Sunteți pe pagina 1din 5

40 años del golpe de estado en Chile

Una dignidad llamada Salvador Allende


Una reconstrucción de los hechos ocurridos hace 40 años, en la víspera del golpe de
Estado contra el presidente de chileno por parte de las Fuerzas Armadas.
Por: Erick Camargo Duncan / Especial para El Espectador

 4
 Twitter
0
 FaceBook
818
 Google
0
 opiniones
4

La
conmemoración de los 40 años del golpe contra Salvador Allende ha motivado diversas marchas en Santiago
de Chile. /EFE
Es 10 de septiembre de 1973. Las maniobras golpistas han empezado en la noche,
cuando los buques de guerra de la armada sitian y se toman Valparaíso. Es la época
propicia, pues es precisamente septiembre el mes en el que se adelantan maniobras
conjuntas de unidades americanas y chilenas, en el marco de la Operación Unitas, en el
pacífico. A esa hora el médico y masón, amante de la vida, de las flores y del arte,
Salvador Allende, se halla en su casa ultimando detalles para la convocatoria a plebiscito
que anunciará al día siguiente, once de septiembre.
Ha pasado la tarde del diez analizando los posibles escenarios para salir de la crisis que
afronta el país, provocada por el sector más reaccionario de la derecha chilena y el
gobierno estadounidense de Richard Nixon. Su esposa, Hortensia Bussi, “la Tencha”, lo
recordaría ese día como el más tenso de su vida. Ella había llegado procedente de
México en representación del gobierno chileno, que mandaba a través suya ayuda
humanitaria y la solidaridad del buen corazón del presidente para mitigar los daños del
cataclismo que casi acaba con el país azteca. Lo recordaría para siempre, inflamado de
tensión mientras se probaba las chaquetas de primavera que le había encargado, y que le
quedaron bien, cuando dijo: “a ver si estos me dejan usarlas”; a lo que ella replicó “¿tan
mal están las cosas, Salvador?”. Aquella noche de septiembre, en la casa presidencial de
Tomás Moro, Salvador Allende cena con la Tencha, su hija Isabel, y unos fieles amigos
históricos entre los que se encuentran Orlando Letelier, su ministro de defensa, y Augusto
Olivares, su amigo periodista y cercano consejero. Ambos morirán después bajo la
omnipresencia fatal de la conspiración.
También está Joan Garcés, el politólogo español que lo acompañará esa noche hasta
tarde junto a Augusto Olivares y que se convertirá, quizá, en el mayor enemigo declarado
de Pinochet en el panorama internacional, que muchos años después logrará que el juez
español Baltasar Garzón compulse copia de detención contra el dictador. El turbio y
lúgubre silencio de aquella cena se romperá cuando Salvador Allende dé un golpe en la
mesa, y diga: “voy a llamar a plebiscito. Va a ser el pueblo el que decida si debo irme o
no”.
Era un hombre perseverante y de buen humor, tres veces había sido candidato
presidencial y en todas terminó derrotado, hasta que logró su objetivo en el cuarto intento.
Su gobierno había empezado con buena salud, y las cifras al cabo del primer año de
gestión eran contundentes. Mediante reforma agraria se habían reincorporado a la
propiedad social 2.400.000 hectáreas de tierras activas. Se habían nacionalizado
cuarenta y siete empresas industriales y la mayor parte del sistema de créditos, la unidad
popular también había recuperado para la nación todos los yacimientos de cobre
explotados por las filiales de las compañías norteamericanas, de un tajo y con un solo
acto legal que no contempló indemnización alguna, pues el gobierno calculó la excesiva
ganancia de ochenta mil millones de dólares que habían hecho las empresas en quince
años. También se había logrado detener la inflación y aumentar los salarios en un
cuarenta por ciento.
Pero la conspiración que el gobierno de Allende llevaba a cuestas no tenía parangón
alguno, es quizá el golpe de Estado más sostenido en el tiempo que jamás se haya visto,
pues no comenzó aquella noche del diez en que los buques de la marina se tomaron
Valparaíso sino tres años antes cuando el pentágono solicitó a la carrera doscientas visas
para que en el país austral aterrizara un orfeón naval que nunca existió, y que en realidad
era un grupo de mercenarios sin corazón que llegaría dispuesto a evitar la posesión del
primer candidato socialista elegido por votos en el mundo. El boicot se cayó por su peso
cuando el gobierno descubrió el plan y negó las visas. El cuatro de septiembre Salvador
Allende se posesionó como presidente de la república y días antes ya habían visto a
Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, maldecir en privado y golpearse la palma
de una mano con el puño de la otra mientras decía “ese hijo de perra”.
El boicot arreció en fuerza y entonces la CIA, alentada por el secretario de Estado y mano
