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Abordaje integral para la prevención y reducción de las

consecuencias adversas del uso de drogas en


poblaciones en situación de alta vulnerabilidad:
una estrategia de salud pública

Tema 1:
La atención de las
personas con uso
problemático de
sustancias en
contextos de alta
vulnerabilidad: análisis
de las barreras sociales
y sanitarias en el
acceso a los servicios

Dr. Andrés Felipe Torado Otálvaro


Dr. Andrés Felipe Tirado Otálvaro

Profesor Titular Universidad Pontificia Bolivariana

Colombia

felipe.tirado@upb.edu.co

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ÍNDICE

1. Resumen y palabras clave ............................................................................................................ 4

2. Lectura inicial ................................................................................................................................ 5

3. Desarrollo del tema ....................................................................................................................... 7

4. Futuro/Avances de la evidencia en este campo .......................................................................... 20

5. Lecturas recomendadas ............................................................................................................. 21

6. Bibliografía para el estudiante ..................................................................................................... 23

7. Glosario ...................................................................................................................................... 29

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1. Resumen y palabras clave

1.1. Resumen

Este tema tiene como propósito brindar las herramientas conceptuales que permitan abordar desde
una perspectiva integral y de salud pública, la atención a las personas con uso problemático de
drogas, con énfasis en los grupos que se encuentran en condiciones de alta vulnerabilidad;
entendida esta, como las condiciones contextuales que favorecen la vulneración de los derechos
de los usuarios de drogas a causa del estigma y la discriminación de la cual son víctimas de
manera frecuente.

En consideración con lo anterior, se define el estigma a partir de cinco pasos (etiquetamiento,


estereotipación, separación, pérdida de la condición de sujeto y ejercicio desigual del poder), los
cuales, al estar interrelacionados con situaciones agregadas como vivir en condición de pobreza,
pertenecer al género femenino, estar privado de la libertad, tener una condición sexual diferente,
tener una enfermedad infectocontagiosa o una patología psiquiátrica, hace que las personas que
usan drogas, sean más vulnerables a verse afectados en la garantía de derechos fundamentales,
como el acceso a un empleo digno, a la educación o a la atención en salud, a causa del rechazo y
la discriminación de que son víctimas debido a su condición.

Por último, se describen algunos de los avances de las políticas actuales, las cuales proponen
trascender de la mirada punitiva frente al fenómeno del consumo, a una enfocada a la salud
pública; y a partir de allí, se plantean los principales retos que tienen los Estados en términos de
inclusión y equidad, para posteriormente, proponer futuras líneas de investigación y desarrollo en
el tema, desde el punto de vista sanitario y social, así como en las intervenciones dirigidas a
mitigar las consecuencias adversas del consumo, especialmente las de base comunitaria.

1.2 Palabras clave

Vulnerabilidad; Estigmatización; Consumo de Drogas; Trastorno por Uso de Sustancias; y


Políticas Públicas.

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2. Lectura inicial

A pesar de que el concepto de vulnerabilidad se usa frecuentemente para referirse a poblaciones


en riesgo o en condición de pobreza, es un término complejo, con múltiples aristas y diferentes
aproximaciones epistemológicas que lo distorsionan dependiendo del contexto en el que se emplee
(Feito, 2007). Así pues, es preciso aclarar que mientras el riesgo es entendido desde la
epidemiología como la probabilidad de ocurrencia de un evento dañino, mórbido o fatal en los
colectivos humanos (de Almeida Filho, David, & Ayres, 2009), la pobreza hace referencia a la
escasez de ingresos económicos para cubrir las necesidades básicas de los hogares (Pizarro
Hofer, 2001). La vulnerabilidad en su concepción más amplia hace alusión al impacto que tiene la
exposición a diferentes eventos en los grupos humanos, sumada a la incapacidad de estos para
enfrentarlos y a la inhabilidad para adaptarse a los mismos (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002). Sin
embargo, es un concepto polisémico y que ha recibido múltiples críticas, debido a los alcances de
cada una de las maneras de interpretarlo y ponerlo en práctica en el ámbito social y sanitario
(Luna, 2004).

La vulnerabilidad es hoy en día un rasgo social predominante en América, debido al impacto de las
políticas neoliberales y de desarrollo en la región (Pizarro Hofer, 2001), las cuales han generado
condiciones que exponen a los grupos más desfavorecidos a situaciones de desventaja, a causa
de su incapacidad para controlar las circunstancias riesgosas (Feito, 2007).

Particularmente en el campo de las drogodependencias, las investigaciones clínicas sugieren que


la vulnerabilidad de los individuos a presentar un trastorno por uso de sustancias puede depender
de ciertas deficiencias en algunos neurotransmisores, tras la exposición, el uso continuo a las
drogas y la coexistencia de patologías psiquiátricas (Flores, 2003); sin embargo, la vulnerabilidad
no depende solamente de factores biológicos, ya que solamente alrededor de un 10% de las
personas que experimentan con dichas sustancias tiene un riesgo real de adicción (Szerman et al.,
2017).

Lo anterior nos lleva a argumentar que el concepto de vulnerabilidad no es rígido, pues será
diferente la situación en términos de vulnerabilidad de una persona con buen poder adquisitivo que
experimente por primera vez con las drogas y lo haga por curiosidad, a la de otro individuo de bajos
recursos, que lo haga para intentar evadir o sobrellevar las condiciones adversas de su
cotidianeidad; en tanto dicho concepto, es dinámico, flexible, modificable y está estrechamente
relacionado con el contexto y circunstancias propias de cada sujeto (Luna, 2004). En
consecuencia, y a partir de los argumentos expuestos, es posible entender como los habitantes de
calle, las mujeres, la población que vive en condiciones de miseria, las personas con orientación
sexual diversa, las personas que viven con VIH, entre otros, pueden tener un grado de

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vulnerabilidad mayor, al igual que múltiples barreras de acceso a los servicios de salud, a causa del
estigma, el rechazo y la discriminación de que son víctimas debido a su condición (Uprimny et al.,
2014).

