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El
libro
de
los
Hechos
de
los
Apóstoles,
en
los
capítulos
II
y
IV,
narra
la
vida
de
las
primeras
comunidades
cristianas
surgidas
del
paganismo
y
del
judaísmo
gracias
al
kerigma
de
los
Apóstoles
y
educadas,
luego,
en
la
fe
mediante
la
catequesis
de
los
Satos
Padres.
San
Lucas
nos
dice
al
respecto:
Acudían
asiduamente
a
la
enseñanza
de
los
apóstoles,
a
la
comunión,
a
la
fracción
del
pan
y
a
las
oraciones.
Todos
los
creyentes
vivían
unidos
y
tenían
todo
en
común;
vendían
sus
posesiones
y
repartían
el
precio
de
la
venta
entre
todos.
(Hechos
2.42).
La
multitud
de
los
creyentes
no
tenía
sino
un
solo
corazón
y
una
sola
alma.
Nadie
llamaba
suyos
sus
bienes
porque
todo
era
común
entre
ellos
(Hech
4.32).
Con
el
correr
de
los
días,
esta
espiritualidad
de
comunión
fue
perfilando
en
aquellos
cristianos,
el
concepto
teológico
de
Iglesia,
es
decir,
de
la
comunidad
de
los
convocados
por
Dios
y
hechos
discípulos
de
Jesucristo
por
los
sacramentos
de
iniciación.
Desde
entonces,
en
el
lenguaje
cristiano,
la
palabra
"koinonía”=
(comunidad=iglesia)
designa
no
sólo
la
asamblea
litúrgica
(cf.
1
Co11,
18;
14,
19.
28.
34.
35),
sino
también
la
comunidad
local
(cf.
1
Co
1,
2;
16,
1),
la
comunidad
universal
de
los
creyentes
(cf.
1
Co
15,
9;
Ga
1,13;
Flp
3,
6)
y
el
espíritu
que
debe
caracterizar
a
todos
los
discípulos
de
Jesucristo.
Estas
características
son
inseparables
del
hecho
Iglesia.
La
Iglesia,
en
efecto,
existe
en
las
comunidades
locales
y
se
realiza
como
comunidad
de
fe,
como
comunidad
litúrgica
y
como
comunidad
misionera
(Cf
CIC
752).
2.
Creo
en
la
comunión
de
los
santos
El
espíritu
de
koinonía
en
que
vivieron
los
primeros
cristianos
fue
definido
por
el
primer
Concilio
Ecuménico
de
Constantinopla
(año
325)
como
la
“comunión
de
los
bautizados”.
Y
los
obispos
que
se
reunieron
en
aquel
Concilio,
queriendo
hacer
un
compendio
de
los
misterios
de
la
fe,
redactaron
el
“Credo”
y
propusieron,
como
verdad
de
fe
que
todos
debemos
aceptar,
la
expresión:
“Creo
en
la
comunión
de
los
santos”.
Esta
afirmación
completa
la
anterior
del
Credo:
“Creo
en
la
santa
iglesia
católica”.
Ambos
artículos
del
Credo
expresan
el
sentido
de
pertenencia
y
de
fraternidad
de
los
cristianos
considerados
como
el
pueblo
de
la
Nueva
Alianza.
Recordemos
que
el
pueblo
de
la
Antigua
Alianza
celebraba
su
fe
cantando
el
salmo
133,
que
ahora
nosotros
repetimos
con
el
salmista:
“¡Miren
qué
hermoso
es
que
los
hermanos
vivamos
unidos
y
en
armonía”,
“Me
alegré
cuando
me
dijeron,
vamos
a
la
casa
del
Señor”
(Salmo122).
Ambos
salmos
manifiestan
el
espíritu
comunitario
que
animaba,
tanto
la
vida
religiosa
de
Israel,
como
el
que
animó
a
las
primeras
comunidades
cristianas
y
como
el
que
debe
animar
ahora
la
vida
de
los
discípulos
de
Jesucristo.
Sin
embargo,
la
expresión
“los
creyentes
vivían
unidos”
continúa
viva,
no
sólo
en
el
libro
de
los
Hechos,
sino
en
los
verdaderos
discípulos
de
Cristo.
“Vivir
unidos”,
es
signo
de
la
bendición
divina
que
produce
tantos
y
tan
buenos
resultados
en
las
familias
y
en
el
pueblo,
como
signo
distintivo
de
su
identidad
“para
que
el
mundo
crea”
(Jn
17,
21)
y
la
sociedad
se
pueda
realizar
en
paz
y
armonía.
