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La comunidad ilusoria

Mare Augé
L a communauté illusoire, Marc Augé
© Editions Payot, 2010

Traducción: Enríe Berenguer


Diseño de cubierta: Iván de Pablo Bosch
Primera edición: M arzo de 2012, Barcelona

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Grafime S. L.
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Im preso por Sagrafic


Im preso en España
Printed in Spain
índice

La comunidad ilu s o r ia ............................. 9


El pasaje y el encuentro............................. 13
La comunidad ilu so ria............................... 19
Por un existencialismo político................ 35
E
l mundo global es también un mundo
de la discontinuidad y de la prohibi­
ción: ciudades privadas, barrio priva­
dos, residencias «securizadas». Solo accede­
mos al consumo mediante códigos, (ya sean
códigos de acceso a viviendas u oficinas, tarjeta
de crédito, teléfonos móviles o tarjetas espe­
ciales creadas por los hipermercados, las com­
pañías aéreas y otras).
Por otro lado, la estética dominante es una
estética de la distancia que tiende a hacernos
ignorar todos estos efectos de ruptura. Las fo­
tos tomadas desde satélites de observación, las
Marc Augé

vistas aéreas, nos habitúan a una visión global


de las cosas. Los edificios de oficinas o vivien­
das educan la mirada, al igual que el cine y, más
aún, la televisión.
Evoquemos algunas imágenes del mundo
de hoy, algunas de esas imágenes que a veces
contemplamos en la televisión, pero también
cuando el paisaje empieza a parecerse a un li­
bro de imágenes: desde el avión que nos trans­
porta entre una ciudad y otra, entre un país o
continente y otro, desde las autopistas y los
viaductos que a veces nos dan la sensación de
sobrevolar la tierra, o desde los trenes rápidos,
en los que la gran velocidad transforma tanto
los puntos de referencia espaciales como los
temporales. Estas imágenes cotidianas son las
de un mundo «global» que se presenta como
«sin fronteras», un mundo global donde los
espacios de la comunicación, de la circulación

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La comunidad ilusoria

y del consumo, los «no-lugares», no dejan de


extenderse, un mundo en el que quedan aboli­
das algunas de las antiguas fronteras, externas
e internas, de los lugares tradicionales.
En las fotos tomadas desde satélites, en la
noche del espacio, cintas brillantes de luz tré­
mula parecen anudar unas con otras las con­
centraciones urbanas, cuyo brillo es más cons­
tante; el flujo de los automóviles recorre las
autopistas como sangre un poco espesa; los in-
ternautas navegan al encuentro de correspon­
sales desconocidos en su ordenador; un chino
exiliado en Francia o en Italia ve como sus pa­
dres le saludan en directo a través de la web-
cam de un amigo pekinés. Las frutas veranie­
gas aparecen en invierno en las estanterías de
los supermercados europeos. En algunos paí­
ses, antenas parabólicas en todas las ventanas
constituyen un vínculo con el país de origen;

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MarcAugé

en otros países son un vínculo con el mundo


exterior, como una llamada pidiendo ayuda
(los integristas argelinos, sin equivocarse, las
llamaban «antenas paradiabólicas»). Las foto­
grafías tomadas con el teléfono móvil permiten
asistir en directo a las guerras, las revueltas y
las represiones que tienen lugar en el otro ex­
tremo del mundo.
Asistimos a los inicios del turismo espacial,
que permite a viajeros en estado de ingravidez
observar el planeta de lejos y convertirlo en un
paisaje. A esta distancia, la Tierra ofrece una
imagen de unidad. La última frontera ha sido
franqueada, y más allá de ella el planeta ya solo
se ve como un pequeño globo indiferenciado.
El pasaje y el encuentro

C
uando evocamos el ideal de un mun­
do sin barreras y sin exclusiones, lo
que está en juego no es la noción de
frontera. Las fronteras se perciben como una
llamada a la curiosidad y a la partida. La histo­
ria de la población humana es la del franquea­
miento de lo que llamamos las «fronteras na­
turales» (ríos, océanos, montañas). La frontera
siempre estuvo obsesivamente presente en el
imaginario de las poblaciones que colonizaban
la Tierra. La primera frontera es el horizon­
te. A partir de los viajes de descubrimiento,
siempre hubo en el imaginario occidental un
MarcAugé

