ido a la
escuela, conoce cada rincón, cada calle, cada atajo, cada puerta trasera.
Conoce hasta el ritmo de la ciudad, el diagrama de movimientos, los inter­
valos a que circulan tranvías, trenes y autobuses. Los disparos vienen de
unos tiradores íntimamente familiarizados con la ciudad. Sólo así se puede
aceptar con tal frecuencia y tino. Se apunta a la ciudad desde las colinas
más altas, desde peñones o emplazamientos particularmente propicios,
como el cementerio judío o la emisora de televisión. Desde allí la gran
arteria de conexión por donde rodaba el tranvía desde el casco antiguo a
la ciudad nueva y el aeropuerto está ahí mismo, franca, como en un mapa
trazado con particular esmero: sólo hay que seguirla con el dedo y apun­
tar. Desde allí se tiene campo de tiro despejado hasta el centro de la ciu­
dad vieja. Alminares, torres, cúpulas, en pocas palabras, esa silueta tan
familiar es el mejor punto de referencia, la orientación más fiable para
alcanzar los puntos neurálgicos que sostienen al organismo de la ciudad:
cruces, mercados, estaciones de autobús, hoteles. Quien domina las coli­
nas domina el espacio aéreo sobre la ciudad y con ello tiene el control.
Los sitiados tienen que verse con los ojos de los sitiadores si quieren
sobrevivir. Tienen que conocer con exactitud la visual que une tiradores
de precisión y centro de la ciudad para cruzarla aprisa o en quiebros brus­
cos. Tienen que saber qué ve el enemigo para decidir por dónde andar
con alguna seguridad: por la sombra de edificios, por una de las aceras de
la calle, invisible para él, por debajo del puente. Hay que acomodar el
curso de los movimientos propios a la velocidad de reacción de los tirado­
res. Las plazas abiertas, una vez corazón de la ciudad, son ahora trampas
mortíferas y hay que evitarlas a cualquier precio, mientras las cavernas
urbanas, bodegas, cuartos de calderas, el sistema de túneles de la ciudad
moderna, se han convertido en el lugar más seguro donde la ciudad aún
dispone sobre sí misma. En el plazo de un año se ha cumplido una vez más
una situación extrema del siglo XX: la transformación de una sociedad
urbana en pobladores de catacumbas y cavernas. Mientras los sitiadores
dominan el espacio aéreo y así controlan la ciudad, el subsuelo pertenece
a los sitiados. Aquí son inatacables, y si logran sostener el sitio hasta que
llegue ayuda del exterior, también invencibles. El Sarajevo del sitiador
tiene su topografía: el monte Imán, la torre de la televisión, el cementerio

114
El cerco de Sarajevo.

«Los d isp a r o s v i e n e n d e u n o s t ir a d o r e s í n t i m a m e n t e
fa m ilia riz a d o s c o n la c iu d a d . Sólo así se p u e d e
a c e r t a r c o n tal f r e c u e n c i a y tino.»
judío, Optja y otros puntos. El Sarajevo de los sitiados, la suya: hospitales,
iglesias, túneles. Permanecerán imborrables en las cabezas de los habitan­
tes. No necesitan mapa alguno, son avezados conocedores del terreno
minado y el estado de excepción. Los mapas de Sarajevo se han trazado
post Jestum. A los sitiados de antaño, en el conocimiento topográfico le iba
la vida, la supervivencia. La población de toda una ciudad se convirtió en
especialista en topografía urbana y exploración del terreno.
Subdisciplina esta que un antiguo manual para oficiales de Estado
Mayor en ciernes describe así: «Por el término “terreno” [Terrain] se
entiende una parte de la superficie terrestre con todos los objetos inmóvi­
les que en ella se encuentren. El terreno constituye el escenario estraté­
gico e influye en alto grado en movimiento, disposición y combate de la
tropa; de ahí que el conocimiento del terreno sea sumamente importante,
e imprescindible por supuesto en toda empresa militar. Así, la topografía
militar [ Terrainlehre] es aquella ciencia que nos enseña a reconocer correc­
tamente el terreno, saber situarse (orientación), juzgar correctamente su
adecuación a fines militares, y transmitir los resultados de palabra, por
escrito o mediante dibujo, de tal modo que cualquiera pudiera hacerse
una idea clara, así como a leer y juzgar correctamente la representación
hecha por otros»"5. Conocer el terreno es conclitio sine qua non de la con­
frontación militar. No decide él solo el desenlace cuando dos fuerzas se
miden, también depende de calidad del armamento, inteligencia, falta de
escrúpulos, valor y más cosas, pero un conocimiento deficiente del terreno
puede resultar mortífero. «El uso de mapas en combate requiere saber
leerlos con toda exactitud»"3.
De ahí que explorar, medir e inspeccionar el terreno con miras a una
confrontación militar sea una de las situaciones fundamentales de que
nace la cartografía. Otras son comercio, descubrimientos, singladuras,
peregrinaciones o medición de fincas y parcelas.
El vínculo entre guerra y cartografía viene dado por muchas cosas y
confirmado por otras tantas. Un choque de fuerzas militares «tiene lugar»,
es decir, hay un escenario que desempeña un papel, un terreno que es for­
zoso dominar, minar, ocupar o someter si se pretende derrotar al ene­
migo. Los enfrentamientos militares tienen un transcurso y un epílogo;
precisan transporte de grandes contingentes, ni se plantean siquiera sin
logística, esto es, sin «dominar el espacio». El entero vocabulario de la con­
frontación militar es espacial y local: la cuestión gira en torno a puntos

116
estratégicos, terrenos, puestos avanzados, frentes, líneas de enlace, posi­
ciones, glacis, retaguardia, m archas, despliegues, etc.
En casi todas partes geografía y cartografía civiles han surgido de las
militares, o sus conexiones son sobrem anera notorias e im portantes. Las
transiciones son fluidas. Yves Lacoste h a señalado el papel de los militares
com o adelantados de la cartografía111. La m edición del continente nortea­
m ericano siguió a la ocupación de tierras p o r los blancos, que fue expul­
sión y aun exterm inio de las poblaciones originarias p o r la fuerza de las
armas. Muchas m ediciones de territorio, com o la de Escocia o la costa sur
de Inglaterra, vinieron ocasionadas por algún conflicto militar: en un caso,
la batalla de Culloden en 1746; en el otro, el peligro napoléonico. El dom i­
nio de la India no es concebible sin la m edición del subcontinente. Como
guerras de masas que han sido, las m odernas no habrían sido posibles sin
m illones de m apas; el Map Service estadounidense p rodujo él solo en la
Segunda G uerra M undial unos 500 millones de mapas. Reflejar el curso de
u na batalla o reconstruir com bates en la prensa de masas no sería posible
sin ilustraciones cartográficas. Las co nfrontaciones m ilitares h an dado
impulso significativo al desarrollo de la cartografía. Así, la guerra civil esta­
dounidense, o la francoalem ana. La academ ia militar de West Point tam ­
bién hizo buen trecho en el desarrollo de la cartografía civil, m ientras a la
recíproca se ha hecho intervenir u n a y otra vez para generar conocim iento
cartográfico de im portancia bélica a instituciones civiles, com o p o r ejem ­
plo la sección cartográfica de la Biblioteca Pública de Nueva York115. Hel-
m uth von Moltke (1800-1891), jefe del alto Estado Mayor prusiano, estaba
fuertem ente m arcado p o r Cari Rítter; obtuvo su form ación cartográfica en
la oficina topográfica del cuartel general, y puso pie en tierra de nadie con
su alzado de mapas de C onstantinopla y el Bosforo116. «No hay caudillo de
ejército alguno que no haya pasado p o r la escuela de la topografía»117. La
tradición cartográfica, particularm ente m arcada en algunos países, tiene a
m enudo trasfondo militar; así, la fuerte tradición cartográfica de H ungría
no se com prende sin la reconquista de la depresión panónica en guerras
con los turcos que se prolongaron siglos118. Algo similar vale de la cartogra­
fía m ilitar ruso-soviética y su función de adelantada de la cartografía civil.
Q ue u n m apa m ilitar sea fiable es cuestión de vida o m uerte. Van en
ello miles de vidas hum anas, el triunfo o la derrota. De ah í que los mapas
militares, en particular de fortificaciones, puentes, terrenos y pasos fron­
terizos, hayan sido considerados secretos de Estado y custodiados com o

117
tales. Las colecciones de mapas se guardaban en dependencias de alta
seguridad, sometidas al más estrico secreto. «Una sola carpeta de mapas
que se pierda entera o parcialmente, y ahí están las tropas traicionadas y
vendidas»1151. Hacerlos llegar a otras manos podía traer consigo denuncias
de alta traición y pena de muerte. Falsificaciones o desinformación carto­
gráfica fueron siempre un medio esencial de lucha. En Estados totalita­
rios como la Unión Soviética de Stalin la cartografía era oficio de alto
riesgo, por no decir peligro de muerte; uno que fácilmente podía desem­
bocar fácilmente en sospechas de sabotaje o espionaje. Durante decenios
trazar mapas fue en la URSS asunto reservado del Estado. Mapas y planos
de costas, curso de ríos, tendidos de ferrocarriles y tranvías, determinados
edificios, puentes, centrales eléctricas, diques o fronteras desaparecieron
de la circulación y el uso público. Fotografiar o alzar planos de determi­
nados objetos de importancia militar era y es aún en las sociedades «occi­
dentales» algo no permitido o no deseado. Aun en la época de la fotogra­
fía de alta resolución por satélite tales prohibiciones y ordenanzas siguen
intactas.
Los mapas desempeñaron gran papel en la guerra psicológica durante
la Guerra Fría. Del lado soviético se produjeron sistemáticamente planos
falsos de ciudades en que faltaban calles y edificios; del estadounidense,
los planos más exactos por aquel entonces de grandes ciudades soviéticas.
Así se vino al paulatino desvanecimiento y desaparición de representacio­
nes cartográficas exactas, y correspondientemente a algo que podría lla­
marse desvanecimiento de la memoria topográfica de una sociedad
entera, que ya no tenía ninguna imagen viva y adecuada de sí, de sus fron­
teras, sus ejes y lugares principales. Todo visitante de la Unión Soviéúca en
sus últimos úempos ha podido notar en sí mismo esa pérdida de una ade­
cuada representación cartográfica. Por no haber, ni había planos urbanos
correctos e indicativos siquiera a medias. Los planos colocados en los vago­
nes de ferrocarril mostraban el territorio que uno estaba atravesando,
pero no en su totalidad, sino únicamente un corredor a lo largo de las esta­
ciones por que pasaba el tren; algo que provocaba una visión peculiar­
mente estrecha como de túnel o pasillo precisamente en la «vasta Rusia». Y
con todo, la militarización de la cartografía, esto es, la representación de la
superficie terrestre mirando a las posibilidades de golpes y contragolpes
militares y al mantenimiento del secreto, sólo es al cabo la concepción ade­
cuada a una sociedad que se figura en estado de sitio permanente y sin fin.

118
Aquello que com enzara an tañ o com o reconocim iento del terren o , p o r
cerciorarse de las condiciones de u n a confrontación política m undial en
que iba la propia supervivencia, term inó p o r así decir en u n a cartografía
de la paranoia. Indicio de u n a progresiva pérdida de realidad que sería a
su vez u n a de las razones para el final derrum bam iento del sistema.

119
Planta d el gu eto de Kovno

En la planta de ciudades y edificios toma uno conciencia de cómo pudie­


ron haber sido. El trazado de u n a planta da fe: aquí estaba, aquí pasó. Esto
sirve particularm ente para lugares y emplazamientos de los que nada más
queda. U no de ellos es Vilijampole, u n barrio de Kaunas, hoy segunda ciu­
dad de Lituania p o r tam año. En la época de entreguerras, cuando Vilna
estaba ocupada p o r Polonia, Kaunas fue capital provisional del país, co n o
cida tam bién por su nom bre polaco, Kovno; el alem án era Kauen. Vilijam-
pole se encu en tra al otro lado del Neris, que poco más lejos aguas abajo
desem boca en el Niem en (el Memel). Se llega a Vilijampole dejando atrás
el cen tro de la ciudad, dom inado p o r iglesias barrocas, los restos de un
burgo y, sobre todo, los m odernos edificios de gobierno de los años veinte y
treinta, y atravesando un puente nada vistoso. Allí no hay nada espectacular
que ver, sólo lo habitual: naves de fábricas, jardines de infancia construidos
aprisa y casas de m adera en cantidad asom brosa, a m en u d o con un
pequeño jard ín delante. Le recuerdan a uno viejas fotografías de antes de la
guerra. Por lo que se sabe de Vilijampole, sin em bargo, no pueden estar
construidas antes de 1944. Pues el 8 de julio de 1944, cuando el Ejército Rojo
estaba sobre Kaunas, los alemanes quem aron el barrio entero para borrar
las huellas del gueto de Kovno y sacar de sus escondrijos a resistentes que se
habían escondido en sótanos y subterráneos. U na fotografía de agosto de
1944 m uestra los restos del gueto: una extensa área quem ada en que única­
m ente quedan en pie los m uros de las chimeneas, que habían resistido al
fuego.
Nada había quedado de Slobodka, como también se llamaba a Vilijam­
pole antes de la güeña, aquel barrio en que vivía la población pobre, lituana
y judía, con numerosas sinagogas y escuelas judías afamadas en toda Litua­
nia. Nada había quedado de la comunidad judía, grande y orgullosa, que
fue liquidada o deportada sobre el terreno; nada, de los tesoros de una rica
cultura. Hubo una excepción: la documentación de su ruina que confeccio­
naron los propios amenazados de muerte, salvada para la posteridad en

120
escondites de donde se sacó tras el final de la ocupación1™. Desde el prim er
instante en que se instituyó el gueto hasta el final, están docum entados
todos los pasos de los alem anes, p ero tam bién la vida e n el in terio r del
gueto. El llamamiento del Dr. Elkhanan Elkes, presidente del consejo judío,
a docum entar la historia del gueto fue seguido p o r m uchos y de m uchas
maneras, en forma de fotos tomadas a escondidas, dibujos, actas de reunio­
nes y sesiones, docum entación de órdenes verbales, diarios, notas, y tam bién
mapas y planos. En ello tom aron parte artistas, pintores, fotógrafos, científi­
cos de diversas disciplinas, gente sencilla y resistentes activos. Así surgió una
docum entación preparada a lo largo de tres años que atañe a casi todos los
aspectos de la vida en el gueto. Fue en terrad a en cajas bajo los edificios.
Consta, prim eram ente, de una recopilación de ordenanzas y disposiciones
que abarca desde agosto de 1941 a marzo de 1943, reunidas en u n a libreta de
notas con el título «Y esto son las leyes, al estilo alemán». En segundo lugar,
incluye u n anuario titulado Slobodka Ghetto 1942, que externam ente recuerda
a un álbum infantil y contiene una crónica de los sucesos de ese año pero
también aniversarios de las crueldades del año anterior. Incluye además tes­
timonios docum entales com o sellos oficiales, pases de trabajo y distintivos.
El anuario contiene asimismo num erosos mapas en que se representa paso a
paso y con todo detalle la reducción del territorio del gueto. Y lo tercero es
una tablilla conmem orativa artísticam ente presentada con el título «Cifras
que hay que contar», las estadísticas de la liquidación de la población del
gueto. A este núcleo duro de docum entos se añaden dibujos realizados sis­
temática y regularm ente p o r la m ano de artistas profesionales com o Esther
Lurie, Jacob Lifschitz y Peter «Fritz» Gadiel, ju d ío alem án con form ación en
la Bauhaus; las mil fotos aproxim adam ente que tom ó el ingeniero Georg
Kadisch, movilizado com o técnico que era en la ciudad y en el gueto; y por
último, un extenso diario del gueto publicado p o r A braham Tory, quien
despachaba correspondencia y comunicaciones con los alemanes en calidad
de secretario del Dr. Elkes, presidente del consejo de ancianos, y en donde
se describe casi sin lagunas la evolución del gueto de Kovno131.
En ese archivo increíble y m aravillosam ente salvado hay m apas que
perm iten u na localización exacta de los sucesos. El m apa del «gueto ju d ío
de Vilijampole el 15 de agosto de 1941» m uestra el gueto con sus límites,
en un principio sin otra indicación que las visuales. Un m apa de octubre de
1942 lo m uestra con los tres distritos policiales en diferentes colores, así
com o los edificios im portantes —evidentem ente, el edificio del consejo

121
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P l a n o d e l g u e to d e Kovno, del d i a r i o d e Ilyia G e r b e r .

«La d o c u m e n t a c i ó n d e su r u i n a q u e c o n f e c c i o n a r o n
los p r o p i o s a m e n a z a d o s d e m u e r t e .»
ju d ío , hospital, bom beros y policía del gueto, entre otros-. U na foto de
Georg Kadish m uestra a dos m iem bros de la policía del gueto inclinados
sobre el plano del barrio. O tro plano, producido por el taller de pintura y
dibujo, ofrece u n a im agen exacta de las calles con las correspondientes
señas postales. Se corresponde con las actas de una reunión del consejo de
vivienda de la com unidad ju d ía del gueto, sesión de 31 de diciem bre de
1942, en que se sentó acta calle por calle de núm ero de viviendas y de habi­
taciones, superficie m edia y núm ero de habitantes: en ese m om ento, 16.489
personas. En el m apa del anuario se registra la progresiva reducción de
territorio: en agosto de 1941, cuando se cerró el gueto y se un iero n
m ediante un pequeño pu en te peatonal sus dos partes, el Gran Gueto ju n to
al Neris y el Pequeño; a 4 de octubre de 1941, cuando se liquidó el Pequeño
G ueto luego que los alem anes m ataran a sus m oradores, incluidos los
pacientes del hospital de enferm edades infecciosas; a 1 de mayo de 1942,
cuando se cerró u n a p arte del gueto. P ero tam bién aparecen m apas en
otros docum entos; así, en el diario de Illa Gerber, quien a 27 de septiem bre
de 1942 traza sobre el terreno u n croquis de la escuela profesional de car­
pintería que, cercada con alambradas, se incorporó al gueto. T am bién se
encuentran mapas, es obvio, de los partisanos que paraban en los bosques
de Rudniki y Augustov, en los alrededores de Kovno, y a los que habían
podido unirse unos pocos escabullidos del gueto.
Los mapas definen el escenario, los diarios relatan los sucesos, fotos y
dibujos retien en en im ágenes hom bres y situaciones. Todos, dibujo, foto­
grafía o m apa, se m iran com o d o cum ento. N ada es superfluo. G eorg
Kadish fotografió la ejecución pública de N ahum Meck —m uchas de las
fotos, con la cám ara oculta a través de u n ojal-, el trabajo en escuelas y
talleres, los coches cargados con los m il cachivaches de la m udanza, la par­
tida de las brigadas de trabajo, el pu en te de m adera que unía a los dos gue­
tos, y finalm ente las deportaciones p o r m illares a cam pos de trabajo en
Estonia, en octubre de 1943, y u n a im agen desde la ribera de enfrente del
gueto en llamas, incendiado por las SS el 8 de julio de 1944.
El resultado es la autodescripción de la ruina de la ju d ería de Kovno y
milagrosa salvación de unos pocos. Com enzado el ataque alem án a la Unión
Soviética a 22 de ju n io de 1941, Lituania se convirtió en prim er escenario de
la «solución final». Ya en febrero de 1942, así inform an Stahlecker y Jáger,
habían sido eliminados 136.421 judíos en Lituania. Entre la retirada del Ejér­
cito Rojo y la entrada de los alemanes sobrevinieron progroms espantosos en

123
Kaunas, en el curso de los cuales fueron liquidados en plena calle por fascis­
tas lituanos unos mil judíos. Ya en las prim eras semanas de julio comienzan
las deportaciones; los 30.000 judíos aproxim adam ente de toda Kaunas tie­
nen que trasladarse a Vilijampole antes del 15 de agosto, fecha en que se cie­
rra el gueto. La situación en el suburbio abarrotado, donde no hay hospita­
les y ni siquiera agua corriente o alcantarillado, es horrible. El prim er mapa
deja constancia de la concentración en Slobodka/Vilijampole de la entera
com unidad ju d ía de Kaunas, grande e im portante. Del territorio clausurado
surge una pseudociudad con todo lo que se precisa para controlar a un gran
núm ero de hum anos y hacerlos desaparecer gradualm ente: policía, cárcel,
adm inistración d e fincas, bom beros, inspección de higiene, hospital de
infecciosos, orquesta, escuela, talleres, incluso jardines y patatales. Día tras
día, millares de trabajadores abandonan el gueto en columnas para trabajar
en la ciudad o el aeródrom o de Aleksotas. Se lleva a cabo u n a «reduccción»
gradual de la población del gueto m ediante «pequeñas intervenciones», o
«grandes»; esto es, ejecutada en los cercanos fuertes VI y IX, procedentes de
los tiempos zaristas. La reducción del territorio m antiene la m ortífera pre­
sión de la superpoblación en el gueto, de donde una y otra vez son sacados
contingentes para ejecutarlos en las inmediaciones o deportarlos: a Estonia
y L etonia, y p o r últim o, en ju lio de 1944, tam bién a S tutthof y Dachau.
Cuando el Ejército Rojo alcanzó la ciudad el 1 de agosto, de los 37.000judíos
aproxim adam ente que había habido en Kovno en 1941 sobrevivían unos 500
escondidos en la ciudad o en los bosques, y unos 2.500 en campos de con­
centración en Alemania. De los judíos que vivieran en Lituania antes de la
guerra, en to rn o a 235.000, habían sobrevivido únicam ente en tre 8.000 y
9.000. Fotografías de las jornadas de agosto de 1944 m uestran a supervivien­
tes que vagan por el terreno calcinado. Tam ara Lazerson escribe en su dia­
rio diez semanas después de la liberación, a 12 de octubre de 1944: «El gueto
ha dejado huellas terribles cuando se lo tragaron las llamas. D onde u n a vez
se alzaron orgullosos edificios, no queda uno. Sólo se levantan aún angus­
tiosas chim eneas desnudas hacia el cielo, y atestiguan que esto es un cem en­
terio. Se alzan al cielo y piden venganza por la injusticia que les han hecho».
La planta del gueto de Kovno es sólo uno de los muchos monumentos
dedicados a tantos que desaparecieron sin dejar rastro. Sobre quienes
podría decirse lo que aparece grabado en el cementerio Piskariovskoie de
Leningrado, «Nadie será olvidado, nada será olvidado». Y se podría añadir:
ninguno de los lugares en que ocurrió.

124
Filoatlas. Vías d e escape

Para Walter Laqueur, que en noviembre de 1938


escapó a la «Gerusalemme» del IJoyd Triestino.

En 1938 aparecía en Berlín el Philo-Atlas. Handbuch für die judische Aus-


wanderung. Mit 20 mehrfarbigen Karten, über 25 Tabellen und Übersichten, über
600 Stichworten auf 280 Textspalten [Filoatlas. P rontuario de la em igración
judía. Con 20 m apas a color, más de 25 tablas y diagram as, y más de 600
entradas en 280 colum nas132] . De ese atías notable y a su m anera único en
su género se puede decir lo que de m uchos mapas: en el m om ento de su
aparición tam bién él estaba ya atrasado. En el m apa político a ú n aparece
Checoslovaquia, que había sido borrada a lo largo de ese año. Algo que no
dejaba de ten er cierta im portancia para los usuarios que quisieran infor­
m arse de caminos para salir de la Alem ania de H ider. Checoslovaquia, que
había sido u n im portante asilo para fugitivos y viajeros que dejaban Ale­
mania, ya no existía. Sobre las funciones del prontuario escribe el editor:
«El Filoatlas, obra de consulta, mapas y tablas sim ultáneam ente, es en la
serie de Philo-Lexika u n F ilodiccionario específicam ente ju d ío q u e res­
p o n d e m arcadam ente a las condiciones de la época. El m ovim iento de
em igración ju d ía en nuestros días ha transfigurado com pletam ente la vida
ju d ía y dado m ayor radio de acción al trabajo social ju d ío . El individuo
ju d ío se encu en tra ante tareas y decisiones que exigen u n a gran dosis de
conocim ientos accesorios, tanto genéricos com o específicam ente judíos.
El Filoatlas d eb e ayudar a re sp o n d er a incontables preguntas reciente­
m ente surgidas; ha de ser inform ador para quienes em igran, guía para
quienes inm igran, y eslabón entre las personas de fuera y las de aquí».
Las entradas, ordenadas alfabéticam ente, parecen de entrada arbitra­
rias y podrían estar contenidas en otras obras de consulta. Así, figuran por
ejem plo «auto», «requisitos de entrada», «ferrocarril», «avión», «geogra­
fía», «puerto», «capital», «industria», «vidajudía», «mapas», «clima», «agri­

125
cultura», «derecho», «comunicaciones» y «economía». Pero enseguida se
echa de ver que todas las definiciones que pueden encontrarse igualm ente
en una inform ación habitual para viajeros adquieren muy otro significado
desde el p u n to de vista de la em igración. En la entrada correspondiente a
este térm ino, «Ausuianderung», tal perspectiva se hace clara de inm ediato.
Dice así: «Por lo general, em igrar significa cambio com pleto de todas las
situaciones habituales: clim a y alim entación, lengua y costum bres, pers­
pectivas profesionales y relaciones políticas suelen ser totalm ente diver­
gentes de las acostum bradas aun cuando se trata de u n a em igración en el
in terio r de Europa. Por eso em igrar plantea unas descom unales exigencias
a la capacidad de adaptación, física, intelectual y anímica; la m ayoría de las
veces, sólo personas jóvenes están a su altura».
En esa perspectiva todo adquiere otro sentido. Las disposiciones relati­
vas a requisitos de entrada en un país no son sim plem ente un pesado pro­
cedim iento burocrático, sino formalidades de que depende la superviven­
cia. El fu n cio n am iento de trenes y enlaces m arítim os, así com o las
posibilidades de acceso a ciudades portuarias, quieren decir algo bien dis­
tinto que en tiempos de paz, en que uno se hace cábalas sobre cóm o orga­
nizarse las vacaciones; más bien cómo escapar a tiem po del área de com pe­
tencias de las autoridades nazis, o no. Las inform aciones sobre capitales no
sirven para ilustrar al turista, sino para transm itir aquellas direcciones en
que se obtienen los docum entos im portantes para sobrevivir, visados, pasa­
portes, permisos de tránsito, declaraciones juradas, etcétera. Las inform a­
ciones sobre las industrias más pujantes en cada país no sirven com o suelen
para abrir vías de contactos comerciales, sino inform ación acerca de dónde
podrían encontrar trabajo centroeuropeos con las cualificaciones laborales
correspondientes. Así, se trata de un com pendio de lo imprescindible. Bajo
la letra A enco n tram os las en trad as «cesión de bienes», «declaración
jurada», «aclimatación», «certificaciones médicas», «obligación de com pa­
recencia», «inscripción policial», «permiso de trabajo», «permiso de resi­
dencia», «asesorías de emigración», «extradición», «emigración», «acredi­
tación». Un alfabeto de la necesidad en que se esboza una nueva topografía.
Donde todo gira en tom o a las reglam entaciones cada vez más asfixiantes
en Alemania y la cuestión de adonde acogerse mejor.
En la e n tra d a «asesorías de em igración, particulares, oficiales» se
en cu en tran com o direcciones im portantes: B erlín W9, Linkstrasse 15, I;
B rem en, D echanatstrasse 15, II; Breslau, F riedrichstrasse 3, I; C olonia,

126
Ubierring, 25; Dresde A, I Schlossstrasse I; Frankfurt a.M, Braubachstrasse
27, I; H am burgo 36, Kaiser-Wilhelmstrasse 110; Karlsruhe, Karlstrasse 38;
Kónigsberg, Prinzenstrasse 5; Leipzig N 22, Friedrich-Karl-Strasse 22;
Munich, Kanalstrasse 28, II; Stuttgart, Danziger Freiheit (Casa de la germa-
nidad); Viena I, H errengasse 25 (Oficina austríaca de m igraciones).
Los países, enum erados p o r orden alfabético, adquieren más o m enos
im portancia aten d ien d o a q u e acojan todavía o no a quienes están dis­
puestos a emigrar. E ntre ellos figuran algunos que en m enos de uno o dos
años serán ocupados p o r el Ejército alem án. Y otros en que se dará el caso
de no haber luego escapatoria. M uchas de las ciudades que aún figuran
como puntos de salvación - p o r ejem plo Riga, o K aunas- serán p ro n to des­
tino de deportaciones.
En la en trada «profesión» sólo se considera significativo qué oficios tie­
nen mayor dem anda y difusión en los países que se contem plen com o de
posible acogida. Las peores oportunidades las tienen las profesiones libe­
rales; y se contem pla tam bién si se piensa en establecerse en las capitales,
donde hay exceso de oferta de profesionales, o en ciudades de provincias,
donde hay carencia.
La en trad a «electricidad» inform a de cosas tan prácticas com o la adap­
tación de todos los aparatos domésticos a otros ámbitos culturales; «desin­
fección» trata las com plicadas cuestiones que se plantean cuando los euro­
peos se ven trasladados de la noche a la m añana a m undos com pletam ente
ajenos, a Ecuador, el Pacífico, el Extrem o O riente o el O riente Próximo.
Parece inagotable el catálogo de enferm edades que son de esperar -co m o
que ésa es la parte más extensa del Filolexikon-: lepra, tifus exantem ático,
chagas, bilharzia, beriberi, enferm edad del sueño, fiebre amarilla, malaria,
pie de Madrás, etc. Se da realce a aquellos lugares desde los cuales aún se
puede ab an d o n ar Europa, u n a auténtica topografía de la fuga: B rem en,
Lisboa, Rotterdam , Trieste. Se inform a de procedim ientos tan burocráti­
cos e ineludibles com o el «im puesto sobre evasiones», los «patrim onios
trasladables» o la «acreditación de efectivo»: «suma de d in ero en divisa
extranjera que ha de presentarse al desem barcar a los funcionarios, pero
no es preciso dejar en depósito. Tales funcionarios de inm igración dan fe
de que el inm igrante trae consigo suficientes m edios de existencia». Se
encuentra u n a tabla de «divisas a acreditar, depósito de desem barco y cos­
tes de subsistencia en ultram ar».
Los m apas del atlas están trazados con esm ero y pulcram ente colorea-

127
Distancias en el mundo (en kilómetros), tomado del
Filoatlas. Prontuario de emigración judía, Berlín 1938.

«En ese atlas n o d e s e m p e ñ a n p a p e l i m p o r t a n t e


m o n u m e n t o s n i lu g a r e s p in to r e s c o s , sino
d isp o sic io n e s s o b r e visados y p a s a p o rte s ; n o los
lu g a r e s d e p a r ti d a , sino los p u e r to s d e salvación.»
dos: los colores del m apam undi político, la no pertenencia a la esfera de
influencia alem ana y las disposiciones de derecho internacional en m últi­
ples gradaciones deciden si se parte o no. A los forzados a em igrar de la
noche a la m añana el m apa climático de la T ierra les inform a sobre tem ­
peraturas y hum edad atm osférica en el Ecuador, de fijo novedad y expe­
riencia ch o cante p a ra nativos centro»: u ro p e o s q u e vivían desde hacía
muchas generaciones en las m oderada latitudes de Breslau, Viena o Ber­
lín. A parece rep resentado el en tero ir undo colonial, los grandes conti­
nentes norte y suram ericano, y Sudáfrú a incluso con dos planos urbanos
de Ciudad del Cabo yjohannesburgo. En un m apam undi se consignan las
distancias desde B erlín a los nuevos lugares de destino de la fuga: a
Wellington, 16.400 kilómetros, a Ciudad del Cabo, 11.050, a Buenos Aires,
13.250, a Cuba, 9.520, a Shanghai, 9.300. Es un m apa de despedidas para
siempre.
En ese atlas no desempeñan papel importante monumentos ni lugares
pintorescos, sino disposiciones sobre visados y pasaportes; no los lugares
de partida, sino los puertos de salvación; se da información sobre el clima
para poder empezar una segunda vida, no para escoger el lugar con tem­
peraturas más agradables. Es un verdadero Baedeker de la fuga, un
genuino Baedeker del siglo XX. Sólo se conocen planos de orientación y
mapas de fuga semejantes en los equipajes de los emigrantes rusos tras la
revolución de Octubre.
El prontuario de 1938 ayudó a m uchos a llevar a cabo los procedim ien­
tos necesarios p ara abandonar la antigua patria. No figuran en el Filoatlas
los caminos a seguir luego de cerradas las fronteras, suspendida la em igra­
ción legal. Y ah í se dem uestra que el Filoatlas, enciclopédicam ente exhaus­
tivo y docto, aún fo rm a parte p o r en tero del «M undo de ayer» (Stefan
Zweig). Por su boca habla la firm e creencia de que todo irá por los cauces
ordinarios. Por su boca habla la confianza en un orden; creer en él sería la
perdición de las víctimas.

129
P asajes:
e l ca m in o d e B en ja m in
a la B i b lio th é q u e N a tio n a le

De la Infancia en Berlín hacia 1900 a ese boceto m onum ental que son los
Pasajes W alter Benjam in se dem uestra pensador de im aginación espacial12’.
Desde aquellos días de infancia en que el m uchacho ya garrapateaba en el
cuaderno su espacio de experiencia hasta la reconstrucción del espacio de
u n a época, «París, capital del siglo XIX», se dem uestra vinculado al lugar,
serle fiel hasta la m uerte, sucum bir con él. En carta a Alfred C ohn, quien
ya vivía en la nueva sede del Instituto de Investigación Social, Nueva York,
escribe Benjam in en enero de 1936: «Por el m om ento no abandonaré París
para largo tiem po, com o no sea que las circunstancias políticas me obli­
guen, p o rq u e sigo estando abocado a la Bibliothéque Nationale "por el trabajo
en mi nuevo libro»124. El estallido de la guerra redujo a nada los planes de
em igración. El 15 de septiem bre de 1939, com o otros em igrantes que se
hallaban en Francia, fue internado en calidad «extranjero hostil». El 16 de
noviem bre de 1939 salió en libertad y volvió a París. C uando los alemanes
ocuparon París trató de ganar España p o r la fro n tera francesa. El 26 de
septiem bre de 1940 se suicidó en Port-Bou para escapar a la tem ida extra­
dición que lo pusiera en m anos de los alemanes. El trabajo para cuya fina­
lización se creía obligado a p erm a n ece r en París era la o b ra conocida
com o Pasajes, cuyo m anuscrito quedó escondido en la Bibliothéque Nationale
y se en co n tró intacto tras la g u erra125. Benjam in había trabajado en ella
con interrupciones a lo largo de trece años, desde 1927 hasta su m uerte en
1940; las últim as anotaciones p ro c ed en d e Año Nuevo de este últim o
añ o 126.
C om o se sabe, en el q u e h a c e r cread o r d e B enjam in esta o b ra que
quedó en boceto fue centro del que creció buen núm ero de sus estudios
más im portantes; así el ensayo sobre La obra de arte en la era de su reproduci-
bilidad técnica, el texto sobre Baudelaire, y Sobre el concepto de Historia. El edi­
tor del fragm ento resum e así el propósito del opus magnum de Benjamin:
«De haberse concluido, los Pasajes habrían expuesto nada m enos que una
filosofía m aterial de la historia del siglo XIX»127. O p o r citar las palabras del

130
propio Benjamín en la exposée, todo el texto gira en torno a una misma
meta, «unir a la práctica de los métodos marxistas una acrecentada visibili­
dad. Primera etapa en ese camino será dar entrada al principio del mon­
taje al escribir Historia. Y así, levantar las grandes construcciones con
materiales mínimos preparados y perfilados con nitidez. Como también,
sí, descubrir en el análisis del más pequeño elemento aislado el cristal
entero del acontecimiento total». Los pasajes son sólo un tema en el con­
junto del proyecto, que también cuenta de calles y almacenes, de panora­
mas, de la Exposición mundial y el alumbrado público, de moda, anuncios
y prostitución, de coleccionistas, del flñneury del jugador. En el esquema y
luego en las recopilaciones de extractos Benjamín despliega lo que Rolf
Tiedemann llama, apoyándose en esa idea de Benjamín, «la idea de una
fisionomía materialista»: «La fisionomía infiere lo interno de lo externo,
descifra el todo a partir del detalle, presenta lo general en lo particular.
Nominalista, parte de Eso de Ahí, de lo corpóreo; inductiva, opera en la
esfera de lo visible»; o en palabras del propio Benjamín, «lo que hay que
presentar no es cómo surge de lo económico la cultura, sino cómo se
expresa en la cultura la economía»128.
Todo cuanto Benjamín precisaba para formular unos «Prolegómenos a
una fisionomía materialista129» se encarnaba en «París». Todo cuanto se
encarnaba en el «París, capital del siglo XIX» lo encontró en el París de su
presente, al menos en ruinas o en vestigios. El París del presente era el
lugar de la vigilia, lo único que puede poner en marcha el trabajo del
recuerdo. Y todo cuanto necesitaba para reconstruir en formas sensibles el
París perdido lo encontraba reunido en un lugar: la Bibliotheque Nationale.
La vinculación de Benjamín con el lugar es triple: lugar de la inspiración
(o el despertar), lugar del recuerdo (las huellas de la capital del siglo XIX
en decadencia) y lugar en que llevar a cabo el trabajo de evocación (los
fondos de la Bibliotheque Nationale). Los tres planos piden la palabra una y
otra vez en Benjamín, y de manera totalmente explícita, nada de «incons­
ciencia» o alambicadas restricciones mentales. Benjamín dependía del
lugar como ningún otro pensador, de él sacaba su fuerza, en él su mirada
fisionómica volvía a cebarse, cobrar fuerzas y confirmarse una y otra vez.
La obra de los pasajes debía alcanzar «la extrema concreción de una
época». Sin el contacto con las superficies a interpretar, sin darse esas vuel­
tas que luego fijaba en observaciones y formulaciones cristalinas, sin la
experiencia de lo espacial y corpóreo que la visión de un lugar alberga, no

131
Pasaje del Panorama, Pasaje
Jouffroy, Pasaje Verdeau, en 1930.

«La v i n c u la c ió n d e B e n ja m ín c o n
el lu g a r es triple: lu g a r d e la
i n s p i r a c i ó n , lu g a r del r e c u e r d o
y lu g a r e n q u e llevar a c a b o el
t r a b a jo de evocación.»
habría llegado a esa «fisionomía materialista»; o por decirlo más atinada­
mente aún con palabras de Benjamín: «Escribir historia significa dar a
unas fechas su fisonomía»'30.
Es incuestionable que Benjam ín tenía necesidad de la ciudad de París
para desarrollar u n a filosofía de la historia del siglo XIX, o m enos pom po­
sam ente, p ara cap tar u n a época en im ágenes e ideas. En favor d e ello
hablan no sólo los num erosos viajes y estancias, p rim ero voluntarios y
luego forzados, sino tam bién la reflexión de Benjam ín acerca de la fuerza
inspiradora de la ciudad com o en to rn o del pensam iento. El pasaje n o es
sólo u n a an tigüedad, sino visión viva que lo acercó a la idea del pasaje
como totalidad concreta en el siglo XIX. De su paso p o r uno de ellos en su
París, en el presente, escribe así: «Aquí en los pasajes habita el últim o din o ­
saurio de Europa, el consum idor. En los m uros de estas cavernas m edra la
m ercancía, en u n a im pensada flora d onde se traban los lazos más irregula­
res en las más insólitas formas, com o tejidos en to m o a los labios de u n a
herida. T odo un m undo de afinidades secretas: palm eras con aspiradores,
Venus de Milo con calentadores, prótesis y escritorios se encuentran aquí
com o tras u n a larga separación»151. Por últim o la desaparición del Pasaje
de la O pera, que tan im portante papel desem peñara en los textos de Ara­
gón, fue el punto de partida para investigar el lento desvanecerse de ese
siglo XIX cuya capital figuraba París. Benjam ín había escogido París com o
pu n to de observación de sus excavaciones y búsquedas. U na y otra vez d a
noticia de lo privilegiado de ese lugar para observar y descubrir: «Esa
esquina del bulevar Saint-Germain (el cruce con la rué duFour) se ha acre­
ditado com o puesto particularm ente estratégico»135. El auténtico pu n to de
observación, la verdadera excavación y el taller donde se reúnen, ordenan,
limpian, prep aran y recom ponen los hallazgos es evidente: la Bibliothéque
Nationale. No se p u ed e subrayar bastante la im portancia de ese yacim iento
y taller arqueológico a un tiem po. Q ue n o está sólo en los textos raros que
sólo allí cabe leer, sino tam bién de la Bibliohéque misma com o hallazgo, en
calidad de lugar desde el que se tienden puentes a otra época. U na y otra
vez escribe a sus amigos de Nueva York que lo prim ero que quisiera ense­
ñarles en caso de que vayan a visitarle es su pupitre. La Bibliothéque Natio­
nale es París en m iniatura. A comienzos de 1934 escribe a G reta Adorno:
«Como la Bibliothéque Nationale no presta, casi siem pre m e paso el día sen­
tado en la sala de lectura»133. A T h eo d o r W. A dorno, a quien sin d u d a que­
ría tam bién p o n e r al tanto d e sus condiciones d e vida y de trabajo, le

133
escribe asimismo en 1934: «Si apareciera usted p o r aquí, u n a de mis ocu­
paciones más serias sería franquearle la Bibliothéque Nationale p o r algunos
costados que a nadie se adecuarían m ejor que a usted. De hecho alberga
u n a de las salas de lectura más notables d e la T ierra, y u n o trabaja allí
com o en un escenario de ópera. Sólo hay que lam entar que a las seis ya cie­
rra, una norm a que viene de los tiem pos en que a esa hora em pezaba el
teatro. Vuelve a h aber vida en los Pasajes, y es usted quien ha alentado esa
débil chispa, que no arde con más vida que la que yo tenga. Desde que he
vuelto a salir de casa, la verdad es que m e paso allí el día entero en la sala
de lectura, y hasta m e he hecho un poco, p o r fin, con las mil trabas del
reglam ento»134. Y de nuevo en otra carta a A dorno de 18 de marzo: «Tengo
la esperanza de po der llevarle u n día a mi p upitre de la Bibliothéque»'^. A 18
de ju lio de 1935 escribe a Alfred Cohn: «Como la cosa se está acabando, me
he abierto otros dos campos de operaciones. U no es el Cabinet des Estampes,
donde trato de cotejar las im ágenes que de objetos y situaciones m e había
hecho p o r los libros, y el otro, el infierno de la Biblioteca, p ara el que al fin
he conseguido perm iso, uno de los pocos éxitos que m e puedo ap u n tar en
este terren o . Es extrao rd in ariam en te difícil d e conseguir»136. Inform a a
Kraft en carta de 30 de en ero de 1936: «En cuanto saco tiem po para mi
libro lo dedico al estudio del Cabinet des Estampes, donde m e he topado al
m ayor retratista de todo París, Charles Meryon, contem poráneo de Baude-
laire. Sus grabados se cu e n ta n en tre las estam pas más asom brosas que
jam ás haya traído a la luz u n a ciudad; es una pérd id a m onstruosa que no
se p u d iera realizar el p lan original, acom pañarlas con explicaciones de
B audelaire, p o r u n a v entolera que le dio a M eryon»137. C on certeza la
biblioteca ocupa lugar tan destacado p orque en u n sentido elem ental y tri­
vial es el lugar d o n d e hallar y trabajar los m ateriales necesarios -« la mayo­
ría se e n c u e n tra e n estanterías rara vez utilizadas d e los fondos de la
Bibliothéque Nationale»138- ; p e ro B enjam in n o la ve m ero depósito, sino
lugar de exploración de la ciudad decaída, lugar del fláneur. En la Bibliothé-
que Nationale Benjamin no es otro que el fláneur virtual. «Este escrito que
trata de pasajes de París se em pezó bajo un cielo azul sin nubes, alzado en
bóveda a lo alto sobre las hojas y aun así cubierto de hojas p o r millones,
m illones de hojas que cubrían con sus som bras el aire fresco del esfuerzo,
el alien to ex ten u ad o d e la búsqueda, la tem pestad im petuosa de un
em p eñ o nuevo y la brisa perezosa de la curiosidad, cubiertos de polvo de
hojas varias veces centenario. El p in tad o cielo d e verano que desde las

134
arcadas se asom aba a la sala de lectura de la Biblioteca Nacional de París
tendió su m anto de ensueño y penum bra sobre la com prensión prim era, y
al despuntar ante los ojos de esa recién nacida no se hallaban en él los dio­
ses del Olim po, no Hefesto, H erm es ni H era, no Artemisa ni Atenea, sino
ante todo los Dióscuros»: así, la biblioteca es incluso lugar de com unica­
ción con los ausentes, sus amigos A dorno y Horkheimer™ .
En en ese espacio donde Benjamin saca a la luz el material desde el des­
comunal yacimiento. Aquí practica la lectura de la realidad: «Esa expresión,
“el gran libro de la naturaleza”, apunta a que lo real puede leerse com o
texto. Y así nos las habernos aquí con la realidad del siglo diecinueve. Hojea­
rnos el libro del acontecer»’*. La biblioteca es el espacio donde desentierra
aquellas imágenes que le parecen imprescindibles en u na visión nueva de la
historia, aquellas con que «compulsa» sus textos. «Una cosa sí es novedad:
que tomo notas de material gráfico para mis estudios. El libro, lo sé desde
hace algún tiempo, adm ite los docum entos ilustrados más significativos, y no
quiero privarle de esa posibilidad p o r adelantado»141. En ese espacio «ya
sólo» falta al material ser ordenado p o r m ano del autor, con que se pliega a
una historia com o por sí solo. Pues así, con ese «ya sólo», describía Benjamin
qué era escribir historia, una histoire raisonnée. «Método de este trabajo: m on­
taje literario. No tengo nada que decir, sólo m ostrar»142.
La concreción corpórea, la im aginación espacial de Benjam in n o se
muestran sin em bargo sólo en ese trabajo de los «Pasajes», sino desde sus
comienzos. Hay en su pensar y su escribir un fuerte com ponente espacial, lo
espacial siem pre está ahí. Viajó m ucho y po n ía énfasis en ello. Los viajes
eran adentrarse en perspectivas con miras a explorar. Y a la vuelta siempre
se traía a casa algo aprovechable. Ese abanico de im ágenes que arm a de
París se en cu en tra tam bién e n u n a larga serie de ciudades, au n q u e de
m enor form ato en la mayoría de ellas: B erlín, París, Nápoles, Moscú. Ya
«Calle de sentido único» se ocupaba de París, fue «mi prim er intento de
enfrentarm e cara a cara con esta ciudad. Lo continúo en u n segundo tra­
bajo que se llama “Pasajes parisinos”»14’. Q ue gira en tom o a «conseguir para
una época la concreción extrem a que allí» -e n Calle de sentido único- «apa­
rece de vez en cuando en un juguete, un edificio, u n a situación vital»144. En
esos fragmentos ya se em plea esa descripción precisa que propiam ente es
despliegue de u n a «totalidad concreta» en u n objeto o gesto determ inado.
La Infancia en Berlín hacia 1900 es en este aspecto im portante ejercicio o
trabajo preparatorio, una obra m aestra de herm enéutica topográfica. Ello

135
se desprende ya de sus «capítulos», p reponderantem ente tópicos, lugares:
p a rq u e zoológico, p an o ram a im perial, G e n th in e r Ecke en Steglitz, el
com edor, el m ercado de la plaza de M agdeburgo, B lum eshof 12, el carru­
sel, arm arios, costureros, isla de los pavos, G lienicke. Se despliega u n a
topografía cultural de la ciudad cuando escribe: «En mi niñez yo estaba
preso en el Oeste, antiguo y nuevo. Mi tribu vivía en aquel entonces en
am bos barrios, con una actitud en que se m ezclaban acritud y orgullo, y de
am bos hacía un gueto que consideraba patrim onio. En ese barrio de pro­
pietarios seguía encerrado yo sin conocer otra cosa... A veces m am á me lle­
vaba de com pras las tardes de invierno. Era u n B erlín oscuro, descono­
cido, que se difum inaba en luz de gas a mi alrededor. Nosotros seguíamos
en el territorio del antiguo Oeste, con sus calles de trazados m enos pre­
tenciosos y más reducidos de lo que se preferiría luego»146.
La o b ra de los Pasajes es inconcebible sin la figura que m ide con sus
pasos el espacio urbano, el fláneur, y sin la form a de moverse que le es pro­
pia, el callejeo. Es a Franz Hessel a quien Benjam in debía lo m ejor de su
inspiración a cuenta de ese personaje. Benjamin siem pre hizo tem a de ese
m odo de conocer radicado en el movimiento, en cierto m odo el aspecto
epistem ológico del fláneur. Así, en Calle de sentido único escribe: «La fuerza
del cam ino es o tra si va uno viendo que si pasa volando p o r encim a en
aeroplano. Así tam bién es otra la fuerza del texto si lo lee u n o que si lo
transcribe. Q uien vuela sólo ve cóm o el cam ino se arrastra p o r el paisaje,
cóm o va siguiendo las mismas leyes de cuanto le rodea. Sólo quien an d a el
cam ino se e n c u en tra con todo su señorío y nota con q u é dom inio va y
viene p o r ese paraje, para el aviador lisa y llanam ente un plano desenro­
llado, cóm o ordena lejanías, panoram as, claros y perspectivas en cada uno
de sus giros, cóm o despliega u n a voz de m ando soldados en un frente»116.
Sí, es algo que sólo se aprende m ediante prolongado ejercicio y expe­
riencia: perderse u n o por una ciudad de suerte que logre verla. «No saber
m anejarse en una ciudad no significa m ucho. Pero perderse en una ciudad
com o se pierde uno en un bosque, eso requiere escuela. Ahí los nom bres de
calles tienen que hablarle al que vaga com o chasquidos de ram as secas, y
callejuelas en el corazón de la ciudad le reflejan claras com o ibones las horas
del día. Yo aprendí tarde ese arte; h a colmado ese sueño de que fueron las
prim eras huellas laberintos en las hojas de mi cuaderno. No, no las primeras,
pues antes aún estaba aquello que les ha sobrevivido. El camino en el labe­
rinto, al que no podía faltar su Ariadna, llevaba a través del puente Bendler,

136
cuya suave pendiente fue el flanco vencido de mi prim era colina. No lejos de
su pilar se hallaba el objetivo: el Federico Guillerm o y la reina Luisa. En
tom o a sus redondos pedestales se alineaban los arriates com o conjurados
por mágicas curvas que un arroyo trazara ante ellos en la arena»''17.
Benjam ín desarrolla sistem áticam ente y p o r extenso las cualidades h er­
m enéuticas y exploradoras de esa figura en «El retomo del fláneur». Este es
un «sacerdote del genius loci», detective de formas, es quien sabe de um bra­
les, quien b arru n ta y reconoce las más sutiles transiciones. No sólo es un
saber específico y casi enciclopédico de los parajes urbanos que le distin­
gue pongam os del viajero a la caza de m onum entos, sino ante todo u n don
de captación bien definido, casi u n instinto. Benjamín em plea el térm ino
«husmear»: «Y daría todo cuanto sabe de lugares natales o retiros d e artis­
tas o residencias principescas p o r husm ear olores de un solo um bral o sen­
tir el tacto de u n a sola baldosa com o los que se lleva de ahí el p rim er perro
faldero que pase»148.
C allejear d em u estra n o sólo m an era de m overse, sino de p ercib ir y
conocer. En su Diario de Moscú Benjam ín deja constancia de u n a experien­
cia im portante: «No se conoce u n objeto hasta haberlo experim entado en
todas las dim ensiones posibles. Tiene que h aber llegado u n o a u n a plaza
desde los cu atro p untos cardinales p ara hacerla suya, y tam bién, claro,
h ab erla d ejad o p o r los cuatro. De lo co n tra rio se la e n c u e n tra u n o de
improviso tres o cuatro veces hasta que se hace a tropezársela. Un paso
más, y u n o ya la busca, la aprovecha p ara orientarse. Así ocurre con las
casas. Q ué escondan, sólo llega a saberlo u n o cuando va buscando a lo
largo de toda u n a serie u n a muy determ inada»145. C on ese callejeo en tanto
m odo de experiencia y conocim iento se corresponde la form a de exposi­
ción. En los Pasajes puede uno cam biar de u n escenario a otro, «darse u n a
vuelta» p o r el texto. Su principio constructivo es yuxtaposición y simulta­
neidad. Ello hace que la lectura de los Pasajes y obras afines n o tenga que
com enzar forzosam ente p o r el principio. U no se puede subir al texto en el
punto que prefiera, a m itad de trayecto, o en el final. Ese texto es el «con­
ju n to de experiencia París», reproducido, o p o r ser más preciso, sus arca­
das: en su estudio sobre los Pasajes Susan Buck-Morss h a reconstruido tam­
bién el cam ino de Benjam in hasta su p upitre en la Bibliothéque Nationale.
No era otra cosa que la ruta diaria a través del cam po de ruinas que una
vez fuera escenario de su siglo XIX.

137
D e fronteras,
Razorlike y otras cosas

Las fro n teras son la univocidad concebible. S eparan d en tro y fuera.


D iscurren entre aquende y allende. Son el limes que separa m undo civili­
zado de barbarie. Le dicen a uno quién form a parte de él y quién no. Las
fronteras son la más im portante experiencia de espacio, al igual que su
contrario, la ausencia de fronteras. Proclam an que aquí term ina algo, que
aquí em pieza algo. O rganizan territorios que en otro caso serían sólo espa­
cio inform e y vacío. Dan figura. No podem os vivir sin fronteras. Sin fronte­
ras estaríam os perdidos. Y aun así «frontera» se asocia casi siem pre a cons­
tricción, restricción, estar restringido. «Frontera» es palabra codificada
p o r falta de libertad, barrera, estrechez, m ientras «cruzar fronteras», «sin
fronteras» o «d erribar fronteras» co n tien en u n a plusvalía sem ántica y
están cargadas de connotaciones positivas. Aún n o se ha com puesto nunca
u n canto de alabanza a las fronteras, p o r más que esté claro que no puede
h ab er cultura sin respetar las fronteras y sin una cultura de la frontera.
Todos tenem os a la vista tales fronteras de univocidad. El m uro de Ber­
lín, esa fro n tera sin peros ni hipótesis que valgan, frontera en su estado
más p u ro que h a separado Este y Oeste y cuya fuerza simbólica está acredi­
tada de m uchas maneras: no se transgredía im punem ente. Se disparaba a
quien sin aten d er a los derechos de soberanía trataba de escapar o simple­
m en te se pasaba de la raya. U na señalada construcción que había efec­
tuado la separación de u n a ciudad en dos partes con precisión casi quirúr­
gica. Como trazada a lápiz sobre el plano. Con u n glacis artificial, sistemas
de ilum inación y aviso, y u n a dotación de m antenim iento, m ejora y servi­
cio que se contaba p o r millares de personas, provistas de toda clase de dis­
positivos de control y filtrado. Era un m ecanism o de seguridad, de estran-
gulam iento, de flujo y tránsito controlado. Sigue habiendo tales fronteras
d o n d eq u iera que u n conflicto se haya desarrollado en toda su virulencia y
p lan tead o a largo plazo. Ese tipo de dispositivos se utiliza siem pre que
alg u n a oposición se ha vuelto in su p erab le y am bas partes tien en que
hacerse fuertes cuando el estado de excepción se h a vuelto cotidiano. No

138
tienen p o r qué ser siem pre m urallas chinas o m uros urbanos construidos a
la perfección y con elevada dotación técnica. En u n siglo en que la hostili­
dad entre Estados sum am ente inestables se ha vuelto fenóm eno de masas,
la fortificación de fro n teras a d o p ta p o r lo general figura más móvil y
m oderna, casi ubicua. Ju n to a m uros que separan partidos o Estados riva­
les y en conflicto efectivo -E ste y O este en Berlín, turcos y griegos en Chi-
p re/N ico sia, la m o d ern a instalación fro n teriza en tre Estados U nidos y
M éxico-, hay tam bién la fro n te ra m ovediza, am bulante, la task forcé en
figura de alam brada. Es m enos costosa, se puede desplegar en cualquier
parte y m om ento, y tam bién, según las necesidades, replegarse al re d u ­
cirse las tensiones. Fronteras aseguradas con alam bradas señalan más bien
líneas de conflicto y lucha. Tales fronteras pueden transform arse de u n día
para otro: de líneas de dem arcación p u ed e n surgir líneas de lucha y de
éstas las de un frente; o viceversa, del trazado de unos frentes p u ed en sur­
gir alguna vez parcelas y labrantíos en que ya no se n ote que u n a vez pasó
p o r allí la frontera, entre bueno y m alo, derecha e izquierda, libertad o su
contrario.
El caso habitual de frontera es la línea que delim ita diferentes territo­
rios estatales y ám bitos de soberanía. Tales líneas m arcan dom inio y vigen­
cia de pretensiones de soberanía. Las fronteras perfilan territorios, áreas
estatales, ám bitos de dom inio. P or lo regular basta m arcar el curso de la
frontera con jalones de trecho en trecho, acaso u n a torre de vigilancia en
cada com arca, o alguna veija. Pero la m ayoría de fronteras en el m undo
son fro n teras invisibles, fro n teras verdes, d iscu rren antes en nuestros
mapas internos, en nuestras cabezas, se m anifiestan en nuestras lealtades y
sentim ientos de p ertenencia. La mayoría de fronteras e n el m u n d o son
invisibles: discurren a través de los mares y separan las aguas libres de las
territoriales, atraviesan desiertos y agrestes paisajes de m ontaña donde ni
u n hito m arca territorio. Las fronteras, algo extraordinariam ente firm e,
son a la vez lo pensado, lo invisible, lo que existe sólo en nuestra cabeza, en
nuestras convenciones y p o r ellas.
Llevando las cosas al extrem o, la frontera está en los m apas com o m ani­
festación de univocidad y claridad, en particular aquellas que trazadas a
tiralíneas fijaron las paper partitions del m undo colonial. M arcaban esferas
de influencia y pretensiones de dom inio, no territorios configurados p o r
alguna estructuración in tern a del país. P or lo general fueron acordadas
lejos del cacao, cóm odam ente reunidos en conferencias internacionales.

139
Son chantajes, extorsiones impuestas desde fuera, y tam poco puram ente
abstractas y geom étricas, sino aprovechando tal vez el curso de este o aquel
río, tal vez aten d ien d o a estos o aquellos recursos, pero esbozando siem pre
u n a territorialidad que nada tiene que ver con la de sociedades fundadas
en el linaje o en clanes, ni con la de pueblos nóm adas. Son límites basados
en delim itaciones. Sobre la territorialidad de sociedades basadas en linajes
se extendió la de los poderes coloniales. Sobre la cartografía tribal se des­
plegó la cartografía im perial. Como la cuadrícula de Estados U nidos se
tendió sobre los cazaderos de las diversas tribus y linajes indios, así ocurrió
tam bién en el resto del m undo dondequiera que el hom bre blanco esta­
bleció su dom inio. Tales fro n teras siguieron intactas, incuestionadas,
«muertas», en tanto no se articularon autónom am ente esas «sociedades»
forzadas en su interior. C uando tal ocurrió en la oleada de movimientos
anticolonialistas de liberación, u n sistem a co m p letam en te distinto de
coordenadas de exclusión-inclusión, pertenencia y extranjería, se hizo visi­
ble y se aireó en conflictos violentos que declaraban «artificiales» las fron­
teras im puestas y las convertían en instituciones sin objeto: en una cadena
in term in ab le de luchas p o r establecer otros trazados de fro n teras que
sigue aún hoy sin apaciguar. Allí donde hubo resistencia, donde hubo que
contar con la idiosincrasia y el libre arbitrio de pueblos y sociedades, no
fu e ro n posibles paper partitions puras. Allí las regulaciones de fronteras
tenían y preten d ían alguna consistencia y sentido, tom ar en consideración
«situaciones establecidas», tradiciones históricas, mezclas lingüísticas y cul­
turales.
Los desplazam ientos de p o d er en el siglo XX, violentos y cum plidos
m ediante u n a violencia sin parangón, vienen secundados y señalados por
desplazam ientos de fronteras. Tam bién aquí desem peñaron gran papel
paper partitions más o m enos acertadas e inteligentes. El siglo XX europeo
abunda en m arcados desplazam ientos de fronteras, para la m ayoría de los
cuales hay incluso u n copyright que puede señalarse con precisión, o un
artífice que se p o d ía perm itir hacerse ilusiones con su autoría y que de
hecho h a en trad o en los libros de historia. Frontera tal son p o r ejem plo las
líneas Curzon, trazadas en 1920 conform e a las situaciones étnicas de Polo­
n ia y la URSS sin éxito alguno, y que sólo se h aría n realid ad tras la
Segunda G uerra M undial. F rontera tal es la del «Oder-Neisse», tras la que
se halla el trabajo de los gabinetes cartográficos de los ministerios de Asun­
tos Exteriores y las grandes conferencias internacionales desde T eherán a

140
Potsdam, pasando p or Yalta. Entre tales fronteras hay que contar tam bién
en lo esencial el trabajo cartográfico de las conferencias de paz de París:
Versalles, T rianon, St. Germ ain, Sévres. Y n o es azar que geógrafos y cartó­
grafos tuvieran destacada representación en las correspondientes delega­
ciones. Con fronteras inequívocas fundam entadas científicam ente d eb e­
rían desaparecer zonas de fricción y puntos y áreas de conflicto: ilusión
manifiesta, pues p o r lo general no fueron las fronteras sino las fuerzas que
se hallaban tras ellas quienes las convirtieron en objeto de hostilidad y de
una lucha sañuda y m ortífera.
La frontera territorial, precisam ente la más simple de las líneas, el trazo
sin som breado alguno, tuvo que capitular ante la realidad. Como trazo en
el m apa, la fro n tera es reducción d e com plejidad inexcusable y a la vez
irrenunciable sin la que n o funcionan los mapas. Sólo quien calla algo
p u ed e h acer q u e algo resalte. Q uien q u iera m o strar todo, n o m uestra
nada. Definitio esí negatio. Las fronteras territoriales y estatales son sólo u n a
form a de fro n tera en tre m uchas, y decisivas sólo desde u n determ inado
punto de vista, soberanía, derecho civil, pago de impuestos, obligación de
servicio m ilitar, etc. A m en u d o decisiva para seguir vivo, ciertam en te.
Como todo el m undo sabe, es asunto pertinente, im portante y aun deci­
sivo para la supervivencia a qué Estado pertenece uno. Y sin em bargo la
frontera estatal y territorial sólo es u n a entre m uchas otras, y la cartografía
de fronteras tam bién h a de tom arlo en cuenta. Hay tantas formas diferen­
tes de fro n teras com o sujetos q u e incluyan y d elim iten o espacios que
incluyan o excluyan, y así, infinitam ente m uchas. Los m apas lingüísticos
nos m uestran el trazado de fronteras lingüísticas, islas lingüísticas y com u­
nidades lingüísticas. Los m apas de población nos p o n en a la vista líneas
fronterizas y zonas de contacto entre com unidades étnicas. En m apas con­
fesionales y de religiones vemos el curso de las fronteras de difusión de
convicciones confesionales y religiosas. Mapas de población, m apas de reli­
giones, mapas culturales, m apas económicos, m apas de «panoram as políti­
cos», cada m apa tiene sus propias fronteras. Los mapas físicos establecen el
curso de líneas tectónicas, fronteras de cuencas fluviales, etc. Y es cuestión
de decisión a qué se dé realce, qué se haga visible. Trazar y representar
fronteras se topa con la m áxim a dificultad allí d o n d e territo rio estatal,
etnia, lengua y cultura no se superponen: y, fuera de los Estados naciona­
les puros de E uropa occidental, com o Francia e Inglaterra, eso era la regla
casi p o r doquier.

141
Como siem pre, la vida es más com pleja que las form as de representa­
ción de que u n o dispone. Y basta pararse a pen sar u n m o m en to para
p o d er señalar de qué poco o qué selectivamente son capaces las formas de
representación corrientes frente al estado de cosas. D onde el cartógrafo
m arca u n a fro n tera con un grueso trazo que separa u n Estado de otro, dis­
curre en realidad u n paisaje en que ni siquiera se ven jalones fronterizos:
u n a transición im perceptible, la frontera com o p u ra construcción nacida
d e u n a cabeza. Los m apas de batallas en que se consignan las tropas
enfrentadas acaso concuerden atendiendo a distancia e indicaciones del
terreno, pero de aquello que decide el curso de la batalla, el m apa n o dice
nada: n ad a m u estra de la logística, de la inteligencia estratégica de la
dirección m ilitar, n ad a de la m oral de lu ch a q u e d ecid irá victoria o
derrota. Los mapas lingüísticos, así sean los más m inuciosos -y hay autén­
ticas maravillas-, n ada dicen de ese acento o esos desplazam ientos fonéti­
cos que en zonas fronterizas llevan casi im perceptiblem ente de u n a lengua
a otra. Y los m apas habituales nada dicen desde luego de los que albergan
las cabezas, d o n d e constan lealtades y pertenencias que van más allá de
cualquier representación cartográfica. Q ue se encuentran antes en histo­
rias familiares, novelas e interpretaciones de sueños. P ero tam bién puede
venir u n día en que estén vistos para sentencia y desafíen a guardias y fron­
teras. Existe casi siem pre una conexión entre los m apas secretos y los des­
plazam ientos de fronteras guardados en las cabezas y aquellos que han lle­
gado a hacerse n o tar históricam ente. Todo país que haya ganado form a
estatal, en luchas de independencia o en u n a revolución, tenía ya figura en
los sueños y en las cabezas largo tiem po atrás. E ntre novelistas y cartógra­
fos d e u n a nació n hay siem pre relaciones íntim as. A veces afloran y se
hacen reconocibles de golpe.
F ron teras y trazado de fro n teras tien en histo ria propia. Form as de
dom inio h a habido que nada supieron de fronteras fijas. H abía un centro,
u n a corte desde la que se regía y se recaudaban tributos, pero las fronteras
com o tales son invención posterior, en lo fundam ental, hallazgo y con­
quista del Estado territorial nacional y luego de colonialism o e im peria­
lismo150. Son las masas quienes conciben fronteras. La idea de que los Esta­
dos vienen definidos p o r fronteras se instala en las cabezas de los seres
h u m an o s p asan d o p o r los m apas de escuela d e los Estados nacionales
europeos, en las cabezas de quienes en adelante se han convertido en ciu­
dadanos de su nación. El m oderno ciudadano de un Estado lleva las fron-

142
teras en la cabeza. Y m uchas fronteras poco m enos que indiscutidas se fija­
ro n plebiscitariam ente en la época de las masas y la dem ocracia de masas,
com o m uestran las num erosas votaciones en terrenos en litigio tras los
acuerdos de paz de París. El m oderno ciudadano estatal se identifica con
su Estado, y ello significa ante todo con sus fronteras exteriores.
El trazo es inadecuado de suyo p ara exponer la transición, para el som­
breado, para representar lealtades que se debilitan y de nuevo se fortale­
cen. La com pacta coloración de los mapas sugiere una hom ogeneidad que
no hay en territorios fronterizos y de transición. Ni el más refinado de los
cartógrafos alcanza superponiendo colores y líneas la com plejidad orgá­
nica de lenguas y estilos que se entrem ezclan. Líneas, trazos, som breados,
todo son indicios, indicaciones, abreviaturas, signos del «como-si». Son
construcciones conceptuales p ara d o m in ar la com plejidad, p ara p o n e r
o rd e n . N ecesitam os reducir, construir, o rd e n ar, precisam ente cu an d o
querem os h acem o s presente y re p resen ta m o s lo com plejo, lo no cons­
truido, lo inabarcable de una m irada, el caos.
Y aun así, tras todo lo dicho sería insensato discutir que hay frontera y
fronteras. La fro n tera entre Estados Unidos y México no sólo parece tra­
zada a tiralíneas, se trazó con tiralíneas, y sin em bargo es frontera unáni­
m em ente aceptada a que nunca se achacaría algo de violento, im puesto y
forzado, p o r más que no venga respaldada p o r ningún río, m ar o cordi­
llera. El Rin separa en su curso alto Alemania y Francia. El D anubio form a
la frontera en R um ania y Bulgaria. El Sáhara separa el Magreb del Africa
negra. El Bosforo, que une Mar N egro y M editerráneo, separa E uropa de
Asia. El Mississippi, después las Rocky Mountains y más tarde el Pacífico fue­
ro n en d eterm in ad a época lín ea extrem a del L ejano Oeste. En alguna
parte del O der cambiamos del área lingüística germ ana a la eslava. En la
m ontaña se habla de fronteras de arbolado. Al describir la orografía de un
paisaje consignam os fronteras resultantes de sedim entaciones, isotermas,
oscilaciones térmicas, difusión de especies de plantas o animales. Defini­
mos el área de difusión de culturas desaparecidas m ediante yacimientos
arqueológicos y las líneas que los unen. Casi p o d ría describirse a la época
de los descubrim ientos como época en que se desplazaron las fronteras de
la térra cognita, en sentido espacial literal y tam bién en sentido traslaticio.
Ríos y corrientes sirvieron a m enudo y por largo tiem po com o fronteras.
Las cordilleras hacían de barreras y p o r tal se entendían. Las costas eran
líneas fronterizas, pero tam bién la línea trazada del Polo Norte al Polo Sur

143
q u e en el trata d o de T ordesillas rep artió el m u n d o conocido e n tre la
corona española [castellana] y la portuguesa, reparto, com o se sabe, con
consecuencias de largo alcance en la historia del m undo. Pero la frontera
d iscurre tam b ién en tre ciu d ad vieja y ciudad nueva, e n tre downtown y
suburbios, en tre gueto negro y barrio residencial blanco. Hay fronteras
que no aparecen consignadas en parte alguna y aun así respetan todos. Y
las hay a que se rehúsa reconocim iento y cuya legitim idad se desafía. Hay
que atravesar u n a frontera si se quiere desaparecer. En pasos de fronteras
p u ed en anunciarse conm ociones seculares. Con fronteras se señalan los
«espacios sagrados» de tem plos y ciudades prohibidas. En m uchas m etró­
polis son a m enudo unos cuantos bloques, nada más, y ya se cambia de «un
m u n d o a otro». Tales fronteras invisibles p u ed e n volverse reales, entre
zonas y áreas de lucha en guerras civiles en u n a ciudad. Incluso pueden
discurrir fronteras a través de casas y edificios, o haberlas en los recintos de
la vida privada e íntim a, com o m uestran el serrallo oriental o la casa beré­
b er de Pierre Bourdieu. Principalm ente es la frontera entre lo público y lo
privado u na de las más delicadas y sutiles, al tiem po que sólida: en sus des­
plazam ientos puede leerse la integridad o la erosión de culturas enteras.
La fro n tera en tre d en tro y fuera subyace al m isterio de todo um bral. La
incertidum bre que aflora en el trato con fronteras resulta de esa riqueza y
m ultivocidad de significados y referencias: la fro n te ra que incluye,
excluye; lo que separa, une; lo que toca es siem pre a la vez distancia. No
podem os sustraernos a esa paradoja.
U na y otra vez vuelve a hacerse de ello tema, u n a y otra vez se le d a vuel­
tas y vuelve a tratarse. La versión más corriente es la lucha entre partidarios
de la tesis de «fronteras naturales» y partidarios de la tesis de que en las
fronteras se trata de «un hecho en prim er térm ino social, y sólo después
espacial». Los contendientes clásicos en este asunto son Friedrich Ratzel
p o r u na parte y Georg Simmel por la otra151. Se podría en ten d er ésta como
querella entre dos disciplinas, Geografía y Sociología. Pero, al tratarse de
una disputa en el tiem po y en los discursos del tiem po, la disputa misma se
llegó a cargar ideológicam ente, y se vino a hacer del naturalism o y naturali­
zación de Ratzel algo al mismo tiem po reaccionario e inmovilista, en tanto
el con cep to sociológico de espacio de Sim m el figuraba la concepción
m oderna y dinámica. Es más, se situó a la A ntropogeografía de Ratzel en las
inm ediaciones de u n naturalism o biológico propio de nacionalsocialistas
posteriores, m ientras se caracterizaba a la Sociología de Sim m el como

144
rasgo de su judaism o y del presunto carácter desarraigado y sin lugar de
éste. La ideologización de la cuestión de las fronteras, en calidad de «natu­
rales» en Ratzel y de «hecho sociológico» en Simmel, su estilización hasta
convertirla en confrontación entre un «sentim iento del espacio genuina-
m ente alemán» y «lo desarraigado del judaism o» es indicio del cam po de
tensión de la época que necesita a su vez ser explicado y resuelto.
En lo que atañe al asunto mismo, sólo ayuda a salir del atolladero una
consideración histórica. Sería del todo insensato negar que las condicio­
nes naturales, el curso de ríos, costas o macizos m ontañosos, desem peñan
un papel en el desarrollo de acciones y form aciones históricas; com o lo
sería igualm ente ver en las fronteras y su trazado algo eternam ente dado y
p o r encim a de la historia. T o d a fro n te ra tiene su génesis, su época de
vigencia y eficacia, y su época de descomposición. Las fronteras «se hacen».
Las hay más y m enos duraderas, más y m enos estables, más y m enos elásti­
cas. Al decir que toda frontera tiene historia se está diciendo tam bién que
las fronteras son históricas. Esto es u n a visión intranquilizadora y angus­
tiosa, naturalm ente: se vuelve fluido todo aquello que es firm e y da m arco
de referencia y orden a la vida en com ún. Q ue las fronteras se vuelvan flui­
das es angustioso, com o to d o lo relativista y relativizador. Se vive más
cóm odo entre cosas firm es y fronteras eternas. Hacerse históricas las fron­
teras p o d ría ser igualm ente prospecto de uso y legitim ación d e revisio­
nismo e irredentism o o proclam ación de enm udecidas fronteras legítimas
y reconocidas que conjurara intranquilidad, caos y guerra civil; o podría
ser cuestdonamiento expreso de rutinas y reglas tácitas. Las fronteras son
condición vital de u na vida hum ana ordenada, y transgresión de fronteras,
antes de convertirse en térm ino de m oda, algo más peligroso y arriesgado.
Vista a cám ara rápida, la entera historia europea es una ininterrum pida
historia de desplazam ientos de p o d er y de fronteras, de proclam ación de
líneas fronterizas largam ente respetadas, de u n a dinám ica incesante de
revisión ora pacífica, ora violenta. En amplios períodos la historiografía es
reconstrucción de esos movimientos de desarrollo y revisión. La historio­
grafía trabaja especialm ente el curso de las fronteras. Está especializada en
sus desplazam ientos, que tom a p o r los más precisos indicadores de la diná­
mica de avances y retrocesos. La frontera es el lugar privilegiado para escri­
bir historia espacio tem poralm ente fundada. A quí se n o ta la ausencia de
intensidad en los im pulsos, co n tu n d en cia en los avances y consistencia
en las innovaciones, o aun lo baldío de los avances. A quí se m uestra qué

145
deviene históricam ente poderoso, y qué no es perdurable y ju sto p o r eso
qued a anulado de nuevo. A lexander Kulischer lo llam aba flujo y reflujo
del m ovim iento histórico, y para él la eterna m udanza era agente principal
del m ovim iento histórico
Aún hay o tro aspecto en que las fronteras son lugares preferidos: ah í se
p u e d e n estudiar procesos de m ezcla, transferencia y am algam a de que
surge algo nuevo. La fro n tera ofrece un conocim iento de u n a cualidad
particular. En la periferia se ve de otra m anera y otra cosa que en el centro,
un centro que a m enudo se satisface a sí mismo. Quizás eso encaje con que
m uchos nuevos desarrollos com iencen en la periferia, en la fro n tera exte­
rior, y el núcleo de nuevos im perios se form e en la frontera exterior de los
antiguos. P ropiedad esta de la periferia y la frontera de que ciertam ente
puede hacerse d e nuevo ideología, hacer de la periferia nuevo centro y
estilizar la m arginalidad en «peculiaridad»: la frontera com o lugar natal
de lo original y los originales, de lo híbrido considerado superior.
M aestro en explicar u n a sociedad en tera a p a rü r de la frontera es Fre-
derick Jackson T u rn e r153, quien es m ucho más que el au to r de u n a tesis
provocativa. U no en tiende después p o r qué h a sido tan im portante para
tantos europeos la experiencia estadounidense del espacio: ahí se era tes­
tigo de la form ación in nuce de una sociedad. Ahí se podía seguir con ojos
desorbitados, casi a cám ara rápida, cóm o u n a sociedad recorría a ritm o
acelerado p ero paso p o r paso todas las fases de desarrollo que en Europa
ya habían desaparecido en la oscuridad de las épocas históricas y había
que sacar a la luz con un fatigoso trabajo de reconstrucción de las ciencias
del espíritu: la transform ación del espacio en territorio y del territorio en
Estado soberano. Aventura en el espacio que aun era más aventura en el
tiempo. Algo parecido vale de Rusia, que igualm ente quería o debía con­
vertirse en escenario en que se form ara de un salto toda una sociedad. La
territorialización de u n a experiencia histórica o social, la construcción de
u n a sociedad coram publico constituía la fascinación del «sueño am eri­
cano». Frederick Jackson T u rn er se percataba plenam ente de lo condicio­
nado, de lo histórico de su pu n to de vista: sus consideraciones acerca de la
frontier en la form ación de la sociedad estadounidense sólo eran posibles
desde el m om ento en que frontier y m ovimiento hacia el Oeste habían lle­
gado a su fin; en concreto, en el mismo m om ento en que el director de la
oficina del censo estadounidense constataba que ya no había propiam ente
ningún territorio d e frontera (1890). T u rn e r proporcionó con su ensayo

146
u n a clave d e la h istoria estadounidense. P uede reconocerse ah í qué
implica «Grenze» -ya se trate d e front, frontier, border, boundary, etc.154- . Tur-
n e r la lee hacia atrás, la descifra, la despliega. Aquello que para el com ún
en ten d im ien to sólo es lín ea lo transform a él en sección, superficie de
corte en que despliega el epos estadounidense.
En el análisis de T u rn er se hacen visibles los elem entos -dem ográfico,
jurídico, social, institucional, geografía de com unicaciones o m en talid ad -
que han conform ado a Estados U nidos. «Estados U nidos está ah í com o
u n a página en blanco en la historia de la sociedad.» Se recorren todas las
fases, todas tienen su toque personal, su vía típica. M ientras en el Este todo
es transform ación de instituciones originariam ente europeas, coloniales,
despliegue de form as preexistentes, el O este tro q u ela la ex p erien cia
arq uetípica que p roduce lo nuevo y g enuinam ente estadounidense. «El
desarrollo social de Estados Unidos h a arrancado siem pre de lo nuevo sur­
gido en la fro n tera. Ese infatigable re n a c e r a que n ad a desvía d e su
camino, esa fluidez de la vida estadounidense, la expansión hacia el Oeste
con sus nuevas posibilidades, el constante contacto con la sim plicidad de
u n a sociedad primitiva form a las fuerzas que dom inan en el carácter esta­
dounidense. El único punto de vista adecuado a la historia de esta nación
n o es la costa atlántica, sino el G ran O este... la fro n te ra es la lín ea de
m áxima rapidez y eficacia en el proceso de convertirse en estadounidense.
Lo salvaje se enseñorea del colono: se encuentra a un europeo a quien le
p reo cu p an traje, habilidades, trabajo, m aneras de y hábitos de pensa­
m iento. Lo saca de su vagón de tren y lo sienta en u n a canoa de abedul...
donde se en cu en tra unas condiciones que le vienen dadas, que h a de acep­
tar p o r fuerza o perecer, y así encuentra el cam ino a los claros de los indios
y sigue sus sendas. Paso a paso él cambia lo salvaje, pero el resultado no es
la vieja E uropa, ni siquiera el desarrollo de los gérm enes germánicos. El
hecho es que ha surgido algo nuevo que es estadounidense»155. La frontier
estad o u n id en se p u ed e enseñarle a u n o algo que atañ e tam bién a otras
fronteras, p o r doquier: que no son algo estático sino dinám ico, indicador
especialm ente bueno del alcance de las energías ocultas detrás156.

147
Im ágenes d el m undo, im ágenes de mapas:
otra fen o m en o lo g ía d el espíritu

«La historia de las representaciones del espacio, que se revocan unas a


otras, está bien estudiada y no hay que repedrla aquí», escribe R einhardt
Koselleck'57. Esto es atinado si se m ira sólo al espacio europeo occidental.
Rige m ucho m enos en el estudio de las representaciones del espacio de
sociedades y pueblos extraeuropeos. Según eso, cada época histórica tiene
sus propias representaciones del espacio, cada época se hace de él su pro­
pia im agen. En los mapas se manifiestan el conocim iento y la representa­
ción que una época se hace del espacio. Los m apas cuentan historia en
form a de figuraciones y construcciones espaciales. Se diría que en ellas la
im agen del m undo vuelve en sí. La historia de la cartografía pasa por su
fase mítica-mitológica, la religiosa, la de las Luces y la de expansión impe­
rial y fantasía imperialista, hasta las im ágenes de su autodestrucción. Y aun
lanza ya u n a m irada a su espalda sobre el planeta azul, desde la rem ota
lejanía, desde el cosmos, com o de despedida158. Atraviesa los períodos y
m etam orfosis más diferentes, tal vez no en una sucesión lógica, tal vez no
en u n a secreta teleología del progreso del conocim iento, sino unida a rup­
turas, pérdidas y «retrocesos», com o m uestra u n a m irada a la Edad Media
en que se perdió la avanzada cartografía de un Estrabón o un Ptolom eo1” .
R epresentación del espacio e imágenes en los m apas se h an estudiado por
largo tiem po exclusivamente desde el punto de vista de su «cientificidad»
y su fidelidad em pírica a la realidad, atendiendo a la cuestión de hasta qué
p u n to «corresp o n den al m u n d o real», hasta qué p u n to «reproducen
correctam ente». Con esa perspectiva cientificista podía apañarse algo así
com o un progreso del conocim iento con sus correspondientes desviacio­
nes y «regresiones». En tiem pos más recientes se vino a ver en ellas unas
im ágenes «más complejas», no sólo «copias» sino tam bién construcciones
de im ágenes del m undo, form ación de representaciones m entales que los
h o m b res se h acen del m undo. Así vistos, se hace posible u n a segunda
m irada a los mapas: desde el punto de vista de los significados que asignan,
ad scriben y consignan los cartógrafos y u n público q u e necesita y lee

148
mapas. Modo de m irar que gira así más bien en to m o a la faceta activa del
trazado de m apas y la representación del espacio, y a la cuestión de qué
papel desem peñaron en el m undo histórico.
La n ecesidad que tien en los seres h um anos de figurarse y fijar el
entorno en que viven es paten tem en te tan antigua com o ellos. El m apa
más antiguo que se conoce de un lugar poblado es el llam ado m apa de
Bedolina, en el N orte de Italia, de u n a época que puede situarse entre el
2000 y el 1500 a. C. La pintura rupestre m uestra seres hum anos, animales,
casas, formas rectangulares y líneas irregulares. Tam bién se han hallado
en otras partes dibujos en piedra que figuran lugares. De Egipto conoce­
mos el plano detallado de un ja rd ín grabado en m adera y arcilla en torno
al 1500 a. C., planos y m apas de m inas de oro nubias, cartas estelares y
m apas ya estilizados p a ra el viaje al más allá. Los egipcios p o n ía n a
m enudo tales m apas en los sarcófagos para el viaje al reino de los m uertos.
A causa de las inundaciones anuales y las nuevas m ediciones resultantes,
Egipto era un cam po de prácticas para la elaboración de m apas catastrales.
Tam poco en el caso egipcio está claro qué fue antes, la necesidad práctica
de orientarse en concreto o la metafísica de un orden m ítico espiritual en
la vida del cosmos. ¿Qué es más característico de la representación egipcia
del espacio, los mapas de las minas de oro nubias y los catastrales, o los de
sarcófagos que se suponía debían guiar a los m uertos a través del reino de
los m uertos? R ecuerdan a las formas estilizadas de la m oderna cartografía
por com putador. Un m apa fechado en torno al 1500 a. C. m uestra canales,
una m uralla con portones, casas, vanos de puertas y u n parque. Un m apa
acadio fechado en to m o al 2300 a. C. que sitúa el Este en el m argen supe­
rior del m apa m uestra al Eufrates que nace en las m ontañas arm enias y
corre hacia el golfo Pérsico, así com o Babilonia y otros lugares. U n tercero
presenta u n m apa del m undo que tom a com o pu n to de orientación Asiria:
Babilonia ocupa el centro; del N orte llegan las corrientes d e Eufrates y
Tigris; adem ás de Babilonia aparecen consignadas otras ciudades160.
Ju n to a la tem prana existencia de mapas, la presencia p o r doquier de
represen tacio n es del espacio hace p a te n te su carácter de «necesidad
antropológica fundam ental». Se encuentran m apas en form a de stick charts
hechos con palmas entretejidas entre los habitantes de las islas Marshall:
los mejillones indican islas, las largas ramas com badas, corrientes. Se trata
de cartas de navegación que perm iten localizar islas y atolones. Casi se
diría que fijan el conocim iento secreto de u n pueblo m arinero, ilegible e

149
inaccesible a los extraños. Tales cartas de navegación las hubo tam bién en la
América precolom bina, pues cuando Cristóbal Colón llegó en octubre de
1492 a G uanahaní, más tarde San Salvador, supo por iniciados de la existen­
cia de una isla más al sur, Cuba. Treinta años más tarde, en el año de 1520,
H ernán Cortés se hizo con un m apa dibujado con gran precisión. Lo con­
signado en él se recogió en mapas europeos, m ientras los originales mejica­
nos se quem aron más adelante y no se han conservado. El códice Mendoza,
que se conserva en la Bodleian Library, es uno de esos casos. El m apa repre­
senta la ciudad de M éxico-Tenochtitlán, donde vivían unos 150.000 seres
hum anos en el m om ento de su descubrim iento p o r los europeos.
T am bién se en c u en tran m apas de las tribus indias norteam ericanas.
C onsignan ríos, senderos, poblados y cuerpos celestes. C oetánea de la
A ntigüedad m editerránea, se encuentra tam bién u n a cartografía avanzada
en el Este y Sudeste asiáticos. Los cartógrafos se sirven de los materiales
más diversos, com o seda o piedra. Incluyen ríos y asentam ientos consigna­
dos en relieves. Hay mapas de provincias en particular pero tam bién del
cielo y las estrellas. A m enudo se consignan nom bres de los lugares. Desde
muy p ro n to se establecen directrices oficiales para la confección de mapas
y se em plea u n sistema de coordenadas rectangulares. C hina produjo el
p rim er m apa im preso, en to m o a 1155 d. C., que m uestra u n a parte de la
Gran M uralla y C hina Occidental; está orientado al Norte. C hina inventó
antes q u e E u ro p a e in d ep en d ie n te m e n te de ella la brújula, tan im por­
tante, y otros instrum entos náuticos im portantes para la navegación y los
descubrim ientos. De Ja p ó n conocem os representaciones isom étricas de
Kioto que se antojan u n plano urbano m oderno en que figuran recintos
de templos, lugares sagrados, trazado de calles y alcantarillados.
Son de todos conocidos los logros cartográficos del mundo islámico.
Los árabes no sólo recogieron muy pronto la herencia de la Antigüedad
con sentido crítico -ya en el siglo IX se tradujo al árabe el Almagestoy la Geo­
grafía de Ptolomeo-, sino que también recogieron conocimientos carto­
gráficos chinos e hindúes, y aprendieron técnicas de fabricación de papel,
impresión de libros y navegación. Como se apunta en la leyenda de Sim-
bad el Marino, puede que fueran los viajeros y descubridores más signifi­
cados del mundo. Tras sus imponentes logros cartográficos se hallan sus
logros como descubridores. A bordo de sus dhaus navegaron hasta el sur
de Africa y las costas de la India y el Sureste asiático. Disponían de instru­
mentos náuticos, brújula, rosa de los vientos y una forma primeriza de por-

150
tíllanos. Les em pujaba el com ercio y la difusión de las doctrinas del Pro­
feta. De ellos proviene el más antiguo globo del m undo, fabricado en Per-
sia en 1279, m apas del m undo, del valle del Nilo y otros mapas regionales,
planos de asedio de puertos y ciudades, planos de ciudades, itinerarios e
incluso planos a vista de pájaro161. Es a través del m undo islámico com o
regresó a la E uropa crisdana u n conocim iento geográfico de los antiguos
en gran parte perdido, y en b u en a m edida precisam ente p o r allí donde
islam y cristiandad se enfrentaban más fecundam ente, la Península Ibé­
rica; y no p o r azar a través de quienes hacían de m ediadores en el com er­
cio en tre am bos m undos, los ju d ío s españoles. No es azar que esa zona
fronteriza y de intercam bio islám icojudeo-cristiana se convirtiera en cen­
tro de la m oderna cartografía europea y punto de partida de las singladu­
ras y descubrim ientos europeos m odernos.
Así pues, pu ed e observarse u n a «necesidad prim igenia de orientación
en el espacio» q ue atraviesa todas las culturas; n o h a h ab id o sólo «el»
cam ino de la conquista cartográfica del m undo, sino m uchos m odos de
hacérselo presente. Con certeza, en el principio estuvo la necesidad prác­
tica de orientación en viajes de com ercio y singladuras. Planos de canteras
y minas daban inform ación sobre yacimientos de metales valiosos. Mapas
catastrales e itinerarios com o los del Corpus Agrimensorum rom ano, o ese
croquis de caminos de la costa n orte del Mar Negro grabado en u n escudo
rom ano, pero tam bién el m apa de Jerusalén contenido en el mosaico de
Madaba, en Jordania, fechado en to m o al 590 a. C., d an inform ación sobre
distancias y sobre suelo y terreno para la tasación de im puestos, funciones
ambas de extraordinaria im portancia para m edir y adm inistrar el Im perio
rom ano. Pero la mayor im portancia de los mapas está en perm itir orien­
tarse en viajes com erciales y de descubrim iento, y así, fueron tam bién los
avances de m ercaderes y descubridores los que más adelante rem ovieron y
desarrollaron de form a más duradera la im agen que los seres hum anos se
habían hecho del m u n d o 162. Cada descubrim iento altera nuestro conoci­
m iento del «aspecto del m undo» y lleva a revisiones, pero a la vez ocurre
que conocim iento alguna vez alcanzado vuelve a derrum barse y perderse.
En tanto figuran el mundo desde un ángulo de visión determinado y se
interesan por un determinado «objeto», los mapas son a la vez documen­
tos de poder y dominio: gire el mundo en tomo a Babilonia, a Roma o al
Imperio del Centro, la figuración cartográfica siempre implica una deci­
sión acerca de centro y periferia, poder y marginalidad163.

151
Mirada en sí misma e inmanentemente, toda imagen del mundo y de
un mapa es cerrada, conclusa y concluyente, nene su plausibilidad propia,
y corresponde a una consideración histórica de la cartografía tomarla en
consideración, dejarla estar y concederle su propia vigencia, en lugar de
mirar a las limitaciones y fantasiosos «errores medievales» desde las alturas
del Geographical Information System (GIS) o la cartografía por satélite. Con
ello se da entrada, desde luego, a un relativismo sin el que no es viable de
ninguna manera dotar de su carácter histórico a imágenes del mundo o de
mapas. En tanto en cuanto esto sea cierto, cosmogonías y cosmologías son
modos de aclararse y explicarse tanto como lo es la medición de la Tierra
por satélite, y el mappa mundi de Hereford tiene tanta validez como el pri­
mer mapa de Francia que la conclusión de la primera gran medición cien­
tífica de Cassini hizo posible.
El desarrollo de las imágenes del mundo y el de las imágenes de los
mapas están ligados al desarrollo tecnológico y a cánones de conocimiento
del mundo que la técnica ha hecho posibles, y así, ligados al estado de las
técnicas de medición, a la construcción de nuevos instrumentos, la obten­
ción de datos pertinentes, el descubrimiento de la brújula, el teodolito o la
fotografía por satélite. El catalejo que haría visibles nuevos planetas desen­
cajó de sus goznes una imagen del mundo. El cronómetro, con cuya ayuda
se pudo medir por fin con exactitud distancias en mar abierto, transformó
un océano interminable e incalculable en superficie abarcable y mensura­
ble de parte a parte, en que los movimientos no se sucedieron ya guiados
por el principio de «ensayo y error» sino que admitían reproducirse de
forma controlada y ajustada a un fin. También de eso surgió un mundo
nuevo. Vistas así, las imágenes de los mapas también figuran el poder de la
inteligencia humana, son formulaciones del genio del ser humano a la
hora de dominar y hacer franco el mundo espacial en que vivimos. Sólo
para un modo de ver muy limitado es la cartografía una «ciencia auxiliar».
En verdad es una de las muchas formas de conocimiento humano. Leer
imágenes de mapas es nada menos que otra «fenomenología del espíritu».

152
Paisajes d el paraíso, y otros

El nacimiento de Europa tiene lugar también en la imagen cartográfica


que la Antigüedad esbozara y dejara trazada. Tiene lugar aquí algo así
como una reproducción figurada del origen, de ese espacio en que hubo
de tener lugar en tiempos míticos el legendario rapto de Europa. En el
centro se halla el Mediterráneo oriental donde chocan los tres continen­
tes, Africa, Asia y Europa. El Mediterráneo, centro de un mundo-isla
rodeado por un océano que fluye a su alrededor: esa figura fundamental
marca hasta hoy a los mapas escolares; el territorio originario, rodeado de
ese campo que se extiende hasta los márgenes, la oikoumene que poco a
poco avanza, se amplía, se precisa.
Oikoumene. El m undo de la A ntigüedad se vincula patentem ente a las
culturas su p eriores d e Egipto y M esopotam ia, así en conocim iento del
m undo com o en recursos intelectuales de la teoría. Los griegos, antes filó­
sofos que geógrafos, recogieron el conocim iento existente a la sazón y lo
interpretaron audazm ente. Surgen así en to m o al 550 a. C. los m apas de
Anaxim andro de Mileto, m ejorados cincuenta años después p o r H ecateo
de Mileto. Dividían el m u n d o en dos partes: E uropa, y Asia con Africa-
Libia, que encierran al m ar M editerráneo. Tales de Mileto desarrolló un
m étodo de proyección nuevo. Las discusiones de la A ntigüedad giraban en
tom o a la división del m undo en tres continentes. H erodoto, el historia­
dor viajero del siglo V a. C., y más tarde el ejército de A lejandro en to m o al
320 a. G, am pliaron y precisaron enorm em ente los conocim ientos geográ­
ficos, en que hizo no poco la introducción de bematisty, es decir, hodóm e­
tros. Dem ócrito consideraba al m undo habitado, la oikoumene, extendido
principalm ente en dirección Este-Oeste. El progreso realizado p o r los grie­
gos en cuanto a la form a espacial de la Tierra, y así, en Cartografía, vino
sobre todo de h aber alcanzado la idea de u n a figura esférica para la Tierra,
proceso que arran có con los pitagóricos y ganó fuerza con Platón y sus
sucesores. Aristóteles (m uerto en el 322 a. C.) proponía una división del
globo en cinco climas, y veía a la oikoumene delim itada p o r un N orte ártico

153
y u n Sur trópico, líneas que más tarde la cartografía m oderna identificaría
con las situadas a 66 y 23 '/a0 de latitud N orte respectivam ente. Tam bién
suponía Aristóteles que hubiera en el Sur u n a franja correspondiente al
«m undo habitado», los antípodas, si bien inhabitados164. Ese conocim iento
de la A ntigüedad fue sistematizado p o r Eratóstenes, bibliotecario de Ale­
ja n d ría (276-196 a. C.). Este, a quien se tiene p o r padre de la Geografía
científica, calculó p o r vez prim era el perím etro de la Tierra. Aceptada la
form a esférica, el siguiente paso era la m edición. A la de su p erím etro
h ech a p o r Eratóstenes siguieron otras de E udoxo de C nido, Dicearco y
Aristarco de Samos166. Eratóstenes calculó el perím etro correctam ente, en
lo fundam ental, y repartió los continentes de u n a nueva m anera. Hizo pro­
gresos en la m edición de la longitud del M editerráneo, y am plió nuestros
conocim ientos cartográficos, ante todo del N orte de E uropa y el Sur de
Asia, evaluando y sacando partido a los relatos de viajeros. P or lo demás,
Eratóstenes parte de la idea de que la T ierra está en bu en a parte cubierta
p o r las aguas. Geógrafos y cartógrafos posteriores le tom aron com o punto
de partida. Así, Crato de Melos (en torno al 200 a. G.) construyó p o r vez
p rim era u n globo te rrá q u e o en que aparecían cuatro co n tin en tes de
tam año aproxim adam ente igual, dos en el N orte y dos en el Sur, rodeados
p o r el O céano. Tres de ellos, em pero, eran a la sazón casi desconocidos.
Esa im agen subsistiría d u ra n te siglos. Se considera a H iparco de Nicea,
contem poráneo de Crato, inventor del m étodo de proyección en mapas.
Trazaba u n a red de grados iguales de longitud y latitud que se cortaban en
ángulos rectos. M irando al perím etro de la Tierra, H iparco aprovechó la
proporción de 360° p o r cada 700 estadios y fijó en esa red la posición de los
lugares. A doptada p o r prim era vez u n a red sistemática para aplicarla a la
T ierra, tam bién era posible ya la proyección cartográfica. Parece que
H iparco inventó asimismo el astrolabio, instrum ento p ara calcular y m edir
posiciones y trayectorias de estrellas y planetas166. En el siglo ü a. C. Claudio
Ptolom eo, bibliotecario de Alejandría com o Eratóstenes, form uló los fun­
dam entos de la Cartografía que habrían de ten er vigencia du ran te siglos.
Ptolom eo no se apoyó en la m edición de Eratóstenes del perím etro terres­
tre sino en la del astrónom o griego Posidonio, con lo que vino a hallar un
perím etro más restringido, equivalente a unos tres cuartos del real; erro r
que se arrastraría a lo largo del tiem po n o m enos que las ganancias en
conocim iento cierto que alcanzara Ptolom eo. Su Geografía contiene indi­
caciones sobre proyección cartográfica; propuestas de división del gran

154
m apa del m u n d o en m apas regionales, 26 en co njunto, de los que 12
co rresponderían a Asia, 10 a E u ro p a y 4 a Africa; u n a relación de unos
8.000 lugares a consignar, y p o r últim o, longitudes y latitudes en grados,
donde quince grados corresponden a una hora. El prim er m eridiano dis­
curre a través de las islas que hoy se llam an Canarias, y el m apa se extiende
hasta China. A unque el m apa se trazó fundado en cálculos astronóm icos,
por otro lado se consignaron lugares sobre la base de relatos de viajeros.
No sabemos si Ptolom eo era cartógrafo o bien se trata sólo de u n nom bre
colectivo para todo un Corpus de obras cartográficas, com o ocurre en la
tradición m édica con Hipócrates. Con todos esos progresos en la concep­
ción espacial de la Tierra, Ptolom eo fue geocentrista y decisivo para una
tradición que había de ser la dom inante hasta C opérnico107.
Conquistadores d e Alejandría y herederos de la cultura alejandrina, los
rom anos tom aron con la ciudad el conocim iento del m undo alm acenado
en ella: figura esférica de la Tierra, m edición de su perím etro, m étodo de
proyección cartográfica, m apas a diferentes escalas, mapas del m undo que
abarcaban Europa, Asia y Africa... El sentido práctico que se atribuye a los
rom anos se dejó sentir tam bién en el terreno de la concepción cartográ­
fica del m u n d o conocido. A lgunos m apas rom anos h a n llegado hasta
nosotros: p o r ejem plo, el de Agripa, que m uestra por prim era vez los tres
continentes, Europa, Asia y Afríca-Libia. Pero del m undo rom ano existen
sobre todo, dos mil años antes de la United States Public Land Survey, m apas
catastrales. M iden el terreno en lo que se conoce com o Corpus Agrimenso-
rum y se archivaban en registros catastrales oficiales. Además, existen pla­
nos de ciudades, un com pendio de registros hidrológicos consignados, iti­
nerarios, y ese célebre dibujo de la rib era del M ar N egro que contiene
incluso no m b res de lugares e indicaciones de distancias. D onde m ejor
representado q u ed a el m undo de la cartografía rom ana es en lo que se
den o m in a Tabula Peutingeriana, llegada hasta nosotros en u n a copia del
siglo XIII basada p o r su parte en u n original del siglo IV y en unos conoci­
m ientos encarnados en la gran figura de Estrabón (63 a. C.-24 d. C .)16a.
El conocim iento espacial y las representaciones cartográficas de la Anti­
güedad no sólo son de suyo dignas de atención, sino tam bién porque los
«progresos del conocimiento» llevados a cabo entre el 2500 a. C. y el 400 d. C.
se p erdieron casi p o r com pleto tras el final del Im perio rom ano, retroceso
que duró hasta que aquel saber de la A ntigüedad com enzó a circular de
nuevo tras casi mil años y p o r vías asombrosas; historia de u n a regresión,

155
cuando historia, p or lo demás, suele asociarse con progresión ininterrum ­
pida.
El Paraíso cartografiado. Cam inos a Jerusalén. La descom posición del
Im perio rom ano viene acom pañada p o r la decadencia del arte cartográ­
fico. Del siglo V al X se encuentran pocos mapas. E ntre ellos se cuentan el
m apa en form a de mosaico confeccionado por u n artista bizantino en una
iglesia de la ciudad siria de Madaba en torno al 590 d. C. M uestra el Asia
O ccidental, el delta del Nilo y el Mar Negro. La posición de Jerusalén apa­
rece consignada con precisión. O tro de esos m apas es la ya m encionada
Tabula Peutingeriana, así llam ada p o r un hum anista de Augsburgo del siglo
XVI, C onrad Peutinger. Se trata de un gran pergam ino m anuscrito de un
pie de altura y veinte de longitud. Dividido en doce secciones, se han con­
servado once, que m uestran el orbe terrestre desde el Oeste de Inglaterra
hasta la India pasando p o r el M editerráneo. Cabe conjeturar que la Tabula
Peutingeriana se funde en u n itinerario rom ano. En parte se indican dis­
tancias, cam inos y cordilleras, y aun aparecen edificios y personas; el mar
figura en gris azulado; Roma, sim bolizada p o r una figura que sostiene un
globo terrestre, u n escudo y una lanza. Las calzadas principales del Impe­
rio p arten todas de Roma.
A unque en la biblioteca de C arlom agno tiene que haber habido planos
bastante detallados de Roma y C onstantinopla, el arte de los mapas decayó
tras el final del Im perio rom ano. No había u n a concepción fija y conclusa
acerca d e si la T ierra fuera esfera o disco. Ni se trataba tanto de inform a­
ciones geográficas com o de presentar el m undo en correspondencia con
las representaciones que de él se hacía la Cristiandad tem prana. La con­
cepción más extendida era la que hacía de la T ierra un disco circular, pre­
sen tad o en los llam ados mapas radiales con el esquem a T-O, que se retro­
trae a u n escrito de san Isidoro de Sevilla. Esbozan un m apa del m undo
q u e p resenta el orbe terrestre ro d ead o por la corriente del O céano -mare
oceanum-, representado p o r la letra «O». Inscrita en ella estaba la «T», que
re p a rtía el m u n d o en las tres partes conocidas, Europa, Africa y Asia. El
trazo vertical rep resentaba al M editerráneo, en tanto el horizontal seña­
laba los grandes ríos, Don ( Tanais Jluvius) y Nilo ( Nilus jluvius). El trans­
versal p o día figurar igualm ente el M ar N egro con el Bosforo y el Medite­
rrá n e o o rien tal. A o rien te , sobre ese m ism o travesado de la T, se
e n c u en tra a m enudo u n a im agen d e lja rd ín del Edén, conform e a las pala­
bras bíblicas «Y p lantó Dios, el E terno, u n ja rd ín en Edén, al oriente...»

156
M a p a m u n d i T -O , d e u n c ó d ic e d e L e ip z ig d e l s ig lo XI.

«E sbozan u n m a p a de l m u n d o q u e p r e s e n t a el o r b e
te r r e s t r e r o d e a d o p o r la c o r r i e n t e del O c é a n o - m a r e
o c e a n u m .»
(Génesis 2 ,8 ) . El Paraíso recibe así un puesto de honor central en el mapa
del mundo. Aparecen además cuatro ríos que fluyen desde el Jardín de
Edén: Pisón, Guijón, Tigris [Gidekel] y Eufrates [Prat]. En el cruce de los
dos brazos, horizontal y vertical, se representa el centro del mundo. Allí se
encuentra el punto medio de la Cristiandad, la ciudad santa de Jerusalén:
«Así habla el Señor: ésta esjerusalén. En medio de las naciones la había Yo
colocado, con países alrededor...» (Ezequiel 5 ,8 ) l<a. En esta presentación se
prolonga por una parte la representación que la Antigüedad se hacía del
mundo, con Asia y África separadas por el Nilo, y Europa de África, por el
Bosforo y el Mar Negro, mientras por otra parte lo nuevo, fruto de la Biblia
y el Nuevo Testamento, está en el emplazamiento del Jardín de Edén y la
Jerusalén sagrada, así como en la identificación de los continentes con los
hijos de Noé, Jafet-Europa, Sem-Asia y Cam-África: no la oikoumene sino la
Tierra Santa es lo que define el espacio170.
Esta visión se mantiene hasta la Baja Edad Media, y sólo se romperá y
descompondrá paulatinamente merced a los portulanos de marinos y mer­
caderes y al redescubrimiento de la herencia de la Antigüedad a través del
islam. La mezcla de ideas bíblicas y conocimiento empírico de mapas se
hace máximamente clara en algunas obras cartográficas célebres de la
Edad Media, por ejemplo los mappae mundi o mapas del mundo circulares
de Hereford (1276) y Ebsdorf (1 3 3 9 ), que datan de finales del siglo XIII y
principios del XIV. Es muy probable que ambos mapas colgaran en su día
tras sendos altares de la catedral de Hereford y del monasterio de Ebsdorf.
El mapamundi de Ebsdorf quedó destruido en la Segunda Guerra Mundial,
el de Hereford aún existe. Emparentados ambos con los mapas radiales
T-O y otros mapas de la Antigüedad, incluyen conocimientos de itinera­
rios, y así, se puede conjeturar que representan óptimamente el conoci­
miento geográfico de la Edad Media. El mapa de Hereford, que sigue el
esquema T-O, está enriquecido además con nombres de ciudades, París,
Roma o Antioquía. Son visibles dos pasos de los Alpes, escenas bíblicas pin­
tadas con viveza y fábulas mitológicas, así como unos monstruos y engen­
dros peregrinos patentemente pensados para infundir temor en el espec­
tador. También el mapamundi de Ebsdorf, algo más reciente, que tenía un
diámetro de tres metros, operaba con una mezcla de mitología bíblica y
localizaciones empíricamente comprobables que pudieran haber servido
como «contenido informativo» para peregrinos o cruzados por ejemplo.
Oriente se figuraba además por medio de una cabeza de Cristo, mientras

158
Jerusalén se encontraba en el centro del mapa. Las crónicas de H artm ann
Schedel (Líber Chronicarum), ya en 1493, aún n o aspiran ante todo a cono­
cim iento geográfico en sentido actual, p resen tan u n bestiario d e m ons­
truos, enanos y ángeles exterm inadores. Es p aten te que la o b ra gira en
tom o al más allá antes que al más acá físico o de la Física. La figuración
artística es más im portante que la exactitud de lo consignado. El anclaje de
Cristo en el m apa en su calidad de ju ez universal es tan im portante com o
en el tím p an o en la iglesia. Las indicaciones p u ra m e n te geográficas ni
siquiera estaban perm itidas. El m u n d o perfecto de los cielos co ro n a al
incom pleto de lo terreno. La Biblia era la inspiración más im portante de
la cartografía y dejó su cuño. La cuestión giraba en to m o a la geografía del
Paraíso y la T ierra Santa. En las grandes obras cartográficas del Theatrum
Orbis Terrarum de Ortelius, publicadas en Am beres ya en 1570, aún son cla­
ram ente legibles lenguaje y horizonte de la Biblia y el Nuevo Testam ento.
La obra cartográfica Parergon incluye ju n to a secciones dedicadas a la m ar­
cha de A lejandro M agno o el viaje de Ulises otras que lo están a los viajes
de los Padres de la Iglesia y san Pablo. Paisajes de la Biblia y de la Antigüe­
dad se sitúan ju n to s sin forzarlos en absoluto. En la época se entrem ezcla
todo con desenfreno, podría decirse tam bién con total libertad. En el ejér­
cito de A lejandro aparecen representados barcos de u n a hech u ra com o la
que se gastaba en el siglo XVI; hasta bien entrado ese siglo los atlas siguie­
ron siendo asunto religioso, y u n o podía ser enviado a la pira p o r causa de
un m apa. En la época de transición a la prim era Edad M oderna, la vida del
cartógrafo n o estaba libre de riesgos. En fecha tan avanzada com o 1535,
M elchor y Gaspar Trechsel aún sacaron una edición de Ptolom eo com en­
tada p o r Miguel Servet. A requerim iento de Ju an Calvino, el atlas fue con­
denado al fuego, pues Palestina no aparecía com o aquella tierra que m ana
leche y miel. El cartógrafo Servetus fue quem ado en 1553 p o r hereje”1.

159
Portulanos
Apartarse de la costa
H acia nuevas costas

D esde el siglo XIII aparece un tipo nuevo d e m apa: el m apa pisano


de 1290 o el portulano de Abraham Cresques, ju d ío m allorquín, en que apa­
rece representado el m undo desde el Atlántico hasta la C hina172. Literal­
m ente, portulano es aquel m apa que perm ite o facilita hallar un puerto. Son
descripciones de costas con indicaciones de rum bo, descripciones de entra­
das complicadas, lugares peligrosos com o bajíos y escollos, e indicaciones
sobre puertos seguros y fondeaderos, descripción de islas y cabos conocidos,
una especie de cuaderno de bitácora para navegación de costa, basadas ori­
ginariam ente en anotaciones particulares de m arinos y pilotos. «Una red de
rectas que se cruzan (de ordinario llamadas rumbos) partiendo de 16 pun­
tos equidistantes a lo largo de un círculo «oculto». A m enudo las rectas exce­
den del perím etro, y tam poco es raro en contrar en uno u otro punto de
corte rosas de los vientos adornadas»'7’. Las líneas sirven para orientarse
igual que u n a retícula cuadrangular. «Los portulanos son los prim eros
mapas dibujados a escala en la Europa de finales de la Edad Media y comien­
zos de la M oderna»17'1. Portulanos e isolanos se concentran en perfiles de
costa, ríos y desembocaduras; las líneas de costa son más im portantes que el
territorio mismo. Su aparición depende estrecham ente de la aparición de la
brújula, y de la navegación m ejorada que ésta hace posible. Por lo regular
están dibujados sobre pergam ino de piel de cordero, o de gacela, como el
célebre m apa de Ibrahim al Mursí, de 1461. Con sus puntos de orientación y
sus indicaciones de vientos dom inantes, estas cartas de m arear han tenido
u n a gran influencia en el desarrollo del m apa p o rq u e al fijar el conoci­
m iento cartográfico lo hicieron perdurable y reproducible a discreción.
En el despuntar de la cartografía europea a finales de la Edad Media,
sin em bargo, cooperaron múltiples factores: redescubrim iento d e la carto­
grafía ptolem aica, invención d e la im prenta y viajes europeos de descubri­
m iento. Los mapas de Ptolom eo eran superiores con m ucho a los mappae
mundi. Llegaron a E uropa p o r dos vías: en el equipaje de los doctos que
huyeron a Europa occidental tras la conquista de C onstantinopla p o r los

160
turcos, e indirectam ente a través de la recepción islámica de la A ntigüedad
y su vinculación práctica con la cartografía y descubrim ientos de los ára­
bes. En adelante, la invención de la im p ren ta perm itió a la cartografía
reproducciones exactas. A hora ya había descripciones idénticas y mapas
congruentes, sea el de san Isidoro, im preso en 1472 en Augsburgo, el atlas
de Ptolom eo, en 1477 en Bolonia, el m apa xilográfico de Ptolom eo, en
1486 en Ulm, o la C rónica de N úrem berg de 1493, de H artm ann Schedel.
En adelante los mapas se habían convertido en reproducibles, idénticos y
en cierto m odo «objetivables», ya fueran simples xilografías, venecianos a
dos tintas, lotaringios a tres o calcografías coloreadas a m ano. La edición
de Ulm del atlas de Ptolom eo ofrecía un m apa, en principio reproducible
a discreción, con u n a red de m eridianos y paralelos n u m erad o s desde
cuyos m árgenes soplan doce vientos y en que aparecen consignados ríos,
m ontañas y mares. Sólo una vez fijado cartográficam ente está verdadera­
m ente descubierto un lugar, porque sólo entonces se puede p o n er rum bo
a él reiterad am en te, quien fuere y cuando fu e re 175. El p rim er descubri­
m iento no se verificaba hasta que un segundo podía repetirlo: sólo en to n ­
ces quedaba el espacio conceptualm ente apropiado y disponible.
Y p o r último, se sum ó a todo ello la actividad autónom a del descubri­
dor, ya se tratara de m arinos árabes o europeos. Los árabes fueron seña­
lados m arinos y cartógrafos. El m apa del m édico Ibrahim al Mursí, que
procedía de Murcia, m ostraba en el año 1491 [1461] con precisión los terri­
torios islámicos en el N orte de Africa y las fortificaciones a lo largo del
D anubio incluyendo las de la diócesis de Esztergom. Al Oeste, en el rei­
nado de Enrique de Portugal los portugueses em prendieron la navegación
a lo largo de la costa occidental de Africa, descubriendo las Azores y Cabo
Verde. Colón, cartógrafo él mismo, descubrió América en 1492, y en 1497
Vasco de Gam a en co n tró la ruta m arítim a de la India con ayuda de un
piloto árabe m usulmán.
La «Manzana terráquea» de Behaim, de 1492, propiam ente concebida
p ara recreo del público de N úrem berg, refleja en el año del descubri­
m ien to del «Nuevo M undo» el estado más avanzado del conocim iento
antes de su descubrim iento. M uestra el m undo exactam ente en vísperas
del regreso de Colón del Nuevo M undo. U na m anzana ptolem aica aún,
ciertam ente, con inform ación nueva y ab u n d a n te sobre el Asia oriental
que había de agradecerse a los viajes de descubrim iento de M arco Polo.
Eurasia se extiende casi sobre el globo entero, de suerte que E uropa y Asia

161
p arecen encontrarse A tlántico m ediante; esto es, ofrece exactam ente la
misma im agen que llevaba en la cabeza Colón, quien en su viaje hacia el
Oeste creyó h ab er alcanzado la India. El globo de Behaim está coloreado
con océanos azules y un Mar Rojo rojo, pintado con barcos de fantasía y
m onstruos m arinos, signos zodiacales y pendones. Pero la p rim era carta
general verdadera del Nuevo M undo es un m apa al estilo de los portulanos
confeccionado p o r Ju an de la Cosa en 1500 y hoy el tesoro más valioso del
M useo Naval de M adrid. O tro m apa im p o rtan te que m uestra el Nuevo
M undo es el de C antino d e 1502, que A lberto Can tino llevó de contra­
ban d o a Ferrara para inform ar al duque de F errara sobre los nuevos des­
cubrim ientos y el reparto del m undo entre España [Castilla] y Portugal
sellado en el tratado de Tordesillas de 1494; hoy se guarda en la Biblioteca
de los Este en M ódena. Ambos mapas están aún dibujados a m ano; los pri­
m eros m apam undi impresos proceden de Giovanni C ontarm e y Francesco
Rosselli, de Florencia, en el año 1506176.
Sólo paulatinam ente se hizo claro que se había descubierto u n nuevo
m undo. E n el instante en que se fijaron cartográficam ente por vez prim era
los perfiles de las costas de la Am érica recién descubierta se cum plió el
segundo descubrim iento, quizás el descubrim iento pro p iam en te dicho.
Antes, todo pudiera haber sido im presión, azar; ahora se había presentado
«testimonio», casi p odría decirse que se había creado un espacio nuevo.
Ello acaeció p o r prim era vez en la carta de Ju an de la Cosa de 1500, se con­
firm ó en la de C antino de 1502, y luego se multiplicó m ediante la im prenta,
para hacerse ya irrefutable en el célebre m apa de Martin W aldseemüller de
1507 en que aparece p o r prim era vez el nom bre de América, en hom enaje
al m arino Amerigo Vespucci. W aldseemüller, extraordinariam ente im pre­
sionado p o r el Novus Orbi de Vespucci de 1499, aún intentaría en 1513 recti­
ficar su m apa, sabedor ya de la verdadera historia del descubrim iento, pero
era dem asiado tarde: el nom bre de América ya rodaba p o r el m undo. El
m apa de Vespucci se colocó a continuación del m apa del Viejo M undo de
Ptolom eo. En adelante las cosas se siguieron en cadena. El conocim iento
del Nuevo M undo se difundió aprisa. América aparece ya consignada en el
m apa turco de Piri-Reis, y enseguida en m apas chinos. A ulteriores descu­
brim ientos siguieron nuevos cartografiados: N úñez de Balboa llegó en 1513
al Mar del Sur, la circunnavegación de la T ierra de Fernando de Magalla­
nes y Ju an Sebastián Elcano entre 1519 y 1522 trajo consigo nuevos trabajos
cartográficos relativos a las costas de África, India y las islas del Sureste asiá­

162
tico. Tan sólo el gran continente de los Mares del Sur, la Terra Australis, no
sería descubierto hasta la segunda m itad del siglo XVIII por Jam es Cook.
Epoca de descubrim ientos es época de cartografía. Si esto vale ya del
período del XIII al XV y los portulanos, cuando de verdad rige es tras el des­
cubrim iento de América. El siglo XVI es la época de los artífices de globos
terráqueos y constructores de instrum entos, de dibujantes de mapas y auto­
res de atlas. Apenas hay artista significado del Renacim iento que no se ocu­
para de mapas. Todos dibujaron mapas, planos y vistas de ciudades o pla­
nos de asedio: así, Leonardo da Vinci, Alberto D urero o Hans Holbein el
Joven, autor de un m apa del m undo im preso en Basilea en 1532. Gerardus
M ercator o G erhard Kremer, autor no sólo del célebre m apa del m undo
que lleva su nom bre sino de m uchos mapas de Europa, fue consum ado gra­
bador y en m uchos aspectos innovador del diseño cartográfico. Los proble­
mas de mapas entraron en los discursos literarios y públicos, p o r ejem plo
en ese pasaje de Shakespeare que alude a la circunnavegación del m undo
que llevara a cabo Drake: «He does smile bis face into more lynes than are in Ihe
Mappe with the augmentation of the Iridies»'1'1. Floreció un género nuevo, el
atlas. Cartógrafo pasó a ser oficio bien visto y en verdad representativo de la
nueva época, de hum anism o y R enacim iento. C on u n a form ación muy
notable, los cartógrafos habían asistido a las universidades europeas desde
Lovaina a Bolonia, y se veían remitidos a m ateriales del m undo entero en
cuanto recopiladores de inform ación esencial («estadística») para trazar
sus mapas: relaciones de viajes, m apas tradicionales, datos geográficos y
demás. El más significado cartógrafo contem poráneo de M ercator, Abra-
ham Ortelius, creador del Theatrum orbis Terrarum, era un auténtico polima-
tés, relacionado con todos los eruditos y gran viajero que hablaba con flui­
dez flam enco, latín, griego, italiano, francés, español, alem án e inglés, y
m antenía correspondencia con personas de toda Europa, desde Lovaina a
Danzig, desde O xford a Venecia. La época que va de 1570 a 1612 es «the Age
of Atlasses». No sólo aparecen los trabajos cartográficos de M ercator y O rte­
lius, tam bién los de Hondius, Janssonius, Blaeu y Visscher. Ju n to a globos y
atlas florecen las vistas de ciudades, que además no sólo m uestran ciudades
europeas sino tam bién del Nuevo M undo, com o el Cuzco y México. Las vis­
tas de ciudades editadas p o r Georg Braun y Frans H ogenberg en Colonia
en tre 1572 y 1618, Civitates orbis Terrarum, constituyen la docum entación
visual más im portante con que contam os de ciudades europeas en la época,
como en los casos de Londres o Brujas. R epertorio y vocabulario del cartó­

163
grafo se amplían: se introducen nuevos signos para alturas, edificios, asen­
tam ientos y aguas que se harían canónicos en el lenguaje cartográfico. La
confección de mapas, globos y atlas se convierte en negocio rentable y aun
sum am ente provechoso; el Theatrum orbis Terrarum de Abraham Ortelius de
1570 fue un éxito gigantesco, entre 1570 y 1612 aparecieron más de 40 edi­
ciones y num erosas traducciones, al holandés, alem án, francés, español, ita­
liano e inglés. A m en u d o la confección de m apas y atlas se hallaba en
manos de unas pocas familias, además em parentadas entre sí, com o en el
caso de los M ercator, H ondius y Janssonius. Nos hallamos aquí ante la for­
mación de un m ercado de productos cartográficos tales com o mapas, vistas
de ciudades y globos terráqueos. Con el correr de los tiem pos se fue des­
plazando el centro de la producción cartográfica: de los puertos y ciudades
marítimas italianas, baleares y españolas al área flamenca, holandesa y bajo-
rrenana; del espacio en que tradiciones y conocim iento árabes, ju d ío s y
cristianos estuvieran prodigiosam ente entrelazados con los comienzos de
las travesías europeas, al Noroeste europeo, que en adelante había de ser la
p u erta de E uropa al Nuevo M undo. La producción europea de m apas a
finales del xv y comienzos del XVI se concentra visiblemente en el valle del
Rin. W aldseemüller era de Saint-Die; M ercator, de Duisburgo; Ortelius, de
Amberes; Hondius, Janssonius, Blaeu, Visscher, Van Keule y otros, de Ams-
terdam ; Sebastian M unster, de Basilea. Algunos proceden de centros del
N orte de Italia com o V enecia o Florencia; y tam bién algunas ciudades
im periales d esem p eñ aro n papel notable: Etzlaub, au to r de la Romkarte
[m apa de Rom a], era de N úrem berg, y Konrad Fürst, de Zurich1™. La pro­
ducción de mapas sigue los pasos de los descubridores y es parte del gran
desplazam iento del centro dinám ico del proceso de civilización desde el
área m editerránea y norditaliana a la bajorrenana y atlántica. Aquello que
com enzara en los portulanos a título de cauto atrevim iento en aguas coste­
ras y luego cada vez más abiertas culm inaba en los prim eros m apas del
m undo en que se plasm aba definitivamente la despedida del Viejo M undo
en su papel de único concebible y el descubrim iento del Nuevo, y radical­
m ente transform ado; unos mapas en que cualquiera podía hacérselo pre­
sente en cualquier m om ento, accesibles a círculos cada vez más amplios:
m apas im presos que cada qu ien p o d ía llevarse a casa. Así, im agen del
m undo e im agen cartográfica dejaron de ser cosa de pocos -m agos, astró­
nom os y astrólogos, doctos y clérigos- para convertirse en asunto de más,
de m uchos más.

164
Discours du méridien»-. D escartes y Cassini

En tanto no esté medido, el espacio es descomunal, salvaje, indiscipli­


nado, indómito, vacío, inmensurable. Sólo medido es doméstico, domesti-
cado, franco, disciplinado, entrado a razón, razonable, razonado. Sólo
territorializado es el espacio dominable y dominado, espacio de dominio.
La época de la Ilustración experimentó cierta insatisfacción con la com­
prensión cartográfica. Era demasiado imprecisa, «acientífica». Había que
acabar con una situación en que a falta de información precisa sencilla­
mente se ilustraban los mapas con escenas y animales de fábula; algo en
que ya se regocijarajonathan Swift:

Geógrafos que en m apas africanos


con cuadros de salvajes llenan vanos,
y m eten en desiertas soledades
elefantes a falta de ciudades179.

