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EUROPA

Alta Edad Media y Baja Edad Media


Por lo general, se acepta la división de la Edad Media en dos grandes períodos históricos: en
una primera fase —la Alta Edad Media (siglos V-X)—, se da la génesis del feudalismo a
partir de una síntesis de elementos económicos y sociales procedentes tanto del mundo
clásico como del mundo germánico, mientras el Occidente europeo permanece a la defensiva
frente al Islam y Bizancio; en una segunda fase —la Baja Edad Media (siglos XI-XV)—, se
produce el pleno desarrollo de las instituciones feudales en Europa y el Occidente feudal
consigue imponerse al Islam y Bizancio, hasta entrar en una crisis general que señala el inicio
de la transición del feudalismo hacia el capitalismo.
La Alta Edad Media, pues, es el período que se identifica con el proceso de formación del
feudalismo a partir tanto de la crisis del esclavismo en Europa como de los cambios que las
invasiones de los pueblos germánicos introdujeron en la organización social. Es por ello por
lo que el estudio de esta época incluye la crisis del imperio romano, la formación de los
reinos surgidos a raíz de las invasiones germánicas y la constitución del imperio carolingio
hasta las denominadas segundas invasiones, con Bizancio y el Islam como ámbitos de
civilización en expansión a lo ancho de la cuenca mediterránea.

El fin del mundo clásico y el inicio de la Alta Edad Media


La crisis del siglo III fue una crisis del sistema esclavista, que había alcanzado el limite de sus
posibilidades de desarrollo: puesto que el esclavo no tenía ningún interés en trabajar más, el
uso de mano de obra esclava impedía el aumento de la productividad en el trabajo; en
consecuencia, la producción sólo podía aumentar por dos medios: el trabajo de un mayor
número de esclavos o la incorporación al imperio de nuevas tierras que pudieran ser
explotadas. Sin embargo, con el fin de las guerras de conquista durante el siglo II, se agotó la
principal fuente de adquisición de esclavos y terminó la anexión de nuevos territorios. La
presión de los pueblos germánicos hizo estallar la crisis: las invasiones de francos y alamanes
en el siglo III obligaron al imperio a reforzar su sistema defensivo, para cuyo mantenimiento
fue necesario aumentar los impuestos, medida que tuvo consecuencias negativas tanto para el
campo como para las ciudades. Los decuriones y artesanos, que soportaban la mayor parte de
la carga fiscal, abandonaron los centros urbanos.

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Mientras tanto, en el campo, arraigaba un nuevo tipo de relaciones de producción que
sustituiría lentamente al esclavismo: el colonato. Los colonos trabajaban las tierras de los
propietarios en régimen de aparcería: unos eran antiguos esclavos que los latifundistas
asentaban en parcelas de su propiedad y que, al participar de los beneficios de su trabajo, sí
tenían interés en aumentar el rendimiento de las tierras que el propietario les encomendaba;
otros eran hombres libres que cedían a los propietarios una parte de sus tierras con la doble
finalidad de conseguir protección y librarse de los impuestos. Puesto que el origen de los
colonos era diferente, también lo era su estatuto jurídico: podían ser hombres libres o bien
individuos con un mayor o menor grado de dependencia en relación a los propietarios; se
configuraba así lo que en el período feudal se conocería como señorío. Por su parte, los
latifundistas consiguieron sustraerse a las exigencias fiscales de la burocracia imperial, lo que
limitó cada vez más los recursos estatales e impidió una eficaz defensa de las fronteras.
La crisis tuvo también un efecto decisivo en el conjunto del mundo mediterráneo: la
dificultad de gobernar de manera centralizada este enorme Estado en crisis provocó, a la
muerte de Teodosio (395), la división del imperio entre Oriente —con capital en
Constantinopla— y Occidente —con capital en Roma—; el imperio romano de Oriente
(Bizancio) subsistió hasta el inicio de la Edad Moderna. Así pues, en la crisis del siglo III, se
manifiestan las tendencias que alcanzarán su pleno desarrollo en la Alta Edad Media:
decadencia de las ciudades y empobrecimiento de la vida cultural, ruralización de la vida
social y económica, desarrollo de un nuevo tipo de relaciones económicas, diferentes del
esclavismo y basadas en vínculos de dependencia de tipo personal, y desaparición progresiva
del poder público. Estos aspectos manifiestan la disolución del sistema esclavista y su lenta
mutación a lo largo de cientos de años hasta transformarse en el sistema feudal.

Las invasiones
Los pueblos germánicos fueron los principales protagonistas de las grandes invasiones de los
siglos IV y V. Su organización social y su actividad económica eran primitivas: la agricultura
sedentaria y la caza eran el fundamento de una sociedad dividida en tribus y clanes, dirigidos
por reyes y jefes, generalmente electivos, que debían oír la opinión de consejos de notables.
La asamblea general (thing) de los guerreros de la tribu decidía en las cuestiones
fundamentales. La importancia de los guerreros radicaba en el hecho que la guerra constituía
una fuente básica de recursos para aumentar el poder y el patrimonio de la tribu o para aliviar
la escasez en tiempos de crisis.

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Es probable que el origen de las invasiones se halle en el desplazamiento hacia Occidente
de los pueblos nómadas de las estepas de Asia, especialmente los hunos, que empujaron hacia
Occidente y obligaron a cruzar la frontera del imperio a los pueblos germánicos establecidos
en el este de Europa. Los visigodos cruzaron el Danubio (376) y derrotaron a los romanos en
Adrianópolis (378); más tarde, mientras los visigodos saqueaban Roma (410), suevos,
vándalos y alanos cruzaron el Rin (406), devastaron la Galia (409) y atravesaron los Pirineos.
Mediante su integración a la estructura política del Estado (encuadrándolos en el ejército o
estableciendo alianzas y declarándolos federados de Roma), el imperio intentó utilizar
algunos de estos pueblos como fuerza de choque contra otros.
Sin embargo, la superioridad militar de los germanos les permitió asentar su dominio sobre
el territorio imperial sin que el Estado romano pudiera evitarlo y la autoridad de los
emperadores sobre sus aliados, como sucedió con los visigodos, acabó siendo puramente
nominal.

Los reinos germánicos


Los invasores establecieron su dominio militar sobre la población romana y convirtieron el
imperio en un mosaico de reinos de base étnica, en su mayor parte de vida efímera. Algunos
de estos reinos fueron absorbidos por otros más poderosos, como los burgundios por los
francos o los suevos por los visigodos. Los vándalos del norte de África y los ostrogodos de
Italia desaparecieron a mediados del siglo VI ante la ofensiva desencadenada por Justiniano I,
emperador de Oriente, que deseaba reconstruir el imperio romano. Los reinos más sólidos
fueron el franco de las Galias, el visigodo de Hispania y el lombardo del norte de Italia,
fundado a mediados del siglo VI.
Las invasiones, sin embargo, no trajeron consigo una ruptura absoluta con el mundo
romano: los invasores constituían únicamente una pequeña parte de la población total de
estos reinos, la lengua latina se mantenía como lengua de cultura y de la administración y,
aunque seguían la herejía arriana, la religión de muchos de los pueblos germánicos era la
cristiana, que era también la religión oficial del imperio; es más, el asentamiento de los
pueblos germánicos según el sistema de la hospitalitas romana profundizó las tendencias
apuntadas a fines del imperio: ruralización de la sociedad y extensión del colonato y de los
vínculos personales de dependencia. La diferencia fundamental entre germanos y romanos
era jurídica: cada pueblo germánico se regía por leyes distintas. Sin embargo, con el paso del
tiempo, ambos pueblos pasaron a regirse por las mismas leyes, lo que favoreció la fusión de
las aristocracias germánica y romana y dio paso, en el interior de la masa de la población, a la

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distinción entre individuos jurídicamente libres e individuos sometidos a vínculos de
dependencia.
La estructura política de los reinos germánicos vino determinada por las características
sociales de los pueblos que los constituyeron; de ahí el carácter del rey como jefe militar,
escogido entre los jefes de los clanes por las facciones de la antigua aristocracia tribal que
luchaban por imponerse. Esta aristocracia, mediante la constitución de vastos dominios
territoriales en los países sometidos, había reforzado su poder como consecuencia de la
conquista. El poder de la aristocracia y el carácter electivo de la monarquía fueron la causa de
que en los reinos germánicos se produjeran continuamente violentos enfrentamientos entre
las grandes familias nobiliarias, hecho que impidió a menudo la consolidación de un único
poder central. De esta aristocracia militar surgieron los miembros del séquito del rey
(antrustiones, gardingos), clientelas armadas que juraban fidelidad a su señor. Todo ello
contribuyó a la desaparición definitiva de la noción de «lo público», del Estado, sustituido en
estos reinos por una organización política basada en vínculos personales de dependencia.