Oriente misterioso, un ultramar ilimitado o un


Oeste lejano, que constituían otras tantas lla­
madas a la aventura, al porvenir.
En sentido inverso, es cierto, la frontera es
la amenaza que fascina pero inquieta, como en
las novelas de Dino Buzzati o de Julien Gracq,
la región misteriosa de donde pueden surgir el
enemigo, la guerra y la muerte. A menudo las
fronteras han sido franqueadas por conquista­
dores que atacaban y dominaban a otros seres
humanos, pero tal riesgo es inherente a todas
las relaciones humanas, en la medida en que
estas se rigen por correlaciones de fuerza. En­
tonces, el respeto de las fronteras es una ga­
rantía de paz.
N o sin motivo, en todas las culturas del
mundo las encrucijadas y los límites han sido
objeto de una intensa actividad ritual. Hermes
es el dios del umbral que es también el dios

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La comunidad ilusoria

psicopompo. N o sin motivo, los seres huma­


nos han desplegado en todas partes una intensa
actividad simbólica para pensar el pasaje de la
vida a la muerte como una frontera: ello con
la idea de que la frontera se franquea en ambos
sentidos, no borra definitivamente la relación
entre los unos y los otros, entre el más acá y el
más allá, así como entre los vivos y los muertos.
Ilusión, sin duda, pero la ilusión, según Freud,
es hija del deseo.
El pasaje y el encuentro son necesidades an­
tropológicas. Se sabe la importancia de los ri­
tos de paso en numerosas culturas. Ahora bien,
es cierto que en nuestro mundo de la imagen,
en todas sus formas, este mundo en el que de­
masiado a menudo creemos conocer a aquellos
de quienes solo conocemos su imagen, hay un
gran riesgo de disolución de la persona en la
imagen del otro. La telerealidad y el culto de

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MarcAugé

las vedettes de toda clase hacen que se corra


ese riesgo. Necesitamos otros que «resistan»,
otros verdaderamente «otros», para construir
y desarrollar nuestra identidad; tenemos nece­
sidad de identificar las fronteras del otro para
identificar las nuestras.
La noción de frontera marca por sí misma
la distancia mínima y necesaria (no en el
sentido etológico, sino en el sentido ontoló-
gico) que debería existir entre los individuos
para que sigan siendo libres de comunicarse
entre ellos como quieran hacerlo. El lenguaje
no es una barrera infranqueable, es una fron­
tera. Su aprendizaje, antes de llegar a la traduc­
ción y a la comprensión recíproca completa,
pasa por signos, esfuerzos, intercambios: en
suma, por un esfuerzo sutil de reconocimiento
del otro como otro, del otro reconocido a la
vez como diferente y semejante.

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La comunidad ilusoria

Aprender la lengua del otro y, más aún,


comprender el lenguaje del otro, es establecer
con él una relación simbólica elemental, respe­
tarlo y reunirse con él, franquear la frontera.
El aprendizaje de una lengua obliga a prestar
atención al otro, a compartir algo con él, mien­
tras en quienes se expresan en una misma len­
gua pueden existir muchos malentendidos. N o
basta con hablar la misma lengua para hablar
el mismo lenguaje y entenderse. La frontera
no se encuentra siempre donde se cree perci­
birla. Una frontera volátil y móvil, fluida e in­
visible, puede separar a aquellos que parecen
estar próximos, así como reunir sutilmente a
aquellos cuyas lenguas y culturas respectivas
parecerían mantener a distancia.
Nuestro ideal, pues, no debería ser el de
un mundo sin fronteras, sino el de un mundo
donde todas estas fronteras sean reconocidas,

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Marc Augé

respetadas y franqueables. Un mundo donde


el respeto de las diferencias empezaría, dentro
de cada conjunto instituido, respetando a los
individuos que lo componen, con independen­
cia de su origen o de su sexo, y donde la in­
timidad de cada individuo sería respetada sin
que por ello quede confinado. Tal podría ser el
ideal de toda educación digna de este nombre.
Los obstáculos con los que tropieza este
ideal son de dos clases. O bien se endurece la
noción de frontera, haciendo de ella una ba­
rrera infranqueable, o bien, por el contrario,
se la diluye, se la borra, se la niega. Las dos
actitudes pueden coexistir, por otra parte: se
ve muy bien de qué manera la mundialización
uniformizante del sistema actual del consumo
puede suscitar, a modo de respuesta, afirma­
ciones exacerbadas y coercitivas de identidad
cerrada y agresiva.