C ontem poráneos com o Güssefeld, cartógrafo de N úrem berg, sabían


perfectam ente de d ó n d e provenía esa carencia: «Con los obstáculos casi
insuperables que se cruzan en el cam ino, clima, ru d eza de los pueblos,
grandes desiertos, ausencia d e grandes ríos navegables y otras circunstan­
cias sem ejantes, no es de extrañar que fuera de las costas y territorios adya­
centes sepamos poco o nada de África. Hasta ahora todos los conocim ien­
tos acerca de las tierras interiores son de oídas. De ah í que sea forzoso
esperar pacientem ente a ver si los esfuerzos de los británicos por descubrir
el in terio r son en el futuro más afortunados que hasta ahora»™. Pero Car­
tografía y Geografía debían llegar finalm ente a ser «críticas». En su tratado
de 1717 The Construction of Maps and Globes el erudito inglés Jo h n G reen
había cotejado los m apas existentes y criticado que «tales investigaciones
se vean considerablem ente retrasadas desde hace m ucho p o r causa de los
atlas de geógrafos descuidados. No es adm isible que en ad elan te sigan
publicándose sem ejantes m apas falseados y libros defectuosos que peijudi-

165
La Méridienne de París. Carie de Cassini, París 1720.

«Sólo te r r i t o r i a li z a d o es el e spa cio d o m in a b l e


y d o m i n a d o , e sp a cio d e d o m in io .»
can a la Geografía y la exponen a la vergüenza pública». Green se queja de
que los cartógrafos nunca m encionen fuentes ni inform adores, las líneas
de costa nunca se dibujen exactam ente, no figuren los caminos y las ciu­
dades estén a m enudo mal situadas131. Aquí se anuncia un tono nuevo. Car­
tógrafos y geógrafos q u iere n equipararse a los filósofos de los tiem pos
m odernos: n o acep tar indicaciones sin d em o strar ni más base que la
creencia, sino en todo indagar críticam ente. En su Discours de la méthode
René Descartes había hecho tem a aun de la reflexión del conocim iento
sobre sí mismo. Geógrafos y cartógrafos de la Edad M oderna y la Ilustra­
ción siguieron su ejem plo. Jacques Cassini, u n o de los m iem bros de la
gran dinastía de los Cassini que había llevado a cabo la prim era m edición
de un territorio, expone sus procedim ientos en el «Discours du méridien» de
1749. El resultado, la «Carie géometrique de laFrance», se convirtió ju n to con
la Enciclopedia en u n a de las mayores em presas científicas y organizativas
del siglo XVIII. El alzado del m apa de Francia se convirtió en u n a divisoria
histórica, y se vendría a hablar de u n «avant la caite» y un «afrrés la caríe» 182.
Los pensadores de la Ilustración abordaron el tratam iento del espacio con
los m edios de que disponían: abstracción y racionalidad. No cejaron hasta
haber borrado del m apa la últim a de las m anchas en blanco. Ni ondula­
ción ni altura, ni río ni m atorral, ni puente ni m onum ento que no hubiera
de en co n trar su sitio en el m arco de una topografía que sabe cóm o funda­
m entar cada paso al m edir y localizar, cóm o reproducirlo en m ente y repe­
tirlo en cualquier m om ento. La Ilustración echa en falta y ansia un espacio
ilustrado, un espacio d e las luces del que haya sido b orrado todo lugar
oscuro.
Ya se habían dado diversas incursiones en el terreno de la m edición car­
tográfica y topográfica de u n país; así, C hristopher Saxton y Jo h n N oden en
Inglaterra o W illbrord Snell a finales del XVI. En 1681 Jo h n Adams presentó
a la Roryal Academy la propuesta de m edir Inglaterra entera apoyándose en
m ediciones astronóm icas y triangulación. Pero la m edición efectiva de un
país en tero n o com enzó hasta la llegada a Francia en 1669 del astrónom o
italiano Giovanni D om enico Cassini (1625-1712), oriundo de Bolonia. La
iniciativa de la m edición partió de Jean-Baptist C olbert (1619-1683), y n o
fue azar que se tratara de Francia: Francia encabezaba la producción de
mapas topográficos en el XVH. Siguiendo al «espíritu de la época», la m onar­
quía absoluta veía en la m edición del territo rio u n presupuesto im por­
tante p ara m ejorar la estructura económ ica y adm inistrativa de Francia,

167
adecuado para llegar a ser el Estado centralizado más m oderno de Europa,
sede d e u n sistem a m ercantil y una adm inistración racional capaces de
desplegar todos los recursos del país. C iertam ente, Luis XIV hubo de sen­
tirse un tanto engañado al m irar el m apa y com probar que esa m edición le
h abía costado más territorio que cualquiera de sus guerras185. Desde sus
mismos comienzos las m ediciones topográficas fueron p o r su preparación
proyectos de gran envergadura desde el punto de vista económ ico, organi­
zativo, logístico y científico, que exigían considerables desem bolsos y se
prolongaban du rante generaciones; m uchos de sus organizadores m urie­
ro n antes de finalizarse el proyecto, com o Colbert, Picard o varios m iem ­
bros de la familia Cassini; cualquier guerra podía suspender o interrum pir
definitivam ente el proyecto con sus turbulencias. Exigían planes casi de
Estado Mayor. Sólo un Estado con p o d e r organizativo y u n a voluntad
fuerte estaba en situación de hacer algo así en esa época. La m onarquía
francesa tenía ambas cosas para crear el territorio del Estado nacional en
ciernes. Cierto es que fue precisa la coincidencia de varios factores: requi­
sitos científicos y técnicos cum plidos, situación intelectual de la época y
voluntad política del poder. Espíritu ilustrado, Academia y Rey Sol conver­
gen aquí en uno de los más esplendorosos proyectos d e la m oderna histo­
ria de la ciencia. C uatro generaciones de la familia Cassini trabajaron a lo
largo de más de cien años en la prim era topografía veraz de un país y crea­
ron con ello el prototipo de m edición em pleado luego p ara la de otros paí­
ses, p o r ejem plo Irlanda, y al cabo la del m undo, p o r ejem plo en el Great
Trigonometrical Survey of India, C uando apareció el m apa topográfico de
Francia en el año 1793, no sólo había llegado a su fin una acción «capital y
de Estado», tam bién se había consum ado u n a obra m aestra de ciencia y
organización. Jo h n Goss la describe com o sigue: «En su versión definitiva
el m apa de Cassini consistía en 182 hojas (con form ato 55,5 p o r 88,0 cm) a
escala 1: 86.400. Era el proyecto cartográfico más ambicioso hasta entonces
llevado a efecto en país alguno. La obra podía obtenerse en form a de atlas,
form ato folio, en un volum en o en varios, y contaba con un prólogo, «Aver-
tissement, ou introduction á la caríe genérale ei paríiculiére de la France». Pero
tam bién podía conseguirse enm arcada, o com o m apa plegable con una
funda; esta m odalidad, con aspecto de libro, era muy apreciada, pues de
ese m odo podía u n o llevar consigo m apas que cubrieran la mayor parte
del territo rio en u n form ato m anejable. H e ch u ra que im itaba a la del
plano de Vivier de París y sus alrededores, del año 1678, que se distinguía

168
p o r su estam pa clara y despejada de toda im agen superflua en los m árge­
nes. Caminos y calles principales aparecían realzados, había pequeños pla­
nos urbanos de las ciudades grandes, y disponía de diversos signos conven­
cionales p ara p eq u eños asentam ientos. Se indicaban p untos notables
com o iglesias, abadías, m onasterios, palacios, m olinos, etc., y los bosques
aparecían cuidadosam ente dibujados. Tam bién se indicaban apellidos de
los feudos de la nobleza local así com o de otros dignatarios. «Es uno de los
docum entos más im portantes en la historia de la cartografía» lE\ Al p arecer
de J. W. Konvitz, lo fundam ental en el éxito de esa em presa de m edición
está en h aberse concluido: «M uchos ad m iran aú n hoy la calidad d e la
im presión y estudian con fruición los rasgos característicos que Francia ya
m ostraba hace doscientos años. En conjunto, el m apa es uno de los triun­
fos más conocidos del siglo xviii. Para sus contem poráneos, sin em bargo,
su fam a no se fundaba en las cualidades estéticas sino en su carácter cien­
tífico. Pocos co m p rab an hojas cartográficas, y a u n m enos la edición
entera, aunque m uchos sabían de su existencia. Gentes que en su vida se
habían echado a la cara siquiera una parte del m apa de Cassini sabían sin
em bargo que F rancia se había cartografiado con u n a precisión jam ás
conocida hasta entonces. F.1 m apa era prueba de la conquista del espacio
m ediante la m edición... acaso su influjo más perdurable en la Cartografía
estuviera en ser prueba de que em presa tan am plia podía llevarse a cabo
con éxito»185.
¿Cómo hay que im aginarse esa acción «capital y de Estado» ligada al
nom bre de la familia Cassini? Jo h n Goss resum e así el proyecto: para em pe­
zar, hubo que m edir el m eridiano en París para p o d er establecer en firm e
el grado de longitud y de latitud. Entre 1668 y 1669 se pusieron a prueba
diversos m étodos de m edición en los aledaños de París. Jean Picard m idió
una «línea fundam ental», aproxim adam ente en dirección Norte-Sur, entre
dos p u n to s del cam ino de París a F ontainebleau cercanos al m olino de
Villejuif y el pabellón de Juvisy; a su lado, Cassini utilizaba u n instrum ento
de nueva construcción. Picard m idió entre 1669 y 1670 trece triángulos par­
tiendo de una línea fundam ental de 5.663 toesas (que vienen a ser 11.037
m etros, pues u n a toesa corresponde a 1,95 m etros aproxim adam ente)».
M edido el m eridiano, la Academia de Ciencias decidió aplicar los nuevos
m étodos y técnicas a elaborar u n nuevo m apa de Francia completo.
Como p rim er paso para una nueva m edición de Francia entera debían
medirse de nuevo las costas, y a partir de ah í conectar entre sí las regiones

169
m edidas. A lo que Picard añadió la p ropuesta de «determ inar p rim ero
largo y ancho del país y em p ren d er luego alzados detallados apoyándose
en la triangulación de Francia entera. D ebería discurrir desde D unquer-
que en el Norte a Perpiñán en el Sur u n a cadena de triángulos siguiendo
aproxim adam ente el m eridiano de París. Así podría m edirse el grado de
ladtud con más precisión aún, y además engancharse a ella otras cadenas
que siguieran las fronteras terrestres y marítim as»186. No le fue dado a je a n
Picard p o n er en práctica el plan. Murió en 1682, y ocupó su puesto Jean-Bap-
tiste Cassini. Tras una serie de retrasos se reem prendieron los trabajos de
m ed ició n a lo largo del m eridiano de París en el año 1700. En 1701 se
alcanzó u n pu n to de la frontera española cercano a Collioure. La G uerra
de Sucesión española obligó a suspender de nuevo los trabajos de m edi­
ción p o r largo tiem po. No se reem prendieron hasta 1718. En 1720 apareció
el inform e final de Cassini con el título «De la grandeur et de la figure de la
terre». En él se p o n d erab a la exactitud de todos los m apas de Francia ya
existentes. En 1733 se reanudaron los trabajos a cargo de Jacques Cassini
ju n to con su hijo César-Frangois Cassini de Thury. «La colum na dorsal de
la nueva triangulación era el m eridiano de París corregido, a lo largo del
cual se erigieron a O riente y O ccidente puntos geodésicos a intervalos de
60.000 toesas. Tal es el origen de la proyección cartográfica asociada aún
hoy al apellido Cassini... donde están garantizadas la fidelidad de escala a
lo largo de perpendiculares al m eridiano así com o la fidelidad de distan­
cias a lo largo de u n a circunferencia que pasando p o r la posición corte al
m erid ian o en án g u lo recto... En ju n io de 1733 Cassini y sus auxiliares
co m en zaro n la m edición de u n a lín ea p e rp e n d ic u la r al m erid ian o de
París. C uando el terreno no ofreciera objetos apropiados de referencia se
erigía cada diez kilóm etros u n a pirám ide de m etro y m edio de ancho y
unos 2,40 m etros de altura, u otra estructura específica. Particular dificul­
tad ofrecían siem pre los bosques, pues las densas arboledas estorbaban la
visión del p u n to de referencia. Para eludir esa dificultad los topógrafos
siguieron el curso del Loire. De ese m odo reunían de paso datos im por­
tantes p a ra ing en ieros que trabajaban en la regulación del caudal con
diques y canales. Cassini alcanzó finalm ente la costa del canal de la Man­
cha en Saint-M alo y conectó con las triangulaciones com enzadas p o r
Picard»187. En relación con estos trabajos se enviaron dos expediciones con
la misión de m edir el arco de m eridiano en las cercanías del ecuador, en
Quito, y en el N orte de Europa, en el golfo de Botnia, cuyas m ediciones

170
conllevaron la confirm ación em pírica de la teoría de Newton acerca del
achatam iento del esferoide terrestre p o r los polos.
«E ntretanto proseguía en Francia la m edición de Cassini, que en la
costa nordoccidental alcanzó Brest en 1735, de donde arrancó en 1736 otra
línea hacia el Oeste. La nueva m edición m ostró entre otras cosas que los
m apas en circulación de la costa atlántica francesa, editados p o r Le Neptune
Franqois, dejaban m ucho que desear. Para rem ediarlo se com enzó en 1737
u n a segunda triangulación, que discurría p o r C herburgo y Nantes hasta
Bayona. Sim ultáneam ente otro equipo m edía la costa del canal de la Man­
cha hasta D unquerque. Ambos equipos com enzaron en 1738 la triangula­
ción de la frontera m eridional desde Bayona en el golfo de Vizcaya hasta el
cabo de Antibes en la costa del M editerráneo, y a continuación se repar­
tieron nuevam ente el trabajo: u n o volvió a m edir el m eridiano de París y
concluyó el trabajo en 1740, el otro se hizo cargo de la frontera oriental
com enzando p o r Niza, y alcanzó Metz en el verano de 1740. N orm andía y
B retaña ya habían sido m edidas en 1739, de suerte que en adelante, tras
ocho años de m inuciosos trabajos, u n a red ininterrum pida de cuatrocien­
tos triángulos construidos a p artir de 18 líneas fundam entales cubría el
entero territorio de Francia. El gran m arco de referencia que Picard había
requerido con tanto énfasis unos decenios atrás estaba acabado, y consti­
tuía el fundam ento para u n gran m apa de conjunto a gran escala. Al ter­
m in ar sus trabajos en 1744, los Cassini p o d ían re ferir sus m ediciones a
ochocientos triángulos a lo largo de 19 líneas fundam entales»183. En 1744 se
editó u n m apa general de Francia en u n a sola hoja donde aparecían con­
signadas las líneas de triangulación, al que siguió más adelante un m apa
m ás detallado en 18 hojas. No acaba a h í la historia d e la topografía en
Francia. Cassini de Thury prosiguió sus trabajos con u n a m edición de deta­
lle más fina que n o se acabaría hasta cuarenta años más tarde. El resultado
fue ese m apa de 182 hojas de que se hablaba al principio.
Más tarde se engarzarían en tre sí las triangulaciones nacionales; así,
entre Francia y H olanda p o r tierra, y entre Francia e Inglaterra a través del
Canal. El proyecto de los Cassini hizo escuela p o r todo el m undo en los
decenios siguientes, en que se midió topográficam ente Inglaterra, Austria,
Escandiñaría, Rusia, Suiza, y asimismo los territorios alemanes.
No se hubiera concluido con éxito ese proyecto de n o haberlo susten­
tado su propia época, la de la Ilustración, y un largo período precursor, el
del R enacim iento y hum anism o. Por fuerza h a de ten er que ver con ese

171
cambio del espacio y la conciencia espacial relacionado con los descubri­
m ientos el hecho de que las m ediciones reiteradas hayan venido a ser algo
así com o lugar com ún y todos los eruditos significados de la época se ocu­
paran en algún m om ento de problemas cartográficos: Nicolás C opém ico,
autor del De revolutionibus orbium coelestium (1543) era asimismo el cartógrafo
de Lituania y Prusia. Se puede conjeturar que procedan de Galileo Galilei
los prim eros mapas lunares. Observaciones del cielo y mediciones de la tie­
rra se rem itían unas a otras, y las técnicas astronómicas fueron presupuesto
para la observación y m edición de la Tierra. Con sus observaciones y m edi­
das de los cielos Johannes Kepler y Tycho Brahe pusieron la piedra angular
del establecimiento preciso del grado de longitud. Sir Isaac Newton ejerció
gran influencia en el desarrollo de la cartografía terrestre m erced a su teo­
ría del achatam iento de la T ierra por los polos. E dm ond Halley (1656-1742),
conocido a título de director del observatorio de Greenwich y astrónomo,
fue asimismo u n adelantado en muchos terrenos de la cartografía: de él pro­
cede el prim er m apa m eteorológico en que se consignan vientos y corrien­
tes de aire. Desarrolló los prim eros m apas hidrográficos del estuario del
Támesis y la costa de Sussex. Comenzó a establecer un m apa de mareas y
organizó la prim era expedición m arítim a de finalidad exclusivamente cien­
tífica, m edir el grado de longitud y el funcionam iento efectivo del compás.
T odo gran descubridor fue tam bién de algún m odo alguien que m edía
y describía la Tierra. Eso vale de Jam es Cook, quien recibiera u n a form a­
ción de marine surveyory en el curso de su viaje p o r el Pacífico se convirtió
en cartógrafo y astrónom o, así com o del capitán Jo h n Smith en la bahía de
Chesapeake.
Los hom bres de Estado reconocieron el papel de la m edición para el
afianzam iento de dom inio y adm inistración. R ichelieu era un apasionado
de la Geografía a quien interesaban particularm ente las «fronteras natura­
les» de Francia. T am bién los revolucionarios norteam ericanos, que tenían
ante sí la em presa de hacer franco el Nuevo M undo, estaban interesados
de p arte a p arte e n cuestiones de topografía y cartografiado. Benjam ín
Franklin, de quien existe un m apa de la C orriente del Golfo fechado en
1755, se in teresab a ap asionadam ente p o r cuestiones cartográficas, lo
mismo que Georges W ashington. Para las potencias coloniales, la m edi­
ción de los territorios recién ganados eran presupuesto fundam ental de
un som etim iento y expolio duraderos, así se tratara de Nueva Inglaterra, la
Nueva Francia o el «Indostán».

172
Posterior elem ento im prescindible en ese salto adelante en la m edi­
ción del m u n d o fue la m ejora d e técnicas e instrum entos de m edición.
M erced al «cronóm etro núm ero cuatro», exacto y apto para la navegación,
q u e J o h n H arrison (1693-1776) creara con el trabajo de toda su vida, se
hizo posible resolver un problem a ancestral: determ inar con precisión el
grado geográfico d e longitud, im prescindible p ara la navegación m arí­
tima"’9. M erced a la invención del teodolito p o rje sse Ram sden (1735-1800)
se hicieron posibles m ediciones exactas de distancias, y así, la triangula­
ción. El gran teodolito de 1784 consistía en varias partes: «Un anillo hori­
zontal de casi u n m etro de diám etro, dividido en sectores de diez m inutos
cada uno, dos microscopios roscados para lecturas goniom ctricas con una
precisión de décim a de segundo, y un catalejo de alza ajustable en el plano
del instrum ento». El conjunto pesaba unos 90 kilos y se m ontó sobre un
vehículo especialm ente co n stru id o p a ra el caso. En años siguientes se
desarrolló u n aparato algo m enos volum inoso y así más móvil que inter­
vino en las m ediciones de la In d ia y Estados U nidos. F inalm ente se
im plantó el procedim iento de triangulación a gran escala. Desde el siglo
XVI venía siendo desarrollado paulatinam ente p o r R egnier G em m a Frisius,
Sebastian M ünster, Philipp Apian y Tycho Brahe así com o p o r la ingenie­
ría m ilitar italiana. «AI triangular se m ide prim eram ente una línea que se
llam a fundam ental y sirve de base para construir una red de triángulos.
T odas las dem ás distancias p u ed e n deducirse luego p o r p u ro cálculo,
m ediante trigonom etría. Usando torres de iglesias o dispositivos construi­
dos al efecto com o referencias los topógrafos pu ed en extender la red de
triángulos a grandes distancias»190,
Al cabo uno de los resultados de la Revolución francesa fue la reform a
de pesos y m edidas, la unificación de las mezcolanzas regionales y locales
de un sinfín de unidades de m edida diferentes. La hom ogeneización de
éstas es presupuesto imprescindible para hom ogeneizar el espacio m ediante
m edición. La Academ ia había establecido en 1791 que u n m etro corres­
pondía a u na diezm illonésima parte del cuadrante de m eridiano terrestre.
Esto llevó a introducir una natural scale en la cartografía que adoptarían
poco a poco más y más Estados.
Con el surgim iento de una red de academias científicas, observatorios e
institutos científicos, con la institución de unidades de m edida y patrones
hidrográficos, p o r ejem plo en la East India Company, m edir el m undo se
convirtió en oficio independiente, y en negocio independiente. El aparato

173
científico para la m edición del m undo com enzaba a tom ar figura. Se había
puesto en m archa la transform ación del espacio en territorio.
Las m ediciones topográficas trabajaron prim eram ente en hom ogenei-
zar los co rresp o n d ien tes espacios de so b eran ía e h iciero n surgir así al
m o d ern o Estado territorial (nacional). En algún m om ento saldría de esos
estados territoriales hom ogeneizados la totalidad hom ogénea de one world
m edido de parte a parte. El m undo m edido, del que había sido borrado
todo lo equívoco, aproxim ado e inform e, en el que todo había hallado su
sitio definido con precisión, realización casi ideal de lo que se articulara en
el Discour de la méthode de Rene Descartes com o sueño de racionalidad del
m undo, de cognoscibilidad del m undo. El esprit géométrique de B em ard de
F ontenelles h ab ía venido a ser lugar com ún de la época. P ensam iento
científico y procedim iento cartográfico vienen a aunarse prácticam ente en
A lberto de H alle cuando escribe «un teórico de la N aturaleza procede
com o u n topógrafo al com enzar un mapa, en que ha fijado algunos luga­
res sin p o d er indicar de m om ento la posición de otros entre aquéllos»191.
L in n eo llam a en 1782 «mappae naturae» a su sistem a de clasificación, y
Efraim Cham bers, en 1728, «mapa del conocim iento» a su sistematización
de las diferentes ram as del conocim iento hum ano. Al cabo, la m edición
cartográfica exacta de la T ierra se h abía convertido e n m odelo p ara la
m edición del conocim iento hum ano.

174
El mapa de Jefferson :
la matriz de la d em ocracia estad ou n id en se

Esa red territorial, no el águila ni las barras y estrellas, es nuestro verda­


dero emblema nacional. Creo que se le debe grabar a cada niño estadouni­
dense en el instante de su concepción, de modo que a lo largo de toda su vida
se figure el modo en que hay que proceder no sólo con el espacio sino con el
movimiento.
Jo h n BrinckerhofTJackson192.

El m apa llam ado de Jefferson y Hartiey, copia del esbozo de am pliación


de Estados Unidos que dibujara durante su estancia en Parts en 1783 uno
de los padres fundadores de Estados Unidos, T hom asjefferson, se ha con-
verddo en arquetipo de nuestra representación del territorio de los Esta­
dos Unidos de América. Ese es un dibujo sobre tabula rasa. El territorio de
Estados Unidos está casi recortado en el conünente norteam ericano. Los
üazos com o de tiralíneas que discurren en la dirección de m eridianos y
paralelos son las fronteras. Sin consideración alguna con el relieve natural,
con ríos o cordilleras. Eso es el arquetipo del espacio artificial, construido,
hecho. Tales trazados de frontera nos son conocidos de las paper partitions
del Africa colonial. Allí aparecen a título de delim itación de dom inio y
expolio, trazada p o r un p o d er externo y extranjero. Pero en el caso esta­
dounidense, sin em bargo, están trazadas p o r los propios fundadores del
Estado. Aun cuando hoy, más de 200 años después de la fundación de Esta­
dos Unidos y del dibujo de Jefferson, nos hem os acostum brado a la regu­
laridad de las líneas y nos parecen casi «naturales», sigue subsistiendo aun
así un co m p o n en te de sorpresa e irritación ante el atrevim iento de ese
mapa. C ontem plado de cerca, proclam a que la historia de Estados Unidos
adm ite presentarse com o historia de la territorialidad estadounidense o de
la producción del espacio estadounidense.
«Estados U nidos fue u n a invención, un diseño nuevo para d o m in ar
determ inadas tareas fundam entales de sociedad, política y econom ía»193.

175
«Ése es u n d i b u jo s o b r e ta b u l a r a s a .»
El m apa de JefTerson es un docum ento que abre cam ino y perm ite sacar
abundantes conclusiones.
Procede de la época en que los 13 estados fundacionales que form aban
el núcleo de Estados Unidos se habían consolidado, pero el proceso de
tum ultuosa expansión hacia el interior del continente n o se había dete­
nido, al contrario: la am pliación de Estados U nidos volvía a estar en el
ord en del día a cada nuevo em pujón de los colonos hacia el Oeste. Estados
Unidos se convirtió así en un «experim ento geopolítico» sin parangón:
¿sería posible salvaguardar la idea de Estados Unidos, que tenía su centro
en la costa atíántica, en años de vertiginosa expansión, incluso p o r el con­
tinente entero? ¿Cómo au n ar la dem ocracia, tal com o se había establecido
en los Estados fundacionales, con una expansión progresiva y acelerada
que n o se d e te n d ría hasta h ab e r alcanzado la costa del Pacífico? ¿Q ué
figura ad o p taría Estados U nidos con el C anadá b ritánico al N orte, los
españoles al Sur, y Francia en la desem bocadura del Mississippi? ¿Cuál, un
co n tin en te, au n q u e no negro ciertam en te, franco sólo a p a rtir de las
desem bocaduras de los ríos, con una cultura peculiar en el Sur, un N orte
británico, un Oeste español y, sobre todo, perteneciente hasta poco antes
a unos aborígenes que ahora estaban allí para convertirse en alien residente
en su propia tierra o ser erradicados? Todo estaba aún en el aire.
T enem os q ue liberarnos de la im agen que conocem os. Pues n u n ca
hem os visto sino la im agen de lo consum ado, y ronda siem pre a toda con­
sum ación una especie de teleología. Pero tam bién podría h ab e r sido todo
de otra m anera: u n a N orteam érica de m uchos Estados, de m uchas colo­
nias. El m apa de Jefferson es una opción entre m uchas, un proyecto frente
a otros. U n croquis de construcción d e la gran m áquina. ¿Qué aspecto
tenían que ofrecer los nuevos Estados, de suerte que con ello am pliaran y
enriquecieran a Estados Unidos, y alim entaran su espíritu revolucionario
en lugar de reprim irlo? Esas preguntas se planteaban a finales del decenio
de 1770 y com ienzos del siguiente. El territo rio del N oroeste, es decir,
entre Pennsylvania, O hio y el Mississippi y los lagos canadienses, había sido
cedido a Inglaterra p o r parte francesa en 1763, y por aquélla a Estados Uni­
dos en 1783. Ese Oíd Northwest se lo habían disputado durante el siglo XVIII
Francia y G ran Bretaña, y hasta 1815 no se expulsó de él definitivam ente a
tropas y com erciantes de pieles británicos. Luego que los Estados adyacen­
tes d ep u siero n en el gobierno federal sus p retensiones territoriales, el
Noroeste quedó políticam ente organizado, es decir, «territorializado» en

177
1784 p o r la o rd en an za del N oroeste. Esa o rd en ació n del territo rio , esa
territorialización del espacio hasta entonces abierto se planteaba acucian­
tem ente. El plano de Jefferson procede de la prim era fase de desarrollo de
Estados Unidos, es decir, del período que va de la declaración de indepen­
dencia de ju lio de 1776 hasta la plena ratificación de la nueva constitución
en mayo de 1790. Con la retirada de franceses y británicos se convirtieron
en «territorios libres» grandes áreas más allá de los 13 Estados de la costa
atlántica, más allá de los Apalaches, en el Noroeste, y sus padres fundado­
res tuvieron que ponerse a cavilar cóm o debía desarrollarse la am pliación
de Estados Unidos. R obert H. Wiebe lo resum e así: «Al Norte com o al Sur,
al Este com o al Oeste, en la ciudad y en el cam po, fue el espacio lo que
ejerció el m ayor influjo en la conform ación de la sociedad estadounidense
en tre el decenio de 1780 y el de 1850. Teorías del espacio, del sentido del
espacio, esbozos espaciales, adaptación al espacio, eso fue lo que fijó antes
que cualquier otra cosa los cambios fundam entales que tuvieron lugar en
esos años»194. Samuel Vinton, diputado por O hio, lo expresaba así: «Ha lle­
gado a verse en la form ación de Estados nuevos y su aceptación en la
U nión u n a cuestión de la m áxim a im portancia, y es forzoso que así siga
siendo cada vez que se plantee. Pocas cuestiones de las que debe tratar el
C ongreso son de significación tan vital y decisiva para la C onfederación...
es éste u n proceso que confiere nueva identidad a la República y necesa­
riam ente ha de influir en la estabilidad y el destino últim o de la U nión»195.
¿Cómo se da form a a Estados aptos para funcionar y qué aspecto h an de
ten er, d e m odo que la federación estadounidense p u ed a preservarlos y
protegerlos de ir a d ar en el amorfismo de u n territorio dem asiado grande?
U na com isión presidida p o r G eorge W ashington a la que se encargó la ela­
boración de propuestas presentó en m arzo de 1784 un inform e en que se
establece núm ero, form a y fronteras de los nuevos Estados así com o pro­
cedim iento de incorporación a la federación. El inform e gira en torno al
tam año y form a óptim a de los nuevos Estados, a «recortar» del continente
e in co rp o rar a la U nión, y a la regulación de las relaciones entre centro y
periferia, fuerzas centrífugas y centrípetas que pudieran reforzar o socavar
la consistencia de la U nión. U na de las cuestiones planteadas es la com­
pensación de p o d er entre Estados desiguales p o r tam año y densidad de
población. «La conform ación de los nuevos Estados» es para sus redacto­
res tem a p erm anente y acuciante, donde im porta no ver en Estados y fron­
teras estatales algo fijo y acabado, dado de u n a vez p o r todas, sino algo

178
plástico, m oldeable, variable, siem pre hacedero. Así, Benjam ín Franklin
d ecía p o r ejem plo que «por m i parte n o estaría en c o n tra de m edidas
sem ejantes siem pre que p arecieren practicables... Estados peq u eñ o s se
dejan gobernar más fácilmente y m ejor que grandes. De ahí que en una
división p o r igual sería m enester em pequeñecer a Pennsylvania necesaria­
m ente, y no m e opondría yo a que cediera una parte a Nueva Jersey y otra
a Delaware»1®. Se trata de encontrar aquella form a y tam año que corres­
ponda al m áxim o a ese equilibrio de poder. Es patente el tem or a que los
nuevos Estados participen en el logro del bien com ún m enos que los anti­
guos Estados fundacionales.
R esultado de esas p reocupadas reflexiones fue la Ordinance fo r the
Government of the Territory of the United States North West of the River Ohio, que
establece los procedim ientos para la am pliación o rdinaria de la U nión.
Los Estados d eb erán llevar a cabo su ingreso en tres pasos. P rim ero, el
Congreso establecerá una especie de adm inistración provisional del terri­
torio. T an pro n to la población alcance los 5.000 adultos varones libres, y
éste es el segundo paso, los ciudadanos elaborarán una Constitución del
nuevo Estado y la p o n d rá n en vigor de inm ediato, en tanto el gobierno
federal designa un gobernador; d e ese go b iern o provisional se enviará
luego diputados al Congreso. Y tercero, tan pronto el territorio cuente con
60.000 ciudadanos residentes será acogido en la U nión com o m iem bro de
pleno derecho. P unto central en esa «ordenanza del Noroeste» era la cues­
tión del «diseño geográfico», de la hechura geográfica del nuevo Estado.
¿Cuántos Estados nuevos debería haber? ¿Debían regir patrones estableci­
dos p o r la adm inistración central respecto a tam año, form a y atributos
geográficos, o más bien debía ésta abstenerse? ¿Debían definirse los terri­
torios estatales paso a paso, o de una vez en u n plan geopolítico conjunto?
Jefferson abogaba p o r la creación y adm isión de 14 Estados nuevos, Madi-
son p o r contra advertía de los peligros de tal «multiplicación de las piezas
de la m aquinaria», p o rque en su opinión Estados Unidos no podría sopor­
tar sin daño sem ejante crecim iento, R. M eining resum e el logro histórico
de la ordenanza del N oroeste de esta m anera: «La ordenanza de 1787 defi­
nió el procedim iento para la form ación de Estados de la R epública bajo
supervisión del gobierno central... se establecieron procedim ientos funda­
m entales atin en tes a instituciones gubernativas, p ero a ú n qu ed ab a p o r
d ecidir caso p o r caso cuestiones geopolíticas im portantes: cóm o dividir
esas im ponentes áreas en unidades que encajaran en la Federación, con

179
qué tam año, forma, tipos de frontera, qué situación respecto a los rasgos
geográficos más im portantes. La discusiones de 1784 en el com ité de Jef-
ferson referentes al “territorio O este” se ocuparon p o r extenso de ese pro­
blem a. Los prim eros esbozos de Jefferson m uestran u n a serie de Estados
con u n a extensión de dos grados de latitud cada u n o y encajados en el
m arco general del Oeste en la form a geom étrica más sencilla posible. Con­
form e a la situación existente, se p ronuncia p o r Estados no mayores de
30.000 millas cuadradas (“no tan grandes com o Pennsylvania”) que consi­
d e ra los m ás adecuados al carácter de la sociedad estadounidense. En
general se estaba de acuerdo en que los nuevos Estados debían tener un
tam año “m o d erad o ”, qued an d o ese adjeüvo abierto a u n a am plia inter­
pretación»197.
La ordenanza del N oroeste no sólo tuvo p o r consecuencia que se for­
m aran cinco Estados nuevos, O hio en 1803, Indiana en 1816, Illinois en
1818, Michigan en 1837 y Wisconsin en 1848, y que con ello quedara seña­
lado el cam ino para la futura am pliación de la Federación, sino que tam­
b ié n creó el m odelo de «construcción in te rn a del país», d e estableci­
m iento d e un m odelo más o m enos unitario y uniform e de adm inistración
y vertebración institucional que llegaba hasta disponer la planta de ciuda­
des pequeñas y pueblos. El m apa de Jefferson era en verdad un proyecto
geopolítico, versión territorial o espacial del proyecto social de los padres
fundadores de Estados Unidos. No sólo salta a la vista la simplicidad, racio­
nalidad y carácter lineal de la organización territorial, sino tam bién que se
derivan de un proyecto polídco: el ideal de un equilibro entre Estados que
han de ser en cierta m edida uniform es y de igual p o d er para g en erar un
m áxim o de estabilidad, de una relación entre centro y periferia que obsta­
culice acum ulaciones unilaterales de poder. D ebía alcanzarse u n a m edida
interm edia ideal, aunque probada, de extensión territorial y cantidad de
población, ni dem asiado grande ni dem asiado pequeña. El diseño geográ­
fico es la versión espacial del concepto de sociedad. La construcción del
Estado, el hallazgo de la form a política llam ada Estados U nidos tiene lugar
en ese proceso de asentam iento y apropiación. En esa «invención de Esta­
dos Unidos» van de la m ano conform ación de instituciones y del territorio
estatal.
América puso a prueba no sólo u n a nueva form a de sociedad sino tam ­
b ién u n a fo rm a nueva de territorialidad. Ya se había an u nciado a gran
escala en el contexto del descubrim iento del Nuevo M undo. Con la bula

180
papal «alejandrina» de 1493 y el tratado de Tordesillas de 1493 hizo su apa­
rición u n a definición m arcadam ente abstracta de relaciones sociales198. El
tratado de Tordesillas garantizaba a los españoles [castellanos] el p o d er
sobre tierras de gentiles a partir de cien leguas al oeste de las Azores. «Esa
línea era en verdad un m eridiano trazado de polo a polo. Por prim era vez
en la historia se había usado un sistema geom étrico abstracto para definir
el control sobre un territorio gigantesco, global»™. Los descubridores del
Nuevo M undo concebían el espacio terrestre en un sentido más abstracto
y geom étrico: las referencias espaciales prim arias eran m eridianos, parale­
los, distancias y tiempos, ya n o experiencias o acontecim ientos com o aún
había sido característico de las representaciones del espacio cristianas o de
la A ntigüedad. Y tam poco las coordenadas de los mapas chinos o las líneas
de los mapas de Ptolom eo tenían nada que ver con los m eridianos y para­
lelos de la cartografía moderna™. El Viejo M undo había pensado en espa­
cios sociales, sagrados, míticos, o en los espacios com unales de la ciudad,
abarcables con la m irada. El lazo de unión era la fe com ún, el negocio
com ún, un espacio vital tradicional, no el territorio. El Nuevo M undo era
otra cosa: «El Viejo M undo veía en la territorialidad antes de nada algo
definido socialm ente, pero eso habría de cam biar enseguida. La tom a de
conciencia del Nuevo M undo aceleró u n a abstracción del espacio, pues las
dos Américas pusieron a las potencias europeas frente a un espacio gigan­
tesco, distante, desconocido y de nuevo género. Ello significaba que los
europeos con su técnica lim itada y su lim itado p o d er político aún podían
insistir en “despejar” el espacio y form ar territorios, organizarlos y m ode­
larlos en todos los planos geográficos hasta u n grado inalcanzable en el
Viejo M undo. Y de nuevo es im portante aquí ver que esa percepción y ese
aprovecham iento del espacio no aparecieron de repente, se pusieron en
ju eg o una y otra vez y fueron cobrando fuerza. A unque los descubrim ien­
tos, ciertam ente, dieran u n enérgico im pulso al proceso»201.
Pero con todo, al principio aún se contem pló al Nuevo M undo con los
ojos del Viejo. C onquistadores y descubridores del Nuevo M undo no
supieron p o r largo tiem po decir adiós al horizonte del Viejo M undo. La
costa norteam ericana frontera a Europa se piensa en conceptos tom ados
del espacio y la experiencia de la costa europea: Am sterdam se to m a en
Nueva Am sterdam, Escocia, en Nueva Escocia, York, en Nueva York. Por
largo tiem po no se pudo pensar aún el Nuevo M undo más allá de los tér­
minos del Viejo. La patente extendida a sir W alter Raleigh en 1584 le otor­

181
gaba p o d er sobre los territorios y países «con sus ciudades, burgos, villas y
aldeas», com o si tal hubiera en el Nuevo M undo. En la nom enclatura se
duplica el continente de procedencia, eso crea de m om ento un nuevo sen­
tim iento de hogar.
Pero esto ya no ocurriría sin cierta ruptura. En los prim eros pasos por
el nuevo con ü n en te ya se insinúa un nuevo m odo de proceder que podría
llamarse «geométrico». La ordenanza del N oroeste de 1787 se convirtió en
m odelo principal de territorialización del espacio estadounidense. Eran
sus rasgos linealidad, visibilidad de conjunto, racionalidad, transparencia,
«convenience». La desm em bración territorial se convirtió en u n a m aquina­
ria d e división y apropiación de tierra. Ésos fueron los presupuestos para
dejar franca la tierra, para la «construcción interna», si se quiere usar estos
conceptos de tiem pos de los movimientos europeos de asentam iento allá
p o r los siglos XIII y XIV. De ese m odo se depuró, se vació el espacio, se crea­
ro n relaciones e instituciones im personales, abstractas. La frontera desa­
pareció en Estados U nidos a más tardar en 1890. Ya no había más tierra
«vacía». Los aborígenes am ericanos se habían to m ad o en extranjeros tole­
rados en su p ro p ia tierra. «Esos indios eran allí naciones “ex tran jeras”
asentadas... el co n tin ente norteam ericano era su país. Era un problem a
para el que no tenía solución el nacionalism o de u n país nuevo. Con sus
pretensiones de soberanía exclusiva y control del territorio, los nacionalis­
mos ni siquiera ten ían u n vocabulario en que pu d iera desarrollarse discu­
sión alguna. No h ab ía concepto ni categoría p ara los “extranjeros” que
vivían allí, quienes p o r su parte n o se sentían en absoluto ni parte de Esta­
dos Unidos ni dependientes de ellos, y n o pensaban en absoluto en con­
vertirse en parte de la nueva nación estadounidense»202.
Los postulados d e la Northwest Ordinance de 1787 n o atañ ían sólo al
«diseño geográfico» a gran d es rasgos -n ú m e r o de Estados, fro n teras,
etc.-, se ex ten d ían hasta el plano del m icrocosm os social y com unitario.
Conllevaban dos innovaciones territoriales. «Prim eram ente, el territorio
del N oroeste d eb ería subdividirse siguiendo la dirección de paralelos y
m eridianos, que allá d o n d e fuera posible deberían señalar las fronteras
estatales y prácticam ente en todo el territorio ciudades y parcelas priva­
das. Ese sistema topográfico rectangular se aplicaría en años siguientes a
casi todo el Oeste, y el territorio del N oroeste se aprovecharía p ara for­
m ar en tre dos y cinco Estados... T odos ellos, con po d eres en ad elan te
para subdividir y m odificar su territorio y m an ten e r así en u n plan o geo­

182
gráficam ente inferior la misma relación dinám ica en tre población y terri­
torio»21'3.
El p rim er Estado que salió del proceso de constitución e ingreso en la
U nión fue Ohio, incorporado el 1 de m arzo de 1803204. Precisam ente por
ser tan norm alizado el p ro ced im ien to p erm itía ex p e rim en tar sobre el
terren o de m anera inteligente con las situaciones dadas. No estaba deci­
dido de antem ano d ónde debieran hallarse las capitales ni qué ciudades
hubieran de en trar en consideración a ese respecto. En ocasiones la capi­
tal del Estado cam bió varias veces. Esa búsqueda y experim entación con la
form a óptim a de Estado puede estudiarse muy bien en el caso de Indiana.
Vino a ser su capital una ciudad de nueva planta y situada en el centro del
Estado, Indianápolis, planeada com o ciudad ideal en el tablero de dibujo
p o r un discípulo de L’Enfant, el arquitecto je fe de la capital de Estados
Unidos, W ashington DC. La planta de Indianápolis m uestra todos los ele­
m entos de la ciudad planeada, construida, pero tan sim bólicam ente signi­
ficativa com o deliberadam ente practica: con sus avenidas principales, sus
m ercados y las co rrespondientes plazas, su Capitolio estatal -p u e s cada
capital estatal es a la vez un pequeño W ashington-, el tribunal de justicia,
la cárcel y las iglesias de las distintas confesiones205. «Si bien el nuevo
Estado, In d ian a, no era un espacio indiferenciado, u n a tabula rasa, en
cuanto espacio político reflejaba exactam ente el mismo m odelo abstracto,
“república estadounidense”. Lo consecuente de ese boceto quedaba subra­
yado p o r la superficie relativamente uniform e de la mayor parte del terri­
torio, de suerte que tan sólo algunas adaptaciones de poca m o n ta al
terren o y los cursos de agua deform aban la im placable sim etría geom é­
trica d e Estado, condado, distrito y capital. T om ando ese esquem a p o r
base, el rígido sistema de m edición de distritos absolutam ente cuadricula­
dos troqueló aquí, com o por lo demás en casi todo el Oeste, el entero terri­
torio federal»206. En las décadas siguientes el sistema hizo escuela y probó
sus virtudes pragmáticas y realistas adaptándose a situaciones extraordina­
riam ente diversas, p o r ejem plo en la «absorción» del gran territorio de
Luisiana, atravesado en diagonal en la cadena de Estados en dirección
Este-Oeste, o en la conform ación de Estados com o Nuevo México y Cali­
fornia. La form ación de Estados nuevos dem ostró ser instrum ento elástico
no sólo para establecer una tensión com pensada y funcional entre Estados
y nación, sino tam bién com o m arco de desarrollo de form aciones sociales
regionales. Con cada incorporación de un Estado nuevo la Federación en

183
expansión p o n ía a p ru e b a al m ism o tiem po su p ro p ia integridad. La
am pliación de Estados Unidos n o fue u n proceso m ecánico o autom ático,
sino casi de reflexión y autogobierno, un proceso casi paralelo en el Sur y
en el N orte que se movía entre com prom isos y porcentajes, rivalidad y coe­
xistencia, en una com petencia productiva. E ntró e n ju e g o así la gran ven­
taja del federalism o, p o d er adaptarse a cada situación dada. «El federa­
lismo es uno de los m edios p ara arreglárselas con la diversidad geopolítica.
Esencia del federalism o es conjugar unidades geopolíticas diferentes y
diferenciables, y con ello, salvaguardar su fundam ental integridad»207.
P ero la Northwest OrcLinance era tam bién in stru m en to , palanca, gran
m aquinaria para tratar con suelo y terreno, para transform ar la tierra en
p ro p ied a d privada, las praderas de los am ericanos nativos en parcelas,
para p o n e r en circulación terreno y suelo, para capitalizar recursos natu­
rales, en pocas palabras: para crear el capitalism o estadounidense. «La
ordenanza del Noroeste de 1787 se liberó de m uchas com plicaciones del
derecho consuetudinario de propiedad inglés... U na vez que el gobierno
n acional llevó a cabo su p rim era venta de parcelas, salió de escena...
hablando en general, cualquiera podía com prar tierra que deseara, ven­
d er tierra que deseara vender, legarla en últimas voluntades, p o r partes y
en partes, com o m ejor le placiera. La tierra se había vuelto m ercancía y
recurso productivo a disposición y bajo control privados, u n a parte ele­
m ental del sistema que circula en el m undo com o capitalismo norteam eri­
cano»208. Land Ordinancey Land Survey se convirtieron en palanca decisiva
para transform ar tierra en terreno y suelo, y con ello en m ercancía. Puede
calificarse el proceso de parcelación gigantesca y sin precedente histórico
de un continente entero, de privatización y apropiación transcontinental
de la superficie terrestre p o r u n a sociedad entera, de tom a de posesión del
Nuevo M undo p or los retoños del Viejo.
La geom etrización de tierras, la transform ación de espacio en territo­
rio, corresponde con su transform ación general y aceptada en mercancías.
«El carácter formal, la regularidad, sim etría y divisibilidad de tal sistema lo
hacían particularm ente atractivo para los intelectuales de la época, inclina­
dos a la filosofía, y la herencia de Jefferson consistió en dejar tras de sí un
nuevo sistema de m edición fundado en u n sistema decimal. Pero lo más
im portante fue que ello perm itía u n sistema rectangular unitario y acep­
tado p ara sacar tierras al m ercado con toda rapidez, com o h echo de
encargo para fines especulativos. Una perfecta norm alización de unidades,

184
definidas y registradas racional y exactam ente, hacía de com pra y venta de
tierras u n a transacción simple, rápida y segura; ju n to con una idea simpli­
ficada de pro p ied ad , ello hizo de las tierras m ercancía desvinculada en
gran m edida de condicionam ientos sociales, com o no fueran las m edidas
estrictam ente m onetarias»209. Con esa m onetarización general de las tie­
rras, el país se puso literalm ente en movimiento. «En el año 1806 se m idie­
ron y sacaron a la venta m ucho más aprisa tierras federales en num erosas
oficinas regionales, con gran com odidad, en unidades de m edio sector
(320 acres) a dos dólares p o r acre, con un crédito a plazo de cuatro años.
Esto aceleró el curso de las cosas, y com o el gobierno federal disponía de
una reserva gigantesca de tierras, estaba claro que sacarlas al m ercado sería
fundam ental en las próxim as décadas»210. Q uien quiera puede hacerse con
su parcela de superficie terrestre: nunca u n a sociedad entera se había con­
vertido en propietaria de tierras hasta ese extrem o. En esa época ser esta­
dounidense era tanto com o haberse convertido en propietario. La propie­
d ad estaba tan am pliam ente difundida com o nunca hasta entonces. U na
nación entera com o clase propietaria. U na sociedad con ausencia casi total
de los extrem os, terraten ien tes y desheredados, latifundios feudales y
pobreza de an tañ o , cuyas miserias h ab ían h o rro rizad o a la E uropa
m oderna y anunciado las sacudidas resultantes de la «cuestión social». Lo
que llevó a efecto la Northwest Ordinancees m ucho más que un m odelo para
u n a lograda distribución territorial del co n tin en te: es el grid, la red, la
m alla tendida sobre el continente que hace en adelante determ inable y
denom inable cualquier punto. Ya no hay m anchas en blanco. En adelante,
Estados Unidos entero tiene señas postales o puede tenerlas; son el instru­
m ento d e la apropiación, división y distribución, de territorialización y par­
celación. En adelante hay fronteras y límites en lo ilimitado: fronteras de la
u n ió n , fronteras estatales, fronteras de condado, fronteras m unicipales,
fronteras vecinales, donde hasta entonces no hubiera sino am plio espacio,
praderas o cazaderos. El grid se convierte en m arca e instrum ento de trans­
form ación de u n paisaje natural en cultural e histórico. Con su ayuda se
establecen canales, tumpikes, highways y sobre todo tendidos del ferrocarril.
El m apa es un program a de apertura; sólo con su ayuda se llega a hacer
accesible el espacio. Es la clave con que se hace transparente la gran natu­
raleza salvaje. Es prospecto de instrucciones para el reparto del territorio, y
así, para la creación de la clase propietaria que transform ará la faz de Esta­
dos Unidos; una clase como no la ha habido nunca en ninguna parte, una

185
clase más allá de las antiguas clases, la middle class, el sujeto revolucionario
par excellence. El plan de Jefferson es com o el m icroscopio a través del cual
se hace visible Estados Unidos. En él toma cuerpo el entero ím petu de un
Estados U nidos parcelado, valorado, puesto en m ovim iento, en circula­
ción, cuya ahora aún está por sonar. El suelo en apariencia inconmovible
de u n a sociedad de ciudadanos bien fundada e instituida a la que nada
sería capaz de sacar de su apacible calma. Con ello queda todo bien atado:
el po d er está al alcance y cercano; no lejano com o un zar siem pre distante
e inalcanzable. El p o d er es accesible, tangible, casi un vecino. Ju n to al gran
Capitolio, que la m ayoría sólo conoce com o concepto, existe el pequeño
Capitolio en la capital de cada Estado, casi siem pre en su centro: en India-
nápolis, Columbia, St. Paul, Phoenix o Des Moines. Los Estados se dispo­
nen espacialm ente de m odo que el p o d er siem pre se pueda alcanzar en
u n a jo m a d a de viaje. Ciudades y municipios, de m odo que uno siem pre se
las pued a arreglar en ellos allá donde se encuentren. Por doquier funcio­
nan según idénticos principios, al igual que p o r doquier hay la Main Street,
el tribunal de Justicia, la oficina de Correos, la cárcel y el hotel más im por­
tante en la plaza. Lo que a prim era vista parece uniform idad es en verdad
generación de un espacio hom ogéneo en que florece la diferencia y todo
paso a d ar es fácil, simple y rápido. Uno está siem pre inform ado y orien­
tado de antem ano y se mueve sin tener que pensar en el perfil básico de
ciudad, sea Boston, Nueva York o Des Moines. Esa facilidad, esa levedad del
ser perm ite la concentración de todas las energías en aquello de que ante
todo se trata, en Estados Unidos com o en ninguna otra parte: el trabajo.
T odo está en movimiento, todo es de u n a inaudita facilidad, todo accesi­
ble, y al mismo tiem po hay apego, peso, interés que se funda en la propie­
dad. Se d an m enos que en cualquier otra parte quim éricos fantasiosos y
rebeldes irreductibles, porque cada quien tiene su casa. Aun la especula­
ción más audaz tiene alguna retaguardia. La sociedad civil es inconmovible
p o rque siem pre dispone de una últim a posibilidad de retirada, p o r más
que pueda estar expuesta a las oscilaciones de la coyuntura. El m apa de Jef-
ferson es m uchas cosas en una: diseño geográfico del Estado bien insti­
tuido, pero aun más, si se sigue su refinam iento sobre el terreno, matriz de
la propiedad privada y m atriz de la sociedad civil estadounidense y de su
difusión general.

186
M a p p i n g a n E m pire-.
la construcción geográfica
de la India, 1765-1843

Así com o la Enciclopedia y la m edición de Francia p o r los Cassini se


cuentan entre los grandes logros de la época de la Ilustración, la m edición
del subcontinente indio se cuenta entre los grandes logros del Im perio bri­
tánico. Sin Enciclopedia no habría m undo m oderno, sin la m edición de la
India, nada de lo que se denom ina im perialism o m oderno o dom inio de
E uropa sobre el resto del m undo. El espacio en que se halla la India estuvo
siem pre ahí, y fue lugar de nacim iento de u n a de las civilizaciones más
antiguas y ricas del m undo, pero la India que h a entrado en el horizonte
de Europa y del m undo, al m enos de los siglos xix y XX, es un producto
histórico. La India es «Britúh India», la India com o la veían los británicos,
la India a ojos de los señores coloniales británicos, «su India». Los británi­
cos hicieron p o r vez prim era de una m ultiplicidad de paisajes y territorios
aquello que vino a ser «la India», y lo es hasta hoy, aun tras ganar su inde­
pendencia y tras el reparto del «subcontinente indio» en India, Pakistán y
Bangladesh. Fueron los británicos quienes construyeron esa India a la que
se referían más que nadie los m ilitantes independentistas y nacionalistas
hindúes. «India», pu nto de referencia que u n a vez fuera creado, com enzó
luego a llevar vida propia. «Mediciones y m apas ju n to s hicieron u n id ad
geográfica bien perfilada y docum entada de una región exótica y am plia­
m ente desconocida. El espacio im perial de la India fue a un tiem po espa­
cio de retórica y simbolismo, racionalidad y ciencia, dom inio y escisión,
inclusión y exclusión. Sus fronteras espaciales horizontales, que incluían,
separaban, y de ese m odo daban significación política a un espacio p o r lo
dem ás hom ogéneo, se am algam an inseparablem ente con las fronteras ver­
ticales, las je ra rq u ía s sociales del Im perio. Ya p odía el Im perio defin ir
alcance y am plitud d e los m apas, que de todos m odos su cartografiado
definía la naturaleza del Im perio»211.
La im presionante historia de la m edición de la India p o r los británicos
ha sido reconstruida p o r Matthew H. Edney en su grandioso estudio Map­
ping an Empire. The Geographical Construction of British India, 1765-1843. Ju n to

187
al de Paul C árter referente a la ocupación de Australia, es el estudio más
significativo de la creación de espacio im perial, de territorio im perial, de
cóm o el im poner unas representaciones espaciales es parte integrante del
establecim iento y consolidación de u n dom inio; uno de esos estudios en
que puede llegar a hacerse claro el logro secular y aun así am biguo de la
Ilustración: tranform ar el territorio físico en espacio abstracto al que ya no
podem os renunciar desde que hay una «historia universal». Desde enton­
ces ya no hay vuelta atrás. La India está en los mapas del m undo, íntegra,
evidente de suyo, com o si siem pre h u b ie ra sido así. C on ese trabajo
Matthew H. Edney se convirtió en adelantado de la Spatial History, y cuanto
se expondrá a continuación n o es otra cosa que u n intento de reseñar los
argum entos y resultados principales de su trabajo212.
Q uien quiera dom inar territorios tiene que conocerlos. De ahí que los
com ienzos de la dom inación británica en el subcontinente indio lo sean
asimismo de la producción de conocim iento sistemático. El Empire ofKnow-
ledge secunda la creación del Im perio. La East India Company era más que
u n a m era sociedad com ercial, a su m odo era tam bién u n a em presa de
exploración e investigación. En prim era línea del frente de exploración y
a p e rtu ra de territo rio s estaban los geógrafos que estudiaban paisajes,
investigaban y clasificaban poblaciones, em prendían investigaciones geo­
lógicas o reu n ían fauna y flora en jard in es botánicos dispuestos de m anera
nueva y las p reparaban para su ulterior investigación. Geógrafos que en
aquel tiem po po d ían ser tam bién etnólogos, botánicos y zoólogos eran
quienes consiguieron los conocim ientos esenciales y produjeron la im a­
gen que la com pañía tenía de ese nuevo cam po de acción y transacción.
Los m apas q u e p o n ían a p u n to los geógrafos devolvían la im agen del
Empire. «Los m apas debían incluso definir el Im perio y salir fiadores de su
integridad territorial y su existencia fundam ental. Existe el Im perio por­
que se puede captar en u n mapa; qué es el Im perio, se encuentra en sus
mapas»213.
Pasó un tiem po hasta que esa «India» tom ó figura en m apas y se tras­
puso a todas las cabezas; esa India de la que dice el prim er m inistro britá­
nico C lem ent Atüee al recordar sus tiem pos de escuela: «En la pared de la
escuela colgaba u n gran m apa con grandes áreas en rojo. Era u n a visión
em briagadora para u n jovencito... creíamos en nuestra gran misión im pe­
rial. Y la em bajada fundam ental que los mapas transm itían era sencilla: eso
es territorio británico, y si no, podría serlo; es espacio im perial, gobernado

188
p o r nosotros»214. Aquello era la India «vista de una vez». Con un m apa así
«se tenía a la In d ia en el bolsillo». Podía contem plarse en cu alq u ier
m om ento, y com o m ejor, desde Londres; distante miles de millas m arinas,
cierto, pero donde los archivos del Im perio sin em bargo reunían el cono­
cim iento de la India que subyace a cada uno de esos mapas.
Fue un cam ino sum am ente largo, desde u n a India difusa, aún no tal,
hasta la In d ia que p u d o co b rar form a y co n to rn o firm es y grabarse en
m entes hum anas. Antes de aquélla h u b o m uchas otras «Indias»: las diver­
sas imágenes que los europeos tuvieron de Asia desde la A ntigüedad hasta
la época de los descubrim ientos. F,1 Indo fue antaño frontera extrem a de la
oikoumene, del m undo habitado y conocido que concebía la Antigüedad.
Esa imagen y esos conocim ientos desaparecieron p o r largo tiem po antes
d e que se participaran a los europeos del R enacim iento a través de Ptolo-
m eo y Estrabón. En los siglos XV y XVI se sabía de Catay y Cipango, la China
y el Japón. Se conocía Ceilán. Tras los viajes de descubrim iento hubo una
India aquende el Ganges y otra allende, con la que se pensaba en Indo­
china y las islas de Indonesia. Los mapas europeos posteriores a 1500 mues­
tran una «India» que se extiende hasta la futura «Indochina». P or largo
tiem po aún se siguió hablando de la India Cercana y la Lejana. En el pri­
m er m apa de la India, la Caríe de l ’l nde de Je a n B. d ’Anville fechada en
1752, la India es u n a zona que alcanza hasta el M ar de la China. P or largo
tiem po la India fue tam bién idéntica al área bajo dom inio m ongol y englo­
baba ante todo territorios al Oeste del Indo, el Punjab, el H indukush, y a
veces hasta Afganistán; así p o r ejem plo en el m apa de H erm ann Molí refe­
re n te a la «Parte occidental de la India o Im perio del G ran Mogol», de
1717. En algún m om ento del siglo XVIII se llegó a la síntesis de las diversas
Indias: la de los m ongoles y la que había hecho franca la East India Com-
pany. Las dos se am algam aron en u n a nueva. El nacim iento de la India
m o d ern a o de la im agen m oderna de la India cristaliza en los m apas de
Rennell entre 1782 y 1788. Éstos produjeron «India» para el público britá­
nico y eu ro p eo «as a meaningful, still ambiguous geographical entity»‘2l'J. Las
oscilaciones en la designación, Indostán, país de los hindúes, Im perio
mogol, Bengala y otras, acaban p o r amalgamarse en u n a im agen nueva. A
partir de un determ inado punto tem poral es cosa que se entiende p o r sí
misma qué hay que en ten d er p o r «India», a tal p u n to que aun adversarios
del Empire com o nacionalistas e independentistas hindúes recogen nom ­
bre y concepto. «En una perspectiva im perialista el triunfo del Empire bri­

189
tánico consiste en h ab er sustituido una m ultiplicidad de com ponentes cul­
turales y políticos p o r u n Estado que abarcaba en tera a u n a India única
con fronteras geográficas. La unidad geográfica de la India, en pocas pala­
bras, es creación de la concepción cartográfica de su Empire p o r los britá­
nicos... Los británicos se hicieron dueños intelectuales del paisaje hindú. Y
lo hicieron con la plena conciencia y toda la precisión de la Ilustración
europea»216. Fueron los británicos y sus cartógrafos quienes consignaron
p o r p rim era vez en sus m apas aldeas, fuertes, cam inos, canalizaciones,
fronteras, ríos, colinas y selvas, prepararon y m idieron catastros y dieron a
la tierra nuevos nom bres.
La m edición de la India halla su expresión más com pleta en la Gran
M edición Trigonom étrica, el Great Trigonometrical Survey of India (GTS). En
ella encu en tra su expresión más com pleta el ideal de la Ilustración euro­
pea, m ed ir y cap tar el m u n d o en un proceso em p íricam en te exacto y
racionalm ente controlado. El GTS fue una gran em presa intelectual, logís-
úca, organizativa, técnica y financiera, una auténtica acción «capital y de
Estado», aun cuando la im pulsara inicialm ente y por largo tiem po la East
India Company. La GTS atravesó varias fases de realización. U na y otra vez
fue a d ar al borde del fracaso. Su éxito no se m idió p o r el éxito de un indi­
viduo, se cum plió con el trabajo de m uchas generaciones. Se basó en la
acum ulación de descom unales cantidades de datos que h ubieron de ser
com pilados y cotejados fatigosam ente p o r prim era vez, una acum ulación
que sólo pudo darse por concluida cuando los archivos del conocim iento
estuvieron llenos. En ellos cristaliza la observación sistem ática sobre el
terreno p ero tam bién el trabajo de astrónom os y otros investigadores de
ciencias fu n d am en tales pro lo n g ad o d u ra n te años. El conocim iento del
Empire debía e n tra r en los m apas del Empire. El GTS está ligado a vida y
obra de tres hom bres y al m enos tres generaciones: desde Jam es Rennell,
q u ien com enzó los trabajos e n tre 1765 y 1771 y a qu ien se denom ina
«padre de la Geografía india», pasando por William Lam bton, bajo cuya
dirección com enzó la gran triangulación de 1799-1800 y quien puso la base
científica de toda la em presa, hasta la finalización del trabajo en el año
1843 bajo la dirección de G eorge Everest, quien había trabajado com o ayu­
dante de L am bton y le sucedió e n el puesto de «Survey or of India».
George Everest, a quien se h o n ra ría a título postum o dando su nom bre
a la m o n tañ a más alta de la T ierra, había hecho term inar el gran arco, con
un recorrido de 2.250 kilóm etros, a los pies del Himalaya cerca de Dhra

190
The Great Trigonométrical Survey: estado de la
medición trigonométrica de la India en el año de 1862.

«[L a m e d i c i ó n d e la I n d i a h a lla su e x p r e s i ó n más


c o m p l e t a e n la G r a n M e d ic ió n T r i g o n o m é t r i c a , el
G r e a t T r ig o n o m e tr ic a l S u r v e y o f I n d i a (G T S).] En ella
e n c u e n t r a su e x p r e s i ó n m ás c o m p l e t a el id ea l d e la
I l u s t r a c ió n e u r o p e a , m e d i r y c a p t a r el m u n d o en u n
p r o c e s o e m p í r i c a m e n t e e x a c to y r a c i o n a l m e n t e
c o n tr o l a d o .»
Dun. E ntre el m apa de Rennell de 1765 y el final de los trabajos de m edi­
ción en 1843 bajo la dirección de Everest se ex tien d e un trabajo cuyos
m éritos aún se dejan sentir en la conm ovida em oción de un contem porá­
neo, el gob ern ad o r general lord Hasting, en 1817: «No hay otra base sólida
en que se funde la Geografía si no es la triangulación. Los prim eros trián­
gulos tendidos p o r este gigantesco país establecen más allá de todo error
u n a m ultiplicidad de puntos, y los espacios que abarcan, una vez consigna­
dos los detalles p o r los topógrafos subordinados p roporcionarán al m undo
u n m apa sin parangón, ni en exactitud, ni en detalle, ni en la reunión de
esfuerzos que fue precisa para establecerlo. Q ué significación otorgan a
tales obras economistas y hom bres de Estado, pero asimismo las clases ilus­
tradas de E u ro p a, viene confirm ado p o r la tenacidad que In g late rra y
Francia m uestran desde hace m uchos años en tales empresas»217.
Se puede sospechar que el GTS es la m ejor expresión de lo que Edward
Said llam ara u n a vez «un acto de violencia geográfica m ediante el cual se
tiende a investigar, cartografiar y finalm ente p o n er bajo control todo espa­
cio del m undo». Al igual que en el panóptico de B entham , tam bién en
este m apa p u ed e identificarse cada lugar; cada pu n to del subcontinente
hindú, cada ciudad, cada río, cada fuerte obtiene u n lugar calculable con
exactitud. Acabar el m apa n o es proceso m eram ente pasivo, m era copia y
acopio d e datos; gira en to rn o a la o rd e n ació n de los m ism os en u n a
estructura coherente, administrativa y disciplinaria, m atriz que necesaria­
m ente tenía que hacer abstracción de particularidades concretas si quería
p roducir o gen erar u n espacio hom ogéneo en alguna m edida. El proceso
cartográfico es a la vez proceso de hom ogeneización. A tinadam ente des­
cribe Thom as H. H oldich en 1916 los logros del GTS: «El GTS nos h a pro­
porcionado u n m arco o u n a anatom ía de la India, y en ese m arco se h a
integrado una gigantesca colección de mapas geográficos, políticos, milita­
res y catastrales. Sea cual fuere el destino de la India en lo venidero, será
siem pre testim onio eterno de la capacidad científica de la nación britá­
nica. Y eso n o po d rá extinguirse en tanto haya m uros que la protejan»218.
¿Cómo hay que im aginarse la G ran M edición Trigonom étrica?: «En
torno a 1820, la m edición trigonom étrica era piedra de toque de un “m apa
científico”. GTS es abreviatura de u n proceso en que convergen m uchos
procedim ientos distintos, muy distantes a m enudo del ideal epistem oló­
gico del cartógrafo. E n lo fundam ental no hubo u n GTS unitario, sino más
bien diferentes procesos y procedim ientos que sólo m ucho más tarde, en

192
1878, se com pendiaron en una organización coherente. Entre 1765 y 1771
se vino a efectu ar la p rim era m edición regional. Jam es R ennel trabajó
com o an tañ o se había trabajado en Europa, esencialm ente com pilando
mapas. Con sus ayudantes reunía m apas y m edía distancias y direcciones a
lo largo de los cam inos y rutas más im p o rtan tes de Bengala. T am bién
m edía longitud y latitud de lugares clave -control points- de suerte que
pu d iera acom odar progresivam ente sus m ediciones locales en la red de
coordenadas de longitud y latitud. La triangulación, com enzada p o r su
sucesor William L am bton, fue más allá de observar y m ed ir sobre el
terreno, al p o d er definir los lugares exactam ente m ediante observaciones
y cálculos astronóm icos. Si se podía d eterm in ar longitud y latitud de un
lugar se podía consignar ya con exactitud cualquier otro. D eterm inar el
grado de longitud, problem a capital durante siglos, era ya perfectam ente
posible en el siglo XVIII, bien guiándose p o r las lunas de Júpiter, bien m er­
ced al cronóm etro de J o h n Harrison. Así, p o r ejem plo, las longitudes de
Bombay y K atm andú se obtuvieron a p artir de las lunas de Jú p iter. Los
topógrafos del GTS tuvieron que hacer concordar las determ inaciones de
posición conseguidas m ediante cálculos astronóm icos con las observacio­
nes y m ediciones sobre el terreno, cuya form a principal en las colonias bri­
tánicas hasta bien en trado el siglo XX fue la llam ada route survey. Incluía la
determ inación de dirección y distancias p o r m edio de brújula y perambula-
tor, u n a ru ed a que proporcionaba con el núm ero de sus giros la m edida de
la distancia o la indicación del tiem po em pleado en el viaje. T odo ello se
registraba en un diario que contenía tablas con cuatro columnas: indica­
ciones de direcciones y distancias, y observaciones a u n o y otro lado del
camino. Son exposiciones lineales que abarcan u n a exigua franja de pai­
saje, a m odo de co rredor. T am bién aquí había dificultades p o r cuanto
m edidas e indicaciones de tiem po eran imprecisas debido a que el aparato
n o m edía la distancia en línea recta, sino la dejada efectivam ente atrás, y al
h ab e r de sortearse obstáculos las distancias resultaban alteradas. Era for­
zoso en co n trar un lenguaje único para los m uchos datos y m ateriales com ­
pilados. La ventaja de la trigonom etría estaba ju stam ente en que perm itía
m ediciones exactas y «construía» u n espacio estructurado con rig o r en
que se podía insertar los diversos datos y observaciones. Al ser todos los
puntos igualm ente im portantes en una triangulación, se produce un espa­
cio hom ogéneo y uniform e. El m apa se vuelve cada vez más exacto, cada
vez van apareciendo más lugares, y m ás lugares quedan a su alcance. El

193
m apa se vuelve cada vez más un instrum ento de penetración y dom inio.
E ra u n a im p o n en te tarea de planeam iento y logística: había que hacer
indagaciones previas, era difícil hallar el punto de observación adecuado
en colinas y torres. Por esas razones se erigieron cada vez con más fre­
cuencia torres de observación y m edición. Así es que llevaba días y sema­
nas establecer las condiciones idóneas de observación; el m ejor m om ento
era de noche -Everest las realizó a veces con an to rch as- o en la época del
m onzón, a la vez, em pero, la más insana. Establecer el «Great Arche» desde
la p u n ta m eridional del subcontinente hasta las estribaciones del Hima-
laya fue u n a gran em presa en todos los aspectos. Los datos tenían que reu­
nirse y alm acenarse, que no era simple con aquellas condiciones climáticas
y arquitectónicas: de ahí que el m ejor sido para un depósito m áxim am ente
seguro y fiable del conocim iento reunido fueran los archivos de Londres.
Perfectam ente se puede considerar a los protocolos del GTS allí almace­
nados formas previas de la m oderna Sociología. Luego se hizo preciso un
elenco de astrónom os, geóm etras, trianguiadores, botánicos y zoólogos
con b u en a form ación. Clima, calor y enferm edades tropicales hacían difí­
cil el trabajo a los participantes en el Survey. Cartógrafos destacados del
equipo cen tral m urieron o regresaron inválidos: R obert C olebrooke en
1808, M ackenzie en 1820, Lam blon en 1823. George Everest viajaba regu­
larm ente a Ciudad del Cabo o a casa para recuperarse. Era preciso form ar
un equipo adiestrado que hablara el mismo «lenguaje cartográfico» y estu­
viera de acuerdo en los principios fundam entales, el «marco de referen­
cia» a que había de incorporarse todo. Era preciso elaborar reglas para
n o rm alizar reco g id a y valoración d e datos. Era precisa p o r últim o u n a
infraestructura y u n a adm inistración que siguieran siendo aptas a lo largo
de decenios. Y p o r último, el proceso mismo de m edición era sum am ente
complejo: había que p rep arar el terreno para observar y m edir, sondearlo
y levantar las torres de observación, crear condiciones de trabajo en terreno
agreste e inaccesible, abrir una trocha a través del continente. La ocupa­
ción de cum bres y colinas p o r las tropas de la m edición trigonom étrica
figura sim bólicam ente la estratégica ocupación im perial del subconti­
nente.
La G eografía del dom inio se apoyaba en puntos desde d o n d e fuera
posible ten er perspectiva e inspeccionar el terreno. Las tropas topográficas
tenían que trabajar siem pre con escolta arm ada; las m ediciones desataron
diversos alborotos, h ubo resistencias, se destruyeron instrum entos. Los

194
topógrafos eran algo así com o el chivo expiatorio del dom inio británico.
Las tropas del servicio topográfico m archaban con banderas desplegadas,
la bandera era un signo de autoridad y soberanía británica; a m enudo con­
taban hasta 300 hom bres. Pero más im portante era que la población del
subcontinente quería que llegara a los ingleses la m enor cantidad posible
de inform ación p o rq u e con ella no h a ría n sino intensificar dom inio y
explotación. Se defendían sobre el terreno de indagaciones, de preguntas,
de talas de árboles que estorbaban a las observaciones. A m enudo los aldea­
nos trataban de im pedir arm ados con bastones la erección de torres de
m edición en las colinas circundantes. A los nativos no se les daba nada de
las denom inaciones coloniales y seguían con sus nom bres de ríos y lugares,
daba igual qué pusiera en los mapas británicos'-’19. H abía algo así com o una
doble soberanía en la designación de lugares y parajes, que en los m apas se
efectuaba en inglés, se sobreentiende.
Por más que se ganara a nativos para la em presa, p o r más «eurasiáticos»
a quienes se form ara, el cartografiado de la India siguió siendo asunto de
los británicos y la élite colonial, cosa de extranjeros. La m irada científica
de los británicos desconfiaba de los hindúes y sus tradiciones, «acientífi­
cos», «mitológicos» y «obscurantistas». Com o afirm ara Macaulay en una
frase m alfam ada, toda la lite ratu ra de la In d ia y el m u n d o árabe ju n ta
pesaba m enos que u n a estantería de libros europeos. Era u n problem a
gigantesco extraer el conocim iento del continente, traducirlo y engastarlo
en las redes racionales de clasificación del dom inio colonial. Y aquí, con
toda la pasmosa superioridad del conocim iento racional occidental y toda
la «matriz británica», se dem ostró la com pleta d ependencia del conoci­
m iento colonial y sus cartógrafos respecto a inform aciones que sólo podían
o b ten er de los nativos, de hindúes. Los británicos tenían que form ar for­
zosamente a topógrafos que com partieran su visión, su m anera de percibir
y clasificar. La form ación de «equipos topográficos» es parte de la «misión
civilizadora». La cartografía tiene un puesto en la trinidad de British know-
ledge, British reason, British rule. Se trataba de algo más que una m edición
geodésica y u n a determ inación astronóm ica de posiciones, se trataba de
u n «com pleto p an ó p tico geográfico» en el sen tid o de B entham . «Por
m edio de sus representantes los británicos pu d iero n reducir la India a un
espacio im perial en extrem o coherente, geom étricam ente preciso y unita­
rio, u n espacio racional en el seno del cual pudo establecerse un sistemá­
tico trabajo de archivo del conocim iento de tierras y poblaciones de la

195
India. En todos sus aspectos geográficos la india se hizo accesible a los bri­
tánicos científicam ente. C orrespondientem ente, los británicos plantearon
la G ran M edición T rigonom étrica a título de proyecto público que no
po d ían llevar a cabo los hindúes solos, y tan concreto y necesario com o
canalizaciones y rutas m ilitares para com poner en unidad la India y sus
habitantes, para m ejorar y definir su ordenación. Y la significación espacial
de las m ediciones trigonom étricas estaba consignada en los mapas británi­
cos. Ellos definieron la India»'"'1.
La conversión de los hindúes al pensam iento cartográfico racional,
occidental, a la representación occidental de espacio y territorio, tenía sus
límites inm anentes. Así com o el dom inio colonial fue siem pre una doble
soberanía, y com o tal se reconocía implícita o explícitam ente, así también
la cartografía colonial fue siem pre una cartografía doble. Los británicos
habían reunido m uchos datos, todo cuanto pudieron encontrar. T enían a
la In d ia «en el bolsillo». Y entonces les pilló desprevenidos el levanta­
m iento de 1857. Con ello com enzó un m ovimiento nuevo, al final del cual
habría un m apa nuevo, un m apa tras el final de la India británica.

196
M apas m onocrom os:
el Estado nacional

Según B enedict A nderson las naciones son «imagined communities», y


una de las imágenes en que se piensan, figuran y recobran a sí mismas es la
im agen cartográfica del m oderno Estado nacional321. En lo que se llama la
prim avera de los pueblos, aquellos que hasta entonces convivieran bajo el
mismo techo de u n a serie de dinastías se separan y se com ponen en una
unidad nueva. D escubren las diferencias, sondean la diferencia, definen
fronteras. En la im agen cartográfica queda claro dónde acaba lo propio y
com ienza lo otro, lo extraño y ajeno. Las imagined communities adm iten
territorializarse. U n territo rio com ún es fu e rte indicio d e existencia y
p o d er de la com unidad im aginada. La nacionalización de la im agen del
m apa es inevitable fenóm eno concom itante de la conciencia nacional que
despierta. En el siglo XIX aparecen casi sim ultáneam ente en toda Europa
atlas de u n tipo nuevo: atlas nacionales. Se les ofrece a los cartógrafos una
coyuntura excepcional. Por doquier, en Inglaterra, en Francia, en Estados
Unidos, en Alemania, las nuevas obras cartográficas acreditan u n nuevo
sentim iento de pertenencia. En la mayoría de casos se funda una tradición
nueva: vino al m undo el adas escolar, histórico y nacional, que en adelante
enseñaría a generaciones de escolares p o r millones, en ediciones renova­
das año tras año, cóm o se ha de ver el m undo «desde la posición nacio­
nal». Atlas históricos y mapas nacionales en las paredes de la escuela for­
m an el horizonte en que la correspondiente generación nueva y joven se
prep ara para la vida. Los m apas escolares, m urales o encuadernados, se
convierten en medios elem entales de socialización de una población que
se ha vuelto letrada y en adelante am arrada al duro banco de un sistema
escolar. En ad elan te la población, la nación, sabe qué aspecto tiene el
m undo: p o r dónde discurren las fronteras de amigos y enemigos, dónde se
hallan los focos de crisis, dónde se dieron batallas y se sufrieron derrotas, y
d ó n d e hay todavía algún lugar al sol que conseguir. «Cualquier escolar»
sabe en ad elan te qué aspecto tiene el m u n d o y cóm o está re p artid a la
superficie de la Tierra. H a venido a ser condición necesaria o poco m enos

197
para ser contem poráneo saber cómo está repartido el m undo. Los nuevos
mapas son m edios de identificación. El m apa m ural de la escuela es el
m edio prim ario de nacionalización de las masas.
En imágenes de m apa se despide la era nacional de u n a antigua situa­
ción. En parte alguna se puede ver esto de form a tan plástica, clara y aun
crasa com o en los m apas y atlas alem anes de la época de la unificación
im perial, cuando surgieron las grandes obras cartográficas alem anas del
nuevo tipo con que crecieron las generaciones siguientes: ante todo, el
atlas histórico de Putzger y su versión mural. Esos mapas hicieron escuela,
en el sentido literal y en el figurado; se rem odelaban de nuevo año tras
año, y de la historia así prescrita y reescrita durante cien años podría salir
u n a historia verdadera de los alem anes a lo largo de más de cien años,
como h an señalado Arm in Wolf y Jerem y Black2'*. Son m apas de partida
hacia nuevas riberas, a la política m undial y en busca de «un lugar al sol»;
mapas de la ofensa y la autocom pasión a continuación de la Prim era Gue­
rra M undial y los acuerdos de paz de Versalles; mapas de desquite y revi­
sionism o, p rim ero en W eim ar y luego a com ienzos del p e río d o nazi;
mapas de destrucción y autodestrucción, prim ero en la Prim era y sobre
todo en la Segunda G uerra M undial. Son representaciones espaciales de
ascenso y descenso de la historia alem ana en los siglos XIX y XX. Cada
madz, cada giro, queda fijado en ellos. Hay m apas de objetividad y sereni­
dad, los hay de gran nerviosismo, histeria y agresividad.
P ero el m apa escolar histórico y nacional, situado en la cim a de los
tiempos, dem uestra para em pezar la superioridad de los m odernos. No
hay rastro en él de antiguas situaciones, de cóm o quedó el m apa del Sacro
Im perio Rom ano tras el fin de la guerra de los T reinta Años, o en vísperas
de las guerras napoleónicas. H a desaparecido el «tapete de retales» o el
«traje de arlequín» que presentaban los m apas de «C entroeuropa en el
año de 1648» o «Alemania en el siglo XVII». Los antiguos mapas m uestran
una A lem ania de fragm entación, particularism o, provincianism o y
egoísmo de unos «príncipes a granel». Esa antigua Alem ania era débil por
hallarse ocupada en sus intereses parciales y partidistas en lugar de dedi­
carse al gran todo y el asunto nacional; indefensa y som etida a unos veci­
nos que ya habían encontrado o fortalecido su unidad estatal, ante todo
Francia. Esa A lem ania era en extrem o frágil y vulnerable p o rq u e cual­
q u iera ten ía e n tra d a libre y po d ía inm iscuirse e n asuntos alem anes. El
tapete de retales m ostraba «a prim era vista» -y eso significaba que ya no

198
C en tro eu ro p a, 1815 a 1866.

«P o licro m ía es d e fec to, signo d e i n g o b e r n a b il i d a d y


v u l n e r a b il i d a d , n o ín d ic e de re g ia riqueza.»
h ab ía más que sab e r- el m al fundam ental de A lem ania, au n q u e en ese
m om ento aún se llam ara «Sacro Im perio Rom ano de la nación alemana».
Así, la policrom ía de los m apas en tiempos de la unificación im perial gui-
llerm ina no es testim onio de la m ultiplicidad de culturas, paisajes y formas
de dom inio, sino signo de debilidad, enferm edad y descomposición. Poli­
crom ía es defecto, signo de ingobernabilidad y vulnerabilidad, n o índice
de regia riqueza. Del todo diferente aparece la Alem ania que han traído
consigo la unificación y la fundación del Im perio alem án. Q ue h a cam­
biado el colorido, al m enos en gran parte. En ese cuerpo finalm ente unifi­
cado se perfilan los Estados fuertes, ante todo el reino de Prusia. Se h a
separado de las grandes partes no alem anas que el Im perio de los Habs-
burgo había introducido en el Sacro Im perio Rom ano. A unque reducido,
h a g an ad o en sim plicidad, se h a h echo supervisible y supervisable. El
tap ete de retales se h a elim inado o al m enos reducido. En ad elan te la
figura recuerda más a la de regiones y países históricos. La Alem ania que
ha ganado su u n id ad puede en adelante habérselas con sus iguales: con
Estados que ya h an venido a ser m odernos Estados nacionales. A hora otras
cosas pasan a p rim e r plano. No tan to las provincianas m adrigueras de
príncipes, sino aquellos elem entos e impulsos que producen y hacen sur­
gir un nuevo espacio hom ogéneo. Lo figurado en el m apa pasa a ser un
proceso de unificación con u n propósito al cabo conseguido a través de
sus diferentes fases: disolución del Sacro Im perio Rom ano a título de fósil,
fundación de la federación del Rin, fundación de la federación alem ana,
todo, fases preparatorias de la unificación finalm ente lograda en 1871. Lo
figurado son las fuerzas im pulsoras y com ponentes de la fabricación del
espacio económ ico alem án: la unión aduanera, p ero ante todo la indus­
trialización, las líneas férreas, canales, en pocas palabras, todos aquellos
elem entos que hacen del antiguo Im perio un m od erno Estado industrial.
A hora en los m apas cuentan m enos las encantadoras ciudades antiguas
que fu eran residencia de corte, y m ucho más las nuevas ciudades indus­
triales y los nudos comerciales. Las fronteras interiores pasan a segundo
p lano o apenas se p ercib en aún a m odo de finos trazos, en tan to gana
im portancia y significación su trazado de cara al exterior, frente a otros
im perios o a Estados nacionales adelantados. Particularm ente claro queda
esto en la disolución de la relación con Austria, am putada y confinada en
sus fronteras tras im ponerse la solución de la «Pequeña Alemania», y en la
fro n te ra con Francia, a quien se arrebataran Alsacia y L orena, regiones

200
fronterizas y de transición, a raíz de la guerra en que se funda el Im perio
alem án, la fran co p ru siana (en este sen tid o h ab ría que incluir tam bién
aquí a la frontera dan esa). El m apa de la A lem ania unida es simplificado,
supervisible y supervisable. Del «cuerpo desgarrado» se ha h ec h o u n
«cuerpo cerrado», p o tente. Las diferencias internas están atenuadas, las
fro n teras exteriores, co n to rn ead as in ten sam en te. Hacia d e n tro se ha
alcanzado equilibrio, hacia fuera, distanciam iento. En atlas o murales, los
m apas nacionales im pulsan la hom ogeneización, la u n ifo rm id ad del
«tapete de retales» de antaño.
Es incuestionable que esa hom ogeneización cartográfica n o era un
p u ro constructo en su totalidad, y quizás ni siquiera en parte principal,
sino un indicio de lo que estaba en m archa: el surgim iento y conform ación
de u n territorio estatal com ún, preparado p o r el de otros ámbitos com u­
nes, un espacio com ún lingüístico, de com unicaciones, económico, y tam­
bién m ilitar y defensivo. No hubiera sido posible fabricar la territorialidad
del Im perio alem án sin esos poderosos ingredientes que norm alm ente son
necesarios para inflam ar y d ar alas a cabeza y corazón de los hum anos. De
ese nuevo m ap a de la nueva A lem ania form an parte asimismo espacios
m entales o intelectuales que no cristalizan tanto en mapas com o en nove­
las y relatos, cuadros y esculturas conm em orativos, en los escenarios de
sucesos históricos, choques trágicos y vivencias felices de la com unidad. La
hom ogeneización del espacio nacional no es concebible sin esos espacios
m entales o sin lieux de mémoire. Entre los que se cuentan cosas tan dispares
com o el «Rin alem án» y la catedral de C olonia, el A quisgrán de Carlo-
m agno, W eim ar y G oethe, el ayuntam iento de Breslau, el claustro de la
catedral de Estrasburgo, los rojos acantilados de Heligoland, el W artburg
de Lutero, la Noche de luna de Caspar David Friedrich, la ro n d a de Dresde
de P óppelm ann, el Mittellandkanal y las fundiciones Krupp en la cuenca
del R nhr, y naturalm ente, el Atlas histórico de Putzger, en el que m illones
de alem anes estuvieron llamados o sentenciados generación tras genera­
ción a hacerse su im agen del m undo y del puesto de Alem ania en él.
En u n a época de escolarización y alfabetización general, educación en
aum ento y aparición de la prensa de masas, ninguno de aquéllos es ya con­
cepto específico y realzado: antes bien u n o que llega a hacerse fam iliar
m ediante lecturas, com ercio o viajes. La producción del espacio nacional
se da ah ora en el espacio de la política, que cuenta con un parlam ento
nacional -e n la Paulskirche de F rankfurt- o una dieta im perial en Berlín, el

201
Centroeuropa d e s p u é s d e 1945.

«La h o m o g e n e i z a c i ó n d e l e sp a cio n a c i o n a l n o es
c o n c e b ib l e sin esos e spa cios m e n t a le s o sin lie u x d e
m é m o ir e . E n t r e los q u e se c u e n t a n cosas tan d is p a r e s
c o m o el “Rin a l e m á n ” y la c a t e d r a l d e C o l o n ia [ .. .] ,
y n a t u r a l m e n t e , el A t l a s h is tó r ic o de Putz gcr, e n el
q u e m il l o n e s d e a le m a n e s e stu v ie ro n lla m a d o s o
s e n t e n c ia d o s g e n e r a c i ó n tras g e n e r a c i ó n a h a c e r s e su
i m a g e n del m u n d o y del p u e s t o d e A le m a n ia e n él.»
Reichstag, se da en elecciones de ám bito nacional a que se presentan parti-
dos de ám bito nacional; se da en la creciente m ovilidad que acerca al
pu erto de H am burgo y los Alpes bávaros; se da en choques de intereses y
conflictos en que están e n ju e g o asuntos de alcance general que ya nada
tienen que ver con las estrechas miras de las antiguas m adrigueras provin­
cianas: lucha cultural, leyes socialistas, políüca naval, y «un sitio al sol»,
acaso en Africa, acaso tam bién en Asia. U na opinión pública nacional es la
caja de resonancia en que se vienen a com pensar y sintetizar experiencias
y horizontes separados y fragm entados hasta entonces. La producción car­
tográfica de un espacio nacional es una faceta o una dim ensión más en ese
grandioso proceso de autoidentificación nacional. Desde donde tam bién
se lee y se cartografía de nuevo la historia entera. Para los alem anes vuelve
a ser im p o rtan te la época de C arlom agno y se evoca com o im agen de
h o rro r la época de desgarro en la guerra de los T reinta Años, todo a un
mismo tiem po. Cada nación tantea retrospectivam ente en su propia histo­
ria y su en tera geografía una vez más, buscando aquello que fuera particu­
larm ente valioso y particularm ente grande. Así el pasado se convierte en
superficie de proyección de fantasías nacionales que tienen m enos que ver
con la historia real y más con ofensas y m anías de grandeza. Se inventan
im perios que nu n ca ha habido y se trazan fronteras que son fantasm ago­
rías. De la historia se traen a cuento pueblos que no son sino retroproyec-
ción de soñados deseos presentes, se com ponen y habilitan territorios que
dicen más de am biciones y apetitos del presente que de formas políticas
pasadas. El Estado nacional se consum ó cuando sus ciudadanos partieron
a la guerra «por el em perador y la patria», ni que decir tiene, dispuestos a
m o rir p o r la patria. En 1914 son formas m onocrom as las que en tran en
guerra. Aun el em p erad o r sólo sabe ya de pueblos y n o de Estados, de
m iem bros de un mismo pueblo. Se es alem án, francés, inglés, ruso o ita­
liano, o en o tro caso, nada. En la paz civil general que u n a vez reinara
en tre los partidos había sido borrada hasta la m enor de las diferencias, al
m enos p o r u n m o m en to breve. F u ero n precisas las conm ociones y el
derrum bam iento del Im perio para que pudiera volver a prim er plano con
toda fuerza la diferencia interna.
En el caso alem án, desde el principio nunca estuvo inequívocam ente
claro qué designara el térm ino «alemán»: ¿la lengua, la cultura, la perte­
nencia a un pueblo, com oquiera se entendiese esto, o aun sim plem ente la
p erte n en cia civil al Im perio alem án, sin que im p o rtara la p rocedencia

203
étnica? En 1813 Ernst Moritz A rndt se expresaba así: «¿Qué es la patria ale­
mana? Allá donde alcance la lengua alem ana». Q ue llevó a toda clase de
overstretch im periales, pues entonces alem án era todo «desde el Mosa al
Niem en, desde el Adigio al Belt», aun cuando hubiera venido a Prusia o al
Im perio alem án m ediante reparto u ocupación, p o r ejemplo, de Polonia.
Ese inocuo nacionalism o lingüístico y cultural se volvía sin em bargo viru­
lento y peligroso donde lengua y cultura se am algam aban con otra cosa, la
p ertenencia a un pueblo y más tarde a una raza, y donde se conjugaban
indisoluble y m ortíferam ente «sangre y suelo»523. La im agen cartográfica
refleja exactam ente el giro de u n nacionalism o lingüístico y cultural a uno
étnico, y el salto cualitativo de éste al racismo, en particular, al antisemi­
tismo y antieslavismo de fundam ento biológico y racial. Las im ágenes de
m apa son precisas. En este caso, siguen con exactitud el proceso histórico
de destrucción del Estado nacional p o r obra de im perialism o y racismo en
la Alem ania nacionalsocialista. Los cartógrafos nacionalsocialistas fueron
capaces de cualquier cosa, m enos una: producir algún m apa d e u n Estado
nacional alem án que quedaba fuera de su cam po de percepción y de sus
propósitos. Por eso es totalm ente consecuente que las grandes obras car­
tográficas que quiso producir el nacionalsocialismo en el m om ento culmi­
nante de su p o derío y su dom inio se fueran a pique. No sólo porque las
bom bas aliadas estorbaran el trabajo de los cartógrafos, sino p o rq u e el
nacionalsocialism o ya no disponía de lenguaje alguno para exponer carto­
gráficam ente el Estado nacional.
Q ue había de entenderse p o r «alemán» algo distinto de la m era ciuda­
d an ía alem ana h abía q u ed ad o claro ya en los últim os decenios del
segundo Im perio. Nacionalistas y pangerm anistas presionaban para expul­
sar o forzar a la asimilación a los m iem bros del Im perio de otra proceden­
cia que la alem ana, y eso significaba en la Prusia occidental y Posen más de
u n m illón de personas, y en m uchas zonas, la m ayoría de la población;
pero sobre todo veían en los alem anes de allende las fronteras, sobre todo
en la E uropa oriental, representantes o adalides de los intereses de los ale­
m anes del Im perio. Tam bién en la propagación del im perialism o alem án
en la prim era de las guerras m undiales tuvo esto im portancia inm ediata, y
las diversas concepciones de u n a C entroeuropa de cuño alem án y en clave
alem ana, p o r ejem plo en los trabajos de F riedrich N aum ann o Partsch,
n u n c a p u d ie ro n d esp ren d erse p o r e n te ro de u n regusto a política de
hegem onía y conquista. Ello quedó en teram ente claro tras la d errota ale­

204
m ana y la paz de Versalles, que trajo consigo la separación de zonas de
asen tam ien to alem án m ayoritario, sobre todo en las fronteras. Para la
visión p re d o m in an te de las cosas, que había sufrido u n a ofensa grave y
hum illante en Versalles, alem anes eran no sólo los del Im perio sino ante
todo los del extranjero, cuyo núm ero se cifraba a veces según se echaran
las cuentas p o r encim a de los 10 millones, en que no era raro incluir aun
estadounidenses o suram ericanos de p ro ced en cia alem ana. Allí d o n d e
viviera p u eb lo alem án, había tam bién suelo alem án, tal era la visión
am pliam ente ex ten d id a en los años veinte y treinta; allí se pro d u cía la
fusión de «sangre y suelo», y en una reform ulación ulterior de ese con­
cepto, bastaba ya la existencia de u n solar del pueblo alem án para que se
form ara u n «solar cultural», resultado de «la laboriosidad alem ana» y la
«inteligencia alemana». El concepto de territorio y con él las fronteras se
disolvían en tanto que m agnitudes fijas. Alem ania estaba -e n p rin cip io -
allí d o n d e vivieran seres hu m an o s d e lengua y cu ltu ra alem ana. En la
época de W eimar esto se volvió argum ento para el específico tipo de revi­
sionismo de Weimar; en la época nazi, en p u n to de partida para revulsio­
nes etnográficas y territoriales de gran m agnitud con m iras a trazar de
nuevo el «m apa etnográfico» de E uropa. El h u n d im ie n to del segundo
Im perio y las disposiciones de los tratados de Versalles se expresaban en
u n lenguaje de ofensa y daño. Alemania había sido «mutilada» y «cercada»
en Versalles, se hallaba «tendida en tierra», «avasallada». Es la retórica de
la vulneración, de la herida. De A lem ania se hace cuerpo. La discusión
de los alem anes sobre sí mismos en el m om ento de la d errota se to m a en
discurso cartográfico. Se habla de «fronteras sangrantes» y «desgarros en
las fronteras» p o r obra de Versalles. Se habla de «capacidad de superviven­
cia de la Alem ania desm em brada», de territorios «robados y arrancados»,
d e «territorios violados» y «tierra alem ana pasando necesidad» al o tro
lado d e la frontera. El cartografiado de las zonas separadas m antiene vivos
el dolor y la experiencia traum ática, y se crece en sugestivas im ágenes car­
tográficas del «desgarram iento del pueblo». Los alem anes esparcidos p o r
toda la E uropa oriental, ese área densam ente punteada, m arcan pérdida y
desdicha. A ellos podrá apelar la Alemania de H itler más adelante, cuando
inicie a partir de 1938 su m ovimiento de «retom o al hogar del Imperio».
Los m apas de la época de W eimar m antuvieron viva en la conciencia la dis­
tinción entre la gran Alemania y la m utilada, entre alem anes del Im perio y
alem anes del exterior, y alim entaron así ese revisionismo que sólo espe­

205
raba el m om ento en que pudiera entrar en acción. Llegó. En los mapas de
W eimar ya se perfila la transform ación en cuestión étnica, el giro de lo ale­
m án de lo territorial a lo popular o a una am algama de ambas cosas. Mapas
de la germ aneidad, mapas étnicos, mapas del solar del pueblo o de la cul­
tura, todo está ya listo a m odo de indicador geopolítico. Y aun así, aquello
que al sentir de m uchos era revisión plenam ente legítim a invocando los
Catorce Puntos de Wilson, y restablecim iento de un legítim o statu quo ante,
sólo era en verdad la form a en que se preparaba algo totalm ente nuevo,
hasta entonces desconocido en Europa: la nueva ordenación de Europa
sobre u n a base biológica y racial, im pulsada y sustentada p o r u n movi­
m iento radical y resuelto a todo. La diferencia se hace clara en el prólogo
a la edición corregida y aum entada del Geopolitischen Geschichtsatlasses [atlas
histórico geopolítico] de Franz Braun y A. Hille-Ziegfeld en 1934. Tras la
dedicatoria «al pueblo alem án y a sus caudillos» se lee lo siguiente: «La
actitud fundam ental del enérgico alzam iento nacional y su revolución en
lo político-cultural, político-estatal y político-popular nos ha dado plena­
m ente la razón. Apelábamos entonces a la viva exigencia de incorporar y
re u n ir cuanto constituye la idiosincrasia del pueblo y su voluntad de vivir
en u n a vida estatal y cultural que el alm a del pueblo, que la totalidad del
pu eb lo añoraba. Por eso reclam ábam os, asimismo en el sentido de una
verdadera com unidad del pueblo, el despertar de u n sentido social y una
form ación del espíritu nacional de la que surja conciencia de Estado, del
Estado del pueblo alem án. D ando p o r presupuesto que “pueblo” respecto
a “Estado” no es otra cosa, algo más restringido: pues no es que el pueblo
sirva al Estado, sino al revés, el Estado sirve al m antenim iento y beneficio
del pueblo. El pu eblo es u n a parte del o rd e n divino del m undo»221. La
«com unidad del pueblo» está en el centro, el Estado es lo elástico, plástico,
móvil, lo subordinado.
El m ovim iento nazi no quería reinstaurar n in g u n a antigua frontera,
sino u n Im perio nuevo; no quería el statu quo ante previo a Versalles, sino
u n a ordenación nueva. Su legitimación no estaba en «el suelo alem án», «el
solar de la cultura alem ana» o «la lengua alem ana», sino en la superiori­
dad de una raza im aginaria. De ahí que en lugar de mapas territoriales o
estatales se encuentre uno m apas raciales a m ontón, del Im perio alem án
digam os que con las razas nórdicas, bálticas, orientales, dináricas y occi­
dentales. Nuevas divisiones en linajes y grupos de pueblos o cu p an el
puesto de divisiones políticas: renanos, silesios, lusacianos o suabos. For­

206
mas de pueblos y casas p roponían una nueva distribución cultural. Pero
precisam ente los m apas raciales tam poco perm iten deriven- de ellos pre­
tensiones territoriales, cuando esa raza im aginaria iba escasam ente más
allá de las fronteras orientales del Im perio alem án. Como conjetura Gun-
tram Herb, ésa puede hab er sido la razón de que el uso de los atlas raciales
«no se adm ita en principio» en las escuelas'225. O tro es el caso cuando se
trata de la descripción de la «lucha eterna» entre arios y no arios, germ a­
nos y n o germ anos. Esa lucha im aginaria y fantástica se proyecta en el
pasado en num erosos atlas de la época nazi2'26. De todos modos, a efectos
prácticos no tuvieron im portancia esas invenciones míticas, sino los carto-
grafiados exactos de las situaciones étnicas en la Europa central y oriental.
A quí el dom inio nazi p u d o apoyarse en u n a tradición de investigación
abundante y desat ollada interdisciplinariam ente a gran escala, en la que
habían participado codo con codo Etnografía, A nüopología, Historia de
poblaciones, D em ografía, Sociología y Lingüística. M erced a la intensa
investigación du ran te el período de W eim ar se estaba al tanto del «solar
cerrado del pueblo alemán» con predom inio de población alem ana, de la
«germ aneidad dispersa» y los «enclaves alem anes en el m ar eslavo», de los
centros de la vida ju día, de las relaciones y proporciones de mestizaje en
las grandes ciudades com o en provincias rem otas de E uropa oriental. Más
tarde, luego que las Fuerzas de Defensa hubieron atravesado las fronteras,
los mapas hicieron su servicio («sólo en horario de servicio»). Los «mapas
de población alemana» form aban parte de los pertrechos para el ataque
alem án, había que saber dónde podía contarse con una recepción amis­
tosa, con colab o ración o con resistencia. Los m apas etnográficos y de
nacionalidades se contaban entre los pertrechos básicos. No había «mapa
etnográfico de defensa» para el ataque a Francia, se com prende, pero sí
para la invasión de Polonia327. Tales m apas eran im prescindibles si se p re­
tendía dinam itar las complicadas y complejas parcelaciones étnicas y socia­
les y aprovecharlas en beneficio de la política propia. H abía m apas para
todos los casos particulares: alem anes volinios, cachubos [del Vístula],
sorabos, ucranianos, lituanos y judíos. Ni cabía movimiento «de vuelta al
hogar imperial» sin el cartografiado de la «germ aneidad fragm entada», ni
aniquilación de los judíos sin el cartografiado de la distribución de pobla­
ciones ju d ías en la E uropa oriental. Los com andos de asalto p u d iero n apo­
yarse en los abundantes fondos cartográficos de num erosos institutos cien­
tíficos, en investigaciones financiadas p o r la Deutsche Forschungsgemeinschaft

207
[sociedad alem ana de investigación], en los m apas de la editorial Dahlem
de Berlín y m uchos otros. La Europa del Este estaba m edida etnográfica­
m ente hacía tiempo; la dirección nazi, las fuerzas de defensa, los com an­
dos de asalto, ninguno tuvo que hacer más que coger el m apa y leerlo.
En el m om ento de su máxim o triunfo militar, ju lio de 1942, tras el ata­
que a la U nión Soviética y antes de la batalla de Stalingrado, el D eparta­
m ento de Extranjero decidió llevar a cabo el proyecto cartográfico de un
«Adas histórico-geográfico de Europa». C uando em pezaron los trabajos, la
batalla p o r Stalingrado estaba en su p u n to más feroz. Los bom bardeos de
Berlín forzaron la evacuación de los cartógrados al castillo de Grabow. El
m apa e n que d eb ía presentarse la E uropa transform ada n o sólo se vio
superado p or la realidad, com o ocurre siem pre a los mapas, sino que ni
siquiera llegó a acabarse. H abría sido presum iblem ente u n m apa de la
E u ro p a aria, o rn a m e n to cartográfico d e u n a fo rm a de dom inio com o
E uropa no había conocido antes. El que sí se llevó a cabo fue el del des­
m em bram iento del Im perio alem án, el m apa del «finís Germaniae»™. Fue
forzoso dibujar de nuevo todos los mapas. Por largo tiem po éstos m uestran
u n a Alemania alcanzada de lleno, dividida, que había perdido su unidad
política y territorial. Por m edio siglo después de Yalta y Potsdam , Alemania
form ó parte de diferentes hemisferios y sistemas. Por más de u n a genera­
ción A lem ania estuvo dividida en dos y aun en tres, partida por u n a nítida
frontera, perteneciente a m undos distintos, coloreada con colores distin­
tos. Tras la guerra, al m enos en la parte occidental, se creció aún con los
contornos de «Alemania en las fronteras de 1937» m etidos en la cabeza por
el atlas escolar de Diercke; pero tam bién con los trazos que había dejado
tras de sí en el m apa de Europa la red de campos de concentración y exter­
minio, y con los jalones que señalaban la expulsión y desplazam iento de
los alem anes del Este de Europa.

208
C om ercio m undial
La fuerza de la burguesía

No p u ed e h ab er texto más a m edida del m apa del m ercado m undial


en trance de aparición que aquel pasaje del Manifiesto del Partido Comu­
nista de Karl M arx y F riedrich Engels de 1847-1848: «El descubrim iento
de Am érica y la circunnavegación de Africa le p ro cu raro n terren o nuevo
a la burguesía que despuntaba. El m ercado chino y de las Indias orienta­
les, la colonización de América, el intercam bio con las colonias, la m ulti­
p licación de m edios de cam bio y m ercan cías d ie ro n u n auge n u n ca
conocido a com ercio, industria y navegación, y con ello, u n rápido desa­
rrollo al co m p o n en te revolucionario de la sociedad feudal en d ecaden­
cia... la gran industria h a establecido el m ercado m undial que el descu­
b rim ie n to d e A m érica p re p a ra ra . El m erc ad o m u n d ial h a d ad o a
com ercio, navegación y com unicaciones p o r tierra un desarrollo incon­
m ensurable. Q ue a su vez h a re p ercu tid o de nuevo en expansión de la
in d u stria, y allá d o n d e alcanzaban in d u stria, com ercio, navegación y
ferrocarriles se desarrollaba la burguesía en esa misma m edida, m ultipli­
caba sus capitales, y desplazaba al fondo del escenario a todas las clases
h ered ad a s de la E dad M edia... La b u rg u e sía no p u ed e existir sin u n a
revolución p erm an en te de los instrum entos de producción, y así, de las
relaciones d e producción, y así, del conjunto de relaciones sociales. M an­
ten er inalterada la antigua m an era de p ro d u cir fue p o r contra condición
p rim era de existencia de todas las clases industriosas hasta entonces. Per­
m anentes vuelcos en la producción, in in terru m p id a conm oción de toda
situación social, etern a inseguridad y m ovim iento eternos distinguen a la
época d e la burguesía de todas las dem ás. T oda relación oxidada e ina­
m ovible con su cortejo de venerables im ágenes e ideas se desatasca y se
disuelve, toda relación recién establecida envejece antes d e p o d e r anqui­
losarse. T o d o lo que sea estar, todo Estado o estam ento establecido se
evapora, to d o lo sagrado se desacraliza, y al cabo los seres hum anos se
ven forzados a m irar su vida, su posición y sus relaciones m utuas con ojos
desilusionados.

209
»La necesidad de d ar salida cada vez más am plia a sus productos acucia
a la burguesía p o r todo el globo terrestre. Por doquier h a de anidar, por
d oquier construir, p or doquier establecer conexiones.
«M erced a su explotación del m ercado m undial la burguesía h a con­
figurado cosm opolíticam ente producción y consum o de todos los países.
Para gran aflicción de reaccionarios ha quitado el suelo bajo los pies a la
industria nacional. Las más antiguas industrias nacionales han sido ani­
q uiladas y lo son a diario. Son expulsadas p o r in d u strias nuevas cuya
in tro d u cció n se to m a en cuestión vital para todas las naciones civilizadas,
industrias que ya no elaboran m aterias prim as del país sino p erten ecien ­
tes a las más rem otas zonas, y cuyos productos no se consum en sólo en el
país sino en todas partes del m undo al m ism o tiem po. En lu g ar d e las
an tig u as necesid ad es, satisfechas con creacio n es del país, h ac en su
en tra d a necesidades nuevas que reclam an productos de los climas y paí­
ses más rem otos p ara apaciguarse. En lugar de la antigua autosuficiencia
y clausura local y nacional hace su entrada u n com ercio p o r doquier, u n a
d ep en d en cia m u tu a en tre todas las naciones. Y otro tanto en la p roduc­
ción in telectu al. Las producciones intelectuales de cada nación se tor­
n an en bien com ún. Prejuicios y lim itaciones nacionales se hacen más y
más im posibles, y de las m uchas literaturas nacionales y locales se form a
u n a literatu ra m undial.
«La burguesía arrastra incluso a las naciones bárbaras a la civilización
p o r su rauda m ejora de todo instrum ento de producción, p o r sus com uni­
caciones infinitam ente más fáciles. Los precios baratos de sus existencias
son la artillería pesada con que derrum ba todas las Murallas Chinas, con
que fuerza a capitular aun al más encarnizado odio de bárbaros al extran­
jero . Fuerza a toda nación a hacer suya la m anera d e producir de la bur­
guesía si es que no quiere arruinarse, a introducirse p o r sí misma lo que se
llam a civilización, esto es, volverse burgués. En u n a palabra, se crea un
m undo a su im agen y semejanza... En su dom inio de clase, de un siglo ape­
nas, h a creado fuerzas productivas m ás colosales y masivas que todas las
g eneraciones pasadas ju n tas. Las fuerzas naturales, subyugadas; la quí­
mica, aplicada a industria y agricultura; m aquinarias, barcos a vapor, ferro­
carriles, telégrafos eléctricos; continentes enteros roturados, ríos hechos
navegables, poblaciones enteras surgidas del suelo com o p o r ensalm o:
quién se iba a figurar en siglos anteriores que tales fuerzas productivas dor­
m itaran en el seno del trabajo social»2™.

210
La vena retórica con que Karl Marx y Friedrich Engels rin d en hom e­
naje en el Manifiesto comunista a la fuerza revolucionaria de la burguesía
halla u n a co rresp o n dencia en la iconografía cartográfica del com ercio
m undial. Sólo se expresa de sem ejante m anera quien publica un secreto a
voces, alguien que da voz a lo que ha em ergido irreversiblem ente: la sen­
sación y p ro fu n d a convicción d e su co n tem p o ran eid ad . Sólo habla de
sem ejante m anera alguien para quien el despliegue de las «relaciones de
capital» es al mismo tiem po producción de u n espacio específico. Marx,
analista de la p ro d u cció n de «riqueza abstracta», piensa las relaciones
sociales tan en concreto com o casi nadie. No fue el único en su tiem po, y
acaso ap rendiera esa sensibilidad suya del geógrafo Cari Ritter, a cuyas cla­
ses asistiera tam bién el joven Marx en la universidad de Berlín. E n len­
guaje de geógrafos, eso m ism o suena digam os así: «Antes era n costas,
m ares y océanos tan sólo obstáculos en el orbe del planeta... en el presente
los mares no separan com o antaño países y continentes; son ellos quienes
vinculan a los pueblos y anudan sus destinos, y aun con la mayor seguridad
desde que la navegación h a m adurado en arte consum ado, y h a venido a
ser m edio de enlace entre los pueblos cultos un transporte más rápido y
fácil m erced a las fuerzas que anim an a los elem entos líquidos, los que
cubren p arte mayor con m ucho de la superficie del planeta (3/5 frente a
2/5)... el progreso de la navegación transoceánica incluso ha hecho otra
que en pasados tiempos la posición de las partes terrestres, de continentes
y otras islas»2,u. Así, la isla de Santa Elena, p o r ejem plo, se ha convertido en
«isla vecina a nuestro continente». El viaje a la C hina se h a acortado de
ocho meses a cuatro desde el siglo XVIII. «Así, el océano Atlántico se ha
transform ado prácticam ente en u n exiguo brazo de m ar o un gran canal
gracias a ello». Com o gracias a los barcos a vapor ah o ra se es in d e p e n ­
diente del viento, se puede planear y decidir librem ente. La «física hasta
a h o ra inam ovible de la rígida corteza terrestre» h a visto m erm ad o su
poder. «Alcanzar Australia es posible hoy día con más com odidad y en
m enos tiem po del que se precisa p ara llegar p o r ejem plo al ce n tro de
nuestro continente vecino, de donde partieron los prim eros gérm enes de
cultura, el in terior de Asia». Indias occidentales y orientales se han vuelto
«casi departam entos m arítim os del m u n d o europeo «regiones herm ana­
das» del planeta»231. Y aún hay otra observación interesante para los con­
tem poráneos de la globalización del siglo XXI: «Sí, y un punto situado en
posición propicia del globo terrestre, u n a que p o r las condiciones físicas

211
locales intervenga en el tráfico de la época Favoreciendo el desarrollo his­
tórico, si escoge bien el m om ento puede ganar en poquísim os años, en un
decenio, la m ayor de las influencias en su archipiélago u océano corres­
pondiente, más significativa que la de una superficie de m uchas millas cua­
dradas, com o les ocurriera antaño a Alejandría, O rm uz o Macao, com o a
La H abana, com o hoy al puerto franco de Singapur»232.

Rutas, universalismo. Los mapas del ccrítiercio m undial m uestran las prin­
cipales rutas com erciales a lre d ed o r del globo255. U nen un extrem o del
m undo al otro. C oncurren en determ inados lugares, se agavillan y ganan
una peculiar realidad de avenidas marítimas. De esos mapas surge una geo­
grafía nueva: sus capitales son las ciudades portuarias: Nueva York, Lon­
dres, R otterdam , C olom bo, Yokohama, San Francisco, Valparaíso. Sus
estrechos, allí donde todo el m ovimiento se estanca y aguarda perm iso de
paso, son las rutas marítimas naturales o artificiales. Son los puntos donde
el tráfico se hace denso, puntos de encuentro en alta m ar, estrechos y tra­
vesías peligrosas: Oresund-Gran Belt, el pasillo de Dover, Gibraltar, Mesina,
Bósforo-Dardanelos, la ruta de Ormuz, Bab el M andeb, la ruta de Malaca,
del m ar de la Sonda, de Macasar ju n to a Borneo, de Oingzu ju n to a H ong
Kong, de Formosa, de Corea-Tsusima, la de Tsugaru al norte de Hokaido,
la de Cook en Nueva Zelanda, la de Belle-Isle en Tex ranova, la de Cabot en
la corriente de San Lorenzo, la de Florida, la del Yucatán, el paso de Wind-
ward, el de la Mona en Cuba, la de Magallanes. Los lugares sobre los que
carga la mayor presión son los canales artificiales, el canal de Suez, el canal
de Panam á, el del San Lorenzo al m ar, el canal del Báltico al Mar del Norte.
No son caminos, p ero así les llamamos. «Desde todos los rum bos las rutas
marítimas cruzan las zonas del m ar m undial económ icam ente activas y con
posibilidades. Con todo lo deshilachado de esas líneas, se puede reconocer
sin em bargo que la mayoría se agavillan en determ inadas rutas, de m odo
que hay que hablar de rutas predilectas o de m áxim a abundancia de trá­
fico, o abreviando, de “vías principales” o “cinturones de tráfico”»™.
El com ercio hace mares interiores de los grandes mares, y de distantes
lugares costeros ciudades vecinas. Así se entreteje el espacio del Pacífico:
Los A ngeles y San Francisco d e Y okoham a y A uckland; en el océano
Indico, Freem antle en Australia del cabo G uardafuí en Africa oriental, el
cabo de Buena Esperanza de Bombay; el Atlántico N orte parece m ostrar la
densidad m ás elevada, y se ve pasar a los barcos rozándose casi literal-

212
Flujos de comercio internacional, 1930.

«De esos m a p a s s u r g e u n a g e o g r a f ía nueva: sus


c a p ita le s son las c iu d a d e s p o r t u a r i a s : N u e v a York,
L o n d r e s , R o t te r d a m , C o lo m b o , Y o k o h a m a , San
F ra n c isco , V alparaíso.»
m ente: Nueva York-Rotterdam, B aham as-Southam pton, Lisboa-Panamá.
Los signos de los m apas ofrecen densidad, frecuencia y tonelaje despla­
zado. «El océano Atlántico es el m ar de más abundante com ercio y rutas
e n tre todos los océanos. Se h a alzado al ran g o de M ed iterrán eo del
m undo, m ientras p o r contra el Pacífico sigue siendo el gran O céano par
excellence, y surte en el tráfico comercial un efecto descentralizador a con­
secuencia de su m agnitud y figura. T odo eso y más cuentan los mapas sin
necesidad de interpretación textual extensa»235.
Los lugares de transbordo son parte firm em ente integrante de nuestro
conocim iento del m undo. A un cuando no nos interese el comercio m un­
dial, sabemos de Gibraltar, Panamá, Port Said, Singapur y H ong Kong. Son
nudos en que se anudó y entretejió u n m undo que n u n ca había habido
antes. Entre ellos se tiende u n espacio cada vez más denso. Los canales exca­
vados han reducido los trayectos a la mitad. Panam á ha dejado el trayecto
de San Francisco a Nueva York en 5.340 millas marinas en lugar de 13.230;
las 13.042 millas marinas de Yohohama a Nueva York, en sólo 9.700; las 8.100
millas marinas de Nueva York a Valparaíso, en 4.724, y acortado el trayecto
de San Francisco a Liverpool de 13.507 millas m arinas a 7.930. Gracias a
Suez, el trayecto de H am burgo a Al Quwait ha encogido de 13.968 millas
m arinas a 6.849, y de O desa a Bombay, de 11.814 millas m arinas a 4.174'236.
C artas m arinas y rutas m arítim as com erciales son u n a única form a
hecha visible en diagrama. La sentencia de Marx rige tam bién para rutas
p or ferrocarril, highways transcontinentales y naturalm ente rutas aéreas.
Son lo que en adelante anuda firm em ente al m undo y estrecha lazos. Nos
sentam os en el sillón y sacamos del bolsillo para desplegarlo ante nosotros
el folleto de la com pañía aérea con los correspondientes mapas de ruta.
Los diagramas de movimiento de pasajeros en las distintas rutas son docu­
m entos que atestiguan densidad y acortam iento. Se corresponden con la
experiencia del pasajero aéreo: en las rutas trasaüánticas se ve u n a densi­
dad muy alta de aviones a alcance visual en diferentes altitudes. Aquello
que fueran las ciudades portuarias aún a comienzos del siglo XX lo son los
aeropuertos internacionales a finales del siglo XX. Aquello que fueran las
grandes navieras -N o rd eu tsch er Lloyd, Hamburg-Am erika Linie y o tras-
para la sociedad de 1914 lo son U nited, Lufthansa, Sabena, Air France o
Quantas para el público de finales del siglo XX. Si pensam os en «el m undo
entero» pensam os en el aeropuertoJF K y Newark en Nueva York, O ’FIare
en Chicago y Denver, O rlando y A tlanta, Londres-H eathrow , Frankfurt-

214
Rhein-Main, Abu Dabhi, H ong Kong, Las rutas m arítim as entre Inglaterra,
Panamá, Gibraltar, Suez, Bombay, Auckland, Singapur, H ong Kong, Van-
couver, eran las «Highways of Empire». Cabe m edirlas estadísticam ente en
núm ero de pasajeros, cifras de fletes y fardos, aceleración en el intercam bio
de personas e ideas. Esa red de rutas cuenta y contiene u n a historia entera,
quizás una que está a punto de tocar a su fin. Es la unidad del m undo pro­
ducida año a año, día a día, h o ra a hora, de la que podem os caem os p u n ­
tualm ente cuando hay problem as, pero tras la que no podem os retroceder
ya. Los diagramas m uestran la base sobre la que em pezó a funcionar nues­
tro universo teórico, nuestra tácita suposición de que en este m undo rijan
ciertas suposiciones y m odos de ver más o m enos com partidos p o r todos.
Los diagramas dan form a visual a los pilares en que descansa la «cultura
mundial». De esos flujos pende la form a de vida m oderna: los surtidos de
las tiendas de ultram arinos, los decorados orientalizantes de Aída, los car­
teles de neón de Chinatown, la tipografía característica de M cD onald’s o
el International tlerald Tribune en el quiosco, da igual dónde. Ellas constitu­
yen la socialización m undial de que Marx hablara el prim ero.

Misión civilizadora: apropiación del mundo, colonización del mundo. La


m isión civilizadora del capital h a dejado sus huellas p o r d o q u ier en el
globo, es más, lo ha m odelado de form a d u ra d era y en extensas áreas.
Europa ha dado nom bre, el suyo, al m undo que descubrió e hizo franco.
P o r d o q u ie r en el Nuevo M undo todo lo re e n c o n tró y lo reinstauró:
Nueva Orléans, Nueva España, Nueva York, Novorosissk, Berlín-Texas. Por
doquier en el Nuevo M undo allanó las fortificaciones del enem igo y erigió
las propias. Se figuró centro en los mapas del m undo, m ientras n o hubo
otros. A rrancó de los nuevos continentes cuanto pudo extraer y expoliar de
form a duradera. Trazó fronteras que nunca hubiera hasta entonces. Creó
territorios donde antes no hubiera sino espacios. Marcó al m undo entero
con instituciones y signos del suyo: iglesias, fortificaciones, cárceles y cuar­
teles, ciudades con plazas del m ercado, calles y canalizaciones, instalaciones
portuarias, inspecciones de aduanas y almacenes, edificios administrativos y
policiales, escuelas y hospitales. D ondequiera vayamos hoy en el m undo, ya
hem os estado allí. E n el más rem oto confín del m u n d o sobreviene u n
efecto de reconocim iento y déjá-vu: u n a catedral, u n a torre, u n portón,
un faro, u n hotel, u n a estación. Y a la inversa, p o r doquier nos encontra­
mos en m edio de nuestras grandes ciudades a los enviados de rem otos

215
países nuevos: frisos con los dones que los conquistadores han traído de
ultram ar, obeliscos y esfinges, obras de arte, gemas y taraceados de m aderas
preciosas, esculturas y plantas que el m undo exótico h a enviado al viejo
continente. Los museos del Viejo M undo son cámaras del tesoro del im pe­
rialismo. En las plazas más herm osas de las m etrópolis rugen leones, se
arrodillan esclavos y fieras. La riqueza del m undo se dio cita en los feriales
de las exposiciones mundiales, en Londres, Chicago, París.
El im perialism o es tam bién Geografía. Nos percatam os plenam ente en
el m om ento en que se acaba el callado consenso acerca de la misión civili­
zadora, y la misión se declara apropiación y som etim iento. D ondequiera
vayamos hoy en el m undo encontram os huellas de Europa. Im perialism o
es espacio global producido por el capitalismo. Im perialism o es la geogra­
fía del antagonism o entre centro y periferia, la geografía del intercam bio
desigual. Im perialism o es espacio de poder, dom inio construido de los
señores coloniales sobre los nativos, de los blancos sobre quienes no lo
son, paisaje y topografía u rb a n a del apartheid. C om o todo «sistema» el
colonialism o se organiza espacialm ente. T iene sus puntos de apoyo del
poder, sus bases navales de apoyo, sus puntos de escape p o r si se fracasa,
sus establecim ientos de instrucción y am aestram iento de com pradores
nativos, sus m undos reservados y el m undo de los demás. Espacialmente, el
colonialismo está en la costas, en las desem bocaduras de los grandes ríos,
más cerca del país de origen que del interior del continente de que toma
p ro piedad. El colonialism o ocupa todos los antiguos centros de culto y
dom inio, les d a nuevo nom bre e interpretación, sobre su autoridad y su
d erro ta erige su nueva hegem onía. El colonialismo es, de entrada, dom i­
nio de u n a im potencia extranjera que tiene que alcanzar m áxim a eficacia
con m ínim as fuerzas. El espacio colonial se basa en el dom inio de puntos
estratégicos, alturas, estrechos. El punto estratégico es lo que cuenta, no la
superficie. La potencia de fuego, no el núm ero. T odo universalismo tiene
que ver con m ovim iento de penetración, erección de puntos de apoyo,
enclaves, propagación.
Colonialism o es tanto com o posibilidad sin fro n teras en u n a tabula
rasa. Aquí se puede planear, construir, desarrollar com o sólo cabe, aparte
de eso, en la hoja en blanco. Aquí no hay que andarse con contem placio­
nes, aquí no se necesita constreñirse. M áxim o efecto, m áxim o expolio,
m áxima com odidad, eso es lo que cuenta. La colonia es el ja rd ín de los pla­
ceres y las posibilidades que ya no hay en casa. El O ccidente que se ha

216
hecho con colonias puede renunciar a las utopías. A través de la porta orien-
talis vuelve finalm ente en sí. Las ciudades coloniales son racionales hasta
las últimas consecuencias. Su estética se fu n d a en el tablero de ajedrez, en
el bloque. T iene que tener cuanto necesita u n enclave europeo: iglesias,
palazzi, palacio del g o b ern ad o r, bancos, in d u stria de transform ación,
pu erto y adm inistración portuaria, club, burdel. Y tiene que ten er lo que
hay que ten er para p o d er ten er en un puño a todo u n país ancho y ajeno
desde u n solo punto. Flamantes ciudades coloniales que resultan odiosas
para la tierra aden tro a la que deslum bran. Las ciudades coloniales son las
bisagras de la periferia. Pero en m uchos casos se crecen, se hacen autóno­
mas, dejan de ser ciudades coloniales y com ienzan a lucir con fuerza propia
com o m etrópolis. Algo así h a pasado más de u n a vez: Nueva York, Boston,
Tánger, Beirut, Odesa, P ort Said, Bombay, Adén, y aun San Petersburgo,
que es una fundación colonial rusa en las marismas germanofinesas. Tras
la disolución del m undo colonial y el desplom e del bloque socialista, sus
sucesoras son las ciudades p o rtu arias y nudos p o r los que fluyen las
corrientes de la globalización237.

217
Jan Vermeer:
I n te r io r co n g e ó g r a fo (1669)

Los coleccionistas son siem pre una especie particular, pero los colec­
cionistas y vendedores de mapas lo son particularm ente. A prim era vista
sólo son u n subgénero del bibliófilo. Especialistas, com o los cazadores de
prim eras ediciones. Como coleccionistas, son entendidos. E ntienden algo
de técnicas de im presión, som breados, color, encuadernación y encolado.
U na conversación con ellos lleva a dar la vuelta al m undo, y el m enor de
los mapas, a las mayores relaciones mundiales. Ahí lo que se busca es el ras­
tro de dinastías y escuelas. Así pues, el habitual instinto de cazador, agudi­
zado para cuanto tenga que ver con el ejem plar único, el aura que confiere
«la hoja de papel», el respeto rayano en patológico ante la materialización
del tiem po, el arom a de época. T ienen algo de bibliómanos. Pero eso da
en el quid. Es otra cosa, a definir con más precisión. T ienen el m undo en
casa. G uardan u n secreto. En esa pasión suya se echa de ver por qué fue­
ron secreto los mapas, vigilado más celosam ente que el oro; se com prende
p o r qué estaba prohibido exportarlos, p o r qué se los custodiaba com o al
tesoro más preciad o , p o r qué en m uchos Estados se los consideraba
género de contrabando aun más que armas, drogas o pornografía. Se trata
de algo explosivo. En el coleccionista de m apas hay algo de conjurado. O
se está en ello, o no se está.
Podría pensarse que se trata de la ornam entación gráfica, de la belleza
del trabajo. De hecho m apas y atlas son suntuosas escenografías. En Abra-
ham Ortelius y ja n Blaeu se titulan Theatrum mundi et orbis Terrarum. En las
portadas se cuelgan telones, se levantan tablados y escenarios, los persona­
jes de la historia geográfica del m undo, océanos, continentes, climas, rosa
de los vientos, todos tienen en el guión su en trad a alegórica. Muchos de
ellos tienen form atos considerables, no cuadritos, sino panoram as. ¡Cómo
no p erd er la cabeza a la vista de los mapas de glaciares en relieve del Atlas
Suissepublicados de 1796 a 1802a38! C ualquiera entiende al pu n to d e qué se
habla si tiene abierto delante el legendario atlas D ufour de Suiza, de 1842
a 1876. Esos som breados, ese hallazgo de las transiciones exactas, esa obra

218
m aestra. La m era descripción de sus cualidades n ad a devuelve del
m om ento de excitación, de auténtico arrebato. «El atlas D ufour n o fue
tanto u n adelantado que enseguida fuera a necesitar u n a revisión cuanto
u n m odelo de precisión y presentación artística, y no sólo para los cartó­
grafos suizos, para la cartografía entera... sus láminas constituyeron el prin­
cipio rector en lo sucesivo de m uchos m apas a escalas muy distintas que se
rem iten p o r igual a los originales de Dufour. Rasgos tipográficos, contor­
nos, edificios, cam inos, fronteras y sim ilares se im prim ieron en negro;
pendientes y pasos así com o otras señas del terreno que no eran represen­
tables con líneas de contorno se reprodujeron con som breados m arrones,
m ientras se reservaban los negros para macizos rocosos y tajos abruptos.
Con luz rasante los mapas ofrecen u n a im agen plástica del relieve. En vis­
tas horizontales se em plearon tonos en bronce, y todos los cursos de agua
m uestran coloración azul. El resultado fue u n a cartografía de Suiza suma­
m en te agradable en lo estético que todavía hoy se sigue em pleando.
M uchos la tien en p o r u n a d e las obras de cartografía topográfica más
logradas que se haya publicado nunca»™. Q uienquiera haya visto alguna
vez u n portulano o aun lo haya tenido en sus m anos entiende qué sucede:
lo mismo que ante ilum inaciones y m iniaturas doradas en folios y perga­
m inos medievales. U n derroche infinito de trabajo y tiem po. Portulanos
sin colorear, ¿hay algo de que em ane más distinción que de esas form as y
líneas limpias y sobrias, tan bellas com o antiguos dibujos arquitectónicos
del Renacimiento? U no puede llegar a acalorarse a cuenta de las finezas
en la técnica del buril o del dorado, o p o r las delicadezas de las viñetas.
Los iniciados saben que dibujar m apas es tentación que se perm itieron
g randes artistas. Y d iero n lo m ejor de sí, L eonardo, D urero, H olbein y
m uchos otros. U n nom bre antiguo p a ra m apa era pictura240. Los m apas
valían p o r pictures of the world. A m enudo se hacía de mapas pinturas m ura­
les, y podían em plearse tam bién com o tapices de lujo. A m enudo el flore­
cer de la cartografía lo es tam bién del arte, y siem pre testim onio del desa­
rrollo cu ltu ral d e u n país. Los m apas son algo así com o re trato s de la
Tierra, de su rostro o al m enos de su espejo. Hay paralelos en tre ambas
cosas. Los mapas son siem pre obra conjunta de artes, archivos de u n cono­
cim iento complejo: entran en ellos geodesia y clima, botánica y zoología,
geom etría y literatura. Trabajan con líneas geom étricas y con la narrativa
d e las leyendas cartográficas. Muchos m apas vienen enm arcados entre his­
torias en im ágenes, u n a historia de im ágenes en sucesión, form a tem prana

219
de cartoons y cómics. No está claro de antem ano si los cartógrafos son antes
geógrafos y luego artistas o prim ero artistas y luego geógrafos. Artistas hay
que fu ero n cartógrafos y geógrafos, ardstas agraciados com o H ans Hol-
bein el Joven, que p in tó u n m apa del m undo. Cari R itter realizó unos
dibujos maravillosos del valle del Elba ju n to a Aussig, de Grecia o del valle
del Rin ju n to a Bingen. De las artes plásticas y la teoría del arte de Frie-
drich Schlegel tom ó en préstam o para su disciplina el bajorrelieve en cali­
dad de form a de transición entre escultura y pintura, y en 1803 creó un
m apa de «Alemania a m odo de bajorrelieve»211. Ello indica que hay en los
m apas m últiples grados de transición en tre inform ación y presentación
artística, en tre reproducción y construcción. Y tam bién recuerda que figu­
rar el m u n d o fue tan im portante como m edirlo, y los m edios de visualiza-
ción, tan im portantes com o los de cálculo. Como en todos los coleccionis­
tas, hay u n a pasión p or la exhaustividad enciclopédica, y ésta en cuestión
de m apas es lisa y llanam ente inagotable: puesto que todo adm ite expo­
nerse en form a cartográfica, el m undo de los m apas es infinito. Y com o
todo propietario de u na buena biblioteca, el coleccionista de m apas juega
un poco a ser Alejandría.
Ya para los andguos m ecenas y coleccionistas o para quienes encarga­
ban los m apas la faceta estética y decoradva era de mayor im portancia que
la de inform ación y visualización de relaciones espaciales y locales. Jo h n
Dee, m atem ático y m ísdco de la época isabelina, ya m encionaba en 1570
entre las razones p o r las que se adquieren m apas las siguientes: «Hay quie­
nes decoran con ellos vestíbulos y salones, aposentos y galerías, despachos
y bibliotecas; quienes se proveen de mapas para sus viajes a tierras lejanas,
y aun hay quienes queriendo evocar viajes ajenos se hacen con m apas de
tierras y m ares y globos terráqueos»2411. Ante tales obras de arte se acredita
el verdadero conocedor. Se discute entonces de finezas y matices de las
diversas escuelas, de las diferencias entre familias de mapas, de genoveses,
venecianos, catalanes, holandeses y alemanes.
Pero la fascinación por los mapas no se extiende sólo ni ante todo a las
obras de arte, sino a la belleza y fuerza expresiva de mapas y aüas corrien­
tes. ¿Y qué tienen esas obras cartográficas, la mayoría producidas en gran­
des tiradas? Quizás la cosa esté en que los mapas son abreviaturas, m undos
de u n vistazo, archivos del conocim iento de época a p rim era vista. En ellos
el conjunto del conocim iento de u n a época viene a hacerse visible. Uno
tiene ante sí un fragm ento de visión del m undo. La versión más exacta. Así

220
J a n V erm eer» I n te r io r con g e ó g ra fo (1669).

«Los m a p a s se c o n v ie r te n e n q u i n t a e s e n c i a d e u n o s
m o d o s d e c a p t a r y c o n o c e r el m u n d o , p a sa n a o c u p a r
el c e n t r o d e la vida i n t e r i o r d e la t e m p r a n a
m odernidad.»
com o el p ro p ietario de u n a edición princeps establece vínculos con el
autor, el im presor y la época, así el propietario de u n m apa dene el m undo
en p eq u eñ o entre sus m anos. Es un fram ento de p o d er virtual, u n frag­
m en to d e au to rid ad co m p eten te, un fragm ento d e participación en el
m u n d o fijado en el m apa. C on ellos se conecta u n o al discurso de los
mapas a través de los tiempos, transtem poral. Los m apas son formas, con-
densados, condensaciones, abreviaturas de conocim iento conjunto, de
épocas. Son colecciones de miradas sobre el m undo, de proyecciones de
m undo. El placer de los mapas es más que estím ulo estético y más que res­
p eto an te el co n o cim iento. Es probable que acierte un co n o ced o r del
negocio de los mapas cuando señala en cierta ocasión que «además, cien­
cia, cartografía y arte se asemejan hasta cierto pu n to en despertar un sen­
tim iento de placer así en qu ien los pro d u ce com o en q uien los recibe;
p ero m ientras en el arte ese placer, disfrutar, es finalidad inm ediata y siem­
p re la más esencial, a través de ciencia y cartografía deben transm itirse y
participarse verdades»243.
Los m apas se convierten en quintaesencia de unos m odos de captar y
conocer el m undo, pasan a ocupar el ce n ü o de la vida interior de la tem ­
prana m odernidad. Interior con geógrafo d e ja n Verm eer, de 1669, m uestra al
geógrafo en su cám ara inclinado sobre los mapas: el hom bre, el europeo
capta el m undo, se hace u n a imagen de él, lo enm arca, le da un orden, lo
dom eña, lo fija, hace de él cuadro en el cuadro. Es tanto com o disponer
sobre el co n o cim ien to del m undo, acaso sobre el m u n d o m ism o, pero
desde casa, en tre las cuatro paredes propias. Así es com o Blaeu presentaba
a Luis XIV en 1663 su nuevo aüas del m undo en doce volúmenes: «La Geo­
grafía es ojo y luz de la historia... los m apas nos hacen posible contem plar
ah í directam ente ante nuestros ojos las cosas más distantes y rem otas»544.
U no puede estar en el m undo y aun así seguir consigo. V erm eer h a cap­
tado ese com ponente de p o d er y libertad descom unales. Quizás ah í radi­
que en últim o térm ino la m agia de los mapas.