derecha de Nixon, Henry Kissinger, contactó a un par de generales adeptos a una
escalada armada y fraguaron el asesinato del comandante en jefe de las fuerzas militares,
un hombre constitucionalista y fiel a los designios de la democracia llamado René
Shneider, que murió en el hospital después de recibir tres balazos por parte de unos
sujetos que lo interceptaron cuando se dirigía a su oficina.
La idea no era otra que culpar al recién electo presidente y a su partido, la Unidad Popular
(UP), de querer hacer una purga sangrienta en las más altas esferas militares para
imponer mandos de ideología castrista, y así legitimar el golpe prematuro. El plan no
funcionó y los altos militares inmiscuidos en el asesinato del general fueron retirados.
Tumbar a un presidente electo por vía democrática no iba a ser fácil y Nixon entendió que
de hacerlo, Estados Unidos sería repudiado a escala global; fue entonces que decidieron
redactar un documento oscuro que pasó a los anaqueles de la historia bajo el título de
“Memorándum 93”, firmado con la rúbrica de Kissinger y distribuido a la CIA, al
Departamento de Estado, al de Defensa y a Usaid, que contenía una serie de medidas
económicas destinadas a “hacer chillar la economía chilena”, como Nixon había dicho en
privado; entonces se recortaron los préstamos de los bancos multilaterales a Chile, se
terminó el financiamiento a las exportaciones americanas, se hizo lobby hasta garantizar
un mínimo de actividad económica por parte de los inversionistas y se cortaron los
programas bilaterales de ayuda económica.
No bastando con esto, el gobierno de Estados Unidos engatilló a la economía chilena
mediante una serie de acciones que depreciaron el valor del cobre en el mercado
internacional, el principal recurso natural de Chile. La situación se agudizó porque gran
parte de las operaciones comerciales dependían de los créditos para financiar la
adquisición de maquinaria y repuestos de gran parte de la industria chilena, estructurada
en un ochenta por ciento a base de productos importados, incluyendo el trasporte, de ahí
que uno de los sucesos claves desencadenantes del golpe fuera la huelga de camioneros,
que de manera literal paralizó al país. Una semana antes del golpe no era posible siquiera
conseguir pan o leche en las tiendas de barrio y almacenes.
Con los años se sabría que un flujo negro de dólares patrocinó el paro de trasportadores,
que los dueños de los camiones terminaron por darles a los huelguistas una suma de
2.800 dólares con tal de que se sumaran al levantamiento, y que esos dólares habían sido
consignados por agentes de la CIA. Esa fue la economía enardecida y saboteada que
tuvo que enfrentar Salvador Allende, con el agravamiento de una deuda externa creciente
contraída en el gobierno anterior que él se empeñaba en renegociar y que nunca logró
hacerlo debido a que Nixon aisló a los organismos de crédito de Chile, ejerció presión
sobre las naciones europeas dispuestas a otorgarle crédito, y al final negó de manera
rotunda el escenario de la renegociación de la deuda chilena. La historia develaría
también que desde el primer mes del año del golpe, un grupo de economistas fratricidas
que se darían a conocer como los Chicago Boys se encargó de redactar un plan
económico que se conocería como el ladrillo, y que consistía en una serie de medidas
económicas que se implementarían tras, literalmente, asestarle el ladrillazo del golpe al
gobierno de la UP.
La última noche de su vida Salvador Allende durmió mal y poco. A las 6:30 de su mal día
recibirá la noticia de los buques acuartelados y de las tropas que empiezan a movilizarse
hacia la capital, y mandará cerrar la vía que conduce de Valparaíso a Santiago. Una hora
después llegará a La Moneda para ponerse al tanto de la magnitud de la conspiración. La
plaza contigua al palacio presidencial estará ocupada por tanques de la policía militar, que
a esa hora parecerán custodiar la seguridad del presidente, pero que una hora más tarde
darán media vuelta para ensanchar la lista de fuerzas unidas al golpe. Como no es su
costumbre, entrará por la puerta principal a la Moneda y mientras suba las escaleras
rumbo a su despacho se encontrará a su secretaria, y sonriente le dirá: “¿qué hace aquí
tan temprano?, hoy no va a ser como el 29 de junio, hoy será un día especial”.
El optimismo matinal que llevaba ese once de septiembre se fundamentaba más en el
precedente del golpe sofocado con éxito hacía unos meses y en el buen horizonte que se
dibujaba a raíz de la convocatoria a plebiscito que en el conocimiento real de la magnitud
del movimiento que enfrentaba esa mañana. Algunos de los que lo acompañaron esa día
recordarían después que mientras tanteaba el potencial de la fuerza insurrecta, se le oyó