El papel de la Iglesia
Aunque las invasiones acabaron con el imperio, el cristianismo —religión oficial del Estado
romano tras el decreto de Teodosio (392)—, paradójicamente, salió fortalecido de los
trastornos sufridos a causa de las invasiones y le tocó jugar un papel fundamental en la
definición de un nuevo orden social, político e internacional. Por una parte, el cristianismo
ortodoxo, representado por los pontífices romanos, se convirtió en el arquetipo ideológico de
los nuevos reinos germánicos, en los cuales la religión constituía una diferencia fundamental
entre los germanos y la masa de la población romana; los invasores profesaban, en su mayor
parte, la doctrina arriana, que había sido condenada en el concilio de Nicea (325).
Los reyes germánicos más importantes percibieron la necesidad de asegurar la estabilidad
de su dominio sobre la mayor parte de la población gracias a la unidad de creencias
religiosas, por lo que se pasaron al catolicismo (como Clodoveo, rey de los francos, o el rey
visigodo Recaredo), lo que otorgó una gran influencia a los obispos de Roma, que se
convirtieron, a lo largo del siglo VI, en la cabeza indiscutible de la cristiandad occidental; el
más importante de todos ellos fue Gregorio I el Grande (c. 540-604; pontificado 590-604).
Por otra parte, la Iglesia pasó a erigirse en la única entidad supraterritorial tras la
desaparición del imperio: su estructura de diócesis y archidiócesis y la extensión del
monacato (reglamentado por san Benito en el siglo VI) contribuyeron a sustituir el concepto

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de un poder político superior —representado por el imperio— por un concepto ideológico
superior: la cristiandad, denominador común de la mayor parte de los reinos occidentales.
Una vez que la unidad religiosa rota por las invasiones pudo ser restablecida, solamente
faltaba restituir la unidad política de los territorios que formaban la cristiandad, labor que fue
llevada a cabo por el rey franco Carlomagno.

El imperio carolingio
Los francos, instalados en el norte de la Galia, formaban un pueblo guerrero que había
extendido sus dominios mediante la anexión de reinos vecinos, como el de los burgundios. A
la dinastía merovingia gobernante, se oponían diversas facciones de la aristocracia, entre las
cuales estaban los Pipínidas, que ejercían en realidad el poder a través del cargo de
mayordomos de palacio. Carlos Martel, abuelo de Carlomagno, detuvo a los árabes en
Poitiers (732). Su hijo, Pipino el Breve, se proclamó a sí mismo rey (751) tras destronar al
último monarca merovingio. A la muerte de Pipino, el reino se dividió entre Carlomán y
Carlos (el futuro Carlomagno), que heredó la corona a la muerte de su hermano.
Con el acceso de Carlomagno al poder, se inició un rápido proceso de expansión del reino
franco con la conquista del reino lombardo de Italia (774) y de Sajonia, Frisia y Panofria y la
penetración en Hispania. La guerra permitió a la aristocracia carolingia acrecentar su poder
gracias al botín y a los tributos establecidos sobre las poblaciones sometidas. En tal sentido,
la guerra constituyó una parte esencial de la actividad económica y contribuyó a mantener la
cohesión del reino, es decir, la unión de las diversas familias aristocráticas en torno a
Carlomagno. La coronación de éste como emperador el año 800 representó el intento de
restablecer la unidad política y religiosa de Occidente según la antigua idea de imperio. Pero,
en realidad, el imperio carolingio descansaba sobre una nueva teoría política elaborada por
los pontífices de Roma: la de una cristiandad dirigida por dos espadas, una espiritual (el
papa) y otra temporal (el emperador). Por ello, la expansión del imperio supuso, a la vez, la
expansión del cristianismo; el bautismo forzoso era impuesto a los pueblos sometidos: a una
fe y a un Dios únicos correspondían un solo gobernante y un único papa. Sin embargo, la
unión de los pueblos que formaban el imperio recaía sólo sobre la fuerza militar de los
francos y la organización política del imperio —dividido en marcas, condados y reinos—
reposaba en los vínculos personales que unían a sus dirigentes. A la muerte de Carlomagno,
cesaron las guerras de conquista, lo que limitó los recursos de la aristocracia a las rentas
extraídas de sus dominios territoriales y dio lugar a violentas luchas por su posesión,
agravadas por las disputas sucesorias. La fragmentación del imperio a la muerte de

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Carlomagno quedó sellada en el tratado de Verdún (843), que dio origen a los futuros reinos
de Francia y Germania.

Las segundas invasiones: la cristiandad a la defensiva


A lo largo de los siglos IX y X, las invasiones de sarracenos, magiares y escandinavos
(noruegos, daneses y suecos o varegos) contribuyeron a la descomposición del imperio
carolingio y aceleraron el proceso de formación de un nuevo sistema social: el feudalismo.
Los sarracenos conquistaron Sicilia y Creta y lograron dominar el espacio marítimo
comprendido entre Italia, el sur de Francia y la península ibérica. Los daneses formaron un
reino propio en Inglaterra —el Danelaw (878)— y se integraron en el Occidente cristiano
cuando el rey franco Carlos III el Simple concedió al danés Rollón el ducado de Normandía a
cambio de convertirse al cristianismo y prometer vasallaje a la monarquía franca. Los
magiares, procedentes de las estepas asiáticas, alcanzaron la Lombardía, pero fueron
derrotados por el rey de Germania Otón I (955).

El mundo feudal: una sociedad rural, una sociedad en guerra


Los intelectuales de la época altomedieval, en su mayor parte eclesiásticos, nos han legado la
imagen de una sociedad compuesta por voluntad divina de tres órdenes: bellatores
(guerreros), oratores (clérigos) y laboratores (campesinos). Pero, en realidad, la división
fundamental separaba a dos clases sociales: los señores, laicos o eclesiásticos, y los
campesinos. Los componentes de ambas clases se hallaban vinculados por una densa red de
relaciones personales de dependencia, característica fundamental de la sociedad feudal. Sin
embargo, los vínculos personales que unían a los miembros de la aristocracia entre sí eran
muy diferentes de los que unían a esta clase con el campesinado, que constituía el grueso de
la sociedad.
Las relaciones entre los señores tenían como elemento central el feudo, que, en su origen,
consistía en un bien de cualquier tipo concedido por un señor a un vasallo a cambio de
diversas obligaciones contraídas por este último. La relación feudal se iniciaba con la
encomendación: un vasallo se encomendaba a una persona más poderosa, a la cual prometía
fidelidad y ayuda, esperando recibir a cambio algún beneficio. El contrato de vasallaje se
establecía mediante la ceremonia del homenaje, en la cual ambas partes juraban respetar los
compromisos contraídos: el vasallo debía consejo y ayuda —militar o económica— a su
señor, quien se comprometía a proteger a su vasallo y a facilitarle los medios necesarios para
cumplir con sus obligaciones mediante la concesión de un beneficio, que posteriormente

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tomó el nombre de feudo. La ceremonia acababa con la investidura, momento en que el señor
otorgaba al vasallo un objeto como símbolo del beneficio concedido. La relación de vasallaje
dio lugar a una pirámide feudal, en la cual todos los señores eran vasallos de un señor
superior, hasta llegar al rey.
Los vínculos de dependencia que unían a señores y campesinos tenían un carácter
completamente distinto. Mientras que el contrato de vasallaje se establecía entre dos personas
libres, la mayoría de los campesinos no era libre: por una parte, el señor disponía de derechos
sobre la tierra, por los que el campesino debía pagar una renta en productos o en trabajo; por
otra, el señor contaba con una serie de privilegios que le proporcionaban ingresos
económicos: el monopolio de los molinos, el establecimiento de peajes o la administración de
la justicia. Estas relaciones de dependencia hundían sus raíces en fenómenos sociales que se
habían generalizado con la crisis del imperio romano: el progreso de los latifundios, sostén de
una aristocracia rural en la que se integraron los germanos; el colonato, por el que los grandes
propietarios se atribuyeron poderes que situaban bajo su autoridad directa a los pobladores de
sus dominios, y el retroceso experimentado por las ideas jurídico-públicas a raíz de la crisis
del Estado romano. La relación feudal, además, contenía elementos germánicos, como la
relación de fidelidad militar de los nobles hacia el rey y de aquéllos entre sí. La extensión de
los lazos de dependencia personal se vio favorecida por las condiciones de inseguridad en la
época de las segundas invasiones, cuando los hombres libres se encomendaban a los
poderosos a cambio de protección.
La cristalización de la sociedad feudal, a lo largo de los siglos IX y X, se produjo cuando
los compromisos adquiridos entre el señor y los vasallos se hicieron hereditarios y los feudos
se convirtieron en un bien propio, del que podían disponer libremente los vasallos. Algo
parecido sucedió con los cargos: los condados francos pasaron a los descendientes de los
condes (capitular de Quierzy, 877), lo que explica la formación en el occidente de Europa de
grandes principados territoriales de naturaleza feudal, como Flandes, Borgoña o Aquitania.
En definitiva, los aspectos fundamentales del feudalismo fueron la organización de la
sociedad a través de una densa red de relaciones personales de dependencia (la «pirámide
feudal»), que abarcaba desde el rey hasta el último inferior jerárquico, y la formación de una
clase dominante —la aristocracia militar rural, laica o eclesiástica— que basaba su poder en
la apropiación de los excedentes campesinos por medio de la coacción. Dicho de otra forma,
el control militar de la aristocracia sobre el resto de la población descansaba en el dominio
que ejercía sobre la tierra, única fuente de riqueza.
La ruralización de la sociedad es un hecho distintivo de la Europa feudal occidental en