222
Dar nom bre al m undo

Sólo el m u n d o que tiene no m b re es n u estro m undo. Las religiones


m arcan sus áreas de difusión con nom bres de santos y m ártires, las revolu­
ciones que quieren hacerse perennes nom bran ciudades p o r sus caudillos.
El Estados U nidos revolucionario da a su capital el no m b re de G eorge
W ashington, la revolución rusa hace de P etro g rad o L eningrado. Algo
sem ejante pasa con gran regularidad, casi p o r norm a. A la que ninguna
tierra en el m undo fue nunca excepción. En naciones y países nuevos con
u n a historia aún reciente ese papel de las denom inaciones únicam ente
resalta más. Pero au n de la «Ciudad Eterna» sabemos que su nom bre sur­
gió del culto a u n a persona. No siem pre sale bien. Se precisa u n a afortu­
nada conjunción con que nom bre y lugar en tren en unión indisoluble. En
nom bres de ríos, en designaciones d e países y continentes, de lugares y
ciudades, se volverá luego objeto d e investigación m itológica y am plias
recu p eracio n es etim ológicas. La historia está llena de designaciones y
denom inaciones artificiosas y nada duraderas en la práctica. Los nom bres
están com o pegados encim a casi arbitrariam ente, y un cam bio de direc­
ción en los vientos (o huracanes) de la historia arrastra consigo los nom ­
bres. En la m ayoría de los casos vuelve a escena entonces el antiguo, que se
dem uestra más tenaz y duradero.
Los nom bres designan tomas de posesión, apropiaciones, son en todos
caso marcas. El descubrim iento del Nuevo M undo es a la vez u n a historia
de denom inación de dim ensiones descom unales. Las dos Américas fueron
renom bradas de p u n ta a p u n ta o poco m enos. De la Am érica precolom ­
bina se hizo u n a Am érica poscolom bina. G eneraciones de descubridores
dejaron hacer a su fantasía y aún más recurrieron a los fondos de su for­
m ación para d ar nom bre a lo nuevo. Así se hizo del Nuevo M undo p an ­
teón del Antiguo: sus dioses, santos y m ártires, sus lugares santos, su histo­
ria de ideales naufragados y la relación de todas sus utopías. Puede leerse
la im posición de nom bres al Nuevo M undo com o u n a historia de fantas­
m as del Viejo, de sus espíritus y proyecciones. De San Francisco a San

223
Diego, de San A ntonio a St. Paul, se invoca a todo el m undo sagrado. Se
recom pone u n a vez más el Viejo Mundo: Neu-Amsterdam, New Orleans,
M em phis, O xford, París-Texas. La prom esa de felicidad de u n m u n d o
m ejor se hace presente al m enos en los nom bres: en Filadelfia p o r ejem­
plo. Y algunos de los lugares mayores y más señalados son amalgamas de lo
encontrado y lo nuevo, com o si sólo fuera duradero lo que no tiene que
ser im plantado, ciudades con raíces indias com o Chicago y Utah. Idéntico
proceso se h a d esarrollado d o n d eq u iera hayan tom ado posesión del
m u n d o eu ro p eo s, de Argelia a Vladivostok, de Bom bay a H ong Kong.
Nadie ha descrito de form a tan im presionante com o Paul C árter en The
Road lo Botanny Bay cóm o u n espacio nuevo no sólo se m ide, sino que se
clasifica y denom ina, y sólo entonces llega a crearse «para nosotros», y a ser
apropiado. Paul C árter describe la apropiación de Australia, el últim o de
los continentes en ser descubierto, del que se hizo p o r así decir un cam po
experim ental de la denom inación cienüfica y así perm itió hacer realidad
otro proyecto de la Ilustración. Leyéndole queda claro que no sólo había
que cavilar y d ar nom bres, p o r así decir adheridos sobre los lugares de los
aborígenes, sino que se trataba de algo más vasto: de un acto de clasifica­
ción m editada, sistemática y a gran escala de u n m undo desconocido, y de
su correspondiente inscripción en los mapas del conocim iento occidental.
Paul C árter describe detalladam ente ese proceso de re-naming, de coloni­
zación lingüística. «En unos setenta años tras la llegada de la prim era flota
se cartografió la costa australiana... se investigó el interior de Australia, se
cubrieron los vacíos cartográficos, las huellas de los investigadores los cru­
zaron, paso a paso los cubrió u n a red de nom bres; la franja costera austra­
liana fue poco a poco roturada y m arcada a fuego p o r linderos, las desem ­
bocaduras de sus ríos, preparadas para m ontar ciudades. Descubridores,
investigadores y colonos estaban allí para hacer historia espacial. Se resol­
vieron p o r fijar direcciones, dar nom bres, proyectar metas y ocupar la tie­
rra». Trabajo duro. Sólo en los cuatro meses que pasó el capitán Cook en
aguas australianas se midió y dio nom bre a más de cien ensenadas, cabos e
islas. «El “descubrim iento geográfico” es esencialm ente u n proceso lin­
güístico»215.
T an p ro n to están listos, esos m apas parecen obras eternas. Parece
haberse hecho un trabajo titánico para siglos. Despachado. Pero entonces
se echa de ver que los nom bres pueden revisarse, que en un segundo his­
tórico pued en ser retirados de la circulación, aniquilados, exünguidos, y

224
hacerse otra vez visibles nom bres que parecieran olvidados para siempre.
T al sucedió en el m o m en to del d erru m b am ien to del sistem a colonial,
cuando tras los m apas im periales y coloniales reapareció otro m undo, uno
que se reconocía en sus propios nom bres. La historia de los nom bres es
siem pre historia de dom inio, historia de doble soberanía. Y quien supiera
describir algo de las borraduras de nom bres y denom inaciones, de la riva­
lidad y la sim ultaneidad de nom bres, sabría describir tam bién un frag­
m ento de época. La mayoría son épocas d e transición, com o aquella de
1989, cuan d o ciudades, calles y plazas vieron sus nom bres cam biados a
ritm o vertiginoso y las comisiones encargadas del asunto no podían m an­
ten er el paso de los cambios o recuperaciones de nom bres. Así pudo pasar
q u e u n a ciu d ad llevara sim u ltán eam en te tres nom bres d u ra n te largo
tiem po, San P etersburgo, L en in g rad o , y «Piter», P etrogrado. T o d o el
m undo sabe qué se quiere decir cuando se prefiere usar uno u otro. Es un
código sem ántico en que pueden reconocerse actitudes, leer resentim ien­
tos u oposiciones. Cada nom bre quiere decir algo distinto, la experiencia
de o tra generación: L eningrado, ni que decir tiene, la ciudad del cerco, la
que recibió, hizo h o n o r e inscribió en la historia su nom bre p o r prim era
vez con plena propiedad en los 900 días cercada p o r un cinturón de acero;
Petersburgo, p o r contra, evocación de la antigua capital im perial y «ven­
tana a Europa». Nom bres dobles o múltiples, sin em bargo, tam bién desem ­
peñan gran papel e n las zonas de m ezcla étnica y cultural de la E uropa
central y oriental, las zonas de depuraciones y discrim inaciones del siglo
XX: Breslau-Wroclaw, Kónigsberg-Kaliningrad, Vilnius-Wilno-Wilna, Lviv-
Lwow-Lemberg, Reichenberg-Liberec, Ossiek-Esseg, Rijeka-Fiume, Meran-
M erano, Grosswardein-Nagyvarad-Oradea, Vyborg-Vipuri. Casi todas las
zonas fronterizas europeas están codificadas de más de un m odo, casi todo
lugar o ciudad en esos parajes de transición y parcelación tiene doble y tri­
ple d en o m in ació n . Eso es algo m ás que u n a indicación de m odos de
h ablar políticam ente correctos, antes bien huella d e u n a historia dem a­
siado com pleja para que pudiera reducirse al denom inador com ún de un
solo nom bre. El m undo histórico tiene m uchos nom bres, y quien quiera
co ntar historias tiene que conocer nom bres, tom arse en serio los nom bres,
así se trate de nom bres de ríos o de ciudades, de nom bres de barrios o
nom bres de calles. En los nom bres resuena siem pre la clave de u n espacio
histórico. Son enciclopedias (com o los nom bres de gremios y oficios que
dieron nom bre a los trazados de las calles en las ciudades m edievales), tor­

225
tuosas crónicas de extintas erupciones (Boulevard Sebastopol, Strasse des
17Juni). En los nom bres la m em oria se dota de un andam iaje de puntos
de apoyo. Son larga duración venida a abreviatura. Son símbolos de vio­
lencia a que aún se adhiere p o r largo tiem po la huella de crim en y violen­
cia (Sachsenhausen, Dachau, Kolyma). P ero aun lo que parece eterno y lo
más unívoco es histórico, pasa, está en curso. En los nom bres se m uestra
desarrollo, revisión en la perm anencia. Acierta quien no ve en la onom ás­
tica u n a «ciencia auxiliar» sino el avezado com pañero d e viaje que nos
ayuda a seguir las huellas de la historia. Casi se p o d ría decir que quien
cu enta u n a historia em pieza p o r los nom bres, forzosam ente ha de em pe­
zar p o r los nom bres. T oda historia comienza con el asom bro ante los nom ­
bres.

226
Sándor Radó:
el inform ad or y el amor
a la cartografía

Muchos h an oído hablar de «Dora», el legendario agente que la víspera


del 22 de ju n io de 1941 inform ó desde Suiza a la U nión Soviética de los pre­
parativos del ataque alem án. Es sabido tam bién que a D ora le fue com o a
R ichard Sorge, q u ien desde Tokio había puesto a la U nión Soviética e n
conocim iento de la fecha de la invasión. U na de sus com unicaciones, a 21
febrero de 1941, decía así: «Al Director. Según las inform aciones de un ofi­
cial suizo Alemania tiene actualm ente 150 divisiones en el Este. En su opi­
nión Alem ania atacará a fines de mayo, Dora»240. O la de 17 de ju n io de
1941: «Al D irector. En la fro n tera soviético-alemana se en cu en tran unas
100 divisiones de infantería, la tercera parte, motorizada. Además 10 divi­
siones acorazadas. En R um ania particular concentración de tropas ju n to a
Galati. A ctualm ente se prepara a divisiones de élite para acciones especia­
les, entre ellas la 5 y la 10 estacionadas en la G obernación general [la Polo­
nia ocupada]. Dora»24’. Stalin no creyó ni a D ora ni a Sorge, ni a ningún
otro. M uchos saben que en el curso posterior d e la guerra, hasta el vuelco
en la batalla de Kursk en 1943, «Dora» fue u n o de los inform adores más
im p o rtan tes en la S egunda G uerra M undial. P ero casi n ad ie sabe que
«Dora», p o r n om bre civil Sándor Radó, era geógrafo y cartógrafo p o r tra­
dición fam iliar, y en más d e un sentido hizo historia en la cartografía.
C uando al final de su vida dice de sí q u e siem pre h a sido geógrafo en
cuerpo y alm a no es p o r defenderse, p o r hacer desaparecer esa segunda
vida suya m ucho más célebre. En sus m em orias escribe así: «Tras largas y
duras pruebas pu d e finalm ente volver a mi país en 1955, al cabo de 36 años
de ausencia. Aquí hice realidad en el cam po de la Geografía y la Cartogra­
fía m uchos de mis objetivos científicos, con los que durante decenios sólo
pu d e soñar»218. Su rango com o geógrafo y cartógrafo ya viene acreditado
en lo m eram ente formal p o r sus m uchos títulos, honores y nom bram ien­
tos com o m iem bro de num erosas sociedades eruditas. Al final de su vida
-m u rió en 1981 a los 82 a ñ o s- se refiere con orgullo a las distinciones y
condecoraciones recibidas de Estados Unidos, Polonia, la DDR y la URSS,

227
p ero sobre todo a las recibidas del m undo académico: doctor honoris causa
p o r la Universidad Lomonosov de Moscú, m iem bro de núm ero u h onora­
rio de las sociedades geográficas de Francia, la DDR, la URSS, Estados Uni­
dos, G ran B retañ a y Azerbayán. En B udapest, d o n d e n aciera en 1899 y
ad o n d e regresaría en 1955, había dejado atrás u n am plio círculo de discí­
pulos que, llegados entretanto a la m adurez, recuerdan críticam ente y aun
así, sin excepciones, con gran respeto, a aquel m entor suyo que d e todos
m odos algo parece que supo hacer. Para ellos era u n a figura de u n a época
pasada, un grandseigneur de la época de la guerra y la revolución, estricto y
sin consideraciones en sus exigencias de calidad, políglota que pasaba sin
esfuerzo del húngaro al alem án, el ruso o el francés, de trato inhabitual­
m en te estim u lan te p ero tam bién distante. Ese e n c a n ta d o r caballero
anciano con sus buenos m odales y su traje inform al sólo resultaba accesi­
ble a las señoras y a los niños2,19.
Bajo esa luz Sándor Radó sólo sería una biografía interesante com o las
ha p ro d u c id o en dem asiada ab u ndancia el siglo XX. Su vida y o b ra sin
em bargo figuran algo más: la am algama o al m enos estrecha relación de
política, geografía y cartografía en el siglo XX. Sólo penetrará el secreto de
«Dora» quien haya estudiado a Sándor Radó. «Dora» figura al inform ador,
al batidor que reconoce el terreno, al espía; S ándor Radó, la vida de un
cosm opolita com unista y científico dotado. Lo que sabemos de él procede
de sus m em orias, de recuerdos y escritos conm em orativos y de hom enaje
de sus discípulos. M emorias que no tienen valor alguno, opina nonchalant
lstván Klingham m er, discípulo de Radó en otro tiem po y hoy rector de la
U niversidad d e Eótvós-Lorand e n B udapest, m ientras m ira al D anubio
desde los edificios nuevos del instituto cartográfico al sur de Buda. Pues
Radó hizo llegar capítulo tras capítulo a la em bajada soviética, de donde
iban a Moscú y volvían en versión definitiva corregida y depurada250. Mien­
tras cabe conjeturar que aú n habrem os de esperar para contar con unas
m em orias com pletas y sin censurar, si es que aún existen, la versión exis­
tente que apareció en 1974 en la editora m ilitar de la DDR no carece sin
em bargo d e todo valor. Nos ofrece u n a im presión de u n a personalidad
cuyo retrato aún está p o r dibujar.

Tareas de inteligencia y cartografía. En sus m em orias describe S ándor


Radó la situación en q ue trabajaba su célula en Suiza en agosto de 1943.
«Mi m ujer n o estaba en casa, había ido a llevar unos textos im portantes a

228
los de la radio, que debían enviarlos a la central la noche siguiente. Mis
hijos se habían ido hacía m ucho a la escuela. Me senté al escritorio com o
solía a esas horas y m e puse a term inar los mapas más recientes del frente
oriental para periódicos suizos. La batalla en torno a Kursk tocaba a su fin,
los fascistas se retiraban en desorden ante el avance de las tropas soviéticas.
Era u n a noticia sensacional, y periódicos y editoriales p ed ían a diario
m apas del frente del Este»” 1. ¿Cuál era la situación? Radó se había que­
dado con su familia en Suiza, en el «centro de Europa», en una isla rode­
ada p o r u na E uropa dom inada p o r nacionalsocialistas y fascistas, en «la
mayor cárcel del m undo», com o tam bién llam a a Suiza en aquella época. Y
aprovecha la situación de insularidad, de internacionalidad, la pervivencia
de una opinión pública, el hecho de que Ginebra, sede de m uchas organi­
zaciones internacionales, siga siendo puesto privilegiado, para hacerse con
in form ación y establecer contactos en un país en que aún es posible
moverse con relativa libertad. R eúne noticias sobre el enem igo, la Alema­
nia nacionalsocialista, y las transm ite a la URSS con ayuda de su célula,
radiotelegrafistas y otras personas. Así inform ó en vano a la dirección
soviética sobre la inm inencia de la invasión, y así la m antuvo al corriente
du ran te el entero curso de la guerra. Sus inform aciones son de la máxima
im portancia, y apreciadas no sólo por los rusos sino tam bién p o r estadou­
nidenses y británicos en el seno de la coalición antihitleriana; que es tam ­
bién la razón por la que más tarde, tras su regreso a Budapest, Radó era
invitado siem pre a las recepciones de las em bajadas estadounidense y bri­
tánica. Pero Suiza es tam bién lugar de recreo de alemanes: tienen em pre­
sas, turistas y pacientes, tienen relaciones políticas, soldados del frente
oriental se rep o n en en sanatorios suizos de propietario alem án. Además
hay redes progerm anas con conexiones en el establishment suizo. Los ale­
m anes presionan al gobierno suizo para que estrangule las «actividades
antialemanas». T an pronto los radiogonióm etros alem anes em plazados en
Cranz, en la Prusia Oriental, rastrean los com unicados de «Dora», en julio
de 1941, com ienza la búsqueda de la fu e n te ” 2, que conduce al lago de
G inebra y a la casa de la rué de Lausanne, y es sólo cuestión de tiem po detec­
tar el p u n to exacto de em isión. Tal es la situación. A poyándose en las
inform aciones a que tiene acceso p o r la prensa y fuentes alem anas, Radó
reconstruye las acciones bélicas de los alem anes en el frente orien tal y
transm ite sus observaciones y análisis a la dirección el Ejército Rojo. Sin
discusión, un conocim iento del m áxim o provecho para cualquiera de los

229
bandos que disponga de él p o r anticipado. La situación de Radó es la del
cartógrafo en la clandestinidad: re ú n e inform aciones, re p ro d u ce en
m ente el curso de la confrontación militar. C om pone las inform aciones.
Así surge en G inebra la im agen exacta del «teatro de operaciones», como
se llam a a la exposición cartográfica de la confrontación m ilitar en la tra­
dición antigua. G inebra se convierte en punto de fuga del gran fresco de la
batalla. Al reconstruir el curso de los frentes y las acciones m ilitares son
decisivos terreno, ciudades, ríos, fronteras, infraestructuras, ferrocarriles,
puentes, topografía de la industria e igualm ente inform aciones que p er­
m itan sacar conclusiones acerca de fuerza de choque, potencia m ilitar,
movilidad, reservas, capacidades y m uchas otras, p o r lo general ignoradas
o apenas conocidas p or los ajenos al ejército. Día tras día o m ejor dicho
noche tras noche Radó produce un cuadro del curso de los movimientos
de ejércitos que encuadran a cientos de miles de hom bres. Transm itiendo
planes e intenciones de las Fuerzas de Defensa alem anas Dora-Radó pro­
porciona al Ejército Rojo u n a ventaja decisiva. Em plazamientos y trazados
de frente son vitales o m ortíferos, según. U na inform ación de ese género
en relación con la batalla de Kursk, p o r ejem plo, dice así:
«14.7.1943. Al Director. Urgente.
De Teddy. Berlín 11 de julio.
-OKW despacha orden de reconocim iento aéreo. Observar día y noche
m ovimientos de tropas soviéticas en las áreas Moscú-Tula y Kursk-Voro-
nesh. Sin cum plir hasta ahora las esperanzas del OKW, que se despla­
cen fuertes contingentes soviéticos del área Moscú-Tula a Kursk. Si los
alem anes n o logran eso seguirán en el frente soviético las reservas pre­
vistas para el occidental y los Balcanes.
- n y IV ejércitos acorazados sufren pérdidas inesperadam ente altas. La
m itad de las divisiones acorazadas y m otorizadas en ofensiva desde el 7
de ju lio necesitan rep o n er m áquinas y dotaciones. Dora»253.
O tra transm isión inform a de las fortificaciones en la sección norte de la
«Muralla Oriental» [Ostwalí\:
«30.4.1943. Al D irector.U rgente.
Muy im portante. Plan “Ostwall”.
De Teddy.
a) En la sección n o rte se construyen dos líneas: u n a prim era antitan­
que, u n a segunda de defensa.
b ) La antitanque va en prim era línea p o r delante de la zona de defensa,

230
está planeada a lo grande para acoger a u n a división de infantería. Las
fortificaciones se escalonan en sólo 10 kilómetros por térm ino medio...
en prim era línea del “Ostwall” y en la línea de defensa se construyen
p o r todas partes búnkers de horm igón y m adera y fosos antitanque»554.
Dora-Radó observa y analiza desde su privilegiada atalaya suiza, al
m enos provisionalm ente segura, lo que sucede en la E uropa ocupada. Car­
tografía las relaciones de ocupación y resistencia, p o d er y contrapoder,
Fuerzas de D efensa alem anas y ejércitos aliados, vida am enazada de
m u erte y final liberación. V alorando in n u m erab les inform aciones da
figura a las relaciones de fuerzas, señala centros y periferias, frentes y rup­
turas, situaciones en retaguardia. No hay detalle que n o sea im portante;
así, p o r ejem plo, in terpreta un retrato de Mussolini tirado a u n a papelera
com o indicio fiable de su pronta caída. De la exactitud de sus inform acio­
nes y su grado de detalle depende el desenlace de batallas, vida o m uerte o
al m enos dism inución del núm ero de bajas hasta el m ínim o. Es el cartó­
grafo de u n a confrontación histórica universal. Se com prende p o r qué los
m apas fueron desde siem pre de im portancia bélica y más preciados que
los lingotes de oro apilados en las cámaras de los bancos, y p o r qué razón
h an sido siem pre elem en to principal de inform ación o confusión. Él
mismo es parte de la confrontación. Piensa su posición con las dem ás, la
piensa inserta en ese mapa. Se ve en el centro del radiogonióm etro, de sus
perseguidores nacionalsocialistas y sus cómplices suizos. Ve perfectam ente
y consigna cóm o sus perseguidores van ro d e án d o les a él y a su célula,
cóm o el círculo se estrecha cada vez más, hasta que los gonióm etros de
corto alcance de la gendarm ería suiza se plantan ante su puerta. Se con­
vierte en cartógrafo de su p ro p io cerco. P ero a fu e r de co n o c ed o r del
terreno, sin em bargo, conoce tam bién la vía de escape, p o r u n túnel, a tra­
vés de la fro n tera francosuiza, a la clandestinidad de la Résistance, y de allí
p o r avión a El Cairo, Palestina y la URSS. D onde no recibiría el pago m ere­
cido p o r su cooperación a la lucha contra H itler, ni condecoraciones ni
fama, sino aquello con que se toparon dem asiado a m enudo viejos com u­
nistas, com baüentes españoles y judíos: el internam iento en el Gulag, que
él conoció en W orkuta y Uchta.

El geógrafo. Radó era geógrafo y cartógrafo de profesión. Pero más aún


p o r pasión, pasión p o r u n a form a d eterm in ad a d e m irar y co n o cer el
m undo que era la suya, A los seis años tuvo com o tantos otros su prim era

231
vivencia cartográfica con u n mapa. En un libro que recibió como regalo de
Navidad, Dai Nippon, leyó el reportaje de u n profesor h úngaro sobre el
ferrocarril transiberiano. «En el envés de la tapa llevaba im preso p o r den­
tro u n m apa en que una línea roja m arcaba la ruta de Baratosi-Baloghs en
H ungría al Japón, pasando por Siberia. Fue el prim er m apa que vi en mi
vida, y en él aparecía dibujado el Im perio ruso. El m apa de aquel país
gigantesco se grabó en mi recuerdo para toda la vida. Y aun podría decir
que decidió mi destino. En cualquier caso, desde entonces m e interesaron
apasionadam ente la Geografía y la Historia»255. El despierto joven se m etió
en el torbellino de la revolución de los consejos obreros en Hungría, cuyo
ejército necesitaba urgentem ente mapas ya que todo el material cartográ­
fico del ejército austrohúngaro se im prim ía únicam ente en Viena. Pero la
revolución tam bién tenía necesidad, aun más acuciante que de mapas, de
cabezas, y así se convirtió en comisario político. Tras el triunfo de la con­
trarrevolución se convirtió en un em igrado más en Viena, donde com enzó
sus estudios y asistió a clases y sem inarios de G eografía y C artografía de
Brückner, famoso p o r sus trabajos sobre glaciares. En 1921 se encuentra en
Moscú a título de delegado del III congreso del Komintem, y se pro cu ra
mapas rusos con el objetivo de sacar a la luz el prim er m apa de las repúbli­
cas soviéticas. E n 1922 empieza a estudiar en Jen a y Leipzig. En 1924 publica
en u n a ren o m b rad a editorial de Braunschweig, W eterm ann, el p rim er
m apa político de la Unión Soviética, donde se instala ese mismo año y pre­
para u n a guía de viajes de la URSS que aparecería en 1925 en alem án e
inglés y había de servir de «Baedeker rojo» a toda una generación de fellmv
traveüersF'6. Se trataba realm ente de un adelantado de ese tipo de obras, ya
que Radó m ostraba p o r prim era vez esa nueva criatura política llam ada
URSS, de que poco se sabía. D urante decenios los planos urbanos que con­
ten ía fu e ro n los únicos disponibles de ciudades soviéticas. Y la guía se
basaba además en com probaciones propias: desde su despacho en el Krem­
lin Radó organizaba con regularidad cuestionarios con u n set de preguntas
de suerte que salían a la luz m uchos datos nuevos. Tam bién aprendió sobre
el terreno cóm o interviene la aviación en labores de m edición y cartogra-
fiado. Karl H aushofer, el «padre intelectual de la Geopolítica», com paró
una vez p o r sus efectos la guía de la Unión Soviética de Radó a la película
de Eisenstein El acorazado Potemkin, porque asimismo alcanzaba a extensas
franjas de población que nada tenían que ver con el bolchevism o. O tro
geógrafo cercano al nacionalsocialism o, Max Eckert-Greifendorff, repro-

232
La gran p oten cia proletaria: la U n ió n Soviética.

« O t r o g e ó g r a f o c e r c a n o al n a c io n a ls o c ia lis m o
r e p r o c h a b a a R a dó q u e h a b í a h e c h o “a p a r e c e r la
e x te n s i ó n del I m p e r i o soviético a ú n más i m p o n e n t e
d e lo q u e ya es p o r n a tu r a le z a , p o r d e m o s t r a r y
a c r e d i t a r así t a m b i é n e n f o r m a e x t e r n a el p o d e r
a b r u m a d o r del b o lc h e v ism o e n la T ie rra" .»
chaba a Radó que al aplicar la proyección de M ercator a su m apa de Rusia
había hecho «aparecer la extensión del Im perio soviético aún más im po­
n ente de lo que ya es p or naturaleza, por dem ostrar y acreditar así también
en forma externa el poder abrum ador del bolchevismo en la Tierra»*57. En
cierto m odo Radó se convirtió en inventor de la abreviatura URSS y en
experto com petente a quien consultar en la elaboración de los grandes
atlas alem anes de Stieler, A ndree y Meyer. Para el Lexikon de Meyer escribió
Radó la entrada correspondiente a «Unión Soviética». En 1929 com pone el
p rim er volum en del Atlas de política, economía y movimiento obrero cuya por­
tada diseñó J o h n H eartfield258. Pocos años más tarde la obra aparece en
jap o n és e inglés (en Victor Gollancz) con el título de Atlas oftoday and tomo-
rrow, m ientras en la U nión Soviédca Radó pardcipa en el proyecto del Gran
Atlas de la Unión Soviética, que no aparecería ciertam ente hasta después de
la Segunda G uerra M undial250. D urante un vuelo de Moscú a Berlín con
D eruluft, la predecesora de la actual Lufthansa, esbozó el plan de unos
mapas de rutas aéreas de los que sería un adelantado, aunque no lograra
librarse de ellos en toda su vida, a m enudo en vuelos sem iclandesdnos. En
1932 publicó en la editorial Meyer de Leipzig la p rim era guía de viajes
aéreos aparecida en el m undo. Erhard Milch, para entonces nazi ya y m ano
derecha de Góring, y desde 1933 m inistro encargado de la aviación com er­
cial, quedó hondam ente im presionado p o r el trabajo de Radó y escribió un
prólogo. En años siguientes, Radó se echó a las espaldas miles de kilóme­
tros en avión para establecer cartas de navegación aérea en Grecia, Siberia,
Francia y sobre el m ar M editerráneo. Sus viajes son para el cartógrafo horas
de prácticas en que ejercitar la mirada: «Muchos viajes aéreos significaban
para m í clases prácticas de Geografía, m irando en vivo. Así p o r ejem plo en
un vuelo de Basilea a Amsterdam pude contem plar de cerca todas las cur­
vas del Rin, la Lorelei y C olonia con su catedral... en los años veinte, la
época pionera de la aviación, cuando los aparatos aún no estaban provistos
siquiera de radio, sólo se podía orientar uno por los nom bres de las ciuda­
des y pueblos, escritos con letras gigantescas en depósitos de gas en las afue­
ras, en el tejado de un edificio alto o un cam panario. R ecuerdo un viaje de
Moscú a Berlín en que nos perdim os sobre los bosques lituanos, y no nos
quedó otra que seguir en vuelo rasante u n a línea de ferrocarril y leer el
no m b re de la estación más próxim a»260. Para Willi M ünzenberg, el des­
pierto em presario y editor de la izquierda, com puso descripciones de líneas
aéreas destinadas a los pasajeros, tam bién eso u n a novedad en el tráfico

234
aéreo que p o r entonces em pezaba a cobrar auge. Para dar de com er a su
familia fu n d ó a com ienzos de los años trein ta en Berlín una agencia de
prensa cartográfica y geográfica, la prim era en el m undo, pensada para
proveer a la p rensa diaria de ilustraciones cartográficas con fundam ento
científico de los acontecim ientos en curso. Dio clases de Geografía econó­
mica en el MASCH, la escuela obrera m arxista de B erlín261, Después de 1933,
m archó p rim eram en te a París, d o n d e fundó la em presa Geopress. «En
aquella época era única en su género en todo el m undo. Geopress publi­
caba mapas al día que localizaban acontecim ientos políticos o económicos
y transform aciones físico-geográficas de la Tierra... se dem ostró que había
una enorm e dem anda de nuestros mapas. Entre los suscritos a Geopress se
contaban órganos de prensa y bibliotecas de todos los continentes, univer­
sidades, institutos geográficos, departam entos oficiales variados, m iniste­
rios, estados mayores, em bajadas, y hasta el dep u esto e m p e ra d o r Gui­
llerm o II»262, El prim er banco de pruebas fue la España de la G uerra Civil.
La prensa m undial seguía el m ovimiento de los frentes del dram a español,
la d em anda era extraordinaria. Radó era u n profesional de alto nivel a
quien se requería de todas partes, que entraba y salía com o p o r su casa p o r
las recepciones de la sociedad ginebrina y tenía sitio reservado en la biblio­
teca de la Sociedad de Naciones. Desde Suiza viajó a Italia, d o n d e debía
despachar u n encargo del M inisterio del Aire italiano. Allí alcanzó a ver
más d e lo que era estrictam ente necesario p ara dibujar u n m apa: movi­
m ientos de la flota en G énovay Nápoles o soldados alem anes en ruta hacia
España. Desde Suiza em prendió Radó viajes p o r m uchos países de Europa
y pudo hacerse así una visión de conjunto, tanto más p o r cuanto conocía
Europa com o el que mejor. C uando Alemania atacó a Polonia el 1 de sep­
tiem bre y com enzó la Segunda G uerra M undial, Suiza se convirtió en «la
mayor cárcel del m undo», en «faro de los ingleses», en lugar de refugio
pro n to enteram ente encerrado. H asta su huida a París en septiem bre de
1944 perm anece en Suiza, luego se sum erge en la clandestinidad en París. A
la Geografía y la Cartografía vuelve sólo tras su regreso del Gulag: en Moscú
reem prende en 1951 el trabajo en el atlas d e Siberia y el gran adas mundial.
A p artir de 1955 trabaja en H ungría para el departam ento oficial encar­
gado de m edición y cartografiado y se convierte en director de la sección
d e C artografía, en q u e p erm anece h asta su ju b ila ció n en 1976, y final­
m ente en director del Instituto de Geografía Económ ica de la Universidad
de Budapest, donde publica u n Welthandbuch. Intemationaler politischer und

235
witschafilicher AlmanacH'""'. Da im portante im pulso a la cartografía temática,
establece en lo fundam ental la disciplina de Geografía política, convierte a
B udapest en centro y lugar de en cu en tro de la cartografía del Este y el
Oeste -e n especial de las dos Alemanias-, viaja a congresos internacionales
en Estocolmo, Berlín y Londres y ejerce influencia sobre todo por su pre­
sencia: su ejem plo, su saber hacer, su aura.

Sensibilidad cartográfica. En los recuerdos de sus discípulos se habla de


muchas cosas: su desenvoltura de hom bre de m undo, su distante reserva en
ciertos asuntos, u n elitismo muy determ inado, el hecho de que no hablara
de sus años en la Unión Soviética, o no con cualquiera... Pero hay otras de
las que todos acaban p o r hablar: que tenía buen olfato para lo que se aveci­
n ab a en cada m om ento, que siem pre fue inflexible con la precisión y el
detalle, au n q u e le in teresaban más las cuestiones generales, ya fueran
metódicas o temáticas. Tiene que haber sido un profesor excepcional, uno
que exigía todo d e sus colaboradores pero tam bién les dejaba total libertad
para resolver p or sí mismos los problemas. Probablem ente tenía eso que no
se aprende, en todo caso, n o en la escuela ni en la facultad de Geografía:
sensibilidad cartográfica, esto es, el afán instintivo p o r pensar espacial­
m ente las relaciones que se dan en el m undo, ya sean económicas, políticas
o étnicas, y el interés p o r trasladarlas a formas de representación cartográ­
fica, al lenguaje de los mapas. Radó tenía ese m odo espacial de ver. Por
dondequiera viajase, así cuentan sus colaboradores y discípulos, no había
nada que no encontrara atención de su parte y entrada en sus libretas de
notas, p o r así decir un auténtico sum ario instruido al espacio, enciclopé­
dico y a largo plazo. Anotaba nuevos trazados de fronteras marítimas, nue­
vos enlaces ferroviarios, túneles o puentes. Decía de sí que no tenía nin­
guna m em oria visual, pero sí u n a topográfica muy pronunciada. Así com o
es capaz de recordar sin esfuerzo las direcciones, nada escasas, de todos sus
domicilios a lo largo de una vida de m udanzas p o r Europa, así sabe o le
parece valioso saber decir con precisión d ó n d e se h abía hallado en su
m om ento la oficina de W alter Schellenberg, jefe de los servicios de inteli­
gencia nazis y en cierta m edida su «cazador»: en la B erkaer Strasse 32-35,
Wilmersdorf, Berlín. Se percataba perfectam ente y a veces perdía la com­
postura al en contrar indicaciones de lugar erróneas o inexactas en cartas
d e lectores o reportajes, o p o n ía en la picota un análisis e n te ro p o r lo
mismo, p o r ejem plo con sus sarcasmos a cuenta de la localización de la

236
batalla de Kursk en Kura, en Georgia. Para él era oficio y pasión ponerse en
camino, com o para todos los grandes geógrafos y cartógrafos, que se hacen
una im agen del m undo de prim era m ano y no sólo por lecturas. Los viajes
aéreos son p ara él ejercicios de m irar y llevan a ideas nuevas acerca de
cóm o am pliar el repertorio de m edios cartográficos, el lenguaje cartográ­
fico. Viajes y observaciones sobre el terreno son para él parte esencial de la
cosa, aseguran en cierta m edida el m aterialismo de la percepción, lo con­
creto de relaciones, procesos o estructuras. T odo tiene un lugar, una exten­
sión, puede pasearse, viajarse: los puertos desde los que la Italia fascista
abastece a las tropas de Franco; los cam pos de Stalin en Siberia, q u e él
conoce no sólo com o puntos en los m apas sino por propia experiencia y a
pesar suyo; los enlaces por todo el m undo del tráfico aéreo internacional
en sus com ienzos, o la difusión y h u n d im ie n to d e la revolución de que
tan to h abía esperado. El conoce m uchos de sus escenarios: B udapest,
Viena, Berlín, Moscú, París, Ginebra, Moscú, y de nuevo Budapest.
De todos modos, lo que cabría plantear com o requisito más im portante
de u n a «sensibilidad cartográfica», u n a que sólo se puede adquirir más allá
de la escuela, es u n a percepción rica, polifacética. A él le interesa todo,
todo puede traducirse a lenguaje de mapas. No es u n o de esos idiotas espe­
cializados q ue en G eografía o en cu alq u ier o tra cosa lo saben to d o de
nada; su concepto de cartografía conlleva siem pre la dim ensión política,
intelectual y cultual de los espacios, n o u n a Geografía orientada a la im a­
gen ideal de la Geodesia. Eso que hoy se llam a mapping ya aparece plena­
m ente form ado en Radó. Un estudio sobre su figura no podría limitarse a
investigar qué parte haya tenido en u n a concepción de la Geografía tan
rica y com pleja la tradición académica, viva aún la escuela de Leipzig en
esa ciudad com o en Viena y en Je n a cuando Radó estuvo allí: tam bién ten­
dría que indagar en su biografía, en su experiencia del m undo.

Cartografía del siglo. El mapa de la guerra civil mundial. Como suele ocurrir,
R adó se convirtió en innovador m erced a su exclusión. Su condición de
com unista privaba al joven Radó de toda oportunidad de hacer carrera aca­
dém ica habitual. Fue rechazado p o r la Universidad de Berlín tras su partida
de Viena. En Jen a pudo com enzar sus estudios p o r ser a la sazón m inistro
de cultura en Turingia Karl Korsch. Así, no cursó estudios en regla, pero en
1925 ofrecía la innovadora guía d e viaje p o r la URSS que causó sensación, y
poco después, el atlas del imperialismo y el movimiento obrero en que se

237
exponía visible la «lucha final»864. Aquí, todo gira en tomo al desplome de
los imperios multinacionales en la primera de las guerras mundiales, al sur­
gimiento de un nuevo mundo de Estados, a las crisis sociales y conflictos
étnicos en pleno despliegue, y también, no por último menos importante,
al despuntar de los movimientos anticolonialistas, independentistas y de
liberación. En ese atlas, que también en su diseño es documento de una
cultura obrera fuerte y convencida de sí, se expresa la confianza entera que
aún podía tenerse antes del ascenso de Hitler al poder, del triunfo de Stalin
y los horrores de la guerra. Hay que leer juntas las obras cartográficas de
Radó y su autobiografía, currículum y etapas vitales, biografía y geografía.
Surge entonces un mapa del siglo XX y pasa a primer plano una cartografía
de la guerra civil europea, una que acaso no merezca reconocimiento
menor que esa «Dora» que llevaba adelante desde Ginebra su lucha solita­
ria y desesperada contra Hitler. Sus memorias se convierten así en una guía
que nos conduce por la Europa de la Guerra Mundial. El lector vaga junto
al autor por los escenarios de guerra y revolución. Esas memorias son a
modo de Who’s who de aquella Europa que se hizo pedazos y de la que Sán-
dor Radó había de ser uno de los pocos supervivientes. De la familia judía
pudiente en cuyo seno creciera, en un Budapest en pleno boom entre prin­
cipios de siglo y la Gran Guerra, no quedó rastro. Salvo una hermana, todos
fueron liquidados en Auschwitz. La casa paterna en la calle Huti, entre las
rosas de las colinas de Buda, estaba ocupada por un alto cargo policial
cuando regresó a Budapest al cabo de treinta años de ausencia. Como
muchos otros en Hungría de su misma extracción social, crecidos aún bajo
la monarquía con clases particulares de música y lengua, buenas maneras y
vacaciones en el Adriático, tras el derrumbamiento del Imperio se alineó
en las filas de la República de los Consejos. Muchos de sus conocidos entre
las eminencias políticas de la Hungría estalinista de posguerra, como Emo
Geró o Ferenc Múnnich, son relaciones que proceden de aquella época.
Cuando ha de marchar al exilio a Viena tiene justamente veinte años. Pero
aun entonces podía uno entregarse a la agitación en favor de la República
de los Consejos y a la vez asisúr por las tardes a conciertos en el auditorio de
la Sociedad musical. Durante toda su vida Radó mantuvo contacto con
músicos y artistas, los directores Hermann Scherchen y Emest Ansermet o
los vanguardistas Gerhart Eisler yjohn Heartfield. Conoce a Ivan Morosov,
quien había arrojado la bomba contra Alejandro III, y a Umberto Nobile,
quien había sobrevolado el Polo en dirigible. Conoce a Louis Aragón y Elsa

238
Triolet, El escritorio en que trabaja proviene de la Bauhaus de Dessau, Está
rodeado de candidatos a la m uerte, diplomáticos soviédcos com o Nicolai
Krestinski o el periodista Mijail Kolzov, a quienes Stalin hará liquidar; traba
conocim iento con em igrados y fugitivos com o él mismo, A nna Seghers y
Johannes R. Becher, conoce toda la escena m ulticolor que se ha dado cita
en aquel Berlín, arca de revoluciones naufragadas. Está rodeado p o r candi­
datos a la m uerte, W alter Krivitzki, R ichard Sorge, Willi M ñnzenberg, Igor
H uberm ann. Por náufragos y desesperados com o Em st Toller, com o Maxim
Litvinov. A rth u r Koestler colabora con él p o r un tiem po en su em presa
parisina Inpress. Sándor Radó entra y sale com o p o r su casa de las recep­
ciones ginebrinas, sabe contar con más gracia que nadie anécdotas del Aga
Kan y de las corbatas de A nthony Edén. En los pasillos del Kremlin charla
con Lenin de cartografía e imperialismo, risita al excéntrico comisario del
pueblo p ara asuntos exteriores, Georgi C hitscherin, en su dom icilio del
H otel M etropol. Cambia de u n escenario a otro de la guerra civil: 1919 en
Hungría, 1921 en Moscú, 1922 en Turingia, 1929 en Berlín, 1936 en España,
1956 de nuevo Budapest. Siempre derrotas o dudosas victorias. Su existen­
cia de conspirador durante su estancia ginebrina no le resulta nada extraor­
dinario. Cam biar de ciudad y de casa, desvanecerse sin llam ar la atención,
cruzar fronteras, se habían vuelto algo parecido a u n a vida cotidiana desde
que la Prim era G uerra M undial irrum pió en la norm alidad de la vida bur­
guesa: la guerra com o experiencia central, generacional. En esa Europa
desgarrada y potencialm ente m ortífera de pu n ta a cabo, donde la existen­
cia corre peligro constante, desem peñar bien u n papel y dom inar m uchos
se torna en principio de supervivencia. El de «Dora» en Ginebra n o era el
único que h ab ía rep resentado en su vida, aunque sí el más im portante.
M uchos de sus conocidos más cercanos m urieron en celdas de to rtu ra de
la Gestapo, m uchos en los cam pos de Stalin. N unca hablaba m ucho de
eso, p ero de que era una tragedia para él que la revolución hubiese com en­
zado en la atrasada Rusia, de eso no dejaba lugar a duda alguna. Al m orir
en 1981 dejó tras de sí una rica obra cartográfica, incluidos los comienzos
de u n m apa del m undo encargado por las Naciones Unidas, y la relación de
u na vida enrevesada y enigmática. En ella nos señala etapas, escenarios, tra­
zados de frentes en la gran confrontación del siglo XX. Es una suerte de
introducción a un m apa de la guerra civil europea, a ñn de reconocer paso
a paso los frentes u n a vez más y acaso el cam ino que condujo a salir de
aquélla.

239
M e n ta l m a p s / P a isa jes e n la ca b eza:
San F r a n c isc o , «el lu gar d e u n o » ,
« el E ste» d e lo s a le m a n e s, etc.

No se pueden medir paisajes que se llevan en la cabeza, en todo caso,


no con los métodos de Astronomía o Trigonometría. No por eso son
menos nítidos o importantes. Están compuestos de un material diferente
pero que no por eso dejan menos huella, imágenes, olores o recuerdos. Se
han marcado tanto que no puede ni rozarles el tiempo a que, por lo
demás, todo sucumbe. A veces tales imágenes pasan al trasfondo, y aun
puede que por mucho tiempo. Pero de pronto, en un momento de con­
moción, pueden volver a estar ahí frescas como el primer día. No están
impresas en ninguna parte, no se pueden leer en letras de molde, pero se
han grabado hondo y en aquel a quien le va algo en ellas son «imborra­
bles». Quien quiera llegar hasta ellas tiene que hacer hablar a los seres
humanos, oír sus relatos. Aunque, en el fondo, su efecto y su existencia
toda se muestra en el completo silencio. Están ahí como algo que se
entiende de suyo, sólo se dan a conocer si se pregunta.
Hay paisajes así escondidos en novelas o cuadros a los que hasta ahora
no se han atendido. Ya les son familiares a los párvulos que aprenden
«dónde está su patria». Y así se troquela también la cartografía del vecin­
dario, con amigos y enemigos. Se llama imaginarios, virtuales, a esos paisa­
jes. Y es atinado si con ello se quiere decir que no están ligados a lugar con­
creto alguno, que uno puede evocarlos en cualquier momento, que son
nuda fantasía. Pero que lo sean no significa que no les corresponda nin­
guna realidad ni surtan efecto alguno. Son el patrón de orientación más
inadvertido que cabe concebir. Hay seres humanos que mueren por una
ideefixe, por una convicción. Puede que no tengan nada, pero queda la fe,
que mueve montañas. A menudo una vida entera no basta para volver a
borrar una imagen que una vez se grabara a fuego. Son poderosas las imá­
genes, de deseo, de miedo. En cierta medida los mapas que se llevan en la
cabeza son el mundo que uno se lleva consigo de un sitio a otro, el ali-
mentador y procesador de imágenes. Los «mental maps» hablan de ante­
mano de muchos espacios, no de uno. Hablar de mental maps implica tan­

240
tos espacios como modos de ver, percibir o pasar por algo. Los mental maps
son en el fondo el final de la idea de un solo espacio, una subje tivización
radical de la representación espacial265. Pero ¿hasta dónde llevar esa subje-
tivación de la representación espacial sin sucumbir al «subjetivismo»? ¿A
señorear cuántos espacios alcanzan las fuerzas de un ser humano sin per­
derse en ellos? Sólo quien haya llegado al cabo de esa radicalización, con­
sistente en pluralizar y subjetivar hasta el final, se desprenderá de la falsa
objetividad de los mapas y venteará algo de la riqueza de esos paisajes, des­
comunal y desconcertante. El espacio efectivo que así surge no es mínimo
común denominador, no promedio ni suma de todos los espacios posibles,
sino algo diferente. Uno podría reponerlos y recitarlos una y otra vez, de
cabo a rabo, ad infinitum. El camino de casa a la escuela o el colegio está
consignado con toda exactitud en los planos, pero todos sabemos que el
de un niño a su colegio es algo bien distinto del mismo trayecto efectuado
por un adulto. Para los nativos que se conocen sus bosques y praderas Nor­
teamérica es otra cosa que para el ingeniero que construye túneles y puen­
tes para la Union Pacific. El general que pone sitio a una ciudad y quiere
tomarla tiene en su cabeza otro mapa que el turista que ha ido mirando
monumentos. La mujer europea que anda por Damasco o Argel sabe
dónde y cómo moverse en un territorio marcado por jalones invisibles.
Hay tantos mapas como modos de percibir, y tantos modos de percibir
como individuos. Sólo una vez atomizado y licuado de tal modo puede vol­
ver a componerse; tras ese paso, nunca vuelve a ser como antes.
¿Queda algo «del común» tras una tal atomización del espacio? Seguro,
en tanto haya no sólo puros individuos sino asociaciones humanas a que
aquéllos pertenecen, para bien o para mal: grupos étnicos, clases sociales,
naciones políticas, grupos de edad, de intereses, blancos y negros, joven y
viejo, hombre y mujer, rico y pobre, ciudad y campo, y así sucesivamente.
Hablamos de paisajes de infancia y queremos decir paisajes y contornos
como existieron en ese tiempo, y del mundo como se percibía en la infan­
cia. Puede que se lean entresacados de memorias y álbumes de fotos y se
reconstruyan lo mismo a partir de relatos que de estadísticas. Hay un hori­
zonte de infancia o juventud en que se han fijado paisajes antes de los
grandes cambios posteriores. Hay horizontes de generación: pongamos el
de la guerra y el de la posguerra, con experiencias radicalmente divergen­
tes que acaso pudieran igualmente ser reflejadas y hacerse accesibles. El
horizonte de una generación no tiene por qué estar constituido primaria­

241
mente por grandes acontecimientos, puede ser también un lifestyley\as dis­
tancias que marca con la generación anterior266.
Hablamos de paisajes del deseo y paisajes morales, de «spaces of desir» y
«moral landscapes»™7. Son errantes, cada época los cartografía de nuevo. En
la era de la globalización están distribuidos por todo el mundo: Greenwich
Village, Bangkok, el Castro District de San Francisco, las playas del Caribe
y del Africa Oriental. Algo tendrá que ver con el asuirto, con eros, placer y
deseo, que la laberíntica topografía del Eros con todas sus locations haya
llegado a ser la rama más desarrollada en las topografías mentales. No es
azar que los paisajes de la diversión y el entretenimiento, de hedonismo,
drogas, seducción y sexualidad figuren en guides específicas. También ellas
transitorias y en trance, surgen y desaparecen: los secretos de Estambul y
del serrallo, los barrios bajos de Tánger, el tráfico de Shangai antes de la
guerra, Londres y Nueva York en los años sesenta y setenta. Nuevos territo­
rios vienen a añadirse, por ejemplo la subcultura caliente de las metrópo­
lis de la Europa central y oriental268.
También relaciones de poder y dominio que orden jerárquico y aparato
administrativo tuvieran por mundos vitales duraderos quedan elaboradas
en mental maps y sedimentadas en «paisajes mentales». El largo hálito del
Imperio alienta aún cuando hace mucho que sus puntales cayeron. Los
órdenes imperiales eran dispositivos de larga duración, de longue durée.
Entre ellos se cuentan, por ejemplo, personal, funcionarios, uniformes,
hábitos o rutinas que se recuerdan tanto más nítidamente cuanto mayor sea
el desorden que haya seguido a la ruptura del orden. Los imperios siguen
viviendo en las cabezas aun cuando hace mucho tiempo que se derrumba­
ron. Ordenes imperiales, estatales, relaciones imperiales de dominio siguen
viviendo largo tiempo en las cabezas aun cuando los seres humanos vivan ya
de largo tiempo en órdenes posümperiales. Y aun podría decirse que los
imperios sólo mueren con quienes crecieron como súbditos suyos.
Otra relación que cristaliza en paisajes mentales es el lugar de uno, de
donde uno es, el más estrecho de los círculos en que los seres humanos
entran al nacer y que casi siempre se convierte en magnitud indepen­
diente sólo después de haberlo perdido. De donde uno es, donde está en
casa: acaso la experiencia más íntima y a la vez más pública. Que está toda
en los detalles: el sofá del gato, la entrada donde se juntó la familia para la
foto, el jardín, la escuela, el rótulo de la tienda donde vendían sobrecitos
de gaseosas, acaso también el acento del dialecto.

242
C a r te l i n d i c a d o r e n B e rlín , M e h r m g d a m m
e sq u i n a c o n la calle G n e i s e n a u , a ñ o s c in c u e n ta .

«En el Este u n a c u l t u r a c e n t e n a r i a t o c ó a su fin


tras t o d o lo o c u r rid o .»
Y por último el mundo político, donde las consignas del levantamiento
popular húngaro, la imagen de los tanques en el Lenin Kórut y la voz exci­
tada de los locutores confluyen en una única impresión por siempre per­
durable que se activa y se pone en movimiento sin esfuerzo alguno en
cuanto se habla de Hungría o de los años cincuenta. Zonas enteras del
mundo están consignadas así en nuestras cabezas: una Unión Soviética de
gigantesca figura que cada Primero de Mayo hacía desfilar cohetes por
una ominosa Plaza Roja donde gente de pie en un mausoleo se tragaba el
desfile. Tales paisajes se disuelven alguna vez, cubiertos por otros en que
otras experiencias sedimentan. La formación de tales horizontes está
ligada a experiencias de peso, no se fabrican a capricho mapas en las cabe­
zas. Giran siempre en tomo a algo esencial, que marca un corte. Es forzoso
que haya enjuego pasiones, y algo de cierto alcance: una gran desdicha o
una dicha de fábula, o una catástrofe. Las catástrofes son el marco ideal
para fijar imágenes por siempre. Es como si se cortara el aliento o se
parara la película. Las catástrofes, personales o colectivas, siempre dejan
tras de sí erráticos paisajes de memoria.
De uno de ellos se habla siempre que se habla del «Este» o del «Este
alemán». Un territorio de autosuperación y angustia al mismo tiempo: allí
no hay frontera en que apoyarse, allí se construyen «muros del Este» que
defiendan de perderse en el espacio infinito269. Muchas cosas coinciden en
el Este: frente del Este, guerra en el Este, avance hacia el Este, bloque del
Este. Al Este tierra quemada, Al Este los campos de exterminio construidos
por los nazis. En el Este se desataron sin freno los comandos especiales. En
el Este sucedió algo que no se había dado hasta entonces en el mundo civi­
lizado. Allí hubo otra guerra distinta. Allí un cautiverio de guerra del que
acaso no se volviera. En el Este una cultura centenaria tocó a su fin tras
todo lo ocurrido. El Este es terreno de guerra, fuga y expulsión. La mayor
parte de noticias e imágenes terribles vienen de allí. Allí se fue algo a
pique: un antes de, algo que en las tinieblas de lo que vino luego parecía
un mundo sagrado, catástrofe y mundo sagrado a una. Todo un mundo
había dejado de existir, hundido en el Afuera de la historia, inalcanzable,
sacrificado a lo largo de la desolación o reconstruido bajo nombres extran­
jeros. No hubo por mucho tiempo lengua alguna para aquello fuera de la
jerga de la indefensión, una lengua de mutismo o de resentimiento. Lo
más fiable y duradero eran las imágenes: imágenes de ciudades y paisajes,
de casas en que uno había crecido, de escuelas a que había ido. La tierra

244
estaba perdida, pero no los m apas im aginarios en que todo había quedado
consignado, a los que no podían tocar las nuevas fronteras.
Es claro que en «el Este» o «el Este alem án» no se trata sólo de Geogra­
fía, o quizás ni siquiera se trate de eso principalm ente. Sino de tensiones
culturales, de fobias e idiosincrasias, de complejos de superioridad e infe­
rioridad, de angustias y proyecciones. El Este sólo es un nom bre para un
com puesto civilizatorio y psicológico com plejo. Pero precisam ente se trata
tam bién de territorios perdidos, de ciudades y espacios concretos. Los pai­
sajes en las cabezas tienen vida propia. T ienen su propio tiem po de surgi­
m iento y de decadencia. Pueden ser recuperados p o r la realidad, y lo son.
P ero aun allí donde se hayan vuelto anacronism o m uestran tan sólo que
giran en to m o a algo: espacios, lugares, aun si ya no existen o aun cuando
acaso no hayan existido nunca.

245
El g e s to d e l e str a te g a
E sc e n a s e n la m e sa d e m ap as

El p o d er tiene lugar en el espacio. La territorialización del p o d e r se


rep lica en m apas, ya se trate de bocetos de ciu d ad ideal en el R enaci­
m iento y la Ilustración, de delim itar esferas de influencia de las superpo-
tencias, o del ám bito de vigencia de disposiciones sobre inm igración. Los
m apas replican el p o der en figura. Y aun el conocim iento cartográfico es
poder. Q uien tiene mapas sabe más sobre la organización de un espacio.
La mesa de m apas es casi un em blem a de poder. Form a parte de los inte­
riores de los poderosos. En ella la im aginación del p o d e r se explaya en
más p o d er aún, y a veces tam bién la fantasía de los im potentes. Los mapas
proporcionan una visión de conjunto que no se tiene en el trajín de la exis­
tencia terrena, y aun m enos en el tum ulto de la lucha. En la Antigüedad
los estrategas -strategosr. Feldherr- se sentaban en alturas que dom inaban el
cam po para p o d er dirigir a sus ejércitos. No estaban en el tum ulto, sino
p or encim a. Eso im plica un m odo de ver muy específico, estratégico. U no
que m ira casi siem pre desde arriba, p o r encim a de las cosas y más allá de
ellas, interesado en los detalles tan sólo en la m edida en que sean perti­
nentes al asunto, la victoria militar. Ese m irar se reproduce en cada batalla
virtual que se ensaya en el cajón de arena o se sigue en el m apa m ural. Está
presente en cada acto de abolición o confirm ación de p o d er sobre territo­
rios. Firm ar el m apa es un acto de Estado, de un trazo de plum a depende
el destino de Estados, pueblos, incontables individuos. P odría escribirse
u n a historia de las formas de esa firm a que de u n plum azo disuelve rela­
ciones de p o d er y establece otras nuevas.
Aquí sólo se trata de unas pocas observaciones dedicadas al m apa y el
poder, a la m irada desde arriba y la mesa de mapas, el trazado de fronteras
y el trazo de la plum a, u n a p eq u eñ a antología de observaciones. Se las
debem os a gente que «estaba allí», atenta, y se fijó y lo fijó. Algo que puede
hacerse de m uchas formas: desde la calcografía de Noel Lem ires contem ­
poránea de ese prim er reparto de Polonia en 1772 que fija en formas ale­
góricas, hasta el baile del dictador de Charlie C haplin con el globo terres-

246
txe en la cancillería; desde enfrentam ientos a golpe de m apa a cuenta de la
m aterialización de los Catorce Puntos de Wilson, en las conferencias de
paz de París en ellos basadas al final de la G ran Guerra, hasta la rúbrica de
Stalin en el m apa anejo al tratado de am istad y fronterizo de 28 de sep­
tiem bre de 1939 que selló el reparto de Polonia. Quizás tam bién la explo­
sión de la bom ba que el conde Stauffenberg colocó en el cuartel general
de la Wolfschanze bajo la mesa donde H itler se hacía en los m apas desple­
gados su com posición de lugar acerca del curso de la guerra. Mapas y mesa
de mapas son el centro en torno al cual gira el poder, donde sus p reten ­
siones se hacen legibles.
Sus contem poráneos se ocuparon extraordinariam ente del reparto de
Polonia, a fuer de acto inaudito y sin precedente entre Estados europeos.
A unque no sin una larga historia previa, el reparto se había hecho realidad
de golpe, desde la prim era partición de 1772 hasta el reparto de toda la
república aristocrática (1793 y 1795), docum entado en m apas en que se
consignan las partes resultantes. Hay cientos de variaciones de esa conste­
lación, críticas y aquiescentes, pro y antipolacas, pero el program a icónico
es siem pre el mismo. En el centro, desplegado, el m apa de J. K anter en
que aparece representada la real república. Puede reconocerse perfecta­
m ente a las zonas rusa, austríaca y prusiana personificadas. A parecen con­
signados los ríos más im portantes, provincias y nom bres de ciudades. Los
m onarcas de las potencias que efectúan el reparto señalan con su m ano a
las zonas p o r ellos p reten d id as y arrebatadas. U na fanfarria d e ángeles
trom peteros proclam a los derechos de las potencias. M ientras la em pera­
triz Catalina II, el em perador austríaco José II y el rey prusiano Federico II
«fijan» bien fija su parte y no la sueltan, sus m iradas se buscan. El consenso
de los monarcas. Lugar destacado ocupa el presunto arquitecto de ese tra­
p ich eo histórico, el conde N ikolai P anin. M ientras señala asim ism o al
m apa en que posa la vista, con su m ano d erecha señala a los cielos. Ejecu­
tado p o r u n g rab ad or anónim o, el co n ju n to se llam a «La situación del
reino de Polonia en el año 1772», aunque propiam ente m uestre el acto de
su reparto. En ese grupo es la zarina quien tiene con certeza el puesto más
cóm odo y privilegiado. T oda la escena está enm arcada p o r u n árbol, posi­
blem ente un laurel. P ero la estam pa m uestra que los representantes d e las
tres potencias n o tien en n in g u n a m ala conciencia. No se esconden: el
reparto com o acto p o r razón de Estado, y en un m om ento en que no había
aú n «opinión pública».

247
Hay u n a escena jocosa y p o r eso mismo muy ilustrativa del entorno de
las conferencias d e paz de París en 1919 que ha llegado hasta nosotros.
Charles Seymour, m iem bro de la delegación estadounidense, la describe
así: «Una d e las escenas más pintorescas de la conferencia tuvo lugar en el
gabinete de m apas del señor Wilson: m uestra al presidente por los suelos,
a cu atro patas ante u n gran m apa, con otros delegados en idéntica pos­
tura, y a O rlando que se arrastra com o un oso p o r el suelo para ver m ejor
m ientras Wilson da una breve y precisa conferencia sobre econom ía y geo­
grafía de la cuenca d e Klagenfurt. Allí había m apas p o r todas partes. No
todos d e b u e n a calidad. De algunos aportados p o r los p ardcipantes de
O riente Próxim o opinaba W esterm ann que “darían que reír si se publica­
ra n ”. P ero no h abía discusión en que n o se invocara a los m apas»270. La
nueva o rd e n ació n d e E uropa tras el desplom e d e los grandes im perios
planteaba la cuestión de qué aspecto debía ofrecer el panoram a de Esta­
dos europeos, y según qué principios debía constituirse. En la propuesta
del presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, los famosos «Catorce
Puntos», se declaraba principio decisivo la autodeterm inación nacional. El
propio Wilson llegó a París con una gran comisión de historiadores, eco­
nomistas, politólogos y geógrafos. Los mapas eran un m edio decisivo para
fijar las fronteras de los nuevos Estados. Sólo 17 de los 126 m iem bros que
contaba la comisión eran cartógrafos. Casi siem pre la cuestión giraba en
torno a m apas lingüísticos y étnicos {«race», «peoples», «nations»). D irector
de la com isión era el renom brado geógrafo Isaiah Bowman, director de la
American Geographical Society, de quien procede otra frase igualm ente céle­
bre, «un m apa dice más que mil palabras»271. Todos los participantes en las
conferencias de paz llegaron a París con mapas, en parte dibujados antes
de la guerra. Cada quien trataba de cim entar sus posiciones tam bién car­
tográficam ente. Al proyecto de Rom án Dmowski La question polonaise de
1909 se adjuntaba un m apa. Los nacionalistas serbios habían esbozado otro
para la fu tu ra organización de Europa y de Yugoslavia ya en septiem bre de
1914. La revista de Tom ás Masaryk New Europe trabajaba a lo grande con
m apas etnográficos muy sugestivos. Más tarde entran en danza tam bién los
alem anes con sus m apas d e poblaciones. Los m apas son aquí m edio de
p ru e b a y d em o stració n par excellence. El p resid en te W oodrow W ilson, a
quien n o se le alcanzaba de verdad lo em brollado de las relaciones en
Europa central y oriental hasta estas conferencias, se m ueve p o r el suelo
de su gabinete cartográfico en m edio de u n a m area de m apas irrem edia­

248
blemente inabarcable’72. También en eso es un buen representante de la
nueva situación: ya no hay nadie más que pueda disponer sobre Europa.
Los imperios estaban como estaban, y la Europa de los dictadores aún no
asomaba en el horizonte. Regular las cuestiones territoriales se delegó en
gran medida en los gremios competentes, especializados, «científicos». Al
mismo tiempo, los mapas se habían convertido en vehículo y medio de
lucha en las opiniones públicas de cada nación. En adelante las cuestiones
territoriales se visualizaban, convertidas en componente de las luchas por
hacerse con las cabezas. Que podía desarrollarse demagógica o democráti­
camente, según.
De la E uropa de los dictadores pro ced e ya u n a escena que describe
Paul Schmidt, traductor del im perial m inistro de Asuntos Exteriores Joa-
chim von R ibbentrop. Tiene lugar en 1938, du ran te las conversaciones a
cuenta del prim er arbitraje de Viena en que se trata, ju n to a la desm em ­
bración de Checoslovaquia, tam bién de la anexión a H ungría de u n a parte
de Eslovaquia. Fino observador, Schm idt capta con precisión la arbritra-
riedad dictatorial en el trazado de fronteras cuando escribe en sus m em o­
rias: «En el espléndido m arco del palacio de Belvedere, que an tañ o sir­
viera de residencia estival al p rín cip e E ugenio, en o ctu b re de 1938 se
reunía un tribunal de arbitraje germ anoitaliano para regular las pretensio­
nes territoriales húngaras en la C hecoslovaquia restante. C uando oigo
hablar hoy de nuevos trazados de fronteras siem pre m e vuelve a la cabeza
u n a escena en que participé el día de la proclam ación de la prim era sen­
tencia de arbitraje en el palacio del p rín cip e E ugenio. En u n a salita
red o n d a con m uchas ventanas p o r donde la vista se iba a lo lejos sobre el
p arq u e de B elvedere y la ciudad de Viena, encim a de u n a gran m esa
red o n d a situada en el centro había un m apa de los territorios en litigio.
Ante esa mesa estaban R ibbentrop y Ciano, rodeados p o r sendos grupos
de colaboradores. Ambos ministros de Asuntos Exteriores, lapicero gordo
en m ano, se corregían según hablaban los nuevos trazados fronterizos que
los expertos h ab ían consignado en los fu n d am en to s de la sentencia.
“¡Como siga usted defendiendo así los intereses checos -clam aba Ciano—,
ya verá cóm o aún H ácha le va a d ar alguna o rd en !”, y agarrando el lapicero
cam biaba con gruesos trazos la lín ea en favor de H ungría. “¡Decidida­
m en te, eso es ir dem asiado lejos!”, p ro testab a R ibbentrop, a qu ien el
perito del departam ento de extranjero acababa de susurrarle algo al oído,
y otra vez dibujaba encim a otra parte de la línea. Y así se pasaron discu­

249
tiendo aún u n bu en rato ambos m inistros de Exteriores, en u n tira y afloja,
borran d o y retrazando; a los lapiceros se les estaba gastando la m ina y los
trazos eran cada vez más gordos... “La comisión de fronteras lo va a tener
crudo para fijar u n a línea m edianam ente clara -m e cuchicheó u n colega—,
en la realidad esas rayas serán sus buenos dos kilóm etros de an c h o ”. Vi
pasar ante mis ojos u n apacible paisaje con bosques y campos, cabañas,
aldeas y caminos, que form aban un todo por naturaleza y aquí se hacían
jiro n e s a lapicerazos de m inistros y caprichos hum anos. R ara vez he
no tad o con tal intensidad el contraste entre las m edidas sobre fronteras
que los estadistas tom an a la ligera en salas suntuosas de históricos palacios
y sus repercusiones en las comedidas vidas diarias del territorio afectado»™.
Los trazados de fro ntera del arbitraje de Viena eran sólo un pequeño
entrem és antes de que se alzara el telón de «la nueva ordenación etnográ­
fica de Europa» en que H itler tenía puestos los ojos. En ese dram a que en
breve se desarrollaría hasta desem bocar en depuración étnica y genocidio
es docum ento fundam ental el que se conoce com o pacto Molotov-Ribben-
trop, o tam bién Hitler-Stalin, de 23 de agosto de 1939. D onde tam bién hay
testigos oculares y cronistas. El ya citado Dr. Paul Schm idt había volado el
22 de agosto con R ib bentrop a Moscú, d o n d e d eb ía firm arse ya al día
siguiente u n «pacto» que iba a dejar pasm ado al m undo entero y el paso
franco a la invasión de Polonia. Tras concluirse el acuerdo hubo brindis,
de los que Stalin dedicó uno a Hitler: «Sé cuánto am a a su Caudillo el pue­
blo alem án. Y p o r eso, voy a brindar a su salud»™. La delegación alem ana
volaba de vuelta a Berlín el 24 de agosto a la u n a de la tarde; había estado
24 horas en Moscú, toda u n a marca de velocidad. T odo tenía que ir muy
rápido, H itler había fijado inicialm ente el 26 de agosto com o fecha para el
ataque a Polonia. No había tiem po p ara deliberaciones. Las cuestiones
problem áticas se resolvían p o r teléfono con Berlín. La escena que recogen
las pocas fotos oficiales es siem pre nocturna. Aquí, la descripción de otro
participante: «El pacto de no agresión, que lleva fecha de 23 de agosto de
1939, se firm ó a las dos de la m adrugada del 24. A poco se adm itió a los
fotógrafos p ara dejar constancia del m om ento histórico. E ntre ellos, el
fotógrafo alem án H elm ut Laux, quien más tarde m e describía cóm o había
fotografiado a R ibbentrop y Stalin: cada u n o con u n a copa de cham pán en
la m ano y bebiendo p o r el éxito del acuerdo. Stalin observó que no era
buena idea publicar esa foto, pues podría transm itir u n a im agen falsa a los
pueblos soviético y alem án. Ya se disponía Laux a a b rir la tapa de su

250
m áquina para darle el carrete a Stalin cuando éste le disuadió añadiendo
que la palabra de u n alem án le bastaba»2” . De todos m odos el trazado con­
creto de la fro n tera entre las zonas de influencia soviética y alem ana n o se
fijó hasta u n mes más tarde, e n u n a reu n ió n igualm ente n o ctu rn a y asi­
mismo rauda hasta rayar en atropellada. Como anexo al texto del acuerdo
de fronteras y de am istad de 28 de septiem bre de 1939, R ibbentrop y Stalin
pusieron sus firmas en el m apa de reparto de Polonia. Escena que captó
así Gustav Hilger: «A 25 de septiem bre Stalin hizo llam ar nuevam ente al
em bajador para hacerle saber que en la regulación definitiva de la cues­
tión polaca era preciso evitar todo aquello que en el futuro pudiera tener
p o r consecuencia fricciones e n tre A lem ania y la U nión Soviética. Aña­
diendo que desde tal pu n to de vista “parecía descam inado adm itir la exis­
tencia de u n resto de Polonia in d ep en d ien te”, Stalin propuso el siguiente
cambio en la línea de dem arcación prevista en el protocolo secreto anejo
al tratado: que Lituania quedara incluida en la esfera de influencia sovié­
tica, a cambio de lo cual Alem ania sería resarcida con el territorio polaco
entre Vístula y Bug, que abarcaba el fértil voivodato de Lublin y parte del
de Varsovia. E n caso de estar Alem ania de acuerdo, añadió Stalin, la U nión
Soviética procedería de inm ediato a solucionar el problem a de los Estados
bálticos conform e a lo acordado el 23 de agosto, en lo que esperaba el res­
paldo sin reservas del gobierno alem án. A fin de tratar de dicha propuesta
de Stalin, el 27 de septiem bre llegaba R ibbentrop a Moscú a las cinco de la
tard e en u n a seg u n d a visita»276. Las conversaciones com enzaron el 27 a
últim a h o ra de la tarde, prosiguieron durante la tarde siguiente, y finaliza­
ro n a prim eras horas de la m añana del 29 con la firm a de un acuerdo de
fronteras y de am istad que h a entrado en la historia con fecha del 28 de
septiem bre. Como p u n to esencial contiene un acuerdo sobre delim itación
de esferas de influencia conform e a la propuesta de Stalin577. Respecto a la
firm a misma, relata Hilger: «Polonia estaba aniquilada y repartida. Estába­
mos delante cuando Stalin, con un grueso lápiz azul, trazó de propia m ano
en u n m apa u n a línea que em pezaba do n d e la fro n tera sur de L ituania
topaba con la fro n tera oriental alem ana, y desde allí hacia el Sur hasta la
fro n tera checoslovaca. Basándose en esa línea tuvo que realizar más ade­
lan te la com isión de fronteras germ anosoviética u n trabajo ex ten u an te
que llevó a largas discusiones, puesto que los negociadores soviéticos eran
esclavos de aquella raya azul au n cuando en la práctica llevaba a conse­
cuencias insensatas, com o partir pequeños pueblos y aldeas p o r la mitad,

251
sólo p o rque la línea procedía de la mismísima m ano de Stalin»2™. El gene­
ral Kóstring, agregado m ilitar a la em bajada alem ana en Moscú que había
confeccionado los docum entos -aparece en una foto m irando con lupa un
m apa-, describe así la escena: «Stalin mismo fijó entonces con un lápiz de
co lo r la fro n te ra definitiva. Ese m apa es el que R ibbentrop m e p lantó
delante instándom e a que m e pronunciara al respecto desde el pu n to de
vista militar. R epliqué que con u n a escala tan peq u eñ a no podía ni em pe­
zar a h acer nada, y le pedí u n p ar de horas de aplazam iento para p o d er
cotejar entretan to en mapas específicos el trazado de la frontera. Com o le
p ro p u siera casi a co n tinuación algunos cambios, R ibbentrop m e aclaró
que ya n o p o día tom arlos en consideración pues tenía que volver al Krem­
lin de inm ediato. Esa línea dibujada a bulto p o r Stalin aún había de traer­
m e m uchas más dificultades cuando me convertí en presidente de la comi­
sión de fronteras, pues verdaderam ente el lápiz de u n color de Stalin no se
había andado con contem placiones, ni de lo m ulticolor de los caminos ni
de unidades económ icas»2™. T am bién A ndor K henke, responsable de la
elaboración del m apa del pacto, recuerda cóm o se puso a pu n to la línea
de dem arcación. Describe cóm o R ibbentrop, Stalin y Molotov «arrimados
a u n a larga mesa verde cubierta de mapas» habían establecido el trazado
exacto d e la frontera. «Y a la vez, tenían que ser extrem adam ente cuidado­
sos, pues el m ínim o e rro r o incluso u n a línea dem asiado gruesa podían
d esem peñar un gran papel en el subsiguiente jalonam iento efecdvo de la
fro n tera sobre el terreno». Tras firm ar el m apa, Stalin p reguntó jocoso «¿y
mi firma, está suficientem ente clara para vosotros?»260
La existencia del protocolo anejo estuvo rodeada de secreto y la URSS
siguió n eg án d o la hasta su desaparición. Q ue aú n existan m apas de ese
acuerdo se h a de agradecer a quien fuera segundo secretario del departa­
m ento de Exteriores, Cari von Loesch. T raductor en el equipo de Ribben­
trop, en 1945 desobedeció la orden de destruir docum entación. Con ello
salvó asim ism o u n a película q u e co n tien e unos 9.725 docum entos,
incluido el protocolo secreto anejo al pacto de no agresión germanosovié-
tico. Escondió la película en u n a lata de galletas que enterró en Turingia,
donde cayó prisionero de fuerzas angloestadounidenses. En 1959 regresó a
A lem ania con otro s docum entos. Los del pacto incluyen cinco m apas
soviéticos, y en u n a carpeta roja contienen u n «Anexo. Mapas para la rati­
ficación del tratado de am istad y fronteras entre la URSS y Alem ania de 28
de septiem bre de 1939 y del protocolo anejo entre la URSS y Alem ania de

252
Curso de la frontera germ an osoviética, según el
p r o to c o lo secreto anejo al p acto de no agresión
g erm an osoviético.

« R ib b e n t r o p fir m ó el e j e m p l a r d e s t i n a d o a los
soviéticos c o n g r u e s o s traz o s e n rojo y la fe ch a ,
“28-IX-39”, m ie n t r a s Stalin m e t i ó e n el c e n t r o del
m a p a c o n g r u e s o t r a z o azul su n o m b r e , q u e va
a d a r e n u n a r ú b r i c a triunfal.»
4 de octubre de 1939». Los m apas están rotulados p o r Molotov y Von d er
S chulenburg en letras de m olde. O tro m aterial de im portancia es un m apa
de Polonia de procedencia alem ana que indica el curso de la frontera ger-
manosoviética, fechado a 31 de agosto de 1939. Está firm ado p o r Ribben-
trop y Stalin; hay dos copias, una para cada potencia signataria. R ibbentrop
firm ó el ejem plar destinado a los soviéticos con gruesos trazos en rojo y la
fecha, «28-IX-39», m ientras Stalin m etió en el centro del m apa con grueso
trazo azul su nom bre, que va a dar en u n a rúbrica triunfal. Con trazos de
color aparecen consignadas p o r R ibbentrop y Stalin unas correciones de
fro n tera al oeste de Lemberg-Lwow en beneficio de Alemania. Tam bién
ese cam bio lo suscribió Stalin con una rúbrica algo más pequeña. No está
claro si estas correciones de últim a h o ra fueron causadas p o r u n e rro r del
cartógrafo o p o r acuerdos alcanzados durante la n o ch e231.
Un año más tarde vemos ya a la cúspide de la Fuerza de Defensa ale­
mana inclinada sobre mapas en que se esboza y ensaya la «Operación Bar-
barroja». En la sala de mapas se puede ver al mariscal Keitel, jefe del Alto
Mando, al general en jefe, capitán general Von Brauchitsch, a Hiüer y al
jefe del Estado Mayor, capitán general Halder, inclinados sobre la mesa de
mapas en cuyos bordes se han dispuesto lámparas móviles. La frontera ger-
manosoviética no aparece ya como línea de demarcación, sino frente inmi­
nente. Aquí ya puede leerse la frontera como escenario de despliegue y
combate de la mayor concentración de tropas de la historia.
Los mapas sirven para orientarse y consecuentemente figuran la situa­
ción bélica, rápidamente variable, en un momento dado. Paul Schmidt, en
marcha junto con la plana mayor de Ribbentrop en el tren especial reser­
vado a éste, el «Heinrich», solía dar unas charlas exponiendo la situación
para mantener al corriente a su jefe. «Llevaba un gran mapa del Estado
Mayor enrollado bajo el brazo, y tenía encargado ilustrar acerca de la situa­
ción militar de úlüma hora en el vagón de mando. Cuando me veía allí un
poco desamparado ante el gran mapa y señalando fatigosamente las líneas
de frente más recientes, a uno de mis conocidos del Estado Mayor, de los
tiempos de la crisis de la cancillería, se le ablandaba el corazón y me lo
dibujaba con gran habilidad en rojo y azul, con flechas audazmente rectas
hacia delante o arqueadas donde el ataque había sido rechazado, todo
muy fino y pulcro con las correspondientes aclaraciones... Qué le pare­
ciera a Ribbentrop, lo ignoro; a mis colegas parecía impresionarles mucho
cuando barría para casa con la palma de mi mano territorios enteros, y

254
estirando los dedos indicaba cuñas o figuraba plásticamente bolsas enemi­
gas con el hueco de la mano. Después de eso todo el mundo me llamaba
“Napoleón” durante unos cuantos días»282.
El atentado contra Hitler en la Wolfschanze sucedió en una mesa de
mapas. Ian Kershaw resume así el curso del atentado del 20 de julio de
1944: «La reunión tenía lugar en un barracón de madera en el interior del
recinto fuertemente vigilado reservado a Hitler dentro del recinto I de la
Wolfschanze, y acababa de empezar cuando entró Stauffenberg. Hitler
estaba sentado en medio del lado largo de la mesa, muy cerca de la puerta
y de frente a la ventana, y escuchaba al general Adolf Heusinger, jefe de
operaciones del Estado Mayor, quien describía el rápido empeoramiento
de la situación en el frente del Este. Hitler estrechó distraídamente la
mano de Stauffenberg cuando Keitel se lo presentó y volvió a concentrarse
en el informe de Heusinger. Stauffenberg había soliciado un sitio cerca de
Hitler, para lo que le proporcionaban una buena razón su sordera parcial
y su condición de mutilado. Se le había hecho sitio a la derecha de Hiüer
cerca del extremo de la mesa. John von Freyend, quien había traído a la
sala la cartera de Stauffenberg, la colocó bajo la mesa, apoyada en la cara
exterior de la robusta pata de madera... Hiüer se había inclinado sobre la
pesada mesa de roble, apoyado sobre el codo, la barbilla en la mano, y
estudiaba en un mapa posiciones de reconocimiento aéreo cuando la
bomba explotó en un relámpago de llamas azules y amarillas y un
estruendo ensordecedor. Las ventanas fueron arrancadas de sus cercos. Se
alzaron espesas nubes de humo y polvo. Por todas partes volaban añicos de
cristal, astillas, papeles rotos y otros escombros salían disparados en todas
direcciones. Por unos momentos reinó un caos infernal. En el instante de
la explosión se encontraban 24 personas en el edificio. Algunas fueron lan­
zadas por los suelos o dando vueltas por los aires. Otras tenían la ropa o el
pelo en llamas. Resonaban gritos de socorro. Siluetas humanas daban vuel­
tas asustadas, se tropezaban, medio ciegas, con los tímpanos reventados,
entre humo y escombros, y trataban desesperados de alcanzar el aire libre.
Los pocos afortunados yacían tendidos entre los escombros. Algunos, gra­
vemente heridos»283. También Paul Schmidt reproduce el escenario que le
describió el doctor Morell inmediatamente después, y que por azar aca­
baba de visitar Benito Mussolini: «La puerta de la sala de mapas, reven­
tada, colgaba rota del muro frontero. La sala ofrecía una imagen de salvaje
desolación, como lo que había visto yo a menudo en Berlín tras un ataque

255
aéreo, cuando una bomba inglesa había caído junto a un edificio y había
“inflado” las habitaciones hasta reventarlas. Mesas y sillas hechas trizas y
revueltas por los suelos, techumbres derrumbadas, ventanas que habían
salido volando con sus cercos. La gran mesa de mapas ante la que yo había
traducido tantos informes de situación para Antonescu sólo era ya un
montón de tablas descuadernadas y patas astilladas. “Aquí ha sido”, decía
Hitler tranquilamente, mientras a Mussolini del susto casi se le salían los
ojos de las órbitas. Se había quedado blanco con la noticia del atentado,
pues le cogió totalmente desprevenido al bajar del tren. “Aquí, en esta
silla, estaba yo”, seguía explicando Hitler, llamativamente desentendido
del asunto y como ausente. “Me había apoyado con el brazo derecho en la
mesa, así, para mirar de cerca algo en el mapa, cuando de repente la mesa
se me vino volando a la cara y se me llevó para arriba el brazo derecho”»284.
La foto posterior a la explosión muestra también el que fuera lugar de ili­
mitado dominio sobre Europa: la mesa de mapas desgarrada, Europa des­
garrada.

256
El flá n e u r : fo r m a d e m o v im ie n to ,
fo r m a d e c o n o c im ie n to

Ante todo, quien investigue la vida del pueblo tiene que andar de viaje a
menudo. Eso se entiende por sí solo. Pero es que yo entiendo andar en sentido
literal, y eso ya no todos lo entienden obvio... así como en una obra histórica
con fuentes documentales el historiador moderno exige no sólo estudios libres­
cos sino también de archivo, así yo exijo de cualquier obra etnográfica ale­
mana, como mínimo, estudios itinerantes. Donde eso significa que a uno le
lleven sus pies para ver con sus ojos y oír con sus oídos.
Wilhelm Heinrich Riehl285.

A cada forma de moverse corresponde una forma específica de cono­


cer. El fláneur se deja hacer. No le interesa el adonde, sino el dónde.
Camina paso por paso. Tiene su ritmo propio. Tan pronto rápido, tan
pronto lento. Da vueltas, se va detrás de algo. No le importa llegar de
vuelta allá de donde partió, si con eso ha visto algo que se le hubiera esca­
pado de haber ido todo derecho. Su primera condición es el paseo ocioso.
Su entorno natural, la ciudad, y su origen histórico, el paisaje de la moda y
el lujo. No es porque sí que fuera su símbolo y la medida de su tiempo la
tortuga sacada a pasear con una correa por un pasaje. El tiene todo ante sí
y a su alrededor. Se abandona a la «mascarada del espacio». «El espacio
insinuante hace guiños al fláneur. bueno, ¿y qué puede ser eso que se
cuenta de mí?»286Su forma de moverse es un «divagar que memoriza», en
que percibe la ciudad y cuanto el asfalto oculta, en que la ciudad se vuelve
«recurso mnemotécnico del paseante solitario»287. Un divagar que lleva al
fláneur al laberinto cuando es extranjero en la ciudad, y cuando está en su
terreno, «a un tiempo ya desvanecido». Sí, el fláneur se deja llevar, no se
pone meta alguna. De entrada todo es para él simultáneo y similar. Hace
falta un rato para que se ponga en movimiento en alguna dirección defi­
nida. Cae en una especie de trance. «Sobreviene una cierta embriaguez a
quien anda largo tiempo sin rumbo por las calles. El andar cobra ímpetu

257
mayor a cada paso; cada vez se hace menor la tentación de almacenes,
tabernas, mujeres que sonríen, cada vez más irresistible el magnetismo de
la siguiente esquina, un macizo de árboles lejanos, un nombre de calle.
Entonces le entra hambre. El no quiere saber nada de las cien posibilida­
des de atajarlo. Como un animal ascético atraviesa por barrios desconoci­
dos hasta que en el más profundo agotamiento, en una habitación extraña
que es la suya, fríamente se admite y se permite caer desmayado en sí»™.
No se puede decir lo mismo de otras formas de moverse: el fugitivo no
tiene la calma ni los nervios para andar mirando. Tiene que seguir. Todas
sus miras están en sobrevivir, su mirada se ha estrechado y por eso preci­
sado, aguda como toda percepción selectiva y encaminada a una meta.
Hasta que por fin estén en salvo, los fugitivos están ocupados hasta enlo­
quecer con una sola cosa, encontrar el resquicio, el último puente, el
último barco, el paso seguro. No es momento ni lugar para andarse con
contemplaciones. Qué hubiera allí digno de notar sólo se encontrará más
tarde, en memorias que informan a la posteridad. En momentos de pánico
uno no se confía ni a su diario.
Así, hay tantos modos de mirar y de ver como modos hay de moverse: el
del mercader, el merchant adventurer; el del descubridor y explorador de
nuevas rutas y pasos; el del soldado que todo lo ve desde el punto de vista
de frentes y terreno ganado, ataque y defensa, golpe y contragolpe; el del
peregrino para quien todos sus caminos y trabajos son sólo pasos adelante
en el camino de la realización personal; o el del turista que busca comodi­
dades con que resarcirse de las privaciones de su vida laboral. Cada forma
de moverse tiene su específica manera de ver, su privilegio, y presumible­
mente también su lugar y su coyuntura histórica. Cada una produce un
género y una retórica específicos: modos de escribir, informar, exponer,
sistematizar, cada una tiene sus propios medios con que informarse y
valerse.
También el flaneur tiene su sido. No es concebible en los highways sobre
Los Angeles, como tampoco en las autopistas de Brasilia o en los espacios
del poder totalitario. El fl&neur evita toda dirección prestablecida. Es
dueño de sí, sólo sigue a lo que le da en la nariz o le sale de ellas, se deja
hacer, se salta un tramo que acaso le aburra y retrocede otro cuando algo
le incita y quiere seguirlo. A distancia de todo, eso no significa que no sepa
ahondar en aquello que le parezca importante. El Jláneur-voyageur conoce
el repertorio de cercanías y distancias que han desarrollado los especialis-

258
Planta d el cen tro h istórico de B erlín.

«Con d a r vueltas n o está to d o h e c h o . T e n g o q u e


p r a c t ic a r u n a e sp e cie d e f o r m a c ió n del e s p í r it u local,
p r e o c u p a r m e p o r p a s a d o y f u t u r o de esta c iu d a d .»
tas en observación participante. Esa libertad que se toma, contenerse, está
en contradicción con el afán general p o r avanzar y ascender. Se cruza en
el cam ino de la «main stream» y su ritm o.
Franz Hessel abría su libro de 1929 Spazieren in Berlín [Paseos p o r Ber­
lín ], tan circunstancial p o r su origen com o hito m em orable en su resul­
tado, con el capítulo titulado «El sospechoso», u n estudio sobre la sospe­
cha que despierta en otros y en sí alguien que h a em pezado a moverse
librem ente sobre el terreno: al m argen de rutas, de itinerarios, siguiendo
sólo a lo que podría llamarse m agnetism o del lugar. Allí se lee: «Andar des­
pacio p o r calles anim adas es u n placer especial. Le salpica a u no la prisa de
los demás, es com o bañarse en rom pientes. P ero mis queridos conciuda­
danos berlineses no lo ponen fácil com o uno les obligue a desviarse, ni
au n q u e lo haga con el m ayor tacto. Siem pre recibo m iradas recelosas
cuando trato de callejear entre los hacendosos. Creo que me tom an por
carterista... En este país u n o dene que tener un tengo que, o no puede per­
mitirse ni un me perm ite. Aquí no va uno p o r donde, sino adonde. No, los
nuestros no tienen las cosas fáciles»-™. Pero «con d ar vueltas no está todo
hecho. T engo que practicar una especie de form ación del espíritu local,
preocuparm e p o r pasado y futuro de esta ciudad, esta ciudad que siem pre
está de paso, cam ino de convertirse en otra. Por eso es tan difícil descu­
brirla, y más para uno de casa»290, Hessel busca un pu n to inicial desde el
que em pezar, u n a altura desde la que se haga visible el presente entero, la
ciudad, el lugar, y lo en cu en tra en los planes arquitectónicos del nuevo
Berlín. A hí se hace con un m irador sobre porvenir y presente. Eso le per­
m ite an d a r m an ten ien d o las distancias con la ciudad existente, p ro p o ­
nerse un p u n to de vista y sólo entonces dejarse ir al objeto. En que hay
algo de sistema, ciertam ente, digamos la secuencia de barrios, plazas y ejes
im portantes a m irar. Pero en lo fundam ental el flñneurHessel es dueño de
sí, un o q u e se lo p o n e cóm odo, desde luego, al tom ar a la ciudad p o r
escuela y dejarse enseñar. Callejear es algo con m uchos requisitos: «La
calle T auentzien y el K urfurstendam m tienen la alta m isión cultural de
en señar al berlinés a callejear, a m enos que esa actividad urb an a quede
relegada p o r com pleto. Pero quizás no sea aún dem asiado tarde. Callejear
es u n a especie de lectura de las calles, d o n d e caras, escaparates y vitrinas,
terrazas, vías, coches, árboles, todo se convierte con igual d erech o en
letras que ju n tas producen palabras, frases y párrafos de un libro siem pre
nuevo. Para callejear com o es debido no vale te n e r e n la cabeza n ad a

260
dem asiado definido»5'". Q uien quiera ser «sacerdote del genius loci», com o
lo expresara Benjamín, tiene al m enos que exponerse al «magnetismo del
lugar», y correr los riesgos que se corren cuando no hay plan ni program a
fijo. El cam ino del jláneures antes rodeo que camino, y consigue su orien­
tación más segura de lo indefinido. Ese «puñado de tímidos intentos de
pasear p o r Berlín», com o titula Hessel a su gran m edición de Berlín, son
en verdad un «viaje de descubrim iento del azar»59*, cierto que pilotado p o r
el saber, la atención despierta, el interés del sujeto que callejea.
El requisito más im p o rtan te es tiem po. Q uien no tiene tiem po ya
puede dejarlo. Sobra de tiem po aparece aquí com o índice de verdadera
riqueza. El jláneur se concede el lujo del diletantism o, la visión de con­
ju n to , la síntesis. «El paso ocioso del jláneure s u n a m anifestación en con­
tra de la división el trabajo»™. Que le hace doblem ente sospechoso en un
m u n d o de especialización y com petencias delim itadas. Pues en parte
alguna tiene él puesto, no encaja en n in g u n a especialidad ni en patrón
alguno. Com o todos se sienten com petentes sólo p ara lo particular, lo
especializado, se viene p o r fuerza a hacer algo «exótico» de entretantos e
interm edios. Cuya decadencia, la de las relaciones y contextos y su inape­
lable resurrección, son tam bién la oportunidad que se le brinda al jláneur.
No en ten d id o com o figura histórica ni cultural, sino com o n o m b re de
una aptitud definida, de un potencial determ inado. Podría hablarse de u n a
rehabilitación epistemológica del viajar con fines científicos, enteram ente
en el sentido de W. H. Riehl. Viajar com o form a ambiciosa de acopiar «lo
que venga», experiencia, acaso la más ambiciosa; viajar com o form a aún
significativa de exploración y averiguación. Im porta recobrar la experien­
cia de la m irada sintética y el m ovim iento lento y sin finalidad, perdido
con la hegem onía de la división del trabajo en las disciplinas científicas.
Epistem ológicam ente, callejear es el nom bre de un movimiento de reinte­
gración sin el cual tam poco se las p u ed e arreg lar la ciencia. Sin forzar
nada, el viaje queda rehabilitado en cuanto m odo de experiencia y conoci­
m iento concentrados. Viaje es lo contrario de esparcim iento. No se trata
sólo de sus potenciales económicos, sino de los heurísticos. La retórica de
la descripción de lugares y'países p robará ahí su capacidad integradora. Su
form a fu n dam ental la constituyen la descripción de viaje que avanza de
lugar en lugar, la libreta de notas y la hoja de ruta: u n a narrativa que se
m ueve en el espacio, no en la sucesión del tiem po. El Baedeker, podría
form ularse chapuceram ente, es la form a fundam ental de narrativa espa­

261
cial. En él las ciudades son ese «recurso m nem otécnico» para hacerse pre­
sente historia y sociedad, tierras y gentes; en él lo interdisciplinar se da
siem pre p o r supuesto. En él ya hay de todo: dem ografía, comercio, histo­
ria, arte, sociología, econom ía, conocim iento teórico e inform aciones
sobre el estado de los retretes públicos. El B aedeker es la form a funda­
m ental de orea studies, o dicho de otro m odo: los area síudies son la form a
científica, especializada, de ese conocim iento del m undo que m illones de
personas hacen suyo año tras año, siem pre a la últim a según la últim a edi­
ción. No cabe pensar prueba más convincente de interés por el m undo en
que vivimos.
Siem pre se h an dado intentos de concebir sistem áticam ente el poten­
cial de exp erien cia, conocim iento y reflexión que co n tien e el viaje de
ex p loración, in ten to s de p o n erlo en reglas p ara refinarlo y a n te todo
p o d er reproducirlo en form a de educación e instrucción, escuela o cien­
cia. De los prim eros y a la vez más ambiciosos fueron aquellas incursiones
de W ilhelm H ein rich Riehl con su «m étodo de estudios itinerantes»294.
T anto sus tem pranos trabajos como los posteriores de Hessel y Benjamín
atestiguan que se trataba de u n a tendencia de época, aunar visión y refle­
xión. Q ue ya queda del todo claro si se m ira el inten to em prendido en los
comienzos de la Unión Soviética con el nom bre de «excursionística» («eks-
kursionistika»), descifrar la topografía cultural de ciudades y paisajes. Se
trataba de fu n d ar una tradición nueva, una depurada de mitos y leyendas,
de apropiación deliberada del m undo cultural tal com o se hacía visible en
la iconografía del paisaje, en una historia y u n a geografía construidas. En
sus comienzos trasluce el turbulento despliegue de u n am plio m ovim iento
histórico en un país desbaratado por la revolución. Es significativo que la
excursionística, com o corografía y urbanística en que se sustentaba, encar­
nadas en figuras com o Nikolai P. Anziferov e Iván M. Grevs se cuenten
entre las prim eras víctimas de la sincronización estalinista y fueran destro­
zadas con saña m ucho antes de que en el año 1937 el G ran T erro r se exten­
diera a todo el país299. M irando con más detenim iento, los furores del esta-
linismo en ese terren o no andaban tan descaminados: la imposición de un
p o d er total tiene que arran car todo conocim iento del te rre n o sobre el
terren o , los asideros «mnem otécnicos» de u n a tradición y u n a m em oria
históricas, y a ser posible radicalm ente, es decir, ju n to con las raíces.

262
IU
Trabajo visual
Trabajo visual. C on fiarse a los ojos
«En el esp acio leem o s el tiem po»

Ya ves, hijo mío, el tiempo aquí se toma espacio.


Richard W agner, Parsifal

Mi generación ha crecido en la conjunción de «conocim iento e inte­


rés» (Jürgen H aberm as). No le h a ido m al con ella, y aun m ejor le habría
ido de h ab er en ten d id o «conocim iento» un tanto más en el sentido de
Im m anuel Kant, p o r ejem plo, ni concepto sin intuición, ni intuición sin
concepto: «Conlleva nuestro natural que nunca la intuición pueda ser sino
sensible, esto es, contenga sólo el m odo en que podem os ser afectados por
los objetos. Por contra, la capacidad de pensar el objeto de intuición sensi­
ble es entendim iento. Propiedades ambas de las que ninguna ha de prefe­
rirse a la otra. Sin sensibilidad no se daría objeto alguno para nosotros, sin
en ten d im ien to ninguno vendría a ser pensado. Pensam ientos sin conte­
nido son vanos, intuiciones sin concepto, ciegas. De ahí precisam ente que
tan necesario sea hacer sensibles sus conceptos (esto es, adjuntarles objeto
en la intuición) com o hacerse com prensibles sus intuiciones (esto es, sub­
sumirse en conceptos) »*“ . E ntendida plenam ente en su sentido genuino,
la theoria se m anifiesta intuición. Pero en la concepción vulgar de la teoría
crítica, que hizo escuela, el conocim iento era enem igo de la intuición.
Algo que trajo consecuencias. Se puso a los sentidos bajo sospecha. Ante
todo a la visión. Sólo se adm itía aún al ojo en calidad de lector, de letrado.
Algo que trajo venganzas. Las im ágenes se abalanzaron sobre nosotros sin
que supiéram os ni p o r dónde em pezar con ellas. H abía im ágenes y hasta
u n diluvio de im ágenes, pero ningún lenguaje para un m undo de imáge­
nes p o rq u e eran sospechosas de suyo. En todo caso, de ellas respondía el
sano e n ten d im ien to hum ano, «ese tipo tan casero» p o r decirlo com o
Hegel y Marx. No figurarse nada ni pasar p o r nada son condición de un
pensar que corre demasiado. Y un pensar atropellado da a en ten d e r falta
de ponderación y de experiencia. Sin esfuerzo y a m enudo sin gran pér­

265
dida puede girar exclusivamente en torno a sí mismo. Toda una genera­
ción de catequistas del «Capital» a la que seguiría otra con otros discursos
encontraba eso iluminador: el «camarada casero» era dem asiado palurdo,
incapaz aun de la satisfacción de com partir discurso. H ablaba de cosas que
no había en el m undo del discurso: de olores, distancias, viajes. Cuando
hablaba, eso sí, sonaba bonito, nada más. Pero el caso es que él no quería
hablar bonito, sino decir algo, decir si algo era verdadero o falso, o por ser
más precisos, si lo que teníam os que decir era adecuado a lo sucedido y ya
pasado. El cam arada casero ha vuelto, p o r la espalda. Vuelve en cuerpo,
cuerpos entrenados o cuerpos heridos, en todo caso sensibles, sangrantes,
autores de atentados suicidas que quieren hacer historia. Vuelve en ima­
gen que ya no está en m anos de uno figurarse. Vuelve en hom bre y mujer,
en Black and White, en particular y en molecular.
H ab ría sido b u en a cosa fiarnos de nuestros ojos. Q ue sim plem ente
hubiéram os m irado las im ágenes, sin ap artar la vista con la apostilla de
que se trataba sólo de fetiches, fetichizaciones, fenóm enos y apariencia de
algo que se ocultaba detrás: la esencia, la ley, el principio que guardaba la
clave para en ten d e r las apariencias. Q uien ve m uertos se las ha de ver con
m uertos, no con un principio de m uerte; quien ve torturados se las h a de
ver con verdugos y no con el mal en sí; quien ve ruinas ha de seguir el ras­
tro de la corrosión, de la descomposición que las trajo, no sim plem ente el
de u n a ley suprahistórica del tiem po. No hem os resistido las im ágenes y
nos hem os escabullido allí do n d e todo pasa más m ullido y llevadero: al
cielo de los principios sobre el que se puede ten er u n a tertulia eterna, dis­
cutir, ten er sus batallitas. Pero las batallas en que uno arriesga el cuello y la
cabeza no se en cu en tran en el cielo de las ideas. Por eso m uchos libros son
tan gordos y abarcan tanto, porque se dedican a d ar rodeos, p orque evitan
llam ar a las cosas p o r su nom bre. De haber fiado más en nuestros ojos, sos­
tenido la m irada al h o rro r del siglo XX, habríam os puesto m enos em peño
en discursos evasivos. Resistir imágenes, mirarles a los ojos, es una actitud
epistem ológica valiente, y no una consigna de resistencia.
Se h a desarrollado toda una m anera de hablar, una jerg a en toda regla
de discrim inación de lo inm ediato, de lo visual. De lo más difícil, contar
u n a historia, se hizo algo risible o se lo desenm ascaró com o argucia litera­
ria, m ero coqueteo con el lector y no cam ino de conocim iento. Nos hem os
aten id o firm em en te a conceptos p o rq u e no queríam os salir al vasto
océano. Colón era más bien personaje de película de aventuras, cuando es

266
todo un personaje de la epistem ología. Y el caso es que ¡si tuviéramos algo
más de Colón o de Cari Ritter, y algo m enos de inspectores y tenedores de
libros...!
O tra fórm ula de difam ación reza así: «Eso es m eram ente individual,
puram ente subjetivo». Como si hubiera algo más sólido que lo experim en­
tado subjetivam ente y lo padecido individualm ente. Fórm ula esa en que a
m enudo no se expresa pasión por la objetividad, sino indiferencia, desver­
güenza, m ero desentenderse, arrogancia de retoños que no tuvieron nada
que ver en aquello. Ese tono falso de posteridad -arg u m en tar, d e b a tir-
proviene esencialm ente de esa negación de la experiencia individual.
Q uienes «nacieron después» tienen poco o nada que ofrecer en experien­
cia, en todo caso son más pobres. Ese es el p eo r reproche que se le puede
hacer a quienes trabajan con un siglo XX tan lleno de experiencias y sufri­
mientos. En otros tiempos, el peor reproche que se le podía hacer a uno
era que «le faltaba un concepto claro». Mas para historiadores, que son
ante todo y en prim er térm ino posteridad e hijos postumos, que tienen su
hogar en otra parte del tiem po, el principal reproche es m ucho más grave:
no ten er experiencia directa de la época de que tratan. En el fondo, un
historiador tiene que em plear toda una vida para llegar a encontrarse en
otra época que le está cerrada. T oda u n a vida de estudio com o prepara­
ción para el viaje a otra época.
La crítica de la subjetividad en nom bre de intersubjetividad, objetivi­
dad y dem ás había declarado la guerra al sujeto que percibe y conoce, que
tam bién padece y obra. El sujeto sólo era lo «m eram ente subjetivo», u n a
minusvalía p o r así decir, no del todo apto, en tanto la objetividad se había
instalado so b erb iam ente com o d u eñ a y señora en el entresuelo, en las
salas de m ando del establecim iento científico desde donde m iraba com o
en panóptico de Bentham a todos los dem ás salvo a sí misma, castigando,
con ced ien d o , clasificando, tasando, re p artien d o recursos. Al esforzado
re la tar lo llam a, despreciativam ente, novela, y a la h isto ria que aquél
escribe, literatura, com o si no hubiera criterios muy claros para distinguir
ficción y hechos. Define prioridades, y así puede ocurrir que se rechace tal
o cual interpretación p o r insuficientem ente «reflexionada», que no signi­
fica aquí sino inaceptada en la main stream del sistema de referencias fir­
m em en te p rescrito; así la main stream establece prioridades que dicen
m enos de conocim iento que de posiciones de poder. U no sólo tiene una
o p o rtunidad cuando cambia el viento y quienes eternam ente llegan tarde

267
pued en clam ar «nosotros siem pre habíam os estado en eso». Algo que trae
consecuencias. U na vez desautorizada la autenticidad ya no queda lejos
escam otear directam ente cualquier investigación encam inada a «conocer
la realidad». Verdad, realidad, praxis, parecen palabras de épocas hace
m ucho pasadas, sí, y aun chistes malos. Y una vez liquidadas la verdad y el
interés, ya todo gira en torno a plantear cada quien sus claims en la com­
petencia de discursos rivales. Toda m irada que se desliza sobre superficies,
que las va palpando, es m irada que com para. C om parar agudiza y form a a
la m irada. Se p uede enseñar al ojo a com parar, llevarlo a un grado más
alto de atención. Pero un com parar venido a fin en sí mismo sólo da frutos
hueros. Más fu n d am ental que com parar es rastrear contextos y aclarar
dependencias m utuas. H istoriadores que cierran los ojos son com o arqui­
tectos que vivieran en antiguas mansiones y predicaran las virtudes del blo­
que de quince plantas. Com o todo ser hum ano, los historiadores viajan
con el B aedeker en el bolsillo, pero se lo quieren prohibir a sus estudian­
tes com o vehículo de conocim iento del m undo. El Baedeker que en la vida
ayuda a ver el m undo sensatam ente no vale en los estudios. Viajar es cosa
de vacaciones, no de conocim iento. Así ocurre que más de un historiador
tenga en sus ratos libres una perspicacia estética que p reten d e olvidar y
prohibir en cuanto se pone a investigar o se sube a la tarima. Conceptode-
pendencia, m ono de concepto o necesidad de m uletas conceptuales son
otras tantas m aneras de n o m b rar una déformation profesionelle muy exten­
dida. Ver se ha escindido de la percepción histórica, se ha convertido en
cosa de tiem po libre o vacaciones en que el historiador sí se perm ite fiarse
de sus ojos. Un fenóm eno concom itante es la atrofia de la capacidad de
figuración, de la im aginación histórica. Es tarea sin perspectivas hacer ver
a un ciego qué es ver. Es una auténtica tortura ir p o r la ciudad con gentes
que no ven m ientras en uno saltan las alarmas sin cesar. La ceguera es u n a
fatalidad, no se debe hacer de ella virtud, a no ser que uno desarrolle a
cam bio los otros órganos. Y a la inversa, vale tam bién que quien no dis­
ponga de lenguaje tiene que confiar tanto más en sus ojos. El iletrado se
convierte en vidente. El Diaño de Moscú de Benjam in m uestra cóm o tiene
que trabajar quien no dom ina el lenguaje: con los ojos. Quizás p o r un ins­
tante, p o r un parpadeo solo, haya que dejar el libro a un lado y volverse a
los otros jeroglíficos: la pirám ide de Gizeh, las catedrales de la Edad
Media, la skyline de M anhattan. Sólo ve quien sabe, cierto. Q uien no sabe,
tam poco ve. Hay que saber algo del oficio, de maestrías, de formas cons-

268
tnictivas, de estilo. Pero de nada vale todo eso si uno desconfía de los ojos,
si no da im portancia y significación a la forma. U no sólo com ienza a inte­
resarse p o r las cosas cuando las recibe, las percibe, las concibe en serio
com o objetivaciones de la m ente, del trabajo hum ano, de la acción histó­
rica. Sobreviene entonces una especie de licuefacción retrospectiva. For­
mas solidificadas tienen que volverse historia, pensarse retrospectivam ente
en trance de surgir, com o si todo estuviera aún p o r decidir. Como dice esa
expresión tan bella, hay que «dar la palabra» a los objetos. No hay abstrac­
ción que no tuviera algún cuerpo, ni cuerpo o jeroglífico que adm ita inter­
pretarse sin la abstracción en él cristalizada: la «burocracia» de Max W eber
tiene u n a figura, u n o p u ed e «ver» los conceptos de Max W eber o Karl
Marx. Pero sólo los verá quien sepa algo de Max Weber. Todos los aspectos
del m odelo de W eber tienen una faceta corporal-espacial: especialización,
división del trabajo, norm alización, regularidad, centralización, jerarquía.
Y esto no rige sólo para objetos que sean objetivaciones de arte o cultura;
vale tam bién de los más sutiles que cabe concebir: atmósferas, am bientes,
estados de ánim o, lo más im palpable, lo m enos concebible. Tam bién son
consabidas las fórm ulas de d en u n cia de los «am bientes» -«eso es p u ra
am bientación»-, pero en verdad son capitulaciones del analítico ante lo
sutil que se dem uestra im posible de analizar297. Como siem pre, se tienen
p o r cosa de literatos, soñadores, gente que no percibe con precisión. Pero
ésa es crítica de ceporros a cosas para las que ni siquiera tienen órgano de
percepción, o no lo han educado y lo han dejado atrofiarse.
Ver es cosa que se puede ap ren d er298. Sólo se ve si se queda uno quieto
d o nde todo avanza; sólo se ve si uno está más lejos o ya está fuera. En esa
diferencia con la main stream -retard arse o acelerarse, rezagarse o precipi­
tarse- radica la potencia epistem ológica crítica respecto a reacción conser­
vadora y revolución insuperable. T iene u n o que saber echarse atrás y
recostarse para ver. T iene uno que saber estarse a pie firm e en m itad de la
corriente que se desliza para ver más claro.

269
Lugar de lo s hechos: D allas, T exas,
22 de noviem bre de 1963, 12:30

La foto del atentado de Dallas se sacó de una película. En los periódi­


cos tenía tal grano que apenas podía reconocerse detalle. Se puede sospe­
ch a r que tam bién p o r eso fueran necesarios el re d o n d el en to rn o al
objeto, el p resid en te alcanzado, y la flecha, para llam ar la atención al
punto decisivo. La im agen dio la vuelta al m undo. Form a parte del hori­
zonte icónico de toda una generación política. Rara vez un entorno más
banal se h a convertido en escenario de u n «acontecim iento histórico»:
una ancha avenida flanqueada p o r tiendas y oficinas, en algún downtown
de alguna ciudad de Estados Unidos. Se conjura a esa im agen una y otra
vez, no logra descansar en paz. A lim entó especulaciones acerca de que
h u b iera d isparado algún otro, no aquel cuyo ángulo de tiro se recons­
truyó. La im agen, pu n to de partida de extensas especulaciones y teorías
acerca de u n a conspiración. No de todos los sucesos de la historia univer­
sal hay im ágenes, y m enos de película. Aigunas de éstas son el gesto de
desam paro de Ceausescu en el balcón de Bucarest, en diciem bre de 1989,
y luego ante el tribunal en la celda de algún cuartel, o el lincham iento de
dos israelíes en Gaza en el invierno del 2000, transm itido p o r televisión.
La im agen que se h a grabado en toda una generación m uestra al coche
del presidente que acaba de doblar la esquina de Main Street para en tra r en
Houston Street y de allí, en u n giro de 120°, en Elm Street. Es siem pre la
m isma situación, el m ism o ángulo, sólo varía el grado de resolución de
la im agen. De lejos se ve en el asiento trasero a Jackie Kennedy con un
traje claro y u n curioso som brero redondo sobre su largo pelo, y a su lado
al p re sid e n te que se ag arra el cuello, alcanzado de m u erte. De cerca,
cuando ya se p ierden los contornos, aún se logra ver la vacilación del ins­
tante del te rro r en el m ovim iento de la esposa del presidente. Se ve de
lejos al agente de seguridad haciendo adem án de moverse desde la trasera
hacia el presidente alcanzado, y a Jackie Kennedy que se aferra a esa parte
del coche com o buscando ayuda. El movimiento con retraso del guardaes­
paldas. T odo lo hem os visto una vez y otra: el traje de la esposa del presi­

270
dente, al presidente desplom ándose sobre sí mismo, el m ovim iento reflejo
del guardaespaldas, los acom pañantes m irando hacia atrás, el gobernador
de Texas Jo h n Conally y su esposa. Luego se vienen a sum ar otras im áge­
nes: el edificio desde donde deben de haber partido los disparos, el School-
book Depository Buildingcon las trayectorias de los disparos señaladas; el tras­
lado del féretro del presidente y el arm ón sobre el Potom ac cam ino del
cem en terio de A rlington, y p o r últim o el asesinato del p re su n to a u to r
apresado tras el hecho, Lee Harvey Oswald, en el m om ento de su traslado,
transm itido Uve. Se ve cóm o éste, alcanzado ya p o r la bala de Jack Ruby,
alza los brazos com o queriendo aún protegerse. Las im ágenes del asesi­
nato del presidente en Dallas las com pró y publicó Life. La película no se
em itió hasta marzo de 1975, p o r la cadena ABC en el program a Goodnight
America. Las im ágenes hicieron del m undo entero testigo ocular post fes-
tum. Todo un m undo tom ó asiento ante el escenario de atentado. Ni un
detalle que no se discutiera y estableciera firm em ente en los largos años de
investigaciones y protocolos de la comisión W arren, en miles de artículos,
libros y páginas de la red. Los escenarios m arcan el horizonte de una gene­
ración, a veces más de una. La situación p recip ita en im agen, en unos
cuantos chasquidos la época cristaliza. Todo tiene que ser com o es: la capa
de Jackie Kennedy, el m ovim iento del p re sid e n te que alcanzado se
encoge, los crom ados de la limusina, la arquitectura industrial de Dallas,
Texas, en cam ad a en el Schoolbook Depository Building.

271
Pavim ento d el tr o tto ir
S u p erficies, je r o g lífic o s

C onstantin Paustovski, el grandioso m em orialista del grandioso dece­


nio de la Revolución rusa, era de la opinión de que se podía leer el paso de
la historia universal en la superficie de las aceras. El lo sabía, porque sabía
hacerlo. P odía reco n o cer u n a ciudad p o r la descripción de u n a acera:
«Hace algunos años me dieron a leer las notas de u n escritor fallecido.
Em pecé a leer y vi enseguida que no se trataba de anotaciones sueltas
com o se suele en co n trar en libretas y diarios, sino de un retrato cum plida­
m ente coherente de una ciudad desconocida ju n to al mar... Cuanto más
leía más claram ente me venían a la m em oria colores y olores olvidados, y
algunas peculiaridades topográficas que me resultaban conocidas... en el
libro tam bién se daba noticia de los accesos al puerto. Las calles que bajan
hasta el puerto, los sitios que desem bocan en barcos y ju n to al ancho mar,
no son tan intrascendentes en una descripción literaria como pudiera pare­
cer a prim era vista.
»E1 em pedrado de las calles del puerto está tan pulido p o r los cascos de
pesados caballos de tiro que brilla como plom o. Entre los adoquines han
germ inado granos de trigo y avena caídos. Los m uros de contención caen
a plom o, cubiertos de retamas. Se descuelgan com o una cascada inmóvil
com puesta de u n a m araña inextricable de ramas, hojas, espinas y flores
am arillas...»299. Con m uchas de esas descripciones de superficies recom ­
pone una ciudad, y surge u n lugar histórico: en este caso, la antigua ciudad
de T aganrog ju n to al m ar de Azov.
Y con más precisión si cabe escribe sobre el ad o q u in ad o de Odesa:
«Cuando se llevaba agua, claro, iba m irando al suelo y estudiaba obligato­
riam en te toda acera y ad o q u in ad o en tre la calle C hernom orskaia y la
U spenskaia. Me di cu en ta de que p odía ser ocupación agradable y en
algún aspecto incluso bastante provechosa; aceras y adoquines ofrecen
cantidad de pequeñas m arcas y signos que m e daban ocasión a hacerm e
cábalas y sacar conclusiones. Los había agradables, intrascendentes y desa­
gradables.

272
«Frecuentes y particularm ente desagradables, y aun inquietantes, eran
las gotas de sangre, a veces m anchas enteras, y cartuchos de pistola M auser
que olían acre, a pólvora. Desagradables tam bién eran m onederos vacíos y
docum entación rasgada que m e tropezaba más raram ente.
«Agradables había pocos, pero eran diferentes. La mayoría, sorpren­
dentes: flores m architas, añicos de cristal, caparazones secos de cangrejo,
cajetillas de cigarrillos egipcios, u n a cinta que había perdido alguna niña,
anzuelos roñosos. Todo eso hablaba de u n a vida apacible. Entre esos indi­
cios gratos se contaba tam bién naturalm ente la yerba que brotaba aquí o
allá entre el em pedrado, y las flores, nada aparatosas, casi siem pre ya m ar­
chitas, así com o guijarros de playa que la lluvia lavaba y lim piaba una y otra
vez retenidos en las bocas de los desagües.
«Los que más a m enudo se encontraba eran los intrascendentes: boto­
nes, perras chicas, agujas y colillas, pero nadie les prestaba atención»300.
¡Cuántas observaciones de ese país de Paustovski no podrían añadirse!
De baldosas y escalones de casas y palacios utilizados desde la Revolución
p ero nu n ca renovados. De rejas de balcones y balaustradas que habían
resistido guerra, guerra civil, bloqueo, ham bre y terror, a lo sum o repinta­
das cada dos años con un poco de color. Ejemplo particularm ente llama­
tivo son los escalones de la «Casa del Libro» en la perspectiva Nevski de
San Petersburgo, originariam ente construido para sede de Singer, la dele­
gación de la em presa estadounidense en el Im perio ruso. Arriba, el globo
aún testim onia su antigua función. Los peldaños prestan servicio desde los
años 1902-1904 (arquitecto Pavel Siuzor). En 1919 fue nacionalizada y se
convirtió, com o «Casa del Libro», en la librería más im portante de Petro-
grado-Leningrado. Desde entonces son cientos de miles, millones quienes
han subido p o r ellos año tras año, día tras día, al libro, a la luz de la ilus­
tración. Los peldaños están com pletam ente redondeados y pulidos p o r el
trajín de m illones de pares de pies, de m anera que hoy casi se puede dejar
resbalar u n o p o r los peldaños gastados y suavem ente com bados que
recuerdan a la superficie de una playa arenosa levem ente ondulada p o r la
m area. No se po d rá contem plar ya p o r m ucho tiem po esa huella, ahora
que está en puertas la «reconstrucción» y «m odernización» tanto tiem po
aplazada. La renovación del pavim ento en las aceras ante la «Casa del
Libro» ya está decidida. San Petersburgo recobra su form a, y no es azar
que em piece p o r renovar y cuidar sus superficies transitables301.
Los pavim entos son siem pre de algún m aterial determ inado. De los

273
contornos o de lejos. Que tiene su tiem po, que está gastado o nuevo. Que
saca un tono u otro según le rueden por encim a cascos o ruedas de hierro
o de caucho. El estado de las aceras es el más seguro indicador del estado
de una ciudad. Ellas son su piel, y como ésta, cuidada o descuidada, según.
Se nota si le tienen echado el ojo y se gastan dinero en ella o se resignan a
que se estropee, envejezca y se llene de arrugas. Aceras y pavimentos cui­
dados velan p o r que uno pueda ir a lo que im porta: le quitan a uno el cui­
dado de m irar p o r donde anda. No se tropieza aunque no se mire al suelo.
Pues todo es plano, previsible. Hay ciudades en que las aceras están levan­
tadas, reventadas. Allí es fácil tener tropiezos. Y las hay donde están cuida­
das com o tarim a. Las aceras m uestran trazas, huellas del desgaste del
tiem po. En cierta forma, son calcografías de la longue duré.e. A unque tam­
bién de m om en to s dram áticos. H uellas de tanques que ro d a ro n p o r
encim a. C artuchos olvidados. La m ancha de sangre lavada desde hace
m ucho. El dibujo a tiza del perfil del m uerto que sirvió a los criminalistas
para tom ar huellas e investigar el caso. En aceras yacen las flores deposita­
das com o recuerdo, a m odo de sucedáneo de m ausoleo o de tum ba. En
aceras se ejecuta con frecuencia. La corrosión de u n continente entero, el
tiem po detenido puede leerse en el estado de las aceras. Los pavimentos
de adoquín son la rúbrica de u n m undo que p ronto habrá desaparecido
del todo. H abrá que viajar hasta el fin del m undo si se quiere volver po n er
la vista encim a a tales superficies.302
Las superficies requieren m irar con detalle: hay que seguir su factura,
su dibujo, estudiarlas, quizás palparlas, com probar su resistencia o desli­
zarse p o r ellas. Describirlas es arte, en cualquier caso trabajo duro. Es más
simple dejarlas estar, que lo superficial sea superficial, y «concentrarse en
lo esencial». Lo esencial siem pre es invisible, está detrás, y sim plem ente de
ahí ya le viene algo de misterioso. Q uien se ocupa de la esencia no para en
la apariencia. Lo esencial no ofrece resistencia, no tiene piel. No puede
destruirse porque no puede asirse ni captarse. Los conceptos pueden ser
superados, n u n ca heridos. No son herm osos o repulsivos, sino claros o
confusos, concluyentes o incongruentes. La superficie es lo prim ero que
nos sale al encuentro. No podem os eludirla.
Nos m ovemos siem pre en tre superficies y p o r ellas. P or la superficie
terrestre, esa con que se las ha de haber la Geología y hace de todos noso­
tros geognósticos, quien más, quien menos, a nada que vayamos con los
ojos m edio abiertos. Sobre la superficie de la T ierra escribió Cari Ritter:

274
P avim ento b erlin és.

«Las s u p e rficies r e q u i e r e n m i r a r c o n de ta lle : hay


q u e s e g u i r su fa c tu r a , su d i b u jo , e stu d ia r la s, quizás
p a lp a r la s, c o m p r o b a r su r e siste n c ia o d eslizarse p o r
ellas. D e sc ribirlas es a r te , e n c u a l q u i e r caso tra b a jo
d u ro .»
«La T ierra es escenario de eventos naturales independientem ente del ser
hum ano, aun sin él y antes de él; no pueden h aber partido de él las leyes
de sus formaciones. Es a ella a quien una ciencia de la T ierra debe interro­
gar para buscarlas. Hay que observar los m onum entos erigidos en ella por
la N aturaleza y sus escrituras jeroglíficas, hay que describirlos y descifrar su
construcción. Sus superficies, sus abismos, sus alturas tienen que medirse,
ordenarse sus formas confom e a sus caracteres esenciales, hay que escu­
char a los observadores de todos los tiempos y pueblos y a los pueblos mis­
mos, y en ten d erlo s en lo que proclam aron y en lo que de ella se dio a
conocer en ellos y por ellos»303. De esa tectónica de la superficie terrestre se
asciende a la m orfología del paisaje cultural, y de allí, quizás, a las form a­
ciones más sutiles de arte, estilo, gusto, perfiles urbanos, jardines, fachadas,
ornam entos, en pocas palabras: a los jeroglíficos de la cultura hum ana.

276
Paisajes, relieves

El avión h a h echo de todos nosotros espectadores de la superficie


terrestre. Nos sentam os en nuestros asientos am arrados p o r los cinturones
y miram os hacia abajo. Si hay buena visibilidad la T ierra se halla ante noso­
tros com o en un atlas. Vemos las venas de los ríos. El contorno del litoral.
La coloración del m ar en las cercanías de la costa señala la desem bocadura
del río. Esos trazos finos son autopistas y tendidos ferroviarios. A los cana­
les se les conoce p o r artificiales, p o r lineales; abandonan el curso natural
del río. La T ierra es m oteada. Amplios tram os de oscuras superficies bos­
cosas se alternan con claras cam piñas, tierra trabajada. En la tierra ocre
que se extiende sin fin aparecen com o trazados a compás los redondeles
verde intenso de los regadíos. Alguien ha dibujado unos trazos a tiralíneas,
son pistas de aeródrom os. En una parte la tierra está desgarrada, blanca,
com o si se le salieran las entrañas a la superficie. Tiene que ser una can­
tera. En las superficies continentales no hay fronteras, ni territorios estata­
les, ni signos de soberanía, sólo el despliegue de la superficie terrestre:
m ontañas que ascienden lentam ente, blancas cum bres con negros abis­
mos y gargantas; costas y la espum a blanca de las rom pientes, se puede
re co n o ce r el enérgico m ovim iento aun a 10.000 m etros de altura. U no
vuela sobre las dunas del Sáhara hasta que en algún m om ento viene el
verde infinito de la selva virgen ecuatorial. En algún p u n to se aban d o n a
el ab ru p to perfil de las costas atlánticas para salir al A tlántico N orte, se
aleja de Irlanda, de Islandia, se avista el paisaje glaciar de G roenlandia, si
le ha tocado a u n o asiento en el lado b ueno, y en algún m om ento a la
altura de Terranova gira sobre el paisaje grandioso y hendido del Labra­
dor: se ha alcanzado el Nuevo M undo. ¡Qué son 10.000 metros! Uno puede
reconocer casi todos los detalles. La intensidad del oleaje en m ar abierto,
la estelas que deja tras de sí u n gran p etro lero , las desem bocaduras de
corrientes, la densidad creciente de tráfico naval ante los grandes puertos.
Islas, golfos, fiordos, penínsulas. U no puede reconocer detalles: construc­
ciones de puentes, bocanas de puerto, embalses. Casi siem pre decepcio­

277
nado de que lo grandioso resulte tan poco aparente: a uno se le puede
pasar p o r alto Nueva York com o esté pendiente sólo de la skyline de Man­
hattan. D onde m ejor puede leerse el m undo desde arriba es d onde los
contrastes son intensos: tierra firme-mar, desierto-selva, tierras bajas-cordi­
lleras, regadío-secano. El analfabeto cartográfico se arregla muy bien
donde todo es unívoco, com o en islas o costas. Los ojos han de estar algo
más en tren ad o s cuando se trata de transiciones: en tre ciudad y cam po,
industria y agricultura, de latifundio y econom ía extensiva a pequeñas par­
celas. U na gran vivencia es la diferencia en te volar de día o de noche.
Sobrevolado de noche, un continente es com o u n a radiografía. E uropa
luce, tan pequeñas son las distancias entre ciudades. Siberia, sobrevolada
de noche, es tan negra com o el continente negro.
Hace cien años u n a perspectiva así, una m irada sem ejante a la Tierra
era casi inconcebible. De entonces a esta parte la m irada a la Tierra, la
ex p lo ració n geognóstica se ha convertido en vivencia e in d u stria coti­
diana. Desde el espionaje al control del tráfico p o r satélite, del negocio
inm obiliario al turismo, hace m ucho que no se apañarían sin la visión de la
superficie terrestre desde lo alto. Desde arriba se ven los grandes plega-
mientos, las fallas geológicas, el relieve tectónico, el m undo com o Dios lo
creó. Ese es el m undo en que alientan m illones de años, en que respiran
vientos y tem pestades que m antienen al m undo en m ovimiento: el «taller
del clima» (Cari Ritter). En tal perspectiva uno ve las grietas, los cráteres,
los plegam ientos, las gargantas que son más viejas que todo cuanto haya
h ech o m ano de h o m bre. Cari R itter debió de llegar a im aginarse esa
visión. Es en esa superficie donde está inscrito cuanto haya llevado a cabo
m ano de hom bre. Aglom eraciones de las ciudades, vías de tráfico, encau-
zamientos de corrientes y ríos, zonas desertizadas y zonas roturadas, paisa­
jes lunares de m inas a cielo abierto. Volar da la distancia al objeto, volar
enseña a ver el m undo pequeño. Volar tam bién le señala a uno el desam ­
paro del ser hum ano. Desde 10.000 m etros de altura la vista le enseña a
uno proporciones, m edida, perspectiva, relatividad. Las creaciones del ser
hu m an o se q u ed an pequeñas en los canyons de las M ontañas Rocosas y
desaparecen en los plegam ientos de la falla de San Andrés. A terrizar en
Los Angeles International Airport tiene algo de visión de los fuegos del
infierno: u n a visión uniform e, rectangular, bien ilum inada, fosforescente,
grandiosa. Luces rojas de frenos a compás de los semáforos. La coreografía
del Nuevo M undo. El paisaje p o r que se abre paso el Blade Runnei30*.

278
Desde el avión se pueden ver las relaciones naturales y un poco de lo
que em prenden los hum anos: canyons, gargantas, m ontaña y valle, llanuras,
desiertos, deltas, allá o aquí un dique, u n highway, una ciudad. Para ver el
paisaje hay que acercarse más. Paisaje es lo que vemos cuando no estamos
en un avión, sino en tierra. Paisaje, así reza el Diccionario Grimm, es lo que se
puede percibir, ver, captar desde un punto determ inado. «Como conjunto
social interdependiente, comarca, regio, paisaje, enfrente»; paisaje es lo que
se percibe de u n a m irada: «presentación artística en im ágenes de u n tal
en to rn o » 305: el todo, el paisaje no es territo rio político, ni fro n tera, ni
Estado, ni lo uno ni lo otro sino todo ju n to : flora, fauna, geografía, clima,
cultura, am biente... e incluso espíritu: el espíritu de un paisaje. Paisaje es lo
integral, el total, lo simultáneo. Del paisaje form an parte lagos, bosques, lla­
nuras, m ontes, colinas, valles, en pocas palabras: eventos naturales, «natu­
raleza que se da». Del paisaje form an parte ciudades, caminos, calles, m er­
cados, puentes, en pocas palabras: obras hum anas, lo histórico, lo cultural.
Del paisaje form an parte un tono, un lenguaje, un dialecto, una luz, diversa
con las estaciones, una tem peratura, asimismo diversa con las estaciones.
Paisaje es un m edio, un condensado, un hábito. H abitualm ente los hum a­
nos no crecen en lugares o ciudades, sino en medios: en paisajes. «Somos
hijos de nuestro paisaje; él dicta nuestro com portam iento y aun nuestro
pensam iento en la m edida en que estemos abiertos a él. No alcanzo a figu­
rarm e señas mejores de identidad»306. Por ser centro y punto m edio de la
vida, es lo más com batido, refutado, confutado, peleado, susceptible de
mitificaciones e ideologizaciones. Hay equivalentes o cuasiequivalentes de
paisaje: región, landscape, país, lugar [Heimat]. El paisaje es más im portante
que el distrito administrativo, más m arcado y denso que el Estado. Los seres
hum anos se definen por los paisajes de que provienen no m enos que p o r el
Estado del que son ciudadanos. De ahí que las imágenes de paisajes no sean
sólo copias sino el m undo en pequeño, microcosmos. Por ser paisaje nom ­
bre de un todo, la historia del paiszye y en particular del paisaje cultural se
ha convertido en designación del esfuerzo p o r reunir disciplinas escindidas
e independizadas, de esa idea desechada de que tiene que caber contar la
historia com o totalidad, com o historie totale. «Paisaje» es térm ino que aun
con toda su plasticidad nunca pierde su forma, da igual de qué se esté tra­
tando: de u n pasiaje de ruinas o de m em oria, de u n paisaje h u m an o o
urbano. La cosa siem pre gira en torno a u n conjunto vuelto forma, al ensem­
ble. Eso nada cambia en el significado originario del paisaje físico307.