“Hacer
koinonía”
es
hacer
Iglesia,
es
practicar
el
amor
comunitario,
es
pensar
y
sentir
como
el
Maestro.
Sabemos
por
la
experiencia
que
la
Iglesia
no
se
siembra
de
arriba
hacia
abajo
por
decretos,
ni
se
instala
en
un
lugar
como
sucursal
de
una
empresa;
que
tampoco
es
un
supermercado
a
donde
se
va
a
comparar
según
las
preferencias
de
cada
uno,
ni
menos
una
estación
de
servicio
para
cumplir,
a
las
carreras,
con
un
precepto;
la
Iglesia
tampoco
es
una
organización,
una
ONG
aunque
su
acción
en
la
“diaconía”
(servicio)
se
oriente
en
obras
sociales;
la
Iglesia
es
el
Cuerpo
Místico
de
Cristo
que
siendo
UNO
y
ÚNICO
tiene
muchos
miembros
orgánicamente
unidos.
La
iglesia
es
koinonía,
es
comunidad
que
marcha
hacia
la
construcción
del
Reino
de
Dios.
En
la
iglesia,
como
en
la
familia,
los
hermanos
no
se
escogen
caprichosamente.
Somos
hermanos
porque
somos
hijos
de
un
mismo
Padre,
porque
el
Dios
que
nos
engendró,
nos
convocó
en
familia
y
a
los
que
convocó,
los
justificó,
y
a
los
que
justificó
los
glorificó
por
la
acción
del
Espíritu
que
nos
integra
a
imagen
de
la
Trinidad
(cf
Rom
8,
29).
3.
Bases
cristológicas
de
la
koinonía
“Si
dos
de
ustedes
se
ponen
de
acuerdo
para
pedir
algo,
mi
Padre
que
está
en
el
cielo
se
lo
concederá.
Porque
donde
están
dos
o
tres
reunidos
en
mi
nombre,
allí
estoy
yo
en
medio
de
ellos”
(Mt
18,19-‐20)
La
koinonía
en
la
Nueva
Alianza
la
inició
y
la
perfeccionó
Jesús
con
sus
discípulos
desde
cuando
los
eligió,
los
instruyó
en
los
valores
del
Reino
durante
tres
años,
los
formó
para
la
misión
y
les
envió
al
Espíritu
Santo.
San
Juan
quien,
desde
el
capítulo
primero
de
su
evangelio
nos
habla
de
su
vocación
y
de
su
formación
en
la
escuela
de
Jesús,
en
los
capítulos
15,
16
y
17,
nos
presenta
la
culminación
de
este
proceso,
con
la
alegoría
de
la
vid
y
los
sarmientos
en
el
capítulo
15,
y
con
el
anuncio
del
Espíritu
que
lo
guiará
unido
a
sus
compañeros
hasta
la
verdad
plena.
En
el
capítulo
17
nos
presenta
los
hechos
realizados
por
Jesús
la
tarde
anterior
a
su
pasión:
lava
los
pies
a
sus
discípulos,
ora
por
ellos
para
que
sean
UNO
como
lo
son
el
Padre,
el
Hijo
y
el
Espíritu
Santo
y
cumple
lo
que
les
había
prometido:
la
institución
de
la
Eucaristía,
el
Pan
de
vida.
“El
que
coma
de
este
pan
permanece
en
mi
y
yo
en
él”
(Jn
6,
56).
San
Mateo,
en
el
capitulo
16
de
su
evangelio,
dice
que
la
Iglesia
debe
ser
en
el
mundo
una
“novedad”
siempre
actual
a
partir
del
reconocimiento
de
Jesucristo
como
el
Hijo
de
Dios
(16,13-‐20).
Para
Mateo,
no
se
trata
de
dar
ideas
sobre
lo
que
es
comunidad,
ni
de
hacer
planes
sobre
lo
que
deben
ser
y
hacer
las
personas
de
una
comunidad
en
el
desempeño
de
la
misión;
lo
que
a
Mato
le
interesa
es
precisar
la
visión
que
Jesús
tiene
sobre
la
Iglesia.
La
koinonía
sólo
puede
realizarse
con
una
visión
cristológica:
los
seguidores
de
Jesús
debemos
vivir
la
fe
en
un
Dios
que
es
amor,
misericordia,
perdón,
comunidad.