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La comunidad ilusoria

L
a ilusión empieza con la palabra misma,
que remite a tipos de unidades bien di­
ferentes unas de otras. ¿Qué relación
hay entre lo que se llama una comunidad étni­
ca en una ciudad contemporánea, una comuni­
dad religiosa (la comunidad judía o musulma­
na) en otra, la comunidad homosexual en un
país u otro, la comunidad europea, una comu­
nidad de internautas o la comunidad docente
de la que nos hablan a propósito de un insti­
tuto u otro? Aquí, la palabra crea el objeto al
que da nombre. Englobar bajo un mismo tér­
mino a individuos que tienen algo «en común»
Marc Augé

es crear una entidad ilusoria, tomar los pro­


pios deseos o temores por realidades, postular
que un conjunto de relaciones cuya existencia
se supone constituyen un vínculo, un víncu­
lo fuerte aunque indeterminado. Este juego de
palabras prosigue con una creación simétrica:
la de la palabra «comunitarismo», que solo se
puede definir como un exceso de comunidad,
y que pronto se revela como la versión mala
de esa entidad tan respetuosa como indefinida
que es la comunidad.
Les propongo, a título experimental de al­
gún modo, que de momento dejemos de lado
el término «comunidad» y tratemos de ima­
ginar cómo es invitado un individuo, desde la
más tierna infancia, a franquear y también a
construir fronteras. Estas fronteras son sutiles,
como se dice de un perfume, que es sutil por­
que se difunde más allá de su punto de origen,

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La comunidad ilusoria

o de una idea, que es sutil porque sigue reso­


nando y provocando después de que se cree
haber comprendido su sentido inmediato.
Lévi-Strauss escribió que para captar un
hecho social total, hay que captarlo totalmen­
te, «o sea, desde fuera, pero como algo de lo
que, de todos modos, forma parte la capta­
ción subjetiva (consciente e inconsciente) que
de ella tendríamos si, siendo ineluctablemen­
te hombres, viviéramos el hecho como indí­
gena en vez de observarlo como etnógrafo»1.
Con los hechos contemporáneos, la situación
es algo diferente, porque se trata precisamen­
te para el etnógrafo de observar hechos que él
mismo vive como indígena. Así, no hay más

1. Lévi-Strauss, «Introduction á l’oeuvre de Marcel


M auss», en Marcel Mauss, Sociologie et anthropologie,
1950, 3.1 edición, 1966, PUF, pág. XXVIII.

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MarcAugé

que un paso desde la antropología del mun­


do contemporáneo al autoanálisis antropoló­
gico. Pero la dificultad sigue siendo la misma:
disociar la vida de la observación. En la vida
corriente, por ejemplo, sucede que utiliza­
mos palabras y aceptamos evidencias aparen­
tes que, sometidas a la reflexión, no son obvias
y que, por cada respuesta que aportan, plan­
tean aún más preguntas.
Estas palabras y estas evidencias se sitúan
siempre, como el término «comunidad», del
lado de las categorías «colectivas» que no ex­
plican nada mientras no se las «deconstruya»
para tratar de comprender qué significan para
los individuos que las emplean.
Tomaré como ejemplo lo que entiendo por
«familia» cuando pronuncio esta palabra. En el
registro familiar, el término comunidad tiene
un sentido jurídico preciso, pero se lo emplea

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La comunidad ilusoria

también en un sentido más amplio, como si la


familia fuera de algún modo el paradigma de
la comunidad de sangre y de corazón. Tomo
mi propio ejemplo personal, porque soy el in­
dígena cuyo caso mejor conozco. Pues bien,
de entrada debo reconocer que, a excepción de
mis hijos, de lo que hablo esencialmente cuan­
do hablo de «mi familia» es del pasado y de
los muertos. Pero las cosas no son tan simples.
Solo mi padre tenía una familia extensa. Mi ma­
dre, que quedó huérfana tempranamente, ha­
bía conservado algunas relaciones con las hijas
de la hermana de su madre, pero raramente las
veíamos y, para mí, no formaban parte de la fa­
milia del modo en que lo hacían los tíos, tías,
primos y primas de Bretaña. La madre de mi
padre, en efecto, era bretona, pero el padre de
mi padre, mi abuelo, de origen catalán, que vi­
vía en Bretaña y mantenía relaciones más bien