A continuación, se presenta el concepto de vulnerabilidad, su relación con el estigma y las


barreras en la oferta de servicios, para posteriormente plantear los desafíos actuales en cuanto
a la atención integral de las personas que usan drogas en situación de vulnerabilidad.

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3. Desarrollo del tema

3.1 Condición de vulnerabilidad

El concepto de vulnerabilidad encierra múltiples significados (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002) que
van desde una dimensión antropológica, que hace a un individuo susceptible a diversos daños por
la fragilidad intrínseca de su condición de ser humano, hasta una dimensión social, derivada de
aspectos contextuales (pertenencia a un grupo, género, localidad, condición socioeconómica,
cultural y política), que generarán diferentes riesgos, los cuales dependerán de las capacidades
con que cuenten las personas para enfrentarlos (Feito, 2007).

A pesar de la polisemia del término (Luna, 2004), en todos los acercamientos conceptuales al
respecto hay un denominador común, entendido como posibilidad de un daño (Feito, 2007). Así
pues, la noción de vulnerabilidad hace referencia a riesgos económicos, inseguridad social,
delincuencia, exposición a factores ambientales y desastres naturales, por localización geográfica,
problemas de infraestructura, disponibilidad del recurso humano o falta de inversión estatal (Villa &
Rodríguez Vignoli, 2002), y ha sido empleada para referirse a ciertos grupos poblaciones en
condición de desventaja frente a los demás (Feito, 2007) a causa de del desempleo, la falta de
educación, su condición de salud o su pertenencia a sectores económicos informales (Pizarro
Hofer, 2001).

Desde el punto de vista jurídico, el término se le atribuye a la inobservancia o violación de


libertades y derechos humanos (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), mientras que en el terreno de la
investigación, es empleado para identificar ciertos grupos poblacionales que podrían necesitar una
protección especial (Luna, 2004). Tal es el caso de la definición acuñada por el Consejo de
Organizaciones Internacionales de las Ciencias Médicas (CIOMS) en 2002, la cual hace referencia
a esta como la incapacidad de un individuo para proteger sus propios intereses, debido a múltiples
impedimentos, como ser un miembro subordinado de un grupo o la falta de capacidad para dar su
consentimiento informado, por lo que se hará necesaria la protección de los derechos de estas
personas debido a su condición (CIOMS, 2002).

3.1.1 Críticas al concepto de vulnerabilidad

Tanto la dimensión antropológica como la social del concepto de vulnerabilidad han recibido
diferentes críticas debido a su visión reducida de la realidad (Luna, 2004), situación que adquiere
una especial importancia a la hora de abordar temas relacionados con las personas que usan
drogas.

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En la primera de las críticas, se cuestiona el término como expresión de la condición humana y su
fragilidad desde el punto de vista ontológico, ético y sociocultural (Torralba, 2000), que lo hace
intrínsecamente propenso a la enfermedad y la muerte (Feito, 2007). Esto ubica a todos los seres
humanos en una única categoría de vulnerabilidad debido a su condición per se. Despojaría al
término de cualquier relevancia, por lo que no sería necesario buscar medidas de protección
específica para ciertos grupos de personas, lo cual tendría serias implicaciones en términos de
políticas públicas y sanitarias, al rechazar la existencia del término (Luna, 2004). Por otra parte, la
noción de vulnerabilidad social que clasifica a los grupos poblacionales de acuerdo con factores
contextuales que los hace más propensos a enfrentar circunstancias adversas (Villa & Rodríguez
Vignoli, 2002), a partir de atributos como género, raza, empleo, situación económica o sanitaria,
ubicación geográfica, participación política, etc. (CIOMS, 2002), abre la posibilidad de categorizar la
heterogeneidad humana e individualizar tantos grupos vulnerables como riesgos existan, debido a
la incapacidad de respuesta estatal para atender tanta diversidad (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002).

Desde la epidemiologia, la vulnerabilidad se entiende como el sumatorio de factores


comportamentales, políticos y sociales que implican diferentes susceptibilidades para los individuos
y las poblaciones de sufrir algún tipo de daño, adquirir una enfermedad o la muerte, por lo que su
definición está íntimamente ligada al concepto de riesgo (de Almeida Filho et al., 2009). De hecho,
la noción de vulnerabilidad expresada desde organismos internacionales como la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), no escapa mucho a la definición
epidemiológica, ya que dicho organismo rector la presenta incluso, a partir de una forma
matemática: “Vulnerabilidad = exposición a riesgos + incapacidad para enfrentarlos + inhabilidad
para adaptarse activamente” (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002); situación que deja en evidencia la
preponderancia de la mirada positivista sobre el enfoque social en el tema.

El enfoque epidemiológico de la vulnerabilidad centrado en el riesgo y la indefensión hacia


factores derivados de eventos socioeconómicos y las capacidades humanas para enfrentarlos
(Pizarro Hofer, 2001), al considerar el riesgo como un elemento externo, las variables personales
como factores internos y las capacidades como los recursos para enfrentar las contingencias
ambientales o sociales (Feito, 2007) también ha recibido diferentes críticas. Los modelos
probabilísticos que explican la asociación causal en factores de riesgo, dependen de múltiples
contingencias que escapan del control de los observadores (de Almeida Filho et al., 2009). Esto
sumado al hecho de que a pesar que los grupos humanos compartan características similares
(localización geográfica, estrato socioeconómico, etnia, etc.), dichas categorías no los hacen
homogéneos, debido a la existencia de sujetos diferentes al interior de cada grupo (Luna, 2004).
Esta situación hace que las mediciones de vulnerabilidad a partir de las sumatorias del riesgo de
cada unidad de referencia, sean poco realistas para abordar un fenómeno social complejo (Villa &
Rodríguez Vignoli, 2002).