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relación a las otras civilizaciones que ocupaban la cuenca del Mediterráneo; al contrario que
en Bizancio o el Islam, caracterizados por el elevado desarrollo de las ciudades, verdaderos
centros comerciales y culturales (Constantinopla, Córdoba, Bagdad, El Cairo), las actividades
mercantiles en Europa se reducían a intercambios regionales y, aunque a lo largo de los siglos
VIII y IX el asentamiento del imperio carolingio favoreció un crecimiento de la actividad
mercantil —traducido en un aumento del número de mercados, por lo general de periodicidad
semanal—, la mayor parte de la población permaneció al margen de los intercambios
comerciales y vivía en un régimen de autoconsumo. Por un lado, la producción agrícola
permanecía estancada a causa de la arcaica tecnología utilizada (uso del arado romano,
deficiente tiro de los animales y sistema de cultivo de año y vez, en el cual el campo
sembrado un año se dejaba en barbecho al siguiente); por otro, la falta de ganado no permitía
un abono adecuado de los campos. Todo ello, junto a la necesidad de reservar una parte de la
cosecha para la siembra del año siguiente, generaba escasos excedentes.
Algunos campesinos libres trabajaban sus propias tierras (alodios), pero en la mayoría de
los casos los campesinos eran colonos —libres o sometidos a la servidumbre— que
trabajaban las tierras de señores laicos o eclesiásticos, los cuales disponían de grandes
propiedades —las «villas»— divididas en «reserva», que comprendía la casa del señor, las
dependencias anejas y los campos de cultivo, viñedos, pastos y bosques, y «mansos»,
parcelas otorgadas a los colonos y explotadas en su beneficio bajo condición de dar al señor
unas rentas, trabajar gratuitamente en la reserva y realizar las prestaciones establecidas por el
propietario (reparaciones de caminos, construcción de puentes, etc.).

El inicio de la expansión europea


A lo largo del siglo X, se produjo el restablecimiento del imperio, fragmentado tras la muerte
de Carlomagno. Sin embargo, en esta ocasión, la base para su restauración fue Germania,
donde Otón I (912-973; reinado 936-973) había conseguido someter a los grandes duques;
tras proclamarse rey de Italia (951) y derrotar a los húngaros en Lechfeld (955), fue coronado
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (962) por el papa Juan XII.
Mientras tanto, los Capetos accedían al trono en Francia. Se configuró así un nuevo mapa
político europeo, en el que los normandos, tras el intervalo de expansión de los daneses con
Canuto el Grande (la llamada «segunda edad vikinga»), desempeñaron un papel preeminente
a raíz de la conquista de Inglaterra en 1066 (batalla de Hastings). Junto a estas nuevas
entidades políticas, los grandes principados territoriales (Borgoña y Flandes) jugaron un
papel muy importante. El asentamiento y el carácter expansivo del feudalismo se

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manifestarían en las cruzadas, predicadas por primera vez por el papa Urbano II en el
concilio de Clermont (1095). En cuanto a la Iglesia, cabe destacar la fundación de la abadía
de Cluny (910), que supuso la reforma del monacato benedictino y fue el instrumento de la
política unificadora de los pontífices.

La Baja Edad Media


A lo largo de la Baja Edad Media, podemos distinguir, entre los siglos XI y XIII, un período de
expansión del feudalismo y, entre los siglos XIV y XV, una época de crisis en la que se inició
el tránsito hacia el capitalismo. Durante los siglos XI y XIII, el feudalismo se implantó
sólidamente en el seno de la sociedad europea a partir de la generalización de los lazos de
vasallaje y del señorío banal y amplió su ámbito geográfico con el avance hacia el este de
Europa y el sur de la península ibérica y la colonización de Bizancio y Oriente Próximo. Al
mismo tiempo, la sociedad feudal se hizo más compleja con la transformación de la vida
urbana, resultado del desarrollo agrícola y de la renovación del comercio a larga distancia. El
orden de los laboratores debió abrirse a los burgueses, bajo cuya presión se desarrollaron las
asambleas representativas.
La plenitud del feudalismo llegó a su fin con la crisis de los siglos XIV y XV, en los que las
epidemias y las malas cosechas determinaron el hundimiento demográfico y las revueltas se
extendieron en el campo y la ciudad. Sin embargo, la recuperación de la crisis se llevó a cabo
sobre el desarrollo de los elementos del capitalismo inicial (industria, crédito, sociedades
comerciales). El fracaso de las cruzadas y el avance turco en el este de Europa determinaron
el repliegue de la cristiandad, mientras que en Francia, Inglaterra y España se afirmaban las
monarquías autoritarias, embrión de los futuros estados absolutistas, y se anunciaba el fin del
monopolio ideológico de la Iglesia.

Cambio y continuidad en la economía feudal


El crecimiento de la población y las exigencias de los señores sobre las comunidades
campesinas fueron el motor del desarrollo de la agricultura, favorecido además por las buenas
condiciones climáticas y la difusión de innovaciones tecnológicas (rotación trienal de
cultivos, arado de vertedera, nuevos sistemas de tiro, molinos, etc.); todo ello se tradujo en la
roturación de nuevas tierras. Al mismo tiempo, la demanda de las ciudades estimuló la
producción de cereales y de vino y la aparición de importantes centros textiles sostuvo la

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expansión de la ganadería.
El aumento de la producción en Occidente alteró el equilibrio comercial en el
Mediterráneo, donde, hasta fines del siglo X, Europa había funcionado como una colonia
económica de los grandes centros de consumo (Bagdad, Córdoba, El Cairo, Bizancio), a los
que proveía de materias primas y esclavos. Las cruzadas, la Reconquista hispánica y la
actividad de las ciudades comerciales italianas aceleraron la expansión de una red comercial
feudal en el Mediterráneo, en el que la toma de Bizancio (1204) abrió el mar Negro al
comercio europeo. En el norte de Europa, las ciudades alemanas coligadas en la Hansa
conectaron el Báltico y el mar del Norte. Entre las zonas dominadas por comerciantes
italianos y alemanes, apareció un gran centro comercial e industrial, formado por las ciudades
flamencas (Brujas, Gante) y cuyo desarrollo estuvo en el origen de las ferias de Champaña,
situadas en la ruta terrestre que unía Italia y Flandes.
Los productos comerciales se dividían en mercancías voluminosas, de bajo precio y de
consumo común (sal, vino, cereales, lana, pescado seco y salado, madera), transportadas por
vía marítima, y en productos raros y de mayor precio (especias, alumbre, tejidos de Oriente),
para los que se utilizaba el transporte terrestre, más caro a causa de los múltiples peajes. Se
desarrollaron así los instrumentos técnicos y jurídicos del gran comercio y las asociaciones
mercantiles (commenda, colleganza) o los consulados del mar (Llibre del Consolat del Mar,
del siglo XIV).
La expansión del gran comercio era inseparable de una economía monetaria, que en
Europa descansaba en el uso de monedas musulmanas y bizantinas. Sin embargo, el
descubrimiento de metales preciosos en Europa central (plata de Bohemia) y la canalización
del oro del Sudán a través de los estados ibéricos permitieron que Occidente dispusiera de
monedas propias. A lo largo de los siglos XII y XIII, aparecieron la libra esterlina y el penique
ingleses, el croat catalán, el florín de Florencia, la dobla castellana, el escudo francés y el
ducado veneciano. Ante la diversidad de monedas en circulación, se crearon las mesas o
bancos de cambio, los cuales, al convertirse en depositarios de fuertes sumas de dinero,
dieron origen, durante la segunda mitad del siglo XIII, a los establecimientos de crédito. Así
pues, el desarrollo de la economía agrícola y su vinculación a la moneda y al crédito a través
del comercio se convirtieron en los fundamentos de la sociedad.

La madurez de la sociedad feudal


La aristocracia militar feudal —los bellatores— permaneció como minoría dirigente,
cohesionada por la fuerza del linaje, la institución del vasallaje y los ideales de la caballería.