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Marc Augé

frías con sus cuñadas, nunca se sintió parte de


la entidad familiar bretona, muy alejada de sus
Pirineos natales. Hay que decir que al final de
la guerra de 1914, mi bisabuela bretona, que
había perdido en ella a su marido y a sus dos
hijos, se encontró a cargo de cinco hijas de mu­
cho carácter.
Cuando evoco mi familia, en lo que pienso
de entrada es en este conjunto bretón, con re­
lación al cual tanto mi madre como mi abue­
lo paterno se consideraban «añadidos». Muy
pronto existieron fronteras sutiles, a mi modo
de ver, entre mi madre, mi abuelo y mi familia,
mientras que mi padre era el punto de referen­
cia a cuyo alrededor, desde mi punto de vista,
se ordenaba todo este complejo.
A esto hay que añadir que entre los unos y
los otros existían grandes distorsiones sociales.
Algunas de mis tías abuelas se habían casado

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La comunidad ilusoria

«muy bien», otras no. Lo mismo en la siguien­


te generación. Muchos chicos, como ocurría a
menudo en las familias modestas, habían he­
cho carrera en el Ejército, pero con grados
muy diferentes. La diversidad de los destinos
individuales creaba dentro del conjunto fami­
liar divisiones y acercamientos. Yo era testi­
monio de ello, porque mis padres vivían en Pa­
rís y algunos miembros de la familia pasaban
por allí de vez en cuando, mientras que otros
no lo hacían nunca. Había divisiones de clase
dentro de mi familia, en especial entre los fun­
cionarios y el resto.
Por supuesto, durante mucho tiempo hubo
ocasiones en las que nos reuníamos (bodas,
entierros). Hasta el año 1970, los entierros fue­
ron para mis primos y para mí una ceremo­
nia ambivalente: aunque algunos lloraban a un
ser muy cercano, un padre, una madre, todos

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Marc Augé

nos sentíamos felices por habernos encontra­


do. Pero con el paso de las generaciones (hoy
día, la mayoría de los adultos no conocieron
a la generación de mi abuela y sus hermanas),
debido también a la fecundidad bastante no­
table de mis primos y de sus hijos, se han ido
creando nuevos centros de gravedad, los cuales
poco tienen que ver con lo que sigo llamando
mi familia, que, aunque sea bretona, está muy
alejada de constituir una comunidad en el sen­
tido fuerte del término. Si tuviera que definir
lo que es mi familia en un sentido amplio, di­
ría, por lo tanto, que es más bien un univer­
so en expansión; y sin duda yo soy, debido a
mi edad, unos de los pocos que hoy día puede
adivinar, quizás incluso discernir, sus contor­
nos más lejanos y huidizos. En el sentido res­
tringido, mi familia es un linaje más estrecho
(mis padres y los padres de mi padre, hoy día

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La comunidad ilusoria

todos desaparecidos, y mis hijos, que a su vez


han creado ellos mismos nuevas alianzas), de
modo que yo mismo me he convertido, para
mis descendientes directos, en punto de refe­
rencia o de origen y, por así decir, en represen­
tante simbólico de una «comunidad familiar»
que se ha ido dispersando en el espacio y des­
vaneciéndose en el tiempo, día a día y ante mí.
Ahora bien, no creo poder encontrar en
otros universos (la profesión, la cultura) refe­
rencias más estables. Pero tengo que precisar,
además, que si la referencia familiar, relativa­
mente inseparable de la referencia local (Breta­
ña), sigue existiendo para mí, ello es en función
de algunos vínculos que he mantenido con al­
gunas personas, con algunos lugares que me
gustaría volver a ver y algunos recuerdos que
no se borran. Este conjunto solo me pertenece
a mí, aunque por supuesto comparto algunos

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Marc Augé

de sus elementos con otros. Estos vínculos es


lo que llamo fronteras, fronteras sutiles que
instauran demarcaciones y correspondencias
en el espacio y el tiempo, en el presente yelpa-
sado; estos vínculos no son evidentes; uno sólo
los reactiva si quiere y si puede; son al mismo
tiempo una huella, un signo y una llamada.
En este sentido son cercanos a los víncu­
los de amistad de los que Giorgio Agamben
tan bien ha hablado en su comentario de Aris­
tóteles. Agamben hace la observación de que,
en Aristóteles, hay una equivalencia entre ser
y vivir, entre sentirse existir y sentirse vivir, y
que en el corazón de la sensación de existir es
donde aparecen la existencia del amigo y el he­
cho de sentir con él, de «con-sentir»: «La sen­
sación del ser, en efecto, siempre es ya com­
partida y la amistad nombra precisamente ese

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La comunidad ilusoria

compartir»2. La amistad, por lo tanto, tiene


una dimensión al mismo tiempo ontológica y
política. Los hombres comparten la dulzura de
existir y ellos mismos son compartidos3 por
la experiencia de la amistad antes de compar­
tir cualquier otra cosa. Así pues, lo que marca
el nacimiento de la amistad es el surgimiento
interior de una frontera sutil. La amistad re­
produce y amplifica, de algún modo, el con­
sentimiento original que funda la política y
distingue la comunidad humana de los reba­
ños de animales.

