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la Santísima Trinidad
Domingo 19 de junio de 2011
Es grande mi alegría por poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la
Eucaristía y poder dirigiros, queridos sanmarinenses, mi más cordial saludo. Dirijo un
saludo especial a los capitanes regentes y a las demás autoridades políticas y civiles,
presentes en esta celebración eucarística; saludo con afecto a vuestro obispo, monseñor
Luigi Negri, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, y con él a todos
los sacerdotes y fieles de la diócesis de San Marino-Montefeltro; os saludo a cada uno y
os expreso mi vivo agradecimiento por la cordialidad y el afecto con que me habéis
acogido. He venido para compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y
compromisos, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé que aquí tampoco
faltan dificultades, problemas y preocupaciones. A todos quiero asegurar mi cercanía y
mi recuerdo en la oración, a la que uno mi aliento a perseverar en el testimonio de los
valores humanos y cristianos, tan profundamente arraigados en la fe y en la historia de
este territorio y de su población, con su fe granítica, de la que ha hablado su excelencia.
Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo,
fiesta de Dios, del centro de nuestra fe. Cuando se piensa en la Trinidad, por lo general
viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres
Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para
nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también
conocer al Padre y al Espíritu Santo. La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra
atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este
primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno,
porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el
amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo
recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este
amor recíproco del Padre y del Hijo. Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios
y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas,
cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
El primer pasaje que hemos escuchado está tomado del Libro del Éxodo —sobre él
reflexioné en una reciente catequesis del miércoles— y es sorprendente que la
revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo.
Recién concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad.
La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde
está su Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible,
manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios invisible, lejano.
Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar del Sinaí, Moisés ve lo que ha
sucedido y rompe las tablas de la alianza, que ya está rota, dos piedras sobre las que
estaban escritas las «Diez Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo
parece perdido, la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no
obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de Moisés, decide
perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo su ley, los
diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que
le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de
bondad con estas palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la
ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta auto-
definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo
cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos
abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que
renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera aún más
profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la
posibilidad de la conversión y del perdón.
Vosotros, con razón, os sentís orgullosos y agradecidos por lo que el Espíritu Santo ha
obrado a lo largo de los siglos en vuestra Iglesia. Pero también sabéis que el mejor
modo de apreciar una herencia es cultivarla y enriquecerla. En realidad estáis llamados a
desarrollar este precioso depósito en uno de los momentos más decisivos de la historia.
Hoy, vuestra misión tiene que afrontar profundas y rápidas transformaciones culturales,
sociales, económicas y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han
modificado mentalidades, costumbres y sensibilidades. De hecho, aquí, como en otros
lugares, tampoco faltan dificultades y obstáculos, sobre todo debidos a modelos
hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha
insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder
personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica,
tecnológica y social de la realidad. Así, también en estas tierras, se ha comenzado a
sustituir la fe y los valores cristianos con presuntas riquezas, que se revelan, al final,
inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de
lo bello y de lo justo que durante siglos vuestros antepasados identificaron con la
experiencia de la fe. Y no conviene olvidar la crisis de no pocas familias, agravada por
la generalizada fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, así como la
dificultad que experimentan muchos educadores para obtener continuidad formativa en
los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera de las cuales es el
papel social y la posibilidad de encontrar un trabajo.
Queridos amigos, conozco bien el empeño de todos los componentes de esta Iglesia
particular para promover la vida cristiana en sus diversos aspectos. Exhorto a todos los
fieles a ser como fermento en el mundo, mostrándose, tanto en Montefeltro como en
San Marino, cristianos presentes, emprendedores y coherentes. Que los sacerdotes, los
religiosos y las religiosas vivan siempre en la más cordial y efectiva comunión eclesial,
ayudando y escuchando al pastor diocesano. También entre vosotros se advierte la
urgencia de una recuperación de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración:
hago un llamamiento a las familias y a los jóvenes, para que abran su alma a una pronta
respuesta a la llamada del Señor. ¡Nunca nos arrepentiremos de ser generosos con Dios!
