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Relación

de los hechos

José Carlos Becerra

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Relación
de los hechos
José Carlos Becerra
I. Betania
Homme infesté du songe, homme gagné
par l’infection divine.

Saint-John Perse
Betania

He tocado esta carne y no he hallado otra resurrección que el olvido


ni otra vehemencia que aquella de los labios pegados a la noche,
a la oscuridad besada de los cuerpos,
a las palabras dichas para que las bocas resistan el hierro nocturno.
La sangre también recuerda sus hechos de tierra
como un navío que cabecea en los muelles.
El cielo de este día es otra vaga historia,
el anochecer va posando sus alas sobre los nombres escritos.

¿Dónde está lo que resplandece cuando el fuego retrocede?


¿Dónde está aquello que no es vencido por el poderío de lo que
[ duerme?

Llovizna sobre la tierra como un arrepentimiento tardío,


como una voluntad de lavar en voz baja.

La magia ha arrojado sus armas en el centro de la habitación,


la historia de Lázaro se ha convertido en pasto de charlatanes de
[ buena y mala voluntad,
y la consecuencia es este legado de carne envanecida de su morir,
aquello a lo que llaman primer paso hacia la inmortalidad.
Todos los ríos levantan su copa hacia las nubes
pidiendo que se las llenen de infinito para beber lentamente otra
[ sombra,
todos los ríos esperan la alfombra de la luna, el cuarto cerrado
donde al amanecer se desvisten los que se ahogaron de niños.

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Pero no es en la fruta acostada en su madurez
ni bajo el árbol donde el cielo detiene sus dioses ausentes,
donde los ojos se abren de nuevo.

Es en la impiedad de las estatuas, en las sordas lecturas del azufre,


en la verdad del salitre, en el herbazal de la sangre.

La mirada entonces no yerra como no yerra el amor,


las mujeres danzan alrededor de su propio desnudo
y nos invitan a llorar por la muerte de sus astros.

Estos ojos de amor que me llevan se han abierto también en los ríos,
en las arenas lavadas como alguien que pone en orden sus recuerdos
[ y luego se marcha.
Ríos que se levantan en silencio para abrirle la puerta al océano,
al océano que entra sacudiendo los retratos y las apariciones,
los lechos y sus consecuencias de sangre o de nieve.

Creo en lo oscuro de la materia pero su renombre no es oscuro;


Dios ha entrado en su tumba tranquilamente
porque cree en el poder de los hombres para despertarlo,
porque los hombres se anuncian los unos a los otros
con una luz escarlata y colérica.

He respirado la indiferencia que me atañe,


el olvido que alguna vez tenemos en las manos como una bella flor
[ de papel.
Le he dado un nombre amoroso a mis culpas
y he temblado al creer en lo que me vencía.
He pasado tardes en silencio, mirando mi fraudulenta resurrección

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esperando un gesto revelador
para tomar la noche como un incendio.

La primavera ha pasado con sus voces de fruta,


con su tropel de sol en las mejillas,
el sudor ha sido hermoso como la espuma en las adolescentes
el corazón ha dejado en la playa otra carta sin firma.

También la rabia espera ahora su reinado,


el sol camina sobre los ataúdes abiertos,
pero los muertos no han podido siquiera ofrecemos una disculpa
por su ausencia, por eso la melancolía es más hermosa que una
columna griega.

He aquí esta mirada,


esta mirada nuevamente en las postrimerías de sí misma,
desplegada como un pabellón de guerra, como una lúcida avanzada
[ invernal.
He aquí que mi mano no tiembla al levantar la lámpara.
Hay espejos rotos semienterrados en la arena de la playa,
están las escamas de los días de verano;
y en la tarde plomiza el mar golpea con todo su cuerpo
como si quisiera despertar a la tierra hacia una luz más honda…

Y hemos llorado, nos hemos visto correr en nuestras lágrimas,


hemos alabado nuestras mejillas, hemos palpado a ciegas otro cuerpo
que no venía en las lágrimas; entonces la tarde
parecía esperar en nuestros ojos.

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Pero yo quiero ahora la otra mejilla del amor,
el lado no abofeteado aún por su propio silencio;
porque me he convencido de la soledad sin tregua del mar y lo
[ señalo
y me agobia ese resplandor de la luna en los cabellos de los muertos.
Ahora veo lo que tarda en llegar y escucho el sonido de los cuernos
anunciando la partida de caza.

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Adiestramiento

La voz de aquellos que asumen la noche,


marinería de labios oscuros;
la voz de aquellos cuyas palabras corresponden a esa luz donde el
[ amanecer levanta
la primera imagen vencida de la noche.

Ahora, cuando la memoria es una calle de mercaderes y héroes


[ muertos,
cuando la noche corta espigas en los cabellos de la joven difunta,
y en las playas el mar se arranca sus dolorosas historias para
[ encender las manos
de las mujeres de los marinos muertos.

Hacia el chillido o espuela de la gaviota,


hacia el color azul que despiden los senos ahogados,
hacia las cuevas que el demente visita,
hacia las mujeres cuya humedad sólo conoce el alba,
va la frase de amor, la mano electrizada que se convierte en sollozo,
van los desprendimientos de la lluvia.

La voz de aquellos que llegan a la oscura verdad de las últimas aguas,


la voz de aquellos que han besado el candor que en los labios deja
[ la muerte,
esa niñez del mundo que recobran los que cierran los ojos,
del mundo y no de ellos, esa niñez atroz y salvaje.

La voz de aquellos donde la madrugada se desprende como una piel


[ hechizada,

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la voz de aquellos donde el mar narra la infancia del terror, los
[ primeros palacios de la noche,
los fuegos que el artificio de la imaginación encendió en los
[ primeros náufragos,
la voz de aquellos desesperados y sonrientes.

Ahora esta palabra,


esta palabra inclinada a la noche como un cuerpo desnudo a su alma
a la desnudez del otro cuerpo.
Ahora esta palabra, esta diferencia casual de la palabra ante sí misma,
esta marca, esta cicatriz en la forma del amor,
en el hueso del sueño, en las frases trazadas al mismo ritmo
con que los hombres antiguos levantaban sus templos y elegían sus
[ armas.

Ahora esta palabra,


cuando la ciudad llena de humo y polvo en el poniente
se levanta de los parques con su aliento de enferma,
cuando las calles abandonadas comen sentadas sus propias yerbas
[ igual que ancianas en aptitud de olvido,
cuando el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina
y sólo baja una muchacha triste.

Ahora esta palabra,


este juego, esta cresta de gallo, esta respiración inconfundible.

Ahora esta palabra con su resorte de niebla.

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Declaración de otoño

He venido.

El otoño nos revelará el hueso del mundo,


en sus hojas el color amarillo no será solamente un aria triste,
será también la verdad de la tierra,
el paso de esa luna donde han dejado de temblar las doncellas,
la historia que los niños no pulirán con sus manos.

Conozco la mirada del sedicente,


la ciudad ha sido conquistada por el heliotropo nocturno;
dadme mis huesos y los huesos de mis muertos
y los pondré a florecer en la noche.

Porque yo veo la miel sombría donde los rostros perdidos intentan


[ acercársenos,
ponernos el vaho de su corazón en el cristal de esa ventana que sin
[ darnos cuenta
hemos dejado encendida esta noche.

Porque yo veo los amaneceres socavados en octubre por la garra del


[ relámpago
que saca del fondo a las doncellas muertas,
a los niños que no han podido pulir ninguna historia con sus manos.

He venido.

Aquí se reúnen las leyendas de piel titilante,


las miradas donde aparece la arena movediza que está a la mitad de

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[ todo recuerdo;
porque ahora miro las extensiones del mito
y no encuentro otra respuesta ni otra distancia que el llanto,
la piel desalojada en el mar, la risa de la hiena detrás de los espejos.

Voy por esta ciudad; yo no camino sobre las aguas,


camino sobre las hojas secas que caen de mis hombros,
miro a los muertos en brazos de sus retratos, miro a los vivos en
[ brazos de sus desiertos,
a las prostitutas vírgenes embalsamadas dentro de su sonrisa.

Conozco esta ciudad, estos orines de perra, esta piel acechante de


[ gato,
estas calles que he recorrido mirando en silencio lo que me devora.
He visto el latigazo de la ceniza en los cuerpos dormidos,
el miedo lustrado por unas manos silenciosas,
la luz enhebrada por lo más lejano de los ojos,
el oro con su infancia en la primera gota de sangre.

He aquí la historia,
he aquí este delirio que la luna ha tenido en sus brazos,
esta yerba arrancada al corazón, este rumor de hojas.

¿En qué sitio ríe la vejez de los muros?


¿Dónde comulga el horror con la supervivencia?

Ésta es la estación armada como un guerrero,


ésta es la estación desnuda como una mujer invencible,
ésta es la estación cuya historia tiene mucho que ver con la lluvia.

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He venido.

He visto la servidumbre de los parques a la crueldad del poniente,


he visto abandonados a su luz, llagados en su luz,
he visto en las cocinas el hollín de las lágrimas,
la grasa quemada de un cielo prohibido,
he visto las madrigueras donde la luna se limpia la sangre
como un amor proscrito.

He venido cuando el otoño le da a la ciudad una carta del mar.


He venido a decirlo.

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Espacio virtual

Escribir un nombre sobre un rostro, escribir un rostro sobre una


[ mirada,
esperar la señal de la noche en el color blanco de unas manos,
retener la respiración como si fuera un secreto respirar;
no basta.

Un hombre no es un rostro,
un rostro no es la superficie de una mirada,
el dolor no es la piedra de toque del infinito, la argucia de vivir,
la belleza de unas manos es como un tránsito de guantes,
doloroso camino de la memoria a la verdad, del deseo a los labios.

Cada ruido proyecta en sí mismo su lado silencioso, su semejanza


[ con una frente inclinada,
miradas que no aparentan ríos…

He aquí este ejercicio alrededor de la vehemencia, la obstinación


[ inconfundible de los primeros temblores,
soñando un rostro, soñando un rostro como una bella anticipación
[ de la noche,
como una descarga del abismo de la belleza,
tal vez como símbolo de un mundo que busca el amor, la apariencia
[ intermedia de lo humano y lo espejo.

Soñar así, mirar, sentir el paso de las aguas por los espejos, por las
[ palabras que vamos diciendo,
por la caricia, cuando a las manos les nacen alas con forma de
[ preguntas;

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soñar así, por las bocas buscándose,
¿acaso eres tú esta mujer que beso? ¿Acaso eres tú?

Voz que está esperando a la noche en la puerta remota de la luna,


voz con fisonomía de viaje;
las palabras se cansan de volar y se posan jadeantes en aquello que
solamente nombran.

¿Eres tú? ¿Eres tú?

Pero no basta,
no basta saberlo,
ensayar un rostro en una palabra, buscar un rostro en una mirada,
intentar detener un río en la mitad de un abrazo, en la ola de una
[ caricia,
acariciar un cuerpo en cuya blancura la noche nos sea concedida.

No basta, no basta saberlo,


respirar como si fuera cierto que así respiramos,
como si el aire tuviera la forma de nuestro sueño.

No basta.
Y el silencio levanta la cabeza
y me mira.

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No ha sido el ruido de la noche

No, no era ese ruido,


era la respiración como una historia de hojas pisadas,
el recuerdo del viento que movía el recuerdo de unos cabellos
[ largos,
el chillido de un pájaro, el animal manchado por su muerte futura.

No, no era ese ruido;


al menos no lo era cuando la esperanza levantaba sus cabezas
[ todavía sin cortar,
todavía sin que fueran cabezas,
y se quejaba dulcemente, y fraguaba pequeños arrebatos,
[ exclamaciones líricas,
y una niña secreta hacía de nuestras manos
cosas abandonadas.

Entonces no era el ruido de la noche,


el crecimiento de la yerba en los ojos dormidos.

El otoño no descuidaba su tarea,


las hojas secas comían por última vez en las manos del sol de la
[ tarde;
pero no era el otoño el que movía las alas,
era el rumor de ese pájaro cuyas alas había crecido tanto
hasta enredarse con el azul del cielo,
y uno ya no sabía si era el pájaro o el cielo el que volaba
oscureciéndonos el rostro.

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No, no era el esfuerzo con que el amanecer desarma los astros,
la noche vestida por la transpiración de los que duermen,
o sentada junto a aquellos que buscan en su corazón hasta el alba
sinuosidades y escorpiones de astros.