decir “Pobre Pinochet, a esta hora deben haberlo secuestrado ya”. Augusto Pinochet
había sido el último en unirse a la conspiración después de ser convencido por los
argumentos del general del aire, Gustavo Leigh, que lo visitó en su casa mientras
celebraba el cumpleaños de su hija. Vestidos de ropa deportiva y hablando con la frialdad
con que se discute cualquier tema de orden cotidiano en el patio de la casa, el
comandante en jefe del ejército le dio el visto bueno a la encerrona planeada para el once.
El desequilibrio restante al interior de las fuerzas armadas se daría cuarenta y ocho horas
antes cuando los generales adeptos a Salvador Allende fueran expropiados de su
jerarquía, sin saberlo. Pinochet había sido ascendido a comandante en jefe del ejército
después de que el general Carlos Prats renunció ante las presiones de los demás
generales, que habían llegado al límite de haber enviado a sus esposas, sumadas a las
de otros trescientos oficiales, a la puerta de la casa del general para mostrar su
indignación y descontento con la gestión que llevaba. El día del golpe Salvador Allende
trataría de localizarlo sin éxito en el rincón más recóndito del país, pues Prats había
demostrado ser un hombre leal, un general constitucionalista que lo había respaldado
meses atrás enviando tropa para enfrentar a un general acuartelado de las fuerzas aéreas
que se negó hasta el último día a dejar el cargo después de comprobarse que era parte
de un circulo de conspiración.
Tres días antes Prats había avisado a Salvador Allende sobre la inminencia de un golpe y
lo habría convidado a realizar una reunión de emergencia con Pinochet para ponerlo al
tanto de la situación, reunión que se dio al día siguiente en la casa presidencial de Tomás
Moro, en la que el general turbio le ratificó a Allende los votos de lealtad. Lo que no sabía
Allende la fatídica mañana del once mientras trataba de localizar por todo Chile al hombre
que días atrás le había advertido la inminencia del golpe, su amigo y cercano colaborador
Carlos Prats, es que era poca la ayuda que en ese momento podía darle el leal general,
pues ya figuraba en el radar de los conspiradores y moriría dentro de un año como
consecuencia de una bomba que viajaba escondida en su auto de exiliado, en Argentina.
Una hora después de haber llegado a la moneda, Allende se enterará de que la totalidad
de las fuerzas armadas están en su contra y Pinochet hace parte de la conspiración. A su
lado se hallarán el director y subdirector de la Policía Militar, dos generales fieles y
acorralados que para ese momento ya no tendrán poder alguno, y habrán sido removidos
de sus fueros por los golpistas. Al almirante Montero, comandante en jefe de la Armada,
lo aislarán desde temprano en su casa: su carro no servirá aquella mañana, la casa será
rodeada por soldados y los candados de la entrada serán cambiados. Allende nunca se
enterará.
En ese momento ya se habrá preparado para lo peor. Los golpistas le ofrecerán con
reiteración un avión para sacarlo del país junto a su familia, y el mismo Pinochet pasará al
teléfono: “yo no trato con traidores, y usted, general Pinochet, es un traidor”, le dirá el
presidente antes de colgar con determinación. La insistencia aumentará, y el hombre que
se había tomado el poder en la Armada y había aislado al almirante Montero, el almirante
Toribio Merino, pasará al teléfono y la dignidad de Allende volverá a hacer presencia:
“rendirse es para los cobardes y yo no soy cobarde. Los verdaderos cobardes son
ustedes que conspiran como los maleantes en la sombra de la noche”, le dirá.
Lo único que en ese instante turbará su serenidad de metal será la presencia de las
mujeres en La Moneda, ocho en total, incluyendo a sus dos hijas Isabel y Beatriz, que
llegarán en un espacio de tregua del tiroteo incesante para apoyar a su padre, Isabel con
su presencia y Beatriz con sus ocho meses de embarazo y un revolver que llevará
escondido en la mochila. Ambas dejarán La Moneda cuando Salvador Allende tome la
decisión inobjetable de sacar a todas las mujeres. Tomará el teléfono y llamará a uno de
los generales sublevados: “aunque es usted un traidor, espero que no sea también un
asesino de mujeres”, le dirá. Así logrará sacar a las mujeres de La Moneda sin un rasguño
pero con el corazón compungido al despedirse de sus hijas. Un extraño mecanismo de
defensa le borrará de la mente a Isabel las minucias de aquella mañana, a excepción del
momento de la despedida y el nudo en la garganta que le producirá abrazar a su padre
por última vez, y Beatriz, atribulada con el paso del tiempo por no haberse quedado
atrincherada a su lado, terminará suicidándose al cabo de cuatro años, un once de
octubre, en la Habana.