2. Giorgio Agamben, UAmitié, Rivages Poche,


2007, pág. 33.
3. En francés, partagé es al mismo tiempo compar­
tido, dividido, repartido. Esto alude a la frase posterior,
donde se habla del surgimiento de una frontera interior.
(N. del T.)

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Marc Augé

El vínculo del que aquí hablo, a propósi­


to de la familia, no es necesariamente el de la
amistad, pero no es ajeno a él. En todo caso
se encuentra mucho más cerca de él que de no
sé qué sentimiento de pertenencia a un grupo.
Como la amistad, se sitúa del lado del ser y no
es del orden del contrato ni de la intersubje-
tividad. Es un vínculo sutil cuya presencia se
descubre en uno mismo sin poder explicitar
todas sus razones ni explicar su génesis.
Que, expresándolo en otro lenguaje, la re­
lación sea una parte intrínseca de la identidad,
constitutiva de la identidad personal, es una
intuición que han tenido todos los grupos
humanos, y todo material etnográfico lo de­
muestra. Cuando hablo aquí de relación, no es
para referirme a sujetos distintos que estable­
cen entre ellos relaciones de tipo más o menos
contractual. Es para subrayar que no hay otra

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La comunidad ilusoria

definición posible del individuo humano más


que la de un ser relacional existencialmente
abierto, ofrecido al exterior y a la alteridad.
¿Cóm o podría sorprenderme, volviendo a
mi caso personal tomado aquí como ejemplo,
que África, Latinoamérica o Italia me hayan
cambiado, que hayan influido en mí, de un
modo necesariamente contradictorio a veces,
tanto como mis orígenes bretones y mi edu­
cación parisina? Por supuesto, no pretendo
haber incorporado todos los saberes que per­
tenecen a los países donde he vivido un poco
alguna vez, ni haber conservado todo lo que
he aprendido o experimentado, pero si algunos
nombres de países hacen que me conmueva, es
porque de algún modo me pertenecen, o más
bien yo les pertenezco, porque sé que soy lige­
ramente diferente de lo que sería si no me hu­
biera encontrado con ellos. N o les pertenezco

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MarcAugé

del mismo modo en que se cree pertenecer, de


nacimiento, a una comunidad, o, por adhesión,
a un partido o una iglesia; les pertenezco a cau­
sa de un encuentro y a veces por amistad. El
encuentro es la experiencia de la frontera sutil,
la excitación causada por la intuición de que es
posible un franqueamiento, y la satisfacción,
una vez franqueada la frontera, de comprender
que esta solo se franquea una vez, pues al vol­
ver ya no es del todo la misma frontera, como
ya no es el mismo aquel que la ha franqueado
una primera vez.
La categoría profesional u otros tipos de
pertenencia social podrían prestarse a reflexio­
nes del mismo orden. Una vez reconocida la
existencia de las fronteras sutiles que trascien­
den todas las herencias y todas las tradiciones,
se puede empezar a pensar contra las filoso­
fías del destino. La noción de frontera permite

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La comunidad ilusoria

hacerlo a partir del individuo y contra todos


los determinismos, que si pesan tanto sobre él
es porque se ha dejado persuadir de su poder.
La propensión de las ciencias sociales a par­
tir siempre de lo colectivo y del pasado para
pensarse a sí mismas como ciencias les impide
captar al individuo en su función singular y
prospectiva.
Por un existencialismo político

uisiera, pues, plantear aquí la si­

Q guiente proposición: sí, el bien co­


mún y la idea de la comunidad son
consustanciales a la idea de humanidad. Pero,
como nos muestra la historia, sólo existen en
estado ideal y de proyecto. El individuo no
puede existir solo; por otra parte, nunca nace
solo, sino en universos ya simbólicamente
constituidos que le imponen de forma más o
menos estricta un conjunto de relaciones po­
sibles o incluso prescritas: «... hablando con
propiedad, aquel a quien llamamos un espíritu
sano -escribe Lévi-Strauss- es el que se aliena,
Marc Augé