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La multiplicación de los vínculos de vasallaje determinó la aparición del homenaje ligio, que
vinculaba de manera preferente al vasallo con su primer señor. Además, la Iglesia impuso a lo
largo del siglo X la Paz y Tregua de Dios, que limitó la guerra feudal, mientras las cruzadas
legitimaban la violencia aristocrática al encauzarla contra el Islam.
El orden de los oratores se dividía en clero regular (monjes) y secular y comprendía los
diversos niveles de la jerarquía eclesiástica: cardenales, obispos, canónigos, abades, vicarios,
párrocos y capellanes; estos últimos formaban un «proletariado clerical» pobre y de muy bajo
nivel cultural.
En el campesinado, identificado con el orden de los laboratores, se profundizaron las
diferencias jurídicas y económicas a causa de la evolución de la economía. El crecimiento
demográfico, al dividirse las propiedades campesinas entre múltiples herederos, se convirtió
a largo plazo en un obstáculo para el desarrollo agrícola; además, la tecnología agraria de la
época había llegado a su límite. Todo ello provocó un retroceso de la producción, de modo
que las rentas percibidas por la aristocracia disminuyeron a lo largo del siglo XII. Los señores
pretendieron compensar esta caída de la renta mediante el ejercicio de su derecho de mando,
denominado ban, del que derivaban numerosos ingresos: censos, tallas o corveas, derechos
de tránsito y venta de mercancías (portazgos, teloneos) y tasas por el ejercicio de la
administración de la justicia y por el uso de molinos, hornos y lagares. De esta manera, la
sociedad rural se organizó a través del señorío banal. Por otra parte, los señores fracasaron en
su intento de extender la servidumbre, puesto que la necesidad de mano de obra para roturar
nuevas tierras obligó a otorgar numerosas franquicias a las comunidades campesinas.
El orden de los laboratores tuvo que abrirse a los habitantes de las ciudades o burgos, que
recibían el nombre de burgueses y se agrupaban en comunas con el fin de obtener el
reconocimiento de la libertad jurídica de las ciudades, traducida en un sistema de gobierno
autónomo de los poderes feudales laicos o eclesiásticos. Las ciudades, pues, trataban de
conseguir un lugar en el orden feudal de la sociedad, que los señores acabaron por otorgarles
gracias a los beneficios que les reportaba el desarrollo del comercio y de la industria
especializada: la aristocracia rural encontró en las ciudades un mercado para los productos de
sus señoríos y para invertir sus beneficios; por su parte, los reyes concedieron libertades a las
ciudades para atraerse su apoyo financiero. Se desarrolló así el gobierno municipal, que fue
monopolizado por el patriciado, integrado por los miembros más destacados de la oligarquía
ciudadana (ricos comerciantes e industriales, rentistas, etc.). Por debajo de ellos, se hallaba
una masa de artesanos que vivía en pésimas condiciones y cuyo descontento en momentos de
crisis económica provocó gravísimas revueltas. En la ciudad, las actividades productivas se

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ordenaban mediante los gremios, organizados según una rigurosa división en aprendices,
oficiales y maestros.

La Iglesia, un poder universal


Tras la separación de las Iglesias de Oriente y Occidente (1054), los pontífices romanos
lucharon para emanciparse del control de las autoridades temporales sobre la Iglesia y
eliminaron la simonía y el nicolaísmo, medida que enfrentó a Gregorio VII (entre 1015 y
1020-1085; papado 1073-1085) con el emperador Enrique IV (c. 1050-1106; reinado 1056-
1106) en la llamada «querella de las investiduras», resuelta en el concordato de Worms
(1122). El conflicto entre imperio y papado se prolongó a lo largo del siglo XIII, hasta que los
pontífices afirmaron su derecho a consagrar a los emperadores, lo que suponía imponer la
autoridad espiritual de los papas a la autoridad temporal de los emperadores. En todos los
estados occidentales se enfrentaron güelfos —partidarios del papado— y gibelinos —
partidarios de la supremacía de los poderes temporales—. La contienda llevó al papado a la
alianza con los normandos de Sicilia y, más tarde, con las ciudades del norte de Italia,
agrupadas en la Liga Lombarda; por último, los papas consolidaron su autoridad durante el
vacío de poder que se produjo en el imperio durante el gran interregno (1250-1273). Entre
tanto, los concilios III y IV de Letrán (1179 y 1215), el de Lyon (1245) y la creación de la
Inquisición aseguraron la unidad espiritual de Europa frente al desarrollo de movimientos
heréticos de masas, de origen urbano: patarinos en Milán, valdenses en Lyon y cátaros en las
ciudades del Midi.
El crecimiento de la población urbana y el arraigo de los movimientos heréticos
conllevaron la aparición, en el siglo XII, de nuevas órdenes religiosas —dominicos,
franciscanos— que sustituían el aislamiento y el asentamiento rural propios de las órdenes
monásticas (Cluny y, más tarde, el Císter) por la predicación entre la población urbana. Por
otra parte, las cruzadas impusieron en el ámbito mediterráneo el triunfo de la Iglesia romana
sobre la Iglesia ortodoxa bizantina y sobre el Islam y fueron el origen de las llamadas
«órdenes militares» (hospitalarios, templarios, caballeros teutónicos).

Las estructuras políticas


Las monarquías europeas se consolidaron lentamente como elemento de equilibrio entre
viejas y nuevas fuerzas sociales (nobleza y burguesía), aunque el poder del monarca seguía
basándose en el hecho de ser la cúspide de la pirámide feudal. Los reyes perfeccionaron la
organización de la administración central (la curia regia) y territorial (imposición de bailíos y

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senescales en Francia, de condes en Inglaterra, de merinos y adelantados en Castilla y de
veguers en Aragón) e intentaron imponer cierta uniformidad legislativa (Usatges de los
condes de Barcelona, Constituciones de Melfi de Federico II de Alemania, Partidas de
Alfonso X de Castilla).
Los recursos económicos de las monarquías comprendían básicamente los bienes
patrimoniales de los monarcas y ciertos impuestos indirectos. La insuficiencia de tales
recursos facilitó el desarrollo de asambleas representativas de los tres órdenes (cortes en
Castilla y Aragón, estados generales en Francia, dietas en Alemania) a cambio del apoyo
financiero de las ciudades a los monarcas.
Ya avanzado el siglo XI, se distinguieron en el occidente de Europa cuatro polos de acción
política: el bloque formado por Inglaterra y Normandía, el dominio capeto en la cuenca de
París, el conjunto de Aragón y el Languedoc y el imperio alemán, cuyo desarrollo político se
resintió de la falta de cohesión de los conjuntos territoriales que lo integraban: Alemania
(dividida en cinco grandes ducados), Italia y Borgoña (dividida en Provenza, el Franco
Condado y Saboya). La política imperial estaba determinada por el enfrentamiento con el
papado, que obligó a sostener continuas guerras en Italia contra los aliados de los pontífices:
primero contra los normandos, luego contra las ciudades del norte (agrupadas en la Liga
Lombarda) y, por último, contra los monarcas franceses. Mientras bajo la dinastía salia de
Franconia se produjo la querella de las investiduras (resuelta con el concordato de Worms,
1122), bajo la dinastía de los Staufen (o Hohenstaufen) de Suabia se desarrolló el conflicto
entre güelfos y gibelinos, que acabó con la derrota imperial en Legnano (1176) frente a la
Liga Lombarda (paz de Constanza, 1183). Más tarde, y a pesar de la victoria del emperador
Federico II (1194-1250; reinado 1220-1250) en la batalla de Cortenuova (1237), la crisis del
imperio durante el gran interregno permitió a Carlos de Anjou (1226-1285), fiel aliado del
papado, controlar Italia de manera efectiva.
En las monarquías periféricas del imperio —Polonia, Hungría, Bohemia—, no fue posible
el desarrollo de un poder monárquico centralizado, ya a causa del desarrollo del feudalismo,
ya debido a la presión de pueblos nómadas asiáticos (victorias de los mongoles en Liegnitz y
Mohacs, 1241).
Entretanto, en Occidente, se consolidó la dinastía capeta en Francia y la monarquía
anglonormanda de Inglaterra (establecida a raíz de la victoria de Guillermo I el Conquistador
en Hastings, 1066) amplió sus dominios con la incorporación, bajo Enrique II (1133-1189;
reinado 1154-1189), del ducado de Aquitania y del condado de Anjou, lo que convirtió a la
monarquía inglesa en la principal potencia occidental (imperio angevino). Sin embargo, los