Y era también la sangre abriendo y cerrando puertas,


la tarde que escurría del cielo desmintiendo lo azul,
diciendo sí a lo blanco.

El sol retiraba sus urnas abiertas,


los pájaros metían el pico en el infinito y quedaban insensibles,
la primavera me salpicaba un hombro de polen
y alguien reía con fuerza en los espejos rotos.

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La otra orilla

He querido recordar aquella canción,


aquella que no pude escuchar dentro de mí, aquella que no supe
[ extraerle al mundo;
operación dolorosa: aquella canción que estoy tratando de escuchar,
aquella cuya ausencia reconozco en la brisa que apenas
inquieta a los almendros,
en la tranquilidad de esa brisa en estas hojas donde también yo
[ habré de morir,
y esa calma acaricia en algún sitio de mí
la forma de esa primera mano que alargamos hacia la vida
y luego retiramos mojada y oscura.

Aquella primera canción, aquella primera canción tal vez no vino


[ nunca,
aquella cuyo silencio ahora se refleja en el rumor de esa brisa en los
[ almendros,
tal vez su silencio, quiero decir el rumor de estas hojas, es el único
[ espejo
donde yo me reconozco, donde yo me miro con atención,
[ subordinado a lo fatal de esa imagen.
O tal vez esa brisa en las hojas
es la ausencia de toda canción, el rostro silenciosos de todos los
[ nombres,
el rostro de espuma disuelto por el mar,
el rostro de mis hijos aún sin ellos en el esqueleto atroz de mi abuelo
después de él.

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Ahora recuerdo todo sin pasión, sin armas obsesivas, sin recuerdos,
y ese viaje que la mirada todavía sostiene
abandona el umbral de una tarde de lluvia en la infancia.
Y es aquella costumbre de sonreír involuntariamente,
de sentir esa brisa en los almendros que están dentro de mí,
[ complicados con mi alma,
y soñar una canción donde tal vez ya no habré de escucharme;
sí, aquella vieja costumbre de vivir…

Y yo extiendo palabras sobre mis propias yerbas,


yo extiendo palabras sobre el mundo para irles dando poco a poco
[ historia,
sonidos arrancados a ellas mismas como confesiones brutales.

Por la torre de la iglesia


pasa el sol y se muerde los labios, ¿o soy yo quien me los muerdo?
¿O son el sol y la iglesia los que muerden mis labios?
¿O es el deseo de sol y de iglesia lo que muerde mis labios?

Sí, he perdido aquella canción, aquella canción, aquel tierno desastre,


aquel artificio donde mi voluntad se hacía pequeñas heridas,
[ pequeñas preguntas que nunca supieron cortarse la cabeza,
y ahora estoy aquí de vuelta,
mirando estas calles, mirando este río, estas aguas cobrizas y
[ doradas bajo la luz del sol,
y esta ciudad no es distinta a otras ciudades,
es distinta a sí misma.

Y estoy en esta ciudad como en otra canción que tampoco recuerdo,


[ que tal vez nunca estuvo en mis labios,

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como en otra palabra que me ocupa gran parte del día
y luego en la noche es mi primera muerta.

Estoy en este parque donde los almendros apenas sugieren la brisa,


[ el tiempo de las hojas,
bajo este cielo encallado en la mañana
como una inmensa nave antigua —recuerdo de otros dioses, de otros
[ hombres
y de otras batallas—
y mi mirada abre de par en par los brazos para recibir al paisaje,
pero es inútil, en el paisaje hay algo de mirada,
algo también con los brazos abiertos…

Una brisa muy joven sopla entre los almendros, una brisa lejana
[ sopla entre mis labios,
y es el silencio,
el silencio de la torre de la iglesia bajo la luz del sol,
el silencio de la palabra iglesia, de la palabra almendro, de la
[ palabra brisa.

Hay un radio encendido en un estanquillo cercano,


pasan unos novios —casi niños— cogidos de la mano,
el sol empuja la torre de la iglesia hacia otro mediodía…
Yo iba a decir algo; cogí la pluma para eso, cogí mi alma para eso;
¿qué iba a decir?

Así pasó ese día caluroso y nublado,


así la torre de la iglesia empujada por el sol como un barco llevado
[ por el viento,
cruzó por mi pecho, y luego la noche se cerró sobre las casas,

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sobre las aguas del río,
sobre la historia de aquella mañana,
y fue como si una mano enguantada tuviera todas las cosas en el
[ puño.

Yo iba a decir algo, yo tenía esta pluma en la mano…

II

Amanece en medio de mí y yo me quedo mirando del lado en que


[ no estoy,
en la otra orilla se quedan el parque y los almendros, el río, la torre
[ de la iglesia.
Porque esta mañana todo parece abrir los ojos en otra parte, en otra
[ historia,
en otros ojos parece que yo he abierto los ojos,
y miro la luz cedida a los árboles con la misma naturalidad con que
[ espero
sentado a la mesa, el primer alimento.

Y tal vez esta luz es también una sombra de aquella canción;


estos árboles, esta mesa, la mañana, el sabor de este pan, ¿son acaso
[ las formas devueltas?
Y la canción mueve las alas,
se sacude su forma de canción, se sacude su forma de alas,
algunas plumas caen, muy lejos de mis labios, muy lejos de esta luz,
muy lejos de este silencio, de esta posible música, en otra historia
más remota aún que la mía.

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Amanece en medio de mí; en un lado se quedan el parque y los
[ almendros,
el río, la torre de la iglesia, la ciudad de mi infancia, los juegos
[ olvidados;
¿en qué orilla me quedo mirándolos?

Es todo,
yo iba a decir algo, yo iba a inventar algo.

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II. Apariciones
Sometimes these cogitations still amaze
The troubled midnight and the noon’s
repose.

T.S. Eliot
Apariciones

Aquel árbol, al atardecer,


el aleteo apresurado de un pájaro, el crujido de una rama, la luz
[ sobre la yerba como una obsesión sagrada,
la penumbra del cuarto, la ventana entreabierta,
sobre la mesa un rayo del poniente como la mano de una niña
[ inmóvil,
nuestras voces y nuestros rumores como saliendo de un pozo
profundo o de un gran ademán de la muerte.

Todo aquello respiraba en nosotros,


todo aquello ponía su peso en nuestro corazón, su luminosa y quieta
[ avalancha,
su pesada gota de vida humedeciendo ciertas entradas del alma,
ciertas cavidades donde el deseo y el recuerdo comparten sus
[ talleres.
Todo aquello ponía por un momento su otra parte en nosotros;
la blancura de tu cuerpo parecía un hermoso deshielo, un río
[ atormentado por sus inclinaciones al mar,
la luz del sol posada en lo que sentíamos al otro lado del beso;
y todo aquello nos pertenecía de la misma manera que nos alejaba,
de la misma manera que el tiempo introducía en nosotros aquello
[ que éramos,
mientras el atardecer se iba volviendo hermoso y antiguo
como la nave mayor de un gran templo .

¿De quién son ahora estas palabras?


¿Qué movimiento realizan en la conclusión de mis actos?

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¿Qué apariciones y qué ausencias las hacen posibles?
¿Quién las está escuchando? ¿Quién las dirá de nuevo?

He aquí la vocación de recordarlo,


he aquí el instante en que es necesario que el sueño se saque de su
[ interior sus vestiduras
con un movimiento de prestidigitación;
es necesaria esta invocación, este derrame de aguas y signos y
[ transcripciones nocturnas:
tus ojos eran más bellos que las grutas donde el mar es, al fin, la
[ oscuridad de lo azul,
todo tu cuerpo me convencía de esas aguas donde la profundidad
[ desequilibra toda actitud de vida sin compartirla con el
[ abismo,
y las espumas de esas olas se detenían y se quedaban inmóviles en
[ tu cintura y en tu cuello, en el temblor de tus senos,
como esperando playas más allá de sí mismas,
y esas espumas organizaban el mar en tu cuerpo
y yo sentía la forma disuelta de tus cabellos sobre tus hombros,
tus cabellos que parecían caer de entre las manos del poniente,
y en tanta luz era la oscuridad la que guiaba mis pasos.

Oh imágenes, descubrimientos reservados a la pasión:


entonces la volcadura, el cuerpo donde comienza la exploración del
[ mundo,
la invención de los mares donde el viaje sostiene los antiguos
[ caminos de los hombres,
aguas donde los navegantes abandonan la brújula y el portulano y la
[ orientación, a partir de entonces,
será confiada a lo que diga el viento.

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Oh imágenes, mediaciones entre el hombre y su sueño;
una tarde, el campo, los cerros esbozados por una luz última que
[ casi los hacía de nuevo,
el crepúsculo sobre las pequeñas casas, las mujeres sentadas a sus
[ puertas,
los niños jugando, los pirules pasándose la brisa los unos a los otros;
lo recuerdo muy bien, lo establezco, lo invento dentro de mí,
me cercioro de estas ausencias, me hundo en esas ausencias, en el
[ ritmo que el anochecer iba cediéndole al campo.

Ahora lo busco en mi imaginación;


la casa en el valle, el olor del jardín,
el sabor un tanto amargo de aquellas yerbas que distraídamente
[ mordíamos mientras hablábamos,
la penumbra del cuarto, el rumor de tus pies descalzos por el piso de
[ barro,
los gritos de los niños allá afuera, la alta ventana por donde
[ mirábamos desde la cama
el vuelo de aquel pájaro donde la tarde cubría sus últimos tramos.

Dame ahora otros instrumentos para llamarte,


la posesión de un lenguaje donde pueda escucharse el ruido de
[ puertas y ventanas
golpeadas por el viento que corre por estas imágenes, por estos sitios
[ de representaciones equívocas.
Dame ahora otras palabras para reconocerte, dame ahora otros
[ signos para destruirte;
que la imagen proceda a la deformación de aquella belleza para
[ encontrar su propia belleza;
la belleza irrescatable a la sombra imposible de nuestros actos

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(todavía contemplo —no sé si recuerdo— tu vestido verde caído en
[ mitad del cuarto).

Todo es vano, por lo menos ahora en que tú, detenida al borde de


[ otros acontecimientos,
tal vez también vacilas ante el rápido vuelo, ante el breve aleteo de
[ ciertas imágenes.
Oh tardes de entonces, reflejos que se deslizaban por el
[ descubrimiento de una presencia,
por el canto de una libertad, que iluminaba
sus centros de azar y exploración con juveniles umbrales.

Oh tardes de entonces,
enciendo estas palabras para iluminar los angostos pasillos de estas
[ escasas descripciones,
enciendo estas palabras para quemar las últimas hojas,
las consecuencias de esta obstinada página en blanco.

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Relación de los hechos

Esta vez volvíamos de noche,


los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus anuncios de
[ vidrio,
las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,
los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban en el
[ amanecer
como banderas borrosas.

Esta vez el barco navegaba en silencio,


las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por los hábitos
[ de la noche.
Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,
en la vaga mención de la tierra que en la forma de un ave el cielo
[ retuvo
un momento en la tarde contra su pecho,
algo teníamos en el empuje ahora sosegado; fresco y oscuro de las
[ mareas.

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los ahogados,
de la bajamar que deja grises los labios como el dolor inexperto,
de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen de las
[ aglomeraciones solitarias,
del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,
el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con un picotazo
[ en el poniente,
la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul en los ojos,
el hombre que juega distraído con el amanecer como con un
[ cuchillo filoso y deslumbrante.

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Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
la respiración apaciguada de los dormidos como si no descansaran
[ sobre el mar,
sino a la sombra del hogar terrestre.
Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,
el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para enumerarla.

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,


alcobas que nos asumían fuera de horarios,
hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,
en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro corazón
[ como un depósito de estatuas.

Sólo hablábamos debajo de la sal,


en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en la espesa
[ humedad de la madera.
Sólo hablábamos en la boca de la noche,
allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían olvidando.
Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,
y la Palabra, la misma, devorando mi boca,
comiendo como un animal hambriento en el corazón de aquel que
[ la padece y la dice.

Yo miraba igual que los ríos,


verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad
[ retiraba de la muerte
igual que retiran el vendaje de la herida curada.
Yo descubría pasos en el amanecer
y me cegaba aquel silencio que como mano oscura
parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

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También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza
[ incendiada.
y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las estaciones,
el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos
como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar, de algún


[ desenlace;
vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio centro de
[ navegación,
en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las aguas.
Incorporabas tus ojos al desenlace nocturno,
meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por el animal
[ de la niebla.