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Para el caso específico de las personas que usan drogas, el modelo multicausal que pondera la
contribución de los factores genéticos, psicológicos y sociales para explicar la vulnerabilidad de los
individuos en la aparición de los trastornos por uso de sustancias (Flores, 2003; Mino, 2000), no
logra dar respuesta al asunto, pues al considerar la población como la suma de individuos, deja de
lado asunto subjetivos, contextuales, culturales y políticos (E Granda, 1999; Edmundo Granda,
2004). Pero al centrar su atención en grupos vulnerables (jóvenes, minorías étnicas o sociales y
personas de escasos recursos) al igual que en los comportamientos riesgosos (consumo de alcohol
y drogas) (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), se convierte en un mecanismo legitimado por los
gobiernos, en cabeza de la ciencia positiva, para el control de la conducta social (Romaní, 2013;
Sepúlveda & López-Arellano, 2013).

La situación que se acaba de presentar no escapa al escenario político y a la manera como los
gobiernos intervienen el fenómeno, y a pesar de que no existe una relación causal, entre el
consumo de drogas con la delincuencia y la drogadicción (Rodríguez, 2013). Al revisar el tema, es
frecuente encontrar que las políticas regionales desconocen el uso recreativo de sustancias, y al
enfocar sus esfuerzos en el narcotráfico y el riesgo de desarrollar una adicción, terminan por crear
una categoría única para todos los usuarios de drogas, refiriéndose a ellos de manera general, sin
hacer una diferenciación clara entre los múltiples tipos de uso y consumidores, lo que se traduce en
políticas represivas (Colectivo de Estudios Droga y Derechos- CEDD, 2014), que desconocen la
subjetividad e invisibilizan la dimensión social del fenómeno (Conrad & Ingleby, 1982; Vázquez &
Stolkiner, 2009). Lo anterior tiene serias repercusiones en términos de vulnerabilidad social, ya que
ésta presenta una gran variedad intersubjetiva, en relación con las capacidades y habilidades
adaptativas de las personas (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), pues al etiquetar a los individuos en
una única categoría de vulnerabilidad solo por su condición- en este caso, ser usuarios de drogas-,
termina por presentar recetas generales de intervención para todos los sujetos, lo cual termina
siendo una respuesta reduccionista (Luna, 2004) para un tema abstracto y multidimensional como
el fenómeno de las drogas (Nateras & Nateras, 1994).

A continuación, se presenta una revisión teórica de la literatura, la cual pretende argumentar cómo
el etiquetamiento y la estigmatización de las personas que usan drogas bajo una misma categoría
de vulnerabilidad, se traduce en acciones de intervención y prevención paternalistas, que afectan la
atención en salud y el acceso a diferentes beneficios sociales, a los cuales los usuarios de dichas
sustancias tienen derecho, como ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley.

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3.2 Estigmatización

En la década de los 70, Goffman conceptualiza el estigma como un atributo negativo por medio
del cual se identifica a las personas que lo portan. A partir del conjunto de normas y valores
aceptados por la sociedad, lo que genera son situaciones de rechazo y menosprecio hacia los
sujetos con tal condición, por parte de aquellos que no tienen el atributo en mención (Goffman,
1970). Posteriormente en el presente milenio, los profesores de la Universidad de Columbia en
Nueva York, Bruce G. Link y Jo C. Phelan, definen el estigma, como un proceso que involucra una
serie de cinco componentes interrelacionados entre sí, según los cuales, en primer lugar se
presenta un etiquetamiento de las personas a causa de las diferencias que los identifican; seguido
a esto, quienes poseen la etiqueta son estereotipados debido a su vinculación con características
indeseables; lo que genera una separación entre quienes llevan consigo la marca de la etiqueta y
quienes no; situación que conduce a la pérdida de la condición de sujeto para quienes la portan; lo
que favorece la discriminación, la exclusión y el rechazo para éstos, debido a un ejercicio desigual
del poder entre quien estigmatiza y el estigmatizado (Link & Phelan, 2001).

En lo que respecta a la estigmatización de las personas que usan drogas, en la actualidad hay
extensa evidencia que demuestran el rechazo social hacia esta población por su condición
(Organización de los Estados Americanos-OEA, 2013; Ronzani, Noto, & Silveira, 2015; Soares
et al., 2011; Vázquez & Stolkiner, 2009), debido a la vinculación que se hace de la práctica del
consumo con la pobreza, la ausencia de empleo, la irresponsabilidad, los accidentes de tránsito, la
agresión y la criminalidad (Barrondo Lakarra, López de Jesús, & Meana Martínez, 2006; Lorenzo
Fernández, Ladero, Leza Cerro, & Lizasoain Hernández, 2003; UNODC, 2013; Van Amsterdam &
Van den Brink, 2010). Esta situación refleja el lamentable panorama de políticas públicas en la
región, las cuales al estar basadas en prejuicios y estereotipos (Luján, 2014; Uprimny, Guzmán,
Parra, & Bernal, 2014b) hacen que el consumo recreativo sea una categoría prácticamente
inexistente, ya que solo el 46% de los países de América Latina y el Caribe, tienen planes
específicos para los usuarios de drogas, en su legislación (CEDD, 2014).