Cuando
Mateo
reflexiona
sobre
la
comunidad
a
la
que
él
pertenece
y
para
la
que
escribe
su
evangelio,
ha
experimentado
las
dificultades
de
la
vida
comunitaria.
Por
eso,
les
da
normas
en
relación
con
el
“servir”
y
el
“compartir”.
Para
alcanzar
estos
objetivos,
les
señala
el
siguiente
itinerario:
• Acoger
a
los
pequeños.
La
koinonía
que
es
respuesta
a
la
iniciativa
amorosa
de
Dios,
acoge
a
los
pequeños
y
en
ellos,
a
Jesús
colocándolo
en
el
centro
de
su
compromiso
evangelizador
y
de
su
oración.
• Dejar
la
búsqueda
de
privilegios
y
preferencias
por
personas
de
alto
rango
social
excluyendo
a
los
humildes.
• Amar
al
hermano
y
corregir
al
que
se
equivoca,
porque
la
Iglesia
está
formada
por
justos
y
pecadores,
y
por
quienes
son
las
dos
cosas
a
la
vez.
El
amor
cristiano
rechaza
el
“amiguismo”
carente
de
caridad
que
sólo
lleva
a
una
coexistencia
pacífica.
• Hacer
presente
a
Jesús
en
medio
de
la
comunidad.
La
presencia
del
Resucitado
en
la
humanidad
se
inicia
con
la
Encarnación,
se
prolonga
en
la
Iglesia
como
signo
visible
del
Reino
y
alcanza
su
culmen
en
la
Pascua.
• La
oración
debe
caracterizarse
por
el
amor
a
Dios
y
a
los
hermanos
sabiendo
que
sin
la
oración
no
puede
haber
koinonía.
• Disponibilidad
para
perdonar.
El
perdón
libera
al
perdonado
de
su
falta
y
al
que
perdona,
de
su
rencor.
Perdonar
es
característica
de
los
discípulos
de
Jesús;
negarse
a
hacerlo
es
negarse
a
merecer
el
perdón
de
Dios.
La
frase
tan
común:
“yo
perdono,
pero
no
olvido”
es
lo
más
contrario
a
la
koinonía.
• La
Iglesia
es
koinonía
de
fe,
de
servicio
y
de
fraternidad
que
busca
vivir
según
los
postulados
de
Jesús
quien
la
propuso
como
la
espiritualidad
propia
de
sus
discípulos.
Sin
esta
espiritualidad,
la
Iglesia
se
queda
en
normas
de
conducta,
se
distorsiona
en
abusos
de
poder,
vive
según
las
categorías
del
mundo
de
los
privilegios,
ambiciona
el
poder
y
el
tener
y
seguir
a
Cristo
pero
sin
la
cruz.
Sin
la
espiritualidad
de
koinonía
que
se
expresa
en
perdón,
la
comunidad
desconoce
la
presencia
de
Jesús
en
medio
de
ella,
deja
de
ser
signo
del
Reino
y
se
resiste
a
acogerlo.
3.
Koinonía
y
desarrollo
social,
dos
caras
de
la
misma
moneda
El
anhelo
de
una
“iglesia
renovada”,
desde
el
Concilio
Vaticano
II,
sigue
siendo
el
sueño
de
los
católicos,
quieren
hacer
de
ella
una
auténtica
koinonía.
El
apóstol
san
Pablo
da
a
la
palabra
“comunidad”
todo
su
sentido
al
vislumbrar
en
las
comunidades
por
él
fundadas
la
realización
ecuménica
y
universal
de
la
presencia
del
Reino
de
Dios
en
medio
de
los
conflictos
sociales.
Ya
desde
su
primera
carta
a
los
de
Tesalónica,
(3,
7-‐13),
San
Pablo
los
felicita
por
el
espíritu
de
esta
comunidad
por
él
fundada:
“Que
el
Señor
los
llene
y
los
haga
rebosar
de
amor
mutuo
y
hacia
todos
los
demás”,
les
recuerda,
así,
la
manera
como
deben
vivir
en
espíritu
de
koinonía.
Pero,
los
discípulos
no
pensaban
igual.
Les
interesaba
saber
quién
tenía
el
poder,
el
prestigio,
el
mayor
reconocimiento.
Ésto
suele
sucedernos
también
a
nosotros
y,
a
partir
de
la
enseñanza
de
Jesús,
debemos
encontrar
la
explicación
a
nuestras
dificultades
en
la
vida
comunitaria:
¿quién
tiene
más
poder,
quién
es
de
mejor
familia,
quién
grita
más
fuerte,
quien
es
el
primero?