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta su desnudo
[ con viento,
tú como la inminencia del amanecer que rodea con un corazón
[ amarillo a los labios.
tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro escapado de
[ tus hombros
se sacudiera las plumas en mi garganta;
desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía, mirándome.

Y éramos los dos asiduos a las lluvias que desentierran en esa


[ pregunta que pesa tanto en los labios, el otoño al abismo,
que cae al fondo de nuestra voz sin remedio
o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado
al que es inútil llamar dulcemente.

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Y sin embargo, allí estábamos,
allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al corazón
[ soñoliento
como una suave advertencia,
en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos son los
[ labios.

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,


tú también habías escuchado en quién sabe qué momento del
[ sosiego nocturno,
ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando amanece,
esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos enlazados.

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en el agua,


y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo de
[ atardecer,
aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

Esta vez volvíamos,


el amanecer te daba en la cara como la expresión más viva de ti
[ misma,
tus cabellos llevaban la brisa,
el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

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Rueda nocturna

Tal vez sea este recuerdo;


la frase nacida en el légamo de un sueño como un insecto indeciso y
[ brillante.
el crujir de unas alas azules y negras, algo de ti y de mí,
ceremonia pequeña y terrible.

El ave cuyo vuelo cumple por un momento la forma de la tarde,


tú caminando junto a mí en el sitio donde no debimos mirarnos,
yo tomando en tu mano ese calor errante del poniente, el ademán de
[ un mundo sofocado.
el sol de pie como un árbol al final de la loma.

Extraño territorio que la mirada encuentra en su propia invención,


invisible creación de los hechos;
memoria, brusco pez en el alma, rictus de océano,
deseo que se quiebra sobre el pecho intentando el atardecer.
Tal vez eso sea el recuerdo,
tú en la ventana, asomada y retrospectiva bajo la luz distante.

No, no se recuerda nada,


la mirada extendida, curvada por el peso de aquello que no mira,
[ que no necesita comprender,
la penumbra que queda en las palabras…

No es tu boca que sube de deseo en deseo hasta su sitio nocturno,


no es tu piel acumulada en el mar como una sentencia profética,
no es tu rostro que vuelve a pasar por las aguas de estas palabras,
no es lo que conspira en el fondo mismo de la añoranza como la

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[ señal de una antorcha
apagada bajo la lluvia.

Es mi cuarto que gira como un animal herido,


es mi cuarto en silencio, la cama inmóvil, a la deriva de sí misma
[ como un objeto devorado por su nombre.
Por la ventana entra esa luz de enfrente, esa luz amarilla que no me
[ revela,
y yo escribo estas palabras, una junto a la otra, ninguna junto a ti ni
[ junto a mí,
y al consignar un ademán tuyo, un acto tuyo, te veo desaparecer en
[ estas palabras
y todo es inventado de nuevo:

el mar que toca con un dedo el color de las conchas cuando el sol
[ de la tarde las domina,
la carretera donde el anochecer y el auto se enlazan en una nueva
[ medida de tiempo,
ese cuarto de hotel que no está en este cuarto,
tú asomada a la ventana, volviéndote hacia mí, hablando de la noche,
de los astros que brillaban lejanamente como ausencias de infancia,
hablándome del bosque que viene a sentarse a la orilla del pueblo y
[ lo contempla tristemente.

Es aquel primer día en que vimos al otoño poner en los árboles su


[ nombre sin peso,
es esta superficie donde el sueño es la única pisada que puede
[ escucharse,
pies descalzos que cruzan su propia memoria,
tu desnudez donde las aguas más lejanas del mar venían a

35
[ golpearme, a llevarme con ellas,
la luna que sube entre los pinos como un deseo de acariciar,
tu nombre usado por la noche como una gran piedra blanca.

Es esta noche y este regreso,


es mi cuarto que gira como un animal herido,
es la brisa que sale de las manos abiertas de los árboles,
es el silencio inclinado sobre el vacío como la cabeza de un rey
[ anciano.

Es esta ventana entregada a la noche, es esta noche detrás de esta


[ luna, más allá de ese círculo vicioso;
el vago sentimiento de cristal o límite al cerrar la ventanilla del auto,
abajo la ciudad iluminada y muerta, y estas palabras o nada
al volverme hacia ti y contemplarte.

36
Memoria

He vuelto al sitio señalado, a tu rastro de aguas amargas;


el atardecer ha caído al fondo del mar como un pecho muerto
y una campana da la hora cubriéndome de espuma.

Vuelvo a ti,
el otoño y el grillo se unen en la victoria del polvo.
Vuelvo a ti, vuelves a la’ caída, al primer acto.

Te levantaste de tus ojos con un golpe de amor en la frente,


con una piel de yerba que la mañana quería.
Te levantaste envuelta en tu tiempo,
todavía no arrollada por tu desnudez, por tu boca que se convierte
en una caída de hojas que el bosque padecerá oscureciéndose.

Te levantaste de lo que sabías,


de lo que olvidabas como se olvida la lanzada del mar
y un día nos despierta su ruido profético.
Te levantaste de tu frente
que era el horizonte elegido por la noche para su desembarco.

Yo esperaba, la noche se abría como un abanico de humo y


[ conjuraciones,
el rey muerto que llevamos dentro
se rio en el fondo de su ataúd de lodo.

Yo esperaba. Oía el retroceso, lo repentino del avance.


Nombraste mi pecho con un esguince nocturno,
la luz hacía en tus ojos su tarea oscura,

37
de pronto me miraste, ¿desde dónde?
¿Desde tus ojos que me veían o desde tus ojos que no me veían?
Y naciste bajo tu desnudez con un movimiento de agua y recuerdos.

A la hora del enlace de cuerpos, a la hora del brindis,


a la hora de la lágrima plantada en el jardín prohibido,
en la nada promiscua de las historias olvidadas,
en una brusca pregunta, en las conversaciones fatigadas,
en el modo como te quitaste los guantes:
—¿Te acuerdas? —dijiste avanzando.

Ese obsequioso silencio, esa pausa levanta polvo en tu corazón.


El tiempo reunido en una mano, en un guante que cae haciendo
[ señas
por una ladera de palabras dormidas.

—¿Te acuerdas? —dijiste.


La palabra, el movimiento de carne sobre el pecho de la tierra,
el idioma que la noche deja caer en los ojos como un puñado de
[ piedras preciosas,
piedras que se convierten en guantes que caen.

Fruto prohibido y dieta recomendada por hábitos nuevos.


La mentira bosteza engordando,
el cansancio estira su lengua para cantamos al oído.
La noche despierta en el muladar que los locos heredan,
la luz de mercurio petrifica en las calles gestos odiados;
yo miro la ciudad desde la terraza,
la luz de los autos hundiéndose en el irremisible momento,
en el tiempo que aún sostengo con un vaso en la mano,

38
en el tiempo que despide tu rostro naciendo,
en el tiempo que hace del movimiento y la caída
el sólo momento.

—¿Te acuerdas? —dijiste.


Respiraste tendida, tus ojos se cerraron en la llegada del mundo.

La noche llegó en tu corazón, tú regresaste.


Rastro de alas dolorosas, de límites caídos al agua.

—¿Te acuerdas? —dijiste quitándote los guantes.

—¿Te acuerdas? —dijiste abriendo los ojos.

39
La mujer del cuadro

Lo empiezas a saber,
tu amor va enseñando sus sales de baño, sus fiestas de guardar, sus
[ cenas sin nadie;
a veces, el esqueleto de tu ángel de la guarda
baila en tus ojos,
ciertas avecillas silvestres amanecen temblando en tus manos,
ya el tufo de la crucifixión
no te hace taparte la nariz de niña “que no sabe nada”, “que no
[ entiende nada”.

Ya cruzas la puerta,
ya sabes que el dolor es un mensajero servil del infinito,
en tus ojos aquello que miras despierta en ti misma como pequeños
[ niños
que se sientan al borde de sus camas
esperando que vengan a vestirlos.

Ya asumes tu cuerpo, ya viajas en todo lo que te rodea,


a veces en tu sonrisa todavía aparece
aquella niña larguirucha “tan bien educada”,
pero tu esperanza enflaquece llamándote con voz cada vez más débil
cuando ya no te dignas escucharla.

Extrañamente hermosa eres ahora tu propio fantasma,


en tu alma han entrado la carne del mundo y la tuya confundidas,
apiñadas por el mismo placer, revueltas por el mismo dolor.
Desnuda, la ropa que te acabas de quitar
ya no reaparece en tus ojos,

40
tu mirada y tu voz entonces también se quedan desnudas,
te quedas desnuda,
y por tu desnudez pasan los templos antiguos, las oraciones, los
[ heridos de guerra y los cánticos de guerra,
los mares lejanos y también la vida posible en otros planetas.
Ya tu cuerpo comprende lo que significa ser tu cuerpo,
lo que significa que tú seas él;
tu cuerpo extendido a lo largo de tu amor, a lo largo de tu alma,
y todos los barcos que zarpan de tu corazón llevan ahora
las luces apagadas.

Ya te has probado en ti
y un hombre no es el extraño invasor que conocías,
el esposo prudente, el hombrecito que cariñosamente te mataba un
[ momento
por unas cuantas caricias, por unas cuantas monedas.

Pero sabes también que no existe el triunfo que alguna vez deseaste,
por eso en tu mirada puede oírse
el ruido del mar golpeando las costas solitarias y a veces
el chillido de un pájaro detrás de la niebla o la llovizna pertinaz.

Ven aquí con tu colección de mariposas, con tus antiguos juguetes


[ que ya no existen
y que parecen burlarse de ti desde ciertos rincones,
ven aquí con tus segmentos de niña asombrada.

Ven a mirar mis osos polares.


Ven, ahora que sabes que también en los labios aparece
—sin que nos demos cuenta—

41
el beso monstruoso y bello
de aquello que todavía llamamos el alma.

42
Causas nocturnas

Sí, muchas veces hablé de ti,


acerqué pequeñas formas de arena a tu imagen,
contraje con tu ausencia pactos de alianza.

Muchas veces, en sitios olvidados, en sitios de paso,


en la alcoba que nos abandona cuando nos creíamos en ella,
hablé de ti o pude hablar de ti,
le di a mi corazón el movimiento que podía reconstruirte,
creí mirar tus ojos como razones de actos nocturnos
como fuerzas empleadas para encender la oscuridad y señalarme los
[ sitios donde debía tomarte.

¿En qué rumor de hoteles, en qué rumor de voces por los pasillos y
[ silbidos de canciones de moda,
se perdían los pasos de tu corazón, el instante probable,
aquello que los cuerpos memorizan cuando la sangre intenta el
[ ritmo del infinito?

Luego vinieron los actos de otoño


el viento frío y la lluvia me encerraron en la habitación solitaria,
sin cartas ni noticias, el ruido del agua se hizo poco a poco
el ruido de mi alma y de mis huesos.

Y después, muchas veces, volví a pensar en ti,


oí tu risa en el mismo sitio en que mis palabras luchaban por decir
cómo era tu modo de reírte,
en el mismo espacio —escuchado al azar— en que se abría tu
[ nombre como una flor inmensa

43
bajo el resplandor de las luces, sobre la charla y el humo
de los convidados —tintineo de vasos, risitas, monólogos dulces y
[ aterradores.

Muchas veces pensé en ti así y de otras maneras,


muchas veces rocé esa aciaga marisma de renovarte en lo más
[ profundo de mí,
en lo más imaginario y en lo más doloroso,
y también en conversaciones no buscadas, en lo imprevisto de unos
[ ojos,
en labios extraños que de pronto nos acorralan en los espejos de
[ otras palabras,
en el espacio de otros sentimientos, de otros cuerpos,
donde el mar y la niebla nos ofrecen sus oscuras referencias, sus
[ buques fantasmas.

Muchas veces así, al azar, en reuniones,


con muchachas que como tú me escuchaban, que como tú parecía
[ que iban a existir o a ser menos reales
de un momento a otro, de una mirada a otra,
y yo iniciaba ese gesto que las palabras perdían siempre,
ese ademán antiguo que busca los dones nocturnos,
y te recordaba y te inventaba de prisa o lentamente o asaltándote en
[ aquella muchacha
aplastándote bajo su risa y sus palabras
en aquellas aguas que tú no hacías correr.
Pero yo hablaba de ti, y te recordaba sabiendo lo inútil de poner una
[ palabra y otra en las formas que tú ocupaste,
en todos los sitios que te correspondieron.