A vosotros, laicos, os recomiendo que os comprometáis activamente en la comunidad,
de modo que, junto a vuestras peculiares obligaciones cívicas, políticas, sociales y
culturales, podáis encontrar tiempo y disponibilidad para la vida de la fe, para la vida
pastoral. Queridos sanmarinenses, permaneced firmemente fieles al patrimonio
construido a lo largo de los siglos por impulso de vuestros grandes patronos, Marino y
León. Invoco la bendición de Dios sobre vuestro camino de hoy y de mañana, y a todos
os encomiendo «a la gracia de nuestro Señor Jesucristo, al amor de Dios y a la
comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 13). Amén.
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo pascual, concluido el domingo pasado con Pentecostés, la Liturgia
vuelve al “tiempo ordinario”. Esto no quiere decir, sin embargo, que el compromiso de
los cristianos tiene que disminuir, al contrario, una vez que hemos entrado en la vida
divina a través de los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción
de la Gracia para avanzar en el amor hacia Dios y al prójimo. El domingo de la
Santísima Trinidad, en cierto sentido, recapitula la revelación de Dios que tuvo lugar en
los misterios pascuales: muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del
Padre y efusión del Espíritu Santo. La mente y el lenguaje humanos no son capaces de
explicar la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y, sin embargo, los Padres
de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de Dios Uno y Trino, viviéndolo en su propia
existencia con profunda fe.
La Trinidad divina, de hecho, establece su morada en nosotros el día del Bautismo: “Yo
te bautizo –dice el ministro– en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo”.
Recordamos el nombre de Dios, en el cual hemos sido bautizados, cada vez que
hacemos la señal de la Cruz. El teólogo Romano Guardini, en referencia a la señal de la
cruz, escribe: “la hacemos antes de la oración para que […] nos ponga espiritualmente
en orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración
para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado […]. Esto abarca a todo el
ser, cuerpo y alma […], y todo queda consagrado en el nombre de Dios, uno y trino”
(“Lo spirito della liturgia. I santi segni”, Brescia 2000, 125-126).
En la señal de la cruz y en el nombre del Dios vivo queda contenido, por tanto, el
anuncio que genera la fe e inspira la oración. Y como en el Evangelio Jesús promete a
los apóstoles que “cuando venga el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad
completa” (Juan 16,13), lo mismo sucede en la liturgia dominical, cuando los
sacerdotes dispensan, semana tras semana, el pan de la Palabra y de la Eucaristía.
También el santo cura de Ars lo recordaba a sus fieles: “¿Quién ha recibido vuestra
alma apenas nacidos? –decía– El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su
peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola
por última vez en la sangre de Jesucristo? […] siempre el sacerdote” (Carta para la
convocación de un Año Sacerdotal).
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración
mariana, en particular a los fieles de la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, de
Cieza. En la solemnidad de la Santísima Trinidad, os invito a bendecir, alabar y
glorificar a Dios Padre, a su Hijo unigénito y al Espíritu Santo, por el inefable misterio
de vida y comunión entre las Tres Personas Divinas, de única naturaleza e iguales en su
dignidad. Que María Santísima sostenga y acompañe con
«»Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra» (Sal 8, 2).
Queridos hermanos y hermanas (…). Estas palabras del Salmo responsorial de la
liturgia de hoy nos ponen con temblor y adoración ante el gran misterio de la Santísima
Trinidad, cuya fiesta estamos celebrando solemnemente. «¡Qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!». Y sin embargo, la extensión del mundo y del universo, aun cuando
ilimitado, per quanto sconfinato, no iguala la inconmensurable realidad de la vida de
Dios. Ante él hay que acoger más que nunca con humildad la invitación del Sabio
bíblico, cuando advierte: «Que tu corazón no se apresure a proferir una palabra delante
de Dios, que Dios está en los cielos, y tú en la tierra» (Qo 5, 1).
Nosotros podemos decir del Dios Uno y Trino mejor lo que no es que lo que es. Por lo
demás, si pudiésemos explicarlo adecuadamente con nuestra razón, eso querría decir
que lo habríamos apresado y reducido a la medida de nuestra mente, lo habríamos como
aprisionado en las mallas de nuestro pensamiento; pero entonces lo habríamos
empequeñecido a las dimensiones mezquinas de un ídolo.
