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La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(1) ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia?, miércoles 9 de diciembre de 2015.

Queridos hermanos y hermanas, buenos días.

Ayer he abierto aquí, en la Basílica de San Pedro, la Puerta Santa del Jubileo de la
Misericordia, después de haberla abierta ya en la Catedral de Bangui en República
Centroafricana. Hoy quisiera reflexionar junto a ustedes sobre el significado de este
Año Santo, respondiendo a la pregunta: ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué
significa esto?

La Iglesia necesita de este momento extraordinario. No digo: es bueno para la Iglesia


este tiempo extraordinario, no, no. Digo la Iglesia: necesita de este momento
extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer
su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de
Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, porque contemplando la
Divina Misericordia, que supera cada límite humano y resplandece sobre la obscuridad
del pecado, podamos transformarnos en testigos más convencidos y eficaces.

Dirigir la mirada a Dios, Padre misericordioso, y a los hermanos necesitados de


misericordia, significa poner la atención sobre el contenido esencial del Evangelio:
Jesús la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el gran misterio del
Amor trinitario de Dios. Celebrar un Jubileo de la Misericordia equivale a poner de
nuevo al centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades lo específico de la
fe cristiana, es decir, Jesucristo, Dios misericordioso.

Un Año Santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Si, queridos hermanos y
hermanas, este Año Santo nos es ofrecido para experimentar en nuestra vida el toque
dulce y suave del perdón de Dios, su presencia al lado de nosotros y su cercanía, sobre
todo en los momentos de mayor necesidad.

Este Jubileo, en resumen, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a


elegir únicamente “aquello que a Dios le gusta más”. Y, ¿qué cosa es lo que “a Dios le
gusta más”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia de ellos, de modo que también
ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la
misericordia de Dios en el mundo. Esto es aquello que a Dios le gusta más. San
Ambrosio en un libro de teología que había escrito sobre Adán toma la historia de la
creación del mundo y dice que Dios, cada día después de haber creado la luna, el sol o
los animales, el libro, la Biblia dice “y Dios dijo que esto era bueno” pero cuando ha
creado al hombre y a la mujer la Biblia dice “Dios dijo que esto era muy bueno” y San
Ambrosio se pregunta por qué dice “muy bueno” por qué -dice- está tan contento Dios
después de la creación del hombre y de la mujer, porque finalmente tenía a alguno para
perdonar. Es bello eh. La alegría de Dios es perdonar, el ser de Dios es misericordia,
por esto este año debemos abrir el corazón, para que este amor, esta alegría de Dios nos
llene, nos llene a todos nosotros de esta misericordia.

El Jubileo será un “tiempo favorable” para la Iglesia si aprendemos a elegir “aquello


que a Dios le gusta más”, sin ceder a la tentación de pensar que haya algo más
importante o prioritario. Nada es más importante que elegir “aquello que a Dios le gusta
más”, ¡su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias!
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También la necesaria obra de renovación de las instituciones y de las estructuras de la


Iglesia es un medio que debe conducirnos a hacer la experiencia viva y vivificante de la
misericordia de Dios que, sola, puede garantizar a la Iglesia de ser aquella ciudad puesta
sobre un monte que no puede permanecer escondida (cfr Mt 5,14). Solamente
resplandece una Iglesia misericordiosa. Si debiéramos, aún solo por un momento,
olvidar que la misericordia es “aquello que a Dios le gusta más”, cada esfuerzo nuestro
sería en vano, porque nos convertiríamos en esclavos de nuestras instituciones y de
nuestras estructuras, por más renovadas que puedan ser, pero siempre seríamos
esclavos.

«Sentir fuerte en nosotros la alegría de haber sido reencontrados por Jesús, que como
Buen Pastor ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos» (Homilía en las
Primeras vísperas del domingo de la Divina Misericordia, 11 abril 2015): este es el
objetivo que la Iglesia se pone en este Año Santo. Así reforzaremos en nosotros la
certeza de que la misericordia puede contribuir realmente a la edificación de un mundo
más humano. Especialmente en estos nuestros tiempos, en que el perdón es un huésped
raro en los ámbitos de la vida humana, el reclamo a la misericordia se hace más urgente,
y esto en cada lugar: en la sociedad, en las instituciones, en el trabajo y también en la
familia.

Cierto, alguno podría objetar: “Pero, Padre, la Iglesia, en este Año, ¿no debería hacer
algo más? Es justo contemplar la misericordia de Dios, pero ¡hay muchas necesidades
urgentes!”. Es verdad, hay mucho por hacer, y yo en primer lugar no me canso de
recordarlo. Pero es necesario tener en cuenta que, a la raíz del olvido de la misericordia,
está siempre el amor proprio. En el mundo, esto toma la forma de la búsqueda exclusiva
de los propios intereses, de placeres, de honores unidos al querer acumular riquezas,
mientras que en la vida de los cristianos se disfraza a menudo de hipocresía y de
mundanidad. Todas estas cosas son contrarias a la misericordia. Los lemas del amor
propio, que hacen extranjera la misericordia en el mundo, son totalmente tantos y
numerosos que frecuentemente no estamos ni siquiera en grado de reconocerlos como
límites y como pecado. He aquí por qué es necesario reconocer el ser pecadores, para
reforzar en nosotros la certeza de la misericordia divina. “Señor, yo soy un pecador,
Señor soy una pecadora, ven con tu misericordia” y esta es una oración bellísima, es
fácil eh, es una oración fácil para decirla todos los días, todos los días: “Señor yo soy un
pecador, Señor yo soy una pecadora, ven con tu misericordia”.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que en este Año Santo, cada uno de nosotros
tenga experiencia de la misericordia de Dios, para ser testigos de “aquello que a Dios le
gusta más”. ¿Es de ingenuos creer que esto pueda cambiar el mundo? Si, humanamente
hablando es de locos, pero «porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de
los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres» (1
Cor 1,25). Gracias.
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(2) Los signos del Jubileo, miércoles 16 de diciembre de 2015.

El domingo pasado se abrió la Puerta Santa de la Catedral de Roma, la Basílica de San


Juan de Letrán, y se abrió una Puerta de la Misericordia en la Catedral de cada diócesis
del mundo, incluso en los santuarios y en las iglesias indicadas por los obispos.

El Jubileo es en todo el mundo, no solo en Roma. He deseado que esta señal de la


Puerta Santa estuviese presente en cada Iglesia particular, para que el Jubileo de la
Misericordia pueda ser una experiencia compartida por toda persona. El Año Santo, de
este modo, ha arrancado en toda la Iglesia y se celebra en toda diócesis como en Roma.
De hecho, la primera Puerta Santa se abrió precisamente en el corazón de África. Y
luego en Roma, que es la señal visible de la comunión universal. Ojalá que esta
comunión eclesial pueda ser cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo
la señal viva del amor y de la misericordia del Padre.

También la fecha del 8 de diciembre ha querido subrayar esta exigencia, uniendo, a 50


años de distancia, el inicio del Jubileo con la conclusión del Concilio Ecuménico
Vaticano II. En efecto, el Concilio contempló y presentó a la Iglesia a la luz del misterio
de la comunión. Extendida en todo el mundo y articulada en tantas Iglesias particulares,
sin embargo es siempre y solo la única Iglesia de Jesucristo, la que Él quiso y por la
cual se ofreció a sí mismo. La Iglesia “una” que vive de la comunión misma de Dios.
Este misterio de comunión, que hace a la Iglesia signo del amor del Padre, crece y
madura en nuestro corazón, cuando el amor, que reconocemos en la Cruz de Cristo y en
el que nos sumergimos, nos hace amar como nosotros somos amados por Él. Se trata de
un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y de la misericordia.

Pero la misericordia y el perdón no deben quedarse en palabras bonitas, sino realizarse


en la vida ordinaria. Amar y perdonar son la señal concreta y visible de que la fe ha
trasformado nuestros corazones y nos permite expresar en nosotros la vida misma de
Dios. Amar y perdonar como Dios ama y perdona. Este es un programa de vida que no
puede conocer interrupciones o excepciones, sino que lleva a ir siempre más allá sin
cansarse nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia paterna de Dios.

Esta gran señal de la vida cristiana se transforma luego en tantos otros signos que son
características del Jubileo. Pienso en cuantos atraviesan una de las Puertas Santas, que
en este Año son verdaderas Puertas de la Misericordia. Puertas de la Misericordia. La
Puerta indica a Jesús mismo que dijo: «Yo soy la puerta: si uno entra por mí, será salvo;
entrará y saldrá y hallará pastos» (Jn 10,9). Atravesar la Puerta Santa es la señal de
nuestra confianza en el Señor Jesús que no vino a juzgar, sino a salvar (cfr. Jn 12,47).

Estad atentos a que no haya alguno un poco espabilado o demasiado astuto que os diga
que hay que pagar: ¡no! La salvación no se paga. La salvación no se compra. La Puerta
es Jesús, y ¡Jesús es gratis! Él mismo habla de los que hacen entrar no como se debe, y
simplemente dice que son ladrones y salteadores. Así que ¡estad atentos: la salvación es
gratis!

Atravesar la Puerta Santa es signo de una verdadera conversión de nuestro corazón.


Cuando atravesemos esa Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la
puerta de nuestro corazón. Yo estoy ante la Puerta Santa y pido: “¡Señor, ayúdame a
abrir la puerta de mi corazón!” No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de
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nuestro corazón no dejase pasar a Cristo que nos empuja a ir a los demás, para llevarle a
Él y su amor. Así pues, como la Puerta Santa permanece abierta, porque es la señal de la
acogida que Dios mismo nos reserva, así también nuestra puerta, la del corazón, debe
estar siempre abierta para no excluir a nadie. Ni a ese o esa que me molestan: a nadie.

Una señal importante del Jubileo es también la Confesión. Acercarse al Sacramento con
el que somos reconciliados con Dios equivale a experimentar directamente su
misericordia. Es encontrar al Padre que perdona: Dios lo perdona todo. Dios nos
comprende incluso en nuestras limitaciones, y nos comprende también en nuestras
contradicciones. No solo, Él con su amor nos dice que precisamente cuando
reconocemos nuestros pecados está aún más cerca de nosotros y nos empuja a mirar
adelante. Y dice más: que cuando reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón hay
fiesta en el Cielo: Jesús hace fiesta. Esa es su misericordia: no nos desanimemos.
¡Adelante, adelante!

Cuántas veces he escuchado: “Padre, no consigo perdonar al vecino, al compañero de


trabajo, a la vecina, a la suegra, a la cuñada”. Todos hemos oído esto. “No consigo
perdonar”. ¿Pero cómo se puede pedir a Dios que nos perdone, si luego nosotros no
somos capaces de perdonar? Y perdonar es una cosa grande, pero no es fácil perdonar,
porque nuestro corazón es pobre, y con sus solas fuerzas no es capaz. Pero si nos
abrimos a acoger la misericordia de Dios por nosotros, a nuestra vez nos volveremos
capaces de perdón. Pero también he escuchado muchas veces: “Pues yo a esa persona
no la podía ver: la odiaba. Pero un día, me acerqué al Señor y le pedí perdón por mis
pecados, y también perdoné a esa persona”. Estas son cosas de todos los días. Y
tenemos cerca de nosotros esta posibilidad.

Por tanto, ¡valentía! Vivamos el Jubileo comenzando con estas señales que comportan
una gran fuerza de amor. El Señor nos acompañará para llevarnos a experimentar otros
signos importantes para nuestra vida. ¡Valor y adelante!





















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(3) La Misericordia es el nombre de Dios. Miércoles 13 de enero de 2016


Hoy empezamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para
aprender la misericordia escuchando lo que Dios mismo nos enseña con su Palabra.
Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación
plena de Jesucristo, en el que de modo completo se revela la misericordia del Padre.
En la Sagrada Escritura, el Señor es presentado como “Dios misericordioso”. Ese es su
nombre, a través del cual nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo,
como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefine así: «El Señor, Dios
misericordioso y piadoso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (34,6). También en
otros textos encontramos esta fórmula, con algunas variantes, pero siempre la
insistencia se pone en la misericordia y en el amor de Dios que nunca se cansa de
perdonar (cfr. Gn 4,2[1]; Gl 2,13[2]; Sal 86,15[3]; 103,8[4]; 145,8[5]; Ne 9,17[6]).
Veamos juntos, una a una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de
Dios.
El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una
madre respecto al hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar en
las entrañas o también en el seno materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un
Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando coge en
brazos a su niño, deseosa solo de amar, proteger, ayudar, dispuesta a darlo todo, incluso
a sí misma. Esta es la imagen que sugiere este término. Un amor, pues, que se puede
definir “visceral” en el buen sentido.
Luego está escrito que el Señor es “piadoso”, en el sentido de que concede gracia, tiene
compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre dispuesto
a acoger, a comprender, a perdonar. Es como el padre de la parábola recogida por el
Evangelio de Lucas (cfr. Lc 15,11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por
el abandono del hijo menor, sino por el contrario sigue esperándolo −lo ha engendrado−
, y luego corre a su encuentro y lo abraza, no le deja ni terminar su confesión −como si
le tapase la boca−, tan grande es el amor y la alegría por haberlo recuperado; y luego va
también a llamar al hijo mayor, que está enojado y no quiere celebrarlo, el hijo que
siempre se quedó en casa pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y
también sobre él se inclina el padre, lo invita a entrar, procura abrir su corazón al amor,
para que nadie quede excluido de la fiesta de la misericordia. ¡Sí, la misericordia es una
fiesta!
De este Dios misericordioso se dice también que “lento a la ira”, literalmente, “a largo
plazo”[7], es decir, con el amplio espacio de la longanimidad y de la capacidad de
soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son los impacientes de los hombres; Él es
como el sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo para que crezca la buena semilla,
a pesar de la cizaña (cfr. Mt 13,24-30).
Y finalmente, el Señor se proclama “rico en amor y fidelidad”. ¡Qué preciosa es esta
definición de Dios! Aquí esté todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta
grandeza y poder se despliegan en amarnos, a nosotros tan pequeños, tan incapaces. La
palabra “amor”, aquí utilizada, indica el cariño, la gracia, la bondad. No es el amor de
telenovela... Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos
sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina que nada puede detener, ni
siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
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Una “fidelidad” sin límites: es la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La


fidelidad de Dios nunca se pierde, porque el Señor es el Custodio que, como dice el
Salmo, no se duerme sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la
vida: «No dejará que resbale tu pie, ni se dormirá tu custodio. No se adormecerá ni
dormirá el custodio de Israel. [...] El Señor te guardará de todo mal; Él custodiará tu
vida. El Señor protegerá tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre» (121,3-4.7-
8).
Y este Dios misericordioso es fiel en su misericordia y San Pablo dice una cosa bonita:
si tú no le eres fiel, Él permanecerá fiel porque no puede renegar de sí mismo. La
fidelidad en la misericordia es precisamente el ser de Dios. Y por eso Dios es totalmente
y siempre confiable. Una presencia sólida y estable. Esta es la certeza de nuestra fe. Y
entonces, en este Jubileo de la Misericordia, confiémonos totalmente a Él, y
experimentemos la alegría de ser amados por este “Dios misericordioso y piadoso, lento
a la ira y rico en amor y fidelidad”.
Notas:
[1] Debe haber un error porque la cita no tiene nada que ver (Génesis 4,2: Después dio a
luz a su hermano Abel. Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra).
No hay expresiones semejantes en el Génesis (ndt).
[2] Joel 2,13: Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová
vuestro Dios; porque es misericordioso y clemente, tardo a la ira y grande en
misericordia, y que se duele del castigo (ndt).
[3] Salmo 86,15: Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento a la ira, y
grande en misericordia y verdad (ndt).
[4] Salmo 103,8: Misericordioso y clemente es Jehová; lento a la ira, y grande en
misericordia (ndt).
[5] Salmo 145,8: Clemente y misericordioso es Jehová, lento a la ira, y grande en
misericordia (ndt).
[6] Nehemías 9,17: (…) Pero tú eres Dios que perdonas, clemente y piadoso, tardo a la
ira, y grande en misericordia, porque no los abandonaste (ndt).
[7] El original italiano dice: “lungo di respiro”. El hebreo “lento a la ira” se suele
traducir al castellano por “paciente, extendido, largo”; por eso hemos puesto aquí,
respetando la frase del Papa, “a largo plazo” (ndt).
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(4) Por qué Dios no es indiferente al sufrimiento. Miércoles 27 de enero de 2016




En la Sagrada Escritura, la misericordia de Dios está presente a lo largo de toda la
historia del pueblo de Israel. Con su misericordia, el Señor acompaña el camino de los
Patriarcas, les da hijos a pesar de la condición de esterilidad, les conduce por senderos
de gracia y de reconciliación, como demuestra la historia de José y sus hermanos (cfr.
Gen 37-50). Pienso en tantos hermanos que están alejados en una familia y no se
hablan. Este Año de la Misericordia es una buena ocasión para encontrarse, abrazarse y
perdonarse y olvidar las cosas feas. Pero, como sabemos, en Egipto la vida para el
pueblo se hizo dura. Y precisamente cuando los Israelitas están a punto de sucumbir es
cuando el Señor interviene y realiza la salvación.

Se lee en el Libro del Éxodo: «Después de muchos días murió el rey de Egipto, y los
Israelitas gemían por su esclavitud, y elevaron gritos de lamento; y sus gritos de
esclavitud subieron hasta Dios. Y oyó Dios su lamento, y se acordó de su Alianza con
Abraham, Isaac y Jacob. Y vio Dios la condición de los Israelitas, y Dios cuidó de
ellos» (2,23-25). La misericordia no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento
de los oprimidos, el grito de quien está sometido a violencia, reducido a esclavitud,
condenado a muerte. Es una dolorosa realidad que aflige a toda época, incluida la
nuestra, y que nos hace sentir a menudo impotentes, tentados de endurecer el corazón y
pensar en otra cosa. Dios en cambio «no es indiferente» (Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2016, 1), nunca aparta su mirada del dolor humano. El Dios de
misericordia responde y cuida de los pobres, de los que gritan su desesperación. Dios
escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de sentir el gemido del
sufrimiento y de actuar en favor de los oprimidos.

Así comienza la historia de Moisés como mediador de liberación para el pueblo. Se


enfrenta al Faraón para convencerlo de que deje partir a Israel; y luego guiará al pueblo,
a través del Mar Rojo y del desierto, hacia la libertad. Moisés, al que la misericordia
divina salvó recién nacido de la muerte en las aguas del Nilo, se hace mediador de la
misma misericordia, permitiendo al pueblo nacer a la libertad salvado de las aguas del
Mar Rojo. También nosotros en este Año de la Misericordia podemos hacer esta labor
de ser mediadores de misericordia con las obras de misericordia para acercar, dar alivio,
hacer unidad. ¡Tantas cosas buenas se pueden hacer!

La misericordia de Dios actúa siempre para salvar. Todo lo contrario que la obra de los
que actúan siempre para matar: por ejemplo los que hacen las guerras. El Señor,
mediante su siervo Moisés, guía a Israel por el desierto como si fuese un hijo, lo educa
en la fe y hace alianza con él, creando un vínculo de amor fortísimo, como el del padre
con el hijo y el esposo con la esposa.

A tanto llega la misericordia divina. Dios propone un trato de amor particular,


exclusivo, privilegiado. Cuando da instrucciones a Moisés sobre la alianza, dice: «Si
escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis para mí una propiedad particular entre
todos los pueblos; ¡porque mía es toda la tierra! Vosotros seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6).
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Ciertamente, Dios posee ya toda la tierra porque la creó; pero el pueblo se convierte
para Él en una posesión distinta, especial: su personal “reserva de oro y plata” como la
que el rey David afirmaba haber dado para la construcción del Templo.

Pues bien, así somos nosotros para Dios acogiendo su alianza y dejándonos salvar por
Él. La misericordia del Señor hace al hombre valioso, como una riqueza personal que
Le pertenece, que Él protege y en quien se complace.

Estas son las maravillas de la misericordia divina, que llega a pleno cumplimiento en el
Señor Jesús, en aquella “nueva y eterna alianza” consumada en su sangre, que con el
perdón destruye nuestro pecado y nos hace definitivamente hijos de Dios (cfr. 1Jn 3,1),
joyas preciosas en las manos del Padre bueno y misericordioso. Y si somos hijos de
Dios y tenemos la posibilidad de tener esa herencia −la de la bondad y la misericordia−
respecto a los demás, pidamos al Señor que en este Año de la Misericordia también
nosotros hagamos cosas de misericordia; abramos nuestro corazón para llegar a todos
con las obras de misericordia, la herencia misericordiosa que Dios Padre ha tenido con
nosotros.
































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(5) Sólo perdonando y deseando el bien se obtiene la justicia. Miércoles 03 de


febrero de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia infinita, pero también
como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas? ¿Cómo se articula la realidad de
la misericordia con las exigencias de la justicia? Podría parecer que sean dos realidades
que se contradicen; en realidad no es así, porque es justamente la misericordia de Dios
que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. Es propio la misericordia de Dios que
lleva a cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata?

Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos que quien se considera


víctima de una injusticia se dirige al juez en un tribunal y pide que se haga justicia. Se
trata de una justicia retributiva, que aplica una pena al culpable, según el principio que a
cada uno debe ser dado lo que le corresponde. Como recita el libro de los Proverbios:
«Así como la justicia conduce a la vida, el que va detrás del mal camina hacia la
muerte» (11,19). También Jesús lo dice en la parábola de la viuda que iba repetidas
veces al juez y le pedía: «Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario» (Lc
18,3).

Pero este camino no lleva todavía a la verdadera justicia porque en realidad no vence el
mal, sino simplemente lo circunscribe. En cambio, es solo respondiendo a esto con el
bien que el mal puede ser verdaderamente vencido.

Entonces hay aquí otro modo de hacer justicia que la Biblia nos presenta como camino
maestro a seguir. Se trata de un procedimiento que evita recurrir a un tribunal y prevé
que la víctima se dirija directamente al culpable para invitarlo a la conversión,
ayudándolo a entender que está haciendo el mal, apelándose a su conciencia. En este
modo, finalmente arrepentido y reconociendo su proprio error, él puede abrirse al
perdón que la parte agraviada le está ofreciendo. Y esto es bello: la persuasión; esto está
mal, esto es así… El corazón se abre al perdón que le es ofrecido. Es este el modo de
resolver los contrastes al interno de las familias, en las relaciones entre esposos o entre
padres e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea salvar la relación que lo une
al otro. No corten esta relación, este vínculo.