44
Pero yo hablaba, pero yo buscaba tus gestos, pero yo te inventaba,
esperaba un lugar en mis palabras o en una caricia
donde pudiera tomar algo tuyo;
y me detenía, como si tuviera que esperarte, como si debiera seguirte;
pero todas las cosas tenían ahora otro secreto, nacían de otra
[ apariencia,
y sospechaba que el ruido de esa puerta,
el teléfono que a veces parecía sonar como entonces,
no eran sino recuerdos de recuerdos,
movimientos imprecisos de vida que te mataban más de mí aquella
[ noche.

45
Forma última

El sueño, esa historia sin armas,


esa voluntad que es parte de los labios,
ese pacto con el corazón más breve de la locura.

El sueño, eso que ya no puede ser sagrado,


porque no hay nada sagrado en la noche,
porque en el mar el cadáver de Odiseo navega a la deriva,
los cabellos revueltos, la mirada usurpada por el agua.

Porque no hay nada sagrado en el regreso, porque sólo una vez


[ despertamos temblando para mirar el mundo;
y tú lo sabes, pero tu mirada
sólo es exacta en la noche.

Y yo te acaricio, yo aumento en tu cuerpo la sombra del viaje,


tu cabeza echada hacia atrás entra en la órbita fugaz de la sangre,
en el espejo rojo de sí misma, en su semejanza subterránea
con el conocimiento de Dios.

La noche colinda con todo lo que tiene fuego,


con aquello que besamos con apasionada destrucción, con oscura
[ grandeza.

En tu cuerpo hay cal viva, hay seda que no quiere dormirse,


hay cosas valuadas por el mar,
y en tu corazón es más poderoso el otoño.

46
Pero no hay nada sagrado en esta noche,
en este sueño, en esta última forma de hacerse a la mar.

Saldré a la calle, visitaré la locura que ama el azufre,


escribiré tu nombre en las plazas vacías,
en los púlpitos de las mujeres desnudas.

Adivina el retrato, desvanécete bajo los arcos triunfales,


incorpora escaleras a tu sapiencia.

Ésta ha sido la historia de nuestro regreso.

47
El reposo del guerrero

Pero mi amor no era un lujo de fuerza,


una catedral arrojada al pasado
a ustedes les parecería más hermosa, mejor construida,
mejor adivinada por su muerte.

Navegación de los días otoñales,


oráculos, señales a cubierto, mensajes caídos en el plato de la
[ imaginación, en la balanza de los recuerdos,
como un ruido de autos cruzando las calles de un pueblo
[ abandonado,
como soñar que vadeamos un río perseguidos por una patrulla
[ policiaca.

Pero mi amor no era un lujo de fuerza,


tal vez era mi vergüenza de morir,
no estaban en mí los paseos de aquellos fantasmas cuando la luna le
[ entrega al amanecer los restos de la noche,
no estaban en mí aquellos signos que el hechicero maya conjuraba
[ en su elevación nocturna,
no estaban en mí aquellos secretos coleccionados durante los días
[ de lluvia por los niños enfermos,
imágenes donde una delicada tortura de vivir pone pequeñas llamas
en los ojos de esos cansados niños.

La soledad mira por las rendijas de sí misma hacia la construcción


[ del ansiado palacio;
cierta sequía en el corazón que una vez se nutrió con el vuelo de un
[ pájaro que parecía rasgar el poniente,

48
con la música de un radio vecino, o con la imagen de aquella
[ muchacha que nunca bailó con nosotros;
sí, cierta sequía en los movimientos de ese corazón
que un día se alimentó con el aullido de los gatos, en la noche
[ penosa del primer amor.

Presentaré estos recuerdos en la alianza de una mujer lejana con su


[ espejo,
presentaré estas deudas al pagador de los cielos que vive en el
[ zoológico en su jaula de plata comprada en abonos,
me sentaré a la mesa de aquellos que se esconden de su hambre
[ verdadera,
los haré que mastiquen despacio su alma, escuchando el crujido de
[ sus recuerdos,
haré que sientan en su saliva el desgarrón de una vida impro­bable
y de un alimento improbable.

Pero mi amor, repito, pero la naturaleza de mi disfraz, pero mi ser de


[ lluvia,
padeció el cuentagotas de los arrebatos más sórdidos, más cobardes
[ y bellos,
y mis dolencias y mis bienes, las deudas de mi sangre y mis últimas
[ rosas;
padecieron y cumplieron esa cadena que la Razón y la Ley han
[ forrado de terciopelo y de Ciencia.
Pero mi amor, pueden estar seguros, no era un lujo de fuerza, no
[ contaba con ninguna clase de ejércitos en formación,
con banderas flameando, con pactos ventajosos;
nunca tuve valor para arrebatar la historia que me pertenecía,
no he sabido llorar al ritmo de mi vida ni al ritmo de mi muerte

49
no he llorado sabiamente de parte de nadie,
y esta fiereza que ahora finjo complacido al escribir estas frases
este sol negro que sale de mis manos,
este depósito verbal alumbrado por el poniente,
no estuvo en mí cuando padecí la cosecha de mi triunfo,
la cola melosa de la Victoria.

No tengo de qué arrepentirme, pero tampoco tengo por qué decirles


[ la otra versión de mi Verdad;
la Belleza ha sido cortada de las ramas de mi amor
y la mentira vuela sobre todas las cabezas aromando el amor que
[ vendrá.

Ahora observemos sin muchos aspavientos a nuestra Victoria,


llenémosle su plato de leche y de carne, y si tiene ganas de desalojar
[ el vientre
saquémosla prudentemente al jardín. Después
con un moño azul alrededor de su cuello, la dejaremos echada sobre
[ un cojín del sofá
para diversión de las visitas que vendrán esta tarde.

50
La corona de hierro

Yo podría también en este umbral, junto a la precaria armadura de tu


[ olvido,
enumerar los hechos construidos y destruidos por el amor;
yo podría si alguno de los dos lo quisiera, si alguno de los dos mirara
[ hacia ese sitio,
en el remoto estallido de algún verano,
en el arco de un día de serpientes, en la claridad de una
[ convalecencia gozosa
en el reflejo de una tarde abandonada en el túnel de lo que no pude
[ decir,
y esta enumeración inventora de frutos y luces de guerra, donde el
[ corazón ennegrecido chisporrotea
igual que una hoguera que el invierno luce en el pecho como un
[ coral amargo.

Yo podría tal vez en otros vestigios,


en otros vendajes donde la herida haya sido apagada,
en la otra historia de tus ojos donde el abismo vuelve a ser la
[ florecilla silvestre
de los días de la infancia;
yo podría, te digo, enumerar aquí esos hechos
y también aquellas tardanzas que las lluvias de octubre practicaron
[ en mi pecho,
esa humedad de lo muerto que a veces no comprendemos
y cuyo olor impregna nuestra alma de sumisa nostalgia.
Podría entonces con mis carencias de mar,
con mi máscara que no fue tallada en ningún taller audaz del alma,

51
caminar por esos actos que tú y yo transcurrimos, que tú y yo
[ hicimos pasar.

Ninguna otra fuerza entonces, ninguna otra religión que alimentar


[ con esa cierta placidez del desamparo
por esa libertad congénita ante la enfermedad de los dioses;
sólo esas palabras con su aire de carne, con su bosque de sangre,
con sus extrañas colindancias con el hierro,
enumeradas al borde del mundo por aquellos que deciden partir
y extraviar la semejanza de su lenguaje con el lenguaje de los
[ poseedores de su ciudad.

Aún entonces tal vez, y siendo así no lo supimos, cuando la noche,


[ ella misma,
puso en las sienes de la ciudad la antigua corona
y la soledad era un perrillo faldero que lamía las manos de sus
[ dueños,
y los astros, más acá de su lejanía, retocaban el olvido de los
[ hombres
y todos se acomodaban en sus propias estatuas
para describirse a sí mismos aquello que llamaban
sus incertidumbres.

Ésa sería la súplica y el desdén, tu tierno ademán,


el autobús donde no consigues escaparte,
la habitación donde no consigues la paz,
el libro que no te regresa la antigua pasión, el rojo descubrimiento;
ése sería el nuevo encuentro, la antigua manera de comenzar, de
[ devolvernos;
tu cuerpo desnudo envuelto por la penumbra de la cortina como por

52
[ una desnudez más amorosa aún y más imposible,
la aparición del mar en la mano que lleva la caricia como una
[ lámpara,
todo lo que al besar un cuerpo nos incumbe;
tus senos donde la blancura enciende sus primeras señales,
tu vientre donde la oscuridad alumbra mis manos,
tus cabellos de día de lluvia, tus ojos de anochecer sobre los
[ edificios y sobre las cúpulas,
mientras bajamos los escalones del deseo escuchando el golpe del
[ viento en las más altas ventanas,
y en todos los sitios donde la noche enciende los cuerpos enlazados
como antiguos y eternos sistemas de navegación.

Y toda tú caída de tus ojos, parte de ti caída de tu alma,


sin súplica elocuente,
herida por el beso que te reconoce y te alza, te desordena y te copia
[ en todos los modos del amanecer,
entraste en ese rumor, en esa sombra que me envolvía
lejos de aquellas costas donde el olvido y el mar alzan la noche
y la palidez de las manos da a lo acariciado un atavío remoto que no
[ alcanzamos nunca.

Vasto conocimiento y vasta ignorancia;


en la noche de esa mirada, en la ciudad. oculta por las uñas de sus
[ habitantes,
por el cansancio de sus desórdenes y la prisa de sus incertidumbres,
¿qué otra palabra, qué otra caricia
donde el coro de las antiguas sirenas saque a relucir los gestos de
[ nuestra infancia caída,
de nuestra anciana infancia a la sombra implacable del mar?

53
Sí, yo tal vez pude decírtelo, tú pudiste tal vez escuchado,
tal vez soltando la cortina que te envolvía, alzando los hombros
tarareando una canción que no recordabas bien, caminaste,
cruzaste frente a mí o hablaste mientras te vestías en la otra
[ habitación,
diciéndome: “Está bien, está bien, ¿pero estamos seguros de algo?”

Y esa seguridad que me hubiera gustado invocar,


esas constancias de las que tu cuerpo quizá guarda memoria,
o esos momentos en que yo despertaba y aún con los ojos cerrados,
[ heridos por el sol,
repetía como tú: “¿Pero era seguro? ¿Pero era verdad?”
Y recordaba tu sonrisa que mezclaba la noche con el alma más
[ íntimamente que lo oscuro,
y combatía con ese ademán estricto del vacío,
con la pereza del desconsuelo que casi era el alivio,
la sordera final, la calle en silencio.

Y fue así como todo fue cumplido, como no debiste preguntarme;


fue así como se hizo innecesario responderte
cuando ya no queda otra alabanza, ningún otro sonrojo, ninguna
[ otra adversidad,
ningún otro olvido,
que aquellos que establecen nuestros propios silencios.

Así se ha cumplido todo,


y ahora en este sitio
somos discípulos de esta noche milenaria y confusa,
de esta música atroz, de esta ciudad, de estas palabras donde es
[ necesario dejarte y dejarme.

54
Alimentados por el pan cautivo y la leche cautiva
aquí recordamos y olvidamos, aquí nuestros ojos cambian de ojos,
aquí entregamos el sueño.

…y por las calles de la ciudad el invierno se yergue


como un guerrero blanco.

55
La bella durmiente

Aunque vengas mañana


en tu ausencia de hoy perdí algún reino.

Carlos Pellicer

Tal vez retornan aquellas imágenes,


abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza,
[ nuestros primeros espejos ocultos allí,
y acariciamos temblando los labios de esa boca, que parece
[ atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito,
pasamos los dedos por el suelo de esa frente, por la apariencia de las
[ mejillas que se resisten a la revelación,
y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de
[ nuestra antigua cabeza,
del deseo de esta mano con que aún acariciamos,
hemos perdido para entonces la cuenta
de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.

Tal vez retornan aquellas imágenes,


tal vez aparece lo que quisimos que fuera el amor,
la costumbre de acariciamos desde lejos, las señales de espejo
[ aprovechando cierto rayo de sol,
la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de
[ ciertos peces,
los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques
[ abandonados.

Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así,


de imaginarnos así,

56
en secreto,
en aire no compartido,
en respiración por separado,
pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como
[ alguien que mira hacia el mar
viendo desde su cama la pared de su cuarto.