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intereses de la monarquía inglesa en el continente (ducados de Normandía y Aquitania y
condado de Anjou) dieron lugar a un largo conflicto con los Capetos, victoriosos bajo Felipe
II Augusto (1165-1223; reinado 1180-1223) tras la batalla de Bouvines (1214). La monarquía
francesa se consolidó con la victoria de las tropas de Luis IX (1214 o 1215-1270; reinado
1226-1270) en Taillebourg (1242) sobre los ingleses y con el tratado de Corbeil (1258) con
Aragón.
Entretanto, en Inglaterra, se inició el camino hacia una monarquía constitucional: las
derrotas sufridas en Francia comportaron inevitablemente un mayor control por parte de la
aristocracia (Carta Magna, 1215, y Provisiones de Oxford, 1258).
En el ámbito del Mediterráneo, donde los califatos del siglo X (omeya de Córdoba, fatimí
de El Cairo, abasí de Bagdad) habían mantenido la iniciativa militar, el progreso de la
Reconquista en la península ibérica y el desarrollo de las cruzadas alteraron la relación de
fuerzas.
En España, la desaparición del califato y su consecuente fraccionamiento en múltiples
reinos de taifas permitieron el avance de los reinos cristianos. La hegemonía de Navarra
quebró a la muerte de Sancho III el Mayor (992?-1035; reinado 1000-1035) con la escisión
de su reino en Navarra, Castilla y Aragón (1035); división que dio lugar a la gestación de tres
grandes bloques políticos: Castilla-León, unidos definitivamente bajo Fernando III (1201-
1252; reinado 1217-1252), la Corona de Aragón, formada a raíz de la unión entre el condado
de Barcelona y el reino de Aragón en el año 1137, bajo Ramón Berenguer IV (c. 1114-1162;
reinado 1131-1162), y Portugal, independiente bajo Alfonso I Enríquez (c. 1110-1185;
reinado 1139-1185).
Tras rechazar, en los siglos XI y XII, las invasiones de almorávides y almohades,
procedentes del norte de África, Castilla alcanzó, en el siglo XIII, el dominio del sur de la
península posteriormente a la conquista de Córdoba (1236) y Sevilla (1248). En Aragón, las
relaciones de vasallaje con la aristocracia del Midi francés originaron un Estado con
dominios a ambos lados de los Pirineos, que se mantuvo íntegro hasta la batalla de Muret
(1213), después de la cual la expansión catalanoaragonesa bajo Jaime I (1208-1276; reinado
1213-1276) se orientó hacia el sur (conquista de Valencia, 1238) y hacia el Mediterráneo
(conquista de Mallorca, 1229), donde chocó con los intereses de la monarquía francesa, que
perdería el control sobre Sicilia en favor de Aragón tras las Vísperas Sicilianas (1282).
En el otro extremo del Mediterráneo, las cruzadas, a causa de las cuales las corrientes
comerciales que habían contribuido al florecimiento de la ciudad imperial se desviaron hacia
el Levante latino, acabaron con la influencia de Bizancio en Oriente; la caída de

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Constantinopla (1204) permitió la formación de estados francos feudales en Palestina y Siria,
que lograron subsistir gracias a la presión mongola sobre el califato de Bagdad hasta que la
expansión de los mamelucos de Egipto acabó con ellos (caída de Acre, 1291).

Crisis y cambio de orientación de la sociedad feudal


La crisis general de la sociedad feudal a lo largo de los siglos XIV y XV refleja los difíciles
inicios de la transición del feudalismo al capitalismo. A lo largo de estos siglos, descendió la
población europea debido a las dificultades alimentarias (derivadas de las malas cosechas y
del fin de las roturaciones), a la permanente devastación bélica (con la sustitución de las
guerras feudales por conflictos que, como la guerra de los Cien Años, oponían a grandes
estados) y a las epidemias (peste negra de 1348). El descenso demográfico, al bajar el precio
de la tierra y encarecerse la mano de obra, implicó la disminución de las rentas feudales, que
los señores intentaron detener mediante la limitación de los salarios (Statute of Labourers en
Inglaterra, Ordenamientos de menestrales en Castilla, 1351) y la sustitución de los censos
hereditarios por el arrendamiento de sus tierras durante un tiempo limitado. Este cambio en la
forma de tenencia de la tierra permitió el fortalecimiento de una clase de campesinos
acomodados y la práctica desaparición de la servidumbre en Europa occidental, sustituida por
un proletariado agrícola jurídicamente libre. La crisis demográfica provocó una baja del
precio de los cereales y un aumento de la explotación de los productos de mayor consumo
urbano e industrial: el viñedo y la ganadería, especialmente la ovina, que en Inglaterra se
convirtió en el motor de una potente industria pañera nacional.
La crisis favoreció la emigración a las ciudades y facilitó mano de obra para la industria
textil. Flandes fue el primer centro industrial hasta que las ciudades del norte de Italia
(Florencia, Milán) e Inglaterra lo relevaron a fines del siglo XIII. En el Mediterráneo, el
avance turco y la competencia entre las ciudades mercantiles italianas provocaron la
decadencia de Barcelona y la pujanza de Venecia y Génova. En los mares nórdicos, a partir
de 1400, la hegemonía comercial de las ciudades germánicas agrupadas en la Hansa declinó a
causa de la competencia mercantil por vía terrestre de las ciudades del sur de Alemania —
Frankfurt, Nuremberg, Augsburgo, Viena— y la irrupción de Castilla y Holanda como nuevas
potencias marítimas.
En España, el progreso de la Reconquista facilitó el tránsito por el estrecho de Gibraltar de
las navíos cristianos que conectaban por vía marítima la cuenca mediterránea y los países
bálticos, lo que impulsó la actividad comercial de zonas que hasta entonces habían ocupado
un lugar secundario en relación a italianos y hanseáticos: las ciudades holandesas

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(Amsterdam, Rotterdam, Leyden, Haarlem), Inglaterra (cuya industria textil sustituyó la
flamenca), las costas atlánticas francesas (Bretaña, Normandía) y los puertos españoles del
Cantábrico. Además, la búsqueda de rutas alternativas para el comercio de las especias y el
oro a lo largo del Atlántico sur llevó a Portugal a controlar los archipiélagos de Azores,
Madeira y Cabo Verde.
El desarrollo del comercio marítimo fue posible gracias a las innovaciones tecnológicas
(carabela, portulano, astrolabio, brújula), al perfeccionamiento de los sistemas monetarios y
de crédito (creación de bancos privados y públicos —Compere di San Giorgio, en Génova;
Monte, en Florencia; San Ambroggio, en Milán; Taula de Canvi, en Barcelona) y a la
difusión de la letra de cambio y de los seguros de mercancías.
La crisis de los siglos XIV y XV tuvo también otras consecuencias, como numerosas y
violentas explosiones sociales en el campo y en las ciudades; entre las revueltas campesinas,
destacan la del Flandes marítimo (1323-1328), la Jacquerie francesa (1358), el gran
levantamiento inglés (1381) y, en los reinos hispánicos, a lo largo del siglo XV, las de los
remensas en Cataluña, los forans de Mallorca y los irmandiños en Galicia; las revueltas
urbanas enfrentaron al patriciado con las masas de artesanos en Flandes, en Italia —revuelta
de los ciompi de Florencia (1378), movimiento comunal de Cola de Rienzo en Roma (1347)
—, en Francia —revuelta de Etienne Marcel en París (1357-1358)— o en Barcelona, donde
el enfrentamiento entre la Biga y la Busca (1462-1472) acabó por desencadenar la guerra
civil.

La Iglesia: la quiebra de la hegemonía universal


Durante la segunda mitad del siglo XIII, el pontificado, victorioso sobre los Staufen, se alió
con la monarquía angevina y convirtió Aviñón en la capital de la cristiandad, hecho que se
sitúa en los orígenes del cisma que conmovió a Occidente desde 1378 hasta 1417. La
progresiva laicización de la política y la consolidación en Europa de unas monarquías
centralizadas que ejercían un fuerte control sobre la Iglesia en sus dominios (galicanismo,
anglicanismo) obligaron al papado a abandonar el papel de rector de la política internacional
para consolidar sus posiciones en Italia. Sin embargo, el hecho religioso fundamental fue la
aparición de nuevas herejías (John Wyclif, Jan Hus) que amenazaron la unidad de la fe y de
la Iglesia y que, con su rechazo de una Iglesia romana corrupta, anunciaron la futura reforma
luterana.
En esta época, se fundaron escasas órdenes monásticas (jerónimos, mínimos) y la crisis
social alentó una piedad basada en el tema de la muerte (danza macabra, Ars moriendi, culto

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al Cristo doloroso) y facilitó el éxito de predicadores itinerantes como san Vicente Ferrer o
Jerónimo Savonarola. La necesidad de hallar culpables a los males que afligían a la población
alimentó la persecución de brujas y de las minorías religiosas, como en el caso de los judíos.