Cierto, este es un camino difícil. Requiere que quien ha sufrido el mal esté listo a
perdonar y desear la salvación y el bien de quien lo ha ofendido. Pero solo así la justicia
puede triunfar, porque, si el culpable reconoce el mal hecho y deja de hacerlo, es ahí
que el mal no existe más, y aquel que era injusto se hace justo, porque es perdonado y
ayudado a encontrar la camino del bien. Y aquí está justamente el perdón, la
misericordia.

Es así que Dios actúa en relación a nosotros pecadores. El Señor continuamente nos
ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar conciencia de nuestro mal para poder
liberarnos. Porque Dios no quiere nuestra condena, sino nuestra salvación. ¡Dios no
quiere la condena de ninguno, de ninguno! Alguno de ustedes podrá hacerme la
pregunta: ¿Pero padre, la condena de Pilatos se la merecía? ¿Dios la quería? ¡No! ¡Dios
quería salvar a Pilatos y también a Judas, a todos! ¡Él, el Señor de la misericordia quiere
salvar a todos! El problema es dejar que Él entre en el corazón. Todas las palabras de
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los profetas son un llamado apasionado y lleno de amor que busca nuestra conversión.
Es esto lo que el Señor dice por medio del profeta Ezequiel: «¿Acaso deseo yo la
muerte del pecador … y no que se convierta de su mala conducta y viva?» (18,23; Cfr.
33,11), ¡aquello que le gusta a Dios!

Y este es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y quiere que sus hijos vivan
en el bien y en la justicia, y por ello vivan en plenitud y sean felices. Un corazón de
Padre que va más allá de nuestro pequeño concepto de justicia para abrirnos a los
horizontes ilimitados de su misericordia. Un corazón de Padre que nos trata según
nuestros pecados y nos paga según nuestras culpas. Y precisamente es un corazón de
Padre el que queremos encontrar cuando vamos al confesionario. Tal vez nos dirá
alguna cosa para hacernos entender mejor el mal, pero en el confesionario todos vamos
a encontrar un padre; un padre que nos ayude a cambiar de vida; un padre que nos de la
fuerza para ir adelante; un padre que nos perdone en nombre de Dios. Y por esto ser
confesores es una responsabilidad muy grande, muy grande, porque aquel hijo, aquella
hija que se acerca a ti busca solamente encontrar un padre. Y tú, sacerdote, que estás ahí
en el confesionario, tú estás ahí en el lugar del Padre que hace justicia con su
misericordia. Gracias.
































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(6) El jubileo en el Antiguo Testamento. Miércoles 10 de febrero de 2016

Es bonito y a la vez significativo tener esta audiencia precisamente en este Miércoles de


Ceniza. Comenzamos el camino de la Cuaresma, y hoy nos detenemos en la antigua
institución del “jubileo”; es una cosa antigua, atestiguada en la Sagrada Escritura. La
encontramos en particular en el Libro del Levítico, que la presenta como un momento
culminante de la vida religiosa y social del pueblo de Israel.

Cada 50 años, «en el día de la expiación» (Lv 25,9), cuando la misericordia del Señor se
invocaba sobre todo el pueblo, el sonido del cuerno anunciaba un gran acontecimiento
de liberación. Leemos en el libro del Levítico: «Declararéis santo el quincuagésimo año
y proclamaréis la liberación en la tierra para todos sus habitantes. Será para vosotros un
jubileo; cada uno volverá a su propiedad y a su familia […] En ese año del jubileo cada
uno volverá a su propiedad» (25,10.13). Según estas disposiciones, si alguno se había
visto obligado a vender su tierra o su casa, en el jubileo podía recuperarla; y si alguno
había contraído deudas e, imposibilitado de pagarlas, hubiese sido obligado a ponerse al
servicio del acreedor, podía volver libre a su familia y recuperar todas sus propiedades.

Era una especie de “amnistía general”, con la que se permitía a todos volver a la
situación originaria, con la cancelación de toda deuda, la restitución de la tierra, y la
posibilidad de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios.
Un pueblo “santo”, donde prescripciones como esta del jubileo servían para combatir la
pobreza y la desigualdad, garantizando una vida digna para todos y una equitativa
distribución de la tierra en la que vivir y de la que sacar sustento. La idea central es que
la tierra pertenece originariamente a Dios y fue confiada a los hombres (cfr. Gen 1,28-
29), y por eso nadie puede arrogarse la posesión exclusiva, creando situaciones de
desigualdad. Esto, hoy, podemos pensarlo y repensarlo; cada uno en su corazón piense
si tiene demasiadas cosas. ¿Por qué no dejarlas a quien no tiene nada? El diez por
ciento, el cincuenta por ciento… Yo digo: que el Espíritu Santo os inspire a cada uno.

Con el jubileo, el que se había hecho pobre volvía a tener lo necesario para vivir, y
quien se había hecho rico devolvía al pobre lo que le había cogido. El fin era una
sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se
convirtiesen en un bien para todos y no solo para algunos, como pasa ahora, si no me
equivoco… Más o menos, las cifras no son seguras, pero el ochenta por ciento de las
riquezas de la humanidad están en manos de menos del veinte por ciento de la
población. Es un jubileo −y esto lo digo recordando nuestra historia de salvación− para
convertirse, para que nuestro corazón sea más grande, más generoso, más hijo de Dios,
con más amor. Os digo una cosa: si esto deseo, si el jubileo no llega al bolsillo, no es un
verdadero jubileo. ¿Habéis entendido? ¡Y eso está en la Biblia! No lo inventa este Papa:
está en la Biblia. El fin −como he dicho− era una sociedad basada en la igualdad y la
solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero fuesen un bien para todos y no para
algunos. El jubileo tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta,
hecha de ayuda recíproca. Podemos decir que el jubileo bíblico era un “jubileo de
misericordia”, porque se vivía en la búsqueda sincera del bien del hermano necesitado.

En la misma línea, también otras instituciones y otras leyes gobernaban la vida del
pueblo de Dios, para que se pudiese experimentar la misericordia del Señor a través de
la de los hombres. En esas normas encontramos indicaciones válidas también hoy, que
hacen reflexionar. Por ejemplo, la ley bíblica prescribía la entrega de los “diezmos” que
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se destinaba a los Levitas, encargados del culto, que estaban sin tierra, y a los pobres,
huérfanos y viudas (cfr. Dt 14,22-29). Estaba previsto que la décima parte de la
cosecha, o de lo proveniente de otras actividades, se diese a los que estaban sin
protección y en estado de necesidad, para favorecer las condiciones de relativa igualdad
dentro de un pueblo donde todos debían comportarse como hermanos.

También estaba la ley concerniente a las “primicias”. ¿Qué era eso? La primera parte de
la cosecha, la parte más valiosa, tenía que ser compartida con los Levitas y los
extranjeros (cfr. Dt 18,4-5; 26,1-11), que no tenían campos, de modo que también para
ellos la tierra fuese fuente de alimento y de vida. «La tierra es mía y vosotros estáis
conmigo como forasteros e invitados», dice el Señor (Lv 25,23). Todos somos invitados
del Señor, en espera de la patria celeste (cfr. Hb 11,13-16; 1Pe 2,11), llamados a hacer
habitable y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuántas “primicias”, quien es más
afortunado, podría dar a quien está en dificultad! ¡Cuántas primicias! Primicias no solo
de los frutos del campo, sino de cualquier otro producto de trabajo, del sueldo, de los
ahorros, de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician. Esto sucede
también hoy. A la Limosnería apostólica llevan muchas cartas con un poco de dinero:
“Esta es una parte de mi sueldo para ayudar a otros”. Y eso es bonito; ayudar a los
demás, a las instituciones de beneficencia, a los hospitales, a las casas de reposo…; dar
también a los forasteros, esos que son extranjeros o están de paso. Jesús estuvo de paso
en Egipto.

Y precisamente pensando en esto, la Sagrada Escritura exhorta con insistencia a


responder generosamente a las solicitudes de préstamos, sin hacer cálculos mezquinos
no pretender intereses imposibles: «Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a
ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni
ganancia, sino tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu
dinero a usura, ni tus víveres a ganancia» (Lv 25,35-37). Esta enseñanza es siempre
actual. ¡Cuántas familias están en la calle, víctimas de la usura! Por favor, recemos para
que en este jubileo el Señor nos quite a todos del corazón esas ganas de tener más, la
usura. Que volvamos a ser generosos, grandes. ¡Cuántas situaciones de usura estamos
obligados a ver y cuánto sufrimiento y angustia causan a las familias! Y muchas veces,
en la desesperación, cuántos hombres acaban en el suicidio porque no pueden más y no
tienen esperanza, no tienen una mano tendida que les ayude; solo la mano que viene a
hacerles pagar los intereses. Es un grave pecado la usura, es un pecado que clama al
cielo. El Señor, en cambio, prometió su bendición a quien abre la mano para dar con
generosidad (cfr. Dt 15,10). Él te dará el doble, quizá no en dinero sino en otras cosas,
pero el Señor te dará siempre el doble.

Queridos hermanos y hermanas, el mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía a
compartir, y ¡eso es misericordia! Y si queremos misericordia de Dios comencemos a
hacerla nosotros. Es eso: comencemos a hacerla entre los paisanos, entre las familias,
entre los pueblos, entre los continentes. Contribuir a realizar una tierra sin pobres quiere
decir construir sociedades sin discriminaciones, basadas en la solidaridad que lleva a
compartir lo que se posee, en una repartición de los recursos fundada en la fraternidad y
la justicia. Gracias.




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(7) Misericordia y poder. Miércoles 24 de febrero de 2016

Proseguimos las catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura. En varios


pasajes se habla de los poderosos, de los reyes, de los hombres que están “arriba”, y
también de su arrogancia y de sus abusos. La riqueza y el poder son realidades que
pueden ser buenas y útiles al bien común, si se ponen al servicio de los pobres y de
todos, con justicia y caridad. Pero cuando, como sucede tantas veces, se viven como
privilegio, con egoísmo y prepotencia, se transforman en instrumentos de corrupción y
muerte. Es lo que pasa en el episodio de la viña de Nabot, descrito en el Primer Libro de
los Reyes, en el capítulo 21, en el que hoy nos detenemos.

En ese texto se cuenta que el rey de Israel, Acab, quiere comprar la viña de un hombre
de nombre Nabot, porque esa viña limita con el palacio real. La propuesta parece
legítima, incluso generosa, pero en Israel las propiedades de la tierra se consideraban
casi inalienables. De hecho, el libro del Levítico prescribe: «La tierra no se venderá a
perpetuidad, porque la tierra es mía y vosotros sois para mí como forasteros y
extranjeros» (Lv 25,23). La tierra es sagrada, porque es un don del Señor, que como tal
ha de protegerse y conservarse, en cuanto signo de la bendición divina que pasa de
generación en generación y garantía de dignidad para todos. Se comprende entonces la
respuesta negativa de Nabot al rey: «Guárdeme Dios de que yo te dé a ti la heredad de
mis padres» (1Re 21,3).

El rey Acab reacciona a ese rechazo con amargura e indignación. Se siente ofendido −él
es el rey, el poderoso−, disminuido en su autoridad de soberano, y frustrado en la
posibilidad de satisfacer su deseo de posesión. Viéndolo así abatido, su mujer Jezabel,
una reina pagana que había incrementado los cultos idólatras y hacía matar a los
profetas del Señor (cfr. 1Re 18,4) −¡no era mala, era malvada!−, decide intervenir. Las
palabras con las que se dirige al rey son muy significativas. Escuchad la maldad que hay
detrás de esta mujer: «¿Así reinas ahora sobre Israel? Levántate, come y alégrate; yo te
daré la viña de Nabot de Jezreel» (v. 7). Ella pone el acento en el prestigio y el poder
del rey que, según su modo de ver, se pone en duda por el rechazo de Nabot. Un poder
que ella, en cambio, considera absoluto, y por el cual todo deseo del rey poderoso es
una orden. El gran San Ambrosio escribió un pequeño libro sobre este episodio. Se
llama “Nabot”. Nos hará bien leerlo en este tiempo de Cuaresma. Es muy bonito, es
muy concreto.

Jesús, recordando estas cosas, nos dice: «Sabéis que los jefes de los pueblos los
tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser
grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre
vosotros, que sea vuestro esclavo» (Mt 20,25-27). Si se pierde la dimensión del
servicio, el poder se transforma en arrogancia y se vuelve dominio y opresión. Eso es
precisamente lo que sucede en el episodio de la viña de Nabot. Jezabel, la reina, de
forma intencional, decide eliminar a Nabot y lleva a cabo su plan.

Se sirve de las apariencias engañosas de una legalidad perversa: escribe, en nombre del
rey, cartas a los ancianos y a los notables de la ciudad ordenando que falsos testigos
acusen públicamente a Nabot de haber maldecido a Dios y al rey, un crimen que se
castigaba con la muerte. Así, muerto Nabot, el rey pudo adueñarse de su viña. Y esta no
es una historia de otros tiempos, es también la historia de hoy, de los poderosos que,
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para tener más dinero, abusan de los pobres, explotan a la gente. Es la historia de la trata
de personas, del trabajo esclavo, de la pobre gente que trabaja en negro y con el salario
mínimo para enriquecer a los poderosos. ¡Es la historia de políticos corruptos que
quieren más y más y más! Por eso decía que nos vendrá bien leer ese libro de San
Ambrosio sobre Nabot, porque es un libro de actualidad.

A eso lleva el ejercicio de una autoridad sin respeto por la vida, sin justicia, sin
misericordia. Y a eso lleva la sed de poder: se vuelve avaricia que quiere poseerlo todo.
Un texto del profeta Isaías es particularmente luminoso al respecto. En él, el Señor pone
en guardia contra la codicia de los ricos latifundistas que quieren poseer cada vez más
casas y tierras. Y dice el profeta Isaías: «¡Ay de los que juntan casa a casa, y añaden
campo a campo, hasta ocuparlo todo! Así os quedaréis solos en medio de la tierra» (Is
5,8).

¡Y el profeta Isaías no era comunista! Pero Dios es más grande que la maldad y los
juegos sucios de los seres humanos. En su misericordia envía al profeta Elías para
ayudar a Acab a convertirse. Ahora pasemos página y, ¿cómo sigue la historia? Dios ve
ese crimen y llama al corazón de Acab, y el rey, puesto ante su pecado, comprende, se
humilla y pide perdón. ¡Qué bonito sería si los poderosos abusadores de hoy hiciesen lo
mismo! El Señor acepta su arrepentimiento; sin embargo, un inocente ha muerto, y la
culpa cometida tendrá inevitables consecuencias. El mal realizado deja sus huellas
dolorosas, y la historia de hombres lleva esas heridas.

La misericordia muestra también en este caso el camino maestro que debe seguirse. La
misericordia puede curar las heridas y puede cambiar la historia. ¡Abre tu corazón a la
misericordia! La misericordia divina es más fuerte que el pecado de los hombres. Es
más fuerte; ¡ese es el ejemplo de Acab! Nosotros conocemos el poder, cuando
recordamos la venida del Inocente Hijo de Dios que se hizo hombre para destruir el mal
con su perdón. Jesucristo es el verdadero rey, pero su poder es completamente distinto.
Su trono es la cruz. No es un rey que mata, sino al contrario da la vida. Su ir hacia
todos, sobre todo a los más débiles, derrota la soledad y el destino de muerte al que
conduce el pecado. Jesucristo con su cercanía y ternura lleva a los pecadores al lugar de
la gracia y del perdón. Y esa es la misericordia de Dios.

















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(8) Dios no repudia a sus hijos, los salva. Miércoles 2 de marzo de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hablando de la misericordia divina, hemos evocado muchas veces la figura del padre de
familia, que ama a sus hijos, los ayuda, cuida de ellos, los perdona. Y como padre, los
educa y los corrige cuando se equivocan, favoreciendo su crecimiento en el bien.

Es así que es presentado Dios en el primer capítulo del profeta Isaías, en el cual el
Señor, como padre afectuoso pero también atento y severo, se dirige a Israel acusándolo
de infidelidad y corrupción, para hacerle regresar al camino de la justicia. Así inicia
nuestro texto: «¡Escuchen, cielos! ¡Presta oído, tierra! porque habla el Señor: Yo crié
hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el
asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene
entendimiento!» (1,2-3).

Dios, por medio del profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre desilusionado:
ha hecho crecer a sus hijos, y ahora ellos se rebelan contra Él. Incluso los animales son
fieles a sus patrones y reconocen la mano que los nutre; el pueblo en cambio no
reconoce más a Dios, se niega entender. Incluso herido, Dios deja hablar al amor, e
invoca a la conciencia de estos hijos degenerados para que se arrepientan y se dejen de
nuevo amar. Esto es lo que hace Dios, ¡eh! Viene a nuestro encuentro para que nosotros
nos dejemos amar por Él en el corazón de nuestro Dios.

La relación padre-hijo, al cual muchas veces los profetas hacen referencia para hablar
de la relación de alianza entre Dios y su pueblo, se ha desnaturalizado. La misión
educativa de los padres mira a hacerlos crecer en la libertad, a hacerlos responsables,
capaces de realizar obras de bien para sí mismos y para los demás. En cambio, a causa
del pecado, la libertad se convierte en presunción de autonomía, presunción de orgullo,
y el orgullo lleva a la contra posición y a la ilusión de autosuficiencia.

Entonces, es ahí que Dios dice a su pueblo: “Se han equivocado de camino” … invita.
Afectuosamente y amargamente dice “mi” pueblo. Dios jamás nos niega; nosotros
somos su pueblo, el más malvado de los hombres, la más malvada de las mujeres, los
más malvados del pueblo son sus hijos. Y este es Dios: ¡jamás, jamás nos repudia! Dice
siempre: “Hijo, ven”. Y este es el amor de nuestro Padre; esta es la misericordia de
Dios. Tener un padre así nos da esperanza, nos da confianza. Esta pertenencia debería
ser vivida en la confianza y en la obediencia, con la conciencia que todo es un don que
viene del amor del Padre. En cambio, está ahí la vanidad, la necedad y la idolatría.

Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a este pueblo con palabras severas para
ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: «¡Ay, nación pecadora, […] hijos
pervertidos! ¡Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, se han
vuelto atrás!» (v. 4).

La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del cual sufre las


consecuencias también el país, devastado y convertido en un desierto, al punto que Sión
– es decir, Jerusalén – se hace inhabitable. Donde existe el rechazo a Dios, a su
paternidad, no hay más vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparece
pervertido y destruido. Todavía, incluso este momento doloroso está en virtud de la
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salvación. La es dada para que el pueblo pueda experimentar la amargura de quien


abandona a Dios, e luego confrontarse con el vacío desolador de una opción de muerte.
El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer
reflexionar al pecador para abrirse a la conversión y al perdón.

Y este es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras culpas
(Cfr. Sal 103,10). El castigo se convierte en un instrumento para inducir a la reflexión.
Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, le da la gracia y no destruye todo, pero
deja abierta siempre la puerta a la esperanza. La salvación implica la decisión de
escuchar y dejarse convertir, pero permanece siempre como un don gratuito. El Señor,
pues, en su misericordia, indica un camino que no es aquel de los sacrificios rituales,
sino más bien el de la justicia. El culto es criticado no porque sea inútil en sí mismo,
sino porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte así en
búsqueda de la propia justicia, creando falsas convicciones que sean los sacrificios a
salvar, no la misericordia divina que perdona el pecado. Para entenderla bien: cuando
alguien está enfermo va al médico; cuando uno se siente pecador va al Señor. Pero en
vez de ir al médico, va al curandero no sana. Muchas veces preferimos ir por caminos
equivocados, buscando una justificación, una justicia, una paz que nos es donada como
don del propio Señor si no vamos y lo buscamos a Él. Dios, dice el profeta Isaías, no le
agrada la sangre de toros y de corderos (v. 11), sobre todo si la ofrenda es hecha con las
manos manchadas por la sangre de los hermanos (v. 15). Pero yo pienso en algunos
benefactores de la Iglesia que vienen con sus ofrendas – “Tome para la Iglesia esta
ofrenda” – es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada, esclavizada con el
trabajo mal pagado! Yo diré a esta gente: “Por favor, llévate tu dinero, quémalo”. El
pueblo de Dios, es decir la Iglesia, no necesita dinero sucio, necesita de corazones
abiertos a la misericordia de Dios. Es necesario acercarse a Dios con manos purificadas,
evitando el mal y practicando el bien y la justicia. Que bello como termina el profeta:
«¡Cesen de hacer el mal – exhorta el profeta – aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el
derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!» (vv.
16-17).

Piensen en tantos prófugos que desembarcan en Europa y no saben a dónde ir.


Entonces, dice el Señor, los pecados, incluso si fueran como la escarlata, se harán
blancos como la nieve, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá nutrirse de los bienes
de la tierra y vivir en la paz (v. 19).

Es este el milagro del perdón que Dios; el perdón que Dios como Padre, quiere donar a
su pueblo. La misericordia de Dios es ofrecida a todos, y estas palabras del profeta
valen también hoy para todos nosotros, llamados a vivir como hijos de Dios. Gracias.


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(9) Pascua, experiencia llena y definitiva del amor misericordioso. Miércoles 16 de


marzo de 2016

En el Libro del profeta Jeremías, los capítulos 30 y 31 son llamados “libro de la
consolación”, porque en ellos la misericordia de Dios se presenta con toda su capacidad
de confrontar y abrir el corazón de los afligidos a la esperanza. Hoy queremos también
nosotros escuchar este mensaje de consolación.

Jeremías se dirige a los israelitas que han sido deportados a tierras extranjeras y pre-
anuncia el regreso a la patria. Este regreso es signo del amor infinito de Dios Padre que
no abandona a sus hijos, sino que los cuida y los salva. El exilio había sido una
experiencia catastrófica para Israel. La fe había vacilado porque en tierra extranjera, sin
el templo, sin el culto, después de haber visto el país destruido, era difícil continuar
creyendo en la bondad del Señor. Me viene a la mente la cercana Albania y como
después de tantas persecuciones y destrucciones ha logrado levantarse en su dignidad y
en la fe. Así había sufrido los israelitas en el exilio.

También nosotros podemos vivir a veces una especie de exilio, cuando la soledad, el
sufrimiento, la muerte nos hacen pensar de haber sido abandonados por Dios. Cuántas
veces hemos escuchado esta palabra: “Dios se ha olvidado de mi”. Muchas veces
personas que sufren y se sienten abandonadas. Y cuántos de nuestros hermanos en
cambio están viviendo en este tiempo una real y dramática situación de exilio, lejos de
su patria, en sus ojos todavía las ruinas de sus casas, en el corazón el miedo y muchas
veces, lamentablemente, ¡el dolor por la pérdida de personas queridas! En estos casos
uno puede preguntarse: ¿Dónde está Dios? ¿Cómo es posible que tanto sufrimiento
pueda golpear a hombres, mujeres y niños inocentes? Y cuando tratan de entrar en otra
parte les cierran la puerta. Y están ahí, al límite porque tantas puertas y tantos corazones
están cerrados. Los migrantes de hoy que sufren el aire, sin alimentos y no pueden
entrar, no reciben la acogida. ¡A mí me gusta mucho escuchar, cuando veo a las
naciones, los gobernantes que abren el corazón y abren las puertas!