Tal vez aparece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo


descaro y nuestro antiguo pudor,
nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado,
el delicioso escondite al que no hemos podido regresar
porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha cubierto
[ de arena,
de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.

Entonces la caja de cristal donde reposa nuestra cabeza de antaño


puede caer de nuestras manos,
entonces nuestros rostros pueden embellecerse con el desamparo de
[ nuestra primera boca,
aquella con la que imaginábamos el mundo y el beso del mundo
y la piel que se resiste a la caricia, como una virgen atrapada por el
[ invierno,
y ahora nuestras bocas se iluminan con aquello que entonces no
[ supimos besar.

Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en


[ nuestras distancias,
en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos,
referencias de un mundo asediado por su invención,
y nos tocamos y nos esperamos,

57
sonriendo sin remedio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por
[ el sabor de lo irreal,
aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos.
(Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba
[ de asistir a una ejecución en nuestra mirada),
y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de
[ imágenes vamos a reconocernos.

Nos entregamos por un instante al instante,


por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos
[ recuerdan o donde nos olvidan,
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos.

Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra


[ creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde
[ pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.

Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;


hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un
[ animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las
[ alianzas de sus imágenes.

58
Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus
[ piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que
[ salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces,
[ acobardada sin remedio desde entonces,
buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente;
y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado tarde,
y el cadáver de su infancia se pudría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos
[ colmillos
su antiguo corazón.

Y no hay amargura en nosotros,


tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación,
porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día,
y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos,
no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en
[ nuestras manos,
esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil;
esos niños han muerto, nuestras manos deberán separarse
para seguir siendo reales.

Mujer, mujer,
mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo?
¿Alguna pequeña señal? ¿La viste. la viste?

59
Mujer, “niña extraviada”, “bella muchacha sin libertad”,
frases manoseadas,
¿te sentiste conmigo la “niña extraviada”? ¿La “bella muchaha sin
[ libertad”?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más?
¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaba a mi lado haciendo
[ muecas, y de la cual no te hablé?
¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?

Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal,


tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una
[ inútil alusión al pasado,
mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas,
tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera
[ posible,
mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
“En el patio de mi casa —dijiste— había unos pinos como éstos…”
Y no agregaste: “Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón
y plántalos en este anochecer…”
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía.

Sí, juntos mirábamos esos pinos;


sí, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado
[ del atrio,
cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que
[ posiblemente no mirábamos,
tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el
[ hacha con la misma belleza del amor,
en las montañas que sólo tú conocías,
en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.

60
Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada
[ vez más oscuras, cada vez más lejanas,
y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de
[ una mujer
que al quedarse desnuda se quedará invisible.
Juntos los dos, a punto de tomar el misterio,
a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus
[ extensiones,
a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo
[ encantado,
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese
[ castillo,
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de
[ principado…
a punto solamente,
a punto de algo.

Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo


[ quienes éramos,
algo he sabido de aquellos dos,
vagamente lo he oído en algún sitio de mis palabras, en algún
[ laberinto de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,
he empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro,
las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos
[ desconocidos,
han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas

61
realizaciones de que habla la Historia,
y esta frase se siente perdida…

Ya no sé quiénes somos;
en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz
de un movimiento crepuscular y vacío,
la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja,
pasan las aves que le faltaban a la noche…

Ya no sé quiénes somos;
el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene
[ retratos,
no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quiénes somos;
tal vez mañana alguno de los dos lo sepa,
y tal vez entonces sea necesario sonreír, fingir que recordamos,
fingir que somos nosotros,
y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor
[ del viento en sus ramas,
escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los
[ pinos;
ese anochecer cerrará las ventanas de sus propias imágenes
y será el dato falseado de su propia memoria.

Y ahora estos elementos, estas formas de decimos adiós con


[ imaginarias preguntas,
con fuegos de artificio, con imposibles pinos plantados en un patio,
con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y
[ más arbitraria.
Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron

62
[ de nuestra codicia en el mundo,
y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio
mientras mirábamos anochecer en los pinos,
o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada,
tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida
[ que no acertamos a conocer,
y que tal vez, quién sabe,
fuimos por un instante
aquellos dos “que reinaron y vivieron muy felices”
según terminaba el libro de cuentos.

63
III. Las reglas del juego
Yo no daría la vida por mi vida: es otra
mi verdadera historia.

Octavio Paz
Las reglas del juego

Cada uno debe entrar en su propio degüello, cada uno retocando su


[ respiración,
cultivando sus excepciones a la regla, sus moluscos solares,
haciendo sus abstinencias más inclementes y más diáfanas
porque la luz debe romperse allí, la eternidad debe dejar caer un
[ guijarro en ese gemido.

Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez de vuestra muerte;


solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan en todas las
[ intenciones de la sangre.
Ustedes han sentido la máscara y la falsificación de la máscara: el
[ rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles ceremonias que todavía
[ nos conmueven.

Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las antiguas


[ palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas palabras llevan ese
[ significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir: aquello que
[ ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.

Oh noche casual de estas palabras,


oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la
[ primera frase,

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en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las
[ primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos.

Aquel que diga la primera palabra dejará caer el primer vaso,


aquel que golpee su asombro con violencia verá aparecer el fuego
[ en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero en guardar silencio
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá a su esqueleto
[ haciéndole señas extrañas a los árboles;
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve de nuevo a oírse a
[ lo lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido de esa puerta
que bate azotada por el viento del infinito.

Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.

En el puerto
se van encendiendo las primeras luces.

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Épica

Me duele esta ciudad,


me duele esta ciudad cuyo progreso se me viene encima
como un muerto invencible,
como las espaldas de la eternidad dormida sobre cada una de mis
[ preguntas.
Me duelen todos ustedes que tienen por hombro izquierdo una
[ lágrima,
ese llanto es una aventura fatigada,
una mala razón para exhibir las mejillas.

En estas palabras hay un poco de polvo egipcio,


hay unas cuantas vendas, hay un olor de pirámides adormecidas en
[ el algodón del pasado,
y hay también esa nostalgia que nos invade en ciertas tardes,
cuando la lluvia se enreda en nuestro corazón como los cabellos
[ húmedos y largos
de una mujer desconocida.

Estuve atento a la edificación de los templos, al trazo de las grandes


[ avenidas,
a la proclamación de los hospitales, a la frase secreta de los enfermos,
vi morir los antiguos guerreros,
sentí cómo ardían los ángeles por el olor a vuelo quemado.

Me duele, pues, esta convocatoria inofensiva, esta novia de blanco,


esta mirada que cruzo con mi madre muerta,
esta espina que corre por la voz, estas ganas de reír y llorar a
[ mansalva,

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y el trabajo de ustedes, los constructores de la nueva ciudad,
los sacerdotes de las nuevas costumbres, los muertos del futuro.

Me duele la pulcritud inútil, la voluntad académica,


la cortesía de los ciegos,
la caricia torva como una virgen insatisfecha.

Mirad las excavaciones de la noche,


escuchen a Lázaro conversando con sus sepultureros, mostrándoles
[ su anillo de compromiso con la Divinidad.
Vean a Lázaro en el restaurant y en el tranvía,
en el ataúd y en el puente, en el animal y en su plato de carne.

Sí, me duele este atardecer,


esta boca de sol y de verano.

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El fugitivo

Sí, yo voy huyendo,


en mi corazón la noche se disfraza de corazón,
en mis cabellos el viento se disfraza de cabellos,
mi rostro está tan oscuro que los astros han volado mis márgenes.

En las esquinas están los avisos, se promete mi captura,


se promete mi iniquidad, le dan un apodo a mi degüello, lo hacen
[ risible;
y yo trato de escaparme de esa forma de morir,
de ese cincel con que quieren modelar mis facciones.

Y no puedo responder porque mentiría, porque pediría perdón de


[ rodillas,
y mis lágrimas volverían a ser falsas y se dejarían visitar por la luna,
por el romanticismo de un jardín y una muchacha esperándome.

Una palabra, una historia arremansada en sus aguas como un barco


[ que va a ser carenado,
una historia de amor desgarrada y zurcida después convenientemente;
no, mil veces no, maldito sea yo y todos los que me rodean.
Los que me aplauden mienten, los que me niegan mienten;
soy el falso profeta que nadie esperaba,
soy mi hermoso recuerdo, soy mi falso recuerdo, soy el tigre de la
[ oveja
y la oveja del tigre en un antro de espejos.

Por eso he huido, pero huir puede ser una forma literaria, un
[ regodeo ante mis perseguidores,

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y el antifaz azul de la noche está sobre mis ojos como mi propia
[ carne;
por eso no dicto el amanecer, por eso no gozo el producto de una
[ supuesta gracia,
ni estoy enrolado a ninguna adivinación.
En mi palabra no almuerzan la advertencia ni el resguardo, la súplica
[ o la dádiva,
con mi palabra no alimento tampoco a los muertos,
a los que llevan una antorcha apagada en lugar de sonrisa,
una mueca nocturna en lugar de lágrimas,
un cabeza degollada —la propia— como feroz alimento.

Huir en las sombras, repetir la equitación del alma;


un alto disfrute para el amor, alcobas como viejas danzas de
[ imitación y dudoso deslumbre,
mujeres encantadas por un brillo y por una estirpe que memora en
[ los cuerpos la rosa de mar de la juventud.

Yo iba huyendo de otros como se huye de uno mismo,


de la propia palabra condenada al corazón de su propia impureza,
a la armadura de su propia memoria.

Dadle mis huesos a vuestros perros y ustedes también terminarán


[ inoculados,
porque la rabia es un alimento pernicioso,
una mordida así en el alma equivale a un descrédito de los ojos con
[ que el amor os ha regalado.
Implacable ley aquella que ha sido plantada en el árbol de la
[ medianoche;
cenicientas y príncipes retornan a sus casas cubiertas por el polvo de

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[ las falsas adivinaciones,
y la inocencia se disuelve en un puñado de arena que levantan las
[ pisadas de las cabalgaduras
diligentes y ridículas de los funcionarios de la Razón y la Ciencia.
Debo advertirles, sin embargo, que no puedo odiarlos como quería;
comí entre ustedes, compartí vuestro pan y vuestro vino, compartí
[ vuestras mujeres,
y en la sobremesa también yo dije bromas amables, supe portarme
[ como hábil cortesano,
hice mías vuestras fórmulas de progreso, amé a vuestras hijas en
[ secreto
—la soledad de mi cuarto puede narrar esto mejor…

Ahora huyo, perro mojado, con el pelambre gris pegado a la carne,


huyo sin saber de quién ni por dónde,
yesos edictos en las esquinas no hablan de mí sino de aquel que fui,
piden la cabeza que ya no me pertenece ni tengo,
piden la palabra que ya me abandonó y abandoné.
En suma, hablan de otro, y mi huida no tiene otra causa
que evitar el encuentro con ese otro
y ver cuando lo traigan a la Plaza de las Ejecuciones,
maniatado, rodeado de soldados,
bajo el sol radiante de la rechifla, la recriminación,
la burla y los sobrenombres groseros,
en la futura mañana de la que ahora trato de escaparme.

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Señal nocturna

Un olor de criaturas que en la noche no conocen el sueño,


que sólo detentan su amor entre sus garras, con los ojos abiertos a la
[ medida de su hambre
y a la medida de su sueño.
Un vaho de seres en cuyas húmedas fauces tal vez se queja la Razón,
la reina anciana en su lecho silvestre.

Un sitio para la gran deuda de Dios, para el sonido del alma en los
[ huesos,
un sitio para la invención de la Tierra,
un rincón donde el rumor de las propias palabras es tal vez la sombra
del viento en nuestras bocas.
Cosas abandonadas en algún sitio de lo que esperábamos decir,
el hueso de la Inteligencia roído una y mil veces
entre declaraciones de triunfo y heridas de paz.

Un olor más desierto que el salvaje vapor de las salinas se levanta de


[ ese sitio y de esas palabras.
Criaturas durmiendo en la encarnación de la noche, en la base
[ confusa del sueño,
sitios abandonados, sitios abandonados donde el polvo y la yerba se
[ acarician mutuamente, burlándose entre susurros
de los grandes templos derruidos y de los grandes festines.

Allá, en los zarpazos de un sol que devora los ojos inmóviles,


[ los actos inmóviles, los amores inmóviles;
en los acantilados donde el mar arroja sus orines con un golpe de
[ fusta,

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en la selva que se ha puesto tigre de tanto jugar con la carne del alba,
en la ciudad que fue botada a la noche como un gran trasatlántico
[ lleno de luces y de fiesta;
allá, allá donde las hojas secas son reunidas por la mano de un
[ otoño invisible.