En cambio: «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Es decir: Qué grande eres
a nuestros ojos, qué libre, que diverso! Sin embargo, he aquí la novedad cristiana: el
Padre nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo unigénito; el Hijo, por amor, ha
derramado su Sangre en favor nuestro; y el Espíritu Santo, desde luego, «nos ha sido
dado» de tal manera que introduce en nosotros el amor mismo con que Dios nos ama
(Rm 5, 5), como dice la segunda lectura bíblica de hoy.
El Dios Uno y Trino no es, pues, solo algo diverso, superior, inalcanzable. Al contrario,
el Hijo de Dios «no se avergüenza de llamarnos hermanos» (Hb 2, 11), «participando en
la sangre y la carne» (Ib. 2, 14) de cada uno de nosotros; y después de la resurrección de
Pascua se realiza para cada uno de los cristianos la promesa del Señor mismo, cuando
dijo en la última Cena: «Vendremos a él, y en él haremos nuestra morada» (Jn 14, 23).
Es evidente, pues, que la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra mente –como si
se tratase de un teorema intrincado–, cuanto, y mucho más, de un misterio para nuestro
corazón (cf 1Jn 3, 20), puesto que es un misterio de amor. Y nosotros nunca
captaremos, no digo tanto la naturaleza ontológica de Dios, cuanto más bien la razón
por la que él nos ha amado hasta el punto de identificarse ante nuestros ojos como el
Amor mismo (cf 1Jn 4, 16)».
Las personas divinas se distinguen entre sí únicamente por sus relaciones recíprocas: de
Padre a Hijo, de Hijo a Padre, de Padre e Hijo a Espíritu, de Espíritu a Padre e Hijo. En
Dios, pues, el Padre es pura Paternidad, el Hijo pura Filiación, el Espíritu Santo puro
Nexo de Amor de los dos. Esas relaciones, que así distinguen al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo y que los dirigen Uno a Otro en su mismo Ser, poseen en sí mismas todas
las riquezas de Luz y de Vida de la Naturaleza divina con la que se identifican
totalmente. Son relaciones «subsistentes» que, en virtud de su impulso vital, salen al
encuentro una de otra en una comunión en que la totalidad de la Persona es apertura a la
otra, paradigma supremo de la sinceridad y de la libertad espiritual a la que deben tender
las relaciones interpersonales humanas, siempre muy lejanas de este modelo
trascendente.
«¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro!, ayúdame a olvidarme enteramente de mí para
establecerme en ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad.
Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi Inmutable, sino que cada
instante me haga penetrar más y más en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma,
haz de ella tu cielo, tu amada morada y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo,
sino que esté allí toda entera, toda despierta en mi fe, toda en adoración, toda entregada
a tu acción creadora.
¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu Corazón,
quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte hasta morir de amor. Pero siento mi
impotencia, y te pido que me «revistas de ti mismo» (cf Ga 3, 27-28). Identifica mi alma
con todos los movimientos de tu alma, sumérgeme, invádeme, sustitúyeme por ti, a fin
de que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven en mí, venez en moi,
como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi
Dios! Quisiera pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme enteramente dócil a tus
enseñanzas, a fin de aprenderlo todo de ti. Y luego, a través de todas las noches, de
todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarme siempre en ti y permanecer
bajo tu gran luz. ¡Oh mi Astro amado!, fascíname, para que no pueda ya salir de tu
irradiación.
¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de Amor!, «sobrevén en mí», survenez en moi (cf Lc 1,
35: superveniet in te) a fin de que se realice en mi alma como una encarnación del
Verbo: que yo sea para él una humanidad complementaria, humanité surcroît, en la que
renueve todo su Misterio.
Y tú, ¡oh Padre!, inclínate hacia tu pequeña criatura, «cúbrela con tu sombra» (cf Lc 1,
35; Mt 17, 5), no veas en ella más que al «Amado en quien tú has puesto todas tus
complacencias» (cf Mt 3, 17; 17, 5).
(Isabel nace en Dijon, Francia, en 1880; entra en el Carmelo en 1901; escribe esta
oración en 1904, y muere en 1906. Es beatificada por Juan Pablo II en 1984).
1. "Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque grande es
su amor por nosotros" (Antífona de entrada).