279
Cam inam os o viajamos p o r paisajes. En sus m udanzas y en lo distintivo
de sus rasgos se m uestra la riqueza del m undo. El paisaje es el resultado
más com pleto de trabajo hum ano y genio hum ano. El paisaje es la mayor
obra de arte concebible que pueden llevar a cabo seres hum anos, que fra­
casen en ello, la mayor catástrofe concebible. El paisaje es el m aterial más
duro en que se haya objetivado el ser hum ano -seg ú n R obert A. D odghson
la Geografía trata de «la m aterialidad de la vida social»- y a la vez la más
sutil creación, de atm ósfera y am biente, sí, a que hayan contribuido poe­
tas, filósofos, arquitectos y el pueblo en su sentido más amplio. De ahí que
leer y descifrar paisajes sea casi como u n a clave de la historia de los pue­
blos y de la hum anidad. Com o no hay paisajes «vírgenes», naturales de
suyo, toda historia del paisaje lo es de paisajes culturales. H ugo Hassinger
califica a la A n tro p o geografía de «m orfología del paisaje cultural»308.
D onde todo gira en torno a la tectónica de lo social, al alcance del m undo
construido, del reparto visible de poder e im potencia y de m ucho más. Los
historiadores son expertos en formas culturales, morfólogos, m orfólogos
culturales. Se interesan p o r superficies, y de ahí que si quieren seguir el
rastro de procesos esenciales hayan de ser buenos fenom enólogos y fisio-
nomistas. Leen paisajes com o textos y retiran capa p o r capa com o en un
palimpsesto. Jam es D uncan decía: «No im porta dónde, se puede m irar pai­
sajes com o textos, constitutivos de discursos, que p o r m edio de una socio-
sem iótica p u e d e n in terp re tarse en conceptos relativos a su estru ctu ra
narrativa, a sinécdoques o recurrencias. Esto vale para el Estados Unidos
de finales del siglo XX tan exactam ente com o para la ciudad de C andía a
comienzos del XIX. N aturalm ente hay u n gran abanico de form ulaciones
conceptuales aten d iendo a distintos tiem pos y espacios. Y no obtante el
núcleo de ese m étodo de interpretación será idéntico, a saber, dejar al des­
cubierto los códigos polifónicos que hacen de u n paisaje creación cultural,
exponer las políticas de diseño e interpretación y llevar al paisaje al centro
de los estudios de procesos sociales»309.
Historiadores sensibles a la fuerza expresiva de los paisajes, ya se trate
de antropogeógrafos, historiadores de la cultura, representantes de la geo­
grafía histórica, semióticos de la cultura o antropólogos se han aplicado a
hacer legibles los paisajes y descifrarlos, desarrollando u n m étodo ade­
cuado. El geógrafo C hristopher I. Salter describe así el prim er paso: «Por
raro que pueda sonar, al escribir este ensayo [sobre Geografía cultural-K. S.]
tengo que em pezar exhortando a dejar a u n lado los libros. Q uien quiera

280
F otografía de lo s D olom itas tom ada por sa té lite .

« C a m in a m o s o viajamos p o r paisajes. En sus


m u d a n z a s y e n lo distintivo d e sus rasgos se m u e s tr a
la r iq u e z a del m u n d o .»
desarrollar sensibilidad al poder del paisaje y en consecuencia al de la geo­
grafía cultural tiene que librarse de lo im preso. T iene que volverse a la
fuente docum ental prim aria más com petente de que se dispone: el paisaje
cultural mismo»310.
Los paisajes culturales son com o grandes textos. Fácilm ente legibles
algunos, otros requieren especialistas. Están escritos en m uchos idiomas.
De m uchos se conoce a los autores, pero aun más son anónim os. Textos
interrum pidos que dan quehacer a la posteridad con resolver el enigm a
asociado. U n capítulo sigue a otro. A veces la serie aparece rota y revuelta.
De m uchos textos se ha perdido el original y sólo existen como cita, indi­
rectam ente. Especialidades profesionales enteras se ocupan de reconstruir,
descifrar e in terp retar tales textos. Están redactados en lenguas que com­
prendem os bien, o en otras que no. Hay problem as estilísticos de orden.
Entre m uchos textos hay correspondencias, otros carecen de toda referen­
cia m utua. Hay atractivas líneas de continuidad que llevan de u n a época a
otra, y luego de nuevo interrupción total, una discontinuidad pasmosa. Las
páginas vuelven a sobreescribirse una y otra vez. El aliciente del texto que
es un paisaje cultural está en que consiste en una m ultiplicidad de textos
que puede leerse o escucharse a la vez. Eso produce polisemia, polifonía,
que a cada m om ento puede dar un giro. Pero en los discursos sobre paisaje
cultural tam bién q ueda com pletam ente claro que el discurso sobre pai­
saje en cuanto «texto» es en realidad sólo una m etáfora. Los paisajes, en
cuanto en to rn o construido, son pesados, torpes, tienen una inercia y una
gravitación totalm ente peculiares. Reescribir, reform ular, puntuar, es algo
que se lleva a cabo en plazos de generaciones e intervalos de siglos.
Los paisajes son sistemas de signos311. Cada época ha dejado tras de sí
sus jeroglíficos. Cada generación h a dejado tras de sí su fondo de símbolos
para ella significativos. Es u n a historia de inscripción y borradura de sig­
nos, de choques de iconoclastias a vida o m uerte. Cada nuevo com ienzo
presupone pérdida y liquidación. Son grandiosos los jeroglíficos ante los
que aún nos encontram os hoy: las ciudades portuarias de los fenicios y las
colonias griegas que de unas aguas hicieron «el m ar de en m edio», centro
de la A ntigüedad y cuna de Europa. Son grandiosas las huellas de la extin­
ción que la em igración de los pueblos ha traído consigo. Hasta el día de
hoy sigue viva la configuración de las ciudades-Estado del norte de Italia.
Son grandiosas aun allí donde las prim eras instalaciones industriales han
quedado fuera de servicio y se han convertido en museo, en los tem pranos

282
escenarios de la producción industrial. Todos, firm as y contraseñas del
genio hum ano y el trabajo hum ano.
Los paisajes culturales son com o form aciones geológicas. Cada genera­
ción deja tras de sí un estrato propio, unas más, otras menos. C ultura es
sedim ento. Un estrato sigue a otro, un aluvión a otro. Bajo nuestros pies
yacen ruinas, sedim entos, escombros. Podem os hacer un corte, podem os
ver, p alp ar com o en un canyon los estratos de diferentes coloraciones.
Como puede contem plarse la edad de la T ierra pueden contem plarse tam­
bién las épocas*12. Corte geológico o excavación arqueológica son los m éto­
dos preferidos. Así se llega a hallazgos, a reliquias, así se m ide la m agnitud
de los estratos culturales, y así nos hacem os una im agen de la riqueza de
nuestra cultura. Se trata de entrada de u n procedim iento arqueológico. Ya
sea investigar caminos, formas de casas, dpos de aldeas, relaciones ju ríd i­
cas o difusión de cultos y estilos constructivos, se trata siem pre de «estratos
de form aciones territoriales»: «Los factores vivos constituyentes de espacio
radican en diferentes estratos superpuestos. Desde donde m ejor los vemos
es desde el presente. Tom em os el superior y tratem os de retirarlo, y apare­
cerán de entrada zonas y límites entre zonas... U na vez retirado, nos halla­
mos ante el segundo, que p o r expresarlo en dos palabras podem os desig­
n a r historia del territo rio . U na capa de ex tra o rd in aria p ro fu n d id a d
histórica, que retrocede al m enos 700 años, y en ese espacio de tiem po ha
hu n d id o sus raíces muy hondo en la conciencia de los seres hum anos»313.
Lo que de ahí resulta es un cartografiado de estratos culturales, relaciones
recíprocas, «provincias de la cultura». «Las im ágenes cartográficas que sur­
gen de ese m odo de trabajar, inicialm ente m ero inventario, igualan p o r
entero a las geológicas, ya se trate de situaciones de hoy o del pasado. En
ellas aparecen estratos que históricam ente se han sucedido, yuxtapuesto y
entrem ezclado. Com o el geólogo sabe tran sfo rm ar esa m ezcolanza de
nuevo en im agen intelectual de sucesión y así aclarar la historia de la Tie­
rra, así el historiador leerá el discurrir histórico a partir de la im agen de
u n a situación: am bos m odos de pensar son paralelos»311. H erm ann Aubin
considera a la identificación de tales provincias culturales «clave» de la
investigación histórico-geográfica, non plus ultra del trabajo en historia de
la cultura. «De ese m odo, inventariar el patrim onio cultural de un paisaje
en d eterm inada época hará aparecer diferentes estratos históricos»; y lo
aclara tom ando com o ejemplos los restos de patrim onio cultural griego en
el sur de Italia, de la A ntigüedad grecolatina en suelo alem án, o el «gran

283
com plejo de elem entos culturales alem anes en el Este de E uropa»315. El
balance de Aubin reza así: «Aquello por que nos esforzamos en lo que he
caracterizado com o tercera época ya no es sólo una Geografía histórica, ni
una descripción prom edio de diferentes edades, sino u n a Geografía de la
historia de que nos prom etem os nuevas visiones de las condiciones y curso
del suceder histórico. Distamos m ucho de ten er a los m étodos cartográfi­
cos p o r una piedra filosofal. Pero de algo sí estamos convencidos, de que
son adecuados para am pliar y profundizar sustancialm ente nuestra im a­
gen de la historia. Y eso aun cuando su único logro fuera po d er esperar de
ellos la concordancia de experiencias ya existentes: que inform aran a unas
disciplinas de los resultados de otras y las llevaran a converger en un tra­
bajo com parativo en com ún, y ya con eso sería extraordinaria su im por­
tancia en un a época com o la nuestra, que pugna con todos sus medios por
com pendiar y ver en conjunto los hallazgos científicos»316. La esperanza de
Aubin era tropezarse, en el desarrollo de esa arqueología y cartografiado
de estratos culturales, con un plano más fundam ental y de más larga dura­
ción que la territorialidad política. La tragedia de Aubin y de m uchos de
su generación está en haber creído hallarlo no tanto en las form aciones de
la historia de la civilización com o en la historia de tribus y linajes, o más
tarde y más inequívocam ente aún, en una historia de los pueblos de corte
populista [vólkisch]3'~. Q ué ocurrió cuando el nacionalsocialism o se las
ingenió para configurar los paisajes en «espíritu del pueblo» puede leerse
retrospectivam ente en las utopías de planificación y reconstrucción del
«plan general del Este». Por ejemplo, un colaborador de Konrad Meyer en
el Estado Mayor escribe al respecto: «La configuración del paisaje se con­
vierte en tarea cultural decisiva del m om ento presente. La actividad confi-
guradora va más allá de las condiciones de vida físicas y orgánicas. Los ale­
m anes se co n v ertirán en el p rim er pueblo de O ccidente en h ab e r
m odelado en el paisaje tam bién su entorno psíquico, y así, el prim ero en la
historia en alcanzar una form a de vida en que un pueblo se autodeterm ina
a sabiendas las condiciones locales de su bienestar corporal y psíquico con­
ju n tam en te... las reglas paisajísticas del Guía Im perial [Reichsführer] de las
SS son un hito decisivo para la agricultura alem ana y la cultura de la tierra
alemana... El paisaje de los territorios del Este incorporados está abando­
nado en extensas áreas p o r la incapacidad cultural de un pueblo extran­
jero , desertizada y arrasada por la sobreexplotación. En grandes zonas ha
adoptado rasgos esteparios en contra de las condiciones locales. Al hom ­

284
bre germ ano-alem án en cambio el trato con la naturaleza le resulta u n a
necesidad vital... Si esos nuevos espacios vitales han de llegar a ser para sus
pobladores su lugar, es requisito decisivo diseñar el paisaje planificada y
ecológicam ente. Ese es uno de los fundam entos para la consolidación de
un a población alem ana. Así es que no basta trasladar a nuestro pueblo a
esos territorios y aislar a la población extranjera. Más bien deben m ode­
larse los espacios con un estilo que responda a nuestro m odo de ser, con
que el hom bre germ ano-alem án se sienta en casa, se asiente allí y esté dis­
puesto a am ar y d efender su nuevo lugar»318. El resultado de esas violentas
rem odelaciones fue com o es sabido despoblación, tierra q uem ada y al
cabo tam bién la aniquilación en el Este de E uropa de u n a historia ale­
m ana urbana y rural de siglos de antigüedad.
Sobre analizar y retirar estratos históricos escribe Aubin: «Si miramos en
conjunto el curso de la historia reconocem os u n a larga serie de culturas
que se suceden y superponen. Así com o en el suelo clásico de Ilion se fue­
ron apilando construcciones estrato sobre estrato desde la Edad de Piedra
hasta la acrópolis, tam poco nuestras costum bres descansan sino sobre
escombros y restos de culturas ancestrales que se siguen en una continua
m udanza, sea que pasaran a pueblos extranjeros, sea que los pueblos mis­
mos se trasladaron, y así se hicieron sustento de antiguas culturas nuevos
portadores»3111. Qué podría y tendría que lograr tal form a de m irar lo señala
Aubin en unas observaciones acerca de los puentes del Rin. Es casi un pro­
gram a de tratam iento de un elem ento del paisaje cultural tan prom inente
com o los puentes: «Vencer grandes corrientes m ediante puentes plantea
exigencias tan extraordinarias al saber hacer técnico y los recursos econó­
micos, presupone en su fundam ento más hondo tal m edida de concentra­
ción de la voluntad en un p u n to y de organización definida de fuerzas
colectivas de todo tipo, que cada proceso particular, si se pudiera analizar
suficientem ente, arrojaría una luz esclarecedora del estado cultural general
de su época y los motivos que la impulsaban. Si m ira uno los puentes de un
río desde ese punto de vista, su historia, su núm ero y tipo, su finalidad, lo
adelantado o tardío de su aprovecham iento de las posibilidades de la téc­
nica del m om ento se convierten en valiosos testimonios de la vida que a la
sazón se llevaba en los alrededores, y en u n indicador así de su desarrollo
com o de las grandes personalidades que intervienen en la historia»320.
De un a historia que procediera con tal seriedad se podía esperar que
supiera tam bién trasplantar al suelo del m aterialism o histórico el discurso

285
acerca del «hálito espiritualizador que la antigua cultura cristiana difundió
sobre m uchos paisajes alemanes»521. En todo caso es m ucho lo que habla
en favor de que «el paisaje» es más rico, y el ocupante del puesto que ha
dejado vacante la abdicación del «Sistema».

286
Lugares calien tes, lugares fríos

T odo el m undo sabe que el centro de la ciudad construida no tiene p o r


qué coincidir con el centro de la ciudad vivida. El centro de negocios en
que late durante el día «el pulso» de la vida parece «como m uerto» en una
tarde de festivo o p o r las noches. La vida se ha desplazado a otro sitio. En
los barrios adm inistrativos, p o r lo general, en cuanto cierra el negocio
político no se le ha perdido nada a casi nadie: algún paseante suelto, secu-
rity-personal, limusinas que pasan p o r la calle, m ucho espacio público vigi­
lado p o r cámaras. M ientras que en plazas que no son sino estaciones de
transbordo, distribuidores del tráfico urbano de pasajeros, ahí la ciudad
zumba. La ciudad trepida. Todo es febril. Hay que estar atento para m an­
te n e r el ru m b o sin que los to rre n te s hu m an o s le ap a rten a u n o de su
cam ino. Q ue d ep en d e: esas co rrien tes n o ctu rn as se m an tien en largo
tiem po, puede que sólo se detengan cuando ya no funcionan los trenes,
tem prano, dem asiado tem prano, cuando el resto de la ciudad se está des­
p ertando para volver a zum bar otra vez.
La vida parece desarrollarse precisam ente en esos lugares que Marc
Augé ha llam ado non-lieux, no lugares, y cada vez más322. Son más bien p u n ­
tos de confluencia, provisionales, no son lugares fijos y definitivos que se
h an dado form a arquitectónica. Ni siquiera está claro si la necesitan, o sólo
u n a vacía que deje espacio al encuentro. La plaza de arena desnuda en
que tiene lugar el m ercado es u n a form a así: se llena de tal m odo que no
queda un m etro cuadrado libre cuando se m ontan los puestos o sim ple­
m ente se extienden las m ercancías p o r los suelos. El m ercado, en su situa­
ción elem ental de partida, no necesita ninguna clase de instalaciones, eso
es obvio. Arcadas, zocos, soportales, tenderetes, quioscos, todo eso viene
luego, y funda un a tradición constructiva que se prolonga a través de miles
de años. Estructuras provisionales en que miles y miles de seres hum anos
paran o van de aquí para allá son tam bién estaciones, aeropuertos, aparca­
m ientos, m oteles, muelles, gasolineras, drive-ins o almacenes. Son estacio­
nes de enlace bajo tierra o sobre ella, ante todo en los em palm es de tráfico

287
de cercanías y larga distancia, de vuelos dom ésticos e internacionales. Esta­
ciones, puertos y aeropuertos son em palm es y distribuidores de esa clase.
T odo el m undo sabe que allí «pasa algo» m ientras en los centros de eco­
nom ía, política o cultura seguro que se está decidiendo, produciendo y
procesando, organizando y fom entando la cultura. Pero ahí todo ha reci­
bido ya un a cierta forma, hasta puede que definitiva. Algo está concluido:
la cultura ha conseguido sus propios terrenos de juego, sus reglas; política
y diplomacia, sus sedes e instituciones; la producción, sus correspondien­
tes espacios productivos y vías de distribución. «Las instituciones son forti­
ficaciones», decía Karl Popper, «tienen que estar bien planeadas y pertre­
chadas»323. En los non-lieux todo es aún fluido, provisional, aún movimiento
o en movimiento. Visto así, son precisam ente los non-lieux los que son cen­
trales, de donde parten los impulsos decisivos, d onde entran en contacto
las energías vitales y se produce calor por rozam iento que da corriente a
ciudades, pueblos, espacios, y les abastece de energía.
Significado e im portancia de lugares y no lugares pueden desplazarse.
Hay lugares que pueden pasar a ser no lugares, y no lugares que pueden
ascen d er a «verdaderos lugares». Hay centros erran tes, centros que se
devalúan, en ninguna sociedad tan aprisa com o en las capitalistas y en nin­
guna capitalista tan aprisa com o en la estad o u n id en se, d o n d e en otro
tiem po, no, donde hace una generación había aún down toions florecientes
que se convirtieron en centros de decadencia, m iseria, en ferm ed ad y
m uerte, pero a los que ha bastado un decenio para transform arse otra vez
en centros urbanos intactos. En las ciudades pueden leerse los ciclos de las
coyunturas, booms and slumps. «Si tenem os en m en te analizar las zonas
industriales y urbanas más viejas, los temas geográficos predom inantes son
entonces las diferentes fases de inversión y ciclos del capital que producen
el ab andono de lugares. Ellos han producido en el curso del tiem po un
paisaje estratificado, con estratos diferentes de capital invertido y circu­
lante en cada lugar de la región, donde cada estrato significa otra fase y
otro lugar en el seno del ciclo de inversiones»324. El centro de negocios de
antaño, gueto y vacío actual en el centro de la ciudad. Pero tam poco en los
im ponentes centros de ciudad en funcionam iento se decide lo que ocurre,
únicam ente se sanciona, aun cuando el centro produzca incansablem ente
la ilusión del decision-making. en verdad son im potentes, no d ep en d e de
ellos hacia dónde van las cosas. Tam poco la distinción público-privado, tan
fundam ental en el análisis de espacios urbanos, es aquí de ayuda; pues la

288
cosa no gira en torno a esa diferencia, sino a lo diferencial de lugares in
statu nascendi, al cuajar de lugares que aún son fluidos. Places in the making.
De ahí que acaso sea más adecuado no distinguir entre lugares y no luga­
res, sino en tre fluido y firme, entre lugares fríos y calientes. En W ilden se
dice así325: «La sociedad caliente se hace valer esencialm ente en el m undo
exterior, en la naturaleza, en piedra, cera, sonido, papel, celuloide, cinta
m agnetofónica, redes de ferrocarril, calles, autopistas, en tanto “ the cool
society is more nearly written in itself”, la sociedad fría es más bien una auto-
descripción»326.

Budapest: Moskwa ter, Kóbanya, Nyugati pu, Blaha Lujzsa ter. Fenomeno­
logía de los lugares calientes.
Moskwa ter, la plaza de Moscú, es en B udapest u n a figura am orfa que a
duras penas p uede llamarse plaza. «Resulta» de alguna m anera del cruce
en B uda de varias calles grandes q u e llevan del p u e n te M argarita a la
espalda de Buda y hacia el interior. Form an sus bordes altos edificios de
pisos de alquiler, un im ponente edificio de C orreos del an terio r fin de
siglo y un alm acén de nueva construcción, de la cad en a M am ut, de la
época posterior a 1998. En Moskwa ter desem boca un M etro cuyos usua­
rios son em pujados a la superficie en el centro mismo de la plaza a inter­
valos regulares p o r las escaleras m ecánicas. Allí se cruzan varias líneas de
tranvías, para m uchos es tam bién cabecera de línea, com o para algunos
autobuses. El tráfico confluye aquí, desde las calles del barrio, o viene del
otro lado del Danubio, o irrum pe desde el subsuelo. Hay que abrirse paso
p o r calles porque corre una m area de coches, en tre carriles de autobús y
raíles de tranvía. Cada paso es un peligro, a cada m om ento podría atrope­
llarle a u n o u n tranvía. La clásica no plaza en que todo es n o bonito:
quiosco, vestíbulo de horm igón del M etro, una especie de torre de con­
trol, garitas para el personal de tráfico, postes donde cuelgan paneles con
los itinerarios, todo p odría dem olerse de un día para otro sin que se per­
diera nada.
Kóbanya es algo similar. Un final de línea en dirección al aeropuerto.
Allí acaba la línea 3, que atraviesa B udapest de N orte a Sur y une con el
cen tro los grandes barrios de bloques que se extien d en an te la ciudad
vieja. En horas p u n ta los trenes llegan cada dos m inutos y sueltan pasajeros
a m ontón. Por las escaleras mecánicas peatones afanosos p o r llegar a sus
transbordos acuden a chorros a los trenes de cercanías o a los autobuses de

289
los barrios dorm itorio. Es una corriente im presionante: sale del m etro y
sigue, sin cam biar de dirección, escaleras arriba, escaleras abajo, al auto­
bús o al tren. Miles, y miles, cientos de miles, cada día, hora tras hora. Las
corrientes han de atravesar forzosam ente por ese paso, ocupado a m anera
de puentes medievales -p o r ejem plo en Florencia, París, E rfu rt- por pues­
tos pequeños, negocios, parrillas, tabernas, u n a pequeña farmacia, puestos
de periódicos, un m inisuperm ercado. La plaza de donde salen autobuses y
tranvías tam bién está provista en abundancia, hay quioscos con todo lo
im prescindible, periódicos, revistas, frutas y verduras, pequeños ultram ari­
nos. T oda la arquitectura parece dispuesta para doblegar a esa corriente:
u n p u en te con estructura de acero, un pasillo acristalado.
Blaha Lujza ter y Nyugati pu son dos cruces principales y estaciones de
transbordo en el subsuelo de Budapest, con salidas y subidas a las rondas
interiores y de salida de la ciudad que aquí se ju n ta n y se separan, a los tre­
nes y a los m etros. Tam bién son intercam biadores para cientos de miles de
habitantes de Budapest día tras día. Pero aquí de otra m anera. Bajo tierra
está seco, aquí hay sitio. A los lados del pasaje subterráneo hay negocios
para dar y tom ar desde flores a cervezas y desde u n a tapa a un libro. Aquí
un lugar de tránsito se convierte en zona de tiendas y ésta en espacio apro­
vechable com o escenario. U na pista subterránea. Público hay: gente que
viene del tren o va al tren y aún tiene algo de tiem po o algo por com prar.
Y gente que necesita público, tam bién: zíngaros del interior que se ganan
el sustento com o músicos, los inevitables indios condorpasa con sus pon­
chos de colores y las señoras que vocean las excelencias de sus flores de
plástico, surtido especial traído de alguna parte. Todo distinto de esos fina­
les de línea d o nde los hom bres desaparecen en la oscuridad, aquí hay una
claridad radiante, para em pezar p o r razones de seguridad, y un sonido, un
ruido, un corred o r de rum ores con voces, griterío, la mezcla sonora de un
lugar caliente.
Hay lugares así en cada ciudad. Berlín-Parque Zoológico, las estaciones
RER de París, los clásicos vestíbulos y em palm es de las estaciones de Lon­
dres, C haring Cross, W aterloo, Victoria, Blackfriars, y m uchos otros, las
estaciones de Moscú, de m etro y de tren, donde cada fin de sem ana millo­
nes de personas puganan p o r irse a sus dachas. Como los aeropuertos, o los
pasillos aéreos en que los aviones se dedican a dar vueltas a su altura de
vuelo hasta que p o r fin pueden em pezar el aterrizaje. U na hora con otros
m etido en u n a especie de carrusel, dando vueltas sobre Londres hasta que

290
p or fin pone uno pie en Heathrow, eso tam bién es condensación, calenta­
m iento, conexión. Pero no tienen que ser forzosam ente lugares de tráfico
público. Lugares calientes hay d o n d e q u ie ra que pasa algo, que pasa
m ucho, que p uede pasar m ucho. En ese sentido son escenarios d onde se
cuece algo y se decide p o r adelantado lo que después se sancionará y lega­
lizará en otros sitios, son protoespacios o incubadoras.

Empujar, ser empujado. Allí hay u n a cierta tem peratura que surge d onde­
quiera que se reúnen seres hum anos en gran núm ero, donde es necesario
estar en tensión, coordinar los m ovimientos de m anera que todo transcu­
rra sin m olestias ni apreturas. Com o en la situación del transbordo:
cuando hay u n a brusca caída de la tensión de la jo rn ad a , cuando la jo r ­
nada laboral está cum plida, o tam bién cuando uno se prepara a salir de la
caverna resguardada de la vida privada a la jo m a d a laboral, som etido a un
tiem po general a que hay que plegarse. A hí se pasa p o r la m añana tem ­
prano la prim era conm oción del tiem po, se choca con el m undo en que
ahora se está con otros, se entra en la órbita de que se vuelve a salir o a
caerse p o r la tarde. En todo caso, un lugar de tensión creciente o m en­
guante. Cada quien a su m odo, que a su vez sin em bargo tam bién es el de
m uchos, tiene prisa o algo im portante que hacer, y así surge una corriente
en que no sólo se ve uno arrastrado, tam bién arrastra con su impulso. Ahí
todavía no se ha puesto uno del todo en m archa pero tam poco ha llegado.
Ya no está del todo en casa pero tam poco fuera. En ese espacio interm edio
cada quien lleva u na existencia un poco anfibia. Día a día sobreviene ahí
u na salida al m undo, al m undo que no nos suelta y en que hem os de estar
preparados para cualquier cosa. A hí uno tiene la excitación aún p o r satis­
facer, la expectativa de gozo en ciernes que aún podría m erecer la pena, y
esa fatiga que es peculiar felicidad del agotam iento: ese estado en que uno
sabe que ya no le puede caer encim a m ucho más. Ahí salimos del espacio
de tiem po individual, difuso, al espacio de tiem po público con su propio
régim en. Tenem os que estar muy atentos para no ten er ningún traspié:
cuando arranca el vagón de repente, de repente el tiem po arranca a correr
y tenemos que m antener el equilibrio, o bien cuando empiezan a frenarse y
tenem os que prep aram os para bajar. No hay m om ento en todo el día en
que nos encontrem os a más seres hum anos que en ese interm edio. N unca
vemos tantas caras ni nos m iran tantos. Estaríamos perdidos si quisiéram os
en contram os con ellos uno p o r uno, así es que nos desentendem os, desa­

291
rrollam os u n a indiferencia defensiva, ni siquiera percibim os para no tener
que olvidar. Cada día pasam os p o r eso que G eorg Sim m el estableciera
hace m ucho en sus análisis de los estados de indiferencia y alerta en la vida
u rb a n a327. El en tre tan to es el reino del azar, y en secreto albergam os la
esperanza de que nos toque, o nos p re o cu p a que nos toque en el
m om ento equivocado. Esos espacios son com o llanuras que la caza recorre
en apretada form ación, com o praderas en que cazadores y presas pueden
tropezarse. Por un instante no tenem os responsabilidad alguna, sólo pasa­
mos p o r allí. Por un instante estamos dispensados de todo vínculo y nos
movemos en la gran corriente, nada más, d onde todos los dem ás tam poco
son sino partes de la misma. A cada m om ento em pujando y em pujados,
en tran d o y saliendo. Es el lugar de la transacción, lugar entre conclusio­
nes, y así, antes de lo serio. Espacio de expectativa, de decepción, de
m irada que busca y se prende o se pierde, de acorazam iento ante el exceso
de impresiones. Se cierra los ojos y se pracüca la paciencia hasta que pase
el apretón. En esos espacios interm edios el aire está viciado, y cargado,
p ero tam bién de tensión que surge de nuevo cada día. Seres hum anos
im perm eables, no hay que ten er sorpresas desagradables, pero en silencio
tam bién una m uda disposición a dejarse ir a la aventura si se ofrece la oca­
sión. Esperanza de que ocurra algo inhabitual. En ese espacio de la ru d n a
puede pasar de todo. Ahí rige la seducción de la anarquía y el escalofrío de
que, ¡ay!, pudiera ir en serio.
Ese espacio vibrante se disuelve cuando la m asa se h a esparcido en
todas direcciones, la energía se h a distribuido, se h a llegado: a casa, al tra­
bajo, a los lugares d o n d e cada cual tiene su sitio, a que co rresp o n d e,
donde todo adopta su curso ordenado y bien dispuesto. Aquí la energía se
enfría hasta la tem peratura prom edio. Aquí trabajan las fuerzas sobrantes.
Aquí todo e n c u en tra su form a vinculante y llevadera. Si las ciudades
m odernas fueran sólo horm igueros y lugares de m achaque in in te rru m ­
pido no ten d ría n un sistem a que dirige y desvía las energías vitales,
haciendo de la presión de los im pulsos presión im pulsora, y del éxtasis
inform e de vivir, em presas en debida forma. En el p eo r de los casos las ciu­
dades son lugares donde desviar, derivar, fragm entar y hacer inocuas des­
com unales energías vitales; en el mejor, formas de acrecentarlas y cultivar­
las. Por lo general tienen algo de las dos cosas. M erece la pena considerar
las formas de vida urbana en com ún desde ese pun to de vista, la dom esti­
cación del proceso de reproducción social. D onde se dan todas las grada-

292
Estación de metro de Gleisdreieck durante ia huelga
de marzo de 1920.

«Allí hay u n a c ie r ta t e m p e r a t u r a q u e su rg e
d o n d e q u i e r a q u e se r e ú n e n seres h u m a n o s e n g r a n
n ú m e r o , d o n d e es n e c e s a r io e s ta r en t e n s ió n ,
c o o r d i n a r los m o v im ie n to s de m a n e r a q u e to d o
t r a n s c u r r a sin m ole stias ni a p r e tu r a s .»
ciones: lucha p o r la supervivencia, dom esticación de la vida, lucha p o r la
vida, despliegue de la vida, una cultura de la vida desarrollada, destrucción
y autodestrucción en formas fantaseadas. Fantasías y pesadillas urbanas.
En ese m ovim iento, o p o r ser más preciso, en esos m ovim ientos se
m uestra la ciudad. Se excita, se retrae. Se concentra. Se deja ir. Vuelve en
sí. Se desplom a. La lírica urbana del expresionism o sólo recoge ese movi­
m iento y lo exalta, pero no lo produce. Le viene dado. Se da sin la m etá­
fora en que se crece. En ella gana una im agen de sí, es el lenguaje en que
la ciudad habla de sí.
En un lugar caliente o no lugar sólo hay presencia. El no lugar es el
lugar in statu nascendi. Energía fluyente, potencia antes de su cosificación,
de su petrificación. Ahí la ciudad se reinventa día tras día, de un salto. Aún
totalm ente inacabada. Existe com o barraca, tienda y quiosco. Como movi­
m iento improvisado. El no lugar vive de calor, dé energía, y deja de existir
en el mismo m om ento en que la energía desaparece. Entonces el no lugar
lo es literalm ente: vacío, desierto, erial; acaso ilum inado por un tubo de
n eón o ad ornado con un indicador. El no lugar se construye su entorno, y
del en to rn o surge un conjunto. En el caso más afortunado la energía ali­
m enta al nuevo conjunto, en el infortunado, la energía se retrae y deja un
espacio vacío, u n m useo, u n escenario que ha de ser «animado» con nota­
ble gasto para generar apariencia de vida. Allí donde una vez h ubo zonas
calientes se extiende hoy ciudad, terren o refrigerado que puede existir
p erfectam ente sin im pulso ni vibración. Son zonas enfriadas en que un
impulso originario tom ó forma. Ahí se ha cerrado un capítulo caliente de
la historia, y ha em pezado su conversión en cultura, en museo. C ultura es
m uerte de algo.

Zonas calientes. Las zonas históricam ente calientes en que se prepara el


tum ulto y luego se retira son luego escenarios históricos de los que antes
no sabíamos que alguna vez pudieran serlo. Caso clásico de transform a­
ción de periferia en centro, de no lugar en lugar, en escenario histórico.
Las zonas calientes del siglo XX son conocidas: zonas en que chocaron las
grandes potencias, fábricas en que la dialéctica de señor y siervo se volvió
insufrible y cada vez más virulenta, zonas fronterizas en que se desplega­
ron ejércitos; campos convertidos en campos de batalla; campos en que se
libran y se ganan batallas propagandísticas; cam po de batalla, campos de
carnicería; espacios de donde incesantem ente se limpia, retira y transporta

294
seres hum anos. Las fuerzas se m iden en lugares que nos h an m arcado
tanto com o para convertirse en sinónim os de todo lo ocurrido: V erdón,
Galitzia, Stalingrado. De un cruce de vías en la frontera de Galitzia con
Silesia, de un a insignificante junction city surge Auschwitz con sus subde­
partam entos y subdivisiones del matar. C uando la carnicería ha pasado, la
mayoría de lugares históricos vuelven a hundirse en el papel de no lugares
que sólo se m erecen una estrella en las guías de viaje o una excursión de
veteranos. Todos los lugares históricos del siglo XX están asociados más o
m enos con calentam iento: tem pestades de acero, lucha callejera, e n tre ­
saca, m uerte. T ranquilam ente puede tom arse en sentido literal lo de luga­
res calientes. Allí la vida u n a generación en tera paró en nada, allí seres
hum anos fueron m uertos y quem ados p o r cientos de miles. ¿Por qué la
historia de la guerra y el asesinato se m antiene tan en penum bra? Porque
es difícil pensarse allí, en la sistemática carnicería de hom bre por hom bre,
en la m atanza, en el genocidio. Las estadísticas sí son factibles. Se p onen
colum nas de cifras donde propiam ente se trata de seres hum anos, se con­
signa lugar y día del tránsito, pero eso sólo es una fecha, no las condicio­
nes de m uerte de las que hay que saber algo más: implicados, lugar, proce­
dim ien to , curso de los acontecim ientos, «cóm o fue en realidad».
«Auschwitz» ya es racionalización de procesos de m uerte, símbolo, m etá­
fora. U no tiene que saber cóm o se hizo para po d er ir a lo que hay detrás, a
que fue gente «como tú y com o yo» quienes pudieron hacerlo. Campos de
carnicería: u n o tiene que saber cóm o discurre u n a m atanza para p o d er
e n te n d e r algo de la guerra. La g u erra sólo es u n a fecha sin sentido,
cuando en realidad es el más grande despliegue de fuerzas organizado de
cuantos hace el g én ero hum ano. P or eso u n o no p u ed e dejar de darle
vueltas cuando se para a m irar cóm o de los movimientos aislados de diez
millones de hom bres surge un m ovimiento coordinado, para tom ar esta o
aquella cabeza de puente, acaso sólo para hacerse dueños de ese trozo de
costa o este puente. U no puede revivir los lugares del calentam iento. Por
ejem plo la revolución de O ctubre. Tiene su sentido que sean las escenas
de la película de Eisenstein las que dom inen en nuestra im aginación. Aquí
no se trata de un «proceso», sino de decisiones que se tom aron sobre el
terren o y en un determ inado punto del tiem po. Fueron precisas com uni­
caciones, y m uchas cosas no habrían pasado si u n tren no hubiera entrado
en la estación de Finlandia. Octubre es u n a m inuciosa reconstrucción de
un a situación caliente, de diez días que conm ovieron al m undo, efectiva­

295
m ente: diez días que no son m era fecha, sino núcleo interno de un acon­
tecer en que todos los actores dem uestran lo que pueden. Lo que no, se
dem ostraría en un a prolongada época posterior en que no sólo se necesi­
taba voluntad de lucha y decisión, sino respirar. O com o 1933. La irrupción
de los cam aradas en el espacio parlam entario. Las escenas de angustia, de
valor, en que está andcipado todo lo demás. O el cam po de batalla com o
escenario. Uno tendría que partir de nuevo del cam po concreto de una
batalla para analizar y com prender la situación originaria. A unque la gue­
rra fue la experiencia dom inante del siglo XX, no está presente en la con­
ciencia a tal título. ¿Por qué, en realidad? Miedo al lugar de los hechos, a
ser desbordado p o r él; eso se deja a poetas y autores de m emorias. O com o
la fábrica, cam po de batalla del trabajo, lugar del sacrificio de las fuerzas
vitales. ¿Qué es u n a fábrica cuando se percibe com o lugar de vida y no
com o ilustración de la industrialización, la lucha de clases, la urbanización
o la emigración? Cabe conjeturar que el estudio de un solo núcleo caliente
-u n a ciudad com o Lodz, una fábrica com o la de Ludwig G eyer- arrojaría
más luz sobre la «industrialización» que todos los análisis de clase.

Tierra quemada, devastaciones. D onde el m ovim iento se h a disparado,


donde se ha pasado de revoluciones, lo ha quem ado y destruido todo. Por
todas partes en E u ro pa conocem os zonas de tierra quem ada y de seres
hum anos quem ados. Ahí han desaparecido ciudades enteras, se reconoce
en que todo es nuevo. Ahí han desaparecido poblaciones enteras, se reco­
noce en las lindas fachadas restauradas tras las que no vive ninguno de
quienes u n a vez vivieran. Ahí han desaparecido paisajes enteros. Se reco­
noce en que hay que contem plarlos en el Museo o en la literatura. Aun
tiempos de paz pueden dejar tras de sí imágenes com o de guerra. Watts,
D etroit, Soweto, Gaza. Los centros de las ciudades estadounidenses
-D etroit, el B ronx- ofrecieron durante un tiem po un aspecto grandioso
de tan espantoso; paisajes lunares en el interior del m undo civilizado. Le
recuerdan a uno las devastaciones y la depresión que siguió a la guerra de
los T reinta Años328.

Zonas, temperado. El logro propio del siglo XX en Europa: dom eñar la


guerra de todos contra todos. Distancia construida. Bienestar, individuali­
dad. La guerra candente de todos contra todos, refrigerada. Podem os estu­
diar en vivo la historia europea de progreso y destrucción. El bloque de

296
viviendas, la casa de alquiler, el distrito residencial son la expresión consu­
m ada de u na época burguesa que ha llegado a su fin. Cada cual ha encon­
trado su sitio, cada cual tiene techo, ha encontrado sus cuatro paredes, la
individualización ha concluido. Eso es lo m oderno sin peros y sin condi­
cionales. La era burguesa es la era de guardar las distancias, del distancia-
m iento ordenado y general. Nuestras ciudades lo ofrecen de todas clases y
precios: m ansión rehabilitada, villa, palacete, gated community, bloque pre­
fabricado de pisos, adosado, colonias en el extrarradio, urbanizaciones o
casa de acogida para sin techo. Cada perturbación se deja sentir en la can­
celación y supresión de las distancias: luego uno pasa a vivir de repente, a
veces un a vida entera, en campos provisionales de refugiados, con otros
m uchos en u n m ism o espacio. Se com pra distancia y distanciam iento.
Aunque se trate sólo de un espacio com o una caja de zapatos, de una gene­
ralizada conversión de las viviendas en contenedores, lo decisivo es la dis­
tancia. En los terrem otos sociales, a veces tam bién en catástrofes naturales,
com o inundaciones, terrem otos o incendios, se derrum ba. Hasta hoy no
hay form a de vida alguna que haya ido más lejos; y aun así, en conjunto los
fundadores de ciudades siem pre se han ido más lejos: a El Cairo, México,
Lagos, Bangkok.
Capitalismo es el últim o de los nom bres para calentam iento y enfria­
m iento. Caliente y frío, algo que tiene m uchos nom bres, nom bres históri­
cos para carreras fulgurantes e inim aginables pujanzas. Algo que ha
puesto en m ovim iento a ciudades y hom bres, lanzados a la gran m igra­
ción. Q ue ha destruido el espacio antiguo y producido uno nuevo. Q ue
deprecia, detiene y convierte en periferia. Q ue desecha a ciudades enteras
y las echa de la carrera.
O bservación a m odo de conclusión: la contraposición de lugar y no
lugar es esquem ática, estatuaria. M ejor fuera hacerla fluida, que quiere
decir histórica. Todo lugar fue alguna vez no lugar, todo lugar puede lle­
gar a ser no lugar. Trabajo histórico con lugares quiere decir hacer pre­
sente el pasado en coordenadas espaciales. C uando hablam os de historia
universal [ Weltgeschichte, del m undo] tenem os la vista puesta en el globo
del m undo; cuando hablam os de historia intelectual, tam bién nos figura­
mos el espacio en que se producen y difunden ideas. H acer histórico sig­
nifica hacer fluido algo atascado, coagulado. Los m undos construidos son
resultados con un a larga prehistoria, casi siem pre oculta. Toda form a fija
ha salido de trabajo vivo. Lo que está paralizado latió una vez. La capaci­

297
dad de la im aginación histórica se m ostraría en h ac er fluido lo fijado.
T odo aquello en que nos apoyamos al hablar-de m odernidad, Estado o
m undo dene un a génesis, fue una vez vida, m ovimiento: almacenes, fábri­
cas, instituciones, adm inistraciones, los recintos del poder, los palacios de
la cultura, los raíles y las autopistas, los m alecones de los puertos: produc­
tos de trabajo vivo. Cosificaciones, objetivaciones. Si m iram os con deteni­
m ien to reco n o cem o s en las construcciones de P ittsburgh y C hicago la
objetivación del trabajo vivo de generaciones de inm igrantes. D onde­
quiera que nos movamos, nos rodean siem pre coágulos de trabajo vivo.
C u ando hablam os de m uros o edificios hablam os en verdad de seres
hum anos. C uando de ornam entos, siem pre de fantasías o im ágenes oníri­
cas que allí cifraron seres hum anos. C om prender algo quiere decir volver
a hacerlo fluido, retro traer en el pensam iento u n a form a fija al trance de
su nacim iento. L. A. W hite lo form uló así: «Culture is the organization of
things in motion, a process of energy transformation»3'29. Todo em pieza a cente­
llear ante los ojos. La ciudad em pieza a bailar. El m ar de casas se disuelve
en movimiento. Estamos allí donde toda historia empieza.

298
Leer ciu d ad es, leer p lanos

En un prim er m om ento el ojo capitula ante la gran ciudad. Demasiado


g rande, no se abarca. Al m o m en to se p re sen ta u n a serie de m etáforas
naturales: «mar de casas», m ontaña, «jungla», o aun «la Gran Pradera»: así
Benjamin sobre Moscú, «gran pradera de la A rquitectura»330. Casi siem pre,
vocabulario de lo sublime que expresa distancia, del hechizar y el caudvar.
M irar al m ar de edificios de M anhattan, asom arse a las gargantas de las
calles parece ser la form a en que se las arreglan los hum anos con la mag­
nitud de un a im presión arrolladora. La literatura está llena de m etáforas
naturales al describir la ciudad. U na de las más herm osas es la de Alfred
Dóblin en Berlín Alexanderplatz, «bancos de coral»: «Las ciudades son hábi­
tat y territorio principal de la especie hum ana. Son corales del ser colec­
tivo hom bre. ¿Tiene algún sentido co n tra p o n er ciudad y campo? P uede
encontrársele a las ciudades algo de peligroso y débil, puede tom arse par­
tido en el conflicto de impulsos que en ellas operan. Pero no se puede
rechazar o valorar siquiera a la ciudad misma, foco del im pulso social»331.
La ciudad, banco coralino o arrecife que crece o m engua, que obedece a
leyes y períodos de crecim iento distintos de los que se negocian y estable­
cen en luchas de partidos. La im agen del banco de coral engloba ambas
cosas: crecim iento celular, m olecular, y petrificación, sedim entación,
transform ación de «sociedad» en «naturaleza».
E ncontrarse con u n a ciudad cualquiera es siem pre com o leer hacia
atrás formas petrificadas. Sabemos que es un banco de coral, que tiene una
historia, que ahora parece paralizado, petrificado, que se hubiera borrado
de él la vida, pero en el que incluso así se echa de ver aún su función. De
ah í que ju n to a m etáforas naturales y la retórica de lo sublime haya otra
del todo distinta que apunta precisam ente a la racionalidad de esas form a­
ciones y se pone a leerla en ellas. W ilhelm H einrich Riehl, pongam os por
caso, m ira «el plano de la ciudad com o esquem a fundam ental de la socie­
dad», ante todo con el ejem plo de Augsburgo. En la apariencia externa de
la ciudad se hace p aten te su articulación social crecida históricam ente.

299
Adopta el aspecto de una concordancia de figuras, la socialgeográfica y la
topográfico-paisajística. La ciudad es entonces «reflejo de su arm azón
social»132. Esa secreta racionalidad del paisaje urbano, a la que puede dar
voz cualquiera que se acerque a ella con m edianos conocim ientos, reapa­
rece en mil variaciones a través de las épocas desde Tales de Mileto a Max
W eber, d esde A ristóteles a Lewis M um ford. A hí se expresa un conoci­
m iento profundo, que no deja de ser verdadero porque pueda trivializarse
com o cualquier otra cosa. La ciudad es justam ente «la» social fabric, o por
hablar com o Hegel, «riqueza y variedad de intereses, situaciones, caracte­
res, situaciones vitales, am plio telón de fondo de un m undo total»333.
De los m uchos intentos por fijar ese conjunto, conjurarlo y traerlo a la
palabra, el más plausible y popular ju n to a la descripción es el mapa. Ahí
aparecen consignadas sus relaciones topográficas, posición, altura, m on­
taña y valle, río, nom bres de calles y plazas, los edificios más im portantes.
U no p u ed e hacerse u n a im agen de d ó n d e están los principales m onu­
m entos, d ó n d e centro y periferia, p o r dónde discurre el tráfico. M irado
con más detenim iento se m uestra m ucho relacionado con la división del
trabajo: la esfera de producción separada de la esfera de reproducción y
esparcim iento, los ámbitos educativos y formativos apartados de los luga­
res de adm inistración y finanzas. Nos figuramos unas formas fundam enta­
les: plaza del m ercado, calle mayor, ciudadela antigua, tem plo o iglesia, la
estación, p u erta al m undo exterior, un palacio hace m ucho m useo, una
sala de conciertos, edificios escolares, tribunal y cárcel. Poco a poco se
com pone cuanto constituye a la ciudad en «organismo social» o «cristali­
zación de la civilización» (N. Anziferov)134.
Pero eso es un conocim iento muy general, dem asiado tosco, podría
decirse incluso de libro escolar. Q uien se p rocura un plano ya constata
enseguida que hay tantas ciudades com o planos, es decir, com o perspecti­
vas de la ciudad. Esto vale de cualquier ciudad europea «normal», de la
que una guía de restaurantes dibuja un m apa totalm ente distinto que la de
museos, y las páginas amarillas, aun otra diferente; p ero sobre todo rige
plenam ente para esas m etrópolis mezcladas de Europa que constituyeran
su riqueza antaño y en parte hasta hoy. De las m etrópolis m ultiétnicas de
los im perios m ultiétnicos hay tantos planos com o pueblos, com unidades
religiosas o lingüísticas haya habido o haya en ellos. Para em pezar, idén­
tico lugar circula bajo distintas denom inaciones: Vilna en Lituania es a la
vez Wilna, Wilno, Vilne. Lem berg es a la vez Leopolis, Lwow, Lviv; Tallin es

300
Reval, y O radea, Grosswardein o Nagyavarad335. Y no se trata sólo de u n
em brollo nom inalista. C ada nom bre figura un segm ento diferente, otra
cultura, otra lengua, otra tradición, y de todos ju n to s y u n poco más resulta
la ciudad de que se habla. Con ellos se designan diferentes cursos vitales,
diferentes procedencias, diferentes calles y zonas de residencia, escuelas y
«lugares de culto». Familiarizarse con esa pluralidad de estratos, con esa
m ultiplicidad de perspectivas, ejercitarse en ellas, se cuenta entre los mayo­
res alicientes de los preparativos de un viaje. Cuantos más mapas, mejor. Y
de cuantas más épocas, también, más exacta será la im agen que nos haga­
mos. En una ciudad tan relativamente hom ogénea com o el Estocolmo del
Fin de siécle ha m ostrado Alian Pred la imposibilidad de una narrativa unita­
ria. «No puede darse la gran historia única, la gran geografía hum ana única
de cuyo relato resulte la apropiada m etanarrativa. Por m edio de la partici­
pación en un a m ultiplicidad de prácticas y relaciones de poder a ellas aso­
ciadas, p o r m edio de su participación en una multiplicidad de procesos de
estructuración, los seres hum anos hacen una m ultiplicidad de historias y
construyen un a pluralidad de geografías hum anas»336.
Saber de las ciudades no significa m eram ente inform arse, sino p ro d u ­
cir com plejidad en la cabeza, g en e rar conocim iento acerca de interm e­
dios, trainingde los sentidos para lo indirecto e implícito, para aquello que
lo consabido deja en la sombra. Todos los libros del m undo no bastan para
ex p o n e r lo im plícito. De ah í que los verdaderos planos de ciudad sean
aquellos provistos de un sinfín de rótulos y notas al pie. Tales acotaciones
surgen de lecturas m ucho antes de que vayamos allí: relaciones de viajeros,
ni que decir tiene, m em orias de todos los colores, inform es de deporta­
ción, actas judiciales, fotos descoloridas, anotaciones de agendas, anuncios
p o r palabras de periódicos hace m ucho desaparecidos, acaso tam bién rela­
tos de supervivientes. Y literatura, gran literatura, peq u eñ a literatura, la
novela social y u rbana de los siglos XIX y XX sin la que no entenderíam os
n ada, así tuviéram os la colección de planos más extensa y m ejor del
m u n d o 337.
Lo más im portante es em pezar p o r en contrar un pun to desde el que
podam os seguir el rastro. Luego lo uno lleva a lo otro. C ualquiera que se
tom e en serio un rastro acaba alcanzando su meta. Y a m enudo el extravío,
el rodeo, es el cam ino más fructífero338. T an p ronto hem os llegado, es la
ciudad quien coge las riendas, sólo con que estemos suficientem ente aten­
tos. La cosa no va p o r orden, y no digamos ya p o r épocas y siglos. La ciu­

301
dad, precisam ente, no es sucesión ordenada sino enm arañada yuxtaposi­
ción de los tiempos. De ahí surge la tensión de cuya disolución se sigue el
camino. Uno de los autores que Benjamin sacara a la luz en su escom brera
lo vio con la m ayor finura y precisión: «De m odo que los elem entos de
época más heterogéneos se encuentran adyacentes en la ciudad. Cuando
sale de u n a casa del siglo XVIII para entrar en otra del XVI uno se lanza por
una p en d ien te tem poral; justo al lado hay una iglesia gótica, cae en las pro­
fundidades; a dos pasos de allí hay una calle de los üem pos de la unifica­
ción [guillerm ina]... uno sube p o r la m ontaña de los tiempos. Q uien se
anda u n a ciudad se siente com o en el tejido de un sueño, donde tam bién
se agrega a un suceso de hoy mismo lo más rem oto. U na casa ju n to a otra,
da igual de qué estrato tem poral daten, y surge una calle. Y aunque sea de
la época de Goethe, al desem bocar en otra, aunque sea de la guillerm ina,
surge la m anzana... el punto culm inante de la ciudad son sus plazas, donde
no sólo desem bocan radialm ente m uchas calles sino tam bién corrientes
históricas. Y apenas desem bocadas quedan com prendidas, en tre riberas
que son los bordes de la plaza, de suerte que ya su form a externa da parte
de la h isto ria que en ella se desarrolla... en las ciudades se despliega
m ucho que se expresa poco o nada en los acontecim ientos políticos, con
todo su peso de p ied ra son instrum entos afinadísim os, sensibles com o
arpa de Eolo a las vibraciones vivas en los aires de la historia»*39. ¡La ciudad
de piedra es aquí el testim onio más vivo de toda «vibración histórica»!
Im agen diferente es la ciudad vista en planta. D onde toda vida histórica
aparece condensada, objetivada, petrificada en docum ento fehaciente: la
antigua disposición del burgo, su transform ación en palacio barroco tar­
dío, la ciudad vieja, en absoluto dispuesta «orgánicam ente» sino «planea­
da» de p u nta a cabo sobre el patrón de un tablero de ajedrez, plaza mayor,
plaza del m ercado con edificios principales, ayuntam iento, herm andad,
casa de los gremios, botica, báscula, pañería y demás; en ciudades portua­
rias, aduana, alm acén, faro, lonja, y demás; incluso los cortafuegos que
abrió la guerra, los descam pados que ha dejado tras de sí la m odernidad
de posguerra con sus furores dem oledores, las rem odelaciones en urbani­
zaciones pensadas y accesibles para coches p o r todas partes y a toda hora:
no hay docum ento más preciso que un plano con sólo esforzarse en leerlo.
Y en particular en Alemania, donde guerra y posguerra arrasaron tan de
plano, la planta de la ciudad se ha convertido casi en u n mene-tekel grabado
en la tierra, en bíblica adm onición p o r la pérdida de m em oria y exhorta­

302
ción a recuperarla; que m irado con más detenim iento es una exageración,
naturalm ente, pues no es la planta del lugar sino m em orias hum anas lo
que ha de ser recordado. Y aun así, algo hay en ese énfasis con que se habla
de los «planos negros» de Berlín, tras tanta destrucción y autodestrucción.
«La planta de la ciudad es su m em oria. De todos modos, para hacer visible
su fisonom ía se precisa un análisis específico y un particular m étodo de
dibujo, el llam ado “plano n e g ro ”. Q ue sólo conoce dos categorías de
superficies, construida o no construida, señala en negro las construidas y
deja las otras en blanco, sin aten d er a más diferencias arquitectónicas ni
tipográficas. Esos planos se dibujaron p o r vez prim era para el centro histó­
rico de Berlín... así com o las letras form an palabras y frases, de los edificios
sueltos surge la textura de la ciudad. En el Berlín de postguerra está sobre­
escrita m uchas veces, en particular en el centro. Cambios sociales y nuevos
objetivos políticos no se dieron p o r contentos con corregir el texto pree­
xistente, exigieron algo radicalm ente diferente, una ruptura con la histo­
ria. El proceso de extinción y transform ación de una ciudad crecida históri­
cam ente y los cambios de su fisonom ía se docum entaron en cinco cortes
tem porales, Berlín en torno a 1940, 1953, 1989 y 2000; el plano de 2010 anti­
cipa cóm o podría cam biar la estructura de la ciudad en los próxim os años.
M ediante los planos negros alzados del ce n tro de B erlín en co n ju n to
puede leerse m ejor que nunca la historia de la arquitectura y la construc­
ción berlinesas, y con ello un fragm ento im p o rtan te de la historia ale­
m ana.
»La textura de u na ciudad refleja u n a suma de lugares com plem enta­
rios que se yuxtaponen, su p erp o n en o encadenan. Cada lugar tiene su
característica propia, sin pretensión alguna de inm utabilidad. De ahí que
p u ed a leerse la ciudad com o collage en que las form as de construcción
p o n en de manifiesto posturas urbanísticas, crítica social y m odos de trato
con la historia»340.
O tra im agen aún es «el rostro de la ciudad», que conlleva la entrada en
escena de la fisionom ía. Por problem ático que sea trasponer caracteres
individuales a u n a gran colectividad, está claro qué se qu iere d ecir al
hablar del «rostro de la ciudad»: en lenguaje m oderno diríam os hoy «ico­
nografía» o «código cultural». H erm ann Aubin trató de ilustrarlo tom ando
como ejemplo la ciudad de Breslau: «No sólo los seres hum anos, tam bién las
ciudades tienen u n rostro que refleja su m odo de ser, su individualidad. Y
com o la ascendencia en los hum anos, la situación natural configura en las

303
ciudades el carácter fundamental de sus rostros. Como a ellos cuanto viven
y pasan, a éstas su historia les marca rasgos nuevos y peculiares en sus ros­
tros. Hay tipos fisionómicos marcados por el oficio en los humanos, y tam­
bién formas básicas de ciudad troqueladas por su oficio histórico. Sin salir
de Alemania, tales son la ciudad romana que prolonga a una predecesora
más antigua; la ciudad episcopal, cuyo núcleo inicial lo constituye una con­
gregación de vida espiritual que modela luego el modo de ser de la pobla­
ción; la corte principesca, que a menudo ha evolucionado hasta conver­
tirse en gran centro administrativo, o la ciudad expresamente industrial y
empresarial que contrasta con la preponderantemente comercial, a su vez
de traza diferente según se encuentre junto al mar, a una vía navegable, o
simplemente en el interior»341.
Si se mira bien, hablar de leer ciudades es metáfora ciertamente her­
mosa pero poco atinada: las ciudades son dopumentos sui generis, no tex­
tos. Eso lo nota cualquiera que se ponga con uno de tales documentos.
Uno no lee ciudades, no son libros que tenga delante, que pueda hojear y
mirar por encima. Leer ciudades tiene más bien algo de medir fuerzas, de
duelo. ¿Satisfará uno sus demandas? ¿Aguantará firme? ¿Quién dejará ren­
dido al otro? Se acaba por agotamiento: a ver quién aguanta más. No sin
argucias, las ciudades pueden engañarle a uno a primera vista, y aun a
segunda. Leer ciudades: peripecias, incursiones de reconocimiento sin
garantía. Después uno está reventado, y vivo como tras un gran descubri­
miento liberador, sin consignar en parte alguna e inadvertido hasta enton­
ces. La clásica situación de descubrimiento. En cada situación ve uno algo
distinto. Agotamiento y resignación son una buena situación para descu­
brir. En cualquier caso leer ciudades no es leer libros, ni dar vueltas por ellas.
Uno puede llevarse sorpresas. Las fachadas ya son de suyo sumamente
reveladoras, tienen su propia profundidad. Pero qué no podrá ocurrir si
pasamos a los patios, al segundo plano. Las ciudades tienen profundidad.
Como no se corra el riesgo de perderse en ellas no se alcanza a ver nada.
Aquí la cosa no gira en torno al antiguo juego de ser y parecer, sino a la
hondura del ser, a penetrar en la ciudad que empieza en la fachada, ésa a
la que llevan las escaleras, la de los patios y no sólo traseros, la de rótulos y
placas, instituciones y relaciones humanas, la que es forma en disolución,
la de los tranvías que no llevan a ningún lugar ilustre, sólo a la ciudad viva,
en variedad infinita e inconcebible. De ahí que sea regla importante
dejarse estar, esperar a que algo pase, a que se abra algún abismo de des-

304
Mapa de Lemberg, 1898.

«L eer c iu d a d e s va c o n t r a t o d a e c o n o m í a de l tie m p o .
U n o d e b e r í a c o n o c e r la m e d i d a : c u a n d o se está
d e m a s i a d o c a n s a d o hay q u e d e ja rlo.»
cubrimiento, estallen los contrastes, se borren los rastros o terminen,
donde suceda algo que ni en sueños pensábamos. Que puede ser: una villa
modernista en una zona industrial que debe su supervivencia a la circuns­
tancia de haber sido reconvertida en subestación eléctrica; un ascensor,
una cervecera abandonada, una colonia de hotelitos. Todo costoso, nada
calculable. Leer ciudades va contra toda economía del tiempo. Uno debe­
ría conocer la medida: cuando se está demasiado cansado hay que dejarlo.
El ojo que ha visto demasiado está cansado. Resbala por las superficies,
pues sólo una mirada animada, fresca y penetrante es fuerte. Es preciso
sentir la resistencia de las superficies.
Cuando uno superpone varios planos de la misma ciudad tiene delante
por así decir sus diferentes estratos temporales, o por ser preciso, sus
representaciones. Son como abreviaturas espaciales y cartográficas del
«proceso histórico». Todo está ahí: las largas fases de acumulación y cons­
trucción; el barrio surgido en la fiebre de la especulación, donde no hay
límites financieros o estéticos de ningún tipo; las largas fases de decaden­
cia, retroceso, reformas y reconstrucciones, y los breves momentos en que
barrios enteros y fábricas de las mayores proporciones se convirtieron en
unos segundos en gigantescas escombreras. El plano lo fija todo: cómo
era, cómo es, cómo habrá de ser. Consigna ejes que siguen siendo visibles
aun cuando la ciudad ha sido gravemente herida. Como en un expositor
aparecen reunidos lugares y monumentos con que la ciudad se identifica
ante sí misma y ante los demás. Son como el esqueleto, la estructura ósea
que define la estatura. Son como signos de reconocimiento de que la ciu­
dad, con todo lo vertiginoso del cambio, aún es la misma, acaso el «marca­
dor» más importante que fija nuestro conocimiento de espacio y tiempo.
Los planos registran guerras y revoluciones. Se derriban monumentos y se
erigen nuevos, se borran inscripciones y se labran o se funden nuevas. La
nueva sociedad destruye los espacios en que la vieja se encontraba a gusto
o en su sitio. Las revoluciones no pueden darse por satisfechas con rein­
terpretaciones y reconversiones, con hacer de una Bolsa un salón para
bodas y banquetes o de un palacio nobiliario un instituto para el desarro­
llo de nuevas variedades de cereales; necesitan espacios nuevos, adecuados
a ella, a su medida, en que sea ella la que se encuentre a sus anchas. Plazas
en que el pueblo pueda congregarse o desfilar. Las ciudades nuevas no se
contentan por lo general con mantener en funcionamiento a las antiguas,
son intervenciones en el organismo total. Se trata de reevaluar los lugares,

306
de centro y margen, de derribar jerarquías y establecerlas nuevas. Los nue­
vos tiempos entran con exceso de símbolos. No tienen üempo y son impa­
cientes. Lo quieren todo a la vez, aunque haya de ser en cartón y no en
bronce ni en mármol, con tal que no quede vacío el puesto vacante en el
pedestal. No hay poder tan riguroso redefiniendo como la revolución. No
hay esquina o plazuela que se le escape. Y no hay época más fundamenta-
lista a la hora de eliminar huellas que la siguiente a la caída de algún impe­
rio de mil años. Hacer limpieza se convierte por un momento en acción
capital y de Estado. Ejércitos enteros de barrenderos y fregonas se ponen
en marcha para arrancar ornamentos y derribar águilas de alas desplega­
das de los frontones de edificios gigantescos. En el comercio de objetos de
devoción no tardan en subir los precios de algunos que hace nada aún
había para dar y regalar. Derrumbamientos y revoluciones dejan tras de sí
montañas de escombro y basura, pues hay que vaciar una época entera:
placas con nombres de calle que ya no son oportunos, mapas de ciudades
o países con fronteras en adelante erróneas, montañas de libros con los
nombres de autores retirados de la circulación que ya no son un buen par­
tido. Derrumbamiento histórico y basura, revolucionarios y anticuarios:
sería un gran tema para entender la apropiación de la historia, la forma­
ción de tradición, cómo se funda y protege la continuidad. Y no sería
menos espectacular que todas las acciones visibles: la voladura de edificios
simbólicos y dominantes allí donde se llega a un cambio de poder, la Bas­
tilla en París, la catedral de Cristo Redentor en Moscú, el Palacio de Berlín
y otros. Operaciones quirúrgicas, intervenciones precisas contra institucio­
nes centrales de una autocomprensión cultural forman parte desde siem­
pre del repertorio de la aniquilación: bibliotecas, archivos, palacios, uni­
versidades. Así quedan luego en los mapas los contornos de algo que una
vez fuera. De algunas épocas sólo han quedado ciudades espectrales, som­
bras, contornos, fragmentos a los que uno ha de añadir mentalmente el
conjunto. Todos los mapas lo son del desvanecimiento, al menos todos los
de territorios de desolación y aniquilación en la región histórica centroeu-
ropea y europea oriental. Eso rige en general, es obvio; pero sólo allí donde
los cambios se han sucedido en segundos históricos, a ritmo de guerra
relámpago, donde regiones enteras pudieron clasificarse como «tierra que­
mada», sólo allí se dejan ver como violenta cesura, corte, canto, herida, void
a que ninguna explicación alcanza. Así se cartografían zonas catastróficas.
Los planos urbanos que conservan espacios borrados y épocas caídas

307
del tiempo, esos mapas de escenarios de la catástrofe europea se vuelven
en manos de la posteridad medios de evocación. Son recursos con que nos
ayudamos para situarnos en un mundo que fue arrancado de sus goznes y
en que apenas ha quedado piedra sobre piedra. Se convierten en boletos
de entrada a espacios virtuales extintos, a libretas de notas de una bús­
queda de pistas en que todo se ha perdido y no obstante algo ha quedado.
Nos conducen a las ciudades imaginarias, invisibles. El trabajo de la histo­
ria lleva a cabo en ellas un trabajo de evocación. Al prestar su voz a los
muertos, que ya no pueden hablar, los despierta a la vida por un instante,
por un instante hace de ciudades muertas escenarios históricos, lugares de
historia viva.

308
E d ificio s, plantas:
H o tel Lux», la «Casa ju n to al M oscova
y otros

«Casa» es unidad cumplidamente pequeña. Se halla en algún punto


entre los grandes espacios, calle, barrio, ciudad, paisaje, y las unidades
menores, piso, habitación, rincones, interiores. En tomo a la casa crece en
círculos culturales toda una filosofía del habitar, del tener o no tener casa,
del ser con techo o sin techo. La casa es nuestro lugar, nuestra patria chica
metafísica. La casa, el oikós, es algo así como un centro en el círculo vital de
un ser humano. En él se refleja la mayor parte de nuestra vida, da igual que
seamos partidarios de hacer gran historia, política y de Estados, o pequeña
historia de lo cotidiano, o que por casa entendamos un hogar fijo, una for­
taleza, una celda o un hotel. Con certeza es el círculo más firme, cercano y
denso de los que rodean nuestra vida. El mayor número de dramas y los
que más hondo nos tocan, los que son nuestros, propios, personales, no se
desarrollan en espacios públicos ni en la arena de la lucha política, sino en
el mundo que por lo general circunscriben cuatro paredes. No hace falta
una fantasía demasiado grande para hacer de la casa el escenario en que se
anuda todo cuanto es esencial a una vida. Constantin Paustovski ha seña­
lado a nuestra atención esa circunstancia que a menudo se pasa por alto.
En sus memorias escribe: «Muchas veces, la historia de las casas es más inte­
resante que la vida de un ser humano. Las casas les sobreviven y a menudo
son testigos de varias generaciones. Salvo unos pocos que se ocupan especí­
ficamente de historia local, nadie se toma el esfuerzo de husmear el pasado
de una casa vieja, y a menudo se les mira despectivamente y se les tiene por
pobres excéntricos, aunque al obrar así reúnen los minúsculos vestigios de
nuestra historia, nuestra tradición, y despiertan en nosotros el amor por
nuestra tierra. Estoy convencido de que si alguien contara la historia de una
casa cualquiera, siguiera la vida de sus habitantes, indagara en sus caracte­
res y describiera los acontecimientos desarrollados en la casa, surgiría una
novela social acaso más importante que las novelas de Balzac»342.
Y hay tales casas, o configuraciones de casas. De algunas conocemos la
historia con precisión, mucha precisión: hasta los rincones más sucios de

309
las escaleras, el estado de los sanitarios o del recubrimiento del tejado.
Algunas se encuentran muy arriba en las listas de edificios a proteger y sal­
var para el recuerdo. Su historia está por contar. Estamos hablando sólo de
edificios profanos que merced a un encadenamiento de circunstancias
han desempeñado algún papel notable, no de aquellos que ya lo fueron
por su función y en torno a los cuales giraba la atención de sus contempo­
ráneos. Por lo general éstos son edificios de socialización y reclusión, de
martirio y disciplina, que impusieron a sus moradores temporales, caso de
sobrevivir, la obligación de dar noticia de ellos: precisa, con todos sus deta­
lles, irrefutable. Tales son cárceles, celdas, calabozos de tortura, refugios
antiaéreos, barracones de campos, escondrijos. Pero también lugares
donde pasarse metido toda la vida: una fábrica, una oficina. Ellos son la
materia de que ha tejido trasfondos y ambientes la literatura de los siglos
XIX y XX. A diferencia de la literatura, los historiadores han aprovechado
poco la casa en cuanto célula primigenia de la historiografía. Hay historias
de notables casas solariegas, estaciones de ferrocarril, bancos o palacios.
Pero a menudo son historias arquitectónicas, análisis de historia del arte, y
rara vez es hilo conductor la compleja historia del lugar34’. Ello no radica
tanto en enojosos problemas de fuentes documentales como en el hecho
de que la casa rinde muy poco a la hora de hacer gran historia, y la historia
de lo cotidiano por su parte, con su culto a la gente corriente, se cierra en
banda a toda intromisión de la «gran política», privándose así de la dimen­
sión épica de esos escenarios minúsculos. Cuando es patente sin embargo
que «historias de casas» pueden llegar a ser puntos de partida de una his­
toria universal microscópicamente densa. A título de ejemplo pueden ser­
vir el «Hotel Lux» y la «casa junto al Moscova», ambos en Moscú.
Su biógrafa Ruth Mayenburg describe así al Hotel Lux: «El edificio,
grande, imponente, estatal, se halla en la calle Gorki de Moscú, y lleva el
número 10. Se extiende seis plantas a lo alto y catorce pasos a lo largo en la
fachada, que doblando la esquina son trece en una calle lateral, la úlitsa
Nemirovitscha-Dantschenko. En el plano de Moscú figura como hotel. Quien
tire desde la Plaza Roja a mano derecha hacia la plaza Puschkin no puede
dejar de verlo. Hay dos columnas grises macizas firmes ante el portal
techado al que llevan tres peldaños bajos. En la esquina sigue estando el
restaurante, y dentro, justo junto a la entrada, la gran panadería que abre
hasta bien entrada la noche sigue atrayendo clientela»344. De entonces a
esta parte ha cambiado algo: la modernización ha transformado el edificio

310
hasta lo irreconocible, y uno tiene que ir a otros sitios a leer todo lo que
pasó con esa casa: p rim ero «Hotel Franziya» de Filippov, luego «Hotel
Lux», y más tard e aú n «H otel Zentralnaya». A quí nos im porta que el
«Hotel Lux» fue entre diez y veinte años alojam iento principal en Moscú
de la In tern acio n al C om unista. T odo cuanto tuviera algún n o m b re y
rango en el com unism o internacional paró aquí en algún m om ento. Su
libro de huéspedes es u n a especie de «Quién es quién» del m ovim iento
com unista mundial: E m st Fischer, Ruth Fischer, Klem ent Gottwald, Edwin
H órnle, Fio Chi Min, Stanislav H u b erm an n , Béla Kun, A rthur L ondon,
Karl M arón, Im re Nagy, A nna Pauker, Karl Radek, Matyas Rákosi, Ernst
Thálm ann, Josip Broz Tito, Palmiro Togliattd, Chu En Lai, H erbert Weh-
n er y m uchos otros. ¿Tiene algún alcance para la historia y la historiografía
del com unism o m undial el hecho de u n a tal concentración espacial de la
dirección del com unism o m undial en un mismo edificio? De no ser así,
p o d ría u n o ap u n tarlo sim plem ente com o peripecia argum ental que no
debem os agradecer a guionista alguno sino a la historia misma. Las rela­
ciones espaciales se corresponden exactam ente con las relaciones vitales
de la com unidad del Kom intern. El «Lux» daba cuerpo a la dirección del
K om intern en el extranjero. Q uien q u iera hacerse u n a im agen de la
misma tiene que seguirla hasta el «Lux»: allí pasó todo en el más lim itado
espacio, un microcosmos del com unism o m undial: esa mezcla de privile­
gio y arresto dom iciliario, co n ju ra y com unidad forzosa, intim idad de
camaradas y olor de cocina, am oríos e intrigas, la atm ósfera de sospecha
g en eral y antiguas rencillas de facción, de d ep e n d en cia y m iedo, y la
angustia imposible de desarraigar, la com binación de com unidad de lucha
y denuncia. No es lo mismo que unos cuadros dirigentes que a poco serán
denunciados se reú nan en un espacio pequeño o que estén am pliam ente
esparcidos p or la ciudad o el país. Los candidatos a la m uerte vivían en un
mismo pasillo de hotel pintado de verde. Cada habitación, p o r ejem plo la
271 de Ernst Fischer y Ruth M ayenburg, estaba reservada a una sección del
K om intern. «Puede que hoy estén los polacos, m añana, los alem anes.»
Desde detrás de las puertas es fácil oír lo que hablan las gentes del Komin­
tern. Los reproches que se les hagan se com entarán p o r la noche ju n to al
hornillo del fondo del pasillo o en reuniones en com ún. Nada más llegar
al Lux, R uth M ayenburg pregunta: «“¿Escuchan p o r las paredes?” “No,
sólo desde el pasillo”. Yo me propuse p o n er u n a cortina para aislar más la
habitación del vestíbulo. Y de hecho lo hice más adelante: era u n a tela

311
pesada, turcomana, que protegía de oidores en la puerta y a la vez el sueño
ligero de Ernst [Fischer-K. S.]. El trabajo clandestino en territorio ene­
migo me había traído la costumbre de ésas y otras medidas de precaución.
Cada vez que llegaba a un sitio nuevo, que ocupaba una habitación
extraña, lo primero que hacía era inspeccionar los alrededores como
hacen los gatos, y luego empezar a hacer rondas cada vez más amplias por
el futuro territorio en que había de vivir»315. A uno le preparan una habita­
ción: eso puede querer decir encarcelamiento, ser enviado para saltar en
paracaídas tras las líneas enemigas, o entrar en la clandestinidad en alguna
parte del mundo. Es posible saludarse por los pasillos sin que nadie sepa el
nombre real de su interlocutor. Relaciones de vecindad un poco más cor­
diales entre habitaciones pueden dar pie ahora a toda clase de sospechas.
La depuración del comunismo internacional va puerta por puerta. Por los
pasillos del «Lux» marchan a su final las biografías de los revoluciona­
rios. En la guardería del «Lux» crece el número de huérfanos. En los
años noventa el Lux-Zentralnaya acabó haciéndose accesible a huéspe­
des corrientes. Se montó un buffet corriente en el prim er piso, pero
desde allí se podía echar un vistazo a los pasillos que se extendían por las
dos alas. Estaban en marcha trabajos de reforma. Las puertas de las habita­
ciones, abiertas, y por las ventanas, el ruido de la Zverskaya. El restaurante
de la planta baja estaba cerrado, asimismo «na remont» [por reformas].
Cuando se abrió de nuevo, ya nada recordaba al Lux.
Otra casa en que la historia se ha condensado es la «Casa del Go­
bierno», más conocida por su figuración literaria en la novela de Yuri Tri-
fonov La casa junto al MoscovaM6. Una construcción imponente de cubos
apilados junto al Moscova. Epoca de construcción, años veinte; arquitecto,
Boris Iofan. Si rodea el edificio puede uno estudiar las placas colocadas
junto a las puertas que recuerdan a las celebridades que allí vivieron: fun­
cionarios del partido comunista de la URSS como Nicolai Bujarin y Alexei
Tomski, generales como Mijail Tujachevski, comunistas internacional­
mente conocidos como Georgi Dimitroff y Maurice Thorez. Por los recuer­
dos y el pequeño museo, organizado por antiguos ocupantes del edificio,
puede uno descubrir fácilmente que se trataba del edificio más moderno y
cómodo del Moscú de la época, una casa sin historia previa que trataba de
emular a las gated communities estadounidenses, «con todas las comodida­
des», un biotopo de la high-society comunista. La «Casa del Gobierno» era
un puro anuncio de futuro, una muestra del nuevo Moscú. Enseguida le

312
crecería justo enfrente, entre otros edificios altos, el Palacio de los Soviets
(hasta los 470 m etros). Los prim eros ocupantes se m udaron en 1932. Se
tenía a la casa p o r encarnación del «americanismo soviético» de com ien­
zos de los años treinta. Las historias de sus inquilinos concordaban con
u n a cierta historia de la m o d ern a U nión Soviética: u n a que hablaba de
ascenso de la aldea a la ciudad, del banco de trabajo a las alturas del
m ando, de econom ía planificada y política, de fantásticas carreras y de caí­
das y ruinas inimaginables. Desde aquí se podía echar un vistazo al nuevo
Moscú en crecim iento, el Palacio de los Soviets, el cine U dam ik, la cercana
torre de la radio de Schabolovka, la torre de la biblioteca Lenin, el pórtico
de la prim era estación de m etro, «Palacio de los Soviets». Desde aquí se
veían los fuegos y salvas del prim ero de mayo y el 7 de noviem bre, y sobre
todo se vieron los de aquel 9 de mayo de 1945 al finalizar la Gran G uerra
Patriótica. La «Casa del Gobierno» es en el fondo una ciudad d entro de la
ciudad, provista autárquicam ente, con prem ios Nobel, sistema propio de
pases y vigilancia. Q uien había obtenido una plaza aquí lo había hecho en
u n a ciudad sobrada en que nada era difícil de encontrar salvo una vivienda
o un a plaza en un a vivienda. H abía zapatero, frisseur, chauffeur, lavandería,
en pocas palabras, todo lo necesario para que u n a clase de seres hum anos
escogida p ara m an d ar se d e sp ren d iera de todo cuidado cotidiano. La
«Casa del Gobierno» se convirtió en «corredor del horror» en los años de
la Yechovchina, cuando se descabezó a la cúpula m ilitar y se asesinó p o r
decenas de miles a m iem bros del partido y del gobierno. La élite habitaba
y vivía aquí puerta con puerta, se encontraba por los pasillos, en la piscina
o en la sala de deportes, en la tienda de delicatessen o a la hora del té. De la
desaparición de otros inquilinos se enteraba uno, cabe conjeturar, p o r la
prensa, cuando se había desenm ascarado y señalado a un nuevo enem igo,
un nuevo «nido de la contrarrevolución». La autodestrucción de la clase
política cristalizó en la interrupción del trato con los cercanos, la disposi­
ción a creer a los denunciantes más que al propio juicio, en una cobardía
y un m iedo sin nom bre. Una vez más, el «gran terror» de puerta en puerta,
de piso en piso, de pasillo en pasillo. Nos podem os figurar fácilm ente al
vecindario de la «casa ju n to al Moscova» y reconstruir la topografía interna
de la «Casa del Gobierno». Es el núcleo interno de la clase política ju n to
con sus apéndices familiares. El cambio de inquilinos que se cum ple en los
años treinta puede calificarse de cambio de élites en m iniatura e in situ. A
finales de los trein ta la com posición específica de la «casa ju n to al Mos-

313
Entrada a una vivienda de Budapest.

«Las casas son lo más p e r s o n a l q u e cabe p e n s a r,


lo ín ti m o . A ellas se a d h i e r e el r e c u e r d o . A ellas,
“la p r o p i e d a d ”.»
cova» es diferente. Bajas y nuevos ingresos en el vecindario representan los
procesos selectivos, politocráticos y socioculturales, característicos de la
época de Stalin: y en el corazón de la vida, con sus interiores y su piano
recién com prado, sus testimonios de la vanguardia del proletariado, el gra­
m ófono Pathé, la bicicleta en el balcón, estanterías con libros, cortinas,
tapetitos bordados en las cómodas, su parquet inm aculado, y cuanto quiera
que fuese riqueza en la high-society estaliniana. La «Casa del Gobierno» fue
al principio un a especie de Isla de los Bienaventurados. Pero aun así llegó
1937. Y pu ed e reconstruirse, piso p o r piso, pasillo p o r pasillo, casa p o r
casa317. P odría señalarse en ella incluso el destino de quienes h iciero n
carrera sin que nunca se les llam ara a ren d ir cuentas. Muchos de ellos lle­
garon a vivir los últimos tiempos de la U nión Soviética, algunos incluso su
caída. Ahora ven desde sus balcones carteles que anuncian Terminator II o
IndependenceDay. En el antiguo anfiteatro en el centro del com plejo dan el
musical Chicago. En el tejado gira la estrella de Mercedes. En la estela de la
privatización y com ercialización, las viviendas de la antigua «Casa del
Gobierno» se han puesto a la venta. Así pu ed e pasar que el biógrafo de
Nicolai Bujarin pare ahora muy cerca del lugar en que su héroe entraba y
salía. La casa m odelo del com unism o ya es historia.
Algo sem ejante ocurre d o n d eq u iera que el com unism o ha salido de
escena. Y p o r doquier, en Budapest, en Bucarest, en Berlín, en tra en ella
una arqueología que estudia la planta de una antigua vida civil en ruinas.
Se p u ed e ver en las recientes apariciones de ediciones ilustradas dedica­
das a las villas de B udapest o B ucarest antes de la guerra348. Bucarest es
un a ciudad traum atizada: en tiem pos de paz se le am putó gran parte de
su masa corporal arquitectónica. U na operación a lo vivo, bajo uno de los
regím enes más odiosos de E uropa que hizo de un antiguo y herm oso país
un a zona arrasada. El «París del Este» está en ruinas. Sus puntales princi­
pales eran las casas, las villas en que se desarrollaba una vida muy distante
de la del pueb lo , u n a isla en la isla de la ciudad en atro p ellad o creci­
m iento. Enclaves de burguesía, P roust en b ru to , P roust en el m irad o r
desde el que podía abarcarse el m undo anterior. Incrustaciones cristali­
nas, boyardas y sobre todo judías. A hora ese m un d o vuelve a ser recor­
dado. D escribir con exactitud es condición p ara recordar. Se alza y se
dibuja la planta. N úm ero de habitaciones, situación de salón y cuarto de
baño, o rien tació n del m irador, todo es significativo. F atigosam ente se
reconstruyen interiores.

315
Las casas son lo más personal que cabe pensar, lo íntim o. A ellas se
ad h iere el recuerdo. A ellas, «la propiedad». Es la relación más firm e e
íntim a que pu ed a darse. U na que en el siglo XX h a sido truncada p o r situa­
ciones de violencia más de u n a vez. Las casas están m arcadas p o r la ausen­
cia de quienes las habitaron. Asesinados, expulsados, otros se m udaron a
ellas. En esas casas se entrecruzan relaciones jurídicas, historias de senti­
m ientos y pasiones, de crianzas y educaciones, biografías, historia cons­
truida de lugares, historia de violencia. Son el telón de fondo de las fotos
de fam ilia qu e re p ro d u c e n el sillón en que arrellan ad o pensó uno el
m undo.

316
Proust, interiores

H abitualm ente los historiadores están familiarizados con los interiores


de la época de que traten. C onocer la circunstancia en que los seres hum a­
nos se han instalado es parte de los cánones de la herm enéutica histórica.
Con la evocación y análisis de interiores pasa com o con aquello que W alter
B enjam ín explicaba de la m oda: «El in terés más ca n d en te de la m oda
radica para el filósofo en sus extraordinarias anticipaciones. Es sabido que
a m enudo el arte anticipa p o r algunos años la realidad perceptible, p o r
ejem plo en pintura. Se p u d iero n ver calles y salas radiantes de luces de
colores m u ch o antes de que la técnica las p re sen tara bajo esa luz con
anuncios de n eó n y otros artilugios. T am bién la sensibilidad del artista
para lo venidero va m ucho más lejos que la de las señoras elegantes, eso es
seguro. Y sin em bargo la m oda está en contacto m ucho más constante y
preciso con las cosas p o r venir, en virtud del incom parable olfato que el
género fem enino tiene para lo que el futuro esconda. Cada saison trae con­
sigo en sus creaciones más recientes alguna señal secreta de lo que se ave­
cina. Q uien supiera leerlas sabría p o r adelantado no sólo de las nuevas
corrientes del arte sino de los nuevos códigos legales, de guerras y revolu­
ciones. Ahí radica sin duda el mayor aliciente de la m oda, pero tam bién la
dificultad de hacerlo fructífero»3'9.
Desde que existen interiores, y es im portante en ten d er que no ha sido
así desde siem pre, son algo así com o la m oda del revés, vuelta hacia dentro
del envoltorio que los seres hum anos se han creado. D onde puede leerse
casi todo aquello de que cabe ten er experiencia cuando se trata de seres
hum anos en el espacio de su época: standards técnicos y artesanales, com o­
didad, estilo, posición social, relaciones en tre m undo interno y externo,
relación consigo mismos. Q uien supiera in terp retar suficientem ente inte­
riores sabría cóm o inform arnos de incubación y desarrollo de situaciones
sociales y guerras civiles. Con qué densidad podrían describirse tales envol­
torios de época se m uestra en un resum en del interior historicista de la
época de la unificación guillermina: aun con la generalidad de todo resu-

317
m en resu en a en éste de Jo st H erm and algo de la pujante proliferación
contenida en ese interior: «De ahí que la cultura de la época de la unifica­
ción, si es que se puede hablar de cultura, sea m era fachada, rem iendo de
retales, lecturas sin criterio, exotismo de Makart. En tanto las antiguas cla­
ses explotadoras aún tenían un estilo determ inado y trataban de señalarse
con distinción y distanciam iento, la gran burguesía de la unificación es
absolutam ente hortera. En su arte se expresa una m entalidad de advene­
dizos ávidos de rango que se sobra queriendo darse aires y llam ar la aten­
ción. Por eso las habitaciones o recibidores de las villas de la época guiller-
m ina tienen carácter de puros escaparates en que no se vivía, se enseñaban
exclusivamente a título de buenas habitaciones. Com o tiendas de anticua­
rio estaban la m ayoría repletas de toda clase de cosas, lo que causaba
im presión de m useo o de lujo caro únicam ente: bargueños a la antigua,
m uebles Boulle, escabeles góticos, sillones Luis XV, pajareras exóticas,
arm aduras, adornos con plum as de pavo real, flores artificiales, hojas de
palm era, pájaros disecados, trofeos de caza, tapices orientales, porcelanas
de Sajonia, jarro s de cinc, figuritas por las vitrinas, espejos rococó y edicio­
nes clásicas encuadernadas en cuero. En esas habitaciones lo decisivo no
era lo lujoso de cada objeto sino la im presión decorativa de conjunto.
Hasta los materiales escogidos dan la im presión de absoluta falta de escrú­
pulos. Así, ju n to a m ateriales auténticos se em pleaba a m en u d o m ucha
im itación y m ucho chapado: latón p o r oro, cartón p o r piel, escayola por
m árm ol y papel m aché por palo de rosa. Lo principal era que todo pare­
ciera resplandeciente, m arm óreo, satinado o veteado, que im presionara»350.
T am bién la reacción contra lo pom poso de la época guillerm ina, el
afán de u na nueva sencillez se pueden señalar en los interiores del estilo
m odernista que despuntaba. T oda form a había de desarrollarse a partir
del m aterial, los objetos de uso, de su función. «En concreto eso quiere
decir que un a silla debía volver a ser una cuestión de sitio donde sentarse,
una lám para, un objeto lum inoso, y un jarró n , un recipiente para flores,
en lugar de objetos enajenados en ornam ento p o r motivos renacentistas
pintados, clavados o pegados. De ahí que el lem a de ese m ovim iento fuera
p o r m ucho tiem po el concepto “form a propia”, contrapuesto com o con­
signa de lo m oderno a todo lo imitado, adherido, sobrecargado, decorado,
y así, sin sentido a ju icio del m odernism o. Precisam ente las cosas de uso
cotidiano debían volver a ser lo que en efecto son, cosas de uso cotidiano y
no alardes de grandeur, highlife y vanidad de nuevo rico. Así, lo positivo del

318
La habitación de Marcel Proust en la rué Hamelin.

«Desde q u e e x is te n i n te r i o r e s [ .. .] , so n algo así c o m o


la m o d a del revés, vuelta ha cia d e n t r o del e n v o lt o r i o
q u e los seres h u m a n o s se h a n c rea d o .»
m o dernism o em pieza con su lucha co n tra el historicism o guillerm ino,
contra la jactancia y la falta de gusto del advenedizo»351.
No es difícil reconocer a p artir de qué fuentes se ha com puesto esta
panorám ica: fotografías, exposiciones y sobre todo literatura, que se ha
tom ado su tiem po en su «busca del tiem po perdido». T oda literatura tiene
tales espacios interiores. Vive de ellos casi tanto com o de las vidas que
alienta. Cojamos a quien cojamos, Dickens, las grandes haciendas y resi­
dencias nobiliarias en Iván Turgeniev o León Tolstoi, los sótanos y cuchi­
triles alred ed o r del m ercado de San Petersburgo en Dostoievski, la casa de
la calle Sperling en Raabe352, la literatura produce la circunstancia ju n to
con las dramatis personae. «Los interiores en cuanto objeto de exposición
literaria se desarrollan a p artir del espacio burgués de la época Bieder-
m eier, a fuer de lugar de intim idad privada (que no obstante se sigue refi­
riendo en perspectiva a un exterior), para convertirse luego en lugar autó­
nom o de artificio en ajen ad o del m undo. En cu an to “refugio del a rte ”
(Benjam in) y del artista se convierten en lugar de la im aginación y p o r
últim o en m etafórico cobijo aním ico de la “conciencia in fo rtu n a d a ”
(Hegel) atrapada en la autorreflexión»353.
Ninguna reconstrucción histórica de época elude los interiores en que se
viviera la subjetividad de aquel tiempo. Tom em os com o ejemplo la descrip­
ción de la casa paterna en Kaschau-Kassa-Kosice que hace el novelista hún­
garo Sándor Márai. Todo es imprescindible en ella: el mobiliario de caoba,
las broncíneas náyades que antorcha en m ano entre las olas form an un ceni­
cero, la figura en bronce de un perro pachón, los «ingeniosos entreveros de
caoba y nácar, los sillones, las patas de silla adornadas como columnas dóri­
cas yjónicas», el despacho con las tres vitrinas y la biblioteca, am or e intriga,
entregas mensuales de Velhagen & Klasing, todos los detalles son esenciales
para captar el «espíritu» que anim a a ese interior. Marái se convierte así en
etnólogo y sociólogo, en analista de clases, com o todo gran escritor351.
1942, de visita en la ciudad y en busca de las huellas de la niñez, quiere
decir en Márai: «Domingo p o r la tarde en Kaschau, por prim era vez desde
hace veinticinco años. Con el pesado olor del dolor denso en el aire, dolor
de niñez. Esa tristeza y esa desesperanza, los nervios del niño los dom in­
gos, la p en u m b ra del café en tre carteles con vistas, la de entonces en el
cuarto del niño lleno de sol, cuando se han ido los mayores y nos queda­
mos solos con la sierra de m arquetería, los libros de Julio Verne y la caja de
construcciones»355.

320
T am bién aquí W alter B enjam ín abrió la p u erta de p ar en p a r hace
m ucho, cuando escribió de los interiores com o «vestuario de ambientes», y
de «mobiliario que pretende coleccionar y archivar las huellas de estilo de
todos los siglos», y de «coartada en el tiem po»356. Para él la cuestión nunca
estuvo en hacer un a historia detallada del mobiliario o el diseño de lám pa­
ras, sino en la firm a de la época, com o recalca tam bién N orberto Gram-
maccini, para quien «ahí los interiores se entienden clave de la existencia
objetiva en pasado y presente. El fin de la investigación es una historia cul­
tural de los interiores que aúne según lo requiera el caso las posiciones de
sociólogo, entendido y científico objetivo. De ahí que no aguarde al lector
u n a historia del mobiliario, ni un texto que se limite a arquitectura o deco­
ración de interiores, o a terrenos específicos com o las casas de m uñecas por
ejemplo, ni tam poco una sociología o u n a filosofía de la vida en interiores.
El prim er plano lo ocupa el cambio en la historia. Como ningún otro tema,
los interiores contem plados en el espejo del arte enseñan que las cosas no
se quedaron en absoluto en lo antiguo»357.
Benjam ín ya había señalado las dos vertientes de tal investigación, la
antropológica y la histórica. «Lo difícil al considerar la vivienda está en que
es preciso descubrir en ella lo prim igenio, quizás eterno, la réplica de la
estancia del ser hum ano en el seno m aterno, mientras por otro lado, desa­
ten d ien d o a ese motivo prim ordial, hay que captar en ella en su form a
extrem a una situación existencial del siglo XIX. La forma prim ordial de todo
habitar no es existir dentro de una casa, sino de un cascarón. Este lleva la
im pronta de su ocupante. Y en el caso extrem o, la casa se convierte en cas­
carón. El siglo XIX sufría de adicción a la casa como ningún otro. Concebía
la vivienda recipiente del ser hum ano, y tan hondam ente le encajaba ahí
con todas sus pertenencias que uno podría figurarse en el interior de una
caja de compases, donde el instrum ento con todos sus accesorios está em po­
trado en el fondo de cuevas de terciopelo, casi siem pre violáceas. Y a qué no
le encontraría envoltorio el siglo XEX: relojes de bolsillo, pantuflas, hueveras,
term óm etros, barajas... y a falta de recipiente, em bellecedores, m anteles,
tapetes, fundas o cubiertas. El siglo XX, con su transparencia y permeabili­
dad, diáfano y aireado, ha acabado con la vivienda en su antiguo sentido.
Frente al cuarto de m uñecos en la casa del arquitecto Solness entran en
escena “hogares para seres hum anos”. El m odernism o sacudió el cascarón
hasta lo más hondo. Hoy está m uerto y la vivienda ha encogido: por obra de
la habitación de hotel, para los vivos, del crem atorio, para los muertos»358.

321
El siglo XX se sacudió esa suprem acía del pasado y el historicismo (la
«morralla» de cortinas de terciopelo, alpacas, hojas de palm a y demás) y
creó interiores nuevos, incluso hasta disolver «lo interior». Le C orbusier
escribe: «Veíamos a esos mismos industriales, ban q u ero s y hom bres de
negocios lejos de sus quehaceres, en sus casas, d onde todo parece contra­
decir a su m odo de ser; u n a sofocante angostura de las paredes, una colec­
ción de objetos superfluos e incongruentes, u n am biente que pone malo,
cargado con ese sinfín de estilos de todo tipo y ningún gusto y todas esas
ridiculas naderías. A hí nos parecían avergonzados, contrahechos com o
tigres enjaulados, se les notaba que se sentían sustancialm ente m ejor en su
fábrica o su banco. En nom bre del barco a vapor, el avión y el automóvil,
nosotros hem os alzado la voz en pro de salud, lógica, valentía, arm onía y
perfección»359.
T am poco iba a parar ahí la cosa. A finales del siglo XX sobreviene un
nuevo retraim iento del m undanal ruido y del en to rn o contam inado con
sus inabarcables peligros. «Ha vuelto a crecer el carácter de fortificación
de la vivienda, fom entado p o r sistemas perfeccionados de alarm a y vigilan­
cia. C uadra con tal época el renacer del estuche de compases con su forro
violeta, sólo que ahora irónicam ente desgarrado y ya sin ilusión»360.
Pero tam bién hay otros caminos que sacan del presunto m anguito del
eclecticism o e historicism o. E ntonces los in terio res se convierten en
cam po de batalla de las grandes confrontaciones. Tam bién aquí es W alter
Benjam ín analista certero de observaciones propias. Así, sobre los interio­
res moscovitas de los años veinte escribe frases que contienen todo un pro­
gram a de investigación, form uladas en el prim er decenio de p o d er sovié­
tico, en los días de su visita a Moscú. Los miles de bibliotecas escritas hasta
hoy sobre la «naturaleza del com unism o soviético» no han añadido ni una
pizca a la com prensión form ulada en esas pocas frases, si es que llegan
siquiera a percatarse del asunto. Benjamín dice así: «Por la m añana nos
levantamos tarde y fuimos a la habitación de Reich. Es parte de u n a casa
pequeñoburguesa com o no puede soñarse más horrible. A nte la visión de
cientos de m antelitos, consolas, m uebles con fundas y visillos casi se queda
u n o sin aliento de p u ro agobio; ese aire tiene que estar cargado de polvo.
En el rincón de u n a de las ventanas había un árbol de Navidad muy alto,
hasta eso era espantoso con sus ramas secas y u n m uñeco de nieve am orfo
de rem ate. El viaje agotador en el tranvía y el espanto de tal habitación m e
hicieron p erd er la perspectiva y m e precipité u n poco al asentir a la pro­

322
puesta de Reich, ocupar ese apartam ento con él a partir de enero. Esas
habitaciones pequeñoburguesas son cam pos de batalla arrasados p o r las
huestes triu n fan tes del capitalism o m ercantil, d o n d e ya n ad a h u m an o
puede crecer. Pero a lo mejor, con mi afición a las cavernas, puede que no
despache mal mi trabajo en sem ejante sitio»361. Ni se podía figurar Benja-
m in en ese m om ento que aun esa caverna, que a pesar de todo le había
ofrecido am paro y posibilidad de recogerse, había de desaparecer total­
m ente, para u n a sociedad entera y durante generaciones. La historia de la
disolución y destrucción de ese espacio de la privacidad está aún por contar.
Los interiores son m undos en m iniatura, universos, espacios vitales,
estuches del hom bre privado, de la m ujer privada. Son incluso sucedáneos
del m undo. Se puede em p ren d er en ellos viajes alrededor del m undo y al
pasado sin moverse del sitio, lugar ideal para la «búsqueda del tiem po per­
dido». Q ué m an tien e a u n o ligado al m u n d o sólo se llega a b a rru n ta r
cuando ese espacio interior está am enazado, a libre disposición.

323
D irectorios de Berlín

Los directorios son réplicas de paisajes hum anos, pero p o r lo general


sólo se les req u iere para conseguir inform ación sobre dom icilio y para­
dero de personas determ inadas. Son piedra de toque cuando no se fía uno
de indicaciones autobiográficas. Con ellos se cotejan datos biográficos
cuando n o q ueda otra m anera. Acaso tam bién se les requiera en procedi­
m ientos en que hay m ucho e n ju e g o , títulos jurídicos, acreditaciones de
propiedad, pérdida y restitución. Como otras obras de consulta, se aprove­
chan a título de recursos auxiliares, y se los coloca en la sección de ciencias
auxiliares. C uando son m ucho más.
Son u n género peculiar de docum ento en que grupos sociales, ciuda­
des o lugares alm acenan y organizan conocim iento de sí mismos. T ienen
u n a historia que em pezó en algún m om ento, cuando las relaciones urba­
nas se habían vuelto inabarcables, y que ahora, es patente, llega a su fin en
la época de la recogida y m anejo digital de datos. En lugar del directorio a
disposición de unos pocos, de au toridades e instituciones, apareció el
directorio de miles de páginas en varios volúmenes, y en cierto m odo tam ­
bién el listín telefónico y las páginas am arillas. N unca se dio sem ejante
d erroche de transparencia y democracia. Cada año se recogen en conte­
n ed o res m illones de ejem plares, sustituidos enseguida p o r reediciones
actualizadas que se proporcionan gratis. Que se trata de derroche, lo adver­
timos sólo cuando param os en lugares del m undo en que no existen direc­
torios ni listines telefónicos, o han sido retirados de la circulación362.

Documentos de simultaneidad. Si uno no m ira a los directorios sólo com o


recursos auxiliares subordinados y los lee a título de docum entos históri­
cos ganan de repente una sorprendente fuerza expresiva. Son abreviaturas
en que unas sociedades organizan conocim iento sobre sí del m odo más
racional concebible. Su m era existencia es indicio del prom edio de civili­
zación alcanzado; eso se advierte cuando faltan. Son claves que abren ciu­
dades y usamos a diario. Con directorios reconstruim os ciudades que ya no

324
existen. Los necesitam os cuando querem os hacem os presentes ciudades
perecidas o reen co n trar el rastro de seres hum anos que perdim os en el
tum ulto de la historia y la m agnitud de las ciudades. Los directorios m ues­
tran la com posición étnica específica de cada ciudad: el listín de Nueva
York es el del meltingpot, el de Moscú, el del Im perio m ultinacional; el de
Berlín hacia 1900, el de la absorción de inm igrantes de Posen y Silesia. Los
listines son libros de contabilidad donde se sienta el proceso de mixing y
unmixing. germ anización, polonización o chequización. Vale de los direc­
torios lo mismo que de cualquier obra historiográfica. Nos cuestionam os
su objetividad y fiabilidad. Por muy objetivos que hayan querido ser, son
parciales y partidistas. Sólo el alfabeto tiene fuerza suficiente para colocar
artes y oficios, escuelas de, ju n to a albergues m unicipales para gente sin
techo con los que sólo tienen en com ún el em plazam iento. Los directorios
tom an p o r punto de partida y principio organizador el lugar. D ocum entan
sim ultaneidades, y sólo p o r eso ya se les hacen secundarios a cronistas e
historiadores que no sabrían contar sus historias sino consecutivam ente.
El ord en alfabético garantiza el ordenam iento dem ocrático, pero en
estados de excepción históricos queda sin vigor hasta el alfabeto. Obliga­
dos a inform ar, y habiendo hecho de ello oficio y función exclusiva, los
directorios tam bién p u ed en silenciar. Ya la cuestión de quién figure es
im portante. Los directorios dan fe de significación e insignificancia. Ya en
su m era m aterialidad son unas form aciones im presionantes, macizas, en
varios volúmenes, a tom arse con reservas si son de fecha atrasada. Pero su
orden no es prescripción divina sino obra hum ana. Cuantos datos apare­
cen en ellos recogidos, ordenados, jerarquizados y disciplinados testim o­
nian así no sólo el m undo en que vivimos sino tam bién cóm o lo ven sus
editores. Los directorios son docum entos históricos par excellence. Desapa­
recen en períodos de excepción. Las revoluciones revuelven el orden de
los directorios. Estos señalan continuidades donde todos ven ruptura sólo.
Ilum inan los grandes «cambios de decorado», de localización de la escena
y de personajes históricos. Por otro lado, uno puede seguir el rastro de
alguien hasta el fondo de los directorios para verificar de dónde viene, en
caso de h ab e r ten id o alguna dirección real y no sólo de tapadera. Los
directorios no traen sección de seudónim os, de eso se ocupan ediciones
críticas más tarde. En tiempos de guerra y revolución las ediciones son casi
siem pre más delgadas, si es que aparecen, en p eo r papel, inválidas y para
m anejar con toda precaución; hoy, ya sólo en microficha. Prósperos tiem-

325
S pandauer- = } B rücke.
x3 >4

H aggen. W iit.K rie g ea ra tíu n . X E in gan g d e r Seiden - M u k le .


fía g g e n . Jico . a i
n S ch ó n ln g , W i t L geh. R ath.
H aggen, d ito . 3
S ú fs m llc h . D e jtilla te u r. 4 ?& ii W a n d sleb cn . Sch n e id e r.
>0 F l a c k e l , W i t t . llof-Im p ecc.
H lle r ti, M ateriíliir. 5 O
Sch ró d er, W ittw e . 6 o»
o C o m m en d a n ten • S trofre.
»>•
Rosentkaler * Strafsc. a
0 Koch. Sattler.

f-'e n izk i. M aterialijt. 0 9 Koch. dito.

R ie le s . G ü rtlem ittv re. 7 o Koch, dito.

K rü g er, S attler. 8 *>


Grofse Prüfidenten- Strafst.
0 r a n i e n > u e r - S t r a fr e.

Nene Anschauliche Tabellen von der gesammten


R esidenzstadt Berlín, Berlín 1801.

« Q u ie n f r e c u e n t a la le c t u r a d e d i r e c to r i o s p u e d e
m overse p o r ellos c o m o p o r espacios im a g in ario s,
espa cios u r b a n o s , viarios, dom ic ilia rios.»
pos de paz traen volúm enes rollizos y ufanos que se van anunciando a sí
mismos p o r todas partes; los tiem pos de crisis los traen llenos de rotos y
agujeros, los de g u erra los ab a n d o n an , los de revolución los dejan sin
vigor. En sociedades abiertas los directorios son im prescindibles para fun­
cionar, en cerradas, se limita el acceso a ellos si es que no se retiran de la
circulación. En la censura de directorios puede verse que tam poco es un
m edio tan inocuo. En los directorios se encuentra alm acenado casi todo lo
que perm ite sacar conclusiones sobre concentración de poder, bienestar o
m entalidad. C ontienen topografías enteras y dan claves respecto a cone­
xiones, sedes, condensación, dispersión y propagación. Claves que pueden
ser las más detalladas y duraderas en lo referente a conm ociones sociales si
se las estudia a lo largo de una época entera, así para la histoire événementie-
lle com o de longue durée. Son docum entos de asentam iento y de movilidad,
de m udanzas voluntarias y forzadas. C onservan estados de agregación
social. Sus colum nas de apellidos docum entan la estabilidad de una com u­
nidad, y su inestabilidad. Q uien frecuenta la lectura de directorios puede
moverse p o r ellos com o p o r espacios im aginarios, espacios urbanos, via-
rios, domiciliarios. Los directorios son libretas y mapas, devuelven a la his­
toria la dim ensión espacial, com o corresponde a lo que son, recurso infor­
mativo que usam os día tras día com o cosa obvia. U no p u ed e darse u n a
vuelta p o r ellos y vivir de todo: arrollado p o r la densidad del m aterial,
darse a seguir rastros, llevarse sorpresas y perderse. Q uien se les acerca
dem asiado pierde la perspectiva. Q uien se da a ellos en exceso se pierde
en ellos. U no p uede aproxim arse hasta muy cerca, casi hasta la persona de
los reseñados, entonces aún sin proteger p o r ninguna instancia encargada
de la co n fidencialidad de los datos. Pues en el d irecto rio de 1932, p o r
ejem plo, se inform a en cada edificio de propietario, adm inistrador, núm e­
ros de teléfono, cu en ta bancaria, p e rte n e n c ia a algún grem io, bajos,
planta baja, entresuelo, sótano y distrito postal. Las cifras rom anas indican
el piso; el nom bre entre paréntesis, ciudad o país en que vive el propieta­
rio. Ni siquiera falta u n a breve aclaración onom ástica del nom bre de la
calle o plaza.
Directorio de Berlín, 1932. De los viejos directorios berlineses del siglo
XVIII y com ienzos del XIX traslucen con toda claridad idea fundam ental,
origen y evolución de este género. B ásicam ente abarcan sólo la ciudad
regia, la arquitectónica, la de cantería. Es u n área fácil de abarcar, y se
aprecia que el directorio ha surgido del m apa. En un principio aparece el

327
trazado de las calles con indicación de fincas y apellidos de propietario e
inquilinos (cabezas de fam ilia)363. C om parar sus orígenes con los de direc­
torios de Londres o París p o r ejem plo m ostraría con toda certeza que Ber­
lín era un auténtico latecomer. Es patente que el directorio debe su existen­
cia al deseo del soberano y su corte de supervisar u n a ciudad en
crecim iento. El d irectorio se com puso con ojos de rey. No obstante, el
género se em ancipó rápidam ente. La expansión de la ciudad, la m ultipli­
cación de empresas, profesiones, negocios, servicios y ámbitos de actividad
im pulsaron la diferenciación del género364. Por un lado, se ve el esfuerzo
p o r m an ten er el paso con el crecim iento de la ciudad, del que se hacen
cargo grandes editoriales que sacan cada año nuevas ediciones corregidas
y aum entadas: m ediado el siglo XX aún seguirán los directorios fieles a la
idea de replicar la direcciones, es decir, cartografiarlas, si bien en form a
sum am ente estilizada y abstracta; pero de todos m odos sigue siendo reco­
nocible y evocable la disposición espacial, la situación de las casas en la
calle o plaza de que se trate. Por otro lado, se tom a buena nota de la cre­
ciente m ultiplicidad y diversidad, que se distribuye en distintos directorios
temáticos. Los criterios de distribución más im portantes son, de una parte,
o rd en ar los datos espacialm ente, por distritos, barrios o calles, y de otra,
p o r o rd en alfábetico de apellidos, ju n to con la escisión de unas páginas
am arillas que hasta hoy se h an m an ten id o organizadas p o r ram as de
actividad, y a las que es propio desde siem pre la mezcla de inform ación y
anuncio.
El directorio, que al cabo de cien años había alcanzado un punto cul­
m inante en su desarrollo, es testimonio de la m adurez y riqueza de la ciu­
dad que contiene y replica. Podríam os subirnos a cualquier edición como
a un tranvía y se nos irían los ojos a todas partes, lo mismo que en el retrato
del vientre de París o de los panoram as que hacen Emile Zola, Charles Dic-
kens u H onoré de Balzac. A frontar exceso y profusión es sin em bargo con­
dición esencial en todo aprendizaje de urbanidad. Así, en las 700 páginas
del tom o m ercantil, profesional e industrial del directorio de Berlín de
1932, con u n a tirada acreditada de 30.000 ejem plares gracias a lo cual aún
hay alguna op o rtu n id ad de que aparezca aquí o allá en algún anticuario,
se e n c u e n tra u n o an te un p an d em ó n iu m de ab u n d an cias365: la en te ra
variedad de producción, com ercios y negocios. Ahí se alcanza u n atisbo de
la riqueza de la ciudad y el grado de división del trabajo ya alcanzado.
Vemos al re p e rto rio p erm a n ece r inm utable a través de las catástrofes:

328
desde Abanicos a. Zurdos (artículos para), com o sigue anunciándose hasta hoy
en los carteles del m etro. Pero se ve tam bién cóm o entretanto m uchos ofi­
cios y profesiones antes corrientes se h an caído de sus páginas. Nos halla­
mos en un m useo de profesiones extintas. Vemos cuántos m ateriales y
artículos de prim era necesidad han quedado entretanto obsoletos, y p o r
cuáles se sigue preguntando hoy. Encontram os consignadas instancias fun­
dam entales para la supervivencia, hospitales y farmacias, ju n to a las gran­
des profesiones y las más exóticas. Podem os vagabundear p o r páginas infi­
n itam en te m en u d as y apretadas, viendo pasar panaderías, bancos,
cervecerías, sólo con la diferencia de que m uchas variedades de cerveza ya
no se toman: cerveza de color, grátze, de caram elo, lager, m alteada, porter,
inglesa, blanca. Siguen colum nas con direcciones de tallistas y com busti­
bles (al detall y mayoristas). Todo cuanto tenga que ver con la producción
de libros: encuadernadores, im presores, librerías. La im portante fracción
de los carniceros reclam a m ucho espacio, com o peluqueros y hosteleros,
ni que decir tiene, que im peran entre las secciones 201 a 228: las célebres
tascas de las esquinas berlinesas, vaya. V ienen luego rep resen tan tes de
com ercio, representantes del arte de la quirom ancia, callistas y todas las
ramas caninas, con fabricantes de com ida para perros y peluqueros inclui­
dos. Y u n a sección sin desperdicio, au tén tico caviar de A stracán, la de
coloniales, surtida en abundancia com o tienda de ultram arinos. Asombro­
sam ente, aún hay num erosas vaquerías en el casco urbano. Siguen luego,
en la P, papel y papelería, artículos de escritorio y com plem entos con sus
co m plem entarios fabricantes - e l c o rrec to r de un co m p u tad o r actual
rehúsa aceptar m uchos de los conceptos, pues han desaparecido o casi de
los diccionarios-, reparaciones de porcelanas, preparados de radio, aseso­
res publicitarios, la sección devoción, con las prestigiosas firmas R einhold
Pátzold yju liu s Grieneisen. Es abrum adora la sección de sastres de señora
y de caballero, com o la de zapateros y ebanistas. Los tiem pos andan revuel­
tos, los seguros tienen m ucha salida, así que el ram o está nu trid am en te
representado. Los hay contra accidentes de coche y contra estragos p o r
disturbios. Im presionante presencia la del sector del tabaco, estancos y
artículos de fum ador.
T odo eso figura el cosmos descom unal de objetos m ateriales que día
tras día se produce, distribuye, consum e y evacúa. El m undo com o acopio
desm edido, acum ulación, que lo llam aba Marx en su crítica del fetichismo
de la m ercancía. A unque tam bién h u b o época en que tal profusión

329
m erm ó. Y a no tardar, los directorios del Berlín de la posguerra reflejan
cuánto tardó en alcanzarse de nuevo el grado habitual de civilización de la
preguerra.

Riqueza de la ciudad. A cum ulación descom unal de riqueza que fácil­


m ente p o d ría hacerse inabarcable, la sociedad, sin em bargo, está dom esti­
cada, ordenada, disciplinada. Tam bién ese ord en es «histórico», distinto
en 1932 que en 1941. Y el de 1947 se diferencia del de 1953. Los directorios
tienen autores, aunque trabajen colectivamente y queden anónim os. Tra­
bajan estrictam ente «em pleando fuentes oficiales». Ellos y la editorial son
guardianes del orden, a ellos debem os agradecer esas obras que con sus
prietas colum nas y su letra m enuda recu erd an a ediciones de clásicos y
biblias en papel fino, estas obras maestras suigeneris del arte de la im prenta.
El directorio de Berlín de 1932 ocupa tres tomos, el prim ero tiene 2.360
páginas, el segundo abarca 3.800 páginas, 700 de ellas, la sección profesio­
nal y m ercantil. El tercer tom o tiene 2.340 páginas. La editorial, August
Scherl A dressbuch-G esellschaft m .b.H ., B erlín SW 19, K rausenstrasse
38/39, produjo tam bién directorios de otras ciudades decaídas com o Bres-
lau o Kónigsberg. Se divide en cuatro partes. La p rim era contiene par­
ticulares y em presas p o r orden alfabético de la A a la Z. La segunda parte
co n tien e el ín d ice de actividades económ icas. La terc era p arte abarca
autoridades, iglesias, escuelas, instituciones públicas, asociaciones, socie­
dades, publicaciones periódicas y expertos en toda clase de terrenos. La
cuarta parte contiene particulares y empresas p o r calles, desde la calle de
Aachen a Zwischen den Giebeln, en la ciudad ja rd ín de Staaken, pasando
sucesivamente en o rd en p o r los 20 distritos. No m enos reveladoras son las
entradas que dicen algo sobre el folclore intelectual del m om ento, p o r
ejemplo las novelas futuristas e industriales de Hans Dom iniky Hans Richter.
El tercer tom o corresponde al Berlín de las autoridades, iglesias, escue­
las, instituciones públicas, asociaciones, sociedades y prensa. Aquí, en una
trin id ad p erfectam en te elaborada, B erlín es p rim era m en te capital del
Im perio, luego sede del gobierno del Estado libre de Prusia, y p o r último,
sólo en la tercera parte dedicada a autoridades im periales, estatales, pro­
vinciales y locales radicadas en Berlín y la provincia de B randem burgo apa­
rece tam bién el gobierno m unicipal. El directorio se convierte en u n indi­
cador de ru ta a través de las instituciones -e n inglés tam bién se le llama
significativam ente directory-, en sociogram a y organigram a del aparato

330
político e ideológico: presid en te, dieta y gobierno im periales, d ep a rta­
m en to de asuntos extranjeros, m inisterios im periales, secretarios de
Estado, directores de departam entos m inisteriales, adm inistraciones y sec­
ciones, todos aparecen con nom bre, rango y posición, con exacta indica­
ción de sede y n úm ero telefónico. Sigue u n o el directorio y se le aparecen
relaciones que ofrecen otras claves distintas que la pertenencia a un par­
tido político o un a fracción social. Entonces nos topam os u n a Dieta Im pe­
rial [Reichstag] en que se cruzan p o r los pasillos los diputados Rem m ele y
H einz N eum ann, T h eo d o r H euss y Dr. A ndreas H erm es, D ahlem , Wil-
helm H oegner, Edwin H oem le, H einrich Him m ler, Ernst Lem m er, Ernst
T hálm ann y Clara Zetkin. La unidad de lugar ha dejado todo en su com ­
pleja indistinción antes de que el analista lo separe con rigor y lo haga
m anejable. E ncontram os ahí ju n to s los nom bres de quienes muy pro n to
dirigirían el terrorism o de Estado y los de quienes desparecerían en los
sótanos de las SA y en los campos de concentración. Aún hay m uchos par­
tidos, y sobre ellos, instituciones estatales. Poco más tarde se perm utarían
posiciones, y el Movimiento figuraría p o r delante del Estado. Ese Estado
con todas sus complicadas y sutiles divisiones com o sólo las puede repro­
ducir u n directorio que no tiene interés científico ni interesa analizar por
tanto: oficinas de correos, comisarías de policía, tribunales, instituciones
penitenciarias, cárceles, tribunales de prim era instancia, tribunales de ape­
lación. Tenem os ante nosotros el macizo cuerpo de la cosa pública y sus
formas institucionales. De haberlo tenido delante, Karl Marx habría dis­
frutado más de u n a vez con su planteam iento de unas «relaciones variables
en tre base y superstructura»; Max W eber tiene que haber tenido esos volú­
m enes an te los ojos al concebir su idea de racionalización del p o d e r y
burocracia; y Antonio Gramsci habría podido hacer explícita materialiter su
teoría de la «hegem onía cultural». Q uien pen etre en ella y se em pape a
fondo ya p uede hacer lo que quiera, casi todo. El Estado com o obra de
arte conjunta, el vaivén entre Estado y sociedad com o arm onía preestable­
cida, concierto bien dispuesto y ord en ad o en esferas. Tales m iem bros y
esferas son: adm inistración central, m agistratura y representantes de la
ciudad, adm inistraciones de distrito, instituciones eclesiásticas articuladas
en toda su rica variedad, instituciones de ciencia, instrucción y form ación
con unos directores que son celebridades y bastan para proclam ar a Berlín
capital de ciencia y conocim iento; y p o r últim o bibliotecas y auditorios,
u n a topografía única, de capital lectora y leída, n utrida p o r bibliotecas aún

331
sin depurar; instituciones que cuidan del bienestar general, asilos, hoga­
res, el ejército de salvación, com edores públicos, fundaciones benéficas, el
so co rro de m utilados de g uerra, instituciones deportivas, y p o r últim o
representantes del m undo económ ico y profesional.
El catálogo alfabético de instituciones habla el lenguaje de la burocra­
cia: em pezando p o r Asociación... Boletín... Colegio oficial... Federación...
hasta M utua... Sociedad... Unión... Ello dem uestra el alto grado de organi­
zación de la sociedad alem ana, en que cualquier interés, por parcial y par­
ticular que pueda ser, ha encontrado su form a institucional y gremial: toda
profesión cuenta con una asociación a propósito, hasta para el cuidado de
un ja rd ín vecinal. De ahí que la sección XIV, asociaciones, sea particular­
m ente abundante. Ahí encontram os de todo, desde Antialcohólica, Liga,
hasta Sociedades científicas, de A ntirruido, Asociación, a Zuros, Criadores
de. U niones de enterradores, coros y danzas de Schóneberg, la orden de
los dru id as alem anes, sociedades radiofónicas, asociaciones políticas,
deportivas o científicas, a su vez subdivididas en un sinfín, astrología, ocul­
tismo, sociedad tipográfica, entom ológica, sociedad alem ana para viajes
de estudios médicos. Y aun hay más: de natación, de rem o, de criadores de
anim ales de piel, declarada de utilidad pública. En la sección XV, periódi­
cos y revistas, se expone el panoram a de la prensa berlinesa antes de 1933,
dividida p o r período de aparición, diaria, semanal, m ensual, pero tam bién
p o r difusión, local, regional, nacional, extranjero. C ada ram a tiene su
órgano, cu alq u ier interés p u ed e articularse. O tra sección co n tien e un
índice de especialistas en cualquier cosa, desde ábacos y aduanas hasta zur­
cidos y zootecnia, pasando p o r escabeches.
Esta enum eración parece agotadora. Así debe ser, pues la sociedad es
inabarcable, ex tenuante, casi enloquecedora, y transparente sólo en los
m anuales do n d e se la «lleva a conceptos». Y esta enum eración tiene un sen­
tido. Presenta la entera riqueza y com plejidad en el punto de su máxima
densidad: Berlín. El directorio de Berlín en 1932 pone ante nuestros ojos la
maravilla de la socialización hum ana, poco antes de que la ciudad explo­
tara. Aquí capta uno qué significa, qué fuerzas son necesarias para trastor­
n ar o aun destruir un cuerpo tan macizo entregado a su propia inercia.

Directorio judío 1931. Muy m etido había que estar en esa prim igenia fe
en sí misma de la sociedad civil para publicar en 1931 un «Directorio ju d ío
del G ran Berlín». Era la segunda edición, la prim era había aparecido en

332
1929-1930. Ya el prólogo la em prende con aquellas voces escépticas «a quie­
nes parece poco o p o rtu n a la idea de editar u n directorio ju d ío precisa­
m en te en los tiem pos que vivimos»365. No pocos hab ían re h u sad o ser
incluidos p o r cuestión de principios. Los editores veían en él u n instru­
m ento para fortalecer el espíritu de solidaridad entre judíos, pero tam bién
para dejar claro que no todos quienes llevaban apellidos presuntam ente
ju d ío s lo eran. Los editores hablan de los difíciles tiem pos que ha de afron­
tar el ju daism o alem án, de preocupaciones políticas y económ icas en el
horizonte. Y no obstante, «en tiem pos así, ¿hemos de esconder, cobardes,
la cabeza, re n eg ar de nu estra form a de ser y nuestra estirpe? A un si lo
hiciéramos, de nada serviría, pues nuestros adversarios seguirían señalán­
donos con el dedo. Pero además, no podem os hacerlo si querem os hacer
justicia a nuestra tradición m ilenaria y la significada im portancia de nues­
tra historia. Sabemos que somos judíos, y querem os declararnos m iem bros
de n u estra co m u n idad, com o cu alq u ier ser h u m an o h a de h o n ra r a la
estirpe de que procede. Pero así com o somos buenos ju d ío s somos igual­
m ente buenos alemanes... Los judíos no sólo vivimos en Alemania, somos
alem anes, porque nuestros antecesores lo fueron, hem os nacido en luga­
res alem anes, y estamos arraigados con todas nuestras fuerzas y todo nues­
tro sentir en el cuerpo del pueblo alem án. Por más que nuestros enem igos
quieran negar nuestra germ aneidad, está ahí, la vivimos cada día, y no hay
p o d er en el m undo que pueda rom per nuestros íntim os lazos con el pue­
blo alem án, ni discutirnos nuestra pertenencia a ese pueblo. En m uchos
círculos ju d ío s se ha planteado con particular intensidad si fundar asocia­
ciones y organizaciones judías, cada vez más num erosas, no traerá consigo
un aislam iento entonces sí verdadero, en unos tiem pos en que la tenden­
cia ten d ría que ser justam ente la contraria, difundir el conocim iento del
m odo de ser ju d ío m ediante amplios contactos con nuestros conciudada­
nos que no lo son»367. ¿Y no se aplican esas ideas al m ism o «D irectorio
ju d ío del G ran Berlín»?: «Podría argum entarse que al re u n ir apellidos
ju d ío s esta obra crea u n a nueva isla al m argen del en torno en que viven».
Los editores, queriendo recalcar el valor de la parte ju d ía en la cultura de
Berlín, todavía escriben en ju n io de 1931: «No nos parece que tales rep ro ­
ches sean acertados. Nuestra obra nada tiene que ver con consideraciones
de política general o religiosa de ningún tipo. Q uerem os hacer una obra
práctica, destinada a facilitar a quienes tengan que ver con asuntos judíos
la tarea de com probar quién es ju d ío y quién no»368.

333
La lista de destacadas personalidades ju d ía s que se p re sen ta com o
m odelo en la parte escrita p o r la editorial sería dos años más tarde u n a
lista de proscritos. «El Berlín judío», una lista de perseguidos, desterrados,
asesinados: rabino Dr. Leo Baeck, Prof. G eorg B ernhard, Kurt Blumen-
feld, Dr. Oscar Cohn, abogado, Em st Deutsch, Prof. Dr. Sim ón Dubnow,
Prof. Dr. A lbert Einstein, S. Fischer, Dr. Lion Feuchtw anger, Prof. Max
R einhardt, A lexander Granach, Fritz Kortner, rabino Dr. Freim ann, Prof.
Max L ieberm ann, Erich M endelsohn, Prof. Dr. Franz O ppenheim er, Dr.
Franz O sborn, Salm an Schocken, Dr. Teital, d ip u tad o regional, G eorg
Tietz, M artin Tietz, Lesser Ury, rabino Dr. M. W arschauer, Prof. Dr. O tto
W arburg, A m old Zweig. Aún tienen dirección en Berlín el Dr. W alter Ben­
jam ín, en el 23 de la calle Delbrück, en Grunewald; el profesor Einstein en
el 5 de la calle H aberland; Erich M endelsohn en el 21-22 de la calle Hufe-
land; Sim ón Dubnow en el 3 de la calle C harlotten brunner, en Schmar-
gendorf; el Dr. Ernst Bloch, en el 10-10 A de la calle N iebuhr, en Charlot-
tenburg. A ún existe la red im presionantem ente tupida de instituciones,
asociaciones y organizaciones judías. De los 160.000 ju d ío s en núm eros
redondos que vivían en Berlín en 1933, unos 90.000 em igraron, 55.000 fue­
ron asesinados, 7.000 se suicidaron, y unos 8.000 sobrevivieron, la mayoría
cónyuges en m atrim onios mixtos, una pequeña parte en la clandestinidad.
En m edio queda el proceso de discrim inación, la pérdida de trabajo y
posición social, la destrucción de los fundam entos m ateriales de la exis­
tencia, la em igración, el cambio obligado de vivienda, la concentración en
casas jud ías o las deportaciones. En la edición oficial del directorio de Ber­
lín del año 1941 los ju d íos aparecen consignados con los apodos «Israel» y
«Sara». Los ciudadanos h o n o rario s que aú n incluía la edición de 1932
-e n tre otros, p o r ejemplo, el Dr. Lieberm ann, Max, Prof., plaza de París 7-,
están tachados y sustituidos p o r los ciudadanos honorarios A. H itler, Her-
m ann Góring, Dr. Joseph Goebbels, Dr. W ilhelm Frick o Paul Linke, pro­
fesor y com positor.
En el «Gedenkbuch derjüdischen Opfer des Nationalsozialismus [recordato­
rio de las víctimas ju d ías del nacionalsocialismo]» se sigue en lo posible el
rastro de los ju díos del Schóneberg, de los que 6.078 fueron deportados.
La lista ofrece lugar y fecha de nacim iento, domicilio y lugar de deporta­
ción. Desde Aal, Jutta, de soltera M ohr, nacida el 16.11.60 en Gochsheim,
Baviera; Schóneberg, calle M eraner 44, traslado de ancianos de 14.08.42,
T heresienstadt; m uerte: Theresienstadt, 1.09.42, hasta Zyzman, Leo, nac.

334
20.05.26 en Berlín; 10.° traslado desde Drancy, 24.07.42, Auschwitz; m uerte:
Auschwitz, desaparecido. Los caminos llevan de la calle de M erano, de la
plaza de Baviera, de la calle Príncipe Regente a Piaski, ju n to a Lublin, a
Litzm annstadt, Nisko del San, Riga, M ajdanek y Auschwitz. Se sabía qué
había sido de la gente de la casa en que uno vivía, de Hirsch, Leo, escritor,
de Lewin, Joseph, director, de Popper, Rose, sus labores, y de Stem , Anna,
sus labores.

Berlín en esqueleto. En 1943 aparece el directorio p o r últim a vez369. El Ber­


lín ju d ío ya no existe o sólo en la clandestinidad. Las instituciones y el
directorio viven m erced a su propia inercia, aunque la ciudad, donde viven
en 1943 unos 4,4 m illones de seres hum anos, ya se derrum ba en escombros
y ceniza. El n úm ero de representaciones diplomáticas ha dism inuido drás­
ticam ente, la norm alización lingüística se h a im puesto -los hoteles se han
convertido en Fremdeheime [hogares del forastero], los restaurantes, en
Gaststátten [lit. casas de huéspedes, de com idas], según avanza la g uerra
contra el m undo la com unidad del pueblo engendra cientos de asociacio­
nes y ligas nuevas. La esfera pública h a m uerto. Guerra, evacuación, des­
trucciones, deportaciones, los planes de Speer para el centro del Berlín de
posguerra, todo ha traído consigo u n desplazam iento en el interior de la
ciudad del que ya no da ninguna clave el directorio. A 15 de mayo de 1939
se censaban 4.321.521 habitantes en el gran Berlín, a 12 de agosto de 1945
eran 2.807.405. En m edio queda u n a historia de despoblación. La historia
trabaja más aprisa que la im prenta. M ientras prosigue la rutina que p ro ­
duce directorios, hace m ucho que la ciudad h a p erd id o el paso, ya no
existe. Al final, hasta el directorio mismo tendría que pasarlo para creerlo.
El directorio sólo inform a de la destrucción de Berlín post festum.
El segundo volum en de Berlín in der Tasche aparecido en 1947 se llam a
¿ Quién es quién en Berlín ?Directorio de la vida pública, y de él trasluce qué h a
sido de Berlín. En lugar del aparato de la capital del Im perio se encuen­
tran las autoridades de las potencias ocupantes. Em ergen instituciones y
conceptos —de nuevo p o r o rd e n alfabético- que eran nuevas en Berlín,
con las que sin em bargo habría de vivir al m enos dos decenios. En la B se
en cu en tra Bom bardeos, asociación de perjudicados por, y Bombas, insta­
lación y reparación; en la C, Comité de ayuda danés y China, legación; en
la D, Desescombro, Despiojam iento, centros de, y Desplazadas, personas.
Es la abreviatura de la destrucción, la d errota y la reconstrucción: Fugiti­

335
vos, campos de; G uerra, daños de (oficina central); G uerra, enterram ien­
tos; G uerra, prisioneros de (centros); G uerra, prisioneros de (correo);
G uerra, víctimas; H ebrea, Inm igración (HIAS); Judía, em igración; Judía,
Agencia; Ju día, Sociedad de ayuda; Judío, tránsito; Militares, legaciones, la
hueste de agregadurías m ilitares establecidas en Berlín; «Mitropa»-Lank-
witz, búnker-hotel; Perros, racionam iento; R em olacha azucarera, trueque;
R epatriación, cam pos de; R epatriación, fondos de; Soviético, consulado
(A dm inistración m ilitar); Tifus, hospitales; UNRRA; Zonas, com ercio
entre. B erlín lleva al día la cuenta de su puesto en la Europe on the Move
(Yevghenii Kulischer). G uerra y destrucción m oldean tam bién anuncios
p o r palabras y publicidad. Empresas de desescom bro, dem olición y apun­
talam iento, excavaciones. Por todas partes, los anuncios lo indican, recon­
versión y arreglos. «Se saca abrigo y pantalón de u n cobertor.» «Berlín
ap re n d e inglés: School for Languages en la calle Lepsius 98, Steglitz.» Se
entera u n o de parte de la topografía de los cráteres en la ciudad bom bar­
deada: las indicaciones de puentes llevan JV, es decir, abierto al tráfico, FR,
para bicicletas, o Z, destruido o intransitable. NS significa ahora acceso de
em ergencia. Lo que prim ero se restablece es el tráfico fluvial. U na vez más,
Berlín apren d e a la mayor brevedad la nueva norm alización lingüística: de
la Agencia cen troeuropea de viajes se ha hecho la Agencia alem ana de via­
jes. En tan to el B erlín nacionalsocialista sim plem ente desaparece, se
p o n en en m archa otra vez las instituciones de la infraestructura urbana. Ya
no hay oficinas de organizaciones del NSDAP, aunque siguen firmes en su
puesto las de ciegos y sordom udos; la longue durée triunfa sobre el episodio
catastrófico.
No se refleja con m enos precisión lo que vino luego en los directorios
de la reconstrucción, del período de ocupación o de la división de la ciu­
dad d u ran te la G uerra Fría, hasta el presente, cuando la reunificación al
final cristaliza tam bién en la reaparición de un directorio y un listín únicos
para todo Berlín, o en la introducción de un nuevo sistema de códigos pos­
tales concebido para toda Alemania.
En octubre de 1949 aparecía la últim a edición del «Directorio de la ciu­
dad de Berlín». Las «dificultades técnicas con las divisas», así dice, im pe­
dían u n a edición conjunta para el «gran Berlín»; sólo incluye el «sector
dem ocrático». Pero el anuncio aún está pensado para Alem ania en gene­
ral, la asociación berlinesa de víctimas del régim en nazi aún tiene filiales
en todos los sectores. En el directorio de 1952 ya em ergen las instituciones

336
de la G uerra Fría: consejo de control de sevicios fronterizos interzonas,
centros asistenciales para tuberculosos, pasos fronterizos e n tre zonas.
Encabezan la jera rq u ía ahora las autoridades aliadas y los servicios federa­
les radicados en la ciudad. En cada distrito se indican sectores y pasos
entre sectores. El directorio de 1962 se presenta com o «herram ienta obvia
en u n a m etrópolis cosm opolita», ya chispea en los anuncios el m ilagro
económ ico que algo más tarde ja rre a rá sobre B erlín O este com o sobre
otras ciudades. Se abren centros com erciales a lo grande en la calle Rhin,
en la Karl Marx de Neukólln, en el T em pelhofer Damm, en la calle M üller
de W edding.
Y com o es natural cam bian nom bres de calles, Berlín oscila de em pera­
dores y generales a alcaldes y reform adores, de aliados nazis a aliados de
u n a Alem ania nueva y mejor. La política de redenom inación se presenta
com o política de reconciliación, ilustrada, civil, occidental.
La división de la ciudad alum bró sus propias paradojas370. Cortó calles
en dos de suerte que la num eración de los edificios se interrum pía, com o
en la K ópenick o la S onnenallee. Y p o d ía pasar que la acera izquierda
co rresp o n d iera a u n a m itad de la ciudad pero la derech a a la otra. Los
habitantes de Berlín ya no sabían cóm o moverse en su propia ciudad, o al
cabo de un tiem po, sólo m ediante procedim ientos francam ente com plica­
dos. El puro azar decidió a qué lado p ertenecería uno. El dom icilio pudo
volverse destino, determ inando el entero horizonte de una vida, qué estu­
diaría, qué sería de uno y qué no.

La construcción del mundo. Agendas privadas: Paul Hindemith, Marlene Die-


trich. A hora bien, hay un tipo de directorio enteram ente distinto. Todo el
m u n d o lo conoce, pues todo el m undo lleva u n a agenda. Son en cierto
m odo directorios «desde abajo». En ellos alm acena cada quien las direc­
ciones que le son más queridas. Su núcleo y su criterio organizador somos
nosotros, no u n colectivo de autores ni u n a editorial. No tenem os p o r qué
d ar ni ten er ninguna visión de conjunto de lo que nos rodea y nuestros
lazos con ello. Nuestras agendas dicen algo de nosotros en la m edida en
que dan claves acerca de los seres hum anos con quienes tratamos. No son
docum entos de valor eterno, sino en constante movimiento. En ellos que­
dan consignados acercam ientos y distanciam ientos, amistades y frialdades,
hasta enemistades. Hay la anotación instantánea m etida ahí p o r azar, y hay
direcciones que siguen siendo im portantes durante toda una vida, la lon-

337
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Doble página de la agenda privada de Marlene


Dietrich.

«En n u e s t r a s a g e n d a s se re g is tr a n n u e s t r a s r e la c io n e s
e x te r io r e s a ú n sin c rib a r: el n ú m e r o d e t e l é f o n o del
a m ig o j u n t o al d e la a d m i n i s t r a c i ó n d e H a c i e n d a q u e
n o s t o c a y el del m é d i c o q u e hay q u e t e n e r s i e m p r e a
m ano.
gue durée individual. En nuestras agendas se registran nuestras relaciones
exteriores aún sin cribar: el núm ero de teléfono del amigo ju n to al de la
adm inistración de H acienda que nos toca y el del m édico que hay que
ten er siem pre a mano.
Sólo tomadas en conjunto se llega a desprender de ellas la com plejidad
de nuestras vidas, que sólo otros dividirán luego en esferas distintas, acaso
intelectual, privada, pública o familiar. Un ejem plar de tales agendas pri­
vadas h a llegado a editarse, la de Paul H indem ith en tre los años 1927 y
1938; otra, la de M arlene Dietrich, se conoce en extractos371. La de H inde­
m ith ofrece un panoram a de su circunstancia durante más de diez años,
de sus lazos íntim os y sus relaciones lejanas. Las añadiduras son tan signifi­
cativas com o tachaduras o borraduras de antiguas relaciones; a veces, con
com entarios que p ropiam ente corresponden más a un diario que a u n a
agenda. Se en cuentran agendas así prácticam ente en cualquier legado de
cierto alcance. No todas ten d rían p o r qué editarse, pues no todo es de
interés. Para la investigación y com prensión de u n ser hum ano y su «obra»
son sin em bargo irrenunciables e im prescindibles. Son «actas» de relacio­
nes de larga duración y de encuentros breves. Se esbozan en ellas las redes
creativas, las relaciones, la circunstancia, el milieu, el cam po en que alguien
h a trabajado, pensado, vivido. No lo dicen todo, ni dan u n a «clave» que
sólo puede en co n trar uno en la «obra». Y aun así, aquí está la matriz, aquí
consignada la huella del propio quehacer. U na clave del m undo de quien
la dejó m arcada. Los biógrafos no pueden apañarse sin ese material. Y si es
así con cualquiera, con más razón en las agendas de los grandes. Todas
juntas, son el índice de la historia social, cuadernos de cam po a través de la
red de relaciones individuales, instrum entos de navegación para explorar
milieus y campos socioculturales.