Un olor de ciudades empañadas por el cansancio de la imagina­ción,


[ por el silencio de los muertos,
costas oscuras donde la lluvia suena como un cuerpo arrojado a las
[ playas,
construcciones donde el Poder quiso ser la Belleza
y el Sofista vistió y lució las galas de su propia condena.

Un olor que rebasa la boca oscura del agua estancada,


las lujosas cocinas inundadas de desperdicio y platos sucios,
colillas de cigarros, vasos con residuos de vino, servilletas usadas;
un olor donde el brillo de las urnas envejece,
un olor donde las alcantarillas resumen el tedio con inmensa dulzura.
Largas calles desiertas,
paisajes urbanos sostenidos por la luz de los últimos astros,
extraños rumores de seres cavando, alimentándose de frases
[ apagadas, de sangre apagada.

Nos espera ese sitio, esa habitación,


esa melancólica infamia con que un día nos miraremos en los espejos,
esa sagacidad con que un día probaremos nuestros retratos.
Nos espera ese largo entendimiento del verano con los insectos,
esa mirada velada que cruzan entre sí el otoño y los muertos.

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Entonces la sapiencia culmina en el sapo,
entonces el mar llega besando a sus bellísimos monstruos,
a sus ruinas de barcos como recién nacidos siniestros.

¿Dónde están los dormidos?


¿Dónde están los amantes, los constructores de esta ciudad?

(Nadie responde, y aquellos que trabajan de noche


establecen oscuras conexiones con la antigua destrucción de los
[ dioses).

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El pequeño César

Te detuviste a desear aquello que mirabas,


te detuviste a inventar aquello que mirabas,
pero no estabas detenido, lo que mirabas agitaba tu propio pañuelo,
hacía tus señas desde su lejanía.
Algo de eso comprendiste;
los muelles, los sitios donde la sal es una ciega sentada en el alma,
los sitios donde la espuma roe la base de todo
con sus pequeños dientes parecidos a la arena de lo que se olvida,
los sitios donde las viejas anclas y los motores de barcazas vencidas
se oxidan cagados por las gaviotas y los pelícanos,
los pequeños tumultos blancos donde la paz y el movimiento
entrelazan sus redes a la usanza del mar,
los sitios menos frecuentados de las playas,
los paisajes que te rodeaban sin que supieras exactamente a qué
[ distancia de tu imaginación,
a qué distancia de tus argumentos más íntimos.

Hay un cielo de navíos que los ojos contemplan desde abajo de las
[ lágrimas,
desde donde la mirada se queda sin respiración,
sin oxígeno para saber qué mira todavía y qué ha dejado de mirar.

Una eternidad que cualquiera diría gastada por el uso,


manoseada por los muertos, ablandada por la queja de los enfermos,
[ tocada por las lágrimas,
una tarde que se va hundiendo como un barco
en cierto paisaje tuyo.

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Algo de eso comprendiste,
desconfiabas de tu deseo, pero era tu saliva la que brillaba en los
[ dientes de tu deseo,
eras tú esa masa pastosa que alguien masticaba
pero que iba siempre a parar a tu estómago,
era tuya la mano con que te decían adiós
y era tuyo el pañuelo.

Por eso en mitad de la noche has vacilado,


has oído a los árboles perderse en sus ramas,
has sentido al viento quedarse quieto de pronto, como en acecho de
[ algo, entre los pliegues de la cortina,
has oído a los muertos reírse en sus agujeros imitando a los topos,
has descubierto que un día vestido de mayordomo, el olvido vendrá
[ a anunciarte
que ya está servida la mesa,
y sin quererlo tú, esa noche cenarás con apetito y al final, dejando la
[ servilleta sobre la mesa,
elogiarás complacido el menú…

Todas las luchas libradas en el océano brillan en esa lámpara que


[ acabas de encender,
en esas aguas donde el horizonte desarrolla su instinto de montaña,
allá donde el cielo parece dormitar entre sus mandíbulas de abismo.

Puedes romper las cartas de aquella que amaste,


puedes hacer que el olvido, tu extraño servidor, entre al pasado, los
[ sorprenda juntos a ti y a ella
y allí los atrape,
puedes fingir que eres la ropa que te quitaste, la frase que escribiste,

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el número telefónico que te buscas en el bolsillo, la dirección que
[ no aciertas a dar.

Puedes fingir que estás fingiendo, puedes simular que eres tú,
que es tu deseo y no tu olvido tu verdadero cómplice, que tu olvido
[ es el invitado que envenenaste
la noche que cenaron juntos.
Puedes decir lo que quieras, eso será la verdad
aunque no puedas ni puedan tocada.

Alzas tu lámpara y lo que fuiste parpadea en aquello que estás siendo,


también tu libertad te tiene entre sus manos.

Quisieras llorar porque la eternidad navega como una muerta,


masticas despacio tu bocado de alma, tu rebanada de ideología, tus
[ órganos para conmoverte,
tomas la servilleta y te limpias la boca,
distraídamente miras la antigua mancha de vino en el mantel…

Quisieras llorar porque la noche es un árbol que no podemos


[ sacudir con las manos
para que caigan los frutos deseados;
todo pasa mientras terminas de comer, mientras doblas la servilleta
[ de nuevo,
y tu lámpara ilumina para ti la espuma que el tiempo deja en lo alto
[ de las ruinas,
en todos los sitios que no han resistido el oleaje del hierro, la
[ embestida de los discursos triunfales.

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En mitad de la noche algo tiembla, en mitad de la noche te oyes
[ hacia arriba
como quien se despierta por el ruido de la lluvia,
en mitad de la noche te oyes hacia abajo como quien se despierta
por el ruido de la muerte.

Y no quieres ser cómplice de los dormidos, no quieres ser cómplice


[ de los muertos,
no quieres ser traspasado por tus lágrimas, humedecerte como un
[ trapo sucio,
entonces, ¿quién eres tú?

Tal vez te gustaría ser el custodio de los reinos que la carroña acecha,
tal vez te gustaría tomar tu deseo, levantarlo convertido en el deseo
[ del mundo, en la base del mundo.
Algo de eso comprendiste y vacilas,
y tu vacilación te afianza en el mundo, te da vientos para navegar,
[ uñas para clavarlas,
te invita a subir al puente de mando.
Pero aún vacilas, tal vez ese traje de marinero no es el tuyo,
pero ya es tarde, pero aún vacilas, pero ya es tarde,
intentas despedirte de alguien,
pero la mano con que deseas decir adiós
también se va quedando atrás, y ya no puedes alcanzada aunque te
[ inclines hacia ella
con todo tu cuerpo, con toda tu duda de no inclinarte lo suficiente.

¿Qué cosa es tu cuerpo? ¿Qué cosa es tu lámpara?


¿Qué cosa es no inclinarse lo suficiente?
¿Significa todo esto decir adiós?

79
Hablabas de un deseo y también de un olvido,
hablabas de las cartas de una mujer, no se sabe si las rompiste,
no se sabe si te olvidaste de ella, si alguna tarde caminaste
[ pensándolo,
también hablabas de una lámpara,
y de un pañuelo
o de un barco …

Hablabas de algo así, no recuerdas cómo.

80
Cierto paseo

Bajo los puentes donde las aguas y el tiempo esperan algo,


bajo mis soluciones, bajo mis cruces más remotas,
en las caminatas que recomienda el delirio, en el paso por una calle,
[ en el paso por una palabra,
estoy mirándome, atendiéndome, oyéndome partir.
Estoy probando estas armas antiguas, esos mecanismos cubiertos de
[ polvo,
estoy trastabillando en mi imagen sagrada,
midiéndome el traje, de una resurrección que no me facilita vivir,
que no cumple mi alma.

Cuando el caído de la estrella mira su espejo roto,


cuando la mujer se sienta en sus lágrimas como en un medio de
[ transporte,
cuando alguien se detiene ante un antiguo dolor y lo oprime contra
[ su pecho
como si se tratara de un retrato de infancia, de una antigua camisa
[ que ya no le viene,
cuando decimos cuando y nos ponemos a buscar por el suelo de lo
[ que sentimos, bajo la mesa de lo que adivinamos,
y tropezamos con nuestro propio animal, con nuestra propia sombra
[ al borde de una estatua,
criatura de infatigable tristeza, de riesgo amoroso.

Entonces sacamos las manos de la aguas de esa contemplación,


sacamos nuestros residuos de ventaja y adivinanza,
hemos resucitado al tercer día de ciertas ausencias,
los párpados se abren por el esfuerzo de una mirada o de una

81
[ lágrima que sale
del fondo de los ojos como un desenterrado,
como un minero que trae cosas rojas en las manos…

Y es la noche, es la mujer de senos acariciados por el oro la que nos


[ sonríe,
y nuestros brazos ciñen en ella esa ausencia que no comprendemos,
nuestros brazos ciñen en ella ese cuerpo que atisbamos en el fondo
[ del mar,
esa antigua cabeza de mujer cuyos largos cabellos van tomando el
[ movimiento y el color de las algas,
cierta forma de vida aún no definida, todavía esparcida en lo ajeno
[ :de su vegetación.

Y arriba, junto a nosotros, flotando en la caricia como en otro


[ movimiento,
atravesando nuestras puertas y acechando nuestros ademanes,
nuestras palabras de escasa y visible victoria,
la sombra de ese cuerpo sin ascensión y sin viaje en nosotros.

Y en la ciudad el invierno se deja crecer el cabello,


las tardes nubladas se convierten en depósitos de una vagancia por
[ debajo de mis paseos,
mis palabras bordean su propia intemperie,
el silencio desliza su mano por el cuerpo de mi posible victoria,
hay un artificio allí donde me palpo.

Y cada noche reanudo el paseo,


extraigo los objetos que flotan en la superficie, me mojo las manos
[ por alcanzarlos,

82
y los observo y observo esas aguas,
apoyado en el pretil de los puentes que más tarde
tal vez tenga que cruzar.

83
Licantropía

Ya no será necesario que huyan,


he estado mordiendo pacientemente vuestros corazones, esperando
[ el soñado contagio,
pero ha sido inútil, ustedes le temen a su propia divinidad,
y de sus corazones huyó el hombre que un día quisieron ser.

Todos quisimos serlo, arrebatamos para nosotros, ponernos en


[ nuestras propias manos;
pero esta vez tuvimos miedo,
pero esta vez tuvimos gestos que no propiciaron el alba,
carecimos de la demencia necesaria, nuestra locura no fue de orden
[ divino,
y tampoco lo fueron nuestro amor y nuestro odio.

Inoculados de una guerra y de un poder extraño a nosotros,


vacíos hasta la indigestión del vacío,
sentados a una mesa ganada a nuestra vida, sentados a una cultura
[ ganada a nuestro amor,
ordenados hasta el desorden, prudentes hasta perder el juicio,
[ sonriendo hasta que la sonrisa nos cubre los ojos,
hemos razonado acerca de todo esto, hemos hecho Ciencia de todo
[ esto, Arte de todo esto,
y en nuestra boca un reino de insectos ha construido un reino de
[ frases
complicadas y dulces, inteligentes y veloces,
y por los pasillos de este lenguaje
se oyen las pisadas de los dioses muertos.
¿Muertos de quién? ¿A causa de qué enfermedad vergonzosa o de

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[ qué triunfante senectud?
Ah, he caído en la trampa, me proponía escudriñar mi lengua
y estoy diciendo el manoseado discurso, la quebradura de cabeza,
el dolor atrapado por un lance de la eternidad que tal vez olfateamos.

¿Quién conoció la antigua desnudez de las danzas humanas?


¿Quién conoció las ricas vestiduras con que los hombres, armados
[ con el silencio de sus dioses,
se volvieron hacia el mundo sedientos de sí mismos?
La gracia de los labios, las cabezas inclinadas como donaires de una
[ luz poniente,
la cacería al alba, bajo el sonido de los cuernos, de nuestros más
[ acreditados apetitos,
¿quién podrá repetirlos ahora?

Una ración de ley, un paisaje donde la noche es una costumbre de


[ raza,
un equilibrio, un juego de dados, el golpe del vaso de cuero sobre la
[ mesa;
viejas ordenanzas, sepulturas dinámicas de una Razón no prevista
y colmada de sangre.