Al
respecto,
el
documento
de
Aparecida
nos
dice:
“El
reto
fundamental
que
afrontamos
es
mostrar
la
capacidad
de
la
Iglesia
para
promover
y
formar
discípulos-‐misioneros
que
respondan
a
la
vocación
recibida
y
comuniquen
por
doquier,
por
desborde
de
gratitud
y
alegría,
el
don
del
encuentro
con
Jesucristo.”
(DA
14).
Del
encuentro
con
Cristo
brota
la
conversión,
la
comunión,
la
solidaridad
y
la
misión
en
la
que
sus
discípulos
estamos
empeñados.
Ya
en
la
Exhortación
Apostólica
“La
Iglesia
en
America”
(año
1999)
el
Papa
Juan
Pablo
II
había
desarrollado
este
tema
que
Aparecida
amplió
en
el
Capítulo
6
de
su
Documento
dedicado
a
la
formación
de
discípulos
misioneros
(DA
240
y
ss).
Después
de
leer
los
numerales
240
a
275,
preguntémonos,
¿Por
qué
el
encuentro
con
Cristo
Resucitado
es
tan
fecundo?
La
respuesta
es,
porque
nos
introduce
en
la
dinámica
del
amor
trinitario:
Dios
es
comunión
de
tres
personas
en
mutua
y
permanente
acogida
y
donación.
El
encuentro
con
Cristo
acrecienta
en
nosotros
la
capacidad
de
abrirnos
a
los
demás,
de
darnos
generosamente
y
de
acogernos
unos
a
otros.
El
encuentro
con
Cristo
nos
abre
a
la
comunión
con
los
demás,
dentro
y
fuera
de
la
Iglesia.
5.
Espiritualidad
de
comunión.
“La
comunión
es
la
manifestación
del
amor
que
surge
del
corazón
del
Padre
y
se
derrama
en
nosotros
a
través
del
Espíritu
de
Jesús
resucitado”
(cf.
Rom
5,5);
la
comunión
hace
de
nosotros
“un
solo
corazón
y
una
sola
alma”
(Hech
4,32)”.
La
koinonía,
es
ante
todo
un
DON
de
Dios
que
debemos
implorar
y
acoger
individual
y
comunitariamente
como
lo
expresó
Jesús
en
su
oración
sacerdotal:
“Como
tu,
Padre,
en
mí
y
yo
en
ti,
que
ellos
también
sean
uno
en
nosotros,
para
que
el
mundo
crea
que
tú
me
enviaste”
(Jn
17,21).
El
camino
de
la
comunidad
pasa
siempre
cerca
del
hermano
y
sus
necesidades.
El
catequista
que
hace
de
su
vida
un
“servicio”,
una
diaconía,
es
el
más
grande
en
el
Reino
de
Dios.
No
se
trata
de
una
actitud
servil,
sino
del
amor
que
conlleva
preocupación,
interés
vigilante
y
atención
solícita
por
el
bien
físico
y
espiritual
de
los
demás.
Se
trata
de
servir
al
hermano
en
todas
las
circunstancias,
así
me
caiga
bien
o
mal.
El
discípulo
de
Jesús
integra
a
los
excluidos,
está
al
lado
de
los
pobres,
de
los
marginados,
comparte
con
cariño
sus
problemas,
recibe
a
los
necesitados
(ver
Mc
1,40-‐45).
De
igual
manera,
la
comunidad
cristiana
debe
estar
abierta
para
recibir
al
hermano
o
a
la
hermana
ignorantes
de
Dios,
al
enfermo
o
al
anciano.
La
Iglesia
en
sus
primeros
años
también
vivió
esta
espiritualidad
en
pequeñas
comunidades
y
tanto
el
libro
de
los
Hechos,
como
los
evangelios
y
las
cartas
de
San
Pablo
nos
describen
el
impacto
que
producía
en
el
mundo
pagano
el
testimonio
de
los
primeros
discípulos
(ver
Hech
2,42-‐47;
4,32-‐35).
No
por
casualidad
la
renovación
del
Concilio
Vaticano
II
se
ha
expresado
en
América
Latina
con
el
surgimiento
de
tantas
Comunidades
Eclesiales,
particularmente
en
los
sectores
rurales
y
urbanos
populares
La
cultura
actual,
sobre
todo
la
urbana,
no
favorece
la
vida
comunitaria.