La estigmatización exige la subordinación de un grupo desacreditado, respecto a otro que es


considerado superior y verdadero (Rengel Morales, 2005), lo que supone una relación de
desventaja en términos de vulnerabilidad para el grupo estigmatizado, frente a otros con mayores
recursos económicos o sociales, para adoptar estrategias de protección contra posibles
eventualidades (Link & Phelan, 2006). Sin embargo, la categorización de un individuo o grupo
poblacional bajo la etiqueta de “vulnerable”, solo por su condición de “diferente”, corre el riesgo de
hacerlos ver como sujetos merecedores de lástima y compasión (Luna, 2004), lo cual en el terreno
específico de las drogas, se traduce en políticas paternalistas que infantilizan las propuestas de

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intervención y prevención, al asumir a los usuarios de dichas sustancias como niños a los que el
Estado debe proteger y cuidar (Lobos, 2012) y no como ciudadanos en igual de derechos y
deberes frente a la ley (Ralet, 2000), en tanto la vulnerabilidad, no exime la autonomía y la
responsabilidad en cuanto a la toma de decisiones (Torralba, 2000).

El asunto aquí tratado adquiere una relevancia sustancial para las personas que usan drogas, pues
al categorizar a los individuos como vulnerables simplemente por su condición, sin hacer ningún
tipo de distinción entre ellos, trivializa el concepto (Luna, 2004). El error radica, al ubicar a un
consumidor experimental u ocasional en la misma categoría que un adicto, un delincuente o
traficante, pues al hacerlo podría implicar una afectación a sus garantías al considerar que dichos
sujetos se encuentran por fuera de la ley (Lobos, 2012). Lo que pretende decir con lo anterior, es
que la práctica del consumo no hace a los sujetos vulnerables per se, pues es claro que solo una
pequeña proporción de las personas que usan drogas desarrollan una dependencia a las mismas
(Szerman et al., 2017), o están directamente vinculadas con la delincuencia o redes de narcotráfico
(Guzmán & Uprimny Yepes, 2010), motivo por el cual situar a todos los sujetos en idéntica
categoría, supone un desacierto al considerar que todos puedan tener el mismo grado de
vulnerabilidad social.

Es en este punto donde el estigma adquiere incidencia en términos de vulnerabilidad (Link &
Phelan, 2006), justamente porque al equiparar a todos los usuarios de drogas como adictos o
delincuentes en potencia, se desconocen las particularidades que diferencian a los sujetos (Conrad
& Ingleby, 1982; Vázquez & Stolkiner, 2009). En tal sentido, Luna plantea que el concepto de
vulnerabilidad tiene una relación estrecha con las circunstancias del contexto en que se dé, ya que
no estaría en igual situación de vulnerabilidad un sujeto con un consumo experimental que resida
en un país industrializado que le brinde diversas oportunidades laborales, educativas, económicas
y sociales, que un individuo que resida en un país de bajos recursos, en el cual dichas
oportunidades sean más limitadas (Luna, 2004).

El estigma actúa de manera negativa sobre las oportunidades que las personas que usan drogas
(al ser catalogados como delincuentes o adictos) tienen en términos de educación, empleo y
vivienda (Paiva et al., 2014), debido al rechazo y la discriminación de las que son víctimas; lo que
limita el ejercicio de su ciudadanía (Herrera & Marín, 2015), sus posibilidades de superación y
reintegración social (Organización de los Estados Americanos, 2013). Con base en lo anterior es
posible argumentar que la vulnerabilidad no es una condición permanente (Luna, 2004). Motivo
por el cual, si al estigma propio del consumo de drogas, se le suman otras situaciones, como tener
una orientación sexual diferente, vivir en situación de miseria, ser habitante de calle o tener una
enfermedad infectocontagiosa. El grado de vulnerabilidad será mayor, y por ende, el rechazo, la

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discriminación y las barreras de acceso a los servicios sociales y de salud, también lo serán
(Uprimny et al., 2014a).

A continuación, se presentan las principales barreras y vacíos en la prestación de servicios para


las personas que usan drogas en términos de estigma y vulnerabilidad.

3.2.1 Barreras de acceso y vacíos en la prestación de servicios para las personas que usan
drogas debido a la estigmatización

Link y Phelan plantean que el estigma tiene un enorme efecto en las oportunidades de vida,
laborales y de acceso a la atención médica para las personas que lo portan (Link & Phelan, 2006),
puesto que los individuos etiquetados buscan diferentes estrategias de ocultamiento y distancia
social para evitar la criminalización y el rechazo producto de su condición (Epele, 2007). Esta
situación tiene un impacto negativo no solo en términos de acceso y garantía a diferentes a
beneficios sociales, sino también en lo relativo al ejercicio de sus relaciones interpersonales
(Ferreira, Silveira, Noto, & Ronzani, 2014), lo que genera múltiples consecuencias como pérdida de
la identidad, desesperanza y baja autoestima (Felicissimo, Ferreira, Soares, Silveira, & Ronzani,
2013; Ronzani et al., 2015).

En términos sanitarios, el temor a ser estigmatizados como enfermos genera sentimientos de


vergüenza que favorecen que los usuarios de drogas que precisan ayuda, no se acerquen a las
instituciones de salud, lo que dificulta el diagnóstico oportuno de comorbilidades asociadas y
retrasa el tratamiento (Link & Phelan, 2006). Esto sumado a la limitada oferta de servicios
especializados para la atención de esta población se traduce en importantes barreras de acceso al
derecho en salud (Vásquez, 2009).

Otro aspecto significativo a abordar en términos de estigmatización, vulnerabilidad y derecho a la


salud, es la atención brindada por parte de los profesionales sanitarios, pues esta supone una
relación interpersonal basada en el respeto por el otro y la capacidad de entender sus necesidades
(Feito, 2007). A pesar de esto, la escasa capacitación por parte del personal en salud para la
atención de los usuarios de drogas, se traduce en acciones rechazo y estigmatización (Vásquez,
2009), debido a que aún son frecuentes las prácticas de culpabilización, los malos tratos y la
discriminación hacia los usuarios de drogas que buscan asistencia médica, lo que incide en las
posibilidades de acceso a servicios preventivos y de tratamiento institucional (Oliveira & Ronzani,
2012; Paiva et al., 2014). Lo anterior, se hace más evidente en términos de estigmatización y
vulnerabilidad para las mujeres que usan drogas, debido a la escasa oferta de servicios de
intervención y rehabilitación para esta población, con argumentos que van desde los costos que
implica tener cuartos separados para hombres y mujeres, hasta temas relacionados con posibles

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relaciones afectivas entre estos y la falta de recurso humano femenino para la atención de dichas
usuarias; aun cuando no existen evidencias de sobrecostos para la atención de las personas que
usan drogas respecto a su género (Uprimny et al., 2014a).