El profeta Jeremías nos da una primera respuesta. El pueblo exiliado podrá regresar a
ver su tierra y a experimentar la misericordia del Señor. Es el gran anuncio de
consolación: Dios no está ausente, ni siquiera hoy en estas dramáticas situaciones, Dios
está cerca, y hace obras grandes de salvación para quien confía en Él. No se debe ceder
a la desesperación, sino continuar a estar seguros que el bien vence al mal y que el
Señor secará toda lágrima y nos liberará de todo temor. Por eso Jeremías da su voz a las
palabras del amor de Dios por su pueblo: «Yo te amé con un amor eterno, por eso te
atraje con fidelidad. De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo
te adornarás con tus tamboriles y saldrás danzando alegremente» (31,3-4).

El Señor es fiel, no abandona en la desolación. Dios ama con un amor sin fin, que ni
siquiera el pecado puede frenar, y gracias a Él el corazón del hombre se llena de alegría
y de consolación.

El sueño consolador del regreso a la patria continua en las palabras del profeta, que
dirigiéndose a cuantos regresaran a Jerusalén dice: «Llegarán gritando de alegría a la
altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el
aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado
y no volverán a desfallecer» (31,12).
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En la alegría y en la gratitud, los exiliados retornaran a Sión, subiendo al monte santo


hacia la casa de Dios, y así podrán de nuevo elevar himnos y oraciones al Señor que los
ha liberado. Este regreso a Jerusalén y a sus bienes es descrito con un verbo que
literalmente quiere decir “afluir, correr”. El pueblo es considerado, en un movimiento
paradójico, como un río caudaloso que corre hacia la altura de Sión, subiendo hacia la
cima del monte. ¡Una imagen audaz para decir cuánto es grande la misericordia del
Señor!

La tierra, que el pueblo había debido abandonar, se había convertido en presa de los
enemigos y desolada. Ahora, en cambio, retoma vida y florece. Y los exiliados mismos
serán como un jardín irrigado, como una tierra fértil. Israel, llevado a su patria por su
Señor, asiste a la victoria de la vida sobre la muerte y de la bendición sobre la
maldición.

Y así el pueblo es fortificado y – esta palabra es importante: ¡consolado! – es consolado


por Dios. Los repatriados reciben vida de una fuente que gratuitamente los irriga.

A este punto, el profeta anuncia la plenitud de la alegría, y siempre en nombre de Dios


proclama: «Yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su
aflicción» (31,13).

El salmo nos dice que cuando regresaron a su patria la boca se les llenó de sonrisa; ¡es
una alegría tan grande! Es el don que el Señor quiere hacer también a cada uno de
nosotros, con su perdón que convierte y reconcilia.

El profeta Jeremías nos ha dado el anuncio, presentando el regreso de los exiliados


como un gran símbolo de la consolación dado al corazón que se convierte. El Señor
Jesús, por su parte, ha llevado a cumplimiento este mensaje del profeta. El verdadero y
radical regreso del exilio y la confortante luz después de la oscuridad de la crisis de fe,
se realiza en la Pascua, en la experiencia llena y definitiva del amor de Dios, amor
misericordioso que dona alegría, paz y vida eterna.





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(10) El Salmo “Miserere”. Miércoles 30 de marzo de 2016



Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo
hacemos meditando el Salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial
donde la petición de perdón va precedida por la confesión de la culpa y el orante,
dejándose purificar por el amor del Señor, se convierte en una nueva criatura, capaz de
obediencia, de firmeza de espíritu y de alabanza sincera.

El “título” que la antigua tradición hebrea puso a esto Salmo hace referencia al rey
David y a su pecado con Betsabé, la mujer de Urías el hitita. Conocemos bien el caso.
El rey David, llamado por Dios a apacentar el pueblo y guiarlo por los caminos de la
obediencia a la Ley divina, traiciona su propia misión y, tras haber cometido adulterio
con Betsabé, hace matar a su marido. ¡Feo pecado! El profeta Natán le desvela su culpa
y le ayuda a reconocerla. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión
de su pecado. ¡Y aquí David fue humilde, fue grande!

Quien reza con este Salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de
arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se dio cuenta y, a pesar
de ser rey, se humilló sin tener miedo de confesar la culpa y mostrar su miseria al Señor,
convencido de la certeza de su misericordia. Y no era un pecado de poca monta, una
mentirijilla, lo que había hecho: ¡había cometido un adulterio y un asesinato!

El Salmo comienza con estas palabras de súplica:

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad,


por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado» (vv. 3-4).

La invocación se dirige al Dios de misericordia para que, movido por un amor grande
como el de un padre o una madre, tenga piedad, es decir, conceda la gracia, muestre su
favor con benevolencia y comprensión. Es una llamada apremiante a Dios, el único que
puede liberar del pecado. Se emplean imágenes muy plásticas: borra, lava, limpia. Se
manifiesta, en esta oración, la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la que
tenemos auténtica necesidad en nuestra vida es la de ser perdonados, liberados del mal y
de sus consecuencias de muerte.

Desgraciadamente, la vida nos hace experimentar muchas veces estas situaciones; y lo


importante es que debemos confiar en la misericordia. Dios es más grande que nuestro
pecado. No olvidemos esto: ¡Dios es más grande que nuestro pecado! “¡Padre, yo no lo
sé decir, he cometido tantos y gordos!” Dios es más grande que todos los pecados que
podamos hacer. Dios es más grande que nuestro pecado. ¿Lo decimos juntos? Todos
juntos: “¡Dios es más grande que nuestro pecado!” Otra vez: “¡Dios es más grande que
nuestro pecado!” Otra vez: “¡Dios es más grande que nuestro pecado!” Y su amor es un
océano en el que se puede bucear sin miedo a ser agobiados: perdonar para Dios
significa darnos la certeza de que Él nunca nos abandona. Cualquier cosa que podamos
reprocharnos, Él siempre es más grande que todo (cfr. 1Jn 3,20), porque Dios es más
grande que nuestro pecado.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

En este sentido, quien reza con este Salmo busca el perdón, confiesa su culpa, pero
reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y además pide gracia y
misericordia. El salmista se encomienda a la bondad de Dios, sabe que el perdón divino
es sumamente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo
destruye y lo borra; y lo quita de raíz, no como hacen en la tintorería cuando llevamos
un vestido y quitan la mancha. ¡No! Dios borra nuestro pecado de raíz, ¡todo! Por eso,
el penitente se vuelve puro, toda mancha es eliminada y ahora está más blanco que la
nieve incontaminada. Todos somos pecadores. ¿Verdad? Si alguno no se siente pecador
que levante la mano... ¡Ninguno! Todos lo somos.

Nosotros pecadores, con el perdón, nos volvemos criaturas nuevas, colmadas de espíritu
y llenas de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo
corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que
hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más.
“Pero Padre, yo soy débil, yo caigo y caigo”. “Pues si caes, ¡levántate! ¡Levántate!”.
Cuando un niño se cae, ¿qué se hace? Agarra la mano de su madre, o de su padre para
que lo levante. ¡Hagamos lo mismo! Si caes por debilidad en el pecado, levanta la
mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. ¡Esa es la dignidad del perdón de
Dios! La dignidad que nos da el perdón de Dios y la de levantarnos, ponernos siempre
de pie, porque Él creó al hombre y a la mujer para que estén de pie.

Dice el Salmista:

«Oh Dios, crea en mí un corazón puro,


renuévame por dentro con espíritu firme;
[…]
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti» (vv. 12.15).

Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es de lo que tenemos necesidad, y es


la señal más grande de su misericordia. Un don que todo pecador perdonado está
llamado a compartir con cada hermano y hermana que encuentre. Todos los que el
Señor nos ha puesto al lado, los familiares, los amigos, los colegas, los parroquianos…,
todos están, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es bonito ser
perdonado, pero tú también, si quieres ser perdonado, perdona a tu vez. ¡Perdona! Que
nos conceda el Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de
su perdón, que purifica el corazón y trasforma la vida. Gracias.













La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(11) El Evangelio de la Misericordia. Miércoles 6 de abril de 2016



Tras haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy
comenzamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la llevó a su pleno cumplimiento. Una
misericordia que Él expresó, realizó y comunicó siempre, en todo momento de su vida
terrena. Encontrando a las muchedumbres, anunciando el Evangelio, curando a los
enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un
amor abierto a todos, sin excluir a nadie. Abierto a todos sin límites. Un amor puro,
gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su culmen en el Sacrificio de la cruz. ¡Sí, el
Evangelio es de verdad el “Evangelio de la Misericordia”, porque Jesús es la
Misericordia!

Los cuatro Evangelios atestiguan que Jesús, antes de emprender su ministerio, quiso
recibir el bautismo de Juan Bautista (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34).
Este acontecimiento imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo.
Porque no se presentó al mundo en el esplendor del templo: podía hacerlo. No se hizo
anunciar a bombo y platillo: podía hacerlo. Tampoco vino bajo la apariencia de un juez:
podía hacerlo. En cambio, después de treinta años de vida escondida en Nazaret, Jesús
fue al río Jordán, junto a tanta gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores.
No le dio vergüenza: estaba allí con todos, con los pecadores, para hacerse bautizar.

Así pues, desde el inicio de su ministerio, se manifestó como Mesías que se hace cargo
de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo
afirmó en la sinagoga de Nazaret, identificándose con la profecía de Isaías: «El Espíritu
del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para llevar la buena nueva a los
pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los
cautivos y la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año de
gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Todo lo que Jesús hizo tras el bautismo fue la
realización del programa inicial: traer a todos el amor de Dios que salva. Jesús no trajo
el odio, ni trajo la enemistad: ¡nos trajo el amor! ¡Un amor grande, un corazón abierto a
todos, a todos nosotros! ¡Un amor que salva!

Se hizo próximo a los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón,


alegría y vida nueva. ¡Jesús, el Hijo enviado por el Padre, es realmente el inicio del
tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes a la orilla
del Jordán no entendieron en seguida el alcance del gesto de Jesús. El mismo Juan
Bautista se asombró de su decisión (cfr. Mt 3,14). ¡Pero el Padre celestial no! Hizo oír
su voz desde lo alto: «Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mc
1,11). De este modo, el Padre confirma el camino que el Hijo ha emprendido como
Mesías, mientras baja sobre Él, como una paloma, el Espíritu Santo. El corazón de Jesús
late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos
los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios.

Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la
mirada a Jesús crucificado. Cuando está a punto de morir inocente por nosotros
pecadores, suplica al Padre: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc
23,34). Es en la cruz donde Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del
mundo: el pecado de todos, mis pecados, tus pecados, vuestros pecados. Y ahí, en la
cruz, los presenta al Padre. Y con el pecado del mundo, todos nuestros pecados son
borrados.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

Nada ni nadie queda excluido de esa oración sacrificial de Jesús. Eso significa que no
debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Cuántas veces decimos: “Ese es
un pecador, ha hecho esto y lo otro...”, y juzgamos a los de-más. ¿Y tú? Cada uno
debería preguntarse: “Sí, aquel es un pecador. ¿Y yo?”. Todos somos pecadores, pero
todos somos perdonados: todos tenemos la posibilidad de recibir ese perdón que es la
misericordia de Dios.

No debemos temer, pues, reconocernos pecadores, confesarnos pecadores, porque cada


pecado ha sido llevado por el Hijo a la Cruz. Y cuando lo confesamos arrepentidos
confiándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. El sacramento de la
Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que mana de la Cruz y
renueva en nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha ganado. No
debemos temer nuestras miserias: ¡cada uno tiene las suyas! El poder del amor del
Crucificado no conoce obstáculos y nunca se gasta. Y esa misericordia borra nuestras
miserias.

Queridísimos, en este Año Jubilar pidamos a Dios la gracia de experimentar el poder del
Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón
de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si
acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida quedará plasmada
por la fuerza de su amor que renueva.




























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(12) La Iglesia no es una “comunidad de perfectos”. Miércoles13 de abril de 2016



Hemos escuchado el evangelio de la vocación de Mateo (cfr. Mt 9,9-13). Mateo era un
publicano, es decir un recaudador de impuestos a cuenta del Imperio romano, y por eso
era considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirle y ser su discípulo.
Mateo acepta, y lo invita a cenar a su casa, con sus discípulos. Entonces surge una
discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús porque estos comparten mesa con
publicanos y pecadores. ¡Pero tú no puedes ir a casa de esa gente!, les decían.

En efecto, Jesús no los aleja, es más, frecuenta sus casas y se sienta a su lado; eso
significa que también ellos pueden llegar a ser sus discípulos. Y es igualmente cierto
que ser cristianos no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de
nosotros confía en la gracia del Señor, a pesar de sus propios pecados. Todos somos
pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que
no mira su pasado, su condición social, sus convenciones exteriores, sino que más bien
les abre un nuevo futuro.

Una vez escuché un bonito dicho: No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro.
Es bonito, y es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro. Basta
responder a la invitación con corazón humilde y sincero. La Iglesia no es una
comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se
reconocen pecadores y necesitados de su perdón. Así pues, la vita cristiana es escuela de
humildad que nos abre a la gracia. Dicho comportamiento no lo comprende quien tiene
la presunción de creerse justo y de creerse mejor que los demás. Soberbia y orgullo no
permiten reconocerse necesitados de salvación; es más, impiden ver el rostro
misericordioso de Dios y actuar con misericordia. Son un muro: la soberbia, el
orgullo… Son un muro que impide el trato con Dios.

Sin embargo, la misión de Jesús es precisamente esa: venir en busca de cada uno de
nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirle con amor. Lo dice
claramente: No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos (Mt 9,12). Jesús
se presenta como un buen médico. Anuncia el Reino de Dios, y las señales de su venida
son evidentes: cura las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio.
Ante Jesús ningún pecador queda excluido −¡ningún pecador queda excluido!− porque
el poder sanador de Dios no conoce enfermedad que no pueda ser curada; y esto nos
debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos cure.

Llamando a los pecadores a su mesa, les cura devolviéndoles la vocación que creían
perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según
la profecía de Isaías: Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este
monte, un banquete de deliciosas viandas, un banquete de vinos excelentes, de
alimentos suculentos, de vinos refinados. Y se dirá en aquel día: He aquí a nuestro
Dios; en Él hemos esperado para que nos salvase. Este es el Señor en quien hemos
esperado; alegrémonos, exultemos por su salvación (25,6-9), así dice Isaías.

Si los fariseos ven en los invitados solo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús
al contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios. De este modo,
sentarse a la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la
comunidad cristiana, la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y está la
mesa de la Eucaristía (cfr. Dei Verbum, 21). Esos son los fármacos con los que el
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Médico Divino nos cura y nos alimenta. Con el primero −la Palabra− se revela y nos
invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los
publicanos, las prostitutas… ¡No, no tenía miedo, los amaba a todos! Su Palabra penetra
en nosotros y, como un bisturí, opera en profundidad para liberarnos del mal que anida
en nuestra vida.

A veces, esa Palabra es dolorosa porque incide en las hipocresías, desenmascara las
falsas excusas, saca a la luz las verdades escondidas; pero al mismo tempo ilumina y
purifica, da fuerza y esperanza, es un precioso reconstituyente en nuestro camino de fe.
La Eucaristía, por su parte, nos nutre con la misma vida de Jesús y, como un
potentísimo remedio, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro
Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nos nutrimos con el Cuerpo y la Sangre de
Jesús; a pesar de ello, viniendo a nosotros, es Jesús quien nos une a su Cuerpo.

Concluyendo el diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta
Oseas (6,6): Id y aprended qué quiere decir misericordia quiero y no sacrificio (Mt
9,13). Dirigiéndose al pueblo de Israel, el profeta le reprocha que las oraciones que
elevaban eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la
misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad de fachada, sin vivir
en profundidad el mandato del Señor. Por eso el profeta insiste: Misericordia quiero, es
decir, la lealtad de un corazón que reconoce sus pecados, que se arrepiente y vuelve a
ser fiel a la alianza con Dios. Y no sacrificio: ¡sin un corazón arrepentido, cualquier
acción religiosa es ineficaz!

Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran
muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir mesa con publicanos
y pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por tanto, de una
curación; non ponían en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la
Ley, demostraban no conocer el corazón de Dios. Es como si te regalasen un paquete
con un regalo dentro y tú, en vez de ir a buscar el regalo, miras solo el papel en el que
está envuelto: solo las apariencias, las formas, y no el núcleo de la gracia, del don que
viene dado.

Queridos hermanos y hermanas, todos estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos
nuestra la invitación a sentarnos junto a Él con sus discípulos. Aprendamos a mirar con
misericordia y a reconocer en cada uno de ellos nuestro comensal. Todos somos
discípulos que necesitamos experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Todos
necesitamos nutrirnos de la misericordia de Dios, porque de esa fuente mana nuestra
salvación. Gracias.











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(13) El Papa alerta contra el pecado de la hipocresía. Miércoles 20 de abril de 2016



Hoy queremos detenemos en un aspecto de la misericordia bien representado en el
evangelio de Lucas (Lc 7,37-38.44.47-48): se trata de un hecho sucedido a Jesús cuando
era huésped de un fariseo de nombre Simón. Este quiso invitar a Jesús a su casa porque
había oído hablar bien de Él como de un gran profeta. Y mientras se hallaban sentados a
la mesa, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como pecadora. Y, sin decir
palabra, se pone a los pies de Jesús y se echa a llorar; sus lágrimas mojan los pies de
Jesús, pero ella los seca con sus cabellos y luego los besa y los unge con un perfume
que ha traído consigo.

Resalta el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celoso servidor de la ley, y la
de aquella anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás por las
apariencias, la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, a
pesar de haber invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni implicar su vida con el
Maestro; la mujer, al contrario, se fía plenamente de Él con amor y veneración.

El fariseo no concibe que Jesús se deje contaminar −entre comillas− por los pecadores.
Así pensaban ellos. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y
mantenerlos lejos para no ser manchado, como si fuesen leprosos. Esta actitud es típica
de un cierto modo de entender la religión, y está motivada porque Dios y el pecado se
oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y
el pecador: con el pecado no se pueden hacer componendas, mientras que los pecadores
−¡o sea, todos nosotros!−somos como enfermos que hay que curar, y para curarlos hace
falta que el médico se les acerque, los visite, los toque. Y, naturalmente, el enfermo para
ser curado debe reconocer que necesita al médico.

Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús se inclina por esta última. Jesús, libre de
prejuicios que impiden que la misericordia se exprese, el Maestro la deja hacer. Él, el
Santo de Dios, sedeja tocar por ella sin temor a ser contaminado. Jesús es libre, libre
porque está cerca de Dios que es Padre misericordioso. Y esa cercanía a Dios, Padre
misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora,
Jesús pone fin a esa condición de aislamiento a la que el severo juicio del fariseo y de
sus paisanos −que abusaban de ella− la condenaba: «Tus pecados te son perdonados»
(v. 48).

La mujer ahora puede irse “en paz”. El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su


conversión; por eso, ante todos proclama: «Tu fe te ha salvado» (v. 50). Por una parte,
aquella hipocresía de los doctores de la ley; por otra, la sinceridad, la humildad y la fe
de la mujer. Todos somos pecadores, pero tantas veces caemos en la tentación de la
hipocresía, de creernos mejores que los demás. Pero mira tu pecado…Todos miramos
nuestro pecado, nuestras caídas, nuestros errores y miramos al Señor. Esa es la línea de
la salvación: la relación entre “yo” pecador y el Señor. Si me siento justo, esa relación
de salvación no se da.

En ese momento, un asombro aún más grande llena a todos los comensales: «¿Quién es
este que hasta perdona los pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero
la conversión de la pecadora está a los ojos de todos y demuestra que en Él brilla la
potencia de la misericordia de Dios, capaz de trasformar los corazones.
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La mujer pecadora nos enseña el vínculo entre fe, amor y reconocimiento. Le han sido
perdonados sus «muchos pecados» y por eso ama mucho; «en cambio, al que poco se le
perdona, ama poco» (v. 47). Hasta el mismo Simón debe admitir que ama más aquel a
quien se le ha perdonado más. Dios ha metido a todos en el mismo misterio de
misericordia; y de ese amor, que siempre nos precede, todos aprendemos a amar. Como
recuerda san Pablo: «en Cristo tenemos la redención por su sangre, el perdón de los
pecados, según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar en nosotros» (Ef 1,7-8).
En este texto, el término gracia es prácticamente sinónimo de misericordia, y se da
abundante, es decir, más allá de cualquier expectativa nuestra, porque realiza el plan
salvador de Dios para cada uno de nosotros.

Queridos hermanos, seamos agradecidos por el don de la fe, agradezcamos el Señor su


amor tan grande e inmerecido. Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: a
ese amor aspira el discípulo y en él se funda; de ese amor cada uno se puede nutrir y
alimentar. Así, en el amor agradecido que a nuestra vez derramamos en nuestros
hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad, se comunica a todos la
misericordia del Señor. Gracias.
































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(14) El verdadero amor no hace distinción entre personas. Miércoles 27 de abril de
2016

Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37). Un doctor
de la Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide que responda él mismo, y aquél la da
perfectamente: «Amarás el Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús
entonces concluye: «Haz eso y vivirás» (v. 28).

Pero aquel hombre plantea otra pregunta, que es muy valiosa para nosotros: «¿Quién es
mi prójimo?» (v. 29), se sobreentiende: “¿Mis parientes? ¿Mis paisanos? ¿Los de la mi
religión?...”. En definitiva, quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás
en “prójimo” y “no-prójimo”, en los que pueden ser prójimos y en los que no pueden ser
prójimos.

Y Jesús responde con una parábola, que pone en escena a un sacerdote, un levita y un
samaritano. Los primeros dos son figuras ligadas al culto del templo; el tercero es un
hebreo cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, o sea, el
samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran a
un hombre moribundo, al que los bandidos han asaltado, robado y abandonado. La Ley
del Señor en situaciones similares preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan
de largo sin pararse. Tenían prisa… El sacerdote, quizá, miró el reloj y dijo: “Es que
llego tarde a Misa… Tengo que decir Misa”. Y el otro dijo: “Pues no sé si la Ley me lo
permite, porque hay sangre, y quedaré impuro…”. Van por otro camino y no se acercan.