Los Estados de la Europa bajomedieval


Entre los siglos XIV y XV, se produjo la transición entre el Estado medieval y el moderno con
la consolidación del principio hereditario en la sucesión dinástica (excepto en el imperio), la
progresiva centralización del aparato estatal (reflejada en el establecimiento de la capitalidad
de París y Londres) y un incremento de los recursos económicos mediante la creación de los
primeros impuestos directos (la talla en Francia), el recurso al crédito, el monopolio sobre la
acuñación de moneda y la recaudación obtenida mediante impuestos indirectos que gravaban
comercio e industria. La mayor estabilidad económica permitió prescindir a las monarquías
de las asambleas representativas (cortes, estados generales).
La consolidación de las monarquías autoritarias tuvo consecuencias decisivas en el orden
internacional: su mayor poder económico permitió la creación de ingentes ejércitos semi-
permanentes que se enfrentaron en largas guerras. De este modo, el equilibrio europeo
logrado tras la batalla de Bouvines se vio alterado por la guerra de los Cien Años (1337-
1453), al final de la cual Francia se convirtió, bajo Luis XI (1423-1483; reinado 1461-1483),
en el Estado más extenso y cohesionado de todo el Occidente europeo; mientras, Inglaterra,
reducida a sus posesiones insulares, fue sacudida por una grave crisis dinástica (guerra de las
Dos Rosas, 1455-1485, entre las casas de York y de Lancaster). Por su parte, el imperio sufrió
las consecuencias de la falta de un poder central estable y las diferentes dinastías que se
sucedieron en el poder se enfrentaron a un continuo proceso de erosión: segregación de
Borgoña, fin del dominio en Italia y presión de los Capetos franceses, que se tradujo en la
pérdida de Suiza (batalla de Morgarten, 1315).
Los emperadores se abstuvieron de intervenir en Italia (convertida en el escenario de los
choques armados entre la dinastía angevina y la Corona de Aragón) y se orientaron hacia el
control de Polonia, Bohemia y Hungría, que actuaron como barrera frente al avance turco.

Los Estados modernos


La denominación «Edad Moderna» delimita un largo período de tres siglos ( XVI-XVIII) en que
la herencia del pasado más reciente asume importantes transformaciones que dan a esta etapa

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unos caracteres propios y definidos. En efecto, en el decurso de estos siglos, encontramos,
todavía generalizada, una demografía de tipo antiguo (natalidad y mortalidad elevadas,
escasas esperanzas de vida) y una economía esencialmente rural, basada en una agricultura de
subsistencia con técnicas de producción atrasadas que iniciaría, no obstante, un paulatino
proceso de especialización y diversificación.
El campesinado europeo continuó soportando las viejas relaciones feudales de
dependencia y servidumbre, las cuales, precisamente en este período, iniciaron un lento
proceso de desintegración sobre todo en la Europa occidental, a diferencia de la Europa
oriental, donde se produjo un recrudecimiento de las relaciones feudales. Por otro lado, y al
mismo tiempo que triunfaba un modelo de Estado monárquico centralista y autoritario y la
sociedad estamental alcanzaba su máximo apogeo, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la
instauración de una economía mercantil a escala internacional, fundamentada en unas
relaciones y estrategias innovadoras, constituyeron una «economía-mundo» de rasgos
novedosos y singulares.
En este contexto, mediatizado por importantes movimientos religiosos y culturales (la
Reforma y Contrarreforma, el humanismo, el Renacimiento, la Ilustración), la Edad Moderna
aparece como un producto histórico original, un período que excede la mera consideración de
«etapa de transición a la modernidad» para adquirir una relevancia singular.

La revolución de los precios del siglo XVI


El crecimiento de la población y la expansión agrícola
A mediados del siglo XV aparecieron los primeros síntomas de recuperación económica y
demográfica que indicaban el fin de la crisis bajomedieval. Entre 1450 y 1580 hubo un
importante crecimiento de la población europea, provocado, sobre todo, por la disminución
de la mortalidad, favorecida por la reducción de las epidemias y de las guerras, y un aumento
de la natalidad, en un contexto de relativa estabilización de las cosechas. El aumento
demográfico, en el seno de una población esencialmente rural (el 80-90 por ciento de la
población vivía fuera de las ciudades), comportó un significativo proceso de expansión
agrícola de tipo extensivo, es decir, se incrementaron las superficies cultivadas a expensas de
las tierras baldías o de las dedicadas a la ganadería. En contrapartida, la productividad de la
tierra no experimentó, salvo casos excepcionales, ningún aumento de importancia.
Únicamente en algunas zonas de Alemania (bajo Rin) e Inglaterra y, sobre todo, en los Países
Bajos, se desarrollaron sistemas de agricultura intensiva (rotación de cultivos) innovadores y
rentables. Sin embargo, y a pesar del aumento de la producción agrícola, la agricultura

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europea a fines de siglo no había experimentado cambios cualitativos importantes y el mundo
rural mantenía aún un peso enorme en la economía de la época, hasta tal punto que la
disminución de la demanda de productos manufacturados por parte de la población
campesina en las épocas de carestía repercutía de forma abrumadora sobre la manufactura y
el comercio.
Los cereales (trigo, centeno, avena, cebada) ocupaban la mayor parte de las tierras, aunque
otros cultivos, como el olivo y la vid, se extendían ampliamente por todas las regiones
mediterráneas. En las tierras lluviosas, desde Bretaña al norte de Alemania, agricultura y
ganadería continuaban muy vinculadas.
Habría que valorar, en especial, en qué medida el crecimiento agrícola modificó o
repercutió en las relaciones sociales de la Europa renacentista, donde la tierra representaba
aún el fundamento de la fortuna del Estado (impuestos), de la Iglesia (el diezmo) y de la
nobleza (régimen señorial). En este sentido, las diferencias en Europa eran enormes. En la
península ibérica, la Francia mediterránea, el sur de Italia, Inglaterra y los Países Bajos, el
régimen feudal se deterioró de forma considerable y el señor acabó por conservar
básicamente derechos jurisdiccionales sobre los campesinos. En el centro de Europa, desde el
Atlántico hasta el Elba, Francia y Alemania, la autoridad del señor se robusteció y, además
del poder jurisdiccional, detentaba múltiples derechos señoriales (prestaciones personales,
cánones en especie o en metálico, etc.) a cambio de la concesión de tierras o de diversos
monopolios. Por último, en la Europa oriental, perduraría un régimen señorial absoluto, bajo
el cual el campesino vivía en unas condiciones de total servidumbre. Amén de las diferencias
en el régimen señorial, el acceso a la propiedad de la tierra por parte del campesinado ofrecía
también importantes variaciones regionales. Sin embargo, el endeudamiento en tiempos de
malas cosechas suponía, la mayoría de las veces, la venta forzosa de la pequeña propiedad
campesina.
En general, y bajo la coyuntura económica favorable, la nobleza rural encontró una salida a
sus deteriorados ingresos en el aumento de la explotación de sus tierras y de las prestaciones
personales en trabajo de la población campesina, a la vez que llevó a cabo un proceso de
expropiación y apropiación de las tierras del campesinado.

La manufactura y los intercambios


Durante el siglo XVI, la producción manufacturera y el desarrollo de los negocios adquirieron
un gran impulso. El crecimiento demográfico aumentó la demanda de productos industriales,
al tiempo que la expansión ultramarina (las colonias americanas, sobre todo) abría nuevos

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mercados a la manufactura europea.
A principios de siglo, las zonas de producción manufacturera más importantes eran el sur
de Alemania, la Italia central y meridional y el sur de los Países Bajos; pero, a medida que
avanzaba el siglo, Inglaterra, Francia y los Países Bajos alcanzaban la hegemonía, mientras
que otras regiones, como España y Polonia, se convertían en países importadores de estos
productos. La producción textil ocupaba el lugar más importante en la labor manufacturera,
tanto por el número de personas que empleaba como por su contribución general a la
economía. Las manufacturas textiles, reguladas por el rígido sistema gremial, seguían
ubicadas en su mayoría en la ciudad; sin embargo, a mediados de siglo, y al margen de aquel
sistema, comenzó a extenderse en el campo el método de trabajo a domicilio, por el que el
comerciante abastecía a los pequeños productores (campesinos) de materias, les
proporcionaba el crédito necesario y se hacía cargo de la distribución de los productos.
Además de la manufactura textil, la del hierro y la minería alcanzaron gran relevancia. El
carbón se impuso como fuente de energía alternativa a la madera (cuyo abastecimiento era
insuficiente) y la minería del carbón, necesitada de grandes inversiones de capital, adquirió
unos rasgos totalmente nuevos, de tipo capitalista, lo que dio origen, en los lugares de
extracción, al nacimiento de un proletariado preindustrial. No obstante, la economía del siglo
XVI estuvo marcada por el dominio del capital derivado del comercio y no de la producción.
El comercio dominaba a la industria y Europa comenzó a convertirse en un mercado
internacional. Durante este siglo, Holanda e Inglaterra iniciaron la competencia a los
portugueses en el comercio marítimo con Asia, al mismo tiempo que el comercio español con
América alcanzaba una gran expansión. El comercio de ultramar estaba determinado sobre
todo por las especias y los metales preciosos; el oro, tan necesario en una economía en
expansión, fue el principal motivo que impulsó a los descubridores de América.
Fue durante la expansión comercial del siglo XVI cuando comenzaron a perfilarse las líneas
de un mercado mundial basado en una división del trabajo desigual: las ciudades de la
Europa occidental que ocupaban un lugar hegemónico en el comercio internacional se
reservaban la producción de manufacturas, lo que limitaba a las regiones periféricas a
producir alimentos de primera necesidad (Europa centro-oriental), materias primas y metales
preciosos (América) y establecía unas formas de cambio también desiguales en la medida en
que el trabajo estaba menos remunerado en las regiones periféricas que en las metrópolis.
Amberes se convirtió en el centro comercial más importante de Europa hasta que, a fines de
siglo, sería relevada por Amsterdam. En esta etapa de expansión comercial, Asia, a pesar de
los esfuerzos portugueses, aún no había entrado en el sistema de división del trabajo desigual.