De igual manera, el estigma tiene implicaciones directas en términos de inversión en salud,


ya que las enfermedades estigmatizadas reciben un menor presupuesto para el tratamiento y la
investigación (Link & Phelan, 2006). Lo anterior, se ve reflejado en la existencia de lugares para la
atención obligatoria de personas que usan drogas, que ofrecen estrategias de deshabituación
basadas en el castigo y el trato humillante, sin ningún tipo de evidencia científica que respalde la
efectividad de dichas intervenciones, lo que vulnera el derecho universal a la salud y a no ser
sometido a tratos crueles o degradantes, según lo contemplado en los tratados de las Naciones
Unidas al respecto (Organización de las Naciones Unidas, 1894, 1966). Esto, refleja el lamentable
panorama de América Latina y del Caribe en términos de barreras de acceso a la salud para las
personas que usan drogas, en especial para los más pobres (Comisión Asesora para la Política de
Drogas en Colombia, 2013; OEA, 2013) poniendo en una situación de desventaja social respecto a
los demás (Vásquez, 2009). En tanto a la vulnerabilidad de dichos grupos poblacionales, se
evidencia en la inequidad de la prestación de diferentes servicios públicos y sociales para los
sectores de menores ingresos (Pizarro Hofer, 2001).

Paralelo a la vulneración a su derecho a la salud, las personas que usan drogas también
experimentan múltiples dificultades para acceder a oportunidades laborales. Condiciones que
en la práctica se expresan en una reducida oferta de vacantes para estos sujetos o en empleos mal
remunerados. El reconocer abiertamente ser un consumidor, estar en proceso de tratamiento o
tener historia clínica de hospitalización por drogodependencia, genera desconfianza por parte de
los empleadores en contratar a estas personas. Esta situación que se hace manifiesta en la región,
ya que en informes emanados por organismos rectores como la Comisión Interamericana para el
Control del Abuso de Drogas de la Organización de Estados Americanos (CICAD-OEA), se revela
que las limitaciones para acceder a un empleo digno, hace que las personas sean más vulnerables
a tener un patrón problemático de consumo de sustancias, en tanto el estigma y la exclusión,
refuerzan procesos psicológicos como la baja autoestima, una posición nihilista ante el futuro y la
falta de confianza en sus propias capacidades (OEA, 2013).

El escenario que se acaba de presentar se complejiza en términos laborales, pues según las
normas del mercado económico actual, los empleos mejor remunerados se encuentran restringidos
a personas altamente calificadas (Pizarro Hofer, 2001), y dado que el consumo de drogas se
relaciona a partir del imaginario social con el delito o la enfermedad. Sin importar qué tan calificada
este una persona, el hecho de ser etiquetado como un consumidor, un drogadicto o un delincuente,

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los pone en una situación de desventaja ante los demás (Vázquez & Stolkiner, 2009), lo que afecta
sus oportunidades laborales y de inclusión social (Paiva et al., 2014).

Sumado a todo lo anterior, el uso del sistema penal como mecanismo privilegiado en América
Latina y el Caribe para intervenir el fenómeno del consumo, aun cuando no en todos los países de
la región está penalizado el uso de drogas. Esto contribuye a la estigmatización y a la vulneración
de los derechos fundamentales de los usuarios de dichas sustancias (Colectivo de Estudios Droga
y Derechos CEDD, 2014), debido a los abusos y malos tratos de los cuales son víctimas por parte
de funcionarios policivos y judiciales (Fundación Transform Drug Policy, 2014), los cuales son aún
más evidentes, si quien porta o es sorprendido consumiendo las sustancias ilícitas son mujeres, ya
que estas por su condición, son más vulnerables a verse implicadas en situaciones que involucran
insinuaciones sexuales o propuestas indebidas por parte de efectivos de la ley (Uprimny et al.,
2014a). A pesar de esto, la vulnerabilidad no obedece solamente a un asunto de género o a una
condición particular, ya que es un asunto circunstancial y contextual (Luna, 2004); pues en el tema
específico de las drogas, el perfil más buscado por los agentes policiales para ejercer su
mecanismo represivo, son en su mayoría los hombres jóvenes, de estratos socioeconómicos bajos
o habitantes de calle (Uprimny et al., 2014a).

Así pues, la intervención del fenómeno por vía penal, favorece la vulnerabilidad de las personas
que usan drogas frente a las autoridades, justamente porque los expone a diferentes situaciones
que vulneran sus derechos fundamentales, como detenciones arbitrarias, maltrato físico, abuso
sexual o extorsión (Colectivo de Estudios Droga y Derechos CEDD, 2014); situación que se agrava
aún más cuando estos sujetos son conducidos a la cárcel, pues los sistemas penitenciarios en su
gran mayoría carecen de programas de tratamiento y rehabilitación para esta población, lo que
limita no solamente sus posibilidades de recuperación, sino también sus oportunidades de acceso
un empleo digno y una vida sostenible, una vez obtengan su libertad (UNODC, 2011).

Hasta este punto, se presentó un análisis del fenómeno del consumo en términos de vulnerabilidad,
estigmatización y barreras de acceso en la prestación de servicios para las personas que usan
drogas, el cual revela las diferentes formas en las que esta población se enfrenta con situaciones
que vulneran sus derechos fundamentales. Sin embargo, el panorama no es del todo sombrío,
pues se han dado importantes avances en las políticas públicas de la región, las cuales evidencian
un marcado interés por trascender el abordaje del tema desde el enfoque penal, a uno centrado en
la salud y lo social.