Después de esto empezará el tiroteo sin tregua entre una fuerza descomunal y un
presidente aferrado a su legitimidad, acompañado por un exiguo grupo de amigos
personales que combatirán a su lado hasta el final, armados de revólveres, fusiles y
algunas bazucas, algunos llamarán a sus casas a despedirse por última vez. Después de
esto, Salvador Allende intentará una tregua en la que aceptaría dejar el cargo a cambio de
que se armara un gobierno transicional, sin él, que respetara las conquistas conseguidas
hasta entonces, y se escuchará la respuesta de Pinochet filtrada en la radio: “de ningún
modo amigo, muerto el perro se acaba la rabia”. Después de esto, los tanques de guerra
bombardearán La Moneda y los Hawker-Hunter estallarán sus misiles contra las paredes
del recinto presidencial, que comenzará a sucumbir bajo el fragor de las llamas. Augusto
Olivares se suicidará tras horas de combate al darse cuenta de que la causa se ha
perdido y el presidente pedirá un minuto de silencio en su honor en medio de la
arremetida.
Allende se rendirá, todos los que luchan a su lado conocerán su dimensión histórica
cuando les estreche la mano uno a uno y les agradezca con la serenidad de sus mejores
días. Después de esto, el presidente legítimo de un país morirá en su oficina, solo y
sembrando una eterna duda sobre su destino final. Morirá empuñando un fusil que será el
primero y último que utilice jamás en sus sesenta y cuatro años de vida. Algunos, como
Fidel Castro y García Márquez dirán que murió de pie, combatiendo, solo, cuando
evacuaron La Moneda y entraron a capturarlo. Su familia afirmará que se habrá suicidado,
propinando un golpe moral, intemporal, para quienes lo golpearon.
Después de esto la dignidad cambiará de nombre para siempre: se llamará Salvador
Allende. Esto ocurrirá el once, ahora es diez y las maniobras golpistas han empezado en
la noche. El médico y masón, amante de la vida, de las flores y del arte, Salvador Allende,
se halla en su casa ultimando detalles para la convocatoria a plebiscito.

S-ar putea să vă placă și