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Junto a la expansión comercial, evolucionaron las técnicas comerciales y se consolidaron
nuevas formas empresariales. La sociedad personal fue sustituida en muchos casos por la
sociedad de capital, constituida por diversos socios capitalistas y más adecuada a las
actividades comerciales a largo plazo y a grandes distancias. En el campo de las finanzas, la
banca y el sistema de crédito se expansionaron de manera notable y la letra de cambio se
difundió como medio de pago internacional. Las altas finanzas se vieron favorecidas por las
necesidades monetarias de los grandes Estados europeos, los cuales estaban obligados a
solicitar grandes préstamos para hacer frente a sus crecientes gastos (ejército, burocracia).
Muchas de las instituciones financieras estaban en manos de grandes familias europeas
(Fugger, Médicis, Ruiz). Los Fugger llegaron a ser una de las familias con mayor capacidad
financiera del siglo XVI. La primera bolsa nació precisamente entonces (1531), en Amberes, y
poco tiempo más tarde se abrirían otras en Londres y en Amsterdam.

La revolución de los precios


Si comparamos la inflación (aumento de los precios) del siglo XVI con la actual, aquélla
podría parecer a todas luces insignificante. Sin embargo, en el contexto de la época, el
aumento generalizado de los precios, muy acentuado en la segunda mitad de siglo, alcanzó
límites sorprendentes. Existieron, no obstante, importantes diferencias entre el gran aumento
que tuvieron los productos alimenticios de primera necesidad (cerealícolas) y el más
atenuado de los manufacturados. Esta diferencia nos lleva a considerar las importaciones de
plata de América como una causa del movimiento alcista de los precios a tener en cuenta,
pero no como la única responsable.
Otras causas, no estrictamente monetaristas, explicarían el fenómeno. En primer lugar, en
el caso de una población creciente, la demanda de productos de primera necesidad aumenta y
hace indispensable un incremento de la oferta de estos productos. En caso contrario, la
escasez de alimentos provocaría un incremento de los precios, acentuado por el hecho que la
demanda de productos alimenticios no disminuye a pesar del incremento de los precios. Los
productos manufacturados, por el contrario, ven reducida de forma drástica su demanda ante
el alza de precios, puesto que su consumo no es vitalmente necesario. Así ocurrió en el siglo
XVI, en que la expansión agrícola a expensas de la ganadería había reducido de modo sensible
la fertilización del suelo, antes proporcionada por el abono animal, y los rendimientos
agrícolas iniciaron un fuerte descenso a partir de mediados de siglo (ley de rendimientos
decrecientes), hecho que disminuyó la oferta de alimentos en un momento en que la
población crecía. Por otro lado, el mercado exterior aún no había alcanzado el suficiente

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desarrollo mediante el cual paliar la restricción de la demanda interior de los productos
manufacturados.
La venta de los productos agrícolas a precios tan elevados produjo un importante aumento
de los ingresos campesinos, fenómeno que, a su vez, indujo a los señores feudales a exigir un
aumento de la renta de la tierra, sobre todo la que estaba fijada en metálico. En general, se
agudizaron los conflictos entre los campesinos, los señores feudales y el Estado por la
distribución del producto agrario (en este sentido, fue singularmente importante la guerra de
los Campesinos de 1524-1525 en Alemania).
Ante los escasos rendimientos de la agricultura, la pequeña propiedad campesina resultó
insuficiente para alimentar a la familia y sus propietarios tuvieron que emplearse en las
grandes fincas circundantes. Además, a medida que avanzaba el siglo, los salarios crecieron a
un ritmo muy inferior al de los precios y poco a poco la población vio seriamente reducida su
capacidad adquisitiva (salario real).
Las contradicciones de la dinámica expansiva del siglo XVI acabaron por provocar una
crisis generalizada que dejó sentir sus efectos en el siglo siguiente. A fines de siglo, en las
ciudades europeas, la mendicidad y la pobreza alcanzaron proporciones alarmantes para sus
contemporáneos, en contraste con los sectores económicos más poderosos, en particular la
gran burguesía del comercio y las finanzas. La recesión de la demanda de productos
manufacturados favoreció la transferencia de capital del sector comercial y manufacturero al
sector agrario, contemplado todavía como una fuente de prestigio social y como una base de
beneficios más segura.
El sistema estamental de la sociedad derivado de la Edad Media se mantuvo hasta muy
avanzada la Edad Moderna, aunque en su seno surgieron nuevas jerarquías profesionales
(comerciantes, funcionarios, jueces) que adquirieron, sobre todo en Inglaterra, una posición
independiente dentro del viejo orden feudal. El auge del comercio y de la economía urbana
supuso el ascenso y consolidación de un nuevo grupo social, la burguesía, cuyos intereses y
reivindicaciones impusieron, a largo plazo, nuevas condiciones sociales y políticas (mayor
representación política, desmembramiento del régimen señorial, etc.), las cuales acabaron por
romper los cimientos del viejo orden feudal.

La constitución de los Estados modernos


Durante el siglo XVI, la evolución del poder político estuvo caracterizada por la aparición de
monarquías autoritarias y centralistas (Francia, España e Inglaterra) y por la aparición de la
idea de la nación-Estado frente a los particularismos regionales de la Edad Media. En este

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siglo, el poder feudal y nobiliario cedió paso, no siempre de buen grado, a la afirmación del
poder real, contemplado como el juez supremo, intermediario entre la voluntad divina y la
humana. El carácter absoluto de su poder se reflejaba en todos los ámbitos de la vida política
y social: en la elaboración de las leyes, la atribución de privilegios y honores, la declaración
de la guerra o la paz, la interferencia en los asuntos eclesiásticos, etc.
La monarquía autoritaria mantuvo, en sus rasgos esenciales, la hegemonía social y
económica de los antiguos grupos dominantes, a cambio de que éstos sacrificaran sus
aspiraciones políticas. Al mismo tiempo y en consonancia con la realidad económica y social,
los monarcas intentaron satisfacer los intereses de la nueva burguesía en ascenso, actitud que
suponía sacrificar parte de los intereses y privilegios de la nobleza. A partir de ese momento,
el rey llevó a cabo el ejercicio del poder a través de una multiplicidad de consejeros,
secretarios y «ministros», que habían de doblegarse, en última instancia, a la voluntad del
monarca. El rey contaba con la colaboración de un consejo informal de gobierno, en el que
determinados individuos gozaban del apoyo indiscutido del rey (favoritos) y dotaban al
gobierno estatal de un principio de continuidad y una determinada orientación política. Como
novedad, aparecieron los consejos especializados, asistidos por eminentes juristas, cuyos
ámbitos de competencia eran el administrativo y el judicial.
A lo largo del siglo XVI, la administración central adquirió un importante desarrollo y fue
objeto de un proceso de renovación y modernización por encima de las administraciones de
tipo regional y las autonomías locales. En el pensamiento político, Nicolás Maquiavelo
(1469-1527) y Guillaume Budé (1467-1540) justificaron los principios de la monarquía
absoluta, cuyo poder estaba limitado, no obstante, por las leyes humanas y divinas (los
parlamentos, la Iglesia, los privilegios sociales, etc.). Los intelectuales de la Reforma
condenaron la idea de un Estado despótico e injusto, que desestimase los vínculos entre el
pueblo y el monarca, y, a fines de siglo, intelectuales como Jean Bodin (1530-1596),
Francisco Suárez (1548-1617) o Johannes Althusius (1557-1633) rechazaban
categóricamente el carácter absolutista del poder estatal.
A pesar de la existencia de múltiples estatutos jurídicos, la legislación real, orientada de
manera especial a incrementar la eficacia financiera de las instituciones locales y a reducir el
poder de la nobleza, intervenía en todos los ámbitos de la esfera pública y privada. Durante
este período, los recursos regulares de la corona no fueron suficientes para atender sus
necesidades y los ingresos extraordinarios se convirtieron en una rutina, a la vez que
aumentaban los impuestos y el Estado se endeudaba mediante la solicitud de importantes
préstamos a los banqueros europeos, que adquirieron un fabuloso poder e influencia.