Excursus: directorios y policía secreta. El destino de los directorios en la


Revolución rusa m erecería capítulo aparte. A hí sí que se d em ostraría
auténtica erudición, pues los de San Petersburgo-Petrogrado-Leningrado,
de M oscú y de las m ayores ciudades del Im perio aparecieron sólo a lo
largo de trein ta años o algo más, p ero eso sí, en extensión asom brosa.
E ntre 1870 y 1930, el arte de la im prenta y la edición no le iban en zaga al
occidental en n ingún aspecto. U n país capaz de o rd e n ar racionalm ente
sus relaciones no se ap añaba sin guías de sus capitales. Viés Petersburg
(«Todo Petersburgo») y Vsiá Moskvá («Toda Moscú») son ejem plares de

339
lujo del gén ero directorio: copiosos, fiables, bien im presos. La Prim era
G uerra M undial hizo m erm ar la calidad de papel e im presión; la civil, el
h am b re y las epidem ias acabaron p o r su sp en d er su aparición. H asta el
re to m o de la paz y la readm isión de m ercado y com petencia en 1921 no
em pezaron a reaparecer. Viés Petrograd y Vsiá Moskvá reanudaron la vieja
tradición y se acreditaron im prescindibles obras de consulta para un circu­
lo de usuarios, eso es verdad, extraordinariam ente reducido para en to n ­
ces. En la tradición posrevolucionaria es m ucho lo que prolonga antiguas
directrices imperiales: en San Petersburgo, en lugar de la corte im perial
nos las habernos ahora con las altas esferas del com ité central, y en lugar
de ministerios, con comisariados del pueblo. La estructura jerárq u ica de
las entradas, el tono pedagógico de todo el directorio, que no sirve sólo de
in form ación sino tam bién de breve instrucción, tien en que ver con la
reinstauración de relaciones de autoridad y subordinación en la Rusia pos­
revolucionaria. Y pese a todo, hacía su servicio. Era útil, necesario. U n
público mayor podía acceder a las inform aciones contenidas. Las institu­
ciones, instancias e institutos dirigentes del nuevo Estado aún eran accesi­
bles. Direcciones, núm eros de teléfono de los m iem bros de la dirección
política, los dirigentes mismos eran accesibles, aún no retirados tras un
velo de secreto que em pezó a extenderse en los años treinta. Justificado o
no, m iedo al terrorism o y u n a cultura de sospecha general y espiom anía
que culm inan en las aterradoras depuraciones de 1937 y 1938, hicieron de
un directorio objeto obsoleto y aun sospechoso. Eso era algo de tiempos
en teram en te preestalinistas. Cabe conjeturar que com piladores y editores
del directorio tam bién se vieran desbordados. Se había hecho imposible
m antenerse al día con u n a rueda de depuraciones que giraba vertiginosa.
Se había hecho im posible estar al tanto de los descabezam ientos en las cús­
pides de partido, em presas, ejército, academias e institutos. La idea misma
de directorio se había vuelto insensata en un m om ento en que todo cono­
cim iento sobre la sociedad se concentraba en un punto: los «órganos» de
la policía secreta. Como tantas otras decisiones de 1937, la desaparición de
Viés Petrograd y Vsiá Moskvá es así parte de la liquidación forzosa de todo
vestigio de opinión pública y transparencia. La desaparición de directorios
es u n d ato sim bólicam ente muy preciso. Privada de todo conocim iento
sobre la sociedad, ésta queda abandonada a sí misma y a la m anipulación
del p artid o y la policía secreta. Directories ya sólo hay en m anos de la
n o m en clatu ra, o en los círculos, au n más restringidos, de la Cheka. El

340
único lugar en que se acopia, analiza, valora y elabora conocim iento es un
lugar secreto. La ilustración se ha convertido en instrum ento en m anos de
los instrum entos de la represión. La «espada de la revolución», com o la
policía secreta se denom ina a sí misma, sólo es aguda si la cabeza que la
m aneja es ilustrada. Así u n a sociedad anduvo a tientas en lo oscuro
durante decenios, rem itida a sprawki (averiguaciones) sobre cualquiera de
aquellas cosas de las que en «circunstancias normales» se en tera uno en
cualquier país p or obras de consulta y directorios. El precio de m onopoli­
zar así el conocim iento del funcionam iento social es inconm ensurable:
enlentecim iento general de la vida p o r parálisis del flujo informativo; p ér­
dida de conciencia de sí y del adversario, a quien sólo cabe b arru n tar de
alguna m anera en alguna parte. Y com o secuelas, m iedo a la inform ación
y a la realidad.
De ahí que fuera inevitable y sintom ático el retorno del directorio en la
estela de la crisis y renovación de la sociedad rusa con Gorbáchov. Volvía
así un instrum ento elem ental-banal del autoconocim iento social organi­
zado. A la vista del inconm ensurable daño que conllevó el estragulam iento
de ese saber d u ran te decenios, casi se p ondría uno patético y celebraría
como triunfo de la razón y la ilustración el re to m o del directorio en 1987,
el prim ero, las Moscow Yellow Pages. A quien no haya tenido que renunciar
nunca a los miles de páginas del listín telefónico de Nueva York le pare­
cerá u n a exageración. Pero es fácil echar cuentas de qué significaría para
Estados U nidos que p o r u n día siquiera se estrangulara el libre flujo de
inform ación en que descansa su funcionam iento.
No necesitam os n inguna teoría más am plia ni exagerada del directo­
rio. Cualquiera que sea la form a superior en que vayan a parar, digital, en
com putadores de bolsillo, o recuperables en cualquier m om ento en handy,
sabemos p o r ellos que los seres hum anos no sólo viven en el tiem po, sino
en lugares. En ellos quedan docum entadas las «ciudades invisibles» a las
que Italo Calvino dedicara su novela.

341
El co n ocim ien to d el lugar, subversivo

Kraevedenie, en alem án LancLeskunde y Ortskunde, y gradovedenie, en ale­


m án Stadtkunde, que en inglés se diría urban studies, se tuvieron por am e­
nazas a la seguridad del Estado en la Rusia soviética a partir de un deter­
m inado m om ento. Aquello que en otros campos no se desplegaría hasta el
infausto año de 1937, cuando las élites políticas, artísticas y m ilitares fueron
diezmadas p o r los golpes del «Gran Terror», le sobrevino ya a la corografía
soviética en tre 1929 y 1930. En esas fechas la dirección estalinista proclam ó
en vigor el sistema m ixto en lo económ ico, el com prom iso en lo político y
la táctica en lo ideológico, m edidas que anunciaban u n a «gran ruptura» y
dieron paso al Gran T erro r al que sucum birían, ante todo, la aldea rusa,
pero tam bién los restos de la cultura intelectual y académ ica rusa. En 1929
historiadores señeros com o Serguei Platónov y Yevguenii Tarlé, lo más
selecto de la jo ven escuela rusa de geografía e h istoria del país, fu ero n
detenidos, llevados ante un tribunal en el llam ado «caso de la Academia»,
y sentenciados a largas penas de cárcel372. Como es sabido de este proceso
pero sobre todo de los que le seguirían en los años treinta, en la acusación
no hubo cargo que no valiera usar, p o r m onstruoso y absurdo que fuera,
para disciplinar y aniquilar a intelectuales y eruditos potencialm ente disi­
dentes: agentes de servicios secretos varios, conspiración m onárquica,
derribar al régim en, establecer un gobierno contrarrevolucionario... y con
todo, hay en ello el rastro de algo que sí atañe a la cosa misma, la corogra­
fía histórica, algo que debe señalarse aquí. En general se tenía a la coro­
grafía p o r un m odo de aquiescencia a lo dado, p o r supuesto reaccionario;
en Alem ania en particular, la corografía histórica ha de cuidarse aún hoy
de las sombras que arrojara sobre ella el período previo al nacionalsocia­
lismo y el «tercer Im perio». En el contexto alem án la corografía se halla
siem pre bajo sospecha de cooperar a la afirm ación de lo existente, del
p o d er establecido, si es que no de un m ítico espíritu de «sangre y suelo».
Frente a lo cual la tradición rusa m uestra algo en teram en te distinto: el
co n ocim iento del lu gar com o saber crítico, subversivo, ligado p o r su

342
objeto mismo al afán de justicia y reconocim iento del pueblo y enfrentado
a la opresión. La historia de esa lucha y de esa tradición está p o r escribir, y
u n a vez más las observaciones que siguen sólo pueden insistir en lo abso­
lutam ente aprem iante de hacerlo, si querem os enterarnos de qué pasó en
el ám bito intelectual de aquella U nión Soviética en trance de aparición373.
Los años que siguieron a la revolución de O ctubre fueron «la década
dorada» de la corografía soviética374. De un m ovim iento pequeño de m iem ­
bros de la inteligencia com prom etidos, que asociaban a ella la m eta de la
form ación del pueblo, se había hecho un m ovim iento extenso y aun de
masas. El núm ero de asociaciones, círculos de trabajo o grupos form ados
en torno a un m useo se había decuplicado. H abía un abanico rico y vario­
pinto de boletines informativos, circulares y revistas científicas o divulgati-
vas. Los corógrafos tenían organización propia, u n congreso panruso, un
órgano central con investigadores muy significados a la cabeza, y sim pati­
zantes muy significados entre escritores y estudiosos de prim era fila en el
nuevo Estado. La m ultitud de actividades es inabarcable, y tan variopinta
com o el gran país trastornado de arriba abajo p o r la revolución; m ucho
antes de que en O ccidente se pusiera de m oda la oral history, la hubo en la
Rusia soviética, y con las mayores pretensiones m etódicas y sistemáticas.
Los activistas del m ovim iento sabían en dónde estaba su oportunidad y su
privilegio: los m undos vitales de un antiguo Im perio se derrum baban a su
alred ed o r, clases e individuos ten ían que d isp o n er sus vidas de nuevos
m odos lo quisieran o no. Era u n país en plena conm oción en que podía
verse sólo con m irar cóm o desaparecía u n m undo y em ergía otro nuevo
en tre violentas rupturas. Situación ideal para hom bres con presencia de
esp íritu y sensibilidad para la History in the Making. H abía que re te n e r
cuanto am enazaba esfumarse para siempre: la gran hacienda y «casa sola­
riega», la iglesia extorsionada p o r incendiarios y expoliada, el vestuario de
principios del XIX del noble rural, los interiores de casas de com erciantes
principales del lugar. Por lo general, en la revolución no se gastaban ju i­
cios muy largos, y hacía falta no poco valor para salirles al paso y desviar
p o r otro cam ino a los incendiarios apelando a «los logros del pueblo» que
iban a destruir. La revolución derribó postigos y tiró p o r la ventana, a la
calle, al prim er saqueador que pasara, m uchos tesoros insospechados. Se
trataba de preservar esos legados «para generaciones venideras»: haciendas
rurales, iglesias, diarios, archivos fam iliares, anotaciones, colecciones,
m obiliario, cartas, leyendas, chistes, anécdotas, fotografías, instrum entos

343
musicales, en pocas palabras, el descom unal acopio de objetos de u n a cul­
tura sentenciada a m uerte. Pero no se trataba sólo de salvar, tam bién de
docum entar, de fijar u n presente en trance de perecer; así, la terrible ham ­
b ru n a en el Volga dio tem a para un museo. Con la nacionalización de con­
sorcios, fábricas y em presas se abría u n cam po gigantesco en que hacer
propia y d ar form a elaborada a la lucha im presionante del proletariado
ruso. En parte alguna se docum entó, expuso y analizó tan tem prana y sis­
tem áticam ente la form a de vida de la clase trabajadora com o en la URSS
d u ra n te su p rim er decenio de existencia. Apenas h u b o aspecto que no
interesara a la tem prana corografía soviética, desde la elaboración de cues­
tionarios para entrevistas hasta la form ulación de u n gran program a de
investigación de los llamados «solares culturales», pasando p o r la confec­
ción de historias locales m ediante el llam ado «m étodo local»; con conse­
cuencias añadidas y enteram ente intencionadas en otras disciplinas, p o r
ejem plo en las ciencias literarias. El gran caudal de actividades corográfl-
cas era síntom a irrefutable de un proceso de apropiación de la propia his­
toria en el plano objetivo375.
Los años 1929 y 1930 acabaron con todo ello. La corografía pasó a
tenerse p o r la p u erta de en trad a par excellence de influencias burguesas.
Disipaba energías, se dijo, en tareas equivocadas, conservar frescos y m obi­
liarios o archivar legados docum entales m ientras el país necesitaba algo
totalm ente diferente: «especialistas en el estudio de las fuerzas productivas
y riquezas n aturales del país», en prospecciones para descubrir nuevos
yacimientos y recursos del suelo. En lugar de excursiones a antiguas ciuda­
des y escenarios de la revolución, ahora se trataba de enviar expertos a son­
dear y sacar a la luz recursos del suelo, a cartograflar territorios que a con­
tinuación in u n d aría u n proyecto de canal o presa. Las exposiciones no
debían m ostrar el país com o u n a vez fuera, sino com o debía llegar a ser.
La dirección ya no estaba en m anos de antiguos intelectuales, am antes de
expediciones etnográficas o excursiones para ilustrar la historia del arte, o
coleccionistas de antiguos patrim onios folclóricos, sino de ingenieros, geó­
logos o agrónom os. Lo que surgió a p artir de 1931 fue u n nuevo movi­
m iento de masas, pero ahora encam inado de m anera totalm ente diferente
y con carácter totalm ente diferente. Es claro que no se trataba de u n a sim­
ple reorientación, de pasar de una dirección histórico-cultural a u n a pro­
ductiva o económica. Algo de más peso había de ser, cuando se investigó
en los despachos de los corógrafos, se denunció a los representantes más

344
señeros de la especialidad y se les envió a cam pos de reclusión, y se retira­
ron de la circulación sus escritos, que desaparecieron durante decenios en
las estanterías peligrosas reservadas a «literatura especial». Saber del lugar
es saber de continuidad. En u n a sociedad revolucionaria que sólo debe
m irar hacia delante, en que el desarraigo es presupuesto de la fuga hacia
delante, b o rrar las huellas es fundam ental para el poder. El conocim iento
de lugares históricos es peligroso, en p a rtic u la r m ientras circule libre­
m ente. U n decenio es corto espacio de tiem po para una ciudad venida a
ser escenario de vuelcos históricos de las mayores proporciones. Saber del
pasado se convierte en reproche viviente a la nueva clase dom inante. En
los años de la colectivización en masa y el ham bre aún no se ha olvidado
que u n a vez hubo pan para todos y de cien tipos distintos. En tiempos de
im plantación de un nuevo m arco de relaciones laborales que califica de
delito el absentismo aún no está olvidado que una vez hubo u n a constitu­
ción, derecho de huelga y patronales. Los lugares de las grandes confron­
taciones están aún presentes en cabezas y corazones: los grandes astilleros,
las fábricas, las plazas y calles a que ya nadie se atreve a salir. Rara identi­
dad de lugares: ¡cuántos desaparecieron de nuevo en cárceles en que ya
estuvieran, de las que fueron sacados en «el corto verano de la anarquía»!
Kresty, Spalernaia, Lubianka, Butirky, Lefortovo... algunas nuevas se han
añadido, cierto. Aún están en pie los pedestales de los que se derribaron
las estatuas de los antiguos señores, a que aspiran los nuevos. El «pueblo»
que se acababa de hacer un cuadro de su ciudad, de sus alrededores que
son m ucho más que fábricas, lo tenía claro, y tanto más esa inteligencia
que antes de 1917 había luchado toda una vida para estar a la altura de su
misión. T odo debía estar abierto a todos: la historia, el espacio de la histo­
ria. Lo pagó caro. M uchos siguieron desarrollando sus conocim ientos
m etódicos en campos en el Norte, m uchos pusieron sus conocim ientos de
historia local y corografía a disposición de las prospecciones del subsuelo y
la erección de nuevas ciudades. Es característico que en el prim er campo
de concentración de la URSS, en el archipiélago de las Solovetski, hubiera
tam bién u na «Sociedad corográfica», y que los adelantados de los urban
studies en Petrogrado prosiguieran sus estudios precisam ente allí. Así se
llega a ver a estudiosos que tienen en la cabeza la entera topografía de la
Edad de Plata sentados en algún campo de internam iento ju n to al Círculo
Polar, desaprovechados, inútiles, sentenciados a m uerte. D ibujando mapas
nuevos, de obras del siglo XX, de la nueva era, de grandiosas construccio­

345
nes de canales que al parecer van a cam biar la faz de la tierra. Así se sienta
Nicolai Anziferov, autor del legendario libro El alma de Petersburgo, en un
barracón ju n to al canal Mar Blanco-Mar Báltico, y colecciona m inerales, y
organiza un m useo corográfico en la capital del com plejo, Medveshegorsk.
La revolución de Stalin tenía que ahogar el conocim iento del m undo
ruso anterio r y a los portadores de ese saber, la antigua inteligencia rusa.
Sólo u n a sociedad desarraigada en todos los aspectos y u n a cultura que
haya p erdido su com postura podrían seguir a un Stalin. Si es que lo nuevo
había de im ponerse, las huellas tenían que ser borradas, y hacerse inofen­
sivos a todos aquellos que supieran leerlas y seguirlas. Esta es u n a versión
de «sangre y suelo» totalm ente distinta. El suelo em papado de sangre de
m ártires. Esta es u n a versión com pletam ente distinta de «el lugar»: el lugar
com o resistencia frente a transform aciones p o r la violencia, com o últim a
instancia ante la extinción del recuerdo. El lugar com o últim o asidero en
u na época de desarraigo y aceleración vertiginosa en que todos, com o ata­
cados de vértigo, parecían haber perdido la conciencia.

346
Itinerarios: actas de civilización

«No leas odas, hijo mío, lee itinerarios. Son más precisos. Desenrolla de
nuevo las cartas m arinas antes de que sea tarde. Estate alerta, no cantes.»
Del consejo de E nzensberger puede que haya sacado algún provecho la
literatura, quién sabe; la ciencia histórica, ninguno. Los itinerarios no apa­
recen en el currículum de los historiadores en ciernes. Al parecer general
son cosa para viajeros; aprovechables acaso aquí o allá com o obras de con­
sulta. El público lo en tien d e de otra m anera. Se interesa vivamente p o r
ellos, de anticuario o reim presos. Las ediciones de ciertos años son espe­
cialm ente buscadas: 1913, últim o año de paz en la antigua Europa; 1939,
últim o año de paz antes de la catástrofe; 1946, cuando los seres hum anos
salieron a rastras de entre las ruinas y los trenes volvieron a circular; quizás
1961, cuando la división de A lem ania alcanzó a la red ferroviaria; p u ed e
que tam bién 1990, cu an d o apareció la p rim era edición en com ún del
Deutscher Bundesbahn y el Reichsbahn. En este género hay rara, y hay raris-
sima: los de Estados Unidos, o de las diversas líneas del Im perio ruso. Todo
el m undo tiene en tre sus conocidos alguna clase de freak de esas guías que
no sólo puja en subastas, com pra y colecciona, sino que piensa en itinera­
rios, los tiene enteros en la cabeza, y puede decir si se le pregunta el itine­
rario más corto y el de m ayor ro d eo e n tre B erlín y Bad G astein en el
verano de 1914, o los transbordos en tre la estación de Berlín-Schlesich y la
estación central de Breslau en septiem bre de 1939. El conocim iento íntim o
adm ite crecer ad infinitum: hasta los tipos de locom otora que circulaban
en algún ram al secundario, o qué papel cubría las paredes del vagón de
respeto del sultán. En pocas palabras: no son sólo u n m undo en sí mismos,
sino un «gran tesoro cultural», com o u n a vez se llam ara a la Gran Guía
Im perial de Itinerarios [GrosseReichskursbuch]3™.
Los itinerarios aparecen cada año, en A lem ania coincidiendo con el
cam bio del plan de circulación en invierno. A parecen en un papel reci­
clado fino com o de biblia, y con seguridad alcanzan en conjunto tiradas
iguales a los libros fundam entales de las grandes culturas del m undo. Los

347
itinerarios son algo así com o el libro fundacional del funcionam iento de
nuestra cultura. No son sim plem ente tablas e índices, sino coreografías de
infinitos m ovim ientos acordados; actas de u n m ovim iento sin el que se
d eten d ría a la m ayor brevedad la rutina obvia de nuestra entera civiliza­
ción. No son sólo planes de circulación, antes bien crónicas de la dom ina­
ción del espacio, actas de los avances en acortar distancias y condensar
espacio. Q ue no se publiquen es indicio im portante de alguna perturba­
ción fundam ental, incluso derrum bam iento. Su ausencia es la m ejor señal
de tiem pos caóticos en que no rige el itinerario sino la improvisación.
Es u n peculiar género literario con su propio lenguaje, su propio sis­
tem a de signos y significados. U na peculiaridad de la que apenas refleja
algo la definición com pletam ente formal del Brockhaus de 1894, que reza
así: «Itinerario, libro que contiene los enlaces postales, p o r tren o vapor de
un d eterm in ad o g rupo de países o partes del mismo. De ordinario trae
adjunto un plano general de ferrocarriles. Aparece varias veces al año con­
form e a los cambios en los planes de circulación. Los más conocidos en
Alem ania son la “Guía im perial de itinerarios” y el “Telégrafo de Hends-
chel” [“Reichskursbuch”, “Hendschels Telegraph”]».
T am bién aquí hay de qué em paparse. Gordos com o biblias, su factura
sin em bargo es totalm ente otra. Casi recuerda un poco a diagram as de cir­
cuitos o a los chips de nuestro ordenador. Es un lenguaje sum am ente racio­
nal y ahorrativo. Hizo falta tiem po para que se d esarro llara hasta ese
punto. Su p atrón fundam ental se ve en los paneles de «llegadas» y «sali­
das» de las estaciones, que entretanto han sido sustituidos p o r com putado­
res en los que basta m eter el destino para que aparezcan com binaciones
posibles y precios. El placer com binatorio que tenía en suspenso a anterio­
res lectores de itinerarios se pierde cada vez más. Las guías de itinerarios
no son sólo resum en de planes de circulación sino resultado de un largo
proceso de acuerdos, poco m enos que em anación de la razón colectiva en
la organización de movimientos sociales. Establecen la más estrecha cone­
xión concebible en tre lugar y tiem po, la unidad espaciotem poral. Las dis­
tancias se in d ican m edidas en tiem po y espacio. Los itinerarios traen
mapas adjuntos. En el aspecto técnico son auténticos m odelos cartográfi­
cos de cóm o ex poner en conjunto el curso de com plicados movimientos.
Se calcula con exactitud hasta el m inuto y el kilóm etro. Hay diferentes pla­
nos espaciotem porales: cercanías, largas distancias, nacionales, internacio­
nales o regionales. Puede moverse uno a diferentes cotas de tiem po y cele-

348
A 2 W len W estb f.— L lnz— (Praha)— (Beograd)— S a lz b u r g —
(París)— Io n a b r u c k — Z ü rich — B a s e l— P a rís

^ 3 uM2¿ D225|D235 LíTT IL 1101P232|D 224|D 122|0212|


a X c c b i á
656 805 ¡ 1530 a
1240; 2021
23«> ab W!cn W estbí. . an 730 16«o! 2210 2120
505 220 1210; 1831
1320 2036 555 ‘ S | U ní Hbf . . { í S 144 • 1154 1811 S->
1548; 2305 820 an Satzburt? Hbf.© ab 2325 . 935 1550 £O
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11so an Parts Est . . . ab ;¿so D312
1500! ]P,25 2335 845 ab Salzburo Hbf. . an 2300,
16511 1823 905 1417 ¡ 13W
047 955 an Schwarzach-St.V. ab 21 sol 752 12 M! 1153
$00 ab B e o g r a d an 21 oo
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f i 052 10 ío] ab Schwarzach-3t.V. an 2136, 737 "1145
21 15 y ! ■155 V 14 L5 I an 1 Inrwbruck / ab- 1800 í 350 X-i 8®o
2218 1 5*2 10»o 15O0I ab 1 Hbf. . / \ an 1728 1135 307 2110
138, 901 1322 1808 an Feldkirch . . . ab 1422 823 2355 1744
743 0U ÍJ27, /930' ab Feldktrdi . an 1320 $18 | 2338 1739
221 948 7405 2000 i an Bregenz . . ab 12K 740 j 2J001 f 9 59
255 1036 7432120*0 an Llndau . ab 1120 7■"
02 22^ 7820
W-* 2|06| . I an Strasbourg ab 2835 935
1820 715 an París Est. • ab 7230 121so
5*0 916 13*3 18131 ab Feldklrcb . . . an 1417 702 23 <3 1732
606 936 1420 1830 an \ Buch»-( *£S7) . 1 ab 1400 635 2325 ,705
921 1836, ab I St -Q .$ (IKZ) \ an 1159 2136
11 10 §2019, an ZUrloh(§ Enge) . ab §10'0 1835
• 1259 I 21 47 I an Batol . . . . . ab | 844 17 44
2255 I 720. an París Est . . . ab 23 ¿o 800

Itinerario A2 Viena-Zurich-París, 1947.

«Es u n p e c u l i a r g é n e r o lit e r a r i o c o n su p r o p i o
l e n g u a je , su p r o p i o siste m a d e signos y significados.»
ridad: expreso, rápido, correo, que una vez indicaran diferentes velocida­
des. E ntre puntos centrales discurren por lo general vías de alta velocidad,
en las periferias el m ovimiento se enlentece. En m edio quedan esos nudos
ferroviarios a los que se conoce sólo porque «la historia» los escogió para
serlo; quizás u n a constelación de azares, que u n a vez fuera aparcadero,
que p araran ah í los trenes a cargar carbón y agua, que tuvieran sede las
com pañías ferroviarias, o cosas p o r el estilo. En ellos nadie se apea, sólo se
sube. Vincu de Cos, Orsa, Bebra, Konin, B ohum in, lugares de que nada
sabríamos de no h aber figurado en negrita desde hace tanto en los itinera­
rios. Lugares que form an parte de los mental maps de nuestra infancia.

Viajes imaginarios por la realidad. La lectura de itinerarios es tan ilim itada


e inagotable com o su objeto. Son el m undo en u n libro, el m undo de bol­
sillo, en form ato m anejable. Q uien lo tiene delante puede darse a viajar.
Son libros de fantasía aún más que un atlas. Dan ocasión a viajes pero no
p o r un espacio vacío, sino com probable, m ensurable en kilómetros, horas
y m inutos. C uanto co n tien e n es «intersubjetivam ente com probable».
Nada de novela, sino texto en que m anda el más riguroso de los amos, el
tiem po. Los itinerarios tienen algo que ofrecer a cada quién: m atem ático,
físico o novelista, h isto riad o r de lo cotidiano o de la aceleración y el
retard o de los tiem pos. Podem os p artir de la certeza de que concuerda
con la realidad cuanto en ellos ponga. De que el 1 de agosto de 1912 a las
20:23 el expreso del N orte salía de la Gare du Nord y tras u n a viaje de 46
horas e n tra b a en agujas en la estación del Báltico de San P etersburgo,
com o siem pre hizo m ientras existió. Es la m agia de u n a evocación que no
está rem itida a hacer presente algo im preciso ni a u n m ero fantaseo, sino a
un hecho, resultante de una rutina, de u n a que d eterm ina la realidad vital
de m uchos seres hum anos, de una generación entera377. Ese conocim iento
del lugar exacto, del m om ento exacto, es condición esencial de la imagi­
nación y evocación histórica, a diferencia de la artístico-literaria. Las indi­
caciones de lugar y h o ra son exactas, a m enos que algo especial se haya
in terp u esto . No es m ucho para em pezar, y au n así, es u n a experiencia
básica, condición fundam ental para la com unicación a través de las gene­
raciones: que eso es la historia en lo fundam ental, nada más y nada menos.
La fascinación de tales lecturas está precisam ente en que nos conducen a
la realidad, no a un cielo en que todo es posible. La fascinación radica en
la evocación, en el m ovim iento em píricam ente respaldado y controlable

350
de una evocación que nos perm ite en trar en relación virtual con m uertos
como con vivos. Podem os dialogar y entendernos si entendem os en espa­
cios. Sabemos m ovem os. T enem os algo más que desvaídos vestigios del
m undo de que hablamos. En pocas palabras: entendem os de nosotros. La
lectura de itinerarios hace de nosotros entendidos en un sentido muy ele­
m ental, que algunos acaso e n c u e n tre n ridículo. P ero u n a cosa sigue
siendo cierta, quien no entiende ni se entiende en espacios no puede dia­
logar. Así pues, no es muy exacto hablar de «viajes imaginarios» p o r los iti­
nerarios. Justam ente eso es lo inim aginario im aginario, que nos movamos
p or el suelo firm e de los hechos, que llam em os a las puertas de u n a red
que ha existido realm ente y sin cuyo conocim iento propiam ente no en ten ­
dem os nada: del tono interior de las civilizaciones, de tempi, de densidades,
de lejanías y cercanías, de concentraciones y difusiones. Pues la historia es
en b uena m edida estudio de densidades culturales.
Así es que los lectores de itinerarios no somos tanto am antes del libre
fantaseo com o aventureros que quieren seguir el rastro de la realidad. La
guía de itinerarios de 1913 es una poderosa herram ienta para viajar p o r la
realidad, hasta los límites de la realidad, la que se puede captar y experi­
m en tar históricam ente. Sólo allí donde alcanzó el tiem po de los itinerarios
h ubo tiem po histórico. Aquello que no llegó a figurar en ningún itinerario
fue en cierto sentido inexistente. El m undo de que cabe ten er experiencia
se constituye sobre itinerarios: eso basta para ver que se trata de una fuente
docum ental de tipo y cualidad muy especiales. U na en que no sólo puede
consultarse algo, el enlace más corto entre A y B en el año XY, sino que
dice algo de la constitución y construcción del m undo, cam biante de gene­
ración a generación.

Textos históricos. En u n a antigua edición de la guía de Storm se dice


acerca del em pleo del libro: «Entender itinerarios correctam ente, es decir,
saber leerlos co rrectam ente, no es fácil. R equiere u n estudio a fondo y
cierta práctica in terp retar cada indicación de las que aparecen en el plan
de circulación, el índice de estaciones o los mapas». Pero se trata de algo
más. Para em pezar, ahí está su propia historia, la historia del género: testi­
m onio docum ental de la am pliación y unificación de redes de ferrocarri­
les, autobuses postales, líneas de vapores, de la producción de u n espacio
de tráfico y com unicación. Pasó tiem po hasta que de las m uchas com pa­
ñías se hizo u n a sola, y de los m uchos itinerarios la «Guía im perial de iti­

351
nerarios». Se p o d ría revivir en u n a biblioteca eu ro p ea de itinerarios ese
proceso de unión, hom ogeneización y acuerdo de movimientos de tráfico,
la form ación de un código único, de ám bito im perial prim ero y supraim-
perial luego, pues así lo re q u erían las líneas internacionales: O rie n t
Express, el expreso del Norte, o el de los Alpes, etc. Se llegó a la confor­
m ación de un tiem po único, y de ahí en adelante los itinerarios pueden
leerse com o do cu m entos en que u n a historia e u ro p e a consignó su
derrota, sus cortes, sus cicatrices.
En el p rin cip io fue el itinerario editado p o r el servicio de C orreos,
mapas y horarios de rutas postales que aparecieron ya desde 1608. El «Telé­
grafo de Hendschel» enlazaba con esa antigua tradición proveniente de
tiempos anteriores al ferrocarril. Más adelante fue la citada guía im perial
de itinerarios de Storm, «Storms Kursbuch fürs Reich». En 1863 el consorcio
de com pañías ferroviarias editó el «Offícielle Cours-Buch Nr.l». P or largo
tiem po aú n coexistieron diferentes itinerarios: Hendschels Telegraph, Storms
Kursbuch, Siesta Kursbuch, la edición de bolsillo de Kassel, Kasseler Taschen-
kursbuch, o la Mitropa con sus em blem as y leyendas im presos en negro y
oro. Como sucesor del «Itinerario oficial n.° 1» aparece desde 1881 la Guía
im perial de itinerarios, con varias ediciones al año y verdaderam ente inter­
nacional: itinerarios en Egipto, Estados Unidos y hasta Vladivostok, aparte
de u n a sección de anuncios reveladoram ente cosm opolita con lista de
hoteles de Budapest, Estocolmo, San Petersburgo, Berna, Roma, La Haya,
Niza o St. Moritz. Se in tro d u ce al usuario en el paisaje de la hostelería
eu ro p ea: el Im perial de L ondres, el Palace de M ilán, el N acional de
Moscú, el M etropol de París, el Polonia Palace en Varsovia. Con esa guía
im perial de itinerarios no sólo se unificaba el tiem po de referencia, tam­
bién se acordaban entre sí los itinerarios regionales; hasta entonces, 1880,
un m ism o tre n p o d ía viajar p rim ero con h o ra de M unich y luego de
Badén. Pues no hab ía sólo diferentes horarios regionales, sino locales.
Sólo en el interior del Im perio alem án había diferentes sistemas horarios,
p o r no hablar de E uropa y el resto del m undo. En u n a conferencia que
haría época en la historia de las com unicaciones y del tiem po, celebrada
en W ashington DC en 1889, se llegó a la unificación del sistema horario, a
establecer un tiem po unitario, contra las pretensiones de Francia. En 1893
el Im perio alem án y los Estados vecinos acordaron la «hora centroeuro-
pea». La in tro d u cc ió n de u n a escala tem poral de 24 horas aú n se hizo
esperar: no sobrevino hasta 1927. Con ella vino el acuerdo de unificación

352
de tipos de trenes. Desaparecieron «correos» y «trenes postales», se intro­
dujo la figura del «tren de tránsito», el D-Zug. [Durchgangszug, directo o
rá p id o ]. A lo que vinieron a añadirse mejoras com o la indicación de los iti­
nerarios más rápidos desde Berlín a otras capitales europeas, o los expre­
sos internacionales de com pañías de coches-cama. Berlín creció hasta con­
vertirse en la arañ a de la red eu ro p ea de ferrocarriles. Ese espacio
ferroviario cada vez más am plio y tupido se reflejó tam bién, y no poco, en
el volum en de las guías: la im perial de itinerarios para 1914 era tres veces
más voluminosa que en 1880. Aun m irándolo desde finales del siglo XX, es
algo insuperado en m uchos aspectos y que se le antoja a uno directam ente
utópico. «En la guía de itinerarios de 1914 no parece h ab e r fronteras.
Como en la mayoría de los casos los controles aduaneros del equipaje se
efectuaban en los mismos trenes, m uchas veces la parada en las estaciones
fronterizas no duraba más de lo necesario para el cambio de locom otora, y
en la m edida en que éste se fue haciendo innecesario, no más de unos
minutos». En 1936 se hizo «superflua» la guía im perial y apareció en ade­
lante com o guía alem ana de itinerarios, «Deutsches Kursbuch»378.
A prendem os a distinguir los itinerarios de tiem pos de paz y de guerra.
Aquéllos conducen a civiles, éstos, a personal m ilitar sobre todo. Aquéllos,
sobre todo a otras ciudades, capitales de preferencia; éstos, al frente ante
todo, y a ciudades de retaguardia en que hayan establecido sus cuarteles
generales m andos de divisiones. En aquéllos se puede viajar sin ninguna
restricción; en éstos, sólo de perm iso o con pases, pues se trata de zonas
fronterizas y frentes en que extraños y civiles llam an la atención y a nada les
cae encim a la sospecha de espionaje; son nom bres de lugares en que los
pasajeros han de pasar desinfecciones y desparasitaciones, es decir, p o r
donde discurre la frontera entre civilizado e incivilizado. El alcance de los
itinerarios cambia con los azares de la guerra y los trazados de los frentes.
Así puede ocurrir que Vilna, Riga, Schaulen, Lodz o Lem berg reaparezcan
de golpe en la guía im perial por más que se encuentren lejos al Este, en
territorio ruso-polaco. El imperialismo deja constancia en la guía im perial
de itinerarios de su expansión y su derrum bam iento en 1918. En esos años
p ierd e el paso tam bién la edición de itinerarios, su aparición se vuelve
imprevisible, y la calidad del papel se hace tan m ala que hoy am enaza des­
migajarse entre los dedos. Los itinerarios se pliegan a las nuevas fronteras
de Versalles, que chocan por nuevas e inhabituales. Así surgen de repente
nuevos lugares fronterizos y de tránsito que parecen retirados muy adentro

353
del territorio imperial: Eydtkuhnen, Schneidem ühl, Ratibor, Eger, Eupen,
Estrasburgo-Kehl. Cierto que luego, a partir de 1940, tras la «recuperación»
de territorios un día am putados, hubo que cam biar de nuevo el esquem a
de num eración; Alsacia-Lorena aparece entonces en la rúbrica 300.a.
Tras el com ienzo de la Segunda G uerra M undial y el som etim iento de
Europa se produjo una vez más una am pliación, ahora descom unal, de los
itinerarios de los ferrocarriles imperiales: a saber, allende toda frontera
geográfica y m oral de antaño. A hora sienta en sus cuentas billetes con des­
tino a Kantemirovka, Ivan-Frankovsk, Orscha o Minsk. A hora son destinos
en los itinerarios del Im perio ciudades com o Odesa, Rostov del Don, Kiev-
C entral y Kiev-Sur. De la frecuencia de circulación puede deducirse cuánta
im p o rtan cia ten g an uno y otro destino en el tran sp o rte de hom bres y
m aterial. Lo que fuera un día m edio de transporte civil se convierte en
vehículo prin cip al del tran sp o rte de guerra, con todo lo que conlleva.
Poco a poco se ven mezcladas las líneas civiles y los itinerarios se van que­
dando en los huesos.
La guía m uestra qué estables son las rutinas, pues los trenes no se detie­
n en cuando arde el Parlam ento en 1933 y se llama a la revolución nacional.
C uando el riesgo no es muy alto, fugitivos y em igrantes abandonan el país
en trenes que salen puntuales desde la estación de Berlín-Anhalt. Los años
que van de 1934 a 1939 trajeron consigo aceleración, expansión, viajes de la
organización «A la fuerza p o r la alegría», y cada nueva edición de los itine-
rarios tenía algo nuevo que ofrecer. Los tiem pos de viaje se acortan, los
trenes hacen frente a la com petencia nueva de las autopistas. Novedad sen­
sacional es la guía im perial de idnerarios para m ercancías, Reichsgüterkurs-
buch. El p u n to culm inante de la m odernización del ferrocarril cae en el
últim o año antes de la guerra. A unque de todos m odos será durante ella
cuando se llegue, com o dijo un alto cargo de los ferrocarriles imperiales, a
un a «auténtica explosión de rendim iento».
Los planes de circulación p o r vías secundarias que transportan a los
ju d ío s de E uropa a las cám aras de gas son casi u n a segunda p arte de la
guía, la no oficial, conform e a la cual se transporta y deporta en Europa.
No hay n in guna «rueda del terror», sino de trenes que funcionan. No hay
abismo de h orror, sino un plan m inucioso conform e al cual se «evacúa» y
deporta. Hay secuencia de convoyes y capacidades de carga calculadas con
precisión. El rendim iento es cosa que se puede calcular. De ello se ocupa
toda u n a arm ada de funcionarios y em pleados especializados y motivados,

354
ajuicio de Lenin, la quintaesencia de la eficiencia. En su punto culm inante
la aniquilación se caracteriza p o r su eficacia y lo previsor de sus cálculos.
Podría hablarse de una dirección escénica del m ovimiento de depuración,
de u n a coreografía de m ovim ientos coordinados para la liquidación de
seres hum anos. Esos planes de circulación secundaria de los ferrocarriles
im periales son exacto diagram a de flujo del desplazam iento de pueblos
enteros, de distribución de corriente de la aniquilación ju d ía 379.
En algún m om ento deja de haber itinerarios de unas «arterias» desga­
rradas p o r las bom bas y los frentes. La guerra alcanzó a los centros nervio­
sos, el escenario se le fue de las m anos a la dirección. Un pueblo hecho
añicos en u n a E uropa en añicos se apañaba sin itinerarios. Por un tiem po
la cuestión no giraba en torno a dar la vuelta al m undo, sino p o r los alre­
dedores com o una rata. La reaparición de itinerarios en Alem ania indica
que la red está re p ara d a y se ha re a n u d a d o el m ovim iento. E nseguida
habrá no u n a guía de itinerarios, sino dos, la federal y la dem ocrática, del
Deutsche Bundesbahn y del Deutsche Reichsbahn. Aún se rem itirán una a otra
durante bastante tiem po, pero se van volviendo cada vez más docum ento
de división, de rum bos divergentes. Se vuelven im portantes ahora estacio­
nes fronterizas situadas en el in te rio r de A lem ania: las de H elm stedt-
M arienborn las reconoce toda una generación como símbolo de la división
de Alemania, y de tiem po de vida perdido en inacabables formalidades. A
partir de 1989 los itinerarios atestiguan el proceso en curso de rean u d a­
ción de la red y reconstrucción de un espacio único de circulación que, en
m uchos lugares, tenía que reenganchar con la técnica de 1939.

Actas de constitución de espacio. Los viajes que em prendem os p o r itinera­


rios impresos, ad libitum y post festum, son en verdad viajes a la producción
de espacio. Nos convertimos en testigos del acortam iento de distancias p o r
obra del tendido de tram os y la aceleración. Disfrutamos de la libertad de
quien puede escoger entre distintos caminos, conexiones y grados de com o­
didad. Volvemos a recorrer el registro entero de posibilidades de enlace
que no existen hace m ucho, o llegamos con otra conciencia tem poral a
lugares que conocem os de sobra. Nos quedam os asom brados ante lo artís­
tico del sistema que ha hecho posible tal aceleración. Pero tam bién nos
conm ueve darnos cuenta de lo frágil que es. En u n segundo puede quedar
interrum pido un tram o en cuya construcción se trabajara casi diez años;
com probam os que el conjunto de m ovim ientos concertados puede des­

355
quiciarse, que retraso y deceleración desem bocan en detención total. Sus­
pensiones de servicio, detenciones en plena vía y supresiones de transbor­
dos inform an de que la civilización se sale de quicio.
En las diferentes ediciones de la guía im perial de itinerarios, en parti­
cular en la «sección internacional», podem os estudiar la producción de un
espacio nuevo de densidad hasta entonces inaudita. Leemos en ella el sur­
gim iento de la E uropa de la m odernidad, donde en adelante se establece
sim ultaneidad. Nada sucede en parte alguna sin ten er consecuencias en
otra. La guía de itinerarios levanta acta de nuestra nueva dependencia y
cercanía. El espacio que describe se ha superpuesto a la red de enlaces
postales. Surge un m undo nuevo: con otras vistas sobre el m undo, con otra
visión retrospectiva y nuevas perspectivas. Los itinerarios llevan a la nueva
época en que todo va más rápido y fiable sin que ni siquiera tengam os que
enterarnos. Sencillam ente contam os con ello. Nos confiam os a ello. Los
itinerarios son docum entos de relaciones que ahí siguen, intactas, pase lo
que pase alrededor. Hasta que de repente desaparecen.
Movimientos que se anuncian ya no se ejecutan. Los trenes ya no salen,
ya no llegan. No es el fin del m undo, pero sí de una época. Se ha descom­
puesto ese espacio de cuya construcción tan osada y sin em bargo tan fiable
son actas los itinerarios. Y se recom pone, com o pasa en tiem pos en que al
m enos se dispone del know-how aunque todo lo dem ás esté en ruinas.
Sim plificando, en la E uropa de posguerra surgen dos espacios. Espa­
cios de tiem po diferentes y diferentes m edidas del tiem po, espacios de
tempo diferente, espacios de diferente densidad y cohesión. M ientras las
relaciones que constituyeran el antiguo espacio se hacen cada vez más
esporádicas y tenues, otras se hacen más vivas y traen consigo reorientacio­
nes. Lo que fuera un a vez estación de paso es ahora térm ino. Surgen así
sendos espacios específicos de tráfico en am bos hem isferios, el Este y el
Oeste.
Los viejos itinerarios, los de un espacio europeo de antaño, se tranfor­
man en docum entos utópicos. Pero sobre todo, nada de que «todo tiem po
pasado fue mejor»: sobre todo fue más rápido, fiable, ágil y cercano. Los
itinerarios com o utopía, docum entos de u n a situación aún insuperada.
Sólo entonces cobran u n a fuerza verdaderam ente fascinante. Sólo ahora
se convierten en matriz de las posibilidades de Europa. Son testim onios de
u n a u to p ía que ya fu era u n a vez realidad: de B erlín a K ónigsberg en 6
horas, de Berlín a Breslau, en 3. Hoy se necesita el doble. Tras la guerra se

356
desm ontaron tramos. La frontera del Oder-Neisse corta en dos conexiones
ferroviarias antiguam ente de intenso tráfico. Como secuela de la guerra y
la subsiguiente división se vino a una regresión en toda regla: en el año
1993 el Interciíy de Leipzig a M agdeburgo necesitaba dos m inutos más que
el rápido diario del año 1939. Los itinerarios de anteguerra nos dicen cuán
lejos llegamos una vez, y que Europa había alcanzado una densidad y cohe­
sión de que aún distam os m ucho, aun con tanto progreso general. Son
precisam ente m edios y herram ientas de profanos los que nos aclaran el
estado de las cosas. Al com enzar un siglo que se declaraba a tal pun to bajo
el signo del ferro carril y la aceleración, a nadie le h ab ría cabido en la
cabeza soñar siquiera que al llegar a su térm ino pudiera ser com o es: el iti­
nerario com o texto utópico que ya fuera realidad un día.

357
H uella dactilar, relieve d el cuerpo

Hay u na llamativa semejanza entre huellas digitales y mapas orográfi-


cos. A prim era vista no se distinguen. El relieve de la piel semeja un paisaje
m ontañoso, la im agen de la yema de un dedo, la de u n a elevación del
terreno. Las estrías de la piel semejan líneas de nivel en un plano topográ­
fico. H asta en los térm inos se m uestra un parentesco entre procedim ien­
tos geom étricos y biom étricos: relieve, huella, minutiae, descripción de
m arcas anatóm icas en las estrías com o «picos», «horquillas», «puntos»
«islas», «meandros» y otras. Probablem ente los representantes de topogra­
fía y dactilografía habrían tenido m ucho que decirse.
En la e n tra d a «dactiloscopia» -d e l griego dáctilos, dedo, y escopein,
m irar, «m irar dedos», p o r ta n to - encontram os lo siguiente: «Dactilosco­
pia, ciencia del relieve de la piel en los dedos (estrías). En tareas policiales
de investigación representa el m edio más im portante para identificar a un
ser hum ano, em pleado sobre todo en el esclarecim iento de crím enes. Las
estrías de los dedos así com o de las palmas de m anos y pies son inalterables
en todos sus detalles a lo largo de la vida entera. Rasgos más bastos en la
figura de las estrías, com o tipo, tam año y form a de sus patrones o trazado
de las circunvoluciones p o r la palm a de la m ano o el pie son de origen
hereditario; los detalles del curso de las estrías (minutiae), sin em bargo,
son aleatorios, e incluso en zonas pequeñas m uestran ya tan gran diversi­
dad en sus variaciones y com binaciones que la repetición de idéntica ima­
gen en dos seres hum anos se da p o r excluida a efectos prácticos»380.
Cartografiar la superficie de la piel proporciona claridad. La im presión
digital es lo in d u d able e inequívoco, irrepetible e individual. H asta los
tiempos más recientes ése era el procedim iento más fiable para identificar
a un individuo. Aun gemelos monocigóticos con idéntica herencia gené­
tica tienen patrones diferentes de estrías dérm icas. Q ue la huella de un
d ed o es in confudible ya era conocim iento co rrien te en la A ntigüedad.
M ucho antes de la era cristiana ya se tom aban huellas digitales para despa­
char asuntos civiles entre asirios, babilonios y egipcios, pero tam bién en

358
Curvas d e n ivel em p lead as para rep resentar
conjun tam en te form as d el terren o relacion ad as
(tom ado d e Viktor von R eitzn er, D ie T e r r a in le h r é ) .
A bajo, im p resión digital d el tipo r em olin o.

«El relieve d e la piel s e m e ja u n paisaje m o n t a ñ o s o ,


la im a g e n d e la y e m a d e u n d e d o , la d e u n a elevación
del t e r r e n o .»
C hina y jap ó n . De ese tem prano conocim iento en culturas no europeas no
lleva n ingún cam ino al descubrim iento y aplicación de m étodos dáctilo-
gráficos en la E uropa de los siglos XIX y XX. Aquí se convirtió rápidam ente
en u n o de los m étodos principales para co n stru ir u n eficaz sistem a
m oderno de control, vigilancia y persecución penal. La prim era «Central
dactilográfica» se estableció en el Estado de Sajonia en 1903, el resto del
Im perio no le siguió hasta 1914. De entonces a esta parte los archivos han
venido a digitalizarse y conectarse en redes hace ya m ucho. Unos 26 millo­
nes de huellas digitales se tenían alm acenadas en la República Federal a
com ienzos del decenio de 1990. Así pues, no sólo tenem os colecciones de
mapas en que se halla registrada y alm acenada la entera superficie terres­
tre, sino tam bién colecciones de im presiones digitales. No sólo podem os
recu p erar y rep ro d u cir en cualquier m om ento a diferentes resoluciones
cualquier p u n to de la superficie terrestre a discreción, sino que tam bién
podem os re c u rrir a extensas colecciones de huellas y m apas de huellas
recogidas en el lugar de los hechos. De entonces a esta parte se han puesto
en uso sistemas de identificación totalm ente nuevos y m ejorados, p o r el
iris de las pupilas, la voz o el código genético. Pero la idea de po d er dispo­
n er en teram en te de la identidad de un ser hum ano tom ando sus huellas
digitales y proyectando sus coordenadas sobre la superficie terrestre, exac­
tas al centím etro en la red de longitudes y latitudes, es grandiosa y a la vez
aterradora. Cuerpos y lugares como lo últim o e irrebasable. P oder y con­
trol en cuanto tales lo son siem pre de cuerpos. Y de ahí que tam poco haya
ninguna liberación auténtica en que no se trate en últim o térm ino de libe­
ración del cuerpo: otra cosa más que señala la estrecha dependencia entre
procedim ientos geom étricos y biométricos, entre control de cuerpos y de
territorios. Y tam poco puede ser de otro m odo. Pues libertad siem pre es a
la vez libertad de movimiento, y libertad de m ovim iento es libertad de los
cuerpos para moverse en el espacio.
La m o d ern a dactiloscopia europea se retrotrae a experiencias y prácti­
cas del Im perio colonial británico en la India381. El p rim er europeo que
trató de p o n er las im presiones digitales al servicio de fines policiales fue en
1877 William H erschel, q u ien había estado en C alcuta al servicio de la
adm inistración central de la India. La cosa le vino de ten er que confirm ar
la identidad de personas en el pago de salarios y nóm inas. Más o m enos a
la vez e in d ep en d ien tem ente llegaba a iguales descubrim ientos otro inglés
residente en Jap ó n , H enry Faulds, tras investigar a fondo en las estrías de

360
la piel hum ana. En 1880 propuso aprovechar las huellas digitales en el
lugar de un crim en para com probar la autoría, y sacar pruebas dactiloscó­
picas de cada uno de los diez dedos de las manos. La auténtica irrupción
de la dactiloscopia llegó con el trabajo científico de sir Francis Gal ton,
prim o de Darwin y fundador de la eugenesia, la doctrina que predica la
m ejora del género hum ano por m edio de la selección deliberada. El fue
quien descubrió la constancia del patrim onio hereditario y la heredabili-
dad de cualidades corporales e intelectuales; tam bién fue quien dio fun-
dam entación científica al carácter inalterable y la variabilidad de las estrías
de la piel hum ana, ayudando así a abrir paso a la introducción de la dacti­
loscopia en la identificación policial. Ya sobre tal base, se siguió la intro­
ducción de un sistema de clasificación de huellas dactilares simplificado y
m ejorado p o r obra de Edward Henry, a la sazón inspector jefe de la policía
de Calcuta. En el año 1897 se im plantó la dactiloscopia en toda la India, y
en 1901, tras convertirse H enry en jefe de policía de Londres, asimismo en
Inglaterra y Gales. Es realm ente notable cóm o el m undo colonial, la India
británica, se convirtió en cam po de pru eb as de la gran m edición del
m undo: prim ero, la trigonom étrica de la superficie terrestre, luego, la dac-
tilográfica del relieve del cuerpo hum ano.

361
B iografía, curriculum vitae

W alter B enjam ín: «Hace tiem po, en realid ad a lo largo de m uchos


años, acariciaba la idea de articular gráficam ente en un m apa el espacio
de la vida -b io s -. Al prin cip io tenía en m en te la carta náutica de u n a
costa con sus faros, hoy me inclinaría más p o r un m apa de Estado Mayor,
si los h u b iera del in terior de ciudades. Pero no los hay, seguram ente p o r
desconocim iento de los teatros de operaciones del futuro. C oncebí para
ese m apa todo un sistema de signos, y si se consignaran en él claras y dis­
tintas tantas cosas, las casas de mis amigos y amigas, los lugares de reu­
nión de colectivos varios, desde los “locutorios” del m ovim iento juvenil
hasta los de las ju v entudes com unistas, el hotel de putas y la habitación
que conocí p o r u n a noche, los decisivos bancos de la Casa de Fieras, el
cam ino del colegio y las tum bas que he visto llenar, los lugares d onde aún
centellean cafés desaparecidos de nom bres que ya nadie conoce y a noso­
tros se nos vienen a los labios cada día, las pistas de tenis que hoy son blo­
ques de pisos, las salas de baile adornadas con dorados y estucos que el
h o rro r de las horas de baile hacía sem ejantes a gimnasios o poco m enos,
todo q u ed aría muy colorido sobre el fondo gris de esos m apas»382. Sólo
París colm ó p o r p rim era vez ese sueño suyo, «cuyas huellas prim eras fue­
ran los lab erin to s dibujados en las hojas de mis cu ad ern o s escolares».
B enjam ín h ab la re ite ra d a m e n te de esas «ensoñaciones gráficas»383, de
dibujar un «diagrama» de su vida. Y tam bién h a jalo n ad o con lugares de
su niñez el recu erd o de su infancia: el m onum ento a Federico Guillerm o
y la rein a Luisa en el T iergarten, el puente B endler, el Landw ehrkanal,
las villas del barrio del T iergarten, el panoram a im perial, la colum na de
la victoria, el parq u e de B rauhausberg, d onde estuvo u n a residencia de
verano de su familia, Steglitzer esquina G enthiner, la despensa, la calle
Kupplerische ju n to a la sinagoga, el m ercado de la plaza M agdeburgo, la
Casa de Fieras, B lum eshof 12, la biblioteca del colegio, la casa de verano
en Babelsberg, la p u erta de H alle, el laberinto, palcos, la piscina de la
calle K rum m en, la isla de los pavos y Glienicke. Lugares todos ligados a

362
vivencias fundam entales: enferm edad, descubrim iento del sexo, visita a
sus tías, m uerte de su tío.
Las descripciones de vidas son historias de m ovimiento. Sus m ojones
están en nacim iento y m uerte, discurren entre el lugar de nacim iento y el
de fallecimiento. Enciclopedias y lápidas se concentran en esos datos ele­
m entales. Es fácil que con ello no se diga lo esencial, pero sí lo más seguro:
un currículum vitae es abreviatura, párrafos de vida extractados, vida en
staccato, asomos de algo que sólo con la m ayor dificultad se deja p o n e r
conceptos. Los lugares no son «ruido y hum o» [Fausto], dicen algo de p ro ­
cedencia, form ación, carrera y destino. F lanquean a cada vida, m arcan
caminos vitales. Son los escenarios en que todo transcurre. En ellos sobre­
vienen encuentros de los que depende luego todo lo venidero. En ellos se
cruzan caminos de los que surge algo nuevo o p o r los que algo desaparece.
En ellos im peran atmósferas y am bientes que dejan que algo se prepare o
lo hacen imposible.
La vida en tera consiste en m ovim ientos en el espacio: de casa de los
padres al colegio, del colegio al cuartel, del cuartel a la universidad o la
fábrica. U no «entra» en un nuevo capítulo de su vida. El m ovim iento es
expresión de libertad. Movilidad es m ovim iento en sentido literal. P regun­
tado p o r un trabajo, uno «está en ello», hay que «estar encima» o se va de
cabeza al hoyo. Cada quien sigue un «camino» en la vida: puente de plata
o cam ino de espinas, todo le viene rodado o cuesta arriba, hace la carrera
habitual o se pasa a otra. U no busca p o r ahí hasta que en alguna parte fu n ­
ciona. Hay quien lo tiene más planeado y va m irando a u n a m eta, y quien
más bien a tientas, dando rodeos, tanteando. U no «se abre camino» a tra­
vés de dificultades y resistencias. C orre a puertas que se le abren. Hasta los
hay que son exploradores. Por más rodeos que dem os, no podem os esqui­
var ese hecho al hablar.
En las biografías se viene a ju n ta r todo, lo individual con lo general, el
h om bre con la «máscara caracterial», espíritu de la época con tem pera­
m ento individual, inclinaciones con azar: o no. La vida sucede en el espa­
cio y el tiem po. Su unidad está confinada en el lenguaje. U na m irada a la
sección co rresp o n d ien te en el Deutsches Wórterbuch de Jaco b y W ilhelm
Grim m le p o n e a u n o ante los ojos esa vinculación obvia e indisoluble.
Vivir es com o viajar. Pasa p o r alturas y depresiones. Per aspera ad astra. U no
arrastra algo to d a la vida, tiene ya m u cho a la espalda o aún todo p o r
delante. U no m ira al futuro com o a un am plio panoram a que se extiende

363
ante él. U no supera obstáculos, se sobrepone a situaciones aplastantes o se
im pone en situaciones peligrosas. U no va tirando a través de los obstácu­
los. La vida da m uchas vueltas, tiene altibajos, y cuando no, vivir lisa y lla­
nam ente agota. En la vida hay encrucijadas. Caminos que se separan. P un­
tos de partida. Epocas de paso. Campos de prueba. Areas de trabajo. En
palabras se alza y alcanza a la palabra la dinám ica de la vida. Lanzarse a
algo. D esprenderse. Largarse. Im ponerse, afirm arse, dejarse desatarse,
contenerse, ju n tarse, retirarse, adelantar, apartar. O rden tem poral es tam­
bién ord en espacial: a lo largo de la vida, vita brevis, cam ino de la vida, esca­
parse la vida, etapas de la vida, laberinto de la vida, m etas en la vida, el río
de la vida, la vida pasa volando.
El lenguaje tam poco p u ed e hacer otra cosa. El ser h u m an o se pasa
decenios enteros de cam ino a alguna parte. Por lo general su horizonte
vital se extiende desde su casa a su puesto de trabajo. Diez mil, cien mil
veces los mismos movimientos: en el m etro, en el tren, en los corredores
de alta velocidad, en los lobbys de los aero p u erto s, en los m ovim ientos
siem pre iguales de subir y bajar escaleras. Lo más firm e de la vida son las
secuencias de m ovim iento que se h an vuelto rutinas. La socialización
h um ana discurre en movimientos de acercam iento y alejam iento. «Habi­
tualm ente» la vida transcurre p o r los «cauces habituales». En m om entos
excepcionales se sale de m adre, en épocas de catástrofe se va al garete. Las
ru p tu ras tien en dim ensión espacial. Los seres hum anos son arrojados a
miles de kilóm etros, desplazados, deportados. Fuga, em igración, expul­
sión, son formas de m ovim iento y cambio de lugar aceleradas con violen­
cia. En las biografías del siglo XX están inscritas las rupturas del siglo: en
convulsos movimientos adelante, cambios de lugar violentos y p o r la vio­
lencia, arriesgando la vida en traspasar fronteras. Sólo la más lejana tierra
de asilo podía ofecer seguridad en la época de la segunda de las guerras
m undiales. C uanto más lejos del foco de la crisis, m ejor. A quien le cogiera
a m edio cam ino podía darse p o r perdido. En esa época de guerras y revo­
luciones m undiales las biografías abarcan el m undo entero, y lo recorren.
Discurren en tre Berlín y Shanghai, entre Praga y Nueva York, en tre Vilna y
Chicago, en tre Petersburgo y París. O conducen a la otra cara de la vida, la
clandestinidad, los bosques de los partisanos y la ju n g la de la gran ciudad.
Las biografías se p u ed en convertir en espejos de derrum bam ientos. Q uien
hubiera vivido en zonas torm entosas de la historia m undial y sobrevivido
tenía buenas perspectivas de llegar a ser testigo ocular de toda clase de

364
derrum bam ientos a su alrededor. Sin ten er que dejar siquiera su trozo de
tierra los habitantes de Galitzia en el siglo XX p u d iero n cam biar varias
veces de id en tid ad p olítica en el curso de su vida. En u n a g en e rac ió n
pu d iero n ser súbditos de la k.u.k. [imperial y real] m onarquía danubiana,
la república de los consejos de U crania occidental, la segunda república
polaca, la U nión Soviética, el Im perio pangerm ánico y o tra vez de la
U nión Soviética. Algo sem ejante p udo sobrevenirle a los h ab itan tes de
todas aquellas regiones por las que discurrían fronteras retrazadas u n a y
o tra vez: Alta Silesia, Prusia O riental, el Báltico, Besarabia y D obrudja,
Bucovina y M acedonia, Eslovenia y B urgenland, Eslovaquia o las zonas
fronterizas de Bohemia, Alsacia o todas las comarcas fronterizas del Im pe­
rio ruso-soviético. Lo que quedaba, en tiem pos de fro n teras erran tes e
im perios descompuestos, eran lugares. Podían cam biar sus nom bres, pero
no su situación en la red de m eridianos y paralelos, ju n to al río o en el
llano.
Los lugares son testigos de fiar. Los recuerdos son elásticos. A tal pun to
que u n o p u ed e co m poner e inventar pasados: las biografías com o cons­
trucciones ad libitum. Los lugares no cooperan en eso: siem pre han estado
ahí, y ah í siguen cuando hace m ucho que se ha ido quien los recuerda.
T ienen u n a especie de derecho de veto. Son las m ontañas que aún hay
cuando la fe que las moviera se disipó hace m ucho. Son las vegas que que­
dan cuando la labor se acaba. Las superficies en que aún son visibles las
huellas que dejaron generaciones hace m ucho extintas.

365
Manual para viajeros de Karl B aedeker,
o la construcción de C entroeuropa

C entroeuropa, para m uchos m era idea o ideología de que puede dis­


cutirse largo y tendido cuanto se quiera, es ante todo un contexto de expe­
riencia al que puede seguirse el rastro con los m edios de la ciencia, obser­
vación y análisis. Esto rige en particular allá donde C entroeuropa alcanza
su m áxim a densidad, en el territorio de la antigua m onarquía danubiana.
A lo largo de generaciones y de siglos se conform ó bajo la égida de los
H absburgo u n singular com plejo im perial con todas las trazas de un con­
glom erado heterogéneo y aun así m antenido p o r una asom brosa cohesión
y capacidad de integración. Más de dos docenas de pueblos y poblaciones
vivieron largo tiem po bajo el mismo techo. La capital im perial, Viena, era
una m etrópolis m ultiétnica, com o lo eran las ciudades principales de las
tierras de la corona, multiconfesionales y políglotas. La m onarquía danu­
biana no resistió la movilización general de la G ran G uerra com o los otros
im perios, y se descom puso en luchas de clases y pueblos. La m onarquía
danubiana desapareció hace m ucho y sin em bargo ha dejado huellas visi­
bles hasta hoy. De cam ino p o r C entroeuropa se topa u n o a cada paso con
la herencia de la cultura kakana. No es difícil hacerse idea del ám bito de
vigencia de la antigua m onarquía. Las fronteras h an sido alteradas hace
m ucho p o r los Estados nacionales erigidos sobre sus ruinas, y aun así toda­
vía hoy, tras las desolaciones de la guerra y de la reconstrucción, puede
un o hacerse idea sin dificultad de las fronteras del antiguo m undo kakano.
No son fronteras nítidas, más bien transiciones. Pueden leerse en vistas de
ciudades, siluetas, fachadas, sedim entos arquitectónicos, gestos y costum ­
bres. Aquello que lo señala no es un privilegio, ventaja ni cosa sem ejante,
sino u n a m orfología específica y una «composición orgánica específica»
(Karl M arx). T iene que ver con la mezcla y am algam a étnica, religiosa, cul­
tural y lingüística que eran h o rro r y enigm a irresoluble para todo partida­
rio del Estado nacional «puro». Por algo fueron precisas las más sobreco-
gedoras fuerzas destructivas, incluidos genocidio y expulsión en masa,
para hacer surgir de la m ezclada C entroeuropa Estados nacionales hom o­

366
géneos en el ordenamiento de la posguerra mundial. Los perfiles del anti­
guo Imperio atraviesan por medio de las formaciones del mundo postim­
perial nacionalista y hoy son para nosotros indicadores de otro mundo,
El mundo de ayer de Stefan Zweig.
En ese «m undo de ayer» hay m ucho guía: la literatura de Joseph Roth e
Italo Svevo, los edificios de la Sezession, las fotos de la exposición del mile­
nario en 1896, estadísticas y gráficos que dan fe de los progresos en higiene
y educación popular. Y el Baedeker, el «Manual para viajeros»384. El dedi­
cado a Austria, o el de Austria-Hungría, reaparecidos en m uchas ediciones
y reim presiones, tiene m uchas ventajas de las que suelen hallarse en guías
y obras de consulta. Se e n c u e n tra en ellos inform aciones, en este caso
sobre m onum entos y lugares de interés, planos, mapas, indicaciones de
com unicaciones postales y ferroviarias, precios de habitaciones en hoteles
del lugar. Pero esa abundancia de inform ación y la palm aria utilidad del
libro hacen fácil pasar por alto lo esencial. El Baedeker es u n docum ento
sui generis. R eproduce espacios culturales y aun coopera en la producción
y constitución de espacios culturales. Las guías de Baedeker docum entan
densidades. Fijan relaciones. R eplican mental maps. El B aedeker es u n
Organon de la producción de espacios culturales hom ogéneos. Le guía a
uno hasta Kakania en tanto m undo vital, no a la Kakania de la literatura.
T odo en él ap u n ta a la utilidad, form a externa, m anejabilidad, visibilidad
de conjunto, concisión en las inform aciones, aprovecham iento aun del
últim o hueco disponible. Es un breviario. El viajero debe po d er situarse
instantáneam ente con un m ínim o esfuerzo. La m onarquía danubiana es
tan variopinta y llena de recovecos com o los paisajes que en ella se reúnen,
pero el libro hace resaltar lo esencial y crea el panoram a. De u n extrem o al
otro hay m ucho trecho, pero el B aedeker señala el camino. Q uien lo hojea
se en tera de inm ediato de qué distancia hay de Viena a Chernovitz o de
Budapest a Abazzia, de Pilsen a Cracovia, y cuánto tarda el rápido en hacer
el trayecto. El B aedeker dibuja la red en que u n o p u ed e m overse sin
esfuerzo y con agilidad. El Im perio habla m uchas lenguas, pero el Baede­
ker habla en la lingua franca que p o r doquier se entiende. En él se encuen­
tran inagotables inform aciones: sobre las cualidades del clima, las m ejores
tem poradas para viajar, el aspecto de m ontañas y llanuras, la com posición
de la población en las tierras de la corona y en las ciudades más im portan­
tes, la situación confesional... Surge así un cuadro de la m ultiplicidad de la
m onarquía. Pero a la vez, cuando se invita a visitar m onum entos y curiosi­

367
dades se va siempre a lo esencial. Todo tiene su orden. Pese a sus muchos
pueblos, lenguas y confesiones, el Imperio es transparente, abarcable de
una mirada. El Baedeker establece ejes visuales y trayectos, tensa la red de
coordenadas en que puede moverse sin esfuerzo aun el principiante. En
ese espacio no se necesita siquiera pasaporte. «En Austria no hay necesi­
dad de pasaporte», reza la introducción. En cuanto al idioma, tampoco se
ve uno perdido en ninguna parte: «En las zonas eslavas e italianas de la
monarquía el conocimiento de la lengua alemana es de difusión casi gene­
ral entre los instruidos. Por lo general funcionarios de ferrocarril y adua­
nas, gendarmes y guardas, personal de hoteles y cocheros se saben mane­
jar en esa lengua». En todos los lugares se encuentra una estructura más o
menos idéntica. «En las ciudades grandes, así como en balnearios impor­
tantes y recientemente también en algunos lugares de vacaciones del
Tirol, los hoteles de primera clase ofrecen las comodidades internacional­
mente habituales. Aparte de ascensor, luz eléctrica, calefaccón central y
baño, se encuentra a veces ese dispositivo francamente de agradecer, la
doble puerta que amortigua el ruido tanto entre habitaciones como entre
éstas y el pasillo.» En Abbazia o en Carlsbad, en Fiume o en Graz, en Lem-
berg o en Klausenburg, los hoteles tienen siempre los nombres corrientes
en el mundo entero: Hotel Aguila Dorada, Hotel Central, Hotel Europa,
Hotel Ciudad de Trieste, Hotel Bellavista. Está en marcha un gran proceso
de unificación: en tarifas de balnearios, precios de coches de punto, pro­
pinas de camareros y porteros. Al ámbito entero de la monarquía se
extiende también el proceso de equiparación gastronómica: «Las casas de
comidas tienen igual disposición en toda la monarquía. La cocina, parti­
cularmente en las grandes ciudades, es buena casi sin excepción, a desta­
car casi siempre sopas y repostería. En todas partes, aun en los restaurantes
más distinguidos, se obtiene a precios moderados vino y cerveza de barril
para acompañar». Siguen indicaciones sobre el trato con el servicio, cómo
leer las cartas de menú, cómo tomar vino o cerveza. «En Viena y las gran­
des ciudades son incontables los cafés, pero también pueden encontrarse
casi por todas partes en balnearios y pequeñas ciudades... hay en cualquier
parte un amplio surtido de periódicos, en particular vieneses, y junto a
ellos se encuentran también parisinos o del Imperio alemán.» Los cafés
raramente cierran antes de las dos o las tres de la madrugada. El Baedeker
describe las costumbres al tomar café: «Café, casi siempre excelente, en
vaso o taza (que aquí llaman “cuenco” [Schale]), de 12 a 20 coronas (con

368
crem a, Melange, con más leche que café, “más blanco” [mehr weiss] ; más
café que leche, Kaputziner). En cada m esa hay bollería tierna para servirse
a discreción (2 kr. la pieza). No se acostum bra pedir “café” [Portion-Kafee];
de hacerlo, se le sirve al cliente una taza, y el café y la leche por separado,
pero se paga p o r taza y m edia el precio de dos. Se en c u en tran helados
(“congelados” [Gefromes] ) en cualquier parte, entre 20 y 30 kr.). Al “conta­
d or” [Zahlmarqueur] que echa la cuenta se le da una única p ropina de 2 a 3
kr., así com o al cam arero». Y de las pastelerías se dice: «Junto a buenos
bom bones y tartas (célebres en Viena son las Linzer, Sachery Pischinger), las
pastelerías (“panaderías de dulces” [Zuckerbacker]) ofrecen gran surtido de
helados: en Viena, “uvaespina” [Ribisel] es grosella, “berberís” [ Weinscharl]
es agracejo, “corneja” [Diemdln\ es cereza silvestre, “alberge” [Maúllen] es
albaricoque y “"crem a batida” [Schmankerl], vainilla»385.
Todas estas observaciones se encuentran en la introducción, donde se
anticipa lo esencial para el viaje, esto es, todo lo relacionado con pasaporte,
aduana, lengua, dinero, viajes, hoteles y correo. Aquí es donde se habla de
rutinas sobre cuyo tácito funcionam iento descansa cualquier orden, tam­
bién el de la m onarquía danubiana. Es ahí donde se exponen los supuestos
corrientes, los que rigen en todo el Im perio. D onde entran categorías de
hoteles y restaurantes, expectativas de funcionam iento de servicios, coche­
ros, autobuses, mozos o correo. Aquí tienen su sitio la unificación de deter­
m inadas prácticas, los horarios de apertura de museos o consideraciones
sobre costumbres locales o regionales. Indicaciones de lugar y tiem po, indi­
caciones de distancia, tem porada, precio y duración tienen que ser fiables y
presuponen a su vez un sistema de tráfico y com unicaciones más o m enos
fiable y fluido. La m onarquía se hace abarcable de u n a m irada no sólo
desde la capital o desde Schónbrunn, sino tam bién para súbditos y ciuda­
danos que en núm ero creciente se pueden perm itir moverse en el ám bito
de la m onarquía, y más allá. La m onarquía, en sus comienzos acaso un sur­
tido de diversos territorios com puesto m ediante u n a política de poder, p ru ­
dencia y m atrim onios dinásticos, se convierte cada vez más en territorio, en
un espacio. Abazzia se acerca a los funcionarios pudientes del Máhrisch-
Ostrau que quieren pasar el verano en la costa dálmata; Cracovia está tan
cerca que los representantes polacos en el consejo im perial pueden estar
en casa en u n a noche. Trieste se convierte en puerta del m undo para todos
cuantos no ven ningún futuro para sí en Galitzia o Bucovina y se han deci­
dido a emigrar. Y para todos cuantos quieren echar u n vistazo a la sede del

369
em perador está Viena igual de lejos. Rakania crece a ritm o de kilómetros
de vía tendidos en la m onarquía danubiana. La m onarquía crece con ellos.
T am bién exteriorm ente. Viena se rodea de u n a corona de ciudades con
aspecto de «pequeñas Vienas»: Lemberg, Cracovia, Chernovitz. Una red de
com unicaciones ágiles p o r ferrocarriles estatales o privados se dende sobre
el tapete de retales, p o r las üerras de la corona y de la dinastía. Con cada
puente construido y cada túnel abierto se encogen las distancias y se acelera
el tempo del desarrollo. La m onarquía danubiana es un espacio civilizatorio,
no m era alianza dinástica o de p o d e r586. No es azar que la cohesión imperial
de la m onarquía danubiana sea legible hasta hoy en las estaciones erigidas
p o r ella y en su época; ora en estilo Beaux-Arts, ora m odernista, en todo caso
nunca en el ostentoso neoclásico del Im perio alem án o neorruso del Im pe­
rio ruso. Estaciones, nudos ferroviarios, enlaces, enclavamientos, oficinas
de la adm inistración ferroviaria se convierten en relés del tendido de un
Im perio que se m oderniza. Allí se ejercitaba uno en nuevas formas de movi­
m iento y nuevos tempi, en nuevos criterios de disciplina y eficacia. Un ejér­
cito de obreros, em pleados, ingenieros y funcionarios no m enos im por­
tante que el m ilitar estaba listo para m antener en m archa la m áquina del
m ovimiento del Im perio, no m enos im portante que la militar. En to m o a
las catedrales del siglo XIX crecían nuevas ciudades*87. Sobre ellas se estable­
cía un tiem po unificado conform e al cual latía el Im perio. Lo que escri­
biera en 1841 el visionario Friedrich List sobre el sistema de ferrocarriles
alem anes vale tam bién para la m onarquía danubiana: «El sistema alem án
de ferrocarriles sin em bargo no sólo fom enta los intereses materiales de la
nación, sino que tam bién sirve eficazmente...
-co m o instrum ento de defensa nacional...
-c o m o m edio de fom ento de cultura, pues acelera y facilita la distribu­
ción de todo producto literario y toda producción de artes y ciencias, pone
en co n tacto e in flu en cia m u tu a talentos, conocim ientos y destrezas de
todo tipo; acrecienta los m edios de form ación e instrucción de todos los
individuos de cualquier clase y edad;
-co m o institución de previsión frente a carestía y ham bre...
-co m o institución sanitaria (transporte sanitario);
-co m o m ediador en el trato entre m entalidades y talantes, pues une a
amigo y enem igo, y en tre sí a los afines;
-co m o m edio vigorizador del espíritu nacional, pues acaba con ese mal
que es la estrechez de miras, el provincianismo y sus prejuicios;

370
Red ferroviaria de Austria-Hungría, 1898.

«Desde q u e hay f e r r o c a r r i l , u n á m b i t o de p o d e r se
c o n v ie r te e n e sp a cio e c o n ó m i c o y c o m e r c ia l, y luego
c ultural.»
-c o m o firm e ceñidor que enfaja los riñones de la nación alemana...
-co m o sistema nervioso del sentido com ún frente a la ordenanza legal;
pues distribuye la fuerza de la opinión pública en igual m edida que el
po d er del Estado...
»Sin foco en que se condensen ciencia, arte, literatura y educación, en
parte alguna está la cultura tan necesitada com o en A lem ania de un m edio
de com unicación más rápido y fácil... así, n inguno po d rá sino convenir
con nosotros cu an d o afirm am os que ya sólo p o r eso h ab ría suficientes
motivos para establecer un sistema de ferrocarriles alem anes aun en caso
de que nadie se pudiera prom eter ganancias financieras»388.
Desde que hay ferrocarril, u n ám bito de p o d er se convierte en espacio
económ ico y comercial, y luego cultural. El tren hace de jornadas descar­
tadas p o r el gran gasto y esfuerzo que conllevan una jo rn a d a que se pasa
en un vuelo. No reduce a la m itad la distancia, sino el tiem po. Perm ite que
se aproxim en lugares muy distantes. El cam ino es ahora m ensurable con
precisión, incluso partida y llegada están fijados al m inuto. De u n Im perio
en que el sol sale y se pone surge uno en que bate el reloj de la estación
m arcando u n ritm o nuevo. De un Im perio en que cada uno vivía a su pro­
pio tiem po, uno de conexiones y enlaces coordinados: un espacio-tiempo
único. Además de locom otoras hay otros que tiran de las distancias redu­
ciéndolas hasta eliminarlas: telégrafos, teléfonos, vapores, y enseguida el
automóvil. El espacio se hace m anejable, transparente. Por todas partes las
indicaciones de kilómetros y horas son las inform aciones prim eras y prin­
cipales en las guías de viajes y para los extranjeros. Del Bruck [an d er Mur]
a U dine y Venecia p or Villach, 337 km, tren rápido en 9 horas, correo en 13.
De Graz a Trieste 368 km, rápido en 8 horas, correo, de 12 a 13. De Buda­
pest a Kaschau-Eperies, 274 km, rápido en 6 horas, correo en 7 horas y
m edia. De B udapest a Agram y Fium e (Abbazia), 608 km, rápido en 15
horas, correo en 23. Así se hace de ciudades com o V iena y B udapest una
ciudad doble. Así se acerca Praga a Dresde. Así B udapest está más cerca
que Bucarest de Klausenburg, en Transilvania; y desde Viena, ambas ciu­
dades son sendas estaciones en la línea del gran O riente Exprés que cir­
cula p u ntualm ente en tre París y C onstantinopla. Por prim era vez se aúnan
todos en un sólo tiem po, el del ferrocarril. El ferrocarril trueca centros del
interior en litorales, casi com o H einrich H eine describiera París en 1843:
«¡Qué no ocurriría si se prolongaran las líneas hasta Alem ania y Bélgica y
se enlazaran con las de allí! Se me antoja que bosques y m ontañas se acer­

372
can a París. Ya huelo el arom a del tilo alem án; rom pe ante mi puerta el
Mar del Norte»389.
El espacio de la m onarquía danubiana se rom pió con los disparos de
Sarajevo. El instrum ento de movilidad se convirdó en vehículo de movili­
zación general. Los nudos que m antenían trabado el Im perio quedaron
del otro lado o en la periferia. La red im perial se desgarró y nacionalizó.
Era una red fuerte. Aún es visible en fragm entos: en u n a cantina de esta­
ción, en una garita de señales con un depósito de agua, en la casa del jefe
de estación de B ohum in-O derberg, en la calle de la estación que lleva al
centro. Quizás tam bién en el adorno de los suelos que ya casi nadie sabe
descifrar.

373
A m e ric a n S p a ce
La p oesía del h ig h w a y

El highway es el signo más visible del siglo XX estadounidense. Se


exdende p o r decenas de miles de millas de un extrem o del continente al
otro. Quizás el highway o la red entera de freeways, expressways, tumpikes y
parkways sea el jeroglífico más significativo inscrito en el planeta p o r m ano
de hom bre. Ju n to a la m uralla china, el higway es la única obra que se per­
cibiría sin esfuerzo desde el espacio exterior. El highway ha hecho p o r pri­
m era vez del continente N orteam érica, los Estados Unidos de N orteam é­
rica390. Esto lo vio con toda precisión Dwight D. Eisenhower, el general y
luego p resid en te de Estados U nidos tan fascinado p o r el sistema de las
autopistas alem anas que diera luego su nom bre al interstate-system. Con oca­
sión de acordarse el masterplan del interstate highway system afirm aba en
1955: «Juntas, las fuerzas unidas de nuestro sistem a de com unicación y
transporte son elem entos dinám icos totalm ente conform e al sentido del
nom bre que llevamos, Estados Unidos. Sin ellas seríamos un m ero m anojo
de m uchas partes diferentes».
Sólo la red de highways hace p o r prim era vez del espacio territorio. El
highway es el cam ino que lleva a Estados Unidos y al m undo que ha venido
a ser com o Estados Unidos. No es una m era form a de m ovimiento, sino
«form a de tráfico» en el sentido de Marx. F igura u n com p o rtam ien to
social, o dicho a la estadounidense, un way oflife. Eso es más que una figura
retórica fácil en u n a sociedad m otorizada en más del 90 p o r ciento y en
que nada es posible sin coche. En el highway está en m archa «Estados Uni­
dos com o nación sobre ruedas», ahí se m uestra el ser hum ano com o «ani­
mal territorial» de cabo a rabo (John B rinckerhoff Jackson). El interstate
system, que en sus 50.000 millas ciertam ente sólo abarca el 1 p o r ciento del
total del sistema viario, es un sistema de superhighways, de highways superla­
tivas: sólo p o r el interstates circula un cuarto del tráfico de viajeros, y casi la
m itad del tráfico de m ercancías. Su perím etro es diez veces m ayor que en
la antigua A lem ania Occidental, o treinta que en el Reino Unido. Sobre el
m ovim iento del highway se funda el m ercado al igual que el m ovimiento

374
entre downtowiiy suburbio.. La red de highways produce el espacio estadou­
nidense así como la malla -irongrid- que hace del espacio norteam ericano
por vez prim era el territorio de Estados Unidos.

La producción del espacio estadounidense. T odo el m undo lo sabe: uno aún


no ha llegado a Estados U nidos cuando h a aterrizado e n J F K y llegado
hasta M anhattan. Estados U nidos em pieza en alguna otra parte. Quizás en
los rites de passage a d esp ach ar en los rentáis, en B udget, H ertz o Gold
Dollar, donde le proporcionan a uno la llave del coche de alquiler. Desde
ahí ya no hay obstáculo, restricción ni traba. A partir de entonces el conti­
nente entero está ahí, abierto. Allí em pieza el Estados Unidos de la «abso­
luta lib ertad del freeway»™'. Allí em pieza u n a m an era específica de
moverse. T enem os la libertad de ir d onde queram os. Nadie nos detiene
con que cum plam os un m ínim o de reglas y vayamos financieram ente p ro ­
vistos com o para p o d er m antenem os donde nos apetezca y salim os de la
ruta principal cuando se nos antoje. El highway funciona conform e a leyes
unitarias, establecidas en la «Federal Aid Highway Act» de 1956. Rige don­
deq u iera que lo abordem os y d o n d e q u ie ra que lo dejem os. Rige en el
poblado Este com o en los desiertos que hay que atravesar. Se extiende
sobre relieves que p u ed e n ser diferentes. En cualquier p u n to consta al
menos de dos carriles en cada dirección, cada u n o de 12 pies exactos de
anchura, y cada uno con un arcén de 10 pies de ancho a su vez. Las anchu­
ras están calculadas de m anera que uno tiene que estar u n poco desqui­
ciado para ten er un choque. Está preparado para u n a velocidad entre 50 y
70 millas p o r hora. Su finalidad es u n m ovim iento sin problem as. Q ue
nadie tenga que atravesar un cruce ni p arar en uno. Los peajes siem pre
están señalizados con luces. Los trazados consisten en franjas de horm igón
blancas y paralelas, inscritas p o r m ano del hom bre en la superficie de la
T ierra siguiendo el relieve. Discurren interm inables hasta desparecer en el
hozionte. Desaparecen en un túnel o llevan a u n a red de la que sobresalen
hacia lo alto las torres del centro de u n a ciudad. C onducen p o r valles y lla­
nuras, se encorvan p o r el lomo de m ontañas o cortan por canyons artificia­
les zonas dem asiado escabrosas392. Son la caligrafía de Estados Unidos en el
ja rd ín del Edén, trazada con fuerza y a lo grande. Así va miles de millas,
pasando p o r decenas de miles de puentes, y a tramos, principalm ente en
áreas urbanas, sobre kilómetros de pilones, arcos peraltados y pasos eleva­
dos. Es el jeroglífico m onum ental que vemos desde el avión. Es la vista

375
conocida por el helicóptero de la policía e incontables películas sobre una
corriente de tráfico constante, ininterrumpida: por miles de millas, uni­
forme y sin saltarse la norma prescrita y establecida desde hace decenios.
El descomunal movimiento de la cantidad descomunal produce una forma
peculiar, uniformidad, una leve monotonía. John Brinckerhoff Jackson:
«La autopista parece no acabar nunca. Pasa por un área para camiones bri­
llantemente iluminada de largo ante las luces de una ciudad. Columnas de
camiones paran al caer la noche en los aparcamientos y poco a poco surge
del viaje solitario un sentimiento de introspección. Ese viaje a solas por el
paisaje nocturno es una de las situaciones preferidas en relatos, películas y
programas televisivos en el corazón de Estados Unidos: ocasión para evocar
recuerdos de otros tiempos. Vuelve uno a pensar en su pasado, su trabajo,
en su suerte y en quienes deja atrás. El cuadro de mandos indica qué hora
es, a qué velocidad se viaja y cuánto queda aún de viaje. Lo idéntico (same-
ness) del paisaje estadounidense impone, y libera de cualquier sentimiento
definido de lugar. Su familiaridad hace que uno se sienta en casa en cual­
quier parte. El desvanecimiento del sentido del tiempo lleva a ir aumen­
tando gradualmente la velocidad. Esa uniformidad que todo lo impregna es
en conjunto resultado de la malla, no simplemente la de las calles en toda
ciudad al oeste del Mississippi, sino esa descomunal que cubre dos tercios
del territorio nacional, desde Mississippi y Ohio hasta el Pacífico, de Río
Grande a la frontera canadiense, desde donde prosigue ligeramente modi­
ficada hasta el bosque subpolar del Norte. Esa red territorial, no el águila ni
las barras y estrellas, es nuestro verdadero emblema nacional. Creo que se le
debe grabar a cada niño estadounidense en el instante de su concepción, de
modo que a lo largo de toda su vida se figure el modo en que hay que pro­
ceder no sólo con el espacio sino con el movimiento»393.
No hay estrechamientos ni giros ni escollos imprevistos de ningún tipo.
Uno no se doblega ante la naturaleza, se pliega a ella. Todo es previsible, a
todo puede acomodarse uno sin tener que pararse. El éxito de la señaliza­
ción de rutas se demuestra al viajar. El código tiene que ser fácilmente
comprensible, reducido al más elemental de los mensajes: números, letras,
cifras. El sistema es simple: las rutas principales tienen uno o dos números.
Las cifras impares figuran la dirección Norte-Sur, las pares, Este-Oeste.
Para las primeras, la numeración comienza por el Oeste, para las segun­
das, por el Sur. Así es posible del modo más simple navegar [por esa parte]
del continente norteamericano.

376
H ighw ay en M assachussetts.

«Los traz ad o s c o n sisten en franjas de h o r m i g ó n


b la n c a s y pa ralela s, inscritas p o r m a n o del h o m b r e
e n la s u p e r f ic ie de la T i e r r a s i g u i e n d o el relieve.»
Todo tiene que estar claro y ser reconocible a primera vista. Quien
quiera o lo que quiera ser visto tiene que hacerse visible y reconocible
desde un coche. Visibility como programa de toda estética a lo largo de la
ruta. Así surgen paisajes enteros orientados al fláneur automovilístico, diri­
gidos a él, que han dispuesto proporciones, distancias, colores y luces de
cara al que pasa rodando por delante. Así surgen ciudades enteras pensa­
das a pardr del strip y orientadas a él. Las Vegas fue una vez prototipo de
esas ciudades, luego -Leam ing from Las Vegas- ha hecho escuela a lo largo
y ancho del mundo39'. El highway ha producido el paisaje estadounidense,
la conexión de ciudad y país, el movimiento desde centros de civilización a
parques nacionales en que puede admirarse el trabajo volcánico de los géi-
seres, los círculos de las águilas sobre los canyons, la fauna y la flora prehis­
tóricas. Desde el highway se hace visible un universo entero. Imposible
pasar por alto sus símbolos. Leemos al pasar el texto que representa a Esta­
dos Unidos: ESSO, Shell, Aramco, Texaco, Goodyear, Firestone, Kentucky
Fried Chicleen, Burger King, McDonald’s, Lucky Strike, Holiday Inn,
Howard Johnson’s Motor Lodge, Wal Mart’s, Coca-Cola, Marlboro. Es el
código de la propaganda y la persuasión. Qué no habrá para seres huma­
nos de camino: moteles, garajes, coches de segunda mano, gasolineras,
truck cities, heatedpools, breakfast, coffe shops, family accomodations, banderas en
épocas patrióticas, parking lots, rest areas, restaurantes, cafés, amusement
parks, drive-ins, cines al aire libre, casinos, tiendas de souvenirs. Aquí puede
practicarse lo que Venturi llama «comparative analysis of billboards».
Quien se confía al highway está en buenas manos. Uno se mueve con
inaudita ligereza. El highway hace del país algo disponible. Cada punto del
territorio puede alcanzarse sin gran esfuerzo y es accesible en cualquier
momento. Se aprende de lejanía, y de humildad a su medida, pero tam­
bién confianza en que todo es hacedero. Uno puede estar a la hora conve­
nida aun en el paraje más salvaje y apartado. Con distancias tales nadie se
las mide, y aun así se las mide sin esfuerzo al recorrerlas. Son escuela de
soledad. Jean Baudrillard hablaba del prodigio «de la total disponibili­
dad y transparencia de toda función en el espacio, que aun así no puede
asirse y sólo conjurarse con velocidad», de cómo «van parejas prodigiosa
ligereza y desolación inexorable»395. Se puede medir toda distancia, calcu­
lar todo movimiento. Los highways estadounidenses son huella de un movi­
miento hacia delante, no de alarde, compulsión de progreso o larvada gue­
rra civil. El movimiento por un highway tiene su ritmo. Sabe de mil matices

378
entre el tráfico fluido y el atasco que avanza a tirones. La corriente ininte­
rru m p id a p o r las cintas de h orm igón se ha convertido en parte de la
segunda naturaleza de Estados Unidos, im agen de su sublim idad tanto
com o los desfiladeros de M anhattan. El catálogo de formas a lo largo de
decenios, el espectro de colores out o en vogue, el ritm o con que se encien­
den y apagan las luces traseras, el zum bido del aire sobre las corrientes del
tráfico, las secuencias de billboards que llevan hasta el horizonte, la retórica
de los indicadores, todo form a parte de nuestra imagen de Estados Unidos
antes de haber estado allí. El highway üene sus ambientes: la disciplina for­
zosa cuando se va p o r la m añana tem prano en dirección al downtown, el
agotam iento que se nota cuando se deja atrás idéntico camino en sentido
co n trario p o r las tardes. U n abanico de am bientes y estados de ánim o
entre el alba y el ocaso, entre downtown y suburbio. El highway es lugar desta­
cado en la literatura desde Jo h n Steinbeck a Jack Kerouac, el lugar de la
m elancolía estadounidense. Quizás el highxuay sea genius loci de Estados
Unidos. El movimiento lo es todo, los caminos que llevan a la m eta son tan
im portantes com o la m eta misma. Quizás no se com parta ya un m ismo
lugar, pero sí el movimiento entre lugares. El highway se convierte en common
place, lugar com ún. «Son cada vez más el lugar de trabajo y esparcim iento,
de trato social y entretenim iento. De hecho han venido a ser para m uchos
la últim a huida que les queda a alguna privacidad y soledad, y al encuentro
con la naturaleza. Los caminos ya no llevan a un lugar, lo son. Y com o siem­
pre tienen dos funciones im portantes. Sirven de m otores de crecim iento y
expansión, y de imanes en tom o a los cuales se organizan nuevos desarrollos.
En el paisaje m oderno, nunca otro espacio fue a tal punto elástico y móvil»396.
Pero a la vez es el lugar de las shared routines, de ejercitarse en el trato
h u m ano con todo lo que conlleva: disciplina, consideración, m antener dis­
tancias. «La cuestión que exige respuesta es de qué tipo de com unidad
pequeña, o local, cabe ten er la esperanza. De lo que sí podem os partir con
bastante certeza es de que no estará fundada en la territorialidad. Lo que
nos llevará ju n to s al fu tu ro no será tan to participación en un espacio
com ún en el sentido tradicional com o algún sentim iento de pertenencia
com ún (“sodality”) fundado en el aprovecham iento com ún de carreteras y
calles, en rutinas com partidas p o r todos»397.
En la autopista se foijan las virtudes del buen conductor, a quien tanto
le da m an ten er distancias cortas a un ritm o vivo o avanzar al paso durante
horas, que no llega a ten er un crash. El highway es un sistema de dom inio

379
del espacio y red u cción de las distancias. Del highway estad o u n id en se
form a parte el cielo sobre el highway. «En Europa las nubes nos echan a
p erd er el cielo. C om parados con los cielos infinitos de N orteam érica y sus
cúmulos, nuestros pequeños cielos y nubes aborregadas son contrafiguras
de nuestros pensam ientos aborregados, nuestros pensam ientos que nunca
se tom an espacio... Eso se ve en el cielo. E uropa nunca h a sido un conti­
nente. T an p ro n to pone uno pie en N orteam érica siente la presencia de
un co ntinente entero: el espacio es allí el pensam iento mismo»398.
El m odo de movimiento adecuado al highway es el viaje en coche. Pero
po r el highway no se viaja, se desliza uno. «Nostalgia que sobreviene en lo
inabarcable de las colinas tejanas y las sierras de Nuevo México: autopistas
que se desplom an a pico y superhits que salen de la estereofonía del Chrysler
y las oleadas de calor: la instantánea no basta, se necesita la película entera
en tiem po real, el del transcurso del viaje, incluidos el calor insoportable y
la música, y volver a pasársela uno sin cortes de cuarto oscuro. R ecuperar la
m agia de la carretera com arcal y la distancia, del alcohol congelado en
m itad del desierto y de la velocidad, revivir la inm anencia de todo eso en
tiem po real en la pantalla del vídeo de su casa: no sólo por el aliciente del
recuerdo, sino porque la fascinación de la repetición ya estaba en el viaje
mismo, en el carácter abstracto de ese viaje. El desierto que pasa rodando
está in fin itam en te cerca de la etern id ad de la película»399. Del highway
form a parte tam bién un sound específico. En los años sesenta del siglo XX,
tal eran Jim my H endrix, Frank Zappa, los Beach Boys, los Rolling Stones.

El ojo del escritor. Vladimir Nabokov, el escritor y exilado ruso, llegó en


mayo de 1940 a Estados Unidos. Desde la costa Este d onde enseñaba (en el
Wellesley College y la Cornell University), viajó m ucho p o r todo Estados
Unidos: conferencias y viajes docentes le llevaron a más de treinta colleges y
universidades en tre Florida, Illinois y Palo Alto; pero sobre todo, expedi­
ciones en busca de m ariposas que le llevaron a T ellu rid e (C olorado),
Afton (W yom ing), P o rta (Arizona) y A shland (O reg ó n ). N abokov y su
esposa Vera «m eandreaban» por el país. C uando dejaron Estados Unidos
en 1958 habían visto el país entero desde el coche. En 1940 tenían un Ply-
m outh, en 1946 un Oldsmobile, en 1954 un Buick de cuatro puertas, al que
Nabokov llam aba «buika» o «lyaguchka». En su asiento trasero trabajaba en
Lolita. Q ue no es sólo u n libro sobre la pasión de H um bert H um bert, sino
sobre Estados Unidos visto p o r Nabokov on the road*™.

380
Estados Unidos com ienza con la decepción habitual en el eu ro p eo 401.
«Recuerdo que cuando era niño y vivía en E uropa m e pasaba las horas
m uertas contem plando u n m apa de N orteam érica en el que los M ontes
A palaches corrían en letras negras m uy grandes desde A labam a hasta
Nueva Brunswick, de m odo que toda la región que atravesaban -T ennes-
see, Virginia y Virginia O ccidental, Pensilvania, Nueva York, V erm ont,
Nueva H am pshire y M aine- era vista p o r mi im aginación com o una Suiza
enorm e, o incluso un Tíbet; allí todo eran m ontañas, una sucesión de picos
gloriosam ente facetados igual que diam antes, coniferas gigantes, le montag-
nard emigré vestido con una magnífica piel de oso, Felis tigri goldsmithi y pie­
les rojas bajo las catalpas. Que todo ello se redujera a una incesante suce­
sión de deprim entes zonas residenciales suburbanas con jardines llenos de
césped y alguna que otra hum eante planta incineradora de basuras resul­
taba desolador ¡Adiós, Apalaches!» (págs. 258-259). El paisaje norteam eri­
cano es lo otro, lo enteram ente distinto, no europeo: «Esos espacios son
hermosos, de un a herm osura que cautiva el corazón, que tiene un toque
de inocente entrega, de sorprendida y em ocionada entrega, algo que ya no
poseen mis lacados pueblos suizos, brillantes com o ju g u etes, ni los tan
exhaustivam ente cantados Alpes. Innum erables parejas de enam orados
han retozado y se han besado en el pulido césped de las aldeas del Viejo
M undo, en el m usgo aterciopelado que crece alre d ed o r de las fuentes,
ju n to a higiénicos arroyos siem pre a m ano, sobre rústicos bancos debajo de
robles llenos de iniciales, y en tantísimas cabanes en tantísimos bosques de
hayas. Pero el am ante de las coyundas al aire libre debe ten er presente, en
cambio, que la naturaleza de los grandes espacios abiertos norteam erica­
nos no es propicia para que se entregue al más antiguo de los delitos y los
pasatiempos. Plantas ponzoñosas escaldan las nalgas de su am ada m ientras
infinitos insectos pican las suyas; ásperas m uestras de la flora local aguijo­
nean las rodillas del am ante y los insectos se ensañan con las de la am ada
[...]» (págs. 206-207). Uno puede estar de cam ino sin enterarse realm ente
de nada del paisaje. N orteam érica com o mental map. «Habíamos estado en
todas partes. Pero en realidad no habíam os visto nada. Y ahora no puedo
m enos que pensar que nuestro largo viaje no hizo más que ensuciar con un
sinuoso reguero de fango el encantador, confiado, soñador, enorm e país
que entonces, cuando lo m iro retrospectivam ente, no era para nosotros
más que un a colección de mapas de puntas dobladas, guías turísticas aja­
das, neum áticos gastados y sollozos nocturnos. Porque cada noche -todas y

381
cada u na de las n o ch es- Lolita se echaba a llorar no bien m e fingía dor­
mido» (págs. 216-217). Nabokov lleva un libro de viajes p o r el país.
«Durante el desaforado año que va de agosto de 1947 a agosto de 1948 gas­
tamos en alojam iento y alim entación cinco mil quinientos dólares, más o
menos; los gastos en gasolina, aceite y reparaciones ascendieron a mil dos­
cientos treinta y cuatro dólares, y casi esta misma sum a nos costaron diver­
sos extras; así pues, durante unos ciento cicuenta días de viaje real (¡durante
los cuales recorrim os más de cincuenta mil kilómetros, com o ya he dicho
en otro lugar!), a los que hay que añadir otros doscientos de paradas inter­
medias, este m odesto rentier gastó alrededor de ocho mil dólares, aunque
lo más probable es que, en realidad, pasaran de los diez mil, pues, como
soy tan desinteresado, seguro que me olvidé de anotar infinidad de peque­
ños gastos» (pág. 216). El capítulo más im portante y caro es el alojamiento.
«Entonces em pezaron nuestros prolongados viajes a lo largo y ancho de
Estados Unidos. No tardé en preferir a cualquier otro tipo de alojam iento
para turistas los que proporcionaban los funcionales moteles: sus cabañas
eran escondrijos lim pios, agradables, seguros; lugares ideales para el
sueño, la discusión, la reconciliación, el am or ilícito e insaciable» (pág.
177). Los hoteles aparecen naturalm ente com o places of desir. «Pues a lo
largo de nuestro cam ino infinitos hoteles proclam aban su disponibilidad
con luces de n eó n , prontos a alojar vendedores, presidiarios fugitivos,
im potentes y familias enteras, así como a las más corrom pidas y vigorosas
parejas. ¡Ah, gentiles conductores que os deslizáis a través de la negrura de
las noches estivales, qué escenas, qué paroxism os de lujuria, podríais ver
desde vuestras insuperables carreteras si las paredes de las confortables
cabañas de los moteles perdieran sus pigm entos y se volvieran tan transpa­
rentes com o cajas de cristal!» (pág. 144). Pero sobre todo, com o lugares de
esa co m o d id ad standard tan apreciada p o r la «architecture of persuasión»
(Robert V enturi). «De nuevo desangelados moteles nos recibieron con car­
teles sem ejantes a éste: «“Deseamos que se sienta com o en casa durante su
estancia en tre nosotros. Todos los objetos que contiene esta cabaña fueron
cuid ad o sam en te inventariados antes de su llegada. H em os an o tad o la
m atrícula de su coche. Utilice el agua caliente con m oderación. Nos reser­
vamos el derecho de expulsar sin previo aviso a cualquier persona indesea­
ble. No tire desperdicios de ninguna clase cn la taza del retrete. Muchas gra­
cias. Vuelva a visitarnos. La D irección. P.D.: C onsideram os a nuestros
clientes las Mejores Personas del M undo”» (págs. 259-260). El m obiliario

382
standard de los m oteles, que una y otra vez produce el mismo efecto de
reconocim iento, aparece así en Nabokov: «Había una cama de m atrim o­
nio, u n espejo, u n a cam a de m atrim onio en el espejo, u n a p u e rta de
ropero con espejo, un a puerta de cuarto de baño ídem , una ventana azul
oscuro, una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos
sillas, u n a m esa con tapa de cristal, dos mesitas de noche, una cama de
m atrim onio: una gran cama de m adera, para ser exacto, con un cubrecam a
de felpilla de color rosa, y dos lám paras de noche de pantallas rosas y riza­
das, a derecha e izquierda» (págs. 146-147). Se dan las situaciones típicas de
hotel: «El com edor nos recibió con un olor a tocino frito y u n a sonrisa
pálida. Era un lugar casto y presuntuoso, con m urales cursis que represen­
taban cazadores encantados en posturas y estados de encantam iento diver­
sos, en m edio de un a mezcolanza de animales, dríadas y árboles descolori­
dos. Unas cuantas ancianas, dos clérigos y u n h o m b re que llevaba u n a
chillona chaqueta deportiva a cuadros term inaban de cenar en silencio. El
com edor se cerraba a las nueve, y las m uchachas vestidas de verde encarga­
das de servirnos m ostraron, por suerte, una prisa desesperada por librarse
de nosotros» (págs. 149-150). Más concisos son inventario y mobiliario de la
carretera: «En la alegre ciudad de Lepingville le com pré cuatro revistas de
historietas, u n a caja de bom bones, un paquete de com presas, dos coca­
colas, un ju eg o de m anicura, un despertador de viaje con esfera lum inosa,
un anillo con un topacio auténtico, una raqueta de tenis, unos patines con
botines in corporados, unos prism áticos, u n a radio portátil, chicle, un
im perm eable transparente, unas gafas de sol y algo más de ropa: pantalo­
nes cortos, varios vestidos [...]» (pág. 173). En las gasolineras se reconoce
sin dificultad los emblemas de las grandes com pañías petroleras. «Había­
mos p arado en una estación de servicio bajo el signo de Pegaso [...] mi
automóvil estaba listo, y lo retiré de los surtidores para que atendieran a
u na cam ioneta de reparto; fue entonces cuando el volum en cada vez más
grande de su ausencia em pezó a pesar sobre m í en aquella inm ensa exten­
sión grisácea azotada p o r el viento. No era la prim era vez, ni sería la última,
en que contem plaba con los alicaídos ojos de la m ente aquellas inmóviles
trivialidades que parecían casi sorprendidas, igual que rústicos que se sin­
tieran desconcertados p o r el hecho de encontrarse en el cam po de visión
del viajero inmovilizado a su pesar: el gran cubo de basura verde, los negrí­
simos neum áticos, con u n a blanquísim a franja que reseguía el lateral,
expuestos para su venta, las brillantes latas de aceite para m otor, la roja

383
nevera, con su surtido de bebidas, las cuatro o cinco —o seis o siete- botellas
vacías colocadas al azar en las casillas de u n a caja de m adera, de tal m odo
que le daban la apariencia de un crucigrama, el insecto que subía pacien­
tem ente p or el interior del cristal de la ventana de la oficina. Por la abierta
p uerta de ésta salía música, procedente de u n a radio, y, com o su ritm o no
arm onizaba con la ondulación, el estrem ecim iento y otros gestos de las
plantas agitadas p o r el viento, uno tenía la im presión de presenciar una
vieja escena cinem atográfica [...]» (págs. 260-261). En una ocasión Lolita va
«a la señal de la Concha» (pág. 262). El aparcam iento parece «una fila de
coches aparcados semejantes a cerdos en un com edero» (pág. 144). Hum-
b ert H um bert, que atiende a quienes le siguen en el cabriolé cereza, tiene
que ten er un ojo certero con tipos y colores de coche. «Verdadero Proteo
de la carretera, cambiaba de vehículo con asom brosa facilidad [...]. Al prin­
cipio parecía inclinado al Chevrolet: em pezó con un descapotable verde
campus, pasó luego a un pequeño sedán azul horizonte y se desvaneció en
un gris oleaje y un gris m adera arrojada a la playa p o r el mar. Después pasó
a otras marcas y recorrió un pálido arco iris de matices, y un buen día me
sorprendí tratando de discernir la sutil diferencia entre nuestro M elmoth
azul sueño y el Oldsm obile azul celeste que había alquilado. Pero los grises
eran su criptocrom atism o preferido, y en pesadillas de agonía procuré en
vano reco n o ce r fantasm as com o Chrysler gris concha, C hevrolet gris
cardo, Dodge gris francés» (págs. 280-281). H um bert H um bert se ve for­
zado a «un estudio profundo de todos los automóviles de la carretera (los
que teníam os delante, los que nos seguían, los que nos adelantaban, los
que iban, los que venían, cada vehículo que pasaba bajo el sol): el autom ó­
vil del tranquilo turista de vacaciones, con su caja de pañuelos de papel en
la ventanilla trasera; el cacharro a velocidad tem eraria, lleno de niños páli­
dos, con un perro lanudo que asoma la cabeza y un guardabarros abollado;
el coquetón sedán del soltero, atestado de trajes en perchas; la inm ensa
caravana que avanza con lentitud, inm unea la hirviente furia que la sigue
en fila india; el automóvil con la joven pasajera elegantem ente reclinada
en m edio del asiento delantero para estar más cerca del joven conductor;
el automóvil que lleva en el techo un bote rojo invertido [...]» (pág. 281).
El viaje tam bién pasa ineludiblem ente por la Main Street, centro de la ciu­
dad estadounidense. «La nueva y herm osa oficina de C orreos de donde
acababa de salir se alzaba entre un cinem atógrafo dorm ido y un jardincillo
en que había un grupo de álamos. La hora era las nueve de la m añana. El

384
lugar, la calle Mayor. C am iné p o r la acera todavía azul observando la
opuesta: le daba u n encanto que hacía que casi pareciera herm osa una de
esas frágiles m añanas de principios de verano que hacen brillar el cristal
de una ventana aquí y allá, y que parecen traer consigo un aire general de
desaliento, que te hace desfallecer, ante la perspectiva de un intolerable­
m ente tórrido m ediodía. Crucé la calle y recorrí despacio la larga acera de
la m anazana opuesta, hojeándola, p o r así decirlo: Farmacia, Inm obiliaria,
Modas, Recambios para Coches, Café, Artículos Deportivos, Inm obiliaria,
Muebles, Electrodomésticos, Oficina de Telégrafos, Tintorería, Colmado»
(págs. 276-277). Cóm o transform a la noche el paisaje estadounidense se
m uestra en im ágenes que p o d rían p ro c e d e r de Edward H ooper: «La
p u erta del ilum inado cuarto de baño estaba entreab ierta; adem ás, u n
esqueleto de luz llegaba de las lám paras exteriores, más allá de las persia­
nas. Esos rayos entrecruzados m itigaban la oscuridad del dorm itorio y reve­
laban esta situación» (pág. 157). Por obra de la noche «una digna y limpia
avenida em inentem ente residencial, bordeada de árboles inmensos, dege­
neró en despreciable vía de paso de gigantescos camiones que rugían en la
noche ventosa y húm eda» (pág. 160). T am poco falta la pantalla del cine
drive-irv. «Mientras buscaba alojam iento para aquella noche, pasé ante un
autocine. En m edio de un resplandor selénico, verdaderam ente místico,
por el contraste que ofrecía con la negra noche sin luna, en una gigantesca
pantalla, dispuesta en sentido oblicuo respecto a la carretera p o r donde yo
circulaba, en m edio de campos oscuros y soñolientos, un delgado fantasm a
levantó u n a pistola; tanto él com o su arm a fueron quedando reducidos a
agua tem blorosa de fregar platos p o r el ángulo oblicuo de aquel m undo
que se alejaba de mí, y, al instante siguiente, u n a hilera de árboles ocultó
aquella gesticulación» (pág. 360). Nabokov descifra de viaje p o r los Apala­
ches los mensajes de focos y neones. «Era u n a noche negra y tibia, en algún
punto de los Apalaches. De cuando en cuando, pasaba un coche ju n to al
mío; veía alejarse las luces rojas y acercarse las blancas. Pero la ciudad p er­
m anecía m uerta. Nadie paseaba o reía en las calles com o hacen los b u r­
gueses en la dulce, m adura, podrida Europa. Yo era el único que disfrutaba
de la noche inocente y de mis terribles pensam ientos. Un receptáculo de
alambre, sobre la acera, era muy exigente en cuanto a lo que se podía tirar
en él: Papel sl Basuras no . Rojas letras de luz anunciaban un com ercio de
fotografía. U n gran term óm etro con el nom bre de un laxante se exhibía
tranquilam ente en la fachada de una farmacia. La joyería Rubinov ofrecía

385
T

diam antes artificiales reflejados en un espejo rojo. U n lum inoso reloj verde
flotaba en las profundidades de la lavandería de JiflyJeff, atestada de ropa.
Al otro lado de la calle, un garaje decía en sueños G enuflexión lúbrica ,
pero se corrigió, y pasó a decir L ubricantes gulflex . U n aeroplano, tam­
bién enjoyado p o r Rubinov, pasó rugiendo p o r los cielos aterciopelados.
¡Cuántas ciudades dorm idas había visto! Y aquélla no sería la últim a (...).
Un poco más allá, en la misma calle, unas luces de neón titilaban dos veces
más despacio que mi corazón: la silueta del anuncio de un restaurante, una
gran cafetera, se anim aba a cada segundo con u n a vida esm eralda y, cada
vez que desaparecía, letras rosadas que decían B uena comida la reem plaza­
ban. Pero la cafetería aún podía distinguirse com o una som bra latente que
los ojos discernían antes de su inm ediata resurrección esmeralda» (págs.
346-347). No se le escapan al ojo de Nabokov ni siquiera los reflectores en
los postes a lo largo del camino. «Para entonces la noche había elim inado
ya casi todo el paisaje, y m ientras seguía la estrecha y tortuosa carretera una
serie de postes bajos, espectralm ente blancos, con reflectores, pedían pres­
tada la luz de mis faros para indicarm e las curvas que se sucedían sin cesar»
(pág. 359).

Arqueología de Estados Unidos. El highway no es sólo el m edio intem poral


de com unicación transcontinental, no sólo la transm isión que m antiene
en m archa «the Machine in the Garden» (Leo M arx)402. El highway tiene una
historia y u n a genealogía. La calzada por la que hoy conducim os suele ser
ya o b ra de segunda, terc era o cu arta generación. D ebajo se hallan en
num erosos estratos las sendas indias o de tram peros, los caminos hacia la
frontera y la tierra prom etida donde m anan leche y miel, la National Road
de 1811, que discurría desde C um berland en Maryland a Vandalia en Illi­
nois. Debajo se halla el Highway 66, cuya construcción com enzó en 1926 y
llevó desde Chicago p o r el Suroeste hasta Los Angeles, ju n to al Pacífico.
Un fragm ento del Sturm undDrang del automovilismo y el fordism o, pero
tam bién la «Mother Road» de Las uvas de la ira de Jo h n Steinbeck, p o r la
que cientos de miles se m udaron al Oeste en la época de la depresión. Ese
tram o es hoy itinerario de peregrinación y m useo de un Estados Unidos
que ya no existe. Im ágenes de M other Road, con lodges, inris, moteles, gaso­
lineras en Am arillo y A lburquerque, piezas de m useo de la época de la
dep resió n . La g ran época de la construcción de highways n o vino sin
em bargo hasta después de la Segunda G uerra M undial, que había dejado

386
en suspenso los grandes proyectos del New Deal, y fue en dem pos de la
G uerra Fría. No es azar que g enerales com o Dwight D. E isenhow er y
Lucius D. Clay, al m ando del pu en te aéreo de Berlín, intervinieran decisi­
vam ente en la realización del p ro g ram a Interstates de 1956. El highway,
com o todos los grandes proyectos de carreteras de la historia, tenía no sólo
im portancia civil sino tam bién estratégica y militar. Funcionaba com o sis­
tem a de deslocalización rápida. Así se hizo de un sistema al servicio de la
movilidad social instrum ento de movilización. El highway com o línea de
avituallamiento de los puertos del AÜántíco y del Pacífico o de aeropuertos
militares. C om enzado en la Segunda G uerra M undial pero desarrollado
con fuerza en los años de la G uerra Fría, el sistema de highways hizo posi­
ble trasladar la industria estadounidense del Noroeste al Oeste y Sudoeste.
El highway fue para el siglo XX lo que la U nion Pacific para el XIX. El pro­
gram a interstate representa la nueva vigencia m undial de la pujante super-
potencia lo mismo que la Panamerican o la com odidad del H otel H ilton.
En el principio no fue sólo el program a de em pleo del New Deal, tam bién
una utopía. En la exposición m undial de 1939 en Nueva York se presenta­
ron proyectos de highways con 6 carriles, y el diseñador N orm an Bel Ged-
des había proyectado en el futuram a superhighways de 14 p o r las que debe­
ría ser posible atravesar el continente a velocidades que alcanzaran los 160
k m /h . Se suponía al tráfico llevado a distintas alturas a través de las ciuda­
des, y su puesta en servicio, para 1960. Enseguida la realidad superó a esas
visiones. Acaso el pu n to culm inante de desarrollo de los highways coincidió
con el año de la crisis del petróleo en 1972. Entonces, cuando las calzadas
de h o rm igón d ensam ente pobladas se q u ed a ro n solitarias, p u d o alcan­
zarse un barru n to de lo que podría ser el m undo tras la automobile age. Pero
nosotros en verdad n o podem os im aginarlo: u n Estados U nidos sin el
m ovimiento de las highways, con truck cities en que las luces se hayan apa­
gado. Sería un país distinto. Pero no hay que especular. Si querem os saber
qué cariz tom an las cosas en Estados Unidos, hay que ir allí donde m ejor se
tom a su pulso, al highway, la main Street de Estados Unidos. Stop-and-go y trá­
fico fluido significan prosperidad. El jeroglífico nos dirá cóm o están las
cosas para Estados Unidos. Si el highway aparece descuidado o el horm i­
gón de las calzadas m uestra grietas p o r donde brota hierba, la época esta­
dounidense habrá llegado a su fin.

387
Espacio ruso:
ensayo de una h erm en éu tica

Tras el final de la Unión Soviética no se tenía inicialmente otro nombre


para lo que ocupó su puesto que el de «espacio postsoviético». Espacio es
difuso, vago. Por contra, territorio es conciso, preciso, definido. Territorio
es algo con fronteras, y pasos. Naturalmente, se habrían podido enumerar
los Estados que pasaron a ocupar su puesto, que surgieron de esa ruptura.
Pero eso no habría dilucidado el dilema que así se había hecho patente.
Un Estado que había sido «un sexto de la Tierra», que se había grabado en
las imaginaciones como territorio de semejante superpotencia, había
dejado de existir. Era difícil acostumbrarse, grabarse los contornos de la
nueva Rusia, la Federación Rusa. Toda la fábrica de teorías de transforma­
ción social fundada entre los ecos del derrumbamiento del socialismo real
no ha logrado desarrollar ningún lenguaje adecuado a lo que estaba
pasando. Siempre se hablaba de transición, mucha transición: de propie­
dad estatal a privada, de centralismo a descentralización, de Estado unita­
rio a federalismo, de socialismo a capitalismo, de dictadura a democracia.
Sólo de una cosa no se hablaba, o apenas: lo más visible, la transformación
de superficie, la alteración del espacio soviético que sucedía ante nuestros
ojos hasta su final disolución. Una «hermenéutica del espacio soviético y
postsoviético» (Vladimir Kaganski) está aún en sus comienzos403.

Final de la URSS, ruptura del espacio soviético. Las situaciones de ruptura


son siempre momentos estelares para observadores y analistas. Una rup­
tura deja ver. Se separan los elementos vivos de los muertos. Cohesión o
desintegración de un sistema no necesitan aún afirmarse teóricamente, se
hacen patentes ante los ojos de todos. Analizar significa entonces en sen­
tido amplio dar voz a lo separado. Así también con la URSS. Los elementos
de que se compusiera se destacan y separan. Lo obsoleto y quebradizo se
desploma sobre sí mismo, lo vivo o capaz de desarrollo se afirma. La rup­
tura de la URSS deja ver su genésis. Tales situaciones nostálgicas contienen
siempre, al menos como oportunidad, un componente de perspicacia ana­

388
lítica. La ligereza con que la URSS se ha disuelto y ha sido desmantelada
parece confirmar el parecer de todos aquellos que desde siempre habían
visto en la Unión Soviética una mera «construcción» externa, artificiosa y
precisamente por eso violenta: sólo algo construido de esa manera se deja
«deconstruir» así sin esfuerzo alguno. Todo aquello por lo que estuvo
compuesta durante decenios, según esa lectura, en realidad nunca fue
componente, sino compuesto desde fuera. Las repúblicas siguieron su
camino hacia la soberanía como si todo fuera comprensible sin más y pre­
parado de largo tiempo: estructura, fronteras, capitales, personal nacional,
Academias nacionales. El único dolor parece haber sido el del fantasma.
Cierto es que en algunos lugares del antiguo Imperio, sobre todo en Che-
chenia, el proceso de separación se quedó clavado y se ha devorado a sí
mismo en una espiral de violencia. Pero en general sigue dando la impre­
sión de que separación y disolución de la URSS se hayan llevado a cabo
con la mayor facilidad. ¿Significa eso que la fuerza que foijara el territorio
y mantuviera junto el espacio había sido siempre débil, casi impotente
frente al espacio? ¿No puede permitirse uno interpretar el final de la
URSS también como naufragio del sistema ante el espacio? El comunismo
soviético nunca tuvo fuerza para producir un espacio soberano estable,
que viviera por sí. Desde el principio fue esencialmente espacio de poder.
El final de la Unión Soviética es capitulación del poder ante el espacio, fra­
caso soviético ante la superpotencia del espacio. Al final del sistema sigue
el retorno del espacio. Rusia vuelve a ser lo que fuera: espacio ruso menos
poder soviético.

«Espacio ruso», fantasma y ser real. De espacio ruso no se habla, o al


menos no a gusto. El término está sobrecargado, contaminado. De «espa­
cio ruso» hablaban los nacionalsocialistas, y con ello querían significar el
Imperio colonial que pensaban erigir, no en la India, sino en Europa con­
tinental. «Espacio ruso» era interminables trigales, «el granero de Ucra­
nia», recursos del subsuelo de todo tipo, incluido el petróleo del Cáucaso
y el Caspio, espacio de fantasía donde los ingenieros de la «Organización
Todt» construían autopistas y superferrocarriles de vía ancha que trans­
portaran carbón y mineral a las «foijas del Imperio», y a los alemanes, de
vacaciones a Crimea. Espacio ruso era «espacio vital» para los territorios de
Occidente que se pretendía superpoblados, espacio para «la renovación
de la vitalidad biológica y racial». Las Fuerzas de Defensa alemanas hicie­

389
ro n de ese «espacio vital» en perspectiva tierra quem ada de Stalingrado,
Novorossisk, los altos de Pulkovo y Minsk, u n continente, u n a tierra en
ruinas.
Las fantasías alem anas en torno al «espacio ruso» contenían un pro­
gram a completo: evocación de lo originario y puro, regreso a las fuentes, lo
arcaico y bárbaro en calidad de aquello que a la vez salva, aquello superior
de que el desarrollado cree tener que protegerse. «Espacio ruso» contiene
todo un program a del miedo. Q ue incluye tam bién la im agen de la infinita
plasticidad de tierra y paisaje con lo que todo es hacedero. Es el principal
plano de proyección de un orientalism o específicam ente alem án404.
P ero con in d ep en d e n cia de ese fantasm a, hay algo: el espacio ruso.
Q ue no d ep en d e de proyecciones o construcciones de teóricos de la raza o
geopolíticos. Sobre el espacio ruso, sobre el espacio de la historia rusa y la
form ación del Estado ruso hay u n a lite ratu ra vasta y brillante, com o
m anda el objeto. El espacio ruso está en los cuadros de los pintores Iván I.
Chichkin e Isaac I. Levitan, en los horizontes de C onstantin F. Yuon. Los
seres hum anos se han ocupado de él desde que hay m em oria: a título de
bendición o de fatalidad, condición fundam ental en todo caso de la exis­
tencia rusa. Los escritores han descrito el espacio ruso, los lugares de la
cultura rusa y el paisaje ruso, y cooperado a constituir el espacio de la cul­
tura rusa. El espacio ruso tiene un sound: el rítm ico traqueteo de vagones
de ferrocarril, sirenas o altavoces que en los m uelles de atraque anuncian
barcos que parten p o r el Volga o el Yenisei. El espacio fue siem pre m aldi­
ción de Rusia -así, en el fun d ad o r de la reflexión sobre el ser de Rusia,
Piotr Chadáiev-, el espacio ha dado cobijo a Rusia, am paro en trances de
vida o m uerte, ha llevado al enem igo a extraviarse y correr a su perdición405.
R equiere no tan to fantasía com o u n poco de ex p erien cia añ ad id a
ap ren d er que los espacios no son constructos arbitrarios y precisam ente
p o r eso no son «hacederos» sin más. M aestros en enseñarlo p u ed e n ser
periferias interiores del país, com o Siberia p o r ejem plo con sus 30 o 40 gra­
dos bajo cero, o playas subtropicales con blancos sanatorios entre las pal­
meras, o el espacio de la radiante noche polar en verano y de su oscuro
invierno. Tales espacios tien en algo que ver con anchas corrientes que
desem bocan en u n m ar de hielo, con velocidades de licuefacción, con la
ausencia de caminos en la época del deshielo, con miríadas de mosquitos
o los barrancos abiertos en el loess del Don. Tales espacios quedan cuando
los sistemas son pasado hace ya m ucho. Dan cuerpo a otro estrato distinto

390
del tiem po (R einhart Koselleck). Las construcciones, tam bién la de un
cierto socialismo, p ertenecen a los m enos duraderos, y m edidas con esos
espacios son apenas u n instante106.

El Imperio en ruinas: huellas del espacio soviético. Si nos movemos hoy p o r la


Rusia Central, su Extrem o O riente o el T urquestán, es fácil reconocer el
espacio postsoviético. Aún sigue m arcado p o r los em blem as del socialismo
soviético. En más de un sitio se h an blanqueado o desm ontado p o r com ­
pleto. En otros, en el H otel Hyatt de Bakú, o en el de Moscú, o en el de
T ashkent, ese m u n d o postsoviético p re sen ta u n aspecto tan herm ético
como si nunca hubiera habido uno soviético. Aun así, a grandes rasgos se
puede percibir a simple vista las huellas del espacio soviético, no hay que
ser arqueólogo para verlas. El m undo soviético era sólido, no sólo superfi­
cie, fachada y ornam ento. Lo soviético está presente en m onum entos con­
m em orativos y m ausoleos que re c u e rd a n su época sturm-und-drang de
heroísm o y triunfo en la gran guerra patriótica, de logros brillantes y diri­
gentes del Estado y del partido hoy antiguos. El espacio postsoviético está
jalo n ad o p o r pedestales de los que se han retirado figuras dirigentes, qui­
zás hace m ucho, p o r desm esurados lienzos de m uros en que alguna vez se
vieron lemas del partido y del Estado. Por todas partes restos de la puesta
en escena del poder: plazas m onum entales reservadas al desfile del 1 de
mayo o del 7 de noviembre; comités del partido m unicipales, de distrito o
de barrio, con sus específicos gestos de presentarse e im poner; cuadros de
h o n o r a la p u e rta de fábricas y com plejos industriales integrados, en
do n d e alguna vez se colgaran fotos de los m ejores trabajadores y trabaja­
doras; clubs e instalaciones deportivas, parques de educación y descanso,
los grandes alm acenes Univermag, los complejos universitarios u hospita­
larios a las afueras de la ciudad. El diseño del lobby del hotel, al que ahora
se h a dado otro nom bre naturalm ente, o la araña de cristal que cuelga en
el foyer de la ópera de la capital de la flam ante república independiente, en
Vilna, en Bichkek o en Tiflis. T odo un estrato acum ulado en varios dece­
nios no desaparece sim plem ente, al revés: es fundam ento sobre el que hoy
se despliega cuanto le sigue. Hay m ucho repintado, m ucho readaptado.
D onde u n a vez tuviera sede el p artid o reside el banco nacional; do n d e
estuviera la casa de oficiales está hoy el night club; del museo de ilustración
y ateísm o se h a vuelto a hacer iglesia; de los parques de educación y des­
canso, centros de fitness y wellness407.

391
Pero lo de más peso, lo que no se deja repintar o readaptar, queda: las
dim ensiones de las calles, las proporciones, la escala grandiosa, la distancia
entre edificios, la am plitud pensada para disuadir a los peatones y cansar­
les enseguida, la lejanía entre vivienda y puesto de trabajo, lo m onum ental
de los edificios del po der en los antiguos centros de la vida urbana, los blo­
ques prefabricados de pisos en los suburbios que recuerdan macizos m on­
tañosos. Esos signos están m arcados en ciudades desde Brest a Vladivostok
(quizás tam bién desde Berlín Este a Pyongyang). D ondequiera le lanzaran
a u n o en paracaídas, podría reconocer la pertenencia de un asentam iento
u rb an o al hem isferio de influencia soviética p o r tales signos, en Irkusk,
Yereván o Kiev. Lo soviético era u n a marca, y sobre todo, hom ogeneiza-
ción del espacio con marcas; un estilo definido, u n gusto específico, una
ornam entación específica. Lo soviético era m ucho más que u n m ero «sis­
tem a político», fue u n a vez un m undo vital, un way of life. La visión de ese
cam po de ruinas con sus rotondas en que hacía su entrada la banda mili­
tar, los carruseles en que los niños daban vueltas, los clubs donde había
horas de baile o donde incluso, cuánto hace de eso, cantaron sus airadas
canciones los cantautores de los años sesenta y setenta408.

Homogeneidad: ruptura del espacio único, ruptura del tiempo único. Sólo
ahora, cuando el país se cae a trozos, se advierte qué hom ogéneo era todo
en la época soviética. La Rusia postsoviética vive en épocas diferentes.
Moscú es otro Estado, se encuentra en otro planeta. Moscú es hoy Babilo­
nia. Allí dom ina el tiem po de la CNN, Internet, handy y e-mail. Moscú está
en el corred o r global, donde significan algo cotizaciones, acciones, acuer­
dos de em presas o tonos del am biente en el parqué de la Bolsa. En Moscú
zum ban los discos m agnéticos y las money machines. Sobre cada m etro cua­
drado de terreno pesan mil atmósferas de presión. Se levantan rascacielos
a u n o p o r sem estre. P or las noches la ciudad está ilum inada com o Las
Vegas, m ientras afuera se extiende sum ida en la oscuridad hasta la lejanía
la vasta tierra d o nde el m anto de nubes no refleja ningún m ar de luces.
Allí dejan de funcionar los móviles. Los caminos son transitables según el
clima o la estación. Las oscilaciones de las divisas nada significan, pues allí
fuera en los pueblos la econom ía financiera está retro ced ien d o y la de
trueque vuelve a ponerse en m archa. Los ciudadanos se han convertido en
usuarios de dachas, y sus ocupantes de siem pre, en plantadores de patatas
o tom ates. Rusia se h a hecho pedazos en u n clash of civilizations que no

392
podía ni sospechar Samuel H untington. A quí la cosa no gira en torno a
«fracturas entre ortodoxia y latinidad» sino al clash entre épocas y tiem pos
diferentes, en tre el tiem po «atropellado» y el re to rn o a la m edida del
tiem po del siglo XIX, o XVIII. Ahora, cuando una Rusia corre azuzada p o r el
metropolitan corridory la otra ya no sigue el paso y empieza a atrincherarse,
ahora es cuando em pieza a resaltar debidam ente la sim ultaneidad y la uni­
form idad im perantes en la época soviética, la ausencia de agudos antago­
nismos. D ejando aparte el rojo sangre de banderas y pancartas, el tono
predom inante en la época soviética era el gris, gris en gamas infinitas. Lo
gris era el precio p o r la ausencia de extrem os, exaltaciones y extremismos.
Destacar era arriesgado, no descollar, u n a de las prim eras virtudes en la
lucha p o r la superviviencia. U na fenom enología de la sociedad soviética
ten d ría que adiestrar su capacidad de discrim inación p ro b a n d o a ver
cuántos grises es capaz de distinguir, y su capacidad de juicio leyendo lo
diferente en la uniform idad. El m undo soviético conocía la pobreza, pero
no la auténtica miseria; las viviendas hum ildes, pero no las chabolas; no
había lugar público para la ostentación del lujo; la riqueza perm anecía
oculta; el capital se invertía más en relaciones personales que en valores
abstractos; el rasgo social característico no era segregación, dicho en tér­
m inos espaciales, barrios de lujo aquí y de miseria allá, sino nivelación de
extrem os. T odo igualm ente bueno, o aproxim adam ente igual de malo,
según.
D ondequiera se llegara, el universo soviético ya estaba esperando: en la
configuración de las plazas, en el esquem a de las instalaciones de los
barrios nuevos, en los interiores de com edor de hotel, en la disposición de
las baldosas se ponía en m archa un efecto de reconocim iento que p o r lo
dem ás sólo se conoce de las cadenas in ternacionales de hoteles, cuya
receta para triunfar consiste justam ente en eso, ser lugares reconocibles de
ubicuas costum bres sin lugar. El espacio soviético se caracterizaba por lo
reconocible de sus lugares. «Nuestra dirección no es casa ni calle. N uestra
dirección es la U nión Soviética» (Nash adress nie dom i nie úlitsa. Nash adress:
Sovietskii Sayús). «El lugar de uno» estaba d o n d eq u iera h u b iera tierra
soviética, con sus plazas, rituales, certezas y m odos de hablar. Vista así,
hacer la historia de la U nión Soviética sería contar la producción de ese
espacio: el soviético409.
El símbolo de la URSS como espacio hom ogéneo es el m apa que m ues­
tra «una sexta parte de la Tierra». Casi u n em blem a de Estado, con m arca­

393
dos contornos hacia fuera, uniform em ente rojo hacia dentro, sin matices
ni diferencias in tern as, hom ogéneo, y en cierto sentido tam bién u n a
superficie vacía.