Sí, ya no serán necesarios estos colmillos, estos lances de cacería en


[ el poema,
estas alusiones emplumadas de amor y desamor, de cansancio y
[ fastidio,
estas aguas donde la palabra se extiende sobre su propio ritmo
y de allí salta al poema
como una codiciable mujer negada a nuestro sueño.

85
Compréndanme o no me comprendan si quieren,
estoy cansado de que me quieran comprender,
estoy cansado de que piensen que todo puede ser explicado,
el aire de perdonavidas de vuestros laboratorios me exalta;
yo no quise comprenderlos a ustedes, quise ser como ustedes porque
[ les he tenido miedo,
porque les daba la razón, la ponía en vuestras manos
como si ella fuera de ustedes y yo debiera pedirla.

Entonces, como comprenderán, como debieron comprender,


mis colmillos ya no sirven, han pasado de moda,
soy el sepulturero de mis propias palabras, aquel que amenizaba
[ vuestro tedio y vuestra arrogancia
con un tedio y una arrogancia mayores, los míos.
Y mis colmillos o capacidad de reírme,
mis colmillos o manera de sollozar, de increpar,
estaban en ustedes se mordían a sí mismos y los mordían a ustedes,
pero una extracción mundial, practicada por los sepultureros de lo
[ divino,
los ha arrancado de ustedes y de mí, nos ha vuelto vegetarianos en
[ el peor de los prostíbulos.

Ahora véanme sonreír con mi boca desdentada,


con mis sangrantes y dulces encías, que ya no quiero ocultar.

Pero no olviden esto, vendrán otros colmillos,


y de la Metafísica de esas mandíbulas, del opio de esa Razón, de la
[ lucidez de esa mordida,
no podrán escaparse.

86
Pero ahora, para ustedes y para mí, ha pasado el peligro;
éste, el que nos despertaba en mitad de la noche, el que nos
[ esperaba en mitad del amor,
aquél que nos hacía temblar y sonreír, hablar en voz baja
y pedir excusas con marchita y delicada cortesía.

87
Sentado en una piedra

No estaba preparado para llorar, no estaba preparado para creer en mí,


para herrarme con el sello candente de la libertad,
para errar mi corazón en la Ciencia,
para tocarlo todo y dejarlo todo bajo la misma llovizna insistente,
yo también empapado por esa llovizna que cae sobre la ciudad.

Y por lo tanto
no estaba listo para los hombres, para tocarlos con mi palabra,
para que mi corazón los oliera sin náuseas, adivinando los
[ estornudos
de su propio fantasma.

Debí sospecharlo al cruzar el espejo, debí sorprenderme,


al salir de mi imagen me vi ileso, no sentí vidrios rotos por ninguna
[ parte;
eso fue lo que entonces creí,
y estaba equivocado, lo confieso, porque había vidrios rotos, algunas
astillas estaban hincadas en mí delicadamente,
pero no lo sentí porque en esos momentos yo era esas astillas,
esa frágil constancia de mí mismo, esa leve tortura de atravesar el
[ espejo sin reconocemos,
sin hacernos guiños, sin palabra sagrada.

Pero ahora, sin arrepentimiento, sin hablar de perdón, sin mueca


[ obsesiva, sin sangre obsesiva,
yo señalo esta distancia, este desgarrón donde el sol de la tarde deja
[ crecer pequeños gusanos de luz,
pequeñas colonias de un poniente en descomposición, de un alma

88
[ pintada de cal
por el ocio de su incertidumbre.

Y acepto la evidencia de esta ciudad, de este reclamo de un amor


todavía no concedido a los hombres,
y veo en mi piel las razas nocturnas, flotan en mi mirada sus
[ primeros esfuerzos,
me buscan en el temblor que alguna vez he sentido,
temblor de aproximaciones…

No, no estaba preparado para convocar el asalto,


el mundo ha envejecido de súbito,
la noche ha sido preñada por el sol nuevamente,
las bestezuelas de mis mejores días han roto sus jaulas y se han
[ escapado,
tal vez han ido a morir al desierto,
las aguas donde estuvo escrito mi nombre se apartan lentamente,
[ ondulando como si un tren
hubiera trepidado sobre los puentes.

He desaparecido de mi propia creación


y volveré a surgir el día en que rompa los vidrios de mi muerte,
pero esta vez no será posible el accidente, la inocencia del gesto;
no, no será posible romper esos vidrios sin querer, como un niño
[ jugando con una pelota,
sino de frente y con el puño.

89
El azar de las perforaciones

Puse las manos donde mis guantes querían,


puse el rostro donde mi antifaz podía revelármelo;
mi única hazaña ha sido no ser verdadero, mentir con la conciencia
[ de que digo la verdad,
mirar sin aspavientos mi existencia, desfigurada por lo que la hace
[ vivir,
rodeada por lo que tiene de centro, de membrana interior.

He utilizado la palabra amor como un bisturí,


y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo
[ amado y en el amante,
y esa cicatriz verdosa brilla también en estas palabras,
y en mi mirada también pueden sentirse los bordes carnosos y finos
de esa cicatriz, de esa estrella sin fuego.

La noche ha pasado hacia el mar,


ha pasado llevándose mis antiguas estatuas,
y yo vi cómo borraba también el burbujeante silencio de los
[ conspiradores,
de los héroes que extraviaron su heroísmo al nacer, al ser héroes por
[ primera o por última vez.
La noche se desliza entre los barcos anclados,
y el gran velo del trópico, como un cuerpo a la deriva, cae sobre
[ nosotros;
cae con lentas oleadas de insectos, y el calor es una lengua obscena
que lame por igual los cuerpos de los vivos y de los muertos.

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Vuela la noche sobre el mar y del mar regresan los últimos pájaros,
la luz de los faros se unta a la dureza de esas aguas oscuras, se
[ extiende sobre ese ritmo arrebatado a otra vida,
y con un movimiento impreciso, el sueño de la tierra
levanta los remos.

¿Dónde podría yo estar diciendo la verdad?


¿De qué antifaz arrancaría yo mi rostro para probar el dolor de mi
[ mentira?
¿De qué rostro arrancaría yo mi antifaz para probar la tela de mi vida,
la gran envoltura de lo que me rodea?
Pero la vida es la gran respiración de la muerte,
el ruido de las pisadas de nuestras propias hormigas.

Se hunde la noche en los rostros y en las palabras,


el trópico extiende sus calientes y húmedas mantas sobre mi corazón,
y una respiración pausada de agua podrida, una fresca dulzura de
[ sapos, envuelve a las cosas.
Y es el vaho de la piedad, la gran religión del desacuerdo con el
[ amor y con las macizas exploraciones del odio,
lo que enciende sus lámparas veladas, sus frases veladas, sus caricias
[ veladas.

Y yo toco aquello que tal vez me corresponde, que tal vez me


[ alimenta, que tal vez me devora;
yo palpo la dureza y la blandura de mi alma, no con mis manos
sino con mis guantes; mis falanges de cuero, mis uñas de gamuza
[ exploran la verdad
como una apariencia temporal de la mentira, y exploran la mentira
[ como un túnel

91
por donde hacemos pasar la verdad.
Todo yo me sorprendo, todo yo me designo;
este descubrimiento es ventajoso, mis manos no existen, existen mis
[ guantes,
las aguas de la Historia me llegan a los labios, me suben a los ojos,
son el caldo de cultivo apropiado para interrogar dentro de él a Dios,
la bañera donde los enfermos cabecean confundidos con su
[ enfermedad,
donde los héroes respiran dolorosamente confundidos con sus
[ estatuas.

Mis guantes exploran mis manos,


en la humedad del trópico exploran la sequía deslumbrante del
[ desierto,
palpan los grandes glaciares entrando en el océano con la serenidad
[ de las grandes catástrofes.
Las hojas podridas se enternecen con esta exploración, los mosquitos
[ escoltan el anochecer,
la realidad se desviste en sus lámparas.

La noche baja al mar, en los manglares se detiene la luna,


¿quién oye ese rumor de insectos en la caliente y húmeda noche?
¿Quién oye ese rumor de cuerpos encontrados en la memoria en el
[ sudor del alma, en el chasquido de la nada?

Esta indagación sólo podrá ser realizada por el artificio,


el antifaz irá trasplantando el rostro, los guantes tendrán a su cargo
[ la creación de las manos,
la mentira abrirá un túnel bajo lo que llamamos real, pondrá en
[ entredicho la dureza de ese piso.

92
Sólo así mi tacto será más vivo,
y mi respiración dará menos vueltas para encontrarse con mi alma,
o con aquello que pregunta por mí, si es que algo pregunta por mí.

¿Quién escucha este zumbido de insectos en la caliente y húmeda


[ noche?

También la luz de los faros ha sido contagiada por el rumor


[ inarticulado de esas aguas, por lo corrosivo de ese
[ movimiento.

Pero hay un rumor de remos, hay un rumor de remos;


debemos escucharlo con atención.

93
Ulises regresa

La frase que no hemos dicho,


cierta respiración de la boca en el apetito del sueño,
el silencio que comienza como una bandada de pájaros;
yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la cabeza del
[ Bautista.

Estoy aquí después de extraviar mi mejor ofrecimiento,


aquí la escondida aptitud del metal con que los dioses antiguos
[ desnudaban la desgarradura del mundo,
el crimen como un acto fallido de amor,
la cicatriz invencible de la muerte, la vieja destreza de los labios
[ colectivos,
el llamado del mar, las señales del pájaro sepultado en su vuelo.

Orden diurno no puedo darles de mí;


en mi esqueleto, en mi atrocidad lunar, lo que brilla es la escasa
[ sangría
que aún queda de mis astros;
el punto más pequeño y débil de mi frase es un vago movimiento del
[ agua después del naufragio,
cuando todo ha desaparecido de la superficie
y el propio ritmo del mar adquiere la soltura de ciertas ausencias.
Y este desafío verbal, este arranque del alma,
este cuerpo a cuerpo de la noche con la leyenda
mientras la oscuridad toma la forma de los árboles, de los rostros
[ entregados a la apariencia del beso;
aún este tiempo nos deja oír el mar,
el antiguo quejido de las playas como una humanidad tolerada por

94
[ el sueño de sus dioses
y por el golpe de puñal de sus mejores asesinos.

El sabio desconfía del sabor a selva del alma,


del cuerpo que se baña en la súplica de su propia carne espumando
[ congoja,
de la mujer arrodillada ante lo abstracto del falo;
pero ¿qué significado pedían ustedes a la noche?
¿Qué oscura razón de vivir aterraba vuestros labios
mientras la yerba nocturna crecía en vuestros ojos?

Y ese atardecer que alguien lleva en los brazos como un cacharro


[ que gime débilmente,
crecerá cuando el sol se tope con su propia sombra
y un cultivo de llagas sedientas establezca en los pechos la curva de
[ la Historia.

Todos sabemos de alguna manera que el terror es una pasión sagrada,


una puesta en escena de nuestra propia inocencia
y de nuestra propia revelación.
Todos sabemos de esta boca alucinante que también está en nuestros
[ labios silenciosos,
todos sabemos de esa mejilla pálida con que a menudo designamos
[ la actitud de la tarde.

Una música antigua se oye a lo lejos


y el silencio enciende el fuego de la vejez en el brasero de nuestras
[ casas.

95
El hombre de la máscara de hierro

Apaciguado en mi celda, limpiando mi Victoria,


ataviándola de ratas, de pequeñas y grandes resurrecciones en forma
[ de Cruz, de sentido histórico;
saboreando la sequedad de mis labios,
entrando despacio en mi muerte, como en una habitación
[ desconocida y vacía
donde la oscuridad enfría mis mejillas de hierro;
entrando con delicadeza en mi antigua sonrisa, en el primor de
[ aquella mirada con que solía pensar en el amor y sus
[ vegetaciones aladas;
andando por la ciudad que de tanto desearla acabé por inventar,
y de tanto inventarla por huir de ella, como quien huye de una
[ inundación,
como quien se arroja de un barco a punto de zozobrar;
andando por estas calles, andando,
sustituyendo mi cuerpo por un sólido sentimiento de desamparo,
anclado bajo mi máscara como en el fondo del mar,
viendo hacia arriba el oleaje de gestos que no puede tocarme, la
[ espuma que no orla mi alma;
repitiendo con estas imágenes las otras imágenes,
las que ya se dijeron, las que vendrán un día, las mismas, las mismas;
marrullero verbal,
los lugares comunes de la quietud y el desenfreno,
el mármol del lenguaje veteado por un estremecimiento de lo Divino
[ o por un salto mortal;
anclado bajo mi máscara, repitiendo las otras palabras,
aquellas cuyos reflejos dan a éstas,
trampeando con la desdicha,

96
sintiendo esas calles de las cuales no he dejado de hablar,
por los laberintos que me siguen como un ejército de niños
[ hipnotizados por el rumor de mi armadura;
andando, andando, andando,
andando por la revelación de mi celda,
olfateando y lamiendo mis cuatro paredes, las cuatro circunstancias
[ de mi alma,
andando por la sombra de ciertas palabras,
por habitaciones, por los lechos de los amantes dormidos,
sobre quienes el alba se desliza como un fantasma cuya blancura
les cede a los cuerpos la luz del amanecer.