Y aquí la parábola nos ofrece una primera enseñanza: no es automático que quien
frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es
automático! Tú puede saber toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas,
puedes saber toda la teología, pero del conocer no es automático el amar: amar tiene
otra camino, hace falta la inteligencia, pero también algo más… El sacerdote y el levita
ven, pero ignoran; miran, pero no hacen nada. Sin embargo, no existe verdadero culto si
no se traduce en servicio al prójimo. No lo olvidemos nunca: ante el sufrimiento de
tanta gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer
espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a
Dios! Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano
o anciana que sufre, no me acerco a Dios.

Pero vayamos al centro de la parábola: el samaritano, o sea, precisamente el


despreciado, sobre el que nadie apostaría nada, y que también tenía sus compromisos y
sus cosas que hacer, cuando ve al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos,
que estaban ligados al Templo, sino «que tuvo compasión» (v. 33). Así dice el
Evangelio: “Tuvo compasión”, es decir, el corazón, ¡las entrañas se le conmovieron!
Esa es la diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron
cerrados, fríos. En cambio el corazón del samaritano estaba sintonizado con el corazón
mismo de Dios. Porque la “compasión” es una característica esencial de la misericordia
de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Padece con nosotros,
nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa “padecer con”. El verbo indica
que las entrañas se remueven a la vista del mal del hombre.
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Y en los gestos y en acciones del buen samaritano reconocemos el obrar misericordioso


de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor
sale al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores,
sabe cuánta necesidad tenemos de ayuda y consuelo. Se nos acerca y nunca nos
abandona. Que cada uno se haga la pregunta y responda en su corazón: “¿Yo me lo
creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, tal y como soy, pecador, con tantos
problemas y tantas cosas?” Pensad en eso, y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero cada uno debe
mirar en el corazón si tiene fe en esa compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca,
nos cura, nos acaricia. Y si lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre junto a
nosotros.

El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel


hombre, lo transporta a un albergue, cuida de él personalmente y paga su asistencia.
Toso esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que
significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse dando todos
los pasos necesarios para “acercarse” al otro hasta hacerse uno con él: «amarás al
prójimo como a ti mismo». Ese es el Mandamiento del Señor.

Concluida la parábola, Jesús devuelve la pregunta al doctor de la Ley y le pide: «¿Quién


de estos tres te parece que haya sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?»
(v. 36). La respuesta es finalmente inequívoca: «El que tuvo compasión de él» (v. 27).
Al comienzo de la parábola, para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al
final, el prójimo es el samaritano que se acercó. Jesús da la vuelta a la perspectiva: no
clasificar a los demás para ver quien es prójimo y quién no. Tú puedes ser prójimo de
cualquiera que encuentres en necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es
decir, si tienes esa capacidad de padecer con el otro.

Esta parábola es uno estupendo regalo para todos nosotros, ¡y también un compromiso!
A cada uno de nosotros Jesús repite lo que dijo al doctor de la Ley: «Ve, y haz tú lo
mismo» (v. 37). Estamos todos llamados a recorrer el mismo camino del buen
samaritano, que es figura de Cristo: Jesús se inclinó hacia nosotros, se hizo nuestro
siervo, y así nos salvó, para que también nosotros podamos amarnos como él nos amó,
del mismo modo.
















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(15) Dios no considera a nadie definitivamente perdido. Miércoles 04 de Mayo de


2016

Conocemos todos la imagen del Buen Pastor que carga sobre sus hombros la oveja
perdida. Desde siempre esta imagen representa la solicitud de Jesús con los pecadores y
la misericordia deDios que no se resigna a perder ninguno.

La parábola la cuenta Jesús para dar a entender que su cercanía a los pecadores no debe
escandalizar, sino al contrario provocar en todos una seria reflexión sobre cómo vivimos
nuestra fe. En el relato están, por una parte, los pecadores que se acercan a Jesús para
escucharle y, por otra parte,los doctores de la ley, los escribas sospechosos que se alejan
de él por ese comportamiento suyo. Se alejanporque Jesús se acerca a los pecadores.
Estos eran orgullosos, eran soberbios, se creían justos.

Nuestra parábola se desarrolla en torno a tres personajes: el pastor, la oveja perdida y el


resto del rebaño. Pero el que actúa es solo el pastor, no las ovejas.Así pues, el pastor es
el único protagonista y todo depende de él. Una pregunta introduce la parábola: ¿Quién
de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja a las noventa y nueve en el
desierto y sale en busca de la perdida hasta encontrarla (v. 4). Se trata de una paradoja
que hace dudar del obrar del pastor: ¿Es prudente abandonar a las noventa y nueve por
una sola oveja? ¿Y, además, no en la seguridad de un redil sino en el desierto?

Según la tradición bíblica,el desierto es lugar de muerte, donde es difícil encontrar


comida y agua, sin resguardo y a merced de las fieras y ladrones.¿Qué pueden hacer
noventa y nueve ovejas indefensas? La paradoja continúa diciendo que el pastor,
encontrada la oveja, la carga sobre sus hombros, va a casa, llama a los amigos y vecinos
y les dice: Alegraos conmigo(v. 6). ¡Parece que el pastor no vuelva al desierto a
recuperar todo el rebaño! Preocupado por aquella única oveja, parece olvidar a las otras
noventa y nueve.

Pero en realidad no es así. La enseñanza que Jesús quiere darnos es más bien que
ninguna oveja puede perderse. El Señor no puede resignarse a que una sola persona
pueda perderse. El obrar de Dios es el que va en busca de los hijos perdidos para luego
celebrarlo y alegrarse con todos por su hallazgo. Se trata de un deseo irrefrenable: ni
siquiera noventa y nueve ovejas pueden retener al pastor y tenerlo encerrado en el
redil.Podría razonar:Bueno, si hacemos balance, tengo noventa y nueve, y he perdido
una; no es una gran pérdida. Pero no, va a buscar aquella, porque cada una de ellas es
muy importante para él, y aquella es la más necesitada, la más abandonada, la más
descartada; y va allí a buscarla.

Todos estamos avisados: la misericordia con los pecadores es el estilo con el que actúa
Dios y Él es absolutamente fiel a esa misericordia: nada ni nadie podrá distraerlo de su
voluntad de salvación. Dios no conoce nuestra actual cultura del descarte; para Dios eso
no cuenta. Dios no descarta a ningunapersona; Dios ama a todos, busca a todos... ¡A
todos! Uno a uno. Él no conoceesa palabra: descartar a la gente, porque es todo amor y
todo misericordia.

El rebaño del Señor está siempre en camino: no posee al Señor, ni puede engañarse con
encerrarlo en nuestros esquemas y en nuestras estrategias. Encontraremos al pastor
donde esté la oveja perdida. Así pues, al Señor hay que buscarlo donde él nos quiere
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encontrar, no donde nosotros pretendemos encontrarlo. De ningún otro modo se podrá


recomponer el rebaño si no siguiendo el camino trazado por la misericordia del pastor.
Mientras busca la oveja perdida, provoca a las noventa y nueve a que participen en la
reunificación del rebaño. Así que no solo la oveja cargada a los hombros sino que todo
el rebaño seguirá al pastor a su casa para celebrarlo con amigos y vecinos.

Debemos reflexionar más a menudo sobre esta parábola porque en la comunidad


cristiana siempre hay alguno que falta y se ha ido dejando el sitio vacío. A veces es
desalentadory nos lleva a creer que es una pérdida inevitable, una enfermedadsin
remedio. Es entonces cuando corremos el peligro de encerrarnos dentro del redil, donde
no habrá olor a oveja, sino ¡peste a cerrado! Y los cristianos no debemos estar
encerrados porque apestaríamos a cosas cerradas. ¡Nunca! Tenemos que salir y ese
encerrarse en sí mismo, en las pequeñas comunidades, en la parroquia, allá... −pues
nosotros, los justos... Esto sucede cuando falta el celo misionero que nos lleva a
encontrar a los demás. En la visión de Jesús no hay ovejas definitivamente perdidas,
esto tenemos que entenderlo bien: para Dios ninguno está definitivamente perdido.
¡Jamás! Hasta el último momento, Dios nos busca. Pensad en el buen ladrón; solo en la
visión de Jesús nadie está definitivamente perdido sino solo ovejas que hay que
encontrar.

La perspectiva por tanto es toda dinámica, abierta, estimulante y creativa. Nos lleva a
salir a buscar, para emprender un camino de fraternidad. Ninguna distancia puede tener
alejado al pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un hermano. Encontrar a quien se
ha perdido es la alegría del pastor y de Dios, ¡pero es también la alegría de todo el
rebaño! Todos somos ovejas encontradas y reunidas por la misericordia del Señor,
llamados a reunirnos con él y con todo el rebaño. Gracias.
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(16) El Papa explica la parábola del padre misericordioso. Miércoles 11 de Mayo de


2016

Esta audiencia de hoy se tiene en dos sitios: como había riesgo de lluvia, los
enfermos están en el Aula Pablo VI conectados con nosotros con la pantalla
gigante; dos sitios pero una sola audiencia. Saludamos a los enfermos que están en
el Aula Pablo VI. Hoy queremos reflexionar sobre la parábola del Padre
misericordioso. Nos habla de un padre y de sus dos hijos, y nos da a conocer la
misericordia infinita de Dios.

Partamos del final, es decir, de la alegría del corazón del Padre, que dice:
«Celebremos, porque esto hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido y ha sido encontrado» (vv. 23-24). Con estas palabras el padre interrumpe
al hijo menor en el momento en que estaba confesando su culpa: «Ya no soy digno
de ser llamado hijo tuyo…» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para el
corazón del padre que, por el contrario, se apresura a restituir al hijo los signos del
su dignidad: el vestido bueno, el anillo, las sandalias. Jesús no describe a un padre
ofendido ni resentido, un padre que, por ejemplo, dice al hijo: “¡Me las pagarás!”:
no, el padre lo abraza, lo espera con amor. Al contrario, lo único que le preocupa al
padre es que este hijo esté ante él sano y salvo, y eso lo hace feliz y hace una fiesta.

La acogida del hijo que vuelve se describe de modo conmovedor: «Cuando aún
estaba lejos, su padre lo vio, tuvo compasión, corrió a su encuentro, se le echó al
cuello y lo besó» (v. 20). Cuanta ternura; lo vio de lejos: ¿qué significa esto? Que el
padre subía a la terraza continuamente para vigilar el camino y ver si el hijo volvía;
aquel hijo que había hecho de todo, pero el padre lo esperaba. ¡Qué hermosura la
ternura del padre! La misericordia del padre es desbordante, incondicionada, y se
manifiesta mucho antes de que el hijo hable.

Ciertamente, el hijo sabe que se equivocó y lo reconoce: «He pecado… trátame
como a uno de tus empleados» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven ante el
perdón del padre. El abrazo y el beso de su papá le hacen comprender que siempre
fue considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Jesús:
nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no
depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y, por tanto, nadie puede
quitárnosla, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad.

Estas palabras de Jesús nos animan a no desesperar nunca. Pienso en las madres y
padres preocupados cuando ven a los hijos alejarse por caminos peligrosos. Pienso
en los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido en
vano. Y pienso también en quien se encuentra en la cárcel y le parece que su vida
esté acabada; en quienes han tomado decisiones equivocadas y no consiguen mirar
al futuro; en todos los que tienen hambre de misericordia y de perdón y creen no
merecerlo… En cualquier situación de la vida, no debo olvidar que nunca dejaré de
ser hijo de Dios, ser hijo de un Padre que me ama y espera mi vuelta. Incluso en la
situación más fea de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme, Dios me
espera.

En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la
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misericordia del padre. Siempre se ha quedado en casa, ¡pero es tan distinto de su


padre! Sus palabras carecen de ternura: «Yo te siervo desde hace tantos años y
nunca he desobedecido a un mandato tuyo… pero ahora que ha vuelto este hijo
tuyo…» (vv. 29-30). Vemos el desprecio: nunca dice “padre”, nunca dice “hermano”,
piensa solo en sí mismo, se gloría de haber estado siempre junto al padre y de
haberle servido; sin embargo, jamás ha vivido con alegría esa cercanía. Y ahora
acusa al padre de no haberle dado nunca un cabrito para hacer una fiesta. ¡Pobre
padre! Un hijo se había ido, y el otro nunca estuvo cerca de verdad! El sufrimiento
del padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nos
alejamos o porque nos vamos lejos o porque estamos cerca pero sin ser cercanos.

El hijo mayor, también él necesita misericordia. Los justos, los que se creen justos,
también ellos necesitan misericordia. Este hijo nos representa a nosotros cuando
nos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos nada a
cambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se está para tener una
compensación, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No se
trata de “regatear” con Dios, sino de seguir a Jesús que se dio a sí mismo en la cruz
sin medida.

«Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo, pero había que celebrarlo y
alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es la de la
misericordia! El hijo menor pensaba que merecía un castigo a causa de sus
pecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa por sus servicios. Los dos
hermanos no hablan entre sí, viven historias diferentes, pero ambos razonan según
una lógica extraña a Jesús: si haces bien recibes un premio, si haces mal eres
castigado; y esa no es la lógica de Jesús, ¡no lo es! Esa lógica es trasformada por las
palabras del padre: «Había que celebrarlo y alegrarse porque este hermanos tuyo
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado» (v. 31). El
padre ha recuperado al hijo perdido, ¡y ahora puede también devolverlo a su
hermano! Sin el menor, también el hijo mayor deja de ser un “hermano”. La alegría
más grande para el padre es ver que sus hijos se reconozcan hermanos.

Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarlo. Deben
interrogarse sobre sus deseos y sobre la visión que tienen de la vida. La parábola
termina dejando el final en suspenso: no sabemos qué decidió hacer el hijo mayor.
Y eso es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todos
necesitamos entrar en la casa del Padre y participar en su alegría, en su fiesta de la
misericordia y de la fraternidad. ¡Hermanos y hermanas, abramos nuestro corazón,
para ser “misericordiosos como el Padre”!










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(17) El rico Epulon y el pobre Lazaro. Miércoles 18 de Mayo de 2016



Deseo detenerme con vosotros hoy en la parábola del hombre rico y del pobre
Lázaro. La vida de estas dos personas parece transcurrir por raíles paralelos: sus
condiciones de vida son opuestas y absolutamente nada comunicantes. El portón
de la casa del rico está siempre cerrado para el pobre, que yace fuera, intentando
comer algunas sobras de la mesa del rico. Este viste con lujo, mientras que Lázaro
está cubierto de llagas; el rico cada día celebra grandes banquetes, mientras Lázaro
muere de hambre. Solo los perros se preocupan de él, y vienen a lamerle las llagas.
Esta escena recuerda el duro reproche del Hijo del hombre en el juicio final: Tuve
hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, estaba […]
denudo y no me vestisteis (Mt 25,42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso
de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo donde
inmensas riquezas y recursos están en manos de unos pocos.

Jesús dice que un día aquel hombre rico murió: los pobres y los ricos mueren,
tienen el mismo destino, como todos nosotros, no hay excepciones a esto. Y
entonces aquel hombre se dirige a Abraham suplicándole con el apelativo de
“padre” (vv. 24.27). Reivindica ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Pero en
vida no demostró consideración alguna a Dios, es más, hizo de sí mismo el centro
de todo, encerrado en su mundo de lujo y derroche. Excluyendo a Lázaro, no tuvo
en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Esto
debemos aprenderlo bien: ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un detalle
concreto en la parábola que hay que señalar: el rico no tiene nombre, sino solo el
adjetivo: “el rico”; mientras que el del pobre se repite cinco veces, y “Lázaro”
significa “Dios ayuda”. Lázaro, que yace ante la puerta, es una viva llamada al rico
para acordarse de Dios, pero el rico no acoge dicha llamada. Será condenado por
tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por
Lázaro y de socorrerlo.

En la segunda parte de la parábola, encontramos a Lázaro y al rico después de su
muerte (vv. 22-31). En el más allá la situación ha cambiado: el pobre Lázaro es
llevado por los ángeles al cielo, junto a Abraham; el rico, en cambio, se precipita
entre tormentos. Entonces el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham y a
Lázaro junto a él. Parece como si viera a Lázaro por primera vez, pero sus palabras
lo traicionan: Padre Abraham −dice−, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para
que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy
atormentado en estas llamas. Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda,
mientras que en vida disimulaba no verlo −¡cuántas veces tanta gente disimula no
ver a los pobres! Para ellos los pobres no existen−. Primero le negaba hasta las
sobras de su mesa, ¡y ahora quiere que le lleve de beber! Todavía cree que tiene
derechos por su anterior condición social. Declarando imposible cumplir su
petición, Abraham en persona ofrece la clave de todo el relato: explica que los
bienes y los males han sido distribuidos para compensar la injusticia terrena, y la
puerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha transformada en «un gran
abismo». Mientras Lázaro estuvo ante su casa, para el rico existía la posibilidad de
salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos han muerto, la
situación se ha vuelto irreparable. Dios nunca aparece directamente, pero la
parábola pone claramente en guardia: la misericordia de Dios con nosotros está
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vinculada a nuestra misericordia con el prójimo; cuando falta ésta, tampoco


aquella encuentra sitio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro
la puerta de mi corazón al pobre, esa puerta permanece cerrada. También para
Dios. Y esto es terrible.

En ese momento, el rico piensa en sus hermanos, que corren el riesgo de tener el
mismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo para advertirles. Pero
Abraham replica: Tienen a Moisés y a los profetas, que los oigan a ellos. Para
convertirnos, no debemos esperar sucesos prodigiosos, sino abrir el corazón a la
Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios
puede revivir un corazón seco y curarlo de su ceguera. El rico conocía la Palabra de
Dios, pero no la dejó entrar en su corazón, no la escuchó, por eso fue incapaz de
abrir los ojos y tener compasión del pobre. Ningún mensajero ni ningún mensaje
podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos viene
a nuestro encuentro Jesús mismo: Todo lo que hicisteis a uno solo de estos mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40), dice Jesús. Así, en el
cambio de suerte que la parábola describe se esconde el misterio de nuestra
salvación, donde Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y
hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la
tierra, podemos cantar con María: Derribó de los tronos a los poderosos, y exaltó a
los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidió
vacíos (Lc 1,52-53).


























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(18) La oración, transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios.


Miércoles 25 de Mayo de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La parábola evangélica que apenas hemos escuchado (Cfr. Lc 18, 1-8) contiene una
enseñanza importante: «que es necesario orar siempre sin desanimarse» (v. 1). Por
lo tanto, no se trata de orar algunas veces, cuando tengo ganas. No, Jesús dice que
se necesita «orar siempre sin desanimarse». Y pone el ejemplo de la viuda y el juez.

El juez es un personaje poderoso, llamado a emitir sentencias basándose en la Ley
de Moisés. Por esto la tradición bíblica exhortaba que los jueces sean personas
timoratas de Dios, dignas de fe, imparciales e incorruptibles (Cfr. Ex 18,21). Nos
hará bien escuchar esto también hoy, ¡eh! Al contrario, este juez «no temía a Dios
ni le importaban los hombres» (V. 2). Era un juez perverso, sin escrúpulos, que no
tenía en cuenta a la Ley pero hacia lo que quería, según sus intereses. A él se dirige
una viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a los
extranjeros, eran las categorías más débiles de la sociedad. Sus derechos tutelados
por la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo personas solas e
indefensas, difícilmente podían hacerse valer: una pobre viuda, ahí, sola, nadie la
defiende, podían ignorarla, incluso no hacerle justicia; así también el huérfano, así
el extranjero, el migrante. ¡Lo mismo! En aquel tiempo era muy fuerte esto. Ante la
indiferencia del juez, la viuda recurre a su única arma: continuar insistentemente
en fastidiarlo presentándole su pedido de justicia. Y justamente con esta
perseverancia alcanza su objetivo. El juez, de hecho, en cierto momento la
compensa, no porque es movido por la misericordia, ni porque la conciencia se lo
impone; simplemente admite: «Pero como esta viuda me molesta, le haré justicia
para que no venga continuamente a fastidiarme» (v. 5).

De esta parábola Jesús saca una doble conclusión: si la viuda ha logrado convencer
al juez deshonesto con sus pedidos insistentes, cuanto más Dios, que es Padre
bueno y justo, «hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche»; y además
no «les hará esperar por mucho tiempo», sino actuará «rápidamente» (vv. 7-8).

Por esto, Jesús exhorta a orar “sin desfallecer”. Todos sentimos momentos de
cansancio y de desánimo, sobre todo cuando nuestra oración parece ineficaz. Pero
Jesús nos asegura: a diferencia del juez injusto, que Dios escucha rápidamente a
sus hijos, aunque si esto no significa que lo haga en los tiempos y en los modos que
nosotros quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varita
mágica! Ésta nos ayuda a conservar la fe en Dios y a confiar en Él incluso cuando
no comprendemos su voluntad. En esto, Jesús mismo – ¡que oraba tanto! – nos da
el ejemplo. La Carta a los Hebreos recuerda que – así dice – «Él dirigió durante su
vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía
salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión» (5,7). A primera
vista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús ha muerto en la cruz. No
obstante la Carta a los Hebreos no se equivoca: Dios de verdad ha salvado a Jesús
de la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero ¡el camino recorrido
para obtenerla ha pasado a través de la misma muerte! La referencia a la súplica
que Dios ha escuchado se refiere a la oración de Jesús en el Getsemaní. Invadido
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por la angustia oprimente, Jesús pide al Padre que lo libere del cáliz amargo de la
pasión, pero su oración esta empapada de la confianza en el Padre y se encomienda
sin reservas a su voluntad: «Pero – dice Jesús – no se haga mi voluntad, sino la
tuya» (Mt 26,39). El objeto de la oración pasa a un segundo plano; lo que importa
antes de nada es la relación con el Padre. Es esto lo que hace la oración: transforma
el deseo y lo modela según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porque
quien ora aspira ante todo a la unión con Dios, que es Amor misericordioso.

La parábola termina con una pregunta: «Pero cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta estamos todos
advertidos: no debemos desistir en la oración aunque no sea correspondida. ¡Es la
oración que conserva la fe, sin ella la fe vacila! Pidamos al Señor una fe que se haga
oración incesante, perseverante, como aquella de la viuda de la parábola, una fe
que se nutre del deseo de su llegada. Y en la oración experimentamos la compasión
de Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amor
misericordioso. ¡Gracias!

































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(19) La humildad es la condición necesaria para ser escuchados por Dios. Miércoles
01 de junio de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad
de orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la
actitud justa para orar e invocar la misericordia del Padre: cómo se debe orar. Una
actitud justa para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (Cfr. Lc 19,9-14).