Asolado por la indiferencia. Un país sin dueños. Los paisajes tras la batalla
ya están descritos: las grandes construcciones del socialismo, los campos
de batalla en qu e se puso en escena la g u erra c o n tra la N aturaleza, las
zonas m ortíferas de trabajos forzados y reclusión, las minas expoliadas con
un derro ch e crim inal, las bahías y cauces de ríos contam inados p o r acci­
d entes atóm icos. Sólo lo vasto del país perm ite a la vista pasar de largo
sobre tales territo rio s desolados; siem pre q u e d a n áreas inim aginable­
m en te gran d es de n atu raleza in tacta410. Más difícil resulta ad iestrar la
m irada en los campos de otra destrucción habitual y nada espectacular: el
espacio de todos, y así, de nadie, el que utilizan todos pero del que nadie
es responsable; el que se saquea m ientras d u re p ero se ab a n d o n a a su
suerte cuando ya no rinde. Q uienquiera que haya m irado a su alrededor
conoce tales espacios. P ueden ser zonas interm edias que nadie siente res­
ponsabilidad ni atribución suya: la escalera en u n edificio, u n tram o de
calle sin salida, u n edificio viejo, u n a iglesia h uérfana y abandonada. La
im agen no es tan diferente de barrios sacrificados en las ciudades occiden­
tales. P or todas partes se despliega la m ism a escenografía. Por d o q u ier
idéntico escenario: descuido, basura, abandono. Los espacios clásicos de la
inco m p eten cia, la anom ia luego, al cabo el m iedo. N ingún cuidado
público, ningún interés privado tan fuertes que lograran h u rtar el espacio
a la com ún indiferencia que dom ina siem pre d o n d e no haya u n fuerte
interés individual. Zonas asoladas p o r la indiferencia, espacios de los que
se ha desvanecido todo sujeto, donde faltan esos individuos com petentes y
responsables m anifiestam ente imposibles de reem plazar p o r p o d er alguno
con su intervención. Liquidar la propiedad privada a base de nacionalizar
y com unalizar apartó a los «dueños y señores» y con ellos todo interés y
capacidad, arrasó superficies, borró toda resistencia y toda particularidad,
y p reparó el terren o para el Im perio de la anom ia. Así sucum bieron zonas
enteras dejadas a la indiferencia, las más, centros históricos, m ientras aten­
ción y m edios financieros se iban a levantar barrios nuevos. Irresponsabili­
dad económ ica trae abandono p o r lógica secuela. No se echa de ver en
tanto haya u n a m aq u inaria estatal fuerte, o al m enos intacta, que m an­
tenga u n régim en estricto en el espacio público con disciplina o aun coer­

394
ción; pero salta a la vista tan p ronto expira aquélla. Las dictaduras tienen
calles limpias, las dem ocracias no suelen.
Resultado de los más visibles del final del com unism o, aunque nada
sorprendente, desde luego, fue la reaparición de sujetos, intereses, parti­
cularismos, resistencia y renuencia de lo fragam entario. Privatizar, crear
propiedad, es la más enérgica réplica al mal com ún, lo que nada tiene que
ver con el bonum comune. Sólo en ciudades con dueños y propietarios pue­
den los vecinos hacerlas apropiadam ente suyas. Sólo con d ueño llega un
país a hacerse paisaje. P oder soviético sin em bargo quiere decir sistema,
aparato, no paisaje. C uando no m era extinción, su final es el com ienzo de
la autoorganización de sujetos y espacios. El paisaje ha traslucido siem pre
en las estructuras y redes del poder, en el final del socialismo sale a relucir:
en figura de región consciente de sí, de relieve y perfil distintos y distin­
guibles, de «personalidad».

Centro y provincia «despowerizada»411. La vieja Rusia era la Rusia de la aldea;


la soviética, la de las ciudades. Todo lo vivo, cuanto tuviera fuerza y pudiera
trabajar, se barrió del campo inm enso hacia las fábricas, las construcciones,
las ciudades. En el curso de la industrialización y la colectivización forzada
antiguas ciudades fueron arrolladas p o r la m area de inm igrantes campesi­
nos, Moscú se convirtió en «Peasant Metrópolis» (David H ofm ann), la ciudad
como am ontonam iento de aldeas. Sus habitantes, campesinos que ya no lo
eran, proletarios aún no obreros. Entretanto, existencia anfibia. Ciudades
com o figuras movedizas de «sociedades dunas» (Moshe Lewin), paraderos
provisionales de un a sociedad desarraigada, salida de quicio, en lucha por
alcanzar un a form a organizada apta para sobrevivir. Fábricas y ciudades han
absorbido millones tras millones, generación tras generación de desarraiga­
dos para convertirlos en obreros, en ciudadanos. El país quedó despojado,
vaciado, hasta consum irse, y perecer. Colectivización, industrialización,
movilización en la guerra, tierra quem ada, todo el descomunal tributo de
sangre pagado p o r Rusia en el siglo XX se nota con la máxima claridad en el
campo. Mientras la ciudad ha absorbido todas las energías vitales y al menos
se h a convertido en un asentam iento urbano, el cam po está «despoweri-
zado», zona para viejas y cuantos no han sabido llegar más lejos. El campo
ruso está m arcado p or el asalto de la violencia. En el paisaje se echa.de ver
que hace m ucho depuso toda resistencia. Desconsoladoras zonas de rendi­
dos sin esperanza, ni un punto en que se acum ulen fuerzas, del que cupiera

395
esperar salvación com o erró n eam en te creen los «pochvenikii» («autócto­
nos»). Tam bién hoy el esplendor de la Babilonia de Moscú se funda en la
expropiación y «despowerización» sin contem placiones del campo, que no
em pezó con los robber barons postsoviéticos sino m ucho antes: con la guerra
de Stalin para som eter a la aldea rusa.

Espacio de poder soviético: fenomenología del estajanovismo. Analizar el espa­


cio soviético ten d ría que em pezar p o r la form a más antigua de descrip­
ción: la del lugar. Expulsada p o r m étodos sedicentem ente más avanzados,
pasada de m oda, no es de extrañar que no tengam os la escuela ni el len­
guaje necesarios. Pero de intentarla, ¿qué se toparía un observador atento?
En todo huellas de sobreesfuerzo. Rara vez se encuentra la soltura de lo
que se da p o r supuesto y viene casi sin esfuerzo. T odo es conquistado,
ganado. No da la pauta el trabajo corriente, sino el de choque. En parte
alguna se h a h ech o tanto alarde del fu n cionam iento habitual, precisa­
m ente porque no se daba p o r sentado. U na casa nueva no es sim plem ente
u n a vivienda, sino anticipo de la fortuna que aún h a de tocar a otros. Ni un
centro cultural u n n udo más en la red de asistencia cultural o pedagógica
a la población, sino expresión de una misión, ilustrar o aun m ejorar al ser
h u m an o . O frecer m ero e n tre ten im ie n to sería cosa dem asiado sim ple,
banal; tiene que tratarse p o r lo m enos de acrecentar el sentim iento de sí
del hom bre nuevo, de la m ejora cultural del ser hu m an o corriente. Nada
se e n tie n d e de suyo, todo parece hallazgo o resu ltad o de u n esfuerzo
sobrehum ano. La cuestión casi nunca está en proseguir algo, sino en mos­
trar algo enteram en te nuevo que supere a lo conocido. Vivir es siem pre
supervivir. A casi todo se ad h iere u n rasgo pedagógico, siem pre hay
alguien que adoctrina a alguien. Lo que significa que hay arriba y abajo,
educador y educado, dirigentes y a dirigir. U na im agen pública siem pre
tiene alguna finalidad, sirve para advertir o corregir. Esa propaganda con
profusión de rojo surge de u n a cultura de índice levantado, de u n im pulso
didáctico im posible de apaciguar. Que por otra parte ha puesto en m archa
no poco: la alfabetización de u n a población hasta entonces am pliam ente
iletrada, la selección de genios y niños prodigio en la masa de u n a juven­
tu d p u jante, la conquista del espacio y todas las dem ás «conquistas del
socialismo». El ser h u m ano autónom o se form aba siem pre en otra parte,
casi siem pre en la «universidad de la vida»: en la lucha cotidiana p o r sobre­
vivir, en la guerra, en m ontarse u n a vida m edianam ente buena.

396
El sobreesfuerzo, lo d elib erad am en te dem ostrativo, tien e m uchas
caras y formas. Apenas hay algo que no sirva a u n fin más alto fijado en
algún plan. Los planes no son m eras disposiciones técnicas, sino «algo
más», señales que indican u n a dirección, dem ostraciones. El espacio
público soviético n u n ca es disposición que resulta p o r sí sola, conjunto
crecido, sino configuración im p la n ta d a desde fuera, de in ten to , que
incluye cuando es necesario «liquidar» y echar a u n lado: voladuras, rem o­
delaciones, o p eracio nes quirúrgicas. Los espacios públicos son en su
m ayoría de u n a pieza, resu ltad o de algún grand design. Lo sin g u lar se
su b o rd in a a u n a perspectiva y un cu a d ro de conjunto; co n ju n ta r que
rem ite siem pre a un todo y no sólo supone sino que im pone una versión
d eterm in a d a de belleza, estilo, e n to rn o . Ese «gran todo» del co n ju n to
tiene u n a debilidad fundam ental. O cupa el puesto de la totalidad arreba­
tada a u n a rep resentación autónom a. P or eso el grand design carga con
todos los rasgos de lo ficticio, del sucedáneo, del gesto vano y apocado. No
p u e d e su stituir a la m ultiplicidad, la fuerza, el genio q u e hay en los
m uchos. El plan surgido sólo de la cabeza del p o d er es casi siem pre u n a
organización m ezquina y mísera. La fantasía social y el trabajo del genio
de los m uchos ofrece más. Aparte de que así todo depende del poder, de
q ue se m an ten g a ín teg ro e intacto. El so p o rta y m an tien e u n id o todo.
Cae, y todo cae en pedazos. La h o ra del agotam iento del p o d er lo es del
ab andono de los espacios públicos. En adelante ni siquiera hay m edios ni
fuerza para m an ten er los sitios en ord en y subvenir a la renovación de la
decoración. La vida irru m p e en espacios casi sagrados casi com o si los
reconquistara. Profana la deslum brante desnudez de las plazas de los des­
files con su basura provisional esparcida con descuido. N ada conm ueve
tan to el carácter casi sagrado de tales lugares com o la irru p c ió n d e la
banalidad. El agotam iento del Estado y del p o d er que definen el espacio,
que le h an dado form a y porte, lleva inicialm ente a ab andono y desola­
ción, p ero eso sólo es el prim er paso para reconquistar y recivilizar el espa­
cio del p o d er, q ue entonces p u ed e volver a ser espacio q u e el público
llene y sustente. El h undim iento del espacio apoyado únicam ente en el
p o d er es el más visible indicio de que éste no h a logrado crear u n espacio
h o m o g én eo d u rad ero . La cuestión es si el m u n d o postsoviético p u ed e
h acer suyos y redefinir los espacios públicos, o si éstos son radicalm ente
in ap ro p iad o s p o r su form a m ism a, en razón de su m o n u m en talid ad ,
am plitud e inaccesibilidad. Tam bién aquí se ha vivido eso tras el final de la

397
U nión Soviética: el surgim iento de lugares para seres hum anos que antes
sirvieran sólo de escenarios para desfiles de masas412.

Poder impotente: orden y caos. Las imágenes de u n a sociedad soviética-esta-


linista bien ord en ad a y controlada hasta el extrem o son cuentos de viejas
académ icos413. Ya en los ostentosos gestos del p o d er se insinúa algo entera­
m ente distinto. U n p o der soberano y seguro de sí no precisa dem ostracio­
nes unánim es. T oda la retórica am edrentadora, lo im ponente del espacio
público estaliniano es adem án de un Estado im p o ten te m etido en u n a
situación sin visos de salida alguna. Así com o el terro r nunca es signo de
plenitud de poder, sino de im potencia y lucha p o r afirmarse, así tam bién
los gestos m anifiestos en construcciones son in ten to desesperado de no
soltar de la m ano el m onopolio del espacio. A cualquier precio. Algo seme­
ja n te vale del culto excesivo al plan y la organización en la época de Stalin.
El fetichism o en torno a ellos, la hipertrofia de plan y autoridad apuntan a
que las cosas no rodaban especialm ente bien en cuestión de plan, orden y
autoridad. De ahí que u n a observación más detenida de ese fetichism o en
la U nión Soviética de Stalin, u n a observación que no se crea al pie de la
letra sus declaraciones, nos lleve a la otra cara del m undo de orden y plan:
a la cara de la vida y de u n irrem ediable caos que hay que dom ar, discipli­
n ar y doblegar. No hay plan económ ico sin estraperlo, sin la preocupación
de an d ar buscando provisiones, trabajo en lo que salga e ir tirando. No hay
«plan general» de urbanización de ciudades socialistas sin la im provisa­
ción espontánea de los poblados de chabolas que fue la que supo cóm o
albergar al to rren te de campesinos que llegaba a la ciudad. Ni anuncios de
u n a fantástica abundancia de avituallamientos en los años treinta al que
no acom pañe el descubrim iento del ham bre que se pasaba ahí fuera en el
inm enso cam po ruso. Las dos cosas van siem pre juntas. Los im ponentes
edificios del nuevo Moscú de los años treinta y cuarenta son tam bién forti­
ficaciones d o nde hacerse fuerte frente a la corriente que afluye a la peasant
metrópolis. La arquitectura del po d er en los grandes edificios ministeriales y
bloques de pisos es a la vez arquitectura de em ergencia, arquitectura de un
p o d er de débil legitim idad. Y si p o r doquier las capitales de las repúblicas
soviéticas construyen centros a sem ejanza de Moscú; si en las capitales
administrativas surgen p o r doquier centros que no reparan en gastos para
em u lar al «Kreml»; si toda la U nión Soviética q u ed a m arcada p o r u n a
arquitectura uniform e del poder, entonces ésta es tam bién arquitectura de

398
la autoafirmación en una Russia in Flux, en una sociedad en que no ha
quedado piedra sobre piedra, en un empire walking (Peter Gatrell) que
nunca ha llegado a estar en paz desde las conmociones de la Primera Gue­
rra Mundial414. La arquitectura del poder es una demostración de autoafir­
mación en un país que una vez salido de madre amenaza quedar fuera de
control. Y aun podría decirse que espacio público y edificios, sinónimos de
la historia como construcción, figuran un poder menos pleno que ame­
drentado de su propio señorío: la «fortificación sitiada», esa figura en que
no sin razón se había entendido siempre a la URSS. A su exacerbada
monumentalidad se le ve de sobra que sabía cuán provisoria e inestable
era en realidad. Una arquitectura fortificada nunca fue signo de fortaleza.

«Asalto al Palacio de Invierno», «conquista de las alturas del mando», maste-


ringRussian space. La historia rusa en el siglo XX adm ite contarse com o his­
toria de conquista y afirmación del poder sobre Rusia, que significa sobre el
espacio ruso: y como fracaso luego de su transform ación duradera en espa­
cio soviético. Los bolcheviques estaban tan desesperados y fueron tan osa­
dos com o para recoger «el po d er que estaba en la calle», y si querían sobre­
vivir estaban sentenciados a no dejarlo ir de las manos. Así, desde la tom a
del Palacio de Invierno hasta el desm antelam iento de la U nión Soviética se
extiende el rastro de un poder cuya raison d ’étre consistió en m antener el
poder, y que generó más bien accesoriam ente las condiciones que a la larga
habían de dejarle obsoleto. Esa historia del naufragio de la transform ación
del espacio ruso en soviético aún está p o r escribir. Sería una historia de
movimiento, de lugares, de espacios, de fronteras simbólicas o reales. Con
la tom a del Palacio de Invierno, la pequeña m inoría radical se sentenció al
p o d er y a la afirmación del poder. Se encastilló en las ciudades, estableció
contacto con otros centros urbanos. Algo así no puede funcionar sin las
arterias del ferrocarril; la Revolución rusa no sale adelante sin locom oto­
ras415. La revolución campesina no necesita a los bolcheviques, que además
se limitan a sanpionar lo que ocurre sin su voluntad y a m enudo contra ella.
Las ciudades son las «ciudadelas» del proletariado y ante todo de los bol­
cheviques. Es u na revolución que se h a quedado clavada, restringida a un
país, encerrada en un territorio, grande pero aun así isla en un m undo que
p erten ece a la econom ía de m ercado. Aun sin declaración de guerra la
Rusia soviética es tierra sitiada. Tam bién desde las ciudades se desplegó de
nuevo en 1929 la guerra civil hasta los pueblos, pues sin los recursos que

399
sólo de ellos p u eden venir, sin «acumulación originaria», está perdida la
Rusia industrial, m oderna, la Rusia bolchevique. La Rusia cam pesina es
descuartizada, rota su espina dorsal no desaparece, sólo pierde su form a y
su figura, se difum ina. Sobre esa Rusia cam pesina atom izada se extiende
otro estrato, otra red, otro aparato: las ciudades, las instalaciones industria­
les, los nuevos com plejos integrados de pro d u cció n , las nuevas vías de
com unicación, la infraestructura, el sistema educativo y formativo, el ejér­
cito, p ero sobre todo el aparato de poder: el Partido Com unista con todas
sus filiales. El régim en coopta desde la base y recluta sobre el terreno, tan
p ro n to es populista com o terrorista dictatorial, em puja o busca evasivas en
un big deal que en conjunto sin em bargo viene siem pre desde fuera, desde
un centro, y desde él se pone en m archa o al m enos se fom enta. La URSS es
la nueva estructura, el nuevo sistema, la nueva red que se ha tendido sobre
la antigua Rusia, sobre el m undo fragm entado de la Rusia cam pesina ato­
mizada. En m uchos lugares los comunistas entran com o misioneros, como
señores coloniales. Hacen inquisición p o r los contornos en busca de reclu­
tas, com pradores y colaboradores, se van haciendo un poco a la situación
local y con el tiem po se familiarizan -«análisis concreto de la situación con­
creta»-. Y siem pre la cosa gira en tom o a m odernizar, com batir lo antiguo,
acom odarse a las nuevas situaciones, al m odelo propagado desde el centro.
Es esa red transnacional, imperial, burocrática, lo que m antiene unido al
gran país con sus formaciones diversas y diferentes a resultas de siglos y civi­
lizaciones. Radicalm ente alterada p o r las turbulencias de la revolución, la
única e indivisible Rusia resurge bajo bandera roja. Por más consecuencias
afortunadas que p ueda haber traído, em pero, el p o d er no ha producido
ninguna form a de vida autónom a de cierta duración, im potente para socia­
lizar eficazm ente y producir un espacio soviético resistente y duradero. El
espacio soviético llevó hasta el final la m arca de lo externo y del poder,
cum plía la función de un «andamiaje» (Vladimir Kaganski). El poder sovié­
tico se había afirm ado y dejado huella: desde Brest hasta Irkusk, desde
desde Vorkuta y M urmansk hasta Kichinyov y Bakú. Pero se quedó en «régi­
m en politocráüco» (H elm ut Fleischer), débil su potencia desde el princi­
pio para p ro d u cir un espacio social civilizatorio que se sostuviera p o r sí,
que se las p u d iera m edir de igual a igual con la socialización p o r vía de
capital y mercado. Razón tam bién de que luego pudiera desm antelarse casi
sin esfuerzo. Parecía que no había sino que quitar el andam iaje, la superes­
tructura URSS, cuyas partes ya no se adecuaban.

400
La je f e de brigada L arissa V lianinskaya in fo rm a al
je f e de obra G eorgi Pachkievich de los p ro g reso s
de un p royecto de co n stru cció n de c a rrete ra .

«La Rusia c a m p e s in a es d e s c u a r t iz a d a , r o t a su e sp in a
d orsa l n o d e s a p a r e c e , só lo p i e r d e su f o r m a y su
Figura, se difu m in a .»
Tras la Unión Soviética: el paisaje vuelto a escena. El espacio soviético
estaba centrado en el poder, organizado en vertical más que en horizontal,
con u n a m arcada contraposición entre arriba y abajo, centro y periferia
provincial. U n a vez «despachado el p aq u ete com plicado» (Vladim ir
Kaganski), las líneas discurren de otro m odo. Hay u n centro, Moscú, pero
tal carácter se fu n d a m enos en su posición de p o d er que en su atractivo
com o global city en potencia, es decir, su posición de centro económ ico y
acceso a m ercados y desarrollos globales. Hay sujetos: los territorios, o por
m ejor decir, regiones. T ienen algo que ofrecer, y pretensiones: recursos
naturales, man-power, capital cultural e identidad histórica. De la antigua
estructura administrativa, debilitada, trasluce el paisaje histórico configu­
rado a través de siglos. Las regiones establecen relaciones directam ente, ya
no necesitan la m ediación de u n centro que había hecho de ella m onopo­
lio y rentable privilegio. Se desarrolla una econom ía nueva con otra racio­
nalidad: lo cercano vuelve a estar cerca y a serlo; los cercanos se ju n tan ;
han quedado sin vigor todas las artificiosas divisiones del trabajo caviladas
en los Estados Mayores de la planificación central. Se establece u n a nueva
econom ía de com petencia y eficacia p o r el cam ino más corto, bien que en
un proceso espontáneo y caótico con altos costes asociados. Es fácil que la
regionalización sea el paso más firm e hacia la apropiación y privatización
de la vida económ ica416. Surgen relaciones nuevas que n o lo son tanto:
espacios económ icos, culturales, fronterizos. Está el G ran Volga y el No­
roeste ruso, el G ran N ovgorod y la región de Sm olensko, el territo rio
cosaco, los países siberianos y el Extrem o O riente. Se h a puesto en m archa
un nuevo im pulso centrífugo. Se vuelve difuso el contorno antaño nítido
en tre d en tro y fuera. Ya no hay u n a puerta al m undo, Moscú, sino muchas.
Se han puesto en m archa migraciones, flujos, difusiones, mezclas. Zonas
m onoétnicas experim entan mezclas o se reconfiguran. Las grandes ciuda­
des se convierten en m eta de nuevas m igraciones. Las zonas fronterizas se
desplazan. Rusia se reconfigura con nuevos centros, corredores, caminos,
provincias y periferias. De re p en te existen o tra vez las rutas de la seda.
Hasta «la ru ta de los varegos hacia Grecia» resurge en itinerarios del shop-
ping tourism y la em igración laboral. Rusia aprende a relacionarse consigo
sin pasar p o r centros de poder: a través de bazares, rutas de com ercio, pro­
ductos seductores y exóticos. Rusia se socializa de nuevo. Crece una nueva
Rusia. El m ercado de Nichniy era más fuerte que el Gosplan.

402
IV
Europa diáfana
r

£1 rastro d e D iagh ilev en Europa

Serguei Paulovich Diaghilev, conocido p o r su nom bre francés com o


Serge (de) Diaghilev, fue u n a star m undial. Y a stars de ese calibre las
m iran m uchos, incensante, intensam ente. La historiografía sólo tiene u n a
ventaja: está inform ada de casi todos los detalles de la vida de u n personaje
tan significado. De ahí que no falten biografías ni estudios de su obra, en
particular del p eríodo de las Saisons Russes organizadas desde 1909 hasta
1929417. No sólo sabemos cuándo y dónde nació, el 19 de m arzo de 1872 en
el departam ento de Novgorod, y cuándo y dónde m urió, el 19 de agosto de
1929 en Venecia, cu án d o e n tró en la escuela y salió de la universidad,
cuándo em prendió su prim er viaje al extranjero y cuándo sucedieron sus
encuentros con Picasso o Stravinski, de tan felices consecuencias. Diaghi­
lev estuvo a tal p u n to en el centro del interés general y de u n a atención
creciente que podem os reconstruir su vida con precisión, casi sem ana p o r
semana, día p o r día, y casi h o ra p o r hora. Sabemos cuándo dejó Berlín y
cuándo llegó a Dresde, cuánto necesitó el Expreso del N orte para ir de
París a San Petersburgo, cóm o se sintió en la travesía del canal de la M an­
cha o en el barco de Cádiz a Buenos Aires. Sabemos todos los hoteles en
que paró, todo sobre sus predilecciones, su m anera de vestir, sus fobias y
sus manías, sus ataques de desesperación y gestos suyos que m uestran u n a
grandeza infinita. La superstar Diaghilev dejó u n intenso rastro en la con­
ciencia de sus contem poráneos, amigos com o enemigos. Seguirlo es con­
dición prim era para entendem os. ¿Cómo vamos a hablar de m odernidad,
corrientes estéticas, posiciones y luchas, sin indicar dónde y cuándo tuvie­
ron lugar? C om probarem os rápidam ente que esas indicaciones de lugar
son solam ente condición previa y presupuesto de cuanto sigue, pero que
sin ellas no se avanza. Las tom arem os com o pun to de apoyo desde el que
reconstruir el espacio cultural en que Diaghilev trabajó y en cuya constitu­
ción puso su parte, o p o r ser más precisos, esa E uropa en cuya constitución
fue parte ju n to a otros y cuya m in a sin em bargo estaba en situación de
resistir tan poco com o otros. E uropa com o espacio cultural, p o r tanto.

405
MIN DE r ER DU NORD
I TT”! -^ w A ^ A ss^ !
B E LC E S
W T^

C U T SC H E
R E I C H S B A H N
ES F E R
U T H E P7 N R A l L W A Y SE C H E M I N S

C 3 E S .S
P O L S tílE
K C H .U E
P A N S T W Q V fE

A. M. Cassandre, Nord-Express, cartel, 1927.

«Sabemos cu án d o dejó Berlín y cu án d o llegó


a D resde, cu án to n ecesitó el E xpreso del N orte
p ara ir de París a San Petersburgo.»
Pero entonces surgen al p u n to otras cuestiones: ¿qué fuerzas fueron
precisas para form ar tal espacio, de dónde vinieron, de qué se nutrieron?
Así, en un tercer paso p o r tanto, hem os de volver nu estra atención al
m otor, al generador, a la central eléctrica que im pulsara al fenóm eno Dia-
ghilev. Y finalm ente, en u n últim o paso, retrazar los perfiles de su triunfo y
derrota, indagar qué aspecto ofrecía E uropa tras Diaghilev y cóm o vino a
ser lo que hoy es. Donde sale a relucir qué les debe Europa a él y a la ciudad
que le alum bró, San Petersburgo: el más significado europeo que Rusia
haya producido en el siglo XX.
La leyenda de Diaghilev ya le trajo aún en vida público y resonancia
grandes, m ucho más allá del restrin g id o público especializado; u n a
leyenda que es inseparable de los grandes escándalos en torno al estreno
del Sacre de Stravinski en 1913, o de la entrada de Nijinski en el papel de
fauno en L ’aprés-midi d ’un faune. Su círculo de colaboradores fue grande y
extraordinariam ente fecundo. Disponem os así de recuerdos, diarios, noti­
cias de prensa y crónicas de prim era m ano: de Sergei Lifar, Leonid Mas-
sine, Boris Kochno, del mismo Vatzlav Nijinski, de m ecenas suyos com o
Misia Sert y com pañeros de viaje y de época com o F em and Léger, Pablo
Picasso o Igor Stravinsky. En todos Diaghilev aparece en lugar central,
com o corresponde: y aun así, o quizás p o r ello precisam ente, Diaghilev
quedó com o figura de interés en el ballet o el arte, nunca, y aun m enos
principal, en la historia social y cultural. Rara vez se ha roto ese tabú; p o r
ejem plo, en el im p o rtan te trabajo de M odris Ekstein, historiador cana­
diense de origen letón que le asigna u n papel central en su historia de la
época de la G uerra M undial titulada Rites of Spring. The Great War and the
Birth of the Modem Age418. Por lo demás, eso no se aplica sólo al caso de Dia­
ghilev, p o d ría aducirse otros casos significativos, pongam os el de H arry
Graf Kessler en Alemania. U na historia cultural y social deficiente p o r sis­
tem a y d esin teresad a p o r constitución no tiene m ucho que h acer con
alguien com o Diaghilev. De todos m odos el «proyecto Diaghilev» de que
se habla a continuación contem pla a éste en calidad de caso ejem plar de
una historia social europea, para el estudio de la form ación y decadencia
de la sociedad europea, prim ero com o high society y luego en sentido más
general. Es de saludar que en los últim os tiem pos haya crecido fu e rte­
m ente el interés p o r Diaghilev, ante todo en Rusia. Tam poco tiene nada
de extraño, pues la historia de la m o d ern id ad rusa no p u ed e ni con su
m ejor voluntad pasar de largo ante este adelantado o spiritus rector. Editar

407
sus escritos, organizar conferencias científicas o sobre todo la gran exposi­
ción «Diaghilev y su época» en San Petersburgo tiene m érito extraordina­
rio, p ero aun así es sólo un comienzo^19.

La Europa de Diaghilev en tanto espacio cultural: reconstrucción. Si Diaghilev


fue figura tan central en la cultura europea tiene que h aber dejado huella
y herencia, se conserve bien o sólo en fragm entos. Los pintores dejan cua­
dros, los escultores, esculturas y relieves, los com positores, partituras, tex­
tos los escritores, y coreografías los directores de ballet. Diaghilev no fue
nada de eso, p o r lo que sería insensato indagar en busca de tales reliquias.
Podríam os preguntarnos entonces dónde está aún vivo algún recuerdo, y
cabe conjeturar que nos reuniéram os con alguna bailarina o m aniático del
ballet que p udieran contarnos algo de prim era m ano: cóm o fue aquello,
cóm o era él. U no podría ponerse a buscar y adm irar restos sobrevividos de
la escuela y los profesionales que él formó: lo que m ontaron M argot Fon-
teyn y J o h n Cranko en el teatro m unicipal de Stuttgart; el estilo del Ballet
de Nueva York a que dieron form a Georges B alanchine y así, indirecta­
m ente, Diaghilev. O irse a galerías de París, Barcelona o Londres a con­
tem plar cuadros y decorados de sus geniales com pañeros de trabajo Léger,
Picasso, Ju an Gris, Miró, Rouault, Bakst, A lexander Benois y otros. Y hasta
es probable que pu d iera buscar lugares de su vida en que hasta hay placas
conm em orativas, al m enos en los menos: G alernaia 12, Fontanka 11 o la
Avenida Liteyni, donde residió en San Petersburgo; el teatro del C hátelety
el de los C am pos Elíseos de París, d o n d e celebró sus triunfos con sus
Ballets Russesy Saisons Russes, el casino de M ontecarlo, el Covent G arden de
L ondres, el W esten de B erlín, el Colón de B uenos Aires o la Escala de
Milán. Con más precisión aún podríam os ir de hotel en hotel siguiendo
sus pasos, y sacaríam os no pocas conclusiones: el Polonia y el Bristol en
Varsovia, el G rand H otel des Bains de Mer en el Lido de Venecia, el Adion
en Berlín, Ritz o C ontinental en París, Cavour en Milán, el W agram en
Londres, el L’E urope en Petersburgo, la pensión Schóffler en Karlsbad, el
Stephanie en Baden-Baden, al que consideraba el más bonito. Casi a cada
hotel, a cada lugar, va ligado algo: la luna de miel con Vatzlav Nijinski, un
viaje de form ación con su nueva star y am ante Leonid Massine, el brainstor-
ming con Igor Markevich y Paul H indem ith en to m o a un ballet nuevo, y
siem pre, u n a y otra vez, conversaciones, comidas o cenas para encontrar
nuevos patrocinadores y mecenas. Diaghilev fue el inventor del m oderno

408
fundraising. Podemos repetir sus trayectos: de San Petersburgo a Berlín,
Dresde y Bayreuth. De París a Montecarlo, Niza y Turín. De París a Lon­
dres y Cherburgo, y de allí en barco a Nueva York. Una y otra vez escapadas
a Munich, Viena, Budapest, Biarritz, Ostende. Una y otra vez fugas a playas
lejanas y azules: Grecia, la Cote d ’Azur. Sus biógrafos saben aun más,
Richard Buckle por ejemplo: cuándo comió en un restaurante y con
quién, cuándo estuvo en un hotel por cuántas noches o desapareció
sumido en la gay scener, cuando se fue de compras a los anticuarios de Ber­
lín y Varsovia. Aquí no se puede volver a contar todo eso, pero está claro
que se puede fijar sin más averiguaciones un curriculum vitae de gran den­
sidad, casi un itinerario por la vida de Diaghilev. La cuestión está en enten­
der qué nos pueden «reportar» tales indicaciones: «densidad», es decir,
reconstrucción de un horizonte y el espacio que éste encierra, sin los cua­
les no tendría ningún sentido sacar a escena a Diaghilev, ni a nadie.
Incluso puede decirse que sólo la existencia de ese espacio llega a hacer
posible esa historia de que Diaghilev es emblema.
Seguir su rastro significa pues reconstruir un espacio en que todo ocu­
rre: history takes place. U no que aquí sólo cabe insinuar. Diaghilev se mueve
entre lugares que constituyen los centros culturales de E uropa entre 1900 y
1930. «Culture is things in the move». Es de destacada im portancia averiguar
si esos centros estaban en conexión, y de ser así, cómo; cóm o discurrían los
intercam bios, si al azar y muy espaciados o, p o r el contrario, vueltos rutina
y hábito, algo obvio. De ah í que investigar sus itinerarios y trayectos no
tenga otro sentido que establecer y sentar acta de sus movimientos, con­
tactos y traslados. Estudiar sus actividades quiere decir seguir el proceso de
producción de un espacio cultural. D onde desem peña un papel central la
frecuencia de los trenes, su fiabilidad, su com odidad o lujo. El ritm o y la
actividad de Diaghilev, sobre todo para establecer y m an ten er contactos
siem pre esenciales para la cooperación artística y la inspiración m utua,
p resuponen un m edio de circulación y transporte. Q uien lea qué pone en
m archa Diaghilev en u n a sem ana co m p ren d e al p u n to que no hay una
época Diaghilev sin la infraestructura m oderna. Antes de 1914, de la Gran
Guerra, de las nuevas fronteras y regím enes de visado, E uropa era extraor-
dianariam ente rápida y «pequeña». Aun m irándolas desde comienzos del
siglo XXI son más que pasmosas las realizaciones de Diaghilev. Con alguna
siem pre en vías, sin desviarse u n m o m en to , e n tre P etersburgo y París,
entre París y Londres y M ontecarlo, entre Viena, M unich, Venecia y Flo-

409
re n d a , y es p aten te que en condiciones tan cóm odas que le dejaban sufi­
ciente tiem po de ocio. El viaje nocturno en coche cama casi es parte ya de
m antenerse en form a, en un cierto tono. En to rn o al expreso, al coche
cama, se condensa todo un m undo cultural: un vestuario determ inado, el
Baedeker, la necesaria literatura de viaje, el com pañero de viaje, determ i­
nado estilo de conversación, un tiem po y u n ritm o, un sistema de servicio
en llegadas y salidas. No se trata aquí de las particulares predilecciones o
caprichos de Diaghilev; antes bien, el sistema de m ovim iento era presu­
puesto de movilidad en general e intercam bio cultural en particular. O bra
invitada y gira, tran sp o rte de instrum entos y decorados -lo s cientos de
baúles para las Saisons Russes en París-, llegada puntual de la star, la gran
estación cen tral y la alfom bra roja, y sobre todo, unos viajes sin trabas
burocráticas antes de 1914, reuniones ágiles acordadas p o r telegram a, coo­
peración transnacional europea, todo eso es en teram ente im pensable sin
los presupuestos técnicos y civilizatorios esbozados. No hay cultura euro­
p ea fin de siecle sin los logros del ferrocarril eu ro p eo 420. Q ue los hoteles
d esem p eñ en tan g ran papel en su biografía n o es sólo em blem a del
in q u ieto , cosm opolita y ap átrid a Diaghilev: sino todo u n way of life, un
hábito, u n estilo, un hecho cultural, y sin ese sobreentenderlo y darlo por
supuesto no tendríam os p o r qué gastar una sola palabra en la m odernidad
europea.

Síntesis. La obra de Diaghilev. Q ue tantos hayan girado en torno a Diaghi­


lev tiene su razón. No era artista, ni pintor, ni com positor, ni músico, ni
cantante, ni escultor, pero tenía u n poco de todo. En la casa paterna había
com puesto m úsica a un nivel francam ente alto, en la casa P erm er de la
calle Sibírskaya se tocaban cuartetos de cuerda de Schum ann, Diaghilev
tenía b u en a voz, tocaba destacadam ente el piano, p o r ejem po el Crepúsculo
de los dioses en arreglo para este instrum ento. Pero lo dejó cuando vio claro
con Rimski-Korsakov que n u n ca produciría com posiciones con un sello
propio. No era escritor, pero en m uchos aspectos fue uno de los fundado­
res de la m o d ern a crítica de arte en Rusia, com o m uestran sus cuatro gran­
des ensayos sobre las tareas de la crítica de arte en el p rim er cuaderno de
la revista M ir Iskusstva en 1898. Tam poco era artista gráfico o pintor, pero
apenas había quien se pudiera m edir con él en conocim iento y com pren­
sión digamos del retrato ruso. De todos ellos tenía algo, sin serlo. A cam­
bio, disponía de algo de que carecían sus geniales amigos y colaboradores:

410
un olfato infalible para el conjunto, para el íntim o acuerdo de una form a
artísica com pleja. S entim iento o ap titu d p a ra «el conjunto» que ju sta ­
m ente no era p ro m ed io ideal de lo h ete ro g é n e o y m últiple, sino don
sum am ente específico. Por así decir, Diaghilev ocupaba el lugar vacante
surgido en el m undo de la división del trabajo, llenaba ese vacío creciente
a ojos vistas con su personalidad entera, en cuerpo y alma. Pocos juicios
sobre uno mismo habrá tan agudos y atinados com o los del joven Diaghi­
lev en carta a su m adre adoptiva: «En prim er lugar soy u n gran charlatán,
aunque con brio; en segundo, u n gran charmeur, tercero, m e sobra chispa y
descaro, y cuarto, soy hom bre de acusada lógica, al que le faltan los funda­
m entos, eso es verdad; quinto, no tengo verdaderas dotes de n in g u n a
clase. Pese a todo eso, creo haber encontrado m i verdadera vocación, que
consiste en llevar la vida de un m ecenas. Dispongo de todo lo necesario,
excepto dinero; mais $a viendra»™. N unca fue Diaghilev de quienes arm o­
nizan en un térm ino m edio, su trabajo de síntesis tenía siem pre un corte,
línea, form a, buscaba algo, agudizar antes que nivelar y h ac er inocuo.
Mantuvo siem pre la últim a decisión en sus m anos allá donde se tratara de
definir el tono: al escoger los cuadros de sus grandes exposiciones en el
círculo de la revista Mir Iskustva, o en ocurrencias coreográficas, o en deci­
siones financieras arriesgadas en que p o d ía estrellarse. No era tan to
cabeza o portavoz de u n colectivo o team com o autoridad, dictador a quien
se sufría a gusto. Su amigo A lexander Benois le llam aba «Duce», y su bió­
grafo Buckle, «condotiero del arte».
C ercano com o m uchos de su época y generación a las ideas de W agner
sobre la obra de arte conjunta y la reconciliación de vida y arte, su am bi­
ción se dirigió casi p o r sí sola a aquella de las artes que en to m o a 1900
encarnaba de u n a m anera nueva la totalidad [ Totalitát], la totalización de
las artes: la danza, el ballet. Música, escenografía, escultura, movimiento,
canto y pantom im a en uno, era el arte ideal para el gran experim ento de
u n arte integral que se im pusiera a las artes particulares, egoístas y seg­
m entadas. Por lo resueltam ente que trabajó en la realización de la obra de
arte com pleta, con toda la pasión necesaria para ello, Diaghilev fue u n
revolucionario. Así, en una entrevista para el New York Times en 1916, opi­
naba que «todos nosotros éram os revolucionarios... en tanto luchábam os
p o r el arte ruso, y sólo se debe a un ridículo azar que por un pelo no me
convirtiera en revolucionario en otros terrenos que la música y los colo­
res»422. No fue Diaghilev el prim ero ni el últim o en dar expresión a la nece­

411
sidad de com pletud y unidad. Esa necesidad es típica del fin de siécle, com­
p lem en taria de la veloz disgregación de m undos tradicionales de expe­
riencia a finales del siglo XIX. Y con certeza había en su personalidad una
fuerza, u n hechizo, u n a charme, un «algo» que le perm itió desem peñar el
papel de genial fundador, catalizador, sintetizador a quien adem ás le fue
dado m an ten er u n ida la form ación u n a y otra vez am enazada de disper­
sión y derrota. Por fuerza tiene que haber intervenido ahí un rasgo congé-
nito de carácter que le capacitara para re u n ir a seres hum anos, un eros
so b rem an era in tenso que tam bién vino a su sten tar su hom osexualidad
declarada en que acaso pueda verse el núcleo más in tern o de u n ansia,
u n a codicia, u n im pulso a ten er relaciones. Com o se sabe la sexualidad era
tem a m ayor de la era tardoburguesa. Q uien lo tocara p odía contar con
levantar polvareda en todo el cu erpo social. Los grandes nom bres de
E uropa en to m o a 1900 están asociados a la em presa de convertir en tem a
lo sexual y sus violentos abismos: Klimt, W edekind, Wilde, Schnitzler, O tto
W eininger, Vasili Rosanov, T hom as M ann, S igm und F reud. T odo un
m undo gira en to m o a las figuras de Salomé, la m uerte en Venecia, el des­
p erta r de la prim avera, el Ver Sacrum, la prim avera sagrada. The Keys to Hap-
piness423 introducían de una m anera muy determ inada en u n a hom osexua­
lidad hasta entonces tabú. Y se podría señalar com o núcleo interno de la
constitución de u n a sociedad europea a esas sacudidas eróticas que Diag-
hilev p ro pinó a la E uropa de su tiem po. La europea «com unidad Diaghi-
lev» es com o u n a prim era tom a de contacto en tre lo disperso, u n a form a
sutil y específica de transnacionalidad; quizás incluso el lugar de máxima
resistencia de un cierto cosmopolitismo en tiem pos de hostilidades y deli­
rios nacionalistas. De q u erer analizar a fondo con el rigor necesario a la
sociedad europea del «Mundo de ayer» de Stefan Zweig se penetraría más
h o n d o en las sutiles relaciones y conexiones transversales de erótica y sexo,
en las herm andades de ideas y las communities religiosas, étnicas y cultura­
les que con el tosco análisis social y de clases. No se habría dado el fenó­
m eno Diaghilev sin ese espacio de resonancia hom oerótica, sin el flair eró-
tico-sexual de su high society esparcida p o r toda Europa. Diaghilev fue su
faro, desde el que em anaban señales que hallaban respuesta: pongam os en
el círculo de B loom sbury, d o n d e Lytton Strachey soñaba con Vatzlav
Nijinski, y J o h n M aynard Keynes, com o m uchos otros, estaba com pleta­
m ente encandilado p o r Diaghilev, hasta el pun to de casarse con u n a de sus
bailarinas, Lidia Lopuchova. Harry G raf Kessler, uno de los liberales más

412
sensibles, independientes y valerosos de Alemania, es parte sin duda de esa
society hom oerótica europea. Las representaciones de los Ballets Russes en
París fueron, ni que decir tiene, p u n to de encuentro de ese milieu, desde
Marcel Proust a j e a n Cocteau. Y lo m ism o vale decir de «el otro Peters-
burgo» que tantos talentos arrebatadores regaló al m undo: Michail Fokin,
Serguei Lifar, L eonid Massine, Vaclav Nijinski o Boris Kochno424. El culto a
la belleza que Diaghilev rendía públicam ente lo era ante todo al bailarín,
naturalm ente, no a la bailarina; al ballerino, no a la ballerina, p o r más que
tam bién en eso Petersburgo proporcionó al m undo ejem plares escogidos
de belleza y elegancia: desde T am ara Karsavina a A na Paulova y de Ida
Rubinstein a Lidia Lopuchova. La influencia de esas «bellezas exiladas» en
el ideal de belleza y la m oda de E uropa en los años veinte y treinta es capí­
tulo am pliam ente descuidado hasta hoy de u n a historia cultural europea
decidida y no titubeante425.

La escuela de Petersburgo, o de cómo se hizo un Diaghilev. Aquí se hace ya


claro que la cuestión no gira en torno a peculiaridades o rasgos caracteria­
les del ser hum ano Diaghilev, sino en torno a la figura cultural Diaghilev,
producto de la cultura de Petersburgo y de Europa. De ahí que sea obli­
gado inspeccionar el laboratorio que la puso a punto, donde cristalizó, de
donde partió hecho casi seña cultural, com o em bajada al m undo. Diaghi­
lev se cuenta en tre lo más significativo que la ciudad y la cultura rusa hayan
regalado a Europa, y es fácil que sea incluso su regalo prim ero y principal:
una cultura m o d ern a venida a ser independiente, segura de sí, ya no nece­
sitada de copiar, replicar e im itar a Europa. La cultura rusa había hecho
entrada en la escena europea con toda soberanía, con plena convicción y
de pleno derecho, y Diaghilev era su prim er portavoz, su heraldo, su repre­
sentante.
M ucho es lo que ha de haber convergido para hacer de un ser hum ano
dotado p o r encim a de la masa u n favorito de los dioses, figura cultural y
hasta de culto acaso. Al llegar a Petersburgo en 1890, quienes serían ami­
gos suyos p o sterio rm en te no vieron de e n tra d a sino al provinciano u n
poco torpe de mejillas rubicundas y den tad u ra resplandeciente expuesto a
preguntas críticas y m iradas evaluadoras. De Perm , donde creciera en una
familia p u d ien te ex traordinariam ente cultivada -cap ítu lo este asismimo
sin escribir ni en esbozo, el papel desem p eñ ad o en el desarrollo de la
m odernidad rusa p o r esos centros culturales de provincias a m enudo con­

413
sistentes sólo en u n a casa o una fam ilia-, Diaghilev había ido a dar en la
gran capital, y en sus círculos mejores.
E ra aquél un círculo de amistades com o sólo hubiera podido hallarse
en u n a ciudad com o San Petersburgo. G entes com o A lexander Benois,
re to ñ o de u n a fam ilia con raíces alem anas, francesas y venecianas que
había producido m uchos em inentes arquitectos de Petersburgo, conoce­
d o r de la historia del arte, am ante del Petersburgo de P edro el G rande y
C atalina, y sobre todo ello, artista d o tado q u e más ad elan te m o n taría
m uchas producciones de Diaghilev426. Luego, C onstantin Smov, descen­
d ien te de u n a antigua y rica fam ilia al igual que la prim a de Diaghilev,
Dima Filosofov, y espléndido pintor, sobre todo retratista; W alter Nouvel,
espléndido pianista y lector de intereses ilim itados; y p o r últim o, León
R osenberg, que h abría de hacerse famoso en calidad de diseñador escé­
nico de Diaghilev con el nom bre de León Bakst. U n círculo de jóvenes
altam ente cultivados, precoces, ligeram ent neurasténicos y altaneros que
ya llevaban a la espalda sus m odas wagnerianas y nietzscheanas, que en
general habían salido al extranjero, hablaban varias lenguas y am aban a su
ciudad y su país. Diaghilev cayó allí por vía de relaciones familiares pero
ante todo a través del famoso colegio privado May. Bien que de patrim o­
nios familiares distintos, había algo así com o un trasfondo com ún de expe­
riencia: lecturas, el conservatorio, estrenos en el teatro Mariinski, im pre­
siones de viajes al extranjero, veranos en fincas fam iliares en el cam po,
contactos con contem poráneos famosos -R ubinstein, Chaikovski, Rimski-
Korsakov-, incluso contactos con la alta sociedad o aun m iem bros de la
vasta fam ilia im perial, que en sus zonas periféricas se cruzaba con el
m undo de los estrenos y los m aníacos del ballet. Todo ello constituía un
adiestram iento en desenvoltura m undana, disciplina, seguridad en el trato
social, dom inio de sí, conciencia de las formas, estilo. San Petersburgo era
escuela del estilo petersburgués; esto es u n a banalidad, pero p reñada de
consecuencias.
U n segundo estrato, con toda certeza, lo form a la viva actividad de ese
círculo de amistades en la sociedad fundada p o r Diaghilev en torno a la
revista M ir Iskusstva, que existió en tre 1898 y 1904427. U na revista que ha
hecho historia en el arte y en la que eran los jóvenes agrupados en torno a
Diaghilev quienes daban el tono, en crítica literaria, en recensiones, en la
renovación de la historia del arte o en diseño y gráfica. El «m undo del
arte» organizó exposiciones que hicieron época, surgidas de u n a reinter­

414
p retación y reap ro p iació n de la e n te ra tradición artística rusa. Lo que
im presiona aún hoy es la seguridad del tono, la seguridad estilística, lo
consecuente del program a artístico y de crítica de arte, y tam bién la im pa­
videz con que los jóvenes habían sacado de sus goznes al «viejo m undo»,
como si el éxito estuviese garantizado de antem ano. La gran exposición de
retratistas rusos en el Palacio de Tauris en 1905, una auténtica galería de
historia y rostros de Rusia m agistralm ente confeccionada, presentaba en
cierto m odo el resum en de ese trabajo de organización de exposiciones;
muchos de los retratos habían de desaparecer en disturbios posteriores:
antes de «la época de confusión» Rusia h ab ía pod id o m irarse aú n al
espejo. No es azar que de ese período proceda u n o de los textos de Diag-
hilev más m elancólicos, rayano en fatalismo. De regreso de un viaje vera­
niego p o r u n cam po ruso arrasado p o r los levantam ientos cam pesinos,
Diaghilev consideró llegado el tiem po de hacer balance. «Están desiertos
los mayorazgos, espantan en su pom pa m uerta los palacios que rara vez
vuelven a habitar estas gentes de hoy, pequeñas y m ediocres, incapaces de
soportar la carga de los ejemplos de antaño... Y desde este pun to y hora
estoy convencido de que vivimos un aterrador tiem po de rupturas; estamos
sentenciados a m o rir para ayudar a d esp u n tar a u n a nueva cultura que
tom ará de nosotros cuanto quede de nuestra fatigada sabiduría... y p o r eso
alzo sin m iedo ni duda mi copa p o r los m uros destruidos de los herm osos
palacios com o p o r los nuevos m andam ientos de u n a estética nueva. Y el
único deseo que expresaría, sensualista irredento, rezaría así: que la lucha
que está en puertas no vulnere la estética de la vida, que la m uerte sea tan
herm osa y radiante com o la resurrección»428. Com o tam poco es azar que
Diaghilev se sintiera en la cum bre de sus fuerzas, las que en el año revolu­
cionario de 1905 le habían llevado a p ro p o n e r la creación de u n Ministerio
de las Artes con él a la cabeza com o titular ideal.
Diaghilev era un hom bre cabal, pasado p o r u n a sobresaliente escuela
selecta, crecido en u n a ciudad que criaba para las formas y la conciencia
de las formas, rodeado p o r un círculo de personas afines y grandem ente
dotadas a quienes parecía obvio reinventar el m undo. Estaban listos y p re­
parados p ara m ostrar a E uropa im ágenes n u n ca vistas de Rusia y desde
Rusia. Fue u n a constelación afortunada, u n a casualidad, cierto que casi
conjurada p o r el genius loci de la ciudad de Petersburgo que había hecho
posible tal com binación de fuerzas. Diaghilev se encontraba en u n a inter­
sección y u n a cesura, y supo hacer de ellas algo: les dio form a, la del arte

415
ruso m oderno. El círculo crecido en torno a Mir Iskusstva que allí había
probado sus fuerzas se convirtió p o r así decir en m odelo de todas las pro­
ducciones futuras. Diaghilev tuvo la suerte del principiante. No había gas­
tado tiem po en fracasos. En su trayecto vital p o r Petersburgo se pone de
m anifiesto desde luego la tragedia del país en conjunto: que en el
m om ento de mayor despliegue de fuerzas no hubiera sitio para su genio y
talento. El resto de Europa sacó provecho de ellos.

Entrada en la escena europea. Diaghilev abandonó la dirección del teatro


im perial de Petersburgo tras su conflicto con las autoridades. Fue a París,
com o ya hiciera anteriorm ente con regularidad: a Venecia, a Bayreuth, a
Florencia. Pero esta vez era un viaje sin re to rn o . En el anden régime no
había sitio para él, pero tam poco en el soviético en ciernes.
M irando hoy hacia atrás, los veinte años de Saisons Russes parecen la
m aterialización de u n gran proyecto: lo que h u b o en realidad fue un
com ienzo del que luego resultó paulatinam ente, año a año, u n a secuencia,
un program a siem pre renovado de extraordinaria densidad, y aun «cru­
deza»; p arecía no dejarse nada al azar, aun cuando n u n ca discurrió sin
riesgos, con la am enaza de quiebra e insolvencia siem pre en ciernes. Con
las Saisons Russes llegó algo enteram ente nuevo, un nuevo tono a un París
que p ara Diaghilev era la capital indiscutible de u n a E u ro p a protegida
com o p o r ensalm o frente a la barbarie429. Tras la tem porada inaugural de
1909 escribe A lexander Benois: «Les hem os enseñado a los parisinos qué
significa teatro... Este viaje fue indiscutiblem ente fruto de u n a necesidad
histórica. En la civilización contem poránea nosotros somos aquella parte
sin la cual quedaría abandonada a su decadencia»430. Suena a misión cultu­
ral, pero en realidad Benois nada tenía de m isionero. Por parte rusa, de
Diaghilev, Bakst, Benois o Stravinski, había u n a profunda convicción y cer­
teza de que tenían algo que decir, algo que sólo ellos estaban en situación
de decir. Lo grandioso y para m uchos p ertu rb ad o r de la aparición de esos
rusos en París era que ahí hubiera quienes sin forzarse ni agotarse presen­
taban algo que cortaba el aliento. Precisam ente no era m isión ni em ba­
jad a, sino m era presencia, crasa evidencia de plenitud, magia de la belleza.
En las Saisons Russes alcanzó París y con ello el m undo un atisbo de que en
Rusia había acaecido algo para lo que nadie estaba preparado: u n a cultura
que siem pre se había m irado y preguntado en el espejo de Europa había
llegado a su ser, había dejado de tantearse buscándose defectos y atrasos,

416
sim plem ente era ella misma. Algo había pasado, y de golpe la cultura rusa
se había vuelto adem ás espejo en que E uropa reconociera sus sueños y
pesadillas. En las Saisons Russes E uropa se había reconocido.
Rusia había estado trabajando doscientos años esa entrada, Diaghilev
sólo es el actor que la lleva a escena. La joven Rusia había encontrado el
lenguaje que se en tendía y hablaba en todo el m undo. Aquello era m ucho
más que exóüco que «alma rusa» y «tem peram ento ruso», era justam ente
dejar de form ar parte de la reserva de proyecciones que siem pre son ajenas.
Con la aparición de los rusos en París la hizo Rusia misma en toda su
fuerza y señorío. En las recensiones de la época se encuentran todos los
elem entos decisivos. La com binación de disciplina y espontaneidad en la
suma perfección de esos bailarines y bailarinas de Petersburgo. Tras esa
ligereza y facilidad hay cien años de trabajo en el ballet, la cría y adiestra­
m iento de varias generaciones de maestros y maestras de baile, y su suce­
siva superación: la elim inación del m en o r rastro de ad iestram iento y
escuela en un dom inio consum ado de técnica y formas. No es azar que
fuera en el ballet do nde viera Diaghilev el arte de las artes de su tiem po, en
ese arte surgido del teatro de corte y del absoluto avasallam iento del
cuerpo propio. El ballet renovado que había dejado atrás la tradición aca­
dém ica del teatro Mariinski debía convertirse en m edio plásüco con que
Diaghilev p u d o h acer cuanto se p ro p o n ía. «Meta de su gran ballet era
crear u n a síntesis», escribe M odris Eksteins, «síntesis de todas las artes
pero tam bién de herencia histórica y visión del futuro, de O riente y Occi­
dente, m odernidad y feudalismo, aristócratas y campesinos, decadencia y
barb arie, h o m b re y m ujer, y m uchas más»431. Es la com binación de lo
arcaico y primiüvo con el refinam iento extrem o. Rusia no conocía Tahití
ninguno, ningún paraíso con nativos en mares del sur, pero sí, a cambio,
provincias profundas y rem otas periferias. Rusia tenía su N orte, su Cote
d A zur en Crim ea, su O riente y su Extrem o O riente. En torno a 1900 la
capital im perial es u n a gran exposición im perial donde se alzan templos
budistas, lamasterios y mezquitas tártaras, donde hay una docena de con­
fesiones pero todas puestas en cuestión y reflejadas com o problem as. La
m ezquita de los arquitectos Vasiliev, Krischinski y Von Gogen es tan azul
com o la de Sam arcanda, pero se construyó en 1910 en estilo m odernista.
La riqueza del Im perio, todos sus estratos tem porales se funden en los cua­
dros lum inosos de Bakst y Bilibin. En torno a 1900 Rusia vivía en diferentes
épocas a la vez, y el arte de Petersburgo de esa época habla de tensiones y

417
explosiones que ahí se preparan. Hay una Rusia primitiva, pero en la capi­
tal, naturalm ente, sólo una primitivista; hay, ni qué decir tiene, la Rusia
arcaica, p ero en la capital desde luego sólo en figura del arca-ísmo. Lo
arcaico a comienzos del siglo XX ya sólo se puede ten er com o reflejo, pues
a esas alturas es algo que en la capital uno sólo puede llegar a advertir «con
ojos m odernos», com o dijera una vez Diaghilev432. Y hay algo que desem ­
p eñ a un gran papel aunque no siem pre explícito en esa en tra d a de los
rusos en París: riqueza, lujo sin límite, una dim ensión de la riqueza que se
había vuelto inconcebible en la Europa burguesa y pequeñoburguesa. La
riqueza de Rusia tiene una form a diferente, no es tanto burguesa com o
aristocrática. Ello se expresa así en las formas artísticas preferidas com o en
el oficio y los materiales. La riqueza rusa es insensata, no tiene sentido ni
m eta que sólo podría ser delim itada, nada tiene que ver con valor de uso y
de cam bio ni con el beneficio. Es, o no es. El lujo en escenas de Versalles,
de los jard in e s y la corte, la configuración que dan a los interiores p o r
ejem plo Benois, Borisov-Mussatov o Bakst, no es gesto de protesta contra
el realismo social ni denuncia de la escuela pictórica de los «vagabundos»,
sino fin en sí mismo, juego y gozo que podría llamarse incluso irresponsa­
ble hasta olvidarse de sí mismo, hasta la generosidad. Todo se convierte en
ju eg o , en m ascarada, uno de los tópicos más frecuentes de los años diez
antes del «ensayo con trajes» llam ado revolución. Signo de riqueza es tam­
bién que los artistas puedan perm itirse todo, recorrer con virtuosismo el
repertorio entero: de épocas artísticas, de parajes del m undo, ora Cervan­
tes, ora M aeterlinck, tan pronto el m undo de las m áquinas com o el de los
clásicos (León Bakst en su om inoso Terror Antiquus de 1909). Rusia vivía en
diferentes épocas, y eso vale tam bién de su arte y su cultura: cargada de
tensiones que sólo aguardaban a descargar. Petersburgo era el generador
que de esa fuerza indóm ita dio form a a corrientes de energía, y Diaghilev,
uno de los grandes maestros en ese arte; otro fue Lenin. Diaghilev traba­
ja b a en u n m om ento en que las fuerzas aún no se habían desencadenado.
Pero él y quienes con él congeniaban las sabían rondando a su alrededor.
No era g ratu ita la op in ió n de u n crítico sagaz según el cual Stravinski
había p resen tad o con su Sacre u n a p artitu ra «para la que no estarem os
m aduros hasta 1940». En noviem bre de 1913, cuando se estrenó, sólo hubo
conm oción, sobresalto, presentim iento. Jacques Riviére escribía en la Nou-
velle Revue Frangaise acerca de los 34 m inutos de o b ra de Stravinski, con
coreografía de Vatzlav Nijinski: «Esto es un ballet biológico. No sólo danza

418
de hom bres primitivos, sino anterior al hom bre... Stravinski nos dice que
quería pintar el estallido de la primavera. Pero no la que acostum bran can­
tarnos los poetas, con sus tiernas brisas, su goijeo de pájaros, su radiante
azul y sus tiernos verdes. A quí no es sino im placable lucha p o r crecer,
h o rro r pánico an te los jugos que pujan, angustioso reagrupam iento de
células. Primavera vista desde dentro, con toda su pujanza, en espasmos y
desgarros. Como si observáramos un dram a p o r el microscopio». Y Valen-
tine Gross: «El teatro parecía azotado p o r un terrem oto. Parecía estrem e­
cerse. La gente gritaba insultos, abucheaba y silbaba, acallaba la música.
Hubo puñetazos y hasta com bates de boxeo. Las palabras no alcanzan a
describir tal escena»43*. Una amiga de Diaghilev, su musa Misia Sert-Natan-
son, tenía razón a su m anera cuando en 1917 señalaba que toda la Revolu­
ción rusa era un gran ballet.
Diaghilev se hallaba en París cuando em pezó la Revolución rusa en
febrero de 1917. Destacados artistas e intelectuales querían que regresara y
dirigiera el nuevo M inisterio de las Artes. Al final no h u b o caso. El
gobierno provisional, algunos de cuyos m iem bros tenían lazos lejanos con
el círculo de Diaghilev -A lex an d er Guschkov con León Bakst, el presi­
dente de la Dum a Mijail R odchenko con D iaghilev- fue derrocado. Como
ya ocurriera en 1905, en 1917 Rusia no tenía sitio para Diaghilev.

El desgarro de Europa. Muerte en Venecia, 1914-1917-1929. Diaghilev había


irrum pido en París com o una fuerza de la naturaleza, fuerza de síntesis par
excellence. El público parisino estaba hechizado precisam ente po rq u e lo
jun tab a todo. Gravedad rusa y grácil ligereza, liturgia del canto ortodoxo y
vendimia de la Rusia pagana, pasión sexual y un trabajo formal cultivado
p or encim a de la m edida, m aneras p opulares y refinado ju e g o con el
rep ertorio de las formas. El ballet de Diaghilev no sólo presentaba u n a
Rusia diseñada para el público eu ro p eo -« d u vrai Russe»-, era sin du d a
algo así com o un «ballet de identidad» que tenía p o r tem a Rusia, Europa,
Eurasia. Todo encuentra en él concordancia y acuerdo. Pero luego llegó
1914, y después 1917. Años, casi un decenio de carnicerías, de horizonte
europeo en tinieblas. Hasta la m uerte en Venecia en 1929 falta aún más de
un decenio. La guerra cerró las fronteras. Las rutas de giras y obras invita­
das p o r toda Europa, que se habían desarrollado con fuerza desde 1890 y
en cuyo centro se hallaba Diaghilev, su em presario par excellence, quedaron
cortadas. Las com pañías de teatro o ballet fueron retenidas en las fronte­

419
ras, y en m uchos casos internadas p o r largo tiem po com o «extranjeros hos­
tiles» (¡de ah í saldría toda u n a historia del estallido de la g u erra!). El
nacionalism o levantó marejadas que salpicaban incluso a los asuntos artís­
ticos. El arte ruso, lo ruso, acabó apareciendo en E uropa com o alternativa
a la hegem onía musical de los alemanes: ¡Chaikovski y Mussorgski contra
Beethoven y Wagner! Richard Strauss quedaba out. Las líneas estaban cor­
tadas. Ya no se iba sencillam ente desde la colonia de artistas de Worpswede
a Talachkino, o de la colonia de M athildenhóhe en D arm stadt a Abram-
zevo. La guerra fue el com ienzo de la descom posición de la sociedad euro­
pea, que puede reconstruirse punto por punto. La circulación de cuadros,
bailarines, directores o ideas se había interrum pido en Europa.
Eso rige aún más en el caso ruso. El contacto de Diaghilev con sus ami­
gos más cercanos com o A lexander Benois quedó cortado. Visados y bille­
tes sólo se conseguían con m ucha dificultad. La corriente de publicacio­
nes, libros y cuadros se había agotado. Ya no había reservas de bailarines y
bailarinas. Pero sobre todo, las artes seguían caminos distintos en Moscú-
Petrogrado y en Europa. En ese m om ento de explosión y hostilidad Dia­
ghilev sigue firm em ente adherido al carácter integral de la cultura euro­
pea; no p o r razones morales o políticas sino estéticas, com o siem pre en su
caso. Está dem asiado interesado p o r los fu n d am en to s de la vida, de la
belleza, para que le pueda resultar indiferente lo que sucede allende las
fronteras, en Rusia, en su país. Iba despuntando en él la idea de que la
fuerza de los m o d ern o s se había extinguido y bien p u d ie ra haberse
resu elto en otra, la vanguardia soviética: esto es, en lu g ar de Benois y
Bakst, Malevich y Puni. H abía recibido pruebas de la otra Rusia m oderna
en form a de «vanguardia soviética» que iba y venía p o r París y sobre todo
p o r Berlín. Claro que algunos de ellos eran ya conocidos suyos, o aun cer­
canos: m iem bros de su Mir Iskusstva habían evolucionado hacia el ala radi­
cal, y eran ahora vanguardistas, constructivistas, futuristas. Son m uchos los
cam inos que llevan del m odernism o ruso de 1900 al siglo XX. Diaghilev
estaba ansioso p o r saber qué pasaba en la otra parte. E ntró en contacto
con Vladimir Maiakovski, quien a su vez intervino cerca del comisario del
p u eb lo p ara asuntos culturales, A natoli L unacharski, para co n tra tar a
Diaghilev. «Conoces a Serguei Paulovich Diaghilev p o r lo m enos tan bien
com o yo... No obstante escribo estas líneas para que lo de S. P. pueda pasar
rápidam ente al secretariado. Antiguos rusos que ahora son parisinos han
intentado com o es obvio m eterle a S. P. m iedo con Moscú. Pero su deseo
se ha dem ostrado más fuerte, sobre todo cuando le aseguré que supera­
mos a los franceses en sensibilidad y generosidad y somos m ejores “em pre­
sarios” que los norteam ericanos... tam poco traería ningún peijuicio hablar
de nuestro pabellón en la Exposición de París»434. Diaghilev había conse­
guido un visado para entrar y salir del país. Si a pesar de todo no llegó a
viajar a la U nión Soviética fue porque el gobierno soviético no quiso d ar
garantía alguna de que nada le ocurriría ni a él ni a su secretario y am ante
Boris Kochno. Diaghilev se ganó a Naum Gabo, que había ido a Berlín y
luego a París, para m ontar el ballet «cubista» titulado Jeux, en que todo
giraba en to m o al deporte, la geom etría de los cuerpos y el tenis. Q uería
un libreto de Ilia E hrenburg. Hizo m ucho p o r ganarse al com positor Ser-
guei Prokofíev, que se había quedado en el extranjero pero regresó luego
a la U nión Soviética. El le proporcionó la música para el ballet Lepas d ’a-
cier, cuyo resum en de contenido, tratándose de Diaghilev, suena casi a
soviético: «Nos presentam os en escena hom bres con martillos y azuelas;
volantes girando, correas de transm isión restallantes, señales lum inosas
centelleando... la prim era parte del ballet debería m ostrar el derrum ba­
m iento del dom inio zarista: asambleas obreras, discursos de comisarios,
trenes de mercancías para el m ercado negro, un antiguo príncipe trueca
su hacienda p o r comida, un m arinero revolucionario y un niño sin hogar.
La segunda d ebería ten er p o r contenido la reconstrucción socialista, la
construcción de nuevas fábricas y obras, al m arinero de ayer ob rero de
hoy, y así sucesivamente»435.
En uno y otro bando los protagonistas de la lucha de partidos m iraron
con recelo o condenaron esas tentadvas de Diaghilev, un hom bre de cen­
tro, de integración, un «talante abierto» de los pies a la cabeza. H ubo una
granizada de protestas de la em igración rusa en París cuando la com pañía
de Diaghilev sacó a escena Le pas d'acier. Hasta sus amigos más cercanos,
W alter Nouvel y Koribut-Kubitovich, p ro testaro n co n tra sus planes de
organizar con M eyerhold un festival conjunto, con su com pañía y repre­
sentantes del teatro moscovita. La curiosidad estética de Diaghilev era más
fuerte, sin em bargo, y en asuntos estéticos estaba más seguro que en los
sociales o políticos de que nada entendía. El fundam ento de la «cultura
europea», esa red firm em ente tram ada de relaciones y lugares, aún no
estaba del todo en ruinas. Existía aún, en fragm entos, en añicos. Aún
había gente que hablaba un mismo lenguaje, aunque viviera en «sistemas»
diferentes. Sólo hay que ver sus cuadros para saber que gente com o Dia-

421
ghilev, Elsa Triolet, Lilia Brik o Georgi C hitcherin tenían más que decirse
de lo que jefes de partidos y policías secretas podían en co n trar política­
m ente correcto.
Aún había otro p o d er que en 1917 había entrad o en la escena europea,
incluida la cultural: Estados Unidos. Las miras de Diaghilev en esa direc­
ción parecen a prim era vista las habituales, las europeas ordinarias, m arca­
das p o r la oscuridad del viejo m undo frente a la civilización de los advene­
dizos. Diaghilev, que pese a la guerra había cruzado el A üántico con su
com pañía en 1915-1916 para su presentación en Estados Unidos, que había
visto atacadas sus coreografías por Estados U nidos puritano, tachadas de
incitación al «infam ante mestizaje», había probado más que de sobra su
«andamericanism o». Pero en verdad com prendía a Estados Unidos m ejor
qu e la m ayoría de estadounidenses, que en esa época p u gnaban com o
posesos p o r im itar celosam ente al poder aún vigente en asuntos culturales,
Europa. A ese Estados Unidos dirigió Diaghilev su llam am iento, el mismo
que dirigiera hacia 1900 a su patria, Rusia: dejad de im itar a Europa, sed
vosotros m ismos, reco n o ced vuestro m undo, p ro p io y grandioso. «Por
ejem plo, yo había estado por la noche en Broadway, adm irado p o r la vida,
la energía, la infinita variedad de belleza que allí se ve, y se m e reían: pen­
saban que estaba de guasa. Pero no, no era brom a. Ya va siendo h o ra de
que el pueblo estadounidense lo reconozca p o r sí solo. Broadway es autén­
tico, sin duda la influencia más im portante para el arte estadounidense.
Pero en los salones se considera adecuado condenar todo eso. Se quiere
copiar a E uropa, ju sto com o en Rusia nos em peñábam os hace m uchos
años en copiarla»436. Diaghilev estaba fascinado p o r Estados U nidos, y
seguro que allí habría llegado muy lejos, siendo com o era en realidad la
figura del em presario estadounidense par excellence. Y tam bién allí dejó
huellas. No sólo en la figura de Adolf Bolm, alum no del teatro Mariinski y
m iem bro de la com pañía de las Saisons Russes, sino en un sentido m ucho
más fundam ental: en el m ovimiento cultural que sin hacerse fuerza logra
lo que la cultura estadounidense logra desde que existe com o tal, reunir
alta cu ltu ra y cu ltu ra de masas. Diaghilev tuvo señorío suficiente para
hablar en pie de igualdad con Eurasia y con N orteam érica: un europeo
que aún se daba crédito, sin complejos ni resen dm ientos, un europeo justo
al borde del abismo al que E uropa se lanzaba.
Diaghilev m urió en Venecia y allí está enterrado, com o Igor Stravinski
o Ezra Pound. Diabético, a él le tocó en 1929, pero aún antes del «Viernes

4 .2
negro», la conm oción global que em pujó a E uropa al abismo. La m uerte
en Venecia fue generosa, pues en la E uropa posterior a 1929-1933 no había
sitio para Diaghilev y sus semejantes. A unque su amigo A lexander Benois
le llam ara «duce», su persona y su vida enteras se habrían convertido en
blanco de un odio m ortífero. El dandy, el esteta, el m arica, el am igo de
ricos y ju d eo m aso n es, el cosm opolita p atrio ta ruso, h ab ría sufrido mil
muertes, com o ya se preparaban cientos de miles para él y sus semejantes.
Así como puede describirse a Diaghilev com o centro de la form ación
de un a sociedad europea, así su final es tam bién una clave para describir el
de ésta. Todos los ejes, las redes de relaciones, los salones, el entero sis­
tem a de filiaciones que la E uropa burguesa había puesto en m archa se
rom pió y se convirtió en ferm ento de nuevos estados de agregación: se
rom pió el m undo de Harry G raf Kessler, de H ugo von H ofm annstahl y la
sociedad de Bloomsbury Square. El lugar de personalidades com o Diaghi­
lev pasó a ser ocupado p o r el aparato de producción y gestión cultural.
N ada funcionaba com o no fuera sancionado y bendito p o r com isiones,
grem ios y consejos asesores. H u b iero n de pasar decenios enteros hasta
que volvieron a ser posibles unos prim eros pasos más allá de ese abismo:
las visitas de Stravinski, Serguei Lifar y George Balanchine a su patria en
los años sesenta. Y pasarán generaciones hasta que se restablezcan contex­
tos y rutinas que ya una vez se dieran. En la salida del siglo XX ya hem os
vivido cosas tan prodigiosas que no está excluido que aún vengan más. Fin
de siécle, Fin de millénnaire, época Diaghilev.

423
T opografía del terror

El m apa de E uropa está tachonado de lugares de dolor. Ahí es donde


m ejor se m uestra lo irrem ediable sin esperanza del lenguaje cartográfico y
geográfico frente a la realidad del vivir y m orir. Hay atlas de ese tipo, pon­
gamos el atlas del Holocausto o el m anual del Gulag, que tam bién contie­
nen m apas437. Aun cuando son correctos, que no siem pre puede decirse de
ellos, algo callan: despliegan ante nosotros un paisaje de nom bres y luga­
res en que por lo general hem os vivido. Form an parte del patrim onio edu­
cativo del eu ro p eo m edio: Dachau, Bergen-Belsen, M adjanek, W orkuta,
Lubianka, M agadan. En ellos encuentra uno líneas y flechas que simboli­
zan el m ovimiento de seres hum anos en grandes cantidades: deportacio­
nes de Düsseldorf a Riga o de Berlín a los Urales, de U crania a los centros
de trabajos forzados en el interior del Im perio, caminos del éxodo de fugi­
tivos y expulsados. E uropa está cubierta de vectores y flechas en intrincada
m araña. Pero están vacíos, nada dicen, sólo cobran sentido adentrándose
en los mapas. La línea de H anau a Lodz, de Berlín a Lublin, la fecha que
lleva añadida, figura un desplazam iento, aparecen consignadas fechas de
partida y llegada. Pero en verdad el desplazam iento figura un descenso a
los infiernos.
De eso no nos enteram os p o r mapas, sino p o r relatos de quienes fue­
ron forzados a tal viaje y sobrevivieron, quizás p o r un prodigioso encade­
nam ien to de circunstancias. No hay un guía m ejor en la topografía del
te rro r que inform es y recuerdos de supervivientes. Podem os fiarnos de
ellos. Nos dejam os coger de la m ano y llevar allí d o n d e ya no tenem os
acceso, a lo que nos ha sido ahorrado. Ha surgido un género propio. La
anotación inm ediatam ente posterior, sustentada en la voluntad y el sufri­
m iento de quien lo ha pasado y decide reten er cada detalle antes de que
tiem po o distancia lo hagan palidecer y difum inarse. Hay que transm itirlo
al m undo circundante y a la posteridad, que de otro m odo no nos creería.
Hay tales inform es del tiem po inm ediatam ente siguiente, im presos aún en
papel basto de posguerra, que desde entonces se han convertido en clási-

424
Tram o de vía ún ica d esd e Zilina a A uschw itz por
e l que fu eron transportados al cam po de e xterm in io
lo s ju d ío s de T h eresien stad t, p ero tam bién lo s de
E slovaquia, H ungría, Italia, G recia y Y ugoslavia.

« E n tre B e rlín y L odz hay sólo u n o s 400 k iló m e tr o s ,


p e r o el convoy a tra v es ab a en r e a l id a d u n a f r o n t e r a
de la civilización.»
eos, com o los recuerdos de Buchenwald de Eugen Kogon. Hay memorias
escritas a más distancia y con m ayor distanciam iento, no p o r dejadez u
olvido, sino p o r necesitar un dem po hasta en contrar un lenguaje para lo
vivido. En algún m om ento quienes nacieron después se m ueven también
p o r los rastros de la Shoá, p o r senderos, estaciones y raíles, capillas hundi­
das, viviendas co rrientes d o n d e todo em pezó438. La lite ratu ra que nos
in tro d u ce a la topografía del terro r es casi inabarcable. De ella form an
parte actas judiciales, inform es de policías secretas, cartas desde el frente,
fotos de soldados rasos y policías corrientes, inform es de investigación de
acádem icos ávidos de m edro; diarios, apenas: u n o no lleva diario en el
fren te, an te el p ared ó n , en el tum ulto de la lu ch a o en la fuga. Y sin
em bargo sabemos dem asiado poco para p o d er com prender.
La literatura europea posterior a la catástrofe rebosa de relatos de subi­
das y bajadas a trenes, de vagones, de viajes de cuyo destino sólo se sabe
que q ueda «al Este». D onde cada detalle es decisivo. Seres hum anos que
en la vida corriente habían tenido que orientarse a lo sum o en el barullo
del tráfico, los transbordos del m etro y los enlaces de tren, ten ían que
situarse ahora en comarcas de las que ni siquiera habían oído hablar. No
sabían adonde llevaba el viaje, así que tenían que orientarse p o r el cielo.
H abía que averiguar p o r qué lugares y estaciones pasaba el tren. Había
que hacerse u n a com posición de lugar a partir del paisaje que cambiaba
lentam ente. A veces era útil saber algo de naturaleza y frutas silvestres, por­
que de ello podía d ep en d er la ración de supervivencia. El conocim iento
del lugar podía ayudar a alargar la vida. Cada kilóm etro dejado atrás era
u n paso que alejaba del m undo habitual, habitado. Cada m etro era signifi­
cativo. E ntre Berlín y Lodz hay sólo unos 400 kilóm etros, pero el convoy
atravesaba en realidad una frontera de la civilización. Entre Leningrado y
las islas Solovetski en el Mar Blanco sólo hay u n a noche de viaje, pero éste
lo es a las lejanías del archipiélago Gulag439. Com o m ejor se describe el
cam ino que queda atrás no es con indicaciones de distancia, sino con eta­
pas: policía, prisión, transporte. Los nom bres figuran un m undo entero:
M oabit, Plótzensee, Ruzyne, Lefortovo, Andrassy ú t 60. Com o m ejor se
sigue el astro no es dando nom bres de lugares, sino describiéndolos. Así
tom am os conocim iento de entornos característicos del siglo XX: las autori­
dades, el cam po de concentración, el de tránsito, el vagón de ganado, el
convoy, las instalaciones de desparasitación, el cam po de internam iento, la
ram pa, el barracón, el cam po de trabajo, el de enferm os, el lazareto, las

426
letrinas, el crem atorio, la cocina, el cem enterio, la torre de vigilancia, la
zona de alambradas electrificadas. El ojo de quien está acosado y am ena­
zado es agudo. No se le escapa ningún detalle, pues quizás dependa la vida
de un detalle, un azar, u n vuelco re p e n tin o que traiga salvación en el
momento justo. El prim er deber de quien lee tales inform es es hacerlo con
tanta precisión com o lo observara el ojo del am enazado. D eber de exacti­
tud que salva la vida, el adecuado al caso de extrem a necesidad. Los deta­
lles no son bisutería, colorido local, elem entos para recrear o «atrapar» un
ambiente, relleno con que el escritor red o n d ea y al lector se le hace más
corto el tiem po: el detalle que salva la vida o la aniquila. En el largo
camino entre ser arrancado de la vida cotidiana y de la norm alidad civili­
zada y la llegada a los pórticos de la m uerte, entre la puerta de entrada y la
puerta en que todo term inaba, cada matiz era de im portancia vital. De ahí
que tengamos que conocer todo detalle del cam ino de la m uerte: cuántos
seres hum anos había encerrados y cuántos m etros cuadrados les tocaban a
cada uno; la planta de los barracones, la an chura en centím etros de los
camastros; el paso a que giraban los cuerpos apiñados en form ación; la dis­
tancia entre el patio de llam ada y la cantera; la tem peratura en cada esta­
ción. Los presos contaban los escalones de las escaleras p o r las que se les
llevaba, y así se cercioraban de dónde estaban. El orden del terror se les
había grabado en el cerebro.
Mucho ha desaparecido, arrancado y quem ado por sus autores, reapro­
vechado y readaptado, reconstruido o sobreconstruido. Pero quien se con­
fía a tales guías, a recuerdos y relatos, en co n trará algo d o n d e ya no hay
nada. Q uien quiera orientarse en las topografías del terror tiene que ins­
truirse y en ten d er la je rg a que sólo com prenden los iniciados. Tiene que
ocuparse de las poblaciones que se apiñaban en los campos, en esas m etró­
polis europeas del m argen, en esos centros industriales de esclavitud y tra­
bajo forzado, en esas infraestructuras y redes de la m uerte. Hay que en ten ­
der todos los idiomas de Europa para familiarizarse con los recuerdos de
los internos llevados hasta allí. Los cam pos fueron en E uropa cam po de
m uchos pueblos. Los cam pos fu e ro n p u n to s de con cen tració n de la
Europa escogida, los lugares europeos par excellence.

427
El cem en terio de Europa

Los cem enterios de E uropa son su réplica, su negativo140. Europa tiene


parcelas de m uerte para todas sus etapas: los cem enterios del siglo XIX con
su extensión sólida, visible aún pese a la urbanización atropellada, con sus
sólidas fábricas de cantería, h o n ra del oficio y de concejales y m inistros
cuyos títulos figuran grabados en las lápidas sin que nadie sintiera ver­
güenza ajena. Con 1914 la m uerte ya se buscó otro escenario nuevo, a la
altura de la m uerte m oderna. Tuvieron que ser ya tum bas interm inables, a
contar p o r cientos de miles, para hecatom bes, o p o r ser más precisos, para
ejércitos y g eneraciones enteras de hom bres arm ados. V erdún con sus
decenas de miles de tumbas en form ación trajo consigo u n a nueva estética
de lo postum o que nunca desaparecerá. Un icono del siglo XX irrum pió en
los campos de batalla de Occidente. Pero m uerte y enterram iento apresu­
rados, p o r cientos de miles, aún conservan los ragos de o rden, atesora­
m iento, clasificación, m em oria, como si hubiera aún visión de conjunto y
asistencia suficiente aun para el últim o caído desconocido; un vestigio del
siglo XIX yace escondido en esos campos de tum bas de D ouaum ont y Ver­
dún. Un fondo im ponente para gestos históricos de reconciliación. Tie­
n en algo de caballeresco, eso pasado de m oda que se sigue asociando a
m orir en tre «tempestades de acero». La guerra de posiciones aún dejaba
tiem po.
La Segunda G uerra M undial, pese a las im ágenes de M onte Cassino y
Tobruk, no produjo esa form a de enterram iento. En todo caso son otras
im ágenes las que se asocian a sus m uertes en masa. Es la m uerte al borde
del camino, en batallas de blindados, hundidos sin nom bre y sin salida en
el fondo d , ciudades en llamas. Son prisioneros de guerra rusos de quie­
nes n in g ú n e n te rra d o r se ocupaba, ni alem án ni soviético. Y más tarde
tam bién soldados alem anes en cautiverio de guerra, de los que se había
vuelto im posible llevar la cuenta. Com o a los restantes h abitantes del
Gulag, se les apilaba en un lindero del campo cuando el frío volvía la tierra
piedra, hasta que llegaran la prim avera y el deshielo y fuera posible entre­

428
gar los m uertos a la tierra. Aún hoy pueden encontrarse restos de cruces y
enterram ientos en los bosques del gran norte. No, otras son las tum bas
características de la m uerte en masa del siglo XX: las fosas com unes. T oda
la Europa oriental está saturada de lugares de enterram iento, lugares de
muerte en masa, masacres, ejecuciones en masa, asesinatos en masa. En las
dunas de Mitau, en los fosos de Kaunas, en los bosques de Ponary, en los
campos de Transnistria, en el centro de Minsk y de Varsovia^1. Pero la ver­
dadera tum ba del siglo XX es aérea. Así dice un poem a de Paul Celan:
«...Subid pues hum o en el aire, tened pues tum ba en las nubes, allí no hay
estrecheces». Con sólo m irar bien se ve el cielo sobre la Europa oriental
entera entenebrecido p o r las cenizas de las chim eneas de los crem atorios
de Birkenau, Treblinka y Madyanek.

Vivos y muertos. Los cem enterios son más difíciles de describir que las
ciudades. No es sólo que la población de las necrópolis sea mayor que la
de las mayores m etrópolis. En esos campos de la m uerte se han reunido las
poblaciones de ciudades enteras d u ra n te varios siglos, sin contar anóni­
mos y soterrados sin cerem onias. Las ciudades de los vivos han crecido de
las de los m u ertos o pasándoles p o r encim a. M uchos cem enterios que
antaño estuvieran a las puertas de la ciudad están ahora cercados y ence­
rrados p o r ella. Hay estipuladas form as de organización, cerem onias y
rituales para el trato seguro con las «postrim erías». Hay ordenanzas de
cem enterios, se ha regulado la duración del derecho de uso, el derecho de
herencia rige sobre las plazas. Q uien se acerca a sus puertas puede obser­
var que se ha m ontado allí todo un área de servicios, lapidarios, transporte
de m uertos, tiendas de flores y coronas, y puestos donde tom ar algún refri­
gerio, tan necesario para recuperarse tras la cerem onia. H asta el procedi­
m iento de in h u m ación se despacha discretam ente; o eso p re g o n an las
em presas del ramo. A unque con eso no se libre uno de lo suyo. Puede que
ya no bajemos la voz, pero cuando hablam os de «la paz de los m uertos» o
«el camposanto» em pleam os un vocabulario de piedad que por lo dem ás
rara vez usamos en la vida coddiana. Un vocabulario que proclam a que
aún hay cosas que no son com o todo lo demás.
Michel Foucault ha descrito los cem enterios al m odo de otros lugares
que tam bién estuvieron en el foco de su atención, cárceles, instituciones
psiquiátricas, lugares de destierro o colonias: com o lugares de exclusión.
Pero lo cierto es que los cem enterios son antes lugares de cohabitación de

429
vivos y m uertos, lugares de recogim iento que de antiguo han tenido tam ­
bién derecho de asilo. Ya lo señalan esas instalaciones en nuestra vecindad,
en torno a la iglesia, que visitamos con regularidad, sea com o antes por
asistir a los servicios divinos, sea porque hoy m uchos visitamos los cem en­
terios convertidos en parques, en «pulm ones verdes». Inevitablem ente nos
topam os con las tumbas más im portantes, pues a m enudo se encuentran
en el centro de la ciudad, m uchas veces surgida en to m o a tum bas de san­
tos: así San Pedro en Roma, la tum ba de Santiago de Com postela o el m au­
soleo de Lenin en la Plaza Roja. Los judíos llam an a sus cem enterios beth
hachaim, casa de la vida. Así, los cem enterios son sólo lugares donde prosi­
gue la vida con otro nom bre. U na im agen perfecta de la coexistencia entre
vivos y m uertos. El intercam bio entre ciudades de m uertos y de vivos es
bastante estrecho. Se vive al alcance de la vista y de la voz. Se disfruta del
aire lim pio. Se sigue el espectáculo de la n aturaleza que todo p arque
ofrece año tras año con el cambio de las estaciones442. A veces esa relación
es literalm ente de supervivencia: los cem enterios de la Varsovia ocupada
p or los alem anes se convirtieron en lugares de asilo para cientos de perso­
nas, com o en Vilna o en Lemberg. La tum ba com o lugar de supervivencia,
de salvación, el cem enterio com o lugar de la vida m ientras las ciudades
perecen en tre llamas y hum o. En los países m arcados p o r la iglesia orto­
doxa, a su vez, es diferente: allí los banquitos colocados ante la tum ba
vallada señalan que la com unicación con los m uertos no se ha interrum ­
pido, y el vodka, las flores de plástico de colores y los huevos duros que se
colocan en las tum bas p o r Pascua atestiguan que los vivos no quisieran
verse privados de la com unidad de los parientes m uertos. La juventud del
suburbio da vueltas p o r cem enterios abandonados a su suerte que degene­
ran en vertederos de basura y lugares para ju g a r a aventuras. Los cem ente­
rios ofrecen techo a hum illados y ofendidos. ¡En cuántos lugares se habrán
podido ver las huellas de alojam ientos nocturnos!: panteones y criptas alla­
nados que, expoliados ya hace m ucho, sirvieron de albergue en adelante.
P or los cem enterios se desfogan los gam berros de la posteridad; en los
ju d ío s de Kischinov y C hernovitz p u ed e n verse m uchos de los retratos
colocados en plaquitas de porcelana con los ojos vaciados o las huellas de
ejercicios de tiro. Con los cem enterios se puede hacer negocio; en el anti­
guo cem en terio del R ossgártner en K aliningrado-K ónigsberg se violan
tum bas en la esperanza de encontrar algo. Se saquea así a los m uertos por
tercera vez; la prim era, inm ediatam ente después de 1945, y luego a finales

430
de los años ochenta. El negocio de las tum bas no adende a fronteras: tanto
da que sean rusos, lituanos o polacos. Hay un m ercado de aficionados a
hermosas lápidas y devocionarios de la época alem ana.
A los que m ejor les ha ido es a aquellos cem enterios que han caído en
el olvido, de los que se ha ocupado en el m ejor de los casos la Naturaleza.
El caso ideal era la zona m ilitar vedada, p o r ejem plo la que el ejército
soviético tenía en Paldiski, en Estonia, ciudad de soldados, el puerto bál­
tico de Pedro el Grande. Al am paro del secreto militar, en esa lengua de
tierra en el golfo de Finlandia se ha conservado un cem enterio con lápidas
en ruso, estonio y alem án (la de la familia Reichart, com o m uchas otras,
señala que el hijo desapareció en el norte de los Urales). Aún existen todas
las cruces de hierro forjado. La zona vedada ha salvado al cem enterio. En
otros lugares están expoliados, desguazados. Se usaron las losas para
dachas y las cruces forjadas para decorar u n ja rd ín o un bar. En el com ­
portam iento, en el trato con los m uertos y los lugares en que están inhu­
mados es d o nde m ejor se m uestra cóm o están las cosas en una cultura. Los
m uertos están indefensos. Puede hacerse con ellos lo que se quiera. Están
a m erced de lo que disponga la violencia de la posteridad. En el trato con
los m uertos se m uestra qué actitud se tiene ante el pasado. Puede que no
haya m ejor indicador del trato de los europeos con su pasado, cóm o tratan
a sus m uertos.

Los cementerios en las transiciones. T odo m odo de conducta concebible


admite estudiarse. Hay cem enterios que se apisonan y entierran bajo nue­
vas vías de tránsito, circunvalaciones y autovías. Los hay que en periferias
urbanas se m ezclan con difusas tierras de nadie, aparcam ientos, gasoline­
ras y centros comerciales. Y los hay que se borran del mapa. Particular saña
en esto la del socialismo, que en nom bre de los vivos y un futuro m ejor
barrió los restos de los m uertos donde parecieran estorbarle. Así se trans­
form aron célebres necrópolis en parques. Así el antiguo cem enterio de
Odesa, do n d e yacían celebridades de la ciudad com o la actriz cinem ato­
gráfica rusa Vera Cholodnaya, el Gran C em enterio donde hoy puede visi­
tarse un parque y los mausoleos conservados «en razón de su valor artís­
tico». T am bién el del Rossgártner de Kalinigrado-Kónigsberg es un trozo
de bosque apenas distinguible para quien no lo conozca, cubierto por los
heléchos entre guarderías, gasolineras y dachas. Muchos cem enterios fue­
ron desm antelados, aprovechados com o cantera y autoservicio donde uno

431
se abastecía de losas cuidadosam ente talladas y costosas verjas. De ese
m odo han desaparecido cem enterios enteros, ortodoxos rusos, luteranos,
israelitas o musulmanes, según. Losa p o r losa. Sirvieron para pavim entar
cam inos particulares o públicos, arreglar pajares y m odernizar pocilgas,
am pliar estadios y adornar parroquias. Innum erables cem enterios en ju d e ­
rías de antaño se vieron sometidos a tan notable transustanciación. Así se
en cuentran losas con relieves de palomas, m anos tendidas y palm eras boca
abajo sirviendo de pavim ento al tráfico de los vivos. Miles de cementerios,
da igual de qué confesión, han desaparecido de esta m anera. En m uchos
casos la desaparición de su com unidad religiosa o de creencia coincide
con la de grupos étnicos, culturales y lingüísticos: los polacos en U crania y
la Rusia blanca, los alem anes del Báltico y Polonia, los ju d ío s p o r doquier
en la Europa oriental. Cem enterios com o lugares de venganza y depura­
ción étnica postum a. Allí donde aún existen, su estado de conservación o
a b a n d o n o dice cóm o se com portan los vivos con los m uertos. Q ue los
caminos estén cuidados, que alguien se ocupe de las tumbas, que se reco­
loquen las lápidas caídas o no son otros tantos signos inequívocos.

Capitales de muertos. Pero antes, antes de la guerra que entenebreció el


cielo, h ubo un m undo en que aún se m oría com o es debido, en que m orir
tenía su orden y hasta era parte del arte de vivir. La E uropa optimista de
p reguerra daba algún valor a m orir com o es debido, en orden, con forma­
lidad y hasta con pom pa. La cosa tenía sus propias escenografías y ostenta­
ciones. Si era preciso, m orir era parte de la vida pública, de la lucha por
alcanzar reconocim iento en la arena de la vida44\ Im perios enteros podían
verse sacudidos p o r un cortejo fúnebre: al m orir León Tolstoi en 1910, la
presencia de todo cuanto significaba algo en Rusia m archando tras el fére­
tro fue u n a co n tu n d en te m anifestación en contra del anden régime ruso.
C uando se llevó a su tum ba al em perador Francisco José en 1916 fue tam ­
bién el últim o adiós a una época. Más tarde h a vuelto a h aber entierros así
u n a y otra vez: grandes puestas en escena de la m uerte de Estado. Como
los «guías del proletariado mundial» a quienes se sepultaba en el m uro del
Kremlin, o los panteones del movimiento obrero y el com unism o existen­
tes p o r todo el bloque del Este. Se m ezclaban ahí formas tradicionales de
los comienzos heroicos del m ovimiento obrero, com o los cantos conmove­
dores de las barricadas de Varsovia, con la pom pa de u n cerem onial de
Estado m odelado a sem ejanza de las cortes de Viena o Tsárskoie Sieló.

432
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P lano del cem en terio central de B ud apest


—R ákoskeresztúrer.

«La r e g u l a r i d a d d e las insta la c io n e s , las a venidas


rectas, los setos y las verjas, to d o g e n e r a u n a m a tr iz
de ig u a l d a d e n la m u e r t e , d e c l a r a ni más ni m e n o s
q u e t o d o s som os iguales e n la m u e r t e .»
Esas escenas de 1924, el desfile de «obreros, cam pesinos e intelectuales»
venidos de todo el país p o r el pórtico del edificio de Sindicatos, los acom­
pañantes del féretro de Lenin, que acabarían todos asesinados más tarde,
la h isteria colectiva del pueblo to rtu rad o p o r Stalin en los días de la
m uerte del «padre del pueblo», en marzo de 1953, la tenebrosa pom pa en
los entierros de todos los dirigentes soviéticos de la segunda generación,
todo eso m arcó el horizonte de las jóvenes generaciones soviéticas. Tales
rituales giran ante todo en torno a la reafirm ación de poder; las manifes­
taciones simbólicas de solidaridad post moitem declaran que la lucha p o r los
asuntos del m uerto continúa. Pero tam bién la oposición social se h a ser­
vido de los rituales de la m uerte pública, desde el entierro de Boris Paster-
nak a la m uerte del cardenal Mindzenty, del entierro de N adiechna Man-
delstam , viuda del escritor, hasta el cortejo fú n e b re de Popieluszko, el
sacerdote polaco liquidado p o r agentes de la policía secreta en tiem pos
del m ovim iento de Solidaridad. A veces fu e ro n m anifestaciones de un
poderoso im pulso que señalaron conm ovedoras cesuras históricas; así, la
rehabilitación postum a y el traslado de los restos de los ejecutados en el
en to rn o de Im re Nagy tras aplastarse el levantam iento húngaro de 1956,
que se llevaron a cabo inm ediatam ente después del cambio político, o el
traslado de París a Moscú del sarcófago del gran cantante ruso Fiódor Cha-
liapin.
En el curso de los siglos ha habido en E uropa formas de y rituales de
enterram iento elaborados y acreditados. E uropa construyó ciudadelas de
m uertos, obras de arte de gran belleza, museos de las más delicadas tallas,
com o sólo se encargan en presencia de la m uerte y el m ayor de los dolores,
^os grandes cem enterios de E uropa son tan célebres com o sus m onum en­
tos más célebres, y en ellos se puede leer tanto com o en la torre Eiffel, el
Palais G arnier o la Stephansdom . El Pére-Lachaise de París, Necrópolis en
Glasgow, Staglieno en Génova444, San Michele en Venecia, el Zentralfried-
h o f de Viena, el cem enterio ju d ío de Berlín-Weissensee o el de Lodz, los
cem enterios de San Petersburgo o Moscú son m onum entos históricos sui
generis445. Las grandes ciudades tienen un paisaje de cem enterios crecidos
du ran te siglos, m ultiform es y estratificados. Kiev cuenta con 28 cem ente­
rios, y la guía de cem enterios de Viena enum era 5S446. Q uien quiera com­
p re n d er el m undo de los cem enterios tiene que familiarizarse con ellos,
leer, estudiar, visitar los institutos pertinentes, hablar con el personal, con
restauradores e historiadores del arte y de la sociedad447.

434
Las necrópolis como las metrópolis son «obras de arte conjuntas», y en
eso una historia social aislada sirve de orientación tan escasamente como
una historia del arte por sí sola. Defecto este común a todos los estudios de
cementerios: cada quien mira desde su punto de vista, nítido pero unilate­
ral, allí donde sólo sería adecuado uno integral que reuniera metafísica
del camposanto, historia de las imaginaciones del más allá, demografía
urbana e investigación epidemiológica, artesanía y sociología urbana, his­
toria bélica y del arte. Aspectos todos que puede captar a primera vista
quienquiera que se dé una vuelta por un cementerio mirando con aten­
ción. Hay que hacer estudios de campo, de esos campos de muerte y muer­
tos, estudios de camposanto. Europa tiene que ocuparse de las capitales de
sus muertos.

Vida en la muerte. En cada cementerio de cierta envergadura hay un


guía. En las puertas de entrada suele haber un plano esquemático en que
figuran las tumbas más importantes y los mausoleos más destacados. La
regularidad de las instalaciones, las avenidas rectas, los setos y las verjas,
todo genera una matriz de igualdad en la muerte, declara ni más ni menos
que todos somos iguales en la muerte. Donde más claro aparece es en
aquellos donde reaparece una vez más el ejército: ejército de los muertos
en formación. Pero ya el panteón, en tanto forma principal de preemi­
nencia postuma de estadistas, generales, escritores, actrices, poetas, direc­
tores o cantantes, muestra que aun tras la muerte prosigue la lucha por el
mejor puesto, tan sólo un poco atenuada por consideraciones de piedad
en presencia de la muerte. El cementerio tiene su centro y su periferia, los
que están en el centro y los que caen más al borde y a un lado. Todos cono­
cemos los pomposos epitafios y las tumbas de gente de buena cuna, por
una parte, y las del rincón apartado para suicidas, excomulgados, muertos
en duelo, pecadores y pecadoras públicas, niños sin bautizar y ateos, para
quienes no debería haber siquiera sitio en el cementerio. Aún recuerdo el
cementerio de un pueblo en que los párrocos ocupaban las tumbas más
visibles al entrar hacia la iglesia, y en un rincón se hallaban los de fuera, los
retornados, fugitivos llegados tras la guerra. También recuerdo la tumba
de un bebé sin bautizar y la de un criado que se había ahorcado, apartadas
y casi como si debieran pasar inadvertidas. Los monumentos son memo­
rias vueltas piedra, y eso vale particularmente de los cementerios. Son
bajorrelieves de una sociedad de clases y estamentos, incrustaciones de la

435
destreza del tallista y el cantero, repertorios biográficos de consulta transi­
tables a pie. Se advierte fácilm ente quién fue im portante y aun m uerto se
pudo perm itir m arcar diferencias con sus vecinos. Se advierte fácilm ente a
quién otorgó su m undo honores y respeto aun después de m uerto, y de
quién fue la m em oria a dar en olvido y polvo. Los cem enterios son escena­
rios en que se representan con precisión insuperable familias, estirpes y
personas, pero tam bién donde renegar y avergonzarse de cuanto se fuera
en vida. Se dan ah í todos los caracteres, aderezados post mortem: el egocén­
trico que deja en la som bra a cuanto le rodea; el circunspecto que se con­
tenta con un a escueta inscripción; el que prorrum pe en expresiones escul­
tóricas de d o lo r arreb atad o p o r la p érd id a de lo más q uerido. Por los
cem enterios desfilan una últim a vez los gustos de época, adoptan sus ade­
m anes un a vez más. Son auténticas ferias de las vanidades. La com petencia
prosigue tras la m uerte. En parte alguna se echa de ver com o en el cem en­
terio de Lodz, do n de las familias de industriales más señaladas de la ciu­
dad, los Poznanski, Scheibler, Geyer y G rohm ann aún ofrecen el espec­
táculo d e u n a im p resionante com petencia post mortem. No sólo p o r el
m ausoleo m ayor y más alto, a la vez tam bién lucha de estilos y símbolos
religiosos. La sociedad burguesa de clases ha dejado tras de sí los más
im presionantes cem enterios de Europa. Se pueden estudiar esos panteo­
nes familiares en que tantos cuidados se pusieran exactam ente igual que
los interiores burgueses.
En las tum bas de celebridades puede leerse la historia entera. En los de
San Petersburgo, la del Im perio ruso y su capital; en el del Claustro de las
Vírgenes de Moscú, la de la U nión Soviética entera; en el Pére-Lachaise, la
de las élites culturales de París, es decir, Francia; en el Kerepesi de Buda­
pest, la de la lucha p o r la independencia y la dem ocracia en las tum bas de
István Deak, Lajos Kossuth y Sándor Petófi. Auténticos panteones. En el
C entral de Viena se saca una im agen de qué era Europa antes de la catás­
trofe, y en sus restos p u ed e leerse que aún no se h a p erd id o del todo.
T odos eran cem en terios m ultiétnicos, «fatigas de olvidados pueblos»,
com o reza un poem a de H ugo de Hofm annstahl. En los grandes cem ente­
rios de la m o narquía danubiana descansa cada quien bajo su correspon­
d ien te cruz, estrella o m edia luna: serbios, bosnios, croatas, húngaros,
rutenos, checos, eslovacos, judíos. A su vez, los de Berlín m uestran otra
cosa, cabe co n jetu rar el breve florecer de u n a historia de capital dem a­
siado corta448.

436
Los epitafios figuran su época. Cada sociedad da valor a algo distinto.
La estam ental, a título y abolengo, la burguesa, a profesión y carrera, la
posburguesa se co n ten ta con la indicación d esn u d a de fechas de naci­
m iento y m uerte. Las lápidas m uestran el curso del tiem po tal com o h a
quedado literalm ente cincelado en la vida de los hum anos. Las épocas de
guerra son las más claras. En A lem ania es patente el cúm ulo de fechas de
fallecimiento entre 1914 y 1918, 1939 y 1945. En toda E uropa se h a desarro­
llado u n tipo p eculiar de re cu erd o de la m u erte p atriótica en masa: el
m o n u m en to conm em orativo con las inevitables cifras 1914, 1918, 1939,
1941, 1944, etc. Y los lugares igualm ente inevitables: El Alam ein, Narvik,
V erdón, Orscha, Kursk, Stalingrado, «en Rusia», «en el Cáucaso». T am ­
bién se acum ulan epitafios sin fecha ni lugar. Las indicaciones de lugar
dicen mucho: dicen algo de tranquilidad o inquietud en el continente, o
que éste se ha convertido en cam po de batalla, de m ovimientos hum anos
a gran escala. Así, en cem enterios lituanos, letones o estonios se ven a
m enudo indicaciones de m uertes de familiares en Kazastán o el Yenisei. Y
lo mismo en Polonia. En la U nión Soviética se diría que los seres hum anos
habían dejado de d ar indicaciones de lugar. Demasiado grande su núm ero
y extenso el territo rio en que un ser h u m an o p odía desaparecer: en el
archipiélago Solovietski, en los campos de Dalstroi, en las fosas com unes
de Butovo al sur de Moscú. Las lápidas no darían abasto para consignar
nom bres de lugares donde se asesinó en masa. Así, a veces sólo duran en el
recuerdo. En el siglo XX los seres hum anos apenas tuvieron oportunidad
de m o rir d o n d e nacieran. Los cem enterios europeos figuran con sum a
exactitud las turbulencias históricas en que se disolvieron ciudades, clases
y familias enteras.
El m u n d o de los cem enterios eu ro p eo s es el de sus religiones. Sus
cem enterios eran ortodoxos rusos, arm enios, judíos, protestantes, católi­
cos rom anos, m usulm anes tártaros. En los epitafios se pueden leer fantás­
ticas aleaciones de lo religioso, étnico, social y cultural. En cem enterios
protestantes del Este se encuentra u n a mayoría de m iem bros de com uni­
dades alem anas, en los resplandecientes p anteones dorados de la zona
ju d ía del cem enterio Kerepesi de Budapest, a los representantes de la gran
burguesía de la ciudad. Los cem enterios dan inform aciones sobre despla­
zam ientos de fro n teras y dislocaciones territoriales. Sólo tenem os que
andar un poco p o r los cem enterios de Wroclaw-Breslau o Vilnius-Wilnos:
allí las piedras hablan alem án o polaco"9. El lenguaje de los cem enterios es

437
más viejo que el de los Estados nacionales. Por todas partes se topa uno
enclaves de culturas decaídas. Inscripciones en alem án en el cem enterio
ju d ío de Chernovitz, inscripciones polacas en cem enterios de Vilna o Lviv,
inscripciones rusas en los de Tashkent o Tiflis. Pero m ientras leemos las
huellas de la E uropa desvanecida ya crece en los cem enterios la huella de
tum bas recientes que em pieza a d ejar tras de sí la gran em igración de
nuevo en m archa: en el cem enterio de la com unidad rusa en Berlín-Tegel,
o en los m usulm anes de Marsella y Londres. M orir en el extranjero o en la
nueva patria, según, pone de nuevo en m ovim iento cem enterios que ya
casi se visitaban com o curiosidades de anticuario.

La Europa nueva. Puede reconocerse a la E uropa nueva en que haya


dado fin o no al abandono en que se había instalado por tanto tiem po. El
comeback de las ciudades desde una época plom iza y sin historia se muestra
en su nueva form a de trato con los cem enterios. La E uropa nueva cuida
sus tumbas, y perm ite la entrada a quienes tanto tiem po se vieron privados
de visitar las tum bas de sus antecesores y familiares p o r absurdos trazados
de fronteras. Así se da un ir y venir nuevo a través de fronteras. Vienen
polacos a cuidar las tumbas del cem enterio de Litchakov en Lem berg o del
Rossa en Vilna. Se ven inscripciones reparadas en el de Chernovitz-Rosch.
La fundación L auder de Nueva York, con ayuda de voluntarios, erige de
nuevo las tum bas del cem enterio de Lodz. Están en m archa trabajos cien­
tíficos, de docum entación, publicaciones. Entre Estados un día enemigos
se ha llegado a un acuerdo para cuidar y arreglar las tum bas de guerra,
más de cincuenta años después de su final450. Por otra parte, en las zonas
de com bate del odio étnico, com o en Srebrenica, se han vuelto a abrir
fosas com unes, y otra vez los cem enterios se han convertido en campos de
batalla. Ocultos en el antiguo cem enterio ju d ío sobre Sarajevo, tiradores
de precisión serbios disparaban a la ciudad. Están frescas aún las filas de
tumbas de Timisoar, Klausenburg y Bucarest, don de yacen las víctimas de
la Securitate. En los cem enterios moscovitas la em p ren d en a tiros bandas
rivales o vuelan p o r los aires a cortejos fúnebres enteros. Com o todo lo
demás, tam bién m uerte y enterram iento son absorbidos p o r las turbulen­
cias de la transición al capitalismo y la econom ía de m ercado. Para muchos
un en tierro com o es debido se ha vuelto un lujo, p ero no es de esperar
protesta alguna de viejos, enferm os, y no digamos de los m uertos. Los más
indefensos de los indefensos.

438
La E uropa nueva postsocialista abre cem enterios nuevos. D onde
m anda otra jerarquía. Puede suceder que un bandido enriquecido m uerto
en un tiroteo obtenga una plaza en el centro que en realidad estaba reser­
vada a otro, en O desa p o r ejem plo al fam oso n arrad o r M endele Soifer
Chorin. Las stars del cine son ahora tan im portantes com o generales y vete­
ranos de la gran guerra patriótica. Gentes que durante decenios fueron
nadies tien en p o r fin nom bre y tum ba. La «revolución de algodón» es
generosa, no se venga. Deja traer a los m uertos p o r fin del exilio a casa.
Por fin brinda a los restos m ortales de la familia Romanov un puesto en el
panteón de la familia im perial. M edita cóm o hacer para que u n L enin
embalsamado p ueda m orir por fin com o los m ortales corrientes. Cuida de
los mausoleos soviéticos erigidos en m edio de ciudades alem anas orienta­
les. Como señala H elm ut Fleischer, la historia es u n a form a de com unica­
ción transtem poral, diálogo en tre generaciones, conversación de vivos y
muertos. Para la que no hay lugar m ejor que el silencio y la penum bra de
los cementerios.

439
La p u erta d e B irk en a u

T odos conocem os la puerta de Birkenau con los raíles que aquí con­
vergen. Aquí, en Auschwitz-Birkenau, pasó. Aquí pasó, en Auschwitz-Birke-
nau. D escrito con tanta precisión com o apenas algún otro lugar. En
m em orias de supervivientes, en los escasos testim onios de personal ferro­
viario o de guardianes, en la docum entación de las comisiones encargadas
de la construcción del campo. Hay fotografías aéreas de la US Air Forcé que
rep ro d u cen exactam ente su perfil. Podem os cruzar la puerta que llevaba a
la ram pa y las cámaras de gas. Pero aun en este lugar es infranqueable el
abismo que separa a quienes nacieron después del genocidio de los judíos,
de los asesinatos p o r centenares de miles de prisioneros soviéticos de gue­
rra, de sintis y gitanos. Por esa razón los autores del proyecto prem iado en
un concurso del año 1959 para la erección de un m onum ento conm em o­
rativo, los arquitectos polacos Oskar y Zofia H ansen, propusieron conde­
n ar la p uerta p o r d onde entraran los trenes con las víctimas hasta las ram ­
pas de la entresaca. «Su proyecto no dejaba espacio alguno para que otros
hicieran suyas las ruinas del campo. No daba p o r supuesto que los vivos
p udieran seguir los pasos de las víctimas, com prender sus experiencias o
com partir su m em oria... Nadie debía volver a cruzar jam ás esa puerta... su
m eta era que los vivos arrostraran el olvido, ponerles ante la verdad esen­
cial de ese lugar: que al cabo no hay recuerdo que alcance al pasado de
Birkenau. Su proyecto forzaba al visitante al triste reconocim iento de que
sólo rozaba de paso el suceso que tenía la esperanza de com prender. Los
artistas p ro p o n ía n desplazar unos m etros la alam brada, al n o rte de la
entrada principal, y crear con ello la ilusión de que los visitantes se colaban
p o r u n hueco casual. Pero no debían h o llar aquel suelo. U na aislada
ram pa de granito de 60 m etros de ancho y 1.000 de largo cruzaría en dia­
gonal la retícula del cam po hasta las ruinas del crem atorio... la propuesta
no aceptaba com prom isos. N egaba toda ilusión de recuerdo. Ni piedra
que p u d iera tocarse, ni núcleo que hubiera resistido la destrucción del
tiem po, ni dig n id ad o m ajestad ninguna, n in g u n a aureola inquietante

440
pero hermosa. Ni una inscripción que recordara a los seis millones. Sólo
silencio y u na singular ram pa de granito debían plantear a las generacio­
nes venideras la pregunta: ¿qué pasó aquí?»451.
En su negativa a adm itir la ilusión del recuerdo Oskar y Zofia H ansen
tenían tanta razón com o aquellos que habían trabajado en el esclareci­
m iento de lo sucedido. De lo que form a parte describir los procedim ien­
tos, secuencias, m ecanismos, rutinas, personal, técnica y logística. En la
puerta de Auschwitz-Birkenau convergían vías de m ando y decisión, redes
de desalojo, expulsión y m arginación, la entera «política de depuración de
poblaciones». La historia del asesinato de los ju d ío s europeos, en tanto his­
toria de deportaciones, lo es tam bién del transporte, del tráfico y la logís­
tica. D onde desem peñan papel destacado estaciones, vías de m aniobras,
enlaces ferroviarios, planes de circulación p o r vías secundarias, horarios,
rotulación de vagones, tarifas de carga y capacidades de transporte. De esa
historia form an parte a igual título que la llegada a la ram pa de Birkenau
im ágenes de la Gare d ’Austerlitz, H anau, la calle Warschau-Stawki, los
andenes de Zyrardov y Pabianice con paquetes de maletas, m ontañas de
maletas. El lenguaje del genocidio se p resen ta eufem ísticam ente com o
lenguaje de especialistas del transporte: «transporte húngaro», «trans­
porte rum ano», «transporte griego». Raúl H ilberg se dedicó a estudiar esas
cuestiones técnicas y organizativas elem entales, alcanzando así en la inves­
tigación com o en la exposición de resultados un grado de concreción que
sólo se lograría más tarde con la exigencia de «spacing the Holocaust», esto
es, de una representación espacial concreta del asesinato de los ju d ío s452.
«Para llevar a cabo un transporte se necesitaba antes de nada una locom o­
tora y vagones. ¿De qué m anera se distribuían? Es sabido que desde 1941
los vagones de pasajeros estaban reservados al personal de vigilancia; vago­
nes de m ercancías con p u erta eran su ficien tem en te b u enos p ara los
deportados. A m ediados de 1942 los Ferrocarriles Im periales [Reichsbahn]
contaban con unos 850.000 vagones de carga de todo tipo, y disponían a
diario de un prom edio de 130.000 vagones vacíos.» Con un tráfico diario
de más de 20.000 trenes, un déficit del 10 p o r ciento no era tan sensible.
«Transportaban tropas y productos industriales, soldados de perm iso y via­
jeros de vacaciones, trabajadores extranjeros y judíos. A veces las Fuerzas
de Defensa o algún otro “contratista” reservaban p o r anticipado el trans­
porte disponible, pero el de judíos se efectuaba siem pre que se ofrecía la
posibilidad de com poner un convoy donde fuera y cuando fuera. Tam bién

441
eran asunto urgente.» Para acordar la en tra d a en servicio de los trenes
especiales se celebraron reuniones a fin de confeccionar «planes de des­
viación de tráfico» en que se en u m eraro n todos los trenes p o r clase,
núm ero, estación de salida y de destino453. Los ferroviarios estaban infor­
m ados de cu ándo, hacia d ó n d e y desde d ó n d e estaba circulando cada
«convoy excepcional». En ocasiones se vieron en u n brete, sobre todo
cuando se requirió el «material rodante» para la cam paña contra la URSS.
La falta de personal se hacía notar. A fin de ah o rrar locom otoras y reducir
el n ú m ero total de transportes se alargaban los trenes y se agotaba la capa­
cidad de carga de los vagones. Esas m edidas de ahorro significaban en el
caso de los trenes especiales de judíos que la norm a de 1.000 deportados
p o r tren podía forzarse hasta 2.000, y hasta 5.000 en trayectos cortos (en el
in te rio r de P olonia). Se p u ed e co n jetu rar que tocaba más o m enos a
cuarto de m etro cuadrado por persona. «Debido al m ucho peso dism inuía
la velocidad. La velocidad punta de m ercancías estaba en unos 65 k m /h , la
de los trenes de judíos en unos 50. Además estaban los desvíos para evitar
em botellam ientos. N aturalm ente no había necesidad de transportar a los
ju d ío s a toda prisa a su destino, puesto que no iban a incorporarse a nada
sino a m orir. El itinerario nos indica el tiem po em pleado para salvar la dis­
tancia en tre Byalystok y Auschwitz: ¡23 horas!»454. Un tren de Düsseldorf a
Riga necesitaba hasta tres días. Y los transportes de tropas tenían preferen­
cia, lo que aún alargaba el tiem po de viaje de los judíos. En los vagones
sellados las conducciones de agua no eran suficientes a m enudo para tan
largos trayectos, y ninguna im agen ha quedado grabada en testigos alema­
nes tan im borrablem ente com o la de las m adres que en las paradas alza­
ban a sus hijos m arcados ya p o r la sed. Los ju d ío s estaban som etidos en
verano a un h ed o r asfixiante, en invierno a tem peraturas gélidas»455. Con­
gestión en las vías principales y bloqueo de algunos tram os eran problemas
perm anentes. Los «trenes especiales» form aban parte de la vida cotidiana
de los Ferrocarriles Imperiales. Los transportes de ju d ío s no estaban some­
tidos a ningún secreto especial, figuraban con la anotación «sólo para uso
del servicio». Los cam pos de exterm inio q uedaban «en el Este», cierto,
pero no tan lejos com o a m enudo se sugiere. D iariam ente recorrían el tra­
yecto de Varsovia a Malkinia-Treblinka entre 40 y 48 trenes. Soldados cuyos
trenes hacían parada, p o r ejem plo, en Sieldce, p u d iero n sacar fotos de
tran sp o rtes de ju d ío s456. O tro tanto vale de Auschwitz. «Auschwitz se
encontraba en u n a arteria de transporte principal. El tendido en la esta­

442
ción de Auschwitz contaba 44 raíles en 3,2 kilómetros de longitud aproxi­
m adam ente. Cualquiera que hubiera de pasar p o r allí, incluidos los depor­
tados, podía leer el gran cartel de la estación: Auschwitz. A unos dos kiló­
m etros y m edio se hallaba la cochera de B irkenau, la estación final. Un
ferroviario (de n om bre Hilse) que había sido trasladado a esa estación
reconocía que su puesto de trabajo estaba “allí en m edio”, en el centro del
cam po. A am bos lados de los raíles se h ab ían levantado alam bradas y
torres de vigilancia. Desde el tren en m archa se podían ver las chim eneas,
de no ch e se distinguían desde unos veinte kilóm etros escasos. B arthel-
máss, otro ferroviario, declaraba que eso era señal de la quem a “pública”
de los cuerpos. Vivía en la com arca y afirm aba que sus ventanas estaban
cubiertas de una película azulada y llena su casa de un olor dulzón. Tras
descargar deportados los trenes volvían de nuevo a la estación para desin­
fección »457.
La estación término de todos los trenes de Europa con destino a Ausch­
witz está recogida con toda precisión en las imágenes aéreas tomadas por
aviones aliados. «El 4 de abril de 1940 Auschwitz fue fotografiado por vez
primera por un avión aliado. Siguieron otras fotografías en junio, julio,
agosto y septiembre. La imagen tomada el 25 de agosto de 1944 desde 9.100
metros de altitud (tabla 60.a de vuelos de reconocimiento, vuelo en territo­
rio enemigo nr. 694, imagen 3.185; National Archives, Washington, Record
Group 373), muestra arriba a la derecha el campo de Birkenau. En la
esquina superior se aprecian dos cámaras de gas fronteras. Entre ellas ter­
minan unos raíles, y directamente debajo, en el centro del campo, se
encuentra en la perpendicular un tren especial recién llegado...»458. En
uno de esos trenes había llegado a Auschwitz-Birkenau Primo Levi, dete­
nido el 13 de diciembre de 1943 por la milicia fascista. Describe su viaje por
Centroeuropa que comienza en el Capri italiano y termina en la muerte,
en Birkenau: «Eran doce vagones, y nosotros seiscientos cincuenta; mi
vagón no cogía más que cuarenta y cinco, pero era de los pequeños. Así es
que ahora teníamos ante nuestros ojos y bajo nuestros pies uno de esos
malfamados transportes alemanes que no regresaban y de los que tan a
menudo habíamos oído hablar, asustados y siempre un poco incrédulos.
Todo coincidía hasta en los menores detalles: vagones de mercancías
cerrados por fuera, y dentro hombres, mujeres y niños, apretujados sin
piedad como género barato, de viaje a la nada, de descenso a las profundi­
dades. Esta vez dentro estamos nosotros... El tren iba despacio, y había

443
paradas largas y agotadoras. Por las rendijas vimos los despeñaderos altos y
pálidos del Adigio, y fugaces los úldm os nom bres italianos de ciudades al
pasar. A las doce del segundo día pasamos el B reñero, y todos se levanta­
ron, p ero nadie dijo nada. Por los tragaluces pasaron nom bres conocidos y
desconocidos de ciudades austríacas, Salzburgo, y Viena, luego nom bres
checos, finalm ente polacos. Por la tarde del cuarto día em pezó a notarse el
frío. El tren viajaba a través de oscuros bosques interm inables de abetos, se
notaba que subíamos. H abía nieve alta. T enía que ser una vía secundaria,
pues las estaciones eran pequeñas y casi abandonadas. D urante las paradas
ya nadie intentaba com unicarse con el m undo exterior: nos sentíam os “del
otro lado”. H ubo una larga parada en cam po abierto, luego seguimos con
extrem a lentitud, y p o r fin el transporte se paró definitivam ente en lo pro­
fu n d o de la noche, en m edio de un llano oscuro y silencioso. A am bos
lados del tendido se alcanzaba a ver luces blancas y rojas en fila; pero no se
percibía nad a del inconfundible rum or p erm an en te que anuncia desde
lejos ciudades habitadas. Entonces, cuando se habían apagado el traque­
teo de las ruedas y todo sonido hum ano, esperam os que pasara algo al
m ísero resplandor de la últim a vela. A mi lado, apretujada com o yo entre
cuerpo y cuerpo, había estado todo el viaje u n a m ujer. Nos conocíam os
desde hacía m uchos años, y la desdicha nos había alcanzado a la vez, pero
sabíamos poco uno de otro. Entonces, en las horas decisivas, nos dijimos
cosas que los vivos no se dicen. Nos despedim os, fue muy breve; cada uno
nos despedíam os en el otro de la vida. Ya no teníam os miedo.
»De golpe todo se desató. A rrastraron las puertas con un chirrido, la
oscuridad retum baba otra vez de órdenes extrañas, ese bárbaro ladrido de
alem anes m andando que parece descargar un rencor de siglos. Ante noso­
tros reconocim os un andén ilum inado p o r reflectores. A poca distancia
u n a fila de cam iones. Luego o tra vez silencio: h u b o que bajar con los
paquetes y dejarlos a lo largo del tren. En u n instante la estación se llenó
de som bras trajinando de acá para allá. Aun así teníam os m iedo de rom ­
p er ese silencio; todos hacían que se ocupaban del equipaje, se buscaban,
se llam aban, pero sólo susurrando y a m edia voz... en m enos de diez m inu­
tos todos los varones aptos para trabajar estábamos ju n to s en un grupo. De
qué pasó con los demás, mujeres, niños, viejos, ni entonces ni luego pudi­
mos enterarnos: la noche se los tragó, así de simple. Pero hoy sabemos que
en aquella selección rápida y sum aria se ju zg ó a cada u n o de nosotros
según fuera apto o no para trabajar en provecho del Im perio; sabemos que

444
sólo se sum inistró a los campos de Monovitz-Buna y Birkenau 96 varones y
29 m ujeres de nuestro transporte, y que de los demás, que pasaban de qui­
nientos, no quedaba ninguno con vida dos días después. Tam bién sabe­
mos que esa distinción superficial entre aptos e inútiles no siem pre seguía
el procedim iento, y que más adelante se aplicaba a m enudo el sistema más
simple, abrir sin previo aviso ni indicación alguna a los recién llegados las
puertas del vagón p o r ambos lados. Al cam po iban aquellos a quienes el
azar hacía bajar p o r uno de los lados; los otros, al gas»159. C uarenta años
después, el topógrafo visual de la «Shoá», Claude Lanzm ann, entrevistaba a
o tro superviviente de Auschwitz que hab ía trabajado en la ram pa. «La
ram pa era la estación térm ino de los trenes que llegaban a Auschwitz. Lle­
gaban día y noche, a veces uno en todo el día, a veces cinco desde todos los
puntos cardinales. Yo trabajé allí desde el 18 de agosto de 1942 al 7 de ju lio
de 1943. Los trenes se sucedían unos a otros interm inablem ente. Desde mi
puesto en la ram pa habré visto doscientos seguro. Al final se convertía en
rutina. Interm inablem ente llegaba la gente de todas partes al mismo lugar,
y todos sin conocer el destino del transporte anterior...»160. Los lugares tie­
nen un derecho de veto. No todo puede ser dicho, ni aun callado. Ausch­
witz no es m etáfora, ni siquiera sím bolo de algo. La puerta de Birkenau es
el lugar en que ocurrió lo inconcebible, en m itad de Europa.

445
F lech as: ca m b io d e lu g a r,
im a g en d e m o v im ie n to

La im agen cartográfica de la época de la G uerra M undial, en particular


de los flujos de población por ella desatados, es siem pre la misma, pues se
trata de movimiento, movimiento forzado. P redom inan las flechas intrin­
cadas con puntos de partida en regiones de procedencia y puntas dirigidas
a países de destino y asilo461. R ecuerdan m ucho a m apas m ilitares en que
asimismo todo es dinám ico y a gran escala. Esa afinidad externa no es azar.
L uchar y h u ir son la form a más dram ática y dinám ica de m ovim iento ace­
lerado. Los m apas que figuran los antiguos im perios son inmóviles, estáti­
cos, descansan en sí mismos, com o orgullosos de exponer a todo el m undo
lo conseguido. Las im ágenes cartográficas de la época de la guerra son
dinám icas. Aquéllas figuran lo inam ovible y estatuario de las dinastías;
éstas, el triunfo de la aceleración. Aquéllas aún se dan tiem po, éstas se han
dibujado ya en tre las sombras de la guerra relám pago.
Se ha llam ado «siglo de los fugitivos» al siglo XX. En su prim era m itad
fu ero n en tre 60 y 80 millones de seres hum anos, sólo en Europa, los que
tuvieron que dejar su lugar de form a pasajera o para siem pre. La mayoría,
entre 1938 y 1948, y en aquella parte de E uropa que había estado en el ojo
del huracán du ran te la época de guerra: E uropa central y oriental. Eugene
M. Kulischer llamó a esos procesos un continente en m ovimiento, Europe
on theMove, en su libro sobre movimientos de población162. O chenta millo­
nes: eso significa que apenas hubo familia en esa generación y esa región
que se lib rara de pasar p o r el desarraigo violento o de que le tocara
siquiera in d irectam en te. De pasar p o r algo que casi siem pre giraba en
torno a escapar y sobrevivir, millones de veces repetido, y cada vez nuevo,
y de m anera nueva. Millones y millones de vidas rotas, y reanudadas en el
m ejor de los casos.
En el centro del recuerdo de esos sucesos se alza el cambio de lugar por
la fuerza. Para el que siem pre ha habido m uchos nom bres, aunque el siglo
XX fu era p articu larm ente rico en variaciones e ingenioso al desarrollar
nuevos procedim ientos. Cambio de lugar p o r la fuerza puede ser emigra-

446
rmm

Flujos de fugitivos en Europa entre 1944 y 1948.