Siempre, pero especialmente en esta fiesta de la Santísima Trinidad, toda la liturgia está
orientada al misterio trinitario, manantial de vida para todo creyente.
"Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo": cada vez que proclamamos
estas palabras, síntesis de nuestra fe, adoramos al único y verdadero Dios en tres
Personas.
Contemplamos con estupor este misterio que nos envuelve totalmente. Misterio de
amor; misterio de santidad inefable.
"Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo", cantaremos dentro de poco, al
entrar en el corazón de la Plegaria eucarística. El Padre creó todo con sabiduría y
amorosa providencia; el Hijo, con su muerte y resurrección, nos ha redimido; el Espíritu
Santo nos santifica con la plenitud de sus dones de gracia y misericordia.
Podemos definir con razón esta solemnidad como una fiesta de la santidad. Por tanto,
en este día encuentra su marco más adecuado la ceremonia de canonización de cinco
beatos: Luis Scrosoppi, Agustín Roscelli, Bernardo de Corleone, Teresa Eustochio
Verzeri y Rebeca Petra Choboq Ar-Rayès.
2. "Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio
de nuestro Señor Jesucristo" (Rm 5, 1).
Como hemos escuchado en la segunda lectura, para el apóstol san Pablo la santidad es
un don que el Padre nos comunica mediante Jesucristo. En efecto, la fe en él es
principio de santificación. Por la fe el hombre entra en el orden de la gracia; por la fe
espera participar en la gloria de Dios.
Esta esperanza no es un espejismo, sino fruto seguro de un camino ascético en medio de
numerosas tribulaciones, afrontadas con paciencia y virtud probada.
Esta fue la experiencia de san Luis Scrosoppi, durante una vida gastada totalmente por
amor a Cristo y a sus hermanos, especialmente los más débiles e indefensos.
3. "Grande es su amor por nosotros". El amor de Dios a los hombres se manifestó con
particular evidencia en la vida de san Agustín Roscelli, a quien hoy contemplamos en el
esplendor de la santidad. Su existencia, totalmente impregnada de fe profunda, puede
considerarse un don ofrecido para la gloria de Dios y el bien de las almas. La fe lo hizo
siempre obediente a la Iglesia y a sus enseñanzas, con una dócil adhesión al Papa y a su
obispo. La fe le proporcionó consuelo en las horas tristes, en las grandes dificultades y
en las situaciones dolorosas. La fe fue la roca sólida a la que supo aferrarse para no
ceder jamás al desaliento.
Sintió el deber de comunicar esa fe a los demás, sobre todo a los que se acercaban a él
en el ministerio de la confesión. Se convirtió en maestro de vida espiritual
especialmente para las religiosas de la congregación que fundó, las cuales lo vieron
siempre sereno, incluso en medio de las situaciones más críticas. San Agustín Roscelli
también nos exhorta a confiar siempre en Dios, sumergiéndonos en el misterio de su
amor.
También hoy el mundo necesita santos como fray Bernardo, inmersos en Dios y,
precisamente por esto, capaces de transmitirle su verdad y su amor. El humilde ejemplo
de este capuchino constituye un aliciente para no dejar de orar, pues la oración y la
escucha de Dios son el alma de la auténtica santidad.
Esta es la enseñanza que santa Teresa deja al instituto de las "Hijas del Sagrado Corazón
de Jesús", fundado por ella. Esta es la enseñanza que nos deja a todos. Incluso en medio
de las contrariedades y los sufrimientos internos y externos es necesario mantener viva
la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Que santa Rebeca vele sobre los que sufren y, en particular, sobre los pueblos de
Oriente Próximo, que afrontan la espiral destructora y estéril de la violencia. Por su
intercesión, pidamos al Señor que impulse a los corazones a buscar con paciencia
nuevos caminos para la paz, apresurando la llegada del día de la reconciliación y la
concordia.
María, Reina de todos los santos, que fuiste la primera en acoger la llamada del
Altísimo, sostennos en el servicio a Dios y a nuestros hermanos. Y vosotros, san Luis
Scrosoppi, san Agustín Roscelli, san Bernardo de Corleone, santa Teresa Eustochio
Verzeri y santa Rebeca Petra Choboq Ar-Rayès, caminad con nosotros, para que nuestra
vida, como la vuestra, sea alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.