A continuación, se describen algunos de los avances de las políticas actuales, así como los
principales retos que tienen los gobiernos en términos de inclusión y equidad, para
posteriormente, proponer futuras líneas de investigación y desarrollo en el tema.

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3.3 Avances y retos de las políticas públicas

Tras el rotundo fracaso de las políticas represivas en la meta de reducir la demanda y la oferta de
drogas (Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009; Fundación Transform
Drug Policy, 2014; Veccia et al., 2017), la Organización de Estados Americanos en el año 2013,
propuso reducir la intervención del fenómeno desde el enfoque penal, para abordarlo desde una
perspectiva de salud pública (OEA, 2013), hecho que se constituye en un gran avance en las
políticas públicas de la región.

A pesar de esto, es imprescindible continuar sumando esfuerzos en pro de la lucha en contra


de la discriminación de los de usuarios de drogas, pues el hecho que el estigma no esté
prohibido en la legislación tiene serios impactos en términos de salud (Link & Phelan, 2006), ya que
el peso de la estigmatización, recae principalmente sobre las poblaciones más vulnerables,
quienes, en teoría, deberían estar amparados por las políticas públicas (Fundación Transform Drug
Policy, 2014). En tanto es responsabilidad de los Estados, garantizar la igualdad de los ciudadanos
ante la ley, por medio de medidas que contribuyan a la protección y el cumplimiento de los
Derechos Humanos y favorezcan la disminución de la vulnerabilidad de las personas (UNODC,
2011), evitando que las desigualdades transgredan las libertades individuales (Echeverry, 2007).

El trabajo en el respeto por los derechos humanos es una herramienta imprescindible en el


desarrollo de políticas saludables, motivo por el cual, debe constituirse en un tema central en las
agendas gubernamentales (Quintero, 2005). En este orden de ideas, es preciso que las políticas
públicas en el tema de drogas tengan en consideración las múltiples formas de discriminación, ya
que la estigmatización al ser un proceso cultural, se encuentra vinculada a fenómenos de
desigualdad e inequidad (Vázquez & Stolkiner, 2009); las cuales en términos de Amartya Sen,
hacen referencia a las diferencias de género, etnia y cultura y no solo en lo concerniente a la clase
social (Sen, 2004).

Sobre este punto, es preciso acoger las recomendaciones hechas por la Asamblea General del
Naciones Unidas (UNGASS) en el año 2016 sobre el fenómeno de las drogas, según las cuales es
necesario incorporar la perspectiva de género en los programas y políticas de drogas,
asegurando la participación de las mujeres en su elaboración, ejecución, seguimiento y evaluación;
haciendo un espacial énfasis en el mejoramiento de las condiciones para que las mujeres que se
encuentran privadas de la libertad por delitos relacionados con drogas, puedan tener un adecuado
acceso y disponibilidad a tratamientos para trastornos por uso de sustancias, en caso que lo
requieran, en condiciones de calidad (UNODC, 2016).

La relación entre la salud y los derechos Humanos debe entenderse pues, como una exigencia
fundamental para los Estados, en términos de equidad, si se quiere intervenir de manera efectiva el

15
asunto de las desigualdades sociales (R. M. Quintero, 2005), motivo por el cual, los gobiernos
deberán incorporar leyes que garanticen la atención en salud a los grupos más vulnerables y
marginados, independiente de su condición (Echeverry, 2007), teniendo como centro de su
actuación el respeto por la dignidad, así como la promoción de las libertades y capacidades
humanas (Quintero, 2005).

En lo que respecta al empleo y a otros beneficios sociales a los cuales tienen derecho las personas
que usan drogas, como ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley, es claro que una
política pública que trabaje en pro de los Derechos Humanos, debe reducir las condiciones que
favorecen la estigmatización de los grupos vulnerables, por medio acciones que fomenten mejores
oportunidades de oferta laboral, acceso a vivienda, educación, participación ciudadana y atención
en salud (Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009). Para alcanzarlo, es
fundamental que los Estados promuevan estímulos económicos y fiscales a las empresas que
garanticen el derecho al trabajo para los usuarios de drogas (París Pombo, Pérez Floriano, &
Medrano Villalobos, 2009), así como en términos de inversión presupuestal, para a cubrir las
necesidades básicas insatisfechas y favorecer el acceso a la educación y demás beneficios
públicos para esta población (Organización de los Estados Americanos, 2013).

Lo anterior, implica crear espacios de debate con los movimientos sociales y las
comunidades de usuarios de drogas, permitiendo que estos últimos tengan un papel activo en el
diseño y aplicación de políticas públicas sobre el tema en cuestión, con el apoyo de la academia y
la sociedad civil, en cooperación con sector privado (UNODC, 2016). Sin desconocer en ningún
caso, que la participación de los grupos vulnerables en el escenario político, no exime al Estado en
su papel de proveer a estos, las garantías mínimas de seguridad, que les permitan participar en
igualdad de condiciones (Pizarro Hofer, 2001). En tal sentido, es preciso entender que empoderar
las poblaciones vulnerables, es diferente a tenerles lástima; es fortalecerlos y brindarles
condiciones para que tengan una participación real (Luna, 2004), motivo por el cual, la intervención
del Estado es clave a la hora de propiciar mecanismos que favorezcan la participación ciudadana
(Coalición Europea por Políticas de Drogas Justas y Eficaces, 2009; Quintero, 2005), pues la
fuerza para alcanzar la salud se encuentra en la misma población (Granda, 2007) y no en la
intervención paternalista del Estado, para asegurar la prevención de la enfermedad (Edmundo
Granda, 2004).