«En su p rim era m itad [siglo xx] fu ero n e n tre 60 y 80


m illones de seres hum anos, sólo en E u ro p a, los que
tuvieron que d ejar su lugar de form a p asajera o para
siem pre.»
ción, huida, destierro, reasentam iento, desalojo y asentam iento, evacua­
ción, traslado, expulsión, transferencia de población, intercam bio de
población, red istribución de población, desplazam iento de población,
reim plantación de poblaciones. El siglo XX ha producido un vocabulario
propio para el extrañam iento violento. U na y otra vez todo gira en torno a
apartar, h acer sitio, desalojar, desplazar, despejar, transportar, deportar.
La organización del desplazam iento forzado ha producido en el siglo XX
organizaciones e instituciones especializadas que se re p arten el trabajo
para m aterializar con la máxima eficacia algo en que tiempos pasados no
podían soñar siquiera: trasplantar grupos hum anos y pueblos enteros. Hay
así com isiones de reasentam iento, inform es de rep atriació n y expatria­
ción, oficinas de recursos para población alem ana y circulante. En pocas
palabras: especialistas en limpieza, depuración y deportación. En tareas
tan grandiosas no caben pánico ni caos. Algo así sólo es hacedero con la
m áxima disciplina. Todo tiene que discurrir p o r los conductos reglam en­
tarios. De ahí que haya no sólo gremios de expertos sino toda clase de con­
ducciones controladas de seres hum anos: campos, campos de expulsión,
de in ternam iento, de reclusión, de selección, de tránsito, de concentra­
ción, y cuando hay que cerrar la últim a salida, de aniquilación. Hay un
guión de eficacia com probada, un plan, un procedim iento acreditado en
m illones de casos: del que form an parte desinfección y desparasitación al
igual que cuestionarios y recopilación de datos estadísticos. El verdadero
sím bolo del siglo de los fugitivos es el vagón de ganado en que puede
transportarse a seres hum anos apiñados com o reses durante largos trayec­
tos. Robustos e insensibles containers, contenedores de hum anos, cuantos
más mejor, que ya no son sino núm ero. Ellos contienen y sostienen juntos
a seres h u m an o s que se d e rru m b arían de debilidad. Los vagones de
ganado prestan servicio siem pre igual de bien, con calor ardiente o frío
siberiano. Cada com pañía ferroviaria nacional tiene su tipo específico en
servicio, pero en u n a Europa de deportaciones p o r encim a de cualquier
frontera eso no es problem a destacable. El m aterial rodante se integra a
escala europea y se coordina en planes continentales de circulación secun­
daria. El vagón de ganado es el vehículo paradigm ático de la era de las
deportaciones en masa, y con todo, sólo un tipo entre m uchos. El camino
de la em igración puede em pezar en un exprés totalm ente corriente desde
la estación de Berlín-Anhalt. Muchos judíos holandeses viajaron «hacia el
Este» en vagones pullman. Tam bién eran trenes com pletam ente normales

448
aquellos en que la población de las provincias alem anas orientales huía
hacia el O este an te la llegada del E jército Rojo, hasta que en algún
m om ento ya no seguía porque los raíles habían sido bom bardeados, los
puentes volados y las estaciones destruidas. Entonces se seguía adelante en
la plataform a de un camión, de un carro o a pie, con la carretilla o el carre­
tón. En épocas de g u erra técnica total vuelve p o r sus fueros un tópico
ancestral de arcaicas épocas heroicas: el éxodo. Paradigm áticas son asi­
mismo las im ágenes de barcos que p arten p o r últim a vez. Novorossisk y
O desa en 1920, cu an d o los rusos blancos d erro tad o s en la g u erra civil
huyen a C onstantinopla"53; Esm irna en 1922, cuando los griegos de Asia
M enor tratan de salvarse en los barcos de la ciudad en llamas y la inm i­
nente llegada del ejército turco; a partir de 1933, cuando barcos de perse­
guidos p or H itler aún podían zarpar desde Trieste y Marsella hacia Pales­
tina y Suez, o desde Lisboa hacia América; en 1939, cuando los alem anes
del Báltico fueron devueltos «al hogar del Im perio», com o una vez más, la
última, en 1945: cuando el WiUielm Gustloff zarpó de noche desde Gdingen
con casi 6.000 fugitivos a bordo, o el Ancona, con prisioneros de los campos
de concentración a bordo. Siem pre las mismas im ágenes: barcos que se
hunden hasta p or encim a de la línea de flotación p o r el peso de su carga­
m ento hum ano, pesados y casi imposibles de m aniobrar.
T odo tran sp o rte com ienza y acaba a pie. Esos ju d ío s berlineses que
escoltados p o r masas m ironas desfilan hacia la estación de tren de Grune-
wald; esas masas en fuga hacia el Oeste desde el Este alemán, arrolladas por
tanques y acribilladas por cazas en vuelo rasante; las interm inables colum ­
nas de prisioneros de guerra soviéticos sentenciados a m orir de ham bre, y
esa línea negra que los miembros del VII Ejército, que había capitulado en
Stalingrado, dibujan en la nieve camino del cautiverio; los cortejos de millo­
nes de displaced persons que liberados de campos alem anes regresan a sus
lugares a pie, en tren o en cualquier otro vehículo. En la época de la guerra
Europa está en el camino, de camino, en movimiento. Todo un continente
em igrante. El cam bio com o estado. C orrientes hum anas en form ación
armada o de paisano, un decenio entero en movimiento""'.
Europa ha alm acenado, elaborado y expuesto su conocim iento al res­
pecto de m uchas m aneras. En el relato fam iliar que pasa a la siguiente
generación, en diarios, narraciones, literatura, archivos y estudios históri­
cos. Esa experiencia ha cuajado en ciudades y paisajes m arcados p o r ella.
Hay conocim iento y conciencia histórica de ella. Y hay mapas.

449
Com o toda im agen cartográfica, las de fugas y expulsiones son abstrac­
ciones, estilizaciones que tienen que dejar m ucho de lado a sabiendas para
p o d er ser suficientem ente expresivos. Pero precisam ente esa abstracción
de lo sucedido, irrem ediable y fu n d a m e n talm e n te inabarcable de una
m irada, es la más adecuada al dram a, la que se encarga de que nos refu­
giem os en m apas cuando nos asom am os a lo ocu rrid o en ese decenio.
T am bién aquí vale que una im agen dice más que mil palabras. U n escena­
rio de sim ultaneidad o al m enos de una vertiginosa sucesión. D onde avan­
ces de unos condicionan huidas de otros. Los frentes em pujan ante sí fugi­
tivos com o oleadas. El vocabulario naturalista, m area, oleada, conm oción,
no surge p o rq u e sí; quiere transm itir algo de esas sacudidas tectónicas.
T odo un continente se com porta conform e a la ley de los vasos com uni­
cantes. U na región es vaciada, y otra se llena hasta los bordes. Así sucede
que en p len a g u erra surjan poblaciones m illonarias d o n d e sólo había
hasta entonces ciudades grandes: auténticas m etrópolis de fugitivos. Así
sucede que ciudades ayer aún repletas de vida se vuelvan de la noche a la
m añ an a ciudades m uertas, de m uertos. Q ue estaciones de provincias se
conviertan en puntos de enlace para poblaciones de regiones enteras. En
pleno campo, a lo largo del tendido ferroviario, se form an vivacs, camps,
ciudades de tiendas de cam paña y carros, instant cities de la época de la
G uerra Mundial.
C uando masas tan descom unales de seres hum anos se desplazan en
una fracción de segundo histórico tienen que haber intervenido fuerzas
descomunales. Las flechas son símbolo del displacement. En ellas se esconde
algo de la rabia necesaria para desplazar grupos hum anos. Se precisa una
descom unal violencia para vencer la inercia de la vida, sacudir las rutinas y
p o n e r en m ovim iento a seres hum anos. De ah í que desde siem pre sea
decisiva la conm oción, la situación repentina que aprovecha el m om ento
de sorpresa. Largas explicaciones sólo sirven para com plicar las cosas y
echarlas a p erd er. No se p u ed e dejar a las víctimas más de m edia hora
com o m áxim o para ser deportados, de lo co n trario dan en p en sar qué
hacer para oponerse; no debe concedérseles más de veinte m inutos para
em paquetar cuatro cosas y u n recuerdo. La acción relám pago, la puerta
abajo, el proyector cegador y el ladrido agresivo son condiciones ideales
de irrupción para vencer el com ponente de inercia. Q uien ha creado una
situación de terror, de pánico, de sálvese quien pueda, ya tiene todo m edio
ganado. De ahí que sea tan decisiva la ostentosa intervención violenta para

450
m ostrar que el p o d er no retrocede ante nada. La crueldad, algún acto ini­
m aginable de violencia y crueldad, es fundam ental para p o n er en escena
el p o d er de expulsar y desplazar. Es p arte del m étodo que garantiza el
éxito. Sin el terro r que corre p o r la m édula nadie abandona voluntaria­
m ente su m undo de siem pre165. Los especialistas en desalojos siem pre han
de serlo a la vez en desarraigos. Q uien no en d en d a de esto no hará carrera
en esa im portante especialidad profesional del siglo XX.
Pero eso no es todo. Un desplazam iento violento de grandes grupos
hum anos p resupone m uchos requisitos cum plidos, y sus consecuencias
han de estar previstas. Es probable que los únicos que alcanzan a ver el
conjunto y tenerlo «bien cogido» sean quienes lo ejecutan. Los deportados
sólo alcanzan a ver el entorno inm ediato, y a veces ni eso, si se es m iope o
se usan gafas: la casa de la que se les saca, la ciudad de la que se les expulsa,
el cam po helado en el que pasan días depositados en el vagón, los paisajes
y el clim a que van cam biando con el viaje y p erm iten in ferir d ó n d e se
encuentra uno. La visión de conjunto de lo que sucede la denen los que
d eportan, los expertos en población y despoblación, los especialistas en
reasentam ientos, los logísticos de la expulsión. Ellos son quienes organi­
zan intelectualm ente la disolución de la antigua situación y la instauración
de la nueva, y cada m ovimiento que lleva de aquélla a ésta. Q uien quiera
en ten d e r el m ovim iento, la energía y la rabia que simbolizan las flechas
tíene que colocarse p o r un instante en la posición del agente, la única que
hace posible un a visión de conjunto.
El camino lleva desde el espacio que los grandes im perios dejaron tras
de sí al espacio de la posguerra, depurado p o r guerra, genocidio, reasen­
tam ientos y expulsiones. Aquél es heterogéneo, fragm entario, m ulticolor y
m oteado com o piel de tigre, éste alineado, racionalizado, hom ogéneo,
m onocrom o, en el m ejor de los casos blanco y negro. Las flechas que sim­
bolizan el m ovim iento del gran desarraigo llevan de un espacio al otro.
Q uien quiera en ten d er qué ha sucedido tiene que leer miles de biografías
y yuxtaponer o su p erponer mapas, los que figuran uno y otro espacio. Las
flechas figuran la disolución de la vieja E uropa y la form ación de la nueva.
Tras cada un a hay un m undo de angustia, odio y envidia, hostilidad y dis­
posición a la violencia.
Los especialistas en tal «concentración parcelaria» de E uropa estaban
al tanto de la estratificación étnica, cultural, lingüística y confesional extra­
ordinariam ente com pleja y com plicada de Europa. El tapete de retales con

451
que los antiguos im perios se apañaban de alguna m anera era para ellos
u n a espina clavada. D onde los antiguos im perios no hacían diferencias
p o r cuesdón de pertenencia a uno u otro pueblo, porque aun así se tra­
taba p o r igual de súbditos del em perador, rey o sultán, los etnonacionalis-
tas em pezaron a clasificar de nueva m anera a los seres hum anos, y a dis­
c e rn ir líneas étnicas a lo largo y an cho del Im perio. Desde una
determ inada perspectíva se volvió im portante de golpe, hasta ser cuestión
de vida o m uerte, qué creencia se profesaba, qué lengua se hablaba y a qué
pueblo se pertenecía406. Los mapas de pueblos, lenguas y confesiones del
Im perio ruso, la m onarquía danubiana y el Im perio otom ano, tan muid-
colores com o los desfiles de estam entos y pueblos en el centenario de la
casa im perial o el cum pleaños de la em peratriz, se les hacían provocación
y rareza irritante; y una oportunidad de fom entar la correspondiente cues­
tión nacional pendiente. Sólo se precisaba el m om ento propicio y la oca­
sión acertada. La Gran G uerra de 1914 a 1918 se convirtió en catalizador de
la descom posición del tapiz entero. Más de treinta años fueron necesarios
para llevar a cabo el trabajo de la «nueva ordenación» de Europa. De la
Gran G uerra había surgido un panoram a en el que más de u n a docena de
pueblos habían conseguido finalm ente Estado propio, pero otros tantos se
en co n trab an ah o ra allende las fronteras de su Estado y excluidos de él.
Una E uropa de m inorías, de expectativas y pretensiones incum plidas, de
tensiones irresueltas, agravios añadidos y cuentas p o r saldar, irredentism os
y revanchismos. Maravilloso cam po de m aniobras para cuantos se propo­
nían atizar conflictos porque el conflicto daba im pulso a su m ovimiento y
se había convertido así en su más im portante fuerza im pulsora y la más
im portante fuente de su propia im portancia y significación. Q uien enten­
día algo de m inorías, pueblos y conflictos y sabía cóm o aprovecharlo podía
ten er en vilo al en tero escenario europeo, quizás hasta trastornarlo por
entero. Los Estados surgidos de im perios m ultinacionales son nom inal­
m ente nacionales, en la práctica sociedades mezcladas de m uchos pueblos
en el trazado de cuyas fronteras rara vez y sólo en parte coinciden etnia,
lengua y nación titular. Ese es el campo de operaciones para ideas de rea­
justes, correcciones, depuraciones y concentraciones a lo grande, prim ero
en la fantasía y luego en la práctica. Por doquier u n hervidero de luchas y
choques étnicos. Por doquier «operaciones quirúrgicas» e intervenciones
resueltas que deben atacar el mal «de raíz». Así, m ucho antes de que fuera
caso real y no ensayo ya se establecen estadísticas precisas y se cartografían

452
las poblaciones. Se sabe dónde viven polacos, judíos, arm enios, gitanos y
alemanes, y en qué proporciones específicas. Están en ello comisiones de
expertos de todo tipo, sobre todo científicos de la naturaleza de la propa­
gación de la especie, jóvenes y entusiastas de la nueva era: investigadores
de poblaciones y de islas lingüísdcas, historiadores, antropólogos, estadís­
ticos, economistas y expertos en dem ografía. Todos trabajan en el m apa
de Europa justo en el m om ento en que está a punto de desaparecer. Aco­
tan los campos mezclados y dan porcentajes. Perfilan la «fragm entación de
poblaciones», las zonas de «población p u ra y extranjerizada». En m anos
de los especialistas en reasentam ientos se convertirán en armas mortíferas.
Dibujan E uropa con toda su riqueza poco antes de su caída. Ahí figuran
ciudades en que las poblaciones consisten casi exclusivamente en m inorías
y la simple idea de mayoría de un solo grupo sería absurda. No pasará un
d ecenio y u n a tras o tra serán «apartadas», «alejadas», «desplazadas»,
«segregadas», «extirpadas del cuerpo de la ciudad». Ser políglota es en ese
m apa de la vieja E uropa condición de supervivencia, no m enos para el
ama de casa que para el em pleado de banca. Pero un decenio después ape­
nas queda nada de todo eso, y de las m etrópolis políglotas de la Centroeu-
ropa oriental habrán desaparecido lenguajes que se habían oído y hablado
allí du ran te generaciones. Hasta entonces cada quien había vivido en su
m undo, sabedor sin em bargo de que había otro totalm ente distinto quizás
a una calle de allí. Tam bién eso tocará a su fin poco más tarde, cuando las
sinagogas sean en tregadas a las llam as o reutilizadas com o alm acenes.
Hasta entonces cada quien había alabado a su dios, sabedor sin em bargo
de que podía honrarse tam bién a otro. Antes de ser borrada por los radi­
calismos, E uropa había vivido perfectam ente con un relativismo que no
era credo teórico sino hábito de vida.
Eso cambia en un tiem po brevísimo. Cada nuevo conflicto, cada nuevo
mazado de fronteras, cada nueva transferencia de población es un tirón a
la piel de leopardo, le arranca un trozo, se lleva una hebra y un color. El
tapete se deshace, la tram a insuperablem ente tupida se aclara. A expertos
en población, historiadores, lingüistas y cartógrafos les siguen los ejecuti­
vos que tom an en sus m anos desenredar la m araña, enérgicos gerentes,
resueltos hom bres prácticos y agentes convencidos de lo que hacen, capa­
ces de mover m ontañas. E ntran en acción inm ediatam ente tras la línea del
fren te y despejan el cam po en la retaguardia, están sobre el terren o
cuando hay que em p render «evacuaciones» a lo grande. O peran a escala

453
europea, tienen sus sedes en Berlín, Tiergartenstrasse 4 o Prinz-Albrecht-
Palais, en la central de em igración de Viena o en la oficina de poblaciones
en Posen y Litzm annstadt, o en una villa ju n to al W annsee. E ntran y salen
en las oficinas centrales de los ferrocarriles im periales y la banca imperial.
C oordinan los movimientos en una E uropa sin fronteras porque todo está
som etido hasta el Volga467. Más tarde, cuando el m undo entero reconoce al
reasentam iento de poblaciones como panacea universal de los males de la
vieja Europa, es decir, en la conferencia de Postdam , serán otros quienes
se encarguen del negocio de la concentración parcelaria etnográfica: cada
quien aprovecha la ocasión para d ar solución «final» a complejas y compli­
cadas relaciones. En un m undo fuera de quicio se liquidan restos y se lle­
van a cabo inevitables reajustes para te n e r tranquilidad de u n a vez por
todas. Tal sucede en casi todas las ciudades y en tre todas las ciudades, cada
u n a se desprende de grupos y se los pasa a otro. Ello sucede a través de
miles de m ovimientos pendulares, conform e a itinerarios exactos, con cap-
cidades y contingentes calculados con exactitud, hasta que el últim o ha
sido despachado. Así se trasladan y recom ponen paisajes hum anos ente­
ros. De la piel de leopardo y el patchwork de los antiguos im perios ha sur­
gido «el m undo de después», con la G uerra M undial por catalizador.
Pero no hay desenredo que no traiga enredos nuevos. Unmixing Europe
es siem pre a la vez remixing Europe. Así surgen p o r doquier Estados nuevos,
territorios fronterizos nuevos, sociedades y com unidades nuevas y en su
mayoría de com posición com pletam ente distinta a la que había «antes».
Se p uede llam ar a eso socialización de los desarraigados, o en todo caso
nacim iento del o rd en de posguerra de la mezcla de locales y extranjeros.
Aquí se re ú n en p érdida y ganancia de hogar, local y extranjero, y estable­
cen nuevos lazos. En algún m om ento el m ovim iento se detiene, sigue un
p eríodo de consolidación y asentam iento en el nuevo suelo. Es la paz que
h a seguido a la guerra, la estabilidad surgida del movimiento de flujo, el
lu g ar fu n d a d o en el desarraigo. Hay m om entos en que E u ro p a se da
cuenta de eso.

454
Europa m edid a de nuevo

Muchos creen que Europa sigue un plan de realización, un plan estra­


tégico de unificación que finalm ente p o d rá cum plirse. N ada de eso, o
poco. La U nión E uropea es algo que sobrevino a los europeos en 1989.
Algo que resultó inesperado. Ni siquiera estaba prevista, aunque siem pre
so lem nem ente proclam ada. Le sobrevino a E uropa com o los aconteci­
mientos del 11 de septiem bre de 2001, a cuya som bra vivimos en adelante.
Puede qu e algunos se figuren c o n tro la r el p ro ced im ien to llam ado
«ampliación oriental de la UE»: cóm oda y tranquilizadora ilusión, y auto-
engaño. Como en todo gran proceso y suceso histórico se trata de procesos
casi naturales, salvajes, a semejanza de procesos tectónicos, en que los pre­
suntos actores son antes movidos que m otores, antes improvisadores que
estrategas. D onde nada ayuda la historia, p o r m ucho que queram os apelar
a sus «enseñanzas» de algún tipo. Estas no son sino semejanzas, analogías
que p u ed en invocarse con toda com odidad pero que en verdad sólo indu­
cen a erro r. E uropa no es un proyecto pedagógico, ni de reeducación,
donde u n a parte h a de m ostrar a la otra qué tiene pendiente y aún p o r
aprender. En este caso no hay m aestro ni alum no. Nadie necesita ni asig­
naturas ni revoluciones pendientes, cada quien tiene sus propios proble­
mas y su revolución propia. Sería buen consejo oírlo una vez y luego seguir
m irando p o r otros lados.

Corrientes defuga. La Europa nueva es un nuevo contexto de vida y expe­


riencia. Proclam ar teorías y program as es cosa de un m om ento, las expe­
riencias llevan tiempo, su tiempo. La nueva formación de Europa no se hace
de u n plum azo, ni a la de tres. No adm ite decretarse. La E uropa nueva
crece, o no, según. Tam bién puede descom ponerse de nuevo. No sería la
prim era vez.
Es cosa n otable qué despacio se pro p ag a la im agen de que todo ha
cam biado, de que E uropa se h a convertido en algo totalm ente distinto.
Aún no se ha corrido la voz de que Berlín está a u n a hora escasa en tren de

455
la fro n tera polaca. Entretanto, el núm ero de quienes han estado en Praga,
Varsovia o Cracovia ha aum entado, pero aún se sigue oyendo una nota de
asom bro en exclamaciones com o «Cracovia es u n a ciudad com pletam ente
europea» o «No me podía im aginar qué bonito es Praga, o Budapest». La
vecindad inm ediata sigue estando más lejos que España o Grecia, o que las
playas de Djerba, y en lo rem oto está uno más en casa que en unas cerca­
nías digamos de Karlsbad o Breslau, que se han hecho tan ajenas. El radio
de las exploraciones se amplía, pero los procesos de 1989 no han tenido
ningún «tirón» en la Europa occidental.
En la o rien tal fue muy distinto. P oblaciones enteras se echaron al
m undo. Ju n to a periódicos, libros y automóviles, las oficinas de viajes se
convirtieron en el negocio más floreciente, y millones, m uchos millones se
lom aron la libertad de salir a echar un vistazo p o r el m undo, com o shop-
ping-tourists, turistas culturales o en busca de trabajo. Más que cualquier
lectura o estudio, la visión directa ha am pliado el cam po de visión a em pu­
jo n es, a saltos. La europeización del h o rizo n te ha tenido lugar de una
m an era com p letam ente elem ental y banal. Parece com o si sociedades
enteras en quiebra se hubiesen echado al m undo com o todo el m undo
p o r los caminos más ingeniosos. Para volver luego a casa ricas en muchos
aspectos, pero pobres en ilusiones, esto es, escarm entadas. Nada com para­
ble se dio en la E uropa occidental, que siguió com o solía circulando por
sus caminos trillados. No hubo ningún go East occidental com parable al go
West oriental. La Europa del Oeste se quedó sentada, en su sitio, en casa.
La E uropa del Este, es obvio, tenía mejores razones para echarse al camino
y m irar alrededor. Así, la am pliación del Este hacia el O este tuvo lugar
inm ediatam ente después de 1989, incluso antes en algunos casos, com o el
de los globetrotterpolacos de los años setenta y ochenta. Las rutas del com er­
cio al p o r m en o r p o r las que se m ovieron com o horm igas generaciones
enteras de hom bres y sobre todo mujeres son los rastros p o r donde avanzó
y se puso en m ovim iento la E uropa nueva. El tren del contrabando entre
Varsovia y Berlín, los vuelos desde ciudades de la antigua Unión Soviética
a Estambul o Abu Dabi, la tupida red de autobuses que une con Centroeu-
ro p a y E u ro p a o riental a casi todas las ciudades de E uropa occidental,
Escandinavia y las Islas Británicas, el tráfico pendular entre m etrópolis y
provincias europeas de las que vienen las fuerzas de trabajo -d e los Cárpa­
tos de Ucrania y Galitzia a Praga o B rünn o Varsovia, de la Rusia Blanca a
Moscú, Varsovia o Vilna, de Riga, Posen o Kaliningrado a Berlín y C open­

456
hague, de Moldavia a Zurich y M unich- significan que en diez años se ha
formado una tupida y sólida red de em igración europea, u n vaivén y unas
nuevas communities étnicas de considerable fuerza. Las econom ías de la
mayoría de ciudades grandes no funcionarían hace m ucho sin esa em igra­
ción. El boom de la construcción y la rápida transform ación de los centros
urbanos de la E uropa oriental y C entroeuropa oriental no habrían sido
posibles sin ese aflujo de man-power, de fuerza de trabajo barata y cualifi­
cada468.
La p ro d u cció n del espacio eu ro p eo nuevo, espacio de em igración,
m ercado de trabajo, tráfico, com ercio, com unicación y transferencia de
ideas, había arrancado nada más caer el m uro y sin esperar a las resolucio­
nes de Bruselas acerca de «la am pliación oriental». Es probable que lo
fuera en uno y otro sentido, hacia el Este y hacia el Oeste. Hay m uchos
indicios en que pu ede leerse la virulencia del proceso: flujos de tráfico,
paso de fronteras, turismo, m otorización, estructura y núm ero de bazares
entre Maijampolé y Chemovitz, entre Odesa y el m ercado chino de Josef-
stadt en Budapest, puesta en servicio de carreteras viejas y apertura de n u e­
vas, crecim iento de las communities rusas, resurgim iento de com unidades
judías m erced al aflujo procedente del m undo postsoviético.
En lo fundam ental, ese trabajo de titanes discurre oculto, en procesos
moleculares, difuso, en largas oleadas de acumulación. En lo fundam ental,
no se ve hasta que «ha pasado». Eso es la E uropa de las corrientes de fuga,
que nunca se perciben hasta que saltan chispas, hasta que la co m en te se ha
hecho tan intensa que descarga en chispazos, hasta que se ha alcanzado
una masa crítica. Hay tales corrientes en todos los planos: en el desplaza­
m iento de fuerzas de trabajo, en el aum ento de fletes y expediciones de
mercancías, en la frecuencia y volum en de bazares en las regiones fronteri­
zas, en la transform ación de visitantes en vecinos con permiso de trabajo y
residencia, en la trata de blancas y el contrabando de negros, en los inter­
cambios de estudiantes entre universidades y escuelas técnicas a uno y otro
lado del que fuera telón de acero, en las em presas culturales y científicas,
en la circulación internacional de congresos, en el brain drain de artistas,
cantantes y científicos. Tan pronto se m ira a esos planos se aprende que
Europa está ya m ucho más lejos de lo que quiere ver la E uropa oficial. Hoy,
ramas enteras de las economías nacionales de m uchos Estados de la UE ya
no funcionarían sin el aflujo procedente de los países del Este. Algo similar
puede decirse del trabajo pionero de em presas occidentales, agencias de

457
transporte o non-govemment-organisations, que entre tanto se han establecido
no sólo en m etrópolis y centros urbanos sino tam bién en regiones rurales
orientales y hecho irreversible el vínculo con los movimientos del mercado
m undial. El sales manager para el departam ento de E uropa oriental que apa­
rece en los anuncios de suplem entos dominicales es el prototipo occidental
de pionero en O riente, pragmático y no utópico. Nada que ver con la anti­
gua ideología del «ex Oriente lux». Conversar con él enseña más que estudiar
libros anticuados que reflejan una región que ya no existe, o m anuales a los
que la realidad no se atiene. Le cuenta a uno cosas que p o r lo regular ni se
im aginan los etnólogos, pero tam poco escritores que se hacen demasiadas
figuraciones469. 1989 fue un segundo nada más, lo que siguió fueron esfuer­
zos del pueblo llano, la hora de héroes y heroínas invisibles. 1989 trajo visio­
nes, el tiem po que siguió, una nueva rem odelación de la vida, el trabajo de
p o n er a pu n to un nuevo horizonte vital en que la generación joven de hoy
ha em pezado a vivir, m ientras las generaciones ya form adas en 1989 van a
todas partes con el m undo de «antes» a cuestas: con sus fronteras, con sus
palabras, con sus reflejos, con sus connotaciones, que es como se sabe en lo
que consiste el tono que define a la m úsica170.
Eso es algo que se puede observar perfectam ente. De entonces a esta
parte hay ya chicos jóvenes que han cum plido su servicio civil en Gdansk-
Danzig o en Nichni Novgorod o en Klaipeda-Memel. Se lo conocen m ejor
que la m ayoría de los especialistas, conocen casi siem pre la len g u a sin
haberla aprendido en un instituto universitario. H an pasado un año o un
sem estre en sintonía con un m undo que a los m iem bros de la generación
an terio r era inaccesible y p o r eso, a m enudo, u n libro cerrado con siete
sellos. De entonces a esta parte han aparecido estudiantes que van y vienen
sin esfuerzo p o r las fronteras, para quienes lo decisivo es conseguir una
beca, tanto da si vienen de Breslau-Wroclaw com o si de Berlín o de Lwiw-
Lvov-Lemberg. Hay u n nuevo vagabundeo que no lleva a Estambul o Goa
o Kabul com o en las generaciones anteriores, sino a Lodz, O desa o Peters-
burgo. El cam po visual se ha red o n d ead o com o p o r sí solo. A ndan por
M aram ur y Transilvania o trabajan u n par de sem anas en el Prague Post, el
Budapest Sun o el Moscow Times. No hay que infravalorar a la descendencia
perfectam ente bilingüe de inm igrantes de lo que fuera la U nión Soviética,
que ahora sum a ya cientos de miles. Aun en la más apartada estación de
tren en alguna parte del Bodensee puede com prarse una docena de perió­
dicos rusos en el quiosco. No es m ero exotismo folclórico, sino consecuen­

458
cia cultural m adurada. En pocas palabras: la reorganización de horizontes
vitales tiene su propio tiem po. Necesita más de un segundo histórico, y
más que aquel célebre m om ento histórico. Pero sólo en ellos se derrum ­
ban los espacios en que estábamos forzados a vivir y surgen los nuevos en
que viviremos en adelante.

El relieve de la Europa nueva. Metropolitan corridorsl7‘. El último decenio


fue el de u na gran transform ación y desplazam iento de coordenadas y
relaciones entre centro y periferia. Las regiones fronterizas de la época de
la Guerra Fría se disuelven, se form an nuevas, a m enudo se reactivan y revi­
talizan regiones h istóricam ente fronterizas. E ntre las experiencias sor­
prendentes de los años posteriores a 1989 está que se reanudaran de golpe
y como lo más natural del m undo relaciones que existían antes de la gran
partición de Europa; toda una econom ía peculiar del camino más corto y
la búsqueda ingeniosa se puso en m archa allí donde no se podía volver a
las antiguas situaciones porque habían sido liquidadas en la época de la
Guerra Mundial y la larga posguerra. Es patente que el Báltico se ha vuelto
de nuevo un gran m ar in te rio r que re ú n e a los m undos báltico, ruso,
polaco y escandinavo, y alguna vez P etersburgo volverá a ser una gran
m etrópolis báltica. Casi sin esfuerzo se han reem prendido las relaciones
entre Helsinki y Tallin, Estocolmo y Petersburgo, Copenhague y Riga, Ros-
tock y Malmó, se ha puesto en m archa una viva cultura del vis a vis y el vai­
vén. Algo similar, aunque infinitam ente más complejo y difícil, sucede en
torno al Mar Negro. Si pasa la crisis económ ica y se acaba la guerra en el
Cáucaso, volverán a ser ciudades vecinas Odesa, Novorossisk, Sotchi, Trab-
zon, Varna y Estambul, puertos cuyas irradiaciones alcanzan muy lejos tie­
rra adentro. Hoy ya se pueden estudiar las consecuencias del restableci­
m iento de antiguas líneas -c o n Estambul, Alejandría, El Pireo, Nápoles,
M arsella-. La T u rq u ía m o d ern a desem peña un papel en el Sudeste de
Europa y sobre todo en los países situados en la antigua ruta de la seda
hacia O riente. Sólo hay que moverse por las líneas de autobuses o los aero­
puertos de Anatolia para verlo. ¿Y Centroeuropa? Centroeuropa fue cen­
tro inspirador del comeback de E uropa a comienzos de los ochenta. Se ha
dem ostrado com pletam ente cierto que la cohesión entre centro y provin­
cias de la antigua m onarquía seguía siendo fuerte y no sólo reliquia nostál­
gica y sin fuerza. Y a la inversa: las subsecuentes guerras yugoslavas han
arrancado del desarrollo general europeo a todo el Sudeste y la cuenca

459
danubiana, y les han devuelto m uchos años atrás. Se regeneran centros de
energía antiguos y nuevos com o el triángulo Viena-Brátislava-Budapest. Se
han revitalizado los enlaces con la Italia del N orte a través de Eslovenia,
Dalmacia y Trieste. O tro tanto puede decirse de ciudades com o Munich,
Praga, Pilsen y Dresde. Es totalm ente claro el tirón que tiene Polonia en la
C entroeuropa oriental, esto es, en el territorio de la antigua Rzeczspospo-
lita. Cabe conjeturar que el milagro económ ico polaco de los años noventa
no hubiera sido posible sin su enorm e trabajo de tránsito y transferencia
en U crania, a B ielorrusia, L ituania y el oblast de la Kalinigradskaya [la
región de K aliningrado]. Es intenso el tráfico de m ercancías y personas
en tre el área de Berlín y la Polonia O ccidental, para beneficio m utuo. Se
puede conjeturar que desem peña un papel especial el área de Moscú con
esa descom unal concentración de personas y capitales que vuelve a ser
com o para asustar, con su boom constructivo que deja sin aliento, posible
tan sólo gracias a u na enorm e inm igración de regiones y países vecinos,
incluida China. En ese flotar de regiones en la corriente se constituye el
relieve de la E uropa nueva con nuevos centros, nuevas poblaciones y fran­
jas fonterizas, nuevas zonas de seguridad y focos de conflicto, pero sobre
todo, con sus corredores de una aceleración y acum ulación de riqueza ver­
tiginosas y sobrecogedoras, p o r una parte, y sus áreas de estancam iento,
em p o b recim ien to y «despowerización» p o r otra. Sobre la E uropa Este-
Oeste se despliega la topografía de la globalización con sus islas, corredo­
res y enclaves: los metropolitan canidors donde rigen el tiem po de la CNN,
lapíops, credit cards, Internet, teléfonos móviles, com unicación p o r satélite y
communities transnacionales, pero tam bién esas extensas zonas que ya no
siguen el paso, retroceden, recaen, decaen. La nueva E uropa oriental se
caracteriza p or una crasa yuxtaposición, p o r una «sincronía de lo asincró­
nico» verdaderam ente de lámina: el siglo XXI ju n to al XVIII. Ésas son las
zonas de conflicto del futuro, donde se acum ula odio y se descarga por lo
militar, m ucho más allá de ese clash of civilizations que se quiere surgido de
diferencias culturales y confesionales. No deberíam os trastrocar los esce­
narios del Im perio nuevo con los de im perios perecidos, y sí capacitarnos
para el presente. E uropa está en transición, pero no de A a B com o creen
saber m uchas gentes sesudas, sino de u n a situación antigua que todos
conocem os a otra que no conocemos, ni en el Este ni en el Oeste.
Desde 1989 está en vogue una. frase hecha: regreso a Europa. Ése es lema
del autoengaño y retórica de la jactancia. Los países del bloque del Este

460
siempre estuvieron en Europa, nunca se fueron, no tienen que volver. Allí
se echa de ver una definición voluntarista e idealista de Europa: según la
cual Europa es todo aquello que esté obligado a los universales dem ocráti­
cos. En esa definición, la No-Europa es todo cuanto se aparte de ellos o los
tenga escasamente. Sin em bargo Europa es prim ero y principalm ente el
espacio en que h an cristalizado esa historia y esa cu ltu ra peculiares.
Europa no está d o n d eq u iera que se d efiendan los valores de la cultura
helénico-judeocristiana. E uropa es an te todo el escenario de historias
europeas, la península, el cabo del co n tin en te eurasiático. E uropa es el
escenario de las historias europeas. H itler es un problem a europeo tanto
como Platón, Erasmo o Walter Benjam in, y el bolchevismo estalinista no es
«asiático» sino incubado en la E uropa de los siglos XIX y XX. Que tiene su
im portancia aquí, en la m edida en que la en tera retórica del «regreso a
Europa» m ete en danza m ucho más que ese m ero voluntarismo de propo­
ner «qué sea Europa». Ahí se m ete en el mismo saco el m onopolio de defi­
nir Europa, una escala de europeidad: europeos de toda la vida y otros que
tienen que llegar a serlo, europeos adelantados que señalan a los atrasados
por dónde se va a Europa.
Por contra hay que recordar que la Unión Europea es una parte, no el
todo. No representa a todos, sino a sí misma: el resultado más significativo y
enorgullecedor de la organización política de Europa, un m odelo, un polo
de atracción y cohesión que no puede excluirse del juego. Se define com o
alianza política y de valores, pero debería dejar de excluir de Europa a todo
aquello que no es m iem bro suyo, o no todavía. Com pete a Bruselas decidir
quién form a parte del club, pero no dictam inar si Cracovia, Petersburgo,
Bucarest o Kiev son ciudades europeas. Cum ple a Europa occidental (hasta
la fecha) y a la UE una cultura de relativización de sí misma, la conciencia de
que Europa es más larga y ancha y compleja que la UE o la Europa de Maas-
tricht, Amsterdam o Copenhague. U na UE que se tenga por Europa es pro­
vinciana. Una UE que se haga m edida de lo europeo sin más es limitada y
antieuropea. «El Oeste» mismo tiene que capacitarse y acreditarse com o
europeo. Tam bién la Europa del Oeste ha estado separada por largo tiem po
de la historia europea, del contexto de vida y experiencia llamado Europa.
También para la «Europa de la UE» hay una especie de «regreso a Europa».

Las múltiples Europas de las generaciones. Ju n to a las consecuencias inm e­


diatas de la partición de Europa -restricción de la libertad de movimien­

461
tos, desgarro de familias, lugares y reg io n es- hay consecuencias a largo
plazo que a m enudo se pasan por alto y se dejan m edir más difícilmente:
desaparición de im ágenes, experiencias y contextos. Im ágenes de ciuda­
des y paisajes que antaño estuvieran presentes com o cosa obvia pero ahora
se han vuelto extrañas, exóticas hasta lo irreconocible. T anto más vale eso
p or cuanto Europa-Oeste y Europa-Este crecieron en diferentes m undos
vitales con sus correspondientes m undos peculiares de valores y conceptos
y aun con sus respecüvos sistemas particulares de signos. Las palabras ya
no significaban lo mismo que antes de parürse el m undo. Para mí fueron
siem pre el m ejor ejem plo esos diálogos de sordos e n tre europeos del
Sesenta y O cho cuando disidentes de Varsovia o Praga hablaban con rebel­
des de París o Berlín. De palabra se aliaban m undos de experiencia dife­
rentes. Pero más im portante era la accesibilidad, directam ente imposible,
las trabas burocráticas al pasar fronteras, el retardo del tiem po que parecía
detenido y sofocante. A esa generación crecida con la Europa de la lenti­
tud burocrática, donde cada paso de frontera requería nervios bien tem­
plados, la llamo yo la generación de M arienborn. La otra m itad de Europa
sim plem ente se desvaneció tras el m uro, se hizo inaccesible, encerrada,
retraída. Paulatinam ente las imágenes del cuadro perdieron los colores, se
fueron apagando, p erd iero n su sentido, cubiertas p o r otras más vivas e
intensas. Así se llegó a que nosotros estuviéramos más cerca de París que
de Praga, de Nueva York que de Budapest. La estrecha vecindad que aún
había funcionado antes de la guerra se rom pió, y los vecinos se nos hicie­
ron lejanos y ajenos com o antípodas. La contraposición Este-Oeste había
p roducido su ideología, su metafísica, su m entalidad propias, su propia
lógica de disyunción exclusiva, o lo uno o lo otro, una situación en que
había que recelar que la otra parte se aprovechara de uno y le instrum en-
talizara. Se había im plantado u n a cultura de la sospecha y el m iedo, m iedo
a verse apoyado p o r la parte equivocada, una específica falta de libertad
incluso en el m undo libre.
Con el tiem po creció una generación que ya no sabía nada de la otra
parte o nunca lo supo. Demasiado joven para ten er recuerdo alguno «del
Este», y dem asiado vieja para volver a zambullirse con soltura en la Europa
sin fronteras en 1989. Era occidental aunque profiriera consignas antiesta­
dounidenses. Fue la prim era generación totalm ente desconectada de con­
textos en que la generación de sus padres se había visto envuelta al m enos
en sentido negativo: p o r el poder nazi que en el Este de Europa, una vez

462
más, fue diferente que en el Oeste; p o r la guerra en el Este, que tam bién
fue otra guerra, y p o r la experiencia de cárcel y destierro. La generación
interm edia europea, la del Sesenta y Ocho, había crecido com pletam ente
a un lado o al otro de los frentes de la G uerra Fría y el telón de acero. Cre­
ció de u n a m an era casi orgánica de C en tro eu ro p a, de la fuga hacia el
Oeste o la adhesión al bloque del Este. D urante toda su vida anduvo a vuel­
tas con fantasmas de los que se defendía sin p o d er exorcizarlos, p orque
para eso habría tenido que hablar de ellos. No quería ni oír hablar de Cen­
troeuropa, po rq u e era sospechosa del «anticuado térm ino m edio». Del
Este tam poco quería saber nada, porque era u n espacio arrasado p o r los
alemanes, tierra quem ada y pantalla de proyección para las m aquinacio­
nes de «los nostálgicos de siempre». Y com o no quería ten er nada que ver
con las asociaciones reaccionarias de desterrados, tam poco quería saber
nada del asunto en sí ni del m undo perdido del Este alem án. Pero tam ­
poco con los disidentes del Este, porque acaso se viera uno aplaudido p o r
la parte equivocada -los halcones de la G uerra F ría- Entonces sobrevino
1989 y descuadró todo un m undo bien cuadrado sin p reg u n tar siquiera.
Es fácil en ten d er cóm o y p o r qué la generación de la guerra fue «en el
Este» u n a generación perdida. Para m uchos fue la gran aventura de su
juventud, para m uchos más, sin em bargo, el traum ático paisaje de la gue­
rra, la derra quem ada, el asesinato en masa que con todo no se dejaban
silenciar. El Este era el «espacio del Este», el frente del Este, la guerra, el
cautiverio de guerra, «el Iván», «el retornado», la pérd id a de su lugar.
Visto desde después resulta casi un prodigio que en la A lem ania de pos­
guerra no se llegara a una revuelta abierta contra las fronteras de posgue­
rra. Cierto que todas las existencias disponibles de resentim iento, odio,
energía políüca se desviaron a la lucha contra el com unism o y la defensa
del m u n d o libre. No es azar que tantos especialistas y conocedores de
asuntos del Este en c o n trara n u n viejo cam po nuevo de actividad en la
G uerra Fría. Visto desde después, el revanchism o no es invención de la
izquierda sino realidad política, un factor im portante que sólo paulatina­
m ente fue perdiendo fuerza y m ordiente. Pero sigue siendo cierto que en
la generación de la guerra y el destierro aún había un atisbo al m enos del
referen te cuando se hablaba del Este, de la Prusia O riental o de Silesia,
algo que ya no cabía esperar en absoluto de quienes les seguían. La enaje­
nación fundam ental de la E uropa dividida pesaba tanto com o la hostili­
dad de la G uerra Fría escenificada políticam ente. Form aba parte tanto

463
com o los silos de cohetes de los condicionantes de esa E uropa que se des­
garraba.
Para quienes crecieron en la situación de 1989, y ésa es ya la tercera
generación, de nuevo las cosas eran distintas. Quizás esa generación sepa
m enos, pero tiene m enos ataduras y acaso más frescura y curiosidad, no
tiene ilusiones que perder. Se va al Este si hay allí algún trabajo pasable.
Hace m ucho parecía que durante el dom inio nazi los alem anes hubie­
sen cortado tras de sí todos los puentes en la Europa oriental para siem­
pre, y se hubiera dicho cosa convenida que en adelante nunca se hablaría
de lo otro que tam bién había habido: cinco, seis, siete siglos de entrega,
trabajo sacrificado y grandes logros de los alem anes de la E uropa oriental.
Hay un a historia de los alem anes en C entroeuropa oriental que no desem ­
boca en los años de Hitler. Hay una historia antes que es grandiosa y fasci­
nante, y resulta totalm ente actual enlazar con ella y recordarla. Q ue sólo
suceda con vacilaciones tiene que ver con u n a «anatom ía de la conten­
ción» que afecta a todo lo que tenga que ver con alem anes en el últim o
siglo. Las razones son conocidas. No hay apenas lugar ni franja de tierra en
la E uropa central y oriental que no estuviera codificada en dos registros: a
la huella del trabajo constructivo se superpone casi siem pre la de las escua­
dras de la m uerte. D ondequiera lleguen hoy alem anes en la Europa del
Este ya habían estado antes: com o colonos y com o ocupantes, com o arqui­
tectos y com o artificieros, como ingenieros de cam inos y com o profesiona­
les del tran sp o rte de deportados, com o fabricantes y com o asesinos de
despacho, com o trabajadores y com o amos: en casi todas partes, en casi
toda región, en casi todo lugar. Allí ya no hay lugares inocentes. Encontrar
un lenguaje en que se diga lo uno sin callar lo otro se ha logrado poco. Eso
vale aun para el caso en que los alem anes mismos fueron las víctimas, a
saber, en las mayores acciones de destierro de la historia m oderna. Por
todas esas razones la E uropa del Este no es una zona com o cualquier otra,
ni lo será en m ucho tiem po. Los ecos resonarán todavía aun cuando se
trate sim plem ente de la construcción de un superm ercado.

Relatos europeos. La Europa central y oriental fue en el siglo XX escenario


principal de las mayores operaciones militares, y «estación de maniobras»
de desplazam iento de poblaciones. Era centro del judaism o y fue escena­
rio de su aniquilación p o r obra de alemanes. La E uropa central y oriental
ha sido escenario de u n a dictadura duplicada y u n a am enaza repetida. La

464
E u ro p a central y o riental era u n co n tin en te en tre frentes del que a
m enudo, a diferencia de otros sitios, no había p o r dónde escapar. A quí
está el escenario principal de la paradoja europea. Aquí uno podía salvarse
p o r ser deportado a Kazajstán o ser aniquilado p o r huir de la Polonia ocu­
pada p o r los rusos a la ocupada p o r alem anes. El punto más oscuro y sin
salida, el polo de la desesperanza de Europa se halla en su zona central y
oriental. Aquí no hay lugar que no haya sido ocupado y reconquistado,
despoblado y repoblado varias veces. Por ella pasó el huracán de la violen­
cia en que rugían tanto el radicalismo social com o el nacional. Q uien se
cruzó en su camino quedó aplastado. La historia de esta zona dista m ucho
de estar contada. Aquí no se trata de limitaciones de escritores o historia­
dores, o de la disposición de sociedades o grupos a hacer exam en de con­
ciencia y arrependrse, sino de una constelación de la Europa de posgue­
rra. D ejando aparte el breve y excitante p eríodo de 1945 a 1948, sólo se
hicieron y se adm itieron preguntas y verdades a medias, aquellas que fue­
ran utilizables en la lucha ideológica con el nuevo enem igo. Así se vino a
que en lo fundam ental sólo el final de la antigua constelación entera en
1989 perm itiera contarlo todo, sin cálculos, sin q u erer llevar la razón. Des­
m antelar esa necesidad de llevarla siem pre es de tan señalada im portancia
como el libre acceso a los archivos y la abolición de la censura. Por fin es
posible tratar fenóm enos europeos en tanto europeos, sin restringirse a
contem plarlos en marcos nacionales o grupales. Fenóm enos europeos que
desbordan los marcos de las historiografías nacionales sólo pueden traba­
jarse en el contexto europeo y p o r encim a de fronteras472. Esto atañe a los
aspectos más dram áticos y trágicos de la historia europea en el siglo XX, y
así es desde luego en la más com plicada de sus regiones históricas. La cues­
tión gira en to rn o a fascismos y nacionalism os europeos. En torno a la
época de la G uerra M undial y el curso de la guerra civil europea. En torno
al antisemitismo y el colaboracionism o en Europa, y por últim o en torno al
gigantesco com plejo que constituyen depuración y expulsión. Nadie tiene
que tem er ya estar escam oteándose «en nom bre de Europa» su propia his­
toria y sus responsabilidades.

Belleza de Europa. Europa no sólo fue la zona de tierra quem ada y el ase­
sinato de los judíos, sino el continente de una variedad nunca vista y una
riqueza inabarcable. No cabe alcanzar una viva inspiración para la Europa
nueva sin dejarse inspirar p o r su riqueza y belleza. No crece E uropa en

465
p rim er térm ino del m iedo o la defensa ante u n a am enaza, sino p o r ser
algo, y figurarlo. No es sólo su políglota literatura, sus lenguas y su arte,
sino en particular su paisaje y las ciudades que se alzan en él. A esos pai­
sajes se les sigue n otan d o hasta hoy que lo han sido de más de un pueblo
a la vez, y a veces aún lo son en vestigios que son resultado de complicadas
mezclas y aluviones sólo aquí sucedidos, que rep resen tan microcosm os
culturales cuya policrom ía sólo puede en co n trarse p o r lo dem ás en las
ciudades del Nuevo m undo. Es difícil hablar sin extenderse de Viena y de
Trieste, del B ucarest de la arquitectura m odernista, de la Praga de Car­
los IV, del Moscú de Fiodor Schechtel, del Petersburgo de Serguei Diag-
hilev y la Cracovia de la «edad dorada», sin deslizarse hasta caer en nos­
talgia y cursilería. P ero aun sin caer en transfiguraciones rom ánticas es
preciso insistir en cuán rica ha sido E uropa antes de su violenta depura­
ción y crib ad o p a ra conseguir así u n p u n to de p a rtid a hacia lo que
E uropa p uede llevar a cabo. Esto no sólo atañe a las grandes m etrópolis
cosm opolitas sino tam bién a los centros urbanos de las provincias euro­
peas. ¿Cómo se p u ed e ser europeo sin h ab e r estado en Riga? ¿Cómo se
p uede h ablar de la riqueza de E uropa sin pensar en Odesa? ¿No es for­
zoso al m enos h ab er oído hablar alguna vez de O radea o leído algo sobre
Tesalónica? Sólo se puede ten er buena conciencia y plena convicción de
E uropa cuando se sabe algo de su riqueza y belleza.

466
r ""

H erod oto en M oscú,


Benjam ín en Los A ngeles

H erodoto y Benjamín, el polimatésviajero y el «fisónomo materialista»,


rara vez si alguna aparecen m encionados a renglón seguido473. Y el caso es
que habría razones suficientes para hacerlo. Una, la ilim itada riqueza de
su percepción histórica, otra, su abrum ador repertorio de m edios expositi­
vos. Ante lo desm edido de su «campo de trabajo», ante las com petencias
que se arrogan y la libertad que se tom an, la ciencia histórica en cuanto
institución suele callar, m uchas veces con reverente respeto, pero no pocas
m irando p o r encim a del hom bro. H erodoto es el Viejo, al que hay que
repasar p o r encim a y pasar por alto algunas cosas; a Benjamín, ni así se le
reclama m iem bro del oficio. De hacerlo podría resultar rápidam ente que
ni el Viejo era tan ingenuo com o generosam ente se dedican a probar los
comienzos de la Edad M oderna, ni Benjamín se interesaba p o r cuanto se
dio de hecho en la historia únicam ente a título de ilustraciones de una
tesis de filosofía de la historia. La posteridad parece haber llegado m ucho
más lejos en casi todo, en reflexión sobre los condicionantes del conoci­
m iento histórico, en m anejo com probable y científico de fuentes y en
repertorio de posibilidades expositivas; cuando en realidad siguen retrasa­
dos respecto a esos m aestros insuperados. Q ue si nos siguen fascinando
hasta hoy no es a fuer de antigüedades, «prim eros padres» o «visionarios»
de un canon, sino p o r en c a rn a r u n a enérgica relación con el m undo.
Como decía Fichte de la Filosofía: «Qué clase de filosofía escoja u n o
depende p o r tanto de qué hom bre sea: pues un sistema filosófico no es un
ajuar de m uertos enseres que p udieran cogerse o dejarse com o se anto­
jara, está anim ado p o r el alma del ser hum ano que lo sostiene. Un carácter
adorm ecido de natural, o abotargado y deform ado p o r el vasallaje intelec­
tual y las pom pas vanas de la erudición jam ás se alzará hasta las alturas
sublim es del idealism o»474; o com o H elm u th Fleischer de la H istoria:
«Cómo perciba alguien un acontecer histórico, cóm o lo sitúe y se sitúe res­
pecto a él, depende de “qué hom bre sea”, cóm o participe su vida en for­
maciones históricas de su m undo social, qué clase de contem poráneo de

467
su presente sea, cóm o se haya socializado en cuanto agente y en cuanto
paciente»475.
¿Qué historia contarían ellos del siglo XX? ¿Qué pasaría si uno se diera
un a vuelta p o r las ciudades del siglo XX y del XXI «corno H erodoto» o
«como Benjamín»? ¿Qué historia producirían ellos trasladados a los esce­
narios dram áticos de esa época? ¿Qué sucede si las historias no se desarro­
llan sólo en el tiem po sino tam bién sobre el terreno, si pensar el espacio
histórico conlleva siem pre el lugar de la acción, el lugar de los hechos?
Como todos sabemos, al final sólo da respuesta a esa pregunta una historia
apegada a lo m aterial, com o quiera se haga y se logre esto. De ahí que
cuanto sigue no sea tanto un juego de «qué pasaría si» cuanto reflexiones
previas a trabajos venideros que m uestren qué hay de im portante en una
historia interesada en lo espacial.

Qué tiene Herodoto. Recobrar el relato tras el fin de los grandes relatos. H ero­
doto es un nom bre para algo, el logro de un m aestro y adelantado de la his­
toriografía. Invocarle no significa em pero apelar a él com o a Padre de la
Iglesia o autoridad que dispense de argum entar. Referirse a comienzos del
siglo XXI a H erodoto, nacido en el 484 a. C. en Halicarnaso, en Asia Menor,
y m uerto probablem ente en el 425 en Atenas o Turio, podría entenderse
fácilm ente anacronism o o p u ra pose. Pero la cosa es muy sim ple, para
m uchos quizás demasiado: él es el fundador, el «pater historiae» com o le lla­
m ara Cicerón, y en el presente caso, donde no se trata de la Antigüedad
sino del siglo XX, em blem a de una escritura histórica en que se aunaron sin
esforzarse ni forzarlas exploración del m undo y escritura de historia, relato
histórico y exploración del terreno. C uanto se haya hecho alguna vez al
escribir historia gira en torno a la cuestión de dom inar tal unidad. Muchas
respuestas diferentes se han dado a la cuestión de cóm o llegar a eso, pero el
patrón viene dado p or H erodoto. Al releer textos com o los de H erodoto al
cabo de los años tiene uno la pasm osa experiencia de hallarse ante un
autor (o colectivo de autores) fresco y original con el que no han podido
todas las esforzadas y artificiosas construcciones y deconstrucciones m onta­
das y desm ontadas a su alrededor. H erodoto es una curiosidad irrefrena­
ble. Está volcado entero y cabal al m undo, sale al m undo, usa todos sus sen­
tidos. La tarea que despacha en la asignatura «experiencia del m undo» es
increíble, y es a su osadía, su arriesgado valor, su perseverancia y su buena
salud a lo que debem os agradecer hoy nuestro conocim iento del m undo

468
antiguo. Él ha proporcionado el m aterial en que trabajamos sin tregua ni
desvío de generación en generación. Es el m aestro de géneros y papeles:
viajero y cronista, com erciante y consejero, turista y arqueólogo en los tem ­
plos, etnólogo e historiador de la técnica. Por todo se interesa: la constitu­
ción del terreno, el curso de los ríos y su desem bocadura en el mar, usos y
costumbres de los pueblos, tipos de aves y de nidificación, origen del calen­
dario y cultos mistéricos, por el arte médica, las propiedades del arbusto de
Biblos, las patologías sexuales y los m étodos de momificación. Por m últi­
ples y dispares que sean sus temas, ha creado una obra que, aun desm em ­
brados luego sus logoi, tiene un hilo, una narración principal con m uchas
ramificaciones. Su relato tiene algo de épico, y sin em bargo no es un m ero
escritor. Sabe bien discernir en tre facts and fictions. Es más crudo, rico y
m oderno que m uchos que le tienen por superado, anticuado y precrítico.
Dispone ya de todo el registro sin el que no funciona escribir historia: el
golpe de vista, el testimonio ocular, la certeza de la visión directa, la pleni­
tud y m ultiplicidad de la percepción y descripción, y un pasmoso conoci­
m iento de fuentes. Hay en él lo mismo m undos vitales que acciones princi­
pales y de estado, medidas exactas y razonam iento sin trabas, com paración
m etódica ju n to a ponderación crítica. Sabe algo de la diferencia específica
del mito, la leyenda y el relato histórico. U na y otra vez se detiene para seña­
lar que «cuanto hasta aquí he contado se funda en lo que he visto, juzgado
o averiguado p o r m í mismo»476; o tras co n tar de la pirám ide de Kefrén:
«esto lo he com probado m idiéndolo yo mismo»477. Sus conceptos nucleares
rezan una y otra vez: istorie, es decir, averiguación propia; autopsia, inspec­
ción ocular propia; idein, mirar. Y yo añadiría aún theoria, visión, que etim o­
lógicam ente procede de thearein, m irar. H erodoto representa una relación
con la historia que no es la del anticuario, una riqueza perceptiva sin paran­
gón y un gran registro expositivo que es siem pre cosa esencial y no m era
cuestión de «estilo» com o se da por sentado en el grem io historiador no
rara vez. Estilo tiene que ver con veracidad, no con colorido. H erodoto
aú n a sin esfuerzo ni coerción narrativa espacial y tem poral. Espacio y
tiem po son siem pre presencia que se entiende de suyo. Hoy, cuando unas
disciplinas de que sólo entienden los suyos se resienten cada vez con más
claridad de su m utua independencia, cuando la pérdida de unidad «espa­
cio-temporal» se vuelve tem a nuevam ente, H erodo to no es anacronism o
sino alguien que escribe historias, que tiene algo que decirnos. Hay relatos
tras el fin de los grandes relatos.

469
El espacio está entre líneas. Contra un pensamiento espacial específico. El espa­
cio está hoy en u na coyuntura favorable, señalaba hace poco no sin satis­
facción Edward Soja, autor de u n a obra que abre cam ino, Postmodem Geo-
graphies. El espacio se h a escabullido del rin có n en que estuviera
desterrado largo tiem po. Circula la frase de Foucault, pues entonces no
era más que eso, de que el siglo XIX estuvo fascinado p o r el tiem po y al XX
le corresponde el espacio; de que hay que dejar de cultivar la oposición
entre tiem po dinám ico, dialéctico, fructífero, y espacio estacionario, inm ó­
vil y m uerto. Podría desarrollarse toda una sintom atología del retorno del
espacio. De alguna m anera se ha term inado la historia de su destierro.
Desde las m árgenes disciplinares el espacio en tra en la historiografía, se va
infiltrando, com ete sus desafueros. Como casi siem pre, adelantados fue­
ron no los historiadores de oficio, sino urban studies e historiadores locales,
ex marxistas en busca de un nuevo lenguaje para lo que todavía era plausi­
ble y p alpable aun tras el fin del m arxism o: la p ro d u cció n del espacio
social; historiadores del arte y semióticos de la cultura, en particular de la
geografía cu ltu ral q ue habían em pezado a leer y descifrar a m odo de
texto, palimpsesto, sistema de signos; estudiosos de la literatura llegados a
la conclusión de que análisis intertextuales y deconstructivos no podían
ser conclusión últim a de la sabiduría. A hurtadillas, en el país de Hausho-
fer se volvió incluso a reintroducir en los presupuestos del lenguaje a la
Geopolítica. Desde m uchos costados se trabaja en u n lenguaje nuevo. En
algún m om ento se apuntan a ello incluso historiadores en sentido estricto,
y eso que originariam ente fueron ellos quienes dieron la consigna y origen
a u n a fuerte tradición en ese sentido: Cari R itter y A lexander von Hum-
boldt, que trabajaron en una nueva am algam a de disciplinas; Friedrich
Ratzel y Karl Lam precht, que im pulsaron la integración de ciencias espa­
ciales e históricas en Geografía hum ana e Historias del país y ayudaron a
dotarlas de gran fuerza de irradiación internacional; sus diversas ramifica­
ciones, Frederickjackson T u rn er en Estados Unidos, Piotr Semionov-Tian-
Chansky en Rusia, pero sobre todo Francia, donde creció ese pujante vás-
tago que fueron los Anuales'™. Discusiones precisas han resultado en una
rem o d elació n de disciplinas. No existe ya aquel antiguo geografism o
esquem ático y m uerto, y hoy una historia que alardee de su ignorancia en
m ateria cartográfica o geográfica se pone en vergüenza rápidam ente. Pero
desde el tradicional esquem atism o de la historiografía, ese que p o r así
decir destierra a las «condiciones geográficas» de la historia al ostracismo

470
del prólogo, queda largo trecho hasta una historiografía que piense tam­
bién en térm inos espaciales. Cabe conjeturar que se haya despachado tam ­
bién a los antiguos discursos alem anes sobre geopolítica desde que hay
una Geopolítica que reflexiona sobre política y relaciones espaciales libre­
m ente y más alia del discurso nazi. Por últim o, las revoluciones espaciales
de 1989 y de 2001 han llevado a la rehabilitación del «conocim iento de la
tierra» [Erdkunde]. De todos modos, la geographical imagination no es algo
que haya que proclam ar o decretar pom posam ente; se produce, se tiene,
se despliega y se frecuenta, o n o 479. La espacialización forzada de la historia
sólo sería nuevo sistematismo cuando el viejo apenas acaba de abandonar
el campo. La cuestión no gira en torno a un nuevo Eje, a un nuevo punto
arquim édico, sino a la agudizada conciencia de la dim ensión espacial, a la
acrecentada sensibilidad a contextos históricos. Espacialización no es un
proyecto aparte, es algo en tre líneas480. Está o no está, ah í es d o n d e se
puede reconocer dignidad, tacto y estilo de un historiador. P ueden con­
feccionarse historias sin lugar, om nipresentes, abtractas y universales en
sentido peyorativo, m ientras hay historias que se nota fundadas en conoci­
m iento del lugar y olfato para lo contingente.

Conocimiento del país en lugar de sistema. Comeback de los «area studies». De


alguna m anera el discurso del sistema se ha perdido. D urante decenios ha
funcionado com o punto de referencia que no precisaba explicación. U no
sabía dónde estaba. El sistema lo aclaraba todo, casi todo. H abía arriba y
abajo, un m ecanismo de legitim ación y deslegitim ación, de consenso, de
conflicto, de rep ro d u cció n de élites, sistemas y subsistemas. U no podía
hacer responsable al sistem a. El sistem a era acto r y agente. El m u n d o
estaba dom inado p o r sistemas en conflicto. En algún m om ento, ese sólido
discurso del sistema se licuó. Volvió a hablarse de Estados, países, tierras,
pueblos o sociedades en particular. Todos los casos volvieron a ser particu­
lares. Todo concreto, singular, diferencial, com plicado y complejo. Predo­
m inan las m etáforas del patchwork y el puzzle, el tono del muddling trough.
Conceptos en que recayera una función de ordenación pasan a usarse más
bien de form a tentativa, relativa, entre comillas; se recalca más su carácter
de hipótesis y recurso auxiliar, y m enos su rigor y el carácter vinculante
presu n tam en te derivado de él. En lo que atañe a la U nión Soviética, la
mayoría prefiere hablar de «espacio postsoviético». Eso tiene m uchas ven­
tajas. Ante todo la ap ertura a la realidad, más com pleja que cuanto alcance

471
cualquier sistema, y cuya descripción, sobre todo, no los necesita. El sis­
tem a se descom pone, se convierte en espacio. Practicamos m enos una teo­
ría de sistemas que cuanto es preciso para ex p lo rar el espacio: conoci­
m iento de tierras, países, pueblos, instituciones, econom ía, psicología,
historia de la civilización, geopolítica. Sólo en el p eo r de los casos se trata
de un retorno a ese «conocim iento del país» que adem ás fue casi siempre
m ejor que su reputación, y cuyos conocim ientos no estaría mal que cata­
ran de vez en cu ando quienes hoy se burlan. «C onocer el país» sonaba
anticuado; en círculos ilustrados científico-socialm ente, histórico-social-
m ente, y desde luego com parativam ente, era algo que sólo se tocaba con
pinzas. Y el caso es que se trata sólo de un nom bre antiguo para el estudio
concreto de contextos complejos. El nom bre m oderno es «aren studies»,
cam po clásico desde siem pre de una investigación integrada y adelantada
en cuanto a su m étodo. A quienes veían llegado el final de los orea studies
en la era de la globalización podría haberles explicado alguien que justa­
m ente acababan de em pezar su segunda vida. La carencia de orea studies es
eclátant, p o r todas partes falta gente que sepa arreglárselas con el m undo
de hoy, que no es idéntico al que se encuentra día tras día por los pasillos
de los intemational airports.
Es llam ativo que el a rran q u e del nuevo pen sam ien to en categorías
espaciales coincida con la agonía o derrum bam iento de sistemas y cons­
trucciones sistemáticas. En el Oeste, el nuevo discurso espacial com enzó
en el decenio de 1960 con H enri Lefébvre, en el Este, en la últim a época
del socialismo real y en plena disolución del Im perio soviético, con la con­
ju n ció n de unos saberes históricos eurasiáticos cargados de espacialidad y
otras corrientes ideológicas. N aturalm ente, entre saber cultural y persona­
lidad de un Lefebvre y de los rusos euroasiáticos hay un abismo, o más de
uno. Pero tam bién hay algo que les une: superar y criticar un mismo punto
de partida, el sistema ideológico o político que p o r así decir alum bra el
m undo de sí mismo. Production d ’espace social en Lefebvre y conceptos espa­
ciales de los historiósofos postsoviéticos son p o r igual ejercicios de seduc­
ción intelectual, ejercicios de lenguaje para hacer posible uno nuevo. Pero
no son ese discurso mismo. Lefebvre lleva más lejos su discurso marxista,
en adelante ya no referido a una «lógica del capital» sino a la producción
del espacio social; los rusos, en lugar del exangüe m aterialism o dialéctico
reanim an sus neoantiguas existencias ideológicas de procedencia euroa-
siática o del nacionalbolchevism o. R etroceden asustados ante el últim o

472
paso, el que lleva a u n a exploración y u n a historia del país de corte
m oderno: orea studies.

El caso soviético. Violencia y «dominio del espacio». «Un sexto de la Tierra»,


como se llamó la U nión Soviética en su época de auge, era algo im presio­
nante: hacia fuera, pero tam bién para sus ciudadanos. Esa superficie roja
en el atlas representaba un gran país; straná maiá schirókaia, dice una can­
ción popular soviética, ancha es mi tierra. Un m undo hom ogéneo con níti­
dos límites exteriores. Parecía que el po d er se hubiera dedicado desde el
p rincipio a hacer del conglom erado del antiguo Im perio ruso un país
m oderno que latiera al compás de un tiem po unitario, el futuro, que no
supiera de fronteras, ni verticales ni horizontales. Parecía que el p o d er
tuviera la potencia precisa para dibujar de nuevo ese país gigantesco com o
en un escritorio, com o u n a gigantesca hoja en blanco, de m o d elar su
relieve com o se le antojara. Podría describirse la historia soviética com o
historia de la producción de un nuevo espacio soviético. D onde no desem ­
peñaran ya papel alguno las antiguas fronteras étnicas del Im perio m ulti­
nacional, pues todos sus pueblos se reu n ían en la koiné de lo soviético a
título de «pueblo soviético»: idéntico patrón de cultura, lengua y organiza­
ción política. El espacio soviético se m antiene unido por grandes proyec­
tos que transform an la naturaleza siguiendo pautas de utilidad científica y
política. Se proyectan canales y vías férreas, pipelines y enlaces ferroviarios.
Se desvían corrientes y se unen mares, se riegan desiertos y se desecan pan­
tanos. Se rem odelan ciudades y se les añaden nuevas. Se declara la guerra
a una naturaleza hostil al género hum ano y se la doblega hasta ponerla de
rodillas. No hay polo del frío ni del calor para los héroes. El m undo sovié­
tico es construido, en caso de resistencia, se vence o se desgasta. El m undo
soviético tiene rasgos tecnoides. El espacio soviético es hom ogéneo. N atu­
ralm ente esto es exageración, pues ni las más virulentas y violentas trasfor­
maciones, instalaciones y establecim iento de ejes pueden hacer que se des­
vanezcan la diferencia h oraria o la tectónica cultural del gran país. La
verdad es que aun en los tiempos del máxim o esfuerzo y clausura del sis­
tem a seguía habiendo un Im perio gigantesco, con fisuras tem porales, cul­
turales y de civilización, que le venía grande al poder. «Masteiing the space»
(Sheila Fitzpatrick), «dom inar el espacio», era cuestión de vida o m uerte.
La im potencia del p o d er lo fue siem pre ante el espacio que nunca logró
ten er en su m ano, y todas sus fantasías de om nipotencia no son al cabo

473
sino fantasías de im potencia, pánico a sucum bir, a desvanecerse en ese
espacio. No se en tiende la Revolución rusa sin arterias y conexiones del
ferrocarril ruso que hizo por prim era vez de espacio am orfo territorio, que
lo puso literalm ente en m ovim iento, y n ad a se en tien d e de la violencia
estalinista contra el país cam pesino, inm enso y en verdad ingobernable,
com o no se vea el pánico y la desesperación de los detentadores del poder
encastillados en las ciudades, desde donde dom inan el país com o colonia.
Allí com o p o r doquier, poder es poder sobre el espacio; pero si en alguna
parte rige esto de verdad es en Rusia. Reverso de lo cual es la im potencia
com o carencia de po d er sobre ese espacio, u n a hom ogeneización m era­
m en te superficial de un espacio p ro fu n d am en te agrietado en realidad.
D urante largas fases de su existencia la historiografía soviética oficial des­
cribe el cam ino ya recorrido p o r el po d er en esa hom ogeneización, m ien­
tras la historia sobre el terreno quedó condenada al destierro y la amnesia
d u ran te decenios. Conocim iento del país y del lugar, geografía descriptiva
y corografía, historia sobre el terreno, eso era subversivo. Al conocim iento
del lugar y sobre el terreno se le mantuvo apartado, se sumió en la clan­
destinidad. Su cristalización en u n a nueva historia integral sólo podría
em pezar u n a vez desm ontada la «estructura» llam ada U nión Soviética481.

Espacio histórico, lugar histórico: la komunalka. La investigación de la his­


toria de la U nión Soviética tiene sus adelantados, sus obras maestras, pero
tam bién sus derrotas y escándalos. A quien anduviera p o r la Rusia del siglo
XX con los ojos de H erodoto le saltaría a la vista de inm ediato. Hay biblio­
tecas enteras acerca de la URSS. ¡Qué no estará totalm ente docum entado,
investigado, analizado! Decisiones políticas, sesiones del P olitburó y el
Comité central, desarrollo y acuerdos de los congresos del Partido, resolu­
ciones de las comisiones del Plan, resultados de planes quinquenales, des­
p roporción en tre planes y resultados reales. G eneraciones enteras de cien­
tíficos, filósofos e historiadores estuvieron ocupadas en captar, describir,
analizar «el sistema» y conceptualizarlo. Miles y m iles de libros se han
escrito sobre to d o aspecto concebible de la form ación de cuadros, su
patrón curricular o el estancam iento económ ico.
Pero a lo largo de los ochenta años de existencia del régim en, del «sis­
tem a» soviético com o se le llam aba, no aparece en esa en o rm e m area
im presa un solo estudio de cierta talla acerca de la komunalka, la vivienda
com partida, el núcleo interno de la form a de vida soviética, lugar de con-

474
vivencia forzada y de supervivencia de varias generaciones, lugar de naci­
m iento y socialización del homo soviéticas, ese lugar en que se trataba de lo
íntim o en público. Hay que imaginárselo: ni un solo estudio del lugar cen­
tral de la vida de millones y millones de seres hum anos y de una genera­
ción tras otra. Su lugar de vida, el centro de su m undo vital, el lugar de su
supervivencia. Y eso que no eran secretos, sino de todos conocidos. Pero
los especialistas preferían ocuparse de decisiones e intrigas en com ités
centrales a los que no tenían acceso. Q uienes han inform ado de lugares y
m undos vitales h an sido en todo caso periodistas. Si es que hubo quien
docum entara la realidad de la vida, serían ellos.
La komunalka es sólo un caso, bien que flagrante. Algo similar podría
decirse de hacer cola, que ha absorbido tiem po de vida de m illones de
personas; o de ese m ercado donde cada quien se m ercaba com o podía lo
necesario para la vida; o de los contactos sin los que era imposible vivir.
Aquí no se trata de llam ar la atención sobre «un campo descuidado p o r la
investigación», de algún desiderátum o u n a «laguna en la investigación»,
naturalm ente siem pre para lam entarla, sino de hacerse idea cabal de ese
auténtico escándalo: que para los historiadores la solidez de la realidad
sim plem ente no fuera pertinente. No era com petencia suya. Algo así se
quedaba para periodistas, o para un historiador viajero llam ado H erodoto:
al ojo de H erodoto no se le habría escapado ese m undo, pese a las restric­
ciones de movimiento y los filtros que había en tiem pos soviéticos. Y no se
le habría escapado porque él era un viajero del m undo que se interesaba
p o r todo, no sólo p o r lo que el oficio científico considerara a propósito y
po líticam en te correcto. H ero d o to se h u b iera re co rrid o el m apa de la
U nión Soviética y practicado estudios fenom enológicos, se habría llevado
de vuelta a casa m aterial en que trabajara luego la reflexión científica. «El
ojo de H erodoto» significa aquí volver a colocarse en una perspectiva, en
una percepción sin restricciones, totalmente abierta hasta donde sea posible.

Herodoto y Moscú 1937. Es fácil que H erodoto nos pudiera ayudar a con­
trolar ese auténtico caso de em ergencia en la historiografía que se llama
«Moscú 1937». El enigm ático año del «gran terror» en la enigm ática histo­
ria de Rusia en el siglo XX. La cuestión se situaría entonces en com prender
de alguna m anera cóm o se vino a ese increm ento inconcebible de violen­
cia y autodestrucción asociado a la fecha 1937, lo que acaso diera alguna
respuesta a la p regunta más planteada en ese año: ¿por qué todo esto, por

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qué m e toca precisam ente a mí? Conceptos com o destino, azar, fortuna o
in fo rtu n io son algo que desprecian los historiadores esclarecidos. Pero
aun así, m ientras siga sin esclarecerse el caso Moscú, esa inconcebible y
fantástica arbitrariedad con que se convirtió en enem igos y se liquidó a
seres hum anos p o r cientos de miles, en tanto eso siga sin esclarecerse vale
hablar de «destino» o «fortuna» que alcanza a unos y a otros respeta. Todo
sucedió en el más exiguo espacio, con vertiginosa celeridad, en inm ediata
sucesión, en estrecha vecindad. ¿Cómo escribir historia tal, o m ejor, coo­
perar, ir escribiéndola, ya que tiene ocupadas sin descanso a varias genera­
ciones de historiadores? Yo em pezaría por hacer com o H erodoto y Benja­
m ín. B uscar el escenario, inspeccionar el lu g ar de los hechos, sacar
relaciones a la luz, establecer rastros, interrogar a testigos.
Todo em pieza p o r describir el lugar. Sólo descripciones de lugar son
precisas; «el» socialismo o «el» estalinismo son fantasmas, no un lugar his­
tórico. C onseguir u n a visión de conjunto de Moscú en 1937 es más que
difícil, casi im posible. U na ciudad en erupción, un gigantesco solar en
construcción. Como estaba previsto en el plan de 1935, el antiguo y atra­
sado Moscú se borra para hacer sitio al nuevo. El antiguo Moscú se desva­
nece o se reduce hasta lo irreconocible, crece una ciudad de otro corte y
otras dim ensiones. Para en ten d er esto hay que haber visto obras com o las
de la plaza de Potsdam o m ejor «Shanghai» en el año 2000. Se deseca el río
y se con ecta con los «cinco mares» a través del canal Moscú-Volga. Se
reconstruyen muelles y puentes, se am plían las calles a anchuras de gran­
des vías. Las nuevas plazas insinúan ya la nueva dim ensión del espacio
público. El com plejo de la «Casa del Gobierno» apunta ya adonde se va, y
la obra del «Palacio de los Soviets» ya dibuja en el cielo la silueta del nuevo
Moscú. La antigua, la de las cuarenta veces cuarenta torres e iglesias, ya ha
sido borrada. Del Moscú de iglesias y palacios surge el de los soviets, los
palacios de la cultura, las fábricas, los estadios y los parques de educación y
descanso. Q uien llega a Moscú después de 1937 tiene delante otra ciudad.
P ero no es sólo u n a ciudad de nueva planta, sino dem olición de un
espacio urbano y producción de otro. El nuevo Moscú es Peasant Metrópolis
(David H ofm ann), una ciudad que duplica su población en m enos de diez
años, la ciudad de la inm igración campesina, del ex cam pesino preprole­
tario, de esa existencia anfibia de campesinos desarraigados y proletariza­
dos expulsados de las aldeas o escapados a la ciudad donde hallar trabajo
o desaparecer. Peasant Metrópolis ha absorbido y arrollado al viejo Moscú.

476
Peasant Metrópolis está en estaciones, albergues nocturnos, cabañas de
adobe, barracones, alojam ientos de fábricas, y si la cosa va bien, en habita­
ciones varias veces superpobladas de viviendas com unales, vivienda privile­
giada de los recién llegados. En Peasant Metrópolis no hay conducciones de
agua, ni alcantarillado; com o m ejor se entiende es viendo slumsy favelas.
En Rusia, a eso se le llam aba en su día «Shanghai». En las ciudades en
plena explosión de hiperurbanización hay shanghais p o r doquier, espa­
cios a los que ningún tranvía lleva, donde el cam pesinado se aferra a jiro ­
nes de sus tradiciones y baila los fines de sem ana, pero sobre todo, en
cuanto puede, em prende la huida, adelante, fuera, lejos del atraso, a las
cumbres de la cultura y un bienestar siquiera escaso. Nada entiende quien
no se haya paseado p or sus shanghais, ni se haya echado a la espalda las
dos horas andando de m adrugada hasta la fábrica, e igual cam ino a pie de
vuelta a casa p or la noche. El m etro recién introducido es lujo de privile­
giados, de gentes cultivadas que se lo pueden perm itir. En el m etro y en las
escaleras mecánicas aprende Moscú a ser civilizado, kultumo: a estar dere­
cho, ir po r su izquierda, no escupir en el suelo. A prende a bajarse del tran­
vía en m archa sin caer bajo las ruedas. Ejercicios en técnicas de civilización
urbana, condensados en u n a fracción de segundo histórico com o ya
pasara antes en otras grandes ciudades. Moscú es la ciudad de la h ip eru r­
banización, desbordada y arrollada, y el nuevo Moscú de piedra, un dique
ante la m area, el gesto al cielo que proclam a «resistiremos». Y sobre todo:
estamos construyendo u n a ciudad nueva, una ciudad inm aculada en la tie­
rra, no en el más allá. El Moscú nuevo no es utopía sino realidad, porvenir
vuelto presente: y ver para creer, no hay que m orir para verlo, está a m ano,
existe. El nuevo Moscú se quita al viejo de en m edio de u n em pujón, se
libra de él: de sus calles enrevesadas, de sus patios traseros, de sus peque­
ñas iglesias con m uros tiznados p o r las lam parillas. Se vuelve lum inoso,
eléctrico, se quita la barba ortodoxa, se afeita, se pone camisa blanca, y
hasta corbata dom ingos y festivos. Q uiere salir del atraso, sobre todo los
jóvenes. Q uieren p erd er de vista de una vez al viejo Adán, no quieren ser
cam pesinos sino tractoristas, obreros, paracaidistas, ingenieros, pilotos.
Con el sufrim iento que llevan detrás, auténticas pasiones, se corresponde
el d esen fren ad o apasionam iento con que q u iere n seguir adelante. Su
ansia de saber es insaciable, ilimitada su entrega, su opüm ism o, a prueba
de casi todo. El Moscú de esos seres hum anos es revuelto y afanoso com o
horm iguero, cada quien busca u n sitio para sí. La única estrategia que

477
cuenta es la supervivencia. Moscú es el lugar en que uno puede desapare­
cer y em pezar de nuevo. Aquí viven miles y miles que se atribuyen nueva
identidad, fugitivos del campo, kulaks desaparecidos e hijos que se aver­
güenzan de sus padres. Ciudad de outeasts que quieren ser ciudadanos nor­
males y que les dejen vivir tranquilos de u n a vez, la ciudad de incontables
seres hum anos con pasado y vida doble. Llegado el caso, el poder estatal
seguirá su rastro, los descubrirá, arrancará sus máscaras y los aniquilará.
Moscú en 1937 está lleno de existencias clandestinas en busca de un nuevo
comienzo.
H erodoto y Benjamin podrían haber notado algo de eso, sólo habrían
necesitado leer el periódico. Q ué no habrá en un periódico de 1937: cruci­
gram as ju n to a artículos de fondo com o «¡Acribilla a la banda de espías
troskofascistas!», inform ación de la ejecución de penas de m uerte y anun­
cios de u n a nueva película musical. Anuncios que anuncian conservas de
prim era, anuncios que conm inan a hacer las com pras para estas fiestas,
noticias de brutales asesinatos de un asesino en serie en los suburbios y del
éxito alcanzado en el concurso internacional de violín de Bruselas, en que
David Oistrach ha conseguido el prim er puesto. Leemos de la ejecución
del g en eralato y de las conm em oraciones del ce n te n ario de Puchkin.
Vemos los zepelines en el cielo, el paracaidism o com o d ep o rte para el
tiem po libre de la juventud inquieta. En la calle Gorki se abren restauran­
tes autom áticos a la m oda de Nueva York, y el aeroplano Máximo Gorki
gira majestuoso sobre la nueva ciudad. Se suceden las marcas m undiales
en cadena: se sobrevuela el Polo, se vuela a América, se corre un rally hasta
Vladivostok, se asciende el prim er seismil. Noticias del tiem po ju n to a las
de ejecuciones entusiásticam ente celebradas. Moscú está al corriente de la
m archa de la G uerra Civil española. El 8 de ju n io de 1937, inform a Pravda,
hubo eclipse total de luna. Moscú se m oderniza. Los anuncios elogian las
virtudes del Eau de Cologne, las frankfurter Würstchen, el champagne y las deli-
catessen de Yeliseyev. Y de noche, locales a troche y m oche: en el H otel
M etropol, jazz y foxtrot a cargo de Utjozov, en el Praga, un célebre con­
ju n to de zíngaros.
T odo en el espacio más estrecho, entre las arcadias del Parque de edu­
cación y descanso M áximo Gorki y las celdas de ejecución en la plaza
Lubianka, en tre el cuento de hadas del art déco de Echtuchev en el Hotel
Moscova y las cuevas en los alrededores de la factoría automovilística SIL.
Casi al alcance de la vista de su puesto de trabajo se le rom pen m etódica­

478
m ente los dedos a Vsevolod M eyerhold. Colas p o r todas partes: ante las
tiendas de alim entación y ante la entrada del NKWD, donde las m ujeres
tratan de averiguar el paradero de sus maridos. U no se pone en la cola y
oye algo de lo que han escrito en sus swodki y transm itido a la posteridad
los confidentes y fabricantes de noticias del NKWD. Que los fascistas esta­
ban tom ando el poder, que los judíos tienen la culpa de todo, que se lle­
gará a la hora de la venganza, a u n a carnicería espantosa, a una noche de
San Bartolomé, puede que tam bién algo de la esperanza de u n a guerra en
que p o r fin se dé a conocer el enem igo real, no uno imaginario.
H ero d o to y B enjam in en tra ría n en contacto con los más diferentes
ám bitos y personas, h arían «interviús», oficiosas a la m an era de L eón
Feuchtwanger pero tam bién en el underground, conspirativas y arriesgadas.
Se encontrarían con un sinnúm ero de personas, en su mayoría víctimas y
verdugos, verdugos y víctimas a una. Callejearían por la ciudad y se topa­
rían objetos y signos del m undo nuevo y su nuevo bienestar, y los anota­
rían en sus cuadernos: bicicleta, gram ófono, teléfono, estanterías,
m áquina de coser o las obras escogidas de Gorki. A ndando así p o r la ciu­
dad sacarían u n a im presión de las presiones, de tempi y de pulsos, del
ritm o de la época, de la descom unal transform ación de la ciudad. Es fácil
que alcanzaran a b arru n tar qué pasa cuando se desata la desesperación,
cuando en un sentim iento general de no h ab e r salida resuena p ro n u n ­
ciado el nom bre de un culpable y se ofrece u n chivo expiatorio. U na ciu­
dad dispuesta en cualquier m om ento al progrom y la guerra civil. Vagarían
por u na ciudad de la evanescencia, de la transform ación de em inencias de
ayer en m enos que personas, y del ascenso estrem ecedor de miles de don
nadies a las plazas así vacantes arriba, muy arriba. T erro r y depuración,
Moscú, hogar de la batalla en figura de boomtown, lugar d onde se hacen
carreras vertiginosas que dejan sin respiración, lugar de fortuna y miedo.
Moscú, utópico p u n to de fuga de la provincia -«¡A Moscú, a Moscú!», y
prim er pu n to de partida en el viaje al archipiélago Gulag.
Q uien se mueve p o r Moscú en 19S7 se encuentra en el más exiguo espa­
cio todo elem ento, form a, motivo, m edida de tiem po e in grediente del
nacim iento de la civilización soviética. Sólo hay que estar interesado en
ella y presentarse. Aún no está separada en regla, por capas sociales o cul­
turales, m entalidades o semióticas, econom ía o gender. E ntrar en ella es
bastante difícil, uno se ve arrollado, desbordado p o r exigencias excesivas,
como la vida misma. Puede que se llame historicista a esa actitud. Pero sólo

479
quien se haya tom ado la molestia de p en e trar en ese horizonte temporal
tiene derecho a seguir hablando en él. «Estar p o r encima», eso que se pro­
clam a com o ideal, abre otras posibilidades de conocim iento, pero no esas
de las que aquí se habla. Dar vueltas por el escenario, pasarse de las rayas
trazadas en tre campos de trabajo y disciplinas, la experiencia de la simul­
taneidad de las cosas que siem pre lo es tam bién de lo inabarcable de las
cosas, eso es u n a form a de exploración y conocim iento históricos. A
menucio y en gran m edida la historia está out of control, y vivir es a m enudo
y en gran m edida struggle of thefittest for suruival. Escribir historia sin darse
ocasión para un atisbo siquiera de todo eso no encontrará lenguaje para
las historias que se ha propuesto contar.

La «Dialéctica de la Ilustración» y su lugar: Los Angeles. El autodiagnóstico


probablem ente más tenebroso que la cultura occidental haya hecho de sí
misma, la «Dialéctica de la Ilustración», se estableció en Los A ngeles182. Lo
redactaron allí T heodor W.Adorno y Max H orkheim er entre 1941 y 1945.
Eso no es azar. D urante un lustro Los Angeles se convirtió en un «exilio en
el paraíso», pu n to de apoyo y reunión de em igrantes alem anes en fuga de
Hitler. Cuantos eran alguien en la cultura de la Alem ania de W eimar se
fueron en contrando poco a poco en la ciudad del Pacífico en rápido cre­
cim iento: T hom as y H einrich M ann, A rnold S chónberg y León Feucht-
wanger, Alfred Dóblin y Bertold Brecht, Bruno Franck y Ludwig Marcuse,
Max R einhardt y Ernst Lubitsch, Fritz Lang y Billy W ilder, M arlene Die-
trich y Joseph von Sternberg. De la noche a la m añana la ciudad del Pací­
fico se convirtió en centro de la diáspora centroeuropea. Y de la noche a la
m añana el paisaje urbano com prendido entre San Remo Drive y el Paseo
M iram ar en Pacific Palisades, entre la Calle 26 y el bulevar de San Vicente
en Santa Mónica, se convirtió en puesto de observación y punto de refle­
xión acerca de la situación de la civilización occidental. De Los Angeles
p ro ced en no sólo la «Dialéctica de la Ilustración», sino tam bién el Doktor
Faustus de Thom as Mann, Survivor of Warsazu de Arnold Schónberg, y tam ­
bién Mínima Moralia. Reflexionen aus dem beschadigten Leben, fragm entos de
los Prismen y otros textos de Adorno. Huidos de Europa éste y H orkheim er,
venidos a d ar en m edio de un entorno com pletam ente ajeno y m irándolo
con ojos de forastero, p o r así decir en un aislam iento por duplicado, reac­
cionaron vivamente al nuevo entorno, se dejaron provocar e inspirar por
él, lo «elaboraron». En la «Dialéctica de la Ilustración» abordan la ruptura de

480
Europa que dejaban atrás. «Nos habíam os propuesto nada m enos que des­
cubrir p o r qué la hum anidad se h u n d ía en u n a nueva especie de barbarie
en lugar de en trar en u n a fase de verdadera hum anidad»483. Q uerían sacar
a la luz cóm o se llegó a que «la tierra com pletam ente esclarecida p o r las
Luces irrad ie signos de u n a triunfal desgracia»484. Com o recalcan de
muchas m aneras, el pun to de vista de Los Angeles es privilegiado, total­
m ente p o r encim a de la época. Los Mínima moralia están im pregnados de
la experiencia estadounidense hasta en los giros de lenguaje, en el ju eg o
con m odismos estadounidenses com o regular guy, popular girl, wishful thin-
kingo date, esa experiencia está inscrita en objetos y temas elegidos, com o
«violencia de película», guionista, callgirls, whisky-sodas o bungalow. El pesi­
mismo de la «Dialéctica de la Ilustración» no sería tan com pleto y excluyente
de toda esperanza si hubiera tenido p o r referente fascismo y bolchevismo
europeos. Pero en esas conclusiones de A dorno y de H orkheim er era esen­
cial la experiencia estadounidense que cristaliza especialm ente en el capí­
tulo «Industria cultural. La Ilustración com o engaño de masas»: «Con­
form e a su tema, nuestro libro m uestra las tendencias que transform an el
progreso cultural en su contrario. Eso es lo que tratam os de e x p o n e r
m ediante fenóm enos sociales de los años trein ta y cuarenta en Estados
Unidos»485. Puede que hayan cooperado a agudizar su juicio el doble aisla­
m iento del intelectual y exilado en Los Angeles-Hollywood. «Todo intelec­
tual de la em igración sin excepción está tocado, y hará bien en recono­
cerlo si es que no quiere aprenderlo cruelm ente a puerta cerrada con su
autodesprecio. Vive en un entorno que p o r fuerza h a de seguir resultán­
dole incom prensible, p o r bien que se sepa m anejar en las organizaciones
em presariales o las complicaciones del tráfico; de todas formas andará p er­
dido. Reina una ru p tu ra irreconciliable entre trabajo profesional-respon­
sable y reproducción de la vida propia bajo el m onopolio de la cultura de
masas. El está desposeído de su lengua, y desviado por otros cauces el cau­
dal de la experiencia histórica de que bebía su conocim iento»486. P uede
que sea a resultas de ese aislam iento com pleto, herm ético, por lo que se
desvanece toda differentia especifica entre capitalismo y dom inio total en un
contexto de sincronización y deslum bram iento en que destrucción de ciu­
dades europeas, géneros prefabricados de usar y tirar y campos de trabajar
y exterm inar género hum ano sólo suenan com o variaciones de un mismo
tem a187. Esa reacción de A dorno al nuevo en to rn o perm ite sin dificultad
re co n o ce r su m odelo en B enjam in, p o r ejem plo en sus observaciones

481
com o m iniaturas sobre el paisaje estadounidense en Mínima moralia: «Pay-
sage. La carencia del paisaje estadounidense no está principalm ente en la
ausencia de m em oria histórica, como quería la ilusión rom ántica, sino en
la falta de toda huella de la m ano del hom bre. Esto se refiere no sólo a la
ausencia de terren o s de labor o al m onte bajo sin ro tu ra r y a m enudo
au tén tico m atorral, sino ante todo a los cam inos. Estos siem pre se han
ab ierto paso d irectam en te en el paisaje con voladuras, y cuanto más
anchos y llanos se han logrado tanto más inconexo y violento resulta su
relu c ien te trazado fren te a un e n to rn o dem asiado salvaje. No tienen
expresión. Com o no conocen pasos ni rodadas, ni suaves senderos a lo
largo de sus m árgenes a m odo de transición a la vegetación, ni senderos
laterales que bajen al valle, prescinden de lo suave, lo que suaviza, lo ama­
ble y sin aristas de las cosas en que han intervenido las m anos o sus herra­
m ientas inm ediatas. Es com o si nadie le hubiera pasado nunca un cepillo,
ni u n a m ano am able siquiera p o r el pelo. Desconsolado e irrem ediable­
m ente desconsolador. A ello corresponde cóm o se lo percibe. Pues el ojo
apresurado no p u ede re te n er lo que h a visto aprisa desde el coche, y se
h u n d e sin dejar huellas, com o a él se le escapan»488.

Walter Benjamín en Los Angeles. «Qué habría significado para el Instituto


y au n para la cultura estadounidense la em igración de W alter Benjamín a
Nueva York es cosa que no cabe decir, naturalm ente. Cómo habría aunado
sus aptitudes con las de otros m iem bros del Instituto, sólo cabe conjetu­
rarlo». W alter Benjamín no se contó entre los salvados. El, el «fugitivo titu­
beante» (M artín Jay), había dicho a sus amigos del Instituto de Investiga­
ción Social que hacía m ucho le venían instando a abandonar Europa: «En
E u ro p a hay posiciones que d efender»489. C uando aun así partió, era ya
tarde. Q ué se habría puesto a hacer el autor de los Pasajes con Los Angeles,
la m etrópolis en auge del área del Pacífico, no lo sabemos.
Se p uede conjeturar que en Estados Unidos Benjam ín habría seguido
su cam ino, el del fláneur, ciertam ente en condiciones modificadas. Y Los
Angeles habría encontrado en él al «fisónomo materialista» que probara
sus m étodos en objeto nuevo. A la sazón, finales de los años trein ta y
com ienzos de los cuarenta, ya se atisbaba algo de la futura posición, del
hechizo de la m etrópolis del Pacífico. Lo atestigua la industria cinem ato­
gráfica, lo atestigua la literatura, pero sobre todo lo atestigua el boom de la
ciudad fundada en la lucha p o r el agua y el petróleo. A unque la transfor-

482
Plano general de Los Ángeles.

«Y Los Á ngeles h a b r í a e n c o n t r a d o e n él al “fi s ó n o m o


m a t e r i a li s t a ” q u e p r o b a r a sus m é t o d o s e n o b je to
nuevo.
m ación de Los Ángeles en u n a de las mayores m etrópolis industriales de
Estados U nidos y del m undo no se produjo sino a resultas de la Segunda
G uerra M undial y la G uerra Fría, ligada al traslado de industrias y alta tec­
nología a la costa del Pacífico, ya en los años treinta era visible que en Los
Ángeles estaba pasando algo com pletam ente nuevo. Allí se había consu­
m ado definitivam ente la separación de la ciudad europea cuya figura aún
se habían esforzado p o r im itar celosam ente las ciudades de la Costa orien­
tal estadounidense. Allí había surgido un tipo nuevo de asentam iento y
convivencia hum anos que desde entonces ha m arcado la im agen de Esta­
dos U nidos y o cu p ado sin descanso a cuantos la han estudiado, desde
A ntón W agner en Werden, Leben und Gestalt der Zweimillionenstadt in Südkali-
fomien (Riel 1935), hasta Edward Soja, Mike Davis o Dolores H ayden490. Sin
hablar de esa industria cinem atográfica que desde Hollywood abastece al
m undo en tero de im ágenes de ensueño o pesadilla. El lugar de asilo de
Benjam ín se h abría convertido en lugar del adiós a la ciudad europea que
tan profusam ente había descrito y tratado de en ten d er. La negación de
todo lo conocido, u n a verdadera arribada al Nuevo M undo. El teórico de
la ciudad europea arribado a la anticiudad. El especialista en ruinas con­
vertido en arqueólogo del futuro, de quien Mike Davis había de retom ar el
rastro u n a generación más tarde.
Puede descifrarse al «fisónomo materialista» que era Benjam ín en esa
form a nueva, la de algo que desde Europa parecía puro «amorfismo», el
paisaje u rb an o cubierto p o r el smog que se extiende 150 kilóm etros a lo
largo de la costa del Pacífico. D onde las perspectivas del europeo se siguen
ateniendo a u n centro, el fisónom o persigue p o r vez prim era lo policén-
trico. A él no le interesa lo que falta, la carencia, sino lo que ha llegado a
ser figura que se sostiene p o r sí. No quiere una visión externa, sino inm a­
nente. El W alter Benjam ín que hubiera llegado a L. A. habría sido autor
de estampas urbanas. A él, que había descifrado los pasajes de París, Los
Ángeles le habría planteado nuevos enigmas: highiuays, una ciudad sin cen­
tro, culto al cuerpo en las beaches de Venice y Santa M énica, la m odernidad
española. H abría proseguido p o r el Broadway del downtoum o en el Bulevar
Sunset los viajes del reconocim iento que com enzara un día con paseos por
el T iergarten berlinés. Quizás habría sido su mayor reto, pues «Los Ánge­
les parece in frin g ir todas las reglas de legibilidad y re g u larid ad d e lo
urbano, desafiando a todo m odelo tradicional de qué vale com o u rb an o y
qué no»491. H abría tenido quehacer con una ciudad sin límites visibles, con

484
más de 120 municipios incorporados, una Metropolitan area en que viven 15
m illones de seres hum anos, y con un producto bruto que la coloca en los
prim eros puestos entre las naciones industriales. Un área urbana en que
las categorías de cen tro y periferia no tien en m ucho sentido p ero que
guarda la clave para en ten d er las formas de vida a finales del siglo XX. No
es sencillo. «Las visiones unitarias son seductoras, p ero n u n ca abarcan
todas las condiciones y sentido de lo urbano que se captan cuando uno lee
críticam ente el paisaje y lo visualiza en teram ente com o texto geográfico.
Entonces resulta que además hay que identificar a demasiados autores, la
literalid ad (¿m aterialidad?) del e n to rn o p ro d u c id o tiene dem asiados
estratos para p o d er hablar p o r sí misma, m etáforas y m etonim ias que a
m enudo chocan com o símbolos disonantes se desvalorizan m utuam ente y
h acen que se desvanezcan los tem as de fondo. H ablando aún con más
rigor: sabemos dem asiado poco sobre gram ática descriptiva y sintaxis de
geografías hum anas, sobre fonem as y epistem e en la interpretación del
espacio. Estamos som etidos m ucho más de lo que creem os a restricciones
de lenguaje, com o concede con razón Borges: cuanto vemos en Los Ange­
les y en la espacialidad de la vida social es innegablem ente sim ultáneo,
pero lo que escribimos, sucesivo, precisam ente porque el lenguaje es suce­
sivo. De ahí que la tarea de describir una región globalm ente y com o tota­
lidad sea probablem ente tan im posible com o construir un m aterialism o
histórico-geográfico general»492.

Fláneur/Street people. Flanerie/Cruising. En «El retorno del fláneur» ya se


describió al fláneur com o persona que despierta recelos, y cóm o llama la
atención y despierta recelo cuando sigue a su paso y a su m irada entre la
corriente de viandantes. C uánto más no valdrá esto de bulevares, drives y
freeways de Los Angeles. A pie no se ve nada de Los Angeles. Los peatones
están perdidos, no salen adelante. La ciudad no tiene límite. La perspec­
tiva del fláneur falla. U n tercio de la superficie del downtoion está reservada
a los coches: calles, aparcam ientos o garajes. El fláneur estaría más solo que
la una. Se convierte así en Street person. El espacio público m uere. Los ban­
cos están construidos in ten cio n ad a m e n te de m an era que nadie p u ed a
quedarse recostado m ucho tiem po. Retretes públicos no hay. Los espacios
públicos no son alivio sino problem a, zonas de dealers de la droga. No se
cruza p o r un parque si se puede evitar. D onde quedan espacios públicos o
restos, están ocupados p o r cámaras y vigilados p o r vídeo. El fláneur es sos­

485
pechoso per se, las lentes de las cámaras lo acercan a prim er plano. La ciu­
dad se ha retraído al interior de centros comerciales, malls herederos de
los pasajes. Mike Davis lo form ula casi com o A dorno cuando dice: «En
últim o térm ino los intereses de arquitectura actual y policía coinciden con
la m ayor claridad allí d onde se trata de co n tro la r m ultitudes hum anas.
Com o hem os visto, los planificadores de centros com erciales y espacios
pseudopúblicos abordan la cuestión de las m ultitudes hom ogeneizándo-
las. Construyen corraleras arquitectónicas y semióticas para filtrar «perso­
nas no deseadas». A los dem ás se les arrea adentro y se dirigen sus movi­
m ientos con b ru talid ad conductista. Les sedu cen con toda clase de
señuelos visuales, les arrullan con musicajos y les perfum an con aromatiza-
dores im perceptibles. Cuando esa partitura esquineriana está bien dirigida
surge u n a sinfonía de la com pra en toda regla con m ónadas bulliciosas y
consum idoras que se mueven de caja en caja»493. Cada vez se hacen más
raros los puntos «donde pueda florecer la heteroglosia, es decir, mezclarse
y ten er trato, al m enos relativo, punkies de Chinatown, skinheads de Glen-
dale, lowriders de Boyle Hights, chicas del Valley, parejas de diseño de las
Marinas, rapper de la Slauson Avenue, sin techo del Skid Row y m irones
ociosos del Middlewest»494. Sólo en unos pocos puntos aparece aún multi­
tud, pueblo sin separar.
Se plantea entonces una cuestión nueva, desde d ónde cabría aún, si es
que cabe, ver, percibir, experim entar entera la ciudad, desde donde se nos
franquea. Unos fantasean con la sobrecogedora visión de la ciudad desde
el avión que desciende hacia el LAX, Los Angeles International Airport:
luces de ciudad que se extienden grandiosas hasta el horizonte. «Sólo los
infiernos de El Bosco transm iten sem ejante im presión de reverbero de
ardores soterrados. U na velada fluorescencia de todas las diagonales, Wils-
hire, L incoln, Sunset, Santa M ónica»495. O tros descu b ren Los Angeles
desde el freeivay de San Diego, extendiéndose sin fin entre el Pacífico y las
m ontañas de San Gabriel que se alzan abruptas a lo lejos. Los hay como
Edward Soja que prefieren subirse a la azotea del H otel Bonaventure en el
downtown y m irar la tram a movediza de la ciudad: «Con fina ironía, hoy
más que nunca Los Angeles se aplica a ser u n a gigantesca aglom eración de
parques temáticos, espacio vital com puesto p o r puros m undos de Disney.
Sirve de m arco a escaparates de culturas de la global village y puestas en
escena de paisajes estadounidenses, shopping malls en que hay de todo y
main streets artificiales, maravillas patrocinadas p o r m arcas, prototipos

486
experimentales de comunidad futura apoyados por la hightech, lugares de
descanso y esparcimiento con primorosos envoltorios que esconden con
suma inteligencia los ruidosos procesos y puestos de trabajo que los man­
tienen en marcha. Como otros «paraísos en la tierra» de antaño, esos espa­
cios sutilmente cerrados y aun así abiertos a la visión de una fantástica
libertad de escoger están firmemente en manos de controladores invisi­
bles. Vivir aquí puede ser experiencia extraordinariamente estimulante,
fantástica, sobre todo para quienes puedan permitirse prolongarla lo sufi­
ciente para establecer una manera propia de estar y de moverse. Al final
todo se funda en un suelo y una tierra relativamente baratos en origen, se
desarrolla con la ayuda de un ejército de mano de obra de importación
baratísima y constantemente renovada, y funciona a base de herramientas
high-tech por todas partes, sigue unos criterios altísimos de seguridad y vigi­
lancia, y se gestiona con una agresividad atenuada del más eficaz sistema
de gestión, en situación de proporcionar en cualquier momento lo que se
necesite, conforme a los anuncios, just in time»496.
Pero la auténtica forma sucesora de la flánerie de Benjamin es el crui-
sing, el low riding, el patrullar sin rumbo pero alerta, ese dejarse llevar en el
asiento del fondo que una vez fuera emblema del American way oflifey hoy
se ha vuelto a desarrollar como ritual de ocio de los jóvenes. A su ritmo
aparece la ciudad como construcción, sus distancias, la altura de los edifi­
cios, el horizonte, las fachadas. Uno se desliza por el tobogán hasta el
fondo y asciende hasta el cielo, se desliza por el paisaje urbano. Con ese
movimiento se corresponde «cómo se lo percibe. Pues el ojo apresurado
no puede retener lo que ha visto aprisa desde el coche, y se hunde sin
dejar huellas, como a él se le escapan»497. El freeivay que pasa por Los Ange­
les franquea la visión de Los Angeles. El ojo del fláneur, demasiado cer­
cano, sería ciego.

Blade Runner. Factoría de imágenes. Hay muchas imágenes de la ciudad.


Cada época tiene la suya. Cada generación, su mitografía. Hay imágenes
de Los Angeles en Raymond Chandler y Upton Sinclair, Dashiell Hammett
y Dorothy Parker. La ciudad ha brindado los escenarios de Chinatown y
Blade Runner. Una ciudad de aluvión, sedimentada capa por capa. La ciu­
dad de los anglosajones y su espíritu puritano. La de la misión española
donde hoy se alzan el Civic Center y Union Station. La ciudad de la lucha
por el agua y las torres de los pozos petrolíferos. La de los palacios del

487
cin em a m o dernistas de los años veinte y del New Deai. T am bién la de
europeos del Este, la de chinos y japoneses inm igrados y la de la lucha de
clases. La ciudad balneario de amplias playas blancas y paseos festoneados
de palm eras, una especie de fuente de la juventud en el Pacífico para Esta­
dos U nidos protestante y blanco que se ha hecho viejo. La ciudad factoría
onírica que abastece de imágenes al m undo entero. La ciudad de la más
alta concentración de científicos de la naturaleza y cerebros de la high tech,
la de los riots de Watts en 1965 y South Central en 1992. La ciudad ivorld city
y m etrópolis del Pacífico. El lugar donde desenterrar im ágenes no es una
B ibliothéque N ationale, sino la film oteca. Y p u ed e que tam bién el heli­
cóptero de la policía cuyo proyector va cacheando uno a uno con su haz
los bloques de la ciudad.

Ciudad policéntrica, ciudad fragmentada. En alguna parte hay un centro,


downtown, Jinancial district. D onde logotipos y em blem as de bancos, asegu­
radoras y hoteles se adensan en grupos de rascacielos, en «centro cerem o­
nial»: C onvention C enter, Civic C enter, B iltm ore H otel, Los Angeles
Times, Security Pacific, First Interstate, Bank o f America, Crocker, Union,
Wells Fargo, Citicorp, M anulife, Transam erica, P rudential, IBM, Pacific
Stock Exchange. Pero es sólo uno de los m uchos centros en el «archipié­
lago policéntrico de L.A.» (Edward Soja). El área m etropolitana semeja
antes un a galaxia urbana, una confederación de ciudades. Es característica
la aglom eración en horizontal, por adición de barrios, no en vertical. La
ciudad com o patchwork, collage. L.A. no es u n a ciudad partida, digamos en
blanco y negro, sino agrietada, fragm entada, unos Balcanes en miniature.
L.A. tiene sitio para m undos que pueden coexistir sin tratarse. En ella se
solapan territo rio s y culturas p erten ecien tes a épocas distintas. Ni que
decir tiene que L.A. es la ciudad m ultiétnica, m ulticonfesional, m ulticultu­
ral, pero eso no da en el quid: es el lugar paradigm ático de la sincronía de
asincrónicos, de sim ultaneidad y discontinuidad. En 1990 había un 40 por
ciento de hispanos, 37 p o r ciento de blancos, 13 p o r ciento de negros, un
10 p o r ciento escaso de asiáticos o de islas del Pacífico y un 0,5 p o r ciento
de indios. Más del 35 por ciento, nacidos fuera de los Estados Unidos. Muy
p ro n to los latinos representarán la mayoría de la población de Los Ange­
les. L.A. es p or tam año la segunda ciudad m ejicana, arm enia, filipina, sal­
vadoreña y guatem alteca, la tercera canadiense, y alberga a las mayores
com unidades en Estados U nidos de japoneses, iraníes, camboyanos y gita-

488
nos. En las escuelas se hablan 96 lenguas m aternas diferentes, y sin salir de
Hollywood, 35: arm enio, rum ano, farsi, tagalo, jm er, laosiano, sam oano,
vietnamita, tai, afgano, drai, urdú, cantonés, portugués, ruso, hebreo, fran­
cés, bengalí, coreano, húngaro, árabe, hindi, visaya, taiwanés, gujarati,
m andarín, griego, m andinga, sueco, polaco, tahitiano, inglés y español498.
D onde las com binaciones son infinitas crecen culturas de inabarcable
multiplicidad. En ese paisaje uno puede llevar su propia vida sin ten er que
en trar en círculos ajenos. Se puede ir cam biando de épocas y cultura. A
m enudo basta pasar de bloque, cruzar una calle, cam biar de barrio, para
encontrarse ya en o tra época. Se oscila de la h ig h tech del XXI al sw eat shop
del XIX. Fábricas de inteligencia del fu tu ro ju n to a barrios del terc er
m undo. Industrias entregadas al ru st belt ju n to a paraísos artificiales de
extensos m alls. El m undo de latinos cargados de niños ju n to a despoblados
barrios de villas de los anglos que envejecen en sus ga ted com m unities. La
ciudad es en verdad u n a confederación de m uchas, ciudad de m uchas
zonas, de blancos, latinos, negros, asiáticos, nativos e inm igrantes. El
Downtown anglo ju n to al F uture latino (Mike Davis). C on cada tirón
dem ográfico de desplazan zonas y fronteras. Lo que ayer era ciudad real
puede ser m añana ciudad fantasma, y u n a que ya había expirado volver a
entrar en el circuito. Se recobran, se reconquistan zonas perdidas. Zonas
insostenibles se desalojan y se ab an d o n an a la próxim a oleada de inm i­
grantes. Hay que m antenerse al corriente o enseguida no reconoce uno la
ciudad. Los territorios se desplazan incansables. Los Angeles es un gran
escenario para el prodigio de la convivencia h u m ana y tam bién un gran
palenque. D onde hay fortificaciones y fosos y m urallas que separan y divi­
den en partes la ciudad, com o H arbour Freeway y Hill Street. Hay zonas
idílicas encastilladas con sus piscinas y sus azules lagunas, con enorm es
despliegues de jardineros, security p erso n a l y chóferes, y justo al lado no-go-
areas de low -intensity u rb a n warfare. Los Street g a n g s m arcan sus zonas y sus
áreas reservadas. Los g ra ffíti son m enos ornam ento que m arca de p o d er
con que no se juega. Los idílicos jard in es arom áticos están vigilados p o r
cámaras. Reservas de lujo en estrecha vecindad de hábitats de los sin
techo. El lenguaje en que se describe la situación recu erd a en m uchos
aspectos a lo militar. Se habla de vivac, cuarentena, w a r o n drugs, No-go-area,
loarlords, Street gangs, co n ta in m en t. La arq u itectu ra tiene algo de fortifica­
ción. Beverly Hills y Bel-Air sem ejan burgos hich-tech. Los arquitectos
tom an prestados secretos de edificios diplom áticos y bases militares499. La

489
B iblioteca Goldwin, obra de Frank Gehry, es «una especie de em plaza­
m iento de baterías arquitectónico, una cabeza de pu en te de la gentrifica-
ción. Su in te rio r cercado p o r barricadas, lum inoso y aéreo, dice tanto
com o u n a b iblioteca e n te ra de cóm o se está to rcien d o literalm en te la
a rq u ite c tu ra p ú b lica en Estados U nidos en aras de la “seg u rid a d ” y el
beneficio»500. Los espacios públicos se privatizan y m uchas calles sólo son
accesibles previo control. «Residents only». Se despeja el terren o para la
war on drugs. Hay toda u n a heráldica de la intim idación y el am edrenta­
m iento. El «centro com ercial panóptico» trabaja con rejas de seguridad,
cámaras de vídeo, aparcam ientos crudam ente ilum inados, m uros de hor­
m igón, radioteléfonos, barreras de infrarrojos, y alarmas. Las colonias de
viviendas sociales se convierten en aldea estratégica. Todo m uestra los ras­
gos de «una carrera de arm am entos en tre zonas que se h a pasado ya de
revoluciones» P ro pietarios de viviendas exigen q u e se les p o n g a un
«checkpoint Charlie». Los tejados de las casas se señalan con núm eros
«de m an era que la im agen de la ciudad desde el aire se convierte en la
cuadrícula de un localizador policial gigantesco»501. Se está pensando en
la vigilancia p o r satélite. «Toda esa vigilancia y cu adriculado aéreo, la
interm in ab le recogida de datos p o r la policía y la centralización de las
com unicaciones significan una “hausm anización” invisible de Los Ange­
les. No hace falta despejar zonas de tiro para cañones si se controla el
cielo»502. Se lucha p o r territorios, ya en sordina, ya estrepitosam ente, ora a
escondidas, ora abiertam ente. Intercam bios en tre anglosajones protestan­
tes y latinos católicos, boatchildren camboyanos y satanas filipinos. Llevan
noms de guerre y se d enom inan panthers, pigs, warriors, slausons, gladiators,
farmers, parks, outlaws, watts, reberl rousers o twenties5US. Revisan palm o a
palm o las fronteras entre sus dom inios y a veces, com o en los disturbios
de 1965 y 1992, se llega al gran clash. Entonces hay estado de excepción,
curfew, cargas de la Nationalgarde, e im ágenes del East de Los Angeles que
conocem os de Belfast y Beirut. Los Angeles no es sólo una ciudad, sino un
estado de com plejidad sin precedentes. Para m edirlo adecuadam ente hay
que volver p rim ero a la escuela con los m aestros en la descripción de
lugar, H ero d o to y Benjamin.

Excavating the future. Esa fórm ula de Mike Davis le habría gustado con
certeza a W alter Benjamin, el arqueólogo de la capital del siglo XIX. En Los
Angeles se ju n ta todo: los anuncios luminosos del Banco Agrícola de El Salva-

490
dar y los de Korea Airlines, la industria turísdca que vive del trabajo de inmi­
grantes con salario mínimo y la industria aérea y aeroespacial que garantiza
la superioridad de Estados Unidos en el siglo XXI, las rutas del tráfico de
drogas, la ilimitada fuerza de trabajo de Centroamérica y la energía empre­
sarial del Este asiático. Ese «Los Angeles postanglo poliétnico» es esencial­
mente católico504. En L.A. se junta todo: la América anglosajona y la América
latina, la protestante y la católica, la judía, la negra, la asiática y muchas otras
aún. L.A. es una ciudad en Estados Unidos, pero propiamente un lugar de
producción sin nacionalidad definida -u n tercio de las empresas del
Orange County son internacionales-, una confederación de ciudades en
relación directa con el mundo, un ejemplo de la desterritorialización de
Estados Unidos mismo (Robert Kaplan) ™ 5. México llega hasta East Los Ange­
les, y Asia, hasta el Monterey Park. La geografía de zonas urbanas de Los Ange­
les remodela el mapa del mundo, «de manera que El Salvador linda con
Corea, Armenia con Tailandia, Samoa con Belice y Luisiana con Jalisco.
Puede albergarse tanto un potencial interculturalismo como nunca se pudo
esperar como tendencias a una brutal microbalcanización»506.
Quien viaje por el área metropolitana de Los Angeles lo hace por el
mapa del mundo del siglo XXI. No sabemos qué habría escrito Walter Ben-
jamin sobre Los Angeles. Pero si miramos con atención la lista de tópicos
centrales de los Pasajes, puede que no fuera difícil adivinarlo. Aparecerían
ahí con certeza los freeways y los cuerpos de los que corren por la playa de
Santa Mónica, las torres petrolíferas y los cines modernistas de Broadway.
Habría una colección de secuencias en planos aéreos desde el helicóptero
de la policía y un estudio sobre el cruising y el low riding. Visitaríamos un
fragmento de la vieja Europa, la villa pompeyana que Getty reconstruyó en
Malibú, alzada sobre el Pacífico, y los muelles de carga en la terminal de
containers de Long Beach, desde donde el Pacífico se convierte en Medite­
rráneo del otro hemisferio. Habría una mirada melancólica a Union Sta-
tion, la que fuera terminal de los ferrocarriles transcontinentales, y una
visita a Los Angeles International Airport, a la puerta del mundo. Habría
un catálogo con reproducciones de los murales de los tiempos heroicos de
la clase obrera en Estados Unidos, y una colección de imágenes de Nuestra
Señora de Guadalupe que anuncian la reconversión al catolicismo del Los
Angeles protestante junto con postales de palmeras en el Wilshire Boule-
vard. Pero con todo su entusiasmo hay algo que Benjamin no habría olvi­
dado incorporar: los rollos de papel en que las agujas de los sismógrafos

491
registran las sacudidas con que todo el m undo se ha acostum brado a vivir
en la falla de San Andrés.

Restauración y renovación de la tradición. C orren buenos tiem pos para lo


que p od ría llamarse spatial tum. Si prefiero pese a ello no hablar de spatial
tu m es p o r razones ya conocidas: la historia-guión, u n a espacio-historia
aparte, lleva a callejones sin salida. Propiam ente se trata «sólo» de intensi­
ficar la atención, de refinar y agudizar la percepción y afinar el registro de
la escritura histórica. Los tums son modas y cosa de epígonos. Se puede
tom ar parte en uno sólo cuando ya se ha cum plido. Las condiciones son
hoy buenas para el específico adiestram iento de los sentidos que requiere.
Ante nuestros ojos se han roto espacios. Hem os tenido con qué ejercitar­
nos en la observación de desm antelam iento, ru p tu ra y pro d u cció n de
espacios. Hem os visto desplegarse ante nosotros el entero registro de diso­
lución y rem odelación, disolverse formas y form arse nuevas, transformarse
códigos espaciales, caducar y dibujarse m apas nuevos. Hem os participado
en la co n m o ció n p ro d u c id a al desplom arse espacios de la noche a la
m añana, en la caída del m uro en 1989 y el Ground Zero en 2001. Está hecha
la experiencia de que hay otros m undos más allá de las autorreferencias,
m undos aún p o r descubrir o redescubrir. En cuanto a existencias teóricas
hay un surtido im presionante: H erodoto, Cari Ritter, A lexander von Hum-
boldt, Friedrich Ratzel, y... W alter Benjamín. Sí, es aquí donde encaja Wal-
ter Benjam ín, aunque resulte inhabitual. Pero los estadounidenses que le
h an leído lo h an hecho en el contexto de urban studies, esto es, en el de
Ratztel y Lam precht, de quienes la mayoría, p o r desgracia, nada saben. En
el caso de B enjam ín la cuestión no gira p rin cip alm en te en to rn o a la
herencia filosófica de los Pasajes (y cuanto tipológicam ente se corresponde
con ellos), sino a su proceder como historiador, a sus m étodos y resulta­
dos, a lo que describiera en una grandiosa frase: «Escribir historia significa
dar a unas fechas su fisonomía»507.
La m onopolización de Benjam ín p o r las ciencias del texto es nociva.
Como Anziferov, Lefébvre o Soja, Benjamín sabe lo que el texto tiene de
coro, y así, es de los que rom pen el hechizo de la lectura y la fijación con el
texto. C allejear com o fláneur es u n a form a de co nocim iento, u n m odo
específico de moverse y descubrir. Hace m ucho que los historiadores han
expulsado a la posibilidad cognoscitiva del m ovim iento, del viaje, al
te rre n o de lo privado, turístico, banal, sacrificándolo en cuanto form a

492
avanzada de familiarizarse con el m undo, del m irar que indaga y el inda­
gar que mira. En el oficio docente e investigador han rebajado la excur­
sión a ex p erim en to de dinám ica de grupos ju n to a la hoguera. P ara la
mayoría de quienes tan alto tienen a Franz Hessel o W alter Benjamín, el
vagabundeo es sólo m etáfora. Q ue «leer ciudades» sea algo así com o «leer
textos» es m alentendido fatal, aunque ciertam ente cóm odo. Leer ciudades
exige esfuerzos muy otros, an te todo u n a operación intelectual: salir,
ponerse en m archa y descender del alto sitial de la lectura. C orrer el riesgo
de p erd er la visión de conjunto. El flaneur sigue a la ciudad, ella sabe y
puede más. No se puede hacer con ciudades y lugares lo que uno quiera.
Ciudades y lugares son duros. Allí se entera uno de algo acerca del poder,
pero sobre todo, de los límites de toda construcción conceptual. Benjam ín
nos dejó los Pasajes. Es el ensayo de mayor significación acerca de la simul­
taneidad. No alcanzo a im aginarm e nada que pudiera ir más lejos al escri­
bir historia. Su logro capital es la reproducción o reconstrucción del espa­
cio llam ado «época burguesa» en su escenario principal, y de su
decadencia. Es una narrativa en que lugar y época discurren ju n to s com o
no cabe más. París com o «totalidad concreta».

Formas expositivas tras la posmodemidad. El tem a capital, en torno al que


todo gira aquí, es la posibilidad de una gran narración tras el final de la
gran narrativa. Estoy convencido de que la hay, porque narrar es la form a
en que seres hum anos se representan e interpretan el m undo. Las formas
expositivas de la historiografía, excepciones a un lado, se h an q uedado
rezagadas respecto a la época. Son decim onónicas cuando ya vivimos en el
XXI. Quizás esto sea injusto. Pero m e parece que sencillam ente no pode­
mos ex poner lo que querem os exponer si nos atenem os a una narrativa de
tiempos del evolucionism o y del llam ado «siglo XIX prolongado». T ene­
mos que p ro b ar narrativas nuevas que tengan en cuenta rupturas, catás­
trofes, cataratas y cataclismos. La escritura de historia que se refiera al siglo
XX tiene que tom ar nota del choque, de la yuxtaposición de tiem pos más
cruda que cabe concebir, de la sincronía de lo asincrónico. Se trata de rup­
turas, cesuras, choques, discontinuidades, cortes. Es la narrativa de la
sim ultaneidad. Los m edios expositivos hallados en literatura, cine, pintura
y arte llegan m ucho más lejos que los de los historiadores. En m uchos de
sus trechos el siglo de los asesinatos en masa, los genocidios, las expulsio­
nes y huidas en masa, se trata com o corresponde en el lenguaje de las víc­

493
timas o tam bién de los verdugos, los crim inales de despacho y los conta­
bles de la m uerte, pero a m enudo tam bién en el lenguaje contemplativo
de un victorianismo que aún no podía ni figurarse los horrores del siglo XX.
No se p u ed en construir o cavilar los m étodos de esa narrativa, se despren­
d en del trabajo sobre el terreno, de darse u n a vuelta p o r el escenario y
m irar cam pos de ruinas y de batallas. Q ué resultará de los vagabundeos
p o r el Moscú de 1937, si la form a de moverse del fláneur tiene que adap­
tarse o no al freeway de Santa M ónica para alcanzar nuevas visiones, ya se
verá. Sólo u n a cosa es segura: que es preciso en tra r de u n a vez en el lugar
en que todo pasa. Entonces se encuentran caminos y rodeos com o por sí
solos.

494
N otas

1 Da u n a idea notab lem en te b u e n a de la m agnitud de la «em presa de A lexander von


H um boldt» la exposición « A le x a n d e r v o n H u m b o ld t - N etzw erke des W issen s», celebrada en la
Casa de las culturas del m undo de Berlín en tre el 6 de ju n io y el 15 de agosto de 1999; véase el
catálogo de igual título, Berlín y M unich 1999. Com p. tam bién O tto Krátz, A le x a n d e r v o n H u m ­
boldt. W issenschaftler- W eltbü rger - R eu o lu tio n á r, M unich 2000.
- A lexander von H um boldt, B riefe a u s A m e rik a 1799-1804, ed. de Ulrike M oheit, Berlín 1993;
A lexander von H um boldt, S ü d a m erik a n isc h e Reise. Ideen ü b er A n sich te n d e r N a tu r , Berlín 1943;
Alexander von H um boldt, A n sich te n d e r N a tu r , ed. de A dolf Meyer-Abich, Stuttgart 1969.
5 Sobre registro de géneros y m odos de trabajo com p. las num erosas biografías, e n tre
otras A dolf Meyer-Abich, A le x a n d e r v o n H u m b o ld t in S elbstzeu gn issen u n d B ild d o k u m e n te n , Rein-
beck 1967; A le x a n d e r v o n H u m b o ld t, Über d ie Freiheit des M en sch en . A u f d e r S u ch e n a ch W a h rh eit, ed.
de M anfred O sten, Frankfurt a. M. y Leipzig 1999; A le x a n d e r v o n H u m b o ld t, W erk u n d W eltgel-
lu n g , ed. de H einrich Pfeiffer para la Fundación A lexander von H um boldt, M unich 1969;
H erbert Scurla, A le x a n d e r v o n H u m b o ld t. S ein I^eben u n d W irken, Berlín 1959; A le x a n d e r v o n H u m -
boldts R eise d u rch s B a ltik u m n a c h R u s s la n d u n d S ibirien 1829, ed. y com. de H anno Beck, S tuttgart
1983; A le x a n d e r v o n H u m b o ld t, A n sich te n d e r N a tu r . E in B lick in H u m b o ld ts L ebensw erk, selec. e
intr. de H e rb ert Scurla, Berlín 1959; K urt R. B ierm ann, «Die G ebrüder H um b o ld t a u f d e r
U niversitát Frankfurt (O der)», en D ie O d e r-U n iv e r sitá t F ra n k fu rt. B eitrá g e z u r ih rer G eschichte,
W eim ar 1983, págs. 267-273; H alina Nelken, A le x a n d e r v o n H u m b o ld t. B ild n is s e u n d K iin stle r. E in e
d o k u m en tierte Ikon ograph ie, Berlín 1980; A lexander von H um boldt, Werke, B riefe, S elbstzeugn isse,
H am burgo 1959.
4 Sobre m etamorfosis y transform ación del espacio c entroeuropeo oriental com p. ensa­
yos en Karl Schlógel, P ro m e n a d e in J a ita u n d a n d e r e S tá d teb ild e r, M unich 2001, así com o del
mismo D ie M itte liegl ostw arts. E u ro p a im Ü bergang, M unich 2002; com p. tb. reportajes y análisis
de T im othy G arton Ash, E in J a h r h u n d e r t w ir d abgew áh lt, M unich 1990, así com o del m ismo Zeit
d er Freiheit. A u s d en Z en tren v o n M itteleu ro p a , M unich 1999.
5 U na excelente representación cartográfica de M anhattan en Paul E. C ohén y R obert T.
Augustyn, eds., M a n h a tta n in M a p s 1527-1995, Nueva York 1997.
0 Cit. por Derek Gregory, G e ograph ical Im a g in a tio n s, Cambridge, Oxford 1994, pág. 159.
7 Exposición sum am ente pertinente tam bién en cuestión de m étodos historiográficos es 11.
Septem ber 2001. G eschichte eines Terrorangriffs, ed. de Stefan Aust y Cordt Schnibben, Stuttgart 2002.
8 De los num erosos análisis nuevos com p. W alter Laqueur, K rie g dem W esten. T erro rism o s im
21.J a h rh u n d ert, Berlín 2003.
9 Para un a historia im presionante de la com unicación global com p. P eter J. Hugill, G lo b a l
C o m m u n ica tio n S in ce 1844, G eopolitics a n d Technology, Baltim ore y Londres 1999.