Ambos protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de modos muy diferentes,
obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras.
La suya, si, es una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un
alarde de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres»,
calificándolos como «ladrones, injustos y adúlteros», como, por ejemplo – y señala a
aquel otro que estaba ahí - «como ese publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el
problema: aquel fariseo ora a Dios, pero en verdad mira a sí mismo. ¡Ora a si mismo!
En vez de tener delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de encontrarse en el
templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie,
se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él enumera las buenas obras
cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces
por semana» y paga la “décima” parte de todo aquello que posee. En conclusión, más
que orar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Y además, su
actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a
todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores,
también cuando señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo,
descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.

No basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos también examinarnos cómo


oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los
pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia y la hipocresía. Pero, yo
pregunto: ¿se puede orar con arrogancia? No. ¿Se puede orar con hipocresía? No.
Solamente, debemos orar ante Dios como nosotros somos. Pero éste oraba con
arrogancia e hipocresía. Estamos todos metidos en la agitación del ritmo cotidiano,
muchas veces a merced de sensaciones, desorientadas, confusas. Es necesario aprender
a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del
silencio, porque es ahí que Dios nos encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí
podemos nosotros encontrar a los demás y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado
hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su
corazón.

El publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo humilde y arrepentido:


«manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es breve, no es tan larga como aquella del
fariseo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador». Nada más. “Oh Dios, ten
piedad de mí pecador”. Bella oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos.
Digámosla: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”.
“Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. De hecho, los cobradores de impuestos –
llamados justamente, publicanos – eran considerados personas impuras, sometidas a los
dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los
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“pecadores”. La parábola enseña que se es justo o pecador no por la propia pertenencia


social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los
hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano
testimonian su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial. Actúa
como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no
pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de
Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las
manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra
a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final
justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.

Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Les aseguro que este último – es decir,
el publicano - volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se
ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿Quién
es el corrupto? El fariseo. El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar,
pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto
pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia,
es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la
oración, aleja a Dios y a los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para
desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser ensalzados por
Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la
oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable lo abre.
Dios tiene una debilidad: la debilidad por los hombres. Delante a un corazón humilde,
Dios abre su corazón totalmente. Es esta humildad que la Virgen María expresa en el
cantico del Magníficat: «Ha mirado la humillación de su esclava. […] Su misericordia
se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen» (Lc 1,48.50).
Que Ella nos ayude, nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros,
repitamos tres veces más, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”.
“Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Gracias.
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(20) Las bodas de Caná, una Alianza nueva y definitiva. Miércoles 08 de junio de
2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Antes de comenzar la catequesis, quisiera saludar a un grupo de parejas – ahí al final –


que celebran cincuenta años de matrimonio. ¡Aquello sí que es el vino bueno de la
familia! La suya es un testimonio que los nuevos esposos – que saludare después – y los
jóvenes deben aprender. Es un bello testimonio. Gracias por su testimonio. Después de
haber comentado algunas parábolas de la misericordia, hoy nos detenemos en uno de
los primeros milagros de Jesús, que el evangelista Juan llama “signos”, porque Jesús no
los hizo para suscitar maravilla, sino para revelar el amor del Padre. El primero de estos
signos prodigiosos es narrado justamente por Juan (2,1-11) y se cumplió en Caná de
Galilea. Se trata de una especie de “puerta de ingreso”, en el cual se han esculpido
palabras y expresiones que iluminan el entero misterio de Cristo y abren el corazón de
los discípulos a la fe. Veamos algunos.

En la introducción encontramos la expresión «Jesús también fue invitado con sus


discípulos» (v. 2). A aquellos que Jesús ha llamado a seguirlo, los ha ligado a sí en una
comunidad y ahora, como una única familia, son invitados todos a la boda. Dando inicio
a su ministerio público en las bodas de Caná, Jesús se manifiesta como el esposo del
pueblo de Dios, anunciado por los profetas, y nos revela la profundidad de la relación
que nos une a Él: es una nueva Alianza de amor. ¿Qué cosa hay en el fundamento de
nuestra fe? Un acto de misericordia con el cual Jesús nos ha ligado a sí. Y la vida
cristiana es la respuesta a este amor, es como la historia de dos enamorados. Dios y el
hombre se encuentran, se buscan, se hallan, se celebran y se aman: exactamente como el
amado y la amada del Cantar de los Cantares. Todo lo demás viene como consecuencia
de esta relación. La Iglesia es la familia de Jesús en el cual se vierte su amor; es este
amor que la Iglesia cuida y quiere donar a todos.

En el contexto de la Alianza se comprende también la observación de la Virgen: «No


tienen vino» (v. 3). ¿Cómo es posible celebrar las bodas y hacer fiesta si falta aquello
que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (Cfr. Am
9,13-14; Jo 2,24; Is 25,6)? El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la
abundancia del banquete y la alegría de la fiesta. Es una fiesta de bodas en la cual falta
el vino; los nuevos esposos pasan vergüenza, sienten vergüenza y se avergüenzan de
esto. Pero imaginen terminar una fiesta de bodas bebiendo te; sería una vergüenza. El
vino es necesario para la fiesta. Transformando en vino el agua de las tinajas destinadas
«a los ritos de purificación de los Judíos» (v. 6), Jesús realiza un signo elocuente:
transforma la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría. Como dice en otro
pasaje el mismo Juan: «La Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad
nos han llegado por Jesucristo» (1,17).

Las palabras que María dirige a los sirvientes coronan el cuadro nupcial de Caná:
«Hagan todo lo que él les diga» (v. 5). Es curioso: son sus últimas palabras reportadas
en los Evangelio: son la herencia que nos entrega a todos nosotros. También hoy la
Virgen nos dice a todos nosotros: «Hagan todo lo que él les diga». Es la herencia que
nos ha dejado: ¡es bello! Se trata de una expresión que evoca la fórmula de fe utilizada
por el pueblo de Israel en el Sinaí como respuesta a las promesas de la alianza:
«Estamos decididos a poner en práctica todo lo que ha dicho el Señor» (Ex 19,8). Y en
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efecto en Caná los sirvientes obedecen. «Jesús dijo a los sirvientes: Llenen de agua estas
tinajas. Y las llenaron hasta el borde. Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado
del banquete. Así lo hicieron» (vv. 7-8). En estas bodas, de verdad viene estipulada una
Nueva Alianza y a los servidores del Señor, es decir a toda la Iglesia, le es confiada la
nueva misión: «Hagan todo lo que él les diga». Servir al Señor significa escuchar y
poner en práctica su Palabra. Es la recomendación simple pero esencial de la Madre de
Jesús y es el programa de vida del cristiano. Para cada uno de nosotros, sacar de las
tinajas equivale a confiar en la Palabra de Dios para experimentar su eficacia en la vida.
Entonces, junto al encargado del banquete que ha probado el agua convertida en vino,
también nosotros podemos exclamar: «Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta
este momento» (v. 10). Si, el Señor continúa reservando aquel vino bueno para nuestra
salvación, así como continua brotando del costado atravesado del Señor.

La conclusión de la narración suena como una sentencia: «Este fue el primero de los
signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos
creyeron en él» (v. 11). Las bodas de Caná son mucho más que una simple narración del
primer milagro de Jesús. Como en un cofre, Él cuida el secreto de su persona y el fin de
su venida: el esperado Esposo da inicio a las bodas que se cumplen en el Misterio
pascual. En estas bodas Jesús liga a sí a sus discípulos con una alianza nueva y
definitiva. En Caná los discípulos de Jesús se convierten en su familia y en Caná nace la
fe de la Iglesia. ¡A estas bodas todos nosotros estamos invitados, porque el vino nuevo
no faltará más! Gracias.
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(21) El camino de la fe es pasar de mendigos a discípulos. Miércoles 15 de junio de


2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Un día Jesús, acercándose a la ciudad de Jericó, realizó el milagro de restituir la vista a


un ciego que mendigaba a lo largo del camino (Cfr. Lc 18,35-43). Hoy queremos aferrar
el significado de este signo porque también nos toca directamente. El evangelista Lucas
dice que aquel ciego estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna (Cfr. v. 35).
Un ciego en aquellos tiempos – incluso hasta hace poco tiempo atrás – podía vivir sólo
de la limosna. La figura de este ciego representa a tantas personas que, también hoy, se
encuentran marginadas a causa de una discapacidad física o de otro tipo. Está separado
de la gente, está ahí sentado mientras la gente pasa ocupada, en sus pensamientos y
tantas cosas… Y el camino, que puede ser un lugar de encuentro, para él en cambio es
el lugar de la soledad. Tanta gente que pasa. Y él está solo.

Es triste la imagen de un marginado, sobre todo en el escenario de la ciudad de Jericó, la


espléndida y prospera oasis en el desierto. Sabemos que justamente a Jericó llegó el
pueblo de Israel al final del largo éxodo de Egipto: aquella ciudad representa la puerta
de ingreso a la tierra prometida. Recordemos las palabras que Moisés pronunció en
aquella circunstancia; decía así: «Si hay algún pobre entre tus hermanos, en alguna de
las ciudades del país que el Señor, tu Dios, te da, no endurezcas tu corazón ni le cierres
tu mano. Es verdad que nunca faltarán pobres en tu país. Por eso yo te ordeno: abre
generosamente tu mano al pobre, al hermano indigente que vive en tu tierra» (Deut.
15,7.11). Es agudo el contraste entre esta recomendación de la Ley de Dios y la
situación descrita en el Evangelio: mientras el ciego grita – tenia buena voz, ¿eh? –
mientras el ciego grita invocando a Jesús, la gente le reprocha para hacerlo callar, como
si no tuviese derecho a hablar. No tienen compasión de él, es más, sienten fastidio por
sus gritos. Eh… Cuantas veces nosotros, cuando vemos tanta gente en la calle – gente
necesitada, enferma, que no tiene que comer – sentimos fastidio. Cuantas veces
nosotros, cuando nos encontramos ante tantos prófugos y refugiados, sentimos fastidio.
Es una tentación: todos nosotros tenemos esto, ¿eh? Todos, también yo, todos. Es por
esto que la Palabra de Dios nos enseña. La indiferencia y la hostilidad los hacen ciegos
y sordos, impiden ver a los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor.
Indiferencia y hostilidad. Y cuando esta indiferencia y hostilidad se hacen agresión y
también insulto – “pero échenlos fuera a todos estos”, “llévenlos a otra parte” – esta
agresión; es aquello que hacia la gente cuando el ciego gritaba: “pero tú vete, no hables,
no grites”.

Notamos una característica interesante. El Evangelista dice que alguien de la multitud


explicó al ciego el motivo de toda aquella gente diciendo: «Que pasaba Jesús de
Nazaret» (v. 37). El paso de Jesús es indicado con el mismo verbo con el cual en el libro
del Éxodo se habla del paso del ángel exterminador que salva a los Israelitas en las
tierras de Egipto (Cfr. Ex 12,23). Es el “paso” de la pascua, el inicio de la liberación:
cuando pasa Jesús, siempre hay liberación, siempre hay salvación. Al ciego, pues, es
como si fuera anunciada su pascua. Sin dejarse atemorizar, el ciego grita varias veces
dirigiéndose a Jesús reconociéndolo como Hijo de David, el Mesías esperado que,
según el profeta Isaías, habría abierto los ojos a los ciegos (Cfr. Is 35,5). A diferencia de
la multitud, este ciego ve con los ojos de la fe. Gracias a ella su suplica tiene una
potente eficacia. De hecho, al oírlo, «Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran» (v.
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40). Haciendo así Jesús quita al ciego del margen del camino y lo pone al centro de la
atención de sus discípulos y de la gente. Pensemos también nosotros, cuando hemos
estado en situaciones difíciles, también en situaciones de pecado, como ha estado ahí
Jesús a tomarnos de la mano y a sacarnos del margen del camino a la salvación. Se
realiza así un doble pasaje. Primero: la gente había anunciado la buena noticia al ciego,
pero no quería tener nada que ver con él; ahora Jesús obliga a todos a tomar conciencia
que el buen anuncio implica poner al centro del propio camino a aquel que estaba
excluido. Segundo: a su vez, el ciego no veía, pero su fe le abre el camino a la
salvación, y él se encuentra en medio de cuantos habían bajado al camino para ver a
Jesús. Hermanos y hermanas, el paso del Señor es un encuentro de misericordia que une
a todos alrededor de Él para permitir reconocer quien tiene necesidad de ayuda y de
consolación. También en nuestra vida Jesús pasa; y cuando pasa Jesús, y yo me doy
cuenta, es una invitación a acercarme a Él, a ser más bueno, a ser mejor cristiano, a
seguir a Jesús.

Jesús se dirige al ciego y le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 41). Estas
palabras de Jesús son impresionantes: el Hijo de Dios ahora está frente al ciego como un
humilde siervo. Él, Jesús, Dios dice: “Pero, ¿Qué cosa quieres que haga por ti? ¿Cómo
quieres que yo te sirva?” Dios se hace siervo del hombre pecador. Y el ciego responde a
Jesús no más llamándolo “Hijo de David”, sino “Señor”, el título que la Iglesia desde
los inicios aplica a Jesús Resucitado. El ciego pide poder ver de nuevo y su deseo es
escuchado: «¡Señor, que yo vea otra vez! Y Jesús le dijo: Recupera la vista, tu fe te ha
salvado» (v. 42). Él ha mostrado su fe invocando a Jesús y queriendo absolutamente
encontrarlo, y esto le ha traído el don de la salvación. Gracias a la fe ahora puede ver y,
sobre todo, se siente amado por Jesús. Por esto la narración termina refiriendo que el
ciego «recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios» (v. 43): se hace discípulo.
De mendigo a discípulo, también este es nuestro camino: todos nosotros somos
mendigos, todos. Tenemos necesidad siempre de salvación. Y todos nosotros, todos los
días, debemos hacer este paso: de mendigos a discípulos. Y así, el ciego se encamina
detrás del Señor y entrando a formar parte de su comunidad. Aquel que querían hacer
callar, ahora testimonia a alta voz su encuentro con Jesús de Nazaret, y «todo el pueblo
alababa a Dios» (v. 43). Sucede un segundo milagro: lo que había sucedido al ciego
hace que también la gente finalmente vea. La misma luz ilumina a todos uniéndolos en
la oración de alabanza. Así Jesús infunde su misericordia sobre todos aquellos que
encuentra: los llama, los hace venir a Él, los reúne, los sana y los ilumina, creando un
nuevo pueblo que celebra las maravillas de su amor misericordioso. Pero dejémonos
también nosotros llamar por Jesús, y dejémonos curar por Jesús, perdonar por Jesús, y
vayamos detrás de Jesús alabando a Dios. ¡Así sea!
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(22) La misericordia de Dios nos purifica de la hipocresía. Miércoles 22 de junio de


2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

«Señor, si quieres, puedes purificarme» (Lc 5,12): es el pedido que hemos escuchado
dirigido a Jesús por parte de un leproso. Este hombre no pide solamente ser curado, sino
ser “purificado”, es decir sanado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. De hecho,
la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El
leproso debía estar lejos de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio
divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Esta gente llevaba una vida triste.

No obstante esto, aquel leproso no se resignaba ni a la enfermedad, ni a las


disposiciones que hacen de él un excluido. Para alcanzar a Jesús, no temía infringir la
ley y entra en la ciudad – cosa que no debía hacer, le estaba prohibido –, y cuando lo
encontró «se postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme» (v. 12).
¡Todo lo que este hombre considerado impuro hace y dice es expresión de su fe!
Reconoce la potencia de Jesús: está seguro que tenga el poder de sanarlo y que todo
dependa de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le ha permitido romper toda
convención y buscar el encuentro con Jesús y, arrodillándose delante de Él, lo llama
“Señor”. La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es
necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, con tal que sean acompañadas
de la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Encomendarnos a la voluntad
de Dios significa de hecho abandonarnos en su infinita misericordia. También yo les
hare una confesión personal. En la noche, antes de ir a la cama, yo rezo esta breve
oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Y rezo cinco “Padre Nuestros”, uno
por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos ha purificado con sus llagas. Pero si esto lo
hago yo, pueden hacerlo también ustedes, en su casa, y decir: “Señor, si quieres, puedes
purificarme” y pensar en las llagas de Jesús y decir un “Padre Nuestro” por cada una. Y
Jesús nos escucha siempre.

Jesús es profundamente impresionado por este hombre. El Evangelio de Marco subraya


que «conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado»
(1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza.
Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (Cfr.
Lev 13,45-46), Jesús, contra la prescripción, Jesús extiende la mano e incluso lo toca.
¡Cuántas veces nosotros encontramos un pobre que viene a nuestro encuentro! Podemos
ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero generalmente no lo tocamos. Le
ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que
esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener temor de tocar al pobre y al
excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y
hacer que nos preocupemos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me
acompañan aquí estos jóvenes. Muchos piensan de ellos que era mejor que se quedaran
en sus tierras, pero ahí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los
consideran excluidos. ¡Por favor, son nuestros hermanos! El cristiano no excluye a
nadie, da lugar a todos, deja venir a todos.

Después de haber curado al leproso, Jesús le ordena de no hablar con nadie, pero le
dice: «Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó
Moisés, para que les sirva de testimonio» (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al
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menos tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el


sensacionalismo. Generalmente esa se mueve con discreción y sin clamor. Para curar
nuestras heridas y guiarnos en el camino de la santidad ella trabaja modelando
pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, para así asumir siempre los
pensamientos y los sentimientos. La segunda: haciendo verificar oficialmente la
sanación a los sacerdotes y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es admitido
en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegración completa la
curación. ¡Como había él mismo suplicado, ahora está completamente purificado!
Finalmente, presentándose a los sacerdotes el leproso da a ellos testimonio acerca de
Jesús y de su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la cual Jesús ha
curado al leproso ha llevado la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido,
ahora es uno de nosotros.

Pensemos en nosotros, en nuestras miserias… Cada uno tiene la propia. Pensemos con
sinceridad. Cuantas veces las cubrimos con la hipocresía de las “buenas maneras”. Y
justamente entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas delante de Dios y orar:
«Señor, si quieres, puedes purificarme». Y háganlo, háganlo antes de ir a la cama, todas
las noches. Y ahora digamos esta bella oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”,
todos juntos, tres veces. ¡Todos! “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si
quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Gracias.
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(23) Jubileo – Inagotable tesoro de la Misericordia de Dios. Miércoles 10 de agosto


de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7,11-17) nos presenta un
milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección de un joven. Sin embargo,
el corazón de esta narración no es el milagro, no: sino la ternura de Jesús hacia la madre
de este joven. La misericordia toma aquí el nombre de una gran compasión hacia una
mujer que había perdido al marido y que ahora acompaña al cementerio a su único hijo.
Es este gran dolor de una madre que conmueve a Jesús y lo induce al milagro de la
resurrección.

Al presentar este episodio, el evangelista se entretiene en muchos particulares. En la


puerta de la ciudad de Naím – un pueblo – se encuentran dos grupos numerosos que
provienen de direcciones opuestas y que no tienen nada en común. Jesús, seguido por
sus discípulos y por una gran multitud está por entrar en la zona habitada, mientras de
ella está saliendo la procesión fúnebre que acompaña a un difunto, con la madre viuda y
mucha gente. Ante la puerta los dos grupos se acercan solamente recorriendo cada uno
por su propio camino, pero es ahí que san Lucas precisa el sentimiento de Jesús: «Al
verla, el Señor se conmovió y le dijo: ¡No llores! Después se acercó y tocó el féretro.
Los que los llevaban se detuvieron» (vv. 13-14). Una gran compasión guía las acciones
de Jesús: es Él quien detiene la procesión tocando el féretro y, conmovido por una
profunda misericordia por esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, de tú a tú.
Y la afrontará definitivamente, de tú a tú, en la Cruz.

Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar por la Puerta Santa, la Puerta de
la Misericordia, los peregrinos recordaran este episodio del Evangelio, sucedido en la
puerta de Naím. Cuando Jesús vio a esta madre en lágrimas, ¡ella entró en su corazón!
A la Puerta Santa cada uno llega llevando la propia vida, con sus alegrías y sus
sufrimientos, los proyectos y los fracasos, las dudas y los temores, para presentarlas a la
misericordia del Señor. Estemos seguros que, ante la Puerta Santa, el Señor se acerca
para encontrar a cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su poderosa palabra
consoladora: “¡No llores!” (v. 13). Ésta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la
humanidad y la compasión de Dios. Y pensemos en esto: un encuentro entre el dolor de
la humanidad y la compasión de Dios. Cruzando el umbral nosotros realizamos nuestra
peregrinación hacia la misericordia de Dios que, como al joven muerto, repite a todos:
«Yo te lo ordeno, levántate» (v.14). A cada uno de nosotros: “levántate”. Dios nos
quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por esto, la compasión de Jesús lleva a
aquel gesto de la curación, a curarnos… Y la palabra clave es: “Levántate”. Ponte de
pie, como te ha creado Dios”. De pie… “Pero padre, nosotros caemos muchas veces”.
“Adelante, levántate”. Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al cruzar la Puerta Santa,
tratemos de sentir en nuestro corazón esta palabra: “Levántate”. La palabra poderosa de
Jesús puede levantarnos y obrar también en nosotros el paso de la muerte a la vida. Su
Palabra nos hace revivir, dona esperanza, consuela los corazones cansados, abre a una
visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte. ¡En la
Puerta Santa esta esculpido para cada uno el inagotable tesoro de la misericordia de
Dios!

Alcanzado por la Palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús
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se lo entregó a su madre» (v. 15). Esta frase es tan bella, indica la ternura de Jesús: “Lo
restituyó a su madre”. La madre encuentra al hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús
ella se hace madre por segunda vez, pero el hijo que ahora le es restituido no es de ella
de quien ha recibido la vida. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la
palabra poderosa de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la
madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de
Dios. Es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se hace madre y
que cada uno de nosotros se hace su hijo.

Ante el joven resucitado a la vida y restituido a la madre, «todos quedaron sobrecogidos


de temor y alababan a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha aparecido en medio de
nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo!». Cuanto Jesús ha hecho no es por lo tanto solo
una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitada a
aquella ciudad. En la ayuda misericordiosa de Jesús, Dios va al encuentro de su pueblo,
en Él surge y continuará a surgir para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando
este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir,
en todas las iglesias del mundo, y no solo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida
por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia
reconoce ser visitada por Dios. Por esto, acercándonos a la Puerta Santa de la
Misericordia, cada uno sabe de acercarse a la puerta del corazón misericordioso de
Jesús: es Él de hecho la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye a
una vida nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que parte
del corazón para llegar a las manos… ¿Qué cosa significa esto? Jesús te mira, te cura
con su misericordia, te dice: “Levántate”, y ti corazón es renovado. Pero esto del
camino del corazón a las manos… “Eh, si, ¿Y ahora qué hago yo? Con el corazón
nuevo, con el corazón sanado por Jesús realizo las obras de misericordia con las manos,
y trato de ayudar, de sanar a muchos que tienen necesidad”. La misericordia es un
camino que parte del corazón y llega a las manos, es decir, a las obras de misericordia.
Gracias.
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(24) La Misericordia – Instrumento de comunión. Miércoles 17 de agosto de 2016

“Queridos hermanos y hermanas, ‘buon giorno‘.