ya que consiente en existir en un mundo de­


finible por la relación entre yo y los otros. La
salud de la mente individual implica la parti­
cipación en la vida social, así como la negativa
a prestarse a ella (y con las modalidades que
impone) corresponde a la aparición de los tras­
tornos mentales»4. En un mundo tan sobrecar­
gado de significaciones simbólicas (la primera
etnología estudió mundos de este tipo), es muy
evidente que la idea de libertad individual no
tiene sentido. El sentido social es el conjunto
de las relaciones mediante las cuales se define y
a través de las cuales se construye toda identi­
dad. Desde el punto de vista del individuo, el a
priori de lo simbólico solo engendra relaciones
necesarias y comunidades impuestas, que por

4. Lévi-Strauss, id. pág. X X .

- 36-
La comunidad ilusoria

otra parte también dan un lugar considerable a


los desacuerdos, a las escisiones y las recompo­
siciones, cuya infinita diversidad ha estudiado
la literatura etnológica.
Pero también conocemos los efectos de to­
talitarismo intelectual, producidos, a otra es­
cala, por las grandes ideologías políticas o po­
lítico-religiosas de ayer y de hoy, que, por este
motivo, calificamos de «totalitarias». Enton­
ces, de acuerdo con Hannah Arendt, ya no se
trata de sobrecarga de sentido, sino de expul­
sión de todo sentido posible: «Mientras que el
aislamiento afecta únicamente al dominio polí­
tico de la vida, la desolación afecta a la vida hu­
mana, en su totalidad. Ciertamente, el régimen
totalitario, como todas las tiranías, no podría
sobrevivir sin destruir el dominio público de la
vida, o sea, sin destruir, aislando a los hombres
entre ellos, sus capacidades políticas. Pero la

— 37 —
MarcAugé

dominación totalitaria, como forma de gobier­


no, es nueva en el hecho de que no se confor­
ma con este aislamiento y destruye igualmente
la vida privada. Se basa en la desolación, en la
experiencia absoluta de no pertenencia al mun­
do, que es una de las experiencias más radicales
y más desesperadas del hombre»5.
La comunidad como realización del bien
común solo puede ser un punto de llegada
provisional y siempre inacabado. Su punto de
partida solo puede encontrarse en el rechazo
de todo sentido prescrito y, más aún, de lo que
Hannah Arendt llama la «desolación», o sea, el
naufragio en cuerpo y alma de la individuali­
dad privada y de la pertenencia al mundo. Y el

5. Arendt, Les origines du totalitarisme, Quarto,


Gallimard, 2002, pág. 834.

~ 38 ~
La comunidad ilusoria

procedimiento que conduce hasta ahí por fuer­


za tiene que ser inverso al de todos los totali­
tarismos. El consentimiento al carácter inaca­
bado y la conciencia de un devenir necesario
distinguen a la democracia de todos los demás
regímenes políticos. La democracia, como el
individuo, siempre está por construir: solo es
plenamente ella misma si sigue proyectando
en el futuro la referencia respecto de la cual
considera que debe definirse: su frontera es,
ciertamente, un horizonte. En democracia, el
respeto de la constitución existente y el man­
tenimiento del orden establecido son solo im­
perativos prácticos y provisionales, porque la
constitución cambiará y las normas también.
Pensemos, por poner un ejemplo, en todo lo
que estaba prohibido o era impensable en los
países de la Europa occidental hace tan solo
sesenta años, tanto en el dominio de las eos-
MarcAugé

tumbres (condición de la mujer, divorcio, ho­


mosexualidad) como en la esfera estrictamen­
te política (voto de las mujeres, mayoría de
edad). El espíritu democrático, como el espí­
ritu científico, no se satisface con lo ya conse­
guido y sabe que la verdad siempre hay que
conquistarla, que la existencia política siempre
precede a su esencia.
La idea de progreso, en esta perspectiva, no
procede ni del orgullo ni de la ingenuidad, sino
de la simple constatación de las insuficiencias
del presente y de las fronteras que habría que
franquear para ir al encuentro de soluciones,
sin duda, pero también de nuevos problemas
que resolver. Quienes invocan el progreso no
hablan en nombre de un saber preexistente;
simplemente tienen la convicción, modesta y
tenaz, de que la libertad real de cada individuo
humano es la condición necesaria del bien co­