495
10 A. Gillespie y H. Williams, «Telecom m unications an d the Reconstruction od Regional
Com parative Advantage» en E n v iro n m e n t a n d P la n n in g A 20, 1317.
11 Martin Dodge y Rob Kitchin, M a p p in g Cyberspace, Londres y Nueva York 2001, 14.
12 IbidL pág. 15.
15 R ein h art Koselleck, Z eitsch ich ten . S tu d ie n z u r H is to r ik . M i t ein em B e itr a g v o n H a n s-G eo rg
G a d a m er, Frankfurt a. M. 2000, 81.
14 Edward W. Soja, P o s tm o d e m G eographies: T h e R ea ssertio n o f S p a ce in C ritica l S o cia l Theory,
L ondres 1989, 1, 2.
15 Nicolaus Som bart, «N achrichten aus Ascona. A uf d em W ege zu e in e r kulturwissens-
chaftlichen H erm eneutik» en W alter Prigge (ed.), S ld d tisc h e In tellek tu elle. U rb a n e M ilie u s im
2 0 .J a h rh u n dert, Frankfurt a. M. 1992, 107-119, aquí 107-108.
16 IbicL, pág. 108.
17 R einhart Koselleck, Zeitschichten, 79.
18Comp. Derek Gregory, G eograph ical Im a g in a tio n , 271.
19 R einhart Koselleck, Zeitschichten, 80.
™ IbicL
21 Cari Ritter, «Über das historische E lem ent ind d e r geographischen Wissenschaft», en
E in le itu n g z u r allgem ein en vergleichendes G eographie u n d A b h a n d lu n g e n z u r B e g r ü n d u n g ein er mehr
Berlín 1852, págs. 152-181, aquí pág. 153.
w issen sch a fllich en B e h a n d lu n g d er E rd k u n d e,
22 Cari Ritter, «Ü ber das historische E lem ent in d e r geographischen Wissenschaft», pág.
181.
23 Cari Ritter, «Über das historische Elem ent», pág. 153.
24 Cari Ritter, «Ü ber das historische Elem ent», pág. 165.
25 Cari Ritter, «Über das historische Element», págs. 168, 171.
26 Cari Ritter, «Über das historische Elem ent», pág. 176.
27 Cari Ritter, «Ü ber das historische Elem ent», págs. 188, 189.
28 Edward Soja, P o s tm o d e m G eographies, pág. 15.
29 A nthony Giddens, cit. p o r Alian Pred, «Context an d Bodies in Flux: Som e Comments
on Space a n d Tim e in the W ridngs o f A nthony Giddens», en A nthony Giddens, C o n sen su s a n d
C ontroversy, ed. de Jo n Clark e t al., L ondres 1990, pág. 117.
30A nthony G iddens, cit. p o r Alian Pred, ibicL, pág. 117.
11 Edward Soja, P o s tm o d e m G eographies, pág. 2.
32 Edward Soja, P o s tm o d e m G eographies, pág. 22.
M M echthild Róssler, Sabine Schleierm acher, «Der ‘G eneralplan O st’ u n d die ‘Moder-
n itá t’ d e r G rossraum ordnung. Eine E inführung», en D e r «G e n e ra lp la n O st» . H a u p tlin ie n der
n a lio n a lso zia listisc h e n P la n u n g s - u n d V em ich tu n g sp o litik , ed. de M echthild Róssler y Sabine Sche-
lierm ach er con la colaboración de C ordula T ollm ien, B erlín 1993, 7. Sobresaliente p or su
exposición de la representación cartográfica de la rem odelación étnica y racial del espacio
bajo el dom inio nazi en E uropa es U n d e r the M a p o f G erm an y. N a tio n a lis m a n d P r o p a g a n d a 1918-
1945, de G untram H enrik H erb, L ondres y Nueva York 1997.
34 Respecto a la historia de la disciplina y la reelaboración del papel de la Geopolítica ha
aparecido e n tre ta n to una am plia literatura. Comp. Peler Schóller, «Wege u n d Irrwege der
Politischen G eographie u n d G eopolitik (1957)», en P olitisch e, G eographie, ed. d e jo s e f Matz-

496
natter, D arm stadt 1977, págs. 249-302; M echthild Róssler, « W issen sch a fl u n d L eb en sra u m » . Geo-
gra p h isch e O stfo rsch u n g im N a tio n a lso z ia lis m u s . E in B e itra g z u r D iszip lin g e sc h ic h te d e r G eographie,
Berlín y H am burgo 1990; Frank Ebeling, G eopolitik. K a r l H a u s h o fe r u n d sein e R a u m w is se n s ch a ft
¡919-1945, Berlín 1992.
55 Gótz Aly y Susanne Heim , Vordenker d e r V e m ich tu n g . A u s c h w itz u n d d ie d eu tsch en P la ñ e f ü r
eine neue eu ropáisch e O rd n u n g , H am burgo 1991.
36 Karl-Georg Faber, «Zur Vorgeschichte d e r Geopolitik. Staat, N ation u n d L ebensraum
im D enken d eu tsch e r G eo g rap h en vor 1914», e n W eltp o litik . E u r o p a g e d a n k e . R e g io n a lis m u s .
Festschrift f ü r H e in z G o llw itzer z u m 60. G ebu rtstag, ed. de H. D ollinger et a l , M ünster 1982, págs.
389-406.
37 Sobre la ru p tu ra en tre la antigua G eopolítica de la época de W eim ar y la del nacional­
socialismo, com p. Michael Fahlbusch, « W o d e r D e u ts c h e ...is t, ist D e u ts c h la n d » . D ie S tif tu n g f ü r
deutsche Volks- u n d K u ltu rb o d e n fo rsch u n g im L e ip z ig 1920-1933, Bochum 1994. Respecto a Ratzel,
G ünther Buttm ann, F riedrich R a tzel, L eben u n d W erk eines d eu tsch en G eographen, Stuttgart 1977.
58 Gótz Aly, «E n d ló s u n g ». V ólkerversch iebung u n d d e r M o r d a n d en eu ro p á isch en J u d e n , Frank-
furt a. M. 1995.
39Sobre el auge de la Geografía en la época de colonialismo e imperialismo, comp. Félix
Driver, G eography M ilita n t. C u ltu res o f E x p lo ra tio n a n d E m pire, Oxford 2001.
48 U n bonito ejem plo en que puede ilustrarse continuidad y discontinuidad del dom inio
alemán en el Este en la Prim era y en la Segunda G uerra M undial respectivam ente es D a s L a n d
Ober O st. D eu tsch e A rb eit in d e r V erw altu n gsgebieten K u r la n d , L ita u e n u n d B ya listo k -G ro d n o , ed. de
encargo del Alto M ando del Este, Stuttgart y Berlín, 1917.
41Yi-Fu Tuan, Nueva York
T opoh ilia. A S tu d y o f E n v iro n m e n ta l Perception, A ttitu d e s a n d Valúes,
1974; del mismo, Mineápolis y Londres 1977; del
Space a n d Place. T h e P erspective o f E xperience,
mismo, S egm ented W orlds a n d Self, Mineápolis 1982; del mismo, W ho A m /? Madison-Wisconsin y
Londres 1999; Otto Friedrich Bollnow, M en sch u n d R a u m , Stuttgart et a l., 8.a ed., 1997, pág. 27.
4í H enri Lefebvre, T h e P ro d u c tio n o f Space, O xford y Cam bridge 1991; Gastón Bachelard,
Poetik des R a u m es,M unich 1960; L a R éu o lu tio n u rbain e, París 1970.
45 Aquí, ante todo Marshall Berman, A U T h a t is S o lid M elts I n to A ir: T h e E xperien ce o f M o d er-
nity, Londres 1982; David Harvey, T h e C o n d itio n o f P o s tm o d e m ity : A n E n q u iry I n to Th e O rig in s o f
C u ltu ra l C h an ge, Cambridge-Mass. 1989; del mismo, «Between Space and Time: Reflections on
the Geographical Imagination», en A n n a ls o f the A ss o c ia lio n o f A m e ric a n G eographers, 80 (1990),
págs. 418-434; del mismo Spaces o fH o p e , Berkeley, Los Angeles 2000; Alian Pred, Place, P ra ctice
a n d S tr u c tu r e , S o c ia l a n d S p a li a l T r a n s fo r m a tio n in S o u th e rn S w e d en : 1 7 5 0 -1850, Cambridge y
Oxford 1986; del mismo, L o s t W ords a n d L o s t W orlds: M o d e m ity a n d th e L a n g u a g e o fE v e r y d a y L ife
in L a te N in eteen th -C en tu ry Stockholm , Cambridge 1990; del mismo, M a k in g H isto ries a n d C o n stru c-
tin g H u m a n G eographies, Boulder 1990; Derek Gregory, G eo g ra p h ica l Im a g in a tio n s, Cambridge y
Oxford 1994; del mismo et. a l., eds., H u m a n G eography, Society, Space, a n d S o c ia l Science, Mineá­
polis 1994; Edward W. Soja, P o stm o d e m G eographies: T h e R eassertion o f Space in C ritica l S o cia l Theory,
Londres 1989; del mismo, T h irdspace: J o u m e y s to L o s A n g eles a n d O th er R e a l-a n d -Im a g in ed Places,
Cambridge-Mass. 1996.
41 Com o u r b a n stu d ie s sólo se destacará aquí: el trabajo fundam ental de Ja n e Jacobs, Th e
D eath a n d L ife o f G reat A m e ric a n C ities, Nueva York 1961; Christine Boyer, T h e C ity o f C ollective

497
M em ory, Cambridge-Mass. 1996; Dolores Heyden, T h e P o w er o f P lace: U rb a n L a n d sc a p e s a s Public.
H isto ry, Cambridge-Mass. y Londres 1995; Robert Venturi el aL (eds.), L e a m in g f r o m L a s Vegas,
Cambridge-Mass. y Londres, 2.a ed., 2001; Mike Davis, C ity o f Q u a rtz. E x c a v a tin g the F u tu re in Los
A n geles, Nueva York 1990.
45 Referido sólo al espacio urbano, D. Bell y G. V alentine (eds.), M a p p in g D e s ir e . Geogra-
p h ies o f S exu alities, L ondres 1995.
46 Comp. Marc Augé, O ríe u n d N icht-O rte. V orü berlegungen z u e in er E th n o lo g ie d e r E in sa m k eit,
Frankfurt a. M. 1994; James Clifford, R ou tes. T r a v e l a n d T r a n s la tio n in th e L a te T w en tieth Century,
Cambridge-Mass. 1997; James S. Duncan, Th e C ity a s T ext: T h e P o litic s o f L a n d s c a p e In terprelation
in th e K a n d y a n K in g d o m , Cambridge 1990; Peter J. Taylor y Colín Flint, P o litic a l G eography:
W orld-E conom y, N a tio n -S ta te , a n d L ocality, Harlow 1996.
47 Respecto a semiódca y ciencias del arte, Sigfried Giedion, Space, T im e a n d A rchitecture,
Cambridge-Mass. 1967; Stephen Kern, T h e C u ltu re o f T i m e a n d Space, 1880-1918, Cambridge-
Mass. 1983; Yuri Lotman, U n iverse o f the M in d : A S em iotic Th eory o f C u ltu re, Londres y Nueva
York 1990; Martín Warnke, P olitisch e L a n d sc h a ft, Z u r K u n stg e sc h ic h te d e r N a tu r , Munich y Viena
1992.
4HEn representación de muchos otros, comp. Leonard Lutwack, T h e R o le o f P la ce in Litera-
ture, Syracuse, Nueva York, 1984; Franco Moretti, A tla s des eu ro p á isch en R o m a n s. W o d ie L itera tu r
spielte, Colonia 1999; Vasili Scukin, M i f d vo rja n sk o g o g n e zd a , G e o k u l’turologiceskoe issle d o v a n ie p o
ru ssk o j k lassiceskoj literatu re, Cracovia 1997.
451 Comp. Jürgen Osterhammel, «Die W iederkehr des Raums: Geographie, Geohistorie
und historische Geographie» en N eu e p o litisc h e L ite r a tu r 43 (1998), págs. 374-395; del mismo,
«Raumerfassung und Universalgeschichte im 20.Jahrhundert», en Hübinger, Gangolf et a l ,
eds., U n iversa lg esch ich te u n d N a tio n a lg esch ich ten , Friburgo 1994, págs. 51-70; Charles S. Maier,
«Consigning the Twentieth Century to History: Altematíve Narratíves for the Modem Era»,
en A m e ric a n H is to r ic a l R eview , junio del 2000, págs. 807-831.
50 Sobre la relación en tre ciencias sociales y del espacio, com p. Robín A. Butlin, H isto rica l
G e o g ra p h y: T h ro u g h th e G a te s o f S p a c e a n d T im e, L ondres 1993; D enis Cosgrove y S tephen
Daniels, eds., T h e I con ograph y o f L a n sca p e: E ssays on the S ym bolic R ep resen ta tio n , D esig n a n d Use o f
P a s t E n v iro n m e n ts, Cam bridge 1988; R obert A. Dodgshon, Society in T im e a n d Space. A Geogra-
p h ic a l P erspective o n C h an ge, Cam bridge 1998; Félix Driver, G eography M ilita n t, C u ltu res o f Explo-
r a tio n a n d E m p ire, O xford, Malden-M ass. 2001; R o b ert Sack, C o n c e p tio n s o f S p a c e in S o cia l
T h o u g h t: A G eograph ie P erspective, M ineápolis 1980; a destacar, M atthew H. Edney, M a p p in g an
E m p ire: T h e G eo g ra p h ica l C o n stru ctio n o f B ritish I n d ia , 1765-1843, Chicago 1990. En representa­
ción de la evolución en la C artografía, A nne M arie Claire Godlewska, «The L anguage of
Representation», e n M e r c a to r ’s W orld, noviem bre-diciem bre de 1999, págs. 30-35; J. B. Harley,
T h e N e w N a tu r e o f M a p s , E ssays in th e H isto ry o f C a r to g a p h y , ed. de Paul Laxton, Baltimore, Lon­
dres 2001; Mark M onm onier, E in s z u e in er M illio n . D ie T ricks u n d L ü g e n d e r K a rto g ra p h e n , Basilea
et a l 1996; N orm an J. W. T hrow er, M a p s a n d C iv iliza tio n . C a rto g ra p h y in C u ltu re a n d Society, Chi­
cago y L ondres, 2.a ed., 1999.
51 Edward Soja, P o s tm o d e m G eographies, pág. 4.
52 Idem , pág. 46.
55 Idem , cit. e n pág. 43.

498
54 Idem , pág. 51.
55 Derek Gregory, Ideology, Science a n d H u m a n G eography, Londres 1978, pág. 57.
56 Soja, loe. cit., pág. 115.
57 David Harvey, «The Urban Process under Capitalism», en I n te r n a tio n a l J o u r n a l o f U r b a n
a n d R e g io n a l R esearch 1978, 2, pág. 102.
58 Soja, loe. cit., pág. 102.
50 Gastón Bachelard, P oetik des R a u m e s, M unich 1960.
60 Marc Augé, O rle u n d N ich t-O rte. V orü berlegungen z u e in e r E th n o lo g ie d e r E in sa m k eit, Frank-
fu rta. M. 1994, pág. 46.
61 Anthony Giddens, T h e C o n s titu tio n o f Society: O u tlin e o f the Theory o f S tr u c tu r a tio n , Cam­
bridge 1984; Pierre Bourdieu, O u tlin e o f a Theory o f P ractice, Cambridge 1877.
62Augé, loe. cit., pág. 40.
85 Soja, loe. cit., pág. 102.
84 G eraóid O T uathail y Sim ón Dalby (eds.), R eth in k in g G e o p o litic s . T o w a rd s a c ritica lg e o p o li-
tics, Londres y Nueva York 1998, i; com p. tam bién G eraóid O T uathail, C ritica l G eopolitics. T h e
P olitics o f W ritin g G lo b a l Space, M ineápolis 1996; Geoffrey Parker, G eopolitics. P a s t, P resen t a?id
Future, L ondres y W ashington 1998; Michael Peter Sm ith, T r a n s n a tio n a l U rb a n ism , L o c a tin g G lo-
b a liza tio n , M alden, O xford 2001.
55 Geraóid O Tuathail y Simón Dalby (eds.), R e th in k in g G eopolitics, pág. 2.
66 Geraóid O Tuathail y Simón Dalby (eds.), R e th in k in g G eopolitics, pág. 7.
67 Cit. en G eraóid O T uathail, P o s lm o d e m G eopolitics, pág. 25.
68 G eraóid O T uathail, «Postm odern Geopolidcs? T he m odern geopoliücal im agination
and beyond», en G eraóid Ó T uathail y Sim ón Dalby (eds.), R e th in k in g G eopolitics, pág. 25.
69 Cit. en Geraóid O Tuathail, P ostm odern G eopolitics, pág. 25.
70 Tim othy W. Luke, «Running Fiat», en P o stm o d ern G eopolitics, pág. 277
71 I b id ., pág. 289.
72 Ib id ., págs. 289, 290.
73 Comp. Geraóid O Tuathail, P ostm odern G eopolitics, pág. 33.
74 Michel Foucault, «Of O ther Spaces», en D ia c ritics, 16 (1986), págs. 22-27.
75 H om o K. Bhaba, T h e L o c a tio n o f C u ltu re, Londres 1994.
76 C harles S. Maier, «Consigning the T w enüeth C entury to History: Altem ative Narratíves
for the M odern Era», en A m e ric a n H is to r ic a l R eview , ju n io de 2000, págs. 807-831, aquí pág. 828.
77 N orm an W. T hrow er, M a p s a n d C iv iliza tio n . C a rto g ra p h y in C u ltu re a n d Society, Chicago y
Londres, 2.a ed. 1999, pág. 67; Vitalis Pantenburg, D a s P o rtra t d e r E rde. G eschichte der K a rto g ra -
phie, Stuttgart 1970. Respecto al desarrollo de los globos terráqueos, com p. Alois Fauser, K u l-
turgeschichte des G lobus, M unich 1973; E. P. Karpeev, D e r grosse G ottorfer G lobus, B olschoi g o tto rp sk i
globus, San P etersburgo 2000; L o th ar Z ógner, ed., D ie W elt in H a n d e n , G lo b u s u n d K a r te a is
M o d ell v o n E rd e u n d R a u m , Staatsbibliothek Preussischer Kulturbesitz, Cat. exp. 37, Berlín 1989;
Oswald Muris y G ert Saarm an, D e r G lobu s im W a n d e l d er Zeiten. E in e G eschichte d e r G loben, Berlín
y Beutelsbach bei Stuttgart 1961.
78 Sigue siendo muy representativo el compendio de Leo Bagrow y R. A. Skelton M eiste r
d er K a r to h r a p h ie , Berlín, 6.a 1994; Jo h n Goss, K a r te n k u n s t. D ie G esch ich te d e r K a r to g r a p h ie ,
Braunschweig 1994.

499
79 El trabajo clásico sobre la m edición de la T erra A u s tr a lis es de Paul Cárter, Th e R o a d lo
L ondres 1987.
B o ta n y B a y: A n E ssay in S p a tia l H istory,
80 T hrow er, pág. 85.
81 Comp. Cárter.
82 Peter Whitefield, M a p p in g the W orld: A H isto ry o f E x p lo ra lio n , Londres 2000.
88 A rm in Wolf, «What Can the History o f Historical Adases Teach? Som e Lessons from a
C entury o f Putzger’s H isto risch er S c h u la tla s» , en C a rto g ra p h ia 28 (1991), 2, págs. 21-37.
84 Mark Monmonier, E in s z u ein er M illio n . D ie Tricks u n d L ü g en d er K a rto g ra p h e n , Basilea et
aL, 1996, pág. 82; del mismo, «Telegraph, Iconography and the Weather Map: Cartographic
Weather Reports by the United States Weather Bureau 1870-1935», en I m a g o M u n d i: Th e Inter­
n a tio n a l J o u r n a lf o r the H isto ry o f C artograph y, 40 (1988), págs. 15-31.
"’Jeremy Black, M a p s a n d H isto ry. C o n s tru c tin g Im a g es o f the P a s t, New Haven y Londres
1997.
86 Por ser m ultitud la literatura referente a m apas y aüas, rem ito a la bibliografía al final
del libro.
87 Derek Gregory, G eograph ical Im a g in a tio n , Cambridge y Oxford 1994, pág. 54.
88 Cari Ritter, Líber d a s h istorische E lem en t in der geograph isch en W issen sch aft, pág. 181.
89 H einrich Laube, R eisen ovelle 1834-1837, cit. por L othar Z ógner, ed., C a ri R itte r in sein er
Zeit, Staatsblibliothek Preussischer Kulturbesitz, Cat. exp. 11, Berlín 1979, pág. 53.
90 Ed. alem ana, M ark M onm onier, E in s z u ein er M illio n . Die. T rick s u n d L ü g en d e r K a rto g ra ­
p h en , Basilea et aL 1996, pág. 242. Respecto a la deconstrucción de m apas, com p. la recopila­
ción de artículos de J. B. Harley T h e N e w N a tu r e o f M a p s, E ssa ys in the H isto ry o f C a rtograph y, ed.
de Paul L axton, Balüm ore y Londres 2001, en parücular «Silences and Secrecy. T he H idden
A genda o f C artography in Early M odem Europe», ib id ., págs. 84-107.
91 Com p. A nne Marie Claire Godlewska, «The Language o f R epresentation» en M erc a to r’s
W orld, noviem bre-diciem bre de 1999, págs. 30-35.
92 Denis W ood, T h e P o w e r o f M a p s, Nueva York y L ondres 1992, pág. 132.
93 M onm onier, op. cit.
94Jerem y Black, M a p s a n d P olitics, más indicaciones en pág. 29.
95 M onm onier, op. cit., pág. 22.
96 M onm onier, op. cit., págs. 27 y 29.
97 M onm onier, op. cit., pág. 33.
98 Black, op. cit., pág. 29.
99 M onm onier, op. cit., pág. 31.
100 M onm onier, op. cit., págs. 37 y 39.
101 Historias de la cartografía: T hrow er, W ood, Black et. al.
102 Black, op. cit., pág. 11.
103 M onm onier, op. cit., pág. 45.
104 M onm onier, op. cit., pág. 45.
109 Black, op. cit., pág. 104.
106 M onm onier, op. cit., pág. 56.
11,7 M onm onier, op. cit., pág. 58.
108 M onm onier, op. cit., pág. 64.

500
m Para u n a crítica de las «fronteras naturales» com o ideología, H ans D ietrich Schulz,
«Deutschlands ‘natü rlich e’ G renzen. ‘M ittellage’ und ‘M itteleuropa’ in d e r Diskussion d e r
G eographen seit dem Beginn des 19.Jahrhunderts», en G eschichle u n d G esellsch aft 15 (1989),
págs. 248-281.
110 T om ado de S kizzen a u s L ita u e n , W e is s n is sla n d u n d K u r la n d . De H erm ann Struck y Her-
b ert Eulenberg. Con 60 litografías. En la im p ren ta del Alto M ando del Este, ed. de G eorg
Stilke, L ibrería de S. R. e I. M. el príncipe heredero, Berlín NW.7, 1916.
111 Mapa de Sarajevo: Sudada Kapich, Ozren Pavlovich, Drago Resner, Nihad Kresevliaco-
vich. Emir Kasumagich, Sarajevo 1996.
1,2 T en a in leh re, pág. 1.
111 Max Eckert-Greifendorff, K a rto g ra p h ie . Ih re A u fg a b e n u n d B e d e u tu n g f ü r d ie K u l t u r d e r
G egen w art, Berlín 1939, pág. 335.
114Yves Lacoste, G eograph ie u n d p o litisch es H a n d e ln . P ersp ek tiven e in e rn e u e n G eopolitik, Berlín
1990.
115Com p. Susan Ludman-Bliebe, «Room-Service! T h e Map División at 42ml Street an d Fifth
Avenue S en es New York’s Throngs», en M ercalcrr's W orld, septiem bre y octubre de 1999.
1,6 Respecto a Moltke, com p. tam bién L othar Z ógner, ed., C a ri R itte r in sein er Zeit, Staats-
bibliothek Preussischer Kulturbesitz, Cat. exp. 11, Berlín 1979.
117Eckert-Greifendorff, loe. cit., pág. 327.
118Conversación con el profesor Dr. István Klinghammer, Budapest, enero de 2001.
119 Eckert-Greifendorff, loe. cit., pág. 327.
120 H echos y citas tom ados de H id d e n H isto ry o f th e K o v n o G uetto, publicado p o r el U nited
States H olocaust M em orial M useum con ocasión de la exposición del m ism o título p o r él
organizada en W ashington DC, del 21 de noviem bre de 1997 al 3 de o c tu b re del999. Los
m apas citados y descritos en el texto se en cu en tran en las págs. 14, 59, 86, 94, 131, 151-154, 198
y 226.
121 A braham Tory, S u r v iv in g the H o lo c a u s t: T h e K o v n o G h etto D ia r y , trad. del h e b reo p o r
Jerzy Michalowicz, Cambridge-Mass. 1990.
122 Accesible en reim presión de la edición de 1938, con prólogo de Susanne U rban-Fahr,
Bodenheim bei Mainz, o.J.
123Nadie lo ha expuesto más convincentemente que Susan Buck-Morss en su gran estudio
Cambridge-Mass., 1991. En lo que
Th e D ia lectics o fS eein g . W alter B e n ja m ín a n d th e A rc a d e P ro je ct,
se refiere al puesto cultural y arquitectónico de los P asajes, sigue insuperado J. F. Geist, P a s s a -
gen. E in B a u ty p des I9 .ja h rh u n d e rts, Munich 1979.
124 Carta de 26 de en ero de 1936, cit. de W alter Benjam ín, G esannnelte S chriften, vol. v, 2, D as
P a ssagen -W erk,ed. de Rolf T iedem ann, Frankfurt a. M. 1982, pág. 1151.
125 Más detalles sobre la historia de su salvación en la nota editorial de Rolf Tiedemann a
los Pasajes, loe. c it., v, 2, pág. 1007 y ss.
126 Datos biográficos tomados de Willen van Reijen y Hermán van Doorn, A u fe n th a lte u n d
P a ssa g en . L eben u n d W erk W a lte r B en ja m in s. E in e C h ron ik, Frankfurt a. M. 2001.
127 R olf T iedem ann, loe. cit., pág. 31.
128 C it. ibid.
,29 Ib id ., pág. 31.

501
,3UBenjam ín, P assagen -W erk, pág. 595.
131 Ib id ., pág. 1045.
432 Ib id ., pág. 1099.
133 Ib id ., pág. 1098.
134 Ib id ., pág. 1100.
135 Ib id ., pág. 1102.
136 Ib id ., pág. 1126.
137 Ib id ., pág. 1152.
138 Ib id ., pág. 1153.
139 Ib id ., págs. 1058-1059.
140 Ib id ., pág. 580.
141 Ib id ., pág. 1142.
142 Ibid., pág. 574.
143 Ib id ,, pág. 1083.
144 Ib id ., pág. 1090, carta a Scholem de 15 de m arzo de 1929.
145W alter B enjam ín, B erlin er K in d h e it u m N e u n zeh n h u n d e rt, pág. 131
146W alter Benjam ín, E in b a h n str a s se , Frankfurt a. M. 1988, págs. 16 y 17.
147 Benjam ín, B erlin er K in d h e it, págs. 9 y 10.
148 W alter Benjam ín, «Die W iederkehr des Flaneurs», e n Franz Hessel, E in F la n e u r in Ber­
lín , B erlín 1984, págs. 277-281, aquí pág. 278.
149W alter Benjam ín, M o sk a u e r Tagebuch, Frankfurt a. M. 1980, págs. 36 y 37.
150 Sobre form ación de fro n teras y re p resen tacio n es de la fro n te ra en la Edad Media
com p. Guy P. Marchal, ed., G renzen u n d R a u m v o rs te llu n g e n (11.-20 J h .) , Zurich 1996.
151 G eorg Simmel, «Soziologie des Raumes», en S ch riften z u r Soziologie, Frankfurt a. M. 1983,
págs. 221-242.
152 A lexander Kulischer, K riegs- u n d W a n deru n gszü ge. W eltgeschichte a is V ólkerbew egung, Ber­
lín y Leipzig 1932.
153 Frederickjackson T u rn er, T h eF ro n tie r in A m e ric a n H isto ry, Nueva York 1996, comp. tam­
bién M artin Ridge, A tla s o f A m e ric a n F rontiers, Chiacago et a l , 1993.
154 Michel Foucher, F ron t et fron tieres. U n t o u r d u m o n d e g éop o litiq u e, París 1998.
155 T u rn er, loe. cit., págs. 3 y 4.
156 Ib id ., pág. 52.
157 R einhart Koselleck, Zeitschichten. S tu d ie n z u r H isto rik , Frankfurt a. M. 2000, pág. 82.
158 Anatol Jo h an sen , «M utter Erde, hautnah. Die R aum fáhre ‘E ndeavour’ solí die Erde
m it bisher u n e rre ich te r Prázision vermessen», en D ie Zeit, 5 de en ero de 2000, pág. 24.
139 Sobre historia de la cartografía, Denis Cosgrove, M a p p in g s , L ondres 1999, bibliografía
en págs. 301-303; C atherin Delano Smitz, «The E m ergence o f ‘Maps’ in E uropean Rock Art: a
Prehistoric P reoccupation W ith Place», en ¡m a g o M u n d i: T h e I n te r n a tio n a l J o u r n a l f o r H isto ry o f
C a rto g r a p h y , 34 (1982), págs. 9-25; J o h n Goss, K a r te n k u n s t. D ie G esch ich te d e r K a rto g r a p h ie ,
Braunschweig 1994; Vitalis P antenburg, D a s P o r tr á t d e r E rde. G eschichte d e r K a rto g ra p h ie, Stutt-
gart 1970; David T um bull, «Cartography and Science in Early M odem E urope: M apping the
C onstruction o f Knowledge Spaces», en I m a g o M u n d i: T h e I n te r n a tio n a l J o u r n a l f o r H isto ry o f
C a rto graph y, 48 (1996), págs. 5-24; L othar Zógner, ed., Von P to lem a e u s b is H u m b o ld t, K a rte n sc h á tz

502
der S ta a tsbiblioth ek P reu ssisch er K u ltu rb e sitz, A u s s te llu n g z u m 125jáh rig en J u b ila u m d er K a rte n a b tei-
lu n g ; Staatsbibliothek
Preussischer Kulturbesitz, Cat. exp. 24, Berlín 1985; del mismo, ed., D ie
Staatsbibliothek Preussischer
Welt in H á n d e n , G lobus u n d K a rte a is M o d e ll v o n Erele u n d R a u m ,
Kulturbesitz, Cat. exp. 37, Berlín 1989.
Mi exposición sigue a N orm an J. W. T hrow er, M aps and Civilization. Cartography in Cul­
ture a n d Society, Chicago y L ondres 2.a ed. 1999, aquí págs. 3 y 14.
161 Thrower, loe. cit. pág. 47; comp. también Jeremy Black, M a p s a n d H isto ry. C o n s tru c tin g
New Haven y Londres 1997.
Im ages o f the P ast,
Ifl- Charles H. H apgood, Die Weltkarten der alten Seefahrer, F rankfurt a. M. 2002; K enneth
Nebenzahl, A tlas o f Columbas and the Great Discoveries, Chicago el a i 1990.
163 Sobre poder y cartografía, Denis Wood, T h e P o w e r o f M a p s, Nuera York y Londres 1992;
D. Buisseret, ed., M on arch s, M in is te rs a n d M a p s : T h eE m erg en ce o f C a rto g ra p h y a s a T o o l o f G o vern ­
m ent in E a rly M o d era E urope, Chicago 1992; Jeremy Black, M a p s a n d P o litics, Londres 1997.
IMSigo en todo a N orm an J. W. T hrow er, M aps and Civilization. Cartography in Culture and
Society, Chicago y Londres, 2.a ed. 1999, aquí págs. 19 y 20; com p. las secciones p ertinentes en
Jo h n N oble Wilford, The Mapmakers, The Story o f the Great Pioneers in Cartography - From A nti-
quity to the Space Age, Nueva York 2000; asimismo las colaboraciones pertinentes en Denis Cos-
grove, Mappings, L ondres 1999, sobre todo Christian Jacob, «M apping in the Mind: T he E arth
fron A ncient Alexandria», págs. 24-49; Alessandro Scafi, «M apping E dén: C artographies o f
the Earthly Paradise», págs. 50-70; Jerry B rotton, «Terrestrial Globalism: M apping the Globe
in Early M odem Europe», págs. 71-89.
165T hrow er, op. cit., pág. 20.
ios Throw er, op. cit., pág. 23.
167Throw er, op. cit., pág. 24.
168T hrow er, op. cit., pág. 26.
169Cit. por John Goss, Kartenkunst. Die Geschichte der Kartographie, Braunschweig 1994, pág. 34.
170T hrow er, op. cit., pág. 20.
171 Goss, op. cit., pág. 126.
172N orm an J. W. T hrow er, M aps and Civilization. Cartography in Culture and Society, Chicago
y Londres, 2.a ed. 1999, pág. 56.
l7:,Jo hn Goss, Kartenkunst. Die Geschichte der Kartographie, Braunschweig 1994, pág. 40.
17/1 Ib id ., pág. 41.
175Throw er, loe. cit., pág. 64.
I7r' Ib id ., págs. 67 y 69.
177 Cit. ibid., pág. 77.
178 Ibid., pág. 90.
179Cit. por Norman J. W. Thrower, op. cit., pág. 110. «So Geographers, in Africa-maps, / With
savage-pictures fill their gaps, / A n d other unhabitable downs / Place elephants fo r want o f towns».
1811Vitalis Pantenburg, op. cit., pág. 843.
181J o h n Goss, op. cit., pág. 172.
182 T om ado de Louis M arín, «Les vois de la carte», en Cartes et Figure de la Terre, C entre
Georges Pom pidou. C entre de C réation Industrielle, C atalogue 1980, págs. 47-54, a quí pág. 52.
183 Goss, loe. cit., pág. 191.

503
183 Ib id ., pág. 194.
188 Cit. ib id ., pág. 199.
186 Ib id ., págs. 186 y 187.
187 Ib id ., págs. 191 y 193.
188 Ibid.
189 Ib id ., págs. 180-182.
190 Ib id ., págs. 184 y 185.
191 Louis Marín, loe. cit., pág. 50.
197 J. B. Jackson, A Sense o f Place, a Sense o fT im e , New Haven y L ondres 1994, pág. 153.
193 D. W. M eining, T h e S h a p in g o f A m erica: A G eo g ra p h ica l P ersp ective o n 5 0 0 Years o f H istory,
vol. 1, New Haven y L ondres 1986, pág. 407.
193 Cit. en Meining, op. cit., vol. 2, América continental, 1800-1867, pág. 219.
195 Ib id ., pág. 431.
196 Ib id ., pág. 389.
197 Idem , op. cit. vol. 1, págs. 391 y 392.
198Robert David Sack, H u m a n T erritoriality, I ts Theory a n d H isto ry, Cambridge 1986, pág. 131.
199 Ib id ., pág. 132.
200 Ib id ., pág. 130.
201 Ib id ., pág. 131.
202 Meinig, op. cit., 1, pág. 393.
203 Sack, loe. cit., pág. 150.
203 Meinig, op. cit., 2, pág. 433.
205 Ib id ., pág. 443.
206 Ib id ., pág. 445.
207 Idem , op. cit., 1, pág. 385.
208 Ib id ., pág. 409.
209 Ib id ., pág. 412.
2,0 Ib id ., pág. 413.
211 Matthew H. Edney, M a p p in g a n E m pire: T h e G e o g ra p h ic a l C o n s tru c tio n o f B ritish I n d ia ,
1765-1843, Chicago 1990, pág. 340; comp. también una exposición divulgativa de la medición
de la India en John Keay, T h e G reat A re. T h e D ra m a tic T a le o f H o w I n d ia W a s M a p p e d a n d E verest
W as N a m e d , Londres 2000.
212Ju n to al trabajo de Edney, el de Paul C árter T h e R o a d o f B o ta n y B ay: A n E ssay in S p a tia l
H isto ry,L ondres 1987.
213 Edney, op. cit., pág. 2.
213 Ib id ., pág. 325.
215 Ib id ., pág. 9.
2,6 Ib id ., págs. 15 y 16.
217 Ib id ,, pág. 197.
218 Ib id ,, pág. 37.
219 Ib id ., pág. 331.
220 Ib id ., págs. 319 y 320. Una extensa bibliografía que incluye cartografía poscolonial en
Félix Driver, G eography M ilita n t. C u ltu res o fE x p lo r a tio n a n d E m pire, Oxford 2001, págs. 223-248.

504
221 Benedict Anderson, I m a g in e d C o m m u n ities: R ejlectio n s on the O rig in a n d S p re a d o f N a tio n a -
lism us, L ondres 1983.
222A rm in Wolf, «What Can the History o f Historical Atlases Teach? Some Lessons ffom a
Century o f Putzger’s H istorischer Schulatlas», en C a rto g ra p h ia , 28 (1991), 2, págs. 21-37; Jerem y
Black, M a p s a n d P olitics, L ondres 1997; Jerem y Black, M a p s a n d H isto ry. C o n s tru c tin g Im a g es o g
the P a st, New Haven y L ondres 1997. Respecto a las diversas ediciones de atías históricos de
Putzger, Alfred Baldamus et a l , eds., F. W. Putzgers, H isto risc h e r S ch u l-A tla s z u r a lten , m ittleren
u n d n eu en Geschichte, Bielefeld y Leipzig, 36.a ed., Leipzig 1913; del mismo, F. W. Putzgers, H is ­
torischer S ch u l-A tlas, M ittle re A u s g a b e m il besondere B e riic k sich tig u n g d e r G eopolitik, W irtsch a fts- u n d
K ultu rgesch ich te,Bielefeld y Leipzig, 3.a ed., 1930; F. W. Putzgers, H isto risc h e r W ela tla s, Berlín
102.a ed., 1995.
223 Sería interesante sostener alguna vez frente a esa conjunción la trinidad nación-terri-
torio-Estado com o hace H anna Arendt; com p. H an n ah A rendt, E lem en te u n d U rsp rü n g e lo ta le r
H errsch afí, M unich 1986, pág. 366, en particular págs. 373 y ss.
224 Franz Braun y A. Hillen Ziegfeld, G eopolitisch er G esch ich tsatla s, Dresde 1934, Introduc­
ción.
225 G untram H enrik H erb, U n d er I h e M a p o f G erm an y, N a tio n a lis m u n d P r o p a g a n d a 1918-1945,
Londres y Nueva York 1997, pág. 134.
226 P or ejem plo, E u r o p a u n d der O sten , ed. de los directores generales H ans H agem eyer y
Dr. G eorg Leibbrandt, M unich 1943.
227 H erb, op. cit., pág. 145.
22,1Com p. Wolf, loe. cit., págs. 32 y 33.
22<J Karl Marx y Friedrich Engels, A u s g e w á h lte S ch riften in z w e i B á n d e n , B erlín 1968, vol. 1,
págs. 29- 31; com p. adem ás David Harvey, «The geography o f the Manifestó», en David Har-
vey, S paces o f H ope, Berkeley-Los Angeles 2000, págs. 21-40.
2:4,1 Cari Ritter, «Über das historische E lem ent ind d e r geographischen Wissenschaft», en
E in le itu n g z u r allgem ein en vergleichendes G eograph ie u n d A b h a n d lu n g e n z u r B e g r ü n d u n g ein er m eh r
w iss e n s c h a ftlic h e n B e h a n d lu n g d e r E rd k u n d e , B erlín 1852, págs. 152-181, a q u í pág. 168 [véase
«Atrofia espacial», ns. 13 y ss.]
231 Ib id ., págs. 168, 173 y 176.
232 Ib id ., pág. 177.
2:1:1 Historias destacadas de la socialización global son las de Peter J. Hugill, W o rld T r a d e
S in ce 1431: G eography, Technology a n d C a p ita lism , Baltim ore 1993; sobre todo, del mismo, G lo b a l
C o m m u n ica tio n s S in ce 1844, G eopolitics a n d Techology, Baltim ore y L ondres 1999; com p. tam bién
W olfgang Zorn, «V erdichtung u n d B eschleunigung des Verkehrs ais Beitrag zur Entwicklung
d e r ‘m o d em e n W elt’», en R einhart Koselleck, ed., S tu d ie n z u m B eg in n d e r m o d e m e n W elt, Stutt-
gart 1977, págs. 115-134.
234 Max Eckert-G reifendorff, K a rto g ra p h ie . Ih re A u fg a b e n u n d B e d e u lu n g f ü r d ie K u ltu r d er
G egen w art, Berlín 1939, pág. 299.
235 Ib id ., pág. 299.
236 H erm án Haack, ed., H a a c k A tla s Weltmeere, G otha 1989, pág. 36 y ss.
237 Un am bicioso in tento de cartografía de la globalización en L e M o n d e d ip lo m a tiq u e . A tla s
d e r G lo b a lisieru n g, Berlín 2003.

505
130 Benjam ín, P assagen -W erk, pág. 595.
131 Ib id ., pág. 1045.
132 Ib id ., pág. 1099.
133 Ib id ., pág. 1098.
134 Ib id ., pág. 1100.
135 Ib id ., pág. 1102.
138 Ib id ., pág. 1126.
137 Ib id ., pág. 1152.
13SIb id ., pág. 1153.
139 Ib id ., págs. 1058-1059.
140 Ib id ., pág. 580.
'4I Ib id ., pág. 1142.
142 Ib id ., pág. 574.
143 Ib id ., pág. 1083.
144 Ib id ., pág. 1090, carta a Scholem de 15 de marzo de 1929.
,4r’W alter Benjam ín, B erlin er K in d h e it u m N e u n zeh n h u n d e rí, pág. 131
146W alter Benjam ín, E in b a h n str a s se , Frankfurt a. M. 1988, págs. 16 y 17.
H7 Benjam ín, B erlin er K in d h e it, págs. 9 y 10.
un w aiter Benjam ín, «Die W iederkehr des Flaneurs», en Franz Hessel, E in F la n e u r in Ber­
Berlín 1984, págs. 277-281, aquí pág. 278.
lín ,
I4‘J W alter Benjam ín, M o sk a u e r Tagebuch, Frankfurt a. M. 1980, págs. 36 y 37.
150 Sobre form ación de fro n teras y rep resen tacio n es d e la fro n te ra en la E dad M edia
com p. Guy P. M archal, ed., G renzen u n d R a u m v o rs te llu n g e n (ll.-20.Jh.), Z urich 1996.
151 G eorg Simmel, «Soziologie des Raumes», en Sch riften z u r Soziologie, Frankfurt a. M. 1983,
págs. 221-242.
152 A lexander Kulischer, K riegs- u n d W a n deru n gszü ge. W eltgeschichte a is V ólkerbew egung, Ber­
lín y Leipzig 1932.
153F rederickjackson T u rn er, T h e F ron tier in A m e ric a n H isto ry, Nueva York 1996, com p. tam­
bién M ardn Ridge, A tla s o f A m e ric a n F rontiers, Chiacago et aL, 1993.
154 Michel Foucher, F ron t et fr o n tin e s . U n t o u r d u m o n d e g éopolitiq u e, París 1998.
155T u rn er, loe. cit., págs. 3 y 4.
156 Ib id ., pág. 52.
157 R einhart Koselleck, Z eitschichten. S tu d ie n z u r H isto rik , Frankfurt a. M. 2000, pág. 82.
158 A natol Jo h an sen , «M utter E rde, h autnah. Die R aum fáhre ‘E ndeavour’ solí die Erde
m it bisher u n e rre ich te r Prázision vermessen», en D ie Zeit, 5 de en ero de 2000, pág. 24.
159 Sobre historia de la cartografía, Denis Cosgrove, M a p p in g s , L ondres 1999, bibliografía
en págs. 301-303; C atherin D elano Smitz, «The E m ergence o f ‘M aps’ in E uropean Rock Art: a
Prehistoric P reoccupation W ith Place», en Im ago M u n d i: T h e I n te r n a tio n a l J o u r n a l f o r H isto ry o f
C a rto g r a p h y , 34 (1982), págs. 9-25; J o h n Goss, K a r te n k u n s t. D ie G esch ich te d e r K a r to g r a p h ie ,
Braunschweig 1994; Vitalis P antenburg, D a s P o r tr á t d e r E rde. G eschichte d e r K a rto g ra p h ie, Stutt-
gart 1970; David T um bull, «Cartography and Science in Early M odem Europe: M apping the
C onstruction o f Knowledge Spaces», en Im a g o M u n d i: T h e I n te r n a tio n a l J o u r n a l f o r H is to r y o f
C a rtograph y, 48 (1996), págs. 5-24; L othar Zógner, ed., Von P to lem a e u s bis H u m b o ld t, K a rte n sc h d tz

502
d e r S ta a tsb ib lio th ek P reu ssisch er K u ltu rb e sitz, A u s s le llu n g z u m 125jáh rig en J u b ilá u m d er K a rte n a b tei-
lu n g , Staatsbibliothek Preussischer Kulturbesitz, Cat. exp. 24, Berlín 1985; del mismo, ed., D ie
W elt in H á n d e n , G lobus u n d K a rte a is M o d e ll v o n E rde u n d R a u m , Staatsbibliothek Preussischer
Kulturbesitz, Cat. exp. 37, Berlín 1989.
I6" Mi exposición sigue a Norman J. W. Thrower, M a p s a n d C iv iliza tio n . C a rto g ra p h y in C u l­
tu re a n d Society, Chicago y Londres 2.a ed. 1999, aquí págs. 3 y 14.
161 T hrow er, loe. cit. pág. 47; com p. tam bién Jerem y Black, M a p s a n d H isto ry. C o n s tru c tin g
Im a g es o f the P a st, New Haven y L ondres 1997.
162 Charles H. H apgood, D ie W eltkarlen d e r a lte n Seefahrer, F rankfurt a. M. 2002; K enneth
N ebenzahl, A tla s o f C o lu m b a s a n d the G reat D iscoveries, Chicago et aL 1990.
163 Sobre p o d e r y cartografía, Denis W ood, T h e P o w e r o f M a p s, Nueva York y L ondres 1992;
D. Buisseret, ed., M on arch s, M in iste rs a n d M a p s: T h eE m erg en ce o f C a rto g ra p h y a s a T o o l o f G o vern ­
m en t in E a rly M o d e m E urope, Chicago 1992; Jerem y Black, M a p s a n d P o litics, L ondres 1997.
164 Sigo en todo a N orm an J. W. Throw er, M a p s a n d C iv iliza tio n . C a rto g ra p h y in C u ltu re a n d
Society, Chicago y Londres, 2.a ed. 1999, aq u í págs. 19 y 20; com p. las secciones p erd n en tes en
Jo h n Noble Wilford, T h e M a p m a k ers, T h e Story o f th e G rea t P ion eers in C a rto g ra p h y - F rom A n ti-
q u ity to th e S pace Age, Nueva York 2000; asimismo las colaboraciones p erd n en tes en Denis Cos-
grove, M a p p i n g , L ondres 1999, sobre todo C hrisdan Jacob, «M apping in the Mind: T he E arth
fron A ncient Alexandria», págs. 24-49; Alessandro Scafi, «M apping Edén: C artographies o f
the Earthly Paradise», págs. 50-70; Jerry B rotton, «Terrestrial Globalism: M apping the Globe
in Early M odern Europe», págs. 71-89.
165T hrow er, op. cit., pág. 20.
T hrow er, of). cit., pág. 23.
"i7 T hrow er, op. cit., pág. 24.
Ir>s T hrow er, op. cit., pág. 26.
169Cit. p o r Jo h n Goss, K a rte n k u n st. D ie Geschichle der K artograph ie, Braunschweig 1994, pág. 34.
1,0 T hrow er, op. cit., pág. 20.
171 Goss, op. cit., pág. 126.
172N orm an J. W. T hrow er, M a p s a n d C iv iliza tio n . C a rto g ra p h y in C u ltu re a n d Society, Chicago
y Londres, 2.a ed. 1999, pág. 56.
'” J o h n Goss, K a rte n k u n s t. D ie G eschichte d e r K a rto g ra p h ie , Braunschweig 1994, pág. 40.
174 I b id . , pág. 41.
175 T hrow er, loe. cit., pág. 64.
170Ib id ., págs. 67 y 69.
177 Cit. ib id ., pág. 77.
I7RIb id ., pág. 90.
179 Cit. p o r N orm an J. W. Thrower, op. cit., pág. 110. «So G eographers, in A frica -m a p s, / W ith
sa va g e-p iclu res f i l l th e ir g a p s , / A n d oth er u n h a b ita b le d o w n s / P la ce elep h a n ts f o r lu a n t o f to w n s» .
18,1Vitalis Pantenburg, op. cit., pág. 843.
""John Goss, op. cit., pág. 172.
182 T om ado de Louis M arín, «Les vois de la carte», e n C aries et F igu re d e la Terre, C entre
Georges Pom pidou. C entre de C réatíon Industrielle, Catalogue 1980, págs. 47-54, aquí pág. 52.
183 Goss, loe. cit., pág. 191.

503
184 Ib id ., pág. 194.
185 Cit. ib id ., pág. 199.
186Ib id ., págs. 186 y 187.
187 Ib id ., págs. 191 y 193.
188 Ibid.
189 Ib id ., págs. 180-182.
190 Ib id ., págs. 184 y 185.
191 Louis M arín, loe. cit., pág. 50.
199J. B. Jackson, A S ense o f Place, a Sense o fT im e , New Haven y L ondres 1994, pág. 153.
198 D. W. M eining, T h e S h a p in g o f A m erica: A G eo g ra p h ica l P ersp ective o n 5 0 0 Years o f H istory,
vol. 1, New Haven y L ondres 1986, pág. 407.
191 Cit. en M eining, op. cit., vol. 2, Am érica continental, 1800-1867, pág. 219.
195 Ib id ., pág. 431.
196 Ib id ., pág. 389.
197 Idem , op. cit. vol. 1, págs. 391 y 392.
198R obert David Sack, H u m a n T erritoriality, I ts Theory a n d H isto ry, C am bridge 1986, pág. 131.
199 Ib id ., pág. 132.
209 Ib id ., pág. 130.
201 Ib id ., pág. 131.
202 Meinig, op. c it., 1, pág. 393.
205 Sack, loe. cit., pág. 150.
204 Meinig, op. c it., 2, pág. 433.
205 Ib id ., pág. 443.
298 Ib id ., pág. 445.
207 Idem , op. cit., 1, pág. 385.
208 Ib id ., pág. 409.
209 Ib id ., pág. 412.
210 Ib id ., pág. 413.
211 M atthew H. Edney, M a p p in g a n E m pire: T h e G e o g ra p h ica l C o n s lru c tio n o f B ritish In d ia ,
1765-1843, Chicago 1990, pág. 340; com p. tam bién u n a exposición divulgativa de la medición
de la India en Jo h n Keay, T h e G real A re. T h e D ra m a tic T a le o f H o w I n d ia W a s M a p p e d a n d Everest
W as N a m e d , L ondres 2000.
212Ju n to al trabajo de Edney, el de Paul C árter T h e R o a d o f B o ta n y B a y: A n E ssay in S p a tia l
H isto ry, L ondres 1987.
2,8 Edney, op. cit., pág. 2.
214 Ib id ., pág. 325.
215 Ib id ., pág. 9.
216 Ibid., págs. 15 y 16.
2.7 Ib id ., pág. 197.
2.8 Ib id ., pág. 37.
219 Ib id ., pág. 331.
220 Ib id ., págs. 319 y 320. U na extensa bibliografía que incluye cartografía poscolonial en
Félix Driver, G eography M ilita n l. C u ltu res o f E x p lo ra tio n a n d E m pire, O xford 2001, págs. 223-248.

504
221 B enedict A nderson, I m a g in e d C o m m u n ities: R eflection s o n the O rig in a n d S p r e a d o f N a tio n a -
lism us, L ondres 1983.
222 Arm in Wolf, «What Can the Histoiy o f Historical Atlases Teach? Som e Lessons from a
Century o f Putzger’s H istorischer Schuladas», en C a rto g ra p h ia , 28 (1991), 2, págs. 21-37;Jeremy
Black, M a p s a n d P olitics, Londres 1997;Jeremy Black, M a p s a n d H is to iy . C o n s tru c tin g Im a g es o g
the P a st, New Haven y L ondres 1997. Respecto a las diversas ediciones de atlas históricos de
Putzger, Alfred Baldamus et aL, eds., F. W. Putzgers, H isto risc h e r S ch u l-A tla s z u r a lten , m ittleren
u n d n eu en G eschichte, Bielefeld y Leipzig, 36.a ed., Leipzig 1913; del mismo, F. W. Putzgers, H is ­
torischer S ch u l-A tlas, M ittle re A u sg a b e m it besondere B e r ü c k sich tig u n g d e r G eopolitik, W irtsch a fts- u n d
K ullu rgeschich te, Bielefeld y Leipzig, 3.a ed., 1930; F. W. Putzgers, H isto risc h e r W elatlas, Berlín
102.a ed., 1995.
223 Sería interesante sostener alguna vez frente a esa conjunción la trinidad nación-terri-
torio-Estado como hace Hanna Arendt; comp. H annah Arendt, E lem en te u n d U rsp rü n g e to ta le r
H errschaft, Munich 1986, pág. 366, en particular págs. 373 y ss.
221 Franz Braun y A. Hillen Ziegfeld, G eo p o lith ch er G esch ich tsa tla s, D resde 1934, In tro d u c­
ción.
225Guntram Henrik Herb, U n d e r th e M a p o f G errnany, N a tio n a lis m u n d P r o p a g a n d a 1918-1945,
Londres y Nueva York 1997, pág. 134.
226 P or ejem plo, E u r o p a u n d der O sten , ed. de los directores generales H ans H agem eyer y
Dr. G eorg Leibbrandt, M unich 1943.
227 H erb, op. cit., pág. 145.
228 Gomp. Wolf, loe. cit., págs. 32 y 33.
229 Karl Marx y Friedrich Engels, A u s g e w á h lte S ch riften in zive i B á n d e n , Berlín 1968, vol. 1,
págs. 29- 31; comp. además David Harvey, «The geography of the Manifestó», en David Har-
vey, S paces o fH o p e , Berkeley-Los Angeles 2000, págs. 21-40.
230 Cari Ritter, «Uber das historische E lem ent ind d e r geographischen Wissenschaft», en
E in le itu n g z u r allgem ein en vergleichendes G eograph ie u n d A b h a n d lu n g e n z u r B e g r ü n d u n g ein er m eh r
w isse n sch a ftlic h e n B e h a n d lu n g d e r E rd k u n d e , B erlín 1852, págs. 152-181, a q u í pág. 168 [véase
«Atrofia espacial», ns. 13 y ss.]
231 Ib id ., págs. 168, 173 y 176.
232 Ib id ., pág. 177.
233 Historias destacadas de la socialización global son las de Peter J. Hugill, W o rld T r a d e
Sin ce 1431: G eography, Technology a n d C a p ita lism , Baltimore 1993; sobre todo, del mismo, G lo b a l
C o m m u n ica tio n s S in ce 1844, G eopolitics a n d Techology, Baltimore y Londres 1999; comp. también
Wolfgang Zom, «Verdichtung und Beschleunigung des Verkehrs ais Beitrag zur Entwicklung
der ‘modernen Welt’», en Reinhart Koselleck, ed., S tu d ie n z u m B eg in n d e r m o d e m e n Welt, Stutt-
gart 1977, págs. 115-134.
234 Max Eckert-G reifendorff, K a rto g ra p h ie . Ih re A u fg a b e n u n d B e d e u tu n g f ü r d ie K u ltu r dei-
G egen w art, Berlín 1939, pág. 299.
235 Ib id ., pág. 299.
236 H erm án Haack, ed., H a a c k A tla s Weltmeere, G otha 1989, pág. 36 y ss.
237 U n am bicioso inten to de cartografía d e la globalización en L e M o n d e d ip lo m a tiq u e . A tla s
der G lo b a lisieru n g, Berlín 2003.

505
238John Goss, K a rte n k u n s t. D ie G eschichte d e r K a rio g ra p h ie, Braunschweig 1994, pág. 225.
239 Ib id ., págs. 225 y 227.
240 Max Eckert-G reifendorff, K a rio g ra p h ie . Ih re A u fg a b e n u n d B e d e u t u n g f ü r d ie K u ltu r dei
G eg en w art, Berlín 1939, pág. 28.
241 L othar Zógner, ed., C a ri R itte r in sein er Zeit, Staatsbibliothek Preussischer Kulturbesitz,
Cat. exp. II, Berlín 1979, pág. 32.
242 Goss, loe. cit., pág. 344.
24'' Eckert-G reifendorff, loe. cit., pág. 30.
244 Cit. en Sveüana Alpers, K u n s t a is B eschreibu ng. H o llá n d isc h e M a lere i des 1 7.Jahrhunderts,
K a rio g r a p h ie u n d M a lere i in H o lla n d , Colonia 1985, pág. 273.
245 Paul Cárter, T h e R o a d o f B o ta n y B a y : A n E ssa y in S p a ti a l H is to r y , Londres 1987, aquí
tomado de Peter Jackson, M a p s o f M ea n in g , 168 y 169; un estudio más reciente en Paul Cárter,
«Dark with Excess of Bright: Mapping the Coasüines of Knowledge», en Denis Cosgrove, ed.,
M a p p in g s , Londres 1999, págs. 125-147.
246 S ándor Radó, D o ra m eldet, Berlín 1974, pág. 152.
247 Ib id ., pág. 155.
249 Ib id ., pág. 422.
249 Hay recuerdos de discípulos y colegas reunidos en F ó ld ra jzi K d zlem én yek, Societas Geo-
g r a p h ic a H u n g a r ic a , ed., cxn/XLVi (1998), nrs.3-4. Mi agradecim iento p o r su ayuda en la tra­
ducción a A nna Gara-Bak, Berlín.
290 Conversación con el profesor Dr. István Klinghammer, Budapest, enero de 2001.
251 Radó, loe. cit., pág. 326.
252 Ib id ., pág. 164.
253 Ib id ., pág. 347.
2'’4 Ib id ., pág. 353.
255 I b id . , pág. 22.
256 F ü h rer d u rch d ie S o w jetu n io n . G esam tau sgabe. B earbeitet v o n A .R a d ó . H g . v o n d er G esellschafi
Berlín 1928.
f ü r K u ltu r v e r b in d u n g d e r S o w je tu n io n m it dem A u s la n d e ,
247 Max Eckert-Greifendorff, K a rto g r a p h ie . Ihre A u fg a b e n u n d B e d e u t u n g f ü r d ie K u ltu r der
G egem u art, Berlín 1939, pág. 340.
259Alexander Radó, A tla s f ü r P o litik , W itrsehaft, A rbeiterbew egu n g, I. D e r Im p eria lism u s. Vorwort
v o n T h .R o th ste in , Viena y Berlín 1930.
249 T h e A tla s o fT o -D a y a n d T o-M orrow , L ondres 1938.
260Radó, loe. cit., pág. 87. Hay un a interesante experiencia análoga de vuelo a Moscú en las
m em orias del traductor de R ibbentrop, Paul Schm idt. Voló el 22 de agosto en un C óndor 200
de cuatro m otores desde Berlín p or Kónigsberg a Moscú. T am bién ah í aparecen la lectura
cartográfica desde el aire y la iconografía del paisaje, el paso de lo alem án a lo ruso:
«Tras u n a n o ch e en vela, a la m añ a n a siguiente a las 7 seguim os viaje hacia Moscú,
volando sobre las interm inables llanuras rusas con sus bosques gigantescos, las aldeas dis­
persas a grandes distancias y alguna que o tra alquería, en cuyos oscuros tejados de paja se
podía reconocer apenas sobrevolada la frontera que aquello ya no era Alem ania, donde las
tejas rojas resaltab an so b re cam pos verdes bien cuidados. T am b ién las líneas férreas, el
m edio de orientación de los pasajeros con m apa, aparecen desde arriba disdntas en Rusia y

506
I

en Alemania. A causa de la diferente cimentación se dibujan en el paisaje como rayas blan­


cas en vez de negras». Paul Schmidt, S la tis t a u f d ip lo m a tisc h e r B ü h n e, 1923-1945, Bonn 1949,
págs. 449 y 450.
281 Allí encontró a otro geógrafo de orientación m arxista, Karl August Wittfogel, «Geopo-
litik, geog rap h isch er M aterialism us u n d M arxism us», en U n te r d e r B a n n e r d es M a r x is m u s 3
(1929), págs. 17-51, 485-522, 698-735. O tros trabajos geopolíticos conocidos de la izquierda son
Georg E. Graf, D ie L a n d k a r te E u ro p a s gestera u n d heute, Berlín 1919; del mismo, G eograph ie u n d
m a te r ia listisc h e G e sc h ic h ts a u ffa ss u n g . D e r le b e n d ig e M a r x is m u s , J e n a 1924; Jam es F. H o rra b in ,
G ru n d rifi der W irtschaftsgeograph ie, Viena y B erlín 1926.
262 Radó, loe. cit., pág. 97.
283 W ellh a n d b u ch ( ...) bearbeitet v o n S á n d o r R a d ó , Budapest 1962.
264 Sobre la Internacional geopolítica, com p. la sección pertin en te en «Raum ais Schick-
sal. Die Internationale d e r Geopolitik», en Karl Schlógel, B erlín O stb a n h o f E u ro p a s. R u sse n u n d
D eu tsch e in ihrem J a h rh u n d ert, Berlín 1998, págs. 255-272.
265 Al respecto, Peter Jackson, M a p s o f M e a n in g : A n ln tr o d u c tio n to C u ltu r a l G eography, Lon­
dres 1989; Peter Jackson y Jan Penrose, eds., C o n stru ctio n s o f R ace, P la ce a n d N a tio n , Londres
1993; sobre m e n ta l m a p s en general, comp. Christoph Conrad, ed., «Mental Maps» (= G eschichte
u n d G eseflschaft, 28, 2002, 3).
288 Sobre espacios de memoria, Aleida Assmann, E rin n e ru n g sra u m e. F orm en u n d W a n d lu n -
Munich 1999.
gen des k u ltu rellen G edách tn isses,
267D. Bell y G. Valentíne, eds., M a p p in g D e sire . G eographies o f Sexualities, Londres 1995; S. Adler
y S. J. B renner, «Gender ans Space: Lesbians and Gay Men in the City», en In te rn a tio n a l J o u r n a l
or U rban a n d R eg io n a l Research, 16 (1992), págs. 24-34; David M. Smith, M o ra l Geographies. Thics in a
W orld o d Difference, Edim burgo 2000.
268 Matti Bunzl, «The Prague Experience: Gay Male Sex Tourism and the Neocolonial
Invention of an Embodied Border», en Daphne Berdahl et al., eds., A lte rin g S tates, E tn o g ra p h ies
o f T r a n s ilio n in E a s te m E u rope a n d the Form er S o viet U n ion , Ann Arbor 2000, págs. 70-95.
269 Para ver ejem plos típicos de representación del Este en el nacionalsocialism o, com p. el
catálogo E u ro p a u n d der O sten , ed. de los directores generales H ans H agem eyer y Dr. Georg
Leibbrandt, M unich 1939. No hay hasta la fecha sobre el «orientalism o alem án» un estudio
com parable al de Edward Said, O rien ta lism , W estern C on ception s o f the O rien l, L ondres 1995.
270 Cit. p o r G untram H enrik H erb, U n d e r the M a p o f G erm an y. N a tio n a lis m a n d P r o p a g a n d a
1918-1945, Londres y Nueva York 1997, pág. 17.
271 Ib id ., pág. 16.
272 Ib id ., pág. 18.
273 Paul Schm idt, S ta tis t a u f d ip lo m a tisc h e r B ü h n e, 1923-1945, Bonn 1949, págs. 429 y 430.
274 I b id . , pág. 454.
275 H ans von H erw arth, Z w isch en H ille r u n d S ta lin . Erleble Z eitgeschichte 1931-1945, Frankfurt y
Berlín 1982, pág. 187.
276 Gustav Hilger, W ir u n d d e r K rem l. D eu tsch - sow jetisch e B ezieh u n g en 1918-1941, Frankfurt a.
M. 1956, pág. 296.
277 Ib id ., pág. 296.
278 Ib id ., pág. 297.

507
278 G en era l E m s t K ó strin g . D e r m ilitá risch e M iltle r zw isch en d em D eu tsch e R eich u n d d e r S o u jetu -
n io n . 1921-1941, ed. de H erm ann Teske, Frankfurt a. M. 1966, pág. 176.
280 Cit. de Oswald Dreyer-Eimbcke, «Stalin’s Signing o f the Map T h at Divided Poland», en
M e r c a to r ’s W orld, julio-agosto de 1998, pág. 61.
281 Ib id ., págs. 59-61.
282 Schm idt, h e . cit., págs. 449-450 y 477.
285 Ian Kershaw, H ille r 1936-1945, Stuttgart 2000, págs. 882 y 884.
28< Schm idt, loe. cit., págs. 593 y 594.
® W . H. Riehl, Vom W a n d e m , M unich 1922, pág. 5. A gradezco esta indicación a A m o Wid-
m ann, de Berlín.
286 W alter Benjam ín, G esam m elte Schriften, vol. v, 1, D a s P assa g en -W erk , ed. de Rolf Tiede-
m ann, Frankfurt a. M. 1982, i, pág. 527.
287 W alter Benjam ín, «Die W iederkehr des Flaneurs», en Franz Hessel, E in F la n e u r in Ber­
lín , Berlín 1984, págs. 277-281, aquí pág. 277.
288 Benjam in, P assa g en w erk , pág. 525.
288 Hessel, h e . cit., págs. 7 y 9.
280 Ib id ,, pág. 12.
281 Ib id ,, pág. 145.
292 Ib id ., pág. 273.
285 Benjam in, P assagen w erk, pág. 538.
288Junto a los títulos arriba indicados, W. H. Riehl, D a s d eu tsch e W a n d erb u ch . W a n d erfa h íten
v o n G oeth e b is z u r G e g en w a rt, ed. del Kunstwart, a cargo de J. Hofmiller, Munich 1931; del
mismo, W a n d erb u ch a is z w e ite r T h eil z u « L a n d u n d L eu te» , Stuttgart 1869.
285 Com p. Karl Schlógel, «D ie Seele P e le r s b u r g v on Nikolai P. Anziferow. Ein legendáres
Buch u n d sein u n b e k a n n te r Autor», en Nikolai Anziferow, D ie Seele P etersbu rgs, M unich 2003,
págs. 7-46.
286 Im m anuel Kant, K r itik d e r rein en V em u n ft, In tro d u cc ió n a la p arte segunda, «Lógica
trascendental», W erkau sgabe v o l. m, ed. de W ilhelm W eischedel, Frankfurt a. M. 1968, págs. 97
y 98 (A51/B 75).
287 Com p. el estudio de Karl Markus Michel «Genius loci. V ersuch ein er Anatomie», en
W alter Prigge, ed., S tá d tisc h e In tellektu elle. U rban e M ilie u im 20.J a lirh u n d ert, Frankfurt a. M. 1992,
págs. 78-106.
288 La literatura al respecto se ha hecho en tretan to muy extensa. Com p. M arita Sturken y
Lisa Cartwright, P ractices o fL o o k in g . A n I n tr o d u c tio n to V isu a l C u ltu re, O xford 2001.
288 K onstantin Paustowski, U n ru h ig e J u g e n d . E rz á h lu n g e n v o m L eben, F rankfurt a. M. 1983,
págs. 285 y 289.
M“ Konstantin Paustowski, B eg in n eines versch w u n d en en Z eitalters, F rankfurt a. M. 1983, págs.
231 y 232.
101 Un estudio del pavimento de Moscú en G. M. Scerbo, M o sk o v sk ie m o sto vye z a 900 let,
Moscú 1996. Sobre el de París, Johann Friedrich Geist, P a ssa g en . E in B a u ly p des 19.Jahrh underts,
Munich 1979, «Excursus: el pavimento», págs. 90-92.
m U lrich E ckhardt, «Berliner B odenkunde», en las B erlin er S eiten del F ra n k fu rter A llgem ei-
n en Z e itu n g e n los años 2000 y 2001, así c o m o jó rg N iendorf, «Das Pflaster ist ein Klassiker, der

508
fortw áhrend m itFussen getreten wird», en Berliner Seiten, Beilage der Frankfurter A llgemeinen Zei-
tung, 5 de diciem bre de 2000, BS 2.
303 Cari R itter, Einleitung zur allgemeinen vergleichendes Geographie und Abhandlungen zur
Begründung einer mehr wissenschaftlichenBehandlung der Erdkunde, Berlín 1852, pág. 6.
304Visualizado de Harrison Ford en la película Blade Runner. The Director’s Cut, 1982, Video
Burbank C.A. 1999.
405 Véase la entrada «Paisaje» [Landscha.fi] en Deutsches Wórterbuch de Jacob y Wilhelm
Grimm, 6vols. Leipzig 1885 (reimp. Munich 1999), 132, 131.
506 Lawrence Durrell, cit. por Christopher L. Salter, «Cultural Geography as Discovery»,
en Kenneth Foote et aL, eds., Re-Reading Cultural Geography, Austin 1994, pág. 436.
31,7 La literatura sobre paisaje cultural en las áreas de semiótica, geografía e historia cultu­
rales es sobrem anera extensa: H ugo H assinger, Geographische Grundlagen der Geschichte, Fri-
burgo de Brisgovia 1931; H e rm an n O verbeck, «Die E ntw icklung d e r A n thropogeographie
(insbesondere in D eutschland) seit d e r Jah rh u b d ertw en d e u n d ihre B edeutung fur die ges-
chichtliche L andesforschung», en Pankraz Fried, ed., Probleme und Methoden der Landesges-
chichte, D arm stadt 1978, págs. 190-271; D. W. Meinig, «Reading the Landscape», en The Inter­
pretativa of Ordinary Landscape: GeographicalEssays, editada p o r él mismo, Nueva York y O xford
1979, págs. 195-244; Cari Ortwin Sauer, Land and Life. A Selection From The Writings of C.O.Sauer,
Berkeley et aL 1963; C. O. Sauer, «The M orphology o f Landscape», en Agnew, J o h n et al., eds.,
H um an Geography, A n Essential Anthology, O xford, 3.a ed., 1999, págs. 296-315; Denis Cosgrove
y S tephen Daniels, eds., The Iconography of Landscape: Essays on the Symbolic Representation,
Design and Use of Past Environments, C am bridge 1988; Mike Crang, Cultural Geography, L ondres
y N ueva York 1998; Don M itchell, Cultural Geography, A Critical Introduction, O xford 2000;
H ansjórg K üster, Geschichte der Landschaft in Mitteleuropa. Von der Eiszeit bis zur Gegenwart,
M unich 1999; Jo n ath an M. Smith, «Ramifications o f Región and Senses o f Place», en Carville
Earle et al., eds., Concepts in Human Geography, Lanham - M aryland 1996, págs. 189-211.
508Cit. por Hermann Overbeck, «Kulturlandschaftsforschung und Landeskunde», en Gott-
fried Pfeifer y Hans Graul, Heiddbergergeographische Arbeiten, 14 (1965), págs. 9-357, aquí pág. 206;
Hugo Hassinger, Geographische Grundlagen der Geschichte, Freiburg i. Breisgau 1931.
509Jam es Duncan, The City as Text: The Politics of Landscape Interpretativa in the Kandyan
Kingdom, Cambridge 1990, pág. 145.
3,0 C hristopher S. Salter, Cultural Geography as Discovery, págs. 429 y 430.
511 A título de trabajo ejem plar, Jam es D uncan, op. cit.
3,2 Acercamientos arqueológicos al paisaje en Victor Buchli y Gavin Lucas, eds., Archeolo-
gies of the Contemporary Past, Londres y Nueva York 2001;Julian Thomas, ed., Interpretive Archaeo-
logy: A Reader, Londres y Nueva York 2000.
315 H ermann Aubin, «Kráfte aus der geschichtlichen Entwicklung Deutschlands ais raum-
bildende Faktoren», en H erm ann Aubin, Grundlagen und Perspektiven geschichtlicher Kultur-
raumforschung und Kulturmorphologie. Aufsatze zur vergleichenden Laudes- und Volkgeschichte aus
viereinhalb Jahrzehnten anlásslich der vollendung des SO.Lebensjahres des Verfassers in Verlñndung mit
LudiuigPetry (Mainz), ed. de Franz Petri, Bonn 1965, págs. 89-99, aquí pág. 91.
314 H erm ann Aubin, «Geschichtliche L andeskunde u n d Universalgeschichte», H am burgo
1950, pág. 22.

509
311 H erm an n Aubin, Geschichtliche Landeskunde der Rheinlande, Bonn 1925, pág. 38.
316 H e rm an n Aubin, Methodische Probleme historischer Kartographie, Neue Ja h rb ü ch e r für Wis-
senschaft u n d ju g e n d b ild u n g 5, Leipzig 1929, pág. 39.
317 Son de esperar nuevos hallazgos relativos a la vida y obra de H erm ann A ubin en la bio­
grafía que p rep ara E duard M ühle, de Marburgo.
3,8 Cit. p o r M echthild Róssler y Sabine Schelierm acher, eds., «Der «Gmeralplan Ost». Haupt-
linien der nationalsozialistischen Planungs- und Vemichtungspolitik, Berlín 1993, págs. 133 y 134.
319 H e rm a n n A ubin, «Mass u n d B ed eu tu n g d e r ró m isch-germ anischen K ulturzusam -
m enhánge im Rheinland», pág. 195, en H erm ann Aubin, Grundlagen undPerspektivengeschichl-
licher Kulturraumforschung und Kulturmorphobgie, págs. 195-222, aquí pág. 195.
320 H erm ann Aubin, «Die R heinbrücken im A ltertum u n d M ittelalter. Eine kriegs- und
wirtschaftsgeschichdiche Studie», íbid., pág. 498.
331 Friedrich Ratzel cit. p o r H erm ann Overbeck, «Die Entw icklung d e r A nthropogeogra-
phie (insbesondere in D eutschland) seit d e r Jah rh u b d ertw en d e und ihre B edeutung für die
geschichtliche Landesforschung», en Pankraz Fried, ed., Probleme und Methoden der Landesges-
chichte, D arm stadl 1978, págs. 190-271, aquí pág. 220.
322 Marc Augé, Orle und Nicht-Orte. Vorüberlegungen zu einer Ethnologie der Einsamkeit, Frank-
furt a. M. 1994.
323 Cit. p o r R obert A. D odgshon, Sociely in Time and Space. A Geographical Perspective on
Change, Cam bridge 1998, pág. 123.
324 Ibid., pág. 160.
325 (N. del T.: «Bei Wilden heifit...» Entiendo que Wilden es apellido; la otra posibilidad sería «Entre
salvajes se dice que...».)
326 Cit. ibid., pág. 162 (traduzco la traducción del autor, «eher eine Selbstbeschreibung ist». [N. del T.])
327 «Die Grossstádte u n d das Geistesleben», en G. Simmel, Das Individuum und die Freiheit,
Berlín 1984, págs. 192-204; ensayos sobre cultura intelectual, vigilancia urbana, etc.
328Jan e Jacobs, Tod und Leben grosser amerikanischer Stcidte, Berlín, Frankfurt a. M. y Viena 1963.
329 Cit. p o r D odgshon, loe. cit., pág. 162.
330 W alter Benjam ín, Moskauer Tagebuch, Frankfurt a. M. 1980, pág. 72.
331 Cit. p o r V olker Klotz, Die erzahlte Stadt. Ein Sujet ais Herausforderung des Romans vori
Lesage bis Dóblin, M unich 1969, pág. 372.
332 W ilhelm H einrich Riehl, cit. p or Overbeck, Festschrift, pág. 94.
333 Cit. p o r Klotz, be. cit., pág. 436.
334 Respecto a teoría y m étodo de Nicolai P. Anziferov, com p. K. Schlógel, «Die Seele Peters-
burgsvon Nikolai P. Antziferow. Ein legendáres Buch u n d sein u n b e k an n ter Autor», en Niko-
lai P. Antziferov, Die Seele Petersburgs, M unich 2003, págs. 7-46.
335 C om o intentos de lectura de ciudades, Karl Schlógel, Moskau lesen, B erlín 1984; del
mismo, Promenade in Jaita und ándete Stcidlebilder, M unich 2001.
338 Alian Pred, «Making Histories and Constructing H um an Geographies», en MakingHis­
tories and Constructing Human Geographies, Boulder 1990, pág. 14.
337 Respecto a evocar y hacerse presente, véase una novela sobrem anera estim ulante en lo
m etodológico, Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Siruela, M adrid 1998.
338 Sobre hallar un p u n to de partida, Anziferov y Benjam ín.

510
339 Ferdinand Lion, Geschichte biologisch gesehen, Zúrich y Leipzig 1935, cit. por W. Benja­
mín, Gesammelte Schriften, vol. V, 1, Das Passagen-Werk, ed. de Rolf Tiedemann, Frankfurt a. M.
1982, pág. 546.
340 H ans Stim m ann, «Die T extur d e r Stadt», en Foyer, Journal fü r Siadtentwicklung 3, ju n io
de 2000, págs. 22 y 23, 74. Versión extensa en H ans Stim m ann, ed., Diegezeichnete Stadt. DiePhy-
siognomie der Berliner Innenstadt in Schwarz- und Parzellenplánen 1940-2010, Berlín 2002; veáse en
esa m isma obra la colaboración de Klaus H artung, «Das verborgene Ganze», págs. 27-48.
341 H erm ann Aubin, Antlilz und geschichtliche Individualitat Breslaus, H am burgo 1967, págs.
747 y ss.
342 Konstantin Paustowski, Beginn eines verschwundenen Zeitalters, Frankfurt a. M. 1983, pág. 90.
343Sobre la casa solariega rusa como topos histórico, Vasili Scukin, M if dvorjanskogo gnezda,
Geokul’turologiceskoe issledovaniepo russkoj klassiceskoj literature, Cracovia 1997.
344 Ruth von Mayenburg, Hotel Lux, Frankfurt a. M. 1981, pág. 15.
545 Ibid., págs. 31 y 32.
su, ju rij Trifonow, Das Haus an der Moskwa, Frankfurt a. M. 1990; hay un trabajo filosófico
específico de T rifonov sobre el problem a de espaco y tiem po, Zeit und Ort, Frankfurt a. M.
1985; sobre «Dom pravitel’ stva», véase Karl Schlógel, «Der M ercedes Stem a u f dem ‘Haus an
der Moskwa’. Vom K om m unehaus zur bew achten W ohneinheit: D er Komplex, d en Stalin für
seine P a rteielite e rric h te n liess, h at h e u te B ew ohner g e fu n d en , von d e n e n d e r einstige
B auherr n ich t zu tráum en gewagt hátte», en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 25 de e n ero de
2003, pág. 41.
347 Una historia detallada del edificio en Mijail Kursunov y Victoria Terechova, Taina tain
moskovskich, Moscú 1995.
348 Comp. Peter H anák, ed., Bwrgerliche Wohnkultur des Fin de Siecle in Ungam, Viena, Colo­
nia y W eim ar 1994.
349 W alter Benjam ín, Gesammelte Schriften, vol. V, 1, Das Passagen-Werk, ed. de Rolf T iede­
m ann, Frankfurt a. M. 1982, pág. 112.
550Jost H erm an d en D a r m s la d t 1901-1976. E in D o k u m e n t d e u tsch er K u n s t. Cat. exp. 5 vols.
M atildenhóhe, Hessisches Landesm useum , Kunsthalle, 22 de octubre de 1976-30 de en ero de
1977, D arm stadt 1976, vol. 1, pág. 13.
351 Ibid., vol. 1, pág. 18.
352 Comp. L eonard Lutwack, The Role of Place in Literature, Syracuse, Nueva York, 1984; Gas­
tón Bachelard, Poetik des Raumes, Frankfurt a. M. 1992; Vasili Scukin, M if dvorjanskogo gnezda,
Geokul’turologiceskoe issledovanie po russkoj klassiceskoj literature, Cracovia 1997.
353Claudia Becker, «Innenwelten —Das Interieur der Dichter», en Innenleben. Die Kunst des
Interieurs. Vermeer bis Kabakov, ed. de Sabine Schulze, Cat. exp., Ostfildern-Ruit 1998, pág. 170;
también ahí, referencia la habitación de Proust en la calle Hamelin.
354 Sándor Márai, Himmel und Erele, B etrachtungen, M unich y Zurich 2001, pág. 51.
355 Ibid., pág. 51.
336 Benjam ín, loe. cit., págs. 288 y 289.
357 N orberto Gram maccini, «Die Freuden des privaten Lebens», en Innenleben, págs. 90 y ss.
358W alter B enjam ín, op. cit., vol. II, pág. 292.
359 G ram m accini, loe. cit., pág. 105.

511
360 Ibid.
361 W alter Benjam ín, Moskauer Tagebuch, Frankfurt a. M. 1980, pág. 71.
362 Sobre directorios de Moscú y Pertersburgo, Karl Schlógel, M o s k a u lesen, Berlín 1984,
págs. 101-112; J. Arch Getty, «Soviet City Directories», en A R esea rch er’s G u id e lo Sources on Soviet
S o c ia l H is to r y in the 1930s, ed. de Sheila Fitzpatrick y Lynne Viola, Armonk, Nueva York y Lon­
dres 1990, págs. 202-214.
303 N e u e A n s ch a u lic h e T abellen v o n d e r g esa m m ten R e s id e n z -S ta d t B erlín o d er N a c h w e is u n g aller
E ig en th ü m er, m it ihrern Ñ a m e n u n d Geschafte, w o sie w oh n en , d ie N u m m e r d er H á u se r, S trassen u n d
P lá tze, w ie a u c h d ie W o h n u n g en alle r H erren O fficiere h iesiger G a m is o n , z u m z w e ite n m a le dargestelt
v o n N e a n d e r v.P etersh eiden , K ó n ig l, Presss, P rem ier-L ieu ten a n l im A rtillerie-C orps, Berlín 1801. Allge-
m e in e r S tra sse n - u n d W o h n u n g s-A n ze ig e r f ü r d ie R e s id e n z s ta d t B erlín . H era u sg eg eb en v o n S.Sachs,
K ó n ig lic h e m B au -In spector. M it ein em G ru n d riss v o n B erlín , Berlín 1812 (reimp. Berlín 1990).
364 Sobre la historia de los directorios de Berlín, B erlin er A d rssb ü ch er u n d A dressenverzeich-
n isse 1704-1945. E in e a n n o tie rte B ibliograph ie m it S ta n d o rtn a ch w e is f ü r d ie « u n g eleilt» S ta d t, p or Wer-
n e r H eegew aldt y Peter P. Rohrlach, Berlín 1990; Peter von B ebhardt, D ie A n fd n g e des B erlin a
A d re fb u ch es. E in bibliograph isch er Versuch, Berlín 1930.
365 B erlin er A d ressb u ch 1932. U n ter B e n u tz u n g arntlicher Q u ellen , 3 vols., Berlín 1932.
306J ü d isc h e s A dressbu ch f ü r G ross-B erlin, A u sg a b e 1931. G ü ltig bis M itte 1932. M it ein em Vorwort
v o n H e rm a n n S im ó n (reim pr. Berlín 1994, prólogo).
367 Ibid.
363 Ibid.
369 Un análisis del úldmo listín telefónico de Berlín de 1941 en Hartm ut Jáckel, M en schen
in B erlín . D a s letzten Telefon buch d er a lte n R e ic h sh a u p tsta d t 1941, Stuttgart y Munich 2000.
370 Quien quiera familiarizarse con el escenario de Berlín Occidental más adelante ha de
recurrir sin duda a W eslB erlin er S ta ttb u c h 1, B erlín , f u n i 1978.
371 B erlin er A B C . D a s p r ív a te A dressbu ch v o n P a u l H in d e m ith 1 9 2 7 bis 1938. H g .v o n C h ristin e Fis-
Berlín 1999. Las páginas berline­
cher-Defoy u n d S u sa n n e S c h a a l m it ein em Vorwort v o n W a lte rfe n s ,
sas de M arlene D ietrich, publicadas p o r vez prim era en «Das Adressbuch e in e r W eltbürge-
rin», en F ra n k fu rter A U gem ein e Z eitu n g. B erlin er Seiten de 24 de diciem bre de 2001, BS1-BS5.
372 Com p. A kadem iceskoe délo 1929-1931 gg. D o k u m e n ty i m a te ria ly sled stv e n n o g o d éla, sfabriko-
v a n n o g o O G P U , San Petersburgo 1993.
373 Para autobiografías, N. P. Anciferov, Iz dum o bylom. Vospominanija, Moscú 1992; respecto
al desarrollo de la corografía y la posición de Anziferov, véase S. B. Filimonov, «N. P. Ancife­
rov - u'castnik kraevedceskogo dvizanija 1920-ch godov», en Anciferovskiectenija, Leningrado
1989, págs. 24-27.
371 Más extensam ente al respecto, K. Schlógel, «Die Seele Petersburgs von Nikolai P. Antzife-
row. Ein legendáres Buch und sein u n b ek an n ter Autor», en Nikolai P. Antziferow, Die Seele
Petersburgs, M unich 2003, págs. 7^16.
375 N. P. Anciferov, O m eto d a ch i tip a c h is to rik o -k u l’tu m y c h e k sk u rsij, Petrogrado 1923; del
mismo, P u lí izu c en ija g o ro la kak s o c ia l’nogo o rg a n izm a . O p yl kom pleksn ogo p o d c h o d a , Leningrado
1926. De Anciferov hay una serie de estudios empíricos y reflexiones teóricas sobre todo el
complejo de la cultura de propetarios, cfr. por ejemplo su comentario a la novela de Turgué-
niev D a s A d elsn e st [N id o de nobles J , en Turguéniev, I. S., D v o rja n sk o e g n ezd o , Moscú 1944, págs. 3-

512
20. Sobre la resurrección postsoviética de análisis interesados en cuestiones topográficas,
Vasili Scukin, M if dvmjanskogo gnezda, Geokul’turologiceskoe issledovaniepo russkoj klassiceskoj lite-
rature, Cracovia 1997.
376 Max E ckert-G reifendorff, K a rlo g r a p h ie . Ih re A u fg a b e n u n d B e d e u tu n g f ü r d ie K u ltu r d e r
G egenw art, Berlín 1939, pág. 246.
377 H istoria general del viaje p o r ferrocarril en W olfgang Schivelbusch, G eschichte d e rE is e n -
balm reise, M unich 1977. Comp. tam bién «Eisenbahnkapitel», «Asien beginnt am Schlesischen
Banhof» y «Eydtkuhnen o d er die G enese des E isernen Vorhangs», en Karl Schlógel, B erlín
O s tb a h n h o f E u r o p a s, B erlín 1998. T am bién a h í indicaciones bibliográficas sobre itinerarios
imperiales.
373 Sobre historia de los itinerarios, H ans Joachim Ritzau y Franz G arrecht, K u rsb ü ch er -
Spiegel d e r Z eit, Leben m itd e r B a h n . Z u r M yth ologie d e r E isen bah n gesch ich te, P ürgen 1994.
379 Raúl Hilberg, S on derzü ge n a c h A u sch w itz, Frankfurt a. M. y Berlín 1978.
389 B rockh au s E n zylilopád ie, W iesbaden 1968, vol. IV, pág. 259.
331 Sobre dactiloscopia, véase
h ttp ://w w w .p o liz ei.n ie d e rsa c h se n .d e /d st/lk a /k tu /d a k ty lo sk o p ie /d a k ty lo sk o p ie .h tm l;
http://w w w .polizei.thueringen.de/lka/w issenschaft/daktyloskopie_d.htm l.
382W alter Benjam ín, B erlin er C hronik, Frankfurt a. M. 1970, 12/13.
183 Ib id ., pág. 20.
384El texto se apoya sobre todo en Ó sterreich (oh n e D a lm a tie n , U n g a m u n d B o sn ien ). H a n d b u c h
f ü r R eís en de v o n K . Baedeker, 25.a ed., Leipzig 1898, y N eu er M ilteleu ro p a isch er F rem den fü h rer 1900.
H a n d b u ch f ü r R eisen de du rch D eu tsch la n d , O esterreich -U n gam , O ber-Italien, incl. R o m u n d N eapel, d ie
R iv iera (m il A u s flu g n ach P a rís), B elgien u n d H o lla n d , ed. de R udolf E. Kostelezky, Budapest.
387 Todas las citas de la edición del Baedeker d e 1898.
386 Sobre la «producción» del espacio de la m onarquía danubiana véase sobre todo las
num erosas exposiciones y presentaciones fotográficas, p o r ejem plo II secolo a sb u rg ico 1848-
1916. F otografíe d i u n im perio, Florencia 2000. Sobre el espacio c entroeuropeo en conjunto visto
en la arquitectura, Akos Moravanszky, C o m p e lin g V isions. A esth etic I n v e n tio n a n d S o cia l I m a g in a -
tio n in C e n tra l E u ro p ea n A rch itectu re 1867-1918, Cambridge-M ass. y L ondres 1998; M yth o s Grofi-
sta d t. A rc h itek tu r u n d S ta d tb a u k u n s t in Z en tra le u ro p a 1890-1937, ed. de Eve Blau y Monika Platzer,
Munich, L ondres y Nueva York 1999.
387Véase sobre todo la colaboración de Friedrich A chleitner en M yth o s G rofistadt.
388 W olfgang Zorn, «Verdichtung u n d Beschleunigung des Verkehrs ais Beitrag zur Ent-
wicklung d e r ‘m o d em en W e lf», en R einhart Koselleck, ed., S tu d ie n z u m B eg in n d er m o d e m e n
Welt, Stuttgart 1977, págs. 115-134, aquí pág. 134.
389 I b id ., pág. 126.
390 El texto sigue a Bruce E. Seely, B u ild in g the A m e ric a n H ig h w a y System . E n g in eers a s P olicy
M akers, Filadelfia 1987, así com o a Jam es J. Flink, T h e A u to m o b ile A ge, Cam bridge. Mass. 1988.
En general, Maxwell G. Lay, D ie G eschichte d e r Strasse. Von T ra m p e lp fa d z u r A u to b a h n , Frankfurt
a. M. y Nueva York 1994.
391 J e a n B audrillard, Ameiika, M unich 1995, pág. 14; m uy destacable tam b ién Jam es
Howard Kunstler, The Geography of Nowhere. The Rise and Decline of America’s Man-Made Lands-
cape, Nueva York et al. 1993. Comp. tam bién mi ensayo de 1990, en el que se toca la producción

513
del espacio estadounidense, Karl Schlógel, «Glückliches Am erika, arm es Russland», en The
M itte liegt o slw árts. E u r o p a im U bergan g , M unich y Viena 2002, págs. 168-185.
■m Com p. tam bién Laurence Isley Hewes, A m e ric a n H ig h w a y P ractice, i, Nueva York 1942.
•■""John B rinckerhoffjackson, A Sense o f Place, a S ense o f Tizne, New Haven y L ondres 1994,
págs. 152 y 153; del m ismo, D isco v e rin g the V ern acu lar L a n d sc a p e , New Haven y L ondres 1984.
31,4 R obert V enturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour, L e a m in g f r o m L a s Vegas, ed. rev.
Cambridge-Mass. 2001.
** Baudrillard, loe. cit., 18/19.
VJfiJo h n B rinckerhoffjackson, L a n d sc a p e in Sigh t. L o o k in g a t A m erica , ed. de H elen Lefko-
witz Horowitz, New Haven y Londres 1997, pág. 251.
™ Brinckerhoff, A S ense o f Place, pág. 10.
,9MB audrillard, loe. cit., 28/29.
59UIb id ., 9.
',KI Sobre Vladimir Nabokov en Estados Unidos, A ndrew Field, T h e L ife a n d A r t o f V la d im ir
N a b o k ov, L ondres 1987; Brian Boyd, T h e A m e ric a n Years, Princeton 1991; asimismo el com enta­
rio de D ieter E. Z im m er a L o lita en V. Nabokov, G esam m elte Werke, ed. de D. E. Zim m er, vol.
VIH, Rcinbek bei H am burg, 1989, aquí págs. 342 y 343.
31,1 Referencias de páginas a L o lita , traducción de Francesc Roca, Anagram a 2002 (6.a ed.,
2006).
402 Un estudio sobre técnica y naturaleza en Estados U nidos que sigue siendo fuente de
inspiración es Leo Mane, T h e M a c h in e in the C arden . Technology a n d the P a s to r a l I d e a l in A m erica,
Nueva York 1964.
403 Respecto a «herm enéutica del espacio», Karl Schlógel, D a s W u n d e r v o n N is h n ij oder die
R ü ck k eh r d e r S ladte. B erich te u n d E s s a y s , Frankfurt a. M. 1991, secc. «Moskauer Zeit», págs. 147 y
ss.; Vladim ir Kaganski, K u T tu m iy la n d s a ft i sovetskoe obitaem oe p r o str a n s tv o , Moscú 2001; sobre
reconceptualización, algunas de las colaboraciones en Klaus Segbers y Stephan De Spiege-
leire, eds., P o st-S o viet P u zzle s. M a p p in g th e P o litic a l E co n o m y o f th e F orm er S o v ie t U n io n , 4 vols.
Baden-Baden 1995.
404 L ugar central en cuanto se trate de la producción de representaciones espaciales ale­
m anas debiera ocupar Edwin Erich Dwinger, de quien sigue sin hab er una biografía o análi­
sis de su obra suficientem ente extensos.
405 Com p. Mark Bassin, «Im perialer R aum /N ationaler Raum. Sibirien a u f d e r kognitiven
L andkarte Russlands im 19. J a h rh u n d e rt» en G esch ich te u n d G esellsch a ft, 28, 2002, 3, M e n ta l
M u p s, ed. de C ristoph C onrad, págs. 378-403; Mark Bassin, «Geographical D eterm inism in Fin-
de-Siécle Marxism: Georgii Plejanov and the E nvironm ental Basis o f Russian History», en
A u n á is o f th e A ss o c ia tio n o f A m e ric a n G eographers 82 (1), 1992, págs. 3-22; J o h n P. L edonne, The
R u s s ia n E m p ir e a n d the W orld, 1700-1917. T h e G eopolilics o f E x p a n s ió n a n d C o n ta in m e n t, Nueva
York y O xford 1997.
406 Com o introducción geohistórica o geocultural a la historia rusa sigue siendo la más
convincente W. Kliutchevski, G eschichte R u s sla n d s, ed. de F. B raun y R. von W alter, 4 vols.,
Leipzig y Berlín 1925-1926.
407 He tratado de describir un poco la transform ación de ciudades en P ro m e n a d e in J a lla
M unich 2001.
u n d a n d ere S tádtebilder,

514
40a Sobre problem as de escritura en historiografía desde u n a perspectiva de la historia de
la civilización, Karl Schlógel, «Kom m unalka - o d e r Koinm unism us ais Lebensform . Zu e in e r
historische T opographie d e r Sowjetunion», en Historische Anthrofwlogie. Kullur, Gesellschafl, All-
tag, 6, 1998, 3, ed. de Alf L üdtke y H ans Medick, págs. 329-346.
409 Sobre la representación del espacio de vida soviético en una generación, Ilia Kabakov,
Album meiner Mutter, París 1995.
410Sobre el m edio natural, Douglas R. W einer, A Little Comer o f Freedom: R ussian Nature Pro-
tection from Stalin to Gorbachov, Berkeley 1999; Murray Feshbach y Alfred F riendlyjr., Ecocide in
the USSR. Health a n d N a tu r Under Siege, Nueva York 1992.
411 (N. del T.: e n el o rig in al «ausgef>owerte».)
412 La institución más destacada en el análisis de la transform ación del e sp a d o postsovié-
lico es la revista ruso-holandesa Project Russia/Proekt Rossija, que aparece en Moscú desde 1995.
4,3 Pero tam bién tienen poco que ver con la realidad histórica d educciones a partir d e un
m odelo teórico com o las de Vladimir Papem iy, K u l’tura Dva, Ann A rbor 1985, y Boris Groys,
Gesamtkumtwerk Stalin, M unich 1988.
414 H isto ria d e m ig ra c io n e s en P e te r G atrell, A Whole Empire Walking: Refugees in R ussia
during World War I, B lo o m in g to n 1999.
415 U na de las escasas historias de los ferrocarriles rusos desde este pu n to de vista es la de
Roger Pethybridge, The Spread of the Russian Revolution. Essays on 1917, L ondres y Basingstoke
1972; com p. tam bién Steven G. Marks, Road to Power. The TransSiberian Railroad and the Coloni­
zaron of Asían Russia, 1850-1917, Ithaca, Nueva York 1991.
416Vladim ir Kaganski, «Postsovetski landsaft?» y «Strana pobezdajuscego regionizm a?»,en
KuTlurniy landsaft i sovetskoe obitaemoe prostranstvo. Sbom ik slalei, Moscú 2001, págs. 257-267 y 282-
294.
417 Sigue insuperado Richard Buckle, Diaghilev, H erford 1984.
4l,i En alem án publicado com o T anz iiber Graben. Die Geburt der M odeme u n d der Erste Welt-
krieg, R einbek bei H am burg 1990; com p. tam bién el capítulo pertinente en Steven G. Marks,
How Russia Shaped the Modera World, Princeton y O xford 2002.
419 P or desgracia la sobresaliente edición de sus escritos en dos volúm enes sigue inaca­
bada, I. S. Zilberstein y V. A. Samkov, eds., Serge Diaghilev i russkoe iskusstvo, 2 vols., Moscú
1982. La exposición en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo está recogida en el volum en
Diaghilev i ego épocha, San Petersburgo 2001.
420 Com o ejem plo de investigación en este cam po, M ichael Frem an, Railways and the Victo-
rian Imagination, New Haven y L ondres 1999.
421 Cit. p o r Buckle, op. cit., pág. 43.
422 Cit. ibid., pág. 74.
423 Así el libro de Laura Engelstein, The Keys lo Hapinness. Sex and the Search fo r M odemity in
Fin-de-Siécle Russia, Ith aca/L o n d res 1992.
424 K. K. Rotikov, Drugoi Petersburg, San Petersburgo 1998.
425 Aleksandr Vasil’ev, Krasota v izgnanii, Moscú 1998.
426 Muy ilustrativo sobre ese círculo, A lexandre Benois, Mémoirs, L ondres 1966.
427 Sobre M ir Iskusstvo, Vsevolod Petrov, A rt Nouveau in Russland. Die Künstlervereinigung
«Welt derK unst» um Sergei Djagilew, B oum em outh 1997.

515
428 En Karl Schlógel, M oskau lesen, Berlín 1984, pág. 38.
429 Cit. p o r Buckle, op. cit., pág. 82.
430 De los m uchos análisis de las Saisons Russes se m encionará aquí solam ente: The Bailete
Russes and Its World, ed. de Lynn Garaffola y Nancy Van N orm an Baer, New Haven y Londres
1999; Les Ballets russes de Serge de Diaghilev 1909-1929. Ville de Strasbourg. A l ’A ncienne Douane 15
Mai-15 Septembre 1969 (Cat. exp.).
431 Eksteins, op. cit., pág. 61.
432 Karl Schlógel, Petersburg 1909-1921. Das Laboratorium der Modeme, M unich 2002.
433 Cit. p o r Buckle, op. cit., págs. 255 y 256.
431 Ibid., pág.450.
435 Ibid., 461.
4:16 Ibid., 304.
457 M artin Gilbert, Endlósung. Die Vertreibung u n d Vem ichtung der Juden. E in Atlas, Reinbek
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439 Pavel Poljan, N eposvoej volé... Istoriya igeografiyaprinuditel’nich migraciy v S SSR Moscú 2001.
440 La literatura en este cam po es inabarcable y sobrem anera extensa. Sólo se indicarán
aquí textos que hayan desem peñado cierto papel en este capítulo.
441 C m entane zydowskie, Wroclaw 1995; M arat B otvinnik, Pam yatniki genocida evreev Belarusi,
Minsk 2000.
442 Barbara B ronnen, Eriedhófe. Warum ich fü rm e in I j ’ben gem a u f Friedhófe gehe, Munich 1997.
443 Kiste Kutsche Karavan. A u f dem Wege zur letzte Rulie. Exposición del Museum für Sepulch-
ralkultur, Kassel, 18 de septiem bre de 1999 a 30 de en ero de 2000.
444 De los m uchos ejem plos se m encionará aquí solam ente, sobre el Staglieno de Génova,
Franco Sborgi, Staglieiw e la scultura funeraria ligare tra ottocenlo e novecento, T urín 1997.
445Jam es Stevens Curl, A Celebration ofDeath. A n lntroduction to Some o f the Buildings, Moriu-
ments a n d Settings o f Funerary Architecture in the Western European Tradition, L ondres 1980. A
quien se interese p o r cem enterios de E uropa central y oriental, rem ito en tre otras obras a las
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devic’emu, Moscú 2002; M. Artamonov, Moskovskiy nekropoTNovodevic’ego, Moscú 1997; Istoriceskie
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455 Raúl H ilberg, Sonderzüge nach Auschwitz, Frankfurt a. M. y Berlín 1987, págs. 61 y 63.
454 Ibid., pág. 81.
4H Ibid.; com p. fotografías aéreas en D anuta Czech, Kalendarium der Ereignisse im Konzen-
tmtionslager Auschwitz-Birkenau 1939-1945, R einbek bei H am burg 1989.
456 H ilberg, loe. ciL, pág. 95.
457 Ibid. , pág. 89.
4544Ibid., pág. 72.
459 Prim o Levi, Ist das ein Mensch? Die Atempause, M unich 1988, págs. 25, 26 y 28.
44i0C lau d e L a n z m a n n , Shoah; p ró lo g o d e S im o n e d e B eauvoir, G ra fe n a u 1999.
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407 Sobre m agnitud e interrelación de las operaciones, Gotz Aly, «Endlósung». Volkervers-
chiebung u n d derM ord an den europáischen Juden, Frankfurt a. M. 1995.

517
468 Sobre bazares, nuevas rutas de com ercio y m igraciones, los ensayos pertinentes en Karl
Schlógel, Promenade in Jaita und andere Stcidtebilder, M unich 2001.
46(1 U n a de las pocas excepciones es la obra editada a cargo de D aphne Berdahl, Matti
Bunzl y M artha Lam pland, Altering States. Ethnographies of Transition in Easlem Europe and the
Former Soviet Union, A nn A rbor 2000.
470 N adie h a observado la transform ación con más detalle que T im othy G arton Ash, Zeii
derFreiheit. Aus den Zentren von Mitteleuropa, M unich 1999.
471 El térm ino «metropolitan corridor» procede del historiador norteam ericano Jo h n R. Still-
goe, q u ien lo em pleó en su análisis del paisaje cultural norteam ericano. Yo lo em pleo para
describir los nuevos pasillos de globalización en E uropa tras el fin de su división.
472 U no de los pocos intentos de concebir una historia eu ro p ea transnacional realizados
hasta la fecha es el de W olfgang Schmale, Geschichte Europas, Viena, Colonia y W eim ar 2000;
véase asimismo N orm an Davies, Europe. A History, O xford y Nueva York 1996.
47:1 Este texto se basa en mi conferencia «H erodot in M oskau. U berlegungen zu einer
ráum lich interessierten Historik», p ronunciada el 20 de noviem bre de 2002 en el Einstein-
Forum de Potsdam .
474Jo h a n n G ottlieb Fichte, Erste Einleitung in die Wissenschaftslehre (1797), en Fichtes Werke,
ed. de Im m anuel H erm ann Fichte, vol. I, Zur theoretischen Philosophie i, reim presión fotom ecá­
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475 H elm ut Fleischer, «Mir d e r V ergangenheit um gehen. Prolegom ena e in e r Analytik des
GeschichtsbewuBtseins», en Vergangenheitsbewáltigung am Ende des 20.Jahrhunderts. Leviathan,
Sonderheft 18, 1998, pág. 420.
476 H erodoto, Historien, Bd. Iund u. Edición bilingüe [griego-alem án] d e jo s e f Feix, 5.a ed.,
Zurich 1995, aquí, 1, pág. 281.
477 IbicL, i, pág. 311.
478Véanse explicaciones pertinentes en el capítulo «Spatial tu m , al fin».
478 D erek Gregory, Geographical Imaginations, C am bridge, O xford 1994.
480 Hay u n in tento de ontologización del espacio en Edward W. Soja, Thirdspace. Joumey to
Los Angeles and Other Real-and-Imagines Places, M alden 1996.
481 Véase el cap. «Espacio ruso...».
482 Mike Davis ha establecido p o r prim era vez sistem áticam ente el contexto de la «Dialek-
tik der Aufklarung» en su grandioso libro City of Quartz. Excavating the Future in Los Angeles,
Nueva York 1990. En lo que sigue, se cita por la edición alem ana, City of Quartz. Ausgrabungen
der Zukunft in Los Angeles, Berlín 1999, 3.a ed.
483 Max H o rkheim er y T h eo d o r W. A dorno, Dialektik der Aufklarung, en Max H orkheim er,
Gesammelte Schriften, Bd. 5, Dialektik der Aufklarung und Schriften 1940-1950, Frankfurt a. M. 1987,
pág. 16.
484 lbi(L, pág. 25.
485 IbicL, pág. 15.
486 T h eo d o r W. A dorno, Mínima Moralia. Reflexionen aus dem beschádigten Leben. Gesammelte
Schriften Bd. 4, Frankfurt a. M. 1990, pág. 35.
487 IbicL, pág. 42. Asimismo la sección «Kulturindustrie» en la Dialektik der Aufklcirung.
488 IbicL, 53/54.

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489 M a rtin Jay, Dialektische Phantasie. Die Geschichte der Frankfurter Schule u n d des Instituís f ü r
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491 Edward Soja, Thirdspace, pág. 298.
492 Edward Soja, Postmodem Geographies, pág. 247.
499 Davis, op. cit., pág. 296.
494 Ib id., pág. 298.
495Je a n Baudrillard, Amerika, M unich 1995, pág. 75.
496 Edward Soja, Postmodem Geographies, págs. 246 y 247.
497A dorno, 53/54.
498 Hayden, loe. cit., págs. 83 y 93.
499 Davis, be. cit., pág. 288.
'**' IbidL, pág. 278.
501 Ibid., págs. 282, 286 y 290.
502 Ibid., pág. 293.
50:4 Ibid., pág. 336.
504 Ibid., pág. 374.
505 Robert Kaplan, «Moloch aus tausend D órfern», en Pete Mijnssen y D aniela H em m i,
Los Angeles. San Diego selbst entdecken, Zurich 2000, págs. 123-130.
506 Davis, loe. cit., pág. 475.
507W alter Benjam ín, Gesammelte Schriflen, vol. v, Das Passagen-Werk, ed. de Rolf T iedem ann,
Frankfurt a. M. 1982, v. 1, pág. 595.

519
B ibliografía

A diferencia de las notas a capítulos particulares, la presente bibliogra­


fía recoge sólo títulos significativos respecto al tem a en conjunto.

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-(e d .): Die Welt in Handen. Globus und Karten ais Modell von Erde und
Raum. Staatsbibliothek PreuBischer Kulturbesitz [Cat. exp.] 37, Berlín 1989.

546
-(e d .): Antike Welten Nene Regionen. Heinrich Kiepert 1818-1899. Staatsbi-
bliothek PreuBischer Kulturbesitz [Cat. exp., Nueva serie] 33, Berlín 1999.
-(e d .): Kartenschátze. Aus den Sammlungen der Staatsbibliothek, Braunsch-
weig 2000.
Z om , Wolfgang: «V erdichtung u n d B eschleunigung des Verkehrs ais
Beitrag zur Entwicklung d e r “m o d ern en W elt”», en R einhart Koselleck
(ed.): Studien zum Beginn der modernen Welt, Stuttgart 1977, págs. 115-134.
Zukin, Sharon: Landscapes of Power: From Detroit to Disneyworld, Berkeley
1991.

547
C réditos de las ilustracion es

C ed id as d e s in te re sa d a m e n te p o r la B ayerische S taatsbibliothek, M unich: págs. 166, 233, 253


B e rlín -B ra n d e n b u rg isc h e A kadem ie d e r W issenschaften (J. G raetz): 27
B ild arch iv P reu B isch er K ulturbesitz, B erlín: 293
© C le m e n ts L ibrary, U niversity o f M ichigan: 176
© Com elsen Verlag, del H istorisch er W ellatlas de Putzger, 103, Berlín 2001,134 I y 179 i: 199, 202
© Mike Davis, «City o f Quartz», Londres y Nueva York 1990, 301: 97
© DAG Grafika, L iubliana 8c PP «Ideia», Sarajevo: 115
© Matthew Edney: 191
F ilm m u seu m B erlin - M a rlen e D ietrich C ollection: 338
© J o h a n n F rie d ric h G eist: 132
G e o g ra p h . A n stalt v ./I n s titu to G eográfico W ag n er & D ebes, Leipzig: 305, 371
© M a rtin G ilb ert: 425
A. H illen , Z iegfeld-B erlín: 213
J ü d is c h e s M u seu m , V iena: 349
© L ith u a n ia n C e n tral S tate A rchives (LCSA), Vilna: 122
© 1993 P aul R o b e rt M agocsi: 447
© M assachussetts D e p a rtm e n t o f P ublic W orks: 377
© 1975 N o rth A m erican M aps, P.O . B ox 5850, San F rancisco CA 94101 U S A /E E U U : 483
© Willy P ra g h e r, F rib u rg o : 243
© B rian R eid: 78
© REUTER/E-LANCE MEDIA: 37
© Frank Róth, Frankfurter Allgemeine Z eitung/B erliner Seiten, 5 de diciem bre del 2000: 275
© Senatsverwaltung für Stadtentwicklung, Berlín, A rchitekturw erkstatt/A bt. n: 259
© Space Imaging: 112, 281
Staatliche M useen PreuBischer K ulturbesitz/ Kunstbibliothek, Berlín: 406
© T ranspoi t for London:107
Archiv D ieter W eigert, Berlín: 326
© G retel W iesenthal: 128

E n a lg u n o s casos n o h a sido p o sib le e n c o n tr a r titu lares d e los d e re c h o s . Se d a p o r so b re n ­


te n d id o q u e las rec la m a c io n e s legales se sad sfarán e n el m a rc o d e los a c u e rd o s h ab itu ales.

548
A g ra d e c im ie n to s

Los agradecim ientos se h an convertido en un g énero específico.


D onde se dejan y se borran rastros. D onde no se recogen las inspiraciones
y estímulos más im portantes: éstos se encuentran en los índices bibliográ­
ficos y de autores. D onde tam poco en tran oposiciones y enem istades inte­
lectuales con que forzosam ente hay que batirse: hecho el trabajo, se olvi­
dan y n o m erece la p en a h ab lar de ellas. Q u e d a entonces u n círculo
in tern o de aliciente, aliento y crítica. Los agradecim ientos son com o
mapas del en to rn o amigable en que surge u n a obra. Aquí van unas cuan­
tas de sus entradas.
Expuse p o r prim era vez el plan del presente libro en el Wissenschaft-
Kolleg de Berlín dirigido por el rector W olf Lepenies en mayo de 1999, con
ocasión de la concesión del prem io A nna Krüger, bajo el título «La digni­
dad del lugar o el reto m o del espacio». En la facultad de ciencias de la cul­
tura de la Europa-Universitát Viadrina pude exponer en distintas ocasio­
nes mis reflexiones sobre el spatial tum y la significación de A lexander von
H um boldt, Friedrich Ratzel y W alter Benjamin para u n a nueva configura­
ción de disciplinas. El capítulo sobre ciudades invisibles en listines telefó­
nicos se expuso en unas jo m ad as organizadas p o r el Zentrum für Litera-
turforschung de Berlín en 2002. Discutí «H erodoto en Moscú» con Ulrich
Raulff en el Einstein Forum de Potsdam en el otoño de 2002. Debo agra­
decer a la redacción del Merkur dirigida p o r Kurt Scheel la publicación de
mis reflexiones «Kartenlesen. Raumdenken», así com o del estudio sobre d en ­
sidad cultural, el capítulo sobre Diaguilev en el presente libro. Agradezco
a Franz B runner de la Fundación V ontobel de Zurich su generoso apoyo al
trabajo y la im presión de estudios sueltos en la colección por él editada.
De la mayor im portancia fueron dos largas estancias de investigación.
En el curso 1999-2000 disfm té de la generosidad del Collegium Budapest
dirigido p o r el rector Gabor Klaniczay; en el 2001-2002, de los encuentros
que m e ofreció el C enter for European Studies del St. Antony’s College de
O xford dirigido p o r Tim othy Garton Ash. El director del Instituto carto­

549
gráfico y rector de la universidad Eótvós-Lorand de Budapest, István Kling-
ham m er, m e contó m ucho de su profesor S ándor Radó. A nna Gara-Bak
me hizo accesibles en Berlín m uchos textos im portantes en húngaro. Mi
en cu en tro con Mark Bassin en L ondres me m ostró qué p eq u eñ o era el
gran m u n d o in tern acio n al de la G eopolítica. El espacio, sobre todo el
urbano, fué tem a reiterativo en conversaciones con Gyórgy Konrad en Ber­
lín o Budapest. Este libro está ligado a D ieter Hofm ann-Axthelm y Klaus
H artung p o r num erosas conversaciones pero tam bién p o r paseos urbanos
y visitas a lugares. A lo largo de los años he sido abundantem ente provisto
de indicaciones y regalos, entre ellos mapas raros y valiosos planos urba­
nos. H e de señalar aquí mi agradecim iento a Claudia Schmólders, Aleida
Assmann, G erd Giesler y Gustav Seibt. Con seguridad se m e habría esca­
pado el sobresaliente catálogo de la exposición «Cartes et figures de la
terre» del C entre Georges P om pidou, en 1980, de no h ab e r sido p o r la
gen ero sa in d icació n de H ans M agnus E nszerberger. D u ran te nuestros
encuentros, dem asiado escasos, Wolfgang Schivelbusch m e señaló algunos
clásicos norteam ericanos, por ejem plo Leo Marx. Debo asimismo algunas
indicaciones a Arno W idm ann, p o r ejem plo referentes a H. W. Riehl, pero
sobre todo su crítica a partes del m anuscrito, com o siem pre totalm ente
libre y sin compromisos. Agradezco a mi colega Michael H agem eister que
com o siem pre volviera a m irar cuidadosam ente tam bién este texto, y al lec­
tor de la Cari H anser Verlag su trabajo tan estricto com o amigable con el
autor. No sólo agradecim iento sino adm iración siento hacia Michael Krü-
ger, que h a logrado ser autor y editor en uno.
Y p o r últim o, com o siem pre en los agradecim ientos, la responsabilidad
p o r defectos, descuidos e im precisiones recae exclusivam ente sobre el
autor.

K .S .

550
ín d ice on om ástico

A al.Jutta, 334 Bel G ed d es, N o rm a n , 387


A dam s.John, 167 B e n ja m ín , W alter, 16, 18, 130-137, 261, 262,
A dorno, Gretel, 133 268, 299, 302, 317, 320-323, 334, 362, 461,
A dorno, T h eo d o r W., 133-135, 480, 481,486 467, 468, 476, 478, 479, 481, 482, 484, 487,
Agha Khan, 239 490-493
Agripa, 155 B enois, A le x a n d e r, 408, 411, 414, 416, 418,
A lejandro III, 238 420, 423
Amin, Samir, 70 B e n th a m , Je re m y , 267
A naxim andro de Mileto, 153 B e rg er, J o h n , 54
A nderson, Benedict, 197 B e m h a rd , G eo rg , 334
Anserm et, Ernest, 238 B h a b h a , H o m i, 80
A ntonescu, Ion, 256 Black, Je re m y , 105, 198
Anville, Je a n Bapdste de, 189 B laeu, J a n , 87, 163, 164, 218, 222
A nziferov, N ikolai P., 262, 300, 346, 492 B loch, E rn st, 334
Apian, Philipp, 173 B lu m e n b e rg , H ans, 14, 29
A ragón, Louis, 133, 238 B lu m en feld , K urt, 334
A ristarco de Sam os, 154 B ollnow , O tto F rie d ric h , 13, 66
Aristóteles, 153, 154, 300 B olm , A dolf, 422
A m d t, E m s t M oritz, 204 B o n p la n d , A im é, 25, 27, 28
Attlee, C lem ent, 188 B orges, J o r g e Luis, 53, 485
A u b in , H e rm a n n , 283-285, 303 Borisov-M usatov, V ictor E., 418
Augé, Maro, 72, 287 B o u rd ie u , P ie rre , 51, 71,144
B ow m an, Isaías, 248
Bachelard, Gastón, 66, 71 B rah e, T ycho, 172, 173
Baeck, Leo, 334 B rau ch itsch , W a lth e r von, 254
Bakst, Léon, 408, 414, 416-420 B rau d el, F e rn a n d , 13, 55, 68
Balanchine, Georges, 408, 423 B rau n , F ran z, 206
Balboa, Vasco N úñez de, 162 B rau n , G eo rg , 163
Balzac, H o n o ré de, 309, 328 B rech t, B erto lt, 480
Baudelaire, Charles, 130, 134 Brik, Lilia, 421
B audrillard, Jean, 378 B rü c k n e r, E d u a rd , 232
Becher, Jo h a n n e s R., 239 B u jarin , N icolai, 312, 315
Beck, Henry, 106 B uckle, R ich a rd , 409, 411
Beethoven, Ludwig van, 420 B uck-M orss, S usan, 137
Behaim, M artin, 87, 161, 162

551
Calvino, Ju a n , 159 C ortés, H e r n á n , 95, 150
Calvino, Italo, 341 C osa, J u a n d e la, 87, 162
C antino, A lberto, 87, 162 C ran k o , J o h n , 408
Carlom agno, 156, 201, 203 C rato d e M elos, 154
C arlos IV, 466 C resques, A b ra h a m , 94, 160
Cárter, Paul, 19,188, 224 C u rzo n , G eo rg e N., 51
Cassini de Thury, César-Frangois, 170, 171
Cassini, Familia, 17, 152, 166-171 Dahlem , Franz, 331
Cassini, Giovanni D om enico, 167 Dalby, Sim ón, 75
Cassini, Jacques, 167, 170 Darwin, Charles, 59, 361
Cassini, Jean-B aptiste, 170 Davis, Mike, 484, 486, 489, 490
Cassirer, E m st, 19 Deak, István, 436
Castells, M a n u el, 70, 77 D ee, J o h n , 220
Catalina II, 247 Dem ócrito, 153
Ceauchescu, Elena, 33 Descartes, R ené, 167, 174
Ceauchescu, Nicolás, 33, 270 Deutsch, E m st, 334
Celan, Paul, 429 Dicearco, 46, 154
Cervantes, Miguel de, 418 Dickens, Charles, 320, 328
Chadaiev, Piotr, 49, 390 Dietrich, M arlene, 337-339, 480
C haicovski, P io tr, 414, 420 Dimitroff, Georgi, 312
Chaliapin, Fiodor, 434 Diaghilev, Sergei P., 18, 405, 407-423, 466
Cham bers, Efraín, 174 Dmovski, R om án, 248
C handler, Raym ond, 487 Dóblin, Alfred, 299, 480
Chaplin, Charlie, 246 Dodgshon, R obert A., 280
C hicherin, Georgi, 239, 421 Dom inik, H ans, 330
Chichkin, Iván I., 390 Dostoievski, Fiodor, 320
Cholodnaya, V era, 431 Drake, Francis, 163
Chorin, M endele Soifer, 439 Dubnow, Sim ón, 334
C h u En-lai, 311 Dim ean, Jam es, 280
Ciano, Galeazzo, 249 D u re ro , A lb erto , 163, 219
C ice ró n , 468 D urkheim , Emile, 50
Clay, Lucius D., 387
C octeau,Jean, 413 Eckert-GreifendorfF, Max, 232
C ohn, Alfred, 130, 134 Edén, A nthony, 239
C ohn, Oscar, 334 Edney, M atthew H., 19, 187, 188
C o lb ert, Jean -B ap tist, 167, 168 E hrenburg, Ilia, 421
C olebrooke, Robert, 194 Einstein, Albert, 334
Colón, Cristóbal, 87, 95, 150, 161,162, 266, 267 Eisenhower, Dwight D., 374, 386
Comte, August, 47 Eisenstein, Sergei, 232, 295
Conally, Jo h n , 271 Eisler, G erhart, 238
C o n ta rm e , G io v an n i, 162 Eksteins, Modris, 407, 417
Cook, Jam es, 87, 163, 172, 224 Elcano, Ju a n Sebastián de, 87, 162
Copérnico, Nicolás, 155, 172 Elkes, Eljanán, 121

552
Ender, E duard, 27 Gehry, Frank, 489
Engels, Friedrich, 209, 211 G erber, Ilia, 122, 123
Enrique, rey de Portugal, 161 G e ró , E m ó , 238
Erasmo de Rotterdam , 461 Geyer, Ludwig, 296
Eratóstenes, 94, 154 G iddens, Anthony, 51, 71
Estrabón, 43, 46, 148, 155, 189 G oebbels, Joseph, 334
Etzlaub, E rhard, 164 G oethe, Jo h a n n Wolfgang von, 201, 302
Eudoxo de Cnido, 154 Gogen, von, 417
Eugenio, príncipe, 249 Gollancz, Víctor, 234
Everest, George, 190,192, 194 G o rb ach o v , Mijail, 33, 341
Góring, H erm ann, 234, 334
Faulds, Henry, 360 G oss,John, 168, 169
F ed erico II d e P rusia, 247 Gottwald, Klem ent, 311
Feuchtw anger, Lion, 334, 479, 480 G ram m accini, N orberto, 321
Filosofov, Dimitid, 414 Gramsci, A ntonio, 331
Fischer, Ernst, 311, 312 G ranach, A lexander, 334
Fischer, Ruth, 311 G re en ,Jo h n , 165, 167
Fischer, S., 334 Gregory, D erek, 19, 67, 70, 100
Fitzpatrick, Sheila, 473 Grews, Iván M., 262
Fleischer, H elm uth, 98, 400, 439, 467 G rieneisen, Julius, 329
Fokin, Mijail, 413 Grim m , Jaco b y W ilhelm, 363
Fontenelles, B ernard de, 174 Gris, Ju a n , 408
Fonteyn, Margot, 408 GroB, V alentine, 419
F o u cau lt, M ichel, 80, 429, 470 G uillerm o II, 235
Fourier, Charles, 47, 68 Güssefeld, 165
F ra n c isc o jo s é , e m p e ra d o r, 432 Guchkov, A lexander, 419
Frank, A ndre G under, 70
Frank, B runo, 480 H aberm as, Jü rg e n , 265
Franklin, Benjam ín, 172, 178 Hácha, 249
Freim ann, Dr., 334 H alder, general, 254
Freud, Sigm und, 412 Halle, A lberto de, 174
Freyend, Jo h n von, 155 Halley, E dm ond, 172
Frick, W ilhelm , 334 H am m ett, Dashiell, 487
F rie d rich , C asp ar D avid, 201 H ansen, Oskar, 440, 441
Frisius, Gem ma, 173 H ansen, Zofia, 440, 441
Fürst, Konrad, 164 H arrison, Jo h n , 173, 193
Harvey, David, 19, 67, 69-71
Gabo, N aum , 421 H assinger, H ugo, 280
Gadiel, Peter, 121 Hastings, lord, 192
Galilei, Galileo, 172 H aushofer, Karl, 51, 63, 76, 232, 470
Galton, Francis, 361 Havel, Václav, 33
Gama, Vasco de, 161 Hayden, Dolores, 484
Gatrell, Peter, 399 H eartfield, Jo h n , 234, 238

553
H ecateo, 46, 153 H um boldt, herm anos, 44
H eg el, G e o rg W ilhelm F rie d rich , 48, 81, 265, H untington, Sam uel, 393
300, 320
H eine, H einrich, 372 Ib ra h im d e M urcia, 160, 161
H endrix.Jim m y, 380 Iofan, Boris, 312
H enke, A ndor, 252 Isid o ro d e Sevilla, 156, 161
Henry, Edward, 361
H erb, G untram , 207 Jackson, J o h n Brinckerhoff, 374, 376
H erder, Jo h a n n G ottfried von, 46 Jáger, Karl, 123
H erm and, Jost, 318 Janssonius, Joannes, 87, 163, 164
Herm es, A ndreas, 331 Je ffe rso n , T h o m a s, 175-180, 184, 186
H erodoto, 18, 43, 46, 153, 205, 467-469, 474- Jenofonte, 43
476, 478, 479, 490, 492 José II, em perador, 247
Herschel, William, 360 J u o n , K o n sta n tin F., 390
Hessel, Franz, 136, 260-262, 493
H eusinger, Adolf, 255 Kadisch, Georg, 121, 123
Heuss, T heodor, 331 Kaganski, Vladim ir, 388, 400, 402
Hilberg, Raúl, 441 K ant, Im m a n u e l, 44, 265
Hilger, Gustav, 251 Kanter, J., 247
Hille-Ziegfeld, A., 206 Kaplan, Robert, 491
H im m ler, H einrich, 59, 331 Karsavina, T am ara, 413
H indem ith, Paul, 337, 339, 408 K eitel, W ilhelm , 254, 255
H iparco de Nicea, 154 Kennedy, Jacqueline, 270, 271
Hipócrates, 155 K epler,Johannes, 172
Hirsch, Leo, 335 Kerouac, Jack, 379
H itíer, A dolf, 57-60, 62, 231, 238, 247, 250, 254- Kershaw, Ian, 255
256, 334, 449, 461, 464, 480 Kessler, H arry , 407, 412, 423
H o C h i M in, 311 Keule, van, 164
H o e g n e r, W ilh elm , 331 Keynes, J o h n Maynard, 412
H o e m le , Edw in, 331 Khenke, A ndor, 252
H o fm a n n , D avid, 395, 476 Kjellén, Rudolf, 51
H o fm a n n sth a l, H u g o von, 423, 436 Klimt, Gustav, 412
H o g e n b e rg , F ran s, 163 Klingham m er, István, 228
H o lb e in el Jo v e n , H an s, 163, 219, 220 K ochno, Boris, 407, 413, 421
H o ld ic h , T h o m a s H ., 192 Koestler, A rthur, 239
H o n d iu s, 87, 163, 164 Kolzov, Mijail, 239
H o p p e r, E d w ard , 385 Konvitz, Jo sef W., 169
H o rk h e im e r, M ax, 135, 480, 481 Koribut-Kubitovich, Sergei, 421
H ó rn le , E dw in, 311 Korsch, Karl, 237
H u b e rm a n n , Ig o r, 239 K ortner, Fritz, 334
H u b e rm a n n , Stanislav, 311 K oselleck, R e in h a rt, 13, 41, 148, 391
H u m b o ld t, A le x a n d e r v on, 16, 25-28, 44, 470, Kossuth, Lajos, 436
492 Kóstring, E m st, 252

554
K restinski, N icolai, 239 L u n ach arsk i, A natoli, 420
K ritschinski, S. S., 417 L u rie, E sth er, 121
Kriwitzki, W alter, 239 L u te ro , M a rtín , 201
K ro p o tk in , P io tr, 49
K ulischer, A lex an d er, 146 Macaulay, T hom as B., 195
K ulisch er, E u g en e M., 446 Mackenzie, Alexander, 194
K un, Béla, 311 M ackinder, H alford, 35, 51, 80
M adre T eresa (María T eresa Bojaxhiu), 96
L ’Enfant, Pierre Charles, 183 M aeterlinck, Maurice, 418
Lacoste, Yves, 117 M agallanes, F em ando de, 87, 162
Lam bton, William, 193,194 M ahan, Alfred Thayer, 51
Lam precht, Karl, 44, 470, 492 Maier, Charles M., 80
Lang, Fritz, 480 Malevich, Casimir, 420
Lanzm ann, Claude, 445 M andelstam , N adeshda, 434
L aqueur, W alter, 125 M ann, H einrich, 480
Latour, B runo, 77 M ann, Thom as, 412, 480
Laux, H elm ut, 250 Márai, Sándor, 320
Lazerson, Tam ara, 124 M arco Polo, 87, 109, 161
Le C orbusier, 322 M arcuse, Ludwig, 480
Lefébvre, H enri, 38, 47, 51, 66, 67, 69, 472, 492 Markevich, Igor, 408
Léger, F em and, 407, 408 M arón, Karl, 311
Leibniz, G ottfried W ilhelm, 46 Marx, Karl, 47, 49, 69, 209, 211, 215, 265, 269,
Lem m er, Em st, 331 329, 331, 366, 374
Lenin, Vladim ir I., 49, 239, 355, 418, 430, 434, Marx, Leo, 386
439 Masaryk, Tom ás G., 248
L eonardo da Vinci, 163, 219 Massine, L eonid, 407, 408, 413
Lessing, G otthold Ephraim , 44 Mayakovski, Vladimir, 420
Lewin, Joseph, 335 M ayenburg, R uth von, 310, 311
Lewin, Moshe, 395 Meck, N ahum , 123
Lewitan, Isaak I., 390 Meinig, D onald; en el texto, D. en lugar de
L ieberm ann, Max, 334 R. R„ 179
Liebknecht, W ilhelm , 62 M endelsohn, Erich, 334
Lifar, Sergei, 407, 413, 423 M ercator, G erardus, 87, 94, 103, 163, 164, 234
Lifschitz.Jakob, 121 Meryon, Charles, 134
Linke, Paul, 334 Meyer, K onrad, 284
Linné, Cari von, 174 Milch, E rhard, 234
List, Friedrich, 370 Mindszenty, Jószef, 434
Litvinov, Maxim, 239 Miró, Jo a n , 408
Loesch, Cari von, 252 Molí, H erm ann, 189
L ondon, A rthur, 311 Molotov, Viatcheslav M., 250, 252, 254
Lopuchova, Lidia, 412, 413 Moltke, H elm uth von, 117
Lubitsch, Em st, 480 M onm onier, Mark, 90, 102, 104
Luis XIV, 168, 222 M orell, T h e o , 255

555
Morosov, Iván, 238 Plutarco, 43
Müller, Johannes, 46 Popieluszko, Jerzy, 434
M um ford, Lewis, 300 Póppelm ann, M attháus Daniel, 201
M ünnich, Ferene, 238 Popper, Karl, 288
M ünster, Sebastian, 164, 173 Popper, Rose, 335
M ünzenberg, Willi, 234, 239 Posidonio, 154
Mussolini, Benito, 231, 255, 256 Pound, Ezra, 422
Mussorgski, Modest, 420 Pred, Alian, 19, 51, 67, 301
Prokofiev, Sergei, 421
Nabokov, V ladim ir, 380-386 P roudhon, Pierre Joseph, 68
Nagy, Im re, 311, 434 Proust, Marcel, 74, 315, 317, 319, 413
N aum ann, Friedrich, 204 Ptolom eo, Claudio, 94, 95, 109, 148, 150, 154,
N eum ann, Heinz, 331 155, 159, 160-162, 181, 189
Newton, Isaac, 171,172 Puni, Iván, 420
Nietzsche, Friedrich, 59 Pushkin, A lexander, 478
Nijinski, Vaclav, 407, 408, 412, 413, 418
Nobile, U m berto, 238 Raabe, W ilhelm , 320
N o d e n .Jo h n , 167 Radek, Karl, 311
Nouvel, W alter, 414, 421 Radó, Sándor, 227-239
Rákosy, Matyas, 311
Ó T uathail, Gearóid, 75 Raleigh, W alter, 182
O istrach, David, 478 R am sden.Jese, 173
O ppenheim er, Franz, 334 R atzel, F rie d ric h , 14, 16, 44, 51, 59, 62, 76,
O rlando, 248 144, 145, 470, 492
O rtelius, A braham , 87, 159, 163, 164, 218 R eclus, E lisée, 68
O sbom , Franz, 334 R e in h a rd t, M ax, 334, 480
Oswald, Lee Harvey, 271 R e itzn e r, V ik to r v on, 359
R e m b ra n d t, 30
Panin, Nicolai, 247 R e m m ele, H e r m a n n , 331
Parker, Dorothy, 487 R e n n e ll, Ja m e s, 189, 190, 192, 193
Partsch, Joseph, 204 R ib b e n tro p , Jo a c h im von, 249, 254
Pastem ak, Boris, 434 R ich ter, H an s, 330
Pátzold, R einhold, 329 Riehl, W ilhelm H einrich, 257, 261, 262, 299
Pauker, Ana, 311 Rimski-Korsakov, Nicolai, 410, 414
Paustovski, K onstantin, 272, 309 Ritter, Cari, 16, 44-48, 100, 117, 211, 220, 267,
Paulova, Ana, 413 274, 278, 470, 492
Peters, A m o, 103 Riviére, Jacques, 418
Petófi, Sándor, 436 R odchenko, Mijail, 419
Peutinger, Konrad, 156 Rosanov, Vasili, 412
Picard, Jean , 168-171 Rosenberg, León, 414
Picasso, Pablo, 405, 407, 408 Rosselli, francesco, 162
Platón, 153, 461 R oth.Josephg, 367
Platonov, Sergei, 342 Rouault, Georges, 408

556
Rubinstein, A rthur, 414 Stauffenberg, Claus, conde de, 247, 255
Rubinstein, Ida, 413 Steinbeck, Jo h n , 379, 386
Ruby, Jack, 271 Stem , A nna, 335
Rumsfeld, Donald, 80 Stem berg, Joseph von, 480
Strachey, Lytton, 412
Said, Edward, 192 Strauss, Richard, 420
Saint-Simon, Claude H enri de, 68 Stravinski, Igor, 405, 416, 418, 422, 423
Salter, C hristopher I., 280 Svevo, Italo, 367
Saxton, C hristopher, 167 Swift, Jo n a th an , 165
Schechtel, Fiodor, 466
Schedel, H artm ann, 159, 161 Tácito, 43, 46,
Schellenberg, W alter, 236 Tales de Mileto, 153, 300
Scherchen, H erm ann, 238 Tarlé, Eugeni, 342
Schiller, Friedrich, 15 T eitel, Dr., 334
Schlegel, Friedrich, 220 T hálm ann, E m st, 311, 331
Schm idt, Paul, 249, 250, 254, 255 T horez, M aurice, 312
Schmitt, Cari, 19 Throw er, N orm an, 87
Schnitzler, A rthur, 412 T iedem ann, Rolf, 131
Schocken, Salman, 334 Tietz, Georg, 334
Schónberg, A m old, 480 Tietz, M ardn, 334
Schulenburg, Friedrich W em er, conde de, Tito, Jo sef Brosz, 311
254 Togliatd, Palmiro, 311
Schwarzenegger, Arnold, 76 Toller, E m st, 239
Seghers, Anna, 239 Tolstoi, León, 74, 320, 432
Semionov-Tian-Chanski, Piotr, 51, 470 Tomski, Alexei, 312
Sert-Natanson, Misia, 419 Tory, Avraham, 121
Servet, Miguel, 159 T rechsel, Gaspar, 159
Seymour, Charles, 248 T rechsel, M elchor, 159
Shakespeare, William, 163 Trifonov, Yuri, 312
Simmel, Georg, 19, 50, 144, 145, 292 T riolet, Elsa, 238, 421
Sinclair, U pton, 487 T uan, Yi-Fu, 66, 67, 74
Siusor, Pavel, 273 Tuchachevski, Mija.il, 312
S m ith.John, 172 Tucídides, 43, 46
Snell, W illbrord, 167 Turgeniev, Iván, 320
Soja, Edward, 19, 41, 42, 48-51, 53, 67, 68, 70, T u m e r, F rederickjackson, 51, 146, 147, 470
470, 484, 486, 488, 492
Sombart, Nicolaus, 42, 94 Ury, Lesser, 334
Somov, C onstantin, 414
Sorge, Richard, 227, 239 Vasiliev, N. V., 417
Speer, Albert, 335 V enturi, R obert, 378
Stahlecker, franz W alter, 123 V erm eer.Jan, 218, 221, 222
Stalin, Josef, 118, 227, 237-239, 249, 250-254, V erne, Julio, 320
315, 346, 396, 434 Vespuccio, Américo, 87, 162

557
Vidal de la Blache, Paul, 51, 68
Vinton, Sam uel, 178
Virilio, Paul, 40
Visscher, Nicolaas, 87, 163, 164

W ag n er, A n tó n , 484
W ag n er, R ich a rd , 265, 411, 420
W ald seem ü ller, M a rtin , 87, 162, 164
W alesa, L e c h , 33
W allerstein , Im m a n u e l, 70
W arb u rg , Aby, 19
W arb u rg , O tto , 334
W arsc h au er, M., 334
W ash in g to n , G eo rg e, 172, 178, 223
W eb er, M ax, 50, 269, 300, 331
W e d ek in d , F ran k , 412
W e h n e r, H e r b e r t, 311
W ein in g er, O tto , 412
W e ste rm a n n , 248
W hite, L. A., 298
W iebe, R o b e rt H ., 178
W ilde, O scar, 412
W ilder, Billy, 480
W ilson, W o odrow , 206, 247, 248
W olf, A rm in , 198

Z ap p a, F ra n k , 380
Z etkin, C lara, 331
Zola, É m ile, 328
Zweig, A m o ld , 334
Zweig, S tefan , 129, 367, 412
Zyzm an, L eo , 334
ISB N : 9 7 8 - 8 4 - 9 8 4 1 - 0 6 4 - 8
D e p ó s ito legal: M - 7 . 63 7- 20 07
Im p re s o en A n z o s, S. L.

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