Hoy queremos reflexionar sobre el milagro de la multiplicación de los panes. Al inicio


de la narración que hace Mateo (cfr 14,13-21), Jesús ha apenas recibido la noticia de la
muerte de Juan el Bautista, y en una barca atraviesa el lago buscando ‘un lugar desierto
apartado’.

La gente entretanto entiende y se anticipa yendo a pie, así que ‘al bajar de la barca, Él
ve a una gran multitud, siente compasión por ellos y cura a sus enfermos’. Así era Jesús,
siempre con compasión, siempre pensando en los demás.

Impresiona la determinación de la gente que teme quedarse sola, como abandonada.


Muerto Juan el Bautista, profeta carismático, se ponen bajo la protección de Jesús, de
quien el mismo Juan había dicho: ‘Quien viene después de mi es más fuerte que yo”.

Así la multitud lo sigue por todas partes, para escucharlo y para llevarle a los enfermos.
Y viendo esto, Jesús se conmueve. Jesús no es frío, no tiene un corazón frío, es capaz de
conmoverse. De un lado Él se siente atado a esta muchedumbre y no quiere que se vaya,
de otra parte tiene necesidad de momentos de soledad y de oración con el Padre.
Muchas veces pasa la noche rezando con su Padre.

También ese día, por lo tanto, el Maestro se dedicó a la gente. Su compasión no es un


sentimiento vago; demuestra en cambio toda la fuerza de su voluntad para estar cerca de
nosotros y salvarnos. Nos ama mucho y quiere estar cerca de nosotros.

Al atardecer, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y


hambrientas y se preocupa de quienes lo siguen. Quiere involucrar en esto a sus
discípulos. De hecho les dice: ‘denles de comer ustedes mismos’.

Asi les demostró que los pocos panes y peces que tenían, con la fuerza de la fe y de la
oración podían ser compartidos con toda la gente. Un milagro de la fe, de la oración,
suscitado por la compasión y el amor. Así Jesús ‘partió los panes y los dio a sus
discípulos y a la multitud’.

El Señor va al encuentro de las necesidades de los hombres, pero quiere volvernos a


cada uno de nosotros participantes concretos de su compasión.

Ahora detengámonos sobre el gesto de la bendición de Jesús: Él ‘tomó los cinco panes y
los dos peces, levantó los ojos al cielo, recitó la bendición, partió el pan y se los dio’.

Como podemos ver, son las mismas acciones que Jesús hizo en la Última Cena, siendo
las mismas que cada sacerdote cumple cuando celebra la santa Eucaristía.

La comunidad cristiana nace y renace continuamente de esta comunión eucarística.


Vivir la comunión con Cristo es por lo tanto muy diverso que estar pasivos y ser
extraños a la vida cotidiana. Por el contrario siempre nos inserta más en la relación con
los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para ofrecerles a ellos un gesto concreto de la
misericordia y de la cercanía de Cristo.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

Mientras nos nutre de Cristo, la eucaristía que celebramos nos transforma poco a poco
también a nosotros en el cuerpo de Cristo y alimento espiritual para los hermanos. Jesús
quiere llegar a todos, para llevarles el amor de Dios. Por esto transforma a cada creyente
en un servidor de la misericordia.

Jesús ha visto a la multitud, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes.
Así hace también con la eucaristía. Y nosotros los creyentes que recibimos este pan
eucarístico somos empujados por Jesús para llevar este servicio a los demás, con su
misma compasión. Este es el recorrido.

La narración de la multiplicación de los panes y de los peces se concluye con la


constatación de que todos han sido saciados y con la recolección de los trozos que han
sobrado.

Cuando Jesús con su compasión y su amor nos da una gracia, nos perdona los pecados,
nos abraza, nos ama, no hace las cosas a medias, sino completamente. Como sucedió
aquí, todos se han saciado. Jesús llena nuestro corazón y nuestra vida con su amor, con
su perdón y compasión. Jesús por lo tanto ha permitido a sus discípulos obedecer sus
ordenes.

De esta manera ellos conocen el camino que es necesario recorrer: dar de come al
pueblo y tenerlo unido; estar por lo tanto al servicio de la vida y de la comunión.

Invoquemos por lo tanto al Señor, para que vuelva su Iglesia cada vez más capaz de
realizar este santo servicio y para que cada uno de nosotros pueda ser instrumento de
comunión en la propia familia, en el trabajo, en la parroquia y en los grupos a los que
pertenece; vale a decir, un signo visible de la misericordia de Dios que no quiere dejar a
nadie en la soledad y en la necesidad, para que se difunda la comunión y la paz entre los
hombres y la comunión entre los hombres y Dios, porque esta comunión es la vida para
todos”.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(25) La Misericordia ofrece dignidad. Miércoles 31 de agosto de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que sobresale por su fe y su coraje. Se trata de
la mujer a la que Jesús curó de sus pérdidas de sangre (Cfr. Mt 9,20-22). Pasando en medio de la
muchedumbre, se acerca por detrás de Jesús para tocar el borde de su manto. Pensaba: “Con sólo tocar su
manto, quedaré curada” (v. 21). ¡Cuánta fe, eh! ¡Cuánta fe tenía esta mujer! Razonaba así porque estaba
animada por tanta fe, tanta esperanza y, con un toque de astucia, realiza cuanto lleva en su corazón. El
deseo de ser salvada por Jesús es tan grande que la hace ir más allá de las prescripciones establecidas por
la ley de Moisés.

En efecto, esta pobre mujer desde hacía tantos años no sólo estaba sencillamente enferma, sino que era
considerada impura porque padecía de hemorragias (Cfr. Lv 15, 19-30). Por esta razón estaba excluida de
las liturgias, de la vida conyugal, de las relaciones normales con el prójimo. El evangelista Marcos añade
que había consultado a muchos médicos, agotando sus medios para pagarlos y soportando tratamientos
dolorosos, pero sólo había empeorado. Era una mujer descartada por la sociedad. Es importante
considerar esta condición – de descartada – para entender su estado de ánimo: ella siente que Jesús puede
liberarla de la enfermedad y del estado de marginación y de indignidad en el que se encuentra desde hace
años. En una palabra: sabe, siente que Jesús puede salvarla.

Este caso nos hace reflexionar acerca de cómo la mujer muchas veces es percibida y representada. A
todos se nos pone en guardia, también a las comunidades cristianas, contra consideraciones de la
feminidad aminoradas por prejuicios y recelos ultrajantes de su intangible dignidad. En este sentido son
precisamente los Evangelios los que restablecen la verdad y reconducen a un punto de vista liberatorio.

Jesús ha admirado la fe de esta mujer a la que todos evitaban y ha transformado su esperanza en


salvación. No conocemos su nombre, pero las pocas líneas con las que los Evangelios describen su
encuentro con Jesús trazan un itinerario de fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza de la dignidad
de toda persona. En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y mujeres de todo lugar y de todo
tiempo, el camino de la liberación y de la salvación.

El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de Jesús, Él “se dio vuelta”, la vio (v. 22),
y le dirigió la palabra. Como decíamos, a causa de su estado de exclusión, la mujer ha actuado a
escondidas, detrás de Jesús – tenía un poco de temor – para no ser vista, porque era una descartada. En
cambio, Jesús la ve y su mirada no es de reproche, no dice: “¡Vete de aquí, tú eres una descartada!”, como
si dijera: “¡Tú eres una leprosa, vete!”, ¿no? No reprocha. Sino que la mirada de Jesús es de misericordia
y ternura. Él sabe lo que ha sucedido y busca el encuentro personal con ella, lo que, en el fondo, ella
misma anhelaba. Esto significa que Jesús no sólo la acoge, sino que la considera digna de ese encuentro
hasta el punto que le dona su palabra y su atención.

En la parte central del relato el término salvación se repite tres veces. “Con sólo tocar su manto, quedaré
curada. Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: ‘Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado’” (vv. 21-22). Este
“ten confianza, hija” – “confianza hija”, dice Jesús – expresa toda la misericordia de Dios por aquella
persona, y por toda persona descartada. Pero cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por
nuestros pecados, hemos hecho tantas, hemos hecho tantas… Y el Señor nos dice: “¡Confianza! ¡Ven!
Para mí tú no eres un descartado, una descartada. Confianza, hija. Tú eres un hijo, una hija”. Y éste es el
momento de la gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la
vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia. Hoy, a todos nosotros, pecadores, que somos
grandes pecadores o pocos [pequeños] pecadores, pero todos lo somos, ¡eh!, a todos [nosotros] el Señor
nos dice: “¡Confianza, ven! Ya no eres descartado, no eres descartada: yo te perdono, yo de abrazo”.

Así es la misericordia de Dios. Debemos tener coraje e ir hacia Él; pedir perdón por nuestros pecados e ir
adelante. Con coraje, como hizo esta mujer. Después, la “salvación” adquiere múltiples rasgos: ante todo
devuelve la salud a la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además,
realiza la esperanza que ella llevaba en su corazón anulando sus temores y su desaliento; y, en fin, la
devuelve a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas. Y esto último es importante:
un descartado siempre hace algo a escondidas [alguna vez] o toda la vida: pensemos en los leprosos de
aquellos tiempos, en los sin techo de hoy… pensemos en los pecadores, ¡eh!, en nosotros pecadores:
siempre hacemos algo a escondidas, como … tenemos necesidad de hacer algo a escondidas y nos
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avergonzamos por lo que somos. Y Él nos libera de esto, Jesús nos libera y hace que nos pongamos de
pie: “Levántate, ven. De pie”. Como Dios nos ha creado: Dios nos ha creado de pie, no humillados. De
pie. La salvación que Jesús da es total, reintegra a la vida de la mujer en la esfera del amor de Dios y, al
mismo tiempo, la restablece en su plena dignidad.

En suma, no es el manto que la mujer ha tocado el que le da la salvación, sino la palabra de Jesús, acogida
en la fe, capaz de consolarla, curarla y restablecerla en la relación con Dios y con su pueblo. Jesús es la
única fuente de bendición de la que brota la salvación para todos los hombres, y la fe es la disposición
fundamental para acogerla.

Jesús, una vez más, con su comportamiento lleno de misericordia, indica a la Iglesia el itinerario que debe
realizar para salir al encuentro de cada persona, para que cada uno pueda ser curado en el cuerpo y en el
espíritu, y recuperar la dignidad de hijos de Dios. Gracias.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(26) Pidamos el don de la fe para ser instrumentos de misericordia. Miércoles 7 de


septiembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

Hemos escuchado un pasaje del Evangelio de Mateo (11,2-6). El intento del evangelista
es aquel de hacernos entrar más profundamente en el misterio de Jesús, para recibir su
bondad y su misericordia. El episodio es el siguiente: Juan Bautista envía a sus
discípulos a Jesús –Juan estaba en la cárcel- para hacerles una pregunta muy clara:
«¿Eres tú quien debe venir o debemos esperar a otro?» (v. 3). Era justo en el tiempo de
la obscuridad…

El Bautista esperaba con ansias el Mesías y en su predicación lo había descrito con


colores fuertes como un juez que finalmente habría instaurado el reino de Dios y
purificado a su pueblo, premiando a los buenos y castigando a los malos. Él predicaba
así: «El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: por eso el árbol que no produce
buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3,10). Ahora Jesús ha iniciado su
misión pública con un estilo distinto; Juan sufre y en la doble obscuridad –en la
obscuridad de la cárcel, en la obscuridad de la celda, y en la obscuridad del corazón no
comprende este estilo y quiere saber si es Él el Mesías, o si más bien debe esperar a
otro.

Y la respuesta de Jesús parece a primera impresión que no corresponde a la solicitud del


Bautista. Jesús, de hecho, dice: «Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los
ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los
muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien
yo no sea motivo de escándalo!». (Lc 7, 22-23). Esta es la respuesta de Jesús.

Aquí queda claro el intento del Señor Jesús: Él responde que es el instrumento concreto
de la misericordia del Padre, que va al encuentro de todos llevando la consolación y la
salvación, y de este modo manifiesta el juicio de Dios. Los ciegos, los paralíticos, los
leprosos, los sordos recuperan su dignidad y no son más excluidos por su enfermedad,
los muertos vuelven a vivir, mientras que a los pobres le es anunciada la Buena Noticia.
Y esta se convierte en la síntesis del actuar de Jesús, que en este modo hace visible y
tangible el actuar mismo de Dios.

El mensaje que la Iglesia recibe de esta narración de la vida de Cristo es muy claro.

Dios no ha mandado a su Hijo en el mundo para castigar a los pecadores ni para


aniquilar a los malvados. A ellos, en cambio, se les dirige la invitación a la conversión
de modo que, viendo los signos de la bondad divina, puedan reencontrar el camino de
regreso. Como dice el Salmo: «Si tienes en cuenta las culpas, Señor, Señor, ¿quién
podrá resistir? Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido» (Salmo 130,3-4).
La justicia que el Bautista colocaba al centro de su predicación, en Jesús se manifiesta
en primer lugar como misericordia. Y las dudas del Precursor no hacen más que
anticipar el desconcierto que Jesús suscitará a continuación con sus obras y sus
palabras. Se comprende, entonces, la conclusión de la respuesta de Jesús. Dice: «Feliz
aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!». Escándalo significa “obstáculo”. Por
eso Jesús advierte sobre un particular peligro: si el obstáculo a creer es sobre todo sus
acciones de misericordia, eso significa que si tiene una falsa imagen del Mesías.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

Bienaventurados en cambio aquellos que, de frente a los gestos y a las palabras de


Jesús, dan gloria al Padre que está en los cielos.

La amonestación de Jesús es siempre actual: también hoy el hombre construye


imágenes de Dios que le impiden disfrutar su presencia real. Algunos se recortan una fe
que “cada uno hace a su medida” y que reduce a Dios en el espacio limitado de los
propios deseos y de las propias convicciones. Pero esta fe no es conversión al Señor que
se revela, más bien, impide el provocar nuestra vida y nuestra conciencia. Otros reducen
a Dios a un falso ídolo; usan su santo nombre para justificar los propios intereses o
incluso el odio y la violencia. Para otros todavía Dios es solamente un refugio
psicológico para ser tranquilizados en los momentos difíciles: se trata de una fe plegada
en sí misma, impermeable a la fuerza del amor misericordioso de Jesús que empuja
hacia los hermanos. Otros todavía consideran a Cristo solo un buen maestro de
enseñanzas éticas, uno entre tantos de la historia. Finalmente, hay quien sofoca la fe en
una relación puramente intimista con Jesús, anulando su impulso misionero capaz de
transformar al mundo y la historia. Nosotros cristianos creemos en el Dios de Jesucristo,
y su deseo es aquel de crecer en la experiencia viva de su misterio de amor.

Por lo tanto, comprometámonos a no interponer algún obstáculo al actuar


misericordioso del Padre, pero pidamos el don de una fe grande para ser también
nosotros signos e instrumentos de misericordia. Gracias.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(27) «venid a mí»,. Miércoles 14 de septiembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Durante este Jubileo hemos reflexionado varias veces sobre el hecho de que Jesús se
expresa con una ternura única, símbolo de la presencia y de la bondad de Dios. Hoy nos
detenemos en un paso conmovedor del Evangelio (cf. Mt 11, 28-30), en el cual Jesús
dice: «Venid a mí, vosotros todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os daré
descanso. […] Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis
descanso para vuestras almas» (vv. 28-29). La invitación del Señor es sorprendente:
llama para que le sigan a personas sencillas y sobrecargadas por una vida difícil, llama
para que le sigan a personas que tienen tantas necesidades y les prometen que en Él
encontrarán descanso y alivio. La invitación está dirigida de manera imperativa: «venid
a mí», «tomad mi yugo», «aprended de mí». ¡Ojalá todos los líderes del mundo
pudieran decir esto! Intentemos entender el significado de estas expresiones.

El primer imperativo es «Venid a mí». Dirigiéndose a los que están cansados y


oprimidos, Jesús se presenta como el Siervo del Señor descrito en el libro del profeta
Isaías. Así dice el pasaje de Isaías: «El Señor me ha dado una lengua de discípulo, para
que haga saber al cansado una palabra alentadora» (50, 4). Al lado de estos cansados de
la vida, el Evangelio pone a menudo también a los pobres (cf. Mt 11, 5) y a los
pequeños (cf. Mt 18, 6). Se trata de aquellos que no pueden contar con medios propios,
ni con amistades importantes. Sólo pueden confiar en Dios. Conscientes de su propia
humilde y miserable condición, saben depender de la miseria del Señor, esperando de Él
la única ayuda posible. En la invitación de Jesús encuentran finalmente la respuesta a su
espera: al convertirse en sus discípulos reciben la promesa de encontrar descanso
durante el resto de su vida. Una promesa que al finalizar el Evangelio es extendida a
todas las gentes: «Id, pues, —dice Jesús a los Apóstoles— y haced discípulos a todas
las gentes» (Mt 28, 19). Al acoger la invitación a celebrar este año de gracia del Jubileo,
en todo el mundo los peregrinos cruzan el umbral de la Puerta de la Misericordia abierta
en las catedrales, en los santuarios, en tantas iglesias del mundo, en los hospitales, en las
cárceles. ¿Por qué cruzan esta Puerta de la Misericordia? Para encontrar a Jesús, para
encontrar la amistad de Jesús, para encontrar el descanso que sólo Jesús da. Este camino
expresa la conversión de todo discípulo que sigue la llamada de Jesús. Y la conversión
consiste siempre en descubrir la misericordia del Señor. Que es infinita e inagotable: ¡es
grande la misericordia del Señor! A través de la Puerta Santa, por lo tanto, profesamos
«que el amor está presente en el mundo y que este amor es más potente que toda clase
de mal, en el cual el hombre, la humanidad, el mundo están incluidos» (Juan Pablo II,
Enc. Dives in misericordia, 7).

El segundo imperativo dice: «tomad mi yugo». En el contexto de la Alianza, la tradición


bíblica utiliza la imagen del yugo para indicar el estrecho vínculo que une al pueblo con
Dios y, en consecuencia, la sumisión a su voluntad expresada en la Ley. En polémica
con los escribas y los doctores de la ley, Jesús pone sobre sus discípulos su yugo, en el
cual la Ley encuentra su cumplimiento. Desea enseñarles que descubrirán la voluntad de
Dios mediante su persona: mediante Jesús, no mediante leyes y prescripciones frías que
el mismo Jesús condena. ¡Basta con leer el capítulo 23 de Mateo! Él está en el centro de
su relación con Dios, está en el corazón de las relaciones entre los discípulos y se sitúa
como fulcro de la vida de cada uno. Recibiendo el «yugo de Jesús» cada discípulo entra
así en comunión con Él y es hecho partícipe del misterio de su cruz y de su destino de
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salvación.

Su consecuencia es el tercer imperativo: «aprended de mí». A sus discípulos Jesús


planea un camino de conocimiento y de imitación. Jesús no es un maestro que con
severidad impone a los demás pesos que el no lleva: esta era la acusación que hacían los
doctores de la ley. Él se dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los
necesitados porque Él mismo se hizo pequeño y humilde. Comprende a los pobres y los
que sufren porque Él mismo es pobre y conoce el dolor. Para salvar a la humanidad
Jesús no ha recorrido un camino fácil; el contrario, su camino hs sido doloroso y difícil.
Como recuerda la carta a los Filipenses: «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la
muerte y muerte de cruz» (2, 8). El yugo que los oprimidos soportan es el mismo yugo
que Él llevó antes que ellos: por eso es un yugo ligero. Él ha cargado sobre sus hombros
los dolores y pecados de la humanidad. Para el discípulo, entonces, recibir el yugo de
Jesús significa recibir su revelación y acogerla: en Él la misericordia de Dios se hizo
cargo de las pobrezas de los hombres, donando así a todos la posibilidad de la salvación.
Pero ¿por qué Jesús es capaz de decir estas cosas? ¡Porque Él se ha hecho todo a todos,
cerca de todos, de los más pobres! Era un pastor entre la gente, entre los pobres:
trabajaba todo el día con ellos. Jesús no era un príncipe. Es malo para la Iglesia cuando
los pastores se convierten en príncipes, lejanos de la gente, lejanos de los más pobres:
ese no es el espíritu de Jesús. A estos pastores Jesús los regañaba, y de ellos Jesús decía
a la gente: «haced lo que ellos dicen pero no lo que hacen».

Queridos hermanos y hermanas, también para nosotros hay momentos de cansancio y


desilusión. Recordemos entonces estas palabras del Señor, que nos dan tanto consuelo y
nos ayudan a entender si estamos poniendo nuestras fuerzas al servicio del bien.
Efectivamente, a veces nuestro cansancio está causado por haber depositado nuestra
confianza en cosas que no son lo esencial, porque nos hemos alejado de lo que vale
realmente en la vida. Que el Señor nos enseñe a no tener miedo de seguirle, para que la
esperanza que ponemos en Él no sea defraudada. Estamos llamados a aprender de Él
qué significa vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia. Vivir de
misericordia para ser instrumentos de misericordia: vivir de misericordia es sentirse
necesitado de la misericordia de Jesús, y cuando nosotros nos sentimos necesitados de
perdón, de consolación, aprendemos a ser misericordiosos con los demás. Tener la
mirada fija en el Hijo de Dios nos hace entender cuánto camino debemos recorrer aún;
pero al mismo tiempo nos infunde la alegría de saber que estamos caminando con Él y
que no estamos nunca solos. Ánimo, entonces, ¡ánimo! No nos dejemos quitar la alegría
de ser discípulos del Señor. «Pero, padre, yo soy pecador, ¿qué puedo hacer?» - «déjate
mirar por el Señor, abre tu corazón, siente en ti su mirada, su misericordia, y tu corazón
será colmado de alegría, de la alegría del perdón, si tú te acercas a pedir el perdón». No
nos dejemos robar la esperanza de vivir esta vida junto a Él y con la fuerza de su
consuelo. Gracias.
La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ

(28) Ser perfectos significa ser misericordiosos. Miércoles 21 de septiembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 36-38) en el cual se basa el lema
de este Año Santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre. La expresión
completa es: «sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (v. 36) No se trata de
un lema de impacto, sino de un compromiso de vida. Para comprender bien esta
expresión, podemos compararla con la paralela del Evangelio de Mateo, en la cual Jesús
dice: «vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (5, 48). En
el llamado discurso de la montaña, que inicia con las Bienaventuranzas, el Señor enseña
que la perfección consiste en el amor, cumplimiento de todos los preceptos de la Ley.
Desde esta misma perspectiva, san Lucas especifica que la perfección es el amor
misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es
misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No!
La bondad y la perfección radican en la misericordia. Cierto, Dios es perfecto. Sin
embargo, si lo consideramos así, se hace imposible para los hombres aspirar a esa
absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite
comprender mejor en qué consiste su perfección y nos anima a ser como Él, llenos de
amor, de compasión, de misericordia.

Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son realistas? ¿Es verdaderamente posible
amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él?

Si observamos la historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un


incesante e incansable amor por los hombres: Dios es como un padre o como una madre
que ama con amor infinito y lo derrama con generosidad sobre cada criatura. La muerte
de Jesús en la cruz es la culminación de la historia de amor de Dios con el hombre. Un
amor tan grande que sólo Dios puede realizarlo. Es evidente que, comparado con este
amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será insuficiente. Pero, cuando Jesús
nos pide que seamos misericordiosos como el Padre, ¡no piensa en la cantidad! Él pide a
sus discípulos convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia.

Y la Iglesia no puede ser si no sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en


todos los tiempos y para toda la humanidad. Cada cristiano, por lo tanto, es llamado a
ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino hacia la santidad. Pensemos en
cuántos santos se han vuelto misericordiosos porque se han dejado llenar el corazón por
la divina misericordia. Han dado forma al amor del Señor derramando sobre las
múltiples necesidades de la humanidad sufriente. En este florecer de tantas formas de
caridad es posible distinguir los reflejos del rostro misericordioso de Cristo.

Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser misericordiosos? Esto es
explicado por Jesús con dos verbos: «perdonar» (v. 37) y «donar» (v. 38).

La misericordia se expresa, sobre todo, con el perdón: no juzguéis y no seréis juzgados,


no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (v. 37). Jesús no
pretende alterar el curso de la justicia humana, no obstante, recuerda a los discípulos
que para tener relaciones fraternales es necesario suspender los juicios y las condenas.
Precisamente el perdón es el pilar que sujeta la vida de la comunidad cristiana, porque
en él se muestra la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado en primer lugar.
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¡El cristiano debe perdonar! pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros
que estamos aquí, hoy, en la plaza, hemos sido perdonados. Ninguno de nosotros, en su
propia vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. Y para que nosotros seamos
perdonados, debemos perdonar. Lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro:
«Perdona nuestros pecados; perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden». Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas
cosas, porque nosotros hemos sido perdonados por muchas, muchas ofensas, por
muchos pecados. Y así es fácil perdonar: si Dios me ha perdonado ¿Por qué no debo
perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? Este pilar del perdón nos muestra la
gratuidad del amor de Dios, que nos ha amado en primer lugar. Juzgar y condenar al
hermano que peca es equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino
porque condenar al pecador rompe el lazo de fraternidad con él y desprecia la
misericordia de Dios, que por el contrario no quiere renunciar a ninguno de sus hijos.
No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no estamos por
encima de él: tenemos más bien el deber de devolverlo a la dignidad de hijo del Padre y
de acompañarlo en su camino de conversión.

A su Iglesia, a nosotros, Jesús indica un segundo pilar: «donar». Perdonar es el primer


pilar; donar es el segundo pilar. «Dad y se os dará: [...] Porque con la medida con que
midáis se os medirá» (v. 38). Dios dona mucho más allá de nuestros méritos, pero será
todavía más generoso con cuantos en la tierra hayan sido generosos. Jesús no dice qué
ocurrirá a quienes no donan, pero la imagen de la «medida» constituye una advertencia:
con la medida del amor que damos, somos nosotros mismos los que decidimos cómo
seremos juzgados, cómo seremos amados. Si miramos bien, hay una lógica coherente:
en la medida en la cual se recibe de Dios, se dona al hermano, y en la medida en la cual
se dona al hermano, ¡se recibe de Dios!

El amor misericordioso es por eso, el único camino que hay que recorrer. Cuánta
necesidad tenemos todos de ser un poco más misericordiosos, de no hablar mal de los
demás, de no juzgar, de no «desplumar» a los demás con las críticas, con las envidias,
con los celos. Debemos perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el amor.
Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida por Él, y
reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que ellos practican en la vida se
refleja así esa Misericordia que nunca tendrá fin (cf. 1 Cor 13,1-12). Pero no os olvidéis
de esto: misericordia y don; perdón y don. Así el corazón se ensancha, se ensancha el
amor. En cambio el egoísmo, la rabia, empequeñecen el corazón, que se endurece como
una piedra. ¿Qué preferís vosotros? ¿Un corazón de piedra o un corazón lleno de amor?
Si preferís un corazón lleno de amor, ¡sed misericordiosos!
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(29) El Papa explica el alcance del perdón de Jesús al “buen” ladrón. Miércoles 28
de septiembre de 2016

Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culmen en el perdón.
Jesús perdona: «Padre, perdónalos porque o saben o que hacen» (Lc 23,34). No son solo
palabras, porque se convierten en acto concreto en el perdón ofrecido al buen ladrón,
que estaba a su lado. San Lucas habla de dos malhechores crucificados con Jesús, que se
dirigen a Él si con actitudes opuestas.

El primero lo insulta, como lo insultaba toda la gente, allí, como hacen los jefes del
pueblo, pero este pobre hombre, movido por la desesperación, le dice: «¡Si eres el
Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lc 23,39). Ese grito manifiesta la angustia del
hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciénciate que solo Dios puede ser la
respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda
estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían eso. No comprendían el
misterio del sacrificio de Jesús. Y, sin embargo, Jesús nos ha salvado permaneciendo en
la cruz. Y todos sabemos que no es fácil permanecer en la cruz, en nuestras pequeñas
cruces de cada día: no es fácil. Él, en esa gran cruz, en ese gran sufrimiento, se quedó
ahí y ahí nos salvó; ahí nos mostró su omnipotencia y ahí nos perdonó. Ahí se cumple
su entrega de amor y mana para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz,
inocente entre dos criminales, manifiesta que la salvación de Dios puede llegar a
cualquier hombre de cualquier condición, incluso la más negativa y dolorosa. La
salvación de Dios es para todos, ninguno excluido. Se ofrece a todos.

Por eso el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, los
que tienen salud y los que sufren. Acordaos de la parábola que cuenta Jesús sobre la
fiesta de bodas del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no quieren ir,
dice a sus siervos: «Salid a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis
llamadlos a las bodas» (Mt 22,9). Todos estamos llamados: buenos y malos. La Iglesia
no es solo para los buenos o para los que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es
para todos, e incluso preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia.
Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede
separar del amor de Cristo! (cfr. Rm 8,39). A quien está clavado en una cama de
hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados por las
guerras, yo les digo: mirad el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros
en la cruz y a todos se ofrece como Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufría
tanto os digo: Jesús está crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la
fuerza del Evangelio penetre en vuestro corazón y os consuele, os dé esperanza y la
íntima certeza de que ninguno está excluido de su perdón. Pero vosotros podéis
preguntarme: “Dígame, Padre, el que ha hecho las cosas más feas en la vida, ¿tiene
posibilidad de ser perdonado? –¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solo
debe acercarse arrepentido a Jesús y con las ganas de ser abrazado por Él”.

Ese era el primer malhechor. El otro es el llamado buen ladrón. Sus palabras son un
maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a
pedir perdón a Jesús. Primero, se dirige a su compañero: «¿Ni siquiera tú temes a Dios,
estando en la misma pena que él?» (Lc 23,40). Así pone de relieve el punto de partida
del arrepentimiento: el temor de Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de
Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque es Dios. Es un respeto
filial porque es Padre. El buen ladrón reclama la actitud fundamental que abre a la
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confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Ese


respeto confiado ayuda a hacer sitio a Dios y a fiarse de su misericordia.

Luego, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia


culpa: «Nosotros lo estamos justamente, porque hemos recibido lo que merecemos por
nuestras acciones; pero éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,41). Así que Jesús está ahí en
la cruz para estar con los culpables: a través de esa cercanía, les ofrece la salvación. Los
que es escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para los que estaban allí y se
mofaban de Jesús, esto es en cambio el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se
convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha sucedido: Dios me ha amado hasta
tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La misma fe de ese hombre es fruto de la
gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre
pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón, había robado toda la vida. Pero al final,
arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso logró
robarse el cielo: ¡es un buen ladrón, éste!

El buen ladrón se dirige por fin directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús,
acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23,42). Lo llama por su nombre, “Jesús”,
con confianza, y así confiesa lo que ese nombre indica: “el Señor salva”: eso significa el
nombre “Jesús”. Aquel hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura en esa
expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de
que Dios le esté siempre cerca. De este modo, un condenado a muerte se convierte en
modelo del cristiano que se fía de Jesús. Un condenado a muerte es un modelo para
nosotros, un modelo para un hombre, para un cristiano que se fía de Jesús; y también
modelo de la Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo:
“Acuérdate... Acuérdate de tu amor…”.

Mientras el buen ladrón habla para el futuro: «cuando estés en tu reino», la respuesta de
Jesús no se hace esperar; habla al presente: «hoy mismo estarás conmigo en el paraíso»
(v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al
buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al
comienzo de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado «la
liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del público pecador Zaqueo,
había declarado que «el Hijo del hombre −o sea, Él− ha venido a buscar y salvar lo que
estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma el realizarse de ese plan
de salvación. Desde el comienzo hasta el final, Él se revela Misericordia, se revela
encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rostro de la
misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo llamó por su nombre: “Jesús”. Es una
invocación breve, y todos podemos hacerla durante el día muchas veces: “Jesús”.
“Jesús”, simplemente. Pues hacedlo así durante toda la jornada.
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(30) Las obras de misericordia, antídoto contra la indiferencia. Miércoles 12 de


octubre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las catequesis anteriores nos hemos ido metiendo un poco a la vez en el gran
misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el
Antiguo Testamento y luego, a través de las narraciones evangélicas, hemos visto como
Jesús, en sus palabras y en sus gestos, sea la encarnación de la Misericordia. Él, a su
vez, ha enseñado a los discípulos: «Sean misericordiosos como el Padre» (Lc 6,36). Es
un empeño que interpela la conciencia y la acción de todo cristiano. De hecho, no basta
tener la experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien
la reciba también se convierta en signo e instrumento para los demás. La misericordia,
además, no está reservada solo para los momentos particulares, sino abraza toda nuestra
experiencia cotidiana.

Por lo tanto, ¿Cómo podemos ser testigos de misericordia? No pensemos que se trate de
realizar grandes esfuerzos o gestos sobre humanos. No, no es así. El Señor nos indica un
camino mucho más simple, hecho de pequeños gestos pero que ante sus ojos tienen un
gran valor, a tal punto que nos ha dicho que sobre esto seremos juzgados. De hecho, una
página entre las más bellas del Evangelio de Mateo nos presenta la enseñanza que
podríamos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del
evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia. Jesús dice
que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed,
que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un
enfermo o a un encarcelado, lo hacemos a Él (Cfr. Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado
a estos gestos “obras de misericordia corporales”, porque ayudan a las personas en sus
necesidades materiales.

Existen también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se


refieren a otras exigencias también importantes, sobre todo hoy, porque tocan el interior
de las personas y muchas veces hacen sufrir más. Todos ciertamente recordamos uno
que ciertamente ha entrado en el lenguaje común: “Soportar pacientemente a las
personas molestas”. ¡Y existen eh! ¡Existen personas molestas! Podría parecer una cosa
poco importante, que nos hace sonreír, en cambio contiene un sentimiento de profunda
caridad; y así es también para las otras seis, que es bueno recordar: aconsejar a los
inciertos, enseñar a los ignorantes, corregir al que se equivoca, consolar a los afligidos,
perdonar las ofensas, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos. ¡Son cosas de todos
los días! “Pero yo estoy afligido…” “Dios te ayudará, no tengo tiempo”. ¡No! ¡Me
detengo, lo escucho, pierdo el tiempo y lo consuelo, este es un gesto de misericordia y
esto nos es hecho sólo a él, sino es hecho a Jesús!

En las próximas Catequesis nos detendremos sobre estas obras, que la Iglesia nos
presenta como el modo concreto de vivir la misericordia. A lo largo de los siglos,
muchas personas sencillas las ha puesto en práctica, dando así un genuino testimonio de
fe. La Iglesia por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más
débiles. Muchas veces son las personas más cercanas a nosotros las que tienen
necesidad de nuestra ayuda. No debemos ir en búsqueda de quien sabe qué acciones por
realizar. Es mejor iniciar por aquellas más sencillas, que el Señor nos indica como las
más urgentes. En un mundo lamentablemente herido por el virus de la indiferencia, las
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obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia
las exigencias más elementales de nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), en
los cuales está presente Jesús.

Siempre Jesús está presente allí donde hay necesidad, una persona que tiene necesidad,
sea material que espiritual, pero Jesús está ahí. Reconocer su rostro en aquel que está
en necesidad es un verdadero desafío contra la indiferencia. Nos permite estar siempre
vigilantes, evitando que Cristo pase a nuestro lado sin que lo reconozcamos. Me viene a
la mente la frase de San Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13),
“Tengo miedo que el Señor pase” y no lo reconozca, que el Señor pase delante a mí en
una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta que es Jesús. Tengo
miedo que el Señor pase y no lo reconozca. Me he preguntado porque San Agustín ha
dicho temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestro
comportamiento: porque muchas veces estamos distraídos, indiferentes, y cuando el
Señor pasa a nuestro lado perdemos la ocasión del encuentro, de encuentro con Él.

Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer


viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido que a través de estos simples
gestos cotidianos podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como lo ha sido
en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esta será una
revolución en el mundo. ¡Pero todos eh! Cada uno de nosotros. ¡Cuántos santos hoy son
todavía recordados no por las grandes obras que han realizado, sino por la caridad que
han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la
recordamos por las casas que ha abierto en el mundo, sino porque se inclinaba en cada
persona que encontraba en medio de la calle para restituirle la dignidad. ¡Cuántos niños
abandonados ha abrazado entre sus brazos; cuantos moribundos ha acompañado al
umbral de la eternidad sujetándolos por la mano! Estas obras de misericordia son los
rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida de sus hermanos más pequeños para llevar a
cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el
Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida: al menos
hacer una cada día. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia
corporales y espirituales y pidamos al Señor nos ayude a ponerlos en práctica cada día y
en el momento en el cual veamos a Jesús en una persona que está necesitada.
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(31) Las obras de misericordia. Dar de comer al necesitado. Miércoles 19 de octubre


de 2016

Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Una de las consecuencias del llamado
bienestar es llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, volviéndolas insensibles a
las exigencias de los demás. Se hace de todo para engañarlas, presentando modelos de
vida efímeros, que desaparecen a los pocos años, como si nuestra vida fuese una moda a
seguir y cambiar en cada estación. No es así. La realidad hay que acogerla y afrontarla
como es, y a menudo nos hace encontrar situaciones de necesidad urgente. Por eso,
entre las obras de misericordia, se encuentra la referida al hambre y la sed: dar de comer
a los hambrientos −¡hay tantos hoy!− y de beber a los sedientos. Cuántas veces
los medios nos informan de poblaciones que sufren la falta de alimento y de agua, con
graves consecuencias especialmente para los niños.

Ante ciertas noticias, y especialmente ciertas imágenes, la opinión pública se siente


removida y organizan de vez en cuando campañas de ayuda para estimular la
solidaridad. Se hacen generosas donaciones y se puede contribuir a aliviar el
sufrimiento de muchos. Esta forma de caridad es importante, pero tal vez no nos implica
directamente. En cambio, si yendo por la calle nos cruzamos con una persona en
necesidad, o un pobre viene a llamar a la puerta de nuestra casa, es muy distinto, porque
ya no estoy delante de una imagen, sino que nos vemos implicados en primera persona.
Ya no hay distancia alguna entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en
abstracto no nos interpela; nos hace pensar, nos hace lamentarnos; pero cuando ves la
pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡eso sí que nos interpela!
De ahí la costumbre que tenemos de huir de los menesterosos, de no acercarnos o
maquillar un poco la realidad de los necesitados con las costumbres de moda. Así nos
alejamos de esa realidad. Sin embargo, no hay ninguna distancia entre el pobre y yo
cuando me lo cruzo.

En esos casos, ¿cuál es mi reacción? ¿Miro para otro lado y paso de largo? ¿O me paro
a hablar y me intereso por su estado? Si haces eso, no faltará alguno que diga: ¡Ese está
loco hablando con un pobre! ¿Veo si puedo acoger de algún modo aquella persona o
procuro librarme de ella cuanto antes? Tal vez solo pide lo necesario: algo de comer y
beber. Pensemos un momento: cuántas veces rezamos el Padrenuestro, pero no
prestamos verdadera atención a las palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día».

En la Biblia, un Salmo dice que Dios es «el que da el alimento a todo ser viviente»
(136,25). La experiencia del hambre es dura. Algo sabe el que haya vivido periodos de
guerra o de carestía. Sin embargo, esa experiencia se repite cada día y convive junto a la
abundancia y el derroche. Siempre son actuales las palabras del apóstol Santiago:
«Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras?
¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen
necesidad del alimento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos
y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué
aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma» (2,14-
17): porque es incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de amar. Siempre hay alguien
que tiene hambre y sed y me necesita. No puedo delegar en ningún otro. Ese pobre me
necesita, necesita mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. Todos estamos involucrados en
esto.
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Es también la enseñanza de aquella página del Evangelio donde Jesús, viendo a tanta
gente que desde hacía horas le seguía, pide a sus discípulos: «¿Dónde podemos comprar
pan para que estos puedan comer?» (Jn 6,5). Y los discípulos responden: «Es
imposible, es mejor que los despidas». En cambio, Jesús les dice: «No. Dadles vosotros
de comer» (cfr. Mc 6,37). Hace que le lleven los pocos panes y peces de que disponían,
los bendice, los parte y los manda distribuir a todos. Es una lección muy importante
para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo confiamos en manos de Jesús y
lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza sobreabundante.

El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar de comer a los
hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal. […] El derecho a la
alimentación, así como el del agua, revisten un papel importante para la consecución
de otros derechos. […] Es necesario por tanto que madure una conciencia solidaria
que conserve la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos
los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las
palabras de Jesús: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35) y «si alguno tiene sed, venga a mí y
beba» (Jn 7,37). Estas palabras son una provocación para todos los creyentes, una
provocación a reconocer que, dando de comer a los hambrientos y de beber a los
sedientos, es por donde pasa nuestro trato con Dios, un Dios que reveló en Jesús su
rostro de misericordia.
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(32) Las obras de misericordia. «Era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y


me vestisteis» . Miércoles 26 de octubre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!

Proseguimos con la reflexión sobre las obras de misericordia corporales, que el Señor
Jesús nos ha transmitido para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Estas obras,
de hecho, muestran que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del
encuentro final con el Señor, sino que cada día salen a su encuentro, reconociendo su
rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos detenemos en estas palabras de
Jesús: «Era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis» (Mt 25, 35-36).
En estos tiempos es más actual que nunca la obra que concierne a los forasteros. La
crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos empujan a muchas
personas a emigrar. Sin embargo, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que
pertenecen a la historia de la humanidad. Es una falta de memoria histórica pensar que
sean algo típico sólo de estos años.

La Biblia nos ofrece muchos ejemplos concretos de migración. Es suficiente pensar en


Abraham. La llamada de Dios le empuja a dejar su país para ir a otro: «Vete de tu tierra,
y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré (Gen 12, 1)». Y así
fue también para el pueblo de Israel , que desde Egipto, donde era esclavo, estuvo en
caminando durante cuarenta años en el desierto hasta que llegó a la tierra prometida por
Dios. La misma Santa Familia - María, José y el pequeño Jesús- se vio obligada a
emigrar para huir ante la amenaza de Herodes: «Él se levantó, tomó de noche al niño y a
su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15).
La historia de la humanidad es historia de migraciones: en cada latitud no hay pueblo
que no haya conocido el fenómeno migratorio.

A lo largo de los siglos hemos sido testigos al respecto de grandes manifestaciones de


solidaridad, aunque no han faltado tensiones sociales. Hoy, el contexto de la crisis
económica favorece desgraciadamente la aparición de actitudes de cerrazón y de no
acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. A veces parece que la
obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de distintas maneras, se prodigan
para ayudar y atender a los refugiados y a los migrantes sea eclipsada por el ruido de
otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero la cerrazón no es una solución, es más,
termina por favorecer los tráficos criminales. La única vía de solución es la de la
solidaridad. Solidaridad con los migrantes, solidaridad con el migrante, solidaridad con
el forastero...

El compromiso de los cristianos en este campo es tan urgente hoy como en el pasado.
Mirando sólo al siglo pasado, recordamos la estupenda figura de santa Francisca
Cabrini, que dedicó su vida junto a sus compañeras a los emigrantes dirigidos a los
Estados Unidos de América. También hoy necesitamos estos testimonios para que la
misericordia pueda llegar a muchos que están necesitados. Es un esfuerzo que concierne
a todos, sin exclusiones. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada,
las asociaciones y movimientos, así como cada cristiano, todos estamos llamados a
acoger a los hermanos y a las hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la
violencia y de condiciones de vida inhumanas. Todos juntos somos una gran fuerza de
apoyo para todos los que han perdido la patria, la familia, el trabajo y la dignidad. Hace
algunos días, sucedió una pequeña historia, de ciudad. Había un refugiado que buscaba
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una calle y una señora se le acercó y le dijo: «¿Usted busca algo?». Estaba sin zapatos,
ese refugiado. Y él dijo: «Yo querría ir a San Pedro para pasar por la Puerta Santa». Y
la señora pensó: «Pero, si no tiene zapatos, ¿cómo va a caminar?». Y llamó a un taxi.
Pero ese migrante, ese refugiado olía mal y el conductor del taxi casi no quería que
subiera, pero al final le dejó subir al taxi. Y la señora, junto a él, le preguntó un poco
sobre su historia de refugiado y de migrante, durante el trayecto del viaje: diez minutos
para llegar hasta aquí. Este hombre narró su historia de dolor, de guerra, de hambre y
por qué había huido de su patria para migrar aquí. Cuando llegaron, la señora abrió el
bolso para pagar al taxista y el taxista, que al principio no quería que este migrante
subiese porque olía mal, le dijo a la señora: «No, señora, soy yo que debo pagarle a
usted porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el corazón». Esta
señora sabía qué era el dolor de un migrante, porque tenía sangre armenia y conocía el
sufrimiento de su pueblo. Cuando nosotros hacemos algo parecido, al principio nos
negamos porque nos produce algo de incomodidad, «pero si...huele mal...». Pero al
final, la historia nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Pensad en esta historia y
pensemos qué podemos hacer por los refugiados.