Un enfoque de salud pública basado en la vulnerabilidad deberá exigir políticas dinámicas,


diversificadas, integrales, habilitadoras, articuladas y en sintonía con las exigencias de los cambios
y complejidades actuales (Villa & Rodríguez Vignoli, 2002), por lo cual, uno de los asuntos más
urgentes en relación con el fenómeno de las drogas, es poder establecer una clara diferenciación
entre los consumidores recreativos y los usuarios problemáticos (Colectivo de Estudios Droga y

16
Derechos CEDD, 2014), centrando las estrategias de intervención en las personas y no en las
drogas (Quintero & Posada, 2013), partiendo de la no discriminación de los grupos más
vulnerables, como las comunidades urbanas marginales, las poblaciones de bajos ingresos, las
personas privadas de la libertad, con orientación sexual diferente y los pertenecientes a minorías
culturales o étnicas (Amador & Cortes, 2016; Uprimny et al., 2014a).

Lo anterior, implica superar las etiquetas de vulnerabilidad que llevan a estereotipos, para no
presentar recetas indiscriminadas de intervención para todos los usuarios de drogas por igual; en
tanto las características intrínsecas y contextuales de cada sujeto o grupo poblacional, exigen
trascender las respuestas reduccionistas y centradas en medidas simplistas, que no logran
impactar los aspectos más importantes para los sujetos en cuestión (Luna, 2004).

3.3.1 Acciones para vencer el estigma en la práctica

El proceso de estigmatización es complejo, pues no es solo un asunto interpersonal, sino que


también involucra una construcción compuesta de valores históricos y culturales que refuerzan
ideologías e imaginarios sociales (Oliveira et al., 2012) que vinculan a las personas que usan
drogas como objetos pasivos al margen de la sociedad (Martínez P, Pallarés J, 2013); lo cual sin
duda, interfiere directamente en el cuidado de estos sujetos y restringe sus posibilidades de acceso
a la salud, ya que a menudo los profesionales sanitarios entiendan el consumo de dichas
sustancias como un problema de carácter y responsabilizan a los usuarios de su condición
(Ronzani, Noto, & Silveira, 2015).

La evidencia científica indica que la mayoría de los profesionales de atención primaria de salud
tienen una postura altamente moralista frente al consumo de drogas (Oliveira et al., 2012) y
manifiestan no tener motivación para la atención de los usuarios de dichas sustancias, debido a la
creencia arraigada que estos sujetos nunca dejarán de consumir (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015).
Lo anterior, afecta no solo la ejecución de intervenciones preventivas, sino también la calidad de
los servicios ofertados y la implementación de nuevas tecnologías y estrategias terapéuticas
(Oliveira et al., 2012), pues los usuarios de drogas evitan buscar ayuda debido a que
frecuentemente son víctimas de comentarios discriminatorios e intervenciones deshumanizadas por
parte de los trabajadores de la salud (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015). Por este motivo, una de las
tareas primordiales para intervenir el estigma hacia las personas que usan drogas, es la
capacitación del personal asistencial, para que sean conscientes de la importancia de cambiar sus
actitudes y prácticas frente a esta población (Oliveira et al., 2012).

17
El cuidado de los usuarios de drogas debe trascender la transmisión de conocimientos y hacerse
desde una perspectiva integral (Pereir, Antunes da Costa & Ronzani, 2016), situación que implica
entender los procesos de intervención como una asociación conjunta entre los profesionales
sanitarios, los sujetos, sus familias y la comunidad, sin que la responsabilidad recaiga únicamente
en una de las partes involucradas (Ronzani, Noto, & Silveira, 2015). En tal sentido, la literatura
señala la importancia de la implementación de políticas orientadas al fortalecimiento intersectorial,
a partir de enfoques comunitarios que favorezcan la acción ciudadana frente a la exclusión social,
por medio de la estructuración de redes sociales que faciliten la interacción entre los individuos, los
servicios de atención y los movimientos colectivos de acuerdo con los contextos y realidades
particulares de cada población (Pereira, Antunes da Costa & Ronzani, 2016).

Así pues, la movilización social y la participación comunitaria se constituyen como ejes


fundamentales de actuación y como estrategias efectivas de intervención del fenómeno (Costa et
al., 2013); las cuales, sumadas a actividades que involucran el acompañamiento familiar activo de
las personas que usan drogas, la atención psicosocial y las redes sociales de apoyo, posibilitan
relaciones interpersonales, que favorecen la prevención del consumo, el cuidado y el tratamiento
de dichos sujetos, y les brindan herramientas que propician su autonomía y el ejercicio de su
ciudadanía en pleno uso de sus derechos (Pereira, Antunes da Costa & Ronzani, 2016).

Por otro lado, las estrategias de reducción de riesgos y de daños han mostrado ser efectivas,
eficaces y eficientes, particularmente en la intervención de colectivos en condición de
vulnerabilidad y exclusión social, como como los inyectores y las personas con orientación sexual
diversa (Martínez & Pallarés, 2013), ya que desde estos modelos de intervención se plantea que no
todos los consumos son problemáticos, y en tal sentido, se aboga por la gestión responsable del
uso de drogas y la intervención específica, de acuerdo con las condiciones contextuales y
culturales de cada caso en particular (Sepúlveda & López-Arellano, 2013).

En consideración con lo anterior, es preciso recordar que las estrategias de reducción de riesgos y
de daños son fenómenos sociales, y en tal sentido se encuentran atravesadas por la cultura a la
que se pertenezca; situación que obliga a generar capacidades de intervención, que consideren el
espacio contextual y temporal en el que se den, pues de lo contrario se convertirían en prácticas
inoperantes que estarían condenadas al fracaso (Rodríguez, 2013). En tal sentido, tanto los
programas de reducción del riesgo, como los de reducción del daño que se oferten para esta
población, deberán ser pragmáticos y estar libres de prejuicios y cargas morales, con el objetivo de
brindar a las personas que usan drogas, una información confiable, que favorezca el
empoderamiento sobre su condición y les permita tomar decisiones con base en la mejor evidencia
disponible (Martínez & Pallarés, 2013). Motivo por el cual dichos programas, deberán anteponer los

18
aspectos sociales, políticos y culturales, por encima de los aspectos meramente técnicos
(Rodríguez, 2013).