La
búsqueda
del
dinero
para
obtener
cosas
que
den
prestigio
y
poder,
y
el
consumismo
con
su
apetito
desordenado
de
tener,
desarrollan
el
individualismo
y
la
competencia
entre
las
personas.
Como
Iglesia
y
como
educadores
en
la
fe,
los
catequistas
ESPAC
no
somos
inmunes
a
estas
tentaciones.
Sin
embargo,
en
la
medida
en
que
logremos
resistirlas
y
promover
una
auténtica
vida
comunitaria,
seremos
un
poderoso
signo
evangelizador
de
la
cultura
egoísta
de
nuestro
mundo.
Para
esto
el
Maestro
oraba
por
nosotros
diciendo
:
“Padre,
te
pido
por
ellos
y
por
los
que
han
de
creer
en
mi
por
la
palabra
de
ellos:
que
sean
uno
como
Tú
y
yo
somos
Uno
para
que
el
mundo
crea”.
De
aquí
que
los
documentos
del
magisterio
en
los
últimos
años
hayan
insistido
tanto
en
el
tema
de
la
Comunión
Eclesial.
Por
ejemplo,
en
su
Carta
Apostólica
“Novo
Millennio
Ineunte”
el
Papa
Juan
Pablo
II
coloca
la
comunidad
como
la
imagen
clave
de
la
nueva
evangelización,
cuando
dice:
“Otro
aspecto
importante
en
que
será
necesario
poner
un
decidido
empeño
programático,
tanto
en
el
ámbito
de
la
Iglesia
universal
como
de
las
iglesias
particulares,
es
el
de
la
comunión,
que
encarna
y
manifiesta
la
esencia
misma
del
misterio
de
la
Iglesia”
(n.42).
Tanta
importancia
da
el
Papa
a
este
tema
que
a
continuación
agrega:
“Hacer
de
la
Iglesia
la
casa
y
la
escuela
de
la
comunión
es
el
gran
desafío
que
tenemos
ante
nosotros
en
el
milenio
que
comienza,
si
queremos
ser
fieles
al
designio
de
Dios
y
responder
a
las
esperanzas
del
mundo”.
Y
para
responder
a
este
desafío,
lo
primero
que
el
Papa
señala
es
“promover
una
espiritualidad
de
comunión,
como
principio
educativo
en
todos
los
lugares
donde
se
forma
el
hombre
y
el
cristiano,
donde
se
educan
los
ministros
del
altar,
las
personas
consagradas,
los
catequistas
y
los
agentes
de
pastoral,
y
donde
se
construyen
las
familias
y
las
comunidades”
(n.43).
6.
Cuatro
rasgos
característicos
de
la
espiritualidad
de
comunión
(Nº
NMI
178):
1) “Una
mirada
del
corazón
hacia
el
misterio
de
la
Trinidad
que
habita
en
nosotros”,
que
nos
hace
permanecer
en
el
Señor,
purificar
nuestra
capacidad
de
amar
y
contagiarnos
del
amor
de
Cristo,
que
acoge
al
otro
sin
tener
en
cuenta
la
diversidad.
2) “Sentir
al
hermano
como
un
miembro
vivo
del
Cuerpo
Místico,
y,
por
lo
tanto,
como
alguien
que
me
pertenece”.
Tener
una
mirada
de
fe
sobre
la
Iglesia,
con
sus
luces
y
sus
sombras.
3)
“Capacidad
de
ver
lo
positivo
en
el
otro
para
acogerlo
y
valorarlo
como
un
regalo
de
Dios”.
Se
requiere
una
gran
madurez
de
fe
para
gozar
con
los
dones
y
con
el
éxito
de
los
demás
y
para
no
sentirnos
mal
porque
yo
no
tengo
esos
dones
o
porque
al
otro
le
va
mejor.
4)
“Acoger
al
hermano
y
ayudarlo
a
llevar
sus
cargas”.
Hacernos
cargo
de
las
dificultades
del
hermano
o
de
la
hermana,
de
sus
defectos
y,
a
veces,
de
su
lentitud
para
crecer
en
espíritu
de
koinonía,
es
imitar
al
Maestro;
es
brindar
a
los
demás
la
posibilidad
de
demostrar
y
desplegar
sus
cualidades,
asumiendo
los
riesgos
que
conlleva
todo
aprendizaje.