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El principal obstáculo a la afirmación del poder real fueron las instituciones
representantivas de los ciudadanos (dominadas en su mayoría por los grupos privilegiados),
como el parlamento inglés, las cortes de Aragón, la dieta polaca, los estados generales de
Francia, etc., que tenían atribuciones legislativas e importantes privilegios.
En general, la política real, avalada por un poderoso ejército permanente, fue hostil a las
antiguas facciones nobiliarias dominantes. La hostilidad manifestada hacia la nobleza y hacia
las nacionalidades constituidas y la presión fiscal sobre la población campesina y sobre las
ciudades provocaron importantes movimientos de revuelta y oposición al poder real. En
España, fueron especialmente relevantes las revueltas de las Comunidades de Castilla (1520-
1522) y las Germanías de Valencia (1519-1523).
Las repúblicas italianas (Venecia, Génova, Florencia), en tanto en cuanto habían
abandonado las fórmulas de gobierno principescas de la Edad Media, constituían, en
apariencia, un sistema político de visos sensiblemente distintos y se gobernaban por órganos
colegiados de gobierno. Sin embargo, la realidad era bien diferente y las repúblicas fueron
sometidas a fórmulas de gobierno de tipo oligárquico.

La importancia de la guerra
Igual que en otras épocas, durante el siglo XVI, la guerra fue un fenómeno constante de la
vida. No obstante, la creación de grandes ejércitos permanentes y la consumación de brutales
y enormes campañas (batalla de Lepanto, la Armada Invencible, etc.) marcaron
profundamente la conciencia colectiva. El tema de la guerra inspiraría, a menudo por encargo
real, a los grandes artistas del siglo XVI (Miguel Angel, Leonardo, Vermeyen, Tintoretto, etc.)
y sería objeto de importantes tratados militares, como El arte de la guerra de Maquiavelo
(1521), que fuera traducida al castellano en 1536.
En todos los países, los ejércitos aumentaron de modo sustancial sus contingentes,
constituidos sobre todo por tropas a sueldo (mercenarios de distinta procedencia) en
disposición permanente, sin que por ello dejaran de existir, en tiempos de guerra, las levas de
ciudadanos. Las campañas militares y el mantenimiento de un ejército tan numeroso
suponían un gran esfuerzo financiero para la monarquía, de ahí el dicho «El dinero es el
nervio de la guerra». Sin embargo, el éxito militar constituía un elemento publicitario de
primer orden para afianzar el prestigio de la corona y la defensa del territorio se convirtió,
cada vez más, en un asunto colectivo, en una razón de Estado que justificaba la existencia de
un poder central fuerte y autoritario.

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La unión de Castilla y Aragón: los Reyes Católicos
A mediados del siglo XV, España contaba con cuatro reinos cristianos: Portugal, Castilla,
Navarra y la Coroña de Aragón. Las dificultades políticas y económicas que atravesaba la
monarquía aragonesa, además de la presión producida por Luis XI de Francia (1423-1483;
reinado 1461-1483) sobre Cataluña, llevaron a Juan II de Aragón (1398-1479; reinado 1458-
1479) a buscar una alianza matrimonial con Castilla, que contaba con el apoyo de un
poderoso partido aragonés, dirigido por el arzobispo de Toledo. En 1469, Isabel I, heredera
de la corona castellana, y Fernando, rey de Sicilia y heredero de la corona catalanoaragonesa,
se unieron en matrimonio. En 1474, Isabel I, con la decisiva ayuda de Fernando, se
proclamaba reina de Castilla. La unión entre las dos coronas fue en esencia dinástica y cada
reino continuó gobernándose mediante sus propias leyes e instituciones.
En Castilla, mucho más poblada y extensa que la corona catalanoaragonesa, la debilidad de
la autoridad real contrastaba con el poder político de las grandes familias aristocráticas,
poseedoras de importantes dominios y enriquecidas por los ingentes beneficios derivados de
la exportación de la lana. La mentalidad aristocrática, dominada por el espíritu militar y
religioso de la Reconquista, había marcado en profundidad los valores de la sociedad
castellana, en la que el rango y la jerarquía ocupaban un lugar indiscutible.
Bien al contrario, en la corona catalanoaragonesa, la burguesía de las ciudades dominaba la
vida económica y política del país, en colaboración más o menos estrecha con la monarquía,
y había desarrollado un sistema constitucional peculiar basado en la idea del pacto entre la
realeza y los súbditos. Las cortes de Cataluña, Valencia y Aragón representaban los intereses
de los tres estamentos (nobleza, clero y burguesía urbana), tenían poder legislativo y
garantizaban las libertades individuales con la ayuda de otras instituciones de gobierno como
la Generalitat de Cataluña, de Valencia y el Justicia de Aragón.
En el momento de consolidarse la unión dinástica entre las dos coronas, la expansión de la
economía castellana contrastaba con la debilidad de los Estados de la Corona
catalanoaragonesa, muy afectados por la crisis del siglo XV. En este contexto, la corona
castellana asumió la iniciativa en la consolidación de una monarquía autoritaria y centralista,
que acabó por doblegar las pretensiones políticas de la nobleza terrateniente, aunque sin
perjudicar sus intereses sociales y económicos.
En las ciudades castellanas, se instituyó la figura del corregidor, al que se atribuyeron
funciones judiciales y administrativas, para reforzar el poder real sobre la administración
municipal. Los Reyes Católicos reorganizaron el sistema judicial e insistieron en particular en

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la preeminencia real, que les daba derecho a intervenir en todas las situaciones jurídicamente
controvertidas, incluso las que afectaban al régimen señorial.
En política exterior, el mismo año en que fueron expulsados los judíos de sus dominios, los
Reyes Católicos conquistaron el reino nazarí de Granada (1492). Las regiones catalanas del
Rosellón y la Cerdaña, ocupadas por los franceses, fueron devueltas a la corona
catalanoaragonesa (1493) y, poco tiempo después, se inició la expansión por el norte de
África (1497-1510). Dos años más tarde, el reino de Navarra fue anexionado a la corona
castellana (1512), si bien se respetaron sus fueros internos. El mayor éxito de la monarquía lo
constituyó, sin duda, el descubrimiento de América (1492-1503), tanto por la importancia de
la gesta como por la contribución económica que supondría para la economía castellana.
A pesar del creciente autoritarismo del reino castellano, Fernando conservó en Aragón el
sistema contractual e institucional de gobierno, aunque parcialmente reformado, y no hubo
ningún intento de fusión administrativa de las dos coronas. Castilla y la Corona de Aragón
estaban separadas tanto en el ámbito político como en el económico e incluso tenían distinta
moneda.
A la muerte de los Reyes Católicos, España quedó bajo la dinastía de los Habsburgo (los
Austrias), quienes mantuvieron las peculiaridades constitucionales de los diferentes reinos de
la península, si bien recortaron de forma paulatina algunos de sus privilegios, hecho que en la
corona catalanoaragonesa suscitó importantes movimientos de protesta, en particular durante
el período del reinado de Felipe II.
Carlos I de España (V de Alemania), en la línea de sus predecesores, atribuyó gran poder a
los consejos consultivos (Consejo de Castilla, Consejo de Aragón) y ejecutivos (Consejo de
Hacienda, Consejo de Indias, etc.) como sistema de gobierno. En España, tuvo que afrontar
importantes revueltas, como la de las Comunidades de Castilla (1520-1522), protagonizada
por los comerciantes y artesanos de las ciudades contra la presencia extranjera en el seno del
gobierno castellano, las fuertes cargas tributarias y los privilegios de la nobleza, favorecida
en sus exportaciones de lana por una política librecambista que, de otro lado, afectaba de
forma negativa a los pequeños fabricantes de las ciudades.
Al mismo tiempo, se alzó en la Corona de Aragón la revuelta de las Germanías (1519-
1523), iniciada en Valencia y protagonizada por los pequeños comerciantes y artesanos de las
ciudades y que tuvo un carácter social muy radical contra el poder económico de la nobleza.
En ambos casos, la población campesina apoyó de manera decisiva las reivindicaciones
populares de la ciudad.
El sucesor de Carlos I, Felipe II (1527-1598; reinado 1556-1598), hubo de afrontar

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importantes movimientos revolucionarios (levantamiento morisco de las Alpujarras, 1557-
1559; revuelta de Aragón, 1591-1592) y consiguió la unidad territorial de la península bajo
su corona con la anexión de Portugal y de todas sus posesiones asiáticas y americanas (1581).
A diferencia de su padre, que mantuvo siempre una monarquía ambulante por los distintos
territorios europeos del imperio, este monarca fijó de manera permanente la corte y el
gobierno imperial en Madrid y adoptó, de modo progresivo, la vía constitucional castellana,
hecho que iba a provocar la encendida animadversión de la mayoría de sus súbditos no
castellanos, en especial la de los catalanes y aragoneses.

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