Y la otra cosa es vestir a quien está desnudo: ¿qué quiere decir si no devolver la
dignidad a quien la ha perdido? Ciertamente dando vestidos a quien no tiene; pero
pensemos también en las mujeres víctimas de la trata, tiradas por las calles, y demás,
demasiadas maneras de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de los
menores. Así como también no tener un trabajo, una casa, un salario justo es una forma
de desnudez, o ser discriminados por la raza, por la fe; son todas formas de «desnudez»,
ante las cuales como cristianos estamos llamados a estar atentos, vigilantes y preparados
para actuar.

Queridos hermanos y hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros


mismos, indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados sólo de nuestros
intereses. Es precisamente en la medida en la cual nos abrimos a los demás que la vida
se vuelve fecunda, la sociedad vuelve a adquirir la paz y las personas recuperan su plena
dignidad.

Y no os olvidéis de esa señora, no os olvidéis de ese emigrante que olía mal y no os


olvidéis del conductor al cual el migrante había cambiado el alma.
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(33) Las obras de misericordia. «Visitar a enfermos y encarcelados». Miércoles 09


de noviembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, buenos días.

La vida de Jesús, sobre todo en los tres años de su ministerio público, fue un incesante
encuentro con las personas. Entre estas, un puesto especial tuvieron los enfermos.
¡Cuántas páginas de los Evangelios narran esos encuentros! El paralítico, el ciego, el
leproso, el endemoniado, el epiléptico, e innumerables enfermos de todo tipo… Jesús se
hizo cercano a cada uno de ellos y les curó con su presencia y el poder de su fuerza
sanadora. Por tanto, no puede faltar, entre las obras de misericordia, la de visitar y
asistir a los enfermos.

Junto a esta podemos incluir también la de estar cerca de las personas que se encuentran
en prisión. De hecho, tanto los enfermos como los encarcelados viven una condición
que limita su libertad. ¡Y precisamente cuando nos falta, nos damos cuenta de lo valiosa
que es! Jesús nos ha dado la posibilidad de ser libres a pesar de los límites de la
enfermedad y de las restricciones. Nos ofrece la libertad que proviene del encuentro con
Él y del nuevo sentido que ese encuentro da a nuestra condición personal.

Con estas obras de misericordia el Señor nos invita a un gesto de gran humanidad:
compartir. Recordemos esta palabra: compartir. Quien está enfermo, a menudo se siente
solo. No podemos esconder que, sobre todo en nuestros días, precisamente en la
enfermedad se experimenta más profundamente la soledad que atraviesa gran parte de la
vida. ¡Una visita puede hacer que la persona enferma se sienta menos sola y un poco de
compañía es una óptima medicina! Una sonrisa, una caricia, un estrechón de manos son
gestos sencillos, pero muy importantes para quien se siente abandonado. ¡Cuántas
personas se dedican a visitar enfermos en hospitales o en sus casas! Es una obra de
voluntariado impagable. Cuando se hace en el nombre del Señor, entonces es también
expresión elocuente y eficaz de misericordia. ¡No dejemos solas a las personas
enfermas! No les impidamos sentir alivio, y a nosotros ser enriquecidos por la cercanía
de quien sufre. Los hospitales son verdaderas “catedrales del dolor”, donde se hace
evidente también la fuerza de la caridad que sostiene y siente compasión.

Igualmente, pienso en los que están recluidos en la cárcel. Jesús no se olvida tampoco
de ellos. Poniendo la visita a los encarcelados entre las obras de misericordia, ha
querido invitarnos, ante todo, a no ser jueces de nadie. Ciertamente, si uno está en la
cárcel es porque se ha equivocado, no ha respetado la ley y la convivencia civil. Por eso
en prisión, descontando su pena. Pero a pesar de lo que un preso haya podido hacer,
sigue siendo amado siempre por Dios. ¿Quién puede entrar en lo íntimo de su
conciencia para saber lo que siente? ¿Quién puede comprender su dolor y
remordimiento? Es demasiado fácil lavarse las manos afirmando que se ha equivocado.
Un cristiano está llamado a hacerse cargo, para que quien ha errado comprenda el mal
realizado y recapacite. La falta de libertad es sin duda una de las privaciones más
grandes para el ser humano. Si a esta se añade la degradación por las frecuentes
condiciones privadas de humanidad en las que esas personas viven, entonces es el
momento para que un cristiano se sienta provocado a hacer de todo para devolverles la
dignidad.

Visitar a las personas en la cárcel es una obra de misericordia que sobre todo hoy asume
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un valor particular por las diversas formas de justicialismo a las que estamos sometidos.
Que nadie señale a nadie. En cambio, que todos nos convirtamos en instrumentes de
misericordia, con actitud de compartir y de respeto. Pienso a menudo en los presos…
pienso mucho, los llevo en el corazón. Me pregunto qué les ha llevado a delinquir y
cómo han podido ceder a las diversas formas de mal. Sin embargo, junto a esos
pensamientos siento que todos necesitan cercanía y ternura, porque la misericordia de
Dios hace prodigios. Cuántas lágrimas he visto caer por las mejillas de presos que tal
vez nunca habían llorado en su vida; y eso solo porque se han sentido acogidos y
amados.

Y no olvidemos que también Jesús y los apóstoles experimentaron la prisión. En los


relatos de la Pasión conocemos los sufrimientos a los que el Señor fue sometido:
capturado, arrastrado come un malhechor, burlado, flagelado, coronado de espinas…
¡Él, el único Inocente! Y también san Pedro y san Pablo estuvieron en la cárcel (cfr.
Hech 12,5; Fil 1,12-17). El domingo pasado −que fue el domingo del Jubileo de los
encarcelados− por la tarde vino a verme un grupo de presos de Padua. Les pregunté qué
harían al día siguiente, antes de volver a Padua. Me dijeron: “Iremos a la cárcel
Mamertina para compartir la experiencia de san Pablo”. Es bonito, oír eso me hizo bien.
Esos presos querían encontrar a Pablo prisionero. Es una cosa bonita, a mí me hizo bien.
Y también allí, en la prisión, rezaron y evangelizaron. Es emocionante la página de los
Hechos de los Apóstoles donde se cuenta la prisión de Pablo: se sentía solo y deseaba
que alguno de los amigos le visitase (cfr. 2Tm 4,9-15). Se sentía solo porque la mayoría
lo habían dejado solo… al gran Pablo.

Estas obras de misericordia, como se ve, son antiguas, pero siempre actuales. Jesús dejó
lo que estaba haciendo para visitar a la suegra de Pedro; una obra antigua de caridad.
Jesús lo hizo. No caigamos en la indiferencia; convirtámonos en instrumentos de la
misericordia de Dios. Todos podemos ser instrumentos de la misericordia de Dios y eso
nos hará más bien a nosotros que a los demás porque la misericordia pasa a través de un
gesto, una palabra, una visita, y esa misericordia es un acto para devolver alegría y
dignidad a quien la ha perdido.
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(34) Las obras de misericordia. sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
Miércoles 16 de noviembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Dedicamos la catequesis de hoy a una obra de misericordia que todos conocemos muy
bien, pero que tal vez no la ponemos en práctica como deberíamos: sufrir con paciencia
los defectos del prójimo. Todos somos muy buenos para identificar la presencia de
alguno que puede incomodar: sucede cuando encontramos a alguien por la calle, o
cuando recibimos una llamada telefónica… Enseguida pensamos: “¿Por cuánto tiempo
tendré que escuchar las quejas, los comentarios, los pedidos o las vanaglorias de esta
persona?”. A veces, sucede también, que las personas fastidiosas son aquellas que están
más cercana de nosotros: entre los familiares hay siempre alguien; en el centro de
trabajo no faltan; y ni siquiera en el tiempo libre no estamos eximidos. ¿Qué cosa
debemos hacer con las personas fastidiosas? También nosotros muchas veces somos
incomodos a los demás. ¿Por qué entre las obras de misericordia ha sido incluida
también ésta? ¿Sufrir con paciencia los defectos del prójimo?.

En la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar las quejas de
su pueblo. Por ejemplo, en el libro del Éxodo el pueblo resulta ser verdaderamente
insoportable: primero llora porque es esclavizado en Egipto, y Dios lo libera; luego, en
el desierto, se queja porque no tiene que comer (Cfr. 16,3), y Dios envía las codornices
y el mana (Cfr. 16,13-16), pero no obstante esto las quejas no cesan. Moisés hacía de
mediador entre Dios y el pueblo, y también él algunas vez habría sido incómodo para el
Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado a Moisés y al pueblo también
esta dimensión esencial de la fe.

Entonces, surge espontáneamente una pregunta: ¿hacemos siempre el examen de


conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar incomodos para los
demás? Es fácil apuntar el dedo contra los defectos y las faltas de los demás, pero
debemos aprender a ponernos en el lugar de los otros.

Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta paciencia ha debido tener en los tres años de su
vida pública! Una vez, mientras estaba de camino con sus discípulos, lo detuvo la madre
de Santiago y Juan, y ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno
a tu derecha y el otro a tu izquierda» (Mt 20,21). La madre creaba las elites para sus
hijos, pero era la mamá… También de aquella situación Jesús aprovecha la ocasión para
dar una enseñanza fundamental: su reino, no es un reino de poder, no es un reino de
gloria como aquellos terrenos, sino de servicio y donación a los demás. Jesús enseña a ir
siempre a lo esencial y a mirar más lejos para asumir con responsabilidad la propia
misión. Podríamos ver aquí la evocación a otras dos obras de misericordia espiritual:
aquella de corregir al que se equivoca y enseñar al que no sabe. Pensemos en el gran
empeño que se puede poner cuando ayudamos a las personas a crecer en la fe y en la
vida. Pienso, por ejemplo, en los catequistas – entre los cuales hay muchas mamás y
tantas religiosas – que dedican tiempo para enseñar a los jóvenes los elementos básicos
de la fe. ¡Cuánto trabajo, sobre todo cuando los jóvenes preferirían jugar en vez de
escuchar el catecismo!

Acompañar en la búsqueda de lo esencial es bello e importante, porque nos hace


compartir la alegría de probar el sentido de la vida. Muchas veces nos sucede que
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encontramos a personas que se detienen en cosas superficiales, efímeras y banales; a


veces porque no han encontrado a nadie que los estimulara a buscar algo más, a apreciar
los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar lo esencial es una ayuda determinante,
especialmente en un tiempo como el nuestro que parece haber perdido la orientación y
busca satisfacciones inmediatas. Enseñar a descubrir que cosa el Señor quiere de
nosotros y cómo podemos corresponderle significa ponerse en su camino para crecer en
la propia vocación, el camino de la verdadera alegría. Así las palabras de Jesús a la
madre de Santiago y de Juan, y luego a todo el grupo de los discípulos, indican la vía
para evitar caer en la envidia, en la ambición, en la adulación, tentaciones que están
siempre presentes también entre nosotros cristianos. La exigencia de aconsejar,
amonestar y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los demás, sino nos obliga
sobre todo a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes con lo que
pedimos a los demás. No olvidemos las palabras de Jesús: «¿Por qué miras la paja que
hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?» (Lc 6,41). El Espíritu
Santo nos ayude a ser pacientes para soportar y humildes y sencillos para aconsejar.
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(35) Dar buen consejo al que lo necesita y enseñar al que no sabe. Miércoles 23 de
noviembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Terminado el Jubileo, hoy volvemos a la


normalidad, pero aún quedan algunas reflexiones sobre las obras de misericordia, de
modo que seguiremos con ellas. La reflexión de hoy sobre las obras de misericordia
espirituales se refiere a dos acciones fuertemente vinculadas entre sí: aconsejar a los que
tienen dudas y enseñar a los ignorantes, es decir, a los que no saben. La palabra
ignorante es demasiado fuerte, pero quiere decir los que no saben algo y a los que hay
que enseñar.

Son obras que se pueden vivir tanto a nivel sencillo, familiar, al alcance de todos, como
−especialmente la segunda, la de enseñar− en un plano más institucional, organizado.
Pensemos por ejemplo en cuántos niños sufren aún de analfabetismo: ¡no se puede
entender, que en un mundo donde el progreso técnico, científico, ha llegado tan alto,
haya niños analfabetos! Eso no se puede entender; es una injusticia. ¡Cuántos niños
sufren de falta de instrucción! Es una condición de gran injusticia que afecta a la
dignidad misma de la persona. Además, sin educación se convierten en presa fácil de la
explotación y de varias formas de malestar social.

La Iglesia, en el curso de los siglos, ha sentido la exigencia de implicarse en el ámbito


de la educación porque su misión de evangelización comporta el compromiso de
devolver la dignidad a los pobres. Desde el primer ejemplo de una “escuela” fundada
justo aquí en Roma por san Justino, en el siglo segundo, para que los cristianos
conocieran mejor la Sagrada Escritura, hasta San José de Calasanz, que abrió las
primeras escuelas populares gratuitas de Europa, tenemos un amplio elenco de santos y
santas que en varias épocas han llevado la educación a los más desaventajados,
sabiendo que, a través de ese camino, podrían superar la miseria y las discriminaciones.

Cuántos cristianos, laicos, hermanos y hermanas consagrados, sacerdotes han dado su


vida por la instrucción, por la educación de niños y jóvenes. ¡Y eso es grande! ¡Pues yo
os invito a darles un homenaje con un buen aplauso! [aplauso de los fieles]. Esos
pioneros de la educación comprendieron a fondo la obra de misericordia y llevaron un
estilo de vida tal como para transformar la sociedad misma. A través de un trabajo
sencillo y pocas estructuras supieron restituir la dignidad a tantas personas.

Y la instrucción que daban solía estar orientada también al trabajo. Pensemos en Don
Bosco, San Juan Bosco [aplauso de los fieles]. Hay salesianos aquí, ¿eh? Pues
pensemos en Don Bosco que con aquellos niños de la calle, con el oratorio y luego con
las escuelas y los talleres, los preparaba para el trabajo. Así surgieron muchas y variadas
escuelas profesionales que habilitaban para el trabajo mientras educaban en los valores
humanos y cristianos. La educación, por tanto, es ciertamente una peculiar forma de
evangelización.

Cuanto más crece la educación las personas adquieren más conciencia y certezas, que
todos necesitamos en la vida. Una buena instrucción nos enseña el método crítico, que
incluye también un cierto tipo de duda, útil para hacer preguntas y comprobar los
resultados alcanzados, en vista de un conocimiento mayor. Pero la obra de misericordia
de aconsejar a los que dudan no se refiere a ese tipo de duda. Expresar la misericordia
con los que dudan equivale, en cambio, a calmar el dolor y el sufrimiento que provienen
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del miedo y de la angustia, que son consecuencias de la duda. Por tanto, es un acto de
verdadero amor con el que se pretende sostener a una persona en la debilidad provocada
por la incertidumbre.

Pienso que alguno podría preguntarme: “Padre, pero yo que tengo tantas dudas de fe,
¿qué debo hacer? ¿Usted nunca tiene dudas?”. Sí, tengo tantas; tengo tantas… Es
verdad que en algunos momentos a todos nos vienen dudas. Las dudas que tocan la fe,
en sentido positivo, son una señal de que queremos conocer mejor y más a fondo a
Dios, a Jesús, y el misterio de su amor por nosotros. “Pero es que yo tengo esta duda.
Busco, estudio, veo o pido consejo sobre qué hacer”. Esas dudas hacen crecer. Es
bueno, pues, que nos planteemos preguntas sobre nuestra fe, porque de ese modo nos
lanzamos a profundizarla.

Las dudas, en todo caso, hay que superarlas. Es necesario para eso escuchar la Palabra
de Dios, y comprender lo que nos enseña. Un camino importante que ayuda en esto es la
catequesis, con la que el anuncio de la fe viene a encontrarnos en lo concreto de la vida
personal y comunitaria. Y hay, al mismo tiempo, otro camino igualmente importante, el
de vivir lo más posible la fe. No hagamos de la fe una teoría abstracta donde las dudas
se multiplican. Más bien, hagamos de la fe nuestra vida. Procuremos practicarla en el
servicio a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Y entonces muchas dudas
desaparecen, porque sentimos la presencia de Dios y la verdad del Evangelio en el amor
que, sin mérito nuestro, habita en nosotros y compartimos con los demás.

Como se puede ver, queridos hermanos y hermanas, estas dos obras de misericordia
tampoco están lejos de nuestra vida. Cada uno puede comprometerse a vivirlas para
poner en práctica la palabra del Señor cuando dice que el misterio del amor de Dios no
se ha revelado a los sabios e inteligentes, sino a los pequeños (cfr. Lc 10,21; Mt 11,25-
26). Por tanto, la enseñanza más profunda que estamos llamados a trasmitir y la certeza
más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el que hemos sido amados (cfr.
1Jn 4,10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre. ¡Y Dios nunca da marcha
atrás con su amor, jamás! Va siempre adelante, ahí está..., es dado para siempre ese
amor del que debemos sentir fuerte la responsabilidad de ser testigos, ofreciendo
misericordia a nuestros hermanos. Gracias.

* * *

El domingo pasado terminamos el Jubileo Extraordinario. Pero no se ha cerrado el


corazón misericordioso de Dios para nosotros pecadores, que no dejará de inundarnos
con su gracia. Del mismo modo, que no se cierren nunca nuestros corazones y no
dejemos de hacer siempre obras de misericordia corporales y espirituales. Que la
experiencia del amor y del perdón de Dios que hemos vivido en este Año Santo
permanezca en nosotros como permanente inspiración para la caridad con los hermanos.
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(36) Rezar a Dios por vivos y difuntos. Miércoles 30 de noviembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Con la catequesis de hoy concluimos el


ciclo dedicado a la misericordia. ¡Pero, aunque las catequesis acaben, la misericordia
debe continuar! Demos gracias el Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón
como consuelo y alivio.

La última obra de misericordia espiritual pide rezar por los vivos y difuntos. A ella
podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a enterrar a
los muertos. Puede parecer una petición rara esta última; en cambio, en algunas zonas
del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que día y noche
siembran miedo y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia contiene
un buen ejemplo a este propósito: el del viejo Tobías, quien, a riesgo de la propia vida,
sepultaba a los muertos a pesar de la prohibición del rey (cfr. Tb 1,17-19; 2,2-4).

También hoy hay quien arriesga la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las
guerras. Así pues, esta obra de misericordia corporal no es tan lejana a nuestra
existencia ordinaria. Y nos hace pensar en lo que pasó el Viernes Santo, cuando la
Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban junto a la cruz de Jesús. Después de
su muerte, vino José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín, que se había
hecho discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue
personalmente a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia
hecha con gran valentía (cfr. Mt 27,57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de
piedad, y también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros
seres queridos, con la esperanza de su resurrección (cfr. 1Cor 15, 1-34). Es un rito muy
fuerte y sentido en nuestro pueblo, y que tiene resonancias especiales en este mes de
noviembre dedicado en particular al recuerdo y a la oración por los difuntos.

Rezar por los difuntos es, ante todo, un signo de reconocimiento por el testimonio que
nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos
dado y por su amor y amistad. La Iglesia reza por los difuntos de modo particular
durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate, Señor, de tus hijos, que nos han
precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a
cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz»
(Canon romano). Un recuerdo sencillo, eficaz, cargado de significado, porque
encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Rezamos con esperanza
cristiana que estén con Él en el paraíso, a la espera de volver a encontrarnos juntos en
aquel misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdadero
porque es una promesa que Jesús hizo. Todos resucitaremos y todos estaremos para
siempre con Jesús, con Él.

El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar rezar también por los vivos,
que junto a nosotros cada día afrontan las pruebas de la vida. La necesidad de esa
oración es aún más evidente si la ponemos a la luz de la profesión de fe que dice: «Creo
en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia
que Jesús nos reveló. La comunión de los santos indica que todos estamos inmersos en
la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión,
es decir, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo,
y de los que se han alimentado con el Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran
familia de Dios. Todos somos la misma familia, unidos. Y por eso, rezamos los unos
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por los otros.

¡Cuántos modos diversos hay para rezar por nuestro prójimo! Son todos válidos y
agradables a Dios si se hacen con el corazón. Pienso de modo particular en las madres y
padres que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esa
costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por
las personas enfermas, cuando vamos a verlas y rezamos por ellas; en la intercesión
silenciosa, a veces con lágrimas, en tantas situaciones difíciles por las que rezar.

Ayer vino a misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven
tiene que cerrar su fábrica porque no puede más y lloraba diciendo: “No soy capaz de
dejar sin trabajo a más de 50 familias. Podría declarar la quiebra de la empresa e irme a
casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por esas 50 familias”. Este es
un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa a rezar para que el Señor le dé una
vía de salida, no solo para él, sino para las 50 familias. Este es un hombre que sabe
rezar, con el corazón y con los hechos, sabe rezar por el prójimo. Está en una situación
difícil. Y no busca la escapatoria más fácil: “Que se apañen ellos”.

Eso es un cristiano. ¡Me hizo mucho bien escucharle! Y quizá hay tantos así, hoy, en
este momento en que tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el
agradecimiento por una bonita noticia que se refiere a un amigo, un pariente, un
colega…: “¡Gracias, Señor, por eso tan bonito!”, ¡eso también es regar por los demás!
Agradecer al Señor cuando las cosas van bien. A veces, como dice San Pablo, «no
sabemos cómo pedir de modo conveniente, pero el Espíritu mismo intercede con
gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Es el Espíritu el que reza dentro de nosotros.
Abramos, pues, nuestro corazón, de modo que el Espíritu Santo, escrutando los deseos
que están en lo más hondo, los pueda purificar y llevar a cumplimiento.

En todo caso, para nosotros y para los demás, pidamos siempre que se haga la voluntad
de Dios, como en el Padrenuestro, porque su voluntad es con toda seguridad el bien más
grande, el bien de un Padre que nunca nos abandona: rezar y dejar que el Espíritu Santo
rece en nosotros. Y eso es bonito en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios,
pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como aquel hombre. Pero que el
corazón esté siempre abierto al Espíritu para que rece en nosotros, con nosotros y por
nosotros.

Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, comprometámonos a rezar los unos


por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales sean cada vez
más el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al principio, acaban aquí.
Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua
y debemos ejercerla de esos 14 modos. Gracias.

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