- 40 -
La comunidad ilusoria

mún a todos. Se inspiran, de este modo, en el


espíritu científico: nada hay más modesto que
el espíritu científico; nunca parte de una tota­
lidad acabada como la que se encuentra en el
principio de la ideologías, sino que explora las
fronteras de lo desconocido con la ambición
de hacer que se muevan.
La gran experiencia humana de nuestra
época es la de la emigración y el exilio. Con
la migración, las nociones de itinerario, de en­
cuentro, de proyecto y de frontera ya no tie­
nen nada de metáfora. A menudo se destacan
con razón los fenómenos que en ocasiones la
acompañan: mantenimiento de vínculos con
el medio de origen, reconstitución de solida­
ridades sobre una base étnica o confesional en
el medio de acogida. Pero está claro que esto
no es en absoluto lo esencial. Lo esencial, si se
tiene en cuenta el hecho de que los fenómenos

- 41 -
MarcAugé

migratorios también son muy importantes en


el interior de los continentes que en Occidente
tendemos a considerar solo como «exportado­
res» de emigrantes (África, Asia, Latinoamé­
rica), es la amplitud de una desterritorializa-
ción generalizada en todo el planeta que afecta,
de entrada, a individuos. La migración es una
aventura individual, que corresponde a la frag­
mentación más o menos acelerada de las socie­
dades tal como existían antes de la aparición
del gran fenómeno migratorio consecutivo al
fin del período colonial.
Los migrantes, clandestinos o no, no tienen
elección: han cortado los puentes, han pasado
la frontera y su vida ya no volverá a ser nunca
lo que era. Por otra parte, fue para cambiarla
por lo que tomaron ese camino: el sentido de
su vida solo existe en el futuro. Así, han enten­
dido mejor el mundo actual que aquellos que

- 42-
La comunidad ilusoria

se inquietan ante su surgimiento y se esfuerzan


por conjurarlo evocando sus raíces, su cultu­
ra y sus tradiciones. Ellos se enfrentan a una
multiplicidad de fronteras: las fronteras geo­
gráficas que tienen que franquear oficialmen­
te o clandestinamente, pero también la infinita
sutileza de los vínculos que se ven llevados a
tejer, de buen grado o de mala gana, con nue­
vos partenaires.
Ellos son los verdaderos aventureros mo­
dernos, los héroes del western planetario en el
que los europeos juegan demasiado a menu­
do el papel de la muchedumbre espectadora,
miedosa, inquieta, que asiste pasivamente al
enfrentamiento de los verdaderos actores de
la historia. Con ellos habrá que construir la
democracia del mañana y defender el bien co­
mún contra les derivas totalitarias de todos los
orígenes. Tienen mucho que enseñarnos por

- 43 -
MarcAugé

poco que todavía seamos capaces de entender


y comprender. Por su sola existencia, nos de­
muestran que todavía hay fronteras que fran­
quear, encuentros que tener y un porvenir para
la democracia.
Tenemos necesidad de recuperar el sentido
del tiempo y de la historia, no solo para luchar
contra los ghettos y los enclaves que se desa­
rrollan en el planeta bajo el manto de la glo-
balización, sino también para identificar clara­
mente las nuevas fronteras que se perfilan en
nuestro horizonte. La ciencia nos invita a vol­
ver nuestra mirada hacia los dos infinitos que
fascinaban a Pascal. Las fronteras de las otras
galaxias, la frontera entre la materia y la vida,
trazan el horizonte científico del siglo que co­
mienza. Pero estas nuevas fronteras son tam­
bién el horizonte de la humanidad. Es esencial
que su exploración no concierna solo a una eli-

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La comunidad ilusoria

te del saber y el poder, sino que, a largo plazo,


una revolución educativa mundial asocie a to­
dos los humanos en esta nueva aventura.
Toda educación digna de este nombre debe­
ría tener por meta y por ideal el atravesamiento
de las fronteras y las culturas, el «transcultu-
ralismo», no el encierro en una sola tradición;
en el interior de cada individuo es donde la
noción de diversidad cultural adquiere senti­
do: el ideal de la revolución educativa mundial
únicamente será perceptible en el horizonte de
la historia humana a partir del día en que re­
sulte concebible poder definir a cada individuo
como una síntesis original y única de las cul­
turas del mundo.

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