A pesar de que en la literatura científica se describe que las estrategias educativas, de contacto
directo con las personas estigmatizadas y las actividades de tamizaje e intervención breve para la
derivación a tratamientos son potencialmente efectivas, los estudios en esta área son aún
incipientes o no se evalúan (Oliveira et al., 2012). Se requiere pues, mejorar la inversión en
investigación sobre el tema, al igual que una mayor movilización social por parte de los colectivos
de usuarios de drogas y la academia, para favorecer espacios de discusión política y social
(Ronzani, Noto, & Silveira, 2015); lo cual debe ir de la mano con la implementación efectiva de
estrategias que consideren la interacción entre el sistema de salud y la sociedad (Costa et al.,
2013), en pro de garantizar intervenciones de calidad para para esta población (Oliveira et al.,
2012).

19
4. Futuro/Avances de la evidencia en este campo

En la actualidad, y por iniciativa del Profesor Telmo Mota Ronzani de la Universidad Federal de Juiz
de Fora (Brasil), se viene consolidando la conformación de la “Rede Latino-Americana de
Investigação sobre Estima e Drogas”, la cual tiene por objetivo promover la discusión, la
colaboración y el intercambio entre sus miembros (Argentina, Brasil, Colombia, Chile, España, Perú
y Uruguay), en áreas de investigación y estudios sobre el estigma y el uso de drogas. Resulta de
gran importancia la cooperación internacional para fortalecer la investigación, el desarrollo, la
tecnología, la innovación y la educación superior, como estrategias de intercambio y de generación
de conocimientos en el tema. Con la mirada del sector académico e de investigación, que genere
evidencia científica, tendiente a mejorar los procesos de inclusión, reconocimiento y acceso a
servicios de salud y otros beneficios sociales, para grupos vulnerables, tradicionalmente
estigmatizados, rechazados y excluidos, como los de las personas que usan drogas.

Lo anterior, está soportado en las múltiples investigaciones y publicaciones científicas que tienen los
miembros de la Red, las cuales justifican la necesidad de aunar esfuerzos cooperativos que
permitan la consecución de recursos económicos, que favorezcan la movilidad académica de
estudiantes, profesores e investigadores, así como la realización conjunta de investigaciones, en
áreas de ofrecer soluciones plausibles y basadas en evidencia científica de punta, para mejorar el
acceso y la garantía del respeto de los derechos fundamentales para los usuarios de drogas, en
términos de equidad, justicia y democracia.

En la actualidad, el estigma es un tema presente en la investigación y en las políticas públicas, lo


cual es significativo; sin embargo, para mejorar las condiciones que favorecen las prácticas
estigmatizantes por parte de los trabajadores de la salud respecto a las personas que usan drogas,
es necesario realizar estudios prospectivos que evalúen intervenciones específicas y que aborden la
multiplicidad de actitudes y comportamientos de los profesionales sanitarios hacia esta población
(Oliveira et al., 2012), al igual que investigaciones sobre el papel de la familia y las redes sociales
de apoyo en aspectos que involucren la prevención, la intervención y el cuidado de dichos sujetos
(Pereira B, Antunes da Costa P & Ronzani, 2016).

Se requiere, por tanto, continuar realizando investigaciones sobre la estigmatización de las


personas que usan drogas, y favorecer desde la academia y las instituciones gubernamentales
legalmente constituidas, la participación de los grupos vulnerables, los movimientos sociales y las
asociaciones de usuarios de drogas, en pro de la construcción de espacios de discusión plurales y
diversos, que permitan el acercamiento al tema desde diferentes posturas, con miras a generar
posibilidades de intervención política, cercanas a las realidades que enfrentan dichos grupos
sociales.

20
5. Lecturas recomendadas

Para el tema de vulnerabilidad se recomiendan los siguientes textos:

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Villa, M. y Rodríguez Vignoli, J. (2002). Vulnerabilidad sociodemográfica: viejos y nuevos riesgos


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7. Glosario

Consumo experimental

Consumo que se caracteriza por presentarse de manera fortuita, en cantidades reducidas o


durante un periodo de tiempo limitado, en el cual la droga se puede probar una o varias veces, pero
después no se vuelve a consumir (Castaño G, 2013; Martín, Ladero, & Lizasoain, 2009).

Consumo ocasional

Consumo que se presenta de manera intermitente, y a veces, en cantidades importantes. Su


principal motivación es la integración grupal, mejorar el rendimiento deportivo, académico o
aumentar el goce sexual (Castaño G, 2013; Martín et al., 2009).

Consumo habitual

Consumo que se realiza a diario, con el fin de aliviar el síndrome de abstinencia o para mantener el
rendimiento normal del individuo (Castaño G, 2013; Martín et al., 2009).

Consumo compulsivo

Consumo que se presenta de manera muy intensa y varias veces al día, dando lugar a un trastorno
del comportamiento con múltiples consecuencias afectivas, laborales, académicas, familiares y
sociales (Castaño G, 2013; Martín et al., 2009).

Inequidad

Es la categoría que define las relaciones y contrastes de poder que existen en una sociedad;
producto de una historia de acumulación de poder y apropiación económica, política y cultural, para
subordinar o excluir a otras clases sociales (Breilh, 2009).

Desigualdad

Es una expresión resultante de la inequidad que expresa injusticia en la repartición o acceso de


bienes y servicios que existen en una sociedad (Breilh, 2009).

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