Según
ésto,
la
espiritualidad
de
comunión
es
la
respuesta
que
el
Evangelio
da
a
tres
necesidades
humanas
básicas:
1. Necesidad
del
otro:
todo
ser
humano
es
un
yo
que
anda
en
búsqueda
de
un
tú.
2. Necesidad
de
crecimiento:
la
persona
crece
y
llega
a
la
madurez
en
su
relación
con
los
demás,
por
identificación
o
por
contraste.
3. Necesidad
de
superar
el
anonimato
que
tiende
a
provocar
soledad,
aislamiento,
incomunicación
y
fobias
en
el
ser
humano.
7.
Dificultades.
El
Documento
de
Aparecida
nos
invita
ponernos
en
guardia
frente
a
lo
que
dificulta
la
espiritualidad
de
comunión:
• Inmadurez,
superficialidad,
poca
consistencia
personal.
• Búsqueda
desmedida
de
brillo
personal,
narcisismo,
vanidad,
espíritu
de
competencia,
rivalidad.
• Dificultad
de
empatía
por
hipersensibilidad
o
por
sequedad
emocional;
incapacidad
para
ponerse
en
el
lugar
del
otro.
• Entender
la
vida
como
“acumulación
de
bienes”
y
no
como
comunión
de
personas.
No
olvidemos
que
la
Iglesia
es
“sacramento
de
comunión”,
es
decir
que
no
existe
por
sí
misma,
ni
para
sí
misma:
existe
desde
Dios
Trino
y
para
servicio
del
mundo.
La
Iglesia
está
llamada
a
ser
signo
cada
vez
más
transparente
de
Cristo
Resucitado
e
instrumento
cada
vez
más
eficiente
en
sus
manos
para
transformar
este
mundo
en
el
Reino
de
la
verdad,
del
amor,
de
la
justicia,
de
la
santidad
y
de
la
paz.
La
koinonía,
la
comunión
eclesial
es
el
signo
más
elocuente
de
lo
que
Dios
quiere
hacer
con
los
seres
humanos
cuando
se
dejan
guiar
por
su
Espíritu;
la
koinonía
es
un
poderoso
instrumento
para
que
los
hombres
y
mujeres
vivamos
unidos,
superando
todo
lo
que
nos
divide
o
nos
distancia.
La
comunión
es
para
la
misión:
“Padre,
que
todos
sean
uno…para
que
el
mundo
crea”.
8.
Conclusión.
(DA
161
a
163).
• La
Iglesia
es
comunión
en
el
amor.
Esta
es
su
esencia
y
el
signo
por
la
cual
debe
ser
reconocida
como
seguidora
de
Cristo
y
servidora
de
la
humanidad.
El
“nuevo
mandamiento”
une
a
los
discípulos
entre
sí
como
hermanos
y
hermanas,
obedientes
al
Maestro,
miembros
unidos
a
la
Cabeza
y
llamados
a
cuidarse
los
unos
a
los
otros
(1Cor
13;
Col
3,
12-‐14).
• La
diversidad
de
carismas,
ministerios
y
servicios
abre
horizontes
para
el
ejercicio
cotidiano
de
la
comunión
a
través
de
la
cual
los
dones
del
Espíritu
son
puestos
a
disposición
de
los
demás
y
circule
la
caridad
(cf.
1
Cor
12,
4-‐
12).
Cada
bautizado
debe
desarrollar
en
unidad
y
complementariedad
los
dones
recibidos
de
Dios
con
los
de
los
otros,
a
fin
de
formar
el
único
Cuerpo
de
Cristo,
entregado
para
que
el
mundo
creyendo,
tenga
vida.
La
vivencia
de
la
unidad
orgánica
y
la
diversidad
de
funciones
asegura
siempre
la
vitalidad
misionera
y
es
signo
e
instrumento
de
reconciliación
y
paz
para
nuestro
pueblo.
Cada
comunidad
está
llamada
a
descubrir
e
integrar
los
talentos
escondidos
y
silenciosos
que
el
Espíritu
regala
a
cada
uno.
• En
el
pueblo
de
Dios
“la
comunión
y
la
misión
están
profundamente
unidas
entre
sí.
La
comunión
es
misionera
y
la
misión
es
para
la
comunión”.
En
la
familia,
en
la
pequeña
comunidad
y
en
la
iglesia
local,
todos
los
miembros,
según
los
carismas
de
cada
uno,
estamos
convocados
a
la
koinonía,
a
la
santidad
en
la
comunión
y
a
la
misión.