Empecinado pues, en estas imágenes,


esta especie de movimiento en descomposición,
acaricio mi hierro, lo siento en mi estatura, lo mezclo a mi sombra,
lo llevo a mi mesa y lo coloco en mi hambre para que desde allí me
[ devore con esas mandíbulas
donde he visto crujir a la belleza.
Apaciguado en mi celda, despiojando mi alma, hablándole con voz
[ dulce como a un animal asustado,
hablo y hablo de todo esto sin parar,
hasta que siento la boca seca mientras mi lengua me empieza a crecer
hasta aplastarme por completo,
y alguien entonces sigue hablando por mí
y ahora yo me convierto en su frase.

La ciudad que no veo, la ciudad que entra por todas partes, la


[ ciudad asentada en su celda;
se llena de pasillos, de muros movedizos, de puertas secretas,
de seres que caminan de puntillas subiendo y bajando,

97
entrando y saliendo, enroscados a sus sombras como un animal
[ dormido en un árbol,
seres susurrantes, seres salivosos, seres de puntillas, en cuyas almas
[ los antiguos demonios y los antiguos dioses
defecan sabiamente.

Ah, al fin los veo,


cada uno con su cola de mono saliéndosele por debajo de la ropa,
cada uno en su jaula, cada uno en su celda, en su ciudad, en su
[ pasadizo secreto, en su manía de Dios.
Ah, sí, urdid toda clase de asuntos,
acechen por el ojo de la cerradura;
despacio, despacio, tal vez sea el carcelero quien se aproxima.
(Algo así como un manojo de llaves golpea en su costado).

¿Vendrá a ofrecernos el hambre del Rey?

Despacio, despacio,
se acerca.

98
Sueño de Navidad

¿De qué orden nos ufanamos?


¿De qué orden divino nos ufanamos?
¿Qué movimiento superior a la insigne codicia del alma y a los
[ asuntos del Poder
nos transmite su ritmo?

Blasfemen en voz baja como si temieran no ser escuchados por sí


[ mismos,
blasfemen a coro bajo la sombra de los cohetes, bajo la sombra del
[ brazo extendido de Aquel que preside la Asamblea,
cuídense de los falsos profetas,
ámenlos hasta incurrir en el odio, ódienlos hasta incurrir en la Vida.

Estoy sangrando por los cinco sentidos,


por el olfato y por el gusto, por el tacto, por la vista y por el oído,
sangrando por el nacimiento y la muerte,
estoy sangrando por el color que no tiene la sangre,
por la hemorragia del vacío, el salto de cada uno de mis sentidos,
la antorcha que apago con el oído o con el olfato, con cualquiera de
[ mis cinco huecos
por donde el aire, la Historia o lo que sea,
circula libremente.
Haciéndole nudos a la sangre, comiendo hacia afuera, vomitando
[ hacia adentro lo que llamamos la verdad del mundo.
A la luz encendida del silencio, observándome,
viéndome correr de un lado al otro de mi respiración, de mis
[ argumentos para vivir,
vaciándome hacia el centro de mis intestinos espirituales,

99
la hermosa mentira de la primera inocencia,
la manzana que nadie acaba de comer porque tiene que cubrirse
[ con ambas manos
y con lo que dice y con lo que escucha,
aturdido por el manoseo de esa falsa inocencia,
alimentando esta materia, este orden loco e inexorable, este
[ movimiento total.

Ah, la sangre y su rapto de sirenas,


su coro de espumas donde las playas se asemejan a mujeres tendidas;
ah, el Arte y su canto de sirenas,
sus ángeles ocultos por el polvo que levantan con el batir de sus
[ propias alas;
huellas y cicatrices de ríos, mujeres tendidas a lo lejos,
y todo aquello que sentimos del mar,
de ese oleaje lejano que a veces nos despierta, que a veces
[ humedece nuestro pecho.

Ah, la fornicación del alma con el sueño,


con su señor que parece su esclavo porque usa cadenas en los
[ tobillos y en los puños,
y pregunta la hora sin levantar los ojos del abismo o suelo donde
[ está caminando.

Los grandes usureros, los días contados del rey, los días contados del
[ vientre de la esposa del rey,
los huesos plantados al amanecer con sigilo y con tristeza,
la sonrisa del mesero del bar, el ruido de los autos, la tonada de un
[ anuncio comercial;
todo sangra en mis cinco sentidos, todo es sangre de mis cinco

100
[ huecos,
todo entra y sale por los huecos de mis cinco sentidos.

Canta la noche a ritmo de fantasmas,


a temblor de cuerpos enlazados, a temblor de cuerpo que copula
[ con su alma
como dos bellos monstruos irreales y tibios.
Canta la noche, cantan las lágrimas,
cantan los árboles de blancos muñones a lo largo de las avenidas.

Blasfemen, hasta que vuestra palabra tropiece con aquello que dice;
tírenle piedras a los buitres que se paran en los tejados del alma
y desde allí nos acechan.

Canten, canten ustedes, poetas,


charlatanes del designio, buscabullas del lenguaje, bufones;
abran las llaves de vuestros cantos y ahóguense bajo ellas.
Descarrilen la oración de los templos, dinamiten el idioma de
[ vuestra ciudad,
logren el corto circuito en el sueño,
los Honores de Ordenanza déjenlos sin gasolina en mitad del desierto.

Blasfemen bajo la lluvia, bajo los arcos de la alabanza, en los


[ puentes de la mujer desnuda,
en la arena movediza de cada poema,
en el coro negro del insomnio.

Un canto, un canto como una piedra:


un muerto echando a andar su tumba.

101
IV. Ragtime
Ragtime

A Héctor Raúl Valero

Hablar, tal vez hablar en los devoramientos del alba, en las cenizas
[ frías, en las constancias que no habrá de leer nadie;
hablar en el mismo espacio de una voz que no llegó hasta estas
[ palabras, que se perdió en el ruido de una frase como ésta;
hablar donde respira aquello que ocultamos,
crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia,
[ la otra historia de nosotros mismos.

No usurpa la madrugada aquel que roe su amor,


aquel que conoce de cerca la risa de la hiena, la cama sin orillas del
[ moribundo,
la ratonera donde los aspirantes a reyes colocan su angustia como un
[ pedazo de queso.
He aquí mi parte en este festín de polvo,
en esta llamarada donde me quemo los dedos al escribir dudando de
[ lo que digo,
temblando por no hundirme en el sopor de ciertas palabras que me
[ llegan al cuello.

He aquí mi parte, he aquí mi parte en este esfuerzo por destetarnos


[ de la muerte,
por bebernos el agua de otras circunstancias, de otra historia donde
[ la ociosidad es bien intencionada.
He aquí mi parte, ahora que la ciudad comienza a hacer hablar sus
[ vertederos,
en mi alma se ha echado un animal tranquilo y melancólico.

104
Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes.
Cada palabra que llega a mis labios le abre la puerta a una frase
[ cubierta de polvo,
un mensajero que sin limpiarse de las botas el lodo del camino,
[ entra y se sienta a mirarme;
cada palabra que llega a mis labios me trae un oscuro mensaje
de aquella, la Palabra desconocida y presentida, que yo sigo
[ esperando.

Y ahora lo que digo me lleva en sus aguas, me hace girar levemente


[ en un pequeño remolino,
el ritmo del azar solventa mis labios, los sonidos empequeñecen allí
[ donde habrán de ponerse de pie,
las apariciones atraviesan el patio en silencio.
Pero, ¿qué clase de espuma vela sobre mi rostro?
Pero, ¿qué clase de espuma vela delicadamente mis argumentos?
¿Qué clase de arcilla pesa sobre mi lengua como una historia
muerta en el umbral de su propio veredicto?

El camino de los ríos es esta manera de mirarnos,


de sujetarnos por un momento en los rostros, en el amor, en los
[ nombres,
con manos menos hondas que el océano.
y sin embargo, de alguna manera, todos lo sabíamos;
el mar abre sus ventanas para que los ahogados se asomen a vernos,
y hay tantas caras que nos parecen conocidas agolpándose en los
[ marcos,
luchando por mirarnos, por respirar un poco hacia nosotros,
que la invención de la noche ya no está en las manos de los dioses,
sino en las manos unidas de los vivos y los muertos.

105
Y ya nuestros fantasmas se sientan en los amplios salones del otoño
[ a esperarnos,
la noche iza sus velas, y en el puente de mando un extranjero
pervierte y hace reír a nuestras madres, a nuestras esposas y a
[ nuestras doncellas.

La sangre huele a la sangre y el viento no pasa dos veces por el


[ mismo árbol,
la ciudad florece en sus luces como la herida de un niño,
la ceniza del pantano es oro puro.

Y el traspié de un borracho en la calle silenciosa y oscura, parte en


[ dos la memoria del escriba;
la mano vacila a la luz de esa sangre seca, la exclamación se
[ disuelve en sus puntos suspensivos
oscurecen las cosas nombradas y allí mismo la frase rompe sus lazos
[ con lo que solamente basta al lenguaje;
ese traspié parte en dos la canción de la mujer que peina su alma
[ antes de entrar al lecho solitario,
y parte también el tiempo de la noche como el vaso que cae de la
[ mano de algún niño asustado.

Parte en dos la ciudad, parte en dos la frase donde el recuerdo y el


[ acto se alternan brevemente,
parte en dos la palabra, y así dividida se refleja en sí misma,
parte en dos el esfuerzo de los amantes por tocarse, por alcanzarse,
[ y en esa interrupción tal vez se encuentren.
Parte en dos lo que estaba partido, lo que no podía tocarse porque
[ habíamos olvidado su nombre, su devoción a sí mismo;
parte en dos la ciudad, parte en dos el traspié de otro borracho en

106
[ otra calle silenciosa y oscura,
y un tranvía, con todas las luces encendidas, se detiene vacío junto a
[ nosotros en la esquina,
y con señas que bien comprendemos, el conductor nos exige que le
[ entreguemos nuestros muertos, ya que sólo él habrá de
[ conducirlos.

Pero hay algo sin embargo en el lodo y en la mirada de aquel que


[ tortura su lengua describiendo la muerte,
hay algo sin embargo en el lodo y en la palabra de aquel que ha
[ escuchado el portazo del vacío,
hay algo dulce y obstinado en las oscuras manchas de sal que el
[ amanecer deja en los rostros de los recién llegados a los
[ puertos,
hay algo en el alcanfor donde la ropa vieja se pudre invisiblemente,
sin ostentaciones orgánicas, sin combates sangrientos;
hay algo que sobrepasa al recuerdo, hay algo que llega frente a
[ nosotros.
No importa si las lágrimas enseñan sus dientes menudos, esa débil
[ mordida en las mejillas es como una palmada en el alma;
así bajamos el rostro, nos gustaría detenemos, bajamos la voz por un
[ pozo vacío,
y hay un parpadeo de ciudades, un movimiento de vísceras en la
[ energía de aquellos que despiertan sin descifrar sus sueños.

La noche va arrojando sus coronas al mar,


y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo,
le dictará al escriba, y el traspié de un borracho en una calle
silenciosa y oscura partirá en dos su frase.

107
Ahora escuchen el paso de las ratas por las leyes,
escuchen el paso de las ratas por los estantes de libros, por las firmas
[ de los gobernantes,
y escuchen también el viaje de los dormidos por sus aguas perdidas.

Mañana diré la palabra que amanece al día siguiente flotando


en los estanques.
Mañana diré la palabra que lucha
en el festín de los animales de invierno.

108
Esta edición para internet de Relación de los hechos,
de José Carlos Becerra,
se terminó en la Ciudad de México
en noviembre de 2010.

En su composición se utilizaron tipos


de la familia Optima.

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